Breve historia de la narrativa colombiana. Siglos XVI-XX 9789586652322


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Índice
Agradecimientos
Prólogo
Primera parte. Narrativa colonial
La conquista de la escritura
Primeras crónicas de ficción
El carnero (1638), o el desencanto de las Indias
El misticismo de la Madre Josefa del Castillo: críticas al imperio religioso
Breve mención de El desierto prodigioso y prodigio del desierto
Narrativa de la Ilustración
Primeras crónicas con lenguaje científico
La narrativa de la Expedición Botánica y de Francisco José de Caldas
Segunda parte. Narrativa del siglo XIX
La invención de Colombia
Orígenes de la narrativa de ficción en la era republicana
Los cuadros de costumbres, principios de la novela realista
Manuela, de Eugenio Díaz
Josefa Acevedo de Gómez
Soledad Acosta de Samper
José María Samper
Felipe Samper
María, de Jorge Isaacs
Una variación de María: Tránsito, de Luis Segundo de Silvestre
Novelas y crónicas "políticas"
Otros cronistas narrativos
Epílogo. La Regeneración combatió la libertad de la novela
Tercera parte. El modernismo narrativo
Una revolución filológica
La lucha entre el lenguaje centralista y el federalista
De la prosa periodística a la prosa de ficción
La prosa de "El Indio Uribe"
La prosa de José maría Vargas Vila
La prosa de José Asunción Silva
La prosa de Tomás Carrasquilla
Consolidación del cuento moderno en Tomás Carrasquilla
Clímaco Soto Borda, narrativa de la Bogotá Bohemia
Novelas del cosmopolitismo bogotano
De sobremesa, o La novela del artista latinoamericano
Vargas Vila, o la novela del artista perverso
Novelas de artistas cristianizados
La pax perpetua de Lorenzo Marroquin
Narrativa del criollismo antioqueña
Novelas de Tomás Carrasquilla
La influencia de Carrasquilla
Las novelasa del artista de provincia
Cuarta parte. Entreguerras o entre las vanguardias: 1914-1945
Razones de una ausencia aparente
Luis Tejada: ademanes vanguardistas desde el periodismo
Enfoque antropológico de las vanguardias
Antecedentes antropológico-literarios
La revolución poética de Rivera en Tierra de promisión (1921)
Posibles rasgos vanguardistas en La vorágine
El mensaje de La vorágine
Las novelas de la selva de César Uribe Piedrahita
Risaralda (1935), de Bernardo Arias Trujillo
La narrativa antioqueña bajo una lente antropológica
Efe Gómez, el cuentista-minero
José restrepo Jaramillo: la psicología del montañero antioqueño
Fernando González, o los excesos del criollismo
Saturación del criollismo
La ciudad-Bogotá- bajo la lente antropológica-literaria
Las novelas de José Antonio Osorio Lizarazo
La selva de la burocracia : una derrota sin batalla (1935) de Luis Tablanca
Narrativa psicoanalítica de José Félix Fuenmayor
Quinta parte. Narrativa de mediados del siglo XX (1948-1965)
Del discurso sociológico a la narrativa de la vilencia
La novela de la violencia: un subgénero confuso
Una poesía angelical (Piedra y CIelo) y una narrativa diabólica (La violencia)
Saturación de la novela terrígena
Manuel Zapata Olivella
Caballero Calderón, o en busca de la provincia perdida
La violencia como expresionismo narrativo
Los expresionistas de la violencia
Renovación del tema de la violencia
Elisa Mujica, la violencia vista a través de la mujer
El tema de "El Bogotazo"
Epílogo: Cóndores no entierran todos los días, de Gustavo ÁLvarez Gardeazábal
Sexta parte. La narrativa de Gabriel García Márquez
Narrativa caribeña
Héctor Rojas Herazo
Álvaro Cepeda Samudio
Génesis literaria de García Márquez
La revista Mito
El periodismo nutre su narrativa
De la literatura fantástica al realismo mágico
Precursores de Macondo
Mezcla de género policial y de tragedia griega
El mundo de Macondo: de La hojarasca a Cien años de soledad
Los cuentos después de Cien años de soledad
Epílogo sobre la influencia de García Márquez
Séptima parte. Narrativa de finales del siglo XX (1970-1999)
Hacia una narrativa posmodernista
El nadaísmo en medio del orden degradado del Frente Nacional
Fanny Buitrago: breve reacción contra el nadaísmo
Marvel Moreno: heterodoxia femenina
El fenómeno juvenil de Andrés Caicedo
La narrativa erudita, o la transgresión inteligente
La transgresión erótica en la narrativa de Pedro Gómez Valderrama
Álvaro Mutis o lo gótico del trópico
La narrativa de síntesis de Germán Espinosa
La saturación academicista
R. H. Moreno-Durán, entre el humor y el fárrago
Luis Fayad
La vaguedad de cierta narrativa de "compromiso" socialista
Óscar Collazos, del desarraigo o del des-compromiso
El descontento del posmodernismo
Octava parte. Capítulo novedades (1999-2011)
Tendencias de la nueva narrativa colombiana
Narcotráfico y sicaresca: ¿Narrativa de no-ficción o de ficción?
Las crónicas de Germán Castro Caycedo
Narrativa de Laura Restrepo
Rosario Tijeras, de Jorge Franco Ramos
Cartas cruzadas, de Darío Jaramillo Agudelo
El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince
Tomás González o la narrativa sencilla
Narrativa de la migración: ¿Un nuevo subgénero?
La "nueva" narrativa urbana
Índice onomástico
Bibliografía
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Breve historia de la narrativa colombiana. Siglos XVI-XX
 9789586652322

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Breve historia de la narrativa colombiana Siglos xvi-xx

BIBLIOTECA UNIVERSITARIA Ciencias Sociales y Humanidades

colección espacios

Breve historia de la narrativa colombiana Siglos xvi-xx

Sebastián Pineda Buitrago Coordinadores

Pineda Buitrago, Sebastián, 1982 Breve historia de la narrativa colombiana: Siglos XVI-XX / Sebastián Pineda Buitrago. – Bogotá: Siglo del Hombre Editores, 2012. 384 p.; 24 cm. Incluye bibliografía e índice. 1. Literatura colombiana - Historia y crítica - Siglo XVI-XX 2. Autores colombianos - Crítica e interpretación - Siglo XVI-XX 3. Crítica literaria - Colombia - Siglo XVI-XX I. Tít. Co860.9 cd 21 ed. A1369624 CEP-Banco de la República-Biblioteca Luis-Ángel Arango

© Sebastián Pineda Buitrago

Primera edición, 2012

© Siglo del Hombre Editores Cra. 31A n.º 25B-50 PBX: (57-1) 3377700 Fax: (57-1) 3377665 Bogotá, D. C. - Colombia www.siglodelhombre.com

Carátula Alejandro Ospina Armada electrónica Ángel David Reyes Durán

ISBN: 978-958-665-232-2

Impresión Panamericana Formas e Impresos S. A. Calle 65 n.º 95-28 Bogotá, D. C. Impreso en Colombia-Printed in Colombia

Todos los derechos reservados. Esta publicación no puede ser reproducida ni en su todo ni en sus partes, ni registrada en o transmitida por un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, sea mecánico, fotoquímico, electrónico, magnético, electroóptico, por fotocopia o cualquier otro, sin el permiso previo por escrito de la editorial.

ÍNDICE

AGRADECIMIENTOS........................................................................... 15 PRÓLOGO............................................................................................... 19

Primera parte NARRATIVA COLONIAL La conquista de la escritura...................................................................... 29 Primeras crónicas de ficción..................................................................... 37 El Carnero (1638), o el desencanto de las Indias...................................... 41 El misticismo de la Madre Josefa del Castillo: críticas al imperio religioso............................................................................................... 49 Breve mención de El desierto prodigioso y prodigio del desierto.................................................................................... 56 Narrativa de la Ilustración........................................................................ 58 Primeras crónicas con lenguaje científico.......................................... 60 La narrativa de la Expedición Botánica y de Francisco José de Caldas.............................................................................. 63

Segunda parte NARRATIVA DEL SIGLO XIX La invención de Colombia........................................................................ 71

Orígenes de la narrativa de ficción en la era republicana........................ 76 Los cuadros de costumbres, principios de la novela realista................... 81 La revista El Mosaico.......................................................................... 81 Manuela, de Eugenio Díaz................................................................. 87 Manuel María Madiedo...................................................................... 90 Josefa Acevedo de Gómez.................................................................. 92 Soledad Acosta de Samper................................................................. 94 José María Samper.............................................................................. 98 Felipe Pérez........................................................................................ 99 María, de Jorge Isaacs............................................................................... 103 Una variación de María: Tránsito, de Luis Segundo de Silvestre...... 109 Novelas y crónicas “políticas”.................................................................. 110 Reminiscencias de Santafé y Bogotá, de José María Cordovez Moure.......................................................................... 114 Otros cronistas narrativos.................................................................. 115 Epílogo. La Regeneración combatió la libertad de la novela.................. 117

Tercera parte EL MODERNISMO NARRATIVO Una revolución filológica.......................................................................... 121 La lucha entre el lenguaje centralista y el federalista......................... 122 De la prosa periodística a la prosa de ficción........................................... 126 La prosa de “El Indio Uribe”............................................................. 128 La prosa de José María Vargas Vila.................................................... 130 La prosa de José Asunción Silva........................................................ 132 La prosa de Tomás Carrasquilla......................................................... 133 Consolidación del cuento moderno en Tomás Carrasquilla.................... 135 Clímaco Soto Borda, narrativa de la Bogotá bohemia...................... 137 Novelas del cosmopolitismo bogotano.................................................... 140 De sobremesa, o la novela del artista latinoamericano....................... 141 El impacto de la muerte de Silva........................................................ 145 Vargas Vila, o la novela del artista perverso....................................... 145 Novelas de artistas cristianizados............................................................. 147 La Pax perpetua de Lorenzo Marroquín........................................... 150 Narrativa del criollismo antioqueño......................................................... 153 Novelas de Tomás Carrasquilla.......................................................... 155 La influencia de Carrasquilla.............................................................. 159 Las novelas del artista de provincia.......................................................... 161

Cuarta parte ENTREGUERRAS O ENTRE LAS VANGUARDIAS: 1914-1945 Razones de una ausencia aparente............................................................ 165 Luis Tejada: ademanes vanguardistas desde el periodismo..................... 169 Enfoque antropológico de las vanguardias.............................................. 172 Antecedentes antropológico-literarios............................................... 174 La revolución poética de Rivera en Tierra de promisión (1921).............. 179 Posibles rasgos vanguardistas en La vorágine.................................... 182 El mensaje de La vorágine.................................................................. 184 Las novelas de la selva de César Uribe Piedrahita................................... 185 Risaralda (1935), de Bernardo Arias Trujillo............................................ 188 4 años a bordo de mi mismo, de Eduardo Zalamea Borda: la novela del mar................................................................................. 189 La narrativa antioqueña bajo una lente antropológica............................ 192 Efe Gómez, el cuentista-minero......................................................... 194 José Restrepo Jaramillo: la psicología del montañero antioqueño.... 195 Fernando González, o los excesos del criollismo.............................. 198 Saturación del criollismo........................................................................... 202 La ciudad —Bogotá— bajo la lente antropológica-literaria.................... 203 Las novelas de José Antonio Osorio Lizarazo.......................................... 204 La selva de la burocracia: Una derrota sin batalla (1935) de Luis Tablanca.......................................................................... 208 Narrativa psicoanalítica de José Félix Fuenmayor............................ 210

Quinta parte NARRATIVA DE MEDIADOS DEL SIGLO XX (1948-1965) Del discurso sociológico a la narrativa de la violencia............................. 213 La novela de la violencia: un subgénero confuso.............................. 217 Una poesía angelical (Piedra y Cielo) y una narrativa diabólica (la violencia)................................................................. 219 Saturación de la novela terrígena.............................................................. 221 Manuel Zapata Olivella...................................................................... 222 Caballero Calderón, o en busca de la provincia perdida.................. 226 La violencia como expresionismo narrativo............................................. 232 Los expresionistas de la violencia...................................................... 232

Renovaciones del tema de la violencia...................................................... 241 Manuel Mejía Vallejo, entre lo experimental y lo tradicional........... 241 Elisa Mujica, la violencia vista a través de la mujer........................... 246 El tema de “El bogotazo”......................................................................... 249 Epílogo: Cóndores no entierran todos los días, de Gustavo Álvarez Gardeazábal....................................................... 253

Sexta parte LA NARRATIVA DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ Narrativa caribeña..................................................................................... 255 Héctor Rojas Herazo.......................................................................... 259 Álvaro Cepeda Samudio..................................................................... 260 Génesis literaria de García Márquez........................................................ 263 La revista Mito.................................................................................... 263 El periodismo nutre su narrativa.............................................................. 266 De la literatura fantástica al realismo mágico........................................... 268 Precursores de Macondo.................................................................... 271 Mezcla de género policial y de tragedia griega.................................. 272 El mundo de Macondo: de La hojarasca a Cien años de soledad.............. 273 La hojarasca (1955)............................................................................. 273 El coronel no tiene quien le escriba (1958)......................................... 273 La mala hora (1961)............................................................................ 275 Los funerales de la Mamá Grande (1962)........................................... 276 Cien años de soledad (1967)................................................................ 278 Los cuentos después de Cien años de soledad.......................................... 281 El otoño del patriarca (1975)............................................................... 282 Epílogo sobre la influencia de García Márquez....................................... 283

Séptima parte NARRATIVA DE FINALES DEL SIGLO XX (1970-1999) Hacia una narrativa posmodernista.......................................................... 287 El nadaísmo en medio del orden degradado del Frente Nacional.......... 289 Fanny Buitrago: breve reacción contra el nadaísmo................................ 294 Marvel Moreno: heterodoxia femenina.................................................... 294 El fenómeno juvenil de Andrés Caicedo.................................................. 297

La narrativa erudita, o la transgresión inteligente.................................... 299 La transgresión erótica en la narrativa de Pedro Gómez Valderrama................................................................................... 300 Álvaro Mutis o lo gótico del trópico.................................................. 304 La narrativa de síntesis de Germán Espinosa.......................................... 309 La saturación academicista................................................................. 320 R. H. Moreno-Durán, entre el humor y el fárrago................................... 321 Luis Fayad................................................................................................. 323 La vaguedad de cierta narrativa de “compromiso” socialista.................. 325 Óscar Collazos, del desarraigo o del des-compromiso............................ 328 El descontento del posmodernismo......................................................... 330 Sin remedio, de Antonio Caballero: el descontento total.................. 330 La desazón total de Fernando Vallejo................................................ 332

Octava parte CAPÍTULO DE NOVEDADES (1999-2011) Tendencia de la nueva narrativa colombiana........................................... 339 Narcotráfico y sicaresca: ¿narrativa de no-ficción o de ficción?.............. 341 Las crónicas de Germán Castro Caycedo.......................................... 342 Narrativa de Laura Restrepo.............................................................. 344 Rosario Tijeras, de Jorge Franco Ramos............................................ 346 Cartas cruzadas, de Darío Jaramillo Agudelo..................................... 348 El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince........................... 349 Tomás González o la narrativa sencilla.............................................. 353 Narrativa de la migración: ¿un nuevo subgénero?.................................. 355 La “nueva” narrativa urbana.................................................................... 360

Índice onomástico....................................................................... 365

BIBLIOGRAFÍA...................................................................................... 377 Bibliografía selecta.................................................................................... 377 Bibliografía teórica.................................................................................... 381

A mis padres, a mi familia.

AGRADECIMIENTOS

Por puro “amor al arte” comencé a escribir este libro un día de junio del año 2003. La idea para escribirlo me la dio Josefina Torres, en un café de la Avenida Jiménez de Bogotá, por donde yo solía pasar con algunos amigos para sentarnos a conversar con el novelista Germán Espinosa. Mi primer agradecimiento va a la memoria de ellos dos. Desde entonces este proyecto me ha acompañado como una aventura personal y se ha nutrido de las clases y enseñanzas que he recibido de múltiples profesores, investigadores y colegas a mi paso por el Departamento de Literatura y Humanidades de la Universidad de los Andes, por el Instituto Caro y Cuervo, por el Centro de Ciencias Humanas y Sociales del csic en Madrid, España, y, especialmente, por el Centro de Estudios Lingüísticos y Literarios de El Colegio de México. Sin la ayuda “indirecta”, que me brindaron las bibliotecas, hubiera sido imposible emprender cualquier investigación. La Biblioteca Luis Ángel Arango, con su completísimo acervo y su sala de libros raros y manuscritos, fue esencial en mi investigación. A ella, lo mismo que a la red de bibliotecas del Banco de la República en varias ciudades del país, va mi gran agradecimiento. Doy especiales gracias también a Ángel Nogueira y a Eduardo Arcila, de Siglo del Hombre Editores, así como a su equipo editorial, sin quienes el proyecto inicial —lleno de baches e indecisiones— no se hubiera cristalizado en este libro. La lista de amigos y colegas que me ayudaron, con su compañía y apoyo, durante el largo proceso de documentación y redacción podría extenderse

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ampliamente, pero, a riesgo de dejar por fuera a muchos, me limito a los principales: Adolfo Castañón, Juan Manuel Roca, Edison Neira Palacios, Javier Ortiz Cassiani, Ricardo Abdahllah, Alma Karla Sandoval, Roberto Pinzón, Nathalie Rodríguez Sánchez, Samuel Serrano y Andrés Mauricio Múñoz Chaparro, entre otros.

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Los archivos guardan los secretos del Estado; las novelas guardan los secretos de la cultura, y el secreto de esos secretos. Roberto González Echevarría, Mito y archivo. Una teoría de la narrativa latinoamericana

La literatura es la más perceptible expresión de la complejidad histórica de un pueblo, la que le da conciencia de lo que es, cómo ha llegado a ser y lo que quiere llegar a ser. Rafael Gutiérrez Girardot. Temas y problemas de una historia social de la literatura hispanoamericana

La novela añade a la historia su tercera dimensión. Nicolás Gómez Dávila. Escolios a un texto implícito

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PRÓLOGO

Comienzo por confesar mis límites. El principal es, desde luego, la inevitable visión personal: frente a la literatura se experimentan admiración, goce, reprobación, reconocimiento, aburrimiento, arbitrariedades y afinidades electivas, que llevan a escoger entre un amplísimo corpus como es el de la narrativa colombiana, solo algunos textos. Por lo tanto, muchas obras se quedaron por fuera de esta historia. No hay otra razón que los caprichos de la impresión personal. La relatividad del arte y de las cosas impide cada vez más establecer un registro universal de valores literarios o estéticos. También impide cualquier pretensión de formular un canon uniforme; tal pretensión se difumina ante la imposibilidad de comentar —de leer— todo lo que en narrativa (cuentos, novelas y crónicas) se ha escrito y se sigue escribiendo en Colombia. Me interesa, más que una crítica particular sobre autores individuales, una crítica general sobre la narrativa de una determinada época, es decir, la discusión, la comparación y el enfrentamiento de escuelas y corrientes literarias distintas, sin que en ningún momento niegue el valor individual de cada escritor. Al compararlos y enfrentarlos se descubre mejor su valor intrínseco. Me parece que en esto consiste la historia literaria en sí, en señalar los cambios entre una época y otra; en ofrecer una guía de viaje para quien desee visitar las —para mí— principales novelas o narraciones de una comunidad histórica llamada Colombia. Nunca se agotará la investigación crítica, y la inclusión de más obras y autores la haré conforme se dé una segunda edición y en torno a lo que diga la crítica de la crítica. Ahora bien, ¿qué entender por un concepto tan amplio como “narrativa colombiana”? ¿Cómo considerar que una narrativa sea “colombiana”? ¿No resulta caprichoso hablar de lo colombiano como una especialidad cuando 19

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hay tantas historias de la literatura hispanoamericana o latinoamericana o en lengua española? Al revisar, por ejemplo, The Cambridge History of Latin American Literature (1996), se advierten cinco grupos lingüísticos y, cuando menos, otras tantas zonas de matiz literario que pueden o no corresponder a características nacionales.1 Colombia toca el grupo lingüístico de los Andes, si bien con matices distintos a los de Ecuador y Perú, y se derrama al ámbito del Caribe, compartiendo características similares con Venezuela o Cuba. Narradores colombianos, desde Jorge Isaacs hasta García Márquez, han hablado siempre de una literatura latinoamericana o hispanoamericana, en lugar de manifestar una concepción colombianista. El concepto de nacionalidad —y el mismo nombre de Colombia— existe aproximadamente hace 200 años, pero la sociedad es anterior a esa declaración de nacimiento y hunde sus raíces en la Conquista, en la fundación de las primeras ciudades, siendo su principal vehículo de expresión el castellano, cuya narrativa data de hace más de mil años.2 La idea es examinar qué narrativa ha hecho posible, desde el siglo xvi en que se llamaba Nueva Granada, la peculiaridad diferenciadora de Colombia como ente cultural, social y político desde el cual narrar. Como para ello resulta imprescindible situar la narrativa colombiana en su contexto continental, me he apoyado en el estudio del crítico cubano-estadounidense Roberto González Echevarría, Mito y archivo: una teoría de la narrativa latinoamericana (primera edición, 1991).3 Y, por lo tanto, he preferido hablar de narrativa en lugar de “novela” como tal, por lo movedizo y cambiante de este género, y para incluir también relatos, cuentos y algunas crónicas. La tesis principal de la teoría de González Echevarría es que la novela latinoamericana, por más fantástica o imaginativa que sea, se niega a nacer de la nada (de un documento ex nihilo) y se reafirma en una historiografía anterior, en archivos o documentos preestablecidos, con el deseo de revelar secretos acerca del origen y la historia de una cultura dada y con la capacidad proteica para cambiar y repudiar la ecuación conocimiento/poder que encierran esos secretos. Refuerzo esta tesis al consultar la teoría literaria de Alfonso Reyes (una de las más completas en lengua española), para quien no existe literatura (novela o relato de ficción) que viva sin alimentarse de Véase The Cambridge History of Latin American Literature, ed. de Roberto González Echevarría y Enrique Pupo-Walker, Cambridge University Press, Cambridge, 1996.

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Véase de Antonio Alatorre, Los mil y uno años de la lengua española, 3ª ed., fce, México, 2003.



Véase de Roberto González Echevarría, Mito y archivo. Una teoría de la narrativa latinoamericana, trad. de Virginia Aguirre Múñoz, 2ª ed. en español, fce, México, 2011.

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la no-literatura en grado mayor o menor, es decir, que viva sin nutrirse de datos o discursos de otros campos semánticos, como las disciplinas sociales, políticas, científicas, filosóficas, etc.4 La teoría de González Echevarría plantea, desde la Conquista hasta mediados del siglo xx, tres discursos, disciplinas o campos semánticos como principales nutrientes de la narrativa latinoamericana: 1. El discurso jurídico y religioso de la época colonial, en el cual la crónica del bogotano Juan Rodríguez Freile, El Carnero (escrito en 1638 y publicado en 1859), representa su mayor mímesis o parodia. 2. Las crónicas científicas de viajes del siglo xix: tipo de discurso que comenzó a influir en Colombia a partir de la Expedición Botánica (1783-1808) y se manifestó en los textos que publicó Francisco José de Caldas (17681816), pasando por los cronistas-geógrafos de la Comisión Coreográfica de Agustín Codazzi, como Manuel Ancízar (1812-1882) o el novelista Felipe Pérez (1836-1891). Este tipo de discurso generó la fundación de la revista y tertulia El Mosaico, entre 1858 y 1872, con la idea de retratar —de narrar— las costumbres del país. Así aparecieron Eugenio Díaz, el autor de la novela Manuela (1858), o Soledad Acosta de Samper, autora de varios relatos sobre la vida de la mujer en un siglo en el que estas carecían de muchas libertades. La mentalidad científica imperaba tanto en el siglo xix, que aun un novelista como Jorge Isaacs, el autor de María (1867), recorrió la costa Caribe para rendir informes de posibles explotaciones carboníferas, y se internó en la Sierra Nevada de Santa Marta para realizar estudios etnográficos de las tribus indígenas que allí se encontraban.5 3. El discurso antropológico de la primera mitad del siglo xx: discurso que se advierte en La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera, acompañado de un esfuerzo estético por simbolizar la fuerza de los llanos y la selva, por comprender la mentalidad del llanero y del indígena. A partir de La vorágine se desencadenaron, hasta mediados del siglo xx, una serie de novelas volcadas a explorar un país multiétnico, disperso en multitud de regiones.

Alfonso Reyes, El deslinde. Prolegómenos para una teoría literaria, fce, México, 1997, p. 109. No sobra decir que buena parte del vocabulario crítico de este libro parte de la teoría literaria de Alfonso Reyes.



Entre sus libros, además de María, Isaacs dejó un Estudio sobre las tribus indígenas del Magdalena (1884), que puede leerse también como una crónica de viaje; también publicó en Hulleras de la República de Colombia en la Costa Atlántica (1890) un informe de sus exploraciones de minas de carbón. Véase de José Eduardo Rueda Encizo, “Jorge Isaacs: de la literatura a la etnología”, en Boletín de Antropología Universidad de Antioquia, vol. 21, n.° 038, 2007, p. 337. Disponible en: http://aprendeenlinea.udea.edu.co/

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El Carnero de Rodríguez Freyle, uno de los textos narrativos más relevantes del periodo colonial, nunca se ha considerado una novela en sí, sino más bien una “narración” a medio camino entre la crónica historiográfica y la retórica notarial. Y así, sin ser una novela sino una serie de procesos judiciales, todo allí (hasta la brujería) suena más fidedigno y tiene un sentido de mayor autoridad. En América Latina, según González Echevarría, “las narrativas más relevantes no son novelas (pero parecen serlo) o son novelas que pretenden ser otra cosa”.6 Al comienzo de La vorágine (1924) una de las novelas más denunciadoras de nuestra historia literaria, José Eustasio Rivera aclara que él solo funge como editor del manuscrito de Arturo Cova, el protagonistanarrador, sin poderle pedir explicación alguna y abandonándonos a los hechos que nos relata; y esos manuscritos posen la información de los informes oficiales que Rivera redactó como comisionado del Congreso para precisar los límites con Brasil y Venezuela en 1923, durante su viaje por las selvas de Vichada y el Guainía. La lógica de apoyar la ficción en el archivo, para que esta sea más fidedigna, opera en otra obra cumbre de la narrativa colombiana, La tejedora de coronas (1982), si pensamos que Germán Espinosa consultó los anales de la Inquisición de Cartagena, las memorias militares de navegantes franceses, la documentación secreta de las primeras logias masónicas, para imaginar cómo una mujer cartagenera del siglo xviii transgredía el poder establecido. González Echevarría celebra que su teoría funcione asimismo en obras tan actuales como La virgen de los sicarios (1994) de Fernando Vallejo, pues allí se sigue parodiando el dominante discurso legalista. El protagonista-narrador va a la morgue de Medellín en busca de su amante sicario, donde se topa con el acta del levantamiento del cadáver (con un documento jurídico), sorprendiéndose con la precisión de los términos y la convicción del estilo, al punto de afirmar, lleno de ironía, que “los mejores escritores de Colombia son los jueces y los secretarios de juzgado, y no hay mejor novela que un sumario”.7 Como el imperio español fue ante todo un imperio legalista, el lenguaje jurídico ha dominado la narrativa latinoamericana desde la Conquista. Basta revisar las sucesivas constituciones de nuestros países (la última en Colombia se firmó en 1991) y sus sucesivas enmiendas; basta observar cómo el Derecho fue durante muchos años la profesión más estudiada entre



González Echevarría, op. cit., p. 75.



Tomado de González Echevarría, op. cit., p. 9.

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los escritores.8 A veces otros discursos, con otro tipo de lenguaje, nutrieron también la narrativa latinoamericana. De hecho, la Independencia no se explica sin la presencia del lenguaje de la ciencia o de la Ilustración. Los primeros escritos de los naturalistas, como Humboldt y José Celestino Mutis, trajeron una nueva mentalidad, la de la Ilustración, y solicitaron un lenguaje que pusiera más atención en los accidentes del paisaje, en la flora y en la fauna, en la psicología social del individuo, antes que en la formulación de leyes y códigos para la vigilancia moral o religiosa. Los artículos que el naturalista payanés Francisco José de Caldas documentó de la Expedición Botánica y que publicó en el Semanario del Nuevo Reino de Granada (entre 1808 y 1809) significaron una toma de conciencia de la naturaleza tropical. La naturaleza dejó de ser el reino de las alimañas, tal como lo entendía una anacrónica visión medievalista, y pasó a convertirse en una fuente de riqueza y, entre los literatos, de inspiración poética. Yngermina o la hija de Calamar: novela histórica, o recuerdos de la conquista, 1533 a 1537, con una breve noticia de los usos, costumbres y religión del pueblo de Calamar, publicada en la isla de Jamaica en 1844, se tiene como la primera novela colombiana del periodo republicano. La escribió el político costeño Juan José Nieto, y a juzgar por el título se advierte cómo su novela está nutrida de la historiografía y de cierto discurso etnográfico proveniente del lenguaje de la Ilustración. Algo de esta mentalidad naturalista, etnográfica, se respira también en María (1867), la novela cumbre del siglo xix en Colombia. Allí se notan la emoción y el interés del protagonista Efraín en describir el paisaje de su hacienda en el Valle del Cauca, o las orillas selváticas del río Dagua cuando lo remonta desde el océano Pacífico. Además, el novelista Jorge Isaacs fue uno de los colombianos del siglo xix más comprometidos con comprender un país diverso y heterogéneo. Se interesó en



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Buena parte de la crisis de nuestros países, según el ensayista mexicano Adolfo Castañón, deberían ser entendidas como crisis jurídicas y en un sentido más amplio como crisis del lenguaje, crisis filológicas. “¿No es el español una lengua atrasada, de un ex imperio y de una serie de pueblos cuya única coartada parece ser la extravagancia –la lengua de una subespecie cultural que muy probablemente esté en extinción?” Más adelante, Castañón serena tal interrogación. “La buena noticia de la cantidad de hispanohablantes en el mundo debe templarse con el diagnóstico crítico de la enseñanza de las humanidades hispánicas y aun portuguesas en los países hispanoamericanos”. Claro: si nuestra imagen del mundo está determinada por la lengua materna, el papel de Hispanoamérica y España en el ámbito de la ciencia y de la cultura solo será fuerte en la medida en que se nutra de sus escritores. Véase de Castañón, “De la muerte considerada como una de las bellas artes”, en Los mitos del editor, Editorial Lectorum, México D.F., 2005, p. 167.

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la vida y la mitología de las tribus indígenas en la Sierra Nevada de Santa Marta, y rindió informes sobre minas y rutas comerciales de la costa Caribe. Muchos críticos insisten en que su novela María ha contribuido a la “fundación nacional”, a atornillar los lazos de una “comunidad imaginada”.9 Pero olvidan, al mismo tiempo, cómo en su momento chocó contra el absolutismo político de Miguel Antonio Caro, el hacedor de la Constitución de 1886, para quien el Estado (¿el país?) solo podía ser centralista, católico y ranciamente hispánico. Una lectura de la novelística del modernismo — a finales del siglo xix y a principios del xx— devela los conflictos políticos, sociales, culturales e ideológicos entre las dos regiones más habitadas de Colombia: Bogotá y Antioquia; es decir, el conflicto entre el centralismo y el federalismo. La disputa se inició en el plano del lenguaje poético desde cuando Gregorio Gutiérrez González declaró en el prólogo de su poema Memoria científica del cultivo del maíz en los climas cálidos del estado de Antioquia (1866) que él no escribía “español sino antioqueño”.10 Esta declaración de “independencia” lingüística fascinó al cuentista Tomas Carrasquilla, quien no reparó en poner patas arriba la pretensión de los académicos. A cambio de adecuarse al molde de un lenguaje homogenizado, Carrasquilla acogió las variaciones regionales y adaptó el flujo rítmico del acento popular antioqueño a su prosa. Así se modernizó la narrativa colombiana: permitió que el narrador y los personajes se expresaran con mayor realismo. Permitió poner coto al costumbrismo tradicional, heredado de la revista El Mosaico de José María Vergara y Vergara. Esta revista privilegiaba el cuadro de costumbres, que era, según Rafael Gutiérrez Girardot, “esencialmente tradicional y conservador, y no solamente un supuesto género literario sustituto de la novela”.11 No es



El término “comunidad imaginada” lo designó Benedict Anderson en su iluminador ensayo Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism (publicado en diversas ediciones entre 1983 y 1991), en donde sentencia que el nacionalismo se funda en una concepción imaginaria, puesto que aun los integrantes de la comunidad más pequeña nunca sabrán de todos sus compatriotas ni se encontrarán con ellos, de tal suerte que la idea de una nacionalidad común solo existe en la mente. A partir de esta concepción, Doris Sommer concibió su libro Ficciones fundacionales: las novelas nacionales de América Latina, trad. de José Leandro Urbina y Ángela Pérez, ed. de Sonia Jaramillo y Adriana de la Espriella, fce, México, 2004.

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Obras completas de Gregorio Gutiérrez González, ed. de Rafael Montoya Montoya, Editorial Bedout, Medellín, 1960, p. 25. Disponible en: http://biblioteca-virtual-antioquia. udea.edu.co/



Rafael Gutiérrez Girardot, “La historiografía literaria de Pedro Henríquez Ureña: pro-

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gratuito que los primeros cuentos de Carrasquilla, “Simón el mago” (1887) y “En la diestra de Dios Padre” (1897), suelan aparecer en antologías del cuento moderno hispanoamericano, y que sigan leyéndose e interpretándose por encima de sus novelas, que acusan demasiado regionalismo. Una revisión de Tomás Carrasquilla, por cierto, también implica aceptar que hubo una literatura regional limitada al área de Antioquia, pero sin olvidar que se enfrentó a un tipo de narrativa cosmopolita, mundana, que se practicaba en Bogotá, la capital. La narrativa colombiana presenta varias heterogeneidades. Por ejemplo, en 1896 José Asunción Silva escribía en Bogotá De sobremesa, una novela llena de referencias intelectuales y ambientes europeos, refinadísimos, mientras al mismo tiempo, también en la capital, Tomás Carrasquilla publicaba Frutos de mi tierra, una novela en torno a las costumbres más criollas de la provincia de Antioquia. No podía haber visiones más opuestas. Por lo tanto, resulta ilusorio agarrar el Zeitgehist (el espíritu de la época), pues existen muchos “espíritus de la época” que crean, admiten, objetan o presentan rumbos, líneas, u orientaciones que se desprenden de un determinado momento histórico. No debería haber una contradicción en lo regional y lo universal. Nada de universalidad pierde la narrativa de García Márquez si, por un momento, se analiza bajo el carácter peculiar del Caribe colombiano. El problema de lo regional y lo metropolitano suele presentarse en cada literatura nacional, y en La formación de la literatura brasileña (1959), Antonio Cándido habla de señalar “momentos decisivos”, es decir, según se presenten en una determinada época de la historia. A partir de esta noción, el crítico mexicano Víctor Barrera Enderle alerta sobre la necesidad de revisar términos como romanticismo, parnasianismo y tantos otros, mientras no se establezca un paradigma casero, mientras no se trabaje desde de las literaturas regionales: “Tal empresa significaría desde el comienzo un enfrentamiento directo con las estrategias de poder que han configurado nuestros cánones estéticos e ideológicos”.12 No hay que ignorar que en Hispanoamérica la literatura sirvió por mucho tiempo, según Pedro Henríquez Ureña, como “una coronación de la vida social, del mismo modo que la santidad era la coronación de la vida

mesa y desafío”, Pensamiento hispanoamericano, ed. de R. H. Moreno-Durán, unam, México, 2006, p. 272. Víctor Barrera Enderle, “Apuntes para una teoría crítica regional latinoamericana”, en La otra invención: ensayos sobre crítica y literatura de América Latina, Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Nuevo León, Monterrey, 2005, p. 77. Disponible también en: http://www.geocities.ws/.

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individual”.13 Ser escritor —sobre todo si se era poeta— daba enorme prestigio en Colombia. El poeta modernista Guillermo Valencia, en parte por el prestigio de su poemario Ritos (1899), aspiró, sin conseguirlo, tres veces a la presidencia de la República. Ya lo habían logrado “poetas menores” como Rafael Núñez y Miguel Antonio Caro a finales del siglo xix. Los dos políticos colombianos que firmaron el Frente Nacional en 1956, Laureano Gómez y Alberto Lleras Camargo, se consideraban a sí mismos grandes oradores y prosistas, y cada uno, desde su trinchera política, fundó revistas y periódicos de enorme influencia: el primero, en 1936, El Siglo (después conocido como El Nuevo Siglo); el segundo, en 1947, la revista Semana (reeditada en 1983). En medio de ellos dos también había alcanzado la presidencia colombiana, entre 1938 y 1942, uno de los fundadores de El Tiempo, Eduardo Santos, merced al poder letrado de su diario. Pero casi nunca salió elegido un presidente escritor de novelas o de cuentos, y la respuesta está en que la narrativa trae siempre consigo cierta crítica social, cierta relatividad del mundo que no permite concesiones tan fáciles con el poder. Cuando en Venezuela resultó presidente el gran novelista Rómulo Gallegos, el autor de Doña Bárbara (1929, publicada cinco años después de La vorágine), “los militares — sin duda descendientes de Facundo Quiroga y también de los encantadores que importunaban a don Quijote— derrocaron a don Rómulo menos de un año después de su elección”.14 A lo largo del siglo xix se escribieron en Colombia más de cien novelas, pero recibieron poca atención en los primeros manuales e historias de la literatura colombiana, que se centraban en la poesía, el género “socialmente” aceptado y “políticamente correcto”. Solo cuando apareció el boom latinoamericano, a comienzos de la década de los sesenta, nos recuerda Patricia Trujillo, “ya no se justificó debatir sobre qué tan meritoria era la función de la novela o sobre la importancia del género con respecto a la oratoria y la poesía”.15 Por fin la Academia de la Lengua, cuyos miembros se negaban a admitirla entre las bellas letras, apoyó un concurso nacional de novela patrocinado por la multinacional petrolera esso en 1961. Gabriel García Márquez fue el primero en ganarlo, con su novela La mala hora; más tarde saltó a la fama mundial con Cien años de soledad (1967), y en adelante se

Pedro Henríquez Ureña, Las corrientes literarias en la América Hispánica, fce, México, 2001, p. 45.



González Echevarría, op. cit., p. 205.

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Patricia Trujillo, “Problemas de la historia de la novela colombiana en el siglo xx”, en Leer la historia: caminos a la historia de la literatura colombiana, unal, Bogotá, 2007, p. 81.

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convirtió en el escritor más exitoso del boom latinoamericano y en uno de los más leídos del idioma después de Cervantes. El antiguo desdén o temor a la novela terminó por disiparse cuando ganó el Premio Nobel de Literatura en 1982; tanto así que a finales del milenio varios medios de comunicación lo escogieron como el personaje del siglo xx en Colombia, por encima de presidentes y políticos. Y si Cien años de soledad ha sido a todas luces la novela más interpretada de la narrativa colombiana, esta historia bien podría plantearse bajo la tesis de Borges de que un gran escritor crea sus precursores, pues “su labor modifica nuestra concepción del pasado y del futuro”.16 Así, el crítico R. H. Moreno-Durán vio con acierto cómo Cien años de soledad tiene su precursor más remoto en El Carnero de Rodríguez Freyle, que narra, explícitamente, los cien años de fundación del Nuevo Reino de Granada (de 1538 a 1638).17 En ambas narraciones hay un trasfondo de mito y de archivo. En El Carnero aparece la voz de un indígena, de un nativo que documenta al narrador del pasado prehispánico de los muiscas en el altiplano cundiboyacense, con sus guerras hereditarias y sus ceremonias en la laguna de Guatavita. De similar forma García Márquez pone al gitano Melquiades como el poseedor del archivo que contiene la información sobre el origen, si no mítico, casi semítico, sefardí o judío de la familia Buendía, dejando a la curiosidad del lector por qué parecen huir de los piratas en La Guajira y levantan Macondo detrás de la Sierra Nevada de Santa Marta, a espaldas del mar, con el miedo latente de que alguien de su estirpe nazca con cola de cerdo.18 Como este estudio es una historia implica la aceptación tácita de que el punto de vista histórico es uno de los modos legítimos de estudiar la narrativa de ficción, pues presupone que se articula en el tiempo. Solo que no todas las obras del pasado han de exaltarse porque la memoria es selectiva y la tradición, en la medida de lo posible, debería ser delgada en su corpus. Me he inclinado, pues, por la lectura directa de las obras que yo considero más importantes, acudiendo a la bibliografía crítica al uso sobre aquellas que más comento, pero adelgazando las referencias a dos o tres interpretaciones fundamentales. Dada la amplia bibliografía, he escogido citar las referencias específicas en los pies de página, conforme las utilizo en el fluir del texto; y



Jorge Luis Borges, Otras inquisiciones, Emecé, Buenos Aires, 1964, p. 148.



R.H. Moreno-Durán, De la barbarie a la imaginación, fce, México, 2002, p. 98.



Este acertijo ha llevado a la interpretación de un origen marrano (judeo-converso) por parte de la crítica Sultana Wahnón, en su artículo “Las claves judías en Cien años de soledad”, en Cuadernos Hispanoamericanos, n.° 526, 1994, pp. 96-104.

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he abierto al final un apartado de bibliografía selecta con referencias generales sobre narrativa colombiana y sobre el soporte teórico de este estudio. Por lo demás, me parece importante señalar que en una era pluri-textual e interdisciplinaria, donde la sociedad del conocimiento solicita cada vez más la divulgación del legado literario e intelectual de un país, los trabajos de historiografía literaria resultan imprescindibles. Aportan un grano de arena al conocimiento de la cultura humana, bajo la idea de que nada de lo humano (en este caso, de lo colombiano) debería ser ajeno.

Sebastián Pineda Buitrago México D.F., agosto de 2012

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Primera parte NARRATIVA COLONIAL

La conquista de la escritura Al principio no podemos hablar de narrativa o literatura. Los primeros conquistadores o viajeros que comenzaron a escribir sobre América estaban lejos de sentirse escritores o narradores; cuando mucho admitieron llamarse “cronistas”. Tal vez lo más interesante sea advertir cómo ellos, mediante un idioma configurado en otro continente, vinieron a nombrar una realidad desconocida sin llegar nunca a reflejarla desnudamente, sino a interpretarla de acuerdo con otra mentalidad, con otros elementos sociales, religiosos, políticos, psicológicos, históricos. Fondo y forma no se pueden separar, pero digamos que la forma de nuestra narrativa es hispana, europea, mientras su fondo es americano: una nueva realidad o experiencia nunca antes registrada en este idioma. La primera manifestación literaria con fondo americano es incierta. Cuando la flota castellana partió de los puertos de Galicia y Asturias para conquistar las islas Canarias, entre 1490 y 1492, la sensación de que algo más se adivinaba en el horizonte animó a los Reyes Católicos a apoyar el proyecto de Cristóbal Colón. Y aunque creyó hallarse en alguna región del Asia, en su tercer viaje a América en 1498 Colón divisó en la desembocadura del río Orinoco (río que en buena parte de su trecho es también colombiano) las puertas del paraíso. Y en una carta a los Reyes Católicos sostuvo la teoría de la redondez erótica de la Tierra:

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[…] es de la forma de una pera que sea toda muy redonda, salvo allí donde tiene el peçon, que allí tiene más alto, o como quien tiene una pelota muy redonda, y en lugar della fuese como una teta de mujer allí puesta, y que esta parte de este peçon sea la más alta e propinca del cielo, y sea debaxo de la línea equinoccial, y en esta mar océano en fin del oriente […]. Grandes indicios son estos del paraíso terrenal, porque el sitio es conforme a la opinión de esos santos y sacros teólogos. Y asimismo las señales son muy conformes, que yo jamás leí ni oí que tanta cantidad de agua dulce fuese así adentro e vezina con la salada y en ello ayuda asimismo la suavísima temperancia.1

La primera complejidad —desafío— del idioma castellano que conquistó a América no fue desatar imágenes poéticas, sino su afán de dominar mediante escrituras legales, mediante códigos y leyes. En su teoría de la narrativa latinoamericana, Mito y archivo, Roberto González Echevarría explica cómo, en la Edad Media y en el Renacimiento, el acto de escribir era inconcebible sin una realidad preconcebida, pues nunca partía de un fenómeno empírico ni nacía de una reacción ex nihilo [de la nada]. En el siglo xvi, escribir estaba subordinado a la ley. Uno de los cambios más significativos en España, cuando se unificó la península y se convirtió en el centro del Imperio, fue el sistema jurídico, que redefinió la relación entre el individuo y el Estado, y mantenía un estricto control de la escritura. La narrativa, tanto novelesca como histórica, se derivó de las formas y regulaciones de la escritura jurídica. La escritura jurídica era la forma predominante del discurso en el Siglo de Oro español.2

Antes del 12 de octubre de 1492, antes de que atracaran en el Caribe las tres carabelas españolas, los Reyes Católicos ya habían suscrito con Colón las Capitulaciones de Santa Fe. Se trataba de un documento de naturaleza jurídica que explicitaba que ellos, Isabel y Fernando, serían poseedores de cualesquiera de los territorios descubiertos. Y así, de un plumazo, las Capitulaciones de Santa Fe negaron la presencia de pueblos milenarios, mediante el poder de la palabra escrita, de la ley, de documentos jurídicos y escrituras bíblicas. Y casi por un acto mágico se hicieron poseedores de territorios que jamás habían visto. Los primeros en advertir esta contradicción injus1



Cristóbal Colón, Los cuatros viajes. Testamento, ed. de Consuelo Varela, Alianza Editorial, Madrid, 1986, p. 61.



Roberto González Echevarría, Mito y archivo. Una teoría de la narrativa latinoamericana, trad. de Virginia Aguirre Múñoz, 2ª ed. en español, fce, México, 2011, p. 83.

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ta fueron Colón y los conquistadores, quienes se preguntaron por qué los dueños de América resultaban ser los reyes de España, que jamás habían pisado ni pisarían tierras americanas, cuando ellos, los conquistadores, eran quienes se enfrentaban con la realidad palpable de América y quienes luchaban o negociaban con los indígenas. El mestizaje se justificó como una alianza de los conquistadores con los nativos, en oposición al imperio de aquellas leyes ilusorias que concedían caprichosamente las tierras a hidalgos o nobles, quienes a menudo no habían hecho nada. Pero ni las armas de los conquistadores, ni sus alianzas matrimoniales con las hijas de los caciques, vencieron el poder avasallador de la ley, de la palabra escrita. Tarde o temprano la fundación de un nuevo pueblo o ciudad debía justificarse y legalizarse mediante la escritura y las actas de fundación, y estas solamente se volvían legales después de complejos procesos jurídicos. Los primeros conquistadores propiciaron la fundación de la Audiencia de Santo Domingo en 1512, en la isla La Española, hoy República Dominicana, para negociar con la Corona la posesión de tierras y definir los límites de sus posesiones. Desde la Audiencia de Santo Domingo comenzaron a definirse los límites de Tierra Firme, del continente, conforme lo iban registrando los exploradores que iban y volvían cartografiando sus costas. También allí se experimentó una suerte de laboratorio lingüístico. Empezaron a utilizarse por primera vez, según el ensayista dominicano Pedro Henríquez Ureña, palabras nítidamente aborígenes, como cacique, hamaca, barbacoa; también se renovaron palabras arcaicas del castellano hablado por los primeros pobladores (conocencia, catar, aína); se mezclaron voces de los antiguos dialectos peninsulares aplicadas a las nuevas realidades americanas y que perduran todavía por su uso (plátano, níspero, ciruela). Y de acuerdo con nuestro lingüista Rufino José Cuervo: Puede decirse que la Española fue en América el campo de aclimatación donde empezó la lengua castellana a acomodarse a las nuevas necesidades. Como en esta isla ordinariamente hacían escala y se formaban o reforzaban las expediciones sucesivas, iban éstas llevando a cada parte el caudal lingüístico acopiado que después seguían aumentando o acomodando en los nuevos países conquistados. Así se llamó estancia a la granja o cortijo, estanciero, al que en ella hacía trabajar a los indios (voz que luego ha pasado a significar el que tiene o guarda una estancia); allí quebrada se hizo sinónimo de arroyo; se generalizó el sentido de ramada; y se aplicó a las puchas o gachas que de maíz hacían los indios el nombre de mazamorra con que la gente de mar llamaba al potaje hecho de pedazos

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de bizcocho hervido en agua; allí empezó a decirse que los indios o animales se alzaban y a hablarse de culebras o tigres cebados.3

Uno de aquellos expedicionarios que iba y volvía de las costas de Tierra Firme a La Española trayendo mapas y palabras nuevas fue Martín Fernández de Enciso (Sevilla, España, ¿1469-1530?). Había llegado a La Española entre 1509 o 1510, y desde allí, al mando de Alonso de Ojeda, capitaneó un barco hasta el Golfo de Urabá. Presenció la fundación de San Sebastián o Santa María la Antigua del Darién, el primer poblado europeo en continente americano, puesto de avanzada para la conquista del océano Pacífico. El poblado, que no se sabe si quedaba en el istmo de Panamá o en el golfo de Urabá, desapareció por las inclemencias del clima, la hostilidad de los indígenas y los malentendidos entre Núñez de Balboa y Francisco Pizarro por liderar la expedición que terminaría en la conquista del Perú. Como jugó un papel secundario en los preparativos de aquella expedición, Fernández de Enciso quiso quedarse con la gobernación de Castilla de Oro, que comprendía buena parte de Centroamérica (desde la actual Nicaragua, pasando por Costa Rica y Panamá hasta las costas colombianas en el golfo de Urabá), y se devolvió a España para pelear su posesión en el ambiente jurídico de la Corona. Nada se le concedió. Lo suyo no era lo jurídico sino la experiencia y el conocimiento náutico, a juzgar por la crónica que publicó en Sevilla en 1519 para ganar favores en la corte. La tituló Suma de geografía, y es, a grandes rasgos, la primera descripción geográfica o mapa en palabras (cartas gráficas como tal no se permitían publicar, por temor a los espías portugueses) de las costas del Caribe colombiano. Enciso se extasió en la descripción de una tranquila bahía situada en “las caídas de las Sierras Nevadas”, y habló de un puerto indígena llamado Yaharo o Yabaro, que en 1525 Rodrigo de Bastidas rebautizaría con el nombre de Santa Marta. […] Yabaro es buen puerto y buena tierra y aquí ay heredades de árboles de muchas frutas de comer y entre otras ay una que parece naranja, y cuando está sazonada para comer vuelvese amarilla: lo que tiene de dentro es como manteca y es de maravilloso sabor y deja el gusto tan bueno y tan blando que es cosa maravillosa. Las sierras nevadas en par de Yaharo es lo mas alto y lo que parece encima blanco como nieve y de allí van […] hacia la tierra adentro no se sabe á donde porque no es ganada la tierra ni los individuos dan de ello mas

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Rufino José Cuervo, El castellano en América, citado por Pedro Henríquez Ureña en Antología, ed. de Max Henríquez Ureña, Librería Dominicana, Ciudad Trujillo (Hoy Santo Domingo), 1950, p. 149.

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rasos de que van muy lejos. Esta sierra es en lo alto llana y ay muchas poblaciones de Indios encima de ella y muchas lagunas […] se coge mucho algodón y labran los Indios muchos paños dello que es cosa de ver, y hacenlos de muchos colores.4

La codicia por el oro se sobrepuso a su cultura y a su interés geográfico y, aun después de su fracaso en el Darién, se internó por el río Sinú en busca del tesoro de Dabeiba, sin mostrar piedad por los indígenas, a quienes consideraba seres idólatras mientras no se acogieran a la cristiandad del Papa. Cartagena de Indias, el principal puerto de Tierra Firme, fue fundada en 1533 por Pedro de Heredia. En 1535 o 1536 desembarcó allí otro soldadoescritor, Pedro Cieza de León (nacido en Extremadura, España, alrededor de 1518 y muerto allí mismo en 1560). En la primera parte de su Crónica del Perú (publicada en España en 1553) Cieza de León dejó los primeros testimonios sobre la conquista del occidente de Colombia. Conviene aclarar que en ese momento —1535-1536— ni siquiera se había bautizado el territorio como Nueva Granada, y lo que Cieza recorrió se consideraba la frontera norte del Imperio inca. Cieza no se internó por el río Magdalena. Esa ruta ya estaba en miras de la compañía de Rodrigo de Bastidas, el fundador de Santa Marta, y sería encabezada por Gonzalo Jiménez de Quesada. Cieza se encaminó por otra ruta. Cruzó a pie y a ratos a caballo las estribaciones de la serranía de Abibé y Ayapel hasta dar con el río Cauca. Al superar el Nudo de los Pastos y llegar a Quito, cabalgó por todo el lomo de los Andes hasta el Perú. De vuelta, navegó la costa del océano Pacífico desde El Callao, en Lima, hasta Panamá, precisando la desembocadura de los principales ríos del Chocó y la existencia de la isla Gorgona. En sus andanzas por las riberas del río Cauca, de camino al Perú, alcanzó a relatar la fundación que Sebastián de Belalcázar hizo de Cali (1536) y Popayán (1536). También la fundación de Cartago (1540) y de Santa Fe de Antioquia (1541) por parte del mariscal Jorge Robledo. Él mismo acompañó a Robledo en las exploraciones de aquellos territorios de la cordillera Central. Y uno de sus testimonios más impresionantes es aquel que describe cómo, junto con Robledo y sus hombres, se asomaron al valle de Aburrá, en donde mucho más tarde se levantaría Medellín.



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Martín Fernández de Enciso, citado por Joaquín Acosta en Compendio histórico-descubrimiento y colonización de la Nueva Granada, Documento Número 7. Publicación digital en la página web de la Biblioteca Luis Ángel Arango del Banco de la República. http://www.banrepcultural.org/blaavirtual/historia/descol/comp24.htm [Consúltese la edición de Fernández de Enciso, Summa de geografía, Biblioteca Banco Popular, Bogotá, 1974].

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Cuando entramos en este valle de Aburrá, fue tanto el aborrecimiento que nos tomaron los naturales de él, que ellos y sus mujeres se ahorcaban de sus cabellos o de los maures de los árboles, y aullando con gemidos lastimeros dejaban allí los cuerpos, y bajaban las ánimas a los infiernos.5

Cieza comprendió que mientras para los europeos como él la invasión de un territorio hacía parte de su propia forma de vida, para los nativos americanos la conquista no tenía lógica dentro de su aislamiento, y muchos, como los del valle de Aburrá, la asumieron como el fin del mundo. La crónica de Cieza, desde el punto de vista literario, resulta entrañable: “Muchas veces cuando los otros soldados descansaban cansaba yo escribiendo”.6 A menudo asume el tono del diario, como si escribiera para sí mismo. Otras veces el tono íntimo de Cieza se aproxima a la picaresca, que florecía por entonces en España con el Lazarillo de Tormes, pero no en un sentido literario —Cieza no alcanzó a leerlo— sino en un sentido social. La figura del pícaro anulaba las falsas jerarquías sociales; los títulos jerárquicos se borraban en la marcha de las expediciones, pues el general y el soldado enfrentaban las mismas necesidades básicas. Enciso y Cieza de León solamente dejaron noticias parciales acerca de algunas zonas de Colombia porque estuvieron de paso y porque, viéndolo bien, el territorio de Colombia sirvió al principio de paso entre el mar Caribe y el virreinato del Perú. Además los fundadores de las primeras ciudades colombianas, Gonzalo Jiménez de Quesada o el mariscal Jorge Robledo, no relataron con precisión los hechos de su conquista. A lo mejor no tuvieron tiempo. En menos de un siglo, desde 1492 hasta la década de 1590, los conquistadores españoles y portugueses fundaron sobre las ruinas indígenas miles de ciudades y pueblos a lo largo y ancho de un territorio cinco veces más grande que Europa. Fue el proyecto de urbanismo más grande y coherente del mundo.7 Por cada fundación se levantaba una iglesia y se impartían escrituras legales, como si todo fuera un acto simbólico,



Pedro Cieza de León, Crónica del Perú. El señorío de los Incas, selección, prólogo, notas, modernización del texto, cronología y bibliografía, Franklin Pease, G. Y. Biblioteca Ayacucho, Caracas, 2005, pp. 54-55.



Ibid., p. 7.



Según Hervé Théry, al final del siglo xviii Latinoamérica se convirtió en la región más urbanizada del planeta, con una tasa de crecimiento del 15 por ciento, un tercio más que el de Europa. (“The formation of a cultural territory”, en Literary Cultures of Latin America: a Comparative History, ed. de Mario J. Valdés y Djelal Kadir, Oxford University Press, Oxford, 2004, vol. 1, p. 56.

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literario, tanto más cuando en el Imperio español lo escrito llegó a ser más importante que la realidad material. Esto lo podemos comprobar a través de la conquista de los muiscas en el altiplano cundiboyacense, es decir, con la fundación de Bogotá, en 1538, cuando desde distintas rutas irrumpieron tres expediciones: la de Jiménez de Quesada, la de Sebastián de Belalcázar y la del alemán Nicolás de Federmann, que llegaron buscando lo mismo: el Dorado. Decepcionados, cuando vieron aquel altiplano salpicado de lagunas y de pequeñas aldeas, sin ninguna ciudad dorada ni pirámide como en México, y sin un gran templo como en Perú, aquellos conquistadores levantaron doce chozas (símbolo de los doce apóstoles o de las doce tribus de Israel) en el antiguo sitio de Teusaquillo, lugar de recreo del zipa, y se devolvieron a España para definir en las cortes de Valladolid quién se quedaba con el título de fundador. Todo dependía de la verdad escritural más que de los hechos materiales. El triunfo fue para Gonzalo Jiménez de Quesada (Granada, España, 1499-Mariquita, Colombia, 1579), por sus habilidades retóricas, y por haberse ganado la simpatía de Carlos V al redactar El Antijovio (¿1540?), un tratado político en contra del obispo italiano Paulo Jovio, en cuyo libro, Historias de su tiempo, el italiano criticaba al emperador debido a la influencia que empezó a tener España en los destinos políticos de Italia. De suerte que en adelante Jiménez de Quesada contó con el poder de Adán para bautizar el noroeste de Suramérica con el nombre de su provincia natal: Granada, Nueva Granada. Jiménez de Quesada no debería ser ponderado como el primer “escritor” de la literatura colombiana. El Antijovio nada tiene que ver con su conquista sino con el ambiente que se respiraba en las cortes españolas —con la inmensa pretensión jurídica y legalista del Imperio español: controlar otro continente, al otro lado del océano, mediante leyes y decretos, sin preocuparse si aplicaban a su realidad intrínseca. De su pluma nada salió sobre los hechos de su conquista. Se habla del Gran cuaderno, del Epítome de la conquista del Nuevo Reino de Granada y de unos escritos de importancia secundaria, sin que se tenga plena certeza de su autenticidad.8

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Si bien Héctor Orjuela habla del Gran cuaderno y del Epítome de la conquista del Nuevo Reino de Granada, aún se consideran como obras apócrifas. (Véase Héctor Orjuela, Historia crítica de la literatura colombiana: literatura colonial, I, Editorial Kelly, Bogotá, 1992, p. 101). En el Gran cuaderno se encuentra lo relacionado con su conquista: la descripción del ascenso a través del río Magdalena, tomando el curso del río Opón para entrar a las tierras de los güanes y subir lentamente hasta el altiplano de los muiscas. Pero su autenticidad sigue en duda porque Quesada nunca lo entregó a la imprenta. Según parece, se lo prestó en manuscrito al cronista Gonzalo Fernández de Oviedo, quien lo transcribió en la segunda parte de su Historia, especialmente en el libro

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Cuando se habla de la invención antes que del descubrimiento de América es porque la imaginación —o cierta ficción literaria— intentó configurar una realidad que por no parecerse a ninguna conocida se consideró amorfa. Lo que al principio España imaginó en América fue una red de ciudades sin un desarrollo autónomo y espontáneo.9 Esa red de ciudades se configuró en Nueva Granada en tres niveles distintos: Bogotá y Tunja en el altiplano, sede del poder central; seguidas de Honda y Mompox en el tránsito del río Magdalena al mar (en menor grado, Popayán y Cali configuraron, al suroccidente, una ruta hacia Quito y el virreinato del Perú, así como Pamplona, en el nororiente, una ruta hacia Venezuela). Casi todo confluía en Cartagena de Indias, cuya bahía amurallada y fortificada llegó a ser el principal puerto del Imperio español en el Caribe. Para no correr el riesgo de que los piratas invadieran Cartagena y se tomaran el poder, la institución de la Real Audiencia prefirió guarecerse en el altiplano, entre Tunja y Bogotá, ciudades alejadísimas del mar y de la metrópoli. Naturalmente, allí se acentuó el formalismo de la ley y la escritura, y bajo aquella atmósfera mestiza encontramos los primeros textos narrativos.

xxvi.

De acuerdo con Héctor Orjuela, “no sabemos hasta qué punto la transcripción de Oviedo mantiene la versión original de las fuentes, pero, al parecer, buena parte de lo que incluye el cronista es copia directa de los originales y, en ocasiones, extractos del material que básicamente no alteran el contenido” (Ibid.). La autenticidad del Epítome de la conquista del Nuevo Reino de Granada resulta aún más complicada de establecer. Aunque López de Gomara lo citó en su Historia general de las Indias, solo se ha encontrado una versión mutilada de la transcripción que en 1550 hizo en Sevilla Pedro Mexía.



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En palabras del historiador José Luis Romero, la “red de ciudades debía crear una América hispánica, europea, católica; pero, sobre todo, un imperio colonial en el sentido estricto del vocablo, esto es, un mundo dependiente y sin expansión propia, periferia del mundo metropolitano al que debía reflejar y seguir en todas sus acciones y reacciones. Para que constituyera un imperio —un imperio entendido a la manera hispánica—, era imprescindible que fuera homogéneo, más aún, monolítico. No solo era imprescindible que el aparato estatal fuera rígido y que el fundamento doctrinario del orden establecido fuera totalmente aceptado tanto en sus raíces religiosas como en sus derivaciones jurídicas y políticas. También era imprescindible que la nueva sociedad admitiera su dependencia y se vedara el espontáneo movimiento hacia su diferenciación; porque solo una sociedad jerárquica y estable hasta la inmovilidad, según la fórmula ignaciana, aseguraba la dependencia y su instrumentalización para los fines superiores de la metrópoli. Era una ideología, pero una ideología extremada —casi una especie de delirio— que, en principio, aspiraba a moldear plenamente la realidad. Pero la realidad —la realidad social y cultural— de Latinoamérica ya era caótica” (José Luis Romero, Latinoamérica: las ciudades y las ideas, Siglo xxi Editores, México, 1976, p. 14).

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Primeras crónicas de ficción Frente a la laguna documental dejada por Jiménez de Quesada sobre la fundación del Nuevo Reino de Granada, el rey Felipe II tomó cartas en el asunto y despachó una cédula real en 1571, con destino a Santa Fe de Bogotá, con la orden de poner a escribir a quien supiera un informe de todo lo visto y sucedido hasta ese momento. Presidente y oidores de nuestra Audiencia Real, que residen en la ciudad de Santa Fe del nuevo reino de Granada, sabed: que deseando que la memoria de los hechos y cosas acaecidas en estas partes se conserven; y que en nuestro Consejo de las Indias haya la noticia que debe haber de ellas, y de las otras cosas de esas partes que son dignas de saberse; habemos proveído persona, a cuyo cargo sea recopilarles y hacer historia de ellas; por lo cual os encargamos, que con diligencia os hagáis luego informar de cualesquiera persona, así legas como religiosas, que en el distrito de esa audiencia hubiere escrito o recopilado, o tuviere en su poder alguna historia, comentarios, relaciones de algunos de los descubrimientos, conquistas, entradas, guerras o facciones de paz que en esas provincias o en parte de ellas hubiere habido desde su descubrimiento hasta los tiempos presentes. Y asimismo de la religión, gobierno, ritos y costumbres que los indios han tenido y tienen; y de la descripción de la tierra, naturaleza y calidades de las cosas de ella, haciendo asimismo buscar lo susodicho, o algo de ello en los archivos, oficios y escritorios de los escribanos de gobernación y otras partes a donde pueda estar; y lo que se hallare originalmente si ser pudiere, y si no la copia de ellos, daréis orden como se nos envíe en la primera ocasión de flota o navíos que para estos reinos vengan (Real Cédula, dada en San Lorenzo el Real el 5 de agosto de 1572).10

El mismo año del Descubrimiento, 1492, Nebrija sentenció en la dedicatoria de su Gramática a Isabel la Católica: “Cuando bien conmigo pienso, mui esclarecida Reina, i pongo delante de los ojos el antigüedad de todas las cosas que para nuestra recordación y memoria quedaron escriptas, una cosa halló & sacó por conclusión mui cierta: que siempre la lengua fue compañera del imperio”.11 A esa creencia se debe el hecho de que en Tunja, Bogotá y Cartagena comenzaran a establecerse una legión de escribanos, notarios



Tomado de González Echevarría, op. cit., pp. 63-64.



Tomado de Anke Verene Meyer, La “Gramática de la lengua castellana” de Antonio de Nebrija, grin Verlage, Munich, 2002, p. 6.

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y otros funcionarios de la burocracia imperial o eclesiástica, dedicados a redactar, copiar y archivar todo tipo de documentos que cartografiaran o legalizaran fundaciones, encomiendas, parroquias, negocios. Muy pocos de esos escribientes se animaron a escribir crónicas históricas sobre Nueva Granada y Venezuela; a lo mejor porque sus escritos resultarían archivados por mucho tiempo, en vista de que allí no había imprentas, y el proceso de enviarlos a España tardaba años. Fray Pedro de Aguado (España, ¿15381589?), por ejemplo, llegó a Bogotá en 1561, es decir, más de veinte años después de su fundación, con el objeto de evangelizar a los muiscas; se alojó en el primer convento franciscano y se dedicó diez años a observar y anotar todo lo que veía o le contaban los viejos conquistadores. En 1575 tenía su crónica lista para imprimirla en España. La tituló Recopilación historial, y así la envió. Pero fue en vano: nunca pudo verla publicada. Sus manuscritos estuvieron archivados durante siglos. El Inca Garcilaso de la Vega confesó haberlos visto en alguna biblioteca de Córdoba, comidos por la polilla. Al parecer la censura española encontró muchos inconvenientes para publicarla. No sabemos exactamente cuáles. De suerte que la Recopilación historial solo vio la luz a principios del siglo xx, en dos partes: 1) Historia de Santa Marta y el Nuevo Reino de Granada; y 2) Historia de Venezuela. Literariamente hablando, la obra no goza de facultades estilísticas y su prosa es oscura, pesada.12 La crónica más famosa es la de Juan de Castellanos, Elegías de Varones Ilustres de Indias, por ser una suerte de crónica-poema al estilo de La Araucana de Alonso de Ercilla. Castellanos narró en versos de once sílabas, ordenados en octavas reales, una historia tan extensa que, por su número de



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Otra crónica que se publicó a principios del siglo xx fue la del franciscano Fray Esteban de Asencio (s. f.), quien basado en los manuscritos de Aguado escribió a su turno Memorial de la fundación de la Provincia de Santa Fe del Nuevo Reino de Granada del orden de San Francisco (1550-1585). Los manuscritos los encontró en España el padre Atanasio López y los publicó en 1921. Solo en los últimos capítulos, después de las enumeraciones de nombres y sucesos, avistamos cierto intento narrativo por describir la desembocadura del río Magdalena en Bocas de Ceniza: “[…] su entrada hace señal por la mar adentro con tanto señorío y rompimiento, que los gruesos navíos que pueden combatir con las potentísimas islas del mar feroz, no osan llegarse a tocar la barra del agua dulce del río de la Magdalena, el cual hace volverse atrás y desbarata las soberbias olas del mar, quebrándolas con la fortaleza de su entrada por espacio de más de dos leguas dentro del mar. Tiene el río de la Magdalena otra cosa digna de admiración, que hierve de abundancia de muchísimos y diversos pescados. (Fray Esteban de Asencio, Memorial de la fundación de la provincia de Santafé del Nuevo Reino de Granada del orden de San Francisco (1550-1585). Disponible en: http://www.banrepcultural.org/)”.

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páginas, resulta ser la obra en verso más larga de la literatura de la lengua. Logró publicar la primera parte en España en 1598, pero las siguientes solo vieron la luz a partir de 1847. Su heroico esfuerzo no se entiende sin la participación de otros escribientes cercanos al obispado de Tunja. Tampoco sin la intención política de llamar la atención en España sobre la importancia de la conquista de la zona equinoccial de América, de Nueva Granada y Venezuela, desprestigiada por no tener el esplendor indígena de México o Perú. El hecho de que se publicara solamente la primera parte evidencia que no consiguió su cometido político: Nueva Granada nunca fue un virreinato sino entrado el siglo xviii; antes dependía del virreinato de Lima; además, Venezuela se apartó como una capitanía, de perfil casi militar. En sus Elegías de Varones Ilustres de Indias Castellanos sí consiguió a plenitud otro de sus propósitos: asimilar toda la maquinaria retórica y poética del Renacimiento para pintar con tintes heroicos a los conquistadores de la zona equinoccial como héroes de la Ilíada o la Odisea, como varones ilustres que se aventuraban por un territorio selvático, con ríos y montañas enormes, que se enfrentaban a comunidades indígenas que no se caracterizaban por su civilidad o pasividad. Puso en ellos la faz más valiente, pero también la más despótica y cruel. Por mucho tiempo este texto se ha visto a medio camino entre la historia y la literatura, y recientemente el ensayista William Ospina ha querido volverlo seductor para un lector de poesía, con el argumento de que es uno de los primeros textos de nuestra historia literaria: Canta y cuenta los viajes de Colón y la conquista de las islas del Caribe, de Venezuela y de la Nueva Granada hasta las primeras tierras del Inca, el reconocimiento de las regiones amazónicas y los primeros asaltos de piratas franceses e ingleses. Es por su antigüedad la segunda gran crónica general de la Conquista después de la de Fernández de Oviedo, pero es además el primer poema verdaderamente americano de la historia escrito en lengua castellana, mucho más que una crónica en verso y mucho más que un relato histórico, un esfuerzo desmedido y afortunado por aprehender a América en el lenguaje y nombrarla por primera vez, no con el tono seco de un informe oficial, ni con el lenguaje fantasioso de un cazador de endriagos, ni con el tono probo pero incoloro de un acumulador de datos, sino con la voluntad de introducir todos esos hechos en el ritmo nuevo de la lengua, en la fluidez de una música, en un orden de belleza y de verdad.13



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William Ospina, Las auroras de sangre, Bogotá, Norma, 1999, p. 64.

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Solo que William Ospina parece desconocer que el aparato retóricopoético de las Elegías a menudo ahoga el aliento narrativo, la fluidez de los acontecimientos. Hay todavía en las Elegías una idealización de los conquistadores, cuando ya el Nuevo Mundo había dejado der ser una utopía y se había convertido en albacea de las frustraciones del Viejo, en reflejo delirante de sus pesadillas y sus vicios. La visión mágica de América con todos los elementos de la imaginería medieval y la retórica del Renacimiento, paradójicamente, interfirió la destreza narrativa en el caso de Castellanos. Los primeros cronistas no retrataban tanto la realidad como la mentalidad que ya traían forjada desde España. Y esa mentalidad impidió que hubiera una auténtica ficción literaria. Aun el fraile Pedro Simón (España, 1574-1630), que salió de España casi a los cuarenta años, llegó a Nueva Granada con toda la imaginería de los bestiarios. Y es el discurso cultural europeo, y no la realidad palpable de América, lo que se refleja en sus Noticias historiales de las conquistas en las Indias Occidentales (publicadas en España, en 1624). Su crónica, escrita con una redacción fatigante, nos habla de gigantes con cara de perro hallados en una comarca de la que no se atrevió a dar mayores referencias, o de provincias remotas donde los habitantes variaban de los demás humanos, pues “tienen las orejas tan largas que las arrastran hasta el suelo y que debajo de una de ellas caben cinco o seis hombres”.14 Fray Pedro Simón tenía la ventaja de saber cómo contar las cosas sin que parecieran ficción, y comprendió que en Europa nadie podría determinar hasta qué punto eran reales o fidedignos los datos de su crónica. Pero en España ya se estaban dando cuenta que la aplastante realidad americana se salía por todos lados de las manos, anulando esa imaginería medieval. Además, el Imperio español se arruinaba tras la derrota de la Armada Invencible (1588) y de la independencia de sus dominios en Bélgica y Holanda (1648). Y su población arruinada, si se aventuraba a las Indias en busca de hacienda y fortuna, pronto advertía, al tocar



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Para profundizar mejor en la influencia de los bestiarios medievales, véase, de Hernando Cabarcas Antequera, Bestiario del Nuevo Reino de Granada. La imaginación animalística medieval y la descripción literaria de la naturaleza americana, Instituto Caro y CuervoColcultura, Bogotá, 1994. Por otra parte, Fray Pedro Simón alcanzó a ver publicado al menos la primera parte de sus Noticias… en 1624, gracias al mecenazgo del español José Hurtado de Mendoza. Siglos después, pacientes investigadores se encargaron de unir los pedazos dispersos del resto de sus Noticias…, que la censura no había tolerado publicar, hasta llegar a la edición preparada por Juan Friede en 1981, que tiene la única desventaja, según Héctor Orjuela, de omitir la “Tabla para la inteligencia de algunos vocablos de esta historia”, glosario de términos americanos muy importante para estudiar el proceso de adaptación y enriquecimiento de la lengua española en América.

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las costas del Caribe y ascender a las principales ciudades, que El Dorado no se hallaba sino en la imaginación o en las novelas de caballería. Entonces comenzaron las grandes desilusiones, materia para la auténtica narrativa.

El Carnero (1638), o el desencanto de las Indias Cervantes, al regresar desempleado a Madrid tras su secuestro en las costas de Argel, solicitó un puesto de contador en las galeras de Cartagena de Indias, de acuerdo con una carta de su puño y letra del 21 de mayo de 1590. La Corona nunca se lo concedió. Lejos de amargarse, Cervantes sospechó que tal vez no hubiera sido una buena idea marcharse al Caribe. En una de sus novelas ejemplares, El celoso extremeño (1613), pareció imaginarse a sí mismo en la figura de Felipo de Carrizales, un hidalgo nacido de padres nobles pero que despilfarró su dinero en Italia y Flandes, y que, al regresar a Sevilla y verse arruinado: […] se acogió al remedio a que otros muchos perdidos en aquella ciudad se acogen, que es el pasarse a las Indias, refugio y amparo de los desesperados de España, iglesia de los alzados, salvoconducto de los homicidas, pala y cubierta de los jugadores (a quien llaman ciertos los peritos en el arte), añagaza general de mujeres libres, engaño común de muchos y remedio particular de pocos. [...] así, le fue forzoso a Carrizales dejar sus imaginaciones, y dejarse llevar de solo los cuidados que el viaje le ofrecía; el cual viaje fue tan próspero que, sin recebir algún revés ni contraste, llegaron al puerto de Cartagena. Y, por concluir con todo lo que no hace a nuestro propósito, digo que la edad que tenía Felipo cuando pasó a las Indias sería de cuarenta y ocho años; y en veinte que en ellas estuvo, ayudado de su industria y diligencia, alcanzó a tener más de ciento y cincuenta mil pesos ensayados.15

De haberse ido a Cartagena de Indias a lo mejor Cervantes hubiera regresado a España enriquecido en dinero, pero no en conocimiento: el principal puerto del Imperio español en Tierra Firme no lucía por ningún rasgo de vida intelectual (no había universidades ni altos centros de estudios) sino comercial y esclavista. Allí se acopiaba el oro que llegaba del interior del continente a través de Panamá o del río Magdalena para cargarlo en los galeones, y atracaban barcos procedentes del África que comerciaban con seres



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Miguel de Cervantes, Novelas ejemplares I, ed. de Juan Bautista Avalle-Arce, Biblioteca Clásica Castalia, Madrid, 2001, pp. 487-489.

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humanos: esclavos de raza negra que se vendían entre colonos hacendados —como el personaje Felipo de Carrizales— para pesadas faenas manuales. Cuando el personaje de Cervantes regresó a España, sexagenario, soltero y sin hijos, con ganas de casarse y armar un hogar, se convirtió en un tirano. Su dinero lo había adquirido mediante la esclavitud. No podía pensar en otra cosa cuando construyó su hogar en Sevilla; de allí que encerrara a su joven esposa en una mansión, que más bien parecía una cárcel, sin ningún acceso al mundo exterior para evitar que pudiera serle infiel. Cervantes, gran psicólogo, observó que las Indias se habían convertido en celosos virreinatos y capitanías, cada uno apartado de los demás, herméticos, como si la única estrategia posible fuera la posesión total. La imagen del colono que regresa enriquecido de América a España, si sedujo a Cervantes en El celoso extremeño y a Lope en La Dorotea, desató una gran ofuscación en el pueblo español. Y a un pensador de la época, Cristóbal Suárez de Figueroa, le pareció que quien regresaba de América volvía culturalmente empobrecido por la falta de universidades y bibliotecas. El que regresaba ya no era español sino mestizo, un indiano, un colono manchado por la tierra. En El pasajero (1617) juzgó con crueldad la imagen del emigrante que vuelve: Las Indias, para mí, no sé qué se tienen de malo, que hasta su nombre aborrezco. Todo cuanto viene de allá es muy diferente, y aun opuesto, iba a decir, de lo que en España poseemos y gozamos. Pues los hombres (queden siempre reservados los buenos) ¡qué redundantes, qué abundosos de palabras, qué estrechos de ánimo, qué inciertos de crédito y fe; cuán rendidos al interés, al ahorro! ¡Qué mal se avienen con los de acá, observando diversas acciones, profesando diferentes costumbres; siempre sospechosos, siempre retirados y montaraces! ¡Pues la presunción es como quiera! Todos, si no ellos, ignoran, todos yerran, todos son inexpertos; fundando la verdadera sabiduría y la más fina agudeza sólo en estar siempre en la malicia, en el engaño y doblez. No he visto hacienda adquirida en aquellas partes lograda bien en las nuestras. ¡Qué deslucidos casi todos, qué míseros, qué faltos de amistad, qué sobrados de odio, qué inútiles, qué despegados, qué malquistos! ¡Notables sabandijas crían los límites antárticos y occidentales! Desde que nací aguardo venga de allá algún varón no menos rico que espléndido en quien tenga albergue la virtud, amparo la ciencia, socorro la necesidad. ¿Es posible no haya producido en más de un siglo aquella tierra algún sujeto heroico en armas, insigne en letras, o singular por cualquier camino? Mas ¿qué puede haber en parte donde tanto triunfan los vicios, donde tanto

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campea el interés? Todo es destruir, todo es aniquilar las vidas y haciendas de los que tienen entre manos.16

Quien en Nueva Granada simpatizó más con esta visión de los indianos fue un escribiente asociado al obispado de Tunja, Juan Rodríguez Freyle (1566-1640), de padres españoles pero nacido en Bogotá. Al parecer había viajado a España y a lo mejor había padecido aquella visión del indiano. Lejos de negarla, vio que había mucho de razón en juzgar mal a los colonos radicados en el trópico americano, a los indianos, al igual que a las instituciones coloniales. Solo reparó en que nadie podía hacerlo mejor que un americano. En 1638 empezó a escribir una crónica histórica que sus lectores posteriores decidieron titular El Carnero.17 En ella, Rodríguez Freyle “narró” los primeros cien años de existencia del Nuevo Reino de Granada. Quizás

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Tomado de Héctor Brioso, Cervantes y América, Fundación Carolina, Centro de Estudios Hispánicos e Iberoamericanos Marcial Pons, Madrid, 2006, pp. 173-174.

Se leyó de mano en mano por lectores que retocaron y alteraron el original en varios manuscritos que tomaron el nombre del lugar en donde se conservaban: Manuscrito de Yerbabuena (1810), Manuscrito del Colegio de San Bartolomé, Manuscrito del Padre Jaime, El Manuscrito de Ricaurte y Rigueyro-RR (1784), entre otros. El original sin duda sufrió todo tipo de correcciones, desde variaciones ortográficas y sintácticas pasando por la omisión de ciertos nombres hasta la invención de un nuevo título: Carnero. ¿Y qué significa? Unos dicen que “carnero” desciende del latín carnarium, “sepultura social”, a donde van a parar los falsos títulos nobiliarios. Por analogía, la investigadora Susan Herman afirma que “carnero” era una especie de caneca de la basura en donde se arrojaban los archivos ocultos de la audiencia de Santafé. Por su parte, R. H. Moreno-Durán aventuró otra acepción: “infidelidad”, según un pasaje del Libro de buen amor del Arcipreste de Hita (véase Denominación de origen: la experiencia leída (momentos de la literatura colombiana), Editorial Ariel, Bogotá, 1998, p. 17). Lo cierto es que Rodríguez Freyle le había puesto otro título a su crónica, con el típico lenguaje de un escribiente que rinde un informe notarial aclarando la procedencia de su linaje: “Conquista y descubrimiento del Nuevo Reino de Granada de las Indias Occidentales del mar Océano y fundación de la ciudad de Santa Fe de Bogotá, primera de este Reino donde se fundó la Real Audiencia y Cancillería, siendo su cabeza se hizo su arzobispado. Cuéntase en ella su descubrimiento, algunas guerras civiles que había entre sus naturales, sus costumbres y sus gentes, y de qué procedió este nombre tan celebrado del Dorado. Los generales, capitanes y soldados que vinieron a su conquista, con todos los Presidentes, Oidores y Visitadores que han sido de la Real Audiencia. Los Arzobispos, prebendados y dignidades que han sido de esta santa Catedral, desde el año 1539, que se fundó, hasta 1636 que esto se escribe; con algunos casos en este Reino, que van en la historia para el ejemplo y no para imitarlos por el daño de conciencia. Compuesto por Juan Rodríguez Freyle, natural de esta ciudad, y de los Freyles de Alcalá de Henares en los Reinos de España, cuyo padre fue de los primeros pobladores y conquistadores de este Nuevo Reino. Dirigido a la S.R.M. de Felipe, Rey de España, nuestro Rey y Señor natural”.

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Rodríguez Freyle se animó a escribir su crónica después de leer las Elegías de varones ilustres de Indias; quizás le pareció que Castellanos había endiosado a los conquistadores, oidores y encomenderos, y se propuso echar abajo todo ese artilugio retórico-poético. El Carnero está escrito en el típico lenguaje de la retórica jurídica que se filtraba, según González Echevarría, “en la escritura de la historia, sostenía la idea del imperio y fue instrumental en la creación de la picaresca”.18 No hay ninguna pretensión de escribir poesía ni prosa poética en la medida en que tampoco hay ninguna idealización. Al contrario: Rodríguez Freyle comenzó por desmitificar a Gonzalo Jiménez de Quesada, a quien conoció personalmente. El fundador de Bogotá, según él, “fue padrino de una hermana mía de pila, y compadre de mis padres, y más valiera que no”,19 porque pidió prestado demasiado dinero para su loca empresa de buscar El Dorado, sin regresarlo jamás. Pero lo que más le reprochó Rodríguez Freyle a Jiménez de Quesada fue el descuido de que, siendo letrado, no escribiera nada sobre los hechos de su conquista cuando él era, entre sus compañeros, acaso el único que no firmaba solo “con el hierro de herrar las vacas”, es decir, el único de aquellos soldados que no era analfabeta. Lo cierto es que cuando Jiménez de Quesada regresó a España acusó toda la petulancia de los indianos que retrató Cervantes y de la que tanto se quejó Cristóbal Suárez de Figueroa. Y con acierto lo registró Rodríguez Freyle: Dijeron en este Reino [Granada] que el Adelantado había entrado con un vestido de grana que se usaba en aquellos tiempos, con mucho franjón de oro, y que yendo por la plaza lo vio el secretario Cobos desde las ventanas de palacio, y que dijo a voces: “¿Qué loco es ese?, echen a ese loco de la plaza”; y con esto salió de ella.20

El Carnero no es literatura explícita en el sentido de un cuento o una novela; tampoco pretende reflejar la realidad al desnudo; hace, según la teoría de González Echevarría, una mímesis, una parodia o transgresión del abrumador lenguaje notarial en el que estaban escritas las reglas para denunciar diversas situaciones. Varias de estas reglas parecen sugerir el modelo que sostiene los episodios del Decamerón. Y González Echevarría sospecha que



González Echevarría, op. cit., p. 83.



Juan Rodríguez Freyle, El Carnero, ed. de Darío Achury Valenzuela, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1992, p. 188.



Rodríguez Freyle, op. cit., p. 188.

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ese tipo de manual podría haber sido el modelo usado por Rodríguez ­Freyle en la planificación de El Carnero, que contiene exactamente esa serie de casos: “La retórica notarial ofrecía un método para incorporar a la escritura los sucesos de la vida cotidiana; en realidad, aquellos que escapaban a la ley: adulterio, ilegitimidad, delincuencia en general; todos los casos individuales que se desviaban de la Ley Natural”.21 En El Carnero están las esquirlas, las repercusiones de la narrativa picaresca española que había surgido precisamente como crítica al totalitarismo de las leyes imperiales. Si vemos bien, los personajes de La Celestina (1499), El Lazarillo de Tormes (1554), Guzmán de Alfarache (1559), Fuenteovejuna (1612), El licenciado vidriera (1613), o El Buscón (1626) son jóvenes que intentan dar cuenta de sí mismos con la propia sustancia de la vida, no con los prerrequisitos formales del Estado. Sus autores, Fernando de Rojas, Mateo Alemán, Lope de Vega, Cervantes y Quevedo, tuvieron líos con la ley y algunos incluso estuvieron encarcelados. Sus novelas son búsquedas tenaces de libertad individual en contra de una inmensa burocracia, la del Imperio español. De este modo, tanto la novela picaresca de España, como la historia del Nuevo Mundo narrada en crónicas transgresoras como El Carnero, comparten un intento común por dotar al individuo de su propia expresión, más allá de ese lenguaje seco de la ley. Se entiende así cómo el concepto de literatura tuvo en sus inicios este carácter de acusación y de confianza en el poder público de la escritura. Rodríguez Freyle escribe su texto en el momento en que en España se supo que El Dorado no aparecía por ninguna parte, cuando cesaron las grandes migraciones y el Nuevo Reino de Granada se encerró sobre sí mismo a la manera de Macondo en Cien años de soledad. Lo único dinámico era la danza burocrática de funcionarios yendo y viniendo para ocupar la presidencia de la Real Audiencia. Rodríguez Freyle mostró en El Carnero cómo el Nuevo Mundo, especialmente en Nueva Granada, había dejado de ser un campo de conquistadores como Jiménez de Quesada (Quesada o Quijada, dice Cervantes que era el nombre original de don Quijote), para convertirse en un triste campo de notarios y tinterillos, de criollos pretenciosos peleando por encomiendas amañadas o influencias. La crónica de Rodríguez Freyle actuó como una suerte de Romancero en prosa, como la voz de una conciencia popular capaz de pregonar el poder sexual de la mujer y la debilidad del Imperio español por tratar de controlarlo. Por obvias razones permaneció inédita por más de dos siglos, y la historia de su publicación, en 1859, arroja varias luces sobre su valor transgresor. Su primer editor fue Felipe Pérez, el



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González Echevarría, op. cit., p.138.

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novelista más prolífico del siglo xix en Colombia, autor de más de treinta libros sobre todo tipo de temas, redactor de la geografía de Agustín Codazzi, militar en varias guerras civiles y gobernador de Boyacá por el partido liberal en tiempos del olimpo radical; es también el escritor más olvidado por el régimen conservador al entrar el siglo xx. Felipe Pérez escribió el primer prólogo a El Carnero, donde se preguntaba cómo una obra así podía estar por encima de la sociedad y de la época en que se escribió, pues nada de lo que allí se decía tenía que ver con la historia oficial; lanzaba una crítica profunda contra la burocracia colonial, cuyas leyes y normas dictadas desde España pretendían regular seres humanos que vivían al otro lado del océano y casi en otra dimensión histórica. De ahí, sugería, su tono pícaro, ambiguo y hasta cínico, porque las pasiones humanas superan por todos lados cualquier autoridad exterior, y todo lenguaje que pretenda regularlas resulta irrisorio: roza con la ficción y la fábula. Aún se duda que El Carnero pertenezca a la narrativa en el sentido que le damos hoy. Pero, ¿a qué otro género pertenecería si tampoco es ensayo ni tratado, y aparece allí la ficción, la fantasía del yo? En su respuesta a ¿Qué es la novela picaresca? (1970), Alonso Zamora Vicente explica cómo antes de 1554 tres géneros dominaban la narrativa en lengua española: el sentimental, el caballeresco y el pastoril, es decir, tres formas de evadirse hacia escenografías fabulescas. Cuando apareció El Lazarillo de Tormes (1554), los lectores se sorprendieron al no hallar el idealismo de las novelas de caballerías o el candor de un escenario pastoril, sino la aplastante realidad de la ciudad con un protagonista que remitía al hombre desgraciado del relato bíblico. Algo parecido ocurrió con lo que se estaba escribiendo y leyendo sobre América cuando apareció El Carnero en 1638. ¿Por qué en medio de una crónica histórica quiere contarnos algunos casos para el ejemplo y no para imitarlos por el daño de conciencia? ¿Acaso es un escritor-historiador moralista? Desde el comienzo el aparente cronista toma partido, se mete en el cuadro que pinta. Un amigo suyo, don Juan de Guatavita, sobrino del antiguo cacique del altiplano, lo ilustra de primera fuente sobre las costumbres, la mitología y las luchas intestinas entre los zaques de Tunja y los zipas de Bacatá, sin olvidar los continuos ataques de los panches y los pijaos del valle del Magdalena, ni el desespero de Lázaro Fonte, soldado de Jiménez de Quesada, por querer desaguar la laguna de Guatavita. El Carnero, en conjunto, no resulta una novela, pero si lo miramos por fragmentos descubrimos que ciertos episodios encajan en el género del cuento a la manera de los relatos del Decamerón. A la altura del capítulo ix aparece la bruja Juana García, la primera habitante de raza negra de Bogotá. Humillada por la esclavitud, la brujería fue en ella una especie de trampolín para tener voz 46

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dentro de la sociedad. Voz que se manifestaba, por lo demás, en oposición a la autoridad. Un día atendió a cierta dama santafereña de alta alcurnia, que pretendía practicarse un aborto, si era del caso, atemorizada de que su marido llegara pronto y la encontrara embarazada de su amante. La bruja Juana García le pidió paciencia antes de someterla al aborto. Esa noche celebró una suerte de rito mágico lleno de cantos y de bailes. Parecía un aquelarre, pero fue algo más simple. La bruja iluminó con una vela la superficie de un balde lleno de agua, e invitó a acercarse a la señora encinta. “Mirad si veis algo en el agua”, le dijo. “Comadre —le dijo la señora— aquí veo una tierra que no conozco, y aquí está fulano, mi marido, sentado en una silla, y una mujer está junto a una mesa, y un sastre con las tijeras en las manos, que quiere cortar un vestido de grana”.22 Es decir, el marido cometía también infidelidad, muy lejos, en la isla española de Santo Domingo: “Ya habéis visto cuán despacio está vuestro marido; bien podéis despedir esta barriga, y aun hacer otra”, le dijo la bruja. Hay otras escenas de El Carnero con atmósfera detectivesca o policial. Un encomendero amaneció asesinado al salir de una cantina en Barquisimeto y, más tarde, un profesor de baile en Tunja había sido arrojado en el fondo de una cañada. Esos crímenes los urdía la bella e irresistible Inés de Hinojosa, una mestiza venezolana que alteró la tranquilidad del Imperio español en Nueva Granada. Todo comenzó en la ciudad de Carora, gobernación de Venezuela, cuando el bailarín Jorge Voto penetró en casa de Inés de Hinojosa con la excusa de enseñarle a bailar a su pequeña sobrina. Al menor descuido de su esposo, un viejo infiel y jugador, Inés no tardó en revolverse con Jorge en “torpes amores”, y entre los dos planearon el asesinato de su marido. Un año tardó Inés en heredar legalmente toda su fortuna, para volverse a encontrar con el bailarín en Pamplona y seguir hacia Tunja, donde contrajeron nupcias. Jorge abrió su escuela de baile y muy a menudo debía ausentarse para dar lecciones en Bogotá, ocasiones en las que un vecino de Inés, don Pedro Bravo de Rivera, aprovechaba para cortejarla. El vecino se ganó la confianza del bailarín y hasta pidió la mano de la sobrina solo para disimular sus amores con Inés. Se amaban con tanta frecuencia que don Pedro hasta se atrevió a abrir un pasadizo hasta su dormitorio, “con que se juntaban a todas horas”. Era tanto el amancebamiento que en cualquier momento podían ser descubiertos. Inés le ultimó que si querían seguir viéndose debían asesinar a su marido Jorge. Y acá aprovechó otra vez Rodríguez Freyle para sermonear en contra de la infidelidad femenina:



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Rodríguez Freyle, op. cit., p. 112.

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En esto acabó esta mujer de echar el sello de su perversidad; y Dios nos libre, señores, cuando una mujer se determina y pierde la vergüenza y el temor a Dios, porque no habrá maldad que no cometa, ni habrá crueldad que no ejecute; porque a trueque de gozar sus gustos, perderá el cielo y gustará de penar en el infierno para siempre.23

El thriller se completó con el asesinato de Jorge y el posterior apresamiento de los culpables, a quienes condenaron a pena de muerte. Aunque la historia de esta mujer transgresora del orden colonial tan solo ocupó el capítulo X de El Carnero, la influencia que ha tenido en los escritores de la literatura colombiana sigue siendo enorme.24 El Carnero, en síntesis, transgredió el lenguaje jurídico para mostrar que sus pretensiones totalitaristas reprimen la autorrealización del individuo. A lo largo del periodo colonial se intentaron otra suerte de obras parecidas que siguieron las coordenadas del discurso legal y religioso, pero carecieron de valor literario. Hacia 1797 el escribiente José Antonio Benítez “El Cojo” (Medellín, 1769-1841) consultó en los archivos coloniales de su ciudad un manuscrito de El Carnero —recordemos que este solo fue publicado corrido ya el siglo xix—, e intentó escribir a su turno una crónica similar sobre la historia de Medellín, pero sin suerte: sus anécdotas no llaman la atención por lo descoloridas y su redacción es fatigante y poco literaria. Lectores posteriores titularon su libro, sin poca razón, El Carnero de Medellín.25 Mejor resultó la crónica de Francisco Javier Caro (España, 1750-Colombia, 1822), otro funcionario de la casi infinita burocracia colonial. Redactó el Diario de la Secretaría del Virreinato de Santa Fe de Bogotá (escrito en 1783), una suerte de informe personal sobre la aburrida vida de un funcionario público. En el subtítulo utilizó refranes que indicaban su menosprecio por ese oficio inútil: “no comprende más de doce días, pero no importa, que por la uña se conoce al león, por la jaula al pájaro y por la hebra se saca el ovillo”. Aprovechó, según cuenta, que su jefe se había ausentado a una diligencia en Tunja, y comenzó a lanzar sus críticas más descarnadas contra el ambiente laboral de la Secretaría de Santa Fe. A su colega Zabaraín



Ibíd., p. 224.

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Véase Isabel Rodríguez-Vergara y Luis Miguel Glave Testino, Inés de Hinojosa: historia de una transgresora, Editorial Universidad de Antioquia, Medellín, 1999.



“El Cojo” comenzó la redacción de su Carnero en 1797 y terminó la primera parte en 1809. En 1825 volvió a escribir, hasta 1831. En 1836 retoma su asunto, y la última nota es de 1840. Véase El Carnero de Medellín, de José Antonio Benítez, edición, transcripción, prólogo y notas de Roberto Luis Jaramillo, Ediciones Autores Antioqueños, Medellín, 1988.

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lo acusa de ruin, de “paparrabias”, de hipócrita o “camaleón de noticias”; pone apodos: a cierto cura lo llama Fray Gargajo. Con un reloj en la mano comenzó por anotar la hora exacta de los sucesos que lo sacaban de quicio, por ejemplo, la suciedad de los baños públicos que lo hacía prorrumpir en groserías en un rancio lenguaje escatológico al mejor estilo de Quevedo. Por supuesto su manuscrito permaneció inédito hasta que, en Madrid, el editor Francisco Viñals concedió publicarlo en 1904. Ahora bien, una versión moderna de El Carnero podría ser El coronel no tiene quien le escriba (1958) de García Márquez, donde la picaresca roza con lo kafkiano en los laberintos burocráticos que un pobre coronel debe transitar para recibir su pensión de guerra.

El misticismo de la Madre Josefa del Castillo: críticas al imperio religioso

El Imperio español fue también un imperio religioso. Al lado de los órganos jurídicos (cabildos, oidores, fiscales) crecieron las autoridades eclesiásticas, encargadas de funciones pedagógicas que iban desde la cabal conversión del indígena hasta la parca educación del criollo. Las órdenes de los dominicos, de los agustinos, de los franciscanos y especialmente de los jesuitas erigieron seminarios y conventos, en donde el acceso al conocimiento se reservó a una minoría. A diferencia de lo que ocurrió en Lima y en México, en Bogotá no existió ninguna universidad colonial. Solo se crearon dos colegios mayores: el de San Bartolomé, fundado en 1605, y el del Rosario, en 1653. Muchos años después, cuando en 1768 el fiscal Moreno y Escandón presentó un plan concreto para la creación de una universidad pública, echó de ver cómo todos aquellos jóvenes con deseos de estudiar debían desplazarse a Lima o a México. Y así, sin imprentas, sin tipografías, sin el comercio del libro, pero bajo la concepción sagrada de la palabra escrita, la Nueva Granada se formó como la “cultura del manuscrito y del silogismo”. El término lo designó Renán Silva para señalar los problemas de la educación colonial, que acentuó mecanismos y técnicas de repetición en nuestros sistemas educativos; lo que trajo como consecuencia la imposición de una “mentalidad jurídica” entre los ciudadanos cuya arma principal era el silogismo.26



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Véase de Renán Silva, Universidad y sociedad en el Nuevo Reino de Granada: contribución a un análisis histórico de la formación intelectual de la sociedad colombiana, 2ª ed., La Carreta Editores, Medellín, 1992. Y sí: imaginémonos a frailes encerrados copiando y transcribiendo leyes, autos, órdenes, y de vez en cuando aventurándose a resumir algún tratado de la filosofía neotomista. Los resumían y los comentaban en latín, porque

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Si bien la narrativa que surgió del discurso religioso resulta menos contestataria que la que surgió del discurso jurídico, tampoco deja de expresar rebeldía a su manera. La Madre Josefa del Castillo (Tunja, 1671-1742) jugó un papel decisivo en el surgimiento de la narrativa. Si una sociedad de guerreros, abogados y clérigos imponía la emulación de la Virgen María entre las señoritas, ¿qué pasaba cuando una monja como ella se hallaba insatisfecha, condenada a la discreta penumbra de su celda en el convento de Tunja? La Madre Josefa del Castillo accedió a los libros y acaso fue más culta que muchos varones de su entorno; plasmó todas sus angustias, frustraciones y visiones en un delirio místico como nunca más se vio en Hispanoamérica. Sus Afectos espirituales encierran una de las mejores prosas de la época, con ritmos y registros muy cercanos a la poesía. Al principio, la Madre Josefa del Castillo recibió en 1713 la orden de su confesor, el Padre Diego de Tapia, para escribir los sucesos de su existencia como ejemplos de virtud y emulación para otras señoritas. Pero el texto de Su vida, como decidieron llamar a este primer manuscrito y que la Madre Josefa del Castillo debió terminar de escribir hacia 1724, no se publicó sino mucho tiempo después. Permaneció inédito hasta que en 1817 uno de sus sobrinos, Antonio de Castillo y Alarcón, recogió el manuscrito del convento de Santa Clara de Tunja y viajó a Filadelfia, Estados Unidos, para publicarlo por primera vez.27 ¿Por qué Su vida tuvo que publicarse después del grito de Independencia y en un país se consideraba indigno verter pensamientos en la lengua común y corriente, máxime cuando solo sabía leer cierta élite rectora. Según José Manuel Rivas Sacconi, el aprendizaje de la gramática y literatura latinas constituía la parte fundamental de la educación colonial, mientras la lengua materna no era objeto de estudio directo: se aprendía juntamente con la latina y en función de esta (El latín en Colombia. Bosquejo histórico del humanismo colombiano, 2ª ed., Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1977). En 1955, por cierto, el filósofo español Juan David García Bacca tradujo los textos de algunos frailes neogranadinos en su Antología del pensamiento filosófico de Colombia (de 1647 a 1761), pero nada hay allí rescatable para el desarrollo de la narrativa.

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La primera edición, según Ángela Inés Robledo, incluye la presentación de la obra por el señor Antonio María Castillo y Alarcón, titulada “Del Edictor”; la “Breve noticia de la patria y padres de la V. M. y observante Religiosa Francisca Josefa de la Concepción. Abadeza que fue tres veces del Real Convento de Sta. Clara de Tunja, de quien son los sentimientos espirituales y vida que siguen, encuadernados en este volumen y otro, escritos por ella misma de mandato de sus confesores; la certificación de los censores eclesiásticos Torres y Peña de Cuervo sobre la autoría de la obra y la ‘sanidad de su doctrina’, dirigida al Señor Gobernador del Arzobispado de Bogotá, Antonio de León, el 26 de noviembre de 1816 ; así como otros datos que dejan ver cómo el manuscrito de Su vida pasó por varias manos [¿y retoques?] durante 93 años”. (Véase el prólogo de Ángela Inés Robledo a Madre Francisca Josefa de la Concepción de Castillo, Su vida, Fundación Biblioteca Ayacucho, Caracas, 2007, p. lii ).

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laico? En parte porque la imprenta tardó en llegar a Nueva Granada (en 1780 Bruno Espinosa de los Monteros estableció el primer taller tipográfico de Bogotá) y, en parte, porque su autobiografía seguramente escondía algo molesto a sus primeros confesores. No renegaba de las creencias católicas, pero con la excusa de reafirmarlas, la Madre Josefa del Castillo había encontrado una manera subrepticia para ejercitar su intelecto, una forma de probar sus lecturas y su erudición bíblica en una época en que las mujeres estaban excluidas de los asuntos intelectuales. El resto de su obra, incluida Afectos espirituales, se publicó solo en 1961, siguiendo los manuscritos originales guardados en la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá. Al analizar la obra de la Madre Josefa del Castillo, el crítico Darío Achury Valenzuela planteó tres clases de escritura religiosa: 1) la catequista, que dicta preceptos y redacta el sermón de las misas; 2) la ascética, que elabora una metodología de ejercicios y enseñanzas, tomados todos de la Biblia; y 3) la mística, la más cercana a la literatura, en la que se produce una revelación intelectual con sensaciones extraordinarias infundidas por la certidumbre de la unión con Dios.28 Durante la Colonia se practicaron muy a menudo los primeros dos tipos de lenguaje religioso. El lenguaje catequista de las misas casi siempre se daba en latín, para darle mayor realce y autoridad a algo que de otro modo se confundiría con un simple rezo; además, la lectura de la Biblia requirió siempre de varios intermediarios o críticos especializados, pues nunca se permitió su “libre interpretación” como en los países protestantes. El lenguaje ascético sirvió para hacer más sencillo el mensaje bíblico, con escritos o fábulas que invitaban a la vida religiosa a través de historias sencillas que por necesidad echaban mano de elementos literarios. Pero el lenguaje místico fue un registro muy difícil de alcanzar. Iba más allá de la teología y se confundía con la poesía en la medida en que estaba lleno de visiones o delirios divinos. El misticismo, dijo Menéndez Pelayo, “llevó la elocuencia castellana al grado más alto a que pueda llegar lengua humana, convirtiendo la nuestra en la lengua más propia para hablar de los insondables arcanos de la eternidad y de las efusiones del alma, hecha viva brasa por el amor”.29 Este género tiene sus principales exponentes en la tradición española: San Juan de la Cruz, Santa Teresa y, sin duda, la Madre Josefa del Véase Análisis crítico de los Afectos espirituales de Sor Francisca Josefa de la Concepción de Castillo, ed. de Darío Achury Valenzuela, Ministerio de Educación Nacional, Bogotá, 1962.

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Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de las ideas estéticas en España: las ideas estéticas entre los antiguos griegos y latinos: desarrollo de las ideas estéticas hasta fines del siglo xvii, Porrúa, México, 1985, p. 83.

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Castillo. De hecho, entre los escritores del periodo colonial tal vez sea la que con más estética manejó el lenguaje, la que con más profundidad escarbó en su propio yo. Nada fácil resultaba ser mujer en la Colonia. Menos aún cuando se era tan inteligente. La abrumadora influencia de Santo Tomás en la normatividad colonial llegó al punto de “entrometerse en lo sagrado de la conciencia y establecer no solo una regla de derecho, sino un precepto moral, fundado en valores éticos inmutables, para que la ley humana fuera un reflejo de la divina”.30 El machismo ibérico-cristiano había relegado a la mujer al papel más secundario en el mundo civil y aun religioso. Mientras en los países protestantes la mujer comenzó a jugar un papel en el mundo laboral y permitió la Revolución Industrial, en España y sus colonias solo tenía dos opciones: o casarse, quedando a la sombra de un marido que nunca escogía; o vestir los hábitos para siempre, sin sentir una auténtica vocación religiosa. La Iglesia no podía controlar la inteligencia femenina, y los conventos se convirtieron muchas veces en una suerte de colegios con acceso a los libros y a la gran cultura, sobre todo si las monjas tenían nexos familiares con la alta aristocracia. Esto lo podemos ver en la biografía de Sor Juana Inés de la Cruz, en México, una auténtica intelectual amiga de virreinas, y más culta que cualquier hombre de su entorno. En el convento de las clarisas en Tunja, la Madre Josefa del Castillo experimentó un panorama mucho más difícil que el de Sor Juana. Como aun dentro de la Iglesia debía hacer votos de silencio, la única manera de expresarse era recurrir al misticismo, el lenguaje más apropiado para esa “liberación femenina”. Según la investigadora Ángela Inés Robledo: En una sociedad en que lo femenino y pecaminoso eran sinónimos, las monjas, cuyo estado supone una negación de la sexualidad, eran las únicas mujeres que adquirían el privilegio de lidiar con asuntos espirituales. Pero no solo había que renunciar al mundo. Quedaban otros obstáculos por vencer en el siglo xvii. Uno, la aceptada inferioridad intelectual de las mujeres que las condenaba a permanecer sujetas a la ley del silencio según las enseñanzas de San Pablo (1 Cor. 14: 34-37). Otro, la creencia en la irracionalidad femenina y sus consecuentes manifestaciones psicológicas. Además de ello, las escritoras coloniales debían superar las estrecheces retóricas y estéticas de la época. Para ello, apelaron al discurso del misticismo. Este recurre a un lenguaje ahistórico y en clave cuya función es enunciar la “sagrada ignorancia”. Al ser Alejandro Korn, citado por Rafael Gutiérrez Girardot en Temas y problemas de una historia social de la literatura hispanoamericana, Ediciones Cave Canem, Bogotá, 1989, p. 36. [El texto de Korn es Influencias filosóficas en la evolución nacional].

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manipulado por mujeres, sin embargo, produjo efectos opuestos. La retórica de este discurso convencional se adecuaba a lo que la sociedad esperaba de las “mujercitas” escritoras: humildad, confusión, ofuscación, autodesprecio. Sin embargo, como sucede en el caso de Francisca Josefa del Castillo, el resultado fue completamente anti-tradicional. Los textos de la Madre Castillo, Su Vida y Afectos espirituales, marcan el fin de la primera etapa de la Colonia. Ellos heredan las manipulaciones barrocas de Rodríguez Freyle y las superan por medio de un discurso de resistencia que deja al descubierto la complejidad femenina.31

La Madre Josefa del Castillo ocupó dentro del Convento de Santa Clara varias funciones importantes, desde ser la secretaria de la Madre Superiora en sus reuniones con el obispo hasta administrar la economía conventual como abadesa. Su liderazgo y su alta cultura llamaron la atención del Padre Diego de Tapia, su confesor, que un buen día, según ella, le pidió que escribiera su propia vida a modo de ejemplo para las otras monjas. En 1694, a sus veintitrés años, la Madre Josefa del Castillo comenzó a contar una autobiografía tan embelesada en un secreto gusto por padecer, que en nada pareció incentivar la elección de la vida religiosa. Nuestra escritora empezó por recrear episodios de su niñez en Tunja, en el seno de una familia que le permitió el contacto con libros aún no religiosos, como los de Lope de Vega, que ella con coquetería juzgó como “necias comedias”. Pero pensemos cuánto no se enteraría de la vida mundana, de infidelidades y todo tipo de romances leyendo a un dramaturgo como Lope de Vega, que aun como sacerdote seguía seduciendo a mujeres casadas. La Madre Josefa del Castillo admiró también El libro de las fundaciones (1573-1582) de Santa Teresa de Ávila, los Ejercicios espirituales de Loyola (1548), De los nombres de Cristo (escrito en 1588, publicado en 1631) de Fray Luis de León, y, ante todo, la Biblia. La imprecación del formidable Eclesiastés la deslumbró. De narrar su niñez y adolescencia, la Madre Josefa del Castillo pasó a contar su vivencia en el convento, en donde nada parece plácido. Cierto delirio de persecución le hace pensar que las demás monjas la odian y que alguien conspira en su contra. A partir del capítulo xx, para Rocío Vélez de Piedrahita, destapó la caja de Pandora: salieron envidias, rencillas, bajezas, humillaciones, altanerías



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Ángela Inés Robledo, “La formación de lo femenino y su inscripción literaria antes de la Independencia”, en María Mercedes Jaramillo, Ángela Inés Robledo y Flor María Rodríguez-Arenas, ¿Y las mujeres? Ensayos sobre literatura colombiana, Universidad de Antioquia, Medellín, 2001, p. 50.

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e insolencias.32 Y por allá, muy lejos, la ardiente esperanza. Los conventos de aquellos tiempos eran campos de batalla: el silencio y la austeridad solo acentuaban las intrigas entre las novicias, las abadesas y las superioras. Como ella brillaba por su inteligencia, despertó ojeriza entre las demás. En las noches, cuando no había vigilancia, una religiosa la insultaba y hasta llegó a gritarle “perra loca, perra loca santimoñera, que has de ser aquí eterna para tormento de todas; comulgadora, que te he de quitar de la gratícula (sic) y del confesionario: ¿por qué me deshonras tanto?”.33 Pero en vez de acusarlas la Madre Josefa del Castillo se culpaba a sí misma, y a ratos al lector le cuesta trabajo comprender su exageradísima tendencia a la autodestrucción: “Llegué a cobrarme a mí misma un horror tan grande, que me era grave tormento el estar conmigo misma […]. Tenía un horror a mi cuerpo que cada dedo de las manos me atormentaba fieramente, la ropa que traía vestida, el aire y la luz que miraba”.34 Sus quejas parecen arrebatos poéticos. Lo que dice Azorín de Santa Teresa con más razón lo podríamos decir de la Madre Josefa del Castillo: sus confesiones tienen tan aguda profundidad psicológica que, a su lado, los más sutiles analistas del yo —un Proust, un Joyce, una Virginia Woolf— parecen principiantes. En ella no hay nada de la prosa frígida de leguleyos o cronistas; la suya es excitada y arrebatada. No contenta con haber contado Su vida, la Madre Josefa del Castillo escribió más visiones místicas en sus Afectos espirituales, que brotan como otra escritura o capítulo de la Biblia, gracias a su conocimiento de Erasmo. No de otra suerte, afirma Achury Valenzuela, hubiera podido la Madre Josefa del Castillo asimilar y parafrasear el discurso bíblico, e incluso ir más allá: mantener al lector todo el tiempo en una temperatura religiosa de oración permanente, en la que sentimos que ella está hablando directamente con Dios.35 A veces su lectura nos deja el añejo sabor del Viejo Testamento y otras veces el dulce sabor de El cantar de los cantares. Ahora bien, ¿hay alguna historia concreta en Afectos espirituales? Ninguna. No hay más personajes que ella y sus pesadillas. Todo gira en torno al gnosticismo, a un sistema de pensamiento basado en una lucha sin cuartel entre el bien y el mal. Solo que

Véase de Rocío Vélez de Piedrahita, “La Madre Castillo”, en Manual de literatura colombiana. Procultura-Planeta, Bogotá, 1988, tomo I, pp. 101-141.



Madre Francisca Josefa de la Concepción de Castillo, Su vida, ed. de Ángela Inés Robledo, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 2007, p. 131.



Ibíd., p. 139.



Véase de Darío Achury Valenzuela, Análisis crítico de los Afectos espirituales de la Madre Francisca Josefa del Castillo, texto reestablecido, introducción y comentarios del autor, Biblioteca de Cultura Colombiana, Bogotá, 1962.

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la Madre Josefa del Castillo no logró diferenciar con exactitud el uno del otro. Las tentaciones la asaltaron como a San Antonio. Mientras el misticismo de Santa Teresa resulta apacible, custodiado por el Señor y sus ángeles, el de la neogranadina deviene sacudido por destellos infernales, intimado por el diablo. En el “Afecto 2º” declara que “Todo lo que no es Cristo reputaré por estiércol”.36 Y si por un lado Cristo le susurraba al oído: “mira las cinco fuentes que dejé abiertas en mi cuerpo para lavar tus manchas con infinito amor y caridad; mira que tienes compañero en tus penas, dolores y soledades”, por el otro el demonio le murmuraba la presencia de “un mulato muy feo y ardiente” (acaso el esclavo de alguna gran casa tunjana visto alguna tarde en la plaza de mercado) que en las noches, mientras soñaba, entraba a su celda “con la amenaza de que se me metería en el cuerpo”. Varias hipótesis han querido explicar esos episodios a la luz de muchas teorías. Pero el lenguaje de los Afectos es hermético: todas las interpretaciones golpean en su blindaje sin hallar respuesta. Y así, la anécdota del esclavo endemoniado de repente se diluye en otra anécdota que ya nada tiene que ver. Sin previo aviso pasamos de uno a otro de sus delirios místicos. Acaso el protagonista principal de su libro sea el lenguaje. La prosa de la Madre Josefa del Castillo se cifra en conmover y deleitar, sin necesidad alguna de convencer. Nadie en su época manejó tan bien el punto y coma. Su prosa posee una fonología, una morfología y una sintaxis de extraña y suntuosa irregularidad. Se trata de un concierto de frases en el que cada párrafo se ajusta a un equilibrio. Bombardeó su texto con continuos signos de interrogación, preguntas abiertas que ella misma no sabía responder. Utilizó varias figuras retóricas como el dialogismo, al escribir como si hablara consigo misma, refiriendo textualmente su propio discurso y parafraseando el lenguaje bíblico. Por lo demás, existieron otras monjas escritoras, pero que estuvieron bajo la tutoría de prelados demasiado autoritarios, que no solo censuraron sus escritos sino que se apoderaron de ellos como si fueran de su propiedad. Ángela Inés Robledo recuerda algunas de esas obras: Vida de la Venerable Madre Catalina María de la Concepción. Fundadora del Convento de Santa Clara de Cartagena, de Luis de Jodar, hermano de los Valenzuela; la Ilustre y penitente vida de la venerable virgen doña Antonia de Cabañas, de Tunja, cuyo manuscrito de 180 folios no lleva fecha alguna ni contiene el nombre de quien lo escribió. Tal vez la más importante de ellas sea Jerónima Nava y Saavedra (Tocaima, Cundinamarca 1669-1727): sus manuscritos permane-



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Ibíd.

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cieron inéditos durante casi tres siglos en archivos parroquiales. Ángela Inés Robledo los rescató y los publicó en 1995, con el título Autobiografía de una monja venerable.37 El título bien podría cambiarse por “Autobiografía de una monja enamorada de Jesús”, pues sus visiones están llenas de lirismo y sensualidad: “Después de haber comulgado en otra ocasión le vi en forma de cordero; y tenía la carita algo parda y esto me hizo a mí mucha armonía”. En otro momento, Cristo parece bajar del cielo, abandonar por unos instantes la cruz y, como en sueños, acariciar el pelo de la joven monja, toda amor y caridad. Lástima que Jerónima no haya tenido ocasión de leer más y perfeccionar su prosa. Comparada con la de la Madre Josefa del Castillo, carece de las alas suficientes para levantar el vuelo místico.

Breve mención de El desierto prodigioso y prodigio del desierto

La Madre Josefa del Castillo no fue la única en padecer la autocensura eclesiástica contra sus obras o escritos. Antes de ella, los hermanos Pedro de Solís y Valenzuela (Bogotá, 1624-1711) y Fernando “Bruno” Fernández de Solís y Valenzuela (Bogotá, 1616-España, 1677) dejaron inédito, en manuscritos, El desierto prodigioso y prodigio del desierto (escrita en 1655 aproximadamente), que se tiene como la primera novela del periodo colonial hispanoamericano. Ellos eran dos seminaristas pertenecientes a la orden de los agustinos, que vivían en una suerte de monasterio situado en el desierto de La Candelaria, no muy lejos de Tunja. Si ahora nos resulta un ademán vanguardista la creación colectiva, tal práctica era muy común en aquellos tiempos. Lo que Pedro de Solís y Valenzuela imaginaba y escribía una noche en su habitación, al otro día debía compartirlo con sus compañeros y sus superiores, quienes a su turno añadían comentarios o citas de otros autores a los que asociaban con lo escrito. A esas intervenciones debemos sumar otras variaciones del original, ya que Pedro le envió el manuscrito a su hermano mayor, Fernando o “Bruno”, en España, quien dispuso del mismo como si fuera de su propiedad. Aunque el manuscrito proceda del siglo xvii, solo se empezó a saber de él en 1963, cuando el investigador español Baltazar Cartero y Huerta leyó el manuscrito en la Fundación Lázaro Galdiano de Madrid. Años después, la investigadora Olga Cock Hincapié halló otro manuscrito en Medellín, a donde había ido a parar quién sabe por qué caprichos del azar. La diferencia entre uno y otro manuscrito es notable: el de

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Autobiografía de una monja venerable: Jerónima Nava y Saavedra (1669-1727), transcripción y estudio preeliminar de Ángela Inés Robledo, Universidad del Valle, Cali, 1994.

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Madrid se extiende en veintidós capítulos o “mansiones” y data de 1650; el de Medellín (o Yerbabuena) data de 1661 y solo contiene las tres primeras mansiones del primero. El Instituto Caro y Cuervo inicialmente publicó tres tomos con todo el caudal de poemas, dedicatorias, permisos y variaciones, la mayor parte fárragos innecesarios de la época. Héctor Orjuela publicó una edición abreviada, en la que modernizó la ortografía y resaltó el argumento básico: la aventura juvenil del ermitaño Arsenio en el mar Caribe. Arsenio era un joven andaluz que desconocía el temor a Dios y hasta despreciaba la vida religiosa. Se enamoró de su prima Casimira y la raptó de los muros conventuales, la disfrazó de soldado y se embarcó con ella hacia América. Tal osadía “pecaminosa” mereció durante el viaje el castigo de la Providencia: piratas holandeses terminaron secuestrándolos y abandonándolos en una playa cercana a Cartagena. Casimira logró internarse en un convento, y Arsenio, confundido, se internó en las ciénagas del río Magdalena en busca de ayuda. Llevó una vida eremítica hasta que llegó arrepentido a Cartagena y habitó entre los padres agustinos en el convento de La Popa. Al cabo ascendió al altiplano cundiboyacense, y llegó al desierto de La Candelaria, lugar que se muestra, en efecto, como prodigioso. Estas peripecias de la vida de Arsenio marcan el nervio central de la débil tensión novelesca de El desierto prodigioso, pero son narraciones dentro de la narración, anécdotas que el maestro cuenta a sus discípulos para que huyan del mundo exterior y se sometan a la vida ascética. La fábula de Pedro Porter es otro de los episodios narrados por Arsenio para convencer y persuadir a los jóvenes de entregarse a la vida monástica. En este habla del enredo burocrático y leguleyo de la vida civil. Muestra cómo Pedro Porter, cuando vivía en Cataluña, sufrió la demanda de un notario por algún hecho menor, de modo que descendió treinta y seis días al infierno, hasta que el mismísimo “Adversario” lo devolvió a la superficie. Uno esperaría que sus descripciones del inframundo tengan el horror del infierno dantesco, o de los sueños de Quevedo, pero en el momento de mayor tensión el autor prescinde de descripciones a cambio de reflexiones moralizantes. Le faltó fuerza narrativa. La redacción raras veces alcanza una prosa literaria, y no hay desenlace ni una conclusión precisa. Texto híbrido, sin final, sin conclusión; laberinto sin salida. De ahí que Arbey Atehortúa señale que en El desierto prodigioso… predomine la técnica del manuscrito “inacabado”.38



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Véase de Arbey Atehortúa, La metáfora del camino: aproximación a El desierto prodigioso y prodigio del desierto, Universidad Tecnológica de Pereira, Pereira, 2002.

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Narrativa de la Ilustración Nueva Granada pasó a convertirse en virreinato en 1719. Solo que el primer virrey en llegar, Antonio Villalonga, recomendó suprimirlo, en vista de su escasa infraestructura. Era la colonia más pobre del Imperio español. De virreinato volvió a hablarse tiempo después, cuando la poderosa armada inglesa intentó tomarse Cartagena en 1741, hambrienta por colonizar Suramérica. La Corona española reforzó las defensas de Cartagena y mandó los primeros virreyes a Santa Fe de Bogotá. Ellos, en sus relaciones de mando, rindieron alarmantes informes sobre las precarias condiciones en vista de futuras exploraciones para explotar mejor los recursos que anhelaban las potencias extranjeras. Coincidían con el informe de la expedición científica de La Condamine (un expedicionario francés pagado por la Corona), quien también pedía mayor ilustración, centros de enseñanza en pos de adquirir mejores técnicas para explotar los recursos de Nueva Granada. El Imperio español advertía con lentitud que ya no bastaba regular a sus colonias bajo las leyes y la religión, sino que hacía falta dotarlas de ciencia y tecnología. A partir de mediados del siglo xviii, según González Echevarría, “el obsoleto discurso jurídico de la colonización española fue reemplazado por el discurso científico, lenguaje autorizado del conocimiento, de la conciencia de sí mismo y de la legitimación”.39 Este nuevo lenguaje de la ciencia legitimó a los europeos para sentar un nuevo orden mundial, colonial, basado en la explotación sistemática de recursos naturales que solo ellos, con su técnica, podían llevar a cabo. El monarca español Carlos iii, heredero de la casa francesa de los Borbones, y que por lo tanto comprendía el nuevo orden del mundo, prestó oídos a los consejos de sus asesores ilustrados: mejorar las condiciones de sus colonias. Pero no ignoró que España ya se hallaba muy rezagada del resto de Europa, y que, en contra del nuevo orden, se fortalecían fuerzas retrógradas opuestas a cualquier cambio. En 1780 el virrey Manuel Antonio Flórez estableció por decreto el primer taller tipográfico de Bogotá al mando del impresor Antonio Espinosa de los Monteros, sin pensar que veinte años después esta máquina precipitaría el fin del Imperio español. Al principio se imprimieron obras pías, religiosas, y uno de los primeros escritores neogranadinos en publicar sus composiciones religiosas (villancicos y poemas) fue Francisco Antonio Vélez Ladrón de Guevara (Bogotá, 1721-1781).40 Él se dio cuenta que la llegada de los



González Echevarría, op. cit., p. 103.



La obra de este poeta colonial permaneció hasta hace poco inédita, en un manuscrito

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primeros virreyes a Nueva Granada había generado un cambio de moda. Cierto afrancesamiento, cierto tono frívolo y cortesano se iba imprimiendo en el ambiente de la capital. Aparecieron las tertulias literarias, que organizaban señoras de alta alcurnia, o en ocasiones las esposas de los virreyes, las virreinas. Nacía una nueva forma de goce o diversión que distaba de lo pacato y tímido, del silencio o la penitencia de los religiosos. Y el principal animador de esas primeras tertulias santafereñas fue precisamente el poeta Vélez Ladrón de Guevara. Aunque murió antes de consumarse la Independencia, seguramente no la hubiera apoyado porque cuando explotó la rebelión de los comuneros de Socorro y Pamplona, se fastidió de que esos “campesinos” subieran a la capital para protestar contra los virreyes (sus amigos) que lo consentían y lo protegían. Llamó al líder José Antonio Galán “vil bárbaro enemigo, / reliquia de la escoria tumultuante, / que a otros infame se arrastró consigo”.41 Vélez Ladrón de Guevara adoraba la pompa de los virreyes, por lo novedosa, en medio de una ciudad descolorida y hecha a medias como Santa Fe. Si a mediados del siglo xviii en México y en Lima los virreyes eran cosa de todos los días, en la humilde Bogotá representaban una novedad social, un acontecimiento. A medida que fueron llegando, primero el virrey Eslava, después Giror, luego Ezpeleta, al cabo Flórez y, en especial, el arzobispo virrey Caballero y Góngora, el antiguo Teusaquillo que encontró Jiménez de Quesada se pinceló de un tono cortesano nunca antes visto. Y Vélez Ladrón de Guevara se encargó de agasajarlos con poemas, ganándose la simpatía de sus esposas. A pesar de su desprecio por el movimiento comunero, Vélez Ladrón de Guevara juzgó con admiración ciertas costumbres folclóricas y le dio estatus poético al paisaje sabanero de la capital. Tenía que hacerlo ya que la principal atracción “turística” era el Salto del Tequendama, sobre el cual incluso compuso un Romance.42 Y

conservado en la Biblioteca Nacional de Bogotá, del que periódicamente los investigadores transcribían versos o poemas enteros, hasta que Héctor Orjuela la publicó en libro (véase Francisco Antonio Ladrón de Guevara, Poesías; edición, introducción y notas de Héctor H. Orjuela. Editorial Kelly, Bogotá, 1992).

Ibíd., p. 132.



Las virreinas solían salir de paseo con sus damas de compañía por la sabana de Bogotá, y nuestro poeta decía, como creyéndose en Versalles, que eran “madames” con vestidos sedosos desfilando por los “amenos elíseos” del altiplano. No deja de ser original su descripción del río Bogotá en su “Romance al Salto del Tequendama”: “[…] corre primero apacible / sin estruendos, sin ruidos / del campo de Bogotá / por los amenos elíseos; / más después, cuando su pompa / halla montes que, atrevidos, / quieren impedirle el paso, / ya con peñas, ya con riscos, / rompe con todo, irritado, / y abriendo fácil camino / muestra de su majestad / el mando y el poderío, / dando a entender que si corre / por

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en esta mezcla de gusto por lo cortesano y por la naturaleza poco a poco se iba filtrando el discurso de la Ilustración. Antonio Nariño (Bogotá, 1760-1823), animador de una tertulia que secretamente era la primera logia masónica del virreinato, publicó en su imprenta personal una especie de pliego suelto que contenía lo que le habían mandado de Francia en el tomo de la Histoire de l’Assemblée Constituante de Montjoie, y que era nada menos que los Derechos del Hombre (Déclaration des droits de l’Homme). Lo distribuyó un mediodía de 1794 en las calles bogotanas. El castigo no se hizo esperar: confiscaron su biblioteca y lo desterraron a las mazmorras de Cádiz. En España se encontró con otros inconformes y revolucionarios, lo que demostraba que tanto españoles como americanos querían librarse de un pasado mutuo, el de la Contrarreforma y la Inquisición, que los alejaba del resto del mundo. Precursoras de aquellos textos emancipadores son las crónicas y relaciones de viajes que empezaron a publicarse desde la primera mitad del siglo xviii.

Primeras crónicas con lenguaje científico La apropiación del lenguaje científico empezó a desplazar el lenguaje de lo maravilloso medieval. Pero este fue un cambio lento. Antes de Mutis y de la Expedición Botánica, es cierto, la Ilustración ya había comenzado a filtrarse en las colonias españolas. O, al menos, ya las autoridades guardaban la sospecha de que los imperios enemigos estaban facilitando conocimientos que podían poner en riesgo la obsoleta organización de las colonias hispánicas. Los expedicionarios Juan, Jorge y Antonio de Ulloa quisieron adelantarse, y viajaron tanto en plan científico como de espionaje. Rindieron cuatro tomos de informes en su Relación histórica del viaje a la América Meridional, hecho de orden de S, Mag. para medir algunos ornaos de meridiano terrestre, y, después de circunnavegar medio mundo (Madrid, 1748). El 7 de junio de 1735 desembarcaron en Cartagena de Indias, y se pusieron a relatar el Nuevo Mundo de una manera mucho más precisa que los primeros cronistas. A veces prescindían de las costumbres criollas y de cuestiones religiosas, para centrarse en los cambios de la marea, en la profundidad de la bahía de Cartagena, en lo cenagoso de sus alrededores, todo con la idea de trazar mapas que ayudaran a mejorar la navegación y el comercio. Pero en aquella voluminosa obra no abundan las descripciones literarias. Hay más, en cambio, en los textos de los misioneros religiosos que se la llanura benigno, / es porque no a quien se oponga / a su imperio cristalino”. (Vélez Ladrón de Guevara, op. cit., p. 132).

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volvieron cronistas. Cansados de residir en acalladas parroquias en donde nada interesante sucedía, varios frailes se pusieron en marcha hacia remotas regiones con la excusa de catequizar a los nativos. En realidad, aspiraban a precisar los mapas del virreinato e informar de los inmensos recursos que “Dios proveyó” pero que el hombre, en su ignorancia, desconocía. Sus crónicas se vieron coloreadas de datos geográficos, botánicos, zoológicos, y de un interés por indagar la cultura de las tribus indígenas. Con cierta gracia picaresca y cierta imaginería medieval, muchos creyeron que la empresa del catolicismo se seguía justificando en América mientras no desapareciera de ella el manto mágico, e imaginaron que el mal continuaba presente entre los indígenas rezagados (es decir, sin catequizar). El fraile mallorquino Juan de Santa Gertrudis (1724-1799) fue un cronista con un tono picaresco. Escribió sus Maravillas de la naturaleza alrededor de 1768, pero el manuscrito permaneció inédito muchos años en la Biblioteca Pública de Palma de Mallorca, hasta que se publicó en Colombia en 1954.43 Se trata de un relato de viaje por el virreinato de Nueva Granada, testimonio de la mentalidad de un fraile de la época, a quien ya no le interesaba mucho catequizar. Le interesaba, en cambio, situar en el mapamundi cada ciudad que tocaba en Nueva Granada, establecer a cuántos grados de latitud estaba Cartagena en relación con el Polo Norte, o saber la longitud y profundidad del río Magdalena. Se nota su fascinación al describir las características de la yuca, la arracacha, el ñame, el maní, el coco, la piña, el tamarindo, el níspero, o de distintas clases de plátanos. Junto a esa conciencia de la naturaleza hay también un interés por sí mismo. En su crónica se nos presenta como un fraile sin pretensiones, algo ridículo en medio de la grandiosidad del trópico, que ya no se escandalizaba al encontrarse en el camino mujeres en prendas cortas o bañándose desnudas en los ríos. Todo lo asumía como parte de una naturaleza silvestre, casi irredenta. Una de las partes más llamativas de su crónica es cuando registró su visita a las esculturas precolombinas de San Agustín, a pocos kilómetros del nacimiento del río Magdalena, y a las que juzgó como obra del demonio. El padre Juan Rivero (España, 1681-1736) relató con asombro lo que muy pocos valientes se aventuraban a vivir en los Llanos orientales, inexplorados por las autoridades del virreinato, que decidieron concentrarse en el altiplano. Su obra se titula Historia de las misiones de los llanos de Casanare y los ríos Orinoco y Meta (1729). Rivero contribuyó a precisar datos geográficos. Aclaró que la poca aceptación del catolicismo entre los indígenas de

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Con la introducción de Juan Luis Mejía Arango, hay una edición disponible en: http:// www.lablaa.org/blaavirtual/faunayflora/maravol1/mara0.htm.

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esa zona no se debía a la idolatría de ellos sino al salvajismo de los primeros españoles. A su paso, los conquistadores habían arrasado con todo lo que veían y la huella de horror que dejaron entre los nativos aún era tan intensa que “a ellos los troncos se les figuran soldados, las ramas arcabuces y lanzas, y el ruido de los árboles al soplo de los vientos les parece el de un ejército que se acerca”.44 Descripción literaria, sin duda. Rivero también se acercó a la literatura al evocar el paisaje de los llanos. Dijo que se asemejaba “a la mar en calma”, o que se confundía “con la bóveda azulada en el horizonte”. Pudo haber penetrado en la literatura si le hubiese dado rienda suelta a la fantasía que le suscitaban los indígenas y el paisaje. Sin embargo, como se sintió en deuda con el discurso religioso, el padre Rivero se dio a escribir El teatro del desengaño, cuyo manuscrito solo se publicó en 1741, en Córdoba, España, poco después de su muerte. Nada tiene que ver ya con la Ilustración ni con la ciencia, sino con los autos sacramentales del teatro de Calderón, que comenzaban a fascinar a varios dramaturgos alemanes como un modo de enseñar moral y piedad a los jóvenes nobles de Bogotá. Acudió a personajes figurados: Desengaño, Escarmiento, y así por el estilo. El más interesante, Escardillo, cuenta con asombro el reencuentro que tuvo, en las calles de Amsterdam, con uno de los misioneros yugoslavos que habían participado en las misiones del Orinoco, nada menos que un espía protestante, por cuanto lo vio casado y con varios hijos.45 El más explícito en mostrar las luces de la Ilustración fue el español José Gumilla (1686-1750). Llegó a Nueva Granada a enrolarse en la academia javeriana de los jesuitas y luego a regentar el colegio de la orden en Cartagena de Indias. Volvió a Europa para adquirir mayores conocimientos científicos y regresó a Nueva Granada con la intención de aplicarlos en las llanuras del Orinoco. En efecto, en El Orinoco ilustrado y defendido. Historia natural, civil y geográfica de este gran río y de sus caudalosas vertientes (1791), cuenta que usó brújulas novedosas, mapas del Observatorio de París e instrumentos hidráulicos para establecer el nacimiento, la longitud y lo ancho del río a lo largo de su recorrido. Discutió la posibilidad de que el río Guaviare fuese

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José del Rey Fajardo, Misiones jesuíticas en la Orinoquía (1625-1767), Universidad Católica del Táchira, San Cristóbal, 1992.

Véase más información sobre el Padre Rivero y su contacto con el protestantismo en el artículo de Andrés Castro Roldán, “Un jesuita en los límites de la religión: Joannes Alexius Schabel y la misión de Curazao (1698-1715)”, en Fronteras de la Historia, n.°132, 2008. Disponible en: http://www.icanh.gov.co. El padre Rivero también aprendió varias lenguas indígenas de los llanos (botoye, achagua, airico), de las cuales compuso gramáticas. Véase el libro de Carmen Ortega Ricaurte, Los estudios sobre lenguas indígenas en Colombia. Notas históricas y bibliografía. Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1978.

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el mismo Orinoco y no un afluente más; aseguró, antes que Humboldt, que existía un canal, el Casiquiari, entre la cuenca del Orinoco y la cuenca del Amazonas. A las lenguas de las comunidades indígenas del río las circunscribió en un sesudo estudio lingüístico; a las plantas y los animales, a su vez, en un estudio botánico y zoológico. La crónica El Orinoco ilustrado, como el río mismo, arrastró un copioso caudal de información y de datos que pueden interesar mucho al historiador de la ciencia, pero fatigar a un lector hedónico por falta de una redacción literaria. La crónica de Gumilla, más que “guiar” la curiosidad de los viajeros europeos, incitó la investigación entre los propios americanos.

La narrativa de la Expedición Botánica y de Francisco José de Caldas El discurso de la Ilustración estaba muy lejos de acercarse a algo parecido a una novela o a un cuento. Se pensaba que la literatura de ficción alteraba el recto conocimiento de las cosas. Y los déspotas ilustrados prohibieron impartir novelas como lecciones de estudio, pues las consideraban materia de burla y menosprecio. Lo literario se entendió en relación con el discurso sobre las ciencias útiles, no con respecto a la imaginación o la narrativa. El fenómeno fue común en Occidente. ¿Pero cómo, si no a través de una narrativa, podían dar cuenta los viajeros ilustrados de sus expediciones? El propio barón Von Humboldt, que llegó a América en 1801, no dejó de acudir a la narrativa para contarnos su Viaje a las regiones equinocciales del Nuevo Continente (publicado en París en varios volúmenes a partir de 1805). Sus descripciones del Caribe colombiano parecen prefigurar las del realismo mágico de García Márquez. De hecho, cuando el 30 de marzo de 1801 desembarcó en Cartagena de Indias, lo primero que maravilló a Humboldt fue un árbol llamado “Cavanillesia Macondo”, cuyos frutos membranosos y transparentes parecían linternas suspendidas en la extremidad de las ramas.46 Humboldt le dedicó su libro de viajes a Goethe, el clásico de la literatura También queda fascinado con los pequeños volcanes de lodo cercanos a Cartagena, en Turbaco. Si para el naturalista alemán se tratan de pequeños conos cuya altura no pasa de siete metros que arrojan gas ázoe seguido de inyecciones fangosas, para los indígenas de Turbaco esos volcancitos arrojan agua bendita porque un cura los bendijo. “Por razón de nuestra larga estancia en las colonias españolas —apunta Humboldt—, ya conocíamos los maravillosos cuentos con que los indígenas se complacen en fijar la atención de los viajeros acerca de los fenómenos naturales [...] no siendo sino ensueños de algunos individuos que razonan sobre los cambios progresivos del globo”. Tomado de R. H. Moreno Durán, De la barbarie a la imaginación, fce, México, 2002, p. 67.

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alemana, quien ya había suscitado el interés científico-literario de la fauna en su propio libro Metamorfosis de las plantas. Admitamos que el discurso de la Ilustración no dejó en Nueva Granada durante el siglo xviii novelas ni cuentos ni crónicas como El Carnero. Pero la literatura fue invadiendo ese discurso por necesidad interna, por comodidad de expresión, por motivo de amenidad y por facilidad pedagógica.47 No fue tan fácil el cambio de mentalidad. Cuando José Celestino Mutis (Cádiz, España, 1732-Bogotá, 1808) llegó en 1760 a Cartagena, como médico de cabecera del virrey Pedro Mesía de la Cerda, necesitó hacerse sacerdote para poder enseñar dentro del Colegio Mayor de Nuestra Señora del Rosario en Bogotá. Pero como el hábito no hace al monje, Mutis no ocultó en su discurso de introducción (1772) a sus alumnos lo que ya se discutía en el resto de Europa: la Revolutionibus orbium coelestium de Copérnico, que sostenía que la tierra es otro planeta girando alrededor del sol, y no al revés, como querían las Sagradas Escrituras. La orden de los dominicos se fue lanza en ristre contra Mutis. No pudieron expulsarlo como querían, porque ya en ese momento el científico gaditano tenía la protección del arzobispo-virrey Antonio Caballero y Góngora. Y este virrey, a pesar de ser religioso, no desconocía la necesidad política, dictada desde España por el rey Carlos iii, de apoyar proyectos pragmáticos, científicos, sin importar que fueran en contra de la Iglesia, con tal de levantar la flácida economía española.48 Uno de esos proyectos fue la Expedición Botánica, que prometía descubrir mejor las propiedades comerciales de la quina y otras plantas. Hay que comprender que la naturaleza americana no cabía en la lógica del pensamiento medieval, aristotélico o tomístico, para el cual la civilización solo debía ser la ciudad (civitas). Todo lo demás, las selvas lluviosas del Amazonas y del Chocó, las montañas boscosas de los Andes, los manglares y

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Según Flor María Rodríguez-Arenas, el estado de la narrativa en Occidente durante el periodo de la Ilustración se parece mucho al de esta antigua colonia española: “En la misma forma en que Terry Eagleton afirma que los escritores del siglo xviii de la Gran Bretaña desconocían conceptos como ‘respuesta personal’ o ‘imaginación única’ [...] críticamente no existía producción de prosa narrativa de imaginación en el sentido en que se entiende la ficción actualmente [...] lo literario se refiere a los estudios que se denominaban en la época ciencias útiles, no a la creación de literatura de imaginación” (Flor María Rodríguez Arenas, Periódicos literarios y géneros narrativos menores: fábula, anécdota y carta ficticia. Colombia 1792-1850, Stockcero, Miami, Florida, 2007, pp. 35-37).



Para ampliar el conocimiento de esta época, recomiendo de Roberto María Tiznes Jiménez, Caballero y Góngora y los comuneros, Instituto Colombiano de Cultura Hispánica, Bogotá, 1984.

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ciénagas del río Magdalena, junto con todos sus animales y plantas, equivalían a tierras o regiones de nadie, donde reinaba lo bárbaro. Al construirse como una periferia del mundo metropolitano al que debía seguir e imitar, sin expresión propia, el gobierno colonial de Nueva Granada nunca se preocupó por el estudio de su entorno. Solo por imposición —por imitación— de la metrópoli comenzaron las iniciativas científicas de la Ilustración. Cuando el barón von Humboldt legitimó los recursos de la naturaleza americana como fuente de civilización, a su paso por el territorio del virreinato de Nueva Granada, en 1801 y 1802 (entró por Cartagena y terminó en Pasto, pasando por Bogotá y Popayán), los criollos se sintieron fascinados por el interés que despertaba su paisaje natal. Al año siguiente el médico español José Celestino Mutis obtuvo del virrey Caballero y Góngora el permiso para arrancar su Expedición Botánica, a la que Francisco José de Caldas y Jorge Tadeo Lozano se entregaron de lleno. De paso, demostraron al mundo que también los latinoamericanos podían hacer ciencia si recibían el apoyo suficiente.49 La asimilación del discurso científico de la Ilustración fue una manera de legitimarse, de sentirse parte del Nuevo Mundo. Para ello, la imprenta y el periodismo resultaron esenciales. Varias publicaciones periódicas fueron apareciendo, como el Correo curioso (1801), dirigido por Jorge Tadeo Lozano, y el Semanario del Nuevo Reino de Granada (1808-1809), dirigido por Francisco José de Caldas (Popayán, 1771-1816). Estos dos periódicos aparecieron cuando Tadeo Lozano y Caldas volvieron a Bogotá para contar todo lo que habían visto en la Expedición Botánica. Ambos fueron lo que hoy llamaríamos “escritores comprometidos”, y de ahí que después de 1810, en medio del frenesí político de la Independencia, se vieran arrastrados a las luchas militares contra el Imperio español y murieran fusilados por el pacificador Morillo en 1816. Los escritos de Caldas guardan mucha cercanía con la literatura. Sus artículos del Semanario combinan el tono ensayístico y narrativo. Uno de sus escritos aparentemente más científicos, “Del influjo



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El principal legado de la Expedición Botánica fue la movilidad. Sacudió el sedentarismo de los jóvenes privilegiados de la sociedad colonial en las altas ciudades capitales (Popayán, Bogotá, Tunja y Pamplona), y los obligó a vérselas con la naturaleza tropical que por todas partes los rodeaba. Ya en el hecho de emprender una expedición, así fuera hacia el interior del virreinato, se evidenciaba cuán difícil resultaba viajar o trasladarse de un lado a otro. Mientras la clase culta de Caracas (por ejemplo Miranda, Bello y Bolívar) emprendieron viajes a Europa con relativa facilidad debido a su cercanía con el Caribe, los hacendados de Santafé o Popayán se contentaron con una vida provinciana, no solo por las dificultades del viaje, sino porque en verdad carecían del dinero suficiente. Nueva Granada era el virreinato más pobre del Imperio español.

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del clima sobre los seres organizados”,50 es también el más literario. Allí sentimos emoción estética, porque es evidente que Caldas necesariamente echaba mano de elementos literarios. Así lo notamos en sus descripciones del clima en las selvas del Chocó, cerca del océano Pacífico: Llueve la mayor parte del año. Ejércitos inmensos de nubes se lanzan en la atmósfera del seno del océano Pacifico; el viento oeste, que reina constantemente en estos mares, las arroja dentro del continente; los Andes las detienen en la mitad de su carrera; aquí se acumulan y dan a esas montañas un aspecto sombrío y amenazador: el cielo desaparece; por todas partes no se ven sino nubes pesadas y negras que amenazan a todo viviente: una calma sofocante sobreviene: este es el momento terrible: ráfagas de viento dislocadas arrancan árboles enormes, explosiones eléctricas, truenos espantosos: los ríos salen de su lecho: el mar se enfurece: olas inmensas vienen a estrellarse sobre las costas: el cielo se confunde con la tierra, y todo parece que anuncia la ruina del universo. En medio de este conflicto el viajero palidece, cuando el habitante del Chocó duerme tranquilo en el seno de su familia. Una larga experiencia le ha enseñado que las resultas de estas convulsiones de la naturaleza son pocas veces funestas; que todo se reduce a luz, agua, ruido, y que dentro de pocas horas se restablece el equilibrio y la serenidad.51

En esta descripción el observador no desaparece de la observación, antes se vuelve parte del paisaje. Al contemplar la naturaleza, Caldas deja entrever, al lado de un interés científico, una gran sensibilidad, que se advierte en los préstamos literarios para describir fenómenos climáticos o características geográficas. Ciertos críticos sugieren la posibilidad de que en esa sensibilidad ya están los primeros brotes del romanticismo, la escuela literaria que se había originado a finales del siglo xviii en la Europa protestante, en parte como reacción al excesivo racionalismo de la Ilustración, pero en parte también como una legitimación de la experiencia personal como fuente de conocimiento y de emoción estética. Los viajes y la contemplación de la naturaleza, pues, constituían la principal fuente de inspiración para los románticos europeos. Y precisamente los relatos de viaje por Suramérica de expedicionarios o naturalistas como Humboldt también despertaron la sensibilidad “romántica” de los hispanoamericanos:

Semanario del Nuevo Reino de Granada. Santafé, n.° 22-30. Disponible en: http://www. lablaa.org.



Semanario del Nuevo Reino de Granada. Santafé, 17 de enero de 1808. Disponible en: http://www.lablaa.org.

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La expedición de viajeros científicos o cuasi-científicos fue parte de la educación romántica. Viajar es el emblema del momento, tanto personal como históricamente [...]. Este movimiento doble del sujeto y del objeto crea una asíntota cuya expresión es el tema romántico de la nostalgia de la unidad perdida del yo y el cosmos, una organicidad que incluiría la observación de sí mismo. Los poetas en Europa siempre prefirieron viajar al sur, especialmente a Italia, como Goethe, Byron o Musset, a regiones donde la naturaleza, junto con las ruinas de un espléndido pasado pagano, pudieran encender o reavivar la inspiración, y de hecho transformar el espíritu [...]. Ese Sur simbólico es análogo al mundo natural hallado por todas partes en África y Latinoamérica.52

Francisco José Caldas bien puede considerarse un pionero o cuando menos un precursor del romanticismo en Hispanoamérica.53 Además de su sensibilidad ante los paisajes naturales, evidente en sus descripciones, también Caldas deja advertir su rebeldía —muy propia de los románticos— contra las formas demasiado ortodoxas de la educación escolástica. Al legitimar la experiencia personal y el contacto directo con las cosas, el romanticismo puso en entredicho la escolástica, que era un método del pensamiento medieval que subordinaba la verdad de las cosas a la fe religiosa, al principio de autoridad (la Biblia generalmente) en detrimento de las ciencias y el empirismo. Caldas no se reveló contra la palabra bíblica porque no podía y acaso porque tampoco le interesaba; su rebeldía era en esencia contra el método escolástico, contra sus colegas, que sentían excesiva confianza por los textos de los científicos de ese momento (Newton, Buffon, Montesquieu), sin demostrar antes si lo que se decía en esos textos se confirmaba en la experiencia. Así lo advertía al comenzar “Del influjo del clima sobre los seres organizados”: […] mis rodillas no se doblan delante de ningún filósofo. Que hable Newton, que Saint Pierre halle armonía en todas las producciones de la naturaleza, que

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González Echevarría, op. cit., p. 106.

El fusilamiento de Caldas en 1816 impactó tanto a la sociedad criolla que cuando su coterráneo, José María Gruesso, lo evocó años después en el poema “Lamentación de Pubén” (1820), apareció por primera vez la palabra “romántico” para describir la naturaleza. ¡Oh bosquecillos de frondosos mayos, / románticos doquiera y hechiceros! / Sombras amables del jardín silvestre / y de los altos robles corpulentos, / do el payanés, a quien le dio natura / un dulce corazón, sensible y tierno, / iba a gemir de humanidad los males, / o a pasear sus queridos pensamientos […]. (El subrayado es mío. Tomado de Héctor Orjuela, Antología de la poesía colombiana. Romanticismo I. Poetas clásicorománticos, Editora Guadalupe, Bogotá, 2004, p. 20).

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Buffon saque la tierra de la masa del sol; que Montesquieu no vea sino el influjo del clima en las virtudes y los vicios, en las leyes de la religión y del gobierno, poco me importa si la razón y la experiencia no lo confirman.54

La razón y la experiencia lo ayudaron a descubrir por sí mismo cómo el agua hierve a temperaturas menores de acuerdo con la mayor altitud. Al parecer ignoraba que el hepsómetro ya había sido descubierto en 1724 por el científico holandés Daniel Gabriel Fahrenheit. De suerte que al enterarse, Caldas experimentó una gran resignación. Así lo confesó en una carta a uno de sus amigos: ¡Qué suerte tan triste la de un americano! Después de muchos trabajos si llega a encontrar alguna cosa nueva, lo más que puede decir es: no está en mis libros. ¿Podrá algún pueblo de la tierra llegar a ser sabio sin una acelerada comunicación con la culta Europa? Qué tinieblas las que nos cercan; pero ya dudamos, ya comenzamos a trabajar, ya deseamos, y esto es haber llegado a la mitad de la carrera.55

Preguntémonos si esta resignación paradójica no resulta recreada en Cien años de soledad, cuando Aureliano Buendía descubre él mismo que la tierra es redonda pero luego Melquiades le dice que eso ya se sabía hacía mucho. La vida y los escritos de Caldas revelan las contradicciones de la Ilustración en Latinoamérica, nuestra llegada tarde al banquete de la civilización. Y revelan también los orígenes del romanticismo, en la medida en que nuestra cultura se empezó a fundar en el paisaje, pues la Expedición Botánica también obró desde una perspectiva estética. Al lado de los científicos viajaron también varios dibujantes, entre ellos Pablo Antonio García del Campo, Salvador Rizo y Francisco Javier Matis. Transportaron, por selvas y bosques,



Semanario del Nuevo Reino de Granada. Santafé, 17 de enero de 1808. Esa frase Caldas la había aprendido de su maestro José Félix de Restrepo (Envigado, Antioquia, 17601832), quien en Popayán la había dicho en 1791, en su “Oración para el ingreso de los estudios de filosofía”: no ponerse “de rodillas para venerar como oráculos los caprichos de algún filósofo. La razón y no la autoridad, tendrá derecho a decidir nuestras disputas” (publicada en Papel Periódico, viernes 16 de diciembre de 1791, n.° 44). Restrepo sobrevivió a Caldas, quien fue fusilado en 1816, y en el Congreso de Cúcuta de 1821 fue el primero en proponer la abolición de la esclavitud. En Bogotá publicó Lecciones de lógica (1823) para el curso que impartía en el colegio San Bartolomé. Esa es, si cabe el término, nuestra primera obra filosófica.



Obras completas de Francisco José de Caldas, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 1966, p. 158.

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lápices, pinceles, paletas, aceites, colores y planchas. Sus dibujos de las flores y las plantas recogidas reparaban en cada detalle, de suerte que necesitaron nuevos ángulos y dimensiones para ajustar ese mundo vegetal a la medida humana. Y esa nueva óptica anunció los “cuadros de costumbres”, el género narrativo por excelencia del siglo xix. Todos los escritores costumbristas se esforzarán, como veremos, por retratar un mundo al “natural”.

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Segunda parte NARRATIVA DEL SIGLO XIX

La invención de Colombia Cuando los criollos neogranadinos y venezolanos comenzaron a expulsar al Imperio español en 1810, el general Francisco de Miranda acudió al nombre de Cristóbal Colón para rebautizar el continente: tierra de Colón, vale decir, Colombia. Después de la batalla del puente de Boyacá en 1819, Bolívar pretendió integrar bajo el nombre de “Colombia” el antiguo virreinato de Nueva Granada, la Capitanía General de Venezuela y la Real Audiencia de Quito. A duras penas lo consiguió durante diez años, porque a su muerte, en 1830, esta nación no funcionó en la práctica y se partió en tres países que solo conservaron la bandera tricolor, amarilla, azul y roja. Desde entonces se ha dicho que la invención de las repúblicas hispanoamericanas parece haber sido precipitada por necesidades políticas y militares. Pero vale preguntarse también si no expresaban una real peculiaridad histórica. La geopolítica colonial persistió aun después de la Independencia en el hecho de que mientras Colombia (antiguo virreinato) se volvió una república demasiado formalista y oligárquica, Venezuela (antigua capitanía) se inclinó a ser una república militarista.1 Ambas tardaron en adaptarse a la vida ver-

En Suma de Venezuela, el ensayista venezolano Mariano Picón Salas observa que en su país el poder colonial no se afirmó lo suficiente en instituciones civiles sino en militares, y que por tal razón histórica, esta tierra engendró los principales generales de la Independencia (Bolívar, Francisco Antonio de Miranda, Antonio José de Sucre, etcétera), hombres que se desparramaron por toda Suramérica buscando su integración. El nombre de

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daderamente democrática y “civil”. Y hay que poner “civil” entre comillas porque, según Octavio Paz, la palabra civil se usó en sentido opuesto a caballero y designó a gente menuda, sin nobleza: “Civilidad tuvo en España y sus dominios, hasta el siglo xviii, un sentido peyorativo contrario al del resto de Europa”.2 El general Bolívar, que ante todo valoraba la vida militar o caballeresca, se alarmó con la formalidad de los neogranadinos —herederos de escribientes y notarios virreinales—, y le confesó al general Francisco de Paula Santander, legalista, que esa tendencia a regodearse en los códigos y las leyes, en vez de reforzar al ejército, provocaría daños políticos muy hondos. Todo se manejaría con mentiras, y Colombia no sería sino una invención de letrados, apasionados por urdir constituciones al estilo del Estado moderno que nació de la Revolución francesa, pero ignorantes de su entorno y hasta desdeñosos de sus coterráneos: Piensan esos caballeros que Colombia está cubierta de lanudos, arropados en las chimeneas de Bogotá, Tunja y Pamplona. No han echado sus miradas sobre los caribes del Orinoco, sobre los pastores del Apure, sobre los marineros de Maracaibo, sobre los bogas del Magdalena, sobre los bandidos del Patía, sobre los indómitos pastusos, sobre los guajibos de Casanare y sobre todas las hordas salvajes de África y América que, como gamos, recorren las soledades de Colombia. ¿No le parece a usted, mi querido Santander, que esos legisladores, más ignorantes que malos, y más presuntuosos que ambiciosos, nos van a conducir a la anarquía, y después a la tiranía, y siempre a la ruina? Yo lo creo así y estoy cierto de ello. De suerte que si no son los que completan nuestro exterminio, serán los suaves filósofos de la legitimada Colombia.3

Aunque los escritores parecían ser los primeros afectados con esta crítica de Bolívar, varios de ellos se preguntaron si en verdad la república solamente se manifestaba a través de los caballeros de Bogotá, del altiplano; si Bolivia es un anagrama del nombre de Bolívar; el nombre de Colombia, tierra de Colón, lo inventó el general Miranda, que había peleado al lado de Washington y desfiló por los Campos Elíseos con Napoleón Bonaparte. Y a pesar de la larga tradición dictatorial de Venezuela, Picón Salas echa de ver que, a diferencia de la idiosincrasia colombiana del interior, la andina, la idiosincrasia del venezolano se ve más desenfadada y con un trato más igualitario por el uso del “tuteo”. “Psicológicamente, al menos, el venezolano ha logrado —como pocos— una homegeneidad democrática”. (Picón Salas, Comprensión de Venezuela, Monte Ávila, Caracas, 1976, p. 206).

Octavio Paz, Sor Juana Inés de la Cruz. Las trampas de la fe, fce, México, 1996, p. 46.



“Carta de Bolívar a Santander, del 13 de junio de 1821”, en Cartas Santander-Bolívar, 1813-1825. Vol. 3º, Fundación Francisco de Paula Santander, Bogotá, 1988, p. 114.

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acaso las expresiones más folclóricas no venían de la provincia y de la tierra caliente. Las dos novelas más populares del siglo xix, Manuela (publicada por entregas, 1858-1859) de Eugenio Díaz y María (1867) de Jorge Isaacs, sitúan a sus protagonistas citadinos en medio de la vida campesina, esencia de las nuevas repúblicas. Demóstenes, en Manuela, acaba de regresar de un viaje por los Estados Unidos y se detiene en plan de etnógrafo en un pueblucho sin nombre, a medio camino entre el río Magdalena y la sabana de Bogotá. Efraín, en María, retorna por una temporada a su hacienda en el Valle del Cauca, pues se ha graduado de bachiller en el colegio de Lorenzo María Lleras en Bogotá, y después debe partir hacia Londres para estudiar medicina. Ambos tienen afán de observar costumbres y entenderse con los lugareños, pero advierten lo difícil que es aclimatar la cultura a tierras de naturaleza indomable. Ambos acaso habían leído en El contrato social (1762) y en Emilio, o de la educación (1762), de Jean-Jacques Rousseau, que si el hombre volvía a entenderse con la naturaleza sería más libre y bondadoso, ¿pero qué pasaba cuando la naturaleza del trópico incitaba más bien a la desmesura y a la sinrazón, a la crueldad? ¿No resultaban necesarios el formalismo europeo y las ideas abstractas de los suaves filósofos de la ciudad? Latinoamérica se vio como un continente rural, y el venezolano Andrés Bello (1781-1865) quiso concebir un programa poético-político para Hispanoamérica, como el que concibió Virgilio para Roma, fundado en el valor de la naturaleza, en la humanización o aculturación del campo. No era una idea ingenua. Huyendo del horror de las guerras de Independencia, Bello debió expatriarse y se estableció en Londres (la ciudad más grande de Europa en aquel momento), en donde empezó a planear el camino que debían seguir las nuevas repúblicas hispanoamericanas. Con este fin, debatió diversas ideas al respecto en sus revistas El Censor Americano (1820), La Biblioteca Americana (1823) y El Repertorio Americano (1826). Y en su poemario Agricultura de la zona tórrida (1826) deslizó una advertencia a los hombres letrados —a los suaves filósofos de los que se quejaba Bolívar—: de nada valía la cultura europea si no se hacía el ejercicio de integrarla en la naturaleza americana. Bello quería borrar de la mentalidad criolla leyes coloniales como la del Título 24 del Libro Primero de la Recopilación de Indias, que prohibía la publicación de escritos que trataran sobre la realidad inmediata de América.4 Pero a pesar de la importancia que le dio al campo y

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La herencia de esa ley, según Rafael Gutiérrez Girardot, hizo estragos en la mentalidad literaria de los escritores hispanoamericanos: “Creó un vacío intelectual, no solo para el escritor colonial, sino para el hombre de letras posterior, pues no permitió sentar una tradición temática de reflexión sobre su propia sociedad, sino, al contrario, favoreció la

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a la naturaleza, Bello no ignoró la importancia que tenían las ciudades y, en medio de su amor por lo rural, emprendió la elaboración de dos proyectos intelectuales de suma importancia: la gramática del español para uso de los americanos, sobre la que más tarde añadió comentarios el lingüista colombiano Rufino José Cuervo; y la elaboración del Código Civil de la República de Chile, basado en el Derecho romano, en el moderno Código de Napoleón y en las antiguas leyes españolas de la Escuela de Salamanca; más tarde el ilustrado Manuel Ancízar, admirador de Bello, tomaría el Código Civil de Chile como modelo para la redacción del colombiano. La nostalgia por el campo y la naturaleza se acentuó con el romanticismo. Este movimiento fue una respuesta a la primacía que la Ilustración le dio al espacio urbano, a la ciudad, sobre la naturaleza. Parecía el más adecuado para la nueva literatura hispanoamericana, ya que el exotismo de los habitantes del trópico no había tenido cabida dentro de los cánones de la belleza establecida. ¿Podría el romanticismo encontrar material poético o novelesco en los indios caribes, los bogas del Magdalena, los bandidos del Patía, los indómitos pastusos, los guajibos de Casanare, y “todas las hordas salvajes de África y América” de las que hablaba Bolívar en su carta a Santander? La casi nula representación política de estos habitantes se traducía en su ausencia en la literatura. La legitimación literaria de lo americano llegó, paradójicamente, por influencia francesa. Cuando el aristócrata bretón François-René de Chateaubriand viajó a los Estados Unidos no quiso quedarse en Filadelfia o en Boston; se aventuró al oeste norteamericano a convivir con tribus indígenas. Al volver a Francia escribió sus novelas Atala (1800) y René (1801), en las que dio legitimidad al arquetipo del “buen salvaje”, y habló de la necesidad de que el hombre ilustrado no olvidara aquellas culturas marginales, “vírgenes”, por decirlo en términos románticos.5 Los hispanoamericanos simpatizaron

formación de un prejuicio doble, esto es, el de la pobreza intelectual innata o racialmente condicionada del escritor hispanoamericano y el de la poca importancia literaria de los temas propios” (Temas y problemas de una historia social de la literatura hispanoamericana, Ediciones Cave Canem, Bogotá, 1989, p. 58).

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La simpatía por Chateaubriand entre los colombianos se acrecentó cuando leyeron su Genio del cristianismo (1802), una reivindicación de la fe religiosa como guía espiritual de las naciones “cultas”, claro, en oposición a los excesos de la Revolución francesa. Incluso, uno de los intelectuales más hispanófilos de Colombia, José María Vergara y Vergara, solo admitió beber de fuentes francesas cuando visitó la tumba de Chateaubriand en Saint-Malo; en su Historia de la literatura en Nueva Granada (1867) Vergara puso de presente que detrás de toda inspiración literaria palpitaba la fe religiosa; y así lo manifestó en su prólogo a la segunda edición de María de Isaacs en 1868.

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de inmediato con sus novelas. Después de leerlas, el poeta cartagenero José Fernández Madrid (1789-1830) acarició la idea de escribir algo parecido cuando se vio desterrado en Cuba. Falto de inspiración, quiso hacer una versión teatral de ambas novelas, con dos modificaciones importantes con respecto a las historias originales: la primera era la eliminación del personaje francés René, para darle mayor protagonismo a Atala, la muchacha indígena; y la segunda, que Chactas y Atala no fueran indios puros sino mestizos, hijos del español López, en lo cual se presiente ya una idea más auténticamente americana.6 Un año después, Fernández Madrid escribió otro drama teatral, Guatimoc (1822), apoyado en un suceso histórico de la conquista de México: la rebelión del guerrero azteca Guatimoc (o Cuauhtémoc) contra el emperador Moctezuma por haber cedido ante Cortés y los invasores españoles. Fernández Madrid elogiaba el sentimiento patriótico, a lo mejor tratando de exculparse de su traición a la causa independentista, pues siendo presidente interino en Bogotá, en 1815, debió jurarle fidelidad al rey de España, so pena de que el pacificador español Pablo Morillo lo fusilara. En La Habana, desterrado, compuso sus dramas teatrales y publicó el poemario Las rosas (1920), con poemas cargados de nostalgia por la naturaleza colombiana, como “La hamaca” y “La rosa de la montaña”: “¡Bosques de Barragán y de Quindío! / ¡Montañas majestuosas! / ¡Cuántas, cuántas memorias dolorosas / vuestra imagen presenta al pecho mío!”.7 En este periodo, la identificación del paisaje nativo como parte de la individualidad llenó de autoestima a los escritores hispanoamericanos. Algunos creyeron posible trasladar a sus obras, en efecto, el esplendor, lo accidentado y a menudo hasta el fárrago de la naturaleza americana. De esta identificación nació, en todo caso, la narrativa costumbrista o naturalista. Y conviene insistir en que nació de un discurso político-científico que tenía resonancia mundial.



“En este punto —explica el crítico teatral Álvaro Garzón Marthá— la versión criolla se hace incoherente e inverosímil [...] el reconocimiento de las identidades (la anagnórisis, en términos de Aristóteles), fundamental en la tragedia griega, es acá un dato sin importancia”. Los dos personajes, que al principio estaban enamorados, al saber que ambos son hijos del mismo padre español, no se recienten lo suficiente. Atala apenas atina a expresar: “¡Oh, mi Dios! ¿Moriré siendo inocente?” (Acto iii de la escena 3). Es decir, ella morirá siendo virgen porque los preceptos culturales se imponen sobre la sexualidad natural. Véase el prólogo de Garzón Marthá en José Fernández Madrid, Atala/Guatimoc, Arango Editores, Bogotá, 1998, p. 11.



José Fernández Madrid, “La rosa de la montaña”, en Lírica erótica, ed. de Héctor H. Orjuela, Editorial Guadalupe, Bogotá, 2001, p. 37.

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Orígenes de la narrativa de ficción en la era republicana Al principio de la era republicana el nombre de Colombia apenas se escuchaba mentar en el exterior y nadie sabía a qué territorio se refería en concreto, si incluía también a Venezuela y a Ecuador o si era el mismo que antes se conocía como Nueva Granada. Los primeros diplomáticos colombianos se pusieron en marcha para precisar informaciones geográficas y animar a futuros colonos y comerciantes. El intento más esforzado por dar a conocer a Colombia en la primera mitad del siglo xix lo llevó a cabo el general Joaquín Acosta (Bogotá, 1800-1852). En 1848 publicó en París el que parecía ser el primer tomo de una suerte de enciclopedia: Compendio histórico del Descubrimiento y Colonización de la Nueva Granada en el siglo decimosexto. Era la suma de una larga serie de publicaciones que el general Acosta ya había destinado a la imprenta: un nuevo Mapa de la República de Nueva Granada (1847), “dedicado al barón de Humboldt”, una reedición del Semanario de Caldas, y una traducción de las memorias del militar francés Jean Baptiste Boussingault, Viajes científicos a los Andes ecuatoriales, o colección de memorias sobre física, química e historia natural de la Nueva Granada y Venezuela presentadas a la Academia de Ciencias de Francia (1849). A pesar del esfuerzo del general Acosta, la imagen de Colombia siguió desdibujada dentro de las academias de Europa y Estados Unidos. La atención se puso en el pasado indígena colonial de México y de Perú, o bien, en el futuro promisorio de Argentina y Brasil. Uno de los primeros en quejarse de este desdén fue el yerno del general Acosta (esposo de su hija Soledad Acosta), José María Samper (1828-1888), cuando publicó en París en 1861 su Ensayo sobre las revoluciones políticas de Colombia. En el prólogo dejó ver su enfado por la indiferencia con que Europa miraba a Colombia, como si fuera: Un monstruo de quince cabezas disformes y discordantes sentado sobre los Andes, en medio de dos océanos y ocupando un vasto continente […] el mundo europeo ha puesto más interés en estudiar nuestros volcanes que nuestras sociedades; conoce mejor nuestros insectos que nuestra literatura; más los caimanes de nuestros ríos que los actos de nuestros hombres de Estado […]. Podríamos citar cien nombres de naturalistas que han ido á explorar y estudiar á fondo, en el presente siglo, la naturaleza hispano-colombiana. No tenemos noticia de uno solo (después del admirable Humboldt, hombre de genio universal) que haya ido á estudiar detenidamente la sociedad.8



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José María Samper, Ensayo sobre las revoluciones políticas en Colombia, Universidad

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En su ensayo, sin embargo, Samper interpretó mal la identidad colombiana. Siguió hablando de razas inferiores y superiores y aun de facciones determinadas de acuerdo con el clima. Es decir, él mismo no había superado el dogmatismo del discurso religioso y legalista de la colonización hispánica. Las expediciones naturalistas o cientificistas eran necesarias, precisamente, para romper prejuicios y darle mayor valor a la observación, al empirismo. La Comisión Corográfica de Agustín Codazzi había contribuido a ello enormemente. Al lado de los geógrafos viajaron también pintores dedicados a reproducir en lienzos y en planchas la biodiversidad del paisaje colombiano, como si hicieran un preludio de los cuadros de costumbres. Y las crónicas o informes que generaron estas expediciones científicas (lo vimos en los de Francisco José de Caldas durante la Expedición Botánica) nunca fueron secos informes científicos, sino relatos de viajes que podían echar mano de todo tipo de herramientas literarias. No hay nada gratuito en que la mayoría de los novelistas del siglo xix se demoraran páginas y páginas describiendo el paisaje y la geografía, el hábitat de sus personajes, con un vivo deseo de retratar todo al “natural”. Y a medio camino entre lo científico (el estudio de la naturaleza) y lo social (el análisis de las poblaciones y los lugareños), apareció el primer novelista colombiano de la era republicana: Juan José Nieto (1804-1866). De su Geografía histórica, estadística y local de la provincia de Cartagena (1839) parece haber nacido su inspiración literaria, como si al delinear las caprichosas formas de la bahía de Cartagena, con sus islas, bocas y ciénagas, donde antes de que llegaran los españoles al mando de Heredia habitaban los indígenas calamarí, se hubiera encendido su imaginación. Cinco años después de publicar aquella geografía, con la cual pretendía establecer los límites de su provincia en el nuevo orden federalista, Nieto publicó en 1844 su novela, con un título y un subtítulo bastante etnográficos: Ingermina o la hija de Calamar: novela histórica, o recuerdos de la conquista, 1533 a 1537, con una breve noticia de los usos, costumbres y religión del pueblo de Calamar. Curiosamente, Nieto la publicó en Jamaica, en donde había tenido que refugiarse años atrás por el horror de la guerra civil de los Supremos o “de los conventillos de Pasto”. ¿De qué se trató esta guerra? Explotó en 1839 en Pasto (una de las ciudades más reaccionarias durante la Independencia), poco después de que el

Nacional de Colombia, Bogotá, 1969, p. 7. Esta crítica de Samper, por cierto, llamó la atención del geógrafo francés Eliseo Reclus, autor de La Terre-Description des phénomènes de la vie du globe, quien viajó a Colombia en 1870. (Véase de Carl Langebaek, “La obra de José María Samper vista por Élisse Reclus”, en Revista de Estudios Sociales, n.° 27, agosto de 2007. Disponible en: http://res.uniandes.edu.co/).

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presidente José Ignacio de Márquez decretara el cierre de cuatro conventos de la ciudad. Los caudillos pastusos juzgaron impositiva la exigencia de la educación laica y la desamortización de bienes muertos, e incitaron a la población a una suerte de guerra santa. El general José María Obando, que había sido soldado de las tropas realistas en contra de las de Bolívar, y que en ese momento era uno de los principales caudillos nariñenses, aprovechó la ocasión para rebelarse contra José Ignacio de Márquez (quien le había ganado en las elecciones) y para deslegitimar al general Tomás Cipriano de Mosquera, acusándolo de aliarse con el gobierno de Ecuador para aplacar la rebelión en Pasto.9 Los motivos religiosos de aquella guerra civil se olvidaron o se trastocaron en motivos políticos: casi todas las provincias apoyaron a Obando en su lucha contra el centralismo de Bogotá y en apoyo al general Santander, sin que el origen religioso volviera a mencionarse. A Juan José Nieto, que se había declarado como otro de los jefes supremos en la región de la costa Caribe, lo apresaron en Cartagena y lo condujeron a la prisión de Chagres, en Panamá. Tiempo después, Nieto detalló el horror de esa prisión colonial en su novela Rosina o la prisión de Chagres, que publicó en 1850 en el periódico El Democrático de Cartagena. Esta novela pasó desapercibida por los lectores y la crítica. De Nieto, de muchos escritores de la época, importaban ante todo sus actuaciones políticas, no sus novelas. Las aficiones a la literatura fueron siempre vistas como accesorias. Importaba ante todo sobrevivir en el remolino político. De hecho, Nieto salió de aquella prisión panameña con la ayuda de sus amigos, que lograron refugiarlo en Jamaica, nido del liberalismo y de la masonería continental. Nadie en Jamaica podía censurar sus novelas. Era una colonia de Inglaterra, que por ese entonces antipatizaba con todo lo que oliera a ortodoxia católica o a colonia española. Además, Nieto fue recibido calurosamente porque tenía un título de masón activo en el grado 3° (maestro) de la logia Hospitalidad Granadina N.° 1.10 Y en una imprenta de Kingston publicó también Los moriscos (1847), otra

Para más noticias del general Obando y de la guerra de los supremos, véase de Francisco U. Zuluaga R., José María Obando: de soldado realista a caudillo republicano, Fondo de Promoción de la Lectura del Banco Popular, Bogotá, 1985.

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Según Orlando Fals Borda, en Jamaica seguía existiendo una de las logias madres del movimiento masón en el hemisferio occidental: la Sussex 691 (véase Historia doble de la costa, vol. 2, Carlos Valencia Editores, Bogotá, 1984, p. 80). Antes de escribir su novela, Nieto comenzó a preparar un Diccionario mercantil español-inglés e inglés-español, en el que incluyó un bosquejo geográfico de la Nueva Granada; pero no pudo publicarlo de inmediato. Antes, en Cartagena, había publicado ya una suerte de cartilla moral titulada Derechos y deberes del hombre en sociedad (1834), con la que buscaba hacer más comprensible a los ciudadanos el lenguaje casi ritual de los códigos civiles promulgados

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novela histórica, en la que daba a conocer su situación de expatriado desde otra perspectiva, es decir, a través del calvario de una familia musulmana expulsada de España en plena reconquista de Granada (el nombre de esa ciudad era tanto más diciente cuanto que el país de Nieto todavía se llamaba Nueva Granada). El contacto con la cultura anglosajona en pleno mar Caribe permitió que Nieto conociera la novela Ivanhoe (1819), del escocés Walter Scott, de la cual hizo una variación sobre el mismo tema. Si Ivanhoe narra una historia de amor en tiempos medievales, cuando los normandos franceses conquistaron a los sajones de Inglaterra en 1194, Ingermina narra un romance entre el hermano del fundador de Cartagena, Alonso de Heredia, y una princesa indígena de la tribu calamarí. El idilio se presenta como un remanso de paz en medio de una guerra donde nadie quería ceder. Literariamente hablando, sin embargo, las habilidades de Nieto no son suficientes para convencernos de esos amoríos. Su redacción está saturada de gerundios, más propios de un texto notarial que de uno narrativo. Los diálogos de sus personajes parecen tomados de novelas caballerescas —casi medievales—, lo que genera un aire de irrealidad. Un mérito debemos reconocerle: la destreza de Nieto para sostener el interés del lector gracias a una intriga bien tramada.11 El horror de la guerra civil de los Supremos también motivó la aparición de la primera escritora de la República: María Martínez de Nisser (18121872), esposa de un influyente geógrafo sueco, que residía con él y su familia en Sonsón, Antioquia, cuando estalló la guerra de los Supremos. Su esposo se fue a luchar. Y ella, en casa, se puso a escribir los sucesos de esa guerra. Publicó un libro en Bogotá, titulado Diario de los sucesos de la revolución en la provincia de Antioquia en los años de 1840. Ni el establecimiento ni los religiosos pudieron juzgarla por escribir, a pesar de que consideraban la escritura como algo poco recomendable en una mujer, pues ella estaba del

por el general Santander, con cuya ideología —más que con la de Bolívar— Nieto simpatizaba.

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Incluso Germán Espinosa notó cierta influencia del novelista francés Eugenio Sue en la intromisión de voces narrativas en primera persona, diferentes a las del narrador omnisciente (véase “Prólogo”, en Ingermina o la hija de Calamar, Eafit, Medellín, 2001, p. 17). De ahí que al leer, tanto Ingermina como Los moriscos, según Álvaro Pineda Botero, “nos enteremos más sobre la forma de pensar y sentir de Nieto y sobre la ideología que mejor le convenía para sus ambiciones políticas, que sobre los hechos ‘históricos’ de la Cartagena del xvi. Al usar el género de ‘la novela histórica’, reescribía la historia para llenar las necesidades de su propio presente” (La fábula y el desastre, Eafit, Medellín, 2002, p. 102).

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lado del orden constitucional y escribía en contra de esos machos “supremos” que habían causado la guerra civil.12 Al igual que Juan José Nieto, otros escritores de la época empezaron a urdir argumentos novelescos a partir de una relectura de la historia colonial, como José Antonio de Plaza (Bogotá, 1809-1854) con su novelita El oidor, romance del siglo xvi (1845), Temístocles Avella Mendoza (Sogamoso, Boyacá, 1841-1914) con Los tres Pedros en la red de Inés de Hinojosa (1864), Jesús Silvestre Rozo (Bogotá, 1835-1885) con El último rey de los muiscas (1864) y, un poco más tarde, Eustaquio Palacios (Roldanillo, Valle de Cauca, 1830-1898) con El alférez real (1886). No vamos a detenernos en estas pequeñas novelas, aunque pertenezcan al interesante subgénero de la novela histórica, a riesgo de dispersarnos en una amplia bibliografía.13 Ya a mediados del siglo xix era tan nutrida la producción literaria en Colombia, que sin la existencia de una revista especializada como El Mosaico, órgano que estableció un criterio estético para valorar o popularizar determinadas obras narrativas, la historia literaria amenazaría convertirse en una lista farragosa de obras y de autores secundarios. La tendencia literaria que privilegió El Hay una edición más o menos contemporánea del diario de Ana María Martínez de Nisser (Editorial Incunables, Bogotá, 1983). Para un estudio detallado, véase de Flor María Rodríguez-Arenas, “María Martínez de Nisser (1843): el diario como (re)construcción de estrategias discursivas en la literatura decimonónica colombiana”, en ¿Y las mujeres? Ensayos sobre literatura colombiana, Universidad de Antioquia, Medellín, 1991, pp. 89-108.

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El crítico Donald McGrady, que estableció un corpus de novelas históricas del siglo xix, se dio cuenta que la razón por la cual casi ninguna de esas novelas se había vuelto a reeditar, obedecía a que sus autores tenían como propósito primordial lo pedagógico, no lo estético o literario: “Las novelas históricas pretendieron enseñar historia; y el mal tratamiento de lo histórico trajo como consecuencia el fracaso en lo poético” (Mc Grady, La novela histórica en Colombia, Indiana University Press, Bloomington, 1962, p. 16). Tal vez El alférez real de Eustaquio Palacios sea una excepción, y ello se debe, según Álvaro Pineda Botero, “al rigor documental que la sustenta, a la precisión del detalle y a la visión de conjunto que logra recrear. Se refiere a hechos ocurridos en la ciudad de Cali y en sus inmediaciones durante los últimos años del siglo xviii, en especial los comprendidos entre 1789 y 1792, siendo virrey de la Nueva Granada José de Ezpeleta y gobernador de Popayán don Pedro de Beccada y Espinosa, a quienes se menciona en la narración”. (Pineda Botero, op. cit., p. 275). Eustaquio Palacios dibuja en su novela la hidalguía española y la servidumbre criolla, dando paso a la descripción de los conflictos originados por los amoríos entre mestizos y peninsulares. Pero el artificio, la trama y los personajes pierden naturalidad y por consiguiente fluidez el estilo, al punto que esta obra parece más el boceto de una reconstrucción histórica que una novela como tal. Palacios fue también autor de una leyenda en verso, Esneda o amor de madre (1874), que persigue un romanticismo demasiado artificioso, más basado en los libros de Chateubriand que en la vida americana.

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Mosaico fue el costumbrismo. Y el discurso de esta escuela literaria, como hemos señalado, tuvo una base cientificista que puede notarse en la participación que tuvieron algunos escritores en la Expedición Coreográfica de Agustín Codazzi.

Los cuadros de costumbres, principios de la novela realista

La revista El Mosaico Que el telón de fondo del surgimiento de la revista El Mosaico, y de gran parte de la narrativa colombiana, haya sido la Comisión Corográfica, se explica por el interés que despertó en retratar el paisaje y las costumbres, por la etnografía. En 1850 el gobierno del general Tomás Cipriano de Mosquera se contactó con el geógrafo italiano Agustín Codazzi, que por entonces se encontraba en Venezuela, para pedirle que levantara el mapa físico y político de Colombia. Codazzi aceptó hacerlo, y a su lado llegó el bogotano Manuel Ancízar (1811-1882), quien había residido en Caracas desde que Bolívar lo comisionara para dirigir la primera imprenta moderna.14 Ancízar llegó con una imprenta nueva a Bogotá y con varios maestros tipógrafos, para que imprimieran las notas y apuntes, los resultados de la Comisión Corográfica, de la cual él era el secretario. No se conformó con quedarse detrás del escritorio. Se echó a andar con la intención de cartografiar parte del territorio de Colombia: el trecho que va desde la sabana de Bogotá hasta los valles de Cúcuta en la frontera con Venezuela. Y se dedicó a reportar todo lo que experimentaba en un texto que llamó Peregrinación de Alpha (1853).15 No se trata de un informe científico sino de un texto dominado por la primera persona del singular, por su “yo”. Narra, por ejemplo, la peligro-



Manuel Ancízar, quien sería después el principal fundador de la Universidad Nacional de Colombia, se había educado en Caracas y en La Habana, entonces capitales más cosmopolitas que Bogotá. Ancízar se familiarizó con el idealismo de Kant y con el positivismo de Comte y Spencer mucho antes que sus contemporáneos neogranadinos, y conforme el general Mosquera permitía políticas progresistas, Ancízar empezó a poner en práctica sus ideas. Para un detallado análisis del pensamiento y la vida de Ancízar, véase de Gilberto Loaiza Cano, Manuel Ancízar y su época. Biografía de un político hispanoamericano del siglo xix, Fondo Editorial Universidad Eafit, Medellín, 2004.



Juan José Hoyos afirma que Peregrinación de Alpha “se podría leer perfectamente como reportaje” (véase Juan José Hoyos, La pasión de contar, El periodismo narrativo en Colombia: 1638-2000, Hombre Nuevo Editores, Universidad de Antioquia, Medellín, 2009, p. 35).

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sa aventura de escalar alrededor de la Sierra Nevada del Cocuy, y la misma atención que pone en la naturaleza la pone en los campesinos o lugareños que se encuentra. La manera de ser de cada persona, parece decirnos, depende de la naturaleza circundante, como si hubiera una relación explícita entre el paisaje y la cultura. Su aporte a la etnografía colombiana no paró en Peregrinación de Alpha. En su periódico El Neogranadino, distribuido en Bogotá entre 1848 y 1849, puso poca atención a la discusión política, y se ganó la simpatía de muchos lectores con artículos y crónicas que hablaban más bien de la importancia de retratar el paisaje y las costumbres locales. Ancízar advirtió que no había mejor análisis psicológico, para comprender a las sociedades, que la novela y el cuento, en la medida en que la imaginación resultaba el mejor aliado para construir hipótesis sobre la fisonomía de las culturas. Ancízar, en otras palabras, regó las semillas del costumbrismo en Colombia. Sus artículos en El Neogranadino despertaron entre los jóvenes el interés en continuar aquel enfoque, mezcla de observación empírica con cierto aire poético o vuelo narrativo. En diciembre de 1858 José María Vergara y Vergara (1831-1872) recibió en la tertulia de su casa la visita de un hacendado de Soacha vestido de ruana y alpargatas. Se llamaba Eugenio Díaz (1803-1865) y ya tenía en su haber una novela inédita bajo el brazo —Manuela— en torno a las costumbres campesinas que durante mucho tiempo había observado en su oficio como mayordomo y productor de tabaco. La vestimenta de Díaz contrastaba con la de Vergara y Vergara, vestido de levita o traje. Era el contraste entre las tendencias citadinas y campesinas, entre las cortesanas y rústicas. Lejos de molestarse, Vergara vio allí la posibilidad de un espíritu de conciliación en el interés común por retratar las costumbres urbanas y aldeanas. Y le propuso a Díaz publicar su novela por partes en los primeros números de una revista que tendría el mismo nombre de la tertulia, El Mosaico. El 24 de diciembre de 1858 salió el primer número de El Mosaico con el primer capítulo de Manuela. A la empresa de inmediato se juntaron otros escritores costumbristas que ya habían venido publicando relatos y narraciones cortas, como Ricardo Carrasquilla (1827-1886), José María Samper (1833-1913), José Manuel Marroquín (1827-1908), José David Guarín (1830-1890), Ricardo Silva (1836-1887) y Demetrio Viana (1827-1898), entre otros. La idea de todos era reforzar una publicación lejana al remolino político y que discurriera tranquilamente sobre la vida cotidiana de entonces, a medio camino entre la ciudad y la aldea, pues Bogotá no superaba los cien mil habitantes, y por todos lados se hallaba rodeada de hacendados y labriegos. El ejemplo más cercano de una publicación parecida había sido El Neogranadino de

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Ancízar, y Vergara se dio cuenta que si quería darle continuidad a su revista debía de algún modo unir y conciliar a las élites letradas (no importara que no pertenecieran como él al conservadurismo), publicando todos aquellos escritos que expresaran “amor a lo bello […] sin más excepción que la de aquellos escritos que hieran las opiniones religiosas o la moral, dos santuarios que no profanamos”.16 El momento en que nació El Mosaico se juzgaba el más oportuno por la estabilidad del gobierno conservador de Mariano Ospina Rodríguez, que había puesto fin al golpe militar de José María Melo en 1856, y que parecía haber sosegado la rebelión de los artesanos y el oleaje de propaganda socialista en la prensa política. Sin embargo, el plan de Ospina Rodríguez de crear una Confederación Granadina desencadenó otra guerra civil, y en 1863 el poder volvió a manos de los liberales. Vergara y Vergara, empeñado en darle continuidad a El Mosaico, debió ceder varias veces la dirección de la revista y ajustarse a otras políticas editoriales. La investigadora Carmen Elisa Acosta ha precisado muy bien la existencia histórica de El Mosaico, y de acuerdo con su criterio podemos establecer seis periodos mediante los subtítulos que tuvo la revista en cada ocasión: 1) El Mosaico. Miscelánea de Literatura, Ciencias y Música, que se publica de 1858 a 1859, y cuyo director principal fue Vergara y Vergara. 2) El Mosaico, al cual se unió la revista Biblioteca de Señoritas en el periodo de 1859 a 1860, una de cuyas principales colaboradoras era Soledad Acosta de Samper. 3) El Mosaico: Álbum Neogranadino, 1860. La revista se suspendió por cuatro años debido a las guerras civiles que antecedieron y sucedieron a la Constitución de Rionegro de 1863. 4) El Mosaico, a secas, de 1864 a 1865. 5) Como el nuevo orden político era de corte liberal y tenía compromisos con la masonería, la revista quedó en manos de Felipe Pérez, quien la tituló El Mosaico. Periódico de Industrias, Ciencias, Artes, Literatura e Inventos, de 1865 a 1870. 6) Cuando al final volvió a manos de su fundador, José María Vergara y Vergara, quien había adquirido una imprenta propia con el fin de lograr mayor independencia editorial. De nuevo cambió el subtítulo, por si el gobierno se sentía amenazado: El Mosaico. Periódico de la Juventud.



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Tomado de Andrés Gordillo Restrepo, “El Mosaico (1858-1872): nacionalismo, élites y cultura en la segunda mitad del siglo xix”, en Fronteras de la Historia 8, icanh, Bogotá, 2003. Disponible en: http://www.icanh.gov.co

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Dedicado Exclusivamente a la Literatura, y con ese nombre se publicó de 1871 a 1872.17 Ahora bien, ¿qué tipo de narrativa se cultivó en El Mosaico? ¿Fueron simplemente cuadros de costumbres, literatura de aldea o campesina?18 En un ademán muy romántico, en efecto, aquellos escritores costumbristas quisieron idealizar la vida tranquila y las anécdotas que recordaban de sus mayores, pero no pudieron ignorar las guerras civiles, que poco a poco estaban destruyendo las viejas tradiciones feudales. Bajo su espíritu conservador, Vergara y Vergara consideraba el arte y la literatura como prolongaciones de la religión o como hermandades religiosas.19 Pero a medida que la Iglesia dejaba de ser el centro del mundo en las antiguas colonias hispánicas, al tiempo que las tradiciones señoriales de las haciendas, el esclavismo y



Véase de Carmen Elisa Acosta, Leer literatura: ensayos sobre la lectura literaria del siglo xix, Editorial Magisterio, Bogotá, 2005.



Según la investigadora Erna von der Walde, “la definición de costumbres resultó, por ende, muy amplia, desde la variante picaresca social que se adoptaba de los modelos españoles de Larra y Mesonero Romanos, pasando por elucubraciones sobre las prácticas sociales o políticas, hasta las crónicas de viajeros en un formato descriptivo a medio camino entre lo científico y lo narrativo. Un mapa imaginario de la nación, con sus diferencias regionales, las características de sus poblados, las dificultades en sus comunicaciones, sus grandes baldíos, sus selvas inhóspitas, los obstáculos para el comercio, el progreso y la civilización adquirió forma en este cuadro […]. Hasta bien entrado el siglo xx, el costumbrismo dominaba la representación social en Colombia” (“El cuadro de costumbres y el proyecto hispano católico de unificación nacional en Colombia”, en arbor Ciencia, Pensamiento y Cultura, clxxxiii 724, marzo-abril de 2007. Disponible en: http://arbor.revistas.csic.es).

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En su Historia de la literatura en Nueva Granada, que Vergara y Vergara publicó en 1867, el patriarca de la literatura colombiana, como lo llamaban, acudió a los cánones más conservadores de la crítica del momento para enfatizar que la importancia de una obra radicaba en reflejar la fe religiosa y en ajustarse al estilo más castizo, en clara oposición a las influencias francesa o inglesa. Tan retrógrada resultó su mirada que alarmó a los críticos extranjeros. Desde Nueva York, el ensayista cubano José Martí envió una reseña que fue publicada en El Economista Americano (Nueva York, febrero de 1888), en la que se preguntaba por qué Vergara y Vergara, en vez de resaltar el valor de poetas criollos y cultos tan importantes como Domínguez Camargo o Álvarez de Velasco y Zorrilla, valoraba a curas gramáticos y encomenderos escribientes de los que ya nadie se acordaba: “Grave defecto es ese de Vergara: el airado y rencoroso empeño de enaltecer por sobre toda la gloria de América, las glorias de España, y de España eclesiástica, con singular tendencia a hallar bueno cuanto no lo fue, o excusable lo que no tiene excusa, o grande lo mediano, sin que falte algún juicio suyo donde la pasión del crítico desluce la seductora del hombre, en que, al tratar de americanos se empeña en recalcar los que, por no conformarse a sus cánones religiosos o políticos, tiene él por medianía”. (José Martí, Nuestra América, Linkgua Ediciones, La Habana, 2008, p. 455).

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otras costumbres económicas y paternalistas eran arrasadas por los ideales liberales, la actitud de Vergara y Vergara se reducía cada vez más a la de la nostalgia resignada. En algunas narraciones recubrió esa nostalgia con cierto humor inteligente, como en Las tres tazas (1866): caricatura de cómo cambiaban las modas de la sociedad bogotana del siglo xix: En 1813 se convidaba a tomar una taza de chocolate, en taza de plata, y había baile, alegría, elegancia y decoro. En 1848, se convidaba a tomar una taza de café, en taza de loza, y había bochinche, juventud, cordialidad y decoro. En 1866, se convida a tomar una taza de té en familia, y hay silencio, equívocos indecentes, bailes de parva, ninguna alegría y mucho tono.20

El paternalismo político se quedaba sin piso porque la ciudad crecía y se expandía, al punto que sus habitantes dejaban de conocerse y se volvían extraños entre sí. De ahí que en varios cuadros de costumbres renaciera el género de la picaresca, netamente urbano. Uno de los primeros pícaros citadinos de este tipo de narrativa está en el relato “El niño Agapito” (1857), del costumbrista Ricardo Silva, padre del poeta José Asunción Silva. Agapito se parece al personaje del Lazarillo de Tormes: un muchacho huérfano, que adquiere la astucia de saberse mover por los recovecos de la ciudad, por cuanto se relaciona con hombres de todas las clases sociales: El niño Agapito conoce a todo el mundo en la ciudad, y es grande y buen amigo de las aguadoras y de los mozos de cordel. Es además el eco que lleva a las tabernas lejanas, ya la noticia del último suceso, ya el resumen del bando sobre monedas o sobre aseo, expedido por el nuevo alcalde del distrito, y no solamente es inofensivo en el círculo de sus relaciones, sino que es útil a cada paso. En efecto, él es quien arma la trama del número cuatro en la chichería predilecta; hace la casa para el mico; le enseña picardías a la lora y construye el palomar en el corral de la habitación de su madrina [...]. El dichoso niño creció y circuló en las calles de Bogotá, hasta que, en una de nuestras contiendas civiles, le arrastró del centro una patrulla al cuartel vecino. En defensa de la patria amenazada por los eternos enemigos del orden, fue inscrito en las listas del sargento Penagos y destinado a la noble tarea de corneta del batallón que debía restaurar las libertades públicas.21



José María Vergara y Vergara, Las tres tazas. Disponible en: www.lablaa.org.



Ricardo Silva, Un domingo en casa y otros cuadros, Editorial Minerva, Bogotá, 1936, pp. 44-45.

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Detrás de la descripción sencilla de las costumbres había, pues, una crítica a los vaivenes políticos que provocaban las guerras civiles. También Vergara y Vergara dejó una novela contra las luchas bipartidistas, Olivos y aceitunos todos son unos (1868), pero de baja calidad estética. Es una novela saturada de opiniones políticas (contra la dictadura de Melo en 1856, contra el liberalismo recalcitrante) y llena de anécdotas secundarias sin ilación, que tienen lugar en un pueblo imaginario llamado La Paz, claro, para hacer más satírica su crítica a la constante zozobra en que vivía la provincia colombiana.22 Detrás de la picaresca y sátira de los cuadros de costumbres también puede verse una ridiculización de la realidad que, como bien lo señaló Germán Arciniegas, muchas veces despreció lo que aparentaba reivindicar: En nuestra América, la literatura del siglo xix está salpicada de estampas goyescas: son los cuadros de costumbres, caricaturas sobre nuestras malas costumbres. Empiezan a escribirse como sarcasmos que muerden los resabios aún latentes de la vida colonial. Solo que, llevados por el genio del chiste y la sátira, los costumbristas acabaron burlándose de todo, y de sí mismos. Lo que en un principio se aprovechó como instrumento para abrirle calle ancha al progreso —el Dios de los radicales del ochocientos—, acabó revolviéndose contra el progreso mismo. No hay nada más difícil para uno de nuestra América que fijarle límite a la sátira, y los zorros de la literatura reaccionaria [el propio “conservador” José María Vergara y Vergara era parte de ellos] se dieron cuenta de que con los mismos cuadros de costumbres de que se servían los liberales para hacer el ridículo de la tradición, podían ellos mofarse de las ingenuas utopías en que por fuerza debían expresarse los constructores de las nuevas repúblicas. Entonces, tuvieron los revolucionarios que remozar su fe democrática y luchar contra la ironía, so pena de caer víctimas de su propio invento.23

Uno de los primeros en luchar contra esa contradicción fue el alumno más aplicado de Manuel Ancízar, el antioqueño Juan de Dios Restrepo, mejor conocido por su seudónimo, Emiro Kastos (1827-1894). Nunca quiso participar de El Mosaico, en parte porque prefería disimular sus aspiraciones

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La falta de ilación la justificó Vergara y Vergara al decir que, como él no copiaba la retórica tradicional de la novela sino la vida, en su obra “van apareciendo los actores sin orden ni concierto”. Tomado de Pineda Botero, op. cit., p. 236.



Germán Arciniegas, “Los cuadros de costumbres y las malas costumbres”, en Cuadernos de un estudiante americano, ed. de María del Pilar Aguilar Perdomo, Ediciones Uniandes, Bogotá, 1994, p. 123.

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literarias para seguir dedicado a sus oficios de minero y comerciante, y en parte porque sencillamente no simpatizaba con los integrantes de esa revista bogotana. Incluso los retrató en una de sus narraciones costumbristas, titulada “Los pepitos” (incluida en su Colección de artículos escogidos, 1859), como seres aburridos que recitaban versos flojos, vestían trajes importados, posaban de frívolos y se ahogaban con el humo de sus habanos. Tenía razón. Aquellos costumbristas de El Mosaico se burlaban del campesino en la medida en que ellos, asentados en la ciudad, eran elegantes y refinados. Y debido a esa artificiosidad este tipo de literatura costumbrista, mientras no sosegó el exceso de ironía que observó Arciniegas y se tomó más en serio, cayó en una gran vaguedad. Lo cierto es que Emiro Kastos no tuvo oportunidad de leer, antes de publicar su crítica contra los tertulianos de El Mosaico, la novela del único integrante con quien acaso hubiera estado de acuerdo, esto es, Manuela de Eugenio Díaz.

Manuela, de Eugenio Díaz Eugenio Díaz no tenía una visión bucólica ni idealizada del campo, como la tenían algunos costumbristas citadinos. Al contrario: había experimentado el sinsabor de las guerras civiles que convertían en carne de cañón a los peones de haciendas y trapiches en Tolima y Cundinamarca, en donde él laboraba como mayordomo, sin que esos campesinos supieran nunca por qué ni para quién peleaban. Las ideas que se discutían en la ciudad al calor de un chocolate y un cigarro, en el campo se defendían con fusiles. Cuando se radicó en Bogotá, Díaz simpatizó con los tertulianos de El Mosaico precisamente porque no privilegiaban la literatura politizada ni el periodismo panfletario. En la imprenta de Lázaro María Pérez ya había publicado, en noviembre de 1858, una pequeña novela de suspenso: Una ronda de don Ventura Ahumada. En ella, tomó como protagonista al jefe de policía de Bogotá en 1828, que emprende la búsqueda de un monje fugado de un convento; y como este policía desciende al bajo mundo de la capital en pos de pistas o delatores, el crítico alemán Hubert Pöppel ha creído ver allí la primera novela colombiana con rasgos policíacos.24 Véase de Hubert Pöppel, La novela policiaca en Colombia, Editorial Universidad de Antioquia, Medellín, 2001. Existen otras obras cortas de Eugenio Díaz que despiertan más interés por su valor literario. Por ejemplo, su relato “María Ticine o los pescadores del Funza”, cuyo tema es una protesta social indígena, está llena de bellas imágenes de la sabana de Bogotá. Para ampliar la información sobre Eugenio Díaz, véase la edición y el estudio de Elisa Mujica: “Nota crítico-biográfica sobre Eugenio Díaz Castro”, en Novelas y cuadros de costumbres, tomo I, Procultura, Bogotá, 1986.

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El éxito de Una ronda de don Ventura Ahumada fue como el pasaporte de Eugenio Díaz para presentarse ante Vergara y Vergara con los manuscritos de su novela Manuela. En ella Díaz planteó otro asunto muy distinto: el contraste de un hombre letrado y cosmopolita dentro de una comunidad profundamente provinciana y casi analfabeta. Demóstenes, como se llama el protagonista, regresa de un viaje por Estados Unidos con destino a Bogotá, y antes de subir al altiplano se detiene por unos días en un pueblucho sin nombre encaramado en la cordillera. Se hospeda en una posada rústica, y sorprende a todos los lugareños cuando se pone a leer recostado en una hamaca. La lectura era una práctica rarísima en aquel lugar. Con su ideología liberal, igualatoria, el viajero Demóstenes trata de “tú” a las criadas y los sirvientes, aunque a él todos lo tratan de “usted”. En medio de las incomodidades comparte con su criado de apellido indígena, José Fitatá, la nostalgia de la vida civilizada que vio en el exterior: ¡Oh! ¡las posadas de Estados Unidos, esas sí que son posadas!, decía don Demóstenes al criado, mientras esperaba el agua. ¡Figúrate que en el hotel San Nicolás encuentra uno en su cuarto hasta agua corriente! ¡Pero en esta posada del Mal-Abrigo!25

La intención de Eugenio Díaz era burlarse de las pretensiones liberales o positivistas de su protagonista, ideologías con las cuales antipatizaba bastante, por cuanto no se acomodaban, según él, a las rústicas costumbres nacionales. Díaz, en todo caso, no podía burlarse del interés por la lectura de su protagonista cuando él mismo era escritor y literato. Solo que puso por encima de la cultura liberal de Demóstenes, claro, la cultura tradicional del cura de aquel pueblo, quien también se interesa por la lectura y hasta por la botánica, pero para quien las ideologías de la Revolución francesa (libertad, igualdad y fraternidad) nunca reemplazarán la efectividad de la caridad cristiana. En el capítulo cuarto, “El Lavadero”, aparece por fin Manuela, la protagonista femenina que da título al libro; aparece como lavandera a la orilla de un río, sin nada de la elegancia o el refinamiento que pretendería Demóstenes. Pero en aquella ocasión él queda hechizado por los ojos oscuros y el cuerpo en flor de Manuela, quien tiene dieciséis años. Es evidente la atracción sexual que siente Demóstenes y su afán por sofrenarla de varias maneras. Admite que lo espera su “novia oficial” en Bogotá. Al principio

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Eugenio Díaz, Manuela. Novela bogotana, ed. de Flor María Rodríguez-Arenas, Stockcero, Doral, Fl., 2011, p. 7.

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solo acierta a preguntarle a Manuela por las costumbres locales con cierta pose de etnógrafo. Pero también es evidente que es una manera de seducir a Manuela, sin duda fascinada por toparse con aquel viajero curioso, a quien con gusto introduce en las costumbres lugareñas. Lo invita a bailar con ella bambuco y otros ritmos andinos en alguna fiesta patronal, y, conforme crece la intimidad entre los dos, Demóstenes pretende ir más allá en su coquetería. Se queja de que al bailar aquellos bailes folclóricos tenga que guardar distancia de ella. Y le confiesa: El bambuco me pareció el juego de las escondidas, sin el buen resultado de coger a la persona escondida; el torbellino me pareció baile de piscos o pavos, todo con algunos amagos de ataque, pero con mucha distancia de las fuerzas beligerantes, que, si se llegan a arrimar, es a media vara de distancia, lo cual es un oprobio para los adelantos del siglo xix, en que la palabra distancia no figura ya en los diccionarios, desde que Roma se ha ido a rendir a las puertas de París y Londres en fuerza de la invención del telégrafo eléctrico. Por manera que el retrógrado bambuco y el torbellino vetusto no hacen otra cosa que oponerse al espíritu del baile, que consiste en avanzar, estrechar la distancia de los corazones y por consiguiente de los cuerpos, y me admira que tú, siendo joven y linda […].26

El espíritu sensualista de Demóstenes (un rasgo muy criticable en los liberales de la época) lo hace renegar del folclorismo de su país y aun olvidarse de su “novia oficial”. Por momentos logra acariciar a Manuela, ayudándola a bajar del caballo, ciñéndola contra su cuerpo, pero en ningún momento explota una escena realmente pasional o íntima. Antes de que suceda alguna, Demóstenes prefiere abandonarla y encaminarse a Bogotá, a riesgo de enamorarse de ella (de una campesina) y perder sus aspiraciones políticas y sus privilegios de clase. De suerte que sus utopías liberales, igualatorias, se quedan en irrealidades; deja de lado su liberalismo en el momento en que ve amenazado su clasismo. Así, la belleza y sensualidad de Manuela, quiso decirnos el autor, carecen de valor, sin privilegios clasistas o sin la institución del matrimonio. Manuela resulta presa fácil para que el caudillo liberal de la región, Tadeo Forero, abuse de ella y de otras muchachas del pueblo, al explotar la siguiente guerra civil. La novela de Eugenio Díaz, en esencia, no propone ningún argumento ni desenlace amoroso; su interés está ante todo en deslegitimar las ideologías liberales de la época. Tal vez de ahí se desprenda el que, al publicar la segunda entrega de su novela en El Mosaico (N.° 2, 1 de enero de 1859), Díaz, op. cit., p. 67.

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Vergara y Vergara señalara que Manuela trata las costumbres colombianas con el mayor realismo, y que debía ser considerada como parte principal del canon narrativo. Lo mismo sostuvo el político-escritor Salvador Camacho Roldán en el prólogo a la segunda edición (la primera en libro), publicada en París en 1889. Ninguno de los dos prologuistas destacó sus atributos literarios. Desde entonces, Manuela nos ha llegado casi siempre en ediciones de carácter institucional y se ha interpretado ante todo con fines sociológicos, y no por sus atributos intrínsecamente literarios.27 Otros escritores de El Mosaico no corrieron la misma suerte de Eugenio Díaz: la de que alguien viera en sus obras herramientas de análisis sociológico; y por eso pasaron a segundo plano. De hecho, María de Jorge Isaacs fue la única novela del primer periodo republicano (el que va de 1844 a 1896) que sobrevivió al paso del tiempo, superando a Manuela en calidad estética y en recepción internacional.28 Para entender el éxito de María hay que explicar el fracaso de una serie de novelas (muchas de ellas también publicadas en El Mosaico), que no lograron manejar con acierto las técnicas literarias, ni construir argumentos llamativos o personajes con psicologías profundas, con quienes el público pudiera identificarse. Con todo, vale la pena desempolvar algunas obras de escritores como Josefa Acevedo de Gómez, Soledad Acosta de Samper, José María Samper, Felipe Pérez y Manuel María Madiedo. Empecemos por el último.

Manuel María Madiedo La idea del hombre culto e ilustrado que entra en contacto con el pueblo inculto de su propio país domina, en menor o mayor grado, la narrativa hispanoamericana de este periodo. El contraste solía notarse más al tratarse de un viajero nacional que volvía de Francia, Inglaterra o Estados Unidos. 27



Todavía Álvaro Pineda Botero ve en esta novela una fuente para los estudios poscolonialistas: “En relación con Manuela utilizo el término poscolonial no solo para aludir al periodo que siguió a la Independencia, sino también a la problemática de la búsqueda de identidad tanto nacional como racial y regional. La novela alude también a un entorno multicultural de consecuencias políticas”. (Pineda Botero, op. cit., p. 132).



Al juzgar a Manuela, el propio Isaacs señaló al respecto: “Debe tenerse en cuenta que el señor Díaz aspiró solamente a ser leído por sus compatriotas (adviértase que no decimos ni hispanoamericanos) […]. Todos los que desean a nuestra literatura nacional gloriosos días, habrán sonreído de placer también al leer páginas inmortales de la Manuela, y entusiasmados podrán exclamar al cerrar el libro: la patria de un escritor como Eugenio Díaz, tiene literatura propia (Jorge Isaacs, “Manuela. Novela por don Eugenio Díaz Castro”, en Obras completas iv, ed. de María Teresa Cristina, Universidad Externado de Colombia y Universidad del Valle, Bogotá, 2008, p. 61).

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¿Cómo asumir las propias costumbres ante lo visto en el “mundo civilizado”? Casi al mismo tiempo de la publicación de Manuela, el cartagenero Manuel María Madiedo (1815-1888) publicó por entregas, tembién en El Mosaico, entre 1859 y 1870, una serie de narraciones con el nombre de La maldición. Publicó otra novela, Nuestro siglo xix, cuadros nacionales (1868), de la que proviene una de sus narraciones cortas, “El boga del Magdalena”, en la que imaginó que el protagonista, Carlos, regresaba a Colombia después de estudiar música en París, y que no hallaba en los pueblos ribereños del Magdalena ni un mínimo punto de comparación con […] las lindas cuadrillas con que se divierten los parisienses; ni estas playas ardientes rodeadas de bosques ignorados se asemejan a sus ricos salones alfombrados con los productos de las fábricas de los gobelinos; ni tienen nada de común los casi desnudos bogas del Magdalena con los perfumados leones de la capital de Francia.29

Carlos no tiene otra alternativa que aceptar de algún modo la vida del trópico ardiente como si fuera parte de su sino. ¿Acaso no fue el costumbrismo un sistema de defensa cultural, una forma de adaptarse a esa fatalidad, por usar un término de Darwin, o de librarse de ella?30 Madiedo practicó en su narrativa lo que él llamaba el relativismo social, algo raro en otros escritores colombianos. Puso en escena, por ejemplo, un caso de relativismo ético en su relato “Una idea-abismo: drama de la Manuel María Madiedo, Museo de cuadros de costumbres, tomo I, Biblioteca Banco Popular, Bogotá, 1973, p. 3.

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No es caprichoso mencionar a Darwin. Madiedo fue uno de los narradores colombianos más familiarizados con teorías científicas. En su ensayo, La ciencia social o el socialismo filosófico, derivación de las grandes armonías morales del cristianismo (1863), admitió la coexistencia teórica del liberalismo y el conservadurismo, y advirtió que la razón por la cual se repelen ambas tendencias políticas reside en que discuten aspectos que no obedecen a hechos prácticos, es decir, a que ambos partidos políticos se regodeaban en la retórica sin fijarse mucho si obedecía a la realidad concreta. Vaguedades político-poéticas. En su Tratado de crítica general o arte de dirigir el entendimiento en la investigación de la verdad (1868) habló de la necesidad primordial de dotar al individuo de capacidad de raciocinio, de lógica, antes de abrumarlo con toda clase de ideas y arengas políticas que no pudiera asimilar. En un ensayo siguiente, Una gran revolución o la gran razón del hombre juzgada por sí mismo (1876), reflexionó sobre los últimos descubrimientos astronómicos a la luz de la ética humana. La prosa de sus ensayos, de tan reflexiva se vuelve hechizante: “Pensémonos bajo otros conceptos astrofísicos”, decía. “Bástenos considerar cuánto gozamos con la hermosa presencia de nuestra única luna, para calcular cuánto gozaríamos si tuviéramos las ocho de Saturno o siquiera las cuatro de Júpiter”. (Manuel María Madiedo, Una gran revolución o la gran razón del hombre juzgada por sí mismo. Imprenta La Opinión Nacional, Caracas, 1876, p. 56).

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vida íntima” (1872): nada menos que la justificación de la infidelidad de una joven esposa, cansada de los engaños de su marido. La acción sucede en Bogotá. La estabilidad del matrimonio se resquebraja por un viaje que el marido supuestamente debe emprender a Lima. La esposa, de nombre Amilda, quiere acompañarlo, pero el marido se niega. Se queda entonces solitaria en su casa y cae en un gran aburrimiento. Madiedo pone en sus labios verdaderos pensamientos de liberación femenina: “La sociedad, que adora en ellos la fuerza y maldice nuestra debilidad y ríe con ellos de nuestras lágrimas, necesita un dique, un freno. ¡Que lo sufra! Yo tengo el secreto”.31 Al principio no es más que una amenaza, pero al enterarse de que su marido tiene una amante, Amilda no duda en acudir al mejor amigo de su esposo, Enrique, que es escéptico y racionalista, a quien logra convencer para tener relaciones sexuales. El desenlace, una vez que el marido regresa de Lima, es trágico. No hay mucha invención aquí: este tipo de situaciones y los duelos eran parte de la vida cotidiana, tanto así que el propio Madiedo se batió en la vida real por alguna confusión de celos con Leonardo Manrique, un señor de la clase alta bogotana, a quien asesinó. Ignoramos si fue por este tipo de actos, o por ser de raza oscura, que pocos estudiosos se ocuparon posteriormente de Madiedo. En todo caso, su bibliografía, según puede verse en la lista que hizo Flor María Rodríguez-Arenas, es una de las más amplias y desconocidas de la historia literaria colombiana, especialmente en el campo del teatro, donde pueden contarse más de diez obras de Madiedo.

Josefa Acevedo de Gómez Nadie, en el nuevo orden republicano del siglo xix, soportó tanto el peso abrumador de normas y de leyes como las mujeres escritoras. Si en la Colonia debieron aliarse con un confesor o un prelado, como lo hicieron la Madre Josefa del Castillo en Nueva Granada o sor Juana Inés de la Cruz en México, en la era republicana necesitaron de un padre o de un esposo poderoso para poder publicar sus libros. A veces incluso admitieron autocensurarse. No solo seguían impedidas para ingresar a centros universitarios u ocupar cargos públicos —derechos que la mujer solo adquiriría a mediados del siglo xx— sino que también debieron lidiar con el hecho de que era “mal visto” que una mujer se dedicara a leer novelas y mucho más a escribirlas. Josefa Acevedo de Gómez (Bogotá, 1803-1861) era hija de un prócer de la Independencia, del tribuno del pueblo José Acevedo, quien se enfrentó a

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Manuel María Madiedo, Una idea-abismo: drama de la vida íntima, Imprenta de Nicolás Pontón, Bogotá, 1872, p. 34.

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la arrogancia española en el famoso caso del florero de Llorente, el 20 de julio de 1810. El hecho mismo de escribir hacía moralmente sospechosa a una mujer, y antes de que la vigilaran por si se atrevía a decir algo contra el orden social establecido, Josefa Acevedo se convirtió, precisamente, en una vigilante de ese orden. Incluso asumió un papel como regidora de la sociedad. Sus dos primeros libros cumplen esa función preceptiva y pedagógica: Ensayo sobre los deberes de los casados (1844) y Tratado de economía doméstica (1848). En este último libro, así se hizo evidente: Debo advertir que no es el deseo de adquirir reputación literaria el que me ha puesto la pluma en la mano. Una voluntad decidida por comunicar a las damas lo que me parece útil, i la necesidad de aumentar en lo posible los medios de subsistencia, son las causas únicas que me han determinado a escribir.32

Solo después de ese compromiso contó con la legitimidad —con la libertad— para dedicarse a la ficción, a la imaginación narrativa. Su colección de cuentos, Cuadros de la vida privada de algunos granadinos, fue publicada poco después de su muerte, con el guiño aprobatorio del patriarca de la literatura colombiana de entonces: José María Vergara y Vergara. Si reparamos en el título completo del libro, Cuadros de la vida privada de algunos granadinos, copiados al natural para instrucción y diversión de los curiosos, resulta evidente que hay una intención didáctica, pero también se hace notorio su gran interés por retratar la vida privada al natural, sin los artificios del discurso dominante. En una atmósfera social enrarecida por fanatismos políticos, en donde los ciudadanos tenían la posibilidad de expresarse solo en la medida en que manifestaran alguna corriente ideológica, la obra de Josefa Acevedo estaba motivada en un deseo que también movería a Isaacs a escribir su María: ensanchar el espectro mental del lector más allá del que le brindaban la prensa y las arengas diarias; invitarlo a sumergirse en su propia interioridad, en su ambiente familiar, en su vida privada al natural. De hecho, alarmada por el desprestigio social del periodismo de entonces, Josefa Acevedo se dedicó a dibujar al ser humano tal como lo veía, sin esquemas o arquetipos. Al natural, sí, pero con mucha psicología. Uno de sus relatos (porque además sus cuadros cobran claramente un tono más literario que el de los costumbristas tradicionales) se titula “El triunfo de la generosidad sobre Tomado de Rodríguez-Arenas, “Josefa Acevedo de Gómez, modelos iniciales de la escritura femenina en el siglo xix en Colombia: El soldado y Angelina”, op. cit., p. 121.

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el fanatismo político”. Allí leemos una historia de amor en medio de las guerras de Independencia; una suerte de drama criollo al mejor estilo de Romeo y Julieta. La muchacha se enamora de un joven al que su padre, un realista español opositor de la causa independentista, nunca admitirá, pues pertenece al bando político contrario. Pero los dos amantes deciden casarse a escondidas, bendecidos por un sacerdote en la oscuridad de una iglesia, en plena madrugada. En sus descripciones sentimos tensión, y una prosa que no desea ser tímida sino impulsiva, reveladora de las tragedias íntimas. Solo que este relato se queda en eso: en fragmentos, en borradores de una posible novela. Lo mismo pasa con otros relatos suyos, como “El soldado” y “Angelina”. El primero tiene como tema la injusta incorporación de jóvenes campesinos a todo tipo de ejércitos; y el segundo, el padecimiento de una mujer casada con un hombre mediocre y burletero, que desprecia su interés en aspectos intelectuales.33

Soledad Acosta de Samper Soledad Acosta de Samper (Bogotá, 1833-1913) es considerada la escritora más importante del siglo xix en Colombia. Últimamente, desde la perspectiva de diversas teorías feministas, ha sido objeto de numerosos estudios, y algunos de sus libros se han reeditado, lo que permite formular una mejor opinión sobre su aporte literario. Hija de la escocesa Carolina Kemble y del colombiano Joaquín Acosta, un hombre de Estado preocupado por dar a conocer a su país en las academias de todo el mundo, Soledad viajó cuando era muy niña a Washington y vivió parte de su adolescencia en París. Si por herencia materna vio una mayor libertad de la mujer en la cultura anglosajona, por herencia paterna logró tener acceso a la imprenta, a publicar. Y reafirmó ese derecho al casarse con José María Samper, una de las plumas más prolíficas del siglo xix en Colombia. La influencia que sobre ella ejercieron su padre y su esposo la llevó, en un principio, a inclinarse por el discurso geográfico y naturalista, esto es, por la narrativa que surge de los viajes. Su primer libro parece brotar de un diario de viajes y se titula Recuerdos de Suiza (1862). Después, cuando intentó imaginar argumentos novelescos, se encontró con que debía superar primero un lenguaje preestablecido. Y se dio

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Véase un análisis mucho más detallado en Flor María Rodríguez-Arenas, “Josefa Acevedo de Gómez, modelos iniciales de la escritura femenina en el siglo xix en Colombia: El soldado y Angelina”, op. cit., pp. 109-132. Por otra parte, Josefa Acevedo de Gómez dejó inéditos otros escritos que se publicaron póstumamente: la Biografía del doctor Diego Fernández Gómez (1854), un poemario titulado Poesías de una granadina (1854), y una pieza teatral, En busca de almas, que se estrenó en Bogotá en 1864.

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cuenta de que ese lenguaje impedía, no ya la libertad de ella como ciudadana, sino, paradójicamente, la libertad de sus personajes femeninos, así fueran ficticios. Por un lado, el romanticismo había idealizado completamente a la mujer, y Soledad Acosta de Samper vio lo difícil que era desmitificarla, pintarla como un ser humano de carne y hueso; por el otro, el discurso legalista no permitía el voto femenino ni su participación en la política, y nuestra escritora encontró difícil poner en labios de sus protagonistas críticas sociales o políticas. Lo curioso es que, dándose cuenta de esos impedimentos del discurso dominante, no se preocupó mucho por transgredirlos. Antes de escribir ficción, Acosta secundó a su esposo en una amplísima labor periodística. En 1858 comenzó a redactar artículos, que enviaba desde París y después desde Lima, para dos de los periódicos literarios más importantes de Colombia, El Mosaico y Biblioteca de Señoritas. También colaboró con dos publicaciones limeñas, la Revista Americana y el periódico El Comercio.34 Tituló su primer libro de ficción narrativa Novelas y cuadros de la vida suramericana. Lo publicó en Bélgica en 1869, porque deseaba difundirlo en toda Suramérica, lo que solo se lograba desde Europa. Las novelas incluidas en este libro son en realidad nouvelles (novelas cortas o cuentos largos) en los que la protagonista siempre es una mujer: Dolores, Teresa, Aureliana, Luz y Perla. Ninguna de ellas aparece según la idea idílica que los hombres ven en las mujeres jóvenes. No. La realidad es otra. La bella Dolores, por ejemplo, cae enferma de lepra y no tiene más remedio que rechazar a sus pretendientes y ocultarse en un lugar donde pueda encontrar cierta tranquilidad al margen del matrimonio. La enfermedad y la peste eran demasiado comunes en aquellos tiempos y afectaban principalmente a los niños y a las mujeres. Dos de las hijas de Soledad Acosta, de hecho, fueron víctimas de una epidemia y murieron muy jóvenes. Tal vez la nouvelle más interesante de esos cuadros de la vida suramericana sea “Teresa la limeña”. Se trata de una joven huérfana que debe viajar en busca de su familia hasta París. Allá, al ponerse en contacto con una amiga francesa, se deja sugestionar por todo tipo de lecturas románticas. La tragedia estalla cuando se da cuenta de que no puede enamorarse ni contraer

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En Bogotá fundó y dirigió ella misma una revista que dio en llamar La mujer (1878-1881), entre otras publicaciones donde fue editando, a modo de folletines, fragmentos o partes de relatos y novelas que más tarde reunía en libros. Tanto en sus relatos históricos —Los hidalgos de Zamora, El talismán de Enrique, Historia de dos familias, Gil Bayle—, como en sus biografías —de Antonio Nariño, José Antonio Galán, Alonso de Ojeda, Hernán Cortés, e incluso en una de su propio padre, Joaquín Acosta—, Soledad Acosta persiguió el fin didáctico de enseñar historia, pero sin mucha necesidad de consultar o comparar fuentes, entrar en discusiones o modificar la interpretación oficial.

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un matrimonio, tal como lo ha visto en las novelas románticas que ha leído. ¿No se parece, guardadas las proporciones, a Emma Bovary, la protagonista de la novela de Gustave Flaubert, que también se dejó sugestionar por las novelas? Sin embargo, Soledad Acosta de Samper nunca pretendió ir tan lejos; no se sabe que haya leído Madame Bovary, pero muy seguramente se hubiera abstenido de simpatizar con o siquiera retratar a mujeres infieles. Casi no hay libre albedrío en sus personajes femeninos, en parte por el peso del discurso establecido en torno al papel de la mujer, y en parte porque, si bien había advertido la necesidad de transgredir ese discurso o lenguaje establecido, terminó por aceptarlo como un privilegio de la clase alta a la cual pertenecía. En “El corazón de la mujer”, subtítulo bajo el cual agrupa en el libro otra serie de relatos, sostuvo la autora que las solteronas cultivan odios y hasta desean que la humanidad los cultive también, mientras que las casadas son “angelicales”. En otro relato, “Luz y sombra: cuadros de la vida de una coqueta”, imaginó las aventuras de la muchacha bogotana más linda en los tiempos de Bolívar y Santander. Pero en vez de solazarse con todas las intrigas y chismes reales o imaginarios que debió haber cultivado aquella muchacha, la novelista se censura a sí misma y acaba por reprochar esa forma de vivir flirteando con los hombres en vez de utilizar el tiempo en una “sana” educación y en ser una “buena” ama de casa. Aparentemente esas son sus moralejas, sí, pero el relato hace gala de un crudo realismo que en ningún momento las justifica. Es decir, su fábula no cuadra con su moraleja. Lo que Soledad Acosta de Samper quería decir era muy a menudo lo contrario de lo que ponía en labios de sus protagonistas, a juzgar por lo que dice aquella muchacha coqueta de los tiempos de Bolívar: Tenía yo apenas catorce años cuando por primera vez comprendí que mi belleza inspiraba amor y avasallaba. Encantada, creí corresponder durante algunos días. ¡Pobre Mariano! La ilusión pasó al momento que otro de mejor presencia se me acercó. Creí haberme equivocado en mi primer afecto y lo rechacé por acoger al segundo. Pero sucedió lo mismo con este y los demás. Para entonces sabía el precio de mi palabra más insignificante, de mis miradas más vagas y, te lo confieso, me hice coqueta con el corazón vacío y la imaginación ardiente. La sociedad entera estaba a mis pies: ninguna mujer podía competir conmigo.35

Según la investigadora Carolina Alzate, Soledad Acosta llevaba desde muy joven un diario íntimo. Cuando fue testigo del golpe de Estado del

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Soledad Acosta de Samper, Novelas y cuadros de costumbres de la vida suramericana, ed. de Monserrat Ordoñez, Ediciones Uniandes, Bogotá, 2004, p. 355.

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general Melo, que aterrorizó a Bogotá entre abril y diciembre de 1854, en la entrada de su diario del 25 de octubre de ese año dejó en claro toda su rebeldía contra esas torpes guerras urdidas por los varones sin tener nunca en cuenta la opinión de la mujer: Mañana o pasado mañana será la batalla [...]. ¡Y tener que quedar inmóvil, y tener que pasar en calma aparente estos días terribles! ¡Y esperar aquí quieta que se decida la suerte de mi Patria... y tal vez la mía! ¡Sin poder dar un paso para detenerla! Y a esto estamos destinadas las mujeres, tenemos que estar sin movimiento, tenemos que esperar a que nos traigan las noticias. ¿Por qué esta esclavitud?… ¡El bello sexo! Las cadenas en que nos tienen las doran con dulces palabras nuestros amos. Dicen adorarnos y nos admiran mientras humildes les obedecemos.36

Esa sensación de vivir en un mundo loco gobernado por los varones inunda la materia de sus narraciones. En Una holandesa en América: novela psicológica y de costumbre (publicada por entregas en el periódico La Ley, Bogotá, 1876) narra el ascenso por el río Magdalena de una muchacha europea que se siente extraña y desarraigada en Colombia, a donde ha tenido que venir por causa de las aventuras de su padre en busca de riquezas. Los hombres, decía, son mucho más torpes, apasionados y sentimentales que la mujer; en nada racionales como pretenden serlo. Pero la mujer debe aplacar sus rebeldías antes de que se conviertan en incendio y ella misma resulte quemada. Soledad Acosta superpuso, por encima de su libertad de expresión, un afán patriótico y pedagógico. De hecho, después de la muerte de su esposo se dedicó a escribir biografías de próceres y episodios históricos de la nación, en los cuales ahogó lo que pudiera haber de novelesco. De esa serie historiográfica solo ha sobrevivido, con reediciones sucesivas, Los piratas de Cartagena (1886), un pequeño libro dividido en varios cuadros que relatan los principales combates navales relacionados con la ciudad. La primera narración cuenta el ataque de Francis Drake contra la incipiente ciudad que apenas se amurallaba; “Los filibusteros y Sancho Jimeno” cuenta el momento en el que el pirata Morgan secuestra al cronista y obispo Lucas Fernández de Piedrahita; también se remonta al sitio de 1697, el mismo que más tarde narraría Germán Espinosa en La tejedera de coronas, cuando el barón de Pointis cumplió las órdenes guerreristas de Luis xvi, el Rey Sol, para minar el Imperio español; por último, narra cómo la marina de Inglaterra,

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Soledad Acosta de Samper, Diario íntimo y otros escritos de Soledad Acosta de Samper, ed. de Carolina Alzate, Instituto Distrital de Cultura y Turismo, Bogotá, 2004, p. 562.

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al mando del pirata Vernon, fue vencida por el malherido capitán Blas de Lezo, en 1717.37 El libro se lo había dedicado al presidente Rafael Núñez, cuando ya, a finales del siglo, le daba lo mismo ser liberal o conservadora. Ni la Constitución del 63 ni la del 86 habían liberado a la mujer del yugo machista, ni siquiera le habían dado acceso al voto.

José María Samper El esposo de Soledad Acosta fue tal vez el escritor colombiano que más publicó en la segunda mitad del siglo xix. Sus libros de ensayo o de ideas superan en cantidad —y quizás en calidad— a sus libros de ficción. En su primera novela, Martín Flórez (1866), Samper echó de ver que frente a los desengaños de la vida mundana convenía más acomodarse a los mandatos de la religión católica. La literatura de ficción, según lo dijo en 1869 en su libro Misceláneas, estaba predestinada a reconstruir las bases del cristianismo.38 Martín Flórez, el protagonista, se nos presenta como un preceptor religioso venido a menos, pero que en otro tiempo gozó de muchas aventuras mundanas. “Pertenecía a una de las más honradas y respetadas familias de la ciudad de Vélez”.39 A su paso por Bogotá había tomado parte en la batalla del sitio de San Agustín y al cabo se había hecho un negociante próspero. Pero fue precisamente un viaje de negocios lo que ocasionó su desgracia. Dolores, su prometida (y sin duda un personaje mucho más interesante), decidió casarse con un capataz que la pretendía de tiempo atrás. No tuvo otra opción, pues todo indicaba que Martín había muerto en el naufragio de su barco al zarpar de Cartagena. Al volver, la ira de Martín al encontrar casada a Dolores solo se aplaca cuando se resigna a convertirse en misionero entre los nativos del río Meta. Dolores, mientras tanto, insatisfecha con el



El tema del pirata, según Anderson Imbert, fue idealizado por el romanticismo: “Como Byron, como Espronceda, los románticos exaltan la vida titánica del pirata y lo convierten en un héroe de la libertad: el pirata había sido el primero en desafiar el absolutismo religioso, político y económico de España, del que los liberales románticos acaban de emanciparse”. Anderson Imbert añadió una breve lista de novelas sobre piratas en Hispanoamérica: La novia del hereje (1844) de Vicente Fidel López, El filibustero (1866) de Felipe Ancona, Los piratas del golfo (1869) de Vicente Riva Palacio, Los piratas (1891) de Carlos Sáenz Echavarría, entre otras. Véase Enrique Anderson Imbert, Historia de la literatura hispanoamericana I, Paréntesis sobre el pirata, fce, México, 1997, pp. 254-255.



Para un mejor análisis de las ideas contradictorias de Samper, véase el capítulo que le dedica David Jiménez Panesso en Historia de la crítica en Colombia. 1850-1950, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2ª ed., 2009.



José María Samper, Martín Flórez, Imprenta Gaitán, Bogotá, 1866, p. 16.

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capataz con quien se había casado, le es infiel con un hombre culto recientemente llegado de Europa. Así, mientras Martín se cura de su desengaño haciéndose misionero, Dolores padece un desengaño tras otro hasta terminar enloquecida. Con ese mismo enfoque moralista, Samper urdió también su novela más larga: El poeta soldado (1880). A esas alturas de su vida —tenía casi sesenta años— se había fatigado del liberalismo radical. Y si antes había apoyado la Constitución de Rionegro, ya en 1875 la había atacado por su enemistad con el presidente de ese momento, Santiago Pérez. En su novela pintó al radicalismo como un anciano intransigente que no permitía que su hija se casara con un muchacho de las juventudes conservadoras, al punto de retarlo a un duelo con pistola. Tal vez lo más interesante de Samper sea su autobiografía, Historia de un alma (1881). En ella relató cómo se había educado en medio de la naturaleza, al modo de los románticos, en el puerto fluvial de Honda, al arrullo de cuyos dos ríos se moldeó su personalidad. “Había en mí, al propio tiempo, algo de las turbias ondas del Magdalena y de las linfas puras y transparentes del Gualí”.40 La verdad es que lo dominaron las turbias aguas. A lo largo de su autobiografía nos vamos dando cuenta de una inteligencia empantanada en los apuros políticos de las guerras civiles. De hecho, uno de los fragmentos más impresionantes es el del relato del daño psicológico que padeció cuando asesinó por primera vez a un ser humano. La obra de Samper, en el fondo, desfallece por artificiosa y moralista.

Felipe Pérez Tal vez algunos televidentes colombianos hayan oído hablar de El caballero de Rauzán: una telenovela adaptada por Julio Jiménez, y producida por rti en tres ocasiones: 1978, 2000 y 2008. El guión de esta telenovela está basado en una novela del mismo nombre publicada en 1887 y escrita por Felipe Pérez (Sotaquirá, Boyacá, 1836-Bogotá, 1891). Pero quizás ya casi nadie se acuerda de este escritor polifacético, que cartografió parte de los mapas de los estados federales, militó en varias guerras civiles, gobernó el estado de Boyacá, viajó durante cierto tiempo por Europa y dirigió la revista El Mosaico de 1865 a 1875, tiempo en que la consideró más bien como un periódico de industrias, ciencias, artes, literatura e inventos, por cuanto necesitaba congraciarse con sus camaradas masones. José María Samper y Felipe Pérez tal vez sean los escritores colombianos que más publicaron en la segunda mitad del xix. La bibliografía de Pérez pertenece ante todo a

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José María Samper, Historia de una alma: memorias íntimas y de historia contemporánea, Editorial Universidad del Rosario, Bogotá, 2009, p. 90.

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la ficción. Escribió más de veinte novelas, amén de dos libros de poemas, cuatro de ensayos y otros tantos de crónicas, sin contar sus innumerables artículos en periódicos de su tiempo. De su obra, poco o nada se ha reeditado, y sus primeras y únicas ediciones permanecen en la sala de libros raros y manuscritos de la Biblioteca Luis Ángel Arango. A este prolífico novelista colombiano deberíamos llamarlo folletinista, que era como se conocía a aquellos escritores del siglo xix que producían folletines para publicar en los periódicos; lo fueron Balzac, Dumas, Dickens y hasta Víctor Hugo. En el ámbito hispánico los más sobresalientes fueron el chileno Alberto Blest Gana (1830-1920) y el español Manuel Fernández y González (1821-1888). Solo que si ellos siguen gozando de reediciones y se los valora como novelistas nacionales en sus respectivos países, no sucedió lo mismo con Felipe Pérez en Colombia. Cuando sus admiradores publicaron en 1883 un cuadernillo a su nombre, con comentarios elogiosos, advirtieron también que su obra perdía popularidad porque sus copartidarios liberales se habían distanciado de él por su escepticismo contra las guerras civiles.41 Después, cuando sus adversarios conservadores volvieron al poder a partir de la Regeneración (1886), sencillamente lo ignoraron al trazar la historiografía literaria. Sus novelas, llenas de referencias eruditas, viajes al extranjero y teorías poco católicas, se apartaban de los cánones establecidos por el costumbrismo. Casi nadie se ha animado a reeditar ninguna de sus más de veinte novelas. Ni siquiera hay una edición anotada o crítica de El caballero de Rauzán.42

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Consúltese en la sala de libros raros y manuscritos de la Biblioteca Luis Ángel Arango, el cuadernillo titulado Felipe Pérez, Imprenta Gaitán, Bogotá, 1883. Ahora bien, la idea de que Felipe Pérez tuviera diferencias con sus copartidarios políticos también puede comprobarse históricamente, porque antes de estallar la guerra civil de 1885, que puso fin al Olimpo Radical, el presidente Rafael Núñez, según el biógrafo Indalecio Liévano Aguirre, confesó que con el único copartidario liberal con quien podía pactar una negociación era con Felipe Pérez: “ “Que venga Felipe Pérez a la Secretaría de Gobierno —dijo el Presidente—, con él me entiendo”. Pérez quería aceptar, y opinó que debía entrarse en inteligencia con el Dr. Núñez. Pero el Olimpo interpuso su veto. “Es un traidor a la causa”, dijeron, y Pérez se acobardó con el único copartidario con el que podía sostener una conversación, en medio de las diferencias internas”. (Indalecio Liévano Aguirre, Rafael Núñez, Intermedio Editores, Bogotá, 2005, p. 218).

Al menos valdría la pena preguntarse qué rasgo sedujo de esta novela decimonónica a productoras de televisión del siglo xxi. ¿Tal vez el extraño caso del protagonista, de nombre José Hugo de Rauzán (en la versión televisiva se llama Hugo de Mendoza), que es un viajero dandi de visita en una pequeña ciudad y que deja conmocionadas a las mujeres por su guapura? Rauzán sufre de catalepsia y lo entierran vivo, pero despierta en pos de volver por su amada, que en la versión original se llama Laís. La novela también gira en torno a teorías cientificistas del siglo xix. Habla de frenología (una doctrina psicológica que determina que la inteligencia y el carácter están en zonas precisas del

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Felipe Pérez fue también un escritor precoz. Antes de cumplir treinta años, ya había publicado cuatro novelas en torno al esplendor y la conquista de los incas por parte de los españoles: Huayna Capac (1856), Atahualpa (1856), Los Pizarros (1857) y Jilma (1858).43 Después de haber acompañado en Lima a la delegación colombiana encabezada por Manuel Ancízar, volvió a Bogotá deslumbrado con las ruinas incaicas. Quiso revivir esa historia en narraciones imaginarias, tal como había visto que las novelas de Walter Scott revivían la historia inglesa, o las novelas de Hugo y Dumas la francesa, y tomó como fuente principal el ensayo de William Prescott, Historia de la conquista del Perú (1847), en el que este historiador norteamericano, según Jorge Luis Borges, había concebido “la escritura de la historia como una obra de arte, sin desmedro de la severa precisión. Lo sociológico le importaba menos que lo dramático […] y al describir la muerte de Pizarro llega a la épica. Sus libros, pese a algún exceso romántico, se leen como buenas novelas”.44 Felipe Pérez hizo lo contrario: con la buena intención de novelar —de hacer más comprensible o divertido— lo que aparecía como tratado o ensayo, puso a los emperadores incas a dialogar en escenas mal ambientadas. Sus escenarios de galerías palaciegas parecen sacados de las descripciones de las novelas de Dumas, o bien de una reescritura de la historia peruana de Prescott. Las frases largas de sus narraciones agotan la paciencia de cualquier lector: oraciones subordinadas a otras oraciones y así sucesivamente, sin que ningún episodio o personaje obtenga suficiente vida propia. Más tarde publicó Los jigantes (1875), vasto fresco de la Independencia, con tantos claroscuros que la novela completa se pierde en detalles inexactos y difíciles. Por ejemplo, de un momento a otro, después de narrar la aventura de un indígena muisca que viaja de Bogotá hacia Venezuela por los llanos orientales, la narración cambia de registro y aparecen, sin orden ni concierto, páginas cerebro y pueden medirse en correspondencia con ciertos relieves del cráneo); también de la catalepsia y el mesmerismo; todos son datos y referencias tomadas de enciclopedias para probar su vasta cultura. La segunda parte de la novela se ambienta en las playas gélidas de Islandia, en las que un gnomo de nombre Erico nos conmueve con su amor no correspondido por una jovencita nórdica, Edda, una hija ilegítima de Rauzán. ¿No es Felipe Pérez un precursor del modernismo? Podría ser. Pero su técnica folletinesca, dedicada a llenar páginas y páginas sin preocuparse por la ilación de la historia, agota la paciencia de cualquier lector. Sin embargo, si separamos el trigo de la paja, nos encontramos ante una imaginación delirante.

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Para ampliar la información sobre esta curiosa saga novelística, recomiendo, de Carmen Elisa Acosta, El imaginario de la Conquista: Felipe Pérez y la novela histórica, unal, Bogotá, 2002.

Jorge Luis Borges y Esther Zamborain, Introducción a la literatura norteamericana, Alianza, Madrid, 1999, p. 10.

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etnográficas sobre tribus del río Guaviare. En otro capítulo trata de narrar dos episodios simultáneos: Nariño publicando en Bogotá los Derechos del hombre y, antes de concluir este episodio (como para dejarlo en suspenso), narra que ese mismo año de 1793 el general Miranda contempla la estepa helada con Catalina, la zarina de Rusia, y sueña con librar a América del yugo español. Además presenta una docena de personajes, situaciones y escenarios diferentes que se salen del hilo de la novela. Lo mismo sucede en otras de sus novelas, como Estela o los mirajes (1877), Las golondrinas (1877), Los pecados sociales (1878), Carlota Corday (1881), Sara (1883), El bosquecillo de álamos (1888) y un largo etcétera de títulos. Lo más interesante de la obra de Felipe Pérez, históricamente hablando, es que narró aventuras en épocas y en parajes inconcebibles para los costumbristas. Sin que se conocieran aún las novelas de Kipling, las noticias del colonialismo inglés lo llevaron a redactar una novela como Imina (1881): las aventuras de una muchacha india que no soporta los vejámenes de su esposo y decide escaparse con dos aventureros ingleses hacia Calcuta y Bombay. Los ingleses, un viejo profesor de Oxford y su discípulo, incluso asisten a fumaderos de opio, mientras la muchacha se disfraza de una respetada lady y consigue vivir entre lacayos y sirvientes en la isla de Madagascar. Pero no tenemos tiempo de celebrar su impresionante imaginación (Pérez nunca viajó a esas regiones) cuando ya tenemos que aguantar sus divagaciones sobre mitología hindú y filosofía budista. En otra novela, Samuel Beli-Beth (1888), Felipe Pérez abordó el tema recurrente del judío errante. Imaginó a un hombre caminando sobre el mar, avistando caravanas de camellos desde la cima de las pirámides en Egipto, penetrando por las puertas de Bagdad y merodeando los muros de Jerusalén. ¿No se escandalizarían los católicos ante estas novelas que hablaban de libertad de cultos y de otras costumbres?45 ¡Claro que sí! Cuando se asentó la Regeneración, de inmediato su hermano, Santiago Pérez (que había sido presidente de 1874 a 1876), fue desterrado



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En su autobiografía, Impresiones y recuerdos (1897), Luciano Rivera y Garrido (Buga, Valle del Cauca, 1846-1899) relató sus recuerdos del colegio de Lorenzo María Lleras, el único colegio laico a mediados del siglo xix en Colombia; allí comenzaron a ensayarse varias obras teatrales de los alumnos; el autor narra el escándalo que produjo la representación teatral de la pieza titulada Pizarro (1859), de Felipe Pérez. Parte del público, “muy timorato y asustadizo, tembló de horror y de espanto cuando vio aparecer en la escena a Jilma y a Zuma ataviadas apenas con el sumario vestido de plumas de las princesas incas, suelta sobre los hombros la caudal cabellera y cruzadas las desnudas y mórbidas espaldas por el carcaj colmado de emponzoñadas flechas”. (Luciano Rivera y Garrido, Impresiones y recuerdos, Tomo I, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Editorial abc, Bogotá, 1946, p. 112. Disponible en: http://www.banrepcultural.org/).

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de Colombia. Felipe siguió siendo crítico del gobierno en el periodismo de la época, pero un buen día lo arrolló un carruaje en una calle de Bogotá, en extrañas circunstancias.

María, de Jorge Isaacs ¿Cuáles son las diferencias entre María y las demás novelas colombianas de aquellos años? ¿Qué características permitieron su éxito y su supervivencia? ¿Por qué María vino a significar la plena incorporación de Colombia en la literatura universal? Dos características esenciales sobresalen en ella: la base autobiográfica y la prosa poética. La experiencia del estudiante que regresa a su provincia después de haber estudiado en la capital era vivida por muchos jóvenes en Latinoamérica, pero Isaacs la trató desde una óptica particular: en lugar de menospreciar el campo y sus costumbres, como lo hacía una falsa intelectualidad, encontró que sus lecturas y conocimientos valían en tanto se armonizaban con esa vida provinciana. El campo no aparece áspero, como lo mostraba el naturalismo, sino suavizado por el recuerdo del primer amor de dos adolescentes. Al describir la naturaleza tropical de la hacienda El Paraíso, Efraín (o el poeta Isaacs) nos habla también de su propia psicología y de su estado de ánimo, en un esfuerzo artístico por meterse dentro del cuadro que pinta. En cambio, la escuela de costumbristas de El Mosaico, y aun el propio Eugenio Díaz en Manuela, creyendo retratar la vida campesina, resultaban ridiculizándola. Isaacs advirtió lo que más tarde sostuvo Borges: que lo verdaderamente nativo no necesita abundar en costumbrismo. Además, Isaacs se apoyó en su historia familiar. Centró su atención en los seres de una familia y no en los representantes políticos o religiosos de un burgo o una ciudad. Había combatido en el frente de batalla durante dos guerras civiles, la de 1854 y la de 1860, sin saber muy bien si pertenecía al bando liberal o al conservador. Quería librarse de la discusión política. Parte de su éxito rotundo se apoya en que antes de 1867 la vida íntima de los colombianos permanecía secreta, oculta, y ninguna novela había logrado develarla sin caer en reduccionismos políticos. La historia de María no sucede en una ciudad ni en un pueblo sino en el seno de un hogar campestre. Efraín y María se conocen desde niños y su amor nace allí, entre los padres y los criados. Existen relaciones parecidas a las del Antiguo Testamento, en donde los primos se casaban y la familia era el centro del mundo. De hecho, la novela se toma el cuidado de referir el sincretismo entre ciertos motivos judeocristianos y la historia personal de María. Ella había nacido en Jamaica, en un hogar de judíos sefardíes que habitaban allí bajo el protectorado de Inglaterra. A la muerte de su madre, 103

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la niña quedó bajo el cuidado de su tío, el padre de Efraín, quien la condujo a Colombia, entrando por la desembocadura del río Atrato. En Quibdó, al tocar suelo “católico”, su tío le cambió el nombre judío (se llamaba Esther) por el de María, tal vez por respeto a las tradiciones del nuevo hogar.46 Otra gran diferencia entre María y las novelas de la época radica en el estilo. En casi todas importuna una redacción notarial, debido al registro jurídico o político de sus autores. En cambio María está narrada por un auténtico poeta. Isaacs había publicado en 1864 su primer poemario, con el título de Poesías, en la imprenta de El Mosaico, acompañado de los comentarios elogiosos de Vergara y Vergara. María no fue obra de la improvisación sino el resultado de un proceso de maduración literaria.47 Si en varios poemas Isaacs mostraba su fijación por el paisaje del Valle del Cauca y su nostalgia de una niñez perdida en el horror de las guerras civiles, en la novela recogió 46



El hecho de que la familia de María y Efraín no desembarcara en Cartagena ni remontara el río Magdalena para después subir a Bogotá, sino el río Atrato para desembarcar en Quibdó y proseguir al Valle del Cauca, ha llevado al historiador Alfonso Múnera a reflexionar sobre el desconocimiento de la historia tradicional de otras rutas entre Colombia y el Caribe insular, que habla de un contacto profundo, con frecuencia olvidado por la historiografía: “En realidad, leyendo a María he logrado intuir una de las verdades más ocultas, más ignoradas, pero al mismo tiempo más esclarecedoras de nuestro pasado colonial y republicano: el monopolio establecido por los españoles, mediante el cual solo se podía comerciar con el exterior a través del puerto de Cartagena, fue una medida inútil dictada por la obsesión del imperio de cerrar un territorio abierto por todas partes al Caribe, pero sobre todo de clausurar las rutas del oro, es decir, las compuertas del Pacífico a ese mar de nadie. Nada pudo evitar el tráfico incesante de oro, de esclavos, y de toda clase de contrabandos, por las numerosas avenidas que de la costa Pacífica llevaban a nuestro mar interior. (Alfonso Múnera, “María de Jorge Isaacs: la otra geografía”, en Poligramas, n.° 25, julio de 2006, p. 56. Disponible en: http://poligramas. univalle.edu.co).



Casi toda la producción en verso de Isaacs está recogida y anotada por María Teresa Cristina en dos tomos de las Obras completas de Jorge Isaacs, publicadas por la Universidad Externado de Colombia y la Universidad del Valle. También María Teresa Cristina ha recogido, en el volumen iii, las tres obras de teatro que escribió Isaacs: 1) Paulina Lamberti (publicada póstumamente por Rafael Maya en la Revista Bolívar, n.º 12, 1952, pp. 247-280); 2) Amy Robsart, y 3) Los montañeses de Lyon. Estas dos últimas obras habían permanecido inéditas en manuscritos de la Biblioteca Nacional de Bogotá. Isaacs pudo haberlas escrito, según María Teresa Cristina, en su temporada de estudiante en el colegio regentado por Lorenzo María Lleras (la misma escuela a la que dice haber ido Efraín), en donde se dio gran importancia a la actividad teatral: “No es pues aventurado suponer que la afición de Isaacs por el teatro se gestó en las aulas de Lorenzo María Lleras. Sus experiencias allí, sus lecturas y el panorama que conoció durante los años bogotanos [1848-1852) debieron ser decisivos para su formación literaria y teatral”. (María Teresa Cristina, “Introducción”, en Obras completas de Jorge Isaacs, vol. iii, Teatro, Universidad del Valle y Universidad Externado de Colombia, Bogotá, 2007, pp. xvii-xviii).

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esos temas, objetivándolos en un argumento amoroso. Como elementos secundarios quedan el trasfondo político y social, la lucha de clases, la esclavitud. Como datos principales, el tono, las imágenes y hasta cierto ritmo de sus poemas, sin lo cual la prosa de su novela no hubiera sido la misma. Hay, pues, una prosa poética que se advierte desde las primeras páginas, cuando Efraín (que también confiesa ser un poeta) contempla de nuevo el paisaje de la hacienda El Paraíso, y da rienda suelta a sus emociones estéticas: Pasados seis años, los últimos días de un lujoso agosto me recibieron al regresar al nativo valle. Mi corazón rebosaba de amor patrio. Era ya la última jornada del viaje, y yo gozaba de la más perfumada mañana del verano. El cielo tenía un tinte azul pálido: hacia el oriente y sobre las crestas altísimas de las montañas, medio enlutadas aún, vagaban algunas nubecillas de oro, como las gasas del turbante de una bailarina esparcidas por un aliento amoroso. Hacia el sur flotaban las nieblas que durante la noche habían embozado los montes lejanos. Cruzaba planicies de verdes gramales, regadas por riachuelos cuyo paso me obstruían hermosas vacadas, que abandonaban sus sesteaderos para internarse en las lagunas o en sendas abovedadas por florecidos písamos e higuerones frondosos [...]. Estaba mudo ante tanta belleza, cuyo recuerdo había creído conservar en la memoria porque algunas de mis estrofas, admiradas por mis condiscípulos, tenían de ella pálidas tintas.48

En la vida real, sin embargo, ese hogar casi sagrado había desaparecido. La opulencia de las haciendas azucareras del Valle del Cauca se había desplomado con la abolición de la esclavitud. Sin hacer un tratado ni cambiar el tono poético, el narrador no desaprovecha la ocasión de discutir sobre la esclavitud en América, creando otra novela dentro de la novela entre los capítulos xl y xlv. Lo hace en el momento en que su antigua niñera, de nombre Feliciana, esclava de la hacienda, cae enferma de muerte. La novela nos traslada entonces al África occidental para contarnos la historia de amor de Feliciana (Nay) con el joven Sinar, separados por los negocios inhumanos entre los jefes de sus tribus y los esclavistas europeos. Y estos episodios africanos, que son acaso las páginas más humanas y conmovedoras de esta novela colombiana, acaso expliquen mejor el problema de la esclavitud que muchos otros tratados históricos. Jorge Isaacs tuvo el cuidado de presentar a Efraín y a María como dos muchachos sugestionados por lecturas románticas, en especial por Atala

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Jorge Isaacs, María, Obras Completas I, ed. de María Teresa Cristina, Universidad Externado de Colombia y Universidad del Valle, Bogotá, 2005, pp. 5-6.

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de Chateubriand. Tras haberla leído, María se enjuga las lágrimas y unas noches después padece su primera crisis epiléptica. Sin saber qué hacer, Efraín cabalga a la luz de la luna hasta la hacienda del médico, y al vadear el crecido río Amaime —como si en esa creciente la naturaleza reflejara de alguna manera la enfermedad de María—, la novela alcanza un momento de gran suspenso. El Amaime bajaba crecido con las lluvias de la noche, y su estruendo me lo anunció mucho antes de que llegase yo a la orilla. A la luz de la luna, que atravesando los follajes de las riberas iba a platear las ondas, pude ver cuánto había aumentado su raudal. Pero no era posible esperar: había hecho dos leguas en una hora, y aún era poco. Puse las espuelas en los ijares del caballo, que con las orejas tendidas hacia el fondo del río y resoplando sordamente, parecía calcular la impetuosidad de las aguas que se azotaban a sus pies […]. El agua lo cubrió casi todo, llegándome hasta las rodillas. Las olas se encresparon poco después alrededor de mi cintura. Con una mano le palmeaba el cuello al animal, única parte visible ya de su cuerpo, mientras con la otra trataba de hacerlo describir más curva hacia arriba la línea de corte, porque de otro modo, perdida la parte baja de la ladera, era inaccesible por su altura y la fuerza de las aguas, que columpiaban guaduales desgajados.49

Todo parece indicar que María sufrió esa crisis porque se dio cuenta de que su vida es un espejo o mímesis del drama de Atala, y que ella también morirá virgen sin poder casarse con Efraín. ¿Acaso no son sus ataques epilépticos la manifestación de los deseos sexuales reprimidos? Efraín no intenta seducir a María en el sentido sexual del término, por el prejuicio cristiano de considerarla inmaculada hasta el matrimonio. De algún modo el amor entre Efraín y María está movido por la sugestión de imitar a los héroes de Chateubriand, que nunca liberan entre ellos su pasión sexual.50 Lo cierto es que si Efraín y María hubieran hecho el amor, esta novela nunca hubiera gozado de tanta popularidad. La dificultad de amarse en el seno del hogar crea el suspenso. También produce intriga la presencia de otro pretendiente de María, un antiguo condiscípulo de Efraín, el señorito Carlos, que acusa

Ibíd., p. 46.



Para responder a la cuestión de la sugestión mimética, recomendamos tener en cuenta las observaciones de René Girard en Mentira romántica y verdad novelesca. Véase también, de Hoover Delgado, “Leer María”, en Darío Henao Restrepo (comp.), Memorias del Primer Simposio Internacional Jorge Isaacs: el creador en todas sus facetas, Universidad del Valle, Cali, 2007.

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los vicios del positivismo al despreciar todo lo que para él no sea pragmático, como la poesía. Sin poder confesar el amor que siente por María, a riesgo de que lo acusen de incestuoso, Efraín recurre al hermanito Juan para que actúe como un pequeño Hermes enviando besitos a María. Ella deja coquetamente su cabellera suelta, y posa sus pies desnudos en el prado “húmedo” como una maravillosa metáfora de su excitación. Las rosas pegadas a su vestido excitan incluso a los insectos.51 Pero los destellos de Eros se sumen después en las sombras de Tánatos. Y el mundo se desordena. A su regreso de Londres, desesperado por hallar con vida a María, Efraín debe remontar con paciencia el lomo denso del río Dagua. Llueve torrencialmente en esa selva tropical, y los bogas de piel negra, remando con esfuerzo la canoa, advierten que un afluente del Dagua está bajando crecido. El joven Efraín se asombra de cómo aquella naturaleza constituye para los bogas una fuente de metáforas amorosas, y no pierde detalle en reproducir el acento y los modos de expresión de uno de ellos. La niña tá celosa, dijo Cortico cuando arrimamos a la playa. Creí que se refería a una música tristísima y como ahogada, que parecía venir de la choza vecina. — ¿Qué niña es esa?, le pregunté. — Pues Pepita, mi amo. Entonces caí en la cuenta de que se refería al hermoso río de ese nombre que se une al Dagua abajo del pueblo de Juntas. […] — Dagua tiene mal genio. Creciente de Pepita e’ porque el río no baja amarillo.52

Varios críticos han querido ver el paso de Efraín por el río Dagua como una suerte de descenso a los infiernos, que anticipa lo que décadas después será La vorágine de José Eustasio Rivera.53 También hay que se-



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Se ha creído, sin mucha razón, que el personaje de María es espiritual, inofensivo, casi asexual. La confusión viene desde cuando uno de los primeros biógrafos de Isaacs, Luciano Rivera y Garrido (Buga, Valle del Cauca, 1846-1899), contribuyó a dibujar una imagen idealizada de su novela, en la que se desconocían muchos matices. En parte, según Fabio Martínez, esa idealización resultó necesaria para que el régimen político de la Regeneración, que se impuso a partir de 1886, evitara ocultar a María del canon novelístico por las simpatías de Isaacs con el positivismo de la época y sus discusiones con Miguel Antonio Caro en torno al darwinismo. (Véase de Fabio Martínez, “Las biografías de Jorge Isaacs”, en Poligramas, n.° 23, julio de 2005. Disponible en: http:// poligramas.univalle.edu.co/).

Isaacs, op. cit., p. 320.

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Véase Françoise Perus: De selvas y selváticos: ficción autobiográfica y poética narrativa en Jorge Isaacs y José Eustasio Rivera, Plaza & Janes, Bogotá, 1998.

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ñalar que ya toca el tema, antes de Candelario Obeso, de la tradición oral ­afro-colombiana. Pudo haber escrito más y quizás mejores novelas. Pero Isaacs encarnó las contradicciones del escritor romántico hispanoamericano, es decir, se negó a reconocer que el oficio literario era una profesión autónoma. Todo debía contribuir a la construcción de la identidad nacional. El positivismo lo llevó a valorar los aspectos materiales de la realidad por encima de cualquier universalidad a priori, como la de la literatura. No se trataba de una ideología vulgar. Era una forma de supervivencia, pues nadie podía vivir de la literatura en un momento de gran vaguedad en torno a los derechos de autor; tanto que a pesar del éxito de su novela, Isaacs nunca recibió regalías por sus múltiples ediciones. En todo caso, parte de lo que su novela plantea —culturizar y humanizar la provincia y la naturaleza de la zona tórrida, como quería Andrés Bello— Isaacs lo llevó a la práctica. La escribió en medio de precarias condiciones, entre 1865 y 1866, al mismo tiempo que hacía su trabajo como inspector del camino entre Cali y Buenaventura, entre el interior del país y el océano Pacífico; camino que su personaje Efraín tarda varios días en hacer a través de la selva y el río Dagua.54 Cuando publicó María en la Imprenta de Gaitán, en Bogotá, de algún modo Isaacs ya se había alejado de los contertulios de El Mosaico —de Vergara y Vergara y de aquellos descendientes de los “suaves filósofos” de los que hablaba Bolívar, desdeñosos de la provincia—, y a regañadientes aceptó un puesto diplomático en Santiago de Chile. La inestabilidad y el desorden interno del gobierno liberal, que intercambiaba presidentes cada dos años y debilitaba el ejército nacional, lo hicieron regresar para evitar que el estado federal de Antioquia cayera en manos de los conservadores. Fue inevitable: ganaron las fuerzas retrógradas, y a riesgo de ganarse el odio de los antioqueños, Isaacs justificó su expedición militar con miles de excusas en un texto fatigante, La revolución radical en Antioquia (1880), lleno de exordios, editoriales de periódicos y citas de códigos y leyes.55 Era un hombre de buenas intenciones, 54



En una carta a su amigo Adriano Páez, Isaacs dejó en claro el difícil origen de la escritura de su novela: “Hay una época de lucha titánica en mi vida: la de 1864 a 1865; viví como inspector del camino de Buenaventura, que se empezaba a construir entonces en los desiertos vírgenes y malsanos de las costas del Pacífico. Vivía entonces como salvaje, a merced de las lluvias, rodeado siempre de una naturaleza hermosa, pero refractaria a toda civilización y armada de todos los reptiles venenosos y de todos los hálitos emponzoñados de la selva”. (Tomado de José Eduardo Rueda Encizo, “Jorge Isaacs: de la literatura a la etnología”, en Boletín de Antropología Universidad de Antioquia, vol. 21, n.° 038, 2007, p. 337. Disponible en: http://aprendeenlinea.udea.edu.co/).



Aun quiso excusarse con los antioqueños en su poema “A la tierra de Córdoba”, donde

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y en su pasión por el progreso se marchó a explorar la Sierra Nevada de Santa Marta; de sus apuntes sobre geografía, etnografía y lingüística nació su libro Estudio sobre las tribus indígenas del Magdalena (1884), que puede leerse también como una crónica. También recogió en Hulleras de la República de Colombia en la Costa Atlántica (1890) una corta colección de informes de sus exploraciones de minas de carbón y otros recursos naturales; exploraciones con las cuales no consiguió riqueza económica alguna. Pretendía que el gobierno explotara o negociara la explotación de aquellas minas con compañías transnacionales. Pero a partir de 1886 el gobierno colombiano se desinteresó de la ciencia y de las exploraciones. Había triunfado la ideología más retrógrada, centralista y ultramontana. Isaacs dejó inédita e incompleta otra novela, titulada Camilo, en la que destellan de nuevo las descripciones del Valle del Cauca, pero sin la redondez de una historia central, ni el carisma de algún personaje. Por María Isaacs seguirá figurando en la constelación de los grandes escritores colombianos.

Una variación de María: Tránsito, de Luis Segundo de Silvestre Más que la figura de María, el personaje femenino más realista de la novela de Isaacs es la campesina Tránsito. Luis Segundo de Silvestre (Bogotá, 18381887) la sacó con pinzas de la novela de Isaacs y la puso como protagonista de su propia novela, que tituló con su nombre, Tránsito (1886). El joven protagonista parece a su vez una variación de Efraín: un señorito bogotano que “desciende” de la capital a los pueblos ardientes del río Magdalena, en misión comercial. De repente, sin querer mucho la cosa, se topa con Tránsito, una voluptuosa muchacha “calentana”, que evoca claramente a la misma campesina que seduce a Efraín en la hacienda El Paraíso. Al señorito bogotano tampoco lo afectan los directos coqueteos de Tránsito, porque justamente él está de tránsito por aquellas comarcas hirvientes. Esta novela, apuntó Curcio Altamar, “sirve de puente entre el costumbrismo y el realismo moderno que ya desde 1880 había triunfado en las letras hispánicas”.56 Lo que más sorprende en esta novela es la observación puntual del paisaje: alabó a la provincia de Antioquia como una tierra prometida poblada por sigilosos hebreos, que acaso encontraban paz a su errar eterno en ese rincón de América. Incluso pidió que su cuerpo fuera enterrado en Medellín (donde está su tumba) y no en Cali, en donde sus acreedores le hicieron la vida imposible.

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Antonio Curcio Altamar, Evolución de la novela en Colombia, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1975, p. 128.

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“Estábamos en la desembocadura del Fusagasugá, que bajaba crecido, arrastrando la corriente enormes troncos, plataneras, trozos de casas desbaratadas y hasta reses muertas”.57 ¿Este fragmento no preludia secretamente el poema “La creciente”, de Álvaro Mutis? En otro apartado, la novela se regodea con el paisaje del río: “Desde lejos aparecía el tortuoso curso del Magdalena como una sierpe de plata que venía a perderse al pie de la colina desde donde dominábamos aquel panorama espléndido”. Tránsito alcanza su clímax de intriga cuando cierta noche una creciente del Magdalena voltea la canoa en que iban el joven bogotano y su paje. Y el primero refiere: “el río mugía como un gigante, e íbamos sobre los lomos de aquel monstruo como en alas del viento”. A despecho de estas descripciones poéticas, el refinado protagonista bogotano no sabe cómo describir las manifestaciones del vulgo; no entiende la pasión encendida que ha despertado en el corazón de la campesina Tránsito. Su gélida sensibilidad —porque también existe este tipo de sensibilidad— no responde a las costumbres “calentanas”. Y la novela queda en la memoria del lector por las imágenes poéticas, y acaso por ciertas escenas, pero no por el argumento en sí.

Novelas y crónicas “políticas” Se equivocan ciertos críticos contemporáneos al afirmar que la novela urbana en Colombia no surgió sino a finales del siglo xx, en la época del narcotráfico. Este subgénero —por lo demás vago e incierto— apareció con El Carnero en 1638 y se intensificó como fenómeno a mediados del siglo xix. Brotó en un país dividido ideológicamente y comenzó siendo sirviente de intrigas políticas. No tiene nada del plácido cuadro de costumbres; existe, en cambio, un aire de intrigas y de anarquismo. Estas novelas empezaron a publicarse hacia 1840. Claro que el término narrativa urbana no se refiere a una idea moderna; empezó siendo, más bien, una narrativa arcaica, de arcadia, de mitos fraguados por la oligarquía. Después de la muerte de Bolívar y Santander, cuando nadie se lograba poner de acuerdo sobre qué forma de gobierno se ajustaba mejor al país, si el centralismo o el federalismo, si el régimen civil o el militar, si el autoritarismo o el anarquismo, la novela fue por momentos el principal vehículo político para intrigar. El ejemplo lo tomaban de Francia, en donde varias fuerzas civiles que perseguían el poder tras el derrocamiento de la monarquía se manifestaban a través de este género. Fueron, de hecho, varios folletines



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Luis Segundo de Silvestre, Tránsito, Editorial Minerva, Bogotá, 1936, p. 66.

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franceses los que perturbaron la mente de los letrados colombianos. En especial, una popularísima novela titulada Los misterios de París (Les mystères de Paris), escrita en 1843 por Eugenio Sue, un experto en contar historias truculentas, llenas de crímenes y robos a la sombra de la autoridad. Y como estas novelas se leían en busca de armas retóricas para la discusión política más que para encontrar inspiración literaria, la novela de Sue produjo tanta fascinación en Colombia que algunos políticos usaron como seudónimos los nombres de sus personajes para firmar sus artículos en los periódicos de la época.58 La literatura se confundía con el periodismo político, como si la ficción se mezclara con la realidad e incluso la explicara de algún modo. Además, el periodismo a menudo debía convertirse en novela o folletín para asegurarse de recibir la atención del lector, y prolongar y completar los acontecimientos de una tragedia —real o imaginada, poco importaba— a través de una narración cronológica que avanzara conforme al ritmo de publicación del periódico. Una de las primeras novelas sobre Bogotá después de la Independencia salió con un título que parafrasea el de Sue: El Mudo: secretos de Bogotá (1848). El periodista Eladio Vergara y Vergara (Bogotá, 1821-1888), hermano de José María, el fundador de El Mosaico, la concibió como un panfleto contra los jesuitas, que habían vuelto a Colombia en 1844 tras la primera expulsión decretada por el rey Carlos iii a fines de la era colonial. Como los liberales fanáticos detestaban a los religiosos si no respaldaban sus revoluciones, un jesuita de nombre Donato aparece como el hombre más perverso de la ciudad: acosador sexual de muchachas arruinadas, proxeneta, rompedor de matrimonios, financiador del consumo de aguardiente y hasta conspirador de la noche septembrina de 1828. Con él, aparecen más de treinta y cinco personajes, y los escenarios van desde las calles de Bogotá hasta los fuertes de Cartagena y de La Habana, pero lo que debería ser una gran novela de aventuras pasa a ser un lamentable panfleto sin suspenso. Por cada acción bien lograda, el lector debe soportar páginas mortificantes, sin sentido para un persona de nuestro tiempo. Si algo conserva de lenguaje literario esta novela es una pequeña influencia de Víctor Hugo: el personaje del Mudo, que sirve de paje al malévolo jesuita, está tomado vagamente del jorobado de Notre-Dame de Paris (1831). De todos modos la novela logró su objetivo: animar o influir de algún modo en la opinión pública para que

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Curcio Altamar cita algunos de los seudónimos en Evolución de la novela en Colombia, op. cit., p. 97. Y ni pensar lo que producía entre los parisinos: varios críticos franceses señalan que sus episodios sombríos y truculentos prepararon o animaron de alguna manera los levantamientos populares de 1848 contra el “Rey Burgués” Luis Felipe.

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al año siguiente de su publicación, en 1849, el gobierno liberal de José Hilario López decretara otra vez la expulsión de la orden de los jesuitas de Colombia. En las elecciones del 7 de marzo de 1849 se reunieron en Bogotá las Cámaras Legislativas para elegir al nuevo presidente, sin que el pueblo supiera muy bien cuál le convenía más: Rufino Cuervo y Barreto (conservador y proteccionista de la economía interna) o José Hilario López (de corte socialista, defensor del librecambio). Como las clases menos favorecidas nunca supieron expresar muy bien lo que querían, la clase intelectual —lo que Ángel Rama llama la ciudad letrada— se reafirmó siempre en su teoría de que la sociedad hablaba a través de un número reducido de representantes capaces de obrar “racionalmente”. Ganó José Hilario López y sus reformas liberales trajeron la libertad a los esclavos y suprimieron la pena de muerte, pero también arruinaron a los artesanos nacionales con la apertura a la importación de productos extranjeros promovida por el librecambio. Entonces, a comienzos de 1850, se empezaron a organizar en Bogotá las Sociedades Democráticas de los artesanos, lideradas por el abogado José Raimundo Russi. Que un letrado se dignara inclinarse por una causa popular era un hecho inusitado en la excluyente sociedad bogotana de aquellos tiempos. Para aplacar las protestas, el presidente José Hilario López debió recurrir a las intrigas. Tramó una historia según la cual los artesanos estaban perpetrando robos nocturnos a casas de familias acomodadas, cuyo líder era el abogado de los artesanos, José Raimundo Russi. Una noche uno de aquellos ladrones apareció muerto al lado de la casa de Russi, y este fue acusado de asesinato. Y aunque se había suprimido la pena de muerte, el presidente José Hilario López la reactivó solamente para fusilar a Russi, el 17 de julio de 1851. Si gran parte del pueblo advirtió la treta del gobierno, los principales ciudadanos letrados defendieron la versión oficial y hasta recurrieron a la novela para demostrar —o imaginar— lo perverso que había sido el abogado de los artesanos: un transgresor del establecimiento político, irrespetuoso de las jerarquías sociales al aliarse con la gleba y, además, irreligioso y anticlerical al animar la expulsión de los jesuitas. Dos novelas sobre este episodio ejemplifican muy bien el horror que sentían los letrados hacia los revolucionarios populares y el respeto casi litúrgico de las jerarquías: El Dr. Temis (1851) de José María Ángel Gaitán (1819-1851) y Sombras i misterios o Los embozados (1959) de Bernardino Torres Torrente (Bogotá, 1813-1886). El Dr. Temis se publicó a los pocos meses del fusilamiento de Russi. Habla del mundo jurídico de los tribunales bogotanos, donde todo está repartido en estructuras inamovibles, y por lo tanto los personajes, más que seres humanos parecen prototipos de lo legal 112

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y lo ilegal. Los del lado legal poseen nombre y los del ilegal meros apodos. Los primeros están liderados por el Dr. Temis (del griego Θεμις, Themis, deidad de la ley), para quien la sociedad prima siempre sobre el individuo, y la justicia sobre la amistad. A los segundos, en cambio, nadie los lidera porque encarnan la anarquía: una pandilla de ladrones de la sociedad de los artesanos. No hay espacio para aventuras ni deducciones detectivescas para encontrarlos porque todo ocurre entre los archivos jurídicos. Lo único valioso de esta novelilla surge precisamente cuando se agota ese lenguaje legalista y se evoca el paisaje del puente natural sobre el río Icononzo, situado entre las poblaciones de Pandi (Cundinamarca) e Icononzo (Tolima).59 Por su parte, Bernardino Torres Torrente aclaró al principio de su novela que se limitaría a hacer una “reseña histórica” o crónica periodística de recientes sucesos acaecidos en Bogotá durante el gobierno de José Hilario López. Pero la verdad es que se aventuró mucho más allá de una reseña y acudió al género fantástico y detectivesco, con estrepitosas caídas en lo dulzón y lo cursi. Se apropió de la clásica técnica de contar una historia a través de un manuscrito. “De un lado —explica Pineda Botero— nosotros, los lectores, leemos una novela que se titula Sombras i misterios o Los embozados, pero al avanzar el relato tenemos que reconocer que la novela que leemos es otra, titulada Rosina”.60 Rosina es el nombre de la hijastra del protagonista-narrador que un buen día resulta secuestrada por una secreta sociedad femenina, en donde podemos advertir cómo, para Torres Torrente, el naciente feminismo de entonces significaba otro rasgo de decadencia y perversidad. El protagonista busca a Rosina entre la anarquía de las calles de Bogotá hasta dar con una banda de ladrones o embozados que lo conducen ante la presencia del jefe o “Superior”. Se trata nuevamente del abogado José Raimundo Russi, quien se encuentra rodeado de todo tipo de exotismos, entre ellos, de un perro que habla llamado Tamerlán. Sin duda este es el fragmento más fantástico de la novela. Pero, como se trata de acusar a Russi, la novela asume otro tono y se vuelve neciamente moralista. Esa era su intención: moralizar. De ahí el carácter de sus obras posteriores: Ángel del bosque (1870) y Psicología del corazón (1881), libros católico-espiritistas que viciaban el auténtico gusto literario.



En tal paisaje resuenan ecos del “mito de la caverna” de la República de Platón, según Pineda Botero, op. cit., p. 167.



Ibíd., p. 167.

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Reminiscencias de Santafé y Bogotá, de José María Cordovez Moure La mejor descripción literaria del fusilamiento de Russi, con detalles casi policíacos, la logró José María Cordovez Moure en sus Reminiscencias de Santafé y Bogotá (en varios tomos publicados a partir de 1893). Es fácil advertirlo por la simple historia de su recepción: mientras esta crónica de Cordovez Moure ha logrado varias reediciones internacionales, aquellas novelas truculentas no merecieron una segunda oportunidad. Lo que Cordovez Moure deja también en claro es que Bogotá no era tanto una ciudad como una arcadia o, al decir del crítico Moreno-Durán: “una trinchera del desaliñado espíritu conservador, monolítico, exclusivista, que la retardataria oligarquía latinoamericana ha hecho subsistir e impone aún como memoria sobre los centros urbanos”.61 Tampoco Cordovez Moure se escapó de la versión oficial de la historia. En el prólogo a la primera edición de sus Reminiscencias sabemos que era un empleado de los archivos judiciales que un buen día de 1891, a propósito del trigésimo aniversario del fusilamiento del doctor Russi, decidió relatar lo que recordaba de ese episodio, a petición de los editores del periódico El Telegrama. De niño había sido testigo presencial del fusilamiento y retuvo en su mente el momento en que la bala del verdugo se incrustó en el cráneo del abogado de los artesanos: A una señal del capitán Aranza, una descarga cerrada atronó los ámbitos de la plaza, a la que sucedió rechifla general de la multitud allí reunida, como para rendir homenaje a la justicia, que en esa ocasión se manifestaba implacable contra los criminales. [...] Los cadáveres, despedazados y chorreando sangre, quedaron expuestos en la misma posición hasta las dos de la tarde. En el anfiteatro del Hospital San Juan de Dios, a donde llevaron los cuerpos de los ajusticiados, se les hizo la autopsia: Russi tenía destruida, al frente del esternón, la columna vertebral, cuyos fragmentos quedaron incrustados en el espaldar del banquillo.62

Esta reminiscencia del asesinato del abogado de los artesanos gustó tanto al público que Cordovez Moure se animó a contar los grandes hechos sucedidos en la capital, desde el 10 de agosto de 1819, día en que Bolívar



R. H. Moreno-Durán, De la barbarie a la imaginación, fce, México, 2002, p. 82.



José María Cordovez Moure, Reminiscencias de Santa Fé y Bogotá, Fundación Editorial Epígrafe, Bogotá, 2006, p. 157.

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entró triunfante a Bogotá después de la batalla de Boyacá, hasta el año de 1909. Narró con exactitud la noche septembrina de 1828, en la que casi asesinan al Libertador, desde la manera como se fraguó el atentado en casa del poeta Luis Vargas Tejada, pasando por la entrada sigilosa de los traidores al Palacio San Carlos en mitad de la noche —momento en el que suena un disparo—, hasta cuando Manuelita Sáenz salvó a Colombia de semejante pena histórica. Cordovez Moure presentó los crímenes famosos de la época como verdaderos argumentos policíacos: el asesinato de Sebastián Herrera en el río San Francisco, o el duelo entre el hijo del general Miranda y un cónsul holandés. El autor se tomaba el cuidado no solo de plasmar los pormenores de una fechoría sino de matizarlos con descripciones psicológicas. Lo más impresionante es que en sus crónicas, como en las buenas novelas policíacas, ningún detalle queda a la deriva. En Reminiscencias, además, hay espacio para la elasticidad del ensayo reflexivo y crítico. Cordovez Moure se quejó de que los colombianos, con lo gastado en insensatas guerras civiles, podían haber hecho el canal interoceánico de Panamá. Lo cierto es que sus crónicas dejaron en claro el espíritu arcaico de Bogotá. A esas alturas del siglo xix el título de su libro indicaba dos idiosincrasias: la del santafereño de vieja cepa española y la del bogotano estilizado que ya no sentía apego al terruño y soñaba ser londinense o parisino. El mayor mérito que le debemos reconocer es que, gracias a su crónica, las costumbres bogotanas desbordaron el interés doméstico y se hicieron famosas por todo el ámbito hispánico; éxito que ya había conocido el peruano Ricardo Palma con sus Tradiciones Peruanas (publicadas a partir de 1872).

Otros cronistas narrativos El cronista samario Luis Capella Toledo (1838-1896) tituló Leyendas históricas (1879) una serie de crónicas sobre personajes costeños de la Independencia, que contradicen la historia oficial. No se ocupó de referir batallas. Prefirió penetrar en situaciones de la vida privada de los héroes inmolados. Por ejemplo, mientras cuenta los combates del almirante Padilla en el lago de Maracaibo, escudriña las envidias y el odio que su talento y su piel oscura causaban en los salones de los oligarcas. Al hablar del venezolano Sucre, culpa a los esbirros de Bolívar de asesinarlo por la espalda en las montañas de Nariño. Se extasía ante la vida azarosa del poeta Candelario Obeso, negro galante que después de sufrir todo tipo de desencantos amorosos se hundió en el alcohol hasta terminar él mismo con su vida. Las Leyendas de Capella

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Toledo son crónicas noveladas, llenas de diálogos, tramas, ocurrencias y chismes histórico-literarios.63 Francisco de Paula Muñoz (Medellín, 1840-1914) hizo el primer reportaje policial en Colombia, titulado El crimen de Aguacatal (1874). Como investigador de la policía local de Medellín, Muñoz intentó resolver un asesinato múltiple perpetrado en las colinas de la apacible Medellín de entonces. En las trescientas páginas de su reportaje, analizó gestos psicológicos que pudieran delatar a los distintos interrogados; imparcial, no pronunció ningún juicio durante el desfile de sospechosos; ató cabos, se acarició la barbilla, repasó diferentes versiones y al final de su investigación señaló al culpable, alguien de quien el lector nunca sospechó. Según Hubert Pöppel: El crimen de Aguacatal no es una novela policíaca. Pero en el libro están prefiguradas estructuras (parcialmente narrativas pero sobre todo mentales) que subyacen a ella [...]. Este libro, aunque no tenga una real historia de recepción, merece el título de una de las obras que anteceden la escritura policíaca en Colombia.64

Lo cierto es que no solo hay estilo literario en este reportaje, sino también alusiones a la literatura porque, al final del proceso judicial, Muñoz afirmó que el crimen de Aguacatal era “un drama digno de Shakespeare”: Hay en él una pasión violenta en posesión de una alma indómita y terrible. Hay la mano traidora que espía en las tinieblas el sueño intranquilo del alma generosa, para pagar la hospitalidad y el beneficio con el asesinato y con la ruina. Hay una serie de actores, que se prestan todos ellos para las creaciones del genio trágico. Hay en él la fatalidad, que pierde a los criminales por el falso y el culpable, y la Providencia que coloca a la conciencia en el extremo del crimen, para fulminar el rayo de los cielos.65

Bien podríamos decir que su reportaje es materia prima para una narración digna de Conan Doyle.



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Luis Capella Toledo, Leyendas históricas. Imprenta Gerardo A. Nuñez, Bogotá, 1879. Se reeditó en el siglo xx (Editorial Minerva, Bogotá, 1934).

Pöppel, op. cit., p. 251.

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Francisco de Paula Múñoz, El crimen de Aguacatal, Secretaria de Educación y Cultura de Antioquia, Medellín, 1998, p. 368. Disponible en: http://biblioteca-virtual-antioquia. udea.edu.co/

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Epílogo. La Regeneración combatió la libertad de la novela

La novela no siempre fue un género socialmente aceptado. En los sectores más conservadores de la sociedad, afectados por las políticas liberales, se la combatió como un género “decadente” y se valoró ante todo la poesía. Así lo hizo el poeta José Eusebio Caro, uno de los fundadores del partido conservador colombiano. Caro se alarmó en 1852 ante la circulación de una docena de novelas colombianas en Bogotá, además de traducciones de novelas francesas e inglesas, y llamó a combatir ese “género perverso”, típico engendro del liberalismo que lo había exiliado a Nueva York. En una carta a su amigo Julio Arboleda, también conservador y poeta, expuso sus argumentos: Esta detestable inundación de novelas es un fenómeno moderno, modernísimo. La literatura de pura ficción tengo para mí que es en su esencia mala. Tengo la convicción profunda de que si se desterrase del mundo toda novela […] el género humano haría una ganancia envidiable.66

José Eusebio Caro lamentaba que los lectores aprendieran en las novelas “frivolidad e irreligión”. La “ficción”, se quejaba, era algo intrínsecamente malo: motivaba la “falsedad” y una concepción laica y profana del mundo. Admitía, para no quedar tan mal, una visión sesgada del Quijote y de algunos clásicos del siglo de oro: al menos esas novelas, decía, retrataban la capacidad humana de idealizar. Caro olvidaba que Cervantes, más bien, se había burlado de esos idealismos. Caro le heredó sus prejuicios contra la novela a su poderoso hijo Miguel Antonio, el vicepresidente de Rafael Núñez y el redactor principal de la Constitución de 1886. Antes de que el gobierno de España reconociera oficialmente la existencia de Colombia, Miguel Antonio Caro defendió como nadie en Hispanoamérica el legado dogmático y eclesiástico del ex Imperio español en oposición a los gobiernos liberales. Defendió la idea de fundar en Bogotá la primera academia de la lengua española en el continente, y pretendió encerrar la literatura o cuando menos ajustarla a la política conservadora y a la moral religiosa. Miró de lejos la publicación de El Mosaico, y rechazó de plano escribir novelas u obras narrativas que tocaran asuntos Tomado de David Jiménez Panesso, “Miguel Antonio Caro: bellas letras y literatura moderna”, en Miguel Antonio Caro y la cultura de su época, ed. de Rubén Sierra Mejía, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2002, p. 246.

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cotidianos o se extasiaran en la descripción del paisaje. La naturaleza del trópico nunca mereció su interés, en lo cual se apartó de Andrés Bello, a quien creía seguir. Caro jamás salió del área periférica de Bogotá, ni siquiera cuando fue presidente de Colombia. Para gobernar, pensaba, solo bastaba con tener un adecuado conocimiento del lenguaje. Veinte siglos de discurso legalista y religioso, según dijo en sus Estudios virgilianos (1872), habían habituado así el funcionamiento estatal desde el Imperio romano. No había por qué modificarlo. Amó la gramática, aunque no compuso ninguna. Desdeñó al argentino Sarmiento y lo acusó de ser un gaucho bárbaro y un afrancesado insufrible. Dijo que había ayudado a revisar el manuscrito de María, de Jorge Isaacs, por deber lingüístico, pero que consideraba trivial y del gusto de las sirvientas el argumento de la novela.67 El también bogotano José Manuel Marroquín (1827-1908) colaboró con el periódico El Tradicionalista y con la fundación de la Academia de la Lengua, como Miguel Antonio Caro y José María Vergara y Vergara, y se consideró a sí mismo preceptor de la literatura colombiana por su cercanía con el poder. Siempre reprochó el realismo de la narrativa contemporánea. Si más o menos toleraba la picaresca moralista de José María Samper y de su esposa —solo porque pertenecían a las altas esferas sociales—, en realidad sospechaba de toda narrativa que se apoyara en la experiencia propia y en la curiosidad intelectual, en el librepensamiento. De ahí su rechazo tácito a las novelas enciclopédicas de Felipe Pérez que, como Imina o El caballero de Rauzán, despertaban la curiosidad del lector hacia otras culturas y otras tradiciones religiosas, pues la novela, según él, no debería transgredir la verdad inmutable de las Escrituras. Marroquín debió tranquilizarse cuando la vieja generación de Felipe Pérez y de aquellos librepensadores quedó desterrada del poder. Pero siguió alarmado al ver cómo el género vago e ingenuo de los cuadros de costumbres daba paso a un vigoroso realismo narrativo. De suerte que, secundado por Caro, quiso establecer una censura a este tipo de narrativa a través de una cartilla moralista que, con el nombre de Lecciones elementales de retórica y poética, se repartió en casi todas las escuelas de Colombia desde 1893: No admitimos que la representación viva de los desórdenes morales sea buen medio de corregir las costumbres. Es demasiada candidez pretender que los hombres (señaladamente los jóvenes) se pongan a sacar consecuencias morales cuando se les hace contemplar el vicio cara a cara. Lo natural es que los incen

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“Carta de M. A. Caro a don Vitoriano Agüeros”, en Epistolarios de Miguel Antonio Caro y Rufino José Cuervo con Rafael Ángel de la Peña y otros mexicanos, icc, Bogotá, 1983.

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tivos de las pasiones perversas que se les ponen delante exciten en ellos esas mismas pasiones. Nada corrompe como los malos ejemplos, ¿y qué es recibir un mal ejemplo, sino contemplar el vicio en alguna de sus manifestaciones?68

Pese a sus preceptos y moralidades, Marroquín cayó en el pecado de escribir novelas. Solo que en El Moro (1897), su más simpática novela, el protagonista-narrador es un caballo, un pequeño potro que habla sobre las costumbres de la sabana de Bogotá. Y desde la óptica de un cuadrúpedo, Marroquín pensó que conseguiría apartarse de los vicios y las pasiones humanas. A lo largo de bellas escenas costumbristas, el potro va quejándose de los tranvías y del progreso de la ciudad, que amenazaban con convertirlo en un animal inútil. La metáfora del caballito asustado por el tranvía y el tren se extiende al propio Marroquín: un anciano temeroso de que su pedagogía pareciera anacrónica ante el progreso y las nuevas ideas que él juzgaba decadentes. Y es aquí cuando parece más evidente esta contradicción: si por un lado sonaba retrógrado, por el otro su idea del caballo-narrador había sido asimilada de lecturas modernas. Según Curcio Altamar, pudo tomarla de dos novelas similares: Black Beauty: His Grooms and Companions (traducida como Azabache, 1879), de la escritora inglesa Anna Mary Sewell; y Kolstomero (1886) de Tolstoi, en la que el caballo es mucho más humano y sensible que Moro, como se llamaba el pequeño potro imaginado por Marroquín. Pero la mayor crítica a su espíritu de viejo hidalgo castellano, como veremos en el siguiente capítulo, se la propinó su hijo, el modernista europeizado Lorenzo Marroquín, quien retrataría en su novela Pax (1907) todos los vicios de esa clase oligárquica que llegó a rodear a su padre durante la Guerra de Los Mil Días. Marroquín padre, además, publicó una serie de memorias, Entre primos (1897), recuerdos familiares de su hacienda Yerbabuena, ubicada a las afueras de Bogotá. Precisamente estando allí, en su hacienda, Marroquín aceptó el encargo de Miguel Antonio Caro de investirse como presidente de Colombia de 1900 a 1904, en medio del horror de la guerra. Abstraído de las batallas, Marroquín siguió cultivando sus inofensivas narraciones costumbristas. Y cuando Roosevelt dio el zarpazo que arrancó a Panamá de Colombia en 1903, cuentan que contestó a sus detractores: “¡Qué quieren: me dieron un país y les devolví dos!”. Con base en la Constitución de 1886, Miguel Antonio Caro impuso desde el gobierno central de Bogotá prácticas retrógradas y concepciones elementales de la metrópoli. Es decir, mientras en el resto del continente Tomado de David Jiménez Panesso, “Miguel Antonio Caro: bellas letras y literatura moderna”, op. cit., p. 66.

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salía triunfante la ideología positivista (especialmente en la Argentina de Sarmiento y en el México de Porfirio Díaz), Caro culpaba al Olimpo Radical de no haber provocado sino la anarquía con el federalismo y la degeneración con la libertad de cultos. Decretos liberales, como el de la fundación de la Universidad Nacional en 1867, que tanto había apoyado el ilustrado Manuel Ancízar, cobraron el efecto contrario: la universidad pública se volvió enemiga del pueblo raso —que no entiende de “intelectualidades”— y fue clausurada o cuando menos intervenida por el clero y su censura. La reacción de los liberales contra el “nuevo” gobierno de los conservadores provocó uno de los periodos de más intransigencia, represión y oscurantismo de la historia colombiana, el que va de 1886 a 1903; tres guerras civiles (la del 85, la del 95 y la de Los Mil Días); el cierre de la Universidad Nacional; y la censura o el olvido —que es lo mismo— de la obra de aquellos ilustrados y librepensadores que estaban al margen del poder y que, además de incursionar en la poesía, lo hicieron en la novela. Lo que hemos visto aquí, pues, tiene mucho de arqueología literaria.

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Tercera parte EL MODERNISMO NARRATIVO

Una revolución filológica Al historiar la irrupción del modernismo en la literatura colombiana, el crítico R. H. Moreno-Durán utilizó el término “revolución filológica” para referirse al cambio generado a finales del siglo xix por una nueva forma de contar y narrar las cosas.1 Era como si las guerras civiles de Colombia se reflejaran también en una guerra por modernizar el lenguaje. El liberalismo impreciso de la Constitución de Rionegro de 1863, que parecía encarnar cierto “modernismo” político por su carácter federalista y laico, no pudo afianzarse durante el tiempo en que rigió el destino del país (de 1863 a 1885), porque, debido a las más de treinta guerras civiles que afrontó la nación en el siglo xix, padeció la anarquía interna y todos los embates de las fuerzas retrógradas de los antiguos estados del Cauca, Cundinamarca, Boyacá, Santander, Bolívar, Magdalena y Antioquia. No pudo afianzarse tampoco porque esgrimió un lenguaje que, aparte de impreciso, se había divorciado de ciertos términos como “Dios”, “Cristo” y “religión”, a tal punto que las multitudes se habían vuelto incrédulas frente a las tendencias progresistas. Además, sus principales propagandistas, como el novelista Felipe Pérez, tuvieron poca conciencia estilística y volcaron sus desorganizados pensamientos sin mucho orden ni concierto en decenas de periódicos, revistas y novelas de delirante imaginación.

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Véase de R.H. Moreno Durán, Denominación de origen: ensayos sobre literatura colombiana, Ariel, Bogotá, 1994.

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De ahí que cuando subieron al poder los políticos más conservadores o tradicionalistas, como Miguel Antonio Caro y José Manuel Marroquín, pusieran tanta atención al lenguaje. Venían de fundar en 1871 la Academia de la Lengua en Bogotá (la primera del continente) como un gesto de oposición al gobierno de los liberales, quienes habían desatendido la tradición del “buen hablar” y del “buen escribir”, de modo que consideraron inseparable de la política el instrumento lingüístico con el que ella se expresaba. A la hora de gobernar, se dijeron, importaba precisar las palabras: la corrección lingüística devenía en corrección política. La de ellos no era una teoría abstracta sino una tesis bastante pragmática; uno de esos absurdos que la repetición transforma en verdades. El absurdo de que había una “catástrofe” en la Constitución “degenerada” de 1863 impuso como verdad única la Regeneración y la Constitución de 1886.2

La lucha entre el lenguaje centralista y el federalista Rafael Núñez, que se había formado en el seno del partido liberal, llevó a cabo el plan político de la Regeneración, en buena parte por la intransi

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Una de las primeras reformas conservadoras, efectivamente, se aplicó a la ortografía. Desde 1830 a 1882, según Enrique Santos Molano, se había empleado en Colombia la modalidad ortográfica que reemplazaba el uso de la y por la i como conjunción copulativa (“i de errores gramaticales” en lugar de “y de errores gramaticales”) y de la j por la g (ajentes en lugar de agentes). Tal modalidad, en realidad, no fue ortográfica sino política, y surgió para reafirmar la independencia de España. “Los avanzados [como el novelista Felipe Pérez] persistieron en el uso de la i en lugar de la y de la j en lugar de la g, y los conservadores, como Marroquín, iniciaron la campaña reformista para retornar a la auténtica ortografía castellana, menos porque les interesara la sana doctrina ortográfica que por sentar su doctrina política. Al final, con la derrota de los radicales en la guerra de 1885, la ortografía castellana original, la que se usaba en la Península y en los demás países de habla española, recuperó sus fueros en Colombia”. (Enrique Santos Molano, Rufino José Cuervo. Un hombre al pie de las letras, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 2006, pp. 86-87). Por lo demás, esta relación entre lenguaje y política la ha probado también el colombianista inglés Malcolm Deas en su ensayo El poder y la gramática. Deas afirma que “los Caro, los Cuervo y los Marroquín eran herederos de la antigua burocracia del Imperio español. [...] y para los letrados, para los burócratas, el idioma, el idioma correcto es parte significativa del gobierno. La burocracia imperial española fue una de las más imponentes que el mundo jamás haya visto, y no es sorprendente que los descendientes de esos burócratas no lo olvidaran; por eso, para ellos, lenguaje y poder deberían permanecer inseparables”. (Del poder y la gramática: y otros ensayos sobre historia, política y literatura colombianas, Tercer Mundo Editores, Bogotá, 1993, p. 42). Solo que Deas se olvida de precisar que Rufino José Cuervo (Bogotá, 1844-París, 1911), el lingüista colombiano más importante de la época, no participó directamente en la Academia de la Lengua, porque le pareció que “la Academia no trae sino lo viejo, si eso viejo se ha hecho vulgar”. (Citado por Enrique Santos Molano, op. cit., p. 107).

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gencia de sus copartidarios liberales, que eran reacios a aceptar sus teorías pragmáticas, según las cuales había que poner en práctica las reformas progresistas sin romper con las tradiciones del pueblo. Una vez que consiguió su cometido, Núñez, que era viajero y de mente abierta, se retiró en 1888 a vivir en Cartagena y dejó el poder central en manos de Miguel Antonio Caro, ni viajero ni de mente abierta, cuyas decisiones principales fueron fundir de nuevo Iglesia y Estado, imponer la enseñanza católica y recortar las libertades de prensa. Intentó hacer el mismo recorte de libertades en el campo de la literatura, tal como lo había insinuado pocos años antes en su libro Del uso en sus relaciones con el lenguaje (1881): La descomposición de una lengua entregada al uso, y su multiplicación en dialectos, es ley natural, cuyo cumplimiento solo se aplaza o se elude por la acción que ejerce la literatura sobre el lenguaje vulgar. Es la literatura la sal del lenguaje, el único poder que neutraliza e impide la acción disolvente del uso. Y comoquiera que la unidad de la lengua sea en muchos casos objeto del más alto interés, la cuestión toma, desde ese momento, un aspecto nuevo e importantísimo: no será ya progreso de buena ley el que no se realice a un tiempo dondequiera que se hable el idioma; y la libertad de los escritores ha de restringirse y templarse, en beneficio de la unidad, bajo la discreta dirección de los centros de mayor cultura, de Academias, donde las haya, encargadas de velar por la conservación del patrio idioma”.3

No solo quería moralizar a los escritores sino hacer algo aún más pretencioso, algo que ni siquiera fue concebido por Rufino José Cuervo. Caro quiso someter el lenguaje al rigor de la Academia española, aplacando el uso de localismos y provincianismos, en un país que amenazaba dividirse, según él, en áreas lingüísticas distintas, a juzgar por el léxico y las voces regionales del acento caribeño o del antioqueño. Se trataba de la misma pretensión autoritaria de la academia de Madrid, que intentaba reducir el uso de las lenguas provinciales en España —el catalán, el gallego y el vasco—, en beneficio del castellano. El general antioqueño Rafael Uribe Uribe advirtió que el desafío al gobierno conservador y centralista implicaba también un desafío idiomático, regionalista. Y mientras estuvo encarcelado en Medellín compiló un Diccionario de galicismos, provincialismos y correcciones del lenguaje (1887), en cuyo prólogo criticó la pretensión de reducir el habla a los dictados de la academia española:

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Miguel Antonio Caro, Del uso en sus relaciones con el lenguaje, Editorial Minerva, Bogotá, 1935, pp. 107-108.

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Con el respeto debido a la ilustre opinión de los que quisieran borrar de nuestra literatura todo vocablo provincial no consagrado por el uso de los escritores de la península española, nos será permitido expresar el concepto de que, siendo el lenguaje hablado la mera expresión refleja de las impresiones que recibe el cerebro a través de los sentidos, no puede estar sujeto al principio de autoridades de poblaciones sometidas a influencias enteramente distintas de la nuestra, ni puede obedecer a dogmas emanados de metrópolis separadas de nosotros por la inmensidad de las soledades del océano.4

El general Uribe Uribe se preguntó cómo podía ser presidente de Colombia el “académico” Miguel Antonio Caro, quien, por no haber salido del área urbana de Bogotá, no había “podido aprender en Virgilio lo que son las fatigas de una trocha o la navegación en piragua”, y que sospechaba “de agricultura por lo que ha leído en las Geórgicas o en la Silva de Andrés Bello?”.5 ¿Para qué le servía el conocimiento minucioso del lenguaje si no lo aplicaba a la acción política, si desconocía la realidad exterior y las cosas prácticas? Los conservadores tradicionalistas como Caro y Marroquín, en sus regodeos verbales no habían podido pasar de la contemplación a la acción política, y el poder concreto había quedado en manos de militares rasos, como Aristides Fernández, quien impuso el toque de queda en Bogotá y encarceló varias veces al poeta Julio Flórez durante la Guerra de Los Mil Días. La palabra se enfrentaba con la palabra, sí, pero detrás de estas diferencias lingüísticas había también diferencias económicas. El general Uribe Uribe pertenecía a una nueva clase comercial que había dejado de sentirse identificada con la hidalguía castellana, y que fue restando importancia a las heráldicas que obstaculizaban la iniciativa en los negocios. Caro, en cambio, defendía una vieja clase hacendada y feudal, atenta a no dejarse quitar sus antiguos privilegios. Pero la presión de la modernidad brotaba también dentro de las viejas familias “hidalgas” de Bogotá. Aunque los santafereños de vieja cepa se habían negado a emprender largos viajes y a vivir en París, Nueva York o Londres (Caro y José Manuel Marroquín ni siquiera conocieron el mar), sus hijos eran jóvenes bogotanos de finales del xix, para quienes el afrancesamiento y el cosmopolitismo obraban como comodines sociales. El comerciante y escritor bogotano Ricardo Silva envió a su hijo a París con miras a establecer vínculos comerciales con empresas francesas. Y el

Rafael Uribe Uribe, Diccionario de galicismos, provincialismos y correcciones del lenguaje, Recates, Fondo Editorial Universidad Eafit, Medellín, 2006, p. 24.



El pensamiento social de Uribe Uribe, ed. de Otto Morales Benítez, Secretaría de Educación y Cultura de Antioquia, Medellín, 1988, p. 123.

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viaje de vuelta trajo al primer modernista colombiano. Dos años en París (de 1883 a 1885) le bastaron al joven José Asunción Silva para relacionarse con el mundo cultural, presenciar el entierro multitudinario de Víctor Hugo y asistir a las tertulias del poeta Mallarmé. Al regresar a Bogotá no podía sino experimentar un retroceso, un choque cultural con una sociedad sedentaria y feudal. Inmediatamente lo tildaron de afrancesado, lo cual para unos podía ser un insulto y para otros una virtud; en todo caso el aprendizaje del francés resultaba necesario a la hora de negociar y entenderse diplomáticamente con el resto de Europa: era la lengua “franca” y su aprendizaje ­—como hoy lo es el del inglés— facilitaba el comercio y la cultura. Este fenómeno fue común en toda Hispanoamérica. Si el nuevo estilo de vida exigía el aprendizaje de otras lenguas, al mismo tiempo exigía la renovación, flexibilización y modernización de la propia. No bastaba con tener un espíritu cosmopolita y entenderse con europeos o estadounidenses; había que entenderse también con el pueblo circundante, con el campesino y el provinciano. Varios escritores comprendieron que si querían lograr una redacción flexible, ágil y clara, debían incorporar, además, multitud de voces y expresiones regionales. Eso no fue fácil. El general Uribe Uribe intentó hacerlo en su Diccionario porque se dio cuenta de que su provincia, Antioquia, estaba ejerciendo un importante papel en la economía de Colombia y había que dotarla de cierto estatus intelectual. El desafío de incorporar lo antioqueño al discurso novelesco lo llevó a plenitud el novelista Tomás Carrasquilla, quien se puso a observar cómo una sociedad eminentemente campesina sufría un acelerado proceso de urbanización.6 Se trataba de la colonización antioqueña, que ya no era obra de España, pues ocurrió principalmente después de la Independencia, gracias a campesinos criollos de varias partes de la república que, sin ataduras coloniales y en menos de cien años, fundaron multitud de pueblos y tres ciudades capitales sobre los



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Según el historiador Jorge Orlando Melo, “Medellín es en 1871 una aldea de 20.000 habitantes, que alcanza unos 65.000 habitantes en 1912 y 145.000 en 1938. Entre 1880 y 1910, mientras la ciudad pasa de unos 40.000 a 60.000 habitantes, el desarrollo físico urbano está marcado por las inversiones físicas esenciales de desarrollo urbano: instalación de energía eléctrica, teléfonos, acueducto cubierto, tranvías, taxis y automóviles, un primer parque de recreación masiva, dos grandes teatros, con capacidad total de 8.000 espectadores, la llegada próxima del tren [...]. No es exagerado decir que la obra urbana de Carrasquilla es esencialmente un análisis de las diferenciaciones sociales, de la separación entre campesinos y ciudadanos, entre zambos y blancos, entre quienes dominan las formas del comportamiento urbano y quienes actúan con vulgaridad o cursilería”. (Jorge Orlando Melo, Medellín 1880-1930: los tres hilos de la modernización. Disponible en: http://www.banrepcultural.org/).

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Andes centrales de Colombia. Si bien la fecha de la fundación de Medellín es imprecisa (¿1764?), su industrialización coincidió con la fundación de Manizales (1848), Pereira (1863) y Armenia (1889). Carrasquilla observó cómo esa gesta colonizadora trajo consigo varios elementos burgueses, sin desconocer —antes bien, los admitió— resabios provincianos, ultramontanos y clericales que impidieron en Antioquia el desarrollo de una auténtica cultura moderna. Los “nuevos ricos” de la región antioqueña insistieron en que provenían de “arrieros” de origen campesino que no tenían mayor interés en “despilfarrar” su dinero —tampoco tenían mucho— en refinamientos arquitectónicos ni en bienes culturales. Basaban su economía en la producción agrícola, sin preocuparse mucho por viajar a las grandes capitales del mundo. Todavía a comienzos del siglo xx uno de los hacendados antioqueños más poderosos e ignorantes de Colombia, Pepe Sierra, rehuía el lujo y se negaba a viajar a Europa en plan turístico o cultural.7

De la prosa periodística a la prosa de ficción La combinación de cosmopolitismo y regionalismo supuso un desafío para los primeros escritores que se propusieron renovar la prosa castellana. Los ayudó el periodismo, que había crecido a la par con las ciudades, gracias a la importación de máquinas de impresión que eran traídas por los comerciantes burgueses. Con el ánimo de sorprender a su público, ciertos escritores empezaron a tratar temas antes intocados y a imprimirle a la prosa giros inusuales y una agilidad sintáctica que no deja de sorprendernos.8 Al estudiar la prosa del ecuatoriano Juan Montalvo (1832-1889) y del cubano José Martí (1853-1895), principales animadores del modernismo, el crítico Enrique Anderson Imbert observó que la técnica de ambos había consistido en pasar de la redacción oratoria, que daba primacía a lo discursivo y que se volvía insistente y larga, a una redacción mucho más cercana al ritmo interior de la poesía, que privilegiaba la lectura individual y silenciosa. Se



Véase la biografía de Bernardo Jaramillo Sierra, Pepe Sierra: el método de un campesino millonario, Bedout, Medellín, 1947.



Al comparar un texto en prosa o en verso escrito antes del modernismo con otro escrito después, fijando como fecha límite la publicación de Azul de Rubén Darío en 1888, saltan a la vista evidentes diferencias estilísticas. En su Breve historia del Modernismo, Max Henríquez Ureña admitió que en dicho movimiento “cabían todas las tendencias, con tal de que la forma de expresión fuese depurada, esto es, con tal de que el lenguaje estuviera trabajado con arte, que es, por excelencia, el rasgo distintivo del modernismo” (Max Henríquez Ureña, Breve historia del Modernismo, fce, México, 1962, p. 19).

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trata de la llamada “prosa poética” que, según Anderson Imbert, no debería confundirse con la forma exterior del verso. Es una prosa que va articulando, no una concepción intelectual o utilitaria del mundo, sino una ideal visión estética. […] El poeta-prosista regula sus ritmos, su selección de palabras, su sintaxis, sus metáforas, no por el uso lingüístico de la comunidad, sino por su ímpetu lírico individual. Des-realiza, pues, la realidad física, humana, social; y arroja fuera de sí una realidad puramente ideal y subjetiva.9

José Martí enriqueció sus crónicas y artículos con esta nueva técnica que tenía mucho de los efectos impresionistas del arte. En vez de conformarse con el plano realismo de un informe noticioso, Martí dio importancia a las sensaciones y a las cualidades subjetivas de lo que veía, y el contenido de sus ideas, lejos de perder objetividad, ganaba en claridad y poder de convencimiento. Martí había sido exiliado por el régimen colonial de Cuba (la isla era la última colonia de España en América) y se estableció en Nueva York, una de las ciudades más cosmopolitas del mundo. Allí fundó varias revistas en español y enviaba también artículos para los periódicos de Buenos Aires, Caracas, México, mostrándole al público hispanoamericano los adelantos tecnológicos y la prosperidad de una ciudad que atraía a emigrantes de todo el mundo.10 Martí se opuso tanto al viejo despotismo español como al “nuevo” imperialismo norteamericano. Quería reforzar la libertad de Hispanoamérica, su autonomía. Juan Montalvo, el otro renovador de la prosa, se consideró un librepensador atento a la modernidad, sin

Enrique Anderson Imbert, “La prosa poética de José Martí”, en Manuel Pedro González (comp.), Antología crítica de José Martí, Cultura, tgsa, México, 1960, pp. 93-108.

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Una de las crónicas más famosas de Martí es de 1883, sobre la construcción del puente de Brooklyn en Nueva York. Allí podemos percibir la novedad de su estilo: “De la mano tomamos a los lectores de La América, y los traemos a ver de cerca, en su superficie, que se destaca limpiamente en medio del cielo; en sus cimientos, que muerden la roca en el fondo del río; en sus entrañas, que resguardan y amparan del tiempo y del desgaste moles inmensas, de una margen y otra —este puente colgante de Brooklyn, entre cuyas paredes altísimas de cuerdas de alambre, suspensas como de diente de un mammooth [sic] que hubiera podido de una hozada desquiciar un monte— de cuatro cables luengos, paralelos y ciclópeos, se apiñan hoy como entre tajos vecinos del tope a lo hondo en el corazón de una montaña, hebreos de perfil agudo y ojos ávidos, irlandeses joviales, alemanes carnosos y recios, escoceses sonrosados y fornidos, húngaros bellos, negros lujosos, rusos de ojos que queman, noruegos de pelo rojo, japoneses elegantes, enjutos e indiferentes chinos”. (José Martí, Escenas americanas, ed. de Julio Miranda, Ayacucho, Caracas, 2003, p. 168).

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desconocer los tesoros ocultos del siglo de oro español, ya que se atrevió a continuar El Quijote en su libro Capítulos que se le olvidaron a Cervantes (1872). Montalvo, además, estuvo exiliado en Ipiales, al sur de Colombia, cuando en 1869 el régimen de Gabriel García Moreno amenazó con matarlo por sus críticas. La suerte de los primeros prosistas modernistas a veces fue trágica, porque, como periodistas o cronistas de la realidad de sus países, no había una línea que separara la opinión de la acción política. De hecho, varios de los escritores que veremos participaron en guerras y recurrieron a las armas, olvidando que eran mucho más efectivos sentados en sus escritorios, escribiendo, no disparando. José Martí, por ejemplo, murió abaleado al enrolarse en el ejército independentista de Cuba. Ahora bien, ¿qué escritores colombianos animaron la renovación de la prosa castellana? Empecemos con Juan de Dios Uribe, mejor conocido como “El Indio Uribe”.

La prosa de “El Indio Uribe” Uno de los primeros colombianos en cuyos escritos se advierte una prosa moderna (¿modernista?), o al menos una redacción diferente a la acostumbrada es Juan de Dios Uribe, conocido también como “El Indio Uribe” (Andes, Antioquia, 1859-Quito, Ecuador, 1900). Lo apodaban “El Indio” por su simpatía hacia los menos favorecidos; pertenecía a las filas del partido liberal; en la guerra civil de 1875 perdió la posibilidad de ver cumplidas las aspiraciones políticas que albergaba en relación con el Estado de Antioquia. Se refugió entonces en la trinchera del periodismo, y se radicó en Bogotá, desde donde comenzó a enviar a los periódicos de Medellín artículos que rompían con el lenguaje convencional y desmitificaban falsas formalidades lingüísticas. Como simpatizaba con el socialismo, sintió que el progreso se detenía ante el dominio de los conservadores y el centralismo, por lo que dibujó así a la capital colombiana: Bogotá no ha cambiado: la misma monotonía de siempre; el mismo eterno frío; la misma eterna mugre; su tristeza profunda; su vegetación enclenque. Al Oriente los mismos negros peñascos; al Ocaso siempre la despoblada llanura. Es el Teusaquillo que encontró Quesada bañado apenas por un confuso rayo de civilización europea.11



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Juan de Dios Uribe, Obras completas del Indio Uribe, Ediciones Académicas de Rafael Montoya y Montoya, Medellín, 1965, p. 133.

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Aseguró que los académicos de la lengua, Miguel Antonio Caro o José María Samper, no eran tan solemnes como parecían: se reunían en el local de una librería improvisada a charlar de todo un poco, y a las ocho de la noche se separaban. “No sería prudente seguir a algunos de ellos, porque el que lo hiciera se vería forzado a entrar a lugares non sanctos… y esto es una prueba más de que todos somos hombres… hasta los académicos”.12 Esos académicos se escandalizaron menos por las denuncias de Uribe que por su prosa, llena de sonoridades y recursos expresivos, capaz de criticar duramente pero sin herir, pues el lector queda conmovido y deleitado con la belleza de la forma. Sin embargo, “El Indio Uribe” no alcanzó a aplicar sus habilidades en obras puramente creativas —de ficción—, así que no dejó novelas o relatos largos. Dejó artículos como “Las memorias de Darío Mazuero” (1884) o “La evasión de Justiniano Gutiérrez” (1883), testimonios de persecuciones, traiciones y escándalos de la vida política colombiana narrados en diversos tiempos, y en los cuales intercala diálogos y monólogos que parecen piezas de ficción policial. “El Indio Uribe” puso el arte de la prosa al servicio de confusas ideas políticas y no deslindó la crítica literaria de la crítica política. Al describir al poeta Epifanio Mejía, internado en el hospital mental de Medellín en 1887, aprovechó para expresar la idea del artista incomprendido por la sociedad, enloquecido por su indiferencia. Lo decía un año después de que el gobierno de la Regeneración hubiera llegado al poder, acaso como una crítica contra sus políticas desdeñosas de la libertad cultural. A estas horas de la noche duerme Epifanio Mejía, en su melancólico retiro, el sueño visitado por la locura, que es el mayor tormento de la vida humana. Cuando su nombre va aquí de labio en labio, él yace aletargado, o fabrica en los ruidos de la noche el palacio de sus quimeras. Hace catorce años que noches como esta arropan con su capuz esa pobre alma, y aglomeran sobre su ingrato destino las tinieblas, precursoras indolentes del sepulcro. La luz de la mañana baña en tristezas su calabozo solitario, y los arreboles de la tarde se apagan en la vaguedad de sus pupilas azules. Ya no canta.13

Desde luego, a “El Indio Uribe” lo desterraron; se estableció en Ecuador y murió en el año 1900 sumido en el alcoholismo.14 Sus escritos hubieran



Ibíd., p. 145.



Ibíd., p. 274.



En una carta del 15 de marzo de 1888, el novelista Jorge Isaacs le escribió al intelectual

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quedado archivados en los periódicos de la época de no haber sido por su amigo Antonio José Restrepo, quien logró reunir gran parte de ellos en dos tomos que tituló Sobre el yunque (1913). En 1965 se publicaron sus Obras completas, con comentarios de Baldomero Sanín Cano y Tomás Carrasquilla. Si bien Uribe estuvo al servicio de confusas ideas socialistas, si bien nunca adquirió la serenidad del ensayista y del pensador, nadie duda de que haya sido uno de los mejores prosistas colombianos de fin de siglo. Pero al exilio parecían condenados aquellos que retaran la política y el lenguaje establecidos.

La prosa de José María Vargas Vila En esta revolución filológica nadie exageró tanto como José María Vargas Vila (Bogotá, 1860-Barcelona, 1933), el “bogotano feroz”. Escribió casi cien libros, cuyo género es confuso, pues están a medio camino entre el panfleto, el ensayo y la narración novelesca. Se lo considera uno de los escritores más contestatarios y escandalosos del mundo hispano, y la primera pregunta que nos hacemos frente a su obra es qué produjo la chispa de su rebeldía. Hay que recordar que la formación del escritor colombiano del siglo xix, salvo escasas excepciones, pasaba por el campo de batalla, por la guerra, se curtía en la violencia. Antes que escritor, Vargas Vila fue soldado en las filas liberales durante la guerra civil de 1875. Como periodista, sus escritos no podían sino reflejar la zozobra que genera la intransigencia de la guerra, y en su caso, además, un homosexualismo no confesado. Su carrera como panfletario comenzó en Bogotá a finales de agosto de 1884, cuando el presbítero Tomás Escobar lo despidió de la secretaría del Liceo de la Infancia, un instituto bastante elitista de la capital. Vargas Vila acudió a “El Indio Uribe” para publicar en el periódico de este, titulado La Actualidad, una denuncia

mexicano Justo Sierra para que recibiera en México al “Indio Uribe”. Al parecer Justo Sierra aceptó su petición, y en la siguiente carta del 4 de mayo de 1888, Isaacs solo le advierte cierto detalle de la personalidad de su protegido. “Uribe, acá para los dos, tiene la desgracia de ser aficionado a beber. Mucho lo aconsejé y lo aconsejó su virtuosa e inteligente madre, para remediar aquel mal. Por temporadas deja el maldito vicio, y entonces su cerebro es un foco inagotable de luz, y las tinieblas, los búhos y los vampiros están de pésame. Puede ser que allá, solo, teniendo que hacerse a las consideraciones, cariño y admiración de hombres como usted, Uribe se domine y se cure para siempre. ¡Cuánto ganaría Colombia con ello! No sé cómo le insinuará o le hará insinuar usted algo en ese sentido. Le ruego lo haga. Pero verá usted qué manera de escribir, qué fuerza intelectual de muchacho, qué alma tan grande”. Tomado de Alfonso Reyes, “Cartas de Jorge Isaacs”, en Simpatías y diferencias, Obras completas iv, fce, México, 1995, p. 330.

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contra el presbítero Escobar, con el título “Camino de Sodoma”. Allí acusó al presbítero de realizar prácticas pedófilas con sus alumnos. La noticia no solo puso en entredicho la autoridad moral de la educación eclesiástica, contra la cual combatía el liberalismo radical, sino que mancilló la hombría de varios jóvenes de la élite bogotana, entre quienes había políticos, militares, e intelectuales como José Asunción Silva. El gobierno de turno, que era de corte liberal, encarceló por un tiempo al presbítero Escobar. El escándalo periodístico pasó a ser jurídico, para luego convertirse en el preludio de la guerra civil de 1885, que llevaría al fin del régimen liberal —y con ello de la libertad de prensa— y al comienzo de la Regeneración en 1886. Los alumnos del Liceo de la Infancia, personas acomodadas de Bogotá, no se quedaron de brazos cruzados ante las acusaciones de Vargas Vila y el encarcelamiento de Escobar: voltearon el juicio, sacaron de la cárcel al antiguo rector, se aliaron con militares conservadores, persiguieron a Vargas Vila hasta los confines con Venezuela, y se aseguraron de que no volviera jamás.15 Vargas Vila vio desde Maracaibo, Venezuela, la derrota del liberalismo colombiano y el triunfo del ala más retrógrada del partido conservador. Carcomido por el odio empezó entonces por publicar Pinceladas sobre la última revolución de Colombia y siluetas políticas (1887), que marcaría el comienzo de un rosario de insultos contra los representantes políticos de la Regeneración: Rafael Núñez, Miguel Antonio Caro, José Manuel Marroquín, Manuel Antonio Sanclemente y otras figuras que le eran antipáticas. En Los césares de la decadencia (1911) pintaba así a Miguel Antonio Caro: […] el despotismo duerme en el fondo de su carácter, como el clasismo en el fondo de su estilo; no ha tenido sino una voluptuosidad en la vida: violar a las Musas; y las tiene ya domesticadas a su caricia brutal; es un Sátiro de las rimas; la Gramática, no es en él una profesión, es una pasión; para él, un adverbio, es más importante que un hombre; […] el pedagogo, no desaparece nunca en él; queda siempre un Maestro de escuela, hecho Emperador […].16

¿No notamos el tono contestatario, violento? Para fastidiar a los políticos de la Regeneración, todos con muchas ínfulas de gramáticos y bien hablados, Vargas Vila se dio a cortar los párrafos con el punto y coma y a Esta anécdota periodística se encuentra registrada con lujo de detalles en la biografía que Enrique Santos Molano escribió sobre José Asunción Silva. Véase el capítulo 3 de El corazón del poeta (Planeta, Bogotá, 1996).

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José María Vargas Vila, Los césares de la decadencia, prólogo de Consuelo Triviño Anzola, Planeta, Bogotá, 1995, pp. 79-80.

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comenzarlos con minúsculas; a romper las frases abruptamente con el uso de comas después de un verbo; se acostumbró al uso indiscriminado de signos de exclamación y de puntos suspensivos. Para fastidiar aún más al clero y a la Iglesia, redactó sus libros con técnicas del discurso litúrgico para tornarlos más persuasivos. Profanó lo altisonante y sentencioso de los libros sagrados para expresar precisamente su anticlericalismo. Hablaba como un sacerdote, pero contra los sacerdotes. Lo curioso es que ese recurso lo volvió uno de los escritores más famosos y millonarios del mundo hispanohablante durante las primeras décadas del siglo xx, al punto de que pudo vivir de sus derechos de autor en París y Barcelona. Ahora bien, ¿cómo se explica literariamente el éxito de Vargas Vila, sin precedentes en la historia colombiana de entonces? ¿Pertenece o no pertenece al modernismo? ¿Con qué acicate o con qué energía urdió más de cien libros? Preguntémonos de dónde salió su capacidad creadora, su delirio verbal. Aparte de tener el respaldo económico de varias editoriales de Barcelona, hay que insistir en que Vargas Vila asimiló el modernismo en su predilección por el lenguaje bíblico y el paganismo griego. Uno y otro gusto lo llevaron también a una fijación hacia el Logos —a la palabra en sí— como una suerte de eros. La palabra lo excitaba. De ahí su voluptuosidad verbal, que muy pronto cayó en facilidad y más tarde en facilismo. Más adelante hablaremos de sus obras de ficción.17

La prosa de José Asunción Silva Desde luego no todo fue contestatario en la revolución filológica. Sin ser escandaloso como “El Indio Uribe” ni tan violento como Vargas Vila, José Asunción Silva (Bogotá, 1865-1896) no disparó ningún fusil en las guerras colombianas pero fue más revolucionario que todos los violentos. En noviembre de 1892, en el segundo número de la Revista Gris, dirigida por Max Grillo y Baldomero Sanín Cano, el prosista bogotano publicó una pieza narrativa de dos páginas, titulada “Al carbón y al pastel”. Pese a la brevedad, o tal vez por ella, sorprendió al público porque mostró que la



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Hoy nos preguntamos por qué los poemas y los cuentos de Rubén Darío abundan en mitología griega. ¿Por mero alarde de erudición? No. Ese amor a los mitos helénicos, según Gutiérrez Girardot, arrojaba huracanes de libertad al “irrespetar el horror católico ante el paganismo y despecaminizaba, si así cabe decirlo, el Olimpo”. (Rafael Gutiérrez Girardot, Heterodoxias, Taurus, Bogotá, 2005, p. 276). La fijación hacia el mundo helénico no tenía nada de gratuito entre los modernistas: despertó una pasión por el Logos, por la palabra en sí, esto es, el amor del arte por el arte.

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prosa es otra forma de la poesía y que una narración puede prescindir de contar una historia o de probar algo, es decir, puede simplemente divagar sobre técnicas pictóricas diciendo cómo de la estética de los colores nacen estímulos literarios. Esta narración de Silva no cuenta nada, como no sean los colores, sombras, luces, según se desarrollan en el juego de prendas de unas muchachas quinceañeras que se untan de afeites, carbón y harina: […] el blanco y lo rojo del pelo enharinado, el blanco de harina sobre la cara, el bermellón de las mejillas, el negro de las tres manchas de carbón, el azul de los ramazones del vestido, el rojo de la rosa, el rosado de las cintas, el amarillo del abanico, se destiñen, se suavizan, se esfuminan, se aterciopelan, se funden uno en otro, como sumergidos en un baño de leche, como velados por una niebla, y es la jugadora retozona de juego de prendas, vista así de lejos, en el rincón oscuro, un pastel adorable de la marquesa del siglo xviii, uno de aquellos pasteles del gran maestro de los lápices de color, de la pintura delicada como el esmalte de las alas de mariposa.18

Esta narración resulta una clara oposición al positivismo que pedía a los escritores análisis sociales; es una narración despreocupada del gobierno y de la política; absolutamente artística. No ignoraba Silva que la elegancia y el tono artístico (¿aristocrático?) fastidiaba tanto a los hacendados feudales como a los nuevos burgueses que no aceptaban del todo a los escritores y artistas por su espíritu “crítico”. Ya conocía el destino trágico de los poetas malditos: Baudelaire, Rimbaud y Verlaine; conocía la doble moral de la sociedad, y sabía por experiencia que el problema de la vasta población analfabeta de Colombia, sumado a la politización de sus clases ilustradas, obraban como máquinas de tortura contra la independencia de los escritores. Su despreocupación del mundo exterior y su fijación hacia el mundo interior, embriagado de colores, implicaban en sí mismas una gran crítica.

La prosa de Tomás Carrasquilla La prosa de Tomás Carrasquilla (Santo Domingo, Antioquia, 1858-Medellín, 1940) puso patas arriba la pretensión de la Academia de la Lengua de homogeneizar el lenguaje de las distintas regiones colombianas en uno solo, negando las diferencias. Enemigo de todo dogmatismo, Carrasquilla señalaba que la gramática y la retórica enseñan a expresarse, “pero no a

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José Asunción Silva, Obra completa, ed. crítica de Héctor Orjuela, Edición del Centenario, Colección Archivos, Madrid, 1996, p. 256.

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pensar ni menos a sentir”; además, que en la literatura podía entrar “cualquier cosa fea o disparatada, desde que tenga significado y expresión”.19 De modo que adaptó el acento popular antioqueño al lenguaje literario. Esa batalla filológica era, en el plano político, una batalla entre el centralismo y el federalismo. Ya había comenzado en 1866 cuando Gregorio Gutiérrez González, en el prólogo a su poema Memoria científica del cultivo del maíz en los climas cálidos del estado de Antioquia, alarmó a los gramáticos bogotanos con su declaración independentista: “No estarán subrayadas las palabras / poco españolas que en mi escrito empleo, / pues como solo para Antioquia escribo, / yo no escribo español sino antioqueño”.20 Al año siguiente, Rufino José Cuervo, alarmado, publicó sus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano (1867), en cuyo prólogo recomendó prudencia con las variaciones regionales del lenguaje, sin dejar de admitir que en el caso de Gutiérrez González las palabras “regionalistas” eran licencias poéticas que dotaban su poema de su belleza más intrínseca. El uso de voces indígenas o peculiares de ciertas comarcas, desacompañado de semejantes aclaraciones, condena a no ser entendidas fuera del suelo donde nacieron a obras que merecieron otra suerte; dígalo, si no, la Memoria sobre el cultivo del maíz en Antioquia, poema bellísimo que con gusto prohijaría Virgilio, pero que su autor, modesto en demasía o injustamente celoso con sus lectores no antioqueños, destinó solo a su patria.21

Lo que Cuervo lamentó respecto del poema de Gutiérrez González —que el uso excesivo del léxico regional acabaría por restarle universalidad—, también podría decirse sobre la obra de Tomás Carrasquilla.22 Sin

Tomás Carrasquilla, “Homilía n.° 2. En contestación y acatamiento al hermano Max Grillo”, en Obra escogida, ed. de Leticia Bernal Villegas, Ministerio de Cultura, Gobernación de Antioquia, Universidad de Antioquia, Medellín, 2008, p. 512.

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Obras completas de Gregorio Gutiérrez González, ed. de Rafael Montoya Montoya, Editorial Bedout, Medellín, 1960, p. 25. Disponible en: http://biblioteca-virtual-antioquia. udea.edu.co/

Rufino José Cuervo, Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano con frecuente referencia a los países de Hispano-América. A & R. Roger y F. Chernoviz Editores, París, 1907, p. xix. Disponible en: http://www.archive.org/.

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Muchos años después García Márquez también lamentó este defecto: “Tomás Carrasquilla, nuestro espléndido narrador, no alcanzó a estructurar en casi cincuenta años de ejercicio literario una obra capaz de defenderse universalmente, no por falta de talento creador, sino por las limitaciones de su idioma localista”. (“La literatura colombiana: un fraude a la nación”, en Fernando Ayala Poveda, Manual de literatura colombiana,

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embargo, preguntémonos qué tan regionalista o popular es en verdad el lenguaje de Carrasquilla, si, como dice Rafael Gutiérrez Girardot hablando de Antonio Machado, “nadie habrá de engañarse ingenuamente”, pues “el mandamiento estético de un lenguaje cercano al pueblo no es, por popular que parezca, en modo alguno popular”.23 Y en verdad que en todas las narraciones de Carrasquilla advertimos una prosa estucada, policromada, elegante y en nada similar a la del vago costumbrismo. Nacía del frenesí por imitar el lenguaje plebeyo o criollo, frenesí que era inversamente proporcional al de quienes sentían una fascinación por imitar la prosa francesa.

Consolidación del cuento moderno en Tomás Carrasquilla Carrasquilla compiló la mayoría de sus cuentos en un libro que tituló Tejas arriba (1914), en alusión a cierto carácter fantástico, porque indica algo que sucede arriba, más allá de los tejados, de la realidad superficial o plana. El primer cuento, “Simón el mago”, lo había publicado en Medellín en 1887. Una antología del cuento moderno colombiano debería empezar con “Simón el mago”, porque este cuento se distingue de inmediato de los artículos costumbristas del siglo xix que en Colombia publicaban los del grupo de El Mosaico. Los cuentos de aquellos costumbristas, Vergara y Vergara, José David Guarín, Ricardo Silva, estuvieron muy lejos de poseer la estructura del cuento moderno. El cuento moderno implicaba un aflojamiento sintáctico y una mirada irónica sobre el lenguaje y el mundo, que aquellos narradores decimonónicos no tenían, por cuanto se movían entre dos registros excesivos de la realidad y del lenguaje. El mundo era, para ellos, sublime o patético. Idealizaban demasiado la literatura. Con Carrasquilla ya estamos frente a otra cosa. “Simón el mago” se sumerge en el universo mental de la infancia y su narrador-protagonista tiene menos de doce años de edad. Desde luego ese niño-narrador, Simón, desconoce lo serio y lo solemne y considera como real cualquier tipo de fantasía, en especial las supersticiones de la criada de su casa, a quien su familia ha maltratado en cierta ocasión. Para Frutos, como se llama la criada de origen africano, la religión de sus patrones es un sincretismo muy cercano al mito y al relato fantástico. Y al hacerle creer al Panamericana Editorial, Bogotá, 2002, p. 302). El léxico regional de Carrasquilla llevó a que Néstor Villegas Duque elaborara cuatro tomos de Apuntaciones sobre el habla antioqueña en Carrasquilla (Biblioteca de Escritores Caldenses, Manizales, 1986).

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Rafael Gutiérrez Girardot, Machado, reflexión y poesía, Tercer Mundo Editores, Bogotá, 1989, p. 23.

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pequeño Simón que puede volar como un demonio, lanzándose desde el tejado de su casa, sin duda se está burlando del catolicismo dogmático que se practicaba en toda Latinoamérica y que se exacerbaba particularmente en provincias como Antioquia.24 Carrasquilla tenía un gran sentido de la relatividad, y en otro de sus cuentos, “El padre Casafús” (1899), esgrimió una heterodoxia pacifista en medio del horror de la Guerra de Los Mil Días.25 Relató cómo la retrógrada matrona Rebolledo de Quintana exige a Casafús, el cura del pueblo de Piedrasgordas, azuzar el odio contra los liberales; pero como Casafús predica la paz, de inmediato el obispo lo suspende del púlpito, sin que el cura modifique su opinión. […] siento que la paz es Dios y no la guerra bajo ningún pretexto. Si esto ha de tomarse a liberalismo, si por eso me suspenden, que sea en buena hora: la conciencia no se puede cambiar como se cambia la sotana [...]. Sé que los liberales filosóficos están contra la Iglesia católica; yo soy ministro de esta Iglesia y, por lo mismo, no puedo apoyarlos. Pero esto no obliga ni me autoriza siquiera a azuzar los católicos contra ellos [...]. Es que las ideas no se acaban a cañonazos ni se propagan a bayoneta calada: los misioneros cristianos no usan más arma que su palabra; oponen la idea a la idea.26

Si llamamos realistas a sus cuentos es por falta de otra palabra, pues, en su placer por ver las cosas desde ópticas novedosas y caricaturizarlas, los cuentos de Carrasquilla pertenecen al modernismo. El argumento de su cuento más famoso, “En la diestra de Dios Padre” (1897), es también una variación muy personal de una antigua leyenda cristiana de la Europa del Este. La forma en que Carrasquilla la narra es única. Peralta, un campesino soltero que vive con su hermana en un caserón modesto, recibe un día la visita de

Véase el ensayo de Edison Neira Palacios, “El imaginario afroamericano en ‘Simón el mago’ de Tomás Carrasquilla”, en Estudios de literatura colombiana, vol. 13, Universidad de Antioquia, Medellín, 2003, pp. 41-49.



Véase el ensayo de Juan Guillermo Gómez García, Colombia es una cosa impenetrable. Raíces de la intolerancia y otros ensayos sobre historia política y vida intelectual (Diente de León, Medellín, 2006), en donde analiza el papel heterodoxo de Carrasquilla. También el artículo de Mario A. Arango Morales, “‘Luterito’ de Tomás Carrasquilla y el trasfondo político-religioso de las guerras civiles en Antioquia de finales del siglo xix”, en Revista Iberoamericana, n.° 21, vol. 2, 2010, pp. 159-206. Disponible en: http://snuilas.snu. ac.kr/



Tomás Carrasquilla, Obras completas II, ed. de Jorge Alberto Naranjo Mesa, Editorial Universidad de Antioquia, Medellín, 2008, pp. 456-457.

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dos peregrinos hambrientos a quienes colma de comida y de regalos. Esos peregrinos resultan ser San Pedro y Jesucristo, deseosos de probar la fe del siervo Peralta. Antes de marcharse se lo dejan saber, y el modo de hablar de Jesucristo acusa todo el acento de un rancio antioqueño: “Sentáte, amigo Peralta, en esa piedra, que tengo que hablarte”. Y Peralta se sentó. “Nosotros —dijo el mocito con una calma y una cosa allá muy preciosa— no somos tales pelegrinos; no lo creás. Este —y señaló al viejo— es Pedro, mi discípulo, el que maneja las llaves del cielo; y yo soy Jesús de Nazareno. No hemos venido a la tierra más que a probarte, y en verdá te digo, Peralta, que te lucites en la prueba. Otro que no fuera tan cristiano como vos, se guarda las onzas y si había quedao muy orondo. Voy a premiarte: los dineros son tuyos: llevátelos; y voy a darte de encima las cinco cosas que me querás pedir. ¡Conque, pedí por esa boca!”.27

Peralta pidió cinco deseos bastante extraños, olvidándose del más importante: que su alma fuera al cielo. No le importó. Una vez que Jesús le concedió el deseo de ganar siempre en el tute (que es un juego de naipes) y de avisarle en qué momento la muerte venía por él, Peralta se atrevió a descender al infierno a retar al mismísimo diablo. La idea de la muerte amarrada al tronco de un árbol es, de lejos, un gran acierto estético. Lo fantástico se camufla con la apariencia del costumbrismo, y de ahí que lo aceptemos como algo cotidiano, diáfano, sin que deje de ser algo ancilar, es decir, dependiente de la religión. En “El ánima sola” (1898), otro de sus mejores cuentos, Carrasquilla demuestra que también podía narrar con el lenguaje clásico, sin modismos antioqueños, y situarse en otros parajes: un reino medieval —imaginario— donde un príncipe comete la torpeza de seguir el consejo de no casarse con su prometida. La decisión causa un cataclismo cósmico: se detiene el mundo. Más adelante veremos sus novelas de larga extensión.

Clímaco Soto Borda, narrativa de la Bogotá bohemia Lejos del periodismo de la oligarquía, que solo estaba al servicio de una pequeña porción de la sociedad, el bogotano Clímaco Soto Borda (1870-1919) volcó su mirada sobre las clases populares a través de periódicos que ayudó a fundar y que él mismo redactaba: El Telegrama, La Esfinge, El Porvenir, Oriente, Rayo X, El Sol y La Barra. En ellos se fue templando, primero, para

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Tomás Carrasquilla, Obras completas I, ed. de Jorge Alberto Naranjo Mesa, Universidad de Antioquia, Medellín, 2008, p. 441.

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trazar sus Siluetas parlamentarias (1897), una colección de anécdotas, chistes y sátiras contra liberales y conservadores; poco le importaba la ideología política, pues todos esos canallas poderosos, por más enemigos que parecieran, se unían para mantener en zozobra a la población y minar la inteligencia de sus intelectuales. Esa templanza en el periodismo urbano y político le permitió escribir una serie de cuentos y una novela. Los primeros los reunió en un libro cuyo título parece sugerir el decadente estado en que había quedado la nación después de la Guerra de Los Mil Días: Polvo y ceniza. Lo publicó en Medellín en 1906, acaso para huir de los censores del régimen de Rafael Reyes en Bogotá. La primera edición (y hasta ahora la única) de Polvo y ceniza no solo es transgresora por lo que dice y cómo lo dice sino también por el formato tipográfico: hay que tomar el libro al revés porque las líneas son verticales y no horizontales; la tinta es azul en vez de negra y la numeración de las páginas está hecha con números romanos. Y lo que dice cada cuento y el tono como lo dice no pueden ser más sorprendentes. Incluso, el crítico Gilberto Gómez Ocampo habla de una ruptura epistemológica con el resto de la literatura colombiana, pues en Polvo y ceniza surgen elevadas a la octava potencia la ironía y la alazoneia (adjudicarse atributos que no se poseen), dos recursos que desestabilizan todas las verdades solemnes de la religión y del positivismo científico, sin necesidad de protestas explícitas ni juicios contestatarios a lo Vargas Vila.28 Basta con sugerir; no es necesario decir. En el cuento “En el aire”, de repente, el albañil Basilio se trepa a la torre de una Iglesia y luego no puede bajarse. Gran parte de Bogotá se conmociona, pero ninguno de los espectadores manifiesta sentimentalismo por la suerte del albañil. Para un periodista, el hecho solo es interesante en cuanto noticia amarillista; un estudiante de medicina solo lamenta que si Basilio se cae al piso su cadáver quedará inservible para el análisis médico porque se romperá todos los huesos. Ni el ángel de la guarda de Basilio puede hacer nada por él, pues sus superiores en el cielo le han impedido “hacer milagros”. Otros de sus cuentos tocan el tema del nihilismo sin necesidad de solemnidades filosóficas. Al narrar la vida de un feto, por ejemplo, el narrador celebra la “hermosa noche de amor en que sus padres lo sacaron del negro imperio de la nada”, pero a la hora en que relata el nacimiento de ese feto se ensaña contra la partera, cuyas “garras de vieja indolente y sucia lo hacían entrar por la fuerza en las mazmorras de una cárcel inmunda: ¡la tierra!”.



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Véase de Gilberto Gómez Ocampo el capítulo “Clímaco Soto Borda y el impacto modernista”, en Entre María y La Vorágine, Fondo Cultural Cafetero, Bogotá, 1988, pp. 149-171.

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Dos de los cuentos de Polvo y ceniza, “Solo” y “El búho”, anticipan el argumento de su novela Diana cazadora (escrita en 1900 y publicada en 1915). Allí Soto Borda superó las hipocresías y dejó en claro la relación de los “intelectuales” con la prostitución. En sus cuentos y en su novela aparecieron las primeras prostitutas de la narrativa colombiana moderna. No más Manuelas ni Marías. Soto Borda cerró la ventana que miraba al campo, y abrió otra que miraba al bajo mundo de la gran ciudad latinoamericana del siglo xx. Porque a pesar de que Bogotá a comienzos de siglo se reducía a lo que hoy es el centro histórico, la plaza de Bolívar, el capitolio, la catedral, alrededor de los cuales se ubicaban La Candelaria, Santa Bárbara y San Victorino, toda la capital colombiana estaba flanqueada de prostíbulos y bajos fondos. Miguel Samper, en su ensayo La miseria en Bogotá (1869), ya había hecho una radiografía del crecimiento desproporcionado —cancerígeno— de una ciudad colonial de repente invadida por campesinos y provincianos que no se sentían identificados con nada. Clímaco Soto Borda se metió de lleno en esos bajos fondos de la mano de Fernando Acosta, un joven de la clase alta bogotana que había sido seducido por Diana, que no es la diosa mitológica, como lo insinúa el título de la novela (Diana cazadora), sino una prostituta de carne y hueso, proveniente de la tierra caliente, cuyo “templo” está en el barrio Las Nieves, en los extramuros de la Bogotá de entonces. Fernando Acosta iba por los veinticuatro años cuando cayó herido bajo las jabalinas de Diana. La conoció una noche en cualquier parte, se enamoró de ella con furia, con la violencia del primer impulso… ¡y fue Troya! […] Muerto para el alto mundo, cubierto con una capa de olvido, renacía en los subterráneos de un mundo sombrío, de alimentos groseros, de bebidas impuras, de canciones libres en el imperio del vicio y del fango, donde los hombres son espectros sucios y grotescos y donde las mujeres, escuálidas, pintarrajeadas, histéricas y alegres, con una alegría enfermiza, parecen escapadas de una novela de Zola.29

Armada de un cuerpo voluptuoso, Diana caza incluso a hombres cultos como Fernando. Ella no es analfabeta y se ha nutrido de cierta literatura de moda que la hace aún más seductora para los burgueses insatisfechos. Aparte de un congresista de origen costeño (cuyo modo de hablar, omitiendo la “s”, se reproduce en la novela), el principal cliente de Diana es Fernando, en quien, por pertenecer a la oligarquía bogotana, ella cree ver la oportunidad para ascender socialmente. Al verlo arruinado lo hospeda en su cuarto, aun

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Clímaco Soto Borda, Diana cazadora, Biblioteca Popular de Cultura Colombiana, Ministerio de Educación, Editorial abc, Bogotá, 1942, pp. 43-45.

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en presencia de otros clientes, con la idea de seducir también a su hermano Alejandro, quien ha regresado de Europa y parece tener mucho dinero. Pero Alejandro hace todo lo posible para salvar de las garras de Diana a su hermano Fernando. En cierta ocasión Diana advierte la ausencia de su presa, y el narrador omnisciente nos la muestra de profundo mal humor en medio de un guayabo —de una resaca— atroz: Diana pasó la noche en una espantosa orgía. Se despertó muy tarde, sin saber en dónde estaba ni quién era, en la alcoba inundada de vapores calientes, echada en su lecho revuelto como el nido de una serpiente […]. Por momentos se acordaba de que Fernando no iba desde el sábado… ¡y ya era lunes! ¿Qué podría ser aquello? Algo raro sucedía; sin duda, Alejandro y Velarde lo tenían cogido. Peor para él. Le cruzaban ante los ojos, haciéndoselos cerrar, el alfiler de perlas y las joyas de Alejandro y seguía soñando con las maravillas que éste debió traer de Europa y que a ella se le antojaban tan valiosas como los tesoros del Abate Farías.30

Pese a los intentos de Alejandro por salvar a su hermano Fernando, nadie puede contra la “diosa” Diana. No solo posee la voluptuosidad de su cuerpo; también tiene recursos literarios para escribirle una carta a su cliente favorito, Fernando, prometiéndole verdadero amor y hacer juntos un viaje a Europa. Soto Borda quiere mostrarnos cómo el deseo y el sexo superan desde todo punto de vista los intelectualismos y las ideologías; cómo las bestialidades del cuerpo también son cosa del espíritu. ¿O no lo dejaba en claro la Guerra de Los Mil Días, que es el trasfondo histórico de la novela? Estaban permitidas bestialidades políticas e ideológicas, pero seguían prohibidos por una “doble moral” el amor libre y la libertad sexual.

Novelas del cosmopolitismo bogotano El afrancesamiento de cierta clase bogotana sorprendió a Piérre d’Espagnat cuando pasó por Bogotá en 1897. Encontró ridículo que, a tanta distancia del mar y aún más de Francia, sus anfitriones se empeñaran en saludarlo en francés, según comentaba en su crónica Souvenir de la Nouvelle-Grenade (Recuerdos de la Nueva Granada).31 De eso mismo se venía quejando el cas

Ibíd., p. 78.



Esta crónica, Souvenirs de la Nouvelle-Grenade, se publicó en París en Revue des Deux Mondes (1900) y al año siguiente salió en libro, para consumo de lectores curiosos de saber sobre un país que ya no se llamaba Nueva Granada sino Colombia. Pierre

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tizo cronista José María Cordovez Moure en sus Reminiscencias de Santafé y Bogotá (1893), donde dejaba en claro el contraste entre el santafereño de vieja cepa española y el bogotano estilizado que ya no sentía apego al terruño y soñaba con ser londinense o parisino. Los jóvenes letrados de la capital, al finalizar el siglo xix, no se contentaron con hacer estampas de sus haciendas sabaneras, como sus padres o abuelos; se atrevieron a escribir crónicas de viajes a Europa, a imaginar personajes decadentes y proclives al spleen o al tedio, con modos de expresarse contagiados de galicismos y anglicismos. Esos experimentos cosmopolitas en un país demasiado parroquiano hicieron que tales novelas carecieran, y aún carezcan, de un amplio público lector. No aportaban, según los planes de estudio, al cultivo de la identidad nacional. Y quedaron como un paréntesis en la historia literaria de Colombia, en la que siempre ha parecido dominar la tendencia criollista.

De sobremesa, o la novela del artista latinoamericano Al parecer Silva, antes de su novela, había publicado cuentos firmados con seudónimos. El biógrafo Enrique Santos Molano escarbó y encontró al menos dos cuentos publicados en el periódico El Telegrama: “Las dos versiones” (1893) y “Un drama matinal” (1894). El último, en especial, habla de solucionar un misterioso crimen al mejor estilo del género negro. Ciertamente esos cuentos no se asemejan en nada a los cuadros de costumbres que publicaba su padre, Ricardo Silva, en la revista El Mosaico. A pesar del exotismo tampoco compartía el tono fatigante de las narraciones de Felipe Pérez. Proponían otra cosa, tal vez algo parecido a los escritos de Anatole France, a quien Silva le dedicó comentarios en varias ocasiones. El bogotano estaba muy interesado en el mundo artificial de las joyas y las esencias, y se dice que perdió una suerte de novela en el naufragio de El Amérique en las bocas del Magdalena, a su regreso de Caracas en 1895. De sobremesa (escrita entre 1887 y 1896 pero solo publicada póstumamente en 1925) es, según Rafael Gutiérrez Girardot, “una rareza en la tradición realista y costumbrista de la novela en lengua española; una variedad de la épica llamada novela de artistas”.32 Cuando regresó de París, contaba Sanín Cano, Silva simulad’Espagnat, joven católico que por entonces tenía 28 años, desestimaba el influjo de la moda francesa, lo criticaba, y de ahí que no solo desdeñara a los afrancesados, sino que insistiera en el mito de la Atenas suramericana al referirse a Bogotá, sin percatarse muy bien de qué se trataba (Pierre d’Espagnant, Recuerdos de la Nueva Granada, ed. de Jorge Luis Arango, Ediciones Guadalupe, Bogotá, 1971). Rafael Gutiérrez Girardot, “José Fernández y Andrade: un artista colombiano finise-

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ba cierto acento francés, como si apenas estuviera aprendiendo español, o como si dos años en Francia, entre 1883 y 1885, lo hubieran marcado para siempre. Si sus contemporáneos lo odiaron por ello e incluso lo apodaron “José Presunción”, el ensayista antioqueño comprendió en ese gesto vanidoso, más bien, la paradoja de una simulación auténtica. De hecho, Sanín Cano puede ser uno de los personajes de la novela de Silva que escucha y comenta la lectura del diario del protagonista, José Fernández y Andrade. De sobremesa no trata de recuerdos ni de anécdotas parisinas. Eso ya lo había hecho Ángel Cuervo —el hermano de Rufino José— en Curiosidades de la vida americana en París (1893), donde se había burlado de los jóvenes colombianos que despilfarraban su dinero y cometían toda clase de excentricidades incapaces de gozar en sus tierras. Silva celebró y justificó esos derroches. Se atrevió a relatar los delirios de un poeta millonario de origen latinoamericano, intoxicado por drogas alucinógenas, acosado por proyectos intelectuales para los que no tiene disciplina, carente de la espontaneidad de la vida y abrumado por los artificios del arte.33 Silva, como es evidente, mezcló el tema social con el simbolismo, en una forma que los novelistas románticos no habían conseguido. Cambió el verbo “reflejar”, que pedía Stendhal para una novela realista, por el de “revelar”, para una novela psicológica y casi fantástica, capaz de manifestar lo más íntimo y secreto. De ahí que en 1926, un año después que la editorial Cromos de Bogotá publicara por primera vez De sobremesa, el joven crítico Jorge Zalamea la comparara con À rebours, de Huysmans, por cuanto

cular frente a la sociedad burguesa”, en José Asunción Silva, Obra completa, Héctor H. Orjuela (coord.), Archivos, París, 1996, p. 623. Ahora bien, no deberíamos ver tan exótica o ajena a la tradición literaria colombiana esta novela de Silva, pues según Álvaro Pineda Botero el tópico del personaje-poeta, del artista incomprendido por la sociedad, está presente en las mejores novelas colombianas. Hay incluso una familiaridad, una hermandad entre José Fernández y el protagonista de María, Efraín, quien también es poeta y sufre la tragedia de un padre y una sociedad que lo obligan a desprenderse de su terruño y de su amada. A la hermandad de Efraín y José Fernández puede sumarse Arturo Cova, el protagonista-poeta de La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera. Los tres protagonistas parecen primos. Los tres escritores, por cierto, pasaron de la poesía a la novela, impregnando de aquella a esta; cada uno publicó una sola novela y sobresale por ella, como si llegados a los linderos de la belleza, la misma belleza los hubiera esterilizado. La novela de artista, en este sentido, resulta parte integrante de la literatura colombiana. A esa corriente pertenecerían también las últimas novelas de Germán Espinosa, Cuando besan las sombras (2004) y Aitana (2007), así como las de Fernando Vallejo y Ricardo Cano Gaviria (ambos biógrafos de Silva): La virgen de los sicarios (un novelista gramático en medio de la violencia) y Una lección de abismo (un novelista hispanoamericano en París).

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ambas novelas revelan la peligrosa artificiosidad que conlleva el exceso de intelectualismo: vivir al revés, à rebours.34 Tal comparación suscitó entre los biógrafos de Silva la conjetura de cierto episodio, ocurrido acaso a principios de 1885, en el que el joven colombiano le habría obsequiado a Mallarmé orquídeas de su país, y este, a cambio, le habría retribuido con un ejemplar de la novela de Huysmans.35 Por cierto, unos versos de Mallarmé parecen haberlo inspirado: “[…] la chair est triste, hélas! et j’ai lu tous les livres”. También José Fernández parece haber leído todos los libros y estar fatigado de sensualidad. Dos mujeres dominan sus sentimientos: Helena, una muchacha con la que se cruza alguna vez en el comedor de un hotel italiano y por quien siente una obsesión mística, y Nelly, una chica millonaria de Estados Unidos, a quien conoce en una joyería en París y por quien siente una atracción puramente sexual. Y si a la primera cree verla retratada en pinturas de los prerrafaelistas, a la segunda la sienta sobre sus rodillas y empieza a desatarle lentamente el corpiño, en uno de los momentos más eróticos de la literatura colombiana de entonces: Veo su carne desnuda, sus gráciles formas ofrecidas a mis besos, y ardo. Son las ocho de la noche; ¡dentro de dos horas estará en mis brazos, lo estoy sintiendo, y se realizarán los contenidos deseos que acumulan en mí ocho meses de loca continencia y de estúpidos sentimentalismos, sugeridos por haber visto a una muchachita anémica [se refiere a Helena], estando bajo la influencia del opio! ¡Hurra a la carne! ¡Hurra a los besos que se posan como mariposas sobre el terciopelo de la piel sonrosada, a los besos que entran como áspides por entre el raso amoroso de los labios, a los besos que penetran como insectos borrachos de miel hasta el fondo de las flores; a las manos trémulas que buscan; al olor y al sabor del cuerpo femenino que se abandona.36

Helena y Nelly simbolizan la contradicción que atenaza al protagonista José Fernández y Andrade. De hecho, esa contradicción se deriva del origen de sus dos familias: los Fernández, oriundos del altiplano bogotano, son místicos e intelectuales; los Andrade, nativos de los llanos venezolanos, son

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Véase de Jorge Zalamea, “Una novela de José Asunción Silva”, en El Tiempo, Bogotá, 5 de junio de 1926, p. 9. El artículo puede leerse también en José Asunción Silva, Poesía y prosa, ed. de Juan Gustavo Cobo Borda y Santiago Mutis Durán, Colcultura, Bogotá, 1979, pp. 428-432.

Véase la biografía escrita por Ricardo Cano Gaviria, José Asunción Silva, una vida en clave de sombra, Monte Ávila Editores, Caracas, 1992.

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Silva, op. cit., p. 327.

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impetuosos y sexuales; estos lo inclinan a los amores carnales, a la seducción desaforada; aquellos, a los amores platónicos, a la idealización de la mujer como musa; ambos: a una concepción del mundo fundada, al mismo tiempo, en la extrema sensualidad y en la extrema idealización. A los primeros los invoca cuando posee a Nelly, la chica norteamericana: ¡Afuera voz de mis tres Andrades, sedientos de sangre, borrachos de alcohol y de sexo, que, tendidos sobre los potros salvajes, con el lanzón en la mano, atravesabais las poblaciones incendiadas atronándolas con nuestro grito: Dios es pa’ reírse dél; el aguardiente pa’ bebérselo; las hembras pa’ preñarlas y los españoles pa’ descuartizarlos! Grita, voz de mis llaneros salvajes: ¡Hurra a la carne!37

¿No anticipan estas alusiones el tema que más tarde sumergirá a Rivera en La vorágine (1924) o a Rómulo Gallegos en Doña Bárbara (1929)? Por más europeizado que esté, la fuerza del trópico se entromete en todos los recuerdos del personaje. Lo desordena. Y tanto es su desorden sentimental que José Fernández no se conforma con esas dos amantes sino que goza con mujeres casadas de varias nacionalidades. Cree ser un “superhombre”, y cuando echa una mirada sobre su patria, ya por el contacto con una esmeralda o ya por alguna remembranza infantil, sueña con volver para ser un déspota ilustrado y cambiar los destinos del país. Todo se le va en ilusiones. Silva experimentó su época como si se tratara del fin del mundo, como una época apocalíptica. Al vivir en Caracas como diplomático y darse cuenta de la desunión de los dos países (aunque una de sus funciones prácticas fue, de hecho, estirar cables telegráficos entre Colombia y Venezuela), comprendió que el sueño de Bolívar se había esfumado. Así lo hizo público en la recepción del 5 de julio de 1895 al embajador de Venezuela en Bogotá, Marco Antonio Silva Gandolfi, al recitar su poema “Al pie de la estatua”. No solo decaía el romanticismo de los antiguos próceres; perdía también vigor y vigencia el positivismo, esa fe ciega en la razón y en la ciencia. Nadie parecía admitirlo. Menos en Europa, donde el protestantismo y la raza aria querían imponerse sobre el catolicismo y la raza latina, como bien lo intuyó Silva en sus años parisinos. Nietzsche, a quien Silva había conocido por Sanín Cano, a través de traducciones de revistas alemanas, le pareció el nombre de ese mal decimonónico. Silva quería decir que la cultura francesa, tan ponderada por el modernismo latinoamericano por cuanto era también latina, se veía



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Ibíd.

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desfallecer ante la filosofía del superhombre, y en aquellas líneas pareció predecir el nazismo: Moriste a tiempo, Hugo, padre de la lírica moderna; si hubieras vivido quince años más, habrías oído las carcajadas con que se acompaña la lectura de tus poemas animados de un enorme soplo de fraternidad optimista; moriste a tiempo; hoy la poesía es un entretenimiento de mandarines enervados, una adivinanza cuya solución es la palabra nirvana. El frío viento del Norte, que trajo a tu tierra la piedad por el sufrimiento humano que desborda en las novelas de Dostoievski y de Tolstoy, acarrea hoy la voz terrible de Nietzsche.38

No se equivocan quienes asocian su novela con El retrato de Dorian Gray, porque también Wilde criticó los excesos de la burguesía ilustrada, irresponsable en un sentido práctico al poner la estética por encima de la ética.

El impacto de la muerte de Silva En una historia literaria no hay que preguntarse qué tanto influyeron la sociedad o el ambiente literario en el “suicidio” de Silva, sino qué tanto influyeron los escritos y el propio suicidio de Silva en la sociedad y en los escritores de su tiempo. El impacto fue impresionante. Algunos vieron los peligros que conllevaban los artificios del intelectualismo; otros, la intolerancia de un ambiente enrarecido que ninguneaba a sus artistas por envidia o indiferencia; todos, en fin, quedaron tan perturbados que explícita o implícitamente generaron provechosas controversias en sus narraciones y novelas.

Vargas Vila, o la novela del artista perverso José Fernández se regodea en todas las corrientes artísticas e intelectuales de su tiempo, sin dejar de ser un crítico de la modernidad; desconfía del superhombre nietzscheano e incluso les reprocha a algunos escritores la falsa imitación del modernismo. En cambio, los personajes-artistas de José María Vargas Vila son incapaces de asumir el modernismo de una manera serena y reflexiva. Cometen toda clase de excentricidades y quieren ser perversos superhombres y situarse más allá del bien y del mal. Aun más, la sintaxis artificial y la puntuación caprichosa de Vargas Vila acaban por ser un desprecio del lenguaje coloquial y una incomprensión de la vida, es de-



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Ibíd., p. 321. El subrayado es mío.

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cir, un exceso de intelectualismo. Él mismo lo confesó en su ensayo Libre estética (1900): “El arte no tiene ética; ignora los antagonismos artificiales; las categorías caducas de eso anormal y confuso, atrabiliario y extravagante, que el hombre llama: el Bien, y el Mal; el arte no tiene sino estética”.39 Y sus personajes no hacen sino poner en escena esa idea peligrosa. Ya en el prólogo de su primera novela, Aura o las violetas (Maracaibo, 1887), Vargas Vila había aclarado que no perseguía ningún “fin moral, ni social ni religioso”; a partir de lo cual uno podría esperar el narrador absolutamente literario que pedía el modernismo. Pero de repente advertimos que esa no es tanto una declaración de independencia literaria sino otro dogma, sí, un dogma anticonservador y anticristiano. De ahí que sus novelas sean más bien ensayos novelados. Vargas Vila se negó a narrar espontáneamente. Las acciones y los diálogos de sus personajes son mínimos; no se ven vivir directamente. Son artistas o intelectuales indóciles e ineptos para el trato social, envenenados por unos cuantos libros. Vargas Vila a menudo prescinde de acciones o aventuras, en donde sus personajes podrían cobrar vida propia, en su afán retórico de ser patético y truculento. En su novela Ibis (1900) aparece el personaje Adela, que es más bien un arquetipo: hija de una prostituta y un intelectual, a Adela acuden burgueses decepcionados de la sociedad, que buscan en su cuerpo “un espacio donde satisfacer su necesidad de libertad sensorial y transgresión de las normas establecidas”.40 Vargas Vila no reivindicaba a la mujer; antes insistía en mostrar su lado más negativo. Todos sus personajes femeninos “son seres sin vida”.41 En La simiente (1905) su perversidad urde extraños refinamientos en el personaje Leonardo Bauci, intelectual que se regodea en el lujo. Podría parecerse a José Fernández por cuanto vive en París y también es adinerado y poeta, pero se aparta de él por su gusto por la depravación y la muerte. Seduce a una prostituta belga, Elbina Valdebereng, no por amor sino por capricho; ni siquiera se arredra al saber que ha sido la amante de su hijo, Germán García, quien había muerto recientemente en alguna revolución suramericana. Después de dejarla encinta la obliga a abortar de manera abrupta con la excusa de que su viejo amante llegará en cualquier momento:



José María Vargas Vila, Libre estética, Editora Beta, Medellín, 1974, p. 60.



Betty Osorio, “Erotismo y poder en la narrativa de José María Vargas Vila”, en Literatura y cultura: narrativa colombiana del siglo xx, Ministerio de Cultura, Bogotá, p. 117.



Consuelo Triviño Anzola, José María Vargas Vila. Procultura, Bogotá, 1997, p. 11.

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[…] la operación había logrado su objeto; las manos sabios de la extirpatriz, habían anonadado y extraído bien el germen maldito; bajo sus dedos herodianos la vida había muerto sin nacer; ¡oh, ventura!; ante su simiente triturada, anonadada, se sintió feliz; ¡ya podía amar libremente a Elbina […].42

Y ni siquiera queda arrepentido cuando Elbina muere; todavía tiene arrestos para seducir y embarazar a otra muchacha viuda, Sofnia, en un hotel de Venecia. Y lamenta de nuevo el poder procreador de su simiente porque detesta la proliferación de la especie humana. Lógicamente este tipo de novelas se prohibieron en Colombia, tanto más cuanto que el Vaticano había excomulgado a Vargas Vila. Pero como lo prohibido seduce mucho más, su fama creció como espuma en el mundo de habla española, atrayendo a la masa semianalfabeta a través de los mismos recursos retóricos que usaban curas y obispos. Al toque alambicado de su prosa, llena de sentencias, letanías y proverbios, mucha gente comenzó a seguirlo como si fuera el flautista de Hamelín. Y cuando su fama ya parecía alarmante, grandes críticos latinoamericanos del siglo xx, como Alfonso Reyes, deploraron los artificios artísticos de Vargas Vila y lamentaron su perversa influencia.43 El tiempo ha terminado por darles la razón. A pesar de las reivindicaciones y reediciones que la editorial Panamericana ha hecho de Vargas Vila a comienzos de este milenio, con notas y prólogos de especialistas, este escritor ya ha perdido su actualidad. Quizás los vicios que criticó no han desaparecido, pero la artificiosidad y los insultos de su crítica raras veces alcanzan la altura de una obra de arte.

Novelas de artistas cristianizados Alarmados por la visión agnóstica o atea de Silva, y aún más por el anticristianismo de Vargas Vila, ciertos novelistas colombianos se dieron a utilizar el modernismo para reforzar la fe católica y el tradicionalismo. José María Rivas Groot (Bogotá, 1863-Roma, 1923) también había gozado, como Silva, de pertenecer a una clase social adinerada; se educó en Londres y fue cónsul de Colombia en el principal puerto de Francia: Le Havre. Al volver a su país se preocupó por que se enseñara el inglés en la educación básica, y preparó

José María Vargas Vila, La simiente, Ediciones Beta, Medellín, 1973, p. 134.



“Vargas Vila despertaba en mí no sé qué desagrados o recuerdos de la última infancia, del autoerotismo, y de estéril ardor [...] era un escritor pésimo, si es que estas dos palabras pueden ponerse juntas” (Alfonso Reyes, “Dos cartas a Fabio”, en Obras completas xxiv, fce, México, 1990, p. 83).

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textos de enseñanza para las escuelas públicas. Pero siempre insistió en que estas ventajas de la modernidad debían aprovecharse sin transgredir el más estricto tradicionalismo. ¿Fue Rivas Groot un tradicionalista infiltrado en el modernismo? No tanto, si reparamos con Octavio Paz en que “el modernismo fue la necesaria respuesta contradictoria al vacío espiritual creado por la crítica positivista de la religión y la metafísica”.44 Rivas Groot, que en el año 1900 prologó Vida de Jesucristo de Monseñor Bougaud, encontró una manera de justificar el tradicionalismo católico ­ante la desolación y a veces el suicidio al que conducía la vacuidad de una vida entregada a los placeres, sin conciencia religiosa o espiritual. El suicidio de Silva en 1896, que la chismografía de la época achacaba al exceso de sus anécdotas amorosas (a la relación incestuosa con su hermana, por ejemplo), motivó a Rivas Groot para indagar más en su tesis de que una vuelta a la esencia del catolicismo podía serenar los excesos de la modernidad. Como bajo la almohada del Silva fue hallado un ejemplar de El triunfo de la muerte de D’Annunzio, Rivas Groot trocó el título y bautizó una de sus novelas El triunfo de la vida (1916), en claro rechazo, según el crítico George N. Castellanos, “de la literatura decadente […] y afirmación de un mundo nuevo redimido por el cristianismo”.45 Antes ya había escrito otra novela breve, Resurrección: cuento de artistas (1901). En ella denunció la frustración a la que conduce el diletantismo fin de siècle, enemigo de la vitalidad natural. Imaginó a varios personajes con ínfulas de intelectuales reunidos en el castillo del contraalmirante Paul, a orillas del lago Enghien, en Suiza, lamentando el influjo de las lecturas modernas: Tenemos la voluntad enferma, quebrantada por Renán, por Anatole France, con sus contradicciones que desconciertan, con su bonhomía malévola y su ateísmo oloroso a incienso [...] somos esclavos a veces de una frase truncada que leemos en un libro abierto al acaso.46

Los personajes se dan cuenta de que no pueden engañar sus instintos con los artificios del arte, menos ante la belleza de Margot, la hija del dueño del castillo. En ella se mezclan, según el narrador, el misticismo de la española,



Citado por George N. Castellanos, Modernismo y modernidad en José María Rivas Groot, Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1998, p. 109. [La cita de Paz proviene de Los hijos del limo].



Ibíd., p. 131.



José María Rivas Groot, Resurrección, C. Pontón, Bogotá, 1905, p. 11.

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la gracia mundana de la francesa y las soñadoras languideces de la criolla, pues su madre era una hispanoamericana. Margot, por sus rasgos de mujer morena, no encarna a las mujeres pálidas y enfermizas de los prerrafaelistas; pero fallece de repente, joven, como ellas. La experiencia de su muerte es tan fuerte que todos sus pretendientes, burgueses decadentes, vuelven a abrazar doctrinas católicas cuando unos jóvenes misioneros visitan el castillo. Adiós, dicen, a las ideas demasiado esteticistas, nihilistas y ateas, postrándose frente al Cristo redentor. Los personajes de esta novela son “artistas”, pero en un sentido peyorativo, porque la moraleja es que los artistas deben ser como la gente normal, aceptar y practicar doctrinas católicas. Emilio Cuervo Márquez (Bogotá, 1873-París, 1937) escribió la primera biografía de José Asunción Silva en 1915, y quedó tan sugestionado con la vida de su biografiado que más tarde también tomó la decisión de suicidarse. Pero lo hizo a los sesenta años, viviendo en París y con todos los preparativos del caso: compró su tumba, pagó sus impuestos al gobierno francés y dejó una carta. En sus narraciones ya se había inclinado por el arrepentimiento al que llamaba Rivas Groot, y en una novela histórica ahora olvidada, Phinées: tragedia en los tiempos de Cristo (escrita en 1905, publicada en 1909), se remontó a los orígenes del cristianismo, tal como lo había visto en la novela Quo vadis? (1896), del escritor polaco Henryk Sienkiewicz. Cuervo Márquez intentó convencer a los dandis hispanoamericanos —él era uno de ellos— de practicar la humildad cristiana. Así como en medio de los lujos de Roma apareció Jesús en alpargatas, humilde, pronto sucedería lo mismo entre los lujos de los modernistas. Imaginó en su novela a un judío helenizado, de nombre Phinées, viajero y aristócrata, con el poder suficiente para enamorar a la hija del gobernador romano en Judea. Phinées ignoraba que dos cosas amenazaban su felicidad: la insurrección judía contra el Imperio y una enfermedad hereditaria que poco a poco va desfigurando su rostro. El argumento de la novela, sin embargo, se diluye en muchos episodios sin solución, puesto que Cuervo Márquez prefiere extasiarse con la prosa plástica del modernismo, pintando crepúsculos mediterráneos, trazando los interiores de los palacios romanos y hasta describiendo el sensual baile de los siete velos de Salomé. Entre tanto, el aristócrata judío, con el rostro desfigurado por la enfermedad, se echa a vagar por el desierto, topándose con las enseñanzas de Jesús. Cuervo Márquez también publicó otra novela, La selva oscura (1924), de argumento polémico, pues en ella trazó la historia de tres mujeres de la clase acomodada de Bogotá: Lilí, Teresa y Helena,

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para quienes el amor verdadero se vuelve inalcanzable; son infelices en el matrimonio y también fracasan cuando recurren a la infidelidad.47 No deja de ser curioso que tanto en Rivas Groot como en Cuervo Márquez los artificios estilísticos de Silva y el modernismo sirvan para deslegitimar el librepensamiento y apoyar en el fondo cierta ideología conservadora. Es decir, ellos dos fueron modernistas en la forma pero no en el fondo. En sus novelas, por más temas polémicos que tocaran (el suicidio, el ateísmo, el adulterio de la mujer, etc.), fueron consecuentes con su visión política. Rivas Groot, en especial, fue muy cercano al credo conservador que imperaba en Colombia (llegó a ser ministro de Instrucción Pública en tiempos del general Rafael Reyes), y animó el cultivo de un tipo de literatura que criticara las tendencias que distorsionaban la moral establecida. En 1905 publicó y estrenó Lo irremediable, un drama teatral en verso que había escrito en coautoría con Lorenzo Marroquín. Pero no quiso embarcarse, cuando este se lo propuso, en retratar en una novela el ambiente político e intelectual de la capital colombiana después de la Guerra de Los Mil Días, en parte, porque implicaba también auto-criticarse, burlarse de sí mismo.

La pax perpetua de Lorenzo Marroquín Retratar el ambiente político e intelectual de la capital colombiana después de la Guerra de Los Mil Días no era una empresa fácil en medio de las censuras del gobierno de Rafael Reyes. Una novela como Pax (1907), que desató un escándalo social y de la que se vendieron dos ediciones en poco más de un mes, solo podía atreverse a escribirla alguien como Lorenzo Marroquín (Bogotá, 1856-Londres, 1918). Él era inmune a la censura por ser hijo del ex presidente José Manuel Marroquín, quien en plena Guerra de Los Mil Días sustituyó en una oscura treta al presidente de turno, Manuel Antonio Sanclemente, para “gobernar” a Colombia de 1900 a 1904, en uno de los cuatrienios más sanguinarios de nuestra historia, y en el que se dio la pérdida de Panamá (1903). El hijo del rancio novelista de costumbres sabaneras ya no era un santafereño de pura cepa (en Pax se burla de El moro, la novela de su padre, a quien llama “tío Manuel”), sino un bogotano tocado de europeísmo, cuyas excentricidades lo llevaron a construir a las afueras de la ciudad un castillo medieval, como los que soñaba Rubén Darío en sus primeros poemas. De manera que en Lorenzo Marroquín ya no había escapismo hacia otros reinos, pues él los había implantado de algún modo

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Para un estudio más detallado de esta novela, véase Pineda Botero, La fábula y el desastre, Eafit, Medellín, 2002, pp. 455-462.

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en sus haciendas sabaneras. Desesperado por no poder ser ni europeo ni colombiano, en su novela Pax quiere responderse a sí mismo por qué Colombia es un país ingobernable desde cualquier doctrina política. ¿Por qué después de la guerra civil de Los Mil Días no había llegado propiamente la paz sino una vaga pax? Narrada con prosa modernista (variedad de verbos para darle realce y agilidad a la acción, sintaxis más o menos rítmica, visión muy estética del mundo), Pax empieza en medio de un almuerzo ofrecido por una familia de pretensiones aristocráticas pero a punto de venirse a menos; los comensales, el general Ronderos, el conde francés Bellegarde, el doctor Miranda, Roberto, y las dueñas de la casa, la joven Inés y doña Ana, divagan sobre temas muy distintos: sobre la cetrería, el sabor de la carne asada, la poesía de Alfred Tennyson, el teatro de Henryk Ibsen y la filosofía de Nietzsche. Hablan con ironía de una señora escritora, Aura de Cardoso (que puede ser Soledad Acosta de Samper), por vender ideas feministas en su revista La mujer independiente; y se burlan del poeta Solón Carlos Mata (S. C. Mata, que puede ser José Asunción Silva) porque no ha sabido asimilar bien a Nietzsche: ¡Qué sabe Mata de evangelio, ni de Dios... ni siquiera de alemán, ni de Nietzsche! Excusen que me exalte un poco, pero no se puede sufrir a esta escuela nietzschista aborigen, a estos decadentes payasos de un autor que no comprenden. Porque pertenecen precisamente a esos mismos que, según Nietzsche, “saben poco y aprenden mal…”. En Nietzsche al menos había un hombre sincero, aunque extraviado por el orgullo. Tenía en el estilo cierta música grandiosa, como una reminiscencia de su antiguo maestro Wagner. Nietzsche, al apartarse del maestro, le arrebató un magnífico jirón de su manto.48

Es evidente el odio contra Silva que sentían tanto Marroquín como Rivas Groot (este último era también poeta y debió ser el autor de la parodia del famoso “Nocturno iii” de Silva). Solo que en Pax también es evidente un esfuerzo por superar la ironía y la parodia, por no caer en el panfleto o en el mero retrato de la época, en el vago costumbrismo. La estructura narrativa permite que el narrador omnisciente se ocupe de muchos frentes (de la política, de la intelectualidad, de la inminente guerra civil) y que sus personajes adquieran vida propia en la medida en que deslizan envidias, ce Lorenzo Marroquín, Pax, Editorial Bedout, Medellín, 1971, p. 36. Si es o no Silva de quien habla Marroquín, lo cierto es que este no alcanzó a leer De sobremesa, la novela donde el propio Silva criticaba la filosofía de Nietzsche.

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los, rencillas o dejan ver sus deseos más profundos, como que Roberto y el conde Bellegarde están enamorados de Inés. En el personaje de Alejandro, que hace su aparición desembarcando en Honda para subir a Bogotá, puede tal vez encontrarse un alter-ego de Marroquín, alguien que al haber estado en Europa tiene otros ángulos de juicio. Uno de los principales frentes que ataca la novela es el de la imposibilidad de que las élites políticas del país se pongan de acuerdo alrededor de un proyecto común. El conde Bellegarde, que es el empresario dueño de una firma de ingeniería franco-belga, y que se encuentra de paso en Colombia, propone al general Ronderos, ministro de Guerra y encargado de la cartera de Finanza, un gran proyecto: la canalización del río Magdalena. Para buscar la aprobación de su proyecto, el conde Bellegarde no deja de exaltar la vanidad del general: Tienen ustedes como salida al mar esa vía, solo que es una vía primitiva, salvaje, indisciplinada… hay que domesticarla, hay que educarla, hay que reducir a su lecho el Magdalena y aumentar el caudal de su corriente navegable tapando los brazos… y entonces tendrá usted, señor Ministro, en Honda que será el gran puerto, Puerto Ronderos, buques como La Normandía, como La Turena… y el conde siguió así explayando sus ideas, mostrando grandes conocimientos en la materia, lleno de un entusiasmo y de una fe que comunicaba al viejo general.49

El gobierno de turno aprueba el proyecto, pero este resulta rechazado por el partido opositor, solo por el deseo de oponerse. Las obras se paralizan y las riberas del río se convierten en campos de batalla. Los combates principales se libran, sin embargo, en los salones del Congreso y en las alcobas de la fría oligarquía capitalina. Marroquín se propuso vengarse, según el crítico Eduardo Santa, de quienes no fueron afectos al gobierno de José Manuel Marroquín, su padre.50 Uno puede identificar en un general incendiario apellidado Landáburo, claro, al general Rafael Uribe Uribe; en el hacendado ignorante de apellido Montellano, a Pepe Sierra; en el doctor Alcón, un leguleyo obsesionado por la gramática, a Marco Fidel Suárez. De hecho, este último se sintió tan aludido que, a los pocos meses de publicada Pax, respondió con otro libro que tituló Análisis gramatical de “Pax”, por un sobrino de don Ramón González Mogollón (Imprenta de la Luz, Bogotá, 1907). Allí le enrostró gazapos y errores sintácticos a Lorenzo Marroquín, Marroquín, op. cit., p. 26.

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Eduardo Santa, “Consideraciones en torno a la novela Pax”, en Thesaurus, tomo xlv, n.° 2 , Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1990, pp. 441-465. Disponible en: http://cvc. cervantes.es/.

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alarmado además por “las tendencias exageradamente aristocráticas del libro”.51 Como vemos, las discusiones lingüísticas enmascaraban a menudo rencillas personales, y ponían al descubierto el profundo odio que se propinaban entre sí las élites políticas. Pax, a pesar de que su autor principal no podía ser lo bastante objetivo por las razones ya dichas, constituye uno de los intentos más certeros de construir una meta-realidad o una meta-historia en la literatura colombiana.

Narrativa del criollismo antioqueño El criollismo había perdido la batalla en la política pero se reivindicó en la literatura. Los gamonales de provincia nunca supieron expresar muy bien lo que querían; no manejaban los grandes diarios, órganos de expresión pública. El general antioqueño Rafael Uribe Uribe, que había estudiado Derecho en Bogotá, intentó hasta cierto punto ordenar sus ideas antes de liderar la frustrada insurrección armada contra la Regeneración y el centralismo en 1899. Y se dio cuenta del injusto desprecio de los bogotanos hacia quienes venían de provincia: Colombia se divide en dos naciones: los bogotanos y los provincianos. Hay todo un género literario que aquellos han creado para burlarse de estos. Todo el que en provincias se cree destinado a ascender, viene a Bogotá, se esfuerza con mil humillaciones y tretas [...]. Aquí han fraguado toda la vida los políticos las guerras que los provincianos hemos debido pelearles para adelantar su fortuna, quedándose ellos aquí divirtiéndose y charlando sabrosamente entre enemigos.52

El centralismo bogotano desencadenó por reacción una de las narrativas más criollistas —o regionalistas— de Latinoamérica. Hablamos de la narrativa antioqueña, encabezada por Tomás Carrasquilla. ¿Por qué se presentó de repente ese exacerbamiento regionalista? ¿Ante quién se justificaban los narradores antioqueños? Una respuesta podría estar en que la colonización antioqueña se presentó más pronto en la mente del que pensaba en la economía nacional que en la mente del que pensaba en las realizaciones del libro y la cultura. Las primeras referencias al hombre antioqueño, tanto de viajeros extranjeros como de ciertos intelectuales capitalinos, hablaban de un campesino rudo, de un comerciante con ciertos rasgos árabes o judíos despreocupado del refinamiento cultural. Los mismos antioqueños se

Citado por Santa, op. cit., p. 456.



El pensamiento social de Uribe Uribe, op. cit., p. 127.

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preciaban de su aspereza y sencillez como un modo de identificación con su medio geográfico: montañero, rústico, cerril. Parecían ir en contravía de las intrigas políticas y militares del resto de la nación: cuando el gobierno central lo encabezaba un representante del Olimpo Radical, Antioquia tenía un gobernador conservador: Pedro Justo Berrío. “El himno de Antioquia”, compuesto por Epifanio Mejía en 1868, no es un grito de libertad contra los españoles (que ya hacía mucho tiempo se habían ido), sino contra las pretensiones absorbentes y dominantes de la capital.53 La literatura antioqueña nació, pues, de un espíritu crítico frente a la metrópoli. Ya a mediados del siglo xix Gregorio Gutiérrez González concibió las Memorias científicas sobre el cultivo del maíz en el estado de Antioquia (1866) como una reafirmación de que esta provincia era más criolla que Bogotá, más americana, debido a que cultivaba el cereal principal de las sociedades prehispánicas, no el trigo “europeo”. El poema de Gutiérrez González dejaba ver cómo el sentido de pertenencia de los antioqueños a su región era mayor que el del resto de colombianos. Sin embargo, Gutiérrez González ya había advertido que el criollismo no era compatible con el refinamiento cultural, y que el pueblo antioqueño, materialista, parecía despreciar el intelectualismo. En su cuento “Felipe” (1851) contempló a Medellín como si se tratara de una ciudad fenicia, groseramente mercantilista, donde habitaba “una sociedad sin dimensión lúdica, que no poseía teatros, ni bailaba, ni se paseaba”.54 Era inevitable: el milagro económico antioqueño había relegado a la intelectualidad. Solo valía el hombre que producía dinero, el comerciante. El intelectual siempre fue visto como alguien perturbador, marginal, inadaptado, aun a pesar de los esfuerzos del escritor antioqueño por narrar las costumbres regionales y acoger el habla de sus gentes. La desilusión fue doble para ellos.



Los antioqueños, según el historiador Fernando Botero Herrera, se opusieron al liberalismo de la Constitución de 1863 por considerarlo como una imposición de la capital. Pero, paradójicamente, “solamente a partir de 1863, cuando en el gobierno central y en casi todo el país dominó el liberalismo triunfante de la guerra liderada por Mosquera contra el presidente Mariano Ospina, los antioqueños pudieron aplicar sus ideas federalistas y la región fue tolerada por los liberales que controlaron el poder central”. (Fernando Botero Herrera, Estado, nación y provincia de Antioquia. Guerras civiles e invención de la región, 1829-1863, Hombre Nuevo Editores, Medellín, p. 177).



“Felipe” es el único texto en prosa de Gutiérrez González, en el que, lejos de celebrar las costumbres antioqueñas, se queja de ellas. Véase de Dora Helena Tamayo Ortiz y Hernán Botero Restrepo (comps.), Inicios de una literatura regional. La narrativa antioqueña de la segunda mitad del siglo xix, 1855-1899, Editorial Universidad de Antioquia, Medellín, 2005, p. xxii.

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Novelas de Tomás Carrasquilla En diciembre de 1895 Tomás Carrasquilla llega a Bogotá para publicar Frutos de mi tierra, su primera novela, prologada por el político antioqueño Pedro Nel Gómez. Ignora que, al otro lado de la pequeña capital, José Asunción Silva pule y repule, hasta el 24 de mayo de 1896, la noche en que se suicidó o lo mataron, el manuscrito de su novela De sobremesa. La novela de Silva repudia la mentalidad parroquiana del ambiente bogotano y se anima a discurrir por otras formas de comportamiento inundadas de exotismo y drogas alucinógenas. La novela de Carrasquilla cifra el mundo en la provincia donde ha nacido —Antioquia— y procura con todas sus fuerzas expresarla. No puede haber dos visiones más opuestas. Pero una tarde de ese diciembre de 1895 Carrasquilla queda bastante perturbado: ha conocido en Bogotá a José Asunción Silva. Y como para el novelista antioqueño el lujo, la sensualidad y el afrancesamiento eran cosas ajenas a su modo de vida campechano, Silva fue para él como una especie de caricatura: José Asunción Silva… ¡¡¡Virgen de la Trinidá, mi querida Madre!!! ¡Ese sí que es el tipo de los tipos, y la cosa particular! Es un mozo muy bonito, con bomba de para arriba, y muy crespo él y barbón… ¡Pero no te puedes figurar una bonitura más fea ni más extravagante! Es muy culto y muy amable; pero con una cultura tan alambicada y una amabilidad tan hostigosa, que se puede envolver con el dedo, como cuenta Goyo del dulce de duraznos de Santarrosa. Modula la voz como dama presumida, y, sin embargo, no tiene nada de adamado. Anda como un huracán, pero con mucho compás. Da la mano pegándola al pecho, encocando cuatro dedos y parando el índice, de tal modo que uno tiene que tomársela por allá muy arriba! En fin: es un prójimo tan supuesto y afectado, que causa risa e incomodidad al mismo tiempo; y a vueltas de todas esas rarezas, es muy ilustrado y parece muy inteligente. Ya me explico por qué hizo aquella caricatura tan famosa de la poesía rubendariaca: es que él es un rubendariaco en carne viva. Aquí lo llaman José Presunción Silva Pendolfi (por pendejo), y por hacerle pareja al ministro Silva Gandolfi, el ministro venezolano.55

Una caricatura suele inspirar más fascinación que repulsión, y Carrasquilla dejaría ingresar en sus narraciones realistas de la provincia antioqueña mozos bogotanos vestidos como Silva, elegantes, aristocráticos, pero, claro, desde un punto de vista irónico y burletero. Uno de los protagonistas de

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Carta a Francisco de Paula Rendón (Pachito), Bogotá, 2 de diciembre de1895, en Obras completas, tomo ii, Editorial Bedout, Medellín, 1953, p. 747.

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Frutos de mi tierra (1896) es un “cachaco bogotano”, César Pinto, orgulloso de su elegancia y refinamiento, y que se aprovecha de la seducción que ejerce en la “montañera” Filomena Alzate para casarse con ella por interés. Otro de los protagonistas, Martín Gala, acusa el acento y los ademanes del gachupín bogotano (que hoy podríamos llamar “gomelo”) para seducir a Pepa, una joven de Medellín. Y en ambos casos, según Álvaro Pineda Botero, Carrasquilla exagera la condición del refinado bogotano (epígono del modernismo) “hasta la caricatura”.56 Pero también se burla del tradicionalismo o provincianismo de los antioqueños, de los de apellido Alzate, que son hábiles en los negocios y en el comercio, pero ineptos en el trato social y amoroso. Que unos sean bogotanos y otros antioqueños resulta secundario; todos pretenden ser lo que no son.57 Carrasquilla, que no se opuso a la riqueza ni a la movilidad social, y que comprendió que el enemigo de las clases altas no es tanto el pobre en bienes materiales como el pobre de espíritu, el envidioso que no consigue ascender cuando otros ascienden, cayó en los “pecados” que combatía cuando acusó de hipocresía o simulación social al mundillo literario de entonces. No advirtió que él también simulaba a su manera. Publicó dos cartas públicas que tituló Homilías (1906): la primera estaba dedicada a Luis Cano, y la segunda, a Max Grillo. Todo comenzó porque Grillo, quien había celebrado la aparición de Frutos de mi tierra, en la Revista Gris, terminó por alarmarse con el excesivo regionalismo de Carrasquilla, por el hecho de que narraciones como Blanca (1897), Dimitas Arias (1897) y Salve Regina (1903) no salieran de la atmósfera antioqueña. Y Carrasquilla reaccionó airado. Sentenció que el escritor genuino debía sujetarse a la verdad, a lo visto y lo vivido, y no retratar mundos ilusorios que nunca había visto. Al menos él, decía, jamás se entregaría al cosmopolitismo vago ni mucho menos al decadentismo, esa versión “falsa” del modernismo que “nos ha matado en la tierruca del maíz: todos resultaron [Guillermo] Valencia [...] aquí ya no hay quien cargue la herramienta: todos somos genios y almas enfermas”.58 Carrasquilla lamentaba el influjo perverso de ciertas novelas afrancesadas, pero, ¿por qué no admitía que a ratos las lecturas y los libros también co

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Pineda Botero, op. cit., p. 304.

Sobre Frutos de mi tierra, así como sobre otras novelas de Carrasquilla con escenario en Medellín, véase el ensayo de Jorge Orlando Melo, “Apariencia y simulación en las novelas sobre Medellín de Tomás Carrasquilla” (conferencia leída el 9 de abril de 2008). Disponible en: http://www.jorgeorlandomelo.com/

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Tomás Carrasquilla, “Homilías” (1906), en Obras completas ii, prólogo de Federico de Onís, Editorial Bedout, Medellín, 1958, p. 768.

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bran otra suerte de realidad? Se oponía al influjo de esas novelas porque lo que relataban era irreal en medio de una provincia montañosa, alejada del mundo como Antioquia. Pero, andado el tiempo, ¿no es ahora también irreal el acendrado regionalismo antioqueño a la luz del mundo globalizado? ¿De qué verdad hablaba Carrasquilla? ¿A qué se refería con “cargar la herramienta”? ¿A que el escritor antioqueño o colombiano debía ser a la vez un campesino jornalero? Pero, ¿nos imaginamos a Carrasquilla arreando mulas y abriendo surcos, o más bien sentado escribiendo, tal como lo muestran las fotografías? ¿Acaso no hay también algo de simulación en su sospechosa autenticidad campechana? Carrasquilla criticaba las tendencias artificiosas del modernismo, sin admitir su artificiosa posición. Artificiosa, porque claramente el antioqueñismo nunca fue algo natural sino una creación intelectual basada en el mito de que la montañosa geografía impedía las influencias foráneas. Porque el historiador Juan Camilo Escobar Villegas, en su ensayo Progresar y civilizar. Imaginarios de identidad y élites intelectuales de Antioquia en Euroamérica (2009), ha demostrado que los antioqueños, tanto como los bogotanos, mantuvieron un fuerte contacto con Europa a través de viajes y de libros.59 Carrasquilla publicó en Medellín casi todas sus novelas, no sabemos si por negarse al diálogo con otras culturas o por exceso de timidez. Lo cierto es que en otros países de Hispanoamérica sus ediciones son contadísimas. Sus traducciones escasean en el exterior. Y cuando el criollismo asumió otro tono en 1924, desde La vorágine de Rivera, una novela que de inmediato cruzó las fronteras y fue traducida al inglés, Carrasquilla se empeñó, con su novela La marquesa de Yolombó (1926), en seguir narrando en el argot “antioqueño”, como si Antioquia fuera el único lugar del universo. Por fortuna, este rasgo terminó siendo la esencia de sus narraciones. Carrasquilla se sumergió en las minas de oro de la Antioquia colonial, no con el afán del historiador —aunque se documentó lo suficiente— sino con el ánimo carnavalesco de escudriñar cómo empezaron a operar las fuerzas ocultas del mestizaje entre negros, zambos y blancos en medio de las prohibiciones de la Inquisición:



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Escobar Villegas insiste en que las montañas no encerraron a los antioqueños; sus élites intelectuales viajaban con frecuencia a Europa, se suscribían a revistas internacionales y gozaban de nutridas bibliotecas. La invención de que Antioquia conservaba la esencia “de lo castellano”, la virtud del “pueblo cristiano” o incluso ciertos orígenes judíos, por los comerciantes, no fue sino una invención de esa misma clase intelectual. (Véase Juan Camilo Escobar Villegas, Progresar y civilizar. Imaginarios de identidad y élites intelectuales de Antioquia en Euroamérica, Editorial Universidad Eafit, Medellín, 2009).

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Esta negrería, entreverada con esos españoles, más supersticiosos y fantásticos que los cristianos genuinos, más de milagros que de ética, coincidía y empataba con los africanos y aborígenes en el dogma común del diablo y sus legiones de espíritus medrosos. De este empate vino una mezcolanza y malotaje que nadie sabía qué eran lo católico y romano ni qué lo bárbaro y hotentote, ni qué lo raizal.60

Carrasquilla mencionó La tentación de San Antonio de Flaubert, a cuyo estilo de poema narrativo parece amoldarse su novela. Hay una atmósfera de farsa con figuras que se estiran y se acortan, que hubiera hecho las delicias de Valle-Inclán. Bárbara, la matrona que no quiere casarse ni ser monja sino mandar en su propia mina de oro, protagoniza al final una tragedia inmensa, sin que se pierda el tono conversadito y amigable de toda la novela. Después Carrasquilla se puso a escribir una trilogía hasta cierto punto autobiográfica: Hace tiempos. Memorias de Eloy Gamboa (1935-1936). Mejor dicho, una suerte de autobiografía imaginaria de las “gestas de muchacho curioso” en algún pueblo minero y montañoso de Antioquia (lo cual es una perogrullada). Su niñera, Cantalicia, opera como un hada madrina que lo protege del mundo de los adultos. Pero Eloy no puede evitar “parar oreja”, y antes de dormirse escucha las largas conversaciones de su madre; se entera de la pobreza de su padre, de los chismes que rondaban en contra de ellos. Y ese mundo de la minería va surgiendo tan montañoso, tan fluvial, tan penetrante, que parece como si no existiese otro lugar en el mundo. La densidad del mundo de Carrasquilla está también en el abundante flujo verbal de sus personajes, en cuyos diálogos van adquiriendo corporeidad sin necesidad de que el autor los zarandee o pretenda ocultar sus defectos.61 Aparentemente casi no hay grandes hazañas o suspenso. El asesinato de una matrona aborigen que abrigaba tesoros auríferos, por ejemplo, se desarrolla en una escena muy breve, pero leemos varias páginas para entender esta situación de unos párrafos, es decir, para saber por qué y quiénes la mataron. En “Por cumbres y cañadas”, la segunda parte de Hace tiempos, Eloy Gamboa se interna con

Ibíd., p. 434.



De la técnica de Carrasquilla, llenar páginas y páginas con diálogos sin fin de sus personajes, se podría decir hasta cierto punto lo mismo que sobre la de Dostoievsky (que también ponía a dialogar mucho a sus personajes) opinó el filósofo español José Ortega y Gasset: “A este y otros artificios debe Dostoievsky la sin par cualidad de que sus libros —mejores o peores— no parecen nunca falsos, convencionales. El lector no tropieza nunca con los bastidores del teatro, sino que, desde luego, se siente sumergido en una cuasi-realidad perfecta, siempre auténtica y eficaz”. (José Ortega y Gasset, Meditaciones del Quijote. Ideas sobre la novela, Espasa-Calpe, Madrid, 1964, p. 182).

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su familia afectiva por el curso tortuoso del río Porce, advirtiendo cómo la fascinación por el oro enloquece a la gente, la hace matar, amar e incluso cambiar el curso de los ríos. La percepción de los montes, los aguaceros, los caminos de herradura, los niños jugando a fumar botando vaho en la neblina de la noche, impresionan por su nitidez. La tercera y última parte, “Del monte a la ciudad”, indica el lento abandono de su niñez por el mundo pragmático, sin que se pierda el halo mágico de la infancia. Alberto Lleras Camargo llamó a Carrasquilla “náufrago admirable del siglo de oro”. ¿Quería decir que su lectura deja la misma sensación que dejan los clásicos de la lengua española? A lo mejor. Porque con dificultad se hallará en la literatura hispánica un novelista como Carrasquilla, tan lleno de reconfortantes refranes, tan abundante en cultura popular.

La influencia de Carrasquilla Al evaluar la obra de Gabriel García Márquez, Ángel Rama echó un vistazo a nuestra historia literaria y acusó a Carrasquilla de representar “la tradición más arcaica y más epigonal de la literatura colombiana”.62 Lo vio aferrado al costumbrismo decimonónico y opuesto a las vanguardias, pues cuando publicaba La marquesa de Yolombó en 1926, Carrasquilla parecía ignorar por completo las vanguardias literarias que dominaban entre los escritores del Cono Sur, y que en Colombia, lentamente, penetraban a través de la revista Voces (1918) de Barranquilla y de otras publicaciones marginales. Pero Rama no reparó en que el “costumbrismo” de Carrasquilla era otra corriente de la narrativa modernista que había nacido precisamente al final del siglo xix, sin dejar de proponer una prosa estética que acogía los flujos rítmicos del habla popular. Porque sin la obra de Carrasquilla, las obras de algunos novelistas posteriores, como Manuel Mejía Vallejo, no hubieran sido posibles. Tal legado no podía desaparecer de la noche a la mañana. Después de la publicación de Frutos de mi tierra, el neorrealismo antioqueño fecundó todo tipo novelas y cuentos empeñados en copiar la oralidad. Los narradores antioqueños creyeron pertenecer a una órbita distinta de la del resto de narradores colombianos. Incluso apareció en Barcelona una recopilación de cantos populares antioqueños publicada por Antonio José Restrepo, De la tierra colombiana: el cancionero de Antioquia (1927), variaciones del viejo romancero español que recogía una suerte de canciones Ángel Rama, “La narrativa de García Márquez: edificación de un arte nacional y popular”, en Crítica y utopía en América Latina, ed. de Carlos Sánchez Lozano, udea, Medellín, 2006, p. 446.

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de gesta, como si Antioquia fuera un ente cultural autónomo. Y no sería aventurado decir que el estilo de la narrativa de Carrasquilla contagió también los relatos poéticos de León de Greiff en Bolombolo y el río Nus, el teatro costumbrista de Ciro Mendía sobre el campo y la ciudad, e incluso los ensayos semifilosóficos de Fernando González. En todos ellos notamos las características del habla popular antioqueño. Si hoy nos preguntáramos qué técnica estilística le permite a Héctor Abad Faciolince expresar su interioridad biográfica en El olvido que seremos (2006), o a Fernando Vallejo desahogarse de una manera tan impresionante como en El río del tiempo (1998), yo me atrevería a responder que el habla popular antioqueño. Todos evocan de modo distinto su niñez en Antioquia, claro está, pero a menudo acusan en ciertos tonos de su prosa aquella forma de hablar tan expresiva y contestataria, tan cadenciosa y arrebatada, que Carrasquilla se atrevió a llevar por primera vez al lenguaje literario. La obsesión por reproducir el lenguaje popular produjo un cuento como “El machete” (1929), de Julio Posada (Anorí, Antioquia, 1881-Bogotá, 1947). Ignoramos si Posada había leído a Joyce, pero su intención fue reproducir el fluir de la conciencia de un campesino analfabeta. Incluso editó el relato, no con tipos de imprenta, sino con planchas manuscritas para enfatizar el naturalismo lingüístico. Ese campesino analfabeta nos cuenta, sin más, cómo consiguió trabajo en una finca, cómo se enamoró de Pachita, cómo se hizo ella amiga del negro, cómo se enamoró el negro de ella y cómo él y el negro casi se matan en una pelea, a pesar de que Pachita no quería a ninguno de los dos, sino a otro hombre. Uno de los cuentos antioqueños más memorables se titula “Que pase el aserrador” (1918), y lo escribió Jesús del Corral Botero (Santafé de Antioquia, 1871-Bogotá, 1931). El relato trata de un campesino enriquecido que narra un suceso de su vida, ocurrido poco después de la guerra civil de 1875. Vaga perdido por las montañas selváticas de Antioquia en compañía de su compañero de guerra, un soldado boyacense aindiado y taciturno. De repente se topan con unos trabajadores de una mina de oro en las orillas del río Nus. El capataz les aclara que ya no necesita más mineros, sino solamente aserradores. Sin saber nada acerca de talar árboles, el antioqueño asegura ser el mejor aserrador, mientras su amigo boyacense se resiste a mentir y prefiere seguir vagando por la selva. El antioqueño, a punta de chistes y cuentos, se granjea el cariño de la familia del jefe, a tal punto que nada puede hacer el capataz cuando se entera de su ignorancia con respecto al oficio. Del Corral Botero también escribió otros cuentos y varias crónicas narrativas, donde revela la psicología de los antioqueños y su afán por imponerse en la sociedad colombiana. 160

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Carrasquilla también tuvo detractores. Alfonso Castro (Medellín, 1878-Bogotá, 1943), médico de profesión, escribió su primera novela, Hija espiritual (1905), basado supuestamente en el caso real de una maestra de colegio que, por envidia, sugestionó y trastornó tanto a una de sus bellas alumnas que esta se convirtió en una loca callejera. La alumna enloquecida, al parecer, era la hermana del autor; y la profesora malévola, la religiosa Laura Montoya. En defensa de esta última salió Tomás Carrasquilla, escribiendo una “Carta abierta al doctor Alfonso Castro”. Lo irónico es que Carrasquilla asumió la voz y el “yo” de la propia religiosa Laura Montoya, no solo en son contestatario, sino también literario: planteó una discusión sobre la ética del novelista. Castro se limitó a extender saludos a Carrasquilla, y este a escribir otra carta, esta vez en son de paz y concordia. La intención de Castro era denunciar el grado de agresividad al que llegaba una sociedad dominada por el radicalismo religioso, y así lo dejó expuesto en Los humildes (1910), Abismos sociales (1912), De mis libres montañas (cuentos y novelas, 1931) y Clínica y espíritu (1940), las cuales narran el crecimiento de la vida urbana del Medellín de los años veinte.

Las novelas del artista de provincia También la narrativa criollista se enfrentó al tema del artista o del intelectual incomprendido, despreciado por la sociedad burguesa, pero no se puso en defensa del artista sino de la sociedad. El artista o el intelectual debían adaptarse a las costumbres, desarrollar su inteligencia conforme al medio, sin dejarse arrastrar por espejismos. Había que ser práctico. Quién sabe hasta qué punto seguía vigente en Antioquia la ideología positivista, a juzgar por la novela que el médico y literato Eduardo Zuleta (Remedios, Antioquia, 1864-Bogotá, 1937) publicó en la Imprenta Departamental de Medellín en 1897. La tituló Tierra virgen, y acaso también sea una de las primeras novelas en retratar el inicio, el apogeo y la caída de un pueblo minero al nordeste de Antioquia, Remedios, mediante el drama de una familia de comerciantes. Zuleta puso como protagonista a Manuel Jácome, lector de Virgilio y Fray Luis de León, en un ambiente hosco al intelecto, donde no importaba sino el oro. No lo hizo artista ni bohemio, sino alguien respetuoso de la tradición, capaz de casarse y armar un hogar. Relató cuarenta años de su vida, deteniéndose largamente en el baile en el que conoció a su futura esposa entre invitados de distintos orígenes raciales; pasando por el matrimonio y el nacimiento de sus primeros hijos; se remontó hasta el incendio que devoró el pueblo durante una guerra civil —tal vez la de 1875—, causado por las

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tropas liberales.63 Tierra virgen no termina allí sino cuarenta años después de los primeros acontecimientos. Gracias a las compañías inglesas de minería establecidas en Remedios, Pedro, el hijo menor de la familia Jácome, viaja a Londres con el fin de adquirir nuevos conocimientos prácticos para aplicar en su terruño. Y en la capital inglesa se topa con un coterráneo suyo, Simón Arenales, consumido por la lectura de los decadentistas franceses y por drogas alucinógenas. Tras un alarde de erudición, a la manera de Bouvard et Pécuchet (1881) de Flaubert, Eduardo Zuleta concluía con el triunfo de la ideología positivista de origen inglés, encarnada en Pedro, quien se mantuvo firme en no dejarse tentar por el decadentismo francés. Gabriel Latorre (Medellín, 1868-1935) planteó algo parecido en su novela Kundry (1905). Lejos de considerar al intelectual incomprendido como una víctima, lo acusó de egocentrismo. El protagonista de su novela, Pedro, labra su propia desgracia: pretende viajar a Europa tras el espejismo de un éxito intelectual, a pesar de que en Medellín tiene a una de las novias más lindas de la ciudad, Carolina, con quien podría casarse. Lo interesante de la novela es que Carolina, que nunca es una chica ingenua, comprende esos íntimos anhelos de su novio, y teme que en cualquier momento él la deje para irse a Europa. De modo que el narrador omnisciente anota lúcidamente: “[…] no hay nada que más nos hiera como el que se nos descubran pérfidos designios o desleales pensamientos que juzgábamos bien escondidos para ojos interesados, y aun más el que, una vez descubiertos, se nos dé con ellos en la cara”.64 Pedro no ignora la belleza de Carolina y la llama con el nombre de una heroína de Wagner: Kundry. Fascinado con todo lo foráneo y profundamente sugestionado por los héroes de la literatura moderna, Pedro se debate sin decidirse a tiempo: ¿Qué hacer? ¿Dejarla? ¡Oh, no! ¡Carolina era tan hermosa; estaba él tan enamorado, y ella lo quería tanto! ¡Lo que iría a sufrir la muchacha con su abandono! ¡Pobrecita! Y casi se le saltaban las lágrimas con esta idea. Entonces, casarse. ¿Casarse? ¿Y su independencia? ¿y París? ¿y su programa de vida?... ¡Oh, nunca! El matrimonio era para los imbéciles; el matrimonio anula; los intelectuales (él pretendía pertenecer a esa plaga), los hombres en quienes predomina



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“Zuleta hace de Remedios una especie de laboratorio, en el cual experimenta los posibles desarrollos de variables que actúan entre sí de manera más o menos determinista: la racial, la económica, la ideológica, la herencia, el clima, todo dentro de los postulados de la modernidad”. (Pineda Botero, op. cit., p. 357).

Gabriel Latorrre, Kundry y otras obras, Ediciones Fondo Cultural Cafetero, Editorial Bedout, Medellín, 1977, p. 47.

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el talento, no se casan. Y recordaba a D’Annunzio y sus héroes depravados: il sogno di tutti gli uimini intelettuali: essere constantemente infedele a una donna costantemente fedele. Y se extasiaba con el novelista de la Cosmópolis de Bourget; aquel espíritu incorruptible que dejó matarse de amor a una muchacha que lo quería con toda su alma, antes que sacrificar su independencia de intelectual en aras del esclavizante matrimonio.65

Pero Carolina, como no es tonta, lo deja definitivamente y se casa con otro pretendiente. Ya es muy tarde cuando Pedro despierta de su engaño, ante la escasez económica que le impide viajar realmente a Europa. Y sin Carolina y sin ilusiones se dedica a vagar por los arrabales y las fondas de Medellín y hasta acaricia la idea de suicidarse. Gabriel Latorre criticaba el poder mimético de la literatura moderna frente a la realidad palpable de todos los días, y consideró que de esa desilusión nacía el fenómeno de la vida bohemia. No lo pensaba por tradicionalismo o porque desdeñara el arte. No. Latorre era profesor de estética en la Universidad de Antioquia, tradujo del alemán poemas de Heinrich Heine y escribió el drama teatral Susana (1908), para ironizar sobre las costumbres y los artificios de la clase alta de Medellín. Pero pensaba que el enfrentamiento directo con la realidad valía mucho más que los artificios miméticos de la literatura, así que concibió como una empresa cultural propia el difícil desarrollo de su provincia, a juzgar por su libro Francisco Javier Cisneros y el ferrocarril de Antioquia (Medellín, 1924), en el que narró bellamente las hazañas de quienes se aventuraron en semejante construcción.



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Ibíd., p. 68.

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Cuarta parte ENTREGUERRAS O ENTRE LAS VANGUARDIAS: 1914-1945

Razones de una ausencia aparente ¿Por qué la literatura colombiana figura poco en las historias y antologías de las vanguardias latinoamericanas?1 La pregunta arroja varias respuestas. A comienzos del siglo xx, deprimida por la Guerra de Los Mil Días y la pérdida de Panamá, Colombia parecía estéril al cubismo, futurismo, surrealismo, creacionismo, ultraísmo y otros ismos que aparecieron en Europa y en varios países de Latinoamérica aproximadamente a partir de la Primera Guerra Mundial, en 1914. Además del difícil acceso a Bogotá, ubicada a más de mil kilómetros del mar, que impidió que la capital colombiana se convirtiera en un gran centro cosmopolita, Colombia vivía envuelta en un manto de tradicionalismo o respeto por las “formas”, a juzgar por su gobierno ultramontano y clerical. Y a pesar de que varios escritores colombianos de la década de 1920 no simpatizaron con ese gobierno y comenzaron también a deslindarse del primer modernismo, como los poetas Luis Carlos López,

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Para la muestra dos antologías recientes, en las que no aparece ningún colombiano: 1) Nelson Osorio, Manifiestos, proclamas y polémicas de la vanguardia literaria hispano­ americana (Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1988); y 2) Jorge Schwartz, Las vanguardias latinoamericanas: textos programáticos y críticos (fce, México, 2002). Recientemente Álvaro Medina publicó su artículo “López, De Greiff, Vinyes, Vidales y el vanguardismo en Colombia”, en Hubert Pöppel y Miguel Gómez (coords.), Bibliografía y antología crítica de las vanguardias. Bolivia, Colombia, Ecuador, Perú, Venezuela, Iberoamericana, Madrid, 2008.

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León de Greiff, Luis Vidales, o los prosistas Luis Tejada, José Félix Fuenmayor, José Eustasio Rivera, entre otros, en realidad no abrazaron del todo el sentido de la vanguardia (que viene del lenguaje militar francés, avantgarde, al frente de la batalla) ni su afán por romper con todo lo anterior.2 El vanguardismo, el afán de romper con todo lo anterior, era una sensación que se sentía desde el último tercio del siglo xix, y que se acentuó, según el historiador británico Arnold Toynbee, con los descubrimientos que Albert Einstein reveló en torno a la relatividad del tiempo y el espacio, pues tal relatividad también se aplicó a la lógica y a la moral establecidas.3 En obras individuales de la narrativa colombiana, que muchas veces han pasado inadvertidas, puede notarse también esta transgresión con lo establecido. Solo que la mayoría de los historiadores de las vanguardias hispanoamericanas prescinden de escritores colombianos porque no pertenecieron a ningún “ismo” ni propusieron ningún manifiesto. Tampoco fundaron grandes revistas. Si en 1915 salió Panida en Medellín, no duró sino un año y se limitó a difundir textos a la vieja usanza modernista; entre 1917 y 1921 salió Voces en Barranquilla, gracias a la iniciativa del librero catalán Ramón Vinyes, y a pesar de que en Voces se publicaron traducciones de Chesterton, Gide y Apollinaire, además de textos panorámicos sobre el surrealismo, el dadaísmo y el cubismo, ninguno de los colaboradores nacionales de la revista, ni León de Greiff ni Fuenmayor, publicaron nada que los pudiera asociar con aquellos “ismos”. La revista que apareció en Bogotá tiempo después, Los Nuevos, descuidó el perfil literario por el político. La democracia colombiana había estado al borde de la tiranía durante el quinquenio del general Rafael Reyes que, si salió elegido en 1904 por elecciones democráticas, cayó en las tentaciones del absolutismo tan pronto adquirió poder: convocó a la reforma de la Constitución de 1886, no por una más liberal sino por una aún más autoritaria, que llegó a suprimir el Consejo de Estado, perseguir la libertad de prensa y concentrar en el ejecutivo gran parte del poder. Cuando cayó su regimen, liberales y conservadores acordaron la vaga Unión Republicana, bajo la presidencia de Carlos E. Restrepo (1910-1914), y, sobre todo, el fortalecimiento del periodismo. En 1913 Fidel Cano volvió a publicar El Espectador en Medellín, fundado en

La literatura se pretendía refundar en la destrucción y en el desorden, según lo esgrimían muchos manifiestos vanguardistas. “Destruir es crear” fue el lema en común. En palabras del crítico Matei Calinescu, “«To destroy is to create» is actually applicable to most of the activities of the twentieth-century avant-garde”. (Five Faces of Modernity, Duke University, Durham, 1987, p. 117).



Tomado de ibíd., p. 135.

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1887, y en 1915 lo imprimió simultáneamente en Bogotá. Dos años antes, Eduardo Santos había consolidado El Tiempo, fundado por Alfonso Villegas Restrepo en 1911. Ambos periódicos se volvieron de difusión nacional y se inclinaron por el partido liberal, valorando una democracia representativa en oposición a las dictaduras, pero también en oposición a una democracia participativa.4 La mayoría de sus periodistas de opinión no advirtieron ni reportaron las nuevas escuelas y tendencias que en el arte y la literatura se estaban dando. Los hermanos Nieto Caballero, Luis Eduardo (Bogotá, 18881957) y Agustín (Bogotá, 1889-1975), el uno subdirector de El Espectador y el otro fundador del Gimnasio Moderno (el colegio destinado a la burguesía elitista de la capital), evadieron las vanguardias y siguieron tomando del modernismo lo que este tenía de aristócrata y elegante, sin preocuparse por acercarse a las grandes mayorías. Dijeron agruparse en la generación del Centenario, llamada así porque sus integrantes habían llegado a la mayoría de edad (18 o 21 años) al comenzar el siglo xx. Pero ninguno de ellos, según el ensayista Armando Solano (Paipa, Boyacá, 1887-1953), que por edad también pertenecía a tal “generación”, sentó una crítica contra el gobierno anterior ni propuso novedades: La generación del Centenario es impersonal. Sus afanes, sus combates, sus conquistas, no hallan cifra en el nombre de un héroe o de un pensador. Ha producido escritores, sociólogos, poetas, diplomáticos, y algunos de ellos han tenido que prestar función de jefes o de abanderados. Yo diría que la generación del Centenario ha sido mediocre […] fue democrática, que vale lo mismo que confusa y desordenada, impropia para el brillo solitario de las eminencias, que no han podido sustraerse a la inquietud colectiva.5

La verdad es que en cuestiones políticas muy poco pudieron hacer los del Centenario. Vivieron los tiempos de la hegemonía conservadora en el poder, y los “intelectuales” de ese corte, liderados por Laureano Gómez (Bogotá, 1889-1965), reafirmaban con fuerza el celo católico de la Regeneración. No les interesaba la educación pública universitaria si esta pretendía ser laica y autónoma; tampoco la especulación filosófica o científica sino, como ha observado Rubén Sierra Vélez, “el neotomismo, que como reacción

Sobre estos dos conceptos recomiendo consultar los tres tomos de Gerardo Molina, Las ideas liberales en Colombia,Tercer Mundo Editores, Bogotá, 1974.



Armando Solano, “El deber de la nueva generación colombiana”, Paipa mi pueblo y otros ensayos, ed. de Hernando Mejía Arias, Banco de la República, Bogotá, 1983, p. 327.

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al utilitarismo y al positivismo impuso Rafael María Carrasquilla desde su cátedra del Colegio del Rosario, que durante toda la república conservadora apareció como la filosofía oficial”.6 A menudo urdieron la imagen de un país fanáticamente católico en las editoriales de los diarios La Unidad (fundado en 1909) y El Nuevo Siglo (fundado en 1936), ambos dirigidos por el propio Gómez. No nos escandalicemos: algo tres veces peor tejían los fascistas en Europa. En cualquier caso, por momentos el ambiente oficialista de Bogotá, entre conservadores y liberales, cobraba la más necia vanidad intelectual. Las elecciones presidenciales de 1918 despertaron con nuevos ímpetus la discusion entre tradicionalismo y modernidad.7 O se elegía al gramático Marco Fidel Suárez (1856-1927) o al poeta modernista Guillermo Valencia (1873-1943), ambos del partido conservador, pero uno más tradicionalista que el otro. Ganó Marco Fidel Suárez, el alumno de Miguel Antonio Caro, quien nunca simpatizó con el modernismo ni, en general, con la novela y la literatura de creación. Su gobierno implicó un retroceso desde el punto de vista cultural. ¿Qué hubiera pasado de ganar el poeta Valencia? Aunque se le acusó de retrógrado, Valencia había dejado imágenes muy modernas en su poemario Ritos (1ª edición, Bogotá, 1899; 2ª edición, Londres, 1914), que seguía inspirando a la juventud de entonces: Porfirio Barba Jacob admiraba su adjetivación y José Eustasio Rivera había aprendido de él a fijar imágenes precisas. En cambio, Marco Fidel Suarez nunca había salido de Colombia ni tuvo el interés de conocer otras lenguas modernas ni de traducir

Rubén Sierra Vélez, Ensayos filosóficos, Instituto colombiano de Cultura, 1978, p. 94. Basta revisar el artículo 41 de la Constitución de 1886: “[…] la educación pública será organizada y dirigida en concordia con la religión católica”. Y en el artículo 12 del Concordato de 1887: “En las universidades y en los colegios, en las escuelas y en los demás centros de enseñanza, la educación e instrucción pública se organizará y dirigirá en conformidad con los dogmas y la moral de la Religión Católica” (tomado de José David Cortés Guerrero, “Regeneración, intransigencia y régimen de cristiandad”, en Historia Crítica, n.° 15, junio-diciembre de 2007, pp. 3-12. Disponible en: http://historiacritica.uniandes.edu.co/). Por si fuera poco, según Gonzalo España, los textos escolares —oficiales— que se impusieron durante la hegemonía conservadora fueron los manuales de los sacerdotes jesuitas José Félix de Restrepo, Faustino Segura y José María Ruano. Este último prohibió la lectura de José Asunción Silva, Guillermo Valencia y Luis Carlos López. Para 1921 el Ministerio de Instrucción Pública repartió a los escolares del país 19.899 catecismos del padre Astete, contra solo 15.600 libros laicos, teniendo en cuenta que estos últimos venían previamente revisados por la censura eclesiástica. (Gonzalo España, Letras en el fuego: el libro en Bogotá, Panamericana Editorial, Bogotá, 2007, p. 205).



A partir de este hecho, Hubert Pöppel comenta y cita varias de estas discusiones en su estudio Tradición y modernidad en Colombia: corrientes poéticas de los años veinte, Editorial Universidad de Antioquia (Otraparte), Medellín, 2000, pp. 134-149.

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autores europeos, como sí lo hacía Valencia en asocio con Baldomero Sanín Cano. Miembro de la Academia de la Lengua, Suárez no tenía discípulos ni influencia en la literatura nacional. Nunca había escrito un poema o un cuento. Y la gramática a secas, ciertamente, distaba mucho de ser una obra de creación o una profesión humanística. Así se lo expuso un joven cronista, de nombre Luis Tejada (Barbosa, Antioquia, 1898-Bogotá, 1924), en un artículo que tituló “Suárez, o el falso elitista” (1922). Le dijo al presidente que lo verdaderamente clásico es lo más opuesto a toda imitación servil, y que el clásico, en todas las épocas de la humanidad, ha sido más bien el creador.8

Luis Tejada: ademanes vanguardistas desde el periodismo Acaso lo más vanguardista —en el sentido literal de la palabra— haya sido una serie de manifiestos que con el título de “Los Arkilókidas” publicó él, Tejada, en el diario La república, contra los “ilustres desconocidos” de la Academia Colombiana de la Lengua, pero que solamente salió por unos cuantos meses en 1922. Los Arkilókidas, según Gilberto Loiza Cano, fueron una transitoria unidad generacional que se dispuso atacar —insultar— a la generación del Centenario. Los Arkilókidas desearon destruir el pasado a base de insultos y señalamientos, porque no creían posible [en palabras de Luis Tejada] “tratar a nuestra barbarie literaria con vocablos cariciosos”. Hablaron en contra del filisteísmo, desdeñaron el ajeno sentir, la opinión pública y las normas estéticas. […] Sin embargo, a pesar de haber alcanzado a enunciar el rechazo ético y estético del mundo de sus padres y maestros, la pausa silenciosa que debió sufrir su festín crítico y la efímera permanencia del grupo, terminaron por desnudar las debilidades de nuestra vanguardia para expresarse como generación radicalmente opuesta en valores y conceptos a la que le precedía.9



Acaso movido por esa crítica feroz, y aun por la apatía de sus mismos copartidarios —pues Laureano Gómez lo acusó de prevaricato—, Suárez se dio a ordenar su vasta y desorganizada ilustración en los once volúmenes que conforman Sueños de Luciano Pulgar (siete volúmenes publicados en vida, de 1926 a 1927, y cuatro póstumos, de 1938 a 1941). En ellos, a través de diálogos entre Luciano Pulgar y sus amigos, expuso nociones históricas, lingüísticas, políticas y literarias, todas las cuales comulgan con la doctrina eclesiástica. La técnica dialoguista parece tomada de El criticón de Gracián, y el estilo rigurosamente arcaico resulta bellamente anacrónico.



Gilberto Loiza Cano, “Los Arquilókidas (1922)”, en Hubert Pöppel y Miguel Gómez (coords.), op. cit., pp. 221-222.

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Luis Tejada, cuya rebeldía parecía comulgar bastante bien con el espíritu de las vanguardias, escribió entre 1918 y 1924 pequeñas crónicas en periódicos y revistas de varias ciudades colombianas, como El Espectador tanto de Medellín como de Bogotá, El Universal de Barranquilla, Renacimiento de Manizales y Bien Social de Pereira. Aunque sus textos no son cuentos ni relatos de ficción, están escritos en un estilo que recuerda mucho la prosa modernista que desde el periodismo también habían cultivado “El Indio Uribe” y Clímaco Soto Borda. Las crónicas de Tejada nada tienen que ver con la sequedad de un informe noticioso. Tienen todo el jugo de un cronista-poeta que, frente a distintas realidades de su tiempo, antepone la subjetividad de sus intuiciones, confiesa sus impresiones y toma partido ante lo que ve o registra. En estas crónicas se nota, según Loaiza Cano, “la transición del país hacia la modernización tecnológica; la llegada del automóvil y del avión […] del cinematógrafo”.10 También una exploración a fondo de Bogotá, desde los más bajos fondos hasta los salones del Congreso para saber lo que pensaba el estudiante y el político, el obrero y el vagabundo. Tejada se quitó el velo de tantas formalidades y vio a Bogotá, no con espejismos hidalgos, sino con todos los vicios de la ciudad latinoamericana. Comenzó a escribir, además, justamente cuando los diarios informaban al público colombiano acerca de la revolución rusa. Y en contacto con un propagandista soviético, Silvestre Savinsky, Tejada se enteró del surrealismo. Todo eso, sumado a una lectura no confesa de las piruetas verbales de Ramón Gómez de la Serna, legitimaron el carácter de sus crónicas. En 1924, poco antes de morir, reunió sus mejores escritos en Libro de crónicas, donde leemos piezas narrativas casi perfectas, con títulos de lo más extraños: “La influencia de los sombreros”, “La psicología del bastón”, “Biografía de la corbata”, “Ética del pantalón”, “Los cajeros”, “En el tren”, “La mal vestida”, “Los que lloran en el teatro”, etc. Crónicas de dos páginas y un poco más de dos mil palabras, suficientes para trazar una suerte de cubismo o de narrativa abstracta. Domar algún objeto (por ejemplo, una corbata) para observarla desde todos sus ángulos, saturarla de luz y descubrir que toda ella está moviéndose y arrojando asociaciones paradójicas con lo más obvio y cotidiano: Mi corbata es una vieja tira de seda, que ha ido alargándose y puliéndose, haciéndose sutil y dúctil con el tiempo y con el uso; y el contacto continuo, la existencia perenne junto a un hombre, la ha espiritualizado un poco, le ha dado cierto color de alma; podría decir que mi corbata casi vive. ¿Casi vive o vive

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Gilberto Loaiza Cano, “Prólogo”, Nueva antología de Luis Tejada, Editorial Universidad de Antioquia, Medellín, 2008.

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realmente? Yo no sé. Pero entonces, ¿por qué a veces se desliza por sí sola desde la barandilla de la cama? ¿O por qué, a menudo, huye de la silla y aparece en el rincón opuesto aparentemente enrollada como una serpiente que duerme? ¿O por qué, en una ocasión en que la buscamos en vano durante tres días, hasta que se hizo invisible por sí sola cerca de un agujero del entablado? ¿Era que estaba en excursiones subterráneas?11

Esta visión vanguardista y transgresora contagió a Luis Vidales, y lo inspiró para crear sus poemas de Suenan timbres (1926). También, muchos años después, las crónicas de Tejada alimentaron las primeras crónicas de García Márquez.12 Pero el aporte de Tejada, que no fue un cuentista ni un novelista, es tangencial al momento de trazar una historia de la narrativa de esta época de vanguardia. Hay que acudir a otros enfoques, si no la literatura colombiana seguirá ausente de muchas historias y antologías de las vanguardias hispanoamericanas. Antes de despedirnos de Tejada, no podemos dejar de mencionar a una pariente suya, María de los Ángeles Cano Márquez, más conocida como María Cano (Medellín, 1887-1967), la principal activista de los derechos de las mujeres en los años de entreguerras. No fue precisamente narradora o novelista, pero sí animó a la lectura y al dominio del discurso escrito entre las mujeres, a través de concursos de cuentos y de la fundación de nuevas bibliotecas públicas. Se dio cuenta que fortalecer la alfabetización y el poder letrado, como lo hizo desde el siglo xix Soledad Acosta de Samper, derrumbaba normas y códigos machistas. María Cano, en revistas vanguardistas como Novela Semanal, Cyrano —a la que fundó y dirigió— y El Correo Liberal, iba publicando, entre 1923 y 1925, pequeñas narraciones que ponían de plano situaciones extrañas. En la titulada “Feminidad”, por ejemplo, narró cómo una muchacha sacrifica su relación sentimental porque sospecha que su madre está enamorada de su novio. De paso se quejaba, en “Los forzados”, de la rígida educación militar que se impartía a los muchachos, pues ello echaba más leña al machismo.13

Luis Tejada, Libro de crónicas, Norma, Bogotá, 1997, p. 112.



Véase de Jorge García Usta, Cómo aprendió a escribir García Márquez, Editorial Lealon, Medellín, 1995.

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En diciembre de 1930 se realizó el iv Congreso Internacional Femenino en el Teatro Colón de Bogotá. Fue la época en que más revistas se escribieron para mujeres: La familia cristiana, Antioquia por María, Letras y encajes, Hogar, Hojita de Guadalupe y Cyrano, esta última quizá la más importante por ser fundada por María Cano. El feminismo nació al calor de los nuevos movimientos artísticos despertados por las vanguardias, es decir, gracias a lo que cierta literatura, el cine y la publicidad difundían: una mujer vestida con más ligereza, orgullosa de su cuerpo y practicando hábitos antes reservados a los

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Enfoque antropológico de las vanguardias En su teoría de la narrativa latinoamericana, Mito y archivo, Roberto González Echevarría planteó otro enfoque del vanguardismo. Observó que el discurso antropológico —el interés por culturas al margen en su dimensión social e histórica— fue clave en los cambios de óptica y de perspectivas artísticas en la narrativa de entreguerras (1914-1945). La escuela pictórica del cubismo, que en 1907 Picasso inauguraba con su cuadro “Las señoritas de Avignon”, había sido suscitado en buena parte por las máscaras africanas que el pintor español había contemplado en el museo Trocadero de París. En su concepción de la vanguardia latinoamericana, González Echevarría consideró que en La vorágine (1924) de José Eustasio Rivera, y en Doña Bárbara (1929) del venezolano Rómulo Gallegos, no solo hay una nueva mirada al hombre americano de regiones apartadas y culturas al margen, sino también audaces experimentos literarios. Si las vanguardias significaron un rompimiento con el eurocentrismo y un interés por aquellas gentes al margen de Occidente, explotadas y desconocidas, ¿qué rasgos vanguardistas arroja la narrativa colombiana, teniendo en cuenta que más de la mitad del país, poblado por esas culturas al margen, seguía inexplorado o despreciado por cierta clase intelectual? El impacto que desde 1924 causó la publicación de La vorágine no obedecía al costumbrismo, esta vez de la selva o de los llanos. No. José Eustasio Rivera había viajado a México en 1921 en misión diplomática, y muy seguramente contempló el naciente muralismo que llevaba a cabo Diego

varones. El feminismo provocó, por supuesto, el antifeminismo. Algunos intelectuales colombianos juzgaron la apertura de la mujer al mundo público como una actitud burguesa y en contravía con la tradición hispánica, por cuanto, efectivamente, esas actrices o modelos rubias que invitaban a la libertad sexual venían principalmente de Hollywood, de Estados Unidos, y de la cultura anglosajona. ¿No reparaban en que gran parte de ese progreso “anglosajón” estaba en la libertad concedida a la mujer? No lo ignoró Isabel Pinzón de Carreño (Bogotá, 1892-1990). Con el pseudónimo de Isabel de Monserrate publicó en Estados Unidos su novela Hados (1929). En ella habló de cómo Catalina, una niña huérfana oriunda de Santa Fe del Desengaño, no hubiera tenido otra opción que la vida monjil de no haber viajado a un convento en Francia, en donde descubrió su vocación por la música. Al regresar a Santa Fe del Desengaño se desengaña, en efecto, de la vida parroquiana, y sin temor al qué dirán viaja a Estados Unidos buscando practicar su vocación, en donde además apoya y se une a movimientos feministas. Lo interesante de esta novela es que no es el amor al músico Ludovico lo que impulsa a viajar a Catalina, tan típico de una telenovela, sino su amor por el estudio. Véase de Patricia Aristizábal Montes, Panorama de la narrativa femenina en Colombia en el siglo xx, Editorial Universidad del Valle, Cali, 2005.

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Rivera: el legado azteca, maya, colonial y republicano desplegado en una técnica cubista y surrealista.14 Algo parecido buscaría Rivera en su novela. El argumento ya de por sí perturbaba: la aventura de un poeta que huye con su novia de Bogotá a los Llanos orientales, en un desafío al formalismo del matrimonio católico, fue también un desafío a la nacionalidad colombiana, a su discurso geopolítico y jurídico. La vorágine llegó a ser la novela colombiana más influyente de la primera mitad del siglo xx, porque su lectura animó a que varios novelistas se lanzaran a los llanos, a la selva, al desierto, al mar, en aras de toparse cara a cara con pueblos de otras razas y culturas distintas que también formaban parte de Colombia; animó a que denunciaran la injusta explotación de las materias primas del país y a que se alarmaran por el desconocimiento del mismo. En efecto, después de su visita al Caquetá y al Putumayo, el médico César Uribe Piedrahita publicó en 1931 Toá: narraciones de caucherías, una novela dedicada a denunciar la tortura ejercida contra los indígenas de aquellas selvas; también visitó en calidad de médico el Catatumbo y el Lago de Maracaibo, entre los indios motilones, y en su novela Mancha de aceite (1934) denunció la explotación petrolera estadounidense y el regimen de Juan Vicente Gómez en Venezuela. Los indígenas wayuu de la península de La Guajira, al lado de colonos de toda procedencia en las minas de sal de Bahía Honda, aparecieron en 1934 en la novela 4 años a bordo de mí mismo, del periodista bogotano Eduardo Zalamea Borda. Lejos de situarse en el costumbrismo o en el realismo decimonónicos, estas novelas telúricas están llenas de audaces experimentos literarios: en La vorágine hay un gran simbolismo en la descripción del efecto de drogas alucinógenas en plena selva amazónica, amén de variadas técnicas narrativas; en Mancha de aceite se advierte ya la técnica del stream of consciousness de Joyce, y algo parecido se respira en 4 años a bordo de mi mismo, además de los ángulos y los planos puestos en boga por el cubismo. Los escritores colombianos de entreguerras (1914-1942) criollizaron el espíritu de las vanguardias al perfeccionar o hacer más nítida su mirada sobre lo telúrico. Hasta los poetas, antes atados a las formas del primer modernismo europeizante, dejaron atrás su lirismo y se inclinaron por lo telúrico. León de Greiff —en quien brilla la extravagancia, el juego con las



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A pesar de que ninguno de sus biógrafos se ha detenido en su viaje a México y de que sus críticos poco hacen esta asociación con el muralismo mexicano, el viaje de Rivera a México siempre aparece registrado en su cronología. Véase la cronología en la edición crítica de Luis Carlos Herrera de La Vorágine, Editorial Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2005, p. 392.

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antítesis y el regodeo en la nada: rasgos muy vanguardistas— abandonó por un rato la bohemia y la burocracia de Bogotá, y de 1926 a 1928 ejerció como inspector del ferrocarril de Antioquia en Bolombolo, al lado del río Cauca. Su obra dio un vuelco con poemas narrativos a los que llamó Relatos (en Variaciones alredor de nada, 1936), desdoblándose en varios alteregos que cabalgan con arrieros, se topan con campesinas voluptuosas y creen ver fantasmas nórdicos en caminos de herradura.15 El poeta de raza negra, Jorge Artel (Cartagena, 1909-1994), innovó también temática y formalmente. Su poemario Tambores de la noche (1940) no suele incluirse dentro de los estudios de vanguardia que se centran en los años veinte. Pero están escritos en los años treinta, bajo el ejemplo de Neruda, de Huidobro y, sobre todo, del cubano Nicolás Guillén; llenos de alusiones al África mítica de los negros americanos. Con sus poemas ingresan a nuestra poesía la cumbia, el currulao, el porro y hasta el jazz. Lo interesante, señala David Jiménez, es que la adjetivación y la versificación de sus poemas (cuartetas octosílabas comenzadas con un dáctilo hasta octavillas acentuadas rítmicamente con un hiato, sonetos, combinaciones de heptasílabos con endecasílabos, proliferación de eneasílabos, verso libre en una yuxtaposición de ritmos acentuales y silábicos) proviene de las vanguardias poéticas.16 Al lado de su creación poética, Artel desarrolló un espíritu crítico, de protesta social contra el racismo, y por la vindicación de la cultura africana, como puede leerse en sus libros Modalidades artísticas de la raza negra (1941) y El derecho penal frente a los problemas de la cultura popular en Colombia (1945).

Antecedentes antropológico-literarios La oligarquía colombiana reafirmaba su superioridad en la imagen del cachaco (del hombre legalista) sobre otras idiosincrasias regionales. Raimundo Rivas, director de una revista que se llamaba Santafé y Bogotá, negaba en 1909 cualquier progreso o civilización en las provincias de climas calientes; solo el cachaco de Bogotá podía ser culto por vivir en clima frío:

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Algo parecido le había pasado a Porfirio Barba Jacob cuando en 1906 zarpó de Barranquilla para ganarse la vida escribiendo crónicas periodísticas en Ciudad de México, Monterrey, Cuba y varios países centroamericanos: sus poemas dejaron atrás cierto lirismo infantil por uno más vigoroso y un poco más culto. Este poeta colombiano de múltiples nombres (Miguel Ángel Osorio, Ricardo Arenales, etcétera) iba registrando el horror de varios regímenes políticos de Centroamérica y los desastres originados por huracanes o terremotos que se despachaban comunidades enteras.

Véase de David Jiménez, Poesía y canon: los poetas como críticos en la formación del canon de la poesía moderna en Colombia 1920-1950, Norma, Bogotá, 2002.

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El resultado no podía ser otro que la supremacía de un tipo regional andino, el “cachaco” bogotano, sobre el conjunto de tipos regionales. El bogotano se impone como el paradigma para el conjunto de la nación. Sus virtudes son exaltadas permanentemente, especialmente su dominio del lenguaje, su refinamiento y virtudes morales. A diferencia de los intelectuales de otros países, que recrearon nuevos mitos fundacionales de la nación, nuestros intelectuales defendieron dos circunstancias que precisamente iban en contra de cualquier proyecto de integración: la tradición hispánica y el “cachaco” como arquetipo nacional.17

Sin embargo, en 1919, Tomás Rueda Vargas (Bogotá, 1879-1943) dictó una conferencia titulada La sabana de Bogotá, en donde puso en tela de juicio la labor civilizadora de la capital aun sobre su región más cercana, es decir, la sabana, campo abierto que la ciudad había dejado de lado. El “refinado” capitalino o cachaco bogotano colindaba a escasos metros con el sabanero “orejón”, como lo llamaba Rueda Vargas, con el campesino analfabeto, hosco a las costumbres citadinas, no por capricho, sino porque el cachaco no había logrado vincularlo a su proyecto civilizador —si es que tenía alguno. Rueda Vargas había redactado su texto como una conferencia para ser leída en el Gimnasio Moderno, el colegio insignia de la clase dirigente bogotana, a la que cuestionó cortésmente, alabando primero su estirpe colonial, para criticarla duramente sin herirla: Señores descendientes de virreyes, de oidores, de capitanes y de encomenderos, el noble intento de la Reina Católica está por cumplirse. En los tiempos prehispánicos los jeques ofrendaban al Sol, sobre las graves rocas de Suesca, sobre los agrios riscos de Guatavita, la sangre de los mejores mancebos de la tribu. Hoy sus descendientes esperan en el cercado del Zipa, que se extiende a nuestros pies, que la luz de vuestros ojos vaya a iluminar su opaco espíritu.18

Pero el opaco espíritu no solo era el de los sabaneros sino también el de los estudiantes a quienes Rueda Vargas impartía clases. Durante la década de 1920 la hegemonía conservadora impidió que hubiera una suficiente libertad de cátedra, y deslindes precisos entre la educación media y superior y entre el Estado y la Iglesia. Algunas luces habían comenzado a llegar a Colombia a partir de 1918, gracias al Movimiento Estudiantil de Córdoba, Miguel Ángel Urrego, Intelectuales, Estado y nación en Colombia: de la Guerra de los Mil Días a la Constitución de 1991, Siglo del Hombre Editores y diuc, Bogotá, 2002, p. 63.

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Tomás Rueda Vargas, La sabana, Editorial abc, Bogotá, 1946, p. 63.

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Argentina, el primero en formular abiertamente la indignación ante los resabios colonialistas dentro de la academia en los países hispanoamericanos. El manifiesto de Córdoba criticó la dependencia del saber europeo no porque fuera europeo, sino porque estaba desactualizado debido a la Primera Guerra Mundial y porque, en el fondo, hablaba de la desconfianza generalizada de todo lo latinoamericano y del propio talento estudiantil.19 No solo desde Argentina llegaron vientos de renovación universitaria. En 1918 llegó a Bogotá el joven poeta mexicano Carlos Pellicer, quien había sido enviado por el gobierno de Venustiano Carranza, en aras de apoyar en Colombia la creación de una Federación de Estudiantes. Entre los contactos que Pellicer hizo en Bogotá, Germán Arciniegas (Bogotá, 1900-1999) se convirtió en el más sólido. En 1920, cuando el joven mexicano de 23 años ya había pasado a Caracas en plan de proseguir su misión especial, Arciniegas, de 20 años, le comentaba acerca de sus avances en torno a la Federación de Estudiantes de Colombia. Arciniegas añadía que se proponía formar un grupo de boy-scouts, cuando aquel tipo de agrupación —que hoy nos parece baladí— tenía tintes de modernidad. Arciniegas quería sacar a sus compañeros de los salones de clase. Ponerlos a explorar la naturaleza circundante: “Mi proyecto en cuestión de Scouts es este: formar un grupo de diez muchachos que conozcan palmo a palmo esta Sabana de Bogotá, así como los cerros que la rodean”.20 Este tipo de pequeñas iniciativas permitieron, poco a poco, transgredir la mentalidad escolástica con la observación y el reconocimiento del paisaje, es decir, en vez de memorizar el Código civil o manuales de catecismo, despertar una mentalidad científica y antropológica de la ciudad, del territorio. Si el conocimiento del paisaje se convirtió en un camino para el conocimiento de la población humana que lo habitaba, algo similar ofrecían la investigación histórica y los movimientos estudiantiles. Entre más profundizara un estudiante en los archivos del pasado, mayor fuerza tendría en entender el presente y emprender campañas contra la ignorancia. Tal es la tesis del primer libro de Arciniegas, El estudiante de la mesa redonda (1932), escrito en Londres y publicado en Madrid. Y, en efecto, al volver a Colombia en 1933, Arciniegas salió elegido en el Congreso, como representante de los estudiantes. La situación política había cambiado un poco, a juzgar por el gobierno liberal de Enrique Olaya Herrera (1930-1934). Y bajo esa atmósfera, más o menos benéfica, Arciniegas se atrevió a presentar su primer proyecto de

El texto del Manifiesto Estudiantil de Córdoba de 1918 puede consultarse fácilmente. Disponible en: http://www.ccee.edu.uy/ensenian/catderpu/material/cordoba.pdf.



Carlos Pellicer y Germán Arciniegas. Correspondencia 1920-1974, ed. de Serge I. Zaitzeff, Conaculta, México, 2002, p. 34.

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ley a la Cámara de Representantes. El texto resultó una suerte de cartilla o tratado titulado La universidad colombiana (1933), en donde formuló una crítica rotunda contra el sistema educativo de entonces: La universidad colombiana, que desde el surgimiento de la República se aisló dentro de las normas aristocráticas de un intelectualismo extranjero, lo mismo que todas las escuelas que se han lanzado por el camino de las especulaciones, en donde la propia tierra no figura sino como un factor remoto y accidental, desdeña en absoluto el trabajo artesano y cree que está reñido con las altas disciplinas mentales en donde hacen sus ejercicios los jóvenes académicos.21

Desde tiempo atrás y en una escala mucho mayor, esta lucha por el conocimiento del propio país la venía llevando a cabo José Eustasio Rivera (San Mateo-Rivera, Huila, 1888-Nueva York, 1928). Había trabajado casi dos años (de 1922 a 1924) como abogado de la Comisión Segunda de Límites de la Cámara de Representantes, de viaje por las intendencias del Guainía y del Vichada (aún no se llamaban departamentos), encargado de fijar los límites con Venezuela. La tarea no consistía solamente en la definición de líneas geométricas sobre una hoja de papel, como lo pretendía su colega, el ingeniero y matemático Justino Garavito Armero. Iba mucho más a fondo: se trataba de consolidar el mapa moderno de Colombia —un mapa realmente geopolítico— que tuviera en cuenta las diferencias culturales entre una región y otra, sin la homogenización abstracta de las fronteras internacionales. Rivera se dio cuenta de que el extraño o extranjero, en la complicada “identidad colombiana”, no era tanto el venezolano, el peruano o el estadounidense sino el indígena o el habitante del trapecio amazónico y de los Llanos orientales. Ellos habían permanecido ajenos al proceso urbanista de la zona andina y al discurso patriótico. En su crítica al proceso de la definición y demarcación de límites, Rivera introdujo en Colombia, según la investigadora Anna-Telse Jadgmann, “el concepto del territorio de Germán Arciniegas, La universidad colombiana: proyectos de ley y exposición de motivos presentados a la Cámara de Representantes, Imprenta Nacional, Bogotá, 1933, p. 58. El gobierno de Olaya Herrera no se tomó en serio su propuesta. El Congreso en pleno acaso ni lo escuchó. Pero mientras hablaba, como gran observador, Arciniegas tampoco perdió su tiempo. En tanto dormitaban los congresistas se había dedicado a caricaturizarlos, y sus caricaturas salieron en un libro publicado en 1933: Memorias de un congresista, con prólogo de Baldomero Sanín Cano, el mejor crítico colombiano de entonces. “No se puede reformar el absurdo —anota este en el prólogo—; lo más a que puede llegarse es a hacerlo patente”. (“Prólogo” a Germán Arciniegas, Memorias de un congresista, Imprenta Nacional, Bogotá, 1932, p. 4).

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la nación cultural en el sentido moderno: un territorio limitado mediante una forma claramente definida, que se constituye a partir de una relación simbólicamente significativa con un Otro-interno y un Otro-externo”.22 Habló de la necesidad de “colombianizar” a los habitantes de aquellas regiones apartadas, al Otro-interno, a riesgo de que los países vecinos se adelantaran imponiendo sus leyes y fronteras. Al volver a Bogotá denunció con indignación en el Congreso a los caucheros imperialistas — trasnacionales— que practicaban aún el esclavismo. Pero quedó todavía más indignado frente a la indiferencia de los parlamentarios y legisladores colombianos, encerrados en la alta sabana de Bogotá, mientras los límites —la realidad— se desparramaba incontrolable hacia los llanos del Orinoco y las selvas del Amazonas, sin deslindes precisos con Venezuela, Brasil o Perú. Sintió que los documentos que había redactado durante su trabajo de campo, informes, cartas, relaciones, alegatos, dormirían para siempre en los archivos del Congreso. Necesitaba hacer trascender esa información y la experiencia de su viaje a través de una novela, sin perder el mensaje de sus denuncias. Fue así como concibió La vorágine. A pesar de que el gobierno colombiano acusara indiferencia frente a las denuncias de Rivera, en realidad nunca había sido ajeno a las prácticas esclavistas de los caucheros en el Amazonas. En 1904 había subido a la presidencia de Colombia el general Rafael Reyes, un político hacendado y habituado, él sí, a montar a caballo y a navegar en piragua. Movido por el capitalismo salvaje y el deseo de progresar a toda costa, abrió nuevas rutas comerciales por el río Putumayo para permitir la explotación del caucho en esas selvas por parte de compañías trasnacionales, como la Casa Arana, del Perú, sin reparar en las poblaciones indígenas ni mucho menos en la ecología. El caucho se necesitaba para la producción en masa de automóviles (llantas y neumáticos), y cualquier empresa en esas selvas, pensaba, implicaba civilización. Aunque el general Reyes abandonó el poder en 1909, gracias a las protestas de los estudiantes, las consecuencias de su gobierno “pragmático” y por momentos tiránico se hicieron evidentes en 1911. Se descubrió que la Casa Arana, en alianza secreta con Reyes, había extendido campamentos caucheros mucho más allá de la frontera con el río Putumayo, y amenazaba colonizar ilegalmente gran parte del territorio suroriental de Colombia. Las protestas no se hicieran esperar, en medio de la indignación

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Anna-Telse Jadgmann, Del poder y la geografía: La cartografía como fuente de legitimación en Colombia, tesis doctoral, departamento de filosofía y humanidades, Freien Universität Berlin [Universidad Libre de Berlín], Berlín, 2007, p. 214. Disponible en: http://www. diss.fu-berlin.de/

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por la reciente pérdida del Istmo de Panamá. El nuevo presidente, Carlos E. Restrepo, envió de mala gana un contingente militar al mando de los generales Isaías Gamboa y Gabriel Valencia para defender el puerto de La Pedrera en el río Caquetá, invadido por el ejército peruano. La escaramuza bélica que ocasionó este hecho había sido antecedido, pues, por una serie de documentos que elevaban a escala internacional la denuncia contra las prácticas esclavistas de la Casa Arana. La demanda que el abogado peruano Benjamín Saldaña Rosas había puesto en los tribunales de Iquitos contra el empresario peruano Julio César Arana, por sevicia contra los indígenas, se globalizó en 1912, cuando el agente irlandés Roger Casement, quien ya había denunciado casos atroces en el Congo, publicó en Londres un informe alarmante acerca del exterminio contra los indígenas del Putumayo. También en 1912 el Congreso de los Estados Unidos lo reconfirmó en el documento oficial Slavery in the Putumayo (Esclavitud en el Putumayo), que aumentó las presiones sobre el gobierno colombiano para ejercer soberanía y control.23 La vorágine recoge a su manera todas estas contribuciones documentales, y conviene examinar el modo, la forma como Rivera convirtió su denuncia en una auténtica obra de arte.

La revolución poética de Rivera en Tierra de promisión (1921) Lanzemos una hipótesis atrevida. Digamos que el cubismo de Picasso se advierte a su modo en la poesía posmodernista de Colombia. Desde un punto de vista formal, esa austeridad en el color (tonos grises y neutros) y esa renuncia a mirar las cosas desde el mismo punto de vista, para verlas desde los seis ángulos del cubo y así fracturarlas y descomponerlas, empezamos a notarlas en la poesía del cartagenero Luis Carlos López, llamado también “El Tuerto López” (1879-1950). Cuando el propio Rubén Darío leyó en Buenos Aires los poemas de “El Tuerto López” quedó aterrorizado y confesó en un artículo de La Nación que el colombiano “es un gran poeta, indiscutiblemente un gran poeta [...] percibo la sensación de que voy pasando de moda y que, en breve, tal vez Lugones y yo seremos del número de los clásicos”.24

El estudio más completo sobre estos episodios brutales de la explotación amazónica se encuentra en el libro de Roberto Pineda Camacho, Holocausto en el Amazonas. Una historia social de la Casa Arana, Espasa, Planeta Colombiana Editorial, Bogotá, 2000.

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Tomado de David Jiménez, Poesía y canon: los poetas como críticos en la formación del canon de la poesía moderna en Colombia 1920-1950, Norma, Bogotá, 2001, p. 177 (Jiménez lo toma del artículo de Rubén Darío, “Marinetti o el futurismo”, publicado en La Nación, Buenos Aires, 5 de abril de 1909).

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De ahí que tiempo después García Márquez llamara “terrorismo poético” al impacto que a principios del siglo xx causaron los poemas de Luis Carlos López.25 Actuaron como bombas verbales. Aterrorizaron el buen gusto y la solemnidad. Basta advertir el título del primer libro de “El Tuerto López”: De mi villorrio (1910) ¿Cómo así? ¿No era Cartagena la joya amurallada del viejo Imperio español en el Caribe? Un “poeta normal” hubiera descrito a Cartagena con sus heráldicas, como siguen ovacionándola en reinados de belleza o en discursos políticos. No así “El Tuerto López”, como lo apodaban por su mirada bizca. Su poesía fue para los modernistas tradicionalistas lo que Don Quijote significó para las novelas de caballería: puso al descubierto, poéticamente, que toda esa solemnidad y elegancia del modernismo era puro fingimiento y nada verdadero. Pues bien. Algo parecido generó el poemario de José Eustasio Rivera, Tierra de promisión, publicado en 1921. El trópico, con su fauna y su geografía exóticas, chocó contra el gusto de los poetas demasiado europeístas. Ellos veían como una insurrección que en los poemas aparecieran micos, caballos, jaguares. Que aparecieran, además, con técnicas impresionistas y a ratos expresionistas. Hay algo de la técnica cinematográfica, como si la lente de una cámara acercara la imagen de un jaguar que destroza una jauría de perros y burla los flechazos del indio hasta finalmente caer; y como si esa misma lente después alejara la imagen y viera cómo se achica el cadáver del jaguar y se enrojece bajo un sol crepuscular. “¡Baja el sol, como un buitre, por las altas montañas!”.26 En otro soneto se desbandan por los árboles “los monos en elástica tropa”;27 en otro, los potros cabalgan en la llanura y se atropellan de lejos; en otro, el poeta se convierte en un “grávido río […] reflejando el paisaje”.28 El refinado poeta Eduardo Castillo (Zipáquira, Cundinamarca, 1889-Bogotá, 1938) acusó a Rivera de desprestigiar el modernismo al embadurnarlo de selva. No le perdonó que, sin despojarse del tono aristocrático de los sonetos endecasílabos, lograra capturar y fijar imágenes con tanta elegancia. Fue tan trascendental esta discusión aparentemente nimia entre Eduardo Castillo y Rivera, que el investigador alemán Hubert Pöppel ha cifrado allí la manifestación de dos concepciones acerca de la función de la literatura frente a la sociedad durante los años veinte: una ortodoxa, defendida por

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Véase de García Márquez, “La literatura colombiana: un fraude a la nación. Una literatura de hombres cansados”. Disponible en: http://sigma.poligran.edu.co/.

José Eustasio Rivera, Tierra de promisión, ed. crítica de Luis Carlos Herrera Molina, Editorial Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2007, p. 88.

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Ibíd., p. 95.



Ibíd., p. 77.

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Castillo, para quien la figura del poeta debía honrarse como a la de un semidiós; y otra heterodoxa, la de Rivera, quien discutió que esa figura endiosada del poeta, lejos de los cenáculos bogotanos, se desmitificaba y hasta se deshumanizaba, no servía para nada y era solo vanidad. Los escritores debían ser, a su modo, hombres prácticos, no esperar loas de su público, ir en búsqueda de otras psicologías, probarse en otros ambientes, investigar zonas inexploradas, tal como él lo haría en La vorágine. Tanto me place escribir una estrofa como trepar una línea en la escala de los hombres que quieren ser útiles a la sociedad y a la patria, mediante el trabajo y la corrección cívica. Ni paraísos artificiales, ni halagos del mundo bohemio, ni éxitos en las veladas, ni laureles implorados figuran en mi carrera.29

Los nuevos escritores, si deseaban ser auténticos, tenían que deslindarse de la simulación y el artificio. Pero cuando salió, en 1924, La vorágine, Castillo y los hermanos Nieto Caballero acusaron a Rivera de desprestigiar el género en personajes tan “plebeyos” como los llaneros o los caucheros de la selva. Rivera confió más en el juicio extranjero. En la Editorial Andes, su propio sello, publicó otra edición de la novela en Nueva York, con comentarios de los mejores críticos continentales: Alfonso Reyes, Emilia Pardo Bazán y Horacio Quiroga. Murió en Nueva York, pero su cádaver fue transportado en barco hasta Colombia para rendirle honores. Muchos años después, el poeta Fernando Charry Lara lo imaginó en Nueva York en su poema “Rivera vuelve a Bogotá”, en el que alude a la admiración que Rivera despertaba en el extranjero en contraste con las envidias de sus coterráneos. “Tiempo después en tierra lejana / apenas recordará la mueca / con que engreídas bocas de la tertulia periodística / hablaron de su folletín o relación de viajes”.30 De ahí que su novela no oculte el tono de alegato, de denuncia. Entre el prólogo y el epílogo de La vorágine, que es el manuscrito de Arturo Cova, él —Rivera— solo funge como editor, pues quien hablará en la novela será su protagonista-narrador. Y a Arturo Cova no le podemos pedir explicación alguna, de modo que tenemos que abandonarnos a los hechos que nos relata.



Tomado de Hubert Pöppel, Tradición y modernidad en Colombia: corrientes poéticas de los años veinte, Editorial Universidad de Antioquia, Medellín, 2000, p. 148.



Fernando Charry Lara, Llama de amor viva, Ediciones de Cultura Hispánica, Agencia Española de Cooperación Internacional, Instituto de Cooperación Iberoamericana, Madrid,1989, p. 113.

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Posibles rasgos vanguardistas en La vorágine El lenguaje narrativo de La vorágine suena posmodernista, pero puede tener algo de vanguardista a partir de la tercera parte, cuando Cova se topa con los colombianos explotados y empiezan a ingresar a su narración las voces de Helí Mesa y Clemente Silva. La vorágine arranca cuando Cova y Alicia deben huir de Bogotá, perseguidos por los curas que no podían concebir una unión libre. Y Cova, un poeta anti-romántico, confiesa que el “amor puro” no existe, porque nadie adivinará nuestro ensueño más íntimo, de suerte que Alicia es, para él, una desventura, un estorbo. De ahí el primer párrafo de la novela: “Antes de que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón al azar y me lo ganó la Violencia”.31 Esa leve mención de la Violencia con mayúscula, como si fuera una musa malvada, inunda toda la narración. De la etapa de la belleza clásica de los sonetos de Tierra de promisión no queda nada. Ahora, en La vorágine, aparece otro tipo belleza, que roza con lo monstruoso. Un gigante va cubriendo y destrozando una llanura sombría, como en el cuadro “El Coloso” de Goya. Y esa Violencia arroja instantes de gran belleza, como cuando cierto jinete, tras una estampida de toros, resulta decapitado: Aunque el asco me fruncía la piel, rendí mis pupilas sobre el despojo. Atravesado en la montura, con el vientre al sol, iba el cuerpo decapitado, entreabriendo las yerbas con los dedos rígidos, como para agarrarlas por última vez. Tintineando en los calcañales desnudos pendían las espuelas que nadie se olvidó de quitar, y del lado opuesto, entre el paréntesis de los brazos, destilaba aguasangre el muñón del cuello, rico de nervios amarillosos, como raicillas recién arrancadas. La bóveda del cráneo y la mandíbula que la sigue seguían allí y solamente el maxilar inferior reía ladeado, como burlándose de nosotros. Y esa risa sin rostro y sin alma, sin labios que la corrigieran, sin ojos que la humanizaran, me pareció vengativa, torturadora, y aún a través de los días que corren me repite su mueca de ultratumba y me estremece de pavor.32

Rivera, que seguía siendo un poeta musical, se dio cuenta que en la prosa también operaba el poder de las palabras esdrújulas para conmover, para impactar al lector con adjetivos que lo dejaran sin aliento. La escena en donde le cercenan los brazos a “El Pipa”, un cruel capataz de las caucherías, no puede estar escrita con palabras más violentas: Rivera, La vorágine, op. cit., p. 41.

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Ibíd., p. 146.

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Le cercenó los brazos con el machete, de un solo mandoble, y boleó en el aire, cual racimo lívido y sanguinoso, el par de manos amoratadas. El Pipa, atolondrado, levantose del polvo como buscándolas y agitaba a la altura de la cabeza los muñones, que llovían sangre sobre el rastrojo, como surtidorcillos de algún jardín bárbaro.33

Nótese que el efecto del adjetivo “bárbaro” adquiere fuerza por el acento esdrújulo. Por cierto, ¿la imagen de aquellos “surtidorcillos de algún jardín bárbaro” no indicaba ya el simbolismo modernista llevado a sus últimas instancias? Para el novelista Germán Espinosa, Arturo Cova, el fracasado, es un modelo de creación psicológica: “No se trata, como en la literatura realista española (pienso en Baroja) de la mera creación de tipos, sino de un auténtico personaje, como lo exigimos después de Dickens o de Dostoievski (o de Proust, ese otro pos-simbolista)”.34 Ahora bien, hay dos planos discernibles en La vorágine: el psicológico y el sociológico. El primero surge desde que Alicia y Cova dejaron de ver la cordillera: Arturo Cova dejó de ser “el poeta”, como hipócritamente lo llamaban en Bogotá, y Alicia dejó de estar protegida por la mesura bogotana. Contradiciendo la tesis de Rousseau, Arturo Cova y Alicia eran “buenos” en la civilización y la naturaleza los “barbarizó”. Cova dice escribir sus manuscritos porque en ellos denunciará la violación a la soberanía colombiana; piensa entregárselos al cónsul de Colombia en Manaos; pero cuando comprende que la diplomacia colombiana es casi inexistente, y cuando siente que la civilización humana anda muy lejos, se desorbita y da rienda suelta a todos sus delirios. Al contacto con tribus indígenas de la selva que le ofrecen sustancias alucinógenas se cree un pato, una pantera. Y en los delirios de la fiebre palúdica ve “flores que daban gritos”, árboles que de noche platican y se hacen señas, o riachuelos que le hablan: “[…] cógenos en tus manos, para olvidar este movimiento, ya que la arena impía no nos detiene y le tenemos horror al mar”.35 Cova se convierte en el gran orador de la selva cuando pretende redactar un pliego de acusaciones dirigido al cónsul de Colombia: “una tremenda requisitoria, de estilo borbollante y apresurado como



Ibíd., p. 371.



Añade Espinosa que no se trata de establecer a ciencia cierta cuántas y cuáles fueron las avanzadas del postsimbolista Rivera en relación con el vago concepto de modernidad, sino de reconocer su avanzada —su vanguardia— en técnicas novelísticas y en penetración psicológica. Germán Espinosa, “La elipsis de la codorniz”, en Ensayos completos ii, Eafit, Medellín, 2002, p. 143.

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Rivera, La vorágine, op. cit., p. 194.

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el agua de los torrentes”.36 La vorágine es una selva de estímulos literarios, una novela de ríos. Basta mirar el mapa donde sucede, los departamentos del Meta, Vichada, Guainía y Vaupés, para darnos cuenta de que hay una obsesión fluvial que surca la novela: los personajes navegan, ascienden y descienden decenas de ríos como decenas de historias y de voces.37

El mensaje de La vorágine Desde las crónicas de los conquistadores no habíamos vuelto a encontrar, mejorados por las técnicas impresionistas, el mundo selvático y la tragedia del hombre contra el hombre al penetrar en esa vida y olvidarse de la civilización. Los campamentos caucheros en el Amazonas causan, más que indignación, angustia existencialista. Cuando el nariñense Clemente Silva busca a su hijo esclavizado patentiza la angustia del secuestro y la tortura, porque Rivera estaba muy conectado con la sensibilidad del momento e intuía la debilidad del humanismo europeo. ¿Acaso no profetizan sus campamentos de caucheros los campos de concentración de los nazis o, para no ir tan lejos, los campos de secuestrados de las farc en esos mismos parajes? Vagar por esas selvas amazónicas resulta por momentos más limitado que hallarse encerrado en una cárcel: Esclavo, no te quejes de las fatigas; preso, no te duelas de tu prisión; ignoráis la tortura de vagar sueltos en una cárcel como la selva, cuyas bóvedas verdes tienen por muros ríos inmensos. ¡No sabéis del suplicio de las penumbras, viendo el sol que ilumina la playa opuesta, a donde nunca lograremos ir! ¡La cadena que muerde vuestros tobillos es más piadosa que la sanguijuela de estos pantanos; el carcelero que os atormenta no es tan adusto como estos árboles, que nos vigilan sin hablar.38

Este estilo violento de la novela formaba también parte de la personalidad de Rivera. Con un poco más de serenidad hubiera podido escribir una



Ibíd., p. 327.



Para Pineda Botero, “La vorágine es, sin duda, la novela colombiana más inquietante, más rica en registros y en estrategias literarias, y la que comporta una de las temáticas de mayor impacto […] de una identidad y de una realidad americanas que no habían ingresado a la literatura”. (La fábula y el desastre, op. cit., p. 504). La bibliografía en torno a la novela de Rivera se prolonga, para lo cual recomendamos la selección de Montserrat Ordóñez: La vorágine: textos críticos, Alianza Editorial, Bogotá, 1989.

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Rivera, La vorágine, op. cit., p. 268.

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segunda novela que, según sus biógrafos, pensaba titular Mancha negra, en donde denunciaría los abusos de la explotación petrolera de los Estados Unidos en Colombia. Este tema lo prosiguió más tarde César Uribe Piedrahita, amigo personal de Rivera, con su novela Mancha de aceite (1935). Por lo demás, el escritor huilense dejó inédita una obra de teatro, Juan Gil (1911), y publicados en los periódicos de su tiempo ensayos sobre Ibsen y el teatro contemporáneo. Murió en Nueva York, sí, en La otra selva, a la que alude el título de la novela de Boris Salazar.

Las novelas de la selva de César Uribe Piedrahita Tal vez quien mejor demuestre en la práctica la mímesis del discurso antropológico del que nos habla González Echevarría sea César Uribe Piedrahita (Medellín, 1896-Bogotá, 1951). Su profesión de médico-antropólogo nutrió su literatura. Estudió medicina en Harvard, y en sus años de práctica recorrió territorios casi inexplorados en busca de plantas medicinales para la cura de enfermedades tropicales. En 1931 ayudó a fundar el Herbario de la Universidad Nacional de Colombia en Bogotá. Luego regentó la Universidad del Cauca y la facultad de Medicina de la Universidad de Antioquia y fundó con sus iniciales, cup, el primer laboratorio farmacéutico de Colombia. A su paso por el Caquetá y el Putumayo nació, en parte, Toá (1931), su novela sobre las torturas humanas dentro de las caucherías. De su experiencia como médico en el campamento petrolero de Sun Oil Company en el Catatumbo, cerca del Lago de Maracaibo, nació su novela Mancha de aceite (1935). Los protagonistas de ambas novelas son médicos en regiones inhóspitas, con intereses tanto etnográficos como literarios. Ambos protagonistas quieren encarar, como bien lo ha señalado Arturo Escobar Mesa, la lucha permanente entre la naturaleza y el capitalismo salvaje.39 En el prólogo a Toá, Uribe Piedrahita confesó inspirarse en La vorágine de Rivera. De ella solo tomó, empero, la denuncia contra la explotación inhumana de los caucheros. “Lo que debía ser fondo —la selva, sus enfermedades, sus bestias, sus indios— pasa a primer plano [...] el valor novelesco es mínimo”.40 Es mínimo porque el amor entre el médico, Antonio, y Toá, una indígena ingenua, no alcanza las magnitudes del amor entre Arturo Cova y Alicia; tampoco los personajes secundarios adquieren suficiente presencia. El autor se r­ egodea Arturo Escobar Mesa, Naturaleza y realidad social en César Uribe Piedrahita, Consejo de Medellín, Medellín, 1993.

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Enrique Anderson Imbert, Historia de la literatura colombiana, p. 113.

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fce,

México, 1997,

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demasiado en describir las enfermedades y en recalcar el horror del holocausto indígena: “Rompieron los toscos envoltorios de hojas verdes de palma y rodaron por el suelo las cabezas sangrientas de medio centenar de indígenas. Sacudieron los cestos y cayeron otros despojos exangües: manos, orejas, órganos genitales”.41 Más importante que Toá resulta Mancha de aceite. El tema lo heredó también de Rivera, quien había participado en la comisión investigadora de la Cámara de Representantes contra la Andian National Co. y la Tropical Oil Co., dos empresas foráneas que extraían petróleo de suelo colombiano sin dejar más dinero que el necesario para comprar las conciencias de funcionarios corruptos. En su prólogo a Mancha de aceite, Piedrahita denunció a los petroleros estadounidenses y al régimen de Juan Vicente Gómez en Venezuela, quejándose de paso de cómo su coterráneo, Fernando González, el autor de Viaje a pie, idolatraba al sátrapa de Venezuela, en el libro Mi compadre (1934).42 A pesar de las evidentes páginas con mucho contenido político, Uribe Piedrahita logró en Mancha de aceite nuevos experimentos narrativos. Dentro de la ordinaria exposición de hechos, descripciones o diálogos, esta novela presenta también una suerte de collage, es decir, intercala de pronto una carta o un documento con la intención de presentar varios hechos que ocurren al mismo tiempo. Por ejemplo, mientras el médico Echegorri (alter ego de Piedrahita) trabaja entre los petroleros yanquis, recibe, sin que sus jefes se den cuenta, cartas con mensajes secretos sobre la situación sindicalista. Esas cartas se reproducen dentro de la novela de forma paralela a la acción narrativa. Provienen de varios personajes: del jefe del distrito petrolero, de una de las esposas de los petroleros estadounidenses, Miss Peggy, y acaso del sindicalista Alberto, pues hablan de instar a la rebelión a los miles de obreros venezolanos y colombianos subyugados por los petroleros. Álvaro Pineda Botero ve en estos experimentos rasgos vanguardistas que parecen un antecedente de lo que ahora llamamos el hipertexto.43 Ya antes el crítico Álvaro Medina había visto en Mancha de aceite una buena asimilación de las técnicas de John Dos Passos en Manhattan Transfer y de Contrapunto de Aldous Huxley, y hasta había afirmado, con cierta exageración, que “Uribe Piedrahita concebía la novela con un espíritu muy cercano al de Joyce en 41



César Uribe Piedrahita, Toá y Mancha de aceite, prólogo de Darío Ruíz Gómez, Secretaría de Educación y Cultura, Medellín, 1992, p. 71.



Véase el ensayo de Gustavo Luis Carrera, La novela del petróleo en Venezuela, Servicios Venezolanos de Publicidad, Caracas, 1972.



Pineda Botero, Juicios de residencia. La novela colombiana 1934-1985, Eafit, Medellín, 2001, p. 43.

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Finnegans wake, y anunciaba en cierto modo al Cortázar de Rayuela y al Roa Bastos de Yo el supremo”.44 Solo que esas técnicas vanguardistas no seducen lo suficiente y carecen de fuerza emotiva para narrar con hondura las pasiones amorosas. Hay, sí, un erotismo de gran factura cuando el médico Echegorri hace el amor con su amante Peggy, la esposa de uno de los petroleros estadounidenses, sin que la pasión o el amor convenzan del todo al lector. No se trata de un descuido del novelista. En realidad el médico Echegorri no está enamorado sino de su causa social, de su condición de redentor de los trabajadores explotados. La novela termina con la excelente descripción de un derrame de crudo que ennegrece los ríos y la selva: El fuego abatió las torres, devoró los edificios y corrió desbordado por las colinas hasta el lago. Hervía el agua en los arroyos. Todas las casas ardieron como yesca y estallaron en pavesas que volaron entre el humo que ascendía hasta las nubes alumbradas por la rea del incendio. El fuego siguió gritando y el fuego y el agua gimiendo. Entre el aletear de las llamas corrieron los corceles de fuego sobre la selva sacudiendo las crines llameantes. Azotaron las hojas, retorcieron las ramas y encendieron antorchas en las copas de las ceibas, y fogatas en la manigua enmalezada. El agua hervía en sus senos profundos, se quemaba en las crestas de los borbollones y subía en vapores a juntarse con el humo enrojecido. La pira simbólica se ensanchó por la tierra, sobre el lago y disparó contra el cielo sus lenguas erizadas de saetas. La hoja petrolífera amenazaba convertirse en un horno, quemarse en holocausto de venganza, de muerte y purificación. El fuego siguió gritando y el agua y la tierra gimiendo. ¡El fuego devoró la Mancha de Aceite!45

De sus investigaciones entre los indios guajiros, Uribe Piedrahita también dejó una novela inconclusa, Caribe, cuyo primer capítulo se publicó en la Revista Pan (número 9, 1937) y los otros dos en la Revista de Indias (nº 6, 1939). Pensaba continuar escribiéndola en la lengua de los guajiros.46 Había investigado mucho sobre culturas indígenas, y en la revista Laboratorio, que fundó y dirigió, publicó varios trabajos al respecto. De haberle rendido más dedicación a la literatura, sus obras aparecerían mejor acabadas y ahora mismo gozarían de más lectores.

44

Tomado de Escobar Mesa, op. cit., p. 209.

César Uribe Piedrahita, Mancha de aceite, Editorial Renacimiento, Bogotá, 1935, pp. 137-138.

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46

El primer capítulo, tanto como el segundo y el tercero de la novela Caribe, puede consultarse en “Lecturas recobradas”, Facultad de Ciencias Humanas, Universidad Nacional de Colombia. Disponible en: www.revistas.unal.edu.co.

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Risaralda (1935), de Bernardo Arias Trujillo También Bernardo Arias Trujillo (Manzanares, Caldas, 1903-Manizales, 1938) mezcló cierta visión antropológica con modernas técnicas narrativas tomadas de la cinematografía. Esto es patente en el título de su primera novela: Risaralda: película de negredumbre y de vaquería, filmada en dos rollos y en lengua castellana (Medellín, Librería Siglo xx, 1935). Familiarizado con la literatura gauchesca y con el far west norteamericano, Arias Trujillo puso el subtituló de negredumbre y de vaquería para añadirle algo de trama y suspenso a su discurso antropológico, en el que imaginó, algo apoyado en la historiografía fidedigna, la fundación de Sopinga a manos de colonos afrocolombianos, es decir, la erección de una suerte de palenque regido por leyes “naturales”. Cuenta después cómo irrumpen las autoridades desde la ciudad de Manizales, para rebautizar el municipio como La Virginia, pues el nombre de Sopinga les suena vulgar. La Virginia, en cambio, suena más puritano, por más que no haya nada de “pureza” en una sociedad donde los bailes alcanzan una gran sensualidad, según lo registra el narrador-antropólogo: Desde un extremo del salón empiezan a bailar el currulao, una especie de cumbia del Pacífico puramente africana. Juancho comienza a mover todo el cuerpo como un médium en trance y Rita lo hace con más sensualidad aún, como si estuviera gozando la sensación de un orgasmo.47

Con todo, los blancos de Manizales intentan imponer el casto bambuco. Y en medio de esa intolerancia cultural, a Sopinga o La Virginia llega un aventurero antioqueño, llamado Juan Manuel, templado como vaquero en los valles del Sinú y del Magdalena. Ningún acontecimiento importante protagoniza, como no sea cantar trovas y relatar todo tipo de anécdotas en rueda de peones, donde las razas y las diferencias culturales se funden. Una de esas historias intercaladas cuenta la historia de un hombre en las sabanas de Córdoba al que encuentran achicharrado y abrazado a una culebra después de un incendio, pues por el desespero se había enroscado a su cuerpo como al de una amante. Risaralda vale por estas historias secundarias provenientes de la tradición oral antioqueña. Vale asimismo porque el pueblo ficticio de Sopinga y el hecho de ser invadido por las autoridades estatales anuncia lo que más tarde veremos en Macondo. Por lo demás, Arias Trujillo publicó en la revista Novela semanal de Bogotá, durante el año de 1924, no exactamente novelas, sino tres cuentos largos de corte romántico: “Cuando

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Bernardo Arias Trujillo, Risaralda, Editorial Oveja Negra, Bogotá, p. 35.

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cantan los cisnes”, “Luz” y “Muchacha sentimental”. Cuando vivió en Buenos Aires, lejos de sus coterráneos, publicó con pseudónimo Por los caminos de Sodoma: confesiones íntimas de un homosexual (1932), una novela en un tono casi litúrgico, como si quisiera legitimar su orientación sexual a la luz de la religión. En Diccionario de emociones (póstumo, 1938), los amigos de Arias Trujillo recopilaron varios ensayos históricos y literarios, acompañados de una traducción de La balada de la cárcel de Reading, de Wilde.

4 años a bordo de mi mismo, de Eduardo Zalamea Borda: la novela del mar

A pesar de estar bañada por dos océanos, Colombia vivía de espaldas al mar, como si renegara de la aventura y el dinamismo. Y la narrativa había discurrido casi siempre en la montaña o en el altiplano, y a veces en los llanos o en la selva. Eduardo Zalamea Borda (1907-1963) se atrevió a narrar la vida costera, marítima, a partir de una experiencia autobiográfica puesta en términos objetivos. En 1923 salió de Bogotá, con destino a la península de La Guajira, en calidad de inspector oficial de las salinas de Bahíahonda. El viaje, primero en ferrocarril, luego en vapor por el río Magdalena, y después en el buque de un capitán holandés bordeando la costa desde Cartagena hasta La Guajira, equivalía a una gran aventura a los ojos de un muchacho bogotano que ni siquiera había sentido la tierra caliente: Yo vivía en una ciudad estrecha, fría, desastrosamente construida, con pretensiones de urbe gigantesca. Pero en realidad no era sino un pueblucho de casas viejas, bajas, y personas generalmente antipáticas, todas vestidas con trajes oscuros.48

Zalamea intentó escribir más que una simple crónica de viaje. ¿Cómo contar esa experiencia? Ensayó variaciones sobre este mismo tema. Empezó a darles forma a las impresiones de su viaje a través de poemas. En abril de 1930, el periódico La Tarde, dirigido por Alberto Lleras Camargo, publicó uno de sus primeros y únicos poemas: “Bahíahonda, puerto guajiro”. Vale la pena citar un fragmento porque en él se preludian, con la exactitud y brevedad de la poesía, algunas de las imágenes y temas desarrollados en la novela: Se entraba el nordeste en los oídos Arenoso y salvaje,

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Eduardo Zalamea Borda, 4 años a bordo de mí mismo, Fundación Editorial El Perro y La Rana, Caracas, 2008, p. 18. Disponible en: www.elperroylarana.gob.ve.

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con su perfume de iodo. Se tambaleaban las hamacas Henchidas de suspiros y de besos que se deformaban [...] Bahíahonda entre rocas y olas. Mordida Bahíahonda por los rayos prismáticos De soles arbitrarios […].49

Alberto Lleras Camargo percibió en ese poema historias que solicitaban contarse en la función narrativa, y le pidió a Eduardo Zalamea Borda que redactara una crónica sobre su larga temporada en La Guajira. Ese fue el segundo paso antes de llegar a la novela. El título ya la anticipaba: 4 años a bordo de mí mismo (Memorias de Uchí Siechi Kuhmare). Publicadas durante doce entregas, entre el 10 de mayo y el 5 de junio de 1930, el plan de la novela ya aparecía perfilado en esas crónicas. Solo que su transformación en novela implicó cambios notables que van, según Eduardo Jaramillo Zuluaga, desde algunas correcciones de estilo, pasando por la supresión de ciertos énfasis, hasta un nuevo subtítulo, Diario de los 5 sentidos: […] que mitiga un tanto el carácter evidentemente autobiográfico de las memorias (ahora el narrador es anónimo) y que subraya la inclinación del autor por una concepción moderna —nietzscheana— de la moral y de la vida [...]. Y hay también en la novela una más clara intención narrativa, una composición más acabada de los episodios que ahora se suceden sin las limitaciones propias de la crónica periodística.50

Aunque se trata de una novela autobiográfica, nunca sabemos el nombre del protagonista ni el motivo por el cual abandona Bogotá. Lo autobiográfico, además, se disuelve en la contemplación psíquica del paisaje. El comienzo de la novela es espléndido: el protagonista-narrador desciende en un tren del altiplano bogotano hacia las pampas del Magdalena. Se confiesa virgen, y las parejas de recién casados besándose durante el trayecto angustian su naciente sexualidad. Cuando llega a la costa, los nombres de las calles de Cartagena le producen una emoción casi poética. La luz del sol, vertical, directa, lo excita. El protagonista-narrador tiene la posibilidad de no acabar los episodios que relata, o de interrumpirlos si lo distrae el olor Tomado de Eduardo Jaramillo Zuluaga, El deseo y el decoro: puntos de herejía en la novela colombiana, Tercer Mundo Editores, Bogotá, 1994, p. 93.

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Ibíd., p. 99.

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de las fritangas de la plaza, del iodo del mar, de las axilas de los vendedores de pescado. El tiempo de la narración se altera continuamente: los verbos se conjugan en pasado y en presente sin orden aparente, rompiendo así la ordinaria exposición de los hechos. Anacolutos que consiguen situarnos intensamente en dos sitios al mismo tiempo: en el ambiente externo donde sucede la acción y en el ambiente interno en el que esa acción es meditada y paladeada. Esto indica, a su vez, el conocimiento del monólogo interior de Joyce. No debemos olvidar que Eduardo Zalamea Borda firmaba como “Bloom” y luego como “Ulyses” sus artículos de El Espectador. 4 años a bordo de mí mismo se divide en tres núcleos temporales discernibles uno de otro: 1) cuando el protagonista-narrador llega a Cartagena y siente por primera vez el mar; 2) cuando navega paralelo a la costa en compañía del capitán holandés; y 3) cuando vive una larga temporada en Bahíahonda, en La Guajira, en el campamento de salinas, en la punta más al norte de la América del Sur. En los tres sitios se siente un extraño. Tal vez por eso pone los cinco sentidos en todo. Incluso busca arquitecturas en los vientos y en las nubes de los desiertos arenosos, y acude mucho a la figura poética de la hipálage: “el color verde de este aire caliente”. Que el título de la novela prefiera el signo “4” a la palabra “cuatro”, deja ver cierto interés en la matemática y en la geometría. Jaramillo Zuluaga explicó que la utilización de números en vez de letras tiene un fondo filosófico: las leyes del número son un error en su origen y en su esencia; suponen que hay muchas cosas idénticas, aunque de hecho no hay nada idéntico. El error lo produce la noción de pluralidad que presenta algo varias veces, sin que sea igual a sí mismo. El protagonista sueña con triángulos isósceles. Sus descripciones del paisaje aluden al cubismo: las goletas en el horizonte “decoraban el mar, a la manera de Picasso, con sus velas llenas de ángulos”.51 El cuerpo de la mujer, de su amante, lo torna surrealista: “Su boca amaneció llena de jugo, como si en ella hubiera caído el zumo de las estériles estrellas que murieron en la mañana”.52 Sus personajes ya no experimentan típicos romances ni expresan cursilerías sino que asesinan, se desprecian, se ignoran, se aman. La muerte y el amor aparecen desacralizados. A la altura del capítulo 23, por ejemplo, el protagonista acompaña a un indio guajiro en busca de perlas marinas. El protagonista-narrador se queda esperando en la canoa a que el guajiro emerja del mar. Pasan los minutos. Nada. La escena es tan intensa que no sabemos qué nos sobresalta más, si la angustia por la suerte del indio o la preciosa descripción de la superficie del mar:

Zalamea Borda, 4 años a bordo de mí mismo, op. cit., p. 149.



Ibíd., p. 123.

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Pero, ¿por qué no sale el “Chulo”? Imposible saber cuánto tiempo hace que entró en el mar, pero parece que hiciera un siglo. Pero en todo caso ya ha pasado un minuto. ¿Por qué no sale? ¿Por qué no sale? El temor, la angustia y el dolor entran en mi alma como balas blindadas. Me laceran el corazón y despedazan mi alma. No sale, no sale, ¿por qué no sale? Debo hacer caras terribles, mis ojos deben estar abiertos, como los suyos llenos de asombro. Miro a mi derecha y el mar está verde, claro, tranquilo. A mi izquierda, y apenas el color del agua —rojo diluido en azul— hiere mis retinas, cierro mis ojos con fuerza para no ver nada, para no sentir nada, para ignorarlo todo, todo, todo.53

Eduardo Zalamea Borda dejó una novela inédita, La cuarta batería: gentes en menguante, pero las páginas del original quedaron afectadas —chamuscadas— en el incendio que sufrió El Espectador en 1952. Recientemente la editorial Villegas elaboró una edición más o menos completa con las páginas que alcanzaron a salvarse de ese incendio.54 En Los Davidson (1942), otra novela inédita e incompleta, Zalamea Borda volvió sobre la temática guajira, pero apenas escribió un capítulo que publicó en la Revista de Indias (1942). Más que por sus novelas inconclusas, Eduardo Zalamea Borda merece estudiarse también por sus brillantes columnas en El Espectador. Pocos columnistas han gozado de tanta lucidez. Como viajero, el novelista bogotano escribió también la crónica Israel, rosa de Isaías (1958); como estadista, prologó la edición en español del libro El país de las grandes realizaciones, del ruso Mijailov; y como crítico, comentó la poesía de García Lorca y la pintura de Ignacio Gómez Jaramillo.

La narrativa antioqueña bajo una lente antropológica La disputa entre Antioquia y Bogotá, entre el criollismo y el centralismo, puede seguir rastreándose en las polémicas del general antioqueño Rafael Uribe Uribe, líder de la oposición al Estado centralista. Sus argumentos en favor del positivismo —el conocimiento auténtico de la realidad se consigue a través del método científico— los apoyó en el criollismo antioqueño, en afirmarse sobre la región y el territorio, dejando de lado vagas ilusiones o confusas teorías. De ahí que en 1907, de viaje por Brasil y Argentina, el general Uribe Uribe hubiera quedado tan indignado cuando escuchó que se

Ibíd., p. 250.



Véase de Eduardo Zalamea Borda, La cuarta batería: gentes en menguante, prólogo de Juan Gustavo Cobo Borda, transcripción de Angelina Araújo Vélez, Villegas Editores, Bogotá, 2001.

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identificaba a Colombia como un “país de poetas”. ¿País de poetas cuando más de la mitad de la población era aún analfabeta? Él hubiera preferido que se hablara de un país de novelistas o de cuentistas, pues al menos la narrativa aportaba más detalles sociales sobre Colombia, y requería de mayor esfuerzo, algo de lo que Tomás Carrasquilla podía dar un buen ejemplo. Pero, ¿qué podían aportar los simples versificadores? En una carta fechada en 1907, dirigida a ciertos jóvenes de Manizales que lo invitaban a escribir en su nueva revista literaria, el general Uribe les recomendó dedicarse mejor a la agricultura o a la ingeniería civil, con el fin de mejorar los maltrechos caminos del país, porque: El promedio general de la ignorancia en Colombia debe andar alrededor del 70% o 75%. Por lo tanto, los periodistas no pueden contar con más de un 25% o 30% de los habitantes. De entre ellos, un 2% lee periódicos políticos; y el uno por mil del sobrante, revistas literarias.55

El general que sostenía todo aquello contra los literatos, curiosamente había hecho un diccionario de provincianismos, escribía con prosa esmerada, mantuvo estrecha amistad con José Asunción Silva y llegó a tener como secretario privado al mismísimo León de Greiff. Era un literato atacando a la literatura en pro de la república. Y así se lo hizo saber el crítico Saturnino Restrepo (¿?), al parecer de origen antioqueño y cuyas fechas exactas de nacimiento y muerte ignoramos, cuando contrapunteó la polémica del general Uribe Uribe, argumentando que no era que hubiese muchos poetas sino que había poca poesía. Además, muy sutilmente, Saturnino Restrepo lanzaba una pregunta a los literatos colombianos: “¿Busca algún pueblo del mundo la clave o la norma de sus emociones y sus inquietudes o la orientación de sus pensamientos en vuestra prosa o en vuestro verso?”.56 De suerte que el general Uribe Uribe, aunque se preciara de pragmático, buscaba en la narrativa antioqueña interpretaciones sociológicas; animaba de algún modo el cultivo de una literatura dispuesta a examinar el carácter y la psicología del pueblo, y que no se quedará en una mera divagación.



Rafael Uribe Uribe, El pensamiento social de Uribe Uribe, ed. de Otto Morales Benítez, Secretaría de Educación y Cultura de Antioquia, Medellín, 1988, p. 227.



Citado por David Jiménez, Historia de la crítica literaria en Colombia: 1850-1950, Universidad Nacional de Colombia, Facultad Ciencias Humanas, Bogotá, 2009, p. 160. Disponible en: http://www.bdigital.unal.edu.co/. [El artículo de Saturnino Restrepo apareció en revista Alpha, n.º 18, junio de 1907].

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Efe Gómez, el cuentista-minero La crítica demoledora contra la excesiva vida contemplativa también la había planteado Efe Gómez, pseudónimo de Francisco Gómez Escobar (Fredonia, Antioquia, 1873-Medellín, 1938), un minero que comenzó a escribir sus primeros cuentos a partir de 1897. El sentido práctico de la vida lo llevó desde muy joven a rechazar el mote de artista o escritor. No quería formar parte del mundillo literario, y en 1901 le envió una carta a Abel Farina, un poeta caldense demasiado afrancesado, recomendándole alejarse de paraísos artificiales. La literatura “progresará”, le dijo, en la medida en que se retroalimente de la realidad de nuestro medio y de nuestras gentes. Él mismo, contaba, se codeaba con arrieros y mineros en la plaza pública. Hallaba más información sobre la naturaleza humana en las cantinas que en sus lecturas desordenadas.57 Esta idea “populista” de la literatura, sin embargo, no lo precipitó en un afán por fijar el habla regional ni por registrar el cambio de costumbres de rurales a urbanas, cosas que ya Tomás Carrasquilla había explotado hasta la saciedad. No. Efe Gómez se detuvo en aspectos más psicológicos del antioqueño, aquel pueblo que se consideraba el “elegido” de Colombia. Encontró que tanta apología a la vida práctica —a la minería, a la arriería, al comercio— había traído como consecuencia delirios de grandeza y enormes complejos de superioridad. En uno de sus mejores cuentos, “El Zarathustra maizero” (revista Novela semanal, Bogotá, 1923), detalló el mundo distorsionado de un minero antioqueño que se cree a sí mismo el superhombre de Nietzsche en versión colombiana, que grita que la raza antioqueña es “la más audaz del universo” y que conquistará a Colombia entera, “como la ya olvidada, tesonera, Prusia, es hoy Germania imperial y victoriosa. Viva Antioquia”.58 Efe Gómez, agudísimo observador, no hacía sino burlarse de esas pretensiones regionalistas. Con una prosa llena de frases cortantes y lapidarias, se concentró en definir los rincones de la mente del campesino antioqueño, encontrando malicias aborígenes, resentimientos africanos, ciegos ímpetus conquistadores. Su cuento “El loco”, por ejemplo, empieza en un manicomio y termina narrando los fastos heroicos de Simón Bolívar según la mente de uno de los enfermos. En “La tragedia del minero”, la naturaleza de su voluntad incita

Tomado de Efe Gómez, Cuaderno de materia prima, 1890, A Book in Order to Write my Nonsenses, ed. de Nicolás Naranjo Boza, Editorial Universidad Eafit, Medellín, 2006, p. 144.



Lo mejor de Efe Gómez, ed. de Clarita Gómez, Centro Editorial Universidad Nacional de Colombia, Medellín, 1987, p. 32.

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a cierto hombre a la consecución infinita de más oro, a seguir penetrando en la mina sin miedo a la muerte. En el cuento “La selva” desciende a las zonas bajas del río Atrato y del río San Juan, mostrando las frustraciones de una quinceañera de raza negra, chocoana, que no puede expresar su amor por un minero blanco y antioqueño, por miedo a los vejámenes machistas de su comunidad. Con cierta frecuencia siguió enviando cuentos a revistas literarias de Medellín y Bogotá, y en varios de ellos empezó a observar el influjo del alcohol sobre la psicología humana con una intensidad dramática asombrosa. Precisamente su cuento más celebrado, “Guayabo negro” (revista Lectura breve, Medellín, 1923), presenta a dos compañeros de estudio y de trabajo que son los mejores amigos, pero que una noche, alterados por el alcohol, tienen un enfrentamiento en el que uno termina asesinando al otro. Pero esto no ocurre por causas exteriores ni previsibles sino por recónditas pasiones —acaso celos e infidelidades secretas— que el lector tiene que atar en los detalles del cuento. Aquí no hay desenlaces previsibles. Uno de los primeros críticos en ocuparse de Efe Gómez fue el investigador canadiense Kurt Levy. Observó cómo detrás del argumento de sus cuentos palpita en ocasiones la presencia de la filosofía pesimista de Schopenhauer.59 Si el mundo es voluntad y representación, la realidad solo existe en la mente de cada personaje. De modo que, en vez de contar lo que hacen o hicieron sus personajes, Efe Gómez prefiere decir por qué lo hacen, qué los movió a actuar. Y con la misma moral relativista que caracteriza a los escritores modernistas consideró la envidia, los celos y el odio no como vicios sino como propiedades de la naturaleza humana, modos de ser tan naturales como el calor o el frío. En ocasiones sentimos que es un filósofo quien narra, o un minero que cava y sonsaca el oro y el barro que pueblan el alma humana.

José Restrepo Jaramillo: la psicología del montañero antioqueño

Cautivado también por el carácter secular de la región antioqueña, José Restrepo Jaramillo (Jericó, Antioquia, 1896-Panamá, 1945) se dejó llevar por las suposiciones de que la psicología del comerciante antioqueño tenía mucho en común con la psicología del judío, y se puso a analizar esto en su novela David, hijo de Palestina (1931). Desde el ficticio nombre de Palestina —que puede en verdad tratarse de Jericó, su pueblo natal— hasta el nombre del protagonista, David, hay alusiones constantes al semitismo que subyace en el pueblo antioqueño. El escenario de la narración sucede, sin embargo,

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Véase de Kurt. L. Levy, Efe Gómez, Procultura, Bogotá, 1992.

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en un vasto paisaje americano. La novela arranca con la percepción del tiempo como una cuestión de antropomorfismo: “son las ocho y el día está cansado”, y a ese día, además, “le están saliendo uñas y garras”.60 El paisaje no puede ser menos arisco: “la dentadura de los farallones del Citará hiere el dombo del cielo y el río Cauca corre gruñendo entre dos peñascos”.61 El tiempo y el espacio, pues, son prolongaciones de la conciencia de David, el protagonista, un joven antioqueño avivado por la acción ciega del comercio y los negocios, y que en sus ratos de ocio, carente de diversiones culturales, se precipita en el alcoholismo y la prostitución. Su subconsciente está lleno de complejos sentimentales, y de un homosexualismo no confeso que lo torna más machista. En su hogar no hay la supuesta integración de la “familia antioqueña” o “judía”, y domina, en realidad, el odio del hijo hacia el padre y un deseo inmenso por superarlo. Uno de los personajes afirma: “En Antioquia, doctor, no hay católicos, ni protestantes, ni conservadores ni liberales, ni amigos, ni enemigos ni parientes: hay intereses creados; hay negociantes, raza judía. Y nada más”.62 Para probar esta tesis del origen semita del pueblo antioqueño, tanto más en un momento en que estaba a punto de explotar el nazismo, Restrepo Jaramillo no se remontó a erudiciones históricas; sin caer en el lugar común de lo judío, se limitó a probar qué tanto había de sus virtudes y defectos en la personalidad de David. En este sentido, uno de los logros literarios de la obra es la forma como el narrador establece correspondencias entre la diversidad de campos semánticos del concepto de judío y la diversidad de matices en el comportamiento del protagonista. [...] Se comporta como un judío “bueno” cuando trabaja, atesora y quiere casarse con Esther. Y como un judío malo, errante, cuando se emborracha, se excede en el sexo y huye con Judit. Su desgracia es que, cualquiera que sea su comportamiento, no puede dejar de ser judío.63

A José Restrepo Jaramillo se lo ha considerado como el iniciador de la narrativa psicológica en Colombia y, dentro de la novela antioqueña, como el primero que “se apartó de la poderosa órbita carrasquilleana”.64 A José Restrepo Jaramillo, David, hijo de Palestina, Imprenta Editorial, Medellín, 1931, p. 7.

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Ibíd., p. 11.



Ibíd., p. 146.



Pineda Botero, La fábula y el desastre, op. cit., p. 552.



Jairo Morales Henao, José Restrepo Jaramillo; un devenir estético contra la retórica, Consejo de Medellín, Medellín, 1990, p. 45.

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cambio de regodearse con el acento paisa y sus costumbres, exploró otros matices de la personalidad de esa región, con un lenguaje más vanguardista, más cosmopolita si se quiere. Cuando residió un tiempo en Barranquilla se empapó de las vanguardias puestas de moda por la revista Voces. Desem­ peñó uno que otro cargo político en Bogotá, donde además colaboró para El Espectador. Y ejerció la diplomacia en Panamá, donde murió. Su carrera literaria empezó con la publicación de Cuentos de juventud (1923). En el cuento titulado “Cinco minutos de castidad”, incluido en casi todas las antologías del cuento colombiano, narra cómo un muchacho se prepara “psicológicamente” para practicar por primera vez el sexo. Ahorra unos pesos durante la semana hasta que un viernes ingresa en la penumbra de la habitación de un prostíbulo. Antes de que aparezca la mujer desnuda, el joven se abruma, se desespera por cierta imagen de la Virgen del Carmen que alumbra el candelabro puesto a un lado del catre. Hasta que lo invade el fragor del sexo: Sentí el pavor de los mundos que se desploman en nuestros sueños; conocí el erizamiento del afiebrado que ve un reloj cuyos punteros se persiguen locos, marcando un desenfrenado galopar de horas; tuve la opresión cordial de ese inválido a quien el ladrón de pesadilla va a hundir su puñal en el pecho. Se nubló mi vista, se descentró mi cabeza y me di cuenta de que estaba prisionero en un voltigeante caracol de ébano, dentro del cual oía el crujir de los segundos que rodaban hacia el angustioso agujero de la eternidad.65

En otros cuentos, con argumentos menos brillantes, el impresionismo de su prosa es tan eficaz que a menudo la sola descripción basta como argumento. La bahía de Buenaventura aparece en su cuento “Ha muerto Simbad el marino”, y el paisaje actúa casi como un personaje: “lánguidas canoas mecidas por la respiración del mar”; “viento circumplanetario”. José Restrepo Jaramillo publicó después en Bogotá La novela de los tres (1924), en cuya trama Curcio Altamar encontró similitudes con Paludes (1895), la novela de André Gide, por cuanto el narrador proyecta varios retratos en triple o cuádruple interpretación, según la perspectiva con que lo enfoquen las restantes figuras, o con arreglo a los ojos del mismo héroe.66 En realidad, José Restrepo Jaramillo, “Cinco minutos de castidad”, en Mario Escobar Velásquez (comp.), Antología comentada del cuento antioqueño, Editorial Universidad de Antioquia, Medellín, 2007, p. 88.

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Antonio Curcio Altamar, Evolución de la novela en Colombia. Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1975, p. 197.

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la novela centra su atención en el psicoanálisis de Freud para plantear los problemas de la creación novelística. En el cuarto de una pensión se reúne el narrador sin nombre con su amigo Octavio, con miras a escribir una novela sobre la vida de Jorge. Pero el narrador sufre enormes dificultades para llenar las lagunas en torno a la existencia de Jorge, cuyos detalles principales se le escapan entre los dedos. Acude algún intruso y agrega cambios a lo ya contado, y como en una sucesión retorna de nuevo el narrador con la intención de encontrar al intruso que tal vez no es sino él mismo. Sus demás novelas cortas o cuentos largos, Dinero para los peces y Un día de consulado (1945), narran sus experiencias como cónsul colombiano en Panamá, recibiendo viajeros de todas partes y palpando el acento caribeño de los costeños: “El mar les ha ido sincopando el idioma, royéndoles el cabo a las palabras como si fueran de hierro, hasta dejarlas casi en poder de las vocales”.67 Aparece Colón, “ciudad donde se cruzan los cinco continentes”, con toda su vida portuaria llena de comerciantes y prostitutas. Estas novelas no poseen mayor argumento. Dejó inédita otra más interesante, Ventarrón (póstuma, 1984), que cuenta la historia de un muchacho apodado así por su impetuosidad. Hijo de una relación fugaz que su madre sostuvo con un comerciante bogotano, crece más o menos feliz en cierto pueblo del suroeste antioqueño, y una vez se lanza al mundo a probar suerte sufre todos los prejuicios sociales por ser “hijo natural”. Primero vive en el sórdido barrio Guayaquil de Medellín, luego trabaja como obrero en la construcción de represas hidroeléctricas y, más tarde, como conductor de ferrocarril entre Armenia y el Valle del Cauca. Ya con cierta estabilidad económica pide la mano de una joven que le es negada por ser hijo ilegítimo. Y así la novela resulta un cuadro psicológico estupendo de cómo los falsos valores sociales minan los impulsos inteligentes de ciertos individuos, lo que conduce a la amargura y a la violencia. Ventarrón se resuelve en el puerto de Buenaventura, con el océano Pacífico como telón de fondo, y con una frase nada pacífica que el protagonista le arroja a su padre: “el hijueputa sos vos”.68

Fernando González, o los excesos del criollismo Con frecuencia el regionalismo antioqueño llevó a ideologías peligrosas. A pesar de que los libros del “filósofo aficionado” Fernando González (Envigado, Antioquia, 1895-1964) sigan gozando de reediciones y sean José Restrepo Jaramillo, Dinero para los peces: novela. Un día de consulado; Mi amigo Sabas Pocahontas; relatos, Editorial abc, Bogotá, 1945, p. 147.

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José Restrepo Jaramillo, Ventarrón, Ediciones Gráficas, Medellín, 1984, p. 105.

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muy solicitados en las bibliotecas, su obra decae por falta de profundidad. Si su primer libro, Pensamientos de un viejo (1916), pareció apartarse “de la neoescolástica enseñada oficialmente por el régimen conservador”,69 en 1919 reactivó el desgastado positivismo. Se propuso explicar en su tesis para graduarse como abogado en la Universidad de Antioquia, El derecho a no obedecer (1919), “cómo en Colombia hay muchos doctores, muchos poetas, muchas escuelas y poca agricultura y pocos caminos”.70 La solución, según él, no consistía en la inmigración europea, como había sucedido en Argentina o Estados Unidos, sino en la expansión por toda Colombia de la colonización antioqueña. En su libro más famoso, Viaje a pie de dos filósofos aficionados (1929), relató una aventura peripatética por las montañas antioqueñas hasta el Valle del Cauca, para decirnos que de nada valía culturizarse —europeizarse o aburguesarse— sin antes afirmar una enérgica personalidad en el paisaje y en la naturaleza tropical. El libro es de género impreciso, mezcla de tono filosófico con diálogos y personajes a ratos inventados, lleno de diversas voces narrativas en un curioso desdoblamiento del yo que lo acerca a la novela autobiográfica. Se imaginó a sí mismo en compañía de Benjamín, un amigo ex jesuita, con quien se propone revivir, “filosóficamente”, la gesta de la colonización antioqueña. Montañas, muchachas, arrieros, no deberían ser impedimentos para los filósofos sino dosis de realidad (concepto de Baruch Spinoza). A su paso por Aguadas, Pácora, Salamina, Aránzazu y Neira, saludaban la vitalidad del arriero rudo en oposición al burgués barrigón de Medellín. En algún momento llegaron a golpear en la cabeza con los frenos del caballo a un ciudadano de Estados Unidos por criticar al clero y hablar mal de Colombia: “Solo el marido puede insultar a su mujer; solo el nacional puede hablar mal de su país. ¡Qué gran verdad esta!”.71 La obra —o el viaje— alcanza su clímax cuando ambos viajeros ascienden al nevado del Ruiz, y se afirman como hombres castos y jesuitas mundanos, “a cinco mil trescientos metros sobre la vulgaridad latinoamericana”.72 La gran enseñanza es aprender a obrar enérgicamente, tal como somos: “El que asesina, creyendo que lo debe hacer, obra enérgicamente. Todo lo que es lógico es bello”.73 Pöppel, Tradición y modernidad en Colombia: corrientes poéticas de los años veinte, op. cit., p. 168.

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Fernando González, Una tesis-El derecho a no obedecer, Corporación Fernando González-Otraparte, Medellín, 2002. Disponible en: http://www.otraparte.org/

Fernando González, Viaje a pie de dos filósofos aficionados, Corporación Fernando González-Otraparte, Medellín, 2002, p. 30. Disponible en: http://www.otraparte.org/.

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Ibíd., p. 69.



Ibíd., p. 56.

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A eso lo llamó Fernando González filosofía de la personalidad, y consideró en su segundo libro, Mi Simón Bolívar (1930), que nadie la encarnaba mejor que el Libertador. Lo mostró como alguien nutrido por la energía de los ríos venezolanos, en oposición a quienes, como el general Santander, estaban saturados de leyes y de códigos. Lo paradójico es que, como muestra de simpatía hacia sus ideas ciertamente no tan liberales, el presidente “liberal” Olaya Herrera envió a Fernando González en calidad de cónsul a Génova y a Marsella, donde su telurismo tropical terminó de templarse al calor del fascismo mediterráneo de los años treinta. En 1932 publicó Don Mirócletes, tal vez uno de sus ensayos-narrativos más simpáticos. Se desdobló en Manuelito Fernández, y comenzó a retratar al hombre medio de Medellín y Bogotá, aquejado por una sociedad tutelada por doctores y poetas, con muchas escuelas y poca “vitalidad”. Y en busca de esa vitalidad Manuelito Fernández solo deseaba ir a Venezuela para estimularse con la memoria de Bolívar, a quien en ese momento encarnaba, según él, el dictador Juan Vicente Gómez. Dos años después Fernando González tocaba a la puerta del dictador en Caracas, y le entregaba su libro Mi compadre (1934), en homenaje a esa vitalidad (¿tiranía?) tropical. Nunca se arrepintió. Sí sintió remordimiento, en cambio, por su actitud libidinosa ante las muchachas retozonas que lo asaltaban en su camino hacia Dios, porque tenía o creía tener arrebatos místicos. En 1935 publicó El remordimiento: problemas de teología moral, relatando su intranquila vida en Marsella, no por sus oficios consulares, sino por la sensualidad del Mediterráneo y de madeimoselle Toní, una muchacha que le había “arañado la corteza cerebral”. Y decía en itálicas: “Nos engañamos a nosotros, o sea, a la conciencia, pero no puede engañarse a la mente instintiva”.74 ¿De qué se trata entonces su llamado a la auto-expresión si se arrepiente de su erotismo? El crítico Juan Guillermo Gómez se dio cuenta que el método de González de la auto-expresión consiste, “antes de conocerse a sí mismo en el sentido prístino de Sócrates, en torturarse, vigilarse, castigarse”.75 No vale la pena detenernos en Los negroides (1936), en donde dijo cosas tan sin sentido como que hay que “dejar de leer a los veintiocho años”,76 o que no había nadie más “repugnante” que

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Fernando González, El remordimiento (problemas de teología moral), Corporación Fernando González-Otraparte, Medellín, 2002, p. 42. Disponible en: http://www.otraparte. org/.

Juan Guillermo Gómez García, Colombia es una cosa impenetrable, Diente de León, Medellín, 2006, p. 198.

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“Resumen: a los 28 años llega el día de no leer sino de crear, o al morir se irá al limbo, donde están todos los suramericanos, menos Bolívar”. Fernando González, Los negroi-

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la bachillera;77 ni en su biografía difamatoria de Santander (1940), carente de toda objetividad histórica. ¿Qué ha llevado a que este escritor siga siendo tan leído? ¿Acaso cierta pereza intelectual? “El Brujo de Otraparte”, como lo apodan, gozó de una gran espontaneidad para escribir, como si practicara una suerte de psicoanálisis o de regresión consigo mismo, no exentos de vulgaridades. De ahí su novela El maestro de escuela (1941): bosquejo psicológico de Manjarrés, un intelectual de provincia que se muere de hambre como un “grande hombre incomprendido”. Fernando González quería evitar ese retrato de sí mismo, y al final de la novela desdeñó que lo llamaran intelectual, y pidió enérgicamente: “A mí, señor don pendejo, deme la gloria en plata”.78 Pero ya era tarde, y acabó por decir: “Putísima es la vida”.79 Dejó de escribir casi durante quince años. Y cuando se radicó definitivamente en su casa-finca de Envigado, a la que llamó Otraparte —después de una temporada en Bilbao, España— comenzaron a visitarlo varios jóvenes que habían encontrado en sus libros una muestra de rebeldía contra la sociedad burguesa. Entre ellos estaba Gonzalo Arango, el iniciador del Nadaísmo. Es decir, así como el existencialismo de Sartre nutrió a la juventud francesa de 1968, los ensayos narrativos de Fernando González nutrieron a la juventud literaria de Colombia contemporánea del hippismo y las revoluciones estudiantiles. González, empero, contempló el nadaísmo sin aprobarlo del todo. Se dio a explotar, más bien, su propio mito en el Libro de los viajes o de las presencias (1959), llamándose a sí mismo brujo antes que filósofo o literato. Más inconexo y menos elaborado que en sus libros anteriores, publicó después Tragicomedia del Padre Elías y Martina la velera (1962). Se lo dedicó a Sartre y a Heidegger, por cuanto trata sobre el existencialismo, sosteniendo que somos siempre en gerundio, es decir, que “estamos siendo”, “padeciendo”, “muriendo”. Fernando González puso en palabras su vida sin confiar en la solemnidad ni en la erudición.

des, Corporación Fernando González-Otraparte, Medellín, 2002, p. 13. Disponible en: http://www.otraparte.org/. 77



“Ningún ser tan vacío, más repugnante y ficticio que la bachillera, aquella que reniega del amor y coge como sucedáneo o venganza las ciencias o las artes”. (González, Los negroides, op. cit., p. 5). Su desprecio a la bachillera, ¿no es un desprecio a la mujer alfabetizada, letrada y con experiencia sexual? Ese desprecio se antepone a su amor por las muchachas adolescentes, virginales, ingenuas.



Fernando González, El maestro de escuela, Corporación Fernando González-Otraparte, Medellín, 2002, p. 29. Disponible en: http://www.otraparte.org/



Ibíd., p. 32.

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En sus últimos libros mencionó la presencia de Luis López de Mesa (Santafé de Antioquia, 1884-Bogotá, 1967), otro intelectual perturbado por buscar la identidad colombiana a como diera lugar, y quien había concebido el tratado De cómo se ha formado la nación colombiana (1936), en donde interpretó al país siguiendo hipótesis biológicas y racistas muy a la moda, por cierto, en una aceptación tácita al nazismo de esos años. Lo triste es que López de Mesa encabezaba la Cancillería colombiana en el gobierno de Eduardo Santos (1938-1942) y, desde luego, se negó a refugiar a los judíos perseguidos por los nazis y a los republicanos españoles que huían de Franco.80 En otros libros, como Oraciones panegíricas (1945), López de Mesa dejó alabanzas a Bolívar y a la cultura iberoamericana, sin mayores reflexiones o pensamientos propios. Nosotros y las esfinges (1947) tal vez sea uno de sus mejores ensayos, en tanto sabe mezclar cierta metafísica de origen católico con la filosofía moderna. Pero si tratamos de estudiar su obra, literariamente hablando, habría que hacerlo en su novela La tragedia de Nilse (París, 1928), que cuenta la historia de un hombre perdido en teorías estéticas, que debe recurrir a psicólogos para curarse de sus divagaciones. Parecía un diagnóstico de sí mismo. En López de Mesa, al contrario de lo que ocurre con Fernando González, se notan sus lecturas pero no su personalidad. González reaccionó contra el intelectualismo y lo libresco. Había que escribir como el pueblo hablaba. Desterrar la rigurosidad académica. Pero, ¿no era eso caer en un populismo conformista, facilista?

Saturación del criollismo Facilista también fue la técnica de Arturo Suárez (Manizales, 1887-1956), quien se convirtió, después de Vargas Vila, en uno de los escritores colombianos más comerciales de la primera mitad del siglo xx. Por fortuna no imitó el tono panfletario ni abusó del lenguaje litúrgico. Aligeró y explotó comercialmente, más bien, el costumbrismo de Carrasquilla. En 1916 se ganó el premio departamental con su novela titulada Montañera. En ella cuenta el noviazgo de dos campesinos caldenses que no pueden casarse. Ella, por los rigores de su madre; él, porque primero debe demostrar ser “macho” entre sus amigos. Incluso hay una pelea con machetes. Alcanzó su popularidad cuando comenzó a escribir una serie de novelas que alababan regiones específicas de Colombia, es decir, cuando explotó conscientemente

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Véase de José Ángel Hernández, “Judíos en Colombia, entre el antisemitismo y el triunfo comercial”, en xii Congreso Internacional de la aea. Disponible en: http://www.americanistas.es/

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el regionalismo. Así, en El alma del pasado (1921) y Adorada enemiga (1945) tomó como escenario el Valle del Cauca; en El divino pecado (1934), Cartagena de Indias; mientras en La llanura eterna (póstuma, 1966) aparecen los Llanos orientales. A pesar de los argumentos amañados protagonizados por personajes fofos, además de su “consciente costumbrismo”, Arturo Suárez fue un hombre de avanzada. Habló en sus novelas Rosalba (1918) y Así somos las mujeres (1928) de la necesidad de involucrar a la mujer en la educación pública y en el voto democrático.

La ciudad —Bogotá— bajo la lente antropológicaliteraria

La clase dirigente de Bogotá nunca se preocupó lo suficiente por atraer el interés internacional creando museos, monumentos, calles o universidades que hablaran de la colombianidad, y Bogotá fue durante mucho tiempo la ciudad con menos sentido de pertenencia del país. Ni andina, porque renegaba de sus ancestros muiscas; ni sabanera, porque la zona rural solo empezaba después de la carrera 30; ni llanera, ni antioqueña, ni mucho menos caribeña. Las diferencias dentro de la misma ciudad se tornaron abismales en los años veinte. Los barrios del norte y el sur construyeron un sistema propio de comercio y servicios. El que no perteneciera a alguna de las dos localidades o, mejor, el recién llegado del campo o la provincia, muchas veces vivía perdido. En su ensayo Latinoamérica: las ciudades y las ideas (1976) el historiador argentino José Luis Romero observó cómo el bogotano de clase media o alta no tiene que pasar de la calle 1ª hacia el sur: “Su vida se desarrolla en otros lugares y, si es de clase acomodada, se desplaza progresivamente hacia el norte, hacia la calle 57 si vive en Chapinero, hacia la 92 si vive en El Chicó; son muchas calles las que lo separan de la expansión hacia el sur”.81 La “ciudad letrada”, por usar el término de Ángel Rama, se reducía al centro y norte de la ciudad; allí se concentraban los principales periódicos, universidades, bibliotecas y librerías. Pero, a pesar de las pretensiones de la “ciudad letrada”, el sur de Bogotá (¿la ciudad iletrada?) empezó a reclamar los mismos servicios del norte en la medida en que fue imposible evitar el contacto diario entre una y otra zona. Lo exigía el crecimiento vertiginoso de una ciudad que, de tener 330.312 habitantes

José Luis Romero, Latinoamérica: las ciudades y las ideas, Siglo xxi Editores, Buenos Aires, 2001, p. 362.

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en 1938, pasó a tener 1’661.935 en 1964.82 Los habitantes de ambas zonas de la ciudad, además, sufrían por la estrechez de las calles y por las demoras en el transporte y los servicios públicos. En la década de 1920 muchos bogotanos se sorprendieron al ver su ciudad masificada y anhelaron volver, según la editorial de la revista Cromos de 1929, a “la profunda y santísima paz conventual de la colonia”.83 Este tipo de nostalgia por el pasado y desprecio por el presente dejaba ver, según Rafael Gutiérrez Girardot, que […] la ciudad latinoamericana en general y Bogotá en particular era una realidad que hasta entonces se había ignorado o pasado por alto […] y que la sociología latinoamericana de los años 60 tuvo como consecuencia articular una protesta eficaz contra las complejas e hipócritas dimensiones del escamoteo de la realidad.84

Si los anteriores novelistas se habían desplazado a las márgenes del país para denunciar casos de barbarie, otros, como José Antonio Osorio Lizarazo (Bogotá, 1900-1964), los hallaron en medio de la capital, de la supuesta civilización. Su narrativa es una gran fuente documental sobre la capital colombiana.

Las novelas de José Antonio Osorio Lizarazo Osorio Lizarazo se documentó como pocos gracias a la difusión global del marxismo, para tener mejores juicios a la hora de observar la movilidad social de la ciudad. A los hidalgos letrados de Bogotá antepuso los vagos, borrachos o desempleados, sin ningún nivel cultural; también los locos de los manicomios, los niños huérfanos perdidos en las calles o abandonados en orfanatos; todos los desadaptados de la gran ciudad, cuya psicología trató de perfilar en su conjunto de crónicas urbanas La cara de la miseria (1925). Osorio comienza describiendo personajes que han llegado a “blanquearse la faz, para reír mejor, para disimular la mueca del dolor” en medio de una multitud que se arrastra como un reptil a causa de las humillaciones y del odio y que, sin mirar atrás, “avanza dejando, como los penitentes antiguos, retazos de su piel

Tomado de Tatiana Urrea y otros, Bogotá años 50. El inicio de la metrópoli, ed. de Juan Carlos del Castillo Daza, Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, 2008, pp. 28-29.



Citado por Edison Neira Palacios, La gran ciudad latinoamericana. Bogotá en la obra de José Antonio Osorio Lizarazo, Fondo Editorial Universidad Eafit, Medellín, p. 97.



Citado por Neira Palacios, ibíd., p. 10.

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en las arideces del camino”. El escritor parodia los conceptos excluyentes de la época definiendo a esta grey como la masa de “los inadaptados, los tristes, los anormales”.85

En esta serie de crónicas Osorio Lizarazo dio un vuelco a las pretensiones de la ciudad letrada: puso al descubierto la pobreza y el analfabetismo, y dijo que el periodismo de entonces había evitado el contacto con lo popular. El Tiempo o El Espectador, por ejemplo, venían de una tradición periodística más preocupada por los intereses de un gremio que por los del pueblo, más por la opinión política que por la noticia, evadiendo tocar la propia realidad.86 En La casa de vecindad (1926), su primera novela y acaso la mejor de su producción, Osorio Lizarazo retrató la vida de un desempleado del que no sabemos mayor cosa, como no sea que vive en una pensión de mala muerte y que es un escritor. Su oficio es el de maquinista o linotipista, pero afuera, en la ciudad, no encuentra trabajo en ningún periódico; no encuentra tampoco en qué ocupar su mente mientras discurre por las calles bogotanas. Solo divaga intentando averiguar el color exacto del cielo de Bogotá: “las nubes que cruzaban por el pedacito de cielo que veía tenían un fantástico color, que no era gris, que no era negro, que no era blanco, que no era azul. Era un color único. Tal vez como de plata oxidada”.87 Era el color cobrizo de Bogotá. Dentro de la pensión, mientras consuela el sueño, lo despiertan los insultos de las matronas contra una de las inquilinas, Juana, una madre soltera que vive con su pequeño hijo de brazos, a quien obligan a prostituirse para pagar el alquiler. La penetración psicológica de los personajes acusa un gran realismo de tintes existencialistas. A cada página, debido al desespero por no hallar empleo ni algo que lo saque de esa cotidianidad exasperante, sentimos que el protagonista se va a pegar un tiro o a suicidar de alguna manera. A ratos la mano del autor lo zarandea y pone en sus labios discursos sociológicos más o menos forzados. No importa; al menos en esta novela, está bien llevada esa mezcla entre denuncia social y suspenso narrativo. Osorio Lizarazo logró internarse en la mente de los fracasados, y varios críticos le encuentran parecido con el escritor argentino Roberto Arlt, su contemporáneo.88 Sin embargo, las obras del colombiano nunca han gozado

Neira Palacios, op. cit., p. 86.



Ibíd., p. 58.

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José Antonio Osorio Lizarazo, “La casa de vecindad”, en Novelas y crónicas, ed. de Santiago Mutis Durán, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1978, p. 109.

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“Enmarcados en una ciudad de grandes inmigraciones y con una clase media más consolidada y cosmopolita, El juguete rabioso (1926), Los siete locos (1929) y Los lanzallamas

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de fama. Lo perjudicó un poco que incluyera en sus novelas registros más propios de un ensayo o un tratado políticos, puesto que las arengas y reflexiones que pone en boca de sus personajes muy a menudo no convencen ni armonizan con la acción narrativa; difuminan la anécdota y hacen perder el suspenso, es decir, lo intrínsecamente literario. Analizar y reconocer este fenómeno en sus obras resulta complejo. Complejo porque, según Hernando Téllez, “entre el método del novelista y el método del combatiente resulta difícil, en su caso, establecer el divorcio. Su novela, de por sí, fija la protesta social con la eficacia propia de la obra de arte”.89 El estilo de su novela El pantano (1952), por ejemplo, es objetivo y directo, como el de un panfleto, porque así lo precisa su intención de denuncia. Solo que en muchas de las novelas de Osorio Lizarazo, según Álvaro Pineda Botero, el interés está en los elementos ideológicos y de protesta, “y sus personajes son meras marionetas al servicio de estos objetivos”.90 Salvo en La casa de vecindad, en sus novelas domina un narrador omnisciente más cercano al cronista que al novelista. En todas retrata un ambiente sórdido. Los personajes de El criminal (1935) y Hombres sin presente: novela de empleados públicos (1935) no tienen ni la más mínima esperanza, y ya ni siquiera sienten miedo a la muerte. En 1939 publicó Garabato, una novela autobiográfica, en donde describe, a través del joven Juan Manuel, su paso por un colegio de jesuitas que extirpan toda su rebeldía vital. Podría parecerse a El retrato del artista adolescente (1916) de James Joyce, que narra la experiencia de un joven en una escuela de jesuitas en Irlanda. Pero Osorio le resta individualidad —universalidad— a su personaje porque lo limita a lo circunstancial; lo pone como un ejemplo —una marioneta— de la gran masa popular afectada, según él, por el Concordato que el gobierno colombiano había firmado con el Vaticano para que la educación pública fuera exclusivamente católica. De tan opresivas, sus novelas son autócratas, tiránicas, restan vida a sus personajes. Así pasa con El camino de la sombra, pese a que haya ganado el Premio Esso de novela en 1963. En otras novelas, como La cosecha (1935), y, sobre todo, en El hombre bajo la tierra (1944), Osorio se alejó de Bogotá pero sus personajes son emigrantes citadinos, “quienes se integran y se

(1930) del argentino Robert Arlt, remiten a un tópico de la novelística de Osorio: el papel del crimen como vehículo de ascenso social”. (Neira Palacios, op. cit., p. 39). Hernando Téllez, en José Antonio Osorio Lizarazo, Novelas y crónicas, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1978, p. 694.

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Álvaro Pineda Botero, Juicios de residencia: la novela colombiana 1934-1985, Fondo Editorial Universidad Eafit, Medellín, 2001, p. 117.

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degradan en un medio rural (cafetero y minero respectivamente)”.91 En El hombre bajo la tierra, otra de sus buenas novelas, narró las idolatrías y los fanatismos que perviven en una mina de oro en las montañas de Caldas, al pie del nevado del Ruiz. Allí ha debido emigrar Ambrosio Múnera, un joven bogotano que abandona su ambiente sedentario por el entorno azaroso y movedizo de la minería. El argumento radica en las difíciles pruebas que debe sortear este joven para demostrar que es un “macho” entre sus compañeros paisas. Apenas llega se enfrenta, por ejemplo, a las imprecaciones de Pedro Torres, quien en medio del alcohol le grita a la cara que “la minería es para machos”. Y el narrador omnisciente, que esta vez deja actuar con más libertad a su protagonista, añade desde el comienzo suspenso al anotar: “Había sido un absurdo venirse a la mina. Acabarían asesinándolo”.92 Si no lo mata el oficio de la minería, sí que lo degrada: después del pesado trabajo, su única diversión es sumergirse de nuevo, ya no en las minas, sino en las cantinas de Manizales, hundiéndose en el alcohol y enamorándose de muchachas como Clara Henao, quien practica el sadomasoquismo. No se trata de la típica novela basada en una tesis, sino en una aventura con tintes autobiográficos. Años antes, en 1932, Osorio Lizarazo había intentado, sin suerte, la ciencia ficción, en su novela Barranquilla, 2132, quedándose en mero experimento, al imaginar a un periodista que de repente se ve doscientos años adelante, sin entender una sociedad totalmente codificada, y sin que sus jefes del periódico entiendan su lenguaje anacrónico. A pesar de su vasta obra narrativa, Osorio Lizarazo no dejó una novela en particular lo suficientemente representativa, y el lector de clásicos literarios —de obras representativas— suele pasarlo por alto. Sin Osorio Lizarazo, sin embargo, una historia de la literatura colombiana quedaría incompleta. Otra de las razones por las cuales este escritor bogotano no figura en el canon novelístico obedece a que muchas de sus novelas son circunstanciales, es decir, son respuestas, protestas en un determinado periodo de la historia, sin que la anécdota central ni los personajes sobrevivan, trasciendan el motivo que alentó su invención. Cierto afán periodístico consumió a Osorio Lizarazo, si pensamos que “alquiló” su pluma para apoyar regímenes dictatoriales, como el de Leonidas Trujillo en República Dominicana, sobre quien escribió un ensayo apologético, La isla iluminada (1946), criticando de paso las blandengues y, según él, falsas democracias de América Latina.



Neira Palacios, op. cit., p. 43.



José Antonio Osorio Lizarazo, El hombre bajo la tierra, Prensas de la Biblioteca Nacional, Bogotá, 1944, p. 6.

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Dejó, sin embargo, un ensayo interesante, El árbol turbulento (1954), que cuenta la historia del café, desde su origen árabe, pasando por su comercio en Europa, hasta su introducción en Colombia, con una investigación acerca del origen de su nombre.

La selva de la burocracia: una derrota sin batalla (1935) de Luis Tablanca En 1941, el escritor nortesantandereano Rafael Gómez Picón (1900-¿?) protestó por la saturación de novelas terrígenas. Tituló su único libro de ficción 45 relatos de un burócrata, diciendo entre líneas que a ningún novelista colombiano le interesaba en ese momento la vida de un oficinista en Bogotá (¿se olvidaba de Osorio Lizarazo?), porque todos estaban solamente interesados en explorar los llanos y las selvas y en buscar “meticulosamente la realidad nacional o algo de la realidad nacional”.93 Lo curioso es que poco después de sus relatos burocráticos y citadinos, Gómez Picón cayó en la tentación de escribir sobre aquello que criticaba. Solo que no se aventuró a escribir novelas sino ensayos etnográficos, siendo el más exitoso Magdalena, río de Colombia: interpretación geográfica, histórica y social-económica de la gran arteria colombiana desde su descubrimiento hasta nuestros días (1945), seguido por Orinoco, río de libertad: interpretación geográfica, histórica, social y económica desde el descubrimiento (1953), sin volver a incurrir en la narrativa o en la novela. Claro. Tenía razón. El tema de la burocracia criolla resultaba más espeso y enmarañado que las selvas y los ríos del trópico. Pocos se atrevían. Uno de esos pocos atrevidos fue el narrador nortesantandereano Enrique Pardo Farelo, mejor conocido como Luis Tablanca (El Carmen, Norte de Santander, 1883-1965). Dejó en Una derrota sin batalla (1935), su novela más conocida, uno de los más palpables cuadros de la vida política hispanoamericana, es decir, una representación minuciosa de una burocracia laberíntica. Lo interesante es que sus novelas no pertenecen al rancio costumbrismo sino que traslucen situaciones muy humanas que pueden ubicarse en cualquier parte. Incluso los nombres geográficos son imaginarios. Luis Tablanca había residido por un tiempo en España, donde publicó Cuentos sencillos (Madrid, 1909) y Cuentos fugaces (Barcelona, 1917). En ellos se burlaba de la vanidad de los poetas que quieren pasar a la posteridad no por su obra, sino por actos estúpidos del romanticismo más simplón, como querer suicidarse porque sí,

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Tomado de Yolanda Forero Villegas, “Literatura y cultura”, en María Mercedes Jaramillo, Betty Osorio y Ángela Inés Robledo (eds.), Literatura y cultura. Narrativa colombiana del siglo xx, Ministerio de Cultura, Bogotá, 2000, p. 248.

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para dejar una carta que sea más tarde publicada. En 1926 Tablanca lanzó en Bogotá su primera novela, Tierra encantada, que habla del amor que un joven de la aristocracia arruinada profesa por la hija de un agricultor rico; una trama sencilla que se desenvuelve ágilmente sin el registro intenso del modernismo, sin elementos impresionistas, sino más bien expresionistas (brevedad y contundencia), como si no hubiera necesidad de tragedias sonoras. Y eso es lo que más sorprende de Una derrota sin batalla: la sencillez para narrar un argumento complejo, lleno de detalles y minucias como un thriller policial. Si nos atenemos a su biografía, la acción tiene lugar en algún municipio de Norte de Santander (a lo mejor Ocaña), donde reside muy tranquilamente el protagonista-narrador. De pronto recibe una carta del nuevo gobernador del departamento, llamado Rafo Rosales (históricamente podría haber sido Rafael Valencia), quien lo ha nombrado secretario de gobierno. A pesar de ser del partido opositor al del gobernador, este busca una armonía entre los partidos, con miras a frenar la violencia partidista. El protagonista sabe que tanto sus colegas de partido como sus enemigos lo atacarán, pero aun así decide encaminarse cuanto antes a la capital del departamento (Cúcuta) para posesionarse. El desarrollo de la trama es casi geométrico. Antes de llegar a la capital pasa por otros pueblos en los cuales sus habitantes, a quienes nunca había conocido, lo reciben llenos de solemnidad: los gamonales le improvisan discursos, los hacendados le secretean favores, las señoras intentan seducirlo. Y el protagonista reflexiona: Si Rafo Rosales tuviera el capricho de declarar insubsistente esta designación, con solo saberlo terminaría todo esto repentinamente, con la facilidad con la que se apaga un arrebol de la tarde. Yo seguiría siendo el mismo Juan de siempre. Luego no es a mí a quien festejan, es al papel que traigo en el bolsillo.94

Lo ven como el salvador, cuando ni siquiera ha empezado a ejercer sus funciones. Al posesionarse en su cargo advierte la ineptitud de una burocracia laberíntica. Para ejecutar cualquier acto debe antes recurrir a infinidad de instancias. El gobernador, Rafo, si bien posee buenas intenciones, no puede hacer mayor cosa, porque también se ha encontrado con un sistema que no puede modificar. Todo está sumido en el caos. El protagonista-narrador conversa con un duendecillo a quien considera su conciencia y con quien analiza constantemente lo que sucede. Observa que sus buenas intenciones lo van conduciendo al infierno. La burocracia lo abruma: no sabe a quién di-



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Luis Tablanca, Una derrota sin batalla, Editorial La Cabana, Bucaramanga, 1935.

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rigirse, a quién culpar, si al gobernador o al sistema de infinitos funcionarios que le impiden llevar a cabo su labor. Sorprende el tono fríamente racional con que Luis Tablanca, en plena época bipartidista, trató las pasiones y los fanatismos políticos. No alcanzó a leer a Kafka, pero acaso por el espíritu de la época —por la existencia de una burocracia deshumanizada, que ignora quién establece las leyes racionales o quién sujeta los hilos del poder— el protagonista de Una derrota sin batalla termina por ignorar, como Joseph K., el significado y la función que le han asignado.

Narrativa psicoanalítica de José Félix Fuenmayor José Félix Fuenmayor (Barranquilla, 1885-1966) asistía desde muy joven a las tertulias de Leopoldo de la Rosa y Barba Jacob. De tales tertulias acaso nació su impulso para escribir y publicar Musa del trópico (1910), poemas aún de corte modernista acompañados con traducciones de poetas ingleses e italianos. Luego, a través de Voces, Fuenmayor se empapó de las vanguardias europeas: leyó el manifiesto futurista de Marinetti y publicó algunos poemas cruzados por carros voladores y naves espaciales. Más tarde se emocionó con las teorías psicoanalistas de Freud, que asimiló de modo muy personal, muy patológico, si se quiere (sufría de apoplejía). Fuenmayor prescindió del tono huracanado y apasionado del modernismo —que cultivaban Barba Jacob en la poesía, o Rivera en la narrativa— y más bien se ajustó a cierto estilo lacónico, muy cerebral, apto para narrar argumentos fantásticos. En su única novela, Cosme (1927), Fuenmayor planteó un mundo con supuestos imposibles para el suceder real. No hay, y es un gran logro, arquetipos regionales; no intenta resaltar el habla popular; nunca determina el lugar geográfico exacto en el que sucede la novela.95 En ella cuenta cronológicamente el nacimiento, la vida y presumible muerte de Cosme, el protagonista; y obedece a una lógica distinta de la normal. Atento lector de Freud y de Jung, Fuenmayor resalta en su personaje detalles de sus sueños, de sus alucinaciones, de sus obsesiones patológicas y deseos reprimidos. En contra de todo determinismo, trató con ironía las concepciones de Darwin, diciendo que Cosme nació con la palma de las manos peludas debido a que un mico se entrometió en el acto sexual de sus padres. La escena de Cosme en un



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“Although the story unfolds in the real environment of Barranquilla during the 1920s, the author does not limit himself to a merely realistic description of this world. Instead, he exposes the hidden forces at play behind the visible known reality”. Connie Miller Green, In the Vanguard: the Colombian Novels between the Wars, Tesis (Doctor of Philosophy)-University of Illinois at Urbana-Champaign, umi, Ann Arbor, 1997, p. 78.

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prostíbulo es ambigua: las prostitutas lo consideran un ángel y lo encierran en cierta habitación para mecer a un niño en una hamaca y para ayudar a una vieja ciega. La atención de la novela está dirigida al mundo psicológico de los personajes, no a la escena exterior. Ignoramos el paisaje que rodea el ambiente de Cosme. Todo es interno. De ahí el constante tono reflexivo, pues el narrador tiene tiempo para pensar y lanzar sentencias: “Efectivamente —exclamó el doctor Patagato— poco o nada se harán valer las ideas si el lenguaje es incomprensible o defectuoso. También los pensamientos se definen o se achican en las frases formadas sin una discreta elegancia”.96 Y esa discreta elegancia es clave para comprender el estilo de Fuenmayor.97 Durante varias décadas Fuenmayor pasó desaparcebido en la literatura colombiana hasta que un conjunto de jóvenes escritores, lo del Grupo de Barranquilla, liderados por Álvaro Cepeda Samudio y García Márquez, advirtieran en él a un precursor de la nueva narrativa. En 1967 se publicó por primera vez en Medellín La muerte en la calle, su libro póstumo de cuentos. Varios de ellos suceden en Barranquilla y aluden al rápido crecimiento comercial de la ciudad. Por causa de varios de ellos se ha comparado a Fuenmayor con su contemporáneo argentino, Macedonio Fernández.98 Sin conocerse ni leerse mutuamente, sus biografías se asemejan en la vida algo retraída que llevaron; no se preocuparon por la fama, y se limitaron al trato con un estrecho círculo de literatos; parodiaron los asuntos trascendentales del amor o la tragedia con temas insignificantes o baladíes; trataron los lugares comunes con lo absurdo, y la solemnidad con la ironía. Fuenmayor se esforzó por crear complejas metáforas que rozaran lo incoherente. Por ejemplo, en su cuento titulado “Con el doctorcito afuera” dice que ese doctorcito andaba “como un sábado por la tardecita”.99 Difícil de concebir esto, pero en esta dificultad radicaba su importancia. Fuenmayor astillaba la punta de las definiciones, esgrimiendo cuantos extremos se ofrecen a la mente. Y en el fondo lo que vemos es un deseo por huir del dogma, de la verdad absoluta. Creó paradojas, laberintos literarios a su modo. “Fuenmayor —dijo García Márquez— tenía una manera única de contar las cosas,

José Félix Fuenmayor, Cosme, Editorial Oveja Negra, Bogotá, 1985, p. 44.

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Para un estudio más profundo de este escritor, véase de Albio Martínez Simanca, José Félix Fuenmayor entre la tradición y la vanguardia, Observatorio del Caribe Colombiano, Cartagena de Indias, 2011.



Véase de María J. Bustos Fernández, Vanguardia y renovación en la narrativa latinoamericana: Macedonio Fernández, José Félix Fuenmayor y Jaime Torres Bodet, University of Colorado, Boulder, 1991.



José Félix Fuenmayor, La muerte en la calle, Alfaguara, Bogotá, 1994, p. 28.

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con una naturalidad que no tenía nada que ver con el naturalismo, y que por lo mismo tiene algo de sobrenatural”.100 De 1928 es su relato llamado “Una triste historia de catorce sabios”, el primer cuento de ciencia ficción escrito en Colombia. Los catorce sabios, tripulantes de una nave espacial, han huido del cataclismo que causó un meteorito al impactar con la tierra, donde todo se ha agigantado, desde las plantas hasta los hombres.101 Fuenmayor exploró otras maneras de la realidad, en cuanto exploró también otras maneras del lenguaje. Su obra evidencia, por lo demás, que la narrativa colombiana sí contemporizó con las vanguardias.

Gabriel García Márquez, “Prólogo”, en ibíd., p. 8.

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Otro escritor poco conocido que cultivó la ciencia ficción fue Manuel Francisco Sliger Vergara o M. F. Sliger V. (Montería, ¿finales del siglo xix?-Estados Unidos, s.f.), que escribió en 1935 la segunda novela de ciencia ficción en Colombia (la primera es Barranquilla, 2132, de Osorio Lizarazo): Viajes interplanetarios en zeppelines que tendrán lugar en el año 2011. La publicó en Bogotá en 1936, sin que lograra mayor renombre. De Sliger ignoramos la fecha de su nacimiento y de su muerte. Sabemos que estudió en los Estados Unidos y que participó en la primera guerra mundial, según se advierte en la pequeña biografía puesta en la contraportada de su novela: “[…] escrita en Montería en 1935. De autor colombiano, doctor psico-terapéutico y veterano de la Primera Guerra Mundial”. Tal vez de esa experiencia bélica tomó el tema para imaginarse el futuro. Contada en primera persona, el protagonista-narrador de su novela es un policía espacial, soltero, que se encuentra de descanso y viaja de turismo entre la Tierra y Marte, en cuyo viaje se enamora de una marciana. La nave espacial ha despegado de Barcelona, porque el autor considera que por aquellos años el mundo hispánico será lo bastante avanzado. Para más información sobre este novelista, véase de Antonio Mora Vélez, “Sliger: precursor de la Ciencia Ficción Sinuana”, en El Espectador-Costa, 14 de junio de 1984.

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Quinta parte NARRATIVA DE MEDIADOS DEL SIGLO XX (1948-1965)

Del discurso sociológico a la narrativa de la violencia El discurso antropológico, en sus variantes sociológicas e indigenistas, empapó la narrativa latinoamericana del siglo xx en menor o mayor grado hasta convertirse en una política oficialista. En México, por ejemplo, después de la revolución, se explotó en todas las formas posibles el folclor nacional, se consolidó una industria cinematográfica que no tuvo par en otro país del continente, y en 1964 se terminó de construir el inmenso Museo Nacional de Antropología, suerte de templo moderno donde están albergados los hallazgos arqueológicos de mayas, aztecas y otras civilizaciones prehispánicas. Un entusiasmo similar se sintió en Perú con el legado inca, sobre todo tras el descubrimiento de la ciudad pérdida de Machu Picchu en 1911. Esta nueva mentalidad antropológica abrió un conjunto de posibilidades para varios novelistas. El mexicano Juan Rulfo, después de registrar con su cámara fotográfica comunidades campesinas y de impregnarse de su región natal, Jalisco, imaginó en Pedro Páramo (1955) el pueblo de Comala, habitado solamente por muertos, como el “Mictlán”, o lugar de los muertos en la mitología azteca. El peruano José María Arguedas contó en Los ríos profundos (1956) cómo transcurrió su niñez en medio de una comunidad andina, y dejó al descubierto las heridas abiertas por la Conquista. El antropólogo cubano Fernando Ortiz fundó en La Habana la Sociedad de Estudios Afrocubanos en 1923, de la que tanto se nutriría el novelista Alejo Carpentier.

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Hacia mediados de siglo, cada país latinoamericano se concentró en incentivar la identificación de sus habitantes con la nación. ¿Qué pasó en Colombia mientras tanto? Los pocos hallazgos prehispánicos encontrados permitieron las discretas fundaciones del Instituto Colombiano de Antropología en 1952 y del Museo del Oro en 1968. Decimos discretas porque oficialmente el discurso antropológico se enfocó en Colombia menos en incentivar lo indígena que en estimular la cultura popular de raigambre hispánica. Se parecía mucho a la política cultural de Franco en España, que también explotaba lo más folclórico, con un franco desdén hacia la alta cultura y el librepensamiento que desatendiera lo regional o provinciano. En 1931 se produjo la creación del Ministerio de Educación Nacional y, en 1942, se creó el Instituto Caro y Cuervo, cuya principal misión, aparte de tratar de terminar el Diccionario de construcción y régimen de Rufino José Cuervo, consistió en elaborar un Atlas lingüístico y etnográfico de Colombia (alec), es decir, en averiguar cómo hablaban los colombianos en sus diversas regiones. Ambas fundaciones se dieron en las dos administraciones del presidente liberal Alfonso López Pumarejo (1934-1938 y 1942-1945), cuya “revolución en marcha” también permitió la ampliación de la Universidad Nacional en Bogotá, así como varias políticas culturales basadas, sobre todo, en la creación de bibliotecas públicas. Solo que este tipo de políticas de avanzada chocaron, por lo general, con fuerzas retrógradas. En Europa esas fuerzas (el nazismo y el fascismo) se enfrentaron a muerte cuando intentaron recobrar sus viejos privilegios, primero en la Guerra Civil española (1936-1939) y al cabo en la Segunda Guerra Mundial (1939-1945). Y aunque fueron derrotadas por los Aliados, al gobierno de Estados Unidos le pareció conveniente que tanto en España como en varios países de Latinoamérica persistieran —y hasta se toleraran— varias dictaduras militares, de corte fascista, en aras de impedir el avance del eje comunista soviético. El asesinato del líder “liberal” Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948, que debería tenerse como el inicio de la Guerra Fría en el hemisferio americano, desencadenó en Colombia una gran violencia política. Los gobiernos conservadores de Mariano Ospina Pérez y Laureano Gómez pretendieron combatir la oposición liberal con policía y ejércitos ilegales (los “pájaros” y los “chulavitas”), pero no hicieron sino exacerbar la anarquía, todo lo cual llevó a que, en 1953, la presidencia de Colombia fuera tomada por el general Rojas Pinilla. Con todo, la administración de López Pumarejo había fortalecido el Ministerio de Educación Nacional que, durante aquellos años, puso a funcionar un gran plan de difusión de la lectura. La Biblioteca Nacional, dirigida por Daniel Samper Ortega, editó la colección Biblioteca Aldeana de Colombia, 214

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que con el tiempo pasó a llamarse Selección Samper Ortega de Literatura Colombiana, una empresa cultural sin precedentes en la historia del país.1 Vale la pena detenernos en los cien títulos editados por la colección Samper Ortega, porque ayuda a entender mejor el papel de la novela en la opinión pública colombiana. La Selección, de acuerdo con los publicistas de turno, equivalía a lo más sustancioso que en materia de “creación literaria” se había producido en nuestro país. ¿Creación literaria? Vista ahora en los anaqueles de librerías de viejo, el 50% son memorias, tratados y discursos de políticos letrados; el 20% son crónicas de conquistadores, obispos y aventureros decimonónicos; otro 20%, colecciones de poesía de unos cuantos vates consagrados, y solo el 10% de la colección son títulos de novelas como tal. O lo que entendemos por creación literaria tenía otro sentido en aquellos años, opción por lo demás descartada, o nos acogemos a la explicación de Raymond L. Williams, para quien la élite tradicionalista, tanto liberal como conservadora, nunca reverenció sino que sintió temor del vasto público que pudiera capturar el género de la novela.2 En Bogotá, a mediados del siglo xx, escaseaban las librerías; no operaba todavía ninguna editorial comercial; solo pocas casas de imprentas funcionaban publicando textos escolares. Y si el novelista deseaba publicar su obra debía casi siempre financiar los gastos operativos, aparte de encargarse él mismo de la distribución y difusión. El estancado comercio de la palabra escrita precipitaba —obligaba— con frecuencia a los escritores a



Este proyecto lo estudió el historiador Renán Silva, para quien la selección “potenció los lazos de integración simbólicos entre los colombianos —a muchos de los cuales precisamente ayudó a definirse como colombianos—, a través de la lectura de textos comunes, mientras vivían en sitios diferentes y no conectados” (Renán Silva, República liberal, intelectuales y cultura popular, La Carreta Editores, Medellín, 2007, p. 126). Renán Silva añade que ayudó a la población de origen campesino a acercarse a la cultura del libro, y aun a la población citadina, pues en los centros urbanos el mercado del libro tampoco era nada halagador. En 1936 el alcalde de Bogotá, Jorge Eliécer Gaitán, organizó la primera feria del libro con la ayuda de todas las librerías e imprentas de la ciudad, y tal feria pasó a ser itinerante en otras ciudades del país.



Véase de Raymond L. Williams, Novela y poder en Colombia. 1844-1987, trad. de Álvaro Pineda Botero, Tercer Mundo Editores, Bogotá, 1991, p. 64. Por su parte, Patricia Trujillo añade que tal prejuicio contra la novela pareció difuminarse cuando la Academia Colombiana de la Lengua premió el ensayo de Antonio Curcio Altamar, Evolución de la novela en Colombia (1957), que “finalmente consagró el género en los círculos más conservadores del campo intelectual del país”. Patricia Trujillo, “Problemas de la historia de la novela colombiana en el siglo xx”, en Carmen Elisa Acosta Peñaloza, Diógenes Fajardo y otros (coords.), Leer la historia: caminos a la historia de la literatura colombiana, unal, Bogotá, 2007, p. 76.

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buscar patrocinio en organizaciones o partidos políticos. Hasta qué punto sus obras fueron independientes de los postulados políticos de esas organizaciones acaso podría ser una buena pregunta para examinar su calidad literaria. Lo cierto es que no encontramos en estos años una novela que no sea “políticamente correcta”, es decir, que no esté comprometida con el discurso sociológico; no encontramos tampoco una novela verdaderamente crítica de las dictaduras ni de la ideología comunista. Lo había impedido, según señalaba en aquellos años el crítico Antonio Curcio Altamar, la insistencia en el idealismo y el buen gusto. También lo había impedido el afán moralizador de la crítica imperante, a tal punto que faltaron, de acuerdo con Patricia Trujillo, novelas como Pax (1907) de Lorenzo Marroquín, es decir, “una novela que se convirtiera en una crítica amplia de la vida política colombiana y latinoamericana”.3 O como De sobremesa (1896) de Silva, que sentara una crítica profunda contra todas las ideologías de la época y que, sobre todo, elevara al individuo y a la condición humana por encima de cualquier doctrina política. No deben molestarse los críticos patriotas si decimos que la novela colombiana de este periodo carece de interés en el contexto hispanoamericano. Al lado de novelas como Pedro Páramo (1955) de Rulfo, Rayuela (1963) de Julio Cortázar, El túnel (1948) o Sobre héroes y tumbas (1961) de Ernesto Sábato, no se sostienen con igual altura las novelas de Eduardo Caballero Calderón, Manuel Zapata Olivella o Manuel Mejía Vallejo, acaso los novelistas colombianos más vigorosos de mediados de siglo. Hay que esperar hasta la consolidación de García Márquez para que la novela colombiana se posesione de nuevo en el contexto latinoamericano. La razón no es otra que cierta falta de independencia o de deslinde con respecto al discurso sociológico. De tal defecto ya se había dado cuenta Nicolás Gómez Dávila (Bogotá, 1913-1994), quizás el pensador colombiano más importante de esta época, a juzgar por sus primeros libros, Notas (México, 1954) y Textos I (Bogotá, 1959), y después por Escolios a un texto implícito (1977), Nuevos escolios a un texto implícito (1986) y Sucesivos escolios a un texto implícito (1992). Todos sus libros son fragmentarios, hechos de frases sueltas, precisamente porque combaten la pretendida “unidad” de los discursos dominantes. Gómez Dávila dio a entender que las buenas novelas generalmente son reaccionarias por cuanto proponen restablecer lo abolido (así es, por ejemplo, En busca del tiempo perdido de Marcel Proust). Preguntémonos si hay alguna novela colombiana de mediados de siglo xx que, como María de



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Patricia Trujillo, op. cit., p. 78.

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Isaacs en 1867, se atreviera restablecer la tradición del esclavismo (abolido por las leyes liberales una década atrás) tanto para criticar ese fenómeno bajo otro ángulo como lo precipitado y perverso de ciertas innovaciones liberales. No; no hubo en esta época una novela que criticara con rigor la democracia masificada ni, menos, la ingenuidad de la sociología marxista al pensar que el comunismo anularía la diferencia de clases y de razas. Faltó, como pedía Gómez Dávila, mayor reflexión a la luz de la historia y la filosofía. “Los verdaderos problemas no tienen solución sino historia”, por esto solamente la historia, envolviéndolo todo, resulta capaz de la totalidad. La filosofía es a lo más el “arte de formular lúcidamente problemas”, mientras “inventar soluciones no es ocupación de inteligencias serias”. (Escolios ii, 54). Y más aún, “las soluciones son las ideologías de la estupidez”. (Escolios ii, 58).4 ¿No parece dirigirse su crítica, vista en perspectiva de época, contra la narrativa colombiana de mediados del siglo xx, tal vez una de las más politizadas que hemos visto?

La novela de la violencia: un subgénero confuso Tras “El bogotazo” (9 de abril de 1948) se recrudeció en Colombia el bipartidismo político. En las áreas rurales explotó una guerra civil no declarada: se perpetraron masacres y crímenes, unas veces al margen de las fuerzas del Estado y otras veces con su aval, con ayuda de la para-policía del régimen conservador a la que se llamaba “los chulavitas”. Esa violencia campesina tal vez no distaba mucho de las guerras civiles del siglo xix. Nadie, en efecto, podía sustraerse de esa realidad. Menos si se consideraba un escritor comprometido. De modo que, según la investigadora Inés Lucila Mena, entre 1951 y 1972 se escribieron al menos 74 novelas pertenecientes al llamado subgénero de la violencia.5 ¿Por qué razón se llegó a ese subgénero? ¿Qué obsesionaba tanto a los novelistas colombianos? ¿Acaso eran síntomas demasiado parroquianos en su afán por retratar la realidad nacional? ¿No tenía la novela de la violencia algo de impostada en un país que poco a poco comenzaba a abrirse al mundo, sobre todo tras los intentos del modernismo y de las vanguardias? El fenómeno de la violencia, en realidad, no era exclusivo de la literatura colombiana sino de la hispanoamericana. La violencia campesina como tema central, el caudillismo, la guerra de

Citado por Franco Volpi, “Un ángel cautivo en el tiempo”, en Nicolás Gómez Dávila, Escolios a un texto implícito. Selección, Villegas Editores, Bogotá, 2001, p. 494.



Inés Lucila Mena, “Bibliografía anotada sobre el ciclo de la violencia en la literatura colombiana”, en Latin American Review, vol. xiii, n.° 3, p. 197.

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guerrillas, el despotismo de los gamonales contra los campesinos, también incentivaron a muchos novelistas de México a escribir. El producto de ese trabajo adquirió la denominación de “novela de la revolución mexicana”.6 También en Venezuela se presentó un fenómeno parecido, y los investigadores venezolanos vieron en este subgénero los mismos síntomas que se presentaron en Colombia: Literatura de la Violencia. La llamamos así cuando hay un predominio del testimonio, de la anécdota sobre el hecho estético. En esa novelística no importan los problemas del lenguaje, el manejo de los personajes o la estructura narrativa, sino los hechos, el contar sin importar el cómo. Lo único que motiva es la defensa de una tesis. No hay conciencia artística previa a la escritura; hay más bien una irresponsabilidad estética frente a la intención clara de la denuncia. 7

Algunos novelistas colombianos llevaron a extremos grotescos este subgénero. Daniel Caicedo Gutiérrez (Cartago, Valle del Cauca, 1912-¿1973?) concibió su novela Viento seco (1953) con elementos que llamaríamos hoy de “porno-violencia”. Huyendo de su pueblo masacrado, perseguidos por “los chulavitas”, Antonio Gallardo y su esposa Marcela se asilan en el directorio liberal de la ciudad de Cali, sin que cesen las persecuciones ni las extorsiones. Ni Antonio ni Marcela tienen una ideología definida —tampoco una psicología—: a pesar de venir de un pueblo liberal no saben si son liberales ni de qué se trata eso; ignoran también lo que es ser conservador. Pero esa parte ideológica no le interesa al novelista. Caicedo se limita a la acción lineal de los hechos, a relatar morbosamente violencias extremas: castraciones, amputaciones, mutilaciones; violación de mujeres y niñas; defecaciones sobre la boca de los heridos y toda clase de porquerías, con muy pobre redacción. Al leer Viento seco terminamos mareándonos. Más que novelista o literato, Caicedo era médico; de ahí cierta frialdad suya, entre científica y morbosa. El horror y el lenguaje soez se repiten, mezclados con el más bajo sentimentalismo, en las novelas que suelen considerarse contestatarias y espejos de la realidad. Pero no son revolucionarias ni en sus procedimientos técnicos



Manuel Antonio Arango, Gabriel García Márquez y la novela de la violencia, fce, México, 1985, p. 16.



Piñero B. y Pérez A., “Literatura y subliteratura en Venezuela a partir de la década del sesenta”, citados por Escobar Mesa en Literatura y cultura: narrativa colombiana del siglo xx, vol. 2 , Ministerio de Cultura, Bogotá, 2000, p. 325.

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ni en su estilo. A veces, ni siquiera en su espíritu. El presbítero antioqueño Fidel Blandón Berrío (1917-1981) publicó, con el pseudónimo de Ernesto León Herrera, Lo que el cielo no perdona (1954), que incluye testimonios escalofriantes sobre las masacres en Dabeiba. Los mismos cuadros de horror, en otras regiones del país y bajo otras c­ ircunstancias, traza Carlos Esguerra Flórez (1922-¿?) en sus novelas Los cuervos tienen hambre (1954), De cara a la vida (1956), Un hijo del hombre (1955) y Satanás se idiotiza (1955), esta última un poco distinta de las otras por incluir ciertos episodios fantásticos. También escribió Tierra verde (1957), que gira en torno a las masacres perpetradas por los esmeralderos de Muzo, en Boyacá. Euclides Jaramillo Arango (Pereira, 1910-1987) participó también en el fenómeno de la novela de la violencia con Un campesino sin regreso (1950), si bien su virtud literaria se encuentra en que fue continuador de la picaresca antioqueña con narraciones como Las memorias de Simoncito (1945), Los cuentos del pícaro tío conejo: así los contaba Rigoberto (1950), La extraordinaria vida de Sebastián de las Gracias (1977), entre otros relatos y leyendas populares del Viejo Caldas. Al final de su vida escribió Un extraño diccionario: el castellano en las gentes del Quindío, especialmente en lo relacionado con el café (1980). ¿Qué poética o teoría literaria regía este tipo de novelas? Según Jaramillo Zuluaga, “la teoría de la novela de la violencia podría formularse en términos de una economía de la verdad o, para emplear una expresión más familiar a la crítica literaria, en términos de una poética de la representación”.8 Es decir, muchos novelistas pensaron que entre más prescindieran de artificios literarios (que pudieron haber hecho más estéticas sus obras) más directos y objetivos se volvían en su intención de retratar la violencia. Lo paradójico del subgénero de la novela de la violencia es que se daba al tiempo con un subgénero de la poesía colombiana que era inversamente proporcional, porque privilegiaba lo estético y lo subjetivo, rehuyendo de la realidad desnuda y mucho más de la violencia política. Me refiero a la poesía del grupo Piedra y Cielo.

Una poesía angelical (Piedra y Cielo) y una narrativa diabólica (la violencia) A mediados de los años cuarenta se encendió en la prensa diaria y en los cafés bogotanos la discusión sobre una nueva clase de poesía. Un grupo de jóvenes pulcros y suaves en el hablar y en el vestir alborotó la opinión



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Eduardo Jaramillo Zuluaga, El deseo y el decoro, Tercer Mundo, Bogotá, 1994, p. 132.

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nacional al atreverse a atentar contra el ícono modernista, Guillermo Valencia, imagen del intelectualismo y lo libresco. Valencia, según ellos, alejaba la poesía del gran público al dejar de lado lo sentimental. Esos jóvenes eran Jorge Rojas (1911-1995), Eduardo Carranza (1914-1985), Arturo Camacho Ramírez (1910-1982), Darío Samper (1909-1984), Gerardo Valencia (19141994) y Carlos Martín (1914-2008). En septiembre de 1939 coincidieron publicando, en los Cuadernos de Piedra y Cielo —la primera edición se llamó Entregas de Piedra y Cielo transparente homenaje al libro de Juan Ramón Jiménez, de 1917-1918—, una selección de sus primeros libros: Jorge Rojas publicó La ciudad sumergida; Martín publicó Territorio amoroso; Camacho Ramírez, Presagio del amor; Carranza, Seis elegías y un himno; Gerardo Valencia, El ángel desalado; y Samper, Habitante de su imagen. Se los quiso entender como una prolongación en Colombia de la generación del 27, pues amaban, según Juan Gustavo Cobo Borda, “el soneto redondo o la décima perfecta, con que Alberti, Salinas o Guillén volvían refulgente el idioma con su renovado arsenal metafórico”.9 Sin embargo, Rafael Gutiérrez Girardot reparó en que, si los piedracielistas pretendieron poner coto al modernismo prolongado de la poesía colombiana, no esgrimieron posiciones decididamente vanguardistas porque su “desretorización y repoetización del lenguaje” acusaba un lirismo de tono menor y poco novedoso.10 Más bien regresaron a cierto romanticismo. Exaltaron lo popular y lo folklórico, eso sí, sin renunciar a la capacidad de abstracción, de alzar vuelo y toparse de nuevo con los motivos poéticos de todos los tiempos: doncellas, ángeles, rosas, lirios, luces, claridad, cielo, sueños. Insistieron en que la poesía no debía ser objetiva ni reflejar la realidad ni volverse pesada con referencias eruditas; debía empaparse de lirismo, de subjetividad.11 Como los poetas de Piedra y Cielo, también varios novelistas de la época volvieron a lo tradicional y a lo romántico. No se trataba tanto de un retroceso como de un desafío al espíritu del modernismo y las vanguardias, a la técnica y la civilización que, para muchos de ellos, habían precipitado al horror de la Segunda Guerra Mundial, con el fascismo y el nazismo de fondo. Si los poetas hicieron retoñar el lirismo ingenuo, cargado de rosas y lirios, los novelistas flamearon con fuerza las banderas de un tipo de socialismo

Juan Gustavo Cobo Borda, “El patio de atrás”, en Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, Real Academia Española, Madrid, 2007, p. 500.

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Rafael Gutiérrez Girardot, “El piedracielismo colombiano”, en Provocaciones, Ariel, Bogotá, 1997, p. 229.

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Para profundizar en las características estilísticas de los piedracielistas, recomiendo de David Jiménez, Poesía y canon, Norma, Bogotá, 2002, p. 109.

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sentimental en defensa de los obreros, contra la pobreza y la injusticia. Los protagonistas de las novelas de Eduardo Caballero Calderón o Fernando Soto Aparicio ya no son, como en el modernismo o en las vanguardias, artistas o intelectuales que se aventuran a denunciar injusticias, sino directamente campesinos y obreros explotados, regodeados en el folclor y en el sustrato cultural más bajo. Que se trataba de un tipo de socialismo sentimental queda al descubierto al advertir que Caballero Calderón y Soto Aparicio, de escribir novelas rabiosamente sociológicas pasaban con naturalidad al cultivo “inofensivo” de la literatura infantil.

Saturación de la novela terrígena En los años cincuenta el discurso antropológico se exageró tanto que desfiguró lo que pretendía reivindicar: el indígena y el campesino explotados. El necio empeño en retratar forzosamente lo auténtico llevó, en ocasiones, a repeticiones bochornosas. Mal contadas, entre los años cuarenta y cincuenta se publicaron siete novelas de siete autores distintos, que con leves variaciones hablan de lo mismo: El hombre bajo la tierra (1944), de José Antonio Osorio Lizarazo; La tierra éramos nosotros (1945), de Manuel Mejía Vallejo; Tierra mojada (1947), de Manuel Zapata Olivella; Siervo sin tierra (1952), de Eduardo Caballero Calderón; Sin tierra para morir (1954), de Eduardo Santa; Tierra asolada (1954), de Eduardo Ponce de León; y Tierra verde (1957), de Carlos Esguerra Flórez. En los casos de Mejía Vallejo, Caballero Calderón, Zapata Olivella y Eduardo Santa, la repetición puede exculparse por tratarse de sus primeras novelas, pues en obras posteriores dejaron atrás ese realismo plano. Pero en estas óperas primas todos, sin excepción, coincidieron con la práctica en boga de asumirse como el novelista-testigo que se apropia la voz del campesino para denunciar injusticias sociales. Y así, en menor o mayor grado, estas novelas se enfocan en el argumento trillado del campesino inocente, desprotegido y agobiado por los terratenientes y la violencia bipartidista. ¿De dónde venía la fascinación por o la facilidad de tal argumento? Venía, según Gutiérrez Girardot: […] de toda una corriente literaria europea hoy olvidada que rechazaba la racionalidad de la vida moderna, la urbanización, la industria, la técnica, la ciencia y buscaba el futuro en la paz y la armonía de una forma de sociedad, la ­tradicional, que había pasado o, más exactamente, que se encontraba en estado de disolución.12

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Rafael Gutiérrez Girardot, “Conciencia estética y voluntad de estilo”, en Heterodoxias, Taurus, Bogotá, 2004, p. 150.

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Después de la Segunda Guerra Mundial, en efecto, habían anidado entre los escritores el sentimiento de un mundo destruido y la angustia de vivir en una civilización sin ningún propósito. Entre los novelistas hispanoamericanos, a juzgar por el tono pesimista y triste de Pedro Páramo de Juan Rulfo, o de Sobre héroes y tumbas de Ernesto Sábato, o de Los ríos profundos de José María Arguedas, también había desaparecido la idea de una Latinoamérica salvadora o utópica, ese ideal que había animado a la generación anterior. No. Latinoamérica más bien acentuaba la tragedia de la civilización occidental con todas sus crisis morales, raciales y culturales. Otros narradores interrogaron con más sentido crítico los problemas de la existencia y usaron el lenguaje coloquial, rechazando las piruetas verbales de sus predecesores vanguardistas. Pero ese rechazo y esa vuelta a lo cotidiano implicaban, en el fondo, un rechazo del intelectualismo, de lo erudito, de la confianza en la cultura. De suerte que varios narradores manifestaron los síntomas ya no tanto del localismo como de un realismo de acuerdo con el cual parecía censurable perfeccionar el estilo, innovar técnicamente, perfilar personajes-artistas o intelectuales. Admitieron asimilar ciertas técnicas del cine, y añadieron acción y suspenso, terror y morbo para suscitar el consumismo. Otros se ciñeron a la propaganda comunista y socialista, y mezclaron en sus novelas la narración con digresiones discursivas o testimonios políticos de una época, sin reparar mucho en la condición empírica y a veces maniquea de tales digresiones. Pero hay que analizar a cada autor en particular, en aras de entender sus defectos y sus logros.

Manuel Zapata Olivella Antropólogo, sociólogo y médico de profesión, Manuel Zapata Olivella (Lorica, Córdoba, 1920-Bogotá, 2004) saltó al mundo literario con su novela Tierra mojada. En ella, empieza por contar la tragedia de los campesinos de raza negra, desplazados de sus tierras, que son fértiles y planas, a cayos, islillas y humedales de la desembocadura del Sinú. De ahí la imagen del título: tierra mojada. Abundan las arengas contra el terrateniente Espitia, pero la novela no se queda allí. Se llena de suspenso cuando aquellos campesinos desplazados, desde sus chozas iluminadas en medio de las islillas de la desembocadura, guían de noche a los contrabandistas de San Bernardo del Viento y evaden a los de la guardia naval, que los acechan con preguntas. Solaza el vocabulario técnico de la navegación fluvial y marítima; lo mismo sucede con los términos para mencionar el cultivo de arroz. La primera edición de Tierra mojada contó con el prólogo del novelista peruano Ciro Alegría, cuya fama continental por el compromiso con la causa indigenista 222

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alentaba a mirar con respeto la primera novela del joven costeño, comprometido con las negritudes. Ambos escritores se habían conocido en Nueva York, donde el colombiano padeció la segregación racial, de lo cual relató tiempo después un testimonio con un título harto diciente: He visto la noche: las raíces de la furia negra (1953). Cuando Zapata Olivella regresó a Colombia, pronto se desilusionó de su profesión de médico; no estaba dispuesto a vivir encerrado en el consultorio al servicio de los burgueses, pues al paciente había que seguirlo en la calle, en su ambiente social. Así lo pedían a gritos el psicoanálisis y los nuevos estudios marxistas. Con este argumento convincente escribió dos novelas: En La calle 10 (1960) retrató un ambiente bogotano de delirio y pesadilla, de farsa y esperpento, como en un relato de Valle-Inclán. Pintó niños indigentes pelirrojos y de piel blanca entre los tranvías y el comercio, a quienes la gente confunde con extranjeros; quería recalcar que la miseria no reconocía razas ni colores. Parmenio, el padre de esos niños, hubiera querido en ellos el color y el pelo cobrizo de su esposa, Teolinda, a quien llaman “La india”, porque así podrían mejor “confundirse entre la muchedumbre”.13 A él de nada le vale su fenotipo si está casado con una “india”; al contrario, lo ha degradado en la escala social; y en medio de la miseria familiar, cierta “esperanza” recae sobre Ruperta, su hija mayor, cuyo cuerpo adolescente atrae la lujuria de pervertidos y borrachos: Ruperta, sin haber cumplido los trece años, había tenido que apersonarse de la tragedia de la familia. Sus hermanitos gemelos lloraban solicitando alimento; su madre sentía fuertes dolores en el vientre que anunciaban la inminencia del parto, y su padre, acosado por la desesperación, se abstraía de la realidad, más agresiva que nunca.14

Algunos de esos mendigos caían atropellados en celadas nocturnas, y sus cadáveres pasaban al anfiteatro para ser diseccionados por los médicos practicantes. Zapata Olivella era uno de esos médicos que acababa de volver poco después de “El bogotazo” a continuar sus estudios de medicina. Y en esta novela retrocedió décadas antes de “El bogotazo” para examinar —justificar— aquella insurrección popular no solamente en la evidente miseria de la familia de Parmenio, sino también en un caso histórico, el del ex boxeador de raza negra Francisco A. Pérez (alías Mamatoco), que en 1943



Manuel Zapata Olivella, La calle 10, Ediciones Prolibros, Bogotá, 1986, p. 14.



Ibíd., p. 55.

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oficiaba de periodista defensor de los pobres (escribía para el periódico La Voz del Pueblo), y que el 15 de junio de ese mismo año apareció asesinado en extrañas circunstancias. La primera parte de La calle 10 se llama “La semilla”; la segunda, “La cosecha”, y en ella Zapata Olivella desenmascaró su intención ideológica. Parmenio, el mendigo, se convierte de repente en un animador —en una marioneta— lleno de fe por redimir al pueblo, sin antes redimir o salvar a su propia familia. La otra novela construida con la mezcla de psicoanálisis y sociología es Detrás del rostro, obra malograda con la que conquistó el premio literario Esso en 1962, sin conquistar, sin embargo, al público esperado. Cualquier lector se fatiga ante el desorden de voces narrativas que dan cuenta de un mismo hecho: el niño Estanislao ha caído en estado de coma por el proyectil incrustado en su cabeza. ¿Quién le disparó? ¿A qué familia pertenecía? ¿Qué hacía? Se trata más bien de un tratado sociológico con técnicas psicoanalíticas, antes que de una novela propiamente como tal. Zapata, por prejuicio comunista, admitió la fantasía siempre y cuando emanara del folclor o de la cultura popular, rica en supersticiones y mitos. Si el materialismo dialéctico solo aceptaba la novela realista, ¿qué sucedía con el realismo caribeño que poco distaba de la fantasía? Zapata, pues, cocinó una suerte de sancocho teórico: por un lado el psicoanálisis de Freud para darle fuerza a las intuiciones, al folclor y a los mitos de la cultura popular o del proletariado; por el otro, el estructuralismo para intelectualizar o en el mejor de los casos novelar ese saber etnográfico, particularizarlo en obras narrativas (algo parecido le ocurrió a Lévy-Strauss cuando quiso presentar Los tristes trópicos en un concurso de novela). A partir de su novela En Chimá nace un santo (1964) empezó a separar un poco las cosas. Cambió el discurso sociológico por uno más etnográfico alrededor de un pueblo ribereño de las sabanas del Sinú. Imaginó cómo Domingo Vidal, un niño discapacitado, despierta tanto la superstición popular al quedar incólume después de un incendio que los religiosos de la parroquia de Chimá deciden declararlo “santo”. Algunos críticos han querido asociar En Chimá nace un santo con el realismo mágico, pero Antonio Tillis ve que no hay tal, que lo fantástico de la novela no se da en un plano literario —desinteresado— sino etnográfico, como una mezcla de la superstición popular y la religión oficial, e incluso como una crítica a esta última: “It is a text about religion, but it is a religion that is manipulated and subverted by the virus of neocolonialism”.15 Según este mismo crítico, la mejor novela de Zapata Olivella es Chambacú, corral

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Antonio Tillis D, Manuel Zapata Olivella and the “Darkening” of Latin American Literature, University of Missouri Press, Columbia, 2005, p. 61.

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de negros, cuya primera edición, publicada en Cuba en 1962, se llamaba simplemente “Corral de negros”. Allí la problemática de los afro-colombianos cobra una dimensión más histórico-política, por ejemplo, al criticar cómo el ejército colombiano buscaba enrolar a la fuerza a varios muchachos de raza negra como carne de cañón en la Guerra de Corea (1950-1953), que encabezaba Estados Unidos contra el comunismo. A través del personaje Máximo, un muchacho de lecturas, hay una evocación de los orígenes de la esclavitud en Cartagena, cuyas murallas, aparte de contrarrestar a los piratas, dividieron racialmente la ciudad: “El corral de negros” de Chambacú es una suerte de islote. La acción principal de la novela se tensa en la relación entre Máximo y su hermano José Raquel, el uno preocupado por su comunidad, el otro solo por sí mismo. Lo curioso es que el individualismo del último, que regresa de guerrear en Corea ennoviado con una joven norteamericana, también es una crítica contra el racismo que practica la gente de Chambacú, quienes no aceptan a quien no sea como ellos. Mientras Máximo resulta encarcelado por oponerse al desalojo de Chambacú (el islote se ha visto como el mejor lugar para un resort), José Raquel asciende a sargento protegido por la institucionalidad, y se va con su novia gringa a vivir al barrio rico de Cartagena: Inge, te necesito. Vengo por ti. Quiero sacarte de esta porquería. Nos iremos a vivir a Manga donde nunca sepamos nada de Chambacú. Ahora soy sargento. Sé que no es mucho dinero, pero en secreto te digo que me han prometido muchos dólares. Viviremos decentemente. Te compraré vestidos, radio… y podría ser que hasta un automóvil. Entra y saca tus maletas. No necesitas despedirte.16

Con ganas de alcanzar la épica de García Márquez, Zapata Olivella publicó después Changó, el gran putas (1983), un fresco de la aventura de los negros en América desde la época colonial hasta las luchas del siglo xx. Según el crítico Darío Henao Restrepo, si Cien años de soledad está construida sobre el gran código de la Biblia y la mitología grecorromana, Changó… está concebida sobre la cosmogonía de los dioses africanos, especialmente de la religión yorubá: En primer lugar, Obatalá, oricha de la creatividad, la claridad, la justicia y la sabiduría; Odudúa, primera mujer mortal, oricha de la Tierra, esposa de Obatalá, con quien procreó a Aganyú y Yemayá; Aganyú, primer hombre mortal, quien Manuel Zapata Olivella, Corral de negros, Casa de las Américas, La Habana, 1962, p. 210.

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con Yemayá dio a luz a Orungán, quien viola a su madre, Yemayá, la diosa de las aguas. De esta relación incestuosa nacen los catorce orichas sagrados: Changó, espíritu de la guerra y el trueno, del fuego y de los tambores; Oyá, patrona de la justicia que ayuda a fortalecer la memoria; Oba, esposa de Changó, protectora de los mineros; Oshún, oricha del amor y del oro, concubina de Changó; Dada, oricha de la vida, protectora de los vientres fecundos, vigilante de los partos; Olokún, hermafrodita, armoniza el matriarcado y el patriarcado que rigen las costumbres de los ancestros; Ochosí, oricha de la flechas y los arcos, ayuda a los cazadores a acechar el venado, vencer al tigre y huir de la serpientes; Oke, oricha de la alturas y las montañas; Orún, oricha del sol; Ochú, diosa de las trampas del amor y concubina de Changó; Ayé-Shaluga, oricha de la buena suerte; Oko, oricha de la siembra y de la cosecha; Chankpana, amo de los insectos, de la protección, lava las heridas de los enfermos; Olosa, protectora de los pescadores, anuncia las tormentas y sequías.17

Lo cierto es que en esta novela de Zapata Olivella, que se ha considerado su “obra cumbre”, reeditándose como clásico de la literatura “afrocolombiana”, predomina, más que su imaginación novelesca, su visión de antropólogo o etnógrafo. Es evidente en el “Cuaderno de bitácora” que está al final de la novela y que también sirve como glosario o guía. Los diálogos, las situaciones y los personajes son un medio, no un fin en sí mismos; lo importante es el discurso antropológico que reinvindique la cultura africana en América, critique el pasado esclavista y supere prejuicios raciales; lo secundario, la acción narrativa, el suspenso, la prosa trabajada. No podía ser de otra manera. La corriente de estudios culturales de la academia estadounidense, junto con la simpatía por la revolución cubana, había motivado a Zapata Olivella a llevar a cabo este tipo de obras, en cuanto ayudaba al estudio de la cultura desde un punto de vista racial. El propio Zapata enseñó en varias universidades de Estados Unidos y Canadá. Otra de sus empresas culturales fue fundar y dirigir la revista Letras Nacionales, durante los años sesenta y setenta.

Caballero Calderón, o en busca de la provincia perdida Muchas de estas mismas contradicciones podemos encontrarlas en Eduardo Caballero Calderón (Bogotá, 1910-1993): coqueteó bastante con la novela sin saber muy bien cómo se urdía una, si por medio de memorias infantiles, de bosquejos paisajísticos, del suspenso de una determinada acción que no Darío Henao Restrepo, “Prólogo”, en Manuel Zapata Olivella, Changó el gran putas, Ministerio de Cultura, Bogotá, 2010, pp. 15-16.

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dejaba de ser anécdota o testimonio. Lo primero que nos interesa de Caballero Calderón son los textos anteriores a sus novelas, es decir, Tipacoque: estampas de provincia (1941), Diario de Tipacoque (1950) y Ancha es Castilla: guía espiritual de España (1950). No sabemos si pertenecen a la crónica o el ensayo, o si pertenecen a un género mestizo donde el cuerpo del paisaje, los datos de la historia y la provocación política se funden en la estampa, ese género fundador del realismo bogotano o sabanero desde los tiempos de El Mosaico. Caballero Calderón acaso lo había aprendido en el Gimnasio Moderno, a través de su profesor Tomás Rueda Vargas. Y sin ser campesino sino descendiente de una familia terrateniente, sin vivir en el campo sino pasando breves temporadas de su infancia al pie de los páramos boyacenses y en los relieves cercanos al cañón del Chicamocha, la dualidad campo-ciudad dominó la temática de casi toda su obra. Pero mucho más fascinante que sus argumentos (algunos, a decir verdad, bastante aburridos) es su intento por labrar una redacción llena de sugerencias y recuerdos, a imagen de la de Proust. Su lectura de En busca del tiempo perdido lo influyó tanto que, en su ensayo Caminos subterráneos: ensayo de interpretación del paisaje (1936), se atrevió a decir que “los bosques de Méséglise y los jardines donde jugaron las niñas en flor tienen gran semejanza con los bosques y los jardines de mi infancia”.18 Con Proust hasta creyó tener parecidos biográficos, y en Memorias infantiles (1964) sugirió que él también había sido un niño de sensibilidad enfermiza, que permanecía en el regazo de su abuela, lejos de la rudeza de los hombres. En sus columnas de periódico (fue muy cercano a la familia Santos de El Tiempo) se firmaba Swan, dando a entender que coincidía con las apreciaciones estéticas del protagonista proustiano. Sin embargo, a diferencia de Proust, Caballero Calderón no retrató a las familias de clase social alta —a las que pertenecía— sino a las de clase social baja, con lo cual entraba en una gran contradicción.19 Pero, si se ve bien, tanto en Tipacoque como en Ancha es Castilla confiesa su amor por el campesino y el campo, no por simpatías izquierdistas, insistamos, sino por oposición a los industrialismos plebeyos de las ciudades y al turismo aburguesado, incapaz de comprender la unión íntima del hombre con la tierra. Lo que Proust simbolizó en Combray, Caballero Calderón lo simbolizó en Tipacoque: un estado de alma manifestado

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Eduardo Caballero Calderón, Caminos subterráneos: ensayo de interpretación del paisaje, Editorial Santafé, Bogotá, 1936, p. 12.

Esta misma contradicción la señala Herbert E. Craig en Marcel Proust and Spanish America. From Critical Response to Narrative Dialogue, Rosemont, Cranbury, 2002, p. 105.

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en los relieves de la cordillera de los Andes, en cuyas ondulaciones se desmaya Tipacoque, aquel pueblucho grisáceo, enfermo de todos los vicios del ex Imperio español, pero que para el autor suscita toda clase de emociones artísticas. Ese pueblo es para él como la magdalena proustiana mojada en té, inspiradora de sus más profundos recuerdos. En Tipacoque no pasa ningún acontecimiento importante, como no sean los ensanches a veces retóricos, a veces líricos para la descripción del paisaje y la evocación de sus recuerdos infantiles. No hay un argumento propiamente dicho; y si aparecen ciertos campesinos de la región o se mencionan pequeñas anécdotas del lugar, son momentáneos y se abandonan sin que sepamos su destino final. Algo similar ocurre en Ancha es Castilla: guía espiritual de España (1950), suerte de poema ensayístico o ensayo poemático, similar a las narraciones de Azorín en que los paisajes hacen las veces de personajes y ponen suspenso a una narración sin trama y sin ficción. Caballero Calderón se oponía al turismo vulgar, que no sentía la íntima relación que él sentía con la tierra, con España, su “madre patria”. En Ancha es Castilla Caballero evitó tocar temas políticos —no hay ninguna mención al franquismo de esos años—, aunque se nota su simpatía por el centralismo castellano —que encarnaba Franco—, por el carácter conquistador y expansivo de Castilla: “En todos los rincones de España sopla el aliento de Castilla. En todas sus ciudades se encuentra de pronto, como la marca de hierro, una muralla, una torre o un alcázar castellano”.20 Sus obras de ficción arrancan con El Cristo de espaldas (Buenos Aires, 1952). La acción se desarrolla en un ambiente similar al de Tipacoque, en algún pueblucho faldudo en los estribos de la cordillera oriental, pobre, incomunicado, pero totalmente politizado por la lucha entre liberales y conservadores. La trama comienza cuando a Anacleto, un joven campesino, lo acusan por un crimen que no ha cometido: el asesinato de Roque Piragua, su padre, el cacique conservador de la región, quien además nunca lo ha reconocido como hijo. Su condición de sospechoso se acentúa por su deseo de reclamar una herencia y por pertenecer al partido liberal. Pero el cura del pueblo, recién salido del seminario, se da cuenta de que Anacleto resulta el chivo expiatorio de una treta tramada por liberales y conservadores para repartirse el poder. El cura seminarista denuncia tal injusticia, pero lo tildan, diríamos hoy, de “sapo”. El obispo de la región lo recrimina por entrometerse en asuntos que no le incumben, y aunque admite la injusticia del caso, lo consuela con la vieja excusa de que Cristo le dio la espalda. Pero

Eduardo Caballero Calderón, Ancha es Castilla: guía espiritual de España, Editorial Bedout, Medellín, 1974, p. 31.

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es al contrario: el obispo es quien se puso de espaldas a Cristo, como bien lo señaló Jorge Zalamea: De la misma manera que en los retablos de los imagineros españoles va menguando en las figuras la fuerza expresiva de los rostros y la pasión de los ademanes y la misma talla pierde en detalle lo que gana en masa a medida que se alejan del Cristo o del santo que les sirve de centro, los personajes que hace vivir Eduardo Caballero en El Cristo de espaldas se van haciendo menos distintos cuanto más se alejan del cura.21

De ahí que los personajes de esta novela carezcan de detalles psicológicos —de nitidez— y sean arquetipos de la injusticia, como los caciques conservadores, o de la justicia social, como los liberales; o, bien, carezcan de nombre y sean simplemente “la puta”, “la boba”, “el gobernador”, “el alcalde”, “el sacristán”, “el juez”, etcétera. Tampoco el “cura joven” tiene nombre propio; pero en su caso este es un rasgo de humildad, un deseo de empequeñecerse cuando todos desean agigantarse, y que lo convierte en el protagonista principal de la novela. Si no puede hacer mucho para modificar los acontecimientos ni para cambiar el comportamiento de los feligreses, al oponerse a la arrogancia deja en evidencia la pequeñez, lo baladí de los apetitos políticos de liberales y conservadores. Y el lector comprende que, por más enemigos que parezcan, hay una alianza entre los dos partidos, lo que demuestra por qué nunca hubo en el conflicto colombiano algún grupo éticamente superior a los otros, capaz de anular al oponente por la fuerza de la razón. Todos estaban pervertidos y el conflicto ya era una forma de vida. Internamente, sin embargo, la vigorosidad inicial de la novela se debilita y se diluye en digresiones moralizantes. Dos años después Caballero Calderón publicó Siervo sin tierra (1954), su obra más editada. La tesis es que el campesino nace de la tierra, emana de ella como el árbol o la piedra, pertenece a ella como ella a él, pero no la posee en las escrituras ni en la realidad jurídica. Las primeras páginas de la novela seducen por el zigzagueo del bus por el cañón del Chicamocha, donde “la noche se desploma apenas el sol traspone las montañas de Onzaga”.22 Siervo Joya, el protagonista, regresa a “su tierra” tras haber prestado el ser Tomado de Germán Darío Carrillo Sarmiento, La novelística de Eduardo Caballero Calderón, (1936-1965), Tesis, University of Illinois, 1969 (University Microfilms International, Ann Arbor, 1983, p. 255).

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Eduardo Caballero Calderón, Siervo sin tierra, Editorial La Montaña Mágica, Bogotá, 1985, p. 38.

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vicio militar, y no puede hacer nada cuando observa que su madre, Sierva Joya, ha sido despojada del pedazo de tierra en el que él ha nacido, allá, en el cañón del Chicamocha. Analfabeto, no tiene herramientas para elevar una protesta jurídica, ni la capacidad mental para elaborarla oralmente, de suerte que se llena de resentimiento y un día, pasado de tragos, asesina al campesino Anacleto, tras enterarse de que pertenece al partido conservador. Su proceso judicial, carcelario, se ve interrumpido por el estallido de “El bogotazo”. Siervo no entiende nada de eso; parece un conejillo de indias al vaivén de las emociones políticas. Detrás de la tesis de esta novela (el campesino como encarnación del campo, pero incapaz de poseerlo) no hay ninguna ideología socialista o comunista (por más que la novela se haya traducido al ruso con el patrocinio de la Unión Soviética); hay, sí, una nostalgia por la aristocracia provinciana y por el modo de vida paternalista, antítesis de la vulgaridad urbana. Lo que le interesaba resaltar a Caballero Calderón era la incapacidad del campesino para comprender las ideologías políticas, urdidas en las ciudades, y que su única dimensión mental, espiritual, existía en el ámbito de lo religioso, precisamente por su componente intuitivo, es decir, por cuanto la religión emana del pueblo, de sus tradiciones. De ahí la descripción de Siervo en vísperas de asistir a la romería a la Virgen de Chiquinquirá: Y en la madrugadita del domingo saldremos para Chiquinquirá en la máquina de los Parras, que están viajando con los promeseros. Si hoy es viernes 22, será porque mañana es 23 de diciembre y el domingo será la Nochebuena. Llegaremos a Chiquinquirá con el tiempo justico para asistir a la misa de Gallo que es muy linda, y a la del alba, y a la mayor del 25; y antes de regresar tendremos tiempo de pasear por el pueblo y rezarle unos salves a la Virgen.23

Menos idiota y más telúrico es el protagonista de otra de sus novelas, Manuel Pacho (1962), llanero aislado de la civilización, que no conoce ni admite jerarquías sociales. La acción es monótona: se centra en la caminata de Manuel Pacho cargando el cadáver putrefacto de su padre a lo largo de una “llanura seca y rasa como una piel de toro que se curte a la intemperie”, jurando cobrar venganza una vez que suba la cordillera y alcance la ciudad de Tunja.24 Pero la acción no importa tanto como el discurrir del narrador sobre las condiciones sociales de los llaneros. No hay monólogo interior;



Ibíd., p. 82.



Eduardo Caballero Calderón, Manuel Pacho, Destino, Barcelona, 1966, p. 97.

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otra cosa es que el narrador en tercera persona abra diálogos para que su personaje grite su sed de venganza, a veces demasiado cargada de arengas políticas. El sermoneo de Caballero Calderón es la ruina de su obra. Su visión del campesino proviene de arquetipos o tesis un tanto románticas, que bien lo glorifican o bien lo idiotizan. También de una dualidad a veces exagerada entre el campo y la ciudad, evidente en el desdén que el llanero Manuel Pacho siente por Tunja: No podía entender por qué a ciertas gentes les gusta vivir hacinadas en las ciudades, sin conocerse unas a otras aun cuando duerman pared de por medio. En la ciudad todo parece forzado, innecesario, antinatural, y hasta la risa es una moneda falsa que se puede doblar con los dientes.25

Cuando se dio cuenta de que le faltaba naturalidad consigo mismo, confianza en su propia experiencia vital, publicó El buen salvaje (Premio Nadal, Barcelona, 1965). La acción comienza en un café de París, donde el protagonista-narrador, un novelista de veintisiete años, discurre temas para su primera novela. Encuentra el suyo propio: el de un escritor latinoamericano enloquecido por narrar la paradoja del campo y la ciudad. Vive tan en función de escribir esa novela que hasta desnuda a una prostituta africana para palpar sus nalgas y saber cómo había sido el primer contacto entre un amo y una esclava en la América colonial: “El título tiene que ser seco y vibrante como el latigazo de un blanco en las nalgas de un negro, en un mercado de esclavos. Le di una palmada en las nalgas. Era resbalosa como un pez, vibrante como una anguila eléctrica”.26 Los límites entre lo que lee, lo que se imagina y lo que le sucede en realidad parecen juntarse en una masa amorfa. Poco a poco sus ínfulas de novelista se van aminorando por las sorpresas de la vida misma. Después de El buen salvaje, Caballero Calderón escribió Caín (1969), es decir, la novela de la que tanto hablaba en la anterior: el mito bíblico escenificado en la hacienda boyacense El Paraíso, donde un campesino mata a su hermanastro por una mujer. La novela se enriquece por los múltiples puntos de vista. Pero, en síntesis, a Caballero Calderón le faltó concebir la novela como un negocio serio y auténtico. Otras novelas suyas son La penúltima hora (1955), Azote de sapo (1975), Historia de dos Hermanos (1977), y algunos cuentos infantiles y ensayos histórico-sociológicos, como



Ibíd., p. 64.



Eduardo Caballero Calderón, El buen salvaje, Ediciones Destino, Bogotá, 1966, p. 84.

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Breviario del Quijote (1947). Paralela a su labor literaria —pero a veces más bien inconexa, disímil— fue su labor de polemista nacional y continental, reunida en los libros Latinoamérica: un mundo por hacer (1944), Suramérica: tierra del hombre (1944), Cartas colombianas (1949), Historia privada de los colombianos (1960), que son expresiones de su liberalismo político y de sus tesis de simpatía por el socialismo, pero no como las que en Perú labraba Mariátegui, sino todavía ancladas en un viejo paternalismo político heredado de la tradición encomendera.27

La violencia como expresionismo narrativo Ya en 1960 García Márquez había publicado en la revista Eco su artículo “Dos o tres cosas sobre la ‘novela de la violencia’ ”, con el que pretendía salirle al paso a los comentarios que trataban de relacionarlo con ese subgénero. Él, que hasta ese momento había publicado La hojarasca y El coronel no tiene quien le escriba, sin duda novelas cuyas historias están enmarcadas en las guerras civiles colombianas, pero en las que el tema de la violencia pasa de agache o como fondo del paisaje, quería deslindarse de esa categoría: “Quienes han leído todas las novelas de violencia que se escribieron en Colombia [se refería al periodo de 1948 a 1960] parecen de acuerdo en que todas son malas”. Y alarmado por la baja calidad literaria de esos textos, García Márquez aconsejaba que tal vez “sea más valioso contar honestamente lo que uno se cree capaz de contar por haberlo vivido, que contar con la misma honestidad lo que nuestra posición política nos indica que debe ser contado, aunque tengamos que inventarlo”. El compromiso sociopolítico muchas veces empañaba la calidad literaria.

Los expresionistas de la violencia Cualquier titular de periódico hablaba de la violencia; pero que la forma de la prosa expresara por sí misma violencia comenzó a percibirse en las narraciones de Hernando Téllez, Jorge Zalamea, Jesús Zárate Moreno, Carlos Arturo Truque y Manuel Mejía Vallejo. Comencemos hablando de los cuatro primeros, para luego hablar con más propiedad del quinto, cuya obra es más vasta.

Véase el ensayo de Clarisa Martínez Bustamante, “El espejismo de Tipacoque. Una mirada a la obra de Eduardo Caballero Calderón desde otra perspectiva”, en Kogoró, vol. ii, enero-junio de 2011, pp. 42-50. Disponible en: http://antares.udea.edu.co/.

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Hernando Téllez (Bogotá, 1908-1966) publicó en 1950 su colección de cuentos Cenizas para el viento y otras historias, en donde encontramos el cuento “Espuma y nada más”, que demuestra ese expresionismo artístico de la violencia al que nos referimos. Un barbero de cualquier pueblo colombiano, en plena guerra bipartidista de los años cincuenta, de repente se ve en la encrucijada de su vida cuando a su barbería llega a afeitarse el capitán Torres, el militar más sanguinario de la región. Mientras espuma el rostro de ese hombre y afila la cuchilla para rasurarlo, piensa en sus compañeros muertos o presos por culpa de ese señor fanático, violento, pero que esa vez inofensivamente ha inclinado su cabeza y ha tendido su cuello a la cuchilla del barbero: El hombre cerró los ojos con un gesto de fatiga y esperó así la fresca caricia del jabón. Jamás lo había tenido tan cerca de mí. El día en que ordenó que el pueblo desfilara por el patio de la escuela para ver a los cuatro rebeldes allí colgados, me crucé con él un instante. Pero el espectáculo de los cuerpos mutilados me impedía fijarme en el rostro del hombre que lo dirigía todo y que ahora iba a tomar en mis manos. No era un rostro desagradable, ciertamente. Y la barba, envejeciéndolo un poco, no le caía mal. Se llamaba Torres. El capitán Torres. Un hombre con imaginación, porque ¿a quién se le había ocurrido antes colgar a los rebeldes desnudos y luego ensayar sobre determinados sitios del cuerpo una mutilación a bala? Empecé a extender la primera capa de jabón. Él seguía con los ojos cerrados. “De buena gana me iría a dormir un poco”, dijo, “pero esta tarde hay mucho qué hacer”. Retiré la brocha y pregunté con aire falsamente desinteresado: “¿Fusilamiento?”. “Algo por el estilo, pero más lento”, respondió. “¿Todos?”. “No. Unos cuantos apenas”. Reanudé de nuevo la tarea de enjabonarle la barba. Otra vez me temblaban las manos. El hombre no podía darse cuenta de ello y esa era mi ventaja. Pero yo hubiera querido que él no viniera. Probablemente muchos de los nuestros lo habrían visto entrar. Y el enemigo en la casa impone condiciones. Yo tendría que afeitar esa barba como cualquiera otra, con cuidado, con esmero, como la de un buen parroquiano, cuidando de que ni por un solo poro fuese a brotar una gota de sangre. Cuidando de que en los pequeños remolinos no se desviara la hoja. Cuidando de que la piel quedara limpia, templada, pulida, y de que al pasar el dorso de mi mano por ella, sintiera la superficie sin un pelo. Sí. Yo era un revolucionario clandestino, pero era también un barbero de conciencia, orgulloso de la pulcritud en su oficio. Y esa barba de cuatro días se prestaba para una buena faena.28



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Hernando Téllez, Cenizas para el viento, Norma, Bogotá, 2000, p. 11.

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El grado de tensión e intensidad ha hecho de este cuento un clásico de la literatura colombiana —continuamente seleccionado en antologías y revistas—, susceptible de variaciones, como la que hizo García Márquez en su cuento “Un día de estos” (en Los funerales de la Mama Grande, 1962), en donde el barbero ya no debe rasurar al enemigo sino curarlo de un dolor de muelas. Al inicio de su cuento, Téllez había puesto un epígrafe de Lucrecio, “Todo es siempre lo mismo”, como dando a entender su desencanto del pacifismo, pues “las pasiones humanas no han cambiado. No existe el progreso moral”.29 Desde 1929 Téllez se había metido de lleno en lo más sórdido de la realidad cubriendo los crímenes bogotanos para el periódico El Tiempo y había sentido de cerca el desencanto de la modernidad en 1939, cuando vivió en Francia como cónsul de Colombia en Marsella, en medio del estallido de la Segunda Guerra Mundial. Su idolatría por la literatura francesa, sin embargo, no se modificó, y en sus reseñas y artículos literarios siguió exaltando a prosistas franceses de los que ya nadie se acuerda (Julien Green, Montherlant, Claudel), de suerte que, según David Jiménez, “el tono de conmiseración despectiva con que se refería a la tradición literaria hispanoamericana […] acabó por volverse contra él”.30 Sus descripciones de París, vertidas en su Diario (1946), se caracterizan por una prosa casi cincelada, de lo exacta: París, octubre. Por la Avenida del Bosque el otoño avanza su despojo vegetal con una gracia al mismo tiempo inclemente y melancólica. Las hojas se desprenden de la ancha cabeza de los árboles, vuelan, amarillentas, un minuto en el aire, cabrillean leves, alígeras y ruedan sobre la calle.31

Inversamente proporcional a su amor por el otoño parisino fue su desdén por la política colombiana. Conoció su tejemaneje desde su apoyo a la campaña presidencial de Olaya Herrera en 1930 y a través de su estrecha amistad con Alberto Lleras Camargo, presidente entre 1958 y 1962. Lleras Camargo, por cierto, compartió con Téllez el esmero por labrar una prosa de sintaxis sentenciosa, lacónica —casi francesa—, a juzgar por sus memo

Hernando Téllez, “Reportaje concedido a Abelardo Forero Benavides”, en Textos no recogidos en libro, t. ii, Colcultura, Bogotá, 1979, p. 918.



David Jiménez, Historia de la crítica literaria en Colombia. Siglos xix y xx, Universidad Nacional de Colombia, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1992, p. 236.



Hernando Téllez, “París”, en La pasión de contar. El periodismo narrativo en Colombia. 1638-2000, selección de Juan José Hoyos, Editorial Universidad de Antioquia, Hombre Nuevo Editores, Medellín, 2009, p. 668.

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rias, tituladas Mi gente (1971), que no terminó, y por su intento de biografía novelada “Introducción a la vida de Mosquera: transcurso legendario de una gota de sangre” (en Revista de América, Bogotá, 1945), en donde sostuvo que el origen del poder se apoyaba en la genética. Téllez pasó a dirigir en 1947 la revista que Lleras fundó, Semana, preludio de la revista del mismo nombre que a partir de 1983 se convertiría en la más influyente de la opinión pública colombiana. A juzgar por sus libros, Inquietud de mundo (1943), Luces en el bosque (1946), Literatura (1951), Literatura y sociedad (1956), además de variados escritos dispersos en revistas y compilados póstumamente en Textos no recogidos en libros (dos tomos, 1979), Téllez no dejó una obra concisa, desarrollada, sino dispersa, hija del periodismo a veces ensayístico, a veces narrativo. Fue un escritor, pero no llegó a ser un cuentista en el sentido pleno de la palabra, ni tampoco un ensayista.32 Jorge Zalamea (Bogotá, 1905-1969) también formó parte del mundillo político-periodístico en el que vivió Hernando Téllez. Se sintió el vocero principal de la generación de Los Nuevos por su primer libro, De Jorge Zalamea a la juventud colombiana (The Hawthorne Press, Londres, 1933), suerte de carta abierta que enviaba a sus compañeros de generación, Alberto Lleras Camargo y José Umaña Bernal, para denunciar la “mediocridad” de la generación anterior, la del Centenario, incapaz de comprender el espíritu de la época y la realidad del país. Al volver a Colombia, Zalamea se lanzó a escribir El departamento de Nariño: esquema para una interpretación sociológica (1936), acaso el inicio de lo que no llevó a plenitud: un ensayo en busca de la expresión colombiana. De ensayista social pasó a crítico literario en La vida maravillosa de los libros: viaje por las literaturas de España y Francia (1941), en donde hablaba de varios escritores a quienes había conocido personalmente, como Federico García Lorca. De crítico literario pasó a historiador del arte, y en su Introducción al arte antiguo (1941) señalaba cómo hay épocas en las que predomina la inspiración viril, “la voluntad creadora”, y otras en las que predomina la inspiración femenil, “la imaginación receptora”. Ignoramos qué predominó en él. Lo cierto es que Zalamea, que escribía con una prosa muy elaborada, concibió buena parte de sus ficciones como parodias políticas de su tiempo. Se movió siempre en una suerte de cuerda floja, sin caer en el panfleto, pero sin entregarse a la literatura en pureza, a la ficción desatendida del suceder político. Aunque, según Germán Espinosa, “solo en 1952, al publicar su admirable poema épico-burlesco El gran Burundún-Burundá ha muerto, puede afirmarse que

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Véase de Germán Vargas, “Era escritor, pero no cuentista”, en Boletín Cultural y Bibliográfico, vol. xxii, n.° 5, 1985. Disponible en: http://www.banrepcultural.org/

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resolvió aquella terrible disyuntiva. Solución honesta, sorprendente, realizada en la pura esfera del valor estético”.33 Antes de este Zalamea había publicado un texto de iguales características, “La metamorfosis de Su Excelencia” (en revista Crítica, Bogotá, 1949), que suscitó la ojeriza del régimen conservador. Ya la vigilancia hacia él se había intensificado tras “El bogotazo”, día en que Zalamea se tomó los micrófonos de la Radiodifusora Nacional en medio del más intenso frenesí político. Perseguido, decidió exiliarse en Buenos Aires, y en 1952 publicó El gran Burundún-Burundá ha muerto, sí, como una continuación de su texto anterior y, por supuesto, como una versión literaria, de acuerdo con Nahila Chehade Durán, “de su experiencia directa en los regímenes dictatoriales y de orientación fascista de Mariano Ospina Pérez (1946-1949) y Laureano Gómez (1950-1953)”:34 Si La metamorfosis de Su Excelencia parece describir el cortejo fúnebre del ex presidente Ospina Pérez, en El gran BurundúnBurundá ha muerto parece aludir a la muerte de Laureano Gómez. Solo que ya no describe sus honras fúnebres sino que prefiere verlo moribundo, enfermo de poder, hinchado de retórica, con la capacidad de escucharse solo a sí mismo, acallando cualquier crítica o contradicción a sus ideas. De ahí el tono de jactancioso énfasis y la prosa arrebatada con la que está escrito este último texto, como si ya el mismo estilo sugiriera una crítica profunda contra el exceso del poder por controlar el lenguaje, por maltratar la retórica. Incluso Zalamea se refiere así a la corte de escribas que acompaña el cortejo del tirano Burundún-Burundá: Para remisión y anatema de su antigua profe­sión de escribas, estos valerosos supervivientes habían sometido —para decirlo todo, por ingeniosa iniciativa de los más jóvenes intelectuales de la reforma burundania­na y no sin el persuasivo estímulo de la policía— sus la­bios antes pecadores a una distensión similar a la que emplean las coquetas del Giangé; solo que en vez de los platillos de aquellas atrayentes damiselas, los arrepenti­dos letrados usaron moldes y cuñas que convirtiesen sus bocas en trompas, jetas, morros y hocicos. Con lo que les fue fácil competir ventajosamente con el resto de sus con­ciudadanos en el nuevo arte del gañido, en la flamante sintaxis del rebuzno, en la alegre ontología del cacareo. Heroica y a la vez discreta manera de trasladarse, sin notorio desmedro,



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Germán Espinosa, “Jorge Zalamea, un esteta en el compromiso”, en Ensayos completos I, Fondo Editorial Universidad Eafit, Medellín, 2002, p. 184.

Nahila Chehade Durán, “Zalamea en el panorama literario colombiano”, en María Mercedes Jaramillo, Betty Osorio y Ángela Inés Robledo (eds.), Literatura y cultura Narrativa colombiana del siglo xx, Ministerio de Cultura, Bogotá, 2000, p. 260.

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de las Academias de la Lengua, la Historia y la Jurisprudencia a las cuadras y corrales reser­vados por el benévolo Burundún a quienes antaño esti­mularan sus moceriles hazañas de pico-de-oro.35

Ese mismo expresionismo narrativo lo vemos también en El sueño de las escalinatas (1964), otro texto de prosa poética en alabanza al pueblo desprotegido. La prosa tiene mucho del tono altisonante y sentencioso de los libros sacros, capaz de seducir a las multitudes, y de ahí que el libro hubiera sido destinado tantas veces a leerse en voz alta a través de la radio. En virtud de su entrega al sentir del proletariado, en el texto Zalamea rechazaba el intelectualismo: He abolido los libros. Solo quiero ahora la palabra viva e hiriente que, como piedra de honda, hienda los pechos y, como el vahoroso acero desenvainado, sepa hallar el camino de la sangre. Solo quiero el grito que destroce la garganta, deje en el paladar sabor de entraña y calcine los labios profirientes. Solo quiero el lenguaje del que se hace uso en las escalinatas.36

Acaso así justificaba cierto carácter doctrinario en medio de la ficción. Sin embargo, en su ensayo La poesía ignorada y olvidada (1965), aclaró que si bien la literatura no debe subordinarse al estado económico o social, el lenguaje nunca aparece puro sino contaminado de ideologías políticas y sociales. Zalamea, que pudo ser el perfecto dandy, se negó a serlo a riesgo de parecer anacrónico. Había sido el primero en reseñar la publicación de la novela de Silva, De sobremesa (1925), y había advertido la peligrosa artificiosidad que conlleva el exceso de intelectualismo. Él mismo lo había padecido en dos obras de teatro, El regreso de Eva (estrenada en Costa Rica en 1927 y publicada en 1936) y El rapto de las sabinas (1941), recargadas de intelectualidad, y que, según Álvaro Mutis, poseen ecos de Giraudoux y un tono verbal de Casanova, “que llevaron a un olvido tal vez justo estos intentos teatrales”.37 Jesús Zárate Moreno (Málaga, Santander, 1915-Bogotá, 1967) se metió en las sinuosidades del cuento negro lleno de suspenso. El relato que da título

Jorge Zalamea, El gran Burundún-Burundá ha muerto; La metamorfosis de Su Excelencia, ed. de Alfredo Iriarte, Universidad Autónoma del Estado de México, México, 1982, p. 134.



Jorge Zalamea, El sueño de las escalinatas, Fontamara, Barcelona, 1978, p. 14.



“Mutis”, en Jorge Zalamea, Literatura, política y arte, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1978.

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a El día de mi muerte (1955), libro que recoge varios cuentos de su primera producción, brilla por la prosa nerviosa, reflejo del argumento. Relata cómo varios presos políticos se aprestan a llevar a cabo el plan de una fuga que en cualquier momento puede venírseles abajo. El protagonista-narrador tiene que fingirse enfermo para que a medianoche lo llevan a la enfermería, donde lo cuidará un centinela cómplice del plan. Y en ese momento Noé Santisteban, el líder del grupo, logrará abrir las celdas: Un momento después cinco hombres nos escurríamos a lo largo del muro. El plan consistía en llegar al rastrillo de la entrada, atar en serio al guardián, y salir así a la calle. Santisteban tomó el fusil. Sonreía como si ya estuviera fuera de la cárcel. Pero las cosas tomaron un curso inesperado.38

Al protagonista y a sus demás compañeros los capturan y les ponen grilletes, juzgándolos “conspiradores”, cuando en realidad no son más que meros tipógrafos de un periódico clandestino al servicio de políticos poderosos a quienes nunca delatarán. Un buen día les aplican la ley de fuga: mientras corren hacia la libertad les disparan por la espalda y les dan a todos, salvo a él, que finge caer como los demás. El cuento está escrito con frases brevísimas, saturado de puntos seguidos que le imprimen excitación, ya que nunca sabremos lo que pasará a continuación. Otro de sus cuentos antológicos, “Ni la muerte puede separarnos”, consigue ciertos elementos del género negro en medio de un agudo realismo social. Un obrero, cansado de los vejámenes a los que lo somete su capataz, le tiende una trampa en el pozo de agua cercano a su casa, de tal forma que se precipite en él y se mate sin que nadie pueda ver crimen alguno. Todas las mañanas el capataz se acerca al pozo a sacar agua, pero el día en que debería morir no lo hace, y aparece normalmente, viajando con ellos en el camión de los obreros. Nada le ha pasado, y la trampa ha podido caer sobre su esposa, de quien el protagonista está enamorado: Casada con un hombre cuarenta años mayor que ella, jamás he descubierto en su vida un solo ademán de ternura o coquetería. Creo que su marido nunca le ha dado un beso. Jamás han dormido juntos. Esto es lo que más detesto de él. Para qué se casó con ella, para qué la llevó a su lado, son cosas que no llego a explicarme. ¿Cómo pueden dos seres pasar el tiempo juntos sin hablar, sin cambiar alegrías y sinsabores? Y ella, ¿por qué se somete a ese régimen de con

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Jesús Zárate Moreno, El día de mi muerte, Editorial Iqueima, Bogotá, 1955, p. 16. Disponible en: http://www.ellibrototal.com/.

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vivencia virginal, de anormal aislamiento, con su propio marido? ¿Por qué ese frío desdén con un hombre joven que, como yo, ha sido capaz de preparar un crimen únicamente por aliviar su soledad?39

Como se ve, no se trata de la violencia macabra o truculenta, sino de una muy estética, cargada de matices psicológicos. A Zárate Moreno, como a muchos escritores, el éxito y la fama le llegaron después de su muerte, cuando los jurados del Premio Planeta galardonaron su novela La cárcel, en 1972. La novela se construye sobre el diario del preso Antón Castán, personaje tocado de existencialismo y víctima de situaciones absurdas. El Instituto Caro y Cuervo publicó tres de sus obras teatrales, con prólogo de Carlos José Reyes, en 2003: El único habitante, Automóvil en noche de luna y Cuando pregunten por nosotros. Carlos Arturo Truque (Condoto, Chocó, 1927-Buenaventura, 1970) tituló su primer y único libro Granizada y otros cuentos (1953). Años después la Universidad del Valle lo ha reeditado con textos inéditos y bajo un título diferente, Vivan los compañeros y otros cuentos (2001). Varias veces seleccionado en antologías, el cuento “Granizada” empieza con la polvareda difusa en donde se adivina al ejército dispuesto a asesinar a los guerrilleros del llano. Lo que le importa al narrador no radica en el fin de tal acontecimiento, en si ocurre o no el asesinato; la violencia no se cifra en ese hecho. Sin que se escuche ningún disparo, la violencia ya se expresa en la descripción del paisaje de los llanos orientales: Los raboerrozales, bajo la mano dura del viento, se dejaban ir a la caricia airada y la inmensa sabana se revolvía como mar amarillo-naranja. La sequía puso sonrisa de bilis a los pastizales desenraizados, en la llanura herida por las pezuñas de la vacada. —¡Arre!... ¡Upa!... ¡Arre!... Los zurriagos tañían sus juaz-juaz semimetálicas de los potrillos. —Chape, compa. Si no ando equivocado, allá, entre la polvareda, viene gente.40

Aquí la violencia está formalizada en el estilo y no en la conclusión del argumento. Carlos Arturo Truque se dio cuenta de que la psicología de los personajes se percibe mejor por la descripción del entorno, claro está, sin caer en la típica estampa. Creció en el mundo portuario de Buenaventura,

Zárate Moreno, “Ni la muerte podrá separarnos”, en op. cit., p. 218.



Carlos Arturo Truque, Vivan los compañeros y otros cuentos. Cuentos completos, ed. de Fabio Martínez, Programa Editorial Universidad del Valle, Cali, 2004, p. 49.

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ebrio de problemas sociales, sin descuidar el énfasis en el estilo: la acústica y la rítmica gobiernan su prosa. En su cuento “Sonatina para dos tambores” acudió a la fuga musical para describir el cortejo de dos amantes, un hombre de raza negra en pos de una mujer voluptuosa y esquiva, cuyo cuerpo, al asirlo, también resulta esquivo: “Y ella con el cuerpo liso, las tetas de natilla fresca, yéndosele de las manos, saliéndose de la picazón del deseo, de la desazón de macho alborotado, que le ponía como un tubo metálico en la garganta sin saliva. —Tate, vos, con tu arrechera”.41 Truque sostuvo que la fuga, tanto musical como geométrica, domina la lógica del mundo. Lo demostró precisamente en su cuento titulado “La fuga”. Se trata de un ataque a la geometría convencional, euclidiana, según la cual lo que vemos puede trazarse en verticales largas y rectas. ¿Pero cómo medir los ámbitos de la locura y la muerte? Al protagonista se le acaban de morir su hijo y su esposa, y no quiere aceptarlo. Pasea en el parque con el fantasma de su hijo e incluso habla con él y quiere invitarlo a jugar fútbol. Vencido por la dura realidad, se queda contemplando la fuente del parque: —Es una vertical, como todo —comentó, viendo elevarse el chorro de la fuente—, con la única diferencia de que esta no puede escaparse. Apenas se eleva y hace un intento de evasión, pero su destino es volverse a caer. Quisiera que ellos [su esposa y su hijo] hubieran sido como el surtidor que va y regresa. Ellos no. Prefirieron ser como el humo: un escape definitivo, una fuga perpetua, que es la más dolorosa. [...] —¡Me han engañado, han mentido, son unos farsantes! Todo no está en función de las verticales, de líneas rectas. Hay algo que escapa a esa ley, oídme bien: ¡Es la vida!42

Solo al final sabemos que el protagonista era un ingeniero, antes exitoso en su profesión, pero de repente enloquecido porque, debido a su visión cuadriculada de la vida, no comprende la muerte. Truque señaló paradojas en muchas cosas aparentemente convencionales, sin caer en la vaga denuncia social ni en el plano realismo. Se burló de las ingenuidades feministas en su cuento “Puntales para mi casa”, donde el protagonista sufre el rabioso feminismo de su esposa, que lo llama “imbécil, hombre, y miles de cosas más”.43 La casa en la que habitan se derrumba por culpa del idealismo teórico que no sirve ni para comer ni para tocar. Carlos Arturo Truque combinó



Ibíd., p. 71.



Ibíd., p. 82.



Ibíd., p. 168.

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magistralmente el telurismo típico de la narrativa colombiana con ambientes urbanos y a ratos con referencias eruditas. Lo había visto en varios narradores estadounidenses, como John Steinbeck, Henry O’Connor, William Faulkner y Ernest Hemingway.

Renovaciones del tema de la violencia Manuel Mejía Vallejo, entre lo experimental y lo tradicional

Entre 1949 y 1960 Manuel Mejía Vallejo (Jericó, Antioquia, 1923-El Retiro, 1998) publicó, en revistas de Centroamérica, relatos acerca de tensas aventuras de campesinos signados por la tragedia, que más tarde agrupó en Cuentos de la zona tórrida (1967). En esos cuentos se respira puro expresionismo. Por ejemplo, en “Una canoa baja el Orinoco” (Costa Rica, 1952), el tema de la violencia no está en las acciones sino simbolizado en la descripción de la naturaleza: “en el crepúsculo salpicando la sabana al rasgarse la última piltrafa de sol entre las nubes”; en la oscuridad picada de estrellas “como puntas de cuchillo”, porque la noche se hace más densa en “las aguas turbias del río Orinoco al adentrarse en la selva, horrendo, poderoso, con mucho jaguar en el esguince de sus orillas”.44 No hay necesidad de acotaciones o explicaciones. Los adjetivos se reducen a lo mínimo y hay un máximo grado de fuerza acústica y plástica por la intensidad de los verbos y los sustantivos. Eso es expresionismo: honda formalización personal de lo visto, lo oído o lo imaginado a través de palabras sonoras; la violencia que todos comentaban desde afuera, que el mismo Mejía Vallejo contaba en reportajes y crónicas, en sus cuentos se convierte en una expresión desde adentro. En el cuento “Luna de media noche” (San Salvador, 1953), la ira de una esposa infiel al verse sola y desnuda en el río por el incumplimiento del mejor amigo de su amante provoca que ambos, sin que ocurra ningún episodio violento, estén a punto de matarse. Nada sucede al fin. De suerte que la violencia aparece como suspenso, es decir, como medio y no como fin. El cuento “Riña de gallos” (Premio Nacional, 1957) no tiene necesidad de adjetivos en la descripción de un paisaje bucólico: “Los galleros anuncian su presencia por esos caminos que tronchan cañaduzales, bordean precipicios, se esconden entre cafetos, dan la cara al cielo sobre el llano, o se refrescan



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Manuel Mejía Vallejo, Cuentos completos, Alfaguara, Bogotá, 2004, p. 113.

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bajo los platanales”.45 Lo violento brota de manera simbólica en los gallos de pelea. La riña es de los hombres, pero los gallos la simbolizan como en un pequeño teatro dentro del teatro: metaficción, conflicto dentro de otro conflicto. La tradición de la pelea de gallos es tan antigua como el hombre, y se inventó, como el papel y la pólvora, en el Asia milenaria, para mitigar la dura faena de los hombres; en uno de sus mejores cuentos, “La venganza” (1960), Mejía Vallejo simbolizó en esa tradición la rabia del hijo contra el padre que solamente ilusionó a su madre y la dejó a su suerte, encinta. Cuando se topa con su progenitor, gamonal de un pueblo perdido de la cordillera, no lo reta cuerpo a cuerpo, sino a través de los gallos de pelea. Y narra el hijo en primera persona cómo se presentó su padre, al que apodaba “El Cojo”, en la arena de pelea: Afirmó en la mano el zurriago y saltó ágilmente la primera grada. Al entrar en un parche de sol, el polvo se convirtió en mil insectos espantados por la luz. Nunca como entonces apreté en mi mano un cuchillo. Nunca se me hizo tan presente el pasado de mi madre. —“Hijo, ya no zumban”. —“¿Qué cosa?”. —“Los leños en el fogón. Ya no zumban”. — “Algunas tardes chisporrotean” decía yo, sombrío, con ganas de ser leño. Ella escarbaba con un tizón las cenizas. Después apenas las miraba, porque dentro de ella todo se iba haciendo cenizas. Una araña tejió su tela entre la espuela plateada del hombre y las espuelas del primer Aguilán. Todos pendían del gamonal, pendían de mí. —¿Quiere verme cojear, forastero? —No —contesté—. Ya lo vi cojeando y lo hace muy bien.46

La tensión de la pelea simbólica ha sido tanta que, a pesar de contar con el gallo ganador, el hijo abandona el pueblo como si supiera que no ha hecho otra cosa que repetir la misma historia de su progenitor: enamorar a una lugareña y marcharse de nuevo, porque su pasión, como la de su padre, está en los gallos, en el errar de pueblo en pueblo. Más tarde, tanto este cuento como “Miedo” (1956) pasaron a formar parte de El día señalado, novela que le mereció el Premio Nadal en 1963.47 La acción de la novela se trenza con dos hilos: la sed de venganza del hijo, quien narra en primera persona

Ibíd., p. 165.



Ibíd., p. 204.



Según Benigno Ávila Rodríguez, también hay una variación de otros dos cuentos, “Aquí yace alguien” (1959) y “Las manos en el rostro” (1959) (“El día señalado de Manuel Mejía Vallejo: cuento-base y funcionamiento de dos ejes narrativos”, en Thesaurus, tomo xxxi, n.° 2, 1976. Disponible en: http://cvc.cervantes.es/lengua/thesaurus/pdf/31/ TH_31_002_150_0.pdf.).

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su llegada al pueblo y conserva su pasión por la pelea de gallos, y la acción narrada en tercera persona sobre las alianzas del cura Barrios, el alcalde y el sargento para impedir que los guerrilleros invisibles en los páramos que rodean a Tambo se tomen el poder. Hay una fascinación por la acústica y la semántica de la palabra “páramo”, símbolo de que todas las cosas en Tambo están levantadas, alzadas, insubordinadas, llevadas a los extremos. De ahí el expresionismo, palpable en la narración que hace el hijo vengativo acerca de su percepción del mercado del pueblo: “aspiré un olor a pólvora, a piña agriada, a cerveza y mangos maduros que espesaba el aire”.48 O en las imágenes fantásticas: “el sol quema los pájaros en pleno vuelo”. La segunda parte de la novela se agota en los pensamientos del alcalde de Tambo y del cura Barrios, quien no puede impedir nada con sus sermones: ¿Qué otra cosa sino la violencia podría crecer en pueblos al estilo de Tambo? Pero todo se reducía a palabras sin efecto, a divagación sin correctivos, a fríos análisis ajenos a la tragedia con tantos nombres propios, con tantas vidas segadas, con el total desbarajuste en el transcurrir de aldeas y campos. Y la humanidad no iba a corregirse con sermones llenos de conclusiones obvias extrañas al problema vivido sobre la crisis misma.49

Sin duda hay mucho de Rulfo en esta novela, pues a Mejía Vallejo lo debió fascinar ese sugerir grandes tragedias a partir de pequeñas situaciones vividas por campesinos anónimos de la provincia latinoamericana, tan abandonada, tan violenta, tan mágica. Decir que Mejía Vallejo es mejor cuentista que novelista nos puede ayudar a entenderlo mejor. Al sopesar la edición póstuma de sus Cuentos completos (Alfaguara, 2002) uno podría decir que allí están, al lado de los de García Márquez y Pedro Gómez Valderrama, los mejores cuentos de esta generación. Para Mejía Vallejo, el cuento era el puño cerrado apretando la historia y obligando a una prosa rápida y concisa; la novela era la mano extendida, ofrecida en varios personajes y cruzada de historias paralelas. Ajustando su teoría con la de Cortázar, digamos que sus cuentos son puños cerrados que ganan por knock-out por la eficacia del refrán popular; plantean una situación más o menos conocida por todos, para imaginar situaciones inusitadas que se resuelven de manera tan objetiva que de allí nada podemos sacar para análisis sociológicos, porque esos análisis ya están



Manuel Mejía Vallejo, El día señalado, Editorial Destino, Barcelona, 1972, p. 47.



Ibíd., p. 202.

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implícitos en la pura forma literaria.50 Sus novelas, en cambio, atacan poco a poco y dilatan la palmada final, tal vez porque en ellas interviene el cronista, el periodista que obliga al cruce continuo de varios tipos de discursos. Aire de tango (1973) es su novela más compleja e innovadora. No se puede decir que se limite a explorar los bajos fondos del barrio Guayaquil en el Medellín industrializado. Tampoco, que se limite a la jerga coloquial. Varios órdenes de lenguajes advertimos allí: de pronto toda una cita biográfica de Gardel hecha por Piazzolla; de pronto, letras de tangos, de rancheras, de cumbias, sin que el narrador nos avise o tenga que abrir paréntesis antes de introducirlas. Se trata de una narración polifónica donde entran las canciones de la cantina, las conversaciones de los visitantes, lo que lee y lo que piensa el protagonista. El tango como educación sentimental del hombre solitario, del rudo antioqueño sin mujer y sin hijos y hasta con algo de homosexual. El narrador, que es un personaje invisible —¿homosexual?— no deja de llamar a Jairo “mi hombre”, ni de rendirle admiración desaforada. ¿Quién es el narrador? A lo mejor solo un parroquiano frente a quien desfila incluso el propio autor, Mejía Vallejo, entre los intelectuales que visitan el barrio Guayaquil. El narrador se expresa en el flujo rítmico del habla paisa, y va más allá del lenguaje coloquial, según Ernesto Volkening, porque supera su propio origen; parte de la realidad, la modifica y la convierte en otra cosa; la recrea, hace de la arbitrariedad una regla.51 En Aire de tango se habla del pueblo Balandú como una referencia a un lugar lejano, lugar de origen y emigración hacia Medellín: De Balandú, tierra mía y del profesor y de la Cachorra y de Eusebio Morales se vino porque le jartaba que lo llamaran Pascasio y era tímido —el nombre, claro, y además narizón y larguirucho y porque se le mataron unos amigos, Leonel Restrepo, Fabián Mejía, Octavio Ospina—, y porque una noviecita se burló de él siendo muchacho al tumbarlo de un caballo en martes de ferias, y pior porque el caballo era de don Ricardo, papá de ella, y el señor sabía montar porque era negociante de bestias.52

Los primeros lectores de la novela debieron preguntarse dónde quedaba y cómo era ese pueblo inventado de Balandú. Lo sabrían dos años después, Véase esta teoría en Julio Cortázar, “Del cuento breve y sus alrededores”, en Último round, Siglo xxi Editores, México, 1959, pp. 59-81.

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Ernesto Volkening, “Aire de tango de Manuel Mejía Vallejo, epitafio de una época”, en Ensayos I, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1975, pp. 303-321.



Manuel Mejía Vallejo, Aire de tango, Plaza & Janés, Bogotá, 2004, p. 168.

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en los cuentos compilados en La noche de las vigilias (1975), en cuya introducción Mejía Vallejo va contando, sin necesidad de personajes, cómo Balandú rasga los riscos del páramo, entre vertientes cálidas llenas de cafetales, viviendo detenido en el tiempo y a veces oculto entre la niebla, dejando […] la impresión de un cansancio en madera y piedra, un arrepentimiento del esfuerzo inconcluso; o de tocar el límite como si a sus fundadores les hubiera agarrado temor de llegar al páramo y a su leyenda, como si hubiera descendido tras una aventura sin relato posible.53

Balandú, pueblo imaginario, es muy posterior al Yoknapatawpha de Faulkner, al Comala de Rulfo y al Macondo de García Márquez; nunca ha obtenido la fama de aquellos, a pesar de que Mejía Vallejo lo intentó con su novela más extensa: La casa de las dos palmas (1988). Balandú había sido fundado por otra estirpe de colonizadores antioqueños, de apellido Herreros, pero en ese pueblo “fantástico” no cabe el realismo mágico de Rulfo o García Márquez, sino un realismo anacrónico estilo Carrasquilla. A pesar de que La casa de las dos palmas ganó el Premio Rómulo Gallegos (1989) y fue adaptada y emitida por la productora rcn como telenovela, Mejía Vallejo no debió tomarse muy en serio esta novela. Para él fue más una novela de divertimento, preconcebida para el guión cinematográfico o televisivo, a juzgar por el tono de los diálogos; una apuesta por escenificar en medio de los Andes otra suerte de “cien años de soledad” de una familia, los Herreros, cuyas tres generaciones son incapaces de unirse en una auténtica gesta colonizadora; una novela, en fin, donde disminuye la gracia de los personajes femeninos, abrumados por un machismo recalcitrante, y donde lo costumbrista se impone de manera forzada. Lo que Mejía Vallejo publicó antes y después de La casa de las dos palmas va más allá del costumbrismo antioqueño, rasgo del que se puede prescindir para estudiar su narrativa.54 De hecho, la siguiente novela, Los abuelos de cara blanca (1991), abandona Balandú y se va a la selva; y ya no vemos a la estirpe de los Herreros sino a los chamanes del Vaupés, alucinados por el yagé. Aun en sus cuentos, Otras historias de Balandú (1990), ese supuesto pueblo fantasma adquiere carac

Mejía Vallejo, Cuentos completos, op. cit., p. 215.



Discutimos la visión del jesuita Luis Marino Troncoso, para quien la narrativa de Mejía Vallejo se opone al “modernismo-universal-bogotano” (Luis Marino Troncoso, Proceso creativo y visión del mundo en Manuel Mejía Vallejo, Procultura, Bogotá, 1986, p. 19). Admitir tal enfoque sería retroceder casi cien años en la historia literaria y encerrar a Mejía Vallejo en rótulos inexactos y cambiantes.

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terísticas universales, con reflexiones sobre el estilo literario y el proceso de creación; son relatos breves, casi construidos a partir de escolios o máximas, cargados de frases célebres. Este libro de cuentos y Sombras contra el muro (1993) pueden considerarse como dos de las mejores colecciones de cuento breve que se hayan publicado en Colombia.

Elisa Mujica, la violencia vista a través de la mujer La trama recurrente sobre el desarraigo del joven provinciano que se marcha al centro absorbente de la capital poco se había abordado desde la perspectiva femenina. Elisa Mujica (Bucaramanga, 1918-Bogotá, 2003) lo hizo en su novela Los dos tiempos (1949). En el primer tiempo, Celina se muda con su familia de Bucaramanga a Bogotá, en donde la matriculan en un colegio de monjas cuidadosas en evitar cualquier viso de librepensamiento. Celina se titula bachiller y asume su primer empleo como oficinista, en momentos en que la mujer apenas comenzaba a desempeñar funciones públicas. Lo más interesante es el segundo tiempo de la novela: Celina realiza un viaje a Quito y se convierte al marxismo, como una forma de rebelarse contra el machismo, lo que la lleva a animar reuniones feministas y a sofocar la presión de un matrimonio y unos hijos que no quiere tener. Lo curioso es que el lenguaje de Celina, protagonista-narradora, no es contestatario sino de un tono casi imperceptible, suave, sosegado, pese a que sufre varios desencantos amorosos y desencuentros con su madre, con sus compañeras y aun con las ideas revolucionarias y feministas de las que es propagandista. La novela da lugar a varios misterios, como el de si el acoso sexual al que la somete su primer jefe merece o no su total rechazo, o como el de si la simpatía lésbica de una monja francesa hacia ella resulta o no recíproca, a juzgar por como habla de la monja: “[…] personaje de leyenda, dama enigmática y altiva como la heroína de una balada antigua”.55 Pero estos misterios quedan sin desarrollarse de modo suficiente. Mucho más vigorosa es su segunda novela, Catalina (1963), que le valió el segundo lugar en los premios Esso. La trama discurre a comienzos del siglo xx en la provincia de Santander, donde los hombres guerrean durante mil días mientras las mujeres zurcen telas y cuidan del hogar. La protagonistanarradora, Catalina Aguirre, nos va narrando su destino detrás de los hombres (una veces su padre, otras su esposo y otras su amante), siempre incapaz de poder modificar su propia vida, como si estuviera esclavizada. Asume como inmodificable el destino de casarse con un campesino convertido en

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Elisa Mujica, Los dos tiempos, Editorial Iqueima, Bogotá, p. 45.

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terrateniente (por la ruina de su padre que no pudo darle otra opción), pero su conciencia íntima nunca pierde la libertad, y de ahí que se atreva a cabalgar sola por los alrededores de su hacienda, o a decorar los corredores a su modo, o que se anime incluso a tertuliar con sus amigos de Bucaramanga. Incluso tiene un pretendiente, de nombre Ricardo, pero es un joven demasiado vanidoso con las letras, que aspira a cautivarla leyéndole “aforismos de Nietzsche”.56 Ella tampoco confía en la redención de las grandes ideas que considera demasiado irreales, causantes de la Guerra de Los Mil Días. El propósito de la autora [dijo el crítico Hernando Téllez] fue el de escribir una novela y no un alegato sociológico. Una novela para relatar el curso de unas vidas en una pequeña ciudad de provincia, donde la única novedad es el adulterio, la única entretención el chisme y la única certidumbre el tedio. De estas vidas, la novelista nos refiere lo que en ellas acontece como problema, como misterio de la conducta, como imprevisibilidad de los sentimientos, como reacción o conformidad ante el mundo, o ante Dios, o ante el amor o la muerte. Como se ve, el tema es eterno y al mismo tiempo de siempre, pero en las manos de un buen escritor siempre es nuevo y aparece como recién encontrado.57

La narrativa de Mujica tiene un valor estético adicional, y es su voz interior femenina, tan rara en la literatura colombiana. Solo que ella confió demasiado en esa ventaja, y ya en su tercera novela, Bogotá de las nubes (1984), no revela ninguna novedad ni plantea un drama distinto al de la mujer-niña que al llegar de la tierra caliente a la capital queda enclaustrada en su propio mundo, sin poder expresarlo en aventuras concretas. La novela se estructura con base en yuxtaposiciones de pasado y presente, a veces melodramáticas, a veces desgarradoras, a veces indescifrables porque el lector no puede saber en ese momento de qué se trata: como los bogotanos […].58

En la visión de la niña se mezclan tres generaciones, y lo más interesante se produce cuando Mujica hace gala de sus conocimientos históricos:

Elisa Mujica, Catalina, Ministerio de Cultura, Bogotá, 1998, p. 82.



Hernando Téllez, “Catalina, la novela de Elisa Mujica”, en Textos no recogidos en libros, vol. ii, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1979, p. 637.



Mary G. Berg, “La Santafé de Bogotá de Elisa Mujica”, en María Mercedes Jaramillo, Betty Osorio y Ángela Inés Robledo (eds.), Literatura y cultura. Narrativa colombiana del siglo xx, vol. iii. Diseminación, cambios, desplazamientos, Ministerio de Cultura, Bogotá, 2000, pp. 229-230.

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La mamá conduce con ella a la abuela, que padeció en su tierra las zozobras de las guerras civiles y que debía ser semejante a las finas y graciosas tejedoras de sombreros de paja toquilla que admiró don Manuel Ancízar a mediados del siglo xix en el oriente del país, como lo consignó en su libro. Bisabuela que a su vez tuvo una madre de la época en que el costumbrismo ensayaba sus primeros pasos, y otra abuela que quizás siguió a los patriotas en las batallas de la Independencia. Así, de mujer en mujer avanza Mirza buscando todavía más. ¿Dónde? En lo escondido y sin contacto verosímil.59

¿No se nota cierto ombliguismo? A lo mejor el lector tiene que hacer un esfuerzo doble o triple para entender que su novela, carente de aventuras y de suspenso, entraña o plantea una gran aventura psicológica. Varias páginas de Bogotá de las nubes, de hecho, alimentan las descripciones de su libro Las casas que hablan. Guía histórica del barrio de La Candelaria de Santafé de Bogotá (1994). Elisa Mujica también viró fácilmente hacia el género infantil en libros de cuentos como Ángela y el diablo (1953), Árbol de ruedas (1972), Bestiario (1981) y La tienda de imágenes (1987). Son aun mejores sus ensayos: Las altas torres del humo: raíces del cuento popular en Colombia (1985) y La aventura demorada: ensayo sobre santa Teresa de Jesús (Madrid, 1951). Las escritoras colombianas se aproximaban al horno de la revolución femenina, pero no entraban. Olga Salcedo de Medina (Barranquilla, 1915-Bogotá, 1989) retrató los conflictos de una adolescente con deseos de cultura en medio de la más retardataria sociedad, en su novela titulada Se han cerrado los caminos (1945). La primera parte de la novela es la mejor: sorprende el estilo rítmico, nervioso, lleno de verbos retumbantes y adjetivos precisos, en que la niña comienza a contarnos cómo era la vida en la quinta solariega de su familia, entre el calor asfixiante que exacerbaba los ánimos. La quinta luce tan destartalada como la salud mental de sus tías solteronas, agrias y beatas, y como su abuelo enfermo que delira en mitad del patio acerca de aristocracias arruinadas. En la glorieta de la casa, frente al mar, nos aireábamos. Abuelita, cabeceándose en su mecedora de bejuco, con las manos en cruz sobre el vientre parecía un ícono. Tía Andrea bordaba. Etelvina en una silla de lona, con un brazo en los ojos, se defendía del sol.60



Elisa Mujica, Bogotá de las nubes, Tercer Mundo Editores, Bogotá, 1984, p. 157.



Olga Salcedo de Medina, Se han cerrado los caminos, Librerías Unidas, s. l., 1945, p. 269.

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En ocasiones quiere interpretar esos comportamientos de su familia con hipótesis del psicoanálisis, cuando con la sola narración ya los hemos entendido. Su madre al parecer ha muerto, y el único que la trata con serenidad en esa casa de locos es su padre, que la introduce en lecturas literarias que le granjean censuras y castigos entre las monjas del colegio. Pero la protección del padre se resquebraja el día en que este se suicida de un tiro en la sien. Y es entonces cuando se le cierran todos los caminos. La segunda parte de la novela ya no posee fuerza ni posibilidad de sorpresa. De pronto vemos un salto de diez años y, sin contarnos cómo, la protagonista ya padece a un marido machista y está al cuidado de dos hijas. Y si antes tenía inquietudes freudianas, ahora esgrime paráfrasis bíblicas y resignaciones dolorosas acerca de su destino. Y, como bien lo explica la crítica Luisa Ballesteros Rosas, […] el tema de la condición de la mujer muestra el retraso tan grande que tenía la literatura colombiana al respecto. Las escritoras lo abordan con muchas reservas para no arruinar su carrera literaria, dada la mentalidad machista dominante. Olga Salcedo se ve obligada a concluir invariablemente sus historias con el castigo de la mujer, que finalmente debe ser la víctima.61

Después de esta novela, Olga Salcedo publicó un libro de cuentos titulado En las penumbras del alma (1946). Allí insistió en los conflictos femeninos con el medio machista de Barranquilla, en el que la mujer tiene que abrirse paso, no a empujones porque no puede, sino a través de rebeldías silenciosas. Convertida en celebridad en Barranquilla, se sumó a numerosas actividades cívicas.

El tema de “El bogotazo” En la Bogotá del siglo xx parece como si no hubiera acontecido otra cosa que el perverso, el sórdido “bogotazo”; como si, salvo el 9 de abril de 1948, esta ciudad ni siquiera hubiera existido. Y como si la única fuente de memoria urbana y de referente narrativo —basta con ver cantidad de exposiciones al respecto, postales y fotografías— fuera ese único episodio legendario. Hay algo de mitología en convertir el recuerdo de una matanza en acto fundacional. Aunque, a decir verdad, lo mismo podría decirse con respecto a la guerra civil en la narrativa española, y con respecto a las guerras mundiales en la narrativa de varios países europeos. El asesinato del líder Jorge Eliécer

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Luisa Ballesteros Rosas, La escritora en la sociedad latinoamericana, Editorial Universidad del Valle, Cali, 1997, p. 249.

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Gaitán escondió un acto de sabotaje —ya por parte de los comunistas soviéticos, ya por parte de la cia— contra la Novena Conferencia Panamericana que se celebraba en ese momento en Bogotá. Es decir, “El bogotazo” debería concebirse a escala global como el comienzo, en el continente americano, de la guerra fría entre el eje comunista de la Unión Soviética y el eje capitalista de Estados Unidos: el uno obsesionado con apoderarse de Suramérica a través de sus guerrillas estalinistas, y el otro obsesionado con defenderla, con la ayuda de todo tipo de ejércitos, regulares e irregulares. Pues bien, impactó tanto ese hecho que diez años después —en 1958— ya se habían escrito cuando menos una decena de novelas al respecto. Hay una serie o saga de novelas sobre este episodio histórico que verdaderamente puede considerarse como un subgénero de la novela colombiana, tal como lo sugiere el corpus establecido por María Mercedes Andrade en La ciudad fragmentada: una lectura de las novelas del Bogotazo (2002).62 Allí examina cinco obras de distintos autores: El 9 de abril (1951) de Pedro Gómez Corena (Bogotá, 1888-1962); El día del odio (1952) de Osorio Lizarazo; Los elegidos, el manuscrito de B. K. (1953) del expresidente Alfonso López Michelsen (Bogotá, 1913-2007); Viernes 9 (1953) de Ignacio Gómez Dávila (s. f.); y La calle 10 (1960) de Zapata Olivella. Esta última ya la hemos analizado, como una radiografía de la ciudad en un momento inmediatamente anterior a “El bogotazo”. La de Ignacio Gómez Dávila y la de López Michelsen (de esta última no hablaremos a fondo) enfocan “El bogotazo” desde la clase alta. Incluso en Viernes 9 la mención del líder Jorge Eliécer Gaitán aparece al final de la novela, porque el argumento es, en realidad, un malogrado triángulo amoroso. Empieza con una aceptable atmósfera policial: el esposo infiel, perteneciente a la alta sociedad, se oculta con una muchacha de clase baja, su amante, tanto de su familia como de un extraño hombre con gabardina que parece ser el esposo de ella. La novela quiere recalcar la perversión de la alta sociedad y la sed de venganza de la baja. Pero pretende resolver la tragedia individual de los personajes —el triángulo amoroso— en el episodio colectivo de “El bogotazo”. Ignacio, hermano del filósofo Nicolás Gómez Dávila, dejó dos novelas más que no alcanzan el argumento ni el estilo literario de Viernes 9: El cuarto sello (1951) y Por un espejo: oscuramente (1956), ambas publicadas en México. Tal vez la novela más interesante sobre “El bogotazo” sea la de José Antonio Osorio Lizarazo, a quien ya vimos en el capítulo anterior. Aunque se había desilusionado de trabajar al lado de Jorge Eliécer Gaitán en 1946 cuan

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Véase de María Mercedes Andrade, La ciudad fragmentada: una lectura de las novelas del Bogotazo, Ediciones Inti, Rhode Island, 2002.

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do este era alcalde de Bogotá, a quien acusó de autoritario y proto-fascista, seis años después publicó en Buenos Aires, con el patrocinio de Perón, una biografía del caudillo asesinado: Gaitán: vida, muerte y permanente presencia (1952). Al cabo, escribió una novela, El día del odio (1956), para “celebrar” aún más esa fecha atroz. En El día del odio sus simpatías políticas aparecen a espaldas de los personajes y en detrimento de la acción narrativa, de la anécdota y del suspenso. El 9 de abril de 1948 no es, en El día del odio, un mero dato histórico. Representa el momento en que la distancia entre el caudillo y la masa se desintegra para dar paso a la fusión de ambos, a su ser uno. El mesías se encarna en cada incendiario del templo odiado y querido —la ciudad—, y el resultado es una extraña simbiosis: de un lado, la muchedumbre está conformada por seres incapaces de promover toda subversión, porque la indigencia de sus existencias les ha atrofiado el sentido de poder y el objeto ennoblecedor de la rebelión, y del otro, la redención —encarnada en el caudillo— no se alcanza mediante la corrección del carácter atrofiado de estos seres, sino por la radicalización de su depravación. Pero el día en que ese odio contenido se incendia al contacto de un episodio cualquiera, los proscritos, los humillados, los vencidos, se convierten en víboras de fuego.63

El caudillo Gaitán, a sus ojos, brilló ese día como el hombre providencial, como el Führer colombiano por cuya muerte muchos llegaron a exterminarse. No es gratuito que Osorio Lizarazo haya visto a Gaitán como un Führer, si reparamos en que ya había hecho lo mismo con el dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo en dos libros apologéticos: La isla iluminada (México, 1946) y Así es Trujillo (1956). De ahí la vigencia precaria de su obra novelística, cuyo telón de fondo no puede ser sino blanco o negro: El sustrato autoritario de Osorio Lizarazo que lo condujo a su aventura gaitanista-peronista-trujillista es explicable desde sus novelas: ellas proporcionan suficiente material de reflexión ideológica a la tormenta interior de un artista que negó con acrimonia todo el orden social existente, encontrando para su vida personal, en el mesianismo populista, una alternativa de salvar temporal y precariamente la condición de indigencia que padecían sus mismos personajes de ficción.64

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Edison Neira Palacios, La gran ciudad latinoamericana. Bogotá en la obra de José Antonio Osorio Lizarazo, Peter Lang, Frankfurt/M., 2002, p. 162.

Juan Guillermo Gómez García, Colombia es una cosa impenetrable, Diente de León, Bogotá, 2006, p. 160.

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Al margen de “El bogotazo” otros novelistas se dieron a explorar el alma de una ciudad donde todos se sentían extraños o recién llegados. O ciegos, como quiere hacernos caer en cuenta el novelista Fernando Ponce de León (Bogotá, 1917-1998) con su novela Matías (1958), que pasaría por otra novela del vago realismo social, si no fuera porque se interna en el mundo de un niño ciego que narra en primera persona las percepciones infantiles que tiene de su familia de clase media bogotana, y su despertar sexual al lado de su hermana mayor, Matilde, a quien chantajea para tocarla a escondidas o cuando los padres se ausentan de casa. A Matías se le hace difícil entender por qué debe gozar del erotismo como una cosa prohibida, pues él está ciego y no repara en los prejuicios de la vista, en la discriminación del ojo. De suerte que termina por odiar a sus padres que, sin él verlos, lo ven a él, lo vigilan: “No respetaba nada; no me importaba nada [...]. Yo maldecía de mi madre, de mis hermanas, de esos ojos terribles de todos los de mi casa que nos descubrían en todas partes, que no nos dejaban en un rincón solos, jugando al amor”.65 Rebelde, decide aventurarse saliendo a la calle. Lo que afuera le sucede, al contacto con toda suerte de personajes urbanos, resulta ser una de las mejores radiografías de la vida urbana, ciega. Otro rasgo de la narrativa sobre Bogotá es que, mientras en el resto del continente, especialmente en la obra de Borges y Bioy Casares, el mercado editorial se inundó de series policiales, los lectores colombianos seguían saturados de polémicas sociológicas, enrarecidos por el ambiente de la política parroquial, acostumbrados a un tipo de novela social, “comprometida” con la realidad del país. Como la novela policial es, inevitablemente, desinteresada y objetiva, y de ella no se pueden concluir denuncias o análisis extraliterarios, obtuvo pocos cultivadores en Colombia. En una difícil búsqueda, Hubert Pöppel encontró en seis números de la revista Cromos del año 1941 la siguiente novela: El misterioso caso de Herman Winter, de José Joaquín Jiménez (Bogotá, 1916-1946), creador del detective Rodrigo de Arce, acaso el primero de la literatura colombiana. Pöppel le encuentra semejanzas con Auguste Dupin, el célebre detective de Poe, pues ambos quieren ser poetas o actúan como tales, son reaccionarios porque alguna revolución los arruinó, y gozan de la amistad de los prefectos de la policía que de vez en cuando solicitan sus servicios. Y en efecto, a la policía de Bogotá le urge averiguar la muerte de Herman Winter, un anciano alemán que murió ahorcado en los arrabales de los cerros. ¿Asesinato? ¿Suicidio? El sargento Martínez y el teniente Gómez, este último un tanto contrariado,



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Fernando Ponce de León, Matías, Taller de Ediciones Roca, Bogotá, 2009, p. 75.

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le dan a Rodrigo de Arce algunas pistas que lo conducen a Fontibón, donde reside la joven prometida del alemán, hasta ese momento la directa heredera de su fortuna. El detective bogotano sospecha la existencia de un triángulo amoroso que provocaría el enfrentamiento entre el alemán y el amante de su novia. ¿Dónde hallar a ese amante-asesino? Arce no ha olvidado cierto gesto en los ojos del teniente Gómez, quien por los días del crimen había pedido alguna licencia esgrimiendo confusas excusas. A través de deducciones casi matemáticas se llega a un final insospechado, digno del género. Pero El misterioso caso de Herman Winter pasó desapercibido y ni siquiera se ha editado como libro. Lo cierto es que su autor, José Joaquín Jiménez, o mejor, Ximénez, como se firmaba en los diarios bogotanos, se hizo famoso por deslizar poemas en los bolsillos de los suicidas del Salto del Tequendama. Y sus Crónicas (1943) del hampa bogotana sin duda pertenecen a la narrativa. En ellas se mete en la mente de los matones henchidos de odio, pero no los juzga, no los condena. Jiménez quería dar un paso más allá del que había dado Osorio Lizarazo, sin tener su vigor para urdir más novelas.

Epílogo: Cóndores no entierran todos los días, de Gustavo Álvarez Gardeazábal Acaso sea esta obra de Gustavo Álvarez Gardeazábal (1945), un escritor mucho más joven, la última que exprese a plenitud y también agote este subgénero de la novela de la violencia de mediados del siglo xx. Incluso inicia otro subgénero, el de la novela del tirano o del poder, cuatro años a­ntes de El otoño del patriarca (1975) de García Márquez, y hunde sus raíces en novelas ya clásicas, como La sombra del caudillo (1929) de Martín Luis Guzmán: Los episodios de Cóndores no entierran todos los días tienen una analogía con la novela La sombra del caudillo, del mexicano Martín Luis Guzmán [...] se percibe la sombra frecuente del caudillo que constituye la fuente de los asesinatos. Los temas principales se centran en las campañas partidistas y las consecuencias en los campos de batalla. Las implicaciones no parten de simbolismos literarios, sino del informe de los dirigentes políticos, tratando de mostrar las personalidades de los caudillos y sus motivaciones.66

La narración se centra en la psicología de León María Lozano, un caudillo parroquial enloquecido por figurar, por detentar el poder en Tuluá. La alta tensión de la novela no necesita de acciones violentas; estas de algún Arango, op. cit., p. 147.

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modo ya han pasado (el trasfondo histórico es inmediatamente anterior a “El bogotazo”) o están a punto de pasar si alguien o algo se interpone en el camino de León María Lozano. A pesar de su despotismo, a ratos el caudillo gana simpatía por su rectitud económica para pagar deudas. Pero el narrador —suerte de etnógrafo psicológico— deja en claro que aquel hombre no está tan interesado en adquirir dinero como en adquirir poder, en ganarse la adhesión de la mayoría. Y como ha comprendido que a la luz de una moral degradada el robo de la propiedad privada deslegitima más que el asesinato del enemigo, su aparente honradez no es sino un ardid fríamente calculado para figurar sin tacha ante la Iglesia, para inspirar respeto entre los hacendados. El principal enemigo de León María Lozano no es el partido liberal o algún movimiento político contrario, es él mismo, porque se sabe parroquial, pueblerino, ausente de la “ciudad letrada”, sin otro mecanismo de control colectivo que el terror. A pesar de que trata de aprenderse de memoria los editoriales del periódico El Siglo (fundado por Laureano Gómez, patriarca conservador) y de alimentar su léxico con la retórica radial de La Voz Católica, con ganas de convencer en la plaza pública, comprende también que ese tipo de funciones solo están permitidas a quienes provienen de la capital, de Cali o Bogotá, no a pueblerinos como él: “Los jefes políticos jamás le dieron la posibilidad porque a la hora de los discursos siempre llegaban los de Cali”.67 A León María Lozano le corresponde el trabajo sucio: la formación de una para-policía, los pájaros, que reprima los alzamientos liberales, no menos crueles, y que incluso reemplace a la policía oficial de Tuluá: “El comandante de la policía no tomaba una determinación sin antes consultársela”.68 El caudillo Lozano llega a detentar tantos poderes que nombra al alcalde, escoge maestros de escuelas y desobedece, si le da la gana, órdenes de la capital. Incluso intimida a los políticos de “la ciudad letrada”, a sus jefes, que rápidamente advierten la enorme diferencia entre el poder simbólico (el asentado en las capitales, en los palacios) y el poder pragmático, brutal, ejercido a sangre y fuego por aquellos caudillos campesinos. Alrededor de este retrato desnudo del poder, no se descuida el papel del periodismo sectario (El Tiempo es rojo, El Siglo, azul) ni la psicología de los personajes secundarios, en especial de los periodistas de oposición, Pedro Alvarado y Fabricio Pulgarín, ni cómo todas aquellas luchas partidistas, a veces por causas irrisorias, destrozan familias y pueblos enteros.

Gustavo Álvarez Gardeazábal, Cóndores no entierran todos los días, Ediciones Destino, Barcelona, 1974, p. 51.



Ibíd., p. 88.

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Sexta parte LA NARRATIVA DE GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ

Narrativa caribeña Si ahora García Márquez, el vallenato y la cumbia encabezan el canon cultural de la nación colombiana, antes de 1967 el panorama era muy distinto. De la identidad colombiana, según lo establecía el centralismo, parecía excluido el componente caribeño. Los pocos escritores costeños del siglo xix, José María Nieto, Manuel María Madiedo, Candelario Obeso, nunca llegaron a formar parte del canon nacional. La rara novela de Fuenmayor, Cosme (1928), y sus cuentos fantásticos pasaron mucho tiempo desapercibidos. El problema era de circulación cultural: si poéticamente el ascenso por el río Magdalena hasta el altiplano de Bogotá marcó la imaginación de García Márquez, en realidad atrasó y volvió muy lento el contacto cultural entre la capital y la costa. Una región y otra por momentos parecían universos opuestos. El ensayista Germán Arciniegas (1900-1999) acaso fue el primero en elevar el Caribe al estatus del ensayo, al interés histórico y antropológico en Colombia. Lo hizo mediante una original variación de lo que el biógrafo alemán Emil Ludwig había hecho con El Mediterráneo: saga de un mar (1942). Estilísticamente se trata, si cabe el término, de un poema ensayístico. Por cada concepto hay dos imágenes. Por cada idea dos metáforas. Hasta la geografía se hace literaria: las Antillas menores, según su imaginación, son como “puntos suspendidos” que la geografía —secreta escritora— quiso dejar en misterio o ironía. Su tesis principal es que el Caribe es el escenario principal de la conquista de América, y que en sus islas (las Antillas menores y mayores) y en sus cayos, bahías o estuarios de Tierra Firme se dio algo 255

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parecido a lo que sucedió en el Mediterráneo: la fusión de las civilizaciones de Oriente con las de Occidente, y por muchos siglos el germen de la única realidad histórica en un periodo en el que no se habían configurado las nacionalidades de Europa ni las del norte de África. La costa Atlántica colombiana tuvo mayor contacto y compartió más semejanzas con Cuba, Puerto Rico o Venezuela que con las ciudades del interior del país, en la medida en que el Caribe fue una unidad histórica y hasta lingüística (al menos para el habla española) más fuerte que la de la endeble identidad nacional. Del Caribe dice Arciniegas: “Cada rincón suyo tenía un nombre propio, proclamaba su soberanía como un reino”.1 ¿No pudo ser Macondo uno de esos reinos? Arciniegas advirtió que si Colombia se concebía solamente como una nación andina se alejaría del mundo y se hastiaría de una tradición introvertida. La historia del Caribe colombiano palpitaba de insinuaciones literarias. Ya Cartagena de Indias, como el puerto esclavista más grande del Imperio español, había servido de referencia a Cervantes en El celoso extremeño (una de las Novelas ejemplares) para indicar cómo los españoles que viajaban a las Indias regresaban curtidos en la esclavitud, delirantes de poder. Los sucesivos ataques de los piratas a Cartagena y a otras ciudades del Caribe durante los siglos coloniales habían inspirado también todo un subgénero literario —la novela del pirata o los piratas del Caribe— que hoy todavía populariza Hollywood en sus películas. Sus antecedentes más remotos pueden estar en El desierto prodigioso y prodigio del desierto (1650) de Pedro de Solís y Valenzuela, o en Infortunios de Alonso Ramírez (1690) del mexicano Carlos de Sigüenza y Góngora.2 Durante el siglo xix, a pesar de que la Independencia y las principales guerras civiles se libraron en la costa y a lo largo del río Magdalena, el Caribe colombiano no obtuvo mucho protagonismo en la novela. La historiografía del centralismo les restó importancia a los hechos históricos acaecidos allí. Pero, si vemos bien, la declaración independentista de Cartagena, el 11 de noviembre de 1811, fue mucho más decisiva que la vaga escena del florero de Llorente en Bogotá, del 20 de julio de 1810. Cartagena era a la nariz del virreinato la fosa nasal por donde respiraba el territorio —por ella entraba y salía gran parte de su comercio y su cultura—, y quien la dominara, dominaba todo el virreinato. La reconquista que ordenó Fernando vii, a la cabeza del “pacificador” Pablo Morillo en 1815, y el llamado Sitio de Cartagena, no permitieron ninguna independencia real

Germán Arciniegas, Biografía del Caribe, Editorial Suramericana, Buenos Aires, 1945, p. 16.



Véase de Enrique Anderson Imbert, Breve historia de la literatura hispanoamericana, tomo I, fce, México, 1997, pp. 254-255.

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sino hasta cuando, el 10 de octubre de 1821, el almirante José Prudencio Padilla expulsó de la bahía de Cartagena a la flota española. Después de la Independencia, Cartagena y otras ciudades de la costa parecieron dormitar en el olvido porque las principales instituciones e industrias de la república se establecieron en las ciudades del interior del país (sobre todo en Bogotá y Medellín) como si huyeran de los climas demasiado calurosos. Pero si Cartagena se durmió sobre su pasado colonial, a pocos kilómetros se levantó en 1858 la próspera Barranquilla, sobre la desembocadura del río Magdalena. Varios pueblos de colonos, ganaderos y mineros comenzaron a irrigarse por las sabanas de los ríos Sinú, San Jorge y Magdalena. Compañías multinacionales, como la United Fruit Company, levantaron sus inmensas plantaciones alrededor de la Ciénaga Grande y al pie de la Sierra Nevada de Santa Marta. Por momentos hubo un esplendor que no soñaban siquiera las ciudades del interior. Pero un esplendor que muchas veces acababa en la más profunda miseria, tan pronto se marchaban aquellas compañías extranjeras. Eso lo relataba, a finales de la década de 1940, el joven Álvaro Cepeda Samudio, en su “Viaje por el litoral del Magdalena”, en donde observaba, por ejemplo, cómo los pobladores del municipio de Ciénaga, carentes de educación, desdeñaban el mar y se negaban a la pesca, aunque hubiera desaparecido la fiebre del banano: Es tan arraigado en la mente del cienaguero el total desconocimiento del mar, que hoy, que se halla en la ruina por el desastre de la Zona, se ve al hombre que fue trabajador de las fincas, deambular por las calles, hambriento y haraposo, morirse de hambre antes que ocurrírsele arrojar al mar una atarraya o un anzuelo. [...] A pesar de ese desconocimiento, el mar se asoma a las calles de la ciudad, dándole a Ciénaga su condición de ciudad marina.3

Gran parte de las guerras civiles del siglo xix consistía, en términos pragmáticos, en la dominación de la navegación por el río Magdalena. Y como su delta interior estalla en la depresión momposina, mucho antes del mar, las rutas se dilataban y se configuraba también un Caribe interior, fluvial antes que marítimo, donde el tiempo parecía detenerse. El historiador Orlando Fals Borda hablaba del hombre anfibio para referirse al habitante de aquella zona cenagosa (muy cerca de la cual estaría Macondo) y también para indicar cómo allí el mestizaje había obrado con mayor grado al punto de encarnar

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Álvaro Cepeda Samudio, “Viaje por el litoral del Magdalena”, en La pasión de contar, ed. por Juan José Hoyos, Editorial Universidad de Antioquia, Medellín, 2009, pp. 645646.

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“la raza cósmica —triétnica— de la que hablara el pensador mexicano José Vasconcelos”.4 También Fals Borda, en su afán documentalista, reconfirmaba lo que García Márquez ya había mostrado en El coronel no tiene quien le escriba (1958): que la formalidad señorial de las instituciones, tomada tan en serio en Europa o en las ciudades del interior del país, en el Caribe se volvía burla, mamagallismo. Reconfirmaba asimismo que el parentesco familiar se dilataba en primos y hermanos medios en vista de una menor rigidez sexual, todo lo cual permitía sagas familiares capaces de fundar pueblos como Macondo. Y esta memoria caribeña, vista muchas veces desde esas sagas familiares, comenzó a renacer en la narrativa de los años cincuenta y sesenta hasta alcanzar su plenitud en Cien años de soledad (1967). La lectura de las novelas de William Faulkner, cuyos argumentos tienen lugar en el deep South de los Estados Unidos y que hablan de una sociedad marginada por el norte, por no tener un alto nivel industrial, llenó de legitimidad a los novelistas del Caribe colombiano. También ellos sintieron que algo parecido ocurría con su región, marginada por su pasado esclavista —negrero— y por su economía agraria; sintieron que en esas extensas plantaciones de algodón y plátano palpitaban los fantasmas de las guerras civiles y se tejía y destejía una historia de esplendor y miseria, y que una buena forma de desentrañar su misterio solicitaba técnicas narrativas modernas que superaran el plano realismo de la Violencia. El stream of consciousness del Ulises de Joyce, novedosa forma del monólogo interior, Faulkner lo había asimilado a tal punto al sur del Misisipi (cuyo delta también estalla, como el del Magdalena) que en la historiografía literaria norteamericana se habla del southern gothic, es decir, de un género que, si bien evoca ciudades del norte con cruentos inviernos y arquitecturas brumosas para acentuar el misterio y el terror, se aplicó a las soledades del sur, sin importar lo soleado y caluroso; lo gótico estaba ya dentro de la psicología de los personajes. ¿Se puede hablar de un gótico caribeño? Al menos el crítico norteamericano Raymond L. Williams ha señalado con precisión la directa influencia de Faulkner en las primeras novelas de tres escritores costeños: La hojarasca (1955) de García Márquez, Respirando el verano (1962) de Héctor Rojas Herazo y La casa grande (1962) de Álvaro Cepeda Samudio.5 Las tres novelas comparten casi la misma extensión (entre 150 y 200 páginas), el mismo escenario (el interior de una casa) y el evidente aborrecimiento de las gentes 4



Orlando Fals Borda, Historia doble de la costa. Tomo I. Mompox y Loba, Carlos Valencia Editores, Bogotá, 1979, p. 4.



Véase de Raymond L. Williams, Novela y poder en Colombia, 1844-1937, Tercer Mundo Editores, Bogotá, 1991, p. 144.

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del pueblo hacia las familias protagonistas en las novelas. Las tres novelas fueron la primera obra de su respectivo autor. Y hay que ver cuán poco o nada de carnavalesco (lugar común para referirse a lo caribeño) tienen estas novelas; son más bien novelas tristes, introvertidas, ligadas a la saga de una familia. Conviene ver cada novela, cada escritor en particular. Detengámonos primero en Rojas Herazo.

Héctor Rojas Herazo Héctor Rojas Herazo (Tolú, Sucre, 1921-Bogotá, 2002), antes de escribir su primera novela, ya había publicado tres poemarios en Bogotá, que pasaron desapercibidos para la crítica: Rastro en la soledad (1952), Desde la luz preguntan por nosotros (1956) y Agresión de las formas contra el ángel (1961). Y, cuando probó con su novela Respirando el verano, ganó el segundo lugar del premio Esso en 1961. Refrescó el tema de la violencia con una narración donde importa más la imagen poética. No dispersó los hechos narrativos a campo abierto, sino que los concentró en una casa, en la dinastía incestuosa de Celia y Anselmo. Le interesó ante todo describir, no imprimirle dinamismo a la narración. Y a cambio de cierta lentitud narrativa sin mayores acciones, estalla una prosa llena de imágenes poéticas. De algunos poemas de Agresión de las formas contra el ángel (1961) se enciende la chispa para el mundo lumínico, salobre y tostado de Respirando el verano. Eso es lo mejor de la novela: en aquel pueblo costero (puede ser Tolú) todo está inundado de luz directa, y los personajes a ratos se ciegan por tanta luminosidad. De ahí que el sol o el verano acabe por respirarse: Se respiraba el verano como un olor ubicuo. Un olor a cáscara seca, a hojas carbonizadas, a aire quemado, a ropa planchada en un cuarto seco. El olor venía de lejos, de atrás, de más allá del pueblo. De las siembras sacrificadas, de la arena en libertad, de las bestias y los pájaros muertos pudriéndose en el aire abrasado.6

Las mujeres —Celia, Julia— pasan el día bajo las sombras del mango o del níspero, y los hombres —Anselmo, Milcíades—, debajo del ala del sombrero; todos actúan con lentitud. La abuela Celia está detenida en la casa: “Mira, mijito, esta casa soy yo misma. Por eso no puedo salir de ella, porque sería como si me botaran de mi propio cuerpo”.7 El narrador om

Héctor Rojas Herazo, Respirando el verano, Ediciones Tercer Mundo, Bogotá, 1962, p. 18.



Ibíd.

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nisciente primero quiere sombrear un poco la escena, descomponer la luz que no deja ver a los personajes. Y aunque ello sea lo más destacado de la novela, resta dinamismo a la trama, malogra la novela. Al no encontrar el argumento concreto tenemos que recurrir a los críticos para entenderla: Pineda Botero la ha definido en tres círculos concéntricos: 1) el mundo infantil de Anselmo; 2) la visión de mundo de Celia, y 3) la vida del pueblo.8 Rojas Herazo advirtió lo incompleto de su novela, y de alguna manera quiso continuarla en una especie de trilogía con dos novelas más — ­ y más extensas—: En noviembre llega el arzobispo (1967) y Celia se pudre (1986). Pero muy pocos lectores se sintieron atraídos por su mundo de prismas; él también era pintor y le gustaba regodearse, en sus novelas, con el efecto que la luz y los colores ejercían sobre sus personajes. La crítica Olga Arbeláez Pinto, que ha estudiado en conjunto la obra de Rojas Herazo, reconoce que “casi podría decirse que en sus novelas no hay una historia, y, en algún sentido, casi se puede decir que no pasa nada”.9 Puesto al lado de García Márquez —en las historias literarias son inevitables las comparaciones— a todas luces ganó el mundo diáfano de Macondo.

Álvaro Cepeda Samudio El experimento de hacer estallar el argumento de la novela en múltiples puntos de vista también lo intentó Álvaro Cepeda Samudio (Ciénaga, Magdalena, 1926-Nueva York, 1972) en La casa grande, publicada por Ediciones Mito en 1962. El punto de partida de la novela sonaba magnífico: la masacre de las bananeras, cerca de Ciénaga, Magdalena, perpetrada por las fuerzas del gobierno en 1928. Cepeda ya había descrito en crónicas periodísticas el esplendor y la desolación que dejó la United Fruit Company en el litoral colombiano; había denunciado su capacidad de comprar o influir en gobiernos tropicales —de allí nació el término de “repúblicas bananeras”—; pero en La casa grande cerró la puerta al ámbito externo, a la historia de la cual ya se había documentado, para centrarse en la interioridad de una familia. De ahí que la novela esté llena de monólogos, de soliloquios o de diálogos teatrales, sin que haya el menor sentido cronológico.

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Álvaro Pineda Botero, Juicios de residencia. La novela colombiana 1934-1985, Eafit, Medellín, 2001, p. 150.



Olga Arbeláez Pinto, “Apuntes para el estudio de la narrativa de Héctor Rojas Herazo”, en María Mercedes Jaramillo, Betty Osorio y Ángela Inés Robledo (eds.), Literatura y cultura. Narrativa colombiana del siglo xx, vol. iii. Diseminación, cambios, desplazamientos, Ministerio de Cultura, Bogotá, 2000, p. 391.

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El contenido se desarrolla en un “adentro” (la casa y la familia) y en un “afuera” (las haciendas bananeras y las huelgas de los trabajadores), se entra y sale constantemente. Pero no hay protagonistas, ni siquiera personajes sino más bien arquetipos: hermana, hermano, padre, soldados, pueblo, trabajadores. Incluso un mismo arquetipo —hermana— se presenta en tres voces distintas e incompatibles. Los críticos se muelen la cabeza averiguando cuál puede ser el orden cronológico de los capítulos, sin contemplar por un momento que el desorden es la verdadera intención de Cepeda. Él se concentró ante todo en la técnica, y su narración estalla en diez capítulos concebidos con destreza distinta: el primero, “Los soldados”, se estructura como un diálogo teatral, en el que hablan soldados anónimos del interior del país, aterrados de obedecer a sus superiores y atacar a los civiles insurrectos. El segundo, “La hermana”, consiste en el discurso que una de las hermanas echa a la otra (una de las cuales practica el incesto con su padre). El tercero, “El padre”, narra con prosa de informe técnico o jurídico, pobre en riqueza verbal, la visión del progenitor. El capítulo “El pueblo” es el más escueto: se reproduce el texto completo del decreto emitido por el general Carlos Cortés Vargas —el único personaje histórico— en el cual declara la intervención militar contra los trabajadores insurrectos de las bananeras. En rigor, la novela, si sorprende al crítico deseoso de experimentos, espanta al lector gozoso.10 Otra cosa son sus cuentos. Cepeda contó con el impulso del Grupo de Barranquilla y con el comentario que en El Espectador García Márquez hizo de Todos estábamos a la espera (1954): es el mejor libro de cuentos, dijo, escrito hasta ahora en la literatura colombiana. Mentira o no, lo cierto es que Cepeda los escribió mientras estudiaba periodismo en Nueva York, […] que es una ciudad sola […] los personajes son hombres y mujeres que he visto en un pequeño bar de Alma, Michigan; esperando en una estación de Chattanooga, Tennessee; o simplemente viviendo en Ciénaga, Magdalena. Y las palabras son inferiores a ellos.11



Uno de esos críticos, Jacques Gilard, muestra su inconformidad con la poca fama de La casa grande —en comparación con la de Cien años de soledad— y observa, según él, “[…] que hasta hoy le ha resultado demasiado grande a la crítica colombiana, quedándose a la espera de una justa valoración y de una equitativa inserción en el proceso general de la narrativa del país y del continente”. (Jacques Gilard, “La novela de Cepeda Samudio según Jacques Gilard”, en El Tiempo, 29 de junio de 2012).



Álvaro Cepeda Samudio, Todos estábamos a la espera, ed. de Jacques Gilard, Cooperación Editorial, Madrid, 2005, p. 62.

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Lo que notamos detrás de esta pequeña confesión es un sentimiento patético: suerte de existencialismo pero palpado en Nueva York y no en París. Pensamos en que detrás de su desafío a todos los convencionalismos narrativos con acrobacias de clown, a menudo oscuras, y aun detrás de su personalidad escandalosa, Cepeda oculta un mensaje angustioso: el descontento del mundo. Ninguna interpretación mejor para sus cuentos que la descripción que de él hace García Márquez al final de Cien años de soledad, cuando lo pone a viajar en un tren que nunca se detiene: Álvaro fue el primero que atendió el consejo de abandonar Macondo. Lo vendió todo, hasta el tigre cautivo que se burlaba de los transeúntes en el patio de su casa, y compró un pasaje eterno en un tren que nunca acababa de viajar. En las tarjetas postales que mandaba desde las estaciones intermedias, describía a gritos las imágenes instantáneas que había visto por la ventanilla del vagón, y era como ir haciendo trizas y tirando al olvido el largo poema de la fugacidad.12

Si sus cuentos no son los mejores de nuestra literatura, al menos son los más raros: sin argumento concreto, con narradores colectivos de historias sin mayor sentido lógico y tristes personajes que no quieren protagonizar nada y antes quieren ser la cara oculta de la noticia. Los títulos de sus cuentos parecen cándidos: “Hoy decidí vestirme de payaso”, “Vamos a matar a los gatitos”, “Proyecto para la biografía de una mujer sin tiempo (fragmento)”, e “Intimismo”. Los epílogos de sus cuentos provienen de William Saroyan y de escritores de la Generación Perdida (Lost Generation), por quienes Cepeda profesó una admiración fanática. Luego, atemorizado por los lugares comunes, pues no quería caer en el intelectualismo europeo de los escritores bogotanos, en Los cuentos de Juana (1972) acusó cansancio. Lo que presentó como novedoso, fragmentos o borradores de guiones cinematográficos, ya aparecía como una prolongación de la fantasía de Cien años de soledad —al fin y al cabo Cepeda se sintió también personaje de la novela—, es decir, más cercano al realismo mágico que al estilo de sus ficciones anteriores, que eran más existencialistas y melancólicas. A García Márquez le oyó Juana la historia del hombrecito de la avena Quaker. García Márquez vive ahora en Barcelona y seguramente ha olvidado la historia. Lo cierto es que nunca la ha escrito […] no siguió más allá del cuarto hombreci-



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Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, Real Academia Española-Asociación de Academias de la Lengua Española, Madrid, 2007, p. 455.

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to, pero Juana ya lleva años contando los hombrecitos que se suceden uno tras otro con idéntica precisión.13

El cuento más celebrado de la colección —incluso llevado al cine— ha sido “Juana tenía el pelo de oro”, en el que se imagina cómo su protagonista, en el fugaz esplendor del pueblo Ciénaga, tiene los cabellos de oro puro.

Génesis literaria de García Márquez A ratos la literatura suele cifrarse en un nombre. Como su imaginación conquistó el mundo y su obra es tan vasta, hablaremos de él por partes: en el contexto intelectual de la revista Mito; en la corriente fantástica que se abre con sus cuentos iniciales; en cómo lo nutrieron el periodismo y la lectura de Faulkner; en la creación de Macondo a partir de La hojarasca. También dedicaremos varios párrafos a Cien años de soledad, para volver a retomarlo en el tema del dictador con El otoño del patriarca (1975); por último, hablaremos de sus novelas posteriores al Premio Nobel. Como ya nos es tan familiar en los diarios y en los medios, lo llamaremos Gabo, a secas.

La revista Mito Si bien es cierto que ningún escritor es producto exclusivamente individual, tampoco lo es solamente social. Un gran escritor suele darse dentro de pequeños grupos que viven en alta tensión intelectual.14 Uno de esos pequeños grupos fue, sin duda, el que encarnó la revista Mito (1955-1962), en donde Gabo publicó tanto su cuento “Monólogo de Isabel viendo llover en Macondo” (1955) como su novela corta El coronel no tiene quien le escriba (1958). Si nos preguntaran qué tuvo Mito que no tuvieron las anteriores revistas colombianas —Contemporánea, Voces, Universidad, Revista de las Indias—, diríamos que los escritores que colaboraron en ella y el respaldo continental —así hubiera sido simbólico— de un Borges y un Alfonso Reyes, como miembros del consejo editorial. Mito se apoyó en la mejor tradición hispanoamericana, y concibió la cultura como un campo donde todas las ideas debían tener cabida. En los 42 números de la revista, aparecidos

Álvaro Cepeda Samudio, Los cuentos de Juana, Norma, Bogotá, 2003, pp. 45-47.



El concepto es de Pedro Henríquez Ureña, dicho en una carta a Alfonso Reyes en 1914, poco tiempo después del Ateneo de la Juventud en México. Véase Alfonso Reyes y Pedro Henríquez Ureña, Correspondencia: 1907-1914, ed. de José Luis Martínez, fce, México, 1986.

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entre 1955 y 1962, nada les fue ajeno, ni el nadaísmo que despuntó en sus últimos números. Esa apertura y generosidad se la debemos a Jorge Gaitán Durán (19241962). A Bogotá llegó de Cúcuta, de la frontera o de las márgenes, que es en donde se tiene una mejor idea del país. Presenció los desórdenes del 9 de abril de 1948. “El bogotazo” dejó en Gaitán Durán la sensación de una crisis moral, la misma que se imprimió sobre la nación colombiana, que sin darse cuenta y en medio del desespero y la confusión, se dejó imponer por primera vez en su historia una dictadura, la del general Gustavo Rojas Pinilla, en 1953. En 1949, cuando Gaitán Durán viajó a París, sintió algo parecido a “El bogotazo”, sí, una suerte de existencialismo ante las ruinas dejadas por la Segunda Guerra Mundial. Aparte de cursar algunos estudios universitarios en La Sorbona, frecuentó el mismo café de Sartre, La Rotonde, de suerte que al regresar a Colombia trajo el mensaje urgente de reflexionar sobre la situación social y política de la nación. Le pareció curioso que en medio del horror que vivía el país, los escritores colombianos oscilaran entre la poesía piedracielista embriagada de rosas y la novela desnuda y torpe de la violencia. Ninguna de las dos acudía a la alta cultura. Había que mezclar las tres cosas —la fantasía, la intelectualidad y la realidad— pero desde un punto de vista más universal, que trascendiera el provincianismo colombiano. Como durante el régimen de Rojas Pinilla nadie se podía reunir con más de tres personas en una misma mesa, Gaitán Durán y sus amigos concretaron encuentros secretos, planearon y financiaron el proyecto de reunir en una sola revista los anhelos de la nueva generación. No pretendían, por supuesto, “salvar el mundo”; no pecaron de ingenuidad, aun cuando Gaitán viera en la empresa de Mito, en medio de la dictadura de Rojas Pinilla, la ocasión especial para erguirse como el escritor engagé, comprometido, que pedía Sartre en las páginas de la revista Les Temps Modernes. Desconfiaron del estalinismo y del maoísmo, y sobre todo del posterior Frente Nacional con el que los políticos colombianos pretendieron disfrazar la democracia después de Rojas Pinilla. La revista Mito no se saturó de política local. Su política no fue otra que dilatar los pulmones de la cultura colombiana. Hernando Valencia Goelkel, y especialmente Eduardo Cote Lamus y Pedro Gómez Valderrama, colaboraron en la parte editorial. Los tres ya habían adquirido cierta experiencia al contacto con los movimientos literarios que vieron en la Europa de la posguerra. El poeta Eduardo Cote Lamus coqueteó con la intelectualidad española del franquismo (fue amigo personal de Camilo José Cela y Caballero Bonald) y se familiarizó al mismo tiempo con la cultura alemana. Años después, Valencia Goelkel señaló el contexto literario internacional que rodeaba a la revista: 264

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Yo creo que durante los años en que existió la revista estábamos presenciando, al menos en literatura, la última gran expresión de la modernidad en literatura. Me explico. Era un momento en que coincidían Sartre, Camus y Malraux en Francia, en que vivían y producían escritores de todos los países, en que Brecht estaba vivo (de Brecht se publicaron unas espléndidas traducciones de Eduardo Cote Lamus), en que vivían también en plena producción, en pleno vigor, para citar nombres casi al azar en un territorio cultural distinto al nuestro, en el que acababa de darse a conocer Vladimir Nabokov con Lolita, en plena riqueza imaginativa Graham Greene, Evelyn Waugh o Ernest Hemingway, etc. Y simultáneamente América Latina y España tenían, de una parte, todavía la gran presencia viva de algunos de los autores de generaciones anteriores: Vicente Aleixandre, Luis Cernuda, Jorge Guillén, quienes colaboraron en Mito. La presencia también de otras generaciones de escritores españoles, como los Goytisolo, como José Manuel Caballero Bonald, que también era colaborador de la revista y uno de cuyos libros de poemas fue publicado por Ediciones Mito, y en donde, obviamente sin saberlo nosotros, ya estaba la mayor parte de las figuras que en unos poquitos años después habrían de configurarse bajo el rótulo del “boom latinoamericano”. García Márquez, por supuesto, quien incluyó El coronel y otros dos textos en la revista. Hubo colaboraciones de Carlos Fuentes y también desde el primer número el magisterio tan grave y continuado de Octavio Paz.15

La lista de colaboradores de la revista Mito, en efecto, ofrece los mejores escritores colombianos de aquellos tiempos. Álvaro Mutis también publicó en Mito sus primeros poemas. El gran cuentista Pedro Gómez Valderrama comenzó a sacar ensayos sobre la historia del mal y del diablo. Desde Friburgo, Alemania, dos aplicados alumnos colombianos, que después serían los mejores ensayistas de esta generación, Rafael Gutiérrez Girardot y Danilo Cruz Vélez, compartieron con sus compatriotas reflexiones en torno a la fenomenología de Husserl y el pensamiento de Heidegger. Sartre, para muchos, parecía ser el faro intelectual de esta generación, pero el propio Gaitán Durán no tardó en alejarse del maestro porque se dio cuenta de que en el fondo Sartre era un teólogo moralista: justificaba los medios por el fin y las ideas por encima de los seres humanos. Gaitán Durán se apartó del existencialismo, del socialismo y aun del psicoanálisis, entre otras cosas porque escribía muy bien. Pero Mito se acabó de súbito en 1962, cuando el avión en el que viajaba estalló en el Caribe cubriendo la ruta París-Bogotá. No deja Hernando Valencia Goelkel, “Nuestra experiencia en Mito”. Disponible en: http:// www.banrepcultural.org.

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de parecer extraño o sigilosamente perverso cómo la auténtica rebeldía de la revista Mito nunca obtuvo por parte de la prensa (ni de El Tiempo ni de El Espectador) la publicidad que, en cambio, sí se le dio al confuso grupo de los nadaístas.16 Sea como sea, la revista Mito sirvió de racimo o semillero de grandes escritores; tras su desaparición cada uno se descolgó y tomó su camino específico, sin dejar de reconocer que Mito les dio el impulso inicial.

El periodismo nutre su narrativa Otro de esos pequeños grupos de alta tensión intelectual en los que se insertó Gabo fue, sin duda, el del periodismo literario. En 1947 frecuentó en Bogotá a Eduardo Zalamea Borda en El Espectador, el autor de la novela más vanguardista hasta ese momento —4 años a bordo de mí mismo (1934)—, cuya lectura seguramente lo animó a novelar la vida del mar y de la costa. Luego, en El Universal de Cartagena, tomó contacto con el periodista Clemente Manuel Zabala (San Jacinto, Bolívar, 1921-Cartagena, 1963), de quien Gabo aprendió a dotar sus columnas y artículos de periódico de técnicas literarias —tensión, suspenso, desenlaces inesperados—, acudiendo también al género del ensayo al lanzar asociaciones con noticias de otra índole. A la lista de grupos de alta tensión intelectual podríamos también agregar al Grupo de Barranquilla, siempre y cuando admitamos que fue una prolongación oral —de tertulia— de la revista Voces. La propensión por la literatura inglesa y norteamericana del Grupo de Barranquilla, en donde Gabo empezó a reunirse con otros contertulios, se debió a la librería andante de Ramón Vinyes y a José Félix Fuenmayor. Desde luego, eso era algo que ocurría dentro de ciertos niveles sociales, pues la mayor parte de la gente del Caribe colombiano no poseía ilustración. En todo caso, Gabo supo sazonar su narrativa con la cultura popular, combinar el mester de clerecía con el mester de juglaría, al punto de decir, con cierta coquetería popular, que Cien años de soledad es un vallenato y El amor en los tiempos del cólera, un bolero. Lo cierto es que su talento se ejercitó en el periodismo. Durante casi dos décadas ambos periódicos, El Espectador y El Universal, lo templaron en el oficio de la escritura. Si en un principio despegó en El Espectador, después del 9 de abril de 1948 a Gabo no le quedó otra alternativa que liar



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La pregunta también la sugiere Gutiérrez Girardot, y se podría formular en los siguientes términos: ¿por qué el Nadaísmo como espejismo publicitario duró mucho después del suicidio de Gonzalo Arango, mientras Mito, en cambio, feneció con el accidente de Gaitán Durán en 1962? La respuesta, fundamentalmente, deja en evidencia la mediocridad del mundillo periodístico colombiano.

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sus corotos y regresar a la costa, a participar y nutrir los diarios y revistas de Cartagena y Barranquilla. Esa experiencia de volver a salir del gran centro absorbente, de probar su talento en un relativo retiro, ayudó a su formación profesional. Las crónicas de Gabo en El Universal de Cartagena, a principios de los años cincuenta, están tocadas con percepciones tan originales de la vida en la costa, y del cine como una forma de vida, que ya en ellas se adivinan las células del realismo mágico. Sus crónicas trataban más bien de entretener, sin preocupación alguna de persuadir. Se las solicitaba el propio jefe de redacción —Clemente Manuel Zabala—, y en Cómo aprendió a escribir García Márquez (1995), Jorge García Usta se dio cuenta de los vasos comunicantes que existen entre las columnas de los dos. En realidad, a través de Zabala Gabo heredó el género del periodismo literario que había inaugurado el vanguardista español Ramón Gómez de la Serna, quien en sus Greguerías bañaba de poesía las cosas cotidianas: Desde su tercera nota periodística en El Universal, firmada el 22 de mayo de 1948, a sus 21 años, la familiaridad de Gómez de la Serna se presenta como una lectura aplicada, sistemática. Al final de esta nota inicial se escribe una especie de partida de adopción estilística de García Márquez de las múltiples formas de la greguería. De allí en adelante, a pesar de las ocasiones e insinuadas distancias con las excentricidades de Gómez de la Serna, García Márquez acoge todas las variantes de la greguería, pero sometiéndolas a reducciones, modificaciones, expansiones.17

En Textos costeños: 1948-1952 (Obra periodística I) podemos percibir cómo Gabo va anulando el tono técnico y enumerativo del periodismo con el poder de la síntesis, con la posibilidad de estallar la noticia o el comentario por las fuerzas expresivas de imágenes, figuras, metáforas. Frente a lo turbio o lo solemne de una noticia, reacciones irónicas; seriedad o erudición ante lo que aparece obvio. Entre 1954 y 1955 Gabo volvió de la mano de Eduardo Zalamea Borda a El Espectador, cuyas crónicas y artículos están consignados en Entre cachacos: Obra periodística 2. Gabo incursionó en aquella ocasión en el reportaje para hacer la trascripción, en primera persona, del único sobreviviente del naufragio, en mitad del Caribe, de un buque militar, sobrecargado con objetos de contrabando. Dividió su Relato de un náufrago en episodios publicados en 14 días consecutivos, en aras de mantener el suspenso. Al final la gente no sabía

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Jorge García Usta, Cómo aprendió a escribir García Márquez, Editorial Lealon, Medellín, 1995, pp. 161-162.

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si tomarle más cariño al náufrago o al cronista que lo había encarnado de manera estupenda. El relato se lee como bebiendo agua, porque detrás hay un ejercicio estilístico impresionante en el arte de la conducción de la prosa. Gabo, que no es ensayista, consideró que lo esencial en el periodismo no es el conocimiento ni la filosofía, sino el arte de narrar a secas en el sentido práctico. Aprende a narrar —parece decirnos—: desde allí dominarás el mundo. No es posible cerrar los ojos ante esta evidencia. Sus crónicas periodísticas, De viaje por los países socialistas: 90 días en la cortina de hierro (1978) o La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile (1986), esquivan obstáculos teóricos y no cazan peleas ideológicas. Siempre apuntan a la síntesis. Cierto: en ellas no hay desarrollo de ninguna discusión ni existe el interés por abolir o probar alguna teoría. Solo el afán por ver las cosas en movimiento, tal como aparecen en el cine.

De la literatura fantástica al realismo mágico En varias ocasiones Gabo ha confesado que su despertar literario coincidió, mientras leía recostado en su pensión de estudiante en Bogotá, con el despertar de Gregorio Samsa convertido en un monstruoso insecto. Al calor de La metamorfosis de Kafka escribió y mandó a El Espectador su primer cuento, “La tercera resignación” (1947). Lo recibió Eduardo Zalamea Borda, y atento a todo experimento literario, el novelista de 4 años a bordo de mí mismo vio en el cuento del joven costeño un tipo de literatura fantástica que casi nadie estaba practicando. La trama de “La tercera resignación” narra el extraño caso de un niño condenado a vivir dentro de un ataúd colocado en la sala de su casa, al cuidado de su madre, que lo viste y lo asea, puesto que los médicos le han decretado una suerte de catalepsia. Cuando cumple veinticinco años ya no cabe en el ataúd y cree asistir a su muerte verdadera por cierto olor putrefacto. Pero al final nunca sabemos si está vivo o realmente muerto, o si más bien existe después de la muerte. En las sensaciones fisiológicas del muchacho de “La tercera resignación” se reflejan los retortijones del insecto Gregorio Samsa: ambos luchan por levantarse, por ser personas comunes y corrientes. La invención de situaciones insufribles o desmesuradas, virtud de Kafka, también es la principal virtud del colombiano. Solo que más tarde, tocado por el espíritu carnavalesco del Caribe, Gabo logró hacerlas mucho más tolerables y simpáticas. En sus primeros cuentos, fechados entre 1947 y 1952, sus experiencias en Bogotá se narran mediante espesas atmósferas psicológicas y dentro del cerebro de sus protagonistas: “Eva está dentro de su gato”, “La otra costilla de la muerte”, “Amargura para tres sonámbulos”, “Diálogo del espejo” (entre otros cuentos que solo compiló en 1974, en el 268

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libro Ojos de perro azul). A partir de su lectura de Faulkner se inventó a Macondo, en el ombligo de nuestra América, de tal suerte que lo mágico se apoyó en objetos familiares, en un pueblo cognoscible para todos. ¿Por qué en los primeros cuentos hablamos de literatura fantástica y de realismo mágico en los que ya aparece Macondo? La pregunta admite una mayor: ¿por qué consideramos fantásticos los cuentos de Borges, mientras decimos realismo mágico para los de Gabo, si en ambos casos lo fantástico no está en la realidad sino en el arte de fingir? Anderson Imbert responde que en el primer caso lo sobrenatural se presenta de golpe y pone el mundo patas arriba. En el segundo caso, para mayor sorpresa, ya el mundo está patas arriba y lo sobrenatural se apoya en objetos familiares, como si se tratara de la realidad común y corriente.18 La respuesta estriba también en que, antes de Gabo, el género fantástico se cosechó ante todo en Buenos Aires, la ciudad más europea de América Latina. Luego lo fantástico operó sobre el realismo del Caribe, y desde los experimentos surrealistas de Miguel Ángel Asturias, pasando por los de Alejo Carpentier hasta llegar a los de Gabo, la técnica se perfeccionó tanto que lo fantástico se presentó como si fuera una suerte de costumbrismo. De ahí el realismo mágico. El efecto de esta sensación ha llevado a que Macondo —que no existe sino en palabras— se inserte tanto en nuestra realidad real que alguna vez se propuso llamar así al pueblo natal de Gabo, en vez de Aracataca. La sensatez de los pobladores ganó sobre el entusiasmo de los lectores; no querían vivir en una novela de ficción. En todo caso lo macondiano, como lo quijotesco o lo kafkiano, forma ya parte de nuestros adjetivos habituales. Pero insistamos: el realismo mágico puede representar verosímilmente el mundo, pero será siempre una representación a través de palabras, no el mundo. Cuando Gabo le confesó a Plinio Apuleyo Mendoza, en El olor de la guayaba (1982), que en sus novelas no hay una línea que no esté basada en la realidad, solo estaba mamándole gallo al lector descreído. Expliquémonos con teoría literaria. En “Cuatro horas de comadreo literario con Gabriel García Márquez”, Gabo le contó a Juan Gustavo Cobo Borda que un libro fundamental en su formación había sido La experiencia literaria (1941) de Alfonso Reyes.19 Allí, Reyes habla del error que cometen ciertos poetas al confundir la provocación con la ejecución artística, o la emoción con la poesía misma. El escritor no debe confiarse demasiado en la literatura como estado de alma, y en cambio

Véase de Enrique Anderson Imbert, El realismo mágico y otros ensayos, Monte Ávila Editores, Caracas, 1985.

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Juan Gustavo Cobo Borda, Lecturas convergentes, Taurus, Bogotá, 2006, p. 160.

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debe insistir mucho en la literatura como efecto de palabras: “Nada se puede dejar a la casualidad. El arte es una continua victoria de la conciencia sobre el caos de las realidades exteriores”.20 Que el “realismo mágico” se transmita por osmosis al pisar el mundo del Caribe, como quería Carpentier, es tanto como decir que el astronauta Neil Armstrong tocó lo romántico de la luna, siendo que la luna es indiferente a todos los adjetivos que los poetas le han puesto. Así, la geografía colombiana y la historia de sus largas guerras civiles solo sueltan su esencia maravillosa o mágica a quien les añade imaginación, y solo se convierten en literatura cuando conciertan con las palabras. Gabo comprendió muy bien esta lección de Alfonso Reyes, y convino en rodearse de un lenguaje capaz de hacer real en el texto el contenido de su imaginación. ¿Qué tipo de lenguaje estaba de moda en sus días? No bromea Cobo Borda cuando descubre en Gabo un fantasma piedracielista: “Un poeta que ama los lirios y las rosas, el vuelo de los ángeles y el traslúcido lino con que levitan las doncellas, por un cielo siempre azul, entre un coro de campanas”.21 A mediados de los cuarenta, el movimiento Piedra y Cielo significó para el joven escritor lo que un grupo de rock para algún joven de ahora. A través de la poesía de Carranza y Camacho Ramírez llegó al Neruda de Residencia en la tierra, sobre todo de la segunda serie (Buenos Aires, 1947). Y de esos poemas como salmos bíblicos, con génesis que tocan el amasijo esencial de las cosas de América, Gabo tomó un arsenal de metáforas y giros para, a su turno, crear el realismo mágico. Esto se advierte en muchos fragmentos de Cien años de soledad, por ejemplo cuando los fundadores de Macondo avistan un galeón español perdido en la selva: Frente a ellos, rodeado de helechos y palmeras, blanco y polvoriento en la silenciosa luz de la mañana, estaba un enorme galeón español. Ligeramente volteado a estribor, de su arboladura intacta colgaban piltrafas escuálidas del velamen, entre jarcias adornadas de orquídeas. El casco, cubierto con una tersa coraza de rémora petrificada y musgo tierno, estaba firmemente enclavado en un suelo de piedras. Toda la estructura parecía ocupar un ámbito propio, un espacio de soledad y olvido, vedado a los vicios del tiempo y las costumbres de los pájaros. En el interior, que los expedicionarios exploraron con un fervor sigiloso, no había más que un apretado bosque de flores.22



Alfonso Reyes, La experiencia literaria, fce, México, 2004, p. 91.



Juan Gustavo Cobo Borda, “El patio de atrás”, en Gabriel García Márquez, Cien años de soledad, op. cit., p. 499.



García Márquez, op. cit., p. 21.

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Sus adjetivos, cierto romanticismo recurrente, vienen de los piedracielistas y del primer Neruda. Tal herramienta verbal, sintaxis clásica y fraseología romántica, le permitieron desmaterializar la realidad de las cosas y los seres, ponerlos en suspenso; bañarlos, además, de la luz nítida y diáfana que borra las fronteras entre la fantasía y la razón, entre el juego y la angustia, entre la naturaleza desmesurada y los nervios físicos del hombre.

Precursores de Macondo Los críticos insisten en que las semillas de Macondo vinieron volando de la obra de William Faulkner. Gabo leyó a Faulkner gracias a Álvaro Mutis, su amigo entrañable, quien en 1953 escribió para la Revista de las Indias de Bogotá una reseña sobre Luz de agosto, recientemente traducida en Buenos Aires. ¿Qué interés le suscitó Faulkner? En García Márquez: historia de un deicidio (1972), Vargas Llosa señaló que así como Faulkner vio en el sur de los Estados Unidos los esplendores de una opulencia ya extinta, el novelista de Aracataca vio en las pequeñas localidades del Magdalena la huella de vastas plantaciones de la United Fruit Company, alrededor de las cuales solo quedaban desazón y miseria.23 Tanto Faulkner como Gabo vieron, detrás del fracaso de sus regiones, antiguas sagas de opulencia y riqueza, que las guerras habían borrado de la historia oficial, pero que el mito y el folclor conservaban intacto. Recordemos también que casi todas nuestras guerras civiles del siglo xix se libraron en la costa por el control del comercio y las armas a través del río Magdalena. Otra influencia bebida en Faulkner (a su vez tomada de Virginia Woolf) tiene que ver más con la técnica: hacer estallar el argumento en varios fragmentos, de tal manera que el lector ate cabos sueltos de historias familiares vinculadas con una región, con un pueblo. En la geografía literaria, Yoknapatawpha y Macondo son pueblos hermanos. Y ni hablar de Comala, cuya influencia requeriría otro ensayo, porque, si vamos a la verdad, Juan Rulfo y García Márquez son los auténticos realistas mágicos; lo demás es literatura. Pero también señalamos que otras semillas vuelan, emanan de la historia literaria de Colombia. A veces las novelas de

Mario Vargas Llosa, García Márquez: historia de un deicidio, Seix Barral, Barcelona, 1971, p. 15. Esta influencia, sin embargo, ha sido matizada por el crítico estadounidense Harold Bloom, quien profundiza hasta los clásicos tanto del idioma inglés (Shakespeare) como del español (Cervantes) para definir mejor a García Márquez. “What Shakespeare was to Faulkner, Cervantes necessarily is to García Márquez: the true ancestor”. (Harold Bloom, “Introduction”, en Bloom’s Modern Critical Views: Gabriel García Márquez, Chelsea House, New York, 2007, p. 5).

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Tomás Carrasquilla, con tanta carga de costumbrismo y regionalismo, producen la sensación de un mundo fantástico sin mayor contacto o comercio con el exterior, lejos de las ciudades y las metrópolis. Gabo conservó esta noción geográfica e histórica (es decir, la idea de un país introvertido), pero cambió el orden literario, de tal modo que presentó la fantasía y la sinrazón como cuestiones de todos los días, es decir, como costumbrismo del inconsciente, con lo cual ganó más universalidad.

Mezcla de género policial y de tragedia griega Si solo hubiera bebido de las técnicas modernas, Gabo se hubiera inclinado por el género policial. En ese caso sus novelas consistirían en buscar culpables o hallar soluciones para situaciones desmesuradas. Pero la lectura de los trágicos griegos lo llevó más bien por el camino de la historia circular, donde la lógica policial se derrumba desde el principio. En 1952, en su artículo “Misterios de la novela policíaca” (de su columna “Jirafa”, El Universal de Cartagena), Gabo explicó que la excepción a la novela policial regida por la lógica está en Edipo Rey: “Es el único caso en la literatura policíaca en que el detective, después de un diáfano y honrado proceso de investigación, descubre que él mismo es el asesino de su padre”.24 Sófocles rompió las reglas antes que las reglas se inventaran, sentenció. Más tarde, su hermano Eligio García Márquez descifró las claves de Cien años de soledad en las tragedias griegas. Dijo que la peste, que en la cosmología griega equivalía a una suerte de castigo divino, en Colombia podía ser equivalente al fenómeno de la violencia.25 En el parecido con las tragedias griegas hay que tener en cuenta, claro, cómo varía la estructura, más aún cuando los dramaturgos helénicos no acuden al narrador omnisciente sino a los mensajeros, a quienes se encomienda el relato de los hechos que no acontecen en escena y a través de los cuales se menciona la acción ausente; o mejor, al oráculo, que ya lo sabe todo antes de que la historia culmine. La posibilidad de crear una suerte de oráculo fue lo que emocionó a Gabo. Y Cien años de soledad tendrá su propio oráculo, que ya ha escrito el libro antes de que Gabo lo escribiera: Melquíades.

Tomado de Dagmar Ploetz, Gabriel García Márquez, trad. de Guillermo Lapiedra y Alicia Valero, Editorial Edaf, Madrid, 2004, p. 125.

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Eligio García Márquez, Tras las claves de Melquíades, Mondadori, Barcelona, 2001, pp. 304-305.

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El mundo de Macondo: de La hojarasca a Cien años de soledad

La hojarasca (1955) El epígrafe de La hojarasca está tomado de Antígona, de Sófocles. ¿Mera coincidencia? ¿Cuál es la similitud? El escritor costeño tenía lista la primera versión de la novela en 1953, pero antes envió los manuscritos a manos del poeta cartagenero Gustavo Ibarra Merlano, quien lo remitió a Antígona. Si en La hojarasca el abuelo coronel siente el deber de transgredir el estamento, la autoridad y aun el sentir popular de Macondo, y sepultar al doctor francés para cumplir una promesa, por un deber espiritual que supera cualquier ideología, en la tragedia griega Antígona debe enterrar el cuerpo de su hermano Polinices por un compromiso interior y aun en contra de la sociedad. El hálito de tragedia griega está también en la venganza, en el pueblo acechado por el delirio del banano (secreta peste). De suerte que los experimentos narrativos del monólogo interior, tocados por lo clásico, permitieron la comunicación directa y llana con el lector, cosa que no conseguían otros narradores experimentales. La idea de un cadáver insepulto obsesionaba a Gabo desde su primer cuento, “La tercera resignación”. Y la misma situación descontrolada no cambia en La hojarasca, pero lo que había situado en un ámbito individualista, sin referencias populares, ahora está situado en Aracataca, sí, para que el lector admita mejor la ficción. El monólogo del niño que ve por primera vez un muerto en la sala de velación se trenza con el de su abuelo y el de su madre Isabel. La acción en el velorio dura sesenta minutos (desde el pito del tren, que marca las 2:30 de la tarde, hasta el canto de los alcaravanes a las 3:30); pero a través del zigzaguear de los monólogos nos vamos enterando de lo que ha pasado cien años antes y de la historia detrás de la historia que encierra el suicidio del misterioso médico en la madrugada de un día de 1928. ¿Acaso se suicidó desesperado por la miseria en la que ha caído Macondo después del ansia desatada por las compañías bananeras?

El coronel no tiene quien le escriba (1958) Para Gabo, escribir una novela es pegar ladrillos; escribir un cuento, vaciar en concreto. Así, si nos atenemos a su propia teoría, El coronel no tiene quien le escriba no es una novela, sino un cuento conciso, perfecto. Es la obra preferida de muchos lectores. No tiene ninguna frase de más; los adjetivos están en su sitio. La prosa comienza despacio, fijando con exactitud los puntos 273

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esenciales y no dejándose arrastrar por explicaciones o discursos largos. El coronel nunca deja de estar enfocado por el narrador omnisciente; el lector nunca lo pierde de vista. El tiempo narrativo transcurre entre octubre y diciembre, solo dos meses que nos permiten conocer la tragedia del viejo coronel, veterano de la última guerra civil, la de Los Mil Días, y que lleva cincuenta y seis años esperando su pensión, con la situación intolerable de que nunca llega, de la comida que se agota, del cantaleteo de su mujer. La burocracia del país ha enredado su pensión en un laberinto sin salida. Los últimos documentos del coronel Aureliano Buendía, en donde está la orden para el pago, han pasado por miles y miles de oficinas hasta llegar a quién sabe qué departamentos del Ministerio de Guerra. Algo parecido ocurre en El castillo de Kafka: para llegar al agrimensor, el protagonista K necesita pasar de A a B, y de C devolverse otra vez a A, y así sucesivamente.26 El pasado y el futuro están infinitamente ramificados, pues aun cuando el coronel decida cambiar de abogado nada puede hacer sino devolverse de nuevo al punto A: Pero en los últimos quince años han cambiado muchas veces los funcionarios —precisó el abogado—. Piense usted que ha habido siete presidentes y que cada presidente cambió por lo menos diez veces su gabinete y que cada ministro cambió sus empleados por lo menos cien veces [...]. Además, si esos papeles salen ahora mismo del ministerio tendrán que someterse a un nuevo turno para el escalafón. —No importa —dijo el coronel. —Será cuestión de siglos. —No importa. El que espera mucho, espera lo poco.27

Gabo no presenta esta ficción de una manera depresiva sino como algo cotidiano, como una extraña forma de vida en un pueblo tropical. Al coronel lo sabemos secretamente sonriente: vaga por el pueblo en siesta sin pensar en nada, sin ni siquiera convencerse a sí mismo de que su problema no tiene



La influencia de Kafka en García Márquez ha merecido varios comentarios y una que otra tesis. Hannelore Hahn, que tiene el libro más explícito al respecto (The Influence of Franz Kafka on Three Novels by Gabriel García Márquez, Peter Lang, New York, 1993), sin embargo, no la analiza en El coronel no tiene quien le escriba (1955) sino en novelas posteriores, donde dicha influencia ya está muy difusa.



Gabriel García Márquez, El coronel no tiene quien le escriba, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 1982, p. 21.

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solución. “La vida es la cosa mejor que se han inventado”,28 sentencia. Claro, vive con la ilusión de que el gallo de pelea lo sacará de la miseria cuando lleguen las fiestas del 20 de enero; los amigos de su hijo muerto le siguen el juego y hasta se encargan de alimentar al gallo. Pero todas las noches su mujer, entre la tos asmática, le enrostra la dura realidad de no tener con qué comer al día siguiente. ¿Qué significa el gallo? Entendamos la presencia del gallo de pelea como un pequeño teatro dentro del teatro, meta-ficción, conflicto de otro conflicto que el gallo espejea. Si el hombre es animal social, el gallo de pelea encarna cierta hermandad en la lucha por sobrevivir, no tanto en la naturaleza, como dentro de las formas sociales. “Suponte que pierda [...] Dime, qué comemos”, le grita su mujer. Y el coronel, con la más diáfana solución, le responde: “Mierda”.29 Esta novela, breve y rápida, reacciona contra el candor cristiano de pensar que solo vale el pobre de bienes materiales pero rico en espíritu, el héroe o el santo incomprendido; nada de eso: valen ambas riquezas. La vida es del que puede gozarla, palparla; nadie se nutre solamente de ilusiones. Fue una auto-enseñanza para el propio García Márquez, solitario en París y “viviendo del arte”, a la espera del dinero que El Espectador ya no le enviaría porque lo había clausurado el dictador Rojas Pinilla.

La mala hora (1961) En esta novela, aunque hay mucho suspenso en el misterio de los panfletos que mantienen en vilo a la población dominada por un alcalde al que llaman sargento, la desmesura imaginativa de las obras anteriores se adelgaza. Gabo quiso urdir una tragedia colectiva alrededor de los pasquines que aparecen en las puertas de las casas, sacuden la tensa tranquilidad del pueblo y desatan chismes de dominio público: adulterios, abortos, crímenes, venganzas, etc. Pero la novela no acusa el suficiente grado de ethos trágico, y si conserva pequeños elementos de la saga —el coronel Aureliano Buendía visita en alguna ocasión el hotel del pueblo—, el mundo de Macondo se vuelve un poco borroso en La mala hora. Aquí se diluye lo fantástico. Salvo el padre Ángel, más bien un arquetipo, ningún personaje se impone como el protagonista. El tema de los grafitis o panfletos pintados en los muros, aforismos sin aparente contenido explícito, con un máximo de expresión y un mínimo de comunicación, Gabo ya lo había planteado de refilón en su cuento “Ojos



Ibíd.



Ibíd., p. 48.

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de perro azul” (1955), con la frase que la amante onírica escribe por todas partes al despertar. Solo que en esta ocasión, tratándose de una novela, el tema del libelo toma connotaciones morales, de cierto compromiso político en contra del poder totalitario que abusa con la censura y acalla la libertad de expresión. También Ernesto Volkening lamentó este defecto de la novela: Desde luego, la tensión originaria del empleo de recursos tan genuinamente fílmicos clama por una solución adecuada; en otras palabras, el lector abriga la esperanza, quizá un tanto candorosa, de ver, por fin, atrapado e identificado, como suele suceder en una película policíaca hecha y derecha, al anónimo autor de los pasquines. De ahí que se sienta bastante decepcionado, cuando el novelista, buscando la manera de desenredar el embrollo tan hábilmente tejido por sus propias manos, responde como Lope de Vega, a la pregunta, “¿quién es el sinvergüenza?” “¡Fuente Ovejuna, todos a una!”.30

Gabo confesó tiempo después que en La mala hora cometió el error de involucrar demasiado sus ideologías políticas.

Los funerales de la Mamá Grande (1962) Cuando decidió desterrar de su literatura cualquier contaminación verbal proveniente de alguna ideología política, con miras a no alterar el libre tránsito de su imaginación, reunió siete cuentos espléndidos y una nouvelle o cuento largo que le da título al libro, Los funerales de la Mamá Grande. Allí no desaparecen la ironía o la crítica política; al contrario, se exacerban, en aras de criticar el grado de vasallaje en que puede caer un país en manos de una sola persona. Solo que para volver más comprensible su texto, Gabo prescindió del nombre de Colombia y de la mención específica de un presidente, sin dejar de apoyarse de todos modos en cierta historiografía fidedigna, de acuerdo con su mención de la guerra civil de 1875 —que empezó a fracturar la república liberal— o del Tratado de Neerlandia —mediante el cual se firmó la paz durante la Guerra de Los Mil Días. Además, su idea, opuesta a la historiografía oficial, es que los gamonales de provincia a ratos cobraban mucho más poder que cualquier presidente democráticamente elegido, puesto que mientras este permanecía en su palacio, encaramado en la capital, aquel debía vérselas con las cosas prácticas de las haciendas en trato directo con la gente. En su texto imagina la muerte de uno de esos

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Ernesto Volkening, Gabriel García Márquez, “un triunfo sobre el olvido”, ed. de Santiago Mutis, fce, México, 2010, p. 52.

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gamonales o caciques provincianos —el de Macondo, una mujer— que conmovió la atención del mundo: Esta es, incrédulos del mundo entero, la verídica historia de la Mamá Grande, soberana absoluta del reino de Macondo, que vivió en función de dominio durante 92 años y murió en olor de santidad un martes del setiembre pasado, y a cuyos funerales vino el Sumo Pontífice. Ahora que la nación sacudida en sus entrañas ha recobrado el equilibrio; ahora que los gaiteros de San Jacinto, los contrabandistas de la Guajira, los arroceros del Sinú, las prostitutas de Guacamayal, los hechiceros de la Sierpe y los bananeros de Aracataca han colgado sus toldos para restablecerse de la extenuante vigilia, y que han recuperado la serenidad y vuelto a tomar posesión de sus estados el presidente de la república y sus ministros y todos aquellos que representaron al poder público y a las potencias sobrenaturales en la más espléndida ocasión funeraria que registren los anales históricos; ahora que el Sumo Pontífice ha subido a los Cielos en cuerpo y alma, y que es imposible transitar en Macondo a causa de las botellas vacías, las colillas de cigarrillos, los huesos roídos, las latas y trapos y excrementos que dejó la muchedumbre que vino al entierro, ahora es la hora de recostar un taburete a la puerta de la calle y empezar a contar desde el principio los pormenores de esta conmoción nacional, antes de que tengan tiempo de llegar los historiadores.31

En sus obras anteriores, Gabo había estado rondando el tema del poder, pero desde una posición de subyugación, con personajes resignados a fuerzas poderosas que muchas veces no comprendían: desde el muchacho del cuento “La tercera resignación”, pasando por el médico insepulto de La hojarasca, hasta el paciente coronel que espera su pensión. Ninguno de ellos supo nunca de dónde emanaba aquel poder que controlaba sus destinos. Así, Gabo cambió la óptica del personaje subyugado por la del personaje líder, caudillo, y empezó por concebir la figura de la Mamá Grande: Nadie conocía el origen, ni los límites ni el valor real del patrimonio, pero todo el mundo se había acostumbrado a creer que la Mamá Grande era dueña de las aguas corrientes y estancadas, llovidas y por llover, y de los caminos vecinales, los postes del telégrafo, los años bisiestos y el calor, y que tenía además un derecho heredado sobre la vida y las haciendas.32

Gabriel García Márquez, Los funerales de la Mamá Grande, Editorial Suramericana, Buenos Aires, 2011, p. 46.

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Ibíd., p. 49.

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Es decir, aquel poder parece ser aceptado de alguna manera por el propio pueblo, pero sin olvidar que es injusto y decadente. Para explicar por qué Macondo, pueblo de provincia y caluroso, ejerce tanto poder en el mundo, Gabo no tuvo más remedio que explicarnos su fundación, auge y decadencia.

Cien años de soledad (1967) Las referencias a Macondo venían de tiempo atrás hasta que aquí se unificaron. Difícilmente superaremos el estudio crítico de Vargas Llosa, de suerte que acéptesenos por primera vez una cita larga: El proceso de edificación de la realidad ficticia, emprendido por García Márquez en el relato “Isabel viendo llover en Macondo” y en La hojarasca, alcanza con Cien años de soledad su culminación: esta novela integra en una síntesis superior a las ficciones anteriores, construye un mundo de una riqueza extraordinaria, agota este mundo y se agota con él. Difícilmente podría hacer una ficción posterior con Cien años de soledad lo que esta novela hace con los cuentos y novelas precedentes: reducirlos a la condición de anuncios, de partes de una totalidad. Cien años de soledad es esa totalidad que absorbe retroactivamente los estadios anteriores de la realidad ficticia, y, añadiéndoles nuevos materiales, edifica una realidad con un principio y un fin en el espacio y en el tiempo: ¿cómo podría ser modificado o repetido el mundo que esta ficción destruye después de completar? Cien años de soledad es una novela total, en la línea de esas creaciones demencialmente ambiciosas que compiten con la realidad real de igual a igual, enfrentándole una imagen de una vitalidad, vastedad y complejidad cualitativamente equivalentes. Esta totalidad se manifiesta ante todo en la naturaleza plural de la novela, que es, simultáneamente, cosas que se creían antinómicas: tradicional y moderna, localista y universal, imaginaria y realista. Otra expresión de esa totalidad es su accesibilidad ilimitada, su facultad de estar al alcance, con premios distintos pero abundantes para cada cual, del lector inteligente y del imbécil, del refinado que paladea la prosa, contempla la arquitectura y descifra los símbolos de una ficción y del impaciente que solo atiende a la anécdota cruda. El genio literario de nuestro tiempo suele ser hermético, minoritario y agobiante. Cien años de soledad es uno de los raros casos de obra literaria mayor contemporánea que todos pueden entender y gozar. Pero Cien años de soledad es una novela total sobre todo porque pone en práctica el utópico designio de todo suplantador de Dios: describir una realidad total, enfrentar a la realidad real una imagen que es su expresión y negación. Esta noción de totalidad, tan escurridiza y compleja, pero tan inseparable de la vocación del novelista, no solo define la grandeza de Cien años de soledad: da también su clave. Se trata de una novela

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total por su materia, en la medida en que describe un mundo cerrado, desde su nacimiento hasta su muerte y en todos los órdenes que lo componen —el individual y el colectivo, el legendario y el histórico, el cotidiano y el mítico—, y por su forma, ya que la escritura y la estructura tienen, como la materia que cuaja en ellas, una naturaleza exclusiva, irrepetible y autosuficiente.33

¿Cómo explicar el éxito de esta novela? Su popularidad rebasó el ámbito hispanoamericano una vez se tradujo a casi todas las lenguas, convirtiéndose en una de las más leídas en el mundo durante la segunda mitad del siglo xx. Fue una bomba atómica. Su historia se va desencadenando a la manera de la energía nuclear. Expliquémonos mejor —sin caer en una comparación absurda—: en el núcleo de la familia Buendía reside la gran energía de la novela. A través de la fisión o división, el núcleo familiar de los Buendía recibe el bombardeo de electrones y neutrones que vienen a ser los gitanos y todos los forasteros que empiezan a llegar a Macondo. De pronto, de esta pequeña familia en un pequeño pueblo perdido se desata una inmensa reacción en cadena —sesenta y nueve personajes y seis generaciones— con la capacidad de ensancharse sobre el mundo conocido e imaginable. Todo se estira como en un agujero negro: la casa de los Buendía; la virilidad superdotada del primogénito de los Buendía; las treinta y dos guerras civiles que libra el coronel Aureliano, y que por muchos años mantienen en jaque a todo el país; el padre, encerrado en su laboratorio, quien descubre por sí mismo que la tierra es redonda y ensaya, con diferentes químicos, dar con el daguerrotipo que capture la imagen de Dios; hasta en el mundo de la muerte se estira el mundo de Macondo, porque de allí llega Prudencio Aguilar a conversar de gallos con José Arcadio Buendía. ¿De dónde entonces la soledad? Las familias lideradas por los Buendía, provenientes de La Guajira, fundan Macondo en un recodo del camino entre la Sierra Nevada y la Ciénaga Grande, pero no se preocupan por entablar contacto o comercio con otros pueblos —solo los gitanos eran al principio los únicos que iban y venían— por las dificultades geográficas. Si vemos un mapa de Colombia y ponemos el dedo en Aracataca, estirando y alterando la realidad, detallaremos que al oriente se eleva la impenetrable Sierra Nevada; al noroeste la Ciénaga Grande, casi infinita; más al occidente una extensión acuática, que puede ser la desembocadura agigantada del río Magdalena, cuya otra orilla se encontraba a seis meses de navegación; al norte, el mar



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Vargas Llosa, op. cit., pp. 479-480.

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[…] color de ceniza, espumoso y sucio, que no merecía los riesgos y sacrificios de su aventura. —¡Carajo! —gritó [José Arcadio Buendía]—. Macondo está rodeado de agua por todas partes.34

Para llegar a la capital, al sur, era necesario remontar varios meses el río, penetrar selvas y subir cordilleras. Ante semejante geografía, nadie, en Macondo, siente la necesidad de hacer contacto con otros pueblos; tanto así que cuando la pequeña expedición avistó el mar, lo rechaza, se desinfla, toma el camino de vuelta como si sintiera una fobia al exterior y a la aventura. Metáfora, pues, de la historia colombiana: volcada hacia adentro, ensimismada en guerras intestinas. Parroquial. Provinciana. La soledad de Macondo también puede interpretarse a partir del rudo individualismo de los Buendía. Cada uno acusa una individualidad exacerbada: el patriarca José Arcadio pasa días y semanas enteras en su laboratorio, indiferente a la vida práctica y al crecimiento de sus hijos. Solo Úrsula, la madre que sostiene el mundo práctico y palpable de todos los días, decide salir en busca de su primogénito, que se ha ido con una gitana, y se topa en el camino con gente de otros pueblos y establece el primer camino, el primer contacto de Macondo con el mundo exterior. Acaso ya habían llegado algunos indios guajiros, pero eran aún más introvertidos, con el extraño vicio de Rebeca de comer tierra y con la peste del insomnio, de la que no los salvará sino cierta pócima del gitano Melquíades. El individualismo se intensifica cuando llega un destacamento militar del interior del país a imponer el régimen oficial. Allí advertimos claramente que la violencia bipartidista obedece a un problema metafísico, irreal o, si se quiere, ficticio, por cuanto la división política no proviene de la vida cotidiana de los pueblos sino de la mente enloquecida de los gobernantes. El coronel Aureliano Buendía es el más individualista de todos: nació con los ojos abiertos, encismado para siempre, sin enamorarse verdaderamente de nadie, y hasta con la paranoia de no dejar que nadie, ni siquiera su madre, se le acercara a menos de tres metros de distancia. Promovió treinta y dos guerras civiles y todas las perdió. En su comportamiento acaso encontramos reminiscencias de dos figuras de la historia política de Colombia: el general Rafael Uribe Uribe, quien en efecto perdió todas las guerras civiles en las que combatió. El mundo de Macondo alcanza su apogeo con la llegada de las compañías bananeras financiadas por estadounidenses, pero aun cuando sus calles bullen de co-



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Ibíd., p. 22.

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mercio, prima el individualismo de la familia Buendía. Remedios, la bella, dejaba morir de amor a todos cuantos se acercaban a admirarla, porque desconoce hasta el amor propio. Las mujeres de la familia nunca se entregaron del todo a alguien extraño a su núcleo familiar, por lo que el miedo del incesto palpita sobre la casa, queda como suspendido. Solo una vecina de los Buendía, Pilar Ternera, goza de la actitud de entrega. Ella fertiliza las almas masculinas de los Buendía, asegurando por muchos años la descendencia de la estirpe. Gabo se complace en hacer inasibles ciertos aspectos: la belleza de Remedios, las indecisiones del pianista italiano, el tesoro que Úrsula nunca entregará… Las mariposas amarillas de Mauricio Babilonia… Y por aquí hay que ver cómo se inunda de romanticismo…

Los cuentos después de Cien años de soledad A pesar de vivir enclavado en el mundo caribeño, paradójicamente, Macondo vivió de espaldas al mar. De modo que Gabo, en los sietes cuentos que acompañan La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1972), cambió de geografía y puso en la costa del Caribe sus pueblos imaginarios. Extrañas situaciones turbarán la cotidianidad de sus gentes. Quizás el más famoso sea “El ahogado más hermoso del mundo”, por la emoción poética de figurarnos un cadáver de proporciones gigantescas, a quien las mujeres fascinadas le desenredan la vegetación de “océanos remotos” y le quitan la ropa desasida, “como si hubiera navegado por entre laberintos de corales”.35 Aunque por fuerza admiten que el ahogado es otro ser humano común y corriente —Esteban, lo llama la anciana del pueblo­—, los hombres acaban por condecorarlo antes de arrojarlo de nuevo por los acantilados. Experimentalmente hablando, “El último viaje del buque fantasma” tal vez sea su cuento más perfecto: sin puntos seguidos ni apartes, sin paréntesis ni guiones, solo con la respiración de las comas, mantiene el suspenso del trasatlántico más enorme del mundo, que surca de noche varias veces la bahía del pueblo, sin que lo vea nadie más que un balsero adolescente, a quien el resto de la gente toma por loco, hasta que una madrugada de marzo el trasatlántico encalla frente a la iglesia del pueblo, “chorreando por sus flancos las aguas antiguas y lánguidas de los mares de la muerte”.36 Pura poesía. Y es en estos instantes cuando sentimos a Gabo



Gabriel García Márquez, La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada, Norma, Bogotá, 2005, p. 57.



Ibíd., p. 90.

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en su plenitud. Claro que abusó en ocasiones. El cuento que le da título al libro, “La increíble y triste historia de la Cándida Eréndira y su abuela desalmada”, parece incluir a la vez el nombre de la fábula y el desenlace. Le brotó de cierto episodio de Cien años de soledad, cuando el coronel Aureliano Buendía perdió su virginidad con la adolescente de “teticas de perra”, obligada a prostituirse miles de veces para pagarle a su abuela la casa que había incendiado sin culpa. Aureliano Buendía quiso salvarla de esa tiranía, pero en la novela Gabo lo detuvo. Ahora, en el cuento, imaginó otro muchacho con igual sed de justicia, Ulises, y lo encaminó a perseguir la caravana de la abuela por los desiertos de La Guajira. A ratos el cuento cobra tintes de persecución y de intriga policial.

El otoño del patriarca (1975) La novela gravita sobre el aire histórico más o menos identificable de la figura del dictador latinoamericano, suerte de caudillo militar de origen rural que empezó a imponerse en la segunda mitad del siglo diecinueve a través de pactos y alianzas con una clase dirigente —antiguos encomenderos, nuevos hacendados, banqueros y comerciantes— ya fatigada de manejar una república tropical que se le salía de las manos. Gabo aprovechó estéticamente la figura del tirano padecida por muchas repúblicas, no para interpretarla a la luz de teorías políticas, ni siquiera para juzgarla como buena o mala, sino para explotar dos cosas que lo obsesionaban: la soledad del poder y la miseria del trópico. La certeza de que la opulencia y el derroche obedecen a la ignorancia y a la barbarie se encarna en el dictador o el Patriarca, porque él es el único capaz de agarrar por el mango ese país enorme, no porque sepa del arte de la política, sino por su desfachatez, su grosería y su analfabetismo, que sirven para acabar con las instituciones y aplicar el poder a su antojo, como si la patria fuera una enorme finca que él cuida y vigila. La forma de contar la novela no podía ser sino desbordante: sin puntos seguidos y con muy pocos puntos aparte y, más que todo, con la respiración de las comas. Por lo tanto, se imponen varios registros narrativos que utilizan varios tiempos y se conjugan en varios pronombres. Hay un narrador omnisciente, pero el Patriarca habla consigo mismo a solas, monologa. Hay, además, diálogos, escenas inesperadas y fortuitas, como si se tratara de un concierto barroco donde cada instrumento puede llevar la voz cantante. Si en Cien años de soledad se había ceñido a la sintaxis clásica, fijando con exactitud los puntos esenciales y no dejándose arrastrar por explicaciones o discursos largos, en El otoño del Patriarca rompió con esas categorías. De ahí que Alejandro Rossi haya calificado este libro “como excesivamente compacto, sin aire, sin 282

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zonas muertas, donde nunca sentimos que la realidad rebasa al novelista”.37 Que una novela no posea zonas muertas quiere decir, entonces, que nunca perdemos la atención en ella.

Epílogo sobre la influencia de García Márquez Para no fatigar al lector, prescindimos de comentar Crónica de una muerte anunciada (1981), El amor en los tiempos del cólera (1984), El general en su laberinto (1989), Doce cuentos peregrinos (1992), Del amor y otros demonios (1994), Noticia de un secuestro (1996) y Memoria de mis putas tristes (2003). En esta última novela, sin embargo, diremos que García Márquez parece equivocarse burdamente, sin que esto tenga la menor importancia para su obra. ¿No es esta la mejor prueba de su grandeza? Conviene ya acabar con un mito desalentador: no hay tal sombra de García Márquez. La universalización de Cien años de soledad (1967) benefició notablemente a los nuevos escritores colombianos, en la medida en que se convirtió en el más alto techo de calidad literaria con el que un joven escritor podía encontrarse. Gracias a su éxito, el mercado editorial se dinamizó en Colombia con el ingreso de las editoriales españolas que fijaron su atención en nuevos escritores y que, posteriormente, asentaron sus sedes en Bogotá. No neguemos, sin embargo, que el suceso de García Márquez como mecanismo comercial provocó en la crítica desorientada, sobre todo en la periodística, ciertos prejuicios acerca de la nueva novela latinoamericana, a la que se quiso juzgar a partir del realismo mágico, es decir, basándose únicamente en intuiciones tropicales o macondianas, en donde predominara lo imaginativo brotado del folclor popular, ignorando cualquier fuente culta o intelectual. Aquella crítica se obsesionó por ver influencias de García Márquez en todas partes, y cayó en la vaguedad conceptual al tratar de definir el panorama de los novelistas colombianos que empezaron a publicar después de Cien años de soledad. Tanto fue así que aún los críticos no se han puesto de acuerdo en averiguar qué distingue a los novelistas posteriores a Cien años de soledad. Ahora bien, los novelistas que comenzaron a escribir después del “boom” de García Márquez advirtieron que tal éxito literario no guardaba relación con el desarrollo material o con el consumo de bienes culturales en Colombia. García Márquez venía residiendo desde la década de los sesenta en México, donde escribió Cien años de soledad. La novela salió publicada en la editorial Suramericana de Buenos Aires, ciudad en donde también Alejandro Rossi, “Vasto reino de pesadumbre”, en Manual del distraído, Mondadori, Madrid, p. 147.

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estaban asentadas las grandes editoriales de la lengua. El mercado editorial de México y de Buenos Aires, sumado al despunte de las editoriales en Barcelona a finales del franquismo, más la propaganda cultural —socialista— que promovía Fidel Castro desde La Habana, sin ignorar el patrocinio editorial que las rentas del petróleo dejaban en Caracas, mostraban relegado el ambiente editorial en Bogotá. Además, a finales del siglo xx, Colombia reportaba uno de los índices de lectura más bajos de América Latina. Pero no agregamos nada a la discusión si alegamos en favor del número o las cifras; admitamos que en menor o mayor grado este contexto difícil, casi analfabeto, siempre ha sido una constante en la historia literaria colombiana. Lo realmente nuevo se empezó a notar con el ejemplo de vida que desató García Márquez (por no hablar ahora de su influencia literaria) entre los novelistas: los motivó a viajar, a residir en el exterior, mucho más de lo que en otro momento lo hicieron escritores de otras generaciones. Nunca en la historia de la literatura colombiana, como a partir de la década de los años setenta, los escritores comenzaron a deambular tanto por ciudades extranjeras: Barcelona, México, Londres, Buenos Aires, Nueva York, París, etcétera: “La situación era tan evidente que incluso el crítico Ángel Rama afirmó que, después de García Márquez, la literatura colombiana más novedosa y fértil se hacía fuera del país”.38 Un rasgo característico en ellos ha sido la erudición y el contenido intelectual. La mayoría cursó estudios universitarios y se reconoció como una generación estudiantil y citadina, alejada de los asuntos telúricos. Con frecuencia, sin embargo, la formación académica les quitó espontaneidad a sus contenidos y es posible advertir, aun en las mejores novelas y cuentos de algunos de ellos, cierta saturación de técnicas narrativas y contenidos “rebuscados” que obedecían más a cierto afán por innovar que a profundas necesidades expresivas o comunicativas. Querían, a como diera lugar, poner en crisis la novela tradicional colombiana, elevando la experimentación técnica por encima de búsquedas personales. En medio del individualismo —muchos buscaban convertirse en los herederos de García Márquez— se olvidaron de conformar grupos, escuelas, y cuando fueron apareciendo los escritores de la siguiente generación, promovidos por las grandes editoriales españolas, ya no acertaron a autonombrarse. Nunca lo supieron. Podemos llamarlos generación postboom solo si traducimos “boom” como estallido, para significar que después de esa explosión (boom) quedaron dispersos y sin escuelas, premios, fama ni éxito, es decir, sin mecanismos comerciales.

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Tomado de R. H. Moreno-Durán, “Grandeza y miseria del cuento colombiano en las últimas décadas”, en Literatura colombiana hoy, Karl Kohut, Frankfurt, 1994, p. 186.

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Y de ahí que R. H. Moreno-Durán, uno de aquellos novelistas post-García Márquez, ensayara el término “trashumante” para designar a su propia generación. Los principales narradores post-García Márquez —principales por su calidad literaria— pueden ser Pedro Gómez Valderrama, Álvaro Mutis, Germán Espinosa y Fernando Vallejo, a juzgar por los cuentos borgianos del primero, la saga de Maqroll el Gaviero del segundo, La tejedora de coronas (1982) del tercero y La virgen de los sicarios (1994) del último. Hay más, claro está, pero como no deja de ser aventurado nuestro juicio, caeríamos en una irresponsabilidad mayor si nos atreviéramos a señalar otro clásico a tan escasa distancia temporal. Cronos, el dios del tiempo, ya no nos ayuda. Lo ensayaremos en la séptima parte de este libro.

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Séptima parte NARRATIVA DE FINALES DEL SIGLO XX (1970-1999)

Hacia una narrativa posmodernista Esta penúltima parte se ocupa de los principales narradores de ficción posteriores a García Márquez, es decir, de los nacidos en su mayoría entre 1930 y 1945, aproximadamente. La excepción la hacen Pedro Gómez Valderrama y Álvaro Mutis, quienes nacieron en 1923. Utilizar la caprichosa pero inevitable clasificación de “narradores posteriores a García Márquez” puede tener algo de “subordinación”, de pensar a priori que él ha sido la principal influencia para todos. No fue así. Su éxito quedó asegurado tras el Premio Nobel de Literatura en 1982, pero en sus obras posteriores, El amor en los tiempos del cólera (1984) y Del amor y otros demonios (1994), se fue sintiendo cierta saturación de su propia técnica, como si se mermara la eficacia de su mecanismo. De suerte que imitar a García Márquez se volvió una mala receta para los bestsellers y engendró una retórica. Provocó también que en ocasiones toda interpretación sobre la realidad colombiana o latinoamericana se convirtiera en juego, es decir, ¡se comparara con Macondo! Era un intento desesperado por abolir contradicciones intolerables de la realidad latinoamericana, motivado además por la pereza mental de ciertos críticos que deslizaron la idea —la superstición— de que no hacía falta el pensamiento racional en la literatura colombiana, sino que únicamente los escritores debían bastarse con sus intuiciones mágicas. Pero como ni lo colombiano ni lo americano es deducible especulativamente ni se puede reducir a realismo mágico, otro tipo de escuelas y pensamientos nutrieron a los nuevos escritores. 287

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Ya en 1923 Pedro Henríquez Ureña vio con agudeza cómo en la historia literaria hispanoamericana cada generación pasa de la promesa al descontento.1 Y tal vez en ninguna otra generación colombiana se experimentó tanto esta dualidad como en la de fines del siglo xx. Germán Espinosa, Pedro Gómez Valderrama y Álvaro Mutis, los tres narradores de obras más sólidas publicadas entre 1970 y 1990, se alejaron de la poderosa órbita garciamarquiana porque consideraron que el realismo mágico ya no respondía a sus necesidades expresivas. Sus obras se caracterizan por despojar a la realidad de su inocencia mágica, de su gratuito lirismo; por apoyarse en la erudición y en la documentación histórica —en el pensamiento racional— precisamente para relatar de otra forma las contradicciones que veían. Sus personajes someten el mundo a la razón, y con mucha frecuencia pasan del entusiasmo a la melancolía, al desamparo y en ocasiones a la rebeldía. ¿No se nota eso en Maqroll el Gaviero, el protagonista de las novelas de Mutis? ¿O en Genoveva Alcocer, la protagonista de La tejedora de coronas (1982) de Germán Espinosa? Las obras de estos tres escritores levantan al lector a una literatura de ideas, sin despojarse de lo fantástico, añadiendo bastante acción y suspenso. Logran estructuras narrativas y personajes sumamente trabajados. Y en ocasiones la erudición en sí misma constituye lo más literario de ciertos relatos de Pedro Gómez Valderrama y de varias novelas de Germán Espinosa. Para entender mejor esta época no hay que desconocer el contexto político dominante, es decir, el hecho de que casi todos los escritores de este periodo comenzaron a escribir bajo el orden confuso del Frente Nacional (1957), el pacto bipartidista de las élites capitalinas, que ejerció una vigilancia permanente contra toda inclinación comunista o socialista. La marginación de tales ideologías de izquierda no hizo sino encender la simpatía por la revolución cubana (1959), cuya propaganda “cultural” animó muchas veces una literatura “comprometida” con lo ideológico, pero des-comprometida con lo estético. También reforzó la influencia del hippismo y las rebeldías juveniles de los años sesenta y setenta. ¿Qué tanto expresó al respecto el nadaísmo, el grupo o movimiento “literario” que Gonzalo Arango fundó en 1958? ¿Qué tanto la obra de Andrés Caicedo, el escritor más leído por los jóvenes de la segunda mitad del siglo xx? Tampoco hay que ignorar cómo ciertos novelistas dejaron sentir su guayabo o resaca moral frente el hippismo, la revolución cubana, las rebeldías juveniles del 68 y la moda de las drogas. Cuando en los años ochenta Bogotá y Medellín habían triplicado su

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Véase el ensayo de Pedro Henríquez Ureña, “El descontento y la promesa”, en Ensayos, ed. de José Luis Abellán y Ana María Barrenechea, Archivos, París, 1998, p. 285.

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población y comenzaron a cobrar demasiado poder los carteles de la droga, se sintió un desencanto que se respira en novelas como Sin remedio (1984) de Antonio Caballero, o en la saga novelística del Río del tiempo (1985-1991) y en La virgen de los sicarios (1994) de Fernando Vallejo. Ambos novelistas plantean un descenso a los infiernos al recorrer despiadadamente a Bogotá y Medellín, ciudades asediadas por la violencia, en donde cualquier esperanza o moraleja resulta inútil, porque el mundo ya está destruido sin remedio, o en el desbarrancadero­(2001). Este desencanto dejado por los brutales entusiasmos de los movimientos juveniles, obreros, feministas y estudiantiles se siente también, pero en menor grado, en la trilogía de R. H. Moreno-Durán, Femina Suite (1977-1983), en Los parientes de Ester (1978) de Luis Fayad, y en la obra de Marvel Moreno, cuyos relatos y cuya novela, En diciembre llegaban las brisas (1987), son críticas mordaces contra los vagos alcances del feminismo. De Óscar Collazos y Fernando Cruz Kronfly, entre otros, también nos ocuparemos. Comencemos hablando del nadaísmo.

El nadaísmo en medio del orden degradado del Frente Nacional La caída definitiva de Gustavo Rojas Pinilla el 10 de mayo de 1957 impulsó el origen del Frente Nacional. Las élites liberales y conservadoras de Bogotá, desgastadas por la violencia política de casi dos décadas, decidieron limar asperezas y hacer un pacto que los perpetuara en el poder. En realidad, la “tiranía” por casi cinco años de Rojas Pinilla (1953-1957) había sido blandengue en comparación con la del régimen anterior, la del “presidente” conservador Laureano Gómez (1950-1953), cuya ideología fascista había condenado al exilio a intelectuales de pensamiento liberal, como Jorge Zalamea y Germán Arciniegas. Las élites tradicionales de la capital se alarmaron por la manera como aquel “militar” ganaba popularidad gracias a la ejecución de modernas obras de infraestructura y a sus reformas educativas. Y decidieron firmar el pacto del Frente Nacional, el 24 de julio de 1956, en territorio español (en Benidorm, cerca de Alicante). Por los liberales firmó Alberto Lleras Camargo; por los conservadores, el mismísimo Laureano Gómez. Ambos establecieron que el poder se turnaría entre los dos partidos tradicionales mediante elecciones “democráticas”. Pero lo “democrático” del Frente Nacional nacía defectuoso: se firmaba en un país no-democrático, en la España franquista, y guardaba en su etimología un engaño: “frente” no indica unidad ni integración sino más bien fachada, algo oculto. Eso oculto no era sino la continuidad de una lógica política que operaba en Colombia desde el siglo xix, cuando el liberalismo y el conservatismo se institucionali289

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zaron en oposición al avance populista de los artesanos en 1855 y al régimen federalista del Olimpo Radical, entre 1863 y 1885.2 Que el Frente Nacional era un acuerdo de no-agresión entre las élites bogotanas se demuestra también en que tales élites se encapsularon en el centralismo y llevaron a la atomización, a veces violenta, de las regiones. Eso sucedió, por ejemplo, según Marco Palacios, “con el departamento de Caldas que se dividió en tres: Caldas, Risaralda y el Quindío”.3 A quienes comenzaron a escribir a finales de los años cincuenta tal orden político les pareció demasiado rígido y contradictorio. Sintieron degradada la democracia, y se asomaron al mundo con ojos pesimistas y agónicos. La narrativa colombiana y latinoamericana, según Anderson Imbert, se llenó de sentimientos apocalípticos que no contribuían del todo al diálogo literario: Con sentimientos apocalípticos no se construyen puentes, y los jóvenes vieron un Apocalipsis y esperaron la destrucción. Peor: sus sentimientos fueron postapocalípticos, pues muchos actuaban y escribían como si el mundo ya estuviera destruido. Una ola de locura, de práctica de la locura y también de apologías a la locura (a la manera de Foucault) cubrió nuestras ciudades.4

No solo se trataba del fanatismo socialista o comunista. Esta locura generacional de la que habla Anderson Imbert se sintió en la literatura colombiana cuando en 1958 estalló el nadaísmo. ¿Se trataba de una rebeldía similar a la que se empezaba a respirar en las universidades de California y Nueva York, entre las comunas de París y en las calles de Londres? ¿Hacía parte de lo que se manifestaba en el auge del Rock and Roll, de la salsa puertorriqueña o neoyorkina y de la trova cubana? ¿O el nadaísmo no era sino su nombre: nada? Gonzalo Arango (Andes, Antioquia, 1931-1976), el fundador, concibió el nadaísmo como una imprecisa idea del individuo que hundía sus raíces en el desencanto de todas las doctrinas, y que por eso tenía una fuerza más emocional que intelectual. Ensayó con el término nadaísmo designar la crisis espiritual de la juventud, y sentenció en su primer manifiesto de 1958 que “en esta sociedad en que la mentira está convertida en orden [el Frente Nacional], no hay nadie sobre quién triunfar, sino sobre

Esta tesis la sostiene el historiador Fernando Guillén Martínez, en su libro La Regeneración: primer frente nacional, Carlos Valencia Editores, Bogotá, 1986.

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Marco Palacios y Frank Safford, Colombia. País fragmentado, sociedad dividida. Su historia, trad. de Ángela García, Norma, Bogotá, 2002, p. 642.



Enrique Anderson Imbert, Historia de la literatura hispanoamericana, fce, México, 1997, p. 418.

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uno mismo”.5 Nada, por supuesto, podíamos esperar del nadaísmo como grupo, pero en esa rebelión de Gonzalo Arango está la crisis espiritual de esta generación. Arango se dio cuenta cómo la lucha política nunca salvaría al hombre, porque este debe salvarse por sí mismo. Y como en Bogotá imperaba la lucha política y sus intelectuales vivían inmersos en cierta solemnidad burocrática, el nadaísmo se propagó mejor entre la juventud de Medellín y Cali, ciudades de provincia donde la retórica política y burocrática se disipaba. De hecho, Gonzalo Arango escribió su manifiesto nadaísta en Cali, y lo publicó en una discreta imprenta en Medellín. Cuando se volcó sobre la intelectualidad bogotana parecía ignorar lo que quería: ¿el escándalo, la publicidad, la fama, la gloria? Lo cierto es que El Tiempo y El Espectador de Bogotá, para poner a prueba la libertad de expresión bajo el Frente Nacional, hincharon el “escándalo nadaísta” con entrevistas y reportajes a su creador y a los jóvenes antioqueños y caleños que lo acompañaban: Jaime Jaramillo Escobar, Darío Lemos, Jotamario Arbeláez, Humberto Navarro Lince, Amílcar Osorio, Jaime Espinel, entre otros. Sin embargo, ninguno de ellos tenía algún libro publicado para mostrar en 1958. Como la actitud de Gonzalo Arango tenía mucho de dramatismo, lo primero que publicó fue una pieza de teatro con el nombre de la matrícula de un avión: Nada bajo el cielo raso: hk-111 (1960). En ella, sometió al actor principal a un interrogatorio previo a abordar un avión, quien a su vez le enrostraba al público no pensar en los problemas trascendentales de la vida y preferir “beber coca-cola, mascar chicle, bailar, ir al cine, reír en el teatro”.6 Es decir, el propio Gonzalo Arango se confundía: si por un lado llamaba al desparpajo dionisiaco, al sexo libre y a la pereza, por el otro se entristecía ante la falta de un sentido apolíneo o intelectual de la existencia. No se inclinaba decididamente por ninguno de los dos extremos; tampoco se quedaba en un término medio; prefería la contradicción, el contrapunto, como lo dio a entender en los cuentos de Sexo y saxofón (1964). A cambio de un erotismo excitante en el sentido sexual, prefirió un erotismo amoroso similar al de los místicos. Tenía mucho de teólogo, y uno de sus mejores cuentos puede ser uno de género fantástico, “El pez ateo de tus sagradas alas”, en el que se imagina una ciudad, Leteo, destruida por un cataclismo cósmico. La diferencia entre sus cuentos y poemas es imprecisa. Sus poemas son largas retahílas con prosa fragmentada en donde de vez en cuando nos



Gonzalo Arango, Obra negra, Plaza & Janes Editores, Bogotá, 1993, p. 22.



Gonzalo Arango, Nada bajo el cielo raso: hk-111, Imprenta Departamental, Medellín, 1960.

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sorprenden imágenes felices, aciertos estéticos. Por ejemplo, en “Medellín, a solas contigo” (1964) critica el materialismo y a la vez la excesiva religiosidad de la ciudad: “De tu corazón de máquina me arrojabas al exilio en la alta noche de tus chimeneas donde solo se oía tu pulmón de acero, tu tisis industrial y el susurro de un santo rosario detrás de tus paredes”.7 Otra de sus retahílas, “Muerte, no seas mujer”, resulta cercana a un tema recurrente de la lírica: la muerte enamorada: Te miro y me lleno de piedad porque vas a morir, y no soy Dios para impedirlo. Enciendo un cigarrillo y medito si hay justificación de vivir. Estás viva, es la única razón, y si mi amor tiene una esencia se reduce al deseo de hacerte inmortal, y a la desesperación de este deseo.8

Tal vez Gonzalo Arango tuvo ocasión de exponer mejor sus ideas en sus reportajes y crónicas publicados en la revista Cromos, al cabo compilados en el libro Prosas para leer en la silla eléctrica (1966). Lo cierto es que no logró disciplinar su impulso literario en alguna obra lo suficientemente trascendente. La publicidad y el liderazgo que emanaba lo obligaron a sacrificar su talento por la pose, y su individualidad por el grupo. Y cuando sintió que el nadaísmo había fracasado como grupo exclusivamente poético, sacó a la luz Terrible 13 manifiesto nadaísta (1967), en donde entrelíneas daba cuenta de su impacto, no en la literatura, sino en la vida de cierta juventud literaria: […] hemos bebido tragos acerados que quemarían los cinco estómagos de la vaca, y derretirían las entrañas poderosas del buitre […] hemos alucinado el espíritu con drogas y mezcalina para que sucumba la razón y flote el subconsciente tenebroso legendariamente oprimido […].9

Al suicidarse se convirtió en mito. Y en adelante sus compañeros se dedicaron a contar y recontar sus anécdotas y a extraer de viejos cajones sus cartas y documentos inéditos para publicarlos como exóticos. Ello dejó en evidencia que al nadaísmo le pasó lo mismo que a la generación Beat en Estados Unidos: intensificó la bohemia y creyó necesario popularizar lo que los poetas malditos y los surrealistas franceses imaginaron en sus poemas: experimentar con drogas alucinógenas a fin de vivir en los paraísos artificia-

Arango, Obra negra, op. cit., p. 100.

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Ibíd., p. 138.



Ibíd., p. 30.

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les de Baudelaire, o “dérèglement tous les sens” para “arriver à l’inconnu”, como pedía Rimbaud. Y aún más: aplicar el psicoanálisis de Freud por pura intuición del subconsciente. Claro: el psicoanálisis se confundió desde un principio con el surrealismo poético y, si a veces, se intentó aplicar a la crítica literaria (como lo quiso Estanislao Zuleta entre nosotros) fue porque en el fondo lo tomaban como un método imaginativo antes que científico. Recordemos que desde los tiempos de la revista Voces, Fuenmayor parodió el psicoanálisis en su novela Cosme (1926). Los nadaístas flaquearon a la hora de fundamentar su pensamiento. Quisieron parafrasear a Fernando González y cobijarse bajo su sombra. Pero “El Brujo de Otraparte” observó el nadaísmo sin aprobarlo del todo, o más bien lo cuestionó, como consta en su Libro de los viajes o de las presencias (1962): Mucho ojo a esto, jóvenes, que cuando se habla de nadaísmo se está hablando del sucediendo o Vida. Nada, sustantivo, sería lo que no está de ningún modo presente, ni como sucedido, ni como sucediendo, ni como por suceder. Y esto no existe ni se concibe. El valor de este mundo en que vivimos está en las Presencias.10

Además, el nadaísmo, literariamente hablando, había sido ya bastante expresado en la poesía acendradamente individualista de León de Greiff; en especial, en el verso “todo no vale nada, si el resto vale menos”,11 o en el estribillo “cambio mi vida, juego mi vida, de todos modos la llevo perdida”.12 Las obras narrativas de los nadaístas tampoco ofrecieron mayores sorpresas. Humberto Navarro Lince (Medellín, 1932-2002) escribió dos novelas experimentales, El amor en grupo (1974) y Juego de espejos (1987), que empiezan con toda la intensidad juvenil pero desfallecen a las diez páginas por falta de madurez, de reflexión. Mejores nos parecen los cuentos de Jaime Espinel (Medellín, 1940), acaso el único de los nadaístas vinculado a la academia estadounidense. En sus libros, Esta y mis otras muertes (1975), Agua de luto (1981), Manriques micros y otros cuentos neoyorquinos (1986), Alba negra (1990) y Cárdeno réquiem entre toda la eternidad menos un día (2001), el impulso se disciplina un poco, y hasta hay un cuidado en el ritmo

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Fernando González, Libro de los viajes o de las presencias. Alberto Aguirre Editor, Medellín, 1959, p. 92.



León de Greiff, “Balada de la fórmula definitiva y paradojal”, en Obra poética, Ayacucho, Caracas, 1993, p. 13.



León de Greiff, “Relato de Sergio Stepanski”, en Obra poética, op. cit., p. 131.

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de la prosa. En síntesis, los nadaístas tuvieron muchas pretensiones artísticas, pero pocas veces lograron ponerlas en práctica.

Fanny Buitrago: breve reacción contra el nadaísmo Antes de que Gonzalo Arango y sus amigos salieran con alguna obra literaria, Fanny Buitrago (Barranquilla, 1943), una joven novelista como ellos, ya los había parodiado en su novela El hostigante verano de los dioses (1963): Hostigante, por lo repetitivos que se volvieron los nadaístas blandiendo manifiestos empalagosos; verano, por el desparpajo sexual; con los dioses aludía a esos jóvenes arrogantes, derramados sobre los placeres, y para quienes todo parecía permitido. Algunos críticos desorientados quisieron vincular a Fanny Buitrago con el nadaísmo, pero ella misma renunció diplomáticamente al movimiento, entre otras cosas porque se inclinó hacia otros asuntos: hacia la ficción histórica sobre “El bogotazo” en Cola de zorro (1970), hacia los relatos folclóricos sobre el archipiélago de San Andrés y Providencia en Bahía sonora (1975), y hacia la vida portuaria y amorosa en Las panameñas (1979). Luego se engolosinó urdiendo melodramas de heroínas que combaten el machismo y sus propias hipocresías, en una suerte de parodias folletinescas que por supuesto están sazonadas de carnaval y picaresca a la manera “garciamarquiana”, que no siempre es la más afortunada: Los amores de Afrodita (1983), ¡Líbranos de todo mal! (1989) y Señora de la miel (1991). En una de sus últimas novelas, Bello animal (2002), retrató el mundo del modelaje. Paralelamente fue publicando cuentos para niños: La casa del arco iris (1986), Cartas del palomar (1988) y La casa del verde doncel (1990).

Marvel Moreno: heterodoxia femenina Más brillante que Fanny Buitrago es Marvel Moreno (Barranquilla, 1939-París, 1995). Solo que Marvel dejó una obra más breve. Se interesó no tanto por denunciar la muralla de prejuicios machistas que obstaculizaban la libertad femenina, como por indagar en la psicología de varias mujeres jóvenes de su época. Quiso entender por qué muchas de ellas, aun con las posibilidades económicas de deslindarse del futuro de una “señorita” tradicional, temían a la libertad o se dejaban abrumar por su propia belleza. En su única novela, En diciembre llegaban las brisas (1987), parece evocarse a sí misma en el personaje de Lina, una barranquillera asentada en París, decidida a recordar la vida de tres amigas de su ciudad: Dora, Beatriz Avendaño y Catalina. Que Lina viva en París, según el crítico Jaramillo Zuluaga, es un detalle que no

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debe subestimarse, en la medida en que se trata de toda una tradición de la narrativa colombiana: El París literario que aparece en la novela latinoamericana y, más específicamente, en la colombiana, es uno de esos lugares del lenguaje en el que todo es posible, un lugar donde se cruzan las palabras y los cuerpos, una especie de locus amenus, un locus de libertad [...]. Lina habita, pues, ese locus de felicidad que es París, y desde París recuerda esas historias que estamos leyendo y que, en consecuencia, pueden ser consideradas como una colección de exemplaes, de ejemplos: son un manual para sobrevivir en un mundo masculino.13

Las tres protagonistas de En diciembre llegaban las brisas pertenecen a la clase tradicional de Barranquilla y, aunque adquieren educación media y tienen acceso a ciertos medios culturales, dos de ellas no logran escapar al destino de someterse al matrimonio por interés y a la maternidad sin ganas. Solo Catalina lo logra. Dora, en cambio, a pesar de gozar desde adolescente de una extraña lujuria, cae en las garras del médico Benito Suárez, que anula toda su sexualidad original: No era bella como Catalina y carecía del refinamiento de Beatriz. No podría hablarse de gracia al verla, ni siquiera de seducción. No, tenía algo más remoto y profundo; algo que debió de permitirle a la primera molécula reproducirse o al primer organismo fecundarse a sí mismo; eso que palpitaba al fondo del mar antes de que cualquier forma de vida asomara a la tierra, y palpitando sorbía, chupaba, creaba otros seres, los expulsaba de sí: la vida en estado bruto y, más tarde, la hembra primitiva […] cualquier hembra capaz de atraer a su cueva el díscolo y alborotado macho y por un instante calmar su agresividad con el fin de hacerle realizar el acto que ante la naturaleza, y aparentemente, lo justifica, sino también, para recordarle que existe un placer más intenso y quizá más antiguo que el de matar.14

Esta novela implica un cuestionamiento a las teorías feministas en la medida en que, según Marvel Moreno, son ciertas prácticas de la mujer las que espolean el machismo. Lo nota al repasar el psicoanálisis freudiano y darse

Eduardo Jaramillo Zuluaga, “Ejercicios de ventriloquía: En diciembre llegaban las brisas, de Marvel Moreno”, en Continental, Latin American, and Francophone Women Writers, vol. iv, ed. de Ginette Adamson y Eunice Myers, University Press of America, Lanham, 1997, p. 6. Disponible en: http://www.marvelmoreno.net/



Marvel Moreno, En diciembre llegaban las brisas, Norma, Bogotá, 2005, p. 17.

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cuenta de cómo muchas mujeres, al sentirse castradas, se vuelven rencorosas y su acción tiende “a debilitar la fuerza del sexo opuesto aprovechando su inclinación a la lascivia”.15 Pero también justifica estas tretas femeninas en la medida en que los hombres no tienen que pasar por los mismos ritos. Sus libros de cuentos, Algo tan feo en la vida de una señora bien (1980) y El encuentro y otros relatos (1992), recogidos póstumamente en Cuentos completos (Norma, 2001), suceden en América Latina y en Europa y son protagonizados por mujeres parecidas a las de su novela, que permiten, según Betty Osorio, tener una visión más completa de su narrativa: En cuentos como “Barlovento” y “La sombra” es muy visible el aspecto telúrico que liga lo maternal al ámbito de la naturaleza. Hay un principio femenino, casi cósmico, que es el responsable por el ritmo de la vida en el planeta, una especie de savia fundamental. En otros cuentos, como “Una taza de té en Augsburgo” y “La peregrina”, la figura materna está más ligada a las negociaciones de poder en la sociedad y refleja los prejuicios y actitudes más recalcitrantes para la construcción de un ser social femenino. En estos cuentos, la maternidad se convierte en una supercategoría que amenaza con la locura y la misma muerte a las mujeres que quedan por fuera de sus márgenes.16

Sus cuentos arrancan casi siempre de situaciones más o menos cotidianas. Pero, en la medida en que avanza el relato, el argumento da giros inesperados y sorprende con los desenlaces. Menos brillante que Marvel Moreno es Albalucía Ángel (1939). Saltó al panorama literario con su novela Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón (1975), novela laberíntica, con relatos imbricados y entrecruzados que hablan de la violencia política colombiana, desde “El bogotazo” hasta la caída de Rojas Pinilla. Esta novela, según el crítico Carlos J. María, es “un totum indiscriminado en el que todo se mezcla sin discernir nada, sin un argumento u otro factor enriquecedor de la novela”, con lo cual resulta más parecido a “la cháchara infantil muy bien expresado en el título de Estaba la pájara pinta”.17 Pero, a juzgar por otros críticos más especializados, como Aleyda Gutiérrez:



Ibíd., p. 127.

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Betty Osorio, “Marvel Moreno o la reconstrucción del canon femenino”, en La obra de Marvel Moreno, ed. de Jacques Gilard y Fabio Rodríguez Amaya, Mauro Baroni Editore, Viareggio, p. 129.



Carlos J. María, Feedback. Notas de crítica literaria y literatura colombiana antes y después

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Albalucía Ángel se vale de la heteroglosia como un mosaico de puntos de vista, cuya referencia es la memoria colectiva frente a la individual. El trasfondo histórico se transmite a través de recortes de periódicos, mensajes radiales, artículos de prensa, comunicados oficiales, crónicas periodísticas, etc.18

Se trata, pues, de una novela in media res, a medio hacer, contaminada de periodismo, que la autora justificaba como tretas “vanguardistas”. Los personajes, apenas esbozados, ceden su importancia a la primacía del contexto social, político.

El fenómeno juvenil de Andrés Caicedo Otros escritores, al margen de los nadaístas, supieron acercarse mejor a la crisis espiritual de la juventud. Así, el novelista con quien más se identificó cierta juventud de la segunda mitad del siglo xx fue con Andrés Caicedo (Cali, 1951-1977). Nadie como él consiguió involucrar el rock, la salsa y el cine dentro de la literatura. Vestido a la manera de un rockero, con jeans y pelo largo, escribió, de los veinte a los veinticinco años, numerosas notas de cine, varios cuentos y una novela con argumentos tan empapados del ambiente juvenil caleño que hoy todavía siguen reeditándose y suscitando toda suerte de mitos, a los que también contribuyó su suicidio. Consideraba que vivir después de los veinticinco años era una insensatez, lo que tal vez puede interpretarse como un temor a la madurez, a la edad adulta. De ahí que en varias obras de Andrés Caicedo se note el ritmo de los cuentos infantiles; basta ver el título de sus libros: Angelitos empantanados o Historias para jovencitos (1972) y ¡Que viva la música! (1977). Además, algunos de sus personajes, como Angelita y Miguel Ángel, se presentan al principio inocentes, ingenuos, para recalcar con más fuerza sus características adversas. En la medida en que caminan la ciudad sin rumbo fijo se van volviendo (la ciudad los va volviendo) pequeños demonios, seres “perversitos” que caen en las fauces de las drogas y la perdición. Y así, con el mismo tonito alegre o infantil de un cuento de hadas, Caicedo narró en ¡Que viva la música! la historia de una adolescente rubia, María del Carmen Huerta, que va drogándose por las calles de Cali, de sur a norte, de los barrios burgueses a los miserables, al son de los Rolling Stones, Richie Ray y Bobby Cruz. María del de García Márquez, ed. de Ariel Castillo, Instituto Distrital de Cultura, Barranquilla, 2006, p. 285.

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Aleyda Gutiérrez, “Propuesta narrativa de Albalucía Ángel en Estaba la pájara pinta”, en Estudios de Literatura Colombiana, n.° 21, julio-diciembre de 2007, p. 83.

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Carmen se vuelca sobre los peligros de la ciudad porque ignora lo que desea y porque, de algún modo, quiere poner a prueba su vanidad, saber si su belleza resulta alabada o despreciada. Ello se da a entender en este fragmento: No me apartaba del espejo, y pensaba: “Bañarme y peinarme y vestirme: 20 minutos”. Era el dilema de la urgencia de estar afuera, de oír ya música, de encontrar amigos. “Si no me bañara ni hiciera higiene y saliera a dar escándalo con mi facha?” Fíjese, tener ya en cuenta arma tan revolucionaria como el escándalo. “No puedo”, pensé. “Anoche estuve en un lugar cerrado, humo. Si cojo por costumbre ir al grill todas las noches (era una broma que me hacía, una posibilidad imposible) tengo que lavarme el pelo mínimo día de por medio, con tanto humo”.19

Al releer sus cuentos lo primero que se advierte es su desorganizada sencillez al relatar: con una sintaxis que se quiebra para adaptarse a la oralidad callejera, urbana, y para producir la sensación de hablarnos al oído. De ahí tal vez el sabor entrañable que muchos lectores encuentran en el tono de su escritura, mezcla de ingenuidad infantil y perversión callejera, aun a pesar de ciertos defectos estructurales. Hay que pensar que Andrés Caicedo hubiera sido el primero en admitir la necesidad de adquirir mayor pericia literaria, de hacer una novela más lograda, mejor redactada. Las técnicas estructurales que asimilaba asistiendo al cine o elaborando guiones cinematográficos no eran las mismas que se aplicaban a la novela o el cuento, a no ser que concibiera a estos últimos como planos o bosquejos de una posible película, como guiones. Lo cierto es que, como lo ha señalado el escritor Alberto Fuguet, Caicedo sufrió las consecuencias de haberse formado más viendo cine que leyendo libros: Caicedo fue el cinépata más cinépata de todos. Un tipo que devoraba el cine y fue víctima de lo que él denominaba la cinesífilis. Organizaba cine-clubs y revistas y no hacía otra cosa que ver y ver. Su meta era clara: tragarlo todo y, luego, escribir, volver a ver lo que ya había visto [...]. Sus escritos sobre cine bordeaban los límites de la ficción y, cuando se puso a inventar cuentos y novelas y teatro, todo le salía con olor a pantalla. Personalmente prefiero sus escritos de cine que sus cuentos y novelas. Pero lo principal en Caicedo es Caicedo mismo. Es la idea del cinéfilo como mártir, el post-adolescente latinoamericano alienado con Hollywood.20

Andrés Caicedo, ¡Que viva la música!, Norma, Bogotá, 2004, p. 18.



Alberto Fuguet, “Andrés más Caicedo: dos encuentros”, en Noches sin fortuna, Norma, Bogotá, 2009, p. 11.

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Después de su suicidio, en efecto, su fama se triplicó. Sus amigos se dieron a publicar sus manuscritos de cuentos y novelas inconclusas, sí, como fragmentos de posibles novelas que solo revelan a un gran escritor en ciernes: Destinitos fatales (1984), luego ampliada y corregida con la publicación de Noche sin fortuna, amén de sus artículos en Ojo al cine (1999).

La narrativa erudita, o la transgresión inteligente Se ha demostrado con el paso de las modas que la presencia de los libros y el nutrirse de la gran cultura es imprescindible en un escritor, como la presencia de instrumentos y partituras en un músico. Seamos esta vez iconoclastas nosotros y destruyamos la imagen del músico o del novelista hippie, puesto que vístanse como se vistan, asuman los gestos que asuman, uno y otro deben recurrir a cierta privacidad para componer sus creaciones: estar a solas probando con el lenguaje, luchando con el papel en blanco. La tal “escritura automática” solo se la creen los ilusos. Otros escritores, sin escándalos y sin muchas simpatías personales, intentaron plasmarse enteramente a través de sus obras. Gómez Valderrama, Álvaro Mutis y Germán Espinosa lideran este grupo. Los dos primeros, en especial, se dieron a conocer en las páginas de la revista Mito, y ello quiere decir que si seguimos esculcando un poco más en el pensamiento de Jorge Gaitán Durán, el fundador de Mito, acaso p ­ ueda entenderse mejor qué mentalidades o discursos alimentaron la narrativa de esta época. Situémonos en 1949, un año después de “El bogotazo”. Todavía tembloroso tras aquel episodio sangriento, Gaitán Durán llegó a Europa y se topó con las ruinas de la Segunda Guerra Mundial. Al principio creyó encontrar un consuelo en el existencialismo de Jean Paul Sartre, con quien hasta conversó en el café La Rotonde en París. Solo que no quiso seguirlo en aquellos de sus postulados que niegan la estética individual y codifican la creación literaria en estructuras colectivas. Más bien se sintió identificado con el existencialismo de Albert Camus, que lo llevó a pensar que la ruina de Europa había obedecido, en buena parte, a la destrucción del individuo en pro de las colectividades, de los fascismos, y que la posibilidad de un renacimiento humanista habría de fundarse en la total libertad individual. No hacía falta, pensó, fundar otro partido político o sostener otra ideología, sino realizarse como individuo mediante un erotismo-humanista. En su brillante ensayo, Sade: el libertino y la revolución (1960), Gaitán Durán sostuvo que los principales cambios sociales del mundo contemporáneo solo se han ocupado de la soberanía del pueblo, pero no de la libertad del individuo, que es, en últimas, el erotismo. Su erotismo, que implica también una preocupación social, lo llevó a publicar en la revista Mito informes sobre la vida sexual 299

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de los campesinos colombianos, asediados por supersticiones primitivas. Las supersticiones también podían adquirirse, observó Gaitán Durán, por la saturación y por un hastiarse de ideologías y teorías. Y en sus poemarios Amantes (1959) y Si mañana despierto (1961) Gaitán Durán empezó a darle otro giro a lo que Herbert Marcuse planteaba en Eros y ­civilización (1955) y a lo que los hippies gritaban por esos años: sexo libre sin ataduras religiosas ni moralistas. Su giro consistió en señalar que también el erotismo era una forma de lucha, de guerra, y que convenía por lo tanto cierto espíritu reflexivo: Enamorados como dos locos, dos astros sanguinarios, dos dinastías que hambrientas se disputan un reino, queremos ser justicia, nos acechamos feroces, nos engañamos, nos inferimos las viles injurias con que el cielo afrenta a los que se aman.21

La transgresión erótica en la narrativa de Pedro Gómez Valderrama Las reflexiones que sobre el erotismo propuso Gaitán Durán fueron puestas en práctica, en cuentos y relatos, por Pedro Gómez Valderrama (Bucaramanga, 1923-1992), quien tal vez sea uno de nuestros cuentistas más brillantes, a juzgar por El retablo de maese Pedro (1967), La procesión de los ardientes (1970) y La nave de los locos (1984), póstumamente reunidos, junto con otros textos inéditos, en Cuentos completos (Alfaguara, 1998). En su primer libro de ensayo, Muestras del diablo (Ediciones Mito, 1958), Gómez Valderrama demostró cómo el auténtico erotismo había sido siempre sinónimo de trasgresión y libertad. Se documentó en la historia medieval y hurgó en archivos antiguos, como en el de la Inquisición de Cartagena, para probar, entre otras cosas, que “a la severidad de las nuevas formas de conducta sexual siguen la sumisión, primero, y, luego, el desenfreno y la anormalidad, y [que] el río de lo político confluye con el del sexo para alimentar la hechicería”.22 Y advirtió que el sentido heterodoxo del erotismo bien entendido ponía en jaque y deslegitimaba toda autoridad excesiva.



Jorge Gaitán Durán, “Amantes”, en Antología de la poesía erótica española e hispanoamericana, ed. de Pedro Provencio. Editorial Edaf, Madrid, 2004, p. 502.



Pedro Gómez Valderrama, Muestras del diablo, Monte Ávila Editores, Caracas, 1971, p. 46.

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Cuando se decidió a escribir relatos de ficción, Gómez Valderrama alimentó su imaginación con lo que investigaba en los documentos históricos, de suerte que encontró en la técnica de los cuentos de Jorge Luis Borges (miembro del consejo editorial de la revista Mito) un buen molde para verter sus reflexiones. Sus cuentos, como los del argentino, también se disuelven en sinuosidades formales: el cuento-ensayo; el ensayo-cuento; el cuento dentro del cuento; el cuento que parece un mero informe noticioso, y de repente, en una nota o una posdata, se transforma en una ficción no contemplada por el lector; el cuento que reduce al absurdo la teoría contraria; o el que les añade a los acontecimientos de la historia y aun a ciertas ficciones literarias, como Robinson Crusoe, datos o posibilidades inusitadas.23 De lejos, según observó muy a tiempo Hernando Téllez, Gómez Valderrama fue quien mejor asimiló en Colombia la influencia de Borges: Gómez Valderrama, como Borges, penetra en los dominios del mito con pasaporte o letras credenciales expedidas por la literatura. La interpretación o la descripción del mito, en el escritor argentino, en el escritor colombiano, operan a la segunda potencia, a veces a la tercera, y a veces recorren una escala indefinida de transfiguraciones y mutaciones. 24

A esto añade el crítico Darío Henao: La exploración que el autor [Gómez Valderrama] realiza de las representaciones del demonio —desde la noche del sabbat hasta la celda del marqués de Sade en Muestras del Diablo— lo sitúa en la misma senda borgiana, al comprender las mitologías y las culturas, al mismo tiempo que —en el caso del colombiano— le sirve para pensar en la libertad, pues, según sus palabras, “Cuando la libertad aparece, el demonio se esfuma. Y cuando el demonio anda suelto, ello se debe a que las conciencias están amarradas”.25

En uno de sus mejores cuentos, “Noticia de los cuatro mensajeros”, el argumento parece un juego de lógica: cuatro mensajeros asumen como una Parte de esta clasificación la he tomado de Enrique Anderson Imbert, “La mano del comandante Aranda de Alfonso Reyes”, en Más páginas sobre Alfonso Reyes, vol. ii, segunda parte, ed. de James Willis Robb, El Colegio Nacional, México, 1996, pp. 810-812.

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Tomado de Darío Henao, “Gómez Valderrama o la utopía liberal”, en La casa de Asterión, revista trimestral de Estudios Literarios, vol. I, n.° 4, enero-marzo de 2001. Disponible en: http:// lacasadeasterion.homestead.com/v1n4gomez.html



Ibíd.

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imposición inmodificable la lealtad a su profesión. Los cuatro experimentan circunstancias similares en el camino que deben recorrer para entregar un recado: el amigo que les ofrece vino fresco, la moza retozona a la vera del camino, el caballo acompasado y la ciudad o el castillo sitiado por los enemigos. A los dos primeros mensajeros el rey los acribilla por traer mensajes malos. Sabiendo cuál podía ser su destino, el tercero asume el riesgo y, pese a que tarda treinta años en llegar, el rey lo colma de bendiciones al arribar en el momento exacto. El cuarto mensajero, mientras se dirige hacia el castillo, piensa cómo el mensaje se identifica y se confunde con el mensajero, sin que este sea nunca, en verdad, mero accidente de la noticia. En otro de sus cuentos, “El historiador problemático”, un hombre mayor defiende en medio de una reunión de oligarcas a Manuelita Sáenz, acusada de chismes que la historia oficial repite sin rigor. Este hombre mayor tiene la fuente más auténtica, pero no proviene de la inteligencia humana sino de un loro centenario de su hacienda que, por muchos años, siguió repitiendo conversaciones secretas que escuchó al paso de los próceres. El cuento “El maestro de la soledad” cristaliza lo que llamamos intertextualidad: combina la ficción con citas muy reales tomadas de Rousseau y de eruditos franceses en torno a Robinson Crusoe; coteja la edición príncipe aventurando posibles tachones o correcciones, al punto de cuestionar el hecho de que Robinson Crusoe haya permanecido 20 años en una isla de las bocas del Orinoco. ¿Cómo hizo Robinson para vivir sin tocar a una mujer durante 20 años? ¿Acaso tenía una relación homosexual con el indígena Viernes? ¿O se casó y tuvo hijos con alguna lugareña? El ifismo —del condicional inglés if [si]— domina parte de sus cuentos.26 En uno se pregunta qué hubiera pasado si Cervantes hubiera viajado a Cartagena de Indias; en otro si Bolívar hubiera mantenido la unión de la Gran Colombia; en el cuento “Los papeles de la academia utópica”, otro cuento con pies de página y diferentes versiones sobre el pensamiento de Tomás Moro, se pregunta si en verdad hubiera existido el reino Utopía. Un cuento donde el erotismo propone la total trasgresión del autoritarismo tiene lugar en la época colonial y se titula “La procesión de los ardientes”. Eugenia, la esposa de un comerciante anciano de nombre Velásquez, se tizna la cara de carbón para parecer una esclava negra y salir a medianoche al encuentro de su amante. Ignora que esa noche el clero ha ordenado toque de queda en protesta contra una reforma de la Audiencia, y en la plaza choca

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Esta idea Gómez Valderrama parece haberla tomado de un ensayo de Alfonso Reyes (que era del comité editorial de Mito) llamado “Mi idea de la historia” (1949), en Marginalia. Primera, segunda y tercera series, Obras completas xxii, fce, México, 1989, p. 211.

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con una procesión de frailes, fluyendo de los cuatro costados, portando cada uno un farol. La ven asustadiza, la confunden con una esclava y la llaman “negra de pecado” por atreverse a salir esa noche: La plaza se llenaba de sotanas, de curas con farol que venían, que iban. De pronto las luces formaban un pequeño remolino. De los grupos de luces surgía un pequeño murmullo que iba llenando la plaza, y llegaban más luces. Eugenia caminaba de un lado a otro, tropezando, evitándolos, oyendo a cada instante una pregunta, un “¿qué quieres?, ¿qué buscas?”. Los había adolescentes, ancianos. El murmullo era de guerra, de ciudad sitiada. Y a Eugenia le pareció que hablaban de ella. Sí, era de ella, de ella, uno la llamaba, oía que decían adúltera, perversa, veía gestos que negaban absoluciones, erraba con la respiración entrecortada, a punto de gritar, en horrible sueño, en un carnaval envenenado, en una reunión de diablos, en un concilio de fantasmas.27

Velázquez, el anciano esposo, sospecha de ella y la cela terriblemente. Por fin ella consigue vencer su vigilancia y sale un viernes santo a casa de su amante, a pesar del mito según el cual quienes hacen el amor ese día “sagrado” se quedan pegados. Pero ambos aceptan cometer tal rito prohibido y lo justifican con un tono casi sacramental: —¿Sabes, murmuró, lo que les pasa a los que hacen el amor en Viernes Santo? —Sí, te lo dije, es una maldición, quedan pegados, no se pueden despegar nunca. Pero voy a morir, vas a morir, muramos así. De pronto él se incorpora, la toma por los brazos, la acuesta sobre él, le susurra sin que ella lo entienda, es el día embrujado, el día terrible, se acerca a ella que se entrega, la penetra, la hiere con su sexo, sí, es el último día, el día en que vamos a quedar pegados para siempre como todos los que hacen el amor en Viernes Santo y pueden sacarnos a la calle y no van a despegarnos, los cuerpos se convierten en uno [...]. Así venceremos, así nadie nos separa, así estamos para siempre en la procesión, en el mar, en la selva, en el baile, en el sexo, en el infierno para siempre en la tempestad de nuestra muerte, de nuestro espasmo, de nuestros sexos uno para no despegarse más.28

El tema del sexo en las sociedades prohibitivas juega un papel protagónico en otro de sus cuentos, “Eliécer y Rebeca”, que narra la confesión de un mensajero que servía a un viejo judío. Alguna vez tiene la tarea de conducir

Pedro Gómez Valderrama, Cuentos completos, Alfaguara, Bogotá, 1996, p. 171.



Ibid., p. 175.

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de un reino a otro a Rebeca, la moza que se casará con su amo judío. Pero en medio de la caminata por el desierto ambos se enamoran, y ella renuncia a casarse con el viejo judío para quedarse con su sirviente. Para no referir el final, hablemos de otro de sus cuentos, que brota esta vez de una pintura. De cierto detalle del tríptico “El jardín de las delicias”, el cuadro de El Bosco, Gómez Valderrama toma el argumento para otro de sus mejores cuentos, “El hombre y su demonio”, en donde discurre la leyenda de que en Brujas, aquella ciudad de Bélgica, las campanas plañían dulcemente porque en su fundición el herrero del pueblo había arrojado el cuerpo vivo de una muchacha virgen. Si El Bosco es uno de los pintores más misteriosos de toda la historia del arte y no es fácil interpretar sus obras, algo parecido podemos decir de Gómez Valderrama: el cuentista más misterioso de la historia literaria colombiana. De su novela La otra raya del tigre (1977) literariamente hay poco qué decir, en comparación con la calidad de sus cuentos. El protagonista de esta novela es un ilustrado alemán, de apellido Lengerke, uno de los tantos emigrantes alemanes que llegaron a tierras del departamento de Santander durante el Olimpo Radical, a mediados del siglo xix. Las empresas del alemán, empeñado en trazar puentes y abrir caminos entre los riscos y las selvas del Magdalena Medio, no cuajaban del todo por el fanatismo de las luchas liberales en Europa y en Colombia. La novela transcurre entre el lujo y la ilustración europea, alemana, y la rudeza del trópico en Colombia. Tal combinación de espacios y situaciones permite —obliga— que haya varios enfoques o puntos de vista, es decir, varios narradores que registran la diversidad de espacios y tiempos: el narrador-testigo, el narrador-protagonista, el narrador-omnisciente y el narrador cuasi omnisciente. La otra raya del tigre es una suma de las técnicas que Gómez Valderrama había venido practicando, pero no seduce tanto como sus mejores cuentos.

Álvaro Mutis o lo gótico del trópico Álvaro Mutis (Bogotá, 1923) también se descolgó de la revista Mito, en donde publicó algunos de sus primeros poemas. De algunos de ellos emana buena parte de la saga novelística de Maqroll el Gaviero. Cuando en 1986 salió la primera novela de la saga, La nieve del almirante, el lector de sus poemarios iniciales, en especial de Reseñas de los hospitales de Ultramar (que salió en una separata de Mito en 1955), se encontró con una prolongación de su mundo poético. Incluso el tiempo histórico del Maqroll de sus poemas y de sus narraciones podría ubicarse poco después de la posguerra, sí, por el existencialismo o el desamparo espiritual en que había quedado el mundo. 304

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Como todavía no se habían establecido aerolíneas comerciales y los viajes trasatlánticos se hacían en barco, Maqroll navega por los ríos del continente, atraca en uno u otro puerto de los mares del mundo y aspira a recoger algo del amasijo esencial de las cosas de América (a la manera del Canto general de Neruda), algo que le devuelva alguna esperanza. Mutis vivió en carne propia la posguerra europea. A finales de los años cuarenta estudiaba en Bélgica, de donde regresaba de vacaciones, cruzando el Atlántico, a su hacienda familiar en el Tolima. Si desembarcaba en Buenaventura debía remontar el río Dagua; si desembarcaba en Barranquilla, el río Magdalena. Las imágenes de aquellos ríos colombianos inundan su poemario Reseñas de los hospitales de Ultramar: El Hospital había sido construido a orillas de un gran río navegable que cruzaba el interior de un país de minas, cuyo producto bajaba a la costa en oxidados planchones, empujados por un remolcador que cada semana ascendía la corriente con una lenta y terca dificultad de asmático.29

Muchos años después, imágenes de remolcadores similares surcan las páginas de su novela La última escala del tramp steamer (1988), sin que en ningún momento se precisen nombres geográficos de Colombia: El remolcador había dejado atrás la región de las ciénagas y entró al trayecto final del río, antes de llegar al puerto. Ese trozo estaba dragado y mantenido desde la colonia para facilitar un tráfico muy intenso entre varias ciudades aledañas a la costa del Caribe, unidas entre sí por un canal que, partiendo de un recodo del río, conducía a la Villa Colonial, de heroica tradición por su resistencia a las invasiones de los piratas en los siglos xvii y xviii. El paso por las vastas extensiones pantanosas es de una monotonía abrumadora.30

Como decíamos, no hay casi diferencias entre sus poemas y su prosa de ficción, y ambos están más cerca de la narrativa que de la lírica. En ambos géneros Mutis nunca deja de preguntarse por qué le resulta tan difícil al hombre europeo adaptarse al trópico. Se pregunta qué fuerza misteriosa alimenta continuamente la vida allí, pero al mismo tiempo impide el desarrollo de una civilización estable, condenada muchas veces al aniquilamiento. La evidencia de esta observación hace que su personaje, Maqroll, tenga un



Álvaro Mutis, Suma de Maqroll, fce, México, 2002, p. 117.



Álvaro Mutis, Siete novelas, Alfaguara, Bogotá, 1997, p. 365.

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aspecto melancólico, que contrasta con la alegría o algarabía de los trópicos. Maqroll exalta el espíritu aventurero (¿europeo?) que le permite indagar con más insistencia en los secretos de la vida, así sean tristes o desoladores. De ahí que ciertos críticos hayan hallado semejanzas entre los personajes de Mutis y los personajes de Joseph Conrad, aunque no habría necesidad de ir tan lejos, si reparamos, junto con el crítico Cobo Borda, en que Maqroll evoca los pseudónimos poéticos de los relatos poéticos de León de Greiff, muchos de los cuales (Gaspar, Eric Fjordsson, Gunnar Fromhold, Proclo, Harold el Obscuro, Sergio Stepansky y Guillermo de Lorges) también se sentían europeos — nórdicos— perdidos en el trópico.31 El paso de Maqroll de los poemarios a las novelas (la primera de la saga es de 1986) tardó un buen rato. Sus primeros relatos coquetearon con el reportaje, el género gótico y la ficción histórica, sin que Maqroll fuera todavía el protagonista. Su primer relato publicado brotó de una fuerte experiencia personal. Por culpa de malas cuentas con la petrolera Esso, Mutis cayó preso en la cárcel mexicana de Lecumberri, entre 1956 y 1957, y, al salir, comenzó a ordenar sus apuntes y dio a la imprenta su Diario de Lecumberri (1960). Este breve texto consigue el suspenso de un relato policial en el que, además de la sordidez y de la cotidianidad del encierro en la cárcel de Lecumberri, se suma el miedo a morir a manos de otros presos: El miedo de la cárcel, el miedo con polvoriento sabor a tezontle, a ladrillo centenario, a pólvora vieja, a bayoneta recién aceitada, a rata enferma, a reja que gime su óxido de años, a grasa de los cuerpos que se debaten sobre el helado cemento de las literas y exudan la desventura y el insomnio.32

El protagonista-narrador a ratos cede la voz a otro preso que cuenta por qué está allí, en la cárcel, con lo cual este pequeño relato se enriquece con historias paralelas. Mutis parece solazarse en cierta melancolía, y encuentra cierto aspecto poético en el encierro, en lo sórdido. Una vez salió de la cárcel, Mutis se involucró de nuevo en el mundillo literario mexicano. Como la industria del cine estaba en su boom, él, como Carlos Fuentes y García Márquez, se dejó tentar por la posibilidad de concebir relatos de ficción para posteriormente llevarlos a la pantalla. El cineasta español Luis Buñuel, exiliado en México, se mostraba muy interesado en filmes de argumentos cruelmente realistas y simbólicos. Y alguna

Juan Gustavo Cobo Borda, Lecturas convergentes, Taurus, Bogotá, 2006, p. 271.



Álvaro Mutis, La mansión de Araucaíma. Diario de Lecumberri, Norma, Bogotá, 1992, p. 50.

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vez apostó con Mutis, en plan bromista, si podía escribir una novela gótica en el trópico, es decir, sin la presencia de la neblina, de la oscuridad y el frío que inspiran “terror” en el género tradicional. De suerte que en 1961, en la revista Snob de México, Mutis publicó La mansión de Araucaíma (la edición en libro apareció en Buenos Aires en 1973, con el subtítulo “relato gótico de tierra caliente”). Sin estar situada en el norte de Europa sino en una hacienda cafetera del Tolima, los elementos góticos parecen trasladarse con cierta exactitud. El relato se construye un poco a la manera de una pieza teatral, donde un narrador omnisciente presenta a cada personaje para después describir mejor la arquitectura de la hacienda. Primero aparece el guardián de la hacienda, un hombre políglota a quien le faltaba un brazo y “olía a esas plantas dulceamargas de la selva que, cuando se cortan, esparcen un aroma de herida vegetal”.33 Aparece también, no el aristócrata del castillo sino un hacendado homosexual llamado don Graci. A la hacienda van llegando forasteros: un piloto de una avioneta de fumigación que había contratado el hacendado; una mujer madura, La Machiche, antigua enfermera de los hospitales de ultramar, “de vastas caderas y grandes nalgas, ojos negros y uno de esos rostros de quijada recia, pómulos anchos y ávida boca que dibujaran a menudo los cronistas gráficos del París galante del siglo pasado”.34 Llegan asimismo un sirviente haitiano y un fraile. Pero todo se turba cuando aparece de repente, en bicicleta, una muchacha de 17 años llamada Ángela, cuya presencia angelical llena de perversidad aquella hacienda alejada de la sociedad, y en donde está desterrada la moral convencional. La Machiche se convierte en una ninfómana. En sus actitudes, según Moreno-Durán, hay una síntesis de la narrativa de Mutis: La Machiche es el corazón sexual de una situación que no se priva del pathos inherente a lo gótico y de ahí que concilie todos los elementos con los que en el futuro Mutis conformará la identidad de sus heroínas más sugerentes: ella es el útero y la mansión, ella es Araucaíma y el trópico sensual, ella es el género y el predicado, ella —como el texto— es el orgasmo que se autocontempla, es la preceptiva y la anécdota, ella, en suma, es la tierra caliente.35

La segunda edición en libro de La mansión de Araucaíma (Bogotá, La oveja negra, 1978) vino acompañada de otros dos cuentos: “El último rostro”

Ibíd., p. 11.



Ibíd., p. 18.



R.H. Moreno Durán, “La flora de la donna tórrida”, en A propósito de Álvaro Mutis y su obra, Norma, Bogotá, 1992, p. 29.

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(escrito en 1960), diario imaginario de un militar polaco que llegó a Cartagena al final de las guerras independentistas, con el fin de visitar a Bolívar en el convento de la Popa, al cual encuentra decepcionado y enfurecido tras recibir la noticia del asesinato de Sucre; y “La muerte del estratega” (escrito en 1963), cuyo argumento se hunde en las complejidades de Bizancio durante las guerras de los iconoclastas en el Imperio turco, mediante el relato del general de una de las guarniciones del Imperio, que aún conserva, pese al rigor castrense y religioso, un espíritu helénico; a este general lo envían a Bulgaria a reclutar mercenarios, y allí se derrumba en una honda depresión espiritual de la que solo lo salva cierta muchacha. Por cierto, ¿no podría ser Mutis un escritor bizantino? En varias entrevistas se ha solazado en desdeñar la democracia y la modernidad, y ha declarado, en un gesto entre estético y retrógrado, que: “el último hecho político que me preocupa de veras es la caída de Bizancio a manos de los infieles en 1453”.36 Literariamente, a juzgar por los argumentos y el estilo de sus novelas ulteriores, Mutis no estaría lejos de ser un escritor bizantino. Esto se nota un poco al percibir su saga de novelas sobre Maqroll: La nieve del almirante (1986), Ilona llega con la lluvia (1987), Un bel morir (1989), La última escala del Tramp Steamer (1988), Amirbar (1990), Abdul Bashur, soñador de navíos (1990) y Tríptico de mar y tierra (1993). En ellas deja la impresión de que poco le importa ser intempestivo, fuera de tiempo y sazón, al cultivar una narrativa parecida a los relatos de viajes de los naturalistas europeos del siglo xix. Maqroll se diluye por los ríos selváticos de América, atraca en varios puertos del Caribe, estira puentes hacia ciudades nórdicas de Europa, o retorna de pronto a alguna aldea de los Andes. No importa que la geografía sea exacta o no; tampoco que la verosimilitud de sus argumentos parezcan forzados al máximo; importa que Maqroll, su protagonista, conserve un tono melancólico. Que reflexione, en estilo proustiano, sobre la decadencia de la aristocracia europea, sobre el neocolonialismo en América Latina y sobre la dificultad de erigir una civilización en el trópico, cuya naturaleza salvaje conspira para destruir trenes, fábricas, viejos edificios de hotel, hospitales de ultramar. Importa, como insiste el crítico Guillermo Sucre, que Mutis practique “una técnica de la yuxtaposición de planos nítidos y precisos”.37 Pese a la calidad estética de esta saga novelística, ¿no hay una repetición de temas, estructuras y hasta de personajes secundarios: Ilona Grabowska, 36



Álvaro Mutis, La muerte del estratega. Narraciones, prosas y ensayos, fce, México, 2004, p. 205.



Guillermo Sucre, La máscara y la transparencia. Ensayos sobre poesía hispanoamericana, fce, México, 1985, p. 322.

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Flor Estévez, Bashur? ¿No acusan estas novelas un desapego frente a la realidad de las grandes ciudades, aun a pesar de que Maqroll toque por momentos Los Ángeles o se acerque a Londres y París? ¿No evaden el conflicto de los verdaderos viajes, esto es, el enfrentamiento entre tradiciones y diferentes formas de vivir? El cosmopolitismo de Maqroll deja un sabor efímero y muy vago. Hay quienes ponderan a Mutis como el principal novelista colombiano después de García Márquez. Pero para probarlo habría que enfrentarlo a otro novelista del Caribe, Germán Espinosa, en quien los hados de la suerte no obraron como sus mejores amigos.

La narrativa de síntesis de Germán Espinosa Las contradicciones de la segunda mitad del siglo xx, la locura colectiva desatada por el hippismo, el fanatismo de ideologías extremistas o, bien, la aparente tranquilidad de la vida burguesa, se ven sometidos a una gran crítica en la narrativa de Germán Espinosa (Cartagena, 1938-Bogotá, 2007). Tal vez sea él uno de los escritores colombianos más reflexivos. Espinosa se dio cuenta que detrás de los extremismos y rebeldías de su tiempo había también un anacronismo, es decir, un retroceso de la cultura. En su ensayo de 1969, “El despertar de las bacantes”, se preguntó por qué aquellos movimientos juveniles combatían la sensatez de la razón, el sentido común del que de alguna manera dependían para expresarse o hacerse entender: La orgía báquica no es ya una forma de fuga, sino de enfrentamiento abierto al “mundo de los hombres razonables”, una puja para hacer del planeta el escenario inmenso de una celebración de vendimia. ¿Bueno? ¿Malo? Difícil discernirlo. Los amuletos del aquelarre resultan en exceso contradictorios: la efigie de Herbert Marcuse alterna con la de Martin Luther King y con la del “che” Guevara. Y, sin embargo, pocos hablan de política o reivindicaciones, sino de bacanal. Los símbolos obscenos vuelven a incrustarse en los sarcófagos, porque volvemos a marchar “al reino de la Muerte por el camino del Amor”. Pero el amor no posee ya, como quiere Bataille, un sentido de continuidad, sino un sentido de fuga: amor anestésico, analgésico. El amor triste que no se compagina, en Breton, con la lectura del periódico en voz alta. Amor que tendrá que vencer.38

Que criticara la rebeldía juvenil de su tiempo no significa que Espinosa hubiera sido reaccionario. Su estilo elegante y erudito —herencia del

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Germán Espinosa, Ensayos completos I, Fondo Editorial Universidad Eafit, Medellín, 2002, p. 258.

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mejor modernismo— hay que verlo como una rebeldía contra la solapada “humildad” de la intelectualidad de su época, politizada y resignada a los dictámenes del “compromiso social”. El auténtico escritor, dijo, puede regirse por lecturas íntimas, con libertad de internarse en otra época de la historia, lejos de los afanes ideológicos de su tiempo; también puede acudir a diversas técnicas y géneros, en la medida en que el argumento lo solicite. De ahí que en su primera novela publicada, Los cortejos del diablo: balada en tiempos de brujas (1970), Espinosa tomara el tono del barroco, recargado, musical, para sumergirse en la Cartagena colonial. No con otro tono, sino con el barroco, se podía exaltar la práctica de la brujería. El Santo Tribunal de la Inquisición pretendía controlar el lenguaje, encerrarlo en rígidos términos jurídicos, y no había forma de oponérsele sino mediante juegos y retruécanos retóricos. De ahí también que en su novela más celebrada, La tejedora de coronas (1982), Espinosa haya escogido una técnica de redacción tan ambiciosa, una prosa sin puntos seguidos, únicamente separada por la respiración de las comas. Así lo solicitaba el argumento: el ascenso de la Ilustración francesa en Hispanoamérica, primero a través de la piratería y después de logias masónicas, en medio de la persecución inquisitorial; pero también la carga de poesía de viejos mitos y religiones que las ambiciones cientificistas o racionalistas pretendían desterrar. Coterráneo —costeño— y casi coetáneo de García Márquez (se llevaban 11 años de edad), ¿qué hay de diferente en la obra de Espinosa? Tal vez García Márquez y Espinosa cuenten con un punto de inicio común: la literatura fantástica. Los primeros libros de cuentos de los dos pertenecen a ese género. García Márquez compiló Ojos de perro azul con cuentos escritos entre 1947 y 1955. Fascinado con Aldous Huxley, Espinosa publicó los suyos bajo el título La noche de la trapa (1965). Pero ya sabemos cómo, desde La hojarasca, García Márquez se dejó arrastrar por el influjo de Faulkner y fue apoyando su fantasía en objetos familiares, de tal forma que lo fantástico apareciera como una especie de costumbrismo hasta llegar al realismo mágico. Espinosa, en cambio, se apartó del costumbrismo y nutrió su fantasía a partir de sistemas filosóficos o documentación histórica. Volvió a la prosa culta y a la erudición del modernismo, aunque sin alejarse nunca de la tradición o la historia colombianas. En su cuento “El rebelde R ­ esurrección Gómez”, compilado en Los doce infiernos (1976), toma el caso de un soldado del general Rafael Uribe Uribe, que, al regresar después de la derrota sufrida en la guerra civil de 1875, se rebela, cuestiona la disciplina castrense, al punto de generar todo un conflicto ético. En el titulado “Fábula del pescador y la sirena”, si parece deleitarse en los mitos populares de Tolú en el golfo de Morrosquillo, de pronto nos sorprende imaginando la venganza del mar 310

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contra un apuesto pescador, cuya amante-sirena no es más que un manatí. No en todas sus obras, claro está, Espinosa alcanza la misma maestría. Abramos un espacio para comentar las principales. Tres años después de Cien años de soledad, publicada en Buenos Aires, apareció en 1970, en la orilla oriental del Río de la Plata, en Montevideo, Los cortejos del diablo. La primera edición se agotó en una semana. ¿Por qué en menos de tres años otra vez un novelista del Caribe colombiano volvía a fascinar a los lectores del Río de la Plata? ¿Qué ocurría? ¿Tenía razón Alejo Carpentier, para quien el Caribe transmitía por ósmosis realismo mágico, o Germán Espinosa había logrado imitar muy bien a García Márquez? Ninguna de las dos. La literatura del cartagenero no obedecía al realismo mágico y ni siquiera se acercaba estilísticamente a la técnica de su compatriota. La prosa de Los cortejos del diablo escapa a la sintaxis tradicional, estalla en variados juegos del lenguaje, como cuando habla el inquisidor de Cartagena, Juan de Mañozga, con retruécanos, elipsis y otros giros sintácticos. La prosa se estructura como un poema nocturno de León de Greiff (De Greiff fue uno de los maestros de Espinosa). Además, en Los cortejos del diablo se advierte cómo en medio de lo fantástico aparecen disertaciones teológicas y filosóficas sobre las brujas y los infieles, y una puesta en escena del pensamiento del filósofo Baruch Spinoza.39 En muy poco se parece a Cien años de soledad, a juzgar por como describe al inquisidor Mañozga —personaje histórico, sí—, como alguien que detesta el sopor caribeño pero que en el fondo ama su sensualidad: ¿Por qué me vine a venir, soñando con falsos boatos y virreinales embaucos, del lugar donde me correspondía estar y medrar, las Cortes, coño, las Cortes, allí donde se forjan en un parpadeo eminencias y las togas se cruzan con el filo de las espadas? ¿Por qué me vine a venir a una tierra, tierra de Belcebú que nos hiela de calor, que nos sofoca de frío; a una tierra, tierra de Lucifer esterilizada por el semen de Buziraco, pero exuberante y pasmosa en su misma esterilidad, tierra en fin que devora o vomita, según vengamos a sembrar o a recoger? ¡Ahora soy un esputo de soldados, una resaca, una bazofia de río almacenada en sus bocas de dragón! ¡Ahora soy un desecho de estas tierras malditas del Señor, tierras que, en vez de conquistarlas, me han conquistado o, mejor, succionado, chupado,

La filosofía de Spinoza sustenta también otras novelas del colombiano Espinosa. Al respecto véase el ensayo de Rodolfo Adrián Cabrales Vega, “La tejedora de coronas: Spinoza en Espinosa”, en Germán Espinosa. Señas del amanuense, ed. de Cristo Rafael Figueroa Sánchez, Luz Mary Giraldo Bermúdez y Carmen Elisa Acosta Peñaloza, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2008, pp. 171-183.

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fosilizado, hasta arraigarme como cizaña diabólica en lo más profundo de sus entrañas! Mañozga escuchaba la carcajada helada de las brujas que revoloteaban arriba, famélicas y vengativas, y un estremecimiento le recorría la espina dorsal.40

Si el catolicismo se degradaba en la imposición del miedo, el sexo también se degradaba cuando se convertía en algo dominante. En Los cortejos del diablo nadie consigue ser realmente bueno ni malo, ni siquiera San Pedro Claver, el santo protector de los esclavos, pues si bien asume el auténtico cristianismo, se persigna asustado cuando a sus ojos surge Catalina de Alcántara completamente desnuda. Todo estaba radicalizado en aquel mundo colonial. Solo cuando aparece en la ciudad un holandés de origen sefardí, Lorenzo Spinoza —clara alusión al filósofo Baruch Spinoza— surge también la posibilidad de una ética más humana, sin ninguna presión externa o institucionalizada. Los inquisidores no tardan en capturarlo acusándolo de judío, de querer imponer la religión enemiga. El reo Spinoza se cuelga del pescuezo un letrero con la frase Deus sive natura, y los inquisidores se desesperan con sus explicaciones eruditas: —¿Es una frase del talmud? —rugió Mañozga, quitándose el jubón de los hombros y arrojándolo lejos, como si se aprestara a librar una batalla, no contra el réprobo, sino contra la temperatura que parecía amazacotarse en aquella atmósfera mefítica. —No —dijo Lorenzo Spinoza […]. Digo que no es del talmud palestino ni del talmud babilónico. —¿De cuál Talmud entonces, coño de tu bisabuela? —Vosotros no comprenderéis jamás —porfió el judío con el cuerpo desmazalado bajo los azotes— el sentido del Deus sive natura. No adoráis a Dios por amor, sino por temor. Y acabaríais adorando al demonio si se os apareciera. Es inútil. No me sacaréis una palabra más. Decid pronto lo que queréis que no gasto mis argumentos ante tontos.41

Los cortejos del diablo también pueden leerse como la obertura de su novela más conocida, La tejedora de coronas. Se trata de una de las novelas más arriesgadas e imaginativas de nuestra historia literaria. En su difícil técnica narrativa, que parece alejar a una gran masa de lectores por el reto estilístico que plantea (leer un capítulo de casi veinte páginas sin puntos se

Germán Espinosa, Novelas del poder y de la infamia. Los cortejos del diablo, Alfaguara, Bogotá, 2006, p. 18.



Ibíd., p. 88.

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guidos ni dos puntos, sin paréntesis ni guiones, respirando únicamente con las pausas de las comas), está su valor más intrínseco. El orden cronológico se rompe en el fluir de la conciencia de la protagonista-narradora, Genoveva Alcocer, cuyos recuerdos se van relatando en círculos o espirales concéntricas, zarandeándonos entre el Caribe y el Mediterráneo, entre Europa y América, teniendo como punto de partida Cartagena de Indias asediada por la flota francesa en 1697. Genoveva Alcocer se nos presenta de diecisiete años, desnuda, contándonos cómo se espejea en los cristales biselados de su caserón colonial; solitaria, porque los piratas acabaron de arrasar su ciudad y sollozante, porque anhela el cuerpo de su novio Federico, mientras mar adentro truena la tempestad nocturna: […] y quedé desnuda frente al espejo de marco dorado que reflejó mi cuerpo y mi turbación, un espejo alto, biselado, ante cuyo inverso universo no pude evitar la contemplación lenta de mi desnudo aún floreciente […] y sentí entonces la necesidad de algo que lo taponara profundamente hasta cortar o estancar aquel flujo magnético que me hacía apretar los muslos y evocar con furor el cuerpo amado de Federico, su viril pero aún casi tierna complexión, a punto de poseerme aquel mediodía tan reciente y tan remoto en que, aprovechando un descuido de mi padre, subí hasta el mirador de la casa de Goltar y lo hallé escudriñando el oeste con su famoso catalejo […] porque le gustaba seguir con la vista a los pescadores, que tendían los chinchorros o sumergían los palangres según pescaran en la orilla o mar afuera, utilizando botes de remo y depositando en el vientre cóncavo las coleteantes mojarras y los sábalos de aletas listadas de azul, abundantes en ese sitio frente a los terraplenes realzados en la muralla a espaldas del convento de Santa Clara […]42

Antes de contarnos por qué y cómo se originó el pillaje a Cartagena, Genoveva prefiere recordar los meses inmediatamente anteriores, cuando todo parecía idílico y Federico Goltar, su joven amante, la invitaba a subir a la terraza de su casa a observar, a través de su pequeño telescopio, la diminuta luz de un nuevo planeta, verde en el cielo estrellado, mientras abajo sus dos familias de origen español, los Goltar y los Alcocer, cenaban y hablaban de negocios. Los encuentros entre ambos arrancan con caricias vagas y pasan a otras instancias cuando sus dos familias van de paseo a cierta playa cercana a la ciudad, y aunque en un sector se bañan las mujeres y en otro los hombres, Federico Goltar se adentra en el mar y se asusta por haberse alejado



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Germán Espinosa, La tejedora de coronas, Alfaguara, Bogotá, 2011, pp. 9-12.

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de la orilla, hacia la que nada desesperadamente, sin advertir que llega al sector de las mujeres, topándose a bocajarro con Genoveva completamente desnuda. Aquí hay un momento de despertar erótico: […] frente a él había un espectáculo muy bello, es decir, me hallaba yo enteramente desnuda y con los brazos cargados de cocos, y creo que por un momento no logró reconocerme, absorto como quedó en mi pelvis sombreada, mientras a mí la pirámide de cocos se me iba al suelo como una catarata fibrosa y maciza, golpeándome uno de ellos el dedo gordo del pie, entonces lo vi pasear con la mirada desde mi ombligo hundido como el hoyuelo de un animalito de playa hasta mis pezones como pitones retadores, hasta mi cuello grácil y blanco, hasta mi rostro que lo miraba con perplejidad y temor, como si en lugar de Federico se tratara de un enemigo milenario […]43

Genoveva se asusta por causa de sus prejuicios católicos, pero en el fondo se aviva su deseo sexual y, en adelante, ambos pretenden consumar su amor sin contar con los inconvenientes familiares o, bien, con el ataque inminente de la flota francesa. Para imaginar que Federico Goltar descubría en Cartagena el séptimo planeta, setenta años antes de que la ciencia europea lo reconociera como tal y lo llamara Urano, Germán Espinosa confesó después que comenzó a escribir su novela el día en que Neil Armstrong alunizó, en 1969. Imaginó qué sería de un joven cartagenero en plena Colonia, cercado por las murallas, si descubriera un nuevo planeta. ¿Cómo viajaría a París para contarlo? Si el único lazo de unión entre las colonias hispanoamericanas con lo francés era a través de las tomas de piratas, no había otra alternativa que echar mano de alguno de los ataques contra la ciudad. Algo había anticipado Soledad Acosta de Samper en Los piratas de Cartagena (1886), donde relató brevemente los principales ataques, sin mayor aliento novelístico. Espinosa decidió escenificar el sitio de la flota francesa a finales de 1697, sin presentarlo de un solo golpe: va relatándolo a lo largo de los capítulos, sirviendo como punto de tensión, como hilo conductor. Así, las calles de Cartagena, asoladas por la peste, se unen con las calles parisinas pululantes de prostitutas, y la burocracia criolla es un reflejo del eslabón monárquico europeo. El sitio de Cartagena de 1697 fue ordenado desde París por Luis xiv, “el rey Sol”, como una forma de presionar a España para que se aliara con los Borbones, atacando su principal puerto en tierra firme. Al comenzar el tercer capítulo, Genoveva relata su desembarco en el puerto de Marsella en la



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Ibíd., p. 48.

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primavera de 1712, a donde había llegado en compañía de dos cosmógrafos franceses que habían pasado por Cartagena. De Marsella se encaminó a París a enrolarse en su primera logia masónica, y su primer amigo resulta ser el joven François-Marie Arouet, nadie menos que Voltaire. Genoveva dota del sentido femenino de la vida a los rígidos masones; incluso en ocasiones se precipita en orgías y excesos sexuales. Y en otras ocasiones se atreve a corregir sus prejuicios teóricos, como cuando trata de persuadir a sus amigos cosmógrafos de corregir el mapamundi —pues los territorios del trópico quedaban “risiblemente minimizados”—, o cuando trata de desmitificar a la culta y sacrílega Europa y destruir el concepto de la bárbara y cándida América, como la ve Voltaire. En Genoveva, ciencia y filosofía son sonrisas de la belleza vital, y en su cuerpo desnudo, para parafrasear a Gómez Dávila, parecen resolverse todos los problemas del universo.44 La arquitectura de La tejedora de coronas también se mueve entres dos modelos vertiginosos: el de una ficción conceptual, crítica y anti-costumbrista, y el de una alta resolución simbolista —de mega-píxeles, diríamos hoy— a la manera de Proust. La novela se ofrece por aproximaciones al modo digresivo de En busca del tiempo perdido. La concentración de erudición enciclopédica hace imposible el lenguaje coloquial; a cambio hay uno demasiado elaborado, rebuscado por tantas referencias eruditas, pero que se hace auténtico porque lo solicita el argumento. Hay una melodía de las digresiones, comentarios e ilustraciones de los personajes, características del esplendor del estilo de Espinosa. La prosa simbolista —no barroca como muchos piensan— no altera el desarrollo de la acción, por más que se regodea en producir imágenes y metáforas a la vista de nuevas ciudades, de paisajes desconocidos, del firmamento (Genoveva se vuelve astrónoma) o del mar. Lo uno no altera lo otro y todo funciona como las olas del mar: tras alcanzar un gran vuelo lírico-filosófico, punta última de la cresta, una ola desciende para volverse a formar con otros datos y otras situaciones. Pineda Botero señaló que si simbolizáramos el desarrollo de la trama en secuencias de la A a la Z, una vez cubierta la secuencia O-P, la narración continuaría con H-I, luego con D-E, para regresar a P y hacer P-Q.45 Esto se advierte en el inicio del capítulo ix, cuando desde las murallas de Cartagena se divisa la flota francesa, frente a la cual las autoridades coloniales tardan en reaccionar:

Nicolás Gómez Dávila, Escolios a un texto implícito, Villegas Editores, Bogotá, 2002, p. 87.

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Álvaro Pineda Botero, Juicios de residencia. La novela colombiana 1934-1985, Eafit, Medellín, 2001, p. 270.

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A nadie engañó la flota enemiga con las banderas inglesas izadas en la nave capitana, españolas en la almiranta y holandesas en la del gobierno, que tremolaban como señuelos de punta de cimillo en los palos mayores y en los picos cangrejos, pues todos sabíamos que se trataba de una escuadra francesa, en ello había acuerdo general, mientras las silenciosas embarcaciones, en número superior a veinte, daban fondo entre la ciudad y la punta de los Icacos, frente al arenal de Playa Grande, y ahora, inmóviles en la mar tendida, bajo el cielo aborregado y el marero viento, simulaban fantasmas de sal, como los corceles de mi sueño, que disfrutaran antes de anonadarla, el espectáculo de la inerme ciudad, ahogada en los primeros resoles de abril, rodeada de tremedales cortados por esteros, que formaban islas bajas y tupidas de manglares cuyas raíces se elevaban por el aire y hacían una graciosa curva antes de sumergirse otra vez en el suelo pantanoso, en tanto que sus baluartes, baterías y fuentes se envolvían en un silencio que era como el eco medroso del mutismo glacial del enemigo, silencio extravagante bajo la opresión de la siesta en que, del palacio gubernamental, no brotaba aún una sola orden, el menor comentario, una previsión apenas, a despecho del pánico que atenaceaba la población, del llanto de las mujeres en los templos, del alboroto de los negros que veían aproximarse una buena oportunidad para escapar del cautiverio […]46

La tejedora de coronas está tan llena de elementos cósmicos, astronómicos en el mejor sentido de la palabra, que la crítica Beatriz Espinosa Pérez se atrevió a plantear que los diecinueve capítulos de la novela responden al mismo número de traslaciones que una nave espacial debe hacer para llegar al planeta Urano, sí, el mismo planeta cuyo descubrimiento se dio en aquella época: primero, empíricamente, lo vio Federico Goltar desde los cielos de la Cartagena colonial “[…] esos cielos de Guabáncex, de Mabuya, de Huracán”; y el otro, mucho después, hecho por la corte de astrónomos de Versalles, desde el observatorio de París.47 En su siguiente novela, El signo del pez (1987), Espinosa narró desde la tercera persona. Dejó atrás el tono huracanado por una prosa de frases cortas, con puntos seguidos y aparte, clásica, porque así lo solicitaba el argumento, esto es, los orígenes del cristianismo en pleno Imperio romano. El subgénero podía seguir siendo el mismo de La tejedora de coronas, el de la novela histórica, aunque Espinosa rechazó aquel término impuesto Espinosa, La tejedora de coronas, op. cit., p. 235.

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Véase de Beatriz Espinosa, Genoveva Alcocer, liberación imposible en el siglo de las luces: lecturas de La tejedora de coronas de Germán Espinosa, Universidad del Valle, Cali, 1996.

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por Lukács. En La liebre en la luna (1989), su primer libro de ensayos, dijo que toda obra de ficción, en menor o mayor grado, se alimenta de datos históricos: Toda novela, aunque irrumpan en ella personajes incuestionablemente históricos, debe ser considerada siempre ficción. Ante todo porque la fidelidad a lo establecidamente histórico no es disciplina grata al novelista. A lo sumo, y por hacer una paradoja, podríamos hablar de “histórica-ficción”, en el sentido en que lo hacemos de la “ciencia ficción”. O mejor, de lo “histórico-psicológico”, es decir, de la historia no como la narran los documentos, sino como es probable que haya ocurrido y se impone misteriosamente a la fantasía del novelista.48

Acaso de esa manera “histórico-psicológica” escribió El signo del pez, con miras a indagar la extraña personalidad de Pablo de Tarso, uno de los fundadores del cristianismo. Aparece al principio como un joven hebreo deseoso de “judaizar al mundo romano y hacer que el Dios único de Israel brillara, indiscutible, sobre la faz entera del orbe”.49 Amista con una suerte de sacerdotisa griega, Aspálata, quien lo introduce en el goce helénico, por averiguar el poder del logos, de la palabra. Pero Paulo la juzga cortesana, hetaira, casi prostituta, a lo que ella le responde: ¿Tan niño eres que te asustas todavía de las palabras? ¿Que llegas al extremo de confundirlas con realidades? Si así fuera, entonces la mentira podría ascender al rango de lo sagrado. Hace tiempos, los griegos sabemos que las palabras no son otra cosa que representaciones de conceptos, verdaderos o falsos.50

Mediante este lento aprendizaje del logos helénico, sin renunciar a su férrea disciplina judía, negando a cada paso el cuerpo y la sexualidad, Pablo de Tarso comprende que la religión hebrea no tiene otro camino que “rendir tributo al espléndido y terrible poder de la palabra”, y demostrar “el Verbo hecho carne”.51 De la combinación del judaísmo con el neoplatonismo nació —quiso mostrarnos Espinosa— la idea según la cual Jesús emana del verbo. Para Espinosa, que juzgaba toda religión como una verdad parcial, aquella parábola lo fascinó en la medida en que veía cómo la poesía

Espinosa, Ensayos completos I, op. cit., p. 59.

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Germán Espinosa, El signo del pez, Punto de Lectura, Bogotá, 2007, p. 175.



Ibíd., p. 134.



Ibíd., p. 233.

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se convertía en metafísica y, por fuerza, en una poderosa pseudo-realidad. Su novela por momentos puede tornarse monótona, porque prescinde de escenas eróticas y de cualquier historia de amor, centrándose en el diálogo filosófico que sostienen Aspálata y Pablo de Tarso. Sinfonía desde el Nuevo Mundo (1990) es su novela más ligera, o light, en cuanto fue concebida para adaptarse a un guión cinematográfico que nunca se llevó a cabo. Se trata de la aventura de Victorien Fontenier, un joven capitán francés que decide enrolarse en las campañas de Independencia americana. Viaja al Caribe, amista con Bolívar, a quien desea seguir en varias de sus batallas, en la liberación del sitio de Cartagena, donde el “pacificador” Pablo Morillo comete toda clase de desmanes, o en la campaña de los Llanos orientales, donde la prosa de Espinosa se regodea en la descripción del paisaje y de los atardeceres. Su siguiente novela, Los ojos del basilisco (1992), tampoco alcanzó el nivel de maestría de La tejedora de coronas, en parte por falta de agilidad narrativa y en parte porque el tema carecía de universalidad: era una disputa histórica de la Bogotá del siglo xix, en torno al fusilamiento del doctor Russi, el abogado de los artesanos, odiado por los políticos tradicionales que no tenían tantas simpatías con el pueblo y que, en cierta ocasión, lo acusaron injustamente de un asesinato. Después de Los ojos del basilisco Espinosa prefirió novelar temas más actuales. En su siguiente novela, La tragedia de Belinda Elsner (1991), planteó una ficción policiaca, en la que varios detectives bogotanos, en medio de la lluvia y el tráfico citadino, juegan a seguirle la pista a la señora Elsner, una enferma mental escapada de algún sanatorio. En esta novela se funden, según Johann Rodríguez-Bravo, el género policiaco con el género negro.52 Pero algo falla o falta en ella; tal vez hay un desajuste en el lenguaje. A partir de los tres relatos que conforman su libro Romanza para murciélagos (1999), Espinosa volvió a alimentarse de contenidos fantasmagóricos y heterodoxos, construyendo protagonistas-narradores de psicologías sumamente trabajadas. Esto se advierte en el primer relato, “Una ficción perdurable”, en donde por regresiones psicoanalíticas el protagonista busca esclarecer si el encapuchado que asesinó a su mujer en medio de una procesión de Semana Santa (en una ciudad colonial que puede ser Popayán) era, en verdad, el posible amante del que tanto sospechaba. En el relato que le da título al libro, “Romanza para murciélagos”, Espinosa inventó una historia de amor incestuoso entre dos hermanos de la Bogotá de mediados del siglo xx. El protagonista-narrador de este relato empieza contándole

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Johann Rodríguez-Bravo, “Las novelas bogotanas de Germán Espinosa”, en Número, n.° 47, 2005. Disponible en: http://www.revistanumero.com/

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a su hermana, en el tono más amoroso, cómo ambos quedaron huérfanos cuando su padre, un pianista de origen judío, fue asesinado en extrañas circunstancias tras salir de algún cafetín del centro. Luego precisa que el abuelo materno, un dirigente conservador, lo llevó a él, de niño, a cierto mitin político en algún pueblo del río Magdalena, en donde por curiosidad se metió en la selva espesa, recibió la mordedura de algún vampiro autóctono del trópico, y contrajó la infección de la histoplasmosis, de la que se salvó de milagro. Pero no se salvó del vampirismo o, al menos, del gusto por lo diabólico, a juzgar por el erotismo sublime que comparte desde adolescente con su hermana. Ambos han engendrado un hijo, un vampiro, un ser inmortal: “Mira cómo tampoco yo respiro. Tampoco yo, que recibí el soplo vital en una cueva de quirópteros. No lo necesitamos, amor. El poder que insufla Satán es más poderoso que la vida. Su alianza con el hombre, más poderosa que la muerte”.53 Desde La tejedora de coronas Espinosa había mostrado su interés por la poesía provenzal, en la que veía el origen de Dante y Petrarca; de suerte que en su novela La balada del pajarillo (2000) retomó ese interés para concebir un argumento —un engaño— psicológico. Solo que lo situó a finales del siglo xx, en una ciudad imaginaria, mezcla de Bogotá y Cartagena, insinuando que en la personalidad de Braulio Cendales, el protagonista-narrador que oficia como crítico de arte, se deslizaba un demonio agazapado: el demonio de su propio Eros, en el reflejo de una casquivana poeta catalana, Mabel Auselaou, supuesta descendiente de poetas occitanos. Su visión del mundo se distorsiona en instantes de terror y paranoia que el lector solo comprenderá al final. El único remedio frente a esta intoxicación, recomendó el propio Espinosa en sus ensayos de El sueño ético en Atenas (2002), es la humildad, fruto de la relatividad del universo. Dos años después, en pleno furor creativo, Espinosa facturó una novela policiaca con técnicas irreprochables: Rubén Darío y la sacerdotisa de Amón (2002). Animado por el público joven que empezaba a granjearse, dio a la imprenta sus memorias, tituladas La verdad sea dicha (2003). Y un año después sorprendió de nuevo con una novela de corte fantasmagórico, Cuando besan las sombras (2004), protagonizada por el compositor sinfónico Fernando Ayer, quien habita un viejo caserón cartagenero, en donde, de pronto, irrumpe el fantasma de una extraña mujer, suscitando otras dimensiones del amor. Publicó, por último, luego de sufrir una terrible hospitalización y la muerte tanto de su esposa Josefina Torres como de sus mejores amigos, Aitana (2007), su novela más



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Germán Espinosa, Romanza para murciélagos, Norma, Bogotá, 1999, p. 205.

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autobiográfica. En ella se radiografió a sí mismo en el ambiente literario y académico de Bogotá, asediado por envidias y rencillas, a grado tal que un enemigo imaginario —un brujo— urde maleficios en su contra. Primero precipita la muerte de sus mejores amigos y luego lo condena a él al suplicio de una hospitalización, en donde hay escenas alucinógenas y surrealistas. El brujo también acelera la muerte de su esposa Aitana, a quien está dedicada la novela. Y el protagonista, un poeta notable, que puede ser Espinosa mismo, flota en el vacío de la soledad, asido apenas por la noción de que existe otra dimensión del amor o de la realidad. Espinosa, animal literario, intentó plasmarse enteramente mediante sus obras, sin preocuparse mucho por inspirar simpatías personales. Pero ello no es óbice para juzgarlo opaco, grandilocuente y “oscuro”. Nada menos cierto. Su preocupación por las cualidades sensoriales de las teorías o de las ideas, por iluminar sistemas filosóficos, y su fascinación por el mar, hacen de él el novelista menos oscuro en el sentido inmediato de la palabra. Basta profundizar en sus mejores obras para advertirlo. Por lo demás, digamos que Espinosa seguirá seduciendo a las generaciones del porvenir por su lucidez intelectual, por sus diversas técnicas narrativas y por la pasión que se respira en toda su obra. Es uno de los escritores más reflexivos de nuestra historia literaria.

La saturación academicista Como la mayoría de los nuevos narradores colombianos había cursado estudios universitarios y se reconoció como una generación citadina, alejada de los asuntos telúricos, creyó encontrar una gran promesa —un éxito— en la medida en que narrara el mundo estudiantil y la vida universitaria. Sin embargo, la formación académica restó espontaneidad a sus novelas; las saturó de técnicas y contenidos “rebuscados”, como si importara más cierta prisa por innovar. Ciertos novelistas quisieron, a como diera lugar, poner en crisis la narrativa tradicional colombiana, elevando la experimentación técnica por encima de sus búsquedas personales. Y de ahí que uno de ellos, Rodrigo Parra Sandoval (1938), terminara por burlarse de esas pretensiones en su extensa novela Tarzán y el filósofo desnudo (1996), al dividir la novela, no en capítulos sino en diez semestres, como una carrera universitaria, poniendo como final una “tesis de grado”. La sátira no puede ser mayor; tanto más cuando, según Pineda Botero, “Parra Sandoval es un reconocido académico y teórico de la educación superior; asesor de universidades en Colombia y en el exterior. Sus textos serios han sido tenidos en cuenta; esta

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novela paródica no”.54 Y no lo ha sido porque Parra Sandoval nunca parece haberse tomado en serio el oficio de novelar. A lo largo de su carrera como escritor se ha ido acomodando a los dictámenes de la moda. Si en los años setenta obtuvo cierto éxito con El álbum secreto del sagrado corazón (México, 1978), una novela que simpatiza con ciertos ritos populares (como el del Sagrado Corazón en Bogotá), en el año 2001 ganó el concurso nacional de novela con El don de Juan, una obra en la que arranca con un epígrafe de Paul Auster para justificar su simpatía por la meta-ficción o meta-literatura, es decir, por jugar a recrear el mito del gran seductor, de Don Juan, sin que deje ninguna acción ni reflexión brillante, como no sea decir que “soy un imaginador. Imagino que debido a lo sorprendente, a lo sobrecogedor que puede llegar a considerarse lo que hago con mi vida, la humanidad me premia”.55 Hay mejores escritores, en quienes entender, por ejemplo, la irrupción del feminismo, o el momento en que la mujer logró aspirar a una carrera universitaria, con todos sus defectos y virtudes.

R. H. Moreno-Durán, entre el humor y el fárrago La obra de R. H. Moreno-Durán (Tunja, 1946-2005) es una de las más prolíficas de la narrativa colombiana contemporánea. También es una de las más variadas: novelas, cuentos, piezas de teatro, ensayos y crítica literaria. Sin embargo, a pesar de sus novelas cargadas de momentos eróticos y de referencias eruditas, su redacción es técnicamente conservadora. MorenoDurán había estudiado dos carreras, Derecho y Ciencia Política, y a partir de esa experiencia quiso cifrar una historia de la vida universitaria bogotana de los años sesenta y setenta, en su trilogía Fémina Suite: Juego de damas (1977), Toque de Diana (1983) y Finale caprichoso con Madona (1983). Esta saga novelística podría compararse con la extensa novela del mexicano Juan García Ponce, Crónica de la intervención (1982), un fresco de la vida juvenil en Ciudad de México en los años sesenta y setenta. Incluso de MorenoDurán se podría decir casi lo mismo que afirmó Octavio Paz del novelista mexicano: que explora el erotismo y la polémica intelectual, la especulación literaria y la reflexión moral, las descripciones naturalistas y las reticencias que dicen sin decir.56 ¿Por qué la trilogía de Moreno-Durán ha perdido brillo Álvaro Pineda Botero, Estudios críticos sobre la novela colombiana 1990-2004, Fondo Editorial Universidad Eafit, Medellín, 2005, p. 152.

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Rodrigo Parra Sandoval, El don de Juan, Alcaldía Mayor, Instituto Distrital de Cultura y Turismo, Bogotá, 2002, p. 17.



Véase la cita de Octavio Paz en Christopher Domínguez Michel, Antología de la narrativa mexicana del siglo xx, fce, México, 1996, p. 53.

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con el paso del tiempo? ¿Acaso falta en ella una redacción más literaria, más vinculada con cierto lirismo, menos descarnada? Tal vez. Lo cierto es que en una novela más breve, Los felinos del canciller (1987), Moreno-Durán se dio a parodiar las dinastías de la clase alta bogotana que dominaban a su antojo el oficio diplomático. Al cabo, denunció en su novela Mambrú (1996) la participación colombiana en la guerra de Corea. Y lo hizo de una manera que implicaba acudir al archivo, combatir la historia oficial en busca de la verdad narrativa, directa, para lo cual se inventó un narrador-historiador, hijo de aquellos soldados colombianos, que hurgando en viejos documentos obtiene testimonios de primera mano: La fría estadística de los informes castrenses o la festiva prosodia de las autobiografías y libros de memorias no sintonizaban para nada con las versiones de los excombatientes. Me cuidé mucho de excluir la mitomanía de algunos, la memoria resentida de otros, la excesiva subjetividad puesta en el relato por la mayoría de los entrevistados. [...] Esas son las múltiples voces que conforman mi archivo, un largo prontuario, un expediente coral que habría publicado sin hacer mayores cambios de no haber sido porque en el curso del relato me vi involucrado.57

La principal característica de la narrativa de R. H. Moreno-Durán podría denominarse “erudición del erotismo”. En su novela El caballero de la invicta (1993) imaginó a un biólogo obsesionado con la vida sexual de sus hijas y de sus alumnas, trocando conceptos serios en chistes sexuales que terminan siendo, sin embargo, de mal gusto. Luego se fue objetivando en sus relatos reunidos en Cartas en el asunto (1995), y sorprendió a varios lectores con Pandora (2000), suerte de ensayo narrativo en el que examinó, una por una, a las heroínas literarias del siglo xx. Lo mejor, literariamente hablando, lo logró en los tres cuentos que componen El humor de la melancolía (2001). En el titulado “El olor de tus depravaciones” relata el curioso episodio de la actriz francesa Brigitte Bardot cuando vino a Colombia a grabar canciones boyacenses; en “El informe Kinsey” se inventa una enfermedad provocada por la viscosidad vaginal de las “Lolitas”, es decir, por cierta fragancia de las muchachas vírgenes, que podía enloquecer a quienes se acostaran con ellas. Se ha dicho que Moreno-Durán dejó mejores ensayos sobre la novela que novelas en sí, a juzgar por De la barbarie a la imaginación (1978), síntesis o



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R. H. Moreno Durán, Mambrú, Alfaguara, Bogotá, 1996, p. 14.

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cifra de la historia narrativa latinoamericana; y por sus ensayos sobre literatura alemana: Taberna in fabula (1991) y Fausto: el infierno tan leído (2005).

Luis Fayad Luis Fayad (Bogotá, 1945) dejó constancia de su experiencia universitaria en Compañeros de viaje (1991), una novela sobre la atmósfera de la Universidad Nacional, que en algún momento se consideraba como un epicentro de la juventud de todo el país. Pero su novela más conocida es una anterior, Los parientes de Ester (1978), porque encarna un desencanto contra las doctrinas de redención social y hace un retrato descarnado de la mediocridad de la clase media. Ya en sus primeros libros de cuentos, Los sonidos del fuego (1968) y Olor de lluvia (1974), Fayad había retratado la miseria de los gamines y la atmósfera sombría de la capital colombiana. Sostenía que la indiferencia dominaba en Bogotá y que se acentuaba más por el clima triste y frío. Quienes pretendieran hacer la revolución y pidieran compromiso social debían, pues, modificar de algún modo el clima. Modificar, además, las costumbres de la clase media. El protagonista de Los parientes de Ester (1978), Gregorio Camero, no tiene ninguna otra pretensión que la de sostenerse mediante un negocio propio que lo saque de la esclavitud burocrática. Cifra sus esperanzas en la herencia de su esposa Ester, recientemente fallecida. Pero debe repartir ese dinero entre los parientes de su esposa muerta, con quienes no tiene ningún punto de encuentro. Parte de la destreza de esta novela curiosamente consiste en percibir muy bien el gran halo de mediocridad que flota en las aspiraciones de la clase media: […] en los días siguientes a la muerte de Ester, [los parientes] continuaron visitando la casa y en vez de disminuir el número aumentaba con el tiempo. Cuando [Gregorio Camero] llegaba de la oficina los encontraba reunidos en el patio, en la sala y en el comedor, y a los muchachos en compañía de las tías. Al comienzo permanecía con ellos, acercándose a cada uno de los grupos para intercambiar unas palabras, conservando por costumbre un aire apenado. [...] Los parientes aprovecharon al principio de encontrarse y de poder conversar después de mucho tiempo de no verse, de averiguar sus vidas y la de los nuevos parientes con los que no se habían relacionado hasta entonces y que habían ido a parar allí aun cuando no conocieran a Ester ni a Gregorio Camero. Se fueron formando grupos de los que simpatizaban entre sí y de los que tenían intereses afines, hablaban de problemas domésticos y de negocios y para no perder el contacto se citaban al día siguiente en el mismo lugar. El grupo de los comerciantes se enteraba en cada encuentro de las normas para importar y exportar

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mercancía y ponía en claro la imposibilidad de detener el alza en el precio de los artículos, el grupo de abogados discutía la situación legal de un hombre que había matado a sus cuatro hijos para que no pasaran hambre o el proyecto de la nueva reglamentación del derecho internacional de las millas marítimas, y otros planeaban negocios, intercambiaban estampillas, se proporcionaban direcciones de casas de citas y se contaban chistes y los chismes de las esposas de los políticos.58

Cuando se trasladó a Barcelona su literatura salió también del ambiente bogotano hacia nuevas atmósferas, como lo vemos en sus cuentos breves reunidos en Un espejo después y otros relatos (1995). Animado por la historia de su familia, escribió La caída de los puntos cardinales (2001), indagación entre los emigrantes libaneses y sirios que llegaron a Colombia en la primera mitad del siglo xx, entre los que estaba Muhamed Ibn Muhamedin, el anarquista de Beirut que simpatizó, según la novela, con el general Rafael Uribe Uribe. Un año después echó también su granito de arena sobre el tema al retratar, en Testamento de un hombre de negocios (2004), cómo el negocio del narcotráfico había pervertido la estructura de muchas familias colombianas. Fernando Cruz Kronfly (Buga, Valle del Cauca, 1943) también dejó una novela sobre la inmigración de sus abuelos sirio-libaneses, Falleba: cámara ardiente (1980), en la que se descuida el fluir del argumento en virtud de la descripción de atmósferas recargadas de lirismo. Lo mismo sucede en menor grado con su novela más famosa, Las cenizas del libertador (1987). En ella relata el último viaje de Bolívar por el río Magdalena, antes de que García Márquez contara el mismo viaje con una técnica distinta en El general en su laberinto (1989). El Bolívar que presenta Cruz Kronfly es llamado “Su Excelencia” por sus sirvientes, y no aparece en ninguna aventura importante; se presenta recargado de reflexiones y pensamientos melancólicos, como si con ello el escritor caleño quisiera hacer de Bolívar una especie de pensador, tal como lo había visto tras la lectura de Memorias de Adriano (1951) de Marguerite Yourcenar y, en especial, después de haber leído La muerte de Virgilio (1958) de Herman Broch. En su siguiente novela, La caravana de Gardel (1998), narró cómo los restos de este cantante argentino, muerto en un accidente de avión, tuvieron que trasladarse de Medellín a lomo de mula ante la cancelación de todos los vuelos por causa del comienzo de la Segunda Guerra Mundial. La novela no es sobre Gardel, sino sobre el arriero Arturo Rendón, alguien de escaso nivel intelectual, que pretende entender la vida a

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Luis Fayad, Los parientes de Ester, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1994, pp. 27-28.

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través de la letra de los tangos. Se trata de la paradoja del progreso material —de la aviación, por ejemplo, que en cualquier momento se puede venir abajo— que no modifica las costumbres o la forma de pensar, como no haya antes una sólida base cultural. Gran parte de la narrativa de Cruz Kronfly se teje también a la manera del ensayo, como si la aventura fuera a veces una aprehensión intelectual. Esto se nota en La ceremonia de la soledad (1992) y en El embarcadero de los incurables (1998). ¿Pero no se nota, también, cierta falta de acción y espontaneidad en sus contenidos un tanto “rebuscados”? Hay, pues, ciertos vicios del academicismo en su obra: Cruz Kronfly ha sido profesor de la Universidad del Valle por muchos años y gran parte de su bibliografía consiste de artículos académicos, sin mucha frescura, dicho sea de paso. Mejora en sus ensayos en torno a cuestiones literarias y problemas de la globalización, como La sombrilla planetaria (1991), Amapolas al vapor (1996) y La tierra que atardece (2002).

La vaguedad de cierta narrativa de “compromiso” socialista La implacable lógica política, a partir de los años sesenta, trajo como consecuencia que el frente comunista de la antigua Unión Soviética financiara, a través del régimen de Cuba, el engrosamiento de las guerrillas colombianas tanto más marginadas cuanto su participación en política estaba negada por el bipartidismo del Frente Nacional. Entre 1962 y 1966, según Marco Palacios, se fundaron el Ejército de Liberación Nacional, eln, y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, farc, las dos organizaciones guerrilleras aún latentes en el siglo xxi: Atendiendo a sus orígenes representan dos grandes modalidades guerrilleras: la agraria-comunista y la foquista. La primera corresponde a las farc y la segunda al eln y otras organizaciones, como el Movimiento 19 de abril, M-19 [...]. El primer paso consistía en crear un fuerte clandestino urbano; luego había que montar un campamento rural, el foco revolucionario […], pues una organización solo puede ser auténticamente revolucionaria si se sumerge en el mundo campesino. Las dos organizaciones guerrilleras colombianas que entraron al siglo xxi han tenido como base el mundo rural y las regiones de frontera interna.59

Lo que nos interesa señalar es que si en el crecimiento descontrolado de las guerrillas colombianas había también una nostalgia por el mundo



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Marco Palacios y Frank Safford, op. cit., p. 644.

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campesino, tal nostalgia se traducía, literariamente, en una nostalgia por el costumbrismo. Y ese costumbrismo fue retomado con fuerza por ciertos escritores. A algunos críticos de entonces (¿demasiado marxistas?), el nadaísmo y la narrativa de Andrés Caicedo les parecieron pretensiones pequeño-burguesas, porque ponían sus ojos en el habitante de la gran ciudad, pero desconocían al campesino y al sustrato cultural más bajo, y se apartaban, además, de la “literatura comprometida”. La revolución cubana se tenía como el suceso político más importante, y había que inclinarse por una narrativa que alabara la lucha social y el campesinado. En su ensayo La narrativa del Frente Nacional, el crítico Isaías Peña Gutiérrez estableció que entre 1963 y 1977 se publicaron noventa y cinco libros, treinta y cuatro novelas y cuarenta y siete libros de cuentos.60 Lamentó en muchas de esas obras el individualismo egoísta y exaltó una narrativa gestada “como un soplo masivo, que subterráneamente viene labrando nuestro pueblo en lucha”.61 Pero, ¿no implicaba el compromiso socialista un retroceso estético por cuanto exaltaba el vago costumbrismo? Una de las novelas colombianas más leídas en el periodo establecido por Peña Gutiérrez (1963 y 1977) fue La rebelión de las ratas de Fernando Soto Aparicio (Boyacá, 1933). Esta novela fue premiada y elogiada tanto en la España franquista, donde ganó el premio Selecciones Lengua Española (1969), como en la Cuba comunista, donde mereció el Premio Casa de las Américas (1970). Es decir, resultó premiada por dos ideologías aparentemente enemigas, que se unían por sus extremos o fanatismos. Tanto los jurados del régimen de Castro como los del régimen de Franco no se fijaron mucho en la débil construcción de la trama ni en la escasa psicología de los personajes ni en la factura de la prosa de Soto Aparicio. A los jurados españoles y cubanos les interesó el mensaje que entrañaba La rebelión de las ratas: la denuncia contra el industrialismo, el rechazo contra la ciudad y la vida urbana, en virtud de mostrar que la paz y la armonía volverían si se aceptaba un tipo de sociedad centrada en el campesino. El comienzo de la novela es un largo prolegómeno en el que se denuncia la presencia de máquinas industriales arrasando con aquel ámbito campesino, feliz, arcádico: Luego de conquistada la tierra vino la invasión mecánica: camiones, palas, grúas […]. Crujieron las montañas centenarias al sentir en su base la puñalada del



Isaías Peña Gutiérrez, La narrativa del Frente Nacional, Fundación Universidad Central, Bogotá, 1982, p. 37.



Ibíd., p. 185.

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acero; se descuajaban con quejidos casi humanos los árboles enormes de los boscajes; y las casas humildes, fabricadas de paja y barro, cayeron con sus ensueños ancestrales ante el empuje de la codicia.62

Como Fernando Soto Aparicio, otros escritores ingenuos se arroparon bajo las banderas del compromiso socialista, desdeñaron la calidad y la experimentación literaria (el género fantástico y policial o detectivesco), y se dedicaron, con las fórmulas de la novela tradicional, a idealizar aquel mundo arcádico. El establishment literario del Frente Nacional, perversamente, pareció apoyar este tipo de narrativa anacrónica, a juzgar por el escándalo que generó la novela galardonada por el Premio Literario Esso, Las causas supremas (1969), de Héctor Sánchez (Tolima, 1940), un libro y un novelista que ya pocos recuerdan. Héctor Sánchez publicó otras novelas repitiendo la misma fórmula: atmósferas pueblerinas y gamonales que sumen todo en la anarquía, sin ninguna innovación técnica, sin prosa poética ni sicologías trabajadas. También aparecieron novelas sobre la vida guerrillera que ya involucraban un poco más el ambiente urbano. Soto Aparicio, sin ir más lejos, publicó en 1978 Los funerales de América. En ella detalla paso a paso los móviles de la guerrilla para secuestrar familiares de políticos o empresarios; uno de los personajes explica la perversa lógica del secuestro: “El gobierno es frío, impersonal. Necesitamos el elemento humano. Un padre, por ejemplo, al que angustie la suerte de su hija”.63 Ningún personaje resalta por su individualidad, como no sea porque esgrime ideas socialistas. Cuando encarcelan, en la iv Brigada de Medellín, a tres chicas guerrilleras, Sofía, Magola y Siloé, alguien da a entender que sus vidas valen porque pertenecen a la guerrilla. No más. La novela se estructura en dos niveles: un diario en el que se narra paso a paso la acción de los guerrilleros y otro en el que se narra la vida familiar de generales, ministros y empresarios, dando a entender la corrupción intrínseca de las clases altas. El frenesí socialista de los años sesenta y setenta no se explica sin la propaganda de la revolución cubana, sin la combinación del goce (la trova, la salsa, el ron y los habanos) con cierto pseudo-intelectualismo (la lectura de Marx, los rostros barbados o reflexivos del “Che” y de Fidel). Fue una especie de moda considerarse escritor “comprometido”, denunciar los excesos policiales y la ambición de los capitalistas, disimulando los excesos Fernando Soto Aparicio, La rebelión de las ratas, Bedout, Medellín, 1971, p. 6. (Las itálicas son mías; resaltan la idealización de la miseria).

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Fernando Soto Aparicio, Los funerales de América, Plaza y Janés, Bogotá, 1980, p. 12.

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del totalitarismo cubano, que por aquellos años expulsaba de la isla a gran parte de las clases acomodadas, así como a varios novelistas que no compartían tal ortodoxia: Guillermo Cabrera Infante y Reinaldo Arenas, entre otros. Pero, poco a poco, aun dentro de esta misma tendencia sociológica, no tardó en aparecer ya no tanto una contra-crítica, como un descontento, un desencanto de aquellas doctrinas e ideologías.

Óscar Collazos, del desarraigo o del des-compromiso En Óscar Collazos (Bahía Solano, Chocó, 1942) tal vez sea en quien mejor se note el deseo de perseguir una literatura “comprometida” frente a la evidencia de que nada, mucho menos el compromiso socialista, contribuye a la redención del pueblo. Nutrido por su experiencia vital, Collazos empezó a radiografiar con nitidez el mundo marginado de las costas del Pacífico colombiano en sus primeros libros de cuentos, El verano también moja las espaldas (1966) y Son de máquina (1967). Sin muchas pretensiones ideológicas, estos cuentos retornan al discurso antropológico de indagar en qué otro ritmo discurre la vida en los pueblos o aldeas alejados de los grandes centros urbanos, dominados por una mentalidad supersticiosa. Pero esta mentalidad se difumina, junto con la nostalgia romántica o socialista, cuando sus personajes se asoman a las grandes ciudades, como le sucede a Ernesto, protagonista del cuento “Son de máquina”, quien, de vuelta al puerto de Buenaventura, no anhela sino regresar a bailar salsa en Nueva York. Algo parecido debió experimentar Collazos cuando salió de Bahía Solano, su pueblo volcado hacia el Pacífico, y comenzó a vivir en ciudades más grandes: primero en Cali y en Medellín, después en Barcelona, París y La Habana. ¿Cómo reconocer su fascinación por los viajes y las grandes ciudades sin despreciar —sin traicionar— la simpatía por lo popular, aldeano y provinciano? Era difícil; tanto más cuando el compromiso socialista pedía a los escritores que mediante sus ficciones fueran consecuentes con las doctrinas marxistas, es decir, críticos contra el sistema capitalista que privilegiaba a las ciudades. Collazos cedió a esta literatura de tesis socialista cuando en 1969 dirigió el Centro de Investigaciones Literarias, adscrito a la Casa de las Américas en Cuba. En 1970 publicó allí Biografía del desarraigo, el que parecía ser su tercer libro de relatos, pero en donde resultó haciendo una mezcolanza de narrativa testimonial y crítica social, dejando de lado lo imaginativo y lo estético. Admitió su origen marginal, que acentuó con la descripción de Bahía Solano y Buenaventura, y denunció la persecución desatada contra toda idea de redención social, al narrar en otro relato la muerte del cura guerrillero Camilo Torres. Con todo, Collazos dejó entrever que 328

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sus preferencias narrativas se concentraban en el sentido del desarraigo. Y este desarraigo, despojado de su sentido peyorativo, implica de algún modo un des-compromiso, una separación de los vínculos afectivos que se tienen con un lugar y hasta con una ideología. De ahí que la literatura de Collazos lograra salirse de la ortodoxia socialista. En 1976 publicó, en México, la novela Los días de la paciencia, en la que otra vez volvió a retomar cierta visión etnográfica, al contar la fundación efímera de una aldea en la costa del Pacífico, como si ocurriera en un tiempo muerto, donde la individualidad de los habitantes (casi todos de raza negra) no existiera, en virtud de la cohesión del pueblo. Hasta que poco a poco comienza a llegar el progreso, de la mano de los colonos gringos y antioqueños: “La negrería se fue haciendo bulliciosa y en las casas de bahareque y paja se fue reemplazando el ruido de la tambora, la marimba, el guazá y la flauta por el ruido —en un comienzo extraño— de los gramófonos y radios”.64 Lo técnicamente interesante es que la novela intercala la narración colectiva con la individual; esta última, la de un escritor que desde París le da orden a la historia de su pueblo mientras da rienda suelta a sus experiencias intelectuales y sexuales. Se trata de la autoconciencia del escritor, o de la metaficción, que Collazos volvió a retomar en otra novela, Fugas (1990), a partir del relato picaresco. En ella, Fabricio Ele cuenta su propia autobiografía y admite que “en París somos siempre jóvenes”.65 Es decir, da a entender que París le permite al escritor situarse no solo en otro contexto sino en otro tiempo histórico (¿en el del auténtico progreso?), desde el cual la experiencia colombiana se ve casi como una ficción teatral, cómica. Preguntémonos si la combinación entre “compromiso socialista” y descontento individualista no llevó a Collazos a pensar que la novela se podía reducir a diversión —incluso a diversión inteligente—, olvidándose de argumentos trascendentales y descuidando el estilo y la técnica. El crítico Alejandro López Cáceres sostiene que la literatura de Collazos ha tratado de estar a tono con el pulso de su tiempo, pasando del compromiso político a lidiar “con los requerimientos que en la actualidad plantea la cultura de masas”.66 Columnista de opinión de El Tiempo y de El Universal de Cartagena, las últimas novelas de Collazos parecen nacer de una acumulación de material periodístico en torno al diario acontecer de la realidad colombia

Óscar Collazos, Los días de la paciencia, Editorial Joaquín Ortiz, México, 1976, p. 14.



Óscar Collazos, Fugas, Planeta, Bogotá, 1990, p. 64.



Alejandro José López Cáceres, “Experiencia y huella: los cuentos de Óscar Collazos”, en Letralia, año xvi, n.° 258, 3 de octubre de 2011. Disponible en: http://www.letralia. com/

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na que involucra de nuevo el fenómeno del exilio o el desplazamiento, de la prostitución y el modelaje, del paramilitarismo y la corrupción política. Algunas, en efecto, parecen dirigidas a la cultura de masas, y carecen de intrínseca calidad literaria: Las trampas del exilio (1992), Adiós a la virgen (1994), Morir con papá (1997), La ballena varada (1997), La modelo asesinada (1999), El exilio y la culpa (2002), Batallas en el monte de Venus (2004), Rencor (2006), Señor Sombra (2009) y En la laguna más profunda (2011).

El descontento del posmodernismo Sin remedio, de Antonio Caballero: el descontento total La mejor crítica contra aquella narrativa ambivalente entre el compromiso y el consumo de masas provino de Antonio Caballero (Bogotá, 1945). Él vio cómo detrás de la crítica al sistema capitalista se escondía cierta justificación a la falta de esfuerzo y disciplina, cierta negación a la autonomía de la cultura y hasta cierta simpatía (¿por qué no?) con la violencia. Puestos en la balanza, el comunismo y el capitalismo resultaban igual de perversos, de suerte que no había otro remedio que comprometerse consigo mismo, con nuestros cambios y variaciones; con el propio individualismo. O, mejor dicho, que no había remedio en ello, tal como Caballero tituló su única y brillante novela: Sin remedio (1984). Hijo del novelista Eduardo Caballero Calderón, Antonio heredó la prosa impecable y los ropajes tradicionales del género, pero para narrar un argumento radicalmente distinto. Ya no se trata de pueblos perdidos o de arquetipos de campesinos idiotas; se trata del ambiente citadino, bogotano, encarnado en Ignacio Escobar, vástago de la oligarquía capitalina, sí, pero provinciana en sus costumbres. Ignacio escribe poemas, pero sus amigos de la “izquierda cultural” le piden que esos poemas sean revolucionarios, que contribuyan “al desarrollo del proceso de elevación de clase de las masas en un momento histórico determinado [...]. Entienda: hay un proceso, ¿sí? Ese proceso es la lucha de clases, ¿sí? ¿Usted ha oído hablar de la violencia revolucionaria?”.67 Ignacio no solo ha escuchado hablar de violencia. La ha vivido sin saber muy bien qué tan revolucionaria puede ser una violencia comparada con otra que no lo sea, pues en su última salida nocturna ha debido defenderse de un hombre que intentó violarlo en el baño de un bar. Y no sabe si lo ha matado. Así, Sin remedio también se construye con el suspenso



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Antonio Caballero, Sin remedio, Alfaguara, Bogotá, 2004, p. 94.

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del relato policial, pues no sabemos en qué momento acusarán a Ignacio Escobar de aquella muerte, si en verdad ocurrió, o si sufrirá alguna venganza. Aunque escribe poemas y tiene una cultura bastante respetable, Ignacio Escobar carece de toda pretensión por adquirir dinero o prestigio intelectual. Siente, de alguna manera, que no le hacen falta y que ya cuenta con esas cosas. Solo que en su clase social, si todos admiran la poesía y recitan versos, también desprecian a los poetas y a los intelectuales. Todavía depende económicamente de su mamá, pero siente poca simpatía por ella a pesar de su viudez. Ignacio la sabe rodeada de sirvientas que viven atendiendo sus veladas con un cardiólogo, un religioso y, de vez en cuando, con tíos y parientes. Ignacio ve a todos con desinterés porque todos lo ven a él con desprecio por ser intelectual, por no dedicarse a nada práctico. Pero Ignacio no se esfuerza por renunciar a sus pretensiones de casta. Dentro de la lógica del clasismo bogotano, Ignacio no tiene necesidad de esforzarse para conquistar a una mujer. Aunque su novia Fina se vaya de su casa, otras mujeres siempre estarán dispuestas a acostarse con él, a casarse o a tener un hijo suyo, siempre y cuando ello les asegure una proximidad con la clase alta. De suerte que Ignacio pasa de tener sexo con su novia Fina a recibir a una amiga de ella, Hena, una chica arribista, a quien solo le interesa relacionarse con la clase alta. Escobar tiene un apartamento para sí solo, recibe dinero de su madre y no tiene que salir a la calle como no sea para comprar marihuana o algo de comer. El hastío domina su vida y crece después del coito, que lo conduce a reflexiones filosóficas: Tendido junto a Hena, en la lucidez que sucede al coito, Escobar fumaba reflexivamente. No había valido la pena. Recordó un aforismo de Spinoza: la perfección del caballo le es inútil al hombre. Probablemente a Spinoza le había pasado lo mismo: había cedido al desatino de su imaginación, al olor animal de una mujer mojada por la lluvia, y se había visto luego tendido en una cama revuelta al lado de un gran cuerpo caballar, perfecto pero inútil.68

El narrador omnisciente de esta novela fácilmente podría trocarse en un narrador en primera persona, es decir, fácilmente Ignacio Escobar podría convertirse en el narrador, sin que el enfoque narrativo cambiara mucho. En ningún momento la lente deja de enfocar a Ignacio, como si de sus sentidos —de lo que ve y oye— dependieran el movimiento o la acción de la novela. Varios registros del lenguaje se entremezclan en una escena. Por ejemplo,



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Ibíd., p. 125.

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cuando Ignacio se va a cenar langosta con Ángela, una chica dedicada al modelaje, el lenguaje culinario se mezcla con el mitológico y el erótico, pues mientras Ángela le confiesa su encuentro lésbico con una pintora alemana, el mesero se aproxima a la mesa con una langosta: Ah, la langosta! ¡Qué delicia! El propio maitre holandés la presentó, tendida en la bandeja en posición de plegaria mahometana, con las largas antenas enhiestas: —La gran dama del océano. Y procedió a dividirla en dos mitades con un cuchillo. La coraza roja y rosa se abrió en dos, como una fruta, dejando al descubierto las carnes elásticas y blancas de vieja cortesana.69

Contra-crítica de la novela ideológica, Sin remedio cabría en la denominación de “novela del artista”, como De sobremesa (1896) de José Asunción Silva. Si la de Silva expresaba una crítica contra las pretensiones del positivismo del siglo xix Sin remedio resulta una clara oposición a las ideologías del siglo xx que pedían a los escritores análisis sociales. Lo curioso es que Caballero hace esos análisis —los describe, más bien— sin que en ello se descuiden la elegancia de su prosa ni el tono artístico de la narración, aunque sea para describir cosas sin importancia, como un atardecer, la lluvia bogotana o una langosta.

La desazón total de Fernando Vallejo Si se trata de encontrar una obra narrativa que exprese el desencanto y aquella ola de locura colectiva que experimentó Colombia desde los años ochenta, con sus consecuencias sicológicas y sociológicas, tal vez ninguna sea mejor que la de Fernando Vallejo. El éxito de su novela más popular, La virgen de los sicarios (1994), se finca en que sucede en un mundo ya destruido, en el Medellín repleto de sicarios y narcotraficantes, y en que está narrada por la voz de un protagonista que recuerda otra época (¿idílica, arcádica?), anterior al Frente Nacional, cuando Colombia vivía a medio camino entre el urbanismo y la vida campesina, cuando la gobernaba el partido conservador y gozaba de prestigio intelectual por su mito del “buen hablar y del buen escribir”. De hecho, el protagonista de la novela se confiesa gramático y lamenta que sea la mala fama del narcotráfico la que haga hablar de Colombia.



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Ibíd., p. 352.

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Vallejo estudió biología y filosofía en Bogotá. Voló a Roma para adelantar cursos de cine, y se radicó en México para producir algunas películas sobre el tema de la violencia campesina en Colombia. Pero sus escarceos cinematográficos no obtuvieron mayor público a principios de los años ochenta y, decepcionado, consideró que las posibilidades expresivas de la literatura, y especialmente de la novela, eran mayores que las del cine. Y lo demostró en su ensayo Logoi: una gramática del lenguaje literario (1981). Dijo que la literatura es el reino de lo recibido, el vasto dominio de la fórmula, del lugar común, el reino del cliché: “el genio de Cervantes descubrió que la literatura, más que en la vida, se inspira en la misma literatura”.70 Los escritores, sostuvo, no han hecho sino tomar el legado común de giros, expresiones y sintaxis de griegos y romanos: “El idioma no se inventa: se hereda. Y se hereda bajo su forma hablada como para el escritor bajo su forma literaria: en un vocabulario, una morfología, una sintaxis y una serie de procedimientos y de medios expresivos”.71 Reivindicó que Andrés Bello, en su Gramática, definiera dos funciones para el adjetivo, una explicativa y otra especificativa; también vio en la figura gramatical del anacoluto la posibilidad de romper la consecuencia lógica del discurso, mezclando verbos en diferentes tiempos. Y basado en su propia teoría literaria, por así decirlo, Vallejo comenzó a aplicar el anacoluto en la saga de novelas que componen El río del tiempo: Los días azules (1985), El fuego secreto (1986), Los caminos a Roma (1988), Años de indulgencia (1989) y Entre fantasmas (1991). Alteró la consecuencia discursiva para expandirse en divagaciones, para así poder cambiar de su presente inmediato al pretérito de su infancia, mezclando anécdotas de aquí y de allá a su antojo, sin ningún orden cronológico, desafiando las convenciones de trama, suspenso y desenlace de la novela tradicional. Ya lo había hecho en su biografía novelada sobre el poeta colombiano Porfirio Barba Jacob, El mensajero (1984). En ella Barba Jacob aparece, dentro de una misma página, en México y en Cuba, en Lima y en Bogotá, en diferentes tiempos y lugares, sin que haya necesidad de romper párrafos o abrir capítulos aparte, y sin una cita al pie de página. Todo está mezclado de manera exuberante. En sus novelas el narrador es él, Fernando Vallejo, y lo que pretende contar no tiene ni comienzo ni fin. Vallejo parece haber tomado esta técnica del escritor francés Louis-Ferdinand Céline, quien también se asume como narrador-protagonista de sus propias novelas, en especial de Viaje al final de la noche (1932), donde cuestiona profundamente el nacionalismo francés



Fernando Vallejo, Logoi. Una gramática del lenguaje literario, fce, México, 2005, p. 19.



Ibíd., p. 22.

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durante la Primera Guerra Mundial. Céline colaboró como médico de los nazis como un gesto de rebeldía frente a la hipocresía moral de su país, y no escatimó en crudeza —tomando toda clase de insultos del lenguaje popular francés— para relatar el horror y la estupidez de la política. Algo parecido se propuso Vallejo para relatar la realidad colombiana. Para ello, también necesitó desnudar la novela de sus estructuras tradicionales, bajo la idea de que los hechos de la vida se parecen al movimiento del río: son incesantes. En Los días azules arranca su autobiografía emocional narrando desde la óptica de un niño: seducen los instantes líricos cuando describe su primera visión del mar; el desenfado o la ingenua demencia de su abuelo Rendón, en oposición a la perversidad de su madre. En medio de aquellos recuerdos no repara en cortar la narración abruptamente, para enumerar insultos contra Medellín y Colombia, hablar a solas con su mascota, o simplemente divagar sin sentido, sin preocupación alguna por adecuarse a la ética o a la lógica. Pero Vallejo no es tan original como parece. Su tono contestatario, su rebeldía, su transgresión de las formas de la novela tradicional y su fijación por el lenguaje son rasgos que pueden verse en anteriores escritores colombianos, como José María Vargas Vila y Fernando González. El propio Vallejo confesó, en su novela El desbarrancadero (2001), que esa manera suya de escribir tan arrevesada, tan aparentemente espontánea, tenía su origen en la lectura del “bogotano feroz”: Empiezo a escribir en forma tan arrevesada, cortando a machetazos los párrafos, separando sus frases, por culpa de Vargas Vila, por la influencia maldita de ese escritor colombiano del planeta Marte que escribía en salmodia, pero, cosa curiosa, no para echarle incienso a Dios sino para excitar al prójimo. Vargas Vila era un marica vergonzante, pese a lo cual solo trató en sus libros de sexo con mujer. Un maromero. Un maromero invertido.72

Leyendo con atención Los días azules y Entre fantasmas, el protagonistanarrador —Vallejo— suele pasar por la casa-finca del “filósofo aficionado” Fernando González, de camino a su finca Santa Anita en Sabaneta, al sur de Medellín. Y si se buscan dentro de la literatura colombiana de dónde vienen ciertos giros, expresiones y sintaxis aparentemente originales de Vallejo, nos encontramos con la narrativa pseudo-filosófica de Fernando González. Basta hojear Viaje a pie (1929) o El maestro de escuela (1942) para que salte a la vista que las novelas de Vallejo, sin suspenso y sin desenlace, embadur-



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Fernando Vallejo, El desbarrancadero, Alfaguara, Bogotá, 2002, p. 15.

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nadas de la oralidad antioqueña, regodeadas contra la política colombiana, redundantes en groserías y a ratos predecibles, se parecen bastante a estos ensayos novelados de Fernando González. Ambos escritores acuden al flujo rítmico del acento antioqueño que domestica la literatura con códigos o anécdotas personales, untando al narrador de espontaneidad popular y obligándolo a vérselas con sus vicios y costumbres. El narrador-Vallejo se parece también al narrador de las novelas de Tomás Carrasquilla, en el fluir del acento antioqueño en la prosa narrativa, pues por momentos la acción novelística consiste en discutir, chismorrear, murmurar, injuriar, como si el narrador viviera entregado a la conversación. Al embadurnarse de cultura popular, Vallejo se permitió criticar y juzgar a su pueblo, tal como lo había hecho Fernando González, esto es, culpando al mestizaje de sangres de no dejar que la civilización europea se impusiera mejor, sin mezcla. La virgen de los sicarios abunda en ideas estúpidas acerca de la historia: De mala sangre, de mala raza, de mala índole, de mala ley, no hay mezcla más mala que la del español con el indio y el negro: producen saltapatrases o sea changos, simios, monos, micos con cola para que con ella se vuelvan a subir al árbol. Pero no, aquí siguen caminando en sus dos patas por las calles, atestando el centro. Españoles cerriles, indios ladinos, negros agoreros: júntelos en el crisol de la cópula a ver qué explosión no le producen con todo y la bendición del papa. Sale una gentuza tramposa, ventajosa, perezosa, envidiosa, mentirosa, asquerosa, traicionera y ladrona, asesina y pirómana. Esa es la obra de España la promiscua, eso lo que nos dejó cuando se largó con el oro.73

El crítico Gabriel Inzaurralde ha advertido que este odio por el mestizaje late desde poetas coloniales, como el mexicano Sigüenza y Góngora, pasando por escritores positivistas del siglo xix, hasta los panfletarios fascistas de mediados del siglo xx, como Laureano Gómez, uno de los ídolos de Vallejo.74 Sin embargo, hay que reconocer la belleza intrínseca de La virgen de los sicarios. En ella Vallejo emprendió un descenso a los infiernos para retar los códigos de hombría y machismo de la rancia tradición antioqueña. Su protagonista camina Medellín de la mano de sus amantes-sicarios, Alexis y

Fernando Vallejo, La virgen de los sicarios, Alfaguara, Bogotá, 1994, pp. 129-130.



Véase de Gabriel Inzaurralde, “Fernando Vallejo y la pesadilla de Próspero”, en Espéculo. Revista de Estudios Literarios. Disponible en: http://www.ucm.es/info/especulo/ numero44/fvallejo.html. También véase el ensayo de Pablo Montoya, “Fernando Vallejo: demoliciones de un reaccionario”, en Número, n.° 54, septiembre- noviembre de 2007. Disponible en: http://www.revistanumero.com/

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Wilmar, esquivando balaceras, sorteando celadas y respondiendo con más violencia. Lo que más indigna al narrador es que todo ese caos se haya alimentado por el fanatismo católico, y que los sicarios de su novela —y de la realidad— se persignen ante la madre de Cristo para pedirle que les “den el negocio, que no les falle la puntería y para que les paguen por eso”;75 luego prenden sus motos que, rugiendo, dejan al protagonista Fernando hundido en la nostalgia de su infancia pérdida. Ahora solo quiere morir abaleado, y que los gallinazos, cuando picoteen su cadáver, lo eleven por las nubes lentas del Valle de Aburrá: “Desde el morro del Pan de Azúcar hasta el Picacho vuelan los gallinazos con sus plumas negras, con sus almas limpias sobre el valle, y son, como van las cosas, la mejor prueba que tengo de la existencia de Dios”.76 De ahí la estética de esta novela, que se desentiende de la justicia jurídica y se apoya en una genuina concepción ética profundamente individualista. ¿Qué filosofía hay detrás de las novelas de Vallejo? ¿Hay algún compromiso con alguna causa? No, porque en su novela Los caminos a Roma ve a Sartre en un café de la Ciudad Eterna y quiere decirle que no existe el “compromiso” sino solo la expresión de nuestro egoísmo, es decir, de nuestros odios: “Yo iba a decirle a Sartre que no compartía su tesis del compromiso, que el único compromiso que yo aceptaba era el del hombre consigo mismo, que la única verdad era la mía, la de un egoísmo feroz”.77 ¿Anarquismo, entonces? Menos, porque, aunque no crea en nada, Vallejo ama cierta autoridad para justificar sus críticas, la autoridad de la tradición conservadora del “buen hablar”, de la sintaxis y la gramática. ¿Se trata de una catarsis sicoanalítica de su homosexualidad? Tampoco; ya que la teoría freudiana no podría explicar por qué este escritor, siendo homosexual, acusó en El desbarrancadero a su mamá de traerlo al mundo, de engendrar otros diecinueve hijos para devastarlos después con su demencia. En El desbarrancadero, mientras nos cuenta cómo ofició de enfermero de su hermano Darío, contagiado de sida, desencadena una diarrea de insultos contra Colombia, la Iglesia, la maternidad, Dios y su malévolo orden del universo. ¿Y dónde está lo literario? En la técnica de la personalización de Medellín, de Colombia, como si fueran seres de carne y hueso, en su discusión cara a cara con La Muerte, que nos remite a la poesía de Jorge Manrique o a los ritos mexicanos, o a la simbolización de antiguas leyendas cristianas o, en fin, al río de Heráclito, al Tánatos griego. Vallejo, La virgen de los sicarios, op. cit., p. 18.

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Ibíd., p. 54.



Fernando Vallejo, El río del tiempo, Alfaguara, Bogotá, 1999, p. 337.

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¿En qué se fincan los argumentos de La rambla paralela (2002), Mi hermano el alcalde (2004), El don de la vida (2010)? ¿A qué responden? ¿Acaso quiere tocar la condición humana a usanza de Malraux o de Gide? En absoluto; porque su piedad no la dirige a sus semejantes humanos sino a los perros y los animales en general. En su ensayo, La tautología darwinista (2001), Vallejo se pregunta que si el sistema nervioso de los demás mamíferos es tan complejo como el de los humanos y el código genético de marranos y perros solo difiere en dos o menos cromosomas del nuestro, luego, ¿cuál es la diferencia entre los perros y los humanos? El lenguaje, claro, que en sus libros altera el fluir del discurso, muda el régimen meditativo o reflexivo por uno coloquial, alimentado del habla de la calle, con el cual parodia sistemas políticos, ideas filosóficas, fórmulas científicas y tecnicismos. Algo notamos en Vallejo de la Historia de la locura y de Las palabras y las cosas de Foucault; a lo mejor esa secreta fijación lingüística, pero sobre todo la atracción hacia la “experiencia límite”. Tanto Foucault como Vallejo se proyectan hacia la esfera de la política sin tener el menor interés en ella, pero con el poder retórico-poético de no dejar indiferente a nadie.

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Octava parte CAPÍTULO DE NOVEDADES (1999-2011)

Tendencia de la nueva narrativa colombiana Si a tan escasa distancia temporal resulta difícil determinar qué discursos, qué mentalidades o temáticas rigen la narrativa de principios del siglo xxi, tanto más complicado resulta escoger las obras y los escritores más sobresalientes nacidos, principalmente, entre 1945 y 1975. Vamos a ensayar hipótesis, a riesgo de cometer varias equivocaciones y dejando por fuera a muchos escritores. No se trata ya de buscar originalidades, como se pretende con todo lo nuevo, sino de buscar obras que asimilen o sean síntesis de lo mejor de una tradición. No hay nada nuevo bajo el sol. Y la historia literaria es una continuación más que una ruptura. No se tome como ausencia, olvido o desprecio el hecho de que muchos buenos narradores y novelistas, que por edad deberían estar incluidos en este capítulo, no aparezcan aquí. Este último apartado de novedades es menos parte de una historia literaria que de un panorama. Entre 1995 y 2011, ¿qué novelas, colecciones de cuento o relato son los más importantes? Hay varias alternativas para hacer una selección. Para darnos una idea podríamos, en efecto, señalar las novelas más vendidas —los bestseller—, como Rosario Tijeras (1998) de Jorge Franco, La lectora (2001) de Sergio Álvarez, Sin tetas no hay paraíso (2005) de Gustavo Bolívar, o El olvido que seremos (2006) de Héctor Abad Faciolince. También podríamos guiarnos por las novelas que han recibido premios de las editoriales más comerciales: Satanás (Seix Barral, 2002) de Mario Mendoza, Delirio (Alfa339

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guara, 2004) de Laura Restrepo, Los ejércitos (Tusquets, 2006) de Evelio Rosero, Necrópolis (Norma, 2009) de Santiago Gamboa, Tres ataúdes blancos (Anagrama, 2010) de Antonio Ungar, El ruido de las cosas al caer (Alfaguara, 2011) de Juan Gabriel Vásquez. Con el ánimo de no privilegiar solamente la novela, también resulta una buena guía advertir que en tres años consecutivos tres cuentistas colombianos merecieron el Premio Internacional de Cuento Juan Rulfo: Enrique Serrano con “El día de la partida” (1997), recogido en su libro de cuentos La marca de España (1997); Julio César Londoño con “Pesadilla en el hipotálamo” (1998), recogido en su colección de relatos Los geógrafos (1999); y Lina María Pérez Gaviria con “Silencio de neón” (1999), recogido en Cuentos sin antifaz (2001). Como no vamos a emprender un análisis de cada uno de estos escritores, tenemos que aclarar que incurriríamos en una traición a la crítica literaria al juzgar a partir de causas comerciales. Ya no seríamos críticos sino acríticos. Porque el carácter comercial del arte actual, según Hans Robert Jauss, debería reconocer que hasta los productos de la industria cultural siguen siendo artículos de consumo sui generis, cuyo carácter artístico permanente no puede comprenderse mediante categorías como el valor de uso o la plusvalía, ni su circulación explicarse por la relación oferta-demanda: “La recepción del arte no es consumo pasivo sino una actividad estética obligada a la aprobación o al rechazo y, por tanto, fuera del alcance de la planificación del mercado”.1 Ello se advierte rápidamente cuando entre una y otra de las novelas mencionadas se ven diferencias abismales de calidad literaria y cuando, entre la crítica más exigente, no todas se justifican. Pero, vistas en conjunto, aquellas novelas premiadas y aquellos bestseller pueden sugerirnos dos temáticas principales alrededor de las cuales parece girar buena parte de la actual narrativa colombiana: 1. La del fenómeno sociopolítico del narcotráfico, cuyas actividades terroristas mancharon para siempre la imagen de Colombia. 2. La del fenómeno de la emigración masiva —de muchos estudiantes e intelectuales colombianos— a Europa, Estados Unidos u otros países del continente. Uno y otro fenómeno por lo general aparecen imbricados, y de lo que se trata no es de explicar las causas de esos fenómenos (tarea de las ciencias sociales) como de percibir de qué manera nuestros escritores, al relatar desde

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Hans Robert Jauss, Experiencia estética y hermenéutica literaria. Ensayos en el campo de la experiencia estética, trad. de Jaime Siles y Ela Ma. Fernández-Palacios, Taurus, Madrid, 1986, p. 24.

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su individualidad el terror del narcotráfico o la experiencia de la migración, viven estos fenómenos, los vuelven parte de una narrativa, de una ficción, de una literatura. No se necesita que en las obras haya o no narcotráfico, capos, sicarios, asesinatos a sueldo o drogas alucinógenas; ello no es una característica intrínseca. Incluso, como en el caso de los relatos y novelas de Enrique Serrano, habrá obras desatendidas de ese suceder real, volcadas a la ficción histórica, donde estos fenómenos aún no se padecían. En esta historia literaria, además, las obras que más se resaltan siguen siendo aquellas novelas o relatos de arte mayor que superan el lenguaje periodístico —la prosa de todos los días de los periódicos, la crónica deshumanizada de los noticieros— y proponen otro mundo verbal (sea ficción o realidad), en donde la calidad estética del lenguaje ofrece un mayor goce y un mayor entendimiento. Sin evadir el abrumador contexto social, ¿qué rosas florecen? Antes habría que precisar de qué manera se fue deslindando la novela de su fuente documental, del periodismo.

Narcotráfico y sicaresca: ¿narrativa de no-ficción o de ficción? Cierta historiografía literaria ya ha establecido el narcotráfico y el sicariato como géneros narrativos. La crítica Margarita Jácome ha recogido un corpus en su libro La novela sicaresca. Testimonio, sensacionalismo y ficción (2009). Y en su artículo “Historia literaria del narcotráfico en la narrativa colombiana” (2011), el crítico Juan Alberto Blanco registra otro tanto y habla de la “novela sicaresca” y de un corpus de “novelas sobre Pablo Escobar”. Aclara que todos estos subgéneros pertenecen a uno mayor, al de la “novela de la violencia”.2 Preguntémonos entonces si no estará de vuelta este subgénero de mediados del siglo xx, que tanta controversia generó en la literatura colombiana. ¿No tiende también el tema del narcotráfico a poner la literatura al servicio del relato testimonial, de la crónica sensacionalista y hasta del panfleto político, como en su momento ocurrió con el tema de la violencia campesina de los años cincuenta? ¿Cómo diferenciar en este subgénero las obras narrativas de ficción de aquellas que no lo sean? ¿Cómo establecer un escala de valores literarios? El experimentado Gabriel García Márquez, que ya en los años cincuenta había evadido caer en el subgénero de la violencia, se vio en una encrucijada

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Juan Alberto Blanco, “Historia literaria del narcotráfico en la narrativa colombiana”, en Hallazgos en la literatura colombiana. Balance y proyección de una década de investigaciones, ed. de Jaime Alejandro Rodríguez, Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, 2011.

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parecida cuando se propuso contar el secuestro de varios colegas periodistas a manos del capo del Cartel de Medellín. Y prefirió escribir una crónica, Noticia de un secuestro (1996), antes que un relato de ficción o una novela autobiográfica. En un artículo de 1960, “Dos o tres cosas sobre la novela de la violencia”, ya había advertido que la calidad literaria aumentaba cuando el escritor era capaz de contar honestamente lo que se creía capaz de contar por haberlo vivido, sin que su posición política o “comercial” le indicara lo que debía ser contado.3 Así que hay que estar alertas. Como entre los narcotraficantes, sicarios, guerrilleros y paramilitares no suele haber novelistas o cuentistas en sí, la realidad de la guerra colombiana casi siempre ha llegado de segunda mano, a través de fuentes, testimonios, reportajes y entrevistas. A pesar de que cada vez es más delgada la línea que separa el periodismo y la literatura, no todos estos reportajes, crónicas y entrevistas son suficientes para convertirse en novelas.

Las crónicas de Germán Castro Caycedo Ante la abrumadora realidad del narcotráfico, por ejemplo, el cronista Germán Castro Caycedo (1942) decidió quedarse en los límites del periodismo. Se dio cuenta de que si novelara los métodos y tretas para exportar droga, o los recursos para importar armas y municiones, no necesitaría inventar mucho. Sus reportajes y crónicas al respecto aún se quedan cortos al revelar los excesos del narcotráfico. Desde una de sus primeras crónicas parece proponer una narrativa de la guerra. En El Karina (1985), su crónica sobre un buque del mismo nombre, hundido por la armada colombiana en 1981, advirtió que Colombia se estaba convirtiendo en un teatro de operaciones en los últimos años de la Guerra Fría. Aquel buque llevaba armas con destino al grupo guerrillero M-19, y a juzgar por el testimonio de los traficantes, tal pérdida afectó oscuros negocios que pasaban por Alemania, el norte de África y Panamá. En cierta ocasión presentó una crónica, Candelaria (2000), como si se tratara de una novela. Pero después confesó que lo había hecho por seguridad,4 pues temió las represalias contra él de parte de antiguos miembros del Cartel de Medellín o del Cartel de Cali, o

Gabriel García Márquez, “Dos o tres cosas sobre la novela de la violencia”, en Obra preidística 3. De Europa y América, Norma, Bogotá, 1997.



Véase la entrevista que recoge María Alejandra Godoy Roa en su tesis “Hacia un análisis discursivo de La bruja. Coca, política y demonio”, Pontificia Universidad Javeriana, Facultad de Comunicación y Lenguaje, Bogotá, 2007. Disponible en: http://www.javeriana.edu.co/biblos/tesis/comunicacion/tesis93.pdf

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de emisarios de la mafia rusa. En Candelaria había dejado al descubierto la extensa red de contactos de las mafias colombianas alrededor del mundo, a propósito de un submarino soviético que después de la Guerra Fría bordeó las costas de Cuba para recibir un cargamento de cocaína. Las crónicas de Castro Caycedo usan casi todo tipo de técnicas narrativas, diálogos entre personajes, relatos intercalados, y en ocasiones imágenes poéticas, pero su intención explícita no es novelar. El hueco (1989), que cuenta la aventura de los colombianos que emigran ilegalmente a Estados Unidos a través de la frontera mexicana, o La bruja. Coca, política y demonio (1994), que tanta polémica causó al dejar en evidencia el grado de superstición entre los poderosos de Colombia (presidentes, gobernadores, narcotraficantes), que confían sus decisiones a una muchacha de Fredonia, Antioquia, con ciertos poderes adivinadores, pertenecen a la narrativa de no-ficción. Y el primero en defender esta clasificación es el propio Castro Caycedo, pues su “gran desafío es que todo sea real. Ahí está la maravilla de esto. Es no sentarse a imaginarse nada. Eso es lo bello. Entonces uno se vuelve obsesivo a morir. Tiene que saber todo, hasta el color de un botón”.5 No parece ignorar Castro Caycedo que cierta narrativa de nuestra época cobra mayor autoridad entre los lectores en la medida en que niega su vinculación con la ficción y se afirma en la realidad del periodismo. ¿Pero qué pasaría si en el futuro o en otro país sus crónicas y reportajes se leen como novelas de ficción? Desde el punto de vista técnico, funcionaría con la misma eficacia. Con frecuencia las pretensiones literarias de ciertos periodistas buscan lo contrario: parten también de testimonios sobre el narcotráfico, pero aspiran a construir una novela sin que el dato documental (casi siempre amarillista o truculento) pase a segundo plano o sea el telón de fondo, y sin que la experiencia individual —lo más intrínsecamente literario— se deje sentir. Tampoco poseen las suficientes técnicas estilísticas. La producción de este tipo de relatos y novelas ha sido inevitable desde cuando el periodismo se convirtió en el principal generador de discursos o temáticas de la narrativa. Entre los precursores de la novela del narcotráfico, Margarita Jácome señala a dos escritores-periodistas: Juan Gossaín y Gustavo Álvarez Gardeazábal: A raíz del fortalecimiento del narcotráfico en el país, ha habido un auge de narra­ciones documentales y testimoniales sobre el tema. [...] En cuanto al grupo de las del narcotráfico como tema central de la trama, quizás la pionera fue La mala hierba (1980) de Juan Gossaín, que representa el impacto social de la

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Citado por Juan José Hoyos, La pasión de contar. El periodismo narrativo en Colombia: 1638-2000, Hombre Nuevo Editores, Universidad de Antioquia, Medellín, 2009, p. 141.

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bonanza de la marihuana que dinamizó parte de la costa caribeña colombiana entre 1974 y 1980. Le siguió El divino (1986) de Gustavo Álvarez Gardeazábal, en la que se hace una presentación cruel y a la vez jocosa de las actitudes de los nuevos ricos que aparecieron con la efímera prosperidad de la marihuana en el Valle del Cauca.6

Narrativa de Laura Restrepo Jácome también señala a la novelista Laura Restrepo (Bogotá, 1950) entre los pioneros del subgénero del narcotráfico, cuando en 1993 publicó Leopardo al sol, cuyo tema gira en torno a la manera como el tráfico de marihuana enfrentaba a clanes familiares que parecían indivisibles en la península de La Guajira. Antes de esta, Laura Restrepo ya había publicado una suerte de novela testimonial, Historia de un entusiasmo (1986), a propósito de su participación en la negociación de paz con el M-19 durante el gobierno de Belisario Betancur. Allí dejó entender el desinterés de ciertos militares por firmar la paz, so pena de perder sus privilegios económicos en tiempos de guerra, y el odio de ellos a la simpatía popular que inspiraba el comandante guerrillero Carlos Pizarro; y sin explicitarlo mucho, dejaba también en evidencia que en la formación de las guerrillas marxistas, que pretendían la igualdad de clases o la justicia social, había mucha exaltación, fogosidad y arrebato, es decir, un entusiasmo poco reflexivo, que acababa precipitando, a quien se adhiriera a aquella causa, en la marginalización de tenerse que marchar al “monte” porque en la ciudad “burguesa” no hallaba fuerza o consenso. De formación periodística, varias novelas de Laura Restrepo tienen un trasfondo testimonial. A partir de dos reportajes sobre el narcotráfico en La Guajira, que publicó en la revista Semana (el primero es de febrero de 1984, y el segundo, de abril de 1989), nació su novela Leopardo al sol (1993). La diferencia entre la historia periodística y la novelesca está en que en la última, claro, aparecen datos y referencias que no podría sustentar documentalmente: el trasfondo de la mitología wayuu y la reelaboración de mitos bíblicos. Los personajes Nando Barragán y Adriano Monsalve ponen en guerra a sus clanes familiares, y el conflicto de La Guajira, a pesar de sus causas económicas y sociales, pasa a entenderse también como una serie de venganzas cíclicas: Caín y Abel. “Entre nosotros la sangre se paga con sangre. Los Monsalve vengarán a su muerto, tú pagarás con tu vida,

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Margarita Jácome, La novela sicaresca. Testimonio, sensacionalismo y ficción, Fondo Editorial Universidad Eafit, Medellín, 2009, p. 56.

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tus hermanos los Barraganes harán lo propio y la cadena no parará hasta el fin de los tiempos”.7 A esta visión cíclica o bíblica se suma la de un paisaje desértico (¿casi bíblico?), lleno de “sedimentaciones terciarias y vientos prehistóricos, de montañas de sal y de cal y emanaciones de gas, donde la vida era magra y caía con cuentagotas”.8 A juzgar por la recepción crítica de Leopardo al sol, todo parece sugerir que se entiende menos como una novela de disfrute estético —literario— y más como un documento para el análisis sociocultural, en el que se pueden conocer, según la crítica Elicenia Ramírez, las “dinámicas económicas viciadas que modificaron las conductas y la idiosincrasia del pueblo guajiro, convirtiéndolo en paria una vez que el dinero del contrabando y el narcotráfico le impone una realidad que le es ajena”.9 De la violencia en La Guajira Laura Restrepo pasó a novelar la violencia en la zona petrolera del Magdalena Medio, en La novia oscura (1999): Tora, pueblo ficticio, podría tratarse de Barrancabermeja; la mayoría de obreros de la petroleras son inmigrantes, aventureros, y no tienen más mujeres que las prostitutas, al punto que lo marginal o clandestino se hace hábito en Tora: “El petrolero trabaja duro y se gana su plata. La prostituta trabaja duro y se queda con la plata del petrolero [...] no era una ignominia ni para la mujer que la practicaba ni para el hombre que la pagaba”.10 Otra vez, como en su novela anterior, La novia oscura parece sugerir más comentarios sociológicos que literarios, pues a juzgar por María Eugenia Osorio Soto, esta novela “desvela una polifonía de voces alternativas, procedentes de grupos que han sido silenciados: obreros, sindicalistas y prostitutas”.11 Algo parecido podría decirse de La multitud errante (2001), su novela sobre la ola de desplazados colombianos. Pero, ¿no se echa de menos la experiencia individual, la voz de la autora en un narrador más convincente? En su novela más leída, Delirio (2004), Laura Restrepo llenó ese vacío hasta cierto punto. Uno de sus personajes, Agustina Londoño, goza de las comodidades de la clase alta bogotana, sin advertir que en la aparente tranquilidad familiar se va deslizando el demonio del delirio que palpitaba ya en cierta tendencia genética: su abuelo de origen alemán se había suicidado en

Laura Restrepo, Leopardo al sol, Norma, Bogotá, 1997, p. 31.



Ibíd., p. 22.



Elicenia Ramírez, “La violencia en la novela Leopardo al sol”, en Estudios de Literatura Colombiana, n.° 21, julio-diciembre de 2007, p. 106.

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Laura Restrepo, La novia oscura, Anagrama, Barcelona, 1999, p. 161.



María Eugenia Osorio Soto, “De la periferia al centro: un estudio de La novia oscura de Laura Restrepo”, en Estudios de Literatura Colombiana, n.° 22, enero-junio de 2008, p. 93.

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un río de Sasaima, Cundinamarca, donde tenía una finca, y una de sus tías maternas, Sofi, dio al traste con el matrimonio de sus padres por culpa de su avidez sexual. A su niñez acomodada (viajes a Disney World, estudios en los mejores colegios de la capital), Agustina Londoño le opone una juventud marginal: queda embarazada, acude al aborto, se vuelve hippie, y por gusto más que por necesidad vende artesanías en la calle, sin que su familia logre curar su personalidad bipolar al conducirla donde psiquiatras y psicólogos. Pero su bipolaridad, o su delirio, resulta inofensivo (incluso se asocia a cierto realismo mágico) en comparación con el delirio social en el que se ven involucrados sus familiares y amigos. McAllister o “Midas”, su antiguo novio —del que quedó embarazada—, se mete en el negocio del narcotráfico y resulta socio de Pablo Escobar en 1990, en pleno auge del Cartel de Medellín. La novela, hecha con varias historias intercaladas, parece llegar a una reconfortante unidad cuando el profesor Aguilar, con quien Agustina se ha ido a vivir, comienza a curarla de su delirio a través de una logoterapia. Pero esa unidad se desteje de nuevo por el afán (¿sensacionalista?) de contar las aventuras de Midas, personaje secundario. O bien porque esa es la intención última: que la estructura de Delirio sea también delirante, a juzgar por la voz narrativa que cambia de primera a tercera persona o de pasado a presente en una misma frase. Así, según Pineda Botero: […] la fluidez y el lenguaje se desgranan en frases a veces ingeniosas, otras simplemente tomadas del lenguaje cotidiano: el de la clase media, el de los medios de comunicación, el de los compinches del narcotráfico, el del realismo garciamarquiano y, también, el de la escritura de Saramago.12

Con todo, la obra novelística de Laura Restrepo resulta ser el mejor ejemplo para observar el paso de la narrativa testimonial, periodística, a una más asentada en la ficción.

Rosario Tijeras, de Jorge Franco Ramos La narrativa sicaresca alcanzó otro gran momento, después de La virgen de los sicarios (1994) de Fernando Vallejo, con Rosario Tijeras, de Jorge Franco Ramos (Medellín, 1962). Si la primera, en palabras de Mario Vargas Llosa, “es mucho más literaria e intelectual”, la segunda es



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Álvaro Pineda Botero, Estudios críticos sobre la novela colombiana. 1990-2004, Universidad Eafit, Medellín, 2005, p. 343.

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[…] más ligera y sentimental, pero ambas aprovechan con enorme ingenio y vivacidad de lenguaje esa materia prima atroz que es la condición de los adolescentes asesinos a sueldo de la violencia colombiana para edificar unas ficciones llenas de garra, color y desenfado que, al mismo tiempo que hunden sus raíces en experiencias desgarradoras, chisporrotean de libertad, humor, insolencia y diatribas.13

No fue fácil para Franco Ramos proponer algo original en medio del boom de reportajes, testimonios, series de televisión o de películas que, como las de Víctor Gaviria (Rodrigo D: no futuro, 1990), explotaban hasta la saciedad la imagen de los jóvenes de las comunas de Medellín. Tampoco fue fácil evadir la discusión sobre si el desempleo, la droga y la corrupción justificaban el sicariato. Cuando esta temática ya había engendrado una retórica y había que cuidarse de fórmulas y vicios recurrentes, Franco Ramos reforzó con verosimilitud su novela al construir un narrador en primera persona que podía ser él mismo. Alguien de la clase acomodada que ama entrañablemente a una muchacha de las comunas, Rosario, que está a punto de fallecer por una herida de bala en un hospital de Medellín. Este personaje-narrador se mueve allí como intermediario de las situaciones. Aunque está enamorado de Rosario, solo se presenta como mediador de la relación de ella con su mejor amigo, Emilio, sin intervenir en el destino de ambos, sin justificar ni juzgar el comportamiento marginal o violento de Rosario ni la actitud clasista de Emilio. Y este papel mediador constituye lo más estético de la novela: permite que los personajes prosperen en libertad, aunque a veces también le permite al narrador, para la verosimilitud de la historia, introducirse en la acción como espectador y a ratos como último agente de alguna situación. Desde la sala de espera del hospital, en donde Rosario ha sido internada por una herida de bala, el narrador reconstruye, a punta de flash back, cómo se conoció con ella, sus conversaciones y cuánto la amó en silencio: Nunca pude saber exactamente qué tipo de relación sostuve con Rosario. Todo el mundo sabía que éramos muy amigos, tal vez más de lo normal, como decían muchos, pero nunca trascendimos más allá de lo que la gente veía. Bueno, nunca excepto una noche, esa noche, mi única noche con Rosario Tijeras. Por lo demás, éramos solo dos buenos amigos que se abrieron sus vidas para mostrarse cómo eran, dos amigos que, y apenas hoy me doy cuenta, no podían vivir el uno sin el otro, y que de tanto estar juntos se volvieron imprescindibles, y que de tanto Mario Vargas Llosa, “Los sicarios”, en La Nación, sección Opinión, 5 de noviembre de1999. Disponible en: http://www.lanacion.com.ar/156080-los-sicarios.

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quererse como amigos, uno de ellos quiso más de la cuenta, más de lo que una amistad permite, porque para que una amistad perdure todo se admite, menos que alguno la traicione metiéndole amor. —Parcero —me decía Rosario—. Mi parcero.14

El novelista no debería conformarse con ver los acontecimientos de lejos si tiene la posibilidad de atestiguar cómo se desarrollan de cerca; si puede internarse en el cuadro que pinta, así sea como narrador o personaje mediador. Con todo, lo que resalta en Rosario Tijeras se difumina en las novelas posteriores de Franco Ramos. No hay un narrador ni un personaje similar en Paraíso travel (2001): aquí narra la aventura de Reina y Marlon, dos jóvenes que desde Medellín se dirigen, pasando por Centroamérica y México, hacia la frontera con Estados Unidos, padeciendo todo tipo de desgracias en Nueva York. Tampoco en Melodrama (2006), la aventura de una campesina antioqueña convertida en marquesa en París. Ahora bien, antes de Rosario Tijeras, ya otro novelista había intentado referir la ola del narcotráfico sin apelar a la truculencia ni a la violencia.

Cartas cruzadas, de Darío Jaramillo Agudelo Más conocido como poeta, Darío Jaramillo Agudelo (1947) logra trasladar a esta novela epistolar todo su aliento poético. Las cartas entre dos amigos, Luis y Esteban, a las que se suman las de Raquel y María, reconstruyen de una manera amistosa, casi familiar, parte de la historia colombiana de las dos últimas décadas del siglo xx. Desde Bogotá, en donde estudia Literatura y hace una tesis sobre la prosa de Rubén Darío, Luis comienza a enviarle cartas a Esteban, quien está en Medellín y también se da aires de poeta. En la primera carta, del 5 de octubre de 1971, Luis le cuenta que se enamoró de Raquel Uribe: “es de Medellín, mamacita”. Esteban le averigua que es hija de Rafael Humberto Uribe, un político del partido conservador, “amigo del arzobispo”.15 Los dos amigos intentan desentrañar los misterios del amor, y dan más cuenta de sus preferencias literarias que de la realidad. Las cartas de Raquel, en cambio, son las que van dando cuenta de la realidad exterior. Nos enteran del paso del tiempo y de cómo, a partir de los años ochenta, el negocio del narcotráfico cautiva a Luis. Un cuñado con nexos políticos, esposo de su hermana, le propone a Luis una serie de viajes a Estados Uni-



Jorge Franco Ramos, Rosario Tijeras, Norma, Bogotá, 1999, p. 87.



Darío Jaramillo Agudelo, Cartas cruzadas, Era, México, 1999, p. 11.

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dos para llevar, en paquetes pequeños, cargamentos de cocaína, sin que los consejos de su amigo Esteban consigan disuadirlo: “Si te retiras no eres de fiar; y si no eres de fiar, si te vuelves un riesgo, lo más factible es que crean necesario eliminarte”.16 Cartas cruzadas por momentos resulta excesiva en costumbrismo antioqueño, pero hay que pensar que en ello se apoya el tono íntimo, entrañable. Solo que ese mismo tono no funciona al cambiar de escenario, al salir de Colombia, pues cuando Luis y Raquel viajan por Nueva York, Saint Louis y otras ciudades de Estados Unidos, no registran o no contrastan lo suficiente la realidad norteamericana con la colombiana. Jaramillo Agudelo ha publicado otras novelas de vuelo lírico, en las que da más rienda suelta al juego de la meta-ficción, El juego del alfiler (2002), Novela con fantasma (2004), La voz interior (2006) y Memorias de un hombre feliz (2010), aunque ya más desatendido del problema del narcotráfico.

El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince Que se discuta si es una obra de ficción o no-ficción no hace sino realzar el valor de esta obra al vincularla con la mejor tradición de la narrativa latinoamericana, si se recuerda que las obras literarias más relevantes del continente no son novelas o son novelas que pretenden ser otra cosa. El olvido que seremos ha sido la novela colombiana que mejor ha logrado, sin evadir los temas del narcotráfico, el sicariato y el exilio, superponer la experiencia individual aun por encima de muchos artilugios literarios. Comencemos aclarando que su éxito proviene, por encima de los evidentes mecanismos comerciales, de un intrínseco valor literario. Si se ha convertido en un bestseller en casi todo el mundo hispánico ha sido porque, así como seduce a una gran masa de lectores por la sinceridad o ternura que expresa, también despierta la admiración de la crítica más exigente. Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958), a diferencia de muchos novelistas, apela en esta novela autobiográfica a la sensibilidad inteligente y procura huir de la truculencia y del chantaje emocional. El tema central parte de un hecho absolutamente real: el asesinato en Medellín de su padre, el médico Héctor Abad Gómez, ocurrido en agosto de 1987. Averiguaciones posteriores determinaron que el asesinato provino de fuerzas paramilitares, y que tenía móviles políticos, porque el médico Abad aspiraba a la alcaldía de la ciudad, lo cual era inconveniente para los intereses del narcotráfico. Al convertir este hecho real en narrativa, al volverlo literatura, otros escritores pudieron haberse centrado



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Ibíd., p. 368.

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en resolver los móviles del crimen a la manera de una novela negra o policial, buscando culpables y justificando la venganza del hijo contra los asesinos de su padre. También hubieran podido escribir un ensayo político o de análisis sociológico: el retrato de un Estado asediado por fuerzas oscuras, incapaz de proteger a los civiles que proponen otra mentalidad distinta a la retrógrada y excluyente de las élites tradicionales. Pero no. Abad Faciolince, lector de los trágicos griegos, advirtió que convenía mejor extirpar de su corazón el vicio de la venganza personal, so pena de que esta se extendiera en ramificaciones infinitas. Y sin renunciar a ciertos elementos de la novela negra y policial (pues la intriga de un asesinato siempre abre la curiosidad de cualquier lector), ni mucho menos al análisis sociopolítico (hay menciones explícitas contra varios políticos y jefes paramilitares), Abad Faciolince logró imprimirle a su novela una intimidad entrañable: la de su intenso y sutil amor por su padre. La obertura de su novela es una honda compenetración de confesión filial: La idea más insoportable de mi infancia era imaginar que mi papá se pudiera morir, y por eso yo había resuelto tirarme al río Medellín si él llegaba a morirse. Y también sé que hay algo que sería mucho peor que mi muerte: la muerte de un hijo mío. Todo esto es una cosa muy primitiva, ancestral, que se siente en lo más hondo de la conciencia, en un sitio anterior al pensamiento. Es algo que no se piensa, sino que sencillamente es así, sin atenuantes, pues uno no lo sabe con la cabeza sino con las tripas. Yo amaba a mi papá con un amor animal. Me gustaba su olor, y también el recuerdo de su olor, sobre la cama, cuando se iba de viaje, y yo les rogaba a las muchachas y a mi mamá que no cambiaran las sábanas ni la funda de la almohada. Me gustaba su voz, me gustaban sus manos, la pulcritud de su ropa y la meticulosa limpieza de su cuerpo. Cuando me daba miedo, por la noche, me pasaba para su cama y siempre me abría un campo a su lado para que yo me acostara.17

La lente infantil, que permite ese sabor entrañable, también sirve para relatar que una de sus hermanas pequeñas (cuya fotografía adorna la portada de la edición colombiana) sufre una enfermedad terminal, una leucemia que poco a poco la va como evaporando. Tal vez el primer antecedente literario de El olvido que seremos sea uno lírico, un poema que el escritor antioqueño fechó en Caracas en 1999, y que con el título “Memento” publicó en la revista Número de Bogotá:



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Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos, Planeta, Bogotá, 2006, p. 3.

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[…] Nunca entendimos que lo hubieran matado ni que el traje con sangre que me entregaron en el anfiteatro pudiera ser su traje con su sangre. ¡Nunca sangre tan roja entre mis dedos! Había en los bolsillos un poema de Borges, “Epitafio”, [...] El poema decía: “Ya somos el olvido que seremos”. Y es verdad. A veces lo olvidamos. Yo voy a recordarlo el día en que me muera.18

La novela, por ser autobiográfica, no termina con el asesinato del padre, que se narra un poco más allá de la mitad del libro. Antes bien, se abre como un abanico en historias paralelas, pues el crimen del médico Abad Gómez en 1987 precipitó al exilio a sus mejores amigos, so pena de que corrieran con la misma suerte. ¿Qué fuerzas mayores estaban detrás de ese asesinato? O los últimos años de la Guerra Fría habían exacerbado la persecución contra todo pensamiento de izquierda que no aceptara las leyes del capitalismo, o las fuerzas del narcotráfico querían “despejar” el camino de cabezas críticas para alcanzar el poder político. La novela no lo deja en claro. Pero sí cuenta cómo la violencia desatada por el narcotráfico provocó una ola migratoria que empezó a arrojar de Colombia a intelectuales, estudiantes, mano de obra y buena parte de la clase media. Cinco meses después de la muerte de su padre, el propio autor relató cómo debió emprender el exilio acosado por las amenazas: Dos de los mejores amigos de mi papá estaban en el exilio. Carlos Gaviria en Buenos Aires y Aguirre en Madrid. Otro amigo expatriado en épocas un poco menos sórdidas, Iván Restrepo, vivía en México. Los llamé por teléfono desde Cartagena y el que más me animó a irme al sitio donde estaba fue Aguirre. Por eso llegué a Madrid, vía Panamá, el día de Navidad de 1987. Desde el 18 me había ido de Medellín, sin pasar siquiera por mi casa a empacar la maleta, y me había escondido en Cartagena en la casa de mis tíos y mis primos. Recuerdo que un amigo de ellos, de la Armada, me acompañó al aeropuerto con su pistola bien visible en la cintura hasta que me subí en el avión que iba a Panamá para Abad Faciolince, “Memento”, en Número, n.° 43, 2004. Disponible en: http://www. revistanumero.com/43/memen.htm.

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seguir a Madrid al día siguiente. En la madrugada del 25, en el aeropuerto, me estaba esperando Alberto Aguirre. [...] El encuentro con Aguirre, en Madrid, fue duro y hermoso. Él llevaba más de tres meses en España. Imagínense un loco, un loco de pelo blanco y largo, muy largo, con un abrigo negro prestado que le queda grande, mal afeitado, con la camisa rota en la axila, una sombra de mugre en el cuello curtido, un agujero en la suela del zapato por donde se cuela el frío [...]. Detiene los carros y los buses, levantando los brazos y mirando furioso a los ojos a los conductores, que pitan y lo insultan, pero frenan. “Esto se llama pasar a la torera”, me explica el loco, y es verdad, lo veo con mis propios ojos, que torea sin capote los carros y los buses rojos de la Gran Vía, y ni se diga de las calles Barquillo o Peñalver.19

Pero la intención de contar su historia no es la venganza ni la idealización. No se deja enturbiar por los rumores periodísticos, ni da rienda al reflejo descarnado de la violencia urbana. En El olvido que seremos hay una reflexión acerca de disciplinar el impulso. Abad Faciolince ya había escrito varias novelas atrevidas, talentosas, pero que dejaban, en el fondo, la sensación de ser segmentos: Asuntos de un hidalgo disoluto (1994) y Fragmentos de amor furtivo (1998). El original argumento de su novela Basura (2000) se construye por los papeles dispersos que arroja un escritor frustrado por el shut de su edificio, y que otro narrador reconstruye a su manera. Angosta (2003) triunfó como la mejor novela extranjera en China, y en ella advertimos su intento por ficcionalizar o novelar acerca de gente real (por ejemplo, el gerente y subgerente de la revista El Malpensante), sin que ese determinismo implique que alguien de otro país no pueda entenderlo si no conoce la revista El Malpensante. La novela prescinde del nombre de Medellín o Bogotá porque justamente propone una mezcla de las dos ciudades en una tercera ciudad imaginaria, llamada Angosta, que está igualmente situada en el interior del país, sobre los Andes. Hay algo en Angosta del discurso de los naturalistas del siglo xix. El personaje Jacobo Lince, una especie de dandy a quien no le interesa sino el placer, se sienta a leer el libro de Heinrich v. Guhl, un imaginario geógrafo alemán, que le da la sensación de que todos los vicios del país son inversamente proporcionales a sus virtudes geográficas: En la mitad de la cordillera Central, o del Quindío, es decir, en el centro del dedo del corazón de esa mano con que los Andes terminan, lejos del mar todavía, tierra adentro, en esa franja del trópico andino donde la altura de las montañas doblega el calor y el exceso de humedad, hay una vasta extensión sembrada de

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Abad Faciolince, El olvido que seremos, op. cit., p. 127.

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cafetales. Allí la zona tórrida, atenuada por la altitud, produce una temperatura monótona pero agradable; no hay largas sequías ni llueve demasiado [...]. Salvo el clima, que es perfecto, todo en Angosta está mal. Podría ser el paraíso, pero se ha convertido en un infierno.20

El infierno no es otro que una ciudad en permanente zozobra, cuya estructura social parece inmodificable porque geográficamente está dividida como una pirámide: clase pobre, media y alta. La novela cae, pues, en determinismos. Abad Faciolince la sazona con versos de poemas de otros autores que prosifica sin comillas como una manera, según él, de homenajear “a nuestro señor Cervantes o, mejor, al capítulo vi de la primera parte del Quijote”.21 Angosta también está llena de pies de página y experimentos formales. En cambio El olvido que seremos se ciñe al relato convencional y llega a ser una novela total, una de esas creaciones ambiciosas (como dice Vargas Llosa hablando de Cien años de soledad) que compiten con la realidad de igual a igual, uno de esos raros casos de obra literaria mayor que todos pueden entender y gozar. ¿Qué otras novelas vemos por el estilo, que sean una combinación de experiencia personal con vuelo lírico y desgarramiento social?

Tomás González, o la narrativa sencilla No hay nada más difícil que lo sencillo. Lo sabe Tomás González (Medellín, 1950), cuyas novelas combinan el realismo antioqueño o colombiano —dicharachero, violento, a ratos monótono— con el intimismo de una prosa poética que, lejos de caer en expansiones líricas, hace más objetivo el argumento y define mejor la psicología de los personajes. Cansados del Medellín industrializado de los años setenta, Helena y J. protagonizan su primera novela, Primero estaba el mar (1983), al instalarse en una finca costera en el Golfo de Urabá, una región caracterizada por fuertes conflictos sociales y políticos y signada por la violencia. Otros novelistas hubieran lanzado largas explicaciones o reflexiones al respecto; Tomás González las deja sugeridas conforme se desarrollan los acontecimientos. Su corta novela hace una condensación lógica y eficaz de sus impresiones; adopta el punto de vista del narrador omnisciente, centrándose en el personaje J., de quien a ratos transcribe extractos de su diario, suprimiendo circunstancias secundarias y



Héctor Abad Faciolince, Angosta, Planeta, Bogotá, 2003, p. 14.



Ibíd., p. 373.

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omitiendo lo que no puede vivificar. No hay piruetas verbales o rebuscados tecnicismos; en su descripción pictórica y plástica del mar, por ejemplo, ya familiariza al lector con una sensación o recuerdo. “Cuando [J.] abrió la ventana, la luz del mediodía entró como una explosión. Una lagartija se escurrió, centelleando, por la ventana. La visión del mar desde el interior de la casa le llegó a los intestinos y lo hizo sentir feliz”.22 La intriga de la novela se desarrolla sin aspavientos, poco a poco, en la evidencia de que J. y Helena, por ser citadinos y un poco hippies, carecen de la destreza suficiente para administrar la finca, sacar ventaja en los negocios y relacionarse con los aserradores y mayordomos. Tampoco ellos dos se entienden a plenitud, a juzgar por sus peleas constantes. Hay celos, infidelidades, alcoholismo, abuso de autoridad, tala indiscriminada de árboles, robos y asesinatos, pero el narrador perfectamente puede detener a J., el protagonista, en la contemplación de una iguana “verde esmeralda” tomando el sol sobre un piedra, o en decir que las olas del mar se oían como “la respiración de una gran bestia dormida”.23 Los personajes de Primero estaba el mar nunca discuten asuntos ideológicos ni se declaran sus sentimientos; se dejan conocer por el fluir de sus acciones, por sus gestos o silencios. Este mismo tono intimista, sin embargo, no funciona tan bien en aquellas novelas donde González ha pretendido remontarse a otra época de la historia, como en Para antes del olvido (1987), pues le hace falta mayor precisión en el fresco histórico de la Bogotá de principios de siglo xx y en la leve mención de los poetas del modernismo trasnochado, como Aurelio Martínez Mutis o Eduardo Castillo. Igualmente en La historia de Horacio (2000), que se regodea en el costumbrismo antioqueño para penetrar en los pensamientos íntimos de un personaje que parece ser su tío abuelo, el “filósofo aficionado” Fernando González, en quien González reconoce la enseñanza de la “autoexpresión”. Y esa “autoexpresión”, tampoco en su caso, deja de estar atada al microcosmos del costumbrismo antioqueño, presente por igual en Abraham entre bandidos (2010), que se sumerge en la violencia política de los años cincuenta. Aun en su novela más “cosmopolita”, La luz difícil (2011), que, en buena medida, ocurre en Nueva York, el protagonista-narrador dialoga de “vos” (no de tú ni de usted) al hablar con su esposa Sara y con sus hijos, y reconoce su peculiaridad regional incluso al dialogar con un ruso en alguna calle de Manhattan. ¿No hay cierto

Tomás González, Primero estaba el mar, ed. revisada por el autor, Alfaguara, Bogotá, 2011, p. 31.

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González, op. cit., p. 191.

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parecido en el protagonista de La luz difícil, por el tono y los gestos, con J., el protagonista de Primero estaba el mar? ¿Puede decirse que la narrativa de Tomás González es hasta cierto punto autobiográfica, una narrativa del yo? También predominan en La luz difícil lo pictórico y plástico (tanto más cuando el protagonista David es un pintor y sufre de la vista): trazos abstractos para la reflexión sobre su paso a la vejez y a la muerte, pero no en largas retahílas sino en el trazo rápido y sutil del vuelo de los gallinazos al asomarse al abismo con el que linda su finca en La Mesa, Cundinamarca: “Los veo con mucha nitidez y, sin embargo, ya no los veo. ¿Dónde, pues, está el Mundo? ¿Dónde se apoya?”.24 La narrativa de Tomás González, merced a su fuerte intimismo, lanza el desafío de hacer primar la verosimilitud (la sencillez y la sinceridad) para penetrar en el misterio del alma humana.

Narrativa de la migración: ¿un nuevo subgénero? Ahora bien, en medio de la migración de muchos escritores colombianos a otros países, algunos ya radicados en Ciudad de México, Madrid, París, Londres, Nueva York, Buenos Aires o Londres, ¿puede perder la narrativa colombiana su peculiaridad diferenciadora como ente cultural, social y político desde el cual narrar? La pregunta se ha formulado también para casi todas las literaturas nacionales, especialmente latinoamericanas, y recientemente el crítico Fernando Aínsa ha tratado de explorar respuestas hablando del “escritor migratorio”, enfrentado a una realidad transnacional, que tiende a borrar aquellas antiguas peculiaridades nacionales.25 Pero, aunque parece nuevo, este fenómeno se ha presentado siempre, pues para alcanzar una peculiaridad diferenciadora, el escritor siempre ha necesitado enfrentarse con otra realidad, con otra peculiaridad, a fin de revelar las suyas propias. La novela María (1867) de Jorge Isaacs, lejos de ser netamente colombiana, traza dos puntos de referencia por fuera de las fronteras nacionales: por un lado, la familia de Efraín y María son de origen sefardí, judío, y vienen de la isla de Jamaica; por el otro, Efraín experimenta el desplazamiento o la migración, al viajar a Londres para estudiar medicina. París o el ambiente europeo ha sido, desde el modernismo, un lugar de referencia en la narrativa colombiana. Pero las vivencias de José Fernández en De sobremesa (1896) resultan muy distintas a las que, recientemente, experimentan los persona-

González, La luz difícil, México, 2012, p. 23.

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Véase de Fernando Aínsa, Palabras nómadas. Nueva cartografía de la pertenencia, Iberoamericana-Vervuert, Madrid-Frankfurt, 2012.

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jes de las narraciones de Eduardo García Aguilar, Ricardo Cano Gaviria, Pablo Montoya o Santiago Gamboa, quienes viven o han pasado allí largas temporadas. Ricardo Cano Gaviria (Medellín, 1946) no ha residido en Colombia desde hace más de treinta años, y tal vez sea, a juzgar por sus últimas novelas, en quien más se advierta la figura del “escritor migratorio” o la falta de una peculiaridad diferenciadora de lo colombiano a cambio de una peculiaridad trasnacional. Su cosmopolitismo o europeísmo, en todo caso, partió de una revisión profunda de la historiografía literaria de Colombia. En su primera novela, Prytaneum (1981), se propuso explicar por qué del canon colombiano se excluían buena parte de los escritores liberales y modernistas. Y Gerardo Nieto, el protagonista-narrador, que es un joven escritor colombiano radicado en París, parece descubrir la razón. Hay en Bogotá, según él, un cenáculo represivo que, cogido de la mano con el poder político, decide quién sobresale y quién no en el panorama literario de Colombia. La condición principal se basa en la castidad y el casticismo, ya que según aquel cenáculo “había que combatir eficazmente todas las desviaciones o degeneraciones que se dieran tanto en el terreno de la gramática como en el de la sexualidad”.26 A esa conspiración el protagonista la llama “Prytaneum”, y descubre que él mismo, sin saberlo, ha sufrido sus efectos al saberse oriundo de una cultura ultramontana, anacrónica, incapaz de aceptar lo diferente, y de ahí que se vea anulado por la cultura francesa, temeroso de salir de su habitación. En su novela más conocida, Una lección de abismo (1991), Cano Gaviria cambió radicalmente el enfoque de su protagonista anterior y creó a Robert, un colombiano totalmente afrancesado desde su niñez, que se afirma y se legitima en la cultura francesa. Lo mismo pareció demostrar al escribir la biografía José Asunción Silva, una vida en clave de sombra (1992), en donde insiste en que Silva visitaba las tertulias de Mallarmé, sin sufrir ningún complejo al sentirse cosmopolita. Buena parte de sus novelas dialogan de igual a igual con la literatura francesa y europea, construyéndose, en grado mayor o menor, a partir de intertextualidades o juegos metaliterarios: Las ciento veinte jornadas de Bouvard y Pécuchet (1982), En busca del Moloch (1989), El pasajero Benjamin (1989), El hombre que rezó a Baudelaire (2007) y La puerta del infierno (2011). El cuento más famoso de Eduardo García Aguilar (Manizales, 1953), otro escritor que también ha residido por muchos años en Europa, es “Arthur Rimbaud visita el Tequendama” (2001). ¿No hay, pues, un deseo de Ricardo Cano Gaviria, Prytaneum, Instituto Colombiano de Cultura, Bogotá, 1981, p. 181.

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afirmarse en la historia literaria para legitimar el cosmopolitismo y dejar en tela de juicio el costumbrismo nacionalista? García Aguilar se imagina reunidas en la sabana de Bogotá, con ocasión de la visita del poeta francés, a varias figuras del modernismo hispanoamericano: Todos los miembros de la tertulia continental, salvo Silva y Rubén Darío, que ya habían cruzado el senecto y fatídico límite de los 30, eran casi unos adolescentes. El uruguayo Julio Herrera y Reissig, el colombiano Guillermo Valencia, el argentino Leopoldo Lugones, el mexicano Amado Nervo y el peruano José Santos Chocano habían llegado en diferentes fechas a la ciudad, convocados por José Asunción Silva, quien corrió con los gastos de la aventura poética.27

Naturalmente hay mucho de ironía en esta descripción, y en cierta forma hace parte de un ejercicio de desmitificación. En sus novelas, Tierra de leones (1986), El bulevar de los héroes (1987) y El viaje triunfal (1993), García Aguilar parece aceptar que su impulso de vivir en París o en Europa estuvo animado, en cierta forma, por el mito de la vida dandy y decadente que tanto mitificó el modernismo hispanoamericano. En otros escritores más contemporáneos pesa menos tal mito. Pablo Montoya (Barrancabermeja, 1963) lo sigue explotando, pero ya mucho más mezclado con experiencias personales. En Cuaderno de París (2006) deja fluir la conciencia de un emigrante, al parecer colombiano, cruzando plazas, sorteando trenes y estaciones entre más turistas y más inmigrantes, mientras la memoria le trae, como ráfagas que vienen de otro mundo, “Soldados de guerras bobas. Campesinos ensimismados. Sepultureros. Mujeres apasionadas pero rezanderas en el breve amor de las noches de Antioquia”.28 En su primera novela, La sed del ojo (2004), se remonta muchos años atrás para averiguar los orígenes de la invención de la fotografía en el París del siglo xix. Y en su segunda novela, Lejos de Roma (2008), va aún más allá, imaginando el destierro del poeta Ovidio en alguna isla del Danubio. Un ejercicio de sensibilidad, según él, para encontrar en la historia los motivos del viaje, de la ausencia y de la incomprensión. Montoya, por cierto, publicó en 2009 un estudio sobre la nueva narrativa histórica en Colombia, lanzando dardos contra lo que considera demasiado pomposo y vagamente cosmopolita. Se refiere, por ejemplo, a Enrique Serrano (Barrancabermeja, 1960), quien a Eduardo García Aguilar, “Arthur Rimbaud visita el Tequendama”, en Cuentos sin cuenta. Antología de relatos de escritores de la generación del 50, ed. de Fabio Martínez, Universidad del Valle, Cali, 2003, p. 182.

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Pablo Montoya, Cuaderno de París, Editorial Universidad Eafit, Medellín, 2006, p. 27.

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partir del éxito de su colección de cuentos La marca de España (1997) se dio a cultivar, de una manera un tanto mecánica, la “novela histórica” en Tamerlán (2003), Donde no te conozcan (2007) y El hombre de diamante (2008). En ellas, generalmente, hay un argumento lineal, sin mayor fuerza íntima y sin innovaciones formales, donde la estructura novelesca se vuelve una excusa para ordenar la erudición histórica, divagar o reflexionar sobre el pasado de una civilización, de un rey o de una familia. En “El embajador”, un cuento de La marca de España (1997), Serrano recrea la visita de un emisario del rey Enrique iii de Castilla, Ruy González de Clavijo, a la corte de Tamerlán en 1404. Pero, según Montoya: […] cuando Serrano decide escribir su novela sobre la vida de Timur, cambia de perspectiva. Olvida ese tipo de hombre híbrido e hispánico del siglo xiv y se apoya en Mohamed Koagim, poeta y sabio persa que, luego de ser uno de los consejeros favoritos de Tamerlán, es degradado a cocinero por el emperador mismo. […] Llama la atención en Serrano esta variante culta que denota un fondo de acendrado conservadurismo. […] Su literatura es una literatura para crédulos.29

El aforista Nicolás Gómez Dávila entendió que el secreto de la narrativa que se remonta en la historia no está tanto en despertar el anhelo de otros lugares o de otros siglos, pues “no es realmente en tal o cual tiempo, en tal o cual país, donde deseamos vivir, sino en las frases mismas del escritor que supo hablarnos de ese país y de ese tiempo”.30 Tal sentencia aplica por igual a quien desee narrar el presente, así suceda en Londres o en París. Pocos, en verdad, lo han conseguido. En El síndrome de Ulises (2005), tal vez su mejor novela, Santiago Gamboa (Bogotá, 1964) logra una inquietante galería de emigrantes colombianos en París, y también de árabes y de otras naciones latinoamericanas. El protagonista-narrador es un estudiante de literatura en la Sorbona (París iv) con ciertas ínfulas intelectuales, pero que parece ignorar lo que desea. No quiere, eso sí, regresar a Bogotá, sino volcarse a la vida parisina, ligar con varias chicas, caminar por el Bois de Boulogne viendo cómo la luna, “una esfera partida a la mitad, se reflejaba en todos los charcos”.31 Pero no todo le resulta fácil. En cualquier momento podría terminar como el mendigo que una madrugada ha visto en el Bois de Boulogne: muerto de frío; y a quien, para levantarlo, deben amputarle la mano que le

Pablo Montoya, Novela histórica en Colombia, 1988-2008. Entre la pompa y el fracaso, Editorial Universidad de Antioquia, Medellín, 2009, pp. 159-165.



Nicolás Gómez Dávila, Escolios a un texto implícito. Selección, Bogotá, 2001. p. 177.



Santiago Gamboa, El síndrome de Ulises, Planeta, Bogotá, 2005, p. 17.

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quedó congelada en un charco. En busca de una renta económica, acude al gueto de colombianos, topándose con exiliados “políticos” del M-19, que le recuerdan que su país está sumido en la guerra. Mientras goza de experiencias sexuales con una y otra chica, tiene también conversaciones literarias con Sali, un compañero del doctorado, oriundo de Marruecos, y curiosamente obsesionado por Adam Buenosayres, la novela de Leopoldo Marechal. Al final, entre la suma de personajes e historias intercaladas, el protagonista tiene una entrevista con el escritor peruano Julio Ramón ­Ribeyro en torno a las nuevas tendencias narrativas, entre las cuales exalta la de la narrativa urbana, citadina, que considera escasa en la literatura colombiana, que carece de una gran ciudad, como Buenos Aires o París. Esta impresión es infundada si no se conoce nuestra historia narrativa; o depende de lo que se entienda por narrativa urbana. En todo caso, Gamboa escribió sus primeras novelas —Páginas de vuelta (1995) y Perder es cuestión de método (1997)— buscando bañar a Bogotá con ese aire urbano, individualista, bohemio, detectivesco, que había visto en novelas sobre París, Nueva York o Buenos Aires. A ratos lo logra, cuando combina aquel aire de cosmopolitismo con el criollismo de personajes como el sargento Aristófanes Moya, personaje de Perder es cuestión de método, pero su redacción allí es farragosa y su prosa desmayada e imprecisa en los términos: Habiendo conocido el vericueto teórico de la delincuencia en la voz y las gráficas del sargento Chumpitaz, el sotoscripto salió por fin a la calle acompañado en la patrulla por un agente pastuso de apellido Montezuma, que era flaquito como un espagueti y que, cosa obvia, dio pie a los compañeros para que, ipso facto, nos llamaran el Gordo y el Flaco. Montezuma tenía buen corazón a pesar de ser tímido y reservado, pero tenía un problema muy grave cuando se está en el servicio público y es que en los momentos de presión se volvía tartamudo. Yo nunca entendí, y perdonen que me explaye en un personaje secundario, cómo pudo esconder ese defecto tan feo durante la formación, momento de grandes luchas personales.32

Gamboa a ratos olvida que determinadas ciudades pueden producir efectos artísticos en el escritor, pero que lo urbano no es arte en sí mismo. En El cerco de Bogotá (2004) imagina que la guerrilla ha sitiado la capital colombiana y que millones de personas han debido huir a Cartagena. Es una ficción, claro está, pero una ficción sin orden poético ni fijeza lingüística. La “prosa deslucida” que el crítico Camilo Jiménez reprocha en su novela

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Santiago Gamboa, Perder es cuestión de método, Mondadori, Barcelona, 1997, p. 159.

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Necrópolis (2009) se nota por igual en Los impostores (2001), Octubre en Pekín (2002) y Hotel Pekín (2008), además de un vago cosmopolitismo y una alarmante repetición de fórmulas.33

La “nueva” narrativa urbana En su ensayo Ciudades escritas (2001), Luz Mary Giraldo recuerda que no es una novedad hablar de narrativa urbana en la literatura colombiana, porque esta empezó con El Carnero, que narra los primeros cien años de Bogotá, y alcanza su apogeo en Cien años de soledad, en la manera de narrar como Macondo, de ser una arcadia casi mítica pasó a ser una ciudad capitalista, “poblada por forasteros que llegaban de medio mundo en el tren, no solo en los asientos o plataformas sino hasta en el techo de los vagones”.34 Cuando se habla de “novedad” en la narrativa urbana, tal vez sea una indicación del reto o provocación que cualquier escritor de nuestros tiempos enfrenta al registrar o improvisar un argumento en medio de ciudades desproporcionadas, sin perder la capacidad de consultar el archivo y la historia, para que el enfoque no sea, según R. H. Moreno Durán, el del “desaliñado espíritu conservador, monolítico y exclusivista que la oligarquía latinoamericana ha hecho subsistir”, y que impone su “memoria sobre los centros urbanos en los que se atrinchera”.35 Algo de esto percibimos en Mario Mendoza (Bogotá, 1964). Su premiada novela, Satanás (2001), lejos de explotar lo mejor del género, sufre de todos sus defectos. Se estructura como un collar de crónicas “urbanas” que tocan la miseria de los vendedores callejeros, el envenenamiento como el modo que tienen ciertos ladrones de despojar a sus víctimas de todas sus pertenencias, usando como carnada a chicas del sustrato cultural más bajo, mientras en las iglesias los sacerdotes no pueden evitar que el mal campee a sus anchas. La imagen del demonio, que debería ser un asunto central, cae en la erudición más amañada. Hay un protagonista histórico, Campo Elías Delgado, que se suicidó después de masacrar a varios comensales en el restaurante Pozzetto de Bogotá en 1986; pero es un personaje cuya psicología se plantea en el último capítulo: Campo Elías Delgado, ex combatiente de Vietnam y ahora profesor de inglés, pasa, con las manos temblorosas y recubiertas por una fina capa de sudor, las

Véase la reseña de Camilo Jiménez, “En la ciudad de la furia”, en El Malpensante, n.° 103, noviembre de 2009. Disponible en: http://www.elmalpensante.com



Luz Mary Giraldo, Ciudades escritas, Convenio Andrés Bello, Bogotá, 2004, p. 10.



Citado en ibíd., p. 6.

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páginas de la novela El extraño caso del Doctor Jekyll y Mister Hyde, de Robert Louis Stevenson. No lee por entretenimiento o distracción, sino de una manera febril, intranquila, buscando en cada párrafo la confirmación de un futuro inmediato que debe cumplirse inevitablemente. Sabe que está llamado a convertirse en un ángel exterminador, pero quiere que el libro le dé la prueba irrefutable de su destino, necesita constatar primero en la letra escrita los hechos aterradores que dentro de poco llevará a cabo con sangre fría y pulso firme, como si fuera un héroe antiguo que ejecutara sin dudarlo el decreto de unos dioses crueles y sangrientos.36

El éxito de Mendoza ha sido inversamente proporcional al fracaso que ha merecido su obra entre lectores y críticos exigentes. En una reseña sobre su novela Apocalipsis (2011), la crítica Paula Andrea Marín Colorado denuncia su falta de “unidad literaria”, y que aun así, con la justificación de nutrir el género de lo urbano, “haya sido publicada”.37 Lo curioso es que en ocasiones ni siquiera se requiere la presencia de una ciudad para que un relato goce de novedad o despierte el suspenso y la curiosidad del lector. Juan Carlos Botero (Bogotá, 1960) tiene un relato espléndido, “Entonces”, reunido en su libro Las ventanas y las voces (1998), que sucede en el fondo del mar. El cuento está narrado sin puntos seguidos únicamente con la respiración de las comas, acaso para acentuar el suspenso de dos buzos practicantes, una pareja de novios, que descienden hasta ciertas profundidades coralinas sin medir demasiado los peligros. No importa lo que vaya a ocurrir; el lector ya ha quedado fascinado con la descripción del fondo oceánico. Esta temática (¿cómo diríamos: de fondo marino?) Botero ha querido llevarla a narraciones más largas sin alcanzar la misma intensidad del relato breve. En 2002 publicó La sentencia, una novela sobre un cazador de tesoros que, tras hurgar en el Archivo de Indias y de Simancas, busca la huella de naufragios famosos a lo largo del Caribe. Salvo ocasionales excepciones, en la narrativa colombiana contemporánea ha persistido el afán por encontrar un modo adecuado de relatar lo urbano, por darle a Bogotá un estatus de ciudad cosmopolita como la de otras metrópolis más grandes. ¿Pero no se nota aquella nostalgia europeísta que veíamos en los modernistas contemporáneos de José Asunción Silva? Algo de ello se advierte en la narrativa de Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973). Por su libro de cuentos, Los amantes de todos los santos (2004), fácilmente

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Mario Mendoza, Satanás, Seix Barral, Planeta, Bogotá, 2002, p. 253.

Paula Andrea Marín Colorado, “Mario Mendoza: el apocalipsis de un escritor”, en Revista Galáctica, julio de 2011. Disponible en: http://revistagalactica.com/

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podría pasar por un escritor belga o francés, debido a su capacidad de evocar la psicología y el ambiente europeos. Pero como no lo es, puede correr el riesgo de moverse en un cosmopolitismo frívolo. La nostalgia europeísta de sus cuentos vuelve a notarse en su novela más extensa, Los informantes (2004). En ella también es evidente el discurso dominante del periodismo. El protagonista-narrador, Gabriel Santoro, ejerce como periodista y publica su crónica testimonial, “Una vida en el exilio”, a propósito de los inmigrantes judíos en Colombia que debieron, aun estando lejos de los nazis, lidiar con la intolerancia del gobierno colombiano de entonces. Pero el exilio de Sara Guterman y de otros judíos alemanes, que debería ser el principal argumento de la novela, pasa a un segundo plano. El protagonista-narrador nunca le cede la voz a Sara Guterman o a otro de los exiliados. Ellos le interesan en la medida en que contribuyen a su reto profesional, periodístico, entre otras cosas porque Los informantes propone una meta-ficción más que una ficción histórica. Es decir, la idea del novelista que se contempla a sí mismo en el proceso de documentarse para escribir una crónica, que es un boceto de la que parece estar escribiendo. La misma técnica la repite Vásquez en otra novela aparentemente histórica, Historia secreta de Costaguana (2007), en donde juega a revelar que las fuentes que el novelista Joseph Conrad tuvo para escribir Nostromo (1904), poco después de la construcción del Canal de Panamá, provenían de un periodista colombiano: Ignacio Altamirano. Ahora bien, el protagonista-narrador de Los informantes también presenta a la figura de su padre, en cuanto este se ve involucrado en la escritura de aquella crónica testimonial: el padre había sido amante de Sara Guterman y, como tal, poseía datos y versiones. Pero, gruñón, el padre se vuelve evasivo con el tema y juzga la primera versión de la crónica como algo mediocre: “la parte que es buena no es original, y la parte que es original no es buena”.38 Entretanto, la novela se mueve en una atmósfera tan urbana, tan bogotana, que cuando el narrador emprende un viaje por carretera a Medellín ve con sumo desprecio a la provincia: “Salir de Bogotá ha sido siempre engorroso, penoso y mortificante [...] Honda y Cocorná y otros topónimos sin fortuna”.39 Al final la novela les propone un reto al lector y al escritor de la historia: mezclar la experiencia individual con la historia colectiva: “¿Dónde estaba usted cuando mataron a Escobar?”.40 Y ese reto lo asumió el propio Vásquez en El ruido de las cosas al caer (2011), la novela con la que ganó el



Juan Gabriel Vásquez, Los informantes, Alfaguara, Bogotá, 2004, p. 63.



Ibíd., p. 276.



Ibíd., p. 278.

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Premio Alfaguara. En ella cambia su afán meta-literario por uno más vital, más tradicional si se quiere, logrando develar con más detalle el suceso histórico —la muerte de Escobar, pero también la ola de violencia desatada por el Cartel de Medellín— a partir de experiencias individuales.

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Índice onomástico

A Abad Faciolince, Héctor; 160, 339, 349-353 Acevedo de Gómez, Josefa; 90, 92-94 Achury Valenzuela, Darío; 44, 51, 54 Acosta Peñaloza, Carmen Elisa; 215, 311 Acosta, Joaquín; 33, 76, 94-95 Acosta de Samper, Soledad; 21, 83, 90, 94-97, 151, 171, 314 Aguado, Fray Pedro de; 38 Agüeros, Vitoriano; 118 Aguilar Perdomo, María del Pilar; 86 Aguirre, Alberto; 293, 352 Aguirre Muñoz, Virginia; 20, 30 Aínsa, Fernando; 355 Alatorre, Antonio; 20 Alberti, Rafael; 220 Alegría, Ciro; 222 Aleixandre, Vicente; 265 Alemán, Mateo; 45 Altamar, Antonio Curcio; 109, 111, 119, 197, 215-216 Alzate, Carolina; 15, 96-97

Álvarez, Sergio; 339 Álvarez Gardeazábal, Gustavo; 253254, 343-344 Ancízar, Manuel; 21, 74, 81-83, 86, 101, 120, 248 Anderson, Benedict; 24 Anderson Imbert, Enrique; 98, 126127, 185, 256, 269, 290, 301 Andrade, María Mercedes; 250 Ángel, Albalucía; 296-297 Ángel Gaitán, José María; 112 Apollinaire, Guillaume; 166 Arana, Julio César; 179 Arango, Gonzalo; 201, 266, 288, 290292, 294 Arango, Jorge Luis; 141 Arango, Manuel Antonio; 218 Arango Morales, Mario A.; 136 Araújo Vélez, Angelina; 192 Arbeláez, Jotamario; 291 Arbeláez Pinto, Olga; 260 Arboleda, Julio; 117 Arciniegas, Germán; 86-87, 176-177, 255-256, 289 Arenas, Reinaldo; 328

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Arguedas, José María; 213, 222 Arias Trujillo, Bernardo; 188-189 Aristizábal Montes, Patricia; 172 Arlt, Roberto; 205-206 Armstrong, Neil; 270, 314 Artel, Jorge; 174 Asencio, Fray Esteban de; 38 Asturias, Miguel Ángel; 269 Atehortúa, Arbey; 57 Auster, Paul; 321 Avalle-Arce, Juan Bautista; 41 Avella Mendoza, Temístocles; 80 Ávila Rodríguez, Benigno; 242 Ayala Poveda, Fernando; 134

B Balzac, Honoré de; 100 Ballesteros Rosas, Luisa; 249 Barba Jacob, Porfirio; 168, 174, 210, 333 Bardot, Brigitte; 322 Baroja, Pío; 183 Baroni, Mauro; 296 Barrera Enderle, Víctor; 16, 25 Bastidas, Rodrigo de; 32-33 Bataille, Georges; 309 Baudelaire, Charles; 133, 293 Belalcázar, Sebastián de; 33, 35 Bello, Andrés; 73, 108, 118, 124, 333 Benítez, José Antonio; 48 Berg, Mary G.; 247 Bernal Villegas, Leticia; 134 Berrío, Pedro Justo; 154 Betancur, Belisario; 344 Bioy Casares, Adolfo; 252 Blanco, Jaime Alberto; 341 Blandón Berrío, Fidel; 219 Blest Gana, Alberto; 100

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Bloom, Harold; 271 Bolívar, Gustavo; 339 Bolívar, Simón; 65, 71-74, 78-79, 81, 96, 108, 110, 114-115, 121, 144, 194, 200, 202, 302, 308, 318, 324 Bonaparte, Napoleón; 72 Borges, Jorge Luis; 27, 101, 103, 252, 263, 269, 301 Botero, Juan Carlos; 361 Botero Herrera, Fernando; 154 Bourget, Paul; 163 Boussingault, Jean Baptiste; 76 Brecht, Bertolt; 265 Breton, André; 309 Brioso, Héctor; 43 Broch, Hermann; 324 Buffon, Georges Louis Leclerc de; 67-68 Buitrago, Fanny; 294 Buñuel, Luis; 306 Bustos Fernández, María J.; 211 Byron, George Gordon; 67, 98

C Caballero Bonald, José Manuel; 264265 Caballero Calderón, Eduardo; 216, 221, 226-232, 330 Caballero Holguín, Antonio; 289, 330 Caballero y Góngora, Antonio; 59, 64-65 Cabarcas Antequera, Hernando; 40 Cabrales Vega, Rodolfo Adrián; 311 Cabrera Infante, Guillermo; 328 Caicedo, Andrés; 288, 297-298, 326 Caicedo Gutiérrez, Daniel; 218 Caldas, Francisco José de; 21, 23, 63, 65-68, 76-77

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Calinescu, Matei; 166 Camacho Ramírez, Arturo; 220, 270 Camacho Roldán, Salvador; 90 Camus, Albert; 265, 290 Cándido, Antonio; 25 Cano, Fidel; 166 Cano, Luis; 156 Cano Gaviria, Ricardo; 142-143, 356 Cano Márquez, María de los Ángeles; 171 Capella Toledo, Luis; 115-116 Caro, Francisco Javier; 48 Caro, José Eusebio; 117 Caro, Miguel Antonio; 24, 26, 107, 117-119, 122-124, 129, 131, 168 Carpentier, Alejo; 213, 269-270, 311 Cartero y Huerta, Baltasar; 56 Carranza, Eduardo; 220 Carranza, Venustiano; 176 Carrasquilla, Rafael María; 168 Carrasquilla, Ricardo; 82 Carrasquilla, Tomás; 24-25, 125, 130, 133-137, 153, 155-161, 193-194, 272, 335 Carrera, Gustavo Luis; 186 Carrillo Sarmiento, Germán Darío; 229 Casanova, Giacomo; 237 Casement, Roger; 179 Castañón, Adolfo; 16, 23 Castellanos, George N.; 148 Castro, Alfonso; 161 Castro Caycedo, Germán; 342-343 Castro Roldán, Andrés; 62 Cela, Camilo José; 264 Céline, Louis Ferdinand; 333-334 Cepeda Samudio, Álvaro; 211, 257258, 260-261, 263 Cernuda, Luis; 265 Cervantes, Miguel de; 27, 41-42, 4445, 117, 256, 271, 302, 333, 353

Charry Lara, Fernando; 181 Chateaubriand, François René de; 74 Chehade Durán, Nahila; 236 Chesterton, Gilbert Keith; 166 Chocano, José Santos; 357 Cieza de León, Pedro; 33-34 Claudel, Paul; 234 Claver, Pedro (San); 312 Cobo Borda, Juan Gustavo; 143, 192, 220, 269-270, 306 Cock Hincapié, Olga; 56 Codazzi, Agustín; 21, 46, 77, 81 Colón, Cristóbal; 26, 30, 71 Collazos, Óscar; 289, 328-329 Conrad, Joseph; 306, 362 Cordovez Moure, José María; 114115, 141 Cortázar, Julio; 216, 244 Cortés Guerrero, José David; 168 Cortés Vargas, Carlos; 261 Cote Lamus, Eduardo; 264-265 Cristina, María Teresa; 90, 104-105 Cruz Kronfly, Fernando; 289, 324-325 Cruz Vélez, Danilo; 265 Cuervo, Ángel; 142 Cuervo, Rufino José; 31-32, 74, 122123, 134, 214 Cuervo Márquez, Emilio; 149-150 Cuervo y Barreto, Rufino; 112

D D’Annunzio, Gabriele; 148, 163 D’Espagnat, Piérre; 140 Darío, Rubén; 126, 132, 150, 179, 348, 357 Darwin, Charles; 91, 210 De Aquino, Santo Tomás; 52 De Ávila, Santa Teresa; 53

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De Beccada y Espinosa, Pedro; 80 De Carrizales, Felipo; 41-42 De Castellanos, Juan; 38 De Ezpeleta, José; 80 De Greiff, León; 160, 165-166, 173, 193, 293, 306, 311 De Hita, Arcipreste; 43 De Jodar, Luis; 55 De la Condamine, Charles Marie; 58 De la Cruz, San Juan; 51 De la Cruz, Sor Juana Inés; 52, 92 De la Rosa, Leopoldo; 210 De León, Fray Luis; 53, 161 De Loyola, Ignacio; 53 De Onís, Federico; 156 De Plaza, José Antonio; 80 De Restrepo, José Félix; 68, 168 De Rojas, Fernando; 45 De Santa Gertrudis, Juan; 61 De Sigüenza y Góngora, Carlos; 56 De Silvestre, Luis Segundo; 109-110 De Solís y Valenzuela, Pedro; 56, 256 De Solís y Valenzuela, Fernando Fernández; 56 De Sucre, Antonio José; 71, 308 De Tapia, Diego; 50, 53 De Tarso, Pablo; 317-318 De Ulloa, Antonio; 60 De Vega, Lope; 45, 53, 276 Deas, Malcolm; 122 Del Castillo, Madre Francisca Josefa; 49-56, 92 Del Castillo Daza, Juan Carlos; 204 Del Corral Botero, Jesús; 160 Del Valle Inclán, Ramón María; 223 Delgado, Hoover; 106 Díaz, Eugenio; 21, 73, 82, 87-90, 103 Díaz, Porfirio; 120 Dickens, Charles; 100, 183 Domínguez Michel, Christopher; 321

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Dos Passos, John; 186 Dostoievski, Fiódor; 145, 183 Doyle, Conan; 116 Dumas, Alexandre; 100-101

E Eagleton, Terry; 64 Einstein, Albert; 166 Ercilla, Alonso de; 38 Escobar Mesa, Augusto; 185, 187 Escobar Velásquez, Mario; 197 Escobar Villegas, Juan Camilo; 157 Esguerra Flórez, Carlos; 219, 221 España, Gonzalo; 168 Espinel, Jaime; 291, 293 Espinosa, Germán; 15, 22, 79, 97, 142, 183, 235-236, 285, 288, 299, 309, 311-314, 317-318 Espinosa de los Monteros, Antonio; 58 Espinosa de los Monteros, Bruno; 51 Espinosa Pérez, Beatriz; 316

F Fahrenheit, Daniel Gabriel; 68 Fajardo, Diógenes; 215 Fajardo, José del Rey; 62 Fals Borda, Orlando; 78, 257-258 Farina, Abel; 194 Faulkner, William; 241, 245, 258, 263, 269, 271, 310 Fayad, Luis; 289, 323-324 Federmán, Nicolás de; 35 Fernández, Aristides; 124 Fernández, Macedonio; 211 Fernández de Enciso, Martín; 32-33 Fernández de Oviedo, Gonzalo; 39

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Fernández de Piedrahita, Lucas; 97 Fernández Madrid, José; 75 Fernández y González, Manuel; 100 Figueroa Sánchez, Cristo Rafael; 311 Flaubert, Gustave; 96, 158, 162 Flórez, Julio; 124 Flórez, Manuel Antonio; 58 Fonte, Lázaro; 46 Forero Villegas, Yolanda; 208 Foucault, Michel; 290, 337 France, Anatole; 141, 148 Franco Ramos, Jorge; 346-348 Freud, Sigmund; 98, 210, 224, 293 Friede, Juan; 40 Fuenmayor, José Félix; 166, 210-212, 255, 266, 293 Fuentes, Carlos; 265, 306 Fuguet, Alberto; 298

G Gaitán, Jorge Eliécer; 214-215, 249-250 Gaitán Durán, Jorge; 264-266, 299-300 Galán, José Antonio; 59, 95 Gallegos, Rómulo; 26, 144, 172, 245 Gamboa, Isaías; 179 Gamboa, Santiago; 340, 356, 358-359 Garavito Armero, Justino; 177 García Aguilar, Eduardo; 356-357 García Bacca, Juan David; 50 García del Campo, Pablo Antonio; 68 García Irigoyen, Franklin Pease; 34 García Lorca, Federico; 192, 235 García Márquez, Eligio; 272 García Márquez, Gabriel; 159, 171, 180, 211-212, 216, 220, 225, 232, 234, 243, 245, 253, 255, 258, 260-263, 256, 267, 269-271,

274-278, 281, 283-285, 287, 306, 309-311, 324, 341-342 García Moreno, Gabriel; 128 García Ponce, Juan; 321 García Usta, Jorge; 171, 267 Garcilaso de la Vega, Inca; 38 Garzón Marthá, Álvaro; 75 Gaviria, Víctor; 347 Gide, André; 166, 197, 337 Gilard, Jacques; 261, 296 Girard, René; 106 Giraldo, Luz Mary; 311, 360 Giraudoux, Jean; 237 Glave Testino, Luis Miguel; 48 Godoy Roa, María Alejandra; 342 Goethe, Johann Wolfgang; 63, 67 Gómez, Clarita; 194 Gómez, Efe; 194-195 Gómez, Juan Vicente; 173, 186, 200 Gómez, Miguel; 165, 169 Gómez, Pedro Nel; 155 Gómez Castro, Laureano; 26, 167, 169, 214, 236, 254, 289, 335 Gómez Corena, Pedro; 250 Gómez Dávila, Ignacio; 250 Gómez Dávila, Nicolás; 216-217, 250, 315, 358 Gómez de la Serna, Ramón; 170, 267 Gómez García, Juan Guillermo; 136, 200, 251 Gómez Jaramillo, Ignacio; 192 Gómez Ocampo, Gilberto; 138 Gómez Picón, Rafael; 208 Gómez Valderrama, Pedro; 243, 264265, 285, 287-288, 299-304 González, Fernando; 160, 186, 198202, 293, 334-335, 354 Gónzález, Tomás; 353-355

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González Echevarría, Roberto; 20-22, 26, 30, 37, 44-45, 58, 67, 172, 185 Gordillo Restrepo, Andrés; 83 Gossaín, Juan; 343 Goytisolo, Juan; 265 Gracián, Baltasar; 169 Green, Connie Miller; 210 Green, Graham; 265 Green, Julien; 234 Grillo, Max; 132, 134, 156 Gruesso, José María; 67 Guarín, José David; 82, 135 Guevara, Ernesto (Che); 309 Guillén, Jorge; 265 Guillén, Nicolás; 174 Guillén Martínez, Fernando; 290 Gumilla, José; 62-63 Gutiérrez, Aleyda; 296-297 Gutiérrez Girardot, Rafael; 24, 52, 73, 132, 135, 141, 204, 220-221, 265 Gutiérrez González, Gregorio; 24, 134, 154 Guzmán, Martín Luis; 253

H Hahn, Hannelore; 274 Heidegger, Martin; 201, 265 Heine, Heinrich; 163 Hemingway, Ernest; 241, 265 Henao Restrepo, Darío; 106, 225-226 Henríquez Ureña, Max; 126 Henríquez Ureña, Pedro; 24-26, 3132, 263, 288 Heredia, Alonso de; 79 Heredia, Pedro de; 33 Herman, Susan; 43 Hernández, José Ángel; 202

370

Herrera, Luis Carlos; 183, 180 Herrera y Reissig, Julio; 357 Hoyos, Juan José; 81, 234, 257, 343 Hugo, Víctor; 100, 111, 125 Huidobro, Vicente; 174 Hurtado de Mendoza, José; 40 Humboldt, Alexander Barón de; 23, 63, 65-66, 76 Husserl, Edmund; 265 Huxley, Aldous; 186, 310 Huysmans, Joris-Karl; 142-143

I Ibarra Merlano, Gustavo; 273 Ibsen, Henryk; 151, 185 Inzaurralde, Gabriel; 335 Iriarte, Alfredo; 237 Isaacs, Jorge; 20-21, 23, 73-74, 90, 93, 103-109, 118, 129-130, 217, 335

J Jácome, Margarita; 341, 343-344 Jadgmann, Anna Telse; 177-178 Jaramillo, María Mercedes; 53, 146, 208, 218, 236, 247, 260 Jaramillo, Roberto Luis; 48 Jaramillo Agudelo, Darío; 348-349 Jaramillo Arango, Euclides; 219 Jaramillo Escobar, Jaime; 291 Jaramillo Sierra, Bernardo; 126 Jaramillo Zuluaga, Eduardo; 190-191, 219, 294-295 Jauss, Hans Robert; 340 Jiménez, Camilo; 359-360 Jiménez, José Joaquín; 252-253 Jiménez, Juan Ramón; 220

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Jiménez, Julio; 99 Jiménez de Quesada, Gonzalo; 33-35, 37, 44-46, 59 Jiménez Panesso, David; 98, 117, 119 Joyce, James; 54, 160, 173, 186, 191, 206, 258 Jovio, Paulo; 35 Jung, Carl Gustav; 210

K Kadir, Djelal; 34 Kafka, Franz; 210, 268, 274 King, Martin Luther; 309 Kipling, Rudyard; 102 Koagim, Mohamed; 358

L Langebaek, Carl; 77 Lapiedra, Guillermo; 272 Latorre, Gabriel; 162-163 Lemos, Darío; 291 Levy, Kurt; 195 Liévano Aguirre, Indalecio; 100 Lleras, Lorenzo María; 73, 102, 104 Lleras Camargo, Alberto; 26, 159, 189-190, 234-235, 289 Loaiza Cano, Gilberto; 81, 170 Londoño, Julio César; 340 López, Atanasio; 38 López, José Hilario; 112-113 López, Luis Carlos; 165, 168, 179-180 López Cáceres, Alejandro; 329 López de Gomara, Francisco; 36 López de Mesa, Luis; 202 López Michelsen, Alfonso; 250 López Pumarejo, Alfonso; 214

Lozano, Jorge Tadeo; 65 Lukács, Georg; 317 Ludwig, Emil; 255 Lugones, Leopoldo; 179, 357

M Machado, Antonio; 135 Madiedo, Manuel María; 90-92, 255 Mallarmé, Stéphane; 125, 143, 356 Malraux, André; 265, 337 Manrique, Jorge; 336 Marcuse, Herbert; 300, 309 Marechal, Leopoldo; 359 María, Carlos J.; 296 Mariátegui, José Carlos; 232 Marín Colorado, Paula Andrea; 361 Marinetti, Filippo Tommaso; 210 Márquez, José Ignacio de; 78 Marroquín, José Manuel; 82, 118-119, 122, 124, 131, 150, 152 Marroquín, Lorenzo; 150-151, 216 Martí, José; 84, 126-128 Martín, Carlos; 220 Martínez, Fabio; 107, 239, 357 Martínez, José Luis; 263 Martínez Bustamante, Clarisa; 232 Martínez de Nisser, María; 79-80 Martínez Simanca, Albi; 211 Matis, Francisco Javier; 68 McGrady, Donald; 80 Medina, Álvaro; 165, 186 Mejía, Epifanio; 129, 154 Mejía Arango, Juan Luis; 61 Mejía Arias, Hernando; 167 Mejía Vallejo, Manuel; 159, 216, 221, 232, 241-245 Melo, Jorge Orlando; 125, 156 Melo, José María; 83

371

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Mena, Inés Lucila; 217 Mendía, Ciro; 160 Mendoza, Mario; 339, 360-361 Mendoza, Plinio Apuleyo; 269 Menéndez Pelayo, Marcelino; 51 Messía de la Cerda, Pedro; 64 Mexía, Pedro; 36 Meyer, Anke Verena; 37 Miranda, Francisco de; 65 Molina, Gerardo; 167 Montalvo, Juan; 126-128 Montesquieu, Charles Louis de Secondat; 67-68 Montherlant, Henry de; 234 Montoya, Laura; 161 Montoya, Pablo; 335, 356-358 Montoya Montoya, Rafael; 24, 128, 134 Mora Vélez, Antonio; 212 Morales Benítez, Otto; 124, 193 Morales Henao, Jairo; 196 Moreno, Marvel; 289, 294-296 Moreno Durán, R-H; 63, 121, 307, 322, 360 Moreno y Escandón, Francisco Antonio; 49 Mosquera, Tomás Cipriano de; 78, 81 Mujica, Elisa; 87, 246-248 Múnera, Alfonso; 104 Muñoz, Francisco de Paula; 116 Musset, Alfred de; 67 Mutis, Álvaro; 110, 237, 265, 271, 285, 287-288, 299, 304-308 Mutis, José Celestino; 23, 64-65 Mutis Durán, Santiago; 143, 205, 276

N Nabokov, Vladimir; 265 Naranjo Boza, Nicolás; 194

372

Naranjo Mesa, Jorge Alberto; 136-137 Nariño, Antonio; 60, 95 Nava y Saavedra, Jerónima; 55 Navarro Lince, Humberto; 291, 293 Nebrija, Antonio de; 37 Neira Palacios, Edison; 16, 136, 204207, 255 Neruda, Pablo; 174, 270-271, 305 Nervo, Amado; 357 Newton, Isaac; 67 Nieto, Juan José; 23, 77-80 Nietzsche, Friedrich; 144-145, 151, 194, 247 Núñez, Rafael; 26, 98, 100, 117, 122, 131 Núñez de Balboa, Vasco; 32

O O’Connor, Henry; 241 Obando, José María; 78 Obeso, Candelario; 108, 115, 255 Ojeda, Alonso de; 32, 95 Olaya Herrera, Enrique; 176 Orjuela, Héctor H.; 35-36, 40, 57, 59, 67, 75, 133, 142 Ortega Ricaurte, Carmen; 62 Ortega y Gasset, José; 158 Ortiz, Fernando; 213 Osorio, Betty; 15, 146, 208, 218, 236, 247, 260, 296 Osorio, Nelson; 165 Osorio Lizarazo, José Antonio; 204208, 212, 221, 250-251, 253 Osorio Soto, María Eugenia; 345 Ospina, William; 39-40 Ospina Pérez, Mariano; 214, 236 Ospina Rodríguez, Mariano; 83

Breve historia de la narrativa colombiana. Siglos xvi-xx

P

Q

Páez, Adriano; 108 Padilla, José Prudencio; 257 Palacios, Eustaquio; 80 Palacios, Marco; 290, 325 Palma, Ricardo; 115 Pardo Bazán, Emilia; 181 Parra Sandoval, Rodrigo; 320-321 Paz, Octavio; 72, 148, 265, 321 Pellicer, Carlos; 176 Peña Gutiérrez, Efraín; 326 Pérez, Felipe; 21, 45-46, 83, 90, 99102, 118, 121-122, 141 Pérez, Lázaro María; 87 Pérez, Santiago; 99, 102 Pérez Gaviria, Lina María; 340 Perón, Juan Domingo; 251 Perus, Françoise; 107 Picón Salas, Mariano; 71-72 Pineda Botero, Álvaro; 79-80, 86, 90, 113, 142, 150, 156, 162, 184, 186, 196, 206, 215, 260, 315, 320-321, 346 Pineda Camacho, Roberto; 179 Pinzón de Carreño, Isabel; 172 Pizarro, Carlos; 344 Pizarro, Francisco; 32 Ploetz, Dagmar; 272 Ponce de León, Eduardo; 221 Ponce de León, Fernando; 252 Pöppel, Hubert; 87, 116, 165, 168169, 180-181, 199, 252 Posada, Julio; 160 Prescott, William; 101 Proust, Marcel; 54, 183, 216, 227, 315 Pupo-Walker, Enrique; 20

Quevedo, Francisco de; 45, 49, 57 Quiroga, Horacio; 181

R Rama, Ángel; 112, 159, 203, 284 Ramírez, Elicenia; 345 Reclus, Eliseo; 77 Rendón, Francisco de Paula; 155 Restrepo, Antonio José; 130, 159 Restrepo, Carlos E.; 166, 179 Restrepo, Juan de Dios (Emiro Kastos); 86 Restrepo, Laura; 340, 344-346 Restrepo, Saturnino; 193 Restrepo Jaramillo, José; 195-198 Reyes, Alfonso; 20-21, 130, 147, 181, 263, 269-270, 301-302 Reyes, Carlos José; 239 Reyes, Rafael; 138, 150, 166, 178 Ribeyro, Julio Ramón; 359 Rimbaud, Arthur; 133, 293, 356-357 Rivas, Raimundo; 174 Rivas Groot, José María; 147-151 Rivas Sacconi, José Manuel; 50 Rivera, José Eustasio; 21-22, 107, 142, 166, 168, 172, 177, 180 Rivera y Garrido, Luciano; 102, 107 Rivero, Juan; 61-62 Rizo, Salvador; 68 Roa Bastos, Augusto; 187 Robledo, Ángela Inés; 50, 52-56, 146, 208, 218, 236, 247, 260 Robledo, Jorge; 33-34 Rodríguez, Jaime Alejandro; 341 Rodríguez Amaya, Fabio; 296 Rodríguez Arenas, Flor María; 64

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Rodríguez-Bravo, Johann; 318 Rodríguez Freyle, Juan; 22, 27, 43-45, 47, 53 Rojas, Jorge; 220 Rojas Herazo, Héctor; 258-260 Romero, José Luis; 36, 203 Roosevelt, Theodore; 119 Rosero, Evelio; 340 Rossi, Alejandro; 282-283 Rousseau, Jean Jacques; 73, 183, 302 Rozo, Jesús Silvestre; 80 Ruano, José María; 168 Rueda Encizo, José Eduardo; 21, 108 Rueda Vargas, Tomás; 175, 227 Rulfo, Juan; 213, 216, 222, 243, 245, 271, 340 Russi, José Raimundo; 112-113

S Sábato, Ernesto; 216, 222 Sáenz, Manuela; 115, 302 Safford, Frank; 290, 315 Salazar, Boris; 185 Salcedo de Medina, Olga; 248 Saldaña Rosas, Benjamín; 179 Salinas, Pedro; 220 Samper, Darío; 220 Samper, José María; 76-77, 82, 90, 94, 98-99, 118, 129 Sánchez, Héctor; 327 Sánchez Lozano, Carlos; 159 Sanclemente, Manuel Antonio; 131, 150 Sanín Cano, Baldomero; 130, 132, 141-142, 144, 169, 177 Santa, Eduardo; 152, 221 Santander, Francisco de Paula; 72, 78, 96, 110, 200

374

Santos, Eduardo; 26, 167, 202 Santos Molano, Enrique; 122, 131, 141 Sarmiento, Domingo Faustino; 118 Saroyan, William; 262 Sartre, Jean Paul; 201, 264-265, 299, 336 Savinsky, Silvestre; 170 Schabel, Joannes Alexius; 62 Schwartz, Jorge; 165 Schopenhauer, Arthur; 195 Scott, Walter; 79, 101 Segura, Faustino; 168 Serrano, Enrique; 340-341, 357-358 Sewell, Anna Mary; 119 Shakespeare, William; 116, 271 Sierra, Justo; 130 Sierra Vélez, Rubén; 167-168 Silva, José Asunción; 25, 85, 125, 131-133, 142-143, 149, 151, 155, 168, 193, 332, 357, 361 Silva, Renán; 49, 215 Silva, Ricardo; 82, 85, 124, 135, 141 Silva Gandolfi, Marco Antonio; 144, 155 Simón, Fray Pedro; 40 Sliger Vergara, Manuel Francisco; 212 Sófocles; 272-273 Solano, Armando; 167 Sommer, Doris; 24 Soto Aparicio, Fernando; 221, 326-327 Soto Borda, Clímaco; 137-140, 170 Spinoza, Baruch; 199, 311-312 Steinbeck, John; 241 Stendhal, Henri Beyle; 142 Suárez, Arturo; 202-203 Suárez, Marco Fidel; 152, 168 Suárez de Figueroa, Cristóbal; 42, 44 Sucre, Guillermo; 308 Sue, Eugenio; 79, 111

Breve historia de la narrativa colombiana. Siglos xvi-xx

T Tablanca, Luis; 208-210 Tamayo Ortiz, Dora Helena; 154 Tejada, Luis; 166, 169-171 Téllez, Hernando; 206, 230-235, 247, 301 Tennyson, Alfred Lord; 151 Théry, Hervé; 34 Tillis, Antonio; 224 Tiznes Jiménez, Roberto María; 64 Tolstoi, Liev Nikoláievich; 119 Torres, Josefina; 15, 319 Torres Bodet, Jaime; 211 Torres Restrepo, Camilo; 328 Torres Torrente, Bernardino; 112-113 Toynbee, Arnold J.; 166 Triviño Anzola, Consuelo; 131, 146 Troncoso, Luis Marino; 245 Trujillo, Rafael Leonidas; 207, 251 Trujillo, Patricia; 26, 215-216 Truque, Carlos Arturo; 232, 239-240

U Umaña Bernal, José; 235 Ungar, Antonio; 340 Uribe, Juan de Dios (el Indio); 128 Uribe Piedrahita, César; 173, 185-187 Uribe Uribe, Rafael; 123-124, 152153, 192-193, 280, 310, 324 Urrea, Tatiana; 204 Urrego, Miguel Ángel; 175

V Valdés, Mario J.; 34 Valencia, Gabriel; 179

Valencia, Gerardo; 220 Valencia, Guillermo; 26, 168, 357 Valencia Goelkel, Hernando; 264-265 Valero, Alicia; 272 Vallejo, Fernando; 22, 142, 160, 285, 289, 332-336, 346 Vargas, Germán; 235 Vargas Llosa, Mario; 271, 278-279, 346-347, 353 Vargas Tejada, Luis; 115 Vargas Vila, José María; 130-132, 138, 145-147, 202, 334 Vasconcelos, José; 258 Vásquez, Juan Gabriel; 340, 361-362 Vélez de Piedrahita, Rocío; 53-54 Vélez Ladrón de Guevara, Francisco Antonio; 58-60 Vergara y Vergara, Eladio; 111 Vergara y Vergara, José María; 24, 74, 82-83, 85-86, 93, 118 Verlaine, Paul; 133 Viana, Demetrio; 82 Vidales, Luis; 165-166, 171 Villegas Duque, Néstor; 135 Villegas Restrepo, Alfonso; 167 Vinyes, Ramón; 165-166, 266 Viñals, Francisco; 49 Volkening, Ernesto; 244, 276 Volpi, Franco; 217 Von der Walde, Erna; 84

W Wagner, Richard; 151, 162 Wahnón, Sultana; 27 Waugh, Evelyn; 265 Wilde, Oscar; 145, 189 Williams, Raymond L.; 215, 258 Woolf, Virginia; 54, 271

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Y Yourcenar, Marguerite; 324

Z Zabala, Clemente Manuel; 266-267 Zaitzeff, Serge, I.; 176 Zalamea, Jorge; 142-143, 289

376

Zalamea Borda, Eduardo; 173, 189192, 232, 235-237, 266-268 Zamborain, Esther; 101 Zamora Vicente, Alonso; 46 Zapata Olivella, Manuel; 216, 221226, 250 Zárate Moreno, Jesús; 232, 237-239 Zola, Émile; 139 Zuleta, Eduardo; 161-162 Zuleta, Estanislao; 293 Zuluaga R., Francisco U.; 78

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