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Spanish; Castilian Pages 192 [176] Year 2006
Serie: Religión
JOSÉ LUIS GUTIÉRREZ-MARTÍN
BELLEZA Y MISTERIO LA LITURGIA, VIDA DE LA IGLESIA
EDICIONES UNIVERSIDAD DE NAVARRA, S.A. PAMPLONA
Primera edición: Marzo 2006 © 2006. José Luis Gutiérrez-Martín Ediciones Universidad de Navarra, S.A. (EUNSA) Plaza de los Sauces, 1 y 2. 31010 Barañáin (Navarra) - España Teléfono: +34 948 25 68 50 - Fax: +34 948 25 68 54 e-mail: [email protected] ISBN: 84-313-2367-1 Depósito legal: NA 847-2006
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Ilustración cubierta: La Jerusalén celestial (Roma, Santa María la Mayor) Tratamiento: PRETEXTO. Estafeta, 60. 31001 Pamplona Imprime: GRAPHYCEMS, S.L. Pol. San Miguel. Villatuerta (Navarra) Printed in Spain - Impreso en España
«Sin embargo, ésa no es la última palabra; ni siquiera es válida […] Ha surgido algo totalmente ajeno al proyecto inicial de los arquitectos y a la pequeña y violenta tragedia humana en la que yo desempeñé un papel; algo que ninguno de nosotros pensaba entonces. Una llamita rojiza… Una lámpara de cobre batido, de diseño deplorable, encendida de nuevo ante las puertas de cobre de un sagrario…, la llama que los antiguos caballeros vieron desde sus tumbas, y que vieron apagar; esa llama vuelve a encenderse para otros soldados, lejos del hogar, más lejos en su corazón que Acre o Jerusalén. No habría sido posible encenderla si no fuera por los arquitectos y los actores de la tragedia, y aquí la encuentro esta mañana, de nuevo prendida entre las viejas piedras». EVELYN WAUGH, Retorno a Brideshead
Índice
SIGLAS Y ABREVIATURAS ................................................................
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I. LITURGIA Y TEOLOGÍA 1. INTRODUCCIÓN .....................................................................
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2. HACIA UNA NOCIÓN INTEGRAL DEL CULTO DE LA IGLESIA ....... 1. La liturgia en busca de la teología ..................................... 1.1. Visión del culto en la Iglesia de los Padres ................ 1.2. La reducción fenomenológica del culto cristiano ..... 2. El movimiento litúrgico ................................................... 3. Los precedentes teológicos de la doctrina litúrgica conciliar ................................................................................. 3.1. La liturgia, culto de la Iglesia .................................... 3.2. La liturgia, ejercicio del sacerdocio de Cristo ........... 3.3. La liturgia, presencia del misterio de Cristo .............
23 25 26 29 35 39 39 41 46
II. LA FUENTE DE LA LITURGIA 3. LA LITURGIA, OBRA DE LA TRINIDAD ....................................... 1. La Economía del Misterio ................................................. 2. La Liturgia del Misterio ....................................................
53 54 60
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Belleza y misterio
3. El dinamismo trinitario de la liturgia ................................ 4. La liturgia, alabanza de la gloria del Padre ......................... 5. La liturgia celestial ............................................................
62 65 67
4. LA LITURGIA, MEMORIAL DEL MISTERIO DE CRISTO ................. 1. El misterio pascual de Cristo ............................................ 1.1. Misterio de Cristo y misterios del culto .................... 1.2. Pascua de Israel y Pascua de Cristo ........................... 1.3. El misterio pascual ................................................... 2. La liturgia, memorial del misterio pascual ......................... 2.1. La aporía de la teología «manualística» ..................... 2.2. El memorial de culto de Israel .................................. 2.3. El memorial de la nueva Alianza ..............................
71 72 72 74 76 77 80 83 84
III. LA CELEBRACIÓN LITÚRGICA 5. EL RITO DE CULTO .................................................................. 1. Celebración y fiesta .......................................................... 2. El Rito ............................................................................. 3. Culto y cultura ................................................................. 4. Tradición y creatividad ..................................................... 5. Tradiciones litúrgicas ........................................................ 6. El rito de culto y la reforma litúrgica ................................
89 90 93 98 100 103 108
6. EL MISTERIO DE CULTO .......................................................... 1. La celebración litúrgica, presencia del misterio de Cristo .. 2. Sacramentalidad de la celebración litúrgica ....................... 3. El rito eclesial de culto, mediación litúrgica del misterio ...
113 116 119 121
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Índice
IV. LA EXPERIENCIA LITÚRGICA 7. EL ÁMBITO DE LA LITURGIA ..................................................... 1. La «narración» cristiana de lo sagrado ............................... 1.1. Sagrado y profano .................................................... 1.2. El espacio litúrgico ................................................... 2. La liturgia y el tiempo ...................................................... 2.1. El tiempo del hombre ............................................. 2.2. Los ciclos cósmicos .................................................. 2.3. El tiempo y el misterio de Cristo .............................. 2.4. La comunión litúrgica del tiempo y la eternidad ......
127 129 133 137 140 140 144 146 148
8. EL DINAMISMO DE LA EXPERIENCIA LITÚRGICA ........................ 1. La liturgia, lugar de la belleza ............................................ 2. Experiencia estética y experiencia litúrgica ........................ 3. Una actitud previa: el decoro y la cortesía ......................... 4. La experiencia litúrgica, experiencia de fe ......................... 5. La participación de los fieles en la liturgia ........................
153 155 160 164 167 169
EPÍLOGO: LITURGIA Y VIDA ...........................................................
177
BIBLIOGRAFÍA ..............................................................................
185
Siglas y abreviaturas
CA CCE DH
Juan Pablo II, Carta a los artistas (4 de abril de 1999) Catecismo de la Iglesia Católica Heinrich Denzinger-Peter Hünermann, El magisterio de la Iglesia, Herder, Barcelona 1999 DPAC Institutum Patristicum Augustinianum, Diccionario Patrístico y de la Antigüedad cristiana, Ediciones Sígueme, Salamanca 1991 EdE Juan Pablo II, carta encíclica Ecclesia de Eucharistia (17V-2003) LG Concilio Vaticano II, constitución Lumen Gentium (21XI-1964) MD Pío XII, carta encíclica Mediator Dei (20-XI-1947) NDL D. Sartore-A.M. Triacca (dir.), Nuevo Diccionario de Liturgia, Ediciones Paulinas, Madrid 1987 OL Juan Pablo II, carta encíclica Orientale Lumen (2-V-1995) SC Concilio Vaticano II, constitución Sacrosanctum Concilium (4-XII-1963) TMA Juan Pablo II, carta apostólica Tertio millenio adveniente (10-XI-1994)
I.
Liturgia y Teología
1. Introducción
«¿Qué es realmente la liturgia? ¿Qué ocurre en ella? ¿Con qué tipo de realidad nos encontramos?» 1. Durante los últimos cien años, la teología no ha dejado de preguntarse acerca de la naturaleza genuina del culto cristiano. La búsqueda de una comprensión capaz de desentrañar su significado más pleno y profundo ha constituido, por ello, un fenómeno muy característico del pensamiento eclesial del siglo XX: desde la visión puramente externa, sensible y ceremonial del culto, hasta la actual conciencia de que «es el misterio de Cristo lo que la Iglesia anuncia y celebra en su liturgia» 2 media una centuria de estudios y aproximaciones; años que han asistido al nacimiento de una disciplina nueva en el conjunto de los saberes teológicos: la ciencia litúrgica. A lo largo de este periodo, muchas y variadas han sido las claves propuestas para su intelección. No obstante, la inserción de la liturgia en el misterio de Cristo –característica de los desarrollos más recientes del magisterio eclesial–emplaza ineludiblemente 1. J. Ratzinger [2001] 33. Las obras señaladas en la bibliografía se citarán del siguiente modo: autor, año de publicación y página. De las demás referencias bibliográficas se dará una ficha completa, a no ser que hayan sido ya previamente reseñadas en el mismo capítulo. 2. CCE 1068.
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Liturgia y Teología
ante un aspecto nuclear de la persona y misión de Jesús de Nazaret: «yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» 3. Y, en efecto, la liturgia es, ante todo y sobre todo, vida, y su celebración, un acontecimiento de encuentro personal y vivificante con el Dios siempre vivo. «La liturgia sería […] la apertura a esa prometida grandeza que no termina de cumplirse totalmente en esta vida. Sería la forma visible de la esperanza, anticipo de la vida futura, de la vida verdadera, que nos prepara para la vida real […] De este modo, la liturgia imprimiría también en la vida cotidiana, aparentemente real, el signo de la libertad, rompería las ligaduras y haría irrumpir el cielo en la tierra» 4.
En esta perspectiva, la liturgia –y, de modo eminente, su consumación: la eucaristía– se nos muestra como una «ventana» abierta hacia el infinito, un atisbo de la verdad eterna a la que están llamadas la persona, el mundo y la historia: «por la celebración eucarística nos unimos ya a la liturgia del cielo y anticipamos la vida eterna, cuando Dios será todo en todos» 5. Y, en consecuencia, la experiencia litúrgica otorga un nuevo modo, más «real», de –valga la redundancia– percibir la realidad: «nuestra manera de pensar armoniza con la eucaristía y, a su vez, la eucaristía confirma nuestra manera de pensar» 6. Ahora bien, debido a esa misma condición radicalmente vital y promisoria, la liturgia se resiste irremediablemente a todo intento de reducción conceptual, a todo encasillamiento nocional en un horizonte cerrado. Por este motivo, toda aproximación al misterio de la liturgia, por muy completo que sea, deja siempre una cierta insatisfacción: quien haya participado de una experiencia litúrgica 3. 4. 5. 6.
Jn 10:10. J. Ratzinger [2001] 34. CCE 1326. Ireneo de Lyon, Adversus haereses 4, 18:5; cit. en CCE 1327.
Introducción
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verdadera y viva sabe que la liturgia es algo más. Por ello, la Iglesia y la teología nunca dejarán de preguntarse por el ser de la liturgia, aun conscientes de que nunca agotarán su misterio. Las páginas que ahora introducimos pretenden ofrecer un pórtico al misterio del culto cristiano, un acercamiento teológico al umbral de su celebración, «lugar» de toda verdadera iniciación litúrgica. En consonancia con los últimos desarrollos del magisterio de la Iglesia, la perspectiva desde la que contemplaremos la liturgia será el horizonte de «la admirable unidad del misterio de Dios y de su designio de salvación» 7. En el fundamento teológico del acontecer litúrgico se encuentran, en efecto, el misterio de Dios uno y trino y su plan de salvación en la historia, concretado en última instancia en la persona de Cristo. Como recientemente, meses antes de fallecer, recordaba Juan Pablo II, los últimos enunciados magisteriales –y, en particular, el Concilio Vaticano II– emplazan la liturgia «en el horizonte de la historia de la salvación, cuyo fin es la redención humana y la perfecta glorificación de Dios» 8.
Por otra parte, en cuanto acontecimiento de encuentro de comunión entre Dios y el hombre, en la celebración litúrgica convergen el «misterio» divino y la «cultura» humana. De aquí que el culto eclesial entrañe numerosas y profundas implicaciones de carácter antropológico; circunstancia que confiere a la ciencia litúrgica un carácter necesario y marcadamente interdisciplinario 9. Y, en consecuencia, la teología litúrgica ha estructurado un estatuto epistemológico que abarca desde los aspectos más formales del culto –el rito– hasta la realidad más profunda y radical de su celebración: la presencia y comunicación del misterio divino de la salvación.
7. Juan Pablo II, constitución apostólica Fidei Depositum (11-X-1992) 3. 8. Juan Pablo II, carta apostólica Spiritus et Sponsa (4-XII-2003) 2. 9. Cf. SC 16.
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Liturgia y Teología
La teología de la liturgia estudia, por ese motivo, la naturaleza y el dinamismo del diálogo de comunión entre Dios y el hombre acaecido en la mediación del rito de culto. De este modo, la teología litúrgica contempla tanto el carácter de acontecimiento de salvación propio del culto cristiano (liturgia como misterio), cuanto su dimensión formal (liturgia como celebración) y sus consecuencias existenciales (liturgia como vida) 10. Más allá de un ejercicio de erudición, tal comprensión aspira a una mejor participación de los fieles en la celebración litúrgica de los misterios, en orden a una vida más plena en Cristo, según las concretas circunstancias personales. Al hilo de las últimas aportaciones del magisterio, nuestro estudio considerará la liturgia a partir de su condición de celebración del misterio de Cristo para la vida de la Iglesia 11. De aquí que la sacramentalidad de la liturgia –es decir, el hecho de la presencia, manifestación y comunicación del misterio de Cristo 12 en la mediación ritual del culto– subyacerá siempre, de un modo más o menos explícito, como presupuesto último de toda la exposición. En el desarrollo del temario nos ocuparemos tan sólo de algunas de las cuestiones teológicas y formales que se encuentran en el núcleo mismo del hecho litúrgico y que, por tanto, afectan al ámbito mismo de la reflexión fundamental de la liturgia 13. Un tratamiento sistemático de todos los aspectos que atañen al culto de la Iglesia, en sus niveles histórico, pastoral, espiritual y disciplinar, desborda nuestro propósito y ya ha sido convenientemente abordado en manuales y tratados de reciente publicación. 10. Esta consideración tripartita ha sido ampliamente desarrollada, en sus diversas perspectivas, por A.M. Triacca. 11. Cf. CCE 1068. 12. Cf. CCE 1076. 13. En su origen se encuentran algunas publicaciones previas, fruto de años de docencia universitaria, ahora refundidas y sistematizadas en orden a una síntesis de teología fundamental de la liturgia.
Introducción
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Para nuestro propósito hemos procurado mostrar, en capítulos diferenciados, los aspectos centrales de la inteligencia de la liturgia: la íntima e inseparable relación de las dimensiones de santificación y de culto, la preeminencia del obrar trinitario y la naturaleza memorial de la liturgia, el carácter ritual de la acción litúrgica y la presencia sacramental del misterio de Cristo en su celebración, y, por último, la índole sagrada y el dinamismo de la experiencia litúrgica 14. Cierra el estudio una breve consideración sobre la vida litúrgica.
14. Hemos agrupado estos aspectos bajo cuatro epígrafes: liturgia y teología, la fuente de la liturgia, la celebración de culto y la experiencia litúrgica.
2. Hacia una noción integral del culto de la Iglesia
Cuando en los siglos XII y XIII la teología se estructuró según un estatuto científico, el estudio sistemático de las celebraciones sacramentales del culto eclesial fue abordado a partir de una neta distinción entre los aspectos concernientes a su significado y esencia (sacramento), y aquéllos que, según se pensaba, pertenecían tan sólo a su ornato y significación (rito). Desde entonces y hasta el siglo XX, la teología sacramentaria se ocuparía de los signos sacramentales en cuanto medios de santificación, mientras el culto, reducido a sus expresiones externas o a sus disposiciones interiores, quedaría englobado en el ámbito de la teología moral, en cuanto ejercicio de la virtud de la religión, aun cuando fuera también objeto, por sus desarrollos rituales, de estudio histórico o disciplinarcanónico. Los teólogos escolásticos eran conscientes de que, en los ritos sacramentales, las dimensiones de santificación y culto eran, en realidad, inseparables. Así, cuando Tomás de Aquino anuncia el estudio de los actos exteriores de culto, incluye entre ellos a los sacramentos 1; y, por consiguiente, en la introducción del tratado de teología sacramentaria afirma que «en el hecho sacramental se pueden contemplar dos aspectos: el culto divino y la santificación de los hom1. Cf. Tomás de Aquino, Summa theologiae II-II, 89.
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Liturgia y Teología
bres» 2. No obstante, en el transcurso del tiempo, la carencia de instrumentos epistemológicos adecuados llevó a la reflexión teológica surgida de la escolástica a un excesivo hiato entre los aspectos considerados dogmáticos (sacramento) y aquéllos que se entendían como exclusivamente antropológicos (rito).
En consecuencia, desde el comienzo de la era moderna, la liturgia se identificó con el conjunto de gestos –ceremonias– que acompañan al sacramento; ritos susceptibles de veneración, por su tradición, y de ordenamiento canónico, por su naturaleza eclesial, pero carentes, en todo caso, de una relación vital con el misterio de salvación celebrado 3. Por ello, los diversos intentos de alcanzar una definición precisa de la esencia del hecho litúrgico, sucedidos sin interrupción desde la generalización del término «liturgia» como medio para designar el organismo ritual de la Iglesia 4, no lograron superar los límites de una fenomenología del culto: la liturgia, centrada en el estudio de los ritos y de las rúbricas, se contemplaba reducida a sus aspectos ceremoniales, considerados bajo ópticas diversas: estética, histórica, jurídica. Y, así, en palabras de quien es estimado el iniciador del «movimiento» de renovación litúrgica de la Iglesia, «durante mucho tiempo, olvidado su aspecto teológico, la liturgia quedó como un coto reservado a los historiadores, arqueólogos, artistas y maestros de ceremonias» 5.
2. Ibid. III, 60:5. 3. Tal es el significado de liturgia que recoge el Diccionario de la Real Academia Española: «orden y forma con que se llevan a cabo las ceremonias de culto en las distintas religiones». 4. La expresión, introducida en el ámbito científico por algunos humanistas de los siglos XVI y XVII, y presente en los documentos magisteriales sólo a partir de mediados del siglo XIX, quedó definitivamente incorporada al vocabulario oficial de la Iglesia durante el pontificado de san Pío X. 5. L. Beauduin [1954] 37. Obviamente, no todos los autores mostraban la misma sensibilidad. Por ello, S. Marsili: NDL 1146, prefiere distinguir entre
Hacia una noción integral del culto de la Iglesia
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De aquí que los esfuerzos teológicos del siglo XX concretados en el llamado movimiento litúrgico tuvieran como fin primario la adquisición de una noción integral de liturgia que recuperara la comprensión unitaria de la naturaleza sacramental del culto, armonizando las dos dimensiones previamente escindidas. Se trataba, en definitiva, de alcanzar una concepción que superara toda posible reducción ceremonial o protocolaria del culto y, al mismo tiempo, toda consideración del sacramento que prescindiera del contexto ritual de su celebración. A la vista de sus causas, la fractura entre liturgia y sacramento podía cerrarse tan sólo a partir de una interpretación que recuperase la íntima relación entre el misterio de Cristo y su celebración en el culto. El presente capítulo describirá el proceso que ha desembocado en la actual conciencia eclesial, con un examen más detenido de aquellas concepciones subyacentes a la doctrina enunciada por el Concilio Vaticano II.
1. LA LITURGIA EN BUSCA DE LA TEOLOGÍA La carencia, hasta el siglo XX, de una reflexión teológica de carácter sistemático acerca del misterio de la liturgia obedece a distintas y complejas causas. Su examen requiere un análisis detallado y profundo de la historia de la teología; empresa que excede los límites de nuestra exposición. En última instancia, la «cuestión litúrgica» manifiesta el carácter unitario de la teología, pues su comprensión depende en gran medida de la concepción cristológico-eclesiológica subyacente: «detrás de las maneras diversas de concebir la liturgia hay, como de costumbre,
aquéllos que limitaban la liturgia a su aspecto sensible, y quienes –más atentos a su carácter de celebración– la consideraban como el ordenamiento jurídico o la suma de normas que regulan el desarrollo del culto.
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Liturgia y Teología
maneras diversas de concebir a la Iglesia y, por consiguiente, a Dios y las relaciones del hombre con Él» 6.
No obstante, parece conveniente trazar, siquiera de modo parcial, las grandes líneas del desarrollo de la teología del culto. 1.1. Visión del culto en la Iglesia de los Padres A partir de la meditación atenta de la palabra de Dios, contenida en la sagrada Escritura y celebrada en la liturgia, la reflexión patrística subrayó, de manera inequívoca, la naturaleza teológica del culto eclesial 7; conciencia que encontraba su fundamento en la centralidad otorgada a la noción bíblica de mysterium-sacramentum, concebida como punto focal de su entero discurso teológico 8. A modo de síntesis, para la literatura patrística, «misterio» significaba el designio divino universal de salvación, oculto al inicio de los tiempos y progresivamente revelado y actuado en la historia de los hombres: anunciado en figuras durante el Antiguo Testamento, cumplido plenamente en los hechos de la vida de Cristo, y confiadocontinuado en la Iglesia hasta el final de los tiempos por medio de las celebraciones sacramentales del culto. Misterio era, en definitiva, la expresión de la acción redentora de Dios en Cristo, sacramentalmente «re-presentada» en los ritos del culto 9; noción que quedaría incorporada al acervo de las entonces incipientes codificaciones litúrgicas.
6. J. Ratzinger [1985] 132. 7. Cf. C. Vagaggini [1965] 564. 8. Un status quaestionis del significado del término «misterio» en las obras de los escritores eclesiásticos de los primeros siglos de la vida de la Iglesia, en B. Neunheuser, Bautismo y Confirmación: M. Schmaus, A. Grillmeier, L. Scheffczyk (dir.), Historia de los dogmas IV:2, BAC, Madrid 1974, 40-43. Sobre el alcance teológico del término en la sagrada Escritura, vid. A. Miralles [2000] 21-96. 9. Cf. B. Neunheuser: NDL 1322.
Hacia una noción integral del culto de la Iglesia
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Esta última circunstancia permitió que los términos mysteriumsacramentum siguieran empleándose en el culto litúrgico hasta nuestros días, aun cuando su riqueza teológica no se entendiera ya en plenitud; posibilitando así la actual recuperación de su profundo contenido doctrinal. Nos encontramos, de este modo, con una constante de las relaciones entre liturgia y teología: mientras la reflexión teológica puede verse influenciada por los usos y modas intelectuales del momento, los textos litúrgicos, por su tendencia a la conservación y transmisión inalterables, permiten, en numerosas ocasiones, enlazar con la genuina tradición de la Iglesia. De aquí la necesidad de conservar siempre vivo el tesoro transmitido por las primeras generaciones eclesiales.
De este modo, la teología patrística contemplaba el culto de la Iglesia no de una manera aislada, sino integrado en el marco de los misterios salvadores de la revelación divina: los mysteria salutis. Las acciones de culto fueron así comprendidas como una prolongación del misterio de Cristo, una actualización del acontecimiento histórico-salvífico de la encarnación del Verbo de Dios, presente y operante bajo el velo de los ritos. De aquí que la teología del culto de los Padres no fuera sino una reflexión acerca de los «misterios» salvadores celebrados en los ritos de la Iglesia 10. Como resultado del movimiento de renovación patrística del siglo XX, esta perspectiva aparece hoy recogida en el Catecismo de la Iglesia. Su doctrina litúrgico-sacramental se desarrolla, precisamente, a partir de tres artículos que exponen la unidad del misterio divino de la salvación y su articulación en tres momentos: a) designio salvífico trinitario progresivamente revelado en la historia; b) actuación y cumplimiento del plan de salvación en Cristo; y c) su posterior anuncio y celebración en la liturgia de la Iglesia 11. Tal es, en palabras de Juan Pablo II, la «admirable unidad del misterio de Dios, de su designio de salvación» 12. 10. Cf. C. Vagaggini [1965] 573. 11. Cf. CCE 1066-1068. 12. Juan Pablo II, constitución apostólica Fidei depositum (11-X-1992) 3.
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Liturgia y Teología
En consecuencia, para los Padres, el culto litúrgico no era primariamente la expresión cristiana de una exigencia universal derivada de la naturaleza religiosa del hombre, sino la manifestación concreta de la voluntad amorosa del Dios trinitario que, bajo el velo de los ritos, sale al encuentro del hombre, para introducirle en su misterio de salvación y convertirlo, así, en adorador de su gloria. Para tal comprensión resultó fundamental la exégesis del capítulo cuarto del evangelio de san Juan: «llega la hora (ya estamos en ella) en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y verdad» . En efecto, frente a toda interpretación espiritualista o secularizada que vea en el texto un rechazo de la posibilidad de una dimensión sagrada en el mundo, los Padres advirtieron en la afirmación evangélica un alcance trascendente y litúrgico, una expresión del dinamismo trinitario del culto auténtico («al Padre, en el Espíritu, por Cristo»): «el que debe ser adorado no sólo es Dios, sino el Padre, el que hace posible esta adoración es el Espíritu Santo, y la luz en la que se practica esta adoración es Cristo, camino, verdad y vida (cfr. Jn 14:6), revelación del Padre y transmisor del Espíritu» 14.
Parece lícito, por consiguiente, concluir que la literatura patrística concebía el culto de la Iglesia como «teología»; pero no tanto por su capacidad de ser expresado mediante categorías teológicas, sino porque su mismo acontecer prolonga una realidad radicalmente teológica: el misterio de nuestra salvación en Cristo, la Palabra de Dios encarnada. De este modo, según la interpretación de los Padres, la celebración del culto eclesial es «teología en acto», presencia dinámica y operativa del Verbo de Dios (logía tou theou) dado en diálogo de comunión a los hombres. De aquí que, durante dicho periodo –y, de modo más pronunciado, en el Oriente cristiano– los ritos de culto fueran contemplados como theologia prima, fundamento de toda 13. Jn 4:23. 14. J. López Martín [1987] 49.
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theologia secunda o reflexión sistemática de los misterios de fe; principio recogido por el conocido adagio «lex orandi, lex credendi» 15. Y, de hecho, la denominada «teología de los Padres» nos ha llegado, en buena medida, expresada en un contexto litúrgico, como una explicación de la fe celebrada: homilías, catequesis mistagógicas… 16.
1.2. La reducción fenomenológica del culto cristiano La consideración teológica del culto de la Iglesia inició un lento, pero progresivo, declive con el oscurecimiento de la relación entre el «misterio» de Cristo y su celebración en los «misterios» del culto. En el occidente latino, tal proceso comienza a ser perceptible desde el siglo V, a partir de la diferenciación semántica que se aprecia en el uso de los términos mysterium y sacramentum, hasta entonces prácticamente equivalentes. Los escritores posteriores a san Agustín –con algunas excepciones, como san León Magno– tendieron a designar con el vocablo mysterium la realidad «secreta» presente en los ritos del culto (el misterio de Cristo, significado del sacramento), mientras reservaron el término sacramentum para referirse al signo visible (el significante o signo del misterio de Cristo) 17.
Esta distinción conceptual de las dos dimensiones del «misterio» (histórico-teológica y ritual) y su consiguiente diferenciación 15. «Ut legem credendi, lex statuat supplicandi»: Capitula pseudo-Clementina seu «Indiculus» 8 (DH 246). Una buena síntesis de las implicaciones de este principio en C. Giraudo, Eucaristia per la Chiesa. Prospettive teologiche sull’eucaristia a partire della «lex orandi», EPUG-Morcelliana, Roma-Brescia 1989, 14-26. 16. Cf. S. Marsili: NDL 1953. Acerca del modo «litúrgico» de comprender la teología y la exégesis bíblica, vid J.L. Gutiérrez-Martín, Iglesia y Liturgia en el África romana del siglo IV, Edizioni Liturgiche, Roma 2001, 137-139. 17. Cf. C. Rocchetta [1990] 284.
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Liturgia y Teología
terminológica –válida e incluso necesaria desde un punto de vista sistemático, no debería haber supuesto su fractura, siempre y cuando la realidad significativa de la celebración de culto (el sacramentum del misterio de Cristo) se hubiera seguido contemplando en su original dependencia con el acontecimiento histórico (el mysterium de Cristo) que le da su consistencia. Y, de hecho –como sabemos– la reflexión patrística reunía e integraba adecuadamente ambos niveles. Sin embargo la reciprocidad originaria de mysterium y sacramentum resultó progresivamente olvidada durante el periodo altomedieval, pese a la permanencia de la antigua herencia doctrinal en los textos litúrgicos. De este modo, el contenido semántico de sacramentum comenzó a limitarse –si no exclusiva, sí en manera preferente– a la sola dimensión de signo; mientras, en un proceso paralelo, la noción de mysterium privilegió los significados de hechos redentores de Cristo y arcanos de la fe –sentido este último que ya había conocido en la tradición teológica de la escuela alejandrina 18. Así, paso a paso y casi insensiblemente, se fue abriendo camino una progresiva disociación conceptual entre la celebración del sacramento y el misterio celebrado; consideradas ambas realidades, desde entonces, de un modo autónomo y, en la práctica, desligadas. En la teología latina, esta ruptura comenzó cuando no se supo comprender la ontología subyacente a la doctrina de san Agustín, para quien el rito participaba del acontecimiento celebrado no por una semejanza exterior, sino por su «sacramentalidad», es decir su estructura significativa de naturaleza memorial. De aquí que, pese a su supervivencia, las categorías «sacramentales» agustinianas –dominantes sin duda en la reflexión teológica del periodo alto-medieval–, fueran malinterpretadas de manera «simbólica» 19.
18. Cf. B. Neunheuser: NDL 1326. 19. Cf. E. Mazza: Associazione Professori di Liturgia [1993] 273-274.
Hacia una noción integral del culto de la Iglesia
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La crisis estalló con toda crudeza durante las controversias eucarísticas de los siglos IX y XI, cuando los intentos de expresar mediante categorías dialécticas la relación existente entre la realidad sensible inmediata (sacramento) y el contenido salvífico trascendente del cual el signo es mediación (misterio) culminaron en una interpretación meramente intencional, que reducía el sacramento a un simple símbolo 20. Tal reducción hunde, en parte, sus raíces en la acepción de «signo» propuesta por san Agustín: «realidad que, más allá de la imagen que presenta a los sentidos, hace pensar en algo distinto de sí» 21. En efecto, esta «teoría general del signo» se muestra, en última instancia, inadecuada para comprender el dinamismo sacramental, ya que la relación entre el aspecto sensible del sacramento y su significado trascendente –como paradójicamante subrayaba el mismo Agustín–, no solo es de orden lógico, sino ontológico: el sacramento no sólo «hace pensar» la realidad significada, sino que la contiene y opera.
De este modo –olvidada a su vez la dimensión memorial del culto– la comprensión de los ritos sacramentales perdió toda referencia directa con el «misterio» de Cristo. La inteligencia racional se convirtió en norma de la fe y, en consecuencia, la realidad sacramental se planteó en términos puramente formales. Llegados a este punto, la disolución simbólica de los sacramentos sólo pudo evitarse merced a las intervenciones magisteriales 22 y al esfuerzo de los teólogos de la escolástica que, por medio de la categoría de la 20. El problema, que en última instancia atañe a la comprensión de la entera economía sacramental, no se limitó al ámbito eucarístico, sino que también conoció otras manifestaciones, como las crisis iconoclastas de Occidente (siglo VIII) y Oriente (siglos VIII-IX). 21. «Res, praeter speciem quam ingerit sensibus, aliud aliquid ex se faciens in cogitationem venire»: Agustín de Hipona, De doctrina christiana 2, 1:1. 22. Cf. las categorías ontológico-realistas que, acerca de la conversión eucarística, se contienen en las profesiones de fe prescritas a Berengario de Tours: DH 690 y 700.
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causalidad («los sacramentos significan y causan la gracia»), devolvieron a la reflexión sacramentaria la posibilidad de una comprensión «realista» u ontológica de su ser y significado 23. Bajo este aspecto, resultó providencial la aportación de santo Tomás de Aquino, al situar la eficacia del sacramento en el dinamismo de su significación: «el sacramento es signo de una realidad sagrada en cuanto que santifica a los hombres» 24.
No obstante, la fisura abierta entre sacramento y misterio no pudo ya restañarse, pues la separación era, por entonces, demasiado antigua y profunda. Y, en tales circunstancias, en el momento mismo en que la teología fue estructurada como sistema, no pudo evitarse tampoco el divorcio entre las reflexiones sacramentaria y litúrgica 25. En efecto, el acento prestado a la causalidad de los sacramentos, bien como remedios del pecado, bien como signos eficaces de la gracia –necesario, sin duda, para contrarrestar los peligros de una concepción sacramental alegórica– supuso una distinción metodológica excesiva entre los aspectos de culto (dimensión ascendente o latréutica) y de santificación (dimensión descendente o soteriológica). En adelante, la teología sacramentaria se ocuparía de la dimensión dogmática de los sacramentos, en su condición de signos eficaces de la gracia; mientras la reflexión sobre el culto, desde una perspectiva an23. A partir de los vaivenes de la doctrina sacramental en la historia de la Iglesia, E. Mazza: Associazione Professori di Liturgia [1993] 279, deduce acertadamente que «una correcta reflexión sobre el culto no puede evitar la discusión sobre el problema ontológico». 24. «[Sacramentum] est signum rei sacrae inquantum est sanctificans homines»: Tomás de Aquino, Summa theologiae III, 60:2. 25. Según A. Caprioli: Associazione Professori di Liturgia [1993] 290291, ya Pedro Abelardo establecía «en el prólogo a su comentario a la carta a los romanos la distinción, y casi separación, entre la esencia del sacramento, y todo aquello que, en cambio «pertenece al decoro de la Iglesia y al significado del mismo”».
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tropológica, se vería reducida a una consideración desde la teología moral, en su carácter de ejercicio de la virtud de la religión.
Por otra parte, si tenemos en cuenta que, para los teólogos de la escolástica el signo sacramental se reducía al gesto esencial del sacramento –es decir, las res et verba que componen su estructura nuclear y radical; «materia» y «forma», según la terminología adoptada, en un uso analógico, de la metafísica aristotélica, se comprenderá entonces la razón por la cual la liturgia fue progresivamente identificada con el ritualismo –las ceremonias que acompañan al signo sacramental– y el culto con las disposiciones, interiores o exteriores, de aquellos que participan en las acciones sacramentales. Las consecuencias de este «reduccionismo» fueron más allá de un simple problema de interpretación teológica: «la crisis litúrgica de la época de la Reforma encuentra, en parte, sus raíces en estas restricciones» 26. En efecto, en el siglo XVI la postura sacramental «minimalista» fue llevada al extremo por los reformadores, quienes al centrar exclusivamente su atención en el momento esencial –considerado el único con un cierto valor soteriológico– despreciaron todos los demás ritos y gestos de la celebración como obras meramente humanas y, por tanto, idolátricas 27. Ahora bien, no debe pensarse que este «minimalismo» sea un episodio del pasado: «cuando hoy, para muchos, la liturgia eucarística se ha convertido en el campo de juego de la «creatividad» privada que se puede ejercer según plazca, con la sola condición de mantener la fórmula de la consagración, nos encontramos ante la misma estrechez de miras que es consecuencia de una evolución patológica típicamente occidental, del todo impensable en la Iglesia de Oriente» 28.
26. J. Ratzinger [1993] 98. 27. Cf. L. Bouyer, Palabra, Iglesia y Sacramentos en el protestantismo y el catolicismo, Desclée de Brouwer, Bilbao 1966, 78. 28. J. Ratzinger [1993] 98.
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De este modo, la separación de las dimensiones de santificación y culto, y el confinamiento del sacramento en su momento esencial, llevaron a una consideración de la liturgia como un mero acompañamiento ornamental: ceremonias susceptibles de estima, por su venerable tradición, y de ordenamiento canónico, por su naturaleza eclesial; ritos objeto de estudio por su desarrollo histórico, pero carentes de una auténtica y viva relación con el misterio de Cristo. «En la teología sacramentaria, a partir del siglo XIII, la cuestión referente a lo que es necesario para la validez del sacramento comienza a confinar en un segundo plano cualquier otro problema. Y, así, termina por importar sólo la alternativa entre válido e inválido: cuanto no pertenece a la validez parece, en último análisis, irrelevante y modificable según los propios gustos. De este modo, en el caso de la eucaristía, se verifica una fijación cada vez más rígida sobre las palabras de la consagración; y aquello que es considerado determinante para la validez es delimitado de una forma cada vez mas circunscrita. La atención a la estructura viva de la liturgia de la Iglesia se pierde: excepto las palabras de la consagración, todo lo demás se interpreta como «ceremonia», una realidad coyuntural que, de hecho, podría incluso faltar. La esencia propia de la liturgia y su insustituible intelección ya no importan, a causa de la restricción del pensamiento a un “minimalismo” concebido en clave jurídica» 29.
Si a esta situación –ya en la edad moderna– se añade una concepción eclesiológica que, en clave polémica con la Reforma y la Ilustración, entendía a la Iglesia en clave primariamente institucional, no resultará extraño que las nociones de liturgia ajenas al movimiento de renovación del siglo XX se limitaran, en el mejor de los casos, a subrayar su carácter de culto «público» u «oficial». Así, por ejemplo, el manual de liturgia destinado a la formación de los sacerdotes de la Iglesia española del primer tercio del si29. Ibid.
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glo XX todavía consideraba a la liturgia como el «conjunto de actos exteriores (palabras, acciones, cosas) que la Iglesia católica ejerce públicamente por sus legítimos ministros, según normas auténticas, para rendir a Dios el obsequio que le es debido» 30.
2. EL MOVIMIENTO LITÚRGICO Uno de los frutos más representativos del itinerario de renovación pastoral y doctrinal recorrido por la Iglesia durante el siglo XX lo constituye, sin duda, la recuperación del horizonte teológico del acontecer litúrgico; «renacimiento» que puede sintetizarse en la adopción por parte del Concilio Vaticano II del axioma «liturgia, ejercicio de la obra de la redención» 31. Esta comprensión debe gran parte de sus presupuestos al trabajo emprendido por los autores del llamado movimiento litúrgico (1909-1959) 32; estado de opinión que, sin ser homogéneo, pretendía «restablecer el culto divino en la pureza y plenitud que le son 30. J. Soláns-J. Vendrell, Manual litúrgico 1, Eugenio Subirana, Barcelona 1927, 2. Aún más extrema la posición de J. Navatel, L’apostolat liturgique et la pieté personelle: «Études» 137 (1913) 452 y 455: «la liturgia significa la parte sensible, ceremonial y decorativa del culto cristiano […] La liturgia no sería sino una expresión sensible, una imagen del dogma y de la fe». 31. Cf. SC 2. Acerca de este esfuerzo de renovación, vid. J.L. GutiérrezMartín, «“Opus nostrae redemptionis exercetur”. Aproximación histórica al concepto conciliar de liturgia: análisis de un proceso de comprensión teológica», en C. Izquierdo y R. Muñoz (eds.), Teología: misterio de Dios y saber del hombre, Eunsa, Pamplona 2000, 259-280. 32. Acerca de la corriente, vid. O. Rousseau, Histoire du mouvement liturgique: esquisse historique depuis le début du XIX siècle jusqu’au pontificat de Pie X, Les editions du Cerf, Paris 1945; trabajo completado, para el tiempo transcurrido hasta la convocatoria del Concilio Vaticano II, por la edición italiana (edizioni Paoline, Roma 1961). Una buena síntesis, en lengua española, de la historia y avatares del movimiento, en B. Neunheuser: NDL 1365-1382 y P. Fernández Rodríguez [2005] 97-121.
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necesarias para proclamar la gloria de Dios e iniciar a los fieles en las riquezas del mundo de la gracia» 33, tarea para la que resultaba imprescindible una apropiada concepción teológica de la liturgia. Las raíces vitales del movimiento litúrgico se hunden en el programa de restauración monástica iniciado en Francia por Prosper Guéranger (1805-1875), y en las disposiciones reformadoras del pontificado de san Pío X (1903-1914) encaminadas a la participación activa de los fieles en los misterios del culto, «primer e insustituible manantial del verdadero espíritu cristiano» 34. No obstante, de modo habitual, se considera su primera manifestación pública el Congrès national des ouvres catholiques que, celebrado en Malinas (Bélgica) el año 1909, fue promovido por Lambert Beauduin (1873-1960). La especial importancia de esta iniciativa radica en el hecho de que, por vez primera, un número considerable de voces concordaron en la idea y el propósito de sustentar la vida y espiritualidad cristianas a partir del culto eclesial, por medio de una liturgia celebrada con autenticidad que contrarrestase los desafíos de un mundo en creciente secularización. A pesar de sus esperanzadores comienzos, el movimiento topó en su camino con frecuentes incomprensiones y dificultades e, incluso, profundas polémicas. Sus esfuerzos se contemplaron con recelo y se vieron acompañados de un intenso y, en ocasiones, áspero debate, tan sólo cerrado con las intervenciones autorizadas de la sede romana: «el movimiento litúrgico –afirmaría años más tarde Pío XII (1939-1958), con palabras posteriormente recogidas por el Concilio Vaticano II– ha aparecido como un signo de las disposiciones providenciales de Dios en el tiempo presente, como un paso del Espíritu Santo por su Iglesia» 35. 33. R. Guardini, Líneas básicas del movimiento litúrgico: «Cuadernos Phase» 64, Barcelona 1995, 19. 34. Cf. Pío X, motu proprio Tra le sollicitudini (22-XI-1903): «Cuadernos Phase» 112, Barcelona 2001, 36. 35. Pío XII, Acta Apostolicae Sedis 48 (1956) 712. Cf. SC 43.
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El primer periodo del movimiento (1909-1914), centrado en el área francófona, estuvo marcado por la controversia en torno a las relaciones entre liturgia y espiritualidad, piedad objetiva y piedad subjetiva. La crisis estalló en 1913 con la edición de una obra de Maurice Festugière (1870-1950): Liturgie catholique 36. El escrito pretendía mostrar que la liturgia, lejos de ser una simple institución ceremonial, constituía la auténtica fuente de la vida espiritual de los fieles cristianos, poseyendo su experiencia un carácter decisivo para la identidad de la fe. Sin embargo, sus afirmaciones fueron acogidas con violentas críticas por parte de conspicuos representantes de las más afirmadas escuelas de espiritualidad. En un intento de acallar la polémica y calmar los ánimos, Lambert Beauduin ofreció una síntesis más equilibrada de las tesis defendidas por su colega benedictino. Y, en última instancia, aunque la movilización de la gran guerra pusiera fin al debate, el espíritu de la corriente de renovación litúrgica había ganado nuevos adeptos. La segunda fase del movimiento ocupa el periodo de entreguerras (1918-1939). Su centro vital se desplazó al mundo germánico, donde Ildefons Herwegen (1874-1946), abad del monasterio de Maria Laach, había concebido un ambicioso proyecto de formación litúrgica, destinado a sus monjes y al clero secular, profesores y estudiantes universitarios. En este contexto, de la mano de un genial precursor, Odo Casel (1886-1948), el movimiento litúrgico se ocupó de las cuestiones teológicas objeto de debate. En estrecho contacto con este ambiente, el entonces joven sacerdote Romano Guardini (1885-1968) llevó a cabo novedosos estudios de antropología litúrgica y programas prácticos de celebraciones de culto para universitarios. También relacionado con el pensamiento teológico-litúrgico del monasterio lacense, aunque en perspectiva directamente pastoral, Pius Parsch (1884-1954), canónigo de Klos36. Una reciente reedición del libro, con un estudio preliminar, en M. Festugière, La liturgia cattolica, Edizioni Messaggero-Abbazia di Santa Giustina, Padova 2002.
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terneuburg (Austria), escribiría atinados comentarios al misal, breviario y año litúrgico. Este fructífero periodo se cerró con una gran crisis, paralela al sucederse de las hostilidades de la II Guerra Mundial (19391944). La controversia versó tanto acerca de la relación entre la piedad objetiva o litúrgica y la devoción o piedad subjetiva, como sobre algunas cuestiones prácticas 37. Al mismo tiempo, en un plano estrictamente teológico, creció el debate en torno a la visión mistérica de la liturgia, propuesta y defendida por Odo Casel. La situación, altamente crítica en unos momentos históricamente muy difíciles para la Iglesia en Alemania y en todo Europa, hizo temer una división profunda dentro del episcopado y entre los mismos fieles. De aquí que, entre 1942 y 1943, se sucedieran las comunicaciones entre los obispos alemanes y la santa Sede. La respuesta definitiva de Roma, por medio de una carta del cardenal secretario de estado (diciembre de 1943), declaró las intenciones positivas del movimiento, aunque manifestaba sus reservas ante posibles exageraciones. Ya en un clima más sereno, el fin de la guerra y las intervenciones de Pío XII (1939-1958) dieron inicio a la tercera fase del movimiento, caracterizada por la expansión del impulso renovador y la promulgación de algunas concreciones prácticas de reforma (1947-1963). Durante este periodo, la publicación de la encíclica Mediator Dei (20-XI-1947) supuso el reconocimiento oficial de los valores más profundos de la corriente. Y, de este modo, el documento pontificio quedó convertido en carta magna de la renovación promovida el movimiento litúrgico. Al calor del nuevo ambiente, se multiplicaron las iniciativas encaminadas hacia una profundización en la teología y la pastoral 37. Principalmente, las relativas a la celebración con altares vueltos hacia el pueblo y a la legitimidad de las llamadas misas dialogadas, en las que, frente a la praxis en uso, aunque respetando el derecho vigente, los fieles participaban con sus respuestas y cantos.
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de la liturgia. Surgieron, o recibieron nuevo impulso, los centros superiores de estudios litúrgicos, las publicaciones y revistas especializadas, y los congresos internacionales de especialistas. Bajo este último aspecto, adquirió una especial relevancia el Congresso liturgico-pastorale convocado en Asís el año 1956. Con una amplísima participación y nutrida representación de la jerarquía eclesiástica, la reunión fue clausurada por una histórica audiencia de Pío XII en Roma. Algunas intervenciones del congreso, como la protagonizada por Josef Andreas Jungmann (1889-1975), abrieron la vía hacia la reforma litúrgica del Concilio Vaticano II, al plantear las necesidades pastorales como la clave de todos los desarrollos de la historia del culto. En un plano más práctico, los deseos de renovación se concretaron en la aplicación de algunas medidas como la restauración de la Vigilia Pascual (1951) y de la entera Semana Santa (1955), aspectos parciales de un vasto proyecto general de reforma que no llegó a madurar a causa de la convocatoria del Concilio Vaticano II. No obstante, los trabajos emprendidos sirvieron como fundamento para los esquemas de la comisión preparatoria conciliar. Con el anuncio del nuevo concilio (1959) se cerró el ciclo del «movimiento litúrgico» para dar inicio, con la promulgación de la constitución Sacrosanctum Concilium (1963), a una nueva etapa: el periodo de la reforma y renovación litúrgica.
3. LOS PRECEDENTES TEOLÓGICOS DE LA DOCTRINA 3. LITÚRGICA CONCILIAR 3.1. La liturgia, culto de la Iglesia Corresponde a Lambert Beauduin (1873-1960), monje benedictino belga, el mérito de la búsqueda y adopción de una noción teológica de la liturgia. En efecto, mientras los pioneros del movimiento de renovación (Prosper Guéranger, san Pío X) habían per-
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manecido anclados en los planos de la espiritualidad y de la acción pastoral, Lambert Beauduin manifestó de un modo explícito su intención de dotar a la liturgia de un estatuto teológico. El benedictino belga encontró esta posibilidad en la determinación eclesial del culto cristiano: «la liturgia es el culto de la Iglesia» 38. Lambert Beauduin consideraba, en efecto, que si bien el término culto era capaz de expresar adecuadamente todo el conjunto de actos –internos o externos, públicos o privados– propios del ejercicio de la virtud de la religión, la liturgia se refería tan sólo a aquellas acciones esencialmente determinadas por su carácter eclesial; ahora bien, entendida la Iglesia no en un sentido primariamente institucional, sino teológico, en cuanto continuación de la obra de Cristo en el tiempo. Esta concepción de la Iglesia como extensión en la historia de la persona y la obra de Cristo comportaba la superación de toda consideración cultual reducida a categorías meramente humanas: la liturgia es una realidad en sí misma teológica por la constitución cristológica de la Iglesia que la celebra. «La fuerza innovadora de esta sencilla definición [liturgia, culto de la Iglesia] reside en la palabra Iglesia, que especifica en sentido formalmente cristiano el culto. Éste, en efecto, recibe de la Iglesia su propio carácter público y comunitario, pero no en un sentido que asimile el culto cristiano a cualquier culto que emane de una sociedad cualquiera que lo establece por ley, sino en el sentido de que la Iglesia, por ser en el mundo la continuación de Cristo, ejerce ese culto especial y enteramente perfecto que Cristo dio al Padre en su vida terrena» 39.
Por consiguiente, como culto de la Iglesia y, en consecuencia, lugar de la presencia viva de Cristo, la liturgia se manifiesta en sí misma como un ejercicio del sacerdocio del Verbo encarnado 40. 38. L. Beauduin [1954] 37. 39. S. Marsili: NDL 1147. 40. Cf. L. Beauduin [1954] 79.
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De aquí que el carácter cultual de la liturgia derive no tanto de su dimensión ritual, cuanto de su constituir el momento en el que Cristo conforma a la Iglesia como su Cuerpo místico: la liturgia no es culto por su forma externa solemne, sino porque a causa de su naturaleza esencialmente sacramental los fieles son incorporados a Cristo como miembros de su Cuerpo, para dar al Padre la alabanza auténtica y verdadera 41. Esta perspectiva serviría, años más tarde, como fundamento teológico para la doctrina litúrgica de la encíclica Mediator Dei. Pero, además, el benedictino belga puede ser considerado, incluso, un precursor del Concilio Vaticano II. En efecto, su concepción de la obra redentora de Dios como una realidad sobrenatural siempre presente y operante en el culto de la Iglesia, cuyo centro vital es Cristo glorioso 42, anticipaba la vía que en el concilio desembocaría en la apertura histórico-salvífica de la liturgia. No todos comprendieron en su momento la grandeza y hondura de la visión teológica de Lambert Beauduin. Su definición de la liturgia como culto de la Iglesia seguiría, de hecho, siendo interpretada en clave institucional, en el sentido de «culto oficial y público», contrapuesto al culto interior y privado. La exigencia de una ulterior clarificación haría necesaria la intervención autorizada del magisterio de la Iglesia.
3.2. La liturgia, ejercicio del sacerdocio de Cristo Nacida en el contexto de las controversias litúrgicas de la primera mitad del siglo XX, la encíclica Mediator Dei –publicada por Pío XII el 20 de noviembre de 1947– constituye el primer documento magisterial que, de manera orgánica y estructurada, trata de la natu-
41. Cf. ibid. 77-78. 42. Cf. ibid. 76.
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raleza del culto de la Iglesia. Y aunque en último término su promulgación obedeciera a razones disciplinares, el documento, al encauzar los aspectos objeto de litigio, sancionó de manera definitiva el carácter estrictamente teológico de la liturgia, abriendo así los cauces que más tarde serían desarrollados por el Concilio Vaticano II. Rechazada toda concepción que, de un modo u otro, redujera la liturgia a sus aspectos fenomenológicos: «no tienen, pues, noción exacta de la sagrada liturgia los que la consideran como una parte sólo externa y sensible del culto divino o un ceremonial decorativo; ni se equivocan menos los que la consideran como un mero conjunto de leyes y de preceptos con que la jerarquía eclesiástica ordena el cumplimiento de los ritos» 43, la encíclica subraya la naturaleza auténticamente teológica del culto cristiano, derivada de su constitución cristo-eclesiológica: la liturgia es la continuación, en la Iglesia, del ejercicio del sacerdocio (sacerdotale munus) de Cristo 44. La mención del sacerdocio de Cristo como medio para explicar y definir la liturgia –ya intuida acertadamente por Lambert Beauduin– supuso una novedad hermenéutica de gran calado, que encontraba su fundamento en las imágenes cultuales de la carta a los Hebreos, a la luz de la teología paulina de la Iglesia «cuerpo místico de Cristo», doctrina a la que el mismo Pío XII había dedicado una encíclica precedente: Mystici Corporis (29-VI-1943).
El punto de partida para comprender la liturgia es, pues, según Mediator Dei, Cristo mismo, en su condición de Verbo encarnado y, por tanto, sacerdote y mediador único entre Dios y los hombres 45. La encíclica juzga, en efecto, que la encarnación del Verbo reviste un fin cultual: glorificar al Padre y santificar a los hombres. 43. MD 38. 44. «La Iglesia, pues, fiel al mandato recibido de su Fundador, continúa el oficio sacerdotal de Jesucristo, sobre todo mediante la sagrada liturgia»: MD 5. Cf. también MD 4 y 32. 45. Cf. MD 1.
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Tal aspecto aparece muy marcado en el cuarto evangelio: «cuando el evangelista Juan, el teólogo por excelencia, proclame en síntesis todo el misterio de la encarnación del Hijo de Dios diciéndonos que “el Verbo se hizo carne y habitó con nosotros” (Jn 1:14) dará a la encarnación una dimensión propiamente cultual: la humanidad que acoge a la Palabra-Dios se convierte en la nueva “tienda de la reunión” (Ex 40:1ss.)» 46.
Esta finalidad cultual del misterio de la encarnación sería llevada a término por Cristo mediante su sumisión a la voluntad del Padre, consumada de manera definitiva en la oblación de su sacrificio en la cruz 47. De este manera, el culto de Cristo al Padre, de carácter esencialmente interior –el sacrificio de su obediencia, quedaría de una vez para siempre manifestado, cumplido y comunicado por un acto exterior de oblación, su muerte en la cruz, síntesis de toda su obra sacerdotal. Una vez instituido y actuado, fue voluntad de Cristo que su culto auténtico, interior y exterior a un tiempo, continuara sin interrupción en la Iglesia 48. Y, de este modo, el momento cristológico del culto quedó perpetuado, cronológica y teológicamente, por el momento eclesiológico: el culto sacerdotal de Cristo permanece hoy en su Iglesia porque, durante el transcurso de los siglos, el divino redentor está siempre presente en la liturgia como Cabeza de su Cuerpo. De aquí que la naturaleza del culto, en cuanto signo eficaz de la presencia sacerdotal de Cristo, sea de carácter esencialmente sacramental. La encíclica infiere la continuación eclesiológica del misterio de Cristo a partir de la categoría de cuerpo místico. En efecto, el culto de Cristo al Padre se perpetúa en la Iglesia porque Él es, para siem-
46. S. Marsili: NDL 1952. 47. Cf. MD 2 y 24-25. 48. Cf. MD 26.
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pre, su Cabeza. Más tarde, esta visión sería completada en el Concilio Vaticano II con una perspectiva más dinámica, histórico-salvífica, con el fin de mostrar, de un modo más claro, la naturaleza última de la relación de los hechos cultuales de Cristo con las celebraciones litúrgicas de su Iglesia.
Por ello, la Iglesia, en cuanto prosecución en el tiempo del misterio de la encarnación de Cristo, posee también, como su redentor, una finalidad cultual; dimensión que la encíclica ve actuada, de modo primario, por medio de la liturgia 49. La liturgia de la Iglesia no es, por tanto, sino la continuación ininterrumpida del ejercicio del sacerdocio de Cristo; es decir, de su culto para la glorificación del Padre y la santificación de los hombres 50. Al considerar la santificación del hombre como un elemento esencial del concepto de liturgia, la encíclica recuperó, así, para la noción de culto, la dimensión descendente perdida desde el comienzo de la modernidad. Tal conquista significó el restablecimiento de la correcta articulación entre los sacramentos y la liturgia. En efecto, como ya se ha indicado, desde la ruptura entre las dimensiones latréutica (adoración) y soteriológica (santificación), los sacramentos se habían considerado «liturgia» exclusivamente en virtud de la solemnidad y el carácter público de los ritos que acompañan al signo esencial. Con la nueva perspectiva, toda la celebración litúrgica –y no sólo un momento– es considerada acción sacramental; y al mismo tiempo, los sacramentos, en cuanto tales, son contemplados como las realidades centrales y constitutivos nucleares de toda acción litúrgica, en virtud de su carácter de continuación perenne del sacerdocio redentor de Cristo en la Iglesia.
De este modo, para la encíclica Mediator Dei, la liturgia, vista en su contenido teológico, es «la continuación del oficio sacerdotal
49. Cf. MD 27. 50. Cf. MD 32.
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de Cristo» o, sin más, «el ejercicio del sacerdocio de Cristo»; mientras que considerada a partir de su celebración es «el culto público del cuerpo místico de Jesucristo». «La sagrada liturgia es, por consiguiente, el culto público que nuestro redentor tributa al Padre como cabeza de la Iglesia, y el que la sociedad de los fieles tributa a su fundador y, por medio de Él, al Eterno Padre: es, diciéndolo brevemente, el completo culto público del cuerpo místico de Jesucristo, es decir, de la cabeza y de sus miembros» 51. El texto, habitualmente caracterizado como «definición» de liturgia de la encíclica Mediator Dei, consiste, más bien, en una descripción que, para no verse empobrecida, debe ser completada con la doctrina teológica que la precede. En efecto –como, por otra parte, subraya reiteradamente la encíclica–, el valor insustituible de la liturgia para la vida del cristiano y del mundo deriva no tanto de su «publicidad» cuanto de su constituir el momento del ejercicio del sacerdocio de Cristo en la Iglesia.
La liturgia es, así, en definitiva, la acción cultual unitaria de Cristo y de su Iglesia, para la glorificación de Dios y la santificación del hombre: culto de la Iglesia en y por Cristo, y culto de Cristo en y por la Iglesia 52. La posición subalterna que la encíclica encuentra en la IglesiaCuerpo respecto a Cristo-Cabeza comporta dos importantes consecuencias: a) la liturgia es primariamente –con prioridad temporal y ontológica– culto de Cristo, siéndolo de la Iglesia sólo por participación: la liturgia no es, por consiguiente, sino el culto de Cristo transmitido, continuado y participado en la Iglesia. b) La liturgia, por ello, no es culto por ser la expresión ritual de la naturaleza social de la Iglesia, sino por su ser el ámbito de la presencia perenne de CristoCabeza en su Cuerpo 53.
51. MD 29. 52. Cf. S. Marsili: Pontificio Istituto Liturgico [1979] 82. 53. Ibid.
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En virtud de tales premisas cristo-eclesiológicas, la encíclica Mediator Dei otorga a la liturgia su definitivo estatuto teológico. La perspectiva meramente antropológica, característica de las aproximaciones anteriores al movimiento litúrgico, había dado paso a una auténtica teología del culto: lejos de ser considerada sólo como una manifestación religiosa –obra del hombre que busca a Dios–, la liturgia comenzó a ser contemplada como ejercicio del sacerdocio de Cristo en su Iglesia y, por tanto, obra de Dios.
3.3. La liturgia, presencia del misterio de Cristo La concepción de la liturgia abierta por Lambert Beauduin y sancionada en la encíclica Mediator Dei de Pío XII había supuesto para la comprensión del culto de la Iglesia tanto la confirmación de su naturaleza teológica, como la recuperación de su dimensión santificadora. Faltaba, sin embargo, una inteligencia del hecho litúrgico que explicara, de un modo satisfactorio, la estrecha relación entre el acontecimiento histórico-salvífico del misterio de Cristo y su celebración ritual en el culto cristiano. En otras palabras, era necesaria una exposición de la liturgia que diera razón de la presencia de la obra redentora de Cristo en los misterios del culto, de manera que los ritos sacramentales no fueran considerados simplemente una ocasión para administrar los «tesoros de la gracia» abiertos por su sacrificio salvador. Se requería, por tanto, restituir a la comprensión del culto su carácter de continuación-perpetuación de los misterios de la vida de Cristo, pero no sólo en su aspecto de contigüidad temporal, sino también –y fundamentalmente– en su realidad más nuclear, aquella que atañe a la naturaleza misma de su ser y de su sentido. Para ello debía clarificarse teológicamente que la liturgia, además de ser ejercicio de la obra del redentor (opus redemptoris), es en sí actuación de su misma y única obra redentora (opus nostrae redemptionis) y, por consiguiente, presencia no sólo de la persona de
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Cristo, sino también de su misterio de salvación. En definitiva, se trataba de integrar la liturgia en una visión teológica que fuera capaz de conjugar armónicamente dos aspectos aparentemente contradictorios: la identidad y unidad del único designio divino de la redención y, al mismo tiempo, el hecho de su revelación y actuación en la historia y como historia. Sería Odo Casel (1886-1948) el autor que, por caminos del todo personales, propondría una comprensión unitaria del culto y del misterio de la salvación, al contemplar la liturgia como presencia ritual de la única obra redentora de Cristo 54. En efecto, al benedictino alemán se debe, en gran parte, la recuperación de la consideración de los sacramentos como misterios del único misterio de la redención obrado por Dios en la historia; noción que, pese a ser común –al menos, como presupuesto implícito– en la literatura patrística, había caído progresivamente en el olvido. La presencia de la obra de la redención en las celebraciones de culto ya había sido insinuada por Lambert Beauduin y no era del todo desconocida en la doctrina de Mediator Dei 55, pero llegaría a ser un lugar común para la comprensión de la liturgia tan sólo a partir de los, en ocasiones malentendidos, esfuerzos de Odo Casel 56. La apertura de su intuición, al rescatar el «mystériòn» como centro y paradigma fundamental de la reflexión sacramentaria y del entero dis54. Una síntesis reciente del pensamiento del teólogo alemán en A. Bozzolo, Mistero, simbolo e rito in Odo Casel. L’effettività sacramentale della fede, Libreria Editrice Vaticana, Città del Vaticano 2003. 55. «En las celebraciones litúrgicas, y particularmente en el augusto sacrificio del altar, se continúa sin duda la obra de nuestra redención y se aplican sus frutos»: MD 42. Sin embargo, esta perspectiva quedaba condicionada por la teología hasta entonces clásica y más estática de los llamados «tesoros de la gracia». 56. Acerca de la controversia sobre la «doctrina de los misterios», vid. Th. Filthaut, Teología de los misterios: exposición de la controversia, Desclée de Brouwer, Bilbao 1963 e I. Oñatibia, La presencia de la obra redentora en el Misterio del Culto, Editorial del Seminario Diocesano, Vitoria 1957.
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curso teológico 57, va más allá de su posible consideración desde la polémica que generó y acompañó a la obra del benedictino alemán 58.
Partiendo de que la liturgia es, sin duda, el «culto de la Iglesia», Odo Casel se pregunta si esta definición debe ser primariamente entendida en el sentido de un concepto genérico de culto de carácter universal, válido para todas las manifestaciones religiosas y sólo posteriormente determinado, cronológica y teológicamente, por la noción de Iglesia 59; o si más bien expresa una realidad específica, proveniente de su pertenencia al orden del designio histórico de salvación. Y en esas condiciones, en virtud de su conocimiento profundo de la teología de los Padres y de la meditación atenta de las fuentes litúrgicas, intuye que no es posible alcanzar una comprensión plena de la liturgia, sino como prolongación eclesial de los misterios redentores de la vida de Cristo. De aquí que, conforme a la doctrina de san Pablo y a las fórmulas de los textos litúrgicos de la tradición eclesial, concluya que las celebraciones de culto actualizan, según sus distintas y propias modalidades sacramentales, el único misterio de nuestra salvación: «el misterio de Cristo es, según las cartas de san Pablo, Jesucristo mismo en su realidad total; es decir, la revelación de Dios en su Hijo encarnado; revelación que culmina en la muerte sacrificial y en la glorificación del Señor. El misterio del culto, en cambio, es la actualización de la presencia y la renovación ritual del misterio de 57. Cf. cuanto C. Rocchetta [1990] 23 escribe respecto a la superación de algunas de las aporías de la teología litúrgico-sacramental de la segunda mitad del siglo XX. 58. Acerca del «misterio» como hilo conductor del hecho cristiano y de su interpretación, cf. Juan Pablo II, constitución apostólica Fidei depositum (11-X1992) 3. 59. Este era el marco general de la liturgia en la obra de Lambert Beauduin: cf. [1954] 37, y en la encíclica Mediator Dei: cf. MD 18-23; si bien, en ambos casos, la noción de culto debe ser entendida no de un modo antropológico –fenomenología de las religiones–, sino estrictamente teológico.
Hacia una noción integral del culto de la Iglesia
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Cristo, de manera que nosotros podamos entrar a formar parte del mismo» 60. Los misterios del culto no son, por consiguiente, un simple recuerdo subjetivo de la obra redentora de Cristo, ni un mero ejercicio o administración de sus efectos, sino una presencia objetiva del misterio en su conmemoración ritual (anámnesis): fiel al mandato de su Señor («haced esto en conmemoración [anámnesis] mía»), la Iglesia hace presente en la liturgia la acción salvadora de su redentor, pues en la celebración de culto está presente Cristo mismo con su entera obra redentora, y actúa por la Iglesia y con la Iglesia 61. De este modo, la liturgia de la Iglesia es, en sí misma, una participación en el único misterio de la salvación: la obra de Cristo, el Señor. En los misterios del culto, el misterio de la redención está presente y operante para que el cristiano alcance una progresiva configuración sacramental con Cristo. Por consiguiente, en la liturgia no sólo se actúa (se administra) el efecto –virtus– de la redención obrada por Cristo –opus redemptoris–, sino que también se «re-presenta» (se hace presente) la misma obra de nuestra redención –opus nostrae redemptionis–, cumplida de una vez para siempre en la bienaventurada pasión y glorificación del Señor 62. De aquí que la liturgia pueda ser válidamente comprendida como «el misterio de Cristo y de la Iglesia» 63; o mejor aún, «la acción ritual de la obra de la salvación de Cristo; es decir, la presencia, bajo el velo de los símbolos, de la obra salvífica de la redención» 64. 60. O. Casel [1985] 167. 61. Ibid. 178. 62. De esta presencia litúrgica de Cristo y de su acontecimiento de salvación deriva, para el benedictino alemán, la actualidad de la presencia eficaz de su efecto: la gracia: vid. O. Casel, Fede, gnosi e mistero, Edizioni Messagero, Padova 2001. 63. Cf. O. Casel [1985] 73. 64. Cf. O. Casel, Mysteriengegenwart: «Jahrbuch für Liturgiewissenschaft» 8 (1928) 145.
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Liturgia y Teología
Por este camino, ciertamente sinuoso y no siempre de fácil recorrido, Odo Casel había recuperado para la reflexión litúrgica la presencia objetiva del acontecimiento redentor de Cristo. La vía hacia la doctrina conciliar –más tarde desarrollada y profundizada por el Catecismo de la Iglesia– de la liturgia como celebración (manifestación, presencia y comunicación 65) de la obra de nuestra redención 66, el misterio pascual de Cristo 67, había quedado definitivamente abierta. «El corazón de la doctrina sobre la liturgia desarrollada por la constitución conciliar es también el corazón de la enseñanza de dom Casel. La cita constante que la constitución hace de los textos patrísticos, litúrgicos o de concilios anteriores en los que Casel había edificado su síntesis y la interpretación que de los mismos hace el concilio en su mismo sentido, atestiguan la filiación de un modo que sorprenderá a todos los historiadores futuros» 68.
65. Cf. CCE 1076. 66. Cf. SC 2. 67. «En la liturgia, la Iglesia celebra principalmente el misterio pascual por el que Cristo realizó la obra de nuestra salvación»: CCE 1067. 68. L. Bouyer: «La Maison-Dieu» 80 (1964) 242.
II.
La fuente de la liturgia
3. La liturgia, obra de la Trinidad
El Catecismo de la Iglesia inicia el apartado correspondiente a la liturgia y los sacramentos con una confesión trinitaria que abarca al entero cosmos: «en el símbolo de la fe, la Iglesia confiesa el misterio de la Santísima Trinidad y su “designio benevolente” (Ef 1:9) sobre toda la creación: el Padre realiza el “misterio de su voluntad” dando a su Hijo amado y al Espíritu Santo para la salvación del mundo y para la gloria de su Nombre» 1. Acerca de la verdad radical de Dios, el dogma enuncia tres personas (hipóstasis) y una sola naturaleza o esencia (ousía): «no hay más que un sólo Dios, el Padre todopoderoso y su Hijo único, y el Espíritu santo: la santísima Trinidad» 2. La unidad divina es trina 3 y la liturgia no cesa de invocar y celebrar este misterio: «yo canto tres personas de una sola naturaleza, hipostáticas por ellas mismas: al Padre no engendrado, al Hijo engendrado y al Espíritu Santo, reino sin comienzo, poder, divinidad única» 4. La liturgia celebra la gloria del Dios tres veces santo: «nosotros cantamos el triple res-
1. CCE 1066. 2. CCE 233. 3. Cf. CCE 254. 4. Liturgia bizantina: doxología de la I oda de maitines del sábado de carnaval, compuesta por san Teodoro Estudita (759-826).
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La fuente de la liturgia
plandor de la divinidad una, clamando: Tú eres santo, Padre sin comienzo, Hijo sin comienzo y Espíritu divino» 5; y manifiesta, «revela», en el tiempo y en el espacio cósmico el esplendor de la eterna y santa comunión de las tres divinas personas 6. Eterna expansión de amor 7, la Trinidad Una es vida de comunión, flujo y reflujo de incesante donación y acogida del amor mutuo de las tres divinas personas: «la comunión divina es una efusión de amor entre los Tres» 8. «El Padre es fuente del Verbo que expresa y del Soplo que espira. Pero es fuente de comunión: su Hijo está enteramente hacia Él, ofreciéndole en su resplandor todo lo que es y es engendrado por el Padre; su Espíritu es todo de Él, devolviéndole en su Recibir el Don que él es y que procede del Padre. En la Comunión de la Trinidad Santa, ninguna persona se nombra por sí misma [...] En la comunión del Dios vivo, el misterio de cada persona es ser para el Otro» 9.
1. LA ECONOMÍA DEL MISTERIO En inefable efusión de su infinita benevolencia, al comienzo de los tiempos la comunión eterna del amor trinitario se dona al mundo: «en el inicio, la comunión de amor de la Trinidad Santa se entrega. Este don es el inicio: el Padre dona su Verbo y su Espíritu, y todo es llamado a la existencia» 10. La comunión eterna de las tres
5. Liturgia bizantina: tropario cuaresmal, compuesto por san Teodoro Estudita (759-826). 6. «Cuando esta corriente de amor [trinitaria] llegue a desbordarse, esta manifestación de la Santidad escondida se llamará su Gloria»: J. Corbon [2001] 39. 7. «Porque Dios es amor»: 1 Jn 4:8. 8. J. Corbon [2001] 38. 9. Ibid. 38. 10. Ibid. 40.
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personas consustanciales divinas es el principio de todo lo creado: «entre el ser y la nada no hay otro principio de existencia que el principio trinitario» 11. De la nada, el Padre, el Hijo y el Espíritu llaman al ser al cosmos: «Tearquía tres veces santa», canta la liturgia, «el Padre, el Hijo, con el Espíritu, tú eres mi Dios que mantienes el universo por tu omnipotencia» 12. Efusión libre y gratuita de la santidad y el amor del Dios trinitario, la creación manifiesta en el tiempo su gloria eterna: «todo es don suyo, manifestación de su gloria […] pura efusión de su santidad» 13. De las profundidades de la eterna comunión trinitaria en el amor nace la vida: «en verdad es justo darte gracias, y deber nuestro glorificarte, Padre santo, porque tú eres el único Dios vivo y verdadero, que existes desde siempre y vives para siempre; luz sobre toda luz. Porque tú solo eres bueno y la fuente de la vida, hiciste todas las cosas para colmarlas de tus bendiciones y alegrar su multitud con la claridad de tu gloria» 14. La vida es donada al mundo en espera de su acogida. Y, entonces, llega el hombre –«hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza» 15– llamado por Dios a ser su «presencia» en el mundo: «a imagen tuya creaste al hombre y le encomendaste el universo entero, para que, sirviéndote sólo a ti, su Creador, dominara todo lo creado» 16. Y, con el hombre, la historia, que, desde su origen, vive el drama del rechazo de la comunión divina gratuitamente donada 17. Comienza entonces, en la economía del misterio, la historia de la salvación. Nace el «tiempo de las promesas», herido por la
11. P. Evdokìmov [1990] 231. 12. Liturgia bizantina: doxología de la VI oda de maitines del sábado de carnaval, compuesta por san Teodoro Estudita. 13. J. Corbon [2001] 40. 14. Misal Romano: prefacio de la plegaria eucarística IV. 15. Cf. Gen 1:26. 16. Misal Romano: plegaria eucarística IV. 17. Cf. Gen 3.
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ausencia de Dios y su nostalgia en el corazón del hombre, pero aliviado por la espera 18 y encaminado hacia aquel «momento» en el que la vida ofrecida no fuera ya rechazada, sino libremente acogida: «y cuando por desobediencia perdió tu amistad, no lo abandonaste al poder de la muerte, sino que, compadecido, tendiste la mano a todos, para que te encuentre el que te busca. Reiteraste, además, tu alianza a los hombres; por los profetas los fuiste llevando con la esperanza de salvación» 19. Llega «la plenitud de los tiempos» y la vida es nuevamente donada: el Padre la ofrece al mundo en su Hijo que, por su encarnación, la acoge en su condición humana ungida por el Espíritu: «y tanto amaste al mundo, Padre santo, que, al cumplirse la plenitud de los tiempos, nos enviaste como salvador a tu único Hijo. El cual se encarnó por obra del Espíritu Santo, nació de María, la Virgen, y así compartió en todo nuestra condición humana» 20. En la carne de Cristo, el hombre acoge la vida divina, el misterio de comunión rechazado en el origen de los tiempos. Misterio de comunión que no nace del hombre, sino de aquél, el Padre, que es fuente de vida, y la ofrece al mundo en su Hijo y en su Espíritu, como efusión de su gloria: «eres santo, todo santo, Tú y tu Hijo unigénito y tu Espíritu. Eres santo, todo santo y magnífica es tu gloria. Tú has amado al mundo hasta el punto de dar a tu Hijo unigénito» 21. El Hijo eterno, «engendrado antes de todos los siglos» y encarnado en el tiempo «por obra del Espíritu Santo», introduce al hombre en el misterio de la comunión del Dios tres veces santo. De las profundidades del eterno misterio de vida que nace del Padre antes de los siglos nadie puede entrar en comunión, sino a tra18. Cf. J. Corbon [2001] 42. 19. Misal Romano: plegaria eucarística IV. 20. Ibid. 21. Liturgia bizantina: oración de embolismo posterior al Trisagio, como nexo de unión con el relato de la institución, de la plegaria eucarística de la Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo.
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vés de su Hijo unigénito hecho hombre, ya que «a Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» 22, pues sólo conoce al Padre el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar 23. Una vez concluida su misión, al volver a la gloria del Padre tras cumplir su voluntad mediante su pasión 24, ya glorificado, el Hijo entrega su Espíritu a la Iglesia 25, para que por su acción santificante los hombres y el mundo entren en comunión con la vida: «para cumplir tus designios, él mismo se entregó a la muerte y, resucitando, destruyó la muerte y nos dio nueva vida. Y porque no vivamos ya para nosotros mismos, sino para él, que por nosotros murió y resucitó, envió, Padre, al Espíritu Santo como primicia para los creyentes, a fin de santificar todas las cosas, llevando a plenitud su obra en el mundo» 26. En palabras de Juan Pablo II, «la misión del Hijo de Dios llega a su plenitud cuando Él, ofreciéndose a sí mismo, realiza nuestra adopción filial y, con el don del Espíritu Santo, hace posible a cada ser humano la participación en la misma comunión trinitaria. En el misterio pascual, Dios Padre, por medio del Hijo en el Espíritu Paráclito, se ha inclinado sobre cada hombre ofreciéndole la posibilidad de la redención del pecado y la liberación de la muerte» 27.
A partir de la pascua –la hora en la que el Hijo del hombre es glorificado por su muerte y resurrección 28–, el Padre es glorificado en el mundo 29. Y exaltado a la derecha del Padre y participando ya 22. Jn 1:18. 23. Cf. Lc 10:22. 24. «Salí del Padre y he venido al mundo. Ahora dejo el mundo y voy al Padre»: Jn 16:28. 25. Cf. Jn 19:30. 26. Misal Romano: plegaria eucarística IV. 27. Cf. Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes (14-III-1999) Introducción. 28. Cf. Jn 12:23-26. 29. Cf. Jn 12:28.
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para siempre de la gloria eterna trinitaria también en su carne, Jesucristo abre para el hombre la posibilidad de entrar en comunión con la vida que eternamente fluye de Dios: «porque Jesús, el Señor, el Rey de la gloria, vencedor del pecado y de la muerte, ha ascendido hoy ante el asombro de los ángeles a lo más alto del cielo, como mediador entre Dios y los hombres […] Ha querido precedernos como cabeza nuestra para que nosotros, miembros de su Cuerpo, vivamos con la ardiente esperanza de seguirlo en su reino» 30. Por ello, en el núcleo de la liturgia –la anáfora o plegaria eucarística– se encuentra la memoria del misterio pascual de Cristo: «por eso, nosotros, Señor, al celebrar ahora el memorial de nuestra redención, recordamos la muerte de Cristo y su descenso al lugar de los muertos, proclamamos su resurrección y ascensión a tu derecha; y, mientras esperamos su venida gloriosa, te ofrecemos su Cuerpo y Sangre, sacrificio agradable a ti y salvación para todo el mundo» 31.
Y, de esta manera, en la hora pascual, el diálogo de comunión de vida entre Dios y el hombre ha quedado, ya para siempre, proferido en el mundo y en la historia en el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, en su anonadamiento y glorificación. Así se refleja en uno de los textos más antiguos del Nuevo Testamento, el himno de la comunidad apostólica que san Pablo recoge en su carta a los Filipenses: «Cristo Jesús, siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres, se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz. Y por eso Dios lo exaltó y le otorgó el nombre que está sobre todo nombre; para que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese: ¡Jesucristo es el Señor!, para gloria de Dios Padre» 32. 30. Misal Romano: prefacio I de la Ascensión del Señor. 31. Misal Romano: plegaria eucarística IV. 32. Flp 2:6-11.
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Por ello, únicamente a través de la misión del Hijo, enviado por el Padre 33 y hecho hombre por obra del Espíritu, muerto y resucitado (economía del misterio), se participa en la comunión gloriosa del Dios trinitario (teología del misterio): «según la feliz fórmula de los Padres y de los Concilios de los primeros siglos, sólo mediante la economía se entra en la teología: la Trinidad Santa no se nos revela sino a través de su “designio” de amor» 34, Cristo, el Hijo eterno hecho hombre y «enviado por el Padre al mundo para la salvación de la humanidad» 35. Como recuerda el Catecismo de la Iglesia, los Padres distinguieron «entre la Theología y la Oikonomía, designando con el primer término el misterio de la vida íntima del Dios-Trinidad, y con el segundo todas las obras de Dios por las que se revela y comunica su vida. Por la Oikonomía nos es revelada la Theología; pero inversamente, es la Theología, quien esclarece toda la Oikonomía. Las obras de Dios revelan quién es en sí mismo; e inversamente, el misterio de su Ser íntimo ilumina la inteligencia de todas sus obras» 36.
Y, de este modo, la economía del misterio se ofrece como un movimiento o diálogo de comunión existencial con la teología del misterio o vida íntima trinitaria: comunión con la gloria del Padre, por medio de Cristo, en la obra del Espíritu. «La misma revelación [...] nos abre una maravillosa espiral de luz sobre todo el ciclo de las relaciones entre el Dios trinidad y cada uno de nosotros. He aquí brevemente este ciclo: todo nos viene del Padre, por medio de su Hijo encarnado, Jesucristo, en la presencia en nosotros del Espíritu Santo, y de este modo, en la presencia del Espíritu Santo, por medio del Hijo encarnado, Jesucristo, todo debe retornar al Padre y alcanzar su fin último: la Trinidad beatísima. Es la 33. 34. 35. 36.
Cf. 1 Jn 4:10 y 4:14. J. Corbon [2001] 38. Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes (14-III-1999) Introducción. CCE 236.
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dialéctica cristológico-trinitaria de la historia sagrada y de la salvación, de la economía de Dios en el mundo» 37.
Ahora bien, desde la hora pascual, la dispensación en Cristo –oikonomía– del misterio de la comunión de vida de la santidad trinitaria –theología– se ha convertido, en cuanto dado en participación a los hombres mediante el culto de la Iglesia, ya para siempre en liturgia: leitourgía. 2. LA LITURGIA DEL MISTERIO En su verdad más radical, la liturgia de la Iglesia no es «otra cosa en el fondo que la actualización sacramental continuada de aquel primer acontecimiento por el cual la Palabra-Dios se hizo carne» 38 para santificar a los hombres y dar gloria al Padre. En el misterio de Cristo, la gloria eterna e infinita de Dios y la condición temporal y en el mundo del hombre entran en perfecta comunión: «y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria» 39. Este «divino comercio» 40 entre Dios y el hombre se expresa en la celebración litúrgica con sentimientos de admiración: «oh Dios, que de modo admirable has creado al hombre a tu imagen y semejanza y de un modo más admirable todavía elevaste su condición por Jesucristo; concédenos compartir la vida divina de aquel que hoy se ha dignado compartir con el hombre la condición humana» 41. 37. C. Vagaggini [1965] 189. 38. S. Marsili: NDL 1952. 39. Jn 1:14. La gloria de Dios –kabod Yahweh– o manifestación del ser divino en el mundo (cf. Is 60:1-2) se consuma, para el Nuevo Testamento, en la «carne» de Cristo. 40. «Sacrosancta commercia»: Misal Romano: oración sobre las ofrendas de la Misa de la noche de la Natividad del Señor. 41. Misal Romano: oración colecta de la Misa del día de la Natividad del Señor. La fórmula, que con toda probabilidad es de san León Magno, constituye uno de los mejor exponentes literarios y teológicos de la liturgia romana.
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Ahora bien, por la presencia sacramental de Cristo, la liturgia participa, en su estructura más profunda, de la economía del misterio. De aquí que la celebración litúrgica sea una «revelación» del ser radical de Dios –la eterna e infinita comunión en la santidad del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo– y de su efusión en el mundo mediante la persona y la obra del Verbo encarnado. «Cuando celebramos la liturgia nuestra vida participa intensa y de un modo único con el Señor adorable, con todos los hombres recreados en la comunión del Padre, con el mundo reconciliado y el tiempo liberado: nosotros “vivimos”, en el máximo valor de la palabra, y aquello que seremos eternamente es “ya” manifestado y gustado en el Espíritu» 42.
Por ello, la liturgia es, primordialmente, misterio, acontecimiento y obra trinitaria; presencia siempre actual de la inefable santidad de Dios que, en Cristo, ha sido dada en comunión a los hombres y al mundo. Pero aceptar el «misterio» implica comprender que la liturgia es un don, una gracia, cuyo horizonte último de sentido no se encuentra en la sola acción humana; significa, en definitiva, admitir que en su celebración, más allá de cuanto se muestra a los sentidos, acontece la comunión de vida con el Dios tres veces santo, que en su infinita bondad ha querido hacer al hombre partícipe de su gloria eterna. En última instancia, como recientemente subrayaba Juan Pablo II, se trata de vivir y de entender la liturgia de tal modo que su celebración y su inteligencia supere toda posible tentación de reducción antropológica: «algunos síntomas revelan un decaimiento del sentido del misterio en las celebraciones litúrgicas, que deberían precisamente acercarnos a él. Por tanto, es urgente que en la Iglesia se reavive el auténtico sentido de la liturgia […] Con ella, como subraya certeramente también la tradición de las venerables Iglesias de Oriente, los fieles entran en comunión con la Santísima Trinidad, 42. J. Corbon [2001] 199.
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experimentando su participación en la naturaleza divina como don de la gracia. La liturgia se convierte así en anticipación de la bienaventuranza final y participación de la gloria celestial» 43.
Ello presupone que, lejos de reducirse a su manifestación fenomenológica, la liturgia es, en su realidad más nuclear, una obra trinitaria 44. En efecto, en cada celebración sacramental del culto «obran los tres actores [el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo] de la liturgia eterna. La Trinidad santa difunde sus Energías deificantes y es glorificada» 45. Separada del «misterio» –en su doble vertiente trinitaria, teológico-económica– u olvidada su radical condición de don gratuito de comunión divina, la liturgia se vería limitada a mera «obra humana», convertida su celebración en una simple expresión cultural del hecho cristiano, en un horizonte cerrado a toda trascendencia más allá de la historia. De aquí que la dimensión trinitaria de la liturgia constituya el principio teológico fundamental de su naturaleza, y la ley de su celebración 46: «la Liturgia fontal existe antes de las celebraciones sacramentales, las vivifica y les hace capaces de comunicar su fruto» 47.
3. EL DINAMISMO TRINITARIO DE LA LITURGIA La presencia siempre actual de la persona y obra de Cristo en la liturgia presupone su acontecer según el dinamismo trinitario de la economía del misterio: toda celebración sacramental del culto –y de modo eminente la eucaristía– vive «los tres movimientos de la 43. Juan Pablo II, exhortación apostólica Ecclesia in Europa (28-VI-2003) 70. 44. Acerca de las relaciones entre la liturgia y el misterio de la Trinidad, vid. I. Oñatibia: Asociación Española de Profesores de Liturgia [2004] 49-78. 45. J. Corbon [2001] 163. 46. Cf. J. López Martín [1994] 24. 47. J. Corbon [2001] 162.
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Pascua de Jesús: el Padre nos dona a su Hijo amado, el Verbo asume nuestra carne y nuestra muerte para que resucitemos con Él, y su Espíritu nos hace entrar en la comunión eterna del Padre» 48. Por ello, como Juan Pablo II recordaba en el final de su pontificado, «se trata de vivir la liturgia como acción de la Trinidad. El Padre es quien actúa por nosotros en los misterios celebrados; Él es quien nos habla, nos perdona, nos escucha, nos da su Espíritu; a Él nos dirigimos, lo escuchamos, alabamos e invocamos. Jesús es quien actúa para nuestra santificación, haciéndonos partícipes de su misterio. El Espíritu Santo es el que interviene con su gracia y nos convierte en el cuerpo de Cristo, la Iglesia» 49.
La tradición eclesial ha expresado este dinamismo trinitario del obrar litúrgico mediante un sumario que hunde sus raíces en los escritos del Nuevo Testamento: «desde el Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo, hacia el Padre» (a Patre, per Christum, in Spiritu Sancto, ad Patrem 50); axioma que significa que todo don de comunión divina viene del Padre (a Patre) a través de Cristo, su Hijo eterno encarnado (per Christum), por obra del Espíritu (in o ex virtute Spiritu); para en el Espíritu (in o ex virtute Spiritu), por medio de Cristo (per Christum), regresar al Padre (ad Patrem). El principio, entendido originalmente –al menos, de modo preferente– en su dimensión «económica» ad extra, adquirió muy pronto, en el contexto de las controversias «arrianas» 51, una comprensión 48. Ibid. 163. 49. Juan Pablo II, exhortación apostólica Ecclesia in Europa (28-VI-2003) 71. 50. Vid., por ejemplo, en su dimensión ascendente, la doxología propia del Canon Romano: «per Ipsum [Christum], et cum Ipso, et in Ipso, est tibi Deo Patri omnipotenti, in unitate Spiritus Sancti, omnis honor et gloria; per omnia saecula saeculorum». La fórmula se encuentra presente ya en la obra de san León Magno (siglo V). 51. Sucesivas negaciones de la divinidad de Jesucristo o de la consustancialidad del Hijo con el Padre.
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más profunda, percibiéndose en su enunciado la vertiente «teológica», ad intra, de la vida trinitaria: a Patre, per Christum Filium eius, in Spiritu ad Patrem, beata Trinitas unus Deus 52. De aquí que la fórmula, sin ser desconocida en la liturgia romana, alcanzara un desarrollo más pleno en aquellas tradiciones eclesiales que sufrieron de un modo más intenso los embates del arrianismo. Así se advierte, por ejemplo, en la plegaria eucarística propia de las Iglesias de matriz antioquena: «es justo y necesario adorar al Padre, Hijo y Espíritu Santo: Trinidad consustancial e indivisible» 53.
Dicho compendio trinitario subraya el carácter fontal y final del Padre, la mediación Cristo, y la potencia virtual del Espíritu Santo en el desarrollo de toda celebración eclesial del culto y, en última instancia, responde al dinamismo del movimiento de comunión con la vida trinitaria que la liturgia manifiesta, hace presente y comunica de modo sacramental. En otros términos, según el citado principio, el Padre es la «fuente» y el «fin» de toda celebración litúrgica; Cristo, el «mediador»; y el Espíritu Santo, la virtus o «artífice»54. De aquí que toda fórmula de oración litúrgica posea siempre –al menos, de modo implícito– un esquema literario tripartito, fiel reflejo de su misma estructura teológica interna: anámnesis (memoria-presencia de Cristo), epíclesis (obrar del Espíritu) y doxología (glorificación del Padre). Esta articulación es bien perceptible –en su dimensión más plena y nuclear, «condensada», tanto en el nivel literario como en el teológico– en la oración litúrgica por antonomasia, la anáfora o plegaria eucarística. En efecto, esta oración comienza con la memoria de un aspecto del misterio cristiano; continúa con una petición para que el Espíritu Santo, mediante la consagración de los dones, lo ac-
52. Cf. C. Vagaggini [1965] 205. 53. Liturgia bizantina: diálogo de introducción de la anáfora de la Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo. 54. Término propuesto por CCE 1091.
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tualice sacramentalmente en su raíz misma –el sacrificio redentor de Cristo en la cruz– y lo comunique a la Iglesia; y culmina con una glorificación trinitaria dirigida al Padre.
Toda celebración de culto debe, por ello, ser comprendida y vivida como una alabanza de la gloria 55 del Padre (doxología) por la presencia sacramental de Cristo, «resplandor de su gloria» 56 (anámnesis), obrada por el Espíritu (epíclesis): «concede a cuantos compartimos este pan y este cáliz, que congregados en un solo cuerpo por el Espíritu Santo, seamos en Cristo víctima viva para alabanza de Tu gloria» 57.
4. LA LITURGIA, ALABANZA DE LA GLORIA DEL PADRE El dinamismo trinitario del acontecer litúrgico implica, por tanto, que la liturgia es esencialmente doxología; término que literalmente significa «expresión de la gloria». No es de extrañar, por consiguiente, que todas las fórmulas litúrgicas culminen, necesariamente, con una glorificación al Padre, por Cristo, en la unidad del Espíritu Santo. Y, de este modo, el acontecer litúrgico se nos presenta siempre como un continuo flujo y reflujo trinitario de «don» y de «acogida» de la vida íntima de Dios; movimiento circular que encuentra en el Padre su origen y su término 58. De aquí que toda celebración litúrgica se dirija siempre al Padre 59. Como recuerda el Catecismo de la Iglesia, «en la liturgia de la Iglesia, la bendición divina es plenamente revelada y comunicada: el
55. 56. 57. 58. 59.
Cf. Ef 1:6. Cf. Hb 1:3. Misal Romano: plegaria eucarística IV. Cf. CCE 1083. Cf. canon 21 del concilio de Hipona del año 393.
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Padre es reconocido y adorado como la fuente y el fin de todas las bendiciones de la creación y de la salvación; en su Verbo encarnado, muerto y resucitado por nosotros, nos colma de sus bendiciones y por él derrama en nuestros corazones el don que contiene todos los dones: el Espíritu Santo» 60.
Este «diálogo» trinitario del Padre con el hombre es expresado en la celebración litúrgica mediante la bendición (eulogía) y la acción de gracias (eucharistía). Dios Padre bendice al hombre con su intervención salvífica en el mundo y en la historia –«desde el comienzo y hasta la consumación de los tiempos toda la obra de Dios es bendición» 61– y el hombre le responde en hacimiento de gracias 62. Por ello, toda celebración litúrgica es esencialmente un encuentro de diálogo y oración: palabra de bendición de Dios al hombre y al cosmos, y palabra de acción de gracias del hombre y del cosmos a Dios. Y, en virtud de la dimensión cósmica, tanto la palabra de bendición de Dios como la respuesta en acción de gracias del hombre se profieren ritualmente, con las «voces» de toda la creación. De aquí que la celebración litúrgica sea, en su núcleo más radical, oración, participación en el diálogo de comunión de Cristo-Iglesia con el Padre: «la liturgia es también participación en la oración de Cristo, dirigida al Padre en el Espíritu Santo» 63. No es de extrañar, por tanto, que la eucaristía sea la acción –y la anáfora o plegaria eucarística, la oración– litúrgica por excelencia, al «re-presentar» o actualizar de modo eminente la presencia de Cristo, aquel que en su estructura teándrica –Dios y hombre– es al mismo tiempo la palabra definitiva del Padre al hombre y al mundo, y la sola respuesta aceptable del hombre y del mundo al Padre.
60. 61. 62. 63.
CCE 1082. CCE 1079. Cf. CCE 1081. CCE 1073.
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Por otra parte, en su contenido vital, el movimiento circular del diálogo de comunión con Dios que es propio de la liturgia puede ser resumido en dos categorías: santidad y gloria 64. En efecto, la glorificación del Padre por parte del hombre, fin último de la liturgia, consiste esencialmente en su santificación, en su incorporación al misterio de salvación de Cristo: «porque la gloria de Dios es el hombre vivo» 65. Y, de este modo, en su dinamismo teológico interno, la liturgia unifica las dimensiones descendente y ascendente, de santificación y de culto, cuya unión en Cristo estructura el misterio mismo de la encarnación del Verbo. Por ello, la gloria de Dios, en cuanto resplandor de su santidad, es el motivo principal de toda celebración litúrgica: la liturgia es glorificación «del» y «al» Padre (doxología), por la presencia memorial de su Hijo encarnado (anámnesis), en la fuerza transformadora del Espíritu (epíclesis).
5. LA LITURGIA CELESTIAL La preeminencia, en su condición de obra trinitaria, de la dimensión fontal de la liturgia respecto a la acción que la celebra conlleva que el culto eclesial no sea, en última instancia, sino un trasunto de la liturgia eterna: «la liturgia no se reduce a lo que celebramos. Ella es continuamente celebrada ante el Padre por Jesucristo en el Espíritu Santo, con “la asamblea de los primogénitos” en el Reino» 66. Como recuerda el Concilio Vaticano II, «en la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se ce64. Cf. SC 7 y CCE 1089. 65. Ireneo de Lyon, Adversus haereses 4, 20:7 (Cf. CCE 294). 66. J. Corbon [2001] 121. Acerca de las relaciones entre liturgia «terrena» y liturgia celestial, vid. E. Peterson, El libro de los ángeles, Rialp, Madrid 1957 y P. Farnés Sherer: Asociación Española de Profesores de Liturgia [2004] 141165.
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lebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos, y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios como ministro del santuario y del tabernáculo verdadero […], hasta que se manifieste él, nuestra vida, y nosotros nos manifestemos también gloriosos con él» 67. El texto, si bien escueto y sobrio, es teológicamente muy expresivo. El uso de los verbos pregustar y tomar parte indica la percepción de la condición relativa de la celebración litúrgica respecto a la liturgia celestial: «pregustamos hace alusión al aspecto sacramental de nuestra liturgia terrena, es lo mismo que decir que toda la liturgia sacramentalmente significa la realidad de la liturgia celestial que nuestro sentidos no descubren claramente; participamos va más allá: la liturgia terrena, como en el caso de los sacramentos ha afirmado siempre el magisterio y la teología, no sólo simbolizan y nos da un pregusto, sino que además contienen realmente en sus signos lo que simbolizan» 68.
La conciencia de esta subordinación lleva a la plegaria eucarística, plenitud del culto cristiano, a comenzar siempre su recuerdo del misterio de Cristo con la «memoria» de la alabanza eterna de la asamblea celestial: «en verdad es justo darte gracias, y deber nuestro glorificarte, Padre Santo [por el misterio de la salvación cumplido en Cristo] Por eso, innumerables ángeles en tu presencia, contemplando la gloria de tu rostro, te sirven siempre y te glorifican sin cesar. Y con ellos también nosotros, llenos de alegría, y por nuestra voz las demás criaturas, aclamamos tu nombre cantando: Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo. Llenos están el cielo y la tierra de tu gloria. Hosanna en el cielo. Bendito el que viene en nombre del Señor. Hosanna en el cielo» 69. De este modo, bajo el velo de los símbolos y con las voces del entero cosmos, la celebración del culto eclesial hace presente en el 67. SC 8. 68. P. Farnés Sherer: Asociación Española de Profesores de Liturgia [2004] 165. 69. Misal Romano: prefacio de la plegaria eucarística IV.
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mundo la comunión eterna de los santos en la gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu; y anticipa la «liturgia apocalíptica» que se consumará al final de los tiempos cuando todo el universo recreado adorará sin fin al Dios tres veces Santo. Por ello, como escribía Juan Pablo II, «se debe vivir la liturgia como anuncio y anticipación de la gloria futura, término último de nuestra esperanza»70. «Por el hecho de ir más allá de la vida cotidiana [la liturgia] nos hace partícipes del mundo de Dios, de la forma de existencia en el «cielo», y hace irrumpir la luz del mundo divino en nuestro mundo […] Augura una vida más definitiva y, precisamente por esto, proporciona una medida a la vida presente. Una vida en la que estuviera ausente esta anticipación, en la que el cielo dejara de abrirse, se convertiría en una vida pesada y vacía» 71.
La liturgia de la Iglesia se nos presenta, así, como un don gratuito de comunión de Vida, como un ofrecimiento de participación, mediante la economía del misterio, en la teología de la gloria trinitaria, resplandor de la santidad mutuamente ofrecida y acogida del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. Celebrar la liturgia es, por consiguiente, celebrar al cosmos santificado para la gloria de Dios. No es de extrañar, por tanto, que ante tal experiencia la Iglesia prorrumpa en la alabanza de la gloria trinitaria: «hemos visto la verdadera luz, hemos recibido el Espíritu celestial, hemos encontrado la verdadera fe, adorando a la Trinidad indivisible, pues ella nos ha salvado» 72.
70. Juan Pablo II, exhortación apostólica Ecclesia in Europa (28-VI-2003) 71. 71. J. Ratzinger [2001] 41-42. 72. Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo: canto del coro tras la comunión eucarística.
4. La liturgia, memorial del misterio de Cristo
Cuando, en la introducción de su documento inaugural, el Concilio Vaticano II aborda la necesidad de acrecentar entre los fieles la vida espiritual y, en consecuencia, avanza la intención de proveer a la reforma y fomento del culto, la liturgia –por vez primera en un texto del magisterio– es contemplada desde el significado mismo de su acontecer: «por medio de la liturgia», afirma la constitución Sacrosanctum Concilium, «se ejerce la obra de nuestra redención» 1; obra que el Catecismo de la Iglesia identifica con el misterio pascual de Cristo 2. De este modo, lejos de ser interpretado –según era habitual hasta entonces– mediante un proceso discursivo a partir de la noción de culto, el hecho litúrgico es considerado a partir de su acontecer en la historia de la salvación 3, de su pertenencia a la economía del misterio 4. Por ello, una adecuada aproximación a la naturaleza de la liturgia exige la reflexión sobre el misterio de Cristo y su carácter pascual.
1. 2. 3. 4.
SC 2. Cf. CCE 1067. Cf. SC 5-6. Cf. CCE 1066.
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1. EL MISTERIO PASCUAL DE CRISTO Una de las consecuencias de los esfuerzos de renovación teológica del siglo XX ha consistido en el emplazamiento de la categoría de misterio pascual como fundamento mismo de toda comprensión del culto cristiano: «en la liturgia, la Iglesia celebra principalmente el misterio pascual por el que Cristo realizó la obra de nuestra salvación» 5. De aquí que en el corazón de la liturgia se encuentren aquellos ritos sacramentales y fiestas que celebran el misterio pascual de Cristo de un modo «condensado» y nuclear: la eucaristía y el triduo pascual. Aunque popularizada en el siglo pasado por los pioneros del movimiento litúrgico, la expresión hunde sus raíces en la primera literatura cristiana y en algunas de las fórmulas de oración más antiguas de la Iglesia 6; y es fruto de la síntesis de las nociones bíblicas de misterio y pascua, llevada a cabo por las generaciones cristianas de los siglos II-IV a partir de la reflexión sobre el significado teológico de la vida de Cristo.
1.1. Misterio de Cristo y misterios del culto Derivado de su significado en la sagrada Escritura, la literatura cristiana de los primeros siglos atribuyó al término misterio –en su original griego: mystèrion, y en su adaptación latina: mysterium-sacramentum– una gran variedad de acepciones, aunque todas ellas relacionadas y tendentes hacia su sentido más profundo: el plan de salvación de Dios en la historia de los hombres, concretado en la persona y vida de Cristo y, en última instancia, en su muerte y resurrección.
5. CCE 1067. 6. Cf. Sacramentario Gelasiano.
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Si en el Antiguo Testamento, especialmente en la literatura profética, el misterio indica el designio secreto de Dios destinado a ser revelado en un futuro, el Nuevo Testamento asume y especifica ese significado. En efecto, mientras los evangelios ven en el misterio la realidad misma del reino de Dios que, escondido a los hombres, es desvelado por Cristo a sus discípulos, en las cartas de san Pablo la noción adquiere una posición central al constituir el núcleo mismo del anuncio cristiano: el hecho de que el plan de salvación, escondido en Dios desde la eternidad, ha sido manifestado en Cristo y, una vez cumplido por su muerte y resurrección, ha sido confiado a los apóstoles y a su Iglesia para que lo hagan presente entre los hombres hasta el final de los tiempos.
Pues bien, ya desde las comunidades apostólicas, la Iglesia tuvo conciencia de que, después de la glorificación de Cristo, la actualidad de la presencia del misterio en el mundo y en la historia acontece por medio de la celebración litúrgica del culto. No es de extrañar, por tanto, que para la literatura patrística el misterio fuera la categoría teológica que expresaba tanto la acción salvadora de Dios en Cristo, cuanto su celebración en el culto; y, en definitiva, la conciencia que la Iglesia poseía de su mismo ser. De aquí que, en línea con la renovación bíblica, patrística y litúrgica de la teología del siglo XX, el Catecismo de la Iglesia, siguiendo al Concilio Vaticano II, haya escogido como hilo conductor de toda su exposición la noción de misterio. En palabras de Juan Pablo II, «el misterio cristiano es el objeto de la fe (primera parte); es celebrado y comunicado en las acciones litúrgicas (segunda parte); está presente para iluminar y sostener a los hijos de Dios en su obrar (tercera parte); es el fundamento de nuestra oración, cuya expresión privilegiada es el “Padrenuestro” (cuarta parte). En la lectura del Catecismo de la Iglesia Católica», continúa el romano pontífice, «se puede percibir la admirable unidad del misterio de Dios, de su designio de salvación, así como el lugar central de Jesucristo Hijo único de Dios, enviado por el Padre, hecho hombre en el seno de la Santísima Virgen María por el Espíritu Santo, para ser nuestro Sal-
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vador. Muerto y resucitado, está siempre presente en su Iglesia, particularmente en los sacramentos» 7.
Las primeras generaciones cristianas contemplaron, por ello, el culto de la Iglesia no desde una perspectiva aislada, sino integrado en el marco de los misterios de la salvación. Las acciones litúrgicas fueron, así, comprendidas como celebraciones del misterio de Cristo; ritos que, en su acontecer simbólico, manifiestan, hacen presente y comunican la muerte y resurrección del Señor. Y, por esta misma razón, las denominaron misterios.
1.2. Pascua de Israel y Pascua de Cristo El término pascua es un vocablo proveniente de las lenguas semitas: arameo, paschà; hebreo pessah. Sea cual fuere su sentido más originario, en los libros del Antiguo Testamento la pascua indicaba las fiestas ligadas al plenilunio de primavera y el cordero ritualmente inmolado con tal ocasión. La pascua era, en definitiva, aquella celebración anual del culto que, en el libro del Éxodo, había recibido el significado de conmemorar –actualizar ritualmente– la liberación de Israel de la esclavitud en Egipto y su consecuente constitución como pueblo de la Alianza. Ambas dimensiones, liberación y alianza, del acontecimiento histórico narrado en el libro del Éxodo poseían un fin cultual: «Israel sale de Egipto no para ser un pueblo como todos los demás. Sale para dar culto a Dios» 8; y constituían un único hecho, una única realidad de sentido: la liberación de la esclavitud concluye con la
7. Juan Pablo II, constitución apostólica Fidei depositum (11-X-1992) 3. 8. Cf. J. Ratzinger [2001] 37. El autor señala acertadamente que los dos aspectos del éxodo, que podemos sintetizar en los binomios culto-cultura y liturgia-vida, no sólo no se contraponen sino que están estrechamente vinculados entre sí.
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Alianza del Sinaí 9, sellada con la sangre de un sacrificio ritual 10. Como la sangre era para los hebreos símbolo de la vida, el rito quería significar la comunión existencial, total y permanente, entre Dios y su pueblo: Dios se compromete a intervenir en la historia en favor de Israel, a cambio de que el pueblo se mantenga fiel a su Dios. Esta fidelidad comportaba evitar la idolatría, la magia y alianzas políticas con otros pueblos; regular la vida según el Decálogo 11 y los códigos de la Alianza 12, del Deuteronomio 13 y de la santidad 14; y observar las leyes relativas al culto 15. Tal comunión de vida se expresa en las palabras: «esta es la sangre de la alianza que ha hecho el Señor con vosotros» 16; expresión que los relatos evangélicos de la institución eucarística ponen en labios de Cristo 17. Por último, la signatura de la Alianza se cerró con el banquete de comunión que siguió al rito de la sangre18; estructura (sacrificio-comunión) que recoge el gesto mediante el cual Cristo instituye la liturgia de la Iglesia.
De este modo, la pascua anual veterotestamentaria se muestra como una celebración memorial: las fiestas y ritos pascuales significaban la experiencia «actual» de aquellos acontecimientos que, en la conciencia de Israel, se encontraban en el origen mismo de su existencia histórica y que daban razón del sentido de su misma constitución como un pueblo diferenciado. Suponían, en definitiva, un reconocimiento de la palabra de bendición de Dios a Israel que, proferida en un ayer de la historia –el día del Señor–, era ritualmente «re-presentada» año tras año; motivo de la alabanza en
9. 10. 11. 12. 13. 14. 15. 16. 17. 18.
Cf. Ex 19:3-6. Cf. Ex 24:3-11. Cf. Ex 20:1-7. Cf. Ex 20:22-23. Cf. Dt 12-26. Cf. Lv 13-16. Cf. Lv 1-10. Cf. Ex 12:8. Cf. Mt 26:28 y Mc 14:23. Cf. Ex 24:11.
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el «hoy» anual de la experiencia del pueblo elegido. Pero, por otra parte, tales hechos de salvación y su celebración cultual poseían un carácter promisorio, y permanecían abiertos a una consumación definitiva que acaecería en un futuro indeterminado. Tal centralidad de la pascua en el Antiguo Testamento y en la vida de Israel adquiere en el Nuevo Testamento y en la Iglesia una nueva y definitiva dimensión, a la luz del misterio de Cristo. La comunidad apostólica, consciente de que en Cristo se daba la plenitud de la revelación y de la historia de las misericordias de Dios, interpretó su muerte y resurrección desde una perspectiva pascual: su pasión y glorificación, acaecidas durante las fiestas de la pascua de Israel, no son sino el cumplimiento y la consumación de las promesas de salvación, la última y definitiva Pascua. Ahora bien, si tenemos en cuenta el significado y el sentido más radical de la pascua de la antigua Alianza, tal conciencia equivale a afirmar que, con la muerte y resurrección de Cristo, acontece la liberación plena de la esclavitud (del pecado y de la muerte) y la constitución última del pueblo elegido (la Iglesia), con el fin de dar a Dios el culto perfecto de adoración: la nueva y definitiva Alianza que, ahora con un carácter universal, abraza ya para siempre a todo el cosmos y a toda la historia. 1.3. El misterio pascual A partir de la experiencia de los acontecimientos que se encontraban en el origen mismo de la Iglesia, las primeras generaciones cristianas unificaron muy pronto en Cristo los conceptos de misterio y de pascua; de tal manera que, ya en un momento tan temprano como el siglo II, aparece testimoniada la expresión de misterio pascual o misterio de la pascua 19. 19. Vid. Homilía sobre la Pascua de Melitón de Sardes y Homilía sobre la santa Pascua del denominado Anónimo quatordecimano.
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Esta fusión conceptual permitía concentrar en la persona y en los hechos de Cristo toda la historia de la salvación. La muerte y resurrección del Señor (pascua), culmen de su existencia y clave de interpretación de su vida, constituía así el centro de la entera economía de la salvación (misterio), desde la creación hasta la consumación escatológica al final de los tiempos. La pasión y glorificación de Cristo se advirtió, entonces, como el momento de recapitulación cósmica del mundo y de la historia, y la luz para su comprensión más profunda. Por otra parte, a semejanza de la pascua de Israel, anualmente actualizada por medio de su conmemoración ritual, la caracterización pascual del misterio de Cristo ofrecía la posibilidad de entender cómo el hecho de su muerte y resurrección se perpetúan y comunican mediante la celebración litúrgica del culto eclesial 20. De aquí que muy pronto, en los siglos IV-V, la expresión mysterium paschale o paschale sacramentum –ya presente en algunos autores de la época, como san Agustín y san León Magno– fuera recogida por los formularios litúrgicos y, de este modo, ininterrumpidamente proclamada en el culto, aun cuando la conciencia de su centralidad hubiera sido olvidada en la reflexión teológica. La condición radical de esta categoría teológica –muy subrayada en el Concilio Vaticano II– ha llevado a la Iglesia a comprender que «la celebración del misterio pascual tiene la máxima importancia en el culto cristiano y se explicita a lo largo de los días (eucaristía), las semanas (domingo) y el curso de todo el año (triduo pascual)» 21.
2. LA LITURGIA, MEMORIAL DEL MISTERIO PASCUAL Un aspecto muy característico y fecundo del pensamiento teológico de nuestros días es la acendrada conciencia de la estrecha y orgá20. «Lo que era visible en nuestro Salvador ha pasado a la celebración de sus misterios»: León Magno, Sermo 74:2. Cf. CCE 1115. 21 Pablo VI, carta apostólica Mysterii Paschalis (14-II-1969).
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nica relación entre Iglesia, eucaristía-liturgia y memoria. Tal vínculo encuentra su fundamento en los acontecimientos que dieron origen al misterio de la Iglesia y, de modo especial, en el mandato eucarístico («haced esto en memoria mía») transmitido por el Nuevo Testamento y las fuentes litúrgicas; precepto que condensa en el misterio eucarístico –misterio de los misterios 22– la institución de la liturgia eclesial: «la Iglesia es de algún modo la memoria viva de Cristo: del misterio de Cristo, de su pasión, muerte y resurrección, de su Cuerpo y de su Sangre. Esta memoria se realiza mediante la eucaristía» 23. De esta manera, por la voluntad constituyente de Cristo recogida en el mandato institucional, la memoria ritual («esto») se convierte en el núcleo mismo de la tradición eclesial: «porque yo recibí del Señor lo que también os he transmitido: que el Señor Jesús, la noche en que fue entregado, tomó pan…» 24. No obstante –y paradójicamente– sólo en nuestro tiempo la noción de memorial ha sido considerada clave para la comprensión de la naturaleza misma de la acción litúrgica: «principalmente en la eucaristía y, análogamente en los otros sacramentos, la liturgia es el memorial del misterio de la salvación» 25. En un sentido más específico, el magisterio de la Iglesia y la teología actual advierten en el memorial la respuesta al problema dogmático de conjugar la unicidad y valor universal de la muerte redentora de Cristo en la cruz, con el carácter auténticamente sacrificial del misterio eucarístico. En efecto, la afirmación de la estructura memorial del rito eucarístico daría razón tanto de la unidad y unicidad del sacrificio de Cristo –ofrecido «una vez para siempre» 26–, cuanto de su presencia y actualidad 22. 23. 2005. 24. 25. 26.
«La eucaristía es el compendio y la suma de nuestra fe»: CCE 1327. Juan Pablo II, Memoria e identidad, La esfera de los libros, Madrid 1 Co 11:23. CCE 1099. Cf. Hb 7:27, 9:12 y 10:10.
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en la celebración litúrgica: «la eucaristía es el memorial de la Pascua de Cristo, la actualización y la ofrenda sacramental de su único sacrificio, en la liturgia de la Iglesia que es su Cuerpo» 27. Sin embargo, esta interpretación, por su carácter novedoso –y, en cierto modo, extraño al camino seguido por la teología dogmática clásica– suscitó inicialmente algunas controversias. Efectivamente, en los años del periodo inmediatamente posterior al Concilio Vaticano II, cualificadas voces sospecharon que bajo la noción de «memorial» se ocultaba la «simple conmemoración» que el concilio de Trento declaró inaceptable como medio para entender la relación entre el acontecimiento de la cruz y la celebración de la eucaristía 28. Se pensaba que la calificación memorial del rito eucarístico significaba una negación implícita de toda naturaleza sacrificial de la misa más allá del mero recuerdo; y, por lo mismo, se consideró que esta explicación implicaba una concepción «protestante» del misterio. La polémica –tal y como aconteció– no se debió tanto a un serio debate de naturaleza teológica, cuanto a inoportunos malentendidos o cuestiones delicadas de política eclesiástica. Tal circunstancia se entenderá mejor si se tienen en cuenta algunos de los factores que contribuyeron a alimentar un clima de sospecha. A finales del siglo XIX y comienzos del XX, a partir de ciertas semejanzas rituales –que eran fácilmente explicables por el sustrato antropológico común a todo fenómeno religioso– aunque llevados, en última instancia, por el a priori ideológico de una helenización de la Iglesia por influencia de san Pablo, algunos autores del denominado «protestantismo liberal» y de la escuela de la «historia de las religiones» pretendieron encontrar el origen de la eucaristía en los banquetes rituales en memoria de los difuntos habituales en la cultura grecorromana, o en otras manifestaciones de culto propias de las religiones denominadas «mistéricas». De este modo –pensaban– la caracterización de la eucaristía como memorial de la muerte de Cris27. CCE 1362. 28. Cf. Concilio de Trento, sesión 22 (17-IX-1562), canon 3: DH 1753.
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to no habría surgido del momento fundacional, sino de las comunidades cristianas procedentes de la gentilidad, ya que, en el Nuevo Testamento, el mandato de la memoria ritual sólo se menciona en los textos atribuidos a san Pablo y a su discípulo san Lucas (primera carta a los Corintios y tercer evangelio). Por otra parte, si bien a partir del estudio de la teología patrística y de los primeros textos litúrgicos de la Iglesia, ya en ámbito católico, Odo Casel había interpretado la eucaristía desde su carácter de memorial del Señor en fecha tan temprana como 1918, sus reflexiones corrieron la suerte de las demás intuiciones de tan genial como polémico precursor, y fueron incluidas en el contexto de la controversia provocada por su «doctrina de los misterios». De este modo y frente a la intención expresa del autor, se consideró que su interpretación no era sino una asunción de los principios de la teología liberal. Además, como ulterior motivo para la suspicacia, el estudio más determinante acerca de la naturaleza memorial del misterio eucarístico –publicado en el periodo inmediatamente anterior al Concilio Vaticano II– se debía a Max Thurian, teólogo que, por entonces, era todavía miembro de la confesión calvinista 29.
De aquí que, para comprender las razones de las recientes afirmaciones del magisterio de la Iglesia, parezca conveniente describir la posición de la teología sacramentaria clásica, para después ofrecer una aproximación a la noción del memorial litúrgico, que muestre, sintéticamente, el fundamento de dicha categoría. 2.1. La aporía de la teología «manualística» Entendemos por manualística aquellos desarrollos teológicos más comunes que cubren el periodo transcurrido desde mediados 29. M. Thurian, La eucaristía, Sígueme, Salamanca 1967. Años más tarde el autor entraría en plena comunión con la Iglesia Católica, siendo uno de los más tenaces defensores de la naturaleza auténtica de la liturgia frente a las desviaciones doctrinales y prácticas del periodo postconciliar. Lógicamente, en el estudio reseñado se contienen todavía algunas afirmaciones propias de su etapa calvinista.
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del siglo XVI (concilio de Trento) hasta mediados del siglo XX (Concilio Vaticano II). A la hora de considerar la naturaleza del rito eucarístico, la teología de los manuales partía, como es lógico, de la afirmación dogmática enunciada por el concilio de Trento: «la misa es un verdadero y propio sacrificio» 30. Ahora bien, en vez de profundizar en la doctrina conciliar acerca de la naturaleza de la misa, que proporcionaba –al menos, implícitamente– los suficientes elementos para desarrollar una comprensión sacramental del carácter sacrificial de la eucaristía 31, la teología posterior a la reforma tridentina permaneció excesivamente ligada a una interpretación del sacrificio de índole formal. En otras palabras, en lugar de advertir que, en la liturgia eucarística, el sacrificio de la cruz se actualiza de modo sacramental en el rito que lo celebra (la misa, sacrificio sacramental), la manualística trató de encontrar en el rito los signos que dieran razón de su naturaleza sacrificial (la misa, sacramento sacrificial). Es decir, se tomó como punto de partida la esencia de todo sacrificio, para después buscar los gestos de la celebración que podrían adecuarse a dicha definición. De este modo, una vez establecido que la esencia de todo sacrificio consiste en la ofrenda interior (oblatio) o en la expresión exterior de la misma (immolatio), la teología de los manuales centró su atención en las supuestas manifestaciones rituales de ambas cualidades en el decurso de la celebración eucarística. Surgieron, así, las explicaciones o teorías «oblacionistas» e «inmolacionistas» que, con diversos acentos («físico-real», «físico-virtual», «místico»…), pretendían esclarecer tanto el carácter sacrificial de la eucaristía (a partir de los signos «sacrificiales» del rito), cuanto su naturaleza cristológica (asegurada por la presencia real y sustancial del cuerpo entregado y la sangre derramada de Cristo en las especies sacramentales) 32. 30. Cf. Concilio de Trento, sesión 22 (17-IX-1562), canon 3: DH 1751. 31. Cf. ibid.: DH 1738-1759. 32. Una descripción sintética de dichas teorías, en J.A. Sayés, El misterio eucarístico, Palabra, Madrid 2003.
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Sin embargo, tales interpretaciones no podían escapar de una doble aporía: a) la misa no es sacrificio por su forma (sacramento sacrificial), sino por su «contenido», por su realidad más profunda (sacrificio sacramental); y b) el nudo o dificultad dogmática del problema planteado por los reformadores –la verdad de un solo sacrificio de valor universal, ofrecido de una vez para siempre: el sacrificio histórico de Cristo en la cruz– quedaba, en última instancia, irresoluto. En definitiva, la teología sacramentaria clásica se encontró con la imposibilidad de dar razón de la naturaleza de la relación entre la eucaristía y la muerte sacrificial de Cristo, al no ser capaz de evitar una consideración del sacrificio de la misa como distinto de la cruz, ya que, a la identidad de víctima y sacerdote, no le correspondía, pese a ser afirmada, la identidad y unicidad de «altar». De aquí que, «en nuestros tiempos se haya ido abandonando poco a poco el método de recurrir a una noción general de sacrificio para aplicarla a la eucaristía. Conscientes de la unicidad del sacrificio de Cristo y de su singularidad, mejor provistos del conocimiento de la tradición de la Iglesia, los teólogos de hoy recurren a la idea fundamental de que el único sacrificio de Cristo en la cruz se hace presente in mysterio, in sacramento» 33. Presencia que, según las recientes afirmaciones magisteriales, ya reseñadas, acontece precisamente por la naturaleza memorial del rito eucarístico. «El método de recurrir a nociones generales de sacrificio para aplicarlas a la eucaristía ha sido totalmente abandonado. Se impone la tendencia a explicar el carácter sacrificial de la eucaristía por su relación con la cruz. Es más, se es cada vez más consciente de que el sacrificio eucarístico no es ni puede ser otro que el de la cruz. Ahora bien, si la eucaristía encierra el mismo sacrificio de la cruz, las consecuencias son ingentes. Quizá ninguna teoría lo ha explicado bien, pero al menos se ha recuperado la tradición más genuina de la Igle33. Ibid. 231.
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sia: el sacrificio eucarístico es conmemoración que hace presente de modo sacramental el mismo sacrificio de la cruz» 34.
2.2. El memorial de culto de Israel Si toda la historia de la salvación en el Antiguo Testamento puede interpretarse en forma de diálogo de Dios con su pueblo, esta sentencia encuentra su paradigma en la oración por excelencia del culto de Israel: la berakàh, plegaria de bendición y alabanza a Dios, cuya característica esencial consiste en ser la respuesta dada por la fe a los acontecimientos que, transmitidos de generación en generación por la memoria histórica, revelan el amor de Yahvéh por el pueblo de su elección. La estructura teológica de la berakàh se funda, así, en la confesión memorial de aquello que Dios, desde siempre, ha sido para su pueblo. La plegaria recuerda a Dios lo que Dios mismo ha dicho a Israel: las maravillas que ha obrado en su favor. La oración de Israel consiste, pues, en un continuo «evocar en la memoria» el obrar de Dios (liberación), con el fin de renovar y hacer actual y perenne el mutuo compromiso de fidelidad (alianza). De este modo, el culto de Israel, en su dimensión más característica y distintiva, es un culto memorial. Pero la «anámnesis» o memorial de culto del Antiguo Testamento –en hebreo, zikaròn– no consiste en un recuerdo subjetivo de las obras de Dios, sino en una celebración que manifiesta, actualiza y comunica la presencia real del acontecimiento evocado. No se trata, por tanto, de una evocación interior, sino de un rito cuyo significado último queda expresado por medio de la plegaria –la berakàh– que lo informa y estructura. Esta naturaleza memorial del culto veterotestamentario alcanza su dimensión teológicamente más plena en los ritos anuales de la
34. Ibid. 235.
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pascua; celebración que, año tras año, actualiza la liberación de Israel y su alianza con Dios, narradas en el libro del Éxodo, como anuncio de su pleno cumplimiento en el porvenir. Y, en este sentido, el rito memorial es, al mismo tiempo, signo rememorativo de un acontecimiento de salvación del pasado, manifestativo de su presencia actual en el hoy y ahora de la celebración de culto, y profético de su consumación futura. De este modo, el memorial de culto de Israel no es sino una celebración que, al conmemorar un hecho de salvación del pasado, lo vuelve presente y actual por medio del rito.
2.3. El memorial de la Nueva Alianza Las coordenadas anteriormente enunciadas enmarcan el carácter del rito instituido por Jesús de Nazaret durante la Última Cena, síntesis de toda la liturgia eclesial. En efecto, aunque no podamos conocer ni el tenor literal exacto, ni el tipo concreto de formulario que, procedente del culto de Israel, Cristo empleó en la oración ritualmente pronunciada sobre los dones del pan y el vino la víspera de su pasión, los verbos que el Nuevo Testamento y la liturgia eclesial transmiten para describirnos su acción (eulogesas, eucharistesas: bendijo, dio gracias) no dejan lugar a duda acerca de su naturaleza, pues los substantivos correspondientes (eulogía-eucharistía) son las posibles traducciones griega del original semítico berakàh: la confesión memorial de alabanza y bendición que informa y da sentido a los ritos del culto de Israel. Por ello, a la luz del substrato del culto veterotestamentario y del mandato mismo («haced esto en memoria mía»), el gesto de Cristo sólo podía ser interpretado por la Iglesia naciente como un memorial litúrgico. Por otra parte, si tenemos en cuenta el contexto pascual de su institución (manifiesto tanto por el ámbito cronológico en el que se desarrolla, como por los dones, pan y vino, sobre los que se pronuncia la oración) y el significado que Cristo mismo explícitamente dio al rito («cuerpo entregado», «sangre derramada»), la conclu-
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sión resulta palmaria: la celebración eucarística, núcelo y raíz de toda la liturgia eclesial, fue instituida por el Señor –y así interpretada por la Iglesia– como el memorial litúrgico de la nueva y definitiva pascua, es decir, de la liberación perfecta y la alianza eterna que Cristo mismo sellaría con su sacrificio en la cruz, plenitud del culto tributado al Padre: «cada vez que coméis este pan y bebéis este cáliz, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga» 35. Así pues, en el momento de la institución ritual de liturgia, cuando Cristo pronuncia la oración de alabanza y acción de gracias, no hace memoria de los acontecimientos pascuales del pasado de Israel –de los que conocía su carácter profético–, sino del misterio pascual de su propia muerte en la cruz, origen inmediato de la Iglesia. En consecuencia, en el rito constituyente Cristo alabó y dio gracias al Padre por el cumplimiento en su persona de las antiguas promesas de salvación: por su muerte que, aceptada como sacrificio («esto es mi cuerpo, que se da por vosotros» 36), transforma a la antigua «liberación» de Israel en «redención universal» y, suscrita con su sangre («este cáliz es la nueva alianza en mi sangre» 37) convierte a la «alianza del Sinaí» en la «nueva Alianza».
De este modo, en la expresión instituyente («haced esto en memoria mía») se condensa en clave pascual tanto el mandato cuanto la razón memorial del culto de la Iglesia. Las palabras de Cristo se extienden, así, tanto a la orden de hacer el rito –y, por consiguiente, de celebrar la liturgia–, cuanto a la orden de hacerlo como memorial de su pasión salvadora. Y con esta explícita alusión al mandato pascual veterotestamentario –de origen divino según la conciencia de Israel 38– Cristo, al mismo tiempo que afirma implícitamente su divinidad instituye el nuevo y definitivo rito de la Pascua –la liturgia 35. 36. 37. 38.
1 Co 11:26. 1 Co 11:24. 1 Co 11:25. Ex 12:21.
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de la Iglesia–, celebrado en memoria no ya de la liberación simbólico-profética del Antiguo Testamento, sino de la salvación plena y definitiva cumplida por su muerte sacrificial en la cruz y su gloriosa resurrección. De aquí que los escritos del Nuevo Testamento, especialmente las cartas de san Pablo, la epístola a los Hebreos, el evangelio de san Juan y el Apocalipsis, adviertan en la cruz de Cristo la consumación de cuanto se anunciaba en el rito del cordero pascual. Puede, por tanto, concluirse que el Nuevo Testamento considera a Cristo mismo y a su obra de salvación como un acontecimiento pascual prolongado y actualizado en la liturgia de la Iglesia. Tanto el hecho de la salvación (la muerte y resurrección de Cristo) como el culto memorial que lo actualiza (liturgia), son, así, comprendidos y explicados teológicamente a partir de una interpretación tipológica de carácter pascual.
Por ello, el memorial litúrgico podría ser sintéticamente descrito como aquella memoria que, en la mediación del rito, hace realmente presente el acontecimiento de salvación evocado. Se trata, pues, de una presencia real, bajo el velo de la acción simbólica, del misterio pascual de Cristo, actualizado por su recuerdo cultual. Como afirma el Catecismo de la Iglesia, «en el sentido empleado por la Sagrada Escritura, el memorial no es solamente el recuerdo de los acontecimientos del pasado, sino la proclamación de las maravillas que Dios ha realizado en favor de los hombres. En la celebración litúrgica, estos acontecimientos se hacen, en cierta forma, presentes y actuales [...] El memorial recibe un sentido nuevo en el Nuevo Testamento. Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, hace memoria de la Pascua de Cristo y ésta se hace presente: el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual» 39.
39. CCE 1363-1364.
III.
La celebración litúrgica
5. El rito de culto
Si en su estructura y realidad últimas, la liturgia es ante todo una obra del amor misericordioso de Dios por los hombres (opus Dei, según la tradición latina; opus Trinitatis, en bella expresión del Catecismo de la Iglesia), en su dimensión de respuesta del hombre al don divino es una acción eclesial: actio Ecclesiae. Tal característica activa se encuentra ya contenida en el sentido del vocablo original griego del que proviene el término: leitourgía, cuyo significado etimológico más literal sería equivalente a acción en provecho del pueblo, en el sentido de servicio destinado al bien común.
Ahora bien, esta acción presenta unas características que la distinguen formalmente de cualquier actividad de naturaleza habitual, y la califican diferenciándola: la liturgia se celebra. De aquí que, a partir del Concilio Vaticano II, la categoría de celebración se haya impuesto como la expresión más adecuada para designar y comprender el hecho litúrgico 1. Sin embargo, las connotaciones últimas del concepto permanecen aún inmersas en un proceso de clarificación: «existe un desacuerdo profundo sobre la esencia de la celebración litúrgica» 2. Parece, 1. Cf. I.H. Dalmais: A.G. Martimort [1992] 261. 2. J. Ratzinger [1-1999] 83.
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por ello, conveniente que, antes de abordar el significado teológico de la celebración litúrgica, se ofrezca una aproximación desde la antropología cultural.
1. CELEBRACIÓN Y FIESTA Desde un punto de vista fenomenológico, una celebración podría ser descrita como aquella acción de naturaleza social que se destaca del cotidiano acontecer por medio de unos confines de formas sensibles. Toda celebración, en efecto, aparece siempre estructurada por un conjunto de signos estereotipados y recíprocamente articulados entre sí que la delimitan y le confieren un carácter simbólico, emplazándola fuera del ámbito del acaecer habitual. De hecho, sea cual fuere su incierto origen y su significado etimológico primordial 3, la literatura latina del periodo clásico entendió por el verbo celebrare «la realización de una acción no corriente por parte de una comunidad determinada» 4. En un detallado análisis acerca del uso del término en la lengua litúrgica de la Iglesia, Benedikta Droste propone una serie de conclusiones de gran pertinencia para nuestro interés: «la palabra celebrare ha mantenido su significado fundamental desde los primeros tiempos de la latinidad clásica hasta la lengua litúrgica cristiana. Celebrare es siempre un actuar público 5 vinculado a una comunidad, generalmente realizado con una cierta solemnidad y que se distingue de lo cotidiano. Al asignarse a la lengua latina la función de formular el contenido de ideas doctrinales [...] y de la vida cristiana en su forma expresiva, celebrare –que en la latinidad clásica se usaba especial-
3. Cf. las distintas acepciones ofrecidas por M. Sodi: NDL 335-336. 4. Cf. B. Droste, «Celebrare» in der römischen Liturgiesprache, München 1963, 196; cit. en J. Pieper [1990] 24. 5. Adviértase la íntima relación de este significado con la etimología misma del vocablo liturgia: acción en favor de la comunidad.
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mente para la administración de la justicia, fiestas mortuorias y fiestas de victoria, sacrificios y juegos, banquetes festivos y cultuales, así como plegarias y acompañamientos de cánticos– llega a ser también para el cristianismo término de solemnidad y de culto [...] El múltiple campo de utilización de la palabra en el latín clásico, si bien experimenta en el uso lingüístico de la Biblia y de los Padres una restricción, recibe, sin embargo, en el contexto cristiano una notable profundización [...] En celebrare se hace visible el significado de congregare e in unum convenire, la acción creadora del facere y la intensidad del agere, el siempre nuevo retornar del recurrere y el sabroso pensar que pueda expresar el término recolo [...] Está siempre envuelto el hombre en su totalidad: espíritu y cuerpo» 6.
Para la latinidad, tanto del periodo clásico como de la romanidad tardía, el verbo celebrare poseía, en consecuencia, un significado en estrecha relación con la noción de fiesta, y unas connotaciones que –con mayor o menor intensidad, según fuera el caso– se enmarcaban siempre en un ámbito de naturaleza religiosa y cultual. De aquí que, muy pronto, la Iglesia reservara el término para designar el cumplimiento ritual del sacrificio eucarístico o la conmemoración por la eucaristía de algún misterio de la salvación en Cristo (también el dies natalis de un mártir o de un santo) 7.
En su nivel más esencial, toda fiesta significa la ruptura en la continuidad ordinaria del tiempo –o, si se prefiere, la integración en su sucesión– por la irrupción, en su decurso, del día originario. La fiesta es, pues, el «hoy» de un «ayer» –y, en el caso cristiano, también de un «mañana»– primordial. Lógicamente, la condición primordial del acontecimiento originario que la fiesta celebra admite diferentes niveles de entidad o ple6. B. Droste, «Celebrare» in der römischen Liturgiesprache, München 1963, 196-197. 7. Cf. M. Sodi: NDL 336. Acerca de la categoría de la fiesta, vid. J. Pieper, Una teoría de la fiesta, Rialp, Madrid 1974.
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nitud histórica, según afecte a una esfera profunda o más bien accidental de la propia existencia, ataña a un reducido grupo de personas (aniversario del nacimiento, matrimonio…) o comprometa a comunidades más amplias: independencia de una nación, constitución de un estado…, adoptando así diferentes grados de «verdad original».
Y, bajo este aspecto, toda fiesta posee un carácter –al menos, implícito–religioso, ya que su horizonte último de sentido es el momento origen de todo origen: el acto creador de Dios. Por ello, las «fiestas» primordiales de la Iglesia –las que articulan su calendario– celebran el primer y el último día (creación y consumación del tiempo: domingo), y la «plenitud temporal» que entraña la irrupción de la eternidad en la historia –Navidad– y la asunción de la historia en la eternidad: Pascua de resurrección.
Ahora bien, la fiesta se distingue del tiempo habitual precisamente porque se celebra, porque acontece sensiblemente delimitada por una acción de naturaleza simbólica: «como acontecer social, la acción sagrada –a diferencia de un acto puramente interno, de oración, de amor de Dios, de fe– es, además un acontecimiento real que tiene lugar en formas visibles, en el lenguaje perceptible de las invitaciones y respuestas, en acciones corporales y gestos simbólicos, en proclamaciones y cantos, en vestidos e instrumentos singulares y, no en última instancia, en silencios colectivos» 8. Paráfrasis, que equivale a afirmar que la celebración de una fiesta se manifiesta como tal por su acontecer simbólico-ritual.
8. R. Guardini, Der Kulturakt und die gegenwärtige Aufgabe der Liturgie, en Liturgie und liturgische Bildung, Würzburg 1966, 12; cit. en J. Pieper [1990] 24-25.
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2. EL RITO La cultura actual muestra ante el rito una actitud compleja y, de algún modo, contradictoria 9. Así, mientras numerosos ceremoniales de encuentro 10 se decantan en los más diversos ámbitos de la existencia humana, todavía perdura en los ambientes teológicos una cierta sospecha hacia la ritualidad propia del culto: «la palabra rito a muchos hoy no les suena bien. El “rito” aparece como la expresión de la rigidez, como estar atado a normas ya establecidas. Al rito se le opondría la creatividad y la dinámica de la inculturación: únicamente a través de ella surgiría la liturgia viva» 11. En los años posteriores al Concilio Vaticano II «era difícil hablar de rito, porque si una indiscriminada homogeneización con el ritualismo lo había emplazado en las angosturas de un romanticismo antipático o de un estrecho formalismo, la socialización y seguridad psicológica propias de toda estructura ritual fueron indiscriminadamente confundidas con las interpretaciones parciales y simplemente funcionalistas de la sociología y de la psicología» 12. Tal recelo, ligado en parte al proceso de secularización característico de la modernidad, no es extraño a un fenómeno peculiar del quehacer teológico de finales del segundo milenio: el olvido del rito en el horizonte especulativo de la ciencia de Dios 13. Y, sin embargo, su atención parece determinante, no sólo para una adecuada intelección de la liturgia, sino también para el desarrollo mismo de una correcta teología 14. El rito eclesial de culto constituye, en efecto un ele9. Cf. S. Maggiani: NDL 1743. 10. La expresión está tomada de G. Steiner [1991] passim. 11. J. Ratzinger [2001] 183. 12. C. Valenziano [1997] 29. 13. Vid., en este último sentido, A. Grillo [2003] 73-100. 14. «Hasta que no se restituya al rito toda su profundidad y condición originaria para la fe, la liturgia continuará legitimándose a sí misma aislada de la teología fundamental, mientras la teología sistemática seguirá ignorando el papel fundamental del rito de culto»: Ibid. 79.
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mento estructural del acontecer actual del misterio de la salvación y, por lo mismo, una dimensión fundamental –un presupuesto inmediato 15– de la fe, en virtud de su carácter de experiencia originaria e insustituible para el encuentro de comunión de vida con el Dios trinitario: «el rito tiene, por consiguiente, su lugar originario en la liturgia, pero no sólo en ella. Se expresa también en una forma determinada de hacer teología, en la forma de la vida y en los ordenamientos jurídicos de la vida eclesial» 16. El reconocimiento de esta premisa supone, sin duda, el abandono de uno de los rasgos distintivos y más queridos para la teología del siglo XX: la presunción del carácter previo, inmediato y universal –«no sacramental»– de la comunión del hombre con Dios; sin caer, no obstante, en la tentación de reducir la fe a un simple hecho cultural: «la tarea no consiste en oponer un fundamento antropológico [el rito] a un desarrollo teológico [la fe], sino en incluir la experiencia ritual como dato esencial para una teología fundamental» 17.
En su cualidad de dimensión de hondo calado antropológico –y, por lo mismo, de algún modo siempre inasible– la noción de rito carece de una definición unívoca. De procedencia sánscrita, el término designa originariamente todo aquello que es canónico y conforme a un orden universal y trascendente 18. El rito, en efecto, dice relación a regla, orden, ritmo y, más específicamente, conformidad respecto a un arquetipo, un modelo de actuación típico y preestablecido; según una adecuación que afecta esencialmente a su validez y legalidad. El rito no es, pues, sino un tópico imperati15. Cf. ibid. 55. 16. J. Ratzinger [2001] 184. 17. A. Grillo [2003] 79-80. Ahora bien, como señala el autor, tal empeño requiere de una exigencia previa, de un reconocimiento recíproco: «que la liturgia admita no constituir el horizonte último [de la fe] y que la teología fundamental sea consciente de que el sentido global del cristianismo no puede ser captado fuera, antes o más allá del rito». 18. Cf. L. Benoist, Signes, symboles et mythes, PUF, Paris 1975, 95 y C. Valenziano [1997] 29.
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vo 19, un estereotipo en el que «la no arbitrariedad es un elemento constitutivo de su misma esencia» 20. No obstante, la repetición por sí sola no crea un rito: la característica que da razón de una acción ritual no es la reiteración, sino su índole primordial, su aquiescencia con un orden primigenio. Se trata, pues, de una acción «programada», de una «institución»: el rito «es constituido por una “auctoritas”, una fuente capaz de programar dramas humanos […] que se hace garante de la historia del individuo y de la comunidad» 21. De aquí que ya san Isidoro de Sevilla distinguiera entre la simple costumbre (consuetudo) y el rito (ritus): «consuetudo est solitae rei usus, ex consensu duorum plurimorumque factus; ritus vero ad justitiam pertinet quasi rectum ex quo pium, aequum, sanctumque» 22.
Por otra parte, aunque la ritualidad –de acuerdo con su sentido etimológico– sea extensible a toda esfera de la cultura, su acepción es preferentemente religiosa y cultual. Y así se advierte ya en la noción propuesta en el siglo II por el jurista romano Pomponio Festo: «costumbre probada en la administración de los sacrificios» («mos comprobatus in administrandis sacrificiis»). «Con esta definición [el autor] resumió, mediante una fórmula precisa, una realidad presente en todas las religiones: el hombre siempre busca el modo adecuado de adorar a Dios, una forma de oración y de culto común que sea agradable al mismo Dios y sea conforme a su naturaleza» 23.
19. Cf. G. Steiner [1991] 184. El autor usa la expresión en el contexto más amplio del lenguaje y de la obra de arte. 20. J. Ratzinger [2001] 189. 21. C. Valenziano [1997] 29. 22. Isidoro de Sevilla, Differentarum liber 1, 122; cit. en C. Valenziano [1997] 29. 23. J. Ratzinger [2001] 183.
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Esta preferencia cultual no parece difícil de explicar. En efecto, si por su carácter de «tópico imperativo» el rito responde siempre a un estereotipo originario, garantía última de su autenticidad, su actuarse no arbitrario y programado es, entonces, la prueba –comprobatio– que verifica la conformidad y adecuación de una celebración con la verdad de sus orígenes; naturaleza primordial que constituye, precisamente, la índole más propia de toda religión o actitud religiosa: la búsqueda de una relación auténtica y verdadera con «quien es» –o, al menos, «lo que está»– en el origen de todo origen: «rito en sentido estricto es solo el rito de culto» 24. Ahora bien, como «el homo ritualis pone –o puede poner– por obra ritos no cultuales» 25 y el rito posee una condición radicalmente cultual, puede entenderse así el motivo del hondo y desviado «espíritu» religioso con el que, a menudo, se viven los ritos seculares. «Por ello mismo, no existen las sociedades sin algún tipo de culto. Precisamente los sistemas decididamente ateos y materialistas han creado, a su vez, nuevas formas de culto que, por cierto, pueden ser un mero espejismo y que intentan en vano ocultar su inconsistencia tras una ampulosidad rimbombante» 26. Esta perversión no sólo es propia de los totalitarismos (también de aquéllos que, injustificadamente, pretenden inspirarse en «ideas cristianas»), sino también de toda cultura y sociedad donde impere un relativismo de matriz nihilista.
Por ello, pese a cuanto pudiera inicialmente parecer, la índole estructuralmente ritual de la celebración de culto no significa primariamente su desarrollo en formas simbólicas, sino su necesaria correspondencia a un tópico imperativo que sea prueba de su radica24. C. Valenziano [1997] 30. 25. Ibid. 26. J. Ratzinger [2001] 42. El autor alude, probablemente, a una experiencia personal: las «puestas en escena» del régimen nacionalsocialista. Pero por esta razón –como se señalaba recientemente en una revista cultural y literaria– algunos musicólogos que estudian el realismo socialista soviético han advertido en dicha música una especie de arte religioso al servicio del ritual del Estado.
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ción en la verdad originaria. Y, en este sentido, «es importante constatar que los distintos ritos [de la liturgia eclesial] remiten a los lugares de origen apostólico del cristianismo, buscando así ese arraigo directo con el lugar y tiempo del acontecimiento de la revelación» 27. Ahora bien, la remisión apostólica trasciende a la simple adecuación formal. Así, cuando los primeros testimonios eclesiales confieren a la celebración eucarística –prototipo y compendio de toda acción litúrgica– las dimensiones esenciales de la noción de rito: «tradición» –traditio-parádosis– y «ordenamiento» –secundum ordinem-táxis–28, no sólo recogen su adecuación al «tópico imperativo» instituido por el mandato constituyente («haced esto» 29), sino que afirman, en última instancia, su radicación en el acontecimiento primordial que lo fundamenta: el misterio pascual de Cristo. Tal parece la razón última del aforismo «lex orandi, lex credendi» 30; sentencia que, lejos de pretender una primacía de toda praxis frente al dogma, subraya más bien la estrecha e íntima relación estructural del rito con el acontecimiento –la verdad– que le da su sentido. «En este contexto se puede recordar que la palabra “ortodoxia”, originariamente no significaba, como suele pensarse hoy en día, “la recta doctrina”. En efecto, por una parte, la palabra doxa en griego
27. Ibid. 188. 28. «Pues yo recibí del Señor lo mismo que os transmití a vosotros» (1 Co 11:23); «todo, empero, se haga decorosamente y con orden» (1 Co 14:40). La lengua española reconoce en el vocablo «rito» ambos contenidos semánticos: costumbre o ceremonia (como substantivo, procedente del latín ritus); y válido, justo, legal (como adjetivo derivado del verbo latino irrito). 29. 1 Co 11:24.25. 30. Capitula pseudo-Clementina seu «Indiculus» 8: DH 246. Aunque su significado primero fuera más restrictivo, por ser enunciado en el contexto de la polémica sobre la gracia, su sentido más amplio atañe a la relación misma entre liturgia y fe: cf. C. Vagaggini [1965] 496-498. Vid., también, J.A. Abad Ibáñez: Asociación Española de Profesores de Liturgia [2004] 285-305.
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significa “opinión”, “apariencia”; por otra parte, en el lenguaje cristiano, significaría algo así como “verdadera apariencia”, es decir “gloria de Dios”. Ortodoxia significa, por consiguiente, el modo adecuado de glorificar a Dios y la forma adecuada de adoración» 31.
3. CULTO Y CULTURA El rito de culto es, sin duda, un hecho profundamente cultural: «la eucaristía» –reconoce Ecclesia de Eucharistia– «ha tenido una fuerte incidencia en la cultura» 32. A este respecto, basta pensar en aquellas Iglesias del Oriente cristiano que en sus tradiciones litúrgicas no sólo han expresado –y continúan expresando– su peculiar idiosincrasia, sino que en su rito han encontrado la raíz de su constitución como nación, distinta de otras con idénticos substratos étnicos, históricos, o lingüísticos; o considerar también –sin valorar su mayor o menor adecuación con el espíritu de la liturgia– la síntesis de culto y cultura que la Iglesia romana y la sociedad occidental europea han vivido en épocas tan dispares como la antigüedad tardía o el periodo barroco 33. Culto y cultura se encuentran recíprocamente enlazados con un vínculo estrecho, perceptible ya en la identidad misma de su origen etimológico. De hecho, ambas realidades se muestran tan mutuamente connaturales que ninguna otra constante puede ser considerada a la par del culto en el proceso de simbiosis que configura a toda cultura 34. ¿Podría, entonces, una aproximación a la liturgia fundada en la antropología cultural darnos la inteligencia última de cuanto en la 31. J. Ratzinger [2001] 183-184. 32. EdE 49. 33. Vid., en este sentido, el estudio de B. Neunheuser, Storia della liturgia attraverso le epoche culturali, Edizioni Liturgiche, Roma 21988. 34. Cf. C. Valenziano, Arte e Liturgia: «Seminarium» 39 (1999) 324.
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celebración de culto acontece? La respuesta es, evidentemente, negativa, pues no todo en la liturgia es susceptible de ser reducido, ni siquiera equiparado, a cultura: «los ritos no son [...] productos de la inculturación, por mucho que hayan asimilado los elementos de las distintas culturas» 35. La celebración de culto es irreductible a la sola cultura porque en ella acontece algo que supera y trasciende cualquier posibilidad intrínseca a toda realidad cultural, sea del periodo de los orígenes de la Iglesia o de nuestros días. Y ese algo no es otro que la presencia inefable del misterio de Cristo: «la Iglesia en la liturgia celebra el misterio de Cristo» 36. De este modo, por sí sola, toda fenomenología ritual se muestra incapaz de ofrecer una comprensión integral de la realidad que la Iglesia conoce bajo el nombre de liturgia. Fundada exclusivamente en categorías culturales, una hermenéutica litúrgica permanecería siempre en la periferia de cuanto acontece en la celebración de culto; en una situación epistemológica semejante, en cierto modo, a la concepción «ceremonial» del periodo anterior al movimiento litúrgico, cuyos esfuerzos y aportaciones están en la base de las recientes adquisiciones de la Iglesia. En última instancia, la liturgia no es una manifestación más de un existencial religioso universal, sino una obra del designio amoroso del Dios trinitario que, bajo el velo de los ritos, sale al encuentro del hombre, para incorporarlo a su misterio de salvación y convertirle en adorador de su gloria. Desatendido este principio, la liturgia difícilmente supera el carácter de expresión de una cultura –la cristiana– que, en cuanto tal, es ambivalente, sujeta como está a la ambigüedad inherente a todo lo humano, a la contingencia histórica y, en definitiva, a la caducidad.
35. J. Ratzinger [2001] 188. 36. CCE 1068.
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Esta reducción cultural de la liturgia podría estar en el origen de algunos programas y proyectos de inculturación desordenada, que en su vertiente occidental es entendida como una apertura indiscriminada al espíritu y los modos de una incierta modernidad (o postmodernidad), olvidando que «el ser humano, de ningún modo puede, por sí mismo, “hacer” el culto y, si Dios no se da a conocer, no acertará. Cuando Moisés le dice al faraón: “no sabemos todavía qué hemos de ofrecer a Yahvéh” (Ex 10:26) realmente está mostrando, con estas palabras, una ley fundamental de toda liturgia. Si Dios no se manifiesta, el hombre puede, sin duda, en virtud de la noción de Dios inscrita en su interior, construir altares “al Dios desconocido” (cfr. Hch 17:23); puede intentar alcanzarlo mediante el pensamiento, acercarse a él a tientas, pero la liturgia verdadera presupone que Dios responde y muestra cómo podemos adorarle. De alguna forma necesita algo así como una “institución”. No puede brotar de nuestra fantasía o creatividad propias –en ese caso seguiría siendo un grito en la oscuridad o se convertiría en una mera autoafirmación. Presupone un tú concreto que se nos muestra, un tú que le indica el camino a nuestra existencia» 37.
No obstante, esa premisa no significa un olvido de que la liturgia se celebra ritualmente; requisito que, además de legitimar toda aproximación desde la antropología cultural, implica la necesaria integración del rito en la reflexión teológica. Y, de hecho, toda profundización en la naturaleza ritual y en la índole simbólica de la celebración del culto enriquece su inteligencia; pero siempre y cuando el empeño no pretenda agotar la realidad litúrgica, ni dificulte tampoco la percepción de la condición mística –perteneciente al misterio– que la caracteriza. 4. TRADICIÓN Y CREATIVIDAD El carácter estructuralmente ritual de la celebración de culto permite abordar el problema de la creatividad litúrgica desde una 37. J. Ratzinger [2001] 42.
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perspectiva correcta, ya que por su naturaleza radicalmente determinada y no arbitraria –prescripción 38–el rito no se crea, sino que se recibe para, después, ser transmitido. En sí mismo, el rito nunca es origen, sino memoria: surge de un acontecimiento primordial que le da su consistencia y del cual es su narración necesaria 39. En efecto, el rito media simbólicamente la realidad primordial, aquella que le dota de significado. Y, en este sentido, el rito no es sino estructura en busca de infalibilidad 40. Ello no significa que el rito de culto sea «repetición» –mímesis– de sí mismo; al contrario, por su carácter «memorial» –anámnesis– la celebración litúrgica es siempre «nueva»: «en la liturgia no hay ninguna repetición; todo sucede una sola vez, como también nuestro señor Jesucristo murió y resucitó de entre los muertos una sola vez» 41.
La determinación programática del rito no ahoga la creatividad: el Espíritu, siempre presente en la liturgia –epíclesis–, es espíritu de creación. Cuando en búsqueda de la «novedad» se pretende sustituir la obra del Espíritu –la liturgia tal y como es transmitida por la Iglesia– no se crea nada; simplemente se repiten monótonamente las propias limitaciones, angustias y aburrimientos existenciales: «la Iglesia responde a la cuestión del tedio con la índole paradisíaca de su existencia original y la fuerza creadora del Espíritu Santo. Todo se crea de nuevo en la Iglesia, que transforma en fiesta –en liturgia– la árida y monótona rutina de cada día» 42. No debe, pues, buscarse una creatividad litúrgica que no nazca del propio dinamismo del rito eclesial: «a veces se piensa que la vía 38. Cf. G. Steiner [1991] 238. 39. De aquí que el rito eucarístico instituido por Cristo celebre no la «cena», sino el sacrificio de la cruz. 40. C. Valenziano [1997] 32. 41. T. Góricheva, La fuerza de la locura cristiana. Mis experiencias, Herder, Barcelona 1988, 31. 42. Ibid. 97.
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de la liturgia está asegurada cuando se cambian constantemente los textos. Sin embargo, el único cambio salvífico es y será siempre el del corazón. Es necesario que en toda acción litúrgica el ser se convierta para acoger con disponibilidad la Palabra de Dios y de la tradición viva de la Iglesia. Si el celebrante vive profundamente esta conversión del corazón dirá la oración litúrgica de un modo totalmente nuevo, abierto al Espíritu creador» 43.
De aquí que, paradójicamente, para salvaguardar la creatividad litúrgica, la celebración del culto deba vivirse en su eclesial concreción ritual. «Para el católico la liturgia es el hogar común, la fuente misma de su identidad: también por esta razón debe estar predeterminada y ser imperturbable, para que a través del rito se manifieste la santidad» 44. Nadie puede considerarse dueño de la liturgia 45; al contrario, su celebración debe ser una experiencia vivida en la Iglesia. «La liturgia no es invención del sacerdote que la preside o de un grupo de expertos; la liturgia –“el rito”– ha venido creciendo en un proceso orgánico a través de los siglos y lleva en sí todo el fruto de la experiencia de fe de todas las generaciones» 46.
Y por ello, como memoria perenne del acontecimiento primordial del misterio, el rito litúrgico es tradición eclesial en acto: «[los ritos] son figuras de la tradición apostólica y su desarrollo en los grandes ámbitos de la tradición» 47. De aquí la liturgia sea tradición viva: no sólo parte integrante del patrimonio de la Iglesia de Cristo, sino forma misma de la tradición eclesial: «la liturgia es una de las formas de la tradición viva, mediante la cual la Palabra de Dios 43. M. Thurian, La liturgia contemplazione del mistero: «L’Osservatore Romano» (27.28-V-1996) 9. 44. J. Ratzinger [1985] 139. 45. Cf. EdE 51. 46. J. Ratzinger, La nueva evangelización: «Ecclesia» 10 (1996) 358. 47. J. Ratzinger [2001] 188.
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es comunicada a los hombres para transformarlos; no se puede modificar, entonces, sin minar la plenitud de la voluntad de la Iglesia de transmitir en ella la verdad» 48. 5. TRADICIONES LITÚRGICAS A lo largo de los siglos la Iglesia, fiel al mandato de su Señor («haced esto en memoria mía»), ha celebrado el único e idéntico misterio de Cristo –la tradición litúrgica– según una variedad de usos y costumbres de venerable antigüedad –las tradiciones litúrgicas– transmitidas ininterrumpidamente hasta nuestros días. «Desde la primera comunidad de Jerusalén hasta la Parusía, las Iglesias de Dios, fieles a la fe apostólica, celebran en todo lugar el mismo misterio pascual. El misterio celebrado en la liturgia es uno, pero las formas de su celebración son diversas. La riqueza insondable del misterio de Cristo es tal que ninguna tradición puede agotar su expresión» 49.
Lejos de dañar a la unidad de la Iglesia 50, la pluralidad de tradiciones de culto constituye uno de los más preciados tesoros eclesiales, como manifestación admirable de la catolicidad y apostolicidad que la Esposa de Cristo confiesa en el símbolo de la fe 51. Y, de este modo, la única tradición litúrgica del misterio de Cristo se configura como «una sinfonía de las diversas liturgias unidas a la única Liturgia para la alabanza de Dios» 52. No es de extrañar, por tanto, que durante el Concilio Vaticano II se subrayara repetidamente la relevancia de las tradiciones litúrgicas a la hora de «conservar fielmente la plenitud de la Tradición» 53. 48. 49. 50. 51. 52. 53.
M. Thurian, La liturgia contemplazione… 9. CCE 1200-1201. Cf. Pío XII, carta encíclica Orientalis ecclesiae decus (9-IV-1944). Cf. CCE 1208. Juan Pablo II, carta encíclica Slavorum Apostoli (2-VI-1985). Concilio Vaticano II, decreto Unitatis Redintegratio (21-XI-1964).
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La configuración de las distintas familias de culto se debe a la convergencia de una compleja serie de factores, tanto de orden geográfico e histórico-político, como de carácter propiamente eclesial: rupturas de la comunión a causa de las controversias dogmáticas, ascendiente de los grandes obispos, influjo del monaquismo... No obstante, en el proceso de decantación de la misma y única tradición litúrgica en las distintas tradiciones jugó un papel primordial la ordenación patriarcal de la Iglesia, fenómeno de centralización administrativa eclesiástica en torno a un número cada vez más restringido de metrópolis. Alrededor de estos centros, a un tiempo de gran relevancia eclesial y política, se fueron unificando paulatinamente los usos regionales de culto, hasta cristalizar en liturgias plenamente autónomas. De aquí que las grandes familias litúrgicas correspondan, a grandes rasgos, con el área de influencia de sus respectivas metrópolis: patriarcados, en el ámbito del Imperio Romano (Antioquía de Siria, Alejandría, Roma –sedes de origen apostólico; Constantinopla y Jerusalén, sedes de origen conciliar), y katholikados, más allá de los confines de la cultura grecorromana (Seleucia-Ctesifonte –Mesopotamia, Georgia y Armenia).
De este modo, en la génesis de las tradiciones litúrgicas se observa un doble movimiento: a) desde la unidad litúrgica primordial de la era apostólica, hacia la diversidad local, determinada por la distinta confluencia de los usos de la primitiva Iglesia –con substrato en el culto de Israel– con elementos rituales procedentes del mundo grecorromano y de la propia cultura (celta, germánica, semita, armenia, persa...); y, ya en un segundo momento; y b) desde la diversidad local hacia la progresiva unidad en torno a las sedes patriarcales. En líneas generales, no siempre válidas para todas las tradiciones, el proceso de configuración de las familias litúrgicas comprende, así, cuatro etapas: a) periodo de gestación de los usos locales, caracteri-
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zado por la incipiente composición de fórmulas de oración y organización de tiempos litúrgicos (siglos II-IV); b) periodo de estructuración de las grandes familias, impulsado por la libertad de la Iglesia y su posterior estatuto de «religión oficial», y determinado por fenómenos tales como la compilación de las primeras codificaciones de textos, la generalización de legislación canónico-litúrgica, el pleno desarrollo de instituciones como el catecumenado y la penitencia canónica, la articulación del ciclo del año litúrgico, la condensación de algunas lenguas litúrgicas, y la multiplicación de lugares de culto: basílicas, baptisterios... (siglos IV-V); c) periodo de cristalización de los ritos particulares dentro de las grandes familias litúrgicas (siglos VI-VIII); d) periodo de consolidación de la propia tradición y posterior transmisión hasta nuestros días.
A excepción de la liturgia romana, ninguna de las tradiciones occidentales de culto ha llegado a consolidar una Iglesia ritual. De hecho, tan sólo han llegado hasta nuestros días algunos usos particulares de la diócesis de Milán (liturgia ambrosiana 54), pues el denominado rito hispánico se encuentra actualmente circunscrito, de modo habitual, a la celebración eucarística en la catedral de Toledo y algunas parroquias de la misma ciudad 55. Otras tradiciones (liturgia afrorromana 56, «galicana» 57, céltica…) desaparecieron antes de llegar a cristalizar en un rito claramente diferenciado. Por el contrario, el Oriente cristiano ha conservado, en circunstancias especialmente difíciles, el tesoro de sus ancestrales y venerables tradiciones de culto 58. Adoptando un criterio genético, las liturgias orientales pueden ser agrupadas del siguiente modo: a)
54. Acerca de la liturgia ambrosiana, vid. A.M. Triacca: DPAC 92-94. 55. Acerca de la liturgia hispánica, vid. J. Pinell: DPAC 1047-1053. 56. Acerca de la liturgia afrorromana, vid. J.L. Gutiérrez-Martín, Iglesia y Liturgia en el África romana del siglo IV, Edizioni Liturgiche, Roma 2001. 57. Acerca de la liturgia galicana, vid. J. Pinell: DPAC 910-914. 58. Una buena síntesis de los ritos del Oriente cristiano en E. Carr: A.J. Chupungco [1998] 26-39.
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grupo antioqueno: ritos siro-orientales (caldeo, siro-malabar…), ritos siro-antioquenos («jacobita», maronita…), rito bizantino (griego, eslavo, «melkita» –árabe–, georgiano…), rito armenio; b) grupo alejandrino: ritos copto y etíope. Para facilitar el conocimiento mutuo que, en palabras de Juan Pablo II, constituye «una perentoria necesidad» 59, ofrecemos seguidamente una breve descripción de algunas de las características teológicas más señaladas de las liturgias orientales 60. • El sentido de la trascendencia de las celebraciones de culto, manifiesto tanto en el uso del lenguaje «apofático» –teología negativa– para subrayar la inefabilidad del Dios uno y trino, cuanto en la abundancia de signos y gestos de adoración. Como consecuencia, la eucaristía es comprendida teológicamente como un mysterium tremendum, un acontecimiento de salvación que los fieles deben vivir mediante el silencio devoto y la escucha atenta. Y de aquí que algunas Iglesias hayan adoptado en sus lugares de culto la iconostasis: mampara que, formada por cortinas o imágenes, separa el santuario de la nave, y lo oculta en el momento solemne de la presencia sacramental de Cristo sobre el altar durante la celebración eucarística. • El acento en la dimensión doxológica de la celebración del culto, entendida siempre como manifestación, presencia y comunicación de la gloria de Dios. • La arraigada conciencia de que, durante la liturgia, es Cristo mismo quien obra, mediante su divinidad y su humanidad unidas en la Persona divina: theoanthropía.
59. OL 1. 60. Cf. OL 6.10-11 y T. Federici: Pontificio Istituto Liturgico [1978] 127128.
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• La clara percepción de que la acción litúrgica es la máxima expresión de la divina philanthropía o amor infinito de Dios por los hombres, consumado en el misterio de la encarnación del Verbo y continuado en el culto por la presencia sacramental de su muerte y resurrección salvadoras. • La profunda concepción pneumatológica de los misterios del culto. Toda celebración litúrgica es contemplada como una nueva Pentecostés en la que, mediante la fuerza del Espíritu, se actúa la obra divina de la redención. De ahí la importancia que, en toda acción sacramental, se concede a la epíclesis, oración de invocación al Padre para que, por medio del Hijo, envíe a su Espíritu. • La tensión hacia la parusía o segunda venida de Cristo. La celebración del culto es concebida siempre como una «teofanía» anticipadora del acontecimiento último de la venida gloriosa del Señor. «Como signo vivo de esa espera, el monje prosigue y lleva a plenitud en la liturgia la invocación de la Iglesia, la Esposa que suplica la vuelta del Esposo en un marana tha [ven Señor] repetido continuamente no sólo con palabras, sino también con toda la vida» 61.
• La visión escatológica de la liturgia como momento de la presencia anticipadora de la Jerusalén celestial: la liturgia es «el cielo en la tierra»; e incluso el espacio de la celebración (planta, forma, dimensiones) está concebido y organizado simbólicamente como manifestación de la Iglesia celestial: «la eucaristía es también lo que anticipa la pertenencia de hombres y cosas a la Jerusalén celestial» 62. • La viva conciencia de que en la celebración eucarística se revela la naturaleza profunda de la Iglesia, como comunidad 61. OL 10. 62. Ibid.
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de los convocados a la participación en los sagrados misterios: eclesiología eucarística. De ella se deriva el acendrado sentido de la Iglesia local, contemplada como la Iglesia una, santa y católica que, «aquí y ahora», celebra al Señor en la visibilidad del obispo con su presbiterio, diáconos y fieles. • El carácter antropológico y cosmológico de la celebración. Durante la liturgia, la persona humana es implicada en su integridad (cuerpo y espíritu), al tiempo que la entera creación, el universo, encuentra su sentido pleno, llamado como está a la recapitulación definitiva en Cristo. El hombre con todos sus sentidos, juntamente con el cosmos, celebra en la liturgia la gloria de Dios: de aquí la importancia concedida al canto, los colores, las luces y los perfumes y aromas. En la acción sagrada, también la «corporeidad» y la materia es convocada a la alabanza de su hacedor, participando así de la belleza de la divina armonía, modelo de la humanidad y de la creación transfigurada. Por medio de los sagrados misterios, y especialmente de la comunión eucarística, el hombre se vuelve imagen de Cristo, entra a tomar parte en la vida trinitaria y se diviniza: theôsis. • La impronta mariológica. En el Oriente, la madre de Dios no sólo goza del privilegio de numerosas y solemnes fiestas durante el transcurso del año litúrgico, sino que, a modo de filigrana, enriquece el tejido trinitario y cristológico de toda celebración, invocada de continuo con sus títulos legítimos.
6. EL RITO DE CULTO Y LA REFORMA LITÚRGICA Más allá de todo superficial optimismo, parece indudable que los frutos de la renovación litúrgica promovida por el Concilio Vaticano II no han sido aquéllos originalmente anhelados. Y, en este sentido –sin idealizar época histórica alguna– cabe constatar
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que la Iglesia, hoy día, se encuentra sumida en un periodo de crisis litúrgica 63. Debido a la cantidad y diversidad de los factores que concurren, un estudio detenido del problema requiere un tratamiento más amplio que el limitado espacio de este apartado. No obstante, dejando de lado aquellos aspectos extrínsecos a la liturgia y, en particular, la creciente secularización de amplios estratos de la sociedad, la raíz del deterioro podría encontrarse en la recepción misma del proyecto litúrgico conciliar, mediada a través de una deficiente –cuando no decididamente unilateral– comprensión de la naturaleza del culto de la Iglesia. La reforma del Concilio Vaticano II ha debido, en definitiva, pagar el peaje de una pobre y, en cierto modo, anquilosada teología sacramentaria 64, y de una incipiente y no bien asimilada teología de la liturgia. «La crisis de la liturgia y, con ella de la Iglesia, en la que estamos sumidos desde hace tiempo, se debe sólo en pequeña medida a las diferencias que existen entre los libros litúrgicos antiguos y nuevos. Cada vez se pone de manifiesto con más claridad que en el fondo de esta polémica existe un desacuerdo profundo sobre la esencia de la celebración litúrgica, su origen, sus ministros y su forma adecuada. Se trata en realidad de la cuestión de la estructura fundamental de la liturgia» 65. Pero, además, la actual crisis litúrgica es una manifestación, si se quiere extrema, de un conflicto más amplio y profundo, de una crisis de fe: «quien no pueda aceptar como verdadero suceso ese acontecimiento original [el misterio de Cristo en su radicalidad], tampoco podrá nunca realizar, ni de pensamiento ni de obra, lo que en el servicio divino de la liturgia de la Iglesia acontece» 66.
63. Cf., por ejemplo, Juan Pablo II, exhortación apostólica Ecclesia in Europa (28-VI-2003) 70 y EdE 10 y 52. 64. Cf. cuanto afirma J. Ratzinger [1993] 98 acerca de las «miras estrechas» y del «minimalismo» de esta teología; texto cit. supra. 65. J. Ratzinger [1-1999] 83. 66. J. Pieper [1990] 108.
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En el caso que nos concierne, en primer término del problema quizás deba emplazarse el sentido mismo de la expresión «reforma litúrgica»: ¿reforma de la liturgia o, más bien, reforma desde la liturgia? No cabe duda de que, en extendidos ambientes y estados de opinión eclesiales, la renovación litúrgica ha seguido como criterio hermenéutico el axioma de que un verdadero aggiornamento de la Iglesia comporta necesariamente la reforma continua de los ritos de culto: las nuevas evidencias, sensibilidades y formas de pensar exigirían un modo nuevo o distinto de celebrar el misterio de Cristo, más afín al horizonte existencial del presente y más fiel y auténtico 67. En efecto, la tan deseada y necesaria renovación litúrgica se ha confundido, en numerosas ocasiones, con un incesante cambio ritual que, en última instancia, ha afectado sólo a la exterioridad y no al interior de los corazones. Pero, en tales circunstancias, la liturgia queda siempre manipulada, al arbitrio del último descubrimiento pretendidamente creativo, impuesto por las modas del momento. Por esta senda, la liturgia de la Iglesia es sometida al albur del celebrante «ingenioso» o de la comisión clerical que, con tales modificaciones, justifica su propia existencia. Es obvio que esta situación genera una profunda desazón: «no se puede negar que hoy existe un problema litúrgico grave [...] Existe un malestar insoslayable. ¿Cómo remediarlo? Algunos dicen que tenemos que modernizar más la reforma, dando más espacio a la creatividad, pero al final sólo queda la arbitrariedad de un grupo de la comunidad que toma en sus manos estas actividades. Y la liturgia se queda cada vez más vacía» 68.
A pesar de su aparente coherencia, toda comprensión que limite la reforma litúrgica promovida por el concilio a la sola reforma
67. Cf. A. Grillo: A. Montan-M. Sodi [2002] 267. 68. J. Ratzinger, Ser cristiano en la era neopagana, Encuentro, Madrid 1995, 184.
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ritual es una mistificación y parte de un principio equivocado. La reforma litúrgica conciliar no atañe, en primera instancia, tanto a una reforma-modificación estructural de los ritos, cuanto a una reforma-transformación existencial a partir de los ritos 69. En efecto, al fundamentarse, como criterio normativo, en la búsqueda de una participación más auténtica de los fieles en el misterio de Cristo, el Concilio Vaticano II entendía primariamente por reforma litúrgica la reforma de la vida eclesial desde la liturgia. Y ello precisamente por el carácter radical que, para la fe y la existencia cristiana, el concilio reconoce a la liturgia, como «cumbre y fuente» de la vida de la Iglesia 70. «La liturgia», en palabras conciliares, «contribuye en sumo grado a que los fieles expresen en su vida, y manifiestan a los demás, el misterio de Cristo y la naturaleza auténtica de la verdadera Iglesia» 71. Por ello –en continuidad con las mejores aportaciones del movimiento litúrgico– la reforma auspiciada en el aula conciliar pretendía que la Iglesia adquiriese una conciencia operativa de la capacidad intrínseca de la misma celebración de culto para la transformación de la vida y existencia de los fieles. Y, en consecuencia, el programa de renovación litúrgica se enunció con el pensamiento dirigido más a las personas que a los ritos. Se trataba, en definitiva, de una iniciación, antes que de una mudanza: «no se puede conseguir una formación litúrgica verdadera con continuas propuesta de nuevas estructuras, sino sólo adaptando la estructura formal al contenido, es decir, mediante una educación que desarrolle la capacidad de asimilar interiormente la liturgia común de la Iglesia» 72. Por el contrario, cuando la participación en los divinos misterios de la liturgia se entiende como lo que realmente es: un en69. 70. 71. 72.
Cf. A. Grillo: A. Montan-M. Sodi [2002] 267. Cf. SC 10. SC 2. J. Ratzinger [1-1999] 97.
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cuentro sacramental, objetivo y eficaz con el acontecimiento salvador de Cristo –«concentración definitiva de sentido» 73–, el rito de culto manifiesta toda su fuerza transformadora y renueva la existencia cristiana de los fieles, haciéndoles partícipes de la vida de comunión trinitaria.
73. Tomamos la expresión de F. Inciarte, Breve teoría de la España moderna, Eunsa, Pamplona 2001, 92, quien la refiere explícitamente al misterio de Jesucristo, Dios y hombre verdadero.
6. El misterio de culto
«En la liturgia, la Iglesia celebra el misterio de Cristo» 1. Esta conciencia de la actualidad de la persona y de la obra de Cristo en la celebración litúrgica, en cierto modo, siempre presente y viva en la tradición de la oración eclesial 2, es hoy considerada como la clave para interpretar el ser y acontecer de los misterios del culto 3. Y, en efecto, según se advierte ya en el título del apartado dedicado a la economía sacramental, el Catecismo de la Iglesia interpreta la liturgia como la celebración del misterio cristiano. En su carácter de acontecimiento que vertebra la entera economía de la salvación, el misterio de Cristo constituye así el horizonte de sentido de la liturgia. Pero, entiéndase bien, misterio no como un simple enunciado de verdad teológica, sino como un acontecimiento sucedido en la historia. 1. CCE 1068. Cf. SC 35. 2. Para la frecuencia de la expresión celebrare mysterium en las fuentes de la liturgia romana, vid. J. Deshusses-B. Darragon, Concordances et tableux pour l’étude des grandes sacramentaires 3,3: concordance verbale (M-P): «Spicilegii Friburgensis Subsidia» 13, Éditions Universitaires, Fribourg 1983, 141-148. 3. «De conformidad con Sacrosanctum Concilium 35, que había identificado la historia de la salvación con el misterio de Cristo, el Catecismo repite hasta la saciedad que la Iglesia, en la liturgia, celebra el misterio de Cristo»: I. Oñatibia, El Catecismo de la Iglesia Católica en comparación con la Sacrosanctum Concilium: «Cuadernos Phase» 73, Barcelona 1996, 6.
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La liturgia celebra, así, el misterio de la obra de la redención, la salvación definitivamente cumplida en los misterios de la pasión y glorificación de Cristo: «en la liturgia, la Iglesia celebra principalmente el misterio pascual por el que Cristo realizó la obra de nuestra salvación» 4. El culto litúrgico es, pues, la acción eclesial que celebra la obra de nuestra redención en Cristo, según la fórmula que, procedente de la más genuina tradición romana, acuñó el Concilio Vaticano II: «liturgia enim, per quam [...] “opus nostrae redemptionis exercetur”» 5. De este modo, la celebración litúrgica, inseparable del misterio de Cristo y de su Iglesia, se muestra en sí misma como un acontecimiento de salvación, un momento de la economía del misterio. La liturgia constituye, así, el último tiempo de la historia de la salvación: la economía sacramental, que perpetúa –celebra– en el mundo el momento de Cristo, preparado y anunciado por el Antiguo Testamento 6. «Celebración» y no simple «ejercicio». En efecto, si bien el término exercere del enunciado conciliar podría ser traducido por «ejercer», el análisis de la transmisión textual de la fórmula manifiesta que su contenido semántico presupone una acción que incluye las dimensiones de manifestación, presencia-actuación y comunicación; nociones que, según el nuevo Catecismo, integran precisamente la categoría de celebración litúrgica 7. Bajo esta óptica, afirmar que la liturgia celebra el misterio de Cristo equivale a declarar que, en su acontecer, el hecho o «misterio» de nuestra redención «se manifiesta, se hace presente y se comunica»: «el día de Pentecostés, por la efusión del Espíritu Santo, la Iglesia se manifiesta al mundo (cfr. SC 6; LG 2). El don del Espíritu inaugura un tiempo nuevo en la dispensación del Misterio: el tiempo de la Igle4. 5. 6. 7.
CCE 1067. SC 2. Cf. SC 5-6. Cf. CCE 1076.
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sia, durante el cual Cristo manifiesta, hace presente y comunica su obra de salvación mediante la Liturgia de su Iglesia, «hasta que él venga» (cfr. 1 Co 11:26)» 8. Los misterios –acontecimientos– de nuestra salvación en Cristo continúan presentes y operantes en los misterios –ritos– de la liturgia de la Iglesia. La celebración litúrgica es, en consecuencia, la manifestación y el cumplimiento ritual del misterio de Cristo para ser participado en la vida de los fieles. De aquí que la liturgia deba ser entendida como celebración (manifestación, presencia y comunicación rituales) del misterio de Cristo para la vida de la Iglesia 9. Tal es la concepción mistérica de la liturgia, ya esbozada en el Concilio Vaticano II y enunciada de modo radical en el nuevo Catecismo. Todo ello presupone que la liturgia debe ser entendida a partir de la conjunción de tres dimensiones inseparables: misterio, celebración y vida. Así se advierte en la acertada síntesis propuesta por el Catecismo de la Iglesia: «es el misterio de Cristo lo que la Iglesia anuncia y celebra en su liturgia, a fin de que los fieles vivan de él y den testimonio del mismo en el mundo» 10. Y, en este sentido, la liturgia puede ser interpretada, en sus distintos acentos, como «misterio (de Cristo) celebrado para la vida (de la Iglesia)», «celebración del misterio (de Cristo) para la vida (de la Iglesia)», o «vida (de la Iglesia) celebrada en el misterio (de Cristo)». 8. CCE 1076. 9. Cf. CCE 1068 y 1076, artículos de donde proceden los elementos de la citada afirmación. Para un desarrollo más orgánico de esta comprensión, me remito a precedentes estudios: José Luis Gutiérrez-Martín, La liturgia, celebrazione del mistero di Cristo: «Studi Cattolici» 41:436 (1997) 404-410; La liturgia, presencia, manifestación y comunicación del misterio de Cristo. Hacia una comprensión auténtica del concepto de celebración: «Vida Sobrenatural» 78:595 (1998) 48-58; La liturgia, presencia del misterio: «Vida Sobrenatural» 78:596 (1998) 123-133; La liturgia, manifestación (mediación) de la presencia del misterio: «Vida Sobrenatural» 78:597 (1998) 203-211; La liturgia, mediazione del mistero: «Studi Cattolici» 42:452 (1998) 694-698. 10. CCE 1068.
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La celebración litúrgica
Ello quiere decir que el rito no agota el ser de la liturgia. En la celebración litúrgica se incluyen también el misterio de Cristo y la vida de los fieles. En la liturgia, «misterio», «acción» y «vida», sin llegar a confundirse, entran en profunda comunión. Y, en efecto, si tanto el «misterio» (de Cristo) como la «vida» (de los fieles) poseen entidad previa y autónoma respecto a la «acción» del culto, ambos se encuentran, sin embargo, en íntima y estrecha relación con la celebración litúrgica, ya que el único misterio de Cristo se hace presente, aquí y ahora, «en» y «por medio de» el rito de culto, y la vida de la Iglesia y de los fieles tiende hacia la liturgia 11.
1. LA CELEBRACIÓN LITÚRGICA, PRESENCIA DEL MISTERIO 1. DE CRISTO A tenor de la doctrina del Catecismo de la Iglesia, la acción litúrgica ha sido descrita previamente como la «celebración del misterio para la vida». Presencia, manifestación y comunicación rituales del misterio se han mostrado, bajo esta perspectiva, como los niveles teológicos del significado más profundo de la celebración de culto. Ahora bien, esta concepción resultaría todavía parcial y equívoca si se olvidara que tanto la verdad de la manifestación del misterio como su comunicación derivan, en última instancia, de la objetividad del hecho de su presencia 12. Todo el valor de la liturgia depende, precisamente, de la «presencia» del misterio en la celebración de culto: «la obra de la salvación, confiada a la Iglesia, es de tal magnitud, que sólo Cristo puede asegurar su cumplimiento con su presencia» 13. De aquí que, en la liturgia, la manifestación y comuni11. Cf. SC 10. 12. Cf. SC 7 y CCE 1088. 13. J. Galot, La cristología en la Sacrosanctum Concilium: «Cuadernos Phase» 76, Barcelona 1997, 51.
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cación del misterio –dimensiones de relevancia nada desdeñable– se encuentren en posición subordinada y relativa a la realidad de su presencia: «cuanto el Concilio Vaticano II dice en los primeros números de la constitución Sacrosanctum Concilium sobre la eficacia salvadora de la acción litúrgica sólo puede entenderse a partir de una comprensión adecuada de la presencia de Cristo en la celebración cultual» 14; tesis que constituye uno de los puntos capitales de la teología litúrgica y a cuya luz se comprende el carácter relativo de la «celebración» frente al absoluto del «misterio» 15: «lo primero que uno debe comprender de la celebración cultual cristiana –si no, todo lo demás quedará falsificado– es su carácter derivado, subordinado y secundario [...] Lo que en ella acontece es la «presencialización», el hacerse presente de algo ya sucedido» 16. La celebración litúrgica es, pues, ante todo y sobre todo, presencia ritual del misterio inefable del Verbo encarnado y actualización renovada del acontecimiento pascual de Cristo: «es todo el misterio de la encarnación redentora el que da su valor a la economía sacramental [...] Este misterio, en efecto, confiere a los ritos cristianos un fundamento único» 17. Hay una prioridad del misterio frente a la acción, de manera que, como subraya el Catecismo de la Iglesia, el carácter genuino de la celebración de culto sólo puede ser entendido desde su comprensión económica o histórico-salvífica: «la catequesis de la liturgia implica en primer lugar la inteligen14. J.M. Bernal, La presencia de Cristo en la liturgia: «Cuadernos Phase» 5, Barcelona 1988, 51. 15. Como subraya I. Biffi [1-1982] 48: «se advierte, así, que el absoluto es Jesucristo y no, separadamente, la acción litúrgica». 16. J. Pieper [1990] 108. Y, ello, hasta tal punto que, como prosigue el autor: «quien no pueda aceptar como verdadero suceso ese acontecimiento original, primero no sólo en el tiempo, sino ontológicamente, tampoco podrá nunca «realizar», ni de pensamiento ni de obra, lo que en el servicio divino de la liturgia de la Iglesia acontece». 17. J. Galot, La cristología en la Sacrosanctum Concilium: «Cuadernos Phase» 76, Barcelona 1997, 51.
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cia de la economía sacramental. A su luz se revela la novedad de su celebración» 18. Este principio implica que la celebración litúrgica es esencialmente eco, resonancia o –mejor aún– presencia siempre actual del misterio de Cristo, sucedido en la historia «de una vez por todas» 19: la celebración litúrgica, pues, «no sólo recuerda los acontecimientos que nos salvaron, sino que los actualiza, los hace presentes» 20. En la senda abierta por la teología de los misterios, el Catecismo de la Iglesia supera así la comprensión conciliar de la presencia litúrgica de la obra redentora de Cristo. En efecto, mientras Sacrosanctum Concilium consideraba que, en la liturgia, la presencia del misterio salvífico acontece «en un cierto modo» –«quodammodo praesentia»– y, más bien, reducido a sus efectos y virtudes: «divitias virtutum atque meritorum Domini» 21, el Catecismo afirma la actualidad histórica del acontecimiento salvador mismo: «cuando llegó su hora, [Cristo] vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre «una vez por todas». Es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida» 22. Actualidad y permanencia que en-
18. 19. 20. 21. 22.
CCE 1135. Cf. CCE 1085. CCE 1104. Cf. SC 102. CCE 1085.
El misterio de culto
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cuentra su fundamento en la categoría de anámnesis o memorial. Y, por ello, el Catecismo concluye que la liturgia «es el memorial del misterio de salvación» 23.
2. SACRAMENTALIDAD DE LA CELEBRACIÓN LITÚRGICA La naturaleza esencialmente memorial de la liturgia otorga a su celebración un carácter sacramental, que subordina estructuralmente el rito a la historicidad previa del misterio. En otras palabras, aunque la liturgia se celebre mediante una acción simbólica, la celebración litúrgica no puede ser reducida a mero símbolo: su verdad y significado últimos –la presencia y comunicación del misterio pascual de Cristo– trascienden, de modo absoluto, la capacidad referencial previa del signo asumido como símbolo sacramental. De este modo, aunque el rito del lavacro pueda culturalmente asumir, entre otros valores simbólicos, el significado de purificación, el bautismo cristiano es, ante todo, morir y resucitar con Cristo, participar existencialmente «in mysterio» –sacramentalmente– del acontecimiento pascual de la muerte y resurrección del Señor; sentido que supera, sin eliminarlas, todas las capacidades significativo-reales de la estructura referencial de la acción simbólica de la inmersión en el agua. Por lo mismo, si bien el rito de compartir alimento está abierto al significado de fraternidad, el «banquete» eucarístico encierra un significado que una simple hermenéutica simbólica del convite nunca podrá alcanzar: la presencia de la muerte redentora de Cristo en la cruz y la participación en su sacrificio mediante la comunión con su cuerpo entregado y sangre derramada. De aquí que la celebración eucarística, en un respeto exquisito a la estructura fundamental del rito instituido por Cristo, se desarrollara muy pronto hacia formas cada vez más alejadas del «banquete». Con ello, la Iglesia buscó con fidelidad aquella forma ritual que más plenamente se acomodara al acontecimiento celebrado y al mandato constituyente. 23. CCE 1089.
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La celebración litúrgica
Y por ello, aunque se celebre necesariamente mediante un código simbólico –el rito– el significado último de la acción litúrgica no proviene de la original capacidad referencial de la estructura significante que la vertebra, sino del fundamento y la constitución cristo-eclesiológica que la dota de sentido, expresado por el mandato institucional: «haced esto como conmemoración mía». Así, «en la trama de esta modalidad antropológica [simbolismo] resalta la singularidad del sacramento cristiano, que no es simplemente una llamada a la memoria en busca de un acontecimiento del pasado que toque las fibras del corazón o se manifieste exteriormente en una fiesta. El sacramento cristiano vuelve presente el acontecimiento [...], lo convierte en presencia» 24.
De aquí que, sin perder un ápice de su carácter simbólico, el rito de culto sea primordialmente una acción sacramental. Y, en efecto, su mismo acontecer responde, estructuralmente, a la disposición –el darse– del misterio de la redención: «la obra de Cristo en la liturgia es sacramental, porque su misterio de salvación se hace presente en ella [anámnesis] por el poder de su Espíritu Santo [epíclesis]» 25; principio que, además de subrayar la íntima conexión entre la epíclesis –invocación al Padre para que envíe su Espíritu santificador– y la anámnesis –presencia actual del misterio de Cristo–, convierte a ambas categorías en dimensiones constitutivas y fundamento último de toda celebración litúrgica 26. De este modo, la presencia de Cristo, por obra del Espíritu Santo, constituye a la liturgia en economía sacramental: «durante este tiempo de la Iglesia, Cristo vive y actúa en su Iglesia y con ella ya de una mera nueva, la propia de este tiempo nuevo. Actúa por los sacramentos; esto es lo que la tradición común de Oriente y Occidente llama «la economía sacramental»; ésta consiste en la co24. I. Biffi, Meditazione eucaristica, Jaca Book, Milano 1982, 40. 25. CCE 1111. 26. Cf. CCE 1106.
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municación (o «dispensación») de los frutos del misterio pascual de Cristo en la celebración de la liturgia «sacramental» de la Iglesia» 27.
3. EL RITO ECLESIAL DE CULTO, MEDIACIÓN LITÚRGICA 3. DEL MISTERIO Una vez contemplada la celebración litúrgica bajo su carácter sacramental de presencia siempre actual del misterio de Cristo, parece conveniente recordar que tal actualidad, lejos de ser inmediata, acontece en el contexto de una mediación: el misterio se hace presente en la liturgia en y por medio del rito que la celebra. El rito de culto constituye la modalidad o el «momento» 28 de la mediación del misterio en el hoy de la economía de la salvación, en el hoy de la liturgia: la obra de nuestra redención, presente, manifestada y comunicada en los misterios del Verbo encarnado 29, continúa actualmente manifiesta, presente y comunicada por medio de los misterios de la liturgia 30. Y, en efecto, la celebración litúrgica, en cuanto prolongación en el tiempo del misterio del Verbo encarnado, es a su vez verbo o signo eficaz de mediación: «el lenguaje litúrgico es mediación y tradición de la fe» 31. El rito litúrgico configura, así, el código lingüístico del diálogo de comunión de Dios con el hombre en el hoy
27. CCE 1076. 28. Cf. La noción de liturgia que, a partir de la categoría de momento de la historia de la salvación, desarrolla S. Marsili: Pontificio Istituto Liturgico [1979] 31-156. 29. Cf. Concilio Vaticano II, constitución dogmática Dei Verbum (18-XI1965) 4. 30. Cf. SC 2.5-6 y CCE 1068.1076. 31. I. Biffi, Liturgia. Quale linguaggio?: «Studi Cattolici» 436:41 (1997) 456.
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de la Iglesia. Esta sentencia, válida para cualquier rito eclesial de culto, encuentra su paradigma en la oración litúrgica por excelencia: la anáfora o plegaria eucarística. Efectivamente, si la liturgia se celebra siempre como «verbo» eclesial de acción de gracias y alabanza (eucharistía-eulogía) en respuesta memorial al acontecimiento del «Verbo» donado por Dios que la fundamenta, la eucharistía-eulogía –oración cuya característica esencial radica en su ser la respuesta de bendición y acción de gracias al acontecer de la Palabra 32– constituye la forma estructural básica de la celebración eucarística y de toda acción de culto, y el horizonte de sentido de la entera red simbólica ritual.
Ahora bien, adviértase que, en la celebración litúrgica, el verbo-acogida eclesial de culto es, a su vez, convertido en Verbo-don de Dios por la acción del Espíritu (epíclesis) que constituye al rito en mediación para la presencia, manifestación y comunicación del misterio de Cristo (anámnesis). Y, de este modo, más allá de toda abstracción trascendental indebida, la presencia de la Palabra de Dios en el mundo es siempre una realidad siempre categórica e histórica, concreta y sensible (visible, audible, gustable, tangible…), tanto en su nivel primordial (misterio de Cristo) cuanto en su nivel sacramental (misterio de la liturgia). El ser de la celebración litúrgica, por tanto, no es otro que su ser mediación en acto, actualización perenne de la Palabra divina de la salvación en y por medio de la acción de culto; motivo por el cual la liturgia acontece como manifestación ritual (epifanía) del misterio de Dios: en la celebración litúrgica, el misterio se actualiza y se comunica manifestándose ritualmente. 32. Acerca de la naturaleza teológica de esta oración, vid., L. Bouyer, Eucaristia. Teología e spiritualità della Preghiera eucaristica, Torino 1992, 41-144. Un status quaestionis de la relación terminológica e implicaciones semánticas de los vocablos griegos eulogia-eucharistia y el original hebreo berakah, en S. Marsili: Pontificio Istituto Liturgico [1989] 16-18.
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En una perspectiva diferente, esta conciencia se contenía ya en la noción, clásica para la teología sacramentaria, de sacramento-signo eficaz 33. En efecto, si una interpretación teológica de la celebración litúrgica implica que el misterio de Cristo se hace presente y se comunica en la acción simbólica –el rito– que lo manifiesta, el principio de «sacramenta significando causant», propio de la teología sacramentaria clásica, debe entenderse como un intento de expresar, mediante categorías propias de la metafísica, el vínculo estrecho –la relación «causal»– entre el significante –signum– y el significado –res– del sacramento 34. Y ello hasta tal punto que es precisamente la no exterioridad, la «identificación», entre el significado y el «ser» el hecho que distingue y configura al signo sacramental: «un sacramento se define por ser lo que significa; un sacramento incorpora en sí aquello a lo que se refiere: el significado, aquello a lo que se refiere, no le es exterior» 35.
Por ello, la consideración de la liturgia como manifestación del misterio de Cristo supera toda comprensión desde una hermenéutica simbólica, para presuponer la aceptación de un a priori teológico: la estructura sacramental de la historia de la salvación. Ni la Iglesia ni su liturgia crean el misterio de Cristo; antes bien, tanto en el orden de la inteligencia (teología) como de la historia (revelación), primero es el acontecimiento salvador de Cristo y después su celebración litúrgica memorial.
33. Con diferentes matices, esta doctrina no es ajena a los documentos magisteriales más recientes: «los signos sensibles significan y, cada uno a su manera, realizan la santificación del hombre»: SC 7, «los sacramentos son signos sensibles (palabras y acciones) que realizan eficazmente la gracia que significan»: CCE 1084. 34. Vid., por ejemplo, la acertada síntesis de Tomás de Aquino, Summa theologiae III, 60:2: «et ideo proprie dicitur sacramentum quod est signum alicuius rei sacrae ad homines pertinentis: ut scilicet proprie dicatur sacramentum [...] quod est signum rei sacrae in quantum est sanctificans homines». 35. F. Inciarte, La situación actual del arte, en Breve teoría de la España moderna, Eunsa, Pamplona 2001, 128.
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«Por esta vía se supera todo posible liturgismo, entendido éste como una consideración absoluta del signo y del rito, considerados a-relativamente a Cristo» 36. En efecto, «el nivel estrictamente litúrgico no se fundamenta en sí mismo; sólo puede tener sentido por remitirse a un acontecimiento real y a una realidad que, en su esencia, sigue presente. De lo contrario sería como un recuerdo sin valor alguno, sin un contenido real 37.
La prioridad del misterio en la liturgia –y la consiguiente condición relativa de la celebración respecto al acontecimiento original– no significa una subestimación del momento ritual. Por el contrario, el carácter eminente de la celebración litúrgica en la Iglesia –y del rito de culto en el horizonte de la teología– se deriva precisamente de su ser la mediación necesaria para la presencia y comunión actuales con el misterio del Dios trinitario; necesidad que si, por una parte, evita la conversión de la fe cristiana en una mera ideología o filosofía de la religión, por otra sitúa al rito de culto en el fundamento mismo de la posibilidad de participar, hoy y ahora, en el misterio de la salvación, al permitir un acceso histórico a la obra de Cristo, que, sin la mediación litúrgica, quedaría como un simple hecho del pasado. Por tanto, paradójicamente, en la prioridad del misterio en la liturgia es donde radica la exigencia y el valor insustituible del rito, como ámbito –momento y lugar– del encuentro con la obra salvadora de Cristo: «la forma [ritual] no está constituida por ceremonias casuales, sino que es una manifestación sustancial del contenido mismo, siendo, por ello insustituible en su núcleo» 38. Y, en este sentido, el rito de culto no es sólo una parte integrante del patrimonio de la Iglesia 39, sino la forma misma de la tradición eclesial del misterio de nuestra redención. 36. 37. 38. 39.
I. Biffi [2-1982] 24. J. Ratzinger [2001] 77. J. Ratzinger [1-1999] 46. Cf. OL 1.
IV.
La experiencia litúrgica
7. El ámbito de la liturgia
Espacio y tiempo constituyen, para el hombre, el ámbito estructural primario –el lugar– que determina toda su experiencia; el «medio» en el que se despliega y acontece su concreto y empírico existir. Pero, por otra parte, es en la experiencia humana donde espacio y tiempo adquieren «forma» –se convierten en geografía e historia– y se «unifican». «Todo ello está presente en la liturgia […] En la oración cristiana, el espacio y el tiempo se entrelazan: el espacio se ha convertido, él mismo en tiempo y el tiempo se hace, por así decirlo, espacial, entra en el espacio» 1.
Tradicionalmente, en su relación con la liturgia, ambas coordenadas habían sido contempladas a partir de un a priori pacíficamente aceptado: el carácter sagrado de los lugares –tiempos y espacios– del culto cristiano. Esta percepción se encuentra hoy día, sin embargo, en crisis: «¿pueden encontrarse, aún, lugares y tiempos santos?» 2. La pregunta, enunciada sin duda con cierto aire de provocación, no es en ningún modo retórica, sino que refleja una pro-
1. J. Ratzinger [2001] 116. 2. Ibid. 76.
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funda dificultad de naturaleza teológica: el misterio de Cristo ha transformado radicalmente los valores sacros 3. «¿No es acaso el culto cristiano liturgia cósmica que abarca cielo y tierra? Cristo padeció «fuera de las murallas», subraya la carta a los Hebreos, que añade la exhortación: «salgamos, pues, a encontrarlo fuera del campamento, cargados con su oprobio» (13:13). ¿No es el mundo entero su santuario? ¿No se consigue la santidad precisamente en la vida diaria vivida según justicia? ¿Acaso puede existir otra sacralidad que no sea el seguimiento de Cristo en la sobria paciencia de la vida cotidiana?» 4.
No parece extraño que, por ello, más allá de la objetiva complejidad del problema, la sospecha ante lo sagrado haya constituido uno de los fenómenos más característicos del pensamiento teológico del siglo XX: «la palabra desacralización hace tiempo que dejó de ser una descripción objetiva de un proceso social [...] para convertirse en un objetivo programático que, desde no hace mucho, invoca además en su favor argumentos de carácter teológico [...] Se afirma derechamente que “para los cristianos ya no hay ni puede haber nada que sea sagrado”» 5. La envergadura del desafío –«¿necesitamos de un espacio sagrado, de un tiempo sagrado, de unos símbolos mediadores?»6–, no admite, posiblemente, una solución unívoca, pero sí permite aproximaciones desde distintas perspectivas. En este capítulo, a partir de la naturaleza misma de la liturgia, trataremos de dar razón de la cualidad sagrada que la Iglesia advierte en la celebración litúrgica y en el ámbito espacio-temporal de su experiencia.
3. 4. 5. 6.
Cf. C. Valenziano [1997] 91. J. Ratzinger [2001] 76. J. Pieper [1990] 15. J. Ratzinger [2001] 83.
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1. LA «NARRACIÓN» CRISTIANA DE LO SAGRADO La percepción cristiana de lo sagrado hunde sus raíces en la conciencia de una distinción conceptual previa: Dios es «santo», pero no «sagrado» 7. En otras palabras, la cultura cristiana encuentra una diferencia sustancial entre la trascendencia absoluta de Dios –la santidad divina– y su participación en un ámbito delimitado: «lo» sagrado. Esta determinación resulta tanto más elocuente si tenemos en cuenta que, en última instancia, ambos términos poseen un origen etimológico equivalente. Santo y sagrado parecen derivar, en efecto, de la misma familia léxica: el verbo latino «sancire», que significa precisamente «delimitar» 8. Tal circunstancia podría suponer que, en origen, la cultura romana contemplaba la noción de santidad en su dimensión participada (realidades consagradas: «delimitadas»), para sólo después ser predicada en su perfección «absoluta»: Dios.
Ahora bien, en este sentido, una consideración sacramental del culto cristiano –su intelección como manifestación, presencia y comunicación del misterio de Cristo en la mediación ritual– ofrece a nuestro entender la posibilidad de un fundamento plausible para la legitimidad de la calificación «sagrada» de la experiencia litúrgica. Efectivamente, todo otro predicado «sacro» –música sacra, arte sacro, ornamentos sagrados…–, deriva, necesariamente, de su relación con la acción cultual de la Iglesia: «si se da una particular presencia de lo divino en el mundo histórico de los hombres, entonces eso tiene lugar de la manera más intensa en la «acción sagrada» [la celebración]; y sólo en razón de su ordenación a dicha acción hablamos de personas, lugares, tiempos e instrumentos “sagrados”»9. 7. J. Pieper [1990] 20-22. 8. Ibid. 13. 9. Ibid. 24.
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En virtud de la relación teándrica (divino-humana) que constituye al Verbo encarnado en ámbito radical y garantía de posibilidad del encuentro entre la santidad de Dios y la condición cósmica –en el mundo– del hombre, la presencia sacramental del misterio de Cristo en la celebración litúrgica posibilita que, en el rito de culto, tiempo y eternidad, espacio y no-lugar 10, cosmos y «eschaton» y, en definitiva, lo absoluto y lo contingente, entren en perfecta comunión espaciotemporal en la mediación de la acción simbólica –la experiencia– que los unifica y les da forma. De aquí que, en nuestra opinión, la respuesta afirmativa a la pregunta por la condición sagrada de la liturgia deba buscarse, precisamente, dentro de la naturaleza misma de la acción litúrgica: en su mismo acontecer sacramental, como «lugar» del encuentro actual del hombre con el misterio de Cristo 11. Por ello, cuando el Concilio Vaticano II concluye que la celebración litúrgica es la «acción sagrada por excelencia» 12, esta afirmación debe verse no a partir de un incierto carácter «numinoso» 13, ni de una dualista contraposición con «lo profano», sino a la luz de su misma condición sacramental: «si en las religiones la reforma del tiempo y del espacio, de las cosas y de los acontecimientos en el tiempo y en el espacio, se realiza sacralizando, en el cristianismo se lleva a cabo sacramentalizando» 14.
La índole sagrada de la celebración litúrgica –y de cuanto a ella se ordena– surge, pues, como consecuencia necesaria de su radical 10. Usamos la expresión en el sentido dado por J. Corbon [2001] passim: condición infinita e ilimitada del ámbito de la vida íntima trinitaria. 11. También I. Biffi [2-1982] 24 encuentra el sentido cristiano de lo sagrado en el hecho, característico y propio de todo sacramento, de ser «lugar» de encuentro espacio-temporal con la presencia de Cristo. 12. «Liturgica celebratio [...] est actio sacra praecellenter»: SC 7. 13. «La liturgia no consiste en llenarse de estremecimientos, sino en situarse frente a la espada cortante de la palabra de Dios»: J. Ratzinger, Liturgia. Obiezioni e risposte al rinnovamento: «Studi Cattolici» 69:10 (1966) 46. 14. C. Valenziano [1997] 92.
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condición de sacramento memorial: es la presencia del misterio de Cristo en la mediación simbólica del rito (anámnesis), acaecida por la acción transformadora del Espíritu (epíclesis), la premisa que sustenta el carácter esencialmente sagrado de toda experiencia litúrgica. «En la realización de la acción santa, dicho más en concreto, en la celebración eucarística de los misterios […] acontece algo enteramente excepcional: la presencia real de Dios entre los hombres, los cuales tienen la clara evidencia de que con ello entra en vigor con particular claridad la frontera que limita el ámbito de lo habitual»15.
De este modo, la «sacralidad» de la liturgia presupone un a priori teológico: la estructura sacramental de la economía de la salvación. En otras palabras, sostener la condición sagrada de la celebración de culto es responder afirmativamente al misterio del Verbo encarnado y a su consecuencia sacramental: el hecho de que, según la antigua fórmula litúrgica, las realidades que trascienden a este mundo y a esta historia –invisibilia– se alcance, paradójicamente, en la mediación de aquellas realidades de este mundo y de esta historia que han sido asumidas por Dios: per visibilia. «Porque gracias al misterio de la Palabra hecha carne, la luz de tu gloria brilló ante nuestros ojos con nuevo resplandor, para que conociendo a Dios visiblemente, él nos lleve al amor de lo invisible» 16.
De aquí que toda pretensión de secularizar la liturgia no sería, en última instancia, sino la vía más directa para disgregar el principio de la sacramentalidad, anulando así en su misma raíz el único lenguaje posible para el encuentro de salvación del hombre con Dios. En efecto, la secularización litúrgica no es sólo ni primariamente una cuestión de «formas», sino de contenidos, de «significado»: «la 15. J. Pieper [1990] 28. 16. Misal Romano: prefacio I de la natividad del Señor.
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objeción moderna [a la condición sagrada del culto se pregunta] por su real contenido. Para decirlo con cautela, le resulta dudoso que se pueda dar en [la acción de culto] algo efectivo y real en sentido fuerte y drástico; niega que se dé una presencia de lo divino en la acción sagrada; dicho de otro modo, niega su carácter sacramental. Y así queda planteada la cuestión decisiva: […] en todo programa de desacralización –justamente en los que se presentan con fundamentos teológicos–, la última raíz ideológica no es otra que la negación de la sacramentalidad» 17.
Desacralizada o, incluso, interpretada desde una perspectiva secular, la celebración litúrgica pierde su radical condición de experiencia gratuita de comunión con Dios, para verse limitada a ser la mera expresión sensible de una hipotética y apriorística relación trascendental ya acaecida necesariamente de modo implícito y universal en todo hombre; circunstancia que supone, al fin y al cabo, la reducción de la liturgia –y de la fe– a simple hecho cultural. De esta manera se desdibuja y anula la característica peculiar del misterio cristiano, su «universalismo bíblico: que no se apoya en una condición trascendental general del hombre, sino que quiere llegar a la totalidad a través de una elección» 18, por medio de una decisión libre de acogida sacramental del don de la gracia. Por esta senda –lamentablemente ya transitada por cierta teología– la historia de la salvación termina identificándose con el mismo devenir histórico; y la apertura del hombre a una trascendencia, la divina, que gratuitamente se dona y libremente se acoge, en pura inmanencia cósmica que, necesariamente, acaba por exigir la «muerte de Dios» en este mundo 19.
17. J. Pieper [1990] 25-27. 18. J. Ratzinger [2001] 115. 19. A nuestro juicio, tal sería la consecuencia última, probablemente no buscada, del llamado «giro antropológico» de la teología durante el siglo XX. De aquí la necesidad imperiosa de un nuevo «giro», de un nuevo modo de hacer teología, fundado no en un a priori trascendental, sino en el carácter históricoritual del acontecer del misterio de nuestra salvación en Cristo.
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Por ello, quizás hoy más que nunca debe mantenerse con firmeza que la celebración litúrgica no puede ser concebida fuera de su acontecer sagrado. La santidad de Dios únicamente puede ser participada en este mundo de modo sacramental: sólo se puede entrar en comunión con Dios a través del misterio de Cristo, del acontecimiento del Dios hecho hombre (per dominum nostrum Iesum Christum), perpetuado en la celebración eclesial de los misterios del culto.
1.1. Sagrado y profano El principio sacramental previamente enunciado permite abordar la comprensión de la correspondencia de lo «sagrado» con lo «profano» en un horizonte «en continuidad y no en ruptura en el mismo universo «cosmificado» por Dios» 20 y, en consecuencia, en un plano alejado de toda concepción dualista de las relaciones entre Dios y el mundo. De hecho, la relatividad semántica de ambas categorías no implica en modo alguno una polaridad en el orden del ser, pues ya en su mismo origen etimológico pro-fanum indica, al mismo tiempo, lo que está «fuera de» y «junto a», «en vez de» y «conforme a» lo sagrado 21.
El carácter sacramental de la celebración litúrgica convierte al binomio profano-sagrado en una «alteridad de continuos» y no en una «disyuntiva de opuestos»: en efecto, en lo más profundo de su estructura fundamental, todo sacramento no es sino una realidad cósmica –profana– que, perteneciente a un tiempo a la naturaleza y a la cultura, al mundo y a la historia, ha recibido por el misterio
20. C. Valenziano [1997] 90. 21. Cf. ibid. 89 y J. Pieper [1990] 16.
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de Cristo un nuevo significado y un nuevo modo de ser –sagrado– que expresa su verdad más radical. Así, en la celebración eucarística, en virtud del mandato institucional de Cristo, trigo y fruto de la vid –naturaleza–, pan y vino –cultura– se convierten, una vez «consagrados», en presencia sacramental del cuerpo entregado y de la sangre derramada por nuestro salvador en la cruz.
Lo sagrado cristiano no es, pues, la consecuencia de una concepción dialéctica con lo profano. En la «narración» cristiana –bíblica y litúrgica– del mundo y de la historia, sagrado y profano no son sino dos modos de acontecer del mismo y único cosmos creado por Dios. De aquí que su distinción, real, no sea sino una contraposición en «el seno de» una totalidad 22. Y, de este modo, sagrado y profano se muestran como modalidades relativas, pero no contrapuestas. De aquí que la índole sacramental de la celebración litúrgica sea la «conciencia crítica» para la validez de una comprensión de la «sacralidad» fundada no sobre una apriorística polaridad dialéctica con lo profano, sino en la estructura misma del acontecer de la economía del misterio 23; y ello hasta tal punto que toda concepción dualista convertiría a la liturgia en un hecho absolutamente contradictorio, al imposibilitar la asunción del mundo y de la cultura como mediaciones para la manifestación, presencia y comunicación de Dios al hombre. En efecto, «si fuese verdad, por ejemplo –tal como se afirma sobre la base de una cuestionable interpretación de la visión mítico arcaica del mundo–, que sagrado y profano se encuentran uno frente al otro como dos mundos radicalmente 22. J. Pieper [1990] 19. 23. Cf. C. Valenziano [1997] 88. El autor encuentra este fundamento en la morfología teándrica propia del misterio del Verbo encarnado.
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heterogéneos (E. Durkheim), como cosmos y caos, como lo real y lo irreal (o «pseudo-real»), separados entre sí por un abismo (M. Elíade); si no se diese ninguna «solidaridad» entre lo sagrado y lo profano (J.P. Audet); dicho de otra forma, si tampoco el mundo que está ante el portal de lo sagrado puede ser tenido como bueno gracias a la creación, e, incluso, en cierto sentido, como «santo»; si tuviese razón la torpe simplificación según la cual el hecho de la existencia de un lugar sagrado debe significar que se puede hacer «afuera» lo que se quiera, entonces se debería rechazar, en efecto, como algo inaceptable la distinción entre sagrado y profano» 24. Sagrado y profano participan de un mismo origen: el mundo creado por Dios y hecho cultura por el hombre; y tienden a un mismo fin: su re-creación por Dios al final de los tiempos. Y, en este sentido, desde el punto de vista de su consistencia cósmica, no cabe distinción alguna 25. Más aún, «la meta del culto y la meta de toda la creación es la misma: la divinización» 26. Ahora bien, la ausencia de toda polaridad dialéctica no significa confusión alguna ni disolución mutua, pese a que en la continuidad cósmica se encuentre la razón de la aparente plausibilidad del equívoco «teológico» denunciado al inicio del capítulo: «se afirma […] que Cristo ha santificado el mundo entero y que, consecuentemente, todo es sagrado. Otros insisten en que ha liberado al mundo y los hombres entregándolos a su verdadera mundanidad y profanidad» 27. Pero no es así: ni todo es sagrado, ni todo es profano. La consistencia cósmica primordial, «lo» profano, puede ser asumido para, mediante la celebración litúrgica, por la presencia
24. J. Pieper [1990] 19-20. 25. Efectivamente, desde su consistencia originaria, tan pan de trigo es el «pan de cada día» como el que se destina a la celebración del sacrificio eucarístico. 26. J. Ratzinger [2001] 48. 27. J. Pieper [1990] 15.
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del misterio, ser constituido –«consagrado»– en sacramento, ámbito para la manifestación y comunicación de Dios, adquiriendo así un nuevo significado y una nueva realidad. Más aún, si afirmar una concepción dualista de Dios y del mundo equivale a eliminar del horizonte de lo posible –por contradictorio en sí mismo– el misterio de la encarnación y de la liturgia, negar la distinción real de lo profano y lo sagrado supone, en última instancia, refutar la verdad misma acontecida históricamente en Cristo y sacramentalmente en la celebración litúrgica de la Iglesia. Suprimida su alteridad, ni Jesús de Nazaret se distinguiría de cualquier otro «hombre», ni la liturgia de cualquier otro «culto», ni –en definitiva– el misterio cristiano de cualquier otro fenómeno religioso. De hecho, toda reducción mutua de lo sagrado y lo profano termina por confundir el diálogo divino-humano de comunión –característico del misterio cristiano– con un monólogo antropológico que convierte a la relación trascendental gratuita del hombre con Dios en una quimérica auto-trascendencia. En toda «profanación» de lo sagrado, el hombre ocupa indebidamente el lugar de Dios en el cosmos y, eliminada del horizonte toda trascendencia ulterior a este mundo y esta historia, la cultura se «diviniza» 28, y la fe se traduce en ideología, la esperanza en utopía y la caridad en filantropía. Paralelamente, toda «sacralización» de lo profano anula la «necesidad» misma de un Dios trascendente, por prescindible. Y, de este modo, por ambos caminos se llega a la misma consecuencia: la «muerte» de Dios en este mundo. En última instancia, sólo desde la mutua alteridad de lo profano y lo sagrado tiene sentido hablar de un «cuerpo», una historia, un mundo y una cultura asumidos, gratuitamente, en una determinación empírica concreta, para ser «consagrados» por la presencia de Dios.
En la gratuidad característica de la experiencia litúrgica se muestra, así, la auténtica naturaleza de un sagrado que no está se28. «Seréis como dioses»: cf. Gn 3:4.
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parado del cosmos, y de un profano que, salido de las manos de Dios, se encuentra siempre abierto a su presencia y tendente a una definitiva transfiguración al final de los tiempos. Celebrar la liturgia es, por ello, celebrar la gloria de Dios junto a un cosmos –un mundo y una historia– que aquí y ahora –en un ámbito espaciotemporal delimitado– es santificado por la obra del Espíritu Santo, en un anticipo sacramental de su definitiva glorificación escatológica.
1.2. El espacio litúrgico Paradigma de la actual dificultad para la comprensión de lo sagrado, el problema del espacio «litúrgico» ha superado en nuestros días los confines meramente topológicos para erigirse en una cuestión teológica ejemplar. En este contexto, la renuncia a toda pretensión sagrada ha llegado a contemplarse como presupuesto previo –al menos teórico– de todo proyecto de lugar de culto: «las iglesias cristianas no son espacios sagrados» 29. Y por esta senda, reducida la iglesia-edificio a un lugar no-teológico, se ha postulado, incluso, una teología del no-lugar 30. Sin embargo, la Iglesia continúa sintiendo la necesidad de delimitar espacios para su culto: «incluso los enemigos más decididos de lo sacro, en este caso del lugar sagrado, admiten que la comunidad cristiana necesita un lugar para reunirse» 31. ¿Radica su legitimidad, entonces, en su cualidad de espacio para una función? ¿Carece de consistencia real todo simbolismo de los edificios de culto? ¿Símbolo y función son dimensiones antitéticas, en perenne rela29. Cit. en J. Pieper [1990] 74. 30. Cf. el status quaestionis ofrecido por R. Tagliaferri, Luogo sacro, religioni e cultura: V. Sanson (a cura di), Lo spazio sacro. Architettura e liturgia, Messaggero, Padova 2002, 71. 31. J. Ratzinger [2001] 76.
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ción dialéctica? Y, en última instancia, ¿puede hablarse legítimamente de un lugar sagrado? A nuestro entender, la respuesta a tales preguntas se encuentra implícita en la condición sacramental y por tanto sagrada del culto cristiano, si se tiene en cuenta que, al ser el espacio un ámbito necesario del acontecer de toda experiencia, es, por lo mismo, un elemento estructuralmente constitutivo de la celebración de la liturgia. «El núcleo del problema [la posibilidad misma de un lugar sagrado cristiano] radica en el íntimo acuerdo entre arquitectura del edificio sacro y celebración litúrgica, origen de muchos malentendidos. ¿Se puede concebir el espacio del edificio sagrado sin la celebración? O mejor, ¿puede darse una celebración sin espacio? Absolutamente no; pero nos preguntamos si el espacio entra esencialmente en la activación del rito cristiano o si es sólo un elemento externo y decorativo, neutro. El problema se juega en este nivel y, si no se afronta, permanece siempre una variable imponderable y vaga, que aplaza cualquier solución auténticamente plausible» 32.
De este modo, la presencia sacramental de Cristo en la celebración de los misterios posibilita que, por la acción litúrgica, el espacio religioso –ámbito delimitado por el hombre con un fin cultual– sea «consagrado», adquiriendo así un nuevo significado y una nueva realidad. En otras palabras, el lugar de culto es lugar sagrado por ser un lugar litúrgico-sacramental, un ámbito de la presencia de Dios en el mundo. De aquí que, frente a una opinión muy difundida, la sacralidad de los lugares eclesiales de culto no nazca de su delimitación para un fin religioso, ni tampoco de su consistencia simbólica, sino de la acción litúrgica que los convierte –los «consagra»– en ámbitos de la manifestación, presencia y comunicación del misterio de Cristo. 32. R. Tagliaferri, Luogo sacro, religioni e cultura: V. Sanson (a cura di), Lo spazio sacro. Architettura e liturgia, Messaggero, Padova 2002, 72.
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Ello no significa, sin embargo, que la delimitación formal y simbólica del lugar de culto no sea importante. Antes bien, como la presencia litúrgica del misterio es siempre una presencia sacramental –«manifestada» sensiblemente– y el lugar es un elemento estructural del código simbólico del rito, cuanto más capaz sea el espacio de «revelar» la naturaleza de cuanto en la celebración de culto acontece, tanto más perfecta será su comunicación. Y, en última instancia, el lugar puede ser una ayuda o un serio obstáculo para la percepción sensible y, por tanto, la participación en el misterio celebrado.
Colmar el abismo que en este mundo, tras el desorden original, separa de «lo santo» a todo lugar, requiere de la iniciativa libre y gratuita de un Dios que se haga presente; hecho que acontece en toda celebración sacramental de la liturgia, pero que en su propio dinamismo tiende de modo radical y perfectivo al misterio de la eucaristía. De este modo, si el lugar litúrgico no está primariamente caracterizado por su función ni, siquiera, por su simbolismo, sino por una presencia –la presencia sacramental de Cristo– parece que sería conveniente revisar la praxis actual referente al «lugar» de ubicación del tabernáculo o sagrario en los edificios de culto. Y, en este sentido concordamos con cuanto propuso el entonces cardenal Joseph Ratzinger: «el tabernáculo ha realizado en su totalidad lo que, en otros tiempos, representaba el arca de la alianza. Es el lugar del «Santísimo»: es la tienda de Dios, el trono que, estando entre nosotros, acoge su presencia (shekiná) entre nosotros, ya sea en la iglesia de pueblo más pobre o en la catedral más grandiosa. Aunque el templo definitivo llegará cuando el mundo se haya convertido en la nueva Jerusalén, aquello a lo que apuntaba el templo de Jerusalén se hace presencia del modo más sublime. Aquí, en la humildad de la forma del pan, se anticipa la nueva Jerusalén. [Por esta presencia] la iglesia no queda convertida, por tanto, en un espacio muerto, sino que está siempre revitalizada por la presencia del Señor, que procede de la celebración eucarística, nos introduce en ella y nos hace participar siempre en la eucaristía cósmica […] Una iglesia sin presencia eucarística está en cierto modo muerta, aunque invite a la oración. Sin embargo, una iglesia en la que
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arde sin cesar la lámpara junto al sagrario, está siempre viva, es siempre algo más que un edificio de piedra» 33.
2. LA LITURGIA Y EL TIEMPO La percepción del tiempo, con su correlato, la caducidad, y la consiguiente aspiración a dominarlo –al menos, aparentemente– mensurándolo (calendario), constituye una constante cultural. Y ello hasta el punto de que, en cierto modo, una de las manifestaciones primordiales de la conciencia de ser hombre es, precisamente, la evidencia intuitiva de reconocerse un ser estructurado por el tiempo. De aquí que la pregunta sobre la temporalidad –y la posibilidad o no de trascenderla– haya entrado a formar parte de los grandes sistemas del pensamiento: «es inevitable hacerse la pregunta: ¿qué es realmente el tiempo?» 34.
2.1. El tiempo del hombre La experiencia, el vivir, muestra que la existencia humana no sólo «acaece», sino que «sucede»: está determinada por una realidad, la sucesión, que afecta a todo hombre y al conjunto del cosmos 35. La existencia del hombre es sucesiva porque fluye: «su posesión no es simultánea, sino [que] se va poseyendo, y no es perfecta, sino imperfectísima y precaria» 36. No obstante, no se trata de un 33. J. Ratzinger [2001] 112-113. 34. J. Ratzinger [2001] 115. 35. «La vida humana es temporal y sucesiva»: J. Marías [1983] 179. 36. Ibid. 179-180. El autor piensa que «la definición que de la eternidad dio Boecio está literalmente calcada como un vaciado negativo de la temporalidad humana: interminabilis vitae tota simul et perfecta possesio, la posesión simultánea y perfecta de una vida interminable».
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fluir indefinido, sino delimitado por un antes y un después y, de modo más radical, por un principio y un fin. «La vida humana no es interminable, sino que ha empezado y terminará –por lo pronto, terminará, sea cualquiera su destino ulterior» 37. La provisionalidad configura, así, en primera instancia, la vida del hombre y su existir en el mundo. La existencia humana está marcada por la caducidad, la finitud temporal: «su fórmula son “los días contados”» 38. De aquí que atrapar en el horizonte finito de lo caduco el soplo del presente irrepetible fuera una de las inquietudes de la cultura clásica: «a cálculos babilonios no te entregues / [...] Filtra el vino y en nuestro breve vivir, la esperanza contén. / Mientras hablo, el tiempo celoso habrá ya escapado: /goza del día, / y no jures que otro igual vendrá después» (Horacio, Odas, libro I, 12).
Sin embargo, la sucesión temporal del hombre no es mero devenir. El tiempo del hombre no es fugaz: no es una mera yuxtaposición de instantes discontinuos, aislados o indiferenciados, emplazados en serie entre un principio y su fin. El tiempo del hombre es, por el contrario, duración o, de manera más precisa, no es sino aquella dimensión estructural de la existencia en tanto perdurable, en cuanto «dura a través» de los instantes sucesivos, trascendiéndolos. «Distensa entre el nacimiento y la muerte, podríamos decir que la forma radical de «instalación» en [la existencia] es justamente el tiempo; el tiempo es aquello en que propiamente «estoy», y la manera de estar temporalmente es «seguir estando»: más brevemente dicho, durar» 39.
37. Ibid. 38. Ibid. 180. 39. Ibid.
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En efecto, el ahora (el presente) del hombre no es sólo instante: es también memoria y proyección; está determinado por un antes y abierto a un después, aunque ambos se encuentren sólo como pálida evocación (pasado) o anticipación incierta (futuro): es un ya y un todavía no. De aquí que el tiempo del hombre no sea, valga la paradoja, sólo temporalidad. Su ser «un antes ahora abierto a un después», un «estar actual» siempre estructurado por la memoria y la proyección, implica que el existir humano no se encuentra necesariamente condenado al instante, sino que es libertad: un existir consecuencia de actos antecedentes y abierto a un abanico de posibilidades que, si bien limitado por las elecciones previas, permanece siempre abierto e indefinido. El ser del hombre está, en definitiva, estructurado por el tiempo, pero existir es más que ser en el tiempo40. La radical instalación del hombre en la existencia –el presente– no es un instante, sino un momento: en su condición de memoria del pasado y proyecto de futuro, el presente, el existir siempre actual del hombre, trasciende el instante, para constituirse en momento. «El “instante” no es un punto sin duración, sino que es un entorno temporal, cuando se trata del tiempo humano [...] Pasado y futuro están presentes en una decisión, en un hacer humano; lo que se hace, se hace “por algo y para algo” y esa presencia –por “abreviada” que sea– de la motivación y la finalidad introduce la distensión temporal, la duración, en cada instante de mi vida; lo cual significa que, hablando rigurosamente, ésta no consta de instantes, sino de momentos» 41.
De este modo, la presencia de una motivación y de una finalidad, de una memoria y de un proyecto, constituyen al tiempo del hombre en historia; carácter que se expresa adecuadamente por 40. «Las cosas están en el tiempo, pero el hombre está haciéndose de tiempo»: ibid. 186. 41. Ibid. 180.
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medio del verbo acontecer: la existencia humana, la historia del hombre, no es accidental, no ocurre, sino que acontece. El término, derivado del latín clásico contingere, implica que la sucesión de cada uno de los momentos del hombre «entra en contacto» con su existencia (cum-tangere), le atañe, le afecta, configura estructuralmente su ser y lo determina hacia un fin: «lo que pasa, nos pasa» 42. Mi pasado no desaparece del todo; al contrario, queda, permanece y –en cuanto posee de histórico, de trascendente de la mera instantaneidad– forma parte de mi concreto existir actual 43. Y, por lo mismo, mi futuro no está abierto a infinitas contingencias, sino que se encuentra siempre empíricamente condicionado y finalizado por el existir actual, que me abre algunas posibilidades y me cierra otras.
La existencia humana es, así, actualidad; pero una actualidad que es historia, memoria de actualidades pasadas y proyección hacia actualidades futuras. De aquí que la vida del hombre no sea simple cronología, sino biografía: la existencia personal «tiene» argumento, posee estructura «narrativa, se vive dramáticamente. Y, por ello, la vida del hombre es historia y todo hombre habita en el mundo según su personal historia. En última instancia, el tiempo del hombre no acontece como cantidad (chronos) sino como cualidad (kairós). El momento no es una entidad homogénea, no es unidad cronológica, sino biográfica: «no tiene sentido preguntar «cuánto» dura un momento» 44. El hombre vive momento tras momento, y éstos, por no ser fugaces, no son instantáneos ni discontinuos: su progresión constituye la continuidad articulada de la actualidad de la propia biografía, de la propia historia. Por otra parte, por su ser personal, la existencia del hombre no sucede aisladamente. La concreción de la propia biografía está es42. Ibid. 181. 43. Tal es el fundamento antropológico o condición de posibilidad de la anámnesis o memorial. 44. J. Marías [1983]182.
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tructuralmente condicionada por aquellas biografías que «le tocan», que con ella acontecen (también como memoria o proyecto) y que, a su vez, ella condiciona. Por eso, el hombre no sólo vive su historia, sino que vive la historia: en la medida en que afecta a su existencia, en que «acontece» en su biografía –aunque sea de modo inconsciente, no reflejo– la historia de la humanidad determina estructuralmente la historia singular de cada uno de los hombres, y la historia de cada hombre atañe a la historia de toda la humanidad. 2.2. Los ciclos cósmicos La comprensión previamente descrita resultaría, sin embargo, insuficiente y parcial, si se olvidara que hay otras determinaciones «temporales» que afectan a la estructura concreta del existir humano y de la historia de la humanidad. En efecto, la biografía del hombre acontece en –y, por tanto, «está estructurada por»– un ámbito empíricamente articulado por la sucesión de ciclos y ritmos cósmicos: el día y la noche, la semana, el mes, las estaciones, el año… «El movimiento giratorio de la tierra en torno al sol (o como creían los antiguos, del sol en torno a la tierra) da un ritmo al ser al que llamamos tiempo, de hora en hora, de la mañana a la noche y de la noche a la mañana, de la primavera al invierno, pasando por el verano y el otoño. Junto a este ritmo solar está el de la luna que es más corto: desde su lento crecimiento hasta su desaparición como luna nueva y su vuelta otra vez al principio [...] El hombre convive con los astros; el recorrido del sol y de la luna marcan su propia vida» 45. Los ciclos cósmicos no son, pues, una simple coordenada de la vida del hombre; antes bien, forman parte de su existir concreto, 45. J. Ratzinger [2001] 115.
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de su experiencia. «El tiempo [los ritmos del universo] forma parte de la existencia de la persona, que está inmersa en él, junto con todo lo creado, en el sucederse de días, años y siglos» 46. De aquí que, como dimensión estructural del acontecer del hombre y de la historia, pero con un ser autónomo y de carácter homogéneo y no momentáneo, los ciclos cósmicos ofrezcan un medio para cuantificar el tiempo. Por esta razón, los ritmos lunares (semanas, meses) y solares (días, estaciones, año) –en distintas articulaciones según la diversidad de culturas– han servido al hombre como medida para el cómputo temporal: calendario. Pero, por otra parte, al expresar adecuadamente la implicación del hombre con el mundo, con la totalidad del universo, los ciclos astronómicos pueden ser asumidos como una representación, un símbolo, del tiempo en el que acontece la vida humana y la historia: «el tiempo cósmico, determinado por el sol, se convierte en representación del tiempo del hombre y, por tanto, del tiempo histórico» 47. Por ello, el llamado tiempo cósmico es, en última instancia, un tiempo antropológico, un símbolo del acontecer temporal de la existencia humana: más allá de su principio y de su fin, los ritmos astronómicos no tienen, por decir así, entidad temporal; son un continuo devenir de ciclos indiferenciados; no poseen cronología: es el hombre quien cuantifica los ritmos del universo al incorporarlos a su historia 48. El tiempo «físico», mensurable, se extiende entre «un pasado inexistente y un futuro también inexistente» 49.
46. A.M. Triacca: NDL 1983. 47. J. Ratzinger [2001] 116. 48. «Llamamos tiempo cósmico a la dimensión del universo con la que se mide el perdurar de la realidad cambiante, y a la sucesión rítmica de las fases en las que se desarrolla el devenir de la naturaleza»: M. Augé: Pontificio Istituto Liturgico [2-1989] 13. 49. Cf. F. Inciarte, Breve teoría de la España moderna, Eunsa, Pamplona 2001, 96.
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Pues bien, en cuanto ciclo ulterior para la magnitud humana, el año es el símbolo primordial del tiempo y de la historia. En efecto, todos los demás ritmos del universo que el hombre puede medir –horas, días, semanas, meses, estaciones– se desenvuelven en el transcurso del año; mientras todo ciclo de cómputo más amplio –lustros, jubileos, siglos, eras...– carece de un correlato cósmico capaz de sustentar una auténtica dimensión simbólica –más allá de una referencia puramente intencional–, o supera la magnitud del hombre y, con ella, toda posible experiencia personal. De aquí que el año sea no sólo la medida primordial del cómputo del tiempo, sino también su símbolo más perfecto: «el año es una imagen de la vida del hombre y, aun, de la historia de la humanidad» 50.
2.3. El tiempo y el misterio de Cristo «El tiempo tiene [en la revelación divina] una importancia fundamental. Dentro de su dimensión se crea el mundo, en su interior se desarrolla la historia de la salvación, que tiene su cima en la plenitud de los tiempos de la encarnación, y su término en el retorno glorioso del Hijo de Dios al final de los tiempos»51. Todo tiempo es tiempo de Dios: los ritmos cósmicos, el tiempo del hombre, la historia humana, hunden todos sus raíces en el misterio de la creación. Hecho de la nada por Dios, el tiempo no es eterno, sino finito, aunque sus confines sean inciertos: el universo ha tenido un principio y tendrá un fin. Por ello, en primera instancia, la «temporalidad» cósmica y la historia humana se definen a sí mismas como caducidad; son incapaces, por sí solas, de una trascendencia que vaya más allá de sus propios límites en este mundo. 50. O. Casel [1985] 120. Tal es el fundamento antropológico de la asunción del «año» como signo sacramental: año litúrgico. 51. TMA 10.
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Dios crea el tiempo. En el Verbo eterno, rex et factor temporum 52, lo crea el Padre, como cauce para acoger a quien es su plenitud 53: «Cristo ayer y hoy; principio y fin, alfa y omega» 54. En el misterio de la encarnación, el Verbo eterno acoge una historia. En Cristo, la eternidad asume el tiempo, y el tiempo se introduce en la eternidad en la concreción empírica de una biografía: «en Jesucristo, Verbo encarnado, el tiempo llega a ser una dimensión de Dios» 55. «En el Hijo coexisten tiempo y eternidad [«suyo es el tiempo y la eternidad»: vigilia pascual] La eternidad de Dios no es simplemente ausencia de tiempo, negación del tiempo, sino dominio sobre el tiempo, que se realiza en el ser-con y el ser-en el tiempo. Este ser-con se hace corpóreo y concreto en el Verbo encarnado, que siempre seguirá siendo hombre» 56.
En el misterio de la encarnación, el Verbo eterno confiere al tiempo una nueva virtualidad. El tiempo de Cristo supera los límites caducos de la temporalidad: es el momento pleno, el tiempo que trasciende todo tiempo: «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» 57. Y, por ello, permanece siempre presente en la historia: «yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» 58. De aquí que el momento de Cristo, plenitud de los tiempos, determine estructuralmente la historia de los hombres, que desde entonces se abre a una nueva dimensión, el año de gracia del Señor 59: 52. Himno del oficio de lecturas de los domingos de cuaresma. 53. Cf. Gal 4:4. 54. Vigilia Pascual: rito de la bendición del cirio. 55. TMA 10. 56. J. Ratzinger [2001] 114-115. 57. Hb 13:8. 58. Mt 28:20. 59. Lc 4:19. Ya en el Antiguo Testamento, el obrar de Dios en la historia se definía año de gracia de Yahvé: Is 61:2.
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«con la venida de Cristo se inician los últimos tiempos 60, la última hora 61, se inicia el tiempo de la Iglesia que durará hasta la Parusía» 62, la venida gloriosa del Señor al final de los tiempos. Por otra parte, cumplido su peregrinar histórico por el misterio pascual de su muerte y resurrección, y entronizado a la derecha del Padre ya para siempre 63, el tiempo de los hombres adquiere en Cristo glorioso una nueva cualidad: irrumpe en la eternidad. Rotas en su resurrección las cadenas de la caducidad, la historia se convierte en ocasión de eternidad: «la potencia de la muerte –la auténtica constante de la historia– ha sido vencida [...] y así una esperanza nueva ha penetrado en la historia» 64. 2.4. La comunión litúrgica del tiempo y la eternidad No obstante, la «esperanza nueva» del misterio pascual no es inmanente a este mundo. Acontece en la historia de los hombres y le da su sentido más pleno, pero no se identifica ni confunde con ella. Por sí misma, la temporalidad histórica es incapaz de trascender los límites de este mundo. Sólo si participa del misterio pascual de Cristo, «puente entre el tiempo y la eternidad»65, la existencia humana se abre al eón, el «tiempo de Dios». Y el misterio de Cristo, como sabemos, está presente y actúa en la historia en el hoy de la celebración litúrgica de la Iglesia. «El día de Pentecostés, por la efusión del Espíritu Santo, la Iglesia se manifiesta al mundo 66. El don del Espíritu inaugura un tiempo 60. Cf. Hb 1:2. 61. Cf. 1 Jn 2:18. 62. TMA 10. 63. Hb 7:27.9:12.10:10. 64. J. Ratzinger, Elementi di teologia fondamentale, Morcelliana, Brescia 1986, 136. 65. J. Ratzinger [2001] 114. 66. Cf. SC 6 y LG 2.
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nuevo en la «dispensación del misterio»: el tiempo de la Iglesia, durante el cual Cristo manifiesta, hace presente y comunica su obra de salvación mediante la liturgia de su Iglesia, «hasta que él venga» (1 Co 11:26)» 67.
El hecho histórico de la muerte y resurrección de Cristo, único e irrepetible 68, permanece en la liturgia como memoria capaz de proyectarse a todas las actualidades futuras. En la celebración litúrgica, memorial del misterio de la salvación 69, la presencia de Cristo acontece en el ahora de la historia 70. El momento litúrgico se convierte, así, en tiempo pleno, síntesis de la entera historia de la redención culminada en el misterio pascual de Cristo, y ámbito del admirable intercambio entre el tiempo y la eternidad 71. En la celebración del culto, el tiempo adquiere dimensión de eternidad: «En la celebración litúrgica se realiza, por así decirlo, una inversión de exitus y reditus, la salida se convierte en retorno, el descenso de Dios en nuestro ascenso. La liturgia introduce el tiempo terrenal en el tiempo de Jesucristo» 72.
De esta manera, en la experiencia litúrgica, el momento eterno «acontece» al fiel, le atañe, pasa a ser una determinación estructural de su concreto existir, aunque mientras esté en este mundo y, por consiguiente, sujeto a su caducidad, no se confunda ni se identifique con su entera biografía personal. Ahora bien, como el discurrir de la historia está empíricamente determinado por la sucesión de los ciclos cósmicos, la Iglesia no celebra la liturgia en una yuxtaposición de momentos discontinuos, sino según los ritmos que articulan el devenir temporal. 67. 68. 69. 70. 71. 72.
CCE 1076. Cf. Rm 6:9 y Hb 7:27 passim. «La Liturgia es memorial del misterio de salvación»: CCE 1099. Cf. CCE 1104 y 1363-1364. Cf. Misal Romano: prefacio III de Navidad. J. Ratzinger [2001] 83.
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«[En la liturgia cristiana] al igual que se entretejen espacio y tiempo, también están entretejidos la historia y el cosmos. El tiempo cósmico, determinado por el sol, se convierte en representación del tiempo del hombre y, por lo tanto, del tiempo histórico que se dirige a la unidad de Dios y el mundo, de historia y universo, de materia y espíritu: en una palabra, se orienta a la «ciudad nueva», cuya luz es Dios mismo» 73.
Y, en este sentido, en cuanto símbolo primordial del acontecer histórico, el año es asumido por la liturgia como signo-mediación para la presencia sacramental del misterio de la salvación: «el año santo de la Iglesia es la reproducción del año de la salvación en Cristo» 74; es «el año de gracia del Señor», expresión que en la sagrada Escritura designa el acontecer salvador del Dios eterno en el devenir de la historia. «Por medio de la celebración del año litúrgico, Dios se hace presente entre nosotros y realiza nuestra salvación tan realmente como cuando Cristo era visible sobre la tierra» 75. Además, debido a su carácter cíclico y a su reiteración siempre idéntica pero siempre nueva, el año es también imagen de la plenitud infinita y eterna del eón o «tiempo de Dios». De aquí que el año litúrgico sea símbolo temporal de la eternidad 76; presencia sacramental del «hoy» eterno de Cristo a la derecha del Padre. Por ello, en la experiencia litúrgica, el ciclo anual de la existencia humana se configura en año litúrgico, celebración del misterio de Cristo en el tiempo: «para quienes han resucitado ya con Cristo, el año es atraído por la sinergia de la liturgia eterna: se hace litúrgico, si se entiende bien la expresión, no como un calendario de fiestas sino como el desarrollo del misterio que une a sí los ritmos de
73. J. Ratzinger [2001] 116-117. 74. O. Casel, Mysterium des Kommenden, Bonifatius-Druckerei, Paderborn 1952, 41-42. 75. Ibid. 247 (n 4). 76. Cf. ibid. 39-45.
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nuestro tiempo. A partir de la pascua, poco a poco, el año se transfigura por la liturgia, se hace sacramental» 77. De este modo, en la liturgia el tiempo no es sólo una coordenada, un ámbito, de la celebración de la obra redentora de Cristo, sino un signo sacramental mismo del misterio: Christi mysterium per anni circulum 78. En la celebración litúrgica, «el tiempo se convierte en eternidad y la eternidad se comunica al tiempo» 79.
77. J. Corbon [2001] 181. 78. SC 102. 79. J. Ratzinger [2001] 117.
8. El dinamismo de la experiencia litúrgica
Para un cristiano, celebrar la liturgia es experimentar sensiblemente que «el Señor es Dios y se nos ha manifestado» ; contemplar –ver, oír, gustar, sentir…–, en los signos y acciones simbólicas del rito la presencia sacramental de la gloria de Dios: «la liturgia es en primer lugar una teofanía: Dios manifiesta su fuerza, y el hombre le reconoce, le adora y le glorifica» 2. 1
En cuanto eco perenne de la encarnación del Verbo, el rito de culto «revela» –manifiesta a los sentidos– la gloria del Dios tres veces santo dada en comunión, por el misterio de Cristo, a los hombres: «lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que hemos contemplado y han palpado nuestras manos acerca del Verbo de la vida –pues la vida se ha manifestado y nosotros la hemos visto, y damos testimonio, y os anunciamos la vida eterna, que estaba junto al Padre, y se nos ha manifestado–; lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nuestra comunión es con el Padre y con su Hijo Jesucristo» 3. 1. Liturgia bizantina: aclamación de los fieles en la Divina Liturgia de san Juan Crisóstomo, cuando el diácono abre las puertas del santuario y presenta a la asamblea santa el pan y el vino consagrados para la comunión. 2. C. Andronikof [1992] 10. 3. 1 Jn 1:1-3.
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La experiencia litúrgica
La verdadera celebración litúrgica acontece, por ello, como una epifanía cósmica 4: una manifestación de la belleza eterna de Dios en la belleza finita y caduca de este mundo. En el misterio de Cristo y, paradójicamente, de modo radical, en su pasión salvadora, la liturgia capta la belleza del Edén, la belleza del Tabor, la belleza de la Jerusalén celestial 5. No es de extrañar, por tanto, que la experiencia litúrgica posea, en su dinamismo, una afinidad fascinante con la experiencia estética 6. De frente a su objeto, ambas se encuentran en actitud de contemplación. Y tanto la celebración litúrgica cuanto la expresión artística –al menos, esta última en su concepción más genuina–, aspiran a superar lo «efímero», lo transeúnte y caduco, para alcanzar una experiencia integral de comunión, con Dios, caso de la liturgia, o la belleza, caso del arte. «El arte, incluso más allá de sus expresiones más típicamente religiosas, cuando es auténtico, tiene una íntima afinidad con el mundo de la fe, de modo que, hasta en las condiciones de mayor desapego de la cultura respecto a la Iglesia, precisamente el arte continúa siendo una especie de puente tendido hacia la experiencia religiosa. En cuanto búsqueda de la belleza, fruto de una imaginación que va más allá de lo cotidiano, es por su naturaleza una especie de llamada al misterio. Incluso cuando escudriña las profundidades más oscuras del alma o los aspectos más desconcertantes del mal, el artista se hace de algún modo voz de la expectativa universal de redención» 7.
Liturgia y arte trascienden los límites del fenómeno y transfiguran la realidad, en apariencia dispersa y cambiante, en una forma de perfecta unidad y permanencia. 4. C. Andronikof [1992] 11. 5. Acerca de la liturgia como via pulchritudinis; vid., P. Fernández Rodríguez [2005] 73-75. 6. Cf. P. Evdokìmov [1990] 44. 7. CA 10.
El dinamismo de la experiencia litúrgica
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Si en la celebración litúrgica se percibe sensiblemente lo que está más allá de los sentidos, contemplándose la realidad cósmica en su verdad última –lo que está llamada a ser–, «la auténtica intuición artística va más allá de lo que perciben los sentidos y, penetrando la realidad, intenta interpretar su misterio escondido. Dicha intuición brota de lo más íntimo del alma humana, allí donde la aspiración a dar sentido a la propia vida se ve acompañada por la percepción fugaz de la belleza y de la unidad misteriosa de las cosas […] Toda forma auténtica de arte es, a su modo, una vía de acceso a la realidad más profunda del hombre y del mundo» 8.
1. LA LITURGIA, LUGAR DE LA BELLEZA A lo largo de los siglos, el peregrinar histórico de la Iglesia ha ligado su camino al itinerario secular de las artes 9. Y, en este maridaje, «vasto capítulo de fe y belleza en la historia de la cultura» 10, ambas se han enriquecido mutuamente en un diálogo creativo y fecundo, sólo parcialmente interrumpido con la irrupción de la modernidad 11: en el misterio de Cristo, el arte ha encontrado inspiración y motivos para algunas de sus más elevadas creaciones 12; y, por medio del arte, la Iglesia ha proclamado su fe, celebrado su culto y glorificado a su Dios. Tal reciprocidad no es exclusiva de la fe cristiana; antes bien, su mutua exigencia constituye una constante en la historia de la cultura. Más allá del problema específico acerca de la legitimidad y
8. Ibid. 6. 9. Cf. CA 7-9. 10. CA 5. 11. Cf. CA 10. Algunas repercusiones del relativo hiato moderno, negativo para ambas instancias, en J. Ratzinger [2-1999] 113-115. 12. «[Hay] un desarrollo de la belleza que ha encontrado su savia en el misterio de la encarnación»: CA 5.
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posibilidad misma de representar a Dios 13, la creación artística ha sido siempre la forma privilegiada para la expresión del sentimiento religioso. No obstante, dicha correspondencia adquiere en la Iglesia un nuevo título, consecuencia misma de la lógica del misterio de la encarnación: «la encarnación significa, ante todo, que Dios, el invisible, entra en el espacio de lo visible»14. Sin embargo –y a pesar de la conciencia de la via incarnata– la historia de la Iglesia es también la historia del drama de la salvaguardia de la complejidad de lo «real»: la trascendencia absoluta de Dios y, al mismo tiempo, la historicidad de su manifestación en la carne; tensión que, en el aspecto que nos ocupa, no ha dejado de aflorar en distintos periodos de la vida de la Iglesia15.
Acontecimiento a un tiempo esperado e inesperado (inesperado por su condición gratuita, y esperado por la connaturalidad original de un hombre creado «a imagen y semejanza» de Dios, y de un Dios encarnado a imagen y semejanza del hombre 16), el admirable intercambio característico del misterio de Cristo –la «comunicación» entre sus naturalezas divina y humana en la unión en la persona– posibilita que, en el Verbo encarnado, la afinidad y comunión entre la humanización del hombre y del mundo (arte y cultura) y su divinización (fe y culto) adquieran un nivel de otro modo inimaginable 17.
13. Una síntesis de la cuestión en torno a la denominada «prohibición de las imágenes», en J. Ratzinger [2001] 137-157. 14. J. Ratzinger [2001] 144. Vid., también, CA 5: «en el misterio de la encarnación el Hijo de Dios en persona se ha hecho visible». 15. Cf. CA 7. 16. «El Hijo de Dios pudo hacerse hombre porque el hombre ya había sido pensado en función de él, como imagen de Aquél que es, a su vez, icono de Dios»: Ibid. 145. Cf. Concilio Vaticano II, constitución Gaudium et Spes (7XII-1965) 12 y 22. 17. Cf. C. VALENZIANO, Arte e Liturgia: «Seminarium» 39 (1999) 324.
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En el misterio de Cristo, Dios y hombre, eternidad y tiempo, infinito y finitud, culto y cultura, fe y razón, religión y arte..., encuentran la «comunicabilidad» que da razón de todo lo existente y de su inteligibilidad: «Dios se hizo hombre en Jesucristo, el cual ha pasado a ser así el punto de referencia para comprender el enigma de la existencia humana, del mundo creado y de Dios mismo»18.
Ahora bien, la concentración cristológica 19 del mundo y de la historia no se agota en la «biografía» de Jesús de Nazaret. En el misterio de la encarnación, la eternidad asume el tiempo y le confiere una nueva virtualidad. El tiempo de Cristo rompe las ataduras de la caducidad; es el momento pleno, el tiempo que trasciende todo tiempo: «Jesucristo es el mismo ayer, hoy y siempre» 20. Y, por ello, permanece presente y actual en la historia: «yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» 21; actualidad que acontece en la liturgia sacramental de la Iglesia: «el don del Espíritu inaugura un tiempo nuevo en la «dispensación del misterio»: el tiempo de la Iglesia, durante el cual Cristo manifiesta, hace presente y comunica su obra de salvación mediante la liturgia de su Iglesia» 22. En la mediación litúrgica, el misterio (acontecimiento) de Cristo continúa «sacramentalmente» presente en los misterios (ritos) del culto: «los acontecimientos [del misterio de Cristo] superan lo transitorio del tiempo, haciéndose presentes en medio de nosotros por la acción sacramental de la Iglesia» 23. Y, así, más allá de toda «espiritualización» mal entendida, la presencia de Dios en este mundo se da siempre de forma sensible: «la encarnación significa que la palabra tampoco puede ser mero discurso […] La encarna18. JUAN PABLO II, carta encíclica Fides et Ratio (14 de septiembre de 1998) 80. 19. Expresión tomada de J. Ratzinger [2001] 139. 20. Hb 13:8. 21. Mt 28,20. 22. CCE 1076. 23. J. Ratzinger [2001] 139.
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ción actúa principalmente por medio de los signos sacramentales» 24. Por ello, la celebración litúrgica es, a semejanza del verbo«cuerpo» (logos-somatikós), verbo-signo, manifestación-epifanía de la presencia del misterio de nuestra salvación: «estos signos [los sacramentales] carecen de lugar si no están inmersos en una liturgia que siga a la Palabra en su acceso a lo corporal y al ámbito de todos nuestros sentidos» 25. Esta perspectiva teológica propicia que, en la celebración litúrgica, el arte sea elevado al orden de la «mediación» trascendental con Dios. En efecto, la presencia sacramental de Cristo posibilita que, en la celebración de los misterios del culto, la expresión artística alcance su cota trascendental más alta, al desbordar toda su capacidad referencial originaria para convertirse en vehículo de comunión con Dios, la belleza primera y absoluta. Tal interpretación teológica del arte cultual se encuentra ya en los albores de la fe cristiana: «las obras figurativas de los orígenes de la Iglesia apuntan siempre al misterio, tienen un significado sacramental, y van más allá del elemento didáctico de la transmisión de historias bíblicas»26. Y, en este aspecto, la Iglesia se sitúa en continuidad con la dimensión memorial del culto de Israel: las escenas bíblicas representadas en las sinagogas del periodo inmediato a Cristo «no se consideraban, de ningún modo, como meras imágenes de acontecimientos pasados, o una especie de enseñanza gráfica de la historia, sino como una forma de relato que, al recordar, actualiza una presencia»27. En otro contexto, esta «sublimación» del arte en la liturgia es también advertida por algunos filósofos contemporáneos: «también las obras de arte bizantinas, como las renacentistas, eran producto de un encargo, religioso o del tipo que fuera. Pero eso era perfectamen-
24. 25. 26. 27.
J. Ratzinger [2-1999] 142. Ibid. J. Ratzinger […] 140. Ibid. 138.
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te circunstancial. También las obras de arte bizantinas eran autónomas […] en un sentido más acusado todavía: en el sentido de hacer presente aquello que representaban. Sin duda alguna se puede hablar aquí de un carácter sacramental» 28.
De este modo, el arte no se limita a ser un simple ornamento de la liturgia. La celebración de culto requiere –con una necesidad que podríamos decir estructural– de la belleza para manifestar sensiblemente, de una manera fiel y auténtica, la verdad última de cuanto en ella acontece: la presencia de la gloria de Dios sacramentalmente dada en comunión a los hombres. Y, por ello, en la celebración litúrgica, el arte, asumido como elemento estructuralmente constitutivo del código simbólico del rito, se convierte en todas sus expresiones –arquitectura, artes plásticas, música, poesía…–, en mediación misma para la presencia del misterio. Así, por medio de la liturgia, la creación artística trasciende la ambigua «sacralidad» inherente a su naturaleza y condenada al fracaso de una apertura hacia el infinito y lo eterno que, por sí misma, no puede colmar: «la belleza es clave del misterio y llamada a lo trascendente. [Pero] la belleza de las cosas creadas no puede saciar del todo» 29. En la celebración litúrgica, el arte se alza hasta sus cotas trascendentales más altas. De aquí el drama de una cultura –la actual– que, desgajada del culto, ha cortado las alas del espíritu. Cerrada en su horizonte toda apertura a una trascendencia que vaya más allá de este mundo, a la creación artística no le resta ya otro recurso que la utopía o el desencanto 30: la falacia retórica de un imposible o, en su manifestación más genuina, la nostalgia de lo absoluto, la añoranza de un Dios siempre ausente. 28. F. INCIARTE, La situación actual del arte, en Breve teoría de la España moderna, op. cit., 127-128. 29. CA 16. 30. Hemos tomado la expresión de C. MAGRIS, Utopía y desencanto. Historias, esperanzas e ilusiones de la modernidad, Anagrama, Barcelona 2001.
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No menos trágica resulta, a su vez, la situación de aquel culto que, en aras de un malentendido principio «pastoral», pretenda prescindir de la mediación del arte: ciego al misterio de la belleza, su celebración trivial se vuelve cada día más incapaz de manifestar a los hombres la gloria de Dios.
Vivida de modo auténtico, la liturgia es el ámbito más privilegiado para un fructífero encuentro entre el arte y la fe; pero no sólo porque el rito es, a un tiempo, culto y cultura, experiencia religiosa y manifestación sensible, sino –y sobre todo– porque, en su celebración bella, ambas dimensiones alcanzan, en completa simbiosis, su finalidad última y la comunión perfecta. Así, paradójicamente, por la prioridad teológica de la presencia del misterio, su manifestación sacramental «artística» adquiere un valor insustituible, al constituirse en mediación para el encuentro objetivo con Cristo, resplandor en la carne de la misma belleza eterna e infinita de Dios 31. «La belleza, esplendor de la verdad y de la bondad, se manifiesta sobre todo en la contemplación de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo y en las relaciones de Dios con el hombre y brota de la lectio divina y de la historia de la salvación, acogida y celebrada. Todo ello acontece en el ámbito de las leyes litúrgicas de la objetividad y del simbolismo rituales» 32.
2. EXPERIENCIA ESTÉTICA Y EXPERIENCIA LITÚRGICA Toda expresión artística, si verdadera, rompe las barreras de la definición objetiva de la realidad, dando una nueva forma al tiempo y al espacio, en una constante búsqueda de comunión sensible que quiebre las cadenas de la sucesión temporal y de los límites es31. «Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros, y hemos visto su gloria»: Jn 1:14. 32. P. Fernández Rodríguez [2005] 75.
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paciales 33. De aquí que la percepción intuitiva de la belleza, propia de la experiencia estética, suponga siempre una cierta victoria sobre el caos, un triunfo de lo simbólico –la armonía– sobre lo diabólico –el desorden– y, en su índole trascendental, un esbozo del misterio del ser absoluto. No obstante, la experiencia estética es limitada: «todos los artistas tienen en común la experiencia de la distancia insondable que existe entre la obra de sus manos, por lograda que sea, y la perfección fulgurante de la belleza percibida en el fervor del momento creativo: lo que logran expresar en lo que pintan, esculpen o crean es sólo un tenue reflejo del esplendor que durante unos instantes ha brillado ante los ojos de su espíritu» 34. Situada frente al misterio del ser y no en su interior, la creación artística y la experiencia estética se encuentran, por ello, permanentemente amenazadas por la ambigüedad. Aislada de la verdad y del bien que la sustentan, la realidad de este mundo, en su belleza puramente formal, puede mostrarse como apariencia vacua, y su experiencia constituir entonces una angustiosa percepción de la ausencia del ser, una «comunión» con la nada. De aquí que el «esteticismo» puro, la actitud que sólo reconoce los valores estéticos, se encuentre muy alejado de la auténtica belleza, «resplandor de la verdad», para ser una forma más, aunque ciertamente afectada, de nihilismo: «esta pretensión [esteticismo] mantenida de modo consecuente lleva por necesidad a la anarquía nihilista y genera unas parodias nihilistas del arte, pero no una nueva creatividad» 35. Autónoma –desgajada de la verdad y del bien– la experiencia estética se expone a desviaciones demoníacas: «no sólo Dios se reviste de la belleza, el mal también lo imita» 36. La belleza de este mundo puede ser falaz y su fascinación puede esconder indiferen33. 34. 35. 36.
Cf. Valenziano, Arte e Liturgia: «Seminarium» 39 (1999) 324. CA 6. J. Ratzinger [2-1999] 126. P. Evdokìmov [1990] 60.
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cia hacia la verdad y el bien: «la belleza salvará al mundo […], pero ¿qué belleza? También los nihilistas aman la belleza» 37. La mentira puede servirse de la estratagema de una belleza engañosa, «que ciega y no hace salir al hombre de sí mismo para abrirlo al éxtasis de elevarse a las alturas, sino que lo aprisiona totalmente y lo encierra en sí mismo. Es una belleza que no despierta la nostalgia por lo Indecible, la disponibilidad al ofrecimiento, al abandono de uno mismo, sino que provoca el ansia, la voluntad de poder, de posesión y de mero placer. Es el tipo de experiencia de la belleza al que alude el Génesis en el relato del pecado original: Eva vio que el fruto del árbol era bello, bueno para comer y agradable a la vista. La belleza, tal como la experimenta, despierta en ella el deseo de posesión y la repliega sobre sí misma» 38. Disuelta en el desorden introducido por el misterio del mal su original unidad con el bien y la verdad, también la belleza está necesitada de redención. «Quid est veritas?» 39 es una pregunta que la experiencia estética no puede responder por sí sola. La belleza es inherente a la verdad y ésta no existe en abstracto: «Yo soy el camino, la verdad y la vida» 40 es la respuesta que la teología de la encarnación ofrece a la oposición radical entre la luz y las tinieblas 41, entre el ser y la nada. «El Hijo de Dios, al hacerse hombre, ha introducido en la historia de la humanidad toda la riqueza evangélica de la verdad y del bien, y con ella ha manifestado también una nueva dimensión de la belleza» 42. La belleza última se sitúa en la epifanía de la gloria del Dios trascendente que se transfigura en el misterio de Cristo: «la belleza del Hijo es la imagen del Padre, fuente de la belleza, revelada por el 37. 38. 39. 40. 41. 42.
F. DOSTOEVSKIJ, El idiota, Alianza, Madrid 2001. J. RATZINGER, La contemplación de la belleza: «Humanitas» 29 (2003). Jn 18:38. Jn 14:6. Jn 1 y 12 passim. CA 5.
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Espíritu de la belleza: se trata de la belleza trinitaria que se ha manifestado en el misterio del Verbo encarnado» 43. Por ello, «nada hay ni puede haber más bello y perfecto que Cristo» 44. Y, sin embargo, paradójicamente, la auténtica y suprema belleza de Cristo se muestra radicalmente en su «rostro» desfigurado por la pasión: en el misterio pascual de Cristo «la experiencia de lo bello recibe una nueva profundidad, un nuevo realismo» 45 y se da una respuesta definitiva al misterio del mal en el mundo, que implica que un concepto puramente «armonioso», simplemente estético, de la belleza no es ya suficiente. En la pasión salvadora de Cristo la belleza última se encuentra «en la belleza del amor que llega «hasta el extremo» y que por ello se revela más fuerte que la mentira y la violencia. Quien ha percibido esta belleza sabe que la verdad es la última palabra sobre el mundo, y no la mentira» 46. En última instancia, el misterio de Cristo nos habla de que la belleza de Dios es la belleza transfigurada por el amor y la verdad. Y, en este sentido, la liturgia auténticamente celebrada transfigura, en su expresión eminente, la eucaristía, el misterio de la desfiguración de la cruz, sacramentalmente presente en el rito, en un misterio de belleza, de irradiación de la luz del Tabor.
Ahora bien, para participar del misterio redentor y entrar en la comunión de vida que rompe las cadenas del mal y de la muerte ni siquiera la contemplación estética del misterio de Cristo es suficiente; incapaz, por sí misma, de trascender las fronteras de lo caduco. La comunión con la gloria del Padre precisa de la libre acogida del don de Dios sacramentalmente presente en la mediación del rito litúrgico: «si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros» 47. 43. 44. 45. 46. 47.
P. Evdokìmov [1990] 49. F. Dostoevskij, El idiota… J. RATZINGER, La contemplación de la belleza: «Humanitas» 29 (2003). Ibid. Jn 6:53.
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3. UNA ACTITUD PREVIA: EL DECORO Y LA CORTESÍA Cuando, en la encíclica Ecclesia de Eucharistia, Juan Pablo II aborda el tratamiento de la dimensión ritual del misterio de culto –«las expresiones externas del acontecimiento que se celebra» 48–, afronta el apartado desde una perspectiva que, en primera instancia, puede parecer periférica: el decoro. Sin embargo, el uso de dicha expresión denota una percepción –al menos, implícita– de sumo valor para comprender el dinamismo de la experiencia litúrgica. Bajo este aspecto, la versión española del documento parece muy acertada. En efecto, el término del texto oficial latino, ornatus (adorno, compostura), podría erróneamente dar a entender que la liturgia atañe exclusivamente a las dimensiones formales del culto; concepción protocolaria que, como ya sabemos, fue superada por la Iglesia desde mediados del siglo XX con la publicación de la encíclica Mediator Dei.
El decoro concierne, en efecto, a una esfera antropológica de capital importancia para vivir de manera profunda toda experiencia de encuentro y de comunión personal. Se trata de un talante, de una disposición de la libertad que lleva a responder correctamente al don que, de manera gratuita y desinteresada, nos es ofrecido. En sus diversas acepciones, decoro no es sino el honor, el respeto o reverencia que se debe a alguien; la estimación, conformidad y adecuación con la realidad que nos sale al encuentro 49. Ahora bien, aunque nacida en lo más íntimo de la persona, esta actitud no se limita a un talante interior, sino que reclama unas formas sensibles, un rito o ceremonial. En efecto, el decoro, cuando es verdadero, acontece siempre estructuralmente constitui-
48. EdE 49. 49. Cf. Diccionario de la Real Academia Española.
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do por expresiones formales que, si bien gratuitas, desinteresadas e, incluso, innecesarias, resultan no obstante –paradójicamente– absolutamente pertinentes para la real acogida del don ofrecido 50. Y, en este sentido, el decoro equivale, en cierto modo, a aquella actitud que, en otro contexto, se denomina cortesía: «allí donde se encuentran las libertades, donde la libertad de donación o de retención [...] encuentra nuestra propia libertad de recepción o de rechazo, es esencial la cortesía» 51. De este modo, en última instancia, el eco, la presencia y la intensidad de la comunión nacida de toda experiencia de encuentro personal dependen, en gran medida, del decoro o cortesía con que se acoja al otro, de la capacidad o finura de alma para dar la bienvenida al don inesperado y responder con agradecimiento. Toda «experiencia de formas de significado exige, fundamentalmente, una cortesía o un tacto del corazón, un tacto de la sensibilidad y del intelecto» 52. Ecclesia de Eucharistia manifiesta, por ello, una exquisita sensibilidad antropológica al fundamentar su aproximación a la dimensión ritual del misterio eucarístico a partir de un acto de cortesía, de un «ceremonial de encuentro»: «hay un episodio que, en cierto sentido, hace de preludio [a la institución eucarística]: la unción de Betania. Una mujer, que Juan identifica con María, hermana de Lázaro, derrama sobre la cabeza de Jesús un frasco de perfume precioso, provocando en los discípulos, en particular en Judas (cfr. Mt 26:8, Mc 14:4, Jn 12:4), una reacción de protesta, como si este gesto fuera un derroche intolerable [...] Pero la valoración de Jesús es muy diferente
50. «Ponemos un mantel nuevo en la mesa cuando oímos que nuestro invitado ha llegado al umbral de casa»: G. Steiner [1991] 183. 51. Ibid. 190. Para nuestro propósito, resulta muy significativo que, para el autor, esta disposición sea una «generalidad que abarca desde los hábitos de limpieza en un extremo [...] hasta las gravedades ceremoniales de lo sacramental en el otro»: ibid. 183-184. 52. Ibid. 183.
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[...], aprecia la unción que se le hace como anticipación del honor que su cuerpo merece» 53. Y, efectivamente, sólo quien posea el decoro o la cortesía sabrá «derrochar» el perfume (la mujer de Betania) y apreciar su aroma (Jesús); quien sea descortés o indecoroso retendrá la fragancia para sí o la rechazará (Judas), juzgando ese dispendio como un despilfarro.
No obstante, esta actitud reclama, como condición previa, la confianza: «sin la aceptación del riesgo de la bienvenida, ninguna puerta puede abrirse cuando llama a ella la libertad» 54. En efecto, en toda experiencia de encuentro, en todo movimiento de donación y acogida, la ofrenda está abierta a la posibilidad de su rechazo, y la recepción se arriesga al engaño de una aparente entrega o de un falso regalo. De aquí que, en el fondo, celebrar la liturgia no sea sino una manifestación de confianza en Dios: «como la mujer de la unción en Betania –concluye Ecclesia de Eucharistia–, la Iglesia no ha tenido miedo de «derrochar», dedicando sus mejores recursos para expresar su reverente asombro ante el don inconmensurable de la eucaristía» 55.
En el ceremonial de encuentro del rito eucarístico –síntesis de todo el misterio de la liturgia– es la fe la fuerza que mueve a la Iglesia a acoger cortésmente el «don inconmensurable» del sacrificio de Cristo –supremo acto de confianza de Dios con el hombre–, para a su vez, en acción de gracias, ofrecerlo de nuevo al Padre, con la esperanza de su benevolente acogida 56. 53. EdE 47. 54. G. Steiner [1991] 191. 55. EdE 48. 56. Tal aspecto aparece muy marcado en la plegaria eucarística propia de la tradición litúrgica romana: «quam oblationem tu, Deus [...] acceptabilemque facere digneris», «supra quae propitio ac sereno vultu respicere digneris: et accepta habere, sicuti accepta habere dignatus es... »: Cf. Misal Romano: Canon Romano.
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4. LA EXPERIENCIA LITÚRGICA, EXPERIENCIA DE FE La experiencia litúrgica es una experiencia de comunión fundada en la fe y precisa del acto religioso de la fe: «no te he dicho que si crees verás la gloria de Dios» 57. Su código es el código de la fe. Al igual que los misterios de la carne de Cristo, los símbolos de la liturgia «revelan» –es decir velan y, al mismo tiempo, desvelan– la gloria de Dios: «la encarnación fue al mismo tiempo la manifestación plena de Dios en el mundo, la epifanía de Dios y su ocultamiento. En el hombre-Dios, Jesucristo, Dios se esconde al mismo tiempo que se manifiesta» 58. La manifestación definitiva de Dios es, contemporáneamente, su ocultamiento: «no es éste el hijo del carpintero?» 59. El invisible es contemplado visiblemente con los ojos de la fe. La inteligibilidad de la experiencia litúrgica es la inteligibilidad de la fe. La economía sacramental, fundada en el misterio de la encarnación, es economía de revelación y, por tanto, inteligible –en otro caso, no sería posible el asentimiento de la fe como acto libre o cortés 60, pero su transparencia no es absoluta: la gloria de Dios, la presencia de su santidad dada en comunión mediante la liturgia, es perceptible y capaz de ser participada, pero no se reduce a la sola razón. Arte y liturgia son, en tanto acciones humanas, creaciones de índole racional e inteligible, pero en su cualidad de experiencias de índole estética, tanto la celebración litúrgica como la creación artística son «obra» de impronta simbólica y, para ser fieles a su naturaleza, deben huir de toda tentación racionalista.
57. 58. 59. 60. 458.
Jn 11:40. C. Vagaggini [1965] 291. Mt 13:55. Cf. I. BIFFI, Liturgia. Quale linguaggio?: «Studi Cattolici» 41 (1997)
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De hecho, ya santo Tomás de Aquino se preguntaba si el carácter figurativo del culto cristiano congeniaba con el decoro –la «seriedad» – propio de la acción sagrada o más bien encerraba el peligro de una confusión con la simple experiencia estética; a lo que respondía que es común al arte y a la liturgia expresar de manera simbólica lo que la razón percibe con dificultad: «en uno y otro caso es necesaria la representación por medio de figuras sensibles» 61.
Tan ajenas resultan al arte y a la liturgia el irracionalismo como el racionalismo a ultranza. Una liturgia que, en aras del principio de la encarnación, pretendiera ser totalmente inteligible y abandonara toda mediación simbólica (lengua cultual, gestos rituales, ornamentos sagrados…), para servirse tan sólo de lo cotidiano, de lo habitual, traicionaría paradójicamente la lógica del Verbo encarnado. En un acertado paralelismo con la pretensión de una liturgia secular, «si se exigiera a la poesía –cosa que será absolutamente análoga– el que se sirviera exclusivamente del lenguaje corriente, «razonable», normal y aun trivial (tal como se hace en ocasiones, aunque entonces, en su lugar, el lenguaje de los anuncios de cigarrillos adopte el lenguaje del vocabulario hímnico que se acaba de prohibir a la poesía) [...] entonces la existencia no sólo no se empobrecería, sino que se haría básicamente inhumana» 62.
La veritas immaginis de la via incarnata exige siempre el a priori de la fe. Tal es el escándalo que, de continuo, amenaza a la liturgia: «Cristo mismo, cuya humanidad era una velo transparente por medio del cual, ante los ojos de la fe, resplandecía la divinidad, no impidió que su humanidad fuera para muchos piedra de escándalo» 63. «Nuestra participación terrestre en la única liturgia que se celebra sin velos en el cielo es ciertamente limitada aún. Nuestro culto se 61. Tomás de Aquino, Summa theologiae I-II, 101. 62. J. Pieper [1990] 98-99. 63. C. Vagaggini [1965] 291.
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realiza en la tierra en la fe, en los signos en los que también se hace realmente presente el culto objetivo que Cristo y su Iglesia tributan al Padre. Nuestros signos terrenos contienen ya toda la riqueza de este culto, aunque ahora lo expresan de una manera aún oscura, sin revelar toda su belleza, mientras esperamos el día en que nuestra liturgia ya no necesite sacramentos, ni nuestra vida cristiana ni ascética ni cruz. Pero en aquel día continuaremos celebrando no una nueva liturgia sino la que ya realizamos en la tierra con velos»64.
La experiencia sacramental de los misterios del Verbo encarnado, propia de la liturgia, lleva, así, con los «ojos» de la fe, a participar existencialmente en la comunión de la gloria del Dios trinitario: no frente a Dios –como en la simple experiencia estética del misterio celebrado– sino en el interior mismo de la vida íntima del Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y, de este modo, más allá incluso de toda posible experiencia religiosa, la experiencia de la celebración litúrgica se convierte en experiencia de comunión ontológica con el absoluto de Dios. De aquí que, al celebrar el misterio de la encarnación, la liturgia cante: «oh Dios, que has iluminado esta noche santa con el nacimiento de Cristo, la luz verdadera, concédenos gozar en el cielo del esplendor de su gloria a los que hemos experimentado la claridad de su presencia en la tierra» 65.
5. LA PARTICIPACIÓN DE LOS FIELES EN LA LITURGIA Durante los últimos años, la literatura teológica ha puesto de relieve cómo la noción de participación constituyó el principio director de las propuestas reformadoras del último concilio: «el Concilio Vaticano II propuso como idea directriz de la celebración li64. P. Farnés Sherer: Asociación Española de Profesores de Liturgia [2004] 165. 65. Misal Romano: oración colecta de la misa de medianoche de la solemnidad de la natividad del Señor.
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túrgica la expresión participatio actuosa, la participación activa de todos en el opus Dei, es decir en el culto divino» 66. Efectivamente, la «participación activa» de los fieles en la liturgia, enunciada por san Pío X como una de las claves de su pontificado 67, encontró muy pronto eco en sucesivas medidas de reforma: anticipación de la edad de la primera comunión, incremento de la comunión frecuente, posibilidad de celebrar misas vespertinas, renovación del triduo pascual... Y, al mismo tiempo, sus presupuestos doctrinales fueron progresivamente perfilados por distintos documentos magisteriales. De este modo, hoy día, el sintagma actuosa participatio, sin más especificaciones, se asocia de inmediato a liturgia. Ahora bien, por su misma importancia, se requiere superar toda posible interpretación confusa: «el substantivo participatio-participación crea, o puede crear [...] no una clarificación, sino más bien oscuridad, ya que el término se usa con diferentes y diversificados significados» 68.
La constitución conciliar Sacrosanctum Concilium aborda la participación de los fieles en la liturgia de una forma reiterada, y la entiende no como un aspecto más de la pastoral litúrgica, sino como un presupuesto de la noción misma de culto cristiano. En dicho documento, la participación «consciente, plena, activa y fructuosa» es contemplada como una exigencia «de la naturaleza misma de la liturgia», fundada en el carácter sacerdotal de todo bautizado y, por ende, supuesto de «derechos y obligaciones» sacramentales 69. De este modo, la asamblea conciliar no sólo expre66. J. Ratzinger [2001] 195. Acerca de la cuestión de la actuosa participatio en el Concilio Vaticano II, vid. P. Fernández Rodríguez: Asociación Española de Profesores de Liturgia [2004] 189-240. 67. «Siendo, en verdad, nuestro vivísimo deseo que el verdadero espíritu cristiano vuelva a florecer […] en su primer e insustituible manantial, que es la participación activa en los santos misterios»: Pío X, motu proprio Tra le sollicitudini (22-XI-1903): «Cuadernos Phase» 112, Barcelona 2001, 36. 68. A.M. Triacca: A. Montan-M. Sodi [2002] 573. 69. Cf. SC 11 y 14.
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sa un ideal pastoral (la participación litúrgica plena, consciente y activa), con sus consecuencias prácticas (derechos y deberes), sino que establece sus mismos fundamentos teológicos: su fuente (el sacerdocio bautismal) y su motivo ulterior (la naturaleza de la liturgia) 70. En efecto, si la liturgia es entendida, en su realidad más radical, como celebración (manifestación, presencia y comunicación) del misterio de Cristo para la vida de los fieles 71, la participación litúrgica es en consecuencia una dimensión estructural y constitutiva de su mismo acontecer: no se reduce a un mero elemento accesorio u ornamental de la celebración, ni a un ideal o meta de la acción pastoral; sino que se encuentra en el corazón mismo del hecho litúrgico, como su condición necesaria. Ahora bien, esta comprensión implica la superación de, al menos, dos posibles tentaciones: reducir la liturgia a su sola celebración, y considerar la participación de los fieles a partir de sus aspectos funcionales. «Este concepto [participación] ha experimentado después del concilio una simplificación fatal. Daba la impresión de que sólo existía participación activa allí donde se daba una actividad externa constatable (hablar, cantar, predicar, asistir al sacerdote en la liturgia)» 72. La misma conclusión se constata en otros estudios: «especialmente desde la década postconciliar hasta hoy, se han extendido progresivamente algunas concepciones eficientistas, paras las que la actuosa participatio se superpone (hasta confundirse) con la participación externa, que cada vez más apela a «técnicas de animación» que fomentan el espejismo de conseguir la meta propuesta» 73.
70. Cf. A.M. Triacca: NDL 1551. 71. Cf. CCE 1068 y 1076. 72. J. Ratzinger [1-1999] 165. El autor encuentra la causa de esta restricción en una mala inteligencia de SC 28 y 30, donde la participación litúrgica se describe con un excesivo acento sobre sus aspectos más externos. 73 A.M. Triacca: A. Montan-M. Sodi [2002] 575.
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Esta consideración funcional esconde, paradójicamente, un desprecio de la participación litúrgica, sustituida por una suerte de nuevo clericalismo, donde el existencial litúrgico del fiel en cuanto bautizado queda reducido a su simple, pero absoluta, condición ministerial respecto al sacerdote. En consecuencia, la asamblea litúrgica se divide en unos cuantos actores y una masa de asistentes pasivos que, en ocasiones, hastiados, terminan por alejarse de los misterios de culto: «es evidente que, en tales casos, se han desatendido tanto el concepto cuanto la realidad de la participación en la celebración. Aquí se entiende por participación una implicación sólo periférica (y nos atreveríamos a decir epidérmica) de los fieles en la acción litúrgica. Se trata de una participación meramente externa, aunque de nuevo cuño ritualista, formal. Una vez perdido el mordiente de la novedad, tal participación, ligada a la rutina, acaba por volverse rancia. De aquí una desafección a la acción litúrgica» 74.
Las claves para superar este problema probablemente se encuentren tanto en una comprensión que tenga en cuenta todas las dimensiones teológicas del acontecer litúrgico, cuanto en una adecuada inteligencia de la participación activa que hunda sus raíces en la naturaleza del sacerdocio bautismal del fiel cristiano 75. En otras palabras, la participación en la liturgia debe ser contemplada a partir de la relación existencial que la celebración de culto establece entre el fiel y el misterio de Cristo manifestado, presente y comunicado por medio del rito. Se trata en definitiva de recuperar la conciencia de que la participación en la celebración litúrgica constituye, para el fiel, la mediación necesaria para su participación en la vida trinitaria, donada en las celebraciones sacramentales del culto de la Iglesia 76. 74. A.M. Triacca: NDL 1557. 75. Cf. CCE 1546-1547. 76. Cf. A.M. Triacca: A. Montan-M. Sodi [2002] 575.
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«Es mediante la celebración como se capta interiormente, en la fe, la acción redentora de Cristo resucitado, presente en virtud del Espíritu Santo. Haciendo propia tal acción redentora, se construye en cada fiel la santidad. Sólo ofreciendo a la santísima Trinidad la santidad originaria desde la participación en la celebración memorial de Cristo, cada fiel puede tributar el verdadero culto de adoración, en espíritu y verdad, que Dios espera desde siempre de los hombres» 77.
De aquí que el alma de la actuosa participatio no deba buscarse en sus modulaciones externas, sino en la koinonía, en la comunión de vida entre Dios y el fiel propia del acontecer litúrgico: «esto supone que, en el terreno de la participación litúrgica, que debería ser en lo más profundo participatio Dei, participación en Dios –y, por tanto, en la vida, en la libertad–, la interiorización ocupa un lugar prioritario» 78. Y, en este sentido, para evitar toda posible confusión acerca de la actuosa participatio, parece necesario sostener, al menos, cuatro principios; dos referentes a la objetividad de la liturgia en sí misma y dos a su correlato, el sujeto litúrgico: a) la liturgia no se agota en la celebración, sino que nace del «misterio» (el acontecimiento salvífico de Cristo en todas sus implicaciones teológicas) y continúa en la vida del fiel 79; b) la celebración litúrgica no se reduce a su dimensión ritual, sino que es un hecho teológico que exige la presencia y acción trinitarias: celebrar es actuarse (manifestar, hacer presente y comunicar) «aquí» y «ahora», en la mediación del rito, el misterio de la salvación cumplido en Cristo; c) la participación litúrgica de los fieles, en cuanto ejercicio del sacerdocio bautismal, no se limita a la sola celebración –aun cuando ésta sea su fuente y
77. A.M. Triacca: NDL 1546. 78. J. Ratzinger [1-1999] 96-97. 79. Tal reducción constituiría la tentación panliturgista, que al confundir liturgia con celebración otorga a esta última un carácter absoluto que no le corresponde.
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La experiencia litúrgica
culmen–, sino que se vive en la entera existencia cotidiana: «precisamente por el hecho de que la verdadera «acción» litúrgica es actuación de Dios, la liturgia de la fe va siempre más allá del acto cultual, dándole un vuelco a la cotidianeidad, que, a su vez, se convierte en «litúrgica», en servicio para la transformación del mundo» 80; d) la participación en la celebración es una realidad primariamente sacramental y existencial, y no funcional, por lo que no debe confundirse ni identificarse con los, en sí legítimos, ministerios litúrgicos. Bajo estos presupuestos, se entiende bien que la participación en la celebración de culto sea el principio «catalizador» 81 de todas las dimensiones de la liturgia. En efecto, si la celebración litúrgica es la mediación que integra, simultáneamente, el misterio de salvación trinitario en la vida de santificación y culto de los fieles, y la vida de santificación y culto de los fieles en el misterio trinitario, se advierte entonces que la posibilidad misma de participar en la liturgia es la condición que evita toda reducción del hecho litúrgico a simple ceremonia. «La participación celebrativa goza de un «derecho de prelación»: es mediante la celebración como la participatio puede llegar a ser participación en la vida divina. Y, en este sentido, es actuosa en virtud de un hecho ontológico, más allá de todo tipo de reducción antropológica o de intento de inteligencia del «celebrar» apropiado más bien para los sacramentales y las expresiones de la piedad popular. Este «celebrar» significa la capacidad real del hombre de dar culto a Dios, pero siempre que pase a través del único mediador: Jesucristo. Y, de hecho, tal celebrar tiende, por ello, a la celebración de los sacramentos, especialmente la eucaristía» 82.
80. J. Ratzinger [2001] 200. 81. La expresión se debe a A.M. Triacca: NDL 1561. 82. A.M. Triacca: A. Montan-M. Sodi [2002] 577.
El dinamismo de la experiencia litúrgica
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Así considerada, la actuosa participatio en la liturgia es la condición necesaria para alcanzar aquella comunión con Dios que lleva a la transformación existencial de la vida en Cristo; conformacióntransfiguración progresiva (bautismo [penitencia] confirmación, eucaristía), y diversificada (sacerdocio, diaconado, matrimonio, vida religiosa, enfermedad...) según los personales carismas y vocaciones, y las peculiares circunstancias existenciales.
Epílogo
Liturgia y vida
La existencia cristiana es un camino de santidad, de progresiva unión con Dios, que culmina en la plenitud de amor y visión de la bienaventuranza eterna: la vida de comunión en la gloria trinitaria. Camino fundado en el misterio de Cristo, el Hijo enviado al mundo por el Padre y hecho hombre por obra del Espíritu; y único mediador entre Dios y los hombres. Mediación que encuentra su momento culminante en el misterio pascual de su muerte y resurrección, cuando una vez ofrecida su vida al Padre, entrega al mundo el Espíritu de comunión. Y, en virtud de su participación sacramental en el sacrificio pascual de Cristo, los fieles cristianos, rescatados del pecado y de la muerte, son constituidos para ofrecer su propia existencia como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios: «al acercaros a él, piedra viva desechada por los hombres pero escogida y preciosa delante de Dios, también vosotros, como piedras vivas, sois edificados como edificio espiritual para un sacerdocio santo, con el fin de ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por medio de Jesucristo» 1. Toda la vida cristiana se encuentra, así, fundamentada en la participación sacramental en el misterio pascual de Cristo. La existencia cristiana es una llamada a la configuración y conformación
1. 1 P 2:4-5.
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Belleza y misterio
con Cristo para, mediante el Espíritu, avanzar hacia la plena comunión con el Padre. Cristificación y espiritualización son, pues, dos dimensiones inseparables de un mismo proceso existencial. Decir vida cristiana equivale a decir vida espiritual, pues no existe otro espíritu de vida que el Espíritu de Cristo, y no existe otro Cristo sino el ungido por el Espíritu. De este modo, incorporado al misterio de Cristo por obra del Espíritu de vida, el fiel cristifica su existencia, y sumergido en el Espíritu de vida por su unión con el misterio de Cristo, la espiritualiza 2. Tal es la razón de que la vida espiritual, la vida cristiana encuentre sus raíces en el misterio de la liturgia. La liturgia, por su carácter de actualización perenne del misterio de Cristo, es la fuente de la vida de comunión con el Dios trinitario que todo fiel está llamado a llevar en su propia existencia; conciencia que la Iglesia expresa en su oración litúrgica: «concédenos realizar en la vida cuanto celebramos en la fe» 3. En el contexto de la renovación espiritual acaecida en la Iglesia del siglo XX, también para san Josemaría Escrivá de Balaguer, la liturgia es, ante todo, vida: participación existencial en el misterio de la eterna e infinita comunión trinitaria en la mediación de la celebración del culto eclesial: «no olvides» –repetirá en más de una ocasión– «que la vida litúrgica es vida de amor: amor a Dios Padre, por medio de Cristo Jesús, en el Espíritu Santo, con toda la Iglesia, de la que tú formas parte» 4.
La vocación cristiana, por ello, no consiste sino en vivir plenamente el misterio pascual en la propia existencia cotidiana; morir y resucitar diariamente con Cristo para ofrecer así al Padre el sacrificio 2. Cf. A.M. Triacca, De la renovación a la espiritualidad litúrgica: «Cuadernos Phase» 52, Barcelona 1994, 54. 3. Misal Romano: oración colecta del viernes de la octava de Pascua. 4. Josemaría Escrivá, cit. en A. Livi, Renovación litúrgica: «Cristianos corrientes. Textos sobre el Opus Dei», Rialp, Madrid 1970, 104.
Liturgia y vida
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agradable a sus ojos. De aquí que la liturgia, en cuanto presencia actual del misterio pascual, sea cumbre y fuente de la vida de la Iglesia y de los fieles 5: «es el misterio de Cristo –recuerda el Catecismo de la Iglesia– lo que la Iglesia anuncia y celebra en su liturgia para que los fieles vivan de él y den testimonio del mismo en el mundo» 6. La liturgia es fuente de vida. La vida cristiana nace de las celebraciones sacramentales de la Iglesia: «mediante los sacramentos de la iniciación cristiana se ponen los fundamentos de toda la vida cristiana» 7. Nacidos a la comunión con la naturaleza divina por la participación bautismal en la muerte y resurrección de Cristo, y recibida la plenitud del don del Espíritu por la confirmación, el fiel cristifica y espiritualiza su existencia mediante la eucaristía: «por medio de estos sacramentos de la iniciación cristiana, los fieles reciben cada vez con más abundancia los tesoros de la vida divina y avanzan hacia la perfección de la caridad» 8. El existencial cristiano es, pues, un existencial litúrgico: «la vida moral es un culto espiritual [...] En la liturgia y en la celebración de los sacramentos, plegaria y enseñanza se conjugan con la gracia de Cristo para iluminar y alimentar el obrar cristiano» 9.
Por ello, si la liturgia es, ante todo, comunicación de vida, el ritualismo –la actitud superficial de permanencia en la exterioridad y en la apariencia del rito, sin adentrarse en el misterio que da vida– es su deformación, al no comprometer el personal existir de cada día y olvidar que «la liturgia me remite a la vida cotidiana, a mí en mi experiencia personal» 10. 5. Cf. SC 10. 6. CCE 1068. 7. CCE 1212. 8. Pablo VI, constitucióm apostólica Divinae consortium naturae (15VIII-1971). 9. CCE 2031. 10. J. Ratzinger [2001] 80.
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Belleza y misterio
Escindido de la experiencia ordinaria, ámbito donde la genuina piedad –la conciencia litúrgica de ser hijos del Padre, en Cristo, por el Espíritu Santo– se convierte en vida, el rito se agosta, encerrado en sí mismo y transformado en rutina. La experiencia rutinaria malogra la vocación eucarística del existir cristiano hacia la total identificación sacramental con Cristo y su misterio pascual. «La simultaneidad con la pascua de Cristo que tiene lugar en la eucaristía de la Iglesia es, después de todo, también una realidad antropológica. La celebración no es sólo un rito, no es sólo un «juego» litúrgico, pues quiere ser logike latreia, transformación de mi existencia en dirección al logos, simultaneidad interna entre mi yo y la entrega de Cristo. Su entrega quiere convertirse en la mía para que se consume la simultaneidad y se lleve a cabo el hacerse igual a Dios»11.
Por el contrario, cuando la liturgia es comprendida en toda su hondura teológica, y su celebración es experiencia viva que compromete la biografía personal, el rito de culto obra en los fieles el despliegue eucarístico de su existencia, hacia su completa cristificación. El cristiano, «alter Christus, ipse Christus» 12 y «constituido sacerdote de la propia existencia» 13, convierte todos los instantes de la jornada en una «eucaristía continua» 14. «Precisamente por el hecho de que la verdadera acción litúrgica es actuación de Dios, la liturgia de la fe va siempre más allá del acto cultual, dándole un vuelco a la cotidianeidad, que, a su vez, se convierte en litúrgica, en servicio para la transformación del mundo» 15.
11. Ibid. 12. Josemaría Escrivá, Es Cristo que pasa 96. 13. Ibid. 14. Cf. Josemaría Escrivá, Sacerdote para la eternidad (Homilía, 13-IV1973): «Amar a la Iglesia», Madrid 1986, 80. 15. J. Ratzinger [2001] 200.
Liturgia y vida
181
Al mismo tiempo, la vida cristiana tiende hacia la liturgia. La liturgia es cumbre de la vida espiritual, pues el fin último de la existencia no es otro sino celebrar la gloria de Dios; glorificación que acontece en el misterio del Hijo encarnado, muerto y resucitado, sacramentalmente presente en las celebraciones del culto: «la espiritualidad litúrgica tiende a convertir a cada fiel en una custodia viviente del Dios vivo, en medio de hombres vivos, para deducir de la vida y de todo el cosmos una incesante doxología al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, como era en el principio, ahora y siempre» 16. Característica propia del acontecer litúrgico de la existencia cristiana es, pues, su correspondencia con el dinamismo sacramental del misterio de comunión con el Dios trinitario: vida que nace del Padre, por Cristo en virtud del Espíritu Santo, y que en el Espíritu Santo, por Cristo, está llamada a la glorificación eterna del Padre. Esta dimensión trinitaria del ser cristiano encuentra su máxima expresión en la cristificación-espiritualización que brota de la participación sacramental en la liturgia. Ello no quiere decir, por supuesto, que la vida espiritual se agote en la celebración litúrgica. La «liturgia» es más amplia que su «celebración», pues incluye el «misterio» que la fundamenta y la «vida» que de ella nace y a ella tiende; pero es precisamente en la «celebración del «misterio» donde la «vida» encuentra su fuente: «la liturgia es el misterio (total, sintetizado en el pascual) celebrado (sobre todo en la acción por excelencia, la celebración litúrgica) para la vida (del pueblo de Dios, o sea, del fiel en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia). Y al mismo tiempo, la liturgia es la vida del fiel en Cristo Jesús, por la fuerza del Espíritu Santo, que culmina en la acción litúrgica para que el misterio se actualice en el hoy de la Iglesia, para «renovar la faz de la tierra» y dar gloria a la Trinidad» 17.
16. A.M. Triacca, De la renovación a la espiritualidad litúrgica: «Cuadernos Phase» 52, Barcelona 1994, 54. 17. A.M. Triacca, De la renovación…, 47.
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Belleza y misterio
La existencia cristiana es, pues, una existencia litúrgica, nacida en y desde la celebración de culto y tendente a ella; y vivida en las circunstancias peculiares de la propia y personal condición eclesial e histórica en el mundo. Vida cristiana y vida espiritual son siempre, en consecuencia, vida litúrgica que, más allá del rito, se actualiza en la existencia diaria. De aquí que no sea posible una vida «espiritual» sin una referencia explícita a las celebraciones sacramentales del culto eclesial. Y, también, que una determinada espiritualidad –entre las muchas existentes en el seno de la Iglesia– será tanto más perenne y vital, cuanto más se acerque en su estilo, en su método y en sus formas a la espiritualidad litúrgica 18. Las premisas enunciadas implican la radical centralidad del misterio eucarístico en la vida de los fieles. En la celebración eucarística, presencia sacramental del sacrificio pascual de Cristo, el cristiano encuentra la fuente y la cima de su existencia y como miembro de la Iglesia, al participar del misterio de salvación, entra personalmente en comunión con la vida del Dios trinitario: «en el sacramento de la eucaristía el Salvador, encarnado en el seno de María hace veinte siglos, continúa ofreciéndose a la humanidad como fuente de vida divina» 19. Por ello, la eucaristía no es un medio más para acrecentar la vida espiritual. Antes bien, es centro y raíz de la existencia cristiana en cuanto camino de vida. En torno al misterio eucarístico giran y se nutren los demás sacramentos, las prácticas de oración, el espíritu de penitencia, el ejercicio de las virtudes… y, en resumidas cuentas, todo aquello que constituye el ser cristiano. Más en particular, la vida de oración, compendio de la vida espiritual, que mediante el amor generoso al prójimo y la contemplación lleva a la íntima comunión con Dios, encuentra en la eucaristía su máxima expresión. La entrega que, en la celebración
18. Cf. ibid. 19. TMA 53.
Liturgia y vida
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eucarística, el Padre hace de su Hijo es la prueba del amor y la cercanía que Dios desea con los hombres. El fiel que, movido por el Espíritu, responde al misterio eucarístico con toda la generosidad y amor de que es capaz, alcanza las más altas cotas de intimidad con la vida de comunión trinitaria. Por otra parte, no hay mejor sacrificio de alabanza que el cristiano pueda ofrecer a Dios que el mismo sacrificio de su Hijo, que en la celebración eucarística es también sacrificio de toda la Iglesia y de cada uno de los fieles reunidos en la asamblea santa. Como miembros del único Cuerpo de Cristo, los fieles participan sacramentalmente de su cuerpo entregado y de su sangre derramada para la salvación de los hombres y la gloria del Padre. De aquí que, toda la vida del cristiano deba convertirse, a partir de la celebración eucarística, en una eucaristía existencial. Y de este modo la pregunta por el sentido de la vida encuentra, para el cristiano, su respuesta en el misterio de la eucaristía: la existencia en el mundo vale ante Dios en la medida en la que el Espíritu la une al sacrificio del Hijo para presentarla ante el Padre. Estas verdades se comprenden bien cuando la participación en los divinos misterios de la liturgia se entiende como lo que es: un encuentro personal y eclesial, sacramental, con la persona y la obra salvadora de Cristo, que transforma y renueva la existencia humana, haciéndola partícipe de la vida de comunión trinitaria en el amor. En su existencia cotidiana en el mundo, todo cristiano, por muy débil que se experimente, puede entrar en comunión con la vida divina que fluye del Padre, porque en su ser litúrgico ya la ha alcanzado de modo sacramental.
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