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Spanish; Castilian Pages [71] Year 1994
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Caminaré. en pre/encia del Jeñor
Benigno Juanes
Caminaré en presencia del Señor Colección COMUNIDAD Y MISIÓN ESPIRITUALIDAD MISIONERA Luís Augusto Castro CAMINARE EN PRESENCIA DEL SEÑOR Benigno Juanes, 3a. ed. CAMINOS DE MADUREZ SICOLÓGICA PARA REUGIOSOS Alvaro Jiménez Cadena CUANDO LOS SANTOS SON AMIGOS Segundo Galilea DEJA SAURA MI PUEBLO Murilo Krieger EL REUGIOSO EDUCADOR EN LA ESCUELA CA TOUCA Miguel Lucas Peña LA SOMBRA DE DIOS ES TRASPARENTE Pablo Luchino de Marcos, 2a. ed. LOSREUGIOSOS Y LA EVANGEUZACION DE LA CULTURA Miguel Lucas Peña PRESENCIA DE MARÍA EN LA VIDA CONSAGRADA Jean Galot, 2a. ed. SEGUIMIENTO DE CRISTO Segundo Galilea, 5a. ed. SICOLOGÍA Y VIDA CONSAGRADA Salvador López Ruiz. 3a. ed. VIVIR CON CRISTO Jean Galot HACIA UNA SICOLOGÍA DÉLOS VOTOS Jaime Moreno Umaña
Ediciones Paulinas
Presentación
ISBN 958-607-586-9 TALLER EDICIONES PAULINAS SANTAFE DE BOGOTÁ, D.C., 1992 IMPRESO EN COLOMBIA PRINTED 1N COLOMBIA
Tercera edición • EDICIONES PAULINAS Carrera 46 No. 22A-90 FAX (9/1) 2684288 Santafé de Bogotá, D.C. - Colombia
Distribución Departamento de Divulgación Calle 170 No. 23-31 A.A. 100383 - FAX (9/1) 6711278 Santafé de Bogotá, D.C. - Colombia
¿Un libro más sobre la oración? Sí. Tan fundamental es el tema que bien merece gastar tiempo y energías en él. La aportación de alguna mayor claridad, insistencia, persuasión... nos parece recompensa suficiente. Hay una incredulidad, unas veces manifiesta, otras latente, sobre el bien que a uno personalmente o a nuestro mundo, puede aportar la oración. Nada más erróneo. No podemos tener otra pedagogía diferente de la de Cristo. Toda su vida puede ser resumida en muy pocas palabras, pero sustanciales: Jesús oró, Jesús sufrió, Jesús trabajó, Jesús intercedió ante el Padre. Así nos salvó como comunidad y como individuos. Así quiere continuar su obra por medio de nosotros, sus cooperadores. Resucitado, prosigue, sin cesar, intercediendo por sus hermanos. Es una gracia del Señor aprender esta soberana lección del "Maestro" y lanzarse a imitarla. Tenemos urgencia inaplazable de orar por nosotros y por los demás. Estamos llamados, con vocación irrenunciable, a tener una comunicación íntima con nuestro Padre, con Jesús nuestro hermano, bajo la guía del Espíritu. La fidelidad a esta llamada apremiante fruc5
tificará abundantemente en nosotros: nos sumergirá dentro de una vida cristiana seriamente vivida, en las exigencias de nuestro Bautismo. Se hará sentir en nuestra misión evangelizadora; nos lanzará al compromiso por la justicia y el amor, según los criterios y las motivaciones de Cristo. Pero orar personalmente, dedicarle al trato con el Señor una parte de nuestro día, no basta. Todo él se lo debemos. Lo necesitamos para vivir la "vida de oración", para realizar la apremiante llamada a orar siempre sin desfallecer. Y esto, precisamente, es lo que pretende esta obra: abrir los caminos del Señor a quienes anhelan comunicarse incesantemente con él. Son muchas las personas que, anónimamente, viven esta realidad. Y su vida hacia dentro y hacia afuera se a u "ansformado. Su influjo bienhechor se ha incrementado, no pocas veces, hasta lo increíble. Empleamos cuantos medios humanos hallamos a nuestro alcance para cambiarnos y dar la vuelta a este mundo en que vivimos. Lo necesita. Nada de esto se reprueba ni minimiza, con tal de que se halle dentro delEvange10 o de una ética sana. Pero, hagamos la prueba orano un poco más; llevando una vida de comunión con IJtos más continuada y profunda. Los modos diversos propuestos aquí para llevar una vida de oración continua son, nada más, un muestrario. El lector conocerá y hallará otros, quiza más provechosos y útiles para él. Lo importante es lanzarse, bajo el impulso y la guía del Espíritu Santo, odriamos cerrar estas líneas con las palabras del Apóstol, cambiándolas ligeramente, que vienen a ser e santo y seña del cristiano de nuestros días: "Como si viera lo invisible, se mantiene orando constantemente en la presencia del Señor (Hb. 11, 27). 6
/. La oración continua por la atención a la presencia y acción de Dios en las cosas
1. Reflexiones previas: "La oración continua de los grandes orantes de la Iglesia. Han sentido una predilección por este modo de entrar en el santuario de la presencia de Dios. San Ignacio de Loyola nos dejó un maravilloso compendio de acceso a la divinidad, y una pedagogía de oración continua, en su célebre contemplación "Para alcanzar amor". En esta manera subyace la más profunda teología. Dos realidades afloran cuando se profundiza en un modo tan querido por los grandes contemplativos. Hay que arrancar de la humanidad del Verbo, para comprender la profundidad de llegar a la intimidad de Dios, a través de las cosas triviales que nos rodean. El cuerpo del Señor manifiesta al Dios de todo poder y amor, que envuelve toda realidad creada. Lo que no se ve con los sentidos, lo que está más allá de nuestra captación, el misterioso ser divino, se nos deja traslucir, se hace accesible, comprensible, a través de la Humanidad de Cristo. 7
Y eso es el "sacramento" en cuanto signo: es lo que nos "revela, recuerda, alude, remite", descubre otra realidad superior. En el cielo estrellado nos vemos transportados a la inmensidad divina; en la esplendidez de una flor, a la hermosura del Padre celestial; en la imponente mole de la montaña, a la grandeza del Creador... Así para el cristiano vivir se convierte en interpretar; el ver se eleva al horizonte de Dios. Por el Espíritu el cristiano es introducido en otro universo que lo supera infinitamente. Así "en lo efímero puede leer lo permanente; en lo temporal, lo eterno; en el mundo, a Dios. Y entonces lo efímero se transfigura en señal de la presencia de lo permanente; lo temporal en símbolo de la realidad de lo eterno; el mundo en el gran sacramento de Dios (...). Todo lo real no es sino una señal ¿Señal de qué? De otra realidad, realidad fundante de todas las cosas, Dios" (L. Boff). Nos hallamos en la misma línea de "mediación" de Cristo respecto de su Padre celestial; de su humanidad respecto de su Divinidad. Es la comprensión más profunda de la materia. No se agota en ser objeto de la manipulación, de la transformación y posesión del hombre. Es portadora de Dios; por tanto, tiene una dimensión salvífica. San Ignacio nos remite en su "contemplación para alcanzar amor" al hecho sorprendente de la presencia y acción de Dios en las cosas. Nos hace fuertemente conscientes respecto de ser él la fuente indeficiente de donde mana y se trasvasa cuanto hay de bueno, hermoso, agradable... en la creación. Dios es presencia actuante y creadora en la esencia más honda de cuanto nuestros sentidos perciben.
2. La vivencia cristiana: El cristiano que ha penetrado en la realidad creada, no se detiene en la belleza de los conceptos filosóficos, ni siquiera en la elaboración teológica, a partir de los datos revelados. Se instala en la realidad viva; absorbe existencialmente esta verdad y la hace presente en la cotidiana marcha de su existencia. San Ignacio vivía en continua oración de las cosas. Ocupado, constantemente por sus importantes cargos y apostolados, se hallaba inmerso en este mundo interior de unión con el Señor. Las mismas trivialidades que, necesariamente, formaban parte de su día, las convertía en elementos a través de los que se internaba en la más íntima comunicación con su Dios. En el panorama romano que contemplaba, en los edificios de arte que enmarcaban su morada, en el papel donde rasgueaba la pluma su hermosa letra, en los libros que manejaba para su estudio o alimento espiritual, veía, sin dificultad, la presencia del que amaba. Eran los elementos visibles, portadores de una realidad invisible a la que el Espíritu del Señor suavemente le empujaba. Era una presencia en la que estaba clavado su corazón. Más que una atención reflexiva de su mente, era un movimiento del ser íntimo que se volvía y remansaba en Dios, cuya presencia en fe él vivía en alabanza y adoración. Dios actuaba, además, en las cosas. No importa que fuera inmediata o mediatamente a través de las leyes que él les había dado. El hecho era que la presencia divina allí estaba infinitamente activa, sosteniendo, recreando, dando consistencia, belleza, fuerza, atractivo... a cuanto existía en la creación. Y todo para él era signo, manifestación viva de la variedad
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infinita de Dios en su riqueza. Para Ignacio, tan dócil a la actividad del Espíritu, cada realidad creada: desde una florecilla hasta los más sorprendentes espectáculos de la naturaleza, eran una invitación a sumergirse en la realidad, que está más allá de nuestro poder, y vive en nuestro poder, y vive en nuestra intimidad. Su alma se encendía en amor, humildad, agradecimiento; alababa al Padre silenciosa y extasiada en una adoración profunda, traicionada frecuentemente por las lágrimas que corrían mansas por sus mejillas. 3. En la fuente de nuestro orar continuo: La apremiante exhortación de San Pablo a "orar constantemente" (1 Ts. 5, 17-18), desentrañada, lleva en sí, una gran riqueza de afirmaciones, cada una de ellas felizmente verdadera y alentadora. Todo cristiano porta en su corazón el mundo de la oración, de la comunicación con Dios; desde nuestro bautismo hay en lo más íntimo de nosotros una urgencia a dialogar con El que ha querido participarnos su vida; cada uno de nosotros oculta en lo más íntimo de su serla voz que quiere expresarse con Dios. Somos "el hombre oculto del corazón" (1 P. 3, 4) que nos desconocemos a nosotros mismos en nuestra realidad más íntima y hermosa: el diálogo con el Padre, en su Hijo, Cristo Jesús, conducidos y ayudados por el Espíritu. Por eso la raíz profunda, la fuente de nuestra oración continua se haila en nosotros mismos: en la Trinidad que nos habita, nos envuelve con su amor, nos transforma en "nuevas criaturas" (Ef. 4, 24; 2 10
Co. 5, 17; Gá. 6, 15); nos urge, levanta en nosotros deseos, dejando intacta nuestra libertad para decir la última palabra (Ap. 3, 20). Vivimos adormecidos a estas realidades; las llamadas del Espíritu se pierden en el vacío; nos encontramos tan "atareados" para nosotros mismos, que aún tenemos dificultad en creer que Dios nuestro Padre, anhele hablarnos y oírnos en un "tú a tú" personal, insustituible, íntimo. Sin embargo, ahí se halla oculta, despierta, viva, siempre actual la voz que no oímos, la fuente siempre manante, el germen constantemente en actitud de expansionarse dialogando, oyendo, respondiendo. Es la dinámica de la Trinidad que vive en nosotros: Dios, nuestro Padre (Un. 3, 1) no tiene mayor deseo que comunicarse con cada uno de nosotros, pero de una manera singular, única, porque únicos, en el amor, somos cada uno para él. Se fue revelando gradualmente a toda la humanidad; le abrió su corazón de Padre en la revelación que fue prodigando siglo tras siglo hasta finalizar con el grandioso broche que cierra toda la revelación oficial. Este gesto inusitado, increíble, quiere repetirlo, de otro modo, a un nivel personal con cada uno para irnos descubriendo individualmente lo que él es en sí, lo que es respecto de nosotros en un diálogo privado, impregnado de amor. El ha descubierto su corazón al hombre en la revelación pasada del Antiguo y del Nuevo Testamento; pero éste no se ha detenido a mirar dentro, a darse por aludido y a pensar que es para él personalmente ese tesoro. No oramos, no dialogamos con el Padre; no lo conocemos y, sin embargo, él es la 11
fuente de toda oración, el origen de toda comunicación. Por eso nuestra vida camina vacía y nos comportamos tan distintamente a lo que conviene a un hijo de Dios. No le damos oportunidad de comunicarse con nosotros y transformarnos, porque su comunicación cambia cuanto toca. San Pablo no se cansa, de modos diversos, exhortándonos a vivir en la presencia del Padre, orando a él sin cesar. Su propia experiencia le decía que no debe ser de otro modo en todo hijo de Dios. Así llegamos a descubrir que tenemos un "corazón de oración" y que vivimos en Cristo encontrando a Dios en toda ocasión, en las personas, las cosas, los acontecimientos, las gracias divinas... El Espíritu activa en nosotros su poder y nos "ayuda" poderosamente a este hallazgo y vivencia. La oración, entonces, surge de nosotros mismos, de nuestro interior, de ese corazón profundo donde vive la Trinidad. Todo es ahora materia de oración, troncos que se arrojan al fuego, pero éste no se prende desde afuera. Hay alguien que lo enciende, activa y alimenta, ahí en lo más íntimo de nuestro ser. Así la vida espiritual, el trato con el Señor adquiere una sorprendente unidad: la unidad que viene del "corazón de oración". Y éste lo tenemos porque en él vive y desde allí actúa la Trinidad que nos ha creado para amar y comunicarnos. La oración, precisamente, es eso; amar a Dios y comunicarnos con él. El amor hace brotar la comunicación y ésta nos sumerge, cada vez más hondamente, en un amor más puro, encendido y filial. Esta gracia de la oración —don maravilloso de la bondad del Padre en Jesucristo—, es una gracia inmerecida, increíblemente rica y plurivalente. Por 12
más que llevemos en nosotros mismos la raíz y la fuente, no nace de nosotros, sino de la benevolencia divina. Como los santos, deberíamos estar en una continua admiración de que se nos conceda hablar, cuando queramos, con el Padre infinito, unidos al Primogénito Jesús y alentados por la dirección y eficacia del Espíritu. Y más que nada, nuestro corazón debería estar, aunque sea muchas veces en fe, anhelante de un diálogo constante, sincero, filial. Toda nuestra vida habría de ser, a la vez, un ensayo y un crecimiento continuado en la oración. Nuestro corazón, como un peregrino incansable, tendría que caminar en conversión, en purificación interior, en amor ardiente, apasionado, hacia el monte de Sión, al encuentro, en la soledad íntima, inaccesible con el Dios que nos trasciende infinitamente, pero tan inclinado hacia el hombre, por su misma esencia de Padre, que su vida es un constante mirar hacia sus hijos. La misma mirada que se posa infatigablemente, en la plenitud del amor, en Jesús, su Hijo amado, descansa también en nosotros, que lo prolongamos en la participación de su misma vida. El mismo anhelo, siempre realizado en Cristo, de comunicarse en intimidad inefable con él, bulle igualmente cuando nos rodea paternalmente con sus brazos. El mismo envió el Espíritu a Jesús para orar con él y en él; lo realiza también con nosotros, por más que la infidelidad del amor nos marque constantemente. Esto parece sonara ficción, ¡tan hermoso se nos presenta! Sin embargo, es así. El ser íntimo del hombre es "oración", porque ésta brota, incontenible, de la esencia más íntima nuestra: templos de la Trinidad que nos habita y nos transforma en "hombres nuevos". Nunca, pues, llegaremos a reali13
zarnos si no estamos dispuestos y ejercitamos de verdad la oración. No importa que nos parezca o sea, de hecho, rudimentaria. El mismo Espíritu que la suscita en nosotros, la irá enriqueciendo si tenemos el coraje de perseverar. El privilegio de la oración, los frutos de vida que produce en nosotros, exige que paguemos el precio que merece. Es don de Dios, y él puede en generosidad, saltarse todo requisito. Pero es la ley misma de su ser y de la esencia misma de la oración quienes están clamando por nuestra propia cooperación. Corremos hoy el peligro de querer encontrarnos, de un salto, en lo más profundo de la contemplación. La bondad divina puede dispensarse de introducirnos, aun desde el comienzo, en lo más íntimo de su trato. Pero también él suele atenerse a una pedagogía divina que es preciso conocer. Dios es, a la vez, recto y flexible; imprevisible y mensajero de signos o manifestaciones que envía por delante para detectar lo humano y divino. Por eso, en una oposición sólo aparente, los grandes hombres de oración afirman que ésta es, a la vez, fácil y difícil. Fácil, porque nada debe serlo tanto como comunicarse sencilla, filialmente con el Padre que se abaja hasta tocarnos con su aliento divino y encendernos con el mismo amor de su Hijo, Jesús. Difícil, porque la majestad de Dios, su trascendencia, no desaparecen por más que él se manifieste constantemente como el Padre siempre bondadoso y lleno de misericordia. Acercarnos a él en la oración pide de nosotros la misma actitud, las mismas disposiciones que el Señor pidió a Moisés cuando le llamó a su experiencia profunda (Ex. 3, 1 ss.). 14
La oración es "la peregrinación al corazón" (J. Lafrance), allá donde la Trinidad habita y actúa haciéndonos hijos del Padre, a imagen del Hijo, con el poder del Espíritu. Esa peregrinación al corazón para vivir en comunión, en diálogo constante, en oración continuada con la Trinidad, exige vivir la oración privada, tomarse tiempos frecuentes para un diálogo, a través de la palabra de Dios, o con él. No podemos engañarnos en esto: Dios puede hacer excepciones que nosotros no tenemos derecho a suponerlas fácilmente y menos en nosotros mismos. Está pidiéndonos una vida de fe viva: una persuasión íntima, arraigada profundamente en el corazón de la paternidad de Dios, de su ardiente deseo de comunicársenos y de mantener con nosotros una comunicación constante. El aviso más repetido en los santos y autores espirituales es la exigencia de una profunda progresiva purificación del corazón. El trato con Dios pide un acercamiento que implique la pureza del corazón; la atención solícita a desarraigar y velar por cuanto desagrade al Señor. Expresada esta condición de otro modo, sería formularla como una disposición permanente a la abnegación de nosotros mismos: a la salida de nuestros intereses propios para estar dispuestos a realizar en cada momento la voluntad del Padre y el servicio desinteresado a los demás. Tarea ardua que supone una marcha sin desfallecer tras la "desegoización" y la conformación con Cristo muerto y resucitado.
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4. La inserción del Espíritu: Decir hablar a Dios de "todas las cosas" es auténtica verdad, pero una expresión que convendría reducirla a porciones más concretas. Hay aspectos salientes en el universo creado de las cosas que nos impresionan más vivamente; ordinariamente, se prestan más a que el Espíritu de Jesús inserte a través de ellas su gracia para invitarnos, elevarnos al Padre y colmarlo de bendiciones. Son más "sacramentos" de Dios: nos refieren, por tanto, nos revelan, nos remiten, de un modo especial, a El. No basta con tener esta actitud: es necesario que la gracia se inserte en este pedazo de la historia humana, para que el hombre sea capaz de dar el salto de lo material, a lo sobrenatural; de la criatura, al creador. La música, el arte, la naturaleza, la ciencia y la técnica son anchos horizontes, que se hallan especialmente disponibles a la acción del Señor, para convertirse en elementos de la oración continua. Sin perder cada uno su singularidad y la sensibilidad peculiar a las "cosas", existe un núcleo de ellas en las que nos sentimos especialmente tocados. "Es una gracia del Señor, —le oí a una persona—. Mi temperamento es esencialmente músico. Cuando en la quietud de la tarde, en el reposo del trabajo, prendo la radio, o pongo el tocadiscos y escucho una obra musical clásica, mi interior comienza a pacificarse como un lago, antes agitado, ahora en una calma gozosa. Una alegría sosegada me invade; todo mi ser parece sumergirse en la sonoridad y belleza de la obra. Pero lo más importante no es eso. Lo he experimentado tantas veces, como una limpidez tan maravillosa, con una intensidad pacífica de calidad 16
tan distinta a la que me producen las realidades materiales... No dudo que es obra del Señor. Mi pensamiento corre hacia él, me siento atraída fuertemente a alabarlo y darle gracias, porque me permite escuchar y deleitarme en la que se vislumbra una imagen remota, pero reveladora de su bondad y hermosura. Es lo más puro de mi ser, la flor de mis sentimientos que vibran elevados al Señor por la acción invisible del Espíritu. No nace de mí ese deseo intenso de alabarle, que se va suscitando e intensificando, a medida que penetran en mi ser las bellas armonías de la música. Es una gracia que no quisiera perder: poder ver a Dios en esa creatura bella, obra de sus manos. Me parece que el salmista habla ahora conmigo y me anima a expresarle al Señor mi amor y mi acción de gracias. Ahora comprendo por qué en los grupos de oración tiene una importancia capital la música y cómo la asamblea orante siente, a veces intensamente, la presencia del Señor, al cantar con el corazón los cantos que invitan a la alabanza al Señor de todas las cosas". 5. El objeto de nuestra oración: a. El arte Los testimonios son, muchas veces, una auténtica predicación. Por eso echamos ahora mano de ellos. Nos valen, además, para explicar, visualizándolo, cuanto queremos decir: "Mi esposo y yo hicimos un viaje de vacaciones. Fuimos a visitar la Costa. Allí unos buenos amigos nos invitaron a ver unas cuevas prehistóricas. 17
Aceptamos la invitación de nuestros amigos. Nos acompañaba un guía experto. Se limitaba a explicarnos lo fundamental y contestaba lo suficiente a nuestras preguntas. El panorama, que se abría a nuestros ojos e iban recorriendo nuestros pies, resultaba de todo punto inexpresable. Es muy poco decir que la belleza de las estalactitas era impresionante. Para mí, era el conjunto lo maravilloso, las sorpresas que se nos ofrecían al repasar los recodos de la cueva por las escalerillas de tablas artísticamente tendidas. Nos hallábamos sumergidos en una época prehistórica de una belleza arquitectónica tan increíble...! Pero, aquí viene para mí lo emocionante: a fuerza de vivir en contacto con personas, que han llegado a hacer carne propia la vida de oración continua, por la acción paciente del Espíritu, he aprendido a vivir también en la presencia del Señor a través de las cosas. Noto que soy especialmente sensible cuando me hallo ante algo verdaderamente artístico. Y ahora me sucedió: Casi de repente, como una lluvia que llega sin anunciarse, me vi invadida por la presencia del Señor. Me parecía que él vivía entre aquellas columnas milenarias. Que desde allí me hablaba con el lenguaje de la Biblia: "Antes de que existieran las aguas y el firmamento y estas cuevas hermosas, ya existía yo". Su poder había hecho existir y dado forma a aquellas obras de arte rupestre. Veía que tanta belleza de siglos acumulada allí prodigiosamente, era solamente un signo del esplendor de su gloria eterna, inmarcesible. Con qué voz tan fuerte y tan audible interiormente, me hablaba, cuanto veía, de mi Dios y Señor. Con qué intensidad ¡e alababa mi alma y cómo quería expresarle mi amor. Bajito le decía mi 18
acción de gracias, porque me sentía impulsada fuertemente a manifestarle desde el fondo de mi ser, los sentimientos que el Espíritu del Señor hacía nacer en mí, al contacto con esta obra impresionante de arte". /;. La
naturaleza
I lace ya varios años que tengo la costumbre de irme al campo con la familia, los fines de semana. Nos levantamos con el alba; cargamos con nuestro equipaje y, carretera adelante, los cinco, mochila al hombro, recorremos los diez kilómetros que nos separan de la montaña. Llegamos a la falda, descansamos un poco; tomamos cualquier cosa y proseguimos la ascensión. De niño había pertenecido a los "scouts". El contacto con la naturaleza y unos compañeros sanos y serviciales, me hizo mucho bien. Los estudios universitarios me entibiaron en la fe. Pero, gracias a Dios, la crisis pasó y me arraigué más en Dios. Después, me casé. El influjo bienhechor de una esposa, llena del Señor e iniciada en la vida de oración continua, me fue introduciendo en este mundo, antes tan desconocido para mí y ahora tan querido y practicado. Continuamos la marcha, montaña arriba. Había que detenerse a descansar y, sobre todo, a ver y admirar los paisajes. A medida que ascendíamos, se hacían cada vez más variados e impresionantes. Nadie hubiera podido adivinar desde la llanura que allí, a unos kilómetros, se escondiera tanta grandiosidad. Estábamos en una época privilegiada. La primavera había entrado ya con toda su fuerza y loza19
nía. Yo, interiormente, me sentía vivamente impresionado. Dios rondaba alrededor de mí. Mejor, se hallaba dentro de mí, con su vida divina; fuera de mí, con su poder, su magnificencia, su presencia vivificante. Casi sin darme cuenta, me venía a la mente el canto de los Tres Jóvenes del libro de Daniel: "Criaturas todas del señor: bendecid al Señor, ensalzadlo con himnos por los siglos (...) Montes y cumbres, bendecid al Señor, cuanto germina en la tierra bendiga al Señor. Manantiales, bendecid al Señor, mares y ríos, bendecid al Señor (...) Bendito eres, Señor, Dios de nuestros padres, a ti gloria y alabanza por los siglos". Mi corazón se unía al coro de la naturaleza, inaudible para el que está inmerso en lo material, pero que grita imponente para quien tiene los oídos abiertos al Señor. Al atardecer, llegamos al refugio. Allí comenzaba la nieve. Tendimos nuestras carpas, preparamos la cena y nos dispusimos a dar cuenta de ella. Una luna llena iluminaba todo el vasto panorama que se extendía en nuestro derredor. Plantada allá arriba, velada, a veces, por nubes que caminaban ligeras, rodeada de puntos innumerables, intensamente blancos y refulgentes, aparecía como una reina con una espléndida corte que había salido a admirarla. Terminamos de cenar y comenzamos a hacer nuestra oración de la noche. Esta vez, a pleno firmamento, sin más testigos e invitados que la naturaleza, en su fascinante variedad y hermosura. Los can20
tos resonaban nítidos en aquella atmósfera de paz. Nuestros corazones dejaban correr sus sentimientos, que nacían limpios y poderosos, como las corrientes de agua que brotaban cerca de nosotros. El Espíritu de Jesús se hacía esta noche presente tan intensamente que parecía poderse tocar. Todos nos sentíamos llenos de gozo, de inmensos deseos de alabar, dar gracias, bendecir, adorar... Cada uno de los que abrían sus labios y su corazón, para alabar al Creador, era estímulo inspirador para los demás. Jamás nuestra reducida familia había estado tan unida y tan penetrada de Jesús. Yo me sentía totalmente invadido por la presencia del Señor. Me parecía que ahora sí se hacía una realidad viva, maravillosa; el sueño de tantos años: llegar a ver, a sentir, casi a tocar, la presencia y acción del Señor en las cosas. Lo que para mí había sido un enigma, descifrado solamente a medias, contemplar a Dios en la creación, ahora se desvelaba y se me presentaba radiante. Me llenaba de gozo la persuasión, de que cuanto entonces experimentaba podía prolongarse indefinidamente a través del día en las situaciones concretas de mi vida. Sería una visión de fe o en un gozo exultante. No tenía mayor importancia el modo; lo que contaba era la realidad que ahora la sentía fuertemente arraigada, como una palabra interior que el Señor me dirigiera confirmando mis deseos. Más de dos horas duró nuestra oración. Teníamos que terminar. Hubiéramos estado allí hasta la madrugada. Pero era preciso descansar. Cerramos nuestra oración dando gracias, entonando el salmo ocho, en medio del silencio profundo de las cosas; nuestras voces, que vibraban con el amor del Señor, 21
parecían haber adquirido una tonalidad desconocí da de hermosura: "Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra. (...) Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos, la luna o las estrellas que has creado, ¿qué es el hombre, para que te acuerdes de él el ser humano para darle poder? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de gloria y dignidad; Le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo sometiste bajo sus pies" (Salmo 8). Hemos citado unos ejemplos, a base de testimonios, de lo que puede llegar a ser nuestra vida de oración continua. Son muestras, nada más, del amplio mundo de cosas, con las que, constantemente, hemos de vernos enfrentados. c. La ciencia y la técnica El maravilloso mundo de la ciencia y de la técnica nos ofrece hoy un campo privilegiado para ver en ellas la presencia de Dios y elevar un himno al Creador. El ha equipado a sus hijos, los hombres, con inteligencias creadoras, con imaginaciones poderosas para combinar elementos dispares y producir instrumentos tan perfectos, que ellos son los primeros asombrados. Todo el campo inmenso de la investigación es un auténtico tesoro, desde donde Dios invita al hombre a ver más allá de lo visible y dar el salto a crear, adorar. 22
d. Lo cotidiano Toda la realidad cotidiana, que tan fastidiosamente nos asedia, se puede transformar en elemento sorprendente de oración continua. Santa Teresa lo confirma, con frase que nos hace intuir en ella una diligente ama de casa, llena de la presencia del Señor: "Hasta en los pucheros está Dios". Quiere afirmarnos la realidad de la presencia del Señor en los más humildes y monótonos quehaceres. Pero nos descubre, también, la espiritualidad sencilla, llena de una oración continua, que vivía durante toda su jornada. Como San Ignacio de Loyola, también ella estaba sumergida en la experiencia de la "contemplación para alcanzar amor". Francisco de Asís es un ejemplo excepcional, que hoy vuelve a tener un profundo impacto, aun entre los jóvenes, precisamente por su pobreza y su vida totamente sencilla, con una espiritualidad de oración constante a través de las criaturas. Su corazón, que se encendía en amor de Dios con la visión Je la naturaleza, también lo hubiera hecho hoy, admirando la complicación y eficiencia de la técnica, los hallazgos sorprendentes de la ciencia. El Espíritu del Señor se movía libremente en aquella alma enamorada de ias cosas y, más que todo, de Dios. Estas le servían de combustible. El Espíritu del Señor aportaba el fuego, que ardía en Francisco en una comunicación incesante con Dios. No miremos estos casos, como únicos y privilegiados, a los que no podemos acercarnos siquiera. Hoy el soplo y la fuerza dei Espíritu está suscitando deseos inmensos, aun en los que somos pura mediocridad espiritual, de entablar esta comunión continua con Dios a través de las cosas. 23
6. La gracia para vivir la oración continua de las cosas y la respuesta del hombre: Ver a Dios en las cosas, comprender su lenguaje de signos, captar su misión de introductores en el misterio del Señor presente, actuante y vivificante en ellas, es una gracia. No hay métodos psicológicos tan perfeccionados que, por sí, sean capaces de introducirnos en este mundo de la oración continua, por la atención a la presencia del Señor en las cosas. Pueden ayudarnos. Pero el misterio sigue cerrado herméticamente, mientras la fuerza y el amor del Espíritu no nos introduzcan en él. Qué error cerrarse a esta gracia que tan poderosamente realiza a las personas. Este "sacramento" de las cosas es, "propuesta de Dios y también respuesta humana". La propuesta divina se mantiene permanentemente como ofrecimiento definitivo a los hombres. Pero el sacramento no está sólo constituido por la iniciativa de Dios. Es también respuesta del hombre (...). El sacramento emerge, fundamentalmente, como encuentro del Dios que desciende hacia el hombre, del hombre que asciende hacia Dios (...) Urge la necesidad de la apertura humana" (L. Boff). Tenemos la certeza indestructible de la benevolencia divina que jamás se negará, aun a pesar de la oposición humana. Pero es necesario tener, a la vez, la honda persuasión de la urgencia del amor de Dios a convertirnos, a abrir nuestro corazón a la invitación de su misericordia; a la llamada de su bondad a elevarnos sobre la realidad tangible de las cosas, para verle vivir y actuaren ellas con designios salvíficos siempre prestos para cada uno. 24
ríales, se transforman, por obra del Espíritu, en objetos transportadores a la vida de Dios, que es actividad infinita en todo el ser y existir de la materia. "Un encuentro semejante hay que esperarlo con el corazón en la mano. Un tal amor hay que esperarlo puro; una fiesta semejante, reconciliado. Sin la preparación, el encuentro es formulismo; el amor, pasión; la fiesta, orgía". Y, añadimos, la frecuente práctica de la oración personal, del trato íntimo con el Señor, no sólo facilita, llega a ser necesario para desembocar en esta gracia soñada, don divino de introducirnos en él continuamente, a través de lo tangible y trivial de las cosas que nos rodean. Perdurar en esta oración, no es tarea que podamos cumplir sólo nosotros. Es tan verdad como la imposibilidad de arribar a ella sin la intervención del Espíritu. No es onerosa; será, a veces molesta, porque la pereza es una tentación que nos asalta a cada recodo. Pretende ilusionarnos con el pensamiento de que podemos llegar a lo más y a lo mejor sin molestarnos. Dios, es tan humano que desea hacernos partícipes de sus obras, aun de las más divinas e Vivir la oración continua de las cosas, no es cuestión de un momento, ni aun de días. Supone, además, de una gracia del espíritu, la aceptación, ordinaria, de un tiempo. Hemos de someternos a un proceso de conversión, de búsqueda de Dios y de entrenamiento. Toda experiencia que se quiera vivir intensa y habitualmente, supone someterse a realizaciones parciales, frecuentes, hasta llegar a una culminación, siempre relativa en esta vida. Vamos descubriendo, paulatinamente a Dios y su gracia en los signos manifestativos de las cosas. Los elementos, frecuentemente tan frágiles, de las realidades mate25
inaccesibles. Quiere darnos el gozo de sentirnos parte de ellas. Esta condición y, a la vez, consecuencia, es el compromiso que arrastra, insustituible, a vernos envueltos en un comportamiento "diferente" con las "cosas", las "personas". 7. Exigencias y frutos de la oración continua de las cosas El compromiso con las cosas, con las realidades no humanas, comporta el aprecio, el respeto y el uso de ellas, conforme a la finalidad para que fueron creadas, coincidente con la de aquel que las habita y recrea. a. El respeto Apreciarlas es valorarlas, como realidades que tienen su propia autonomía dada por el Creador; por el servicio que prestan al hombre, para el que inmediatamente fueron creadas; por la gloria que, con el uso ordenado y el disfrute moderado de ellas por los hombres recae sobre el Señor. El desprecio no tiene cabida. El alejamiento sí, cuando las convertimos en "ídolos" o nos apartan de aquel a quien, en definitiva, nos debieran llevar. Respetarlas es una manifestación de que las amamos ordenadamente. El verdadero respeto nace del amor auténtico. La madre maneja a su niño con cuidado y delicadeza porque lo ama; lo trata con sumo respeto porque es hijo querido. Amamos las cosas porque son dones preciosos de la bondad del Padre; porque allí está viviente y actuante su presencia. "El sacramento completo sólo se realiza en el encuentro de Dios que se dirige al hombre y del 26
hombre que se dirige a Dios". Para que las cosas puedan ser para nosotros signo de otra realidad superior, para que podamos llegar por ellas a la oración continua, es necesario que seamos fieles a este triple compromiso del aprecio, del respeto y del uso de las mismas, conforme a la voluntad de su Señor. No basta con poseer la verdad, contenida en el Credo, de ser obras de las manos bienhechoras de Dios. Los "sacramentos" suponen la fe, expresan la fe y alimentan la fe". Pero la fe tiene una dimensión fundamental: el compromiso personal con la voluntad de Dios y el compromiso con el servicio a los hijos de Dios. La fe, para ser viva y actuante, tiene que estar penetrada de obediencia y de amor. No será tan fácil llegar a la oración continua de las cosas, si no aceptamos este compromiso. El Señor que nos llama constantemente a esta oración, por las voces de sus criaturas, nos quiere ayudar a superar la dificultad, que encontramos en la debilidad de nuestra voluntad y en el miedo de nuestro egoísmo, a salir de sí para dar paso a quien nos invita a vivir en él por sus criaturas. La conversión, la vuelta hacia Dios, es condición insustituible, para llegar al que es todo en todas las cosas. b. El compromiso con las "personas" Las últimas expresiones nos introducen en el segundo compromiso enumerado: el compromiso con las "personas". Las cosas están destinadas a toda la humanidad. Es el fin primario que debe prevalecer sobre toda posesión particular. Este es solamente un modo de realizar el objetivo primordial del Creador. Si las cosas están al servicio del hombre, hay que ser plenamente respetuosos con este orden querido y 27
hecho por Dios. Implica no solamente aceptarlo, sino ponernos seriamente a trabajar para realizarlo. Significa que en nosotros ha de haber un proceso de cambio en el obrar, incluido en lo que somos por creación y bautismo; por lo que son las cosas todas en las que vive y actúa la presencia de Dios; por lo que es el hombre en su dignidad humana, divinizada por la muerte y la resurrección de Jesús. No hay escapatoria posible: se impone una exigencia de reconciliación con nuestros semejantes que se verifica en la justicia y el amor. Abusar de las cosas, acapararlas, ser injustos con quienes nos sirven, explotar al hombre para subir, de cualquier modo que sea; manipularlos, sernos indiferentes, cerrar nuestro corazón a la compasión y a la ayuda, es hacer extorsión a las cosas y vivir en la injusticia y el desamor, frente a los que Dios crea y ama. Vivir la vida de oración continua en las cosas comporta una dura ascesis, más dolorosa que cualquier sufrimiento corporal. Está de por medio el egoísmo que se cierra ciegamente a toda justicia y caridad. Se venda los ojos para no ver; se tapona los oídos para no oír; cierra herméticamente el corazón, para que en él no penetre el sol, que ilumina, ni la brisa del Espíritu que mueve. La oración continua en las cosas es como celebrar un sacrificio agradable al Señor. Y todo sacrificio lleva consigo, de algún modo, muerte y sufrimiento. El compromiso, que no es exclusivismo, con los más pobres y necesitados: los marginados de la sociedad, los que mendigan su pan, los oprimidos por el peso de sus pecados, los angustiados por sus taras psicológicas nos abre a la gracia, allana el camino al 2K
Espíritu. El nos irá introduciendo a esta vida de oración, maravilloso encuentro con el Señor, en lo más hermoso, de su creación, también en lo más trivial y cotidiano de nuestro vivir. Bien merece atrevernos a pasar por esta purificación para hallar al Señor de todo en la creación que nos circunda. De lo externo y visible nos transportamos a otra realidad interior, invisible: a Dios. Esta manera de orar siempre en las cosas es profundamente pacificadora; le da a nuestra vida una variedad y peso increíble; nos hace vivir desde el punto de Dios. Suaviza nuestras relaciones humanas, porque nos introduce paulatinamente en la mansedumbre de Cristo que contemplaba al Padre celestial en todas las cosas. Y nos hace anhelar, con el salmista, ver definitivamente el rostro de Dios, fuente de toda belleza. 8. Contemplativos en la acción Hay un aspecto en esta oración continua de las cosas que lo trato muy brevemente. Ya nos hemos referido a la "contemplación para alcanzar amor", con que San Ignacio cierra sus Ejercicios y lo da como método de perseverancia en los caminos del Señor, a que el ejercitante ha sido invitado. Precisamente es uno de los modos de vivir en oración constante. Fue su compañero, el P. Nadal quien acuñó la frase que resume toda la espiritualidad ignaciana, eminentemente apostólica: "Contemplativos en la acción". Son los dos elementos inseparables que lo constituyen. Orar para entregarse a la obra del Rei29
no, según el plan salvífico de Dios; trabajar en unión constante con la fuente de toda eficacia, el Espíritu de Jesús. Se trata de mantener unidos dos aspectos que forman el anverso y reverso de una misma moneda. En la vida de todo cristiano no debieran estar separados, ni ser vividos dejando que uno prevalezca sobre el otro. Es una armonía natural, un equilibrio que unifica lo más profundo del ser, y mantiene a la persona en una unión íntima con el Señor. Si esta realidad tan felizmente expresada es un carisma del cristiano que invita a Jesús, se imponen preguntas que nos ponen seriamente frente a la vivencia de la oración continua y al trabajo realizado en ese clima espiritual. No tenemos que alarmarnos al comprobar que, efectivamente, hay lagunas en nuestras relaciones personales con el Señor, a través de nuestra jornada, semanas y meses. Pero si llegamos a notar que esta realidad tiene muy poca o ninguna vigencia en nuestra vida, podemos comenzar a preocuparnos. Es un hecho que toca algo sustancial; "servir por amor". Podemos concluir que las motivaciones profundas de nuestro trabajo, por más intenso que sea, pueden ser impuras; que no llevan el signo acreditativo de la actividad de Jesús: "Yo hago la voluntad del Padre celestial" y, por ello vivo lleno de su presencia. Nadie duda de ello: hoy el trabajo por el Reino es tan urgente y acaparante, que parece no dejar lugar en la mente ni en el corazón para otra cosa. Pero yo no soy un mero "activista"; sino un hijo de Dios, un testigo fiel de Jesús que deseo imprima a nuestra actividad el sello de la suya. No puedo caer en la trampa del "ya trabajo por el Señor". El discerni30
miento, nos aclara una actitud no creada por el Señor. Es una gracia, pero cada uno hemos de trabajar por apropiárnosla con la acción poderosa del Espíritu. Nuestra vida será más rica en gozo y en frutos; más unificada psicológica y espiritualmente. Y no olvidemos que el Reino es ante todo una persona: Cristo. Tantos hemos conocido, que han vivido esta oración continua, nos dan envidia y aliento.
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//. La oración continua de la presencia de Dios en mi ser profundo
Testimonios Este deseo y realidad de orar continuamente por la presencia constante del Señor, es más que un sueño. Podrían escribirse páginas maravillosas de testimonios para confirmarlo. Presentamos solamente algunos, en resumen, de los muchos que hemos tenido ocasión de conocer: "A partir de mi entrega al Señor comenzó a despertarse en mí un hambre de Dios, como jamás antes lo había experimentado. Con frecuencia era algo tan fuerte, que no encuentro otro modo de expresarme, sino diciendo que se parecía al hambre y sed materiales. Cuanto más me sumergía en la lectura y contemplación de la Palabra de Dios, más se avivaba. Como si alguien estuviera atizandoen mi interior el deseo de la presencia de Dios hasta ponerla al rojo vivo. Sin duda era la acción del Espíritu Santo en mi interior". "Lo recuerdo muy bien. Yo iba delante en un coche de alquiler. Aprovecho estas oportunidades 33
para orar en la presencia del Señor. En esta ocasión era tan fuerte el deseo de comunicarme con él, que el conductor me dijo: "Señora, cuando volví la cabeza para cambiar de vía, me pareció ver su rostro transfigurado, y sentí, al mismo tiempo, como si una corriente recorriera todo mi cuerpo". Yo, con toda sencillez le respondí: Voy orando con Dios. Quizá él quiera invitarle a caminar, como yo intento hacerlo, en su presencia". "Soy médico de profesión. Antes mis idas y venidas las consumía pensando en cosas baladíes, dándoles vueltas a mis preocupaciones, sin salir de mí mismo en todo el día. Desde que aprendí a comunicarme con el Señor, en la Renovación carismática, he cambiado totalmente en esto. Salgo, entro, camino, hasta converso, con el corazón puesto en la presencia del Señor. No se me hace nada difícil. El me ha enseñado y me invita constantemente a entrar y permanecer en íntima comunicación. Esto no perturba para nada las ocupaciones de mi profesión, ni la hace menos eficaz: al contrario, produce en mí una fortaleza espiritual, crea en mi interior un clima de sano optimismo verme y sentirme amado por el Señor en esta oración de su presencia. Cada vez me persuado más profundamente de que Jesús ama todo mi ser, queamaacuantosseacercanamí,y nos va sanando con la luz y la fuerza de su amor. Toda esta realidad vivida me hace estar más atento a las necesidades de mis clientes, me impele a poner a su servicio toda mi ciencia; a tratarlos con un amor y comprensión que quisiera reproducir el que Jesús tuvo a los enfermos y necesitados. Esta comunicación íntima, personal, en la presencia de Jesús, es una fuente maravillosa de eficacia profesional". 34
1. Atención a la presencia "totalizante" del Señor Cuando no se ha tenido experiencia de la presencia totalizante del Señor, se da cierta renuencia a creer que él actúe en nosotros con estas muestras de amor tan particulares. Necesitamos una auténtica valentía para lanzarnos, contra los prejuicios o resentimientos que tenemos acumulados en el subconsciente hacia la bondad y ternura de Dios para con sus hijos. La fuerte impresión de su infinita trascendencia puede también crearnos una seria dificultad contra su infinita y amorosa cercanía. Un cristianismo maduro armoniza, sin dificultad, ambas realidades. El hecho indiscutible es ese: Dios se nos hace presencia perceptible. Tan acaparante puede llegara ser, que invada todo nuestro ser en una plenitud, que nos parece agotar toda su capacidad. Los testimonios oídos son tantos y de tal garantía, que no permiten dudar de la realidad actual de este comportamiento del Señor. Hoy el Señor, en sus designios, parece querer comportarse así, aun con personas que se debaten en infidelidades para con él, pero están anhelantes de purificarse y realizar sinceramente su voluntad. "El amor de Dios se hace presente en mí, frecuentemente, con tal intensidad, que me veo obligada a cesar en toda ocupación, con un recogimiento de todas mis potencias, como si mi interior se replegara sobre sí para atender, con todo mi ser, a esta presencia del amor. Otras veces puedo continuar en mis quehaceres sin dificultad, como si me diera una doble atención: a la tarea que realizo y a la presencia 35
del Señor que me invade totalmente. No es para expresarlo, resulta tan complicado el lenguaje, cuando tan sencilla es la realidad...! Y mi vida transcurre así: unas veces asociada al Señor que sufre y se ve atribulado; otras veces invadida, en todo mi ser, por su presencia, como una deliciosa marea, que se apodera sosegadamente de la playa". "Me está sucediendo últimamente este fenómeno: voy de compras, viajo en mi automóvil, espero en una consulta... y me pongo a hablar con el Señor. De improviso unas veces, paulatinamente otras, me veo sorprendida por su presencia que se intensifica hasta lo increíble. Entonces mi lengua enmudece, mis alabanzas se callan, mi pensamiento entra en un reposo total. Me siento invitada a sumergirme en el Señor, que me descubre su presencia y me invita a dialogar, en el silencio de los sentidos y del espíritu. Yo procuro hacerle caso, prestarle todo mi ser en una intensa pero sosegada atención. A veces se escapa de mi corazón una palabra amorosa, que expresa todo lo que Dios es entonces para mí y yo quisiera ser para él. Y, cosa sorprendente, esta atención total a su presencia, me deja tan fortalecida, tan llena del amor del Señor para con mis hermanos, que quisiera volcarme en ellos, amarlos y servirlos de una manera, que imitara de cerca el ejemplo de Jesús. No me cierra sobre mí; me abre increíblemente a los problemas y sufrimientos de los demás. Este fruto que el Señor mismo produce en mí, con su presencia acaparadora, creo ser un signo de autenticidad de la comunicación maravillosa del Señor". Estamos seguros de que no pocos se verán retratados en estos testimonios. Podrán, con verdad, decir que su vida se parece. No caigamos en la tentación 36
de pensar que esto ya ha pasado en la Iglesia. El Señor mismo es maravilloso y está dispuesto a manifestarnos su amor de un modo singular. Al fin, no es más que realizar las exigencias de nuestro Bautismo, que nos hace sus hijos queridos. No es algo que nos viene de fuera. La raíz está en lo que ya somos y la causa se halla en el Espíritu de Jesús, que nos introduce en el Padre, cuando le damos la oportunidad de actuar. Intentar describir esta atención a la presencia totalizante del Señor es una tarea ardua. Todo lo dicho anteriormente tendría muy poco valor y eficacia, si no se diera la actitud consciente, viva, profunda de "pobreza espiritual". Nada puede edificarse sólidamente sin ella. Aquí cabe aplicar, en toda su verdad, la parábola del que edifica sobre arena o sobre roca. Por la actitud de pobreza espiritual aceptamos nuestra realidad ante Dios que, siendo infinitamente cercano a nosotros, y siendo esencialmente amor en sí y en su actuación hacia los hombres, es, a la vez, el Dios trascendente: infinitamente superior a nosotros; creador, Señor... Nos colocamos ante él reconociendo su realidad y nuestro ser pequeño, impotente, mezquino, pecador. Pero vivificado por otra realidad fundamentalmente optimista: la paternidad amorosa de Dios. No sólo aceptamos este hecho de vernos y admitirnos así. Nos alegramos profundamente en nuestra pequenez, porque entonces es cuando podemos contar con el poder del Señor, que se complace en los humildes y vino para los necesitados, de los cuales "el primero soy yo", en expresión paulina (1 Tm. 1, 15). Es importante darle todo su valor a esta actitud. 37
No se trata de crearla en nosotros, porque es un don de Dios, sino de suplicar esta gracia, punto de partida, continuación y cima de toda vida espiritual. Aun la misma caridad, centro de nuestra transformación en Cristo (Cfr 1 Co. 13), está condicionada por la actitud de pobre de corazón. Nuestra aportación es disponernos al don del Señor, y aun para esto necesitamos la efusión de su gracia (Jn. 15, 5). Nadie vivió tan auténtica y profundamente la "pobreza espiritual" como Jesús. El repetía incesantemente que todo cuanto tenía, aun el mismo mensaje que comunicaba, lo recibía del Padre de las luces. Y esta era su mayor gloria: depender constantemente de su Padre (Jn. 5, 19-24). Los Evangelios atestiguan claramente, que a las grandes tomas de conciencia de su "pobreza espiritual", vividas en su existencia y en sus ministerios, el Padre respondía con una visitación "especialísima". Era la manifestación palmaria de que Jesús actuaba en la verdad, y que en él comenzaba a cumplirse lo que sería una constante de su predicación: El Padre se revela a los humildes, a los que aceptan su "pobreza espiritual"; Dios ensalza a los pequeños, rechaza a los autosuficientes; aparta su vista de los que se consideran salvados; la vuelve para elevarlos, a los que confiesan necesitar la salvación de Dios (Le. 1, 39-55; 10, 21-22). No es fácil vivir la "pobreza espiritual", porque las raíces de nuestra suficiencia se hunden muy abajo en nuestro ser. Pero no olvidemos las constantes de la acción de Dios: Su presencia profunda vivida en la intimidad de nuestro ser. El la reserva, de diversas maneras, para quienes aceptan vivir en "pobreza espiritual". 38
2. Orientaciones para vivir la "presencia totalizante del Señor" Intentamos orientar, muy brevemente, sobre: "cómo vivir la vida de oración en esta presencia totalizante" del Señor: A. Vivir en su amistad: Dios puede saltarse todas las normas y aun su mismo proceder habitual; pero, al margen de esto, es necesario vivir en su gracia; ser realmente "morada de la Trinidad", "templos vivos del Espíritu Santo". Por eso hemos de purificar nuestra alma, para que el Señor no encuentre obstáculo a su manifestación. B. No hallarnos dominados por el odio o el rencor: La renuncia a perdonar suele ser un obstáculo insuperable a una acción fuerte del Espíritu. La falta de perdón es como cerrar la compuerta a la corriente de agua embalsada, que se desborda sobre el campo, para fertilizar y hacer crecer la semilla. C. Acostumbrarnos a responder a la presencia del Señor que, de algún modo, se manifiesta en la oración personal. Es un aprendizaje, no siempre indispensable; sí, habitualmente, requerido por la pedagogía del Espíritu, que sigue una trayectoria flexible, para suscitar e introducirnos en la presencia intensa de Dios. D. Crear un clima de fe y de amor: Creemos que el Señor puede y que quiere mostrársenos si, en nuestra libertad, se lo permitimos. Con la fe actuamos la presencia de Dios en nosotros. No se trata de fingirnos una realidad inexistente, como si fuera creación de la imaginación. Es hacernos conscientes a lo que ya existe en lo más profundo de nuestro ser: Dios vive y actúa en el centro más íntimo de nuestra 39
personalidad, donde nos transforma en sí, haciéndonos partícipes de su naturaleza divina. A la vez, nuestro amor se activa por obra del Espíritu Santo. Con él y en él le amamos y deseamos incorporar todo lo que somos a un amor a Dios, que desborda toda capacidad humana. En ese clima de amor "que viene de arriba" y se dirige a Dios, nos sumergimos en la presencia del que "primero nos amó". Por él deseamos prodigarlo copiosa y desinteresadamente en los demás. E. Purificar nuestras motivaciones. No deseamos entrar en la presencia de Dios por nosotros, ni aun porque él nos santifique; menos por el gozo profundo que pueda irradiar. Es deseable y provechoso. Pero la motivación fundamental es Dios mismo: su ser divino, él lo merece, lo anhela, nos invita. Y en nosotros lo que prevalece es el deseo de cumplir su voluntad, de alabarle por "ser quien es", de estar y vivir en la presencia del que "lo es todo en todo". 3. ¿Cómo vivir en concreto esta presencia? Una pregunta que, necesariamente, lleva a una respuesta incompleta: y ¿cómo realizaremos en concreto esa atención a la presencia "totalizante"? ¿Quién puede atreverse a entrar en la psicología individual, y menos, a predecir la acción del Espíritu en la personal Porque ambos condicionan nuestro comportamiento. El Señor respeta nuestro modo de ser profundo, lo purifica, lo perfecciona; pero las raíces hondas del ser permanecen. La acción del Espíritu es inalcanzable. "El viento sopla donde quiere y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene, ni 40
a dónde va. Así es todo el que nace del Espíritu" (Jn. 3,8). Unas veces será un simple estar en la presencia del "amado" que, en su maravillosa condescendencia, se hace, casi, tangible. Otras, será una atención plena de admiración, como el artista que se halla frente a una obra de arte, que supera su capacidad de apreciación. Muchas veces será un silencio profundo, que parece brotar del corazón; reposa en la contemplación del Señor y no desea nada más; estar así, llevado y traído, por una corriente de amor que va incesante de polo a polo. Y siempre, ese lenguaje inexpresable que se entabla, sin actividad de la mente ni de la voz, para decirse lo que el amor divino nos ha dicho en su Hijo, pero hecho ahora personal para mí; lo que en mi pobreza y dolorosa limitación quisiera ser para él. Es inútil tratar de dar normas, ni siquiera orientaciones. El Espíritu Santo se irá encargando de abrirnos a la realidad de esta presencia y nos irá enseñando, como a niños, el comportamiento adecuado. El tiene por misión, no sólo esclarecer la doctrina de Jesús; entra en su tarea santificadora irnos educando, para saber actuar ante una presencia divina "totalizante", que él mismo suscita. No se excluyen los conocimientos espirituales sobre esta realidad. La Iglesia atesora un caudal inagotable de experiencia y de doctrina. Lo apreciamos, lo amamos y procuramos conocerlo para facilitar la obra del Espíritu, y librarnos del peligro, siempre al acecho, de desviaciones. Pero hemos de evitar, con igual cuidado, el temor y la osadía. Y el Espíritu Santo, si realmente aceptamos su intervención, nos irá colocando en ese equilibrio 41
del que camina seguro y no se angustia, como si tuviera abierto ante sus pies un precipicio. Nos aventuramos a dar meras orientaciones. Quienes han profundizado en el tema, las tendrán por rudimentarias. No importa. Se trata de insinuar, nada más. Lo suficiente para animar, hacer ver que también nosotros somos invitados a este banquete. a. Primer modo: Las maneras y pedagogías, que usa el Espíritu de Jesús, para invitarnos a entrar en la oración continua a su presencia totalizante, son muy variadas. Las sintetizamos en dos. El primer modo se armoniza con la marcha ordinaria de nuestros sentimientos. Es lo que podríamos llamar, la "lenta ascensión hacia las profundidades": A veces, comienza en una oración privada o comunitaria; otras, dentro de una presencia de Dios en la naturaleza; muchas veces, en el lento recorrido de la palabra de Dios o la visión de Cristo en nuestros hermanos... A partir de ahí la acción del Espíritu ha comenzado casi insensiblemente, se intensifica y se nos va haciendo más presente y actuante. Nuestro ser se ve acaparado a lo largo y a lo profundo de sí. El fuego del Señor parece encendernos desde dentro, como una hoguera que va devorando las hojas, las ramas, los troncos que la nutren. La atención se va centrando más y más en Dios, en su presencia, en la realidad que ahora invade hasta nuestro organismo. El corazón se abre en su total receptividad: ya no tiene ojos sino para él, ni amor más que para derramarlo, como perfume precioso, a los pies de quien tan fuertemente se le va manifestando y atrayendo. La sana vida afectiva se va acrecentando hasta sentirse poderosamente sacu42
dida por el Espíritu; se vuelve, limpia y ardiente sobre la persona del Señor, en expresiones o silencios, que revelan la respuesta de todo el ser a quien la invita y la atrae. San Ignacio tan sanamente cauto en cuanto se refiere a este misterioso mundo espiritual, nos anima a discernir. No se trata tanto de separar lo bueno de lo que no lo es, cuanto de separar lo bueno de lo que aparece como bueno. Es importante, sin angustia, sin alarmismos, cerciorarnos si, realmente, es de Dios, de nosotros o del maligno, tan sutil en introducirse y tentar. Por eso quiere que, aun estos pasos que parecen llevar la impronta del Señor, los sometamos a dicernimiento. Sin intentar ahora dar una explicación, nos ofrece dos criterios válidos para ello: Atender a los efectos que producen en nuestro interior: la paz, que nos acerca al Señor, y nos adhiere a su voluntad; el gozo que nos une a Dios y suscita el deseo de asemejarnos a Jesús. Una paz y un gozo de calidades muy distintas a cualquier otra meramente humana. Los frutos de vida que van produciendo en nosotros: la humildad y obediencia de Jesús; el amor desinteresado; el cumplimiento de la voluntad del Padre por la más puras motivaciones, como Jesús. Es importante recogerse sobre sí, plegar los sentidos interiores a una presencia, que se va manifestando, llamando hacia una interiorización más y más profunda. ¿Qué actitud corporal ha de tomarse? ¿Qué expresión interior ha de prevalecer? ¿Cuánto tiempo hemos de durar, centrados en la oración a la que se nos abren las puertas, como invitados de honor, a un festín de reyes? El mismo Espíritu, que ha tomado la iniciativa y nos introduce en la ora43
ción, irá sensibilizándonos sobre la respuesta adecuada. Pero la doctrina de los maestros espirituales, respecto de la posición corporal, es la que más ayuda evitando toda actitud llamativa. Respecto de la duración, hay que tener en cuenta las fuerzas físicas y psicológicas. Cuando la actuación afectiva es intensa, hay un gasto considerable de energías físicosíquicas. Si la intensidad, con que actúa nuestro ser, lo requiere, habrá que hacer discretamente un corte en esta oración, para volver sobre ella, cuando el Espíritu nos vuelva a invitar. Todos percibíamos que la presencia del Señor se había derramado por la asamblea intensamente. Dos o tres minutos duró el canto. Terminó y toda la asamblea guardó silencio impresionante. Parecía necesitar sumergirse, ahora privadamente, en un diálogo, sin palabras, con el Señor que tan espléndidamente se había manifestado. Fue todo, menos ilusión o contagio psicológico de masas. Quien lo ha experimentado fuertemente, sabe ciertamente que no es eso. Hay una cosa indudable: la presencia del Señor, que se va manifestando progresivamente, hasta llegar a un grado intenso, acaparante del ser; no es una excepción en los grupos de oración. Se da con relativa frecuencia, sobre todo cuando los asistentes se abren en alabanza a la acción del Espíritu. El tiene su pedagogía y, sobre todo, una generosidad increíble. Este vivir al Señor en su Espíritu es una gracia maravillosa de Dios, que acrecienta la fe y aviva el amor a los demás de un modo inusitado. Cada uno continúa siendo él; pero la acción del Espíritu auna tan fuertemente, que se llega a vivir la comunidad cristiana del amor, en una autenticidad y fuerza extraordinaria. 44
He aquí, en una de las experiencias vividas, el modo progresivo de manifestarse esa presencia "totalizante" del Señor. Entonces comprendí, como el discípulo incrédulo. El Señor es vida, que anhela manifestarse y correr, como un manantial fresco en la montaña. Y la vida de Dios es luz, es fuerza que invade lo más íntimo del ser hasta el cuerpo: el cuerpo mismo se siente afectado por esta energía divina. Jesús actúa en la totalidad del hombre, para llevarlo hacia sí, purificarlo, santificarlo, con presencia poderosa del Espíritu, y entregarlo, en amor, a los demás. tar en la vida la imagen de Cristo, como él hacia patente la del Padre, en su amor para con los hombres. b. Segundo modo: El segundo modo de hacerse presente el Señor de una manera "totalizante" no es progresiva. Es, más o menos, repentina, inopinada, como el amigo que desea darnos una sorpresa, cuando menos lo esperamos. Admiramos las diversas maneras, con que el Señor se apoderaba de Ignacio. El "diario de cuarenta días" viene a ser un catálogo de los múltiples modos, con que el Señor entraba en su interior, como por sorpresa. Al fin, es el Señor. Esta pedagoEsta entrada en el santuario del misterio de Cristo, tan en pugna con el hombre "carnal", no sujeto aún a la ley interna del Amor, ni se explica, ni es posible, sin la actuación de una fuerza de arriba: La energía del Espíritu, que inicia y consuma todo proceso de conversión o cambio hacia Cristo, y profundiza la entrega del hombre libremente, se somete a su acción constante, en un deseo profundo de manifes45
gía divina no supone, necesariamente, haber recorrido el itinerario anterior. Es un camino, ordinariamente andado por el alma, en su peregrinar hacia la intimidad con el Señor. Nos hallamos en un estado, en que la persona ha llegado a cierto grado de purificación interior. Hay una relación profunda de amistad con Dios. Entonces es, cuando se cumple, de ordinario, lo que San Ignacio expresó, tan escueta y acertadamente en sus Ejercicios: "Sólo es de Dios nuestro Señor dar consolación sin causa precedente; porque es propio del Creador entrar, salir, hacer moción en ella, trayéndola toda en amor de su divina Majestad" (Ejercicios espirituales, n. 330). Cuando hemos sido fieles, en nuestra pobreza espiritual, a las invitaciones ordinarias del Señor, se va creando, en nosotros, por obra del Espíritu Santo, una sensibilidad muy afinada. El tiene sus modos de invitar que el alma distingue. Son, muchas veces, insinuaciones sutiles, toques interiores de una calidad peculiar, que no se confunden fácilmente con situaciones psicológicas típicas. No pocas veces el mismo Señor invita, da la seguridad de ser él. El discernimiento, entonces, se halla en esa seguridad quieta, pacificante, que atrae fuertemente hacia el Señor. Otras veces son llamadas de apremio, como el amante que se siente urgido a estar en la presencia del amado. No son ataques de prisa incontrolada; es una urgencia en sosiego, que nos certifica de que el Señor está a la puerta y llama deseando que se le abra. Entonces el alma se siente invadida por la presencia repentina del Señor; percibe como si el Señor mismo plegara toda su atención y la centrara 46
en él. Siente, sobre todo, que hay un acaparamiento de las potencias que parecen no tener otra actividad, sino el silencio más profundo; un silencio intensamente activo. Todo el ser se convierte en atención, en amor. Se vive calladamente para él, para amarle sin expresarlo siquiera. Se entabla una corriente de amor, que va del uno al otro, en un diálogo vivo, profundo, apasionado, inexplicable. Dios, que es dueño del tiempo y de todos los modos de manifestarse, es también Señor de retirarse, dejando al alma tranquila y trastornada; pacificada y encendida en su amor. La ha invadido con todo su ser, como la r íarea se apodera de la playa y vuelve a dejarla húmeda, mollar. Hoy no es privilegio de los santos esta manera de oración totalizante. El Señor se está manifestando en su gloria y poder, aun en quienes luchan con sus infidelidades. La incredulidad y la pereza nos retraen fuertemente; nos vemos privados de una realidad tan auténtica y bienhechora... Dios sigue siendo nuestro Padre. Llevamos en nosotros mismos las raices de esta comunicación divina. El anhela tener con cada uno esta intimidad increíble. Somos sus hijos, y esto basta. No se trata de una espiritualidad de lujo y de excepción. Los designios de Dios son espléndidos para todos sus hijos. Dios para nosotros no ha llegado a ser una persona viva, íntimamente cercana a nosotros. No hemos creído verdaderamente en el amor del Padre y su infinita ternura que sobrepasa nuestros pecados. Pero El sigue "terca y respetuosamente" empeñado en llevar adelante sus planes. Creamos en su amor y 47
algo maravilloso sucederá en nosotros. Nuestras relaciones con El, con toda la Trinidad, se transformarán. 4. El fruto de la presencia "totalizante" Hay un punto que no podemos olvidar. Esta comunicación sorpresiva "totalizante" del Señor, no se detendrá ahí. Tiene, como fondo, a Cristo, y Cristo crucificado, en expresión de San Pablo. Cuanto el Padre hace no es sólo manifestación de su paternidad a secas; lo es de su paternidad en Cristo Jesús, su Hijo. Su finalidad última es asemejarnos a aquél, en quien El nos ama infinitamente. Nada hay para El más querido y para nosotros más glorioso. Por eso este modo de comunicársenos es un presagio glorioso de una purificación; la transformación en Cristo Jesús, resumen del plan salvífico del Padre, pasa por la experiencia de Cristo crucificado. Es el pago doloroso, que se nos exige, para llegar a la gloria de la resurrección. Este modo de comunicársenos el Señor, es una invitación privilegiada a entrar en la muerte de Jesús. Nadie tiene más interés que el Padre en ofrecernos situaciones, que imiten, de algún modo, la pasión y muerte de su Hijo. Pero ya Jesús se encargó de animarnos prometiéndonos el Espíritu Santo, que es fortaleza y poder (Jn. 14, 15-19; 15, 2-27; 16, 7-8). Toda nuestra existencia se verá enriquecida prodigiosamente, si aceptamos. Y nuestras relaciones, el servicio en generosidad a los demás se hará tan vivo en nosotros, que ya no podremos vivir en paz, si no es dándonos, como Cristo, a todos. 48
"Cuando una persona vive intensamente la presencia de Dios, cuando un alma experimenta, inequívoca y vitalmente, que Dios es el tesoro infinito, Padre queridísimo, todo bien y sumo bien; que Dios es dulcedumbre, paciencia, fortaleza..., el ser humano puede experimentar tal vitalidad y tal plenitud, tal alegría y tal júbilo, que en ese momento todo en la tierra, fuera de Dios, parece insignificante. Después de saborear el amor del Padre, se siente que, en su comparación, nada vale, nada importa, todo es secundario (...). Dios es una maravilla grande, que el hombre, que lo experimenta, se siente totalmente libre. El "yo" es asumido por el Tú; desaparece el temor, todo es seguridad, y uno se siente invulnerable, aunque se coloque al frente un ejército entero (Sal. 26). Ni la vida ni la muerte, ni la persecución, ni la enfermedad, ni la calumnia, ni la mentira, nada me hará temblar, si mi Padre está conmigo (Rm. 8,38)" (I. Larrañaga). Si la experiencia de la presencia de Dios es auténtica, no seda ni un apartamiento, ni menos un desprecio de las realidades terrenas, que El creó para el hombre. Al contrario, en medio de la nostalgia de Dios, aprende a valorarlas en relación definitiva con El; cosas valiosas en sí, pero, al fin, obras de la mano del Padre celestial; infinitamente pequeñas en comparación con el bien supremo, que ha experimentado profundamente. Nada más opuesto a la acción de la presencia vivida del Señor que el alejamiento de las realidades creadas. La misma presencia de Dios va enseñando al alma a estimarlas debidamente; a usarlas con moderación y a encontrar en ellas al mismo, que les dio vida y consistencia. Se convierten 49
en una fuente que nos conduce a vivir la presencia de Dios, a través de sus criaturas. La presencia divina que vivimos en nuestra intimidad se alarga y se hace realidad en lo cotidiano, en los quehaceres de la vida, en sus vicisitudes, en sus dolores, en los sufrimientos ajenos, en la pobreza y marginación de los que no cuentan entre los hombres, en los esfuerzos por hacer triunfar el bien, en las personas, sobre todo. La acción de la presencia, vivida íntimamente, tiene un dinamismo que va acaparando y englobando en sí todo el ser y a cuantas realidades humanas y divinas nos rodean. Por eso, vivir plenamente la presencia de Dios es, no sólo y principalmente, entrar en relación íntima y personal con él; experimentarlo directamente, sentirse dominado, invadido, por la infinita cercanía de su amor. Es también encontrarlo, en cuanto tiene relación con El, porque es su bondad y poder quien nos va descubriendo, introduciendo y haciendo que lo experimentemos, a través de la multitud de sus obras creadas. Sin embargo, el sabor y el poder de la experiencia de Dios, en su presencia maravillosa que se nos desvela, es muy peculiar, inexpresable. La nostalgia de repetirla, de vivir bajo su fuerza, la invasión de su amor, nos asaltará muchas veces. Y no poder hacerla realidad perceptible será uno de los grandes sufrimientos y purificaciones, por los que pasemos en nuestro caminar hacia el Señor. 5. La atención "en fe" a la presencia del Señor Pocos autores han expresado, tan bella y crudamente, la realidad del Dios, que se esconde a un alma 50
anhelante por El. Los salmos están sembrados de estrofas inspiradas, que descubren el ansia de ver y contemplar el rostro de Dios. La Biblia entera es un libro, que nos narra el gozo de la presencia de Dios, y el dolor de verse privado de ella. Es la constante alternancia de "consolaciones" y "desolaciones", de que San Ignacio nos habla en sus reglas de discernimiento. No debe tomarnos por sorpresa esta realidad. Es una ley "ontogénica" de vida y crecimiento espiritual. El caso más sensibilizador es el de Abraham (Gn. 12-22). Es el episodio típico de lo que puede significar, transportándolo a nosotros, la ausencia de Dios, en una vida hecha a la comunicación íntima con él; el gozo y oración continua, en la atención a su presencia, percibida. El proceder de Dios y la dinámica de la fe reservan a Abraham la prueba formidable que le esperaba: el sacrificio de su hijo Isaac; para nosotros, sentirnos alejados de Dios, privados del bien supremo que amamos: El mismo. Porque Ja prueba es no sólo dejar de sentir su presencia; vivimos, sobre todo, la experiencia (subjetiva) de haberlo perdido, de hallarnos sin El. El caso de Abraham es ejemplar: se repite, con variantes de circunstancias e intensidades, en toda la historia de la salvación y en la vida de cada uno de los creyentes. Nuestra vida espiritual la vivimos en una tensión de gozo y de sufrimiento; de presencia percibida de Dios y del sentimiento de haber desaparecido de lo íntimo de nuestro ser. Dios no se ha lanzado de primera intención a probar su fe en este sacrificio. Ha precedido una 51
larga preparación. Las pruebas y tensiones a que Dios le somete para purificarlo y llenarlo más de su amor van creciendo progresivamente. La fe se ha ido fortaleciendo con las repetidas elecciones del Señor y con los actos de confianza puestos en la oscuridad de la fe. Dios que la propone está detrás, invisible, imperceptible, ayudándole con su gracia. La plena maduración de la fe de Abraham ha estado sometida a un sucesivo y fuerte entrenamiento. El proceso de su crecimiento en Dios y su respuesta a la gracia que el mismo Señor le ofrecía para responder, hacen de él un eterno ejemplar del comportamiento del creyente ante las profundas e incomprensibles llamadas y purificaciones de Dios; un modelo de oración, por la atención a la presencia del Señor, en pura fe. No podemos olvidar, aunque nos veamos impotentes para penetrar en este profundo misterio, que Jesús fue el modelo irrepetible de atención a la presencia de Dios en fe. También él, en su conciencia humana, pasó por esta prueba, pero superando todas las marcas anteriores. Y se mostró en una fidelidad tan sobre todas las demás, que nos sirve de constante admiración y estímulo. El Padre, siempre presente a su Hijo, quiso hacerle pasar por situaciones de una desolación interior sin precedentes. Aquí no se trataba de purificaciones ni de una posesión mayor de quien, desde el principio de su existencia como hombre, había estado unido al Padre en plenitud. Era un alejamiento que entraba en lo más crudo de la pasión de Jesús para solidarizarse con los hombres en sus dolores superándolos, para sacarlos de su rechazo volunta52
rio del amor del Padre. El asumía en estas pruebas hondas y misteriosas, el pecado del mundo de negarse a ser amado por Dios, la esencia más íntima de nuestros rechazos. Jesús toma voluntariamente sobre sí y acepta ser probado con la ausencia del Padre, sentida en una intensidad inexplicable. Así se convierte, para nosotros, en la manifestación más pura y alentadora de la respuesta del amor en la más pura fe. El Padre siguió con él una pedagogía semejante a Ja que tiene con los hombres: Lo va introduciendo progresivamente en este mundo de alejamiento de su presencia hasta conducirlo a las profundas simas de Getsemaní y de la cruz. Jesús es siempre fiel: Aunque turbado por este comportamiento del Padre, sabe que está con El, por más que las apariencias parezcan demostrar lo contrario. Reacciona con una entrega total de sí a la voluntad paterna. Clama por su presencia, pero soporta en fe las pruebas. Su actuación, como en Getsemaní, es un ejemplo impresionante de lo que debe ser nuestra oración continua de atención a la presencia del Señor en pura fe. No entramos a explicar las razones de esta situación interior, amplificando cuanto los autores espirituales nos dicen. Nos contentamos con anotar esta "constante" de la vida espiritual e indicar algunos modos de practicar esa oración continua en una presencia del Señor, que ahora sólo percibimos por la fe. No es fácil aceptarla; menos perseverar en ella. Tendemos a huir de estas situaciones amargas. Anhelamos el gozo de la presencia del Señor sentida en lo más profundo del ser. Por eso se impone la ora53
ción humilde al Señor pidiéndole su ayuda para ser fieles a una oración que nos resulta amarga, desoladora. Es repetir la actitud de Jesús. 6. Práctica de la oración continua en fe: indicaciones a. Aceptar: Es una actitud indispensable para que podamos orar en fe. Ya ella misma es una oración. Ha de ser una aceptación sincera, humilde, insinuada, que el Padre sabe interpretar, que nos acapara, aunque parezca convencernos ser un acto de pura fórmula. Hemos de estar alerta contra esta tentación sutil y peligrosa que puede conducirnos a una actitud pasiva y aun entregarnos al desaliento y a intentar salir de ella abandonándonos al atractivo de lo mundano. Aceptamos en fe nuestra realidad interior, permitida por el Padre. Se lo decimos como podemos. No es necesario expresarlo. A veces, ni fuerzas espirituales parece haber en nosotros para ello. Basta la mirada del corazón, el deseo insinuado, envuelto en repugnancia, a manifestar lo que nos parece ficticio. Hay algo más profundo y verdadero: El deseo de cumplir su voluntad, de serle fieles en una ausencia que nos resulta dolorosa y crucificante. El, por su Espíritu, es quien suscita esta actitud a la que nosotros hemos de responder con un "sí" generoso en medio de la "desolación". b. Perseverar San Ignacio de Loyola da una importancia excepcional a este punto, cuando trata del modo de com54
portarse en la "desolación". Es la actitud fundamental que nos salvará de no ser arrastrados a tomar determinaciones imprudentes y hasta fatales. El espíritu del mal presionará fuertemente para conducirnos, siempre con razones aparentes, aliviar nuestra situación y aun echar por otro derrotero, para liberarnos de una realidad interior que nos crucifica. Perseveremos en la fidelidad a Dios, orando en pura fe; manteniendo nuestra mirada en su presencia, ahora imperceptible; aparentemente solos en nuestra "desolación"; cargados con la cruz de un alejamiento "subjetivo" del Señor que se nos ha escondido y no ha dejado huella alguna de su marcha. Allí está, junto a nosotros, fortaleciéndonos, complaciéndose en nuestra fidelidad, pero escondido a nuestra percepción interior. Jesús pasó por esta experiencia del Padre en la mayor soledad (Le. 22, 39-46). Su actitud fue una atención desolada a esta presencia en pura fe. Su oración se tornó una pobre repetición de humilde queja, de sincera aceptación y perseverancia. Aunque no seamos capaces de hacer otra cosa, será una oración de extrema riqueza espiritual en su aparente pobreza y monotonía. El Señor nos sugerirá lo que hemos de expresarle y estará inspirando nuestro silencio, lleno de un amor no sentido pero real. No tengamos miedo: No faltamos al respeto a nuestro Padre si nos quejamos dolorosamente, pero estamos disponibles a su voluntad. La mera repetición de una palabra, de una frase que nos resulte más fácil, dicha de tiempo en tiempo, es una deliciosa armonía para el Padre celestial que vive en nosotros esta situación de sufrimiento. 55
c. Alabar, dar gracias: También aquí es necesario apropiarnos la recomendación de San Pablo: "es necesario orar siempre y no desfallecer" (1 Ts. 5-17; Le. 18,1). Es importante tratar de hallar la causa de la "desolación" que padecemos: tibieza, profundizar nuestra humildad, probar la fidelidad al Señor; pero más aún es saber comportarnos mientras dure. La actitud que juzgamos más adecuada y provechosa es la de servirnos de esa misma situación interna dolorosa para alabar a Dios en ella y, precisamente, por causa de ella. No desconocemos la dificultad. Pero hemos de contar siempre con la gracia suficiente de Dios para orar en circunstancias tan dolorosas: "Señor, no sé qué pretendes ni por qué permites esto; pero te alabo por ello". "Te doy gracias, porque te alejas; por tu oscuridad; por mi dolor...". Parecen frases estudiadas. No. Se ponen como un ejemplo, nada más, de lo que puede ser nuestra oración continua en pura fe. Cuando la desolación se intensifica y prolonga, tendemos a la incredulidad en toda forma de orar. Hagámoslo, sin embargo. Los frutos llegarán a su tiempo; cuando plazca al Señor, en su plan de salvación sobre nosotros. Es frecuente que la perseverancia en la oración de alabanza y acción de gracias acorte la prueba. Dios, como en Abraham, "ha respirado" nuestra alma por la fidelidad que hemos mostrado en la fe y se nos vuelve a hacer presente en hondura y gozo mayor. A una prueba de ausencia soportada en fidelidad, suele corresponder una nueva visitación del Señor más intensa y un nuevo progreso en el seguimiento de Cristo. Es la doctrina de los santos. 56
///. La oración continua por la alabanza, acción de gracias, y adoración
Entramos en modo de oración continua que, para muchos, puede llegar a ser el más frecuente, el más fácil y transformante. No haríamos sino seguir los pasos del modelo de toda oración: Jesús, en su relación con el Padre. Lo enunciamos en tres aspectos que, rigurosamente entendidos, comportan matices peculiares. Intentamos, sin embargo, simplificar y los presentamos como maneras diversas de acercarnos al Padre celestial para dialogar íntimamente con él. Por eso, no tenemos preocupación por distinguirlos, especialmente. Son tres aspectos de "culto" que se entrecruzan, completan e intensifican mutuamente. El alma puede pasar, con toda naturalidad, del uno al otro, según sus preferencias y la moción del Espíritu; acomodarlos a su situación espiritual, sin estar preocupada por omitir alguno de ellos. No obstante, esta mutua interdependencia, preferimos centrarlos en la oración continua por la alabanza. Es el más accesible y hacia el que se vuelca la insistente invitación de los salmos. La experiencia da, por otra parte, 57
que las personas sinceramente deseosas de entrar en la oración continua, llegan a aprenderlo y dominarlo con gran facilidad. El Espíritu de Jesús sopla hoy fuertemente hacia este modo de orar tanto comunitaria como privadamente. 1. El misterio de adoración, alabanza y acción de gracias en la vida de Jesús: Jesucristo vive una vida de perfecta consagración al culto del Padre celestial. Toda su existencia se centra en adorarlo, alabarlo, darle gracias. Los Evangelios, al tratar de escudriñar la intimidad del Señor, se detienen en este misterio de comunicación que se expresa en formas diversas, pero siempre llenas del profundo sentido cultural de adoración, alabanza, acción de gracias. Cuanto realizaba, aun lo más externo, en su intención, desembocaba aquí, como suprema finalidad de su caminar hacia Dios y del cumplimiento de su voluntad. Sumo Sacerdote, se ofreció y continúa ofreciéndose a sí mismo y a la creación entera, a la Trinidad (Hb. 5, 1-7; 8, 3-9. 14-28). Alaba al Padre con una intensidad que admira y conmueve a los mismos que le observan con sorpresa y curiosidad. Los apóstoles se sintieron tocados por la sinceridad, recogimiento y profundidad de su alabanza cuando le rogaron que les enseñara a orar como él. La alabanza espontánea y ardiente al Padre porque se ha dignado revelarse a los "pequeños", tiene todo el fresco perfume de la flor nacida al claro sol de la mañana. Jesús da gracias a Dios en su corazón una y otra vez. Es el Hijo que se siente colmado de la ternura y providencia paternal. Responde con el 58
corazón rebosante de agradecimiento en una actitud de humildad y confianza conmovedora. El culto de Jesús al Padre toma formas diversas: plegaria, obediencia, servicio a sus hermanos, ofrecimiento..., pero todo ello nace de su adoración, alabanza y acción de gracias. Es el modo tangible de acreditar y expansionar lo que vive en su corazón. La vida de Jesús estuvo marcada con esta oración al Padre, siempre viva y actuante. Pero hubo en él "tiempos fuertes" de intensidad y dedicación única. El acto de consagración de sí mismo en la cruz, señala el momento cumbre de su adoración , alabanza y acción de gracias perfecta. Todo su ser, en lo más profundo de sí, se halla en la plenitud de su ofrecimiento que está profundamente traspasado de adoración al que todo se lo comunica y es infinito en sí mismo; de alabanza al que, le descubre la plenitud de su amor a los hombres en su muerte libre y obedientemente aceptada; de acción de gracias al que, en su designio salvífico, le ofrece la oportunidad de ser él quien se haga responsable de la redención de la humanidad. El anhelo que en San Juan aflora, una y otra vez, de ver llegada su hora "hay que interpretarlo como el supremo deseo de adorar, alabar y dar gracias al Padre con el sacrificio máximo de sí" (Jn. 2, 4; 7, 30; 12, 27; 13, 1; 17, 1. 5). 2. La vida de adoración, alabanza y acción de gracias en el cristiano por la exigencia del bautismo y la creación a. Por el Bautismo A partir del Bautismo, quedamos injertados en Cristo (Rm. 6, 3) y agraciados con la participación 59
en su sacerdocio (1 P. 2, 9; LG. 34). La adoración, alabanza y acción de gracias tienen su momento cumbre en la celebración eucarística, pero no se limitan ni se agotan en ella. La vida entera de los bautizados, penetrada y enriquecida con el misterio de participar en el sacerdocio de Cristo, se hace culto (LG. 34). Este, por tanto, es rendido al Padre en todos los actos de la vida. Mientras el cristiano permanezca unido vitalmente a Cristo, se hace culto al Padre, realizado en unión y al impulso de la fuerza transformadora de Cristo. De este modo, el mundo en su amplitud misteriosamente, golpe a golpe de trabajo y de sufrimiento, la vida toda del cristiano se transforma en homenaje de adoración, de alabanza y acción de gracias. Este es el deber más inalienable y santo: dar a Dios un culto filial personal y en comunidad de caridad fraterna. Precisamente aquí es donde el hombre encontrará, a la vez, su gloria y felicidad. La gloria que a Dios se le tributa por la triple manera de culto, revierte sobre nosotros. Se identifica con lo que Dios ha deseado para sus hijos en su plan de salvación total. Es una conclusión tan obvia, que se desprende espontáneamente de nuestra íntima realidad interior de bautizados: la vida cristiana es un "estado de vida para la adoración, la alabanza y la acción de gracias". En la raíz misma de nuestro ser cristiano estamos definitivamente consagrados para el culto de la manera más radical y comprometedora. Introducirnos, por tanto, en la vida de oración continua por la alabanza no es sino dar cuerpo, manifestar el misterio de consagración bautismal con que estamos marcados para siempre. 60
b. Por nuestra condición de ser creados por el amor de Dios Esta es la razón suprema: nuestra condición de hijos del Padre celestial adquirida por el Bautismo. Pero hay otra poderosa y suficiente por sí misma, para vivir en perpetua alabanza del Señor: Es la respuesta a la exigencia suprema de la creación y redención que ha tenido su origen en el amor de Dios infinitamente gratuito. Es una obra divina con una doble dimensión, toda ella salvífica. Por la alabanza nos volvemos hacia Dios para reconocerle en todas las maravillosas realidades que constituyen su ser infinito y su obra salvífica: creador, señor, padre, perdonador, santificador, dador de otro bien... Lo reconocemos como tal, desde el fondo de nuestro ser de criaturas y queremos ponernos ante él con "amor filial" para tributarle el culto de adoración y alabanza. Por ella anhelamos situarnos frente a él en nuestro puesto: el de creaturas y de hijos, dependientes en todo de su amor, y de su providencia, de su poder, de su perdón... Nada hay que deseemos quede sustraído al derecho y a las exigencias de ser El nuestro creador, nuestro salvador, nuestro Padre. Esta respuesta a su grandeza y amor se hace reconocimiento explícito de su ser, de cuanto él, p o r sí, se merece del hombre; y de cuanto éste reconoce deberle. Todo él se siente deudor del Padre, por Cristo en el Espíritu Santo. Por eso le reverencia, le ama, le acata. Se le alaba por todo "desde la presente situación, desde las preocupaciones de la vida". San Ignacio tuvo un acierto extraordinario al resumir el fin del hombre en la expresión que ha 61
pasado ya a ser clásica en la espiritualidad de la Iglesia: "El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios" (E.Ii. 23). Para él la alabanza compendia todo lo más y mejor que el hombre puede hacer para responder al plan salvífico de Dios sobre él. Vivir, pues, la vida de oración continua por la alabanza es adentrarnos en lo más íntimo del ser humano; realizar la misión que debe acaparar los demás aspectos parciales de toda nuestra existencia. Nada mejor podemos hacer para Dios y para los demás que alabar al Señor en todo tiempo y circunstancia. Si es el punto focal de nuestra vida, también lo será de nuestra grandeza y felicidad. 3. Modos diversos de adoración, alabanza y acción de gracias El hecho de Cristo es el punto culminante de la revelación divina. Cristo, en la historia de la humanidad a quien se revela, no es sólo un momento privilegiado que nos descubre y realiza un plan de salvación. Es el centro y la culminación. Toda la historia que, por la inserción de Dios en ella, se hace santa y salvífica, gravita sobre él. Antes de su venida, la historia, en un largo recorrido preparatorio, se dirige hacia él. Después, él es la irradiación, todo brota de él, de la fuerza de su presencia de Señor glorificado, ungido con el Espíritu; todo tiende hacia él como a su término (Col. 1, 15-23). Esta revelación salvífica del Padre en su Hijo al hombre debe halagar nuestra respuesta en la fe, la adoración, la alabanza y acción de gracias. Si la
mayor revelación es la del Amor que se entrega, el mayor acto de culto es también el amor que se ofrece. Toda la vida ofrendada al Padre por Jesús en su Espíritu es una respuesta aceptada por la benevolencia de Dios. Cuando tomamos en las manos nuestro ser para ofrecerlo, con las intenciones de Cristo y y unidos a él, hacemos un acto de culto, una alabanza maravillosa que alegra el corazón del Padre celestial. Imitamos el gesto de Cristo. Las vicisitudes que forman una vida cristiana consagrada al Señor, vienen a ser símbolos de otra realidad que abarca todo nuestro ser dado al Padre como alabanza agradable. a. Los sacramentos La expresión privilegiada de culto: adoración, alabanza y acción de gracias son los sacramentos: "El destino más elevado que tiene el hombre sobre la tierra es la religión, orientando toda su vida a la gloria de Dios. El punto central y culminante de la glorificación de Dios es el sacrificio de Nuestro Sumo Sacerdote, Jesucristo, por el que Dios recibe todo honor y los hombres toda bendición. Son los sacramentos los que nos conducen al sacrificio eucarístico y por él al sacrificio de la cruz, de donde nos vienen toda santificación y salvación" (B. Háring). Los sacramentos poseen un sentido cultual peculiar y primerísimo. Por eso, ya en sí son alabanza. Debe desembocar en los mismos. Estos confieren a nuestra relación personal con Dios una importancia y oportunidad excepcional. En ellos la comunión interpersonal de la alabanza toca, el fondo de su valor y eficacia porque se hace en adhesión más íntima a la obra e intenciones de Cristo. Es un 63
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diálogo sacramental en el que toda la Trinidad se hace presente y el hombre, elevado a la categoría de interlocutor, habla el lenguaje divino que solamente a ella conviene. Y algo sorprendente: En toda nuestra alabanza, en los sacramentos y por ellos, se hace presente la Iglesia entera unida íntimamente a su cabeza invisible, Cristo Jesús. b. La invocación del nombre de Jesús "Si la postura corporal de adoración es la postración o la genuflexión (doblar las rodillas), el sentimiento interno que les da calor, y que a veces se manifestará con palabras, es la invocación del nombre" (M. Gil González). La invocación del nombre de Jesús ha sido siempre un acto religioso muy querido y practicado. Los modos son variadísimos: Hay quienes repiten incesantemente el nombre con una fe viva y un amor abrasado al Señor. Sale de sus labios como una saeta encendida que se dirige certera hacia el corazón de Cristo. Muchos prefieren añadir otras palabras, por ejemplo, las de la llamada "oración de Jesús" entre los orientales: "Jesús, Hijo de Dios, ten misericordia de mí" o expresiones equivalentes que varían o pronuncian también en momentos prolongados. No pocos adquieren la costumbre de armonizar la palabra o la frase con el ritmo de la respiración, como si estuvieran "respirando" a Jesús. Uno mismo puede inventarse su propio modo de orar continuamente a base del santo nombre de Jesús. Estas maneras u otras, son un auténtico modo de orar continuamente. Llega a incrustarse en el cora64
zón y produce paz interior, elevación del corazón, amor profundo a Dios y al prójimo... Ningún nombre posee cualidades tan marcadas de alabanza al Señor como este nombre precioso de Jesús sustitutivo de su persona, ante el que se postran los cielos y la tierra para confesarle, y cuya invocación es, para San Pablo, signo de salvación. Las hermosas expresiones que el amor de San Bernardo tiene para el nombre de Jesús no son exageradas: muchas almas sencillas y de verdadera fe lo repiten incesantemente. En esté ejercicio de oración encuentran no poco alimento para su espíritu; manera de expresar al Señor cuanto quisieran decirle sin acertar; un modo de orar "contemplativamente" de llenarse del Espíritu del Señor que actúa poderosamente en su interior. Para ellos decir "Jesús" es decir todo lo bueno, hermoso, ardiente, indecible... Han condensado en esta maravillosa palabra, que expresa toda la realidad del Hijo de Dios hecho hombre, cuanto el Espíritu Santo hace surgir en ellos, sumergidos en adoración y alabanza a Jesús: Señor y Salvador. c. La plurivalencia de la alabanza Hoy afortunadamente, se está redescubriendo no sólo el poder de la alabanza, sino también todo el sorprendente contenido que encierra. Existe una corriente, cada vez más intensa, hacia un modo de oración que, teniendo validez por sí misma, incluye otros modos de relacionarse con el Señor. Es, sin duda, uno de los "signos de los tiempos" a nivel comunitario y personal. La alabanza compendia el destino del hombre en esta vida. Equivale a decir, su realización plena co65
mo hombre redimido en Cristo. Implica, por tanto, no sólo una atención peculiar a la dignidad de la persona en cuanto ser creado, llamado a la libertad y a la felicidad, sino sobre todo, la persuasión de ser hijo de Dios en Cristo, participante de la vida divina por obra del Espíritu de Jesús. Este mundo sorprendente y real lo expresamos cuando alabamos al Señor. "Jesús viene en nombre del Padre para dar a los creyentes la vida comunal Padre y al Hijo(Jn. 1,12; 5, 26.38.40.43;6,40.57;14,20-21; 17,20-26; 1 Jn.1, 2-3; 5, 11-12)". El Espíritu Santo hará que vivamos la vida que media entre el Padre y el Hijo (2 P. 1, 1), con el don de la filiación adoptiva a la que hemos sido predestinados desde la eternidad (Ef. 1, 3. 5-6; Gá. 3, 26; 4, 6-7; Rm. 8, 14-16). Este es el "material" fundamental de nuestra alabanza. Pero abarca toda la obra salvífica del Padre. Desde la creación y su designio eterno hasta la consumación final y la bienaventuranza. Nada se excluye: entran de lleno en ella todas las partecitas de su obra creadora como aspectos de su designio de salvación. Y al alabarlo bulle en el fondo de nuestra alabanza el amor, la bondad, el perdón, la providencia..., todo el mundo increíble de Dios en su mismo ser hacia él, y su actitud hacia los hombres. La alabanza significa que estamos de acuerdo con lo que aprobamos: "Alabar a Dios por una situación difícil, una enfermedad o una desgracia, significa literalmente que aceptamos o aprobamos lo que está ocurriendo como parte del plan de Dios para nuestra vida". Alabar a Dios significa agradecimiento y gozo, por más que éste permanezca, a veces, escondido en el fondo del ser: "No podemos alabar a Dios sin 66
estar agradecidos por aquello por lo cual le estamos alabando. Y, realmente, no podemos estar agradecidos sin sentirnos gozosos por todo aquello por lo que le damos gracias. La alabanza, entonces comprende la gratitud y el gozo" (M. R. Carothers). La alabanza es la expresión más intensa y modesta de entregarle a Dios nuestro ser: No sólo es reconocerle en toda su grandeza, poder, señorío y amor sobre la creación y sobre nosotros, sus hijos. Es responder a lo que es en sí y a lo que hace, a lo que permite en su bondad, con la entrega incondicional a él como respuesta generosa. "Te alabamos, Padre, porque eres grande y bondadoso para con nosotros". Esta fórmula tan sencilla, nacida en el corazón, es una hermosa manera de expresarle nuestra gratitud, reconocer la realidad de su ser y de su actuar amoroso con el hombre; es, a la vez, manifestarle que nosotros y cuanto somos se le rinde y entrega en reconocimiento. Nada nos pertenece ya. Todo se lo damos en un gesto de agradecimiento filial. Por eso la alabanza viene a ser la forma más amplia y perfecta de comunicarnos con el Padre celestial en Cristo, por el poder del Espíritu Santo. La alabanza es, igualmente, la petición más eficaz. No desplaza a las peticiones formales sobre las que Jesús insiste tan fuertemente en el Evangelio. Pero en su entraña, la alabanza se convierte en una petición implícita de sorprendente eficacia ante nuestro Padre. Le predispone, inclina inevitablemente su corazón hacia aquello por lo que le alabamos. Es como el niño que alaba la bondad de su Padre por sus regalos o porque le ha corregido paternalmente. El amor del Padre se sentirá conmovido por la sinceridad de su hijo y antes de que se las pida, llegarán a 67
sus manos las cosas que sabe necesitar y desea. Muchos problemas que parecían insolubles, se han resuelto por un método tan sencillo y poco usado de alabar a Dios por esas situaciones dolorosas que él permite en su designio salvífico sobre una persona. No exageramos cuando ponemos a la alabanza como la manera más rica de comunicarnos con Dios. Abarca todo el ser divino; toda la existencia humana; toda la creación con sus múltiples aspectos. Incluye, cuando es auténtica y profunda, todas las virtudes cristianas fundamentales, sobre todo el amor. La fórmula cuarta de la celebración eucarística es un compendio maravilloso de cuanto hemos intentado decir. "Si alguien pudiera mostrarle el camino más corto y más seguro para alcanzar toda la felicidad y toda la perfección, debería indicárselo para hacer de ello una regla de dar gracias y alabar a Dios por cada cosa que le suceda. Porque es cierto que cualquier aparente calamidad que le ocurra, si da las gracias y alaba a Dios por ello, se transformará en una bendición". d. La alabanza, corazón de nuestra oración continua La alabanza, como expresión práctica de una vida de oración consagrada, y constante, resume y engloba espontáneamente, por su misma naturaleza, todos los demás modos de orar. En ellos está presente; en algunos forma el núcleo fundamental de la comunión interpersonal con Dios. Mas, si la vida espiritual del cristiano se resume, en expresión ignaciana, en "alabar a Dios" practicándola, nos hallamos en el centro mismo de nuestro fin último; del objetivo 68
que el hombre debe perseguir en su trato con los demás, en su relación con las cosas, en todas y cada una de las manifestaciones de su vida. Toda la revelación nos afirma una y otra vez, en modos de expresión tan distintos como son los diversos géneros literarios, que la alabanza es el corazón de nuestras relaciones con Dios. Todo el Antiguo Testamento está unido por este hilo conductor: la misma narración de la creación primigenia; la familiaridad con Dios de los patriarcas, las ardientes expresiones y visiones de los profetas; la belleza de los salmos... Hay una constante invitación a alabara Dios porque sin la alabanza no hay respuesta satisfactoria al ser de Dios que se revela al hombre, ni a las obras salvíficas que les prodiga. Hay un corazón en el Antiguo Testamento, que se irradia constantemente en la Sagrada Escritura; en su centro más recóndito está la alabanza. El Nuevo Testamento continúa y profundiza esta senda abierta en el Antiguo. En el punto central de la esfera se halla Cristo Jesús enseñando con su vida y confirmándolo con su doctrina: La existencia de todos sus seguidores debe hallarse también imbuida totalmente de la alabanza y agradecimiento al Padre celestial. Alabanza y acción de gracias por su amor, por su perdón, por cuanto bueno nos prodiga incansable; por los mismos acontecimientos que, en su rostro de aparente olvido, muestran las huellas de una providencia oculta y bondadosa del que es siempre fiel en su amor. Si queremos vivir una vida de oración continua tenemos a la mano este modo que nos facilita increíblemente su práctica. Por eso ha sido el de mayor preferencia en la vida de los que anhelan vivir la 69
relación más honda y constante con Dios. No importa: será una alabanza que brota de un corazón ardiente por el amor; o salga, apenas formulada, de unos labios secos por la desolación. Lo importante es alabar siempre y en todo al Señor. Es él a quien nos dirigimos; es él quien capta la sinceridad gozosa o sufriente. La alabanza viene a ser "el desarrollo del compromiso libre, con que el hombre responde a la llamada de Dios". e. El amplio campo de la alabanza Quizá no haya modo de practicar la oración continua que pueda ser empleado en las circunstancias más diversas como el de alabanza. No hay aspecto de la vida humana, ni vicisitud por la que pueda pasar el hombre en que no tenga su puesto la alabanza. Dios mismo en la plenitud de su ser divino, en las relaciones de las personas de la Trinidad, en su actuar hacia afuera, en la creación y en el hombre puede ser tocado por la alabanza. El júbilo más puro y ardiente, el silencio más profundo, el diálogo más íntimo con Dios, es capaz de estar penetrado de una alabanza intensamente activa. Toda la Historia de la Salvación se halla surcada profundamente de esta oración. De maneras diversas los hombres se han acercado a Dios para alabarle en la complejidad de las situaciones por que discurre la vida. Sobre todo los salmos son la muestra más bella y emocionante de alabanza. Dios suscita en el corazón del hombre por deseo de su Espíritu, el deseo de alabarle y éste responde henchido de gozo o maltratado por un dolor purificante. Algunos de ellos totalmente; otros, en versos de júbilo y sana 70
exaltación, son una insistente invitación a alabar a Dios. Hoy el Señor está haciendo redescubrir a su Iglesia, de una manera más viva y consciente, este inmenso y bellísimo campo de oración continua: La alabanza. Son muchas las personas que viven su jornada en alabanza, a veces calladamente, con un corazón centrado en la adoración y acción de gracias; otras, con breves y ardientes expresiones que dirigen al Señor, como saetas templadas en el centro de un corazón enamorado de Dios. Hay, sin duda, aspectos especialmente aptos para ejercitar este modo de oración continua por la alabanza. Indicamos algunos, como una muestra de lo que puede ser la vida del cristiano decidido a comunicarse con el Señor que le invita a un diálogo de amor ininterrumpido. a) En los momentos que dejan más libre nuestra atención durante la jornada: Los hay abundantes: En las ocupaciones que, por su naturaleza, piden solamente una atención superficial de nuestra mente: conversaciones intrascendentes; programas de televisión que apenas nos interesan; el paseo que podemos dar para distraernos; conducir en sitios de muy poco tráfico y sin peligros imprevistos; cuando esperamos pacientemente en una consulta médica; cuando descansamos de nuestras tareas; cuando nos trasladamos de una parte a otra. b) En los tiempos de "consolación" espiritual: Es una palabra ya clásica en la vida del Espíritu. San Ignacio la emplea como resumen o denominador de 71
múltiples estados del alma: en ellos nos vemos llenos de paz, gozo, alegría que nos acercan al Señor. No es fácilmente sustituible por otra expresión moderna que compendie la pluralidad de situaciones espirituales. Puede haber un sustrato psicológico, pero se trata de un fenómeno que se halla manifiestamente en el campo sobrenatural. El aumento de fe, hasta invadir el campo psicológico y aun físico, entra por su propia naturaleza, en la consolación ignaciana. El alma percibe, de algún modo, que se trata de un estado anímico en el que actúa, más o menos intensamente el Señor. San Ignacio resume toda la gama, finamente matizada de la consolación en esta frase arcaica, pero llena de contenido: "Finalmente, llamo consolación todo aumento de esperanza, fe y caridad y toda alegría interna que llama y atrae a las cosas celestiales y a la propia salud de su ánima quietándola y pacificándola en su Creador y Señor" (E.E. 3,6). Pues bien, este es un campo privilegiado para recurrir a la oración continua por la alabanza. La situación interna, en que nos hallamos, la facilita. Las personas invitadas por el Señor a una comunicación íntima con él acuden, como por instinto, a esta oración en medio del gozo que el Espíritu de Jesús les regala. No se detienen en la satisfacción que proporciona la invasión de la consolación; se elevan a la fuente de todo gozo y alaban sencillamente con todo su ser al que tiene con ellas tan grande misericordia y amor. La presencia actuante del Espíritu eleva, hasta lo indecible, la alabanza que él mismo suscita y en la que se halla presente y orante en nosotros y con nosotros al Padre. 72
La facilidad que suele encontrarse en ella, marca la orientación total del corazón a Dios y alarga los tiempos en los que expresa su deseo de modos diversos. Abandonar, por pereza, esta gran oportunidad que la situación interna de gozo y la acción del Espíritu nos ofrece, es derrochar los tiempos más preciosos para alabar al Señor; cumplir con el fin que totaliza los objetivos particulares de nuestra vida espiritual. c) En los tiempos de "desolación" espiritual: Damos la vuelta para ver el reverso de la medalla. Desolación, como el mismo Ignacio de Loyola anota (E.E. 3, 7), es todo lo contrario: en el centro de toda desolación particular se halla la impresión de encontrarnos separados de Dios. Se trata, además, de situaciones internas que tienden a alejarnos del Señor. La doble alternancia consolación-desolación pretende efectos contrarios: unir, separar; acercar, alejar; llevarnos a una comunicación íntima con él, hundirnos en la soledad espiritual, llenarnos de Cristo y de sus dones, vaciarnos de él y llenarnos de nosotros mismos. La descripción que Ignacio nos hace, lo mismo que en la consolación, tiene matizaciones o aspectos particulares de un peculiar estado de ánimo. Este abarca cuanto de concreto se da de hecho en él. Al contrario que en el anterior, nos sentimos acaparados por la turbación, la tristeza, el desaliento, las tentaciones, que tienden a separarnos del Señor. De nuevo hay que notar: Los comienzos psicológicos que pueden existir, no son, por sí, desolación. Lo llegan a ser cuando nosotros, en las raíces del mal 73
que llevamos, o el espíritu del mal, nos hacen dar el paso a otro nivel: el espiritual. Y en él es donde intentan producir su efecto: desconfiar, separarnos, abandonarnos, abandonar al Señor. De nuevo, la parquedad de Ignacio ha atinado sabiamente con el resumen del estado de desolación espiritual: "Llamo desolación (...) oscuridad del alma, turbación en ella, moción a las cosas bajas y terrenas, inquietud de varias agitaciones y tentaciones, movimiento a desconfianza, sin esperanza, sin amor, hallándose toda perezosa, tibia, triste y como separada de su Criador y Señor" (E.L. 3. 7). Aquí entra, para intentar producir un efecto devastador, lo que tan unánimemente se formula como "sequedad espiritual" en la oración, comunicación con Dios. Desconocer estas diversas alternancias de situaciones espirituales y no saber la estrategia que ha de emplearse, es sumamente peligroso. No es del caso exponerlas ahora. Solamente queremos señalar dos cosas: primera, estar persuadidos de que la vida espiritual se halla bajo el signo de ambas. Dios las permite, pero no son de Dios. Segunda, acudir humilde y sencillamente a una persona profundamente espiritual, conocedora de los caminos del Señor y en la que encontremos, al menos, relativa facilidad, para orientarnos. Dios ha dispuesto y quiere la mediación de los hombres en su obra de salvación. Se entiende que no en cada caso, por insignificante que sea, hemos de recurrir a un consejero espiritual. Su misión más valiosa será irnos educando en el discernimiento de modo que podamos, por nosotros mismos, de un modo habitual, enfrentar con éxito espiritual tales situaciones. 74
La oración de alabanza se torna aquí especialmente difícil. Sin embargo, debemos acudir a ella con tanta generosidad como en tiempo de consolación. No pongamos como pretexto la incapacidad de sentir lo que decimos. Precisamente es un aspecto de la desolación en que nos hallamos inmersos. Alabemos, bendigamos y demos gracias a Dios en esta y por esta situación permitida por su providencia. No importa que sea una palabra que nuestros labios pronuncien. Como Jesús en Getsemaní. Es una alabanza al Padre y eso basta. Ni nos perturbe la incapacidad de decir una sola. Nos hallamos tan impedidos, como los labios de hablar cuando ha bajado profundamente la temperatura. Lo importante es el deseo del corazón y éste, sin duda, es suscitado por el Espíritu. No tengamos reparo en echar mano de un salmo; meternos en la piel del salmista angustiado, para hacer nuestras sus exclamaciones y quejas amorosas a Dios que permite nuestro sufrimiento interior. Es la confianza del hijo ante la que él se sonríe y con la que se agrada. La experiencia lo dice: estas alabanzas al Señor en la amargura y el dolor del espíritu, alivian la desolación; o, al menos, fortalecen, con la acción del Espíritu, nuestra vida. Hemos perdido demasiado tiempo en quejarnos amargamente de Dios, en vez de alabarle; reprocharle: "¿Qué he hecho yo para que me trates así?", en vez de tomar nuestro ser y ofrecérselo en alabanza y acción de gracias ante una situación que no comprendemos. No se nos ha dado penetrar el designio amoroso del Padre que permite situaciones desconcertantes; pero El sabe muy bien a dónde va y hacia dónde quiere llevarnos si se lo permitimos. 75
Es una gracia del Señor y la hemos de pedir, sobre todo, en tiempo de consolación: saber mantenernos firmes en su servicio y alabarle con el mismo corazón aunque no sea con el mismo gozo. d) En los tiempos agradables y desagradables de nuestra vida: No se confunde con los dos apartados anteriores. Aquellos se referían a las situaciones "espirituales" por las que vamos pasando alternativamente: consolación y desolación. Afectan directamente a nuestras relaciones con el Señor e influyen favorablemente con nuestro itinerario hacia la santificación. El punto que ahora indicamos se refiere a los aspectos psicológicos que pueden denominarse con los adjetivos generales de "agradables" y "desagradables". En esta formulación queremos incluir cuanto nos proporciona alegría, gozo, satisfacción, apertura del corazón, sosiego, paz, disfrute estético, relaciones sociales satisfactorias, amistad..., todo ese mundo inmenso y agradable en el que frecuentemente nos hallamos situados. No importa la causa, con tal de que se halle dentro de lo moral, o que venga suscitado por la belleza del arte; por la quietud de un hogar bien constituido... Las oportunidades de alabar al Señor que se nos ofrecen en este campo, son realmente muchas: la alegría de un triunfo, de una amistad compartida, de un problema resuelto, de la audición de un coro musical, de una sobremesa animada por un sano compañerismo, el gozo de un descanso frente a la naturaleza, de un hallazgo científico, de unos exámenes superados... Nada se excluye de cuanto produce en nosotros ese estado anímico de satisfacción y de agrado. 76
Entonces es hora de volvernos a Dios sencilla y sinceramente para alabar su nombre, glorificarle, darle gracias. No caemos en la trampa de cerrarnos sobre nosotros mismos y disfrutar a solas nuestra alegría. La compartimos con el Señor, de quien, en último término, viene. Elevamos a él nuestro corazón lleno de agradecimiento y lo expresamos en alabanza. No importa la sencillez infantil con que lo hacemos. Lo que llega a sus oídos e inunda de gozo su ser es la voz de sus hijos que comunican al Padre amado su gozo. Hablando al modo humano, Dios se solidariza con nosotros; "empatiza" con nuestro gozo, acepta regocijado nuestra alabanza y acción de gracias. Para él estas expresiones, habladas o silenciosas, son el signo de una entrega más profunda: la de todo nuestro ser que se da al amor de quien ha regalado a sus hijos momentos deliciosos. La virtualidad de la alabanza es sorprendente: no sólo nos transporta a otro nivel superior del mero goce y alegría, nos une al dador de todo bien; aumenta la satisfacción interior porque todo él se centra en el disfrute sano de que el Señor quiere y bendice. Frecuentemente, además, el Espíritu Santo eleva el nivel de nuestro goce al darle oportunidad de intervenir con la fuerza y la suavidad de su amor. Alabar al Señor en tiempos "agradables" no parece tan difícil. Sí lo es, si se hace desde el corazón, si se hace por El, si se hace de modo que suponga una muerte al "yo" desordenado. Más lo ha de ser en los tiempos "desagradables". Y éstos parecen invadir nuestras vidas: la enfermedad, la congoja, el temor, la depresión, el enfado, el dolor, el aprieto económico, el fracaso, el desempleo, la invalidez, la calumnia, la muerte... También 77
aquí tiene su puesto la exhortación de San Pablo: "No os aflijáis por nada, pero sean conocidas vuestras peticiones delante de Dios en toda oración y ruego, con acción de gracias y la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento, guardará vuestros corazones y vuestros pensamientos en Cristo Jesús" (Flp. 4, 6). El mirar solamente el lado bueno de toda situación es simplemente una manera peligrosa de tratar de escapar a la realidad de la situación misma. Alabar a Dios en todas las circunstancias no significa que cerremos los ojos a las dificultades. Cuando alabamos a Dios, le damos gracias por nuestra situación y no a pesar de ella. No estamos tratando de evitar nuestros dilemas, sino que más bien Jesucristo está mostrándonos una manera de vencerlos. Esto en nada se opone al empleo de los medios humanos que sean más eficaces; a\ contrario. Pero no es e\ único modo. Frecuentemente ambos, los medios humanos y el recurso a la alabanza se aunan y multiplican sus fuerzas. Y no pocas veces el Señor se complace en actuar por la alabanza de sus hijos. Existe una escala de alabanza y creo que todos, sin excepción ahora mismo, pueden comenzar a alabar a Dios cualquiera que sea la situación en que se encontraren. Para que nuestra alabanza alcance la perfección que Dios quiere en nosotros, debe estar libre de cualquier pensamiento de recompensa. La alabanza no es otra manera de regatear con Dios. No decimos: "Ahora que te hemos alabado en medio de esta situación confusa, sácanos de ella". 78
Alabar a Dios con un corazón puro significa que debemos dejar que Dios nos limpie de motivos impuros y de propósitos ocultos. Tenemos que experimentar la muerte al yo, de modo que podamos vivir de nuevo en Cristo con mente y espíritu renovados. La muerte al yo es un viaje progresivo, y se acelera por medio de la alabanza. Dios está llamándonos para que le alabemos, y la forma más elevada de alabanza es la que Pablo nos exhorta a ofrecer en Hebreos 15, 15: "Ofrezcamos siempre a Dios, por medio de él (Cristo), sacrificio de alabanza, es decir, el fruto de labios que confiesan su nombre". El sacrificio de alabanza se ofrece cuando todo es tinieblas alrededor nuestro. Es ofrecido por un corazón agobiado, a Dios, porque él es Padre y Señor. No creo sea posible alabar a Dios de esta manera, sin haber experimentado la efusión del Espíritu Santo. Al comenzar a alabarle, sea cual fuere el peldaño de la escalera en que nos encontremos, su Espíritu Santo comienza a llenar nuestro corazón más y más. La alabanza continuada a Dios significa una disminución constante del yo, y un aumento de la presencia de Cristo dentro de nosotros, hasta que, juntamente con Pedro, nos regocijemos con gozo indecible y lleno de gloria (M. Carothers). 4. Cualidades de la oración continua de alabanza Como toda oración, por más rudimentaria o elevada que sea, debe tener ciertas cualidades que la 79
constituyen en oración realmente. Hacen de ella una auténtica comunicación con el Padre, por Cristo, en el Espíritu Santo. a) Una oración sencilla: Se opone, por tanto, a lo complicado. Sensibilizados por una conciencia viva de la presencia de Dios, Creador y Padre nuestro, expresamos la intimidad religiosa en un lenguaje sencillo. No se trata de ingenuidad. Es el sentimiento filial de dirigirnos al Padre en amor y respeto profundos, pero con el encanto de lo que nace fresco en el corazón del que ama. Dialogamos con tono familiar, en expresiones sencillas ante el Dios inmenso. Eso es lo que desea. Un acercamiento que conserva la naturalidad del niño y la sinceridad de lo que brota al calor del Espíritu. Nos sentimos, conscientemente, insignificantes, y en nuestra pequenez no encontramos otro modo de expresarle nuestra admiración, alabanza, agradecimiento... b) Una oración espontánea: Se trata de la comunicación del hijo que se siente "amado" por el Padre en quien confía. Guiados por el Espíritu que alienta nuestra oración, nos presentamos ante Dios con el corazón rebosante. Estamos ante él sin máscaras. Por eso nos atrevemos a orar con palabras y expresiones que brotan, no de la superficie del yo, sino de la intimidad misteriosa de la persona, a impulsos del Espíritu que ora en nosotros. Abrimos, sin prejuicios, nuestro corazón. No es una oración prefabricada, pero tampoco lanza lo primero que viene a la mente y al corazón. Tratamos de alabar al Señor por ser quien es, por su ser infinito, por su poder, por su amor... Una idea sencilla puede bastar para encendernos y la expresamos en palabras cálidas en medio 80
de un clima interior de sosiego y de paz. No hay "formulismos", muerte de la oración verdadera. Si encontramos esto difícil al comienzo, el Espíritu de Jesús irá purificando nuestra oración hasta hacernos llegar a una profunda y auténtica espontaneidad. c) Es una oración íntima: Tratamos de ponernos en contacto con el Señor desde el fondo de nuestro ser. Nos hacemos conscientes a la realidad de que él está presente y actuante en lo más hondo del yo. Centramos nuestra persona toda en él y nos abrimos a la acción del Espíritu Santo para orar con él y en él al Padre por Cristo. Se trata de una entrega total. Oramos con toda nuestra capacidad, sin tensiones internas. Nos concentramos en paz, recogemos nuestras potencias con sosiego y las orientamos hacia el Señor en alabanza: "La medida de la sinceridad (y de la intimidad) de nuestra oración no es la emoción (aunque pueda entrar intensamente) sino la intención". Aun en ocasiones en que uno encuentra difícil orar, sin entusiasmo, puede orar sincera e íntimamente, dándole significado a sus palabras por el deseo de querer alabar con ellas al Señor profundamente, teniendo presente el fin que guía su oración árida y sin sabor. Este orar sin ocultas reservas interiores, sin disimulados bloqueos de miedo, con un ser totalmente abierto y orientado hacia el Señor, solamente tiene sentido "cuando uno está presente a lo que se dice aquí y ahora". Más aún no será posible a nuestra impotencia tocar esta cima: "hablara Dios desde lo más hondo del corazón, desde el mismo interior de nuestra vida". Solamente es posible en el poder del Espíritu de Cristo (Rm. 8, 14-16; 6, 28). Entonces no solamente "oramos a Dios, sino que oramos en Dios". XI
d) Una oración llena de amor, de paz, de alegría: No se trata de mirarnos a nosotros mismos egoísta y vanidosamente. Sería una cerrazón sobre sí. La vida de oración por la alabanza implica un clima interno de amor. No nos evadimos de la realidad, por más dura que sea. Situándonos en ella, aceptándola plenamente la enfrentamos también, y sobre todo, desde el amor en la alabanza. No existe potencia tan fuertemente constructiva como el amor. Ni se trata solamente de una atmósfera interna; queremos manifestar al Señor el amor que su Espíritu suscita en nosotros. Todo el influjo trinitario que se da en la oración de alabanza nos lanza hacia el amor. Y éste, cuando es auténtico, nos devuelve purificados a nuestros hermanos. Sentirse amado del Padre, y responder a esta llamada desde nuestra intimidad, suscita una paz tan pura y diáfana que no puede ser fruto sino del Espíritu. Es una paz de calidad tan peculiar, que sólo experimentándola somos capaces de distinguirla de todo otro tipo. Es un nuevo estar pacificados por dentro. Algo ha hecho irrupción en nosotros; es a la vez, seguridad en Dios, cercanía del Señor, un descanso amoroso en los brazos del Padre. Cuando se intensifica, todo el ser se siente inundado de esta atmósfera de quietud, y paz. Es un gozo íntimo, fruto del Espíritu. Anida en lo profundo del ser; también los sentimientos, en el sentido más puro de la expresión, toman parte activa. Este gozo del Señor y en él tiene mucho de contagioso; se transmite sin pretenderlo y se irradia hacia los demás cuando nos elevamos en alabanza hacia el Señor. 82
IV. La oración continua de "entrega a la voluntad del Padre"
1. El anhelo de cumplir la voluntad del Señor Cuando el corazón se ha entregado al Señor, se le han abierto las puertas más íntimas a su Espíritu. Más exactamente, se le da oportunidad para actuar con poder en nosotros. Manifiestamente, la misión del Espíritu Santo es llevarnos a Jesús, y, con Jesús al Padre. Hay un desprendimiento total en él, de terminar su acción en sí mismo. El Espíritu Santo, consecuentemente a su realidad más íntima y a su misión fundamental suscita en nosotros el deseo de agradar al Padre, de seguir los pasos de Jesús que vino a hacer la voluntad del Padre celestial. No nace de nosotros mismos este deseo. Nace en nosotros pero es suscitado por la fuerza del Espíritu de Jesús. Asimilarnos a El es nuestro destino definitivo y en ello se emplea el Espíritu, según la oportunidad que nosotros le damos. Es, sin duda, una gracia de la que nos debemos sentir profundamente agradecidos: el Señor toma la 83
iniciativa y hace nacer en nosotros el ansia de agradarle; de realizar el designio de salvación que tiene sobre cada uno. Tendemos a apropiárnosla. Nada más erróneo. Es obra, inicialmente, del Señor que la suscita y don suyo, aun en nuestra cooperación, porque la misma nos ayuda a decir nuestro "sí" a su deseo. Aquí es donde se instala esta preciosa manera de mantener una oración constante: Nuestra voluntad se halla penetrada profundamente de anhelo de realizar la voluntad de Dios. No queremos otra cosa. Es la aguja magnética que mira siempre hacia este punto cardinal de nuestra vida de relación con el Señor. Puede ser de una pureza mezclada con motivaciones espúreas, pero lo predominante a lo largo del día es el deseo que acapara nuestro corazón y da vida a nuestras obras, cualesquiera que sean. A medida que el Señor nos va purificando, se van acrisolando también nuestros motivos de obrar; se va aumentando la intensidad, hasta convertirse, como en los santos, en una brasa ardiente y refrescante, a la vez.
2. La manera de practicarlo: a. La mirada interior: La misma frecuencia de la mirada interior hacia este objetivo queda afectada y estalla, en expresiones conscientes de lo que domina el corazón y llena, como un clima íntimo, lo más profundo de nuestro ser. 84
Estos "respiros" del espíritu, como salida a tomar aire del que nada bajo el agua, tienen una gran importancia para mantener el clima y vivificar el deseo que el Señor ha suscitado. Nada más sencillo que las exclamaciones con que nos elevamos a El para afirmar nuestra actitud, para decirle, con la sencillez de un niño, que El es nuestra única vida; que su voluntad es el motivo dominante de nuestra existencia. Todo gira alrededor de este punto del círculo. Todo queda empapado y valorizado por este deseo de cumplir con la realidad más íntima de nuestro ser de "criaturas" y de "hijos" del Padre celestial. Nada nos asemeja más a Jesús y en nada más fundamental podemos abrirnos a la acción del Espíritu. b. Las oraciones vocales: Indudablemente, tienen un gran valor cuando responden a nuestro deseo íntimo de comunicarnos con el Señor y nacen de un corazón que le busca. Guardémonos de "minimizar" la oración vocal. Jesús la empleó y enseñó a orar a sus discípulos con la oración vocal más hermosa: "El Padrenuestro". La oración continua de entrega a la voluntad del Señor tiene, también, su expresión en las oraciones vocales. No pocas personas muestran preferencia por ellas. Ahí encuentran alimento espiritual para su vida; de este modo le manifiestan al Señor su deseo de realizar siempre y en todo su voluntad. En medio de esta oración se mueve el Espíritu Santo. El suscita el gusto y el deseo de practicarla. Muchos santos, agraciados con los más hermosos dones místicos, echaban mano con frecuencia de las oraciones voca85
les. Son nuestros mejores consejeros porque en ellos actuaba el Espíritu Santo con un poder maravilloso. La misma Virgen María manifestó y agradeció al Señor haber realizado en ella su voluntad con una oración vocal que la Iglesia ha tomado como el más hermoso modelo de oración de entrega al Señor después del Padrenuestro. Cualquier oración litúrgica de la Iglesia que tenga el sentido de donación a la voluntad del Padre celestial, puede servirnos para orar en la presencia del Señor y manifestarle nuestros más íntimos deseos. Podemos repetirlas, una y otra vez, como hacemos con el "Ave María" en el Rosario, con nuestro interior vuelto hacia el Padre. En estas formas de oración no se centra uno precisamente, en el contenido, sino en el hecho de desahogarse ante Jesús, ante Dios. De este modo se experimenta su presencia. Pero, se puede, en tranquilidad interior, seguir el contenido de la plegaria. El Espíritu que actúa desde dentro, va enseñando diversas maneras de vivificar las oraciones exteriores. Lo más precioso y medular es que en ellas "me manifiesto yo mismo ante el Señor y me vuelvo totalmente, incluido mi hablar con El". Los Salmos, la Liturgia, la piedad sencilla, colada a través de generaciones de almas profundamente amantes del Señor, han acumulado una riqueza inmensa de oraciones vocales que podemos utilizar de modos diversos para expresarle al Señor nuestro deseo de entregarnos a su voluntad. Esta donación de nosotros mismos en una oración marcadamente evangélica, nos introduce profundamente en la oración continua de alabanza por la entrega a la voluntad del Señor.
c. La expresión frecuente de nuestros deseos: Este clima interno del "deseo incondicional" de cumplir la voluntad divina, insustituible para una vida cristiana profunda y en crecimiento, se encuentra sólidamente reforzado por los tiempos fuertes en que se actúa de un modo consciente. Hay un primer estadio de elección u opción fundamental por Dios, por su voluntad, a ejemplo de Jesús. Se da un tercer estadio de una vida que late en lo íntimo del ser: consiste en la entrega que tiene su expresión en el deseo profundo de ser para la voluntad del Señor. Entre ambos, hay un segundo estadio que sirve de unión entre los dos: es la realización inmediata y concretizada del primero; la gestación y reforzamiento, a la vez, del segundo. A lo largo de nuestro día se nos ofrecen oportunidades hermosas de practicarlo, deexpresarle al Señor lo que global y definitivamente le hemos dicho en nuestra opción fundamental por su voluntad. El ofrecimiento de obras por la mañana, de gran importancia cuando se hace con plena conciencia de su sentido, es tomar en las manos todo nuestro ser, la vida que viviéremos ese día, con todas sus incidencias, tareas, problemas, gozos, opciones particulares y ofrecérselos con la intención de realizar en ellos su voluntad. La celebración eucarística en la que nos unimos, junto con la Iglesia, a Cristo que continúa actuando su voluntad de entrega por los hombres en el solo y exclusivo deseo del Padre. La oración o respuesta a la Palabra de Dios que hacemos en un rinconcito de nuestro tiempo; es dejarnos interrogar por la palabra que se nos dirige en la iluminación del
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Espíritu, cuya última finalidad es entregarnos al deseo del Padre celestial; moldearnos a imagen del Cristo, asediado por el anhelo de realizar, hasta el fin, la voluntad del que le envió. Son las llamadas interiores, no pocas veces, apremiantes a vivir más sincera y vitalmente el ideal de Jesús. El alma atenta al paso del amado, encontrará a lo largo de su jornada, oportunidades frecuentes para reiterarle al Señor su deseo. Son invitaciones discretas del Espíritu que actúa soberanamente en la intimidad del ser. Si damos la respuesta a que se nos mueve, no sólo repetimos, como si fuera nueva, la opción ya tomada; la reforzamos y purificamos con estas expresiones concretas. Al mismo tiempo, y esto es fundamental, vamos creando ese clima interno de un deseo constante que domina vivencialmente nuestra existencia. Estamos profundizando las bases de una oración constante en la que la manera de realizarla es; concretamente el dominio sincero del deseo más profundo de la vida de Jesús en nuestra existencia.Entonces podremos apropiarnos, con humildad, la definición del sentido de su vida, orientada constantemente hacía la voluntad del Padre. La repetición pacificante, sencilla, pero sincera, terminará en el regalo más apetecido: vivir en la presencia del Señor dominados por el mismo deseo que acaparó la existencia de Jesús en cada momento. 3. Las tentaciones contra esta oración continua: a. La pereza: La tentación contra este modo, tan sencillo y al alcance de todos, entra por un doble canal: La "pere88
za" nos sorprende. Se nos puede llegar a hacer monótono. Hasta podemos juzgarlo tan simple, que lo consideremos como de principiantes. Y, sin embargo, es un auténtico don del Espíritu. Es un modo sencillo de oración, pero en su sencillez es tan profundo, que la estrategia de los ejercicios espirituales de San Ignacio se enfoca hacia aquí: a aceptar y a vivir constantemente esta orientación de nuestra voluntad hacia el Señor. La "pereza" nos puede sorprender, porque se necesita una atención tranquila pero real sobre sí; se requiere un discernimiento que nos asegure la autenticidad de nuestro querer y, como un presupuesto indispensable, una entrega fundamental al Espíritu de Jesús; una decisión por El, que arranque de lo más íntimo de nuestro ser: del mismo corazón de nuestra personalidad. "Todo es del Señor y yo lo reconozco; todo se lo entrego y no anhelo otra cosa, que vivir en dependencia y amor de El". Esto sí que realiza al hombre hasta la entraña misma de sus más profundas y desconocidas aspiraciones. b. El cansancio: Otra tentación es la del "cansancio": Podemos argumentarnos, que basta con una opción fundamental por el Señor. Esto es muy pesado; no hay por qué revitalizar, por actos menudos, menos por una continuidad lo que ya hemos hecho de una vez por todas. Estamos enfrentados a las constantes que gobiernan la vida espiritual y a la dinámica del amor. Las constantes son: una vida de entrega al Señor, no renovada, va siendo absorbida por el desgaste espiritual, como el fuego no avivado, termina por apagarse. La permanencia y crecimiento en 89
esa voluntad de vivir la voluntad del Señor depende en gran parte de esa actuación consciente, unas veces implícita, pero real otras. Volvemos al comienzo: la vida de oración tiene una expresión privilegiada en el anhelo de realizar la voluntad divina. 4. Los frutos de esta oración: a. Vivir en la verdad: Cuando vivimos este clima de constante deseo de realizar la voluntad de Dios, vivimos, por lo mismo, en la verdad. Esta, fundamentalmente, es adecuar, plegar, conformar nuestro entendimiento con el de Dios. No hay dos verdades, la del hombre y la de Dios. El es la Verdad única (Jn. 14, 6). Todas las demás son partecitas de esta Realidad absoluta. La Verdad de Dios se identifica con su querer y éste es "participarnos su Ser divino". Realizar la voluntad de Dios, es llevar a cabo su plan de salvación, la salvación total sobre nosotros. Cuando el cristiano acepta y anhela cumplir lo que Dios tiene en su designio salvífico, no sólo se adhiere a su querer, entra también en el ámbito de su Verdad. Todo su ser, en su entendimiento y voluntad, se ve unificado íntimamente en el núcleo más profundo de unidad: Dios. Por eso, no debe sorprendernos que desear auténticamente cumplir la voluntad de Dios, vivir este clima de oración, constante reafirmación del anhelo profundo del ser, pacifique extraordinariamente al hombre en su más honda intimidad. El sosiego contagioso, la tranquilidad, que sobrepasa a un mero 90
reposo y equilibrio psicológico de quienes viven esta oración, es un fruto nacido en este árbol de la vida. No deseamos otra cosa que vivir la vida de Jesús entregada a cumplir la voluntad del Padre. Este anhelo profundo y constante, atrae y adhiere a sí los sentimientos; y ellos refuerzan el deseo de la voluntad. Va captando, por otra parte, el entendimiento mismo que valora como el bien supremo, realizar lo que Dios tiene de más valioso para el hombre. Esta unificación que toca lo más íntimo del ser en el hombre, es la fuente más limpia y abundante de su felicidad. Nos vemos enriquecidos por realidades que antes nos parecían casi imposible conseguir. Todo nuestro mundo se transforma: lo más ordinario y lo más extraordinario. Lo vemos a una sola luz: la luz clara, intensa, la única que ilumina y calienta: realizar la voluntad de Dios. Cuanto emprendemos, cuanto nos acaece, cuanto pensamos y queremos, va orientado por esta visión unificante. No hay dicotomía en nuestro interior; le cerramos la puerta al desgarramiento que producen dos voluntades en colisión. Somos felices, aun en medio de las pruebas más purificantes. Es la acción del Espíritu de Jesús quien ha operado este prodigio. Porque no somos capaces, por nosotros, de vivir esta oración constante de querer seguir en todo la voluntad divina. Vivimos en la verdad, nos unificamos en lo más íntimo y nos hallamos en el dominio de un crecimiento espiritual verdadero. Ciertamente la vida de oración en el m o d o que se ha propuesto no es el remedio a todos los males. Pero, sin duda alguna, sus beneficios son m á s aban91
donantes de lo que parece puede aportar algo tan sencillo y aun simple. b. Las relaciones interpersonales: Hay una realidad en nuestras vidas en donde se acumulan, especialmente, las dificultades, las tensiones, los problemas y,consiguientemente, la infelicidad: temores, miedos, angustias, resentimientos... Toda una gama de heridas interiores que necesitan ser aliviadas y aun sanadas. Se trata de nuestras relaciones interpersonales: aun del mundo familiary el de las comunidades religiosas. Un ejemplo bien ordinario y frecuente. Tomemos el caso de un testimonio: "Procedo de una familia de abogados. Mi abuelo, mi padre, me habían precedido en el ejercicio. Nuestro solo apellido atraía clientes sin propaganda. Me casé. Tengo tres hijas y un hijo. Este acabó su bachillerato no muy brillantemente. Y emprendió la carrera de leyes. Procuraba darme gusto. Estudiaba. Cada vez que llegaban a casa las notas de los exámenes había "broncas" en casa. No me satisfacían por más que le hubieran costado horas de esfuerzo. Yo ambicionaba las mejores calificaciones. Y venía la comparación conmigo, con sus antepasados, con sus hermanas. Me desazonaba; le hería profundamente. Todo el hogar se resentía. Mi enfado duraba días y aun semanas enteras. Creo que en ese tiempo huían todos de mí; me temían. Eran períodos de crisis que yo terco, irresponsablemente hacía surgir de la nada. No aceptaba el que mi hijo, sin cualidades especiales para el estudio, se contentara con notas que empobrecían la brillante lista de familia. 92
Mi orgullo estaba en juego. Desde aquí medía todo. Yo era el primero en pagar las consecuencias. Y la pobre familia... Más tarde Dios me enseñó a superar este problema que, de haber continuado, hubiera dado al traste con las relaciones familiares". El egoísmo de una persona enturbiaba la armonía de toda una familia. Cuando, poco a poco, fue aceptando la realidad de su hijo, su comportamiento comenzó a cambiar. Convertido al Señor, cayó en la cuenta de que entraba en la providencia divina este asunto. Como niño de escuela, fue repitiendo, a contrapelo de sus sentimientos: "Sí, padre". Creció espiritualmente -y lo que en un principio era una aceptación dolorosa y en fe, se fue convirtiendo en una oración repetida: abarcaba las complejas situaciones de su vida y de sus días. Su mundo interno se pacificó; la paz de Cristo tomó posesión de él. Ahora se sentía otro. Sabía que Dios tenía su plan de salvación para él y para su hijo; no escapaba a sus designios esta realidad turbadora antes raíz de una convivencia llena de temor, de disgustos y mutuos recelos. Cuanto más se adentraba en la vida de oración, más se moldeaba su carácter y caminaba por la mansedumbre de Cristo. Las relaciones familiares se vieron profundamente afectadas. Ya no era el temor a sus ataques de ira y mal humor. Era el compartir todos la vida de todos con sus éxitos y fracasos y el reinado del amor que hacía ligero cualquier problema e invitaba a la mutua ayuda. Ya no había dos voluntades que se entrecruzaban y competían. Era una sola, la de Dios, compartida por el padre de familia en su interior. La vida de oración que creaba y hacía denso este clima de aceptación del plan divino, habíacon93
tribuido a resolver las tensas relaciones interpersonales de la familia. Aun psicológicamente es una conclusión sin respuesta. Cuando mi voluntad desea una cosa y se encuentra en el camino con otra que se le opone, trato de enfrentarla y vencerla. Yo me busco a mí mismo. Dios me busca para mejorarme, elevarme darme la vida, la felicidad. Esta debe ser la norma primera de mi vida, en cualquiera de las particularidades en que se desintegra. ¿La acepto? Termina la tensión y la lucha; se acaba la infelicidad de intentar someter un plan que es el que debe prevalecer, sin conseguirlo. Mucho tiene que decirnos sobre esto nuestra vida pasada y las luchas que los mismos santos sostuvieron. Y, ordinariamente, las consecuencias no se quedan en nosotros; envuelven a cuantos nos rodean para hacerlos partícipes de los propios sufrimientos. Esta vida de oración, de vivir en profunda intimidad y constancia la voluntad de Dios tiene una repercusión social mucho más amplia de lo que podríamos sospechar. Quizás esté aquí, en buena parte, la solución a tantos problemas de relaciones interpersonales que confrontamos. Hagamos la prueba bajo la guía y el poder del Espíritu del Señor. 5. La comprensión del "misterio de Cristo" en la oración continua de entrega a la voluntad de Dios Vivir en la presencia del Señor en esta vida de oración, introducidos en su intimidad constantemente, produce efectos maravillosos. No se da sola94
mente una comunicación íntima, de una relación de amistad más allá de cuanto en lo humano conocemos. La comunicación prevalente es la de una paternidad infinita que anhela estar actuante y presente al Hijo amado, sobre toda ponderación y medida. Esta presencia que se intensifica a medida que nosotros, con la fuerza del Espíritu, respondemos a la invitación del Padre, nos va introduciendo en el misterio divino. Vamos tomando experiencia, cada vez más clara e intensa de lo que es el amor de la Trinidad hacia nosotros; vamos descubriendo su vida en aspectos que se nos mantenían ocultos por nuestra negativa a abrirnos al Señor. Se da en el alma la realidad que Jesús manifestaba respecto de sus discípulos: "Ya no os llamaré siervos, porque el siervo no conoce lo que hace su Señor, vosotros sois mis amigos porque os he descubierto todo lo que aprendí de mi Padre" (Jn. 15, 14-15). Podemos aplicarnos, discretamente, lo que San Juan afirma del Verbo: "A Dios nadie lo vio jamás; El Hijo único, el mismo Dios, que está en el seno del Padre, Ese nos lo ha dado a conocer" (Jn. 1,18). La intimidad perenne y esencial del Padre y del Hijo, capacitan al Verbo hecho carne para que sea el único que pueda revelar al hombre el misterio divino. El ha visto, penetrado y vivido al ser mismo de la divinidad; él conoce exhaustivamente la intimidad del Padre; por eso, sólo él puede ser la revelación definitiva de Dios. Podemos hacer una trasposición a nosotros. Tomada, nada más, que como una analogía o semejan95
za pero real, nos sitúa en la misma línea infinitamente inferior, del Hijo respecto del Padre celestial. Nuestra intimidad con El se da a través de Cristo Jesús, por el poder del Espíritu: "Nadie va al Padre sino por mí" (Jn. 14, 6). "Ninguno conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quisiera revelar". En la vivencia profunda de esta presencia divina Jesús nos va asimilando a El, por la acción del Espíritu al que nos abrimos. No es sólo una presencia mutua, ya en sí misma, una realidad hermosa. Es una presencia activa en la que Jesús nos comunica de lo suyo: conocer al Padre: "En esto está la vida eterna en que te conozcan a ti, Dios verdadero, y a tu enviado, Jesucristo" (Jn. 17, 3). Conocerlo vivencialmente en su relación hacia nosotros. Esta introducción en su misterio en el que nos sumerge el Señor a lo largo de esta vida de oración, de atención profunda a su presencia, le da a nuestro conocimiento vivencial las características que tenía cuanto los apóstoles habían vivido, una vez que fueron esclarecidos en Pentecostés: La profunda convicción y el testimonio transformante: "Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos. Lo que hemos mirado y nuestras manos han palpado acerca del Verbo que es Vida. La Vida se dio a conocer, lo hemos visto y somos testigos y les anunciamos la Vida Eterna" (1 Jn. 1,2). Juan repite una y otra vez, lo que le ha impresionado y ha quedado grabado a fuego en su interior. La experiencia de Jesús, de su presencia, ha llegado a formar en él una convicción tan profunda, que intenta cumunicárnosla del modo peculiar de su estilo: la repetición de las ideas que 96
giran alrededor de un núcleo fundamental. Se halla tan íntimamente persuadido de la verdad de Jesús Salvador, de su misericordia, de su obediencia al Padre, de su amor para con todos... La realidad vivida por él es así y Jesús no es de otra manera. Esta convicción es un fruto sumamente apreciable de la vida de oración constante de la entrega a su voluntad. Es una fe, pero con raíces que llegan a la intimidad de la persona. Ella persiste, por más que la tribulación parezca haberla entibiado. Está al abrigo de la duda, y aunque ésta pueda asaltarnos, se queda en la periferia del entendimiento. "Lo he vivido"; "conozco a Dios de un modo que supera toda explicación". La "convicción" de Dios, vivida en Jesús, da un tono hondamente persuasivo a la palabra: El Espíritu del Señor, que ha introducido al alma en esta oración parece prolongar su acción. Por eso, oír a una persona que lleva en sí constantemente el deseo por la voluntad del Señor, nos pone fuertemente en contacto con la gracia: Nos urge, nos despierta, nos fortalece, nos inflama. La oración de vida, en esta manera de atención a la presencia del Señor, nos convierte en testigos de Jesús. Se realiza en nosotros su promesa a los apóstoles: "Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros y seréis mis testigos..." (Hch. 1, 7). Este modo de oración no se puede realizar si no es a impulsos del Espíritu. El lo suscita, lo continúa, lo perfecciona. Supone una efusión del mismo sobre la persona. Será perceptible o no, pero él ha actuado en lo más íntimo del hombre y él, también, le convierte en testigo de Jesús.
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V. La oración continua de la "pobreza espiritual"
Testimonio "Aquella noche no pude dormir bien, por más que hubiera intentado despejar mi mente de insistentes pensamientos. Dentro de una semana se vencía el plazo de la casa que teníamos en alquiler, y no sabíamos de dónde nos llegaría el dinero para pagarlo. El día anterior el gerente de la fábrica donde trabajaba había expuesto la necesidad de despido temporal a buena parte de la planilla de obreros. Yo era de los últimos que me había colocado. ¿Me tocaría a mí estar en paro forzoso durante meses? Todavía más preocupaciones: nuestro hijo Pedro, de once años, estaba en grave peligro de ser expulsado del Colegio. Era la tercera vez que me llamaba el director. La conducta del muchacho estaba siendo un obstáculo para la buena marcha de la clase. No parecía que estuviera dispuesto a corregirse como se le pedía, para poder continuar. Por ser hijo de una familia modesta y por sus notas sobresalientes, me habían concedido pagar solamente media pensión 99
hacía tres años. Pero el chico se estaba torciendo y todo parecía venirse abajo. Desde hacía años acostumbraba hacer media hora de oración antes de irme al trabajo. No me parecía gran cosa robarle ese tiempo al descanso para dedicárselo a Dios. Un poco autodidacta, comencé a introducirme por los campos de la contemplación. Me ponía sencillamente, como un doctrino, en la presencia del Señor, tomaba la Biblia y comenzaba a leer uno de mis pasajes favoritos. Confieso que Dios fue extremadamente generoso conmigo. El me iba introduciendo en la oración paso a paso. Había versículos, aun palabras que me tocaban muy profundamente. Y ahí me detenía rumiando, reflexionando, y más que nada, alabándolo, expresándole mi agradecimiento y amor a mi manera. Este rato de oración era para mí espíritu, tan refrescante y pacificador, como la brisa limpia de la mañana. Era mi alimento espiritual. El contacto sencillo, confiado, filial con Dios me fortalecía mucho más de lo que hubiera podido imaginar. Y el trabajo del día se desarrollaba ilusionado, lleno de optimismo y eficiente. Pero aquel día me sentía impotente. Una turba de pensamientos, como aves importunas, revoloteaban en mi interior. No podía tranquilizarme. Intenté orar como otras veces.No fue posible. Me veía tan insignificante y desvalido... No podía dominar la situación. Forcejeé cuanto pude, como si orar fuera cuestión de puños o de una voluntad que se empeña tercamente hasta conseguir lo que desea. Me di por vencido. Tomé un libro distractivo y dejé mi oración en paz. Ahora veo claramente que me falló, no la intención, sino la pedagogía. Era 100
nuevo en estas lides y no supe cómo orar en una situación a la que quise imponer el método que me había servido en otras de tranquilidad y sosiego interior". 1. Sentido de la "pobreza espiritual" Este es un caso entre tantos. Las circunstancias y situaciones físicas o interiores en que podemos encontrarnos son muchas. Es un error querer aplicar la misma manera de relacionarnos con Dios en todas ellas. Si estuviéramos atentos a la acción del Espíritu en nosotros, llegaríamos a percibir los toques sutiles con que nos va guiando hacia el Señor. Si conociéramos más la doctrina y la práctica de los santos y de los maestros de vida espiritual, nos sorprendería la multitud de recursos que han utilizado y que ponen en nuestras manos para orar en todo tiempo y circunstancia. El Padre celestial desea que sus hijos se relacionen con él siempre, en esa intimidad de hijos, no en el temor de siervos. Conoce muy bien que existen modos diversos de diálogo, como en una familia bien constituida entre padres e hijos. Si permite que nos asalten circunstancias tan diversas y que afectan profundamente nuestro ser, también nos ha equipado con maneras variadísimas de relacionarnos con El. Ama, respeta y quiere que tengamos en cuenta la psicología y las incidencias de la vida que la conmueven. Al fin, él la ha creado. No es un adorno superfluo, sino un don que ha de ser conocido y utilizado, aun, y sobre todo, en el trato filial con El. Es fundamental en la vida del hombre, porque es unaconse101
cuencia de la vida divina que participamos y en la que nos sumerge. La situación de dominio interior por las distracciones, entra en el apartado que,convencionalmente, designamos como "pobreza espiritual". Es una fórmula que abarca multitud de casos de una misma realidad de "pobreza": Problemas de toda índole; temores, miedos, angustias, turbaciones profundas; el inmenso mundo de las enfermedades físicas; las deficiencias, las faltas, los pecados... Todo lo que nos hace vernos o sentirnos limitados, impotentes en nosotros mismos, necesitados especialmente de la fuerza y poder del Señor. Esta manera de ejercitar la vida de oración, si se tienen en cuenta los aspectos que puede abarcar, no es sola ni principalmente un recurso psicológico que, de por sí, concentra y sosiega el espíritu. Es, ante todo, un medio que, con los elementos naturales en juego, se centra en la acción del poder y del amor del Espíritu Santo. Tan importante nos parece su empleo, que toca nada menos, lo más profundo y esencial de la vida espiritual. Es una verdad que la salvación, es decir, la vida de gracia, la vida en el Espíritu, el crecimiento en Cristo Jesús, la entrega cristiana a los demás, toda la gama más variada de virtudes, es un "misterio de pobreza". El pecado es "la pobreza radical del hombre", porque destruye la doble dimensión humana: la comunión con Dios y con sus hermanos. El reconocimiento de ese pecado, su detestación, la confiada entrega al Padre de toda bondad, la confesión de la propia limitación e infidelidad, al mismo tiempo que nos sitúa en la pobreza espiritual, nos introduce en la 102
verdadera riqueza y realización. Traspasamos las barreras de nosotros mismos, tan inmersos en el egoísmo, cuando a impulsos del Espíritu, nos colocamos en actitud de "pobres" ante el Señor. Renunciamos a nuestras suficiencias, que tiránicamente nos dominan cuando ponemos el centro de interés fuera de los valores del Reino. Nos desprendemos de nosotros mismos y de las diversas formas que constituimos en riqueza inalienable. Por eso, la vida de oración en esta modalidad de "pobreza espiritual" viene a ser una clave de bóveda que sostiene y da solidez al edificio cristiano. 2. La Revelación y la oración de "pobreza espiritual" La revelación está totalmente empapada de tal manera de orar. La vida de los grandes orantes del Antiguo Testamento: Moisés, Jeremías, los autores de los Salmos, por ejemplo, tenían en sus labios constantemente esta oración. Jesús mismo, fue el gran modelo de la oración de "pobreza espiritual". La salvación es la obra de un "pobre", del "pobre" por excelencia. No sólo por haber nacido pobremente y haber vivido de un modo frugal, sino, sobre todo, porque la mayor "pobreza" material y espiritual se consumó en la cruz: El abandono aparente de Dios, le lleva a una humilde aceptación; la súplica desgarradora al Padre amado, nos descubre la hondura del clima espiritual de "pobreza" en que vivía. "La Pascua es el misterio de la glorificación de la pobreza y por la pobreza y ésta es la razón de que ella manifieste al mundo la locura del amor del Padre, al 103
mismo tiempo que la "eminente dignidad de los pobres" (Teilhard de Chardin). Este es el modelo que todo cristiano, con más razón cuantos quieren vivir la oración de la pobreza espiritual, han de tener presente para aprender a vivirla. San Pablo al exhortar a sus cristianos a procurarse un "corazón pobre" les pone delante con trazos muy vigorosos al Cristo Pascual: "Tened los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, quien existiendo en la forma de Dios, no reputó, codiciable tesoro, mantenerse igual a Dios, antes se anonadó; tomando la forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres; y en condición de hombre se humilló, hecho obediente hasta la muerte, y muerte de Cruz; por lo cual Dios le exaltó, y le otorgó un nombre sobre todo nombre, para que al nombre de Jesús doble la rodilla cuanto hay en los cielos, en la tierra y en los abismos, y toda lengua confiese que Cristo es Señor para gloria de Dios Padre (Flp. 2, 5-11). Estos dos tiempos —divino y humano— del misterio de abatimiento de Cristo confluyen en un punto: El misterio de "pobreza" despojo de sí, es la renuncia a la invasión de su ser humano por las prerrogativas de su divinidad; comparte la condición de la humanidad pecadora en todo menos en el pecado. Se pone en situación de pobreza radical "ya que en su misterio eterno es apertura al Padre", "pobreza de sí". Y lo realiza de la manera más realista posible en los grandes momentos de su existencia: en 104
su pasión y en su muerte. Entonces Jesús es uno de esos hombres de cuerpo triturado por el dolor, de espíritu abatido por la desolación y el abandono de todos; de corazón desgarrado por los pecados de los hombres que asume como propios. "En carne semejante a la del pecado" (Rm. 8, 3). Y en esas circunstancias irrepetibles es donde Jesús acude con una intensidad desbordante a la oración que entonces le era posible: la oración de "pobreza espiritual". 3. La persuasión de Dios, "Padre nuestro", en la oración de "Pobreza espiritual" En todas las modalidades en la vida de oración, tiene importancia capital la persuasión de una realidad que viene a ser el centro de la vida cristiana. Sobre todo en la oración de pobreza espiritual es indispensable para que ésta sea algo vital en nosotros. No es difícil para el creyente persuadirse de la trascendencia de Dios: Dios que nos sobrepasa infinitamente; Dios que lo llena todo con la inmensidad de su presencia; Dios que está, indescriptiblemente, más allá de cuanto bueno podamos afirmar de él, Dios Creador de toda realidad existente... Tenemos nuestros reparos inconscientes al otro aspecto de su ser: la "inmanencia". Y si la admitimos, sin vacilar, le añadimos, en la práctica, un ¡pero!, guardamos ocultas celosamente nuestras reservas: Dios, Padre nuestro habita en lo más profundo de nuestro ser. La expresión agustiniana nos resulta aceptable por lo hermosa, pero nuestra inteligencia da su juicio callado, y, sin darnos cuenta la 105
vemos, demasiado maravillosa para ser real. "Lo más íntimo del hombre no es él mismo, sino Dios que habita en nuestra profunda intimidad". Dios, verdaderamente habita, vive en nosotros; nos invade con su amor, se complace infinitamente en sus hijos. Así, sin atenuantes, en sus hijos a quienes, para serlo, hace participantes de su ser divino, por su Hijo Jesús, y a imitación del mismo, por la fuerza de su Espíritu. "Examinado desde nuestra tierra, semejante amor nos corta el aliento; va más allá de nuestra imaginación, por atrevida que sea, y nos fuerza a comprender que Dios nos ama incluyendo el mismo milagro" (Card. Suenens). Con la persuasión de la inmanencia en nosotros del Padre de las misericordias, nos sentimos libres para acercarnos a él, con nuestra carga de limitaciones, problemas, turbaciones, debilidades, pecados. En él vemos al que Cristo quiso retratarnos en la Parábola del hijo pródigo; le vemos a él mismo que nos animó con ternura a llegarnos a su corazón, siempre listo para acogernos, perdonarnos, liberarnos: "Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados y yo os daré descanso" (Mt. 11, 28). Esta persuasión más que un presupuesto, es una condición sin la que difícilmente se puede llegar a la oración de "pobreza espiritual"; menos perseverar en ella. Estar persuadidos del amor de este Dios maravilloso que nos habita, es un don del Espíritu, al que la misma oración nos puede disponer. 4. Pasos en la oración de "Pobreza espiritual" Señalar los pasos de esta manera de orar constantemente es hablar un poco al azar. Es el Espíritu 106
quien guía y no podemos trazar una senda, so pena de vernos sorprendidos por su actuación. Lo que para unos será lo primero, para otros estará en último lugar. No obstante, cabe indicar puntos peculiares; algo así como orientaciones por donde suele discurrir la actividad de la persona y la acción habitual del Espíritu Santo. a. Ofrecer: Nuestra reacción instintiva, inmediata, ante el dolor es rehuirlo. El dolor físico, cuando es intenso, acapara nuestra atención; la energía se ve empujada a orientarse y volcarse sobre el sufrimiento y su causa. Las heridas interiores que hemos recibido por fracasos, incomprensiones, falta de amor.., suscitan el sentimiento de temor,angustia, rencor... Nuestras faltas y pecados nos desalientan, tienden a alejarnos aún de Dios para encerranos en la propia culpabilidad o el temor del Padre ofendido. Frecuentemente somos tan sensibles a estos sentimientos inmediatos que nos dejamos llevar, nos sumergimos en ellos para empeorar nuestra situación. Fracasé en los exámenes, me insultaron y humillaron públicamente, quedó patente mi imprudencia y falta de amor cuando herí tan torpemente a aquella persona... Y la imaginación, empujada por el sentimiento, se enfrasca y revive, agrandándolo, el hecho, las circunstancias, los efectos. Entonces, precisamente es la hora de practicar esta oración de pobreza. No se trata de sentir que Dios, realmente es Padre amoroso que desea ayudarnos, curarnos, perdonarnos. Nos será difícil. Es además, una gracia del Espíritu. No está en mis manos hacer surgir el sentimiento del a m o r del Se107
ñor, tener la percepción de su bondad, ahora que lo necesito. Nos dejamos cautivar, más de una vez, por el clima morboso que tiende a crearse en nuestro interior cuando algo desagradable nos afecta profundamente. Entonces hemos de tomar sencillamente esa dura realidad que nos hace sufrir para ofrecerla al Señor. Hemos de ser suficientemente atrevidos para realizarlo por más que nos parezca ser un ofrecimiento ficticio. Hacemos lo que podemos. Cristo nos enseñó, con su ejemplo en Getsemaní y en la cruz: (Le. 22, 42; Mt, 27, 46). Más allá del sentimiento que nos atormenta, está nuestra voluntad y la acción del Espíritu que viene en nuestra ayuda. Oramos intensamente cuando actuamos en fe. Es la oración más sorprendente, porque no tiene otra motivación que el amor del Padre, ni tiene otro punto de apoyo que su Palabra: Nos apoyamos en lo que somos: "hijos de Dios"; y en la propia realidad divina: Dios es nuestro Padre, lleno de amor; de infinita paciencia y comprensión; preocupado de nosotros como si cada uno fuéramos seres únicos en el universo. No nos sintamos retraídos por el modo: unas veces será repetir la oración de Jesús en el Huerto o en la Cruz; otras, una exclamación; muchas veces nos sentiremos tan fatigados física o espiritualmente que nuestro ofrecimiento tendrá que reducirse a una simple elevación de corazón. Este es el caso de muchos enfermos, imposibilitados por el dolor, la preocupación, el temor... No podemos ir más allá. Ni debemos siquiera. Esa mirada del corazón hacia Dios que anhela expresarle toda su situación, es una oración profundamente amorosa, desprendida... Ojalá todos aprendiéramos a vi108
virla, aun en las circunstancias normales de nuestra vida. Tiene frecuentemente un efecto pacificante maravilloso. Es un don para el cuerpo y para el alma. Dios sabe muy bien interpretar ese signo de amor y de entrega de su hijo. Lo acepta y responde siempre a este ofrecimiento que, a la vez, se convierte en una poderosa súplica filial. No hay métodos estereotipados. Cada uno puede inventarse los suyos. Lo importante es que sean modos sencillos, espontáneos, llenos de sinceridad y de amor, aunque solamente los vivamos en fe. No hemos de inquietarnos porque al priniepio nos resulten un tanto estudiados y hasta nos parezcan ficticios. Eso es lo aparente. La realidad es muy distinta. Son como surtidores que parecen haber sido colocados artificialmente por el hombre; en realidad brotan pujantes de las entrañas de la tierra. En este ofrecimiento de nuestra pobreza espiritual nos guiará, muchas veces, nuestra peculiar psicología. No será, de ordinario, lo mismo en el hombre que en la mujer; ni en la persona inclinada a la contemplación que en la atraída fuertemente por la acción. Al fin, cada uno es distinto en la semejanza e igualdad fundamental del ser humano. Oramos como somos y el orar, a su vez, nos va trasformando, sin arrebatarnos nada de lo bueno y fundamental que hay en nosotros. Nos personaliza y realiza de un modo increíble. Nos moldea, nos transforma; aun personas que han conocido nuestro modo de actuar, se sorprenden y admiran. Se repite en nosotros el caso de San Ignacio de Loyola: Su carácter iracundo se fue atenuando de modo que llegó a vivir sinceramente la mansedumbre de Cristo. 109
Pero también, y esto es lo más importante, nuestro ofrecimiento al Señor, como quiera que lo expresemos: en oración gozosa, en insinuación, en mirada del corazón... está guiado por la acción del Espíritu en nosotros. En él y con él oramos. Esta realidad maravillosa, tan poco enseñada al pueblo de Dios, es el fundamento más sólido, y, al mismo tiempo, la garantía máxima de la bondad y eficacia de nuestra vida de oración en pobreza espiritual. Por eso nos atrevemos a acercarnos al Padre de las misericordias y esperamos de él que acepte aun nuestros mismos pecados. /;. La fe y el juego de la imaginación: Es muy importante acercarse a este modo de oración constante en un clima interior de fe en su presencia y en su amor: no se trata de imaginarse una realidad inexistente. Es actualizar en nosotros lo que vive en el centro más íntimo de nuestro ser. La garantía de su Palabra nos basta. En ella descansamos y somos felices; estamos persuadidos, aunque la tentación de la duda nos asalte. Este acto de fe que podemos expresar en palabras o afirmarlo en el silencio profundo del alma, nos dispone muy eficazmente para entregarnos en amor confiado al "Padre de los pobres". Es abrir nuestro interior a la acción del Espíritu del Señor. Podemos ir más allá. Es un recurso que algunos tienen reparos en usar. No estamos de acuerdo. Se trata de imaginarnos al Señor presente, de un modo especial, en aquello que necesita ser curado, aliviado, confortado, perdonado...: En la parte de nuestro cuerpo enfermo, en el sentimiento de nuestro espíri110
tu que nos atormenta, en nuestra voluntad que nos desalienta... No es una imaginación de pasatiempo, enfermiza, sin fundamento. La vida de Dios se extiende como una atmósfera cálida, gozosa sobre toda la creación. El vive en cuantos no le rechazan, con una vida nueva, transformante, divinizante. Esa vida invade toda la persona, no se repliega en un rincón, aunque tenga su asiento más oculto en la intimidad más honda de la persona. Esa vida, infinitamente poderosa y llena de amor, siempre está dispuesta a actuar, aun maravillosamente. Estamos en el misterio de la acción de Dios por su Espíritu. El se reserva, conforme a su plan de salvación sobre cada uno, el modo y i:l tiempo. Pero estemos muy conscientes de esta realidad. El poder de esta vida, capaz de volver los muertos a la existencia, siempre está a punto para actuar, si el hombre se lo permite. Dios Padre, en Cristo se pone a nuestra disposición. El clamor de sus hijos hace de excitador de esta vida de luz y de amor, como abrir el conmutador hace que la energía eléctrica actúe sobre el bombillo y se enciendan sus filamentos para alumbrar. Es una condición, para que se produzca el efecto de una realidad siempre actuante: la electricidad. En nuestra pobreza tenemos que poner esa condición: servir de excitadores de la vida de Dios en nosotros. Y una de ellas es esa viva y pacificante imaginación del Señor presente en todo nuestro ser, pero con una vida que ahora se hace especialmente activa allí donde nosotros necesitamos de su poder sanador. Esta imaginación tan bienhechora ha de hacerse sin tensión, sin esfuerzo interior; en un clima interno de paz y de sosiego. Debe preceder o darse al mismo tiempo que hacemos nuestro ofrecimiento. Este, 111
en fuerza de una vida que actúa, se convierte en un modo de curación, de alivio, de consuelo, de fortaleza, de liberación... No caigamos en la tentación de verlo como una puerilidad. Los santos, de un modo o de otro, echaban mano de ello y lo aconsejan. Hay muchas personas que lo utilizan y sienten el poder bienhechor que los inunda. Ni pensemos ser algo complicado y metodológico. Una vez orientados, está al alcance de los niños. Desconocemos y tenemos por baladíes tantas realidades hermosas de nuestro ser y del amor de Dios... No tenemos reparo en despilfarrar un tiempo precioso, en dejar suelta nuestra imaginación y atormentarnos inútilmente acumulando una pobreza espiritual a otra; pensamos rebajar nuestra personalidad cuando damos de lado a estos modos sencillos, con una base profunda en la realidad del ser de Dios y aun de la Psicología... No pensemos disminuir al Señor ni tratar con él irrespetuosamente. Dios es el Amor; es, también, el más humano de los hombres, en su comportamiento. Nuestras pequeneces, nuestras maneras de entrar en comunicación con él, le llenan de ternura. Quiere y se hace presente a estos modos infantiles de acercarnos a El. Nosotros nos admiramos y nos defendemos de esta entrañable y maravillosa cercanía divina; estamos tan condicionados por la idea de su lejanía, que oponemos razones aun teológicas para librarnos de su presencia personal en nuestra existencia concreta, por más que la creamos y confesemos. 112
c. La súplica callada del corazón: "El designio eterno de Dios sobre el hombre es: conducirle a una plenitud de comunión" con él (Teilhard). Es, ciertamente, maravilloso que la misma naturaleza humana se halle orientada, en su más profunda intimidad hacia este centro: que Dios nos haya manifestado por la Revelación de sí, su deseo de iniciarla ya en esta vida presente. No importan las circunstancias en que nos hallemos. Su anhelo ni se apaga, ni se entibia, aunque nos encontremos aplastados por el pecado, las preocupaciones, los sufrimientos, la angustia... Al contrario, es cuando él desea estar más cerca de sus hijos. Dios es, a la vez, padre, madre, esposo, amigo... Todas estas realidades de amor se hallan concentradas infinitamente en él. En las relaciones humanas, en sus aspectos más atrayentes de familia y amistad, es cuando acudimos a los que nos aman para desahogarnos, consolarnos, sentirnos ayudados, comprendidos, perdonados... Ofrecemos a Dios Padre, en Jesucristo, por el Espíritu Santo nuestra "pobreza espiritual". Es algo que, quizá, nos retraería de manifestarlo a los mismos amigos. Pero, tratándose de Dios, ¡es tan distinto...! Precisamente en estas situaciones dolorosas, de angustia y debilidad es cuando él más nos urge a acercarnos y a compartir con su amor nuestra situación: "Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados y yo os daré descanso" (Mt. 11, 28). Levantamos nuestras manos en adoración; elevamos nuestro corazón en una súplica que, quizá, no puede formularse porque la pesadumbre nos agobia o el sentimiento del pecado nos enmudece. Entonces es la hora de presentarnos sencillamente ante él, 113
como un niño que ofrece al amor de su padre la herida que se hizo o las lágrimas que la pena ha hecho brotar. Esa increíble expresión que Jesús nos ha dejado, como oración por excelencia del hijo de Dios: "Abba, Padre" es la más querida y melodiosa para Dios. Nuestro corazón la repite incesantemente, aunque no percibamos su contenido ni sintamos la suavidad del Señor que nos responde. "Abba, Padre" ten mi pobreza, acéptala. Es lo único que ahora puedo ofrecerte. No tengo otra cosa". Y el Padre celestial nos mira con la ternura con que miraría a Jesús en el Huerto, en su agonía; con el mismo amor con que era el "testigo veraz" de la angustia de Jesús en la Cruz y se complacía infinitamente en su libre obediencia. Jesús llegó hasta el fin fortalecido con la presencia infinitamente cercana del Padre. Este modo de vivir la oración constante está lleno de sencillez y eficacia. Hagamos la prueba. Repitámoslo una y otra vez. Asimilemos la manera. No es una técnica. Damos unas orientaciones generales, pero cada uno ha de tener la suficiente espontaneidad para acomodarlo a su situación. Si la salvación es misterio de pobreza, sin duda, esta manera de orar ofreciendo lo más pobre que hay en nosotros nos va a enriquecer con la humildad, con la confianza creciente en el amor del Padre. Nos sentiremos confortados, fortalecidos, aliviados, y aun liberados de la carga que nos oprime. No pensemos que basta, ordinariamente, hacerla una vez para quedar libres del peso que soporta nuestro corazón. Es posible. Pero, tendremos que echar mano de ella una y otra vez. No caigamos en la tentación de desfallecer ante la aparente negativa del Padre a 114
aceptar nuestro pobre obsequio. El tiene su plan y debemos dejarle el tiempo y la respuesta, que él quiera dar. Pero su amor siempre escucha y responde. Si en algo nos quiso dejar seguros Jesús fue en esta divina benevolencia y amor inextinguible del Padre. Y no olvidemos jamás, que no somos nosotros solos los que oramos y ofrecemos: es también y sobre todo Cristo, nuestra Cabeza que se adhiere a la oración de sus miembros; es el Espíritu Santo en él que pedimos y con él que nos atrevemos a presentarnos desvalidos ante la infinita bondad del Padre celestial (Rm. 8, 14-17. 26-27; Gá. 4, 6-7). Cuando este modo de orar se haya convertido en una parte esencial de nuestra vida espiritual veremos cómo ésta se fortalece, crece, se desarrolla y florece con las más hermosas y fundamentales virtudes cristianas. d. El canto de la misericordia y de la fidelidad del Señor: Se trata de una actitud interna de alabanza, aun en medio de nuestra reconocida "pobreza espiritual". Nos vemos así: tan limitados, tan afligidos, tan llenos de infidelidades... Esto bastaría para hundir a cualquiera en la angustia y aun en la desesperanza. Pero salimos de nosotros mismos para ir al Señor en quien siempre encontramos acogida paternal, providencia misteriosa y eficaz, a la vez; perdón, invitación a la cercanía, a la relación íntima con él... Por eso prorrumpimos en lo íntimo del corazón en un canto de gratitud y de alabanza. Y no tenemos reparo en manifestarlo discretamente en medio de 115
nuestras ocupaciones, problemas, sufrimientos... Hemos perdido el tiempo en lamentarnos, revolviendo enfermizamente en nuestro interior, las situaciones dolorosas, los fracasos, las faltas mismas. En nada hemos aliviado nuestra situación. Al contrario. Y aun quizá, la hemos contagiado a los que nos rodean, creando en ellos un clima de insatisfacción, tristeza, desaliento... Nuestras realidades internas, agradables o desagradables, gozosas o desalentadoras se transmiten como por contagio. Tenemos unas antenas muy sensibles para captar lo que bulle en el interior, para percibir el afecto que nos domina. Ahora caemos en la cuenta de que hubiera sido mejor levantar nuestro pensamiento y corazón hacia el Señor; alabarlo, darle gracias por su gran providencia, aunque inescrutable para nosotros. Esta oración continua sencilla, sin complicaciones, está en nuestra mano. Toda la vida del hombre debería ser proclamar sin límites la bondad del Señor, que se derrama continuamente sobre sus criaturas. Los salmos son una maravillosa invitación a tomar esta actitud, a unir nuestras voces a la creación entera que, en diversísimas realidades, está puesta ahí para servicio del hombre y para que por ella nos elevemos, bajo la acción del Espíritu, a la alabanza del Padre. ¡Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra...! ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él (Sal. 8, 2.5) Cantaré eternamente las misericordias del Señor, anunciaré tu fidelidad por todas las edades... Dichoso el pueblo que sabe aclamarte: 116
caminaré, oh Señor, a la luz de tu rostro; tu nombre es un gozo cada día, tu justicia es su orgullo. Porque tú eres su honor y su fuerza, y con tu favor realzas nuestro poder. Porque el Señor es nuestro escudo y el Santo de Israel, nuestro rey" (Sal. 88, 2. 16-19). 5. Cuándo podemos usar la oración de "pobreza espiritual": Siempre, en cualquier circunstancia de nuestra vida; en toda clase de acontecimientos; en las situaciones espirituales de "consolación" y "desolación" interior en que nos hallemos. Siempre será verdad que podemos ofrecer al Señor nuestra realidad. Y ésta, por más espléndida que sea en nosotros a partir del Bautismo, y deba prevalecer en nuestra conciencia y experiencia profunda, se halla envuelta en la propia debilidad, y falta de apertura a las llamadas del Amor. Pero existen, sin duda, situaciones que parecen ofrecer una oportunidad especial para acercarnos al Señor con las manos tendidas hacia su misericordia; con el corazón abierto a la intimidad del arrepentimiento y la petición humilde del ciego del Evangelio: "Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí" (Me. 10, 47). Es no sólo la demanda de ayuda ante nuestra debilidad e impotencia; es, también el ofrecimiento implícito de lo que somos, y de lo que conocemos que vivimos en nuestro interior. 117
Indicamos, por vía de ejemplo, algunas circunstancias, como ideas inspiradoras, para el uso de la oración continua de "pobreza espiritual" en otras circunstancias, quizá muy diversas de éstas: —En las crisis que sacuden nuestra fe, esperanza y amor. —En los momentos en que percibimos la llamada del Señor a una conversión más profunda; a una purificación de nuestras motivaciones. —Cuando nos sentimos presa de cualquier tipo de sufrimiento (interior o físico). —Cuando el peso de los pecados nos abruma, porque realmente hemos faltado seriamente al Amor del Padre en Jesucristo o porque la luz "purificadora y ardiente" del Señor enfoca los rincones y nos hace descubrir la imponente realidad de cerrarnos a su bondad; cuando nos enfrenta con el temible contraste de la mezquindad propia y la generosidad de su perdón y de su amor. —Cuando el Señor nos visita con su amor, especialmente, y nos hace desear vivamente conocerlo, amarlo y servirlo. —Cuando ofendemos, de cualquier modo a nuestros hermanos o dejamos, por egoísmo, de prestarles un servicio que él toma hecho a él mismo u omitido a su propia persona. —En cualquier impulso interno que percibamos suscitado por el Espíritu, aunque no lleguemos a intuir el mensaje concreto que nos quiere comunicar. —En cualquier momento en que deseemos alabar, dar gracias al Señor por su misericordia, por su amor siempre fiel. (La lista podría alargarse casi inagotable). 118
VI. La oración continua por el servicio en el amor
Testimonio "Soy enfermera de profesión. Me encanta. Desde niña sentí una gran inclinación por ayudar a los enfermos. Creo que Dios ha puesto en mí una gran compasión hacia todos los necesitados, especialmente hacia los enfermos. Terminado mi Bachillerato me inscribí como Técnica de Enfermería. Estudié con afán y con ilusión. Logré colocarme muy pronto. Ejercía mi profesión con agrado a pesar de los sacrificios que me imponía. Leyendo y releyendo el Evangelio, llegué a comprender que Jesús había tenido una gran predilección por los enfermos. Gran parte de su ministerio lo dedicó a curarlos y consolarlos. Sin duda, veía en ellos, como en los niños, como en todos, la imagen de su Padre celestial. ¿No podría yo aspirar a imitarlo en esto? Un domingo oí en la lectura de la Palabra del Señor lo que Mateo nos dice en su Evangelio, capítulo 25. Entonces comprendí que también yo debía asistir a los enfermos como a Cristo y ver en ellos su imagen. Pedí una 119
y otra vez al Señor que me concediera la gracia de poder realizarlo en mi profesión. Me fui ejercitando, poco a poco y cada vez encontraba más facilidad y alegría. Más de una noche, cuando me tocaba estar de servicio y había menos trajín y apremio, me retiraba a un rincón del despacho y allí, de rodillas, me encomendaba al Señor y encomendaba a los enfermos. Me figuraba que Cristo iba pasando por sus camas; posando en ellos su mirada de amor, hablándoles cariñosamente, interesándose por su salud y exhortándoles a que se pusieran en manos del Padre celestial, pidiéndole por su curación. Tuve experiencias maravillosas. Llegué a habituarme a orar interiormente por ellos y a ver en sus cuerpos maltratados al Señor que sufría en sus miembros queridos. Un gozo, como nunca había experimentado, me invadía. No sólo me hacía más dispuesta para servir; la misma eficacia de mi profesión parecía multiplicarse. No quise guardar para mí sola este secreto. Tuve miedo de compartirlo. Temía las reacciones y los juicios sobre mí. Me decidí, sin embargo. Lo fui comunicando, poco a poco, a tres o cuatro compañeras de profesión; a las que presumía más aptas para aceptarlo y compartirlo. Gracias a Dios, se decidieron y todas llegamos a formar una comunidad de amor en el Señor. Todos los días, si podemos, nos juntamos por espacio de 20 minutos antes de comenzar las tareas. Oramos al Señor, le encomendamos los enfermos del Hospital, especialmente aquellos que nos toque atender. Le pedimos la gracia de ver en ellos su presencia y su persona. El, generosamente 120
nos bendice. Nos va haciendo profundizar en este modo de orar tan a nuestro alcance que nos alienta, llena de gozo y de nueva eficacia a nuestra profesión". 1. Fundamento teológico: Aunque sea brevemente, queremos insinuar el fundamento teológico de esta oración continua por el servicio en el amor. Partimos de la fe que se nos confiere en el Bautismo. Venimos a dar con la raíz de toda vida cristiana auténtica: llevar a sus últimas consecuencias las exigencias bautismales. La fe es un compromiso personal, de por sí, tan total, que abarca toda la vida en extensión y profundidad. Es germinal en el Bautismo; va madurando al calor del Espíritu a lo largo de la existencia cristiana. La fe, vista desde Dios, es su venida con el don del amor salvífico que nos ofrece para transformarnos. Dios hecho hombre, muerto y resucitado, es la expresión más intuitiva de la autodonacion del Padre en su Hijo. Esta entrega divina al hombre, es, al mismo tiempo que ofrecimiento de sí, invitación a responder a la intimidad de vida con él, a entregarnos totalmente a su amor y misericordia (Jn. 3,16; 1 Jn. 4, 9-15). Pero las exigencias del amor cristiano, con su carácter absoluto, y su proyección hacia la eternidad, nos ponen frente a una opción de características netas. ¿Cuál? Al optar por Cristo en la fe nos comprometemos radical e irrevocablemente (Le. 11, 23; Mt. 5, 1-48). 121
Es la necesaria confrontación de todas las cosas y acciones con la persona misma de Jesús. Esta actitud fundamental de fe tiene que imprimir a nuestra existencia una dirección definitiva. No sólo surge en lo más profundo de nosotros; abarca también toda nuestra persona. Y en ella se incluye, como un aspecto irrenunciable, la acción. Pero la acción en su sentido neto cristiano, que viene a ser el servicio al modo de Cristo. El compromiso individual abarca todas las manifestaciones de la persona; tiene una expresión peculiar en la vida de relación personal con el Señor, y se completa en el compromiso comunitario. Por eso la transformación íntima personal será incompleta, mientras no tenga su expansión hacia afuera y se vea completado, por el compromiso hacia los demás. Este "excluye una espiritualidad sin efecto sobre la acción". La fe cristiana no está desarraigada de la vida: constituye su luz y su vigor. Creer es reconocer la Verdad del Amor de Dios tal como ha sido revelada en Cristo. Es conocer que Dios es, ante todo y sobre todo, amor (1 Jn. 4, 8. 16); que la ley suprema de la existencia cristiana es "dar la vida por nuestros hermanos" (1 Jn. 3, 26). Quien anhela vivir la entrega total del amor "no puede menos de lanzarse a la aventura del encuentro con los demás en el seno de la fe. Es el compromiso que estalla en su pujante reventar". Entonces aparece que la fe no es una manifestación "convencional" sino un "principio vital", una convicción personal, una exuberancia interior que irrumpe en la vida y se expresa en el compromiso de toda la persona. Tiene una repercusión "social" de servicio por amor. No hay rincón que se halle fuera
de su alcance; pero se expresa de modo peculiar en la disponibilidad y entrega a los demás. Es la fidelidad al mandamiento nuevo del Señor. Es una, pero es vivida en pluralidad de fidelidades. 2. El ejemplo de Cristo Partamos ahora directamente de Cristo: Este compromiso insustituible en una vivencia evangélica de nuestra fe y de nuestro amor, incluye primordialmente la oración. El ejemplo de Cristo es su oración continua ante el Padre y los tiempos especiales dedicados a un trato más íntimo en el que se hallaba: en primer lugar, su obra redentora. Lo sabía perfectamente: el primero y mayor servicio que podía dar a sus hermanos era precisamente interceder por ellos ante el Padre. Esa fue yes su misión fundamental: orar incesantemente por ellos. Los apóstoles asimilaron la lección de su Maestro, una vez que el Espíritu del Señor se derramó en Pentecostés: "Nosotros nos dedicaremos a la oración y al servicio del mensaje" (Hch. 6, 4). No basta comprometernos con el mundo y con los hombres; en nuestra calidad de cristianos, hemos de hacerlo para "crear una humanidad según los designios de Dios". Como bautizados, nuestra existencia es un estado de vida para la adoración, y ésta es la cima de la oración. El primer presupuesto es hallarse en posesión de una fe viva. No se trata solamente de creer en Alguien; es vivir con ese "fuego sagrado" en el corazón; con la persuasión de la eficacia de la oración, como Cristo. Es una fe toda ella impregna123
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da por el amor, y el amor al Señor conduce directamente al entusiasmo por la oración. Volvemos, de nuevo, a la fuente de nuestra intercesión por los demás en la oración. La realidad más honda que nos ocupa debe ser Cristo. Toda otra, desvirtúa nuestra condición cristiana. El es el centro de nuestra existencia; nuestro modo peculiar de vivir es Cristo: Tan hondamente nos ha penetrado, tan fuertemente tiene acaparado nuestro ser, que su presencia es algo vital para nosotros. El da el tono y es el ejemplar en el que constantemente nos miramos para certificarnos de la rectitud de nuestra vida. Como él realizaba su misión en la presencia del Padre, también nosotros, en la medida en que la gracia se nos da, llevamos adelante nuestra existencia en la suya. Pero en Cristo, hallamos juntamente a nuestros hermanos. Su amor se encuentra prolongado hacia aquellos que él ha unido a sí íntimamente, participándoles su vida por el Espíritu. La unión con Cristo, ha de manifestarse adhiriéndonos íntimamente a su actitud y a sus intenciones: como él, por tanto, hemos de ofrecernos e inmolarnos por el mundo y por los hombres. Y esto hace que la oración cristiana por los demás, se haga imprescindible. Apropiarnos los deseos y la orientación total de Jesús es vivir inundados por el amor hacia los demás, en una imitación que no puede ser sino muy lejana por más ardiente que sea. Los demás se convierten para nosotros en la prolongación de la persona de Jesús a la que nos hemos adherido totalmente. Procuramos hacerles el bien y vivir paradlos al modo de Jesús. En él tiene su puesto de privilegio la oración.
Es cierto: si la vida cristiana es una existencia consagrada a la adoración, toda ella queda enmarcada en un estado que revela y realiza la vida de Jesús y la esencia de la Iglesia. Todos los actos del que vive en Jesús, son concretamente, actos de culto con Cristo y en él para la gloria del Padre. Toda nuestra vida, por tanto, se halla irremediablemente bajo el dominio de la oración con Cristo y en él. Pero esta vida pide, por la exigencia del amor, por la dinámica de la imitación del Señor, por la urgencia del Espíritu, una dedicación prolongada peculiar a la oración por los demás. Ciertamente: la entrega a las diversas tareas, reclaman todo el ser y entusiasmo. No son meras funciones profesionales. Rebasan ese contenido. Son un servicio de culto al Padre. Son una oración implícita, cuando se realizan en unión con Cristo. Pero esta misma realidad, para ser mantenida, purificada, elevada, necesita insistentemente de una oración expresa, tanto más preciosa cuanto más continua sea. Sin esta oración personal unas veces breve y prolongada otras, la oración de las obras viene a entibiarse y llega a convertirse en una ilusión. No caigamos en la tentación de contraponer; tampoco en la ingenuidad de pensar que podremos mantener, fuera de excepciones en que el Señor mismo nos coloque, una oración por el servicio con auténtico espíritu evangélico, si no nos nutrimos con la oración individual. Cuando las defensas espirituales se debilitan, insensiblemente vamos siendo atrapados en esta actitud que puede convertirse en "muy peligrosa" dentro de la vida espiritual. El espíritu del mal 125
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sabrá aprovechar la debilidad para envolvernos en sus redes sutiles. Nos secularizamos tan insensiblemente, que venimos a caer en la cuenta, cuando el mal ya está consumado. No lo dudemos: hagamos nuestra la feliz expresión de un gran teólogo, hombre de fe y oración profunda: "El mayor y principal bien que podemos hacer a los demás, es orar mucho por ellos". Los santos, que tan acertadamente han sabido armonizar las diversas orientaciones de la vida espiritual, son eximios maestros de oración por los demás. 3. La amplitud de la oración continua por el servicio en el amor. Las exigencias de nuestra fe cristiana, la opción fundamental por la persona de Cristo, nos llevan de la mano a la oración y a la acción por nuestros hermanos. Se trata de armonizar serena e indisolublemente dos realidades que forman al ser total de nuestra orientación hacia los demás. Ya recalcamos por su importancia, el auténtico servicio que les prestamos orando por ellos. Todo cristiano está llamado a realizar el ideal de ser contemplativo en la acción. De otro modo, una oración que lleve al trabajo y lo vitalice sobrenaturalmente; un trabajo que nace y es expresión del amor, a su vez, reclama la oración para no perder el sabor de Cristo. La amplitud de esta oración, incrustada en el corazón del trabajo por nuestros hermanos, es inmensa. No hay aspecto de servicio a los demás que no pueda ser tocado por la oración continua. A cuantos se cruzan en nuestro camino, por cuantos
nos afanamos, cuantos son objetos de nuestras atenciones, todos pueden ser presentados por nosotros al Señor. No pasemos indiferentes ante la variedad de rostros que encontramos. No se trata de ir prodigando sonrisas. Es el servicio de nuestra acogida llena de amor cuando los saludamos o elevamos por ellos nuestra oración, con un simple movimiento del corazón hacia Dios. La oración puede tomar múltiples formas: de intercesión, de ofrecimiento, de acción de gracias, de alabanza... En ellas se encuentra presente nuestro hermano, con sus necesidades, angustias, temores, alegrías desconocidas para nosotros; no para el Padre celestial. A él nos remitimos, a su conocimiento, poder y amor, cuando confiadamente nos comunicamos desde nuestros hermanos. Tenemos con ellos un lazo de unión tan íntimo como participantes de la misma vida divina en Cristo por el Espíritu, que no pueden sernos indiferentes. Las diferencias accidentales apenas cuentan, ante la fuerte realidad que San Pablo evoca en su carta a los Gálatas: "Todos los bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego, ni esclavo ni libre, ni nombre ni mujer, ya que todos sois uno en Cristo Jesús" (Gá. 3, 27-28). Todos somos hermanos y a todos queremos hacer partícipes y beneficiarios de nuestros servicio-oración. Para ellos lo mejor de nuestras manos y lo mejor de nuestro corazón. La oración continua por ellos, metida en el fondo mismo de nuestro servicio, unida a la de Cristo, donde todos nos insertamos, en una realidad capaz de hacer brotar el entusiasmo y el gozo en las más diversas ocupaciones. 127
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4. Los primeros favorecidos por nuestra oración continua de servicio en el amor: a. Los más próximos: Todos, sin duda, hemos sucumbido a la tentación: Nos hemos desorientado en la interpretación del amor cristiano. Es una queja frecuente. Se nos habrá dicho más de una vez: "Parece que guardas tus atenciones para con los de fuera. Pero con nosotros... "Así es, muchas veces. Tiene su excusa, hasta cierto punto nada más. Los conflictos, las faltas de amor, las palabras altivas, aun los comportamientos que van más allá de toda educación, los tenemos, sobre todo, con los más cercanos a nosotros; con los que a toda hora nos estamos encontrando; con los que nos sentamos a la misma mesa, con los que forman nuestro hogar. El trato continuo, la misma confianza y libertad, nos lanzan a actitudes fuera de todo amor. Los desahogos de nuestros conflictos internos, los fracasos fuera del hogar... los volcamos, precisamente, en aquellos que merecen, antes que nadie, nuestras atenciones, sacrificios, amor... Sin embargo, el mandamiento del amor, debe comenzar por los más próximos. Fuera de excepciones, para ellos deben ser principalmente nuestro amor acogedor, perdonador, comprensivo, desinteresado. El amor debe llegar a todos, aun a nuestros enemigos. Pero en él tiene que darse un orden exigido por los lazos peculiares que nos unen; el mismo comportamiento de Cristo nos enseña a tener una preferencia ordenada, querida por Dios. Esto mismo hay que decir de la oración continua a partir del servicio. Ellos, los de nuestra casa, los de 128
nuestra comunidad, los compañeros de trabajo, los vecinos... han de ser los primeros que deben disfrutar de nuestra oración convertida en servicio y de nuestro servicio como irradiación de la comunicación íntima con el Señor. Es un campo dilatado, siempre a nuestra disposición. No tenemos que hacer esfuerzos para encontrarlo; ni esperar ocasiones especialmente oportunas. Nos movemos, actuamos, vivimos en él. El método no puede ser más sencillo: Lo importante es que en ese encuentro y comunicación casi continua, vivamos en la presencia del Señor, mientras les ofrecemos lo mejor de nuestra acogida, de nuestras cualidades, de nuestro servicio. Y que mientras los servimos en la multiplicidad de sus facetas, nuestro corazón esté ante el Señor pidiendo por ellos, ofreciéndoselos, intercediendo por sus necesidades, rogando por sus problemas económicos, físicos, psicológicos, espirituales... La madre que viste a su pequeño, el padre que disfruta con sus hijos después del trabajo; el ama de casa cuando va de compras, el obrero cuando suda en su tarea junto al compañero, el cliente cuando viaja en un taxi, el conductor cuando presta sus servicios a los viajeros..., tienen una oportunidad excelente para ejercer la oración continua en el servicio por amor. Nada impide que nuestro corazón con una plegaria, con un afecto de amor, de agradecimiento; con la alabanza o acción de gracias, con el silencio en Dios, se dirija hacia él. Nos hallamos unidos a Cristo; en él y con él oramos al Padre, nos ofrecemos en servicio a nuestros hermanos y los ofrecemos a él como algo propio, suyo y nuestro a la vez. 129
De este modo, la paternidad, el parentesco, la amistad, tiene una perspectiva nueva y los enriquece extraordinariamente. La madre, por ejemplo, no sirve ya solamente a quien, por ser su hijo, tiene obligación; lo atiende con el amor más profundo humano y divino, a la vez, porque ve en él a un hijo de Dios; hermano de Cristo, habitado y santificado por la Trinidad. Todo lo humano queda revalorizado y elevado en esta manera de oración continua de servicio por amor. b. Los preferidos de Jesús: pobres, enfermos, pecadores: Los elegimos porque el Señor los eligió. Esta es la motivación fundamental de preferirlos, sin excluir a nadie. Estimamos los motivos humanos. Pero queremos sobrepasarlos y elevarlos. La frase de Pablo sobre Jesús nos ha herido: "El, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para enriquecernos con su pobreza" (2 Co. 8,9). El himno de la kenosis, anonadamiento del Señor: encierra la norma que ha de guiar nuestra elección. El orden en el amor que nos urgió tan seriamente en sus enseñanzas (Mt. 25...) lo tenemos que hacer nuestro con todas sus consecuencias. Por eso, amando a todos, haciendo a todos beneficiarios de nuestro servicio y de nuestra oración, tenemos un puesto reservado para quienes él prefirió. También son especialmente nuestros preferidos para su ejercicio. 5. Ejercicio de la oración continua por el servicio en el amor a. Ver: No se trata de ver a las personas sólo físicamente. Es una misión de fe la que aquí ha de entrar enjuego. 130
Es Cristo sufriendo en sus miembros; actuando en ellos, amando en ellos, llenándolos de su vida, de su luz, de su consuelo, de su gozo. No siempre resultará fácil esta visión de fe. A veces uno se encuentra en la vida con sujetos tan despersonalizados, alienados, degenerados física, psicológica y espiritualmente, que nos resistimos interiormente a pensar y creer que sean imágenes del Padre celestial; hermanos de Cristo, unidos a él íntimamente. Es la pobreza y debilidad de nuestra fe; una ausencia de vida en el Espíritu de Jesús; un desconocimiento de sus maneras, de su testimonio de amor, de sus enseñanzas. Es una gracia inapreciable aprender y vivir esta realidad. Y más aún, poder amarlos con el mismo amor con que decimos amar a Cristo. Es la obra del Espíritu que supera a todo carisma por más admirable que parezca. El pasaje de Mateo en el capítulo 25 nos habla seriamente y nos invita a sobrepasar todo prejuicio, toda realidad material, para situarnos en un plano de fe viva y de amor. "Pensad —dice San Gregorio de Nisa— quiénes son los pobres (los enfermos, pecadores) y descubriréis su dignidad; están revestidos con el rostro de nuestro Señor. En su misericordia, el Señor les ha dado su propio rostro". San Juan Crisóstomo es aún más gráfico y fuerte: "Este altar está compuesto de los miembros de Cristo, es el cuerpo mismo de Cristo... Este altar es más digno que el de la ley antigua, más temible que el de la ley nueva. El altar de la ley, construido con piedras, es santo por la relación que dice al cuerpo de Cristo, pero el otro (el de los pobres) lo es porque es él mismo, el cuerpo de Cris131
to... Este altar lo encontráis en todas partes, en las calles y en las plazas públicas; a cada hora podéis ofrecer en él sacrificios, y es un auténtico sacrificio lo que allí se ofrece... No hay sacrificio comparable a éste. Por esto, cuando veáis un pobre creyente, recordad que ante vuestros ojos tenéis un altar digno de respeto, no de desprecio". Ver, pues, con esa visión de fe a Cristo en nuestros hermanos marginados económica, física, psicológica o espiritualmente, es vivir en la más dura y hermosa realidad, a la vez. Cristo camina por nuestras calles, vive en nuestros hospitales, en la figura de un hambriento, de un maltratado por la enfermedad, de una víctima del pecado. El no se ha manchado, pero ha querido tomar en serio nuestra condición, y ahí lo tenemos casi irreconocible por la debilidad de nuestra fe. b. Acoger: Es tan alentador y gozoso verse acogido como si fuera un hermano tratado desde hace tiempo y querido sinceramente... Acoger es dar nuestra sonrisa, nacida del corazón; es tender nuestra mano, llena de amistad; es dar un beso limpio y sencillo, signo del amor de Jesús que vive en nosotros y que lo compartimos con el otro; es el saludo de la palabra que se regocija por haber encontrado a un hermano; es la mirada que refleja el fondo del corazón en el que vive mi prójimo... Y todo hecho con la mayor sencillez, naturalidad, cortesía, respeto, amor. Estamos proclamando que esta persona no me es indiferente; que significa mucho para mí; tanto como Cristo en el que ha querido verse representado; 132
que mi deseo es prodigarle las atenciones y el afecto mostrado por él a sus predilectos. Por eso la indiferencia es uno de los pecados más duramente lanzados contra el corazón del amor; contra el mismo Cristo Jesús. La acogida fraternal abre el corazón, anima, conforta, personaliza, libera, ayuda a perseverar en el bien. Sobre todo, descubre el corazón de Cristo, se convierte en palabra evangélica, une más estrechamente al Señor, invita a creer y a esperar; es un testimonio vivo de la fuerza de la palabra y de la acción del Espíritu. c. Servir con amor: La visión de fe, la acogida cristiana conducen de la mano a servir a nuestros hermanos más necesitados. El Señor que actúa en nosotros y nos despierta a la fe en su persona viviente en los otros, y nos impulsa a acogerlos como a él, suscita también el deseo de servirlos. Entra en juego la dinámica de su amor. Los servimos en lo que necesitan y podemos; en lo pequeño y en lo grande; con sacrificio o sin él; renunciando a nosotros mismos o hallando en el servicio la mayor recompensa de gozo y de alegría. Los servimos dándoles lo mejor de nuestras actitudes, talentos, simpatía, cualidades, afectos... Nos entregamos a ellos con todo nuestro ser. Pero somos discretos en nuestro servicio: no los abrumamos con la caridad; no los humillamos con la exuberancia de nuestros dones; nos dejamos servir y enseñar por ellos. Tienen muchas cosas que ofrecernos. Nos dan la oportunidad de poderles servir como miembros de Cristo. No es una limosna nuestro servicio, ni una entrega de lo que nos sobra. No nos colocamos sobre 133
ellos, ni parecemos decirles con nuestra actitud: "contempla mi generosidad". Somos uno en Cristo; no estamos sobre ellos. Son los privilegiados del Señor. El amor respetuoso, el agradecimiento de poder ofrecer al Señor en sus miembros preferidos este servicio, como expresión del amor que él nos ha comunicado nos inunda de gozo, vive en lo más profundo de nosotros, aunque el servicio sea prestado en pura fe y en un sacrificio que interiormente nos duele. d. Interceder: Es la función que debe dar vida a nuestro servicio. Es el alma de las tareas que nos tomamos por los demás. La ayuda única a veces, principal siempre, que podemos hacer por nuestros hermanos. La oración de intercesión eleva el servicio; el servicio es la expresión de una oración sincera y llena de amor por ellos. Esta oración ha de salir de lo más hondo de nuestro corazón suscitada por la presencia activa del Espíritu. Por eso debe llevar las características de toda plegaria en el Espíritu de Jesús: oración llena de fe; de sincera compasión; de asumir espiritualmente sus miserias y debilidades; de honda solidaridad con la situación que tratamos de remediar; de amor, sobre todo. Inspirados en el canto paulino, podemos decir: El amor cura, el amor alienta; el amor fortalece; el amor comparte; el amor une a dos en una misma desgracia y alegría; el amor asume como propio el dolor ajeno; el amor todo lo puede (Cfr. 1 Co. 13,4). En cuanto al modo de orar en nuestro servicio a los privilegiados de Jesús, nada vamos a añadir de 134
cuanto dijimos del servicio a los más próximos a nosotros. En este caso peculiar en que nos vemos frente a quienes necesitan nuestra ayuda, ha de prevalecer la oración de alabanza e intercesión: Alabamos al Padre por sus designios para con nuestros hermanos; lo bendecimos porque su misericordia está presente, en medio de situaciones dolorosas; le damos gracias porque sus ojos de amor caen sobre ellos con una compasión y providencia especial; en los necesitados es donde él reconoce más visiblemente la imagen doliente de su Hijo. . Pedimos en la tranquilidad de nuestro espíritu por sus dolores, por sus necesidades. Del fondo de nuestro ser sube en serenas oleadas el fuego de quienes oran silenciosa pero fervientemente. Así, al mismo tiempo que les prestamos una ayuda material, estamos siendo instrumento del Señor para aliviar, fortalecer, sanar, alegrar a nuestros hermanos. Y damos gracias al Señor por habernos deparado esta maravillosa oportunidad de servirle con amor en sus hermanos que sufren.
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índice Presentación I. La oración continua por la atención a la presencia y acción de Dios en las cosas i. Reflexiones previas 2. La vivencia cristiana 3. En la fuente de nuestro orar continuo 4. La inserción del Espíritu 5. El objeto de nuestra oración a. El arte b. La naturaleza c. La ciencia y la técnica d. Lo cotidiano 6. La gracia para vivir la oración continua de las cosas y la respuesta del hombre 7. Exigencias y frutos de la oración continua de las cosas a. El respeto b. El compromiso con las "personas" 8. Contemplativos en la acción //. La oración continua de la presencia de Dios en mi ser profundo Testimonios
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1. Atención a la presencia "totalizante" del Señor 2. Orientación para vivir la "presencia totalizante del Señor" 3. Cómo vivir en concreto esta presencia a. Primer modo b. Segundo modo 4. El fruto de la presencia "totalizante" 5. La atención "en fe" a la presencia del Señor 6. Práctica de la oración continua en fe: indicaciones a. Aceptar b. Perseverar c. Alabar, dar gracias ///. La oración continua por la alabanza, acción de gracias y adoración 1. El misterio de adoración, alabanza y acción de gracias en la vida de Jesús 2. La vida de adoración, alabanza y acción de gracias en el cristiano por la exigencia del bautismo y la creación a. Por el bautismo b. Por nuestra condición de ser creados por el amor de Dios 3. Modos diversos de adoración, alabanza y acción de gracias a. Los sacramentos b. La invocación del nombre de Jesús c. La plurivalencia de la alabanza d. La alabanza, corazón de nuestra oración continua e. El amplio campo de la alabanza 4. Cualidades de la oración continua de alabanza
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a. b. c. d.
Una oración sencilla Una oración espontánea Es una oración íntima Una oración llena de amor, de paz, de alegría
IV. La oración continua de "entrega a la voluntad del Padre" 1. El anhelo de cumplir la voluntad del Señor 2. La manera de practicarlo a. La mirada interior b. Las oraciones vocales c. La expresión frecuente de nuestros deseos 3. Las tentaciones contra esta oración continua a. La pereza b. El cansancio 4. Los frutos de esta oración a. Vivir en la verdad b. Las relaciones interpersonales 5. La comprensión del "misterio de Cristo" en la oración continua de entrega a la voluntad de Dios V. La oración continua de la "pobreza espiritual" Testimonios 1. Sentido de la "pobreza espiritual" 2. La revelación y la oración de "pobreza espiritual" 3. La persuación de Dios, "padre nuestro", en la oración de "pobreza espiritual" 4. Pasos en la oración de "pobreza espiritual" a. Ofrecer b. La fe y el juego de la imaginación
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c. La súplica callada del corazón d. El canto de la misericordia y de la fidelidad del Señor 5. Cuándo podemos usar la oración de "pobreza espiritual"
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VI. La oración continua por el servicio en el amor Testimonios 1. Fundamento teológico 2. El ejemplo de Cristo 3. La amplitud de la oración continua por el servicio en el amor 4. Los primeros favorecidos por nuestra oración continua de servicio en el amor a. Los más próximos b. Los preferidos de Jesús: pobres, enfermos, pecadores 5. Ejercicio de la oración continua por el servicio en el amor a. Ver b. Acoger c. Servir con amor d. Interceder
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