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Spanish; Castilian Pages 308 [200] Year 2020
Roberto Navarrete y Eduardo Zazo (eds.)
Ante la catástrofe Pensadores judíos del siglo XX Con textos de Jesús M. Díaz Álvarez • Kilian Lavernia • José Luis Villacañas Candela Dessal • José Emilio Esteban Enguita • Pablo López Álvarez Marcela Vélez • Félix Duque • Nuria Sánchez Madrid Miguel García-Baró • Olga Belmonte García Alejandro del Río Herrmann
Herder
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Diseño de la cubierta: Gabriel Nunes Edición digital: José Toribio Barba © 2019, © 2020,
Roberto Navarrete Alonso y Eduardo Zazo Jiménez Herder Editorial, S.L., Barcelona
ISBN digital: 978-84-254-4376-3 1.ª edición digital, 2019 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com).
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Índice
INTRODUCCIÓN. El mundo de antes de ayer Roberto Navarrete y Eduardo Zazo
I. CRISIS DE LA RAZÓN 1. Husserl: La crisis de las ciencias europeas y la quiebra de la vida racional Jesús M. Díaz Álvarez
2. La nación tardía de Helmuth Plessner: una presentación interpretativa Kilian Lavernia
3. Cassirer y el mito del Estado José Luis Villacañas
4. Sigmund Freud ante el abismo de la cultura occidental Candela Dessal
II. TEORÍA CRÍTICA 5. La primera aventura filosófica de Max Horkheimer, o del programa inicial de la teoría crítica José Emilio Esteban Enguita
6. Democracia, poder, derecho: Franz Neumann y la tragedia de la libertad moderna Pablo López Álvarez
7. La filosofía de Theodor W. Adorno ante la historia de la catástrofe Marcela Vélez
8. Walter Benjamin: de las imágenes que piensan a la imagen dialéctica Félix Duque
III. FILOSOFÍA Y JUDAÍSMO 9. El pensamiento judío en Arendt: resistir ante la destrucción de lo humano Nuria Sánchez Madrid
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10. Franz Rosenzweig: el milagro de la historia Miguel García-Baró
11. Emmanuel Levinas y los orígenes de la barbarie Olga Belmonte García
12. El judaísmo de Simone Weil Alejandro del Río Herrmann
Sobre los autores
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Introducción El mundo de antes de ayer Roberto Navarrete y Eduardo Zazo
El siglo XX fue un siglo de catástrofes. Entre los numerosos conflictos del pasado siglo destacan dos guerras mundiales iniciadas por potencias europeas que asolaron, ante todo, aunque no solo, su propio territorio. A partir de entonces, Europa perdió la hegemonía geopolítica en el tablero mundial. La así llamada «Guerra Civil Europea» (1914-1945) constituyó una catástrofe con graves repercusiones globales, pero también específicamente europeas: la irremediable pérdida de aquello que un nostálgico y desesperado Stefan Zweig, en sus Memorias de un europeo, denominó El mundo de ayer. Pero esta catástrofe albergó dentro de sí otro daño irreparable. Nos referimos a una catástrofe que no en vano ha recibido el nombre de la Catástrofe: la Shoah o el exterminio sistemático de la población judía europea por parte de la Alemania nacionalsocialista. El título del volumen que prologamos en estas páginas, Ante la catástrofe, quiere hacer mención tanto de la destrucción de Europa como de la propia Shoah. Por ello, su subtítulo reza Pensadores judíos del siglo XX, a pesar de que no todos estos pensadores pudieron llegar a presenciar la caída de los imperios coloniales europeos, ni a conocer la existencia de los campos de concentración y exterminio en el viejo continente —aunque previamente ya existían algunos en las colonias de varios de aquellos imperios—. Para esto habrían tenido que sobrevivir al Tercer Reich y a la Segunda Guerra Mundial, como, por lo demás, habían logrado superar con vida la Gran Guerra, incluso habiendo luchado en sus frentes de batalla. No todos lo consiguieron, e incluso alguno de ellos ni siquiera llegó a ser testigo del ascenso del nacionalsocialismo en Alemania, como fue el caso de Franz Rosenzweig. Quienes —a diferencia de Edmund Husserl, Walter Benjamin, Sigmund Freud o Simone Weil— alcanzaron la primavera de 1945, se vieron obligados en general a reflexionar sobre la génesis y la naturaleza misma de ese régimen que los había perseguido desde 1933 y que, tras haber conquistado casi toda la Europa continental, había pretendido exterminarlos por el mero hecho de haber nacido en el seno de familias judías, en su mayoría —a excepción de la de Emmanuel Levinas— por completo asimiladas y desprovistas de toda relación con el judaísmo —salvo, en especial a ojos de los criminales, la biológica—. Es el caso de Helmuth Plessner, Ernst Cassirer, Theodor W. Adorno, Max Horkheimer, Franz L. Neumann o Hannah Arendt. Aunque resulte palmario, debe mencionarse en este prólogo que el elenco de
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pensadores y pensadoras que son objeto de los doce capítulos que conforman este libro no es ni mucho menos exhaustivo. Han quedado fuera de él figuras de primer orden, de entre las cuales, y de nuevo sin ánimo de agotar el catálogo de nombres, podemos mencionar aquí a Hermann Cohen, Jacob Taubes, Gershom Scholem, Martin Buber, Karl Löwith, Leo Strauss, Rosa Luxemburg, Edith Stein, Karl Popper, Max Scheler, György Lukács, Herbert Marcuse, Karl Mannheim, Hans Jonas, Ernst Bloch, Norbert Elias, Henri Bergson, Émile Durkheim, Raymond Aron o Claude Lévi-Strauss, entre muchos otros. Cabría sin duda, como decimos, ampliar este índice con nombres quizá menos conocidos, como los de los integrantes del Círculo de Praga, quienes colaboraron en la Academia Judía Libre fundada por Rosenzweig en Frankfurt, así como todos y cada uno de los miembros del Instituto para la Investigación Social, con sede también en la ciudad a orillas del río Meno. La extraordinaria generación —tanto en términos cuantitativos como cualitativos— de pensadores europeos de origen judío, en su mayoría de habla alemana, surgida a finales del siglo XIX Y que comenzó a dar sus frutos en las primeras décadas del XX, ha impedido que el recorrido que proponemos en este volumen apure todas las posibilidades que ella ofrece. Nuestro propósito como editores, en este sentido, ha consistido en reunir una muestra suficientemente representativa. De este modo, quienes se adentren en la lectura de esta obra tendrán, a nuestro juicio, un primer acceso a un episodio sobresaliente de la historia del pensamiento europeo. Esta y no otra es la intención del libro y de cada uno de sus capítulos: permitir una aproximación e introducción al pensamiento y la obra de algunos momentos estelares, por decirlo de nuevo con Zweig. Gracias a la magnífica labor de quienes colaboran en este libro, se ha procurado, por ello, dar cuenta y razón de sus diversas tendencias y direcciones: la fenomenología, la sociología y la antropología filosófica, el psicoanálisis, el neokantismo, el llamado marxismo occidental, el pensamiento jurídico-político y la filosofía política, así como un tipo de filosofía que, por su fuerte componente religioso, quizá deba considerarse judía —o acaso judeocristiana, a pesar de las dificultades que entraña este término— en sentido estricto. En efecto, una de las cuestiones problematizadas de manera implícita o explícita a lo largo de este volumen es la de la vinculación de sus protagonistas, y sus respectivos sistemas de pensamiento, con el judaísmo, es decir, tanto con el pueblo judío como con la religión judía. Entre los autores estudiados en la presente obra, dicho vínculo se da de forma manifiesta tan solo en Rosenzweig y Levinas; de manera negativa o, en todo caso, muy problemática, por otro lado, en Weil, quien, a pesar de no ser bautizada más que poco antes de morir, es considerada en general una filósofa mística cristiana. En los restantes nueve pensadores judíos aquí tratados, con la excepción quizá del Freud autor de El hombre Moisés y la religión monoteísta, su condición judía fue un hecho de escasa o nula relevancia, cuando no insignificante por completo. Ni rastro de judaísmo, tanto en sentido étnico como religioso, cabe encontrar de hecho en la fenomenología de Husserl, ni en su diagnóstico de la crisis de las ciencias europeas; como tampoco en los análisis de Plessner acerca del retraso nacional de los pueblos germánicos, ni en el Cassirer del Mito del Estado, o en el heterodoxo marxismo de Horkheimer y Adorno —aunque sí hay
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desde luego rastros de judaísmo en Benjamin, heredados con toda probabilidad de Scholem y Rosenzweig—, menos si cabe en el pensamiento jurídico de Neumann o en la filosofía de Arendt. ¿Por qué incluirlos entonces en este volumen colectivo? ¿Acaso podemos emplear el sintagma «pensamiento judío» para referirnos a propuestas filosóficas que por su método y por su objeto difícilmente pueden ser calificadas de judías? Influido por su tradicional y ortodoxa relación con la sinagoga, pero también por el nuevo pensamiento rosenzweiguiano, la filosofía de Levinas, como la del propio Rosenzweig, puede ser subsumida sin ninguna dificultad bajo la categoría en cuestión. El origen lituano de Levinas explica, por otra parte, su tradicionalismo, si paramos mientes en el hecho de que, a diferencia de lo ocurrido en Francia y Alemania, los judíos de la Europa oriental nunca conocieron la ilustración, como tampoco la emancipación. Weil, por su parte, desde su peculiar fe cristiana solo de forma figurada puede encajar bajo dicho rótulo. Más complejo es el problema, es decir, la cuestión judía en la Europa de habla alemana, lugar de nacimiento del resto de autores judíos tratados en este libro. Los judíos alemanes se encontraron en una situación intermedia muy escurridiza, a diferencia de sus congéneres y contemporáneos en la Francia republicana o en la Rusia zarista. Por un lado, en Francia la emancipación política había impulsado la asimilación cultural de los judíos ya desde la Revolución y especialmente durante la Tercera República francesa, fundada en 1870 y liquidada en 1940 por el Régimen de Vichy, tras la invasión de Francia por parte de las tropas del Tercer Reich. En su gran mayoría, los intelectuales franceses de origen judío contribuyeron a la disolución de la cultura judía en favor de su identificación con los valores y las instituciones de la República, bien fueran estas académicas y científicas, como muestran los casos de Durkheim o de Aron, bien fueran políticas, como prueba por ejemplo un Léon Blum Presidente del Gobierno en la segunda mitad de los años treinta. Por otro lado, en la Rusia zarista la inexistente emancipación política de los judíos y la presencia masiva de un antisemitismo inveterado hizo que los judíos «orientales» se refugiaran en la preservación de la cultura propia, especialmente en lo concerniente a la lengua yidis, la tradición y los aspectos étnicos. Mientras los judíos franceses pudieron recurrir al lenguaje de la «ciudadanía» del republicanismo francés para ser considerados «franceses» siempre que confinaran su «judeidad» al ámbito privado, los judíos orientales, por su parte, sabedores de que jamás llegarían a ser considerados rusos de pleno derecho, se ampararon en su especificidad étnico-cultural. Ubicados entre estos dos modelos, los judíos de la Europa de habla alemana fueron en gran parte asimilados en asuntos relativos a la cultura, llegando a constituir en ocasiones los herederos, gestores y productores más eminentes de algunas de sus parcelas, pero siguieron siendo vistos como extranjeros por una parte nada desdeñable de la población germana, encontrando enormes dificultades para acceder a cargos públicos y funcionariales. Esta combinación de asimilación cultural y exclusión política, tal como la expone Enzo Traverso en El final de la modernidad judía, resulta crucial para comprender lo que ha sido denominado «cultura judeoalemana», así como el
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pensamiento de los autores abordados en este libro, nacidos todos ellos en los últimos años del siglo XIX o principios del XX. Si, además, tomamos en consideración la tan banal como ingente propaganda antisemita, un fenómeno especialmente vigoroso durante la República de Weimar y que en el seno del judaísmo condujo a la separación de las corrientes asimilacionista o liberal, por un lado, y sionista, por el otro —sin olvidar posiciones algo más complejas, como la de Rosenzweig—, resulta complicado dejar de pensar que la «judeidad» de estos alemanes judíos permaneció como un resto inasumible para esa Europa de habla alemana. Conocemos el desgraciado rumbo que tomó la situación a partir de 1933, hasta la adopción de la «Endlösung der Judenfrage», en 1942, durante la Conferencia de Wannsee. Los pensadores judíos alemanes que centran en buena medida la atención de este libro fueron y no fueron tanto lo uno («judíos») como lo otro («alemanes») hasta la toma del poder por parte de Hitler, la penosa instauración de las leyes raciales en la Alemania nacionalsocialista y la posterior expansión hacia el resto de Europa. Desde entonces, dejaron ipso facto de ser alemanes y se convirtieron en perseguidos en razón tanto de motivos políticos, al menos en algunos casos, como ante todo por motivos étnicobiológicos en los que es muy probable que ni siquiera hubiesen reparado hasta aquellos años. Antes o después, todos se vieron abocados a la huida y lo cierto es que pudieron hacerlo con éxito, salvo el malhadado Benjamin. Mientras, Weil, que ya había luchado contra el fascismo en España, colaboró con la resistencia contra el nacionalsocialismo desde Inglaterra, si bien perdió la vida muy pronto como consecuencia de una tuberculosis. Levinas, por su parte, fue hecho cautivo en un campo de concentración cercano a la ciudad de Hannover. La condición judía de los intelectuales judíos de habla alemana del siglo XX cuyo pensamiento nada tuvo que ver con su pertenencia al Judentum ni con la fe mosaica fue, en definitiva, de naturaleza sobrevenida. Sin embargo, dadas las que fueron sus trayectorias vitales e intelectuales, así como la importancia que tuvo para ellas la circunstancia, aun imprevista por ellos mismos, de su «judeidad», consideramos que, con todos los matices que hemos tratado de presentar, pueden ser considerados pensadores judíos del siglo XX. Asimismo, incluirlos bajo ese rótulo contribuye a no olvidar lo que no debe ser olvidado, a que no pase un pasado que no debe pasar: a mantener en la memoria el hecho de que las catástrofes del siglo XX (la de Europa y la Shoah) se llevaron por delante la vida de millones de seres humanos y quebraron una cultura y unas formas de pensamiento que en gran parte se desplazaron con el exilio, modificándose, desde la Europa de habla germana hacia los Estados Unidos de América. Se trata de la historia de una pérdida incalculable, de una catástrofe para nuestra historia intelectual.
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CRISIS DE LA RAZÓN
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1. Husserl: La crisis de las ciencias europeas y la quiebra de la vida racional* Jesús M. Díaz Álvarez
A Moncho Fraga, benquerido amigo sempre na lembranza
1. A modo de introducción. Husserl y la razón práctica La recepción de un pensador, el encasillarlo preferentemente en un ámbito u otro de la filosofía, no digamos ya su actualidad o inactualidad, son de esas cosas que, a pesar de las múltiples racionalizaciones y reconstrucciones históricas que podamos hacer de ellas, siempre están rodeadas de un cierto punto ciego que pertenece al azar o al misterio. La caprichosa Diosa Fortuna juega buenas y malas pasadas. En el caso de Husserl, no obstante el respeto venerador que el gremio filosófico otorga a uno de esos autores tenidos por difíciles e influyentes, creo que la Diosa no ha sido del todo generosa. Y su cicatería general se ha mostrado, sobre todo, en lo que respecta a la atención que el padre de la fenomenología merece como filósofo de la historia, de la cultura, de la moral o la política, en suma, como pensador de eso que mayoritariamente desde Kant denominamos razón práctica. No niego que Husserl viva ahora, incluso en este terreno, un mejor momento que hace tan solo diez años, pero todavía son muy escasos los manuales al uso de esas materias que lo tratan, si es que lo hacen, en pie de igualdad con otros. La razón estriba en que, a pesar de tales avances, las versiones generales todavía predominantes que suelen darse de su filosofía por parte de aquellos que no se dedican con cierto detenimiento a su obra, o no son especialistas en ella, siguen afirmando mayoritariamente que no hay nada más extraño que querer relacionar a Husserl con un ámbito semejante. El pensador de obras tan abstrusas como las Investigaciones lógicas, las Ideas para una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica, las Meditaciones cartesianas o, incluso, La crisis de las ciencias europeas; el filósofo que hablaba de la fundamentación de la lógica y las matemáticas, de la epojé, la reducción o las esencias puras; que nos instaba a poner entre paréntesis el mundo y todas las entidades a él referidas, y a comportarnos como espectadores desinteresados, no podía tener sensibilidad para hablar de la historia, la moral, la política o la cultura y su crisis. De Husserl podría afirmarse, según esta opinión, lo mismo que Rorty dijo de Derrida en el turno de preguntas posterior a una conferencia pronunciada en el Instituto de Filosofía
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del Consejo Superior de Investigaciones Científicas de Madrid a la que tuve la suerte de asistir. Al ser interrogado sobre la deriva ética del pensamiento derridiano, Rorty, restándole relevancia, ironizó: «Derrida no fue hecho para esas cosas». Algo parecido es lo que debió pensar Ortega y Gasset allá por el año 1941 cuando sostuvo, con pleno convencimiento y grandes dosis de «audacia interpretativa», que la primera parte de La crisis de las ciencias europeas, que versa sobre el problema de la quiebra de la racionalidad, sobre la crisis de sentido en la que está sumida la cultura europea, no había sido redactada por el propio Husserl, sino por su excepcionalmente dotado ayudante Eugen Fink. Y lo curioso y más interesante del asunto es que sobre la base de semejante cambio del sujeto redactor, Ortega insinuaba que la autoría no era del propio Husserl. Reconoce, es verdad, que el texto habría podido ser acordado en conversaciones con aquel y aprovechando ideas de sus manuscritos, pero el estilo verbal y los propios temas desarrollados nos indicarían, sin el menor asomo de duda, la mano de Fink. Tanto es así, tan ajeno a Husserl le parecía un escrito que desarrollaba asuntos relacionados con el sentido de la existencia y la dimensión práctica de la filosofía, que Ortega terminaba su argumentación señalando lo siguiente: «No solo es ese estilo distinto formalmente del de Husserl, sino que en él la fenomenología salta a lo que nunca pudo salir de ella».1 Ahora bien, que Ortega hubiera hecho estas consideraciones a principios de los años cuarenta es comprensible, dada la escasez de textos de Husserl y la naturaleza de estos. Lo que ya no parece resultar tan entendible, a estas alturas de la publicación de sus obras completas, es que el tópico se siga repitiendo sin más. A todo aquel que hoy se moleste en mirar con un cierto detenimiento esos volúmenes se le hace evidente que el padre de la fenomenología no solo no ha producido una filosofía puramente cognitiva o centrada en la razón teórica —si es que algo semejante es posible—, sino que sus intereses fundamentales, aquellos que lo han motivado a la, con frecuencia, penosa tarea de filosofar, como, por otra parte, los que han movido generalmente a todo verdadero pensador —ya sea Platón o Aristóteles, Kant, Nietzsche, Wittgenstein o el propio Ortega —, no han sido otros que los vinculados a la praxis, a la razón práctica, entendida la expresión en un sentido amplio. Sentado esto, en las siguientes páginas voy a tratar de hacerme cargo de algunos aspectos relevantes de esa intención profunda de la fenomenología, de ese aliento práctico y vital que la recorre y le da su razón de ser. Y a pesar de que tal cosa puede apreciarse a lo largo de toda la trayectoria de Husserl, nada mejor que La crisis de las ciencias europeas para contemplarla en toda su potencia, riqueza y esplendor. Potencia, riqueza y esplendor motivados, quizá, porque en la época de su redacción y composición —con el nazismo ya instalado en el poder a pleno rendimiento—, la crisis de la racionalidad, igual que ya sucediera durante la Primera Guerra Mundial, mostraba su cara más cruda y desgarradora.2 En medio de la zozobra y la violencia, Husserl reivindicará la nueva lectura de la racionalidad operada por su fenomenología como salvación ante la crisis y encarnación de un proyecto para una mejor vida personal y comunitaria. Muchos son los lugares de La crisis en los que está presente esta idea, pero quizá sea
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en su primera parte, en esas escasas diecisiete primeras páginas que leyó Ortega atentamente y que llevan por título «La crisis de las ciencias como expresión de la radical crisis vital de la humanidad europea», donde aparece con mayor contundencia y belleza el corazón práctico de su pensamiento. A ellas me ceñiré fundamentalmente en este ensayo, aunque no solo. Voy a dividir el trabajo en cuatro partes más una coda. En la primera expondré muy brevemente el contexto sociopolítico en el que se escribe la obra, dominado ya por la violencia y la barbarie nazis. En la segunda se aborda el peculiar sentido en el que Husserl habla de crisis de las ciencias. En la tercera se desentrañarán las causas de tal crisis. En la cuarta se mostrará la propuesta husserliana para salir de semejante situación. Y en la quinta, una coda escrita muy al vuelo, diré algunas cosas tentativas y más bien incitadoras sobre Husserl y el judaísmo.
2. El contexto sociopolítico de La crisis de las ciencias europeas Durante el período de entreguerras el problema de la crisis de Europa hizo correr ríos de tinta. Muchos intelectuales, que aglutinaban las más diversas corrientes ideológicas, estaban convencidos de que el viejo continente se enfrentaba a una quiebra no meramente política, sino civilizatoria. La Revolución de Octubre, la gran tragedia que había supuesto la Primera Guerra Mundial, así como el nada halagüeño presente de la posguerra, marcado por la inestabilidad política, económica y social, parecían confirmar la gravedad del asunto y lo acertado del diagnóstico. En Alemania, la situación de bancarrota se vivía con mayor radicalidad que en ninguna otra nación. Muchas de sus más eminentes personalidades culturales estaban sumidas en una profunda confusión y perplejidad. El caso de Husserl resulta, a este respecto, paradigmático. El fundador de la fenomenología hablará durante este período del «terrible desmoronamiento». Y es que los acontecimientos que siguieron a la derrota de Alemania no hicieron más que aumentar la conciencia de crisis que ya se había manifestado ampliamente durante el conflicto y aun con anterioridad. La República de Weimar, incapaz de controlar y estabilizar la situación del país, no logró impedir el acceso al poder de los nacionalsocialistas. En enero de 1933, Hitler es nombrado canciller, en marzo disuelve definitivamente el Parlamento e inicia el período dictatorial del Tercer Reich, uno de cuyos puntos fundamentales de preocupación será la solución de lo que los nazis llamaron la «cuestión judía».3 En este contexto de quiebra social y cultural, de triunfo de la barbarie y la violencia, que entroniza la razón de la fuerza en vez de la fuerza de la razón, es en el que hay que leer La crisis de las ciencias europeas, en particular, esa primera parte que, de un modo gráfico y acertado, se ha rotulado como el «testamento político de Husserl».4 Se efectúa allí una defensa apasionada de la racionalidad, de la actitud teórica, en suma, de la cultura europea en cuanto proyecto de convivencia humana. Frente a ella se situará lo que Husserl denominó formas degeneradas de la razón. Estas, en cuanto
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visiones unilaterales de la racionalidad, acaban por destruir la propia razón y la cultura conformada en torno suyo, conduciendo, así, paradójicamente, a las más altas cotas de alienación y deshumanización de un modo sumamente «racional». Desde este marco reflexivo, no es una exageración decir, más allá de la literalidad del propio Husserl, que tal «racionalidad destructiva» sería llevada hasta sus grados más altos de perfección en la lógica inherente a los campos de concentración nazis. Como muy elocuentemente ha apuntado el erudito italiano Eugenio Garin: Resulta ejemplar el citado caso de la batalla de Husserl contra la alienación «cientificista» y la deshumanización tecnológica, y la resonancia que tuvieron sus palabras en Viena y Praga en el 35, cuando las «Leyes de Núremberg» sancionaban las discriminaciones raciales, y en vísperas del Anschluss. La palabra del viejo filósofo resonó en aquel momento como una defensa del hombre frente a la «racionalidad» nazi, cuyo uso de la ciencia y de la técnica llegaría a los campos de exterminio «científico» y prepararía la guerra nuclear.5 A la luz de lo dicho, creo que se hace evidente el trasfondo eminentemente ético-político de las reflexiones husserlianas de esta época. Si no se repara en tal cosa, corremos el riesgo de malinterpretar este texto genial, quedándonos solo con motivos aislados de mayor o menor relevancia que, sin embargo, pierden toda su fuerza y su significado al no ser vistos desde esta perspectiva. Con La crisis estamos, en definitiva, ante la mostración, por parte de Husserl, de lo que en otro lugar he llamado «la función práctica de la fenomenología».6 Función práctica que, como ya señalé líneas atrás, queda emblemáticamente recogida en esas diecisiete páginas iniciales que componen su primera parte y de las que paso a ocuparme a continuación.
3. ¿Crisis de las ciencias? En el parágrafo primero, comienza Husserl su gran obra de madurez preguntándose si es pertinente hablar de una crisis de las ciencias teniendo en cuenta los últimos éxitos alcanzados por estas tanto en el plano teórico como en el práctico. Y es que cuando usualmente nos referimos a que una ciencia está en crisis queremos decir que su cientificidad se ha tornado problemática o, lo que es lo mismo, que internamente, en su método y, correlativamente, en la obtención de resultados, hay dificultades. Sin embargo, estamos lejos de poder achacar una cosa semejante, no ya a las ciencias físicomatemáticas, sino también a las del espíritu. Tenemos, pues, que para el fundador de la fenomenología las ciencias, en sus dos variantes y desde el punto de vista de su propia cientificidad, no están en crisis. Pero, dirá Husserl: Quizá desde otra perspectiva, o sea, partiendo de las quejas generales sobre la crisis de
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nuestra cultura y del papel aquí atribuido a las ciencias, se nos manifiesten los motivos para someter el carácter científico de todas las ciencias a una seria y muy necesaria crítica, sin renunciar por eso al sentido primero de su cientificidad, inatacable en la legitimidad de sus resultados metódicos.7 Para ver esta otra perspectiva es necesario remontarse a la cosmovisión reinante en Europa durante la segunda mitad del siglo XIX. En ella imperaban hegemónicamente las ciencias positivas, para las que no existe otra cosa que los hechos y las relaciones causales entre ellos. Esta manera de ver el mundo supuso para el padre de la fenomenología un alejamiento de aquellas preguntas últimas que son decisivas para una verdadera humanidad, de aquellas preguntas relativas al sentido o sinsentido y que son las que se hacen más apremiantes en tiempos difíciles. El porqué lo expresa Husserl magistralmente en una frase que resume toda su obra: «Ciencias de meros hechos hacen hombres de meros hechos»;8 es decir, si los humanos, en virtud del dominio de las ciencias positivas, no creen que en el mundo haya otra cosa que hechos, ellos mismos no pueden ser más que «meros hechos». Pero el considerar a los seres humanos como meros hechos conduce a la eliminación de la esfera racional-normativa en su sentido fuerte, la cual es la responsable última del significado que damos a nuestras acciones. Veámoslo. La verdad científico-positiva, caracterizada por su objetividad, es básicamente comprobación de lo que el mundo es, es decir, verificación de hechos mundanos. Desde esta perspectiva, el humano, en tanto que pertenece al mundo, es también un hecho y como tal debe ser tratado si queremos realizar un estudio riguroso y científico acerca de él. Pero las implicaciones que se derivan de considerar al humano como un hecho se manifiestan en toda su contundencia si echamos una breve ojeada a lo que esto supone en las ciencias del espíritu o ciencias humanas. Y lo que supone es «que el investigador excluya cuidadosamente toda toma de posición valorativa, todo preguntar por la razón y sinrazón de la humanidad y de sus formas culturales».9 Desde una óptica positivista estábamos abocados a ello. Si el humano es un hecho y solamente un hecho, eliminamos de él cualquier posibilidad de enfocarlo como un ser racional detentador de principios inviolables, universales y necesarios, que es capaz de dar razón de sí mismo y de su proyecto vital, porque pertenece a la propia esencia del hecho de ser contingente poder ser de otra manera y, por lo tanto, no tener en sí mismo su razón. Expresado de otra forma, a juicio de Husserl, cuando hablamos puramente de hechos, la racionalidad en cuanto tal —como legalidad fundante y justificadora— termina por esfumarse. En la pura cientificidad fáctica, y aun en la vinculada a aquellas ciencias, las del espíritu, cuyo punto de referencia es el ser humano, no tienen cabida preguntas por la razón o sinrazón de la humanidad, por el sentido y el sinsentido de la existencia. Como señala el autor de La crisis: Todas estas preguntas «metafísicas», tomadas ampliamente —llamadas por lo general cuestiones específicamente filosóficas—, sobrepasan el mundo como universo de meros hechos. Lo sobrepasan justamente como preguntas que plantean la idea de razón. Y todas exigen una dignidad superior frente a las preguntas de hecho, que
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también les están subordinadas en el orden de las preguntas.10 Pero si esto es así, las ciencias, con todo su elenco de conocimientos práctico-técnicos, no tienen, en última instancia, nada que decir a los humanos sobre cómo han de entenderse a sí mismos o sobre cómo deben orientar su vida. En la comprensión husserliana, desde la óptica positivista, las ciencias han perdido, por lo tanto, su significado para el ser humano. Es aquí donde se puede hablar con toda legitimidad de crisis de las ciencias, teniendo en cuenta el papel rector que ellas habían venido jugando desde la Modernidad y, muy particularmente, en la cosmovisión triunfante en el siglo XIX. Sin embargo, no siempre las cuestiones específicamente humanas, aquellas que afectan a la racionalidad, estuvieron proscritas de las ciencias, no siempre entendieron estas su exigencia de verdad rigurosamente fundada como pura objetividad fáctica. Cuando ello no sucedía, «la ciencia pudo todavía reivindicar una significación para la humanidad europea, que desde el Renacimiento venía plasmándose totalmente de nuevo, y aún, como sabemos, pudo reclamar el papel rector para la nueva configuración».11 El Renacimiento, como es frecuentemente reconocido, supuso, según la narración husserliana, un cambio revolucionario con respecto al orden medieval. Mirando de nuevo a la Grecia clásica, intentó reproducir aquella manera filosófica de vivir, aquella cultura filosófica consistente en despojarse de las ataduras del mito y la tradición y en llevar, correlativamente, una existencia conforme a la theoría. Se trataba, después del paréntesis medieval, de reconvertirse a la filosofía y de conformar el mundo humano desde una razón libre. ¿Y qué papel desempeñaban aquí las ciencias? El mismo que asumían en la Antigüedad clásica. En el Renacimiento, y aún en los primeros siglos de la época moderna, las ciencias se concebían como ramas dependientes de una única filosofía, de una ciencia omnicomprensiva que abarcaba la totalidad de lo que es y de la que aquellas recibían su sentido. El sistema cartesiano fue el paradigma por excelencia de este modo de entender la filosofía y la ciencia, pretendiendo con ello edificar un saber que acumulase progresivamente un conjunto de verdades definitivas que, creciendo infinitamente, solventasen los problemas humanos en todos los órdenes. Este intento de un saber totalizador permaneció como una seña de identidad para toda la nueva etapa filosófica que ahora se inauguraba: En una ampliación audaz y aun exagerada del sentido de la universalidad, que comienza ya con Descartes, esta nueva filosofía pretende nada menos que abrazar, en una forma rigurosamente científica y en la unidad de un sistema teórico, absolutamente todas las preguntas significativas, por medio de un método apodícticamente evidente, y en un progreso infinito pero racionalmente ordenado de la investigación. Un edificio único de verdades definitivas y teóricamente trabadas, creciendo hacia el infinito, de generación en generación, debía pues responder a todos los problemas imaginables: problemas de hecho y problemas de razón, problemas de la temporalidad y de la eternidad.12
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Tenemos, pues, que tanto en Grecia como en los albores de la Modernidad, filosofía y ciencia formaban un todo orgánico presidido por un mismo ideal de sentido. Las ciencias, en cuanto ramas de la filosofía, tenían, valga la redundancia, un sentido filosófico y no eran ajenas a los problemas de la razón. Ambas sustentaban conjuntamente la pretensión de una cultura filosófica. Según cuenta Husserl, todavía en el siglo XVIII se mantuvo esta idea unitaria de la filosofía y la ciencia. Se confiaba aún en la relación de todo saber con una idea totalizadora de racionalidad que bajo el nombre de filosofía iluminaría todas las oscuridades que amenazaban e intimidaban a los humanos. Sin embargo, la razón moderna no pudo mantener la fe en ese ideal de una filosofía universal y, por consiguiente, en el alcance de su nuevo método. Este operaba éxitos indudables en las ciencias particulares, pero en la metafísica, es decir, en lo concerniente a los problemas verdaderamente filosóficos, aunque en principio no faltaron comienzos prometedores, el fracaso fue estrepitoso. Como consecuencia, esa filosofía primera, totalizadora y fundante que hacía que los asuntos metafísicos permanecieran ligados también a las ciencias, se volvió un problema para sí misma y comenzó un cuestionamiento interno sobre sus posibilidades, sobre su capacidad para abordar los temas vinculados a la propia razón. En cuanto a las ciencias positivas, se mantenían inatacables en sus resultados, pero las sospechas sobre las posibilidades de la metafísica no podían dejar de afectarlas en un aspecto de vital importancia. En efecto, vimos hace un momento cómo el ideal de filosofía universal, fundado en Grecia y refundado en el Renacimiento, implicaba la unidad de la filosofía y las ciencias. Estas, en cuanto ramas de aquella, recibían su sentido de la filosofía concebida como ciencia primera. Eso hacía que las ciencias tuvieran todavía sentido para el humano, que no fueran ajenas a los problemas metafísicos. Pero si ahora comprobamos que la instancia que les confería su significado ha entrado en crisis, es evidente que las ciencias van a estar aquejadas igualmente de una crisis que, es cierto, no afecta a sus resultados, pero quebranta totalmente el significado profundo de su verdad, que no es otro que su significado filosófico. En este sentido, podemos concluir que la crisis que afecta a las ciencias no es algo distinto de la crisis que afecta a la filosofía y a su ideal de vida según la razón, tan espléndidamente mostrado en los anhelos de la Ilustración. Haciendo un breve balance de lo obtenido hasta este momento tenemos que, por un lado, las ciencias padecen, según Husserl, una crisis de sentido o, lo que es lo mismo, no tienen nada que decir a los humanos sobre los problemas que más les importan. Esa crisis se debe a que, por lo menos a partir de la segunda mitad del siglo XIX, la cosmovisión dominante fue el positivismo, que basaba toda su fuerza en los argumentos fácticos, rechazando como carentes de sentido los de cualquier otra naturaleza. Las ciencias, ejes de esta cosmovisión, eran aquí meras ciencias de hechos, lo que las imposibilitaba para ir más allá de estos hacia los problemas vinculados a la razón, los específicamente humanos. De ahí ese no poder dar respuestas, esa carencia de sentido para los asuntos verdaderamente cruciales. Las ciencias de hechos, en suma, nos
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convertían en meros facta, negándonos aquello que desde el punto de vista husserliano nos sitúa por encima de las meras cosas y la pura animalidad: la racionalidad. Sabemos, por otra parte, que no siempre las ciencias carecieron de tal sentido, es decir, no siempre fueron meras ciencias de puros hechos en las que las preguntas por la razón no tenían cabida. Eso ocurría cuando tenían un sentido filosófico, cuando no había escisión entre ciencia y filosofía y aquellas eran contempladas como ramas del tronco filosófico. La fundación originaria de la filosofía, allá en la Grecia de los siglos VI y V a.C., y su refundación, llevada a cabo en los inicios de la Modernidad (Renacimiento), son un claro exponente de este sentido filosófico de las ciencias. Sin embargo, pudimos observar a su vez que, aunque en el siglo XVIII se mantuvo la fe en un saber unitario, esa fe terminó por quebrarse, entrando la filosofía en una profunda crisis que fue también la de las ciencias, en tanto que su significado dependía de aquella. La evolución posterior llevó a que las ciencias, abandonadas a su propia suerte, se transformasen en meras ciencias de hechos y negasen legitimidad a cualquier otro tipo de manifestación de la razón. Con ello estamos de nuevo al principio de este balance, en el siglo XIX y en la cosmovisión positivista. Como conclusión, podemos decir, por lo tanto, que es la quiebra de la propia filosofía, de esa idea de filosofía totalizadora, universal y primera la que conduce a la cosmovisión positivista, a las ciencias de hechos del siglo XIX y a la crisis de sentido que le es aneja. No sabemos, sin embargo, por qué se produce la crisis de la filosofía, qué hace entrar en descomposición su ideal de un saber unificado y totalizador basado en la razón. Dedico la siguiente parte del ensayo a explicar someramente la posición husserliana a este respecto.
4. La crisis de la filosofía. Los males de una razón naturalizada Líneas atrás señalé que el nuevo método de la filosofía moderna operaba avances indudables en las ciencias particulares, pero en la metafísica —designación de aquello que representaban las preguntas filosóficas por excelencia—, después de unos inicios prometedores, el fracaso fue estrepitoso, siendo a partir de aquí cuando decae la confianza en una filosofía universal. Y de ahí podemos extraer una importante conclusión: a juicio de Husserl, fue el propio método filosófico, la propia filosofía en su reconfiguración moderna la que propició, por una parte, un despegue, un crecimiento sin parangón de las ciencias. Por otra parte, sin embargo, esa misma filosofía y ese método serán también los que favorezcan paradójicamente el estancamiento y posterior disolución de la misma filosofía como saber fundante. Expresado de otra manera: la crisis e impotencia de la filosofía, y su correlato en las ciencias, se produjo por algo que anidaba en la propia filosofía, en su propio método racional. Es decir, la propia razón, tal y como fue desarrollada en la Modernidad, llevaba en sí misma el germen de su destrucción. Pero ¿cuál es ese germen? Voy a adelantar la solución y entrar luego en algunos detalles. El germen es el objetivismo que se configura en los diversos tipos de
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naturalismo, de naturalización de la conciencia o de la razón. La razón moderna —y no solo la moderna, la antigua también, por lo menos en sus comienzos y manifestaciones iniciales— fue una razón, al decir de Husserl, «ingenuamente objetivista». Ello explica por qué generó un éxito tan enorme en las ciencias y, a la par, la bancarrota de sí misma en cuanto razón. Como razón trascendía los hechos; como razón objetivista no podía salir de ellos. Pero veamos esto de un modo más pausado. Para ello me voy a salir momentáneamente del marco de la primera parte de La crisis y acercarme a algunas páginas especialmente clarificadoras de la Conferencia de Viena. Volvemos con ellas a Grecia, donde aparece por primera vez esta razón cosificada, y al humano prefilosófico que se caracterizaba por estar vuelto hacia el mundo en todos sus actos y preocupaciones. Para este humano su esfera de vida y de actuación era el mundo circundante, un mundo particular como cualquier otro, con sus dioses, sus costumbres y tradiciones. Pues bien, la actitud teórica que inicia la filosofía, la grandeza de los griegos, arranca precisamente de la percepción de que no todas las concepciones del mundo, incluida la suya propia, pueden ser simultáneamente verdad, de que debe haber algo así como un mundo uno verdadero y transcultural, objetivamente describible, frente sus múltiples, y muchas veces enfrentadas, representaciones. En palabras del propio Husserl: La filosofía ve en el mundo el universo de lo existente, y el mundo se convierte en el mundo objetivo frente a las representaciones del mundo, que cambia según la nacionalidad y los sujetos individuales; la verdad se convierte, pues, en verdad objetiva. Así comienza la filosofía como cosmología, dirigida primeramente, como es obvio, en su interés teórico, a la naturaleza corpórea porque precisamente todo lo dado espacio-temporalmente tiene, de todos modos, por lo menos en su base, la fórmula existencial de lo corpóreo.13 Dentro de este marco, muy pronto se da en la filosofía griega un acontecimiento de enorme trascendencia: la superación de la finitud de la naturaleza gracias al descubrimiento, operado por las matemáticas, de la infinitud del mundo ideal que se eleva por encima de las limitaciones del mundo físico-corporal. Es decir, el mundo, la naturaleza se objetiva matemáticamente y esto se convertirá para todos los tiempos posteriores en el norte de las ciencias. La repercusión de semejante «éxito embriagador» en la esfera del espíritu no se hizo esperar. Todo lo espiritual-racional apareció como un trasunto de la corporeidad física, por lo que fue muy sencillo trasponerle el modo de pensar científico-natural. Así, en esta mirada inicial efectuada por la filosofía griega, el humano apareció también como una realidad meramente material y corporal, y su vida psíquica, aquella que para Husserl lo define y en cuyo centro se sitúa la capacidad racional, fue caracterizada igualmente de forma psicofísica. En suma, todo, incluido el ser humano, devenía naturaleza objetiva. Todo quedaba homogeneizado como un universo dividido en objetos particulares, completamente iguales entre sí, que se determinan causalmente los unos a los otros. A
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juicio de Husserl, Demócrito fue el primero en dar expresión filosófica a este materialismo determinista. Una vez establecidos los inicios de la razón cosificada, demos un salto a la llamada época moderna y veremos un panorama bastante similar al contemplado hace unos momentos. En la Modernidad las ciencias físico-matemáticas se encuentran en pleno apogeo. Su método parece conducirlas de éxito en éxito, y en un progreso continuo, por el recto camino de la razón. En este contexto, la filosofía acoge con vivo entusiasmo la tarea infinita de un conocimiento matemático de lo ente, el único que se había revelado seguro. En la naturaleza, la razón había mostrado ya su poder y si, como dijo Descartes, «así como el sol es el único sol que ilumina y calienta todas las cosas, así también la razón es la única razón», entonces el método científico-natural debía descubrir, a su vez, los secretos del espíritu. Esto suponía, sin embargo, su objetivación, su naturalización, o como dije al hablar de este fenómeno en Grecia, la sobreposición de lo espiritual a la corporeidad física. En la Modernidad, se piensa, en definitiva, que el espíritu tiene una existencia real, objetiva en el mundo, en tanto que está asentada y basada en lo corpóreo. A juicio de Husserl, fue precisamente este enfoque naturalista de la razón el que la incapacitó para dar cuenta de la vida racional, es decir, de la vida del espíritu. El porqué ya lo sabemos: hechos (lo propio de las ciencias) y razón (lo propio del espíritu) no están en el mismo plano; desde los meros hechos no puede darse cuenta de la dimensión normativo-racional del ser humano. Según la perspectiva husserliana, con la Modernidad asistimos, por lo tanto, al nacimiento de una racionalidad que, si bien en sus comienzos pretendió llevar a cabo el ideal de una filosofía universal capaz de realizar de una vez por todas el sueño griego de una cultura racional, su posterior desarrollo la condujo a la disolución de ese mismo ideal arrastrando a toda la cultura europea a una crisis de gravísimas consecuencias, porque: El escepticismo con respecto a la posibilidad de una metafísica, el desmoronamiento de la fe en una filosofía universal como conductora del hombre nuevo, significa precisamente el derrumbe de la fe en la «razón», entendida como la episteme que los antiguos oponían a la doxa. Ella es la que últimamente da sentido a todo lo que supuestamente es, a todas las cosas, valores, fines, o sea, lo que les da su relación normativa con aquello que desde los comienzos de la filosofía designa la palabra «verdad» —verdad en sí— y correlativamente el término «ser». Con ello cae también la fe en una razón «absoluta», de la que el mundo deriva su sentido, la fe en el sentido de la historia, en el sentido de la humanidad, en su libertad, es decir, en la capacidad y posibilidad del hombre de conferir a su existencia humana, individual y general un sentido racional.14 Y es que la disolución de la racionalidad a manos del positivismo no es un problema que se quede encerrado sin más en los contornos de la epistemología y de la ontología. A este respecto conviene volver a recordar que cuando Husserl habla de epistemología u ontología a partir de la Primera Guerra Mundial, y más todavía en 1934 y 1935, el marco
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referencial en el que estos problemas se sitúan es Europa como cultura filosófica, como único proyecto de vida racional por medio del que es posible alcanzar una humanidad auténtica en tiempos sombríos o de zozobra. En ese contexto, las implicaciones prácticas de la ontología y la epistemología, que el pensador alemán comenzó a percibir muy tempranamente,15 son totalmente explícitas; de ahí que la quiebra de la razón sea ahora no solamente un problema teórico que afecta a una serie de disciplinas, sino también, y principalmente, un problema práctico de enorme magnitud en el que el humano y la sociedad se juegan su destino. Fue justamente esto lo que manifiesta de un modo contundente la crisis de las ciencias. Tal crisis muestra, en la óptica husserliana, la incapacidad de una cultura, dominada por un espíritu cientificista, para abordar aquellos problemas últimos verdaderamente importantes para el ser humano. Y ello ocurre no por casualidad, pues la cosmovisión positivista inaugurada en el siglo XIX, y que se propaga en los inicios del XX, es la expresión última y más depurada de la racionalidad objetivista que toma cuerpo en la Modernidad.16
5. La salida de la crisis. La recuperación de la filosofía como racionalidad universal Al hilo de las reflexiones que hemos venido efectuando, tenemos que: 1. La crisis de las ciencias es una crisis de su capacidad para dar sentido y como tal un trasunto de la bancarrota en la que está sumida la humanidad. 2. Esa crisis es fruto de una quiebra de la filosofía moderna y de su consiguiente fe en la razón. 3. Semejante quiebra se debe a que la propia forma evolutiva que tomó la ratio en la Modernidad la convirtió en una razón «ingenuamente objetivista», en una razón cosificada. Estos conocimientos nos proporcionan una radiografía de la crisis que padece Europa y un diagnóstico de esta. Pero falta todavía, siguiendo la metáfora clínica no pocas veces empleada por Husserl, un tratamiento que posibilite la curación, la salida de la crisis. Aquí la fenomenología vuelve a hacer una apuesta por la razón. El único modo de solucionar la crisis es restaurar la fe en la racionalidad, resucitar de nuevo el ideal de Europa como cultura filosófica, aquel que un día naciera en Grecia y que fue recuperado por la Modernidad con la intención de llevar a la humanidad a su verdadera plenitud. Sin embargo, una vez establecida la genealogía de la crisis, una vez determinadas las causas de esta, ya no es tan sencillo hacer, sin más, una reivindicación de la razón. En efecto, es conocido que ya desde sus inicios la racionalidad filosófica presenta una cierta tendencia hacia el naturalismo (Demócrito) y que esta tendencia es la que triunfa en la Modernidad causando la crisis en la que estamos inmersos. Parece, pues, que la razón con la que confiábamos en realizar la utopía está, de una u otra forma, ligada
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indisolublemente al naturalismo que nos destruye. Ante semejante paradoja, ¿cómo reivindicar una salida a la crisis a través de la razón? Como dice Husserl muy lúcidamente: ¿No es una rehabilitación precisamente en nuestro tiempo muy poco oportuna del racionalismo, de la rebuscada ilustración, del intelectualismo que se pierde en teorías divorciadas de la realidad, con sus consecuencias necesariamente desastrosas, de la huera manía cultural, del esnobismo intelectualista? ¿No significa esto querer volver al error fatal de que la ciencia hace sabio al hombre, que la ciencia está llamada a crear una genuina humanidad feliz y dueña de su destino? ¿Quién tomará aún en serio hoy en día tales pensamientos? [Husserl, como vemos, no obvia estas trascendentales preguntas, respondiéndolas del siguiente modo] [...] También yo estoy convencido de que la crisis europea radica en una aberración del racionalismo. Mas esto no autoriza a creer que la racionalidad como tal es perjudicial o que en la totalidad de la existencia humana solo posee una significación subalterna [porque] [...] la razón del fracaso de una cultura racional no se halla, empero —como ya he dicho—, en la esencia del mismo racionalismo, sino únicamente en su «enajenamiento», en su absorción dentro del naturalismo y el objetivismo.17 Esto hace que para Husserl sea ahora más necesario que nunca reivindicar la razón, llevarla a una plena autoconciencia, a una completa autocomprensión de todas sus posibilidades que la libre de cualquier interpretación sesgada. Estaríamos, así, en el camino de retomar el proyecto de una cultura racional, de reclamar otra vez la necesidad de Europa como única vía hacia el desenvolvimiento de una humanidad auténtica cuya aspiración es configurar una vida desde la razón y la responsabilidad. La reivindicación fenomenológica de una razón plena y, sobre todo, su intento de sacarla a la luz, del que forma parte todo lo que he dicho aquí sobre el nacimiento de la razón —sus pretensiones iniciales, su enajenación naturalista, etc.—, no es, por lo tanto, un simple ejercicio teórico-cognoscitivo, sino que se ventila con ello algo de vital importancia. Se decide, a juicio del pensador alemán: Si el telos inherente a la humanidad europea desde el nacimiento de la filosofía griega, de querer ser una humanidad desde la razón filosófica y solo poder serlo en cuanto tal —en el movimiento infinito de la razón latente a la razón manifiesta y en la tendencia infinita de la autonormación por esta verdad y autenticidad humanas— es una mera ilusión histórico-fáctica, un logro casual de una humanidad casual, en medio de humanidades e historicidades totalmente diferentes; o si más bien lo que por primera vez irrumpió con la humanidad griega es lo que como entelequia está esencialmente incluido en la humanidad en cuanto tal.18 Es decir, se decide la posibilidad de fundamentar racionalmente la existencia humana. Ante la capital importancia de este hecho no es de extrañar la insistencia de Husserl, a partir de la Primera Guerra Mundial, en reivindicar a Europa como cultura filosófica,
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como forma de vida cuyo ideal de estar en el mundo de acuerdo con una razón libre y autónoma representa el surgimiento de una nueva etapa en la historia de la humanidad. Es verdad que como todo aquello que nace, esta nueva etapa, la etapa filosófica, está sometida a una serie de condiciones fácticas; ella misma, incluso, es un hecho, en tanto que emerge en un lugar determinado, en un tiempo determinado, etc. Sin embargo, es un hecho que se trascendería a sí mismo en lo que se refiere a su propia facticidad, tanto respecto de lo que lo antecede como respecto de lo que lo sigue. Europa, por lo tanto, y Husserl no se cansará de proclamarlo, no es una mera ilusión histórico-fáctica, una adquisición accidental entre otras posibles que tienen con respecto a ella un grado de legitimidad semejante; no es un tipo antropológico más. Muy al contrario, en Grecia hace eclosión una nueva forma de ver el mundo, una racionalidad que es y ha de convertirse en el telos de la humanidad, en el ideal de toda comunidad humana de bien.19 Es más, ella es lo que define al ser humano como ser humano, pertenezca este a una raza o a otra, a una nación u otra. Si la humanidad quiere hacerse plenamente tal y no sucumbir a la barbarie debe, según el fundador de la fenomenología, asumir sin ambages y de un modo pleno el kairos racional-normativo que desvela la filosofía en la historia. Tal cosa reivindicaba el supuestamente apolítico Husserl en 1935 en medio del acoso nazi y del olvido hostil de algunos de sus más grandes discípulos. Tardaría tres años más en morir y, como dice bella y sentidamente Miguel García-Baró, «solo la piedad de la muerte lo libró de compartir el fuego del Holocausto».20 Quizá su reivindicación heroica de la razón y de Europa como telos de la humanidad sea inactual. Como poco se puede decir de ellas que no están de moda. Pero yo, que en estos momentos de mi vida me siento alejado también de esa visión totalizante y fundacionalista de la filosofía, pienso igualmente que no deberíamos dejar caer en saco roto tales tesis ni dejar de medirnos con ellas. No en vano era el antídoto contra la barbarie de uno de los más grandes filósofos de todos los tiempos viviendo en la que probablemente haya sido la época más bárbara de toda la historia de la humanidad.21
6. Coda incierta. Husserl y el judaísmo Si uno rastrea la ya inabarcable bibliografía husserliana y trata de buscar textos sobre Husserl y el judaísmo es bien poco lo que se encuentra. Por ejemplo, en dos de los mejores diccionarios dedicados a explorar monográficamente sus conceptos, temas y obras fundamentales, los escritos por John J. Drummond y por Dermot Moran —junto a Joseph Cohen—,22 no hay ninguna entrada bajo ese nombre o cualquier otro similar que pudiera abarcarlo. Asimismo, las referencias al judaísmo o a algo que tenga que ver con él en ambas publicaciones son muy escasas y están relacionadas prácticamente en su totalidad con los grandes problemas y sinsabores biográfico-personales producidos por su repentina y nueva condición de «judío» en un Estado colonizado por el nazismo y las leyes raciales de Núremberg. Y lo mismo sucede en las mejores y más recomendadas introducciones a su pensamiento en los idiomas más usuales. Ante semejante
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constatación, caben al menos dos posibilidades. O los estudiosos de la obra de Husserl no han sabido hasta ahora afinar bien el ojo con respecto a este asunto o verdaderamente las relaciones entre el judaísmo y el fundador de la fenomenología, entre la religión de Abraham —y su tradición cultural— y su filosofía fenomenológica son meramente episódicas o externas. Sobre ello volveremos al final. La «historia oficial» del «judaísmo de Husserl» se corresponde mayoritariamente, como ya señalé en la nota dos, con lo que allí designé como «judaísmo sobrevenido». Tal judaísmo acaece por medio de un etiquetado «externo» que, al menos en un principio, resulta extraño y ajeno a la vivencia íntima de los propios sujetos así designados. En el caso de nuestro pensador, como en el de tantos otros judíos alemanes asimilados cultural y religiosamente desde hacía una o varias generaciones, es el nacionalsocialismo el que les otorga —sorpresivamente para ellos— la condición de tales y les hace reparar en la singularidad ahora vitalmente decisiva de sus propios orígenes, negándoles, simultáneamente, su condición de alemanes. En este sentido, el hijo de una familia de clase media de judíos asimilados y no religiosos, convertido al cristianismo luterano con 27 años, casado al año siguiente con otra judía convertida también al cristianismo, cuyo hijo más joven, Wolfgang, había sido primero seriamente herido y más tarde muerto en combate en Verdún; el hombre a quien el Ministerio de Cultura, en 1915, había concedido el honor de llamarlo a ocupar la cátedra del eminente y muy respetado Heinrich Rickert en Friburgo y cuya fenomenología era vista por muchos contemporáneos suyos como la decantación más rotunda, profunda y novedosa de la «filosofía alemana» del momento, tuvo que sentirse absolutamente perturbado y desorientado cuando a partir de enero de 1933 el Partido Nacional Socialista empieza a plasmar legalmente su programa con diferentes decretos en los que se prohíbe primeramente el acceso a la función pública a los ahora tenidos por no arios, expulsando también de ella a aquellos que estaban ya en ejercicio. Lo mismo tuvo que ocurrirle cuando en 1935 se legaliza abiertamente el racismo con las Leyes de Núremberg y sus derivados. Las consecuencias de todos estos acontecimientos para Husserl y su familia son devastadoras. Al «nuevo judío» se le prohíbe enseñar y publicar, se le retira su condición de profesor emérito, se le impone el uso de la estrella amarilla y, por último, se le quita la nacionalidad alemana. Y todo ello en medio de la indiferencia o cobardía de la mayoría de sus colegas y antiguos discípulos «arios» —particularmente los de su universidad friburguesa—,23 excepción hecha del fiel asistente hasta el final Eugen Fink y de su también antiguo alumno y colaborador Ludwig Landgrebe, por aquel entonces profesor ya en la Universidad de Praga. En una carta a su amigo Dietrich Mahnke, fechada en los inicios de la sucesión de acontecimientos que acabo de narrar —el 4 de mayo de 1933—, nos confirma Husserl esa perturbadora y dolorida perplejidad: Finalmente, en mi vejez, he tenido que experimentar algo que nunca hubiera considerado posible: el levantamiento de un gueto espiritual al que yo [...] con mis
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hijos (y todos sus descendientes) debo ser empujado. Ya [...] no tenemos el derecho de llamarnos alemanes; nuestro trabajo espiritual ya no debe incluirse en la historia cultural alemana. Solo con la marca del «judío»... deben [debemos] seguir viviendo en cuanto veneno del que los espíritus alemanes deben protegerse y que tiene que ser exterminado.24 En otra misiva a Landgrebe, fechada en septiembre de 1935, califica las leyes de Núremberg de «bomba». Y, en efecto, no es una exageración decir que tales leyes suponían la destrucción fáctica no solo de su nacionalidad —con todas las repercusiones que eso acarreaba—, sino, como terminamos de ver, de su mundo, de la vida, de su identidad y, en medio de ella, de la percepción compartida hasta el momento de ser uno de los grandes representantes de lo mejor de la cultura alemana. Y el reverso de esta destrucción tenía la insospechada cara de convertirlo, también de repente, en un judío que había hecho una obra que debía enmarcarse en esa tradición. A este respecto, se escriben incluso varios trabajos en los que se trata de mostrar que Husserl, «igual que Filón de Alejandría y Hermann Cohen, había “talmudizado” el mundo de las ideas del “ario” Platón».25 No cabe duda de que el fundador de la fenomenología vivió con infinito desconcierto e inmenso dolor espiritual —del biográfico-personal ya he dado cuenta— esta expulsión de la cultura y la identidad alemanas, una identidad que él entendía que formaba parte, al menos en lo que respecta a la gran filosofía de ese país y a su fenomenología como parte de ella, de una racionalidad universal defensora y fundamentadora de una idea de humanidad que encarnaba el «logos común» que nos define como tales humanos al margen de razas, credos religiosos, formas de vida e ideologías. En tal sentido, su adscripción al judaísmo, más allá del etiquetado filonazi, tuvo que resultarle con toda probabilidad incomprensible y ajena. Quizá también hay que tener en cuenta cuando hablamos de este asunto que, dada su avanzada edad y sus prioridades filosóficas ya en marcha, no tuvo demasiado tiempo —como sí fue el caso de algunos discípulos suyos— de reflexionar incluso sobre esa misma condición de «judío sobrevenido» y de ver si algo de esa tradición judaica podría estar alentando en el fondo de su fenomenología. Probablemente por ello carecemos de textos verdaderamente relevantes sobre la cuestión. Pero siendo esto cierto, también es posible que hasta ahora los intérpretes y lectores de Husserl no hayamos sabido mirar del todo con las gafas adecuadas. En este punto sería muy recomendable revisitar la correspondencia entre algunos de sus más destacados discípulos y lectores de primera hora, como Voegelin, Schütz, Strauss o Gurwitsch sobre el carácter «gnóstico» —en el sentido voegeliniano del término— de algunos elementos de su teleología de la historia o el señalamiento por otros, muy pocos en verdad, de un halo mesiánico en su idea salvadora de la racionalidad.26 Quizá no descubramos grandes cosas, pero quién sabe...
7. Para seguir leyendo. Una pequeña orientación bibliográfica 25
Aunque la primera parte de La crisis está elaborada con un tipo de escritura bastante amable con el lector y también goza de lo que podría entenderse como cierta «tensión dramática», lo normal en la prosa de Husserl es la falta de tal tensión y la carencia de semejante amabilidad. Por eso nunca está de más, cuando uno se adentra en los meandros de este imprescindible autor, tener una cierta ayuda para su mejor comprensión. Aparte de los sumamente útiles diccionarios husserlianos de Drummond, Moran y Cohen, citados en el ensayo, pueden leerse, como introducciones generales y asequibles a su pensamiento, los magníficos libros de Javier San Martín y Miguel García-Baró, también referidos en el trabajo. Otra visión también excelente del conjunto de su pensamiento, pero más recomendada para un lector ya formado en los entresijos de la fenomenología, es Paseo filosófico por Madrid. Introducción a Husserl, de Agustín Serrano de Haro, obra publicada por la editorial Trotta (Madrid) en 2016. En cuanto a la obra que he tratado muy parcialmente en este artículo, dos de las mejores introducciones globales, escritas además con gran cortesía para con el lector, son las de su creativo y fiel discípulo Aron Gurwitsch y la del gran erudito y estudioso contemporáneo de la fenomenología Dermot Moran: A. Gurwitsch, «The Last Work of Edmund Husserl (1956-1957)», en Studies in Phenomenology and Psychology, Evanston, Northwestern University Press, 1966, pp. 397- 447, y D. Moran, Husserl’s Crisis of the European Sciences and Transcendental Phenomenology. An Introduction, Cambridge, Cambridge University Press, 2012. Por último, también me permito remitir al lector compasivo a mi libro del año 2003, citado con anterioridad, en varias ocasiones: Husserl y la historia. Hacia la función práctica de la fenomenología.
* Algunas secciones de este ensayo están inspiradas ampliamente en la parte segunda del capítulo octavo del libro que en su día dediqué al análisis de la historia y la filosofía de la historia de Edmund Husserl (J. M. Díaz, Husserl y la historia. Hacia la función práctica de la fenomenología, Madrid, UNED, 2003, pp. 312-330). El trabajo que ahora ve la luz se enmarca en el proyecto de investigación FFI2016-77009-R. Quisiera también, y como siempre, dar las gracias a Gema y Antón pola sua axuda sempre agarimosa. 1 J. Ortega y Gasset, Obras completas, t. VI (1941-1955), Madrid, Taurus, 2006, p. 29. En la medida en que ese «salto de la fenomenología» llevaría el pensamiento de Husserl a un terreno parecido al que rotura la razón histórica, se abren aquí interrogantes legítimos y fructíferos sobre las relaciones entre la fenomenología y el pensamiento de Ortega. Algunos de los trabajos de Pedro Cerezo, Miguel García-Baró, Javier San Martín, Agustín Serrano de Haro o quien escribe estas líneas han abordado esta crucial temática. 2 La redacción de La crisis se produce aproximadamente entre los años 1934 y 1937. La motivación externa parece haber sido una invitación para participar en el Congreso Internacional de Filosofía celebrado en Praga del 2 al 7 de septiembre de 1934 bajo el muy significativo tema general de «La crisis de la democracia» y en el que Husserl debía reflexionar sobre la tarea o misión de la filosofía en nuestro tiempo. Pero considerado ya por el gobierno nazi como judío, se le niega la posibilidad de participar en dicho Congreso como miembro de la delegación oficial alemana. En ese mismo año, intensifica sus reflexiones sobre la crisis de la razón, tanto en la ciencia como en la política, que cuajan primero en las famosas conferencias de Viena y Praga de 1935, verdadero semillero de la gran obra. Al año siguiente aparecieron las dos primeras partes del trabajo en la revista Philosophia de Belgrado, las únicas publicadas en vida de Husserl. La razón de que viera la luz en esa revista era su nueva condición de judío. Al estar etiquetado como tal, ya no podía publicar en Alemania.
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3 La manera en que se vio afectada la situación personal de Husserl por su «judaísmo sobrevenido» será abordada en la coda. Alguna cosa ya se ha dicho en la nota 2. 4 J. San Martín, La fenomenología de Husserl como utopía de la razón, Barcelona, Anthropos, 1987, pp. 123124. 5 E. Garin, La filosofía y las ciencias del siglo xx, Barcelona, Icaria, 1982, p. 12. 6 Véase J. M. Díaz, Husserl y la historia, op. cit. 7 E. Husserl, Die Krisis der europäischen Wissenschaften und die transzendentale Phänomenologie. Eine Einleitung in die phänomenologische Philosophie, La Haya, Kluwer, 1976, p. 3; 5. Las citas de La crisis se paginan tanto por la edición alemana de Husserliana como por la española: La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, Barcelona, Crítica, 1991. El primer número o grupo de números se corresponde con la edición alemana. El segundo, separado del primero por un «;» es el de la traducción. Soy consciente de los muchos problemas que plantea la versión española, pero la primera parte de la obra postrera de Husserl es bastante legible. En cualquier caso, los fragmentos de La crisis que aparecen en el ensayo han sido traducidos por mí. Los de la Conferencia de Viena son obra de Elsa Taberning, aunque en ciertos casos se han hecho algunas modificaciones. 8 E. Husserl, Die Krisis..., op. cit., p. 4; 6. 9 Ibid. 10 E. Husserl, Die Krisis..., op. cit., p. 7; 9. 11 E. Husserl, Die Krisis..., op. cit., p. 5; 7. 12 E. Husserl, Die Krisis..., op. cit., p. 6; 8. 13 E. Husserl, Die Krisis..., op. cit., pp. 339-340; 163. 14 E. Husserl, Die Krisis..., op. cit., pp. 10-11; 3. 15 A este respecto, y remitiéndome solo a la obra publicada en vida del propio Husserl, es preciso recordar los desarrollos que se hacen en 1911 en «La filosofía como ciencia estricta». Para un análisis detallado de este asunto, véase Husserl y la historia, op. cit., pp. 55-112. 16 A todos aquellos que estén familiarizados con la «Escuela de Frankfurt», la hermenéutica o el pensamiento orteguiano y sus variantes en la llamada «Escuela de Madrid», les resultará muy familiar el diagnóstico de la crisis de la Modernidad efectuado por Husserl. No en vano, hoy son ya innumerables los trabajos que señalan las correlaciones e influencias de la fenomenología de Husserl, y en particular de la obra analizada muy parcialmente en este trabajo, con algunas de las corrientes de pensamiento que acabo de mencionar, lo cual no significa asimilar o diluir la fenomenología en ninguna de ellas, particularmente en la hermenéutica. Sobre la larga sombra de Husserl en la gran filosofía del siglo XX, véase, por ejemplo, D. Carr, Interpreting Husserl. Critical and Comparative Studies, La Haya, Nijhoff, 1987. Con respecto a las diferencias entre fenomenología y hermenéutica, véase, entre otros, M. García-Baró, Husserl y Gadamer, Barcelona, Batiscafo, 2015. 17 E. Husserl, Die Krisis..., op. cit., pp. 337, 347; 159-160, 171-172. 18 E. Husserl, Die Krisis..., op. cit., p. 13; 15-16. 19 La crucial cuestión de la teleología de Europa —el también llamado por Husserl proyecto de Europa—, su comprensión desde una filosofía de la historia de potencia enorme y por momentos arrebatadora, está en la base del presente ensayo, aunque no ha podido ser más que tocada tangencialmente. Para la comprensión amplia de este asunto, y de la historia en general, en el autor de La crisis de las ciencias europeas, me permito remitir a los lectores al libro de quien esto escribe, Husserl y la historia. También se encontrarán elaboraciones muy interesantes de estas ideas en las obras de San Martín y García-Baró que aparecen en el apartado bibliográfico final. 20 M. García-Baró, Husserl y Gadamer, op. cit., p. 46. 21 Algunas de las críticas que he efectuado a la teleología de la historia husserliana y a la idea de filosofía fundacionalista que está detrás de ella pueden verse en: J. M. Díaz Álvarez, «¿Es Husserl un fundamentalista? Algunas reflexiones con motivo de un fragmento de La crisis de las ciencias europeas», en Laguna. Revista de Filosofía, n.º 28 (2011), pp. 23-37, e id., «¿Una razón sin astucia? Revisando el tópico fenomenología trascendental e historia», en Escritos de Filosofía, n.º 3 (2015), pp. 81-105. Estas críticas son también autocríticas, en tanto que significan un cambio de posición por lo que respecta a algunos aspectos de la interpretación de Husserl y, sobre todo, en relación con la plausibilidad de su propuesta. 22 Véase J. J. Drummond, Historical Dictionary of Husserl’s Philosophy, Lanham, Scarecrow Press, 2008, así
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como D. Moran y J. Cohen, The Husserl Dictionary, Londres-Nueva York, Continuum, 2012. 23 Como es conocido por todos, el caso más llamativo, y probablemente el que le resultó más ominoso desde el punto de vista personal, resulta ser el de Martin Heidegger. 24 E. Husserl, Briefwechsel iii, Dordrecht, Kluwer, 1994, pp. 491-492. 25 K. Löwith, Mein Leben in Deutschland vor und nach 1933. Ein Bericht, Frankfurt, Fischer, 1990, p. 26. 26 Véase P. J. Opitz (ed.), Eric Voegelin, Afred Schütz, Leo Strauss, Aron Gurwitsch. Briefwechsel über «Die Neu Wissenschaft der Politik», Friburgo-Múnich, Alber, 1993, así como M. Natanson, Edmund Husserl. Philosopher of Infinite Tasks, Evanston, Northwestern University Press, 1973, pp. 188-189.
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2. La nación tardía de Helmuth Plessner: una presentación interpretativa Kilian Lavernia
1. De Bonn a Weimar: la doble temporalidad de un libro para pensar la «culpa antes de la culpa» La nación tardía de Helmuth Plessner pertenece a la privilegiada categoría de libros que, por haber tenido dos nacimientos editoriales completamente distintos en el tiempo, permiten pensar la genealogía de un fracaso alemán y europeo como el de 1933 desde la doble temporalidad rasgada por Auschwitz. Para subrayar la potencialidad teórica de este hiato temporal contextualizaré este doble surgimiento —el primero, en 1935, de vida muy corta, truncada; el segundo, en 1959, de vida larga y exitosa en la Alemania federal —, en la medida en que visualiza ese camino bidireccional que entrelaza Bonn y Weimar en la mirada de un exiliado que, acaso sin pretenderlo, nos ayuda a indagar la «culpa antes de la culpa».1 A continuación, en la segunda parte de mi contribución, presentaré el contenido de esta obra a partir de aquellas cuatro líneas de fuerza que, en términos ideales, pueden dar unidad a la argumentación plessneriana. Por cuanto se han convertido en una referencia ineludible para teóricos y filósofos políticos, economistas, sociólogos e historiadores de la cultura alemana, los cuatros niveles desplegados por Plessner reafirmarán la riqueza de su indagación, igual que su utilidad heurística, dada la complejidad de una genealogía de tales características. El primer nacimiento se produce al principio del exilio holandés del filósofo alemán. Por causa de la ascendencia judía de su padre asimilado, Plessner había sido expulsado de la Universidad de Colonia en abril de 1933 debido a las depuradoras «Leyes de Restauración del Funcionariado alemán». Con ello perdía la venia legendi y afrontaba un incierto futuro, primero en la lejana Turquía, luego en la pequeña ciudad universitaria de Groninga —en Holanda, apenas a 50 kilómetros de la frontera alemana—, donde empezó a dictar clases sobre filosofía contemporánea alemana y, desde ella, a remontarse hasta aquellas raíces, derivas y condiciones espirituales en la Alemania moderna que podían particularizar su lugar frente a Europa y explicar (que no justificar) la catástrofe de su amargo presente. El resultado fue un libro de título bastante trágico: El destino del espíritu alemán al final de su época burguesa, publicado en la neutral Suiza en 1935.2 Por otro lado, era un producto intelectual coherente con un recorrido más que consolidado. Así, después de defender tempranamente la República de Weimar
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contra los nuevos radicalismos sociales en Límites de la comunidad,3 en 1924, y tras reclamar desde la propia filosofía una urgente civilización y dignificación de la política en Poder y naturaleza humana,4 en 1931, los compases iniciales del exilio holandés traían, casi a modo de epílogo, uno de los primeros balances críticos sobre la situación de un espíritu alemán que jamás había terminado de reconciliarse con la forma democrática occidental. Con todo, el libro quedó sepultado —al margen de la propia censura nazi hasta 1945— en un extraño ínterin: demasiado pronto para pertenecer a la sólida tradición del exiliado germanohablante, principalmente judío, que pensará la génesis del nacionalsocialismo desde la lejanía del exilio norteamericano, como Neumann, Arendt, Fraenkel, Adorno y Horkheimer, pero también desde la literatura de Thomas Mann, Bertolt Brecht y Hermann Broch, entre muchos otros; y demasiado tarde, a su vez, para apelar en 1935 a unas capas de la sociedad alemana impermeables a toda razón filosófica, pues llevaban más de dos años inmersas en una profunda reeducación ideológica de su espacio simbólico puesta al servicio de una poderosa maquinaria totalitaria, efectiva e implacable. El segundo nacimiento nos remite por tanto a finales de la década de los cincuenta, años ya de bonanza económica pero todavía de enorme desmemoria histórica. Plessner, ahora un reconocido catedrático de sociología en la Universidad de Gotinga, decide reeditar aquel libro olvidado, cambiando sin embargo el título por La nación tardía y añadiéndole el no menos sugerente subtítulo Sobre la seducción política del espíritu burgués. Le incorpora, asimismo, una potente introducción y modifica parcialmente los complementos, publicándolo finalmente con una arriesgada cubierta en la que la palabra Nation aparece ni más ni menos que con una «n» minúscula. Los tiempos habían cambiado, cierto, pero en realidad tampoco tanto. Pues es conveniente recordar, por deferencia hacia al autor, las razones que impulsaron su reedición en la joven Alemania federal, en aquella primera década de división territorial y, por tanto, polarización ideológica, silencios cómplices, velos de ignorancia, problemas de desnazificación de facto y no solo de iure, rebrote de antisemitismo y, no menos decisivo, pocas investigaciones genealógicas internas sobre la catástrofe espiritual, al menos desde la propia inteligencia alemana: Hoy, ante la aparente rehabilitación retroactiva de la ideología nacionalsocialista, pesa sobre nosotros la pregunta acerca de su origen. Lo demuestra el hecho de que, en la Alemania occidental que ha permanecido capitalista, y pese a su preservada libertad de expresión, esta pregunta, al menos hasta ahora, haya sido debatida solo de un modo vacilante [...] El resultado de este cultivo de la pérdida de memoria colectiva nacional, encubierto y alentado por la bonanza económica, es un clima de restauración sin verdadera conciencia histórica; es la estabilización de la indecisión entre el ayer y el mañana, en la que se refleja un ínterin político que no tiene el valor de reconocer su provisionalidad y aclararse sobre sí mismo.5 Además de convertirse en un éxito inmediato, de referencia obligatoria para una joven
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generación, la segunda vida del libro terminó adquiriendo, con su nuevo título, el estatus clásico de aquellos lugares de memoria de una tradición política que, como la alemana, siempre ha estado atravesada por un difícil y ambiguo encaje en su «largo camino hacia Occidente».6 Esta larga tradición espiritual del Deutschland Diskurs, que arranca con Schiller y sobre todo con Fichte, pasando por Heine, Wagner y Nietzsche, hasta llegar a Meinecke, Sombart, Troeltsch y Thomas Mann, restañó con La nación tardía ese gap generacional que el interludio totalitario parecía haber liquidado con su acelerado suicidio intelectual. Con ello se restauraba retroactivamente cierta continuidad en el topos mismo, de Bonn a Weimar, pues con la respetada figura de Plessner en Gotinga se recuperaban simultáneamente tanto las viejas responsabilidades culpables de su poderosa generación intelectual como las virtudes republicanas de Weimar. Pero sobre todo se facilitaba la transición hacia la siguiente generación de Dahrendorf o Habermas, la de historiadores como Winkler, Koselleck o Kocka, los cuales, en menor o mayor medida, se han referido positivamente a este inesperado lugar de memoria colectivo, si bien bajo otros prismas teóricos, por ejemplo enfrentándose a la recurrente tesis del Sonderweg alemán. Por lo tanto, si tenemos en mente esta tensión latente entre lo que, todavía en 1935, se veía como El destino del espíritu alemán al final de su época burguesa, y lo que, en 1959, se presentó en sociedad como La nación tardía. Sobre la seducción política del espíritu burgués, el camino de la memoria reconstructiva que va de Bonn a Weimar adquiere una cualidad doble nada desdeñable. Una temprana propuesta de genealogía de las raíces espirituales profundas del Tercer Reich, pensada en el exilio antes del desastre bélico y sobre todo antes de la quiebra moral de Auschwitz, es recuperada, para un joven federalismo constitucional, sin hacer una sola mención explícita del nacionalsocialismo, ni de su líder. Como recuerda en la introducción de 1959, no es un libro explícito sobre el Tercer Reich, ni sobre el fascismo en general, sino sobre las condiciones espirituales que, en su devenir, permitieron su triunfo entre las capas sociales decisivas, precisamente en Alemania. Esa es una particular virtud, y quizá la mejor seña identitaria de un género filosófico hoy tan olvidado como denostado, a saber: el de la Geistesgeschichte.7 Pensar la culpa antes de la culpa implica, por lo demás, recurrir a otras imágenes que reflejen el ambiguo camino de la interioridad alemana a lo largo de la historia de su espíritu: desde la astucia diabólica del Doktor Faustus de Thomas Mann, según la cual «no hay dos Alemanias, una buena y una mala, sino solo una, que, por un ardid del diablo, vio convertido en malo lo mejor que tenía»,8 hasta la idea misma de una seducción, cuya etiología es siempre de naturaleza espiritual y se sitúa en el límite de lo religioso: seducción del espíritu burgués por una cultura apolítica, y seducción ideológica, en última instancia, por un Estado totalitario, desprovisto él mismo de todo espíritu civilizatorio. Ahora bien, de entre todas las sugerentes imágenes plessnerianas, hay una en particular —repetida en las adendas de 1935 y 1959 con interesantes matices —, que consigue hermanar la trabazón entre los actores implicados, el pueblo alemán y el pueblo judío, y su compartida disfuncionalidad con respecto a las formas
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políticamente integradoras de la Modernidad: Ambos son «pueblos» y más que Estados [«pueblos» en la versión de 1935]. Ambos son, en su desequilibrio con respecto al Estado y en su situación de espera impuesta por la historia, testigos de un mundo pasado que ha desaparecido y garantes de un orden mundial todavía por venir. Ambos son infelices y en ello radica su grandeza: son de anteayer y de pasado mañana, sin descanso en el presente.9 El paralelismo da mucho juego, pero sobre todo nos conduce indirectamente al núcleo de la tesis plessneriana, a saber: que los alemanes llegan tarde como nación, porque viven sin estabilizarse en un presente claro, des-centrados entre el ayer y el mañana. Son los Zuspätgekommenen, los llegados demasiado tarde. Este sugerente imaginario es, como quizá se sabe, un lugar común expresado por el último Nietzsche en relación con la música alemana de Wagner, construido al hilo de la obertura de Los maestros cantores.10 Sin embargo, la clave de la reinterpretación de Plessner es que amplía este imaginario, este tópico nietzscheano sobre Alemania y los alemanes al problema cardinal de su tardía construcción como realidad estatal-nacional, es decir, al problema de una nación que consideraba incapaz de operar de manera responsable dentro del Estado democrático y de la comunidad de Estados occidentales. Al ratificar, desde su exilio holandés en 1935, que la nación alemana había sido incapaz de darse una forma y un estilo de vida políticos estables en la esfera pública republicana, Plessner intenta responder «desde dentro»,11 desde la propia historia del espíritu alemán, por qué Alemania en general, y sus clases medias burguesas en particular, a la primera irrupción de una crisis sistémica en el espacio liberal europeo no pudieron o no supieron dar ninguna respuesta desde un poder constituyente eficaz y compartido, renovable y corresponsable. Así pues, para el Plessner de 1959 la nación alemana había llegado tarde, verspätet, acaso una versión no marxista ni dialéctica de esa lukacsiana Zurückgebliebenheit alemana criticada ya por Ernst Bloch.12 Sin embargo, conviene recordar aquí que pensar una construcción teórica en términos de «retraso» posee siempre, al mismo tiempo, un carácter relacional: no se llega tarde en términos absolutos, sino relativos, en relación con otra construcción ideal que nos sirviera de referencia comparativa. De lo contrario, podríamos pensar que Alemania habría llegado tarde a su cita ineludible con el destino histórico de toda nación como Estado-nación moderno, como una suerte de proceso teleológico frente al que solo cabría esencialmente una decisión: éxito o fracaso. Al insinuar esa dimensión normativa del proceso histórico mediante una ambigua metafórica, se corre el riesgo de universalizar y justificar ex post facto una supuesta necesidad según la cual toda nación tendría una cita fatídica con la historia.13 Contra estas concepciones teleológicas, orientadas hacia un fin predefinido, más propias de la filosofía de la historia o del historicismo, hay que estar siempre prevenidos, pues es más que dudoso que haya un plan de viaje histórico universal capaz de orientar a las naciones particulares en su recorrido por el tiempo, como bien recuerda Reinhart Koselleck en su texto «Deutschland – “eine verspätete Nation”?».14
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2. Cuatro niveles teóricos para pensar La nación tardía Por todo lo dicho, quizá la mejor manera de presentar los cuatro niveles teóricos de la obra de 1935 —a) Estado-nación y comunidad política; b) religión y «religiosidad mundana»; c) economía y burguesía; d) filosofía— sobre los que se asienta este «síndrome de la nación tardía»15 sea recordando que la propuesta plessneriana se articula siempre a través de una constante mirada comparativa sobre las otras naciones occidentales, sus instituciones religiosas, políticas, sociales y culturales, sus símbolos y mentalidades, por tanto también aquellos lugares de memoria que habrían configurado su unidad política con fuerza mística, constituyente, de la que Alemania habría carecido. Tales son las virtudes y exigencias heurísticas de su Geistesgeschichte. En cuanto análisis históricamente diferenciado de la burguesía alemana, se trata de una genealogía de la cultura espiritual alemana en su correspondiente dinámica socioestructural, a caballo interdisciplinar entre la historia política y la historia de las ideas —o de las ideologías, si se prefiere un acento más mannheimiano—, entre la historia social y la historia religiosa. Y como punto de fuga, emerge su inclinación a ciertas actitudes, que permiten visualizar precisamente el ambivalente potencial de la mentalidad alemana y sus ámbitos de expresión —potencial que es una amenaza para sí misma y un peligro para las otras naciones— y que se muestra históricamente siempre de nuevo en sus genuinas divergencias con la tradición humanista de «Occidente», al que, no obstante, pertenece de forma simultánea e interdependiente. a) La primera de las cuatro líneas de fuerza de la argumentación plessneriana (caps. 1-3), cuya tensión podríamos construir alrededor del binomio Estado-nación y comunidad política alemana, ahonda en una hipótesis cardinal que condiciona todas las demás, a saber, que los alemanes se constituyen más tarde como Estado nacional que los pueblos de Europa occidental y que, ya solo esta diferencia temporal implica, mutatis mutandi, una diferencia constitutiva. La tesis de Plessner, fundamentada en una historia comparada europea, es obviamente más sutil que nuestra simplificación, y reza como sigue: a diferencia de los grandes Estados-nación europeos, surgidos en los siglos XVII y XVIII Sobre la base de una tradición humanista e ilustrada (Francia, Inglaterra, Países Bajos, pero también Estados Unidos), la tardía configuración de la existencia nacionalestatal de Alemania y el surgimiento de una comunidad política unitaria en el siglo XIX se articuló desde la coincidencia de un nuevo poder estatal ingente (esto es, Prusia), sin tradición política liberal, ni élites políticas representativas para una burguesía ya desencantada. Es decir, para cuando la realidad estatal-nacional llegó a la Alemania bismarckiana en 1871, los ideales sobre los que pudo erigirse el nuevo Estado nacional alemán no encontraron un hogar estable en la burguesía alemana ni en sus correspondientes espacios deliberativos. De hecho, y tras la exclusión definitiva de Austria como parte de la solución territorial, Alemania se convierte, en palabras de Plessner, en una «gran potencia sin idea de Estado», una comunidad imaginada que configura un tardío momento constituyente de tipo nacional, pero como pueblo (Volk),
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olvidando con ello su estructura históricamente federal: El conflicto de Alemania con Europa y con el mundo extraeuropeo que esta última ha creado adquiere la profundidad de una lucha contra el humanismo político, cuyas raíces y florecimiento se sitúan en los siglos XVI, XVII y XVIII. De ahí que la investigación deba tomar como punto de partida la importante constatación según la cual el Reich alemán no tiene, en ninguna de sus tradiciones, una relación con la idea del derecho y la idea de Estado en los siglos decisivos para el surgimiento y la formación de las naciones modernas. Como fundación del siglo XIX sin idea de Estado, la consolidación nacional-estatal del pueblo alemán fue solo parcial y tuvo lugar en una época de escepticismo ya avanzado hacia el sistema de valores del humanismo [...] tampoco encontró tras la fundación bismarckiana del Reich su forma y su apoyo en una idea de Estado, tal como habían encontrado, siglos atrás, Francia, Inglaterra y Estados Unidos. Como sustituto suyo y, al mismo tiempo, debido a la incongruencia entre las fronteras del Reich y las de comunidad popular, el concepto romántico de pueblo asumió el rol de idea política.16 Como se aprecia, la indagación plessneriana trabaja sobre varios niveles de durée braudeliana, es decir, de estratos históricos de media y de larga duración. Desde el punto de vista de la longue durée, como analizó Koselleck, la especificidad territorial revela una y otra vez, como una suerte de constante histórica, que «las estructuras de largo plazo de la historia alemana nunca se alinearon sobre el plano nacional, sino siempre sobre un plano federal».17 Desde luego, con la Reforma empezó todo, más concretamente con la lenta consolidación de facto y de iure de la máxima, latina pero luterana, cuius regio, eius religio, en la que, como compromiso para firmar la anhelada paz interterritorial, cada soberano decidía sobre la religión de su reino. Al mantener intactas sus estructuras federales como garantías políticas de la tolerancia religiosa, los territorios alemanes, confesionalmente escindidos, respetaron sin embargo aquella configuración elástica e imperial de sus fronteras interiores y exteriores que, en cambio, los Estados soberanos nacionales con fronteras definidas y sin fronteras interiores, sobre todo a partir de la Paz de Westfalia, jamás habrían concebido jurídicamente como tales. Estas heterogéneas dimensiones federales sobrevivieron con el Sacro Imperio Romano Germánico e impidieron, a su vez, que surgiera en el centro de Europa un poder de Estado unitario, «porque las fronteras estatales que le son dadas no coinciden con las fronteras de su comunidad popular».18 Tal es la contradicción de una miríada territorial multiconfesional, cuya tensión Harrington ha resumido en su alabanza a La nación tardía, a saber: «oscilar entre tendencias centralistas y descentralistas, centrípetas y centrífugas, entre el imperio y el provincialismo, la totalidad y la fragmentación».19 Sea como fuere, de ahí se deriva algo que el filósofo de Wiesbaden asume como base: la dificultad teórica de considerar a Alemania en su historia moderna como un Estadonación legitimado por una soberanía popular única y compartida, expresada en un poder constituyente al estilo de la nation francesa. Por otro lado, no es menos cierto que la cuestión territorial en Alemania es inseparable,
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al menos en el análisis plessneriano a medio y corto plazo, de las consecuencias de la revolución fallida de 1848. A fin de cuentas, lo que nos revela la oportunidad democrática perdida en Frankfurt, al menos desde una lectura histórico-política y constitucional, es la renuncia, sobre todo prusiana, a configurarse como nación en su doble profundidad legal y legítima, tal como recuerda Roberto Navarrete: «como pueblo en cuanto fuerza democrática efectiva, es decir, revolucionaria: titular efectivo (de facto) y no solo formal (de iure) del poder constituyente».20 Ese momento constituyente, ese fallido lugar de memoria democrático, no quiso darse en la Iglesia de San Pablo, no con Austria ni como Großdeutschland, de manera que el subsiguiente empoderamiento prusiano bajo la moderna unidad política del Reich bismarckiano y su comunidad popular enraizada en la idea romántica de pueblo nació solo como forma, pero no como sustancia nacional. Bismarck solo deshizo parcialmente el nudo gordiano entre Viena y Berlín, ahondando en el desajuste temporal entre la forma estatal-nacional y la inexistente realidad nacional. En definitiva, la pregunta central en la que desemboca esta primera línea de fuerza es por qué Alemania no fue capaz de lograr compromisos, ni de estructura federal ni nacional, en la época constituyente de Weimar, cuando por fin era un Staatsvolk que podía haberse desarrollado en cualquiera de las dos direcciones. b) La segunda línea de fuerza del libro (caps. 4 y 5), que nos traslada al papel vertebrador del cristianismo en relación con la configuración de la Modernidad europea, puede plantearse así: siguiendo la mirada sociológica e histórico-religiosa de Max Weber, Ernst Troeltsch, pero también las investigaciones sociológico-literarias del anglicista Herbert Schöffler, Plessner sostiene que los alemanes han desarrollado, desde su luteranismo, una actitud del pensamiento muy concreta. La llamará «religiosidad intramundana» (Weltfrömmigkeit), hija privilegiada de una secularización que él denominará, hegelianamente, «mundanización» (Verweltlichung), asumiendo con ello una relación dialéctica entre espíritu y mundo, e incidiendo por tanto en esa filiación luterana y germana que prioriza una transferencia de contenidos religiosos al mundo antes que una emancipación nítida de este respecto de la teología. Con todo, ¿cómo se articula para Plessner esta particularidad del espíritu alemán en el proceso de secularización occidental, que es también siempre, al mismo tiempo, un proceso de desencantamiento religioso del mundo? Frente a otras tradiciones confesionales europeas, como el calvinismo o el catolicismo, la transformación de las energías religiosas en una Alemania confesionalmente dividida se seculariza, gracias al predominio de la tradición luterana y la prevalencia institucional de una Iglesia estatal obligatoria,21 en ámbitos privados de la interioridad (Innerlichkeit) burguesa, indiferentes a los asuntos políticos y a los espacios deliberativos públicos (Öffentlichkeit) que ella misma fue generando al hilo de su emergencia cultural, por ejemplo, en el reflejo de la propia literatura.22 Sin embargo, la apelación plessneriana al tópico de la interioridad alemana no es aquí un trillado recurso literario —como sí ocurre, por ejemplo, en Nietzsche o en Thomas Mann—. Antes bien, está incardinada en una genealogía comparativa de la secularización europea que pueda explicar, mutatis mutandi, la
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particular sublimación del libre despliegue del espíritu en la religión luterana en los siglos clave de la Edad Moderna, sobre todo su recepción en el Barroco y la Ilustración europeos. Frente a ambas épocas, constata Plessner: Alemania se encuentra como distanciada, como ante un pasado que solo le pertenece históricamente y de un modo indirecto, solo como destino y desde la ruptura de su esencia. Cabría incluso decir: como ante una segunda existencia de su ser [einer zweiten Existenz seines Dasein].23 Por todo ello, no debe sorprender que Plessner, el defensor por excelencia del espacio público y sus esferas de acción en la época de Weimar, ahonde en aquel momento mundanizador del protestantismo en el que, por conducir al creyente a una aceptación en soledad del mundo dentro de sí para acreditarse frente a Dios, la staatliche Zwangstaatskirche desactivó cualquier «foco de intereses públicos y centros de formación de todo tipo de discusión política y espiritual».24 Dado su carácter abstracto y burocrático, dicha Iglesia se habría alejado gradualmente del individuo, desincentivando momentos comunitarios tan importantes como la asistencia por parte del pastor, la participación en cargos, cursos bíblicos y demás eventos sociales a nivel local. Esta fractura inicial, como concluye, no hizo sino agudizarse: Por su organización como Iglesia estatal obligatoria, el luteranismo ahondó en la fractura por él mismo impulsada entre la interioridad [Innerlichkeit] y el espacio público [Öffentlichkeit]. Esta fractura fue tan provechosa para el desarrollo cultural de Alemania —sobre todo en la filosofía y en la música— como peligrosa para su consolidación política. Al país le faltaron centros de iglesias libres y comunidades religiosas suficientemente pequeñas y numerosas, los cuales hubieran educado a sus seguidores a ser estrictos en cuestiones de confesión y de convicción, sin desechar de entrada los medios de discusión cuando la cosa se pone seria. Al país le faltó un término medio educativo entre casa y Estado, entre familia y espacio público, en el cual el individuo hubiese encontrado también suficientes incentivos sociales para destacar [...] justo porque tomó otra dirección y selló desde un principio una alianza con los factores políticos, reforzó su alejamiento y extrañeza del mundo, su indiferencia frente a un mundo cedido a los políticos. La religiosidad reforzó el recogimiento en la propia interioridad y en la vida doméstica y familiar, consideradas más valiosas que todas las formas de actividad pública.25 Como es sabido, esta sublimación del libre despliegue del espíritu en el protestantismo alemán, luego proyectado a la cultura, el arte o la ciencia, fue decisiva para la aceptación reverencial de la autoridad política. El luteranismo mundanizado sublimó la autoridad política porque permitía el espacio de libertad religiosa, científica o cultural, pero el desajuste generado con el correspondiente poder político era cualitativamente distinto al de regiones católicas o calvinistas: por un lado, tales esferas de acción garantizaban indudablemente el despliegue de la libertad personal y su carácter absoluto para el
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emergente espíritu burgués, a modo de sustitutivos o compensaciones de una ausente autoridad política; sin embargo, por el otro, agudizaba esa gran paradoja típicamente luterana, señalada ya por Weber: que el fiel se desinteresara de la política pero, al mismo tiempo, tuviera un respeto religioso por la autoridad política, por el príncipe o por el Estado. En la medida en que protegía el vínculo burgués con lo absoluto, la autoridad era el símbolo de espacios de libertad superiores y recibía, por ello, veneración y obediencia. Ambas, no por casualidad, serían inmortalizadas en los aspavientos patrióticos de Diederich Heßling, el protagonista de esa insuperable novela que es El súbdito (1918), de Heinrich Mann, y en cuya tipología se denuncia la comprensión de un Estado (prusiano) que no había forjado a ciudadanos en la época guillermina, sino a sujetos rendidos a una neurosis formal de la Gehorsamkeit. c) Este último punto nos lleva a la tercera línea de fuerza de La nación tardía, que ahonda en la cuestión de la burguesía alemana y su paradigmática indiferencia política, cuya principal compensación la encontró en el desenfrenado potencial del trabajo industrial y del capitalismo, en la inmensa capacidad técnica y productiva del Reich guillermino. Este binomio tan weberiano, economía y burguesía, está recogido en el capítulo 6 y en parte del capítulo 7. A riesgo de simplificarla demasiado, la idea es la siguiente: a diferencia de las expresiones burguesas en Francia o Inglaterra, [que] reaccionaron con más calma a la Revolución industrial, lo cual se puede ver en los socialistas franceses, en Balzac y Zola, en Dickens, Darwin y Spencer y en los filósofos de ambos países [...] el carácter apolítico del pensamiento alemán favorece el abrumador impacto del industrialismo, que en sí mismo es apolítico porque, en el fondo, es instrumental. Despierta la alegría titánica por el trabajo, herencia luterana; apela a los instintos de la falta de tradición que ama lo nunca habido, lo ingente y el futuro ilimitado. Aumenta la extrañeza frente al Estado.26 Desde esta premisa comparativa, Plessner explorará el profundo impacto de la Revolución industrial sobre la burguesía alemana, es decir, el alcance de la economización de la existencia humana que tuvo en Alemania la rápida revolución del proceso mismo de trabajo, gracias a su tecnificación, con la aceleración del progreso y de riqueza material que todo ello supone. Para el filósofo de Wiesbaden, la consecuencia que constata al hilo de esta rápida industrialización —tan solo comparable a la norteamericana o la japonesa— es que tras la Primera Guerra Mundial reventaron los contrafuertes espirituales para la fragilidad existencial del homo oeconomicus burgués, agudizándose en la época crítica de Weimar, años de desbocado desempleo, inflación, crisis orgánica y radicalismo social, precisamente cuando la cultura apolítica por excelencia perdió el último resorte compensatorio de su rápida modernización, quedando al descubierto su valor absoluto y meramente sustitutorio: Un país como Alemania [...] ha de sufrir espiritualmente con mayor dureza que los pueblos occidentales el desmoronamiento de la economía. En su ausencia de tradición
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se halla más indefensa que estos. La fe en el progreso del especialismo científico e industrial suplió la carencia de una fe en el progreso político. Si la economía fracasaba una vez, tenía que mostrarse que Alemania había hecho del industrialismo su destino espiritual. Su concepto de cultura despertó e impulsó un afán de actividad creativa y de inagotable desasosiego que podía ser vivido en el emergente industrialismo. Este espíritu del trabajo llevaba el sello del siglo XIX Y no el del XVII o XVIII, así como una alegría mundana titánica que le es ajena al espíritu de trabajo puritano. Es guiado por una fe en el progreso simplemente mundanizada sin anclaje político en las ideas de la Ilustración.27 Este diagnóstico puede vincularse ciertamente con el conocido análisis de la ratio moderna de Theodor W. Adorno y Max Horkheimer en su Dialéctica de la Ilustración, de 1944. Por un lado, es convergente en relación con la instrumentalización y despersonalización de la razón moderna —altamente formalizada gracias a la propia expansión de las ciencias—,28 puesta al servicio del capitalismo y en connivencia legislativa con el Estado moderno industrial. Por el otro, sin embargo, Plessner se resiste a universalizar los acontecimientos alemanes en una historia del destino de la razón instrumental desde Odiseo hasta la modernidad capitalista de Occidente; fiel a su diagnóstico diferencial, busca visualizar de manera entrecruzada, aquellas condiciones histórico-religiosas, histórico-políticas e histórico-culturales que hicieron capitular precisamente a la burguesía alemana —y solo a ella— ante una crisis del ordenamiento de un Estado industrial europeo. De ahí que su mirada sobre el capitalismo y el industrialismo en la Alemania tardoimperial, «carentes de tradición en sentido eminente»,29 sobre la acelerada tecnificación del proceso mismo de trabajo, se centre en el impacto concreto en la actitud y la mentalidad resultantes entre aquellos estratos decisivos de la sociedad burguesa que abrazaron, ya a partir de la época guillermina, el rápido ascenso económico, o las derivas coloniales e imperialistas. d) La cuarta y última línea de fuerza se refiere al lugar concreto de la filosofía alemana, que en cuanto expresión sublime de la historia de la interioridad alemana ocupa una función destacadísima en la argumentación plessneriana (caps. 8-12). Fiel a su convicción de que las ideas —y con ellas la filosofía— sí determinan la acción de los hombres en el tiempo, Plessner no duda en buscar respuestas en el pathos específicamente filosófico de la cultura alemana, esa actitud por la que «estuvieron atravesados el trabajo y el juego, la investigación y el arte, toda la vida de la sociedad, de la economía y del Estado».30 Solo en ella se visualiza el lugar vertebrador de «la filosofía, como autoconciencia de la cultura y su expresión elevada a concepto»,31 y solo a partir de ella resulta posible atribuir responsabilidades de manera autocrítica. Ahora bien, Plessner no construye su diagnóstico entre filosofía y destino espiritual de Alemania a partir de una determinada comprensión teleológica de las raíces del irracionalismo burgués, como sí hará Lukács en El asalto a la razón,32 obra clásica con la que no obstante mantiene bastantes paralelismos. Y aunque comparta muchas de sus premisas sobre la ambivalente potencialidad de la Kultur, Plessner tampoco sigue la
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misma estrategia de Thomas Mann con respecto a la música alemana en Doktor Faustus, novela en la que la música de Adrian Leverkühn, en cuanto espacio por excelencia de la intimidad del espíritu alemán, se convierte en el escenario trágico de las vicisitudes políticas, sociales y culturales del país. Como se ha sugerido antes, la voz plessneriana se resiste a permanecer en la ambigüedad manniana de ese vínculo fatídico entre el destino del arte y el destino de la vida humana y, al decidir cargar estoicamente con la historia de la filosofía alemana, procede más bien con un arco expositivo que va de Kant a la filosofía de la existencia, pasando por Hegel, Marx, Kierkegaard y Nietzsche. De manera concreta, sostiene que la evolución de la filosofía en Alemania revela una búsqueda o indagación del individuo ilustrado hacia nuevas garantías compensatorias situadas en autoridades de mayor profundidad: desde la autoridad de Dios, pasando por la razón y el progreso histórico, hasta llegar a la certeza de la naturaleza, de la vida y, por último, de la raza. En esta búsqueda del más acá oculto, a imagen y semejanza de las ciencias modernas y en connivencia con ellas, la filosofía alemana ha creído acercarse, con su capacidad para la sospecha de ideología,33 «capa tras capa, a las profundidades de la esencia del hombre, ya que cree encontrar ahí el último y verdadero apoyo que se había perdido en el mundo debido al desencantamiento de la religión cristiana».34 Es decir, al tiempo que se desmoronan las autoridades religiosas, la sospecha radical de la conciencia moderna asume como programa emancipador la búsqueda de compensaciones y sustitutivos mundanos de mayor «transparencia», en la raíz del hombre, en una interioridad que se quiere libre de ilusiones pero que no privilegia en ningún momento el espacio público y deliberativo para comunicar su desenmascaramiento: El siglo XIX mostró el reemplazo de la filosofía [...] por la historia universal, y luego, a su vez, su desplazamiento por la sociología y la biología. En el enfrentamiento de la filosofía con la teología, el de la historia con la filosofía, el de la sociología con la historia y, finalmente —extendido hoy en toda su actualidad—, el de la biología con la sociología, se repite siempre la misma lógica de la sospecha y del desenmascaramiento de una autoridad nunca removida con los instrumentos de un nuevo e insólito método de observación científico.35 Con relación a la responsabilidad de la filosofía, la clave sobre la que insiste Plessner no es solo que la caída de la conciencia cristiana de tiempo36 y el desmoronamiento de la autoridad religiosa, espiritual e histórica dejaran la nuda existencia natural como único asidero, como fuente de sentido en un mundo por completo desprovisto de él. Más importante para atribuir responsabilidades era, como reza el título del capítulo 11, señalar la desorientación generalizada y la derrota reflexiva de «La filosofía a la búsqueda de su vocación perdida», precisamente en «La hora de la biología autoritaria».37 La mirada final a su generación es clara y afecta a las pocas estrategias o mecanismos de inmunización «desde dentro», desde la reflexividad crítica del propio gremio académico. No en vano, los años surgidos tras la Primera Guerra Mundial no hacían más que confirmar que los confines biológicos habían estallado en un violento
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programa de acción pura, de elogio de la decisión. En los exitosos programas de un Chamberlain o de un Spengler,38 pero también de un Ludwig Klages,39 se había desarmado el logos de la filosofía alemana. Esta, atrapada en su propia crisis semántica, había sido presa de su difícil encaje en la época de masas, en la sociedad industrial alemana, pero también de su excesivo especialismo científico y su saber compartimentado, su tradicionalismo, pero también su irresoluble tensión entre vocación y profesión, esto es como Beruf: Esta sociedad no parece concederle ya ningún espacio a la filosofía. Es como si la evolución individualizada de los oficios y las disciplinas hubiera pasado por encima de ella [...] se le ha reprochado que solo defendiera su existencia con el peso de la tradición. Aunque es importante no olvidar que la filosofía solo se puede defender en la medida en que filosofa. Y, puesto que carece de la prueba para demostrar su necesidad, dado que no puede basarse en una praxis del oficio como las demás ciencias, su propia existencia se convierte en un problema para la sociedad actual.40 Es comprensible que el posicionamiento final de Helmuth Plessner respecto al lugar y al futuro de la filosofía alemana, pensado en el año 1935, pueda parecer desesperadamente ingenuo. Pero su actitud estoica, de confianza tardoilustrada en la generación leal de formas políticas desde dentro de la reflexividad filosófica, debe ser leída justamente desde «el horizonte de una época en la que todo se ha vuelto cuestionable e inseguro»,41 empezando por el propio horizonte existencial de quien suscribía esas palabras. El pensador exiliado recurre a la vieja figura jurídica de la reservatio mentalis, ese último espacio defensivo del que disponía todavía un espíritu filosófico que, «frente a la nivelación del industrialismo, del Estado, de la política y de la ciencia, trata de salvaguardar la dignidad y el carácter irrenunciable del ser que se posee a sí mismo como sí mismo».42 Por tanto, si asumimos con Plessner que esa reserva no es sino «un límite externo ante la desintegración de la vida intelectual», la apelación valiente a la posibilidad creadora y a las fuerzas interiores asume en realidad el núcleo práctico todavía inexpugnable del proyecto ilustrado en general, kantiano en particular: De este modo [la reservatio mentalis] actúa como una llamada de advertencia que nos recuerda que, frente a las posibilidades instrumentales del filosofar, frente a la cantidad de análisis arbitrariamente ampliables dentro de las esferas decisivas más allá del bien y del mal y frente a este inacabable rumiar en los jardines del a priori, no se debe olvidar el sentido comprometido de la filosofía con la libertad.43 Con ello, el urgente momento ilustrado inherente a La nación tardía está fuera de dudas: como problematización reflexiva del presente, como razonamiento urgente sobre la actualidad, apela al riesgo de toda autocomprensión humana, y en ello dignifica, sin pompa ni boato, el lugar imprescindible de la filosofía en nuestras sociedades contemporáneas.
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1 Bajo esta idea, deudora de una conversación a tres bandas que mantuve en la Librería Rafael Alberti con los profesores José Luis Villacañas y Roberto Navarrete en la presentación de la edición española del libro —H. Plessner, La nación tardía. Sobre la seducción política del espíritu burgués (1935-1959), Madrid, Biblioteca Nueva, 2017—, quisiera expresar la particular condición de un pensamiento desde el exilio que indaga las fuentes espirituales de una barbarie como la constatada ya en 1933, pero sin conocer todavía el abismo inhumano de 1945. Por lo demás, quisiera agradecer a ambos el rigor y la generosidad con que compartieron su visión sobre La nación tardía, visión que ha influenciado sin duda las siguientes páginas. 2 De hecho, el libro fue vendido durante seis meses en territorio alemán y dio lugar a bastantes reseñas internas, no todas negativas. Esta situación se mantuvo hasta que el Ministerio de Göbbels indagó la afiliación del autor a la Reichsschrifttumskammer y, por tanto, sus credenciales arias, provocando su retirada de circulación en abril de 1936. Para más detalles, véase la excelente biografía intelectual de Plessner firmada por C. Dietze, Nachgeholtes Leben. Helmuth Plessner (1892-1985), Gotinga, Wallstein, 2006, pp. 154 ss. 3 Véase H. Plessner, Límites de la comunidad. Crítica al radicalismo social, Madrid, Siruela, 2012. 4 Véase id., Poder y naturaleza humana. Ensayo para una antropología de la comprensión histórica del mundo, Madrid, Escolar, 2018. 5 H. Plessner, La nación tardía, op. cit., pp. 42-43. 6 Sigo aquí las valiosas reflexiones de Joachim Fischer, «Die exzentrische Nation, der entsicherte Mensch und das Ende der deutschen Weltstunde», en Deutsche Vierteljahresschrift für Literaturwissenschaft und Geistesgeschichte 3 (1990), pp. 395-426, esp. pp. 420-426, así como J. Fischer, «Helmuth Plessner, La nación tardía: la reconstrucción de un estudio clásico sobre Alemania», en H. Plessner, La nación tardía, op. cit., pp. 1130. 7 «Contra el falso acento dramático que el anterior título parece conferirle hoy al libro, solo podemos tomarlo bajo nuestra protección en la medida en que decimos, ya desde un principio, qué es lo quiere y qué es lo que permanece fuera de sus límites. Quiere descubrir las raíces de la ideología del Tercer Reich y los fundamentos desde los que pudo desplegar su efecto demagógico. Sin embargo, deja de lado tanto a las personas que contribuyeron política y literariamente a que esta ideología surtiera efecto como a los muy distintos niveles de su militante periodismo. Nosotros no hacemos ni historia de los dogmas ni historia contemporánea en sentido estricto. Si se quiere clasificar el libro, entonces la etiqueta “Contribución a la historia espiritual del nacionalismo alemán” será la que menos lo eche a perder» (H. Plessner, La nación tardía, op. cit., p. 36). 8 Ibid., p. 35. 9 H. Plessner, La nación tardía, op. cit., p. 196. 10 Recordemos qué pensaba Nietzsche sobre aquel arte musical en Más allá del bien y del mal, § 240: «Un emblema preciso y genuino del alma alemana, la cual es simultáneamente joven y anticuada, excesivamente madura y fecunda en su futuro. Este tipo de música es el que mejor expresa lo que pienso de los alemanes: son de anteayer y de pasado mañana, aún no tienen hoy» (F. Nietzsche, Más allá del bien y del mal. Preludio de una filosofía del futuro, Madrid, Tecnos, 2018, p. 208). Por otro lado, no es menos cierto que el tópico del retraso alemán tiene sus raíces en la octava misiva herderiana de las Cartas para el fomento de la humanidad (J. G. Herder, Briefe zur Beförderung der Humanität, en Werke vii, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 1991, p. 549). 11 En su comentario a La nación tardía, Habermas resalta este aspecto interno como clave para perfilar el tema —por aquel entonces muy candente— de la Schuldfrage alemana: «Solo cuando el fragmento nacionalsocialista de nuestra historia sea entendido desde el contexto de la tradición alemana, quedará conjurado el peligro que ya es casi algo más que un peligro: pues tan fatal como la versión que considera el fascismo como un destino en el contexto de la historia universal o de la historia del Ser, es esa otra más corriente que ve en él una especie de avería histórica; esa versión hace de la culpa un triste accidente,·y del accidente pronto acabaremos haciendo lo que sucede siempre y en todas partes» (J. Habermas, «Helmuth Plessner», en Perfiles filosófico-políticos, Madrid, Taurus, 1975, pp. 114-126, esp. p. 115). 12 A esta idea Bloch contrapuso —en su famoso libro de 1935 titulado Erbschaft dieser Zeit y publicado también en un difícil exilio— los desniveles histórico-temporales de las Ungleichzeitigkeiten, esas asincronías que tanto aprovecharán Koselleck y Luhmann (E. Bloch, Erbschaft dieser Zeit, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 1985). 13 Eso es en cierto modo lo que daba a pensar el primer título del libro, a saber, «la sospecha de ser considerado una profecía vuelta del revés, porque las palabras “destino” y “catástrofe” parecen remitir una a otra, como si en la
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catástrofe política se hubiera cumplido, para desgracia de Alemania y Europa, el destino de un espíritu» (H. Plessner, La nación tardía, op. cit., p. 36). 14 R. Koselleck, «Deutschland – “eine verspätete Nation”?», en Zeitschichten. Studien zur Historik, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 2000, pp. 359-379. 15 Sobre su sintomatología específica remito al excelente estudio de J. L. Villacañas, «La nación tardía y nosotros. El sentido de un concepto», en La nación tardía, op. cit., pp. 207-238, esp. pp. 225 ss. 16 H. Plessner, La nación tardía, op. cit., p. 62. 17 R. Koselleck, «Deutschland – “eine verspätete Nation”?», op. cit., p. 370. 18 H. Plessner, La nación tardía, op. cit., p. 66. 19 A. Harrington, German Cosmopolitan Social Thought and the Idea of the West. Voices from Weimar, Cambridge, Cambridge University Press, 2016, p. 85. 20 R. Navarrete, «Alemania y el complejo romano. Sobre La nación tardía, de Helmuth Plessner», en Res publica 22 (2018), p. 398. 21 La llamada staatliche Zwangstaatskirche es, por lo demás, una institución clave en toda la interpretación plessneriana: «El obligatorio recogimiento de lo evangélico en una Iglesia estatal provoca el desplazamiento de numerosos intereses que, en circunstancias libres de activación y revestidos con la dignidad de la corresponsabilidad, habrían estado vinculados religiosamente al horizonte de la confesión. Esta circunstancia provoca el éxodo y la derivación hacia ámbitos mundanos de estos intereses, cuyo libre juego creador, valor y alegría son prohibidos por la rígida estructura del Estado y la Iglesia. Puesto que, debido a su fe, el protestante se ve relegado a estos ámbitos como espacios de actividad y acreditación religiosas, la propia mundanización de la vida entera adquiere un impulso y un carácter religiosos» (H. Plessner, La nación tardía, op. cit., p. 86). 22 Así explica Plessner, de hecho, la particularidad sociológica de la llamada Deutsche Bewegung en relación con el tipo de literatura que se hizo a espaldas del espacio público, al menos hasta Heine: «Sin el respaldo de una cultura literaria aristocrática, los poetas y pensadores surgieron del pueblo entre 1750 y 1850 siempre de forma individual y, aunque tenían su público, no disfrutaban del prestigio socialmente estipulado. En una situación así no se pudo desarrollar la novela moderna, que tiene como presupuesto, tanto en su contenido como en el tipo de narración, a la sociedad. Tampoco pudo desarrollarse la relación objetiva hacia el lenguaje civil aceptado, que permite la ironía y, sobre todo, la autoironía, es decir, la movilidad lúdica en la envoltura socialmente asegurada de la seriedad» (H. Plessner, La nación tardía, op. cit., p. 40). 23 Ibid., p. 99. 24 H. Plessner, La nación tardía, op. cit., p. 86. 25 Ibid., p. 87. 26 H. Plessner, La nación tardía, op. cit., p. 107. 27 H. Plessner, La nación tardía, op. cit., p. 106. 28 «Esta expansión solo fue posible y prácticamente ilimitada, porque los frutos de la ciencia se autonomizan en sus posibilidades de aplicación y porque el manejo de los aparatos y de las máquinas, aunque está vinculado a la comprensión de la teoría, no lo está a la comprensión del ethos humanístico de la teoría. Conducir un coche y fabricarlo son dos cosas distintas. Pero, para fabricarlo, no hace falta poseer una tradición humanística; no es necesario ni ser Fausto ni entenderlo. El progreso industrial se basa en el desprendimiento de la aplicación técnica respecto de su teoría, y la europeización de la Tierra se basa en la capacidad de neutralizar la teoría respecto del ethos y los conocimientos que subyacen a esta» (ibid., pp. 56-57). 29 H. Plessner, La nación tardía, op. cit., p. 111. 30 Ibid., p. 88. 31 Ibid. 32 G. Lukács, El asalto a la razón. La trayectoria del irracionalismo desde Schelling hasta Hitler, BarcelonaMéxico, Grijalbo, 21968. 33 Esta preocupación plessneriana, deudora de los estudios seminales de Karl Mannheim, está perfilada ya en un importante artículo de 1931 titulado «Abwandlungen des Ideologiegedankens», en H. Plessner, Gesammelte Schriften x, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 22016, pp. 41-70. 34 Id., La nación tardía, op. cit., p. 119. 35 H. Plessner, La nación tardía, op. cit., p. 118. 36 Idea clave que, por lo demás, llega a definir estratégicamente como «hilo conductor» de estos capítulos
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finales: «desde la historia de la salvación, condicionada por la escatología, pasando por las concepciones del progreso finito e infinito, hasta llegar a la disolución de la historia universal en un pluralismo de desarrollos históricos que, vinculados cada uno a su perspectiva propia, se abren en su relación interna a lo largo y ancho del presente. A este último nivel de desmitologización de la historia pertenece la teología negativa del hombre en su pura historicidad, a saber: como formalismo de la pura existencia» (ibid., p. 41). 37 H. Plessner, La nación tardía, op. cit., p. 153. 38 Ibid., p. 187. 39 Ibid., pp. 185 ss. 40 Ibid., pp. 169-170. 41 H. Plessner, La nación tardía, op. cit., p. 185. 42 Ibid. 43 Ibid.
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3. Cassirer y el mito del Estado José Luis Villacañas
1. Función de totalidad en la forma de vida Como sabemos, el mito para Ernst Cassirer es ante todo una función universal. Como tal, esa función no puede ser ni erradicada de, ni superada por, ninguna cultura.1 La estructura central de esta función es la producción de unidad y es la heredera del tipo de representación que el kantismo había llamado ideal. No era meramente un orden del entendimiento, sino un orden unitario de todos los aspectos de la vida que intervienen en la existencia humana. Si la filosofía de Kant refería finalmente a la construcción de una Lebensweisheit, Cassirer vio con claridad que esta sabiduría de la vida era más bien ofrecida por la función unitaria del mito, y no tanto por la popularización de una filosofía académica. Los elementos con los que la función del mito se cumplía y forjaba su unidad no eran en modo alguno los órdenes ideales que la filosofía ofrecía. Procedían de los elementos más dispersos de la vida social y cultural, sobre restos de todo tipo, aspectos inconscientes, arcaicos, en absoluto atravesados por el análisis académico, sino depositados en construcciones metafóricas. Analizarlos y describir sus usos formaba un discurso que no podía reducirse a la historia de la razón. Todos estos elementos se conjuntaban en cercanía con las realidades sociales y con el mundo de la vida. Esta tesis implicaba que la función mítica disponía de su propia historia, su propia evolución junto con la ciencia. En realidad implicaba que la historia de la Ilustración disponía de un lugar propio en el seno de esta historia del mito, más amplia y continua. Esta tesis valía para la historia humana. Sin embargo, Cassirer asumía que esa tarea de la función mítica era mucho más intensa en la sociedad moderna, condenada a la fragmentación. Así que, cuando miramos todo el proceso histórico obtenemos una visión más o menos precisa: tras el intento de la Ilustración, asistíamos a una regresión mítica. Si nos preguntamos de dónde procede la necesidad estructural de la función mítica, obtendremos de Cassirer una respuesta que es muy cercana a la de Hans Blumenberg. Se trata de la inquietud que atraviesa el río, de las dificultades del ser humano con su autoconocimiento. Sabemos que esta inquietud es la base de eso que llamamos praxis o moralidad. Esas dificultades, que también son las de la Ilustración, son todavía más intensas en el mundo moderno. La función del mito no puede clausurarse. Podía haberse clausurado en metáforas totales de haber cumplido la Ilustración su promesa de ofrecer una sabiduría de la vida. Pero la mediación filosófica capaz de sostener esta sabiduría
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mundana era demasiado quebradiza como para mantenerse en los términos universales que la función del mito atiende con menos mediaciones. La Ilustración, desde Aristóteles, intenta neutralizar la conocida sentencia de Damascio, filómythos é psyché. Cassirer fue de los primeros en reconocer que ese intento había fracasado. El mito había vencido a la Ilustración, una conclusión que era bastante diferente de la que de forma inmediata pondrían en circulación Adorno y Horkheimer: que el mito anidaba en el seno mismo de la Ilustración. Esta línea de trabajo, que tensionaba las relaciones entre Ilustración y mito, culminó en El mito del Estado, el libro al que dedicaré estos breves comentarios. Sin embargo, la pregunta de este momento de la investigación de Cassirer era más concreta. William Schultz la ha presentado así: «En su forma acostumbrada, Cassirer presenta la genealogía y los orígenes del problema: ¿por qué la vida política del siglo XX, supuestamente civilizada y basada en la sofisticación científica, llegó a ser tan bárbara?».2 La respuesta que en general obtenemos es que la lógica que desplegaron los nazis fue la lógica del mito. Explicar tanto la necesidad del mito como sus problemas, comprender la universalidad de su función, formaba parte del programa ilustrado, y se ofrecía como el último medio para contener el enorme poder del mito sobre la vida humana. La conciencia del mito y sus condiciones de posibilidad le parecía a Cassirer un medio para neutralizar su capacidad potencial de elevarse a instancia absoluta. Al cumplir esta tarea, la filosofía preservaba un reducto de libertad en el ser humano. Un mito consciente, esta era la enseñanza convergente con Freud, genera libertad y autoconciencia en aquel que lo habita o encarna. La filosofía seguía siendo así una fuerza capaz de obstaculizar lo que de otro modo podía presentarse como destino. Quizá está aquí la clave de sus diferencias con Heidegger. En este sentido, se puede decir en verdad que, frente a la deconstrucción de la Modernidad que llevan a cabo los autores que proceden de Heidegger, la obra entera de Cassirer puede ser presentada como una repetición de la Modernidad. Cuando lo comparamos con Roland Barthes comprendemos que estamos ante una tradición específica que nos permite resaltar algunas cuestiones. Cuando Barthes llama al mito una parole, quiere decir que el mito no está definido por el objeto de su mensaje, sino por la manera en que expresa su mensaje. No es el significado lo decisivo del mito, sino el significante. De ahí que cualquier significado puede ser mítico, ya sea una imagen, una narración o un objeto. Así que el mito era un «sistema semiológico secundario» que incluso iba más allá del significante, pero que no podía separarse de él. Se trataba de la denotación que estaba ampliada por la connotación. Era esta la que fecundaba un conjunto amplio de significaciones que constituían un modo de vida. Sin embargo, Barthes dice aquí algo que Cassirer apunta: el mito configura una forma de vida. Es un mito político en la medida en que la política está incluida en la totalidad, pero no puede cumplir su función solo en atención a las estructuras políticas. Sin la mediación por las estructuras vitales no hay mito verdadero y sin ella no hay función política. El caso de Georges Sorel no era contrario a esta tesis. Si el mito de la huelga general era efectivo no era por ser directamente político, sino porque en la huelga
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general cambiaría de forma radical el estatuto ético, moral, económico, político y social de los participantes en ella de tal manera que transformaría su forma de vida. Eran las bases mismas de la existencia las que resultaban afectadas por el mito. En este sentido, cuando Schmitt habla de la dimensión existencial de la diferencia amigo/enemigo no está lejos de sugerir que se trata de una diferencia mitopoiética.3 De la misma forma, solo en la medida en que penetra a través de las distintas esferas de acción social y genera una forma de vida, el mito puede producir ese tipo de resultado que ha descrito Benedict Anderson con sus comunidades imaginadas. Esta capacidad formativa totalizante, que afecta a la dirección de la vida tanto como a la concepción del mundo, capaz de implicar la verdad y la norma de vida, es la que ha destacado Jan Assmann en su libro Das kulturelle Gedächtnis.4
2. Modernidad y fragmentación En términos weberianos, el mito alcanzó una función inédita ante la insoportable fragmentación de la vida social propia de la Modernidad tardía. Desde este punto de vista, es verdad que el diagnóstico inicial no era divergente entre Cassirer, Weber y el propio Husserl de La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental. En cierto modo era la forma en la que había estallado la vieja escisión entre las ciencias de la naturaleza y las de la cultura, que todavía la Escuela histórica de la economía natural, y el propio Nietzsche, creían mantener a raya. Por supuesto, la filosofía había pugnado por reconstruir la unidad, como en el caso de Dilthey, quien propuso que bastaban las ciencias del espíritu para ofrecer concepciones del mundo, frente a los que habían intentado regular las relaciones entre los fragmentos desde una ética de la responsabilidad, como Weber. El precio de esta regulación ética weberiana era la anulación de toda sistematicidad filosófica. Por tanto, implicaba asumir el fracaso de la filosofía para dotarnos de una concepción del mundo. En paralelo, debemos recordar el firme rechazo de Freud, al final de la última serie de sus Lecciones introductorias al psicoanálisis, a la hora de hacer de su ciencia una concepción del mundo.5 Para Weber este fracaso de la filosofía clásica no era sino un estímulo para una nueva forma de relación con la realidad que fuese capaz de colmar su hambre de ella. Para Husserl fue el despertar de un sueño que sepultó la fenomenología en el colapso. Para Cassirer fue un estímulo para organizar una nueva ciencia de la cultura. Todos en cierto modo se despedían del sistema de Hegel, mucho antes de que la posmodernidad repitiera el mismo gesto. Pero aquí estaba la cuestión central, pues las formas de despedirse de la función sistemática de la filosofía fueron muy diferentes. Y aquí es donde queremos situar nuestro argumento. Sin embargo, no tenemos dudas de cuál era el punto de partida. La filosofía fue incapaz de mantener la unidad y de contener la creciente fragmentación. El sistema de Hegel es el más grande intento de abrazar el conjunto del conocimiento y de organizarlo en virtud de un pensamiento guía. Pero Hegel no fue
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capaz de alcanzar esta meta. Esto dijo Cassirer en su Lógica de las ciencias de la cultura.6 El mito había venido a reocupar ese centro ausente de vida intelectual, y se había hecho con su poder directivo sobre la forma de vida. Si hay una diferencia apreciable entre Helmuth Plessner y Cassirer a la hora de abordar este asunto, reside en que Cassirer responsabilizó a la filosofía misma por este fracaso a la hora de ofrecer el centro directivo de la vida. Como dijo en el primer volumen de la Filosofía de las formas simbólicas, la filosofía que era la Einheitsinstanz había fallado en su tarea. Este fallo no era un episodio más de la lucha aporética de los partidos de la metafísica, cuya dialéctica ya había descrito Kant como interna a la razón. No era solo la metafísica la que producía ese conflicto, y por eso la solución ya no podía ser la crítica trascendental capaz de diluir el conflicto de los partidos y de sellar el terreno de paz. Se trataba de una pérdida del centro intelectual, de una falta de orientación, de una crisis debida a la inexistencia «de un poder central capaz de dirigir todos los esfuerzos individuales».7 Este nuevo hecho, el específicamente moderno, no afectaba a la razón especulativa, sino «a todo el campo de nuestra vida moral y humana».8 No era un asunto de unidad conceptual, sino de unidad existencial. En suma, si la fragmentación no era un fenómeno más de lo que podemos llamar la eterna dialéctica de la razón, cabía preguntarse por la utilidad de la filosofía trascendental clásica para regular ese conflicto. Así que ni Hegel ni Kant parecían suficientes para mediar en los nuevos conflictos intelectuales. Las ambivalencias de la posición de Cassirer proceden de la íntima voluntad de mediación de las dos grandes filosofías idealistas. En el fondo, deseaba impulsar un análisis trascendental nuevo capaz de responder a los problemas de la unidad hegeliana del espíritu. Ya no se trató de diluir el conflicto de la metafísica mostrando la ilegitimidad de las diversas formas de pensar la totalidad, como habría hecho Kant. Se trató de estudiar la fragmentación cultural moderna de tal manera que no se rompiera por completo con el horizonte de la unidad del espíritu como había intentado Hegel. Vemos así que la ciencia de la cultura venía a sustituir la potencia de la crítica, pero ya no podía reposar en la mera lógica (como pensaba Hegel). Ahora mostraba que las ideas abstractas en batalla no estaban separadas de los diversos aspectos de la vida cultural y de la totalidad concreta de la vida social, algo que Kant no atisbó. Pero frente a Hegel, Cassirer veía con claridad que las formas del espíritu no estaban atravesadas por una dialéctica histórica unitaria que caminaba hacia un saber absoluto. Las formas del espíritu trabajaban en una concreta totalidad que no podía ser organizada ni sistematizada, pero al menos podía ser llevada a la autoconciencia unificada de las funciones simbólicas que ejercían. No parecía haber aquí implicaciones de los actores sociales reales, de los grupos humanos que en el fondo estaban detrás de los procesos que llevaron al poder a los nazis. Esta aproximación seguía dependiendo de la centralidad de la filosofía en la vida social alemana y quizá desde este punto de vista era un tanto unilateral. Sin embargo, no por ello deja de ser significativa. Como sabemos, la vía de Cassirer fue mostrar el estatuto peculiar de la función de la
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forma simbólica. Esta no gozaba de la formalidad kantiana. No era el nuevo sujeto trascendental que se desglosaba en las funciones categoriales que convergían en la formación del objeto. Por supuesto que era un nuevo paradigma, pero no proporcionaba una unidad sistemática ni generaba las formas concretas de las esferas simbólicas a partir de una forma simbólica abstracta. Como Weber, se puede decir que «la perspectiva filosófica completa de Cassirer comienza con el reconocimiento de la autonomía de una pluralidad de dimensiones del espíritu».9 Y, a pesar de ello, en la Filosofía de las formas simbólicas se producía el malentendido de que hubiera algo así como una función simbólica general que estuviese por encima de todas las formas simbólicas concretas. Se trataba de una impresión que estaba casi obligada por la finalidad orgánica que buscaba Cassirer. La aspiración era recuperar ese centro unitario perdido, mirar todas las construcciones simbólicas de tal manera que formaran un conjunto, aunque fuera mediante una relación inmanente entre ellas, sin trascendencia alguna. La función simbólica era una forma no metafísica, no dogmática, regulativa, reflexiva, comparativa, de mantener la unidad y la universalidad y por eso era el sustitutivo de la subjetividad trascendental, pues permitía seguir pensando con un nivel de abstracción que Cassirer consideraba el adecuado a la reflexión filosófica. No podemos exponer aquí las bases de su Filosofía de las formas simbólicas. Solo debemos apreciar una oscilación esencial al pensamiento de Cassirer que resulta decisiva para entender el problema de El mito del Estado. Se trata, por supuesto, de la oscilación entre fragmentación y unidad. Esta oscilación tenía que ver con la estructura del intuir y su inevitable cargarse con symbolische Prägnanz en sus diferentes formas de presencia representacional. Aquí enraizaba en la «vida del espíritu objetivo», pues cada una de esas pregnancias configuraba una esfera cultural.10 Por supuesto que este nivel de análisis estaba presionado por las exigencias de la fenomenología, pero no por ello dejaba de ser sensible a las evocaciones del sistema hegeliano. La pregnancia simbólica identificaba una dimensión antropológica del símbolo desde un concepto de vida. Sus resultados representacionales, sin embargo, alcanzaban un equivalente a la objetividad unitaria y universal del espíritu justo por su dependencia unitaria de la vida. Cassirer luchaba expresamente con la metafísica de la vida de Bergson, que pregonaba un acceso inmediato a la vida a través de una pura intuición carente de símbolo, capaz de darnos el «pure ego». Por supuesto, así se defendía de forma más intensa la pluralidad, pues se mostraba que a la vida no se llegaba desde un acceso que no pusiera distancias respecto de ella. Solo desde esa distancia era visible. Pero entonces solo podía ser parcialmente visible.11 Esto le llevó a decir, en Filosofía de las formas simbólicas, que «cada una [de las formas simbólicas] no se mueve pacíficamente una por una, buscando complementar a la otra; sino que cada una llega a ser lo que es solo por demostrar su propio particular poder contra las otras en una batalla con las otras».12 Esto se parecía a la lucha de dioses de Weber, pero Cassirer no podía olvidar la demanda de forma unitaria de la vida, una exigencia que dependía de la mirada humanista. Vemos así que la filosofía de Cassirer recompone todos los debates del primer tercio del siglo y que tras él emerge la dialéctica entre vida y forma que había
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constituido el sustrato final de la filosofía de Simmel. Cassirer, como nuestro Ortega, también comprendió el drama de la vida y del espíritu, de la vida y la forma, de la vida y la cultura; la conquista de su Antropología es justamente la de mostrarnos ese drama interno a la problematicidad inmanente e insuperable del ser humano. El carácter mediador del ensayo «Espíritu y Vida» entre la Filosofía de las formas simbólicas y la Antropología filosófica resulta claro. Era este concepto de ser humano el que no podía gozar del final del saber absoluto que la Fenomenología del espíritu auguraba. La naturaleza no se agota en el espíritu porque este es solo una forma de distancia, una garantía de ver, una pregnancia simbólica, una significatividad siempre parcial. Lo específico de Cassirer fue mantener todavía esa unidad del espíritu, soporte de las formas simbólicas, una categoría que le permitía hablar de la «trascendencia de la idea» en su drama con la inmanencia de la vida. Para ello necesitaba una teoría formal del espíritu como forma unitaria, que compensara la reducción del símbolo a una necesidad antropológica que no podía ser satisfecha en una sola dirección. Nunca se vio más clara esta oscilación entre unidad del concepto de espíritu donador de forma y de pluralidad de necesidades antropológicas fragmentarias que al final de la Antropología. Cuando llegó la hora de extraer conclusiones dijo dos cosas diferentes. «Una filosofía de la cultura comienza con el supuesto de que el mundo de la cultura no es un mero agregado de hechos disgregados y dispersos; trata de comprenderlos como un sistema, como un todo orgánico».13 Es la tesis de la necesidad de la forma, ese foco común a todos los ámbitos de la cultura. Por eso añadió: «Los hechos son reducidos a formas y se supone que estas formas mismas poseen una unidad interna».14 Pero tras estas afirmaciones, que eran coherentes con toda la línea de su trayectoria, se preguntó si de verdad se había conseguido este resultado tras el análisis de las diferentes formas simbólicas. «Bajo este aspecto de nuestra investigación acaso nos sintamos inclinados a la tesis contraria, la de la discontinuidad y heterogeneidad radical de la cultura».15 Era la tesis weberiana de un mundo sin forma. Así que Cassirer creyó que esta diferencia reposaba en un doble aspecto: la tesis de la forma era asumible por una ontología, pero para una filosofía crítica no estábamos obligados a probar la unidad sustancial del ser humano. De nuevo, no obstante, la oscilación se mantenía en otro nivel al reconocer que era posible concebir tal unidad a nivel funcional, una coexistencia de contrarios. Así se reconcilió con Heráclito y asumió que las diferentes formas culturales «concuerdan por una conformidad en su misión fundamental».16 Esta misión fundamental era conducir a una «progresiva autoliberación del ser humano» y por tanto estaba al servicio del proyecto ilustrado. En cada forma expresiva de cada esfera de cultura, el ser humano se hacía con un nuevo poder, «el de edificar un mundo suyo propio, un mundo ideal».17 Pero justo porque el programa era una autoliberación, el ser humano no podía prescindir de, ni renunciar a, la búsqueda de una «unidad fundamental en este mundo ideal». Se afirmaba la tesis weberiana del conflicto, pero a pesar de eso se señalaba que «esta multiplicidad y disparidad no significa discordia o falta de armonía». Era de nuevo el arco y la lira. La presión de la forma lo exigía. Goethe no podía ser olvidado.
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3. Mito y práctica social En la Antropología el pensamiento mítico era el modo originario de forma, el expediente de totalidad de la existencia que aspira a la conservación de sí mismo. Como figura de la tradición sagrada e inviolable, el mito tenía que haberse quedado restringido a las formas arcaicas de existencia humana. Por supuesto, Cassirer sigue pensando en términos de conservación y dinamismo y utiliza la categoría de metamorfosis como resultado del «perfecto equilibrio»18 entre evolución y estabilización. Pero en el Mito del Estado no pudo menos que apreciar un «cambio radical en las formas de pensamiento político» que consistía en la «aparición del poder del pensamiento mítico».19 Esto era algo diferente de un perfecto equilibrio. Era una regresión que implicaba la derrota del pensamiento racional. Este regreso del mito obligaba a una nueva consideración de este fenómeno, algo que Cassirer realizó en el capítulo dedicado a pensar «La estructura del pensamiento mítico». Por supuesto, allí tuvo que manifestarse crítico de Levy-Brühl acerca de la existencia de una supuesta lógica de la mente primitiva. Si existiera ese soporte específico, habría sido dejado atrás por el progreso y no podría reemerger. Como era obligado, revisó la tesis de Max Müller, que conocía desde Mito y lenguaje, y que se representaba el mito, wittgensteinianamente, como el resultado de las falacias, ambigüedades, flexibilidades y confusiones del lenguaje. El mito como patología del lenguaje sería un antecedente de la metafísica y tendría el mismo origen. Cassirer, como es sabido, no dio por falsas estas interpretaciones, pero se dirigió a lo que llamaba «un estrato más profundo», el del mito como una historia que explica un rito.20 Este cambio de perspectiva es profundo. No hace del mito un conjunto de representaciones, sino de prácticas y actos sociales. No es un estadio preespeculativo, sino un orden emocional. La nueva tesis, inspirada en W. Robertson-Smith, dice, en palabras de Jane Ellen Harrison, que «lo que un pueblo hace con respecto a sus dioses debe ser siempre la clave, tal vez la más segura, para saber lo que piensa».21 Ahora bien, la noción de rito implicaba una comprensión antropológica muy compleja que hace del sentimiento el núcleo elemental de los estados mentales, pero en cierta forma estos son expresión de los estados o impulsos motores. Los estados corpóreos, motrices, impulsivos, inconscientes, son los decisivos para producir las dimensiones afectivas y sentimentales, y estas a su vez se reflejan en las figuras conscientes. Pues bien, los ritos ordenan la parte motriz del cuerpo y de este modo generan sentimientos y afectos. De ahí que el ritmo, el movimiento solemne, la danza dionisíaca sean elementos centrales del rito. Su resultado era el cumplimiento de sentimientos y afectos, deseos y apetitos. Solo cuando se narra una historia se toma conciencia de lo que se hace y se llega al mito.22 El uso que hace Cassirer de Freud en este libro es decisivo y con claridad saludó sus aportaciones como un progreso evidente. Cassirer lo vio en el hecho de que Freud consideró el mito como un sistema. Cierto que un sistema patológico, pero del mismo orden que las neurosis presentes. No era un estrato que quedaba en el pasado, incapaz de regresar, sino un orden arraigado en la naturaleza humana. Cassirer no logra ocultar su agradable sorpresa al comprender que Freud habla aquí más como un metafísico que
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como un médico. Se refería sin duda a que disponía de una antropología, pero la limitación de su aproximación se manifiesta al calificarla como una metafísica dogmática, en este caso afincada en el instinto sexual. No hay duda, desde luego, de que Cassirer se aproximaba a Freud lo justo para separarse. Mientras tanto, la palabra central había sido pronunciada y era una que venía a vincularse a la oscilación que ya hemos registrado como la central de su pensamiento. Se trataba de la palabra «sistema». El mito no solo era sistema, sino que producía sistema bajo una especie, una pregnancia: la unidad del sentimiento frente a la «identidad fundamental de la vida».23 Era la forma de establecer lo que la filosofía buscaba, la reunificación de la vida de la naturaleza y de la sociedad, del individuo y del grupo, de antepasados y presentes, de animales y humanos, y conceder a la totalidad de la existencia un sentido y una dirección, la de participar de la sociedad de la vida. Esta participación no es intelectual, sino emocional. Vemos así que el mundo del rito, con su motricidad, se fija y estabiliza en tanto que produce elementos emocionales valiosos que ahora son expresados en el mito. Aquí reside el sentido de la fórmula de Cassirer, que tan cercana resulta de la fórmula de Aby Warburg: el mito es una emoción convertida en imagen. Por supuesto, Cassirer no apreció hasta qué punto Freud estaba preparado para favorecer esta tesis suya, al mostrar que el trabajo del inconsciente resuelve sus deseos mediante imágenes y así restablece cierto equilibrio de energía psíquica. Sin embargo, apreció que aquí se abría paso un cambio radical. Esta imagen tenía pregnancia simbólica porque objetivaba un deseo, una emoción. Por eso pudo decir, desplegando la fórmula, que «el simbolismo mítico conduce a una objetivación de sentimientos».24 El hecho de la objetivación viene preparado por la imagen. El mito es una ékphrasis, una ampliación, la introducción complementaria de la narración en la imagen. Aunque Cassirer usa a Herbert Spencer para establecer que este proceso implica una descarga nerviosa, podría haber usado a Freud para el mismo fin. Pero a él lo que le interesaba no era que en efecto, por ese proceso se obtuvieran formaciones de compromiso para descargas, investiduras objetivas de energía o catexis. Lo que le interesaba era su efecto sistemático complejo. Por ello se dedicó a mostrar que en el proceso del mito se tenía una economía de las emociones muy compleja. Habló de exteriorización, pero también de objetivación, concentración, condensación, intensificación de las emociones, de tal manera que el mito producía efectos sedantes y colectivos. Por eso, avanzando en su fórmula, añadió que el «mito es una objetivación de la experiencia social del hombre».25 Apenas podemos dejar atrás la impresión de que el mito tejió la estructura completa del mundo de la vida de las sociedades primitivas. Pero a pesar de las advertencias de Freud, Cassirer no podía separarse de las poderosas presiones que entendían la vida histórica posterior como una lucha contra el mito desde Sócrates y los sofistas, los grandes héroes que miraron al ser humano ya no a la luz mítica, sino a la luz ética, cuya culminación llegó con el desplazamiento platónico del mito por una paideia que reclamaba la íntima dependencia de la reforma de la filosofía y la reforma de la polis, la producción de un cosmos social capaz de revelar el cosmos natural, de una justicia del
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alma y de la ciudad. Si Platón aspiró a algo fue a desplazar el sistema del mito por el sistema de la filosofía. Pero Platón no deseaba acabar con el mito. Deseaba ofrecer la clave filosófica para producirlo de forma verdaderamente sistemática. Por eso al filósofo le correspondía la fundación de la comunidad, y entregar al poeta las líneas generales con las que elaborar sus propias historias. Creo que Cassirer ha visto claro aquí. La filosofía para Platón es la disciplina del mito, el criterio de su producción.26 Con ello, el mito ganaba una nueva sistematicidad desde el orden y la unidad de la filosofía y este acuerdo era decisivo para la nueva idea del Estado. Que Cassirer vea en Platón el ideal del estado de derecho y no la primera propuesta de Estado mítico es un enigma. De su propia descripción se sigue la propuesta de un Estado cuya vida cotidiana se entrega a un mito sólidamente anclado en una filosofía, construido desde ella. Por eso no es del todo claro que Platón tuviese que destruir «de raíz el poder del mito».27 Dejó en pie el mito que, desde su filosofía, sostenía la vida del Estado. Es verdad que Platón ponía el mito al servicio de una idea de justicia, pero era consciente de que la masa de los campesinos y guardianes no podía vivir sin la fuerza mítica. Por lo demás, sabía que una religión mítica ya sin fuerza era el punto de partida para los hombres como Calicles. Así que su camino fue intermedio. Impidió la voluntad de poder desnuda, pero al precio de proponer una comprensión del Estado capaz de reconectar con la forma mítica y disponer de una ingeniería institucional ceremonial. Cuando Cassirer proclamó que la teoría platónica del Estado legal es un «patrimonio imperecedero de la cultura humana»28 estaba respondiendo a los principios mismos de la escuela neokantiana y mostrando el prejuicio fundamental del que no podía prescindir. Sin embargo, no es capaz de asumir la inconsistencia de proclamar a Hegel como el principal inspirador del totalitarismo, hasta el punto de que la guerra ruso-alemana no sería sino una nueva lucha entre la derecha y la izquierda hegeliana.29 En suma, no es capaz de ver la íntima afinidad entre el pensamiento de Platón y el de Hegel. Consciente de que tenía que decir algo para fundar la diferencia entre los dos pensadores, hizo de Platón el hombre de la «responsabilidad individual» frente al hábito y la costumbre y frente al sacrificio del individuo en Hegel.30 De este modo, situó a Platón del lado de Fries, lo que implicaba borrar toda distancia entre Sócrates y Platón, algo que no es del todo claro. Para Cassirer, Hegel hizo del Estado la realidad más perfecta y suprema, la encarnación del espíritu del mundo, la idea divina tal y como existe en la tierra, y esa le parecía su novedad radical.31 Si lo comparamos con Platón parece sencillamente que refinara sus planteamientos. El punto decisivo de la diferencia sería que el Estado para Platón refiere su justicia a la objetividad de un modelo ideal cósmico matemático, mientras que en Hegel la justicia del Estado parece autorreferencial, consecuencia de la noción de soberanía. Pero incluso esta autorreferencialidad conecta por la astucia de la razón fundadora de teodicea con la marcha de Dios. En todo caso, Hegel expuso «el más claro y más crudo programa del fascismo que haya propuesto jamás ningún escritor político o filosófico».32 Esto es rotundo y se basaba en que Hegel era el pensador que había descubierto la «verdad que reside en el poder».33 Como enunciado estaba cercano al de Hermann Heller o al del Franz Rosenzweig. Por lo
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demás, su comprensión de Nietzsche como un mero epígono de Hegel34 era afín a la explicación de Kojève. En todo caso, lo que hace que Hegel sea tan relevante en la dinámica del libro de Cassirer no es otra cosa que la sistematicidad y organicidad de su teoría del Estado.35 Estas características se aprecian bien en su capacidad de ordenar una filosofía de la historia como teodicea. Los elementos de esa filosofía de la historia eran siempre la naturaleza en su capacidad expresiva, dinámica, lo que llevaba a la positividad natural de las naciones. Estas, reconocidas por sus héroes,36 producían lo inevitable, la guerra expansiva que impone su ser nacional como pauta de civilización y principio del Estado más elevado.37 El tremendo sufrimiento que esta guerra nacionalimperial produce ha de ser transfigurado como camino de Dios en la tierra, como una teodicea que se justifica en la medida en que hace progresar la universalidad y la justicia del Estado. Ningún pueblo, nación o héroe es Dios, pero en algún momento debe verse como manifestación de tal y deben todos juntos hacer el camino por el que Dios se revela. Así que es verdad: el conjunto orgánico de sus concepciones depende de la íntima implicación de su religión y de su filosofía de la historia como teodicea.38 Aquí Cassirer teje su exposición de modo magistral. Es verdad que no ve con claridad la profunda inversión del cristianismo que promueve Hegel. Este no respeta la estructura de la encarnación como un suceso único que determina en su unicidad el orden de la economía de salvación. Lo que hace Hegel, al elevar la repetición de la encarnación como estructura de la historia, es sencillamente naturalizar el cristianismo, paganizarlo. De este modo, no es que Dios se encarne en el sufrimiento de Cristo, sino que cualquier sufrimiento debe ser divinizado si de ese modo se forja un Estado, pues Dios no es sino la evolución de los Estados en el tiempo. Esto es lo que determina que lo real es lo racional. Eso es lo eterno que hay en el presente. No es que Dios se encarne en la historia, sino que la Historia se eleva a Dios. Deus sive historia es la fórmula, por supuesto contraria a la de Spinoza.39 Dios no tiene historia, como sucede en la economía de salvación cristiana. Es historia. Pero de ahí lo que de verdad se deriva es que el poder del Estado es divino. Los sacrificios que produce son parte del mal necesario para que brille el bien ante el tribunal de la historia, ahora elevado a juicio final en el que todos los Estados vencedores son reconocidos como antecedentes necesarios por el Estado vencedor final.40 La organicidad del Estado no es el único punto en el que Hegel es relevante. Un lector de El mito del Estado descubre con facilidad el sentido de la anomalía de que Cassirer trate a Carlyle y a Gobineau antes que a Hegel. En realidad, eso es necesario para el argumento de Cassirer en la medida en que finalmente el culto a los héroes y el culto a la raza fueron organizados desde el pensamiento del Estado. Y esta fue la tarea de Hegel. De otro modo, habrían sido dos elementos dispersos de la vida intelectual europea. Pasaron a ser elementos funcionales justo cuando se integraron en la teoría del poder y del Estado de Hegel. Y no solamente ellos. Hegel también prestó actualidad al pensamiento de Maquiavelo, en tanto que «aceptó la concepción maquiaveliana de la virtù»,41 el «sano egoísmo», la potencia de la pasión colocada más allá del bien y del mal para vencer a la fortuna, al accidente, y generar historia. Todos los fenómenos negativos
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de la inteligencia europea se concitaron con la teoría hegeliana del Estado para producir sus efectos, que son descritos por Cassirer así: «No hay otro sistema filosófico que haya contribuido tanto en la preparación del fascismo y el imperialismo como la doctrina del Estado de Hegel, como esa Idea divina en su existencia terrena».42 En efecto, la exclusividad del derecho de la nación, su supremacía, su legitimidad para disponer de una universalidad y para verse como representante de Dios, junto con las simplificaciones de los héroes y de la raza, ya tienen la textura de condensaciones y de intensidad suficiente como para generar una organicidad emocional. Por supuesto, Hegel no pudo entrever la noción de estado totalitario del presente y sin duda lo habría aborrecido, él que era un defensor de los órdenes concretos, de las diferencias estamentales, de la articulación funcional de las clases. Pero la forma en que operaban sus elementos, unidos a las simplificaciones mencionadas del héroe y de la raza, hacían posible la comprensión del Estado como proceso de Gleichschaltung, de homogeneización extrema.
4. Vuelta al mito Pero si reparamos bien, la tesis del libro pasa por afirmar que Hegel presionó todas estas simplificaciones con la voluntad de sistematicidad y de organicidad. Por supuesto, Hegel sabía que no era suficiente con operar con estas ideas. En este sentido, lo decisivo fue un nuevo maquiavelismo. «Tenía que elaborarse una nueva técnica. Este era el factor final y decisivo [...]. Esta técnica tuvo un efecto catalítico».43 Cassirer habla de dos cosas, desde luego. Primero, de la nueva comprensión de la política como técnica. Segundo, de disponer de herramientas adecuadas a esa técnica. Maquiavelo dio lo primero. La época disponía de lo segundo. Pero lo que se dinamizó, instrumentalizó e intensificó con esa herramienta técnica fueron las viejas ideas de Gobineau y Carlyle, sistematizadas por Hegel. Al coincidir con un momento crítico radical, todas estas herramientas culturales cuajaron para recomponer la forma mítica. Aquí la sociedad moderna operó al estilo de las sociedades primitivas. También ellas acuden a la magia en los estados de excepción y desesperación. Ahora el mito es la forma asociada a ella y siempre es el relato vinculado a una compleja elaboración ritual. Pero cuando explicó por qué el mayor sistema filosófico concebido por el ser humano había sido capaz de absorber fuerzas ideales simplificadas de héroes, raza y Estado, hasta convertirlas en potencias de naturaleza mítica, se limitó a decir lo siguiente: El mito no ha sido realmente derrotado ni subyugado. Sigue siempre ahí, acechando en las tinieblas, esperando su hora y su oportunidad. Esta hora se presenta en cuanto los demás poderes de vinculación de la vida social del hombre pierden su fuerza, por una razón u otra, y no pueden ya combatir los demoníacos poderes míticos.44 La frase es quizá la más importante del libro. Tras ofrecer una historia de cómo la filosofía política había luchado con el mito, Cassirer solo nos ofrece un ejemplo de esa
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lucha: Platón. Su sentido de las cosas había sido renovado por Kant. Pero el mito era sustancial a la historia. No había sido vencido. Sin embargo, sus poderes ahora aparecían como demoníacos. En realidad, como hemos visto, eran filosóficos. Se trataba de una idea de Estado orgánico, capaz de regular la vida social, ahora sobredeterminada por las intensificaciones de la raza y el héroe. No había aquí poderes demoníacos. Eran ideas intelectuales y filosóficas. Pero Cassirer seguía pensando que estos poderes demoníacos vencían porque la unidad de las formas culturales, la unidad de las formas simbólicas, había desaparecido. Pero cuando elaboramos con cuidado el argumento de Cassirer lo que vemos es lo contrario. Que esa pulsión de unidad de la filosofía, su universalidad, su organicidad, su sistematicidad, su totalidad, era eficaz para incorporar ideas simplificadas a su todo. Y que era esa búsqueda la que había levantado poderes demoníacos. No era la falta de unidad capaz de ejercitar la vinculación de la vida, sino la firme voluntad de buscarla de forma integral, lo que había generado esos poderes. No era la falta de espíritu, sino la búsqueda del espíritu. Por eso el último capítulo del libro resulta tan decepcionante. Por supuesto, apoyado en argumentos solventes, extraídos del libro de Edmond Doutté, entendió los dioses y demonios como personificaciones de deseos colectivos. Este mismo reflejo fundamentaba la idea moderna de caudillaje. Era el sistema de identificación que Freud localizaba en la masa primaria. Este deseo ha de ser identificado, pero resulta claro que debe tener relación con la carencia de los «demás poderes de vinculación de la vida social del hombre».45 En condiciones de una sociedad moderna de fragmentación, ese deseo de vinculación solo puede venir articulado a través de creencias, razones y teorías. Entonces, estas ideas canalizan los deseos y se encarnan en los caudillos preparados por Carlyle, y para tener eficacia deben disponerse a través de la técnica adecuada. Desde el principio el ancestro de la técnica, que vive de su misma fuente, es la magia. Así que en condiciones modernas, la técnica procura una especie de magia social. El homo magus se convierte en homo faber. Con ello, tenemos lo que luego Furio Jesi llamará el mito tecnificado, uno que no brota del inconsciente, sino que se fabrica con ideas de expertos que ahora alcanzan la fuerza de responder al deseo de disponer de un poder vinculante de la vida social.46 Esta técnica de manufactura del mito es la concreción de la comprensión de la técnica política de Maquiavelo y constituye el rearme mental que antecede al rearme material.47 Pero si analizamos en qué consiste esta técnica alcanzamos a comprender dos aspectos. El primero es el cambio radical de la función del lenguaje de los conceptos políticos. Estos siempre albergan una dimensión de índice y una dimensión de factor en determinada proporción. Cuando desaparece la dimensión de índice, el lenguaje pierde su elemento semántico y deja de reglarse por idea alguna de verdad. Entonces el elemento de factor se hace absoluto y con ello la palabra recupera su dimensión de inducción de conducta como si fuera por medios mágicos. No hay entonces idea de verdad que pueda controlar su fuerza. Así que la primera técnica consiste en que «la palabra mágica tiene la precedencia sobre la palabra semántica».48 El efecto sobre las emociones no queda limitado por el efecto descriptivo, lógico o semántico. Esas
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emociones solo son armas políticas, sin embargo, si se reúne una segunda condición: que sean capaces de formar una «atmósfera emotiva» capaz de envolver y rodear la recepción de los oyentes. Sin embargo, tal cosa no habría sido eficaz si no se hubiera regresado a los ritos sociales. Aquí es donde han logrado un gran triunfo, dice Cassirer.49 Fueron estos tan intensos porque tenían detrás estructuras míticas inspiradas en la sistematicidad y organicidad de Hegel. «Toda la vida del hombre se inundó súbitamente con la marejada de los nuevos ritos».50 Esos ritos, «rigurosos, regulares, inexorables», reflejaron la totalidad y organicidad y así produjeron la atmósfera emocional capaz de forjar un vínculo directivo de la vida social, esto es, de cumplir la función del espíritu. De este modo se consiguió justo aquello que el sistema hegeliano reclamaba, el sacrificio del singular. Pues el singular deja de ser relevante cuando la unidad de la vida cultural se impone como organicidad. Esta es la respuesta entonces de Cassirer a Plessner: introducidos en esta atmósfera mágica, ritual, mítica, coactiva, en aquello que Schmitt llamó organización, los hombres educados en las formas burguesas, dotados de educación e inteligencia, «renuncian de repente a la suprema prerrogativa humana. Han dejado de ser agentes libres y personales».51 Así pasan a actuar como muñecos o marionetas en manos de los caudillos políticos. Este, que pronto Arendt conceptualizará como banalidad del mal, es apreciado por Cassirer como «un punto de importancia capital».52 Fue un cambio en la propia subjetividad, porque dejó sin sentido la conquista de la libertad personal llevada a cabo por Sócrates. En realidad, era un concepto ya carente de sentido en una sociedad cuya organicidad era tan aplastante que cualquier ejercicio de libertad era un riesgo extremo. El deseo de librarse de esa carga es lo que hay por debajo de la banalidad del mal. Se trataba de librarse de una libertad que no traía más que riesgo. Mover a las masas desde una libertad adecuada a su deseo fue compensado por la incorporación a un vínculo social del que nada quedaba fuera. Todo quedó orgánicamente cerrado cuando el futuro fue comprendido como un destino al que se debía obedecer, como si fuera un acto místico. El fatalismo exonera de la decisión y sustituye la protección de la naturaleza y de las potencias mágicas benefactoras. El mito así pone en circulación fuerzas capaces de neutralizar la omnipotencia de la realidad, pero a condición de reducir al singular a la impotencia. Ese era el contenido verdadero de la Geworfenheit de Heidegger,53 ese ser lanzado a la corriente del tiempo frente a la cual no tenemos poder alguno, el verdadero contenido del antihumanismo de Heidegger. Este énfasis en la impotencia del ser humano, en la opinión de Cassirer, minaba las fuerzas y la responsabilidad frente a los mitos políticos y liquidaba todo sentido republicano de la vida política. En suma, disponía a los espíritus para la omnipotencia del poder, algo que estuvo ya preparado por la especialización hegeliana de la filosofía en la contemplación post festum de la historia. Las palabras finales de El mito del Estado, que son también las palabras finales de Cassirer, están atravesadas por un sereno patetismo y un cierto complejo de culpa. Invocando la frase goethiana de que hay que estar dispuesto a mirar a la cara del diablo para conocerlo de verdad, Cassirer se acusó de no haber medido bien las fuerzas del enemigo. «Todos nosotros somos responsables de haber calculado mal esas fuerzas»,54
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dijo con pesar, lo que no dejaba de ser en cierto modo el cumplimiento de la condición post festum de la filosofía. Lo que se escondía tras ese error era el horror de un pasado arcaico que estaba alojado en todo presente, algo que vio muy bien Thomas Mann en el sueño en la nieve de Hans Castorp, allí mismo donde Heidegger escandalizó a la señora Cassirer a pesar de su diabólica amabilidad. La poderosa y ancestral fuerza del mito está latente en cada generación de los seres humanos, apenas contenida por la construcción superficial de la cultura. Ya Freud había avisado acerca del potencial revitalizador de esas fuerzas que puede tener el malestar en la cultura, pero no siempre fue creído por los defensores de la eternidad de la forma. «Ahora todos hemos podido ver claramente que este fue un gran error».55 En ese ahora brillaba un sentido de la victoria que debemos pensar que aliviaría los últimos días de Cassirer, antes de caer fulminado de un infarto en los brazos de Arthur Pap. Sin embargo, jamás pensó Cassirer que no era la potencia de los mitos, sino la potencia del mito total lo que había manifestado tal poder destructor. Y desde luego permaneció insensible a la idea de que esa construcción total del mito fue el subrogado de las construcciones totales, entre ellas la de la forma, que parecía imponer el concepto de espíritu y sus exigencias sistemáticas. En este sentido, no vio en ese poder del mito total el reflejo de una construcción mental total que buscaba la filosofía desde Platón. Por eso, sea cual sea la inspiración que Blumenberg haya encontrado en Cassirer, la distancia entre ellos se debe medir por la afirmación de la pluralidad del mito y la imposibilidad de un mito total.
1 W. Schultz, Cassirer and Langer on Myth: An Introduction, Londres, Routledge & Kegan Paul, 2013, p. 8. 2 W. Schultz, Cassirer and Langer on Myth, op. cit., p. 14. 3 Véase Th. Foerster, «Political Myths and Political Culture in Twelfth Century Europe», en H. Brandt, B. Pohl, W. M. Sprague y L. K. Hörl (eds.), Erfahren, Erzählen, Erinnern. Narrative Konstruktionen von Gedächtnis und Generation in Antike und Mittelalter, Bamberg, University of Bamberg Press, 2012, pp. 83-117, aquí p. 93. 4 Véase J. Assmann, Das kulturelle Gedächtnis. Schrift, Erinnerung und politische Identität in frühen Hochkulturen, Múnich, C. H. Pecke, 2007, pp. 78-83. 5 Véase S. Freud, «35.ª Conferencia. En torno de una cosmovisión», en Obras completas, t. XXII: Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis y otras obras (1932-1936), Buenos Aires-Madrid, Amorrortu, 2008, pp. 146-168. 6 S. G. Loffs, Ernst Cassirer: A «Repetition of Modernity», Albany, State University of New York Press, 2000, p. 25. 7 E. Cassirer, Antropología filosófica. Introducción a una filosofía de la cultura, México, FCE, 1974, p. 43. 8 Ibid., p. 44. 9 S. G. Loffs, Ernst Cassirer, op. cit., p. 27. 10 Véase S. G. Loffs, Ernst Cassirer, op. cit., p. 31. 11 Véase el siguiente pasaje de Filosofía de las formas simbólicas, citado por Loffs: «La vida no puede ser aprehendida en sí misma por permanecer absolutamente dentro de sí misma. Tiene que darse forma a sí misma; por esto es precisamente por la otredad (Andersheit) de la forma que gana su visibilidad (Sichtigkeit), si no su realidad. Separar el mundo de la vida absolutamente de la forma y oponer los dos no significa sino separar su realidad de su visibilidad» (E. Cassirer, Filosofía de las formas simbólicas, t. III: Fenomenología del reconocimiento, México, FCE, 1979, p. 39). Aquí se veía de nuevo la primacía del sentido externo kantiano, cuya garantía funcional ahora venía producida por la pregnancia simbólica. 12 E. Cassirer, Filosofía de las formas simbólicas, t. I: El lenguaje, México, FCE, 1979, p. 82. Citado por Loffs en Ernst Cassirer, op. cit., p. 34.
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13 E. Cassirer, Antropología filosófica, op. cit., p. 325. 14 Ibid. 15 Ibid. 16 Ibid., p. 326. 17 Ibid., p. 334. 18 E. Cassirer, Antropología filosófica, op. cit., p. 331. 19 Id., El mito del Estado, México, FCE, 1985, p. 7. 20 E. Cassirer, El mito del Estado, op. cit., p. 32. 21 Ibid., p. 33. 22 Ibid., p. 37. 23 E. Cassirer, El mito del Estado, op. cit., p. 48. 24 E. Cassirer, El mito del Estado, op. cit., p. 58. 25 Ibid., p. 60. 26 E. Cassirer, El mito del Estado, op. cit., p. 81. 27 Ibid., p. 86. 28 Ibid., p. 93. 29 E. Cassirer, El mito del Estado, op. cit., p. 294. 30 Ibid., p. 297. 31 Ibid., p. 311. 32 Ibid., p. 316. 33 Ibid. 34 De forma clara: «El inmoralismo de Nietzsche no fue un rasgo nuevo, ya lo había anticipado el sistema de Hegel» (ibid., p. 317). Por lo demás, Hegel es tan antihumanitario como Nietzsche (véase E. Cassirer, El mito del Estado, op. cit., p. 315). A Hegel le adscribe una «transmutación de valores, una inversión de todas las normas anteriores». Tal cosa sucede por cuanto el Estado deja de tener cualquier tipo de obligación moral. Véase ibid., p. 313. 35 «Hegel afirma que el Estado posee una unidad orgánica» (ibid., p. 314). 36 «Aquellos individuos excepcionales que dominan el curso del mundo político y son quienes verdaderamente hacen la historia. También ellos están exentos de toda obligación moral» (ibid., p. 316). 37 Este es el punto schmittiano de Hegel: «El papel negativo de la vida política está contenido en el hecho de la guerra. Abolir la guerra o acabar con ella sería el golpe de muerte para la vida política» (ibid., p. 314). 38 Véase ibid., p. 301. 39 Véase E. Cassirer, El mito del Estado, op. cit., p. 310. 40 Véase ibid., p. 323. 41 Ibid., p. 317. 42 E. Cassirer, El mito del Estado, op. cit., p. 324. 43 E. Cassirer, El mito del Estado, op. cit., p. 237. 44 Ibid., p. 331. 45 E. Cassirer, El mito del Estado, op. cit., p. 331. 46 Véase E. Cassirer, El mito del Estado, op. cit., p. 333. 47 Véase ibid., p. 334. 48 Ibid., p. 335. 49 Véase ibid., p. 336. 50 E. Cassirer, El mito del Estado, op. cit., p. 336. 51 Ibid., p. 338. 52 Ibid. 53 Véase E. Cassirer, El mito del Estado, op. cit., p. 347. 54 Ibid., p. 351. 55 E. Cassirer, El mito del Estado, op. cit., p. 351.
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4. Sigmund Freud ante el abismo de la cultura occidental Candela Dessal
La invención del psicoanálisis por Sigmund Freud (1856-1939) coincidió con el auge del positivismo científico y el surgimiento de la psicología como ciencia.1 La corriente entonces imperante era la psicología de la conciencia de Wilhelm Wundt. Considerado el padre de la psicología moderna y del origen del conductismo, Wundt basaba su teoría en el método experimental. La psicología académica se centraba en el análisis introspectivo de la mente humana «adulta y normal», y en cuanto ciencia experimental intentaba ir más allá de las preguntas y las teorías de los filósofos, enfocándose en la sensación, la percepción, la memoria, los reflejos, sin mostrar interés por los fenómenos sociales ni culturales. Frente a ello, Freud se centra en los procesos mentales psicopatológicos para desenmascarar la conciencia.2 La conciencia «adulta y normal», dice Freud, no existe. Además, afirma que los procesos de la conciencia representan una pequeña proporción de los procesos mentales, puesto que la gran mayoría tiene lugar por fuera de ella. Que el punto de partida de su investigación haya sido la neurosis le valió desde el comienzo la crítica de que sus conclusiones sobre la vida psíquica estaban sesgadas por lo patológico, pero Freud no pretendía establecer un contraste entre lo normal y lo patológico. Lo más subversivo de su pensamiento, y la base no solo de su método clínico sino de la ética que el discurso analítico sostiene, sigue siendo hoy en día el postulado del sujeto como un ser atravesado por la perpetua discordancia y el desequilibrio consigo mismo. En síntesis, una visión antagónica a la banalización de la condición humana. Al descubrir el inconsciente, Freud produjo un corte epistémico en la manera de concebir la subjetividad; este corte no surge ex nihilo, sino como corolario de la ciencia moderna, cuyo discurso se funda en el ideal de un saber totalizante que excluye la dimensión del sujeto. Pero la subjetividad supuestamente depurada por el método científico siempre retorna, y el psicoanálisis se erige en depositario de los restos desechados por el avance de la Modernidad. En este punto es interesante señalar también que, según Jacques Lacan (Seminario xvii: El reverso del psicoanálisis), es el origen judío de Freud, es decir, su pertenencia a un colectivo marginado y perseguido, lo que le sitúa en una posición privilegiada —a la vez interna y externa respecto de la sociedad de su tiempo— para poder mirar a contraluz el paradigma ilustrado, escudriñar en las sombras del imperio de la racionalidad científica y descubrir detrás de ellas las pulsiones y el inconsciente.
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La teoría psíquica de Freud introdujo una auténtica conmoción en la historia del pensamiento. En Una dificultad del psicoanálisis (1917), él mismo considera el descubrimiento del inconsciente como el tercer golpe al narcisismo del ser humano: del mismo modo que la teoría heliocéntrica de Copérnico y el evolucionismo de Darwin fueron objeto de una gran oposición, el psicoanálisis también infligió una «herida narcisista» al conjunto de la humanidad, al arrebatarle otra de sus ancestrales creencias: que la conciencia y la voluntad gobiernan nuestra vida y nuestras acciones.
1. Travesía intelectual Freud nació en 1856 en Moravia (actual República Checa), en el seno de una familia judía. En sus primeros años se trasladaron a Viena, donde estudió Medicina (estaba especialmente interesado en la anatomía). Posteriormente trabajó en el Hospital General de Viena, pero debido a las importantes trabas que los judíos encontraban ya en el ámbito de las instituciones públicas y en la Universidad, terminó abriendo su propia consulta, en la que trataba «desórdenes nerviosos». Podríamos decir que el psicoanálisis fue el producto de un «encuentro afortunado» entre unas mujeres, cuyos síntomas se remitían al origen de los tiempos, y un hombre del siglo XIX, que supo tratarlas con la dignidad que la historia les había negado. Nos referimos a las histéricas, a las que la ciencia había tachado de farsantes, pues presentaban extraños síntomas (desmayos, parálisis, cegueras) sin una lesión orgánica concomitante. Pero su deseo de saber le permitió a Freud, un hombre heredero del espíritu científico moderno, poner entre paréntesis su propia condición de médico neurólogo para poder escuchar sin prejuicios a aquellas mujeres. Freud asistió a las clases de Jean-Martin Charcot en París, en las que el célebre psiquiatra exponía la aplicación del método hipnótico a las pacientes histéricas. A su regreso a Viena inició una investigación sobre la histeria junto a Josef Breuer, un neurólogo judío que había inventado un método al que denominó «catártico», consistente en hacer hablar a las pacientes y lograr lo que, junto con Freud, denominó la «abreacción psíquica», esto es, la descarga de los afectos implicados en situaciones traumáticas. En su relato, las pacientes a menudo planteaban haber sido objeto de algún abuso sexual por parte de un familiar cercano al padre, o por el padre mismo. Freud se sorprendió tanto que llegó a considerar que sus pacientes le mentían, hasta que finalmente se dio cuenta de que «la verdad» del sujeto no tenía por qué adaptarse a los hechos. Aunque el trauma no hubiese acontecido en la realidad, sí había acontecido en la fantasía inconsciente de la paciente. Así descubrió Freud que la vida psíquica se compone también de fantasías que nunca alcanzan la conciencia, sino que se manifiestan, por ejemplo, a través de los síntomas, los sueños y los actos fallidos. A partir de la publicación de La interpretación de los sueños (1900) comenzaron a divulgarse sus ideas y se generó un primer grupo de adeptos al psicoanálisis. Entre 1911 y 1914 se rebelaron dos de sus discípulos, Alfred Adler y Carl Gustav Jung. En 1923 le diagnosticaron un cáncer de paladar que le supuso treinta y tres operaciones y una
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constante tortura. Cuando la Alemania nazi ocupó Austria en 1938, se acusó a Freud de traidor y sus obras fueron quemadas públicamente. Tras el acoso a su familia, y pese a su inicial negativa a abandonar Viena, acabó por exiliarse en Londres, donde murió en 1939 (su médico personal, Max Schur, aceptó la petición de Freud de suministrarle una sedación terminal). En su elaboración de ensayos podemos distinguir tres periodos: el de formación (de 1886 a 1899), plasmado en sus estudios sobre la histeria y las demás neurosis; el de madurez (de 1900 a 1919), donde sienta las bases de su teoría del inconsciente y la sexualidad; y el de revisión (de 1920 a 1938), inaugurado a partir de su texto Más allá del principio del placer (1920), que introduce el concepto de pulsión de muerte, una de las aportaciones más importantes a su teoría del psiquismo. Dado que su obra es muy extensa, nos limitaremos a señalar algunos textos sobresalientes. Del primer período destaca Estudios sobre la histeria (1895). Del segundo destacan La interpretación de los sueños (1900), Psicopatología de la vida cotidiana (1901), Tres ensayos de teoría sexual (1905), El chiste y su relación con el inconsciente (1905), Tótem y tabú (1913). Y al periodo de revisión pertenecen Más allá del principio del placer (1920), Psicología de las masas y análisis del yo (1921), El yo y el ello (1923), El porvenir de una ilusión (1927), El malestar en la cultura (1930) y Moisés y la religión monoteísta (1938). Se diferencian dos niveles dentro del psicoanálisis: la investigación científica (estudio sobre la neurosis) y la especulación filosófica acerca de la sociedad y la cultura. En El múltiple interés del psicoanálisis (1913), Freud afirmaba que el psicoanálisis abarcaba tres cosas: un método de tratamiento clínico, una teoría sobre el funcionamiento del psiquismo humano y una teoría que permitía analizar fenómenos que iban más allá de lo estrictamente individual, a saber, las masas, la civilización, las religiones... Sobre este último aspecto cabe señalar que el impacto del discurso freudiano se ha visto reflejado en la literatura, el cine, la poesía, la crítica artística, la política, las ciencias sociales, la filosofía, constituyendo uno de los pensamientos que más han influido en la configuración de la cultura del siglo XX y convirtiéndose en patrimonio universal del saber humano.
2. Presupuestos del psicoanálisis Freud investigó la mente por medio de la exploración clínica (estudio de la personalidad, psicopatología, aspectos sociales, aspectos evolutivos), y aunque compartió con la psicología la meta de hacer de su teoría psicoanalítica una disciplina científica, no se comprometió con el método experimental, por situarse en una posición epistemológica completamente distinta. Mientras que el método científico se basa en la repetición del experimento, el psicoanálisis buscaba en el sujeto aquello que lo hace precisamente irrepetible, incomparable, impropio, desigual respecto de sí mismo y del universal. Freud consideró que la observación de sus pacientes le permitía alcanzar evidencias significativas de su teoría, y le confirió a los casos clínicos la función de un «estudio de campo» (investigación cualitativa). Al mismo tiempo, este método solo puede
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entenderse, entre otras cosas, como un dispositivo que se sostiene en una concepción de la verdad que no guarda parentesco alguno con aquella que se desprende de las ciencias físico-matemáticas. Explicaremos su doctrina psicoanalítica a partir de cuatro puntos: la función del lenguaje en la constitución psíquica del sujeto, el inconsciente y sus manifestaciones, el papel de la sexualidad en la vida psíquica y la terapia analítica que propone Freud. a) Para Freud, el lenguaje es una estructura que nos precede, gobernada por reglas de funcionamiento que no obedecen a ninguna conciencia intencional. Antes de nuestra llegada al mundo, incluso antes de nuestra concepción biológica, ya hemos sido concebidos en los deseos y en las palabras de nuestros progenitores. El nacimiento del sujeto en el espacio simbólico e imaginario del Otro primordial es previo a su existencia fáctica como viviente. Este hecho es determinante, puesto que, en lugar de quedar inmerso en el campo de la necesidad instintiva, el recién nacido queda sometido desde el inicio a las condiciones del discurso al que habrá de incorporarse. Hay que tener en cuenta que el primer grito del infans humano va a ser recibido por un ser hablante (padre, madre o quienquiera que cumpla esa función simbólica) que lo decodificará en términos de lenguaje, dotándolo de sentido y elevándolo al estatuto de una demanda. Es decir, desde el principio el lenguaje nos desnaturaliza, nos arranca de la relación directa con la vida. Esa pérdida es irreversible y Freud la denomina «castración». No hay remanentes instintivos en el ser humano. En la primera traducción castellana de Freud, llevada a cabo por López Ballesteros, se hace una constante alusión a los instintos, aunque Freud no emplea el término alemán Instinkt, sino Trieb, cuya traducción adecuada sería pulsión. Este aspecto es decisivo, porque el concepto de pulsión se opone a la noción de instinto. La pulsión no debe nada a un presunto origen instintivo reflejo, sino que resulta de la incidencia del lenguaje en la relación del sujeto con el cuerpo vivo, que sufre por ello una auténtica transmutación. Según Freud, el lenguaje pervierte el modo de satisfacción que afecta al ser hablante, en el sentido de que se sale de los rieles de la naturaleza. La pulsión es el concepto que Freud crea para dar cuenta de esa peculiar forma de satisfacción. Por ejemplo, la función del chupete demuestra que la pulsión obtiene más placer en la succión autoerótica que en la satisfacción de la necesidad instintiva de alimento. Por obra de la incidencia pulsional, la alimentación será una de las tantas conductas humanas cuya raíz biológica quede profundamente alterada. b) Ahora bien, para que exista la civilización, el niño debe renunciar a la satisfacción directa de sus pulsiones, las cuales, como explica muy bien en su texto El malestar en la cultura, son principalmente sexuales y agresivas. Esta renuncia se basa en una represión y no en un consentimiento (la educación del niño consiste principalmente en prohibir y censurar su conducta). Al ser una represión impuesta, esta renuncia no es gratuita, pues lo que se reprime no desaparece sino que cae del lado de lo que Freud llama inconsciente o «ello». Y el inconsciente, dice Freud, siempre retorna, aunque nunca explícitamente, nunca se hace transparente a la conciencia, puesto que la represión solo permite una manifestación velada, disfrazada, desplazada de su sentido originario.
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Hasta entonces, el yo de la conciencia creía en una imagen unificada de sí mismo: yo sé quién soy y sé lo que deseo. El yo mantiene la ilusión de que sus actos obedecen a sus intenciones, y pretende erigirse en agente del discurso y amo del sentido; pero he aquí que cuando habla, no tardará en verse sorprendido por la aparición de un sentido inesperado que le provoca cierta incomodidad, el desagrado de comprobar que, más allá de sus convicciones, el lenguaje le ha traicionado, haciéndole decir algo que no quería, y que a partir de ese momento no será fácil desmentir. Los lapsus o actos fallidos se producen cuando el inconsciente se entromete en una determinada acción verbal y genera un sentido inesperado, un aparente error de enunciación que sin embargo desvela un deseo inconsciente. El sueño es para Freud la «vía regia» de acceso al inconsciente, pero este se presenta en forma de enigma, de tal suerte que es la interpretación que el propio sujeto hace del sueño mediante el trabajo de las asociaciones lo que le permitirá acceder a su sentido. Y finalmente los síntomas, que a diferencia de lo anterior, perduran en el tiempo, y se pueden definir como aquello que en la vida del sujeto no marcha: pensamientos compulsivos, comportamientos ritualizados, trastornos psicosomáticos, fobias, inhibiciones, disfunciones sexuales, trastornos de la identidad, etc. En definitiva, el inconsciente es el concepto que Freud forjó para explicar el hecho de que nuestra propia conducta es a veces incomprensible para nosotros mismos, y que suele estar determinada por deseos que desconocemos. El inconsciente es el nombre de la discordancia que existe entre lo que creemos ser y lo que somos sin saberlo. Para el psicoanálisis no existe el sujeto sano, no existe la normalidad, sino que absolutamente todos los seres hablantes son víctimas de la castración del lenguaje, que los destierra del orden natural. Al renunciar a sus pulsiones y deseos originarios, sacrificados en el proceso civilizatorio, los sujetos pagan el precio de una división incurable entre las exigencias de los ideales sociales y el empuje de las fuerzas de la libido que reclaman su satisfacción.3 c) En cuando a la sexualidad, tiene un sentido que va mucho más allá de las relaciones genitales. Si el sexo ocupa un lugar primordial en la teoría psicoanalítica y en la vida psíquica de los sujetos es porque paradójicamente el sexo no tiene asignado un lugar propio y determinado, sino que se presenta como una fuerza capaz de manifestarse en cualquiera de las regiones del cuerpo en su conjunto y «contaminar» las acciones en apariencia más alejadas de aquello que el sentido corriente considera como sexuales. Para Freud, somos la única especie que habita en un espacio ficcional construido a partir de la función creadora del lenguaje. Eso significa que nuestra existencia supone la absoluta desnaturalización de todas y cada una de nuestras funciones vitales. Cualquier conducta que podríamos suponer guiada por los mecanismos automáticos del instinto sufre una profunda alteración como consecuencia de los asombrosos efectos del lenguaje y su potencia simbólica. La vida sexual no se reduce a la satisfacción genital, e incluye la difícil tarea de asumir la virilidad o la femineidad como posiciones simbólicas que comprometen la totalidad de la vida psíquica.
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En definitiva, la identidad sexual es una incógnita, un lugar vacío que habrá de encontrar una orientación. Este proceso empieza desde la infancia con el complejo de Edipo, una estructura simbólica e imaginaria que introduce un cierto orden en el caos pulsional. El niño irá renunciando al polimorfismo perverso de sus pulsiones sexuales y obtendrá a cambio una identidad sexual que podrá variar según las modalidades en las que se lleva a cabo dicho proceso. El resumen de todo lo expuesto anuncia que todo sujeto es un sujeto dividido, dividido por el yo de su conciencia, del que emanan una serie de ideales, y la verdad de su inconsciente. ¿Ofrece Freud algún alivio, alguna salida al sujeto dividido? d) Su terapia se basa en un único instrumento: la palabra. Freud propone un método conocido como «asociación libre», en el que descubre que la vía para llegar al inconsciente es dejar al sujeto hablar, sin un propósito definido, sin hilo conductor. Librado el sujeto al devenir de su discurso, habrán de aflorar los pensamientos inconscientes y el conflicto con los deseos reprimidos. Por eso es necesario que el paciente esté dispuesto a descubrir hasta qué punto su verdad puede estar en franca contradicción con el ideal de sí mismo. Según Freud, solo comprometido a afrontar lo que le reserva el inconsciente, podrá aliviar su malestar y manejar mejor sus síntomas. No encontrará el camino a la felicidad, pues la renuncia a las pulsiones lo hace intransitable, pero logrará solventar distintos aspectos de su vida de un modo más satisfactorio y con un menor gasto de energía psíquica.
3. Crítica a la cultura occidental Para ilustrar la extrapolación de su doctrina psíquica al análisis de los fenómenos sociales y culturales vamos a recorrer cinco obras clave donde Freud aborda estos aspectos: a) En Tótem y tabú (1913) se lleva a cabo la primera explicación del origen de la sociedad, por lo que esta obra se considera un antecedente de El malestar en la cultura. Freud postula aquí la idea de que la culpa es el fundamento del lazo social y lo ilustra a través de un mito: imagina que en tiempos arcaicos existió una horda primitiva constituida por un conjunto de machos liderados por un jefe, el cual tenía posesión de todas las hembras. Privados de la satisfacción sexual, todos los machos dominados se pusieron de acuerdo y mataron al jefe, pero fueron retroactivamente asaltados por la culpa. Aquí reaparece el contrato social rousseauniano reinterpretado por el psicoanálisis: para que la situación no se repitiese, los machos establecieron un pacto, un principio de fraternidad mediante el cual reintrodujeron la misma prohibición que antes ejercía el jefe, convirtiéndola en ley, a saber, las mujeres de su horda no serían para ninguno (instauración del tabú del incesto). Al introyectar la ley, la figura idealizada del jefe muerto se convirtió en el tótem, y los súbditos solo podrían tener acceso a las mujeres que no perteneciesen a la fratría.
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Posteriormente Freud agregará que muchas veces la sublimación de la agresividad no se elimina, sino que se canaliza hacia algún enemigo exterior o chivo expiatorio (una cuestión interesante como herramienta para entender qué se juega en la exacerbación de las identidades, presente en la época actual). Así nace la cultura y la relación entre las distintas sociedades para Freud: una oscilación constante entre la guerra y el intercambio de mujeres. La culpa retroactiva por la muerte del padre simbólico es el motor de la instauración de la ley. b) En el contexto del nacimiento del nacionalsocialismo en Alemania y tomando como referente la obra Psicología de las masas de Gustave Le Bon, Freud escribe Psicología de las masas y análisis del yo (1921), donde cuestiona la tesis de Le Bon de que el ser humano tiene un instinto gregario. Según Freud, es el discurso el que crea el lazo social y, además, las masas son inoperantes sin la alienación absoluta a un líder, al cual se le supone un saber incuestionable, pues representa el ideal del yo, el modelo al que querríamos acomodar el propio yo. Los individuos se identifican entre sí por su reconocimiento al líder. El líder tiene la capacidad de manipular un objeto exterior que represente lo hostil, lo enemigo, aquello contra lo que hay que protegerse. La masa, así, consigue expurgar lo que cada uno tiene de irreconocible en sí, pues el líder tiene la potestad de nombrar aquello que en el fondo constituye para cada uno lo indecible. En definitiva, teoriza Freud, el líder señala el chivo expiatorio que desvía hacia los otros aquello incognoscible que acecha en uno mismo. El chivo expiatorio puede encarnarse en distintos actores (los emigrantes, los judíos, los «enemigos del pueblo», etc.). En la masa, el sujeto pierde toda voluntad individual: envuelto en la identificación a sus semejantes, se despoja de toda capacidad crítica, otorgándole al líder la potestad de asumir la responsabilidad colectiva. c) Recogiendo el testigo de la pugna filosófica entre ciencia y religión, Freud hace una crítica a la religión y sienta las bases de la crítica de la cultura en El porvenir de una ilusión (1927). El libro indaga en el origen del fenómeno religioso, afirmando que la religión es una ilusión y un intento masivo de realización de deseos, basados en la combinación de la indefensión y la incertidumbre humanas, y en la consecuente necesidad de ser protegidos por un padre todopoderoso. El desamparo humano no es solo el del niño que nace y no puede valerse por sí mismo, sino que el sujeto está por siempre a merced de su inconsciente y se ve privado de saber el lugar que en él ocupa. Para compensar esa carencia ontológica dispone de distintos mecanismos de compensación: las identificaciones (no pudiendo definir quién soy, me identifico con las figuras que me rodean y me procuran una primera consistencia), después las instancias sociales y pedagógicas (la escuela también confiere un marco de identidad) y las leyes (que ayudan a regular y a encontrar una orientación respecto a esta carencia ontológica). Pero ciertos acontecimientos (la enfermedad, la muerte, las catástrofes naturales) exigieron respuestas de carácter superior, y fueron el estímulo para el surgimiento de las religiones. Es la nostalgia por el padre idealizado y omnipotente, que todo puede remediar, dice Freud, lo que el ser humano recupera en la creencia religiosa.
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Pero, como explica Lacan en «La ciencia y la verdad» (Escritos), Freud (al igual que Marx y Nietzsche) subestimó el poder de la religión, y se convenció de que el psicoanálisis podía aportar una herramienta, una palanca fundamental, para cambiar el curso de la humanidad, elevándola hacia la racionalidad «comtiana». Se equivocó al creer que la religión podía ser superada. Según Lacan, en El porvenir de una ilusión Freud escribió en realidad «su ilusión del porvenir». La religión no puede superarse porque satisface una necesidad del ser humano que ningún otro invento ha sido capaz de proporcionar: la impostergable necesidad de encontrar sentido. d) Llegamos a uno de los ensayos freudianos más relevantes por su contenido y difusión, El malestar en la cultura (1930), que comienza por la pregunta existencial por antonomasia: ¿cuáles son los fines y aspiraciones que animan la vida humana? La respuesta parece indicar que los hombres ambicionan ser felices y lo intentan de dos maneras: evitando el dolor y buscando el placer. Pero Freud plantea que dicha finalidad es irrealizable; así, nos dice en su texto: «El plan de la creación no incluye el propósito de que el hombre sea feliz». Si acaso estamos programados para algo es para experimentar la desgracia y el sufrimiento, del que destaca tres fuentes ineludibles: el cuerpo, cuya decadencia es inevitable; las fuerzas destructoras de la naturaleza; y, quizás la más difícil de soportar, aquella que se origina en las relaciones con los otros. Sin embargo, el ser humano no puede vivir sin establecer lazos sociales con el resto y constituir de este modo los fundamentos de la civilización. La cultura es definida por Freud como producciones e instituciones que regulan las relaciones de los hombres entre sí y los protegen de la naturaleza: utiliza la famosa metáfora del hombre como un dios con prótesis al explicar cómo la técnica le ha permitido en gran medida dominar la naturaleza (aunque esa semejanza a Dios, añade, tampoco le ha hecho feliz). Nos describe la cultura también como belleza, orden, limpieza, producción intelectual, científica, artística, especulación filosófica y construcción de ideales. Ahora bien, dice Freud, la cultura contiene un último rasgo indispensable para la regulación de las relaciones sociales: la represión de las posibilidades de satisfacción pulsional en aras de un orden jurídico. A esto lo denomina «frustración cultural», es decir, los individuos contribuyen con la sociedad sacrificando sus tendencias pulsionales: la cultura impone restricciones y la justicia se encarga de que nadie escape a ellas. El proceso de civilización no se despliega de forma natural como si fuera el devenir de un progreso que apuntara a un fin; es, por el contrario, el resultado de un forzamiento simbólico consistente en la imposición de restricciones, pautas, leyes. La cultura exige que cada niño se someta a una fuerte domesticación de sus pulsiones sexuales y agresivas originarias, en un proceso de sublimación en el que el individuo reconducirá su placer hacia formas civilizadas: el arte, la ciencia, el amor, la contemplación de la belleza... Ahora bien, aunque hayamos domesticado, reprimido o sublimado las tendencias sexuales y agresivas, estas no pueden ser erradicadas, y seguirán latentes en cada uno de nosotros, por lo que la cultura tiene que ejercer su fuerza coercitiva continuamente.
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Esta frustración cultural hace que al sujeto le resulte verdaderamente difícil alcanzar la felicidad. Nos dice Freud: «El ser humano cae en la neurosis porque no logra soportar el grado de frustración que le impone la sociedad en aras de sus ideales de cultura». Freud reconoce que la cultura puede modificarse para adaptarse mejor a nuestros deseos, relajar la censura, pero su esencia represora no puede reformarse: en definitiva, el malestar en la cultura es irreductible. Pero si es así, ¿a qué recurso apela la cultura para someter los instintos agresivos?, ¿por qué el niño renuncia a su satisfacción pulsional? Según Freud, no nacemos con una facultad natural que nos permita diferenciar el bien y el mal, sino que estos provienen de la influencia de agentes externos que establecen lo que se debe hacer y lo que está prohibido, y nos ofrece dos elementos que operan en esta renuncia: el miedo a la pérdida del amor y la internalización del superyó. No hay mayor amenaza en la infancia que el sentimiento de desamparo, del que jamás podremos desprendernos del todo. El niño necesita no solo la subsistencia vital, sino el amor de los padres que le permita sentirse alojado y protegido en el mundo. Es importante que el niño tema que si hace algo malo los padres puedan dejar de amarle para que el proceso comience a funcionar. Ahora bien, en este primer nivel no podríamos decir que se ha producido una verdadera constitución de la conciencia moral, pues el sentimiento de culpabilidad solo surge en el niño si los padres se enteran de sus fechorías. La conciencia moral se establece cuando la autoridad inicialmente externa queda internalizada bajo la forma de lo que Freud denomina «superyó»: La cultura domina la peligrosa inclinación agresiva del individuo debilitando a este, desarmándolo y haciéndolo vigilar por una instancia alojada en su interior, como una guarnición militar que se queda de por vida en la ciudad conquistada. El superyó, por tanto, es esta instancia interior que incorpora la ley moral y asume la función de conciencia moral, desplegando su agresividad contra el yo. El yo se subordina a las órdenes que emanan del superyó y se carga de un sentimiento de culpa inconsciente que lo condena, continuamente y con independencia de sus actos, a sentirse en deuda. Una vez que esto ocurre ya no funciona como límite el temor a ser descubierto, pues el superyó lo sabe, lo ve y lo juzga todo. Es inútil rebelarse contra el superyó, siempre irá un paso por delante, pero tratar de complacerlo por completo también conduce a lo peor. La enorme paradoja que Freud descubre es que cuanto más trata el sujeto de satisfacer las exigencias del superyó, más cruel se torna este, pidiendo de manera insaciable más sacrificios y haciéndole sentir cada vez más culpable. ¿Por qué? Porque no basta con renunciar a los actos, el superyó demanda la renuncia al deseo inconsciente y eso queda más allá de la voluntad del sujeto. Por muy virtuosos que seamos en el plano de los actos, nunca alcanzaremos esa rectitud inmaculada en el plano de los pensamientos, por lo que cuanto más nos exijamos ceñirnos a la pura virtud más culpables nos sentiremos por la imposibilidad de alcanzarla. Y este sentimiento de culpabilidad, dice Freud, se transformará en una necesidad inconsciente de castigo, que se expresa a través de acciones del sujeto que van
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contra sí mismo. Freud empuja su investigación hacia los confines de lo que hay «más allá del principio del placer» y descubre algo fundamental que supone un giro en la historia del pensamiento: la existencia de una pulsión de muerte en todos y cada uno de los seres hablantes, que proviene de la necesidad de castigo que genera la culpa de no poder cumplir con la exigencia del superyó. La pulsión de muerte nos impulsa a actuar contra nuestro propio bien, a frustrar lo que más deseamos, a alimentar nuestro sufrimiento. Freud utiliza la metáfora de la distinción entre Eros y Thanatos, la dialéctica que rige la existencia humana, tanto en el plano individual como colectivo. Eros es la fuerza que tiende a hacer prosperar todo lo que en el individuo y en los lazos sociales supone la aspiración de la vida. Thanatos, por el contrario, impone la destrucción, la agresividad, la desorganización, la parálisis de todo proyecto humano. Según Freud, la historia muestra que en ese combate nunca ha habido un vencedor definitivo... hasta ahora. e) Finalmente, en Moisés y la religión monoteísta (1938), obra escrita casi al fin de su vida, Freud plantea la hipótesis de que Moisés fue asesinado por el pueblo judío. Según la Biblia, Moisés era un egipcio no judío que se convirtió después de ser elegido por Yahveh para liberar a su pueblo. Pero Freud sugiere que cuando los judíos lograron escapar y se establecieron, se produjo una revuelta y mataron a Moisés. Se repite el parricidio que describe en Tótem y tabú, y, al igual que entonces, la culpa convierte al asesinado en un tótem. La muerte del jefe de la horda primitiva, de Moisés y de Jesucristo, es para Freud la muerte del padre simbólico que se repite. El ser humano está condenado a repetir siempre el asesinato primitivo. Según Freud, los judíos han sido el chivo expiatorio de la historia porque se los ha acusado de un crimen que es inherente a la civilización misma, pues no hay ninguna transformación social en la que no se encuentre el parricidio simbólico como acto fundacional (él pone muchos ejemplos históricos, como la ejecución del rey en la Revolución francesa). Freud se encontró atrapado en un problema: por su formación era muy importante para él que el psicoanálisis fuera considerado una disciplina científica, pero al mismo tiempo se dio cuenta de que el psicoanálisis tenía que operar sobre una serie de fenómenos humanos que no se podían amparar bajo el paraguas de la racionalidad. Hasta entonces se había considerado que la barbarie era una falla en el proceso de la civilización, pero Freud plantea que la barbarie es intrínseca a la civilización misma. El hombre, atrapado en las redes de la civilización, desarrolla una serie de fuerzas centrífugas a la cultura, que lo apartan de ella: la barbarie. No hay contradicción entre razón y barbarie, entre civilización y barbarie, porque en ningún ámbito no civilizado humano acontece la barbarie, ni la crueldad, ni la autodestrucción.
4. Conclusión Para cerrar este escrito consideramos de gran interés exponer parte de las influencias en el psicoanálisis de Freud, y sobre todo de su repercusión. Se habla de la influencia en
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Freud (o más bien de predecesores de sus ideas) de figuras como Sócrates, cuyo método mayéutico coincide con la figura del analista, quien en lugar de detentar el saber ayuda al otro a que lo halle en sí mismo; Platón y el sujeto dividido entre lo racional y lo pasional; Thomas Hobbes, al que Freud cita textualmente cuando plantea su famoso «Homo homini lupus»; Baruch Spinoza y el enigma de las causas del deseo; Gottfried Leibniz y los grados de conciencia de la mónada; Arthur Schopenhauer por su primado de la afectividad y la importancia de lo sexual (es el único filósofo en quien Freud dijo reconocerse parcialmente); Friedrich Nietzsche coincide con muchos de sus planteamientos, pero en sus cartas Freud confiesa su resistencia a leerlo por miedo a descubrir que sus ideas ya habían sido concebidas antes. Con Karl Marx concuerda en su crítica a la explotación como expresión de la agresividad humana, pero lo cuestiona por su falta de análisis de la psique humana, que lo aboca a una simplificación del conflicto, reduciéndolo a la propiedad privada de los medios de producción. En cuanto a su repercusión, ciertamente Karl Popper lo destierra del campo científico al aplicar su método de la falsabilidad. Muchas otras críticas se han vertido sobre Freud, como la expuesta en la obra de Gilles Deleuze y Félix Guattari Antiedipo. Sin embargo, como vimos, es considerado por Paul Ricœur como uno de los maestros de la sospecha, junto con Nietzsche y Marx, al «desenmascarar la conciencia», demostrando que más allá de la pantalla de civilización se esconden las pulsiones del inconsciente. Es interesante cómo influye en la Escuela de Frankfurt, en lo que se denomina el freudomarxismo, en figuras como Erich Fromm y Herbert Marcuse (y en España, Carlos Castilla del Pino). Pero nos vamos a centrar en la figura del psiquiatra francés Jacques Lacan. Este, en un comienzo, defiende el emblema de «el retorno a Freud», porque según él los psicoanalistas posfreudianos traicionaron el espíritu del descubrimiento de Freud al no poder aceptar el concepto de pulsión de muerte, y tergiversaron la concepción del inconsciente. Lacan, tomando como referencia la lingüística estructuralista de Ferdinand de Saussure y Roman Jakobson, plantea que el inconsciente freudiano está estructurado como un lenguaje y establece una nueva teoría del significante, que daría sustento a las leyes del inconsciente. El inconsciente no son las bajas pasiones animales, habitando en las profundidades, sino que está en la superficie de los dichos del paciente. En una segunda etapa, Lacan empieza a tener su propia autoría y se basa en la pulsión freudiana para establecer su concepción sobre las modalidades de goce que el lenguaje introduce en el ser hablante, aportando nuevos conceptos al discurso psicoanalítico. Lacan, al igual que Freud, analizó la cultura y fue un anticipador de los fenómenos sociales contemporáneos: su estudio de los cambios y los nuevos síntomas en la subjetividad contemporánea bajo el discurso capitalista están siendo ampliamente estudiados por una buena parte de los pensadores recientes (Ernesto Laclau) o actuales (Alain Badiou, Judith Butler, Slavoj Žižek). El paradigma contemporáneo se caracteriza por un discurso que, frente a la época victoriana que Freud conoció, no solo no prohíbe la satisfacción pulsional, sino que la promueve, exigiendo a los sujetos alcanzar la satisfacción plena por todos los medios que el sistema capitalista ofrece. Esto ha generado un aumento creciente en la ferocidad del superyó, que se ha
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transformado de una instancia de censura en un imperativo de goce, empujando a los sujetos a realizaciones imposibles que los precipitan en el sentimiento de fracaso e impotencia y, por ende, en la depresión.
1 Se han utilizado las siguientes traducciones al castellano de las obras del autor: S. Freud, Autobiografía. Historia del movimiento psicoanalítico, Madrid, Alianza, 2016; Tótem y tabú, Madrid, Akal, 2018; Psicología de las masas y análisis del yo, Madrid, Alianza, 2010; El porvenir de una ilusión, Buenos Aires, Amorrortu, 2016; El yo y el ello, Buenos Aires, Amorrortu, 2016; El malestar en la cultura, Madrid, Akal, 2017; Moisés y la religión monoteísta, Madrid, Alianza, 2015; Obras completas, Buenos Aires, Amorrortu, 1978. También se recomiendan las siguientes obras: P. Gay, Freud: Vida y legado de un precursor, Barcelona, Paidós, 2010; E. Jones, Vida y obra de Sigmund Freud, Barcelona, Anagrama, 2006; J. Lacan, Escritos i y ii, Barcelona, Siglo XXI, 2013; id., El seminario, Libros i a xxiii, Barcelona, Paidós, 2006: J. Laplanche y J. B. Pontalis, Diccionario de psicoanálisis, Buenos Aires, Paidós, 2004; E. Roudinesco, Sigmund Freud: en su tiempo y en el nuestro, Barcelona, Debate, 2015; VV. AA., Conceptos freudianos, Madrid, Síntesis, 2005. 2 Es conocido el texto de Paul Ricœur, Freud, una interpretación de la cultura, Barcelona, Siglo XXI, 2007, en donde el autor esgrime la expresión de «escuela de la sospecha», agrupando a Marx, Nietzsche y Freud como críticos de la idea de conciencia, revelando, en esencia, que la conciencia es un constructo. 3 Platón, en República (IX, 588b-589e), propuso la metáfora de la imagen proyectada, la envoltura, de un ser humano individual, pero en cuyo interior se conjugaban la figura de una bestia abigarrada y polifacética, un león y un hombre. El ser humano, explicaba Platón, se veía forzado a alimentar a todas sus partes, aunque unas exigiesen obras justas y otras injustas, y además, luchasen y se devorasen entre sí. La única solución que avizoraba Platón es que el hombre interior lograse amansar a las otras partes. Del mismo modo, Freud nos habla de un sujeto dividido entre el yo, el ello y el superyó, que con frecuencia se ve devorado por su lucha interior.
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II
TEORÍA CRÍTICA
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5. La primera aventura filosófica de Max Horkheimer, o del programa inicial de la teoría crítica José Emilio Esteban Enguita
Die sozialistische Gesellschaftsordnung wird von der Weltgeschichte nicht verhindert, sie ist historisch möglich; verwirklicht wird sie aber nicht von einer der Geschichte immanenten Logik, sondern von den an der Theorie geschulten, zum Bessern entschlossenen Menschen, oder überhaupt nicht. MAX HORKHEIMER, Dämmerung.1 Que la razón no tenga otra opción que ponerse, oponerse y componerse a sí misma, pues nada es posible fuera de ella, y que ese movimiento se identifique con el propio de toda «realidad efectiva», resultaría cómico si no fuera porque esta idea, algo delirante, se convierte en la impía justificación del sufrimiento de la víctima o, simplemente, del dolor del individuo, redimidos ambos por la marcha ascendente de la historia. Las grandes dosis de fealdad y maldad —por no hablar de estupidez y de mezquindad— que muestra el mundo humano dejan fuera de lugar esta forma de explicar las cosas, de encontrar el sentido en una identidad cuya condición demoníaca la convierte en algo abominable, al menos para Schopenhauer, o para Benjamin, o para quien nos interesa aquí: Max Horkheimer. Este filósofo alemán, nacido en Stuttgart en 1895, en el seno de una adinerada familia judía, no solo rechazó esta glorificación de la razón que sancionaba el orden de lo real y el curso de la historia, motivo por el cual consideraba inadmisible la segunda proposición de lo que se ha convertido en una tesis archiconocida de Hegel —que reza así: «Was vernüftig ist, das ist wirklich; und was wirklich ist, das ist vernünftig»—,2 sino que su propio itinerario intelectual encarna de forma extrema el cortocircuito producido en el pensar por el reconocimiento de la imposibilidad de superar el conflicto entre dos fuerzas antagónicas que dan cuenta de lo que, con Adorno, denominaba la «aporía de la Ilustración»,3 a saber: que la razón es fuente tanto de la emancipación del ser humano como del dominio que zahiere su autonomía. El impasse de su producción teórica desde la vuelta del exilio estadounidense en 1949 hasta su muerte en 1973 es un claro indicio de la impotencia de un pensar incapaz de uncir bajo un mismo yugo —en conformidad con el momento sintético final que asume, elevándolo
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a otro nivel, la totalidad del proceso— las fuerzas antagónicas representadas, en un caso, por una teoría social de evidentes raíces marxianas y, en el otro, por una genealogía de la Modernidad que, entre otras cosas, procede a una demolición controlada del edificio conocido con el nombre de «marxismo occidental» o, dicho de manera más precisa, de lo que se puede considerar el primer programa de la teoría crítica desarrollado en los años treinta del siglo pasado, cuyo artífice fue el propio Horkheimer. Más aún en lo que al desmontaje respecta: no son distinguibles la posición teórica del filósofo alemán y aquel programa que dirige la actividad y la producción académicas del Instituto para la Investigación Social, pues ambas cosas son lo mismo. En este sentido, Teoría tradicional y teoría crítica vale tanto como formulación condensada, en términos principalmente epistemológicos y praxiológicos, del pensamiento «posmetafísico» de Horkheimer, cuanto como documento programático del proyecto de investigación del Instituto para la Investigación Social, siguiendo en este sentido la estela de la conferencia —titulada La situación presente de la filosofía social y las tareas de un instituto para la investigación social— que imparte el filósofo alemán en 1931 con motivo de la toma de posesión de la dirección del mencionado Instituto, el cual, a partir de ese momento y con todo derecho, se puede llamar la Escuela de Frankfurt.4 Si el programa inicial de la teoría crítica despliega sus esfuerzos teóricos con el propósito de responder a la pregunta de por qué la revolución socialista no había triunfado en Alemania, su desarrollo en los años cuarenta del siglo pasado gravita en torno a otra pregunta: ¿cómo había sido posible la victoria del nacionalsocialismo en ese país? La pregunta sobre la revolución exige ser respondida siguiendo el criterio de un replanteamiento de y una profundización en las categorías marxianas. De hecho, las distintas filiaciones de la teoría crítica y la tradicional establecidas por Horkheimer ratifican esa exigencia de un modo tal que deja fuera toda posible discusión al respecto: la primera procede de la crítica de Marx a la economía política; la segunda, del Discurso del método de Descartes.5 Para Horkheimer y Adorno, la pregunta que versa sobre el triunfo del nacionalsocialismo en Alemania no plantea en absoluto tal exigencia: su respuesta requerirá, más bien, el abandono de la estructura categorial marxiana y su sustitución por el planteamiento genealógico mencionado, quedando aquí y allá algún pecio «materialista» del naufragio del proyecto crítico de Marx. Pues bien, aquello que verdaderamente ejemplifica el antagonismo irreductible de las dos posiciones de la teoría crítica es la producción de Horkheimer en esas dos décadas, y no la de Adorno, cuyo pensamiento, desde un temprano texto como La actualidad de la filosofía (1932) hasta la obra póstuma Teoría estética (1970), manifiesta una continuidad y evolución cuasi «natural», ni tampoco la de Marcuse, aunque su evolución discurriera por derroteros demasiado «afirmativos» y muy distintos a los adornianos. La discontinuidad, entendida como un relevante giro teórico, solo aparece en la trayectoria intelectual de Horkheimer. Una buena forma de comprobar esta mudanza significativa puede ser comparar dos textos próximos en el tiempo que nos muestran planteamientos muy distintos, y que acertadamente, si se trata de tomar consciencia de esa diferencia llamativa, se reúnen traducidos al castellano en un mismo libro: nos referimos a Teoría tradicional y teoría
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crítica —publicado en la Zeitschrift für Sozialforschung en 1937—, considerado con razón como el manifiesto del programa inicial de la teoría crítica, y a Razón y autoconservación (1942), cuyo contenido anticipa de forma resumida las ideas fundamentales de Eclipse de la razón (1947), ideas en las que se lleva a cabo la crítica de la forma de racionalidad (instrumental) hegemónica en la Modernidad y causante del horror, la destrucción y la inhumanidad de su tiempo. Posar la mirada primero en uno y después en otro texto lleva al lector a percatarse del paso de la moderada esperanza revolucionaria, a cuyo servicio se pone el esfuerzo teórico, al canto desesperanzado de quienes no ven otra salida que la protesta —un grito que expresa tanta indignación como resignación— ante la barbarie que impera por doquier en su época. Como botón de muestra: por un lado, Horkheimer afirma en Teoría tradicional y teoría crítica que «la idea de una sociedad futura como comunidad de hombres libres, tal y como la hacen posible los medios técnicos de que disponemos, tiene un significado en el que debemos depositar nuestra confianza independientemente de todo cambio»;6 por otro, en Razón y autoconservación, sostiene con palabras sangrantes que «[c]uando los políticos invocan hoy a Dios, al menos se sabe que hablan en nombre de terroríficas fuerzas terrenales; cuando los sometidos apelan a la razón, confiesan simplemente su impotencia».7 En lo que sigue, conforme al título de este escrito, nos ceñiremos a exponer la concepción inicial de Horkheimer —esa filosofía social vinculada a una determinada interpretación de Marx— sobre los significados relevantes contenidos en la fórmula «teoría crítica», o lo que es lo mismo, el materialismo interdisciplinar que pretendió dar forma al primer proyecto teórico de la Escuela de Frankfurt. Cuando en Dialéctica negativa8 Adorno venía a indicarnos que en boca de Horkheimer la expresión «teoría crítica» no pretendía poner de nuevo en circulación, a un precio asequible y para el consumidor de filosofía, una mercancía —el materialismo— que tuvo tiempos mejores en los mercados académicos y culturales, sino marcar la diferencia entre una forma de pensar materialista y aquellos dos arrecifes por los que tenía que pasar una y otra vez sin encallar, a saber, las diletantes cosmovisiones en un extremo, con gran demanda entonces y durante muchos años después, y la teoría de la ciencia del momento y su posición dominante, una suerte de monopolio académico en muchos lugares, todavía hoy vigente a través de sus herederos, en el otro, sabía con conocimiento de causa lo que estaba escribiendo y acertaba al señalar la especificidad de la teoría crítica, que, antes que nada, es un pensamiento materialista. ¿Pensamiento materialista? Sí, siempre y cuando no lo escoremos a la metafísica, cualesquiera que sean las formas con las que se presente, incluida la materialista; sí, en la medida en que se tenga la precaución permanente de no ser contagiado por una de las cepas del positivismo, aunque sea la del marxismo de la Segunda Internacional; y sí, en tanto en cuanto no se pierda de vista la praxis, aunque quede muy lejana, como le ocurriría a la posición de la teoría crítica en Dialéctica de la Ilustración. Horkheimer concibe el enfrentamiento entre materialismo e idealismo (o metafísica) como un conflicto entre dos «actitudes mentales» que se repite a lo largo de toda la historia de la filosofía,9 pero ni uno ni otro conservan sus características concretas, pues cambian conforme lo hacen las condiciones
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sociohistóricas bajo las que se produce esa pugna imposible de mitigar. Marx y Engels ya nos enseñaron esta lección en su crítica a Feuerbach, el último representante de un materialismo que, aunque de raíces antropológicas, seguía ligado a la metafísica: como materialista, el autor de La esencia del cristianismo da la espalda al poder de la historia sobre la teoría, y, a su vez, en los momentos en que atiende a la historia, cae sin poder evitarlo en los brazos del idealismo.10 Así como para Nietzsche su admirado Schopenhauer, a pesar de ser en Alemania el primer filósofo ateo, era un cristiano por su moral, así Feuerbach, por su moral basada en la religión del amor (humano), profesaba una metafísica idealista para aquellos dos amigos que escribieron La ideología alemana. Sabido es que el secreto de la alienación, descubierto por Feuerbach en la naturaleza humana y no en el Espíritu, se desplaza de lugar y se halla para Marx en la forma histórica determinada que toma la actividad mediante la que se produce socialmente la vida material, es decir, en el trabajo. En la misma línea, Horkheimer nos revela cuál es el significado preciso que ha de tomar el materialismo en su tiempo: «la teoría de la sociedad constituye el contenido del materialismo actual».11 Su concepción materialista, en consecuencia, se define en términos de la teoría crítica de la sociedad y no de la metafísica, y en este específico sentido no hay una verdadera teoría crítica que no sea, filosóficamente hablando, materialista. Si eleváramos el materialismo de Horkheimer al rango de filosofía social, algo en absoluto inadecuado a la textura de su pensar, esta se sostendría, entonces, en el reconocimiento del papel histórico preponderante de las relaciones económicas, en el insoslayable enraizamiento del conocimiento en el suelo del proceso social de producción, en el carácter abierto y nunca cerrado de cualquier principio teórico, susceptible en todo momento de modificación, en la atención forzosa de la teoría a la experiencia, mediada por la investigación y los resultados de las ciencias sociales, y, por último, pero no menos importante, en la praxis como telos irrenunciable de la teoría. Otra forma de decirlo, de acuerdo con A. Schmidt: la relevancia de estos escritos que dan forma al primer proyecto teórico de la Escuela de Frankfurt estriba, por un lado, en ese peso de lo empírico para la actividad teórica del materialismo así concebido, una medida preventiva y obligada si se quiere evitar la caída bajo el dominio del idealismo filosófico, y, por otro, en ofrecer una interpretación específica —en cierto sentido irrepetible por las singulares condiciones históricas en las que se dio— del marxismo, o quizá sería mejor decir de la teoría social e histórica de Marx.12 El carácter determinante y fundamental de lo que disciplinarmente acabó llamándose «teoría del conocimiento» en sus modalidades gnoseológica y epistemológica, un rasgo distintivo de la filosofía moderna y en gran medida de la contemporánea, significa, entre otras cosas, la obligación para la filosofía, o para la «teoría», si utilizamos la palabra preferida de Horkheimer, de establecer, mediante un movimiento reflexivo del pensamiento, su justificación racional. A esto apunta el concepto de «actitud» tal y como aquel lo emplea en Teoría tradicional y teoría crítica.13 Referido al teórico, es el elemento diferencial que lo adscribe a linajes distintos, y lo hace en virtud del modo como comprende los supuestos en los que se sustenta tanto la actividad teórica como su objeto. De esta forma, las filosofías o los paradigmas teóricos pueden clasificarse según
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la actitud teórica representada por ellos y, podríamos decir, fundamentadora de ellos. Cabe hablar entonces de una actitud «fenomenológica», «positivista», «hermenéutica»... o «materialista», siendo esta la rúbrica de los miembros de la primera generación de la Escuela de Frankfurt. Lo que en el artículo titulado «Materialismo y metafísica» (1933) denomina «actitud mental» (gedankliches Verhaltensweise),14 característica del materialismo y opuesta a la actitud propia del idealismo, en Teoría tradicional y teoría crítica, texto de enorme relevancia para entender el primer proyecto teórico de la Escuela, se refiere a tal disposición del teórico como una «actitud humana» (menschliche Verhalten) cuyo atributo esencial es su condición de «crítica», una crítica que tiene por objeto la economía política y no la razón pura, y que designa la propiedad más determinante de lo que Horkheimer entendía por «teoría dialéctica de la sociedad». Como ya hemos indicado, la teoría crítica es el contenido genuino del materialismo, a lo que habría que agregar ahora que este y aquella se articulan y desarrollan de acuerdo a una peculiar «actitud humana» o «actitud mental» del teórico o los teóricos vinculados tanto a una como a otro. Un análisis de la «actitud» humana que distingue al teórico crítico del tradicional, y de la que Horkheimer nos dice que «tiene por objeto la sociedad misma», nos conduce a la identificación de dos momentos que marcan la distinción de la teoría crítica y que, de este modo, la sostienen en calidad de presupuestos o principios no asumidos sin más porque son evidentes de suyo, o porque hayan de ser tomados como verdades incuestionables que nadie puede o debe discutir, sino en virtud de su reflexión y de la motivación racional derivada de ella: el primero afecta a las bases epistemológicas de la teoría, pues contiene un fundamento que podría considerarse de índole «prácticotécnica» o «pragmática»; el segundo nos muestra su sentido, es decir, la forzosa y prioritaria orientación de la teoría hacia la praxis, o dicho con otras palabras, su inalienable telos ético-político.15 En el primer caso, si, a pesar de todas las diferencias de matiz, vinculamos como similares la expresión «índole práctico-técnica» con «actividad humano sensorial» (sinnlich menschliche Tätigkeit), con «práctica» (Praxis),16 tal y como la emplea Marx en la primera de las Tesis sobre Feuerbach, damos entonces un considerable apoyo a la idea que sostiene la fuerte inspiración marxiana de la primera posición filosófica de Horkheimer. De igual manera, que la praxis aparezca como el sentido de la teoría, por muy problemática que se presentara para el filósofo alemán la relación entre la teoría y la praxis en su tiempo, es una prueba más, y no insignificante, por cierto, de cómo el espíritu del primer proyecto de la teoría crítica sigue inspirándose en la celebérrima undécima de las Tesis mencionadas,17 y también, en no menor medida, en la segunda, en la que la praxis se convierte en el criterio de la verdad objetiva. No les falta razón a quienes en los orígenes de la teoría crítica han percibido la influencia relevante de la Izquierda hegeliana y del joven Marx, perteneciente, primero, a ese movimiento, y superándolo —una superación que ha de ser entendida como autosuperación— después, cuando arriba al puerto conocido posteriormente con el nombre de «materialismo histórico», una especie, como afirma en La ideología alemana —más adelante volverá a escribir en términos parecidos en el conocido y citado hasta la
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saciedad Prólogo a la Contribución a la crítica de la economía política—,18 de compendio general que recogía las conclusiones de las investigaciones que había llevado a cabo sobre la sociedad, la economía y la historia, y al que se refiere Horkheimer de forma significativa en Materialismo y metafísica.19 Con esto tenemos otro gesto más de la estrecha vinculación de la filosofía social de aquel y por lo tanto del programa inicial de la Escuela de Frankfurt con los planteamientos de Marx. Sostener que las bases epistémicas de la teoría crítica muestran una condición marcadamente «pragmática» significa que el conocimiento humano se concibe como una actividad y no como una disposición contemplativa o una facultad cuya esencia se encuentra en el «interior» de una subjetividad pensada como si fuera una mónada, y, de forma más específica, como una actividad social, lo que nos conduce a reconocer como principio fundamental de la teoría crítica la afirmación del carácter inmanente de toda teoría respecto de la sociedad de la que forma parte y que, en este caso, además, tiene por objeto. Múltiples y muy importantes consecuencias se desprenden de este principio. Para empezar, el sesgo ideológico de cualquier teoría social —de hecho, de cualquier teoría, sea cual sea su objeto y sea esta científica o filosófica— que presuponga su naturaleza trascendente, vale decir, que tenga como petitio principii la idea de que el conocimiento ocupa una esfera distinta —en el sentido de separada, así como independiente y, todo hay que decirlo, en muchos casos superior—, bien de la realidad social e histórica en la que, sin embargo, está inmersa, bien del objeto al que dirige su potencial explicativo o comprehensivo. Tal modo de considerar la teoría yerra, pues convierte en fetiche lo lógico: «cuando el concepto de teoría se autonomiza, como si se pudiera fundamentar a partir de la esencia interna del conocimiento o de algún otro modo ahistórico, se transforma en una categoría reificada, ideológica».20 El verbo (logos) no se hizo carne, sino que desde siempre ya estuvo encarnado como lenguaje y como relación social, inserto además en el mundo de la vida como consciencia práctica e implicado como un ángel caído en los conflictos y las luchas de los seres humanos. A partir de ahí pudo construir imponentes catedrales conceptuales, las cuales, sin embargo, tienen sus cimientos en el subsuelo social y su sentido en la reproducción o transformación del entramado sociohistórico que lo contiene y condiciona. Continuando con las consecuencias de lo que podemos denominar el «principio de inmanencia teórica»: si la teoría no goza del privilegio esencialista de la independencia, entonces en ningún caso hay que olvidar su pertenencia al todo social, a las prácticas sociales con las que se encuentra enredada y por las que es afectada, en concreto al proceso social de producción, que remite, como sabemos, tanto al ámbito de las acciones y los conocimientos que tienen que ver con la producción de la vida material, con el sustento del ser humano, como al de la división (social) del trabajo y de las relaciones sociales (relaciones de producción) correspondientes al estadio de desarrollo alcanzado por las «fuerzas productivas» —empleando así los términos de Marx, de lo cual no se priva Horkheimer en esta primera concepción de la teoría crítica—. La relación entre la parte (la teoría) y el todo (la sociedad), no queriendo ignorar en una suerte de reducción simplificadora los múltiples nexos que se dan entre ambos elementos, y tampoco las
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dificultades que entraña el concepto dialéctico de totalidad, puede, a pesar de los muchos «peros» que ya han sido planteados, formularse del siguiente modo: así como los conceptos fundamentales de la teoría social (también podría decirse «categorías de la razón histórica») expresan modos de existencia social, porque en ellos están objetivados, así estos modos pueden tomar consciencia de sí a través de la teoría y llevar a cabo, mediante la praxis de los individuos o grupos que los componen o crean, la (auto)transformación de la realidad social. Queda claro, entonces, por qué la teoría del conocimiento, para la teoría crítica bajo su primera formulación de manos de Horkheimer, es, eo ipso, teoría de la sociedad, de modo que la crítica de la primera conlleva necesariamente la de la segunda. Es evidente, por otra parte, que en el caso de la teoría que tiene por objeto no la sociedad, sino lo que convenimos en llamar «naturaleza», la relación entre la parte y el todo no puede concebirse en tales términos, pues no tiene sentido sostener que las categorías de las ciencias naturales expresan los modos de existencia de los fenómenos naturales, o que estos cobran consciencia de sí por la intercesión de aquellas categorías, salvo que concibamos la naturaleza como lo otro del Espíritu, una otredad asimilada a la mismidad espiritual omniabarcante y, como tal, fundamento de todo lo existente. Ya Marx advirtió que ni siquiera el espíritu humano crea objetos, y si de alguna manera los «pone», lo puede hacer porque precisamente es objeto, es naturaleza humana.21 Aun así, aunque en esta relación entre el objeto conocido y el sujeto cognoscente impera la exterioridad, tampoco el objeto de la teoría científica se encuentra por completo separado de ella, o al revés, la teoría de su objeto, pues, de un modo u otro y en un determinado grado, los fenómenos naturales están prefigurados por la actividad del ser humano, que es lo mismo que decir que lo están por la sociedad, así como las mismas teorías científicas logran una explicación de sus dominios objetivos solo en virtud de que también la ciencia es una actividad social. Si bien en el caso de las ciencias naturales la teoría no está englobada por su objeto de investigación como en la teoría social, sin embargo, ellas no pueden conocer su objeto si no es a través de las múltiples mediaciones que la sociedad opera entre las teorías de las ciencias naturales y sus dominios objetivos, por ejemplo, y por citar solo una, algunas de las tecnologías producidas por la sociedad, es decir, por la industria y todo lo implicado por ella, sin las que no hubiera sido posible el avance del conocimiento científico. Apuntemos una última consecuencia de la idea de inmanencia teórica para la teoría crítica: toda teoría cumple una función social que ha de ser considerada y no eludida en su valoración. Tampoco ahora hay que perder de vista las diferencias entre ciencias sociales y naturales, especialmente en lo que respecta a la justificación de las pretensiones de verdad de las diferentes teorías, pues el grado en que influyen las implicaciones sociales inherentes a toda teoría en los procedimientos metodológicos que avalan sus resultados y en su estructura lógica muestra variaciones sumamente relevantes, siendo mucho mayor y de enorme importancia en la teoría social si la comparamos con las teorías características de las ciencias naturales. Aun así, para Horkheimer el vínculo indisoluble de la ciencia con los procesos sociales entre los que se encuentra —de hecho, la teoría, entendida como actividad social, es uno de esos
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procesos, con sus peculiaridades, por supuesto, pero proceso al fin y al cabo— tiene como corolario que los problemas que plantean las teorías no pueden ser resueltos de forma satisfactoria en términos exclusivamente lógicos y epistemológicos. De esta afirmación no se sigue que las condiciones de validez de las teorías dependan por completo de sus raíces y funciones sociales, sino que las razones lógico-epistemológicas no son suficientes, aunque desde luego son imprescindibles, para dar cuenta de la evolución y el cambio de los paradigmas teóricos. Hay que contar, en mayor o menor medida, con factores «externos» de naturaleza sociohistórica para explicar la aceptación o rechazo de modelos teóricos que aspiran al conocimiento de diferentes esferas de la «realidad».22 No hay, en este sentido, una «ciencia pura», ni siquiera lo son las que disfrutan de una mayor capacidad predictiva, como las que no hace mucho se calificaban de «duras». Marx ya lo advertía en su crítica a Feuerbach: la ciencia moderna no existiría tal y como la conocemos sin el capitalismo industrial,23 lo que no quiere decir, insistamos en esto, que este sea su condición suficiente. Horkheimer y la primera teoría crítica siguen también en esto la estela de su maestro: la teoría tradicional se sostiene en una comprensión ilusoria de la práctica científica, pues presupone la idea de la ciencia como una esfera ajena al proceso social de producción, así como del científico como alguien cuya actividad no resulta afectada por la división social del trabajo y, en general, por las condiciones sociales bajo las que se produce. En el caso de la teoría social, por no hablar de la filosofía, la función social cobra una mayor relevancia, lo cual muestra con toda su fuerza la diferencia entre la teoría tradicional y la crítica: el valor de verdad de la teoría queda más comprometido por la función social de la ciencia y la «actitud» del teórico que en las teorías que pertenecen al ámbito de las ciencias naturales. Insistamos en el hecho de que, en esta cuestión como en cualquier otra, la diferencia entre las ciencias naturales y sociales es de grado y no de especie, puesto que no se aferra a ninguna justificación de tipo ontológico o lógico-ontológico. Sin embargo, para la teoría social es de enorme importancia en lo que respecta a su status como teoría la toma de consciencia por parte del teórico, ya sea científico social o filósofo, de la función social que desempeña y de su relación de dependencia con la praxis social. Formulado sin ambages y como lo hace Horkheimer: o bien la teoría social cumple una función positiva (reproductora) respecto del orden social en el que se encuentra inmersa, o bien, por el contrario, cumple una función negativa (crítica), quedando comprometida en ambos casos y de diferentes modos la pretensión de verdad que acompaña a toda formulación teórica. En oposición a la tradicional, la actitud del teórico crítico no es mejorar el funcionamiento del sistema social, razón por la cual es reacio al uso de conceptos como «útil», «productivo», «conforme a fines» o «valioso», sino su completa transformación, exigida por el interés práctico-racional determinante de la teoría crítica, el cual la conduce a un territorio marcado por categorías como la de «justicia» o la de «felicidad». «La profesión del teórico crítico es la lucha, a la que pertenece su pensamiento, y no el pensamiento como algo independiente o que se pueda separar de la lucha»,24 afirma Horkheimer en Teoría tradicional y teoría crítica. El tono categórico de estos enunciados, que conectan perfectamente con el párrafo anterior, nos introduce de golpe
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en el segundo momento fundamental de la teoría crítica, que la confronta más todavía, si cabe, con la teoría tradicional, a saber: que la praxis constituye su sentido. Como telos irrenunciable de la teoría crítica, el término «praxis» —piedra de toque de la teoría para Marx, marxianos y marxistas— porta en su seno la complejidad derivada de sus múltiples significados y referencias. Hay que empezar diciendo que, para esta tradición, incluido en ella nuestro filósofo alemán y con él, como hemos visto, el proyecto de la teoría crítica en los años treinta del siglo pasado, no toda acción humana o actividad social caen bajo el dominio del concepto de praxis. Hablando con rigor, y a pesar de las ambigüedades señaladas antes —vuélvase la vista a la nota 17—, «praxis» tiene como referente privilegiado aquellas acciones racionales cuya meta es la transformación del orden social existente desde una perspectiva que bien puede calificarse como «éticopolítica». La disposición «racional» y «moral» de esta clase de acciones nos indica su principal seña de identidad, que debe irradiar continuamente a la totalidad de la teoría, iluminándola. Lo que significa, como cuestión de principio para el teórico crítico frente al tradicional, la afirmación de que la teoría es un momento de la praxis en la medida en que esta vale como su inalienable fin, estando entonces aquella vinculada, por un lado, con una determinada forma de racionalidad que, siguiendo a Horkheimer y, en realidad, a la totalidad de la primera generación de la Escuela de Frankfurt, hay que denominar «dialéctica», y, por otro, con un propósito emancipatorio que va de la mano de su contenido ético y de la acción política. El contenido de la posición materialista de Horkheimer es la teoría crítica de la sociedad y su racionalidad característica es dialéctica, de donde se sigue la conjunción entre dialéctica y materialismo o, dicho de otra manera, la asunción del método dialéctico como uno de los elementos nucleares de su materialismo, al que habría que añadir, en tanto que también fungen como partes constitutivas, su teoría o filosofía de la historia, su vínculo con las ciencias sociales y su intentio práctica. El modelo de la teoría tradicional, de inspiración cartesiana como hemos visto, se sustenta en una racionalidad «analítica» que ya en este primer Horkheimer muestra las características de lo que después denominaría «razón instrumental». Calculabilidad, predictibilidad y eficiencia son rasgos determinantes de esta forma de racionalidad, y los lenguajes formales lógicomatemáticos su medio de expresión. El ideal cartesiano de una mathesis universalis no ha dejado de ser el alimento principal de su dieta, así como del éxito en la capacidad de control de los procesos y fenómenos naturales y sociales sobre los que se aplica. Saber es poder, como ya dejó muy claro Francis Bacon, el otro padre espiritual —filosóficamente hablando— de la época moderna.25 Las acciones orientadas por esta forma de racionalidad son de naturaleza técnica, ora instrumental ora estratégica, pero no de índole moral, pues persiguen los medios más adecuados para lograr fines que están ya dados, o bien los ordenan estableciendo prioridades y jerarquías. Weber, mejor que ningún otro, enseñaría a Horkheimer y también a nosotros en qué consiste esa racionalidad a la que llamaría «formal» y de qué manera ha dirigido el proceso de racionalización característico de la sociedad moderna occidental, colonizando todos y cada uno de sus ámbitos. Frente a ella, la teoría crítica demanda un tipo de racionalidad
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sustantiva (objetiva) que no niega la jurisdicción propia y limitada de la razón científicotécnica, ni la validez de la teoría tradicional en el ámbito que le corresponde, aunque no acepta su ceguera sobre las consecuencias de la prohibición que se impone a sí misma de determinar los fines, complaciéndose en su unilateralidad, como tampoco su incapacidad para la reflexión, que le permitiría comprenderse como parte de las prácticas sociales, ni su identificación con la «razón», sin más, excluyendo, por fraudulenta, cualquier apelación a una posible forma de racionalidad diferente. Horkheimer no rechaza la teoría tradicional, nada más lejos de su intención, sino que pretende ponerla al servicio, respetando su ámbito limitado de aplicación, de la teoría crítica, lo que por fuerza conduce a la subordinación de la razón analítica —quizá sería mejor hablar de «momento analítico» de la razón— a esa otra modalidad de racionalidad, la dialéctica, cuya pretensión es la de orientar la praxis (acción política) en conformidad con su capacidad para legislar sobre los fines. Las acciones que se subsumen bajo el concepto de praxis son racionales porque se basan tanto en el efectivo conocimiento del mecanismo y de las fuerzas que hacen funcionar a la sociedad existente, como en la pretensión de transformar ese mecanismo mediante la realización de ideales morales susceptibles de justificación racional. El tono ético de la teoría crítica corresponde a su subordinación a la praxis; su contenido moral, a su irrenunciable pretensión emancipatoria; y su negatividad (negación concreta), a la anticipación de una sociedad justa de la que, desde una perspectiva racional, nada tiene que decir la teoría tradicional porque para ella no es lícito plantear estas cuestiones. La ineludible apelación a la praxis de la teoría crítica en los términos establecidos es el índice de la intención moral que la caracteriza. Horkheimer se preocupa, en estos textos y en los que vendrían después, de poner especial énfasis en la dimensión moral del materialismo que profesa. Vaya por delante, eso sí, la renuncia, como en el caso de su concepción de la teoría, a toda remisión a lo trascendente en cualquiera de sus modalidades imaginables (teológica, metafísica, lógica o trascendental), porque «el materialismo no supone detrás de la moral ninguna instancia suprahistórica».26 En materia de moralidad, su inmanencia constitutiva significa que toda moral se concibe como expresión de condiciones de vida, sociales y materiales, y de intereses de los seres humanos. De hecho, la moral, tal y como la piensa Horkheimer, es un fenómeno moderno que nace en el mundo burgués y que poco tiene que ver con la ética griega o la religiosa del Medievo.27 A pesar de esto, no puede ser reducida a una estratagema ideológica que acompaña la acción de la clase dominante para la perpetuación de su dominio o la del revolucionario profesional para despertar la conciencia dormida de las masas y dirigir su indignación contra el orden social imperante. En la medida en que ha de orientar la praxis o, lo que es lo mismo, la acción política, la teoría crítica le concede un lugar destacado, porque, además de expresar las condiciones sociohistóricas de las que forma parte, puede impulsar su negación ante su incompatibilidad con el interés racional de la especie humana, que no es otro que la consecución de la felicidad. Las revoluciones burguesas, que liberaron a los individuos del orden social opresivo al que estaban sometidos y que les brindó la posibilidad de disfrutar de una existencia
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autónoma y de disponer de sus destinos, generaron a su vez unas nuevas condiciones socioeconómicas que hurtaban la libertad y la felicidad a la mayor parte de los seres humanos sujetos a ellas. La imaginación moral del teórico crítico, enraizada en la teoría y orientadora de la praxis, anticipa la imagen de una sociedad en la que preside la justicia, una anticipación que, surgiendo a partir de las condiciones de la sociedad existente, opera sin embargo como su refutación y también como protesta indignada ante la infelicidad generalizada o, peor aún, ante la ruina provocada de miles de vidas humanas. No es de extrañar la prioridad que da la teoría crítica a los problemas sociales, pues el reservorio utópico-emancipatorio del materialismo de Horkheimer la conduce forzosamente a ello: comprender la totalidad social no es justificarla, sino negarla mediante el juicio moral que debe no solo proferirse, sino también y fundamentalmente ejecutarse mediante la acción política. La forma de racionalidad que no admite tratos con lo absoluto, pero que no acepta la declaración de su incapacidad para dirimir entre fines en conflicto y dar razones sobre la vida buena, fundamenta la moral materialista cuyo contenido es la teoría crítica. Hechos y valores, facticidad y legitimidad, van entrelazados, son inseparables, aunque analíticamente distinguibles, lo que supone que la esfera del ser (social) no queda arrojada a la inercia del orbe de lo fáctico, donde solo impera la fuerza y nada tiene que hacer la razón práctica, ni la de la moralidad al mundo supralunar donde moran lo divino y la perfección, al precio, eso sí, de vivir de espaldas al sublunar, habitado por los seres humanos. En esta primera filosofía de Horkheimer, la moral, que siempre es humana, demasiado humana, anida en el sentimiento de compasión que debe suscitar el sufrimiento no solo de los vivos, sino también del que padecieron los muertos — desgraciadamente irredimible, de ahí el gesto pesimista de la teoría crítica— , y en no menor medida en el recuerdo de los ideales de libertad, igualdad y justicia que animaron las revoluciones y que fueron inmediatamente mancillados después del triunfo de quienes las hicieron.28 Horkheimer, en nombre de la moral, funde en un extraño abrazo a Schopenhauer y Marx: sin compasión no puede darse la acción moral y sin política la moral se reduce, en el mejor de los casos, a la ensoñación del impotente, y, en el peor, a formar parte de la ideología que justifica la iniquidad de la sociedad de su tiempo. La fragilidad del primer proyecto de la teoría crítica, motivada en parte por las adversas condiciones históricas en las que surgió, en parte por las tensiones internas entre sus dimensiones filosófica, científica y ético-política, se demostraría en el modo como fue abandonado por su artífice, Horkheimer, en los años cuarenta del siglo pasado. El materialismo ya no puede encontrar refugio en las ciencias sociales agavilladas, coordinadas y orientadas por la teoría crítica, sino que retorna a una filosofía concebida como interpretación independiente, y tampoco hay sitio en su seno para la praxiología, pues el vínculo entre la teoría crítica y la praxis se había disuelto como lo hace el azucarillo en el café caliente. Si arracimamos el carácter ilusorio de la capacidad emancipatoria acompañante, al menos como posibilidad histórica realizable, del crecimiento de las fuerzas productivas, la tendencia hacia la dominación universal derivada de aquel desenvolvimiento, el declive de la libertad y la autonomía individuales
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en las llamadas sociedades «libres», que muestran en su interior fuerzas terribles tendentes a lograr el mundo administrado del que nos hablará Adorno, la práctica aniquilación de los judíos en Europa, la barbarie de la guerra extendida por toda la tierra, el capitalismo de Estado que hermana al régimen nacionalsocialista y al estalinista, la industria cultural y su estandarización, integrándolos de forma perfecta en el sistema, de todos los estratos de la subjetividad..., si reunimos todas estas uvas amargas y algunas otras más en un solo racimo, entonces no puede causar extrañeza ni el giro teórico que representa para Horkheimer Dialéctica de la Ilustración o Eclipse de la razón, ni la impotencia práctica de la teoría, ni el derrumbamiento del primer constructo de la teoría crítica. Constatado el fracaso del proyecto materialista elaborado por el filósofo alemán en los años treinta mediante el diagnóstico ofrecido en la escritura de aquellas dos obras citadas, cuyas palabras están privadas del potencial utópico-emancipatorio dilapidado por la marcha del mundo, la teoría crítica colapsaba para Horkheimer en un sentido determinante, y dejaba paso al silencio.
1 M. Horkheimer, «Dämmerung», en Gesammelte Schriften, Frankfurt del Meno, Fischer, 2012, t. II, p. 344. («El orden social socialista no es impedido por la historia universal, sino que es históricamente posible; sin embargo, no se realiza en virtud de una lógica inmanente de la historia, sino por hombres decididos por lo mejor, formados en la teoría, o no se realiza en absoluto»). A partir de aquí, citaremos esta edición con la abreviatura «GS», seguida del volumen en números romanos y del número de página. Los datos bibliográficos de las traducciones empleadas cuando sea el caso aparecerán a continuación entre corchetes. 2 Véase M. Horkheimer, «Hegel und das Problem der Metaphysik», en GS, II, pp. 295-296. 3 Véase id. y Th. W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración. Fragmentos filosóficos, Madrid, Trotta, 1994, p. 53. 4 Sobre estas consideraciones, véase J. Habermas, «Bemerkungen zur Entwicklungsgeschichte des Horkheimerschen Werkes», en A. Schmidt y N. Altwicker (eds.), Max Horkheimer heute, Frankfurt del Meno, Fischer, 1986, pp. 163-179. 5 Véase M. Horkheimer, «Traditionelle und kritische Theorie. Nachtrag», en GS, IV, p. 217. 6 M. Horkheimer, «Traditionelle und kritische Theorie», en GS, IV, p. 191 [trad. cast.: «Teoría tradicional y teoría crítica», en Teoría tradicional y teoría crítica, Barcelona, Paidós, 2000, p. 52]. 7 Id., «Razón y autoconservación», en Teoría tradicional y teoría crítica, op. cit., p. 91. 8 Véase Th. W. Adorno, Dialéctica negativa, Madrid, Taurus, 1975, p. 198. 9 Véase M. Horkheimer, «Materialismus und Metaphysik», en GS, III, p. 73. 10 Véase K. Marx y F. Engels, «Die deutsche Ideologie», en Marx-Engels-Werke, Berlín, Dietz Verlag, 1990, t. III, p. 45. A partir de aquí, citaremos esta edición con la abreviatura «MEW». 11 M. Horkheimer, «Materialismus und Metaphysik», en GS, III, p. 84 [trad. cast.: «Materialismo y metafísica», en Materialismo, metafísica y moral, Madrid, Tecnos, 1999, p. 66]. 12 Véase A. Schmidt, «Introducción», en M. Horkheimer, Historia, metafísica y escepticismo, Madrid, Alianza, 1982, pp. 8-9. 13 Véase M. Horkheimer, «Traditionelle und kritische Theorie», en GS, IV, pp. 180-181. 14 Id., «Materialismus und Metaphysik», en GS, III, p. 73. 15 Sobre estos dos momentos que operan como fundamento metodológico de la teoría crítica, véase A. Honneth, Crítica del poder. Fases en la reflexión de una teoría crítica de la sociedad, Madrid, Machado Libros, 2009, pp. 35-45. 16 Véase K. Marx y F. Engels, MEW, III, p. 5. 17 «Los filósofos se han limitado a interpretar el mundo de distintos modos; de lo que se trata es de transformarlo» (MEW, III, p. 7). Por otro lado, la ambigüedad del concepto de praxis, que incluye tanto las acciones práctico-técnicas como las político-morales, se muestra en la primera de las Tesis: la praxis incluye tanto la
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«actividad humano-sensorial» como la «actividad revolucionaria» (revolutionären Tätigkeit) y la «actividad crítico-práctica» (praktisch-kritischen Tätigkeit). 18 Véase MEW, XIII, pp. 8-9. 19 Véase M. Horkheimer, «Materialismus und Metaphysik», en GS, III, p. 85. 20 M. Horkheimer, «Traditionelle und kritische Theorie», en GS, IV, p. 168 [trad. cast.: «Teoría tradicional y teoría crítica», op. cit., p. 29]. 21 Véase K. Marx y F. Engels, «Ökonomisch-philosophische Manuskripte aus dem Jahre 1844», en MEW, XL, p. 577. 22 Véase M. Horkheimer, «Traditionelle und kritische Theorie», en GS, IV, pp. 168-169. 23 Véase K. Marx y F. Engels, «Die deutsche Ideologie», MEW, III, p. 44. 24 M. Horkheimer, «Traditionelle und kritische Theorie», en GS, IV, p. 190. 25 Si en Teoría tradicional y teoría crítica Horkheimer establece la filiación de la teoría tradicional con Descartes, más adelante Adorno y Horkheimer establecerían claramente la filiación del pensamiento ilustrado moderno, en su positividad irreflexiva tendente a la autoconservación, con Bacon. Véase M. Horkheimer y Th. W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, op. cit., pp. 60-61. 26 M. Horkheimer, «Materialismus und Moral», en GS, III, p. 131 [trad. cast., pp. 131-132]. 27 Véase ibid., p. 114. 28 Véase M. Horkheimer, «Materialismus und Moral», en GS, III, pp. 135-137.
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6. Democracia, poder, derecho: Franz Neumann y la tragedia de la libertad moderna Pablo López Álvarez
Si debe presentarse la figura de Franz L. Neumann, es fácil comenzar por los rasgos más conocidos. Neumann es un judío alemán teórico de la política y el derecho de la primera mitad del siglo XX, vinculado al Instituto para la Investigación Social de Frankfurt y autor de una obra fundamental, Behemoth. Estructura y praxis del nacionalsocialismo. El libro se publica en inglés en una fecha tan temprana como 1942: está en curso la Segunda Guerra Mundial, el autor se encuentra exiliado de Alemania, sin acceso a una documentación completa sobre la situación de su país, y en esas condiciones compone un estudio de enorme precisión acerca de la estructura económica, jurídica, laboral y política del orden hitleriano. La referencia a Behemoth es ineludible en los estudios sobre el nacionalsocialismo, y en gran medida la relevancia posterior de Neumann se debe a esta imponente obra. El texto tiene, en cualquier caso, un alcance mayor. Presenta el modo en que Neumann piensa las modificaciones de la política y la economía en el estadio más avanzado del desarrollo de las sociedades capitalistas. Por ello, es sencillo plantear su convergencia con las preocupaciones de la Dialéctica de la Ilustración y otros textos clásicos de la teoría crítica: ¿de qué manera queda comprometido el ideario moderno en los atroces acontecimientos de la primera mitad del siglo? ¿Qué aspectos de la racionalización — económica, jurídica, cultural— están en la raíz de una forma tan extrema de dominio? El problema tiene un carácter generacional y se declina de formas muy diversas. Engrana con el cuestionamiento de la historia de la razón que caracteriza el entorno intelectual alemán y remite a figuras tan centrales como Weber, Simmel, Lukács, Heidegger, Bloch, Benjamin o Jünger. Pero la cercanía de Neumann con esta constelación es algo engañosa. Durante los años de la República de Weimar, Neumann no forma parte del Instituto de Frankfurt, ni se ubica por tanto en el programa intelectual —en verdad muy plural— de Horkheimer, Pollock o Adorno durante aquel período. Tampoco comparte su modo de inscripción en un marco académico y político específico, ni privilegia el modelo de análisis social que sería característico de la mirada frankfurtiana desde 1930: el estudio conjunto de las transformaciones de la economía, las formas de la personalidad y los nuevos patrones de
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la cultura. Las referencias y las aspiraciones de Neumann son otras, y se inscriben más bien en la discusión jurídico-política sobre la democracia, el Estado de derecho, el socialismo y la revolución. La única manera de acercarnos a esas cuestiones es respetando la distancia que nos separa de aquel horizonte político, sus condiciones y sus expectativas. Lo que se juega en Weimar no es solo la convergencia entre la tradición organizativa del movimiento obrero y el pensamiento jurídico, sino también la comprensión de los cambios que afectan a la función social del derecho, el equilibrio de los poderes y las ambivalentes relaciones entre política y economía. Es interesante ver cómo desde esta perspectiva ilumina Neumann las tensiones de aquel tiempo y su posterior desarrollo.
1. El umbral de Weimar Neumann tiene 17 años cuando termina la Primera Guerra Mundial. Acaba de comenzar el corto siglo XX, por emplear la conocida periodización de Hobsbawm. Nacido en Katowice en 1900, en el seno de una familia judía, Neumann forma su pensamiento en una etapa de mutaciones radicales, que implica la reorganización del campo político internacional y la consolidación de nuevos agentes sociales.1 Los efectos de la guerra, el derrumbe de los imperios europeos —Alemania, Rusia, Austria-Hungría—, la crisis económica y una conflictividad social intensificada definen un escenario en el que se puede leer el final de toda una forma de vida social: aquella que se había armado sobre la expansión de las relaciones sociales capitalistas, los principios del liberalismo político y los modelos culturales burgueses. También es el inicio de un tiempo nuevo. En él, la Revolución soviética es un referente decisivo, y la transformación social radical se vive como una posibilidad objetiva en diferentes países europeos, entre ellos Alemania. Como tantos miembros de su generación, el joven Neumann participa en las experiencias revolucionarias de los consejos de obreros y soldados de los años 19181919, en Leipzig y Rostock. Ha comenzado a estudiar Derecho en Breslavia en 1918, y desde el año siguiente se encuentra ya en Frankfurt. Allí se consolida su militancia socialista-democrática y se orienta su trayectoria profesional. Tras defender en 1923 su tesis doctoral, en torno a la relación entre Estado y pena, trabaja como asistente del jurista socialista Hugo Sinzheimer, y en 1927 abre su propio despacho junto a Ernst Fraenkel. De este modo, en el período en el que publica sus primeros escritos y se consolida su interpretación de las modificaciones legales contemporáneas, Neumann es un abogado laboralista, asesor de diferentes sindicatos alemanes y del Partido Socialdemócrata (SPD). Su función se desarrolla diariamente en el campo de las luchas laborales concretas, el derecho del trabajo y el reconocimiento jurídico de las asociaciones obreras. Esta experiencia es determinante en su comprensión del final del ciclo político del liberalismo y de las posibilidades contrapuestas que se abren paso. En este escenario, la Constitución de Weimar, promulgada en 1919, ejerce de referente jurídico fundamental. Hugo Sinzheimer es uno de sus redactores, y Neumann se implica de manera natural en la amplia discusión que se desarrolla en Alemania sobre el carácter
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del texto constitucional: sus presupuestos, sus fuentes, sus contradicciones. Sin ninguna duda, este es uno de los primeros puntos de interés que ofrece la figura de Neumann. Es habitual que en las reconstrucciones de la historia política europea se haga valer como eje central la transición entre el Estado liberal, propio del capitalismo competitivo del siglo XIX, y el Estado social o Estado del bienestar de la década de los cuarenta, correspondiente al capitalismo fordista y las sociedades de masas. Es menos común atender a la novedad y especificidad de los modelos constitucionales del período de entreguerras, que poseen sus rasgos particulares y no se dejan ubicar fácilmente en este esquema. En la lectura de Neumann, la serie de innovaciones constitucionales de Weimar son esenciales para comprender la superación del Estado de derecho clásico y para situar adecuadamente la emergencia de la contrarrevolución nacionalsocialista. Solo a partir de este punto se entiende la posición propia de Neumann en los debates del Instituto en los años cuarenta.
2. El nuevo lenguaje constitucional Las formas constitucionales de ese período presentan rupturas importantes con respecto a los principios normativos anteriores. Neumann se centra en el texto de Weimar, aunque el análisis puede ampliarse para incluir la mención a la Constitución mexicana de 1917, la Constitución austríaca de 1922 y la Constitución republicana española de 1931, además de otros textos desarrollados en Europa y América a partir de la década de los treinta. La Constitución soviética y la Declaración de derechos del pueblo trabajador y explotado de 1918 funcionan también como polos de referencia en un momento en el que la racionalidad del capitalismo se encuentra gravemente cuestionada. Por supuesto, deben tomarse en cuenta las diferencias entre estos modelos y las complejas relaciones que se establecen entre ellos. Pero el caso de Weimar sirve como paradigma para destacar algunos ejes básicos.2 Es fundamental, de entrada, la institución del sufragio universal. Este elemento democrático estaba clásicamente ausente de los regímenes liberales decimonónicos. El reconocimiento completo y sin restricciones del derecho al voto implica, por necesidad, una nueva articulación de los equilibrios entre las fuerzas sociales. En particular, ofrece un poder político sin precedentes a las clases trabajadoras, que se encuentran entonces en el nivel más alto de su organización. Aquí tienen su raíz tanto las expectativas de una transformación social real por medios electorales como la profunda hostilidad hacia la democracia que se hace valer en múltiples ámbitos de la política alemana. No se trata en este punto de la cuestión del individualismo, tan vinculada posteriormente con la democracia: lo que en aquel momento se dirime en el sufragio universal es el conflicto y la hegemonía de los colectivos. Para Neumann, la irrupción de la democracia de masas supone transformaciones fundamentales en el Estado, en la medida en que la negociación social no gira ya en torno a agentes privados sino a grupos, con un peso decisivo de las organizaciones obreras. La primera república democrática en Alemania nacía de la codificación de acuerdos entre sectores sociales muy heterogéneos e
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implicaba una completa reescritura del pacto social. Con todo, la conquista del sufragio era solo uno de los elementos fundamentales del nuevo régimen constitucional. Junto con ello, la Constitución de Weimar sentaba las bases de la concepción social del Estado, en un sentido diferente al paternalismo asistencial desarrollado en Alemania en la segunda mitad del siglo XIX. En este punto pesan especialmente los artículos recogidos en la Segunda Parte de la Constitución, referida a la vida social y económica, a los que Neumann concede la mayor importancia. Se reconocen, en primer lugar, derechos sociales de carácter universal, que sustituyen a las antiguas medidas paliativas dirigidas a grupos o minorías desfavorecidas. Es el caso de los derechos relativos a la salud, el bienestar, la educación o la vivienda, que se integran en el texto constitucional con los derechos civiles clásicos del liberalismo. Sobre estos principios se construirá el ambicioso programa de seguridad social alemán. Igualmente, el postulado del derecho a la existencia digna y la participación en el bien común pone en cuestión el primado clásico del derecho de propiedad. Son conocidas las restricciones que los artículos 151, 153 y 155 imponen a la libertad económica y a la propiedad privada, que quedan sometidas a los principios de la justicia social y el bienestar público. Estos principios, además, están lejos de ser declamaciones vacías o ideales regulatorios. La República se dota de instrumentos específicos para su consecución: colectivización de la economía, expropiación y nacionalización de empresas, regulación de la propiedad territorial (artículos 155 y 156). Es otro elemento transversal al nuevo constitucionalismo. Finalmente, la idea de democracia se extiende al gobierno de la producción, con el reconocimiento de la negociación colectiva y el derecho de participación de los trabajadores en la gestión de las empresas y en las decisiones de política económica del Estado alemán y los territorios: en este punto es decisivo el artículo 165, redactado por Sinzheimer. En virtud de todos estos elementos, los partidos de Weimar y la Asamblea constituyente podían presentar su alternativa a la tradición jurídica liberal y al desafío soviético. En alguna medida importante, la reflexión de Neumann durante los años de Weimar busca traer a concepto el sentido de estas modificaciones legales, defendiendo su originalidad histórica y su poder de modificación de las relaciones sociales capitalistas. En todo caso, se trata de enfatizar que nos encontramos en una fase diferente de la evolución social, en la que la exigencia de la libertad y las fuerzas que se le oponen se mueven en una escala desconocida. Una parte relevante de la innovación constitucional de Weimar recae en su articulación del principio de igualdad. En la tradicional concepción formal de la igualdad, esta se presentaba esencialmente como igualdad ante la ley: interpelaba sobre todo al poder judicial y garantizaba negativamente un conjunto de condiciones iguales para la libertad personal de propiedad, comercio o empresa. Fuese cual fuese la condición del individuo, su estatuto religioso, cultural o estamental, había de ver respetado su derecho a la igualdad de oportunidades y a la búsqueda del interés propio. En contraste, y más allá de ello, el nuevo orden constitucional establece un compromiso con la promoción de la igualdad material, esto es, con la garantía positiva de participación en el bien social
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común. No se trata ya solo de postular que los seres humanos nacen libres e iguales, sino de reconocer que la sociedad produce desigualdades que el Estado debe combatir de manera activa. En realidad, esta dimensión ya había sido central en los dilemas políticos de la Ilustración francesa. El sentido de la Revolución no puede reducirse de ningún modo a la consolidación de las posiciones burguesas. En el seno de los debates constituyentes es perfectamente clara la colisión que se produce entre la concepción formal de la igualdad y las demandas de igualdad social y económica, vinculadas a una larga tradición de luchas populares. Ello implica —de manera paradigmática en la corriente de Robespierre — la propuesta de limitar políticamente el derecho de propiedad y permitir la intervención política en las relaciones mercantiles y la regulación de los precios y salarios. Sin la garantía del derecho de existencia no puede hablarse seriamente de libertad civil. Retomando esta tradición, Neumann subraya conscientemente un punto decisivo: es la derrota de las pretensiones radicales de la Ilustración, y no su victoria, la que configura el escenario político de la Europa liberal del XIX. La caída de Robespierre y la Constitución de 1793 significan el colapso de la concepción material de la libertad, inseparable de la acción sobre la propiedad privada, la extensión del derecho al voto y la garantía ciudadana de trabajo y subsistencia. En su lugar se restablece la idea formal de Estado de derecho y la defensa incondicional de los derechos de libertad. En las condiciones socialmente transformadas de Weimar, Neumann convierte este conflicto en uno de sus ejes de lectura. Su interpretación de la Constitución se apoya sobre este punto: es imposible avanzar en la democracia económica y la igualdad material sin entrar en colisión con los derechos definidos por el liberalismo clásico. Estos pertenecen a una lógica jurídica distinta y no pueden integrarse en las nuevas formas de la emancipación social. Según se sabe, este punto es importante en los debates sobre la coherencia interna del texto constitucional y sus «valores» irreconciliables, en los que se integra también Neumann. Como su amigo Kirchheimer, asiste a los seminarios de Carl Schmitt en Berlín y conoce de primera mano sus posiciones críticas. La manera en que Neumann, como jurista de izquierdas, responde al diagnóstico de Schmitt pasa por enfatizar esta perspectiva: a su juicio, la Constitución de Weimar opta con determinación por proteger los valores sociales por encima de los principios de la regulación liberal. Los derechos de propiedad privada y de libertad empresarial, sometidos a las exigencias públicas, pierden su carácter de derechos inajenables. Al contrario de lo que se establecía, por ejemplo, en la Constitución prusiana, la propiedad no es reconocida como derecho incondicional o absoluto, de carácter prepolítico: regulada por medidas parlamentarias o administrativas, recibe menor protección constitucional que el derecho de asociación y otros principios sociales, que no pueden restringirse de ningún modo. Un importante artículo de 1930, «El significado social de los derechos fundamentales en la Constitución de Weimar», desarrolla esta argumentación. Lo decisivo para Neumann es que no nos encontramos ante un «ideal» político: la elevación al rango de ley fundamental de los derechos económicos y sociales
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muestra hasta qué punto la gramática liberal ha sido superada de facto en el nuevo lenguaje constitucional. Con ello, Neumann no solo define una posición en el seno de los debates jurídicos de Weimar. También ilumina un aspecto central del constitucionalismo social de entreguerras, que sería desplazado en la consolidación de los Estados del bienestar posteriores a la Segunda Guerra Mundial: los derechos sociales son la proyección institucional de demandas de transformación social, cuya realización no se limita a la corrección de las disfunciones sociales —a la manera de las versiones autoritarias o paternalistas de los derechos sociales—, sino que involucra la superación de los pilares de los órdenes liberal-capitalistas. Ello debe afectar a la concepción misma del Estado de derecho: la noción, a la que el pensamiento marxista había sido tradicionalmente hostil, se convierte en objeto de reflexión ineludible en la nueva situación política de la socialdemocracia alemana.
3. Estado de derecho y republicanismo social El ideal del Estado de derecho (Rechtsstaat) constituye una auténtica revolución jurídica, inseparable del desarrollo mismo de la Modernidad. Ello no quiere decir que pueda pensarse de manera unívoca y sin ambigüedades. Neumann enfoca el problema en estos términos: como expresión de la lucha contra las formas arbitrarias de dominio, el Estado de derecho se orienta a la consolidación de la igualdad de los individuos ante la ley, la separación de poderes y la calculabilidad de las acciones del Estado. Así, ofrece un marco estable de garantías para las acciones individuales, en particular para las transacciones comerciales. Neumann no disputa este aspecto: ante una administración feudalizada, regida por poderes discrecionales y fuertes tradiciones territoriales, el Rechtsstaat es efectivamente emancipador. La libertad formal vale en esas condiciones como una libertad real. Al mismo tiempo, sin embargo, el Rechtsstaat lleva consigo inevitablemente las marcas de su origen, del específico conflicto de la ascendente clase propietaria contra las formas jurídicas del Antiguo Régimen. Allí están todos sus énfasis: la previsibilidad del marco legal, la eliminación de privilegios y excepciones en las relaciones mercantiles, la supresión de las detenciones y las acciones penales arbitrarias, el levantamiento de los obstáculos al comercio y la lucha contra las imposiciones tributarias abusivas. Pero no incluye, particularmente en la tradición alemana, una dimensión política fuerte, de primado del Parlamento o —menos aún— de la democracia, ni principios de legislación económica o de protección laboral. En estos términos, el Rechtsstaat corresponde a un momento histórico en el que la clase trabajadora carece de toda presencia social organizada. Cuando estas condiciones han variado, el principio de igualdad adquiere exigencias distintas, que desbordan las antiguas constricciones legales. Conceder a un trabajador la libertad de contratación en un mercado oligopólico es hacer una concesión vacía. La garantía de participación en los bienes materiales comunes, de desarrollo de las fuerzas sociales y de democracia
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económica solo puede establecerse abriendo vías de intervencionismo estatal. En el marco del capitalismo avanzado, la no intervención del Estado no rige ya como una condición de la libertad civil, sino que significa realmente una intervención a favor de las clases dominantes. La referencia a Schmitt es aquí directa. Esta es la forma en la que Neumann lee la victoria de la dimensión democrática y social sobre la dimensión rechtstaatlich, asumiendo igualmente la posición de Karl Renner en torno a las transformaciones funcionales del derecho. El principio de la igualdad ante la ley recogido en el artículo 108 de la Constitución encuentra su sentido real en los artículos dedicados a los derechos económicos y laborales. La idea envuelve así otro campo fundamental de la teoría de Neumann: el derecho del trabajo. Neumann subraya la necesidad de atender a la particular naturaleza del derecho laboral: el reconocimiento de los instrumentos de negociación colectiva y la reglamentación de los salarios, la jornada de trabajo o la seguridad laboral implican necesariamente una limitación del derecho de libre contratación. La libertad de los individuos para pactar está enmarcada en principios generales, que definen una situación laboral tolerable y limitan las relaciones abusivas. Si el derecho laboral puede consolidarse desde principios del siglo XX, especialmente por la tarea de juristas socialistas, es por el reconocimiento de que la libertad formal de los sujetos no asegura su libertad material: es preciso intervenir normativamente para corregir las asimetrías de poder social que fuerzan a los individuos a aceptar contratos en condiciones no libres. La trayectoria profesional de Neumann lo coloca en las mejores condiciones para abordar la especificidad jurídica del derecho del trabajo, que no ha sido objeto de una atención filosófica semejante a la recibida por otras áreas del derecho moderno, como el derecho civil o el derecho penal. De forma característica, el derecho laboral no se fundamenta en la libertad de los contratantes, sino en la necesidad de asegurar unas condiciones adecuadas de trabajo incluso contra la libre decisión del empleador y el trabajador. El derecho se plantea aquí como una forma de interferencia en las relaciones sociales entre poderes privados, y muestra hasta qué punto el lenguaje jurídico contemporáneo no puede prescindir de la consideración del conflicto de clase. Es coherente que las resistencias a la regulación colectiva del trabajo en Alemania, antes de su completa destrucción por el nacionalsocialismo, se planteasen desde el inicio en nombre de la libertad y el principio formal del Rechtsstaat. Neumann explota esta contraposición, que hace ver en todos sus aspectos. En último término, también la democratización de la empresa, plasmada en el recordado artículo 165 de la Constitución, debido a Sinzheimer, representa una superación de la tradicional división liberal entre lo político y lo económico. La respuesta de Weimar a la amenaza del consejismo bolchevique implica el reconocimiento paritario de las organizaciones de los trabajadores en el desarrollo de las fuerzas productivas, tanto en los consejos de fábrica como en los consejos regionales y estatales, y la supresión del dominio despótico privado en el interior de la fábrica. Ello se complementa con el fortalecimiento de los poderes estatales para la gestión democrática de la economía. Esa es la verdadera decisión de Weimar y también su promesa: una república social
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que no se limita a asegurar la propiedad, la libertad y la seguridad, sino que realiza positivamente la emancipación en forma de democracia económica (Wirtschaftsdemokratie) y constitución laboral (Arbeitsverfassung). Estos principios, centrales en las discusiones políticas de Weimar, encuentran aquí un sentido mucho más fuerte que el de los derechos asistenciales o de bienestar, y dan cuenta de lo que Neumann puede entender por Estado social de derecho. La expresión se generalizaría, en un sentido diferente, en las constituciones posteriores a la Segunda Guerra Mundial, de la Constitución de Bonn a la Constitución española de 1978.
4. Posiciones Pensado en estos términos, el referente de la Constitución de Weimar es tan poderoso para Neumann que persiste durante toda la vida de la República. En 1930, a tres años del ascenso del nacionalsocialismo y en medio de unas circunstancias económicas y políticas extremas, Neumann conserva su lealtad al programa weimariano: «la tarea principal de la teoría socialista del Estado —escribe entonces— es desarrollar y presentar concretamente el contenido social positivo de la Segunda Parte de la Constitución. Si Kirchheimer pregunta “Weimar... ¿y después qué?”, la respuesta solo puede ser: “¡Primero Weimar!”».3 A la vista del terrible desenlace del período, es tentador hablar de la ingenuidad de aquel joven abogado laboralista, que en una década había avanzado de la militancia estudiantil revolucionaria al compromiso socialista con la consolidación legal de las conquistas obreras. Él mismo hará pronto una lúcida autocrítica. Pero más importante es reparar en algunos límites teóricos de su posición. El lenguaje que habla Neumann es económico y jurídico: desde esta perspectiva, tiene razones para apreciar la originalidad de los nuevos órdenes constitucionales, el peso que tiene en ellos la acción de los grupos sociales organizados —en particular los partidos y sindicatos obreros— y la potencia de transformación social que, en su misma ambigüedad, poseen. Los puntos fuertes de su interpretación se encuentran en este plano: el desajuste entre las categorías jurídicas liberales y las nuevas realidades económicas, las fricciones entre el texto constitucional y la actitud de los poderes estatales en Alemania, particularmente el poder judicial, o la compleja articulación de la constitución política y la constitución laboral. La conciencia que Neumann tiene de estas cuestiones puede comprobarse en artículos como «Sobre las precondiciones y el concepto legal de una constitución económica», de 1931.4 Los fundamentos de su posición —socialdemócratas, marxistas, schmittianos— lo mantienen, sin embargo, en una concepción del conflicto y el cambio social muy dependiente de la noción tradicional de clase, y menos abierta a las dimensiones específicamente políticas, ideológicas y sociológicas de Weimar. Esto era decisivo, en especial, por cuanto su modelo de democracia colectiva exigía una fuerte construcción simbólica e institucional del Estado, capaz de organizar la coerción legal y de evitar el deslizamiento de la dinámica de grupos hacia el enfrentamiento a muerte entre amigo y enemigo.
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En un escenario social al que le falta la condición de la homogeneidad, era preciso, igualmente, integrar las nuevas figuras sociales —empleados y trabajadores autónomos, en particular— y articular las demandas obreras con las de sectores alejados de la influencia de la socialdemocracia y especialmente dañados por el desempleo y la hiperinflación. La confianza en el parlamentarismo y el ascenso político de la clase trabajadora se mostraron en este punto trágicamente insuficientes, y no pudieron sustentar una vía política correspondiente a la potencia de cambio del nuevo constitucionalismo. Los obstáculos que aquel programa debía encontrar eran, en cualquier caso, enormes, y el destino de Neumann quedaba envuelto por el de la propia socialdemocracia alemana.
5. La república imposible El año 1933 marca una fractura en la trayectoria vital e intelectual de Neumann. En su condición de judío alemán, abogado laboralista y militante socialista, la victoria del nazismo suponía una amenaza directa a su existencia en Alemania, y ese mismo año abandona el país para ubicarse en Londres. Allí trabajará con Harold Laski en la redacción de su segunda tesis doctoral, The Governance of the Rule of Law. Neumann ha cruzado el período marcado por la Primera Guerra Mundial, la Revolución de noviembre, la caída del Imperio guillermino, la instauración de la primera república democrática en Alemania, la reorganización del espacio político europeo, la violenta crisis económica y social de entreguerras y el ascenso del nacionalsocialismo, y se recuerda la frase con la que se despide de su amigo Fraenkel: «Ya he tenido suficiente de historia universal». Apenas ha superado la treintena. Desde un punto de vista teórico, puede verse aquí el final de una línea de pensamiento jurídico socialista que había ensayado la articulación de los derechos sociales y la democracia económica. La institución del régimen constitucional de Weimar había obligado a una reconsideración del problema del Estado y del Estado de derecho dentro de la socialdemocracia alemana, y la opción de Neumann en aquel marco pasaba por una definición del Estado social de derecho capaz de esquivar tanto su comprensión liberal como su superación revolucionaria. En este punto, su posición se vincula con la noción de soziale Rechtsstaat defendida por Hermann Heller en aquel mismo período. De modo correspondiente, la derrota del proyecto republicano hace ver a Neumann las condiciones que volvían imposible aquel programa, así como las limitaciones de su propuesta teórica. En realidad, algunas de estas circunstancias ya habían sido consideradas por Neumann y otros juristas socialistas en los años anteriores. Un punto esencial es el papel desempeñado por el poder judicial en Weimar: su feroz hostilidad a la democracia se hace sentir no solo en el tratamiento de las acciones políticas y las conquistas sociales del movimiento sindical sino, de una manera decisiva, en la capacidad de revisión judicial de las decisiones parlamentarias, habilitada por diferentes normativas desde mediados de los años veinte. Este es un aspecto que compromete directamente la separación de poderes y la idea de Estado de derecho, y Neumann le
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concede la mayor relevancia. Ya en 1930-1931 el poder judicial alemán se le aparecía como un peligro directo para la democracia y la soberanía del Parlamento, y en The Rule of Law analizará cómo los elementos de la tradición jurídica liberal pueden convertirse en eficaces instrumentos de la contrarrevolución política. Allí donde el Parlamento ha dejado de representar los mismos intereses de clase que el poder judicial, principios como la generalidad de la ley o el derecho natural se hacen valer contra los decretos de expropiación de las propiedades del Kaiser o la legislación contra los monopolios económicos. Un proceso en el que participa, como se recuerda, el propio Carl Schmitt, y que Neumann lee como un avatar más de la insalvable colisión entre Rechtsstaat y democracia. En este mismo sentido, el poder parlamentario se ha visto limitado de manera creciente durante el período de Weimar. La complejidad de las funciones administrativas y la necesidad de mantener el equilibrio entre grupos sociales enfrentados otorga un peso preponderante a la burocracia estatal, y la capacidad de producir normas se desplaza al poder ejecutivo del presidente —que adquiere poderes excepcionales— y a los ministerios. Las coaliciones entre los partidos vacían de sentido el control parlamentario de las acciones del gobierno, y el fortalecimiento del pluralismo social arrebata de hecho al Parlamento el monopolio de la producción normativa en beneficio de corporaciones, patronales, federaciones, partidos y sindicatos. Aquí Neumann se aproxima al diagnóstico de su compañero Kirchheimer, más crítico desde el principio con el riesgo de despolitización que arrastraba la vía legalista de resolución del conflicto social. Por último, es decisiva la consolidación de la economía monopolista, que altera los equilibrios sociales y modifica las formas de negociación entre los poderes privados y el Estado. Los sindicatos pierden afiliación y poder social con las nuevas figuras laborales y el desempleo masivo, y su estrategia se orienta a la conservación de los puestos conquistados por sus élites dirigentes. En estas condiciones, las posibilidades de avanzar en la libertad social a partir de los compromisos de Weimar eran mínimas. El programa de una democracia colectiva tenía que verse dañado por la anulación del poder del Parlamento, los cambios en la estructura del trabajo y la movilización de los agentes de Weimar contra el orden republicano: ejército, policía, poder judicial, alta burocracia, capital monopolístico. La adopción de la vía legalista de emancipación popular lleva a la socialdemocracia a una situación irresoluble, que Neumann detecta con lucidez: convertirse en defensora de un orden que está en proceso de desmoronamiento y que ella misma considera transitorio, asumir la separación de poderes cuando el poder judicial es un anti-Estado, confiar en el poder de transformación parlamentario cuando el Parlamento carece de capacidad normativa real. Es fácil que en esa encrucijada la socialdemocracia adopte posiciones netamente defensivas y partidarias del mal menor ante la amenaza del nazismo. Más adelante, Neumann ampliará su diagnóstico sobre la paradójica situación del socialismo en Weimar y su incapacidad de asumir la iniciativa política en un escenario que se desangraba por sus extremos. Pero, en el umbral de 1933, su lectura es drástica: si hubo un error decisivo, fue creer que el Estado de derecho era compatible con el
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socialismo. Se trata de una cuestión central en los debates de la socialdemocracia desde comienzos de siglo, acentuada a partir de 1919, en la que Neumann mantiene ahora una posición profundamente desencantada. El artículo «Rechtsstaat», del año 1934, reafirma su idea de que la vía legalista de prolongar 1789 a través de la Constitución de Weimar estaba condenada al fracaso. Era insensato mantener la fe en la forma del Estado de derecho sin tomar en consideración las profundas mutaciones sociales que lo habían desfondado. Una intervención poderosa en el cuerpo social, como la que se requería, exigía una comprensión diferente de los poderes políticos y, en especial, hacía preciso asumir la contraposición insalvable entre la democracia y el liberalismo. Un año después, en «La teoría marxista del Estado» (1935), Neumann subraya la pobreza de la teoría socialista del Estado y el derecho, y la necesidad de desarrollar posiciones propias en este campo. En diálogo con Laski y Heller, su conclusión es terminante: Los partidos marxistas deben determinar su posición con respecto al Estado exclusivamente por consideraciones tácticas. La lealtad al Estado no existe para un partido marxista. La decisión que adopte con relación al Estado depende enteramente del juicio sobre si la unidad del Estado contribuye u obstaculiza los objetivos socialistas.5 Este es el balance con el que parece cerrarse para Neumann toda una trayectoria del socialismo jurídico weimariano, realmente rica en indicaciones políticas. Pero tampoco es una última palabra.
6. La segunda destrucción Si la institución de la República weimariana había variado las posiciones de la socialdemocracia sobre el derecho y el Estado, era también coherente que el orden político y jurídico nacionalsocialista supusiese nuevas modificaciones. Las preocupaciones de Neumann y la misma secuencia de los acontecimientos lo han conducido a habérselas de una manera sistemática con el problema de la constitución moderna del Estado, sus tensiones internas y sus transformaciones históricas. En The Governance of the Rule of Law, la tesis que presenta en la London School of Economics bajo la dirección de Laski en 1936, despliega una amplia historia de las nociones de ley, derecho natural y Estado de derecho —de Tomás de Aquino a Hegel, pasando por Bodino, Hobbes, Spinoza o Rousseau— que desemboca en la República de Weimar y el nacionalsocialismo. El importante artículo «El cambio en la función de la ley en la sociedad moderna», publicado en 1937 en la revista del Instituto para la Investigación Social, compendia algunos de los motivos de este detallado estudio, que aparecería en inglés en el año 1986 bajo el título The Rule of Law. Political Theory and the Legal System in Modern Society. La traducción alemana es solo un poco anterior, de 1980, y la obra no conoce aún una versión en castellano.
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Neumann prolonga en estos escritos algunos de sus análisis previos sobre la relación entre economía monopolística y forma legal, o entre democracia y derechos liberales. Pero son visibles aquí también algunos desplazamientos teóricos significativos, en los que la experiencia del nazismo es determinante. Destaca, sobre todo, la reevaluación de principios centrales en la tradición jurídica moderna, como la generalidad de la ley y la independencia de la judicatura. Si bien estos principios cumplen funciones específicas dentro del marco del capitalismo competitivo, al mismo tiempo su sentido trasciende esas funciones y mantiene una relación constitutiva con la libertad personal y la igualdad social. Así se establece con claridad en The Rule of Law: La generalidad de la ley y la independencia de los jueces velan el poder de un estrato de la sociedad; convierten los procesos de intercambio en calculables y producen también libertad personal y seguridad para los pobres. Estas tres funciones son todas ellas significativas, y no solo, como defienden los críticos del liberalismo, la de volver calculables los procesos económicos. Reiteramos: las tres funciones se cumplen en el capitalismo competitivo, pero es importante diferenciarlas. Si no se atiende a estas distinciones, y se ve en la generalidad de la ley nada más que una exigencia de la economía capitalista, entonces, por supuesto, se concluirá con Carl Schmitt que la ley general, la independencia de los jueces y la separación de poderes deben ser suprimidas con la extinción del capitalismo.6 La función ética de la ley es subrayada de una manera decisiva. Neumann puede defender que el alto grado de racionalización jurídica de Weimar, incomparable con ningún otro Estado de la época, había ofrecido una considerable protección legal a la clase trabajadora y a las clases pobres, como se aprecia en el número de litigios planteados ante los tribunales industriales por trabajadores y sindicatos. De hecho, el proceso de desintegración de la racionalidad jurídica, que culmina en el nazismo pero se había iniciado ya en el período republicano, puede leerse como una reacción política a la extensión de esta racionalidad a amplios sectores de la sociedad alemana. La tesis de Neumann privilegia ahora este punto de vista: el desarrollo de la economía monopolística exige la destrucción de las protecciones que la ley ofrece a los estratos sociales más débiles, y ello implica la superación de la generalidad limitada y negativa de la ley. En esas condiciones, debe concluirse que la forma fundamental de la ley, en cuanto que esta es ratio y no solo voluntas, ha desaparecido en el Estado autoritario. Este, en verdad, carece de forma legal. La interpretación de la evolución política moderna por parte de Neumann venía apoyada desde el comienzo en una idea central: la arquitectura jurídica de raíz liberal no podía permanecer incólume en un escenario definido por la importancia política de la clase trabajadora, la reordenación del antagonismo social y la consolidación del capitalismo de corporaciones. La reformulación de esta tesis en su obra del exilio apunta a una revisión de las relaciones históricas entre capitalismo y legalidad, tan frecuentemente simplificadas, y mantiene una sorprendente vigencia para pensar las formas actuales del Estado y el derecho: el proceso de expansión del capitalismo lo
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conduce inexorablemente a destruir las formas jurídicas que sirvieron a su consolidación histórica.
7. El nazismo como no Estado La gran obra de Neumann, Behemoth, en la que trabaja desde 1939, es en algún sentido una concreción y una ampliación de esta tesis, aplicada al estudio del régimen nacionalsocialista. Con la mediación de Laski y su trayectoria previa, Neumann ingresa en el Instituto para la Investigación Social en el año 1936 en condición de asesor legal e investigador. En Nueva York comparte espacio de trabajo con Horkheimer, Marcuse, Pollock, Kirchheimer y Löwenthal, en la sede del Instituto en la calle 117 Oeste. En 1942 abandonará el Instituto para trabajar en la Oficina de Servicios Estratégicos en Washington. Más tarde, en 1946, logrará una plaza de profesor de Ciencia Política en la Universidad de Columbia. Son los últimos episodios de un recorrido que recoge de manera paradigmática las fracturas de la primera mitad del siglo XX. Es imposible resumir el contenido de una obra como Behemoth, cada una de cuyas partes aborda de forma específica las dimensiones económica, jurídica, laboral, administrativa y cultural del nacionalsocialismo. Para lo que aquí queremos destacar, quizá el modo más adecuado de presentar el análisis de Neumann sea ponerlo en relación con otros diagnósticos del nazismo elaborados en el mismo Instituto. Es innecesario recordar que la experiencia del nazismo es clave en los estudios de la teoría crítica sobre las derivas de la racionalización moderna, y la comprensión del autoritarismo nacionalsocialista se rastrea en sus diferentes planos, con especial atención a las dimensiones del antisemitismo, la personalidad autoritaria y las formas de Estado. Desde el punto de vista estrictamente político, son centrales en la producción del Instituto los estudios de Friedrich Pollock. Pollock es íntimo amigo y colaborador de Horkheimer —a él va dedicada la Dialéctica de la Ilustración—, y ha estudiado las corrientes de transformación de la economía mundial a partir del modelo soviético, el keynesianismo y las formas de intervencionismo estatal desarrolladas tras la gran crisis de 1929. El artículo que publica en el año 1941 en la revista del Instituto, «State Capitalism: Its Possibilities and Limitations», presenta su lectura del cambio de fase de las sociedades capitalistas a partir de la noción de capitalismo de Estado. Según esta interpretación, tras la Primera Guerra Mundial se consolida una nueva relación entre Estado, economía y sociedad, caracterizada por la superación de la libertad de empresa, comercio y trabajo, así como por el incremento de la dimensión burocrática y administrativa del capitalismo. Las funciones tradicionalmente ejercidas por el mercado en la distribución y la producción de mercancías se trasladan a un sistema de controles directos, a gran escala, centralizados en el Estado. La alianza de los grandes grupos económicos, los partidos políticos de gobierno y la alta burocracia estatal permite regular y expandir la producción de un modo desconocido hasta entonces, planificando los precios, el consumo y la distribución de mercancías a partir de cálculos explícitos.
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Como otros miembros del Instituto, Pollock ve en las formas económicas de finales de los años treinta el final de la era del capitalismo liberal, basado en el intercambio privado, la protección legal-formal del Estado y el automatismo del mercado. El viejo diagrama político que integraba el Estado de derecho y la moderna sociedad civil ha sido superado en beneficio de las corporaciones y los grandes programas de planificación técnico-administrativa de la economía. Pero, en particular, Pollock subraya este elemento de originalidad histórica del capitalismo de Estado: el paso de la primacía de la economía a la primacía de la política abre un período en el que el capitalismo está finalmente en condiciones de prevenir sus propias crisis y neutralizar sus efectos negativos, no solo a través de la regulación económica sino también del uso de los medios de comunicación de masas, la acción policial y la garantía del pleno empleo. Es habitual poner en relación el diagnóstico de Pollock con la noción frankfurtiana de la sociedad totalmente administrada y, en especial, con las posiciones de Horkheimer en aquella época. Estas son visibles en textos de referencia como «El Estado autoritario», de 1942. Y, sin duda, son muchos los puntos de continuidad. Pero lo cierto es que el artículo de Pollock generó discusión ya antes de publicarse y fue corregido en distintos puntos, sobre todo en su previsión de que el capitalismo de Estado —y, con ello, el nacionalsocialismo— pudiera servir de transición hacia una planificación económica de carácter democrático. Adorno era particularmente receloso a la visión del horror totalitario en los términos más bien fríos del imperio de la burocracia y la definitiva superación de los antagonismos sociales. Desde presupuestos diferentes, Neumann realizará una crítica directa a la posición de Pollock, que enlaza con sus reflexiones previas en torno al Estado, la democracia colectiva y la economía de monopolios. La idea central de Neumann en Behemoth es que el nacionalsocialismo no debe entenderse como el resultado de una intensificación máxima de la lógica del Estado. Por el contrario, constituye un capítulo final de la lucha entre la economía monopolista y la racionalidad jurídica moderna. Los procesos de concentración empresarial y de corporativización de la sociedad no pueden avanzar sin destruir la dominación formallegal y el modelo de orden político que establece. Así se aprecia en la teoría jurídica y en la práctica política del nacionalsocialismo, que Neumann expone de una manera documentada en sus diferentes planos. Es equívoco pensar el nazismo bajo la figura del Leviatán: en cualesquiera de sus dimensiones, se muestra más bien como su opuesto, Behemoth, la figura mítica del desorden, el caos y la anomia. Basta con mencionar aquí algunos de los aspectos del nacionalsocialismo que avalan la interpretación de Neumann. Si atendemos a su estructura administrativa, el nazismo se define por la devaluación del poder legislativo del Parlamento, la descomposición de la estructura de la administración civil y la autonomía de diferentes agregados de poder (burocracia, partido, ejército, industria), que están dotados de poderes ejecutivos propios y actúan con independencia de las restricciones del derecho público. En el plano jurídico, suprime el modo tradicional de producción de normas y la misma unidad del sistema penal: procede a una desformalización jurídica en la que se emplean crecientemente tipos ambiguos e indeterminados y se eliminan las garantías legales
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clásicas. En su política económica, el nazismo promueve la cartelización de la industria, el dominio privado de sectores productivos enteros, la política expansionista de las corporaciones y la eliminación de resistencias a la concentración empresarial. En su reglamentación del trabajo, finalmente, lleva a cabo una sistemática destrucción de la legislación de protección laboral, hace desaparecer los consejos obreros y las organizaciones sindicales autónomas, refuerza la relación de autoridad entre el trabajador y el empleador y favorece las acciones de disciplinamiento y traslado de la población activa. Nada de esto parece corroborar el diagnóstico de Pollock en torno al fortalecimiento político del Estado moderno. De cumplirse algo semejante a un capitalismo de Estado, apunta Neumann, nos encontraríamos ante un gobierno intensamente burocratizado, nacionalizador, que limitaría la lógica del beneficio e impondría sobre los individuos un poder esencialmente político y no económico. De hecho, la dificultad aquí sería mostrar en qué sentido un orden semejante mantendría su naturaleza capitalista. A ojos de Neumann, es esencial comprender que las contradicciones del capitalismo siguen operando en una escala diferente dentro del capitalismo monopolista, y ello exige que el Estado adopte una forma difusa y discrecional para llevar a cabo las constantes intervenciones que se requieren de él. De todos modos, no puede hablarse ya, clásicamente, de un monopolio de la fuerza legítima, de derecho abstracto o de burocracia racional, sino más bien de equilibrios entre grupos de poder y del desarrollo de formas de dominación social directa. En términos estrictos, lo que aquí se decide es la superación de la forma Estado misma, que resulta coherente con la devaluación del concepto de Estado en la doctrina jurídica nacional-socialista: en la política interior, la centralidad del Estado es reemplazada por las más abstractas referencias al «pueblo» y al «movimiento» y, en la política internacional, por el protagonismo de los imperios y los grupos raciales. En verdad, señala Neumann, «las prácticas racionales de la burocracia resultan incompatibles con el nacionalsocialismo. El repudio de la supremacía estatal es, pues, algo más que un artificio ideológico encaminado a ocultar la traición del partido al ejército y a la administración civil; expresa la necesidad real del sistema de eliminar el imperio del derecho racional».7 La relevancia de esta lectura trasciende el debate específico sobre el nacionalsocialismo. De hecho, es llamativa la capacidad de interpelación que mantiene. Uno de los núcleos teóricos de la posición de Neumann puede expresarse así: en su fase avanzada, las sociedades capitalistas entran en fricción no solo con las regulaciones del constitucionalismo social y democrático de las primeras décadas del siglo XX, sino también con la forma racional de la dominación legal moderna. Si en su período monopolista el capitalismo había bloqueado la realización de la democracia económica y el primado político de las mayorías parlamentarias, ahora muestra su incompatibilidad con el orden legal propio del primer liberalismo y la Ilustración. En su versión más agresiva, la del nazismo, el orden económico capitalista debe enfrentarse a los límites mismos del Estado centralizado y deshacerse de la figura clásica del Leviatán.
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La hipótesis de Neumann adquiere así un enorme alcance: no solo se opone a la común interpretación del nacionalsocialismo como prueba de los riesgos de un Estado ampliado, que fue muy pronto difundida por los ordoliberales y cumple una evidente función estratégica. También evita las rutinarias identificaciones entre «Estado» y «capitalismo», subrayando que estas figuras carecen de una esencia invariable por encima de sus manifestaciones históricas: el vínculo entre ellas ha de pensarse siempre en relación con las etapas concretas de su desarrollo. La forma política que resulta funcional a un momento de expansión de las relaciones mercantiles puede volverse un obstáculo con el cambio de las condiciones económicas. Dicho en otras palabras: para mantener su función, el Estado puede verse obligado a perder su forma. Sin duda, es interesante situar en esta línea las reflexiones actuales en torno a la naturaleza de las formas estatales del capitalismo neoliberal, desarrolladas especialmente a partir de la crisis financiera de 2008: en ellas se destacan aspectos como el debilitamiento de las garantías constitucionales, la pérdida de la homogeneidad jurídica de los Estados y la intensificación de su dimensión autoritaria. Neumann fallece en un accidente de tráfico en Suiza en el año 1954. Una muerte común cierra prematuramente su trayectoria, señalada por las circunstancias excepcionales de la primera mitad del siglo. Es claro que los problemas que afrontó distan de estar resueltos. Entre ellos se cuentan las transformaciones funcionales del derecho y el Estado, el declive del parlamentarismo y de la racionalidad de la ley, las condiciones económicas de la democracia o el programa de un Estado social de derecho. Son cuestiones a las que las corrientes de pensamiento político y jurídico contemporáneo retornan una y otra vez desde entornos diferentes, con especial agudeza en el marco de la crisis económica y civilizatoria de las sociedades avanzadas de comienzos del siglo XXI. Si la experiencia histórica de Neumann, marcada por la guerra, la revolución, el socialismo y el nazismo, es distante de la nuestra, permanece, sin embargo, una mirada crítica atenta a la complejidad de su objeto y reacia a las soluciones cerradas. Un eje central de su reflexión fue la difícil conciliación de las diferentes dimensiones de la libertad política, y los enormes obstáculos que encuentra a cada paso su realización. Pero quizá hoy podamos apreciar ante todo el punto que Adorno8 destacó como central en Behemoth: la idea de que la presunta solidez y firmeza de las formas autoritarias de gobierno no esconde sino los más salvajes enfrentamientos de fuerzas, también la destrucción de lo que se aparenta salvar.
1 Para una aproximación a la figura y el pensamiento de Neumann, siguen valiendo como referencias los estudios de A. Söllner, Neumann zur Einführung, Hannover, SOAK, 1982; W. E. Scheuerman, Between the Norm and the Exception. The Frankfurt School and the Rule of Law, Cambridge, MIT Press, 1994; y R. Wiggershaus, Die Frankfurter Schule. Theoretische Entwicklung, Politische Bedeutung, Múnich, Taschenbuch, 1988 [trad. cast.: La Escuela de Frankfurt, México, FCE, 2015]. Dentro de la escasa bibliografía en castellano sobre Neumann destaca el estudio de Francisco Colom Las caras del Leviatán. Una lectura política de la teoría crítica, Barcelona, Anthropos, 1992. 2 Sobre el constitucionalismo de entreguerras, puede consultarse el excelente volumen de Carlos Miguel Herrera Los derechos sociales, entre Estado y doctrina jurídica, Bogotá, Universidad Externado de Colombia,
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2009, así como el libro de Antoni Domènech, ya clásico, El eclipse de la fraternidad, Barcelona, Crítica, 2004. 3 F. Neumann, Wirtschaft, Staat, Demokratie. Aufsätze 1930-1954, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 1978, p. 74. 4 Véase F. Neumann, Wirtschaft, Staat, Demokratie, op. cit., pp. 76-102. 5 F. Neumann, Wirtschaft, Staat, Demokratie, op. cit., p. 143. 6 F. Neumann, The Rule of Law, Leamington Spa, Berg, 1986, p. 257. 7 F. Neumann, Behemoth. Pensamiento y acción en el nacionalsocialismo, México, FCE, 1943, pp. 100-101. 8 Th. W. Adorno, «Franz Neumann zum Gedächtnis» (1967), en Gesammelte Schriften, vol. 20.2, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, pp. 700-702, aquí p. 702.
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7. La filosofía de Theodor W. Adorno ante la historia de la catástrofe Marcela Vélez
Lejos de mantenerse en el quietismo o la resignación ante los acontecimientos políticos de su tiempo, como suele erróneamente entenderse la actitud teórica adorniana,1 la crisis en la que se vio sumida Europa desde el estallido de la Primera Guerra Mundial y que devino, tal como acertadamente ha conceptualizado Enzo Traverso, en la «Guerra Civil Europea» —que en sentido amplio habría coincidido temporalmente con el curso vital de Adorno—,2 supuso siempre el motor de su construcción filosófica. Indudablemente las reflexiones sobre el fascismo son la punta de lanza que llevarán a Adorno a la constitución de su pensamiento político. Como señala R. Tiedemann, «el fascismo constituye el núcleo de su pensamiento. El fascismo, directa y aún más indirectamente, es el verdadero motor de su filosofía».3 Ahora bien, no hay que entender esta centralidad del fascismo pensándolo como un elemento aislado, sino en cuanto componente de la «constelación» histórica que conformaba el todo sociopolítico de aquella catástrofe.4 No puede ser de otro modo si se tiene en cuenta que la filosofía de Adorno se enmarca dentro de una teoría crítica cuyo principal interés es el de una «transformación radical» de la sociedad en cuanto «anhelo de un estado de cosas sin explotación ni opresión», transformación que, por otro lado, «no se cumple sobre la base firme de una praxis ya probada y de un modo de comportamiento establecido», es decir, de una revolución tradicionalmente entendida, sino que tal interés transformador «debe ser formado y orientado por la teoría»,5 esto es, por la filosofía. La filosofía, para Adorno, es ante todo interpretación (Deutung) y por ello la filosofía de la historia —en este caso: la historia a partir de la cual pensar esa catástrofe de Europa en su guerra (in)civil— es la interpretación de los acontecimientos históricos.6 La interpretación, una suerte de resolución de enigmas, deja abierto el espacio de lo posible más allá de la construcción afirmativa propia de los relatos científicos, y lo hace a consecuencia de su propio objeto, ya que «el texto que la filosofía ha de leer es incompleto, contradictorio y fragmentario».7 La búsqueda de la verdad filosófica no pretende encontrar el sentido último de la realidad, sino que, iluminando sus zonas oscuras —enigmáticas—, estas queden simultáneamente eliminadas. A partir de los elementos aislados que se le presentan a la filosofía —ya sean hechos concretos, ya sean productos de las ciencias particulares—, esta, en su proceder interpretativo, los pone en conexión a través de «constelaciones» o redes, esto es, «ordenaciones tentativas» o
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«modelos» originales,8 hasta que, precisamente en virtud de tal configuración, se iluminan, se hacen comprensibles, y el enigma que aisladamente representaban desaparece en cuanto conjunto. Así pues: La historia ya no sería el lugar desde el que las ideas surgen, se hacen independientes y vuelven a desaparecer, sino que las imágenes históricas serían en sí mismas, por así decirlo, ideas cuya relación constituye una verdad no intencional, en vez de que la verdad se presentara como intención en la historia.9 De un modo más concreto, cabe decir que esos «elementos aislados» con los que ha de trabajar la interpretación filosófico-histórica constituyen la negatividad de la historia, «la escoria del mundo de los fenómenos», o como dirá Benjamin: son el resultado de «cepillar la historia a contrapelo».10 Precisamente Benjamin y Lukács son las principales influencias que determinan la comprensión adorniana de la historia, concepción que desde sus escritos más tempranos se mantendrá sin apenas variaciones a lo largo de toda su vida. Apoyándose en la Teoría de la novela lukacsiana, concretamente en su noción de «segunda naturaleza»,11 Adorno comprende que lo histórico, en cuanto sido, esto es, en cuanto paralizado, muerto o enajenado, es naturaleza, mientras que, por otro lado, gracias al Trauerspiel de Benjamin, observa el revés dialéctico que complementa a aquella idea, a saber: que la naturaleza, en cuanto transitoria, es historia. Así pues, «este entrelazamiento de naturaleza e historia es, en general, el modelo de todo procedimiento interpretativo de la filosofía. Casi se podría decir que proporciona el canon que permite a la filosofía adoptar una postura interpretativa sin caer en la pura aleatoriedad».12 Concretamente, el concepto de «alegoría» introducido por Benjamin13 es el que permite a Adorno hallar el núcleo de la relación entre naturaleza e historia en tanto que las muestra en la unidad que conforman, más que en la separación que aparentan. A través de la mirada alegórica, pues, es como la interpretación filosófica lee la naturaleza de la historia y la historia de la naturaleza. La combinación de las posiciones de Benjamin y Lukács llevó a Adorno a establecer la suya, la de una lectura negativa de la historia universal, y afirmar que «la historia, tal como nos la encontramos, se da como algo absolutamente discontinuo».14 Los hechos que aparecen conformando la historia no están en ella porque algo exterior a ellos los inserte en el flujo temporal, sino que son los hechos mismos los que crean el tiempo al cristalizar en él. Tal cristalización no es otra cosa que las ideas, núcleos temporales que solo pueden ser decodificados por una interpretación que comprenda las relaciones discontinuas entre ellos. La ruptura que implica la discontinuidad, «la vida perennemente interrumpida»,15 se repite constantemente; de ahí que aparezca la interpretación de la historia como totalidad.16 No obstante, como dicha totalidad está compuesta de «fragmentos», tales discontinuidades permiten captar la posibilidad de oposición a la totalidad misma. Así pues, la idea de continuidad de discontinuidades aporta al conocimiento la negación de que una idea particular atraviesa progresivamente a la historia en su totalidad, o, dicho de otro modo: la negación de que la historia tiene una
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estructura continua y llena de sentido y todos los hechos que la conforman, incluso Auschwitz, progresan hacia ella como una deriva hacia lo mejor. La continuidad de la discontinuidad permite, en definitiva, comprender la no-identidad en su respecto histórico, la cual, leída materialistamente, se corresponde con las catástrofes y barbaries que un relato dominante «devoraría» dándoles sentido. El surgir de los totalitarismos que constituyen la catástrofe no responde a una «ruptura con la tradición», tal como habría entendido Hannah Arendt,17 porque la discontinuidad, como hemos visto, implica continuidad. Más bien, la filosofía de la historia debe tener en mente las dos dimensiones, continua y discontinua, de la historia, tal como la imagen del «ángel» benjaminiano expresaba.18 Y, para ello, ha de construir tanto como negar la historia universal. Según Adorno, incluso Hegel se percató de esa discontinuidad. La epocalidad que está en la base de la idea de historia universal y que queda reflejada en el sucesivo devenir del espíritu de los pueblos, tal como es expuesto por Hegel en sus Lecciones sobre la filosofía de la historia, evidencia la ruptura y fragmentación que hacen discontinua a la totalidad de historia. Esta cuestión es fundamental para comprender que el sentido de la totalidad hegeliana no implica la eliminación de sus discontinuidades sino que: «del mismo modo que no independizó las partes frente al todo como elementos suyos [Hegel] sabía perfectamente que el todo solo se realiza a través de las partes, únicamente a través de la desgarradura, de la enajenación, de la reflexión [...]. Su todo es solamente la suma de los momentos parciales que apuntan más allá de sí mismos, se generan unos a partir de otros; no es nada que esté más allá de ellos. A esto es a lo que apunta la categoría de totalidad».19 Y sin embargo Hegel, al considerar que la historia progresa racionalmente, contradice su exigencia dialéctica y cae en la ilusión de concebir la totalidad separadamente —en su racionalidad— de la particularidad que en último término la conforma. Según Adorno, al tener la racionalidad un terminus ad quem,20 solo puede pensarse a la historia como racional si se sabe para quién lo es, de modo que, si la racionalidad deja de tener un sujeto humano para el que existe, se convertirá en irracionalidad. Esto significa que la pregunta sobre la racionalidad de la historia ha de responderse atendiendo a cómo esta racionalidad afecta a los individuos que están insertos en el flujo histórico, es decir, si los individuos ven satisfechas sus necesidades e intereses dentro de la tendencia histórica general —universal—. Si la racionalidad, que es un concepto basado en el principio de supervivencia de los individuos, deja de relacionarse con los individuos que necesitan preservarse, degenera en irracional. De hecho, «el principio de supervivencia es en sí mismo irracional y particular si se limita a los individuos [...] de modo que es parte de la lógica de supervivencia del individuo que esta se extienda para abarcar la concepción de la supervivencia de la especie».21 He aquí el núcleo problemático porque, en tanto que la razón de supervivencia individual se extiende y se convierte en la racionalidad de supervivencia de la especie, «existe una tentación intrínseca para que esta universalidad se emancipe de los individuos que la componen».22 El concepto de especie implica automáticamente la idea de dominación de la naturaleza y, por ello, la razón de la especie (Gattungsvernunft), como forma
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universal, prevalece y restringe al individuo, y lo hace a través del carácter dominante que la caracteriza. De ahí que la «primacía de la razón» apunte a la idea de que esta tiene que dominar, suprimir, ordenar y gobernar a todo aquello que sea distinto de sí —lo irracional—, comenzando por la naturaleza, tanto interior como exterior del ser humano. Así pues, la idea de conflicto —dominio— que está presente en tal razón desde sus principios muestra su respecto irracional, irracionalidad que se perpetúa históricamente en tanto el conflicto se siga reproduciendo a través de la razón. Para Adorno, Hegel hipostasió la racionalidad al pensar que esta, en cuanto universal, tiene una lógica independiente a la particularidad que la conforma, incumpliendo radicalmente con ello las propias exigencias de la dialéctica. Porque, mientras que por un lado Hegel exige la dialéctica entre lo universal y lo particular, luego no se toma en serio lo particular, sino que le da la razón a lo universal (en lugar de concluir que lo que se alcanza, dialécticamente, es un estado de no-reconciliación [Zustand der Unversöhntheit]). Este desliz hegeliano pone en evidencia la crítica principal de Adorno a la filosofía de la historia de Hegel: decantarse a favor de lo universal dejando al individuo en un segundo plano,23 o lo que es lo mismo: escribir la historia desde el punto de vista de los «vencedores» al interpretar como necesariamente racionales las catástrofes de las que históricamente los individuos han sido víctimas. Hegel demuestra así pertenecer a la tradición filosófica abierta por Platón que identifica lo universal con lo necesario y bueno, porque, al decantarse por lo universal, Hegel piensa la historia como necesariamente racional, a pesar de que esta no haya demostrado su racionalidad tal como lo afirma el sufrimiento de los individuos. De este modo, en definitiva, la propia dialéctica hegeliana muestra la no-verdad de su filosofía de la historia, y, sin embargo, ello «no sentencia a Hegel [...] tanto como a la realidad».24 El «error» de Hegel está realmente justificado en tanto que lleva hasta el extremo positivista su pretensión de guiarse por las cosas tal como aparecen. Y es que el mundo es así: antagónico, contradictorio, no-reconciliado. En la relación entre lo inmediato y lo que media, es decir, entre los individuos (con su necesidad individual de supervivencia) y la racionalidad conformada por estos, es decir, las tendencias objetivas creadas por estos al perseguir sus intereses y que luego pasan a través de ellos y los modifican, no ha lugar a decantarse por ninguno de los dos polos: ni el particular, ni el universal, porque hacerlo implica afirmarlo frente al otro, olvidando la relación bidireccional que los constituye como tales. Al contrario, al mantener ambos polos en estricta relación dialéctica se comprueba la existencia de la contradicción de la sociedad, ya que las mismas fuerzas que llevan a los individuos a luchar por su supervivencia son las que se vuelven en su contra y, presentándose como tendencias históricas, se afirman sobre ellos como destino ciego e inevitable. Así se comprende la totalidad de la historia, la suma de las discontinuidades, como el sinsentido que es para Adorno. Esto significa que no hay una primacía de la razón universal en el sentido de una fuerza racional más allá de los hombres y sus acciones: las tendencias objetivas de la historia provienen de esas mismas acciones humanas. Puede decirse, en definitiva, que la gran diferencia que en este sentido separa a Adorno de Hegel es que, mientras en la filosofía de la historia de este el
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espíritu del mundo pasa sobre las cabezas de los individuos —presentando las tendencias históricas como racionales—, en la del primero los atraviesa arrastrando con él la conflictividad que le es inherente. Y es que, como acabamos de ver, la idea de conflicto está implícita en la razón; pero más aún: la humanidad sobrevive en virtud de ella.25 En este sentido, según la lectura de Adorno, Hegel habría elevado al espíritu del mundo la quintaesencia de todas las formas efímeras y finitas de conflicto al afirmar el polo universal; pero al considerarlo racional, llevado por la precedencia que en cuanto universal tiene —lo universal es el medio del que dependen los individuos para sobrevivir—, justifica el lado negativo de la racionalidad, o, dicho de otro modo: afirma la racionalidad de la irracionalidad de la razón. Pero la razón no es solo conflicto sino también sentido, cohesión; en otras palabras: la razón es el elemento que, al volver desde la universalidad a la particularidad de los individuos, los crea. Así se muestra, entonces, el principal objetivo de la filosofía de la historia para Adorno: comprender por qué la totalidad oprime y cohesiona a la vez, es decir, por qué la universalidad crea y destruye simultáneamente, por qué, en definitiva, la razón domina y libera. De ahí la importancia de atender a la dialéctica de la razón —o de la Ilustración— para comprender por qué, incluso en el avanzado siglo XX, la razón se presenta racional e irracionalmente a la vez. Y a ello se dedicaron Adorno y Horkheimer durante su exilio en los Estados Unidos a finales de la década de los años treinta y principios de los cuarenta, de modo que de su trabajo en común brotaría no solo una amistad intelectual fortalecida que se mantendría hasta el final de los días de Adorno, sino también una de las obras principales de la biografía adorniana, obra que representa uno de los manifiestos que, junto con la Teoría tradicional y teoría crítica de Horkheimer, definiría las líneas principales de pensamiento de la teoría crítica. El punto de partida del estudio sobre la Dialéctica de la Ilustración es plenamente hegeliano en cuanto parte de la afirmación (como petición de principio) de que razón y libertad forman una constelación26 y, por tanto, si la ausencia de libertad que se manifiesta en las sociedades totalitarias ha tenido lugar, ello implica que tal carencia ha de ser investigada simultáneamente al desarrollo de la razón que la acompaña —así como de las formas históricas y de las instituciones sociales que esta genera y que, a su vez, vuelven sobre ella y la conforman—. La vertiente negativa de la libertad, cuya máxima expresión es la barbarie totalitaria, implica atender a la vertiente negativa de la Ilustración y ese es, precisamente, el objetivo de Adorno y Horkheimer en la obra. Dicha negatividad no procede de nada externo a la razón, sino de sí misma, o más concretamente: de su miedo a la verdad. De este modo, poniendo en evidencia ese desarrollo del polo negativo de la razón, Adorno y Horkheimer pretenden preparar el positivo que permita liberarla y lo hacen a través de una lectura de la historia que responda a la continuidad de discontinuidades que hemos analizado. Así pues, la comparación sincrónica de momentos históricos aparentemente conectados progresivamente, según el relato de la continuidad, muestra que estos tienen una relación dialéctica a través de la cual se percibe la propia dialéctica diacrónica de la razón. Concretamente: los momentos —las verdades cristalizadas en ellos— que son puestos
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en tal comparación son el tiempo del mito, por un lado, y el tiempo de la ilustración, por otro; siendo su relación dialéctica la tesis principal que desarrolla la obra, a saber: que «el mito es ya ilustración» y «la ilustración recae en la mitología».27 Por último, la continuidad entre estas discontinuidades —dentro de la cual se hallará la dialéctica de la razón—, que permite, precisamente, leerlas como sincronía, no es otra que la continuidad del dominio de la razón que se revela en el hecho de que «la Ilustración es totalitaria». Visto desde la Ilustración, el mito es un producto suyo. Y lo es porque emergió con la intención de dar razón a lo que aparecía como irracional y ajeno, esto es, para dar sentido a lo inexplicable, a lo que asusta como no-verdad de la razón, a lo que amenaza de muerte: a la naturaleza, la negatividad del concepto. En cuanto se elevó al pensamiento y se convirtió en doctrina, el mito se separó de aquello que pretendía explicar. Como universalidad explicativa de las particularidades de la naturaleza se independizó de estas y, con ello, se impuso lógicamente sobre ellas. Así se estableció la máxima que guiará a la Ilustración: que «saber es poder». Aquel «despertar del hombre» mostró la cara más brutal de su razón: que el poder es el principio de todas las relaciones. Bajo la égida de esa razón dominante y totalitaria, la naturaleza se convirtió en mera objetividad a través de la cual, precisamente, se incrementaba su poder (a costa, eso sí, de una mayor enajenación con respecto a aquella). Su relación con la naturaleza, por medio de la manipulación y el uso, eliminó todo rastro de aquello que no se dejara dominar, es decir, de lo que hacía diferente a lo otro de sí. Y es que la razón como dominio procede así: subsumiendo, subyugando, devorando las diferencias, en definitiva: identificando; y su historia, la historia del intento de ruptura de la coacción de la naturaleza a través del dominio —y a través de la cual, por cierto, no se consigue otra cosa que un incremento de aquella coacción— es la «trayectoria de la civilización europea». Como trayectoria, esto es: como continuidad, pueden observarse sus momentos (o discontinuidades) sucesivos en la magia, el mito, la filosofía, la ciencia y, al fin, la ilustración; aunque también tal trayectoria puede rastrearse a través de los diferentes comportamientos que se han sucedido: mimético, mítico y metafísico. Sea como fuere, el mito, como «totalidad lingüísticamente desarrollada», es el que «pone en marcha el proceso sin fin de la ilustración»28 en tanto que, a través del lenguaje, permite que el terror de la razón sea controlado por el poder del concepto. El nombre genera la ilusión de desactivación del terror producido por la naturaleza en cuanto consigue atrapar y someter a lo insólito, es decir, en cuanto logra hacer conocido —racional— a lo desconocido. Pero esta desactivación no es más que una ilusión, porque lo que es sometido es menos que lo insólito en sí, es decir, se deja atrás un resto que, por innombrable, es desacreditado como irracional. Pero esto supone una doble problemática porque, por un lado, ese resto reaparece continuamente como eco de aquello que había sido mutilado, y su reaparición reactiva, incrementándolo, el terror original; por otro lado, el concepto, al nombrar a la cosa, nombra lo que ha sido atrapado y lo que no, haciendo que el lenguaje termine por expresar «la contradicción de que una
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cosa sea ella misma y a la vez otra distinta de lo que es, idéntica y no idéntica».29 Por lo demás, el gesto de la razón que domina con conceptos ratifica su separación respecto a la naturaleza, es decir: la separación del sujeto respecto al objeto. Tal separación es el presupuesto de la abstracción que como instrumento de la Ilustración liquida a los sujetos. La ilusión desvelada muestra el engaño del progreso: el incremento progresivo del terror. Porque cuanto más se somete a lo insólito, cuanto más se domina racionalmente a lo mítico, más resto se desecha, más irracionalidad se gana. De ahí que cuanto más se progresa en el pensamiento, más regresiva sea no solo la experiencia, sino incluso el pensamiento mismo.30 Puede corroborarse, por contraste, que es a partir del mito cuando comienza de modo plenamente desarrollado esta continuidad, atendiendo a las «etapas» previas en las que todavía el desarrollo del dominio no se había radicalizado. Y es que el mundo de la magia «aún contenía diferencias cuyas huellas han desaparecido incluso en la forma lingüística»,31 de modo que, por entonces, razón y naturaleza se relacionaban a través de sus semejanzas, es decir, por «afinidad» e «imitación». En la magia todavía se conservaba el comportamiento mimético y, por tanto, sujeto y objeto se «respetaban» manteniendo su distancia natural. Pero el mundo de la magia era también «falsedad sangrienta» y por ello el terror, del que nunca ha conseguido liberarse la humanidad, determinó el curso de la continuidad posterior que habría de sustituir la herencia mágica por la unidad conceptual en la que «se expresa la constitución de la vida organizada a través del mando».32 Con Platón, al quedar prohibida la imitación, la relación con la naturaleza dejó de basarse en la asimilación para sostenerse sobre el dominio mediante el trabajo. Se entiende así que el carácter social de las formas de pensamiento sea la unidad de sociedad y dominio en tanto que «la división del trabajo a que el dominio conduce en el plano social, sirve a la totalidad dominada para su autoconservación».33 El signo del dominio consolidado, de la coacción social, se muestra en el paso de los símbolos a los conceptos universales tras la entrada en juego del lenguaje. Tal paso, que no es más que el devenir en el que el terror iba adquiriendo nuevas facies, habría de repetirse en la Ilustración, en la que, tras dominar tanto el resto de los símbolos como los conceptos universales, habría dejado solo el miedo abstracto a lo colectivo que aquella universalidad acogía. Y es que la Ilustración es nominalista y, como tal, considera que lo universal no es más que una conclusión que surge de las innumerables particularidades que se reúnen en un solo concepto, destruyendo con ello su función mediadora hacia lo particular e independizándolo, en definitiva, de la realidad de la que proviene y a la que apunta.34 A ello habrá de oponerse el «realismo» de Hegel,35 cuya negatividad determinada salva a los hechos del dominio de lo universal: Con ello, el lenguaje se convierte en algo más que mero sistema de signos. Con el concepto de negación determinada, Hegel ha hecho resaltar un elemento que distingue a la ilustración de la desintegración positivista que él le imputa. Mas al convertir finalmente en absoluto el resultado conocido del entero proceso de la negación, esto es, la totalidad en el sistema y en la historia, contravino la prohibición y cayó él mismo
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en la mitología.36 Hegel y la Ilustración que lo precede devienen mito: la sistematicidad propia de la Ilustración, que pone en evidencia su carácter totalitario, pone el resultado antes del proceso mismo del pensamiento. De ahí la atrofia de la razón para pensar el pensamiento, es decir, su pérdida de capacidad crítica, pace Kant, ya que al hacerlo transforma al pensamiento en cosa, es decir, en instrumento, de modo que este pierde su capacidad de negar lo inmediato —esto es: de negación determinada—, quedando reducido a la mera capacidad de percibir y calcular. Y así se revela en todo formalismo —como por ejemplo en el del número—, que mantiene al pensamiento en la inmediatez. Al recaer en la mitología, la Ilustración, que es lo más «nuevo», se revela como lo más arcaico, como el terror mítico radicalizado que se presenta ahora a través de «toda expresión humana mientras no tenga lugar en el contexto instrumental de aquella autoconservación».37 De ahí que la división del trabajo, por medio de la cual se logra la supervivencia de los individuos, implique la autoalienación de estos en tanto que su razón no es más que un medio, una función subalterna al servicio del aparato económico en la sociedad burguesa. Al tener que amoldarse al sistema, la razón misma no es más que una razón instrumental y universal cuya finalidad es la fabricación de otros instrumentos para el dominio. Y es que la economía burguesa, etapa histórica en la que se manifiesta con más fuerza el mito, con su pretensión de iluminar lo desconocido por medio de la razón calculadora, deriva en mayor barbarie porque, cuanto mayor sea la oposición a aquel, con más fuerza reaparece el terror, con mayor intensidad se afirma el dominio. De este modo se verifica lo que señalábamos más arriba: a mayor progreso, mayor regresión; hasta la regresión última: la del punto más álgido alcanzado (hasta el ahora de Adorno y, por qué no, el nuestro —porque, ¿acaso podemos afirmar que tal etapa haya sido superada?—) por el dominio como realidad histórica en los totalitarismos del siglo XX que constituyen la época de la Guerra Civil Europea, esto es: el tiempo de su catástrofe.
1 Ciertamente, tanto la filosofía como la figura de Adorno han sido objeto de una serie de prejuicios que, radicalizados al albur del levantamiento estudiantil alemán del «mayo del 68», han persistido nefastamente hasta la actualidad. Para un análisis en profundidad de «los tópicos sobre la teoría crítica y la obra de Th. W. Adorno», véase B. Muñoz, Theodor W. Adorno: Teoría crítica y cultura de masas, Madrid, Fundamentos, 2000, pp. 205221. 2 Véase E. Traverso, A sangre y fuego. De la guerra civil europea, 1914-1945, Buenos Aires, Prometeo, 2009. 3 R. Tiedemann, «¿Sabes qué sucederá? En torno a la actualidad de la teoría social de Adorno», en M. Cabot (ed.), El pensamiento de Adorno. Balance y perspectivas, Palma, Universitat de les Illes Balears, 2007, p. 15. 4 Véase J. M. Ripalda, «Lo político imposible», en J. Muñoz (ed.), Melancolía y verdad. Invitación a la lectura de Adorno, Madrid, Biblioteca Nueva, 2011, p. 132. 5 M. Horkheimer, Teoría crítica, Buenos Aires, Amorrortu, 2003, pp. 269-270. 6 Véase Th. W. Adorno, Zur Lehre von der Geschichte und von der Freiheit, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 2001, p. 60. En adelante LGF. 7 Th. W. Adorno, «La actualidad de la filosofía», en Obra completa 1, Madrid, Akal, 2010, p. 306. 8 No se debe pensar que estos «modelos» sean esquemas teóricos de un sistema o realidad compleja
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previamente existente, sino que han de provenir de los elementos mismos de modo original y basándose en la «fantasía exacta: una fantasía que se atiene estrictamente al material que le ofrecen las ciencias, y solo va más allá de él en los rasgos mínimos de la ordenación a la que lo somete: rasgos que, obviamente, ha de ofrecer de forma original y desde sí misma». Así pues, la idea de interpretación filosófica quedaría expresada como «la exigencia de dar respuesta a todas y cada una de las cuestiones de la realidad con la que se encuentra, mediante una fantasía que reagrupe los elementos de la pregunta sin trascender el ámbito de tales elementos, y cuya exactitud se controla por la desaparición de la pregunta» (Th. W. Adorno, «La actualidad de la filosofía», op. cit., p. 312). 9 Ibid, p. 308. 10 W. Benjamin, «Sobre el concepto de historia», en Obras, I/2, Madrid, Abada, 2008, p. 309. 11 Véase Th. W. Adorno, «La idea de la historia natural», en Obra completa 1, op. cit., pp. 324-333; LGF, pp. 173-186; y G. Lukács, Teoría de la novela, Buenos Aires, Ediciones Godot, 2010, p. 57. 12 LGF, p. 187 (las citas en castellano de esta obra proceden de aquí y en lo sucesivo son trad. mía). 13 Véase W. Benjamin, El origen del «Trauerspiel» alemán, en Obras I/1, Madrid, Abada, 2006, p. 383; y Th. W. Adorno, «La idea de la historia natural», op. cit., p. 326. 14 Ibid., p. 329. 15 LGF, p. 134. 16 La noción de «totalidad» es central en la filosofía de Adorno (y no solo en su filosofía de la historia). Esta habría sido heredada del «joven» Lukács, autor de Historia y conciencia de clase, una de las obras que más marcaron el devenir del marxismo del siglo XX en general y de los miembros de la Escuela de Frankfurt en particular. Para una profundización en el estudio de tal influencia, véase D. Braunstein, Adornos Kritik der politischen Ökonomie, Bielefeld, Transcript Verlag, 2015, pp. 19-42. 17 Véase H. Arendt, Karl Marx y la tradición del pensamiento político occidental, Madrid, Encuentro, 2007. 18 Véase W. Benjamin, «Sobre el concepto de historia», op. cit., especialmente la Tesis IX, p. 310. 19 Th. W. Adorno, «Tres estudios sobre Hegel», en Obra completa 5, Madrid, Akal, 2012, p. 231. En adelante TEH. 20 LGF, p. 62. 21 LGF, p. 67. 22 Ibid. 23 «El gesto displicente con que Hegel, en contradicción con su propia teoría, trata continuamente a lo individual proviene, de un modo harto paradójico, de su necesaria adscripción al pensamiento liberal. La representación de una totalidad armónica a través de sus antagonismos le obliga a atribuir a la individuación, por más que la determine siempre como momento impulsor del proceso, solo un rango inferior en la construcción del todo» (Th. W. Adorno, «Minima Moralia», en Obra completa 4, Madrid, Akal, 2004, p. 19). 24 TEH, p. 252. 25 Ante esta constatación del conflicto que aparece como necesidad histórica, cabe la pregunta, que el mismo Adorno se hace, sobre si la humanidad hubiera podido sobrevivir sin él (véase LGF, pp. 77-78). La evidencia de que las cosas no podían haber sido de otro modo se halla, según Adorno, en el comercio de la humanidad con la naturaleza física; y es que es, precisamente, la naturaleza la que hace que el hombre esté en una situación de carencia de modo que necesite las formas particulares de organización (véase: dominación) para sobrevivir. Este factor hizo inevitable el conflicto. En este sentido, el error de Marx y Engels fue el establecer el dominio en función de la economía y no al revés; podemos decir que «lo primero fue el dominio» y si, como hicieran Marx y Engels, se deriva el carácter antagónico de la historia desde la economía se repite el gesto de Hegel: se legitima el conflicto social. Por eso Adorno quiere «desvincularse del lastre metafísico del materialismo histórico y mantener sin embargo el originario vigor subversivo del marxismo» (P. López, Espacios de negación. El legado crítico de Adorno y Horkheimer, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000, p. 23). 26 La relación entre razón y libertad está en la base de la filosofía de la historia de Hegel. Esta relación para Adorno es tanto falsa como verdadera: es verdadera porque pone en evidencia el vínculo constelativo de ambos conceptos —«la afirmación [de Hegel] de que lo real es racional, no era algo meramente apologético, puesto que la razón se encuentra en él formando constelación con la libertad. La libertad y la razón son un sinsentido una sin la otra. Lo real únicamente puede ser tenido por racional si es transparente a la idea de libertad, esto es, a la autodeterminación real de la humanidad» (TEH, p. 263)—. Pero también es falsa, tal como lo demuestra la comparación entre la efectiva falta de libertad de los individuos y la exigencia de libertad formal «para todos» de
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la sociedad burguesa. 27 Th. W. Adorno y M. Horkheimer, «Dialéctica de la Ilustración», en Obra completa 3, Madrid, Akal, 2007, p. 15. En adelante DI. 28 DI, p. 27. 29 DI, p. 31. 30 «La maldición del progreso imparable es la imparable regresión. Esta regresión no se limita a la experiencia del mundo sensible, que está ligada a la proximidad física, sino que afecta también al intelecto soberano, que se separa de la experiencia sensible para someterla» (DI, p. 50). 31 DI, p. 26. 32 DI, pp. 27-28. 33 DI, p. 37. 34 Véase LGF, pp. 59-72. 35 Ibid. 36 DI, p. 39. 37 DI, pp. 43-44.
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8. Walter Benjamin: de las imágenes que piensan a la imagen dialéctica Félix Duque
En su «Introduction» de 1968 a la edición en inglés de Iluminaciones, Hannah Arendt nos recuerda la impresión que en Hugo von Hofmannsthal provocara la lectura del ensayo de Benjamin sobre Goethe, cuando aquel era todavía alguien completamente desconocido: schlechthin unvergleichlich («absolutamente incomparable»), dijo de él el autor de la Carta de Lord Chandos. Por su parte, Arendt extiende esa clasificación de «inclasificable» a toda la «obra» benjaminiana. Como ella afirma: «El problema es que todo lo que Benjamin escribía se convertía siempre en algo sui generis». Y añade, en palabras célebres, y después repetidas: «Así pues, la fama póstuma parece ser la suerte de los inclasificables, de aquellos cuya obra (work) ni se adapta al orden existente ni introduce un nuevo género que se preste a una futura clasificación».1 He entrecomillado primero el término «obra» y reproducido luego el utilizado por Arendt (work) para manifestar al respecto mi desacuerdo inicial respecto a esa mínima concesión: a saber, que exista algo así como una «obra» escrita por Walter Benjamin. Desde el punto de vista literario, distintos intérpretes han subrayado la pobre calidad de sus narraciones (puede que de ahí provenga su animadversión contra el género novelístico, o que famosamente dictaminara: «La historia se descompone en imágenes, no en narraciones», como veremos luego con más detalle). Tampoco me parece del todo acertada la definición que, en su «Preface» a la reimpresión de la edición citada (2007), diera Leon Wieseltier de Benjamin, a saber, que «él era esencialmente un exégeta, un glosador. Todo lo que escribió no era sino comentario».2 Prima facie podría parecer que, en efecto, nuestro inclasificable se había dedicado en buena medida al noble oficio de comentarista (baste recordar el ya mentado ensayo sobre Las afinidades electivas, o sobre Baudelaire, Kafka y tantos otros). Pero un punto de reflexión sobre esos trabajos nos lleva a darnos cuenta de que Benjamin no quería hacer exégesis de esas obras (en el sentido del verbo latino exhibeo, o del alemán auslegen: «exhibir, poner a la vista lo oculto»), ni menos comentarlas, para hacerlas más comprensibles. Benjamin no fue un glosador ni un divulgador, sino, por decirlo bruscamente, una extraña mezcla de dinamitero de obras y de trapero de los desechos por él recogidos, al hacer estallar el sentido y la continuidad de esas narraciones (salvo en el caso de Kafka, seguramente el escritor con el que sintiera mayor afinidad). Si acaso, cabría acercar su estilo (también y sobre todo en el sentido etimológico de «punzón», y hasta de «estilete»
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o bisturí) al désœuvrement de Blanchot (y tutti quanti) y la inoperosità de Agamben. Este, al tratar del poder destituyente, define ese término como «una acción que desobra, que vuelve inoperante algo». Solo que Benjamin no vuelve inoperantes (para inyectar en esa destitución una instauración) a los autores que él examina casi como un psicoanalista, o mejor: como un tardorromántico neonovalisiano que buscara encontrar lo extraordinario y aun inaudito en lo ordinario y trillado. No los desobra, sino que los transobra, si así se pudiera decir: descontextualiza, descoyunta pasajes que se tornan así —que se trastornan— en passages, en galerías impensadas que irrumpen de manera súbita a la luz; entonces, los autores por él transobrados, los temas reagrupados en citas poco menos que yuxtapuestas, comienzan a operar de manera inédita y aun inaudita, tornasolados de exigencias de urgente transformación política. Y es verdad que, debido precisamente a ese estilo inclasificable, no hay forma de definir ni de etiquetar a Walter Benjamin. A él cabría aplicar, a lo sumo, aquella donosa destitución que, en Pidiendo un Goethe desde dentro, Ortega y Gasset hiciera de la corte goetheana de Weimar, equiparada —quién lo diría hoy— a la Marbella de la época y las fiestas en ella organizadas por hidalgos tan presuntuosos como pobres: «En una casi ciudad, / Unos casi caballeros, / Sobre unos casi caballos / Hicieron casi un torneo». Solo que, contra el no menos presuntuoso Profesor Ortega, afanado en examinar y poner nota a Goethe y su ciudad, los «casi» de Benjamin (un casi místico judío, un casi filósofo, un casi escritor político, un casi estudioso de la incipiente tecnología de medios analógicos de reproducción) están precisamente destinados a sustraerse del sentido rector, causal y teleológico —como de ojo solar— del narrador (o, para el caso, del historiador): son sustracciones que multiplican, irisaciones monádicas en las que desechos y fragmentos, traspuestos y transobrados, fermano restando, por decirlo en italiano: son restos que restan, que urgen a imaginar otros sentidos, conservando como resto el sentido ordinario (a las veces, criticado y puesto en solfa, como se hace con Ernst Jünger en las Teorías del fascismo alemán) y haciendo al mismo tiempo (el «tiempo-ahora», el Jetztzeit) reverberar de este modo —en técnica semejante al surrealismo del collage-frottage, pongamos, de un Max Ernst y su Histoire naturelle—. Son sentidos-senderos entrecruzados, que, en cada imagen, siendo ya suo modo la totalidad, ofrecieran símiles, semejanzas y semblanzas (adviértase que la etimología de estos términos es común; se trata del protoindoeuropeo *sem: algo que tiene características en común con otra cosa; solo que, en este caso, esa «otra cosa» es a su vez una imagen).3 Son términos cuyo significado nunca es reducible a unidad, pero que tampoco se dispersan anárquicamente (en todo caso, serían ad libitum, siempre que apuntemos con ello a la libido). Son imágenes re-citadas a modo de variaciones sobre un tema perdido (por ejemplo, el tema del manuscrito de la maleta de Portbou), pero que, en sus reenvíos, convergen en una llamada a la acción política sensu lato, a la ruptura del «orden existente» (y no solo en literatura, por recordar a Hannah Arendt, sino en las formas posibles de una vida auténtica). Solo que esa ruptura no viene originada por un «estado de excepción» (contra Carl Schmitt), sino, muy al contrario: por el carácter injusto de
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una normalidad legalizada, conforme a derecho; ni tampoco conduce (contra la interpretación que del críptico ensayo Hacia la crítica de la violencia hace Agamben en su Hacia una teoría de la potencia destituyente) a «una violencia que permanece puramente destitutiva con respecto al derecho existente».4 La violencia «pura» o «divina» del ensayo de 1921 (enfrentada a la «mítica» o «restablecedora del derecho») no se limita a hacer inoperante al derecho (como si se propusiera un estado de anarquía, o la pura contemplación extática de otro orden, de «otro inicio», por decirlo con Heidegger), sino que lo trastorna, lo pone literalmente en entredicho, cuestiona la idea misma del derecho. El verbo entsetzen, supuestamente utilizado por Benjamin en el ensayo, no significa, contra Agamben (llevado de una etimología tan fácil como falaz) «deponer», sino: «desconcertar, sacar de quicio» (del alto alemán intsizzan; medio alto alemán entsitzen: «aus der Fassung bringen, bzw. geraten», es decir: «sacar algo de su sede o Sitz, de su estado de quietud»). De ahí también, en sentido reflexivo y pasivo, la sustantivación del infinitivo: das Entsetzen como «provocar terror» (por cierto, uno de los existenciarios de Heidegger, en la preparación al nuevo inicio de Aportes a la filosofía). Y en sentido militar (que es como lo utiliza Benjamin), Entsetzung es: «liberación de una plaza sitiada». Al efecto, compruebo en el texto original que Benjamin no emplea otros términos de ese campo semántico y que Entsetzung aparece una sola vez (y además lo hace en un sentido exactamente contrario al de la interpretación de Agamben). Escribe Benjamin: «Es en la brecha de esta circulación orbital de las formas jurídicas míticas [alusión a la revolución orbital de los planetas en torno al Sol, como aquí el derecho en torno al poder del Estado, F. D.], en la liberación del derecho [a saber: la liberación del estado de excepción en que se hallaba, F. D.] junto con los poderes coercitivos a los que él remite, y viceversa; en definitiva: en el poder del Estado, es donde se fundamenta una nueva era histórica» (Auf der Durchbrechung dieses Umlaufs im Banne der mythischen Rechtsformen, auf der Entsetzung des Rechts samt den Gewalten, auf die es angewiesen ist wie sie auf jenes, zuletzt also der Staatsgewalt, begründet sich ein neues geschichtliches Zeitalter).5 No se trata pues de deponer el derecho y los poderes coercitivos del Estado (ejecutivo, legislativo y judicial), sino de reponerlos, que es lo propio del pensamiento mítico: recurrir a lo mismo intemporal cuando el statu quo se ve amenazado (algo de triste y aun siniestra actualidad hoy, con el auge de los neofascismos y su reivindicación de la tierra, la «nación», las tradiciones, etc.). Dicho sea de paso, Agamben interpreta a continuación el verbo paulino katárgeo (que puede significar tanto «hacer inactivo algo» como «abrogar, derogar»; Lutero vierte: aufheben) en el mismo sentido que en el caso anterior, y sin indicar referencia alguna. Solo que ese verbo es empleado por Pablo para tranquilizar a los judeocristianos de Roma, no para hacer «inoperante» la Torá (como interpreta Agamben). El texto dice: Nómon oûn katargoûmen dià tês písteos [;] mè génoito allá nómon histánomen (subr. mío). Esto es: «[¿Creéis] entonces que nosotros vamos a abolirla [o a hacerla inefectiva, F. D.] en nombre de la fe? En absoluto, sino que vamos a preservarla».6 Algo propio, de nuevo, de la violencia mítica, según Benjamin (o de Lampedusa: «Si queremos que todo
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siga como está, es necesario que todo cambie»). Como canta Laurie Anderson en su Language as a virus: «Paradise is exactly where you are right now... only much much better». Pero dejémoslo estar. Volvámonos pues a las imágenes, según Benjamin las muestra in actu exercito, por así decir. Para empezar, creo que, a pesar de que Denkbild y dialektisches Bild acaben reflejándose una en otra,7 quizá sería conveniente distinguir entre la primera: la imagenque-piensa (o mejor: «imagen-pensamiento») y la segunda: la imagen dialéctica. De esta última cabe ya adelantar que se trataría (dando un paso decisivo respecto a la Denkbild) de una «imagen-paso», o sea, de algo así como la «imagen-del-paso», la imagen que es el paso mismo, el cortocircuito entre dos momentos o situaciones de peligro; algo semejante y a la vez contrario al Vorbeigehen de Hölderlin y Heidegger, que sería más bien un irse en la acción de estar yéndose ya, un «estar de paso», por medio de cuyas señas o indicios cabe estar expectante, aguardando la irrupción del instante propicio, frente al benjaminiano «ahora», obstinado en seguir siendo paso, transición como paralizada, en «estado de suspensión» (Stillstand). Sea dicho con toda concisión: en Benjamin habría una clara defensa de la brecha que irrumpe en el vacuo tiempo homogéneo como el relámpago de ahora-a-tiempo (a tiempo de redimir el pasado, y, con él, de abolir el futuro) de un lado, frente a la espera de aquello pendiente (ausgeblieben) que está por venir: el «acaecer propicio» (Ereignis), avizorado por los apuntadores del futuro (die Zukünftige), en Heidegger. Irrupción del Pasado irredento que interpela a la justicia del presente, frente a la expectativa del Futuro, de «otro inicio». Quizá no esté de más insistir en algo que podría parecer una mera sutileza. Y es que, mientras en alemán el término que califica o modifica a la voz principal puede componerse con esta como prefijo (por caso, Denk-Bild), en español es preciso disolver esa composición en dos términos, estando pospuesto el genitivo calificador. Pero ello puede acarrear confusión, ya que también en alemán puede hacerse seguir al sustantivo de una calificación, con el nombre en caso genitivo, o incluso precedido de la preposición von («acerca de»). Por ejemplo: en la Naturphilosophie de los románticos es la naturaleza misma la que se expresa: esta es y se hace filosofía; en cambio, en la Philosophie der Natur de Hegel, es la filosofía (y en el fondo, la lógica) la que trata acerca de la naturaleza. En el primer caso se trata de un genitivo subjetivo (por lo que hace a Denkbild, un genitivo subjetivo estativo); en el segundo, de un genitivo objetivo. Por acudir también a una célebre expresión (propia empero del período último de Benjamin) lo mismo ocurre con el Jetztzeit: no el tiempo de ahora, sino el tiempo-delahora, o sea: el tiempo que es ahora: un paso inmediato, por ser todo él la mediación de su propio contenido.8 En esa imagen dialéctica (ya no propiamente una Denkbild) se configura una «constelación».9 Volviendo a las Denkbilder: a pesar de que desde 1923 hasta finales de 1933 gustara Benjamin de ejercitarse en algo que cabría calificar de tal (un conjunto de breves fragmentos en prosa, a la manera de miniaturas, casi como si de instantáneas fotográficas se tratase, llamados Denkbilder por autores tan distintos como Stefan George,10 Ernst Bloch o Sigfried Kracauer), sería injusto añadir sin más el nombre de Benjamin a esa
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maniera de escritura en filigrana, por así decir. Es el propio Benjamin quien titula así una miscelánea de breves escritos, publicados en el Frankfurter Zeitung en 1933; pero lo hace bajo el seudónimo de Detlef Holz (y quizá no sea irrelevante este citarse en y por el nombre de otro. Por su parte, los editores alemanes la han ubicado a su vez bajo ese mismo rótulo, y por su cuenta, en una colección mucho más amplia de apuntes de viajes, informes, sueños y artículos breves). La razón de esta expansión del título debe hallarse, según creo, en Adorno, cuando, en sus Notas sobre literatura, lo utiliza para describir las imágenes de Einbahnstrasse, las cuales no serían «imágenes como los mitos platónicos», sino: «más bien floridas imágenes crípticas (gekritzelte Vexierbilder: “con un significado oculto, como acertijos”, F. D.) antes que evocaciones (Beschwörungen; también “conjuros”, F. D.), a manera de símiles, de aquello que no puede decirse en palabras», estableciendo de este modo «una especie de cortocircuito intelectual».11 Con todos los respetos para Adorno, no parece que este se haya dado cuenta de que una Vexierbild no puede en ningún caso provocar un «cortocircuito», por más intellektuell que este sea (como ocurre en cambio en el ejemplo célebre de la joven dama mirándose al espejo).12
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All is Vanity (1892) Charles Allan Gilbert
En Benjamin no hay apenas trazas de esa variante del surrealismo conocida como «psicología de las profundidades», y que llegará incluso a suministrar algunos apotegmas de las revueltas de París y Berkeley en 1968 (p. e.: «Debajo del pavimento está la playa»). No. En los Denkbilder de Benjamin no se trata de buscar significados ocultos, a la vez velados y revelados mediante insinuaciones, como de trampantojo. Eso sería recaer en el pensamiento mítico, en el que la variedad de los acontecimientos y sus distintas ocurrencias en tiempo y espacio dejan entrever sin embargo una verdad sempiterna, que viene a darse —casi como un conjuro— una y otra vez (como en el: «Érase una vez» de los cuentos, con su moraleja; o, más grave aún, por tratarse de un filósofo, como en
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Schopenhauer, para quien la historia era eadem, sed aliter). A quien Benjamin sigue estrechamente (aquí, y en tantos lugares de sus escritos) es a Goethe, para quien la teoría está ya enteramente desplegada en los fenómenos (basta con saber estar atento y dirigir a ellos la mirada en el momento propicio de conexión entre el perceptor y lo percibido). Pero en Benjamin no basta con estar atento y dejar «hablar» a la naturaleza; antes, era necesario tra-ducir el lenguaje que les es propio a las cosas al lenguaje de los hombres. Pero a la altura de Passagen-Werk no basta con esa translatio, porque el lenguaje humano está distorsionado por la manipulación de los vencedores de la historia.13 Es necesario desmontar las palabras enjaezadas como corceles triunfantes (por decirlo con Paul Celan), para montarlas de nuevo, descontextualizándolas. Por ello define famosamente el: «Método de realización de este trabajo: el de un montaje literario». Y añade lapidariamente: «Nada que decir. Solo mostrar» (Ich habe nichts zu sagen. Nur zu zeigen).14 Examinaremos en seguida el método de montaje literario propio del Benjamin maduro. Pero antes, y dentro del ámbito de vigencia de las Denkbilder, bien podemos medir la distancia que separa el método seguido en estas del de las imágenes dialécticas. En el respecto primero, todavía está Benjamin demasiado cercano, casi seducido por el panteísmo naturalista de Goethe,15 para quien, como es sabido, todo mostrar es un «mostrarse» (un mostrarse uno a sí mismo en la naturaleza o —respectivamente— en la escritura y, al mismo tiempo, el mostrarse de la naturaleza o de la escritura en uno). Como detalla Dieter Mersch con extrema precisión, el «mostrarse» (Sich-Zeigen) es precisamente aquella percepción o Wahrnehmung (literalmente, acción de aceptar [algo] como verdad), en la que se hacen valer la «presencia» (Präsenz; habría que entender aquí, más bien: «el hacer acto de presencia»), la «singularidad» (Singularität) y el «instante» (Augenblick).16 Leamos al efecto un ejemplo de Denkbild, tomado justamente de esa compilación que los editores llamaron Denkbilder. Se trata de «El árbol y el lenguaje»: Subí un terraplén y me tumbé bajo un árbol [...] mientras miraba hacia el follaje siguiendo su complejo movimiento, de repente el lenguaje, en mi interior, se vio tan conmovido, tan arrebatado por el árbol, que consumó en mi presencia, una vez más, su siempre antigua unión. Las ramas y la copa se mecían ahí, moribundas, o se torcían negando; el follaje se defendía de repente de una violenta ráfaga de aire, temblaba ante ella o bien iba a su encuentro; el tronco en cambio se mostraba bien confiado sobre su base sólida; las hojas se hacían sombra, unas a otras. Un suave viento aportó música a esta boda y llevó por el mundo, tal como en un lenguaje metafórico, a unos niños que ahora no tardaron demasiado en nacer.17 Para acercarnos brevemente a la explicación (en el sentido, aquí, de despliegue de lo mostrado) de esta imagen-pensar (y del pensar por parte de la propia imagen), bien podemos recordar los escritos tempranos sobre el lenguaje de Benjamin («Sobre el lenguaje en cuanto tal y sobre el lenguaje del hombre», de 1916; y «La tarea del traductor», de 1921), pero ya despojada la Denkbild del ejemplo de buena parte de los
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rasgos místicos y como a lo divino de esas obras («Sombras breves» es de febrero de 1933). Como se ve en el texto, en este sigue siendo determinante el hecho de que el lenguaje no es una propiedad del hombre: las cosas tienen también su lenguaje; en efecto, para Benjamin la palabra (ahora, la palabra-«tejido», que no deja por ello de ser el nombre propio) no es el signo de otra cosa (algo así como su «lugarteniente» o Platzhalter), sino la nominación de una Idea (como la llama en ese tiempo, con obvio regusto platónico —que no hegeliano—); ulteriormente hablará, con mayor precisión, de mónada, como una configuración unitaria, enfrentada polémicamente a la «figura» o Gestalt de Ernst Jünger —sobre todo en El trabajador, de 1932—, en cuanto conjunción de fuerzas que, por un golpe soberano de voluntad, se aúnan expulsando el pasado. En el lenguaje humano, el hombre «traduce» el lenguaje de la cosa (aquí, el árbol), en virtud del cual puede ser interiormente sí mismo (seiner selbst innewerden können) y a la vez hacer justicia a la «cosa» (ella misma encausada, como conjunción de gestos); imposible no recordar al efecto los versos de la Novena Elegía, de Rilke: «Estamos aquí, quizá, para decir: casa, puente, fuente, portón, jarra, árbol frutal, ventana —a lo sumo: columna, torre... pero para decirlas, comprendes, oh, para decirlas de tal modo como las cosas mismas nunca creyeron íntimamente (innig) ser».18 Solo que Benjamin, aun estando de acuerdo con el poeta,19 seguramente añadiría que solo en y por ese decir las cosas, en ese mudo decirse de las cosas al hombre, también el hombre llega a ser de verdad aquello que él nunca creyó que íntimamente (innig) sería. En el lenguaje se trata (o mejor: el lenguaje trata) de recoger una apelación (tal el respecto de la receptividad) y transmitirla en el modo que al hombre y a la cosa les sea apropiado (tal el respecto de la espontaneidad). Eso es justamente el tra-ducir: una traslación que es una remisión; o dicho con todo rigor: una relación (Ver-hältnis).20 Solo que la pluralidad de Denkbilder, la necesidad que siente Benjamin de reiterar, de reiterarse en textos que quisieran ser monádicos para contenerse y retenerse, traspasando unos en otros, muestra ya una «brecha» (Bresche) o Durchbruch (recuérdese la cita anterior, sobre la violencia). Esa brecha es la que se muestra (pero no se dice ni escribe) en el guion con que yo he separado Ver-hältnis (en español cabría verter: «haber-selas»). Irrumpe allí, «por una brecha en el tiempo, el nicho del día» (durch eine Bresche in der Zeit, die Nische des Tags), trayendo a colación (y descontextualizadas, como debe ser) las palabras-imágenes, alegóricas, del «Teatro de monos» (de la colección de recuerdos: Infancia en Berlín hacia el mil novecientos).21 De nuevo, la paradoja: solo puede haber un «nicho», en el que se recojan y apiñen los gestos del tema y los caracteres de la escritura, si irrumpe una «brecha en el tiempo». Tal el desasosiego por el que las Denkbilder «maduran» (por decirlo en términos heideggerianos: sich zeitigen) hasta convertirse en imagen dialéctica. En ella y por ella irrumpe el pasado irredento: la brecha del tiempo. Pero para acceder a ese nivel (también de madurez por lo que hace al propio Benjamin), era necesario, como nos recuerda Coetzee: «tender un puente entre la concepción simbolista del lenguaje y el materialismo histórico», o sea entre el lenguaje —sin abandonar este— y la historia. Ese puente comienza a construirse, todavía con
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gran esfuerzo (para el autor, y para el lector), en el denso ensayo Hacia la crítica de la violencia, de 1921, al que se ha hecho ya alusión, al hilo de la crítica a Giorgio Agamben, l’inoperoso. Solo que ese «puente» está hecho, también él, de retales: es un patchwork. Paradójicamente, las heridas y brechas se multiplican, mientras que en cambio la imagen pasa, a sensu contrario, de refractarse en una pluralidad aparentemente inconexa de imágenes o Denkbilder, a replegarse en una constelación singular que es a la vez una mónada: la «imagen dialéctica». Tras cuanto llevamos dicho, es obvio que el término no debe entenderse, al menos prima facie, en un sentido hegeliano, ni tampoco platónico. Si acaso, recuerda más bien al Sócrates de los primeros diálogos, en los que se pone en entredicho la convicción de un interlocutor que se cree en posesión de la verdad, hasta que, retorciendo habilidosamente esta por parte de quien hace las preguntas, la argumentación reduce al absurdo esa creencia, sin que en principio se siga nada de ella. El método empleado sería, pues, netamente negativo. Recuérdese, para el caso, el final del Eutifrón. Dice Sócrates: «Ahora sé bien, sin embargo, que tú crees conocer claramente lo pío y lo impío; habla entonces, mi buen amigo Eutifrón, y no me ocultes lo que piensas». Pero Eutifrón se excusa: «Será en otra ocasión, Sócrates, que ahora estoy apurado y es hora (hoˉ´ra) de marcharme». En consecuencia, Sócrates se lamenta, irónicamente: «¿Qué haces, compañero? ¿Te vas a ir así, dejándome caer desde la grande esperanza que yo tenía de aprender de ti qué cosas eran pías o impías, etc.?» (15d-e). He aquí, por cierto, un cortocircuito, pero que aparentemente a nada positivo conduce (si acaso, solo quedaría desbaratada la ideología del adversario, obligando así al lector a reflexionar, a volver sobre los argumentos empleados). A ello se debe que, a partir de los años treinta, y siguiendo un camino ya trazado de algún modo por su amigo Bertolt Brecht (estancado hasta entonces en una posición parecida, por lo que hace a la técnica del montaje, frente a la representacionalidad de las obras burguesas), se vea Benjamin precisado a explorar en sus imágenes una forma de dialéctica que cabría calificar —con toda la precaución debida— de hegelianismo heterodoxo (volveré enseguida sobre este punto). En efecto, tampoco en Benjamin va a quedarse estancada la confrontación en algo así como la exposición de un escepticismo pirrónico, sino que, partiendo de aquella, se exige del lector que haga surgir de ella algo nuevo y seguramente imprevisto, aun estando esa dialéctica en Stillstand (o quizá por ello mismo; como en el caso del Eutifrón, lo que hay que hacer es parar mientes —nunca mejor dicho— sobre lo expuesto, en vez de «regalarse» con lo ya leído y digerido, y pedir luego más novedades, a fin de seguir soñando el sueño burgués). No se da aquí —y esta es la diferencia decisiva respecto a la vulgata hegeliana— una síntesis armoniosa de dos posiciones enfrentadas, ni su elevación a un nivel de mayor articulación y complejidad, sino que, en Benjamin, la yuxtaposición heterogénea lleva en su seno la promesa de destrucción del adversario (la burguesía), al igual que Zeus llevaba en el centro de su escudo —la égida— la imagen de Medusa.22 En Benjamin alienta el anhelo de ruptura de la continuidad histórica, frente al carácter teleológico de
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la historia (en virtud del cual, como es sabido, habrá que soportar sangre y lágrimas, para, a través de la lucha final, alcanzar la ansiada meta de la Humanidad reconciliada, como querría el revolucionarismo obrero decimonónico).23 Así pues, y desde ahora, el «salto» a la historia desde las Denkbilder a la imagen dialéctica va a suponer también, y sobre todo, un gesto político. Es más: con la imagen dialéctica, «la política obtiene el primado sobre la historia» (Politik erhält das Primat über die Geschichte).24 Y puesto que de dialéctica se trata (es decir, de una locución por la que un extremo pasa a otro, o literalmente: un pasaje), evidentemente es preciso encontrar un dispositivo a ello adecuado: un método que no será desde luego el dialéctico-especulativo (ni tampoco el engelsiano «materialismo dialéctico»; es sabido que Benjamin prefiere hablar de «materialismo histórico», entendido también, a su vez, de un modo altamente sui generis). Y ese método se plasma, como ya antes se ha citado, en un «montaje literario». La mostración de la imagen dialéctica no se muestra, sin más, sino que se construye, o más precisamente: se monta, como en la fotografía o en el cinematógrafo. Quedan lejos ya las trazas de misticismo de los primeros escritos, presentes también en el Tractatus de Wittgenstein, publicado en 1922 (un año después de Zur Kritik der Gewalt): «Nosotros no podemos expresar aquello que se expresa en el lenguaje» (Was sich in der Sprache ausdrückt, können wir nicht durch sie ausdrücken).25 Volvamos ahora al punto que antes dejamos, también él, en suspensión. Al optar, a partir de los años treinta, decididamente por el montaje y abandonar en consecuencia esos rastros de misticismo (dejar que se muestre en la escritura de las Denkbilder aquello que no podría, o más bien: que no debería ser expresado por ellas), bien podríamos imaginarnos ahora a Benjamin situado en la tesitura de tomar posición respecto a dos opciones enfrentadas dentro del materialismo marxista: una de tipo digamos, marxistaleninista, y otra más bien anarquizante. La primera correspondería al método de montaje propio de Sergéi Eisenstein, espectacularmente presente en El acorazado Potemkin o en Octubre (recuérdese, en este último film, la escena impresionante del alzamiento del puente y la caída del caballo, en San Petersburgo). Mediante una sabia y bien ponderada composición de imágenes, los espectadores experimentan así una violenta conmoción aleccionadora (piénsese, por caso, en el choque emotivo entre los pies de las damas burguesas que pisotean la bandera roja y los de los trabajadores corriendo). Solo que esa confrontación está controlada en todo momento por la voluntad del director: lo que él pretende es que la imagen general que él tiene en mente sea reconstruida, y más aún: vivida en la mente de los receptores (como en la comparación de Marx entre el trabajo ciego de las abejas y la consciente plasmación material de una idea por parte de los hombres). Por el contrario, en los montajes del Brecht «anarquista» de los años veinte se yuxtaponen fragmentos, segmentos descontextualizados de realidad, traspuestos al ámbito escénico, sin que de ello resulte una tercera imagen (como en el caso citado de Eisenstein, o de Piscator): en sus «obras-artefacto» no hay síntesis dialéctica, o lo que es lo mismo: en sus «representaciones» se destruye in actu exercito toda suerte de representacionalidad. Solo queda la presentación descarnada de la conflictividad y la
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anarquía, como medio catártico para «despertar» al público de su letargo habitual (el gran tema de Benjamin, igualmente), repitiendo y exacerbando así el gesto de Schiller, de quien se cuenta que, asistiendo en Weimar a una comedia de Kotzebue, se volvió a los asistentes de la Corte, espetándoles: «¡Pero si eso ya lo tenéis en casa!». Por el contrario, en Brecht, como señala José Antonio Sánchez en su importante trabajo sobre este autor: «en el propio espectáculo se incluían las claves que permitían la traducción» (se entiende: la traslación o interpretación por los espectadores de los fragmentos de la realidad teatral a los fragmentos de la realidad vivida por ellos). Sánchez aduce como ejemplo la puesta en escena de Tambores en la noche (Múnich, 1922): se colocaron por toda la sala letreros con el lema «No te quedes extasiado», y al final del drama, el propio Klager26 desmonta todo ilusionismo y descubre la realidad de tablas: «No es más que teatro. Tablas, y una luna de papel y, detrás, la carnicería, que es lo único verdadero».27 Lo mismo cabe decir de la presentación en Baden-Baden de la llamada Kleine Mahagonny (1927),28 e incluso del primer Lehrstück de Brecht, a pesar de que ya en este se aprecia —como cabe esperar del título general de esas obras: «piezas didácticas», o sea: aleccionadoras— el deseo de conseguir una «imagen general», a través de la fragmentación de imágenes, aunque con ello se sacrifique de paso la autonomía y «creatividad» del artista burgués, en favor de la intencionalidad política del revolucionario.29 Por cierto, esa especie de reverberación del todo en la fragmentación de las imágenes anuncia ya la íntima conexión en Benjamin de la mónada y la imagen dialéctica. Y en efecto, a partir de los años treinta seguirá Benjamin el rumbo tomado por Brecht, especialmente por lo que hace al montaje, en el que se resalta ya el carácter inhumano, por así decir, del objetivo técnico. Como se dice en El autor como productor, de 1934, en cuyo título se aprecia ya, a la vez, el influjo de Brecht y la orientación tecnomarxista, señala Benjamin que en las Tentativas del primero (Versuche 8-10, de 1931): «no se desea la renovación espiritual, como la que proclaman los fascistas, sino que se ponen, claramente, innovaciones técnicas».30 Ahora bien, que Benjamin acompañe a Brecht en la introducción decisiva de la política en la técnica del montaje no significa desde luego un seguimiento servil. Más bien al contrario, el montaje benjaminiano —no en vano tildado por él de «dialéctico»— se logra entrever un deseo de fusión de la fragmentariedad de imágenes, como de collage, con lo que antes llamamos «montaje eisensteiniano». Así, Benjamin reivindica ahora como «el principio del montaje» el «método que es propio del marxismo», o sea: el materialismo histórico; lo cual no deja de suscitar extrañeza.31 Pero la escueta descripción de ese método es admirablemente plástica: «Erigir las grandes construcciones con los más pequeños elementos, hechos con un perfil seco, para descubrir en el análisis del pequeño momento singular el cristal del total acontecer. Provocar de este modo la ruptura con el naturalismo histórico vulgar. Comenzar a captar la construcción de la propia Historia en cuanto tal, haciendo de la estructura comentario».32 Ahora, tras todo lo citado, recitado e interpretado, parece evidente lo pretendido por Benjamin con las imágenes dialécticas, la construcción de estas en un montaje
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tecnoliterario para formar constelaciones, y su plasmación en una mónada,33 como una obra-artefacto, parece evidente —digo— que Walter Benjamin quería fabricar con su pluma artefactos explosivos dirigidos contra el fascismo rampante de su época, junto con el interesado fomento ideológico del letargo burgués. Y todo ello, muy probablemente, para lograr de este modo un efecto catártico en el lector: no ciertamente de compasión por los sufrimientos «de unas pocas familias» (Aristóteles dixit), sino para obligarlo a despertar de ese plácido sueño del buen burgués, antes de que sea demasiado tarde. Aquí, la clase zarandeada es, por un lado, la alta burguesía y el buen corazón de los señores (cuando, embriagados y desinhibidos, deciden confraternizar con el pueblo), como se ve en el caso ejemplar de El señor Puntila y su criado Matti, de Bertolt Brecht. Pero, por otro lado, me gustaría pensar que, en Benjamin, esa clase es también la del buen obrero, dócilmente obediente a las consignas del soviet respectivo, ese Consejo que lo aconseja y conforta, asegurándole que sus sacrificios no serán en vano, y que hay que darlo todo por la causa. En suma, lo que Benjamin hace (lo que él nos hace) es enseñarnos a leer imágenes dialécticas.34 Porque: «La imagen leída, esa que se halla situada en el ahora de la cognoscibilidad, lleva consigo en el más alto grado el sello propio del momento crítico, el momento de peligro que hay en el fondo cada lectura».35 Y bien, ahora ya sabemos que no solo hacer imágenes dialécticas, sino saber leerlas, constituye un ejercicio político, revolucionario. Pero ¿qué hacer y qué leer en el momento actual de peligro, cuando una ola reaccionaria se extiende como mancha de aceite al socaire de una globalización que se quiere, también ella, fundamentalmente técnica? ¿Cómo montar constelaciones que nos muevan a la acción revolucionaria, en lugar de contarnos historias conmovedoras como La lista de Schindler (porque también puede haber empresarios buenos, dignos de plantar árboles en la Avenida de los Justos)? ¿Acaso basta con que nos ejercitemos en el ejercicio —por otra parte imprescindible— de la repetición?36 ¿O es que no sabemos ya conjurar el peligro haciendo que comparezca en la orden del día el pasado irredento? ¿Dónde ha ido a parar —si es que alguna vez la sentimos— nuestra débil fuerza mesiánica? Preguntas son estas que interpelan, a la vez, al autor de este ensayo y a su improbable lector.
1 H. Arendt, «Introduction», en W. Benjamin, Illuminations, Nueva York, Schocken Books, 2007, p. 3. 2 L. Wieseltier, «Preface», en W. Benjamin, Illuminations, op. cit., p. ix. 3 Esta reverberación no debe ser confundida con la de un caleidoscopio: una imagen que correspondería más bien a la idea de una historia como sucesión de catástrofes: «El curso de la historia, representado bajo el concepto de catástrofe, no puede reclamar más del pensador que el caleidoscopio en las manos de un niño, que destruye mediante cada giro lo ordenado para crear un orden nuevo» (W. Benjamin, «Parque central» [1927], en Obras I/2, Madrid, Abada, 2008 p. 266). Ese concepto correspondería, en términos del ensayo sobre la violencia, a la violencia mítica, schmittiana, que necesita crear estados de excepción para instaurar (o más bien restaurar) «un orden nuevo». Lo cual no deja de ser una versión justamente catastrófica de la concepción de la historia como eadem sed aliter. Por eso, lo que hay que destruir no es la imagen para dar lugar a otra. Lo que hay que destruir es el caleidoscopio mismo (es decir, esa concepción de la historia): «El caleidoscopio debe ser destruido» (idem).
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4 https://artilleriainmanente.noblogs.org/post/2016/06/15/giorgio-agamben-hacia-una-teoria-de-la-potenciadestituyente/ (15-6-2016). 5 W. Benjamin, Zur Kritik der Gewalt und andere Aufsätze, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 1965, p. 64 (trad. y subr. míos). 6 Romanos 3,31, remitiendo a su vez a Mateo 5,17. 7 Adviértase empero que ni una ni otra reflejan un exterior del que ellas fueran una copia. En ese caso, se trata de la dominación de quien sostiene estar en posesión de la verdad original: «los conceptos de los que dominan han sido siempre sin duda los espejos gracias a los cuales ha nacido la imagen de un “orden”» (W. Benjamin, «Parque central», op. cit., p. 266). 8 Jetzt, etimológicamente hablando —y de un modo impensable, para el sentido común—, remite a la conjunción de je (cada vez) y zu (ir a...) algo así como una vez que es un «dar-y-haber-dado-la-vez», de modo tal que quien la da deja de ser el último para pasarla al que viene; la paradoja se repite en inglés, cuando entendemos now como straightaway (un trecho [stretch] que se va); o, en español, la voz compuesta «ahora», del castellano antiguo agora, a su vez del latín: hac hora, «en esta hora»; o sea, que, en cuanto esta, la hora es algo que se puede señalar y fijar; pero, en cuanto hora, está continuamente dejando de ser esta... Sin embargo, en todas estas versiones, la imagen vulgar del tiempo presupone algo así como un espacio homogéneo, vacío y unidimensional. Por el contrario, la imagen dialéctica hace que sea el tiempo entero el que venga recogido en ese intenso «tiempoque-es-[el]-ahora» (Jetzt-Zeit). Contra lo que parece, esta imagen dialéctica no es tan distinta de la concepción hegeliana del tiempo: «Es el ser, el cual, en tanto que es, no es; y en tanto que no es, es» (G. W. F. Hegel, Werke, t. 9: Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften im Grundrisse 1830, vol. 2: Die Naturphilosophie, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 1986, p. 48, § 258. Solo que, en Hegel, el no-ser del pasado queda relevado o asumido (aufgehoben) en el presente, mientras que, para Benjamin, el pasado es más bien lo indigerible del presente, la brecha que lo hiere y pone en cuestión, abriendo así un porvenir posible, pero no calculable ni previsible de antemano. 9 W. Benjamin, «Obra de los pasajes» [N 2a, 3], en Obras V/1, Madrid, Abada, 2013, p. 742 : «la imagen es aquello en lo que lo sido viene a unirse como en un relámpago al ahora para formar una constelación». 10 Adorno se refiere al término justamente en su ensayo sobre «Dirección única, de Benjamin». Comienza recordando su empleo en George para hablar de Mallarmé, y luego aventura una definición: «La palabra imagen mental (sic para Denkbild; una versión que valdría seguramente para George... y para el propio Adorno, y que se acerca más bien a la “intuición intelectual” fichteana, como se ve en la continuación del texto; F. D.) [...] sustituye a “idea”, gastada por el uso (ramponierte); aquí entra en juego una concepción de Platón opuesta al neokantismo, según la cual la idea no es una mera representación, sino un ente-en-sí que también cabría intuir, aun cuando de un modo meramente intelectual (ein Ansichseiendes, das sich den auch, wenngleich bloss geistig, anschauen lasse)» (Th. W. Adorno, Notas sobre literatura, Madrid, Akal, 2003, p. 661, tr. modif.; véase el original: id., «Benjamin “Einbahnstrasse”», en Noten zur Literatur, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1997. También en id., Gesammelte Schriften, t. 11: Noten zur Literatur, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 2003, p. 680). 11 Ibid., esp. p. 662 (pero la trad. es mía); en las Gesammelte Schriften, pp. 680 y 681. 12 Muy al contrario, cuando Benjamin emplea esa voz compuesta lo hace para insistir en la idea repetitiva de la historia como eadem, sed aliter (en la imagen, se trata del tópico memento mori: a la juventud le sigue la vejez, a la frivolidad, la muerte, etc.), pero ahora para el consumo de las masas: «Las estrellas representan en Baudelaire la engañosa imagen (Vexierbild) de la mercancía. Ellas son lo de-nuevo-siempre-igual (das Immerwiedergleiche) en grandes masas» (W. Benjamin, «Parque central», op. cit., p. 267). 13 Las torsiones a las que somete Benjamin los desechos que va recogiendo del naufragio de su época, para hacer que en ellos brille lo inesperado: un centelleo incitante de liberación activa, recuerdan las violentas metamorfosis del lenguaje en Paul Celan: tiene que poetizar en la lengua de la madre, pero esa lengua está mancillada, prostituida, en cuanto: «habla portadora de muerte» (todbringende Rede) (P. Celan, «Ansprache anlässlich der Entgegennahme des Literaturpreises der freien Hauptstadt Bremen», en Gesammelte Schriften, t. III, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 2000, p. 186). De todas formas, la intervención de Celan es mucho más violenta que la de Benjamin, ya que aquel irrumpe en el interior mismo de las palabras y giros del lenguaje, frente a la actitud del último como «coleccionista» crítico y configurador de atlas. De modo que Celan bien podría haberle dicho lo mismo que Hegel a Kant, a saber: que, como buen «trapero», seguía teniendo demasiada ternura para con las cosas (véase G. W. F. Hegel, Werke, t. VIII: Enzyklopädie der philosophischen Wissenschaften im Grundrisse
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1830, vol. I: Die Wissenschaft der Logik, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 1986, p. 126, § 48, Obs.). 14 W. Benjamin, «Obra de los pasajes» [N 1 a, 8], op. cit., p. 739. 15 No es necesario decir que esa influencia supone también un giro decisivo por parte de Benjamin: la «transposición» (orig.: Übertragung; el término empleado por Hölderlin para calificar sus versiones de Sófocles) del ámbito de la naturaleza (de algún modo presente aún en sus concepciones primeras sobre el lenguaje) al histórico. Tenemos constancia explícita de ese giro: a la luz de la exposición de Georg Simmel sobre Goethe, Benjamin declara haber comprendido que su concepto de «origen» en el Trauerspiel: «es una transposición estricta y obligada de la concepción fundamental de Goethe desde el terreno de la Naturaleza al correspondiente de la Historia» («Obra de los pasajes» [N 2 a, 4], op. cit., p. 742). La decisiva variación benjaminiana respecto al naturalismo de Goethe recuerda fuertemente la efectuada, ya en tiempo de este, por Herder, pero con una diferencia fundamental: en Herder, los distintos Volksgeister dirigen la historia hacia la convergencia de la humanidad «cristianizada» con Dios. En Benjamin, se trata en cambio de transferir «el contexto natural pagano al contexto judío de la historia». 16 Véase W. Benjamin, Ereignis und Aura, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 2002, p. 13. 17 Id., «Sombras breves II» [1933], en Obras IV/1, Madrid, Abada, 2010, pp. 375 s. 18 R. M. Rilke, «Die Neunte Duinese Elegien», en Duineser Elegien. Die Sonette an Orpheus, Zúrich, Manesse Verlag, 1951, pp. 47 s. 19 W. Benjamin, «Sobre el lenguaje en cuanto tal y sobre el lenguaje del hombre», en Obras II/1, Madrid, Abada, 2007, p. 154: «Mediante la palabra, el ser humano se encuentra conectado con lo que es el lenguaje de las cosas». Y poco después: «La traducción (Übersetzung, lit.: “trans-posición”, F. D.) del lenguaje de las cosas vertida al lenguaje de los hombres no solamente es la traducción de lo mudo en lo sonoro, sino, al mismo tiempo, también la traducción de lo que carece de nombre en el nombre (des Namenlosen in den Namen)» (ibid., p. 155). Más adelante, en relación con la «profunda tristeza de la naturaleza», debida al pecado original, aparece el gran motivo de la redención de la naturaleza en el lenguaje del hombre: «La carencia de lenguaje (Sprachlosigkeit) es el gran dolor de la naturaleza y para redimirla están la vida y el lenguaje del hombre en la naturaleza; no solo del poeta, como normalmente se presume» (ibid., p. 159; véase «Über Sprache überhaupt...», en Sprache und Geschichte, Stuttgart, Reclam, 1992, pp. 42 y 46). La alusión al «poeta» no puede referirse a Rilke, ya que las Elegías fueron publicadas en 1923, y el ensayo de Benjamin es de 1916. 20 No deja de ser significativo que, en Sobre algunos motivos en Baudelaire (un ensayo muy tardío, de 1939), resuene todavía esta idea de una comunión recíproca, aurática, de la percepción dentro del sueño (y sueños son, en buena medida, los narrados en la compilación Denkbilder). Benjamin cita al efecto a Paul Valéry: «Cuando yo digo: veo eso ahí, no se establece ya con ello la simple ecuación mía con la cosa... En el sueño en cambio sí que se produce una ecuación. Ahí las cosas que veo me ven a mí tanto como yo las veo a ellas» (W. Benjamin, «Sobre algunos motivos en Baudelaire», en Obras I/2, op. cit., pp. 253 s.). Debo a Juan Barja importantes indicaciones sobre la relación entre la mirada, la mano y las innovaciones técnicas. 21 Véase W. Benjamin, «Infancia en Berlín hacia el mil novecientos», en Obras, IV/1, op. cit., p. 211. 22 Compárese esta posición con la de Paul Celan y la Medusenhaupt en «Der Meridian», en Gesammelte Schriften, op. cit., t. III, p. 195. 23 Como se promete, ya desde el inicio, en La Internacional, el himno compuesto por Eugène Pottier: un obrero francés que había participado en la fallida revolución de 1848 y en la Comuna de París. He aquí la conocida primera estrofa, en el original: «C’est la lutte finale: / Groupons-nous, et demain, / L’Internationale / Sera le genre humain». 24 «El giro copernicano de la visión (Anschauung) histórica es este: se tomó como fijo lo “sido” (das “Gewesene”), y se vio al presente empeñado en dirigir tentativamente el conocimiento a ese punto. Pero lo que hoy es necesario es invertir esa relación (Verhältnis), para que lo sido obtenga su fijación dialéctica en virtud de la síntesis, que el despertar lleva a cumplimentación (vollzieht) mediante imágenes del sueño (Traumbilder) contrapuestas (a esa manera de ver la historia, F. D.). La política obtiene el primado sobre la historia. Y así, ciertamente, los “hechos” (“Fakten”) históricos se convierten en algo que en este momento acaba justamente de obstaculizarnos el paso (in einem soeben Zugestossenen): constatarlos (festzustellen; también: “diagnosticarlos”, F. D.) es la tarea del recuerdo (die Sache der Erinnerung). Y el despertar (das Erwachen) es el caso ejemplar del recuerdo [...] Hay un “saber aún no consciente” (“noch nicht bewusstes Wissen”) de lo sido (vom Gewesenen), cuya reivindicación (Förderung) tiene la estructura del despertar» (W. Benjamin, «Pasajes parisinos II», en Obras
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Madrid, Abada, 2015, p. 1352, trad. modificada; véase id., Das Passagen-Werk, t. II, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 1983, pp. 1057 s.). He subrayado la frase central sobre la política y la historia. No es necesario insistir en que este es obviamente un pasaje fundamental, dirigido contra el historicismo del «progreso» y la política que lo utiliza como sedante, para entrar en el sueño del conformismo. Curiosamente, a mi ver, el texto parece estar dirigido contra Hegel (véase la alusión al «recuerdo»); y, sin embargo, creo que en el fondo sigue resonando un cierto Hegel; y es que fijar y diagnosticar los hechos no significa ubicarlos en el panteón del pasado, sino convertir lo pasado en lo esencialmente «sido» (das Gewesene), en cuanto algo que no se deja eliminar, y de lo que hay que hacerse cargo (uno de los significados de aufheben). 25 L. Wittgenstein, Tractatus logico-philosophicus. 4.121. Hay ed. crít. bilingüe: Tratado lógico-filosófico. Logisch-philosophische Abhandlung, Valencia, Tirant lo Blanch, 2016. 26 Andreas Klager, el cínico protagonista de la obra, regresa cuatro años después de haber participado en la Gran Guerra, para encontrarse en medio de una revolución en ciernes, tras el asesinato en Berlín de Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg en 1919. 27 J. A. Sánchez, Brecht y el expresionismo: reconstrucción de un diálogo revolucionario, Cuenca, Universidad de Castilla-La Mancha, 1992, p. 118. 28 El texto de la «Pequeña Mahagonny», como recuerda Sánchez: «estaba constituido por una serie de poemas del Devocionario de hogar (Hauspostille, de ese mismo año, F. D.) y algunas canciones añadidas por Brecht. [...] el espacio escénico [estaba] reducido a un “ring de boxeo” sobre el que actuaban los cantantes. La “interrupción” del flujo escena-sala tuvo un efecto inmediato: nada más acabar la primera canción, el público reaccionó en pie, unos con vítores, otros con abucheos [...] La fusión había sido destruida en todos los campos. El teatro como organismo (en sentido expresionista, F. D.) había cedido su puesto a un teatro como artefacto» (ibid., p. 116). 29 El paso a una mayor «racionalidad dialéctica» en el sentido marxista se dará empero poco después, en el primero de los Lehrstücke («piezas didácticas») brechtianos: Der Lindberghflug (1929), con música de Kurt Weill y Paul Hindemith (desde 1950: Der Ozeanflug); el audio de la versión original puede encontrarse en YouTube (https://www.youtube.com/watch?v=fvRyBWnxKl4). Con respecto al montaje de esta «obra», insiste Sánchez en el carácter fragmentario y efímero de las escenas, con discursos abiertos y sin diálogo alguno. Y precisa: «Este, en todo caso, se entabla entre personajes abstractos (la ciudad, la niebla, etc.), llegando hasta el límite de un diálogo entre el volador y su motor, como si de dos piezas idénticas de un mismo aparato construido para atravesar el Atlántico se tratara» (J. A. Sánchez, Brecht y el expresionismo, op. cit., p. 137). Esta introducción de la técnica en el montaje (ya no solamente «literario», pues) será aprovechada de forma magistral por Benjamin. 30 W. Benjamin, «El autor como productor», en Obras II/2, Madrid, Abada, 2009, pp. 305 s. 31 Al menos eso es lo que me ocurre cuando me topo con el empleo generalizado de esa expresión, especialmente en las tesis Sobre el concepto de historia. Su repetición provoca en mí un shock (no sé si buscado por el propio Benjamin), al confrontar esas tesis con la vulgata marxista (o más exactamente, engelsiana). De todas formas, para Benjamin estaba clara esa contraposición, como se muestra palmariamente en los Paralipomena zu den Thesen über den Begriff der Geschichte (Ms. 1100): «Marx dijo que las revoluciones son las locomotoras de la historia mundial. Pero quizá se trate de algo completamente diferente. Es posible que las revoluciones sean la mano de la especie humana que viaja en ese tren y que tira del freno de emergencia» (Marx sagt, die Revolutionen sind die Lokomotive der Weltgeschichte. Aber vielleicht ist dem gänzlich anders. Vielleicht sind die Revolutionen der Griff des in diesem Zuge reisenden Menschengeschlechts nach der Notbremse) (W. Benjamin, «Manuskripte», en Gesammelte Schriften 1/3, Frankfurt del Meno, Suhrkamp, 1974; p. 1232). 32 W. Benjamin, «Obra de los pasajes» [N 2, 6], en Obras V/1, op. cit., p. 740; subr. mío. 33 En la mónada benjaminiana, opuesta como ya se ha mencionado a la Gestalt de Ernst Jünger, todo el pasado dolor del mundo irrumpe como lo «sido» (con Hegel y contra Hegel, la esencia de la historia pasada a contrapelo, como a cepillo) en el momento de peligro del presente, cuando este parece tanto más precario cuanto más seguro afirma que lo está la historia narrada de los vencedores. 34 Véase W. Benjamin, «Obra de los pasajes» [N 2 a, 3], en Obras V/1, op. cit., p. 742: «así como la relación del presente respecto del pasado es tan solo continua, temporal, la de lo sido respecto del ahora es en cambio dialéctica: no es curso, es imagen, y se produce en discontinuidad. Solo las imágenes dialécticas son por lo tanto imágenes auténticas (es decir: son imágenes no arcaicas [en el sentido de “míticas”, F. D.]), y el lugar —el espacio — donde se las encuentra es el lenguaje. Para la concepción del “despertar”». 35 Ibid. [N 3. 1], p. 744. V/2,
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36 También Žižek, apelando en este caso al psicoanálisis lacaniano, defiende el mecanismo de la repetición como método de resistencia, ya que los aplazamientos suspendidos, los encuentros fallidos operan a la manera de un trauma, al igual que la vanguardia, siempre inacabada, está siempre inscrita en una obra (véase S. Žižek, El sublime objeto de la ideología, México, Siglo XXI, 1992, p. 34).
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III
FILOSOFÍA Y JUDAÍSMO
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9. El pensamiento judío en Arendt: resistir ante la destrucción de lo humano1 Nuria Sánchez Madrid
Es bien conocido el alcance aparentemente decepcionante que Hannah Arendt adscribiera a su pertenencia al pueblo judío. Las fricciones públicas con Gershom Scholem, especialmente con ocasión de la carta que este le dirigiera en julio de 1963 tras la publicación de su informe sobre el caso Eichmann, precipitaron una explicitación, por parte de Arendt, del lugar que reservaba a las propiedades recibidas por nacimiento: ser parte del pueblo judío no implicaba amarlo ni sentirse unido a él mediante un vínculo emocional.2 Solo lo conseguido mediante la propia acción sería merecedor de tal reconocimiento. Frente a las andanadas sentimentales destinadas a regenerar los lazos vigentes entre los miembros del pueblo judío, Arendt se muestra más interesada en descubrir fórmulas de reconstrucción de la comunidad perdida características de lo que califica como «tradición oculta» del hebraísmo. Entre ellas predomina la procedente de un pensador no genuinamente judío, pero sí amigo de todo lo judío en el contexto adverso del antisemitismo europeo, como es el caso de Lessing. En la noción de philia de Lessing, que Hans Blumenberg consideró como uno de los paradigmas del imaginario de la verdad,3 Arendt encuentra una alternativa digna y fiable para los seres humanos a los que se ha arrebatado la posibilidad de disfrutar de una identidad política. Como recordará en uno de sus textos más célebres, como es el discurso de agradecimiento por la entrega del premio Lessing en la ciudad de Hamburgo, la philia preconizada por pensadores como Lessing se distingue del sentimiento de compasión por su marcada exposición pública. Dicho de otra manera, lo que buscan los amigos que comparten tiempos de oscuridad en términos civiles es un consuelo que ayude a la existencia a desarrollarse mediante palabras compartidas y principios vinculantes. Sin esos objetos poseídos en comunidad, la vida humana se pudre y los adalides del totalitarismo de todos los tiempos habrán cumplido su objetivo. Frente a ello, delineando un claro horizonte de resistencia, la línea de tradición que se dibuja a partir de autores como Mendelssohn y Lessing apunta a la viabilidad de una articulación humana que, sin apoyos trascendentes, reclama la consecución de un reconocimiento político. Y esa articulación deberá ser reivindicada, a juicio de Arendt, siempre que la barbarie vuelva a realizar incursiones en ese continente cargado de una vasta tradición civil y política que es Europa. De esta tradición oculta del pensamiento europeo, en una línea paralela a la ensayada por Hermann Cohen en 1915 en Germanidad y judaísmo,4 tratan numerosos escritos de
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Arendt publicados en un arco temporal que va desde el comienzo del exilio, en la década de los treinta, hasta llegar a la de los cuarenta y el desplazamiento definitivo a los Estados Unidos. Algunos de esos ensayos, en su mayoría artículos, fueron publicados entre 1944 y 1945 en la revista Aufbau, fundada por exiliados judíos residentes en Nueva York, de los que nos ocuparemos también al final del presente trabajo.5 En estos últimos, Arendt depositará sus motivos de fuerte discrepancia con los responsables de la fundación del Estado de Israel, cuya proclamación reciente como Estado-nación confirma el espíritu visionario de la pensadora judío-alemana.
1. La utilidad política del modelo de verdad de Lessing y Mendelssohn Una de las constantes del pensamiento de Arendt apunta al hecho de que la humanidad debe prevenir los golpes de una violencia destructora de todo tejido civil y político aprendiendo a vivir sostenida por la densidad de principios inapelables y por el ideal de una búsqueda infinita de lo que se estima la justicia y el bien común. Esas realidades compuestas por puntos de vista y acuerdos comunes resultan a ojos de Arendt más «objetivas» y densas que los discursos nacionalistas, culturalmente saturados, que pretenden haber dado con los componentes históricos que dan unidad a un pueblo o una nación. Frente a autores como Herder, Lessing se convertirá en adalid ilustrado de la tolerancia entre las religiones y los pueblos, precisamente por descubrir en ese mundo común integrado por puntos de vista divergentes, pero composibles, el mejor aval de un futuro digno de la racionalidad humana. Uno de los «escritos judíos» que Arendt escribe a comienzos de los años treinta abunda justamente en la metamorfosis de la «Verdad» en una multiplicidad de «verdades» variables, conectadas con su tiempo y circunstancia, una imagen que más tarde nuestra autora volvería a emplear en la ceremonia de entrega del premio Lessing: Desde la asimilación de Mendelssohn y desde la obra de Dohm, Über die bürgerliche Verbesserung der Juden (1781), la discusión sobre la emancipación presenta siempre los mismos argumentos, que culminan en la obra de Lessing. A él le debemos tanto la propagación de las ideas de humanidad y de tolerancia como la distinción entre verdades de razón y verdades históricas. [...] Con la Ilustración la verdad se ha extraviado, o más aún: ya nadie la quiere. Más importante que la verdad es el hombre que la busca. «No es la verdad, en cuya posesión puede estar cualquier hombre, [...] sino el verdadero esfuerzo por alcanzarla, lo que hace valioso al hombre» (Lessing, Theologische Streitschriften. Eine Duplik). La tolerancia descubre este nuevo valor. La omnipotencia de la razón es la omnipotencia del hombre, de lo humano. [...] En su esfuerzo por alcanzar la verdad, el hombre y su historia, que es una historia de búsqueda, adquieren su sentido propio.6 El pasaje da cumplida muestra de algunas de las constantes de la reflexión que llevará a una todavía joven Arendt a personajes como Lessing o como la judía alemana Rahel
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Varnhagen, a la que dedicaremos el segundo apartado de este trabajo. En el texto, las recomendaciones proporcionadas por Dohm a los judíos alemanes el mismo año en que se publicaba la Crítica de la razón pura se contraponen a la formulación lessinguiana de la verdad en términos de un objetivo cristalizado en múltiples caminos, que se encuentran en la unidad del esfuerzo que los mantiene unidos. La primera vía queda ejemplificada irónicamente en el proceso de asimilación culminado por el hijo de Moses Mendelssohn, el banquero nacionalista prusiano, Abraham Mendelssohn, cuyos hijos, Fanny y Felix, llevarán ya el apellido mixto de Mendelssohn-Bartholdy. A diferencia de la perspectiva abierta por la fórmula asimilacionista, que niega la especificidad del pueblo judío y pretende desdibujar sus peculiaridades con vistas a favorecer su integración en la cultura alemana, protestante o católica, el modelo de verdad preconizado por Lessing predica las virtudes de la destrucción y olvido del original que la eticidad cristiana siempre había cultivado como una pieza fundamental para el surgimiento de la fe. Lejos de animar al hallazgo de ese elemento pretendidamente auténtico, la concepción de la verdad que se abre aquí tiene todo que ver con la articulación de la convivencia entre los que no tienen por qué tener nada que decirse recíprocamente, fundamentalmente porque su visión del mundo se revela claramente dispar. Con todo, los diferentes pueden compartir justamente la tensión que anima sus respectivos esfuerzos, en la que Lessing reconoce una auténtica función del espíritu, que anuncia no pocos aspectos de la forma simbólica en Cassirer. Si bien la distinción entre verdades de razón y verdades históricas actúa en la obra de Lessing como instrumento de distinción entre una visión dogmática del mundo y otra que todo lo cifra en la búsqueda de una verdad que no llega a encarnarse del todo, como la misma Arendt señala, Mendelssohn imprimirá un giro decisivo a esta pareja de conceptos. Como reacción ante una sociedad que vilipendia al judío y lo atosiga para conseguir la confesión de ineptitud de la religión hebrea para ayudar al sujeto en el mundo moderno, el antiguo alumno de Kant establece una conexión radical entre el modo de ser judío y la creencia en una serie de verdades eternas con las que otros pueblos no experimentan el mismo vínculo. La coincidencia de historicidad y eternidad en el caso de la religión judía se aprecia así como una nota específica del pueblo interpelado por la divinidad en el Antiguo Testamento. Con ello se consigue apuntalar la capacidad de los judíos para convertirse en maestros de la tolerancia, en virtud de su facultad para contar con una experiencia contingente e histórica de verdades a las que toda la humanidad ha tenido siempre acceso a lo largo de los tiempos. Arendt subraya las diferencias que median entre los dos amigos, Lessing y Mendelssohn, con respecto a la valoración de la distinción entre ambos tipos de verdades, que nos resultarán de ayuda para seguir avanzando en la valoración de ambas formulaciones: Para [Mendelssohn], la religión judía y solo ella es idéntica a la racional, y en concreto en virtud de sus «verdades eternas», que son las únicas vinculantes desde un punto de vista religioso. Pues las verdades históricas del judaísmo, explica Mendelssohn, solo tuvieron validez mientras la religión mosaica fue la religión de una nación, lo que ya
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no es el caso después de la destrucción del Templo. Solamente las «verdades eternas», a las que siempre ha habido acceso, son independientes de la Sagrada Escritura; constituyen el fundamento de la religión judía, y son ellas las que hoy siguen comprometiendo a los judíos con la religión de sus padres. Si no estuviesen presentes en el Antiguo Testamento, ni la Ley ni la tradición serían vinculantes. Como en el Antiguo Testamento no hay nada que «se oponga a la razón», es decir, nada que sea contrario a ella, el judío también está comprometido con unas leyes situadas más allá de la razón que, sin embargo, el no judío no tiene por qué acatar: pues son ellas las que constituyen el elemento diferenciador entre los hombres. Las verdades eternas son la base de la tolerancia.7 A pesar de todos los matices que los separan, el planteamiento de la cuestión judía por parte de Lessing y Mendelssohn experimentará un tour de force con la intervención de intelectuales nacionalistas como Herder en el debate. A partir de ese momento, la libertad que el judío encontraba en un marco como el abierto por Lessing se diluye toda vez que se la encierra en una identidad fija y «menor» desde la superioridad con que la observa la identidad nacional alemana. Al adoptar como meta la aceptación por parte de un Estado que no reconoce la especificidad judía, se interrumpe y congela la historia del pueblo judío. Como sostiene Arendt en el siguiente pasaje, autores como Herder perciben el presente de los judíos alemanes del siglo XIX a la luz de un pasado arcaico, que no deja espacio alguno para la supervivencia de las verdades eternas preconizadas por Mendelssohn. De las expectativas abiertas aquí para el judío solo podía esperarse la aceptación forzada de una asimilación que implica la mayor traición a una manera de enfrentarse a la existencia: Ahora ya no se trata ni de tolerar otra religión, de la misma forma que hemos de tolerar tantos prejuicios, ni de mejorar una situación social penosa, sino de que Alemania incorpore en su seno otra nación. Así, pues, Herder considera el presente sub specie del pasado. [...] La plena igualdad de Lessing solo exigía de los judíos humanidad, algo que finalmente, sobre todo en la interpretación de Mendelssohn, también podían lograr. Aquí en cambio se pide que sean especiales, y en tanto que como tales se les incluye indiferenciadamente en la «cultura del género humano», después de que la «formación», la distancia característica del acto de comprensión, haya destruido todos los contenidos en los que los judíos podían basar su especificidad. De los judíos se espera una comprensión de su propia situación histórica, una expectativa que difícilmente pueden satisfacer, pues su existencia en el mundo no judío está íntimamente relacionada con la argumentación esencialmente ahistórica de la Ilustración. Los judíos se ven obligados a dar constantes «salti mortali», a adaptarse a la realidad a saltos; no pueden confiar en una evolución «natural», «continuada» (vid. W. v. Humboldt, Briefwechsel, vol. 4, n.º 236, p. 462), pues el mundo no judío no les procura lugar alguno desde el que poder iniciar tal evolución. Así los judíos se convierten en los sin historia de la historia. La comprensión herderiana de la historia les ha arrebatado su pasado. Vuelven a estar vis à vis de rien.
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En el seno de una realidad histórica, en el seno de un mundo europeo secularizado, se ven obligados a adaptarse de alguna manera a este mundo, a formarse. Sin embargo, para ellos la cultura es todo aquello que está fuera del mundo judío.8 Este último texto que citamos de uno de los primeros escritos de Arendt refleja una de las obsesiones que recorrerá su obra posterior, especialmente visible también en el artículo de 1943 «Nosotros, los refugiados».9 Me refiero a la exigencia imposible que la Europa de los Estados-nación dirige al judío, al obligarle a generarse una identidad con la que sentirse cómodo en un continente integrado por naciones y pueblos protegidos por la forma Estado. Una población para la que la dispersión es la forma de ser más auténtica no podía encontrar un sencillo acomodo al verse expuesta a la más completa falta de personalidad civil. Si la cultura se había presentado a las generaciones de judíos de siglos anteriores como el espacio imaginario más adecuado para generar una identidad satisfactoria, como bien había demostrado el artista y creador judío, ahora, al convertirse esa tarea en un esfuerzo revestido de seriedad, lo que comenzó como un juego schilleriano de formas bellas y oscilantes, que todavía cabe reconocer en los salones retratados en las novelas de Proust, se convierte en tragedia. Todo lo valorado como cultura en realidad había expulsado ya cualquier contenido que pudiera pertenecer a la tradición judía. Ese nihilismo se apreciaba asimismo en la teorización del problema judío que cabe reconocer en Herder. Una vez abatidos todos los bordes que perfilan la especificidad del judío en una nación como Alemania, se anima a este a encontrar la manera de volverse reconocible como un sujeto alemán más, que no chirríe por su incumplimiento de rasgos que en realidad responden a otras tradiciones y a otras genealogías históricas. Ningún respeto por la tolerancia de estirpe lessinguiana o por la eternidad reivindicada por Mendelssohn inspira estas poéticas de la historia, pero no cabe duda de que estas fueron las triunfantes en los momentos más críticos para la cuestión judía en el siglo XIX y el siglo XX. Basta recordar los argumentos esgrimidos por Fichte para distinguir el imperium in imperio representado a su entender por los judíos en el Estado alemán con respecto a la especificidad del estamento nobiliario y militar. A juicio de Fichte, los judíos desprecian a todos los pueblos de Europa, en los que no desean integrarse, actitud que los convierte nada menos que en enemigos de la humanidad.10 Esta semblanza, ya esbozada por algunos pasajes de Kant sobre la diáspora judía, queda sin duda muy lejos del propósito de actuar como el faro del género humano esgrimido por Mendelssohn apenas unas décadas antes. Pero el escenario de comienzos del siglo XIX no hará sino empeorar las cosas para los judíos alemanes, muy alejados ya de toda bürgerliche Verbesserung, un síntoma evidente de lo que les cabía esperar en el continente europeo. Teniendo en cuenta este contexto, no es de extrañar que la escuela neokantiana fundada en la Universidad de Marburgo por pensadores como Cohen y Natorp, que recoge tantas influencias de Lessing y Mendelssohn, sea el ambiente intelectual por el que Arendt sentirá más simpatías en su periodo de formación, recibiendo clases de Heidegger, Hartmann y Bultmann de 1924 a 1926 en dicha universidad. Lo subterráneo de esta deuda en su obra justifica considerarlo un verdadero
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arcano del siglo XX, al que podría añadirse la aparente ausencia de contactos de Arendt, ya en Estados Unidos, con el escritor yidis Isaac Bashevis Singer, también refugiado en ese país, en el que confluyen ideas filosóficas llamativamente cercanas a nuestra autora.11 Convendría ocuparse de este enigmático cruce de caminos conceptual en otro trabajo.
2. Rahel Varnhagen y el salón como promesa de una comunidad no estamental, sino meramente humana Rahel Levin representa para Hannah Arendt una suerte de confirmación de que se puede sobrevivir a los entornos más hostiles para el desarrollo de la condición humana. La intelectual judía, salonnière en la Prusia de comienzos del siglo XIX, primero en la buhardilla que poseía de soltera y más tarde en el piso más lujoso en que recibía a sus contertulios en compañía de su marido, ofrece un consuelo insospechado a la Arendt de los años treinta, ya doctorada en Heidelberg con Jaspers, pero en apuros crecientes debido a la intensificación de la persecución de los judíos en Alemania. Varnhagen pertenece a un grupo de marginados sociales —de parias— que asombran al mundo con su capacidad para sortear los obstáculos que les impiden comunicarse con los otros por medio de cauces institucionales y de los instrumentos que pone a disposición el espacio público. El destino de Rahel Levin estaba llamado a relegarla a un espacio privado en que primaba el orden de los afectos familiares, pero la joven lucha con denuedo por hacerse un lugar, como los varones burgueses dibujados por Goethe en su Wilhelm Meister. Sin embargo, Rahel no puede recurrir a su capacidad laboral ni a su productividad en los negocios para reivindicar una posición social relevante, sino que se empeña en hacer de la conversación y su virtualidad para generar encuentros insólitos entre sujetos socialmente distantes un motor de reconocimiento. Este fenómeno ético coadyuva a construir una personalidad civil basada en el deseo de superar todas las barreras entre clases sociales, profesión religiosa e identidad de género.12 Ahora bien, este proyecto existencial adquiere dimensiones trágicas, como suele ocurrir cuando los planes que pueden parecer prometedores en teoría naufragan enteramente en la práctica. Rahel confiaba en poder encontrar un compañero de viaje de la mano de las conversaciones que propiciaba en su salón, pero pronto advertirá que los encuentros poseían la fugacidad del ocio y la fiesta, quedando desactivados cuando los intereses sociales objetivos hacían valer sus derechos. Dicho en los términos del Hegel que Arendt considerará un pensador completamente opuesto al programa de Varnhagen, el espíritu objetivo confabulaba para hacer trizas las expectativas de la joven judía berlinesa. Arendt, que al final de su vida dará mucho más la razón a Hegel que a Rahel a propósito de las barreras entre grupos sociales, narrará con un pathos difícilmente disimulable el fracaso de la relación afectiva de la joven judía alemana con el conde Finckenstein: En los salones se reúnen los que han aprendido a representar lo que son por medio de la conversación. El actor es siempre «la apariencia» de sí mismo, el burgués ha aprendido a presentarse como individuo, no como un ser que lleva detrás de él, sino
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simplemente como él mismo. Con la Ilustración el noble pierde gradualmente aquello que antes representaba, queda reducido a sí mismo, «aburguesado». [...] Finckenstein viene a Berlín por razones profesionales, como quien marcha al exilio. En la ciudad burguesa, [...] en la ciudad de los individuos, está obligado a ser uno más. Y mucho más al llegar al salón de Rahel, un espacio neutral desde el punto de vista social, en el que se dan cita representantes de todos los estamentos y donde a todo el mundo se le pide, como algo natural, que sea un individuo. Pero, como individuo, Finckenstein no es nada, y cuando su título nobiliario ya no le sirve, no tiene nada que representar. En el círculo de amigos de Rahel, el conde Finckenstein es un cero a la izquierda. Rahel se ha prometido en matrimonio con Finckenstein; si se casa, será condesa. Pero ella no sale de su círculo para acercarse a él; al contrario atrae a Finckenstein a su grupo, un círculo en el que él de inmediato deja de ser conde y queda expuesto en toda su insignificancia. Ahora, de repente, ella es la superior, la mujer soberbia que condesciende a ser la prometida de alguien que no es nada. Rahel malinterpreta esa insignificancia, la concibe como un sentimiento de inferioridad psicológicamente definible que intenta eliminar mostrándole lo que él representa para ella. Pero eso es precisamente lo que él no entiende. En la atmósfera del salón, el conde se ha evaporado como una fantasmagoría. Y él mismo, ¿quién es? Si ella no puede amarlo por lo que es, ¿por qué le va detrás? Además... un conde no puede casarse con una muchacha judía sin dote.13 El análisis de Arendt contrapone con claridad la geografía generada por las diferencias de clase, donde el conde se sabe superior al burgués y al trabajador, y la mucho más borrosa producida por el arte de la conversación. Rahel se siente cómoda en el segundo ambiente, pero el escenario de indiferenciación de los sujetos espanta a Finckenstein, que termina por romper su compromiso con la joven. La ironía del caso se trasluce en el hecho de que a la pérdida emocional se suma el desclasamiento, especialmente lacerante para Rahel, que no se puede permitir seguir expuesta a la marginalidad que le brinda su soltería. La Arendt de Los orígenes del totalitarismo mostrará sin ambages su escepticismo ante las dinámicas sociales que no estén articuladas por los intereses de clase. Es más, cuando las estructuras de clase fracasan, se incrementan las posibilidades de éxito del totalitarismo, debido a la emergencia del hombre masa, incapaz de identificarse con principios y objetivos definidos. He ahí la víctima perfecta de la ideología y sus vaporosas concepciones de la humanidad y la historia. Pero el mundo de vagas siluetas que Varnhagen construye desde el espacio doméstico que abre a todo el que desee pronunciarse en él no estará en condiciones de condensar un nervio social superior al de los prejuicios que separan a unos estamentos de otros, mostrando su impotencia para constituir subjetividad. En 1943 Arendt apuntará a la situación dramática de los judíos europeos, exiliados en Francia o en Estados Unidos, enfocando sobre todo los esfuerzos con que intentan adoptar una nueva identidad, una vez que se les ha arrebatado la que creían poseer en sus naciones de origen. Entonces advierten que sus nuevas «vestiduras» resultan completamente ineficaces tanto para satisfacer sus
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necesidades cuanto para ganar estabilidad frente a la mirada de los otros. Diez años antes, Arendt ya había advertido, con ocasión de las ilusiones albergadas por Rahel Levin, la naturaleza eminentemente estética que cabía advertir en el mundo conversacional alumbrado por su voluntad. Con ocasión de una segunda relación afectiva de Rahel con un diplomático de Bilbao, activo en la Embajada de España en Berlín a comienzos del siglo XIX, Rafael de Urquijo, Arendt se detendrá en la imposibilidad de que aquello de lo que se disfruta por mor de su belleza se convierta en protección real. La relación con Urquijo es irreal, se trama en la bella mentira de las conversaciones de un salón berlinés, pero nuevamente, como ocurrió con Finckenstein, no se materializa en una relación socialmente reconocida: No hay camino que conduzca de lo que solo es bello a la realidad. Es cierto que la belleza de un poema puede dar lugar a «pensamientos infinitos», pero estos pensamientos están indisolublemente unidos a la magia del instante y no conocen ayer ni mañana. Un anochecer bello no es el anochecer de un día determinado, no es símbolo de nada. Tal vez sea el anochecer puro, sin día, sin noche. El día y la noche vendrán siempre a destruir la belleza de esa hora intermedia; y solo el lenguaje capaz de nombrar lo bello lo conserva en un eterno presente. El anochecer real siempre hará pedazos la magia de la palabra «anochecer», y la continuación de la vida siempre destruirá la belleza del crepúsculo. Al vasto horizonte de lo mágico e impreciso siempre se opondrá la precisión de lo que es. Siempre lo uno será para lo otro algo parecido a una cárcel, aislada por altos muros; la vida siempre triunfa sobre el hechizo, y, en su aislamiento, lo bello siempre permanece intacto e invicto a pesar de esa victoria. Pues lo bello insiste en su capacidad de ser visto y oído, aun cuando no tenga efecto alguno o no sea más que un monumento a sí mismo. Lo bello preserva la magia, aunque la realidad no se deje hechizar y el tiempo, la sucesión de los días, se resista a todo encantamiento. La belleza extrae su poder de la magia, aunque el tiempo sea más poderoso: porque también muere el ser hechizado.14 El pasaje de Arendt es inequívoco: «la vida siempre triunfa sobre el hechizo», es decir, la hipnosis producida por los encuentros fraguados al calor de la conversación ingeniosa y curiosa siempre se termina rompiendo, dando paso a la realidad gris de la circunstancia social. Frente al célebre verso del Fausto, gris es el «verde y dorado árbol de la vida», mientras que la teoría puede capturar al sujeto en una suerte de realidad paralela a la social que solo dura un instante. Con todo, lo que no se resuelve en una vía creíble de producción de «espíritu objetivo» puede mostrar su capacidad para unir el destino de dos sujetos que se salvan el uno al otro. Ese será el desenlace, tan feliz como insólito, de la vida amorosa de Rahel Levin, que a los 42 años contrae matrimonio con un noble, mucho más joven que ella, al que quiere como a un hijo y con el que entabla un vínculo fundamentalmente materno-filial. Varnhagen, que concede a la judía Rahel un apellido de abolengo y la promesa de una suave asimilación, será el principal responsable de la expurgación de la correspondencia de su esposa, a la que edita intentando limar al máximo todas las notas que pudieran cargar las tintas hacia su judaísmo. Sin embargo, se
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deja orientar y aconsejar por Rahel, pasa horas razonando con ella, haciendo de la conversación un espacio que habitar y en el que se va configurando como en un artesa la identidad de lo humano. Pero Varnhagen no es la sociedad, sino solo un individuo dentro de una masa compleja de agrupaciones en conflicto, si bien suficiente para salvar a Rahel de la marginalidad social e infelicidad personal: Razón, comprensión, humanidad, escuchar razones, son cosas que hasta ahora han tenido poca importancia en la vida de Rahel. La verdad que se comunica directamente, sin consideración al interlocutor, no es humana, es una verdad sin razones. La razón de Varnhagen transforma las verdades de Rahel en actos de comprensión. Al dejarse orientar, modelar por ellas, las hace humanas. La vida de Rahel se hace más humana porque influye pedagógicamente sobre alguien, porque por primera vez el otro, con todo lo que tiene de específico, no se vuelve fatalidad, hecho inevitable con el que no se puede dialogar y del cual solo se aprende algo diferente de lo que uno es. [...] «Donde nos separan los dones y la naturaleza, nos unen la amistad, la comprensión, la tolerancia, la justicia, la fidelidad, la honestidad, una auténtica cultura». La capacidad de comprensión de Varnhagen salva la relación no solo en una crisis determinada, sino que se convierte directamente en la base de una larga amistad que culminó en matrimonio. Rahel comienza a educarlo: lo quiere como a un «hijo» —no hay que olvidar que le lleva catorce años. Aprende de él que uno no se distingue solo por lo que le ha ocurrido, que somos algo más que nuestra felicidad o infelicidad. [...] Que la razón y la posibilidad de apelar a ella confieren dignidad humana hasta al más indigno.15 El principal anhelo de Rahel muestra su vulnerabilidad y fracaso transfigurándose de expectativa social en relación personal, que pasa a formar parte de la biografía de dos sujetos, en lugar de abrir paso a una nueva manera de relacionarse con los otros. No deja de haber una utilidad subterránea en el ajuste de psiquismos de Rahel y su esposo, toda vez que se conceden mutuamente aquello que al otro le falta. Varnhagen adquiere dirección en lo práctico y lo sentimental, mientras que Rahel se verá promocionada en cuanto esposa de un diplomático y noble, en condiciones de recibir a personajes como los Humboldt, los Schlegel o Hegel en un lujoso apartamento berlinés, en lugar de en la buhardilla que la acompañó en su juventud. Arendt describe el encuentro con admiración y cercanía. Aún no conoce a Blücher, que será su segundo marido, al que dedicará Los orígenes del totalitarismo y a quien dirige en su correspondencia frases que bien podrían considerarse un trasunto biográfico de los nexos que mantuvieron unidos a Rahel Levin y su esposo.16 La misma concepción de la verdad de Arendt, únicamente posible cuando empieza a haber al menos dos versiones de lo ocurrido, confirma que los mundos compartidos buscados por Rahel y por ella misma solo son válidos cuando se trata de dos, como en las grandes historias de amistad legadas por la literatura antigua clásica. El «dos en uno» representado por Rahel y Varnhagen evidencia que la conversación pierde la batalla ante las leyes sociales, pero en cambio la gana cuando se trata de dotar al sujeto de un soporte suficiente para sostener la mirada ante los otros. Lo que ambos
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experimentan estando juntos es un proceso de humanización y dignificación que la ideología totalitaria hace saltar por los aires, en virtud del gusto por la indiferenciación del público en la masa y el odio a las afinidades electivas como criterio para estrechar relaciones sociales. Lo que la Rahel madura encuentra a una edad en la que ya ninguna sorpresa parecía aguadarle es el milagro del entendimiento, que también lo es de la humanidad y de la razón. Pero la sociedad dará la espalda una vez más a semejantes experiencias personales.
3. El derecho a tener derechos: la predicción kafkiana La literatura de Kafka representa para Arendt una tercera entrada en las fórmulas que el judío encuentra para sobrevivir en un mundo hostil como es la Europa de comienzos del siglo XX, a las que sin duda alguna habría que añadir las sendas practicadas por Heinrich Heine o Bernard Lazare. El autor checo es asumido por Arendt, cuyo primer marido — Günther Anders— sostendrá una lectura radicalmente enfrentada de Kafka, cercana a la expuesta por Lukács, como alguien que materializa en la literatura aquello en lo que se convierte una vida cuando esta queda al mero albur de los derechos humanos. El debate acerca de las vidas que importan atravesaría de parte a parte los cuentos y parábolas de este autor. Arendt publicará dos artículos breves en 1944, recogidos en sus Escritos judíos, dedicados a recordar el legado literario y filosófico de Kafka a los veinte años de su muerte.17 En ellos protagonizan el análisis las novelas El castillo y El proceso, pero la primera obra obsesiona especialmente a Arendt, que encuentra en K. el símbolo del «hombre sin cualidades», precisamente la figura que mejor se acomoda a la situación a la que se ven reducidos los judíos en las sociedades dominadas por la ideología nazi. A juicio de Arendt, en esa novela Kafka presenta el cul de sac al que los judíos se enfrentaban bajo la presión de la asimilación, a saber, someterse a la protección de un Estado que no los integra por medio de privilegios, porque estos no suponen verdaderos derechos, o intentar encontrar su lugar en una sociedad que los rechaza sistemáticamente. Entre los privilegios y la exclusión el agrimensor K. elige el segundo camino, que le conduce a repetidos intentos de comunicación con los lugareños, quienes no manifiestan ningún interés en aceptarlo e integrarlo en sus tareas y quehaceres cotidianos. Para Arendt no podía haber un retrato más fiel de la existencia a la que Europa ha condenado a los judíos, en los que no ha sabido reconocer ninguna minoría a la que proteger: En una carta del «castillo» se le dice a K. que tiene que decidir si quiere ser un trabajador vinculado al castillo (un vínculo que aunque lo distinga solo será aparente) o bien un aparente lugareño cuya situación laboral decidan en realidad los comunicados de Barnabas [el mensajero del castillo]. En ninguna imagen se hubiera podido expresar mejor la problemática entera del judaísmo asimilador que en esta alternativa: o pertenecer al pueblo solo en apariencia y pertenecer en realidad al gobierno o renunciar totalmente a la protección gubernamental e intentarlo con el
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pueblo. El judaísmo oficial había tomado partido por el gobierno y sus representantes habían sido «lugareños solo aparentes». Kafka nos cuenta en esta novela cómo les fueron las cosas a los judíos que optaron por el segundo camino, el de la buena voluntad, a aquellos que se tomaron realmente en serio lo de la asimilación (cuyo drama real —que no desfiguración— nos describe). Por él habla el judío que no quiere sino sus derechos como ser humano: hogar, trabajo, familia, ciudadanía.18 Lo que cualquier ser humano consideraría como condiciones básicas para su desarrollo —hogar, trabajo, familia y ciudadanía—, K. las experimenta como bienes inalcanzables, que los habitantes de la aldea a los pies del todopoderoso castillo consideran dones que los funcionarios y sus intermediarios les conceden de manera completamente arbitraria y errática. Tal renuncia a la libertad, a saber, a todo margen de maniobra mediante el que un sujeto pueda convertirse en dueño de su propia vida y de su felicidad, caracteriza el modo de pensar y tamiza las expectativas de los aldeanos, que se convierten así en la máxima expresión de una vida humana reducida a la nada. Todo lo que de una manera natural y normal está encomendado al ser humano, en el sistema del lugar le es arrebatado a traición y presentado como venido de fuera (o, en el sentido de Kafka, «de arriba»), como destino, regalo o maldición.19 Arendt advierte en ello la conducta de tantos judíos zarandeados por las circunstancias dramáticas que un antisemitismo secular ayudó a precipitar en el siglo XX. Por ello justamente las interpretaciones en clave cabalística de la literatura de Kafka aparecerán a sus ojos como un error garrafal, que desvía la mirada del aporte sustancial que el escritor de origen checo suministra para mirar de frente a los grandes retos de la política contemporánea. Entre ellos, no tendrá menor importancia la renuncia a que la acción humana logre construir espacios autónomos con respecto a los ciclos ineludibles de la naturaleza, en los que Arendt subraya que no cabe reconocer ninguna presencia humana. Si los lugareños dominados por el carisma que emana del castillo han congelado sus vidas, al volverlas parte de una naturaleza y de un destino impenetrables, la aspiración que mueve a K. es más bien la de encontrar motivos con los que interpelar a los habitantes de la aldea y sacudir sus conciencias. Pero este objetivo permanecerá sin satisfacción, pues ni la educación ni las costumbres coadyuvan a que los gestos y palabras de K. hagan mella alguna en el entorno humano que encuentra a su paso. Arendt recalca a este respecto la militancia conceptual que los relatos de Kafka comportan y los instrumentos que ponen en manos de quienes efectivamente sufren el silencio maltratador padecido por el anónimo agrimensor: La absurda idea, tan generalizada en la época de Kafka como en la nuestra, de que la misión del hombre es someterse a un proceso predeterminado por unas fuerzas, cualesquiera que estas sean, no puede más que acelerar la decadencia natural, pues con esta idea el hombre pone su libertad al servicio de la naturaleza y de su tendencia a la decadencia. [...] En cuanto funcionario de la necesidad, el hombre se convierte en el
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funcionario más superfluo de la ley natural de la decadencia, y como él es más que mera naturaleza, degenera en instrumento de la destrucción activa. Pues así como no hay duda de que una casa construida por los hombres conforme a leyes humanas acabará derrumbándose en cuanto la abandonen y la libren a su destino natural, tampoco cabe duda de que el mundo edificado por los hombres y regulado por leyes humanas se convertirá en mera naturaleza y se encaminará a su destrucción final si el hombre decide convertirse a sí mismo en mera naturaleza, en un ciego y preciso instrumento de las leyes naturales.20 Kafka habría previsto las causas de la destrucción del ser humano por medio de la previa eliminación de las condiciones que hacen posible la vida sobre la tierra. La pérdida de todo sentido de la comunidad política forma parte de ellas, como lo hace la integración anterior en un entramado familiar, sin que pueda reponerse por ninguna articulación alternativa. Por ello resulta tan destructivo para la vida humana que la misma defensa de los derechos humanos ocupe el centro de los debates políticos internacionales, pues cuando lo hace suele haber desaparecido la actividad que mantiene en pie la dignidad humana, en clara conexión con la libertad para la palabra y la acción. Algunas páginas de Los orígenes del totalitarismo son especialmente explícitas con respecto a las paradojas internas del discurso que sostiene la integración de los derechos humanos en la agenda política internacional. La posición de Arendt es clara, ya la había manifestado en un artículo publicado en el periódico Die Wandlung en 1949. Si los Estados no se comprometen a proteger el único y primordial derecho humano, a saber, el derecho a tener derechos, pocos resultados se podrán extraer de este tipo de planteamientos en las llamas «crisis humanitarias», como la que inunda la Europa central tras el desmoronamiento del Imperio austro-húngaro: Llegamos a ser conscientes de la existencia de un derecho a tener derechos (y esto significa vivir dentro de un marco donde uno es juzgado por las acciones y las opiniones propias) y de un derecho a pertenecer a algún tipo de comunidad organizada, solo cuando aparecieron millones de personas que habían perdido y que no podían recobrar estos derechos por obra de la nueva situación política global. [...] El crimen de la esclavitud contra la humanidad no comenzó cuando un pueblo derrotó y esclavizó a sus enemigos (aunque, desde luego, esto ya era suficientemente malo), sino cuando la esclavitud se convirtió en una institución en la que algunos hombres «nacían» libres y otros «nacían» esclavos, cuando se olvidaba que era el hombre quien había privado a sus semejantes de la libertad y cuando la justificación de este crimen era atribuida a la naturaleza. Sin embargo, a la luz de los recientes acontecimientos, es posible decir que incluso los esclavos todavía pertenecían a algún tipo de comunidad humana; su trabajo era necesitado, utilizado y explotado, y esto los mantenía dentro de la humanidad.21 La privación de condición política padecida por los sin papeles, expatriados y refugiados generados por la caída del Imperio habsbúrgico y el repliegue de los Estados-nación
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implica a ojos de Arendt la mayor expropiación que quepa hacer al género humano. Kafka ha sido un maestro en la denuncia de este peligro que asedia al siglo XX desde sus comienzos. Difícilmente podrá un individuo sobrevivir a tal expropiación de su consistencia antropológica. De este modo comienza a extenderse por Europa el proceso de distinción entre existencias prescindibles frente a otras clasificadas como necesarias. Una perversa lógica binaria se lleva por delante el legado que con tanta finura un sabio como Lessing, el amigo de los judíos, había luchado por fundar en la Europa ilustrada. Arendt se siente heredera de ese legado y lo reivindica, aunque no se entienden bien las motivaciones que la conducen a silenciar en su obra la línea que va de Cohen a Cassirer, pensadores hermanados con ella en el combate contra las ideologías totalitarias, que hacen del judío la diana de tales experimentos catastróficos para la humanidad.
4. Conclusiones Los planteamientos de la cuestión judía expuestos por Lessing, Mendelssohn, Rahel Varnhagen y Kafka poseen un hilo conductor reconocible, sobre todo si se les aplican las claves hermenéuticas manejadas por Arendt. Todos abogaron por una salida a la tragedia del judío europeo que Arendt suele presentar como propia, inspirada por supuesto en afirmaciones de los autores mencionados, pero dotada de un estatuto autónomo con respecto a ellos. Me refiero al rechazo de la integración del judío en los Estados-nación una vez que este haya renunciado a todas las contingencias y especificidades que lo convierten en quien es. Frente a las exigencias identitarias basadas en la religión, en la nacionalidad o en la cultura, la línea de pensamiento judío que nace con la Haskalá aboga por generar nuevas identidades, mucho menos saturadas, basadas en la conversación y en el intercambio de razones. Ese es el lugar en el que alumbra la luz que emana de la amistad, pero también la débil fuerza mesiánica que anida en las federaciones, capaces de declarar al antisemitismo un delito contra la entera sociedad.22 Si bien este elemento que confluye en el auge del totalitarismo planea sobre la entera historia europea como una patología por resolver, es el derrumbe del mundo habsbúrgico, como señalamos antes, la pieza que rompe definitivamente el frágil equilibrio que volvía sostenible la existencia del pueblo judío en el continente. Las reflexiones que Arendt dedicará, ya en Estados Unidos, a la abolición de prácticas segregacionistas en las escuelas del país, estarán atravesadas por la experiencia condensada en los años treinta en torno a las vivencias personales como apátrida y a las reconocidas en la correspondencia de Rahel Levin. A juicio de Arendt, la sociedad siempre se articulará mediante diferencias de grupo y esa lógica debe seguir presente en un espacio que no considera público, como es el de la escuela.23 En la integración escolar forzosa de las «minorías» estadounidenses Arendt diagnostica, de modo discutible desde luego, la presión de los asimilacionistas alemanes del siglo XIX y, sobre todo, en estas propuestas sobrevuela a su entender el fantasma de la «sociedad masa», el mejor caldo de cultivo para la ideología totalitaria. A su juicio, debe diferenciarse el caso de Rosa Parks del de los adolescentes de Little Rock perseguidos por sus nuevos compañeros
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blancos y flanqueados de escasos amigos de esa raza a su ingreso en escuelas hasta entonces solo ocupadas por blancos. La frágil frontera entre lo privado y lo público sostenida por la autora muestra aquí uno de sus aspectos de mayor debilidad. Las esperanzas que Arendt deposita en los marcos políticos posnacionales resultan merecedoras de despiadadas críticas desde las razones del pragmatismo y la marcha efectiva de la historia, pero más importante que estos indicios parece ser la atención al ejemplo suministrado por los amigos Lessing y Mendelssohn, así como por la mujer judía Rahel Varnhagen o el checo de habla alemana Kafka. Todos ellos construyeron componendas que, por decirlo en los felices términos acuñados por Gilles Deleuze, podrían calificarse representativas de una «política menor», consciente de que ha pasado el tiempo de los parámetros del Estado nacional. Veamos cómo analiza este problema la misma Arendt: A partir de los acuerdos de paz de 1918 la historia presenta un número asombroso de argumentos contra la solución tradicional de los conflictos nacionales. No hay ninguna razón para confiar en que el problema nacional, como el que tenemos en Palestina, se pueda resolver en los términos de la política nacional, sin que importe el que la solución se busque en un Estado judío soberano pequeño o en un enorme imperio árabe. La verdad es, dicho de manera general, que Palestina como patria nacional para los judíos solo puede salvarse (como otros países pequeños y otras pequeñas naciones también) si se integra en una federación. Los órdenes federales tienen grandes oportunidades de futuro, porque resuelven conflictos nacionales con gran éxito y por ello pueden constituir la base de una vida política, que da a los pueblos la posibilidad de reorganizarse políticamente.24 La política a la altura de «la cuestión judía» encaja con dificultad en la horma del presente porque siempre habla desde el futuro. Por ello, la poética y la literatura resultan siempre más sabias a este respecto que los ensayos «objetivos» de filosofía política y teoría del Estado. El poeta ve más allá de las junturas pragmáticas del presente. Posiblemente ese futuro esté revestido de las marcas de una potente apuesta platónica, pero no inferior a exigencias de las que precisa la misma condición humana, tan cara al profetismo judío admirado por Cohen y Cassirer. Esa es la respuesta lanzada a la catástrofe por parte de los sujetos judíos rodeados de oscuridad civil y humana que inspiran buena parte de las reflexiones políticas de Arendt, en los que reconocemos un grupo cargado de afinidades electivas con la obra de esta pensadora; una respuesta que no ha sido aún puesta debidamente de relieve.
1 Este capítulo es la versión escrita de la conferencia impartida por invitación de Roberto Navarrete y Eduardo Zazo en enero de 2018, en Meta Librería, integrada en el programa del curso Momentos estelares del pensamiento judío ante la catástrofe, celebrado durante el curso académico 2017-2018. Agradezco a los coordinadores del curso la oportunidad que me brindaron de divulgar un aspecto aún poco explorado del pensamiento de Hannah
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Arendt. 2 La correspondencia entre Arendt y Scholem se ha publicado recientemente con el título de Tradición y política. Correspondencia (1939-1964), Madrid, Trotta, 2018. Véase la reacción de Butler a las palabras de Arendt en la reseña de la edición norteamericana de Jewish Writings, por J. Kohn y R. Feldmann, publicada en London Review of Books en mayo de 2007: J. Butler, «I merely belong to them», London Review of Books, mayo de 2009. Enlace de internet: https://www.lrb.co.uk/v29/n09/judith-butler/i-merely-belong-to-them (9-7-2018). 3 Resultan especialmente valiosas las páginas que Blumenberg dedica a Mendelssohn y a Lessing a propósito de su concepción de la verdad como búsqueda constante del ser humano en H. Blumenberg, Paradigmas para una metaforología, Madrid, Trotta, 2003, pp. 120-121. 4 Al análisis del pensamiento de Cohen en relación con su lectura de la obra de Kant y su concepción de la historia he dedicado un artículo titulado «Presencia del profetismo judío en el neokantismo de H. Cohen y E. Cassirer», de próxima publicación en la revista Signos Filosóficos. 5 Todas las traducciones de los textos de Arendt a los que nos referimos siguen las versiones ofrecidas por las ediciones de Paidós, excepto en el caso de la selección que presentamos de los artículos publicados en Aufbau, que se presentan en traducción nuestra. 6 H. Arendt, «La Ilustración y la cuestión judía», en La tradición oculta, Barcelona, Paidós, 2004, pp. 109 ss. 7 H. Arendt, «La Ilustración y la cuestión judía», op. cit., p. 114. 8 H. Arendt, «La Ilustración y la cuestión judía», op. cit., pp. 122-123 y 126-127. 9 Recogido en id., La tradición oculta, op. cit., pp. 13-15. 10 Un excelente ensayo sobre la interpretación que Fichte dedica al judaísmo y su pertenencia a la cultura alemana puede encontrarse en G. Zöller, «Imperium in imperio. Fichte’s Juridico-Political Critique of Judaism in Its Historico-Systematic Context», en A. Kravitz y J. Noller (eds.), Der Begriff des Judentums in der klassischen deutschen Philosophie, Tubinga, Mohr Siebeck, 2018, pp. 87-100. 11 Manejo esta expresión, cara al profesor José Luis Villacañas, catedrático en la Universidad Complutense de Madrid, a la cual se dedicará en esta universidad, bajo su dirección, un congreso entero para identificar, analizar y discutir las líneas de confluencia y divergencia que constituyen el pensamiento del siglo XX, pero que sin embargo se han mantenido en la retaguardia o en la trastienda de los mapas conceptuales más visibles. Se espera reconstruir con ello un cuadro sistemático de los «arcanos del siglo XX» que resultan fundamentales para reflexionar sin ingenuidades acerca del pensamiento contemporáneo. Con ocasión de ese encuentro me gustaría presentar una versión más abierta al debate del presente texto. 12 Un magnífico trabajo sobre la figura de Rahel Varnhagen y la atención que Arendt le dedica es el artículo de M.ª J. Guerra, «Hannah Arendt sobre Rahel Varnhagen. A propósito de marginaciones existenciales», en Boletín Millares Caro 28 (2009), pp. 271-288. 13 H. Arendt, Rahel Varnhagen: vida de una mujer judía, Barcelona, Lumen, 2001, pp. 63-64. 14 H. Arendt, Rahel Varnhagen, op. cit., pp. 124-125. 15 H. Arendt, Rahel Varnhagen, op. cit., pp. 204-205. 16 Véase la carta de Arendt a Blücher fechada el 18 de septiembre de 1937 en Ginebra, donde Arendt agradece a su posterior marido haberle permitido combinar los bienes resultantes del hallazgo de un «gran amor» con la conservación de una identidad propia, en H. Arendt y H. Blücher, Briefe 1936-1968, Múnich, Piper, 1999, pp. 8384. En una carta a Jaspers del 29 de enero de 1949, Arendt reconocerá a su maestro la deuda contraída con Blücher en lo que respecta a su interés constante por la «cuestión judía». 17 Me permito remitir aquí al capítulo «Kafka. Poética de la extinción», en N. Sánchez Madrid, Hannah Arendt y la literatura, Barcelona, Bellaterra, 2016, pp. 67-90. 18 H. Arendt, «Franz Kafka: el hombre de buena voluntad», en La tradición oculta, op. cit., p. 68. 19 H. Arendt, «Franz Kafka: el hombre de buena voluntad», op. cit., p. 71. 20 H. Arendt, «Franz Kafka. Una reevaluación», en La tradición oculta, op. cit., pp. 97-98. 21 H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Madrid, Alianza, 2004, pp. 420-421. 22 Véase H. Arendt, Vor Antisemitismus ist man nur noch auf dem Mond sicher, Múnich, Piper, 2004, p. 104. Hay una edición castellana reciente: Escritos judíos, Barcelona, Paidós, 2016. 23 Las consideraciones de Arendt sobre esta dimensión de la agenda política estadounidense en los años sesenta del pasado siglo pueden encontrarse en «Reflexiones sobre Little Rock», en H. Arendt, Responsabilidad y juicio, Barcelona, Paidós, 2007, pp. 196-197.
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24 H. Arendt, Vor Antisemitismus ist man nur noch auf dem Mond sicher, op. cit., p. 120.
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10. Franz Rosenzweig: el milagro de la historia Miguel García-Baró
1. La persona Franz Rosenzweig Franz Rosenzweig (1886-1929) vio truncada su vida en plena juventud, justamente cuando su original creación pedagógica, la Academia Judía Libre de Frankfurt, acababa de ponerse en marcha. Apenas pudo dedicarle un año académico. El mal que lo aquejó era una enfermedad degenerativa (la esclerosis lateral amiotrófica) que le impidió pronto todo movimiento, incluso los imprescindibles para la escritura y la comunicación habituales. Ni siquiera eso detuvo, sin embargo, su actividad intelectual: primero una máquina de escribir especial y luego la lectura de sus movimientos de párpados hicieron posibles los no pequeños trabajos de sus últimos siete años de vida. Rosenzweig nació en una familia acomodada de Kassel, de padres judíos asimilados. Aún hoy está en pie la casa burguesa de su infancia, respetada por la destrucción de la ciudad en la Segunda Guerra Mundial. Rosenzweig mismo fue quien insistió en aprender hebreo de niño, pero hasta 1913 su interés no se centró tanto en su condición de judío —o quizá de cristiano evangélico, si la conversión se imponía— como en sus estudios de música, de medicina, de historia y de filosofía. Como era entonces lo habitual, los años de universidad fueron también en su caso años de peregrinación: Gotinga, Múnich, pero, sobre todo, Friburgo y Berlín. En Friburgo, en 1912, se doctoró en la Facultad de Historia con un trabajo eminentemente filosófico, del que derivó su obra Hegel y el Estado. En Berlín escuchó a Hermann Cohen, el anciano filósofo kantiano que tras jubilarse en Marburgo se entregó a la enseñanza en la Escuela de Ciencia del Judaísmo (la institución que recordaba y con la que competía la fundada por el propio Rosenzweig, ya mencionada, una vez acabada la Primera Guerra Mundial, en 1920). Las experiencias del preámbulo inmediato y del desarrollo de esta guerra terrible marcaron la vida espiritual de Rosenzweig más aún que lo que luego lo hizo la enfermedad. El idealismo de este especialista en Hegel se quebró completamente ante los acontecimientos, el primero de los cuales fue la asistencia a la celebración de Yom Kippur en una sinagoga de Berlín (octubre de 1913). Algo análogo a una vivencia religiosa de intensidad casi mística parece que tuvo lugar allí, si podemos extrapolar el núcleo de la obra capital de Rosenzweig, La estrella de la redención, a la vida de quien
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la escribió (y que ya había señalado en una carta que, en cierto modo, escribir directamente filosofía es en realidad un modo de la escritura autobiográfica). A principios de aquel verano, en Leipzig, una noche de conversación con amigos muy cercanos que se habían hecho bautizar lo había puesto al borde de la misma decisión que ellos habían tomado; lo que quiera que sucedió en la pequeña sinagoga berlinesa hizo «innecesaria, luego imposible» la conversión al cristianismo. No cabe, pues, sino pensar en el judaísmo, tan fervientemente redescubierto en primera persona, en conexión no tanto con la enseñanza talmúdica y la tradición en la que se inscribía la Ciencia del Judaísmo practicada por Cohen, cuanto con la cábala o la espiritualidad jasídica (que estaba siendo dada a conocer en Alemania por Martin Buber desde hacía pocos años). Este es un detalle de relevancia innegable a la hora de entender la postura de Rosenzweig tanto respecto del judaísmo como del cristianismo, según podremos comprobar enseguida. En todo caso, fue solo a raíz de esta corroboración de su identidad judía que Rosenzweig se convirtió en oyente de Cohen. Durante la guerra, Rosenzweig sirvió primero en Sanidad y luego en Artillería, en el frente oriental. En los meses finales de la guerra, y coincidiendo también con la revolución espartaquista, se inició la redacción de La estrella, el libro-vida, en cartas postales a la madre y, paralelamente, gracias a la inspiración recibida del amor por Gritli Rosenstock-Huessy, la esposa de uno de sus amigos íntimos. Eugen y Gritli RosenstockHuessy recibieron correspondencias esenciales de Rosenzweig, que terminó y publicó su trabajo en 1921, ya casado con Edith Hahn. El hijo único, Raphael, nació en 1922, a la vez que enfermaba su padre. Colaboradores de primera hora en la Academia fundada entonces en Frankfurt fueron, entre otros, Erich Fromm y Martin Buber. Con este inició Rosenzweig una nueva traducción de la Biblia (la versión judía que serviría de contrapunto a la de Lutero, obra fundadora de la lengua alemana moderna). La colaboración no pudo pasar del Pentateuco y Buber continuó solo hasta culminar años más tarde esta enorme tarea. Su temprana muerte ahorró así a Rosenzweig el espanto de los campos de exterminio. De hecho, su pensamiento contaba con que lo vivido en la Gran Guerra era ya de significado insuperable, hasta el punto de que, después de esta catástrofe, el panorama quedaba despejado para solo dos modos de existencia a la altura de los tiempos: la existencia judía y la cristiana. Por cierto que el espectáculo del sionismo ascendente encontró en el trabajo de Rosenzweig un adversario de orden metafísico sumamente grave y decidido: el judío permanece en el núcleo ardiente del Maguén David, la Estrella que simboliza la Creación, la Revelación y la Redención. Este núcleo tiene un carácter esencialmente ahistórico, aunque sirve de foco vivo para la irradiación, esta sí histórica en modo esencial, del cristianismo... A partir de 1976 se han publicado los seis volúmenes de las obras completas, que, sin embargo, deben ser acompañados de al menos dos textos de primera importancia: el enorme epistolario diario con Gritli y el Librito del sentido común sano y enfermo, con cuya extrema claridad no terminó de reconciliarse su autor. En 2004 se fundó en Kassel, en el transcurso de un gran congreso internacional, la
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Sociedad Franz Rosenzweig, que publica un Anuario Rosenzweig desde 2006. La influencia de Rosenzweig fue, sin embargo, muy anterior. Ahora consta que, por ejemplo, Emmanuel Levinas había ya leído antes de la Segunda Guerra Mundial La estrella. El hecho de que este filósofo declarara en el prólogo a su libro más importante, Totalidad e infinito (1961), que la presencia de Rosenzweig era tal que declinaba citarlo para no llenar su texto con esas referencias, fue seguramente el empujón decisivo para que el conocimiento de este pensamiento original traspasara definitivamente las fronteras del judaísmo. Pero hay que tener en cuenta que el tan conocido Yo y tú, de Martin Buber (1923), es en gran medida una divulgación con originales variaciones del mensaje central de La estrella. No se puede demostrar, al parecer, que haya habido una directa influencia de Rosenzweig en Ser y tiempo, de Martin Heidegger (1927), aunque es casi infinitamente probable. No se puede demostrar tampoco que Rosenzweig conociera de alguna manera el pensamiento de Unamuno, pero las primeras páginas de La estrella evocan poderosamente al filósofo español. La edición alemana de Unamuno comenzó en los primeros años de la enfermedad de Rosenzweig, pero las exhaustivas informaciones sobre la relación de Unamuno con Alemania, que viene publicando sobre todo Pedro Ribas, dejan abierta alguna remota posibilidad (en caso de que Rosenzweig no conociera en absoluto el español, aunque es patente, por ejemplo, su afición a Cervantes). Hay que tener muy en cuenta la resonante publicación póstuma de Hermann Cohen, La religión de la razón a partir de las fuentes del judaísmo (1919). En este libro se presenta la filosofía de Kant más cercana al profeta Ezequiel y la tradición talmúdica que al protestantismo y se sostiene, por si esto fuera poco, que la cultura alemana, la cultura del nuevo Estado surgido apenas cincuenta años antes, es mitad por mitad germanismo y judaísmo. Es inevitable pensar el estímulo que estas tesis supusieron para los adversarios de lo judío en el terreno de la filosofía y la atención que hubieron de atraer hacia la empresa de este díscolo discípulo de Cohen que, separándose del kantismo (en definitiva, las tesis de Cohen sobre la religión en el último período de su vida implicaban una carga explosiva —seguramente involuntaria— para la Crítica de la razón pura), ofrecía una forma de nuevo pensamiento, adversus philosophos, adversus theologos y adversus politicos, que pretendía renovar la existencia judía y la cristiana sobre bases más auténticamente experienciales y bíblicas que las seguidas por la tradición —por la de Maimónides y Tomás, pero, no menos, por la de Mendelssohn y Leibniz, Espinosa y Malebranche—.
2. El mensaje central del nuevo pensamiento en la perspectiva de Franz Rosenzweig Este concepto, nuevo pensamiento, que así se levanta contra filósofos, teólogos y políticos viejos (cada parte de La estrella se refiere a una de estas vetusteces, y en el
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orden en que las menciono), tiene una forma de ser descrito que, aunque muy breve, es suficientemente densa: de lo que se trata es, al mismo tiempo, de evitar el Sistema y de evitar cualquier -ismo; y en esto se parece mucho —aunque los parecidos ulteriores hayan de ser buscados muy delicadamente— a la fenomenología de Husserl y sus adláteres, que fue la otra gran aparición estelar en el horizonte de la filosofía alemana en torno a la Gran Guerra. El Sistema ha de pensar en una sola conceptualización, más unívoca que analógica, de los tres Elementos de lo real (y ya este título de «lo Real» es más de mí, su lector, que del autor al que comento). Estos tres bloques, indudablemente conjuntados de alguna manera en el Mundo y en la Historia, son: el Ser humano, la Naturaleza y Dios; o sea, los tres objetos de la investigación metafísica, las tres ideas de la razón, de acuerdo con Kant. Si la filosofía los piensa de modo excesivamente unívoco, como ha sido desde el origen su tendencia (una tesis que bien puede ser revisada en un puñado decisivo de casos, añado yo), obtiene tres -ismos diferentes, parecidamente plausibles los tres, aunque al ir a sus condiciones radicales de posibilidad se eche de ver que los tres son, efectivamente, modos de algo que bien podríamos llamar la «ilusión trascendental». Uno es el material-ismo y los otros dos son las formas del ideal-ismo. En las grandes filosofías sistemáticas de principios del XIX se han expresado las respectivas fuerzas de tales sistemas aún con mayor intensidad que en los antiguos pensamientos del epicureísmo y el estoicismo o en el moderno Spinoza. El materialismo sostiene que, en último término, en esencia, Dios y el ser humano no son más que partes, productos o epifenómenos de la Naturaleza, y no lo que a primera vista parecen, o sea, precisamente, los otros de la Naturaleza; mientras que el idealismo consiste en la tesis paralela de que los fenómenos ocultan la realidad esencial tras ellos, que es simplemente la realidad de Dios o la realidad de la conciencia humana. En todo caso, la inmediatez de la vivencia y su prolongación por el tiempo, acompañando la duración misma de los fenómenos (Nachdenken, «pospensamiento»), nunca deciden sobre lo real, sino que lo haría el entendimiento, que se jacta de profundizar (Tiefdenken, «hondopensamiento») desde la costra de dichos fenómenos hasta su núcleo recóndito o esencia, donde resultan ser lo otro, algún otro, de aquello que inicialmente parecían (y mostraban). Pero una cosa es que los Elementos se relacionen en el Mundo o lo Real y otra muy distinta que puedan quedar reducidos a uno de ellos. Quizá solo se los debe entender (porque así se los experimentaría) conjuntados por algo tan diferente del Sistema, la Unidad y la Identidad como la conjunción copulativa Y, que salvaguarda una última e irreductible pluralidad ontológica a la vez que una fenoménica relación evidente (si admitimos por el momento que los seres humanos consideramos a Dios una parte de nuestra vida, aun en el caso de que sea para negarlo con todas nuestras fuerzas). Una Y que no tiene por qué tener el mismo sentido cuando la vemos vincular a la Naturaleza con el Ser Humano, a este con Dios o a Dios con la Naturaleza. Aunque la Y apenas sea más que una costura, la relación que se teja entre los Elementos dependerá siempre cada vez de lo que ellos mismos sean tanto antes como en el momento peculiar y decisivo de volverse a dar la cara a otro de los Elementos.
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Pero si concedemos a Rosenzweig que, como gustaba de decir, desde Jonia hasta Jena (desde Tales hasta Hegel, final del viejo pensamiento, dígase lo que se quiera en sus epígonos, aunque sean estos de la talla de Karl Marx o el mismo Hermann Cohen), la filosofía ha sido Sistema (todo es agua – todo es espíritu y concepto) y, por consiguiente, -ismos posibles enfrentados en una antinomia de varias caras, ¿por qué nació, cómo se consumó y de qué manera queda enterrada por un nuevo pensar naciente? Ya se ve: la filosofía fue el viaje de la experiencia al entendimiento, y la primera palabra de este es, precisamente, todo es... Antes incluso de Parménides, y aun en gentes tan diversas como Hume y Plotino. Lo que Rosenzweig ha de empezar afirmando (y probando de alguna manera) es que la expresión todo es en el fondo... contiene ya la ilusión de ilusiones, aunque nadie pueda renunciar a la raíz de ella, o sea, al término «todo» —pero, evidentemente, para describir solo el contenido de algo parcial; mejor dicho, de algo singular y que no debe entrar en la fusión de la Totalidad con ningún Otro —. Esta averiguación nos pone inmediatamente en la pista de algo que se ve confirmado no ya por el pensar sino por la más dura de las experiencias iniciales de la existencia humana propiamente dicha. El Todo como tal no puede experimentar la muerte y, en realidad, tampoco el nacimiento. El Todo esencial es eterno, en el sentido corriente de esta peligrosa palabra en la filosofía del pasado: ajeno por completo al tiempo, porque es ajeno a cambio alguno que realmente lo afecte. Pero ¿quién de nosotros ignora que dispone de un tiempo limitado para el pequeño todo de su vida? Es verdad que Epicuro intentó probar a cada doliente ser humano caduco y breve (breve como las hierbas de primavera, según la más antigua literatura de Occidente) que el eón, o sea, la duración de su existencia, de alguna manera es todo (o sea, Todo —quizá haya sido esta, reiterada si bien con menos fuerza en Hume y en Nietzsche, la única aparición de algo así como todo en esencia es el ser humano—). Antes de nacer y después de morir: he ahí dos expresiones que nada significarían, pero que para quien las entiende mal y aprisa —o sea, para quien sí significan evidentemente algo— llenan de zozobra y dolor la existencia. Nadie puede tener certeza de vivir un tiempo breve más que si se ha encontrado con la muerte de manera seria —tan seria que resulta inolvidable y tiñe en adelante el pequeño todo de nuestras vidas: cada ser humano va por todos lados circumferens mortalitatem suam, como recuerda san Agustín en las primeras líneas de sus Confesiones y como repetían los estoicos romanos—. Por otra parte, cuando contemplamos un cadáver, no solo anticipamos la destrucción del cuerpo sino que nos estremece considerar si no habrá sido la vida de ese ser humano una especie de fulguración casual de un Ello, no de Yo alguno. La rotunda tesis de Rosenzweig, que viene a ser como el resultado de una genealogía psicoanalítica del filósofo tradicional, es que, en efecto, el Sistema de la Totalidad se origina en el terror a la muerte, y habitualmente toma, desde tiempos incluso anteriores a la filosofía —porque mucha mitología es también ya viejo pensamiento o preparación muy directa de él—, la forma de la creencia en la inmortalidad del alma. El alma, la
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vitalidad de la vida, no sería en el fondo sino, además de la esencia del ser humano, su amarre intangible con el Todo, sea cual sea la forma en que se piense este. En definitiva, la filosofía niega la angustia, y cuando haya logrado pensar el Todo de una manera que no sea superable, habrá terminado su ciclo histórico. Y si lo acaba, ese final debería proporcionar un consuelo definitivo contra la angustia. Pero he aquí la Totalidad en el modo en que Hegel la pensó, que es tan violento que no solo toda la historia de todas las actividades humanas y la historia natural entran en el movimiento dialéctico del Espíritu, sino que lo hacen también la misma historia de la filosofía —y hasta Hegel, el pensador de ese pensamiento, resulta convertido en un parágrafo de un libro de Hegel, o sea, del Concepto, como reía un personaje de Kierkegaard—. La muerte es una realidad o, mejor dicho, es una enseñanza primordial que la realidad nos concede; y lejos de ser una maldición —tras el pecado—, ya que Adán en el Paraíso tampoco era divino, ¿por qué no pensar que nos aporta tales beneficios, pese a la angustia que nos infunde a primera vista, que a ella se deba el muy bien que Dios solo exclamó una vez que creó al Ser Humano? Porque por la muerte es apasionante la existencia humana y es no solo una tarea libre sino una realidad perfectamente singular, que rompe con Todo (en la forma sistemática de concebirlo, no en la forma conjuntiva de habitar el Mundo con sus varios Elementos). El hombre ha sido pensado por la filosofía, sin duda; pero el contenido de esas afirmaciones, que podemos perfectamente llamar ética, porque trata de captar la morada humana, el carácter clave o esencial del ser humano dentro del Todo, deja necesariamente fuera, como una nada de esa clase de saber, o sea, en el dominio de lo meta-ético, lo secreto, la individuación, la unicidad. (Vea quien conozca la historia del pensar contemporáneo cómo Rosenzweig representa una escala intermedia entre Kierkegaard y Heidegger, haya sido la que haya sido su relación, de haberla, con Unamuno). Ahora bien, en el mismo instante en que se reconoce la meta-eticidad del ser humano, o sea, el sello de Elemento que —original, experiencial, fenomenológicamente— este posee, tanto la Naturaleza como Dios quedan también, en la parte más relevante de ambos, devueltos a su condición pre- y post-filosófica de Elementos. El individuo humano mortal pero resistente a la angustia con la sabia paciencia con que la enfrenta ya el niño que la descubre (me permito una paráfrasis personal de Rosenzweig: ¿qué importa lo que pone el lector y lo que no ponía aún explícitamente el autor, si la verdad es lo que vibra en ambos en sentidos muy cercanos o hasta idénticos?); el individuo humano, repito, es la fisura del Todo Sistemático de la Filosofía (y de los constructos culturales que de ella dependan radicalmente, como de hecho lo son, en primer término, la vieja teología, la vieja filosofía de la naturaleza y la vieja política). Solo que, si bien la descripción del ser humano elemental nos compete a cada uno de nosotros, no está ni mucho menos tan claro cómo hayamos de elevarnos hasta esas otras dos nadas del saber que son lo elemental de Dios (lo meta-físico, en la terminología de Rosenzweig) y lo elemental de la Naturaleza (lo meta-lógico). (Por cierto, si se emplea esta curiosa palabra
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para el nuevo pensamiento acerca de la Naturaleza —y para el pre- o extra-filosófico—, ello se debe a que la Naturaleza es ejemplarmente el campo de aplicación del entendimiento, del logos, con todos sus conceptos, desde las categorías a las diferencias específicas ínfimas; pero hay lo secreto de la Naturaleza, lo que desborda el logos humano, lo que la ciencia física, incluso hoy, no puede controlar...). Y en cuanto a la efectividad del consuelo que tendría que haber aportado el Sistema, la desconfianza en este, la apertura nueva, tras él, a lo empírico en todos los terrenos, más las consecuencias desastrosas que ha aportado a la historia tanto en su versión totalitaria materialista como en su versión totalitaria de tendencia más espiritualista, son todos factores evidentes de la vida cotidiana; y es natural que esta aparezca desinteresada hoy de la filosofía, vuelta de espaldas a ella. Intenta hallar por otras vías la sabiduría, pero también se siente muchas veces devuelta repentinamente a la situación de antes de la filosofía, o sea, al mito, a las religiones de Oriente —cuando no se abandona al nihilismo —. Y sin embargo, la situación no puede ser, fracasada la finalidad capital pero casi secreta de la filosofía, la simple reproducción del mito o de cuanto hubo antes que ella. La prevención misma frente al Sistema, por no mencionar los saberes particulares múltiples y las mejoras de la ética que la filosofía aportó, configura ya una situación nueva. Pero ¿qué hay además del mito antiguo y los Sistemas que en definitiva son siempre el Sistema? Esto tercero que ha habido es la Revelación, o sea, el misterioso surgimiento de lo judío, de lo bíblico. ¿Cómo podrá repercutir en un nuevo pensamiento, más allá del imposible retroceso al Antemundo de antes de la filosofía? Quizá en este momento tengamos suficientemente desplegadas ante los ojos las gravísimas dificultades que tiene que afrontar este giro tan nuevo de las enseñanzas de Kant no en la dirección de lo sistemático (ahí se colocaba aún el trabajo de Hermann Cohen) sino en la de las tres —no una sola— nadas del saber. ¿Dónde podemos encontrar la vía que lleve a penetrar en lo metaético, lo metafísico y lo metalógico? Han de estar siempre presentes, aunque la filosofía tradicional o vieja haya lanzado sobre ellos el velo de su transformación en lo ético, lo físico y lo lógico. Para empezar, en mí mismo, este que se pregunta por los Elementos, se encuentra lo metaético, al coste de la suspensión y, mejor, la eliminación de la autointerpretación filosófica —que no sería sino enfermedad del sentido común—. Por otra parte, además de encontrarse las —por ahora— nadas del saber en este mismo presente, al que se habría llegado después del fracaso clamoroso y un tanto ridículo de la filosofía, tuvieron que ofrecerse antes de la filosofía; y en una situación que hiciera especialmente viable la llegada de esta a la historia. De hecho, el intrincado método poco confesado de Rosenzweig sigue los dos caminos: toma el más breve, o sea, el que analiza la experiencia personal de él mismo (casi un camino biográfico, pues, y ello por necesidad estricta) y también consulta las literaturas prefilosóficas. Apoyarse en ellas parece fecundo, a la vista de la terrible cantidad de errores del conocimiento de sí mismo que motivan dos mil quinientos años de pensamiento viejo. Hay que precaverse de la posibilidad de hacer una depuración
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ilusoria de la experiencia. Rosenzweig jerarquiza en La estrella la historia del pensamiento prefilosófico; pero el hecho de que Grecia aparezca apuntando directamente a la plenitud de los tiempos sin arribar aún a ellos —y, por lo mismo, pertenezca a un pasado ya irrecuperable y, a la vez, interesantísimo para leernos a nosotros mismos en nuestro propio pasado personalmente irrepetible— justifica esta jerarquía que no puede ser hoy del gusto del pensamiento irenista ni del ecumenismo a toda costa. Por otra parte, esa ordenación no solo cronológica sino sistemática y como providencial se funda en el otro polo —el decisivo— que orienta el orto del nuevo pensamiento: mi propia vida en lo que tiene de esquema narrativo no contingente, o sea, no de categorías cósicas o sustanciales, sino de existenciarios o formalidades históricas. Necesariamente debo empezar por mi presente tal como hoy, en la madurez de mi vida, se me ofrece. Nos situamos, pues, nel mezzo del cammin di nostra vita (y, en el libro de Rosenzweig, traducido al español, en la página 221 de casi 500). Este mismo instante en que constato que estoy vivo y en el mundo tiene algunos rasgos que no se captan bien (se captan de modo no meta-ético, claro está) en una descripción como la cartesiana. No es tanto que yo existo cuanto un cierto Aquí estoy, heme aquí ahora yo, Miguel. No otro sino yo mismo: el de siempre, el de antes, el que está desde que empezó a vivir en un continuo presente que se le ofrece lleno de variedad constante. Solo que si alguna vez tuve la veleidad de pensar no ser de bulto, como le gustaba decir a Unamuno, sino quizá de sombra y sueño, hoy y aquí estoy absolutamente cierto de la realidad de mi estar en el mundo. Si alguna vez me he ocultado (a mí y a los demás, artera o ingenuamente), ahora ya no: estoy patente ante mí y estoy a la vista de todos. Sé que existo con plena consistencia, aunque haya de morir enseguida. No hay reflexión ni truco conceptual que me sugiera en serio que no existo demasiado en serio. Y existo, repito, yo, yo mismo, el de esas veleidades o escepticismos acechantes, el que se llama desde siempre con el mismo apelativo, que, por cierto, no escogí yo para mí sino que me fue dado y fue pronunciado sobre mí desde el comienzo. De cualquier posible ocultación o estancia en el pliegue del seno materno o en el del ensueño de un genio, he sido revelado a mí, al mundo, a todos. Rosenzweig se atreve a describir esta situación como la respuesta a una llamada que rompe absolutamente las nieblas del conocimiento solitario de uno mismo. Cada presente es esa respuesta —desde algún momento que no sabría seguramente precisar, pero en el que salí de la infancia y la adolescencia definitivamente—. La llamada es, pues, ya obedecida; no cabe no atenderla y esquivarla. Mi respuesta es inevitable, o sea, no contesta a una posible llamada mía propia (mis entrañas quizá, mi fondo, no podrían ser el sujeto de esa voz siempre escuchada y seguida) ni tampoco a la de ningún hombre como yo mismo (y la naturaleza está muda). Es la llamada del Ángel, o, más bien, la llamada del Amante absoluto hecho al mismo tiempo Mensajero: la voz de Dios, el Mandamiento, revelado, patente, audible, ahora y aquí, inesquivable, ante el que ya obedezco con mi saber que estoy aquí con mi nombre propio, porque es a mí al que se está dirigiendo esta invocación absoluta. Es como si ahora, aquí, esta voz altísima me vaciara y me convirtiera en todo yo apertura,
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todo yo oídos. No importa la carga de mi pasado, porque por grande que sea no me puede ocultar de Este que me llama y ya está haciéndose obedecer. Me despoja de todo lo que no sea exclamar a la fuerza, a la dulce fuerza, que aquí estoy. Rosenzweig ha escrito en estas páginas: El imperativo es presente absolutamente puro y sin preparativos [...], incluso sin premeditación [...]. No hace previsiones para el futuro [este presente mío no garantiza el momento porvenir]: lo único que se puede representar es la instantaneidad de la obediencia. Si estuviera pensando en el futuro o en siempre, no sería mandamiento [...] sino ley [...]. El mandamiento solo sabe del instante; espera su buen éxito en el instante mismo de expresarse, y cuando tiene la magia del tono auténtico de las órdenes, nunca se verá defraudado en esta expectativa.1 Ahora bien, aunque se comprende bien que una simple invocación a la que no cabe no contestar (ni contestar fingiéndose otro, que lleva otro nombre o es Nadie) sea interpretada como una orden, la enjundia del asunto está en ver en ella el mandamiento del amor, o sea, eso mismo que recuerda la oración diaria reiterada del judío (y del cristiano): el Shemá Israel. Si pudiera hacerse esto sin forzar los fenómenos, en perfecta fidelidad a la experiencia, tendríamos que decir inmediata y gozosamente que una descripción de esta misma situación como la que hace Heidegger en Ser y tiempo está por completo equivocada e incluso es inmoralmente injusta para con los actores de ella (yo mismo y el —muy— otro). Porque entonces habría que exultar de alegría al entender que el fondo mismo del corazón humano, la archi-impresión que es el pulso de cada presente, no consiste sino en el hecho de estar siendo tan amado que se me convoca a elevarme hasta la altura de quien así me ama absolutamente, para que haga yo mi vida a su imagen y semejanza en cuanto sea posible a mi finitud. El temple de mi ánimo, la situación en la que radicalmente me encuentro, no será en tal caso la angustia, la falta de sentido, el haber sido arrojado en medio de un caos sin hitos orientadores, el tener que existir prácticamente siempre de modo impropio, mostrenco. Todo lo contrario. Esta manera triste, espantosa de captar el fondo de mi realidad caduca me habría sido inspirada por las múltiples y omnímodas formas del viejo pensamiento sobre la naturaleza, Dios y el ser humano, en el que la historia ha terminado siendo la gran Totalidad y, por ello mismo, todo se ha vuelto futuro y nada es presente —y el futuro no sería otra cosa que el pasado pugnando por ponérseme de nuevo delante—. Tuvo mucha más razón Descartes, aun errando algunos aspectos del fenómeno, cuando lo captó urgido siempre por la presencia de la manifestación de Dios en mí, es decir, por la imagen creada de Dios que constituye el fondo de mi ser en cada presente (yo existo es ya saber que yo no soy Dios pero Dios me acecha y me visita y me acucia y me inquieta: Dios ha venido a la idea, y este su venir a ella es la base de mi realidad, o sea, de mi autoconciencia de existente caduco pero elevado por encima de las cosas sin conciencia). No estuvo tampoco mal describir este conocimiento extraordinario —aunque continuo y casi tácito— como pensamiento y no como sensación ni imaginación. Nosotros ahora no estamos haciendo otra cosa que procurar, justamente, ser fieles al dato teniendo que
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excavar el presente, cuando lo paradójico es que esto que buscamos es lo que nos despoja de las vestiduras que podrían encubrir la realidad... Tanto gusta el ser humano de ocultarse a sí mismo. No lo hace por angustia y vacío de sentido sino casi por el motivo opuesto: porque lo abruma la altura maravillosa de su destino, que lo pone en obra y tensión para siempre, dure lo que dure su vida (¿acaso se cansa el amor de Dios clamando?). Al adviento divino, que es el Presente, le ha de corresponder la extrema atención en vigilia de un soy yo, yo pienso, yo te respondo, que tiene una fortísima tendencia a escapar por esos mundos lejos de la voz de Dios, como hizo el hombre original, Caín. Caín trata de ser todo él impropiedad e inautenticidad, pero en la medida en que esté en algún presente y no solo en fuga de sí mismo al pasado = futuro (en realidad, a un tiempo que no tiene distinciones puesto que carece de presente real), sigue obedeciendo dolorosamente a la llamada, a la voz imperativa, y sigue teniendo que vivir desde un fondo de autenticidad y sí mismo inalienable. ¡Qué más quisiera él que despojarse de sí! Pero ¿se trata de amor? ¿La voz dice simplemente Ámame, y luego añadirá Como yo te amo? ¿Se trata de un amor tan original que el del ser humano solo se le parece, solo es su débil analogía, porque es ant-amor, amor-respuesta, pero jamás archi-amor, amor-origen y amor pura llamada? ¿Realmente, como dice la Carta de Juan y ha repetido en tonos inolvidables Kierkegaard, es el amor absoluto el origen de todo porque, para empezar, lo es del presente vivo? ¿Es esta la raíz que tienen en común, pese a tantos malentendidos y tantas calumnias que todo lo han tratado de tergiversar, el cristianismo, el judaísmo y el pensamiento? Más aún, si se trata del presente, no hay ser humano, viva bajo el régimen intelectual y moral bajo el que viva, que no pueda encontrar en el centro de sí este mismo fenómeno de revelación, de despojamiento de cuanto no es amorosa obediencia —quizá mínima y fútil y sin apenas consecuencias— al Mandamiento... Levinas expresa la clave de este asunto cuando escribe en uno de sus cuadernos — mientras estaba prisionero en un campo de internamiento en la Segunda Guerra Mundial — que el perdón es el gesto primero del ser. En efecto, siempre que entendamos la palabra «perdón» en su pureza etimológica: don que sobreabunda. El ser humano está dado a sí mismo en el tiempo y en el mundo, junto a otros de su misma especie; y no solo fue creado en la inocencia y la ignorancia, sino que su creación fue promesa de esta revelación que resulta ser la certeza absoluta del presente como liberación del pasado y como tarea infinita de amor, obras múltiples e incesantes de amor, hacia el futuro, hacia la redención de cuanto además ha sido creado alrededor del ser humano. La creación — el principio ya sobrepasado ahora y aquí— es una promesa; la revelación-presente es el inicio de su cumplimiento y la promesa nueva de un trabajo gozoso y empeñoso que el niño no puede conocer; este trabajo, siempre lleno de sentido aunque se trabe en desgracias, arrepentimientos y enmienda de equivocaciones, apunta al cumplimiento que lo desborda, no ya en el futuro de la historia, sino en el mismo futuro eterno de Dios. Este gran arco de la vida y la historia y la realidad es el Milagro, no el Sistema; es la trama del amor y la libertad y el deber, no el Destino; es el Sentido y no el Tedio de la Nada.
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Rosenzweig describe cómo la respuesta obediente del yo (de la Amada, del Alma amada, puesto que conviene llamarla como capta la tradición el mensaje del Cantar de Cantares) no tiene otro remedio, ya que es insuficiente y tardía (sero te amavi...), que estar llena de fidelidad si es sincera. La Amada pone, pues, por así decirlo, el tiempo de su fiel obediencia, mientras que el Amante pone la eternidad que toca el presente y abre la revelación. La eternidad no es lo opuesto al tiempo sino el futuro inminente y siempre por-venir y siempre urgiendo fidelidad y trabajos de amor. En esta perspectiva, el don desbordante es la única comprensión entera del Milagro que hace Dios desde el principio y en el gozo de su Descanso en el ya para siempre abierto horizonte del Día Séptimo. El presente es el día del perdón —aunque convenga la solemnización del ciclo del año litúrgico, símbolo de la eternidad que escande el tiempo humano como mejor sabe este hacerlo—. Aunque este modo del perdón —ahora ya mucho más directamente en el sentido habitual que recibe esta palabra— pase necesariamente por la confesión de lo tardío del amor-respuesta, significa en realidad la liberación de la Amada del peso de Sí misma, porque lo que ella contesta ya es, a su vez: También yo ahora amo, en este mismísimo instante presente, aunque, desde luego, no como me sé amada. Y sigue Rosenzweig con estas palabras perfectas: «Mas tal confesión le es ya su dicha suprema, porque abarca la certeza de que Dios la ama. Y esta certeza no le viene de la boca de Dios, sino de su propia boca».2 En 1934, en su dramático, clarividente y profundo ensayo sobre la filosofía del hitlerismo, Emmanuel Levinas comentó en realidad este centro de La estrella de Rosenzweig cuando escribió: «La verdadera libertad, el verdadero comienzo, exigiría un verdadero presente que, siempre en el apogeo de un destino, la recomience eternamente. El judaísmo nos ofrece este mensaje magnífico».3 De aquí que Rosenzweig no haya considerado tanto al judaísmo una religión (esta es una palabra sin presencia en su libro) como su método (gesto que adopta igualmente Levinas desde sus apuntes del cautiverio). Una dificultad central para Rosenzweig reside en el hecho de que, como es evidente, él se refiere a todo presente de toda conciencia humana en esta descripción capital que acabo de referir; pero a la vez ella se basa en el judaísmo como método, y el mensaje magnífico del judaísmo no pudo ser el inicial, el adánico (a diferencia de lo que sostiene el islam), sino que hubo de venir precedido por una etapa prefilosófica. También él se sitúa en una cierta plenitud de los tiempos, que no es, como en el caso del cristianismo, el tiempo posterior a la filosofía socrático-platónica, sino el régimen vital y cultural del mito. Si un ser humano no es capaz de experimentar su presente en el sentido en que lo capta Rosenzweig, no tendremos más remedio que decir que ello se debe a que se interpreta a sí mismo de modo o demasiado tosco o demasiado transido de viejo pensamiento. Rosenzweig toma, pues, como guía para entender este preámbulo creacional de la revelación, la tragedia griega. Ella representa, a sus ojos, la culminación del proceso que tiene que anteceder a la aparición histórica efectiva de la revelación (naturalmente, esto no es un anacronismo desde el punto de vista en el que se sitúa Rosenzweig, sino que más bien consiste en una enseñanza traída de Nietzsche). El héroe trágico es voluntad
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obstinada en pugna con la moira o el destino, que lo ata a la contaminación de su estirpe y trata de doblegarlo retribuyendo las viejas culpas con desgracias. De aquí que esta voluntad obstinada sea un solitario y siempre silente sí mismo que no está realmente abierto ni al mundo natural ni a los demás seres humanos. Únicamente este sí mismo puede dejarse llevar al terreno del Sistema o bien puede ser abierto desde fuera, por la trascendencia, a la revelación que lo hace habitar el mundo, en adelante, con la tarea de colaborar a su redención. La Filosofía consuela y adormece su obstinación solitaria (Edipo desaparecería en los pliegues de una ilusoria victoria contra la maldición familiar); la revelación viene a invertir los factores que intervienen en la constitución del sí mismo metaético y prefilosófico (la obstinación se vuelve, por ejemplo, temporalidad distendida del alma fiel). La India y China, en cambio, que son los otros dos regímenes poderosos de cultura prefilosófica,4 recorren solo un tramo del proceso que culmina en la formación del héroe trágico griego. «La India no ha llegado nunca a la obstinada igualdad del sí-mismo en todos los caracteres»,5 lo que se corresponde con el hecho de la pluralidad de castas y de la pluralidad de estadios de la existencia en cada casta —y cada uno de estos estados tiene su propia peculiar forma de culminación: «no todos tienen el derecho o hasta el deber de ser, por ejemplo, santos»—.6 China, en cambio, apenas reconoce particularidades en las realizaciones humanas: «el Sabio es el que en verdad carece de carácter, el hombre medio».7 Cosas paralelas se han de poder observar respecto de Dios y de la Naturaleza. Dios, por ejemplo, tiene que ser concebido meta-físicamente como, a un tiempo, Sí pleno y No de poder igualmente pleno; lo que significa que Dios será entendido como la vitalidad arbitraria (No) de una esencia que encierra la potencia de todo, el ser sin restricciones. China habría permanecido en el No, mientras que la India se habría detenido en el Sí (el brahman). Incluso cabe distinguir un paso aún más atrás, hacia el esquema de lo elemental mismo, que se habría dado en el taoísmo —el pensamiento de «un agente sin acto»—8 y en el nirvana budista. Una vez que estas regiones culturales se detienen, emprenden un retroceso, una sutilización de aquello mismo elemental en que quedaron paradas... En el caso de la Naturaleza o Mundo ocurre lo análogo. Si el Dios meta-físico es el carácter dotado de vida pletórica que cada divinidad mítica griega presenta (con distancia evidente de lo que se nos ofrece en las divinidades del hinduismo y en el confucianismo), y el ser humano meta-ético es (varón y mujer) el sí-mismo trágico, obstinado, cerrado (soledad radical), el Mundo de Grecia es todo él individuos bajo géneros, mundo configurado, como decía Rosenzweig (propio, quizá, de la poesía de Píndaro). La India toma progresivamente el camino de lo abstracto y China, también progresivamente, hasta Laozi, el camino opuesto de lo meramente individual. En el dominio de la revelación son el islam y el idealismo (o sea, en realidad, la filosofía) los puntos de contraste. Lo que tienen en común es la negación fáctica del milagro (que siempre posee la estructura promesa profética – cumplimiento histórico patente). El islam identifica la creación con la revelación, y el idealismo ignora ambas (en su literatura más desarrollada —así, por ejemplo, en la Exhortación a la vida
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dichosa, de Fichte— se sostiene explícitamente que la idea de la creación es la destrucción de toda filosofía, ya que su postulado es que hay una última identidad dialéctica entre Absoluto y Finitud, y de ninguna manera la distancia que rompería el Sistema Total). Por fin, cuando pasamos a la política, o sea, al tiempo posterior a la revelación, a la época de la redención, toda aquella que está situada bajo el régimen espiritual del viejo pensamiento no es sino tiranía; y la esencia de la tiranía es el anhelo, llevado a la práctica en la escasa pero terrible medida en que ello es posible, de anticipar la redención, o sea, de tentar a Dios y negarse a la paciencia de la lenta maduración de los tiempos. El tirano quiere separar el trigo de la cizaña mucho antes de que el eón termine —y casi cabría pensar que, al intentar esta violencia, dilata la historia, frena la redención —. Y es que todo está en manos de Dios, excepto el temor de Dios, como es bien conocido que dice el Pirkei Avot mishnaico. El camino seguro para no tentar a Dios y pecar por violencia contra la Verdad y el Juicio a Él reservados es el amor al prójimo, solo después del cual cabe empezar a amar discretamente incluso al sobreprójimo... La experiencia de la guerra y de la imposibilidad de la asimilación judía concedió a Rosenzweig una extraña visión profética que, más allá de los siglos inmediatos a su propia vida, apunta a que el mundo solo podrá, sépalo o no, ser a la larga, en definitiva, judío y cristiano simultáneamente. Pero antes posiblemente han de ocurrir los horrendos ensayos del totalitarismo tanto de izquierdas como de derechas, tanto fanáticamente religioso como fanáticamente ateo. Mejor dicho: no es que hayan de ocurrir, sino que el mal del corazón humano impaciente, temeroso, tiende a hacer tales espantosos experimentos de ingeniería social antes de rendirse a la evidencia de que el Juicio no es cosa últimamente humana.
1 Como es claro, cito mi traducción de La estrella de la redención, Salamanca, Sígueme, 1997, p. 223. 2 F. Rosenzweig, La estrella de la redención, op. cit., p. 227. 3 E. Levinas, «Algunas reflexiones sobre la filosofía del hitlerismo», en Los imprevistos de la historia, Salamanca, Sígueme, 2006, p. 26. 4 Rosenzweig no condesciende a explicarnos por qué no atiende en absoluto a Egipto, Mesopotamia y Siria, cuando la teología bíblica es precisamente a estas regiones del espíritu a las que ha de remitirse primero, como bases culturales de la singularidad de Abraham, Moisés y los profetas. 5 F. Rosenzweig, La estrella de la redención, op. cit., p. 115. 6 Ibid. 7 Ibid., p. 116. 8 Ibid., p. 76.
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11. Emmanuel Levinas y los orígenes de la barbarie Olga Belmonte García
Toda civilización que acepta el ser, la desesperación trágica que comporta y los crímenes que justifica, merece el nombre de bárbara.1 En sus primeros escritos, Emmanuel Levinas analiza los elementos fundamentales de la condición humana, tal y como la conciben las teorías deudoras de la filosofía tradicional. Esta reflexión le llevará a mostrar las insuficiencias y las contradicciones de determinadas corrientes e ideologías presentes en el momento en que elabora estos textos. Todas ellas ofrecen, según él, promesas políticas que olvidan lo más genuino de la existencia humana. Estas denuncias de un joven Levinas, poco escuchadas y atendidas, estarán en la base de sus futuras obras. Esto es lo que señalo en esta reflexión: el modo en que «Algunas reflexiones sobre la filosofía del hitlerismo» y De la evasión plantean los problemas y las cuestiones que serán exploradas en sus obras maestras, entre las que destaca Totalidad e infinito.2
1. Los sentimientos elementales En el artículo «Algunas reflexiones sobre la filosofía del hitlerismo», Levinas analiza la concepción de la condición humana que subyace en el hitlerismo, el marxismo y el liberalismo burgués. Considera que en el hitlerismo está presente el germen de la barbarie y encuentra en la burguesía un modo de existencia que verá en las promesas del hitlerismo la expresión del ideal germánico, es decir, las claves de la existencia auténtica. El marxismo no será, según Levinas, el camino para evitar los peligros que parecen anunciarse en el horizonte, pues no se basa en una concepción del ser humano en la que la libertad sea finalmente posible. El joven filósofo comprende que, en el caso del hitlerismo, la aventura de la existencia aparece determinada por el destino del propio pueblo, la patria y la raza. Hay un encadenamiento inevitable a la propia historia, a la tierra, a la sangre. El horizonte de
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posibilidades aparece de este modo marcado y clausurado. El sentimiento elemental que subyace a la condición humana es aquí el encadenamiento y el objetivo de la existencia consiste en perseverar en el ser; es decir, en sobrevivir (como pueblo). En el caso del marxismo, el sentimiento elemental también es el encadenamiento, pero, en este caso, el encadenamiento del alma al cuerpo. Lo que marcará las posibilidades de existencia son las condiciones materiales y la satisfacción de las necesidades. El objetivo y el sentido de la existencia se reduce a tratar de alcanzar la libertad, mediante la toma de conciencia de la propia esclavitud; es decir, a través de la conciencia social. Pero ¿podemos hablar entonces de libertad? El propio Marx dirá que la toma de conciencia no es garantía de la emancipación humana, pues siempre estaremos encadenados a las condiciones dadas. Finalmente, el liberalismo burgués se caracteriza por entender que lo propio de la condición humana es la autosuficiencia. El sentimiento elemental que se encuentra en la base de la vida del burgués es la libertad: la apertura del horizonte de posibilidades de la propia existencia. El objetivo y el sentido de la existencia se alcanza en la medida en que el burgués logra abstraerse del mundo, liberándose de las condiciones dadas y logrando una situación de bienestar y seguridad. En estos tres modos de concebir la condición humana está presente el dualismo, la separación del cuerpo y el alma. Levinas rechaza este planteamiento y considera que tanto el encadenamiento como la libertad son sentimientos elementales que forman parte de la condición humana. Respecto del encadenamiento, se puede decir que hay un sentimiento de adherencia inevitable al cuerpo, que se corresponde con el encadenamiento a la propia existencia. Esta adherencia resulta inevitable y a veces insoportable, por lo que no hay dualismo, separación entre cuerpo y alma; hay en esta unión entre el yo y su cuerpo un sabor trágico inevitable. Levinas comprende que el dolor físico es un ejemplo en el que se puede reconocer esta identidad entre el yo y su cuerpo. Cuando algo nos duele, no podemos abandonar nuestro cuerpo, por mucho que nos movamos tratando de encontrar una posición menos dolorosa. El dolor nos enseña por ello la lección más importante de la existencia, y es que hay un deseo que nunca podremos satisfacer: salir de nosotros mismos hacia lo otro, hacia las afueras de nuestra propia existencia. Lo biológico en nosotros no puede quedar reducido a un mero objeto de pensamiento; lo biológico es inevitablemente el corazón de nuestro pensamiento. Pensar desde la separación artificial del cuerpo y el alma da lugar a un pensamiento descarnado y carente de vida. Pero, además de este sentimiento de adhesión, hay en la condición humana un deseo de libertad que Levinas no desarrolla en este artículo, sino en un escrito posterior: De la evasión (1936), del que nos ocuparemos más adelante. Este deseo de libertad se expresa en el deseo de evasión, es decir, el deseo de salir de sí. Levinas toma este concepto de la literatura, en la que encuentra obras que expresan esta sensación de estar clavado a la propia existencia y, aun así, querer salir de ella. Reconoce que hay novelas e incluso películas en las que se ha logrado expresar lo que él considera un «mal de época»: la toma de conciencia de que no se puede salir de la propia existencia; de que «hay ser» y
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no podemos salir de él.3
2. La relación con la verdad Cuando solo afirmamos uno de los sentimientos elementales, bien sea el encadenamiento (al cuerpo) o la libertad (del alma), las verdades se viven de modos muy distintos. El liberalismo se relaciona con las verdades como si se encontrasen separadas, en el mundo de las ideas. El liberal piensa que puede elegir libremente las verdades desde las que vivir; se siente libre incluso de elegir o no verdades. Pero cuando la relación con las verdades queda reducida a un juego de la libertad, se es tan libre de elegir verdades, como de elegir mentiras. Al burgués del que habla Levinas le importa más su libertad a la hora de elegir una idea, que el hecho de comprometerse con ella. Esto se produce porque se asume una noción errónea de libertad, en la que no caben ni el esfuerzo ni el compromiso. El hitlerismo, en cambio, se relaciona con la verdad partiendo de los vínculos que establece con ella la propia sangre. La verdad se presenta aquí como «un drama cuyo actor es el propio hombre»;4 la verdad es un destino que el individuo solo puede aceptar o rechazar. La asimilación de la verdad es inseparable de la comunidad de sangre. Hay un proceso de universalización de las verdades, pero por la vía de la imposición de la raza, a través del racismo (convirtiendo la propia raza en una ideología, en un «-ismo»). El racismo es la fuerza que se expande al tiempo que las ideas se propagan (a través de la propaganda, podemos añadir). Las ideas del hitlerismo se propagan, convirtiéndose en patrimonio común y anónimo del que cualquiera puede ser maestro y mensajero, según Levinas. En este contexto, «convertir o persuadir es crear semejantes».5 El único modo de universalizar estas ideas es recurriendo a la guerra y la conquista, pues así se logra que desaparezca toda diferencia, toda alteridad, y de ese modo la idea se universaliza (por ser la única que sobrevive). Levinas considera que el modo de vivir las verdades, presente en el liberalismo, como si se tratara de un juego, hizo posible que el burgués se identificara con la verdad propagada por el hitlerismo, en la que acabó reconociendo una promesa de autenticidad y de sinceridad que en su vida no llegaba a encontrar. La burguesía asumió ciegamente las verdades del hitlerismo, silenciando sus conciencias para ponerse al servicio del Estado. Este fue, para Levinas, el caldo de cultivo para que el burgués identificara el ideal germánico del ser humano con el modo de existencia más auténtico. Levinas propone, en cambio, un modo de vivir la verdad que no parta de dualismos, es decir, que no dependa del ciego encadenamiento al cuerpo, ni de la libertad descarnada del alma. La libertad no consiste en liberarse de la sangre, silenciar el cuerpo o negar la propia herencia y elegir entre un catálogo de ideas que nada tienen que ver realmente con nuestra propia existencia. La libertad consiste en ser capaz de reconocer la propia realidad, nombrarla y comprometerse con ella, para poder ir más allá de ella. Estas cuestiones señaladas, el compromiso con la vida concreta y la concepción no dualista de la existencia, las reconocerá años después Levinas en el pensamiento de
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Sartre, al afirmar que: [L]a filosofía general de Sartre no es sino un intento de pensar al hombre englobando en su espiritualidad su situación histórica, económica y social, sin llegar a hacer de ella un simple objeto de pensamiento. Su filosofía reconoce en el espíritu vínculos que no son saberes. Compromisos que no son meros pensamientos; tal es el existencialismo.6 En este sentido, Levinas afirma que las sociedades fundadas en pactos de voluntades libres e incorpóreas no solo son frágiles, sino que son falsas, pues no atienden a la situación concreta, histórica y social de las personas.7 Parece así cuestionar anticipadamente teorías posteriores como la del «velo de la ignorancia», de John Rawls. No se puede, según Levinas, constituir una sociedad sin partir de las condiciones previas, no solo socioeconómicas, sino culturales, físicas... Pero tampoco se puede fundar atendiendo solo a estas condiciones como si fuesen determinaciones que nos impidan creer que algún cambio, que alguna libertad es posible. Como afirma Levinas, Sartre nos hizo llegar una sabiduría fundamental sobre nuestra existencia: que «[l]a libertad humana puede ser redescubierta en medio de aquello que se impone al hombre».8 El hitlerismo es bárbaro porque se basa en un mal elemental que está presente en la condición humana: la necesidad de perseverar en el ser (de sobrevivir). El hitlerismo no se funda en un error o malentendido ideológico, no se sitúa al margen de la razón, sino que se sirve de ella para ser más eficaz. Como afirmará Zygmunt Bauman en Modernidad y Holocausto, el Holocausto no fue contrario a la Modernidad, sino un producto de ella: no fue una locura de unos pocos, sino una maquinaria racional pensada y desarrollada por muchos que consideraron que eso les conduciría a un mundo mejor.9 El problema no es lógico, según Levinas, sino sentimental, por lo que hay que atender a los sentimientos elementales que fueron el caldo de cultivo del racismo y la barbarie.
3. El desgarro interior En De la evasión, Levinas afirma que el punto de partida de la filosofía tradicional es la atención al desencuentro entre el hombre y el mundo, entre la libertad y el destino (o el ser que se impone). Este planteamiento sitúa la relación sujeto-objeto como horizonte del pensamiento, como límite de nuestras preguntas, y da lugar a una determinada concepción del mundo, del ser humano y de la trascendencia. El mundo se presenta como el ámbito de los objetos, que son obstáculos para mi libertad o alimentos para satisfacer mis necesidades. La tarea en la relación con el mundo es dominar, poseer mundo. Esta es, según el autor, la base del capitalismo. El concepto de ser humano que subyace a este pensamiento es el «conservador inquieto», que Levinas identifica con el burgués. Para preservar su libertad y bastarse a sí mismo, el individuo debe apropiarse y asegurarse objetos, es decir, ganar y poseer mundo. El burgués vive bajo el yugo de sus necesidades, que confunde con los deseos. Se considera que el modo de alcanzar la felicidad es satisfaciendo necesidades hasta
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lograr la autosuficiencia y la autonomía. Desde esta concepción del ser humano, la fragilidad o la debilidad son signos de vida inauténtica, imperfecciones que superar. El autor se refiere al burgués con estas palabras: Esta concepción del yo como algo que se basta a sí mismo es una de las marcas esenciales del espíritu burgués y de su filosofía. Suficiencia que alberga el pequeño burgués, ella no se nutre menos de los sueños audaces del capitalismo inquieto y emprendedor. [...] El burgués no confiesa ningún desgarramiento interior y le avergonzaría que le faltara la confianza en sí mismo; en cambio, se preocupa de la realidad y del porvenir porque amenazan con romper el equilibrio indiscutido del presente en que él posee. Es esencialmente conservador, pero vive un conservadurismo inquieto. [...] Su instinto de posesión es un instinto de integración y su imperialismo es una búsqueda de seguridad. Sobre el antagonismo que le opone al mundo quiere arrojar el blanco manto de su «paz interior». Su falta de escrúpulos es la forma vergonzosa de su tranquilidad de conciencia.10 También vemos una aproximación similar al espíritu burgués en el libro que dos años más tarde publicará Sartre, influido por la lectura de De la evasión. En La náusea, se dice de los burgueses que: Salen de las oficinas, después de la jornada de trabajo, miran las casas y las plazoletas con aire satisfecho, piensan que es su ciudad, «una hermosa ciudad burguesa». No tienen miedo, se sienten en su casa, nunca han visto otra cosa que el agua domesticada que sale por los grifos, la luz que surge de las bombillas.11 Pero esto no es algo que hayamos dejado atrás. En la actualidad tampoco nos percatamos de que muchas veces esta normalidad desde la que vivimos es, en el fondo, una forma de huir de la vida, pues no nos tomamos en serio la pregunta de cómo vivirla y repetimos, sin más, los gestos automáticos que todos hacen cada día. Levinas afirma que, desde este modo de existencia, la trascendencia se concibe como una forma de ilusión o de engaño, pues la vida queda clausurada en el horizonte del ser (y en la identificación entre el pensar y el ser). Esto es lo que Levinas llama ontologismo, del que ninguna filosofía ha logrado salir en Occidente. Incluso las filosofías que han intentado cuestionar el ontologismo no han salido del horizonte del ser, pues su objetivo era encontrar, más allá del ser tradicional, un «ser mejor»: una mayor armonía entre el hombre y el mundo, que pasaba por alto la insuficiencia propia de la condición humana. En este sentido, sostiene Levinas que en estas filosofías el «estigma del ser» es «el cumplimiento de un destino».12 Lo que Levinas trata de ofrecer es un nuevo pensamiento que logre liberar al sujeto del estigma del ser, que en el hitlerismo se expresa en la forma del encadenamiento al cuerpo (a la sangre, la historia o la patria) y, en el marxismo, en el encadenamiento a las condiciones socioeconómicas. Levinas comprende que la filosofía tradicional parte en sus reflexiones del
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desencuentro entre el yo y el mundo, buscando la armonía entre ambos, porque da por hecho que el ser humano está en paz consigo mismo. Pero Levinas nos recuerda que entre el yo y el sí mismo hay una luxación, un desgarro interior que no podemos silenciar. Desde este punto de partida, nos adentramos en una nueva concepción del mundo, del ser humano y de la trascendencia. Levinas concibe el mundo como un conjunto de posibilidades y de objetos de los que puedo nutrirme o alimentarme. Se trata del ámbito en el que el hombre se relaciona con las cosas del mundo y con los otros, con el objetivo de satisfacer sus necesidades (básicas y sociales) y, de este modo, perseverar en el ser. Es lo que hemos llamado horizonte del ser y que en Totalidad e infinito se expresará en términos de totalidad. A pesar de la relación con otros y con las cosas del mundo, el yo permanece solo, encerrado en el círculo de sus propias necesidades. No es todavía esta la forma en que el ser humano se abre a la alteridad. La concepción que Levinas ofrece del ser humano se caracteriza por la tensión entre los dos sentimientos elementales que ya presentó en «Algunas reflexiones sobre la filosofía del hitlerismo»: el encadenamiento y la libertad. Esto significa que son inherentes a la existencia humana tanto el perseverar en el ser, como el deseo de salir de sí o la necesidad de evasión.13 Esta tensión provoca la sensación de desgarro, de luxación del yo, que no podemos evitar. La identidad entre el yo y el sí mismo no es lógica; es decir, no es el resultado o la consecuencia lógica de lo que nos haya podido ocurrir en el pasado (no estamos determinados ni por la herencia ni por el destino). La identidad es más bien dramática: fruto de respuestas y decisiones personales ante lo que hemos recibido como herencia, lo que nos acontece en el presente y lo que esperamos del futuro. Esta tensión entre lo que somos y lo que podemos llegar a ser la expresará Derrida en su última entrevista. En sus palabras vemos lo lejos que el yo puede estar de esa «paz interior» del burgués, a la que aludía Levinas: Estoy en guerra conmigo mismo, es verdad, usted no puede saber hasta qué punto, más allá de lo que usted adivina, y digo cosas contradictorias, que están, digamos, en tensión real, que me construyen, me hacen vivir, y me harán morir. Esta guerra la veo a veces como una guerra terrible y penosa, pero al mismo tiempo sé que es la vida. Yo no encontraré la paz más que en el reposo eterno. Sin embargo, no puedo decir que asuma tal contradicción, pero sé también que es eso lo que me mantiene con vida y me lleva a plantearme la cuestión, precisamente, que usted recordaba: «¿cómo aprender a vivir?».14 En lo que se refiere a la trascendencia, en el planteamiento de Levinas no sería una mera ilusión, sino el punto de fuga, la puerta que nos permite salir del ser por la vía del bien y de la bondad. La trascendencia no es fruto de una acción del yo, sino de la llamada del otro; no brota del yo como necesidad, sino de la alteridad, que despierta en mí el deseo de lo otro. La necesidad conduce a la autoafirmación, dado que parte del yo; mientras que el deseo lleva al reconocimiento de la alteridad, pues nace del encuentro con el otro.
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Lejos de confundir necesidad y deseo, como ocurre en la vida del burgués, Levinas nos introduce en la posibilidad de distinguir entre la necesidad, que brota del yo, y el deseo, que es fruto de la llamada del otro.
4. La necesidad de evasión La necesidad de evasión surge cuando comprendemos que satisfacer necesidades nos mantiene vivos, pero no nos permite dar sentido a nuestra vida. Es el momento en que «[l]a imposibilidad de salir del juego y de devolver a las cosas su inutilidad de juguetes anuncia el instante preciso en que la infancia llega a su fin y define la noción misma de lo serio».15 La necesidad de evasión expresa el momento en que la vida deja de ser vivida como un juego y pasa a ser tomada en serio. Antes de describir qué es la necesidad de evasión, Levinas presenta varias situaciones que no se corresponden con ella. No es, por ejemplo, el deseo de vivir otra vida o de tener al alcance otras posibilidades de existencia, sino que expresa la necesidad de huir de uno mismo. Tampoco se reduce al deseo de estar en otro lugar, pues la necesidad de evasión es ya el lugar en el que se está. La necesidad de evasión no es comparable con el impulso creativo, tomado en un sentido nietzscheano, pues crear es una forma de aumentar el ser, mientras que, en esta vivencia, es precisamente el ser lo que nos sobra. En la necesidad de evasión hay un hastío respecto del ser, un exceso de ser que llega a provocar la náusea. Tampoco estamos ante un deseo de dejar de ser, es decir, no se trata de desear la muerte. Pero tampoco la necesidad de evasión es una forma de expresar el anhelo de inmortalidad o de eternidad. Se trata de una necesidad de salir del ser, no de quedarse siempre en él. Tanto la muerte como la inmortalidad están referidas al ser, como señala Levinas: se trata de dejar de ser o de ser siempre. No es tampoco el deseo de infinitud por parte de un ser finito, pues tanto la finitud como la infinitud son aquí tomados como atributos del ser.16 La necesidad de evasión pide salir del ser, sean cuales sean sus propiedades, pues la evasión se refiere al hecho de ser, no a las propiedades del ser o a las posibilidades de ser. Finalmente, Levinas nos dirá que la evasión no se alcanza a través de una relación con Dios que nos permita olvidarnos del mundo y del ser humano. Esto es así porque la relación con Dios, así entendida, se da en el horizonte del ser, pues la referencia a Dios que aparece en estos planteamientos se reduce a preguntarse si existe o no (se define por referencia al ser). Entendido de esta forma, abrirse a Dios tampoco satisface la necesidad de evasión. Como se ha señalado anteriormente, la necesidad de evasión no puede satisfacerse, ya que no remite a una carencia. Como necesidad que es, nace en mí, pero no puede satisfacerse con nada del mundo que me rodea ni con una acción mía. Por eso la insuficiencia que late en nuestra necesidad de evasión es distinta a lo que llamamos insatisfacción, que va unida a las necesidades que nacen del yo y conducen a la autosuficiencia.
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El burgués vive en el fondo insatisfecho, en la medida en que solo atiende a la satisfacción de sus necesidades. Pero la insatisfacción adquiere un tono distinto cuando se produce respecto de la evasión; se trata entonces de una inquietud que no solo anhela felicidad, sino plenitud. La necesidad de evasión no se satisface con objetos del mundo que puedan convertirse en refugios fuera de mí. Hacer depender nuestra felicidad de las posesiones «pone nuestro ser bajo la tutela de lo que está fuera de nosotros»,17 nos esclaviza. Cuando se satisface una necesidad, el placer que se obtiene es siempre dinámico, se va ensanchando, abriendo un abismo por el que cae nuestro ser. Por esta razón, el placer defrauda siempre, prometiendo así una falsa evasión respecto del malestar que provoca la necesidad. Una vez enumeradas las distintas posibilidades que no se corresponden con la necesidad de evasión, Levinas apunta hacia lo que sí es. La necesidad de evasión no expresa, como se ha dicho, una carencia, sino una presencia: el exceso de ser. En esta vivencia, el yo siente un rechazo a identificarse consigo mismo a la vez que experimenta la imposibilidad de evitarlo. La necesidad de evasión es la unión de la necesidad de salir de sí y la imposibilidad de lograrlo, y se expresa, por ejemplo, en la vergüenza: el rechazo a identificarnos con nuestro yo y la imposibilidad de salir de él. El yo no puede tomar una excedencia de sí mismo, ni tomarse unas vacaciones respecto de su propia conciencia, como no puede tampoco quedar vacante para que otro ocupe su lugar (y asuma sus decisiones o sus responsabilidades). Soy responsable de mi yo, por más que quiera evitarlo: «la vergüenza se funda sobre la solidaridad de nuestro ser, que nos obliga a reivindicar la responsabilidad de nosotros mismos».18 Levinas no se refiere a la vergüenza moral, fruto de un acto determinado, sino a la vergüenza asociada a nuestra condición, que aparece cuando no podemos ocultar la desnudez (la vulnerabilidad) de nuestra propia existencia. Como afirma Levinas, las novelas son lugares privilegiados para encontrar descripciones de estas vivencias. En este caso, la reflexión de Levinas nos recuerda a la obra de Romain Gary, que logra expresar en las palabras de Momo, el joven protagonista de La vida ante sí, esta necesidad de salir de sí y el sufrimiento que provoca saber que no podemos lograrlo: Aquello me puso malo, me dio muy fuerte, fue terrible. Lo peor es que me venía de dentro. Cuando viene de fuera, como las patadas en el culo, uno puede largarse. Pero de dentro, no se puede. Cuando me da el ataque, quisiera marcharme para no volver. Es como si dentro de mí tuviera un habitante. Doy alaridos, me tiro al suelo, me golpeo la cabeza para salir, pero no es posible. Eso no tiene piernas, uno nunca tiene piernas dentro. Me viene bien hablar de ello, mira, es como si saliera un poco.19 Para Levinas, la necesidad de evasión es la categoría fundamental de la existencia, expresada como el malestar en el ser, vivido como náusea. La náusea viene de nosotros mismos y nos cerca, creando un conflicto entre el yo y su estado; es decir, expresa nuestro desgarro interior, el «antagonismo interno»20 del yo. La náusea es la imposibilidad de salir de la propia presencia. Es una vivencia que nos recuerda que no
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estamos en casa, que el mundo solo no nos basta para alcanzar la plenitud de nuestra existencia. Precisamente este tipo de descripciones son las que están en la base de La náusea, obra que Sartre publicará en 1938. La náusea se agrava en aquellos que viven afirmándose a sí mismos, sin ventanas a lo otro. El modo de salir de ella no es ni la acción ni el pensamiento por sí solos. En De la evasión, Levinas no señala el modo en que se podría salir, aunque nunca se logre del todo, pero sí anuncia que esta reflexión será retomada en futuras obras, como así lo hizo. La vivencia de ser extranjero respecto del ser abrirá precisamente la primera sección de Totalidad e infinito, en la siguiente expresión, que recuerda a Rimbaud, para ir más allá de él: «“La verdadera vida está ausente”; pero nosotros estamos en el mundo».21 Antoine Roquentin, protagonista de La náusea, relata el instante en que toma conciencia de lo que aquí hemos llamado la necesidad de evasión. Habla de ese momento en términos de iluminación en medio de una escena cotidiana. Como decía Levinas, es el instante en que comienza lo serio. Afirma Roquentin que «jamás había presentido antes de estos últimos días lo que quería decir “existir”».22 En un primer momento describe la sensación como incomodidad respecto de la existencia de las cosas: Todos esos objetos... ¿cómo decirlo? Me incomodaban; yo hubiera deseado que existieran con menos fuerza, de una manera más seca, más abstracta, con más moderación [...]. [C]ada uno de los existentes, confuso, vagamente inquieto, se sentía estar de más con respecto a los otros. De más: fue la única relación que pude establecer entre los árboles, las verjas, los guijarros.23 Pero en un segundo momento, el exceso de existencia se produjo también respecto de sí mismo, algo que le aterraba: Y yo —flojo, lánguido, obsceno, digiriendo, removiendo melancólicos pensamientos —, también yo estaba de más. Afortunadamente no lo sentía, más bien lo comprendía, pero estaba incómodo porque me daba miedo sentirlo.24 Y precisamente en ese momento, cuando el exceso de ser se vuelve insoportable, no solo externamente, sino también internamente, Roquentin comprende, como señala Levinas, que la posibilidad de la evasión no pasa por suicidarse. En la evasión no hay nostalgia de la muerte, sino una opresión, un exceso de ser del que se desea salir, excediendo el ser. La finitud propia de la existencia no es para Levinas un mal que haya que superar por la vía de la evasión. El límite forma parte de la vida, la necesidad de evasión no tiñe la existencia de un tono negativo, sino que es un elemento constitutivo de ella, sin considerarla necesariamente negativa o condenar por ello la vida a la ausencia de sentido. La salida, si la hay, ha de ser otra, como lo expresa Sartre: Soñaba vagamente en suprimirme, para destruir por lo menos una de esas existencias superfluas. Pero mi misma muerte habría estado de más. De más mi cadáver, mi sangre en esos guijarros, entre esas plantas, en el fondo de ese jardín sonriente, [...] yo estaba
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de más para toda la eternidad.25 ¿Cómo afrontar entonces la necesidad de evasión?
5. El deseo (de lo) infinito Aunque vivamos silenciando la necesidad de salir del ser, aunque no atendamos al sentimiento elemental de la libertad, este sigue latente. Precisamente Levinas comprende que es esta necesidad de salir de sí, este sentimiento de libertad respecto de las condiciones dadas, lo que puede protegernos de la barbarie. Como afirma en De la evasión: «Toda civilización que acepta el ser, la desesperación trágica que comporta y los crímenes que justifica, merece el nombre de bárbara».26 En este mismo sentido, conduciéndonos más allá del ser, dirá Miguel García-Baró que el modo de evitar la barbarie es tratando de ser una libertad deseosa de un bien que se reconoce como inalcanzable.27 El modo en que Levinas se propone introducir un planteamiento distinto al tradicional es trazando «una nueva vía corriendo el riesgo de invertir algunas nociones que al sentido común y a la sabiduría de las naciones les parecen las más evidentes».28 La tarea que inicia Levinas consiste en revisar los conceptos de Estado, enemigo, libertad, amor y justicia, para repensarlos a la luz de un nuevo pensamiento. Esta inversión se traduce en el paso de lo que en la filosofía tradicional se ha llamado el «amor a la sabiduría» (razón de ser de la filosofía) a lo que Levinas llamará la sabiduría del amor. La bondad y el amor se presentan como la vía para salir de sí mismo, atendiendo a la llamada de la alteridad. En el amor la persona no está clavada a mí misma, sino abierta a las posibilidades que le vienen del otro. En las situaciones de guerra, o previas a ella, hay una suspensión de la moral, una negación de mi responsabilidad respecto de la situación del otro. En la guerra, la defensa del Estado y la lucha por la supervivencia pasan a ser lo más importante y el bien se convierte en una tentación a evitar, pues nos haría más débiles frente al enemigo. Esto lleva a Levinas a preguntar en las primeras líneas de Totalidad e infinito si la moral no será una farsa: «Estaremos de acuerdo, sin duda, en que importa muchísimo saber si la moral nos embauca».29 Esta posibilidad de que la moral sea considerada una tentación la reconoció Hannah Arendt en el Tercer Reich: Y, al igual que la ley de los países civilizados presupone que la voz de la conciencia dice a todos «no matarás», aun cuando los naturales deseos e inclinaciones de los hombres les induzcan a veces al crimen, del mismo modo la ley común de Hitler exigía que la voz de la conciencia dijera a todos «debes matar», pese a que los organizadores de las matanzas sabían muy bien que matar es algo que va contra los normales deseos e inclinaciones de la mayoría de los humanos. El mal, en el Tercer Reich, había perdido aquella característica por la que generalmente se le distingue, es decir, la característica de constituir una tentación. Muchos alemanes y muchos nazis, probablemente la
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inmensa mayoría, tuvieron la tentación de no matar, de no robar, de no permitir que sus semejantes fueran enviados al exterminio (que los judíos eran enviados a la muerte lo sabían, aunque quizá muchos ignoraran los detalles más horrendos), de no convertirse en cómplices de estos crímenes al beneficiarse con ellos. Pero, bien lo sabe el Señor, los nazis habían aprendido a resistir la tentación.30 Levinas cree que hay que estar atentos para detectar las situaciones prebélicas, para reconocer las condiciones que preparan el terreno para la guerra. Hay que atender al imperativo de la lucidez, o como dirá en el Prefacio de Totalidad e infinito, tenemos que ser capaces de «entrever la posibilidad permanente de la guerra».31 La paz a la que apuntará Levinas en sus reflexiones no se refiere a la que llegará después de esta vida, sino en ella. La paz escatológica que introduce en Totalidad e infinito no llega al final de los tiempos, pero tampoco es mera tregua en un tiempo de entreguerras. Para Levinas: Lo escatológico restituye a cada instante su significación plena en este instante mismo: todas las causas están maduras para ser vistas. Lo que importa no es el juicio final, sino el juicio de todos los instantes en el tiempo en que se juzga a los vivientes.32 Esta referencia a las causas maduras para ser vistas recuerda a las palabras de Franz Rosenzweig en La estrella de la redención, cuando se refiere a los prójimos maduros para el amor. El filósofo alemán, tan presente en las páginas de Totalidad e infinito, considera que el próximo (prójimo) es aquel a quien dirigimos el acto de amor, porque está ya «maduro para recibir el alma».33 Esta proximidad remite a una cercanía física, pero también temporal, es decir, al tiempo presente. Rosenzweig afirma que solo el instante presente, el ahora, está maduro para la eternidad. Esto le lleva a comprender que el tiempo oportuno es siempre hoy. El impaciente es el que, con la mirada puesta en lo lejano, orienta sus actos hacia causas inoportunas. El paciente, en cambio, es capaz de orientar sus actos hacia las causas maduras para ser realizadas, es decir, aquellas a las que alcanza con la mirada. La paz escatológica nos sitúa fuera de la totalidad (del ser) y de la historia (del tiempo) y nos abre al Otro, a las tareas eternas, a la existencia ética, en la que asoman responsabilidades ineludibles y eternas (siempre presentes). Es inevitable reconocer aquí cierto paso de las claves de Ser y tiempo, de Martin Heidegger, hacia las nuevas coordenadas que abre Totalidad e infinito. Levinas comprende que «[l]a idea de lo infinito libera a la subjetividad del juicio de la historia para declararla en todo momento madura para el juicio y como llamada [...] a participar en este juicio, que sin ella es imposible».34 Sin una subjetividad emancipada de las determinaciones históricas es imposible juzgar la historia, de ahí la importancia de preservar la libertad como un elemento esencial de la condición humana. El pensamiento de Levinas se orienta desde sus inicios hacia una continua defensa de la subjetividad frente a la totalidad, pero comprendiendo la subjetividad, no desde la autosuficiencia y el egoísmo, sino en términos de vulnerabilidad y hospitalidad. La tarea
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ética fundamental será convertirse en morada del otro. En este sentido, Levinas afirma que Totalidad e infinito «se presenta, pues, como una defensa de la subjetividad, pero no la tomará en el nivel de su protesta puramente egoísta contra la totalidad, ni en su angustia ante la muerte, sino como fundada en la idea de lo infinito»,35 que hace posible la libertad, entendida desde el compromiso con la realidad, pero sin la subordinación a ella. Como afirmará en Totalidad e infinito, el deseo metafísico (reverso de la necesidad de evasión), es el «deseo de un país en el que no nacimos».36 A este «país» hace referencia Amos Oz en los últimos párrafos de su novela La caja negra: Di en tus plegarias, Michel, que la soledad, el deseo y la añoranza son más de lo que podemos soportar. Y sin ellos nos extinguimos. Di que intentamos recibir y retornar amor, pero erramos el camino. Di que no deberían olvidarnos y que aún brillamos trémulamente en las tinieblas. Intenta que te expliquen cómo salir. Dónde está la tierra prometida.37 De nuevo leemos en las páginas de una obra literaria aproximaciones magistrales a estas vivencias. En este caso, Amos Oz logra expresar el desgarro propio de la existencia y la necesidad de este nuevo pensamiento, que nos invita a salir de la totalidad por la senda del infinito.
1 E. Levinas, De la evasión, Madrid, Arena Libros, 1999, p. 116. 2 Me aproximo aquí a la afirmación de J. Urabayen, que considera que «esta “primera etapa”, poco estudiada, se constituye en una pieza clave para hacerse cargo del sentido del proyecto levinasiano» (J. Urabayen, «La posición en la existencia y la evasión del ser: las primeras reflexiones filosóficas de E. Levinas», en Anuario filosófico, XXXVI/3 (2003), p. 747. El análisis que aquí presento de De la evasión se puede complementar con el que Urabayen desarrolla en este mismo artículo, entre las pp. 743-752. 3 En De la evasión hace referencia a la novela Viaje al fin de la noche (1932), de Louis-Ferdinand Céline, y a la película Luces de la ciudad (1931), de Charles Chaplin. Véase E. Levinas, De la evasión, op. cit., pp. 100-101. 4 E. Levinas, «Algunas reflexiones sobre la filosofía del hitlerismo», en Los imprevistos de la historia, Salamanca, Sígueme, 2006, p. 35. 5 E. Levinas, «Algunas reflexiones sobre la filosofía del hitlerismo», op. cit., p. 36. 6 E. Levinas, «Existencialismo y antisemitismo» (1947), en Los imprevistos de la historia, op. cit., p. 116. 7 Id., «Algunas reflexiones sobre la filosofía del hitlerismo», op. cit., p. 33. 8 Id., «Un lenguaje familiar», en Los imprevistos de la historia, op. cit., p. 141. 9 Véase Z. Bauman, Modernidad y Holocausto, Madrid, Sequitur, 1997. 10 E. Levinas, De la evasión, op. cit., p. 76. 11 J.-P. Sartre, La náusea, Madrid, Alianza, 1984, p. 201. La cursiva es del autor (en todas las citas que aparecerán). 12 E. Levinas, De la evasión, op. cit., p. 82. 13 J. León y J. Urabayen, «El humanismo es una violencia propia de bestias. Filosofando a martillazos, a partir de Levinas y Derrida, la medida de lo humano y lo humano como medida», en Anales del Seminario de Historia de la Filosofía, vol. 33, n.º 1 (2016), pp. 253-284, aquí p. 264. 14 J. Derrida, «Estoy en guerra contra mí mismo». Entrevista realizada por Jean Birnbaum en Le Monde (19 de agosto de 2004).
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15 E. Levinas, De la evasión, op. cit., p. 79. 16 El concepto de infinito que aquí aparece no se corresponde con el que presentará años después en Totalidad e infinito, donde el infinito remitirá a otro modo que ser y no a una propiedad del ser. 17 E. Levinas, De la evasión, op. cit., p. 91. 18 E. Levinas, De la evasión, op. cit., pp. 99-100. 19 R Gary, La vida ante sí, Barcelona, Debolsillo, 2011, p. 50. 20 E. Levinas, De la evasión, op. cit., p. 104. 21 Id., Totalidad e infinito, Salamanca, Sígueme, 2012, p. 27. 22 J.-P. Sartre, La náusea, op. cit., p. 163. 23 Ibid., pp. 164-165. 24 Ibid., p. 165. 25 J.-P. Sartre, La náusea, op. cit., pp. 165-166. 26 E. Levinas, De la evasión, op. cit., p. 116. 27 Véase M. García-Baró, «Contra la barbarie», en La filosofía como sábado, Madrid, PPC, 2016, p. 84. 28 E. Levinas, De la evasión, op. cit., p. 117. 29 Id., Totalidad e infinito, op. cit., p. 13. Véase también para esta cuestión el artículo de J. León y J. Urabayen: «El humanismo es una violencia propia de bestias», op. cit., p. 260. 30 H. Arendt, Eichmann en Jerusalén. Barcelona, Debolsillo, 2005, pp. 219-220. 31 E. Levinas, Totalidad e infinito, op. cit., p. 13. 32 Ibid., p. 16. 33 F. Rosenzweig, La estrella de la redención, Salamanca, Sígueme, 1997, p. 324. 34 E. Levinas, Totalidad e infinito, op. cit., p. 19. 35 E. Levinas, Totalidad e infinito, op. cit., p. 19. 36 Ibid., p. 28. 37 A. Oz, La caja negra, Madrid, Siruela, 2008, pp. 293-294.
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12. El judaísmo de Simone Weil Alejandro del Río Herrmann
À Madame Comenzaré poniendo entre paréntesis el subtítulo de este libro, «Pensadores judíos del siglo XX». Pues no es obvio que sus términos vengan a propósito de Simone Weil, más bien al contrario. Primero, no es en su caso la estrella sino la cruz, el árbol de la cruz, del que pende en su abandono el Justo sufriente, y los brazos de la cruz, en los que se intersecan el tiempo y la eternidad, lo que la marcó y le dio que pensar. En segundo lugar, ni por formación ni menos aún por vocación se la puede considerar una pensadora judía; pues siendo hija de padres judíos asimilados que profesaban el agnosticismo, no solo creció en la ignorancia de la realidad y espiritualidad judías, sino que su enemiga contra el judaísmo se vio plasmada en textos de una dureza y aversión desconcertantes. Y finalmente, no solo el hecho de haber muerto en agosto de 1943 le impidió tener conocimiento de las dimensiones históricas y morales de la catástrofe del judaísmo europeo, sino que cabe sospechar que, necesitada de compartir la desdicha de los otros en todas las circunstancias de la vida, no hubiera querido reconocer una cualidad especial al sufrimiento de un Otro con mayúscula (clase, pueblo, etnia o nación) cuya figura vería revestida con los prestigios de lo colectivo. Estas consideraciones, no concluyentes, nos obligan sin embargo a retomar «escépticamente» nuestro asunto: a mirarlo con cuidado y examinarlo con atención, en el sentido del σκέπτομαι griego. A esta distancia justa de la skepsis, la cuestión que salta a la vista y con la que nos las tenemos que haber no es otra que el «antijudaísmo» de Simone Weil, o, mejor, quizá, su «antihebraísmo»... ¿su «antisemitismo» incluso? Dejando a un lado estudios «monográficos» como el de Paul Giniewski, Simone Weil ou la haine de soi1 (es decir, Simone Weil o el odio de sí misma) —que en nombre de la verdad del judaísmo y de la denuncia del antisemitismo no solo busca poner de manifiesto el «error de pensamiento» de Simone Weil (su «herejía»), sino que, en su ajuste de cuentas con la recepción hagiográfica de la que sin duda fue objeto, corre el riesgo de desfigurar los rasgos de ese mismo rostro que pretende desvelar—, examinaremos el juicio no menos severo, pero más fundado y productivo para nuestro propósito, de Emmanuel Levinas en su conocido trabajo «Simone Weil contra la Biblia». A partir de ahí, recapitularemos brevemente algunos textos de la propia Simone Weil, en concreto, los ensayos «Los tres hijos de Noé y la historia de la civilización mediterránea» e «Israel y los gentiles», y la Carta a un religioso —redactados todos
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ellos en 1942, entre el final del periodo de Marsella y la breve estancia en Nueva York —, además de alguna carta contemporánea. No por casualidad estos escritos pertenecen a la época en que Simone Weil se ocupa de la historia de las religiones, en el contexto de lo que un intérprete ha denominado una «teología de la cultura»2 y en el horizonte del problema de un «cristianismo encarnado» que, en plena guerra mundial, adquiere para ella relevancia y urgencia políticas. Seguidamente, atenderemos a una sugerencia de Sylvie Weil, hija de André, el hermano de la filósofa, que en su libro En casa de los Weil trae a colación, a propósito de su tía, la tsedaká judía, la caridad como justicia. La referencia a la lectura talmúdica nos permitirá enlazar con nuestra propia reflexión sobre la justicia como lectura en Simone Weil. La comprensión de un cierto «judaísmo» de nuestra pensadora, sin que ella supiera de él y muy a su pesar, podría servir para retomar en otro momento el enunciado puesto entre paréntesis. Pero para ello se hace necesario el desvío al que invito en este texto. Vayamos pues con Emmanuel Levinas. «Simone Weil contre la Bible» es un artículo aparecido en 1952 en Évidences —revista de estudios judíos que se publicará entre 1949 y 1963 bajo los auspicios del American Jewish Committee— y más tarde recogido en Difficile liberté, recopilación de ensayos de Levinas sobre el judaísmo.3 Han pasado cinco años desde la aparición en 1947 del primer «libro» póstumo de Simone Weil, la selección de pensamientos preparada por el escritor católico Gustave Thibon con el título de La pesanteur et la grâce (La gravedad y la gracia) a partir de los cuadernos de notas de la filósofa; libro que incluye un conjunto de fragmentos bajo el epígrafe «Israel». Tras esta fulguración inicial en el panorama religioso de una voz inesperada que fascina por su penetración espiritual y la radicalidad de su despojamiento, vienen en apretada sucesión sus demás «libros», que en adelante serán los más conocidos de ella: en 1949 L’enracinement (Echar raíces), al cuidado de Albert Camus; en 1950 El conocimiento sobrenatural y A la espera de Dios, y en 1951 La condición obrera, Carta a un religioso y el primer tomo de los Cuadernos. Es este un clima propicio para que su figura se vea inevitablemente elevada a los altares de la verdad insobornable y el sacrificio de sí. Pero cuando, al inicio de su artículo, Levinas se pregunta: «¿cómo hablar contra ella?», es para dejar franca constancia, lo primero de todo, de la «inteligencia» y la «grandeza de alma» de Simone Weil. Y en seguida de que con ellas, punctum dolens, va indefectiblemente aparejada la evidencia de que «Simone Weil odia la Biblia» —esto es, el Antiguo Testamento— movida por una «pasión antibíblica» que «ha podido herir y perturbar» a tantos israelitas. Levinas quiere «sin presunción abrir un debate» que esté a la altura de la «exigencia de pensamiento» que caracteriza a Simone Weil, pues es consciente de que hay, cito, «una diferencia de potencial intelectual entre [ella] y una ciencia del judaísmo que se ha vuelto “olvido de ciencia”, al haberse transformado por completo en homilética o en filología». Absteniéndose por tanto de dar «una batalla de teología y de textos», lo que Levinas reivindica es «el espíritu talmúdico» para confrontarse desde él con la lectura que Simone Weil hace de la Biblia y mostrar la arbitrariedad del método de lectura seguido por ella. «A través de la inteligencia del Talmud», dice, acceder a «la enseñanza de la Biblia». Por eso escribe:
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La ley oral es eternamente contemporánea de la escrita. Existe entre ellas una relación original cuya intelección es como la atmósfera misma del judaísmo. Una no mantiene ni destruye la otra... la hace practicable y legible. Penetrar cotidianamente en esta dimensión y mantenerse en ella es el famoso estudio de la Torá, el famoso Lernen que ocupa un lugar central en la vida religiosa judía. [...] El mayor malentendido entre Simone Weil y la Biblia no consiste en haber ignorado los textos del Talmud, sino en no haber sospechado su dimensión.4 Es la dimensión de una «lectura infinita» —por tomar el título del libro de David Banon sobre «las vías de la interpretación midrásica»—,5 la cual comporta la libertad de quien tiene que responder de la lectura y en la lectura. Volveremos sobre ello al final. Levinas capta con claridad el principio que rige la lectura de Simone Weil: «Impone una lectura de la Biblia de modo que en ella el Bien sea siempre de origen extraño al judaísmo y el Mal específicamente judío. Y se hace del Bien una idea absolutamente pura, que excluye toda mezcla, toda violencia».6 En la distorsión de lo primero y en la absolutidad de lo segundo radica el procedimiento por el que Simone Weil, «obsesionada» o «hechizada», dice Levinas, por la «claridad platónica»,7 establece la «perfidia de los judíos», «la ceguera congénita del judaísmo bíblico con respecto a la Revelación».8 Esta habría transcurrido, según Weil, por distintas «prefiguraciones» de «la universalidad eterna del cristianismo», y de la Pasión como su núcleo, en las civilizaciones del Mediterráneo y del Oriente Próximo, excepción hecha, entre otros pocos, de los hebreos. Sin ahorrar la ironía mordaz, Levinas señala cómo la «literatura comparada», que pesca «en el mar del folklore» en el que «se dibujan todas las figuras», sirve al método de Simone Weil, quien por otra parte tiene que justificar la inspiración precristiana en «el judaísmo posexílico que felizmente habría sufrido las influencias benefactoras de los caldeos, los egipcios, quizá de los druidas, y de todos esos paganos tan auténticamente monoteístas. Nada que ver con Hitler. ¡Qué alivio!».9 Esta crítica, sin embargo, no se hace verdaderamente cargo del «cristianismo» de Simone Weil, el cual determina su interpretación del judaísmo en otro sentido que el cristianismo histórico (de hecho, niega la «historia de la salvación»), como tampoco hace justicia a su estudio comparado de las religiones, que depende de dicha concepción cristiana y que, a pesar de sus errores, abre caminos no transitados aún.10 Y de nuevo no acierta Levinas cuando atribuye un tanto precipitadamente a Weil una visión del arraigo (enracinement) de las religiones que él entiende como paganismo y al que opone el desarraigo del judeocristianismo, fiado a la sola palabra. No suscribiría Simone Weil que «toda palabra es desarraigo» o que «toda institución razonable es desarraigo», como tampoco que el espíritu, «libre en la letra», estaría siempre «encadenado en la raíz».11 Levinas le pretende devolver a Weil la pelota de su condena del judaísmo en términos análogos a los que ella emplea cuando habla del Dios de Israel como de un «Dios poderoso», «nacional», «natural», «carnal y colectivo», un Dios, en fin, arraigado en sangre y suelo. Pero ignora la complejidad de la noción weiliana de arraigo que, por lo demás, es inseparable de su noción de decreación; esto es, solo puede haber arraigo
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donde hay trabajo de decreación: el árbol de la cultura, por remedar una metáfora de Weil, hunde sus raíces en el cielo,12 en el exilio de este mundo; pero paradójicamente solo así es como hace mundo. El artículo de Emmanuel Levinas concluye precisamente con un elogio de la acción responsable en medio de la impureza del mundo, con una reivindicación de la exterioridad vigilante de la justicia frente a la interioridad ensimismada del sufrimiento. Como en el resto del texto, también aquí se está peleando con la «gnóstica» Simone Weil. Escribe que «el justo que sufre no vale a causa de su sufrimiento, sino de su justicia, que desafía su sufrimiento». Pero Weil nunca fue ajena a la acción justa y eficaz cara al otro. Además, frente a la perfección recluida en sí del Bien trascendente, Levinas hace valer a un Dios que «ha querido a iguales fuera de él [...]. Es así —escribe— como Dios ha trascendido la creación misma. Es así como Dios “se ha vaciado”. Ha creado a quien hablar».13 Pero la decreación es en Simone Weil, justamente, la acción razonable del ser humano que imita la retirada divina en el acto de la creación —vacío de Dios que hace mundo— para llevar así a acabamiento la misma creación. Levinas contribuyó a abrir una discusión que ha conocido nombres destacados como los de Léon Poliakov14 o George Steiner,15 quienes, junto al anteriormente citado Giniewski, han incidido en las acusaciones de herejía, traición a sus orígenes y antisemitismo, mientras que en círculos estudiosos del pensamiento de Simone Weil las valoraciones han sido más matizadas.16 Basta en cualquier caso con espigar algunas de sus declaraciones sobre el asunto para hallar motivo sobrado de espanto. Véase si no: «La maldición de Israel pesa sobre la cristiandad. Las atrocidades, la Inquisición, las exterminaciones de herejes y de infieles, eran Israel. El capitalismo era Israel (y lo sigue siendo en cierta medida...). El totalitarismo es Israel, y especialmente lo es en el caso de sus peores enemigos»;17 «Israel. Todo es sucio y atroz, como a propósito, a partir de Abraham incluido (con excepción de unos cuantos profetas). Como para señalar explícitamente: ¡Cuidado, ahí está el mal! / Pueblo elegido para la ceguera, para ser el verdugo de Cristo»;18 «Las promesas de Yahveh a Israel son las mismas que las que el diablo hizo a Cristo: “Todos estos reinos te daré”»;19 «Pero hoy día [1942] los hijos de Jafet y los de Sem hacen mucho más ruido [que los de Cam]. Poderosos unos, perseguidos otros, separados por un odio atroz, son hermanos y existe entre ellos un gran parecido. Se parecen por el rechazo de la desnudez [de Noé], por la necesidad del vestido, hecho de carne y sobre todo de calor colectivo, que protege contra la luz el mal que cada uno lleva dentro de sí».20 Y hay más. Pero leídas de forma aislada, no solo por haberlas entresacado de los textos, sino sobre todo por no tener en cuenta el lugar «estratégico» que ocupan en el entramado de las ideas político-religiosas de Simone Weil en el periodo último de su pensamiento, frases como estas dan pie a conclusiones demasiado obvias... y son por tanto poco provechosas. Por otra parte, no se trata de «salvar» a Simone Weil de sí misma. «Israel y los gentiles» da una primera indicación válida para penetrar en dicho entramado. Comienza estableciendo el que para Weil es principio incontrovertible: «El conocimiento esencial en lo que a Dios atañe es que Dios es el Bien».21 Tras referirse a
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los egipcios, que, como pone de manifiesto el Libro de los muertos, poseían este conocimiento, añade: «Por el contrario, y según la Escritura, los hebreos anteriores a Moisés solo conocieron a Dios en cuanto “Todopoderoso”. [...] Conocer la divinidad únicamente como poder y no como bien es idolatría».22 Y unas páginas más abajo recalca esta misma idea en un sentido preciso: «La noción misma de pueblo elegido es incompatible con el conocimiento del verdadero Dios. Es idolatría social, la forma más nefasta de idolatría».23 No hay tiempo ahora para recapitular la crítica del poder en Simone Weil, en la que parte de su maestro Alain y que desarrolla al hilo de su análisis de la opresión social y de sus reflexiones sobre la expansión de Roma, el surgimiento del Estado moderno y, en esa misma línea, los orígenes del hitlerismo. Baste señalar que con la relectura de los griegos (la Ilíada, los trágicos, Platón, Tucídides) emprendida a finales de los años treinta, con el paso del umbral del cristianismo (no se puede hablar en su caso de «conversión») y con la decisión de luchar contra Hitler (asumiendo poner en riesgo su propia vida en acciones de guerra que ella misma planeará), se dibuja para ella el problema, político y religioso, del lugar de lo sagrado en la vida profana de la civilización occidental. Lo que aquí está en juego a sus ojos es la posibilidad de una política que no consista en la idolatría del poder, en una religión del Estado que adora a este como sucedáneo del Bien. La elucidación de este asunto, cuando el resultado de la guerra mundial empieza ya a decantarse, se vuelve de especial relevancia, habida cuenta de que el nacionalsocialismo representa, según Simone Weil, la más acabada realización de una lógica totalitaria que atraviesa, conformándola, la historia occidental, desde su primera plasmación en el Imperio romano, pasando por la Iglesia y el Estado centralizado moderno. Frente a esta deriva, en la que Weil descubre el imperio de la fuerza, su pretensión política, que bebe en las fuentes de la experiencia mística, es construir una forma de colectividad en la que «la función propia de la religión consista en impregnar de luz toda la vida profana, pública y privada, sin jamás dominarla de ningún modo», de manera que la parte de lo sobrenatural en este mundo sea, dice, «negativa, imperceptible, infinitamente pequeña y decisiva».24 A esto, que cabría llamar una «teología de la cultura», corresponde el «teologúmeno» del Dios que viene a nosotros completamente despojado de poder y de prestigio, como un suplicante. Es el Dios que mora en lo secreto, en la retirada de este mundo, el único que puede inspirar una «política del vacío», esto es, una política que al constituirse como permanente (auto)crítica del poder abra un vacío a la encarnadura de lo sobrenatural. Dentro de la economía de esta interpretación de la historia política y religiosa de Occidente, el Dios del Antiguo Testamento se presenta (con evidentes resonancias maniqueas) como un Dios tribal «que hizo promesas puramente temporales a Moisés», obturando las vías por las que el Bien pudiera descender. El Dios de los hebreos equivale aquí a la idolatría de «lo social», del «gran animal» platónico; es, por así decir, el plenum del espacio social que se adora a sí mismo. «Los tres hijos de Noé y la historia de la civilización mediterránea» aventura la tesis de que «toda la civilización mediterránea que precede inmediatamente a los tiempos históricos proviene de Cam».25 Esta «corriente del pensamiento “hamítico”», dirá
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Simone Weil unos meses más tarde en carta a Jean Wahl, «se encuentra como un hilo luminoso en todas partes a través de la prehistoria y de la historia. [...] Pero por doquier el orgullo y la voluntad de dominación, el espíritu de Jafet y de Sem, tratan de destruir este pensamiento. [...] Hoy día Hitler y muchos otros intentan abolirlo totalmente sobre toda la superficie de la tierra».26 Los tres hijos de Noé, dice Weil, «corresponden, si no a tres razas, al menos a tres familias humanas, a tres modos de civilización».27 Según el relato del Génesis, «solo Cam ha visto la desnudez y la embriaguez de Noé, es decir, ha recibido la revelación del pensamiento místico». Mística que, según Weil, es la relación del alma con el Bien en el despojamiento de sí («desnudez y embriaguez») o la decreación del yo, que lo vacía haciéndolo disponible a la gracia. Todo el envite político de Simone Weil gira en torno a la trasposición o traducción de esa homoiosis con el Bien en forma de instituciones (una «cultura») que valgan de puentes o μεταξύ, mediaciones, con lo sobrenatural. Algo que ella creía ver realizado en las civilizaciones del Mediterráneo anteriores a la conquista por semitas e indoeuropeos. Por el contrario, escribe en «Los tres hijos de Noé»: Israel rechazó la revelación sobrenatural, pues no necesitaba un Dios que hablara al alma en lo secreto, sino un Dios presente en la colectividad nacional y protector en la guerra. Israel buscaba el poder y la prosperidad. A pesar de sus contactos frecuentes y prolongados con Egipto, los hebreos se mantuvieron impermeables a la fe de Osiris, a la inmortalidad, a la salvación, a la identificación del alma con Dios por la caridad.28 La Carta a un religioso no debe ser leída exclusivamente desde la aparente motivación inmediata de su autora: someter a consideración de su interlocutor un inventario de las cuestiones cuya elucidación, a la sola luz de la inteligencia, la autorizaría o no a dar el paso del bautismo. Lo que en el fondo mueve a Simone Weil —que de hecho anticipa ya al padre Couturier su «vocación de ser cristiana fuera de la Iglesia»— es liberar la inspiración cristiana —lo que ella entiende por tal— de las adherencias «totalitarias» procedentes de la antigua Roma y de... sí, de Israel. Pues, como insiste al final de la extensa carta (en realidad, un pequeño tratado de «teoría de las religiones»): Estos problemas son hoy de una importancia capital, urgente y práctica. Pues como toda la vida profana de nuestros países viene directamente de civilizaciones «paganas», mientras subsista la ilusión de un corte entre el llamado paganismo y el cristianismo, este no será encarnado, no impregnará toda la vida profana como debiera, quedará separado y, en consecuencia, no activo. ¡Cuánto cambiaría nuestra vida si se viera que la geometría griega y la fe cristiana han brotado de la misma fuente!29 Pero ¿es esta la última palabra? ¿Una lectura (torcida o, cuando menos, forzada) de la Biblia (y sabemos que en Marsella Weil adquirió los dos tomos de la traducción del rabinato francés) en beneficio de la constitución, con una mira político-espiritual, de un «nuevo helenismo crístico»? Y, aun asumiendo que Simone Weil fuera, por referirnos al
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título de Thomas R. Nevin, una «judía autoexiliada»,30 ¿no cabría rastrear en ella una huella judía, una huella, a mayor abundamiento, «exiliada»? Llegados a este punto penúltimo quisiera seguir una indicación de Sylvie Weil. En su librito En casa de los Weil, hacia el final, evoca la imagen de su tía Simone como una heredera sin saberlo de la tsedaká de sus antepasados. Y comenta: [...] las páginas más bellas que escribió, en los últimos años de su vida, sobre el amor al prójimo, tienen algo talmúdico: como los rabinos, examina diversos casos, les da vueltas en todos los sentidos y, al igual que los rabinos, integra la noción de caridad en una andadura mística que supera la simple práctica caritativa.31 La lectura talmúdica, el Lernen, la justicia. La justicia como lectura y aprendizaje es un tema que ocupó mucho a Simone Weil en esos años finales. Concibió un «arte de lectura» que, a fuerza de ingenio y atención, evitara alimentar la escalada del mecanismo de la fuerza social, al poner, por el contrario, al descubierto ese mecanismo. Su propuesta obedece a un principio de lectura que pide desprenderse de las lecturas fijas y enquistadas, solamente padecidas o impuestas; que exige «relativizar» los puntos de vista absolutizados, aparentemente inamovibles, para fluidificarlos... en otras lecturas más ajustadas y más complejas. Si, como afirma en una anotación de sus Cuadernos de Nueva York, «el punto de vista es la raíz de la injusticia»,32 la «justicia» consistiría en la disposición a hacerse cargo de otro punto de vista (leyendo la propia posición como punto de vista)... acaso del punto de vista del otro. Ser justo, entonces, sería leer al otro como otro, no leerlo (solo) en función de la lectura de uno mismo. Y, a la vez, en esa misma lectura, «graciosamente», no leer, «no juzgar». «Justicia. Estar dispuestos permanentemente a admitir que otro es otra cosa de lo que leemos cuando él se halla delante (o cuando pensamos en él). O más bien, leer, en él, también (y permanentemente) que ciertamente es otra cosa, quizá enteramente otra cosa, que lo que leemos en él».33 Leer, al límite, en la suspensión de la lectura. «Lectura infinita». Acabo ya. Como observara Florence de Lussy, el «rechazo doloroso del judaísmo no hace sin embargo de Simone Weil una antisemita».34 Así lo confirman estas líneas escritas desde Toulouse a su antigua alumna Huguette Baur, a comienzos de septiembre de 1940, tras haber abandonado en contra de su voluntad París, que fue entregada sin resistencia al invasor: El contagio, el prestigio de la victoria que aconseja imitar a los vencedores [...], la exasperación causada por la miseria, y otros factores diversos, sin duda van a traer en Francia, en un plazo bastante corto —durante el invierno, pienso—, una forma más o menos pronunciada de racismo. Me hallaré, en ese caso, entre los parias. [...] Es [...] preferible, en un periodo de miseria y de violencia difusa, que una categoría bien determinada y limitada de seres humanos atraiga sobre ella las formas más agudas de la desdicha. No hablaría así desde luego si no formara parte de esa categoría. Como formo parte de ella, tengo el derecho a hacerlo.35
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Simone Weil en estado puro.
1 París, Berg International Éditeurs, 1978. Obra publicada en español con el título Simone Weil y el judaísmo, Barcelona, Riopiedras, 1999. 2 Véase E. O. Springsted, «Théologie de la culture chez Simone Weil. Inspiration et développements», en Ch. Delsol (dir.), Simone Weil, Les Cahiers d’Histoire de la Philosophie, París, Cerf, 2009, pp. 457-477. 3 Citamos por Difficile liberté. Essais sur le judaïsme, 3.ª ed. revisada y corregida, París, Albin Michel, 31976 (11963), pp. 189-200. 4 E. Levinas, Difficile liberté, op. cit., p. 197. 5 D. Banon, La lecture infinie. Les voies de l’interprétation midrachique, prefacio de E. Levinas, París, Seuil, 1987. 6 E. Levinas, Difficile liberté, op. cit., p. 190. 7 Ibid., p. 199. 8 Ibid., p. 191. 9 Ibid. 10 Pienso, por ejemplo, en esta afirmación de Simone Weil: «Cada religión es la única verdadera, es decir, que en el momento en que la pensamos hay que dedicarle tanta atención como si no hubiera nada más; del mismo modo cada paisaje, cada cuadro, cada poema, etc., es el único bello. La “síntesis” de las religiones implica una cualidad de atención inferior» (Cahiers, OC VI/2, París, Gallimard, 1997, p. 326). 11 E. Levinas, Difficile liberté, op. cit., pp. 194-195. 12 En «La persona y lo sagrado» dice: «Solo la luz que cae continuamente del cielo le proporciona a un árbol la energía que hunde profundamente en la tierra las poderosas raíces. En verdad, el árbol está enraizado en el cielo» (S. Weil, Escritos de Londres y últimas cartas, Madrid, Trotta, 2000, p. 30). 13 E. Levinas, Difficile liberté, op. cit., p. 200. 14 L. Poliakov, L’impossible choix: histoire des crises d’identité juive, París, Austral, 1994. 15 Valga por todas esta «perla» extraída de su texto «Santa Simone: Simone Weil»: «Haría falta la penetración psicológica de un Dostoievski y la caritas de un santo para reflexionar con equilibrio sobre un ser humano que, en el momento en el que su propio pueblo se veía arrastrado a una brutal extinción, rechazaba el bautismo de la Iglesia católica porque “el catolicismo romano era todavía demasiado judío”, o cuyas prolijas reflexiones sobre la crisis de la cultura europea y los programas necesarios para su resurrección no encontraron nada que decir (hasta donde sé) sobre el Holocausto» (G. Steiner, Pasión intacta: ensayos 1978-1995, Madrid, Siruela, 42012, p. 165). 16 Véase sobre todo esto, en la introducción de Robert Chenavier a la sección «Religion» del volumen de Écrits de Marseille, OC IV/1, el apartado «La lancinante question de l’antihébraïsme», pp. 236-244. 17 S. Weil, «Israel», en La gravedad y la gracia, Madrid, Trotta, 1994, pp. 197-198. 18 Ibid., p. 199. 19 Id., «Israel y los gentiles», en Pensamientos desordenados, Madrid, Trotta, 1995, p. 39. 20 Id., «Los tres hijos de Noé y la historia de la civilización mediterránea», en A la espera de Dios, Madrid, Trotta, 1993, p. 145. 21 S. Weil, «Israel y los gentiles», op. cit., p. 37. 22 Ibid. 23 Ibid., p. 40. 24 S. Weil, «Esta guerra es una guerra de religiones», en Escritos de Londres y últimas cartas, op. cit., p. 87. 25 Id., «Los tres hijos de Noé y la historia de la civilización mediterránea», op. cit., p. 139. 26 S. Weil, «Lettre à Jean Wahl», en Œuvres, París, Gallimard, 1999, p. 980. 27 Ibid., p. 979. También la cita siguiente. 28 Id., «Los tres hijos de Noé y la historia de la civilización mediterránea», op. cit., p. 143. 29 S. Weil, Carta a un religioso, Madrid, Trotta, 22011, p. 70. 30 Th. R. Nevin, Simone Weil. Portrait of a Self-Exiled Jew, Chapel Hill, The University of North Carolina Press, 1991. 31 Sylvie Weil, En casa de los Weil. André y Simone, Madrid, Trotta, 2011, p. 132.
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32 S. Weil, El conocimiento sobrenatural, Madrid, Trotta, 2003, p. 196. 33 Id., «Cuaderno III», en Cuadernos, Madrid, Trotta, 2001, p. 179. 34 En la Introducción a la sección «L’antijudaïsme de Simone Weil», en Œuvres, op. cit., p. 963. 35 S. Weil, «Lettre à Huguette Baur», en Œuvres, op. cit., p. 969.
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Sobre los autores
JESÚS M. DÍAZ ÁLVAREZ se licencia en Filosofía en la Universidad de Santiago de Compostela. Posteriormente, realiza estudios predoctorales en Alemania (en el Husserl Archiv de Friburgo y en la Universidad de Bochum) con motivo de su proyecto de tesis sobre la historia en la fenomenología de Husserl. Tras doctorarse, efectúa estudios posdoctorales en la Universidad de McGill, Canadá. En la actualidad es profesor titular de Filosofía Moral y Política de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). Sus campos principales de trabajo son la fenomenología, la hermenéutica y la filosofía española, en particular, Ortega y Gasset y la así llamada Escuela de Madrid. Sobre estos asuntos ha publicado y editado diversos libros y un buen número de artículos. KILIAN LAVERNIA es doctor en Filosofía y profesor ayudante doctor en la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED). Ha sido becario FPI de dicha universidad, habiendo realizado estancias de investigación en la Humboldt Universität zu Berlin y la Technische Universität Dresden. Sus líneas de investigación se mueven en el ámbito de la filosofía contemporánea alemana, especialmente en el pensamiento de Friedrich Nietzsche, pero también en temáticas cercanas a la antropología filosófica alemana. De entre sus publicaciones recientes cabe destacar la edición y traducción de Más allá del bien y del mal (Tecnos, 2018), de Friedrich Nietzsche, la traducción y coedición, junto a Roberto Navarrete, de Poder y naturaleza humana (Guillermo Escolar Editor, 2018), de Helmuth Plessner, así como la obra Sendas de Acceso de Filosofía (Editorial UNED, 2019), coescrita junto a M.ª Carmen López Sáenz. JOSÉ LUIS VILLACAÑAS nació en Úbeda (Jaén) en 1955 y se licenció en Filosofía en la Universidad de Valencia, donde se doctoró y enseñó hasta obtener una cátedra, a la edad de 31 años, en la Universidad de Murcia. Director General del Libro, Archivos y Bibliotecas de la Generalidad Valenciana entre 1999 y 2003, dirige asimismo la Biblioteca Saavedra Fajardo de Pensamiento Político Hispánico y desde 2009 ejerce como catedrático en la Universidad Complutense de Madrid, donde dirige el Departamento de Filosofía y Sociedad. Profesor, filósofo político, ensayista, historiador de la filosofía y de las ideas políticas, de los conceptos y de las mentalidades, ha publicado más de cien artículos en revistas especializadas, así como una treintena de libros. Entre los más recientes destacan Teología política imperial y comunidad de salvación cristiana (2016), Freud lee el Quijote (2017) o Imperiofilia y el populismo nacional-católico (2019).
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CANDELA DESSAL es licenciada en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid y magister en «Democracia y Gobierno» por la misma universidad. Actualmente trabaja como profesora de Filosofía en Secundaria y Bachillerato en la enseñanza pública. Sus líneas de trabajo se vinculan especialmente a la filosofía política y el psicoanálisis, en cuyo marco ha publicado diversos textos. Destacan los artículos «Amor y política en los tiempos del capitalocentrismo» y «La necesidad de repensar el bienestar humano en un mundo cambiante», así como su participación en foros, como el de «El malestar en la democracia: efectos políticos y subjetivos». También ha colaborado en la edición del libro ¿Cómo vivir? Acerca de la vida buena (Libros de la catarata). JOSÉ EMILIO ESTEBAN ENGUITA es doctor en Filosofía y profesor titular en el Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid, del cual es asimismo director desde el año 2016 y en el que imparte cursos de filosofía contemporánea y teoría de la sociedad. Sus líneas principales de investigación son el pensamiento de Friedrich Nietzsche, de quien ha traducido y editado sus Fragmentos póstumos sobre política (Trotta, 2004), así como la teoría crítica, los discursos genealógicos de la Modernidad y la filosofía española contemporánea, en particular la denominada Escuela de Madrid. Junto a sus numerosos artículos y contribuciones en obras colectivas, de entre sus publicaciones cabe destacar: Política, historia y verdad en la obra de F. Nietzsche, coordinado junto con Julio Quesada (Huerga y Fierro Editores, 2000) y la obra El joven Nietzsche: política y tragedia (Biblioteca Nueva, 2004). PABLO LÓPEZ ÁLVAREZ es profesor titular de Filosofía en la Universidad Complutense de Madrid. Su investigación se desarrolla en los ámbitos de la historia de la filosofía moderna, la teoría crítica y las corrientes actuales de filosofía. Es autor de Espacios de negación. El legado crítico de Adorno y Horkheimer, responsable de las ediciones del Segundo ensayo sobre el gobierno, de John Locke, y Sobre la libertad y la necesidad, de Thomas Hobbes, y coeditor de La impaciencia de la libertad. Michel Foucault y lo político. Ha publicado trabajos en revistas especializadas y participado en volúmenes como La actualidad de Michel Foucault, Melancolía y verdad. Invitación a la lectura de Th. W. Adorno o Tecnología, violencia, memoria. Es investigador de los Grupos «Racionalidad, conocimiento y acción» y «Cuerpo, lenguaje y poder», y director de tesis doctorales en el campo de la filosofía contemporánea. Miembro de la Sociedad de Estudios de Teoría Crítica y de la Red Iberoamericana Foucault, ha coordinado el Máster en Estudios Avanzados en Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid. MARCELA VÉLEZ es doctora por la Universidad Autónoma de Madrid con una tesis sobre «Dialéctica y Revolución en G. W. F. Hegel y Th. W. Adorno». Ha sido investigadora invitada en el Goldsmiths College de la Universidad de Londres y actualmente trabaja como investigadora posdoctoral, auspiciada por el DAAD, en el Institut für Philosophie de la Friedrich Schiller Universität de Jena. Entre sus publicaciones más recientes cabe destacar «A la praxis por el retorno a la dialéctica. Sobre el leninismo de Adorno», en el monográfico dedicado a Teoría crítica de la Revista Bajo Palabra (2019) y «Lenin tra
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Hegel e Adorno: una lettura dialettico-negativa della Rivoluzione russa», escrito en colaboración con V. Rocco como capítulo del monográfico dedicado a Doménico Losurdo Hegel e la Rivoluzione d’Ottobre (E. Alessandroni ed.). Sus líneas de investigación se enmarcan en la filosofía moderna (idealismo alemán) y contemporánea, filosofía de la historia, filosofía política, filosofía de Europa y teoría crítica. FÉLIX DUQUE es catedrático emérito de Historia de la Filosofía Moderna en la Universidad Autónoma de Madrid. En esa misma universidad es fundador y actual profesor del Máster en «Filosofía de la Historia: Democracia y Orden Mundial». Ha publicado numerosos artículos en revistas especializadas y es autor de más de una treintena de libros en varios idiomas. Entre los más recientes destacan Remnants of Hegel. Remains of Ontology, Religion, and Community (SUNY, 2018) o Filosofía de la técnica de la naturaleza (Abada, 2019, tercera edición aumentada y corregida). Ha sido investigador principal de múltiples proyectos de investigación y ha traducido obras de Hume, Kant, Hegel y Heidegger, entre otros. En 2003 obtuvo el Premio Internacional de Ensayo Jovellanos por la publicación de Los buenos europeos. Hacia una filosofía de la Europa contemporánea. El idealismo alemán, el romanticismo, el posmodernismo, las relaciones entre política e historia o la filosofía de la técnica, de la cultura y del mito, son algunas de las líneas de investigación que más ha trabajado. NURIA SÁNCHEZ MADRID es profesora titular en el Departamento de Filosofía y Sociedad de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, donde dirige el Grupo de Investigación «Normatividad, Emociones, Discurso y Sociedad» y la Red Iberoamericana de Filosofía RIKEPS «Kant: Ética, Política y Sociedad». También es miembro externo del CFUL de la Universidad de Lisboa y del Instituto de Filosofía de la Universidad de Oporto. Ha sido profesora invitada en Brasil, Chile, Turquía, Grecia, Alemania, Italia, Portugal y Francia. Ha sido vicedecana de Estudiantes y Relaciones Internacionales de la Facultad de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid, vocal fundadora de la SEKLE, vocal de la SAF y actualmente es miembro de la Comisión de Investigación de la REF. Es secretaria de redacción de la revista Isegoría y colabora con diversas agencias de evaluación y acreditación nacionales e internacionales. Ha publicado en editoriales como W. de Gruyter, Vandenhoeck & Ruprecht, Duncker & Humblot, Olms, Le Lettere, Beauchesne y Palgrave McMillan. MIGUEL GARCÍA-BARÓ tiene en Murcia sus raíces: en Moratalla. Ha vivido casi siempre en Madrid y allí ha estudiado, se ha casado y ha formado una familia numerosa de artistas y gentes de acción. Amplió estudios en Maguncia y ha aprendido todo a medida que lo ha tenido que enseñar. Comenzó por la crítica husserliana de la razón lógica y se interesó enseguida por el Sócrates de Platón y por la compleja literatura cristiana. Ha sido profesor (en la Universidad Complutense y en Comillas, en muchas universidades de Europa y América) de manera ininterrumpida desde 1978. Coordina desde ese mismo momento un seminario permanente que hace años que lleva el título «Fenomenología y filosofía primera». Se interesó en los años ochenta por el pensamiento judío y la filosofía
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de la religión. Fue discípulo de Michel Henry y de Shalom Rosenberg. Ha traducido una treintena de libros y ha escrito más de veinte. Es asesor de la colección Hermeneia, en Ediciones Sígueme, y ha sido nombrado miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas. OLGA BELMONTE GARCÍA es doctora europea en Filosofía por la Universidad Pontificia Comillas de Madrid (2008), institución en la que ejerció la docencia y la investigación entre 2010 y 2019 y en la que dirigió asimismo el Máster en Filosofía «Condición humana y trascendencia». En la actualidad es profesora en el Departamento de Filosofía y Sociedad de la Universidad Complutense de Madrid. Sus investigaciones se centran en la ética y el pensamiento judío contemporáneo, desarrolladas en diversos artículos y capítulos de libros. Es autora de La verdad habitable. Horizonte vital de la filosofía de Franz Rosenzweig (UPCO, 2012) y coordinadora de varias obras colectivas: El deber gozoso de filosofar. Homenaje a Miguel García-Baró, junto con Agustín Serrano de Haro, Juan José García Norro, Iván Ortega Rodríguez y John D. Barrientos Rodríguez (Sígueme, 2018); De la indignación a la regeneración democrática (UPCO, 2014); y Pensar la justicia, la violencia y la libertad (UPCO, 2012). Ha estudiado el Máster en Dirección de Proyectos Culturales (La Fábrica y Fundación Contemporánea) y es socia fundadora de la Asociación Deconstruye. Habitando los márgenes. ALEJANDRO DEL RÍO HERRMANN es editor y traductor. Licenciado en Filosofía por la Universidad Autónoma de Madrid y Doctor por la Universidad de Valencia con la tesis Fuerza y atención en Simone Weil: una lectura filosófico-política. A la pensadora francesa viene dedicando trabajos e intervenciones tanto en español como en francés, más recientemente: «Simone Weil et le problème d’une politique de la culture» (2017), «Derecho y justicia en Simone Weil» (2018) o «Le stoïcisme de Simone Weil» (2019). Entre sus traducciones destacan las de textos, entre otros, de Simone Weil, Friedrich Nietzsche, Immanuel Kant, Franz Rosenzweig, Maurice Merleau-Ponty o Emmanuel Falque. Ha impartido cursos en la Escuela de Filosofía de Madrid.
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Información adicional
Ante la catástrofe trata tanto de la destrucción de Europa durante la llamada «Guerra Civil Europea» (1914-1945) como de la Shoah y, en ese contexto, de la extraordinaria generación de pensadores europeos de origen judío surgida a finales del siglo XIX y que comenzó a dar sus frutos durante las primeras décadas del siglo XX. Asimismo, el propósito de este libro es ofrecer una muestra suficientemente representativa de ellos para introducirnos en algunos «momentos estelares» del pensamiento judío contemporáneo. Gracias a la magnífica labor de quienes colaboran en esta obra, se ha procurado dar cuenta y razón de las diversas tendencias y direcciones que estos pensadores siguieron: la fenomenología, la sociología y la antropología filosófica, el psicoanálisis, el neokantismo, el llamado marxismo occidental, el pensamiento jurídico-político y la filosofía política, así como la filosofía judía sensu stricto. Este volumen aspira a mantener en la memoria el recuerdo de una pérdida incalculable que supuso una catástrofe para nuestra historia intelectual. ROBERTO NAVARRETE es profesor del Departamento de Filosofía y Sociedad de la Universidad Complutense de Madrid. Sus líneas de trabajo son el pensamiento judío contemporáneo, la teología política y las concepciones del tiempo histórico, la querella de la secularización y las genealogías de la Modernidad. De entre sus publicaciones destacan la monografía Los tiempos del poder. Franz Rosenzweig y Carl Schmitt (2017) y las ediciones de los Escritos sobre la guerra (2015) y de las Cartas sobre judaísmo y cristianismo (2017), de Franz Rosenzweig, así como, junto a Kilian Lavernia, de Poder y naturaleza humana (2018), de Helmuth Plessner. EDUARDO ZAZO es profesor del Departamento de Filosofía de la Universidad Autónoma de Madrid. Coordina el Máster en «Filosofía de la Historia: democracia y orden mundial» y el proyecto de investigación «Diferencia, tolerancia y censura en Europa. La libertad de expresión en el discurso público contemporáneo». Sus líneas de trabajo son la filosofía de la historia, los debates sobre la laicidad, la secularización y la tolerancia, y la obra de Max Weber y de Pierre Bourdieu. De sus publicaciones recientes cabe destacar la coordinación de la edición del libro Religiones en el espacio público (2016) y del monográfico Laicismo y secularización en la Europa actual (2018). OTROS TÍTULOS
Enzo Traverso
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La historia desgarrada. Ensayo sobre Auschwitz y los intelectuales Itsjok Katzenelson El canto del pueblo judío asesinado Eric Boehm Sobrevivimos. Catorce historias de escondidos y perseguidos en la Alemania nazi Gabriel Amengual Mantener la memoria
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Índice de contenido Cubierta Portada Créditos Índice Introducción El mundo de antes de ayer Roberto Navarrete y Eduardo Zazo I CRISIS DE LA RAZÓN 1. Husserl: La crisis de las ciencias europeas y la quiebra de la vida racional* Jesús M. Díaz Álvarez 1. A modo de introducción. Husserl y la razón práctica 2. El contexto sociopolítico de La crisis de las ciencias europeas 3. ¿Crisis de las ciencias? 4. La crisis de la filosofía. Los males de una razón naturalizada 5. La salida de la crisis. La recuperación de la filosofía como racionalidad universal 6. Coda incierta. Husserl y el judaísmo 7. Para seguir leyendo. Una pequeña orientación bibliográfica 2. La nación tardía de Helmuth Plessner: una presentación interpretativa Kilian Lavernia 1. De Bonn a Weimar: la doble temporalidad de un libro para pensar la «culpa antes de la culpa» 2. Cuatro niveles teóricos para pensar La nación tardía 3. Cassirer y el mito del Estado José Luis Villacañas 1. Función de totalidad en la forma de vida 2. Modernidad y fragmentación 3. Mito y práctica social 4. Vuelta al mito 4. Sigmund Freud ante el abismo de la cultura occidental Candela Dessal 1. Travesía intelectual 2. Presupuestos del psicoanálisis 3. Crítica a la cultura occidental 4. Conclusión II TEORÍA CRÍTICA 5. La primera aventura filosófica de Max Horkheimer, o del programa inicial de la teoría crítica José Emilio Esteban Enguita 186
6. Democracia, poder, derecho: Franz Neumann y la tragedia de la libertad moderna Pablo López Álvarez 1. El umbral de Weimar 2. El nuevo lenguaje constitucional 3. Estado de derecho y republicanismo social 4. Posiciones 5. La república imposible 6. La segunda destrucción 7. El nazismo como no Estado 7. La filosofía de Theodor W. Adorno ante la historia de la catástrofe Marcela Vélez 8. Walter Benjamin: de las imágenes que piensan a la imagen dialéctica Félix Duque III FILOSOFÍA Y JUDAÍSMO 9. El pensamiento judío en Arendt: resistir ante la destrucción de lo humano1 Nuria Sánchez Madrid 1. La utilidad política del modelo de verdad de Lessing y Mendelssohn 2. Rahel Varnhagen y el salón como promesa de una comunidad no estamental, sino meramente humana 3. El derecho a tener derechos: la predicción kafkiana 4. Conclusiones 10. Franz Rosenzweig: el milagro de la historia Miguel García-Baró 1. La persona Franz Rosenzweig 2. El mensaje central del nuevo pensamiento en la perspectiva de Franz Rosenzweig 11. Emmanuel Levinas y los orígenes de la barbarie Olga Belmonte García 1. Los sentimientos elementales 2. La relación con la verdad 3. El desgarro interior 4. La necesidad de evasión 5. El deseo (de lo) infinito 12. El judaísmo de Simone Weil Alejandro del Río Herrmann Sobre los autores Información adicional
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Manifiesto de un feminismo para el 99% Arruzza, Cinzia 9788425442872 112 Páginas
Cómpralo y empieza a leer Vivimos hoy una crisis de la sociedad en su conjunto. El capitalismo, más allá de sus problemas económicos, también alberga contradicciones y desequilibrios de tipo ecológico, político, social y reproductivo: viviendas inasequibles, violencia policial, imperialismo, salarios insuficientes, etc. Sin embargo, estos temas son obviados por las políticas del feminismo actual, que difunde una versión elitista y corporativa para proyectar una apariencia emancipadora sobre un programa oligárquico y depredador: un feminismo solo apto para la poderosa minoría acomodada. Este manifiesto tiene un propósito: llevar a cabo una operación de rescate y corrección de rumbo para reorientar las luchas feministas hacia el resto de la población, y proponer con ella una reorganización total de la sociedad. El feminismo no debería detenerse con ver a las mujeres representadas en la cima de la sociedad, sino que debe involucrarse en las perturbaciones políticas, la precariedad económica y el agotamiento socio-reproductivo. Para resolver la crisis actual, que es una crisis social total, hace falta otro feminismo, un feminismo para el 99 por ciento. Cómpralo y empieza a leer
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El arte de amargarse la vida Watzlawick, Paul 9788425432019 144 Páginas
Cómpralo y empieza a leer "Un hombre quiere colgar un cuadro. El clavo ya lo tiene, pero le falta un martillo. El vecino tiene uno. Así ,pues, nuestro hombre decide pedir al vecino que le preste el martillo. Pero le asalta una duda: ¿Qué? ¿Y si no quiere prestármelo? Ahora recuerdo que ayer me saludó algo distraído. Quizás tenía prisa. Pero quizás la prisa no era más que un pretexto, y el hombre abriga algo contra mí. ¿Qué puede ser? Yo no le he hecho nada; algo se habrá metido en la cabeza. Si alguien me pidiese prestada alguna herramienta, yo se la dejaría enseguida. ¿Por qué no ha de hacerlo él también? ¿Cómo puede uno negarse a hacer un favor tan sencillo a otro? Tipos como éste le amargan a uno la vida. Y luego todavía se imagina que dependo de él. Sólo porque tiene un martillo. Esto ya es el colmo. Así nuestro hombre sale precipitado a casa del vecino, toca el timbre, se abre la puerta y, antes de que el vecino tenga tiempo de decir: "buenos días", nuestro hombre le grita furioso: "¡Quédese usted con su martillo, so penco!"." La historia del martillo
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El hombre en busca de sentido Frankl, Viktor 9788425432033 168 Páginas
Cómpralo y empieza a leer *Nueva traducción* "El hombre en busca de sentido" es el estremecedor relato en el que Viktor Frankl nos narra su experiencia en los campos de concentración. Durante todos esos años de sufrimiento, sintió en su propio ser lo que significaba una existencia desnuda, absolutamente desprovista de todo, salvo de la existencia misma. Él, que todo lo había perdido, que padeció hambre, frío y brutalidades, que tantas veces estuvo a punto de ser ejecutado, pudo reconocer que, pese a todo, la vida es digna de ser vivida y que la libertad interior y la dignidad humana son indestructibles. En su condición de psiquiatra y prisionero, Frankl reflexiona con palabras de sorprendente esperanza sobre la capacidad humana de trascender las dificultades y descubrir una verdad profunda que nos orienta y da sentido a nuestras vidas. La logoterapia, método psicoterapéutico creado por el propio Frankl, se centra precisamente en el sentido de la existencia y en la búsqueda de ese sentido por parte del hombre, que asume la responsabilidad ante sí mismo, ante los demás y ante la vida. ¿Qué espera la vida de nosotros? El hombre en busca de sentido es mucho más que el testimonio de un psiquiatra sobre los hechos y los acontecimientos vividos en un campo de concentración, es una lección existencial. Traducido a medio centenar de idiomas, se han vendido millones de ejemplares en todo el mundo. Según la Library of Congress de Washington, es uno de los diez libros de mayor influencia en Estados Unidos. 193
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Órdenes del amor Hellinger, Bert 9788425429446 408 Páginas
Cómpralo y empieza a leer En esta nueva edición revisada y actualizada, Bert Hellinger invita al lector a acompañarlo en el camino del conocimiento de los órdenes preestablecidos para el amor en toda relación humana, en el que la compresión liberadora y sanadora nace de la visión centrada. Dado que muchas crisis y enfermedades surgen allí donde se ama ciegamente, ignorando dichos órdenes, la compresión de los mismos se convierte en el punto de partida para obtener efectos benéficos y sanadores, tanto para nosotros mismos como para nuestro entorno. 'Órdenes del amor' es la obra fundamental de Bert Hellinger, que, más allá del campo de la psicoterapia, se ha convertido a lo largo de los últimos años en una ayuda esencial para la vida cotidiana de miles de personas. Cómpralo y empieza a leer
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La expulsión de lo distinto Han, Byung-Chul 9788425439667 128 Páginas
Cómpralo y empieza a leer Los tiempos en los que existía el otro han pasado. El otro como amigo, el otro como infierno, el otro como misterio, el otro como deseo van desapareciendo, dando paso a lo igual. La proliferación de lo igual es lo que, haciéndose pasar por crecimiento, constituye hoy esas alteraciones patológicas del cuerpo social. Lo que enferma a la sociedad no es la alienación, la sustracción, la prohibición ni la represión, sino la hipercomunicación, el exceso de información, la sobreproducción y el hiperconsumo. La expulsión de lo distinto y el infierno de lo igual ponen en marcha un proceso destructivo totalmente diferente: la depresión y la autodestrucción. Este nuevo ensayo de Byung-Chul Han rastrea el violento poder de lo igual en fenómenos tales como el miedo, la globalización y el terrorismo, que son los que caracterizan la sociedad actual.
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Índice Portada Créditos Índice Introducción El mundo de antes de ayer Roberto Navarrete y Eduardo Zazo I CRISIS DE LA RAZÓN 1. Husserl: La crisis de las ciencias europeas y la quiebra de la vida racional* Jesús M. Díaz Álvarez 1. A modo de introducción. Husserl y la razón práctica 2. El contexto sociopolítico de La crisis de las ciencias europeas 3. ¿Crisis de las ciencias? 4. La crisis de la filosofía. Los males de una razón naturalizada 5. La salida de la crisis. La recuperación de la filosofía como racionalidad universal 6. Coda incierta. Husserl y el judaísmo 7. Para seguir leyendo. Una pequeña orientación bibliográfica 2. La nación tardía de Helmuth Plessner: una presentación interpretativa Kilian Lavernia 1. De Bonn a Weimar: la doble temporalidad de un libro para pensar la «culpa antes de la culpa» 2. Cuatro niveles teóricos para pensar La nación tardía 3. Cassirer y el mito del Estado José Luis Villacañas 1. Función de totalidad en la forma de vida 2. Modernidad y fragmentación 3. Mito y práctica social 4. Vuelta al mito 4. Sigmund Freud ante el abismo de la cultura occidental Candela Dessal 1. Travesía intelectual 2. Presupuestos del psicoanálisis 3. Crítica a la cultura occidental 4. Conclusión
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5. La primera aventura filosófica de Max Horkheimer, o del programa inicial de 199
la teoría crítica José Emilio Esteban Enguita 6. Democracia, poder, derecho: Franz Neumann y la tragedia de la libertad moderna Pablo López Álvarez 1. El umbral de Weimar 2. El nuevo lenguaje constitucional 3. Estado de derecho y republicanismo social 4. Posiciones 5. La república imposible 6. La segunda destrucción 7. El nazismo como no Estado 7. La filosofía de Theodor W. Adorno ante la historia de la catástrofe Marcela Vélez 8. Walter Benjamin: de las imágenes que piensan a la imagen dialéctica Félix Duque
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9. El pensamiento judío en Arendt: resistir ante la destrucción de lo humano1 Nuria Sánchez Madrid 1. La utilidad política del modelo de verdad de Lessing y Mendelssohn 2. Rahel Varnhagen y el salón como promesa de una comunidad no estamental, sino meramente humana 3. El derecho a tener derechos: la predicción kafkiana 4. Conclusiones 10. Franz Rosenzweig: el milagro de la historia Miguel García-Baró 1. La persona Franz Rosenzweig 2. El mensaje central del nuevo pensamiento en la perspectiva de Franz Rosenzweig 11. Emmanuel Levinas y los orígenes de la barbarie Olga Belmonte García 1. Los sentimientos elementales 2. La relación con la verdad 3. El desgarro interior 4. La necesidad de evasión 5. El deseo (de lo) infinito 12. El judaísmo de Simone Weil Alejandro del Río Herrmann Sobre los autores Información adicional
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