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Spanish Pages [176] Year 2021
Eugenio Raúl Zaffaroni Cristina Caamaño Valeria Vegh Weis
¡Bienvenidos al lawfare! Manual de pasos básicos para demoler el derecho penal
Eugenio Raúl Zaffaroni Cristina Caamaño Valeria Vegh Weis
¡Bienvenidos al lawfare! Manual de pasos básicos para demoler el derecho penal
EQUIPO DE TRABAJO
Analía Ploskenos Felipe Fuertes Florencia Maldonado Javier García Sierra Javier Guillardoy Karen Navarro Leandro D´Ascenzo Luciana Casal Maximiliano Nicolás Tamara Rotundo Viviana García Sierra
Zaffaroni, Eugenio Raúl ¡Bienvenidos al lawfare!: manual de pasos básicos para demoler el derecho penal / Eugenio Raúl Zaffaroni; Cristina Caamaño; Valeria Vegh Weis; compilado por Valeria Wegh Weis; coordinación general de Creusa Muñoz. 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Capital Intelectual, 2020. 176 p.; 22 x 15 cm. ISBN 978-987-614-615-9 1. Derecho. I. Caamaño, Cristina. II. Vegh Weis, Valeria. III. Wegh Weis, Valeria, comp. IV. Muñoz, Creusa, coord. V. Título. CDD 340.1
© de la presente edición, Capital Intelectual S.A., 2020. Director: José Natanson. Coordinadora de la Colección de libros de Capital Intelectual: Creusa Muñoz. Diseño de tapa: Emmanuel Prado Diagramación: Adriana Manfredi Ilustración en retiración de portada: Enzo Leone Corrección: Mercedes Negro Comercialización y producción: Esteban Zabaljauregui © Capital Intelectual, 2020. 1ª edición. Impreso en Argentina. Paraguay 1535 (C1061ABC), Ciudad de Buenos Aires, Argentina. Teléfono: (54-11) 4872-1300. www.editorialcapin.com.ar Hecho el depósito que indica la Ley 11.723. Todos los derechos reservados. Prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento sin el permiso escrito de la editorial.
ÍNDICE
13 PRÓLOGO / Lula da Silva 19 PRÓLOGO DE LXS TRES AUTORXS INTRODUCCIÓN. INSTRUCCIONES PARA DESTRUIR 23 EL DERECHO PENAL / Valeria Vegh Weis
CAPÍTULO 1. LA DESTRUCCIÓN DEL DERECHO PENAL / Eugenio Raúl Zaffaroni 1. El “verdadero derecho penal” 2. El descuartizamiento del derecho penal 3. Condiciones para la creación del “derecho penal vergonzante”: la gran estafa 4. Las variantes del “derecho penal vergonzante” en el Siglo XX 5. Descuartizamiento, decapitación y recomposición del derecho penal 6. Las condiciones para el descuartizamiento actual 7. El actual “derecho penal vergonzante” y la domesticación judicial 8. La funcionalidad omisiva del “derecho penal decapitado” de la mayoría silenciosa del “mundo judicial” 9. La funcionalidad del “derecho penal populachero” de las minorías activas del mundo judicial 10. La corrupción como “mal cósmico” actual, la política como Satán y los políticos como seres inferiores
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11. Los disparates de los agentes locales del totalitarismo financiero 12. Algunos disparates de las minorías del mundo judicial 13. La facilitación legislativa y doctrinaria de la selectividad arbitraria del poder punitivo 14. Nuestros vecinos no están mucho mejor 15. Las contradicciones de los gobiernos populares
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CAPÍTULO 2. LA DESTRUCCIÓN DEL DERECHO PROCESAL PENAL / Cristina Caamaño 1. Impacto del uso mediático-político en el derecho procesal penal argentino 2. La alteración de las reglas de la competencia y de juez natural 3. El difícil camino a seguir hasta lograr jueces imparciales 4. La figura del arrepentido 5. La consolidación del realismo mágico (del arrepentido) 6. A violar garantías, que arrepentidos sobran 7. Miente, miente, que algo quedará 8. Las escuchas telefónicas y demás órdenes invasivas del ámbito privado al servicio del “derecho procesal penal vergonzante” 9. Al juego de la política judicial han llamado (¿y escuchado?) por teléfono 10. “Una lágrima sobre el teléfono” 11. A filtrar (comunicaciones), se ha dicho 12. El (ab)uso de la prisión preventiva 13. Sobre la deslegitimación lograda en materia de encarcelamiento 14. Manos a la obra (pero detrás de las rejas) 15. Culminando la obra (en prisión)
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CAPÍTULO 3: LA DESTRUCCIÓN DE LA CRIMINOLOGÍA / Valeria Vegh Weis 1. El rol de la causa penal como estrategia de gobernabilidad 2. Jonathan Simon. Gobernar a través del delito 3. Criminología crítica y uso mediático-político del sistema penal 4. Cómo construir un buen caso (o aprendiendo del nazismo) 5. Derecho penal de acto y derecho penal de autor. “Es” un corrupto 6. En búsqueda de compinches para esta empresa: “hacete amigo del juez” 7. De corrupción y otros pánicos morales 8. El pánico y reproche moral se redobla para el poder 9. Preparando al público. ¡Llamen a Sigmund Freud! 10. Si no lo vi en la televisión, no pasó (o la importancia de la criminología mediática) 11. Metele troll: criminología influencer 12. El corrupto tiene que verse como tal (o cómo construir un villano) 13. La humillación televisada 14. ¡Momento! ¿Esta no es la contraselectividad que estábamos buscando? 15. Un poco de proporcionalidad ¿Y TODO ÉSTO CON QUÉ SE COME? ALGUNOS CASOS PARA VER COMO SE DA TODO EN LA PRÁCTICA 1. Un primer caso sobre escuchas telefónicas al servicio del “derecho procesal penal vergonzante”: Cristina Fernández de Kirchner-Oscar Parrilli (o un Watergate a la criolla) 2. Otro caso sobre escuchas: Santiago y Sergio Maldonado 3. Sobre el encarcelamiento de opositores: un poco más de la “doctrina Irurzun”
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4. El Memorándum con Irán (o cómo criminalizar al Congreso) 5. La causa “dólar futuro”. El Poder Ejecutivo como responsable de todo y más
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BIBLIOGRAFÍA Y ALGUNAS SUGERENCIAS PARA SABER UN POCO MÁS
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PRIMER POSTFACIO / Eli Gómez Alcorta
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SEGUNDO POSTFACIO / Atilio Boron
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PRÓLOGO Lula da Silva*
Los autores, tres reconocidos profesores de la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, a partir de la escritura de un “Manual de Pasos Básicos para demoler el derecho penal”, lograron analizar en profundidad un fenómeno que, pese a ser mundial, ha venido desarrollándose sistemáticamente y con una frecuencia indeseable en América Latina: el uso del Poder Judicial, especialmente en lo que respecta a la aplicación de la ley penal, para interferir en la política. Se trata del lawfare, una guerra jurídica con fines ilegítimos, tal como mis abogados lo plantearon en 2016. Las elites de nuestra región y los defensores de los intereses del capital financiero internacional, que llevan décadas combatiendo las políticas sociales diseñadas para erradicar la pobreza y disminuir las profundas desigualdades sociales, lo que han hecho es promover la corrupción a la categoría de “mal cósmico”, señalándola como el origen y la causa de todos los males. Por supuesto que nadie aprueba que haya gobernantes corruptos. Pero la lucha contra la corrupción no es sino el pretexto del cual aquellos sectores se valen para atacar a gobiernos legítimamente elegidos por el voto popular.
* Ex presidente de la República Federativa del Brasil entre el 1 de enero de 2003 y el 31 de diciembre de 2010.
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El tribunal ha pasado a ser el ámbito en el que los derrotados en las urnas buscan imponer sus intereses propios por sobre la soberanía popular. Por esa vía, algunos sectores del Poder Judicial y de los distintos órganos del sistema de la justicia, con el apoyo oportunista de los medios hegemónicos, se volcaron a atacar a gobiernos populares preocupados por la defensa de los intereses nacionales. Su objetivo es criminalizar y destruir la política, tratando de instalar en la sociedad la idea de que todos los políticos son corruptos. Como en los tiempos que corren ya no se muestra adecuada la destrucción física del adversario, lo que se ansía es su muerte legal y política. Bajo la excusa de combatir la corrupción, violan el principio legal de debido proceso y las garantías constitucionales de los acusados. Como destacan los autores de este libro, el conjunto de los casos que se fueron dando en distintos países de nuestra región muestra siempre el mismo método: una parte de la prensa, políticamente involucrada, crea un hecho y lo divulga ampliamente (una mentira que se cuenta mil veces acaba volviéndose “verdad”); apoyándose con exclusividad en esa noticia fraguada, el cuerpo de la policía judicial abre una investigación; el Ministerio Público sale a la búsqueda de elementos que puedan sustentar formalmente la acusación; en los casos en que no se accede a ningún indicio de prueba, aun así la denuncia muchas veces se encarrila, cosa que ocurrió en Brasil, bajo la afirmación de que “no cuento con pruebas, pero tengo la convicción”. Luego sólo hace falta “identificar algunos jueces dispuestos a colaborar”, ya sea porque se abre ante ellos la anhelada oportunidad del estrellato o porque visualizan una ventaja personal concreta. La vida privada y la intimidad de los acusados queda expuesta a diario en base a esos llamados vazamentos (filtraciones de información), término bajo el cual se camufla la operación de seleccionar perspicazmente uno o más hechos
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y transmitirlos con toda intención a los “colegas” de los medios, sobre todo de la televisión. Ante la imposibilidad de demostrar lo que no ocurrió, se recurre a escuchas telefónicas ilegales, citaciones compulsivas y encarcelamientos preventivos, tanto de los acusados como de sus familiares, tales son los mecanismos por los que se apunta al objetivo de lograr la “delación premiada” del “arrepentido” (así se denomina en los países hispanohablantes a aquellos que “son capaces de inventar cualquier situación para obtener un beneficio”), para quien el “premio” es la libertad misma y, al menos en Brasil, la chance de conservar buena parte del producto del delito que se confesó. Arrancada, así, la confesión “delatora”, incluso sin la menor prueba, se condena al delatado en juicio de evidencia y, si no se logra demostrar el hecho que se le imputa, se apela a la estrafalaria categoría de “hecho indeterminado”. El circo se completa con la sentencia condenatoria que habrá de confirmar un tribunal igualmente parcial y comprometido con los intereses políticos y económicos de las clases dominantes. Así es como se aseguran las condiciones legales para que el enemigo sea puesto en prisión y quede imposibilitado de intervenir en la vida política. Los grandes medios de comunicación, con la televisión al frente, se encargan de difundir incesantemente el fallo judicial, dispuestos a darle legitimidad a todo un proceso absolutamente espurio. Con el enemigo apartado de la arena política queda abierto el camino para la elección de hombres y mujeres de gobierno sometidos a los intereses del mercado, que se desentienden de proteger a la población, especialmente a los más pobres. Se viola la soberanía nacional con la venta de grandes empresas públicas, rematadas siempre a valores muy inferiores a los que realmente poseen, en operaciones que revelan un fuerte desprecio por el medioambiente y por tantos otros derechos básicos de la población.
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La investigación que estos tres autores han llevado a cabo describe muy bien lo que ocurrió en muchos países, también en Brasil: trataron de imponerme la muerte política y legal. Fui víctima de esa maquinación que aquí se analiza: a partir de una noticia falsa publicada en un periódico, fui investigado, procesado y condenado por la llamada Operação Lava Jato, que condensa lo peor del sistema de justicia brasileño. Hoy ya nadie tiene dudas de que hubo sectores de la Policía Federal y del Ministerio Público Federal, a las órdenes de un juez notoriamente parcial y ávido de autopromoción, que formaron una organización guiada por el objetivo de anular mis derechos políticos para, de esa forma, evitar que pudiera volver a ser candidato a la presidencia de la República y asegurarle al Partido dos Trabalhadores su quinto mandato consecutivo. Con una rapidez nunca vista en la conducción de otros procesos, el Tribunal Regional Federal confirmó la sentencia, cumpliendo la promesa pública hecha en forma expresa por su presidente de que el caso sería juzgado antes de las elecciones. No tuvieron en cuenta mi resistencia. No tuvieron en cuenta el apoyo incondicional que me brindaron los movimientos sociales, los trabajadores y todas esas personas que, desde los distintos puntos del país, montaron frente al edificio de la Policía Federal donde estuve preso la conmovedora Vigília Lula Livre. No tuvieron en cuenta la destacada reacción de la comunidad política y jurídica internacional. Y en vez de abandonar Brasil, como llegaron a sugerirme, decidí ir a la cárcel y, desde ahí, enfrentarme a los que cobardemente me acusaban sin pruebas. No fue en vano, puesto que al menos una de las mayores conquistas de las sociedades civilizadas, y una que nuestra Constitución Federal garantiza, ya fue restablecida por el Supremo Tribunal Federal: la presunción de inocencia. Una medida que le puso fin a mi injusta prisión, determinada
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antes de que el tribunal superior se pronunciase sobre el recurso presentado en mi defensa. Hoy estoy suelto, pero no estoy libre. Mis derechos políticos siguen estando cercenados, incluso antes de que se juzgue el recurso que interpuse al tribunal superior. Mis felicitaciones a las profesoras Cristina Caamaño y Valeria Vegh Weis y al profesor Eugenio Raúl Zaffaroni, que con rigor académico han demostrado cómo se desvirtuó el “verdadero derecho penal” para dar origen al “derecho penal vergonzoso”, el cual sirve a la transformación del Poder Judicial en instrumento de persecución política de todos aquellos que, en nuestra querida América Latina, alzan su voz y sus brazos en defensa de quienes han sido abandonados a su propia suerte, plantándose firme frente a los poderosos representantes del capital financiero internacional y los gobernantes serviles al dios mercado. Deseo apasionadamente que el objetivo de los autores se cumpla: “sacar a la academia jurídica de la torre de marfil” para ponerla “al servicio de los pueblos”. Traducción de Cristian De Nápoli
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PRÓLOGO DE LXS TRES AUTORXS
¡Nos vinieron con esto de que todos lxs genixs del mundo habían usado los tiempos de pandemia para hacer genialidades y no quisimos ser menos! Si Isaac Newton descubrió la gravedad, por lo menos aquí, desde los confines del mundo, tendríamos una pequeña revelación: bajar el lenguaje judicial de la estratosfera y traerla, a pura fuerza de gravedad, para que lo entendamos todas y todos. Si, señorxs, nuestro aporte sería desarmar el encriptado registro de los tribunales que tanta confusión está causando. ¡Y es que bastó con prender la televisión un rato para darnos cuenta de que lo que realmente está en cuarentena es el derecho penal! La verdad sea dicha, al derecho penal lo tienen vapuleado para servir en la reserva. Cuando alguno de lxs jugadorxs titulares flaquea (es decir, las elecciones democráticas no se ganan, la oposición es muy fuerte o se necesita una medida distractora para arrasar con las reservas) sale el derecho penal a una cancha que no le corresponde. Esto nos preocupaba porque lxs tres autorxs nos formamos y enseñamos apasionadamente en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires (sí, es políticamente correcto decir “apasionadxs” para describir el trabajo no, o casi no, remunerado de la docencia universitaria publica). Los tres supimos aprender y enseñar que, como ya dijo Webber, el Estado detenta el ejercicio de la violencia y que lo mejor es tenerlo contenido para que no termine dándonos palo a todos. En los pasillos de Figueroa Alcorta también
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aprendimos y enseñamos que la violencia estatal, en tiempos de democracia, aparece de la mano de las policías en la forma de poder punitivo y que si queremos frenarlo la mejor herramienta son las garantías constitucionales. ¿Que son estas garantías? Garantía de que no me metan presx sin una condena, que me permitan ejercer mi derecho a defenderme de las acusaciones en mi contra, que el juez que resuelva no me tenga bronca, y muchas otras. Si, lxs tres autorxs aprendimos y enseñamos que las garantías constitucionales no son la revolución bolchevique, pero sirven para que el poder punitivo no se desbande y termine inundándolo todo (y metiéndonos a todxs presxs). Lxs tres autorxs hemos también tenido el inigualable placer de haber recorrido distintas instancias y edificios de nuestro querido poder judicial argentino. Conocemos muy bien lo bueno y lo malo de nuestro sistema penal y lo peligroso que puede ser que los jueces utilicen su poder para beneficiar a un político o perjudicar a otro. Los jueces tienen que estar ahí para cuidar que las garantías constitucionales se cumplan y si andan distraídos armando causas no van a poder con todo. ¡No nos puede sorprender luego si encontramos que Comodoro Py y las agencias de inteligencia andaban escuchando hasta las conversaciones de las mascotas presidenciales! Raúl, Cristina, Valeria, lxs tres estamos preocupadxs. Es muy joven y corajuda nuestra democracia como para ponerla en riesgo con jueces que responden a agendas extranjeras o carreras personales. Lxs tres sabemos que sólo una sociedad fuerte y atenta puede evitar que nos manipulen y que bajo grandilocuentes acusaciones de corrupción nos metan políticos títeres que abren las puertas al totalitarismo financiero. Por último, lxs tres autorxs estamos comprometidos con sacar a la academia –y sobre todo a la academia jurídica– de la torre de marfil y de la supuesta apolítica. El derecho está
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muy metido en el barro para dársela de neutral. Este manual es una contribución pequeña para poner la academia al servicio de los pueblos. Esta vez nos toca hacerlo liberando el trabalenguas en el que habla el poder judicial y aclarando un poco las distorsiones de los medios de comunicación para abrir un diálogo abierto y popular sobre qué poder judicial y qué derecho penal necesitamos. Con este esfuerzo, el manual tiene un solo objetivo: que estemos atentxs porque la historia la hacen los pueblos. Antes de empezar el recorrido, este último párrafo es de agradecimiento y profundo orgullo a lxs inigualables Lula, Eli y Atilio por sus aportes a este trabajo colectivo que espera contribuir a develar tanta injustica.1
1 Elegimos introducir el texto utilizando la x para dejar en claro que el lenguaje oculta mujeres y personas de género fluido. En el resto de estas páginas usaremos el género masculino para facilitar la lectura, pero siendo conscientes de esta trampa del lenguaje que excluye a más de la mitad de la población del planeta.
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INTRODUCCIÓN INSTRUCCIONES PARA DESTRUIR EL DERECHO PENAL Valeria Vegh Weis
Usted está decidido: hay que sacar de circulación a un grupo de personas que andan proponiendo agendas políticas revoltosas contrarias a los intereses del imperio. Puede tratarse de la defensa de recursos petrolíferos, la obstinación en proteger la legalidad de la hoja de coca, el rechazo a la intervención de organismos internacionales en las economías locales o agendas orientadas a la redistribución de la riqueza. En fin, gente molesta que se niega a alinearse al cien por ciento y seguir obsecuentemente los consejos del Tío Sam. Hay que buscar la mejor forma de desestabilizarlos. Pero ¿cuál? Es claro que andar a los tiros como en las épocas de antaño ya pasó de moda. Ya no se usa invadir países a mansalva como hace una década. Ahora es tiempo de asesinatos selectivos: se identifica al líder conflictivo, se lo ubica con el uso de la apropiada tecnología y se lo elimina. Hace poco fue Irán que andaba molestando a Occidente, pero nada de invadir el país y ocasionar baños de sangre costosos y con mala reputación. Se identificó al cabecilla que andaba causando el revuelo, en este caso, Qasem Soleimani, el general más importante de Irán, y se lo asesinó con prolijidad aséptica acusándolo de terrorista y con total desprecio al derecho internacional. Un razonamiento similar se aplica al patio trasero en América Latina. Recurrir al golpe militar tradicional para desbaratar al gobierno u oposición que osa desafiar los man-
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datos del imperio es la última alternativa (nunca descartable, claro está, como se vio en el 2019 en la hermana Bolivia). Pero mucho antes se recurre a lo que podríamos llamar “inoculación selectiva”: advertir quiénes son los que andan queriendo gestionar sus recursos nacionales, hablando de Patria Grande e independencia de Norteamérica, acusarlos de corrupción, traición a la patria, manejos ilegales o cualquier otro cargo grandilocuente y dejarlos fuera de juego. La corrupción, claro está, sí es un problema sistémico de nuestra región y probablemente del planeta. Pero aquí no se trata de crear un mundo mejor sino de utilizar las acusaciones de corrupción contra los que molestan. Es un mecanismo más limpio y menos violento que la muerte física, como sí ocurrió en el caso de Qasem Soleimani. Aquí se trata de la muerte jurídica y política del oponente molesto. Para ocasionar la muerte política hay que erosionar el poder de los enemigos políticos, deslegitimarlos y convertirlos en los causantes de todos los males del país frente a la opinión pública y la población. Es ideal si tenemos como contrapartida a un referente neoliberal del mundo de los negocios y de pasado exitoso. La comparación entre los enemigos políticos corruptos y la eficacia empresarial del rival es una maniobra prometedora. “¡Si puede manejar una empresa, claro que puede manejar un país!”. La estética aquí es fundamental: el rival debe ser prolijo, de buenos modales, con voz calma y familia tipo. En contraposición, a los enemigos hay que presentarlos como feos, burdos, escandalosos y soberbios. Si no son así en la realidad, armamos una buena caricatura para reemplazar las fotos reales y problema solucionado. La frutilla del postre es que los enemigos no queden sólo política, sino también jurídicamente muertos. No es cosa sencilla: se trata de que las acusaciones lleguen a grado tal que terminen jurídicamente inhabilitados para participar en política. Hay veces que la cosa se pone dura y hasta es nece-
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sario ponerlos tras las rejas. Eso nos permitirá no correr riesgo alguno de que la población cambie de parecer, los apoye nuevamente y se nos caiga la estrategia. Para matar a Qasem Soleimani necesitaron un verdugo. ¿Quién es el verdugo en nuestro plan de muerte política y jurídica del oponente? Hay un poder del Estado que viene al pelo para la tarea: se ocupa de individuos y actúa con precisión quirúrgica sin necesidad de ejércitos, de golpes ni de sangre. ¡El viejo y conocido Poder Judicial! Utilizar el Poder Judicial es realmente ideal. Basta con identificar a unos pocos jueces dispuestos a colaborar. Se los puede sumar a nuestra tarea por las buenas: con promesas de cargos, promociones, contratos u oficinas. Si eso no funciona, también se los puede sumar por las malas: con amenazas de juicio político u obstrucción de ascensos. Una vez que ya tenemos a los jueces que colaborarán, hacemos la denuncia. Si no es posible presentarla directamente a los jueces usando las reglas de jurisdicción impuestas en la ley, habrá que toquetear el bolillero y forzarlo un poquito. Alguna que otra persona desconfiada puede alertarse de que todas y cada una de las causas caigan en el mismo juzgado, pero la mayoría ignorará este hecho. En todo caso, nuestros aliados, los “periodistas independientes”, nos ayudarán a que salga a la luz lo que sirve y se oculte lo inconveniente. Toda denuncia penal tiene que ser sobre un tipo penal. Tenemos entonces que elegir el delito por el que vamos a realizar la denuncia. “Corrupción” es una incriminación general muy fuerte y quedará hermosa en las campañas de los medios de comunicación. ¿Qué ciudadano de bien no se siente ultrajado al oír sobre el mal destino de sus impuestos? Sin embargo, el problema es que la corrupción como tal no es un tipo penal. En la denuncia penal formal tendremos que acusar por delitos tales como enriquecimiento ilícito, omisión maliciosa, negociaciones incompatibles,
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exacciones legales, malversación de caudales públicos, peculado, cohecho, soborno transnacional, tráfico de influencia, administración infiel o fraude en perjuicio de la administración pública. Todas estas figuras son muy complejas y demandan investigaciones profundas con difícil acceso a la prueba. Si todo falla, deberemos entonces acudir a figuras penales más amplias como el encubrimiento. Basta decir que nuestro enemigo intentó ocultar el delito cometido por otra persona ¡Y listo!. También existe la figura de “traición a la patria” que, si bien como tal sólo aparece en la Constitución Nacional, tiene un reflejo en los artículos 214 a 218 del Código Penal, dónde se establece como delito usar la función pública para unir fuerzas con el enemigo o prestarle socorro para atentar contra la Nación y/o someterla al dominio extranjero. Si las pruebas son tan pobres que no alcanzan ni para eso, siempre queda la querida figura penal de “incumplimiento de deberes de funcionario público”. ¿Qué es esto? Es un delito que incluye cualquier tipo de infracción a sus obligaciones como funcionario. Nos sirve entonces de comodín para usarla en la denuncia cuando todo lo demás falla. En cualquier caso, es bueno contar con algo de pruebas, pero si no las hay tampoco hay que amargarse. En realidad, mucho no nos importa lo que pase judicialmente en el caso. La causa es una herramienta para lograr efectos extrajurídicos: presionar y condicionar a un gobierno para que lleve a cabo una determinada política o para hacer imposible su mandato. También es efectiva si nuestro enemigo está en la oposición, para destruirlo políticamente y que no pueda concursar ni para reina de la belleza. ¡Para eso es más importante el ruido del petardo que las luces de los fuegos artificiales que le siguen! Cuando hablamos de petardos y ruidos nada mejor que la televisión, redes sociales, radios, diarios y todos los gran-
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des medios de comunicación masiva para que el mensaje se magnifique. La idea es lograr la mayor exposición posible. Cámaras, micrófonos, show, clics. No se trata de informar ni de transmitir información clara y comprensible sobre lo que se está mostrando. Alcanza con imágenes emocionales del enemigo en alguna actitud sospechosa. Si no contamos con una foto o video incriminador, basta con mostrar a un juez compungido frente al expediente o una casa ostentosa con indicación del presunto origen espurio de los fondos. Si no hay nada de eso, con ayuda de conductores televisivos comprometidos con nuestra tarea, podemos inventar hasta la imagen y crear bóvedas de mampostería en estudio explicando que así serían las originales de nuestro enemigo político. Otro elemento a nuestro favor es que gracias a la concentración de medios, basta negociar con uno para que la noticia se multiplique al infinito. Para tener un buen acompañamiento mediático es importante que elijamos un momento políticamente oportuno, pero en el que tampoco esté pasando mucho en la realidad nacional e internacional para que la causa pueda volverse el centro de atención. Nada de gallos y medianoche o de presentar la denuncia el día de una final Boca-River, porque no hay causa que pueda competir con un buen gol. Elegir un buen nombre es fundamental para cuando la denuncia se esparza en los medios. Algo llamativo, que suene bien, jocoso quizás. La clave es que el público, al que no se le explicará nunca el detalle de hechos y derechos, recuerde el título de fantasía del escándalo, la palabra corrupción y los nombres de las personas denunciadas. Tres elementos como acta de defunción de sus carreras políticas. Para hacer más ruido todavía podemos recurrir a la ayuda de think thanks, organizaciones no gubernamentales financiadas por grupos empresarios, que desarrollan reportes e información orientada a crear opinión pública. Están
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también las grandes organizaciones internacionales como Transparencia Internacional, que inventan las categorías de “corrupción” y “transparencia” y luego las usan ellos mismos para evaluar a los países a “gusto y piacere”. Todos ellos serán grandes aliados en nuestra tarea de congelamiento del enemigo al momento de la denuncia y durante el proceso. Cuando empieza el proceso, aparecerán seguramente algunas trabas para nuestro proyecto: las llamadas garantías constitucionales que son la base del derecho penal. Molestias que tendremos que superar de alguna forma… La igualdad ante la ley nos obliga a tratar a todas las personas por igual. Pero no podemos darnos el lujo de respetar este principio: necesitamos que el juez de la causa actúe con más rapidez que lo usual y esté atento para disponer medidas en la causa si justo hay elecciones o cualquier otro motivo que lo amerite. En la Argentina, las causas en el ámbito federal (donde se investigan las denuncias contra funcionarios públicos) tardan más de tres años en resolverse y menos del diez por ciento llega a juicio. Nosotros necesitamos más celeridad y más imágenes. No nos sirve que el juez trate a nuestros enemigos igual que a las demás causas; necesitamos que esté solícito y que les dé prioridad. Conclusión: lamentablemente, no vamos a poder respetar el principio de igualdad. Este no es el único principio que hay que ignorar. También está el de la proporcionalidad, que nos pide que el castigo tenga relación con los hechos que cometió la persona. No se puede imponer el mismo castigo al que robó una gallina que al que robó un banco. ¡El tema es que hay veces que nuestros enemigos políticos ni siquiera han robado una gallina! ¡Y si la han robado hay que castigarlos como si hubieran robado todas las gallinas de La Pampa! Necesitamos las penas más altas y escandalosas posibles. Así que esta garantía va al cajón. Aunque estos principios parezcan complejos, el que pregona la inocencia es el más difícil. Nos indica que no po-
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demos imponer un castigo hasta no probar que la persona efectivamente cometió el delito y que ello ha sido probado en un proceso penal legítimo. Claro que mucha gente está detrás de las rejas mucho antes de que esto suceda. Es la famosa “prisión preventiva”. El derecho procesal penal autoriza a los jueces a dictar, excepcionalmente, la prisión preventiva y mantener al acusado en la cárcel mientras se investiga (es decir, antes de que se lo declare culpable). Como a esta altura no sabemos si la persona cometió o no el hecho por el que se la acusa, legalmente la prisión preventiva no tiene nada que ver con la responsabilidad por el delito: sólo puede imponerse si hay riesgo de que el acusado se fugue o de que ponga palos en la rueda durante la investigación (por ejemplo, amenazando testigos o escondiendo pruebas). Lamentablemente, en la Argentina y en toda América Latina, la prisión preventiva se usa mucho, muchísimo, aun cuando no hay riesgo de fuga ni de entorpecimiento de la investigación. Siete de cada diez personas en la Argentina están en prisión preventiva. Esto es repudiable siempre. Ahora, en el intento de congelar enemigos políticos, ¡la prisión preventiva nos viene bárbaro! Podemos tener las cámaras de televisión filmando al enemigo en camino al calabozo y poco importa si es a prisión preventiva o condenado. ¡El impacto visual es lo que queda! Si el enemigo decidió presentarse por las buenas en el juzgado arruinándonos la foto de la detención, hay otros recursos. Podemos mandarle a la policía, gendarmería o cualquier fuerza de seguridad a la casa, aun cuando la persona ya no esté en la residencia. La imagen de la policía ingresando a hacer justicia es un buen suvenir para difundir en los medios. Hay veces que la situación no es tan fácil porque los enemigos viven en el mismo lugar hace años, se presentan al juzgado, colaboran con la causa… ¡Qué pesados! Ahí se complica demostrar que hay peligro de fuga y hay que usar
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la creatividad. Se puede decir entonces que, como son o fueron funcionarios del Estado, tienen muchas conexiones y que entonces siempre hay un riesgo latente de que las usen para poner trabas en la investigación. Las consecuencias de esta teoría son un poco drásticas: toda aquella persona que haya ocupado cargos públicos es susceptible de tener conexiones y de poder embarrar la cancha estando en libertad y entonces siempre correspondería la prisión preventiva. En resumen: si ejerció la función pública y está acusado penalmente, marche preso. Es una espada de Damocles sobre la cabeza de cualquiera que ocupe un cargo en la función pública. Pero estamos en momentos de guerra jurídica y no podemos preocuparnos por estas delicadezas. Lo relevante es que ahora esto es muy útil para meter a nuestros enemigos tras las rejas. Queda luego el molesto derecho a la defensa y a la privacidad de las comunicaciones de nuestros enemigos y sus defensores. Ahí nada de palabrerío garantista. Podemos acudir al simple y llano “¿qué hay de malo en escuchar sus conversaciones si no tiene nada que esconder?”. Funcionó en cada régimen dictatorial del mundo y la Argentina no es la excepción: deslegitimar la relevancia del derecho a la privacidad, invirtiendo la carga de la prueba y señalando que quien nada malo hizo no tiene por qué tener miedo a ser escuchado. Después de todo este manual, Usted dirá que nada parece demasiado nuevo… La verdad sea dicha, todo esto de causas armadas, medios de comunicación metiéndose en la justicia y cero respeto por las garantías constitucionales es lo que pasa día a día con los acusados comunes. La novedad de esta estrategia y este manual que generosamente les ofrecemos es que el destrato generalizado hacia la clientela pobre del sistema penal la podemos también aplicar a personas empleadas en el gobierno, a las que la ley siempre trató con delicadeza. Eso demanda algunas
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particularidades que desarrollaremos en las próximas páginas. Se trata de sacarle los últimos vestigios de dignidad a la justicia, demoler el derecho penal y asesinar política y jurídicamente a los que molestan. Todo, siempre, en nombre de la democracia.
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capítulo 1
LA DESTRUCCIÓN DEL DERECHO PENAL Eugenio Raúl Zaffaroni
1. el “verdadero derecho penal” El “verdadero derecho penal” es el que los penalistas se esfuerzan por crear –escribiendo libros que interpretan leyes– para que los jueces sentencien conforme a esas interpretaciones, conteniendo y limitando el ejercicio del poder punitivo de los estados. ¿En qué nos basamos para afirmar que este es el “verdadero derecho penal”? ¿No hubo otros? ¿Acaso no fue “derecho penal” el que encendió las hogueras de la inquisición? ¿No aplicó “derecho penal” el Volksgericht nazi? Sí, pero la “comunidad penalística” del mundo no se vanagloria de eso, sino únicamente del derecho penal que puso límite al poder punitivo. Nos consideramos descendientes de Beccaria, de Sonnenfels, de los iluministas y, por ende, no existe ninguna academia ni ningún instituto especializado del mundo que lleve el nombre de Torquemada; incluso los nombres de los teóricos de la inquisición los recuerdan únicamente los historiadores, pero para los penalistas están olvidados, es como si nunca hubiesen existido. ¿Acaso algún penalista remite hoy al Malleus maleficarum? No, todos lo hacen a Dei delitti e delle pene. Incluso disimulamos las fallas de “los nuestros” cuando deslizan algún concepto demasiado habilitador de poder punitivo, en general desacreditando a otro colega consi-
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derado demasiado “liberal” –lo que es costumbre inveterada entre los cultores de la materia–, pero luego, al criticado se lo suele reivindicar, a veces cuando ya no está en este mundo. Por ende, para los penalistas, el “verdadero derecho penal” es únicamente el que sirve para contener el ejercicio del poder punitivo.
2. el descuartizamiento del derecho penal Pero este “derecho penal verdadero” –que es del que se vanaglorian con razón los penalistas– se empieza a desdibujar y abre el camino para su destrucción, cuando los penalistas mismos creen que el poder punitivo lo ejercen los jueces. Lo más dramático es que lo sostienen de buena fe y muchos jueces lo llegan a creer. Con esa confusión se da comienzo a la “destrucción del derecho penal”, que consiste en un descuartizamiento del “verdadero” para pegotear antojadizamente sus restos desmembrados en burdos collages que configuran discursos legitimantes del poder punitivo, a veces más o menos limitado, pero otras del todo descontrolado, dando lugar a un “derecho penal vergonzante”. Como el “derecho penal vergonzante” legitima lo que debía controlar y acotar, después que en la realidad el poder punitivo descontrolado incurre en atroces y masivos crímenes, el penalismo esconde pudorosamente esos collages y trata de olvidarlos. Nada muy diferente sucede con ciertas familias “distinguidas”, que ocultan algún ascendiente contrabandista, pirata, esclavista o asesino de indios. Basta pararse en la acera de cualquier tribunal para darse cuenta de que los presos bajan esposados de autos policiales. Es más que obvio que no los fueron a buscar los jueces,
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sino que los trae la policía para que los jueces decidan si siguen presos o no. Cualquier persona, leyendo algo de historia contemporánea, podría verificar qué fue lo que en realidad pasó cuando se cometieron genocidios o crímenes de lesa humanidad en cualquier país del mundo. De inmediato caería en la cuenta de que todos esos crímenes los cometieron policías (KGB, SS, Gestapo, etc.). Alguien observará que también fueron cometidos por militares, lo que es verdad, pero fueron militares convertidos en policías. El número de víctimas de homicidios cometidos por agentes de los estados en el siglo pasado suma muchos millones y supera de lejos al del total de víctimas de todos los homicidios “de iniciativa privada”, por así llamarlos. Lo paradojal es que estos millones de homicidios estatales fueron cometidos por quienes se suponía que estaban encargados de proteger a las víctimas frente a los homicidas y demás delincuentes. En todos los casos en que se llegó a ese extremo, los jueces y funcionarios judiciales dejaron de ser tales, para convertirse en payasos togados sumisos a los mandatos de las policías, como Roland Freisler, que insultaba y escupía a los procesados, o como el fiscal Vishinski en las purgas estalinistas de los años treinta. A quienes estos nombres no les digan nada, es recomendable que los busquen y rememoren. Las víctimas del genocidio nazi (millones de judíos, gitanos, disidentes y gays) no fueron enviados a trabajar forzadamente y a la muerte por jueces, sino por policías. Ese Estado totalitario no aplicó contra ellos ninguna ley penal, sino que ejerció un pretendido “derecho administrativo de policía de higiene racial”. Siempre que se destruye el “verdadero derecho penal”, el “derecho penal vergonzante” que aparece se limita a sí mis-
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mo, abriendo paso a su reemplazo por pretendidos ejercicios de supuestos derechos administrativos policiales.
3. condiciones para la creación del “derecho penal vergonzante”: la gran estafa Para legitimar ese poder policial y sus crímenes, es necesario generar un miedo descomunal, inventando un “mal cósmico” y atribuyéndoselo a un enemigo, al que, naturalmente, se hace necesario destruir sin que a nadie le sea permitido oponer ningún obstáculo. Esto último se debe a que quien pretenda oponer algún reparo a esa tarea de supuesta salvación aniquiladora del enemigo y neutralizadora del “mal cósmico” que infunde miedo, será también un enemigo o un idiota útil a éste, sencillamente porque poner en duda el carácter cósmico del “mal” implica deslegitimar el poder de quien lo inventa para manipular el miedo. Para los inquisidores –que por toda Europa quemaron mujeres con singular alegría– los peores enemigos eran lo que ponían en duda al poder de las brujas. La dictadura argentina afirmaba que los defensores de derechos humanos eran terroristas, y uno de los genocidas llegó a decir que después de los enemigos se ocuparían de los “tibios”. En todos estos casos se plantean opciones férreas, que no admiten posiciones intermedias, pues siempre debe elegirse entre el poder policial descontrolado o el “mal cósmico”. La “Ciudad de Dios” o la “Ciudad del Mal”, decían los inquisidores; Mussolini repetía “Roma o Moscú”; Stalin planteaba “dictadura del proletariado” o “capitalismo explotador”; la dictadura argentina “los occidentales y cristianos” o el “comunismo internacional”. Por supuesto que el “mal cósmico”, que genera el miedo descomunal, no se puede inventar de la nada, pues siempre
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hay algo que le da una mínima base real, sólo que se la magnifica hasta convertirla en el mal casi absoluto que amenaza a la nación o a la humanidad toda, según el grado de contenido paranoico del discurso que se esgrime. Esos “males cósmicos” han sido muchísimos a lo largo de la historia de la humanidad y, por cierto, muy diferentes según épocas, países, contextos culturales, políticos, económicos, etcétera. Desde las brujas y los herejes hasta el “comunismo internacional”, pasando por la degeneración, la bastardización de la raza, el mestizaje, la sífilis, el judaísmo, el capitalismo, el cristianismo, el islamismo, la droga, el alcoholismo, la corrupción moral y muchos otros, todos sirvieron para agigantarlos, hacer cundir el pánico y legitimar la muerte de millones de personas. Lo curioso del caso es que algunos de esos problemas se solucionaron, otros no se resolvieron y siguen siendo problemas sociales hasta la fecha y, por fin, otros han dejado de ser problemas, pero en ningún caso –nunca, jamás– alguno de ellos fue resuelto por el poder punitivo. Es decir que, a todas luces, la humanidad sigue sin entender que la estafan, o sea, que el poder punitivo le promete resolver lo que no resuelve, sino que siempre, inevitablemente, cuando se tolera que se descontrole, se lo ejerce para perseguir otro objetivo que poco o nada tiene que ver con lo que le proporciona la pálida realidad al problema. Nadie diría que es racional el sujeto que todos los días compra nuevamente la “máquina de hacer dólares”, cree en el “cuento del legado” o se deja llevar a la trampa del “timo del gato”, sólo que esto es más grave, porque esta recaída de la humanidad en el ardid defraudatorio se reitera a través de los siglos y cuesta millones de muertos. Es bastante claro que siempre que el poder punitivo se desbordó y el poder jurídico de contención se redujo o desapareció,
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legitimado por alguna versión de “derecho penal vergonzante”, ese poder fue usado en beneficio de diferentes intereses, pero nunca para resolver los problemas que decía querer resolver.
4. las variantes del “derecho penal vergonzante” en el siglo xx En los últimos dos siglos esos intereses fueron asumidos por estados que procuraban dominar al mundo, justificándose con sistemas de ideas delirantes –paranoicas– acerca de sus respectivos “enemigos” y “males cósmicos”, como también sobre las promesas de sus contrarios, o sea, de sus “paraísos futuros” o “bienes cósmicos”. Así, en el siglo XIX el “mal cósmico” fue la “degeneración” por interrupción de la “evolución” que hacía crecer el cerebro; los “enemigos” eran los “inferiores” (colonizados y delincuentes) y el “bien cósmico” era el crecimiento general del cerebro, que resultaría de la eliminación de todos los “inferiores débiles” (de cerebro chico) por efecto de la “selección natural”. Según esas ideas genocidas, basadas en una supuesta “biología científica” y difundidas por la potencia del momento (Gran Bretaña), deberían morir los colonizados débiles (racismo neocolonialista spenceriano) y se eliminarían las células infecciosas del organismo social, o sea, los “cerebros chicos” que por accidente aparecían en medio de la sociedad de “cerebros grandes” (derecho penal de “peligrosidad” policial racista). Hace un siglo, este era el “derecho penal vergonzante” que se enseñaba en toda América Latina y del que hoy ningún penalista quiere acordarse. Muchos de los personajes en actitud adusta, cuyos retratos penden de las paredes de nuestras universidades enmarcados en dorados barrocos, eran los divulgadores de estas ideas.
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Pero en el siglo XX hubo otros que creyeron que ya tenían el cerebro grande y el “mal cósmico” era el peligro de que se les achique, o sea, la “contaminación de la sangre con inferiores” (judíos, negros, gitanos, indios) y el “bien cósmico” consistiría en el restablecimiento de la “raza aria pura” de cerebro grande, que tendría lugar después de la eliminación de todos los “enemigos” contaminadores. Según esas ideas genocidas difundidas en la “contrapotencia” del momento (Alemania nazi), era necesario matar a todos los contaminadores (por vía del derecho administrativo de “limpieza racial”) y también a todos los “falsos cerebros grandes” que, con sus intenciones criminales, ponían al descubierto cierto grado de contaminación (de estos últimos se encargaba el derecho penal nazi de superioridad racial). En el mismo siglo, no faltaron quienes se creyeron herederos del imperio romano y se pusieron a la tarea de reconstruirlo: el “mal cósmico” era la “desobediencia al Estado”, entendido como síntesis de las generaciones pasadas, presente y futuras; el “bien cósmico” era el orden impuesto por el Estado después de disciplinar o eliminar a los disidentes, o sea, a quienes no comprendían que no importaban como personas, sino en función de este ente “espiritual”, superior y abarcativo, como “estado-sociedad-nación” (todo confundido) al que debían obediencia incondicional. Conforme a esta idea de Estado totalitario, era necesario reafirmar la voluntad punitiva del Estado con sus leyes y reconocer como única voluntad libre y válida la que eligiese obedecer al Estado como sociedad y síntesis de la nación (derecho penal fascista). Tampoco faltaron quienes creyeron que era necesario cambiar todo para lograr la igualdad perfecta, erigida por la clase proletaria: el “mal cósmico” era el “capitalismo”, los “burgueses” eran los enemigos y el “bien cósmico” era la so-
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ciedad socialista igualitaria que se obtendría sólo después de eliminar a los burgueses y crear al “hombre nuevo”. Como para eso era necesario erradicar no sólo a los “burgueses” sino también los “hábitos burgueses” de la sociedad, los “proletarios” debían implantar “temporariamente” una “dictadura transitoria” hasta que surgiese el “hombre nuevo”. Esa dictadura fue lo que se estableció, y el tiempo fueron décadas en las que se generó una potencia mundial (derecho penal soviético estalinista). Lamentablemente, ninguno de estos “bienes cósmicos” se concretó en los “paraísos” de razas de cabeza grande, como tampoco en un nuevo imperio romano ni en la sociedad igualitaria perfecta, sino en guerras con millones de muertos. Tampoco la llamada “doctrina de la seguridad nacional” (impulsada por Estados Unidos) nos llevó en los años setenta del siglo pasado al “bien cósmico” de su civilización “occidental y cristiana”, aunque nos dejó cientos de miles de muertos en la región, por obra de un poder punitivo descontrolado que supuestamente nos salvaba del “infierno marxista” (derecho penal de seguridad nacional). La verdad es que –como hemos señalado antes– los escribas de todos estos criminales descuartizaron en su momento el “derecho penal verdadero”, pegoteando mal sus miembros sangrantes en tristes discursos que usaron como oscuros y confusos apéndices de sus paranoias políticas alucinadoras de “enemigos” y “males cósmicos” y de sus delirios de “bienes absolutos”. No otra cosa que burdos pegotes –incluso algunos poco ingeniosos– de los miembros descuartizados del “verdadero derecho penal” fueron los collages de discursos encubridores de los genocidios y crímenes atroces del neocolonialismo racista de peligrosidad, del nazismo, del fascismo, del estalinismo y de la seguridad nacional.
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5. descuartizamiento, decapitación y recomposición del derecho penal Pero cabe aclarar que en todas las épocas fue posible “mirar hacia otro lado” (hacerse los distraídos) para eludir caer en el “derecho penal vergonzante”, evitando descuartizar al “verdadero derecho penal”, mediante elaboraciones en apariencia tecnocráticas, asépticas, elegantes y sofisticadas, que se limitan a “decapitarlo”, privándolo de su función de contención del poder punitivo. Esta decapitación se logra apelando a alguna teoría del conocimiento idealista, a estados imaginarios que “debieran ser” éticos o racionales –pero que no son los reales– o a la reducción de lo jurídico a pura lógica jurídica “normativista”, es decir, a cualquier recurso que impida “contaminarlo” con todo dato de la realidad social respecto del ejercicio del poder punitivo (derecho penal decapitado). No obstante, el “verdadero derecho penal”, el que sirve para que “jueces en serio” contengan y acoten el poder punitivo, se recompone después de cada descuartizamiento o decapitación, porque tiene la virtud que se atribuye a algún ente mitológico: se regenera a partir de su cuerpo decapitado o de sus pedazos desmembrados que se despegan de los collages. Esa extraordinaria virtud se la otorga la pulsión liberadora que anida en el fondo de cada ser humano que aspira a ser considerado y tratado como “persona”: esa pulsión hacia la libertad nunca muere del todo. Pero si bien Eros nunca falta, Tánatos tampoco muere y, por ende, en cuanto el “verdadero derecho penal” se recompone, reaparecen los sombríos portadores de hachas y serruchos. Descuartizamiento y decapitación por un lado, y recomposición por el otro, parecen ser el corsi e ricorsi de la dinámica del derecho penal, un largo andirivieni entre el “derecho penal verdadero” y los “vergonzantes” y “decapitados”.
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El “vergonzante”, después de cada final catastrófico para la humanidad, se oculta piadosamente en los altillos de los trajes y vestidos olvidados o en las cloacas donde escondía sus cadáveres el personaje de Umberto Eco; el “decapitado” logra muchas veces disimularse, alegando una supuesta “asepsia neutral tecnocrática”. Los “descuartizadores” también son archivados en el olvido junto a sus inventos, pero algunas veces, de sus collages se recuperan algunos trozos desmembrados del “verdadero derecho penal” y por eso se los reivindica más o menos parcialmente, hasta que alguien recuerda el collage completo. Más fácil resulta restituir su cabeza al cuerpo decapitado.
6. las condiciones para el descuartizamiento actual En las últimas décadas el poder supraestatal del capital financiero elevó a la condición de “mal cósmico” la política distributiva de los estados, hasta generar una auténtica idolatría del “falso dios mercado”, según la cual toda la vida humana (matrimonio, hijos, carrera, amistades, etc.) se determina en cumplimiento de la “ley de oferta y demanda”. El enemigo es la política distributiva, el “mal cósmico” se materializa en cada pretensión de intervención estatal en beneficio de los más desfavorecidos y el “bien cósmico” es la soberanía del mercado, que permitirá que los ricos se enriquezcan más hasta que su riqueza se “derrame” hacia los de más abajo y llegue a todos. Como el “derrame” demorará un tiempo en producirse, en tanto los que se enriquecen acumulen sus fortunas, es necesario un Estado totalitario que discipline a los que todavía no gozan de los beneficios del “derrame”, llenando cárceles con los estereotipados de la “delincuencia de subsistencia”
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o bien matándolos, en especial en los países que coloniza a través de endeudamientos astronómicos. El primer ensayo –hoy dramáticamente en crisis– fue la dictadura pinochetista chilena, cuyos proyectistas entendían que la libertad no era un atributo de los seres humanos que habitaban el territorio, sino del mercado. No se derramó nada, pero costó unos cuantos miles de muertos por violencia genocida. Como el capital financiero monopoliza la comunicación, hace creer a muchos de los que no reciben ningún derrame, que se debe a la culpa de los estereotipados de su propia clase social, que son “vagabundos” incapaces de realizar los esfuerzos “meritocráticos” de los que ya disfrutan “merecidamente” de la riqueza, culpa que se extiende a los políticos “corruptos” que propugnan un Estado mínimamente distributivo.
7. el actual “derecho penal vergonzante” y la domesticación judicial La ideología encubridora del totalitarismo financiero vuelve a descuartizar el “derecho penal verdadero” y, como nueva variante actual del “derecho penal vergonzante”, pegotea sus miembros en un collage de pura venganza mediáticamente promovida contra estereotipados y políticos populares. Este es el “derecho penal vergonzante” de nuestro tiempo, al menos en nuestra región. Por cierto, este collage actual tiene un nivel teórico muchísimo menor que el de sus precedentes, puesto que no supera el de la comunicación monopolizada por “de-formadores de opinión” bien pagos, conforme a la consabida regla que indica que, cuanto más irracional es un poder, más rastrero debe ser el nivel de elaboración del discurso que pretenda legitimarlo.
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El poder punitivo descontrolado se ejerce ahora contra dos categorías de personas: los estereotipados pobres y los políticos populares, legitimado por una variable del “derecho penal vergonzante” que casi está huérfana de elaboración jurídica (derecho penal populachero). Sobre los estereotipados pobres recaen un encarcelamiento en masa en prisiones superpobladas (campos de concentración violentos con episódicas muertes masivas), ejecuciones sin proceso y torturas policiales. A los políticos populares se les inventan delitos y montan procesos en oscuros maridajes de medios de comunicación monopólicos, servicios secretos y jueces dóciles, que sentencian disparates escandalosos. Esta nueva versión del “derecho penal vergonzante” requiere “domesticar” a los jueces para someterlos a las exigencias de su irracionalidad populachera, para lo cual los amenazan con linchamientos mediáticos, a los que se suman políticos inescrupulosos que aprovechan la circunstancia para obtener votos demagógicamente. Los jueces que se “domestican” por miedo o comodidad burocrática, suelen echar mano del “derecho penal decapitado”, porque procuran evitar de ese modo las consecuencias de ejercer realmente su función. Internalizan las racionalizaciones del cuerpo decapitado del “derecho penal verdadero” con tanta fuerza que, muchas veces, terminan por creer que están haciendo lo que no hacen. Neutralizada la gran mayoría que se refugia en la supuesta asepsia ideológica y política del derecho penal decapitado o, simplemente, en su rutina burocrática eludiendo conflictos, tampoco falta nunca una minoría que privilegia su carrera judicial, para buscar la vía más corta que le permita saltar a las jerarquías internas merced al favor del poder del momento. A esta minoría se suma otra aún más reducida, cuyos integrantes obedecen al “poder” como compensación de algún complejo. Quizá inconscientemente saben que no ejercen el
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poder punitivo, pero sumándose a los “poderosos” se sienten uno de ellos y aspiran a “erotizar” con ese “poder prestado”, sin caer en la cuenta de que nunca serán “uno de ellos”, pues sólo son usados mientras resultan útiles. Además de estas dos minorías judiciales, nunca falta algún singular personaje que se deslumbra con las luces de las cámaras de televisión, en ocasiones por puro afán de publicidad, pero en otras con la pretensión de que esa “fama” le permita saltar a la política: son los “jueces estrella”, en general rechazados por los de las otras categorías, que los consideran “contaminantes”. Quienes sólo buscan publicidad suelen acabar “estrellándose” en el ridículo. Los que buscan saltar a la política también casi siempre fracasan y se “estrellan”. Muy pocos logran alcanzar su objetivo, aunque por lo general por poco tiempo, porque pasan a transitar un camino desconocido, cuyos baches y zanjas no saben esquivar y, como es de esperar, acaban empantanando su precario vehículo.
8. la funcionalidad omisiva del “derecho penal decapitado” de la mayoría silenciosa del mundo judicial Los que racionalizan y pasan inobservados en este mundo judicial mediante el “derecho penal decapitado” o refugiados en su rutina o desidia burocrática son útiles a los designios de los títeres locales del poder financiero, pero principalmente porque no molestan. Es decir, su contribución a la destrucción del verdadero derecho penal es más bien omisiva. Pero la omisión de esta mayoría no es totalmente inofensiva ni mucho menos. Vimos que el ejercicio del poder punitivo que legitima el “derecho penal populachero” se dirige contra los estereotipados de las clases más desfavorecidas y contra los políticos populares, con el soporte indispensable
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del monopolio u oligopolio de medios masivos de comunicación social. Para permitir que el poder punitivo se desboque sobre los estereotipados pobres, no es necesaria la intervención de las minorías del mundo judicial, porque es suficiente con que los “neutros asépticos y tecnocráticos” no molesten y miren hacia otro lado, pasando por sobre los cadáveres, abstraídos en sus silogismos y discursos idealistas. Se trata de una participación necesaria pero omisiva. Dado que el modelo de sociedad que postulan los regímenes corruptos de los agentes locales del totalitarismo financiero proyecta un treinta por ciento de incluidos y un setenta por ciento de excluidos (la llamada “sociedad 30/70”), éstos van excluyendo a un creciente número de personas, para cuyo control social no es tan necesario el ejercicio desmedido del poder punitivo con la finalidad de reprimirlas –como suele creerse–, sino mucho más con el objetivo de distraerlas. Con el ejercicio desmedido del poder punitivo contra los estereotipados de las clases subalternas, dado que éstas son también las más victimizadas, se logra que reclamen más ejercicio del poder punitivo que, en definitiva, acabará siento ejercido sobre ellas mismas. De este modo se promueve la lucha de pobres contra pobres, en la cual el Estado inserta trabajadores policiales sin derechos laborales, seleccionados de las mismas franjas pobres de la población. No es poca la contribución omisiva de los “neutros”, legitimados por el “derecho penal decapitado”. Ya que al conseguir que “se maten entre pobres”, se evita el diálogo y la toma de consciencia de su situación y, por ende, la adopción de conductas políticas coherentes. Esto es indispensables para el proyecto de los corruptos agentes transnacionales que llegan a los gobiernos. Vemos, pues que, por un lado, los “neutros y asépticos”, mirando para otro lado, dejan de controlar el ejercicio del po-
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der punitivo contra los estereotipados pobres, o sea, que esta es su forma de contribución omisiva pero necesaria al programa de los regímenes que responden al poder financiero transnacional y cometen astronómicos delitos económicos.
9. la funcionalidad del “derecho penal populachero” de las minorías activas del mundo judicial Pero esto es insuficiente para estos regímenes de corrupción gigantesca; en otras de sus demandas son vitales las minorías del mundo judicial (con aspiraciones de elevación, complejo de poder o fama de estrellas), en función de su particular maridaje, hacen su indispensable aporte activo mediante la habilitación selectiva del ejercicio del poder punitivo. Estas minorías del mundo judicial, en una de las mayores muestras de habilidosa prestidigitación selectiva, habilitan un poder punitivo descontrolado sobre los políticos populares y, al mismo tiempo, lo obturan –con máximo cuidado y meticulosidad– con respecto a los negociados de la corrupción macro de los personeros locales del totalitarismo financiero. Esta selectividad criminalizante del poder financiero transnacional en su versión periférica no podría ser el mero producto de una acción solitaria de las minorías del mundo judicial, sino que, para llevarlas a cabo y que sean toleradas, éstas deben revolcarse en coautorías y complicidades en una confusa ménage múltiple con periodistas, comunicadores, monopolios mediáticos y agentes de servicios secretos que bordean los tipos penales y resbalan con frecuencia de esos bordes. Pero el “derecho penal populachero”, a diferencia de los previos descuartizamientos del “derecho penal verdadero”, es decir, de todas las variables precedentes del “derecho penal vergonzante”, carece de un discurso con mínima cohe-
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rencia jurídica, pues se trata de una elaboración predominantemente destinada a la publicidad mediática. Las anteriores versiones del “derecho penal vergonzante” (peligrosista racista, nazi, fascista, estalinista) eran collages que procuraban cierta coherencia discursiva interna y por eso podían invocarlos sus supuestos jueces. Para descubrir sus contradicciones, era menester desarmar la “cáscara” jurídica en que estaban envasados, cubriendo el engomado de miembros previamente amputados. Pero el “derecho penal populachero” carece de esa “cáscara”, porque su bajo nivel de elaboración es publicitario y no jurídico, lo que impide que los jueces se remitan a ese collage en busca de respuestas dentro de un sistema de ideas con un mínimo de coherencia. Como es obvio, es inútil buscar respuestas jurídicas en un discurso publicitario. Para la mayoría que coopera por omisión a habilitar la criminalización de estereotipados pobres, el refugio en su modorra burocrática o en el “derecho penal decapitado” le resulta fácil, pues se limita a “no hacer”, en tanto que la versión decapitada altamente elaborada le permite “no ver” el dolor y ni siquiera los cadáveres del poder punitivo descontrolado. Pero las minorías del mundo judicial deben cooperar por “acción” y, en tal caso, inevitablemente, deben argumentar jurídicamente para lo cual es imposible apelar a un discurso mediático sin mínima “cáscara” jurídica, razón por la que en cada caso deben inventar argumentos coyunturales que no pasan de ser “ocurrencias” con frecuencia disparatadas.
10. la corrupción como “mal cósmico” actual, la política como satán y los políticos como seres inferiores La habilitación descontrolada del poder punitivo contra políticos tiene por objeto lo que se llama la antipolítica, o sea,
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hacer creer a los pueblos (subestimados por ellos como “débiles mentales”, siempre “inferiores”) que los políticos son todos corruptos. Paralelamente, conforme al manejo prestidigitador de la selectividad punitiva, la obturación meticulosa del poder punitivo frente a las macrocorrupciones siderales de los personeros locales del totalitarismo financiero permitiría que los pueblos (supuestamente “de poca inteligencia”) acabasen creyendo que los máximos corruptos son los únicos “puros” y virginales. Para obtener este doble objetivo, la corrupción pasa a ser el nuevo “mal cósmico” del momento y la política el nuevo Satán, al que abrazan los políticos populares (las nuevas brujas) porque son todos seres inferiores (las brujas eran mujeres), dado que sólo se pueden asociar con el Maligno los seres inferiores (“corruptibles”), mientras que los que endeudan astronómicamente a sus naciones, como son “superiores”, resultan invulnerables a las tentaciones del Maligno. Aunque no siempre se lo expresa –salvo algún desbocado–, confirmaría la inferioridad humana de los políticos la circunstancia de que siempre los apoyan personas de las clases populares, pobres, con más melanina (si no la tienen se la inventan), sin educación, ignorantes, incapaces de esfuerzos personales acordes al criterio “meritocrático”, y fáciles de engañar porque, en general, en alguna medida son “subhumanos”. Lo que los argentinos llamamos “gorilismo” es una visceral disposición interna (innere Gesinnung dirían los alemanes, attegiamento los italianos) antipopular que mal puede disimular su racismo, como “ánimo” que es común a todas las clases medias de nuestra región, en especial a quienes no están muy seguros de serlo y deben reforzar su sentimiento de superioridad para compensar su complejo básico de inferioridad.
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Estos presupuestos sociales facilitan la manipulación judicial de la selectividad mediante la elevación de la corrupción (de los otros, obviamente) a la condición de “mal cósmico” de la época. A esta deformación institucionalmente patológica de la función jurisdiccional se la llama lawfare (guerra judicial), es decir que, de ese modo –y en la lengua de Shakespeare– se designa a un confuso revolcadero de “corruptos” de alto vuelo, minorías del mundo judicial, agentes de servicios secretos, comunicadores, (de)formadores de opinión y monopolios mediáticos. Mientras el público circense de nuestras clases medias bajas se entretiene con el espectáculo que brindan los integrantes de las curiosas minorías del mundo judicial diciendo y escribiendo disparates, los impolutos hacen ajustes presupuestarios, derogan la legislación laboral, desfinancian la investigación científica, la salud pública, la educación pública, embadurnan el derecho previsional y propugnan política de “mano dura” con la “delincuencia” (de los estereotipados pobres). Pero ante la falta de un discurso con mínima coherencia, dado que el publicitario del “derecho penal populachero” no tiene otro objetivo que impactar en lo emocional, pero no en lo racional, las minorías del mundo judicial, que a su ignorancia jurídica suman una notoria carencia de imaginación, van dejando a cada paso –como el pato criollo–un disparate nuevo, hasta que el conjunto asume características de escándalo. Cualquier observador imparcial que echase un vistazo a la serie completa de los disparates opinaría que despareció el derecho y, en su lugar, un conjunto de orates hace lo que le viene en gana y lo fundamenta con lo primero que le viene a la cabeza, sin importarles para nada lo que alguna vez dijeron desde los romanos hasta Kelsen & Cía y, más grave aún, lo que escribieron unos señores, reunidos en la hostería de Merengo en Santa Fe en 1853, en un documento que hasta hoy se sigue llamando Constitución Nacional.
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11. los disparates de los agentes locales del totalitarismo financiero No sería necesario pasar revista al triste desfile de los disparates inventados para suplir la total orfandad de “cáscara” jurídica de la última versión del “derecho penal vergonzante”, pero valgan como ejemplo algunos de los más notorios, como la pretensión presidencial de nombrar jueces de la Corte Suprema interinamente y por decreto, lo que, si bien no se concretó, tampoco fue rechazado de plano por los candidatos, que hoy ejercen esa función. A eso siguieron otros disparates constitucionales del Poder Ejecutivo, como archivar el principio del juez natural, porque se volvió “natural” que trasladase jueces por decreto y que, de ese modo, armase tribunales a su medida con los integrantes de las minorías del mundo judicial que luego, obviamente, le retribuían los correspondientes favores, aunque algunos no resultasen tan agradecidos. Una provincia argentina protagoniza hasta hoy un escándalo judicial de máximo nivel: en la primera reunión de sus legisladores, éstos votaron una ley ampliando el número de jueces del Superior Tribunal y, una semana más tarde, dos de los diputados que votaron esa ley eran propuestos y nombrados jueces de ese tribunal por el gobernador, quien puso especial empeño, casi como objetivo único de su deslucida gestión, en perseguir a una dirigente social discriminada por mujer, por organizar a los más humildes, por hacer obras para éstos y por ser india. La víctima obtuvo un arresto domiciliario por disposición de la Corte Interamericana. Esta muestra de machismo, clasismo y racismo perdura hasta la actualidad, en base a una multiplicación artificial de procesos, a testigos falsos y a la integración nepotista de los tribunales provinciales, incluso verificable mediante las torpes confesiones de sus propios pseudojueces.
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Aunque se ha presentado en el Congreso un proyecto de intervención federal, por no asegurar la administración de justicia (como lo exige a todas las provincias el artículo 5 de la Constitución Nacional), aún no se dispuso nada. Tampoco la Corte Suprema nacional corrigió nada al respecto. En el orden nacional, el ex titular del Ejecutivo, en un inédito arranque de extrema sinceridad, dijo que necesitaba “jueces propios” y, además, injurió públicamente a los abogados laboralistas y persiguió a los jueces del fuero del trabajo, instigando denuncias en el órgano administrativo disciplinario a través de su ministro. Esta última amenaza se volvió costumbre: en un caso, como no había mayoría suficiente en el órgano para decidir el sometimiento a jurado de un juez, pues faltaba un consejero, un juez de la Corte Suprema demoró una hora con pretextos burocráticos al consejero que debía asumir (un senador nacional), para que no llegase a tiempo a incorporarse. Cabe acotar que se logró el objetivo, pues el órgano decidió con esa composición enviar a su colega magistrado al jurado y éste fue destituido. Periodísticamente se ironizó sobre el caso llamándolo “secuestro de un senador nacional por la Corte Suprema”. Todo esto fue sucediendo sin que la inmensa mayoría de los jueces (salvo una organización minoritaria y siempre impiadosamente estigmatizada) dijese una sola palabra de protesta o solidaridad, es decir, que con su silencio consintieron o miraron para otro lado, mientras se violaba la Constitución que juraron “cumplir y hacer cumplir” el día que asumieron. Da la impresión de que el juramento de los jueces es sólo una suerte de fiesta familiar.
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12. algunos disparates de las minorías del mundo judicial A partir de 2016 las minorías dóciles del mundo judicial comenzaron a repartir prisiones preventivas con enorme generosidad contra funcionarios de la anterior administración, para lo cual no les fue necesario mayor esfuerzo, puesto que les bastaba insistir en la jurisprudencia acerca de esas penas anticipadas, tal como se las aplica a los estereotipados pobres. Sin embargo, la intención persecutoria era en muchos casos demasiado burda, dado que no mediaba ningún riesgo de rebeldía ni de obstaculización de la investigación. Esto dio lugar a la aparición de uno de los más groseros inventos de las minorías judiciales: se sostuvo que quien fue funcionario no debe ser excarcelado, porque siempre conserva “vínculos residuales”. Jamás nadie había escrito semejante disparate en una sentencia y, por supuesto, menos aún lo había hecho un autor de libro o folleto por ignoto que fuese, pero el periodismo comenzó a denominar a este dislate como doctrina, con el nombre del juez que la inventó. No es necesario esforzarse demasiado para deducir que se trata de un boomerang, pues conforme a ese criterio, cualquier funcionario en ejercicio de su función, en caso de ser procesado, no podría ser excarcelado, porque –sin duda– dispondría de vínculos bien “actuales”. Es obvio que esta conclusión no preocupaba mucho, porque la misma minoría dócil garantizaba la inmunidad de quienes en ese momento eran los impolutos y virginales “funcionarios actuales”. No es muy probable que se vuelva a mencionar este disparate cuando algún día se logren destrabar los obstáculos al ejercicio del poder punitivo contra la administración de la macrocorrupción financiera local. Otro notorio disparate, inventado también ante la orfandad discursiva del “derecho penal populachero”, tuvo lugar
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en un insólito procesamiento contra la ex presidenta argentina y algunos de sus colaboradores con motivo de una tentativa de tratado internacional que no se concretó, pero que había sido considerado y aprobado por el Congreso Nacional. A juicio de uno de los más curiosos personajes del mundo judicial, este tratado bilateral –que no llegó a ser tal– era una conducta típica de “traición a la Nación”. Cabe aclarar que, al ser un tratado, había sido objeto de aprobación por el Congreso Nacional, pero se decidió procesar a la ex presidenta, a su canciller y a otros colaboradores, pero no a los legisladores, porque supuestamente habrían sido “engañados” por el Ejecutivo: un juez se tomó la libertad de considerar “inimputables” a los senadores y diputados nacionales. Al margen de lo anterior –que no es poco disparate– esto implica otro de igual o similar calibre. El delito de “traición a la Nación” está definido en la Constitución Nacional desde 1853, copiado textualmente de la Constitución de los Estados Unidos, como garantía de que “únicamente” (only) eso y no otra cosa es “traición a la Nación”. Con eso, la Constitución norteamericana quiso evitar que se imitara a los ingleses, dado que, cuando hoy un guía pasea a un turista por Londres, da la impresión de que en una época no les quedaron más torres de las que colgar a algún lord en desgracia acusado de una nebulosa “traición a la Nación”. En la Argentina, en 1853 se copió la fórmula para evitar que otro Lavalle fusilara a otro Dorrego, aunque uno de los jueces de la primera Corte Suprema nombrada por Mitre era quien le había aconsejado el fusilamiento a Lavalle, señalándole también la conveniencia de inventar algo para justificarlo, pero como Lavalle no tenía la misma capacidad inventiva de este predecesor de las minorías del mundo judicial, no inventó nada y su crimen quedó al descubierto para
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siempre. Por cierto, nuestra sabia disposición constitucional tampoco evitó que otros “fusiladores” impusieran y ejecutaran penas de muerte por causas políticas en 1956, esta vez invocando supuestos “poderes revolucionarios”. Como es obvio, cualquiera puede leer en el artículo 119 de la Constitución que “la traición contra la Nación consistirá únicamente en tomar las armas contra ella, o en unirse a sus enemigos prestándoles ayuda y socorro”. Sin embargo, a nuestro curioso juez se le ocurrió procesar por este delito, aunque no hubiese habido ninguna guerra y, por ende, ningún “enemigo”. Nunca nadie antes había sostenido semejante disparate, que el curioso personaje justificaba apelando a la expresión periodística “guerra al terrorismo”. El dislate era tan enorme que, claramente, entraba en el tipo de prevaricato del juez (“el juez que dictare resoluciones contrarias a la ley expresa invocada por las partes o por él mismo”, artículo 269 del Código Penal). De allí que el tribunal de alzada, respondiendo al principio según el cual “se acompaña hasta la puerta del cementerio, pero no se entra”, decidió cambiar la calificación. Pero como la nueva calificación posibilitaba la excarcelación, el mismo tribunal de alzada inventó el antes referido disparate de los “vínculos residuales”. Otro de los ejemplos de la larga lista de sentencias insólitas fueron dos votos de jueces de la Corte Suprema nacional que habilitaron la aplicación retroactiva de una pena más gravosa con el pretexto de que se trataba de una “ley interpretativa”, olvidando algo que había dicho Radbruch: el legislador se queda en el muelle y la ley navega lejos, sin que pueda nuevamente alcanzarla. Las leyes penales las interpretan los jueces, los legisladores pueden reformarlas y derogarlas, pero no interpretarlas. Así lo entendimos siempre todos: una ley que amplía el ejercicio del poder punitivo es –irremisiblemente– una
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ley más gravosa y, fuera de los casos de las peores variables del “derecho penal vergonzante”, jamás se ha admitido la violación de la prohibición de retroactividad de la ley penal más gravosa.
13. la facilitación legislativa y doctrinaria de la selectividad arbitraria del poder punitivo El “derecho penal verdadero” no se descuartiza sólo por las invenciones disparatadas de las minorías del mundo judicial, sino que muchas veces comienza a hacer agua por disposiciones legales que facilitan la selección arbitraria por parte, no sólo de estas minorías, sino también por cualquier interés coyuntural. La más común de estas disposiciones –de máxima utilidad a las minorías judiciales en estos tiempos– es el tipo de asociación ilícita del artículo 210 del Código Penal: “el que tomare parte en una asociación o banda de tres o más personas destinada a cometer delitos por el sólo hecho de ser miembros de la asociación”. Obsérvese que para la tipicidad de la conducta basta con el acuerdo, es decir, el mero hecho de que tres personas acuerden cometer delitos es lo que resulta típico, aunque a los pocos minutos decidan no cometer ningún delito, es decir, que ni siquiera sería relevante esa decisión posterior, porque el hecho estaría consumado sin que nunca se hubiese puesto en peligro ningún bien jurídico. Este tipo tiene una genealogía bastante poco recomendable, puesto que se inventó en Europa, en tiempos en que la huelga era delito, para criminalizar a los dirigentes sindicales. Es obvio que se trata de un acto preparatorio, muy lejano al comienzo de ejecución de la tentativa y que, además, puede resultar más gravemente penado que los delitos para
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los que se realiza el acuerdo. Efectivamente: la pena de este delito es de tres a diez años de prisión, pero los delitos pueden ser desde hurto (un acuerdo de mecheras de tiendas de ropa), que tiene una pena de un mes a dos años. La constitucionalidad de este tipo es más que dudosa, pero sirve para negar excarcelaciones en razón de la pena, como también para condenar a quienes no reúnen las características del autor en los delicta propria. Esta última posibilidad ya fue detectada por las minorías del mundo judicial y, de ese modo, se condenó a un funcionario que había sido consultado por un organismo autárquico respecto de un acto acerca del que no tenía ninguna competencia para decidir. Se apeló a su pretendida participación en una asociación ilícita en base a pruebas más que endebles y con el testimonio de un “arrepentido” al que se le pagó con un hotel, como “testigo protegido”, es decir, para que se oculte, mientras concedía entrevistas a periodistas amigos en los canales de televisión hegemónicos. Por otra parte, la invención de una “asociación ilícita” tiene la enorme ventaja para la persecución política de ex funcionarios de que siempre se puede involucrar a la cabeza del poder e incluso asignarle la función de organizador o “jefe”, que permite imponer más pena y, además, suena mucho más fuerte en la televisión. Otro de los dispositivos facilitadores de cualquier selección arbitraria son los adelantamientos de tipicidad a actos preparatorios y la invención de bienes jurídicos (clonación de bienes jurídicos) para considerarlos tipos independientes. Por regla general se dice que en estos casos hay “peligro abstracto”, que es una invención en la que convergen legisladores y doctrinarios que la teorizan con singular fineza, aunque con pareja ingenuidad. El peligro –como señala la razón y el sentido común– lo debe evaluar el juez colocándose en la visión que hubiese
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tenido antes del hecho (ex-ante), porque después del hecho ya no hay peligro. Por ende, el peligro es siempre un “dato de hecho”, no existe un “peligro normativo”. Pero buena parte de la doctrina considera que hay un peligro “abstracto”. Unos lo hacen sin renunciar al carácter fáctico del peligro y dicen que es “un peligro de peligro”, lo que en caso de tentativa sería “un peligro de peligro de peligro”, o sea, un peligro remoto que, evaluado ex–-ante no es peligro. La alternativa sería concluir que siempre existe peligro. Recordemos a muchas tías de la tercera edad que siempre prevén peligros y recomiendan poco menos que no hacer nunca nada, porque todo les resulta potencialmente peligroso. Por suerte no son juezas. Otros dejan de lado el carácter fáctico del peligro y confiesan que es una presunción juris et de jure (no admite prueba en contrario) de peligro, es decir que, para “ahorrar tiempo”, el derecho daría por cierto que siempre hay peligro, aunque sepa que en muchos casos no lo hay. Quienes postulan el “peligro abstracto” en nuestro derecho parecen olvidarse que el artículo 19 de la Constitución Nacional ordena que el Estado no se meta y reserve a Dios “las acciones privadas de los hombres” (y se supone que también de las mujeres), principio que es rector de todo nuestro derecho, y que en materia penal se traduce en el llamado principio de lesividad (o de “ofensividad”), según el cual no puede haber ningún delito si no media una ofensa –real, no inventada por el legislador– a un bien jurídico ajeno. Otro de los recursos bastante usados consiste en convertir concursos ideales en reales, es decir, multiplicar los delitos en razón de los resultados plurales o de las tipicidades, lo que es frecuente en nuestra jurisprudencia, porque como la doctrina muchas veces es confusa al respecto, no podemos pretender que la jurisprudencia sea clara. Por ende, esto brinda una hermosa oportunidad de clonar delitos. Así se sobresee a una persona por un delito, pero aplicando otra
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calificación, se lo vuelve a procesar por el mismo delito. De este modo se podría seguir recorriendo el código penal, hasta agotar el catálogo de procesamientos posibles. Por último, no faltan tipos con definiciones de conducta imperfectas o difusas, multiplicación de ánimos, de elementos valorativos, de elementos normativos no muy claros, etc. Los ejemplos abundan. Así, para mencionar sólo uno, que por cierto habilita cualquier arbitrariedad policial, recordemos que el artículo 237 tipifica la “intimidación o fuerza contra un funcionario público”, pero luego, el artículo 239 tipifica la “resistencia”, sin que quede claro qué puede ser “resistencia” si se excluye cualquier intimidación o fuerza. Para colmo, el mismo artículo 239 tipifica la “desobediencia”: ¿Estamos obligados todos los habitantes de la Nación a obedecer cualquier orden de cualquier funcionario? A esto se suma el simplismo –bastante frecuente y hasta considerado ingenioso, cuando no suele ser más que una vulgar grosería jurídica– de pretender agotar el alcance prohibitivo de los tipos penales con la exclusiva interpretación exegética o gramatical, con lo cual afectaciones insignificantes a bienes jurídicos se convierten en delitos, o bien, conductas que están amparadas por el uso corriente pasan a ser delictivas. Otro recurso del que se echa mano para perseguir a políticos consiste en basar la imputación de un resultado en su mera causación. Como el tipo de incumplimiento de los deberes del funcionario les parece benigno, imputan objetivamente al funcionario todas las consecuencias que podría haber podido evitar el acto omitido y, en cuanto al aspecto subjetivo, convierten la culpa consciente en dolo. Cabe admitir que alguna doctrina facilita estos actos de prestidigitación judicial. Por cierto, la causalidad desnuda nunca puede ser criterio de imputación, porque es un proceso que no tiene princi-
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pio ni fin y, como alguien dijo hace mucho, podría imputarse el adulterio (por suerte ya no es delito en nuestra ley) al carpintero que hizo la cama. Quizá, para los creyentes, todo se podría imputar a Adán y Eva o al mismo Dios que creó el mundo; para los no creyentes a Lucy, nuestra antepasada fósil más antigua conocida hasta ahora. En síntesis –y más allá de las invenciones escandalosas de las minorías del mundo jurídico–, son muchas las grietas que sufre el “derecho penal verdadero” por obra de legisladores e incluso de la doctrina –que en ocasiones las abre con las mejores intenciones–, pero que se pueden utilizar para facilitar su descuartizamiento.
14. nuestros vecinos no están mucho mejor Hasta aquí vimos cómo se descuartiza el “derecho penal verdadero” en nuestro país, cómo contribuye a la destrucción el “derecho penal amputado” y cómo los disparates locales son resultado de que la naturaleza publicitaria del nuevo “derecho penal vergonzante” le priva de una mínima “cáscara” jurídica, lo que obliga a las minorías dóciles del mundo judicial a generar el escándalo de acabar con todas las formas y contenidos del derecho mismo. Pero cuando echamos un vistazo a la región –a nuestra América Latina, que carga sus cinco siglos largos de colonialismo– vemos que a nuestros vecinos no les va mucho mejor y, a veces, incluso mucho peor. Sería imposible aquí detenernos a describir las originalidades locales de cada uno de nuestros países. Por cierto, vemos sentencias donde alguien resulta propietario de un inmueble del que nunca fue propietario, pero el derecho civil no interesa; otras en que la teoría alemana del aparato organizado de poder se aplica a un gobierno; no falta alguna que hable de autoría mediata por instigación y, por cierto, muchas más.
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Dada la imposibilidad de recorrer ahora todos los disparates de las minorías de los mundos judiciales de la región y, menos aún, de los otros poderes –o no poderes– de sus estados, nos detendremos en un caso caótico, el más escandaloso, que es el del régimen de no derecho boliviano, que felizmente toca a su fin por mandato abrumadoramente mayoritario del pueblo. Los niveles de aberración jurídica del escándalo del régimen boliviano fueron de evidencia y resonancia realmente wagnerianas. Es más que obvio que si las fuerzas armadas conminan a un presidente y a un vicepresidente a que renuncien y deben salir del país amparados por una aeronave militar mexicana, porque de lo contrario podrían ser asesinados, se lanzan a la calle grupos de civiles armados, se viola la intangibilidad de las sedes diplomáticas de dos países, se secuestra a un ex ministro y se lo encierra luego en una prisión manejada por bandas de delincuentes que él mismo persiguió, se lo obliga a pagar protección a otros presos para poder desplazarse hasta el baño, se reprimen las manifestaciones públicas a balazos y se mata a unas cuarenta personas, y, como marco general, se disfraza de presidenta a una senadora elegida en minoría por el Senado, y todo eso se “legaliza” por un Poder Legislativo al que le vence el mandato para el cual fue elegido por el pueblo pero que decide por sí mismo prolongar su mandato, nos hallamos ante algo que no sólo es un golpe de Estado, sino directamente una situación de “no derecho” total. El “Estado de policía” es un modelo de Estado en el cual todos los habitantes están sometidos a la voluntad arbitraria del que manda, pero por lo menos respeta las reglas de coexistencia entre Estados y se sabe quién manda. Cuando no se respetan esas reglas, se desconoce el derecho de asilo diplomáticos, se violan las garantías de embajadas extranjeras y, sobre todo, no se sabe quién manda, se trata de un
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“Estado de no derecho”, en este caso surgido de un claro golpe de Estado. Esto resultaba evidente para cualquiera, menos para quien conduce al organismo multilateral más importante del continente y que previamente acusó sin fundamento al gobierno depuesto de un fraude electoral que no existió y, de ese modo, precipitó el golpe de Estado. Más de un siglo de derecho y política internacionales continentales, con luces y sombras pero en definitiva positivas como mínima garantía de multilateralismo continental, fueron arrastrados por el fango por una manipulación que obedeció a la actual y pasajera administración republicana de los Estados Unidos –que no podía tolerar que un gobierno soberano dispusiese de las reservas de litio más importantes del mundo– valida a las minorías locales racistas, que no podían tolerar que un “indio” fuese presidente de la República por más tiempo. Cabe agregar que en Bolivia no se manipularon minorías del mundo judicial, sino que los grupos de delincuentes civiles armados amenazaron directamente a los jueces (y también a legisladores y sus familiares). Sin embargo, a lo largo de esta aberración, cundió el silencio de los órganos que internacionalmente debieron velar por el respeto a los derechos de todos los habitantes del continente y, por supuesto, también de los bolivianos. Para colmo del desparpajo, quienes manipularon –porque no se sabe si gobernaron– el “Estado de no derecho” en Bolivia, vetaron la candidatura del ex presidente porque “no se halla en el territorio”. Es decir: se lo amenazaba con prisión o muerte si volvía al territorio y, porque no volvía, se lo privaba de derechos políticos. Sin duda que se inventó un nuevo y originalísimo modo de excluir a los políticos populares de la vida política: primero se los amenaza de muerte para que se vayan y luego se les veta la candidatura porque no están.
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Por cierto, semejante dislate de un “Estado de no derecho” no se le había ocurrido a nadie antes. De cundir este criterio, la creación de un estado de necesidad por empleo de la fuerza puede servir de motivo pretendidamente jurídico para que el forzado pierda sus derechos políticos, es decir, su derecho a elegir y ser elegido. El mismo que lo amenaza para que no regrese, la inhabilitaría porque no regresa. El silencio de todo el derecho continental ante esto es asombroso: daría la impresión de que el derecho va desapareciendo de la región, con muy serio riesgo, porque cuando el derecho desaparece o se evidencia que es inútil invocarlo, se abre peligrosamente el espacio para lo que a toda costa es necesario evitar: la violencia. Sinceramente, si de destrucción del derecho penal hablamos, este fue el escándalo máximo del continente, el disparate jurídico superlativo que no se limitó al derecho penal, sino que se enmarcó en la creación de una situación peor que la de dictaduras o “estados de policía”, pues directamente creó un contexto de “Estado de no derecho” y, lo que es más grave, fue fomentado desde la cúpula del organismo multilateral que debía garantizar la democracia y los derechos de todos los habitantes del continente.
15. las contradicciones de los gobiernos populares Como vimos, el “verdadero derecho penal” se reconstruye desde sus partes desmembradas y pegoteadas en el “derecho penal vergonzante”, y también –aunque cuesta más, dado que el daño es mayor– el propio derecho emerge un día entre los escombros de cualquier “Estado de no derecho”. Todo pasa, nada es estático, Heráclito tenía razón. Lo único lamentable es que, muchas veces, quedan cadáveres en ese camino tortuoso. Por eso es indispensable
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evitar que se llegue al extremo de arrojar lejos al derecho, como herramienta inservible –como cuchillo sin filo o martillo sin mango–, porque en tal caso sólo queda la violencia y, en ella, los cadáveres los aportan siempre los más desfavorecidos, quienes pierden aunque triunfen, porque pierden vidas humanas. Pero no podemos concluir este sobrevuelo casi vertiginoso sobre la destrucción del “derecho penal verdadero”, sin observar algunas contradicciones de los propios políticos populares, hoy victimizados mediante la persecución amparada en el nuevo “derecho penal vergonzante”; aunque no se trate ahora de inculparlos de nada, porque no ignoramos que la política en nuestra región es una constante lucha a brazo partido en demasiados frentes. No es ningún “pase de factura”, sino una advertencia hacia el futuro, señalarles que en sus gestiones, movidos por ingenuidad o por conservar votos u obtenerlos, demasiadas veces descuidaron el “verdadero derecho penal”, permitieron la sanción de leyes absurdas, destriparon códigos penales, asumieron discursos vindicativos o cedieron frente a éstos, se atemorizaron ante las campañas de los medios monopólicos y de los políticos inescrupulosos, eligieron candidatos a jueces conocidamente difusores del “derecho penal decapitado” y, lo que es peor, del “derecho penal vergonzante”. Buena parte de los que hoy integran las minorías dóciles del mundo judicial fueron nombrados o promovidos por ellos, algunas leyes disparatadas que se aplican a políticos de nuestra región fueron promulgadas con sus firmas. Simplemente, les recomendamos más cuidado en el futuro.
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capítulo 2
LA DESTRUCCIÓN DEL DERECHO PROCESAL PENAL Cristina Caamaño
1. impacto del uso mediático-político en el derecho procesal penal argentino Durante estos últimos años ha florecido en América Latina una especie de congelamiento de garantías constitucionales protagonizada por un sector judicial minoritario, con apoyo sustancial de los medios de comunicación hegemónicos, vinculado fielmente a una parcialidad política y cuya evidente finalidad se enfoca sólo a la persecución de gobiernos nacionales y populares. Ello opera siempre de la misma manera: se introduce en la opinión pública el título impactante de una noticia, conteniendo siempre palabras que la opinión pública recepta en forma absolutamente negativa (“corrupción”, “malversación” o “defraudación” pueden ser útiles para dicha función). Esta noticia se difunde a través de los medios hegemónicos, sin importar si hay o no base probatoria (de eso se tendrán que ocupar los operadores judiciales). A su vez, el sector judicial da inicio a una causa penal y comienza a “colectar el material probatorio”. No importa si son fotocopias que nunca podrán peritarse; tampoco interesa la forma en que se obtienen las pruebas; mucho menos van a reparar en velar por las garantías del imputado. El único interés es vender una noticia política, que la sociedad va a comprar sin cuestionar (ya que si sale en esos
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medios es porque tiene que ser verdad), pero lo más importante de todo es aniquilar al opositor político. Es decir, se viene desarrollando un nuevo fin mediato a través del derecho procesal penal –como herramienta– que es la muerte política de quienes se presentan como oposición al sector que defienden a los grupos económicos poderosos. Este fenómeno, hace años denominado lawfare, tiene como efecto inminente un notorio debilitamiento de la democracia y la consolidación de un liderazgo mediático-político que deja a la ciudadanía vulnerable ante los deseos de las potencias económicas mundiales y los grandes grupos económicos. La característica primordial de este modo de atropello es la utilización del derecho penal –como se vio en el capítulo anterior– y, en particular, un nuevo desempeño desde del derecho procesal penal en una “lucha” que debiera ser netamente política. Ahora, ¿por qué se utiliza el Poder Judicial para llevar a cabo una batalla que debiera ser política? ¿Será porque es el único poder estatal que no es elegido directamente por el pueblo? La respuesta puede variar de acuerdo a las interpretaciones que Usted haga de la realidad, por lo que nos limitaremos a esparcir sobre estas hojas el análisis de distintas herramientas que intentarán cuestionar la naturalización del uso de una herramienta constitucional como es el derecho procesal penal en algo totalmente contrario a los principios republicanos que lo trastoca de modo tal que lo transforma en un “derecho procesal penal vergonzante” (seguimos aquí la claridad conceptual manifestada en el capítulo anterior). En esta novedosa guerra sin declaración, el uso desviado del derecho procesal penal adopta diversas formas: altera reglas de la competencia y del juzgamiento en manos del juez natural, contempla de forma arbitraria el modo en que se emplea la figura del arrepentido, se vale ilegalmente de escuchas telefónicas o simplemente abusa de la prisión pre-
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ventiva en casos que no ameritan la puesta en práctica de esa medida cautelar. Así se pone de manifiesto el final del derecho penal como contenedor del insaciable poder punitivo estatal. Nos encargaremos de desentrañar estas prácticas habituales a lo largo del presente capítulo y que integran aquello que podríamos denominar, como adelanté, “derecho procesal penal vergonzante”. Basta con sobrevolar una búsqueda jurisprudencial, no de mucho tiempo atrás, para corroborar estas mañas jurídicas. La primera de ellas, medular para dar lugar a las otras, implica una burla a la garantía del “juez natural”. En la sustanciación de una causa penal puede ocurrir que aparezcan otros hechos delictivos; esto obliga la apertura de nuevos procesos judiciales que no necesariamente deben ser llevados a cabo siempre por el mismo juez. Para ello existe un sistema de turnos y sorteos que debiera ser lo suficientemente transparente como para imposibilitar el llamado “forum shopping”. No lo es. Vemos que “mágicamente” las causas contra determinados opositores políticos siempre caen en el mismo juzgado; y si ello no sucede, algún hecho o situación forzará la declinación de competencia para que entienda el juez que mejor pueda llevar adelante el ataque político del opositor. También hay un arma –siempre lista– que puede ser utilizada en esos procesos: la figura del arrepentido. Esta figura, de dudoso contraste constitucional, sólo es aplicable cuando los datos brindados sirven realmente para esclarecer el hecho; es decir, la información debe ser corroborada. Eso no ocurre, por lo que el negocio es redondo: el imputado goza de la reducción de la pena en abstracto y, en consecuencia, excarcelado; y a su vez el juez goza de la salpicadura punitiva hacia otras personas, vinculadas o no con el objeto procesal que dio lugar a la investigación inicial. Eso sí, siempre y cuando el “arrepentido” haya echado suficiente barro a quien se busca hundir con el proceso penal iniciado. Es decir, vamos
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a ver que no se trata de que aporte datos para esclarecer el hecho, sino de que involucre en el hecho a quien el Poder Judicial tiene en la mira para la aniquilación. Otro de los elementos con los que cuenta el juzgador es la escucha telefónica. Medida extremadamente invasiva, que es utilizada tanto en el marco del proceso penal, como fuera de éste. Acá la dupla irresponsable entre el Poder Judicial y los medios de comunicación es elemental. Pierde importancia si el audio producido en la escucha esclarece algún hecho delictivo o simplemente puede ser usado mediáticamente para humillar a quien no se puede defender por medios legales. Al momento de escribir estas líneas, el sistema de escuchas telefónicas depende de la Corte Suprema de Justicia de la Nación; otra vez el Poder Judicial gana terreno en la lucha por el poder. Es decir, no sólo juzga, también investiga, dirige el proceso penal y además es garante del respeto a nuestra intimidad en las telecomunicaciones; ello a pesar de haberse producido filtraciones de escuchas telefónicas a los medios de comunicación, que nada tenían que ver con el objeto procesal de la causa en la que habían sido ordenadas. Igual de absurda podrá sonar la utilización de la prisión preventiva para casos donde no exista peligro de fuga y/o entorpecimiento de la investigación basado en premisas objetivas, intentando legitimar la medida por el sólo hecho de pertenecer a una ideología política y/o preservar algún vínculo –aunque sea meramente afectivo– con quien ostenta alguna clase de poder político. Esta herramienta es la utilizada por excelencia para sacar del mapa político a quienes pueden llegar a tener un atisbo de opositor. No interesa si hay peligro de fuga y/o entorpecimiento de la investigación; menos interesa si el delito es excarcelable o el mérito de las pruebas colectadas en la causa. Lo que verdaderamente importa es el aniquilamiento de quien se pretende opositor en el escenario político.
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En definitiva, no hay que perder de vista que cuando se da una información errónea al pueblo (fake news), por más que luego sea desmentida o no pueda probarse en el marco de un proceso judicial, un daño irreparable es ocasionado. Este daño, claro está, es el efecto buscado por los medios de comunicación monopólicos, y apoyado o sostenido por la corporación judicial en lo que respecta al manejo de procesos judiciales. Estos son los ingredientes secretos del lawfare. Aquí sí, una imagen vale más que mil palabras.
2. la alteración de las reglas de la competencia y de juez natural Para leer lo que viene necesitamos manejar la misma información. Por ello, dedicaré las primeras palabras a establecer algunos conceptos y, luego, cuando todo esté sobre la mesa, introduciré nociones argumentativas sobre la cuestión a explicar. Primero. La competencia es la potestad que la ley le asigna a un funcionario para obrar y en el caso que nos ocupa, nos interesa trabajar con la competencia asignada a aquellos que intervienen en causas cuyo trámite sucede en sede penal. Segundo. La competencia tiene ciertas características: es improrrogable, ya que las partes no pueden convenir que el asunto sea decidido por un juez distinto al que le corresponde; es indelegable, pues los jueces no pueden delegar sus funciones en otros funcionarios; es irrenunciable por los implicados en el caso y, lo más importante, es de orden público. Luego, las reglas de competencia son aquellas que conforme parámetros tales como tiempo, territorio, materia o grado, establecidos en la Constitución Nacional, las leyes y reglamentos, diagraman cómo y cuándo un determinado funcionario podrá intervenir en causas penales.
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Por su parte, el concepto de “juez natural” forma parte del bloque de garantías que protege a todos los ciudadanos de la Nación Argentina cuando el Estado, ya sea, en sus esferas nacional, provincial y/o municipal, ejercita sus facultades jurisdiccionales y consecuentemente descarga su poder punitivo mediante funcionarios de su Poder Judicial o Ministerio Público. Así, “juez natural” es el resultado de resumir la frase “ningún habitante de la Nación puede ser juzgado por comisiones especiales o sacado de los jueces designados por la ley antes del hecho de la causa” que el Convencional Constituyente, dado el contexto histórico y social imperante en 1853, agregó en el artículo 18 de la Constitución Nacional. Se podría decir que el Constituyente de aquella época, división de poderes mediante, buscó evitar que el Poder Ejecutivo de turno utilizase al Poder Judicial como una herramienta de presión reemplazando intempestivamente a los jueces, alterando las competencias de sus Tribunales o formando nuevos y/o especiales en detrimento de los ciudadanos que perseguía penalmente, algunos, como es sabido, por causas más políticas que de base criminal. Tan importante es este principio legal que, casi un siglo después, también fue plasmado en la Convención Americana sobre Derechos Humanos, más conocida como el Pacto de San José de Costa Rica, que lo consagró dentro del título «Garantías Judiciales» como uno de los pilares fundamentales sobre los que se construye todo el sistema de protección de los derechos humanos. Desde 1994 dicho tratado tiene jerarquía constitucional en nuestro país. Vale aclarar que, si bien en este capítulo nos referiremos al juez natural con competencia en materia penal, el paso del tiempo y una forma afortunadamente más dinámica y amplia de interpretar los principios constitucionales propició que las garantías enumeradas en el artículo 18 de la
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Constitución Nacional se aplicasen en cualquier proceso judicial o procedimiento administrativo llevado adelante por el Estado. Explicado el origen del principio, resta definir los conceptos que lo componen. Juez será el ciudadano que tras aprobar el concurso de oposición y haber sido elegido por el órgano ejecutivo resultará designado por el Congreso de la Nación para ejercer el cargo en alguno de los juzgados o tribunales de la Nación de competencia penal. Idéntico procedimiento deberá cumplirse para designar a fiscales y defensores oficiales, otras dos figuras relevantes de todo proceso penal, sin olvidar, claro, a la víctima. Lo natural del juez derivará del ejercicio de su función, sea titular de un juzgado que investigará la comisión de un hecho penal o miembro de un tribunal que condenará o absolverá a quien haya sido elevado a juicio por dicho suceso. Lo importante es que adquiera su competencia para ocupar el cargo mediante una ley dictada por del Congreso de la Nación. En este sentido hay que aclarar que como ciudadanos no tenemos derecho adquirido a ser juzgados por un determinado régimen procesal o juez natural hasta que nuestra causa termine, pues las normas de procedimiento y jurisdicción son de orden público y pueden cambiar especialmente cuando regulan la manera de descubrir y perseguir delitos. Incluso también los jueces, que son personas y no semidioses, pueden jubilarse o ascender. Lo que no toleran los tratados con jerarquía constitucional, nuestra Constitución ni sus leyes reglamentarias es que un ciudadano o la causa penal que instruye un juez le sea arrebatada de su jurisdicción por medios no convencionales para ser tramitada por una nueva magistratura cuyo fin último es perjudicar o favorecer a quien se somete a proceso como imputado. Menos toleran los instrumentos jurídicos menciona-
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dos la creación de juntas o grupos especiales para juzgar personas o casos concretos en momentos determinados. Ahora bien, aclarados estos conceptos, comienzo mi análisis. El concepto de juez natural se pensó, o al menos fue escrito, en un contexto donde el modelo de proceso penal que se seguía era inquisitivo. El juez competente a cargo de un proceso investigaba, evaluaba esa misma prueba que reunía y sentenciaba y era, tal cual lo es hoy, un sujeto poderoso. Con buen tino, entonces, se robustecieron los requisitos para ocupar su cargo y evitar que quien lo hiciera fuera un funcionario colocado por el gobierno de turno para favorecer sus intereses. Todo el andamiaje jurídico-penal en el ámbito de la justicia de la nación se diseñó pensando en un proceso inquisitivo y en el rol preponderante del juez. Los códigos de procedimiento, que regulan las cuestiones de jurisdicción y las reglas de competencia, eran también prueba de ello. Una clara muestra es que a los fiscales, incluso en el código de procedimiento vigente en el ámbito nacional al día de hoy, se les impone el deber de asegurar la legalidad del proceso e impulsar la acción penal, pero todavía existe la posibilidad de un juez investigador (rol habilitado por el artículo 180 y concordantes del Código Procesal Penal de la Nación). Por suerte, el paradigma –en lo legal– está cambiando y los ordenamientos procesales van dejando de lado la figura de juez investigador, evidente oxímoron del que se toma el “derecho procesal penal vergonzante”. Es que el “verdadero derecho procesal penal”, a golpe de reformas y de la aplicación de nuevas reglas, viene abandonando progresivamente el criterio inquisitivo para mutar al acusatorio. En resumen, se barajaron nuevamente las cartas y se asignaron nuevos roles a los actores del proceso según la Constitución Nacional: para tener un legítimo proceso penal debe existir un juez imparcial y para ello, obviamente, debe ser alejado de la recolección probatoria, ya que de lo contrario se convierte en
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juez y parte quien decide direccionar para un lado u otro el proceso penal. Eso está prohibido por la Constitución, pero sin embargo al día de hoy sigue pasando por dos motivos: existe un aval legal por la demora en reformar el código procesal en el ámbito federal –actualmente se trata de un déficit en la implementación de un nuevo código ya sancionado en 2014– y el interés judicial y político en que ciertos magistrados conserven el poder de dirigir las investigaciones. ¿Por qué los nombres de los jueces en las noticias son casi siempre los mismos? ¿Por qué esos jueces normalmente deciden quedarse con la investigación de las causas aunque ello choque de frente con los principios constitucionales? ¿Por qué deciden no delegar las investigaciones en los fiscales cuando tienen esa posibilidad según el artículo 196 del Código Procesal Penal de la Nación? Todas esas respuestas deberían salir de un edificio situado en Comodoro Py 2002, pero nunca se escuchan… y el misterio del bolillero con los mismos nombres de siempre perdura. La concentración de poder se viene retroalimentando fuertemente desde la década de 1990. Poder Judicial y poder político han generado y engordado este engendro jurídico denominado “juez instructor”, que es juez y es parte, no sólo en el proceso judicial sino también en estrategias políticas que se plasman o consolidan a través de expedientes en los que estos “jueces instructores” acumulan papeles, pruebas, cuasi pruebas o lo que sea para lograr fines delineados en mesas ajenas a la administración de justicia.
3. el difícil camino a seguir hasta lograr jueces imparciales Consideramos que uno de los primeros pasos para ahuyentar a ese monstruo es implementar el cambio normativo preten-
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dido desde el “verdadero derecho procesal penal”. Un cambio idéntico al que han hecho algunas provincias en sus reglamentaciones locales, que impide a los jueces ejercer cualquier función investigativa/acusatoria e implica que la decisión de la política criminal y la dirección de la investigación ya no estén en manos de ese juez omnipotente y poderoso, que vulnera la garantía de imparcialidad y luego por decantación cualquier garantía ciudadana, pues allana un domicilio, secuestra documentación personal y detiene a cualquier persona sin más control que el de su propia lapicera y aquel proveniente de sus espurias vinculaciones políticas. Logrado esto, la figurita difícil, la que ostentará el poder en la dirección del proceso penal, será otra. Será la hora de los fiscales, de quienes esperamos no vayan a actuar mediante el ejercicio del “derecho procesal penal vergonzante”. Para eso será necesario un Ministerio Público Fiscal totalmente independiente del poder político (el Poder Ejecutivo no debería pensar en amigos, parientes lejanos o compañeros de gimnasio para ese cargo), con una cabeza fuerte y desvinculada de los restantes esquemas de poder. No será una ecuación fácil de resolver, tampoco será fácil desterrar vicios judiciales tan arraigados. Circunstancias multicausales, propiciadas por las grandes órbitas de poder fáctico, intentarán, con nuevas herramientas y reglas de competencia, incidir en los fiscales para plasmar sus intereses o ejercer presión sobre una o varias personas. El destierro normativo del “juez instructor” llevará también a examinar que los fiscales no sean utilizados silenciosamente como caballos de Troya para perseguir penalmente a las mismas personas de siempre (opositores) o decidir la política criminal en beneficio de intereses privados.
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4. la figura del arrepentido Pero aquí no se terminan los problemas del “derecho procesal penal vergonzante”. Existe en nuestro ordenamiento jurídico una figura que en los últimos años ha recobrado una gran repercusión en tapas de los diferentes diarios como así también en los distintos noticieros televisivos y radiales, se trata del personaje mediático conocido como “arrepentido” (por su masificación a gran escala podríamos hablar también de “los arrepentidos” o también del “arrepentido varias veces”). Su utilización política a través de los medios de comunicación masiva y las redes sociales en los últimos tiempos ha dotado a esta figura de una gran fama, pero lo cierto es que la misma no es reciente o novedosa, hay referencias a esta figura desde los tiempos de la antigua Grecia, en el Derecho Romano y en el Código Napoleónico de 1810. En el derecho argentino encontramos su primera aparición en 1950 en la ley 13.985, que incorporó en el Código Penal los delitos de espionaje y sabotaje. Posteriormente, esta figura fue incluida en diversas oportunidades a lo largo de la historia argentina, en 1994 se sancionó la ley 24.424, modificatoria de la ley 23.737; en 2000 la ley 25.241 sobre “Hechos de terrorismo” y en 2003 la ley 25.742 que incorporó el artículo 41 ter del Código Penal. Finalmente y más cercano en el tiempo, se sancionó con euforia inusitada por parte del gobierno macrista, la ley 27.304 para casos de corrupción, tráfico de drogas, trata de personas, entre otros, que modificó el artículo 41 ter del Código Penal, que ha provocado la presencia obligada de la figura del “arrepentido” en tapas de diarios y en el prime time de la televisión. Pero, ¿qué es lo que preveía la norma? De la lectura se distinguen dos estructuras bien diferenciadas: en primer lugar, la disminución de la pena a cambio de información por parte del imputado a fin de lograr el esclarecimiento de un
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hecho punible que ya ha sido cometido y, en segundo lugar, la disminución de la escala penal para el autor o partícipe que, con su ayuda impida el comienzo, la permanencia o la consumación de un delito. ¿Era tan importante para el ordenamiento jurídico nacional? ¿Para saber la verdad de algún ilícito? ¿Para la justicia? Ya veremos. Ahora bien, si se habla de impedir el comienzo de la ejecución de un delito, sin lugar a dudas nos estamos refiriendo a los actos que lo anteceden, es decir los actos preparatorios, por lo que dicho supuesto ya nos presenta el primer problema de la norma. Existe una gran cantidad de doctrina y jurisprudencia que señala la imposibilidad jurídica de penar actos que no sean ejecutivos, por lo que resultan exentos de responsabilidad penal aquellos que preceden a la comisión de un hecho ilícito. En lo que respecta a la importancia de los datos brindados, la propia norma establece que para que este beneficio le sea concedido, la información aportada debe contribuir “a evitar o impedir el comienzo, la permanencia o consumación de un delito” así como también ayudar a esclarecer las diferentes circunstancias que conlleva un delito (autores, objeto, etc.). Es decir, este aporte brindado debe ser significativo y comprobable por las restantes diligencias llevadas a cabo en la investigación del verdadero derecho procesal penal. Sin embargo, puede suceder que los datos sean precisos, comprobables y verosímiles, pero si las tareas investigativas no se llevan a cabo eficazmente, la información puede perder su relevancia, por ejemplo, frente al paso del tiempo, lo que torna la colaboración de la persona imputada en la pérdida de una “gran oportunidad” para el proceso. En este caso, aquella persona que haya colaborado asumió un gran riesgo completamente en vano, incluso poniendo en riesgo su integridad física, sin ningún tipo de beneficio, por una circunstancia completamente ajena.
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Otra posibilidad es que la información aportada por el supuesto arrepentido sea completamente falaz y que ésta sólo sea un intento de mejorar su situación procesal y subirse a “la ola de arrepentidos” que se ve tanto en la Argentina como en otros países vecinos, por lo que podríamos preguntarnos si ésta no es una ley inductora de la mentira. Mediante la utilización de una mentira, entonces, cualquier verdad creada pasa a ser parte del “derecho procesal penal vergonzante” y así el relativismo cultural se impone desde la órbita judicial: en algún momento se llegó a escuchar en los medios que “si quieren ficción, se les da ficción”. Entonces, piden pan y les dan una panadería.
5. la consolidación del realismo mágico (del arrepentido) Y así fue que empezaron a llover Arcadios en Macondo, como si estuviéramos viviendo un relato de García Márquez. Si consideramos que un imputado puede obtener su libertad a cambio de una colaboración, resulta posible que llegue a inventar cualquier situación con el fin de poder obtener algún beneficio. Esto ha pasado y pasa en la justicia argentina actual, en la que se ha hecho un uso extorsivo de la prisión preventiva (sobre la que más adelante ampliaremos) como moneda de cambio para lograr las confesiones de los imputados. Su funcionamiento es muy simple: se ordena que un imputado investigado de un delito sea encarcelado preventivamente, para que –al momento de recibirle declaración indagatoria– el mismo “confiese” y aporte datos sobre las personas y los delitos en los que tuvieron que participar (sí o sí tuvieron que participar, no importa si es verdad) para obtener, de esta manera y al menos por un tiempo, su libertad. Ahora, ¿cuál es el premio por este “arrepentimiento”? En el caso de que la información aportada por el imputado sea
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corroborada por otras medidas, éste obtendrá una disminución de un tercio sobre el máximo y la mitad del mínimo sobre la pena en expectativa. Esta norma, a diferencia de su par brasileña, no prevé la eliminación de la pena en ninguno de los casos. La pena aquí es utilizada como moneda de intercambio para la negociación. Sin embargo, aquello no resulta para nada compatible con el fin supuestamente resocializador de la pena. La misma en sí pierde cualquier tipo de justificación resocializadora cuando es disminuida y transformada en una especie de premio por ser funcional a la organización judicial y a un esquema de poder. “No todo lo que brilla es oro” como enseña el dicho popular y bien puede aplicarse a la figura del arrepentido, ya que en base a los “arrepentimientos” de alguno pueden darse casos en los que, por conveniencia circunstancial, se condene a personas inocentes. De esta manera, tal como lo señaló Ferrajoli, se pone en riesgo el sistema de garantías en el proceso penal; pero eso no importa en el ejercicio del “derecho procesal penal vergonzante”. Hay que buscar una buena cantidad de “arrepentidos” que no sólo expongan supuestos delitos cometidos sino también banalidades que evidencien a ciertas personas –siempre opositoras al poder de turno– como indeseables y representantes de todos los males de la República.
6. a violar garantías, que arrepentidos sobran Tal como lo señala el artículo 18 de la Constitución Nacional “nadie está obligado a declarar contra sí mismo”. Decir que el autor o el partícipe de un delito “voluntariamente” reconoce su hecho y que esto no afecta la garantía señalada es una falacia en tanto que el articulo lo prohíbe. Bien puede
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pasar que el imputado, al reconocer su participación en el hecho y brindar otros datos, podría correr el riesgo de tener una sanción más grave. Este mecanismo tiende a alentar la autoincriminación en contra de lo dispuesto por la carta magna. Otro de los principios afectados por esta figura es el de igualdad ante la ley, previsto en el artículo 16 de la Constitución Nacional y el 24 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos, ya que la pena que se le impone al “arrepentido” se ve influida por su comportamiento a lo largo del proceso, lo que produce un trato desigualitario y discriminatorio en relación a los sujetos que no tuvieron información especial sobre el hecho en el que participaron. Esto puede suceder en organizaciones criminales dedicadas al narcotráfico, en las cuales hay diferentes grados y jerarquías de participantes y cada uno de ellos posee diferentes grados de información de las actividades criminales. De esta manera podrá penarse más gravemente a una persona que a otra por un mismo hecho en base a la información que posean o no, afectando de esta manera el principio de igualdad, que, en el ámbito penal, puede ser definido como que cada persona responde según su participación en el ilícito y culpabilidad. En mismo sentido, aquellas personas que sean detenidas en primer lugar contarán con ventaja respecto de otros potenciales involucrados que pudieran ser detenidos posteriormente. Los primeros imputados accederán, si así lo desean y logran un acuerdo con el fiscal, a beneficios derivados de los datos que pudieran aportar; incluso podrán aspirar a la libertad durante el proceso. Además, al momento de ejercer su defensa en la declaración indagatoria, las personas que fueran aprehendidas con posterioridad contarán con muchas menos posibilidades de conseguir un acuerdo con la fiscalía, porque los primeros
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detenidos ya habrían aportado los datos más relevantes. En la justicia argentina, “cocodrilo que se duerme es cartera”. Finalmente, esta figura también es violatoria del principio de culpabilidad, por el cual una persona sólo puede ser penada en la medida de sus actos, toda vez que el artículo 41 ter del Código Penal dispone una disminución de la pena para aquellas personas que “cooperen”, de manera que la pena impuesta se ve directamente afectada por las conductas procesales del sujeto y, por lo tanto, la sanción deja de tener vinculación con la culpabilidad personal en el hecho cometido.
7. miente, miente, que algo quedará La naturaleza de esta figura, no es otra que la de un pacto. No buscaron los legisladores un arrepentimiento del autor o participe por el hecho cometido, sino que el objeto de la norma actual y sus predecesoras fue un intercambio de información que pueda ayudar, en mayor o menor medida, en la investigación de un delito y sus autores, a cambio de un beneficio traducido en una rebaja en la pena o en la libertad durante el proceso. Un sincero arrepentimiento no buscaría un beneficio a cambio de ello. Tampoco importa la artificiosa creación de una verdad si el “derecho procesal penal vergonzante” puede sostener con firmeza que efectivamente estamos ante una verdad irrefutable. El término “arrepentimiento”, según la Real Academia Española, refiere al que manifiesta el acusado en actos encaminados a disminuir o reparar el daño de un delito, o a facilitar su castigo. Sin embargo, dicha definición no se condice en un todo con lo que venimos analizando, sino que lo podemos relacionar más con la necesidad de una confesión más cercana a lo religioso que al derecho. De esta manera se espera que el imputado “confiese sus faltas” tal como un
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creyente cristiano se confiesa en el sacramento de la reconciliación. La elección del legislador demuestra una remisión directa a la moral de los imputados, y traduce la confesión del imputado en un acto “políticamente correcto” y virtuoso. Religión y política se unen frente al mal, pero no definen por penales, toman el proceso penal y lo estrujan: lo único que importa es que el pecador exponga a las personificaciones del mal. Como alguna vez sostuvo Hobbes “delito es un pecado que consiste en la comisión (por acto o palabra) de lo que la ley prohíbe, o en la omisión de lo que se ordena. Así, pues todo delito es pecado”. Este término es utilizado a modo de hacer positiva y éticamente virtuosa una acción, la que se encuentra más vinculada a términos tales como “delator”, “rata”, “buchón”, “sapo” o “botón”. De esta manera, con el eufemismo del término, los legisladores no lograron otra cosa que hacer visible el fracaso del sistema penal, en el que se incorporó una figura que abrió la puerta de numerosos procesos del “derecho procesal penal vergonzante”. Este tipo de figura da lugar a la manipulación institucional de los investigados, tal como se ha visto en los últimos años en los tribunales federales. Allí la libertad fue la moneda de cambio para estos arrepentimientos, debido a la manipulación del encarcelamiento preventivo: “coopera, hermano mío, y quedarás libre, pero antes dime quién es el Mal”. Combatir la corrupción y otros delitos complejos mediante la utilización de información obtenida mediante “confesiones” que bien podrían haberse realizado bajo coacción no resulta valioso jurídica ni axiológicamente. La oferta del premio o beneficio presupone que el imputado invente, exagere o bien reconozca su participación en un hecho por el mero temor a recibir una mayor condena, por lo que se ve afectada, sin lugar a dudas, su libertad para actuar.
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Esta vez, como tantas otras, se optó por la salida fácil y por perpetuar el sistema inquisidor para intentar solucionar los diferentes problemas de la justicia argentina en lugar de trabajar en reformas profundas y duraderas. Se le brindó otra sólida herramienta al “derecho procesal penal vergonzante”. El uso discrecional de esta figura por parte de algunos jueces y fiscales ha logrado asegurar el posicionamiento de los tribunales federales como uno de los lugares centrales y más importantes para la extorsión contra la actividad política argentina, ya que se avalan fallos judiciales basados en falsedades, que han afectado la libertad de las personas y, en rigor de verdad, permeado la persecución de opositores políticos en la Argentina durante el gobierno macrista.
8. las escuchas telefónicas y demás órdenes invasivas del ámbito privado al servicio del “derecho procesal penal vergonzante” Hasta aquí hemos visto la forma en que el “derecho penal vergonzante” se apropia de la escena y diversifica su ramificación en el ámbito procesal mediante el desvío absoluto o la neutralización de las garantías que le corresponden a cualquier persona acusada de un delito. Pero esta nueva modalidad de “derecho procesal penal vergonzante” no satisface su apetito con la concentración de causas en un solo tribunal, con la “desnaturalización” del juez natural o con la milagrosa introducción de arrepentimientos en masa. No, hay que llegar a la persona imputada de otro modo, con una exposición innegable de su ser. ¿Cómo lograr semejante cometido? ¿A qué podemos echar mano durante un proceso del “derecho penal vergonzante”? No hay herramientas útiles para leer el pensamiento de una persona y tampoco un ámbito propicio de la norma-
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tiva procesal para situarnos en ese espacio infranqueable, pero sí hay una medida que nos puede ayudar a exponerla de la peor manera posible: hay que conocer y publicar sus conversaciones y comunicaciones más privadas. Cuantos más detalles de su esfera personal se sepan, mejor. Diálogos con la familia, con colegas, con personas que hayan estado bajo su órbita laboral, con el almacenero, con su abogado de confianza y si sumamos algún exabrupto, mejor. Todo ello con el fin de ratificar que estamos ante el arquetipo de persona despreciable, horrorosa, corrupta pero, sobre todo, vulnerable. El calificativo que nos sirva o todos juntos. Se dirá que ese no es el fin de un proceso penal. No, pero eso no importa para el “derecho procesal penal vergonzante”, que ya no centra el interés en la recolección de prueba para una actividad delictiva. Menos aún para localizar –mediante la georreferenciación de sus comunicaciones– a alguna persona imputada que evade el accionar de la justicia. No, este novedoso ejercicio del derecho procesal penal siempre tiene debidamente identificada y ubicable a la persona para someterla a la acción judicial y/o al escarnio público, pues este último es uno de los modernos fines de esta clase de proceso. ¡Hay que exponer la faceta más privada de los sujetos! Mostremos abierta y repetidamente algo del ello de su ámbito psíquico (no se preocupe por ahora, en el próximo capítulo hablaremos de esto). Existe consenso entre los constitucionalistas sobre que, a partir del artículo 18 de nuestra Constitución, que establece la inviolabilidad de la correspondencia epistolar, las comunicaciones telefónicas y de cualquier vía digital gozan de un resguardo constitucional equivalente. Es claro que el propio principio del artículo 18 resulta hermano de lo previsto en el artículo 19 y procura otorgar un ámbito de inmunidad a ciertas esferas en las que se desarrollan normal y preponderantemente las “acciones privadas” de las perso-
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nas, exentas de la autoridad de los tribunales. Entonces, ahí tiene un vasto ámbito de intromisión el “derecho procesal penal vergonzante”. La reglamentación de la garantía que venimos tratando ha previsto de modo razonable que sea necesaria la orden judicial para dar lugar a esta medida investigativa. Eso no es un problema para la puesta en marcha de este derecho procesal: siempre hay algún magistrado que se acercará con cariño o hasta con pasión a esta modalidad de pesquisa. La magnitud de la intromisión en situaciones y esferas de vida constitucionalmente protegidas que implica ordenar una intervención de comunicaciones exige una particular ponderación de su necesidad y justificación al momento de disponerla. Es que –como sostiene el profesor Maier, al quien siempre recordamos con admiración y cariño– estamos ante una de las medidas más invasivas del proceso penal, hasta de mayor consideración que un allanamiento domiciliario por su posible duración en el tiempo y pluralidad de afectados. No escuchamos sólo a una persona, sino también a su familia, su abogado y también a quien le solicita comida a domicilio, tal como adelantamos. Y decimos “escuchamos” porque esas comunicaciones no quedan únicamente en el legajo de investigación, a ellas no acceden sólo el tribunal y las partes del proceso, ni mucho menos se destruyen cuando se evidencia que no hay diálogos inherentes a la configuración o prueba de un delito. No, eso no importa. Toda la población tiene que escuchar esas comunicaciones a través de medios masivos que deberán colmar horas de pantalla y/o páginas para exponer que efectivamente estamos ante esta persona despreciable, horrorosa, corrupta. Y si es política, mejor.
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9. al juego de la política judicial han llamado (¿y escuchado?) por teléfono Toda historia tiene un comienzo y alguien debe contarlo. Aquí lo haremos, con la advertencia de que, por ser un recorrido largo y plagado de oscuridades, sólo mencionaremos algunos de sus hitos centrales. Hace muchos años, si bien las interceptaciones de las comunicaciones dependían funcionalmente de la empresa estatal ENTEL todas las personas que integraban esta oficina eran personal de inteligencia (Decreto “S” 2584/73). Años más tarde y privatizada ENTEL, la oficina de interceptaciones pasó a integrarse a la por entonces Secretaría de Informaciones del Estado aunque, en el orden administrativo, las “pinchaduras” continuaban funcionando en la empresa. Antes de continuar, hay que aclarar que desde el comienzo las funciones de esta oficina de interceptación – reguladas por el decreto mencionado– eran muy amplias y que la “autoridad competente” –suponemos que debería ser algún juez del “verdadero derecho procesal penal”, pues muy claro el decreto no es– disponía estas interceptaciones. Luego se sucedieron decretos reservados y secretos (muchos) , dictados en el marco de la dictadura. Uno de ellos fue el Decreto “S” 416/76, que dispuso el cambio de la denominación de la Secretaría de Informaciones del Estado por el de Secretaría de Inteligencia del Estado (la SIDE, vamos a llamar a las cosas por su nombre). Cuando la privatización de ENTEL hizo imposible mantener esta oficina en su órbita (quizás españoles, italianos y franceses no querían tener agentes de inteligencia pululando por sus oficinas), el Poder Ejecutivo Nacional dictó el Decreto N° 1801/92, en el que dispuso la transferencia de la oficina de interceptaciones a la SIDE. De esta forma, las actividades secretas, y no tanto, se acomodaban en su nueva “casa”.
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En 2004 se sancionó la Ley 25.873, modificatoria de una norma previa, que regula específicamente la responsabilidad de los prestadores respecto de la captación y derivación de comunicaciones, para su observación remota por parte del Poder Judicial o Ministerio Público. ¿Y esto qué quería decir? Que las empresas Telecom y Telefónica eran las que pinchaban los teléfonos, quienes tenían los datos personales de todos sus usuarios y debían conservar estos registros por diez años, por las dudas y por si alguna autoridad judicial se los requiriese (¿en el marco de una investigación judicial?). Para ese lado apuntó el denominado fallo “Halabi” de la Corte Suprema –firmado por el autor del primer capítulo– cuya lectura recomendamos. Pese a ello, la arbitrariedad en el mecanismo de captación de escuchas telefónicas continuó. Luego de años de fuertes cuestionamientos sobre la discrecionalidad de operadores de inteligencia en la utilización y filtración de escuchas resguardadas por protección constitucional, se sancionó la Ley de Inteligencia Nacional 25.520, en la que, además de institucionalizarse el funcionamiento de la Dirección de Observaciones Judiciales (oficina en la que se interceptaba, conocida como OJ) en la Secretaría de Inteligencia (SI), se trató de ajustar y normalizar la actuación en los procesos de interceptación, por lo que las mismas sólo se pueden realizar con autorización judicial. Esta ley, sin embargo, permitió sostener la ambigüedad, de larga data, entre la actividad de inteligencia y la investigación criminal. Tal como sostienen varias presentaciones y reclamos de la Iniciativa Ciudadana para el Control del Sistema de Inteligencia (ICCSI), la ley mantenía en un mismo espacio físico y de poder fáctico, por un lado, las interceptaciones reguladas en materia de inteligencia, que requerían una dispensa judicial para materializarse y, por el otro, las reguladas por el “verdadero régimen procesal penal” que –
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como vimos– exige orden judicial en el marco de una causa penal abierta. En otras palabras, la confusión entre ambos tipos de escuchas devenía de la ubicación institucional de la OJ en la SI, en tanto único órgano con competencia para realizar interceptaciones de comunicaciones, tanto aquellas ordenadas por los jueces en causas penales, como las autorizadas –mediante dispensa– por los jueces a solicitud de la entonces SI para la realización de tareas de inteligencia y contrainteligencia. Días, horas y años de vínculos espurios entre un amplio sector de la justicia federal del “derecho penal vergonzante” y operadores de inteligencia y políticos prohijaron que las filtraciones de escuchas de carácter privado y contenido político continúen ocurriendo. En este escenario, que tuvo como su punto más complejo y turbio la muerte del fiscal federal Natalio Alberto Nisman, la entonces presidenta Cristina Fernández de Kirchner decidió intervenir la SI y crear, en 2015 a través de la Ley 27.126, la Agencia Federal de Inteligencia (AFI), en un intento de romper con la lógica imperante. Esta Ley, además, transfirió a la Procuración General de la Nación (en adelante PGN) la OJ y sus delegaciones y dispuso que sería “el único órgano del Estado encargado de ejecutar las interceptaciones o captaciones de cualquier tipo autorizadas u ordenadas por la autoridad judicial competente”. Esta transferencia consagraba el rol de la interceptación de comunicaciones como herramienta estratégica y exclusiva de la investigación criminal para el “verdadero derecho penal” (sustantivo y procesal). Motivada por esta transferencia, la PGN, por entonces a cargo de Alejandra Gils Carbó, creó la Dirección General de Investigaciones y Apoyo Tecnológico a la Investigación Penal (DATIP) y dispuso la incorporación de la ex OJ bajo su órbita con la denominación de Departamento de Interceptación y Captación de las Comunicaciones (DICOM). El DICOM fue
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de esta manera el único órgano del Estado facultado para ejecutar las interceptaciones o captaciones de cualquier tipo de comunicaciones autorizadas u ordenadas por la autoridad judicial competente, es decir, aquellas ordenadas por el juez que intervenía en la causa o el fiscal en casos previstos por ley (investigación de delitos de secuestro extorsivo o privación ilegal de la libertad). Mientras la interceptación de comunicaciones estuvo a cargo de la Procuración General, no sólo se transparentaron y agilizaron los procesos de interceptación comúnmente llamados “pinchaduras”, sino que, fundamentalmente, no se produjeron filtraciones de las escuchas. Es evidente que en esa etapa no hubo lugar para el “derecho penal vergonzante” o se limitaron debidamente los espacios para no dejarle huecos en su ámbito procesal.
10. “una lágrima sobre el teléfono” Electo presidente Mauricio Macri en 2015, luego de manifestar públicamente su enemistad con Gils Carbó, dispuso –entre sus primeras llamativas medidas de gobierno– mediante el Decreto de Necesidad y Urgencia 256/15 (con fecha 24 de diciembre de 2015, quizás por alguna reminiscencia de regalos de Papá Noel durante la infancia) transferir la función de la interceptación de comunicaciones a la Corte Suprema, eludiendo el trámite parlamentario requerido para una decisión de tamaña envergadura y desconociendo que la cabeza jurisdiccional de todos los jueces, que son quienes deciden la razonabilidad y legalidad de “pinchar” las comunicaciones, no puede ser quien tenga a cargo la ejecución de esas medidas. Pero poco importaba eso, sí también la idea inicial fue nombrar a los jueces del Máximo Tribunal por esa vía inconstitucional. Lo único importante era comenzar rápida-
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mente con una nueva etapa del “derecho penal vergonzante” y darle una herramienta –o arma– procesal. No es un dato aislado de la lógica del poder político y fáctico el uso de esta arma procesal de gran calibre, si pensamos que Macri pudo realizar su campaña para llegar a la presidencia y fue electo mientras estaba imputado y procesado por maniobras de escuchas ilegales gestadas a partir de recursos del gobierno porteño que comandaba en aquel momento. Pero no nos vamos a detener en ese pequeño detalle. Volvamos al Alto Tribunal. Luego de asumir semejante tarea, la Corte amplió las funciones de esta oficina de interceptación de comunicaciones y creó la Dirección de Asistencia Judicial en Delitos Complejos y Crimen Organizado del Poder Judicial de la Nación (DAJUDECO), cuyo resonante cometido era auxiliar a las autoridades judiciales en causas complejas y de delito organizado. Es obvio que estas funciones ampliadas que se le otorgaban a la DAJUDECO avanzaban sobre competencias propias del Ministerio Público Fiscal, único órgano constitucionalmente habilitado a concretar dichas tareas. También la Corte delegó la función en un camarista federal, al que designó por un supuesto sorteo, pese a que días antes del mismo ya había salido en los grandes medios de comunicación su posible destino. Claro, se puede preguntar qué tiene que ver esto de la investigación de causas complejas y crimen organizado con la charla privada de una persona con sus familiares, amistades, el abogado de confianza, el almacenero, etcétera. Bueno, nada. Pero eso no le importa al “derecho procesal penal vergonzante”, si ya tiene el material para exponer: ese diálogo carente de significancia para la comprobación de un delito pero lleno de materia humana. Cuanto más humano, mejor. Y todo lo que nos aporte elementos para llenar los casilleros del arquetipo de despreciable, horroroso, corrupto y político, mejor todavía.
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11. a filtrar (comunicaciones), se ha dicho Sin perjuicio de las objeciones constitucionales planteadas a la conformación de la DAJUDECO, que pueden ser resumidas en problemas serios y graves de imparcialidad, lo cierto es que a partir de la transferencia de las escuchas al ámbito de la Corte Suprema sucedieron inagotables filtraciones –de a litros, no por goteo– y divulgaciones públicas de conversaciones y comunicaciones de neto carácter privado –sin interés alguno para el “verdadero derecho penal”– en determinados programas televisivos, diarios, periódicos, revistas y pasquines satelitales, únicamente para nutrir a esta nueva rama del “derecho penal adjetivo”. En suma, una brutal e incesante exposición de charlas ocurridas entre algunas personas a las que hay que terminar de exhibir descarnadamente. Así es como una herramienta de investigación que en el ejercicio del “verdadero derecho procesal penal” debe ser utilizada excepcional y razonablemente, ya que vulnera derechos fundamentales, es utilizada como arma por agencias estatales al servicio de la conformación y desvío de la opinión pública, como herramienta concreta de un “derecho procesal penal vergonzante”. Es verdad que el término “filtraciones” resulta bastante benévolo cuando estamos ante evidentes y groseras aperturas de compuertas de diques de información y charlas del ámbito más privado de las personas. Pero a fin de no anclarnos en cuestiones terminológicas, corresponde recordar que tal fue la gravedad de estas filtraciones que la propia Corte Suprema dispuso que tanto el Congreso como la justicia federal investigaran sus propias permeabilidades. Amén de todo este circo mediático y bochornoso, donde las acusaciones oscilaban de espías a magistrados, el resultado fue – como dijo el periodista Raúl “Tuny” Kollman– que “la Corte dice ‘yo no fui’ (pero ‘audítenme’), la Dirección de escuchas
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dice ‘yo no fui’ y lo mismo han dicho los jueces” que tenían las causas de presuntas investigaciones delictivas. A modo de final abierto, es importante aclarar que actualmente las escuchas siguen en manos de la Corte y de la DAJUDECO, aunque hay voces cada vez más fuertes que reclaman su regreso al ámbito de la Procuración General. Mientras tanto, el destino de las interceptaciones de las comunicaciones en la Argentina parece resistirse al blanqueo de su recorrido. Desde este lado, esperamos sinceramente que no resurja su utilización al servicio del “derecho procesal penal vergonzante”.
12. el (ab)uso de la prisión preventiva Pero, como venimos viendo, el “derecho procesal vergonzante” no agotará su cometido hasta disfrutar la derrota del opositor, que incluye obviamente su sufrimiento, llevándolo al extremo tanto a nivel físico como psíquico. Repasemos un poco. Ser tratado como inocente hasta que se demuestre lo contrario es una de las premisas fundamentales de cualquier Estado respetuoso de los derechos fundamentales de las personas (Estado Constitucional de Derecho). Significa que para aplicar una pena, el Estado debe primero juzgar a aquel que está siendo acusado (cumpliendo así con la garantía de juicio previo contenida en el artículo 18 de la Constitución Nacional) y lograr de este modo que sea declarado culpable. La condena penal, sin embargo, debe poder cuestionarse mediante al menos un recurso ordinario y efectivo que permita la más amplia revisión. Así, mientras no haya sentencia condenatoria firme, no podrá aplicarse la pena estatal. En la actualidad, la pena más grave que prevé nuestro Código Penal es la de prisión, contenida en su artículo 5. Por
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ello, la privación de la libertad durante la tramitación del proceso debería aplicarse de manera sumamente excepcional, ya que de otro modo funcionaría como pena anticipada. La regla, entonces, es la libertad durante el proceso. No obstante ello, existen disposiciones procesales que permiten restringir la libertad personal como medio para asegurar determinados fines. Así, por ejemplo, el artículo 280 del Código Procesal Penal de la Nación lo prevé cuando resulte indispensable para asegurar el descubrimiento de la verdad y la aplicación de la ley. En el artículo 17 del Código Procesal Penal Federal, en tanto, se establece que las medidas restrictivas de la libertad sólo podrán fundarse en la existencia de peligro real de fuga u obstaculización de la investigación. Más allá de que los fines no son igualmente legítimos, en ambos casos, insisto, la privación de la libertad como medida cautelar tendrá carácter excepcional. Y si bien en el citado artículo 17 del Código Procesal Penal Federal se aclara que para su aplicación deben existir elementos de prueba suficientes para imputarle a la persona un delito reprimido con pena privativa de libertad, esto tiene que ver con que no se aplique una medida de coerción sin prueba (mérito sustantivo) y, a su vez, con que resulte proporcional con la sanción que se espera como resultado del proceso (no podría aplicarse prisión preventiva si la persona está siendo acusada por un delito que prevé únicamente pena de multa y/o inhabilitación). La necesidad de proporcionalidad servirá de límite pero no debe ser el parámetro para justificar la privación de libertad durante el proceso. Y es que, justamente, tal como ha sido señalado en el plenario “Díaz Bessone” de la entonces Cámara Nacional de Casación Penal, la excarcelación o la eximición de prisión –en criollo, la libertad– no podrán denegarse con el único fundamento de la pena en expectativa
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(en el caso concreto, imposibilidad de condena condicional o pena superior a ocho años).
13. sobre la deslegitimación lograda en materia de encarcelamiento Una vez más hay que aclarar que la prisión preventiva jamás podría adoptarse como pena anticipada (aun cuando, lógicamente, frente a la imposición de una pena, se descuente el tiempo de detención cautelar), porque desvirtuaría el principio de inocencia. El riesgo procesal en tanto fin legítimo, por ende, deberá acreditarse en función de las circunstancias personales que rodean el caso concreto (demostrativas de la intención de fuga o de entorpecimiento de la investigación de parte del acusado). Pero para aplicar la prisión preventiva, habrá que analizar si en el caso concreto, no existe otra restricción cautelar menos lesiva (por ejemplo alguna de las cauciones previstas por el ordenamiento procesal, prohibición de salir de determinado ámbito territorial, retención de documentación, obligación de comparecencia periódica, sometimiento al cuidado o vigilancia de alguna persona, institución o dispositivo electrónico de control, prisión domiciliaria, etc.). En definitiva, la prisión preventiva ha sido pensada para que una persona que es imputada en un proceso penal no entorpezca la investigación, esté presente durante el juicio, y además pueda llegar al momento de la sentencia disponible ante el juez. Ahora más que nunca, sin embargo, el ordenamiento procesal brinda un amplio catálogo de medidas tendientes a respetar el principio general; me refiero, claro está, a la libertad durante la tramitación del proceso. Y en caso de considerarse imprescindibles ciertas restricciones, éstas van de menos a más –comprometiendo la libertad ambulatoria
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sólo cuando quede demostrado que no existe otro mecanismo alternativo menos lesivo–. Recapitulando, los principios que rigen la prisión preventiva y a su vez operan como límites son: a) mérito sustantivo, b) proporcionalidad, c) excepcionalidad, d) provisionalidad, e) control judicial y f) límite temporal. Quiere decir que para someter a prisión preventiva a una persona debe darse la probabilidad concreta de que haya cometido el hecho punible, que en caso de resultar condenada, proceda una pena de prisión, que sea el único modo de neutralizar el riesgo de que se fugue o entorpezca la investigación, que tal medida sea revisada periódicamente, que se lleve adelante en condiciones dignas y, aceptando que pasado determinado tiempo, se tornará irrazonable. Respetar estos principios durante todo el proceso y hasta el dictado de una sentencia condenatoria firme es el único modo de garantizar en plenitud el principio de inocencia. Hasta este punto, la teoría.
14. manos a la obra (pero detrás de las rejas) En la práctica, la prisión preventiva se utiliza en la mayor parte de los casos con fines sustantivos (pena anticipada), como medio para neutralizar al presunto “delincuente” (evitar que cometa futuros delitos), políticos (congraciarse con el poder de turno y perseguir rivales, dirigentes sociales, disidentes, etc.), y hasta sociales (brindar a la comunidad una falsa sensación de seguridad y eficiencia). Cualquiera de nosotros puede resultar víctima de un hecho delictivo y eso parece habilitarnos a emitir una opinión acerca de cómo lidiar con la cuestión criminal. Es raro, porque cualquiera de nosotros puede enfermarse y eso no implica que estemos en condiciones de realizar diagnósticos médicos. Sin embargo, en materia penal, el humor social ha
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marcado el pulso con el que se produjeron gran parte de las reformas y en la actualidad es satisfecho por el “derecho procesal penal vergonzante” mediante el encarcelamiento de personas que se desea rechazar por oposición al poder imperante: vamos aquí desde el “chorro” o malhechor menor hasta los “grandes delincuentes del Estado” o corruptos (hay que aclarar que son tipologías totalmente contrarias al modélico hombre blanco, casado, con hijos, empresario –al que le toca trabajar de político– que luce en portadas de revistas). Con frecuencia, pese a que los encarcelados son muy diversos, el circuito de incluirlos en el “derecho procesal penal vergonzante” es similar. Por ejemplo, ocurre un suceso delictivo singularmente violento o particularmente cubierto por los medios de comunicación masiva, la sociedad reacciona repudiándolo –o bien se pone el foco en determinados hechos delictivos por su reiteración, modalidad, etc.–, y los reclamos llegan a la clase política. La “cruzada contra la inseguridad” proporciona la plataforma ideal para obtener votos. Por su parte, la gente que reclama lo hace invariablemente con la misma finalidad: busca justicia. La justicia, en términos populares, se alcanza con penas más duras y la restricción de los derechos de las personas acusadas a su mínima expresión. El resultado de todo este derrotero se alcanza cuando los legisladores sancionan leyes que incrementan la cantidad de delitos, las penas aplicables, o incorporan presunciones que habilitan la privación de libertad con anterioridad a la sentencia y no admiten prueba en contrario. Ahora bien, como nunca es posible abandonar por completo las bases teóricas del Estado Constitucional de Derecho –la única forma sería su reemplazo por un Estado totalitario–, los principios, derechos y garantías constitucionales y convencionales siguen ahí, en constante tensión con ideas que, consciente o inconscientemente, buscan conectarse con el Estado policial.
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15. culminando la obra (en prisión) En este contexto, la prisión preventiva se ofrece como “solución” rápida a todos los males. Los límites teóricos se desdibujan porque la práctica impone los suyos. La prisión preventiva es usada para que la sociedad crea que ya se atrapó al delincuente y está pagando por su delito, para asegurarle que ha sido neutralizado y, en este último tiempo, para “luchar contra la corrupción” de los que perdieron las elecciones. Poco importará una vez que las cámaras dejen de enfocar el conflicto si la persona que permaneció detenida cautelarmente –en algunos casos durante años– finalmente resulte sobreseída o absuelta. Aun cuando debía determinarse en cada caso concreto, en los últimos años asistimos al dictado de prisiones preventivas guiadas por un mismo criterio –que el periodismo bautizó como “doctrina Irurzun”– que consistió en encerrar en cárceles a imputados por su mera pertenencia a un espacio político que ya no gobernaba pero que podía dar cuenta de ciertos “lazos funcionales”, lo que –como analizamos– no guarda ninguna relación con la forma constitucional de concebir el dictado de una prisión preventiva (pues nadie ha podido explicar la forma cabal en que ello generaría un riesgo procesal). El origen de este modo de “justificar” la detención cautelar de ex funcionarios se remonta a 2017. En el mismo período político del país, nos encontramos con otra herramienta del “derecho procesal penal vergonzante” destinada a destruir opositores. En este caso, con la aplicación directa de sufrimiento físico –y obviamente psíquico– a través de su encierro institucional. En pocos momentos de la historia se había llegado a tanto. En este punto se deberían realizar unas breves conclusiones, pero seguramente ya se entendió cómo hay un “derecho penal y procesal vergonzante” para algunos, y un derecho
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penal y procesal penal con garantías, para otros. Casi una dialéctica amigo-enemigo. ¿Qué siempre fue así? Eso ya lo sabemos. ¿Qué seguirá siendo así? Bueno, esperamos tener las herramientas para torcer ese cuestionable destino al que la norma y la ley penal parecen triste e históricamente predestinadas. La pregunta y el momento lo imponen, ¿podremos hacerlo?
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capítulo 3
LA DESTRUCCIÓN DE LA CRIMINOLOGÍA Valeria Vegh Weis
1. el rol de la causa penal como estrategia de gobernabilidad Llegado este momento queda claro que la teoría del delito y el derecho procesal penal no pueden ser analizados, pensados o criticados separados del contexto político, social y económico. Especialmente, no puede deslindarse su uso político del mundo que lo rodea. Por eso, este tercer capítulo se va a adentrar en el mundo de la criminología que permite pensar este descalabro legal desde una mirada social más amplia. Usted seguramente tendrá muchas preguntas: ¿por qué se recurre al poder punitivo para sacarse de encima a oponentes políticos?, ¿por qué aquellos que pretenden construir una América Latina libre de populismo y con el mercado como único guía hacia el puerto de la libre competencia y el emprendedurismo han decidido desmembrar el “derecho penal verdadero” sin más preámbulos?, ¿no había otros métodos más democráticos? En fin, ¿para qué todo esto? Hay veces en que la disputa política tradicional a través del debate amplio y democrático, la discusión transparente sobre políticas de Estado e incluso las elecciones parecen no servir a los objetivos de los representantes locales del imperio y el capital financiero supraestatal. Siempre queda la opción de recurrir al golpe militar tradicional, pero esta alternativa está en franco desuso (nunca descartada, claro está,
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como se vio recientemente en la hermana Bolivia). Mucho antes del golpe tradicional, se recurre a lo que podríamos llamar “inoculización selectiva”, es decir, advertir quiénes son los que andan impugnando la agenda neoliberal, acusarlos de corrupción, traición a la patria, manejos ilegales o cualquier otro cargo grandilocuente y dejarlos fuera de juego. La corrupción, claro está, sí es un problema sistémico de nuestra región (y probablemente del planeta), pero los que impulsan la guerra judicial lejos están de ser idealistas buscando un mundo mejor. Lo que buscan es recurrir al poder punitivo para sacarse de encima a los que piensan diferente y tomar el poder o, si ya están en él, seguir gobernando a piacere. Como pudimos ver en los últimos años en nuestro país, el poder financiero utiliza la guerra judicial no sólo para llegar al sillón de Rivadavia, sino para mantenerse en él y despejar del camino a toda oposición que busque trabar la política económica de saqueo. Sí, la causa penal y el uso del poder punitivo desatado funcionan hoy como estrategias clave de gobernabilidad para aquellos que, por motu proprio o como representantes del capital financiero supraestatal, pretenden imponer el modelo neoliberal cueste lo que cueste. ¿Qué es una estrategia? El simple despliegue de diferentes acciones meditadas direccionadas hacia un determinado fin táctico. No es necesario que el oponente sea un revolucionario a ultranza. Bastan pequeñas objeciones a la agenda del capital financiero para desatar la furia. Puede tratarse de la defensa de recursos naturales como el petróleo o la legalidad de la hoja de coca, el rechazo a la intervención de organismos internacionales en las economías locales, tímidas medidas de redistribución de la riqueza o el solo hecho de hablar de Patria Grande e independencia de Estados Unidos. En fin, gente molesta que se niega a alinearse ciento por ciento y seguir obsecuentemente los consejos del Tío Sam.
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Frente a estos revoltosos, los tribunales se vuelven el lugar de resolución de disputas de poder que no pueden ganarse en las urnas, el Congreso o la Casa Rosada. ¿Es que acaso no resulta curioso que dirigentes políticos que encabezan venideras elecciones, en un momento oportuno (para algunos) sean involucrados en denuncias de impacto mediático? Cristina Fernández de Kirchner acusada en diez causas penales en Argentina en momentos electorales clave; destitución parlamentaria de Dilma Rousseff en Brasil y detención preventiva de Lula justo antes de las elecciones nacionales; persecución penal a Rafael Correa apenas dejó la casa de gobierno; denuncias contra el hijo de la ex presidenta de Chile Michelle Bachelet por tráfico de influencias; golpe de Estado contra Evo Morales en Bolivia al momento de ganar la reelección e inicio de causas penales contra él y sus funcionarios; destitución y acusaciones de nepotismo y sobreprecios contra Fernando Lugo en Paraguay; ataques por el caso Odebrecht que terminaron en la renuncia del presidente del Perú Pedro Pablo Kuczynski; embates incesantes y acusaciones de corrupción contra el presidente de Venezuela Nicolás Maduro. ¿Es que la corrupción surgió y se extendió por toda América Latina en el mismo momento y justo cuando gobiernos socialdemócratas o progresistas estaban en el poder, terminaban su mandato o lideraban encuestas electorales? ¿Es que de pronto en toda América Latina se expandió espontáneamente un compromiso militante contra la corrupción? Parecería que lo que sucede en realidad es que para el Consenso de Washington 2.0 las acusaciones de corrupción son la espada y los tribunales los nuevos campos de batalla. El poder punitivo fue un instrumento de verticalización social que permitió a Europa colonizarnos y que ahora por caminos (i)legales allana el paso a aquellos que quieren preservar nuestro lugar de patio trasero del imperio. El poder punitivo es hoy el aliado de la neocolonización que
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aparece vestida con ropajes financieros y trae bajo el brazo un libreto neoliberal que no acepta alternativas. Esto es lo que ahora muchos llaman “guerra judicial” –traducción literal del concepto inglés lawfare del que hablábamos en el capítulo anterior. Estamos ante, como venimos diciendo, un Consenso de Washington modernizado, delicado, 2.0. Ya no se trata de andar tirando tiros por doquier o envenenando al adversario político, sino de utilizar el sistema judicial para deslegitimar a los que resisten. Si es posible, incluso, se trata de ponerlos tras las rejas para sacarlos física y electoralmente de circulación sin correr riesgo alguno de que la población cambie de parecer, los apoye nuevamente y se caiga la estrategia. El poder punitivo volvió recargado para que cuando la disputa democrática limpia no alcance, se logre de todos modos la muerte jurídica y política del oponente populista molesto. Para producir esa “muerte política” se busca erosionar su poder, deslegitimarlo, convertirlo en causante de todos los males del país frente a la opinión publica y la población. Para producir su “muerte jurídica” hay que insistir un poco y llegar a condenas o prisiones preventivas efectivas que los inhabiliten para participar en política. Todo, claro está, en nombre de la transparencia y la democracia. Amén.
2. jonathan simon. gobernar a través del delito Jonatan Simon es un criminólogo crítico norteamericano y profesor de la Universidad de Berkeley que hace algunos años publicó un libro llamado Gobernar a través del delito. Se refería a una situación muy diferente a la que estamos analizando acá, pero que sirve para reflexionar. Lo que decía Jonathan Simon es que, desde los años setenta, se advirtió un cambio en la política estadounidense (y del mundo): dis-
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tribución de la riqueza, acceso a la educación y la salud y demás temas de justicia social salieron de la agenda y fueron desplazados con el argumento de una emergencia consistente en el aumento del delito común (robo, homicidio, violación). Para eso, los gobiernos sacaron provecho de las víctimas de delitos comunes y las mostraron como seres amargos e impiadosos cuya sed de venganza sólo se calmaría a través de la aplicación de los peores castigos para los acusados. Tal fue el uso que los gobiernos hicieron de estas víctimas que hasta les pusieron sus nombres a leyes penales nuevas que aumentaban la pena prevista para determinados delitos o imponían condiciones más duras de encarcelamiento. No se trataba de que hubiera efectivamente una emergencia o un aumento del delito común, sino de infundir miedo y hacerle creer a la ciudadanía que efectivamente había ladrones y asesinos por doquier y que entonces no había otra que darles rienda suelta a los gobernantes para ocuparse del tema, mientras problemáticas referidas a educación, salud y equidad quedaban relegadas. La novedad de nuestros días es que cambió la clase de delito que se usa para generar temor en la ciudadanía y gobernar sobre cualquier otro tema sin que la gente proteste o siquiera se acuerde de qué es lo importante. Antes era el miedo al afroamericano adolescente en los Estados Unidos o al pibe chorro en nuestra versión local. Ahora el temor al delito como vidriera de distracción es la bronca al político corrupto o vendepatria. Se grita: “¡Hay una emergencia!”, “¡Los políticos son corruptos, y los corruptos son los causantes de todos los males!” y mientras la gente se queja horrorizada, se fugan divisas a paraísos fiscales, se destruye la educación pública y la ciencia, y se embarga el país por generaciones. Jonathan Simon nos advirtió sobre el uso del delito común como estrategia de gobernabilidad en el siglo pasado. Hoy tenemos que advertir sobre el uso de acusaciones sobre de-
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litos de cuello blanco de políticos adversarios como estrategia de gobernabilidad en el siglo XXI. En uno y otro caso se usa el discurso sobre el delito para distraer y gobernar sin ser molestados.
3. criminología crítica y uso mediático-político del sistema penal Dijimos que la criminología nos puede ayudar a entender este descalabro y que Jonatan Simon es un criminólogo, pero ¿qué es exactamente la criminología y qué tiene que ver con la gobernabilidad y con la causa penal como estrategia de gobernabilidad? La criminología es, a grandes rasgos, un saber que nos ayuda a entender cómo funciona el delito, el delincuente, el castigo y el sistema económico-social en el que todo eso se enmarca. Dentro de la criminología hay muchísimas escuelas y formas de pensamiento. El tema es que hasta la década del sesenta, las distintas escuelas existentes se concentraron más que nada en el delito y el delincuente. Hasta entonces, teníamos el iluminismo, el positivismo (del que ya hablaremos más en detalle) y algunos primeros intentos de acercarse a la sociología. Si uno le traía el problema de la corrupción a los criminólogos de entonces, seguramente ellos hubieran estudiado solo al presunto corrupto (quizás hasta le hubieran medido el cráneo) y a las conductas que se le imputaban sin pensar en el sistema penal, los intereses de los jueces, el rol de los medios (¿o miedos?) de comunicación, ni nada de todo eso. Delito y delincuente. Como mucho la llamada Escuela de Chicago y la Escuela de las subculturas criminales que surgieron en la primera mitad del siglo XX hubieran prestado atención al circulo social y al lugar de trabajo y de residencia del acusado pero no mucho más.
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En los años sesenta hubo finalmente un quiebre y surgió la llamada teoría del etiquetamiento. El autor más famoso de esta escuela es Howard “Howie” Becker quien aún escribe libros sobre metodología de la investigación muy recomendables. Howard Becker advierte que hay muchos comportamientos que no afectan a nadie más que al que los realiza y que, sin embargo, son considerados delitos. Howard se fue a los clubs de jazz, interactuó con fumadores de marihuana y se dio cuenta de que eran gente que no molestaba a nadie. Las personas estaban ahí, medio colgadas, en su mambo flower power, divagando sobre la vida, la música, la existencia. Entonces Howie se preguntó ¿por qué estos comportamientos constituyen delito? Ahí advierte que lo que decide que una acción sea o no delito no tiene tanto que ver con sus condiciones intrínsecas sino con la etiqueta que el sistema penal le pone. Por ejemplo, en muchos estados de los Estados Unidos, el consumo de marihuana es legal. ¿Cómo puede ser que fumar en un estado sea delito y cruzando la frontera ya no lo sea? El Estado de Colorado dice “fumar marihuana no es delito” mientras Louisiana dice “sí que lo es”. En otro ejemplo de hace no tantos años, nuestro sistema penal decía que si el violador se casaba con la mujer a la que había violado entonces había que sacarle la etiqueta de delito y olvidar el asunto. La violación no dejaba de serlo, pero todo cambiaba porque el sistema penal decidía sacarle una etiqueta y ponerle otra: “violación” se transformaba en “matrimonio”. Eso nos muestra que el hecho de que algo sea o no delito no tiene tanto que ver con el mal que supuestamente concentra sino con la etiqueta que se le pone. Todo muy raro. Lo que le faltó a la teoría del etiquetamiento es dar una vueltita de tuerca más y preguntarse (y contestarse) por qué se aplican determinadas etiquetas y no otras. La escuela criminológica que vino a profundizar todo esto y terminar de una vez por todas con la mirada medio miope
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sobre cómo ocurre el delito y cómo reacciona el sistema penal fue la llamada criminología critica. Surgida en los años setenta fue la primera criminología con alguna aspiración global. Mientras las escuelas anteriores se habían desarrollado sobre todo en Estados Unidos, Italia, España, Francia o Alemania, la criminología crítica se desarrolló en Europa, Estados Unidos y América Latina simultáneamente. En los tres lugares se crearon asociaciones de criminólogos críticos que advirtieron que, si se quería entender realmente el delito y el castigo, había que analizar al sistema capitalista de producción, las peleas de poder e incluso el colonialismo y la desigual distribución de recursos entre el norte y el sur global. Esta escuela es la que hoy nos permite ver que el Estado de Colorado está ganando muchos dólares en impuestos con la legalización del consumo de marihuana y que allá la correlación de fuerzas entre demócratas y republicanos permitió dar la pelea por la legalización. En fin, gracias a la criminología crítica es que cuando hoy vemos una acusación de corrupción podemos sacar la lupa del acusado y prestarle atención a todos los intereses involucrados.
4. cómo construir un buen caso (o aprendiendo del nazismo) Permítannos presentarles a Eduard Bernays. Eduard (Eduardo para nosotros) era sobrino de Sigmund Freud (a quien nos referiremos más adelante). También era publicista y periodista. Había nacido en Viena pero se radicó en los Estados Unidos. Allí fue miembro de la Comisión Creel, una delegación de propaganda gubernamental creada para influenciar a la opinión pública y lograr su apoyo respecto al ingreso de los Estados Unidos a la Primera Guerra Mundial. Tomando como base esta experiencia y los estudios de su tío
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Freud en torno al inconsciente, Eduardo indagó en las mieles de la persuasión y la manipulación de masas. Así fue que terminó inventando la “teoría de la propaganda y las relaciones públicas”. Decía Eduardo: “La manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones organizadas de las masas son un elemento importante en una sociedad democrática. Aquellos que manipulan este mecanismo no visible de la sociedad constituyen un gobierno invisible que es el verdadero poder gobernante de nuestro país. Somos gobernados, nuestras mentes son moldeadas, nuestros gustos son formados, nuestras ideas son sugeridas, mayormente por hombres de los que nunca hemos oído hablar.” Descubrió sencillamente que si la propaganda se podía usar para la guerra, también era muy posible utilizarla para la paz. En el transcurrir del siglo XX hubo muchos que tomaron estas lecciones. Existen sobrados ejemplos de campañas de prensa, utilización de propaganda, esparcimiento de rumores, espionaje y venta de información para lograr objetivos políticos. Basta con recordar las campañas de la Primera y la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, la de Vietnam o la del Golfo o las operaciones de prensa de la Guerra de Malvinas que nos decían que íbamos ganando mientras jóvenes argentinos morían de frío y hambre allá en el fin del mundo. Estos mecanismos de propaganda se complejizaron aún más a partir de la televisación de enfrentamientos armados que permitió tanto su espectacularización como la demonización del enemigo. Con ello vinieron también la utilización de noticias falsas o de dudosa procedencia, conocidas hoy como fake news. Fue cambiando el formato y la tecnología pero el patrón de estancia siempre fue y es el mismo: esos hombres de los que nunca hemos oído hablar y de quienes jamás conoceremos sus caras pero que digitan nuestras vidas desde las sombras, tal como había vaticinado el padre de las relaciones públicas.
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Ahora bien, veamos cómo se aplica todo esto a la gobernabilidad actual en América Latina. Ya hemos hablado de los desastres que el nazismo ha hecho con el “derecho penal verdadero”. Volvamos un poco a ello. Joseph Goebbels, el conocido Ministro de Propaganda del régimen nazi, no se ocupó tanto del derecho en sí, sino del mensaje. Explicaba que para tener un buen mensaje y captar así a la gente hay que elegir a un enemigo único y transmitir odio a través de una idea o símbolo único. A este principio lo llamó “de simplificación y del enemigo único”. En el lenguaje de hoy, nombrar un enemigo concreto: “los K”, “el PT”, “el chavismo”, “el populismo” y sigue la lista. Una vez elegido el adversario, decía Goebbels, hay que dar una y otra vez sobre el mismo clavo. En el escenario de hoy es claro: “¡corruptos, corruptos, corruptos!”. Luego, siguiendo con las enseñanzas de Goebbels, viene el “principio del método de contagio”: hay que lograr que todos los adversarios quepan en una sola categoría (una suma individualizada). Esto ha sido un concreto observable cuando las noticias seriadas de los grandes medios de comunicación bautizaron “la corrupción latinoamericana”; “el populismo latinoamericano” o “los regímenes latinoamericanos” incluyendo a Cuba y a Chile en el mismo colectivo. También está el “principio de orquestación” o la importancia de la repetición incansable de mensajes simples, que resalta siempre el mismo concepto y sin fisuras. De ahí la famosa frase: “si una mentira se repite lo suficiente, acaba por convertirse en verdad”. ¿Le pasó alguna vez de encontrarse diciendo frases que no son suyas sólo como resultado del bombardeo mediático que las repite hasta el cansancio hasta volverlas mantra? Pues eso mismo: la gente se encuentra hoy, gracias al “principio de orquestación”, repitiendo “¡se robaron dos PBI!”, aún sin tener la más pálida idea de lo que significa esa sigla. Goebbels también advirtió sobre el “principio de transfusión” o, en otras palabras, que la mentira no puede cons-
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truirse de la nada. La propaganda siempre se debe de anudar a algo preexistente, ya sean odios o prejuicios tradicionales, ideas preconcebidas o mitologías nacionales. La idea es cerrar sentido difundiendo argumentos que puedan propulsarse partiendo de actitudes primitivas de antaño. Ideas tales como “los progresistas siempre se han robado todo, o los que los defienden son todos choriplaneros” funcionan muy bien con odios de clase preexistentes. Por último, también es importante, según Goebbels, el “principio de unicidad” que no es más que llegar a convencer a muchas personas de que lo que piensan está en consonancia con lo que piensa todo el mundo y que entonces es verdad. Es el famoso y conocido “todos saben que son corruptos”. ¿Pruebas? No es necesario, se sabe. En fin, un poco de historia para entender cómo se construye un caso y cómo se logra cierto aire de unicidad al momento de caracterizar a los políticos de América Latina para llevarlos al juzgado mientras el publico aplaude sin preguntar por qué.
5. derecho penal de acto y derecho penal de autor. “es” un corrupto Las garantías constitucionales son un dolor de cabeza en la construcción del caso. Goebbels y el nazismo solucionaron todo con el “sano sentimiento del buen pueblo alemán” como comodín para vulnerar cualquier derecho preexistente, pero en las democracias del siglo XXI hay que ser un poco más sutil. El primer tema es el “derecho penal de autor” versus “derecho penal de acto”. El derecho penal moderno es un “derecho penal de acto”, lo que significa que el derecho sanciona a las personas en tanto realicen una conducta humana prohibida y no por sus pensamientos o su personalidad. En
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breve: “sin acción, no hay delito”. Se puede soñar todo lo que sea con matar a su jefe, pero si no se agarra el cuchillo y se lo clava (o por lo menos se lo muestra mientras se lo amenaza de muerte), el derecho penal no tiene nada que hacer. El derecho penal nazi, por el contrario, era un “derecho penal de autor”, que penaba a las personas no por lo que hacían sino por lo que eran. Como decíamos en el primer capítulo, se los condenaba por judíos, población LGTTBQ+, testigos de Jeohová, comunistas, Sinti y Roma o soviéticos, sea lo que sea que hubieran (o no hubieran) hecho. El tema era “ser” y no “hacer” o “dejar de hacer”. El abogado penalista alemán nazi Edmund Mezger escribió en ese sentido: “en el futuro habrá dos (o más) ‘derechos penales’: - un derecho penal para la generalidad (en el que en esencia seguirán vigentes los principios que han regido hasta ahora), y -un derecho penal (completamente diferente) para los grupos especiales de determinadas personas, como por ejemplo, los delincuentes por tendencia […]. Una vez que se realice la inclusión “el derecho penal especial” (es decir, la reclusión por tiempo indefinido) deberá aplicarse sin límites y, desde ese momento, carecen de objeto todas las diferenciaciones jurídicas […]”. Ese “derecho penal de autor” es hoy considerado incompatible con el Estado social y democrático de derecho. Así es en nuestro país donde, de acuerdo con el artículo 19 de la Constitución Nacional que mencionamos en el capítulo 1: “las acciones privadas de los hombres que de ningún modo ofendan al orden y a la moral pública, ni perjudiquen a un tercero, están sólo reservadas a Dios, y exentas de la autoridad de los magistrados. Ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda la ley, ni privado de lo que ella no prohíbe”. Por si no se entendió en español, lo resumimos en latín: nullum crimen, nulla poena sine lege. No se puede penar a nadie por
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lo que hace si esa acción no afecta a otra persona y tampoco se puede penar a nadie si antes del error, el delito no estaba descripto clarito como el agua en la ley penal para que la persona pudiera saber a qué atenerse antes de actuar. De ahí también se desprende que no importa cuán malhumorada o malvada sea la persona en cuestión: si no cometió una acción prohibida por la ley, no hay forma de abrir las compuertas del poder punitivo. Como señalamos en el capítulo 1, los tipos penales comunes en estos casos (y que sí pueden abrir las compuertas) son el enriquecimiento ilícito, la omisión maliciosa, las negociaciones incompatibles, las exacciones legales, la malversación de caudales públicos, el peculado, el cohecho, el soborno transnacional, el tráfico de influencia y la administración infiel o fraude en perjuicio de la administración pública. El tema es que todo esto de circunscribirse a un tipo penal y respetar la Constitución Nacional pertenece al “derecho penal verdadero”. Sin embargo, cuando aparece el uso de la causa penal como estrategia de gobernabilidad, las garantías constitucionales desaparecen. El poder punitivo se direcciona hacia los políticos y se habilita el “derecho penal de autor”, no conforme a lo que la persona hace, sino a lo que la persona es: “es un corrupto”. El hincapié se pone en la personalidad: si usa ropa de marca, el tono de voz, si es mandona o soberbia; lo que hace o deja de hacer queda en segundo plano y, con ello, el “derecho penal de acto” queda olvidado arrastrando consigo a la Constitución Nacional. Es más, ahí también notamos que poco importan los tipos penales ¿O alguno recuerda el tipo penal del que se acusa a los que hoy están en el banquillo? Así, la garantía más importante del “verdadero derecho penal” en el Estado de Derecho, es decir, una acusación clara y basada en la ley penal previa, como dispone el artículo 18 de la Constitución– pasa desapercibida. Ello se logra borrando los tecnicismos
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jurídicos o haciendo una gran “ensalada”, al punto de que no se entienda el hecho en sí y mucho menos la imputación penal o las características de la causa judicial. También se logra escatimando fuentes oficiales, abusando de la utilización de rumores y trascendidos y, sobre todo, descontextualizando la información. En suma, podríamos teorizar todo ello bajo el fiel sentir de “embarrar la cancha”. La cuestión es poner las luces y brillos en “quién” es el protagonista de la noticia (¿quién es el delincuente?, “derecho penal de autor”) por sobre el hecho en sí (es decir, el “qué” del suceso, la clave del “derecho penal de acto” que debería regir si respetásemos la Constitución Nacional). Tal es la poca importancia del hecho que se imputa que una estrategia usual es lo que podríamos llamar “persecución por goteo”. Si no hay un gran hecho delictivo para imputar, se presentan múltiples denuncias por muchos hechos distintos aún a sabiendas de que la mayoría de las causas no prosperarán ni siquiera con la ayuda del juez amigo. La idea es que el público reciba constantemente información sobre nuevas causas, lo que crea la idea de que las acusaciones son infinitas y que la situación es terrible e inabarcable. Además, gracias a la concentración de medios, basta negociar con uno para que la noticia se multiplique al infinito. No importa lo que se denuncie mientras haya una foto de la puerta de Comodoro Py, una persona explicando que está presentando la denuncia y muchos medios que la repliquen hasta el hartazgo. Gota a gota el vaso se llena. ¿Se acuerda Usted del 25 de febrero de 2019? Fue el día de las famosas indagatorias, calificado en los medios como una “jornada atípica”. En ese día, la ex presidenta debió presentarse en los tribunales federales a dar explicaciones “multiplicadas por ocho”. El “gran diario argentino” la describió como una “maratónica mañana de indagatorias”. Los hechos de las imputaciones no estaban en el centro de la noticia, sólo el número de causas y la palabra “multiprocesada”.
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En definitiva, el concepto es claro: destruir el “derecho penal verdadero”, descartar el hecho y poner el foco en quién se quiere dejar fuera de juego.
6. en búsqueda de compinches para esta empresa: “hacete amigo del juez” ¿Quién es el verdugo en este programa de “muerte política y jurídica” del oponente? Hay un poder del Estado que viene muy bien para la tarea: se ocupa de individuos y actúa con precisión quirúrgica sin necesidad de ejércitos, de golpes ni de sangre. Ya lo venimos adelantando: ¡el viejo y conocido Poder Judicial! Basta con identificar a unos pocos jueces dispuestos a colaborar. Se los puede sumar por las buenas con promesas de cargos, promociones, contratos u oficinas y, si eso no funciona, se los puede sumar por las malas, con amenazas de juicio político u obstrucción de ascensos. Cuando no es posible presentar las denuncias directamente a los jueces amigos usando las reglas de competencia impuestas en la ley, se toquetea el bolillero y se lo fuerza un poquito. Alguna que otra persona desconfiada podrá alertarse de que todas y cada una de las causas caigan en el mismo juzgado, pero la gran mayoría ignorará este hecho. ¡Y eso que hasta el famoso matemático Adrián Paenza ha hablado del tema! El periodista Horacio Verbitsky le consultó al matemático cuáles eran las posibilidades de que nueve de las diez causas contra la ex presidenta Cristina Fernández de Kirchner hubieran caído, como lo hicieron, en sólo uno de los doce juzgados de Comodoro Py. Aplicando un cálculo matemático, Paenza explicó que teniendo diez causas y doce juzgados, las chances de que nueve de las diez causas sorteadas recayeran en uno era del 0,000000001777%. Como se ve, el Poder Judicial es
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asombroso ¡Si hasta se atreve a desafiar a las matemáticas! Además, el Poder Judicial cuenta con la suficiente autoridad para encapsular diversos tipos penales y moldearlos para la construcción de múltiples causas penales que se apoyan en inverosímiles pruebas. El Poder Judicial también sabe “cajonear” o apurar las causas según las necesidades del timing político. La garantía constitucional de igualdad ante la ley (artículo 16) obliga a tratar a todas las personas por igual y, al menos en la Argentina, las causas en el ámbito federal (donde se investigan las denuncias contra funcionarios públicos) tardan más de tres años en resolverse y menos del diez por ciento llega a juicio, pero cuando la causa es sensible y el juez es amigo, el reloj de arena se maneja, se relegan las otras causas del tribunal y se actúa con más rapidez que lo usual, atento para disponer medidas si justo hay elecciones o cualquier otro motivo (quizás dinero) que lo amerite. Volviendo al derecho penal de acto, los jueces deben probar muchas cuestiones antes de imponer una pena. Se tiene que demostrar claramente que el hecho ocurrió y que el acusado lo cometió entendiendo lo que estaba haciendo y sin que existiera ninguna justificación. Todo ello está regulado en la teoría general del delito. Esta teoría dispone que la acusación debe consistir en una conducta (acción humana voluntaria), debe ser típica (prohibida por ley, aquí se recurre al Código Penal o leyes penales especiales que describen el delito y la sanción correspondiente), antijurídica (no debe estar permitida por el ordenamiento jurídico, como sí sucede con la legitima defensa y el estado de necesidad) y culpable (reprochable al acusado). Son demasiados filtros para pasar pero, para usar la causa penal como estrategia de gobernabilidad, no es necesario pasar todos ellos, aunque si se llega mucho mejor. Como decíamos, lo que es fundamental es dejar fuera del juego político a funcionarios públicos cuyas ideologías perjudiquen
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el orden social imperante de desigualdad. Para ello, no es necesario que la actividad judicial se traduzca en una consecuencia jurídica concreta, sino que basta con que el nombre del enemigo y el lenguaje judicial criminalizante (“detenido”, “acusado”, “multiprocesado”, “culpable”) se asocien y repitan hasta el cansancio aunque nunca se llegue a probar que el delito fue cometido. Presentada la denuncia y reproducido el caso en los medios, basta con que el juez amigo mantenga la causa abierta. Incluso puede que no sea siquiera necesario que exista actividad judicial alguna, sino que basta la invocación de que se recurrirá al sistema penal. Un ejemplo de esto es que a sólo de tres días de que se anunciara su candidatura, el “gran diario argentino” titulaba “Denunciarán a Alberto Fernández como organizador de una asociación ilícita por el caso de D’Alessio”. La acusación consistía en haber ideado una estrategia con un integrante de la Corte Suprema para impedir el juzgamiento de la ex presidenta, su reciente compañera de fórmula. Sin embargo, nunca se supo nada del derrotero de esta acusación puramente mediática, lo único relevante era el timing político: producir contenido para condicionar el ánimo de una audiencia inmediatamente después del anuncio preelectroral y asociar el nombre del enemigo político con causas penales.
7. de corrupción y otros pánicos morales Sigue faltando algo para que todos se encolumnen al grito de “¡corrupto!” Porque al fin y al cabo bien se podría decir “¿a mí qué me afecta que haya o no corrupción si yo estoy mejor que antes, me compre un autito y puedo pagar las cuentas?” Bueno, ahí vienen los “grandes valores”. Se recurre al sentimiento patriótico, la honestidad, el honor o cualquier otro
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valor moldeable según los intereses que se persiguen y se lo grita a los cuatro vientos con el corazón desgarrado como un nuevo “mal cósmico”. Esto da lugar a un miedo de tal tamaño que hasta se podría llamar “pánico” e influye en los pensamientos, sensaciones y opiniones de tal modo que se lo podría llamar “moral”. En esta lógica, en la década del setenta, el criminólogo sudafricano y profesor de la London School of Economics, Stanley Cohen, creó el concepto de “pánico moral”. El profesor explicaba que determinados episodios, personas o grupos son amplificados, distorsionados, sobredimensionados y definidos como terribles amenazas a los valores de la sociedad y dan lugar a procesos colectivos reactivos. Estas alarmas no son ingenuas, sino que son funcionales a intereses de grupos con poder. En sus palabras: “en los medios de comunicación masiva se presenta su naturaleza de manera […] estereotípica; editores, obispos, políticos y demás personas bienpensantes se encargan de erigir barreras morales; se consulta a expertos que emiten su diagnóstico y solución […] A veces el pánico pasa y cae en el olvido […] otras, tiene repercusiones más graves y perdurables y puede llegar a producir cambios en las políticas legales y sociales o incluso en la forma en que la sociedad se concibe a sí misma”. Igual que Jonathan Simon, Cohen estaba pensando en los delitos de la calle, los delitos ordinarios (robo, hurto, venta de drogas en el barrio). Nosotros ya lo vivimos muchas veces en nuestro país y aún sentimos las consecuencias. ¿Se acuerdan cuando luego del Caso Píparo parecía que ir al banco era una trampa mortal para cualquiera? Desde entonces usar el teléfono celular en la institución bancaria está más prohibido que saltearse la comunión. El tema que nos convoca en este libro, sin embargo, nos permite usar el concepto de “pánico moral” de Cohen ya no para el delito de la calle, sino para las acusaciones a
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funcionarios. El mecanismo es el mismo. ¿Qué ciudadano de bien no se siente ultrajado en su moral al oír sobre el mal destino de sus impuestos? Se sobredimensionan entonces las acusaciones y la extensión del peligro (“son todos corruptos”, “se van a levantar las alertas rojas y terroristas iraníes quedarán impunes por el mundo”, “se robaron todo”) hasta el punto de crear una alarma social que horroriza y paraliza a la población habilitando las compuertas del poder punitivo. Siguiendo a Cohen, los grupos de poder determinan cierta desviación como emergencia (por ejemplo, “la corrupción”) distorsionándola a tal punto de tratarla como un moderno demonio que todo lo devora (“el cáncer de la corrupción”). Esta dinámica exige entonces la exageración (“el escándalo de la corrupción”), la especulación (“son todos corruptos y es inevitable”), y la simbolización negativa (políticos estereotipados y fotos bajo el título “la foto que faltaba”). En la tercera edición de su libro, Stanley Cohen se arrepintió un poco del termino “pánico” pensando que quizás fue muy drástico. Pero cuando lo aplicamos en nuestro país, la palabra es correcta. Las ideas como la “corrupción” o la “traición a la patria” son una espada clavada en el corazón de los ciudadanos y ciudadanas manipulados entre tanta mala información. Entonces sí que entran en un escandaloso pánico y gritan desgarrados: “¡se robaron dos PBI!”. ¿Pero quién provee toda esa mala información transmitida locamente para crear pánico? Todo este mecanismo de “pánicos morales”, explica Cohen, requiere de “empresarios morales” que definan el conflicto como una tragedia, una emergencia contra los intereses colectivos de todos y todas, y reclamen una respuesta urgente. Estos “empresarios morales” fijan la agenda seleccionando las acusaciones contra los funcionarios como lo más importante del día, centrando la mayoria de las noticias sobre el tema y transmitiendo imá-
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genes que fortalecen la idea de “emergencia”. En nuestra sociedad, los más grandes “empresarios morales” son los medios de comunicación masiva (de los que hablaremos más adelante). Los grandes medios tiran pánicos por doquier, pero se presentan como representantes neutrales de la opinión pública. Son tan importantes que se los suele reconocer como “el cuarto poder” (junto con los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial) pues inciden de forma significativa y creciente sobre el comportamiento de individuos y colectivos sociales, modificando actitudes y pensamientos a través de discurso manipulado. “Pánicos morales” alentados por “empresarios morales” condensan luchas políticas para controlar los medios de reproducción cultural. Este palabrerío explica cómo su vecino terminó odiando visceralmente a la ex presidenta y jurando que era corrupta con pasión. Y eso, sin poder dar mínima evidencia de las acusaciones.
8. el pánico y reproche moral se redobla para el poder “Haz lo que yo digo pero no lo que hago”. Lo mas llamativo es que el vecino indignado se rompe las vestiduras y se angustia por la corrupción imperante, pero mientras tanto envía un email a su contador para ver cómo no subir de categoría en el monotributo y evitar facturarle a media clientela. Eso no quita que el que ejerce la función pública tiene un deber legal, político e incluso moral de transparencia. Porque al fin y al cabo, como lo expresa el juramento de nuestras autoridades políticas al asumir sus funciones, es su deber desempeñar “con lealtad y patriotismo” (honestidad) su cargo y observar y “hacer observar fielmente la Constitución de la Nación Argentina”, y “si así no lo hiciere Dios y la Patria se lo demanden”. Es decir, está fuera de discusión que la corrup-
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ción no puede ser tolerada y que la transparencia es efectivamente un requisito básico del sistema democrático. El tema que marcamos, siguiendo a Cohen, es que estas acusaciones de corrupción se convierten en “pánicos morales” que operan como cortina de humo para desplazar contrincantes políticos y distraer a la ciudadanía, mientras se desguazan las arcas públicas con políticas neoliberales funcionales al capital financiero. Como dice Cohen, el tema es “la falta de proporcionalidad”. La reacción social que se genera es desproporcionada, exagerada, irracional e injustificada respecto a la seriedad del problema. Tal es así que, como señalábamos, ni siquiera importa lo que pase judicialmente en el caso. ¡Es más importante el ruido del petardo que las luces de los fuegos artificiales que le siguen! La causa es una herramienta para lograr efectos extrajurídicos: crear “pánicos morales” con los que presionar y condicionar a un gobierno para que lleve (o no) a cabo una determinada política o para hacer imposible el gobierno. También es efectiva si el enemigo está en la oposición, para destruirlo políticamente y que no pueda concursar ni por un premio menor. Ya lo dice Jaime Durán Barba en su libro El arte de ganar: “no hay que perderse en tecnicismos jurídicos porque para la gente común, todo político es culpable aunque se demuestre lo contrario […] Más allá de que los jueces declaren la culpabilidad o la inocencia del acusado, si se maneja mal la comunicación, siempre queda la sensación de que ‘algo turbio pasaba con fulano’”. Por estos motivos es que el consultor político y asesor del PRO recomienda que, ante los ataques, no vale la pena dar respuestas legalistas, es decir que las mismas no deben estar sustentadas en códigos, sino que la solución es tener una muy buena defensa jurídica, pero teniendo en cuenta que “actualmente, los valores se han deteriorado y la opinión pública influye incluso sobre las sentencias. La política es política. Por eso el dirigente debe argumentar
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para la gente y los medios de comunicación, mientras sus abogados lo hacen para los magistrados”. Las garantías constitucionales (o “tecnicismos”, en el lenguaje de Duran Barba) son lo de menos. Lo importante es la alarma social, el “pánico moral” y el grito acusador (hacia los demás pero no hacia uno). A acusar, que algo siempre queda.
9. preparando al público. ¡llamen a sigmund freud! Queda clara la importancia de los amigos del Poder Judicial y la creación de “pánicos morales”, ¿pero así de simple se genera el mensaje de “¡culpable, corrupto!” y tal grado de indignación? ¿Tal es la fuerza del mensaje para que se discuta en los almacenes de barrio, se comente acaloradamente en los asados, en las reuniones familiares y hasta en la intimidad de las habitaciones conyugales? Pues hay un poco más. Para lograr que el mensaje de lucha contra la corrupción acalore tanto los corazones es necesario que la gente se “identifique” con esa idea o imagen, más allá de no compartir nada con ella. En otras palabras, hay que construir un púbico. Y el público está compuesto por personas. Y las personas son todas diferentes. Pero también son todas iguales. Esto, que a simple vista parece una paradoja, es exactamente eso: la “paradoja de la identificación”. Este concepto, como muchos otros, fue trabajado por Sigmund Freud, pensador y médico vienés, y creador del Psicoanálisis cerca de 1900. Explica Freud (palabras más, palabras menos) que aquello que llamamos “personalidad” o “identidad” es lo que nos diferencia de los demás, pero que está constituido en base a la “identificación” con los demás. Es decir que somos todos diferentes en lo que respecta a nuestros deseos, elecciones y experiencias pero somos todos iguales en lo que respecta a la necesidad de identificación con los otros.
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El mecanismo de la “identificación” permite la constitución de lo que llamamos “el yo” de cada uno. Para simplificar un poco (que no se enteren Freud y Lacan de esto) digamos que el “yo” es algo así como la personalidad o la identidad, la voz que escuchamos cuando hablamos. Si nos ponemos lacanianos, podemos decir que no hay identidad posible para el sujeto, que somos sujetos distintos cada vez que hablamos porque nuestra identidad depende ni más ni menos que de la articulación entre significantes (acá Lacan se pone saussureano). La “identidad” entonces no es nada parecido a una “esencia” ni porta ninguna clase de atributos, es sólo un espejismo: lo que nos permite enunciar “yo soy tal”; es una respuesta que va al lugar de una “falta estructural” (por más datos, consultar el Seminario 9 La identificación; un texto complicado, pero ¿qué mejor que leer a Lacan para entender a Lacan?). En esta concepción, el sujeto es una falta y el ejemplo típico para entenderlo (el que se utiliza en la materia Psicopatología de la UBA) es un juego llamado Sudoku. Lo más importante en este juego es el agujero que queda entre las fichas porque es el que permite a las demás moverse para lograr el objetivo. Bueno, para Lacan eso es el sujeto: el espacio, la falta, que va desplazándose en cada movimiento y que es producto del juego de los significantes. Sobre esa falta, ese agujero, se va edificando, a partir de las sucesivas “identificaciones”, una “identidad” con la que nos relacionamos con los demás. Si dejamos a Lacan por un rato y nos ponemos estrictamente freudianos, el “yo” de cada uno se construye a partir de la superposición de “identificaciones”, que el mismo Freud compara con las capas de una cebolla. Nos dice que el “yo” tiene partes conscientes (lo que conocemos de nosotros mismos) y partes inconscientes (a las que nunca vamos a tener acceso desde el razonamiento). Se trata del “ello” y el “superyo” que, junto al “yo”, completan el aparato psíquico.
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El “ello” es el capricho que nos manda a comer una docena de facturas aún en un pico de diabetes y el “superyo” es algo así como el juez que todos tenemos dentro y que nos castiga después del mate con facturas y hasta cuando tomamos sólo el mate, sólo por haber deseado esa bendita factura. El “yo” es el árbitro que ve que hace con toda esa presión. Volviendo al tema de la cebolla, quienes alguna vez cortaron una sabrán que provoca una picazón intensa en los ojos que generalmente termina en lagrimeo. Continuemos con el ejemplo siguiendo expresos principios freudiano-lacanianos: si se caen las capas de todas nuestras “identificaciones” (las capas de la cebolla), nos encontramos con que debajo de ellas no hay nada, queda la tabla sucia y ya (Lacan diría que sí hay algo: hay una “falta”, la del sujeto). ¿Y entonces? ¿Qué pasa luego de sacar todas las capas? ¡Ahí en vez de un simple lagrimeo, vemos la tabla vacía y aparece una crisis existencial! De todos modos no es para preocuparse tanto porque eso puede pasar después de muchos años de análisis y, además, siempre se pueden agregar capas. ¿Cómo se forman esas nuevas capas? A partir de ciertas experiencias que tienen lugar en cada cuerpo, que son las huellas que dejan “lo visto y lo oído” (para saber más sobre huellas y marcas inconscientes, recomiendo leer – el hit de Freud llamado La interpretación de los sueños). ¿Qué tiene que ver todo este embrollo de cebollas y crisis existenciales con la guerra judicial? Es que en las huellas que dejan “lo visto y lo oído”, es donde los agentes de la guerra judicial cumplen su cometido. ¿Cómo? Ofreciendo a un público agobiado por las vicisitudes cotidianas propias de la vida en el capitalismo (el trabajo, las obligaciones, la casa), modelos identificatorios específicos (generalmente lindos, rubios y millonarios). Esta “identificación” cumple una función en la constitución de nuestras “identidades”. El psicoanálisis no nos dice por qué una persona se identifica con un modelo y
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otra se identifica con su opuesto, pero nos da una pista: en cada persona opera la llamada y siempre enigmática “insondable decisión del ser”. Cada uno hace elecciones respecto de su posición subjetiva en un momento que nunca podrá recordar (momento mítico si los hay). Es una elección que se hace en el inconsciente (por eso no tenemos acceso a ella). Ahí están los prejuicios, los gustos, los placeres; esas cosas que nos pasan y que no podemos explicar, esa “química” que se siente ante determinada cosa (o persona) y ese odio visceral que se siente ante otras. Digamos entonces que la “identidad” es por definición un espejismo, un agujero sobre el que se reflejan cosas que no existen. En criollo: no es necesario que la figura con la que uno se identifica comparta en la realidad ninguna característica con nosotros, sólo es necesario que creamos o deseemos compartirla (le podemos llamar “identificación aspiracional”, ¿por qué no?). Es así que nada le impide a un empleado de una cadena de supermercados identificarse con una diva televisiva que se manifiesta en contra de los feriados puente que tanto placer le traen al empleado cansado o a favor de la flexibilización laboral que ataca sus propios intereses. El público prende la televisión, agarra el diario, mira el celular o compra una revista y allí se puede ver a sí mismo, por identificación con ciertas características (las que su decisión insondable le indique), aunque la realidad material muestre otra escena. ¿Ahora se entiende mejor ese amor hacia candidatos presidenciales rubios y ricos aún en las zonas más pobres del conurbano? Cualquier queja, a Freud. Entonces, indefectiblemente necesitamos de otros para incluirnos en la cultura, que es lo que nos permite “ser persona”. Nuestra cultura de mercado nos ofrece ciertos modelos constituidos sobre la base a ciertos ideales compartidos (¿o impuestos?) como la diva del ejemplo anterior. El mecanismo de la “identificación” (que, como dijimos, viene en los
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seres humanos) hace lo suyo con esos modelos. Las consultoras (a las que recurren algunos políticos en campaña) y las empresas de marketing se ocupan específicamente de construir un modelo eficaz, que reúna las aspiraciones más valoradas por el sector al que apuntan. Con todo ese caudal de información e imágenes, terminamos formando una capa más en nuestra cebolla. La experiencia entre las personas y entre las personas y las cosas, puede ser intervenida de éste modo con una agenda de publicidad manejada por los de siempre. Se constituye así un público o, en otras palabras, se favorece la conformación y consolidación de un sujeto social afín a los intereses de unos pocos. La pregunta que queda es: ¿cómo explicaría Freud que la gente siga creyendo en medios de comunicación, consultoras y empresas publicitarias que no ofrecen evidencias de lo que sostienen. Freud diría que se trata de la “transferencia” y la “idealización”. La “transferencia” coincide con el amor. De hecho, Freud empezó pensando que el “amor de transferencia” se reducía a lo que sucede adentro del consultorio, en la sesión analítica, pero terminó convenciéndose de que el amor es amor en todos los casos. Todo “amor” es de “transferencia” y toda “transferencia de saber” (adjudicar a alguien el saber sobre algo) es “amor”. Usted dirá “¡Yo no estoy enamorado del “‘gran diario argentino’!” Pues sí lo está ¡no es válida la excusa de que lo compra por la Claringrilla! La “idealización”, por su parte, consiste en adjudicar a alguien o algo las cualidades que nosotros necesitamos que tenga ese alguien para idealizarlo. Volvemos a un cuestionamiento que ya apareció por ahí. ¿Es posible que todo este embrollo de identificación, transferencia e idealizaciín sea tan fuerte como para que alguien termine votando o actuando en contra de sus propios intereses? ¿Puede ser que reconocidos miembros de la comunidad LGTTBQ+ hayan votado apasionadamente por
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Jair Bolsonaro en Brasil pese a que ha declarado una y mil veces que la homosexualidad le parece una abominación? La respuesta, lamentablemente, es que sí. Muchas veces, la gente apoya acciones y personas que traerán consecuencias altamente negativas en su vida. ¿Explica Freud cómo es que las personas actúan en contra de sí mismas? Totalmente. Estamos ante otro hit psicoanalítico: el célebre texto de Freud llamado Totém y Tabú. Freud nos dice allí que una de las cualidades de la especie humana es tropezar dos (y mil) veces con la misma piedra (volver ahí donde nos hicieron sufrir). La culpa neurótica y el autocastigo –con base en el superyo– son mecanismos que constituyen nuestra psiquis. Como mencionamos con el ejemplo de la medialuna, no hace falta cometer un acto indebido para que caiga sobre nosotros todo el peso de nuestro “superyo”. Es decir que para condenarse a uno mismo, no es necesario haber cometido una trasgresión en la vida real, sino que basta con transgredir en la fantasía para ser castigado (el tema es que el superyo se entera siempre de nuestras infracciones, incluso de las más fantasiosas, porque forma parte de nosotros). En fin, basta con haber deseado la medialuna, aún cuando terminemos comiendo una manzana, para que al autocastigo esté a la orden del día. Si sabemos que el “superyo” nos va a castigar aunque sólo hayamos deseado lo que está prohibido (el deseo es siempre contra la ley) sólo hace falta redireccionar convenientemente la culpa que ya existe. Recordemos que ya tenemos los modelos en los que un público desprevenido depositó muchos de sus ideales a partir de la “identificación”. Ahora los agentes del sistema financiero y sus secuaces locales aprovechan y ofrecen una batería de buenos (para ellos) motivos para sentirse culpables y diversos sufrimientos para expiar la culpa. Así, por ejemplo, machacan con que es inadmisible que el pobre pueda usar la electricidad libremente y la pa-
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gue menos que una doble de muzzarella, o que el derecho a vacaciones pagas no le puede corresponder a cualquiera. La idea es que hasta el pobre que por primera vez pudo prender el aire acondicionado en un día de 40 grados se sienta tan culpable, que llore ante su “superyo” porque no es del todo digno del modelo al que aspira. La trampa es que para el “superyo” nunca se es digno, siempre se es culpable de algo (“¡Qué poco garantista!”, diríamos los abogados). Como la culpa ya existe en las personas, sólo hay que dirigirla convenientemente. Si Edipo hasta se arrancó los ojos por culpa, qué está dispuesto a hacer el público dependerá de la forma en la que se logren manipular sus miedos, sus deseos y sus frustraciones. Es así que la gente puede terminar detestando al que le dio el crédito para el aire acondicionado y hasta a él mismo por haber osado prenderlo. En resumen, la neurosis nos da la estructura: todos somos culpables ante nuestro ”superyo”; la coyuntura, manipulada por medios de comunicación, intereses supranacionales, jueces y consultoras varias, nos da el contenido de ese castigo. Un detalle más: el género. Si el adversario político a destruir en la cabeza del público es una mujer, el tema se complejiza. A diferencia del trato que reciben los hombres, a las mujeres se las ataca por su modo de “ser mujeres”. Las embestidas se dirigen directamente a marcar sus deficiencias con respecto a la “mujer ideal”. Y sabemos que eso es una trampa. Como nos enseñaron Freud en Psicología de las Masas y Lacan en el Seminario 9, el “ideal” está hecho para no alcanzarse, es decir que ninguna mujer, por más buena, linda y dulce que sea va a salvarse de la crítica (ni de la autocrítica). Podemos preguntarnos cómo es que si estamos hablando de política y derecho penal, la discusión puede llegar a ubicarse en torno a cuestiones como el modo en que alguien habla, la ropa que viste o los accesorios que usa. Parece que si ese alguien es una mujer –y mucho más si esa mujer no coincide el estereo-
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tipo–, la vía está libre para atacar por ahí. Porque, como nos enseñó el feminismo, el sistema capitalista-patriarcal tomó históricamente a las mujeres por esclavas; no sólo las obligó a parir y a criar, sino que también las conminó a hacerlo con amor. A las que osan ir más allá de este modelo e interesarse por cuestiones ajenas a su bebé y su familia como participar en política, le lloverán atributos como “puta”, “yegua”, “soberbia” y “atrevida”. ¡La cosa no va a parar hasta caerle también con cargos de corrupción y traición a la familia, la patria, la humanidad y el universo! Es que, según los paradigmas vigentes, sólo hay una cosa peor que un hombre político corrupto: una mujer política corrupta.
10. si no lo vi en la televisión, no pasó (o la importancia de la criminología mediática) Queda todo más o menos claro, ¿pero cómo se llega a interpelar a los cuarenta y pico de millones de argentinos y argentinas con toda esta bataola de “pánicos morales”, “identificación” y demás? ¡Para eso están los medios de (in)comunicación! Nada mejor que televisión, radios, diarios y todos los grandes medios de comunicación masiva de los que venimos hablando para que, con petardos y ruidos, el mensaje se magnifique. Estos medios ayudan a lograr toda la exposición posible. Cámaras, micrófonos, show, click. Para la mayoría, no se trata de informar ni de transmitir información clara y comprensible sobre lo que se esta mostrando. Alcanza con imágenes emocionales del enemigo en alguna actitud sospechosa. Si no se cuenta con una foto o video incriminador, basta con mostrar a un juez compungido frente al expediente o una casa ostentosa con indicación del presunto origen espurio de los fondos. Si no hay nada de eso, con ayuda de conductores televisivos amigos, hasta se puede inventar la
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imagen y crear bóvedas de mampostería en un estudio explicando que así serían las originales. Desde los albores de la historia moderna, pero particularmente desde la ultima dictadura, aprendimos que los medios de comunicación lejos están de ser objetivos. Ellos crean noticia y lo hacen luego de discutirlo con los interesados. ¿Recuerdan cuando los grandes medios hablaban de “enfrentamientos” para describir las ejecuciones extrajudiciales de los militares? ¿Y cuándo describían a las Abuelas y Madres de Plaza de Mayo como antiargentinas por reclamar por los detenidos-desaparecidos mientras se jugaba un mundial a pasos de un centro de tortura y exterminio? Por suerte, luego de años de denuncia y con el debate de la Ley de Medios, se cayeron las caretas y hoy sabemos que cada medio de comunicación informa desde una posición y un interés determinado. Pero cuesta estar atento y recordarlo a cada momento. Sobre todo, porque uno tiene una vida, con trabajo, familia, placeres y los medios están por doquier llenándonos la cabeza con información mal digerida. Además, el acompañamiento mediático de la guerra judicial es constante con estallidos de información en momentos políticamente oportunos. Nada de gallos y medianoche o de prender la cámara en Comodoro Py el día de una final Boca-River porque no hay causa que pueda competir con un buen gol. El nombre con el que los medios popularizan las causas judiciales también es fundamental. En general es algo llamativo, que suena bien, hasta jocoso: “la causa de los cuadernos”; hasta parece el título de una película. La clave es que el público, al que no se le explica nunca el detalle de hechos y derechos, recuerde el nombre de fantasía del escándalo, la palabra “corrupción” y los nombres de las personas denunciadas. Tres elementos como acta de defunción de sus carreras políticas. Para hacer más ruido todavía se suele recurrir a la ayuda de think thanks, organizaciones no gu-
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bernamentales financiadas por grupos empresarios, que desarrollan reportes e información orientada a crear opinión pública. Están también las grandes organizaciones internacionales como Transparencia Internacional que inventan las categorías de “corrupción” y “transparencia” y luego las usan ellos mismos para evaluar a los países con su propia vara. Ya hemos hablado de los “empresarios morales” y los ejemplos abundan. En suma, se puede tener a todo Comodoro Py trabajando a destajo para los representantes del poder financiero local y a las “identidades” expectantes de recibir más capas para su cebolla pero, si el mensaje no sale a las calles, no se gana la partida. Es fundamental que los medios de comunicación amplíen el mensaje de la causa penal y ayuden a convertirla realmente en una estrategia de gobernabilidad. La criminología mediática nos muestra el poder de los medios de comunicación para definir qué es el delito y cómo combatirlo, aún sin contar con el saber experto para hacerlo. Los medios construyen chivos expiatorios a los que se presenta como delincuentes según las necesidades imperantes y sin contar con evidencias legales que sustenten sus afirmaciones. Pierre Bourdieu, uno de los sociólogos contemporáneos más importantes, nacido en Francia y creador del constructivismo estructuralista, explicó mucho de todo esto. Señaló que la televisión ejerce una forma de violencia simbólica con la complicidad tácita de quienes la padecen e incluso de quienes la practican en la medida en que unos y otros no son siempre conscientes de padecerla o de practicarla. Bourdieu demostró que la televisión “oculta mostrando”, es decir, mostrando algo distinto de lo que tendría que mostrar si hiciera lo que se supone que ha de hacer, es decir, informar lo que realmente está pasando. Es más, Bourdieu señala que la televisión a veces sí muestra lo que debe pero de tal forma que hace que pase inadvertido o que parezca insignificante,
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o lo elabora de tal modo que toma un sentido que no corresponde en absoluto a la realidad. La televisión y los medios en general no se concentran tanto en la realidad como en lo espectacular. Incitan a la dramatización de los hechos, escenifican en imágenes un acontecimiento y exageran su importancia y gravedad, apelando a lo dramático, a lo trágico (a lo demoníaco, diría nuestro ya viejo amigo Stanley Cohen). Los medios, llenos de empresarios morales, se convierten en portavoces de una moral, en directores espirituales que le dicen a la gente qué y cómo pensar. Basta con colocar en el buscador palabras claves tales como “corrupción + Latinoamérica” para advertir que la cobertura es siempre un tema de agenda. Las notas insisten en significantes como “corrupción”, “mal gobierno”, “erosión democrática”, “populismo” y “debilidad institucional”. Como ya vimos, el análisis riguroso de las imputaciones y los tipos penales está ausente. También lo está la presunción de inocencia, que nos indica que no podemos imponer un castigo y que no deberíamos decir las palabras “culpable” o “condenado” hasta que un juez haya probado en un proceso penal legítimo que la persona efectivamente cometió el delito. Tal como lo describió Giovanni Sartori, un politólogo italiano que murió hace poco tiempo, es tal la influencia de los medios en nuestra forma de pensar que, en vez de “homo sapiens”, nos hemos convertido en “homo videns”. La televisión transforma la realidad (y nuestra forma de pensar) al transfigurar la información en imágenes que despiertan emotividad y sensibilidad en lugar de un juicio reflexivo y crítico. La televisión forja la opinión pública que se traduce en un sentir. Por eso muchas personas saben poco y nada de las acusaciones de corrupción o traición a la patria, pero sienten un odio tal en las entrañas que no les deja ver el bosque.
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11. metele troll: criminología influencer En pleno siglo XXI, no basta con la televisión, la radio y el diario. El “homo videns” consume, sobre todo, redes sociales. Las redes brindan una herramienta fundamental de expansión del mensaje. No sólo funcionan las veinticuatro horas de los siete días de la semana, sino que además tienen el beneficio del anonimato: cualquiera puede decir lo que quiera y no tiene siquiera que ser genuino respecto de su identidad. Es más, los posteos y tweets pueden ser creados por personas específicamente contratadas para publicar mensajes en un determinado sentido (son los llamados trolls). Un conjunto de trolls pueden ayudar a asentar el mensaje de que tal funcionario fue declarado culpable usando esa palabra clave y confundiendo al resto de los usuarios de la red social, incluso cuando aún no haya habido sentencia. Algunas veces estos mensajes ni siquiera son escritos por personas sino por algoritmos llamados bots. Los bots sirven, sobre todo, para lograr que ciertos temas se impongan en agenda o generen ruido por la cantidad de mensajes circulantes. Claro que el bot a veces falla en la traducción. ¿Recuerdan las “caricias significativas” y el “satisface a Mauricio” que fueron tendencias en Twitter durante la última campaña presidencial en la Argentina? En un determinado día donde se está votando un tema sensible en el Congreso o en el que el presidente no quiere que lo molesten, los bots pueden distraer a la opinión pública volviendo trending topic una acusación sin fundamento sobre un político opositor. También existen los fakes : usuarios que tratan de hacerse pasar por políticos, artistas u otros personajes famosos. Y los influencers: personas con muchos seguidores que logran que sus mensajes lleguen a muchísima gente que los lee e, incluso, reproduce sus contenidos.
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Este debate no es marginal: una especialista en tendencias digitales, Mary Meeker, estima que casi la mitad del tráfico online mundial en las redes sociales corresponde a bots. Es decir, la mitad de la información que se consume es creada por algoritmos diseñados para crear sentido independientemente de los hechos. La politóloga Natalia Zuazo, autora del libro Guerras de Internet: Un viaje al centro de la red para entender cómo afecta tu vida, explica este fenómeno con criterios estrictamente económicos: difundir información falsa contra el opositor es barato y rápido; hacer periodismo propositivo y de calidad es caro y lleva tiempo. En nuestro país, los investigadores Eugenia Mitchelstein, Pablo Boczkowski y Mora Matassi señalan que las redes sociales y los sitios web son la segunda opción preferida para consumir noticias entre los jóvenes de 18 a 29 años: “el 69 por ciento de los encuestados con acceso a redes sociales (y el 74 por ciento de los menores de 30) concuerda con la frase ‘me encuentro con noticias online mientras navego por redes sociales’”. ¿Cómo se relacionan estos datos con nuestro tema? Un análisis de dos consultoras argentinas, Reputación Digital y Roque Marketing Insights, señala que el movimiento en las redes sociales durante la causa conocida como “vialidad nacional” iniciada contra la ex presidenta mostró que un ochenta por ciento de todos los comentarios que se generaron fueron realizados por trolls. Es decir que ocho de cada diez comentarios que se esparcieron por las redes y fueron consumidos por usuarios desprevenidos fueron producidos por personas contratadas para crear sentido y opinión pública.
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12. el corrupto tiene que verse como tal (o cómo construir un villano) Aún contando con el Poder Judicial, los “pánicos morales”, la psiquis siempre predispuesta al autocastigo, los grandes medios de comunicación y las redes sociales, no hay que perder la estética. Es más, lo invitamos a hacer un ejercicio desde su casa. Por favor dibuje o imagínese un delincuente. ¿Cómo es? Desde acá apostamos a que la imagen no va a ser la de un apuesto príncipe o una modelo. Eso se lo debemos al positivismo. Esta escuela criminológica nacida a fines del siglo XIX de la mano de Lombroso, Ferri y Garófalo se encargó de dejar asociados parámetros estéticos de fealdad, brutalidad y tosquedad con el delito. Esto pasó porque los muchachos iban a las cárceles que ya estaban llenas de pobres con poco tiempo para las cremas para el rostro y los tratamientos de belleza y afirmaban que esos eran los delincuentes. No se daban cuenta (o mejor dicho, no querían darse cuenta) que en las cárceles están sólo los que el sistema penal selecciona y no todos los que cometen delitos. Es más, en las cárceles están particularmente ausentes los ricos que cometen delitos. Claro que el positivismo, como toda otra teoría, no salió de un repollo. La imagen de la bruja tampoco es atractiva, ¿verdad? Ya la Inquisición cuando se puso a quemar mujeres bajo la acusación de brujas allá por el 1500 ayudó a que asociemos delincuencia con mujer fea, narigona y con pelo gris. Gracias a la Inquisición, al positivismo y a otras cuantas pseudociencias hoy nos cuesta tanto pensar en agentes de bolsa fugando divisas al momento de pensar en “el delincuente”. Si hoy queremos enfatizar que alguien es un delincuente, lo mejor es que sea todo lo feo que se pueda o que al menos parezca un villano o alguien despreciable. ¿Recuerdan la caricatura de la ex presidenta teniendo un orgasmo en la tapa de una famosa revista? Esa fue una exacerbación de todos los
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rasgos hasta la desfiguración para que sea todo lo repudiable posible. ¿Recuerdan la detención del ex vicepresidente Amado Boudou? Si no se lo puede hacer feo, que al menos la detención y la foto para los diarios sea de madrugada y en pijama para mostrar su rostro más sombrío y desprolijo. Cuando se busca el repudio social, nada mejor que la construcción de un estereotipo de villano para que la estética ayude a afianzar el mensaje de que esa persona ha atentado contra todos y cada uno de nosotros a través de los delitos que se le atribuyen. Mucha carga emocional para que resulte más vendible y eficaz en los procesos de creación de opinión pública. “Yegua”, “vende patria” y “burda”. Cual si fuera un modelo para armar, los políticos progresistas se presentan, en seguidilla, como demasiado informales, despatarrados, sin modales o sin respeto al protocolo o, por el contrario, de gustos exagerados, supuestamente incompatibles con una ideología progresista. Es ideal si tenemos como contrapartida a un referente neoliberal del mundo de los negocios, de pasado económico exitoso y, si se puede, rubio como Lannister. La comparación entre los enemigos políticos corruptos y feos y la supuesta eficacia empresarial del rival modelo es una maniobra prometedora. “¡Si puede manejar una empresa, claro que puede manejar un país!” Y la estética aquí es fundamental para asentar el mensaje: modosito, prolijo, con voz calma y familia tipo (aunque para ello haya que esconder a los hijos del primer matrimonio). En síntesis, manteniendo vivo al positivismo, sigue en pie la fórmula: feos, sucios y malos. Si no son así en la realidad, armamos una buena caricatura para reemplazar las fotos reales y el problema estará solucionado.
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13. la humillación televisada La estaca final: no sólo son villanos, sino que la foto debe encontrarlos en su peor momento. La otrora poderosa aparece en el banquillo de los acusados. El ex funcionario es filmado detenido en pantuflas. El que alguna vez dio órdenes ahora sorprende rogando una autorización para recibir tratamiento médico en el exterior y no morir. Pareciera que la historia es cíclica. La obra maestra del periodismo amarillista fue la cobertura de la guerra entre Estados Unidos y España por Cuba en 1898. La campaña fue diseñada por William Randolph Hearst, propietario del periódico Journal, en franca competencia con Pulitzer y aquellos que apoyaban la liberación de Cuba. Hay quienes señalan al periodista como la pieza principal de la guerra, actuando siempre en consonancia con los intereses de la Casa Blanca. ¿Qué es lo que hizo el padre de la prensa amarilla para ganarse semejante mote? Tergiversó noticias acerca de la insurrección, alentó a la opinión pública a participar y envió a su jefe de fotografía a la isla. Fue precisamente el jefe de fotografía, Frederic Remington, quien, luego de un tiempo en la isla y advirtiendo que la realidad era otra que la propagada por su diario, envió un despacho a su superior informando de la situación y de su intención de regresar a Nueva York. Como respuesta, Remington recibió un telegrama que decía escuetamente: “Por favor quédese: usted pone las fotografías. Yo pondré la guerra. W. R. Hearst”. Hearst puso la guerra a punto tal de trasladarse a La Habana con una veintena de sus mejores reporteros, dibujantes y fotógrafos. Al final del conflicto, España fue derrotada y tanto Cuba como Puerto Rico, Filipinas y Guatemala pasaron a ser dependencias coloniales de los Estados Unidos, país que además obtuvo el dominio del estratégico del Canal de Panamá.
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Si Hearst tenía en claro, ya en las posmetrías del siglo XX, cuál era la importancia y el anclaje que puede proporcionar una imagen, en pleno siglo XXI se habría hecho un festín. Volvamos a Duran Barba, dice el gurú PRO en el libro ya citado El arte de ganar que “todas las investigaciones coinciden en que la gente vota por la imagen de los candidatos más que por doctrinas o propuestas […]. La foto de un candidato agrediendo a una mujer […] puede costar más votos que los programas neoliberales o socialistas que defienda”. En este juego, como dice el refrán: “La imagen es donde mueren las palabras”. Si hubo una detención televisada y fotografiada que hubiera enorgullecido a Hearst fue, como comentamos, la del ex vicepresidente Amado Boudou. El procedimiento tuvo lugar en la mañana del sábado 3 de noviembre de 2017 y, horas más tarde, el diario La Nación ya publicaba las imágenes. Sería interesante preguntarse cómo el prestigioso diario fundado por Bartolomé Mitre para ser “Tribuna de Doctrina” contaba con tanto material visual producido dentro de una residencia privada y a tan solo horas de sucedido. Sea como fuese, el máximo responsable de la estatización de las AFJP apareció frente al público apresado, en el living de su casa, en jogging y medias, con las lagañas de las primeras horas de la mañana. En consonancia, muchas de las detenciones de líderes latinoamericanos han sido excesivamente fotografiadas y filmadas como resultado de extensas guardias periodísticas en los ingresos de sus viviendas. También ha habido ráfagas de imágenes en las presentaciones en los tribunales sin que tuvieran un anclaje en información certera. En suma, interesa más la foto con las esposas puestas –aunque sea por un rato– que los fundamentos jurídicos y la responsabilidad penal comprobada. Se trata de erosionar el “derecho penal verdadero” hasta que quede “avergonzado” y se vuelva finalmente funcional a los poderes invisibles.
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14. ¡momento! ¿esta no es la contraselectividad que estábamos buscando? El sistema penal no es ni ha sido justo jamás. Desde los comienzos del sistema capitalista de producción, cuando surgieron los primeros tribunales y las casas de trabajo se conformaron como el prototipo de lo que hoy son las cárceles, la clientela siempre ha sido la misma: pobres y minorías étnicas (se puede consultar, en inglés, mi trabajo Marxism and Criminology: A History of Criminal Selectivity para ver los más penosos detalles de esta historia de desigualdad). El resumen es que criminalizar a unos y no a otros nunca ha sido en función de lo que produce más daño a la humanidad y la vida en el planeta Tierra, sino en función de proteger el proceso de acumulación de capital y la concentración de riquezas. ¡Cómo sería un mundo donde contaminar ríos fuera perseguido por las agencias policiales con más vehemencia que desplegar mercadería en la vía pública? Pero eso, por ahora, es sólo un sueño. Hoy vivimos, como hace cinco siglos, bajo un sistema penal que encierra a los que sobran del mercado de trabajo con excepción de algunos casos muy escandalosos que no pueden quedar afuera del poder punitivo, principalmente homicidios. Pero incluso en esos casos, el poder punitivo siempre mira al pobre primero. ¿Recuerdan el caso de Nora Dalmasso, la mujer asesinada en su casa del country de Villa Golf en Río Cuarto, Córdoba? El primer atisbo del poder punitivo fue atrapar al albañil que había trabajo en la casa. Empíricamente nos basta con recurrir a las estadísticas sobre ejecución de la pena producidas por el Ministerio de Justicia. Las características de la población carcelaria de nuestro país muestran que la mayoría de las personas que se encuentran privadas de la libertad son jóvenes que no superan los 35 años, condenados por delitos de robo y/o tentativa de robo, que provienen de ciudades populosas, con baja o casi nula ins-
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trucción educativa, que transitaban por una situación laboral precaria o se encontraban desocupados al momento del ingreso y que, por lo general, no poseían una capacitación laboral. Si tuviéramos a Lombroso con nosotros diría que cabe concluir que todos los delincuentes son pobres y sin estudios. A esta altura sabemos que eso es un engaño y que si las cárceles están llenas de pobres es porque el poder punitivo sabe muy bien cómo hacerse el distraído frente a los delitos de los poderosos. Ahora bien, se podrá preguntar por qué una vez que el poder punitivo se enfoca en los corruptos escribimos un libro en contra. Es verdad que en las causas que conforman la guerra judicial, la criminalización se direcciona hacia determinadas personas que no provienen del grupo habitualmente alcanzado por el poder punitivo. El problema es que estas causas no son un inaudito despertar de la justicia en búsqueda de un sistema más equitativo que persiga a los que más daño ocasionan a la gran mayoría de la humanidad. No es un revelador cambio que ha decidido poner la justicia a disposición de un mundo mejor para solucionar la corrupción creciente. Es más, no es claro que la corrupción haya aumentado. Un bestseller del análisis político, Juicio político al presidente y nueva inestabilidad política escrito por Aníbal Pérez-Liñán presenta información del Foreign Broadcast Information Service (FBIS) que colecta las noticias en medios de comunicación de todos los países de América Latina. Los datos muestran que a comienzos de los años ochenta sólo había once informes de corrupción en América Latina y que apenas diez años más tarde el número llegó súbitamente a doscientos. ¿Entonces sí aumentó la corrupción? No parece. Este aumento “no prueba que la corrupción se haya vuelto más amplia; muestra, de hecho, que las acusaciones en los medios se han vuelto más frecuentes”. Parecería entonces que la corrupción no aumentó especialmente y que las causas penales por este tema están lejos de
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ser una epopeya de justicia. Por el contrario, se parecen más a una estrategia de gobernabilidad para asegurarse que los que estén en el poder sean aquellos que defienden los intereses del uno por ciento, aquellos comprometidos con el programa neoliberal de gobierno, aquellos que no quieren dejarles ni las migas a los que menos tienen, aquellos que piensan que integrarse al mundo es ser el niño mimado de Washington DC y abandonar sueños de emancipación regional. Por el otro lado, los que están en el banquillo de los acusados son aquellos que, en los distintos países de la región, intentaron, con mayor o menor vehemencia, priorizar los intereses de sus naciones por sobre los del imperio, pregonar soberanía e impulsar sociedades mínimamente más justas o equitativas, en detrimento de los intereses económicos invisibles pero palpables de las grandes corporaciones y del capital financiero.
15. un poco de proporcionalidad Nadie quiere un gobierno de corruptos ni traidores a la patria. El tema es que realmente sea así y que, si lo es, se apliquen las garantías constitucionales que deben ampararnos a todos y todas. No se pueden abrir graciosamente las compuertas del poder punitivo. Debe haber procesos claros frente a tribunales competentes e imparciales, dentro del marco de la Constitución y con una cobertura mediática responsable que informe fehacientemente en lugar de crear “pánicos morales” sin sustento fáctico. Si se cometen delitos desde la función pública, debe haber consecuencias pero, de la mano de la criminología crítica, no tenemos que olvidarnos de ver el bosque completo y cuáles son las intenciones detrás de repentinos intentos de lograr transparencia pública justo contra gobiernos de un determinado tinte político. Más allá de la existencia o no
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de los delitos que se imputan, hay que prestarle atención a cómo se construyen las acusaciones, cuándo y para qué. Como dijimos hace un rato, no dejar de advertir el uso político-mediático de una causa judicial. Volviendo a Cohen, la idea de que ciertos problemas sean socialmente construidos no implica que no existan. Lo que sí hace es llamarnos la atención sobre qué tipo de tratamiento les queremos dar y con qué intensidad queremos responder. No se puede imponer el mismo castigo al que robó una gallina que al que robó un banco, además, algunas veces los acusados ni siquiera han robado una gallina. Incluso, si la han robado, la guerra judicial busca castigarlos como si hubieran robado todas las gallinas de La Pampa. En fin, cuando la respuesta del poder punitivo es tan agresiva que una causa penal pone en riesgo la continuidad democrática, quizás ya no estemos ante un hecho de justicia, sino todo lo contrario. Ya lo repetimos hasta el hartazgo, pero es mejor que quede claro: el poder punitivo siempre ha sido peligroso y nunca ha solucionado nada. Hay mucho riesgo en que acusaciones no probadas terminen operando como espada de Damocles sobre todo para el que no cumpla con los designios del poder político-financiero global. Sabiendo que esto es un problema regional y que no hay lugar en los poderes judiciales locales, por lo menos por ahora, como para sentar a estas estrategias político-mediáticas en el banquillo, hay ideas diversas dando vueltas. Tomando como base experiencias como la del Tribunal Russel, que juzgó la intervención norteamericana en Vietnam, y los juicios populares contra cómplices civiles llevados a cabo por la Asociación Madres de Plaza de Mayo, se ha propuesto la creación de un tribunal ético contra la guerra judicial. El proyecto busca juzgar la irregularidad y antijuricidad de este mecanismo y concientizar sobre su funcionalidad de dominación social. El debate recién comienza.
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¿Y TODO ÉSTO CON QUÉ SE COME? ALGUNOS CASOS PARA VER CÓMO SE DA TODO EN LA PRÁCTICA
1. un primer caso sobre escuchas telefónicas al servicio del “derecho procesal penal vergonzante”: cristina fernández de kirchner – oscar parrilli (o un watergate a la criolla) La historia comienza aquí con un triple homicidio en 2008, por el que además de algunos condenados por su ejecución resultó acusado un hombre que logró mantenerse prófugo de la justicia federal durante varios años. El trasfondo de aquel hecho de sangre guardaba vinculación con el tráfico ilegal de efedrina. Varios años después, Graciela Ocaña miembro de la alianza con la que llegaría Macri a la presidencia denunció penalmente a Oscar Parrilli, titular de la Agencia Federal de Inteligencia, por la presunta protección-encubrimiento de aquel prófugo. Estaba por iniciarse una nueva etapa del “derecho procesal penal vergonzante” y no venía mal una relación entre el partido político hasta aquel momento oficialista al que pertenecía Parrilli y el narcotráfico. No era suficiente con el resultado de las elecciones: el “derecho procesal penal vergonzante” siempre puede hacer su aporte para exponer a estas personas “despreciables”, “horrorosas”, “corruptas”, aunque no formen parte del proceso penal que se abra. ¿De qué se trata? Recordemos que hay una herramienta de este especial derecho procesal que también puede afectar a terceros (colegas, familiares, amistades o el almacenero del denuncia-
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do): la interceptación de sus comunicaciones. ¿A quién se va a exponer además? ¿Al almacenero? No, no hay mass media que vaya a soportar tantas horas con esto. Se va por más, por la persona con más influencia en el movimiento político de Parrilli para ratificar esa figura arquetípica del horror. Así fue que nos encontramos con horas de pantalla prime time y páginas eternas sobre diálogos privados entre Oscar Parrilli y la presidenta saliente Cristina Fernández de Kirchner, quienes, dicho sea de paso, ya no ocupaban sus cargos. ¿En estos diálogos se confirmaba la hipótesis delictiva? No. ¿En esas charlas se halló información precisa sobre la ubicación del prófugo, aquel que estaban buscando por un hecho de 2008)?. Tampoco había información sobre eso y, a la vez, no era necesaria porque el prófugo ya estaba detenido. Estaban escuchando las conversaciones de un presunto encubridor de un prófugo que ya había aparecido y estaba en manos de la justicia? Sí, así era, con orden judicial y todo. Muchos procesalistas del “verdadero derecho procesal penal” dirían que estaban a la pesca. Lo que le agrega el “derecho procesal penal vergonzante” es que no se sale sólo con una caña al río abierto en busca de actividades delictivas; se va a buscar charlas de la esfera privada para darle correlato a estos personajes como epicentros del mal. Entonces fue que se expusieron públicamente un sinnúmero de diálogos en las voces de Parrilli y Fernández que demostraban que la presidenta saliente trataba con simpleza de “pelotudo” a su antiguo jefe de inteligencia y colega, que no habla como dama o que es machirula, lo que sea para demostrar que es “mala”, “muy mala” (pecado mortal para una mujer), ya que en una charla privada con su amigo tilda de “gorda hija de puta” a otra política o dice que algunos deben “suturarse” las partes traseras, o que ambos conversaban cotidianamente sobre política (¿¡cómo se les ocurre si ya se fueron y no deben volver a ejercer un cargo público!?), que
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hablaban en confianza de otras personas de la política (¡no se habla por teléfono de gente que no está presente!). Todo esto sucedió en partes y durante varios meses, durante los cuales el “derecho procesal penal vergonzante” estuvo abierto de par en par y nadie lo paraba. ¿Y el prófugo? Estaba detenido. ¿Y el acusado Parrilli? Hablaba bastante por teléfono con quien había sido su jefa. ¿Algo sobre el encubrimiento? Nada. ¿Y Cristina Fernández de Kirchner? Nada, pero sí escuchamos muchas conversaciones suyas de neto carácter privado gracias a esta flexible herramienta procesal. Para terminar este caso, debemos recordar la historia sobre el traspaso de manos de la oficina de escuchas que se relató en el Capítulo 2: todo este caso se dio a partir de que la Corte Suprema se hizo cargo de las “pinchaduras” mediante la DAJUDECO.
2. otro caso sobre escuchas: santiago y sergio maldonado Otro caso interesante para analizar es el del joven Santiago Maldonado que el día 1ro. de agosto de 2017 participaba de la manifestación de una comunidad indígena localizada en Cushamen, provincia de Chubut. Lo que sabemos es que existió un violento desalojo ejecutado principalmente por agentes de la Gendarmería Nacional bajo el mando de la ministra Patricia Bullrich y que esa misma jornada la desaparición de Santiago fue advertida por sus compañeros mapuches y denunciada. Lamentablemente, su cuerpo sin vida fue hallado el 17 de octubre de ese año, a pocos metros de la zona en la que había sido visto por última vez. Hay muchos detalles que no podremos abordar en este relato, pero no es posible soslayar que, con expresiones de políticos oficialistas y la reproducción propiciada de muchos ámbitos de mass media, se quiso y se supo exponer una mala
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imagen de este joven, principalmente porque acompañaba las manifestaciones de un pueblo que viene sufriendo desigualdades desde hace unos cinco siglos y pretende el reconocimiento de derechos sobre tierras que les pertenecen pero que son muy bellas para que dejen se der zonas de veraneo. Y aquí el “derecho procesal penal vergonzante” entra a jugar. ¿A quién se podría escuchar si Santiago ya no estaba? A su familia. Se puso en marcha la herramienta procesal contra Sergio Maldonado, hermano de Santiago. ¿Estaba sospechado de la muerte? No. ¿Sabía y ocultaba algo de esa muerte? Tampoco. Había que buscar materia humana para dejarlo expuesto como a esos seres “despreciables” que Santiago buscaba defender: “todos mentirosos y violentos”. Así llegaron las conversaciones privadas de Sergio Maldonado a los grandes medios de comunicación de siempre, gracias al “derecho procesal penal vergonzante”. Esto también sucedió en tiempos de la nueva oficina de escuchas de la Corte Suprema dispuesta por decreto de Macri. ¿Otra vez filtraciones? Sí, lamentablemente el “derecho procesal penal vergonzante” no repara en si estamos ante la víctima de la violencia estatal o de su familia. La orden judicial para escuchar a Sergio Maldonado existió: lo raro –o no– es que el juez no decidió tomarle declaración testimonial, con el obligatorio juramento de decir verdad que impone la ley, sino que prefirió escucharlo de este llamativo modo. Hubo una posterior declaración de nulidad de esa intervención telefónica por parte de otro juez que asumió luego la investigación. Sin embargo, un fallo posterior dejó sin efecto dicha nulidad, que todavía debe decidir definitivamente la Corte Suprema, de la que formalmente aún depende la DAJUDECO, dirección de donde salen esas charlas de las que se vale el “derecho procesal penal vergonzante”. El mismo derecho procesal penal que aún no pudo endilgar responsabilidad alguna por la muerte de Santiago.
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3. sobre el encarcelamiento de opositores: un poco más de la “doctrina irurzun” Corría 2017 cuando, en el marco del expediente identificado como “Larregina, Miguel A. y otros s/ detención”, por mayoría, la Sala 2 de la Cámara Criminal y Correccional Federal revocó la decisión que había permitido al por entonces diputado nacional Julio De Vido permanecer en libertad durante la tramitación de un proceso seguido en su contra y ordenó su detención, previo desafuero. En primer lugar, el juez Irurzun consideró que la libertad del imputado era un obstáculo al desarrollo de la investigación. Teniendo en cuenta que la pesquisa estaba referida a presuntos actos de corrupción complejos, que habrían sido desarrollados con la intervención de funcionarios de diversas áreas del Estado y al amparo de su estructura, se interpretó que para examinar los riesgos procesales, el análisis no debía limitarse al arraigo o a la manera en que los involucrados se comportaban formalmente en el proceso penal. El riesgo procesal, entonces, se midió esta vez por los presuntos “lazos funcionales tejidos al amparo del acuerdo criminal” que dogmáticamente se afirmó, continuaban vigentes y podían estar siendo utilizados en perjuicio de la investigación penal. Más aún, curiosamente, se utilizaron como pauta para evaluar el riesgo procesal, los términos de la acusación, circunstancias ni siquiera corroboradas habida cuenta del momento procesal. Por ello, se indicó del siguiente modo: “A esta altura, y siempre en el plano presuntivo, no resulta factible distanciar a De Vido del escenario aquí reseñado en tanto ha sido sindicado por el señor fiscal […] como portador de un rol preponderante en los hechos concretos aquí investigados”. Así, a pesar de que según ha destacado –entre muchos otros– el informe 86/09 de la Comisión Interamericana de
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Derechos Humanos, el riesgo procesal de fuga o de frustración de la investigación debe estar fundado en circunstancias objetivas, la idea de que los ex funcionarios investigados por supuestos hechos de corrupción conservan un poder residual que les permitiría fugarse y/o entorpecerla se afirmó sin fundamento objetivo alguno. Parafraseando a Danilo Zolo, bien podría afirmarse que este es un ejemplo más de la “justicia de los vencedores”. Históricamente, la prisión preventiva funcionó como mecanismo legitimador del poder punitivo aplicado a los más vulnerables. De un tiempo a esta parte, además, se le encontró una nueva utilidad: aplicarla a los vencidos. Disciplinar a través del derecho penal no es nuevo y esto quizás sea lo que ha llevado a Zaffaroni a afirmar que la prisión preventiva es “la cuadratura del círculo”. Y si bien es cierto que, en algún punto, nos hallamos ante un problema irresoluble porque no hay duda de que, ante hechos delictivos particularmente graves y con abundante prueba, la imposibilidad de juzgamiento y condena firme en lo inmediato no dejará más alternativa que recurrir a la prisión preventiva, no hay que dejar de reconocer que se trata de un supuesto excepcional de pena anticipada. El resto de los casos –la inmensa mayoría–, en cambio, encuentran solución en la teoría. Sólo haría falta que los jueces recurrieran a ella, sin temor, sin presiones de ningún tipo y con la única convicción de entender al derecho penal como límite al poder punitivo estatal.
4. el memorándum con irán (o como criminalizar al congreso) ¡El pobre Montesquieu se nos muere de nuevo si resucita en la Argentina! Es que el hombre por 1700 propuso muy segu-
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ro la división de poderes en Poder Judicial, Poder Ejecutivo y Poder Legislativo, con un sistema de control entre los tres pero siempre respetando las facultades del otro cuerpo. En la Argentina reciente esto quedó en los libros y el Poder Judicial fue directo a criminalizar una decisión votada por el Congreso. El Memorándum con Irán fue un acuerdo firmado por la Argentina y ese país mediante el cual se buscaba avanzar con la investigación del caso del atentado a la AMIA, impune desde su perpetración. Se trató de un acuerdo de entendimiento votado y aprobado por el Congreso de la Nación, aunque nunca entró en vigencia porque fue declarado inconstitucional por la Cámara Federal de Casación Penal. Pese a haberse votado en el Congreso (es decir, haber sido aprobado por ley por los mecanismos constitucionales vigentes) y de no haber entrado nunca en vigencia, todo el proceso que involucró la firma del acuerdo fue considerado delito. En concreto, el 14 de enero de 2015, el fiscal Alberto Nisman denunció a Cristina Fernández de Kirchner y al ex canciller Héctor Timerman, entre otros, ante el juez que investigaba la causa de encubrimiento al atantado a la AMIA. La denuncia que formuló el fiscal Pollicita en el requerimiento de instrucción –luego de la muerte de Nisman y de que la Cámara Federal definiera la competencia– se basó en que las altas autoridades del Poder Ejecutivo (la entonces presidenta y el canciller Timerman) “habrían desarrollado acciones con entidad para liberar de responsabilidad a los iraníes identificados como responsables de la voladura de la AMIA y para que estos puedan extraerse de la acción de la justicia”. La maniobra se habría realizado con la ayuda de otras personas de ese arco político y se habría instrumentado mediante el memorándum. Con ese objetivo los imputados: 1) habrían intentado crear un órgano denominado “Comisión de la Verdad”, con facultades para asumir funcio-
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nes de carácter estrictamente judicial en reemplazo del juez y el fiscal natural de la causa y 2) levantar las alertas rojas correspondientes al pedido de captura de cinco de los imputados de la causa AMIA. Así, el fiscal les atribuía los delitos de traición a la patria y encubrimiento o entorpecimiento de la investigación. El juez Rafecas se encontró con este embrollo y decidió desestimar el requerimiento entendiendo que ni siquiera había que analizar si hubo o no delito porque el memorándum nunca entró en vigencia, de modo que nunca se creó la “Comisión de Verdad” cuestionada. Es como si se acusara a alguien de quemar el pollo para la cena cuando alguien decidió apagar el horno antes de comenzar la cocción. Con respecto a la baja de las alertas rojas, no sólo no había elementos para verificar la tentativa de cometer ese acto, sino que no era algo que estuviera al alcance de la entonces presidenta o del canciller: Interpol es un organismo internacional muy complejo que no responde a lo que digan las autoridades argentinas. La decisión del juez Rafecas fue confirmada por la Cámara Federal, pero luego revocada por la Cámara de Casación, que reabrió el caso. Es decir que, tras haber sido desestimada en doble instancia, se dio un nuevo impulso a la denuncia, sin embargo, de investigación, nada. Cualquiera llamaría a Interpol para preguntar si alguien solicitó bajar las alertas rojas sin embargo, nadie llamó a declarar a Ronald Noble, quien era el titular de Interpol al momento de la firma del memorándum. Esto se volvió realmente pesado cuando, sin motivos para sostener la prisión preventiva (recordemos: peligro de fuga o entorpecimiento de la investigación), el juez Bonadio le negó la excarcelación a Timerman, quien atravesaba un cáncer avanzado y requería tratamientos diarios. La fiscalía apoyó el pedido de Timerman de salir del país para probar un tratamiento que podría ayudarlo con su enfermedad, pero
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Bonadio lo rechazó. Timmerman falleció en su residencia acusado por esta causa.
5. la causa “dólar futuro”. el poder ejecutivo como responsable de todo y más La causa se inició el 30 de octubre de 2015 por denuncia del diputado Mario Negri y el senador Federico Pinedo por el delito de administración fraudulenta. Consistió en que el Banco Central habría dispuesto la venta de dólares por un precio inferior al del mercado de Nueva York para ventas a futuro, posibilitando que el inversor comprara en el mercado nacional para luego ir al mercado de Nueva York y así obtener una ganancia especulativa. Buena o mala, se trata de una decisión de política monetaria del Banco Central. ¡No todo puede ser delito! El mismo juez Bonadio reconoció en el procesamiento la legitimidad del Banco Central para intervenir en la estabilidad monetaria del país; dijo: “Es sabido que los bancos centrales nacionales desempeñan un papel importante en los mercados de divisas; tratan de controlar la oferta monetaria, la inflación, y los tipos de interés y con frecuencia tienen tasas oficiales o no oficiales de cambio y pueden utilizar sus a menudo sustanciales reservas de divisas para estabilizar el mercado”. Y continuó: “Se puede afirmar con ello que la operatoria del dólar futuro es un mecanismo legítimo del cual puede valerse el BCRA para el logro de uno de sus fines, esto es, promover la estabilidad monetaria y/o cambiaria”. No obstante, después explica que las operaciones deben hacerse a “precio de mercado” y que “justamente eso es lo que no se hizo”, lo que justificaría la imputación penal. ¿Quién se sienta en el banquillo de los acusados? Bonadio apuntó a Cristina Fernández de Kirchner entendiendo que
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“es impensable que una operación financiera de esta magnitud, en la cual en menos de 45 días hábiles se abrieron posiciones del BCRA de USD 5.000 millones a USD 17.000 millones (de dólares), que tendría claros efectos económicos y políticos en un futuro inmediato, sea desarrollada sin la aprobación expresa del más alto nivel de decisión económico y político del Poder Ejecutivo Nacional”. ¿Cómo justificar jurídicamente que una decisión que no pasó por la entonces presidenta le pueda ser imputada? Bonadio usó una teoría creada por el catedrático alemán Klaus Roxin, que permite imputar delitos a personas que ocupan los escalones más altos en el dominio de una estructura organizada de poder aún si no los cometieron directamente. Esta es una herramienta jurídica muy sensible y que puede ser peligrosa porque extiende el poder punitivo y lo desliga de la comisión del hecho (“derecho penal de acto”). Por eso, hasta el propio Roxin expresa que esta teoría es de uso exclusivo para delitos de lesa humanidad o de criminalidad organizada como los ocurridos en la Alemania nazi. Parece que en Comodoro Py se saltearon esa parte del texto. ¿Qué pasó con quienes compraban dólar futuro? En eso se vio la posibilidad del juez de decir cosas diferentes según el “cliente”. A finales de 2016 el entonces vicejefe de gabinete Mario Quintana, el entonces secretario de Coordinación de Políticas Públicas Gustavo Lopetegui y otros funcionarios del gobierno de Mauricio Macri fueron también denunciados por la causa “dólar futuro”. Sin embargo, en este caso, Bonadio declaró la “inexistencia de delito” con el argumento de que “no puede reprobarse penalmente la conducta de los compradores futuros de dólar frente a tan atractiva oferta llevada a cabo por el Banco Central”. Los beneficiarios por la compra del dólar futuro fueron sobreseídos en junio de 2018. Entre los compradores se encontraba Luis Caputo, más tarde presidente del Banco Central y del que hace tiempo no se sabe nada.
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BIBLIOGRAFÍA Y ALGUNAS SUGERENCIAS PARA SABER UN POCO MÁS
Para profundizar en la comprensión sobre de qué se trata el Derecho Penal, es fundamental leer la obra de Eugenio Raúl Zaffaroni Derecho Penal –Parte General (Ediar, Buenos Aires, 2002). Si, en cambio, se dispone de menos tiempo para la lectura, pueden consultarse los suplementos de Página/12 de “La Cuestión Criminal” para un repaso de la historia completa de la criminología con encantadores dibujos de Rep. Si se quiere saber más acerca de los pensadores que fueron citados, léase Gobernar a través del delito, de Jonathan Simon (Gedisa, Barcelona, 2012) y Demonios populares y ”pánicos morales”, de Stanley Cohen (Gedisa, Barcelona, 2017). Sobre las redes sociales en Argentina: se puede leer Revista Anfibia en http://revistaanfibia.com/ensayo/vivir-en-las-redes/. Sobre el Tribunal Ético puede consultar: https://www.eldestapeweb.com/nota/ el-tribunal-etico-de-juzgamiento-del-lawfare--202011717500. Por el Memorándum con Irán, léase la nota: https://www. pagina12.com.ar/diario/elpais/1-263986-2015-01-15.html. Para entender mejor el caso Nisman, se puede consultar resolución del juez Rafecas, disponible en: https://www.cij. gov.ar/nota-14965-El-juez-Rafecas-desestim--la-denunciapresentada-por-el-fiscal-Nisman.html. Sobre este caso en particular también hay libros, pero le recomendamos especialmente la serie de Netflix El fiscal, la presidenta y el espía, de Justin Webster. También se pueden leer presentaciones del CELS acerca de las escuchas de Sergio Maldonado en:
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https://www.cels.org.ar/web/2018/06/caso-maldonadopedimos-que-se-confirme-la-nulidad-de-las-escuchas-yse-investiguen-las-filtraciones/; Por supuesto, también la página de Santiago Maldonado: http://www.santiagomaldonado.com/archivo-de-noticias/. Sobre la causa “dólar futuro”, el procesamiento está disponible en: https://www.cij.gov.ar/nota-21450-El-juez-Bonadio-proces--a-Cristina-Kirchner-en-la-causa-por-el-dlar-futuro.html (especialmente en las paginas 46 y 199). Sobre la estructura de los aparatos organizados de poder, recomendamos la obra de Roxin, Derecho Penal. Parte General, T. II (para abordar lo analizado se puede consultar directamente la página 121). Sobre espías, recomendamos la página web del ICCSI (Iniciativa Ciudadana para el Control de los Servicios de Inteligencia), que refleja todas las propuestas y discusiones tendientes a construir una agenda democrática en torno a los servicios de inteligencia: https://www.iccsi.com.ar/. Como recursos audiovisuales, hay muchas películas buenas sobre la temática. Una joya es La vida de los otros, de 2006, ambientada en Alemania, que trata sobre la vigilancia de la policía secreta (Stasi) a los intelectuales de la época. Otras buenas son Kingsman: Servicio secreto (2015), de Mathew Vaughn, y La espía roja (2019), de Trevor Nunn. Si le interesan las películas de espías, puede consultar en el siguiente catálogo: http://www.sensacine.com/peliculas/mejores/ nota-espectadores/genero-13022/. También hay muchas series, de las que recomendamos The Americans, Borgen y El espía. Otras notas periodísticas que se pueden consultar son: sobre la privatización de ENTEL, http://www.laizquierdadiario.com/Privatizacion-de-Entel-historia-balance-ylecciones, http://www.enorsai.com.ar/politica/10693-historico--maria-julia-condenada-por-la-privatizacion-de-
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entel.html; sobre las filtraciones de escuchas telefónicas privadas en tiempos macristas, https://www.pagina12. com.ar/103358-la-corte-pidio-investigar-las-filtraciones, https://www.infonews.com/politica/majul-problemas-ladifusion-escuchas-cristina-y-parrilli-n270538, https://www. cij.gov.ar/nota-29618-La-Corte-Suprema-pide-que-se-investiguen-las-filtraciones-de-escuchas-telef-nicas, html; https://www.ambito.com/edicion-impresa/corte-suprema/ corte-murmura-culpa-filtraciones-escuchas-la-afi-y-jueces-federales-n5035574, https://www.perfil.com/noticias/ politica/aseguran-que-ya-no-quedan-espias-a-cargo-delas-escuchas.phtml, http://www.laizquierdadiario.com/Unano-de-mentiras-de-Clarin-y-La-Nacion-sobre-SantiagoMaldonado. https://realpolitik.com.ar/nota/29432/caso_ maldonado_hubo_una_filtracion_de_audios_muy_selectiva_funcional_a_la_teoria_del_gobierno/. En cuanto a literatura vinculada con el tema, recomendamos El proceso, de Franz Kafka o el cuento corto “Ante la ley”, del mismo autor. En ese mismo sentido, se puede visitar el blog http://nohuboderecho.blogspot.com/. También recomendamos el artículo periodístico de Eugenio Raúl Zaffaroni, publicado por el diario Página 12 el 21 de enero de 2018, “¿Explicamos lo inexplicable?”. Una lista para que nunca se acaben las ideas.
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PRIMER POSTFACIO Eli Gómez Alcorta*
Este Manual de pasos básicos para demoler el derecho penal que nos proponen los autores requiere, aunque usted ya haya terminado de leer el libro, situarlo en estas geografías. Ya se explicó que el abuso del derecho penal como mecanismo de gobernabilidad se expande en América Latina y que en Argentina, no sólo se hizo uso de él, sino que se abusó del abuso. Para situar este manual y este mecanismo, necesitamos hacer un poco de historia del poder judicial vergonzante. Mientras el plan sistemático de represión ilegal era llevado adelante por la última dictadura cívico-militar en nuestro país, mientras se desaparecían, secuestraban, torturaban, asesinaban personas y apropiaban bebes y niños, los familiares de aquellas víctimas y los organismos de derechos humanos intentaron buscar una respuesta en el Poder Judicial. Familiares, madres y abuelas de las víctimas no sólo recorrieron a despachos gubernamentales, dependencias militares, iglesias, hospitales, casas cuna, hogares para niños, sino que en la mayoría de los casos se recurrió a juzgados a lo largo y a lo ancho del país. Muestra de ello es que entre 1976 y 1983 se presentaron 8.335 habeas corpus, bajo la imperiosa búsqueda
* Abogada de Derechos Humanos, Docente de la UBA y feminista.
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de conocer el paradero de miles de personas que se encontraban desaparecidas por el accionar del Estado terrorista. Aquellos recursos, salvo escasas excepciones, fueron rechazados, incluso en ocasiones con condenas de costas. En ese sentido, lejos de que los operadores judiciales cumplieran con el deber de investigar el destino de las personas que se encontraban detenidas-desaparecidas, avalaron y reprodujeron la metodología del plan sistemático de represión ilegal y ocuparon un lugar vital para sostenerlo. Lo cierto es que durante la dictadura cívico-militar, el accionar de los miembros del Poder Judicial y del Ministerio Público fue más allá de la simple obstaculización del acceso a la justicia vinculado con estos crímenes, oscilando entre la “complicidad militante” y la “complacencia banal”2. El gobierno de facto no vio en el Poder Judicial un obstáculo para llevar adelante los hechos criminales más graves de nuestra historia reciente. Pasaban apenas diez años de haber recuperado la democracia, corría 1994 cuando la Argentina fue sacudida por el atentado a la sede de la AMIA/DAIA, el más grande de nuestra historia. Para esa época, el edificio emblemático de Comodoro Py empezaba a poblarse de magistradxs y funcionarixs. En uno de sus despachos un juez arregló pagar 400 mil dólares a un imputado de ese atentado para que mintiera y desviara la investigación judicial. Había que torcer la pesquisa que se dirigía a un amigo del entonces del presidente de la Nación, para eso los amigos de la Policía Federal eran fundamentales, y la SIDE usaría los fondos reservados para pagar una versión falsa de los hechos, que llevaría a muchos años de cárcel a varios policías non sanctos, pero no involucrados en ese hecho. Esa maniobra delictiva y mafiosa en la que intervinieron máximas autoridades del Poder Ejecutivo, de la Policía Federal, de la Agencia de Inteligencia, del Poder Judicial y
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del Ministerio Público Fiscal –que incluyó secuestros de personas, aplicación de tortura, persecución a testigos, coimas, visitas de camaristas a la cárcel, intervenciones oficiosas de genocidas por esas épocas usuarios de una abyecta impunidad, entre otras sucedía en el marco de una causa judicial en plena vida democrática. En esos mismos pasillos que recorrieron en ese entonces las víctimas y familiares de ese atentado, el Poder Judicial, el poder político y la agencia de inteligencia estatal, entre otros, tramaban otra de las páginas oscuras del “poder judicial vergonzante”. Al día de hoy, no se sabe cómo sucedió aquel atentado ni quiénes son sus responsables. La impunidad es una herida abierta. Este Manual de pasos básicos para demoler el derecho penal, que nos cuenta los mecanismos que se utilizan para descuartizar al derecho penal, destruir el derecho procesal penal para convertir las causas penales en estrategias de gobernabilidad, nos enseña que todos esos mecanismos se usaron en distintas épocas, de distintos modos, por distintos agentes judiciales, de la mano de otros actores sociales y políticos, contra distintas personas; quizás lo que tiene de particular esta época es la enorme sincronización y precisión de esta maquinaria con una finalidad política tan marcada. Por ejemplo, el “derecho penal vergonzante” siempre es el que se utiliza para criminalizar a los pueblos indígenas, a sus líderes y lideresas, criminalizando la protesta social y el ejercicio de sus derechos con el desplazamiento del conflicto social al ámbito judicial con un sentido fuertemente desarticulador de la lucha comunitaria, individualizador de la acción colectiva y, por lo mismo, despolitizante. El derecho penal y procesal penal vergonzante es y ha sido moneda corriente, no sólo en Comodoro Py, sino a lo largo y ancho de nuestro país. El verdadero “derecho penal” tiene como función esencial la contención del poder puniti-
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vo irracional y, como sabemos, está en las manos de los operadores judiciales. Sólo puede existir un “derecho penal y procesal penal vergonzante” de la mano de un Poder Judicial que también lo sea. Este manual presenta una advertencia hacia el futuro, la retomo aquí: cualquier proyecto político que pretenda sostener y construir mayores niveles de democratización y justicia social, necesariamente, deberá asumir el compromiso de construir nuevos esquemas de administración de justicia con legitimidad social y democrática, como una deuda del pensamiento crítico y de la práctica política emancipadora. Es fundamental que nos animemos a imaginar nuevos modos de relación entre el Poder Judicial y la democracia, preguntándonos cuál debe ser la intervención del pueblo en la administración de justicia y qué formas de participación ciudadana pueden incorporarse; a qué tipo de control y deber de rendición de cuentas deben someterse lxs magistradxs para garantizar la transparencia y efectividad de sus acciones; cuál es el mejor modo de selección y destitución de lxs juecxs y fiscalxs en una democracia –incluyendo la posibilidad de que sea por el voto popular ; cuál debiera ser la duración de los cargos; qué mecanismos institucionales deben regular los procesos de toma de las decisiones judiciales; cómo construir escenarios de autonomía relativa sin depender de privilegios injustificados e inconducentes; cómo prevenir las prácticas corporativas y cómo acercar el ejercicio del poder judicial a un servicio público democrático, entre otras tantas cuestiones. En la constitución y estructuración del Poder Judicial, como en las prácticas judiciales que de ellas se derivan, se pone en tensión hoy más que nunca la disputa entre una democracia formal y una sustantiva. Y en este sentido, la permanencia de las agencias judiciales tal como se encuentran concebidas en la actualidad nos asegura la vida en una democracia de muy baja intensidad. 158 | EUGENIO RAÚL ZAFFARONI, CRISTINA CAAMAÑO Y VALERIA VEGH WEIS
SEGUNDO POSTFACIO Atilio Boron*
Al terminar de leer este libro la sensación que me embarga es la de haber realizado un viaje por un territorio nefasto y amenazante, cuyas dimensiones y accidentes topográficos conocía apenas de modo rudimentario. Pero pienso en otra metáfora, tal vez más feliz que la anterior pero igualmente didáctica. Yo conocía las maravillosas obras atesoradas en el Museo del Louvre, y como visitante apremiado por el tiempo cada vez que regresaba a París me encaminaba directamente a deleitar mis sentidos con la contemplación de La Venus de Milo, La Victoria Alada de Samotracia, La Gioconda o La libertad guiando al pueblo, de Delacroix. Pero en una de esas ocasiones tuve la suerte de ir acompañado por un amigo francés, Pierre, un curador que era un profundo conocedor no sólo de la historia del arte sino de todos los recovecos de aquel inmenso museo, y la explicción que me dio fue fascinante, casi una revelación. No sólo de cada una de las obras arriba mencionadas sino de muchas otras y de los detalles arquitectónicos de ese edificio, la exquisita iluminación de cada uno de los objetos allí guardados, los cuidados a los que se ven sometidos, los trabajos en los inmensos subterráneos del palacio en donde un anónimo ejército de pintores, escultores y expertos de todo
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Investigador Superior del CONICET.
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tipo hacen posible que, siglos después de su creación, sigamos disfrutando de aquellas obras. Recuerdo como si fuera hoy que cuando salí del Louvre después de tan singular visita yo no podía articular palabra. Abandonamos el museo sin intercambiar palabras, quedé abrumado por la riqueza fenomenal que había podido contemplar por primera vez en toda su magnitud gracias a mi providencial guía. Pierre respetó mi silencio y como un par de zombis nos encaminamos hacia la Rue de Rivoli a buscar un bar donde descansar de la larguísima caminata por el interior del museo y procesar todo lo que habíamos visto. Tropezamos con el Café Marly y recién cuando pudimos sentarnos en una de las minúsculas mesitas dispuestas en el trottoir recuperé el habla y pude comenzar a ordenar en mi cabeza el caos de sensaciones, ametrallando a Pierre con una retahíla interminable de preguntas e indagaciones cada vez más específicas sobre La Gioconda, el cuadro de Delacroix y lo que habíamos visto pocos minutos antes. Cuento esta anécdota porque algo similar me ha ocurrido con la lectura de este magnífico libro. Como politólogo era consciente que en los últimos quince o veinte años había hecho su aparición en América Latina un fenómeno novedoso y aberrante, una nueva patología política que se añadía a las tantas que plagaron nuestra historia: el lawfare. Los indicios eran incuestionables y, además, a medida que pasaba el tiempo, esa aviesa manipulación del derecho para servir a espurios intereses se tornaba cada vez más frecuente. Igualmente irrefutable era la génesis de la enfermedad: el cambio en la estrategia y la táctica de la Casa Blanca para recuperar su total control de los países al Sur del Río Bravo desestabilizando o tumbando gobiernos que no estaban dispuestos a someterse a sus mandatos. Si hasta la Guerra de las Malvinas Washington confiaba enteramente en la eficacia de las fuerzas armadas para derrocar gobier-
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nos desafectos, a partir de la traumática experiencia de esa guerra hubo un giro radical. Las atrocidades cometidas por las dictaduras patrocinadas por Estados Unidos desataron un generalizado repudio y un creciente sentimiento antiestadounidense que, con la elección de Chávez, adquirió para la Casa Blanca preocupantes proporciones. Para colmo, el cambio que tuvo lugar en Venezuela volteó la primera ficha de un virtuoso “efecto dominó”. Al venezolano le siguieron los triunfos electorales de Lula, Kirchner, Tabaré Vázquez, Evo, Zelaya, Correa, Cristina, Lugo, y esta amenazante secuencia convenció a los estrategas “usamericanos” de la necesidad de pergeñar caminos alternativos, menos truculentos y sobre todo menos visibles para lograr lo que antes se conseguía apelando al golpe militar. A tono con la nueva estrategia, el fallido golpe de Estado en contra de Hugo Chávez en 2002 estuvo rodeado de una parafernalia leguleya tendiente disimular la existencia de una flagrante violación del orden constitucional. El Tribunal Supremo de Justicia produjo una acordada negando la existencia de un golpe de Estado y reconociendo que lo que se había producido era un curioso “vacío de poder” (ya que Chávez se habría desentendido del ejercicio de sus funciones), y que el nuevo presidente, Pedro Carmona Estanga, había patrióticamente contribuido a poner fin a tan peligrosa situación. Lo mismo ocurriría luego con las fracasadas tentativas de derrocar a Evo en 2008 (con partición de Bolivia incluida) y a Correa en septiembre de 2010. Pero los imperialistas no cejaban en sus esfuerzos y se anotarían varios triunfos: destituciones “institucionales” (léase: “golpes blandos”) de Mel Zelaya en 2009, de Fernando Lugo en 2012 y de Dilma Rousseff en 2016. El cuadro sociopolítico sudamericano cambia velozmente, agravado por la derrota del kirchnerismo en las elecciones presidenciales de 2015 (lo que otorgó renovados bríos a la embestida en
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contra de Dilma) y, en nuestros días, la absurda derrota del Frente Amplio en Uruguay ante una coalición reaccionaria en donde junto a los decrépitos partidos tradicionales sumó fuerzas un partido de nostálgicos de la dictadura y de la época de las torturas. Los triunfos de Andrés Manuel López Obrador en México y de Alberto Fernández en la Argentina son signos alentadores, pero deben enfrentarse a inéditos y formidables desafíos como la fatal combinación de la pandemia y la profunda crisis económica que afecta a casi todas las economías del mundo, sumadas a la ilegitima deuda externa. Más recientemente el “golpe clásico” protagonizado por una minoría racista y neocolonial contra Evo Morales en Bolivia demuestra que Washington no se aferra a ningún dogma y que si los mecanismos institucionales no le permiten fraguar una farsa de “juicio político” o manipular los resultados electorales están dispuestos a introducir en la escena política los aparatos represivos (que Estados Unidos adiestra, financia y arma) para derrocar a un presidente legítimo. O inclusive incurrir en una flagrante violación de la legalidad internacional y designar a un monigote como Juan Guaidó como “presidente encargado” de la República Bolivariana de Venezuela, con el infame acompañamiento de la Unión Europea. El derrumbe de los gobiernos de Zelaya, Lugo y Rousseff, unido a la pertinaz persecución jurídica en contra de Cristina Fernández de Kirchner y la plana mayor de sus colaboradores hizo evidente que aquello que a inicios de siglo aparecía como un ataque puntual (limitado a ciertos personajes públicos y líderes populares) y que sólo violaba o tergiversaba alguna normativa jurídica específica no tardó en constituirse en un embestida sistemática al Estado de Derecho. Un embate, como se demuestra en este notable libro, en toda la línea aplicable a los adversarios políticos del macrismo y en donde iban cayendo, una tras otra, las piezas del edifi-
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cio constitucional de la Argentina que tendría por víctimas no sólo a la oposición política sino a todos los habitantes de este país. La prolija enumeración que se realiza de ese proceso en esta obra corre de golpe el raído telón de la justicia, otrora embellecido con los virtuosos símbolos republicanos, y exhibe ante los atónitos ojos de la ciudadanía un conjunto de personas que se dedican con refinada perversidad a destruir uno a uno los pilares del debido proceso para satisfacer inconfesables designios y turbios intereses delincuenciales. Confieso que cuando los autores me solicitaron que escribieran este postfacio y leí el título del libro, Manual de pasos básicos para demoler el derecho penal, mi primera reacción fue pensar que el título era una desafortunada hipérbole. Me entregué a su lectura con ciertas reservas, en buena medida porque pensé que a pesar de la desmesura del título la estatura intelectual de sus autores garantizaba que leería un texto riguroso y sobrio, exento del exagero de su título. Y mis expectativas fueron satisfechas con creces porque a medida que me internaba en el interminable laberinto de alevosías jurídicas mi asombro ante la perversidad de sus inspiradores y ejecutores no cesaba de crecer. Súbitamente, como en aquella visita al Louvre, llegué a ver cosas que ni siquiera mi más afiebrada alucinación podía imaginar. Sabía de la crisis del Estado de Derecho en la Argentina, y por eso del lawfare, pero jamás pensé que llegarían a los extremos de que se documentan en este libro. Me persuadí de la gravedad del asunto cuando desde hace unos años los principales editorialistas de Clarín y La Nación (y tras de ellos toda la ristra de pseudoperiodistas que envenenan a nuestra sociedad desde sus tentáculos radiofónicos y televisivos) arreciaron en su ataque al concepto. Elemental Watson: si ellos atacan debe ser cierto; si dicen que no existe, debe tener una existencia aplastante. Cuando se burlaban de quienes apelaban a ese concepto para describir las irritantes vejaciones cometidas en nombre de la
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Justicia, así con mayúsculas; cuando decían que tal cosa no existía, que quienes apelaban a ese vocablo eran cómplices de delincuentes que merecían estar en la cárcel y que si estaban allí era porque fiscales y jueces probos, con la ley y los códigos en la mano, dictaminaron, más allá de toda duda razonable, su culpabilidad; cuando argumentaban con sus sofismas, falacias y un sórdido torrente de fake news en contra de la existencia del lawfare, caí en la cuenta que la cosa existía, era real, y merecía ser estudiada en detalle. No tuve ocasión de hacerlo, hasta ahora que pude leer el libro que estamos comentando. En este escrito se desentraña ese proceso de putrefacción que afecta principalmente –pero no sólo– a la Justicia Federal. Y lo hace con una argumentación sobria y contundente, porque tanto la índole como la cantidad de violaciones al Estado de Derecho expuestas ahorran miles de palabras. El derecho desfigurado para producir la muerte civil de los enemigos del imperio y del neoliberalismo. Si antes los militares los desaparecían físicamente, ahora los oficiantes del lawfare los desaparecen jurídicamente. Lula no pudo ser candidato a presidente en una elección que hubiera ganado con facilidad. Rafael Correa está proscripto y pesa sobre él una condena de ocho años por corrupción a quien fuera, probablemente, el mejor presidente del Ecuador en más de un siglo y una de las personas más honestas que he conocido en mi vida. Evo Morales también se encuentra proscripto luego de que su hogar fuera asaltado, saqueado e incendiado por las hordas fascistas azuzadas desde Washington por Trump y Mike “Vito Genovese” Pompeo. Evo, ¡acusado de “terrorista” nada menos! En Paraguay, una cláusula legal redactada ad hominen impide que Fernando Lugo sea candidato y una argucia legal similar a esa también impidió en el pasado que lo hiciera Mel Zelaya en Honduras. En la Argentina, la actual vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner viene siendo aco-
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sada por una infinidad de querellas con el sólo objetivo de sacarla definitivamente del terreno electoral.2 Nada menos que esto es lo que se demuestra con la fría precisión de un cirujano a lo largo del libro. Su lectura atrapará al lector, como lo hizo conmigo, porque es un verdadero thriller literario en donde en cada página se ilustra una nueva violación del Estado de Derecho. Por empezar, la liquidación de la presunción de inocencia, base del derecho penal moderno a diferencia de la inquisición medieval, donde la persona imputada debía probar su inocencia y mientras tanto se lo mandaba a prisión. Hemos vuelto a ese derecho bárbaro, como decía José Martí. Es estremecedor comprobar que “en la Argentina y en toda América Latina, la prisión preventiva se usa mucho, muchísimo, aun cuando no hay riesgo de fuga ni de entorpecimiento de la investigación. Siete de cada diez personas en la Argentina está en prisión preventiva”. Tamaña desvirtuación del aparato judicial tiene que obedecer a causas muy de fondo. ¿Por qué ahora? Porque, como dice Raúl Zaffaroni, “en las últimas décadas el poder supraestatal del capital financiero elevó a la condición de “mal cósmico” la política distributiva de los estados, hasta generar una auténtica idolatría del “falso dios mercado.” Y el “derecho penal vergonzante” tiene por misión propinar un castigo ejemplar a dos categorías de personas: “los estereotipados pobres y los políticos populares”. Sobre estos se descarga una ráfaga interminable de ataques en donde unen fuerzas los artífices del “derecho penal vergonzante”, los oligopolios mediáticos
2 Para acceder a una perspectiva regional de esta patología jurídica remito a la lectura de Lawfare. Guerra judicial y neoliberalismo en América Latina, compilación realizada por Silvina Romano con prólogo de Raúl Zaffaroni y la participación de Arantxa Tirado, Amilcar Salas Oroño, Camila Wollenweider, Javier Calderón Castillo, Bárbara Ester, Ava Gómez Daza y Giordana García Sojo, publicación del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica, disponible en https://www.amazon.com/-/es/Silvina-M-Romanoebook/dp/B082864MMV y en donde se pasa prolija revista a la situación del lawfare” en distintos países de la región.
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y, en algunos casos, los legisladores. Los medios cumplen el papel de acusadores seriales y aplican su enorme influencia manipulando a la opinión pública con su enorme y refinada maquinaria comunicacional, en las que las técnicas de la guerra de quinta generación y los big data se combinan para satanizar a figuras populares que podrían encarnar una alternativa indeseable para las fuerzas del status quo. Figuras que son la encarnación diabólica del mal, de todo lo que está mal, causantes de toda la frustración de lo que podría haber llegado a ser una gran nación y no lo es. Luego, cuando la víctima ya ha sido sometida a un verdadero linchamiento mediático y condenada por la opinión pública, convencida de que es un corrupto o una corrupta (figura que, como se aclara en este libro, no existe como tal en el Código Penal) hace su majestuosa entrada la “Justicia” y emite la sentencia que inhabilita o proscribe a un líder (o una lideresa) popular. Percibiendo claramente las implicaciones psicológicas y psicosociales de esta destrucción de la verdadera justicia, dos estudiosas del tema hablan de la combinación entre el lawfare y el lawfear, o sea, como la ley, en su tergiversación y falseamiento, opera como un instrumento para infundir miedo en los acusados, sus abogados, los propios jueces y fiscales (intimidados por colegas corruptos), los grupos parapoliciales (como en la Bolivia y en Colombia) y la población en general.3 El temor se infunde especialmente entre los empleados públicos, los funcionarios de segunda o tercera línea y la militancia. El mensaje es claro: “la reactivación de prácticas del miedo, de persecución, sumadas al linchamiento mediático” para persuadir a aquellos que tienen la osadía de “meterse en política” y buscan transformar este mundo de que entran en zona de riesgo. Esto refuerza,
3 Ver “¿Lawfare o Lawfear? La guerra judicial y el miedo”, por Silvina Romano y Camila Wollenweider, en https://www.celag.org/lawfare-o-lawfear-la-guerra-judicial-y-el-miedo/.
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según las autoras, “el privatismo civil, que es el correlato individual de la privatización del Estado y lo público” y reivindica la antipolítica, la privatización de la persona, el egoísmo, el rechazo a las estrategias colectivistas, componentes decisivos del conglomerado ideológico que necesita el neoliberalismo para garantizar la estabilidad de su dominación. No es casual que desde hace al menos cuarenta años, desde la Administración Reagan (1981-1989) y la “revolución neoconservadora” que lo instaló en la Casa Blanca, Estados Unidos se haya abocado a la tarea de organizar y financiar una serie de políticas de asesoría sobre cuestiones legales y también de cursos cortos sobre “buenas prácticas” en el ejercicio del derecho, el periodismo y la legislación. No sorprende por lo tanto comprobar que una investigación reciente demuestre el papel crucial jugado por Washington en promover las reformas judiciales adoptadas por numerosos gobiernos de América Latina y el Caribe desde la década de los ochentas4. Tales propuestas integraban el paquete que llegaba junto a las “condicionalidades” exigidas por el Fondo Monetario Internacional y el Banco Mundial en el marco de las políticas de “ajuste estructural” y estabilización propias de la década neoliberal y supuestamente estaban destinadas a combatir la corrupción y la ineficiencia estatales. A causa de esto, los aparatos judiciales (al igual que las universidades) se reorganizaron siguiendo los lineamientos dictados por la Casa Blanca que a tales efectos creó un impresionante conjunto de programas e instituciones diseñadas para instrumentar estas reformas. Tiempo después, la justicia de nuestros países se convirtió, junto con el oligopolizado sistema de medios de comunicación, en un actor clave para deslegitimar a gobiernos,
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Ver “Estados Unidos y la Asistencia Jurídica para América Latina y el Caribe”, por Atilio Boron, Arantxa Tirado, Tamara Lajtman, Aníbal García Fernández y Silvina Romano y disponible en https://www.celag.org/eeuu-y-la-asistencia-juridica-para-america-latina/.
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partidos políticos y liderazgos progresistas. La “judicialización de la política” y su reverso “la politización, o partidización, de la justicia” crearon el actual agujero negro del lawfare que tan siniestro papel ha venido cumpliendo en los últimos tiempos y del cual da magnífica cuenta este libro. Téngase en cuenta que uno de los más prominentes participantes de estos programas de “buenas prácticas” ha sido el juez Sergio Moro, el mismo que condenó a Lula a prisión no por pruebas, que no tenía, sino porque tenía “intimas convicciones” de que Lula había cometido un delito. En la Argentina son varios los jueces y fiscales que asistieron a tales cursos y no es nada casual que el actual embajador de los Estados Unidos en nuestro país desde mayo de 2018, Edward C. Prado, sea un hombre de una extensa carrera en el ámbito de la justicia estadounidense, un ex juez del fuero penal y activo promotor de este tipo de capacitaciones5.
5 El embajador tiene un curriculum vitae excepcional en este terreno. Según informa el sitio web de la embajada de Estados Unidos ejerció como juez de apelación en la Corte de Apelaciones de los Estados Unidos por el Quinto Circuito, con sede en San Antonio, Texas. Durante su mandato fue designado por el presidente de la Corte Suprema de los Estados Unidos para presidir la Comisión Revisora del Fuero Penal, la Comisión Directiva del Centro Judicial Federal, la Comisión de Servicios de Defensoría y la Comisión del Poder Judicial de la Conferencia Judicial de los Estados Unidos. Antes de desempeñarse en el Quinto Circuito, Prado prestó funciones durante diecinueve años como juez de distrito por el Distrito Oeste de Texas. Con anterioridad a ocupar el cargo de juez, prestó servicios como fiscal federal del Distrito Oeste de Texas. Durante su mandato como fiscal federal, fue designado miembro de la Comisión Asesora del Procurador General. También se desempeñó como juez estatal de distrito, defensor público federal adjunto y fiscal de distrito adjunto en Texas. En ejercicio de sus funciones, Prado también participó de múltiples intercambios judiciales internacionales y de reuniones, programas y conferencias académicas sobre diversos temas jurídicos de importancia para el fortalecimiento de normas y sistemas legales en toda América Latina. El juez Prado visitó la Argentina y participó en programas centrados en la práctica legal y en los desafíos comunes que enfrentan tanto los Estados Unidos como la Argentina. En una entrevista que le hicieran poco antes de llegar a la Argentina declaró “Como juez, espero ver a cómo puedo ayudar a la rama judicial. Si existe una oportunidad con mi experiencia, vengo a ayudar. No vengo a decirles qué van a hacer, pero en mis conversaciones con mis amistades judiciales hay cosas que podemos hacer trabajando juntos para mejorar el sistema judicial de la Argentina.” La Nación, 21 de abril de 2019. En https:// www.lanacion.com.ar/politica/edward-prado-el-nuevo-embajador-de-eeuu-en-el-paispodemos-trabajar-juntos-para-mejorar-el-sistema-judicial-argentino-nid2127770.
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Estos cursos de “buenas prácticas” tienen por objeto entrenar a quienes serían los encargados de sacar del juego democrático a políticos adversos y decretar la muerte política de numerosos líderes populares. O, como lo prueba en el sonado caso del fiscal Alberto Nisman, orientar una investigación fundamental sobre una tragedia como el atentado a la AMIA para favorecer los intereses geopolíticos de Estados Unidos, aún a costa de arrasar con el debido proceso y acentuar la deslegitimación de la justicia ante los ojos de la población6. Cursos, en suma, donde se enseña cómo demoler el Estado de Derecho que el paso del tiempo convirtió en un obstáculo insuperable para que la depredación del capitalismo global se realice sin sobresaltos (y no sólo en América Latina y el Caribe, sino en todo el mundo). En el caso de Bolivia, la destrucción del Estado de Derecho, como acota con razón Zaffaroni, ha sido total porque el gobierno golpista de Jeanine Añez no sólo viola las normas y códigos bolivianos sino que hace lo propio con la legalidad internacional. Por ejemplo, al no respetar el derecho de asilo, al violar las garantías que se deben otorgar a las embajadas de terceros países. El capítulo redactado por Cristina Caamaño es un prolijo catálogo de las múltiples formas bajo las cuales se han socavado los principios fundamentales del derecho. Son tantas las transgresiones y los atropellos en los casos tomados en cuenta, que si alguien decidiera extrapolar este número considerando lo ocurrido con muchísimos casos de personas que no son figuras públicas, y además pobres o desampara-
6 Sobre este caso, harto ilustrativo de las maquinaciones propias del lawfare ver Jorge Elbaum, Efecto Nisman. Los usos políticos de una muerte (Penguin Random House, Buenos Aires, 2019). En relación al ataque más generalizado en contra de quienes se oponen al desmantelamiento del Estado de Derecho ver la denuncia de la Liga Argentina por los Derechos Humanos presentada ante la Comisión de las Naciones Unidas por los Derechos Humanos en donde se denuncia “la presunta existencia de un Plan sistemático y estructural de amedrentamiento del Poder Judicial de la República Argentina.” En https://spcommreports.ohchr.org/TmSearch/Results.
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dos, el volumen total de estas violaciones a la ley sería incalculable. El tenebroso recorrido de este proceso de destrucción de la justicia está claramente reproducido en este libro cuando Caamaño dice que el modus operandi es siempre el mismo: “introducir en la opinión pública el título impactante de una noticia, conteniendo siempre palabras que aquella recepta en forma absolutamente negativa”. La fórmula más eficaz es hablar de “corrupción”. Luego, “la noticia se difunde a través de los medios hegemónicos, sin importar si hay o no base probatoria (de eso se tendrán que ocupar los operadores judiciales). Atento al clamor del “cuarto poder”, el sector judicial da inicio a una causa penal y comienza a “colectar el material probatorio”. No importa si son fotocopias que nunca podrán peritarse; tampoco interesa la forma en que se obtienen las pruebas o si se respetan las garantías del imputado. Lo importante, señala Caamaño, es “aniquilar al opositor político” y condenar a la “muerte política a quienes se presentan como oposición al sector que defienden a los grupos económicos poderosos”. Puede parecer una caricatura pero no lo es; desgraciadamente, en este proceso de destruir al derecho aquella se ha convertido en un fiel y cruel reflejo de la realidad. No la deforma ni agiganta. Simplemente la retrata7. Caamaño insiste con razón, al igual que Zaffaroni, en la violación del principio del “juez natural”. En esa línea, el capítulo de Vegh Weis aporta un dato increíble cuando refiere la consulta que Horacio Verbitsky le hiciera a Adrián Paenza, uno de los más eminentes matemáticos argentinos acerca de la probabilidad de que “nueve de las diez causas contra la ex presidenta Cristina Fernández hubieran caído en solo uno de los doce juzgados de Comodoro Py”. Aplicando un cál-
7 Ver al respecto el dossier publicado por Voces en el Fénix, Publicación del Plan Fenix, Nº 63, Julio 2017 en la que se abordan distintas facetas de esta problemática.
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culo matemático, Paenza concluyó que teniendo diez causas y habiendo doce juzgados posibles, las chances de que nueve de las diez sorteadas al azar que cayeran en sólo uno de los juzgados –el de Bonadío, de pura casualidad– era del 0,000000001777 por ciento”. Este milagroso resultado refleja los extremos a que ha llegado la perversión y prostitución de la Justicia Federal en la Argentina.. Además, en el tercer y final capítulo de la obra, Vegh Weis sintetiza la cuestión cuando desde una de sus primeras páginas afirma que “las acusaciones de corrupción son la espada y los tribunales los nuevos campos de batalla.” Para dilucidar las causas y comprender los alcances de esta situación –que yace en los cimientos del lawfare– la autora construye un esclarecedor “triálogo” entre los aportes de la tradición psicoanalítica freudiana particularmente aptos para la comprensión de ciertos aspectos del derecho penal (la transgresión, la culpa y el castigo, por ejemplo); la perspectiva sociológica y politológica sintetizada en las obras de Pierre Bourdieu y Giovanni Sartori, que ahondan en el estudio de los medios de comunicación, especialmente la televisión; y los estudios sobre la propaganda y los medios de comunicación de masas. El resultado de este certamen a tres bandas que organiza la autora es harto sugerente toda vez que complementa creativamente las interpretaciones propias del campo de la ciencia jurídica con las contribuciones y los hallazgos concretos de otras tradiciones teóricas. Esta perspectiva multidimensional permite, a mi juicio, “cerrar” una explicación coherente y altamente persuasiva sobre un tema tan delicado y de tantas ramificaciones en la sociedad como el lawfare, algo que excede con creces el ámbito de los foros judiciales. Pero no sólo eso: la articulación de estos diferentes enfoques proyecta sombríos contornos sobre el futuro de una sociedad en la cual las técnicas de la propaganda y las guerras de quinta generación han demostrado una inédita eficacia para “forma-
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tear” el imaginario popular. Esta situación, combinada con una justicia al servicio de los poderes fácticos, cada vez más concentrados y prepotentes, tiene consecuencias deletéreas para la vida social y el futuro de la democracia. En efecto, sería imposible cerrar los ojos ante los retos que presenta la situación examinada en este libro para el futuro de la democracia: la confluencia delictiva entre jueces y fiscales corruptos (y corruptores) y medios de comunicación goebbelsianos. Seguramente muchos de los lectores de este brillante libro han oído hablar del sicariato económico. Hay que agregar ahora el sicariato mediático y el judicial. Al igual que el pistolero, el sicario judicial actúa por encargo. Es un killer de un nuevo tipo que, gracias a su posición en la estructura del Poder Judicial, puede disponer a su antojo de la vida y la hacienda de sus víctimas para lo cual arrasa con total impunidad no sólo la letra, sino también el espíritu de las leyes, torciendo premisas jurídicas fundamentales (la presunción de inocencia, los jueces naturales, el derecho a la defensa, etcétera) y enviando a la cárcel a quienes las clases dominantes locales y sus amos del Norte consideran sus enemigos sin necesidad de contar con pruebas fehacientes. Como todo sicario, trabaja por encargo y recibe magníficas recompensas por su deleznable labor. Jueces y fiscales que se enriquecen obscenamente y/o, como Sergio Moro en Brasil reciben un premio muy especial, en este caso la designación por parte de Jair Bolsonaro para el cargo de Ministro de Justicia en retribución a los servicios prestados al inhabilitar la candidatura de Lula (aunque no haya podido disfrutarlo por mucho tiempo). Mal podría terminar este postfacio, que no le hace plena justicia al libro, sin una última “apostilla” ya no de carácter legal, pero sí de naturaleza teórica en relación con la democracia. Nadie debería sorprenderse si dijéramos que el lawfare entraña un peligro mortal y que combatirlo es un imperativo
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no sólo de quienes quieren una justicia digna de ese nombre, sino también de los que creen que la democracia es una empresa inacabada que va mucho más allá de la importante, pero insuficiente, mecánica electoral8. Para hacer realidad un régimen político que seriamente se proponga honrar la gran promesa de la democracia, es decir que logre la igualdad sustantiva y no sólo formal de las y los ciudadanos; que revierta la mercantilización de los derechos producida por el neoliberalismo (en la salud, la educación, el transporte, la seguridad social, etcétera); que garantice la representación responsable y revocable de los funcionarios electos, la rendición de cuentas y el gobierno efectivo de las mayorías teniendo en vista el bienestar y la felicidad general de la población; para todo eso, que constituye el meollo de una agenda democrática, necesitamos una justicia verdadera y no lo que, desgraciadamente, hoy campea en la Argentina y en toda América Latina. Si no hay igualdad ante la ley –el lawfare acaba precisamente con esa premisa–, no podrá haber igualdad en la vida política y entonces lo que llamamos democracia se convertirá en una espectral apariencia que oculte una esencia profundamente antidemocrática: la tiranía, ahora “legalizada”, de una minoría articulada en torno al capital financiero; o, como se dice hoy en Estados Unidos, el gobierno de una rapaz plutocracia travestida con ropajes democráticos. Por eso debemos agradecer a Raúl Zaffaroni, Cristina Caamaño y Valeria Vegh Weis por el aporte hecho para mejorar la calidad de nuestras democracias a partir de la crítica implacable del lawfare, sus ejecutores e inspiradores.
8 Hemos examinado en profundidad esta problemática en Tras el búho de Minerva. Mercado contra democracia en el capitalismo de fin de siglo (Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2000). Más recientemente, el 16 de mayo de 2020, el tema fue tratado por Rosana Actis en “Lawfare y Democracia”, disponible en https://m.publico.es/ columnas/110642923831/dominio-publico-lawfare-y-democracia/amp.
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¡Bienvenidos al lawfare! Se terminó de imprimir en el mes de noviembre de 2020 en Latingráfica, Rocamora 4161, C1184ABC, Ciudad Autónoma de Buenos Aires.