350 43 9MB
Spanish Pages [231]
'fyoLoM, C'C'Th^sl' Á ‘f)'l£e*hÁsi,
tú04»C'VhÁ¿6'
EditorialAriel, S.A
Barcelona
D iseño cubierta: V icente M orales
1." edición: junio 1998 © 1998: Dolors Comas d ’Argemir Derechos exclusivos de edición en español reservados para todo el mundo: © 1998: Editorial Ariel, S. A. Córcega. 270 - 08008 Barcelona ISBN: 84-344-2212-3 Depósito legal: B. 18.714- 1998 Impreso en España
PREFACIO El térm ino globalización indica el proceso de internacionalización de la econom ía, la tecnología, las finanzas, las com unicaciones o la producción cultural; expresa, en definitiva y de form a m uy clarividen te, la escala m undial de m uchos fenóm enos. La globalización no im pi de, sino que p o r el contrarío propicia, que los ám bitos locales adquie ran un nuevo protagonism o y una gran vitalidad, com o tam poco im pi de la eclosión de m últiples form as de identidad y el surgim iento de nuevos episodios y expresiones del nacionalism o. Hoy vivimos, pues, en un sistem a global; sin em bargo, esto, que tiene m uchas ventajas e inaugura nuevas potencialidades, no garantiza la igualdad entre las personas, ya que continúan existiendo m ecanism os de exclusión y se han agudizado incluso las diferencias y fracturas entre grupos socia les, países y zonas del planeta. H eterogeneidad y fragm entación son com ponentes indisociables de la globalización. De ahí la necesidad de reflexionar acerca de la naturaleza de un proceso con vertientes ap a rentem ente tan contrapuestas. Ésta es la dim ensión genérica que guía los distintos tem as que abordam os en las páginas siguientes desde la óptica de la antropolo gía económ ica. En térm inos específicam ente económ icos, la globali zación se corresponde con el proceso de expansión del m ercado, rela cionado con la im plantación hegem ónica del capitalism o com o siste m a económ ico y social. E n este texto analizarem os ju stam en te cóm o la econom ía de m ercado penetra en distintos pueblos del m undo, im pregna la lógica de diferentes form as de producción y m odifica, a m enudo sustancialm ente, la vida de la gente. No se trata de un fenó meno homogeneizador, ya que si bien el m ercado es global y, por tanto, de alcance m undial, la fuerza de trabajo no lo es, pues está divi dida en m últiples fragm entos en base a su adscripción a determ inados países, origen cultural o racial, diferencias de sexo, clases sociales, etcétera. No se trata tam poco de un proceso en una sola dirección, sino que existe una gran variedad de respuestas locales, que suponen una síntesis particular y distintiva entre las grandes corrientes econó micas y las propias tradiciones culturales existentes en cada lugar.
8
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
La expansión de la econom ía de m ercado supone, p o r otro lado, m odificaciones im portantes en el uso de los recursos naturales; esto com porta un im pacto am biental considerable, ya que el increm ento del consum o y la lógica de la ganancia a corto plazo llevan a que m uchos recursos se destruyan a un ritm o superior a su capacidad de regeneración. Los problem as derivados de la contam inación am bien tal, la deforestación, el calentam iento del planeta o los accidentes nucleares h an obligado en estos últim os años a cuestionar las bases de un crecim iento económ ico ilim itado y a plantear la idea de susten tabilidad. De nuevo desde la antropología económ ica querem os anali zar las concreciones específicas de los fenómenos de degradación am biental, cóm o afectan e incluso am enazan gravemente las formas de producción y las condiciones de vida de distintos pueblos del pla neta y cóm o se relacionan con factores sociales y políticos. La antropología económ ica se em pezó a plantear esta clase de tem as ya en los años setenta, cuando se comenzó a hablar de la exis tencia de u na econom ía-m undo y estaba en plena efervescencia la dis cusión sobre las causas del subdesarrollo. A raíz de estas dimensiones se planteó tam bién cóm o se producían las transform aciones de las econom ías de subsistencia y la articulación de las econom ías locales y de distintas form as de producción con el sistem a global. La preocupa ción p o r la form a de utilización de los recursos naturales y sus reper cusiones am bientales llegó algo m ás tarde, ya en los años ochenta, vinculada con el desarrollo de la denom inada ecología política y con el surgim iento de una conciencia de globalidad de los problemas am bientales. Tanto en la vertiente m ás «económica» como en la más «ecológica» debe reconocerse la im portancia de la política, en la m edida en que condiciona el acceso y uso de los recursos por parte de distintos grupos sociales, las form as de intercam bio y distribución desigual de la riqueza y un sistem a de acum ulación que aboca a la degradación am biental. Éstos son los grandes ejes a p artir de los que me propongo presen tar en las páginas siguientes las principales aportaciones y desarrollo de la antropología económ ica. No pretendo que tal presentación sea exhaustiva, ni m ucho menos, pues la antropología económ ica abarca u n cam po de contenidos muy amplio, tanto, que es prácticam ente im posible ab arcar todas sus dim ensiones, por lo que he optado por seleccionar los tem as que me parecen m ás sugerentes, temas que per m iten, adem ás, p resen tar distintos debates en el seno de la disciplina, y que, finalm ente, inciden en aspectos que actualm ente son objeto de preocupación social. De hecho, este texto es resultado directo de estar im partiendo desde hace quince años en la Universitat Rovira i Virgili los contenidos de la antropología económ ica, que he ido orientando
PREFACIO
9
hacia los temas y enfoques que aquí se presentan. Siem pre he huido de los planteam ientos exclusivamente academ icistas y he procurado aplicar las distintas aportaciones de autores y enfoques teóricos hacia el análisis de algunas cuestiones nucleares de nuestro tiem po. Me interesa de la antropología su visión crítica y reflexiva acerca de lo que constituyen las grandes tendencias y los paradigm as dom inantes de la intervención política y del pensam iento económ ico. Considero que la antropología social tiene m uchas cosas que ap o rta r a las actu a les discusiones acerca del desarrollo, una gestión participativa de los recursos que tenga en cuenta los conocim ientos y saberes locales, o de cómo im pulsar «economías sostenibles» que hagan com patibles la necesidad de crecim iento económ ico y de preservación am biental, p o r poner algunos ejemplos. En este punto, he de reconocer la gran ayuda y estím ulo que me han prestado algunas personas. Una de ellas es M aurice Godelier, que me hizo interesar por los planteam ientos teóricos m ás globales, rela cionados con la transición económ ica y social. Además de esta deuda intelectual, he de agradecer a M aurice Godelier que m e confiara la coordinación de un equipo de investigación que trabajó ju n to con otros equipos en la com paración de distintos procesos de transición social, a p artir de sus concreciones y expresiones locales. Esto era a finales de los años ochenta y todavía recuerdo la vitalidad e interés de las reuniones en que investigadores de distintos países poníam os en com ún nuestras experiencias y resultados. E n un plano distinto he de citar a Jesús Contreras, pionero en la docencia de la antropología eco nóm ica en la universidad española. Con Jesús he tenido la o p ortuni dad de colaborar en diversas ocasiones, especialm ente en tem as rela cionados con el análisis de la econom ía cam pesina y en su caso m e es difícil separar su condición de colega de la cam aradería y am istad que nos une desde hace ya m uchos años. Tam bién debo m encionar a Eduardo Bedoya, que ha sido durante dos cursos profesor visitante en nuestro departam ento de Tarragona y que m e ha ayudado de form a muy sustancial a introducirm e en los tem as y literatu ra de la ecología política m ás recientes. Ha sido una suerte tenerle tan cerca y poder discutir con él m uchas cuestiones relativas a la relación entre econo mía y ecología, que a los dos nos interesan. A Joan Prat debo agradecer la cuidadosa lectura que ha hecho de este texto, cosa que valoro especialm ente p o r cuanto me consta que la antropología económ ica no es lo que m ás le apasiona en la vida p reci samente. Los com entarios que m e hicieron tam bién en su m om ento Luis Álvarez, Teresa San Román y Teresa del Valle m e h an sido muy útiles y algunas de sus sugerencias han sido incorporadas en la ver sión final. Además de estas contribuciones, he recibido otros tipos de
10
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
ayuda, que debo reconocer tam bién. David Pujadas tuvo a su cargo la bibliografía, lo que no es poco, y he de agradecer a Pedro M arta que salvara el texto de la saña y desperfectos que causaron los virus infor m áticos, que, ya se sabe, siem pre aparecen en los m om entos m ás ino portunos. N úria Alberich, Carm e M artínez y Albert M oncusí me han prestado tam bién u n a colaboración m uy valiosa aunque haya sido indirecta. Y a p a rtir de aquí la lista de personas que de una form a u o tra m e han ayudado, tanto en el ám bito de la universidad como fuera de él, es dem asiado larga com o p ara citarlas individualmente. Reservo en todo caso este últim o párrafo para los alum nos y alum nas de licen ciatura y de doctorado, porque aunque no lo sepan son los que me han prestado una colaboración m ás sustancial y decisiva. Tarragona, enero de 1998
C a p ít u l o 1
LA ANTROPOLOGÍA SOCIAL ESTUDIA LA ECONOMÍA 1.1.
Un acercam iento a la antropología econ óm ica
El objeto de la antropología económ ica es m uy am plio y trascien de lo que habitualm ente se entiende com o económ ico en sentido estricto. El enfoque holístico (o totalizador) de la antropología hace que se consideren integrados los distintos dom inios de la cultura y que, por consiguiente, se analice la econom ía en su relación con el parentesco, la organización social, la política, la religión y los siste mas de representaciones. Además, la econom ía se considera «incrus tada» en la sociedad y esto im plica reconocer que las funciones econó micas pueden realizarse a través de diversos tipos de instituciones, o, recíprocam ente, que lo económ ico se halla presente e im pregna muchas otras dim ensiones de la vida social. A la hora de establecer las conexiones entre econom ía y sociedad no podemos obviar, p o r otro lado, la propia relación que se establece entre las sociedades, los intercam bios que existen entre ellas y el p ro ceso de cam bio que m odifica tales relaciones e intercam bios. N uestra óptica de análisis se centrará justam ente en tales dim ensiones, ya que nuestro objetivo en este texto es tratar sobre la transform ación de dis tintos sistemas económ icos y form as de producción com o resultado de la progresiva expansión de la econom ía de m ercado. Abordarem os, pues, una dim ensión concreta del denom inado proceso de globaliza ción, que pondrá en evidencia la diversidad de form as que adopta en distintos pueblos del m undo y las m últiples form as de dom inación que le acom pañan. A partir de estos supuestos presentarem os la perspectiva de la eco nomía política y de la ecología política en la antropología económ ica. Los procesos económ icos ponen en relación form as de organización del trabajo y formas de control sobre los medios de producción y sobre la distribución de bienes producidos. La óptica de la economía
12
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
política im plica analizar el acceso desigual a la riqueza y al poder tal com o se concreta en los procesos de trabajo y con sus implicaciones en la conform ación de jerarquías sociales. El proceso de producción supone, adem ás, que los seres hum anos se relacionen con la naturale za y esta relación no depende m eram ente de la técnica o de los con dicionam ientos am bientales, sino que posee tam bién dimensiones sociales y políticas. La óptica de la ecología política consiste en anali zar cóm o los distintos grupos sociales acceden de form a diferencial a los recursos y cóm o este acceso diferencial condiciona sus estrategias adaptativas y el m anejo de los recursos. La influencia de la econom ía política y la ecología política en la antropología económ ica deriva de los debates que tuvieron lugar acer ca de la m undialización de la econom ía (Wallerstein; Wolf; Godelier) y los estudios sobre el Tercer M undo basados en la teoría de la depen dencia y el intercam bio desigual. H an supuesto un estímulo positivo para la antropología económ ica por cuanto cuestionan de raíz algu nos de sus presupuestos metodológicos, aplican teorías de alcance am plio sin perder el aporte del m étodo etnográfico y, además, entran de lleno en el análisis de tem as objeto de preocupación social (los tra bajos sin salario, o la degradación am biental, por ejemplo). Este tipo de aproxim ación implica discutir los principales elemen tos teóricos que aporta la antropología social como disciplina, y, den tro de ésta, la antropología económ ica. En nuestra presentación no considerarem os aquellos enfoques que, a nuestro entender, han aisla do las culturas (o las sociedades, si se prefiere) como totalidades con u n a lógica propia, obstaculizando así su com prensión como partes de un sistem a m ás am plio que las engloba. Dejaremos de lado también las aproxim aciones ahistóricas o particularistas, ya que im piden com prender la naturaleza de los sistem as globales que integran determ i nadas culturas, así com o las características de sus relaciones. Enten dem os que estos enfoques han motivado que la antropología económica tuviera lim itaciones im portantes en su desarrollo.1 Desde que Melville J. Herskovits delim itara el cam po y la viabili dad de la subdisciplina y ésta se introdujera tam bién en la antropolo gía británica a través de la obra de Raymond Firth, la antropología económ ica em pezó a desarrollarse en el m arco de los postulados teó ricos del culturalism o y el funcionalismo. Sin negar las aportaciones 1. Puesto que puede ser de interés tener en cuenta cóm o se concretaron las diversas orientaciones surgidas en la antropología económ ica, nos remitimos a las visiones de síntesis que pueden encontrarse en los artículos de Contreras (1981, 1995); Gladwin (1991); Gudeman (1981); Sahlins (1969); Salisbury (1973); Valdés (1981), y Vayda y Mac Kay (1975); así com o a los libros de Firth (1974); Godelier (1976); Gregory y Altman (1989); Llobera (1981); Martínez Veiga (1978, 1985a, 1989a); Narotzky (1997); Netting (1977); Pouillon (1976); Plattner (1991); Tentori (1996), y Valdés (1977).
LA ANTROPOLOGÍA SOCIAL ESTUDIA LA ECONOMÍA
13
que se hicieron desde estas visiones «clásicas» de la antropología, con sideramos que los tem as y controversias que se originaron fueron poco más que discusiones metodológicas y tuvieron bastante pobreza teórica.2 E n concreto, los debates entre form alistas y sustantivistas constituyeron una especie de círculo cerrado que apenas trascendió fuera del cam po de la antropología económ ica, que es donde se origi naron. Nos interesa, en cambio, ver lo que la antropología económ ica puede decir a la antropología y consideramos que a partir de los enfo ques de la economía política se produce una aportación sustancial, ya que los temas de debate que se originan en la antropología económ ica contribuyen a renovar la antropología com o disciplina. En esta línea se sitúa n uestra insistencia en la necesidad de enten der los sistem as económ icos en el m arco de sistem as globales y en relación con los procesos históricos. A bordar el análisis del cam bio social implica situ ar la antropología social en el corazón m ism o de la com prensión de los factores explicativos del presente y el futuro de nuestras sociedades. Decir que las sociedades cam bian es u n a m era constatación fáctica, e, incluso, una obviedad; entender la naturaleza de estos cam bios y hasta qué punto conducen hacia la conform ación de nuevos sistem as sociales supone poner en juego instrum entos teó ricos y em píricos de prim era m agnitud. La antropología social tiene instrum entos analíticos para la com prensión de la lógica del m ovi miento de las sociedades, así com o de su funcionam iento y reproduc ción. El m étodo etnográfico posibilita, adem ás, m o strar las variacio nes locales y la heterogeneidad de unos procesos que a m enudo se consideran universales y hom ogeneizadores. 1.2.
Sobre cam bios econ óm icos, sistem a global y culturas
Los cam bios que hoy tienen lugar en el m undo son de tal n atu rale za y extensión que alcanzan a todas las sociedades. La hegem onía del capitalismo como sistem a económ ico, ju n to con el avance de las n u e vas tecnologías y de los medios de transporte y com unicación h an hecho de nuestro planeta un solo m undo. Es com ún hoy en día utili zar términos com o «globalización» o «mundialización», que pueden referirse tanto a las dim ensiones económ icas de este proceso com o a las culturales. M cLuhan fue quien acuñó el térm ino de «aldea global» 2. La obra de Herskovits, publicada en 1952 con el título Econom ic Anthropology, es la revisión de la obra que originariamente había publicado en 1940 con el título La vida económ i ca de los pueblos prim itivos y se considera que inaugura el cam po de la antropología económ i ca, al sistematizar los diversos temas que incluye y discutir datos etnográficos desde una dimensión comparativa.
14
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
que expresa m uy nítidam ente un cam bio de escala en la conciencia de cuál es el contexto en que vivimos. Más recientem ente se ha difundido el concepto de «sociedad inform acional», que otorga un papel clave al control y difusión de la inform ación m ediante los nuevos sistemas tecnológicos. Observemos que los térm inos «globalización», «mundialización», «aldea global» o «sociedad inform acional» evocan la unidad del siste m a global y dejan en un segundo plano las form as de poder y de desi gualdad existentes en él, a pesar de que, ellas también, cristalizan a escala m undial. H ablar de «imperialismo» o, incluso, de «subdesarro11o» hoy parece anticuado. Sin em bargo, existen distintos mecanismos de dom inación que subordinan sociedades, grupos sociales e indivi duos a la lógica de reproducción de un sistem a que por definición es jerarquizado y basado en la desigualdad. Por otro lado, existe concien cia de esta desigualdad a escala m undial, com o denota la distinción que constantem ente hacem os entre Prim er y Tercer o Cuarto Mundos. Las grandes m igraciones desde los países pobres hacia los países ricos han obligado a rep en sar las situaciones que crean tales diferencias y hay que reconocer que las causas de la desigualdad a escala mundial no son sólo económ icas sino tam bién políticas. No se trata sólo de p roducir m ás o m enos cantidades, sino de cómo se distribuyen el tra bajo y la riqueza. Del m ism o m odo, las soluciones para frenar el pro ceso m igratorio no pueden ser únicam ente de tipo económ ico sino tam bién políticas. La práctica social nos m uestra constantem ente que la econom ía y la política no son dom inios separados, sino profunda m ente interpenetrados. Las disciplinas académ icas no deberían igno ra r esta interrelación y sep arar artificialm ente el análisis de uno y otro ám bito.3 Observemos tam bién que tendem os a m agnificar los cambios que acontecen actualm ente, tal vez porque estam os inm ersos en ellos. Es evidente que m utaciones tanto o m ás drásticas han acontecido en otros m om entos de n uestra historia y de la de otros pueblos. Lo que sí es nuevo y sin precedentes es la am plísim a escala que posee la interco nexión entre sociedades, la inm ediatez de la com unicación a distancia, así com o el aum ento exponencial de la rapidez de los medios de trans porte. Todo ello ha significado una ru p tu ra respecto a la forma de con cebir y de organizar el tiempo y el espacio. Hoy concedemos mayor im portancia a lo efím ero que antaño porque todo evoluciona muy deprisa; adem ás, se ha am pliado considerablem ente nuestro universo 3. La separación entre lo político y lo económ ico es producto de nuestra civilización moderna y n o se produce en otras épocas históricas ni en otros contextos culturales. En su libro Homo aequalis, Dumont (1982) analiza el surgimiento del pensam iento económ ico como conjunto de conceptos y esquem as de interpretación diferenciados de lo político.
LA ANTROPOLOGÍA SOCIAL ESTUDIA LA ECONOMÍA
15
de experiencias, ya que en pocas horas podem os desplazarnos a cual quier rincón del m undo, en pocos m inutos podem os ver en nuestros televisores sucesos ocurridos a miles de kilóm etros y en pocos instan tes podem os conectar con alguien situado en nuestras antípodas. Hoy en día lo lejano está tan próxim o com o lo cercano, pero esto no im plica su com prensión. M iram os las otras sociedades con unas gafas que nos devuelven n uestra propia im agen, aunque sea por con traste, por lo que no somos. Fue Malinowski quien señaló que los «sal vajes», o los «primitivos» son el espejo en el que nos vemos reflejados a nosotros mism os. Tal vez ésta es la razón p o r la que hem os visto y seguimos viendo en otras sociedades el contrapunto de lo que consi deramos como evolución y progreso, sea porque m antienen rasgos «primitivos», sea porque siguen a la zaga de la m odernidad y las con sideramos «tradicionales». Y haciendo esta transposición convertim os el espejo en un espejismo, porque obtenem os una im agen ilusoria. Unas gafas más respetuosas y fieles a la realidad nos m ostrarían un panoram a más complejo y nos ayudarían a entender que cada socie dad no es un producto aislado, ni en el espacio ni en el tiem po, sino que es fruto de la relación desigual y jerárquica entre sociedades. Y es que el sistem a global hace que todo esté en relación. Además, el sistem a global no es algo nuevo. Es la expansión de la economía de m ercado lo que le ha dado un alcance m undial y son los nuevos medios de com unicación y de transporte los que nos han hecho adquirir conciencia de globalidad. En otros períodos históricos había también sistem as globales, aunque a otra escala, es verdad, m ás red u cida: pero hem os de adm itir que ha habido interconexión entre socie dades, relaciones de poder entre ellas y tam bién procesos de cambio. Como tam bién ha habido m odificaciones en las form as de relacio narse con la naturaleza. La conciencia m undial sobre los problem as ambientales es consecuencia de la globalización y ha puesto de m an i fiesto los límites ecológicos a una productividad ilimitada, la inexis tencia de fronteras cuando se trata de riesgos derivados de la contam i nación o la degradación am biental, así como, tam bién en este caso, las jerarquías existentes entre sociedades. La relación de las poblaciones con el medio am biente no se funda m eram ente ni en las constriccio nes que im pone la naturaleza, ni en las técnicas disponibles p ara obte ner recursos: los intentos por entender las causas de la degradación ambiental han revelado el peso de los factores sociales y políticos. De ahí que la econom ía deba integrar tam bién la perspectiva de la ecolo gía política. La antropología social ha tendido a aislar a las sociedades que estudiaba en el espacio y en el tiempo, contribuyendo así a d ar consis tencia a aquel espejismo ilusorio que em ana de nuestras gafas de occi
16
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
dentales y a través de las que m iram os otras sociedades. Durante años, los antropólogos han estudiado pueblos de áreas remotas, que han descrito com o «culturas» y, por tanto, como categorías étnicas delim itables y específicas. Los han clasificado según tipologías rela cionadas con su actividad productiva (cazadores-recolectores, pasto res nóm adas, agricultores itinerantes, etc.) o con su forma de organi zación sociopolítica (tribus, bandas, jefaturas, etc.), como si no hubie ra n cam biado en el tiem po. Aparecen así como una especie de fósiles de la E dad de Piedra, que cam bian, se extinguen, entran en decaden cia o se diluyen en otras sociedades cuando entran en contacto con ellas com o resultado de los procesos de colonización o de la economía de m ercado. E n su libro Europa y la gente sin historia, Eric Wolf (1987) m uestra m agistralm ente cóm o la intersección de la econom ía política con el análisis de los procesos históricos perm ite com prender el papel que desem peñaron distintos pueblos del m undo en el desarrollo y expan sión de E u ropa y, consecuentem ente, en el desarrollo y expansión de la econom ía de m ercado. Hoy sabem os, adem ás, que la existencia m ism a de pueblos que calificam os como «primitivos», de sus formas de organización, e, incluso, de su etiquetaje como una determ inada configuración étnica, ha de entenderse tam bién en el contexto global, com o fruto de la expansión o contracción del sistem a capitalista en las distintas áreas del m undo y no sólo ahora, sino ya en sus fases más tem pranas, e incluso antes de la existencia de un único sistem a global (Friedm an, 1994c: 200). Roseberry, que prefiere hablar de pueblos «no capitalistas» en lugar de «primitivos», dice al respecto: Las relaciones no capitalistas modelan, y en m uchos casos conti nú an m odelando, la vida de m uchos pueblos que los antropólogos han estudiado. Una de las paradojas de la historia del capitalism o ha sido su desarrollo en m edios no capitalistas. Tales situaciones no están afecta das p o r el encuentro con el capitalism o y, en m uchos casos, las relacio nes Jto-capitalistas han sido creadas como resultado directo o indirecto del desarrollo capitalista. Los antropólogos convierten estas situaciones en imágenes de nuestro pasado, en relaciones pre-capitalistas, a expen sas de una com prensión histórica y política más profunda (Roseberry, 1989: 144).
Vale la pena detenerse en el análisis de algunos ejemplos que ilus tran esta interconexión entre sociedades y su relación con el sistema global, incluso en el caso de pueblos de características tan «primiti vas», que aparentem ente parecen haber quedado al m argen de tales procesos. En la literatura antropológica han sido descritos en base a sus form as de organización internas en tanto culturas o entidades
LA ANTROPOLOGÍA SOCIAL ESTUDIA LA ECONOMÍA
17
étnicas delimitables, y el propio enfoque etnográfico ha contribuido a destacar su supuesto aislam iento estructural e inm utabilidad tem po ral. Sin em bargo, no están separados de las principales luerzas que conform an el sistem a global, ni existen al m argen de ellas, sino incrustados en ellas. Ejemplos Un ejemplo de cazadores-recolectores que frecuentem ente aparece en la literatura antropológica es el de los aínos, que originariam ente habitaban en la isla de Hokkaido en Japón (W atanabe, 1973). Al tra tarse de un grupo étnico diferenciado, con sus propias costum bres y formas de vida, los aínos no son considerados japoneses. Hoy en día el territorio en que viven los aínos es profusam ente visitado p o r turis tas, atraídos por el interés de poder observar directam ente a un grupo aborigen y prim igenio, que tanto contrasta con el estilo de vida p redo minante. Investigaciones recientes sobre este pueblo han revelado que los aínos fueron en otros tiempos una sociedad jerarquizada, que vivía de una econom ía mixta, en que la agricultura tenía u n a presencia im portante. La problem ática integración de Hokkaido al estado Meiji fue la que provocó la m arginalización de los aínos, su consideración como una m inoría étnica sin casta (no japonesa) y su em pobrecim ien to (Friedm an, 1994¿>: 109-110). A pesar de estos antecedentes, los aínos han sido y continúan siendo uno de los ejemplos prototípicos de cazadores-recolectores, com o si el proceso histórico no les hubiera afectado y como si se hubieran quedado anclados en el pasado desde tiempos inm emoriales. Algo parecido se produce entre los pueblos indígenas de la cuenca am azónica, que han sido descritos com o ejemplo de pueblos bien adaptados a las características del ecosistem a de selva, que viven de la agricultura de tala y quem a, tienen una baja dem ografía, h ab itan en pequeños poblados itinerantes y poseen u n a organización social igua litaria, lo que se corresponde con su econom ía de subsistencia casi autárquica (Meggers, 1976). Estas características se h an extrapolado al período precolonial, y, sin em bargo, hay evidencias de que la situ a ción era bien distinta. Efectivamente, las crónicas de Carvajal y otros exploradores dem uestran la existencia de asentam ientos perm anentes m ucho más num erosos que los contem poráneos. En los años prece dentes a la conquista, los pueblos de la várzea practicaban u n a agri cultura intensiva, estaban organizados en form a de jefaturas y com er ciaban con los pueblos andinos. Las actuales form as de adaptación son un claro ejemplo de involución, com o los aínos, que se vieron p e r judicados por el declive de los pueblos con los que com erciaban y p o r
18
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
su posterior relación desigual con los conquistadores que ocuparon su territorio y fueron m arginando algunas de sus tribus hacia las regio nes de selva m ás cerradas (Viveiros de Castro, 1996). Tam bién existen agricultores de subsistencia que viven en otras partes de América Central y del Sur. G udem an (1978) y Stonich y De Walt (1996) describen p ara Panam á y H onduras, respectivamente, el caso de cam pesinos pobres que viven del cultivo del maíz, sorgo y arroz en parcelas que cultivan durante un par de años m ediante el sis tem a de tala y quem a, lo que supone su posterior desplazamiento hacia otras áreas, una vez se ha agotado la fertilidad de la tierra. Se trata de pueblos indígenas, que fácilm ente podrían ser descritos como aislados estructurales, con una cultura específica resultante de con servar antiguas costum bres y form as de producción y que parecen h ab er quedado al m argen de los cam bios que en am bos países han tenido lugar. Ambos autores m uestran, sin embargo, la conexión de estas poblaciones con la lógica de la econom ía de mercado. Aunque en uno y otro caso han tenido lugar procesos históricos distintos, hay u n patrón com ún. Estos cam pesinos utilizan tierras del bosque tropi cal, que van roturando p ara poder cultivar y que cuando abandonan se convierten en pastizales. Los grandes propietarios ganaderos, que se fueron apoderando de antiguos territorios com unales y los destinan a la producción de carne p ara su exportación hacia los Estados Uni dos, perm iten que las com unidades indígenas vayan abriendo parcelas y en m uchos casos les obligan, a cambio, a sem brar hierba cuando declina la fertilidad. Así pues, la econom ía de subsistencia que m an tienen las com unidades indígenas no es un rasgo prototípico de su particu lar cultura, sino una expresión de su relación desigual con los propietarios ganaderos, que son los que obtienen el máximo beneficio a expensas de que los que viven com o indígenas se m antengan al lími te de la supervivencia. El potlatch es, tal vez, uno de los cerem oniales m ás citados y some tidos a m ayor núm ero de análisis p o r parte de la antropología.4 El potlatch era practicado p o r los pueblos del occidente de Canadá (kwakiults, bella coolas, salish, tlingits, tsim sians, haidas, chinooks, noot4. El potlatch fue objeto de m inuciosas descripciones por parte de Franz Boas, a partir de su participación en la Jesup North Pacific Expedition de 1897 y Marccl Mauss le otorgó un papel protagonista en su «Ensayo sobre las donaciones». Benedict dedicó un capítulo a los kwakiult en su Pattem s o f Culture (1934), que contribuyó a difundir la imagen de competitividad irracional de la celebración, que consideraba basada en un estilo de vida megalómano, en que la gente se movía por el feroz impulso de obtener prestigio. El texto de Piddocke (1981), que se basa especialm ente en los datos proporcionados por Boas y en las investigaciones que posteriorm ente realizó Helen Codere, ha sido uno de los que de forma más decisiva ha contri buido a cambiar la interpretación sobre esta clase de ritual, subrayando sus implicaciones eco nóm icas y políticas y no meramente asociadas al deseo de obtener prestigio.
LA ANTROPOLOGÍA SOCIAL ESTUDIA LA ECONOMÍA
19
kas, etc.) y consistía en la realización de grandes fiestas en las que se dispensaba una enorm e cantidad de regalos a los asistentes (la p ala bra potlatch procede del chinook y significa «dar»). Se realizaba cu an do alguien accedía a un cargo o sucedía a otro en la jefatu ra local, momento en que debía d em ostrar su ap titud para el cargo ofreciendo obsequios a invitados procedentes de linajes afines. Se consideró que estos pueblos, que vivían básicam ente de la pesca del salm ón, poseían una economía de excedente que perm itía no sólo realizar esta clase de celebraciones, sino que éstas se inscribieran en un sistem a de com pe tencia entre linajes que obligaba a increm entar cada vez m ás la m ag nificencia y cuantía de las donaciones. Frente a las interpretaciones clásicas en la antropología, que desta caban el consum o desaforado o la destrucción de recursos y bienes, así como la com petitividad irracional guiada por m otivaciones perso nales o por la obsesión de obtener prestigio, se contrapusieron las interpretaciones que, como la de Piddocke (1981), consideran el potlatch como un m ecanism o útil de adaptación cultural que reestablecía el equilibrio de recursos, al redistribuir los excedentes entre aquellos que no habían obtenido u n a productividad tan elevada. Esto es especialm ente cierto en la «época aborigen», antes de que se in ten sificara el contacto y relaciones com erciales con los colonos. Ha podido com probarse que estas form as de rivalidad y de p resti gio no han form ado siem pre parte de la historia de estos pueblos del litoral de la Colum bia B ritánica, sino que se adop taro n e in crem enta ron en el período com prendido entre 1849 y 1920 (que corresponde justam ente al m om ento en que Franz Boas realizó sus observaciones). La instalación de colonos blancos en Fort R upert y Fort Sim pson supuso la aparición de nuevas form as de riqueza, asociadas al com er cio de pieles, m antas, artesanías y esclavos. Los jefes locales vieron que este nuevo com ercio les perm itía consolidar su posición en sus sociedades, y com o la obtención de un cargo no era algo autom ático, el com ercio de pieles perm itía acum ular los productos que servirían para organizar un potlatch y validar su posición. D urante estos años se produjeron grandes cam bios en las sociedades de la costa noroccidental, se acum uló gran cantidad de riqueza com o fruto del com ercio, se intensificó la rivalidad p o r los cargos y por el prestigio y los potlatches se increm entaron en frecuencia y volum en. El potlatch, que se había considerado como un rasgo específico de estos pueblos y práctica m ente consustancial a ellos, resultó ser producto directo del contacto e integración en la econom ía de m ercado. La decadencia económ ica que se produjo con posterioridad a 1920, ju n to con la prohibición del gobierno canadiense de realizar potlatches llevó a la decadencia de esta clase de celebraciones.
LA ANTROPOLOGÍA SOCIAL ESTUDIA LA ECONOMÍA
19
kas, etc.) y consistía en ia realización de grandes fiestas en las que se dispensaba una enorm e cantidad de regalos a los asistentes (la p ala bra potlatch procede del chinook y significa «dar»). Se realizaba cu an do alguien accedía a un cargo o sucedía a otro en la jefatu ra local, m om ento en que debía dem ostrar su aptitud para el cargo ofreciendo obsequios a invitados procedentes de linajes afines. Se consideró que estos pueblos, que vivían básicam ente de la pesca del salm ón, poseían una econom ía de excedente que perm itía no sólo realizar esta clase de celebi'aciones, sino que éstas se inscribieran en un sistem a de com pe tencia entre linajes que obligaba a increm entar cada vez m ás la m ag nificencia y cuantía de las donaciones. Frente a las interpretaciones clásicas en la antropología, que desta caban el consum o desaforado o la destrucción de recursos y bienes, así como la com petitividad irracional guiada p o r m otivaciones perso nales o por la obsesión de obtener prestigio, se contrapusieron las interpretaciones que, com o la de Piddocke (1981), consideran el potlatch como un m ecanism o útil de adaptación cultural que reestablecía el equilibrio de recursos, al redistribuir los excedentes entre aquellos que no habían obtenido una productividad tan elevada. Esto es especialm ente cierto en la «época aborigen», antes de que se in ten sificara el contacto y relaciones com erciales con los colonos. Ha podido com probarse que estas form as de rivalidad y de p resti gio no han form ado siem pre parte de la historia de estos pueblos del litoral de la Colum bia Británica, sino que se adoptaron e in crem enta ron en el período com prendido entre 1849 y 1920 (que corresponde justam ente al m om ento en que Franz Boas realizó sus observaciones). La instalación de colonos blancos en Fort R upert y Fort Sim pson supuso la aparición de nuevas form as de riqueza, asociadas al com er cio de pieles, m antas, artesanías y esclavos. Los jefes locales vieron que este nuevo com ercio les perm itía consolidar su posición en sus sociedades, y como la obtención de un cargo no era algo autom ático, el comercio de pieles perm itía acum ular los productos que servirían para organizar un potlatch y validar su posición. D urante estos años se produjeron grandes cam bios en las sociedades de la costa noroccidental, se acum uló gran cantidad de riqueza com o fruto del com ercio, se intensificó la rivalidad p o r los cargos y por el prestigio y los potlatches se increm entaron en frecuencia y volumen. El potlatch, que se había considerado como un rasgo específico de estos pueblos y práctica m ente consustancial a ellos, resultó ser producto directo del contacto e integración en la econom ía de m ercado. La decadencia económ ica que se produjo con posterioridad a 1920, ju n to con la prohibición del gobierno canadiense de realizar potlatches llevó a la decadencia de esta clase de celebraciones.
20
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
Un últim o ejemplo, que expondrem os a p artir de la síntesis reali zada por Wolf (1987: 218-224), perm ite m ostrar cómo m uchas de las «naciones» y «tribus» indias conocidas por los antropólogos fueron resultado de la interacción m utua entre poblaciones indígenas, por un lado, y com erciantes, m isioneros o soldados, por otro. Unos y otros tuvieron parte activa en la form ación de esta configuración étnica que ha sido conocida com o los «indios de las Praderas» y que agrupa a num erosos pueblos, de orígenes y características muy diferenciados: dakotas, cheyennes, crows, blackfoots, comanches, kiowas, pawnes, etcétera. Los dakotas (conocidos tam bién como sioux) llegaron a d o m in ar las llanuras nororientales, en tanto que los blackfoot tuvieron un papel sim ilar en la zona occidental, arrinconando o dom inando a otros pueblos. E stos pueblos se especializaron en la caza de búfalos en las exten sas praderas de N orteam érica. Algunos habían sido recolectores; otros, agricultores y cazadores. La introducción del caballo (que se conoce desde el siglo xvi, cuando los españoles conquistaron México) hizo que se convirtieran en pastores y se especializaran en la caza del búfalo. Los dakotas fueron los prim eros en aunar la caza a caballo con el uso de arm as de fuego, que obtenían del comercio con los colo nos franceses, m ientras que otros pueblos rivales las conseguían de los británicos. La facilidad con que se podía realizar la caza del búfalo hizo que se abandonaran prácticam ente las demás actividades. Pero el auge económ ico y político de estos pueblos procedió del comercio que establecieron en el siglo xvm con los com erciantes de pieles blancos, a los que sum inistraban carne. Elaboraban el pemmican, carne seca de búfalo, m ezclada con grasa y otras sustancias y convertida en una m asa que se com prim ía y em pacaba en sacos de cuero. E ra un ali m ento de gran valor nutritivo, fácilm ente transportable y duradero, que se adecuaba a las necesidades de los viajeros que iban en busca de pieles. E sta clase de com ercio contribuyó a extender la caza del búfalo y el pastoreo de caballos y acabó p o r hacer que las formas de vida de los distintos pueblos que se dedicaron a estas actividades se pareciera cada vez más, pues la cacería debía ajustarse a los ciclos de m igracio nes de los búfalos y los cam pam entos debían instalarse donde pudie ra h ab er pastos p ara los caballos. Otro elemento unificador fue la conform ación de distintas asociaciones, cofradías y reuniones que periódicam ente agrupaban a las bandas dispersas, m otivadas por la necesidad de co o rd in ar la cacería anual y la distribución de pastos. Además, se difundieron determ inados símbolos entre distintos gru pos (las flechas sagradas, la pipa, la rueda sagrada), entre los que tuvo especial relevancia la celebración de la Danza del Sol, que se
LA ANTROPOLOGÍA SOCIAL ESTUDIA LA ECONOMÍA
21
propagó prácticam ente por todos los pueblos de las P raderas y con tribuyó a otorgarles un sentido de unidad. Así pues, el com ercio e intercam bio con los europeos supuso la conform ación de identidades étnicas de m ayor envergadura a las existentes previam ente, basadas en alianzas entre pueblos e, incluso, en la organización de confedera ciones, con las que pudieron con tro lar nuevas tierras de caza o ru tas com erciales y que supusieron el predom inio de determ inados p u e blos sobre los dem ás. El proceso histórico perm ite m ostrar que las configuraciones étn i cas no sólo son m udables, sino que su existencia debe entenderse en relación a factores económ icos y políticos y a contextos de alcance m ás global que el de la propia cultura que se analiza. Por esto, la em ergencia de pueblos particulares hay que entenderla en la conjun ción de las historias locales y globales, situando a las poblaciones locales en las corrientes m ás am plias de la historia m undial. E sto es algo que no puede ignorar la antropología económ ica a la hora de analizar las características de econom ías locales o de form as de p ro ducción concretas y su relación con la econom ía de m ercado.
1.3.
Antropología económ ica y antropología social
En un artículo de síntesis sobre la antropología económ ica, Con treras (1981) señala la escasa atención que inicialm ente m erecieron las cuestiones económ icas en la antropología social, que identifica con las siguientes causas: 1) la negación de la existencia de «econo mía» en las sociedades prim itivas, p o r la ausencia en ellas de dinero, com ercio o instituciones económ icas específicas; 2) la confusión entre econom ía y tecnología, así com o el desinterés p o r las actividades eco nóm icas básicas, en contraste con el interés por los intercam bios dd prestigio, y 3) el predom inio de las corrientes idealistas y del funcior nalismo. Todo ello motivó que los datos económ icos fueran escasos y dispersos, y estuvieran recogidos de form a poco sistem ática en la£ m onografías etnográficas (Contreras, 1981: 9-10). El desarrollo de la antropología económ ica estuvo, pues, condicio nado por el predom inio en la antropología social de determ inados paradigm as teóricos que otorgaban a las actividades económ icas poca im portancia en el conjunto de los procesos culturales. Y cuando los antropólogos em pezaron a analizar la econom ía continuaron estando condicionados por unos paradigm as que tendían a aislar las «cultu ras» analizando su lógica interna, enfatizar la noción de equilibrio entre los distintos com ponentes de cada cultura y aplicar el individua lismo metodológico. Más adelante m e referiré a cóm o esta concepción
22
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
de la cultura se corresponde con las dos grandes visiones que im pera ron du ran te unos años en la antropología económica, el formalismo y fel sustantivísimo, posteriorm ente contestadas p o r el marxismo. Si la antropología económ ica presenta un desarrollo tardío dentro de la antropología, com o fruto de la form a de entender el concepto de cultura y de la escasa im portancia que se otorgaba a los procesos eco nóm icos, a p artir de los años setenta se produce una inversión en esta relación: la antropología económ ica convulsiona la antropología so cial y contribuye a su renovación, pues aporta un nuevo paradigm a m etodológico basado en la necesidad de analizar las culturas particu lares com o parte de sistem as globales y no com o aislados. El desarrollo de la econom ía política antropológica está im pregna do en buena parte p o r el m arxism o, aunque existen en su seno una gran diversidad de ideas, proyectos y métodos. Serán decisivos los debates en torno al sistem a m undial, las teorías del subdesarrollo, así com o la articulación de modos de producción. Inicialm ente estas aproxim aciones provocan bastante rechazo en la antropología, bien porque se piensa que la teoría del sistem a m undial tiene poco que ofrecer a los antropólogos, o bien porque se considera que se concede dem asiado peso a las dim ensiones económ icas y m ateriales (Roseberry, 1988: 161-162). F irth (1977), con notable escepticism o y distan cia respecto a estas orientaciones, llega a distinguir lo que denomina « m a ra sm o visceral» del «marxismo cerebral». Identifica el primero con los antropólogos norteam ericanos de ideología radical, preocupa dos p o r el conflicto y críticos con las im plicaciones de la antropología con el colonialism o o el im perialism o; la segunda denom inación la aplica a los antropólogos franceses, que com binan marxismo y estructuralism o y están m ás preocupados por cuestiones teóricas. Con los años puede decirse que la econom ía política antropológica ha contribuido, efectivam ente, a renovar la antropología. Es la discu sión acerca de la expansión del capitalism o y sus efectos sobre las eco nom ías regionales y locales lo que hace concebir la existencia de un «sistem a m undial» y provoca el cam bio de perspectiva metodológica. Más adelante se producirá un desplazam iento de interés desde lo eco nóm ico hacia las dim ensiones culturales e institucionales, lo que se expresa m ediante el térm ino «globalización», pero el paradigm a meto dológico es el m ism o. Se pondrá el énfasis en la vinculación entre lo local y lo global y esto supone p artir de una perspectiva integradora que incluye la noción de sistem a global y de proceso. E n todo caso varía el papel que se otorga a lo económ ico en esta conform ación de un ecúm ene global, lo cual no es nada secundario, sino un im portante factor de distinción entre enfoques teóricos. Pero lo que sí merece destacarse es esta incidencia de la antropología económ ica en el replanteam iento actual de la antropología.
LA ANTROPOLOGÍA SOCIAL ESTUDIA LA ECONOMÍA
23
De hecho, la antropología h a tenido siem pre en su horizonte com parativo la dim ensión m undial, pero lo que se introduce com o nove dad ahora es el hecho de considerar que todas las personas y todas las culturas se integran en un único sistem a económ ico m undial. E sta noción de sistem a aplicada a todo el m undo constituye un paradigm a nuevo que obliga a reconsiderar la form a de analizar el m aterial etno gráfico (Nash, 1981: 393). En un artículo sobre el cam pesinado y que significativam ente se titula «Los cam pesinos y el m undo», Roseberry sintetiza lo que significa p ara la antropología este enfoque: La perspectiva del sistem a m undial representa un desafío funda m ental a la práctica antropológica tradicional. Nos obliga a una visión de carácter histórico m ás profunda, a descubrir que los pueblos supuestam ente aislados que estudiam os no están separados de las fuer zas sociales, económ icas y políticas globales del m undo m oderno com o podría parecer a prim era vista. Ello nos obliga a repensar conceptos privilegiados y a d o tar de nueva form a a nuestros procedim ientos metodológicos favoritos. Tal perspectiva no m ina la antropología. Aun que los tem as antropológicos se han ido form ando dentro del contexto histórico m undial, los procesos globales en los que se han aplicado en ocasiones no tienen la m enor uniform idad, del m ism o m odo que las reacciones de las poblaciones locales resultan desiguales y variadas (Roseberry, 1991: 176).
A continuación, este au to r aboga p o r la necesidad de seguir apli cando el m étodo etnográfico, al considerar que se trata de u n a de las aportaciones de la antropología. Y es que los estudios de casos co n cretos, bien delim itados, localizados, perm iten establecer los elem en tos com unes y los diferenciales en los procesos de cam bio. P erm iten tam bién entender la n atu raleza del vínculo en tre lo global y lo local, entre la larga y la corta duración. La m undialización de la econom ía es resultado de la expansión de la econom ía de m ercado, pero se trata de un proceso heterogéneo y diverso, que im plica m uchas variaciones locales, p o r la síntesis p articu lar que se produce en cada lugar entre las nuevas y las viejas form as de producción. Así pues, no hay necesariam ente una m era adaptación pasiva, ni tam poco h o m o geneidad, y esto sólo puede constatarse p o r m edio de la etnografía, analizando a gente real en lugares reales. P or ello, el m étodo etn o gráfico constituye un correctivo a las visiones m arxistas y no m arxis tas de la historia económ ica que h an escrito la historia del capitalis mo com o una historia del capital, ya que, p o r sus propias caracterís ticas, la antropología p resta atención a las relaciones sociales y a las formas culturales creadas p o r cada sociedad en el proceso de tran s formación.
24
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
Sin em bargo, el problem a es cóm o integrar el reconocim iento de los sistem as globales al hacer etnografía. Es difícil que el etnógrafo interesado en analizar los cam bios contem poráneos a escala local se sitúe al m ism o tiem po en la perspectiva del sistem a m undial, o en el proceso de larga duración que supone la transición al capitalismo. Además, los térm inos global/local no son equivalentes, ya que las fuer zas que rigen lo global tienen sus propios orígenes y no derivan miméticam ente de lo local. Para vencer esta dificultad, M arcus (1995) pro pone ab an d o n ar la etnografía practicada en un solo lugar para hacer una etnografía m ultilocal. H annerz (1989) opta claram ente por lo que denom ina una «m acroantropología de la cultura», que obliga a reali zar u na selección estratégica de los lugares donde se investiga, de m anera que sean significativos p ara m o strar la diversidad y la crea ción de nuevas form as culturales. S trathern (1995) insiste en focalizar el análisis en las prácticas culturales concretas, pues, a nivel local, lo global se recontextualiza, se transform a en nuevos elementos, adopta u n a especificidad concreta. La constatación de procesos de carácter global y de larga duración ha im plicado, pues, una reflexión acerca del m étodo de la antropolo gía y de sus relaciones con otras ciencias sociales. Es necesario cono cer y entender la globalidad tanto espacial como temporal, pero resulta m ás relevante entender el proceso al revés: entender lo global a partir de sus concreciones locales, haciendo de la etnografía el instrum ento básico de su com prensión. Se trata de «leer» el sistem a global y el cam bio social a través de las etnografías localizadas. Y es que en lo local convergen de form a sintética las principales fuerzas que contri buyen a la reproducción y la transform ación de las sociedades. Esta doble naturaleza del proceso es lo que desvela la antropología. U na últim a cuestión a destacar. La confrontación entre idealismo y m aterialism o, que Contrei'as (1981: 14) señala como la dicotom ía m ás relevante en la antropología económ ica, se superpone a otra división dicotóm ica, resultante de los énfasis diferenciados que se otorga a la econom ía. M ientras unos resaltan la relación entre eco nom ía y cultura, otros enfatizan la relación entre econom ía y natu ra leza. Los prim ero s describen los aspectos económ icos en relación a instituciones y valores sociales; los segundos se interesan básicam en te por las condiciones técnicas y las estrategias adaptativas. Este énfasis diferencial su p o n d rá la progresiva separación entre la «antro pología económ ica» y la «antropología ecológica», aunque a esta últim a se la considere p arte integrante de la prim era. Sin embargo, los tem as de interés y problem as relevantes son bien distintos para cada orientación. Los antropólogos-económ icos apenas se interesan p o r los procesos adaptativos, el análisis de flujos energéticos, o las
LA ANTROPOLOGÍA SOCIAL ESTUDIA LA ECONOMÍA
25
respuestas de las poblaciones hum anas a los cam bios am bientales. Los antropólogos-ecólogos, p o r su parte, difícilm ente tratan cuestio nes com o la creación de valor, las transacciones m ateriales, la utilidad m arginal o las condiciones de reproducción de la fuerza de trabajo, por poner algunos ejemplos. De ahí que algunos autores —sin dem a siado éxito— hayan intentado realizar una síntesis entre am bas ap ro ximaciones. El vigor que continúa teniendo esta diferenciación entre an tro p ó logos-económicos y antropólogos-ecólogos queda p atente en el hecho de que se haya reproducido en el desarrollo reciente de la antropolo gía económ ica, que enfatiza la perspectiva globalizadora que antes destacábam os, y cristaliza en la distinción entre «econom ía política» y «ecología política». De ahí que los próxim os apartados los dedique mos a hacer una reflexión sobre estos énfasis diferenciales, que ponen el acento en la relación entre econom ía y cultura, o bien entre econo mía y naturaleza.
P r im e r a parte
LA ECONOMÍA POLÍTICA EN LA ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
C a p ít u l o 2
ECONOMÍA, CULTURA Y CAMBIO SOCIAL1 La antropología social se ha basado en el concepto de cultura como útil analítico p ara obtener y sistem atizar la inform ación. Las nociones sobre la cultura reflejan las nociones sobre la historia. Y, sin embargo, las concepciones respecto a la cultura y a la historia apenas se han confrontado. En este capítulo haré una revisión general del concepto de cultura, p ara establecer sus límites y relacionarlo con el análisis del cam bio social. También revisaré el papel otorgado a la economía en los procesos de cam bio social, lo que se relaciona con el lugar que se otorga al dom inio de lo económ ico en la cultura. El eje de análisis se centra en la com prensión del cam bio social en el contex to contem poráneo, que se corresponde con la form ación de una econom ía-m undo y con los procesos de globalización cultural. Nuestro planteam iento es llegar a obtener una com prensión de la cultura desde la econom ía política, que integra a la historia com o parte sustantiva en su estrategia metodológica. Estas dim ensiones nos llevan hacia la reflexión de cóm o se plantea la dialéctica entre estabili dad y cambio social, lo que im plica com prender los m ecanism os de funcionam iento y de transform ación de las sociedades, la jerarquización de funciones y de instituciones y la dialéctica entre las estru ctu ras materiales, sociales e ideológicas. Significa, en definitiva, entender las condiciones de reproducción de un sistem a social y las condiciones de transformación. Se trata de situar el análisis del cam bio social en el corazón mism o del análisis antropológico y de situ ar a la econom ía política en el centro de com prensión de las relaciones entre cultura y cambio social. 1. Este capítulo se basa en una revisión del artículo «Economía, cultura y cam bio social», publicado en el libro de homenaje a Claudio Esteva-Fabregat, coordinado por J. Prat y A. Martínez y del artículo «L’analyse du changement social: un enjeu pour l’anthropologie», actualmente en prensa. Véase Comas d'Argemir (1996 y en prensa).
30 2.1.
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
Sobre el con cep to de cultura
El concepto de cultura tiene varias acepciones. Aparece profusa m ente utilizado en el lenguaje cotidiano y es, también, un instrum ento académ ico que, com o tal, ha sido objeto de num erosas definiciones. En un conocido texto publicado en 1952, A. L. Kroeber y C. Kluckhohn recogieron 164 definiciones y tal vez ahora podrían añadirse algunas más. Vale la pena recordarlo porque nos está indicando que se trata de un concepto m uy am plio y abstracto, en el que, cuando se trata de concretar, es inevitable proyectar la perspectiva teórica con que se analiza el sistem a sociocultural. E n su uso m ás generalizado, la cultura se entiende como el modo de vida de un grupo hum ano e incluye su repertorio de creencias, cos tum bres, valores y símbolos. Cuando el concepto de cultura se con fronta con el concepto de sociedad se proyectan unas perspectivas teóricas y m etodológicas m uy diversas. E n cada una de estas perspec tivas la relación entre cultura e historia se entiende tam bién de forma distinta. A grandes rasgos, puede decirse que en la antropología social se pueden distinguir dos grandes m aneras de entender y delim itar el concepto de cultura. En la tradición am ericana ha habido la tenden cia a sep arar conceptualm ente la cultura de las relaciones sociales. La cu ltu ra es el concepto central del análisis antropológico. Se consi dera que form a p arte del com portam iento aprendido de la especie hum ana, y, p o r tanto, es claram ente diferente de los factores biológi cos. Ya sea en la antigua acepción de Kroeber, que identificaba a la cu ltu ra com o lo «supraorgánico», ya sea en su form ulación más reciente (la que difunde Geertz, p o r ejemplo), como «sistema de sig nos y sím bolos», o com o «estructura de significados», la noción de cultura se identifica con las dim ensiones ideacionales del com porta m iento hum ano y elim ina, o deja en un segundo plano, sus com po nentes m ateriales y sociales. En la tradición europea, en cambio, la cultura se entiende com o el contenido de las relaciones sociales, por lo que no puede concebirse al m argen de ellas. Jack Goody (1992) insiste que sep arar este «contenido» (la cultura) del sistem a social, o bien de las interacciones m ateriales con el entorno, em pobrece el análisis y lo distorsiona. Lo «material» no puede separarse de lo «ideal», nos dice tam bién Godelier (1989). Tanto en la antropología social británica com o en la etnología francesa la noción de cultura es, por definición, relacional respecto a lo biológico y lo m aterial. El uso m ás difundido del concepto de «sociedad» no excluye el análisis de las dim ensiones ideacionales y simbólicas, pues se consideran integradas en él.
ECONOMÍA, CULTURA Y CAMBIO SOCIAL
31
Estas dos grandes orientaciones no se corresponden necesaria mente con el grado de im portancia que se otorga a la historia p ara entender los fenóm enos sociales y culturales, ni tam poco con el peso específico que se otorga a la econom ía en la sociedad, ya que am bas dimensiones dependen de los paradigm as teóricos dom inantes. Pues to que nuestro objetivo es establecer cóm o se analiza el cam bio social, lógicamente vamos a considerar las perspectivas que de una form a u otra integran la dim ensión histórica. En este sentido sí hay que desta car que la m anera de entender la vinculación entre cultura y econo mía expresa, a su vez, una determ inada m anera de entender las rela ciones de la cultura con el proceso histórico. Esto lo caracterizarem os a partir de la distinción de dos grandes concepciones diferenciadas e, incluso, contrapuestas.
L a CULTURA COMO FORMA DE
v id a y
COMO CÓDIGO DE CONDUCTA
En la prim era concepción, la cultura se identifica com o la form a de vida de un grupo hum ano. El énfasis es el de la especificidad, con siderando que se trata de algo delim itable y diferenciado!-. Así, cu an do se describe a una com unidad hum ana puede constatarse que posee unas características propias relacionadas con las form as de obtener la subsistencia, las instituciones, la organización del p aren tesco, los estilos de vida y los sistem as de representaciones (o cosmovisión). Desde esta perspectiva, la cultura es entendida com o un con junto de rasgos que le son propios, cuyos límites coinciden con los de un grupo hum ano y se concretan en una determ inada área. Así, una cultura resulta ser específica y definible en el espacio y en el tiempo, siendo aquello que define e identifica a un grupo hum ano y lo dife rencia de otro. Identificar y describir estos rasgos de form a m ás o m enos detalla da y exhaustiva ha sido una práctica co m en te en el trabajo etnográfi co realizado desde esta visión de la cultura. Su plasm ación en la m eto dología de análisis es clara: se trabaja (a m enudo de forma im plícita) con la noción de área cultural, de com unidad o de grupo étnico (con «culturas», en definitiva), que se caracterizan a p artir de seleccionar los rasgos que le dan consistencia. E n la antropología am ericana esta tradición se encuentra representada en los trabajos de K roeber o de Wisler para la identificación de aéreas culturales, o bien en la consti tución del World Ethnografic Atlas em prendida p o r M urdock, cuyo objetivo es justam ente inventariar los rasgos culturales en distintas zonas del planeta.
32
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
Desde esta orientación, el cam bio social se entiende como el pro ceso que altera la unidad y especificidad de la cultura, al modificar sus com ponentes o introducir rasgos externos a ella. Por ello, lo genuino y específico de la cultura se identifica con lo «tradicional», con aquello que antecede a los cam bios, y la investigación etnográfica se dirige o bien a buscar los rasgos del pasado, o bien a analizar su sustitución por otros en el proceso de «modernización» o de «aculturación».2 El análisis del cam bio social sólo tiene en cuenta, pues, sus dim en siones m ás concretas, puntuales y recientes, como aquello que altera un determ inado ordenam iento cultural. Y debido al lim itado impacto de la disciplina en el estudio de nuestra cultura y a una m ayor prácti ca en el estudio de los «otros» esto se concreta en una oposición radi cal entre la «tradición» (identificada con lo precapitalista e, incluso, con lo prehistórico) y la «modernidad» (que es capitalista, por defini ción), lo que reproduce los discursos populares y científicos de nues tra época y niega, a su vez, la historia de los pueblos subordinados a la lógica de la econom ía de m ercado (Comaroff y Comaroff, 1992: 44). Las perspectivas de Clifford Geertz y de Marshall Sahlins introdu cen m atizaciones im portantes a esta visión de la historia. Se trata de perspectivas que son bastante distintas entre sí, pero que com parten la consideración de la cultura como eje central de análisis y ambas entroncan, com o tendrem os ocasión de mostrar, con el particularismo histórico boasiano (que no niega el análisis de áreas culturales o la teoría de la m odernización, pero les relega a un segundo plano). La cultura, dice Geertz en La interpretación de las culturas (publi cado originariam ente en 1973), es contexto: es el m arco en el que las acciones de los seres hum anos tienen significado. Los rasgos cultura les no existen en abstracto: a escala local se recontextualizan, se trans form an en nuevos elem entos, adquieren una especificidad concreta. Por esto la tarea de los antropólogos es reconstruir el conjunto de sím bolos y significados en su contexto cultural. Los rasgos culturales han de interpretarse en este contexto simbólico, que es particular y concreto, y no tienen sentido fuera de él. La cultura se define, pues, com o un sistem a de signos y símbolos, y los com ponentes m ateriales y sociales son secundarios. Cada cultura es específica en su concreción histórica, que es la que da form a y sen tido a sus com ponentes y los asocia a una determ inada área espacial. Para G eertz no tiene sentido, pues, diferenciar «cultura» e «historia»: para él son conceptos tan interrelacionados que prácticam ente los uti 2. En un artículo sobre el cam bio social en el campesinado analizamos las perspectivas de los enfoques sobre la modernización y aculturación aplicados a este sector social, que con trastamos con las teorías de carácter procesual (véase Comas d'Argemir y Contreras, 1990).
ECONOMÍA, CULTURA Y CAMBIO SOCIAL
33
liza como sinónim os.3 Considera que cada cultura es u n a totalidad, algo único, producto de su propia historia. La historia que interesa, pues, es la de cada cultura concreta, la que determ ina que cada con texto sea particular y diferente de otros. No es que se niegue la exis tencia de unos procesos económ icos o políticos de naturaleza m ás amplia, sino que estos procesos no se consideran relevantes p ara entender la estructura de significados tal com o se concreta en cada contexto. Porque para Geertz, insistimos, la cultura es contexto. Sahlins introduce una perspectiva parcialm ente diferente dentro de una visión, que como la de Geertz, tam bién es em inentem ente cuituralista. Considera la cultura com o u n a especie de esquem a concep tual, que se asemeja al concepto de estructura de Lévi-Strauss y, en Islas de historia (1988&) Sahlins utiliza los térm inos «cultura» y «estructura» como sinónim os (Roseberry, 1989: 8). En esta obra de Sahlins pueden distinguirse dos niveles de abstracción diferentes. Por un lado un esquem a conceptual o estructura (la cultura) y, p o r otro, las acciones individuales, así com o los acontecim ientos (la práctica). Son dos niveles interrelacionados que se influyen m utuam ente, de manera que uno m odifica al otro. Los cam bios en las prácticas que derivan de la acción social pueden llegar a m odificar el esquem a con ceptual, de la m ism a m anera que la sum a de determ inados aconteci mientos pueden m odificar la estructura.4 La historia se entiende com o el proceso en donde se producen tales modificaciones. En su libro Anthropologies and Histories (1989), Roseberry consi dera que las perspectivas de Geertz y de Sahlins son m uy similares. Para am bos autores, la referencia a la historia, com o la referencia a la cultura, implica el reconocim iento de la diferencia hum ana, de la espe cificidad. Cada cultui'a es única y tiene su propia historia: éste es el énfasis que am bos hacen, a pesar de la distinta m anera de entender la naturaleza de la cultura. Ambos autores tam bién consideran la acción individual como la dim ensión m ás relevante a tener en cuenta. Com 3. Es significativa la definición de cultura que desde la orientación sim bolista proporcio nan Comaroff y Comaroff (1992: 27): «nosotros consideram os que la cultura es un espacio semántico, el cam po de signos y prácticas en el que los seres humanos construyen y represen tan quiénes son ellos y los otros, as( com o sus sociedades e historias. No es meramente un orden abstracto de signos o de relaciones entre signos. Tampoco es sólo la sum a de prácticas cotidianas. Ni tampoco es pura lengua ni pura palabra, ya que nunca constituye un sistem a cerrado o totalmente coherente. Es más bien lo contrario: la cultura siem pre contiene m ensa jes, imágenes y acciones polivalentes, parcialmente contestables. Es, en resumen, un conjunto de significantes-en-acción, históricamente situados, históricamente desarrollados, significantes que son a la vez materiales y sim bólicos, sociales y estéticos». 4. En Culture and Practical Reason (1976), Sahlins mantiene una posición parcialmente diferente a la de su publicación posterior, Islands o f History (1985), pues en el primer texto el esquema conceptual se considera anteriora la «praxis», de la que constituye su marco referencial, sin que se plantee la transformación del esquem a conceptual mismo.
34
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
parten, pues, una verdadera «teoría de la práctica», aunque la entien dan tam bién de m an era distinta. A Geertz le interesa la dimensión acum ulativa de las prácticas individuales, en la m edida en que expre san patrones estructurales o formales. Sahlins sitúa la práctica como u n a categoría analítica, con valor explicativo. No es fácil sintetizar el concepto de cultura cuando en la propia tradición culturalista existen diversos ángulos de análisis que, ade más, han ido cam biando y adoptando formulaciones diferenciadas respecto a los planteam ientos iniciales. Lo que une a las aproxim acio nes que hem os presentado a grandes rasgos es esta visión de la cultu ra com o algo único y com o totalidad: el particularism o histórico y el individualism o metodológico. Si nos situam os ah o ra en el dominio de la econom ía, hem os de incluir aquí las aproxim aciones del sustantivism o y del form alism o, que durante m ás de un siglo se han hallado en confrontación, pues difieren fuertem ente respecto a la considera ción del lugar de la econom ía en la sociedad, aunque participan de unos paradigm as teóricos bastante parecidos.5 El form alism o parte de la noción de escasez de recursos, cuando, p o r otro lado, las necesidades son infinitas. Por eso, la econom ía con siste propiam ente en «economizar», es decir, en adm inistrar recursos escasos para aten d er finalidades alternativas. El sistem a de valores se considera básico p ara entender cóm o se efectúa la necesaria jerarquización de las necesidades que se han de cubrir y la elección de recur sos que le corresponde. La acción individual, por tanto, pasa a ser el elem ento básico del que deriva la acción social, en el sentido weberiano, siendo m odelada p o r los valores culturales existentes. La econo m ía se considera, pues, una m odalidad de la conducta, por lo que lo que hay que analizar, desde esta perspectiva, es qué patrones de racio nalidad, elección o acción son los adecuados p ara las distintas orde naciones sociales o culturales. «No hay motivos económicos —nos dice N ash (1977: 425)—, sólo motivos influyentes en la esfera econó mica.» La econom ía es un subsistem a de la sociedad que, para ser com prendido, requiere analizar el sistem a de valores existente, que es el que m odela los patrones de elección ante la necesidad ineludible de «econom ización» y tom a form as distintas en contextos sociales y cul turales específicos. La perspectiva form alista identifica la econom ía con su form a de m ercado y considera que puede aplicarse de forma universal a todas las culturas. Por ello, R. Firth señala que las distinciones entre las eco nom ías prim itivas y las dem ás son distinciones de grado y no cualitati vas (Firth, 1976). Es im portante tener en cuenta esta visión, porque 5.
Véanse Contreras (1981); Gudeman (1981); Martínez Veiga (1989a); Valdés (1981).
ECONOMÍA. CULTURA Y CAMBIO SOCIAL
35
desde ella el cam bio social se entiende com o un cam bio de grado ta m bién, en la m edida en que se incorporan a la sociedad nuevos valores, nuevas técnicas, nuevas form as de producir bienes y servicios. E n el contexto contem poráneo, el cam bio social se entiende, pues, com o modernización (si se pone el énfasis en el im pacto de los cam bios tec nológicos), o como aculturación (si el énfasis recae en el cam bio de sistemas de valores). Im plícitam ente, el punto de referencia com para tivo es la «sociedad occidental», que se erige en m otor de los cam bios y en punto de llegada de otras sociedades. Por ello, y p o r definición, el cambio social se origina por factores externos, que m odifican la confi guración de las culturas; la econom ía, com o parte del sistem a cultu ral, no origina los cam bios, sino que recibe sus repercusiones y ha de adaptarse a ellos. El sentido lineal por el que se concibe la evolución hace que el resultado inevitable sea la uniform ización cultural, a pesar de las variaciones locales que puedan existir. Karl Polanyi, uno de los m áxim os exponentes del sustantivism o, pone el énfasis en la dependencia de las personas respecto a la n atu ra leza y de las personas respecto a otras personas p ara obtener su sus tento, puesto que la econom ía es el proceso por el que se satisfacen las necesidades m ateriales, y, por tanto, consiste en la producción y dis tribución de bienes y servicios (Polanyi, 1994: 92). Eso im plica que la actividad económ ica requiere, por encim a de todo, organización, y, por ello, la econom ía es una actividad institucionalizada, que se reali za en el m arco de unas determ inadas condiciones sociales, que son las que dan unidad y estabilidad al sistem a. No hay escasez p o r defini ción, como asegura el formalismo; hay form as diferentes en cada cul tura de distribuir los recursos y los bienes producidos. La econom ía es, pues, una m odalidad de la cultura. La institucionalización es el eje clave en el concepto sustantivo de econom ía. Lo im p o rtan te es an alizar qué lugar ocupa la actividad económ ica en cada sociedad, p orque las form as de organización e institucionalización de los procesos económ icos varían de unas sociedades a otras; tienen, p o r tanto, un carácter específico y con creto, no universal. D ependen de cada cultura, de la form a concreta de resolver la interacción con el en to rn o p ara la satisfacción de necesidades y de las form as de trabajo y organización, y éstos son los elem entos que explican la existencia de determ inados valores, motivaciones y actuaciones prácticas. Este énfasis en la necesidad de analizar la interacción con el en to rn o p erm itirá d esarro llar la corriente conocida com o «ecología cultural». El concepto de «estra tegias adaptativas», central en esta aproxim ación, encaja con el in d i vidualism o m etodológico, o con la teoría de la praxis, que hem os com entado ya.
36
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
El cam bio social se entiende com o una modificación de las formas de interacción con el entorno y de las pautas de institucionalización, lo que se produce de form a concreta y específica en cada cultura. Y es que, com o nos recuerda Sahlins (1976: 9), el m étodo formalista se inclina a considerar a las econom ías primitivas como versiones subdesarrolladas de la nuestra, m ientras que el sustantivismo valora a las diferentes sociedades p o r lo que son. Por ello no interesa tanto enten d er los procesos económ icos generales, como la forma específica de concretarse en cada cultura. E sta óptica de análisis guarda coherencia con la que, tomando com o referencia la idea de globalización cultural, que abarca fenóme nos de alcance m undial, se interesa por la diversidad y heterogenei dad de form as que adopta este proceso en contextos locales, regiona les o nacionales (Robertson, 1992). El concepto de cultura continúa concibiéndose com o un aislado estructural que, en este caso, se aplica a escala m undial.
La
c ultura c o m o e x p r e s ió n
DE LAS FORMAS DE PODER
La segunda gran concepción de la cultura se opone a esta visión de la cultura com o algo único y com o totalidad, pues considera que la cultura sólo puede entenderse en su relación con procesos económi cos, políticos y sociales de carácter m ás amplio. Esto no niega la espe cificidad de cada cultura, pero sí niega que las culturas sean entidades delim itables o totalidades independientes. Lo relevante es su cone xión, su articulación, suele decirse, con procesos históricos que no son particulares, sino globales, que no son de corto alcance, sino de larga duración. Porque se entiende que cada cultura no existe al m ar gen de tales procesos, ya que su funcionam iento y reproducción es indisociable de ellos. Y se entiende que los símbolos y significados son indisociables, a su vez, de los com ponentes m ateriales y de las relacio nes sociales. E sta orientación integra la identidad como un elemento constituti vo en la definición de la cultura. Y es que los rasgos que definen una cultura no son separables de la m anera en que son seleccionados pol los m iem bros de un grupo com o factores de diferenciación respecto a otros grupos y, p o r tanto, de especificidad. De este modo, J. Friedman considera que el concepto de cultura surge como fruto de la globaliza ción cultural y, por tanto, de la conciencia de diferencia en un contex to m ucho m ás amplio:
ECONOMÍA, CULTURA Y CAMBIO SOCIAL
37
La globalización cultural es un producto del sistem a global, por lo que sugiero que el propio concepto de cultura es generado por la trans formación de los centros de tal sistema. Desde el punto de vista global, la cultura es un producto típico de la m odernidad occidental que consis te en transform ar la diferencia en esencia. Su punto de partida es la conciencia de especificidad, es decir, de diferencia, de la form a diferente de hacer cosas similares. Cuando tales diferencias pueden ser atribuidas a poblaciones concretas, entonces tenem os una cultura o culturas (Friedman, 1994c: 206).
La cultura, por consiguiente, sintetiza los rasgos que com parten un grupo y lo hacen diferir de otros, y puesto que lo relevante es afirm ar la especificidad del grupo, la acepción del concepto de cultura tiende a proyectar una imagen de unidad, basada en todo aquello que se com parte: tiende a transm itir tam bién una imagen estática en un m undo cambiante, ya que los elementos externos que el grupo incorpora se entiende que alteran su unidad y hacen perder su especificidad. La relación entre cultura e identidad no es unívoca ni exclusiva, puesto que el individuo, como m iem bro de grupos de naturaleza muy diversa, puede participar en m uchas y variadas «culturas» y sustentar distintas formas de identidad. Así pues, cuando se utiliza el concepto de cultura como útil analítico hay que ser conscientes de que puede refe rirse a diferentes niveles de abstracción. E n ocasiones puede pesar la identidad local, la de género, la profesional o la nacional, por ejemplo. Así pues, la identidad es un sentim iento subjetivo y variable, que no se genera m ecánicam ente p o r el hecho de poseer com o denom ina dor común un m ism o m odo de vida y de actividad. Pero no se puede prescindir de este factor subjetivo, porque el área a la que se asocia una cultura expresa un espacio de identidad en el que cristalizan las estrategias específicas de un colectivo p ara m arcar sus lím ites y su diferenciación respecto a otros grupos (Friedm an, 1990). E sto explica por qué el concepto de cultura suele vincularse m ás fácilm ente a uni dades políticas, o a unidades que desean tener un papel político (Goody, 1992). Además, la cultura no sólo sintetiza la m anera en que unos grupos se distinguen de otros. Este concepto se utiliza tam bién p ara m arcar la especificidad de un grupo respecto a otro dentro del propio grupo (Wallerstein, 1990), lo que se expresa en la tendencia a asociar los elementos que se consideran m ás puros y genuinos de la cultura con determinados segmentos de población. Esto obliga a considerar la estratificación social como un elemento constitutivo de la cultura. La heterogeneidad interna de las culturas se m uestra tanto en el sistem a de estratificación social que fragm enta a la población en distintos grupos y clases como en las formas de poder y los m ecanism os de dom inación.
38
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
Si en la sociedad hay jerarquías y poder, ¿cómo puede existir una identidad com ún? ¿Qué es lo que proporciona el sentido de unidad cuando pueden encontrarse profundas desigualdades? La cultura, pre cisam ente, tiene el poder de resolver esta aparente contradicción. Basándose en aquello que se com parte y enfatizando la idea de uni dad, el concepto de cultura no niega la desigualdad, sino que la reafir ma. Así pues, la oposición unidad/diversidad no es antinómica, sino m ás bien com plem entaria, pues se trata de dos características indisociables y am bas se encuentran presentes en la realidad social. La defi nición de la cultura debe recoger, pues, estas dos dimensiones y no quedarse sólo con una de ellas. Enfatizar sólo lo que se com parte y no lo que fragm enta, por m ucho que quede subsum ido, implica dar una im agen incom pleta e idealizada del sistem a social. Hay que tener en cuenta, pues, que dentro de cada sociedad y tam bién en la relación entre sociedades existen la desigualdad económica y la dom inación política, que no pueden entenderse en términos sólo simbólicos y de identidad, sino considerando el conjunto social en su globalidad y en su dinám ica histórica (Comaroff y Comaroff, 1992: 28). En consecuencia, desde esta perspectiva la historia no se entiende como la diferencia cultural, sino como un proceso social y material. En este proceso tienen origen las desigualdades sociales y políticas, y éstas influyen en las prácticas y cosmovisión de los actores sociales. No hay, pues, sólo «cultura» (en su acepción restringida de símbolos e ideas), com o no hay sólo «economía» (materialidad, relaciones socia les): hay tam bién «poder». Porque del poder derivan las formas de desigualdad y de dom inación, y el poder determ ina qué signos y sím bolos son dom inantes y cuáles no, por qué determ inadas prácticas son consensuadas y otras contestadas. De ahí que economía y política se encuentren en estrecha relación y deban analizarse de form a conjunta. Desde esta perspectiva la econom ía política se sitúa en el centro m ism o de la com prensión de las relaciones entre cultura e historia. E n ella podem os situ ar tanto la obra de Eric Wolf, especialmente su texto Europe and the People Without History (1982), como el conocido análisis de I. W allerstein sobre la «economía-mundo» (The Modem World System , 1974). La teoría de la transición social, y su formula ción por parte de M aurice Godelier (Transitions et subordinations au capitalisme, 1991), proporciona un esquem a teórico y conceptual desde el que pueden analizarse los procesos de cam bio social y sus concreciones históricas, tal com o afectan a sociedades concretas y a la relación entre ellas.6
6. Una aportación importante, com o reflexión sobre esta forma de abordar el concepto de cultura y su vinculación con la econom ía política, es el texto de W. Rosebcrry Anlhropologies and Histories (1989).
ECONOMIA, CULTURA Y CAMBIO SOCIAL
39
Wallerstein desarrolló la teoría del sistem a m undial en los años setenta, en un m om ento en que el m arxism o reflexionaba acerca de la imposibilidad de que el socialism o se construyera en un solo país y en que las teorías sobre el subdesarrollo se apoyaban en la noción de dependencia. Rompiendo con los estrechos esquem as de la teoría de la modernización y su referencia com parativa respecto a la sociedad occidental, considera que cada sociedad debe analizarse com o parte de un patrón sistem ático de relaciones entre sociedades. Así se entien de la expansión de la econom ía-m undo com o sistem a capitalista de intercambio y así se entiende la m ercantilización de todas las cosas como hegemonía del capitalism o en todos los ám bitos de la vida. Wallerstein enfatiza los factores económ icos en la construcción de una circunstancia m oderna global. E n su proceso de expansión, el capitalismo se va haciendo fuerte y las distintas sociedades pasan a tener un determ inado papel según su posición en el sistem a m undial. Y esto determ ina los com ponentes políticos y culturales. Wolf dio un im portante paso desde la antropología en la defensa de la historia, una historia que debe entenderse a escala global, que dé cuenta de las transform aciones m ás im portantes del m undo y que permita trazar las conexiones entre com unidades, pueblos y naciones, en lugar de seguirlos tratando com o unidades separadas. R ecupera así una vieja tradición en la antropología, a la que el funcionalism o renunció. Y m ientras la teoría de la econom ía-m undo dice m ucho respecto a la expansión de la econom ía de m ercado, pero poco acerca de las «periferias», el texto de Wolf consigue u n equilibrio entre las dos dimensiones, atendiendo especialm ente a la historia de los p u e blos a los que se había negado la historia y destacando, adem ás, cómo en determ inadas áreas del m undo ha sido esencial la co n trib u ción de estos pueblos en la creación de las nuevas form as sociales y culturales que surgieron en el contexto de los im perios com erciales (Roseberry, 1989: 130). Godelier hace una aportación teórica m ás que em pírica. Propone retomar la teoría de la transición social form ulada por Marx y aplica da por los historiadores al análisis de la sucesión de etapas históricas, planteando el interés por com prender tanto las dim ensiones globales de la transición com o la heterogeneidad que presenta al concretarse en ámbitos locales o regionales. Poner el acento en la transición social significa analizar los cam bios que conducen al reem plazo de un siste ma social por otro, por lo que la óptica de análisis debe situarse en los procesos de larga duración. Significa tam bién com prender los m eca nismos de funcionam iento y transform ación de las sociedades, la jerarquización de funciones y de instituciones, así com o la dialéctica
40
ANTROPOLOGIA ECONÓMICA
entre las estructuras m ateriales, sociales e ideológicas. Significa, en definitiva, an alizar las condiciones de reproducción de un sistema social y las condiciones de cambio. Para Godelier, las etapas de transición son de importancia crucial en la historia de u n a sociedad, pues son el mom ento en que las maneras de producir, de pensar y de com portarse individualmente se encuentran confrontadas a determ inados límites internos o externos que impiden su reproducción, por lo que em piezan a descomponerse o a subordinar se a las nuevas lógicas que las dom inan (Godelier, 1991a: 7). Siguiendo el pensam iento de Marx, Godelier considera que en toda sociedad siem pre hay cambios, pero que la m ayor parte de ellos no contribuyen a cam biar de sociedad, sino que perpetúan el sistema social existente. Lo que se trata es identificar estos cambios y ver si las modificaciones que provocan son tan sustanciales como p ara im plicar la desaparición de una form a de sociedad y la aparición de otra nueva. La constitución de una nueva sociedad radica en la conformación de una nueva articu lación entre las formas de producción y las formas de poder. Estas aproxim aciones suponen poner en juego un planteam iento teórico y m etodológico global, en el que antropología e historia son inseparables. Y es que no se está abordando un aspecto parcial o con creto del análisis antropológico, sino un aspecto total. Toda sociedad es parte inseparable de esta totalidad. Tan im portante es conocer sus m ecanism os de funcionam iento com o los cam bios que conducen a otras form as de sociedad. El papel que se otorga a la economía y a la política en este proceso es básico y crucial. Así queda expresado en esta cita que reproducim os a continuación: En la actualidad, con m ayor claridad aún que ayer, se constata que no todos los elem entos que com ponen la sociedad (el arte, el parentesco, la religión, el poder, etc.) tienen el mismo peso en la evolución de las sociedades y que dos dom inios parecen contener las fuerzas con mayor peso, las cuales no sólo hacen cam biar las sociedades, sino que sobre todo hacen cam biar de sociedad: las fuerzas económicas y las fuerzas políticas. No la política en el sentido habitual de poder sobre las perso nas, sino en el sentido de la soberanía que una sociedad hum ana ejerce sobre una porción de la naturaleza y sobre todo aquello que la habita, luego, en p rim er lugar, sobre el propio hom bre (Godelier, 1989a: 14-15).
Además, con la expansión de la econom ía de mercado, el m undo entero pasa a constituir un único sistem a. Las aportaciones de Wolf y de G odelier perm iten pensar este sistem a no como un todo homogé neo, sino conform ado p o r una gran diversidad de situaciones, de con creciones diferentes, de m últiples especificidades. En la introducción a Europa y la gente sin historia Wolf lo expresa así:
ECONOMÍA, CULTURA Y CAMBIO SOCIAL
41
La tesis central de esta obra es que el m undo de la hum anidad cons tituye un total de procesos múltiples interconectados y que los em peños por descom poner en sus partes esta totalidad, que luego no pueden rearm aiia, falsean la realidad (Wolf, 1987: 15).
La idea de totalidad hace que al mism o tiempo que se enfatiza la especificidad de los hechos sociales, se sitúe su análisis respecto a la posición de la sociedad en el sistem a global. Así, el paradigm a del sistema m undial hace que en los análisis del proceso de cam bio se consideren como variables endógenas lo que previam ente (teoría de la modernización) había sido tratado como variables exógenas (Vincent, 1986: 114). Podemos com probar que desde esta aproxim ación se habla m ás de «sociedades» que de «culturas». Y es que, como ya expresam os m ás arriba, se considera que lo cultural es el contenido de lo social y, por tanto, inseparable de él. Como señala Goody (1992: 30), lo cultural es lo social visto en otra perspectiva, no una entidad analítica distinta. Y lo cultural no puede disociarse de lo ecológico, lo económ ico y los dem ás factores sociales. ¿Cómo se consideran entonces los cam bios que acon tecen en el sistem a cultural? ¿En qué m edida la expansión de la econo mía-mundo y la globalización afectan a la especificidad cultural?
2.2.
Globalización econ óm ica y culturas
La expansión del capitalism o es un fenómeno económ ico, que tiene efectos sobre las distintas sociedades. La hegem onía de la econo mía de m ercado es tal que ningún rincón del m undo queda fuera del sistema y eso no sólo afecta a las econom ías locales, sino tam bién a la organización social, a las form as de vida y a la identidad de los p u e blos. Así pues, la expansión del m ercado ha supuesto la form ación de una econom ía-m undo, pero tam bién la globalización cultural. Ha supuesto, pues, la existencia de un sistem a global, con dim ensiones económico-políticas y culturales. Podría discutirse hasta qué punto el capitalism o es u n fenóm eno mundial, puesto que distintas sociedades construyeron sistem as eco nómicos y políticos al m argen de este sistem a. Worsley (1990) crítica el concepto de «sistema m undial» acuñado p o r W allerstein (1974) y reconstruye la genealogía del concepto «Tercer Mundo», recordando que surgió para superar la dicotom ía entre países de O ccidente y el bloque com unista. El capitalism o com o sistem a se hab ría desarrolla do en uno de estos bloques, pero no en los otros dos y, de acuerdo con Worsley, esto dem ostraría que no hay una «econom ía-m undo». Estas
42
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
consideraciones pueden rebatirse a p artir de la constatación de que el capitalism o absorbe p ara su propia lógica distintos sistemas económi cos y sociales. Es hegem ónico incluso p ara aquellos países con siste mas económ icos diferentes, ya que necesariam ente se confrontan con él y no pueden prescindir de él. La reciente caída de los regímenes políticos socialistas apoya esta idea.7 E sta preponderancia de la econom ía de m ercado no presupone que el capitalism o sea un sistem a homogéneo. Su expansión se desa rrolla a p a rtir de uno o varios centros, en dirección a una o varias periferias, que a su vez engloban distintos sistem as socioeconómicos. Se trata, pues, de establecer cóm o se produce la relación entre centros y periferias.8 Que el centro sea m otor de los cam bios no presupone que las periferias sean m eras reliquias del pasado y que asum an de form a pasiva los cam bios m ás recientes. Tal como advierte Ortner (1984: 143), suponer esto im plica reducir otras realidades culturales a la experiencia y a la historia de Occidente. Desde la perspectiva de la econom ía política se rechaza la teoría de la «m odernización» para describir los cam bios que acontecen en las sociedades com o fruto de la expansión de la econom ía de m erca do. G odelier (1991¿>) prefiere hablar de «occidentalización», concepto que se corresponde con su visión de la hegem onía del capitalismo y de la subordinación de distintos sistem as económ icos a él. Wolf (1987) introduce la visión de lo que puede denom inarse la «nueva historia cultural», que enfatiza m ás bien la síntesis peculiar y distintiva que se realiza en cada lugar del m undo entre las nuevas y viejas formas exis tentes. De hecho, esta m ism a visión es la que sustenta Godelier, aun que el térm ino «occidentalización» pudiera sugerir respuestas pasivas a la influencia de los flujos económ icos y culturales de «Occidente». Puede ser interesante ver cóm o esta perspectiva se concreta en el análisis que Godelier realiza acerca de los baruya, y que implica poner en relación los factores económ icos con los políticos y culturales. Para Godelier, la occidentalización es un fenóm eno de alcance m uy gene ral, que incluye las dim ensiones económ icas, institucionales e ideacio nales del sistem a que se im pone com o hegem ónico y subordina a los dem ás. Es un proceso iniciado con fuerza en el siglo xvi desde Europa 7. El socialism o no llegó a construir una base material propia, sino que se asienta en la misma base material que posee el sistema capitalista (el maqumismo). Por ello no ha consegui do implantarse com o un sistem a histórico y la transición hacia el socialism o ha sido ilusoria (Godelier. 1991c). 8. La perspectiva sobre estas cuestiones necesariamente ha de ser dinámica, pues en el transcui-so histórico ciertas periferias han pasado a ser centrales (el caso de Estados Unidos, por ejemplo, o el más reciente de Japón), y algunos centros han perdido la importancia que en otros m om entos tuvieron (el caso de España o Portugal, con la pérdida de sus colonias). Estos ejemplos muestran cóm o los flujos económ icos y culturales no circulan en una sola dirección.
ECONOMÍA, CULTURA Y CAMBIO SOCIAL
43
occidental, pero que actualm ente tom a nuevas form as y abarca países de América, Asia o África. La caída del m uro de Berlín en 1989 m os traría su presencia tam bién en E uropa oriental (Godelier, 1993). El Occidente es una mezcla de real y de im aginario, de hechos y de normas, de form as de acción y de formas de pensam iento que com po nen hoy una especie de bola de energía que atrae y/o se asienta en tres ejes, en tres bloques de instituciones que poseen su lógica, sus represen taciones, sus propios valores: el capitalism o, la dem ocracia parlam enta ria y el cristianism o (Godelier, 1991 ¿>: 380).
En el caso de los baruya, estos tres ejes se han concretado en la raonetarización de su econom ía, la pérdida de soberanía política sobre su territorio y la evangelización por parte de diversas iglesias cristianas. Los baruya fueron descubiertos por los blancos el año 1951, fue ron sometidos al orden colonial en 1960 y se integraron en el Estado de Papuasia cuando se form ó en 1975. ¿Puede hablarse de transición al capitalismo en este caso? Desde la lógica del sistem a capitalista sí, aunque sea en m om ento tan reciente y, adem ás, este ejem plo m uestra la discontinuidad y heterogeneidad del proceso de expansión del siste ma de mercado. Desde la lógica de los baruya, sin em bargo, se trata de un cam bio brusco, de u n a integración forzada a un m undo nuevo, no de una «transición». Afecta, adem ás, a la sociedad baruya de form a total, a su econom ía, a sus relaciones sociales y a su cosmovisión. El térm ino «occidentalización» se suele u tilizar com o sinónim o de «modernización». No es así, sin em bargo, com o utiliza este con cepto Godelier. P ara él el proceso de occidentalización no im plica sólo la adopción de nuevas costum bres y form as de vida, sino la subordinación económ ica, política y cultural de los baruya a O cciden te. Los baruya no desaparecen com o sociedad, incluso au m en tan en número y conservan p arte de sus rasgos culturales, pero, nos dice Godelier (1991&), ya no dom inan los m ecanism os de su propia socie dad y, adem ás, pierden su autonom ía cultural. Son fuerzas exteriores las que penetran, som eten y dirigen un proceso de cam bio que es irreversible y que sitúa a los baruya en u n a relación de su b o rd in a ción. La reproducción de los baruya com o sociedad es u n a rep ro d u c ción dependiente. Los baruya no se quedan pasivos ni indiferentes ante los cam bios y hay que señalar que algunos de los cam bios incluso los propician ellos mismos, lo cual no es contradictorio con que, al m ism o tiempo, se refuercen los m ecanism os identitarios y hagan esfuerzos p o r m an tener o recuperar costum bres ancestrales y rasgos distintivos de su
44
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
cultura. Lo que guardan, lo que conservan se com bina con las prácti cas e ideas venidas de Occidente, de m anera que el sistem a social y cultural resultante es único y diferente del que acontece en otros pue blos y en otras partes del m undo. En este sentido, la perspectiva de Godelier se asem eja notablem ente a la que sostiene Wolf. Por consiguiente, no se puede considerar la transform ación de las sociedades sólo en su sentido negativo, enfatizando todo lo que han «perdido», porque esto nos im pide ver que la occidentalización, que es un fenóm eno unitario y homogeneizador, genera también variedad y diversidad. No podem os ignorar las com unidades preexistentes, los valores y tradiciones que se reelaboran en una síntesis entre lo viejo y lo nuevo y que generan sentido de com unidad, por fraccionada y jerarquizada que ésta sea. Lo cual no niega el que prácticam ente nin guna sociedad en el m undo actual puede reproducirse sin incorporar algún elem ento proveniente de Occidente: útiles, arm as, técnicas, ideas o relaciones sociales, y esto es así incluso para aquellos pueblos que defienden vigorosam ente su identidad (Godelier, 1993: 54). Un térm ino utilizado hoy con m ucha frecuencia en las diferentes ciencias sociales es el de globalización, que expresa la conciencia de unidad del m undo com o consecuencia de la difusión a gran escala de ideas y prácticas sociales. Este concepto se aplica tam bién al ám bito de la econom ía, lo que dem uestra su carácter am biguo, generalista y poco específico (M artínez Veiga, 1997). Constituye, adem ás, un con cepto que connota el sentido unitario de la econom ía, enm ascarando el hecho de que sólo el m ercado es unitario, pero en cam bio la mano de obra está fragm entada p o r m últiples factores de división: fronte ras nacionales, clases sociales, o jerarquías basadas en el sexo, la raza, o el origen cultural. M uchos autores, sin embargo, utilizan el térm ino globalización p ara enfatizar las dim ensiones culturales e ins titucionales, m ás que las económ icas, y buena parte de los debates sobre esta dim ensión se han canalizado a través de la revista Theory, Culture and Society, cuyo prim er núm ero apareció en 1984, y tratan de la difusión de valores am ericanos, estilo de vida y bienes de consu mo, com o consecuencia de la creciente hegem onía de los Estados Unidos y de la relación jerárq u ica entre sociedades. El énfasis actual por la globalización se ve reforzado con la noción de sociedad inform acional (Castells, 1996). Este concepto parle de la hipótesis del su r gim iento en el contexto capitalista de una nueva revolución técnica con profundos efectos sociales, que sucede a la revolución industrial. M ientras que los cam bios tecnológicos que hicieron posible el siste m a industrial se ciñeron a un sector concreto de la economía, el de la industria, la revolución inform acional concierne a todas las ram as de actividad de la sociedad e interviene tam bién en la esfera de la vida
ECONOMÍA, CULTURA Y CAMBIO SOCIAL
45
privada. Más que un cam bio tecnológico se trata, globalm ente, de una revolución en el uso hum ano de la inform ación (Lojkine, 1992). Esto tiende a reforzar la conciencia de globalidad y condiciona la forma de participación en los circuitos económ icos (Golding y Harris, 1997; Mowlana, 1986). Robertson (1992: 8) considera que la globalización se refiere tanto al conjunto de desarrollos que estructuran el m undo com o una totali dad como a la intensificación de la conciencia de unidad del m undo. Critica el concepto de sistem a m undial porque enfatiza solam ente las dimensiones económ icas del proceso y porque no considera la varie dad y diversidad de situaciones que surgen com o resultado de la arti culación entre lo global y lo local. Insiste en que hay dos procesos interpenetrados: la universalización del particularism o (las nacionesestado, por ejemplo) y la particularización del universalism o (las con creciones locales de procesos de carácter general). Friedm an (1994a) hace una im portante aportación desde la pers pectiva de la antropología social. Introduce el concepto de sistema global, que integra las form as institucionales globales y los procesos de carác ter cultural, usualm ente identificados con el térm ino globalización. Aunque habla de «sistema», lo considera com o la conjunción de p ro cesos de largo alcance, en el que se produce la articulación entre los sectores centrales y las periferias, que no ha de entenderse com o una relación perm anente, ya que tanto centros com o periferias pueden estar en expansión o en contracción. Así pues, Friedm an no se intere sa tanto por la globalización como por los procesos sistém icos globa les; es decir, no trata de la difusión de ideas, form as de vestir u objetos culturales, sino sobre la estructura de las condiciones en que tal difu sión ocurre (1994a: 1). El sistem a global es el contexto en el que surge la conciencia de diferencia, la identidad de grupos hum anos com o pueblo. Es el marco, pues, en el que surge la configuración de lo que denom inam os «culturas». La especificidad cultural, por tanto, nunca puede ser expli cada como un dom inio autónom o, o com o un conjunto de rasgos p ro pios. Lo que podem os delim itar com o una configuración cultural específica es, de hecho, un resultado de la articulación de determ in a dos grupos hum anos con el sistem a global. El propio proceso de glo balización conduce a la fragm entación de las identidades. De ahí que, mientras se insiste en la hom ogeneización cultural que parece estar produciéndose en el m undo, aparecen nuevos m ovim ientos que rei vindican la especificidad. La cultura no es fruto de una esencia, sino de la práctica; no es fruto de una determ inada organización del com portamiento, sino de las relaciones sociales que transfieren proposi ciones acerca del m undo (Friedm an, 1994c: 206-207).
46
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
Es interesante com entar aquí la aportación de Appadurai (1990), quien sostiene u n a posición sim ilar a la de Friedm an, ya que parte de la noción de sistem a global y entiende que dentro de él ocurren los procesos culturales. A ppadurai divide el m undo en lo que denomina «paisajes» étnicos, m ediáticos, tecnológicos, financieros e ideáticos.9 E n lugar de utilizar el concepto de cultura, utiliza la idea de una serie de flujos o de lugares com unes que establecen relaciones y movimien to de gente, representaciones culturales, tecnología, dinero e identida des políticas p o r todo el m undo y que se concretan en determ inadas estructuras nacionales, regionales o locales. Pone el acento sobre estas estructuras fluidas o «paisajes» porque considera que la complejidad de la m undialización económ ica ha provocado la disyuntura (o falta de correspondencia) entre la econom ía, la cultura y la política (Appa durai, 1990: 6). E sta disyuntura es lo que hace inoperante tratar con «culturas», puesto que predom inan otra clase de flujos y de relaciones que, situándose a escala m undial, sobrepasan las configuraciones cul turales. H annerz (1992, 1997) concibe tam bién la cultura como flujos de significados y se interesa p o r su form a de externalización y por su distribución social. Pero lo que A ppadurai ve com o «disyunturas», Friedm an lo ve como u na descentralización de la acum ulación en el m undo y una fragm entación de las identidades, lo cual no es fruto de la desorgani zación, sino de las propias características del sistem a global. Mientras se produce una universalización de las instituciones políticas o de los medios de com unicación, se m ultiplican los proyectos locales o las estrategias localizadas (Friedm an, 1994c: 210-211). De ahí que resur ja n los nacionalism os, o que tom en nuevo auge los movimientos indi genistas, por ejemplo. Se calcula que hoy existen 5.000 «naciones» en poco m ás de 200 Estados, y, en este contexto, los movimientos de pro m oción de derechos e identidades de los pueblos indígenas se sitúan claram ente en el m arco de la globalización, ya que im plica reconocer que sólo es posible la prom oción de derechos locales increm entando las bases globales, y m uchos buscan apoyo en la opinión m undial (Robertson, 1992: 171-172; Kearney, 1995: 560). Desde esta perspectiva, la utilización del concepto de cultura iden tificado com o form a de vida resulta obsoleta. La noción de sistema global pone de m anifiesto que la situación de un determ inado grupo
9. Los términos originales en inglés son, tal vez, más expresivos de esta idea de «paisaje» en movimiento: ethnoscapes, medias capes, techiwscapes, finanscapes e ideoscapes. El sufijo -scape permite caracterizar un tipo de conexión que es fluida, que no tiene contornos fijos ni delimitados, com o sucede, por ejemplo, con el capital internacional o los estilos de vestir (Appadurai, 1990: 7).
ECONOMÍA, CULTURA Y CAMBIO SOCIAL
47
humano no es una m era cuestión de características propias y de ini ciativas locales, sino de posición global. Y siem pre ha habido sistem as globales y, por tanto, posiciones diferenciadas en el sistem a; es hoy cuando este sistem a global alcanza dim ensiones m undiales y abarca a todas las sociedades. Tampoco tiene sentido identificar la especificidad de un grupo humano con la tradición, ni la especificidad cultural com o esencia. Lo que entendem os com o «tradicional» sólo adquiere significado en el presente y es producto de él. Los rasgos que dotan de especificidad a un determ inado grupo hum ano no son necesariam ente originarios de éste: basta con que sean asum idos com o constitutivos de tal grupo. Tampoco hay, pues, mezcla cultural, creolización, com o sostiene Hannerz (1987), pues esto sólo tendría sentido si existieran las culturas como entidades autónom as y com o esencias puras: hay m ás bien prácticas de identidad que im plican el reconocim iento de orígenes separados y la incorporación de determ inados elem entos en lo que se identifica com o poso cultural com ún. En definitiva, no hay culturas «puras», sino configuraciones que son resultado de determ inadas prácticas sociales y de la posición relativa en el sistem a global. Ejemplos Un buen ejemplo de la form ación de la identidad/cultura lo p ro porciona el caso de los caboclos, cam pesinos de origen diverso que viven en la Baja Amazonia brasileña (Nugent, 1997). El térm ino caboclo expresa, en sentido negativo, lo que habitualm ente entendem os como una «cultura», pues identifica lo que no es (ni la cultura india ni la cultura nacional). En relación con las com unidades indígenas, los caboclos son sociedades indígenas degradadas, los fragm entos que quedan después de su destrucción. Desde la perspectiva de la nación brasileña, los caboclos representan el proyecto inacabado de una cul tura nacional que ha conseguido rom per con sus antecedentes euro peos, africanos e indígenas y hacer una síntesis propia a p artir de estos elementos. La im agen del caboclo ha sido durante años fuerte mente despectiva y negativa: es la del cauchero que, arm ado de una motosierra, se adentra en la selva y causa la enorm e deforestación de la Amazonia, y, debido al origen diverso de sus com ponentes, lo que caracteriza a los caboclos es precisam ente la ausencia de un referente cultural prim ordial, la falta de orígenes com unes y de continuidad cultural. Tal vez ésta sea la razón por la que los caboclos fueron p rác ticamente ignorados com o sujetos antropológicos, a diferencia de las comunidades indígenas, que han sido profusam ente estudiadas y objeto de m inuciosos análisis etnográficos.
48
ANTROPOLOGIA ECONÓMICA
Los caboclos representan un ejemplo de la formación de una cul tura/identidad que no puede ser aislada ni reducida a la «otredad», a m enos que se reconozca com o producto del im pacto europeo en la región. La entrad a de los caboclos en el discurso antropológico se ha producido cuando se han incorporado las preocupaciones ecológicas y m edioam bientales en el análisis de la Amazonia. En la m edida en que la sociedad de los caboclos está im plicada en el manejo de recur sos de la selva, en un contexto fuertem ente fetichizado (la Amazonia com o pulm ón del planeta o com o alm acén genético), ha ido ocupando un lugar en el análisis antropológico. Con ello se ha producido un reconocim iento de sus aportaciones culturales en sentido positivo: la im agen del hom bre que conoce y com bate la selva, su cocina, su m úsica (el carimbó y la tambada), su repertorio folklórico, etc. Y esto no se debe a que hoy en día la sociedad de los caboclos sea más inte resante, intacta o coherente que hace unos años, sino a la ascendencia del discurso del ecologismo y a la valoración de los productos cultura les, que son resultado de las transform aciones socioeconómicas globa les (Nugenl, 1997: 45-46). A diferencia de lo que sucede con los caboclos, la m ayor parte de lo que consideram os específico o tradicional de una cultura procede de su continuidad. Pero el origen prim ordial de determ inados rasgos no es lo im portante, sino el hecho de que sean incorporados como tales en el proceso de form ación de la identidad. B uena parte de los platos de cocina que consideram os «tradiciona les» en E uropa y que identifican a determ inadas regiones, países o pueblos, por ejemplo, contienen ingredientes procedentes de lugares m uy lejanos y que, p o r tanto, no son de origen propio. En un artículo que versa sobre los com ponentes culturales de la cocina, Pujadas (1996: 3) introduce diversos ejemplos. ¿Cuántos italianos saben que la pasta fue introducida en Italia p o r M arco Polo y que procede origina riam ente de China? ¿Podría elaborarse una pizza sin tomate, que es de origen am ericano? El sofrito, preparación muy extendida en la cuenca m editerránea, incorpora elem entos am ericanos. Y no olvide m os la im portancia de la patata, om nipresente en guisados de carne y en hervidos, y que no se introduce en la dieta europea hasta ya bien entrado el siglo xvm. El té, el café o el chocolate son tam bién produc tos totalm ente incorporados en los hábitos alim entarios de muchos países europeos y todos ellos proceden de lugares remotos. ¿Y no ha pasado a ser un tópico en el im aginario colectivo asociar a los británi cos con la costum bre de tom ar el té a determ inada hora? ¿No resulta irrelevante que esté cultivado en Sri Lanka, en China o en un inverna dero del condado de York?
ECONOMÍA, CULTURA Y CAMBIO SOCIAL
49
Estos ejemplos m uestran que no sólo el origen de las «tradiciones» culinarias es extraordinariam ente reciente si lo consideram os a escala histórica, sino que, frecuentem ente, se ha olvidado el origen de muchos de los productos integrados en la dieta, porque en la práctica cotidiana y en la definición de la identidad resulta irrelevante y lo que cuenta es la apropiación de un determ inado rasgo com o propio, con independencia de cuál sea su origen.10 Lo m ism o podem os decir res pecto a la «invención» de tradiciones, sobre lo que insiste H obsbaw m (1988). Lo relevante no es que determ inada «tradición» sea, en reali dad, algo inventado y reciente, sino que se incorpore com o un rasgo que se considera propio en la práctica de la identidad. Así pues, no hay falsas tradiciones, ni falsos arcaísm os, porque todos los elem entos culturales tienen sentido com o portadores de significado en el contex to en que se encuentran. Es la visión estática con que analizam os los com ponentes cu ltu ra les lo que nos im pide tener una com prensión adecuada de la form a y significado que adoptan determ inados rasgos culturales. Veamos el caso de los mekeo, un pueblo de Papua Nueva Guinea. Se trata, ap a rentemente, de una sociedad «tradicional» relativam ente autónom a, que puede clasificarse como un sistem a de jefatura. Friedm an (1994a: 7-8), que es quien describe este ejemplo, señala lo im presionantes que son sus casas, que tienen tejado de paja y están profusam ente decora das con motivos autóctonos. Pei'o la im agen del tradicionalism o de este pueblo se rom pe al com probar la presencia de tractores, m otoci cletas e, incluso, m otores de aeroplano entre las casas. R esulta que los mekeo dom inaban el m ercado de nueces de betel, que tran sp o rtab an a Port Moresby con sus propios aeroplanos. Inicialm ente, recibieron ayuda tecnológica de los australianos, pero después se las arreglaron por su cuenta. Los ingresos obtenidos con el com ercio de las nueces de betel eran suficientes p ara m antener sus bienes de consum o occi dentales, sus elegantes trajes y, sobre todo, su costosa arquitectura tradicional. En cam bio, los mekeo que vivían m ás lejos y no tenían contacto con el m ercado urbano cam biaron los techos de paja p o r uralita. Paradójicam ente, la participación en la econom ía de m ercado es lo que perm itía preservar los elem entos tradicionales, que en cam bio habían desaparecido en las áreas más rem otas. Pero según la típi ca term inología evolucionista, estos últim os habían evolucionado (o se habían m odernizado) m ás que los prim eros. 10. Es interesante remarcar la valoración que actualmente se otorga a los productos «de la tierra», supuestamente originarios de un lugar determinado, al poseer connotaciones asocia das a la «tradición», la especificidad y la calidad. Este valor deriva del propio contraste que se establece respecto a la producción hecha de forma masificada y que típicamente se compra en supermercados. La revista Agricultura y Sociedad dedica un número monográfico a este tema, compilado por Bérard, Contreras y Marchenay (1996).
50
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
Este ejemplo m e recuerda lo que yo m ism a he podido com probar en Andorra. Se trata de un valle del Pirineo fuertem ente urbanizado y hoy inserto en los circuitos comerciales y financieros de alcance m un dial. Su población ha aum entado exponencialmente en las últimas décadas y ello ha supuesto la construcción de numerosos edificios m odernos de apartam entos. En este proceso, muchas viviendas anti guas fueron destruidas, pero otras se han preservado y hoy constituyen elementos inequívocos de la tradición, testimonios del sistem a de vida de las generaciones precedentes, que vivían del pastoreo y la agricultu ra. Actualmente, m uy poca gente se dedica a estas actividades y, en todo caso, nada tiene que ver con ello el interés por conservar las viejas casas. Hoy en día, poseer una casa antigua, de las «de siempre», tiene un valor simbólico, es un elemento de identificación y también un fac tor de distinción. R estaurar una de esas casas y adaptarla a las como didades actuales supone unos gastos considerables, que no todo el m undo se puede permitir. Por otro lado, difícilmente alguien que no sea «andorrano viejo» puede llegar a poseer tales edificaciones, ya que su transm isión se efectúa a través de la línea familiar. La constitución de una asociación específica que tiene como finalidad velar por la con servación de las casas tradicionales m uestra el considerable valor que hoy poseen. Pero este valor de la tradición sólo puede interpretarse desde la m odernidad y desde la profunda transform ación que ha expe rim entado la sociedad andorrana. Así, los que hoy poseen casas anti guas y salvaguardan la «tradición» son quienes más eficazmente han podido aprovecharse de las oportunidades de la economía de mercado. Si en lugar de fijarnos en rasgos culturales concretos pasamos a «culturas» enteras, la lógica de interpretación es la misma. Por muy «tradicionales», «primitivas» (o com o las queram os llam ar) que nos parezcan determ inadas sociedades, su m ism a existencia sólo puede com prenderse en base a su relación con el sistem a más amplio. El hecho de que parezcan poseer sólo relación con su entorno natural y estén alejadas de los circuitos de la econom ía de m ercado no implica que estén al m argen del sistem a o fuera de él, sino que debe explicarse p o r la form a de incorporación del área que ocupan al sistem a más amplio. Y, recíprocam ente, p o r muy «modernizadas» que parezcan ser determ inadas sociedades, siem pre son el resultado específico y único de la síntesis que se produce en cada lugar entre los factores de alcan ce global y los com ponentes locales, y es tanto este proceso como su resultado lo que produce nuevas configuraciones culturales y nuevas form as de especificidad e identidad. Esta óptica de análisis es justam ente la que aplicam os en nuestro trabajo etnográfico sobre A ndorra (Comas d'Argemir y Pujadas, 1997). Si hubiéram os partido de la idea de buscar la especificidad de la cul
ECONOMÍA, CULTURA Y CAMBIO SOCIAL
51
tura andorrana (como parte de la cultura pirenaica) en la antigua sociedad agropastoril y en el pasado, entonces deberíam os haber adm itido que los andorranos han com etido una especie de suicidio cultural y que se han diluido en una cultura de m asas hom ogeneizadora e inespecífica por su universalidad m ucho m ás exageradam ente que otros valles del Pirineo. N uestra perspectiva fue, sin em bargo, bien distinta a ésta. Entendim os que debido a diversos motivos, rela cionados con el hecho de tratarse de un país de frontera y que vive de la frontera, Andorra se había abocado hacia unos patrones de vida y toda una serie de actividades relacionadas con el com ercio y el turis mo. Los andorranos venden m ercancías y tam bién paisaje; entran, pues, en la «modernidad» sum iéndose totalm ente en el m ercantilis mo. Y aunque parezca paradójico, debido a que se sum ergen en estas relaciones económ icas nuevas, externas y de alcance internacional, pueden preservarse com o andorranos y ser identificados y reconoci dos como tales. La m ercantilización, lejos de negar la especificidad cultural, forma parte del proceso por el que hoy se construye la identi dad. Y este proceso, único en el Pirineo, es el que proporciona a Ando rra su distintividad. Su especificidad no se encuentra tanto en el p asa do como en el proceso de transform ación económ ica y social p o r el que se ha construido el presente.
2.3.
De nuevo sobre el con cep to de cultura
Eric Wolf nos recuerda que el concepto de cultura surgió en un m om ento en que algunos países europeos pugnaban p o r co n stru ir un Estado que se correspondiera con una sociedad distintiva y con la unidad cultural. Este proyecto político influyó en concebir las cultu ras como entidades integrales y separadas. Vale la pena p resen tar con sus propias palabras cóm o las «culturas» son, en realidad, procesos que se construyen y reconstruyen en relación a fuerzas económ icas y políticas de m ás am plio alcance que las entidades que se analizan: En cuanto ubicam os la realidad de la sociedad en alineam ientos sociales históricam ente cam biantes, im perfectam ente unidos, m últiples y ramificados, nos hallam os con que el concepto de una cultura fija, unitaria y vinculada debe ceder el paso a un sentim iento de fluidez y perm eabilidad de conjuntos culturales. Dentro de la rudeza de la in teracción social, los grupos explotan las ambigüedades de las formas here dadas y les dan nuevas evaluaciones y valencias; toman prestadas formas que expresan mejor sus intereses, o bien crean formas totalmente nuevas. Además, si suponem os que esta interacción no es causativa en sus pro
52
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
pios térm inos, sino que responde a fuerzas económicas y políticas de más fuste, entonces, la explicación de formas culturales debe tom ar en cuenta este contexto m ás amplio, este campo de fuerzas más ancho (Wolf, 1987: 467-468) (las cursivas son mías).
Así, no tiene sentido su sten tar una perspectiva esencialista y estáti ca del concepto de cuUura, que, adem ás, se puede rebatir fácilmente. Es muy difícil sostener que los rasgos p o r los que se define una cultura sean exclusivos de ella. Por el contrario, cada conjunto de rasgos, cada práctica cultural, tiene unos límites variables. Así, la especifici dad de u na cultu ra no reside en el carácter único de sus componentes, sino en la m anera de combinarse, y es esta especial combinación la que perm ite diferenciar u n a cultura de otra. Además, la especificidad no es sinónim o de inm utabilidad, sino de una determ inada reformula ción de sus com ponentes en los procesos de cambio. Las culturas son, pues, el resultado provisionalmente estable de una determ inada combi nación de rasgos. Pero el factor principal de diferenciación entre culturas se basa m ás en factores de tipo «subjetivo» que «objetivo», ya que supone seleccionar determ inados rasgos como m arcadores de especificidad. Hay que tener en cuenta, sin embargo, que las evaluaciones subjetivas acerca de la diferencia cultural dependen de las experiencias vividas y de las relaciones existentes entre diversos colectivos, por lo que la dico tomía objetivo/subjetivo desaparece. De hecho, los límites de las cultu ras expresan un espacio de identidad en relación a la interacción com parativa de unos grupos respecto a otros, sobre cuya base se construye la oposición nosotros/ellos. Junto a este factor contrastante es impor tante tam bién m o strar la continuidad de la cultura en el tiempo frente a la discontinuidad que representa el cam bio social (Pujadas, 1993). La m undialización económ ica y la globalización cultural han dado nuevo sentido a estas oposiciones sociales y culturales particulares, ya que crean en el grupo un sentido de com unidad en medio de un m undo heterogéneo y cam biante. Es m uy probable que la experiencia del pasado y del presente sean contradictorias, lo que determ ina una conciencia contradictoria (Roseberry, 1989: 23). El pasado, que es reelaborado desde el presente, proporciona la m ateria prim a tanto para la protesta com o para la acom odación, reforzando las oposiciones básicas en que am bas se asientan. De ahí que entre los indígenas de m uchos lugares del m undo, p o r ejemplo, surjan movimientos a favor de nuestro pueblo, a favor de nuestra cultura y en contra de los intru sos, en contra de los que fueron colonizadores. Los valores y tradicio nes que se reivindican a tal efecto no son sino falsos arcaísmos y fal sos prim itivism os, pues se encuentran incrustados en los procesos
ECONOMÍA, CULTURA Y CAMBIO SOCIAL
53
globales, que es donde adquieren sentido. Los m ovim ientos contem poráneos de prom oción de derechos e identidades de los pueblos indí genas se explican justam ente en el contexto de la globalización. La diferencia y la diversidad son, insistimos, ingredientes sustanciales de la globalización, de la m ism a m anera que la segm entación del m erca do de trabajo y la jerarquización de la m ano de ob ra son la otra cara de la m oneda de la existencia de una econom ía m undial (o, m ejor dicho, de un m ercado m undial). La com prensión de la cultura se sitúa, por tanto, en la discusión de las relaciones entre sociedades y de las relaciones de clase en una misma sociedad, lo cual no puede desvincularse del proceso histórico que da sentido a estas relaciones. Es entender la cultura desde la ópti ca de la econom ía política, alejándose de las visiones esencialistas y ahistóricas. Desde esta perspectiva crítica de la cultura es posible entender las aparentes dicotom ías entre estabilidad y cam bio, entre unidad y diversidad. La m undialización de la econom ía ha puesto de manifiesto, adem ás, que las culturas no son entidades aisladas, pues forman parte de un sistem a global. Que este sistem a se corresponda con el m undo entero o con universos m ás reducidos no im pide afir mar que las culturas son partes integrantes de totalidades y que los cambios sociales son constitutivos de su propia existencia. Los cam bios sociales son hoy de tal envergadura que no es fácil polemizar con la idea de que se está produciendo el «fin de las socie dades tradicionales», porque arraiga plenam ente en n uestra visión romántica del pasado que tiende a idealizarlo y a convertirlo en con trapunto (positivo o negativo) de nuestra propia existencia. Pero la dicotomía «tradicional/m oderno», que tan frecuentem ente utilizam os, no resiste un análisis riguroso. Se trata de térm inos relativos, que nie gan la historia, al considerar que los únicos cam bios relevantes son los que se producen actualm ente. R upturas y continuidades son ra s gos comunes en todo proceso de cam bio social. Como señala Godelier (1991a), refiriéndose a los procesos de transición, todo proceso de cambio im plica la desaparición de antiguos elem entos, la aparición de otros nuevos y una recom binación peculiar y distintiva de antiguas y nuevas formas. Esto m ism o subraya H obsbawm (1988) cuando insiste en que m uchos elem entos viejos son la base p ara construir nuevas tradiciones, aunque no siem pre esto sea reconocible. Podem os decir con ello que la situación de cada cultura no puede evaluarse sólo en términos de lo que desaparece, sino tam bién de todo aquello que permanece, se crea y se reform ula. Claro que esto tiene el peligro de considerar los cam bios com o un proceso lineal y cíclico. Hay que ser capaces de evaluar tam bién la dimensión y alcance de las transform aciones, que pueden conducir,
54
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
efectivam ente, al fin de u n a determ inada sociedad y a la creación de o tra m uy distinta. Hay que tener en cuenta tam bién que la incidencia de los cam bios en la cultura se relaciona con su situación respecto a las relaciones dom inantes. La expansión del capitalism o se ha hecho a expensas de crear centros y periferias, dom inación y subordinación entre sociedades. De ahí que en m uchos pueblos del m undo se hayan producido procesos de desestructuración im portantes, que han afecta do a sus m edios de vida y de trabajo, así como a sus com ponentes sociales, ideológicos e identitarios. Respecto al resultado que los cam bios provocan, no puede soste nerse que la expansión de la econom ía de m ercado suponga m ecáni cam ente la hom ogeneización cultural, ya que cada cultura hace una síntesis diferente y concreta de este proceso global. Las respuestas pueden ser variadas y diversas y, en este sentido, son únicas e irrepe tibles (Wolf, 1987). La existencia de esta diversidad, que se corres ponde con el m antenim iento de las especificidades culturales, no es contradictoria respecto a la hom ogeneización en los estilos de vida que se producen com o consecuencia de la occidentalización del m undo. P or el contrario, especificidad y uniform ización son una pareja sim biótica, u n a característica constitutiva de la realidad social (Friedm an, 1990). Es cierto que estam os asistiendo a escala m undial a un gran mesti zaje de culturas, que las fronteras cada vez dividen menos y que todos form am os parte de una gran «aldea global», que es un punto m i núsculo en la escala planetaria. Pero como todo es cuestión de pers pectiva, podem os afirm ar tam bién que esto no supone m ecánicam en te una hom ogeneización cultural. Com partim os un mism o mundo, pero hay centros y periferias, hay un m ercado m undial y m icro-m er cados, hay procesos políticos de alcance internacional y hay movi m ientos indígenas que pugnan p o r m antener su especificidad. El ecúm ene global está estructurado, pues, de form a asim étrica, diversa y plural. Parafraseando a H annerz (1990: 237) direm os que todos for m am os parte de una cultura m undial y que esto implica la existencia de una m arcada organización de la diversidad y no una réplica de la uniform idad.
C a p ít u l o 3
ECONOMÍA POLÍTICA Y ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA En los años sesenta cuajaron diversas tendencias que conducen a una renovación de la antropología. Las décadas anteriores se h abían caracterizado por el predom inio de los m odelos funcionalistas, que enfatizaban el equilibrio interno y la estabilidad estructural de los sis temas sociales. Las preguntas acerca de cóm o se produce el cam bio social abocan hacia la necesidad de relacionar cada sociedad con el contexto m ás am plio del que form a parte y hacia la reflexión de cuá les son las principales fuerzas que posibilitan el cam bio. Los pueblos que tradicionalm ente estudiaban los antropólogos em pezaron a anali zarse de otra m anera, tratando, por ejemplo, la influencia de la colo nización, o el im pacto de la industrialización. La denom inada escuela de M anchester (con las decisivas aportaciones de Epstein o de Mitchell), por ejemplo, es representativa del interés que despiertan tem as como el de la urbanización en contextos tribales, o el im pacto de acti vidades tales com o la m inería o, en general, los trabajos asalariados. Todavía en el orden intelectual, hay que destacar que los años sesenta suponen el resurgim iento del m arxism o. Se traduce Marx a diversas lenguas, se hacen relecturas de sus textos y el m aterialism o dialéctico se aplica al análisis de diversas ciencias sociales. E n el caso de la antropología, los denom inados neo-m arxistas no conform an un grupo homogéneo. Así, los antropólogos franceses com binan las ideas de Marx con las teorías de la cultura de Lévi-Strauss y realizan u n a síntesis peculiar entre estructuralism o y m arxism o. E n G ran B retaña surgen diversos grupos, que m antienen estrecha relación con sus cole gas franceses, com o el que se constituye en la London School of Economics en torno a M aurice Bloch, o los antropólogos que colaboran en la revista Critique o f Anthropology. E n Estados Unidos es donde más se expresa la diversidad de tendencias y enfoques, pues algunos antropólogos se apropian de las ideas de Marx, en tanto que otros se encuentran m ás cercanos a las teorías de la dependencia.
56
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
Son años, p o r otro lado, en los que se ha ido conform ando un nuevo m apa político, com o resultado de la independización de las antiguas colonias británicas, francesas, holandesas o belgas. Después de la segunda guerra m undial, pocas colonias habían conseguido su independencia, entre las que hay que destacar la India. Dos años des pués, y por la fuerza de las arm as, China conseguía su liberación. Pero la m ayor parte de las colonias se independizaron en la década de los cincuenta y los sesenta, en un movimiento de revoluciones que alcanzó escala m undial. En sólo un año, el 1961, se form aron en África diecisiete nuevos Estados. Fue, por tanto, un proceso rápido y generalizado, que m odificó el orden m undial existente. Los países que rom pieron los lazos con las m etrópolis pugnaban por situarse en el m undo a p artir de su propio estatuto y pronto se puso de m anifiesto la dificultad de hacerlo, pues las diferencias en poder económ ico y político eran evidentes. La expresión Tercer M undo, que originariam ente acuñó un dem ógrafo francés, Alfred Sauvy, p ara ag ru p ar bajo un solo térm ino a los Estados que no perte necían ni al bloque com unista ni al capitalista, pronto fue asumido p o r los propios países que recibieron tal denom inación y que querían diferenciarse ju stam en te de tales bloques. El térm ino Tercer Mundo, que inicialm ente tenía connotaciones políticas, fue adquiriendo un contenido económ ico, que expresaba las dificultades para alcanzar unos niveles de renta y de bienestar económ ico satisfactorios (Worsley, 1990). La com paración entre países ponía en evidencia el abismo existente entre unos y otros, y en este contexto no es de extrañar que su rg ieran las reflexiones acerca de las causas del subdesarrollo. La an tro p o lo g ía social no fue ajen a a tales reflexiones y el enfoque de la econom ía p o lítica era el que m ás se adecuaba a la necesidad de e n c o n tra r resp u estas que v in cu laran las situaciones que podían describirse en los contextos etnográficos con las causas estructurales que explicaban determ inado orden de cosas. La introducción de la perspectiva de la econom ía política en la antropología económ ica viene m otivada en buena m edida por la con vergencia de este nuevo contexto económ ico-político y de las nuevas inquietudes intelectuales. Se introducen visiones radicales, que criti can el papel de la antropología en el proceso colonial, se constituyen grupos alternativos en las grandes asociaciones profesionales y se crean nuevas revistas, donde se critican los viejos conceptos y teorías de la antropología y donde la discusión teórica tiene una gran vitali dad. El térm ino «econom ía política» em pieza a utilizarse, general m ente im pregnado de marxismo. Como ejem plo de estas nuevas orientaciones puede m encionarse la creación, en 1975, de la revista Dialectical Anthropology, cuyo edi
ECONOMÍA POLÍTICA Y ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
57
tor es Stanley Diam ond, de la New School for Social R esearch de Nueva Yoi'k. Las contribuciones son de orientación m arxista y cu en tan con la colaboración de autores com o Eric Wolf, Sidney M intz, M aurice Godelier, Paul Rabinow, Ju n e Nash, Rayna R app o Andre G under Frank. Tan sólo un año antes, y con m edios m ucho m ás modestos, se había creado en G ran B retaña la revista Critique o f Anthropology, que se desarrolla en relación a la «antropología m a r xista francesa» y en la que colaboran autores com o William Roseberry, Law rence Krader, Josep R. Llobera, Olivia H arris, Jo n n ath an Friedm an, Ignasi Terradas, Talal Asad, Im m anuel W allerstein, etc. El hecho de que en 1978 se publique en la revista American Ethnologist un núm ero especial dedicado a la econom ía política im plica la con sagración de esta perspectiva dentro de la antropología social am eri cana. Este reconocim iento se concretará en G ran B retaña con la decisión del com ité organizador del congreso de la Asociación de Antropólogos Sociales de incluir com o lem a la influencia de las teo rías m arxistas en la antropología, sim posio que coordinó Bloch y que fue publicado en 1975 con el título Marxist Analyses and Social An thropology.
3.1.
D ependencia, sistem a m undial y sistem a global
En los capítulos anteriores hem os citado varias veces la influencia de la obra de W allerstein The M odem World System (1974) en la an tro pología y, m ás en concreto, en la antropología económ ica. E sta influencia se debe a que la noción de «sistem a m undial» propició la adopción de una perspectiva global y perm itió o rd en ar la com ple ja etnografía que se había ido acum ulando desde los años cincuenta (Vincent, 1986). Además, W allerstein contribuyó a p o p u larizar la historia entre los científicos sociales, al vincular las investigaciones históricas con las preocupaciones existentes en el m undo actu al.1 Es significativo que sólo el p rim er volumen, el que se ciñe a los años com prendidos entre 1450 y 1640, sea el único citado realm ente y es probable, com o indica Nash (1981: 396), que los antropólogos se sien tan m enos vinculados con los análisis que integran períodos estudia dos por ellos también. 1. No tendrá el m ism o impacto, por ejemplo, la obra de Dobb, en que analiza igualm ente el desarrollo del capitalismo. Publicada inicialmente en 1945 y con una segunda edición en 1962, tendrá mucha influencia en los debates de los historiadores sobre la transición social. En los años en que se publicó este texto predominaban los planteam ientos funcionalistas en la antropología, y tanto su carácter em inentem ente histórico com o su orientación marxista expli can su escasa repercusión en la disciplina.
58
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
La definición de W allerstein del sistem a m undial es la siguiente: Un sistem a m undial es un sistem a social, un sistem a que posee lími tes, estructuras, grupos, m iem bros, reglas de legitimación y coherencia. Su vida resulta de las fuerzas conflictivas que lo m antienen unido por tensión y lo desgarran en la m edida en que cada uno de los grupos busca eternam ente rem odelarlo para su beneficio. Tiene las característi cas de un organism o, en cuanto que tiene un tiempo de vida durante el cual sus características cam bian en algunos aspectos y permanecen estables en otros (Wallerstein, 1979: 489).
W allerstein argum enta que la m oderna econom ía-m undo sólo puede ser una econom ía-m undo capitalista. Su peculiaridad es que se trata de u na unidad económ ica que integra m últiples sistem as políti cos. Resalta tam bién el hecho de que haya durado m ás de quinientos años, pues, antes de la época m oderna, las econom ías-m undo eran altam en te inestables y tendían a convertirse en unidades políticas, en im perios-m undo. No quiere decir eso que abarcaran todo el planeta, sino que constituían verdaderos «mundos», o entidades económicom ateriales que integraban en su seno diversas culturas. El capitalis mo, en cam bio, llega a ab arcar toda la superficie del globo. W allerstein considera el capitalism o como un sistem a social histó rico. Lo define como un «escenario integrado, concreto, limitado por el tiem po y el espacio, de las actividades productivas dentro del cual la incesante acum ulación del capital ha sido el objetivo o ley económica que ha gobernado o prevalecido en la actividad económ ica fundam en tal» (1988: 7). Este escenario integrado se va conform ando a p artir de la expansión europea a finales del siglo xv. El capitalism o es un siste m a en continua expansión y tiende a m ercantilizar todas las cosas, todos los procesos que intervienen en el ciclo del capital e, incluso, todas las relaciones sociales. E n u n sistem a de esta clase existe una extensiva división del tra bajo, que no es m eram ente funcional, sino tam bién geográfica. Las tareas económ icas no se distribuyen uniform em ente y esto conduce a u n a jerarquización del espacio, al intercam bio desigual a través de la fuerza del centro que se im pone sobre la periferia. E sta expansión geográfica se realiza p o r m edio de la coerción política, la búsqueda de m ercados y la búsqueda de m ano de obra barata, llegando a pro ducirse u n a verdadera polarización entre las distintas zonas del m undo. Un aspecto en el que insiste W allerstein es el de que, a menudo, la ganancia es m ayor si todos los eslabones de la cadena no están mercantilizados (1988: 4). Esto im plica que no toda la m ano de obra llega a proletarizarse. Distintos pueblos del m undo son sometidos así a la
ECONOMÍA POLÍTICA Y ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
59
lógica del capital, sin que ello im plique necesariam ente cam biar sus formas de trabajo y de organización. W allerstein se niega a conside rarlos «feudales», «precapitalistas» u otra clase de denom inación, pues el capitalism o conform a para él u n sistem a único que se im pone sobre todos los dem ás (1979: 494). Wallerstein no fue el prim ero en considerar la existencia de un siste ma m undial. Si su obra tuvo tanto im pacto es porque se publicó en un mom ento en que había un creciente descontento respecto a la teoría de la modernización y a las formulaciones de la teoría de la dependencia. De hecho, los estudios sobre la globalización se iniciaron en la década de los sesenta, a p artir del interés despertado por el desarrollo del Tercer Mundo, que se analizaba en base a la teoría de la m oderni zación. Se suponía que todas las sociedades, partiendo de distintas situaciones y distintas velocidades, seguían el m ism o cam ino hacia la «modernidad», y el debate era si había divergencia o convergencia en los resultados del proceso. La obra de W allerstein rom pe con los estre chos esquem as de la m odernización. En lugar de considerar las socie dades com parativam ente, tom ando la sociedad occidental com o punto de referencia principal, propone que existe un patró n sistem áti co de relaciones entre sociedades, y, en lugar de analizar los países del Tercer M undo com o m arginales y recién llegados a la m odernidad (que poseerían de form a incompleta), los considera parte sustancial en la form ación de la econom ía-m undo com o totalidad, pasando a estudiar cómo se insertan en ella. Wallerstein se apoya en la teoría de la dependencia, que se había popularizado a inicios de los años setenta entre los investigadores de América Latina. Esta teoría se difundió básicam ente a través de la obra de Frank (publicada en 1967), que considera que el subdesarro11o y el desarrollo están estructuralm ente ligados y que no es nad a evi dente que pueda pasarse de una situación a la otra, ya que los países desarrollados nunca estuvieron subdesarrollados y, por tanto, no p a r tieron de las condiciones de dependencia económ ica, tecnológica y financiera que padecen las regiones subdesarrolladas. Esta diferencia estructural se fundam enta en el intercam bio desigual que se produce en la esfera de la división del trabajo a escala m undial y en la esfera de la circulación, lo que conlleva la reproducción dependiente de las sociedades subdesarrolladas.2 2. De hecho, la influencia entre Wallerstein y Frank es recíproca. Si la teoría de la depen dencia es fundamental en la construcción del m odelo sobre el sistem a mundial, Frank se inspi ró a su vez en la obra de Wallerstein y cuatro años después de la publicación de The M odem World System publicó un libro en el que analizaba el proceso histórico de acum ulación de capi tal, desde el período inmediatamente anterior al descubrim iento de América hasta la revolu ción industrial (Frank, 1979).
60
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
Aunque la teoría de la dependencia critica la de la m odernización desde el neo-m arxism o, K earney (1986: 338) considera que, de hecho, no se ap arta esencialm ente de ella. La teoría de la m oderniza ción analiza la historia desde la perspectiva de la vida u rbana y los países ricos; en cam bio, la teoría de la dependencia vuelve su m irada hacia las periferias (com unidades rurales, países pobres) y analiza los flujos que actúan de form a inversa. Sea cual sea la óptica, el caso es que se llega a un m ism o tipo de conclusiones: los centros im pulsan el cam bio social, m ientras que las periferias han de adaptarse a tales cam bios. Uno de los ejemplos prototípicos de esta clase de perspectiva es el análisis que realiza Stavenhagen (1969) sobre el colonialismo interno en M esoam érica, que centra en la región de Chiapas (México) y en G uatem ala. A p artir de m inuciosas investigaciones de cam po en dis tintas com unidades, Stavenhagen analiza la relación entre indios y ladinos, que to m a la form a clásica de relación en tre las m etrópolis y sus satélites. La elite u rb an a de los ladinos controla el mercado y explota directam ente a los indígenas rurales, que proporcionan la m ano de obra de la agricultura orientada a la exportación. Así, los ladinos son equivalentes a las m etrópolis, se caracterizan p o r su afán de lucro, dom inan los circuitos m ercantiles y consiguen una acum ula ción im portante de capital. Los indios, por su parte, son equivalentes a los satélites: viven dispersos en com unidades «tradicionales», cerra das y subyugadas, son pobres y difícilm ente pueden salir de las condi ciones de subdesarrollo a que se ven sometidos. La teoría de la dependencia no tiene, sin em bargo, un corpus m onolítico. Cardoso, p o r ejemplo, introduce u n a visión más compleja, al considerar que la dependencia puede adoptar distintas formas y que, p o r tanto, no hay u n a única form a de relación entre m etrópolis y satélites, y propone analizar las variaciones existentes a través de la articulación entre los hechos económ icos y los políticos que interna m ente existen en cada país. Así, en sus trabajos sobre América Latina (1965, 1971), Cardoso considera que existen dos modalidades distin tas de estructuras dependientes. La prim era atañe a aquellos países en que los vínculos políticos y económ icos tanto externos como internos están controlados por grupos locales, como sucede en Argentina, Chile, Perú o México, por ejemplo. La segunda m odalidad viene repre sentada por los países en que las decisiones económ icas y políticas vienen directam ente desde el exterior y la econom ía de exportación se halla desvinculada de la econom ía local orientada a la subsistencia o al m ercado interno. Es el caso de los países del Caribe y de América Central, que ilustran lo que Cardoso denom ina «economías depen dientes de enclave».
ECONOMÍA POLÍTICA Y ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
61
Así pues, las diferencias sociopolíticas son fundam entales en la existencia de distintas form as de ordenación de los vínculos entre el centro y la periferia, y esto obliga a analizar las dinám icas específicas que se desarrollan en cada lugar y no se puede d ar p o r supuesto, p o r tanto, un único flujo de influencias y unos únicos resultados. Cardoso lo expresa de esta m anera: Concebida la dependencia en estos térm inos, se hace posible pro seguir con una problem ática de la dependencia que im plique, h asta cierto punto, u n a dinám ica propia y por consiguiente la posibilidad de un conocim iento que, incluso al perfilarse com o p artic u la r y derivado de una estru ctura que es, por así decirlo, de segundo grado, porque está referida en form a subordinada a otra que la condiciona, contiene, de todas m aneras, cierto m argen de autonom ía histórica (Cardoso,
1971: 72). Hay otros m uchos autores que, inspirándose directam ente en la teoría de la dependencia y en la obra de W allerstein conducen su a n á lisis hacia unos planteam ientos m ás complejos, que tom an en consi deración los procesos internos que tienen lugar en cada país y que obligan a distinguir tanto las especifidades existentes en las periferias como su dinam ism o o la particu lar form a de establecer relaciones con los contextos m ás am plios de los que participan (véanse, p o r ejemplo, Coley Wolf, 1974; Hansen, 1977; Nash, 1979; Silverman, 1979; Smith, 1978; Wolf, 1969). El trabajo de Schneider y Schneider (1976) puede servir para ilustrar cóm o la teoría de la dependencia deriva hacia planteam ientos distintos de los que inicialm ente se form ularon. En su m onografía sobre Sicilia, Jane y Peter Schneider aplicaron un tipo de m etodología que no era m uy com ún en co n trar en los textos etnográficos de aquellos años. Reconstruyen el período colonial, espe cialmente la etapa que se inicia en el siglo xiv, cuando Sicilia se incor pora al dom inio de C ataluña y se orienta cada vez con m ás fuerza hacia una econom ía de exportación, a través de dos productos bási cos: el trigo y el ganado. El otro gran m om ento que se analiza es la etapa más reciente, el siglo XX, en que la exportación de m ano de obra pasa a ser m ucho más im portante que la de trigo. El cam bio en el sis tema agrícola y el declive de la ganadería son producto de las m odifi caciones de las fuerzas económ icas y políticas exteriores y éste es el contexto en que Schneider y Schneider analizan el desarrollo y auge de la mafia, así com o los códigos culturales que caracterizan la región (como el honor o la am istad, p o r ejemplo). Aunque Schneider y Schneider parten de la teoría del sistem a mundial de Wallerstein, ellos están m ás interesados en analizar la
62
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
articulación de las com unidades cam pesinas con la nación-Estado. Pero el análisis de la fuerte em igración existente en la isla (hacia A rgentina, Australia, Venezuela, C anadá y Estados Unidos) les obliga a considerar tam bién cóm o los contextos locales están conectados con el m ercado de trabajo internacional. Concluyen que la cultura sicilia na no es causa del subdesarrollo de la isla, sino, por el contrario, una consecuencia de él, una form a de adaptarse a él. Y concluyen también que la evolución no sigue un solo cam ino, sino que debe considerarse tam bién cóm o se conjugan en cada lugar las presiones imperialistas y las respuestas hacia ellas. Observem os que en este caso no se trata de negar la influencia de las grandes fuerzas económ icas que provienen de la economíam undo, sino de en fatizar la diversidad de concreciones locales, que derivan tan to de la p articu lar com binación sociopolítica interna, com o de los propios cam bios de la econom ía de m ercado global, que tam poco es hom ogénea. Además, m uchos autores consideran que la dependencia no procede básicam ente del m ercado (y, p o r tanto, de la circulación de los productos), sino de las relaciones de producción. Así lo m uestra, por ejemplo, S m ith (1978) en su análisis sobre Guate m ala. Antes de que se introdujera la producción de café en el si glo xix, G uatem ala no era un país desarrollado, pero no podía consi derarse subdesarrollado (dependiente). Aunque se producía para la exportación (cacao, cochinilla, índigo) y los cam pesinos eran explota dos p o r las elites u rb an as, puede decirse que existía un cierto grado de autonom ía y capacidad de decisión que se destruyó después. El cultivo del café requiere m ucha m ás m ano de obra, supone la partici pación de capital foráneo y se utilizan m edios políticos para la extor sión. No puede decirse que ya en el siglo xvi G uatem ala fuera un país dependiente p o r el m ero hecho de tener productos p ara la exporta ción; la dependencia se inicia, según Sm ith, cuando las relaciones de producción pasan a ser de carácter capitalista y no sólo porque se p articipe en el m ercado. Al presen tar estas distintas perspectivas hemos intentado m ostrar que los anti'opólogos que trabajan en el m arco de la teoría de la dependencia no form an un grupo homogéneo. En el caso de autores norteam ericanos predom ina la influencia de Frank y el esquema con ceptual es m ás rígido, pues se asum e que la relación entre desarrollo y subdesarrollo no es m odificable y cualquier variación no afecta a la estru ctu ra básica del sistem a capitalista. Otros autores, básicamente latinoam ericanos, hacen m ayor énfasis en las variaciones y en los cam bios y m uestran que existen distintas posibilidades de «desarrollo dependiente». Además, de estas perspectivas deriva el trabajo de m uchos otros autores, que introducen nuevos m atices y propuestas.
ECONOMÍA POLÍTICA Y ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
63
Lo cierto es que, a pesar de esta diversidad de planteam ientos, la versión que m ás se difunde es la prim era (las tesis de Frank y las pos teriores de Wallerstein), que es justam ente la que produce m ayor insa tisfacción. Y es que el énfasis por m o strar la interconexión de los p ro cesos económ icos en diversas partes del m undo acaba abocando hacia una circularidad funcionalista, en que todo parece alim entar la rep ro ducción de la econom ía m undial capitalista. Se supone que todo el dinamismo está en los «centros» y que las «periferias» son pasivas por definición, ignorando así la trem enda diversidad de iniciativas locales y la heterogeneidad de situaciones existentes (Painter, 1995: 11; Roseberry, 1988: 167). Como reacción a este planteam iento, algunos autores invierten la perspectiva y consideran que lo periférico es central. Las reflexiones sobre las situaciones periféricas o sobre las actividades marginalizadas han propiciado vigorosos debates acerca de las condi ciones de reproducción o cam bio del sistem a capitalista (Nugent, 1988; Nash, 1994).
3.2.
M odos de producción y transición social
Un im portante grupo de antropólogos incorpora la perspectiva del m arasm o y trabaja aplicando la teoría de los m odos de producción. Sus énfasis difieren de los de W allerstein y la teoría de la dependencia en tres aspectos básicos. El prim er aspecto se refiere al m odelo teórico que se utiliza. El modelo del sistem a m undial y de la teoría de la dependencia es de carácter em pírico. Cuando W allerstein se refiere al capitalism o, reco r démoslo, utiliza la expresión de «sistem a social» y lo define com o un «espacio integrado», pero estos conceptos dicen bien poco del cap ita lismo, pues en realidad no lo definen. Lo único que parece claro y deñnitorio es la ley económ ica que dom ina el sistem a: la acum ulación de capital. Pero la caracterización de una determ inada lógica no defi ne exactam ente nada, y este vacío teórico es el que se intenta resolver mediante la utilización del concepto m arxista de «modo de produc ción», que W allerstein evita utilizar, com o tam poco habla nunca de relaciones de producción para caracterizar el tipo de vínculo que se establece entre los distintos segm entos que participan en el proceso de trabajo. La segunda diferencia se refiere a la noción de sistem a y a cóm o las distintas parles que lo com ponen se integran en él. La teoría de la dependencia entiende el capitalism o com o un sistem a único y Wallerstein considera, adem ás, que toda form a de trabajo es capitalis ta por el m ero hecho de participar en el intercam bio desigual que
64
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
posibilita la acum ulación de capital. Frente a esta idea, otros autores prefieren considerar el capitalism o como un sistem a hegemónico, que coexiste con otros sistem as y los puede fagocitar al integrarlos en una m ism a lógica económ ica. El térm ino «articulación» es el que se utiliza p ara definir el vínculo que se establece entre distintos modos de pro ducción. Finalm ente, la tercera diferencia atañe a la concepción del proceso histórico. La teoría de la dependencia acaba haciendo énfasis en la estabilidad estructural del sistem a m undial. Aunque Wallerstein se rem o n ta al siglo xv y realiza análisis históricos, las historias son sor prendentem ente estáticas y todos los acontecim ientos se explican com o funciones que contribuyen a m antener el sistem a como una totalidad (Roseberry, 1988: 167). Frente a esta visión, algunos autores analizan la transición de u n m odo de producción a otro y, por tanto, las condiciones que posibilitan el cam bio histórico (en el sentido que ap u n tab a Marx: en toda sociedad hay cam bios pero no todos condu cen a un cam bio de sociedad). A unque ahora haya presentado las principales diferencias entre la aproxim ación m arxista y la de la dependencia, am bas corrientes no se confrontan inicialm ente entre sí, sino que surgen a p artir de desarro llos independientes. En la década de los años sesenta se produjo un movimiento inte lectual de recuperación del marxismo, que se basó en una toma de conciencia respecto a los problem as de dogm atism o que se habían dado en la teoría y en la práctica. La «vuelta a Marx», como la deno m ina Godelier (1971: 7), im plicó releer a Marx, Engels o Lenin, redefin ir los conceptos fundam entales del m arxism o y volver a plantear determ inados problem as en función de estas definiciones. En Francia cristalizó uno de estos m ovim ientos y tuvo gran vitalidad. La influen cia de la obra de A lthusser fue fundam ental y, a pesar de las críticas que se hicieron posteriorm ente a las interpretaciones que este autor hacía de Marx, propició la particular síntesis entre marxismo y estructuralism o que caracterizaría lo que durante años se ha etiquetado com o «antropología m arxista francesa». Los trabajos de Rey, Meillassoux, Terray, Bonte, Pouillon y, sobre todo, de Godelier tuvieron un fuerte im pacto en la antropología, ya que trascendieron el ám bito aca dém ico francés y pen etraro n en otros ám bitos, especialm ente en la antropología social británica.3 3. La revista Critique o f Anthropology dedicó en 1979 un número doble a la antropología marxista francesa. En su editorial se reconocía que la revista se desarrolló originariamente en relación al grupo francés: «a m uchos de nosotros nos pareció que era la única aproximación alternativa seria en la disciplina, tanto a nivel teórico com o político» (1979: 3). En números anteriores aparecen numerosas contribuciones de antropólogos franceses.
ECONOMÍA POLÍTICA Y ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
65
El breve texto de Marx «Formaciones económ icas precapitalistas», frecuentem ente citado com o Formen, pasa a ser traducido, discutido y tomado como referencia en los debates acerca de la evolución históri ca y se buscan en él los elem entos que cuestionan las interpretaciones unilineales del progreso. Los antropólogos se interesan especialm ente por los textos etnológicos de Marx, y K rader (1972) edita los apuntes dispersos que aquel au to r había hecho de sus lecturas de textos etn o gráficos. Las sociedades prim itivas estudiadas por los antropólogos sum inistran un m arco de reflexión acerca de las form as de transición a las sociedades de clases y se analizan las form as de desigualdad existentes en sociedades usualm ente etiquetadas com o igualitarias, relacionando, p o r tanto, econom ía y política, contextos locales y con diciones globales.4 Uno de los debates que tuvo bastante extensión en la década de los años setenta y principios de los ochenta se centró en torno al «modo de producción asiático».5 El interés radicaba en que este concepto fue eli minado de las versiones «oficiales» del m arxism o en los años treinta, tal vez porque no encajaba en la concepción unilineal de la evolución que se im puso en aquellos años (com unism o primitivo, modos de p ro ducción esclavista, feudal, capitalista y socialista) y porque contradecía la particular evolución hacia el socialismo que se producía en Rusia. Además, se trataba de una noción que fue recogida p o r Wittfogel (1966) y usada por él contra el marxismo. Estos antecedentes son los que esti mulan la reflexión acerca del modo de producción asiático, porque: [...] obligan a plantear de nuevo y de forma no dogmática la cues tión fundamental de las condiciones y de las formas de tránsito de las sociedades sin clases a las sociedades de clases y de la evolución diferente y desigual que desemboca en la formación de las sociedades contempo ráneas» (Godelier, 1971: 9). Distintas form as de evolución, m últiples form as de com unidades primitivas y tránsito: éstos son los principales énfasis. Las sociedades que observa el antropólogo, ¿son sociedades no-capitalistas?, ¿o son pre-capitalistas, en el sentido de que sus características hab ían existi do ya en la historia de Europa? ¿Cómo se produce el paso de un modo de producción a otro? ¿Destruye el capitalism o otros m odos de producción? 4. Véanse, por ejemplo, Asad (1978); Bloch (1977b); Friedman (1977); Godelier (1971, 1974, 1989); Kahn y Llobcra (1981); M eillassoux (1977, 1978, 1979); Rey (1973), y Terray (1977). 5. Véase, por ejemplo, Godelier (1971), así com o la amplia cantidad de textos que se recopilan en Bailey y Llobera (1981).
66
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
El concepto de m odo de producción y de form ación económ ica y social pasan a ser los útiles metodológicos básicos en que se funda m entan los autores neo-marxistas. Más que en trar ahora en una discu sión acerca de la form a en que los utilizan, subrayarem os lo que Contreras (1995: 47) considera como principal aportación de estos autores a la antropología económ ica, com o es el hecho de haber m ostrado que en las sociedades pre-capitalistas las relaciones sociales de producción pueden funcionar a través de relaciones extraeconómicas. El parentes co, la religión y la política, según los casos, pueden ser las relaciones a través de las que se accede a los medios de producción, se organiza el proceso de trabajo o se distribuye el producto obtenido. Esto no impli ca negar la im portancia de la econom ía, que se considera la instancia m ás relevante del conjunto social, sino asum ir que en determ inadas sociedades las funciones económ icas están vehiculadas a través de vínculos extraeconóm icos que, por lo tanto, contribuyen también a asegurar las condiciones de reproducción de tales sociedades. El análisis de los com ponentes de un modo de producción o de su concreción en una form ación social puede conducir a una perspectiva estática, m ientras que el análisis de las condiciones de reproducción define la dinám ica del sistem a. Una teoría de la reproducción implica a su vez u n a teoría de la transición, de las condiciones que posibilitan el cam bio de un m odo de producción a otro. No es de extrañar, pues, que estos mism os autores acaben reflexionando sobre cómo se sitúan las sociedades prim itivas en el contexto de la econom ía de mercado. Frente a las tesis de W allerstein, que considera que el capitalismo es un sistem a global que abarca todas las partes del mundo, estos auto res ven m ás bien una prolongada e inacabada «transición al capitalis mo». A pesar de la existencia del colonialismo y del imperialismo, las leyes del capitalism o no se im ponen m ecánicam ente, ni destruyen de form a autom ática otros m odos de producción. Así, se considera que el capitalism o crece a expensas de la com unidad dom éstica (Meillassoux, 1977), o del sistem a de linajes (Rey, 1971, 1973), pero gracias a la preservación de estos sistem as m antiene y acrecienta su dom ina ción. Desde esta perspectiva se rechaza, pues, que todas las relaciones de producción se vuelvan capitalistas y se habla, en cambio, de «arti culación» entre modos de producción (Wolpe, 1980). La articulación entre modos de producción pre-capitalistas y el capi talismo puede tener posibles concreciones, que Rey (1971) caracterizó en forma de tres estadios de transición al capitalismo, en función del grado de imposición de este último sistema. Este antropólogo considera que los modos de producción no capitalistas deben analizarse en el marco de la estructura más am plia que los engloba. Se acerca así a la perspectiva de Wallerstein, aunque Rey enfatiza la necesidad de escribir una doble
ECONOMÍA POLÍTICA Y ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
67
historia y de tener en cuenta no sólo la estructura y lógica del capitalis mo, sino también de la de los modos de producción no capitalistas. Otro de los antropólogos que trabaja sobre la transición social es M aurice Godelier, quien se inspira directam ente en los debates de los historiadores y se interesa sobre todo por com prender los m ecanism os por los que un determ inado m odo de producción pasa a ser hegemónico y se im pone sobre los dem ás. Su visión acerca de tales dim ensio nes queda bien sintetizada en el siguiente fragmento: Analizar los procesos de transición im plica m esurar las partes de azar y de necesidad que dan cuenta de la aparición y desaparición de las diversas formas de sociedad que se suceden en el tiem po. Es suponer que no todo es contingente en la naturaleza de las relaciones sociales que coexisten en el seno de una sociedad en una época determ inada y le im prim en una lógica original de funcionamiento, presente tam bién en las conductas de los individuos y los grupos que com ponen esta sociedad, así como en los efectos, locales o globales, a corto o a largo plazo que entrañan estas acciones sobre su reproducción. Es suponer que en gran parte el funcionam iento de las sociedades forma «sistemas» (Godelier, 1991a: 8. Las cursivas son mías).
Las dim ensiones teóricas y m elodológicas im plicadas en el estudio de los procesos de transición social se encuentran bien sintetizadas por el propio Godelier en la introducción al libro Transitions et subordinations au capitalisme (1991). Pero hay que destacar que uno de los hilos conductores de la obra de Godelier ha sido analizar la lógica de transformación de las sociedades y que este interés es com plem enta rio a otro: la com prensión de la lógica de funcionam iento y re p ro ducción de las sociedades; son las dos caras de la m oneda, las dos dimensiones de una m ism a problem ática. Por eso, el análisis de la transición social debe entenderse en el conjunto de los trabajos reali zados por Godelier y no sólo en los producidos en la etapa que dedicó específicamente a este tema. Un problem a de la teoría de la transición social es su énfasis economicista, a pesar de la insistencia de Godelier de que todos los dominios sociales están interrelacionados. En todo caso, es cierto que cuando se habla de «capitalismo», por ejemplo, se evoca un determ inado m odo de producción, más que las dimensiones ideacionales o sociales que lo acompañan, pues éstas quedan en un segundo plano en el análisis.6 6. Al referirse a la transición social, Marx la analiza exclusivamente en relación a las dimensiones económ icas del proceso, aunque no ignorara que los cam bios económ icos van acompañados de cambios en las formas de poder, en las ideas o en las m anifestaciones cultura les (Godelier, 1991¿: 404-405). En todo caso, este énfasis econom icista impregna las elabora ciones posteriores sobre la transición social.
68
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
G odelier caracteriza la transición al capitalism o como un proceso a gran escala, que abarca al m undo entero y afecta a todas las socie dades, incluso a aquellas que no poseen los rasgos de una economía capitalista, ya que necesariam ente se confrontan con ella. Se trata, pues, de un proceso de carácter global, tanto en sus dimensiones espaciales com o tem porales, pero esto no significa que sea homogé neo en la form a de concretarse en cada sociedad, ni que sea continuo en el tiempo. Un proceso de transición es un fenómeno a la vez micro y macrosociológico que está hecho de una m ultitud de nacim ientos espontá neos, de desarrollos locales, m uchos de los cuales son efímeros, pero que se adicionan poco a poco y cuyos efectos convergen bajo la forma de estructuras globales nuevas que entran en conflicto con la reproduc ción de las estructuras globales del sistem a dom inante (Godelier, 1991a: 36).
Que hoy en día todas las sociedades form an parte de una econo m ía-m undo dom inada p o r la hegem onía del capitalism o es un hecho; la cuestión está en conocer cóm o se ha producido esta vinculación. En este sentido, Godelier distingue los procesos que han tenido lugar en los «centros» respecto a los de las «periferias». En el prim er caso, el capitalism o surge com o fruto de un proceso endógeno, espontá neo, que arran ca de las entrañas del feudalism o. Inicialm ente supone la m odificación de la organización social de la producción y de las condiciones de trabajo, hasta que se produce la creación de una base m aterial nueva. La aparición del m aqum ism o y de la gran industria supone la finalización de la etapa de transición, al hallarse ya consti tuida la form a capitalista de producción. Las periferias, en cambio, son las zonas de expansión del m odo de producción capitalista y, por tanto, este sistem a aparece p o r influencias externas, es im puesto m ediante la violencia (conquista, colonización) o m ediante el dom i nio técnico o de mei'cado. En ocasiones, esto ha supuesto la destruc ción de pueblos enteros o su desestructuración cultural. ¿Se puede h ab lar de «transición» cuando se trata de cam bios im puestos, brus cos, acelerados? Tal vez debido a esta dificultad, en su texto de 1991a G odelier distingue la «transición al capitalism o» de la «subordina ción al capitalism o», aunque am bas situaciones form en parte de un m ism o proceso.
ECONOMÍA POLÍTICA Y ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA Gr u p o s
69
d o m é s t ic o s y c o m u n id a d e s l o c a l e s
EN LA TRANSICIÓN AL CAPITALISMO
Godelier constituyó en 1984 un grupo de investigación sobre las «Formas y procesos de transición en sistem as económ icos y sociales». Este grupo reunió, en una red internacional, a investigadores de F ran cia, España, Portugal y Grecia. El grupo español estaba coordinado por Dolors Comas d’Argemir; el g ru p o portugués por Raúl Iturra; el grupo francés por Louis Assier-Andrieu, y el griego p o r M arie-Elisabeth H andm ann. E ntre los grupos se organizó la circulación de inves tigadores, las discusiones conjuntas de los trabajos realizados y la publicación de resultados.7 El modelo sobre la transición social es útil p ara caracterizar la naturaleza y com plejidad del cam bio social, pues proporciona la nece saria perspectiva holística para hacer preguntas adecuadas sobre los procesos de cam bio y su interconexión con fenóm enos globales, pero, como sucede con las teorías de largo alcance, presenta dificultades en su aplicación em pírica. De ahí que en los trabajos com parativos que se realizaron en el m arco de este grupo internacional de investigación se acotara el análisis al estudio de los grupos dom ésticos y las com u nidades locales en la transición al capitalism o. Veremos m ás adelante que, en esta mism a línea, se producirá un desplazam iento del análisis de culturas totales o de modos de producción hacia form as específicas de producción. En el texto de Comas d'Argemir y Assier-Andrieu (1988), que in tro duce una de las publicaciones generadas por el grupo de investiga ción, se considera que la aportación de la antropología a los debates sobre la transición social consiste en la realización de m inuciosas etnografías, que perm iten analizar cómo los procesos de transición social se m anifiestan en ám bitos concretos y particulares, lo que p er mite establecer las ruptu ras y continuidades, los procesos recurrentes y los divergentes, de form a que se pueden d eterm in ar las variables diferenciales que concurren en cada contexto social. O tra de las ap o r taciones consiste en establecer el papel de las instituciones sociales y culturales en los procesos de transición. 7. Las investigaciones realizadas en el marco de este grupo coordinado dieron lugar a numerosas publicaciones. Véanse, por ejemplo, los números m onográficos de la Revista Inter nacional de Ciencias Sociales, 1987; Anchi d ’Etnografia de Catalunya, 1988; Social Science Infor mation, 1988; la recopilación de textos de Godelier (1991), así com o otras publicaciones indivi dualizadas. En el caso de España participaron en el proyecto Dolors Comas d’Argemir, Jesús Contreras, Jordi Ferrús, Dolores Juliano, Pedro Molina, Isidoro Moreno, Susana Narotzky, Pablo Palenzuela, Danielle Provansal, Juan J. Pujadas, Xavier Roigé, Gonzalo Sanz e Ignasi Tetradas.
70
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
E n las investigaciones realizadas destaca claram ente cómo la per duración histórica de los grupos domésticos y las com unidades locales, en el contexto de la expansión capitalista, se basa en su capacidad para diversificar las bases de su existencia económica. Pero al mismo tiem po estos grupos se encuentran im posibilitados de reproducirse con sus propias bases materiales, lo que los sitúa en una relación de dependen cia respecto a las relaciones capitalistas. En la transform ación de las familias y las com unidades locales concurren distintos procesos, endó genos y exógenos, que inciden sobre las formas sociales no capitalistas y las modifican, aunque continúen perdurando. No son, pues, meras reliquias o supervivencias del pasado, sino formas vivas que asumen a su m odo la evolución histórica y las transform aciones que acompañan a los nuevos requerim ientos productivos: m onetarización de los inter cam bios, industrialización, cam bios demográficos, etc. Un concepto básico en este análisis es el de la «pluralidad de bases económ icas», por el que se define la articulación en una misma persona, grupo dom éstico, unidad de trabajo o com unidad local de diferentes tipos de actividades fundadas en relaciones de producción de d istin ta naturaleza. Ello se debe a que la expansión del m ercanti lism o no siem pre se basa en form as capitalistas de organización de la producción, sino que a m enudo se conservan antiguas form as socia les que se pueden consolidar e, incluso, desarrollar. Un ejemplo de ello son ciertas form as contractuales que sirvieron de base para el desarrollo capitalista de la agricultura en algunas regiones catalanas (aparcería, masoveria, rabassa morta), así com o en Lenguadoc (métayage, maitre-valetage) y que, paradójicam ente, presentaban rasgos no capitalistas. Otro ejem plo es el de la agricultura a tiempo parcial, por el que resulta que m uchos cam pesinos com binan el trabajo agrícola y el asalariado, y de este m odo participan al m ism o tiempo de una organización productiva no capitalista y de relaciones genuinam ente capitalistas. Pero la pluralidad de bases no es un fenómeno exclusiva m ente rural: actualm ente han proliferado, p o r ejemplo, los pequeños productores autónom os que utilizan su propia fuerza de trabajo y la de su fam ilia en la denom inada «econom ía sumergida», a través de la cual se han reorganizado recientem ente diferentes ram as de la pro ducción industrial. Lo relevante de esta com binación no es en sí la diversidad de activi dades que pueden concurrir en un mism o grupo doméstico e, incluso, en una m ism a persona, sino la lógica de coexistencia de relaciones de producción aparentem ente contradictorias. Lo im portante es entender las condiciones que crean la posibilidad de diversificación de activida des y cuáles son las repercusiones para la reproducción de las unidades sociales implicadas y del conjunto social que las incluye.
ECONOMÍA POLÍTICA Y ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
71
La pluralidad de bases económ icas m uestra la capacidad de los grupos dom ésticos y las com unidades locales de adaptarse a las nue vas condiciones creadas p o r la expansión de las relaciones m ercan ti les. Pero, al m ism o tiempo, constituye un síntom a de la im posibilidad de reproducción de estos grupos apoyándose en sus propias bases, de m anera que se institucionaliza la situación de dependencia respecto a las relaciones dom inantes. 3.3.
La in tersección entre centros y periferias, entre lo global y lo local No siem pre el capitalism o anuló otros modos de producción, pero sí transform ó la vida de los pueblos (Wolf, 1987: 376).
En Europa y la gente sin historia, Eric Wolf aplica la teoría del sis tema global y la de los m odos de producción, pero, a diferencia de Wallerstein, no considera el capitalism o com o un único sistem a que se im pone de form a unilateral y anula a todos los dem ás y, a diferen cia de los m arxistas-estructuralistas, utiliza el concepto de m odo de producción como instrum ento analítico sin pretender teorizar acerca de su articulación. La obra de Wolf constituye una excelente síntesis de la perspectiva que enfatiza la intersección entre centros y perife rias, entre lo global y lo local, entre las fuerzas estructurales y las que derivan de la acción hum ana. Hay que entender lo que supone la aportación de Wolf a p artir de las reacciones que generaron las dos aproxim aciones que hem os p re sentado anteriorm ente: la teoría de la dependencia y la de los m odos de producción. Tanto si se parte de la im plantación hegem ónica de la economía de m ercado, com o si se enfatiza la persistencia de m odos de producción no capitalistas, se acaban reduciendo todos los fenó menos a la lógica de funcionam iento del capitalism o. Y cuando se siguen los debates de los m arxistas franceses, preocupados por las características estructurales de los m odos de producción, la ab strac ción es tal que se tiene la im presión de que el propio debate pasa a ser un fin en sí mismo. E n definitiva: se produce una cierta insatisfacción por el fuerte énfasis en los determ inantes estructurales y p o r el escaso o nulo m argen que se deja a la acción hum ana. Se discute tam bién la reiterada insistencia en el im pacto de la econom ía de m ercado y en el papel decisivo de los centros en im poner sus reglas del juego, com o si las periferias no tuvieran su propia historia y com o si ellas m ism as no hubieran influido en nada en la form a y características que ad o p ta rían los centros de donde surgieron.
72
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
Las prim eras reacciones dentro de la propia econom ía política parten de quienes in ten tan incorporar el trabajo antropológico m ás clásico, que usualm ente se desarrolla en lugares ubicados en las peri ferias del sistem a y que obliga a ab o rd ar el análisis de fenómenos concretos, dinám icas de grupos sociales y particularidades locales. M intz (1977), por ejemplo, basándose en su trabajo sobre las planta ciones del Caribe., la esclavitud, o la form ación del cam pesinado y del proletariado rural, cuestiona el análisis de los modos de producción, el olvido de lo que acontece en la periferia y tam bién de los valores culturales, y m uestra la im portancia de las iniciativas y respuestas locales a las grandes fuerzas estructurales. M intz había trabajado años antes con Wolf en un proyecto sobre Puerto Rico, dirigido por Julián H. Steward, y ya entonces am bos enfatizaron la especificidad de los hechos sociales y la necesidad de interpretarlos a partir de su posición en el sistem a global. Posteriorm ente continuaría trabajando él solo allí m ism o y la publicación en 1960 de Worker in the Cañe sería un precedente y un ejem plo paradigm ático de la inversión de perspectiva m etodológica que se produciría de form a m ás generaliza da en la década de los setenta. Se trata de la autobiografía de un tra bajador de las plantaciones de caña de azúcar, Taso, cuyo itinerario vital refleja no sólo la historia de un individuo concreto, sino la de u na generación, la de un grupo social y la de una isla (Puerto Rico). Las fuerzas económ icas y políticas se com binan con las existentes en ese lugar y que derivan de su propia historia, otorgando una especifi cidad que diferencia a esta isla del Caribe de lo que sucede en otros lugares del mundo. El interés de los antropólogos se va desplazando hacia los grupos sociales concretos (especialm ente el cam pesinado), la creación de tradiciones culturales, las form as de resistencia económ ica o políti ca, las historias locales, o la persistencia de determ inadas institucio nes y form as culturales. Influye la teoría de la práctica de Bourdieu (1972¿>, 1991), el trabajo de algunos historiadores británicos, como es el caso de H obsbawn, de H ilton o de Thom pson, en especial la obra de este últim o sobre el proletariado inglés y su concepto de «econom ía moral» (1977), así com o la incorporación de la perspecti va de G ram sci y de su énfasis en la intersección entre clase, cultura y política, que se difundirá básicam ente a través de la obra de Williams (1977), y que d ará un carácter distintivo a los enfoques que surgen en Italia, un país donde la antropología social había tenido escaso desarrollo. El rechazo del exceso de abstracción y del análisis de las grandes estru ctu ras globales conducirá a una inversión de planteam ientos y a que, p o r reacción, se caiga en el otro extremo. La etnografía y la des
ECONOMÍA POLÍTICA Y ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
73
cripción de casos concretos se sitúan en u n prim er plano y, tal com o señala Roseberry, acaba p o r haber «dem asiada acción individual y muy poca estructura» (1988: 171). Y es que pasa a pred o m in ar el individualismo metodológico, que pone excesivo énfasis en los casos particulares y apenas p resta atención a las estructuras económ icas y políticas que m odelan los com portam ientos individuales o las histo rias locales. La obra de Wolf (1987) contribuye a reeq u ilib rar estos dos extre mos. Él analiza la constitución de los sujetos antropológicos a p a rtir de la intersección en tre centros y periferias, en tre lo global y lo local, entre la estru ctu ra y la acción hum ana. Su texto está plagado de estudios de caso que m u estran esta intersección y ponen al d es cubierto la historia de «la gente sin historia», la de aquellos grupos y pueblos que habitualm ente han sido considerados m eros agentes pasivos, víctim as y testigos silenciosos de la expansión del cap italis mo. M uestra que no sólo la expansión europea ha cam biado la vida de m uchos pueblos del m undo, sino que ellos m ism os h an c o n trib u i do tam bién a forjar tales cam bios. La im posición de la econom ía de m ercado no deriva de fuerzas unilaterales, sino que deben conside rarse las historias específicas de los grupos concretos p ara en ten d er que existe, de hecho, u n a gran diversidad y m ultiplicidad de res puestas. Su visión del capitalism o com o sistem a es bastante diferente de la que presentaba Wallerstein. Éste lo identificaba con la expansión de las relaciones de m ercado y recordem os que situaba su origen a fina les del siglo xv. Recuperando la perspectiva de Marx, Wolf utiliza el concepto de m odo de producción y entiende que lo que define un determinado sistem a deriva de las i-elaciones de producción y no de las formas de intercam bio. Por eso para Wolf la riqueza no se convier te en capital hasta que controla los m edios de producción, com pra fuerza de trabajo y extrae el excedente. La expansión del m ercado es básica para la acum ulación de capital, pero el m ercado, por sí solo, no define el sistem a capitalista. Dicho en sus propias palabras: «No hay capitalismo mercantil; sólo hay riqueza m ercantil. Para que el cap ita lismo sea tal deberá ser capitalism o-en-la-producción» (Wolf, 1987: 104). Ello no se produce hasta entrado el siglo xvni, con la m ecaniza ción y el cam bio en las técnicas y organización del sistem a p roducti vo. La expansión europea crea un gran m ercado m undial, que incor pora las redes de m ercado preexistentes y los productos obtenidos a partir de formas de organización diferentes a la capitalista. De esta forma, en su proceso de desarrollo, que Wolf llam a de crisis y diferen ciación, el capitalism o jerarquiza el territorio, im pone un intercam bio desigual y crea periferias incluso en el m ism o centro. E n las regiones
74
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
subsidiarias, el capitalism o se com bina con otros modos de produc ción, que se integran en un único sistem a de m ercado, controlado por el m odo de producción capitalista.8 A p a rtir del análisis del m ovim iento de m ercancías, Wolf explora las distintas especializaciones regionales y la form a en que distintos pueblos se integran en el sistem a de m ercado. A finales del siglo xix se produjo un im pulso im portante en la expansión europea, que se tra duciría en el reparto colonial de todos los rincones del m undo bajo la fórm ula del im perialism o. Algunas zonas se especializaron en la pro ducción de alim entos o ganado; otras en m aterias prim as, piedras pre ciosas o m inerales. Regiones enteras del planeta se transform aron en grandes plantaciones de té, café, azúcar, cacao, algodón o cereales y con ello se m odificó sustancialm ente la vida de los habitantes de tales regiones, sea porque cam biaron sus formas de trabajo y de organiza ción, sea porque la ocupación de nuevos territorios para su explota ción los m arginaba a áreas m ás inhóspitas o de difícil accesibilidad. Lo interesante del análisis de Wolf es la form a en que dem uestra que ningún pueblo del m undo pasa a ser ajeno al nuevo sistem a de pro ducción y de m ercado y que en cada lugar se produce una síntesis peculiar y distintiva entre las antiguas formas culturales y las que sur gen a p a rtir de los nuevos requerim ientos del m ercado. Incluso los pueblos que aparentem ente conservan sus formas culturales primige nias y no cam bian deben analizarse desde esta óptica y com prender cóm o se sitúan en el contexto global. Es el caso, p o r ejemplo, de los pueblos descendientes de los mayas (tzoltziles y tzel tales), habitantes de las tierras altas de Chiapas en México. En esta región se fue propagando la producción de café, y en el siglo xix hubo un proceso de privatización de tierras, acom pañado por la desposesión de los grupos indígenas que perdieron la mayor parte de sus tierras com unales. Los plantadores de café increm enta ron su producción después de la prim era guerra m undial y contrata ban trabajadores provenientes de las poblaciones indígenas cercanas a San Cristóbal de las Casas, especialm ente zinacantecos y chamulas. Los indígenas eran contratados tem poralm ente y después volvían a sus com unidades, donde cultivaban pequeñas parcelas de subsisten cia. Los grandes propietarios tam bién establecieron derechos de pro piedad sobre tierras indígenas y perm itieron que sus m oradores las 8. El concepto de modo de producción que utiliza W olf es distinto del que emplea Gode lier. Wolf considera un modo de producción com o una forma de organización del trabajo: «un conjunto concreto, que ocurre históricamente, de relaciones sociales mediante las cuales se despliega trabajo para exprimir energía de la naturaleza por m edio de utensilios, destrezas, organización y conocim iento» (1987: 100). Para Godelier, en cambio, un modo de producción es un concepto abstracto, que com bina relaciones de producción y fuerzas productivas.
ECONOMÍA POLÍTICA Y ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
75
cultivaran. De esta forma, las plantaciones que producen directam en te para el m ercado conviven con com unidades orientadas a la subsis tencia, de las que obtienen trabajadores baratos y una fuerza de trab a jo de reserva. Además, algunos indígenas se convierten en u n a especie de interm ediarios que contratan cuadrillas de trabajadores de otras com unidades para cultivar las tierras que ellos usufructúan. El acceso al trabajo asalariado tem poral provoca form as de dife renciación social entre los indígenas, especialm ente en aquellas co m unidades que se benefician del trabajo de otras p ara el cultivo de productos para el m ercado. Sin em bargo, estas nuevas diferencias tienden a reequilibrarse m ediante el sistem a de «cargos». Es significa tivo que en esta etapa se increm ente la suntuosidad de los rituales y el volumen de donaciones que las personas con algún cargo en la com u nidad están obligadas a hacer. Cuanto m ayor es la m agnanim idad, mayor es el prestigio que se alcanza y, a su vez, acceder a un cargo implica la obligación de corresponder con obsequios y grandes fiestas en los días señalados. Todo ello tiene com o efecto la redistribución de bienes entre toda la com unidad, pues los individuos que obtienen mayores ingresos son los que acceden a los cargos y se ven obligados a prestar y a regalar dinero, comida, bebida y obsequios a los dem ás. El caso es que cuando los antropólogos estudiaron estos pueblos los con sideraron sobrevivientes «tribales» de los antiguos mayas, que conser vaban sus tradiciones gracias a su aislam iento relativo y que accedían con retraso a la m odernización que se estaba produciendo en México. Wolf m uestra, en cambio, que su perseverante identidad com o inte grantes de com unidades «indias» no es fruto de ninguna superviven cia, sino del conjunto de procesos interrelacionados p o r los que se ha concretado la evolución capitalista en esta zona. El reforzam iento del sistema de cargos es un ejemplo de ello (Wolf, 1987: 408-410). Wolf introduce constantes ejemplos de pueblos estudiados por los antropólogos y cuyos análisis deben ser reconsiderados a la luz de esta perspectiva global. En anteriores capítulos hem os ilustrado ya algunos casos a p artir de esta m ism a óptica. O tra de las aportaciones de Wolf radica en su reform ulación de lo que entendem os por historia. H asta entonces había predom inado una perspectiva eurocéntrica o, com o m ínim o, que otorgaba todo el p ro ta gonismo a las áreas centrales, las im pulsoras del cam bio económ ico, que irradian hacia las dem ás. La visión de la «historia cultural» de Wolf m uestra que los distintos pueblos de la periferia hacen u n a con tribución esencial a la propia conform ación de los centros; m ejor dicho, las áreas hegem ónicas no serían tales si no fuera por la propia existencia de las periferias. De ahí que el análisis de las periferias no sea «periférico» en la com prensión de la historia, sino esencial
76
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
(Nugent, 1988). Esta inversión de planteam ientos influirá en los deba tes que se producirán en la antropología económ ica y que no se limi tarán a la relación entre áreas geográficas, sino que se extenderán a la relación entre grupos sociales e, incluso, entre conceptos y teorías. N ash (1994) sostiene, p o r ejemplo, que p ara entender la expansión de la econom ía de m ercado hay que analizar los sectores marginales, periféricos y de subsistencia. P or la m ism a razón, para entender la acum ulación de capital no es suficiente estudiar la explotación que se produce en el lugar de trabajo o las form as de trabajo asalariado: deben estudiarse tam bién las form as de trabajo no asalariado y las actividades de subsistencia m arginalizadas que resurgen en épocas de crisis. Incluso, dice Nash, las situaciones de m ayor m arginalidad y dificultades p ara asegurar la subsistencia son la arena central para el desarrollo de la conciencia y la acción que, reivindicando el derecho a vivir, cuestionan las raíces m ism as del sistema.
3.4.
Sobre el concepto de reproducción
E n los debates sobre articulación de m odos de producción y, espe cialm ente, sobre los procesos de transición social, se utiliza frecuen tem ente el concepto de rep ro d u cció n . En este caso, el significado ha de entenderse por oposición al concepto de tra n sic ió n social, que designa el proceso de cam bio de un m odo de producción a otro, en tanto que la rep ro d u cció n so c ia l designa la reiteración de las condi ciones de existencia y funcionam iento de un determ inado m odo de producción. A p a rtir de las aportaciones de la antropología fem inista se plan tea el análisis en profundidad del concepto de reproducción, que en este caso se confronta al de p ro d u c c ió n , aunque se integre dentro de aquel significado más general que rem ite a todo el conjunto global. La reflexión arran ca de la consideración de que las m ujeres se vincu lan m ayoritariam ente a las relaciones de reproducción (Beneria y Sen, 1981; H arris y Young, 1981; Sacks, 1979; Tilly y Scott, 1980). E sta aproxim ación considera la división del trabajo social como eje central para explicar la subordinación de las m ujeres y pone en rela ción las esferas productivas con aquellas otras instituciones (la fami lia, especialm ente) en que se realiza la reproducción de los trabajado res. En otro lugar (Comas d’Argemir, 1995a) he expuesto el debate que presento a continuación. Es evidente que al binom io producción/reproducción se le pueden aplicar las m ism as prevenciones que a cualquier otra categoría dicotómica. Marx fue quien introdujo esta distinción, reflejando el esquema
ECONOMÍA POLÍTICA Y ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
77
conceptual del capitalism o, que instituye la separación entre el ám bi to laboral y el familiar, entre el trabajo (que se vende en el m ercado) y la persona, y entre las funciones económ icas y otras esferas de la vida social. No es que ello sea así, insistimos, es que se concibe así. Con todo, en El capital (1975 [1873]) Marx considera el proceso de p ro d u c ción y de reproducción de form a unitaria, y entiende muy claram ente que la reproducción tiene lugar tanto en el proceso de trabajo como fuera de él. Más aún, la reproducción trasciende el ám bito económ ico, pues interviene un «elemento histórico y moral» que obliga a conside rar la lógica social global en que se efectúa la producción y rep ro d u c ción del capital. Las siguientes palabras de Marx expresan nítidam ente la im posibilidad de separar en la práctica la distinción analítica entre producción y reproducción: El capital que se entrega a cam bio de fuerza de trabajo se transfor ma en medios de subsistencia cuyo consum o sirve para reproducir los músculos, huesos, nervios, el cerebro de los obreros existentes y para engendrar nuevos obreros [...] Dicho consum o es, por consiguiente, pro ducción y reproducción del medio de producción m ás indispensable para el capitalista: el obrero mismo. El consum o individual del obrero sigue siendo, pues, un elemento de producción y reproducción de capital, se efectúe dentro o fuera del taller o de la fábrica, dentro o fuera del proce so laboral; exactamente igual que ocurre con la limpieza de una m áquina, ya se efectúe dicha limpieza durante el proceso de trabajo o en determ i nadas pausas del mismo (1975: 703-704, libro prim ero, cap. XXI).
No hay, pues, una «esfera reproductiva» separada, de la m ism a m anera que no hay una «esfera productiva» autónom a, porque la p ro pia existencia de la producción depende de que, a su vez, tenga lugar el flujo constante de su renovación. El carácter unitario de la dicoto mía se rom pió precisam ente al ser aplicada al análisis de la situación de las mujeres. En este caso se tomó com o referencia la obra de Engels El origen de la familia, de la propiedad privada y del estado (1972 [1884]), que se inspiró en los estudios antropológicos de Lewis H. Morgan y en donde se relacionaban los cam bios en las condiciones de existencia con los cam bios de familia y las relaciones de género. El punto crucial es la insistencia de Engels de que no sólo se analicen las relaciones de producción, sino también las de reproducción, enten diendo que la opresión de las m ujeres deriva de su asociación unívoca a la esfera reproductiva y de la desvalorización de la m ism a p o r consi derarse fuera de la producción social. La oposición trabajo/fam ilia pasa a ser la expresión de la separación de funciones y de institucio nes entre producción y reproducción, entendidas ah o ra en su form a más restrictiva.
78
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
Éste es el origen de la elaboración de teorías sobre la reproducción. La m ás conocida es la de Claude Meillassoux, que presenta en Mujeres, graneros y capitales (1977). En este libro, Meillassoux se concentra en la esfera dom éstica com o m arco de las relaciones sociales de repro ducción m ás im portantes e intenta relacionarla con la perpetuación de los sistem as económicos. Toma com o referente las sociedades africa nas con agricultura de subsistencia, con sistem a de filiación patrilineal y m atrim onio poligínico, y en las que el núcleo productivo básico es la «com unidad doméstica». Dadas las condiciones productivas, la perpe tuación de la com unidad no se basa en el control de la tierra (la pro piedad es com unal), ni en el control de los instrum entos de trabajo (son m uy simples y pueden ser obtenidos p o r cualquier persona), sino en el control de la fuerza de trabajo. La riqueza proviene de tener lina jes m uy amplios, con m ucha gente trabajando para el conjunto del grupo y eso se consigue m ediante el control de los matrim onios. Tener m uchas m ujeres (base de la poliginia) no sólo posibilita apropiarse de su trabajo sino, sobre todo, de sus capacidades reproductivas, de los hijos com o fuente de trabajo. Una prim era consecuencia es la jerar quía de los m ayores sobre los jóvenes, pues éstos dependen de los p ri m eros tanto para acceder a los recursos com unitarios como para llegar al m atrim onio. La segunda consecuencia es la jerarquía de los hom bres sobre las mujeres, a las que intercam bian entre sí mediante las alianzas y acuerdos entre linajes. El control de las m ujeres es, en defi nitiva, el control de las condiciones de existencia del grupo. La com u nidad dom éstica es la base de funcionam iento de la economía de sub sistencia, pero tam bién de la articulación de esta clase de economía con el capitalism o en su proceso de expansión. Meillassoux no se plan tea, de hecho, las causas de la subordinación de las mujeres, sino que las da por supuestas y contem pla a la m ujer solam ente en su dim en sión reproductora. Ésta es la crítica que más frecuentem ente se hace de su obra; hay otras, pero prefiero rem itirm e al texto de Moore (1991: 69-72), quien las presenta de form a exhaustiva y razonada. H arris y Young (1981) hacen la contribución más elaborada a la teo ría de las relaciones de reproducción. Proponen, en prim er lugar, la deconstrucción de la categoría de «mujer», así como la de algunos tér m inos analíticos (m atrim onio, doméstico) por considerar que se trata de categorías em píricas que contienen relaciones diferentes en distin tas sociedades. El objetivo es llegar a entender el problem a de la dife rencia en sí m ism o y p o r qué se desarrolla de determ inada m anera en cada sociedad concreta. El concepto explicativo lo encuentran en el de reproducción. Su aportación radica en la diferenciación de tres signi ficados distintos del térm ino: la reproducción hum ana o biológica, la reproducción del trabajo y la reproducción social, o sistém ica. Estos
ECONOMÍA POLÍTICA Y ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
79
tres significados representan distintos niveles de abstracción, cada uno de los cuales posee im plicaciones distintas para las relaciones de género. Insisten en esta consideración, porque si bien es evidente que las relaciones de género aparecen de form a visible en la reproducción hum ana y en la reproducción de los individuos com o trabajadores, no sucede así, en cambio, cuando se trata de la reproducción sistém ica, en que las relaciones de género no se perciben fácilm ente y se dan por presupuestas. É sta es la principal preocupación de las autoras: El problem a m etodológico es cóm o pasar del análisis m ás am plio del m odo de producción a entender form as y procesos específicos, en unas condiciones históricas concretas. Esto es im portante para el análi sis del género, ya que para la discusión de un modo de producción en general el género de los agentes particulares no es relevante, pero el género puede tener significado cuando se analizan las condiciones de reproducción de un sistem a productivo históricam ente determ inado. Así se pueden poner cuestiones de cómo las relaciones de género difieren en formaciones sociales distintas y cómo las formas de dominación y subor dinación entre hombres y mujeres, entre mujeres y mujeres, entre hombres y hombres son condición de existencia de la peipetuación de relaciones de producción particulares (Harris y Young, 1981: 117-118).
El uso de la dicotom ía producción/reproducción ha tenido com o principal problem a el que se haya identificado a m enudo de form a restringida con el binom io trabajo/fam ilia, asociando el prim ero a la producción y la segunda a la reproducción.9 Tal com o señalan Yana gisako y Collier (1987: 20-25), eso origina o tro com plejo de bino mios, en que, po r una parte, aparecen cosas materiales-tecnologíaparticipación de am bos géneros-actividad remunerada-fábrica-dinero, y, por otra, personas-biología-femenino-actividad sin salario-familiaamor. Con ello no se consigue realizar un análisis objetivo, sino que en el debate científico se proyecta el m odelo de representación sobre trabajo y género que existe en nuestro sistem a cultural. Se utilizan como categorías analíticas n u estra p ropia form a de conceptualizar el conjunto de funciones e instituciones en que se fragm enta el proceso social. Yanagisako y Collier concretan su crítica, precisam ente, basándose en el texto de H arris y Young (1981). Sus argum entos deben aceptarse en algunos aspectos, especialm ente p o r lo que respecta a la identifica ción que H arris y Young efectúan entre m ujer y reproducción, y tam bién por lo que respecta a la propia visión dual que sostienen. Sin 9. Véanse, por ejemplo, Comaroff (1990); Moore (1994); Narotzky (1995); Rapp (1978); Yanagisako (1990).
80
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
em bargo, creo que si se incorporan estas críticas y se les da una dim ensión positiva, el esfuerzo de conceptualización de H arris y Young sobre la reproducción sigue siendo válido. Lo más relevante, a m i entender, es que la relación entre género y división del trabajo se concibe de form a bien distinta respecto a lo que habíam os visto hasta el m om ento. Se considera que no es la división del trabajo lo que oca siona las asim etrías sexuales, sino que son las concepciones diferentes y asim étricas respecto a hom bres y mujeres las que se incorporan com o factor estructurante de la división del trabajo. P or otro lado, aunque el binom io producción/reproducción puede p resentar problem as de reificación, y a pesar de que sus com ponentes se entiendan de form a segregada, tam bién puede decirse que se ha avanzado bastante en su superación. Así, por ejemplo, las investiga ciones m ás recientes sobre el trabajo de las mujeres, la economía inform al o las formas de autoabastecim iento han perm itido desvelar la im portancia económ ica de actividades no rem uneradas, tales como el trabajo dom éstico, el trabajo para el autoconsum o o el trabajo voluntario para la colectividad, por ejemplo (véanse Collins y Gimé nez, 1990; Friedm ann, 1990; Pahl, 1991; Redclift y Mingione, 1985), puesto que poseen un papel esencial en el sum inistro de los servicios y productos de consum o que sufragan los costes de la fuerza de trabajo, contribuyendo, pues, a su reproducción. El análisis de la reproduc ción, p o r otro lado, no se ubica exclusivamente en la familia, sino tam bién en otros ám bitos y relaciones (red de parentesco, com unida des, estado, etc.). Se ha problem atizado, p o r otra parte, el que se tome el grupo fam iliar como una unidad de análisis, en la m edida en que contribuye a que se perciba la familia como un grupo natural y como u na unidad de acción (H arris, 1981). Además, ha sido un gran avance la consideración m ism a de que trabajo y familia no son ám bitos sepa rados m ás que ideológicam ente, ya que desde la lógica económ ica y social se encuentran im bricados, articulando la producción y la repro ducción. Se recupera así la visión integradora que proponía Marx. Señalarem os, finalmente, que no entendem os en absoluto la asocia ción entre producción y reproducción únicam ente en sus dimensiones «económ icas». E n ella cristalizan relaciones que en el plano concep tual clasificam os en distintos «dominios» (parentesco, política, econo m ía, ideología) y que en el plano metodológico pueden considerarse organizadas tam bién en distintos planos de abstracción.
C a p ít u l o 4
DEBATES. ¿MERCANTILIZACIÓN DE TODAS LAS COSAS? LO QUE NO SE MERCANTILIZA Si en la década de los sesenta predom inaban los estudios de com u nidad y en la de los setenta el análisis de los procesos regionales de desarrollo de la econom ía de m ercado, en los años ochenta el debate se desplazará hacia form as de producción concretas y los grupos sociales que les corresponden (cam pesinado, proletariado, artesanos). Tendrán tam bién notable relevancia las contribuciones de la an tro p o logía feminista, que introduce el interés de relacionar la reproducción con la producción, la im portancia económ ica y social de las activida des no rem uneradas y el papel de las m ujeres. O tro cam po que tendrá un desarrollo im portantísim o, hasta el punto de configurar toda una especialización propia dentro de la antropología económ ica, es el de la antropología industrial, al que algunos autores han preferido orien tar de form a m ás genérica hacia una antropología del trabajo. Esta nueva form a de enfocar los problem as respondía a diversos motivos. Por u n lado, se había agotado lo que podían d ar de sí unos debates progresivam ente circulares, y, en el caso de la teoría de los modos de producción, excesivamente abstractos y alejados de los g ru pos concretos y de las situaciones reales con las que se confrontaba el análisis etnográfico. Además, la econom ía de m ercado no parecía penetrar de form a hom ogénea en todos los lugares ni en todas las cul turas: las transiciones al capitalism o se m ostraban incom pletas, in a cabadas y con m últiples facetas, lo cual es lógico, puesto que el capi talismo se expande incorporando distintas form aciones sociales y absorbiendo en su propio provecho form as técnicas y sociales de organizar la producción m uy diversas. Más aún, los individuos, los hogares, o las com unidades podían realizar actividades inscritas en relaciones de producción de distinta naturaleza (es la pluralidad de
82
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
bases económicas, en térm inos de Godelier). A partir de estas consta taciones, ni la delim itación geográfica del objeto de estudio, ni tam po co la «cultural» tenían dem asiado sentido. A bordar los m ecanism os de penetración del capitalism o obligaba, en cam bio, a entender las posiciones estructurales ocupadas por los distintos grupos sociales, así com o por unas actividades y formas de producción concretas. También obligaba a entender cómo llega a pro ducirse la m ercantilización de todas las cosas, incluido el trabajo hum ano. La incorporación del trabajo de las personas a la cadena de m er cancías ha sido justam ente uno de los grandes principios organizado res de la sociedad contem poránea. Tema razón Polanyi (1989) cuando afirm aba que el trabajo (así com o la tierra y el dinero) es una «mer cancía ficticia», por cuanto no es producido de forma finalista para su venta y porque, adem ás, la sociedad tuvo que arb itrar mecanismos institucionales (regulaciones laborales, convenios, m ínim os salariales, etcétera) para evitar que el trabajo se viera som etido a la única ley del m ercado, puesto que esto hubiera llevado a la aniquilación m ism a de las personas. Pero la observación de Polanyi no resta que, aunque sea im poniendo límites, el trabajo se convierta en m ercancía. Esto impli ca separar conceptualm ente a la «persona» de su trabajo, de m anera que m ientras la persona es libre jurídicam ente y no puede ser tratada com o u na m ercancía, en cam bio no ocurre lo m ism o con su trabajo, que se ve asociado a u n a «cosa» de naturaleza particular que sí puede com prarse o venderse com o cualquier otra m ercancía (Strathern, 1985): el trabajo se cam bia por un salario y este intercam bio define ju stam en te la naturaleza de las relaciones de producción capitalistas y constituye uno de los principales m ecanism os para la obtención de riqueza por parte de los que poseen el capital. Efectivam ente, la acum ulación capitalista no sólo se basa en la m era posesión de capital, sino en el control y uso del trabajo humano, y u na de las form as de obtenerlo es a través de la estratificación orga nizada del m ercado de trabajo, de m an era que no todo el trabajo tiene el m ism o valor, ni se paga igual en el m ercado. En otro lugar he anali zado los factores que sitúan a los trabajadores en condiciones de desi gualdad respecto al m ercado de trabajo (Comas d’Argemir, 1995a). Tres son las principales fuerzas que generan esta desigualdad: la pre paración profesional, las características locales del m ercado de traba jo y, p o r últim o, las divisiones basadas en el género, la raza o la etnia. El prim er factor m arca diferencias entre las personas de acuerdo con los niveles de preparación jerarquizados que éstas han podido alcan zar, y contribuye a la reproducción de las clases sociales. El m ercado de trabajo local ofrece una estructura de oportunidades ocupacionales
DEBATES. ¿MERCANTILIZACIÓN DE TODAS LAS COSAS?
83
que facilita o dificulta la movilidad laboral, generando la emigración, o, por el contrario, la aportación de m ano de obra externa. Por últim o, las diferencias de género, de raza o etnia añaden nuevos criterios de división entre los trabajadores, a través de los que se ejercen y legiti man prácticas discrim inatorias de carácter form al o inform al. A las divisiones de clase se añaden, pues, otras categorías y patrones de relación social que atraviesan las clases y las fragm entan, lo que con tribuye a reproducir las bases de funcionam iento de un m ercado de trabajo jerarquizado. El m ercado de trabajo no es, pues, homogéneo, sino que está segm entado. La construcción social de las diferencias (de género, raciales, étnicas) se incorpora a la lógica laboral y consti tuye un elem ento im prescindible para com prender las variedades de formas que asum e la m ercantilización de la fuerza de trabajo. Al igual que sucede con el trabajo, el capitalism o im pone la lógica mercantil en todos los ám bitos de la vida: todo puede llegar a tener pre cio, com prarse y venderse en el mercado. El proceso de m ercantiliza ción se expande a todas las cosas y a la m ayor parte de actividades que realizan los seres humanos. Incluso la producción de ideas puede mercantilizarse, los productos culturales también, así com o la m ism a cul tura, la cual, en determ inadas condiciones pasa a ser una m ercancía. Pero preguntarse p o r qué todas las cosas se m ercantilizan im plica también preguntarse por todo aquello que no lo hace. Hay form as de trabajo que no se m ercantilizan, com o las que se dirigen hacia la pro pia subsistencia o las que contribuyen a la reproducción hum ana. ¿Por qué determ inadas actividades no entran en el mercado? ¿Bajo qué cir cunstancias el capitalism o penetra en distintas formas de producción? Las relaciones de producción capitalistas p o r antonom asia son las que se basan en el trabajo asalariado, pero, com o hem os insistido ya en distintos mom entos, no todo el trabajo se realiza bajo estas condi ciones. Existen diversas relaciones y formas de trabajo que no se incluyen en la relación capital/trabajo asalariado, com o es el caso de la economía cam pesina y del trabajo doméstico. Aunque se trata de for mas de trabajo muy diferentes, que se desarrollan, adem ás, en contex tos muy distintos tam bién, hay autores que intentan relacionarlas a partir de preguntarse por el papel del trabajo no rem unerado (que no entra, por tanto, en el m ercado) en el funcionam iento y desarrollo del sistema capitalista. Así, el trabajo no m ercantilizado ¿contribuye a la acumulación de capital? ¿Se inscribe en la lógica económ ica o es u n a variable exógena? ¿Cómo interviene en la reproducción del sistem a económico? Presentarem os algunos de los debates que se producen en torno a estas cuestiones: desde la m ercantilización de la producción de subsistencia a la naturaleza y significado de las actividades que no
84
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
se m ercantilizan. Soy consciente de que al hacer esta selección dejo de p resen ta r otros debates tam bién interesantes, pero si he optado p o r estas dim ensiones es porque tienen m últiples puntos de cone xión con el contenido de los capítulos siguientes, en los que focaliza ré la atención hacia la relación de la sociedad hum ana con la n atu raleza y hacia tem as que se incluyen en lo que se denom ina «ecolo gía política».
4.1.
U
Producir m ercancías, trabajar en fam ilia. El cam pesinado en la econom ía de m ercado
n a c u e s t i ó n p r e v ia : s o b r e c a m p e s in o s , a r t e s a n o s - c a m p e s in o s
y p r o l e t a r ia d o r u r a l
E n la década de los ochenta, los estudios sobre el cam pesinado adquirieron una gran vitalidad y canalizaron m uchos debates, que arrancaban ya de años anteriores. Los cam pesinos dejaron de ser vis tos com o una especie de sistem a social que se m antenía apartado de las corrientes m odem izadoras, y se exploraron su coherencia interna, su lógica específica y su relación con el m odo capitalista. Influyó especialm ente en el debate la obra de Chayanov y su particular con cepción de la econom ía cam pesina. Su texto La organización de la uni dad económica campesina fue rescatado del olvido al ser traducido al inglés en 1966, y al español en 1974. Teodor Shanin, uno de los máxi mos difusores de la obra de A. V. Chayanov, considera que su valor está en m ostrar que la explotación cam pesina se guía por una lógica económ ica diferente de la capitalista, incluso aunque se incluya en un contexto capitalista. Es u n a econom ía específica, dirá Shanin (1971, 1972). Desde el punto de vista teórico la obra de Chayanov sugería nuevos cam pos para explorar, especialm ente relacionados con la influencia de la organización fam iliar en la dinám ica de la explota ción agraria; y desde el punto de vista político representaba la contes tación al m arxism o ortodoxo, a p artir de una ideología populista que se sustentaba científicam ente en la afirm ación de la especificidad del cam pesinado. Hay que destacar que los estudios sobre el cam pesinado concentra ron por prim era vez en muchos años el interés común de investigado res procedentes de distintas disciplinas. H istoriadores, antropólogos, sociólogos, econom istas y geógrafos se congregaron en torno a la revista Journal o f Peasant Studies, que em pezó a publicarse en 1973.
DEBATES. ¿MERCANTILIZACIÓN DE TODAS LAS COSAS?
85
Este nuevo interés no estaba sólo relacionado con m otivos estricta m ente académicos, sino tam bién con el contexto económ ico y político de los años setenta, que contribuyó a otorgar una renovada im p o rtan cia social al cam pesinado, que le había sido negada d u ran te m uchos años. Efectivamente, los cam pesinos, que habían sido considerados como un sector en retroceso y m arginal en el avance de la industriali zación y de la econom ía de m ercado, se revelaban ah o ra m ucho m ás im portantes de lo que parecían. C ontrariam ente a lo que sucedía en Europa y en los países occidentales, el cam pesinado aum entaba en el resto del m undo y era un sector predom inante en los países m ás populosos (India o China, por ejemplo). Millones de antiguos agricul tores de subsistencia, cazadores, recolectores o pastores pasaban a incorporarse a la categoría de cam pesinos, al o rien tar su producción hacia el m ercado. Y lejos de m ostrarse siem pre conservadores, com o frecuentem ente se había argum entado, pasaron a encabezar conflic tos sociales e, incluso, revoluciones en distintos lugares del planeta (Wolf, 1973; Shanin, 1983). La noción de «economía cam pesina» pasará a ser debatida con gran vigor, y el calor de las discusiones llevará a m enudo a p lan tea mientos m aniqueos, entre los que se pronuncian com o chayanovianos o anti-chayanovianos (m arxistas en su mayoría). Tendrá especial inci dencia la argum entación de Chayanov acerca de que el tam año de la familia y el núm ero de hijos influyen sobre la extensión del área culti vada, así como su teoría del balance entre trabajo y consum o. Así lo resume Chayanov: Podemos afirm ar con certeza que m ientras el tam año de la unidad ag raria capitalista es teóricam ente ilim itada, la extensión de la u n i dad dom éstica de explotación agraria está naturalm ente determ inada por la relación entre las necesidades de consum o de la familia y su fuer za de trabajo. Se establece en un nivel acorde con las condiciones de producción en que se encuentra la familia que explota la unidad econó mica (Chayanov, 1974: 89).
La principal discrepancia entre Marx y Chayanov i-adica, ju s ta mente, en la concepción de cada uno respecto a los m ecanism os de desigualdad social. Chayanov considera que el cam pesinado persiste como categoría social porque no tiende a sobrepasar el lím ite fijado por sus necesidades, y eso le hace au m en tar o dism inuir la intensidad de su trabajo, por lo que perm anece en un nivel social estable. En cambio, Marx considera que en el m arco del capitalism o se increm en tan constantem ente las necesidades, y el cam pesino tiende a intensifi car su producción p ara poderlas abarcar. Para Chayanov, la econom ía
86
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
cam pesina es un modo de producción, equivalente a otros modos de producción, com o el feudal o el capitalista. Para Marx, en cambio, no lo es, puesto que la producción m ercantil simple puede desarrollarse en cualquier m odo de producción.1 Desde la perspectiva m arxista se rechaza, pues, que la agricultura fam iliar pueda ser considerada u n m odo de producción, especialm en te porque un m odo de producción no se define por la unidad de trabajo y, adem ás, porque los cam pesinos no tienen una base material propia.2 Ello se m uestra especialm ente en su relación con el modo capitalista, del que constituye un fragm ento, tina form a de producción concreta. Pero com o tal form a de producción, hay que reconocer que sí tiene sus especificidades diferenciales y formas de organización propias. De ahí que las teorías de Chayanov puedan recuperarse a condición de que el análisis sobre el cam pesinado se incluya en una perspectiva de alcance global. La integración de las aportaciones de Chayanov y de Marx implica reconocer la especificidad de la form a de producción cam pesina basa d a en dos elem entos fundam entales: el uso de fuerza de trabajo fami liar y la falta de acum ulación de capital.3 Friedm ann (1978, 1980) ela bora su concepto de la lógica distinta y particular de la producción m ercantil sim ple en un m edio capitalista, en el que coexisten activi dades que no están m ercantilizadas. Chevalier (1982, 1983), por su parte, introduce la idea de que incluso lo que no se com ercializa está m ercanlilizado, aunque la ideología im pide ver la conversión en valo res de cam bio de lo que denom ina «mercancías de subsistencia». El debate sobre la m ercantilización arranca, justam ente, de estos su puestos y a él nos referirem os m ás adelante. E stas m ism as consideraciones se aplican a la artesanía rural. La actividad artesanal ha sido una estrategia com plem entaria a la agri cultura y al pastoreo y proporciona a los cam pesinos los productos necesarios para su existencia sin que tales productos tengan que p asar necesariam ente p o r los circuitos m ercantiles. En tal caso, la producción artesanal tiene un valor de uso y es equivalente a la p ro 1. Llevando los argumentos de Chayanov al extremo, Sahlins (1977) llega a afirmar la existencia de un m odo de producción dom éstico, desnaturalizando así el contenido del concep to marxista, ya que lo identifica sim plem ente con la unidad de producción. 2. Citaremos com o ejemplo de críticas a Chayanov los textos de Donham (1981) y de Vilar (1979), porque m e parecen especialm ente clarificadores, aunque hay m uchos otros, pues el debate acerca de estos temas se m antuvo vivo durante varios años. 3. La síntesis entre las perspectivas de Marx y de Chayanov origina reflexiones y análisis muy fructíferos. Buena parte de ellos se verán reflejados en el debate acerca de la mercantiliza ción, que trataremos m ás adelante. Citaremos aquí a modo de ejemplo los textos de Archetti (1974), Bedoya (1995£>), Collins (1985), Painter (1986a), Reinhardt (1988). Roseberry (1991) y Sm ith (1984, 1997; Scott, 1976). Especialm ente interesante es el artículo de Brass y B ernstein (1992), donde puede encontrarse una síntesis de las discu siones teóricas y un análisis detallado de las distintas direcciones en que se han m odificado las relaciones de producción rurales en diver sos países asiáticos.
E
l
PROCESO DE MERCANTILIZACIÓN EN LA AGRICULTURA
Los pequeños productores de alimentos, ganado o artesanías han sido el centro de num erosos debates en relación a su papel en las estructuras económ icas capitalistas. La adhesión a los postulados de Chayanov ha hecho que algunos autores defendieran visiones esencialistas y afirm aran que los cam pesinos son los productores m ás efi cientes del sector rural debido a su form a de organización y especifici dad. R einhardt (1988), p o r ejemplo, estudió la dinám ica agraria en los Andes de Colombia y m ostró en su m onografía que los agricultores utilizaban trabajo asalariado, incorporaban nuevas tecnologías, adap taban sus cultivos a la dem anda del m ercado, generaban beneficios e invertían en tierras y en otros medios de producción. Sin embargo, a pesar de todas esas cosas, R einhardt los considera campesinos. Para este autor, no se trata de u n sector capitalista, pero concurre con pro vecho en el m ercado e, incluso, con m anifiesta superioridad respecto a la producción capitalista. La especificidad de los cam pesinos es, pues, perfectam ente com patible con la eficacia productiva que proce de de la form a de organización y m étodos de trabajo de las explotacio nes fam iliares.
DEBATES. ¿MERCANTILIZACIÓN DE TODAS LAS COSAS?
89
En contra de esta visión destaca la de quienes han venido soste niendo que los cam pesinos son un sector dependiente, con baja p ro ductividad y escaso desarrollo tecnológico. La penetración de la eco nomía de m ercado no hace m ás que acen tu ar las condiciones de dependencia y de em pobrecim iento (Painter, 1984; Collins, 1988; Roseberry, 1976) y los cam bios en este sector para adaptarse a las relaciones de m ercado abocan hacia una progresiva «descam pesinización», bien porque los cam pesinos se proletarizan, bien porque p asan a organizarse com o em presas de corte capitalista. El m arxism o estructuralista (Meillassoux, 1977; Rey, 1977) llega a conclusiones similares a p artir de otras prem isas, pues sostiene que el m odo de producción capitalista subordina a otros m odos de producción y los mantiene en un estado de subdesarrollo. En cualquier caso, se supone que la econom ía de m ercado im pone las reglas del juego e influye poderosam ente sobre los sectores no capitalistas. Estas dos formas contrapuestas de analizar a los cam pesinos, los artesanos-rurales y el proletariado en el contexto rural proceden ya de los debates surgidos en los años setenta (y que hem os presentado sucintam ente en el apartado anterior) y continúan teniendo cuerpo en el día de hoy. Sin em bargo, en la década de los ochenta surge un nuevo énfasis, que puede situarse a caballo de las dos aproxim aciones anteriores, pero que lleva las discusiones hacia otros planteam ientos. Se abandona el análisis abstracto de los m odos de producción o del concepto esencialista de «campesinado», para pasar a las «formas de producción», es decir, a las unidades de organización productiva, a los hogares cam pesinos (Friedm ann, 1978: 552). El foco de atención se centra en la penetración de la econom ía de m ercado sobre las activi dades orientadas a la producción agrícola, ganadera o artesana y en su repercusión sobre éstas. Este proceso, que se conoce com o «m er cantilización», originará un vigoroso debate en el m arco de la econo mía política antropológica.5 Los autores que m arcan los ejes de este debate son H enry Bernstein, H arriett Friedm ann y Jacques Chevalier, ya que cada uno de ellos representa distintas posiciones teóricas, al tiem po que realizan las aportaciones m ás im portantes que se hacen desde la antropología social a este tema. Bernstein es m arcadam ente antichayanoviano, al considerar que el cam pesinado no constituye una categoría económ i ca y que la producción m ercantil no puede entenderse a p a rtir de su lógica interna, otorgando así el m áxim o valor a los factores estru ctu 5. Hay m uchos textos que resumen este debate, ya que cada posicionam iento implica exponer las posturas de los autores que son el punto de referencia principal. Véanse, por ejem plo, Bernstein (1986o, 1986/j), Blum (1995), Collins (1990), Kahn (1986), Sm ith (1984 a , I984¿?) y Vandergeest (1988).
90
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
rales y al capitalism o com o sistem a. Friedm ann representa la opción opuesta a la de Bernstein, pues en su análisis da m ayor im portancia a la acción individual, así com o a la organización interna de cada forma de producción, en un enfoque que se inspira fuertem ente en Chaya nov. Chevalier, p o r su parte, representa una perspectiva intermedia, pues pone m ucho énfasis en el análisis de las prácticas sociales y sig nificados culturales que condicionan la acción individual, pero entien de que los cam pesinos sitúan sus m árgenes de elección dentro de la lógica del sistem a de m ercado. Introduce, adem ás, otras consideracio nes im portantes en relación a la teoría del valor, que hacen que su aportación sea extrem adam ente sugerente. El concepto de «mercantilización» fue introducido por Bernstein (1977), quien plantea, a su vez, los ejes principales del debate. Este a u to r señala la im portancia que tienen las fuerzas del m ercado, pero destaca tam bién la especificidad del cam pesinado y de la dinám ica interna del hogar cam pesino. De ahí que, ante las constantes presio nes económ icas externas que inducen a aum entar la productividad y el consum o y a m onetarizar la econom ía, el cam pesino genere formas de resistencia. La movilidad de tierra, trabajo y capital no son pensables en el contexto cam pesino, porque la tierra no es una mercancía, sino una condición de existencia, porque la fam ilia es la que sum inis tra la m ano de obra y porque la lógica productiva no se basa en la acum ulación. Eso implica m an ten er la producción pai'a el propio con sum o y la red de relaciones basadas en el parentesco, en detrim ento de obtener una m ayor productividad, de capitalizar las explotaciones y de in tro d u cir innovaciones técnicas. Pero quien introduce m ás elem entos para el debate y acaba siendo un punto de referencia inevitable es H arriett Friedm ann (1978, 1980). La au to ra parte del concepto de «forma de producción», que requiere u n a doble especiñcación en la definición de las categorías analíticas: las unidades de producción y la form ación social, que es la que pro porciona el contexto para la reproducción o el cam bio de determ inada form a de producción. Friedm ann observa que, a menudo, se designa con el mism o térm i no, «campesino», a distintos tipos de agricultores y que ello lleva a confusión. Para ella, las distinciones no deben basarse en criterios cuantitativos (cantidad de producción que se destina al m ercado o al propio consum o), sino cualitativos (organización interna de la explota ción y dependencia, o no, del m ercado para la reproducción). Eso le lleva a establecer una distinción entre la producción doméstica (PD), la producción mercantil simple (PMS) y la producción capitalista (PC). Las dos prim eras tienen en com ún la utilización de la m ano de obra fam i liar, pero difieren en cuanto la PD participa parcialm ente en mercados
DEBATES. ¿MERCANTILIZACIÓN DE TODAS LAS COSAS?
91
regionales o m undiales y, en cambio, la PMS está plenam ente integra da en ellos; desde el punto de vista de la reproducción, la PD depende exclusivamente de las relaciones de parentesco y com unitarias y no de las que im pone el mercado. Por otro lado, tanto la PMS com o la PC están integradas en el m ercado y dependen de él para obtener los medios de subsistencia y los insum os p ara la explotación. Pero la espe cificidad de la PMS radica en su «imperfecta» integración en el m erca do, ya que utiliza m ano de obra familiar, la unidad de producción coin cide con el hogar y destina parte de la producción al propio consumo: En la producción m ercantil sim ple la propiedad de la em presa y el aprovisionam iento de m ano de obra se com binan en el hogar. Como resultado de ello hay sólo una clase directamente implicada en la produc ción y la distribución del producto. Producción y consum o se organizan a través del parentesco en lugar de serlo a través de las relaciones de m er cado. La casa com pra los medios de producción, los utiliza conjunta m ente con el propio trabajo y posee el producto final. Éste es vendido para renovar los elem entos del proceso productivo, que consiste exclusi vam ente en consum o productivo y personal. La condición básica para la reproducción m ercantil simple, p o r tanto, es la continua recreación del hogar como unidad de consum o productivo y personal (Friedm ann, 1978: 559) [la cursiva es mía].
Notem os dos aspectos de esta caracterización. En prim er lugar, la producción mercantil simple no posibilita la acum ulación porque toda la actividad productiva y la participación en el m ercado conducen a la m era reproducción de las condiciones de existencia. Eso es lo que lleva a considerar im plícitam ente la ausencia estructural de diferen ciación social en el m arco de la PMS. Por otro lado, observem os que esto se debe, según Friedm ann, a que el parentesco y el género dom i nan las relaciones productivas y se im ponen sobre cualquier otra lógi ca. Esta conclusión es la que hace sostener la especificidad de la PMS respecto al capitalism o, aunque no pueda existir al m argen de él.6 Friedm ann ha centrado sus trabajos de investigación en los cam bios en la producción de trigo en los Estados Unidos antes de la segunda guerra m undial. Intenta explicar p o r qué las explotaciones agrarias que operan de acuei'do con la lógica típica de Chayanov pue den existir en un contexto dom inado plenam ente p o r la econom ía de 6. Friedmann (1986a) insiste en este punto cuando se refiere a las características genera les de la producción familiar (y no sólo a la PMS). Tanto la familia com o la pequeña propiedad persisten en el capitalism o avanzado y el hogar patriarcal refuerza ambas dim ensiones, pues forma parte de la lógica que subyace a las explotaciones agrarias estudiadas por ella en las pra deras de Estados Unidos y Canadá. Véase la crítica de Goodman y Redclift (1985) y la réplica de Friedmann ( 1986b).
92
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
m ercado. Observa que los agricultores se ven forzados a aum entar su productividad y lo hacen capitalizando sus medios de producción; sin em bargo, no m odifican sus relaciones internas de producción, que co ntinúan siendo familiares y no basadas en el trabajo asalariado. Sus conclusiones le llevan a afirm ar que el surgim iento de la producción m ercantil sim ple y su persistencia durante décadas m uestran su supe rioridad coyuntural frente a la producción capitalista. Ello se debe a la ausencia de requerim ientos estructurales p ara la acum ulación, al uso de m ano de obra fam iliar y a la flexibilidad en el nivel de consu mo. Pero esta ventaja com petitiva sólo puede darse a condición de que se adopten los medios técnicos necesarios p ara que los requeri m ientos respecto de la productividad puedan m antenerse con la mano de obra disponible (Friedm ann, 1980: 573). Hemos de concluir, pues, que son determ inadas condiciones históricas y sociales las que posibi litan la existencia de la PMS en el contexto del capitalism o. Todo ello crea u na articulación «imperfecta» de la PMS respecto al capitalismo (por la ausencia de trabajo asalariado), pero se trata de una im perfec ción que puede generalizarse (C. A. Smith, 1984a: 82). P ara com prender la óptica de Friedm ann y una parte del debate sobre la m ercantilización hay que tener en cuenta la existencia de toda una serie de actividades que no están m ercantilizadas. Es el caso de la producción doméstica en su conjunto, o bien de la producción que se orienta al consum o del hogar en el caso de la producción mer cantil simple. Estas actividades no m ercantilizadas son esenciales para entender la existencia de las form as de producción no capitalistas en un m edio capitalista, pues están cubriendo parte de los costes de reproducción de la fuerza de trabajo y, como están fuera del mercado, no crean valor. En definitiva, los cam pesinos y artesanos obtienen así u n a m enor rem uneración por su trabajo de la que obtendrían si todas las actividades que realizan se integraran en la lógica de m ercado. De ah í la ausencia de acum ulación y que la reproducción de la PD y de la PMS sea u n a reproducción simple. En contraste con esta perspectiva, Chevalier (1982, 1983) conside ra que lo que no se com ercializa y se consum e directam ente tiene tam bién u n valor de cambio, pero es la ideología lo que im pide verlo. Por tanto, todas las actividades están m ercantilizadas desde el m om ento en que se participa en el m ercado, lo que ocurre es que algunas de ellas no tienen una rem uneración directa. Puede haber, pues, m ercantilización sin m onetarización. La contribución de Chevalier a este debate tiene tres vertientes distintas. Por u n lado intenta explicar el rol de la PMS en el contexto de la econom ía dom inada p o r la lógica del capital. Además, introduce las dim ensiones culturales y sociales en el análisis, al considerar que
DEBATES. ¿MERCANTILIZACIÓN DE TODAS LAS COSAS?
93
los factores de diferenciación étnica, dom éstica y cultural juegan un papel determ inante en la form ación de las relaciones de la PMS, tanto si se trata de sociedades con capitalism o avanzado com o si se ubican en los rincones más rem otos del m undo. Finalm ente, intenta com patibilizar la «teoi'ía de la práctica» de B ourdieu con el peso de factores estructurales, y en su análisis concede m ucha im portancia a la acción hum ana y a las estrategias de elección. En definitiva, Che valier intenta com binar el análisis m aterialista con el culturalista, así como las tesis de la econom ía política con las del individualism o metodológico. No pretendem os exponer aquí la ob ra de Chevalier, pero sí sus principales argum entos en relación con el debate sobre la mercantilización. Chevalier llevó a cabo su investigación de cam po en el valle del Pachitea, al este de P en i y observó la coexistencia de distintas activi dades. En dicha zona hay gente que se dedicaba a la explotación forestal y que pasa a trabajar para pequeñas industrias productoras de caucho; otros practican una agricultura de roza, cuyos productos se destinan en parte a la venta y en parte al consum o propio en p ropor ciones variables; tam bién hay quienes trabajan com o funcionarios en instituciones gubernam entales. Puede que se utilice trabajo asalariado, pero con salarios m uy reducidos. En lodo caso, todas las actividades se influyen m utuam ente y han de considerarse com o u n todo. Chevalier considera que las distintas actividades pueden analizarse de acuerdo con cuatro formas de producción: producción no-mercan til, producción mercantil simple, capitalismo mercantil y capitalismo. Las cuatro son interdependientes dentro de un único sistem a dom ina do por el capitalism o y, en este sentido, todas son capitalistas. Según Chevalier, es una equivocación considerar que la PMS tiene unos a tri butos no-capitalistas propios, com o sostiene Friedm ann. Él in ten ta explicar en qué condiciones la PMS está gobernada por la lógica del capital sin ser transform ada en lo que se define estrictam ente com o trabajo asalariado (Chevalier, 1983: 158). Su com prensión de la PMS la realiza a p artir de m odificar la defi nición del proceso de creación de valor. Considera que puede hab er una subsunción formal del trabajo al capital aunque no haya m onetarización y aunque no haya una desposesión del trabajo hum ano. Eso ocurre cuando los integrantes de la PMS producen bienes que utilizan para la propia subsistencia. E n la decisión de destinar productos al mercado o al propio consum o, los cam pesinos realizan un cálculo de valor de acuerdo con los parám etros del m ercado. Por eso, lo que no se comercializa tiene tam bién valor de cambio: es una «m ercancía de subsistencia» y su valor se transfiere a aquellos bienes que se venden en el mercado:
94
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
La posible producción de lo que podemos denom inar «mercancías de subsistencia» tiene las siguientes implicaciones: por «mercancía» se entiende no los valores m ateriales que son realm ente com prados o ven didos, sino los que son intercambiables por dinero y contienen una can tidad definida de valor. La peculiaridad de las «mercancías de subsisten cia» es que nunca entran en la esfera de circulación, no porque no sean intercam biables, sino porque su valor «abstracto» se realiza m ejor a tra vés del consum o directo por parte de los propios productores (Chevalier, 1982 : 118 - 119 ).
Por consiguiente, el hecho de que una parte de la producción se consum a directam ente no se debe a que sea un residuo de una «eco nom ía natural» que genera valores de uso, sino que responde a la necesidad de m axim izar el valor de lo que se produce y de asegurar la reproducción simple a p artir de los medios lim itados de que se dispo ne. Chevalier m uestra diversos ejemplos de cómo en determ inadas circunstancias la gente opta p o r no vender su producción, decisión que se tom a cuando el consum o propio confiere a los productos un m ayor valor. Es lo que Chevalier denom ina «maximización de lo con creto» (1982: 124). En la PMS hay, pues, racionalidad y estrategias que buscan obte n e r el m áxim o de rendim iento con el mínimo gasto de trabajo. La gam a de productos que se cultivan responde a la dem anda del m erca do local y a las propias necesidades de consum o. La estrategia de ven der, o no, puede darse porque existen usos alternativos a la fuerza de trabajo en el m arco de la econom ía general. En cambio, los producto res de subsistencia (producción no-m ercantil) producen simplemente aquello que necesitan porque no pueden destinar su fuerza de trabajo a otras actividades, o no perciben que puedan hacerlo. Todo este contexto explica la ausencia de acum ulación y que, a pesar de las estrategias de maximización, se produzca el efecto con tradictorio de subvalorar el trabajo y sus productos, que los ingresos obtenidos sean, por tanto, m uy bajos y que la econom ía del valle del Pachitea sea subdesarrollada. La lógica de la econom ía de mercado y la desigualdad de clases se im ponen no sólo a partir de mecanismos económ icos, sino tam bién m ediante valores asociados al com porta m iento que guía las decisiones y las estrategias asociadas a cada form a de producción. No es fácil caracterizar la continuación del debate, ya que se en tra en la discusión de cuestiones muy específicas, que generan réplicas y contra-réplicas m uy num erosas y dispersas. Hay quienes discuten, p o r ejemplo, si la producción mercantil simple es una cate goría teórica o bien un fenóm eno histórico contingente (G oodm an y
DEBATES. ¿MERCANTILIZACIÓN DE TODAS LAS COSAS?
95
Redclift, 1985); hasta qué punto el capitalism o puede red u cirse a un tipo ideal, cuando tom a diferentes form as en diferentes m om entos y espacios (C. A. Sm ith, 1984¿>), o de qué n aturaleza son los obstáculos a la dinám ica de la acum ulación (Vandergeest, 1988). Otros m ues tran que el análisis de Chevalier sólo puede aplicarse a la agricultura y no a otras form as de producción m ercantil simple, ya que sólo en el caso de la agricultura lo que se consum e es intercam biable y, a su vez, lo que se vende tiene tam bién valor de uso, puede consum irse (Blum, 1995). Tal vez la m ayor insistencia, o aquella en la que coinciden m uchos antropólogos de orientación marxista, sea la poca atención que se presta en este debate a los factores políticos y culturales.7 Hay que destacar en especial que el análisis se sitúa fuera de la problem ática de la form ación de clases, puesto que se parte de la idea de que los productores vinculados a la PMS no son una clase explotada y a menudo se obvia tam bién que determ inados m ecanism os de dom ina ción se concretan en el interior m ism o de la familia, en form a de patriarcado (Friedm ann, 1980). Dicho de otra m anera, en el debate aparece m ucha «economía» y poca «política», hasta el punto que se aleja del m arco general de la «economía política». Tal com o señala Brass (1984: 115), afirm ar m eram ente que la PMS contribuye al p ro ceso del desarrollo capitalista im plica com partir la visión liberal según la cual las cuestiones políticas no son relevantes en el análisis económico y, por tanto, no necesitan ser tenidas en cuenta. E n cam bio, la perspectiva de la econom ía política supone entender que los vínculos políticos y las líneas que unen o separan distintos grupos sociales no son extras opcionales, sino com ponentes integrales en el análisis. A partir de este planteam iento surgen varias cuestiones relevantes: ¿hay procesos de diferenciación social cuando existe producción mer cantil sim ple? ¿Hay estrategias de lucha o form as de resistencia entre los PMS? ¿Hay o no dependencia? ¿De qué form a la PMS se inserta en el mercado m undial? ¿Cuál es el papel del Estado en la preservación de la PMS? ¿Y el de las políticas agrarias? ¿Qué es lo que frena que los campesinos abandonen sus hogares y se conviertan en p arte del prole tariado rural o urbano? ¿Cómo se crea un proletariado «libre»? ¿Es sólo producto de la dinám ica económ ica? Estas preguntas resum en muchas de las preocupaciones que aparecen en el debate y a las que se intenta tam bién d ar respuesta. 7. Véanse por ejemplo las valoraciones críticas realizadas por Bernstein (1986a, 1986b), Blum (1989), Brass (1984, 1990), Collins (1990), Painter (1984, 1986a), Smith (1984a, 1984b) y Vandergeest (1988).
96 P e r s is t e n c ia
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA y c r is is d e l a s e x p l o t a c io n e s a g r íc o l a s f a m il ia r e s
Sin pretender terciar en un debate que ha generado tantas aporta ciones y tam bién tantas controversias, sí quisiera presentar algunos de ios elem entos que aparecen en el texto de Comas d'Argemir y Contreras (1990), en el que se analiza la situación de las explotaciones agrarias en E spaña y que integra algunas de las perspectivas relacio nadas con la investigación sobre procesos de transición social, que dirigió M aurice Godelier (que hem os presentado en el capítulo ante rior), y que se centró en el análisis de los grupos domésticos y las com unidades locales en contextos rurales. C onstatam os en este texto que la evolución reciente de la agricul tu ra en E spaña se caracteriza p o r la desaparición de num erosas explotaciones agrarias, que viene acom pañada de un increm ento en la dim ensión m edia de las existentes. C onstatam os tam bién que la m ayor p arte de ellas son de tipo familiar, pero que m uchas de estas explotaciones tienen com prom etido su futuro debido a la em igración o la soltería de los com ponentes m ás jóvenes de la familia. Esta situa ción debe entenderse en el contexto de las políticas que favorecieron el éxodo rural y de los problem as más recientes que genera la incor poración de E spaña a la U nión Europea. Así pues, en el predom inio de las explotaciones fam iliares concurren dos procesos de signo apa rentem ente contradictorio: persistencia y crisis. En este doble proceso hay algunos factores que son generalizables a la agricultura familiar, m ientras que otros derivan de la evolución específica que ha tenido la ag ricu ltu ra en E spaña en las últim as décadas y responde, por tanto, a factores contextúales. La persistencia de la producción fam iliar en la agricultura se debe a varias razones. Hay que destacar, en prim er lugar, un factor estruc tural, relacionado con el hecho de que las grandes em presas capitalis tas vinculadas a la agricultura no tienen interés por la producción directa y se han concentrado más bien en la fabricación de m aquina ria y productos fitosanitarios, en em presas transform adoras de ali m entos y en la com ercialización. Estas actividades generan más bene ficios que la producción directa, entre otros motivos porque los riesgos inherentes a la actividad agrícola (derivados de la climatología o desastres naturales, así como de la posible sobreproducción y exceso de oferta) se transfieren al agricultor individual. La segunda razón deriva, precisam ente, de los rasgos de la producción familiar, relacio nados con dim ensiones que anteriorm ente hem os com entado y que se ajustan a lo que destacaba Chayanov. La producción familiar se carac teriza por la ausencia de necesidades estructurales para el beneficio y p o r la flexibilidad del consum o personal en el marco de los modelos
DEBATES. ¿MERCANTILIZACIÓN DE TODAS LAS COSAS?
97
sociales prevalentes. Además, la posibilidad de au m en tar el tiem po de trabajo (aunque sea a costa de dism inuir la rem uneración de cada unidad de tiempo de trabajo) perm ite am ortiguar las situaciones des favorables respecto al m ercado (Jollivet, 1974; Painter, 1986a; Roseberiy, 1976). La institución dom éstica proporciona, en definitiva, la resolución de problem as derivados del contexto socioeconóm ico, actuando como una especie de colchón ante las situaciones de crisis. Además, el intercam bio laboral está m ediatizado por las relaciones de parentesco, de m anera que las jerarquías internas de sexo y de edad quedan subsum idas p o r las relaciones basadas en la obligación m oral y la intensidad afectiva que devienen así com ponentes esenciales en los m ecanism os de dom inación interna y en el uso diferencial del tra bajo de los com ponentes de la familia. Estos factores constituyen ventajas com petitivas p ara las explota ciones familiares, pero m uestran tam bién sus límites. Y es que, tal como señalaba Friedm ann (1978: 563), las explotaciones fam iliares persisten a condición de que se m odifiquen los m edios de producción para adaptarse eficazm ente a las técnicas contem poráneas. Dicho en otras palabras: si m enos gente ha de producir m ás alim entos, ello sólo puede conseguirse aplicando innovaciones técnicas e increm entando la superficie cultivada, lo que supone realizar constantes inversiones en la explotación. Los medios de producción se capitalizan aunque la fuerza de trabajo siga siendo familiar. E sta dinám ica m odifica el siste ma de clases sociales, pues genera procesos de diferenciación social entre los agricultores. Efectivamente, no todas las explotaciones agrarias están en condi ciones para em prender estos requerim ientos que im pone el m ercado, precisamente porque aunque hablem os de explotaciones familiares, no todas son iguales. Las m ejor provistas de capital y tierras (tam bién cuenta el factor situacional) están en m ejores condiciones p ara reali zar inversiones y obtener beneficios. Pero tam bién hay explotaciones que no llegan a obtener una renta suficiente y se ven abocadas a reali zar trabajos m arginales con rendim ientos m arginales. En estas condi ciones, los grupos dom ésticos no se lim itan exclusivam ente a la agri cultura y la pluriactividad acaba siendo el único medio p ara subsistir. La agricultura a tiem po parcial no es un fenóm eno anecdótico, pues cada vez es m enor en E spaña el núm ero de fam ilias que viven exclusi vamente de la agricultura y eso es extensible tam bién a m uchos países europeos. La «pluralidad de bases económicas», utilizando el concep to acuñado por Godelier, parece constituir una de las condiciones de reproducción de la actividad agrícola en el caso de explotaciones familiares poco capitalizadas.
98
ANTROPOLOGIA ECONÓMICA
La segunda dim ensión que hem os planteado es la de la crisis de las explotaciones agrícolas fam iliares y ya hemos apuntado algunos ele m entos de esta crisis, pues derivan del proceso de diferenciación social y de la situación m arginal en que van quedando algunas explo taciones. Pero es que, adem ás, los agricultores no producen ellos m ism os los elementos materiales de su existencia, por lo que las condi ciones de su reproducción se subordinan a la lógica capitalista. Efecti vam ente, no sólo dependen del m ercado para vender sus productos, sino tam bién para producir. El acceso a nuevas técnicas agrícolas y ganaderas, la necesidad de créditos y la falta de control sobre los pre cios origina relaciones de dependencia respecto al capital industrial, financiero o comercial. Así pues, el capitalism o sum inistra a las explo taciones agrícolas las bases m ateriales necesarias para su existencia y dom ina sus condiciones de reproducción (Godelier, 1987). El desarrollo industrial español de la década de los sesenta no hizo m ás que acelerar este proceso de subordinación y dependencia en las transform aciones básicas acontecidas en la agricultura (Etxezarreta, 1984). Se ab andonaron las políticas de protección a la agricultura, se optó p o r prom over planes de desarrollo y polos de industrialización y se im pulsó el éxodo rural. Los jornaleros sin tierra, los campesinos m ás pobres y los m ás jóvenes em igraron hacia los núcleos industria les, de m anera que hoy el reem plazo generacional no se asegura en m uchos lugares. Los que se quedaron en el cam po se vieron obligados a au m en tar la producción, en un m om ento en que dism inuía la fuerza de trabajo. Esto im plicaba realizar inversiones im portantes, a menudo bastante a ciegas, dada la desprotección en que quedaron los agricul tores y a la falta de políticas agrarias decididas. Las inversiones aca baron consistiendo en un increm ento de los medios de producción em pleados, con los que se intentaba responder a una especie de nece sidad perm anente de reestru ctu rar las explotaciones en aras de una supuesta m ayor eficiencia y racionalidad, lo que no siem pre redundó en resultados proporcionales al esfuerzo realizado y a m enudo eran m uy coyunturales. Este es el contexto en que se concreta la crisis de las explotaciones cam pesinas, la em igración m asiva y las dificultades de reproducción. Los pequeños agricultores m arginales prefieren vender su ganado o ab an d o n ar sus tierras p ara desplazarse allá donde las rentas son más elevadas y las condiciones de vida m ás favorables, según los modelos culturales dom inantes. Pero com o los modelos de maximización no se aplican siem pre de form a m ecánica, existen Lambién cam pesinos que se resisten a aban d o n ar su explotación, a pesar de los beneficios m ediocres que de ella obtienen y a pesar de la falta de futuro que supone la ausencia de las generaciones m ás jóvenes, que han em igra
DEBATES. ¿MERCANTILIZACIÓN DE TODAS LAS COSAS?
99
do masivamente. La soltería afecta, adem ás, a m uchos de los que optaron por quedarse en el cam po, alcanzando proporciones conside rables (Comas d’Argemir, 1987; Contreras, 1989). También las diferencias de clases repercuten en los m ecanism os de reproducción económ ica y social. El pequeño agricultor poco capitali zado, que practica adem ás la agricultura a tiempo parcial, es m ás vul nerable a la crisis de reproducción. A causa de la concurrencia está obligado, o bien a quedarse al m argen de las innovaciones técnicas y a proletarizarse (Sevilla-Guzmán, 1979), o bien a em prender una carre ra perdida de antem ano hacia la m ecanización, que pagará con un endeudam iento perm anente (Gutelm an, 1971: 127). Difícilm ente p u e de acum ular capital, y la soltería y la em igración le afectan en m ayor medida que a otras capas sociales del sector agrícola. Factores estructurales y factores contextúales se com binan en la explicación de la persistencia y crisis de las explotaciones agrarias familiares. El análisis de las form as de producción ha de tener en cuenta, adem ás, la dinám ica de form ación de clases y los m ecanis mos que inciden en los procesos de diferenciación social. La in co rp o ración de E spaña a la Unión E uropea ha puesto de m anifiesto algo que en los años precedentes aparecía de u n a form a m ás su b terrán ea pero real: la internacionalización de la econom ía y el peso de las decisiones políticas. 4.2.
H acer fam ilias, producir personas. El trabajo d om éstico
Las actividades para el propio aprovisionam iento y todo lo que genéricam ente se denom ina trabajo dom éstico se realizan fuera de las relaciones trabajo/capital y fuera del m ercado. La m ayor parte de acti vidades no m ercantilizadas utilizan predom inantem ente la m ano de obra familiar, aunque algunas pueden basarse en el trabajo com unita rio. Y tam bién la m ayor parte se realizan p ara la familia sin ningún tipo de mediación, de m anera que los productos obtenidos revierten directam ente en los com ponentes del grupo dom éstico, o bien se intercam bian a p artir de la reciprocidad o la redistribución.8 Tal como se desprende del debate sobre m ercantilización, la expansión de la econom ía de m ercado ha supuesto una pugna entre las relaciones sociales en que se basa el autoaprovisionam iento (domésticas, com unitarias) y las relaciones sociales de un m ercado de 8. Martínez Veiga (198% ) considera este tipo de actividades com o parte del trabajo informal (no regulado por el Estado), que incluye también actividades asalariadas; pero así com o la economía doméstica y comunal se rige por los principios de redistribución y reciproci dad, el trabajo informal asalariado se rige por las leyes puras del mercado.
100
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
trabajo y de bienes totalm ente m ercantil izado. Así pues, las relaciones dom ésticas no pueden entenderse fuera del contexto de los im perati vos del trabajo asalariado (G. Sm ith, 1990). De la m ism a forma, el tra bajo asalariado y la producción m ercantil no pueden entenderse sin la existencia de actividades no m ercantilizadas, tanto si se trata de las tareas vinculadas a la reproducción realizadas en la familia o en insti tuciones sociales dependientes de la com unidad o el Estado, como si se trata de formas de producción 110 m ercantil presentes en diversas zonas del planeta. La expansión del capitalism o precisa de estas últi m as; su propio funcionam iento requiere de las prim eras. Las investigaciones feministas, p o r su parte, h an m ostrado que las form as de trabajo no rem unerado que se realizan en el hogar forman p arte integral del sistem a capitalista y han proporcionado las bases teóricas para analizarlas. Han cuestionado que el m ercado sea el único están d ar de valor y han llam ado la atención respecto de la im portancia del trabajo no-asalariado, las actividades de aprovisiona m iento y m antenim iento, los procesos de socialización y la transm i sión del conocim iento cultui'al (Collins, 1992: 34). En definitiva, han abierto el análisis a esferas de actividad que son directam ente relevan tes p ara la existencia m ism a de la sociedad y han m ostrado que el género, así com o otras divisiones sociales, están im bricados en la lógi ca de la producción y de la reproducción social. De esta forma consi deran com o variables endógenas lo que la econom ía trata como varia bles exógenas. Finalm ente, y desde datos m eram ente empíricos, hay que resaltar el increm ento progresivo del trabajo no-asalariado, contrariam ente a lo que podría esperarse. Aunque el autoaprovisionam iento está dism i nuyendo en térm inos absolutos, en cambio, cada vez es m ayor la can tidad de grupos dom ésticos que han de realizar actividades orientadas a la autosubsistencia p ara poder sobrevivir. Son respuestas defensivas ante las situaciones de crisis, tanto si se trata de trabajadores asalaria dos com o de productores de m ercancías (Nash, 1994: 22). Del mismo m odo, el desempleo creciente en los países de capitalism o avanzado, la creciente privatización de servicios sociales y sanitarios y el declive de los Estados del bienestar, increm enta la cantidad de trabajo que debe realizarse en el hogar. Los debates actuales sobre el futuro del em pleo y el futuro del Estado del bienestar contribuyen tam bién a visualizar el conjunto de actividades que se realizan fuera del marco de relaciones asalariadas. H ay que decir que bajo el concepto de actividades no-mercantilizadas se incluyen de hecho cosas bastante distintas. El autoaprovisiona m iento y el trabajo doméstico no tienen el m ism o papel en la creación de valor. Su presencia y su proporción respecto al conjunto de activi
DEBATES. ¿MERCANTILIZACIÓN DE TODAS LAS COSAS?
101
dades económ icas y sociales es tam bién muy variable en distintas sociedades y en distintos grupos sociales dentro de una m ism a socie dad. El género introduce otro factor de variación fundam ental. Veámoslo por partes. El autoaprovisionamiento está configurado p o r el conjunto de actividades orientadas a la propia subsistencia. Puede co n stitu ir la totalidad de actividades realizadas por un grupo hum ano y, en tal caso, éstas son diversas p o r definición, puesto que han de cu b rir la gama com pleta de necesidades, y p o r sus propias características no conducen a la acum ulación, sino a una reproducción sim ple. El autoaprovisionam iento puede com binarse tam bién con la producción para el m ercado, com o sucede entre los cam pesinos y en este caso cubre una parte de las necesidades, pues otros productos se obtienen a través del m ercado. De form a m ás residual, el autoaprovisiona miento puede encontrarse tam bién entre trabajadores asalariados, como com plem ento a los ingresos o com o form a de resistir a situ a ciones de crisis. Los productos obtenidos a p artir del autoaprovisionam iento se dirigen a la propia subsistencia y no en tran en las relaciones de m er cado. De acuerdo con la teoría de Marx, no contribuyen, pues, a crear valor. Pero recordem os la apreciación que hacía Chevalier (1982) al respecto, quien considera que, en el contexto de una econo mía m undial en que el m ercado dom ina todas las relaciones, todos los productos son potencialm ente intercam biables. Que se consum an directam ente o que se vendan es una decisión que tom a el p ro d u cto r en función de las distintas oportunidades que tiene en su entorno. Todos los productos obtenidos son, pues, m ercancías y todas las mercancías contienen u n a cantidad definida de valor. Unas expresa rán este valor en el m ercado a través de los precios; otras serán «mercancías de subsistencia», porque resulta m ás rentable al p ro ductor consum irlas directam ente. En cualquier caso, estas activida des intervienen en la creación de valor. No insistirem os m ás sobre ello, puesto que en buena p arte ya lo hem os expuesto en el debate sobre m ercantilización. En las regiones con capitalism o avanzado, el autoaprovisiona miento se da en muy escasas proporciones, ya que predom ina el tra bajo asalariado y la producción de bienes y servicios p ara el m ercado. En este caso, puede adoptar dos formas de significado y características muy distintas, la producción defensiva y el «hágalo usted m ism o». La producción defensiva se da en situaciones de precariedad. Im plica la dificultad de adquirir servicios en el m ercado, lo que obliga a sustituir el trabajo pagado p o r el propio esfuerzo o a realizar intercam bios recíprocos con otras personas. Trabajar pequeños huertos, co n stru ir
102
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
la propia casa, o intercam biar servicios con parientes o vecinos son form as de supervivencia en situaciones de crisis y dificultades. El «hágalo usted mismo» supone tam bién realizar actividades en base al trabajo propio y, por tanto, fuera de las relaciones de mercado, pero a diferencia de la producción defensiva, no sirve tanto para ahorrar com o p ara ocupar el ocio, poner en juego habilidades m anuales y dar un acabado personal a los bienes que se producen para un consumo inm ediato, ya sea cuidando el propio jardín, reparando el mobiliario o sorprendiendo a las am istades con un postre casero. Son activida des que se han extendido entre las clases m edias y el hecho de reali zarlas im plica consum ir bienes que se venden en el m ercado y que no son precisam ente baratos (productos de bricolaje, jardinería, recam bios de autom óviles, p reparados alim enticios, etc.). El perfil de quie nes p ractican esta clase de ocio productivo corresponde típicam ente al de hom bres adultos con una ocupación estable (Comas d’Argemir, 1995a: 117-121). El segundo tipo de actividades no-m ercantilizadas está constituido por el trabajo doméstico. Al igual que el autoaprovisionam iento, se realiza fuera del mercado, pero su papel en el sistem a económico y social es m uy diferente. A p artir de ahora lo denom inaré trabajo fam i liar, pues si el «domus» evoca la casa, la «familia» evoca a las perso nas y, por tanto, el térm ino trabajo fam iliar perm ite hacer más énfasis en las actividades orientadas al cuidado de las personas (crianza, cui dado de enferm os y ancianos, alim entación) y no sólo a las activida des dom ésticas rutinarias (planchar, cocinar, lavar, etc.). Desde el p u n to de vista de sus funciones, el trabajo fam iliar contri buye a la reproducción de la fuerza de trabajo y de la propia familia com o institución, es decir, en la familia no sólo se producen indivi duos, sino tam bién personas sociales y socializadas en el m arco de la estru ctu ra de clases existente en cada sociedad. Pero las diversas ta reas que com prende el trabajo fam iliar tienen un significado distinto por lo que respecta a sus funciones sociales. De acuerdo con Collins (1990: 17), estas tareas son las siguientes: Una parte del trabajo cotidiano en la casa (com prar, organizar, lim piar, cocinar o coser, p o r ejem plo) es responsable de la reproduc ción física diaria de los m iem bros del hogar. Otras tareas, como las relacionadas con la crianza, reproducen el hogar generacionalmente y tam bién reproducen la estructura de clases. Algunas tareas, como el cultivo de huertos o jardines, están im plicadas en la producción direc ta. Sin em bargo, la m ayor parte son actividades de procesam iento (tran sfo rm ar bienes com prados en form as utilizables) o de m anteni m iento (organizar, lim piar y re p ara r los recursos dom ésticos (la cursi va es m ía).
DEBATES. ¿MERCANTILIZACIÓN DE TODAS LAS COSAS?
103
Existe una enorm e cantidad de bibliografía en donde se intenta evaluar la cantidad de tiempo que ocupa el trabajo familiar, así com o su valor económico, cosa que se calcula en térm inos com parativos respecto al valor que tienen estas m ism as actividades en el m ercado. Pero las discusiones se han centrado, básicam ente, en si este tipo de trabajo crea o no valor, en su papel en el funcionam iento y desarrollo de la econom ía de m ercado y, en térm inos generales, en su papel en la reproducción social. Sin en trar en los detalles del debate, considero que es oportuno aquí hacer algunas m atizaciones im portantes. El análisis del trabajo fam iliar y de su relación con la reproduc ción social corrobora la crítica (puesta ya de m anifiesto p o r la teoría feminista y recogida hoy en día por autores muy diversos) de la (falsa) dicotomía trabajo-familia. Tal com o m uestra M ingione (1991) y argu m entarem os m ás adelante, las estrategias de supervivencia en la sociedad actual circulan por las zonas interm edias entre la fam ilia y el mercado. Efectivamente, las prestaciones en rentas y servicios que la familia proporciona a las personas consideradas dependientes y m ás desprotegidas no son reconocidas com o m ercancías, porque institu cionalmente se definen com o derechos, pero son im prescindibles p ara la reproducción de la sociedad de m ercado y tan constitutivas y m odi ficadoras de la estructura social com o las prestaciones m ás d irecta mente vinculadas con el trabajo asalariado. A diferencia del autoaprovisionam iento, el trabajo fam iliar no afecta al valor de la fuerza de trabajo, y ello no sólo porque se realiza en relaciones sociales fuera del m ercado, sino porque no afecta al tiempo de trabajo socialm ente necesario p ara producir los m edios de subsistencia. Tal como señala Molyneaux (1979), no produce directa mente fuerza de trabajo m ercantilizada, sino que participa en el p ro ceso de reproducción y m antenim iento de trabajadores; tam poco p ro duce directam ente valores de uso, sino que los elabora y transform a. Por tanto, no interviene directam ente en la creación de valor, sino en el sum inistro de los servicios y productos de consum o que sufragan los costes de la fuerza de trabajo (Redclift y Mingione, 1985). Por ello, cuando estas actividades se realizan en el m ercado y se les asigna una remuneración, se visualizan estos costes, ya que intervienen en la con tabilidad nacional: pasan de ser costes privados a costes sociales. Quiero insistir en que el trabajo fam iliar no crea valor, sino que asume buena parte de los costes de producción y reproducción de la fuerza de trabajo y po r ello no puede aplicársele las m ism as conside raciones que hacía Chevalier (1982) respecto a la producción que se dirige al propio consumo, pues, en este caso, recordém oslo, los p ro ductos obtenidos son tam bién m ercancías y contienen valor, aunque no se vendan, ya que el propio hecho de que sean intercam biables y
104
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
que se opte p o r consum irlas directam ente im plica que el productor realiza determ inadas opciones respecto a lo que incorpora en el m er cado y a lo que no. Así pues, no puede aplicarse el mism o parám etro al trabajo familiar, tal com o he intentado argumentar, y por eso no puede analizarse subsum iéndolo en la teoría del valor, sino viendo cóm o interacciona con las relaciones que crean valor. El hecho de que el trabajo fam iliar no cree valor no impide, sin em bargo, que tenga u n papel esencial p ara el funcionam iento del capitalism o y para su reproducción com o sistem a de relaciones sociales.9 E n este sentido, no sólo es im prescindible para la reproduc ción de la fuerza de trabajo, sino que la familia acoge el «ejército de reserva» laboral, absorbiendo la en trad a y salida de las mujeres y de determ in ad o s grupos de edad del m ercado de trabajo. De ahí que el género sea una p arte sustantiva en la organización de esta clase de relaciones. El papel del li'abajo no m ercantilizado es m ás im portante en los países de la «periferia», debido a la m enor presencia de trabajo asala riado y a la fuerte presencia de la producción m ercantil simple y de agricultores de subsistencia. En los «centros» empezó antes el proceso de proletarización, lo que ha com portado la reducción drástica del trabajo de autoaprovisionam iento y que el trabajo familiar quede más aislado estrucluralm ente, al desvincularse del contexto laboral y cir cunscribirse al ám bito doméstico. Estas diferencias entre «centros» y «periferias» son de características sim ilares a las que diferencian m om entos históricos en la evolución de la econom ía de mercado en los países «centrales», donde se originó e inició su expansión, de m anera que en las etapas precapitalistas hay tam bién una m ayor pre sencia de trabajo no m ercantilizado y cuando se difunde el trabajo asalariado lo hace tam bién en detrim ento de este tipo de actividades. Las form as de trabajo deben ser analizadas en contextos específi cos, p a ra ver cómo se com binan e interactúan y para conocer qué efectos tienen para la división del trabajo. El grupo doméstico es uno de los contextos posibles de análisis, pues los hogares perm iten obser var la com binación de prácticas de trabajo entre sus miembros, así com o las estrategias de consum o para proveerse de los servicios que se necesitan. Las prácticas de trabajo de las familias ofrecen un indi 9. Algunas actividades del trabajo familiar de aparición reciente contribuyen directamen te a la creación de valor a partir de la transferencia de trabajo individual hecho para el hogar a otras instancias. Es lo que Glazer (1990) denom ina «trabajo para el consumo», que se está increm entando en las sociedades capitalistas avanzadas: parte del trabajo asociado a la venta de productos de consum o e, incluso, la producción de mercancías especializadas, se transfiere al consum idor. Es el caso del tipo de venta que se realiza en supermercados, hipermcrcados y autoservicios, y también de algunas actividades de bricolaje, com o el montaje y acabado de productos que se compran por piezas.
DEBATES. ¿MERCANTILIZACIÓN DE TODAS LAS COSAS?
105
cador de los cam bios y tendencias tecnológicos, políticos y económ i cos más am plias (Mingione, 1985; Morris, 1990; Pahl, 1991). Hay que tener en cuenta que las estructuras fam iliares pueden ser muy diver sas y que sobre todo son dinám icas, es decir, varían con el tiempo. Por ello, Pahl (1991) propone que se analicen las relaciones entre el ciclo doméstico, las fuentes de trabajo y las estrategias de trabajo familiar. En lo mismo insiste Saraceno (1986), destacando la diversidad inter na de las familias, así como la diversidad derivada de la estructura de clases. Las necesidades de la familia son cam biantes, pues dependen del núm ero y características de sus com ponentes y de los niveles de consumo prevalentes. Por otro lado, las fuentes de trabajo dependen de las posibilidades que ofrece el contexto local a p a rtir de la com bi nación de las formas de trabajo existentes. En las estrategias fam ilia res, por último, se concreta la división del trabajo, poniéndose en juego los valores sociales, la construcción social del género y la eva luación en la tom a de decisiones de las prioridades que se definen en cada m om ento. Me parece m uy ilustrativa la caracterización que hace Enzo M in gione (1985) de los procesos de reproducción social. Tom ando com o punto de referencia el hogar, este au to r analiza lo que denom ina ciclos de reproducción, que establece a p artir de la com binación entre el trabajo fam iliar y de autoconsum o y el trabajo que perm ite obtener ingresos m onetarios. En este sentido confronta dos ám bitos: el del hogar (en el que se realizan las actividades p ara el autoaprovisionamiento y el trabajo fam iliar) y el del conjunto social. Éste es el contexto que proporciona la gam a de recursos disponibles ajenos al hogar: la estructura ocupacional, derivada del m ercado de trabajo, y los bienes y servicios públicos y com unitarios, ya sea los prestados por instituciones organizadas por el Estado (educación, sanidad, asis tencia social, subsidios, pensiones, etc.), ya sea los sum inistrados por colectivos privados (voluntariado, caridad, solidaridad, ayuda infor mal, etc.) (Mingione, 1985: 24-25). Me parece im portante hacer esta última distinción, porque si bien resulta habitual con fro n tar el trab a jo realizado en el hogar con el que se ubica en el m ercado de trabajo, no lo es tanto establecer la relación de las actividades familiares con los recursos institucionales que proporciona el Estado o la colectivi dad, cuando la existencia de estos recursos alivia el trabajo fam iliar y contribuye tam bién a cu b rir los costes de reproducción de la fuerza de trabajo. La construcción de los Estados del bienestar en E uropa después de la segunda guerra m undial supuso no sólo la creación de una estru c tura de servicios que perm itía solventar m uchas de las necesidades que se generan en la familia, sino tam bién un increm ento en el em pleo
106
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
de las m ujeres, que ocupaban m uchos de los lugares de trabajo en ins tituciones educativas, sanitarias y asistenciales. De ahí que las políti cas sociales del Estado tengan una fuerte incidencia en la familia y en las m ujeres.10 La fam ilia es la principal institución asistencial, donde se realizan tareas asociadas a la reproducción hum ana, m antenim ien to y cuidado de personas. Que el Estado asum a parte de estas funcio nes a través de instituciones públicas o privadas tiene im portantes repercusiones p ara la familia y, m ás en concreto, para las mujeres, que son las encargadas tradicionalm ente de cuidar de los dem ás.11 Los costes económ icos del cuidado y la asistencia se ponen de manifiesto cuando no es la fam ilia la que los asum e. Pero en la familia se cuida «por am or», p o r obligación m oral, o porque se considera que es el m arco «natural» p ara hacerlo, y todo ello convierte estas actividades en las m ás invisibles del trabajo familiar. E n la página siguiente presentam os los gráficos p o r los que Mingione (1985: 22) caracteriza los ciclos de reproducción en diferentes ám bitos históricos y sociales. El balance entre las form as de trabajo no m ercantilizadas y las rem uneradas es de tipo cuantitativo y cuali tativo. El m ejor contraste es el que se establece entre el período preindustrial (gráfico A) y los estadios iniciales de la industrialización (grá fico B), en donde el balance entre am bos tipos de trabajo se invierte.12 Unas largas jo m ad as laborales, la utilización de toda la m ano de obra fam iliar (incluida la de los niños), los bajos salarios y unos niveles m iserables de consum o caracterizan la situación de la clase obrera en esta etapa paleo-industrial. Apenas hay tiem po p ara dedicarse al tra bajo fam iliar y, com o la proletarización se asocia al abandono de las com unidades de origen, se anula cualquier posibilidad de autoabastecim iento. Los costes de la reproducción del trabajo son muy bajos, en tanto que la calidad del trabajo y el nivel de productividad son muy bajos tam bién. La regulación del trabajo de niños y mujeres, la dism inución pro gresiva de la jo rn ad a laboral y un increm ento de los salarios se corres 10. La relación entre las políticas sociales del Estado y la familia han empezado a ser un tema de interés creciente desde la perspectiva feminista, por la importante repercusión que tie nen tales políticas sobre las trayectorias de vida de las mujeres. Véanse, por ejemplo, Balbo (1984), Bazo y Dom ínguez (1996), Comas d’Argemir (1994, 19956), Durán (1996), Finch y Gra ves (1983), M clntosh (1978, 1979), Orloff (1993), Saraceno (1994), Sassoon (1987), Ungerson (1990, 1995) y W illiams (1995). 11. Las formas de cuidado y asistencia en la familia han sido las dim ensiones menos estudiadas del trabajo familiar, excepto las actividades relacionadas con la maternidad. El libro de Finch (1989) expone estas dim ensiones desde una perspectiva global. 12. La fuerte presencia del trabajo no mercantilizado en contextos agrarios hace que las estrategias de reproducción se dirijan a la reproducción de la explotación agraria com o tal (Bourdieu, 1972a, 1991; Comas d'Argemir, 1988; Contreras, 1991, 1997; Goody, 1976; Martínez Veiga, 1985/;; Medick y Sabean, 1984).
DEBATES. ¿MERCANTILIZACIÓN DE TODAS LAS COSAS?
107
ponden con aum entos proporcionales en la productividad (gráfico C). Decrece el empleo de las m ujeres y aparece el trabajo fam iliar en el moderno sentido del térm ino. Aum enta el nivel de vida de las fam ilias obreras y se dedica m ucha m ás proporción de tiem po y esfuerzo al trabajo doméstico. Debe observarse que la fórm ula adoptada im plica que las mujeres asum an una considerable cantidad de trabajo no rem unerado en el hogar. E sta solución hace posible que el coste de reproducción de la fuerza de trabajo sea m uy bajo, aunque im pone una selectividad discrim inatoria en la dem anda de trabajadores en función del sexo. Ciclo de reproducción rural y sobrepoblación precapitalista Ciclo de reproducción de las familias de clase trabajadora en el período paleoindustrial
Ciclos de reproducción de las familias urbanas e industriales con bajo empleo femenino
Fig. 4.1.
Ciclos de reproducción en distintos momentos históricos y ámbitos sociales (Mingione, 1985: 22).
108
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
El capitalism o avanzado con altas tasas de em pleo femenino se corresponde con los ciclos de reproducción representados en los grá ficos D, y Dr La reducción del tiem po dedicado al trabajo fam iliar se com pensa con la com pra de bienes y servicios y con la existencia de servicios públicos. M ientras que en el caso de D, el tiem po dedicado al trabajo fam iliar es elevado y dificulta la com binación de activida des, sobre todo en el caso de las m ujeres que asum en la m ayor parte del trabajo familiar, la situación representada p o r D2 im plica la exis tencia de elevados ingresos y de un sector público eficiente, que es lo que perm ite u n a reducción considerable del tiem po de trabajo en el hogar y que hom bres y m ujeres se dediquen indistintam ente a la rea lización de trabajo rem unerado. E n am bos casos, el coste de repro ducción de la fuerza de trabajo es elevado, especialm ente en Dv puesto que hay u n a m en o r cuota de trabajo fam iliar no rem unerado y u n a m ayor p articipación del Estado en el sum inistro de servicios personales. M ingione señala que este últim o m odelo de reproducción es el que se extiende en algunos países europeos después de la segunda guerra m undial, con diferencias derivadas del ritm o de industrialización (por ejemplo, los países del su r de E uropa perm anecen m ás tiempo en el m odelo C) y diferencias regionales en cada país. A esto debemos aña dir tam bién las diferencias sociales. En el capitalism o avanzado el em pleo fem enino se corresponde con niveles educativos elevados de las m ujeres de capas m edias y altas; la clase obrera, en cambio, tiene m enos posibilidades de aprovechar la estructura de oportunidades ocupacionales, ha de o p tar a empleos peor rem unerados y las mujeres tienden a quedarse en el hogar. Las divisiones del trabajo, que se fun dam entan en una determ inada construcción del género, deben rela cionarse, pues, con el sistem a de clases (Benería y Sen, 1982; Comas d ’Argemir, 1995a; Giménez, 1990; Roldán, 1985). La familia, com o m arco en el que se expresa la división del traba jo, es una institución contradictoria. Por un lado, puede hablarse de estrategias dom ésticas, tal com o hem os dicho ya, que implican m eca nism os de com plem entariedad y solidaridad entre los m iem bros del grupo. P or otro lado, estas m ism as relaciones son de naturaleza con flictiva y se basan en form as de jerarquía y de dom inio internas, y com o la reproducción de la familia com o tal es una parte integral en la reproducción de las clases sociales, no se puede insistir sólo en que el trabajo fam iliar contribuye a la reproducción y desarrollo del capi talism o en una especie de aseveración funcionalista, sino que hay que tener en cuenta tam bién que en la familia convergen la dom inación de clase, la opresión de género y la subordinación intergeneracional (Roldán, 1985: 256). Eso m ism o hace que la incorporación de las
DEBATES. ¿MERCANTILIZACIÓN D E TODAS LAS COSAS?
109
mujeres al m ercado de trabajo signifique una erosión de las norm as tradicionales de com portam iento y contribuya a la creación de espa cios propios de autonom ía.13 ¿Por qué son las mujeres las que predom inantem ente se ocupan del trabajo familiar y se ven vinculadas directam ente al ám bito dom ésti co? Eso es lo que sucede en los países industrializados, pues ya hem os indicado que la separación entre el ám bito dom éstico y el laboral se institucionaliza con el proceso de proletarización, lo que tiene que ver con el proceso histórico encam inado a reducir la presencia de m ujeres y niños en la fuerza de trabajo (Morris, 1990: 6; Mingione, 1985: 24). Así pues, las fuerzas que derivan del sistem a económ ico son esenciales para entender los m om entos en que históricam ente se produce la entrada o salida de las m ujeres del m ercado de trabajo (en su papel de «ejército de reserva», según la expresión de Marx). Este proceso queda perfectamente ilustrado en el caso que describe J. Sm ith (1990) para los Estados Unidos en situaciones de fuerte crisis económica, com o las que se produjeron en la década de los años treinta y en la de los seten ta. La necesidad creciente de las mujeres de en trar en el m ercado de trabajo las convierte en una m ano de obra idónea en la expansión del sector servicios, donde realizan m uchas actividades que se consideran como una especie de prolongación de lo que realizan en el ám bito familiar (salud, educación, seivicios personales). Esto contribuye a categorizar tales actividades como parte de las tareas que de form a «natural» realizan ya las m ujeres como tales y, por tanto, se les otorga menos valor y menos mérito. Este papel «natural» que se atribuye a las mujeres en la familia constituye un elemento básico en la construcción de unas relaciones laborales que si túan a las m ujeres en una situación secundaria. Es im portante constatar, pues, cómo un sector de fuerte crecimiento en una econom ía de capitalism o avanzado (como es el sector servicios) se nutre de factores extraeconómicos (la percepción social del género) en la construcción de las relaciones de producción. También es esencial entender el papel del Estado, como m áxim a entidad política que establece determ inadas regulaciones laborales. Martínez Veiga (1995) analiza las leyes reguladoras del trabajo que se prom ulgaron en E spaña a principios de siglo. Se trata de leyes protec toras que inicialm ente se referían a m ujeres y a niños, pero que des pués se am pliaron a todos los trabajadores. Esta legislación tuvo un im pacto decisivo en la definición de lo que pasó a considerarse como 13. Desde la antropología feminista se han realizado numerosas reflexiones acerca del papel de la familia en la construcción social del género y en las relaciones internas de poder. Véanse, por ejemplo, Beechey (1978), Benería y Stim pson (1987), Bimbi (1986), Benjamín y Sullivan (1996), Collier y Yanagisako (1987), González de la Rocha (1995), Harris (1981), Hartmann (1981), Lamphere (1986), Rapp (1978) y Tilly y Scott (1978).
110
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
«trabajo», que sería el realizado p o r cuenta ajena, de forma depen diente y fuera del domicilio. Puesto que m uchas m ujeres realizaban trabajo rem unerado dom iciliario, esta legislación, que pretendía ser protectora, dejó sin regular, precisam ente, a la m ayor parte de las m ujeres. Al m ism o tiempo, institucionalizó el hecho de considerar «no trabajo» a las actividades que se realizaban en el hogar, por exclu sión de aquello que se regulaba, que era el «trabajo».14 El papel de la ideología se sum a al de las fuerzas económicas y políticas. Ehrenreich y English (1990) destacan el papel de los exper tos (educadores, psicólogos, médicos, políticos) en la creación de la ideología que se centra en la im portancia de la m aternidad, del cuida do de los niños y del hogar com o fundam entos básicos p ara asegurar la salud y el crecim iento correctos, legitim ando «científicamente» la conveniencia de que las m ujeres se ocupen de la casa y las tareas de crianza. Roca (1996) trabaja sobre la E spaña de la posguerra y m ues tra la convergencia de las ideologías de la Iglesia y del Estado autori tario franquista en la configuración de una determ inada imagen de mujer, acorde con el ideario religioso y político, que le asignan un im portante papel en el hogar y la excluyen de otras actividades. N arotzky (1988), p o r su parte, reflexiona acerca de cómo la idea de que el trabajo de la m ujer es u n a «ayuda» incide en la discrim inación laboral de las m ujeres al im pregnar las relaciones en que se basa el intercam bio laboral. No querem os restar im portancia al sustrato de representaciones por el que se construyen socialm ente las características atribuidas a los hom bres y a las mujeres. E n otro lugar (Comas d'Argemir, 1995a) he insistido en que es un error considerar que la división del trabajo es lo que crea la desigualdad entre hom bres y mujeres, ya que la división del trabajo no crea relaciones sociales, sino que es al contrario: son las relaciones sociales las que se incorporan a la organización del trabajo y a la m anera de repartir las actividades. Por ello, lo que debe entenderse es cóm o cada sociedad construye su representación de las diferencias entre los sexos y cóm o a través del reconocimiento de las capacidades y habilidades diferenciales de hom bres y mujeres se distribuyen las actividades entre ambos. Así pues, es la construcción social del género la que se incorpora com o factor estructurante en la división del traba jo. Por tanto, este sustrato es esencial, pero no determ inante, puesto que las representaciones acerca de los atributos de cada género se adaptan de form a variable a las circunstancias del contexto, cosa que perm ite la propia multiplicidad de significados que pueden contener. 14. En este texto de Martínez Veiga puede encontrarse una buena síntesis del debate acerca de las repercusiones del «salario familiar», que básicamente centralizaron Hartmann (1976) y Hum phries (1977).
DEBATES. ¿MERCANTILIZACIÓN DE TODAS LAS COSAS?
111
Si hem os resaltado la im portancia de las fuerzas económ icas, las del Estado, las de la ideología y las del sistem a de representaciones es para insistir en que la división del trabajo, así com o el significado e im portancia que tiene el trabajo familiar, deben analizarse en contex tos históricos concretos. Debido ju stam en te a que los conceptos de trabajo fam iliar y de trabajo asalariado se han tratado como univer sales y se han aplicado acráticamente, se han hecho afii'maciones erróneas respecto a la participación de las m ujeres en la econom ía (Redclift, 1985: 106). Ya que las m ujeres realizan com únm ente un tra bajo no pagado, su papel en la agricultura familiar, que en m uchos países de la «periferia» es esencial, resulta invisible (Boserup, 1970). Eso es así incluso en regiones donde existe una fuerte em igración m asculina y donde el peso del trabajo (tanto rem unerado com o no) recae básicam ente en las m ujeres, tal com o lo m uestran Young (1978) en su análisis sobre Oaxaca, así com o González de la Rocha (1994) en su estudio sobre la ciudad de G uadalajara (México), centrado en las familias pobres. La asociación de las m ujeres a la fam ilia ha servido com o base para su discrim inación en el ám bito laboral. E n los países de cap ita lismo avanzado eso ha tom ado la form a de su vinculación al hogar y las dificultades de participación en los ám bitos laboral, social y polí tico. E n otras situaciones, esta m ism a asociación ha servido p ara conform ar una m ano de obra laboral predom inantem ente fem enina y muy precaria. Benería (1991) dem uestra, p o r ejemplo, que las empresas m ultinacionales que se instalan en las zonas francas de divei'sos países del m undo em plean básicam ente a m ujeres. La prefe rencia por las m ujeres se debe a varios factores: a) m ayor control de la fuerza laboral, ya que se les atribuye m ayor docilidad, sum isión y obediencia, así com o m enor participación en las actividades sindica les; b) m ayor productividad, especialm ente cuando se trata de op era ciones que requieren cuidado y paciencia; c) m ayor flexibilidad labo ral, relacionada con su disposición a aceptar contratos tem porales o a tiempo parcial, y d) m enores rem uneraciones.15 Una últim a cuestión. Actualmente las actividades no m ercantilizadas tienden a aum entar (Mingione, 1991; Nash, 1994; Offe y Heinze, 1992). La dism inución del empleo com o form a de relación laboral, así como la deslocalización de industrias en los países del Prim er M undo y su traslado hacia zonas de la periferia crean nuevas situaciones de 15. Véanse también Martínez Veiga (1997), Narotzky (1988) y Safa (1981). Escobar (1993) y González de la Rocha y Escobar (1990) analizan la creciente presencia de mujeres en la industria maquilera en México y muestran que las bajas rem uneraciones que reciben se corresponde con un descenso en el salario de los hombres. Su hipótesis es que esta reducción es posible debido al mayor número de trabajadores por hogar.
112
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
pobreza e inseguridad que se intentan paliar mediante las formas de producción defensiva (autoaprovisionam iento), las redes de ayuda m u tu a y el trabajo «informal». Pero no es sólo como resultado de la evolución de la econom ía por lo que se produce el increm ento de las actividades no m ercantilizadas. También está disminuyendo en m u chos países la cantidad de bienes y servicios proporcionados por el Estado. El desm antelam iento de los llam ados Estados del bienestar está suponiendo retransferir a la familia parte de sus funciones. Los costes de la reproducción social, que se habían socializado como parte de las conquistas conseguidas por la clase obrera, están siendo ahora de nuevo privatizados. Esto implica un aum ento del trabajo familiar, especialm ente de las tareas relacionadas con el cuidado y asistencia de personas dependientes, que recaen básicam ente en las mujeres. La asistencia y el cuidado en la fam ilia se fundam entan en un «sentido de obligación» construido socialmente. Además, la capacidad para cuidar tiene género, en el sentido que se atribuye a las mujeres una m ayor «predisposición» para ejercer la m ayor parte de tareas que se desarrollan en el ám bito familiar, entre las que destaca la del cuida do de los dem ás com o la m ás «natural» de todas (Comas d’Argemir, 1994). La dim ensión m oral que caracteriza el sentido de obligación nace de los vínculos que se establecen entre los m iem bros de la familia y del significado social que se les atribuye. Se trata, pues, de un com promiso negociado en el curso de la vida, que no se produce en el vacío social, sino que tiene un com ponente dinám ico y cam biante en fun ción de las condiciones m ateriales y sociales existentes (Finch, 1989). Este es el contexto que perm ite tener una visión crítica respecto a la m anipulación que desde el espectro político se hace de la familia com o ideal o im aginario, expresada en las políticas públicas y sociales, pues éstas parten de la certeza de que la familia (y específicamente las mujeres) es la principal sum inistradora de asistencia y bienestar. Todo ello es una m uestra m ás de lo que hem os ido insistiendo a lo largo de este apartado; es decir, que el trabajo no mercantilizado no puede entenderse si no es en su relación con las formas que se inte gran en el m ercado, y viceversa. Si nos atenem os a las experiencias directas de las personas y a su entorno inm ediato observaremos que las fam ilias com binan salarios, trabajo fam iliar y servicios personales y asistenciales p ara resolver sus necesidades cotidianas. Por ello, no es posible com prender las relaciones privadas sin considerar las grandes fuerzas que se derivan de la dim ám ica del m ercado de trabajo y de la oferta de bienes y servicios p o r parte de la com unidad y el Estado. La familia, a su vez, es parte constitutiva del sistem a económico y político existente, no un elem ento «externo», como a m enudo se la considera.
S e g u n d a parte
LA ECOLOGÍA POLÍTICA EN LA ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
C a p ít u l o 5
ECOLOGÍA, NATURALEZA Y CAMBIO SOCIAL
5.1.
La ecología com o sujeto político
La ecología política surge en la década de los años ochenta. Im pli ca am pliar el enfoque de la econom ía política hacia cuestiones deriva das de la interacción con el medio am biente, al considerarlo una dimensión esencial, e im plica tam bién m odificar el enfoque de la vieja ecología cultural, introduciendo las dim ensiones políticas en el análi sis. Las diferencias sociales en el acceso a los recursos, el papel de los factores políticos en el uso y gestión de tales recursos, las dinám icas de desarrollo y sus efectos sobre el medio am biente, así com o la arti culación entre los contextos locales y la globalidad p asan a ser los principales temas de interés. El térm ino ecología política es utilizado p o r prim era vez por Eric Wolf (1972) en el texto de presentación de un sim posio que se centra en el sistem a de propiedad en los Alpes. Hay quien prefiere encontrar los antecedentes directos de la ecología política en la m onografía de Clifford Geertz, Agricultural Involution (1963), o en el texto de Karl Polanyi The Great Transfonnation, publicado por prim era vez en Nueva York en 1944, pues am bos plantean la necesidad de analizar los sistemas de producción en relación a variables políticas y am bos hacen énfasis en la incidencia de estos factores en el uso de los recu r sos naturales. Sin negar la im portancia de estos antecedentes, que más adelante presentarem os con m ás detalle, sí hay que decir que se trata de aportaciones aisladas y es en la década de los años ochenta cuando em pieza a haber una producción significativa de trabajos e investigaciones que encajan en la orientación de la ecología política y que se realizan desde una am plia variedad de disciplinas (geogi'afía, economía, antropología, sociología, historia, ecología hum ana).
116
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
Lo que m otiva la aparición de este nuevo enfoque es la preocupa ción p o r la degradación am biental, la creciente deforestación, la con tam inación, la desertización, o el agotam iento de los recursos natura les. Al preguntarse p o r las causas sociales y políticas de la degrada ción am biental se intenta frenar este proceso y buscar soluciones, pues se considera que es algo que no sólo concierne a las poblaciones directam ente afectadas, sino al conjunto del planeta. Esta nueva form a de ver las relaciones entre la sociedad y el entorno tiene mucho que ver con el surgim iento de una conciencia m undial sobre los pro blem as am bientales. La idea de globalidad, que se había manifestado años antes respecto al concepto de econom ía m undial, se expresa ahora en relación al m edio am biente. El p rim er referente de esta conciencia m undial sobre los proble m as am bientales se sitú a en 1972, con la celebración de la Conferen cia de Estocolm o sobre A m biente H um ano, organizada p o r las N aciones Unidas. H asta el m om ento, apenas se había tenido en cuenta el im pacto am biental de las actividades económ icas y p o r pri m era vez se da una voz de alerta al respecto y se propone desarrollar una política am biental internacional. Los inform es del Club de R om a sobre «los lím ites del crecim iento» hicieron ver la existencia de «problem as globales» e insistían en que, si el m undo es un siste m a global, entonces la gestión de los recursos naturales debía hacer se tam bién desde la globalidad (Escobar, 1995: 8). La segunda confe rencia tuvo lugar veinte años después, en 1992, se celebró en Río de Jan eiro y centró su atención en la relación entre m edio am biente y desarrollo. Uno de los docum entos que m ás ha trascendido de esta conferencia (denom inada tam bién «Cumbre de la Tierra») es el ap ro bado y adoptado p o r los representantes de los gobiernos de distintos E stados y que se conoce com o «Agenda 21»; se trata de un plan de acción global que tiene com o finalidad servir de guía a las políticas gubernam entales, m unicipales y privadas p ara favorecer estrategias de desarrollo sostenible, de m anera que el crecim iento económ ico no se haga en detrim en to de la necesaria protección del medio a m b ien te .1 Después de cada u n a de estas conferencias se organizaron distin tos foros de debate y en todos ellos se insistió en la interacción com pleja entre las dim ensiones económ icas, sociales, dem ográficas y am bientales y en la necesidad de tenerlas en cuenta en los esfuerzos orientados hacia el desarrollo. E n 1987 se publicó el Inform e Brunt1. Cinco años después de la celebración de la Cumbre de Río ha quedado patente que la mayor parte de promesas para modificar las pautas de uso de la energía y de consum o se han incumplido.
ECOLOGÍA, NATURALEZA Y CAMBIO SOCIAL
117
land, bajo el título Nuestro Futuro Común, en el que se difundía el concepto de «desarrollo sostenible» y en el que se exam inaban las causas más que los efectos del deterioro am biental.2 E ntre las reco mendaciones contenidas en el inform e figuraba la de integrar las cuestiones am bientales en los program as de desarrollo, cam biando así la concepción y aplicación de tales program as. Se recom endaba tam bién que tales cam bios se efectuaran m ediante la acción política, debido a la falta de consenso existente y a la escasa conciencia de la población sobre los problem as am bientales. Se trataba, pues, de una ecología política del desarrollo cuyas conclusiones influirían notable mente en los acuerdos de la Conferencia de Río de Janeiro (Stonich y De Walt, 1996: 187-188). A p artir de este inform e y de otros que se rea lizan después (como el Global 2.000, o el inform e Meadows) se p ro duce un debate en torno a las tesis de los lím ites físicos del creci miento económ ico y se achacan las causas de la degradación am bien tal a distintos factores: desigual distribución de los recursos; creci m iento demográfico; usos ineficaces e irracionales de los recursos; dem andas del m ercado e intercam bio desigual, etc. Se trata de expli caciones muy diferenciadas, que tienen un fuerte com ponente políti co, pues de ellas em anan las orientaciones de los program as de desa rrollo. Hoy en día, este debate sigue vivo y, a pesar de sus expresiones concretas, el concepto de sustentabilidad es uno de los que m ás pre dom inan en el ideario de los program as que inten tan com binar creci miento económ ico y preservación del medio am biente (Pearce y Turner, 1995). Más adelante nos referirem os a él. No es de extrañar que en este contexto surja la ecología política, como disciplina que intenta explicar las causas de los problem as am bientales y sugerir prbpuestas para el desarrollo.3 No es de extra ñ ar tampoco que los program as que em anan desde los foros políticos reflejen los distintos paradigm as Leóricos que en el m arco de la disci plina académ ica explican la degradación am biental: neoliberalism o, culturalism o y ecosocialismo. 2. La com isión que realizó este informe era una de las que había organizado Naciones Unidas y se denominaba World Com mission on Environment and Development. Trabajó bajo la dirección de la primera ministra de Noruega Gro Harlem Bruntland, de manera que el informe resultante de estos trabajos, titulado Oitr Common Futttre, ha pasado a conocerse com o Infor me Bnm dtland, a pesar de haber sido publicado con el nombre de la com isión. 3. La ecología política, al centrarse en las causas de la degradación ambiental y estable cer los factores sociales y políticos que inciden en ella, proporciona pautas importantes para las políticas de desarrollo. Algunos textos se orientan específicam ente a realizar propuestas, en una vertiente claramente aplicada. Véanse, por ejemplo, Bailey (1996), Bray (1994), Collins (1986a), Guimaraes (1990), Holloway (1993), Horowitz (1996), Leff (1994), Moran (1996), Orlove y Brush (1996), Peet y Watts (1993), Schmink y Wood (1987) y Sponsel, Bailey y Headland (1996).
118
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
La ecología política se ha desarrollado especialmente para analizar las causas de la degradación am biental en países del Tercer Mundo. Es cierto que hay una im portante reflexión que se origina en los países de capitalism o avanzado a p artir de la preocupación p o r la contam ina ción am biental. Autores como Anthony Giddens, André Gortz, Jürgen H aberm as o Ulrich Beck han hecho contribuciones im portantísim as a la teoría social, que tienen como base las reflexiones acerca de la industrialización, el desarrollo capitalista, el análisis de los movimien tos am bientalistas o la conciencia de riesgo como factor estructurante de nuevas relaciones sociales. Todos ellos adoptan una perspectiva globalizadora y destacan tam bién la im portancia de la reflexión social en la adquisición de una conciencia m undial sobre los temas ambientales, que incide en las posiciones e intervenciones políticas, así como en el tipo de m ovimientos sociales que se desarrollan.4 Pero la degradación am biental no es un atributo exclusivo del capitalismo avanzado occi dental, y en un contexto global las repercusiones de los procesos de degradación son tam bién globales. Nos centrarem os a p artir de ahora en la ecología política del Tercer Mundo, por ser donde los antropólo gos sociales han hecho sus contribuciones. La ecología política del Tercer M undo considera cómo la interrelación entre diversas fuerzas sociopolíticas y la relación entre estas fuer zas y el m edio am biente afecta a los países y regiones que p o r su débil posición en el desigual sistem a de intercam bio padecen unos proble m as específicos de degradación am biental, pues se relacionan con la pobreza, una elevada dem ografía y una fuerte presión sobre los recur sos. De acuerdo con B iyant (1992: 14), que prefiere hablar de cambio am biental m ás que de degradación am biental, esta aproxim ación tom a en cuenta las siguientes áreas de análisis: 1) Las causas contextúales del cam bio am biental: políticas esta tales, relaciones interestatales y capitalism o global. En un m undo en el que se increm enta la interdependencia política y económ ica existe un creciente im pacto de las fuerzas nacionales y transnacionales sobre el entorno. 2) El conflicto p o r el acceso a los recursos: luchas específicas y localizadas en relación al entorno. M uestra cómo los que carecen de poder luchan por proteger los fundamentos ambientales de su existencia. 3) Las ram ificaciones políticas del cam bio am biental, es decir, 4. Véanse, por ejemplo, Beck (1992, 1995, 1996), Giddens (1990, 1994), Gortz (1980, 1994) y Habermas (1981). En el libro de Goldbiatt (1996) puede encontrarse una muy buena síntesis de las teorías de estos autores. Son interesantes también las reflexiones sobre el surgi m iento de una conciencia ecológica mundial aportadas por Abram (1996), Eder (1996b) y Wynne (1996).
ECOLOGÍA, NATURALEZA Y CAMBIO SOCIAL
119
los efectos de las m odificaciones am bientales en las relaciones políti cas y socioeconómicas. En un excelente trabajo sobre el proceso de deforestación de la Amazonia, Schm ink y Wood (1987) sugieren considerar seis elem en tos críticos en el análisis que exponen de acuerdo con el m étodo de contextualización progresiva (Vayda, 1983) y que, por tanto, arranca desde dim ensiones muy concretas p ara ir pasando a los factores de alcance m ás global. Son los siguientes: 1) Las form as de producción de la región por parte de distintos grupos y su orientación hacia form as de reproducción simple o expandida. 2) E structura de clases sociales y conflictos p o r el acceso a los recursos. 3) Form as de inserción en los circuitos m ercantiles y m ecanis mos por los que se increm enta la producción y se extrae plusvalía. 4) Rol del Estado y estructura de la sociedad civil: políticas que favorecen determ inados intereses de clases. 5) Grado de interdependencia global, a p artir de los intereses de inversores, em presas y agencias de alcance internacional. 6) Ideología que orienta el uso de los recursos y legitima las actuaciones políticas que im pulsan determ inados planes de desarrollo. Se trata, por consiguiente, de identificar las actividades hum anas significativas en la interacción sociedad/m edio am biente y de recons truir el contexto social, político y económ ico en el que se producen las causas y efectos de tales actividades. El enfoque de la ecología política supone una am pliación del de la econom ía política, al añadir las dimensiones relacionadas con el medio am biente. De hecho, y tal como indican Stonich y De Walt (1996: 209-210), com bina los enfo ques de la ecología hum ana y la econom ía política, al considerar la dialéctica entre la sociedad y los recursos naturales, y entre clases y grupos dentro de la sociedad. También analiza los roles interrelacionados que juegan las instituciones sociales (internacionales, nacionales, regionales y locales), al proporcionar lím ites y posibilidades a la acción hum ana, que a su vez afecta a las relaciones con el entorno. Hemos dicho ya que en la ecología política convergen diversas dis ciplinas, que tienen como objetivo com ún establecer las causas y efec tos de la degradación am biental. Y cuando se pasa al terreno de lo concreto es lógico que se hagan constantes referencias al papel de la cultura, al sistem a de conocim iento de los grupos indígenas, al m ane jo de los recursos por parte de distintos grupos sociales, así com o a las instituciones que regulan el acceso y uso de los recursos. Todos
120
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
ellos son conceptos que pertenecen a la investigación antropológica y, sin em bargo, la antropología social se ha incorporado m ás tardía m ente a la ecología política que otras disciplinas. Eso se debe a varias razones. Los antropólogos tienen una larga tradición en el análisis de las relaciones de la sociedad con el entorno, pero no se h an preguntado p o r la degradación am biental, seguram ente porque han predom inado los m odelos de equilibrio funcional que no se inte resan p o r los cam bios que acontecen en las sociedades o en el medio am biente. E n segundo lugar, estos m ism os enfoques han dado poca im portancia al peso de los factores políticos en la interacción medio am biental. Incluso han dado poca im portancia a los factores econó m icos, de m anera que la antropología ecológica ha constituido una especie de cam po ap arte dentro de la antropología económ ica y ha focalizado su atención en tem as m uy específicos y concretados en la relación sociedad-entorno. Así pues, para entender la aparición y el desarrollo de la ecología política hay que tener en cuenta no sólo los factores contextúales, sino las propias aproxim aciones teóricas, ya que de ellas depende tratar, o no, determ inados aspectos com o fundam entales. Por esto es im por tante entender cuál ha sido la form a de considerar la interacción de las relaciones sociedad-entorno con el cam bio social. La Naturaleza, com o categoría de análisis, refleja las distintas perspectivas teóricas que pueden ponerse en juego.
5.2.
La naturaleza com o categoría de análisis
Hoy casi nadie llam a a la naturaleza p o r su nombre, sino que se utilizan térm inos tales com o m edio am biente, recursos naturales, eco sistem a o entorno natural. Estas denom inaciones proceden de la cien cia ecológica, se h an difundido a otras disciplinas, como la propia antropología social, y hoy form an parte del lenguaje por el que se expresan las actuales preocupaciones p o r la degradación ambiental. No es que el térm ino «naturaleza» haya desaparecido de nuestro voca bulario, pero su contenido se ha reducido, y hoy se aplica a las porcio nes del planeta que parecen haber quedado inalteradas de las m uta ciones que son fruto de la industrialización y de una explotación m asiva de los recursos. Todas las sociedades m odifican de una m anera u otra la naturale za, puesto que viven en ella y extraen de ella los recursos necesarios para subsistir; sin em bargo, la sociedad industrial ha llevado esta m odificación hasta tales extrem os que está provocando su degrada ción progresiva y su destrucción. La sociedad industrial, por otro
ECOLOGÍA, NATURALEZA Y CAMBIO SOCIAL
121
lado, ha creado un am biente «construido» (y, p o r tanto, no «natural») de considerable magnitud: ciudades, carreteras, ferrocarriles, infraes tructuras, fábricas, m inas, centrales nucleares, vertederos, etc. Cada vez queda m enos «naturaleza» desde u n punto de vista práctico pero también conceptual, porque actualm ente se habla m ás bien de recu r sos y de am biente. La naturaleza incorpora así la lógica del m ercado y el lenguaje de la economía: El am biente representa una visión de la naturaleza de acuerdo con el sistem a urbano-industrial. Todo io que es indispensable para el siste ma deviene en parte del am biente. Lo que circula no es la vida, sino m aterias prim as, productos industriales, contam inantes, recursos. La naturaleza es reducida a un ser inerte, a un mero apéndice del am bien te. Estam os asistiendo a la m uerte simbólica de la naturaleza al mismo tiem po que presenciam os su degradación física (Escobar, 1995: 13).
Esta econom ización de la naturaleza se corresponde con la p er cepción hoy dom inante, que cosifica todas las dim ensiones de la vida y las convierte en m ercancías potenciales o reales. Hoy existe una creciente preocupación p o r los problem as am bientales, p o r cuanto ponen en peligro la viabilidad del sistem a económico, de m anera que se impone la necesidad de gestionar los recursos con precaución, ya que no tienen un crecim iento ilimitado, es decir, se trata de «economi zarlos» porque son escasos y ponen en peligro que la tasa de benefi cios pueda sostenerse. La propia noción de sustentabilidad, que está bastante consensuada como opción para el desarrollo, está totalm ente impregnada del lenguaje económ ico (Jiménez, 1995; M. O'Connor, 1994). Las actitudes conservacionistas, a su vez, son un síntom a de la m ercantilización de la naturaleza, la respuesta em ocional a las con secuencias de esta m ercantilización.5 Éste es el contexto en que el concepto de «medio am biente» se separa del de «naturaleza» y conno ta significados diferentes. M ientras el prim ero procede del cam po científico-técnico y nos evoca el m undo construido, el segundo es un concepto que evoca un estadio primigenio, arm ónico, en donde la p re sencia de seres hum anos no altera significativam ente las leyes regula doras de los ciclos naturales. Sucede con la naturaleza algo equivalente a lo que vimos con la cultura. A la im agen del noble salvaje o de pueblos indígenas supues tamente no evolucionados y prim igenios se corresponde la im agen de una naturaleza salvaje e intocada por la m ano hum ana, que en nues 5. La mercantilización de la naturaleza no sólo se expresa en el aprovechamiento de sus recursos para la producción, sino también en el valor añadido que se otorga a los productos que se puede calificar de «naturales», así com o a los espacios que se consideran menos altera dos por la presencia humana (parques naturales, espacios protegidos) (N. Smith, 1996).
122
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
tro im aginario colectivo forma parte de un m undo que hemos perdi do, al que por este m ism o motivo valoramos altam ente y cuyos reta zos nos esforzam os en preservar. E n am bos casos se trata de unas im ágenes rom ánticas que no se corresponden con lo que la historia, la antropología y la ecología histórica han podido demostrar. Veíamos en el capítulo 2 que incluso las culturas que hoy percibimos como las m ás prim itivas son, en realidad, fruto de la convergencia de determ i nadas fuerzas económ icas y políticas que proceden tanto de su propio acontecer histórico como del contexto global en que se hallan inm er sas. Consideraciones sim ilares podem os hacer respecto a la naturale za. H eadland (1994) insiste en que la idea de que ha existido en otros tiem pos una naturaleza prístina y arm ónica es incorrecta y que la m ayor parte de bosques que hoy consideram os salvajes son en reali dad antropogénicos, fruto de la acción hum ana o, como mínimo, de la inhibición hum ana, pero que no existen al m argen de la humanidad. De hecho, buena parte de la naturaleza que hoy querem os preservar ha tom ado su form a debido a siglos de actividad hum ana y es produc to de u n a construcción social. Más aún, el paisaje natural es producto de relaciones de clase, de género y raciales: no es nada neutro, ni nada «natural» (Soper, 1996). E sta invención de la n atu raleza puede ejem plificarse con el caso de los Pirineos. Como fruto de los contactos con el exterior se ha p ro d u cid o u na «reinvención» o una reinterp retació n de este lugar de m o n tañ a desde u n a óptica externa, tanto de las características que p arecían ser representativas de u n a sociedad tradicional como del propio espacio piren aico y de sus com ponentes naturales. Este m ovim iento de reinvención em pieza ya a finales del siglo xvm en la vertiente norte, siguiendo el m odelo inglés y con clara relación con el esp íritu del ro m an ticism o que se estaba gestando. El excursionis m o y el term alism o son las prim eras m anifestaciones de esta etapa te m p ran a de descu b rim ien to del Pirineo desde el m undo urbano, que en la vertiente su r se produce m ás tarde y se inicia especial m en te p o r im pulso del C entro E xcursionista de C ataluña. La p re sencia de refugios, pistas de esquí, teleféricos, senderos señalizados y carreteras son resp u estas concretas a las nuevas dem andas de consum o de alta m o n tañ a p o r p arte de los que no viven en ella. La vida actual de los Pirineos es fruto de esta reinvención, y el atractivo turístico de la zona tiene que ver con su imagen de naturaleza intocada y con la presencia de pueblos tradicionales. Pero el propio uso hum ano del Pirineo (tanto por sus propios habitantes como por los que viven fuera de él) supone una constante construcción y recons trucción de este espacio natural y social, que se ha adaptado a las necesidades y gustos de cada m om ento. Hay parajes naturales, muy
ECOLOGÍA, NATURALEZA Y CAMBIO SOCIAL
123
apreciados como tales, que han sido fuertem ente m odificados para fines muy concretos: los lagos de Juclar y de Engolasters en Andorra, o el de Sant Maurici en el parque natural de Aigüestortes, por ejemplo, son, en realidad, lagos artificiales que se construyeron para contener el agua canalizada. Hay parajes naturales que se adaptan para los nuevos deportes de aventura: rafting, ala delta, barranquism o, etc. Hay parajes artificiales que se crean im itando los naturales, para m ejor acceso y disfrute de los urbanitas: el lago de Puigcerdá, el parque nuevo de Olot, así como m uchos de los parques y jardines que rodean diversos hoteles son ejemplo de lo que decimos. Hay neoarquitectura de m ontaña, que intenta im itar el estilo tradicional, que enseña la piedra e im pone unas formas uniform izadoras y foráneas. Los métodos artesanales de p ro ducción son reivindicados y reinventados, intentando con ellos d ar una idea de los productos tradicionales, como sucede con buena parte de la artesanía alim entaria, que en el caso del Pirineo gira en torno a los quesos y embutidos. Los productos «naturales» ganan adeptos en general, pues tienen una garantía especial p ara los consum idores. Esto produce en el Pirineo una sobrevaloración de las actividades predado ras, que por este mism o motivo se ven som etidas a control, como suce de con la pesca, la caza m ayor y m uy especialm ente con la recolección de setas. Y así podríam os seguir con m uchas otras dimensiones con cretas de la invención de la naturaleza en el caso del Pirineo, que puede aplicarse a otros m uchos lugares. Estamos en un m om ento en el que las imágenes de la naturaleza se están modificando con sum a rapidez, como fruto del im pacto de las tecnologías de com putadoras, la informática, la biotecnología genética y la biología molecular. Donna Haraway (1995) ha llamado a este fenó meno una «reinvención posm oderna de la naturaleza», cuyo principal exponente es la figura de los cyborgs, m ezcla de m áquina y organismo, que se incorporan a nuestro im aginario como posibilidad a través del camino abierto por la ciencia y por la técnica. Los cyborgs se encuen tran hoy am pliam ente difundidos a través de los relatos de ciencia fic ción y de los nuevos cuentos infantiles; sin embargo, tienen una cierta verosimilitud porque encajan con nuevas realidades y se corresponden con los cambios que se están produciendo en nuestras nociones orgáni cas sobre la vida.6 Pensemos, por ejemplo, en las polémicas recientes 6. El imaginario del cyborg es lecno-cientffico, m asculino y altamente militarizado y nos confronta con nuestras experiencias y nuestras expectativas de futuro (pensem os en el Tentiinalor protagonizado por Amold Schwarzenegger: ¿nos imaginamos a través de él un mundo socialista, sensible, feminista?). ¿Qué posibilidades abre esta reinvención de la naturaleza, hacia dónde conduce? Haraway insiste en que los logros de la ciencia no han de encam inarse necesariamente hacia esta clase de situaciones y esto m ism o obliga a repensarlos y a reconducirlos hacia un futuro con perspectivas más esperanzadoras.
124
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
m otivadas por los experimentos de clonación con animales debido al tem or que genera la posibilidad de que lleguen a realizarse con seres hum anos, o en todas las m inuciosas regulaciones sobre las técnicas de procreación asistida, que buscan evitar los posibles abusos derivados de la m anipulación de embriones. E n cualquier caso, las nuevas figuras del bebé probeta o de los úteros de alquiler están cam biando nuestras nociones acerca de lo «natural»: la técnica hace realidad algo que hace años no era factible ni tan sólo im aginar y el discurso científico avala esta posibilidad. Los cyborgs representan, justam ente, este ensamblaje de elem entos orgánicos, tecnológicos y narrativos (científicos, cultura les). La frontera entre naturaleza y cultura se rompe, puesto que la dis tinción entre organism o y m áquina se diluye: am bos se confunden e identifican. Estam os cam inando, pues, hacia la construcción de una nueva categorización de la naturaleza, de unos nuevos contenidos. Si nos atenem os ah o ra a las disciplinas académ icas y, m ás en con creto, a la antropología social, encontram os, tal com o hem os dicho ya, que en ellas predom ina el uso de térm inos tales com o medio am biente, ecosistem a o entorno. Sean cuales sean las denom inacio nes que utilicem os, el análisis de la naturaleza y de sus relaciones con la cultura no es ajeno a los enfoques p o r los que es percibida y categorizada. Así, la perspectiva neoliberal parte del concepto de escasez, y las m ism as nociones que el form alism o aplica a la defini ción de econom ía (recordém osla: «relacionar medios escasos con fines alternativos») las encontram os tam bién aplicadas a la naturale za: los recursos son escasos y, p o r tanto, hay que gestionarlos de acuerdo con fines alternativos. La perspectiva culturalista enfatiza, en cam bio, el papel de los sistem as cognitivos, de las norm as y de los sím bolos en la relación que establecen los seres hum anos con la n aturaleza y en este sentido cada cultura es particular y única. Para seguir el paralelism o con la antropología económ ica, este enfoque se correspondería con el sustantivism o, que huye de las concepciones econom icistas y se interesa p o r los procesos vitales esenciales de cada sociedad. El ecosocialismo considera la naturaleza como una construcción social, históricam ente producida y reproducida, fruto de determ inados sistem as de producción. Por tanto, los recursos no son escasos por definición, sino en relación a las técnicas disponibles y a las relaciones sociales que se im brican en la producción: a los lím ites im puestos p o r la naturaleza hay que añadir los que se derivan del nivel de las fuerzas productivas y del acceso desigual de las perso nas a los m edios de vida. La relación entre cultura y naturaleza (o entre población y entorno, si prefiere utilizarse el vocabulario ecológico-técnico) ha ocupado una parte sustantiva del análisis antropológico, pero, evidentemente, el
ECOLOGÍA, NATURALEZA Y CAMBIO SOCIAL
125
papel que se otorga a la naturaleza o a la cultura varía de acuerdo con ia perspectiva teórica utilizada. Así, la naturaleza puede considerarse :omo un ente autónom o y pasivo, que es modificado por las actividades humanas pero que existe con independencia de ellas, y en este caso naturaleza y cultura son una especie de com partim ientos estancos, au n que se relacionen entre sí. Como contrapunto, naturaleza y cultura pue den considerarse partes de un mism o sistema, y en este caso se trata de analizar su interacción recíproca, sea cual sea el grado de dominio que se establezca por cada uno de estos parám etros sobre el otro.
5.3.
La naturaleza com o esp acio y com o entorno
D urante años han predom inado en la antropología los enfoques que asignan a la naturaleza un rol pasivo, ya que todo el protagonis mo se otorga a la cultura. La crítica al determ inism o am biental (y racial) es form ulada claram ente por Boas; no obstante, es A. L. Kroeber quien convierte al posibilismo en la posición teórica «normal» de la antropología. La cultura es «supraorgánica», afirm a K roeber (1917), está m ás allá, fuera de lo orgánico (de los com ponentes bioló gicos del cuerpo y de la mism a naturaleza). La cultura se encuentra en la naturaleza (localización), pero no está producida por la naturaleza. Las causas inm ediatas de los fenómenos culturales son otros fenóm e nos culturales. De acuerdo con estos presupuestos, Kroeber analiza la distribución espacial de los rasgos culturales y acuña el concepto de área cultural. No es que se niegue la im portancia del entorno, sino que se lo considera como un factor que lim ita ciertos desarrollos cultura les. Permite explicar, pues, por qué ciertos elem entos culturales no aparecen, pero no, en cambio, p o r qué otros sí lo hacen. El entorno posibilita la cultura, es su m arco físico, pero no tiene ninguna contri bución activa (Herskovits, 1952; Forde, 1934). Es el espacio en que se encuentra una determ inada cultura y, p o r tanto, es susceptible de ser dividido en regiones separadas y excluyentes. Éste es el fundam ento de la idea de cultura como un aislado estructural form ado por un con junto de rasgos que se concretan en el espacio y que conform an aque lla vieja concepción de que a una etnia le corresponde una cultura. En el apartado 2.2 hemos exam inado las lim itaciones que com porta esta forma de entender la cultura p ara su com prensión. La introducción de la perspectiva ecológica en la antropología hace variar esta concepción, que se sustituye por otra de tipo interaccionista. Se reconoce la influencia que puede ejercer el entorno sobre las actividades culturales, y a la inversa. Pero el supuesto interaccionism o acaba no siendo tal, puesto que cultura y naturaleza se analizan com o
126
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
entidades separadas y luego se intenta ver cómo estas esferas externa m ente relacionadas se influyen entre sí (Vessuri, 1986: 205). No pretendem os presentar aquí el conjunto de aportaciones que constituyen el cam po de la antropología ecológica, como tampoco lo hem os hecho en el caso de la antropología económica. Insistiremos sólo en aquellos aspectos que suponen un cam bio de paradigm a o que pueden considerarse los antecedentes de la perspectiva de la ecología política.7 Y en este punto es obligado citar a Leslie White y a Julián Stew ard. W hite (1949) introduce un énfasis que luego será recuperado por los enfoques neoevolucionistas: la idea de que hay distintos gra dos de eficiencia tecnológica y de que la evolución hum ana puede definirse en térm inos de la capacidad para capturar energía del entor no. Su enfoque, claram ente unidim ensional y determ inista (se trata de m edir la cantidad de energía per cápita, sin considerar otras varia bles), es criticado p o r Stew ard (1955), quien insiste en la necesidad de an alizar la relación entre ciertos rasgos del entorno y ciertos rasgos de la cultura, y porque inaugura, justam ente, el m étodo de análisis que denom inará «ecología cultural». La ecología cultural difiere de la ecología hum ana y social en la bús queda p o r explicar el origen de modelos y características culturales que caracterizan áreas diferentes m ás que en derivar principios aplicables a cualquier situación cultural y am biental. Difiere de las concepciones relativista y neoevolutiva de la historia cultural en que introduce el entorno local com o factor extracultural en la infructuosa suposición de que la cultura viene de la cultura. Así, la ecología cultural presenta un problem a y un m étodo (Steward, 1992 [1955]: 339).
El problem a, nos sigue diciendo Steward, «es com probar si las adaptaciones de las sociedades hum anas a sus entornos requieren modos particulares de com portam iento o si dan libertad para varios posibles modelos de com portam iento» (p. 39). Ésta es la base de la «evolución multilineal». Los diferentes aspectos que componen una cultura son interdependientes, pero no todos presentan el mismo grado y tipo de interdependencia y, p o r tanto, no cam bian al mismo ritmo. El «núcleo cultural» incluye los elementos de la cultura más estrecha m ente ligados a las actividades de subsistencia y a las formas de orga nización económica, incluyendo patrones sociales, políticos y religiosos. Los restantes elem entos culturales están vinculados con la historia
7. Para una presentación global de la antropología ecológica nos remitimos por tanto a los libros o artículos que sintetizan este enfoque. Véanse, por ejemplo, Contreras (1995), Hardesty (1979), Martínez Veiga (1978, 1985a), Netting (1977), Orlove (1980), Vessuri (1986), Valdés (1977), Valdés y Valdés (1996) y Vayda y McKay (1975).
ECOLOGÍA, NATURALEZA Y CAMBIO SOCIAL
127
cultural, son m ás autónom os y dan la apariencia de diferenciación externa a culturas que tienen núcleos similares. Por lo que respecta al método, éste viene caracterizado por la necesidad de tener en cuenta la complejidad y nivel de la cultura, que se expresa m ediante el con cepto de «nivel de integración sociocultural». Im plica analizar la interrelación de la tecnología con el entorno, los m odelos de com porta miento asociados al uso de una tecnología particular y la relación de la tecnología con otros aspectos de la cultura. Estas dim ensiones son las que sitúan a Stew ard com o el au to r que inaugura el estudio de la problem ática am biental en la an tro p o logía. Él se interesa po r la form a en que se usa la tecnología p ara explotar el entorno a través de la producción y se interesa tam bién por los patrones de sociales que son posibilitados p o r la organización de las técnicas de subsistencia. Fijém osnos en que Stew ard utiliza las nociones de entorno y de am biente, inspirándose en la ciencia ecoló gica, y en que su perspectiva tendrá una gran influencia en el grupo de antropólogos neoevolucionistas y funcionalistas que, de acuerdo con Orlove (1980), conform an el segundo estadio de la antropología ecológica. Hacia la m itad de la década de los sesenta, el concepto de ecosiste ma pasará a ser fundam ental, y la sociedad hum ana se considera como una población ecológica integrada en él. El énfasis se sitúa en la comprensión de la adaptación de la sociedad al entorno y de los mecanismos reguladores por el que se produce el ajuste. R appaport tiene un artículo tem prano (1956) en el que introduce los conceptos ecológicos m odernos en la antropología; asim ismo, es bien conocida su monografía sobre los tsembaga m aring (Rappaport, 1968), en donde analiza los flujos e intercambios energéticos y enfatiza el papel de las imágenes culturales sobre la naturaleza en las actuaciones respecto al medio am biente. Otra m onografía m uy ilustrativa de la perspectiva neofuncionalista es la de Betty Meggers (1976), sobre la Amazonia, que se basa en el concepto de adaptación. Parte de la diferenciación en las características y potencial de subsistencia de las regiones de várzea y las de tierra firme y considera las culturas com o respuestas adaptativas a tales condiciones.8 A partir del método de la ecología cultural se estudian a los cazadores-recolectores, pastores nóm adas, agricultores de subsistencia y cam pesinos, y, a pesar de las m inuciosas descripciones sobre las técnicas de subsistencia, el énfasis se sitúa m ás en la cultura que en el am biente 8. En la Amazonia se han aplicado todos los enfoques y perspectivas de análisis posibles de la antropología ecológica. Como visiones de síntesis valorativas de estas aportaciones son interesantes los artículos de Johnson (1982), de Sponsel (1986) y de Viveiros de Castro (1996).
128
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
(Vessuri, 1986: 209). Uno de los conceptos m ás utilizados será el de «capacidad sustentadora del territorio», por el que se intenta establecer el volum en de población total que puede m antenerse en un territorio, teniendo en cuenta los factores limitativos que derivan del entorno y del nivel tecnológico disponible. Este concepto m uestra la falta de con sideración hacia la com plejidad de factores que condicionan los proce sos productivos, com o la diferenciación social interna de las comunida des, o las fuerzas económ icas y políticas de alcance más global. La perspectiva de la ecología cultural se enriquecce con el análisis de las estrategias adaptativas, que se inspira en los trabajos iniciales de Frederik B arth (1956) y supone tener en cuenta la variedad de opcio nes que se pueden ado p tar en las pautas de subsistencia y de consu mo. La teoría de sistem as y la teoría de la com unicación inspiran el análisis sobre los flujos de energía, los m ecanism os de regulación y los m ecanism os de retroacción. Se trata, por tanto, de unos enfoques que tienden a enfatizar el equilibrio en la relación entre población hum ana y entorno, y, aunque el análisis de las estrategias adaptativas introduce análisis procesuales, éstos son de corto alcance y refuerzan tam bién el carácter funcional de las distintas opciones posibles. En todo caso, las aportaciones de los ecólogos culturales serán muy fructíferas para la antropología económ ica, puesto que introducen el análisis de muchas dim ensiones nuevas y contribuyen a cam biar los presupuestos (o pre juicios) sobre los pueblos con econom ía de subsistencia.9 C om entario aparte m erece la obra de Marvin H arris, que se inscri be en la corriente que se denom inará como «materialismo cultural». H arris otorga prioridad a los factores tecnológicos y tecnoeconómicos (variables infraestructurales) com o m odeladores de la organización social y de los com ponentes ideacionales de la cultura, y todos ellos esenciales para entender las form as específicas de adaptación al entorno. Desde el punto de vista metodológico, el m aterialism o cultu ral considera que deben analizarse las estructuras de producción y reproducción (etic), pues éstas determ inan los modos ideacionales y conductuales, em ic.'0 Dicho de otra forma: se parte del determinism o infraestructural, com o principio que perm ite explicar las regulari dades sujetas a las leyes presentes en la naturaleza. Los seres hum a nos, sostiene H arris (1982: 72), no pueden cam biar las leyes que im pone la naturaleza y lo m ás que pueden hacer es buscar un equili 9. Serán especialm ente relevantes las investigaciones sobre grupos de cazadores-recolec tores y la publicación de los resultados de un sim posio que se recoge en el libro de Lee y De Vore (1973). Véanse al respecto las valoraciones de Sahlins (1977) o de Valdés (1977). 10. Harris toma del lingüista Kenneth Pike la distinción elic/emic para diferenciar las categorías y conceptos em pleados en los análisis científicos de aquellos que se generan en cada cultura particular.
ECOLOGÍA, NATURALEZA Y CAMBIO SOCIAL
129
brio entre la reproducción y la producción y el consum o de la energía necesaria para sobrevivir. El único factor que perm ite alterar esta ecuación es la tecnología, aunque la evolución tecnológica (frecuente mente im pulsada por el crecim iento dem ográfico) se ve lim itada por la capacidad de cada háb itat de ser m odificado sin que los cam bios introducidos sean irreversibles. Así: La infraestructura representa la principal zona interfacial entre natu raleza y cultura, la región fronteriza en la que se produce la interacción de las restricciones ecológicas, químicas y físicas a que está sujeta la acción hum ana con las principales prácticas socioculturales destinadas a intentar superar o m odificar dichas restricciones (Harris, 1982: 73).
La perspectiva del m aterialism o cultural queda perfectam ente plasmada en el análisis de H arris sobre los tabúes alim entarios (Harris, 1978, 1980). El hecho de no consum ir determ inados alim en tos es explicado en térm inos de los condicionantes adaptativos y de la compleja relación entre el entorno y el sistem a tecnoeconóm ico, en tanto que los tabúes y los com ponentes ideacionales que conform an el gusto o rechazo de ciertos alim entos vienen determ inados por aquella relación. Las principales críticas a esta orientación vendrán form ula das por Sahlins (1969, 1988a), que frente a la «razón práctica» co n tra pone el «orden cultural» y tam bién p o r Godelier (1976), quien consi dera que se cae en un em pirism o exagerado que pervierte los postula dos de Marx, por lo que califica directam ente esta orientación de «materialismo vulgar».11 En térm inos generales puede decirse que el enfoque de la ecología cultural que inaugura Stew ard presenta serios límites, que sus segui dores reproducirán, y que, de acuerdo con Painter (1995: 2-4), se cen tran en dos aspectos: 1) Tratar la producción com o un proceso m era mente técnico, sin tener en cuenta sus dim ensiones sociales y sin conectar los procesos locales con otros de m ás am plio alcance. 2) Rechazar la contextualización histórica, de m anera que no puede p re guntarse por las causas que conducen a una determ inada situación local. El resultado es que los modelos son descriptivos m ás que expli cativos, puesto que se enfatiza el equilibrio entre población y entorno y los sistem as de producción se presentan siem pre en situación de estabilidad. Además, el hecho de tom ar com o unidad de análisis a poblaciones locales dificulta reconocer su diferenciación interna, así como los lazos sociales, económ icos y políticos en que se integran. 11. Para un análisis de la confrontación entre las posturas del materialismo y del culturalismo y de los intentos de síntesis véase Contreras (1995: 55-67).
130 5.4.
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
La naturaleza com o construcción social
E n un trabajo sobre los sistem as de pastoreo nóm ada en África, H jort (1982) criticó los modelos de la ecología cultural, centrándose especialm ente en el concepto «capacidad sustentadora del territorio», que no tiene en cuenta las dim ensiones sociales de la producción, ni las condiciones históricas de su surgim iento, ni contextualiza tampo co los intereses en com petición sobre unos mism os recursos. Debido a ello, y tam bién a la falta de consideración del contexto m ás amplio, se ha difundido el tópico, p o r ejemplo, de que el pastoreo nóm ada con duce a la degradación am biental; no se han tenido en cuenta, en cam bio, las causas reales que provocan la debilidad de m uchos pueblos pastores, com o es su m arginalización y falta de acceso a recursos crí ticos para su subsistencia. E n esto m ism o insiste Little (1992) en su m onografía sobre el cam bio económ ico entre los baringo de Kenya. La privatización de tierras com unales, los conflictos por la utilización de la tierra, el rol del Estado en la regulación de los sistem as de tenen cia de la tierra y la creciente diferenciación interna son aspectos bási cos para com prender la evolución reciente de los pueblos pastores. Esto obliga a rein terp retar la supuesta incapacidad de estos pueblos para vencer la pobreza. Lo interesante del trabajo de Little es que parte del fuerte desastre clim ático que se produjo en 1980 para dem ostrar que la sequía es un estado «normal» en la zona, pero que la respuesta de los baringo, inhibiéndose, no fue en absoluto normal. P ara entenderlo debían incluirse en el análisis diversas variables, que usualm ente la ecología cultural no ha tom ado en consideración: el absentism o de los grandes propietarios ganaderos y su competencia por los pastos; la realización de trabajo asalariado, que lim ita la dis ponibilidad de fuerza de trabajo, así como las formas de ganadería sedentaria, que suponen la sobreexplotación de ciertas zonas de pasti zales y el desaprovecham iento de otras. La metodología utilizada im plica analizar el proceso de producción, integrando tanto las varia bles estructurales económ ico-políticas como las derivadas de las estra tegias individuales. El enfoque de la ecología política asum e la necesidad de vincular ecología y econom ía a través del análisis del proceso de producción. E n esta línea, Collins (1993: 180) propone: 1) redirigir la atención al proceso de trabajo; 2) focalizar cóm o las fuerzas materiales y sociales se com binan en el trabajo productivo, y 3) insistir en la necesidad de historizar nuestra com prensión de las interacciones hum anas/m edio am bientales. Desde estas coordenadas, la naturaleza se considera en gran parte u n a construcción social y no algo independiente de la acción hum ana:
ECOLOGÍA, NATURALEZA Y CAMBIO SOCIAL
131
E n lugar de tratar el entorno como una entidad pasiva que im pone límites a la actividad hum ana, se trata de focalizar la relación dinám ica entre actividad productiva hum ana y base de recursos física. La n atu ra leza de esta actividad está modelada por la determ inación social de cuáles son los recursos naturales críticos en determ inado tiem po y lugai', la distribución del acceso a tales recursos y la naturaleza de los arreglos institucionales que m edian tal acceso (Painter, 1995: 7-8).
Distintos autores defienden, adem ás, la necesidad de incorporar una perspectiva procesual, pues «los recursos naturales críticos en cada tiempo y lugar» pueden variar en el devenir histórico. Headland (1994) aboga incluso por la constitución de una especie de «ecología histórica» que tenga en cuenta tanto la historia del entorno com o de la cultura que se encuentra en él: Cuando analizam os un sistem a ecológico ocupado p o r hum anos, no sólo hemos de estudiar cóm o los com ponentes hum anos inducidos (eco nomía, religión, política, nuevas carreteras u hospitales) influyen sobre el flujo de energía e inform ación, sino que tenem os que analizar el eco sistem a diacrónicam ente. Es decir, tenem os que indagar en la historia del propio ecosistema, si querem os com prender su estructura y funcio nes, así com o la cultura de la gente que hay en él. Y cuando aquí digo historia, no m e refiero únicam ente al estudio del pasado de la gente, sino al que incluye un análisis de la dialéctica entre cam bio am biental y cambio cultural (Headland, 1994: 5) (cursiva en el texto).
La incorporación de la historia constituye una reacción al neofuncionalism o que caracterizaba a la ecología cultural. Tam bién lo es dejar de concentrarse en poblaciones locales y tener en cuenta uni dades m ás am plias (econom ía política) o m ás reducidas (acción indi vidual), lo que evita considerar tales poblaciones com o aislados estructurales internam ente indiferenciadas. De acuerdo con Orlove (1980: 261), la elim inación de la perspectiva funcionalista tiene com o ventajas: 1) la focalización en los m ecanism os que vinculan m edio am biente y com portam iento; 2) la capacidad para incorporar el con flicto, así como la cooperación, y 3) llevar a cabo estudios más preci sos de actividades productivas, patrones de asentam iento, etc., sin partir del presupuesto de su equilibrio funcional. La producción es un acto de apropiación de la n aturaleza e im plica la transform ación de los recursos en productos utilizables mediante instrum entos y trabajo. El entorno y la tecnología se cons truyen socialm ente a través de las relaciones sociales que se estable cen en la producción y que cristalizan en el proceso de trabajo. Así pues, ecología, tecnología y trabajo están en estrecha relación (Con-
132
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
treras, 1991: 343). Diversos autores defienden la idea de que para su p erar el debate sobre el predom inio de la naturaleza o de la cultu ra el análisis debería focalizarse en la producción, justam ente por que es lo que vincula el cam po tecnoecológico con el sistem a cultural (Collins, 1993; Cook, 1973; Godelier, 1989a; Hjort, 1982; Painter, 1995; Rutz, 1977).12 Además, en la producción se ponen en juego las necesidades e intereses conflictivos entre los m iem bros de una socie dad, así com o las distintas estrategias adoptadas p o r grupos particu lares. P or tanto, el análisis de la producción obliga a desarrollar una perspectiva m ás com pleja, que va m ás allá de considerar la adapta ción m eram ente com o u n conjunto de respuestas técnicas de una población indiferenciada a las condiciones del entorno físico. De esta form a la producción deviene un concepto integrador entre los cam pos de la antropología ecológica y la antropología económ ica (Cook, 1973: 35). P artirem os de un fragm ento de un texto de Godelier p ara expre sar m ejor cóm o la producción vincula los ám bitos de la naturaleza y de la cultura. E n su introducción al libro Lo ideal y lo material, Gode lier p lantea que la gran diferencia de los seres hum anos respecto a otros seres sociales reside en que los prim eros producen sociedad y cu ltu ra p ara vivir y, con ello, fabrican la historia. Los segundos, en cam bio, tam bién son fruto de la historia, pero de una historia que ellos no h an hecho: la historia de la naturáleza. Hay, pues, una espe cificidad de los seres hum anos en el seno de la naturaleza de la que form an parte. Y p ara in terp retar esta evolución diferencial form ula la siguiente hipótesis: El hombre tiene historia porque transforma la naturaleza. Y asimismo la naturaleza propia del hombre consiste en tener tal capacidad. La idea es que, de todas las fuerzas que pone el hombre en movimiento y le hacen inventar nuevas formas de sociedad, la más profunda es su propia capacidad de transformar sus relaciones con la naturaleza, transforman do la misma naturaleza. Y es esta misma capacidad la que le aporta los medios materiales para estabilizar tal movimiento, para fijarlo durante un período más o menos largo en una nueva forma de sociedad, para desarrollar y extender mucho más allá de sus lugares de origen determi nadas formas nuevas de vida social inventadas por él (Godelier, 1989a: 17-18) (cursiva en el texto). 12. Vale la pena citar especialm ente el artículo de Johnson (1982), que hace una revisión crítica de los enfoques de la ecología cultural, que califica com o reduccionistas, analizando cóm o se han aplicado en el caso de la Amazonia. Lo interesante es el debate que genera este artículo y las respuestas de distintos autores, que introducen matices o muestran una oposición abierta a las posturas de Johnson, al representar las distintas tendencias teóricas que se han puesto en juego en el análisis de la Amazonia.
ECOLOGÍA, NATURALEZA Y CAMBIO SOCIAL
133
Al decir esto, G odelier se inspira en la idea de Marx de que los seres hum anos h an de crear las condiciones m ateriales de su existen cia, ya que ello se realiza a nivel colectivo y no individual; Marx hablaba de «producción social de la existencia» y añadía que com o consecuencia de esta producción se en trab a en toda u n a serie de relaciones (no sólo económ icas, sino tam bién políticas, sociales, ideológicas, etc.) que venían a d eterm in ar y configurar la conciencia individual. Así pues, la especie hum ana es el resultado de dos variables: los seres hum anos son seres de la naturaleza y son tam bién seres sociales. No se trata, sin em bargo, de un resultado pasivo, puesto que los seres hum anos transform an la naturaleza para su uso. Al cam biar la n atu raleza, cam bian su propia naturaleza hum ana y crean técnicas y cul tura m aterial. Las relaciones sociedad-naturaleza siem pre son bidireccionales y dialécticas. Con el trabajo se crean y recrean relaciones sociales y, al mism o tiem po que se m odifica la realidad m aterial, se crean tam bién universos simbólicos significativos. El trabajo o, m ejor dicho, el «trabajo social», cristaliza en ám bitos de organización, en un complejo entram ado de interacciones hum anas al que denom inam os «sociedad» (Wolf, 1987). Las formas de existencia hum ana son, pues, el resultado de una producción social, colectiva, en que intervienen diversas variables: hay un medio natural lim itante y condicionante que, a pesar de tener estas características, es susceptible de ser transform ado y de que los seres humanos se apropien de lo que ofrece (recursos reales o posibles), gra cias a su trabajo y a los diferentes modos (o actos) de apropiación material de la naturaleza, es decir, diferentes factores de producción. Los modos de producción son, desde este punto de vista, modos de adaptación, y así los considera Godelier, quien, partiendo de este con cepto, determ ina una nueva significación (no unívoca) de lo que es económ icamente racional (1989¿>). E n otras palabras, no se trata de utilizar el concepto de racionalidad económ ica cualificándolo de exclusivo y únicam ente aceptable para una lógica de mercado. Se trata de considerarlo de otra manera: dejar de entender lo «racional» como una búsqueda de máximos y pasar a entenderlo com o una con ducta intencional que perm ite la adaptación a un m edio que im pone sus propias restricciones. Del concepto de racionalidad son inseparables el de norm atividad y el de intencionalidad. Los m iem bros de una sociedad desarrollan roles en una estructura y su participación en la econom ía im plica actos de apropiación, transform ación, transferencia y utilización de los recursos (Cook, 1973: 30). E n este sentido, G odelier acepta la p ro
134
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
puesta form alista de racionalidad económ ica en la m edida en que im plica u na optim ación de los recursos. Ahora bien, existen muchas form as de conseguirlo, que dependen de la m anera de representarse la realidad. Cada sociedad tiene una m anera diferente de entender el buen o el mal uso de los recursos: hay, en definitiva, m uchas formas de racionalidad económ ica. No todo es intencional, sin embargo, porque los resultados de m uchos procesos son inintencionales y de efectos no previstos. Las consecuencias no intencionales de acciones racionales derivadas de las decisiones individuales son analizadas p o r R utz (1977) en un trabajo sobre Fiji, en el que se dem uestra la posibilidad de conjugar el análisis de la acción individual con el de las fuerzas estructurales de m ás am plio alcance. R acionalidad y adaptación son dos conceptos extrem adam ente vinculados. Cada sociedad es un todo inm erso en una totalidad supe rio r que funciona según unos m ecanism os lim itantes y condicionan tes y que puede subsistir y desarrollarse m ientras no se alteren tales m ecanism os. Los diversos m odos de producción representan diversos modos de adaptación que, en el lím ite, es decir, cuando entran en contradicción con las condiciones de reproducción del propio sistem a, pueden con vertirse en form as inadaptadas de existencia, que exigirán la adop ción de nuevas estrategias adaptativas. Y ocurre que la m ayor parte de las sociedades prim itivas, contrariam ente a lo que se podría pen sa r (y en oposición a las sociedades consum istas), no viven en los lím ites de las posibilidades de su sistem a, sino por debajo de los fac tores lim itativos de su medio: dejan sin usar un gran núm ero de recursos y en unas condiciones que, lejos de perm itirles la acum ula ción de riqueza y la evolución hacia una econom ía de mercado, les facilita únicam ente la reproducción de las m ism as condiciones de existencia a las que están adaptados. Pero tam bién hay desadapta ción e involución, y en esto insiste Godelier,- porque de lo que se trata es de an alizar las condiciones de reproducción o transform ación de las sociedades y no de insistir en las form as de equilibrio y de auto rregulación. E n este punto hay que señalar una cuestión im portante: los seres hum anos, por m ucho que actúen respecto a la naturaleza y la trans form en en su provecho, no dom inan totalm ente sus leyes ni la direc ción del proceso evolutivo. Esto es lo que Godelier denom ina raciona lidad no intencional, e insiste en que la historia de los seres humanos es el producto de un encuentro entre dos lógicas, una intencional y otra no intencional (1989¿>: 92-94). Las personas, a diferencia de otros seres vivos, pueden tener conciencia de su destino y de las condicio
ECOLOGÍA, NATURALEZA Y CAMBIO SOCIAL
135
nes de su existencia, pero esto no significa que puedan dominarlas, porque no pueden dom inar por com pleto las leyes de la naturaleza. Precisam ente se ha discutido m ucho acerca de hasta qué punto Marx adm itía la existencia de leyes autónom as de la naturaleza, puesto que tanto insistió en el carácter social de la interrelación que la hum ani dad tiene con ella. Si se adm ite que no todo en el entorno puede dom i narse (con independencia incluso de cuál sea el nivel de las fuerzas productivas) y que las leyes de la naturaleza tienen cierto m argen de autonom ía y de independencia, entonces debe reconocerse tam bién que no todo en la naturaleza es construcción social. Tal como hem os señalado m ás arriba, las personas para poder sobrevivir establecen relaciones sociales entre ellas y lo hacen en u n a forma que lógicam ente está relacionada con su interacción con la naturaleza y los lím ites que ésta im pone. Pero tal com o indica Chevalier (1982: 100), eso no quiere decir que las relaciones de p roduc ción puedan deducirse directam ente de las fuerzas productivas exis tentes, ni que estas últim as puedan reducirse a los efectos determ i nantes de las fuerzas naturales dom inantes. Chevalier explica esta idea a través del análisis de la agricultura de tala y quem a, que usual mente se ha descrito com o la form a m ás ad ap tad a a las condiciones de fragilidad y a la pobreza del suelo de los bosques tropicales y se entiende que la diversificación de los cultivos es un corolario de esta adaptación (Geertz, 1963; Meggers, 1976). En su trabajo sobre el valle de Pachitea, en Peni, Chevalier m uestra que la agricultura de tala y quema se ha orientando hacia cultivos especializados y que, adem ás, los asentam ientos hum anos son m ucho m ás grandes y estables que los que se encuentran en otras partes de la Amazonia. Y la agricultura resultante puede considerarse bien adaptada, pues no se ha producido una degradación am biental; eso es así p o r dos razones básicas: porque buena parte de la producción se orienta al consum o propio y porque el trabajo se realiza en base a relaciones sociales dom ésticas. Ni las fuerzas del m ercado han supuesto cam bios im portantes en las rela ciones de producción, ni las form as de producción se han ap artad o sustancialm ente de los lím ites que im pone el entorno. Así pues, com o insiste Godelier, no toda la acción hum ana respecto a la naturaleza tiene un carácter intencional y, p o r tanto, los seres hum anos no dom i nan las condiciones de su existencia y evolución. Y esto es pertinente recordarlo hoy, cuando existe una confianza ilim itada en la ciencia a pesar de los efectos no intencionales que derivan de la aplicación de nuevas tecnologías. Paralelam ente al enfoque de la ecología política se ha desarrolla do en estos últim os años el interés p o r analizar el cam po cognitivo que se corresponde con los procesos específicos de adaptación de las
136
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
sociedades o poblaciones a m edios físicos determ inados. Esta pers pectiva, que en el cam po de la antropología ecológica se conoce com o culturalism o, integra los conceptos y puntos de vista generales de tipo biológico en la form a en que cada sociedad construye sus ideas sobre la naturaleza, lo que m ediatiza la form a de interacción que establece con ella. M ostrando cóm o la naturaleza es cultural m ente construid a y enfatizando las dim ensiones sim bólicas de esta construcción, E der (1996a) critica la idea de apropiación m aterial de la naturaleza acu ñ ad a p o r Marx, pues considera que cae en los mis m os presupuestos que el naturalism o, ya que el predom inio que otor ga a la cultura fagocita la naturaleza y se aplican al funcionam iento de la cu ltu ra los m ism os principios que a los sistem as biológicos. El culturalism o rein terp reta las relaciones entre sociedad, naturaleza y cu ltu ra a p a rtir de rescatar el valor de la naturaleza como un ente autónom o y com o fuente de vida, que no necesariam ente entra en relación conflictiva con la cultura, ya que existen poblaciones su puestam ente respetuosas con las leyes reguladoras de los ciclos n atu rales. La m oderna sociedad industrial, en cam bio, es crecientem ente violenta y destructiva con la naturaleza y ello conduce hacia su pro pia destrucción. La perspectiva culturalista considera, pues, que la construcción sim bólica de la naturaleza es un elem ento clave para en ten d er las actuaciones hum anas respecto a ella y ha de ser un punto de referencia en los debates sobre política am biental. Como puede deducirse, este enfoque «mentalista» cam ina por una senda bastante divergente del que enfatiza el análisis de las condicio nes de reproducción de los sistem as sociales e incorpora las premisas de la econom ía política al relacionar las limitaciones im puestas por las estructuras internas de la sociedad con las del medio ecológico. El hecho de que la antropología ecológica desem boque en la ecología política es una consecuencia lógica de este últim o tipo de aproxim a ción, aunque se está produciendo en el m ism o una incorporación de este interés p o r dilucidar las dim ensiones simbólicas asociadas a la percepción de la naturaleza. El propio Godelier (1989a) ha insistido reiteradam ente en la im portancia de analizar las percepciones del entorno p o r parte de las poblaciones que viven en él, ya que sum inis tra claves interpretativas p ara entender su propia lógica productiva.13 13. Son m uy ilustrativos los casos etnográficos por los que Godelier muestra estas dife rencias de x'epresentarse la realidad. Por ejemplo, los cazadores blancos y los indios naskapi de la península del Labrador, o los pigm eos mbuti y los banlúes de la selva ecuatorial africana tie nen m ecanism os de subsistencia diferentes y se representan la realidad de manera diversa jus tamente porque la aprovechan de forma diferente. Cada una de estas maneras tiene su propia lógica, su propia «racionalidad». Un inventario com pleto de esta variedad permitiría evitar caer en la trampa etnocentrista del formalismo económ ico y en la trampa sustantivista de evitar a toda costa la consideración económ ica que puede hallarse en los elem entos sociales.
ECOLOGÍA, NATURALEZA Y CAMBIO SOCIAL
137
E n los años recientes ha podido observarse un cam bio radical en la clase de interacción existente entre la población hum ana y el am biente natural com o consecuencia de la incorporación de socieda des con una econom ía de subsistencia a esquem as nacionales de desarrollo. La ecología política surge en este contexto e intenta com prender las causas y las consecuencias de la creciente degradación am biental que com porta este proceso.
C a p ít u l o 6
ECOLOGÍA POLÍTICA Y ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA. ENFOQUES, DEBATES 6.1.
Precedentes de la ecología política en la antropología económ ica
Hoy se puede hablar de la ecología política com o u n cam po espe cífico de interés y de investigación, pero se trata de algo m uy reciente, puesto que el volumen de trabajos significativos se ha producido en los últimos quince años. No es fácil, entonces, seleccionar los autores que pueden considerarse como precedentes, especialm ente cuando tales autores no sabían que lo eran y en tal caso su inclusión depende del criterio de quien se em peña en buscar estos precedentes. Además, como el cam po de la ecología política se está construyendo, no existe unanim idad al respecto. E n todo caso, tres autores aparecen como los más citados: Eric Wolf, Karl Polanyi y Clifford Geertz: Wolf p o r ser quien por p rim era vez utiliza el térm ino «ecología política» y los otros dos porque aplican en la práctica este tipo de enfoque en sus trabajos. Es evidente que si consideram os com o precedentes a quienes han relacionado ecología y política la lista podría am pliarse e incluir otros muchos autores. Éste es el caso, p o r ejemplo, de Fredei'ick B arth y Jonathan Friedm an. De Barth pueden destacarse sus tem pranos tra bajos en la región de Swat, donde m uestra que las pautas de ocupa ción del territorio se vinculan estrecham ente a las form as de dom inio político que los pataníes establecen sobre los otros grupos de la región (kohistaníes y gujaratíes), o sus análisis sobre las pautas de u ti lización de la tierra y las adaptaciones políticas de las tribus nóm adas de Persia m eridional (Barth, 1974, 1981). De Friedm an recuerdo m uy especialmente un artículo que en su m om ento m e im presionó y m e hizo replantear la m anera en que hasta entonces había visto tratados los temas relativos a la ecología cultural. E n este artículo, Friedm an (1977) analiza un grupo de sociedades situadas en la frontera cultural
140
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
del sureste de China, especialm ente la de los kachin, bien conocidos en la antropología, y trata las transform aciones históricas de estos grupos, relacionando los cam bios de su estructura política con las condiciones ecológicas que condicionan el nivel de productividad que se puede alcanzar y que im ponen límites a tales cambios. Añadiremos tam bién a M aurice Godelier (1989), que hizo una im portante contri bución a p a rtir del concepto de racionalidad económ ica que analiza en base a las relaciones entre sociedad y entorno, tom ando en consi deración las lógicas m ateriales y sociales que se ponen en juego en la explotación de los recursos. Pero volvamos a los tres autores señalados. En su obra La gran transformación, publicada en 1944, Karl Polanyi se acerca mucho a los actuales planteam ientos de la ecología política. Es un texto que curiosa m ente los antropólogos citan muy poco y que, en cambio, es invocado como precedente por parte de la historia económica (Martínez Alier, 1992; J. O'Connor, 1991). Combatiendo los postulados de la economía neoclásica, Polanyi plantea la com patibilidad entre los sistemas de pro ducción y la naturaleza y considera que el mercado capitalista, al impo ner su lógica, aniquila la naturaleza, pues la convierte en mercancía: La producción es la interacción del hom bre y la naturaleza; si este proceso debe ser organizado m ediante un mecanismo regulador de true que y de cambio, entonces es preciso que el hom bre y la naturaleza entren en su órbita, es decir, que sean sometidos a la oferta y a la dem an da y tratados com o m ercancías, como bienes producidos para la venta. Tal era precisam ente lo que ocurría en un sistema de mercado. Del hom bre (bajo el nom bre de trabajo) y de la naturaleza (bajo el nom bre de tierra) se hacían m ercancías disponibles, cosas listas para negociar, que podían ser com pradas y vendidas en todas partes a un precio deno m inado salario, en el caso de la fuerza de trabajo, y a un precio denom i nado renta o arrendam iento, en lo que se refiere a la tierra. [...] Mientras que la producción podía en teoría organizarse de este modo, la ficción de la m ercancía im plicaba el olvido de que abandonar el destino del suelo y de los hombres a las leyes del mercado equivalía a aniquilarlos (Polanyi [1944], 1989: 216) (la cursiva es mía).
Observemos que Polanyi se centra en el m ercado capitalista y no en las relaciones de producción y la explotación de la fuerza de trabajo, lo cual se corresponde con todo el hilo conductor de su obra y le hace ser uno de los máximos representantes del sustantivismo. Lo que se deba te a lo largo de su texto es el lugar de la econom ía en la sociedad y m uestra cóm o el Homo oeconomicus es producto del capitalismo, una invención reciente, que nace en el contexto de un tipo de sociedad dom inada por la lógica del mercado, que subordina lo social, destruye
ECOLOGÍA POLÍTICA Y ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
141
las com unidades indígenas y las form as de vivir com unitarias, e im po ne la pobreza y el desarraigo en aras de la obtención del máximo bene ficio. Así deben interpretarse las situaciones de m iseria y de degrada ción ambiental: como resultado de un tipo de organización social y no como producto de diferencias naturales o de castigos bíblicos. E n unos años en que está en auge la ideología neoliberal, la obra de Polanyi es, nos dice Jam es O’Connor, «una luz brillante en un cielo lleno de estre llas que decaen y de agujeros negros de naturalism o burgués, neomalthusianismo, tecnocratism o del Club de Roma, ecologismo profundo romántico y "unim undialism o” de las Naciones Unidas» (1991: 114). El libro de Geertz Involución agrícola, publicado en 1963, es otro de los que frecuentem ente se citan com o precedente de la ecología política. Este autor parte de la aproxim ación de la ecología cultural y, más en concreto, de los conceptos introducidos p o r Stew ard p ara analizar la evolución de los dos sistem as agrícolas predom inantes en Indonesia, que se distribuyen de acuerdo con condiciones ecológicas diferenciales. La agricultura intensiva (sawah) predom ina en la isla de Java y se caracteriza p o r los cam pos abiertos, el m onocultivo, ele vada especialización, dependencia de nutrientes m inerales, necesidad de infraestructuras y m antiene un equilibrio estable. La agricultura de tala y quem a (swidden) predom ina en las islas Exteriores, donde hay una gran abundancia de bosques tropicales, y se basa en la diversidad de cultivos, ciclos de nutrientes con seres vivos, m anto vegetal de cobertura y tiene un equilibrio delicado. Geertz identifica sistem as agrícolas y ecosistemas. De hecho, des cribe los dos ecosistem as diferenciados a p artir de'cada uno de los sis temas agrícolas predom inantes en ellos, lo cual im plica enfatizar las dimensiones tecnológicas e im pide profundizar en los factores socia les asociados a cada uno de estos sistem as. Pero lo que otorga im por tancia a la m onografía de Geertz es el concepto de involución agrícola y el análisis de los factores políticos asociados a la evolución de los sistemas agrícolas existentes. El concepto de involución agrícola tendrá una fuerte repercusión tanto en la antropología com o en las teorías sobre desarrollo. Geertz constata que en el caso de Java se produce un proceso de progresiva absorción de la población en el m arco del propio sistem a agrícola, de m anera que cada vez m ás trabajadores trabajan en m inúsculas explo taciones de arroz, a m enudo com binadas con el cultivo de azúcar. Toda la población adicional que crea indirectam ente la intrusión de Occidente es absorbida p ara el cultivo del arroz, el cual consigue m antener im portantes niveles de productividad de trabajo m arginal. Y tomando como referente la estética, Geertz señala que «los sistem as de propiedad se vuelven m ás intrincados, las relaciones más com pli
142
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
cadas y los arreglos p ara el trabajo cooperativo m ás complejos, llegán dose a u na especie de sobreornam entación, a una elaboración gótica del detalle técnico y organizativo». En esto consiste la involución agrí cola: en la consecución de elevados rendim ientos p o r unidad de tierra a costa de u na enorm e intensificación del trabajo, de elaboraciones costosas, de técnicas cada vez m ás sofisticadas (Geertz, 1963: 81-82). Geertz califica a este fenóm eno de tragedia, porque no conduce hacia nuevas alternativas, sino hacia una irritante estabilidad. La tragedia real de la historia colonial de Java desde 1930 no está en que los campesinos hayan sufrido. En otros sitios han sufrido mucho m ás y, com parado con las miserias de las clases más pobres del siglo xix, parece que incluso han gozado de cierto bienestar. La tragedia es que han sufrido por nada (Geertz, 1963: 143).
Para entender este proceso de involución hay que buscar las claves políticas: la historia de la colonización holandesa de las islas y su más reciente independización. El texto de Geertz recorre los distintos perío dos p o r los que se puede dividir la historia de Indonesia: 1) el período clásico es el anterior a la colonización y la distribución de los sistemas agrícolas se corresponde con los distintos ecosistemas de las islas. 2) El período colonial está m arcado por la presencia de determinados organism os político-económicos (la com pañía de las Indias Occidenta les, el Sistem a de Cultivo y el Sistem a Corporado de Plantaciones), que conform an una econom ía dual respecto a la casa campesina. 3) La his toria reciente, m arcada por la decadencia de los cultivos de exporta ción, el im pacto de las nuevas relaciones políticas que derivan de la segunda guerra m undial, la entrada en la órbita de Japón y la procla m ación de la independencia en 1945. En tan sólo dos décadas hubo depresión, guerra, ocupación y revolución y, a pesar de ello, las formas de actividad económ ica apenas cam biaron. Java está sobrepoblada y, a diferencia de Japón, no se ha industrializado hasta años m uy recientes. La explicación está, según Geertz, en la inexistencia de una elite indí gena, ahogada por el largo período colonial, que no repercutió en el desarrollo de Java y encam inó los beneficios obtenidos hacia el exte rior. El resultado es la constitución de una econom ía dual entre una elite em presarial m odernizada y un cam pesinado empobrecido que trabaja con m étodos tradicionales. Finalm ente, citarem os a Eric Wolf. Este autor utiliza en el año 1972 p o r vez prim era el térm ino «ecología política» en su presenta ción de un congreso realizado sobre los Alpes titulada «Propiedad y ecología política». Y no es sólo una cuestión de título, sino que los ingredientes de la ecología política se encuentran tam bién presentes
ECOLOGÍA POLITICA Y ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
143
en su ponencia. Se plantea, m ás en concreto, las relaciones del siste ma de propiedad y de sus form as de transm isión con las form as de aprovechamiento de los recursos, y este análisis im plica considerar las fuerzas económ icas y políticas de carácter global que inciden en los sistem as locales y les otorgan determ inadas características. Los factores sociales atraviesan todas las dim ensiones del análisis y cons tituyen un elemento explicativo de las diferencias de acceso a los recursos en cada contexto ecológico. Su aproxim ación queda bien recogida en el siguiente fragmento: La conexión de la propiedad en las sociedades complejas no es m era mente resultado de procesos ecológicos regionales o locales, sino una batalla entre fuerzas en competencia que utilizan los patrones jurídicos para m antener o reestructurar las relaciones económicas, sociales y políti cas de la sociedad. Así, el capitalismo progresa utilizando las norm as que regulan la propiedad para desposeer a los trabajadores de sus medios de producción y negarles el acceso al producto de su trabajo. Así, las reglas locales de propiedad y de herencia no son sim plemente norm as para repartir derechos y obligaciones entre una población determ inada, sino mecanismos que median entre las presiones que em anan de la sociedad más amplia y las exigencias de los ecosistemas locales (Wolf, 1972: 202).
Esta perspectiva es aplicada en una m onografía posterior publica da conjuntam ente por Colé y Wolf (1974), en la que analizan un valle alpino del norte de Italia. E n este estudio m uestran cóm o en u n m edio am biente sim ilar en cam bio existen diferencias entre los pueblos de lengua alem ana y los de habla rom ance, que se corresponden con diferencias en patrones hereditarios y culturales. En unos predom ina la herencia indivisa, en tanto que en los otros es de tipo igualitario. A pesar de que todos viven de la agricultura de m ontaña y de la ganade ría, los patrones de asentam iento y los sistem as de organización polí tica com unitaria son distintos. El peso de la historia de cada pobla ción y de los contactos con otros pueblos y unidades de tipo m ás am plio es decisivo para entender tales diferencias. No son determ i nantes las características del entorno o de la tecnología utilizada p ara explotarlo, sino los factores sociales y políticos, así como la conver gencia entre el contexto global y el local. E n su obra posterior Europa y la gente sin historia, Wolf (1987) desarrolla esta perspectiva, incorporando las reflexiones sobre el im pacto de una econom ía m undial. Uno de sus énfasis se centra, p re cisamente, en los efectos de la explotación de determ inados recursos (pieles, m etales preciosos, alimentos, estim ulantes, caucho, m ano de obra) sobre el medio am biente y sobre la división del trabajo a escala internacional, a p artir de que regiones enteras se especialicen en deter
144
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
m inadas producciones. Pero de este texto hemos hablado ya en capí tulos anteriores, señalando su im portancia p ara el desarrollo de este enfoque en la antropología, puesto que tiene en cuenta tanto las dim ensiones globales com o los procesos históricos. La ecología política no tiene un corpus homogéneo, por lo que podem os en con trar reflejados en ella distintos enfoques teóricos. El neoliberalism o insiste en los lím ites del crecimiento, en el agotam ien to de los recursos y en los efectos negativos del aum ento demográfico, resucitando la perspectiva del m althusianism o. El culturalism o enfati za las dim ensiones sim bólicas y cognitivas en las relaciones entre los seres hum anos y su entorno natural. Presentarem os este enfoque a p artir de la perspectiva del ecofeminismo. El ecosocialismo pone el acento en las causas sociales y políticas que conducen a la degrada ción am biental en el contexto del sistem a económ ico m undial. 6.2.
Población, pobreza y entorno. N eom althusianism o y n eoliberalism o Cinco dólares invertidos contra el crecim iento de la población son más eficaces que cien dólares invertidos en el crecim iento económico (Lyndon B. Johnson). Nuevas fábricas se instalan en los polos privilegiados de desarrollo (Sao Paulo, Buenos Aires, la ciudad de México) pero menos m ano de obra se necesita cada vez. El sistem a no ha previsto esta pequeña moles tia: lo que sobra es gente. Y la gente se reproduce. [...] Las misiones nor team ericanas esterilizan m asivam ente a m ujeres y siem bran píldoras, diafragm as, espirales, preservativos y alm anaques marcados, pero cose chan niños; porfiadam ente, los niños latinoam ericanos continúan naciendo, reivindicando su derecho natural a obtener un sitio bajo el sol en estas tierras espléndidas que podrían brindar a todos lo que a casi todos niegan (Galeano, 1971: 6).
¿Faltan recursos o sobra gente? Éste es el eterno debate y el dile m a de los planificadores del desarrollo, que claram ente se inclinan p o r prom over el control de la natalidad y frenar el crecim iento dem o gráfico. Y es que se enfrentan a una aparente contradicción: nace más gente donde hay m ás pobreza y eso causa más y más pobreza. Pero los dos fragm entos con los que hem os iniciado este apartado hacen com o m ínim o reflexionar. Quien fuera presidente del país m ás rico del m undo aboga porque dism inuya la natalidad... de los otros. El his to riad o r latinoam ericano ofrece, en cambio, una visión bien distinta y a lo largo de las páginas de Las venas abiertas de América Latina recla m a u na m ayor justicia distributiva y otra clase de soluciones al p ro blem a acuciante de la m iseria.
ECOLOGÍA POLÍTICA Y ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
145
Partha S. Dasgupta (1995) rechaza p o r unilaterales tanto las visio nes que atribuyen al crecim iento dem ográfico las causas de la pobre za y de la degradación am biental, com o las que consideran que la pobreza no es la consecuencia sino la causa de que aum ente el n úm e ro de habitantes, y propone considerar la interconexión entre pobre za, crecim iento dem ográfico y entorno local. Al hacer esta propuesta, que resulta muy atractiva p ara los prom otores del desarrollo, adopta una visión sincrónica que centra el análisis en la interrelación entre las tres dim ensiones citadas, pero que no indaga en sus causas, lo que conduce, de hecho, a una perspectiva neom althusiana: se tom a la pobreza como algo dado y se insiste en com prender cuáles son las decisiones que llevan a una fam ilia a tener m uchos hijos, en contra de sus propios intereses y a pesar del elevado coste personal que supone concretam ente para las mujeres. Así, los motivos estructurales p ara la existencia de u n a fecundidad elevada son, según Dasgupta (1995: 9-10), los siguientes: 1) las norm as culturales y religiosas que conside ran los hijos como un valor y una finalidad; 2) la incertidum bre ante el futuro, que hace ver en los hijos una especie de seguro ante la vejez, y 3) la necesidad de m ano de obra abundante, que en las econom ías de subsistencia es un im perativo que deriva de la cantidad y diversi dad de tareas que deben hacerse. El neom althusianism o y el neoliberalism o (de hecho pueden con siderarse am bos com o un único enfoque) consideran que la elevada fecundidad es el factor causal de dos grandes tipos de situaciones negativas: la prim era es que provoca una creciente presión sobre los recursos y conduce a la degradación am biental. La segunda es que esto m ism o debilita los m ecanism os de control sobre los bienes com u nitarios, pues si el acceso a los recursos es abierto, la gente ve en ellos una solución a su situación, procrea abundantem ente como m ecanis mo de defensa y se produce u n a sobreexplotación de los bienes com u nitarios (Dasgupta, 1995: 10-11). A continuación analizarem os cada una de estas dim ensiones separadam ente. Que la sobrepoblación es causa de la degradación am biental es la conclusión de toda perspectiva neom althusiana. Recordemos que Malthus (1984), en su Primer ensayo sobre la población, publicado en 1798, afirm aba, que m ientras la población crece en proporción geom é trica, la producción de alim entos no lo hace al mism o ritm o, a pesar de las mejoras técnicas que puedan introducirse, pues existe un límite por encim a del cual no puede aum entarse m ás la producción. Este autor propone que el fomento de la agi'icultura se acom pañe de un descenso de la natalidad. En las ediciones siguientes, M althus se esfor zó en dem ostrar la existencia de una ley de la población que se im pone con independencia de la organización social y económica, según la
146
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
cual las clases bajas siem pre procrean m ucho m ás abundantem ente que los ricos. No basta, pues, con m ejorar la situación de los más pobres m ediante leyes e intervenciones concretas, sino que debe procederse a lim itar su núm ero. El neom althusianism o tiende a proyec ta r estas conclusiones hacia la situación de los países más pobres del m undo, que son tam bién los dem ográficam ente más numerosos y m antienen elevadas tasas de fecundidad. El dram atism o de las situaciones de m iseria hace que exista un elevado consenso respecto a la necesidad de políticas de control dem ográfico, pues, com o nos recuerda Dasgupta, «el desastre no es algo que los pobres hayan de aguardar: lo están sufriendo ya» (1995: 7). Eso no obvia que se destaquen im portantes limitaciones en el enfo que neom althusiano, pues ignorar las causas de la pobreza y centrarse sólo en sus efectos conduce a políticas injustas porque reproducen las situaciones de desigualdad. Las críticas al neom althusianism o son, por consiguiente, tanto de orden teórico como de práctica política. Es m uy significativo, por ejemplo, la doble m oral reproductiva que se expresó en algunas de las actitudes y conclusiones de la Confe rencia sobre Población y Desarrollo que se celebró en El Cairo en el m es de septiem bre de 1994. Ante el espectacular crecim iento dem o gráfico de las últim as décadas, y que hace prever un em peoram iento de las situaciones de ham bre y de pobreza, la Conferencia im partió toda u na serie de recom endaciones dirigidas a fom entar la educación reproductiva, pero tam bién a im pulsar políticas sanitarias y sociales, así com o estrategias de desarrollo económico. Frente a estas propues tas de carácter global, la reacción de los distintos fundam entalism os religiosos (el católico incluido) fue oponerse a cualquier clase de con trol de la natalidad, hasta el punto de focalizar los debates hacia aspectos tan concretos com o el aborto o la planificación familiar, y desviando la atención respecto al verdadero problem a que estaba en el trasfondo de la conferencia, es decir, la distribución desigual de la riqueza y el desequilibrio entre población y desarrollo. Hay un hecho en el que se insistió m uy poco en la conferencia de El Cairo y que apenas surge en esta clase de debates, y es que mien tras en los países pobres se im pulsan políticas para lim itar el creci m iento de la población, en los países ricos se gastan, en cambio, elevadísim as cantidades p ara luchar contra la esterilidad o para promo ver las técnicas de reproducción asistida (que, p o r cierto, contrarres tan m uy poco la escasa natalidad existente en ellos). ¿Qué es lo que hace que exista esta doble m oral reproductiva? Tal vez el hecho de no considerar que el problem a dem ográfico no es exclusivamente num é rico, sino que reside en los desequilibrios económ icos existentes, en las políticas de cierre de fronteras ante la inm igración y en si se está
ECOLOGÍA POLÍTICA Y ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
147
dispuesto, o no, a crear un modelo de sociedad m ás igualitaria, en donde haya condiciones para asum ir una m aternidad y una paternidad libres y responsables. No siem pre el aum ento dem ográfico conduce a la pobreza. En este sentido es bien conocido el argum ento de Boserup (1967), que invier te las tesis m althusianas y sugiere que el aum ento de la población condujo históricam ente a una intensificación de la agricultura y a la búsqueda de técnicas m ás eficientes p ara asegurar el sustento. Por tanto, hay que ubicar el crecim iento dem ográfico en las coordenadas sociales en que tiene lugar. Y en esto insisten las perspectivas teóricas que critican el neom althusianism o: consideran que concede m ucha im portancia a la sobrepoblación en relación a los recursos y, en cam bio, raram ente trata la cuestión de las desigualdades en el acceso y en la distribución de tales recursos. Las causas históricas y sociales que dan así ocultas e im piden entender por qué el crecim iento dem ográfi co se produce en determ inadas condiciones y en otras no. Y de nuevo hay que aludir a los desequilibrios económ icos y sociales entre las dis tintas áreas del m undo y entre distintos sectores de población. A ctualm ente un 22 % de la población posee u n 85 % de la rique za. Y es significativo que la dem ografía no crezca en los países ricos, sino en los m ás pobres. Donde hay b ien estar económ ico la gente puede invertir en el futuro de los hijos y p o r esto m ism o tiende a res tringir su núm ero. Pero donde predom ina la pobreza, la lógica es muy distinta: el presente es lo que cuenta, y tener m uchos hijos p er m ite increm entar la m ano de obra disponible en la familia: eso es lo que genera el conocido círculo vicioso de la pobreza. Así, el creci m iento de la población puede estar estim ulado ju stam en te p o r las condiciones de em pobrecim iento, que es lo que m otiva a las fam ilias a increm entar el único factor de producción (el trabajo) que pueden controlar (Collins, 1988). Existen, además, toda una serie de tópicos am pliam ente difundi dos que enm ascaran la realidad. Por ejemplo, no es cierto que en las áreas donde hay m ucho crecim iento dem ográfico haya necesariam en te una sobreabundancia de m ano de obra (que repercute en la presión sobre el entorno y en su degradación). Precisam ente, en las áreas empobrecidas existen elevadas tasas de em igración, lo que aleja a la población de su lugar de origen y provoca, paradójicam ente, una im portante escasez de m ano de obra (Collins, 1986a, 1987). Otro tópi co es el que atribuye a la sobrepoblación los procesos de desertización de las zonas áridas, a pesar de dem ostrarse que las regiones atenaza das por la sequía no han experim entado un crecim iento dem ográfico superior a otros lugares y que es m ucho m ás esencial tener en cuenta cómo se distribuye la población en el conjunto del territorio (Little,
148
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
1994). E n el caso de las zonas húm edas, en cam bio, se insiste en el potencial destructivo de la agricultura de tala y quem a cuando el aum ento dem ográfico hace que se supere la «capacidad sustentadora del territorio». Chevalier (1982: 100-101) m uestra, en cambio, que eso no necesariam ente es así. E n el caso del valle peruano de Pachitea, p o r ejemplo, la agricultura de tala y quem a está especializada y los productos obtenidos se destinan a la exportación. Este tipo de agricul tura com binado, adem ás, con la caza y la pesca estacionales, perm ite m an ten er una población relativam ente elevada y estable, que vive en asentam ientos perm anentes. La segunda dim ensión en la que pone el énfasis la perspectiva neo m althusiana es la de que el aum ento dem ográfico agrava los efectos de la denom inada «tragedia de los comunes». Quisiera subrayar la im portancia de esta dim ensión, pues los debates que suscitó trascien den el tem a aparentem ente restringido de la utilización de los espa cios colectivos y concentran los argum entos y visiones contrapuestos acerca de los problem as ecológicos que hoy tiene la hum anidad y que a m enudo se discuten en relación a los «comunes globales». El debate se originó a p a rtir de un artículo de G arret H ardin titulado «La trage dia de los espacios colectivos» publicado originariam ente en 1968 en la revista Science. El eje central del artículo es el «problema dem ográ fico» y el au to r considera que es algo que no se puede resolver de form a técnica sino política, y parte de la premisa, expresada en el títu lo de uno de los apartados de este texto, de que «la libertad de procre a r es algo intolerable». La sobrepoblación lleva a una degradación de los recursos e increm enta la contam inación. En térm inos generales: el hecho de que un Estado benefactor (como representante de lo que es com ún) asum a los problem as individuales y m antenga el derecho de la libertad de p ro crear im plica «condenar al m undo a una trayectoria trágica» (H ardin, 1989: 119). Toda la argum en tació n de H ardin se basa en la consideración de que la lib ertad de acceso a los espacios colectivos conduce hacia el agotam iento de los recursos. Ejemplifica esta cuestión mediante el pas toreo, p retendien d o d em o strar la contradicción existente entre el hecho de poseer rebaños privados y que la tierra sea com unal: la lógica racional de cualquier ganadero que utiliza pastizales com unes es la de ir añadien d o cabezas de ganado a su rebaño. De esta forma m axim iza sus ganancias privadas pero, en cam bio, no asum e los costes de la degradación que produce el sobrepastoreo, pues se rep arten entre todos los usuarios (actuales y futuros). En resumen: es totalm ente lógico que cada individuo sobreexplote el entorno, au n q u e este com p o rtam ien to resulte en últim a instancia perjudicial p a ra el grupo:
ECOLOGÍA POLÍTICA Y ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
149
[...] y precisam ente en esto reside la tragedia. Cada hom bre forma parte de un sistem a que le obliga a increm entar su rebaño ilim itada mente, en un m undo que es limitado. La m in a es el destino al que todos los hom bres se precipitan, cada quien persiguiendo sus óptimos intere ses en una sociedad que cree en la libertad de los espacios colectivos. Esta libertad lleva a todos a la ruina (Hardin, 1989: 115).
H ardin concluye que es im posible pedir a la gente que se autorrestrinja; por ello es inevitable utilizar la coerción, porque, con todo, es m ejor la injusticia que la ruina total. Considera, p o r otro lado, que la única vía para conseguir un uso racional de los recursos reside en su total privatización, elim inando la propiedad colectiva, ya que de este modo cada productor se autolim ita pues su actividad queda restringi da por los recursos que posee individualm ente. Es cierto que el texto de H ardin llega a ser una caricatura de las posiciones neoliberales, que habitualm ente no se expresan de form a tan apocalíptica ni tan dictatorial. Pero lo significativo es el gran revuelo que causó este texto y el propio hecho de que incide en uno de los puntos cruciales de los debates sobre la degradación am biental: la contradicción existente entre las ganancias privadas y los costos socia les de tales ganancias, que son a rep artir entre todo el mundo. El enfo que neoliberal sostiene la idea de que los recursos (comunes) son limi tados y que hay que poner freno a su utilización indiscrim inada. Y si el problem a deriva de u n sistem a de propiedad inadecuado, la propuesta es alterar tal sistema, introduciendo formas de propiedad más exclusi vas y elim inando la com unitaria. M uchas de las políticas de interven ción responden a esta lógica (Little, 1994: 216), que en absoluto consi dera que el problem a de la escasez tenga algo que ver con la distribu ción desigual de los recursos y que el beneficio ilim itado de unos pocos es lo que conduce m ás fácilmente a su agotam iento o destrucción. En oposición a esta visión, los trabajos hechos desde la antropolo gía dem uestran que los supuestos en que se basa H ardin son muy cues tionables y etnocéntricos. Para empezar, aunque no nos detendrem os en ello, es bien conocido que los objetivos de la producción no siem pre se orientan a la consecución del máximo beneficio: eso ha sido así en la historia de la m ayor parte de pueblos del m undo. Pero es que, ade más, los espacios colectivos no suelen ser nunca de acceso abierto, sino que existen m inuciosas regulaciones respecto a su acceso y utilización (Acheson, 1991; Bretón, 1997; Chamoux y Contreras, 1996; Netting, 1993).' Más aún, se puede dem ostrar que en m uchos lugares la propie 1. El libro de Chamoux y Contreras (1996) contiene abundantes ejemplos de regulacio nes en el acceso y uso de la propiedad com unal. En la península Ibérica, donde existe una fuer te tradición de la propiedad comunal, hay monografías interesantes sobre su uso. Destacamos las de Behar (1986), Devillard (1993), Freeman (1970), Pais de Brito (1996), además del clásico trabajo de Joaquín Costa (1898).
150
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
dad com unal es especialm ente conservadora del medio ambiente, por que regula el uso de los recursos y porque en muchos casos existen prácticas asociadas a su regeneración (J. F. Eder, 1996; M artínez Alier, 1992; Peluso, 1996). E n el caso de la India, Alcorn y M olnar (1996) m uestran, por ejemplo, cómo el Estado fue usurpando a las com unida des locales su derecho de utilización de los bosques y en nombre de una gestión m oderna y del conservacionismo perm itió que se talara el bosque, lo que provocó una enorm e deforestación. El Estado colonial se contrapuso así a las com unidades cam pesinas y tribales como mani festación de dos grupos de interés contrapuestos: los comerciales y los de subsistencia. Estos últimos habían perm itido que durante siglos se m antuviera el equilibrio entre la población y los recursos que en pocos años se rompió. Por tanto, la ru p tu ra respecto a los mecanismos tradi cionales de utilización de los bosques originó graves procesos de degra dación am biental. De ahí que actualm ente se hagan propuestas de im plicar a las com unidades locales en las políticas de conservación y desarrollo. No se trata, pues, de considerar a las poblaciones locales com o un problem a a resolver, sino como la solución del mismo.2 Pers pectivas bien distintas éstas de las que defendía Hardin.
6.3.
M ujeres y naturaleza. E cofem inism o
El m ovim iento chipko, de U ttar Pradesh en la India, se inició en 1972 y se prolongó hasta 1981, m om ento en que se consiguió que el gobierno retirara el perm iso p ara talar árboles a la com pañía m ade rera que había obtenido la concesión. El lema chipko era «¿Qué nos p roporciona el bosque?: tierra, agua y aire puro», y el vocabulario con el que se expresó la protesta social se concretó en una técnica idiosincrásica y efectiva que consistió en abrazarse a los árboles; quienes lo hacían eran m ujeres. Así lucharon para preservar el bos que, elem ento esencial p ara su subsistencia, pues sum inistraba m uchos recursos vitales: hierba p ara el ganado, combustible, madera, abono vegetal y diversos productos silvestres. La im agen de mujeres abrazadas a los árboles ha recorrido todo el m undo y se ha converti do en el sím bolo de m ovim ientos ecologistas de base popular. Pero, adem ás, el m ovim iento chipko ha pasado a ser el paradigm a del ecofem inism o, porque en él convergen luchas de base popular en favor de la naturaleza y quienes las llevan a cabo son mujeres. Veamos estas dos dim ensiones. 2. Hay distintos autores que trabajan en la línea de propiciar la gestión participativa de los recursos por parte de las poblaciones locales. Véanse, por ejemplo, Alcom y Molnar (1996), Bailey (1996), Gabe (1995), Leff (1994), Orlove y Brush (1996) y Sponsel y otros (1996).
ECOLOGÍA POLÍTICA Y ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
151
Frecuentem ente se han identificado los m ovim ientos ecologistas como algo propio de los países ricos, porque sus habitantes tienen cubiertas las necesidades m ás básicas y pueden preocuparse de toda una serie de cuestiones que son un lujo p ara quienes han de resolver los tem as m ás acuciantes de la sobrevivencia cotidiana. Así lo expresó Indira Gandhi en la Conferencia de Estocolmo: «nosotros som os dem asiado pobres para ser verdes». Hoy, contradiciendo estas p ala bras de la insigne estadista, puede afirm arse que los pobres partici pan en luchas ecologistas, pero tales luchas tienen unas característi cas muy distintas de las que tienen lugar en los países donde surgie ron los «movimientos verdes».3 Los habitantes del Tercer M undo experim entan los problem as del m edio am biente com o una crisis de existencia, pues la erosión del suelo, la deforestación o los efectos del agua contam inada se sufren directam ente, y p o r ello la gente se m ovi liza en acciones de protesta cuando está am enazada la propia subsis tencia. Las m ujeres del m ovim iento chipko no querían abrazar los árboles porque fueran árboles, sino p ara usar sus productos p ara las necesidades de la agricultura y sus hogares. El sentido utilitarista aparece claram ente en esta frase de un activista de este m ovimiento: «Pensábamos que después de la independencia podríam os usar nues tros bosques para construir industrias locales y generar em pleo local, y nuestros recursos de agua para alum brarnos y m over nuestros m oli nos» (recogido por Guha, 1994: 148). En esto consiste el «ecologismo de los pobres», como lo denom ina M artínez Alier (1992), en actitudes y luchas para defender la sobrevivencia, que no necesariam ente utili zan un lenguaje ecológico, sino que a m enudo em plean lenguajes p ro pios, populares, a veces trem endam ente efectistas, porque lo que se pone en juego en este caso es la vida m ism a de las com unidades hum anas. Las m ujeres tienen un papel fundam ental en estos movim ientos populares, porque ellas son quienes gestionan directam ente los recu r sos para la subsistencia y han de resolver las situaciones de falta de agua o de alim entos, la enferm edad, la crianza de los hijos, la falta de médicos, escuelas o servicios. Además, ellas están m ás relaciona das con la procreación: su falta de salud afecta a las criaturas que han de alim entar y sufren en su propia carne la pérdida de los hijos que traen al mundo. Por otro lado, ellas cultivan y preparan alimentos, m antienen y limpian la casa, lavan, cosen la ropa, se ocupan de niños y ancianos, tejen, etc. El ecofeminism o considera que las m ujeres 3. Para un análisis de los movim ientos ecologistas en los países de capitalismo avanzado véanse Riechmann y Fernández Buey (1994). Respecto al «ecologismo de los pobres», véanse Martínez Alier (1992), Guha (1994), Mires (1993), Nash (1994) y Rao (1990).
152
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
están m ás relacionadas con la naturaleza que los hombres debido a la clase de actividades que desarrollan, tanto si se trata de am as de casa en las sociedades capitalistas avanzadas com o si son m ujeres de pue blos indígenas del Tercer Mundo. Así lo expresaba una de las autoras ecofem inistas: M ujeres y naturaleza están íntim am ente relacionadas y su dom ina ción y liberación están vinculadas de forma muy similar. Los movimientos de m ujeres y de la ecología son de hecho uno solo y prim ariam ente co n trarrestan el desarrollo patriarcal (Shiva, 1989: 47).
A unque el térm ino «ecofeminismo» empezó a utilizarse en la déca da de los setenta, es en los años ochenta cuando com ienza a tener un contenido m ás explícitam ente político, al reclam ar que la voz de las m ujeres sea oída, com o parte de la lucha en defensa de la naturaleza com o fuente de vida (Holland-Cunz, 1996; Kuletz, 1992; Salleh, 1994). E sta postura es expresada p o r prim era vez de form a global por Karen W arren (1987), quien la sustenta en los siguientes aspectos: 1) hay puntos en com ún entre la represión hacia la naturaleza y la represión hacia las mujeres; 2) es necesario entender el carácter de esta relación para p o d er entender cada u n a de las dos opresiones; 3) la teoría y la práctica fem inista han de integrar una perspectiva ecologista, y 4) la solución a los problem as ecológicos ha de integrar una perspectiva fem inista. En base a estas prem isas se considera que una alternativa al actual sistem a sólo puede proceder de que las m ujeres modifiquen con sus experiencias, sensibilidad y opiniones las actuales bases que lo rigen. La consecución de una sustentabilidad global sólo puede conseguirse a p artir de la elim inación del dom inio de los hombres sobre otros hom bres y sobre las mujeres, y de una m ayor justicia entre los géneros.4 El ecofem inism o asum e como un presupuesto básico que el dom i nio sobre las m ujeres es u n a condición previa y necesaria para que haya explotación del trabajo por parte del capital. El patriarcado es, pues, u n a condición de existencia del capitalism o. Las mujeres, lo hem os indicado ya, realizan actividades que las hacen estar más cer canas a la naturaleza y actúan com o «mediadoras». Las mujeres pue den considerarse, incluso, com o una especie de recurso natural, pues to que ellas reproducen nuevas generaciones de trabajadores, llevan a cabo trabajos relacionados con el cuidado de los dem ás y estos traba jos no están rem unerados ni valorados porque form an parte de sus 4. Como textos básicos del planteamiento ecofem inista pueden destacarse los de Holland-Cunz (1996), Mies y Shiva (1993), Shiva (1989). Como planteamientos críticos a esta posición véanse Collins (1992), Jackson (1994), Molyneux y Steinberg (1994) y Salleh (1994).
ECOLOGÍA POLÍTICA Y ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
153
características de mujeres. La lógica del patriarcado está relacionada con la lógica del capitalismo: p o r eso u n a se considera condición de la otra (Mies, 1986). El capitalism o, por otra parte, destruye la natu rale za en su proceso de expansión. La opresión de las m ujeres y la opre sión de la naturaleza form an parte tam bién de una m ism a lógica. A p artir de estos supuestos, el ecofem inism o considera que el dis curso alternativo al actual sistem a sólo puede proceder de las mujeres, porque los hom bres han perdido la visión de que form an parte de la naturaleza e imponiendo su lógica patriarcal sustentan también la lógi ca del capitalism o como sistema. Las m ujeres, en cambio, no sólo están m ás cercanas a la naturaleza porque su cuerpo es diferente del de los hombres, sino porque sus actividades están íntim am ente rela cionadas con dar, m antener y reforzar la vida. Sus perspectivas y experiencias son diferentes y, en la m edida en que su situación es m ás m arginal, su voz es tam bién m ás crítica, pues se basa m ás en la m o ra lidad, el derecho a sobrevivir y la valoración del crecim iento hum ano, que en la racionalidad económ ica y la m era explotación del trabajo por el capital. Salleh (1994: 42-47) resum e las características de este discurso alternativo, contrapuesto al discurso del capital como sigue: — Se parte de la unidad m aterial entre «historia» y «naturaleza» (frente a la distinción artificial que asum e el discurso del capital, a p artir del que se legitim a la destrucción de la naturaleza). — La naturaleza, las m ujeres y los hom bres son a la vez sujetos activos y objetos pasivos (frente a la negación m asculina de la m ujer y de la naturaleza y la consideración de que los hom bres son los sujetos históricos). — La clave del progreso histórico está en el m etabolism o mujernaturaleza (frente a la asunción de que la historia es progresiva, en tanto que la vuelta a la naturaleza o síntesis con ella es algo regre sivo). — Las tareas de reproducción son modelos válidos de sustentabi lidad (frente a su desvalorización sistem ática y a la valoración de la producción, vinculada con los hombres). El ecofeminism o puede identificarse como una de las expresiones del enfoque culturalista que enfatiza la autonom ía propia de la n atu raleza como fuente de vida y tiene interés por analizar la m anera en que distintos pueblos se relacionan con el entorno. Se m uestra, así, que no siem pre la relación de los seres hum anos con la naturaleza se basa en la depredación, dom inio y destrucción sistem áticos. También hay formas de simbiosis y de equilibrio, en las que no se alteran sus tancialm ente los ciclos naturales.
154
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
El ecofem inism o, p o r otro lado, se considera como la orientación que sum inistra los elem entos de transform ación radical del sistema en que vivimos, al p oner en cuestión las bases en que se fundam enta y otorgar valor al crecim iento hum ano, la sensibilidad, la intuición y el amor, y no tanto a la tecnología, la productividad y la competencia. La utopía es la de un m undo en que hom bres y m ujeres trabajen juntos en reciprocidad y en arm onía con la naturaleza, sin estar alienados p o r la dom inación de un género sobre otro ni por la acum ulación capitalista (Salleh, 1994: 47). Es pasar de las actitudes destructivas, acaparadoras y poco respetuosas con la naturaleza y otros seres hum anos a que se consiga la em ancipación de todo lo que es vivo, y, puesto que las m ujeres están m ás cercanas a la naturaleza, sólo las m ujeres pueden ap o rtar la sensibilidad y experiencia necesarias para que este cam bio se produzca. Las críticas que se hacen al ecofem inism o (com partiendo las que se realizan respecto al enfoque culturalista) se centran en lo que se considera u na excesiva idealización de la naturaleza, al olvidar que ésta es una construcción social y que desde que existen seres hum a nos la naturaleza se ha visto alterada de una form a u otra. La idea de que en el pasado existió una situación prístina en que todo era más equilibrado y natural es fruto de la concepción rom ántica y nostálgica de nuestro tiem po m ás que algo constatable (Headland, 1994; Soper, 1996). La deforestación, p o r ejemplo, uno de los problem as ecológicos graves que hoy existen, no es algo nuevo: contrariam ente al tópico de que las poblaciones antiguas vivían en arm onía con la naturaleza, afectó a diversas sociedades preindustriales. En esta línea, Abrams y otros (1996) sugieren que la deforestación contribuyó a la caída de diversos Estados antiguos, com o el de Teotihuacán, en México central, o el de H arrapan en el valle del Indo y aplican esta m ism a hipótesis para explicar (junto con otras causas) el colapso de los mayas de la época clásica. El ecofem inism o parte del dualism o naturaleza/cultura y de su correspondencia con el dualism o m ujeres/hom bres y lo invierte: la naturaleza se considera superior y las m ujeres también. Las mismas criticas que se h an vertido a las categorías dicotóm icas (que no son universales, sino expresión de nuestro propio sistem a cultural de sig nificados) pueden aplicarse aquí tam bién (Comaroff, 1987; MacCom arck, 1980; Moore, 1993). Pero es que, adem ás, el ecofeminismo tiene u na fuerte dosis de determ inism o biológico y de esencialismo. Como indica Jackson (1994: 123), se acaba feminizando la naturaleza y naturalizando a las mujeres. El ecofem inism o revaloriza el vínculo entre m ujeres y naturaleza, lo celebra y propone destacar sus dim ensiones positivas. Las cuaÜda-
ECOLOGÍA POLÍTICA Y ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
155
des que aportan las m ujeres (intuición, espiritualidad, amor, aprecio a la vida) se consideran superiores. Se naturaliza a las m ujeres y esto, contrariam ente a lo que se pretende sustentar, no supone un desafío real al sistem a de dom inación existente, sino su perpetuación, porque invertir el planteam iento no supone modificarlo, sino reproducirlo cam biando el lugar de cada entidad en la ecuación. Se considera la naturaleza com o fuente de valores y de norm as sociales, lo que im plica dar por supuesto que los sucesos y procesos naturales son algo dado e inalterable. Las diferencias se conciben, así, como desi gualdades naturales, y, p o r tanto, no se ponen en cuestión (N. Sm ith, 1996; Moore, 1994; Stolcke, 1993). Tam bién la naturaleza se concibe como algo biológico, pues no se considera su dimensión cultural, tal co mo hem os indicado ya. El determ inism o biológico im pregna el enfo que del ecofeminismo y esto impide, adem ás, explicar los cam bios en las relaciones entre las m ujeres y la naturaleza (Jackson, 1994: 124). La m ujer se concibe com o u n a categoría unitaria, con unas carac terísticas y valores universales asociados al hecho de procrear, cuidar y nuti'ir. La naturaleza, a su vez, se entiende com o algo autónom o, con sus propias leyes y su propia lógica. Ambas perspectivas son esencialistas y fallan en reconocer la diversidad de relaciones con el medio am biente y el contenido histórico de estas relaciones. Diferentes sociedades y clases sociales operan de form a diferente respecto al medio y aprovechan unos recursos u otros en función de las fuerzas productivas existentes y no con independencia de ellas (Godelier, 1989¿>). Y tam poco el género es atem poral, pues, tal com o indica Collins (1992: 36), las experiencias de las m ujeres varían según las culturas, clases y sistem as de producción, y eso im plica variaciones tanto en sus relaciones y negociación con los hom bres como en la forma en que m anejan los recursos. Tam bién Jackson (1994: 129) insiste en esta dim ensión, que supone una diversidad en las estructu ras de poder existentes, que se proyectan en las relaciones con la n atu raleza y en la form a de representarse tales relaciones. Otro aspecto a considerar es el supuesto carácter em ancipatorio de la defensa a ultranza de la naturaleza y del m ism o vínculo entre mujeres y naturaleza. La utopía ecofem inista aboga p o r un reto m o a la naturaleza que se inspira en las culturas no occidentales que tienen un sistem a de vida que no se basa en la acum ulación. ¿Es realm ente em ancipador este retorno? ¿No se idealizan estas culturas que se tom an como referencia? ¿La protección de la naturaleza como finali dad hace posible resolver las situaciones de pobreza existentes en el mundo? Dicho en otras palabras, el gran reto de hacer com patible el respeto a la naturaleza con un crecim iento económ ico y una justicia distributiva no queda en absoluto resuelto.
156
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
H olland-C unz reconoce que el ecofem inism o es esencialista y lo asum e en su dim ensión positiva, p o r cuanto ha contribuido a la deconstrucción del androcentrism o y, con ello, al desarrollo del femi nism o, aunque entiende que debe ser com pensado p o r una concien cia epistem ológica. Propone sintetizar las perspectivas del esencialism o y del m aterialism o histórico, pues la tensión entre am bas obliga a reconocer que «somos y no som os naturaleza; estam os sumergidos p o r igual en condiciones y relaciones naturales y sociales» (HollandCunz, en Kuletz, 1992: 15). E ste planteam ien to destaca la im portancia del m edio social com o p rem isa necesaria p ara entender las relaciones entre los seres hum anos y la naturaleza. Volvamos de nuevo al m ovim iento chipko, con el que hem os em pezado este apartado. Las m ujeres que defendí an los árboles p ara evitar que fueran talados, ¿lo hacían porque eran m ujeres o porque eran pobres? Ya hem os com entado, por otro lado, el c ará cter u tilitarista de esta defensa y que no se trataba del m ero hecho de proteger en abstracto. Pero, adem ás, ¿no defendían tam bién un determ in ad o orden social de tipo tradicional ante los avan ces de la m odernización? Demos ya p o r supuestos los inconvenien tes de la m odernización y las form as de explotación que ésta supone, pero preguntém osnos tam bién si el orden tradicional era a su vez realm ente progresivo p ara las m ujeres. Insistim os de nuevo en la necesidad de ten er en cuenta las dim ensiones de clase, sociales e históricas en las que se ubican las relaciones de las m ujeres con la naturaleza. El enfoque ecofem inista adolece, por tanto, de los problem as deri vados del esencialism o, de una ausencia de perspectiva de clases en el análisis de la desigualdad y de una idealización de los vínculos entre las m ujeres y la naturaleza que se conciben a p artir de una base fuer tem ente naturalista. Hay que reconocer al ecofeminismo, sin em bar go, que integre com o núcleo central de su análisis y de sus propuestas las aportaciones de los grupos sin voz, de esa am plísim a mayoría de m ujeres en el m undo cuyos saberes, capacidades y sensibilidad son sistem áticam ente negados. Es m uy lúcido tam bién su cuestionamiento de los valores del capitalism o a p artir de la identificación de los dis tintos m ecanism os de dom inación entre los que se incluyen los deri vados de la preem inencia m asculina. Estos factores deben tenerse en cuenta en cualquier análisis del sistem a actual y en las propuestas y proyectos de intervención.
ECOLOGÍA POLÍTICA Y ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
6.4.
157
Causas sociales y políticas en la degradación am biental. Ecosocialism o
¿Es la pobreza una causa de la degradación am biental? Así lo han difundido determ inadas opciones de desarrollo, al m o strar la relación entre la pobreza y el crecim iento dem ográfico exponencial y éste con la presión sobre los recursos. Ya hem os com entado en el apartado 6.2. cómo a partir de esta idea las intervenciones sociales se orientan hacia la prom oción del control de la natalidad y de program as de desarrollo para asegurar el crecim iento económico. Estas intervencio nes, m ás paliativas que efectivas, no reducen los desequilibrios socia les existentes en el mundo, ya que no inciden en el origen del proble ma sino en sus efectos. Porque si la pobreza es causa de la degrada ción am biental, cabe preguntarse entonces qué es lo que origina la pobreza. El enfoque del ecosocialismo (o del ecom arxismo) analiza el con texto social y político en que se enm arcan tanto la pobreza com o la degradación am biental. Para ello considera que deben tenerse en cuenta los procesos de carácter m ás global de acum ulación de capital, que influyen en la acción de los Estados, em presas m ultinacionales y financieras, que penetran en distintas zonas y sustituyen los sistem as de producción originarios p o r otros orientados hacia el m ercado y la exportación. Estos mism os procesos se vinculan a la desigualdad y a la pobreza que, a su vez, causan la degradación am biental, porque los campesinos pobres no poseen las condiciones económ icas ni los medios técnicos para evitar el agotam iento de las parcelas que culti van, por ejemplo, y han de expandirse hacia nuevos territorios en los que sobrevivir. Las dos dim ensiones deben interrelacionarse, porque la elevada dem ografía y la pobreza no originan p o r sí solas u n a p re sión sobre los recursos: las dem andas externas o las desigualdades internas se añaden e incluso exacerban esta presión, porque son, en definitiva, las causas estructurales que se encuentran en la base de todo el proceso (Collins, 1993: 179). Llegar a esta clase de interpretación supone buscar explicaciones globales y no sólo parciales a la relación entre pobreza y m edio ambiente, y analizar, p o r otro lado, las variaciones locales de estos procesos. La estructu ra agraria, el acceso al capital y a la m ano de obra, el m ercado, la tecnología, el conocim iento productivo y otras variables afectan a las decisiones sobre el uso de la tierra y la utiliza ción de los recursos de los pequeños productores (Collins, 1986£>: 138-139). Observemos que en este caso se otorga una im portancia secundaria a los constreñim ientos que derivan de la naturaleza, así como a los lím ites naturales o a la escasez, al enfatizarse más bien la
158
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
acción h u m a n a y las desigualdades en el acceso y distribución de los recursos. Es significativo en todo caso constatar que en el conjunto de traba jos sobre ecología política aparecen de conclusiones contrapuestas respecto a la relación entre pobreza y medio am biente, que no derivan exclusivam ente de enfoques teóricos distintos, sino de otra clase de influencias. Así, las causas sociales (pobreza, presión demográfica) se ponen en prim er plano cuando se tratan de explicar los procesos de deforestación en regiones tropicales y zonas húm edas en general. En las regiones secas, en cam bio, son las características medioam bienta les (la desertización) las que han sido destacadas como causas de pobreza y subdesarrollo. Efectivam ente, en los bosques de las zonas húm edas, donde ha predom inado tradicionalm ente la agricultura de tala y quema, se con sidera que el aum ento en la deforestación proviene del paso de los cultivos de autosubsistencia a los de mercado, así como del aumento en la densidad de población. Bedoya (1995a) m uestra, por ejemplo, que la A m azonia p eruana ha experim entado el im pacto de una cre ciente dem anda de alim entos, que ha venido acom pañada de una fuerte inm igración de cam pesinos. El cultivo del m aíz y del arroz, que son los productos predom inantes en esta zona, supone ro tu rar cada año m ás de 350.000 ha de selva. De la superficie deforestada sólo un 20 % se em plea p ara cultivos o para el ganado, m ientras que el 80 % se abandona o queda en barbecho. Sin em bargo, no todos los tipos de agricultura de roza llevan a los m ism os efectos (Chevalier, 1982; Sponsel y otros, 1996); adem ás, hay que reconocer que a m enudo los cam pesinos no tienen otra elección para sobrevivir que ro tu rar más y más tierras. Con independencia de que algunos investigadores pongan el énfasis en la organización cam pesina mism a, o bien en las fuerzas económ icas y políticas globales que la condicionan, el caso es que la deforestación se atribuye a factores sociales y políticos. No sucede así, en cam bio, en las zonas áridas, donde una especie de determ inism o am biental ha guiado buena parte de los debates en torno a la degradación am biental, denom inada norm alm ente como «desertización». Las especulaciones sobre la prolongada sequía del Sahel y sobre los efectos del sobrepastoreo condujeron a programas para la rehabilitación del suelo, que incluían cam bios en la gestión de las zonas de pasto, presididos p o r la noción alarm ista de que el desier to avanza irrem ediablem ente. El hecho de que este alarm ism o se produzca en determ inados períodos (años veinte-treinta y sesentasetenta), coincidentes con épocas de sequía prolongada, ha puesto de relieve la m ala com prensión de la ecología, el clim a y la economía de las regiones secas (Little, 1994: 215).
ECOLOGÍA POLÍTICA Y ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
159
Peter Little (1994) entiende que la consideración de las regiones secas com o áreas frágiles y problem áticas ha influido en que se p res te más atención a los tem as m edioam bientales que a las relaciones económ icas y sociales que influyen en el uso de los recursos, y esto ha condicionado los program as de intervención. Investigaciones recientes han cuestionado esta percepción de las regiones secas, lle gando a la conclusión de que se trata de ecosistem as m ás elásticos y variables de lo que tradicionalm ente se suponía. Se m uestra, incluso que un cierto grado de erosión es necesario p ara sostener la p ro d u c tividad de las zonas áridas, pues vista en relación a espacios am plios, provoca una redistribución de suelo de unos lugares a otros. Desde una perspectiva am plia en el espacio y el tiem po, la desertización es un fenóm eno localizado y p u n tu al y no algo in trín seco a las regiones secas que inevitablem ente aboque a una d estru c ción del entorno. Little (1992, 1994) insiste en an alizar las diversas causas sociales (distribución de la población, acceso desigual a los recursos críticos, el m ercado, relación entre las regiones secas y otras áreas) en la degradación am biental, pues son las que acen tú an los procesos de desertización y los pueden hacer irreversibles. Los factores económ ico-políticos de carácter estru ctu ral afectan a las form as de desigualdad y a la pobreza, e influyen en la dirección de los cam bios recientes y en los problem as surgidos en relación a la utilización de la tierra y los recursos. Es evidente que el m edio am biente condiciona los sistem as de producción hum anos (tanto si se trata de regiones húm edas com o secas) y que la naturaleza no tiene un m ero papel pasivo en la p ro ducción. Partiendo de esta consideración, el ecosocialism o entiende que en todo caso la n atu raleza no tiene siem pre el m ism o papel y que éste tam poco es preponderante, puesto que los lím ites im pues tos por la naturaleza lo son dentro de un determ inado sistem a de producción: El medio am biente no im pone obstáculos universales y atem porales a los esfuerzos hum anos, sino que opera qn el m arco de determ inadas prácticas de producción, ofreciendo particulares posibilidades a particu lares tecnologías e instituciones sociales y soportando sus efectos en su capacidad regenerativa (Collins, 1993: 185).
Poner el acento sobre la capacidad transform adora de los sistem as de producción no im pide reconocer los límites de estos mism os siste mas y el hecho de que la destrucción sistem ática de la naturaleza lle gue a im posibilitar la reproducción de los sistem as sociales. Con este problem a se confronta precisam ente el capitalism o com o sistem a eco
160
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
nóm ico y social, basado en una expansión constante y que en este proceso destruye los recursos naturales que intervienen en el sistema de producción, p o r lo que tiene crecientes dificultades p ara recons tru ir o reem plazar sus propias condiciones básicas. Jam es O'Connor, uno de los teóricos del ecosocialism o más citados en la actualidad, considera que las crisis ecológicas suponen una de las contradicciones fundam entales del capitalism o, pues dificulta su reproducción como sistem a y propone integrar esta dim ensión ecológica como algo esen cial en el análisis de las condiciones de producción.5 E n el último capítulo presentarem os esta perspectiva, que tiene dim ensiones más generales de las que estam os tratando en este m om ento. C entrém osnos de nuevo en las relaciones entre pobreza y medio am biente y en su interpretación desde el enfoque del ecosocialismo. William D urham (1995) hace una m uy buena síntesis de los distintos factores que concurren en esta ecuación, y aunque él centra su análi sis en Latinoam érica, es generalizable a las situaciones de las regio nes y países del Tercer M undo (véanse tam bién Collins, 1986¿> y Pain ter, 1995). D urham considera que el im pacto am biental de las poblaciones hum anas está m ediatizado p o r fuerzas culturales y económico-políticas. E ntre estas fuerzas se encuentran las relaciones sociales existen tes dentro de cada población y entre poblaciones. Dicho en otros tér minos: la degradación del m edio am biente procede de la desigualdad básica originada p o r dos dim ensiones separadas: la acumulación de capital y el empobrecimiento (D urham , 1995: 252). Para m ostrar cómo intervienen estos dos grandes grupos de factores, D urham se ayuda de un esquem a que reproducim os a continuación, porque es muy ilustra tivo y de una gran sim plicidad. El esquema, que explica la ecología política de la deforestación, asum e la im plicación del m ercado y los valores culturales de las poblaciones representadas (véase fig. 6.1.). El prim er círculo representa los m ecanism os de acum ulación de capital. E stim ulada p o r la dem anda propia o extranjera y ayudada por las leyes sobre la tierra, la producción com ercial se expande a las áreas forestales. E n condiciones favorables, la deforestación genera unos ingresos lucrativos que estim ulan su expansión. Eso puede com po rtar la concentración de tierras y el desplazam iento de antiguos ocupantes hacia otras áreas. 5. La propuesta de O'Connor supone una síntesis entre el marxismo y la perspectiva eco lógica. Toma com o referente el concepto de Marx sobre las condiciones de producción (que son las que el capital no puede producir com o mercancías, pero que son necesarias para su existencia) y considera la naturaleza com o una de estas condiciones. Véanse O’Connor (1991, 1992), así com o los com entarios de Collins (1993) o de Peet y Watts (1993) y las críticas de Recio (1992).
ECOLOGÍA POLÍTICA Y ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
Acumulación de capital
161
Demanda de mercado
Producción comercial . expansión . intensificación . dlverslficación
Aumento de producción
Deforestación y concentración de la tierra
Trabajo barato
Incremento de población
Desplazamiento y escasez de tierras
Empobrecimiento.
♦
Migración Valor económico ’ de las criaturas Producción doméstica . expansión . intensificación . diversificación
Producción reducida
Deforestación '
Fig. 6.1.
Ecología política de la deforestación (Durham, 1995: 253).
El em pobrecim iento está vinculado al bucle inferior, ya que éste se acelera por la escasez de tierras para la producción agrícola, p o r el desplazamiento de la gente o por la sum a de am bos factores. Como mecanismos com pensatorios se producen nuevas expansiones hacia otras tierras o áreas m ás marginales, la intensificación del trabajo y de los procesos de producción y la introducción de nuevos cultivos para poder venderlos. Todo ello conduce a la degradación am biental porque im plica la pérdida de suelo fértil, la presencia de residuos con taminantes (procedentes de los pesticidas) y la deforestación. Durham considera que los dos bucles (tanto la acum ulación de capital como el em pobrecim iento) son responsables de la degradación
162
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
am biental, pues son las dos caras de una m ism a moneda, dos com po nentes de u n a m ism a estructura. El increm ento de la población, así com o la tecnología, introducen variaciones im portantes en la m anera de concretarse el proceso. C onsiderar sólo una de las dim ensiones sin tener en cuenta la otra resulta sim plista e insuficiente. Por otro lado, Michael Painter señala acertadam ente que en las investigaciones sobre América Latina se ha prestado m ucha atención a la destrucción am biental causada p o r los pequeños productores, cuando la m ayor degradación procede de las grandes corporaciones y de los propietarios m ás poderosos y ricos. Éstos tratan la tierra como un input con bajo coste, y económ icam ente les es más rentable ocupar nuevas tierras e ir degradando el entorno que preservarlo mediante prácticas orientadas a ello. Esta clase de planteam iento supone a m enudo para los m ás pobres la pérdida de sus tierras, o su sujeción m ediante la violencia o la coerción y, en todo caso, acentúa las condi ciones de desigualdad en el acceso a los recursos (Painter, 1995: 8-9). Estas consideraciones revelan que la pobreza no es causa por sí sola de la degradación am biental. Es cierto que m uchos pueblos utili zan los recursos de form a inadecuada y que se producen daños am bientales; en m uchos casos la gente tiene plena conciencia de que esto revierte negativam ente contra ellos mismos, pero no pueden hacer otra cosa y de esto son conscientes tam bién. Por otro lado, no olvidemos que la riqueza es una m ayor am enaza p ara el am biente que la pobreza, y que es la acum ulación de capital la que origina la inte gración desfavorable en el m ercado, los altos niveles de extracción de excedente y las políticas de endeudam iento. En estas condiciones, los cam pesinos han de adoptar estrategias para sobrevivir a corto plazo, que a m enudo resultan incom patibles con el uso sostenido de la tierra y con la preservación a largo plazo de sus propias condiciones de exis tencia (Collins, 1986¿>: 139). De ahí que no resuelva nada estim ular la pequeña propiedad, com o sugieren los cam pesinistas o el neonarodnism o ecologista (véase Netting, 1993, por ejemplo), o quienes defien den la idea rom ántica de com unidades que viven en arm onía con el entorno (Shiva, 1989), pues olvidan las circunstancias económicas glo bales en que los distintos pueblos deben producir y reproducirse. É ste es el enfoque general que perm ite interpretar las expresiones concretas de la interacción de procesos sociales y ecológicos. En el próxim o capítulo analizarem os distintos escenarios políticos para ejem plificar cóm o en cada caso las causas de la degradación am bien tal aparecen asociadas a aspectos específicos derivados de los dos grandes tipos de procesos generales e interrelacionados que hemos com entado: la acum ulación de capital y el em pobrecim iento.
C a p ít u l o 7
ESCENARIOS POLÍTICOS. CAUSAS Y CONSECUENCIAS DE LA DEGRADACIÓN AMBIENTAL EN AMÉRICA LATINA La degradación am biental no es un atributo exclusivo de determ i nado tipo de sociedades, pues se produce tanto en el contexto de países capitalistas avanzados como en econom ías de planificación centraliza da, en sociedades en proceso de desarrollo y tam bién en los países más pobres. Sus formas de expresión son diversas: contam inación atmosférica, lluvia ácida, problem as con los residuos, deforestación, desertización, agotam iento de recursos no renovables, desecación de zonas húmedas, etc. Se trata, p o r otro lado, de algo que trasciende a cada sociedad concreta y afecta a la globalidad del planeta: la conta minación, por ejemplo, no respeta las fronteras entre países; la defo restación y la pérdida de zonas húm edas tienen efectos climáticos nocivos y suponen una im portante dism inución de la biodiversidad; la contam inación de los acuíferos repercute en zonas que pueden estar muy alejadas del lugar concreto donde se producen vertidos o usos inapropiados del agua. Esta globalidad de las cuestiones am bientales contribuye a la existencia de una conciencia de riesgo que influye fuertem ente en la configuración de las actitudes, movimientos sociales y preocupaciones de las sociedades m odernas.1 Las transform aciones en la naturaleza son inherentes a la existen cia m ism a de los seres hum anos, que no sólo form an parte de esta naturaleza, sino que la utilizan y la transform an en el proceso p roduc tivo. La expansión del m ercado que ha conducido a la conform ación de un sistem a m undial ha conducido tam bién a una explotación intensiva de los recursos hasta un grado tal que aquella conciencia de 1. Sobre la conciencia de riesgo en relación a la conciencia mundial de los problemas ecológicos véanse Beck (1992, 1995), Douglas y Wildavsky (1982), Giddens (1996) y Lash, Szerszynsky y Wynne (1996).
164
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
riesgo se traduce en el tem or de que las futuras generaciones no pue dan m antener el ritm o de crecim iento que hasta hoy se ha producido. Un ritm o de crecim iento que, p o r otro lado, ha acentuado las diferen cias entre unos países y otros, entre unos grupos sociales y otros. Los problem as am bientales no afectan por igual a todos los países y regiones y, tal com o indicábam os en el capítulo anterior, en el Tercer M undo la deforestación, la contam inación del agua, las malas condi ciones higiénicas de las viviendas y de las ciudades, o la falta de servi cios sanitarios no son problem as que afecten a largo plazo, sino que repercuten de form a inm ediata en la sobrevivencia, la vida cotidiana y la salud de la gente. La pobreza es causa y efecto de problemas am bientales, pero el em pobrecim iento está directam ente causado por las form as de acum ulación de capital y el intercam bio desigual (Dur ham , 1995; Painter, 1995). Teniendo en cuenta esta interrelación glo bal, podem os com prender las situaciones que im piden a los m ás pobres tener m edios para actu ar en su propio interés a largo plazo, lo que genera presiones ecológicas que llevan a una degradación de los recursos (sobreexplotación de pastos, pérdida de fertilidad de los sue los, erosión) y presiones sobre la población que llevan a una degrada ción de las condiciones de vida.
7.1.
La deforestación de lo s bosques tropicales
La deforestación es uno de los problem as que afecta a las regiones tropicales, que contribuye a su em pobrecim iento y al de la gente que depende directam ente del bosque para vivir. También tiene repercu siones im portantes p ara el conjunto del planeta y por tanto adquiere una dim ensión global (recordem os que la Amazonia, por ejemplo, ha sido frecuentem ente descrita m etafóricam ente como el pulm ón del planeta). La creciente presión sobre los bosques tropicales está produ ciendo una alarm a im portante, puesto que se trata de suelos muy frá giles y sensibles a la interferencia hum ana y son de muy difícil y larga regeneración. Sponsel y otros (1996: 3) señalan que en 1989 el ratio anual de deforestación llegó a ser de 142.200 km2, lo que representa un 1,8 % de la superficie forestal existente en el mundo. El ritm o de deforestación es tan acelerado que actualm ente excede las 0,4 ha por segundo y representa la extinción de unas 10.000 especies en un solo año. Schm ink (1992) presenta algunos datos m ás detallados. La superficie de bosque tropical ro tu rad a en un solo año en estas mismas fechas fue de 56.000 km 2 en América Latina, 37.000 km2 en África y 20.000 km 2 en Asia. La deforestación m ás extrem a tiene lugar en Amé rica Central, en África Occidental y el Sahel y en el Sudeste de Asia. Si
ESCENARIOS POLÍTICOS
165
la deforestación continúa a un ritm o equivalente, en algunos países todos los bosques desaparecerán en pocas décadas: Madagascar, Sie rra Leona, Nigeria, Costa de Marfil, Bangla-Desh, India, Sri Lanka, Malaysia, Tailandia y Filipinas. La deforestación puede entenderse (así lo hace la FAO, p o r ejem plo) como una conversión total de las zonas de bosques en otros usos. Pero tam bién puede entenderse com o deforestación (y así lo conside ran la m ayor parte de autores que trabajan sobre este tema) com o una modificación significativa de los bosques, sin que ello im plique nece sariam ente su roturación com pleta (Schmink, 1992: 1). La deforesta ción de los bosques tropicales puede deberse a tres grandes tipos de causas: 1) la extensión de la agricultura de tala y quem a, como resul tado de la presión dem ográfica o de las dem andas del mercado; 2) el consumo extractivo, es decir, la tala de árboles p ara obtener m adera, papel o leña que realizan grandes em presas para la exportación, y 3) las estrategias políticas y m ilitares (Sponsel y otros, 1996). Cada una de estas causas tiene sus agentes, lo que com porta la existencia de dis tintas «racionalidades» en la utilización de los bosques y tam bién con flictos entre los grupos im plicados (Schm ink y Wood, 1987). Además, el manejo de los recursos varía, a su vez, según las características de cada individuo o grupo social (clase social, etnicidad, género, edad) y está condicionado por las estructuras socioeconóm icas de carácter más general (sistem a de propiedad, relaciones de clase, sistem a de mercado, políticas concretas). Hay, por consiguiente, distintas escalas de análisis (doméstico, local, regional, nacional e internacional). El enfoque de la ecología política supone interrelacionar estos distintos niveles para d ar cuenta del conjunto de variables que com ponen la «matriz de la deforestación» (Schmink, 1992), en la que deben tenerse en cuenta los patrones m igratorios, la distribución de la tierra, los patrones de asentam iento y las estrategias económ icas de los grupos domésticos (Collins, 1986a). La perspectiva de la ecología política supone analizar !a relación entre los distintos niveles im plicados en la producción y expansión de determinados productos y sus consecuencias para el entorno. Esto incluye un exam en de «las interconexiones entre el modelo de desa rrollo dom inante, las políticas y acciones del Estado, la com petición entre varias clases y grupos de interés y las estrategias de superviven cia de una población rural que em pobrece de form a creciente» (Sto nich y De Walt, 1996: 188). La deforestación no es sólo un problem a ambiental, ni tam poco algo derivado de procesos exclusivamente eco nómicos, pues no puede ser entendida dejando a un lado los procesos sociales asociados a ella. Así se considera desde el enfoque del ecosocialismo, que expande la perspectiva de la econom ía política hacia el
166
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
análisis de la distribución y uso de los recursos naturales y las contra dicciones que surgen entre sociedad y entorno (Stonich, 1995: 64). A nalizarem os a continuación diferentes escenarios políticos en relación con procesos de deforestación im portantes, que derivan de aquellos dos grandes grupos de causas interrelacionadas de carácter general que ya hem os com entado (acum ulación de capital y em pobre cim iento), pero que en su concreción se acom pañan de factores espe cíficos que en cada caso inciden de u n a form a particular. Nos centra rem os en diversos países de América Latina, que están soportando la carga de la acum ulación de capital y donde se produce una brutal explotación de los m ás pobres entre los m ás pobres. En esta presenta ción descriptiva dedicarem os m ás espacio a la Amazonia, por su valor altam ente representativo de los procesos de deforestación y porque concentra u na elevada carga sim bólica respecto a lo que actualm ente guía buena parte de las preocupaciones am bientales. 7.2.
Brasil. Políticas de colonización y desarrollo en la Amazonia La Amazonia m uere [...] La tasa de devastación sigue una progre sión geom étrica y, si no se tom an m edidas, es probable que la selva tro pical desaparezca en los próximos treinta años, excepto los enclaves que se puedan preservar. La supervivencia de los indios y la supervivencia de la selva son una m ism a cosa. Hace unos decenios había tantos bosques que una cosa no im plicaba a la otra. Ahora, una protege la otra. Ahora, en cierto modo, todos som os hijos de la selva. Ella nos alim enta y nos protege. Y todos tenem os la responsabilidad de conservar este jardín. Es un problema universal y requiere soluciones universales. H em os de convertim os todos en los guardianes de la selva (Sting).
La Am azonia es la región que concentra la m ayor cantidad de m asa forestal del m undo. Cuando a finales de los años setenta surgie ron las preocupaciones conservacionistas, la Amazonia concentró buena paxte de las m ovilizaciones que desde grupos ecologistas y agencias internacionales se organizaron p ara frenar el rápido proceso de deforestación, que parecía im parable. Un proceso que había sido expresam ente propiciado p o r las políticas de colonización y desarrollo im pulsadas po r el gobierno de Brasil y financiadas con fondos del Banco M undial y del Banco Interam ericano de Desarrollo, con el objetivo de au m en tar la producción de alim entos y de ocupar a masas de cam pesinos y de indígenas em pobrecidos. Al cabo de unos pocos años em pezaron a surgir las voces de alerta ante el increm ento expo nencial de la superficie de selva roturada: se destaca la destrucción
ESCENARIOS POLÍTICOS
167
irreparable de m últiples especies anim ales y vegetales, así com o los efectos negativos sobre el clima m undial p o r la pérdida reguladora del agua que proporcionan los bosques. Y se destacan adem ás las vertien tes hum anas: junto con la selva hay el peligro de que desaparezcan también los pueblos indígenas que viven en ella, m uchos de los cuales se encuentran al borde de la extinción.2 Bajo la presión de organizaciones no gubernam entales p ara la defensa del medio am biente, así com o de agencias financieras nacio nales e internacionales, el gobierno brasileño em pezó a m odificar su estrategia desarrollista y en 1988 el presidente José Sarney anunciaba medidas para reducir la destrucción de la Amazonia y p ara reorientar la política de «conquista» de la selva que se había iniciado veinte años antes. Hoy se ha creado en Brasil el program a «Nuestra N aturaleza» para establecer correctivos a la deforestación, con la colaboración de distintas organizaciones no gubernam entales (M oran, 1996: 159).3 La deforestación a gran escala de la Amazonia se inició con la decisión de situar la capital en la zona central de Brasil y de con stru ir la autopista Belém-Brasília. Se pretendía así propiciar la ocupación de las vastas regiones de selva hasta entonces sin explotar o habitadas por pueblos indígenas. La autopista em pezó a construirse en 1958 y en el período de unos veinte años se fueron asentando a lo largo de la ruta m ás de dos millones de personas. Los colonos ro tu rab an el bos que para establecer granjas de vacunos y recibían subsidios para ello. Para entonces la selva aparecía com o una especie de tierra prom etida, con miles y miles de hectáreas para ocupar que parecían no acabar nunca. La batalla por ganar espacio a la selva apenas había com enza do y ganaderos, m ineros, colonos, indígenas, caucheros y leñadores se afanaron por ganar terreno en los nuevos frentes que se iban abriendo 2. En Brasil existe una «Fundación Nacional del Indio», que tiene com o finalidad evitar la destrucción de las com unidades indígenas. Observemos lo que implica el surgimiento de fun daciones que paralelamente tienen com o objetivo preservar la naturaleza, con sus especies vegetales y animales y también a las com unidades indígenas. Hoy es el «indio»; mañana, tal vez sea toda la humanidad la que deba ser protegida. El ser humano ya no se enfrenta y dom ina el entorno, sino que es parte de este entorno que se debe preservar (M. O'Connor, 1994). 3. Las movilizaciones para frenar el proceso de deforestación de la Amazonia son un claro ejemplo del surgim iento de una conciencia mundial en tom o a los problemas am bienta les. La Amazonia ha sido calificada de «jardín de la humanidad» y de «pulmón del mundo» y estos lemas han tenido una gran fuerza evocadora. El popular cantante Sting hizo una gira por el mundo acom pañado por Raoni, un líder indígena kayapo, para sensibilizar acerca de los peligros de la deforestación de la Amazonia, transmitiendo una visión idílica de la selva y de los pueblos indígenas, fuertemente contrastada con la imagen apocalíptica del futuro: «La desaparición de la selva —dice Sting— provoca el conocido efecto invernadero, terremotos, huracanes, sequía, miseria» (1989: 7). Distintas ONG de carácter internacional han hecho numerosas actuaciones y presiones sobre el gobierno brasileño para que frene la deforestación: World Life Fundation, Nature Conservancy, Greenpeace, Envlromental Defense Foundation, Cultural Survival, Survival International, Rainforest Action Network.
168
ANTROPOLOGIA ECONÓMICA
con el avance de la autopista. La tierra roturada se consideraba «mejorada» y las nuevas actividades eran sinónim o de progreso y desarrollo (M oran, 1996). E n 1971 se propició el Program a de Integración Nacional, para prom over la colonización de la Transam azonia y Rondónia. Para ello se proyectó la construcción de dos nuevas autopistas, una de norte a su r (de Cuibá a S antarém ) y otra de este a oeste (la Transamazónica), previéndose que en cinco años m ás de 100.000 familias se desaplaza rían hacia estas zonas. El proyecto fracasó debido a la crisis del petróleo de 1973, que debilitó considerablem ente las arcas del Esta do. No se pudieron con stru ir las carreteras de servicio previstas, au m en taro n los costes del transporte y los cam pesinos tuvieron gran des dificultades p ara vender el m aíz y el arroz que producían. Esto dio pie a que en 1974 se cam biara de política: se acusó a los cam pesi nos de ser ineficaces, depredadores con el entorno y retrasados y se consideró que las grandes explotaciones alcanzarían una productivi dad m ás elevada. De esta form a se dejó de distribuir tierras entre colonos y se dieron facilidades a grandes em presas ganaderas. Sólo 6.000 fam ilias llegaron a instalarse de las 100.000 que se había previs to. Años m ás tarde, y com o resultado de la presión poblacional se rea lizaron nuevos repartos de tierras: se trataba de pequeñas parcelas, inviables por su tam año y su lejanía y que los más pobres no tenían m ás rem edio que aceptar, pero que eran abandonadas a m edida que agotaban su fertilidad, pues no estaban en condiciones de invertir en fertilizantes o tecnología p ara intensificar el cultivo (M oran, 1996, Schm ink y Wood, 1987). El p atró n de ocupación de la selva am azónica responde así a las características típicas de lo que ocurre en zonas de frontera: los cam pesinos roturan parcelas en tierra de nadie, a m enudo siguiendo el trazado de las nuevas carreteras, plantan cultivos de subsistencia y abandonan el lugar a m edida que el suelo va perdiendo su fertilidad. Estas m ism as tierras, convertidas en pastizales, son ocupadas poco después por grandes ganaderos, que ni siquiera han de preocuparse de hacer ellos m ism os el trabajo de ro tu rar el bosque (Schmink, 1992). E n este contexto no vale la pena invertir esfuerzos y dinei'O en el recubrim iento de las parcelas roturadas, pues es m ás fácil convertir en pastizales otras nuevas y los pequeños cam pesinos facilitan el cam ino, pues ellos van abriendo nuevos frentes con su avance. Además de la agricultura y la ganadería hay otras actividades que tienen consecuencias im portantes para la deforestación: la m inería y la tala de árboles para m adera. El resultado com binado de estos facto res hizo que se produjera en pocos años un increm ento exponencial de la deforestación: 30.000 km2 roturados en 1975 (0,6 % de la Ama
ESCENARIOS POLÍTICOS
169
zonia), 125.000 km 2 en 1980 y 600.000 km2 en 1988 (un 12 % de la Amazonia, equivalente a la superficie de Francia) (M oran, 1996: 156). Sólo un 4 % del total deforestado fue roturado por los pequeños agri cultores; sin embargo, a ellos se atribuye el ser los principales causantes de la deforestación. Las im ágenes de caboclos portadores de m otosierras talando sin piedad un árbol tras otro han contribuido a difundir la idea de que los colonos son los responsables de lo que d u ran te estos años ha ocurrido en el Amazonas (Nugent, 1977). Las políticas de colonización y desarrollo, que propician la gran propiedad y o to r gan concesiones a com pañías m ineras o m adereras, quedan así en segundo plano. En un excelente artículo, Schm ink y Wood (1987) analizan las actividades hum anas significativas en la interacción entre sociedad y entorno, y reconstruyen los distintos ám bitos de las form as de p ro ducción y extracción vinculadas a tales actividades. Siguiendo el esquem a conceptual de H arriett Friedm ann (1978) clasifican estas formas de producción en dos grandes grupos, según conduzcan a u n a reproducción simple o bien am pliada. La reproducción sim ple es la que guía las actividades de indíge nas, caboclos y cam pesinos. Los indígenas, hoy considerablem ente diezm ados (son poco m ás de 200.000), no producen excedentes signi ficativos, pues su producción se orienta a la subsistencia, que en algu nos casos se com plem enta con la recolección y venta de caucho (M urphy y Steward, 1981). Las form as de interacción am biental son muy complejas, pues practican u n a gran variedad de técnicas y obtie nen recursos m uy diversificados. Esto, unido a su baja dem ografía y al peso de las instituciones com unitarias, hace que el im pacto sobre el medio am biente sea m uy lim itado. Los caboclos son u n conglom e rado de gentes de orígenes m uy diversos, que se introdujeron en la región a través del boom cauchero y tam bién cultivan, cazan y pes can. Viven en pequeños asentam ientos muy dispersos y com parten con los indígenas el hecho de m anejar recursos m uy diversificados. Los campesinos son los llegados m ás recientem ente a la selva y traen consigo abonos, herbicidas y técnicas pobrem ente adaptadas a las condiciones de los trópicos. Son los que m antienen unos nexos m ás fuertes con el m ercado, pero están fuertem ente lim itados p o r su situación estructural, que podría describirse de acuerdo con el m ode lo chayanoviano. Disponen de la m ano de obra familiar, tienen difi cultades para acceder a los créditos, han de som eterse a los precios y condiciones que im ponen los interm ediarios y les afecta desfavorable m ente el intercam bio desigual. La reproducción am pliada está representada p o r quienes se encuentran en m ejor situación p ara obtener beneficios cuantiosos de
170
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
sus actividades: grandes explotaciones ganaderas, em presas m adere ras y com pañías m ineras. E stán inm ersos en la lógica de un mercado com petitivo, que les lleva a avanzar constantem ente en tecnología, productividad y en la obtención de la m áxim a ganancia a corto plazo. La degradación am biental es la consecuencia lógica de esta clase de racionalidad económ ica; digám oslo de otra forma: preservar el m edio va en co n tra de los intereses a corto plazo de los grandes gru pos económ icos y ellos son los que dom inan el poder político y m odelan la opinión pública. Ellos son, en definitiva, los máximos representantes del crecim iento económ ico y del desarrollo (Schmink y Wood, 1987). A unque la región am azónica es enorme, se producen numerosos conflictos p o r el uso de la tierra. Es cierto tam bién que a m enudo colonos, m ineros, taladores de árboles y ganaderos han form ado un frente com ún y han com plem entado sus actividades, pero m ás fre cuentem ente se h an producido violentas disputas entre grupos, enfrentados p o r unos m ism os recursos. Las tierras de los indígenas son codiciadas p o r todos los dem ás, y aquéllos, considerados como la antítesis del desarrollo, se ven com o un obstáculo que frena la m area del progreso. Hoy los indígenas son tutelados por el Estado y viven en reservas que resultan insuficientes p ara m antener sus antiguas activi dades. Los cam pesinos han de luchar por sus derechos sobre la tierra y com piten p ara ello con los inversionistas. Los prim eros quieren vivir de la agricultura y llegaron a la Amazonia atraídos por la posibi lidad de llegar a poseer su propia tierra. Los segundos ven la tierra com o una inversión, que les perm ite obtener m adera, m inerales, ven tajas fiscales y créditos. Los caboclos son los que tienen m enos visibi lidad y son los que tienen m enos m edios de defensa, pues aunque h abitan en la selva desde hace m uchos m ás años que los nuevos colo nos no lo pueden dem ostrar y han de adaptarse a la lógica que ellos im ponen. Ya hem os visto cuál ha sido la función del Estado brasileño en este proceso de ocupación de la Amazonia. Su inhibición ante los conflic tos desatados y sus propias poh'ticas h an tendido a favorecer a los inversionistas m ás poderosos, aplicando la vieja perspectiva liberal del «Estado mínimo», no intervencionista en lo económ ico y lo políti co. Pero tam bién ha tenido que com binar esta actitud con actuaciones m ás populistas, prom oviendo iniciativas alternativas, p ara atender las dem andas de los sectores de población m ás num erosos y proteger su propia posición. Un últim o aspecto a destacar: la interdependencia global. Otros factores que trascienden las fronteras de Brasil afectan fuertem ente a lo que h a tenido lugar en la Amazonia; eso no es algo reciente, pues
ESCENARIOS POLÍTICOS
171
ya desde el siglo xvi esta región h a estado ligada a la econom ía m u n dial. D urante el período colonial los bosques am azónicos eran explo tados p ara la obtención de recursos extractivos (cacao, canela, espe cias, aceite de palm a, zarzaparrilla, caucho natural) y d u ran te el si glo xix aum entó fuertem ente la dem anda de caucho. Eso obligó a ir adentrándose en zonas cada vez m ás rem otas y distantes, lo que lim i tó la propia extensión de esta actividad recolectora. Las políticas de ocupación de la Amazonia con fuerte im pacto am biental se iniciaron en los años cincuenta, p ara resolver la situación de las capas sociales m ás pobres del país y p ara transferir las ganancias de capital que generó la instalación de grandes com plejos industriales en el su r y de regiones enteras especializadas en el cultivo de café y de cacao. La Amazonia constituía u n vasto territorio p o r explotar, abierto a infini tas posibilidades, una válvula de escape p ara el exceso de población y fuente de recursos p ara la exportación. La inm ersión del país en la econom ía m undial y su dependencia de la financiación externa iba generando una fuerte deuda financiera que estim uló aú n más la rea lización de program as de desarrollo que eran, adem ás, u n m edio para obtener nuevos préstam os externos. Desde el punto de vista am biental, estos factores explican que las políticas de intervención en la Amazonia se cen traran en el corto plazo y en el im perativo de la deuda y no en estrategias sustentables a largo plazo. D urante años se consideró prioritario propiciar el despe gue económico, aunque ello supusiera costes sociales y am bientales. Así lo expuso el representante del Brasil en la Conferencia de Estocolmo de 1972, quien acusó a Estados Unidos, Gran B retaña y Japón de ser los máximos contam inantes del planeta, aunque a la sazón se p er m itieran el lujo de ser conservacionistas y defendió que no se podía exigir a Brasil m edidas proteccionistas respecto al m edio am biente si antes el país no alcanzaba un desarrollo similar. No se refirió, desde luego, a que la m ism a clase de desequilibrios entre ricos y pobres exis tían dentro del propio Brasil, ni a que el desarrollo favoreciera a determ inadas capas sociales y no a otras. E n el contexto de u n a cre ciente sensibilidad m undial hacia el medio am biente y con todos los ojos puestos en el caso de la Amazonia, se legitim aron las políticas de desarrollo que incorporaban el factor am biental. Eso significó en la práctica incorporar la retórica conservacionista sin cuestionar el modelo social existente y, por ello, cuando se optó p o r prom over las grandes em presas ganaderas, se afirm ó que éstas eran menos predadoras, m ás racionales y m ás respetuosas con el entorno que los peque ños cam pesinos. El Banco Mundial, que durante años propició esta clase de política, im pone hoy el respeto a los tem as am bientales p ara seguir concediendo préstam os, y los m odelos de desarrollo em piezan
172
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
a reform ularse. Schm inck y Wood (1987) y tam bién M oran (1996) consideran que se está iniciando un contexto m ás propicio para pro m over m odelos alternativos que frenen la deforestación y se basen en el principio de la sustentabilidad.4 7.3.
La Am azonia de Perú y Bolivia. M ercado externo y p olíticas internas
P r e s io n e s
d e l m e r c a d o : e l c u l t iv o d e c o c a
La cuenca del Alto Huallaga está situada en el centro de Perú y form a parte de la Amazonia. Es una región en la que se ha extendido exponencialm ente el cultivo de la coca, destinada a la exportación. Desde el punto de vista de mercado, la coca responde a las mismas características y relaciones de producción que el café, el cacao o el caucho, por ejemplo, pero se diferencia de éstos en que se trata de un producto ilegal. Los elevados beneficios obtenidos con el comercio de la coca contribuyeron a su im plantación en el Alto Huallaga, a pesar de tratarse de una región de colonización en la que el gobierno perua no prom ovió el cultivo del arroz y del maíz. Hoy, el cultivo de la coca continúa extendiéndose a pesar de su expresa prohibición y de los renovados intentos para propiciar otros productos. La presión del m ercado externo, ju n to con factores políticos internos (intervención gubernam ental/presencia de Sendero Luminoso) contribuyen a que la región del Alto H uallaga se haya convertido en la región cocalera más im portante del m undo. La coca ha venido cultivándose en los Andes desde hace miles de años, tratándose de un producto de consum o habitual entre los indí genas de la zona, que m asticaban hojas de coca como estimulante. El increm ento de la dem anda de cocaína a escala internacional hizo que el cultivo de la coca se expandiera a p artir de los años cincuenta. En el Alto H uallaga la producción pasó de ocupar 2.228 ha en 1973, a 30.000 ha en 1980, y m ás de 60.000 ha en 1986 (Bedoya, 1987, 1995a).5 4. Algunos de estos m odelos alternativos se basan en comprender la forma de utilización de los recursos por parte de las poblaciones indígenas, por cuanto éstas poseen siglos de expe riencia ndaptativa a las regiones tropicales (Sponsel, 1986). Pero hay quien hace notar también que ha sido la baja demografía de las poblaciones indígenas la que posibilitó la sustentabilidad de sus sistem as agrícolas y que estos pueblos también se relacionan con la selva por motivos utilitaristas (Holloway, 1993). 5. Se calcula que en el conjunto del Perú hay más de 200.000 ha plantadas con coca, lo que ha supuesto desforestar casi 700.000 ha desde 1970. ya que además de las parcelas dedica das a la coca, hay que añadir las destinadas a cultivos de subsistencia para los cultivadores, las tierras abandonadas y los cam inos y carreteras abiertos en la selva (Bedoya, 1995a: 219). Para el caso de Ecuador véase el libro de Bagley, Bonilla y Páez (1991).
ESCENARIOS POLÍTICOS
173
Actualmente en el Alto Huallaga pueden encontrarse, pues, dos sis temas agrícolas. Uno, el predom inante, consiste en cultivos perm a nentes de coca, té, café y cacao. El otro consiste en cultivos anuales de alimentos tales com o m andioca, m aíz y arroz. La técnica utilizada es la agricultura de tala y quem a, tanto en una clase de sistem a com o en el otro, en un contexto de abundancia de tierras. El cultivo de coca supone la obtención de ganancias mayores y el pago de salarios m ás elevados, y eso ha contribuido a generar u n a im portante escasez de m ano de obra entre los sectores cam pesinos no cocaleros (Bedoya, 1995¿). Los factores sociales y políticos que inciden en la conform a ción de estos sistem as de cultivos están provocando un proceso de deforestación im portante en esta región, que el program a de erradica ción de la coca ha contribuido a agravar, por cuanto los campesinos, se desplazan hacia áreas cada vez m ás rem otas y se instalan incluso en zonas declaradas parques naturales. El cultivo persistirá si conti núa la crisis económ ica de Perú, si los cam pesinos obtienen ventajas económicas superiores a las de otros cultivos y si se m antiene la dem anda internacional (Bedoya, 1995a: 220). La colonización del Alto Huallaga se inició en 1966, a partir de un acuerdo entre el gobierno de Fernando Belaúnde y el Banco Interam ericano de Desarrollo. El propósito era ubicar en la zona a 4.680 fam i lias dedicadas a la agricultura y la ganadería de vacunos. Se em pezó el program a de colonización en Tingo M aría y se continuó en Capani11a y Tocache. Se realizó el desbosque de form a m ecanizada, p ara solucionar la escasez de m ano de obra existente en una región de frontera como aquélla y utilizando p ara ello los préstam os externos. Eso produjo im portantes desequilibrios ecológicos, con pérdida sus tancial de la fertilidad de los suelos y em pobrecim iento de los pastiza les. Los bajos rendim ientos obtenidos provocaron que no se pudieran devolver los préstam os en las condiciones previstas y que se generara deuda externa (Bedoya, 1982a). Los colonos cultivaban de form a com binada cultivos com erciales (café, coca, té, maíz) y otros orientados al autoconsum o y tam bién parcialm ente al m ercado (arroz, plátano, frijol, m andioca). La consti tución de cooperativas agrarias no consiguió solucionar los problem as de la región, pues se obtenía una productividad muy por debajo de la prevista e inferior a otras zonas. En 1976 se retiraron los subsidios, en aplicación de las reglas de estabilización económ ica im puestas por el Banco M undial y el Fondo M onetario Internacional se redujo la dem anda de alim entos y la situación de los cam pesinos pasó a ser muy problem ática. En estas condiciones, el cultivo de la coca se afian zó, pues suponía una alternativa real e inm ediata a las dificultades con que se encontraban los colonos (Bedoya y Klein, 1996: 174-175).
174
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
Los condicionantes que pesan en el proceso de colonización, la extensión del cultivo de la coca y el predom inio de la agricultura de tala y quem a confluyen hacia u n a deforestación constante y conti nuada. Efectivam ente, al igual que veíamos en el caso de Brasil, la región am azónica se percibe com o un lugar de abundancia de tierras, que contrasta con la escasez existente en los Andes, de donde proce dían los colonos. Éstos, desconocedores de la fragilidad del ecosiste m a tropical y ansiosos p o r obtener rendim ientos a corto plazo, van ro tu ran d o parcelas a m edida que las necesitan. Pero hay que conside ra r adem ás otro factor. Se trata de cam pesinos pobres, que incialm ente h an de cultivar p ara su propio consum o y utilizan la m ano de ob ra familiar; eso los hace inadecuados p ara obtener créditos, que es lo que p erm itiría invertir en insum os y m ano de obra asalariada e intensificar el cultivo. Así, los colonos prefieren ir abriendo nuevas parcelas en lugar de regenerar el suelo, que es m ás costoso, pues, si desboscar u n área de cultivo requiere m ucha m ano de obra, controlar el crecim iento de hierbas y de bosque secundario todavía requiere m ás, e implica, adem ás, com prar inputs adicionales. Todo ello lleva a un uso extensivo de la tierra y a una constante deforestación (Bedoya, 1995a: 224). Tam bién el cultivo de la coca conlleva el increm ento de la defores tación; m ás arrib a hem os indicado ya la cantidad de hectáreas que se h an ido abriendo p ara adaptarlas a este cultivo. E n los años ochenta el gobierno de Perú se propuso erradicar el cultivo de la coca y para hacerlo intentó estim ular las producciones legales. Para ello diseñó el llam ado Proyecto Especial p ara el Alto Huallaga (PEAH), con tres objetivos básicos: 1) increm entar la productividad; 2) articular la región p o r m edio de la A utopista Marginal, y 3) m antener el equili brio ecológico y m ejo rar el nivel de vida de los cam pesinos. A pesar de este program a, el cultivo de la coca se continuó extendiendo y m ientras los colonos no cocaleros se iban instalando a lo largo de la carretera, los cocaleros desplazaban sus parcelas hacia las regiones m ás alejadas de la A utopista Marginal. Esto agudizó las contradiccio nes entre el E stado peruano, los narcotraficantes y los cocaleros. Ni el E stado peruano, ni las antiguas elites económ icas estaban en condi ciones de incidir en estas regiones rem otas de frontera, y, ante el vacío político que esto representaba, Sendero Lum inoso tuvo posibili dad de expandirse y controlar la situación. Así, esta organización se ha convertido en una firm e defensora de los cultivadores de coca, a los que protege de la represión policial y ayuda a relocalizar en nue vas zonas. La guerrilla necesitaba recaudar dinero y tam bién reclutar nuevos com ponentes y la situación ilegal del cultivo de la coca facili taba am bas cosas (Bedoya y Klein, 1996).
ESCENARIOS POLÍTICOS E
175
sca sez d e m ano d e obra
Además de todo el conjunto de factores estructurales de alcance económico y político que condicionan el com portam iento económ ico de los cam pesinos cocaleros y de los no cocaleros. Bedoya (1995a) insiste en que para entender el grado de deforestación es necesario tener en cuenta la diferenciación social y las variaciones culturales, pues im plican una utilización diferente de los recursos. Entre los colonos, la escasez de m ano de obra es un factor condicionante, pues limita la cantidad de tierras que se pueden cultivar, dificulta la in ten sificación de la producción y todo ello repercute en la incapacidad p ara pedir créditos y orientarse m ás eficazm ente hacia una produc ción para el m ercado. Recordem os que la escasez de m ano de obra está fuertem ente condicionada por la existencia del cultivo de coca, pues hay que tener en cuenta que los productores de coca obtienen ingresos diez veces superiores a los de otros agricultores y pueden pagar salarios m ás elevados: evidentem ente, esta diferencia de ingre sos constituye un estím ulo p ara la extensión del cultivo de coca. E n este contexto, la m ayor disponibilidad de m ano de obra, de ingresos y de tierra conducen hacia una m ayor intensificación de la actividad agrícola; los cam pesinos legales, por su parte, cuentan con poca m ano de obra y eso dificulta realizar los trabajos intensivos, siendo m ás fácil para ellos abandonar las parcelas e ir abriendo otras nuevas, p ro vocando, por tanto, una deforestación m ayor que los cam pesinos cocaleros. Entre los colonos, los lím ites a la producción vienen determ ina dos por las diferencias en el acceso a la tierra, trabajo y capital, así como por el grado de integración en el m ercado. Por ello, el com por tam iento económ ico de los colonos (tanto si se trata de cocaleros como de no cocaleros) co n trasta con el de las poblaciones indígenas de la zona (am arakaeris, m achiguengas y ashaninkas), que practican tam bién la agricultura de tala y quem a, pero con patrones de utiliza ción muy diferentes, pues el cultivo de la tierra es sum am ente diversi ficado, se com bina con otras actividades (caza, pesca, recolección) y se orienta básicam ente hacia el propio consum o: los índices de defo restación son muy bajos y en algunos casos prácticam ente inexisten tes (Bedoya, 1995a). Es interesante resaltar aquí las causas y los efectos que derivan de la escasez de m ano de obra. E n el ejemplo que hem os expuesto hem os visto que afecta fuertem ente a los colonos, debido a que en su caso no pueden com petir con los cultivadores de coca, pero este factor no es específico del Alto Huallaga, sino que está m ucho m ás generalizado de lo que habitualm ente se considera y eso es algo que apenas se tiene
176
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
en cuenta. Efectivam ente, suele suponerse que en las naciones en desarrollo el trabajo es un factor abundante porque se correlaciona con los elevados índices de natalidad. Sin em bargo, en determ inados contextos no es así, sino que se produce una acuciante falta de mano de obra. Collins (1986a, 1987) insiste en este punto porque es básico para com prender la dinám ica de trabajo y tam bién la degradación am biental que se deriva de ello. La escasez de m ano de obra es un resultado m ás de un acceso a los recursos y un intercam bio desigua les, que obliga a buscar ingresos fuera de la agricultura y conduce a la em igración. En el valle andino de Tam bopata, en el sur de Perú, la escasez de m ano de obra es un factor condicionante y estructural (Collins, 1986&, 1988). E n las tierras altas, extrem adam ente escarpadas, se p roduce café y su com binación con cultivos p ara la autosubsistencia genera u n a alta dem anda de m ano de obra, que se encuentra en la propia familia. Pero la insuficiencia de la renta agraria obliga a bus car em pleos estacionales o tem porales fuera de la agricultura para poder o btener ingresos, lo que provoca la falta de trabajadores. Eso conduce a un uso deficiente de los recursos, pues los cam pesinos se ven im posibilitados de intensificar la producción y ante los rendi m ientos decrecientes h an de o p tar p o r ab rir nuevas parcelas e ir abandonando las que poseían, im pulsados por la necesidad de produ cir ganancias a corto plazo. É sta es otra de las formas por las que la pobreza conduce hacia la degradación am biental. Collins puntualiza que la escasez de m ano de obra no es causa de la pobreza, pero sí un elem ento que expresa las contradicciones que experim enta la peque ña producción en regiones rurales desarticuladas y fuertem ente estancadas en las naciones en desarrollo. Esta contradicción hace que «la escasez de tierras y m ano de obra coexistan una al lado de o tra y que el rápido crecim iento de la población pueda conducir a que no existan brazos p ara trab ajar la tierra» (Collins, 1986a: 41). Ésta es una paradoja m ás derivada de la relación entre acum ulación de capital y em pobrecim iento.
P rogram as
d e d e s a r r o l l o e in t e r c a m b io d e s ig u a l
P ara acab ar este apartado introducirem os otro ejemplo muy dife rente de políticas de colonización en la Amazonia. Se trata del proyec to de S an Julián, en el oriente de Bolivia, que fue estudiado por M ichael P ainter (1986&) doce años después de su puesta en m archa. Se inició en 1972 y representó un notable avance respecto a otras experiencias de colonización, tanto porque fue cuidadosam ente pía-
ESCENARIO S POLÍTICOS
177
neado y quiso evitar las desigualdades entre sus beneficiarios, com o porque recibió un apoyo económ ico superior y m ás prolongado que otros proyectos. Fue im pulsado p o r el Instituto Nacional de Coloniza ción, recibió subvenciones de la Agencia de D esarrollo Internacional y fue conducido por una organización no gubernam ental, la Fundación de Desarrollo Integral (FIDES).6 Este proyecto supuso ubicar en San Julián a 1.661 familias y afec tó a otras 2.518, que se instalaron en áreas colindantes, atraídas p o r las nuevas expectativas que se abrían en la región. Antes de que llega ran los colonos se había hecho la conducción de agua potable, carre teras de acceso y refugios temporales. Además, se hicieron program as de orientación respecto a cóm o desboscar y cultivar en el bosque tro pical. Puesto que se trata de una zona bastante alejada y había pocas facilidades de transporte, se im pulsó el cultivo de arroz, m aíz y tam bién yuca, que tanto sirven p ara el consum o propio com o para vender y que son de fácil conservación. Se optó p o r no utilizar fertilizantes ni insumos que significaran gastos de producción im portantes y eso im plicaba que se debían ir deforestando parcelas a m edida que decli naba la fertilidad de las que se cultivaban. Las dificultades em pezaron a p artir de los bajos ingresos obteni dos por la venta del m aíz y del arroz, ya que el m ercado estaba bas tante saturado de estos productos y se pagaban a precios muy bajos. Ante las condiciones desfavorables del m ercado, los colonos genera ron diversas respuestas: 1) experim entar con cultivos alternativos, como frutas y verduras, pero que presentaban la dificultad de su difí cil conservación y el problem a añadido de su transporte; 2) obtener ingresos adicionales a p artir de pequeños negocios; 3) dejar de vender y replegarse hacia una producción de subsistencia, y 4) increm entar la producción total intensificando el trabajo de los com ponentes de la familia (Painter, 1986¿>: 118-120). Así, se increm entó el cultivo en zonas libres sin la intención de m antener las nuevas parcelas abiertas perm anentem ente, de m anera que cuando bajaba la productividad se iba hacia otras zonas para iniciar de nuevo todo el proceso. Cuando P ainter analizó el caso de San Julián en 1984 se estaba produciendo un progresivo em pobrecim iento de la gente y se iba 6. El proyecto de San Julián es especialm ente destacable por excepcional, porque, tal com o muestra Jones (1995), en Bolivia la ayuda internacional no ha servido para una mayor protección del medio ambiente, ni para promover un bienestar generalizado. Por el contrario, los fondos obtenidos han sido gestionados por la elite y han subvencionado más bien la degra dación ambiental y el racismo. Efectivamente, la instalación sistem ática de granjas ganaderas de vacuno favoreció a los grandes propietarios y, en cambio, significó el progresivo arrinconamiento y exclusión de los indígenas. El impulso de esta clase de políticas no ha hecho más que acentuar la denominada «deuda social» y que los cam pesinos sean más pobres en 1990 que tan sólo cinco años antes.
178
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
hacia u na creciente degradación am biental. E n este caso no falló el proyecto de colonización en sí, sino que se trataba de un problem a subyacente al intercam bio desigual que articula esta región con la sociedad mayor. Las condiciones de desigualdad preexistentes se reprodujeron en San Julián. Los colonos recibían tierras en lugares alejados de las redes de tran sp o rte y los centros de m ercado, se desa rro llaro n cultivos de bajo valor m onetario y se colocó a los cam pesi nos en situación de intercam bio desfavorable. Painter concluye que estos efectos deben ser tenidos en cuenta en los program as de desa rrollo, para in ten tar evitarlos y rom per así el ciclo de em pobreci m iento y destrucción am biental.
7.4.
América Central. Desigualdad social e intereses com erciales
E n Am érica Central la deforestación ha alcanzado las proporcio nes m ás elevadas de toda América Latina. Buena parte de los bosques roturados se convirtieron en pastizales para la instalación de granjas vacunas, respondiendo a las dem andas de carne procedentes de Esta dos Unidos, por lo que en la antropología se popularizó la denom inada «tesis de la ham burguesa» com o factor explicativo de la degradación am biental y de su correlato, la pobreza. E n el caso de América Central, p o r tanto, la degradación am bien tal se ha asociado a la intervención extranjera y a los intereses inter nacionales, especialm ente de Estados Unidos, sin otorgar apenas papel a los intereses de clase confrontados de carácter nacional. Este tipo de explicación contrasta con la que se utiliza p ara explicar estos m ism os procesos en América del Sur, donde la degradación am biental se asocia a políticas nacionales y a program as de desarrollo específi cos de cada país, y si hay intervención internacional, ésta se relaciona con intereses de clase nacionales. Michael Painter (1995) destaca estas diferencias, que en p arte se deben a factores históricos objetivos y en parte derivan de determ inados énfasis teóricos y, m ás en concreto, de u na vulgarización de la teoría de la dependencia. Los países que actualm ente son Estados independientes en Améri ca Central nunca lucharon directam ente contra España por obtener su independencia y la m ayor resistencia se produjo cuando México intentó incorporarlos a su Estado. La form ación de la federación de Provincias Unidas de Centro América no logró consolidarse, de m anera que pasaron de Estados a provincias y, finalmente, en 1838, a repúbli cas. La región carece de recursos o industrias estratégicas, lo que con dicionó que no llegara a form arse una elite cohesionada y que econó
ESCENARIOS POLÍTICOS
179
m icam ente se generara una fuerte dependencia de determ inados p ro ductos: café, bananas y, m ás recientem ente, ganado vacuno. Su im portancia estratégica, p o r su situación y fácil com unicación entre los océanos Atlántico y Pacífico, contribuyó, adem ás, a que los proce sos internos de luchas políticas y form ación de clases se subordinaran a los intereses geopolíticos de las potencias extranjeras que han d om i nado la región. El poder que Gran B retaña consiguió tener en la zona en el siglo XIX se fue desplazando hacia Estados Unidos, que acabó im poniendo su dom inio m ediante el poder político y las intervencio nes militares, así com o m ediante el control económ ico y com ercial que aún hoy todavía posee (Painter, 1995: 10). Dadas estas condiciones, la m ayor parte de los análisis sobre la degradación am biental em piezan y acaban en Estados Unidos, lim i tándose al enfoque m onolítico que proporciona la teoría de la depen dencia, como si las presiones externas actu aran de form a coherente y como si toda la región fuera internam ente hom ogénea y no hubiera diversidad de iniciativas locales y de respuestas variadas a estas pre siones externas.7 Sin em bargo, desde el enfoque de la ecología política el planteam iento es m ás complejo. E delm an (1990) m uestra, p o r ejemplo, que la «tesis de la ham burguesa» es enorm em ente sim plista y que en todo caso es un factor coyuntural, pues en el caso de Costa Rica la deforestación continúa produciéndose aunque la exportación de carne dism inuye y hay factores internos que explican este fenóm e no. Es el aum ento de los beneficios lo que conduce a ro tu rar los bos ques en lugar de realizar una producción intensiva, aprovechando así el «subsidio de la naturaleza». Stonich (1995) m uestra, en el caso de Honduras, que la exportación en sí no causa la degradación am bien tal, sino la apropiación de recursos en la m anera en que se concreta la formación de clases. Además, la escasez de tierras, los desplazam ien tos de la población, la pobreza y la degradación am biental se p rodu cen de forma sim ilar en toda la región, sea cual sea el tipo de produc ción y que se destine o no a la exportación. De acuerdo con esto, Pain ter (1995: 12) concluye que las presiones externas y la econom ía orientada a la exportación contribuyen a la degradación am biental al exacerbar los procesos internos de acum ulación de capital. M ientras los m ás ricos se apropian de los m ejores recursos, los m ás pobres se ve desposeídos, han de desplazarse hacia áreas m arginales y realizar prácticas depredadoras. 7. Respecto a esta variedad de respuestas locales y de situaciones regionales en Centroamérica véanse, por ejemplo, Edelman (1990), Gudeman (1978), Moberg (1996), Painter (1995), C. A. Smith (1978), Stonich y De Walt (1996) y Vandemeer (1996).
180 H
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
o n d u r a s : i n t e r e s e s e x t e r n o s y c o n f l ic t o s s o c ia l e s
E n H onduras se desarrolló la producción de banana hace m ás de un siglo, en plantaciones que se extendían a lo largo de la costa norte. Después de la segunda guerra m undial y com o resultado de la crecien te dem anda se introdujo el algodón, café, caña de azúcar y la produc ción de carne para la exportación, que se extiende sobre todo en el sur del país y que se financia con ayuda de Estados Unidos e inversiones externas. A p a rtir de 1970 se introdujo el cultivo de melones y la pro ducción de langostinos. En 1989 se dejaron de conceder ayudas, ya que la deuda externa era m uy elevada. En estas condiciones, el pago de la deuda pasó a ser un objetivo m ás im portante que la conserva ción de los recursos, por lo que se siguen estim ulando los productos destinados a la exportación a pesar de sus enorm es costes ambientales (Stonich y De Walt, 1996: 190-192). El entorno natural del sur de H onduras tiene tres áreas bien dife renciadas: 1) la costa, con lagunas, estuarios, manglares y bosque tro pical seco; 2) la llanura, que es la parte m ás extensa, de sabana, y 3) la m ontaña, de tipo volcánico, con bosques de distinto tipo según la alti tud. Lo que ha tenido efectos m ás devastadores en toda la región inte rio r es, sin duda, la im plantación de la ganadería bovina, que se intro dujo hacia 1960. A p artir de esa fecha, antiguos cam pos de algodón se convirtieron en pastizales y tam bién se roturó el bosque. Para facilitar este proceso, los grandes propietarios alquilan zonas de bosque a cam pesinos pobres: éstos las roturan, plantan m aíz y sorgo y cuando la fertilidad declina están obligados a p lantar hierba y a desplazarse a otro lugar, donde reinician el proceso.8 Y m ientras los grandes propie tarios pueden obtener créditos, invertir en m aquinaria y hacer funcio n a r sus explotaciones con muy poca m ano de obra, los m ás pobres quedan relegados a las áreas m arginales y han de ir em igrando a la ciudad, a la costa y a las áreas m ás rem otas de la m ontaña, llegando a ocupar el bosque húm edo en las zonas de m ayor altitud. Hemos de tener en cuenta, adem ás, que en H onduras se produce el crecimiento dem ográfico m ás elevado del m undo. La concentración de la pobla ción en determ inadas áreas y el propio increm ento demográfico acen túan la presión sobre la tierra. E n 1990 los m ariscos pasan a ser la producción nueva más im por tante. Inversionistas de Estados Unidos, Japón y Taiwan establecen piscifactorías en H onduras, Costa Rica y Panam á. Además de las cor poraciones m ultinacionales, tam bién invierten en esta industria líde 8. Gudeman (1978) explica para Panamá un tipo de trato muy similar entre grandes pro pietarios y cam pesinos. Estos últim os son los que van roturando el bosque y detrás de ellos se van instalando las grandes explotaciones de ganado vacuno.
ESCENARIOS POLÍTICOS
181
res m ilitares, m iem bros del gobierno y particulares, que utilizan ayuda financiera externa. Como las grandes fábricas se instalan en los mejores sitios, los viveros artesanales se van expandiendo por la zona de manglares, lo que com porta una producción m uy precaria, pues se trata de tierras ácidas poco favorables p ara el cultivo de langostinos. Tanto esta clase de ocupación, com o la construcción sistem ática de diques para frenar las m areas, perjudica gravem ente el equilibrio eco lógico de esta zona húm eda y acaba con la vida de los m anglares. Desde el punto de vista social se repite aquí el m ism o proceso que en la agricultura. A la costa habían llegado num erosas familias que h a bían sido desplazadas por la expansión del algodón, la caña de azúcar y la ganadería. Antes de que se expandieran las granjas de langostinos, aprovechaban los recursos m arinos m ediante la pesca, el m arisqueo, la sal, la producción de tanino y la leña. Estos recursos, que eran comunales, pasan a privatizarse y caen en m anos de las grandes com pañías m arisqueras. El desplazam iento que sufrieron en el pasado desde las tierras agrícolas fértiles, hecho a m enudo p o r la fuerza y con la com placencia de las autoridades, se repite años después en la zona costera (Stonich, 1995: 82-83). Como resultado de todo ello, los conflictos entre grandes propieta rios y campesinos, así como entre inversores y comunidades, son cons tantes y la catástrofe ecológica es prácticam ente irremediable. Los cam pesinos son conscientes de esta situación, pero no tienen otra sali da que ir destruyendo el entorno para poder sobrevivir y, con ello, su propia base de existencia. D ram áticam ente lo expresaba así un cam pe sino: «Sólo puedo esperar la destrucción de m i familia, porque la estoy provocando con mis propias manos» (Stonich y De Walt, 1996: 187).
C o s t a R ic a
y
N
ic a r a g u a :
CONTRASTE ENTRE POLÍTICAS SOCIALES Y AMBIENTALES
Al com parar las políticas sociales y am bientales entre Costa Rica y Nicaragua, John Vandemeer (1996) discute las estrategias conserva cionistas convencionales y aboga p o r program as sociales que asegu ren una m ejor distribución en el acceso a los recursos y la m inim ización del im pacto am biental que supone el establecim iento de grandes explotaciones agrícolas o ganaderas. Después de la revolución sandinista en 1979, N icaragua im pulsó un program a social que integraba el reajuste de la econom ía rural. E n aquellos mismos años, Costa Rica entró en una fase de estabilidad política, recibió una generosa ayuda económ ica de Estados Unidos y promovió políticas conservacionistas. M ientras que la imagen que se
182
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
difundía de N icaragua era la de un país en guerra, que luchaba por conseguir la justicia social desde el radicalism o y poco interesada por la conservación de áreas naturales, la im agen de Costa Rica, por el co n trario , e ra la de u n país en paz, que recibía ayuda externa para el desarrollo, que no se im plicaba en reform as sociales y donde la conservación de los bosques tropicales era una prioridad nacional. A pesar de ello, Vandem eer destaca que, en el inform e del World Resources Institute de 1990, Costa Rica aparece como el país que tiene el porcentaje de deforestación m ás elevado del mundo. Ya hem os dicho que Costa Rica recibió m ucha ayuda externa. La A dm inistración Reagan tuvo m ucho interés en la región, pues el obje tivo era dem ostrar que la econom ía de m ercado ofrecía unos modelos alternativos m ejores que los de los vecinos com unistas y que, por tanto, los cam bios revolucionarios no eran deseables. Buena parte de la ayuda externa se destinó a cuestiones am bientales y Costa Rica apareció com o un paraíso tropical, al que acudían num erosos ecoturistas, y el conservacionism o pasó a ser la fuente de ingresos nacional. E n N icaragua las cosas se plantearon de form a muy distinta, pues para este país era prioritario resolver los aspectos económicos y socia les y em prender una reform a agraria masiva. Se elim inaron las grandes explotaciones, y entre 1980 y 1985, m ás de 127.000 familias recibieron tierra en propiedad, dispersándose por todo el territorio. Sin embargo, el cam bio político de 1990 acabó con esta experiencia y se abandonó la reform a agraria de los sandinistas. El resultado es que desde esta fecha cam pesinos sin tierra buscan nuevas parcelas a lo largo de las rutas m adereras para poder sobrevivir, roturando indiscrim inadam ente am plias zonas del bosque tropical e iniciando un im portante proceso de deforestación que en los años anteriores no se había producido. Esto m ism o es lo que han venido haciendo los cam pesinos costa rricenses desde hace m uchos m ás años, como resultado de la reform a agraria que se efectuó en Costa Rica, que respetó las posesiones de los grandes propietarios, ubicó a los cam pesinos pobres en tierras m argi nales y exigió un determ inado grado de productividad para poder acceder a créditos. Los cam pesinos que no pueden alcanzar estas con diciones, o los que no pueden pagar las deudas de los créditos que han solicitado, se ven forzados a sobrevivir buscando nuevas parcelas en el bosque tropical y, al igual que sus vecinos, se adentran en la selva a través de las rutas m adereras. Los m odelos de ocupación del territorio han seguido pautas muy distintas en estos años. En Costa Rica existen grandes islas de bosque prístino, férream ente protegidas, que se hallan rodeadas de campos de arroz y de bananas (que im plican el uso de pesticidas) y de ciuda des pobres en donde habitan los trabajadores rurales. En Nicaragua,
ESCENARIOS POLÍTICOS
183
el modelo de ocupación se asim ila m ás al de un mosaico: el bosque natural se com bina con parcelas cultivadas y espacios abandonados. Según Vandemeer, el segundo modelo conserva m ejor la biodiversidad, y tiene unos efectos m enos devastadores que el prim ero, pero el cam bio político de 1990 m odificó esta situación y hoy en día se está reproduciendo en N icaragua el m odelo clásico de cam pesinos sin tie rras que se deplazan continuam ente por áreas boscosas y la deforesta ción está aum entando ostensiblem ente. M ientras tanto, Costa Rica ha visto reducida la ayuda externa de form a considerable y, aunque con tinúa la política conservacionista respecto a determ inadas zonas, la presión de los cam pesinos pobres se hace m ás intensa y la degrada ción am biental va tam bién en aum ento.
7.5.
M éxico. Políticas hidráulicas y relocalización de poblaciones
En m uchos países de América Latina las centrales hidroeléctricas constituyeron el eje de m uchos proyectos de desarrollo regional con cebidos en el m arco de las políticas que intentaban situ ar a estos paí ses en la vía del desarrollo. La construcción de grandes presas tiene como objetivos principales la generación de electricidad y la irriga ción de nuevas tierras p ara convertirlas en cultivables y obtener p ro ductos destinados a la exportación. Pueden tener tam bién otras finali dades, como el sum inistro de agua a las ciudades, el control de las inundaciones o usos relacionados con el turism o. La Tennessee Valley Authority, que fue creada en 1933, se tom ó en m uchos casos com o modelo para organizar grandes instituciones regionales dedicadas a la construcción de obras de infraestructura. El im pacto am biental y social de las construcciones hidráulicas es considerable. Las presas inundan el fondo de los valles, que es donde se encuentran las m ejores tierras de cultivo, y, dependiendo del nú m e ro de personas que deben ser reubicadas, han de adaptarse nuevos territorios para poder em plazar en ellos nuevos pueblos y nuevas acti vidades económicas, lo que implica, en ocasiones, la roturación de amplios espacios de bosque. Los costes sociales son tam bién m uy ele vados, pues la relocalización de poblaciones provoca u n fuerte senti m iento de pérdida y de desarraigo, así com o dificultades de todo tipo. Y es que los «relocalizados», que son los perjudicados por las cons trucciones hidráulicas, suelen quedar excluidos del área de im pacto económ ico positivo y social de las obras y pocas veces logran m ejorar su nivel de vida en el nuevo lugar al que son trasladados (Bartolom é y Barabás, 1990, I: 31). El traslado suele com portar, adem ás, otras con
184
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
secuencias: fragm entación territorial y étnica, com pensaciones injus tas e inadecuadas, tensiones y conflictos, ru p tu ra de lazos sociales y organizativos preexistentes, así como profundos cam bios económicos, políticos, sociales y culturales. Ecocidio y etnocidio form an parte, pues, de un mism o proceso: se destruyen los ecosistem as p ara adaptarlos a la producción masiva destinada al m ercado y eso se corresponde con la destrucción cultural de los pueblos que son erradicados del lugar donde se construyen las presas y centrales hidroeléctricas. La «razón de Estado» que gobierna estos proyectos y sus realizaciones se im pone asim étricam ente sobre las poblaciones afectadas; p o r otra parte, cuando se trata de com uni dades indígenas, éstas se encuentran aún m ás indefensas debido a su débil posición en el conjunto social. Se expresan y se reproducen así las condiciones de desigualdad existentes en la sociedad. E n el caso de México, la prim era planta hidroeléctrica se constru yó en el estado de Puebla a finales del siglo xix y em pezó a funcionar en 1898. Posteriorm ente se fueron construyendo nuevas presas, cons tituyendo proyectos aislados, hasta que en 1947 se creó la comisión del Papaloapan, con el objetivo de diseñar grandes obras de ingeniería y sistem as de presas asociadas. En una prim era etapa se construyó la presa Miguel Alemán, que supuso la relocalización de 20.000 indíge nas m azatecos. La presa Cerro de Oro form aba parte de los proyectos de esta com isión, pero en su caso el proceso de construcción no se ini ció hasta el año 1974. Afectaba un total de 26.370 ha, donde residían unas 20.000 personas, en su m ayoría chinantecos, que fueron trasla dados a cuatro nuevas localizaciones: Uxpanapa, Los Naranjos, Veracruz y áreas libres del vaso de la presa. En una excelente monografía, Miguel Bartolom é y Alicia B arabás (1990) analizan el im pacto am biental y sociocultural que produjo la construcción de la presa Cerro de Oro, que resum im os a continuación. Ya hem os indicado que las zonas de inundación de las presas se corresponden con las mejores tierras de cultivo, y así sucedió en el caso de la presa Cerro de Oro. Pero, además, la relocalización de la pobla ción supuso una degradación am biental im portante. Efectivamente, sólo en la zona de Uxpanapa se expropiaron 260.000 ha, que equivalen a un 13 % de la superficie forestal de México. Las recomendaciones de los biólogos y antropólogos que hicieron diversos estudios en la zona no se siguieron. Sus propuestas se basaban en una utilización diversifi cada y m últiple de la selva húm eda, siguiendo el mismo tipo de prácti cas que la tradición económ ica indígena poseía; estos científicos dicta m inaron que transform ar radicalm ente este ecosistema para instalar explotaciones agropecuarias conduciría irrem ediablemente a una des trucción del mismo, dada la fragilidad y pobreza de los suelos.
ESCENARIOS POLÍTICOS
185
Desde el prim er m om ento, estas recom endaciones se granjearon una gran hostilidad p o r parte de los técnicos y planificadores de la colonización, pues consideraban que frenaban la gran em presa m odernizadora que se proponían promover. Predom inó la lógica de la ganan cia a corto plazo y se im pulsó la creación de em presas agrícolas y ganaderas orientadas hacia la producción m ercantil a gran escala. Por consiguiente, se procedió a la roturación masiva de 85.000 ha de bos que húmedo, utilizando m aquinaria pesada que arrancaba incluso las raíces de los árboles y destruía la delgada capa de suelo fértil existente. Las ganancias que se obtuvieron a corto plazo fueron enormes, pues el volumen de m adera que se consiguió con la tala masiva de árboles representó m ás de la m itad de la producción m aderera m exicana de aquel año. De esta form a se consiguió financiar el proyecto de coloni zación, aunque las ganancias obtenidas no revirtieron en los afectados por el traslado, que tuvieron que realizar la m ayor parte del trabajo implicado en adaptar la zona a sus necesidades. El antiguo bosque húmedo se convirtió así en una gran estepa erosionada y em pobrecida que se destinaría a la agricultura extensiva y a la ganadería. El anuncio de construcción de la presa se produjo en 1972 y la últim a de las relocalizaciones se realizó en 1989. D urante estos años, los chinantecos vivieron dram áticam ente todo el proceso que los expulsaría de sus tierras y los llevaría a un lugar desconocido p ara ellos. La prim era etapa se caracterizó p o r u n a gran confusión, tanto porque las noticias se difundían m ediante rum ores com o por el hecho de que los chinantecos eran m onolingües y eso dificultaba poder reca bar inform ación adecuada. La construcción de la presa sufrió diversas interrupciones y todo el proceso de relocalización se prolongó m ucho m ás de lo planeado. Para los que fueron a U xpanapa duró cuatro años, aunque m uchos afectados volvieron a sus tierras de origen y para ellos em pezaría de nuevo todo el proceso. Diecisiete años des pués todavía había centenares de indígenas p o r trasladar. D urante el transcurso de esos años hubo diversas respuestas y for mas de enfrentarse al proceso: desde la incredulidad inicial, hasta las luchas de resistencia y las movilizaciones de protesta. Una de las res puestas m ás significativas fue la generación de un m ovim iento m esiánico, que consiguió un fuerte sentido com unitario y la conform ación de líderes de acuerdo con los m ecanism os tradicionales. Fue en Ojitlán donde se desarrolló un culto religioso de oposición a la cons trucción de la presa, asociado a lodo un conjunto de apariciones y prom esas hechas por personajes sagrados. Los protagonistas eran un individuo chinanteco, el Ingeniero el Gran Dios, Jesucristo y la Virgen de Guadalupe, que habrían llegado a la tierra para salvar a sus hijos del desastre e im pedir la construcción de la presa y el traslado. El movi
186
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
m iento religioso se configuró así como una forma de mediación política entre sectores chinantecos y los grupos de poder, ante el fracaso y decepción de la gente respecto a los mediadores institucionales locales. Pero esta respuesta no era la única ni se agotaba en sí misma, de mane ra que tam bién surgieron diversas movilizaciones de protesta, que algu nos consideraban m ás eficaces, encabezadas por líderes cuyo lenguaje y actuación eran com patibles con las formas políticas hegemónicas. El traslado originó tensiones, conflictos y un intenso trabajo, ya que fueron los propios afectados los que tuvieron que ro tu rar el terre no p ara el em plazam iento de los pueblos, construir sus casas y espa cios urbanos, pedir créditos e iniciar las labores agrícolas. Fue la etapa m ás dura, de m ayor intensidad em ocional y donde se alcanzó un estrés m ultidim ensional de considerable m agnitud, ya que se vivió dolorosam ente la pérdida del hogar y del propio territorio, y, además, todas las dificultades de la relocalización recaían sobre la gente afec tada. El repertorio de conocim ientos y recursos conocidos se m ostró ineficiente e inadecuado para hacer frente a todos los cam bios que se debían enfrentar, y fueron m uchos los que, desilusionados y agotados, optaron por volver de donde habían m archado. Q uienes se quedaron en los nuevos poblados tuvieron que idear nuevas form as de organización, que no podían basarse en las antiguas relaciones de parentesco, vecindad y am istad. El desconocim iento del nuevo m edio en que vivían era total y sus saberes agrícolas no podían adecuarse fácilm ente a la nueva situación: no sabían cuándo se debía sem brar, qué árboles o hortalizas se podían plantar e, incluso, qué productos se podían recolectar. Las m ujeres dejaron de vestir sus huí piles tradicionales, que delataban su estigm atizada condición de «indias», renunciando así a las expresiones m ás visibles de su perte nencia étnica y com probando dram áticam ente cóm o sus habilidades com o tejedoras y bordadoras, tan útiles en su medio originario, no servían aquí para nada. Incluso la propia lengua, el chinanteco, se vio afectada, pues en los espacios públicos se fue im poniendo el castella no, dada la necesidad de tratar con técnicos y funcionarios, iniciándo se u n proceso de asim etría lingüística en el que el chinanteco aparece com o signo de incultura y falta de integración. El nuevo medio y la nueva vida hacían difícil, si no imposible, seguir siendo chinantecos (B artolom é y Barabás, 1990, II, 221). El etnocidio aparece así estre cham ente vinculado a la relocalización y es una consecuencia de ella. El caso de la presa Cerro de Oro no es excepcional ni se halla limi tado a un ám bito específico. Miles de seres hum anos en el m undo han sido trasladados de sus tierras al haberse construido en ellas centrales hidroeléctricas, algunas de las cuales han im plicado relocalizaciones masivas (com o es el caso de Aswan en Egipto, N arm anda en India o
ESCENARIOS POLÍTICOS
187
Sobradinho en Brasil) y los elevados costes sociales no siem pre se corresponden con el interés general superior que se obtiene de tales construcciones. Bartolom é y Barabás concluyen que en el caso de la presa Cerro de Oro el sueño del desarrollo hidráulico se convirtió en pesadilla y el resultado fue que el Estado creó 26.000 nuevos pobres pertenecientes a una población que previam ente poseía m edios para vivir dignam ente (1990, II, 225). El Estado actuó, así, contra el E sta do, pues dañó sus propios intereses. Se favoreció la acum ulación de capital y se generó em pobrecim iento, al igual que en los otros casos que hem os analizado en este capítulo. 7.6.
Urbanización y pobreza. Apuntes de ecología política urbana
La m ayor parte de trabajos hechos desde la perspectiva de la eco logía política se centran en el im pacto de la econom ía política global sobre los procesos de desarrollo de los países del Tercer M undo y en sus efectos devastadores sobre la naturaleza: deforestación, erosión, desertización, vertidos, etc. Dicho de otra forma: el énfasis se ha orientado hacia el análisis de la naturaleza m ism a y el m odo com o ha sido utilizada, modificada, regenerada o destruida por los grupos hum anos. Pero los problem as am bientales se producen tam bién en el medio social construido, en las ciudades, y afectan de forma inm edia ta y tangible a las condiciones de existencia de sus habitantes y m uy especialm ente de los m ás pobres: escasez o contam inación del agua, polución, m alas condiciones de las viviendas, falta de infraestructuras y de servicios sanitarios, educativos, etc. El resultado que deriva de estos problem as concierne directam ente a la salud y el bienestar de las p er sonas, y sus consecuencias son la m ortalidad infantil, carencias n u tri tivas, enferm edades o la baja esperanza de vida. Los program as de desarrollo que h an tenido lugar en Latinoam éri ca no han conseguido resolver la pobreza ni am pliar significativam en te la absorción de fuerza de trabajo. Además, la m ayoría m ás pobre ha tenido una participación escasa en los ciclos de crecim iento pero, en cambio, ha soportado la carga de lo que ha sido una progresiva y constante concentración de la riqueza. La población en condiciones de pobreza m antiene su peso y en m uchos países se ha deteriorado ostensiblemente su situación social. Los datos son im presionantes: según el Banco M undial, en 1985, en América Latina un 19 % de la población total estaba p o r debajo de la línea de pobreza (unos 70 millones de personas) y un 12 % p o r debajo de la línea de extrem a pobreza (unos 50 millones de personas) (Pirez, 1992: 15).
188
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
Las econom ías de los países latinoam ericanos se han estructurado a p artir de relaciones de fuerte dependencia respecto al mercado m un dial, y las presiones del proceso de diferenciación social interna han conducido al surgim iento de dos fenómenos interrelacionados: en pri m er lugar, la industrialización de algunos países, que se ha concentra do en las grandes ciudades y que en gran parte está controlada por capital extranjero. En segundo lugar, las masivas migraciones inter nas, desde el cam po hasta la ciudad y desde las pequeñas ciudades a las capitales, lo que ha producido una desproporcionada macrocefalia de algunos centros urbanos. Y com o los em igrantes son en su mayoría m uy pobres, ello ha contribuido a la formación de enorm es concentra ciones suburbiales alrededor de las ciudades (Portes y Walton, 1976: 26-27). Estim aciones dem ográficas para el año 2000 prevén que cinco de las doce ciudades m ás pobladas del m undo (con m ás de 13 millo nes de habitantes) se encontrarán en América Latina, con México y Sao Paulo ocupando los dos prim eros lugares (Guimaráes, 1990: 72). A ctualm ente, las sociedades latinoam ericanas son predom inante m ente urbanas y en las ciudades es donde se encuentra el mayor volu m en de pobreza. De acuerdo con los datos sum inistrados por Pirez (1992: 15), un 25 % de la población reside en ciudades de m ás de un millón de habitantes en nueve países y el porcentaje se eleva a un 44 % si se consideran las ciudades de m ás de medio millón de habitantes. E n u n país com o Argentina, la población urbana alcanza el 90 %. Estos datos corresponden a los años ochenta; actualm ente estas pro porciones se han increm entado ostensiblem ente y los llamados «barrios paracaídas» no cesan de aparecer en ciudades com o México, Lima, Sao Paulo, P anam á o Bogotá. Las crisis económ icas han tenido un fuerte im pacto en las ciudades, y, según un informe de la Econom ic Com m ission for Latin America and the Caribbean (ECLAC), en 1990, el 39 % de la población u rb an a sufría pobreza (116 millones de personas), m ientras que tan sólo cinco años antes este porcentaje era inferior: u n 35 % (Escobar y González de la Rocha, 1995: 61). Algunos países de América Latina experim entaron un proceso de considerable crecim iento económ ico entre 1960 y 1970. En estos años se aceleró la urbanización, se increm entaron las oportunidades de em pleo y se transform ó la estructura ocupacional. Los salarios pasaron a ser cruciales en el nuevo esquema, pues la m enor rem uneración del trabajo respecto a los países de capitalismo avanzado y la flexibilidad en el em pleo son los factores que perm itían concurrir en el mercado de la exportación. Así, no es contradictorio que m ientras aum entaba el núm ero de empleos, tam bién aum entara el paro y descendieran los salarios, lo que significó un considerable deterioro de las condiciones de vida para un núm ero creciente de gente. En este contexto, la econo
ESCENARIOS POLÍTICOS
189
m ía informal en térm inos de empleo y producción pasa a ser un fenó meno generalizado en las ciudades latinoam ericanas y esta situación origina que los puestos de m enor prestigio, m ayor riesgo y m enor sala rio sean cubiertos por los m igrantes más pobres (Altamirano, 1988; Escobar y González de la Rocha, 1995). En los años de crisis económ i ca posteriores a 1970, el empleo informal ha sido incluso una estrategia de los propios trabajadores para evadir las m uy desfavorables condicio nes salariales y fiscales del empleo formal, constituyendo una especie de «colchón de seguridad» o un «amortiguador» de la crisis p ara los grupos de bajos ingresos, aunque no haya podido contrarrestar la caída de ingresos de las clases más pobres (Escobar, 1993: 259-260). Estas condiciones de trabajo, que se encuentran presentes en la m ayor parte de ciudades de América Latina, derivan del crecim iento desequilibrado de la economía, la dependencia y la subordinación a condicionam ien tos externos (Lomnitz, 1975; Portes, 1989; Roberts, 1978). Si la econom ía política perm ite explicar la articulación del trabajo informal con el conjunto de la econom ía nacional de los países latino am ericanos, así com o la dependencia de estas econom ías respecto al m ercado externo, la ecología política perm ite adentrarse en las condi ciones de vida y en la m anera en que el acceso y uso de los recursos urbanos son negociados, definidos y contestados en la arena política: Las cuestiones de la planificación urbana, de los patrones ecológicos y del desarrollo económico son en últim a instancia cuestiones políticas y la com prensión de estos procesos y de sus resultados tiene que basarse en el análisis del control político y de los mecanismos de acceso al poder. La planificación de servicios, el uso del territorio y las decisiones sobre el desarrollo no ocurren sobre un vacío, sino que han de considerarse com o una variable y como el resultado problem ático de la lucha por el poder y del acceso al poder p or parte de grupos sociales en com petencia (Portes y Walton, 1976: 4) (cursiva en el texto).
Una de las expresiones m ás visibles de la incidencia de los factores políticos y de la diferenciación social en el ecosistem a urbano se encuentra en las propias características del proceso de urbanización y en el acceso y uso diferencial del espacio urbano y de la vivienda.9 Las 9. E! crecimiento urbano en América Latina se ha realizado de forma muy rápida y en algunas ciudades alcanza grandes dim ensiones, lo que ha originado una situación de desvertcbración urbana y graves problemas de transporte, vivienda, centros escolares y sanitarios, etc. Esto ha motivado la existencia de un volumen importante de investigaciones sobre la ciudad realizadas por parte de urbanistas, antropólogos, econom istas y otros científicos sociales y orientadas tanto a su conocim iento com o a la planificación e intervención en problemas socia les. Véanse, por ejemplo, Altamirano (1988), Carrión (1987, 1992), Carrión y otros (1989-1991), Coraggio (1991), De la Peña y otros (1990), Estrada y otros (1993), Hardoy y Schaedel (1975), Kingman (1992) y Velho y Alvito (1996).
190
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
grandes m igraciones hacia las ciudades se producen p o r la concentra ción en éstas de oportunidades ocupacionales, recursos y servicios. Los elevados precios del suelo urbano, así como la ausencia de progra m as adecuados de crédito y de vivienda se corresponden con un patrón extensivo de asentam ientos ilegales periféricos, pues la gente más pobre no tiene otro rem edio que establecerse y construir sus chabolas fuera de todas las norm as de regulación existentes. De esta forma van surgiendo nuevos suburbios alrededor de las ciudades (barriadas, •»lonias, urbanizaciones, favelas, villas m iseria) que no cuentan ni on u na infraestru ctu ra m ínim a u rbana (agua corriente, electricidad, alcantarillado, transporte), ni con servicios adecuados (escuelas, ceñ iros de salud).10 P ueden distinguirse tres form as de creación de estos nuevos barrios: 1) Los «asentam ientos espontáneos». Se trata de espacios que se ocupan inicialm ente p o r algunas familias, a las que si no son expul sadas de inm ediato, pronto se sum an otras que construyen sus chabo las. 2) Las invasiones de tierras, resultando de la decisión de un grupo de gente sin hogar, que conoce la existencia de algún terreno público o privado desocupado. Suelen ser protagonizadas por un núm ero eleva do de familias, dispuestas a enfrentarse con la decisión de las autori dades. 3) Los asentam ientos clandestinos en terrenos privados que los propietarios (denom inados «coyotes» en México y América Central) ceden a la gente m ás pobre a cam bio de dinero. Es lógico que en estas condiciones las luchas populares se relacionen con los problem as de vivienda y la consecución de m ejoras elementales para sus barrios, lo cual puede prolongarse durante m uchos años, pues im plica obtener prim ero el reconocim iento de su existencia, su legalización y la reali zación de obras públicas p o r parte de las municipalidades. Tal como indican Portes y W alton (1976: 54), estos asentam ientos suburbiales representan la plasm ación ecológica de la pobreza y la ausencia de u na posición reconocida en el sistem a urbano. Como ejem plo de la precariedad del ecosistem a urbano señalare m os que en Sao Paulo, p o r ejemplo, ciudad que constituye un im por tante polo de la región, un 40 % de los hogares no tiene agua co m en te y un 65 % no está conectado a la red de alcantarillado. Además, sólo un 4 % de las aguas residuales reciben algún tipo de tratamiento: el resto es vertido directam ente en los ríos, que son verdadexas cloa cas a cielo abierto (G uim aráes, 1990: 72). Los problem as de contam i nación atm osférica son tam bién muy im portantes y ciudades como
10. Ante la incapacidad dei Estado para proveer de servicios suficientes, ha surgido recientem ente un sector privado asistencial que pretende cubrir tales deficiencias, aunque en la práctica acostumbra a reproducirlas por el propio hecho de actuar de forma desarticulada (Altamirano, 1988).
ESCENARIOS POLÍTICOS
191
México, Lima, Sao Paulo o Santiago tienen una atm ósfera irrespira ble, lo que provoca que regularm ente tenga que declararse el estado de emergencia, con la suspensión de actividades escolares, el reforza miento de los centros sanitarios y severas m edidas para la restricción del tráfico." No hay ni que resaltar, por evidente, que las barriadas más pobres son las m ás afectadas p o r las condiciones de insalubridad derivadas de esta degradación am biental del sistem a urbano. Respecto a las form as de sobrevivencia, la diferenciación social condiciona tam bién de form a m uy nítida las líneas divisorias respecto a la clase de trabajos a los que se puede acceder. La pobreza urbana se caracteriza por la inestabilidad ocupacional, los bajos ingresos y la falta de prestaciones sociales. Por tanto, desde un punto de vista eco nómico, la m arginalidad que genera la pobreza hace que los indivi duos no participen plenam ente en el m ercado de trabajo ni en el de consum o y que la sobrevivencia sea extrem adam ente difícil. La dife renciación social en la ciudad se expresa en el hecho de que los m ás pobres viven en buena m edida de los sobrantes que generan los demás, sea porque realizan trabajos poco cualificados (servicio dom és tico o actividades diversas en el sector informal), sea porque aprove chan y consum en directam ente lo que otras clases sociales desechan. Así lo describe Larissa Lom nitz en su estudio de una barriada de la ciudad de México: En Cerrada del Cóndor, el poblador es un recolector de los desperdi cios del sistem a urbano industrial. Se viste con ropa usada, acarrea agua en tarros y botes vacíos, cubre su techo con m ateriales sobrantes de las consüucciones. Un día am anece jardinero, al otro día es albañil o ayu dante de chófer. Si se enferma, su m ujer sale a vender tortillas o nopales, o bien a lavar o a planchar. Los niños salen a la calle a bolear o vender chicles, o a pedir pan. La utilización de desperdicios puede llegar a ser sistemática: un poblador que trabaja de basurero libre, cría cerdos con la basura que ju n ta diariam ente en su trabajo. En otro caso, los niños iban de casa en casa pidiendo pan y tortillas secas, que tam bién servían para la crianza de anim ales (Lomnitz, 1975: 96).
El empleo inform al, a m enudo discontinuo y escasam ente rem u n e rado, los intercam bios recíprocos de servicios, así com o el autoaprovisionamiento son las formas predom inantes de obtención directa de recursos o bien de ingresos entre la gente más pobre, lo que contribu11. No hay que olvidar en este apartado el im pacto de los grandes desastres, que no siempre son fruto de agentes de la naturaleza o de factores imprevisibles. La mala calidad de la infraestructura urbana, relacionada con la corrupción política, originó por ejemplo la terrible explosión que se produjo en Guadalajara en 1992 com o resultado de la emanación de gases de las alcantarillas (Ramírez y Regalado, 1995).
192
ANTROPOLOGIA ECONÓMICA
ye a reproducir la situación de pobreza y las condiciones de vida aso ciadas a ella. Tam bién contribuye a reproducir la m arginalidad de los barrios periféricos, p o r la im posibilidad de resolver de forma efectiva e inm ediata unos problem as que se crean más deprisa que la capaci dad de reacción y de inversión que tienen los gobiernos municipales o estatales. Y es que, tal com o estam os tratando de argum entar, los patrones de urbanización en América Latina se caracterizan por el desproporcionado crecim iento de las ciudades, la extensión creciente de la pobreza y la coexistencia del em pleo formal con ocupaciones inform ales, en m uchos casos m ayoritarias: son dim ensiones estrecha m ente interrelacionadas. E n una excelente m onografía sobre la ciudad de Guadalajara, en México, M ercedes González de la Rocha (1994) analiza las bases sociales de la supervivencia económ ica y los m ecanism os y recursos con que las fam ilias enfrentan las situaciones de pobreza y de miseria. Una de las dim ensiones m ás relevantes de su estudio es m ostrar que, ante la incapacidad del Estado y las esferas públicas de proporcionar los elem entos adecuados para el bienestar de la gente, la superviven cia individual depende de la ayuda económ ica y social que se obtiene de parientes, am igos y vecinos. Las relaciones sociales son uno de los escasos recursos con que cuentan los m ás pobres y se usan extensiva m ente en form as variadas de ayuda m utua. M uestra, también, el im portante papel de las m ujeres en estas condiciones de escasez, tanto por lo que respecta a la obtención de ingresos como al uso de las relaciones sociales que proporcionan ayuda y favores en el día a día y en situaciones de em ergencia. Las m ujeres tienen un papel pro tagonista tam bién en los movim ientos reivindicativos populares, que en este caso se orientan hacia el problem a de la vivienda. La propie dad de la m ism a aparece entre la gente com o la única alternativa para solventar sus problem as y hace que se otorgue apoyo al partido políti co m ayoritario, considerado como el que puede resolverlos, en una clara plasm ación de los m ecanism os clientelares. No es extraña ni contradictoria la existencia de una doble ética: una igualitarista, basada en la reciprocidad, que es en la que se basan las relaciones entre parientes, amigos, com padres, todos igual de pobres. O tra es la ética del patronaje, jerárquica, de dependencia y leal tad respecto a los patronos laborales y políticos (Scheper-Iiughes, 1997: 103). Una com porta la solidaridad de clase; la otra la anula. For m an parte de la propia situación de dependencia que crea la pobreza y en que se basa la pobreza. El hecho de m o strar la existencia operativa de recursos entre los m ás pobres para poder sobrevivir no oculta la m iseria ni las difíciles situaciones en que viven m uchos millones de personas en las ciudades
ESCENARIOS POLÍTICOS
193
de América Latina. Ni tam poco ha de ocultar la existencia de situacio nes de violencia, degradación física y conductas autodestructivas y que quienes m ás las sufren son las m ujeres y los niños. Cuando la familia no puede proporcionar ni la base m ínim a de subsistencia, cuando apenas se consigue la supervivencia individual y cuando ni siquiera se puede co n tar con los recursos sociales del parentesco o la am istad para afrontar las situaciones m ás difíciles, puede llegar a p er derse el sentido de im plicación m utua que supone la convivencia con junta, así como el alcance m oral de hacerse cargo de las personas dependientes. Además, hay otro factor om nipresente en los ban'ios pobres: la m uerte o la desaparición de niños, hecho que, al ser tan frecuente, genera actitudes de indiferencia y pasividad. Recom iendo m uy espe cialmente a quien no lo haya hecho la lectura del libro de Nancy Scheper-Hughes, Muerte sin llanto, traducido recientem ente al castellano, donde se adentra en las situaciones de sufrim iento, en las actitudes de violencia y en el sentim iento de im potencia de la gente ante sus pro pias condiciones de vida. La m onografía se centra en una ciudad del nordeste de Brasil. Especialm ente significativos son los capítulos que describen cómo se afronta la enferm edad y la m uerte de los niños, y cómo se construyen los sentim ientos y significados de ser m adre en un contexto en que la m ortalidad infantil es tan irritantem ente fre cuente y form a parte de la cotidianidad. La pobreza genera condiciones m uy extremas, que conllevan incluso otorgar un valor m uy escaso a la vida hum ana, y los niños, que son los m ás débiles, suelen ser los m ás afectados. Pero incluso aquí se produce un intercam bio desigual y los m ás pobres son vícti mas de agresiones constantes p o r parte de la sociedad global. Pense mos en hechos tan escalofriantes como los que se produjeron en B ra sil, donde las llam adas «cuadrillas de la m uerte» llegaron a m atar hasta siete mil niños en un solo año, p ara librarse de los pequeños robos que éstos llevaban a cabo en los comercios. O el uso de niños, en Colombia, para perp etrar asesinatos, sirviendo de tapadera a los adultos en la violencia política. O, finalmente, el tráfico de niños, que se introducen en los canales organizados de prostitución o en circui tos ilegales de adopción. Podríam os mencionar, adem ás, el tráfico ile gal de órganos para trasplantes, así com o la utilización de indígenas para experim entos genéticos. Y en este punto concluirem os este apartado, que no es m ás que un esbozo de la ecología política urbana. E n él hem os analizado previa mente los procesos de deforestación y sus efectos negativos tan to p ara el conjunto del planeta com o p ara la gente que obtiene sus recursos de las zonas de selva, y acabam os ahora m encionando algo m ucho
194
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
m ás dram ático e injusto: la m uerte de tantos y tantos niños, que se podría y se debe evitar y que es consecuencia de la pobreza. Las socie dades no aceptan reconocer que la pobreza es producto de ellas mis m as y convierten a los pobres en culpables de su situación, cuando son en cam bio sus víctimas. Las consecuencias del acceso desigual a los recursos y del intercam bio desigual se m uestran aquí con su máxi m a crudeza.
CONCLUSIONES
C apítulo 8
ECONOMÍAS Y NATURALEZA EN UN MUNDO GLOBALIZADO 8.1.
Antropología económ ica. C onsideraciones finales
Em pezam os este texto planteándonos una valoración de las ap o r taciones que la antropología económ ica había hecho a la antropología social. Esto nos obligó a iniciar nuestro recorrido en la década de los setenta, puesto que es el m om ento en que entendíam os se había dado un giro im portante en la antropología económ ica. H asta aquel m o m ento los debates que tenían lugar en el m arco de la antropología económ ica no trascendían la propia subdisciplina y las discusiones entre form alistas y sustantivistas llegaron a hacerse circulares, incluso cuando el m arxism o estructuralista francés quiso aparecer com o una tercera vía o, mejor, com o una vía alternativa. El giro se produjo cuando los tem as tradicionales de la antropolo gía económ ica em pezaron a ser vistos desde la perspectiva de la eco nom ía política. Especifiquem os u n poco más: el m om ento crucial fue cuando apareció como una evidencia que lo que acontecía en determ i nado pueblo, localidad o país debía interpretarse en el m arco de fenó menos económ icos de alcance global. Los flujos de m ercancías se extendían por todo el planeta, las dificultades de los países del Tercer Mundo para salir adelante se relacionaban con las form as de inter cambio desigual y su dependencia respecto a los países más ricos; n in gún pueblo del m undo parecía ser ajeno a esta globalización de la eco nomía, incluso los que estaban fuera de los circuitos m ercantiles, pues incluso eso tenía una explicación. En definitiva: la conciencia de globalidad se plasm ó rápidam ente en el ám bito de la antropología econó mica y ello se tradujo en un replanteam iento teórico y metodológico. Se debía interpretar lo que ocurría a escala local en térm inos de su articulación con el contexto global. Esto obligaba, además, a tener en
198
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
cuenta los factores de desigualdad social y el com ponente político asociado a las dim ensiones económ icas. Y este nuevo planteam iento repercutió en el conjunto de la antropología social y contribuyó a una renovación de la disciplina. É ste fue un prim er hito im portante en la evolución de la antropo logía económ ica; el segundo vendría después, al incorporar los temas m edioam bientales, pero de eso hablarem os m ás adelante. Debemos señalar ahora que este nuevo planteam iento (que significó, insistimos, no sólo u na renovación de la antropología económica, sino que tam bién repercutió en la antropología social en su conjunto) se produjo a p artir de la revitalización de la teoría m arxista y su adaptación a los tem as de interés de la antropología. El neom arxism o no conform ó un corpus homogéneo de enfoques ni de «escuelas». G anaron las heterodoxias, nacidas de una relectura de los textos de Marx y de la reform ulación de algunos conceptos y m odelos del m aterialism o dialéctico. Los debates entre los nuevos marxistas llegaron a ser m uy acalorados e intensos, pues la propia hetero doxia (o no-ortodoxia, si se prefiere) perm itía transitar por caminos diversos en la búsqueda de los modelos que se consideraban más satis factorios para interpretar los hechos económicos. También hubo fuer tes debates con quienes no com partían la teoría marxista: recordemos las im placables críticas al «materialismo vulgar», por ejemplo, que es la form a en que Godelier calificó los trabajos de Marvin Harris. Ade más, m uchos antropólogos veían con reticencia las teorías de amplio alcance (como es el marxismo), el trasfondo ideológico de quienes se obstinaban por entender formas de subordinación o dependencia, o el propio énfasis por considerar las dim ensiones mundiales de la econo mía, pues pensaban que todo esto poco tenía que ver con la antropolo gía y con el m étodo etnográfico que la caracterizaba. Por tanto, lo que he calificado como una renovación de la antropología económica no fue un lecho de rosas ni suscitó adhesiones incondicionales, sino que hubo tam bién controversias y rechazos; sin embargo, los nuevos plan team ientos fueron calando poco a poco y hoy está prácticam ente acep tada la necesidad de hacer un tipo de etnografía que no ignore los fac tores que proceden de contextos más globales. Y aunque eso sea una obviedad, no siem pre ha aparecido com o tal ni lo es hoy todavía. Dos autores m e parecen especialm ente relevantes en el arranque del nuevo enfoque: Eric Wolf y M aurice Godelier, cada uno con plan team ientos e influencias distintos. La obra de Wolf, especialm ente su Europa y la gente sin historia, es una excelente dem ostración de cómo los sujetos antropológicos se conform an a p artir de la intersección entre lo global y lo local. Wolf consigue tam bién equilibrar el peso que concede a los factores estructurales con los que derivan de la acción
ECONOMÍAS Y NATURALEZA E N UN MUNDO GLOBALIZADO
199
hum ana. Ni dem asiada «estructura», ni dem asiada «acción indivi dual»; ni exceso de sistem a m undial ni de particularism o. E n su plan team iento nada sobra: todos los factores son necesarios. M aurice Godelier ha influido profundam ente en mi propia form ación (y en la de otros colegas españoles) y tal vez p o r esto tiendo a otorgarle im por tancia, aunque hay que decir que está suficientem ente reconocido en la disciplina. Sus aportaciones sobre el papel de la econom ía en la sociedad, sobre el concepto de racionalidad económ ica y sobre la necesidad de relacionar ideas y m aterialidad me parecen especialm en te sugerentes. El desarrollo de la teoría de la transición social, p o r otra parte, supuso poner en juego esta com binación de factores estructurales y dim ensiones particulares que hacen de cada proceso algo único y a la vez recurrente. La teoría fem inista incorporó aspectos im portantes a la an tro pología económ ica, aunque no naciera de ella. Lo que sí es cierto es que el concepto de reproducción nació por oposición al de p roduc ción, y el debate que generó perm itió discutir aspectos nucleares de los modelos interpretativos utilizados en la antropología económ ica. También supuso destacar el papel de las m ujeres com o agentes econó micos y entender su posición en las estructuras de poder. El análisis de la división del trabajo fue un tem a central en las discusiones acerca de las form as de subordinación de las mujeres, y, al m ism o tiem po, perm itió incorporar en la antropología económ ica cóm o interviene la construcción social del género en las form as de organizar el trabajo y en las estrategias laborales. Dos aportaciones m e parecen sustanciales en la teoría feminista: su análisis de la «naturalización» de las diferen cias entre hom bres y mujeres, que ha podido ser extendido a otras diferencias incrustadas en la lógica productiva (como las étnicas o las raciales, por ejemplo) y tam bién a la propia separación que suele hacerse entre naturaleza y sociedad, lo que supone «naturalizar» la naturaleza y esconder (al igual que sucede con el género) que se trata de algo construido socialmente. También ha sido sustancial revelar el papel del trabajo fam iliar en la lógica de la econom ía y de la rep ro ducción social, y eso ha perm itido entender m ejor el valor que poseen en general las actividades no m ercantilizadas en el contexto de un sis tema económ ico en que el capitalism o es hegem ónico. La teoría fem i nista ha dem ostrado que las form as de trabajo no m ercantilizadas son indispensables en el funcionam iento del sistem a capitalista; con ello ha podido cuestionar que el m ercado sea el único estándar de valor y ha llamado la atención respecto de la im portancia del trabajo no asa lariado que se realiza en el hogar, las actividades de autoaprovisionam iento y de m antenim iento, los procesos de socialización y la tran s m isión del conocim iento cultural.
200
a n t r o p o l o g ía e c o n ó m ic a
Uno de los debates m ás im portantes en la antropología económica (y por eso se ha incorporado en este texto de síntesis sobre la subdisciplina) ha sido el referente a la m ercantilización, por el gran volumen de trabajos que ha generado, ya que se trata de un fenómeno básico para entender la penetración de la econom ía de m ercado en sociedades no capitalistas. La expansión del m ercado ha provocado entre otras cosas la m ercantilización de la m ano de obra y de la tierra, tal como destacó ya Polanyi en La gran transformación, lo que ha provocado las grandes m igraciones recientes de m ano de obra, así como el uso de la tierra com o capital. Nos hem os centrado especialmente en el impacto de la m ercantilización en la agricultura, debido al interés de las aportaciones hechas desde la antropología a una problem ática que también se ha planteado en otras disciplinas. Los estudios sobre el cam pesinado agru pan a econom istas, geógrafos, historiadores, sociólogos y antropólogos, y en unos años en que se constataba el peso creciente de los sectores cam pesinos en el contexto m undial tuvo un notable interés entender la articulación de este sector con el conjunto de la economía. Este interés no era m eram ente teórico, pues las diferentes políticas agrarias y las intervenciones para el desarrollo podían adoptar direcciones muy dis tintas, según se aplicara el m odelo «chayanoviano» (campesinista), o bien la com prensión de la práctica agrícola en contextos diferentes y a p artir de m ediar fuerzas económ icas y políticas diferentes. Destacaré aquí la aportación de Chevalier, por cuanto replantea la teoría del valor e incorpora aspectos interesantes del formalismo y del sustantivismo. Recordem os que este autor introduce la idea de las «mercancías de subsistencia», entendiendo que en el contexto de una economía capita lista hegem ónica todos los productos tienen incorporado un determ i nado valor y que la opción que eligen los campesinos para venderlos o bien consum irlos directam ente se realiza de acuerdo con elecciones racionales de cálculo, analizando qué com pensa m ás en cada caso. El segundo hito im portante en la renovación de la antropología económ ica em ana de la síntesis entre ecología y economía. Hemos intentado m o strar en los distintos capítulos de este texto cómo la antropología económ ica y la antropología ecológica han constituido du ran te años cam pos separados, y ello a pesar de que la antropología ecológica se considere parte de la antropología económica. Estas dos ram as del quehacer antropológico han seguido sendas paralelas a pesar de tener m uchos puntos de interés com unes, y hoy en día siguen configurando todavía cam pos diferenciados: uno centrado en la in teracción entre sociedad y m edio am biente, que se plantea como un aspecto básicam ente tecnológico y energético; otro centrado en las relaciones entre personas que derivan del proceso de trabajo y las for m as de distribución.
ECONOMÍAS Y NATURALEZA E N UN MUNDO GLOBALIZADO
201
Tal como lo veo yo, el problem a central de la antropología económ i ca durante la próxim a década girará en tom o a la naturaleza de la dife renciación economía/ecosistem a (economía/ecología) y de su articula ción, un problem a que sobrepasa am pliam ente el dilema de la elección entre las aproxim aciones sustantivistas y form alistas tal como se conci bieron en la pasada década [...] En otras palabras, el tema de la economía sustantiva vs. formal se disolverá en el tem a de la articulación econo mía/ecosistema (Cook, 1973: 30).
Con estas palabras, Scott Cook se anticipaba y predecía lo que efectivam ente ha ocurrido en el desarrollo de la antropología econó mica: el declive de las discusiones entre form alism o y sustantivism o y su sustitución p o r un nuevo eje de interés, la interacción entre ecosis temas y sistem as sociales. Esto im plica la form ulación de un esquem a conceptual integrador de la antropología ecológica y de la antropolo gía económ ica en un m ism o m arco teórico. La ecología política ha hecho una síntesis de am bos tipos de aproxim ación y tam bién en este caso el enfoque m arxista ha influido en buena p arte de los plantea mientos. Se trata de una re-renovación de la teoría m arxista, que incorpora el análisis de las relaciones entre sociedad y entorno com o un aspecto central y no secundario p ara entender la dinám ica de fun cionam iento y transform ación de los sistem as económicos, en el enfo que que se conoce como «ecomarxismo» o tam bién «ecosocialismo». Buena parte de la integración entre antropología económ ica y antropología ecológica ha venido de la m ano de los antropólogos que tom an los modelos m arxistas y de la econom ía política para explicar los procesos de degradación am biental, enfatizando que estos proce sos son básicam ente sociales y que debe analizarse el contexto social y político para entender sus causas. Algunas de las perspectivas surgi das desde la orientación del m arxism o ecológico conform an el cam po de la denom inada «ecología política». La ecología política nació a raíz de la conciencia m undial de los problemas am bientales y de su expresión en las «Cumbres» o confe rencias internacionales que se celebraron en Estocolm o (1972) y Río de Janeiro (1992). Antes de que se realizara la p rim era cum bre se con sideraba que los problem as am bientales derivaban de desajustes de la propia naturaleza. La conferencia de Estocolm o se basó en la idea de los límites del crecim iento en relación a la población m undial y a los modelos económicos im perantes, m ientras que la conferencia de Río se centró en la relación entre conflictos sociales y uso del territorio como factor central. Las conferencias reunieron a los representantes gubernam entales de la m ayor parte de países del m undo y se realiza ron tam bién foros alternativos paralelos que reunían organizaciones
202
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
no gubernam entales. En los dos tipos de ám bitos pronto se m anifesta ron los diferentes puntos de vista y las distintas actitudes respecto a la problem ática am biental entre los países del Tercer M undo y los de capitalism o avanzado. Tam bién la reflexión social ha traducido esta dualidad, de m an era que la ecología política se ha orientado más bien hacia el análisis de las situaciones del Tercer Mundo, tem a que hemos ido reflejando a lo largo de estos capítulos. Hay tam bién una «ecolo gía política del P rim er Mundo», pero no se llam a así, aunque es cierto que la teoría social ha integrado los tem as am bientales en la form ula ción teórica actual y se reconoce el peso de los factores políticos en las dinám icas económ icas y en el uso de los recursos. Uno de los debates m ás interesantes de la ecología política se cen tra en el tem a de la deforestación. En él se ha dem ostrado la validez del enfoque ecosocialista, que incorpora las dim ensiones de la globalidad. Así, se considera que el im pacto am biental de las poblaciones hum anas está m ediatizado p o r dim ensiones culturales y fuerzas eco nóm icas y políticas. Y, tal com o insiste D urham (1995: 252), la des trucción del m edio am biente procede de la desigualdad básica origi nada p o r dos dim ensiones separadas pero relacionadas entre sí: la acum ulación de capital y el em pobrecim iento. Este enfoque se ha dem ostrado m uy fructífero en el análisis de las causas y consecuen cias de la degradación am biental, que hem os intentado ilustrar a par tir de diversos procesos que han tenido lugar en América Latina. D estinarem os el próxim o apartado a p resen tar la síntesis teórica que se hace desde el ecosocialism o en tre econom ía y ecología, in troduciendo las reflexiones m ás recientes que se han realizado al respecto. 8.2.
E conom ía y ecología. Una aproxim ación d esd e el ecosocialism o
M arx adoptó la teoría del valor del trabajo y concibió el progreso com o un avance m aterial y tecnológico. Él nunca llegó a plantearse ni a arg u m en tar (como se está haciendo recientem ente) que los «límites naturales» podrían provocar u n freno en el desarrollo y expansión del capitalism o y que la contradicción resultante podría ser la base de una crisis ecológica, del surgim iento de nuevos movimientos sociales y de u na transform ación social diferente a la que él consideró como básica (la derivada de la contradicción entre capital y trabajo). Sin em bargo, los elem entos centrales de su teoría perm anecen vigentes: la form ación histórica de la naturaleza y la form ación histórica de la acum ulación y desarrollo capitalistas (J. O'Connor, 1991).
ECONOMÍAS Y NATURALEZA E N UN MUNDO GLOBALIZADO
203
Los m arxistas actuales consideran que los sistem as capitalistas m odernos no son sustentables, siendo la destrucción am biental una de las razones. El poder económico, la explotación y el dom inio de clases están en las raíces de la degradación am biental. A p artir de los análisis que hemos presentado en el capítulo anterior hem os podido com probar cómo los más pobres del m undo se ven obligados a des truir a corto plazo los recursos que harían posible su subsistencia a largo plazo; al mism o tiempo, la m inoría rica hace m ás y m ás dem an das de recursos de form a claram ente «insostenible», transfiriendo así una vez m ás los costes a los m ás pobres (G uim aráes, 1990: 70). De hecho, los problem as del m edio am biente derivan directam ente del desarrollo desigual, pues son fruto de una econom ía y una ecología global, caracterizadas por clases sociales con intereses divergentes. No se trata, por tanto, de un problem a m eram ente técnico, sino social y político. Para entender cómo se m odelan los patrones de crecim ien to económico y el uso de los recursos naturales hay que conocer quié nes tienen acceso a los recursos y quiénes los tienen restringidos (Painter, 1995: 9), y esto es, p o r definición, algo típicam ente político. La política está en los cim ientos ecológicos de la sociedad. La econo mía de m ercado se expande apropiándose del trabajo de las personas y de los recursos de la naturaleza, lo que conlleva la destrucción de una parte sustancial de las condiciones de producción, im pone lím ites a esta expansión y aboca a su fracaso. La integración de las dim ensiones am bientales en el análisis eco nómico ha hecho necesaria una re-teorización de las categorías y del esquem a conceptual del m arxism o y de la ecología. El enfoque ecosocialista, que está en pleno proceso de construcción teórica, no destaca sólo que la principal contradicción del sistem a capitalista esté entre la acum ulación de capital y la explotación de la clase obrera, sino en las dificultades que la escasez de recursos y la contam inación crean a la acum ulación de capital. Uno de los teóricos del nuevo enfoque del ecosocialism o es Jam es O’Connor. En un conocido artículo publicado inicialm ente en 1987 y que ha originado num erosos debates y com entarios, O 'C onnor an ali za lo que denom ina la «dialéctica de las crisis económ icas y ecológi cas» y las tendencias que derivan de tales crisis. A rgum enta que estas crisis em anan de cada una de las dos contradicciones básicas que tiene el capitalism o p ara reproducirse com o sistem a económ ico y social.1 1. Las tesis de James O'Connor han suscitado numerosos com entarios y debates. Véanse, por ejemplo, Barceló (1992), Collins (1992, 1993), Escobar (1995), Martínez Alier (1992), M. O'Connor (1994), Peet y Watts (1993) y Recio (1992).
204
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
La primera contradicción fue señalada en la teoría tradicional m ar xista com o la que se expresa entre las fuerzas productivas y las rela ciones de producción, e indica la tensión entre el poder social y políti co del capital y el grado de explotación del trabajo. Si el capital ejerce m ucho poder sobre el trabajo, la tasa de explotación es muy elevada, lo que conduce a una crisis de realización, porque los bajos salarios reducen el consum o y la dem anda de m ercancías y, en consecuencia, se reduce la cantidad de ganancias que puede obtener el capital. Esta tensión se resuelve m ediante las estructuras de crédito, el m arketing agresivo, la innovación constante de los productos, la intensificación de la com petencia p ara vender todos los productos, así como m edian te la negociación de los salarios, lo que perm ite alcanzar un determ i nado nivel adquisitivo. La prim era contradicción del capitalismo es, p o r tanto, interna al sistem a, y desde el punto de vista social la ten sión inherente a tal contradicción se expresa en el surgim iento del m ovim iento obrero y la lucha sindical (O’Connor, 1992: 11). La segunda contradicción es externa al sistem a y por ello mismo m ás difusa y diversa. Deriva de la apropiación y el uso autodestructivo de la fuerza de trabajo, del espacio, de la infraestructura urbana y de los recursos naturales. Estas dim ensiones form an parte de las deno m inadas «condiciones de producción», que son aquellas que el capital no puede prod u cir com o m ercancías, pero que son necesarias para que el proceso de producción se lleve a cabo. En econom ía se conocen com o «externalidades» y no inciden en el valor del trabajo, sino en los costes de la producción (expresados en los gastos destinados a salud o educación, transporte urbano, infraestructuras), que no siem pre son cuantificados, com o ocurre con los costes derivados de la destrucción del m edio am biente, p o r ejemplo. Así, la segunda contradicción se expresa com o una crisis de liquidez y se m anifiesta en la dificultad del proceso productivo p ara reem plazar sus condiciones de existencia. N ingún elem ento tiene aquí la centralidad teórica equivalente a la que posee la tasa de explotación en la prim era contradicción. Por ello, hoy en día hay una pluralidad de m ovimientos sociales, adem ás del movi m iento obrero, que se alzan como nuevos actores de la transform a ción social (ecologismo, feminismo, luchas vecinales, movimientos urbanos, m ovim ientos en defensa de la salud o de la educación, ONG para la solidaridad o p ara la defensa de las com unidades indígenas, etcétera) (O'Connor, 1991, 1992). O’C onnor tom a de Polanyi y de Marx el concepto de condiciones de producción, subrayando su relación con el proceso productivo. Polanyi (1944) se refirió a la tierra y al trabajo com o «mercancías fic ticias», som etidos a la oferta y la dem anda y, por tanto, a las leyes del m ercado. La función del intervencionism o estatal fue la de frenar la
ECONOMÍAS Y NATURALEZA E N UN MUNDO GLOBALIZADO
205
acción del m ercado ante estos dos factores de producción, que de otra m anera hubieran sido aniquilados (Polanyi, 1989: 216-217). Marx, por su parte, utilizaba el concepto de «condiciones generales» o «condiciones de producción» y subrayó el papel del Estado p ara proporcionar m ucha de la infraestructura necesaria (com unicación, transporte) en el proceso productivo. Este concepto se ha am pliado posteriorm ente, puesto que el Estado no sólo asum e las condiciones m ateriales del proceso productivo, sino tam bién las del proceso rep ro ductivo, es decir, las de los seres hum anos que se han de producir y reestablecer socialm ente (m ediante los servicios de salud y de educa ción principalm ente).2 Así pues, las «condiciones de producción» incluyen: a) Las condiciones físicas externas: los recursos naturales y los elementos de la naturaleza. b) Los servicios de consum o colectivo p ara la reproducción de los seres hum anos y su fuerza de trabajo. c) El medio am biente construido: la infraestructura y las in stitu ciones que estructuran el espacio urbano y rural. Estas condiciones de producción son las que dan origen a la segunda contradicción del capitalism o señalada por O’C onnor y ponen barreras a su progresiva expansión, aunque lo hagan de form a diferente y tengan consecuencias tam bién diferentes. Así, algunas de estas condiciones im ponen lím ites a corto plazo porque pasan a «internalizarse» en el cálculo de los costes económ icos de la produc ción (como es el caso de los gastos sociales o de infraestructura asu midos por el Estado) y, por tanto, hacen dism inuir la tasa general de ganancia. En cam bio, otras dim ensiones constituyen una b arrera a medio o a largo plazo que resulta infranqueable, com o sucede con los recursos naturales, especialm ente con aquellos que no son renovables, cuya extracción continuada conduce a su agotam iento (Recio, 1992). Veamos, pues, separadam ente cada uno de los tres tipos de condicio nes de producción. La naturaleza es una condición de producción básica, que posee tres funciones económicas: provisión de recursos, asim ilación de resi duos y generación de utilidad estética; estas funciones pueden verse 2. Véase, por ejemplo, Lojkine (1979), que incluye en el concepto de «condiciones gene rales» las siguientes dimensiones: 1) los m edios de circulación material (carreteras, ferrocarri les, etc.) suministrados por el Estado; 2) los medios de consum o colectivos, que contribuyen a la reproducción de la fuerza laboral, y 3) los bienes colectivos urbanos, que conform an el medio ambiente construido donde se desarrollan las actividades humanas. Godelier (1989) también tiene en consideración las condiciones materiales y sociales del proceso de producción y su incidencia en la reproducción o no-reproducción de las sociedades.
206
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
com o com ponentes de una única función general de los am bientes naturales: el sustento de la vida (Pearce y Turner, 1995: 70-71). Las crisis ecológicas im plican que se destruya o socave (en lugar de que se reproduzca) una de las condiciones esenciales para la producción. La conciencia de los peligros que en trañ a la degradación am biental, el agotam iento de determ inados recursos, los problem as de gestión de los residuos y otras form as de depreciación de las funciones del medio am biente han dado origen al surgim iento de la noción de sustentabili dad, en la búsqueda del establecim iento de condiciones que hagan com patible el crecim iento económ ico con la preservación del medio am biente. E sto im plica establecer unos niveles aceptables de calidad am biental para aplicar las políticas prácticas, como pueden ser el establecim iento de im puestos y de controles para lograr reducir los contam inantes o la generación de residuos. Los costes ambientales devienen así m agnitudes que pasan a internalizarse como costes eco nóm icos, aunque hasta el m om ento esto sólo se haya producido en m uy pequeña proporción. El tem a principal del debate es, en todo caso, hasta qué punto es posible llegar a un equilibrio entre las econo m ías y la naturaleza de tal m anera que se asegure la com patibilidad entre am bas. Los seres hum anos socializados constituyen otra de las condiciones de producción. El Estado ha asum ido una parte de su m antenim iento, salud y capacitación m ediante la provisión de servicios sanitarios, actividades de enseñanza, centros culturales o investigación científica. Estas dim ensiones se consideran im productivas (ya que no generan valor), aunque sean necesarias para la propia producción m aterial. Es cierto que la reproducción socializada, am pliada, de la fuerza de tra bajo es un factor cada vez m ás decisivo en la elevación de la producti vidad del trabajo, pero, desde el punto de vista del capital, los gastos en servicios de consum o colectivo son gastos a fondo perdido, que no perm iten reducir ni el tiem po de producción ni de circulación de capi tal. E n este sentido, para el capital son gastos superfluos que deben com prim irse al máximo, cosa que procuran hacer los gobiernos de corte liberal (Lojkine, 1979: 125-127). Esta dim ensión revela el papel fundam ental de la fam ilia com o principal institución asistencial en la que se produce la reproducción y el m antenim iento de los seres hum anos socializados, la provisión de servicios en lo cotidiano y la reproducción de una generación a la siguiente. Las mujeres son las que m ayoritariam ente se encargan de estas actividades, lo que ha con dicionado su participación laboral y social. La creciente socialización de las actividades de reproducción ha im plicado que buena parte de ellas hayan sido asum idas p o r el Estado y, de esta forma, sus costes aparecen de form a visible porque entran a form ar parte de la contabi-
ECONOMÍAS Y NATURALEZA EN UN MUNDO GLOBALIZADO
207
lidad nacional. Esta visibilidad desaparece, en cam bio, cuando es la familia la que asum e las tareas de m antenim iento y atención personal, por el hecho de realizarse fuera del m ercado y en el m arco de relacio nes familiares (Comas d’Argemir, 1995b). El tercer grupo de condiciones de producción está integrado p o r el medio ambiente construido. Marx se refirió am pliam ente a la infraes tructura m aterial im plicada directam ente en el proceso productivo (carreteras, ferrocarriles, canales de irrigación, tendido eléctrico, etc.). Su sum inistro por parte del Estado reduce la inversión privada y hace aum entar la tasa de beneficios (privados, claro está). También el espa cio urbano y rural está form ado cada vez m ás por la intervención estatal, al proporcionar la infraestructura m aterial y las instituciones que contribuyen a la reproducción de la fuerza laboral. Lojkine (1979: 97) señala que la urbanización es un com ponente im prescindible en la actual configuración de la acum ulación capitalista, que asegura poder contar con una fuerza laboral sana, capacitada y productiva. Y así como los costes de reproducción de la fuerza de trabajo se conciben como superfluos y, por tanto, se pueden reducir, las inversiones que realiza el Estado en infraestructuras es lo que de form a m ás clara se entiende como u na necesidad de tipo general. Las condiciones de producción son difícilm ente m edibles en lo que respecta a su incidencia directa o indirecta en la producción. De ahí las interm inables discusiones acerca de sus costes y su utilidad en el m arco de un régim en económ ico fundado en el desarrollo de las ganancias a corto plazo y no en el desarrollo de las capacidades humanas, ni en la preservación de recursos para generaciones futuras. El Estado tiene una función de regulación clave tanto en el control de los espacios naturales com o en el de los urbanos, y los in stru m en tos políticos utilizados son sem ejantes: planificación, establecim ien to de norm as y realización de inversiones (Pianta, 1992: 97). El E sta do tiene tam bién un im portante papel en el sum inistro de servicios personales orientados a la reproducción de la fuerza de trabajo. E n definitiva: el E stado m edia y, p o r tanto, politiza los conflictos que surgen acerca de estas condiciones (m ovim ientos ecologistas, fem i nismo, m ovim ientos sociales). Este im portante papel de la política es el que debe ser recogido en el análisis de las relaciones entre socie dad y entorno y ésta es la perspectiva que aporta el enfoque del ecosocialismo. Los trabajos hechos desde la antropología social h an aportado la contrastación y validación etnográfica de los supuestos teóricos del ecosocialismo, m ostrando al mism o tiempo las variaciones locales de la interacción entre medio am biente y sociedad y que resum irem os en tres grandes ejes.
208
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
Una de estas aportaciones es el m o strar que los recursos no son escasos en térm inos absolutos, sino cuando los dem anda un determ i nado sistem a de producción y se intensifica su uso por encim a de su capacidad de regeneración. Por tanto, los límites del crecim iento vie nen determ inados p o r las prácticas productivas y éstas son específicas tanto histórica com o culturalm ente. El reconocer esto no debe conducir a un optim ism o ingenuo sobre el poder de la actividad transform adora de los seres hum anos, sino que hay que aceptar tam bién los obstácu los que im pone el m edio am biente, con límites difíciles de franquear y la existencia de determ inadas leyes de la naturaleza que son autóno m as y que están fuera de la acción hum ana. El exceso de optimismo puede enm ascarar la realidad, al igual que lo hace el m althusianism o desde el extrem o opuesto, pues sólo ve la escasez (Collins, 1993: 186). Recordem os, precisam ente, que hoy en día se están utilizando m u chos recursos que no son renovables, y que los patrones de pro ducción existentes sobrepasan la capacidad de regeneración de buena p arte de los elem entos de la naturaleza: las crisis ecológicas no son u n a entelequia, sino una expresión de los límites del crecimiento, que no puede ser indefinido. M aurice Godelier (1989¿>) efectuó u n a im portante contribución a esta problem ática a p artir del concepto de racionalidad económica, que analiza en base a las relaciones entre sociedad y entorno. Establece, así, que cada sistem a económ ico y social determ ina un m odo específi co de explotación de los recursos naturales y de em pleo de la fuerza de trabajo hum ana, que es lo que configura la racionalidad económica intencional. Existen, p o r tanto, diversas lógicas m ateriales y sociales en la explotación de los recursos, que pueden tener un carácter con tradictorio y conducir a la no reproducción del sistem a social. El aná lisis de casos particulares que se corresponden con la situación de dis tintos pueblos del m undo revela que en cada caso se establece una p articu lar relación entre sociedad y entorno, y que los límites de creci m iento, las adaptaciones y las desadaptaciones vienen determ inados p o r las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción existentes. Estos com ponentes son los que hacen del capitalism o un sistem a con un potencial destructivo enorme, pues este potencial deri va de su propia lógica y características como sistem a económico y social. Así: Cada vez se ha ido haciendo m ás patente que una racionalidad económ ica exclusivam ente basada en la norm a de los beneficios a corto plazo entraña u n gigantesco despilfarro de los recursos del pla n eta y va acom pañada de una creciente contam inación am biental que es urgente com batir y reducir. Despilfarro, contam inación, inflación y
ECONOMÍAS Y NATURALEZA E N UN MUNDO GLOBALIZADO
209
austeridad se han convertido en los rasgos destacados de una situa ción m undial que ha presenciado en diez años cóm o se agrandaban las desigualdades, el abism o entre los países desarrollados y los dem ás (Godelier, 19892?; 47).
Otra de las aportaciones de la antropología social a esta cuestión se encuentra presente en las palabras que hem os reproducido de M aurice Godelier, que clarifican cóm o el cam bio ecológico interacciona con temas de clase y de desigualdad a diferentes escalas: local, nacional, m undial. Cada uno de los ejemplos que hem os ido exponiendo en los capítulos anteriores perm iten ver los intereses contradictorios entre distintos grupos sociales para preservar los recursos en base a estrate gias definidas a corto o a largo plazo. En este punto es pertinente citar las aportaciones de la teoría fem inista en la com prensión de que la división del trabajo entre hom bres y m ujeres no se asienta en su «naturaleza» diferente. Por el contrario, familias y clases sociales se apropian y consum en los medios de subsistencia y en este proceso se distribuye el trabajo y se realiza la reproducción y m antenim iento de los seres hum anos. E sta división del trabajo hace que hom bres y m ujeres tengan relaciones y experiencias distintas en el uso de los recursos y en las tareas relacionadas con la reproducción. Insistim os en que la interacción entre sociedad y entorno no es una cuestión m eram ente técnica, porque no es que los seres h u m a nos utilicen genéricam ente la naturaleza en su propio provecho de form a depredadora y excesiva, sino que algunos seres hum anos ejer cen su poder sobre otros seres hum anos y p ara ello utilizan la n a tu raleza como instrum ento. Podríam os decir, pues, que aquella segunda contradicción del capitalism o que destaca Jam es O 'C onnor no es m ás que una consecuencia de la p rim era contradicción o que, in clu so, form a parte de ella, pues la degradación am biental no es inde pendiente de las form as de explotación del trabajo sino que, incluso, es inherente a la tensión entre acum ulación de capital y tasa de explotación. Así pues, una de las contradicciones lleva n ecesaria m ente a la otra y alcanza a todo el planeta, ya que la división del trabajo es hoy de carácter internacional y la naturaleza conform a tam bién un sistem a global. E sta globalidad hace que la degradación social y la degradación am biental se den de form a com binada e indisociable y que no se produzcan sólo a escala local o nacional, sino tam bién m undial.
210
8.3.
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
N uevas direccion es en la antropología económ ica
Para acabar este capítulo final señalaré que soy plenam ente cons ciente de que este texto no agota ni m ucho m enos el campo de la antropología económ ica y de que podía haber presentado otros deba tes y otros temas de interés tam bién im portantes. Se me ocurren ahora, por ejemplo, el tem a de las culturas del trabajo, la antropología del turism o, la antropología de la pesca, el análisis de la economía sum ergida o el estudio de las formas de alim entación y de consumo... Valga decir que los enfoques teóricos que hemos presentado pueden aplicarse al análisis de estos temas, aunque, desde luego, haya muchos aspectos específicos que derivan de cada uno de ellos. He pasado de puntillas p o r la ecología política urbana, que es un cam po realmente sugerente e im portante, com o m ínim o porque implica a millones y m illones de personas en el mundo: el esbozo que he presentado ha de considerarse com o tal y com o una m era introducción al tema. He deja do intocado tam bién todo el am plísim o cam po de la antropología industrial, precisam ente por lo am plio que es y porque en sí mismo justificaría hacer toda una presentación con entidad propia. La antropología económ ica tiene planteados distintos cam pos de interés que extienden sus fronteras y suponen retos para seguir haciendo aportaciones a la antropología social. Los resum iré de acuerdo con cinco grandes ejes. A) Debe profundizarse en la síntesis entre economía política y eco logía política en la antropología económ ica. Aunque hemos presenta do trabajos que realizan esta síntesis, hay que decir que actualm ente son m inoritarios y que el divorcio entre quienes tratan temas «econó micos» y tem as «ecológicos» es predom inante. Si aceptam os aquella doble contradicción del capitalism o que señalaba O’Connor, hemos de reconocer tam bién que las cuestiones medio am bientales deben inte grarse en el análisis de la producción y de las relaciones sociales im plicadas en ella. E inversam ente, el uso hum ano de los recursos naturales no es independiente de los procesos económicos y políticos. Hay en la antropología num erosos análisis anteriores al surgim iento de la ecología política, que enfatizan la relación entre los factores lim itantes del entorno, las condiciones de producción y el desarrollo político en sociedades de tipo muy distinto (Friedm an, 1977; Geertz, 1963; Godelier, 1989). La actual interrelación entre los procesos sociales y la destrucción am biental se revela cuando se analizan los patrones de m ercado dom inantes nacionales e internacionales y las políticas del Estado, así como los cam bios en el acceso y uso de los recursos. Junto a ello hay que enfatizar la im portancia de la dinám ica
ECONOMÍAS Y NATURALEZA EN UN MUNDO GLOBALIZADO
211
social: doméstica, estrategias de grupos de interés, conflicto y coope ración (Collins, 1993; D urham , 1995; Little, 1994; Painter, 1995; Schmink y Wood, 1987; Stonich y De Walt, 1996). Todas estas dim en siones son hoy abordadas desde diversas disciplinas, y la antropología social debiera im plicarse más, pues tiene los instrum entos apropiados para profundizar en el análisis de los contextos locales y de las varia ciones culturales en el m anejo y uso de los recursos. B) En segundo lugar, señalaré que otro foco de atención debería ser el análisis de la política en los procesos económicos y ecológicos. Parece que en el enfoque que hem os presentado es algo que debería ser obvio, pero no es así. Las diferencias sociales sí están incorporadas en el análisis, pero no tanto el conjunto de decisiones que se tom an desde las instituciones políticas y que afectan a la organización de la producción, así como al uso de los recursos y del trabajo hum ano. Tener en cuenta esta dim ensión im plica analizar cómo se regula el control y acceso a los recursos y cómo los derechos de propiedad se definen, se negocian o son contestados en la arena política del hogar, el lugar de trabajo, las ciudades, o el Estado (citarem os como ejemplo los trabajos de Bedoya, 1982b, M artínez Veiga, 1995 y Stolcke, 1988, que recogen bien esta dim ensión de la política). Hay que incluir en este punto el análisis de los m ovimientos sociales, pues representan la articulación de la sociedad civil con la política y expresan las preocu paciones sociales existentes: asociaciones vecinales, m ovim ientos eco logistas, sindicatos, feminismo, organizaciones de solidaridad, etc. Es interesante analizar el espacio ocupado por estos m ovimientos y cóm o se articulan con otras organizaciones para resistir el poder del Estado y de las instituciones políticas. Hay que tener en cuenta los contextos diferenciales en que surgen tales movim ientos y que han hecho dife renciar, por ejemplo, el «ecologismo de los pobres» de otros tipos de movimientos am bientalistas (M artínez Alier, 1992). Es interesante seguir la sugerencia de June N ash (1994), quien propone analizar las formas de acción colectiva en contextos fuertem ente m arginalizados que trascienden las tradicionales luchas desarrolladas en el lugar de trabajo y se inscriben en la reivindicación del derecho a vivir en un m undo que deteriora sus bases de subsistencia. Esto las convierte en la arena central para el desarrollo de la conciencia y la acción que ponen en cuestión las bases m ism as del sistem a capitalista. C) Debe trabajarse en el contenido conceptual y en las prácticas asociadas a lo que se conoce com o desarrollo sostenible, térm ino que en estos m om entos está m uy de m oda y al que la antropología tiene m uchas cosas que aportar. Respecto a las prácticas, hay que pregun tarse, por ejemplo, p o r qué fracasan tantos planes de desarrollo y esfuerzos de protección am biental. Las causas de estos fracasos no se
212
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
encuentran sólo en los factores que suelen destacarse: escaso conoci m iento y entrenam iento técnico, política pública pobrem ente infor m ada, intereses particulares de determ inados grupos, crecimiento dem ográfico, etc., pues au n q u e son relevantes p ara el fracaso de un proyecto, no son sus causantes directas, ya que ellas m ism as son resultado de fenóm enos m ás am plios: la form a predom inante de producción económ ica y la estru ctu ra de clases en u n a sociedad (S chm ink y Wood, 1987). Para diseñar proyectos y estrategias de desarrollo deben tenerse en cuenta, pues, cómo los diversos grupos económ icos se sitúan en relación al poder. Además, esto entraña otor gar un m ayor énfasis a los análisis sobre género, ya que hombres y m ujeres tienen papeles y experiencias diferentes en el m anejo de los recursos (Collins, 1992; Dasgupta, 1995; Shiva, 1989). Finalmente, deben considerarse tam bién las diferencias culturales que implican tradiciones, conocim ientos y estrategias en el uso de los recursos, diferencias que deben integrarse com o factores condicionantes pero tam bién com o potencialidades (Bedoya, 1995a; Gabe, 1995; Leff, 1994). Así pues, los proyectos de intervención deben tener en cuenta las prioridades y visiones del desarrollo que tiene cada pueblo, y p ar tir de la prem isa de que los objetivos de la política am biental (conser vación y sustentabilidad a largo plazo) pueden ser contradictorios con los objetivos de crecim iento económ ico y acum ulación a corto plazo. El papel de las ONG y de los cooperantes que intervienen en progra m as de desarrollo debe som eterse tam bién a un debate crítico. P or otro lado, y com plem entariam ente, debe procederse a la cons trucción y deconstrucción del concepto de sustentabilidad. Este tér m ino se ha convertido en el concepto clave que guía las agendas polí ticas y program as de desarrollo. S ustentar algo quiere decir hacer que dure. S ustentar una econom ía implica no sólo que siga existiendo, sino que p erm ita m antener o au m en tar el nivel de vida (ingresos, edu cación, estado de salud, bienestar). Para asegurar la sustentabilidad debe procurarse que los recursos no se extraigan a un ritm o superior al de su regeneración n atural y que los flujos de residuos que se vier ten en el m edio am biente no superen su capacidad de asim ilación (Pearce y Turner, 1995: 73). Hay varias cuestiones a debatir: hasta qué p un to es com patible el crecim iento económ ico con la preservación del m edio am biente. De hecho, las m ism as críticas que se hacían al con cepto de • «capacidad sustentadora del territorio» pueden aplicarse aquí: el concepto no tom a en cuenta las diferencias de acceso y uso de los recursos ni las form as de intercam bio desigual (M artínez Alier, 1992). Además, introduce una determ inada concepción de la naturale za, que integra los conceptos m ercantilizados dom inantes. Lo que ha supuesto u n avance desde el punto de vista de atender los problem as
ECONOMÍAS Y NATURALEZA EN UN MUNDO GLOBALIZADO
213
am bientales constituye tam bién de hecho la legitim ación de unas prácticas y de unos discursos que reproducen las situaciones estru ctu rales de desigualdad, p o r lo que algunos au tores consideran que se trata de una form a de adaptación de la econom ía de m ercado ante el cam bio global (Escobar, 1995; G uim aráes, 1990; Jim énez, 1995; M. O’Connor, 1994). D) Es m uy interesante profundizar en la progresiva mercantiliza ción de los productos culturales y naturales. Los procesos masivos de urbanización y la globalización cultural han im plicado una com pren sión del m undo que otorga un valor añadido a aquellos elem entos que se consideran menos afectados por los cam bios experim entados de forma generalizada y que, p o r tanto, se consideran m ás «auténticos», «típicos» y que responden a la «tradición» de un determ inado pueblo. Y eso se vende en el m ercado y se vende bien, com o lo dem uestra el gusto por los alim entos considerados com o m ás «naturales» y propios de una determ inada región (Bérard, C ontreras y Marchenay, 1996), la expansión de las artesanías populares (Kleymeyer, 1993), el nacim ien to de museos locales o nacionales (Harvey, 1996), la «recuperación» incesante de fiestas tradicionales (Greenwood, 1976), el valor de las reservas naturales como atractivo turístico (N. Sm ith, 1996), o el increm ento del turism o cultural y de aventura, que busca adentrarse en lugares poco accesibles y donde se puedan encontrar pueblos que vivan en condiciones prim igenias. Evidentem ente, esta m ercantiliza ción de la naturaleza y de la cultura se traduce en estrategias por parte de distintos pueblos, que obtienen diferentes fuentes de ingresos explotando sus artesanías, tradiciones y objetos culturales, a p artir de lo que García Canclini (1989) denom ina «la puesta en escena de lo popular». Es m uy interesante seguir la línea de análisis sugerida p o r Friedm an (1994¿>), quien analiza el consum o com o u n aspecto de las estrategias culturales m ás am plias de autodefinición y autosupervivencia. Así, el hecho de en trar en el m ercado a p artir de d ar valor a la autenticidad ha perm itido a m uchos pueblos sobrevivir como tales y persistir en su identidad. E) Por último, señalarem os el interés de cen trar la atención en la denom inada «economía moral», así como en la «economía cultural». De hecho, se trata de profundizar en algo que en la antropología eco nóm ica tiene un reconocim iento teórico desde hace m uchos años, como es el hecho de entender que las relaciones sociales y las form as culturales pueden estar «incrustadas» en la econom ía, lo cual es esen cial para com prender las m otivaciones y form as de acción económ ica que pueden encontrarse en una sociedad. Prim ero se «descubrió» el papel de la ideología cam pesina en las com unidades agrarias (Scott, 1976) y la ideología de la clase obrera en la econom ía industrial
214
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
(Thom pson, 1977; Willis, 1977), así como la ideología de las elites que llegan a im pregnar toda la sociedad. Williams (1977) destacó la inter sección entre clase, cultura y política, recuperando la perspectiva gram sciana. La economía, por otra parte, está im pregnada de modelos y m etáforas a p artir de las cuales la gente se representa sus activida des y su entorno (G udem an, 1986). En un m om ento en que los pro gram as de desarrollo intentan basarse en (y no ignorar) las formas de utilizar los recursos y las percepciones del entorno p o r parte de los pueblos con los que se actúa, se trata de u n a dim ensión im portante. La econom ía es com o la urdim bre del tejido social porque discurre p o r todas sus fibras. Que el tejido pueda d u rar m ás o menos tiempo, que m antenga su color con m ás o m enos intensidad, que pueda ir renovando las partes desgastadas y que pueda cubrir a m ás o menos gente depende de sus m ateriales, de las formas de utilización y del grado de deterioro que pueda alcanzar según la presión y las tensio nes entre quienes poseen el poder y los medios para apropiarse de la m áxim a extensión, y quienes no tienen otra opción que luchar simple m ente p o r sobrevivir y tener un lugar en el m undo.
BIBLIOGRAFÍA Abram, B. (1996): «Re-vision. The Centrality of Time for an Ecological Social Science Perspective», en Lash, S., Szerszynski, B. y Wynne, B. (eds.), Risk, Environment, and Modemity, Londres, Sage, pp. 84-103. Abrams, E. M., Freter, A. C., Rué, D. J. y Wingard, J. D. (1996): «The Role od Deforestation in the Collapse of the Late Classic Copán Maya State», en Sponsel, L. E., Headland, T. N. y Bailey, R. C. (eds.), Tropical Deforesta tion. The Human Dimensión, Nueva York, Columbia University Press, pá ginas 55-75. Acheson, J. M. (1991): «La adm inistración de los recursos de propiedad colec tiva», en Plattner, S. (ed.). Antropología económica, México, Consejo Nacional para la Culturas y Las Artes/Alianza editorial, pp. 476-512. Aguilar, E. (1995): «Los procesos productivos artesanales: una aproxim ación teórica». Sociología del Trabajo, 24: 39-74. — (1996): «Campesinos», en Prat, J. y M artínez, A. (eds.). Ensayos de antro pología cultural. Homenaje a Claudio Esteva-Fabregat, Barcelona, Ariel, pp. 114-127. Alcom, J. B. y Molnar, A. (1996): «Deforestation and H um an-Forest Relationships: W hat Can We Learn from India?», en Sponsel, L. E., Headland, T. N. y Bailey, R. C. (eds.), Tropical Deforestation. The Human Dimensión, Nueva York, Columbia University Press, pp. 99-121. Altamirano, T. (1988): Cultura andina y pobreza urbana. Aymaras en Lima metropolitana, Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú. American Ethnologist (1978): Political Economy, vol. 5 (n.° 3). Appadurai, A. (1990): «Disjuncture and Difference in the Global Cultural Eco nomy», Public Culture, 2: 1-24. Archetti, E. P. (1974): «Presentación», en Chayanov, A. V., La organización de la unidad económica campesina, Buenos Aires, Nueva Visión, pp. 7-21. Arxiu d'Etnografia de Catalunya (1988): Grupo doméstico y transición social, vol. 6. Asad, T. (1978): «Equality in Nomadic Social Systems? (Notes Towards the Dissolution of an Anthropological Category)», Critique o f Anthropology, 3: 57-66. Bagley, B„ Bonilla, A. y Páez, A. (eds.) (1991): La economía política del narco tráfico. El caso ecuatoriano, Quito, FLACSO-Sede Ecuador.
216
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
Bailey, A. M. y Llobera, J. R. (eds.) (1981): The Asiatic Mode o f Production. Science and Politics, Londres, Routledge and Kegan Paul. Bailey, R. C. (1996): «Promoting Biodiversity and Empowering Local People in C entral African Forests», en Sponsel, L. E., Headland, T. N. y Bailey, R. C. (eds.), Tropical Deforestation. The Human Dimensión, Nueva York, Colum bia University Press, pp. 316-341. Balbo, L. (1984): «Famiglia e stato nella societá contem poránea», Stato e Mér calo, 10: 3-32. Barceló, N. (1992): «Entrevista a Jam es O’Connor, editor de CNS», Ecología Política, 4: 157-169. Barth, F. (1974): «Relaciones ecológicas de grupos étnicos en Swat, Paquistán del Norte», en Theodorson, G. A. (ed.), Estudios de ecología humana, Bar celona, Labor, vol. 2, pp. 277-289 (ed. original 1956). — (1981): «Pautas de utilización de la tierra por las tribus m igratorias de Persia m eridional», en Llobera, J. R. (ed.), Antropología económica. Estudios etnográficos, Barcelona, Anagrama, pp. 69-98 (ed. original 1959-1960). Bartolom é, M. y Barabás, A. (1990): La presa Cerro de Oro y El Ingeniero, El Gran Dios. Relocalización y etnocidio chinanteco en México, México, Insti tu to Nacional Indigenista/Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, 2 tomos. B artra, R. (1974): Estructura agraria y clases sociales, México, Era. Bazo, M. T. y Domínguez, C. (1996): «Los cuidados familiares de salud en las personas ancianas y las políticas sociales», Revista Española de Sociología, 73: 43-56. Beck, U. (1992): Risk Society. Towards a New Modemity, Londres, Sage (ed. original 1986). — (1995): Ecological Enlightenment. Essays on the Politics o f the Risk Society, Nueva Jersey, H um anities Press. — (1996): «World Risk Society as Cosmopolitan Society? Ecological Questions in a Fram ew ork of M anufactured Uncertainties», Theory, Culture and Society, 13: 1-32. Bedoya, E. (1982a): «La destrucción del equilibrio ecológico en las cooperati vas del Alto Huallaga», docum ento 1, Lima, CIPA. — (1982Z?): «Colonizaciones en la Ceja de Selva a través del enganche: el caso Saipai en Tingo María», en Aramburú, C., Bedoya, E. y Recharte, J., Colo nización de la Amazonia, Lima, CIPA. — (1987): «Intensification and Degradation in the Agricultural Systems of the Peruvian Upper Jungle: The Upper Huallaga Case», en Little, P. D. y Horowitz, M. (eds.), Lands and Risk in the Third World. Local Level Perspectives, Boulder, Co., Westwiew, pp. 165-186. — (1995a): «The Social and Econom ic Causes of Deforestation in the Peru vian Amazon Basin: Natives and Colonists», en Painter, M. y Durham, W. H. (eds.), The Social Causes o f Environmental Destruction in Latin Ame rica, Ann Arbor, University of M ichigan Press, pp. 217-246. — (1995/;): «Reinterpretación y aplicación del modelo de Chayanov: el caso de los no-cocaleros de la Amazonia Peruana», Amazonia Peruana, XIII: 119-143.
BIBLIOGRAFÍA
217
— (1997): «Bonded Labor, Coercion and Capitalist Development in Perú», Quadems de l'Institut Catalá d ‘A ntropología, 10: 9-38. — y Klein, L. (1996): Forty Years of Political Ecology in the Peruvian Upper Forest: the Case of Upper Huallaga», en Sponsel, L. E., Headland, T. N. y Bailey, R. C. (eds.), Tropical Deforestation. The H um an Dimensión, Nueva York, Columbia University Press, pp. 165-186. Beechey, V. (1978): «Women and Production: A Critical Analysis of Some Sociological Theories of W omen’s Work», en Kuhn, A. y Wolpe, A. M. (eds.), Feminism and Materialism, Londres, Routledge and Kegan Paul, pp. 155-197. Behar, R. (1986): Santa María del Monte. The Presence o f the Past in a Spanish Village, Princeton, Princeton University Press. Benedict, R. (1934): Pattems o f Culture, Boston, Houghton Mifflin Company Sentry Edition. Benería, L. (1991): «La globalización de la econom ia y el trabajo de las m uje res», Revista de Economía y Sociología del Trabajo, 13-14: 23-35. — y Sen, G. (1981): «Accumulation, Reproduction and Women's Role in Econom ic Development. Boserup Revisited», Signs, 7: 279-298. — — (1982): «Class and Gender Inequalities and W omen’s Role in Econom ic Development. Theoretical and Practical Implications», Feminist Studies, 8. — y Stimpson, C. R. (eds.) (1987): Women, Households, and the Econom y, Londres, Rutgers University Press. Benjamín, O. y Sullivan, O. (1996): «The Im portance of Difference: Conceptualising Increased Flexibility in Gender Relations at Home», The Sociolo gical Review, 225-251. Bérard, L., Contreras, J. y M archenay, P. (eds.) (1996): Los productos de la tie rra en Europa del Sur, Agricultura y Sociedad, 80-81 (monográfico). Bem stein, H. (1977): «Notes on Capital and Peasantry», The Journal o f African Political Economy, 10: 60-73. — (1986a): «Capitalism and Petty Commodity Production», Social Analysis, 20:11-28. — (1986/?): «Capitalism and Petty-Bourgeois Production: Class Relations and Divisions of Labour», Journal o f Peasant Studies, 15: 258-271. Bimbi, F. (1986): «Lavoro domestico, econom ia infórmale, com unitá», Inchiesta, 74: 20-24. Bloch, M. (ed.) (1977a): Análisis marxistas y antropología social, Barcelona, Anagrama (ed. original 1975). — (1977¿): «La propiedad y el final de la aüanza», en Bloch, M. (ed.), Análisis marxistas y antropología social, Barcelona, Anagrama, pp. 241-268 (ed. ori ginal 1975). Blum, V. (1995): Campesinos y teóricos agrarios. Pequeña agricultura en los Andes del Sur del Perú, Lima, Instituto de Estudios Peruanos. Boserup, E. (1967): Las condiciones del desarrollo en la agricultura, Madrid, Tecnos (ed. original 1965). — (1970): Woman's Role in Economic Development, Londres, Alien and Unwin. Bourdieu, P. (1972a): «Les stratégies m atrim oniales dans le systéme de repro-
218
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
duction». Anuales. Économies, Sociétés, Civilisations, año 27, pp. 11051127. — (1972&): Esquisse d ’une théorie de la pratique, Ginebra, Librairie Droz. — (1991): El sentido práctico, Madrid, Taurus (ed. original 1972). Brass, T. (1984): «Perm anent Transition and Perm anent Revolution: Peasants, Proletarians, and Politics», Journal o f Peasant Studies, 11: 108-117. — (1990): «Peasant Essentialism and the Agrarian Question in the Colombia Andes», Journal o f Peasant Studies, 17: 444-456. — y Berstein, H. (1992): «Introduction: Proletarianisation and Desproletarianisation on the Colonial Plantation», Journal o f Peasant Studies, 10: 1-40. Bray, F. (1994): «Agricultura para los países en desarrollo», Investigación y Ciencia, septiem bre, pp. 4-11. Bretón, V. (1997): Capitalismo, reforma agraria y organización comunal en los Andes. Una introducción al caso ecuatoriano, Lleida, Universitat de Lleida. Bryant, R. L. (1992): «Political Ecology. An Em erging Research Agenda in Third-W orld Studies», Political Geography, 11: 12-36. Cancian, F. (1991): «El com portam iento económico en las com unidades cam pesinas», en Plattner, S. (ed.), Antropología económica, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Alianza Ed., pp. 177-234. Cardoso, F. H. (1965): El proceso de desarrollo en América Latina (hipótesis para una interpretación sociológica, Santiago, ILPES. — (1971): Ideologías de la burguesía industrial en sociedades dependientes (Argentina y Brasil), México, Siglo XXI. Carrión, F. (coord.) (1987): Investigación urbana en el área andina, Quito, CIUDAD. — (1992): Ciudades y políticas urbanas en América Latina, Quito, CODEL. Carrión, F., Unda, M., Coraggio, J. L. (eds.) (1989-1991): La investigación urba na en América Latina. Caminos recorridos y por recorrer, Quito, CIUDAD; vol. 1. Carrión, F. (ed.). Estudios nacionales-, vol. 2. Unda, M. (ed.). Viejos y nuevos temas-, vol. 3. Coraggio, J. L. (ed.), Las ideas y su contexto-, vol. 4. AA.W ., Conversaciones sobre los caminos por recorrer. Castells, M. (1996): «The Net and the Self. Working Notes for a Critical Theory of the Inform ational Society», Critique o f Anthropology, 16: 9-38. Colé, J. W. y Wolf, E. R. (1974): The Hidden Frontier: Ecology and Ethnicity in an Alpine Valley, Nueva York, Academic Press. Collier, J. F. y Yanagisako, S. J. (eds.) (1987): Gender and Kinship. Essays Toward a Unified Analysis, Standford, Ca., Standford University Press. Collins, J. L. (1985): «Migration and the Life Cycle of Households in Southern Perú», Urban Anthropology, 14: 279-299. — (1986a): «Dinámica del trabajo, decisiones del productor y ciclos de decli nación am biental», en Bedoya, E., Collins, J. y Painter, M. (eds.), Estrate gias productivas y recursos naturales en la Amazonia, Lima, CIPA, pp. 1147. — (1986b): «Asentamiento de pequeños propietarios de Sud-américa tropical: las causas sociales de la destrucción ecológica», en Bedoya, E., Collins, J. L. y Painter, M. (eds.), Estrategias productivas y recursos naturales en la Amazonia, Lima, CIPA, pp. 138-168.
BIBLIOGRAFÍA
219
— (1987): «Labor Scarcity an Ecological Change», en Little, P. D. y Horowitz, M. M. (eds.), Lands and Risk in the Third World: Local-Level Perspectives, Boulder, Co., Westwiew Press, pp. 19-37. — (1988): Unseasonal Migrations: The Effects o f Rural Labor Scarcity in Perú, Princeton, N.J., Princeton University Press. — (1990): «Unwaged Labor in Comparative Perspective: Recent Theories and Unanswered Questions», en Collins, J. L. y Giménez, M. (eds.), Work Without Wages, Nueva York, State University of New York, pp. 3-24. — (1992): «Women and the Environm ent: Social Reproduction and Sustainable Development», en Gallins, R. S. y Ferguson, A. (eds.), The Women and International Development Annual, Boulder, Westwiew Press, pp. 33-58. — (1993): «Marxism Confronts the Environm ent: Labor, Ecology and Environm ental Change», en Ortiz, S. y Lees, S. (eds.), Understanding Economic Process, Nueva York, University Press of America, pp. 179-188. — y Giménez, M. (eds.) (1990): Work Without Wages, Nueva York, State Uni versity of New York. Comaroff, J. y Comaroff, J. (1992): Ethnography and the Historical Imagination, Boulder, Westview Press. Comaroff, J. L. (1987): «Feminism, Kinship theory, and Structural 'Domains'», en Collier, J. F. y Yanagisako, S. J. (eds.), Gender and Kinship. Essays Toward a Unified Analysis, Standford, Stanford University Press. Comas d’Argemir, D. (1987): «Rural Crisis and the R eproduction of family Systems. Celibacy as a Problem in the Aragonese Pyrenees», Sociología Ruralis, 27: 263-277. — (1988): «Household, Family, and Social Stratification: Inheritance and Labor Strategies in a Catalan Village (Nineteenth and Twentieth Centuries», Journal o f Family History, 13: 143-163. — (1994): «Gender Relations and Social Change in Europe: On Support and Care», en Goddard, V. A., Llobera, J. R. y Shore, C. (eds.), The Anthropology o f Europe. Identity and Boundaries in Conflict, Oxford, Berg, pp. 209226. — (1995a): Trabajo, género y cultura. La construcción de la desigualdad entre hombres y mujeres, Barcelona, Icaria/Institut Catalá d’Antropologia. — (1995¿>): «Dona, familia i estat del benestar», Segona Universitat d'Estiu de la Dona, Barcelona, Instituí Catalá de la Dona, pp. 109-116. — (1996): «Economía, cultura y cambio social», en Prat, J. y M artínez, A. (eds.), Ensayos de antropología cultural. Homenaje a Claudio EstevaFabregat, Barcelona, Ariel, pp. 104-113. — (en prensa): «L'analyse du changem ent social: un enjeu pour l’anthropologie», en Descola, P., Hammel, J. y Lemoinier, J. (eds.), Horizons de l'anthropologie, trajets de Maurice Godelier (Cerisy-la-Salle, 1996), París, Arthéme Fayard. — y Assier-Andrieu, L. (1988): «Grupo doméstico y transición social. Presen tación», Arxiu d ’Etnografia de Catalunya, 6: 7-16. — y Contreras, J. (1990): «El proceso de cam bio social», Agricultura y Socie dad, 55 (suplemento): 5-71. — y Pujadas, J. J. (1997): Andorra, un país de frontera. Estudi einográfíc deis
220
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
canvis económics, socials i culturáis, Barcelona, Alta Fulla/Andorra, Ministeri d'Afers Socials i Cultura del Govern d'Andorra. C ontreras, J. (1981): «La antropología económica: entre el materialismo y el culturalism o», en Llobera, J. R. (ed.). Antropología económica. Estudios etnográficos, Barcelona, Anagrama, pp. 9-32. — (1982): «La producción artesanal cam pesina en los Andes peruanos: del valor de uso al valor de cambio», Boletín Americanista, 32: 101-114. — (1989): «Celibato y estrategias cam pesinas en España», El Folklore Anda luz, 4: 73-90. — (1991): «Los grupos domésticos: estrategias de producción y de reproduc ción», en Prat, J., M artínez, U., Contreras, J. y Moreno, I. (eds.), Antropolo gía de los pueblos de España, Madrid, Taurus, pp. 343-380. — (1995): «Els desenvolupam ents teórics de l’antropologia económica», en Frigolé, J. y otros. Antropología social, Barcelona, Proa, pp. 29-70. — (1997): «Estrategias familiares de producción y reproducción», en Bretón, V., García, F. y Mateu, J. J. (coords.), La agricultura familiar en España. Estrategias adaptativas y políticas agropecuarias, Lleida, Universitat de Lleida, pp. 14-43. Cook, S. (1973): «Production, Ecology and Econom ic Anthropology: Notes Toward an Integrate Fram e of Reference», Social Science Information, 12: 25-52. — (1984): «Peasant Economy, Rural Industry and Capitalist Development in the Oaxaca Valley, México», Journal o f Peasant Studies, 12: 3-40. — (1990): «Female Labor, Commodity Production, and Ideology in MexicanArtisan Households», en Collins, J. L. y Giménez, M. (eds.), Work Without Wages, Nueva York, State University of New York, pp. 89-115. Coraggio, J. L. (1991): Ciudades sin rumbo. Investigación urbana y proyecto popular, Quito, CIUDAD, SIAP. Costa, J. (1983): Colectivismo agrario en España, Zaragoza/Madrid, Guara/Ins tituto de Estudios Agrarios, Pesqueros y Alimentarios (ed. original 1898). Critique of Anthropology (1979): French Issue, vol. 4 (n.as 13 y 14). Chamoux, M. N. y Contreras, J. (eds.) (1996): La gestión comunal de recursos. Econom ía y poder en las sociedades locales de España y América Latina, Barcelona, Icaria/Institut Catalá d’Antropologia. Chayanov, A. V. (1974): La organización de la unidad económica campesina, Buenos Aires, Nueva Visión (ed. original 1925). Chevalier, J. (1982): Civilization and the Stolen Gift. Capital, Kin and Culture in Eastem Perú, Toronto, Toronto University Press. — (1983): «There is N othing Simple About Simple Commodity Production», Journal o f Peasant Studies, 10: 153-186. Dasgupta, P. S. (1995): «Población, pobreza y entorno local». Investigación y Ciencia, abril, pp. 6-12. De la Peña, G., Durán, J. M., Escobar, A., García de Alba, J. (comps.) (1990): Crisis, conflicto y sobrevivencia. Estudios sobre la sociedad urbana de Méxi co, Guadalajara, Universidad de Guadalajara/CIESAS. Deere, C. y Janvry, A. (1979): «A Conceptual Fram ework for the Empirical Analysis of Peasants», Journal o f Agricultural Economics, 6: 601-611.
BIBLIOGRAFÍA
221
— (1981): «Demographic and Social Differentiation Among N orthern Peruvian Peasants», Journal o f Peasant Studies, 8: 335-366. Devillard, M. J. (1993): De lo mío a lo de nadie. Individualismo, colectivismo agrario y vida cotidiana, M adrid, Centro de Investigaciones Sociológicas. Diamond, S. (1975): «The Marxist Tradition as a Dialectical Anthropology», Dialectical Anthropology, 1: 1-6. Dobb, M. (1971): Estudios sobre el desarrollo del capitalismo, Madrid, Siglo XXI de España (ed. original 1945). Donham, D. L. (1981): «Beyond the Domestic Mode of Production», Man, 4: 515-541. Douglas, M. y Wildavsky, A. (1982): Risk and Culture. An Essay on the Selection o f Technological and Environmental Dangers, Berkeley, University of Cali fornia Press. Dumont, L. (1982): Homo aequalis. Génesis y apogeo de la ideología económica, Madrid, Taurus (ed. original 1977). Durán, M. A. (1996): «Obligaciones asistenciales en las familias de España: un estudio m acroeconóm ico», en Solsona, M. (ed.), Desigualdades de género en los viejos y nuevos hogares, M adrid, Instituto de la M ujer, pp. 140-160. Durham, W. H. (1995): «Political Ecology and Environm ental Destruction in Latin America», en Painter, M. y Durham , W. H. (eds.), The Social Causes o f Environmental Destruction in Latin America, Ann Arbor, University of Michigan Press, pp. 249-265. Edelman, M. (1990): «When They Took the Muni: Political Culture and Antiausterity Protest in Rural Northwestern Costa Rica», American Ethnologist, 17: 736-757. Eder, J. F. (1996): «After Deforestation: M igrant Lowland Farm ers in the Philippines Uplands», en Sponsel, L. E., Headland, T. N. y Bailey, R. C. (eds.), Tropical Deforestation. The H um an Dimensión, Nueva York, Columbia Uni versity Press, pp. 249-252. Eder, K. (1996a): The Social Construction o f Nature. A Sociology o f Ecological Enlightment, Londres, Sage. — (1996b): «The Institutionalisation of Environm entalism : Ecological Discourse and the Second Transform ation of the Public Sphere», en Lash, S., Szerszynski, B. y Wynne, B. (eds.), Risk, Environment, and Modemity, Lon dres, Sage, pp. 203-223. Ehrenreich, B. y English, D. (1990): Por su propio bien. 150 años de consejos de expertos a las mujeres, M adrid, Taurus. Engels, F. (1972): El origen de la familia, de la propiedad privada y del estado, Madrid, Fundam entos (ed. original 1884). Escobar, Agustín (1993): «El nuevo estado mexicano y el trabajo inform al», en Alonso, J., Aziz, A. y Tamayo, J. (eds.), El nuevo estado mexicano. I. Estado y economía, México, Nueva Imagen. — y González de la Rocha, M. (1995): «Crisis, Restructuring and U rban Poverty in México», Environment and Urbanization, 7: 57-75. Escobar, Arturo (1995): «El desarrollo sostenible: diálogo de discursos», Eco logía Política, 9: 7-25.
222
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
E strada, M., Nieto, R., Nivón, E. y Rodríguez, M. A. (comps.) (1993): Antropo logía y ciudad, México, CIESAS/Ed. de la Casa Chata. Etxezarreta, M. (1984): La agricultura insuficiente. La agricultura a tiempo par cial en España, Madrid, Instituto de Estudios Agrarios, Pesqueros y Ali m entarios. Finch, J. (1989): Family Obligations and Social Change, Cambridge, Polity Press. — y Groves, D. (eds.) (1983): A Labour o f Love. Women, Work and Caring, Londres, Routledge and Kegan Paul. Firth, R. (1974): Temas de antropología económica, México, F.C.E. (ed. original 1967). — (1976): «El m arco social de la organización económica», en Elementos de antropología social, Buenos Aires, Am orrurtu, pp. 141-173. — (1977): «¿El antropólogo escéptico? La antropología social y la perspectiva m arxista de la sociedad», en Bloch, M. (ed.), Análisis marxistas y antropo logía social, Barcelona, Anagrama, pp. 43-78. Forde, C. D. (1966): Habitat, economía y sociedad (introducción geográfica a la etnología), Barcelona, Oikos-Tau (ed. original 1934). Frank, A. G. (1973): Capitalismo y desarrollo en América Latina, México, Siglo XXI (ed. origina] 1967). — (1979): La acumulación mundial, 1492-1789, Madrid, Siglo XXI de España (ed. original 1978). Freem an, S. T. (1970): Neighbors: The Social Contract in a Castilian Hamlet, Chicago, The University of Chicago Press. Friedm an, J. (1977): «Tribus, estados y transform aciones», en Bloch, M. (ed.), Análisis marxistas y antropología social, Barcelona, Anagrama, pp. 191240. — (1990): «Being in the World: Globalization and Localization», en Featherstone, M. (ed.), Global Culture. Nationalism, Globalization and Modernity, Londres, Sage, pp. 311-328. — (1994a): «Toward a Global Anthropology», en Cultural ¡dentity and Global Process, Londres, Sage, pp. 1-14. — (1994¿>): «Globalization and Localization», en Cultural Identity and Global Process, Londres, Sage, pp. 102-116. — (1994c): «Global System, Globalization and the Param eters of Modernity», en Cultural Identity and Global Process, Londres, Sage, pp. 195-233. Friedm ann, H. (1978): «World M arket, State, and Family Farm: Social Bases of Household Production in the Era of Wage Labor», Comparative Studies in Society and History, 2: 545-586. — (1980): «Household Production and the National Economy: Concepts for th e Analysis of Agrarian Form ations», Journal o f Peasants Studies, 7: 158184. — (1986a): «Patriarcal Commodity Production», Social Analysis, 20: 47-58. — (1986¿): «Patriarchy and Property. A Reply to Goodman and Redclift», Sociología Ruralis, XXVI: 186-193. — (1990): «Family W heat Farm s and Third World Diets: A Paradoxical Relationship between Unwaged and Waged Labor», en Collins, J. L. y Gimé
BIBLIOGRAFÍA
223
nez, M. (eds.), Work Without Wages, Nueva York, State University of New York, pp. 193-213. Gabe, M. (1995): Pueblos indígenas. Nuestra visión del desarrollo, Barcelona, Icaria. Galeano, E. (1971): Las venas abiertas de América Latina, México, Siglo XXI. García Canclini, N. (1989): Culturas híbridas. Estrategias para entrar y salir de la modernidad, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Grijalbo. Geertz, C. (1963): Agricultural Involution. The Process o f Ecological Change in Indonesia, Berkeley, University of California Press. — (1992): La interpretación de las culturas, Barcelona, Gedisa (ed. original 1973). Giddens, A. (1990): The Consequences o f Modemity, Cambridge, Polity Press. — (1996): Más allá de la izquierda y la derecha. El futuro de las políticas radi cales, M adrid, Cátedra (ed. original 1974). Giménez, M. E. (1990): «The Dialectics od Waged and Unwaged Work: Waged Work, Domestic Labor, and Household Survival in the United States», en Collins, J. L. y Giménez, M. (eds.), Work Without Wages. Comparative Stu dies o f Domestic Labor and Self-Employment, Nueva York, State University of New York Press, pp. 25-45. Gladwin, C. H. (1991): «Acerca de la división del trabajo entre la econom ía y la antropología económica», en Plattner, S. (ed.), Antropología económica, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Alianza Editorial, pp. 537-574. Glazer, N. (1990): «Servants to Capital: Unpaid Domestic Labor and Paid Work», en Collins, J. L. y Giménez, M. (eds.), Work Without Wages. Com parative Studies o f Domestic Labor and Self-Employment, Nueva York, State University of New York Press, pp. 142-167. Godelier, M. (1987): «L’analyse des processus de transition», Social Science Information, 26 (2): 265-284. — (1971): Teoría marxista de las sociedades precapitalistas, Barcelona, Estela (ed. original 1970). — (1974): Economía, fetichismo y religión en las sociedades primitivas, Madrid, Siglo XXI de España (ed. original 1973). — (1976): «Antropología y economía. ¿Es posible la antropología económ i ca?», en Godelier, M. (ed.), Antropología y economía, Barcelona, Anagra ma, pp. 279-333. — (ed.) (1976): Antropología y economía, Barcelona, Anagrama (ed. original 1974). — (1989a): Lo ideal y lo material. Pensamiento, economías, sociedades, Madrid, Taurus (ed. original 1984). — (1989b): «Ecosistemas y sistem as sociales», en Lo ideal y lo material. Pen samiento, economías, sociedades, Madrid, Taurus, pp. 45-94. — (dir.) (1991): Transitions et subordinations au capitalisme, París, Éditions de la M aison des Sciences de l’Homme. — (1991a): «L'objet et les enjeux», en Godelier, M. (dir.), Transitions et subor dinations au capitalisme, París, Éditions de la Maison des Sciences de l’Homme, pp. 7-56.
224
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
— (1991¿>): «Les baruya de Nouvellc Guinée. Un exemple récent de subordination économ ique, politique et culturelle d ’une société "primitive” á l’Occident», en Godelier, M. (dir.), Transitions et subordinations au capitalisme, París, Éditions de la Maison des Sciences de THomme, pp. 379-400. — (1991c): «Les contextes illusoires de la transition au socialisme», en Gode lier, M. (dir.), Transitions et subordinations au capitalisme, París, Éditions de la M aison des Sciences de l'Homme, pp. 401-421. — (1993): «El Occidente: espejo o espejismo de la evolución de la hum ani dad», en Discursos i lligons. Inauguració curs 93-94, Conferencia inaugural en la Facultad de Letras, Tarragona, Universitat Rovira i Virgili, pp. 45-59. Goldblatt, D. (1996): Social Theory and the Environment, Cambridge, Polity Press. Golding, P. y Harris, P. (eds.) (1997): Beyond Cultural Imperialism. Globalization, Communication and the New International Order, Londres, Sage. González de la Rocha, M. (1994): The Resources o f Poverty. Women and Survival in a Mexican City, Cambridge, Blackwell. — (1995): «Economic R estructuring and Gender Subordination», Latin Ame rica Perspectives, 22: 12-31. — y Escobar, A. (1990): «La ley y la m igración internacional: el im pacto de la “Sim pson-Rodino” en una com unidad de los Altos de Jalisco», Estudios Sociológicos de El Colegio de México, VIII: 517-546. Goodm an, D. y Redclift, M. (1985): «Capitalism, Petty Commodity Production and the Farm Enterprise», Sociología Ruralis, XXV: 231-247. Goody, J. (1976): Production and Reproduction, Cambridge, Cambridge Uni versity Press. — (1992): «Culture and its Boundaries: a European View», Social Anthro pology, 1 (1A): 9-32. Gortz, A. (1980): Ecology as Politics, Londres, Pluto. — (1994): Capitalism, Socialism, Ecology, Londres, Verso. Greenwood, D. (1976): «Una perspectiva antropológica acerca del turismo: cam bios sociales y culturales en Fuenterrabía», en Lisón Tolosana, C. (ed.), Expresiones actuales de la cultura de un pueblo, Madrid, Centro de Estudios Sociales, pp. 199-230. Gregory, A. C. y Altman, J. C. (1989): Observing the Economy, Londres, Routledge. Gudeman, S. (1978): The Demise o f a Rural Economy. From Subsistence to Capitalism in a Latin American Village, Londres, Rouüedge and Kegan Paul. — (1981): «Antropología económica: el problem a de la distribución», en Llobera, J. R. (ed.), Antropología económica. Estudios etnográficos, Barcelona, Anagram a, pp. 231-265. — (1986): Econom ics as Culture. Mudéis and Metaphors o f Livelihood, Lon dres, Routledge and Kegan Paul. Guha, R. (1994): «El ecologismo de los pobres», Ecología Política, 8: 137-151. Guim araes, R. (1990): «La ecopolítica del "desarrollo sustentable”: una visión latinoam ericana de la agenda global sobre el medio am biente», en Russell, R. (ed.), La Agenda Internacional en los años '90, Grupo Editor Latinoame ricano, pp. 59-95.
BIBLIOGRAFÍA
225
Gutelman, M. (1971): Structures et réformes agraires. Instruments pour l ’a nalyse, París, Maspero. Haberm as, J. (1987a): Teoría de la acción comunicativa. Tomo I: Racionalidad de la acción y racionalización social, Madrid, Taurus (ed. original 1981). — (1987¿>): Teoría de la acción comunicativa. Tomo II: Crítica de la razón funcionalista, Madrid, Taurus (ed. original 1981). Hannerz, U. (1987): «The World in Creolisation», Africa, 57: 546-559. — (1989): «Culture Between Center and Periphery: Toward a M acroanthropology», Ethnos, 54: 200-216. — (1990): «Cosmopolitans and Locáis in World Culture», en Featherstone, M. (ed.), Global Culture. Nationalism, Globalization and Modemity, Londres, Sage, pp. 237-251. — (1992): Cultural Complexity, Nueva York, Columbia University Press. — (1997): «Fluxos, fronteiras, híbridos: palavras-chave da antropología tran s nacional», Mana, 3: 7-40. Hansen, E. C. (1977): Rural Catalonia under the Franco Regime. The Fate o f Regional Culture Since the Spanish Civil War, Cambridge, Cambridge Uni versity Press. Haraway, D. (1995): Ciencia, cyborgs y mujeres. La reinvención déla naturaleza, Madrid, Cátedra/Universitat de Valencia/Instituto de la M ujer (ed. original 1991). Hardesty, D. L. (1979): Antropología ecológica, Barcelona, Bellaterra (ed. origi nal 1977). Hardin, G. (1989): «La tragedia de los espacios colectivos», en Daly, H. (ed.), Economía, Ecología y Ética, México, F.C.E., pp. 111-130 (ed. original 1968). I-Iardoy, J. E. y Schaedel, R. P. (1975): Las ciudades de América Latina y sus áreas de influencia a través de la historia, Buenos Aires, SIAP. Harris, M. (1978): Caníbales y reyes. Los orígenes de las culturas, Barcelona, Argos Vergara (ed. original 1977). — (1980): Vacas, cerdos, guerras y brujas. Los enigmas de las culturas, Madrid, Alianza (ed. original 1971). — (1982): El materialismo cultural, Madrid, Alianza (ed. original 1979). Harris, O. (1981): «Households as Natural Units», en Young, F„ Wolkowitz, C. y McCullagh, R. (eds.), O f Marriage and the Market, Londres, Routledge and Kegan Paul, pp. 136-155. — y Young, K. (1981): «Engendered Structures: Some Problems in the Analysis of Reproduction», en Kahn, J. y Llobera, J. R. (eds.), The Anthropology o f Precapitalist Societies, Londres, Macmillan, pp. 109-147. I-Iartmann, H. I. (1976): «Capitalism Patriarchy and Job Segregation by Sex», Signs, 1: 137-169. — (1981): «The Family as the Locus of Gender, Class, and Political Struggle: the Exemple of Housework», Signs, 366-394. Harvey, P. (1996): Hybrids o f Modemity. Anthropology, the Nalion State, and the Universal Exhibition, Londres, Routledge. Headland, T. N. (1994): «Ecological Revisionism: Recent Attacks Against "Myths" in Anthropology, and the Role of Histórica! Ecology in Searching
226
a n t r o p o l o g ía e c o n ó m ic a
out the Truth», infoi-me presentado en la Conference On Historical Ecology, Tulane University, New Orleans, Louisiana. Herskovits, M. J. (1974): Antropología económica, México, F.C.E. (ed. original 1952). Hjort, A. (1982): «A Critique of "Ecological” Models of Pastoral Land Use», Nomadic Peoples, 110: 11-27. H obsbaw m , E. J. (1988): La invenció de la tradició, Vic, Eum o (ed. original 1983). Holland-Cunz, B. (1996): Ecofeminismos, Valéncia, Cátedra/Universitat de V alencia/Instituto de la Mujer. Holloway, M. (1993): «Sustaining the Amazon», Scientific American, julio, pp. 77-84. Horowitz, M. M. (1996): «Thoughts on Development Anthropology after Twenty Years», en M oran, E. F. (ed.), Transforming Societies, Transforming Anthropology, Ann Arbor, The University of Michigan Press, pp. 325-351. H um phries, J. (1977): «Class Struggle and the Persistence of the Working Class Family», Cambridge Journal o f Economics, 1. Jackson, C. (1994): «Gender Analysis and Environmentalism s», en Redclift, M. y Benton, T. (eds.), Social Theory and the Global Environment, Londres, Routledge, pp. 113-149. Jim énez, J. L. (1995): «Adaptación estratégica del capitalism o ante el cambio global: "del desarrollo sostenible” a la "economía ecológica”», Ecología Política. 9: 129-139. Johnson, A. (1982): «Reductionism in Cultural Ecology: The Amazon Case», Current Anthropology, 23: 413-428. Jollivet, M. (1974): «Sociétés rurales et capitalisme: principes et éléments d’une théorie des sociétés rurales», en Les collectivités rurales frangaises, II, París, Arm and Colin, pp. 230-269. Jones, J. C. (1995): «Environm ental Destruction, Ethnic Discrimination, and International Aid in Bolivia», en Painter, M. y Durham , W. H. (eds.), The Social Causes o f Environmental Destruction in Latin America, Ann Arbor, University of M ichigan Press, pp. 169-216. Kahn, J. (1986): «Problems in the analysis of Peasant Ideology», Labour, Capi tal and Society, 19: 36-69. — y Llobera, J. R. (eds.) (1981): The Anthropology o f Precapitalist Societies, Londres, Macmillan. Kearney, M. (1986): «From the Invisible H and to Visible Feet: Anthropological Studies of M igration and Development», Annual Review o f Anthropology, 15:331-361. — (1995): «The Local and the Global: The Anthropology of Globalization and T ransnationalism », Annual Review o f Anthropology, 24: 547-565. Kingm an, E. (comp.) (1992): Ciudades de los Andes. Visión histórica y contem poránea, Quito, CIUDAD. Kleymeyer, C. D. (comp.) (1993): La expresión cultural y el desarrollo de base, Arlington, Fundación Interam ericana. Krader, L. (1988): Los apuntes etnológicos de Karl Marx, Madrid, Siglo XXI de España/Ed. Pablo Iglesias (ed. original 1972).
BIBLIOGRAFÍA
227
Kroeber, A. L. (1975): «Lo superorgánico», en Kalm, J. S., El concepto de cultura: textos fundamentales, Barcelona, Anagrama, pp. 47-83 (ed. original 1917). Kuletz, V. (1992): «Entrevista a B arbara Holland-Cunz», Ecología Política, 4: 9-19. Lamphere, L. (1986): «From Working Daughters to Working Mothers: Produc tion and Reproduction in an Industrial Community», American Ethnologist, 13: 118-130. Lash, S., Szerszynsky, B. y Wynne, B. (eds.) (1996): Risk, Environment and Modemity, Londres, Sage. Lee, R. B. y DeVore, B. (eds.) (1973): Man the Hunter, Chicago, Aldine. Leff, E. (1994): «Pobreza, gestión participativa de los recursos naturales en las com unidades rurales. Una visión desde América Latina», Ecología Política, 8: 125-136. Little, P. D. (1992): The Elusive Granary. Herder, Farmer, and State m Northern Kenya, Cambridge, Cambridge University Press. — (1994): «The Social Context of Land Degradation ("Desertification”) in Dry Regions», en Arizpe, L., Stone, M. P. y Major, D. C. (eds.), Population and Environment. Rethinking the Debate, Boulder, Co., Westwiew Press, pp. 209-251. Lojkine, J. (1979): El marxismo, el estado y la cuestión urbana, Madrid, Si glo XXI. — (1992): La révolution informationelle, París, PUF. Lomnitz, L. A. (1975): Cómo sobreviven los marginados, México, Siglo XXI. Llobera, J. R. (ed.) (1981): Antropología económica. Estudios etnográficos, Bar celona, Anagrama. MacCormack, C. P. (1980): «Nature, Culture and Gender: a Critique», en MacCormack, C. y Strathern, M. (eds.), Nature, Culture and Gender, Cam bridge, Cambridge University Press, pp. 1-24. Malthus, R. (1984): Primer ensayo sobre la población, Madrid, Sarpe (ed. origi nal 1798). Marcus, G. E. (1995): «Ethnography in/of the World System: The Em ergence of Multi-Sited Ethnography», Annual Review o f Anthropology, 24: 95-117. Martínez Alier, J. (1968): La estabilidad del latifundism o, París, Ruedo Ibé rico. — (1992): De la economía ecológica al ecologismo popular, Barcelona, Icaria. Martínez Veiga, U. (1978): Antropología ecológica, La Coruña, Adara. — (1985a): Cultura y adaptación, Barcelona, Anthropos. — (1985¿>): La ecología cultural de un pueblo de agricultores, Barcelona, Mitre. — (1989a): Antropología económica. Conceptos, teorías, debates, Barcelona, Icaria. — (1989¿>): El otro empleo. La economía sumergida, Barcelona, Anthropos. — (1995): Mujer, trabajo y domicilio. Los orígenes de la discriminación, Barce lona, Icaria/Institut Cata la d’Antropologia. — (1997): «Globalización y transform ación del papel laboral de la mujer», en Maqueira, V. y Vara, M. J. (eds.), Género, clase y etnia en los nuevos proce sos de globalización, M adrid, Instituto Universitario de Estudios de la Mujer/UNAM, pp. 27-44.
228
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
Marx, K. (1971): Formaciones económicas precapitalistas (introducción de E. Hobsbaw m ), Córdoba, Cuadernos de Pasado y Presente (ed. original 1939-1941). — (1972): Contribución a la crítica de la Economía Política, Madrid, Alberto Corazón (ed. original 1860). — (1975): El Capital, M adrid, Siglo XXI de España (8 vols.) (ed. original 1873). M auss, M. (1991): «Ensayo sobre los dones. Motivos y formas de intercambio en las sociedades primitivas», en Sociología y Antropología, Madrid, Tecnos, pp. 155-263 (ed. original 1923-1924). M clntosh, M. (1978): «The State and the Oppresion of Women», en Kuhn, A. y Wolpe, A. M. (eds.), Feminism and Materialism, Londres, Routledge and Kegan Paul, pp. 254-289. — (1979): «The Welfare State and the Needs of the Dependent Family», en B urm an, S. (ed.), Fit W orkfor Women, Londres, Croom Helm, pp. 153-191. Medick, H. y Sabean, D. W. (eds.) (1984): Interest and Emotion. Essays on the Study o f Family and Kinship, Cambridge, Cambridge University Press/Maison des Sciences de l'Homme. Meggers, B. (1976): Amazonia, un paraíso ilusorio, México, Siglo XXI (ed. ori ginal 1971). Meillassoux, C. (1977): Mujeres, graneros y capitales. Economía doméstica y capitalismo, México, Siglo XXI (ed. original 1975). — (1978): Terrains et théories, París, Anthropos. — (1979): «Historical Modalities of the Exploitation and Over-exploitation of Labour», Critique o f Anthropology, 4: 7-16. Mies, M. (1986): Patriarchy and Accumulation on a World Scale, Londres, Zed Press. — y Shiva, V. (1993): Ecofeminism, Londres, Zed Press. Mingione, E. (1985): «Social Reproduction of the surplus Labour Forcé: the Case of Southern Italy», en Redclift, N. y Mingione, E. (eds.), Beyond Employment. Household, Gender and Subsistence, Oxford, Blackwell, pp. 92-125. — (1991): Fragmented Societies. A Sociology o f Economic Life beyond the Market Paradigm, Oxford, Blackwell. M intz, S. W. (1960): Workers in the Cañe, New Haven, Yale University Press. — (1977), «The So-Called World System: Local Initiative and Local Response», Dialectical Anthropology, 2: 253-270. Mires, F. (1993): «El sentido político de la ecología en América Latina», Ecolo gía Política, 6: 17-28. Moberg, M. (1996): «Myths that Divide: Im m igrant Labor and Class Segmentation in the Belizean B anana Industry», American Ethnologist, 23: 311-330. Molyneaux, M. (1979): «Beyond the Domestic Labour Debate», New Left Review, 116: 3-27. Molyneux, M. y Steinberg, L. (1994): «El ecofeminismo de Shiva y Mies: ¿Regreso al futuro?», Ecología Política, 8: 13-23. Moore, H. L. (1991): Antropología y feminismo, Madrid, Cátedra (ed. original 1988).
BIBLIOGRAFÍA
229
— (1993): «The Differences W ithin and the Differences Between», en Del Valle, T. (ed.), Gendered Anthropology, Londres, Routledge, pp. 193-204. — (1994): A Passion for Difference. Essays in Anthropology and Gender, Cam bridge, Polity Press. Moran, E. F. (1996): «Deforestation in the Brazilian Amazonas», en Sponsel, L. E., Headland, Th. N. y Bailey, R. C. (eds.), Tropical Deforestation. The H uman Dimensión, Nueva York, Columbia University Press, pp. 1-52. Morris, L. (1990): The Workings o f the Household. A US-UK Comparison, Cam bridge, Polity Press. Mowlana, H. (1986): Global Information and World Communication, Londres, Sage. Murphy, R. F. y Steward, J. H. (1981): «Caucheros y tramperos: dos procesos paralelos de aculturación», en Llobera, J. R. (ed.), Antropología económica. Estudios etnográficos, Barcelona, Anagrama, pp. 201-229 (ed. original 1956). Narotzky, S. (1988): Trabajar en familia. Mujeres, hogares y talleres, Valencia, Edicions Alfons el Magnánim. — (1995): Mujer, mujeres, género. Una aproximación crítica al estudio de las mujeres en las Ciencias Sociales, M adrid, Consejo Superior de Investigacio nes Científicas. — (1997): New Directions in Economic Anthropology, Londres, Pluto Press. Nash, J. (1979): We Eat the Mines and the Mines Eat Us, Nueva York, Colum bia University Press. — (1981): «Ethnographic Aspects of the World Capitalist System», Annual Review o f Anthropology, 10: 393-423. — (1994): «Global Integration and Subsistence Insecurity», American Anthropologists, 96: 7-30. Nash, M. (1977): «Antropología económica», Enciclopedia Internacional de las Ciencias Sociales, vol. I, pp. 425-429. Netting, R. M. (1977): Cultural Ecology, Menlo Park, Ca., Benjamin/Cummings Publishing. — (1993): Smallholders, Householders. Farm Families and the Ecology o f Intensive, Sustainable Agriculture, Stanford, Ca., Stanford University Press. Nugent, S. (1988): «The "Peripheral Situation”», American Review o f Anthro pology, 17: 79-98. — (1997): «The Coordinates of Identity in Amazonia. A Play in the Fields of Culture», Critique o f Anthropology, 17: 33-51. O'Connor, J. (1991): «Las condiciones de producción. P or un m arxism o ecoló gico, una introducción teórica», Ecología Política, 1: 113-130 (ed. original 1987). — (1992): «Las dos contradicciones del capitalismo», Ecología Política, 3: 11 1 - 11 2 .
O’Connor, M. (1994): «El m ercadeo de la naturaleza. Sobre los infortunios de la naturaleza capitalista», Ecología Política, 7: 15-34. Offe, C. y Heinze, R. G. (1992): Beyond Employment, Cambridge, Polity Press. Orloff, A. S. (1993): «Gender and the Social Rights of Citizenship: The Comparative Analysis of Gender Relations and Welfare State», American Sociological Review, 58: 303-328.
230
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
Orlove, B. J. (1980): «Ecological Anthropology», Annual Review o f Anthro pology, 9: 235-273. — y Brush, S. B. (1996): «Anthropology and the Conservation of Biodiversity», A nnual Review o f Anthropology, 25: 329-352. Orlove, B. S. (1977): Alpacas, Sheep and Men. The Wool Export Economy and Regional Society in Southern Perú, Londres, Academic Press. Ortner, S. (1984): «Anthropological Theory sínce the Sixties», Comparative Studies in Society and History, 26: 126-166. Pahl, R. E. (1991): Divisiones del trabajo, Madrid, M inisterio de Trabajo y Seguridad Social (ed. original 1984). Painter, M. (1984): «Changing Relations of Production and Rural Underdevelopment», Journal o f Anthropological Research, 40: 271-292. — (1986a): «The Valué of Peasant Labor Power in a Prolonged Transition to Capitalism», Journal o f Peasant Studies, 13: 221-239. — ( 1986¿>): «Intercam bio desigual: la dinám ica del em pobrecim iento del colono y la destrucción de tierras bajas de Bolivia», en Bedoya, E., Collins, J. L. y Painter, M. (eds.), Estrategias productivas y recursos naturales en la Amazonia, Lima, CIPA, pp. 99-137. — (1995): «Introduction: Anthropological Perspectives on Environm ental Destruction», en Painter, M. y Durham , W. H. (eds.), The Social Causes o f Environmental Destruction in Latin America, Ann Arbor, The University of M ichigan Press, pp. 1-21. Pais de Brito, J. (1996): Retrato de Aldeia com Espelho. Ensaio sobre Rio de Onor, Lisboa, Publicagoes Dom Quixote. Pearce, D. W. y T um er, R. K. (1995): Economía de los Recursos Naturales y del Medio Ambiente, Madrid, Colegio de Econom istas de M adrid (ed. original 1990). Peet, R. y W atts, M. (1994): «Introduction: Development Theory and Environ m ent in th e Age of M arket Trium phalism », Economic Geography, 69: 227253. Peluso, N. L. (1996): «Fruit Trees in an Anthropogenic Forest: Ethics of Access, Property Zons, and Environm ental Change in Indonesia», Comparative Studies in Society and History, 38: 510-548. Pianta, M. (1992): «Las condiciones de producción urbanas», Ecología Política, 3: 95-98. Piddocke, S. (1981): «El sistem a "potlatch" de los kwakiult del sur: una nueva perspectiva», en Llobera, J. R. (ed.), Antropología económica. Estudios etnográficos, Barcelona, Anagrama, pp. 101-122. Pirez, P. (1992): «El poder y la pobreza sobre el gobierno de la ciudad en Amé rica Latina», en Carrión, F. (ed.). Ciudades y políticas urbanas en América Latina, Quito, CODEL, pp. 13-24. Plattner, S. (ed.) (1991): Antropología económica, México, Consejo Nacional p ara la Cultura y las Artes/Alianza Editorial. Polanyi, K. (1989): La gran transformación. Crítica del liberalismo económico, M adrid, Ediciones de La Piqueta (ed. original 1944). — (1994): El sustento del hombre, Barcelona, Biblioteca M ondadori (ed. origi nal 1977).
BIBLIOGRAFÍA
231
Portes, A. (1989): «Latin America Urbanization in the Years of the Crisis», Latin American Research Review, 24: 7-44. — y Walton, J. (1976): Urban Latin America. The Political Condition from Above and Below, Austin, University of Texas Press. Pouillon, F. (ed.) (1976): L'anthropologie économique. Courants et problémes, París, Maspero. Pujadas, J. J. (1993): Etnicidad. Identidad cultural de los pueblos, M adrid, Eudema. — (1996): «La taula es tot un món, la taula és el món», en Seure a taula? Una história del menjar a la Mediterránia, Ministeri d’Afers Socials i Cultura del Govem d'Andorra, D iputado de Barcelona, Museu d'Arqueologia de Cata lunya, M useu de Gavá, pp. 2-6. Ramírez, J. M. y Regalado, J. (1995): ¿Olvidar o recordar el 22 de abril? La fuerza política de la memoria colectiva, Guadalajara, Universidad de Guadalajara. Rao, B. (1990): «La lucha por las condiciones de producción y la producción de las condiciones para la em ancipación», Ecología Política, 1: 32-42. Rapp, R. (1978): «Family and Class in Contem porary America: Notes Toward an Understanding of Ideology», Science and Society, 42: 278-300. Rappaport, R. A. (1975): «Naturaleza, cultura y antropología ecológica», en Shapiro, H. L. (ed.), Hombre, cultura y sociedad, México, F.C.E., pp. 261292 (ed. original 1956). — (1968): Pigs for the Ancestors. Ritual in the Ecology o f a New Guinea People, New Haven, Yale University Press. Recio, A. (1992): «Un com entario a “las contradicciones del capitalism o" de J. O’Connor», Ecología Política, 3: 113-115. Redclift, N. (1985): «The Contested Domain: Gender, Accum ulation and the L abour Process», en Redclift, N. y Mingione, E. (eds.), Beyond Employment. Household, Gender and Subsistence, Oxford, Blackwell, pp. 92-125. — y Mingione, E. (eds.) (1985): Beyond Employment. Household, Gender and Subsistence, Oxford, Basil Blackwell. Reinhardt, N. (1988): Our Daily Bread. The Peasant Question and Family Farming in the Colombia Andes, Berkeley, University of California Press. Revista Internacional de Ciencias Sociales (1987): «Los procesos de transición. Estudios de casos antropológicos», vol. 114. Rey, P. P. (1970): «Class Contradictions in Lineage Societies», Critique o f An thropology, 4: 41-60. — (1971): Colonialisme, néo-colonialisme et transition au capitalisme, París, Maspero. — (1977): Las alianzas de clase, Madrid, Siglo XXI (ed. original 1973). Riechmann, J. y Fernández Buey, F. (1994): Redes que dan libertad. Introduc ción a los nuevos movim ientos sociales, Barcelona, Paidós. Roberts, B. (1978): Cities o f Peasants. The Political Econom y o f Urbanisation in the Third World, Londres, Edward Amold. — (1990): «Peasants and Proletarians», Annual Review o f Sociology, 16: 353377. Robertson, R. (1992): Globalization. Social Theory and Global Culture, Londres, Sage.
232
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
Roca i Girona, J. (1996): De la pureza a la maternidad. La construcción del género fem enino en la postguerra española, Madrid, Ministerio de Educa ción y Cultura. Roldán, M. (1985): «Industrial Outworking, Struggles for the Reproduction of Working-Class Families and Gender Subordination», en Redclift, N. y M ingione, E. (eds.), Beyond Employment. Household, Gender and Subsistence, Oxford, Blackwell, pp. 248-285. Roseberry, W. (1976): «Rent Differentiation and the Development of Capita lism am ong Peasants», American Anthropologist, 78: 45-58. — (1978): «Peasants as Proletarians», Critique o f Anthropology, 11: 3-18. — (1988): «Political Economy», Annual Review o f Anthropology, 17: 161-185. — (1989): Anthropologies and Histories. Essays in Culture, History and Politi cal Econom y, New Brunswick, Rutgers University Press. — (1991): «Los cam pesinos y el mundo», en Plattner, S. (ed.), Antropología económica, México, Consejo Nacional para la Cultura y las Artes/Alianza Editorial, pp. 154-176. Rutz, H. (1977): «Individual Decisions and Functional Systems: Economic Rationality and Environm ental Adaptation», American Ethnologist, 4: 156174. Sacks, K. (1979): «Engels revisitado: las mujeres, la organización de la produc ción y la propiedad privada», en Ha iris, O. y Young, K. (eds.). Antropología y fem inism o, Barcelona, Anagrama, pp. 247-256. Safa, I. (1981): «Runaway Shops and Female Employment: The Search of Cheap Labor», Journal o f Women in Culture and Society, 7: 418-433. Sahlins, M. (1969): «Economic Anthropology and Anthropological Economist». Social Science Information, 8: 13-33. — (1977): Econom ía de la Edad de Piedra, Madrid, Akal (ed. original 1974). — (1988a): Cultura y razón práctica. Contra el utilitarismo de la teoría antropo lógica, Barcelona, Gedisa (ed. original 1976). — (1988b): Islas de historia, México, Gedisa (ed. original 1985). Salisbury, R. (1973): «Economic Anthropology», Annual Review o f Anthro pology, 2: 85-94. Salleh, A. (1994): «Naturaleza, mujer, trabajo, capital: la m ás profunda contra dicción», Ecología Política, 7: 35-47. Saraceno, Ch. (1986): «Strategie familiari e modelli di lavoro: alcuni problemi concettuali e di método», Inchiesta, 74: 12-19. — (1994): «The Ambivalent Familism of the Italian Welfare State», Social Politics, 1: 60-82. Sassoon, A. S. (ed.) (1987): Women and the State, Londres, Hutchinson. Scott, C. D. (1976): «Peasants, Proletarianization and the Articulation of Modes of Production: The Case of Sugar Cañe Cutters in N orthern Perú, 1940-1969», Journal o f Peasant Studies, 3: 321-341. Scott, J. (1976): The Moral Econom y o f the Peasant. Rebellion and Subsistence in Southeast Asia, New Haven, Yale University Press. Scheper-Hugues, N. (1997): La muerte sin llanto. Violencia y vida cotidiana en Brasil, Barcelona, Ariel (ed. original 1992). Schm ink, M. (1992): «The Socioeconomic Matrix of Deforestation», informe
BIBLIOGRAFÍA
233
presentado en W orkshop on Population and Environm ent, Hacienda Cocoyoc, Morelos, México. — y Wood, C. (1987): «The "Political Ecology” of Amazonia», en Little, P. y Horowitz, M. (eds.), Lands and Risk in the Tird World. Local Level Perspectives, Boulder, Co., Westwiew, pp. 38-57. Schneider, J. y Schneider, P. (1976): Culture and Political Economy in Western Sicily, Londres, Academic Press. Sevilla-Guzmán, E. (1979): La evolución del campesinado en España, Barcelo na, Península. Shanin, T. (1971): «Peasantry: Delineation of a Sociological Concept and Field of Study», European Journal o f Sociology, 12: 289-300. — (1972): Naturaleza y lógica de la economía campesina, Barcelona, Ana grama. — (1983): La clase incómoda. Sociología política del campesinado en una sociedad en desarrollo (Rusia 1910-1925), M adrid, Alianza (ed. original 1972). Shiva, V. (1989): Staying Alive. Women, Ecology and Development, Londres, Zed Books. Silverman, M. (1979): «Dependency, M ediation, and Class Form ation in Rural Guyana», American Ethnologist, 6: 466-490. Smith, C. A. (1978): «Beyond Dependence Theory: National and Regional Pattem s of Underdevelopment in Guatemala», American Ethnologist, 5: 574617. — (1984a): «Does a Commodity Econom y Enrich the Few While Ruining the Mases? Differentiation am ong Petty Commodity Producers in Guatemala», Journal o f Peasant Studies, 11: 60-91. — (1984b): «Forms of Production in Practice: Fresh Approaches to Simple Commodity Production», Journal o f Peasant Studies, 11: 201-221. Smith, C. A., Boyer, J. y Diskin, M. (1988): «Central America Since 1979, Part II», Annual Review o f Anthropology, 17: 331-364. Smith, G. (1990): «Negotiating Neighbors: Livelihood and Domestic Politics in Central Perú and the Pais Valenciano (Spain)», en Collins, J. L. y Giménez, M. (eds.), Work Without Wages. Comparative Studies o f Domestic Labor and Self-Employment, Nueva York, State University of New York Press, pp. 5069. Smith, J. (1990): «All Crises Are Not the Same: Households in the United States during Two Crises», en Collins, J. L. y Giménez, M. (eds.), Work Without Wages. Comparative Studies o f Domestic Labor and Self-Employment, Nueva York, State University of New York Press, pp. 125-141. Smith, N. (1996): «The Production of Nature», en Robertson, G., Mash, M., Tickner, L., Bird, J., Curtis, B. y Putnam , T. (eds.), Nature, Science, Culture, Londres, Routledge, pp. 35-54. Social Science Inform ation/Inform ation sur les Sciences Sociales (1988): Processes o f transition/Processus de transition, vol. 27, n.° 4. Soper, K. (1996): «Nature/"nature’’», en Robertson, G., Mash, M., Tickner, L., Bird, J., Curtis, B. y Putnam , T. (eds.), Future Nature. Nature, Science, Cul ture, Londres, Routledge, pp. 22-34.
234
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
Sponsel, L. E. (1986): «Amazon Ecology and Adaptation», Annual Review o f Anthropology, 15: 67-97. — Bailey, R. C. y Headland, T. N. (1996): «Anthropological Perspectives on the Causes, Consequences, and Solutions of Deforestation», en Sponsel, L. E., Headland, T. N. y Bailey, R. C. (eds.), Tropical Deforestation. The H um an Dimensión, Nueva York, Columbia University Press, pp. 1-52. Stavenhagen, R. (1969): Las clases sociales en las sociedades agrarias, México, Siglo XXI. Steward, J. (1992): «El concepto y el m étodo de la ecología cultural», en B ohannan, P. y Glazer, M. (eds.), Antropología. Lecturas, Madrid, McGrawHill, pp. 334-344 (extraído de Theory o f Cultural Change, ed. original 1955). Sting y Dutilleux, J. P. (1989): Amazónia. La lluita per la vida, Barcelona, Fundació Selva Verge/Columna. Stolcke, V. (1988): Coffee Planters, Workers and Wives. Class Conflict and Gender Relations on Sao Paulo Plantations, 1850-1980, Oxford, Macmillan Press. — (1993): «Is Sex to Gender as Race Is to Ethnicity?», en Del Valle, T. (ed.), Gendered Anthropology, Londres, Routledge, pp. 17-37. Stonich, S. (1995): «Development, Rural Im poverishm ent, and Environm ental D estruction in Honduras», en Painter, M. y Durham , W. H. (eds.), The Social Causes o f Environmental Destruction in Latin America, Ann Arbor, University of M ichigan Press, pp. 63-99. — y De Walt, B. R. (1996): «The Political Ecology of Deforestation in H ondu ras», en Sponsel, L. E., Headland, T. N. y Bailey, R. C. (eds.), Tropical Deforestation. The Human Dimensión, Nueva York, Columbia University Press, pp. 187-215. S trathem , M. (1985): «Kinship and Economy: Constitutive Orders of a Provi sional Kind», American Anthropologist, 12: 191-210. — (1995): «The Nice Thing about Culture Is that Eveiyone Has It», en Strath em , M. (ed.), Shifting Contexts, Londres, Routledge, pp. 153-176. Tentori, T. (ed.) (1996): Antropología economica, Roma, Koiné. Terray, E. (1977): «Clases y conciencia de clases en el reino abron de Gyam an», en Bloch, M. (ed.), Análisis marxistas y antropología social, Barcelo na, Anagrama, pp. 105-162. Thom pson, E. P. (1979): Tradición, revuelta y conciencia de clase. Estudios sobre la crisis de la sociedad preindustrial, Barcelona, Crítica (cd. original 1977). Tilly, L. A. y Scott, J. W. (1978): Women, Work, and Family, Nueva York, Methuen. Ungerson, C. (ed.) (1990): Gender Caring. Work and Welfare in Britain and Scandinavia, Nueva York, H arvester W heatsheaf. — (1995): «Gender, Cash and Inform al Care: European Perspectives and Dilemmas», Journal o f Social Policy, 24: 31-52. Valdés Gázquez, M. y Valdés del Toro, R. (1996): «Ecología y cultura», en Prat, J. y M artínez, A. (eds.), Ensayos de antropología cultural. Homenaje a Claudio Esteva Fabregat, Madrid, Taurus, pp. 95-103. Valdés, R. (1977): Las artes de subsistencia. Una aproximación tecnológica y ecológica al estudio de la sociedad primitiva, La Coruña, Adara.
BIBLIOGRAFÍA
235
— (1981): «Antropología económica», en Valdés, R. (ed.), Las razas hum anas, Barcelona, CIESA (vol. I), pp. 89-130. Vandemeer, J. (1996): «The H um an Niche and Rain Forest Preservation in S outhern Central America», en Sponsel, L. E„ Headland, T. N. y Bailey, R. C. (eds.), Tropical Deforestation. The H uman Dimensión, Nueva York, Columbia University Press, pp. 216-229. Vandergeest, P. (1988): «Commercialization and Commodization: a Dialogue Between Perspectives», Sociología Ruralis, XXVIII: 7-29. Vayda, A. (1983): «Progressive Contextualization: M ethods for Research in H um an Ecology», Human Ecology, 11: 265-281. — y Mac Kay, J. B. (1975): «New Directions in Ecology and Ecological An thropology», Annual Review o f Anthropology, 4: 293-306. Velho, G. y Alvito, M. (1996): Cidadania e violencia, Río de Janeiro, Editora UFRJ/Éditora FGV. Vessuri, H. M. C. (1986): «Antropología y ambiente», en Leff, E. (coord.), Los problemas del conocimiento y la perspectiva ambiental del desarrollo, Méxi co, Siglo XXI, pp. 203-222. ' Vilar, P. (1979): «Reflexiones sobre la noción de "economía cam pesina”», en Anes, G. Bem al, A. y otros, La economía agraria en la historia de España. Propiedad, explotación, comercialización, rentas, M adrid, Alfaguara/Funda ción Ju an M arch, pp. 351-386. Vincent, J. (1986): «System and Process, 1974-1985», Annual Re\ñew o f An thropology, 15: 99-119. Viveiros de Castro, E. (1996): «Images of N ature and Society in Amazonian Ecology», Annual Review o f Anthropology, 25: 179-200. Wallerstein, I. (1979): El moderno sistema mundial. La agricultura capitalista y los orígenes de la economía-mundo europea en el siglo XVI, Madrid, Siglo XXI (ed. original 1974). — (1988): El capitalismo histórico, Madrid, Siglo XXI de España (ed. original 1983). — (1990): «Culture as the Ideological Battleground of the M odem World-System», en Featherstone, M. (ed.), Global Culture. Nationalism, Globalization and Modemity, Londres, Sage, pp. 31-55. W arren, K. (1987): «Feminism and Ecology: Making Connections», Environ mental Ethics, 9: 3-20. W atanabe, H. (1973): «Subsistence and Ecology of N orthern Food G atherers with Special Reference to the Ainu», en Lee, R. y DeVore, I. (eds.), Man the Hunter, Chicago, Aldine, pp. 69-77. White, L. A. (1964): La ciencia de la cultura. Un estudio sobre el hombre y la civilización, Buenos Aires, Paidós (ed. original 1949). Williams, F. (1995): «Race/Ethnicity, Gender and Class in Welfare States: A Fram ew ork for Comparative Analysis», Social Politics 2: 127-159. Williams, R. (1977): Marxism and Literature, Nueva York, Oxford University Press. Willis, P. (1988): Aprendiendo a trabajar. Cómo los chicos de clase obrera consi guen trabajos de clase obrera, Madrid, Akal (ed. original 1977). Wittfogel, K. A. (1966): Despotismo oriental. Estudio comparativo del poder totalitario, Madrid, G uadarram a (ed. original 1963).
236
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
Wolf, E. (1972): «Ownership and Political Ecology», Anthropological Quaterly, 45: 201-205. — (1973): Las luchas campesinas del siglo XX, Madrid, Siglo XXI de España (ed. original 1969). — (1987): Europa y la gente sin historia, México, F.C.E. (ed. original 1982). Wolpe, H. (ed.) (1980): The Articulation o f Modes o f Production, Londres, Routledge and Kegan Paul. W orld Com mission on Environm ent and Development (1987): Our Common Future, Nueva York, Oxford University Press. Worsley, P. (1990): «Models of the M odem World-System», en Featherstone, M. (ed.). Global Culture. Nationalism, Globalization and Modernity, Lon dres, Sage, pp. 83-96. Wynne, B. (1996): «May the Sheep Safely Graze? A Reflexive View of the Expert-Lay Knowledge Divide», en Lash, S., Szerszynski, B. y Wynne, B. (eds.), Risk, Environment, and Modernity, Londres, Sage, pp. 44-83. Yanagisako, S. J. (1987): «Mixed M etaphors: Native and Anthropological Models of G ender and Kinship Domains», en Collier, J. F. y Yanagisako, S. J. (eds.), Gender and Kinship. Essays Toward a Unified Analysis, Standford, Ca., Standford University Press, pp. 86-118. — y Collier, J. J. (1987): «Toward a Unified Analysis of Gender and Kinship», en Collier, J. F. y Yanagisako, S. J. (eds.), Gender and Kinship. Essays Toward a Unified Analysis, Stanford, Ca., Stanford University Press, pp. 1450. Young, K. (1978): «Modes of Appropiation and the Sexual División of Labour: A Case Study from Oaxaca, México», en Kuhn, A. y Wolpe, A. M. (eds.), Fem inism and Materialism, Londres, Routledge and Keean Paul, pp. 124154.
ÍNDICE Prefacio 1.
........................................................................................................
7
La antropología social estudia la econom ía ................................... 1.1. Un acercam iento a la antropología ec o n ó m ic a.......................... 1.2. Sobre cambios económicos, sistem a global y c u ltu r a s ............. E je m p lo s ............................................................................................... 1.3. Antropología económica y antropología s o c ia l..........................
11 11 13 17 21
P r im e r a
pa r te
LA ECONOMÍA POLÍTICA EN LA ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA 2.
Econom ía, cultura y cam bio s o c i a l ...................................................... 2.1. Sobre el concepto de c u ltu ra ............................................................ La cultura como forma de vida y como código de conducta . . La cultura como expresión de las formas de poder ................... 2.2. Globalización económica y c u ltu r a s .............................................. Ejemplos .............................................................................................. 2.3. De nuevo sobre el concepto de c u l t u r a .........................................
29 30 31 36 41 47 51
3.
Econom ía política y antropología e c o n ó m ic a .................................. 3.1. Dependencia, sistem a m undial y sistem a g lo b a l......................... 3.2. Modos de producción y transición s o c i a l ..................................... Grupos domésticos y comunidades locales en la transición al capitalismo .......................................................................................... 3.3. La intersección entre centros y periferias, entre lo global y lo lo c a l........................................................................................................ 3.4. Sobre el concepto de rep ro d u cc ió n .................................................
55 57 63
4.
Debates. ¿Mercantilización de todas las cosas? Lo que no se m ercan tiliza................................................................................................. 4.1. Producir mercancías, trabajar en familia. El campesinado en la economía de m e rc a d o ........................................................................ Una cuestión previa: sobre campesinos, artesanos-cam pesinos y proletariado r u r a l ............................................................................
69 71 76 81 84 84
ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA
238
El proceso de m ercantilización en la a g r ic u ltu ra ....................... Persistencia y crisis de las explotaciones agrícolas familiares 4.2. H acer familias, producir personas. El trabajo do m éstico ........ S egunda
88 96 99
parte
LA ECOLOGÍA POLÍTICA EN LA ANTROPOLOGÍA ECONÓMICA 5.
E cología, n a tu ra le z a y cam bio s o c i a l ............................................... 5.1. La ecología como sujeto p o lític o ................................................... 5.2. La naturaleza como categoría de a n á lis is ...................... 5.3. La naturaleza como espacio y como e n to r n o ............... 5.4. La naturaleza com o construcción s o c ia l........................
115 115 120 125 130
6.
E cología p o lítica y an tro p o lo g ía económ ica. E nfoques, d eb a te s 6.1. Precedentes de la ecología política en la antropología económica 6.2. Población, pobreza y entorno. Neomalthusianism o y neoliberalism o ................................................................................................ 6.3. M ujeres y naturaleza. Ecofeminismo .......................................... 6.4. Causas sociales y políticas en la degradación am biental. Ecosocialismo ............................................................................................
139 139 144 150 157
l y E sc e n a rio s p o lítico s. C ausas y con secu en cias d e la degrada—"" ció n a m b ie n ta l e n A m érica L atin a .................................................... 163 7.1. La de forestación de los bosques tro p ic a le s................................. 164 7.2. Brasil. Políticas de colonización y desarrollo en la Amazonia 166 7.3. La A m azonia de Perú y Bolivia. M ercado externo y políticas i n te r n a s ................................................................................................ 172 Presiones de mercado: el cultivo de coca ..................................... 172 Escasez de m ano de obra ................................................................ 175 Programas de desarrollo e intercambio desigual ....................... 176 7.4. América Central. Desigualdad social e intereses comerciales . . 178 Honduras: intereses externos y conflictos s o c ia le s .................... 180 Costa Rica y Nicaragua: contraste entre políticas sociales y 181 a m b ie n ta le s ......................................................................................... 7.5. México. Políticas hidráulicas y relocalización de poblaciones 183 7.6. U rbanización y pobreza. Apuntes de ecología política urbana 187 Conclusiones 8.
E co n o m ías y n a tu ra le z a en u n m u n d o g lobalizado .................... 8.1. Antropología económica. Consideraciones finales ..................... 8.2. Econom ía y ecología. Una aproximación desde el ecosocialismo 8.3. Nuevas direcciones en la antropología e c o n ó m ic a .....................
Bibliografía
.......................................................................................................
197 197 202 210 215
Impreso en el mes de junio de 1998 en A&M GRAFIO, S. L. Polígono Industrial -La Florida» 08130 Santa Perpetua de Mogoda (Barcelona)