Acojamos a Cristo, nuestro sumo sacerdote: Ejercicios espirituales con Benedicto XVI [1 ed.] 9788428535502

Esta obra recoge los ejercicios espirituales con Benedicto XVI, cuyo tema es la acogida de la mediación sacerdotal de Cr

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Spanish Pages 192 [182] Year 2010

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Table of contents :
Acojamos a Cristo, nuestro Sumo Sacerdote
1. «Dios nos ha hablado»
2. «Dios nos ha hablado en su Hijo»
3. Cristo es Hijo de Dios y hermano nuestro
4. Cómo Cristo ha llegado a ser Sumo Sacerdote
5. Cristo, Sumo Sacerdote digno de fe
6. Cristo, Sumo Sacerdote misericordioso
7. Solidaridad sacerdotal de Cristo
8. La promesa de una Nueva Alianza
9. Las bodas de Caná, signo de la Nueva Alianza
10. Cristo, mediador de la Nueva Alianza en la Última Cena
11. El sacrificio de Cristo
12. El Espíritu Santo en el sacrificio de Cristo
13. La eficacia de la oblación de Cristo
14. Privilegios y exigencias de la unión con nuestro Sumo Pontífice
15. La sangre de la Alianza y la resurrección de Cristo
16. Unión a Cristo y sacerdocio bautismal
17. El corazón sacerdotal de Cristo y el sacerdocio ordenado
Palabras de Su Santidad Benedicto XVI al finalizar los Ejercicios Espirituales de la Curia Romana
Índice
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Acojamos a Cristo, nuestro sumo sacerdote: Ejercicios espirituales con Benedicto XVI [1 ed.]
 9788428535502

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Cardo Albert Vanhoye

Acojamos a Cristo, nuestro Sumo Sacerdote Ejercicios espirituales con Benedicto XVI

Traducción de Mons. Elías Yanes Álvarez, arzobispo emérito de Zaragoza

~ SAN PABLO

© SAN PABLO 2010 (Protasio Gómez, 11-15.28027

Madrid) Te!. 917425 113 - Fax 917425723 E-mail: [email protected] © Libreria Editrice Vaticana, Ciudad del Vaticano 2008 Título original: Accogliamo Cristo nostro Sommo Sacerdote. Esercizi Spirituali con Benedetto XVI Traducido por Elías Yanes Álvarez

Distribución: SAN PABLO. División Comercial Resina, 1. 28021 Madrid Te!. 917 987 375 - Fax 915 052 050 E-mail: [email protected] ISBN: 978-84-285-3550-2 Depósito legal: M. 836-2010 Impreso en Artes Gráficas Gar.Vi. 28970 Humanes (Madrid) Printed in Spain. Impreso en España

1 «Dios nos ha hablado» (Heb 1,1,2)

Humildemente unido al corazón manso y humilde de Nuestro Señor, me alegro de ponerme a vuestro servi, cio para estos Ejercicios Espirituales. Tendría muchos motivos de pavor, pero me conforta la conciencia de no ser yo el autor principaL En los Ejercicios Espirituales, el autor principal es evidentemente el Espíritu Santo, de otro modo no merecerían el nombre de «Ejercicios Espirituales». Por tanto, os aconsejo ante todo que os pongáis con gran confianza y disponibilidad bajo la guía del Espíritu Santo, que os hará comprender profunda, mente la palabra de Dios y os unirá interiormente al corazón de Cristo, derramando en vuestros corazones el amor que viene de Dios, como dice el Apóstol (Rom 5,5). El Espíritu Santo hará también su obra de purifi, cación, de la cual siempre tenemos necesidad, y su obra de iluminación, para mostraros de forma precisa cuál debe ser vuestro camino de amor y de servicio para esta Cuaresma y para los meses siguientes. El tema de estos Ejercicios será la acogida de la me, diación sacerdotal de Cristo en vuestra fe y en vuestra

vida. Acojamos a Cristo, nuestro Sumo Sacerdote. N aturalmente, para afrontar este tema me inspiraré sobre todo en la Carta a los hebreos, que nos presenta a Cristo como nuestro Sumo Sacerdote y nos introduce en una inteligencia profunda de su oblación sacerdotal y de su mediación. El autor de la Carta a los hebreos, que parece ser un compañero de Pablo, un apóstol peregrinan te, hizo un descubrimiento, pasando, en el Salmo 109/110, del primer oráculo del primer versículo al segundo oráculo en el cuarto versículo. Este Salmo que ahora hemos cantado -que se recita o canta cada domingo en Vís~ peras- contiene un primer oráculo: «El Señor dice a mi Señor: "Siéntate a mi derecha"». Se trata de un oráculo que Jesús se aplicó a sí mismo durante su proceso delan~ te del Sanedrín (Mt 26,64 y par.) y también Pedro, en el primer discurso de Pentecostés, lo aplicó a Jesucristo resucitado (He 2,34~35). Era, pues, tradición aplicar a Cristo este primer oráculo. Parece que, antes que el autor de la Carta a los hebreos, nadie había tenido la idea de pasar del primer versículo al cuarto, donde hay un segundo oráculo, más solemne que el primero porque está apoyado en un juramento divino: «El Señor lo ha jurado y no se arrepentirá: "Tú eres sacerdote"». El au~ tor hizo este descubrimiento y profundizó en este tema de manera muy intensa; contempló de nuevo todo el misterio de Cristo y descubrió que este constituye ver~ daderamente el cumplimiento perfecto de los conceptos de sacerdocio y de sacrificio. En esta primera meditación comenzamos con los primeros versículos de la Carta a los hebreos, un texto magnífico. El autor no habla todavía del sacerdocio, sino que realiza una introducción a este tema con una

frase bellísima: «Muchas veces y de muchas maneras ha, bló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los profetas. En estos últimos tiempos Dios nos ha hablado por medio del Hijo, a quien instituyó heredero de todo, por quien también hizo el universo» (Heb 1,1,2). Esta frase, como puede verse, no es el comienzo de una Carta: es el comienzo de una predicación. La así llamada Carta a los hebreos no es un Carta: es una homilía, una magnífica homilía sobre el sacerdocio de Cristo. Una homilía que el autor ciertamente pronunció en diversas comunidades, pues no era el jefe de una co, munidad (cf Heb 13,17), sino un apóstol peregrinan te. Además, su texto fue enviado a una comunidad lejana con algunas líneas que lo acompañaban al final y, por este motivo, esta homilía se llamó Carta a los hebreos. La afirmación principal inicial es que Dios ha ha, blado: Dios ha hablado en los tiempos antiguos a los Padres, y Dios nos ha hablado ahora a nosotros, que es, tamos en los últimos tiempos. Esta es una afirmación de por sí admirable, pero estamos de tal modo habituados a leerla que no nos impresiona. El Dios de la Biblia es un Dios que habla a los hombres, no es un Dios mudo; es un Dios que habla a los hombres para entrar en comu, nicación con ellos, para entrar en comunión con ellos. Dios ha tomado la iniciativa de establecer con nosotros una relación que después se ha convertido en una me' diación sacerdotal en Cristo. Debemos advertir que, en esta frase, el autor no expresa el contenido del mensaje divino, no enumera una serie de verdades que Dios nos habría comunicado. Con frecuencia se habla de Reve, lación como de un conjunto de verdades a las cuales hay que adherirse con fe, pero esto, para el autor de la Carta a los hebreos, no es el aspecto más importante;

lo más importante para él es que Dios se ha puesto en comunicación con nosotros. Hablar con una persona implica establecer una rela~ ción. Es verdad que, en algunos casos, el contenido ob~ jetivo del mensaje puede tener más importancia que la relación personal. Por ejemplo, en una correspondencia comercial, las personas no tienen mucha importancia: el objeto, el asunto que hay que tratar es lo que cuenta. En cambio, cuando se trata de una carta escrita a un pariente o a un amigo, su contenido es secundario; lo que cuenta es la relación personal. La finalidad de la carta no es tanto comunicar noticias sino mantener, alimentar una relación afectiva. Esta ha sido la finalidad de Dios: Él nos ha hablado para entrar en comunión con nosotros. Que un Dios tan grande, tan santo, tan diverso de nosotros, haya tomado la iniciativa de dirigir~ se a nosotros para establecer una relación con nosotros y para profundizarla es una cosa impresionante. Dios nos ha hablado, Dios nos habla: esto es verdaderamente admirable. Debemos tomar conciencia de esta iniciativa extraordinaria de Dios. En estos días, Dios quiere entrar en una relación personal más profunda con cada uno de vosotros, en manera más intensa, más íntima; quiere hablar a vues~ tro corazón como habló hace tiempo a Israel, su esposa: «La conduciré al desierto y le hablaré al corazón», dice el profeta Oseas (Os 2,16). La característica de nues~ tro Dios es la de ser un Dios de Alianza, un Dios que quiere establecer relaciones personales y profundizarlas, y esto explica por qué en la frase inicial de la Carta no se indica el contenido del Mensaje, sino que se habla de las personas: el Dios que habla; los destinatarios del Mensaje divino; los Padres de tiempos antiguos; noso~

tros ahora; los mediadores de la Palabra; los profetas del tiempo antiguo; el Hijo ahora. A veces las personas no se hablan porque no quieren entrar en relación entre ellas por diversos motivos: dife~ rencias de nivel social, diferencias de raza, divergencias de opinión, etc. Así, en el evangelio de Juan vemos que una mujer samaritana se maravilla porque Jesús le dirige la palabra: «¿Cómo tú siendo judío me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?» On 4,9). El evange~ lista explica que entre judíos y samaritanos no había bue~ nas relaciones: efectivamente, los judíos despreciaban a los samaritanos. El Sirácida contiene una expresión muy dura contra los samaritanos: «El estúpido pueblo que habita en Siquén y que ni siquiera es una nación» (Sir 50,25~26). Pero Jesús rompe esta barrera, yIo hace por~ que sabe que así cumple la voluntad del Padre. Para ex~ plicar su sorprendente comportamiento a sus discípulos, les dirá: «Mi alimento es hacer la voluntad de Aquel que me ha enviado» On 4,34). La voluntad de Dios es una voluntad de comunicación, una voluntad de comunión, y, para llevada a cumplimiento, Dios ha querido para nosotros la mediación sacerdotal de Cristo. . Hay personas que se hablaron en el pasado, pero que ya no se hablan porque se sienten ofendidas o tratadas injustamente. Dios tenía muchos motivos para no ha~ blar más con su pueblo, el cual se había mostrado infiel, obstinado en seguir su propio camino en vez de seguir los caminos del Señor. Pero vemos en el Antiguo Testa~ mento que Dios no se resignó jamás a la ruptura de las relaciones, sino que quiso siempre entrar en comunica~ ción con su pueblo. El autor de la Carta a los hebreos insiste sobre la mul~ tiplicidad de las iniciativas divinas. «Muchas veces y de

muchas maneras» (Heb 1,1) son las primeras palabras de la Carta. Podemos ahora pensar en las numerosas maneras en las que Dios habló con su pueblo. El An~ tiguo Testamento es la historia de la palabra de Dios. La Alianza con Abrahán comienza con unas palabras del Señor. Dios dice a Abrahán: «Vete de tu tierra, de tu patria y de la casa de tu padre a la tierra que yo te mostraré. De ti haré una nación grande y te bendeciré. Engrandeceré tu nombre; serás tú una bendición» (Gén 12,1~2). Estas primeras palabras son muy características de la palabra de Dios, porque presentan dos aspectos: una gran exigencia y una maravillosa generosidad. La exigencia es una exigencia de amor. Requiere un des~ prendimiento, porque el desprendimiento es necesario para crear un espacio que Dios podrá llenar con sus dones. La palabra de Dios para cada uno de vosotros siempre ha tenido estos aspectos: una gran exigencia de desprendimiento y una generosidad sin límites. «Haré de ti un gran pueblo, te bendeciré, haré grande tu nom~ bre, serás una bendición». El Señor habla a Moisés en la zarza y es muy interesante el modo en que Dios se autodefine: «y añadió: "Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob"» (Éx 3,6). Dios no se autodefine con su omnipotencia, ni con su omnisciencia, sino a través de sus relaciones per~ sonales con algunos hombres privados de importancia. Jeremías recuerda muchas veces que Dios no se cansó nunca de mandar a su pueblo sus siervos y profetas para guiado, para amonestado, para exhortado, para hacede promesas Oer 20,4; 29,19). Dios usó todos los modos posibles para establecer un diálogo con su pueblo. El autor de la Carta a los hebreos distingue dos perío~ dos de comunicación de la palabra de Dios y dos clases

de mediadores. El primer período es el antiguo: Dios habló en los tiempos antiguos a los Padres por medio de los profetas. El segundo período es el escatológico, el pe, ríodo decisivo de Dios. Literalmente, el autor dice «en estos últimos días». «Los últimos días» es una expresión bíblica de los Setenta con la que se anunciaba la inter, vención decisiva del Señor al final de los tiempos. El au, tor es consciente de que este tiempo ya ha venido. Esta, mos en el período escatológico. Dios ha intervenido de una manera decisiva por medio de su Hijo. No se puede imaginar un mediador más perfecto que él. A través de su voz, nosotros escuchamos la voz del Padre y somos introducidos en la intimidad del Padre. El evangelio de Juan nos dice que el Hijo no es sólo un portador de la palabra de Dios, como eran los profetas, sino que él es la Palabra, ho Lagos On 1,1), el Verbo. En él encontramos la plenitud del Espíritu. Podemos reflexionar sobre este acontecimiento maravilloso: Cristo como mediador de la palabra de Dios. El primer paso para efectuar una alianza consiste en hablarse. No basta, pero es funda, mental. No basta porque para establecer una Alianza se requiere también la sangre, pero la palabra es necesaria para expresar el significado de la sangre. Os invito, pues, a reflexionar sobre esta generosidad divina manifestada en su Palabra. En el evangelio de la Misa de hoy, Jesús nos indica la importancia de la palabra de Dios: «No sólo de pan vive el hombre, sino de toda Palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,4; Dt 8,3). Estamos aquí para acoger la palabra de Dios y tenemos mucha necesidad de la ayuda del Espíritu Santo para acogerla bien. Podemos también repensar la historia de la palabra de Dios en nuestra vida: esto es un modo muy útil de unión con el Señor, porque en nuestra

vida la palabra de Dios ha sido decisiva en algunos mo, mentas. Desde nuestra niñez, en nuestra adolescencia y todavía en nuestra vocación, son tantas las palabras del Señor que han tenido una influencia decisiva en nues, tra vida. Este recuerdo debe desembocar en una plegaria de admiración: «¿Qué cosa es el hombre para que te acuerdes de él? ¿Un hijo del hombre para que cuides de él?» (Sal 8,5), y en una plegaria de amor agradecido. El Señor nos ha comunicado su Palabra, el Señor está en relación profunda con nosotros y quiere, en estos días, profundizar esta relación. Debemos abrir con gran con, fianza nuestro ánimo a la palabra de Dios.

2 «Dios nos ha hablado en su Hijo» (Heb 1,2~4)

Ayer por la tarde meditamos sobre el comienzo de la Carta a los hebreos. Hemos visto que el autor prepara el tema de la mediación sacerdotal de Cristo hablando de la mediación de la Palabra, que es un aspecto fundamental de la mediación sacerdotal. Dios, «muchas veces y de mu~ chas maneras» (Heb 1,1),se ha puesto en comunicación con nosotros, nos ha hablado. Primero por medio de los profetas en el Antiguo Testamento; ahora, en el período escatológico, por medio de su Hijo Unigénito. Apenas ha nombrado al Hijo, el autor parece fascinado por su persona. Lo contempla en su gloria y no llega a hablar más de otro. Todo el resto de la larguísima frase del exor~ dio está dedicado a la descripción del Hijo (Heb 1,2A). Meditando sobre esta frase, pidamos poder ser también nosotros fascinados por la gloria divina del Hijo, con la alegría de saber que él nos ha sido dado por el Padre como mediador de la Palabra, como mediador sacerdotal, que nos pone en comunicación íntima con el Padre. No se trata de contemplar una gloria lejana, sino la gloria de aquel que nos introduce en la comunión con Dios. La primera cosa que el autor dice del Hijo es más bien inesperada, en el sentido de que podría ser la úl~

tima. Dice que Dios «constituyó» al Hijo «heredero de todo» (Heb 1,2). La herencia no viene al principio, vie~ ne al final, pero el autor contempla al Hijo en su gloria actual. Ocurre siempre así en la Carta a los hebreos. En toda nueva etapa, el autor parte de la contemplación de Cristo en su situación actual, y esto corresponde a la experiencia cristiana fundamental que debemos siempre renovar en nosotros. Después de la Pascua y de Pente~ costés, sabemos que estamos en relación íntima, por medio de Cristo glorificado, con el Padre celeste. Cristo ha sido, por tanto, constituido «heredero de todas las cosas». Esta afirmación corresponde a la declaración que Jesús resucitado hace al final del evangelio de Mateo: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Así, Jesús afirma el cumplimiento perfecto en su persona de la célebre profecía de Daniel sobre el Hijo del hombre. En el capítulo 7 de su Libro, Daniel describe la visión impresionante de Dios, llamado el «Anciano venerable», sentado sobre el trono en su glo~ ria celeste (Dan 7,9) y después añade: «Yoseguía miran~ do, y en la visión nocturna vi venir sobre las nubes del cielo alguien parecido a un ser humano, que se dirigió hacia el anciano y fue presentado ante él. Le dieron poder, honor y reino y todos los pueblos, naciones y len~ guas le servían. Su poder es eterno y nunca pasará, y su Reino no será destruido» (Dan 7, 13~14). Esta profecía encuentra cumplimiento sobre abundante en la glorifi~ cación pascual de Jesús, el cual recibe del Padre poder real y dominio no sólo sobre la tierra, sino también en el cielo. Jesús había predicho esta glorificación suya du~ rante su Pasión. Respondiendo al sumo sacerdote, que le preguntaba si era «el Cristo, el Hijo de Dios», Jesús

había afirmado: «Veréisdesde ahora al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo» (Mt 26,63,64). Daniel había hablado de un Hijo del hombre que venía sobre las nubes del cielo. La visión de Daniel es el punto final de una larguí, sima tradición bíblica, que se inicia con la narración de la creación del hombre. El hombre ha sido creado para ser el dominador de la tierra. Dios creó al hombre y le dice: «Sed fecundos, multiplicaos, llenad la tierra, sometedla, dominadla» (Gén 1,28). El hombre debe ser el virrey de la Creación, debe ser el señor, aunque depende naturalmente del Gran Señor. Este proyecto inicial de Dios fue retornado de nuevo de manera más específica, después de la caída, con la vocación de Abrahán y con la promesa de un heredero y de una heredad. Abrahán se lamentaba delante de Dios porque, al no tener un hijo, no tendría un verdadero heredero: «No me has dado un hijo -decía a Dios-; un criado será mi heredero» (Gén 15,4). Dios le pro, mete un heredero propio: «Uno nacido de ti será tu heredero» (Gén 15,4). Él le promete una heredad para su descendencia: «A tu descendencia yo le daré esta tierra» (Gén 15,18). Esta primera promesa de Dios a Abrahán será después retornada y extendida. A Abrahán, Dios le promete la tierra de Canaán, una tierra limitada, mientras que a David, descendiente de Abrahán, Dios le promete un heredero, el cual será el Señor de toda la tierra. En el Salmo 2, el poder de este heredero, hijo de David, Hijo de Dios, se extiende a toda la tierra: «Fídemelo y yo te daré las naciones en herencia, en propiedad los confines del mundo» (Sal 2,8). Con su muerte y resurrección, Cristo, «hijo de David, hijo de Abrahán» (Mt 1,1), ha sido constituido

heredero de todas las cosas, aquel en el que se realiza todo el designio de Dios. Él es por tanto el Omega, el punto culminante de la historia humana y de la histo, ria de la salvación, la palabra definitiva de Dios, que ha establecido la Alianza eterna. j Qué alegría debemos saborear contemplando a Cristo glorificado, heredero universal, y qué confianza nos debe dar esta presencia de Cristo en nuestra vida! Después de esta primera afirmación, el autor hace una segunda, diciendo que, por medio del Hijo, Dios «ha hecho también el mundo» (Heb 1,2). En efecto, para poder ser el Omega, el punto último de la historia, Cristo debía ser antes el Alfa, el punto inicial de todo, el Hijo eterno, preexistente, la palabra primordial por medio de la cual Dios creó el mundo. Ante los ojos ma, ravillados de los apóstoles y de los primeros cristianos, la gloria pascual de Cristo ha revelado plenamente su gloria preexistente. Porque, como dice el cuarto evan, gelio, «ninguno jamás ha subido al cielo sino aquel que descendió del cielo» On 3,13). Ninguno puede elevarse a la altura de Dios sino el que ha estado desde el co, mienzo en esta altura. La contemplación de esta gloria primordial de Cristo completa la visión de su gloria actual. Cristo es la Palabra por medio de la cual Dios ha creado el mundo. En la narración de la Creación leemos: «Dijo Dios: "Sea la luz". Y la luz existió» (Gén 1,3). Ahora reconocemos que esta Palabra creadora es una persona divina: el Hijo de Dios, por medio del cual Dios nos ha hablado. Después de haber contemplado al Hijo como el Ome, ga y el Alfa, esto es, en su gloria de heredero universal, dominador de todo, en su función de creador, el autor va más allá y lo contempla en sí mismo; busca definir

propiamente al Hijo, y lo hace así: «Irradiación de la gloria de Dios e impronta de su substancia» (Heb 1,3). Tenemos aquí dos fórmulas extremadamente densas que quieren dar, en cuanto es posible, una idea del ser del Hijo. El Hijo es definido por medio de su relación con el Padre. Relación que es estrictísima. La primera expre, sión, «irradiación de la gloria de Dios», está inspirada en el libro de la Sabiduría (Sab 7,25,26), pero el autor la refuerza: en la Sabiduría se hablaba de la luz; el autor habla ahora de la gloria. Esta expresión indica al mismo tiempo la distinción entre las dos personas del Padre y del Hijo y su unidad indisoluble, porque la irradiación no se puede separar de la fuente de la luz. Padre e Hijo tienen pues la misma naturaleza: son consubstanciales, como afirmarán después los concilios. Para expresar esta unión de manera todavía más pro' funda el autor añade una expresión que no se encuentra en otro lugar del Antiguo ni del Nuevo Testamento: el Hijo es «impronta de la substancia» de Dios. En el libro de la Sabiduría se habla de imagen y de bondad: la sabi, duría es una imagen de la bondad de Dios. El autor, sin embargo, habla de «impronta» y de «substancia», dos términos más poderosos. Entre la imagen y la persona hay una separación: la imagen se ha hecho a distan, cia del que mira a la persona y trata de reproducir los rasgos de la persona sobre un cuadro; la impronta, sin embargo, procede de un contacto directo, por lo cual resulta más fiel. El Hijo no es una reproducción de Dios a distancia, sino una expresión directa, no sólo de la bondad de Dios, sino de la substancia de Dios. El Hijo es expresión perfecta del ser mismo del Padre. No se puede ir más allá en la definición de la unión del Hijo con el Padre.

Después de haber definido esta relación, el autor vuelve a la relación que el Hijo tiene con el mundo y expresa su papel permanente respecto a la Creación. Este papel es manifestación de potencia. El Hijo sos, tiene todas las cosas, literalmente, «con la palabra de su potencia». Aquí no se trata ya de la Creación, sino de la conservación en la existencia del universo. Como Dios no ha debido hacer ningún esfuerzo para crear el mundo, le ha bastado su Palabra, así, el Hijo no tiene necesidad de fatigarse para mantener el mundo en la existencia: le basta la palabra de su potencia. Hay una gran diferencia entre Cristo y el héroe mitológico At, lante, del que se hablaba en la mitología griega, al que se representaba oprimido por el peso del mundo. Cristo sostiene todo el mundo con una simple palabra. En este punto, el autor hace una breve presentación de la etapa decisiva de la salvación, esto es, el misterio pascual de Cristo. El Hijo, «después de haber realizado la purificación de los pecados, se ha sentado a la dere, cha de la Majestad en lo alto de los cielos» (Heb 1,3). Con estas palabras se describe la acción con la cual Cristo sacerdote ha establecido la Alianza. Se indican los dos aspectos del misterio pascual: por una parte la purificación de los pecados (función sacerdotal) y por otra la glorificación a la derecha de la Majestad en lo alto de los cielos. El Hijo ha «realizado la purificación de los pecados», esto es, ha quitado el obstáculo que impedía la relación de la Alianza, y ha establecido la comunicación por medio de aquel movimiento potente de glorificación que lo ha hecho pasar de este mundo al Padre, y con el cual ha abierto una vía también para nosotros. El obstáculo mayor para la Alianza está constituido evidentemente por el pecado, por eso era

necesaria una purificación de los pecados. Por el mo, mento el autor no explica cómo se ha obtenido esta purificación. No habla ni de sufrimientos, ni de muerte, porque quiere mantenerse en una perspectiva gloriosa. Hará estas precisiones más tarde. La glorificación se expresa con la imagen tomada del Salmo 109,11 O: «El Señor ha dicho a mi Señor: "Siéntate a mi derecha, a fin de que ponga a tus enemigos como escabel de tus pies"». En su proceso delante del Sanedrín, Jesús había anunciado el cumplimiento inminente de este oráculo: «De ahora en adelante veréis al Hijo del hombre sen, tado a la derecha de Dios» (Mt 26,64). La actuación del designio de Dios se ha realizado a través de este misterio pascual de Cristo. Citando el Salmo, como ya he señalado, el autor prepara su doctrina sobre el sa, cerdocio de Cristo, por ello en el mismo Salmo hay un segundo oráculo, en el cuarto versículo, que proclama: «Tú eres sacerdote» (Sal 109/110,4). Cristo es mediador siempre activo a la derecha de la Majestad en lo alto del cielo. Un mediador que no deja jamás de comuni, carnos el intenso dinamismo de comunión que resulta de su misterio pascual. El autor concluye su exordio con una afirmación solemne que prepara toda la parte siguiente, la cual se extiende hasta el final del capítulo 2: Cristo sentado a la derecha del Padre ha llegado a ser superior a los ángeles «cuanto más excelente es el nombre que ha heredado» (Heb 1,4). ¿Cuál es este nombre «más excelente» o, más exactamente, «bien diverso» (diaphoriteron) del de los ángeles? Es necesario leer toda la primera parte para poder definido; lo haremos en la próxima meditación. Este nombre comprende dos aspectos principales: Cristo glorificado es el Hijo de Dios y nuestro hermano, por

tanto, mediador perfecto. «Sumo Sacerdote» es, a fin de cuentas, el nombre que expresa mejor la posición de Cristo glorificado; es aquel que ha sido proclamado por Dios mismo cuando ha dicho: «Tú eres sacerdote» (Sal 109/110,4; Heb 5,6.10; 7,11,28).

3 Cristo es Hijo de Dios y hermano nuestro (Heb 1,5-2,16)

Hemos visto que el autor de la Carta a los hebreos con, cluye su exordio con un anuncio de exposición sobre el nombre de Cristo, es decir, un anuncio de exposición de cristología. El autor hará en los dos primeros capí, tulos una exposición de cristología tradicional, fundada sobre textos del Antiguo Testamento, para preparar su cristología sacerdotal: «El cual, siendo resplandor de su gloria e impronta de su substancia y el que sostiene todo con su palabra poderosa, llevada a cabo la purificación de los pecados, se sentó a la diestra de su Majestad en las alturas, con una superioridad sobre los ángeles tanto mayor cuanto más excelente es el nombre que ha he, redado» (Heb 1,3,4). En el lenguaje bíblico, el nombre significa la dignidad de la persona y su capacidad de relación. ¿Qué posición ha obtenido Cristo al fin de su misterio pascual? El autor anuncia que hará esta exposición con un parangón con los ángeles. ¿Por qué este parangón? A nosotros puede parecernos sorprendente, pero en aquel tiempo era indispensable, porque los ángeles eran con, siderados mediadores más válidos en cuanto estaban más cercanos a Dios que nosotros. Y, por otra parte, se

consideraba que los ángeles tenían un gran poder en el desarrollo de la historia del mundo, porque movían a los astros. Entre astros y ángeles la relación era muy estrecha en el Antiguo Testamento. Este parangón con los ángeles prosigue hasta el final del capítulo 2. Esto indica que la primera parte de la Carta, la exposición de la cristología tradicional, se extiende hasta este fin (Heb 2,18). El autor comienza diciendo: «En efecto, ¿a qué ángel dijo Dios alguna vez: "Tú eres mi Hijo, yo te he engen~ drado hoy"?» (Sal 2,7). Es una pregunta oratoria que suscita la colaboración de los oyentes, que deben saber de qué texto viene esta cita, a quién se dirige y de parte de quién. Lo saben muy bien, porque se trata de una cita del Salmo 2, un salmo mesiánico, es decir, un salmo real, interpretado como mesiánico porque habla propia~ mente del Mesías: dice que los reyes de la tierra se han alzado contra su Señor y contra su Mesías. Y, al Mesías, Dios le dice: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy». Nunca jamás ha dicho cosa semejante de ningún ángel. Es verdad que, en el Antiguo Testamento, a los ángeles se los llama algunas veces «hijos de Dios», pero en plural: por ejemplo, al comienzo del libro de Job Oob 1,6; 2,1). Pero, en plural, el título significa simplemen~ te una categoría de seres celestiales. Dios no ha dicho jamás a un ángel singular: «Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy». Pero, en cambio, lo ha dicho a Cris~ to. ¿Cuándo? La Liturgia lo aplica al Nacimiento, pero la Carta a los hebreos, y san Pablo en un discurso (He 13,33), lo aplican a la resurrección de Cristo. En la resu~ rrección de Cristo, Dios ha dicho a Cristo: «Tú eres mi Hijo». En cuanto persona, está claro que Cristo ha sido siempre el Hijo de Dios, porque es «irradiación de la

gloria de Dios e impronta de su substancia» (Heb 1,3), pero su naturaleza humana no tuvo inmediatamente la gloria filial, porque el Hijo no ha asumido la condición de hijo, sino de «esclavo», dice san Pablo en la Carta a los filipenses (Flp 2,7). Había asumido una condición humilde, no gloriosa. Después de la Pasión, en cambio, ha obtenido la gloria filial incluso en su naturaleza hu, mana. La pregunta retórica del autor, hecha con tono de desafío, es para nosotros motivo de gozo y de orgullo espiritual. Vemos a nuestro Maestro Jesús proclamado Hijo de Dios en su naturaleza humana y, por tanto, po, demos estar llenos de confianza y de seguridad. En un versículo posterior (Heb 1,6) se hace igual, mente referencia a la glorificación de Jesús, que es pro, clamado el Primogénito, en una aproximación al Salmo 88/89, donde Dios dice del Hijo de David: «Lo nombra, ré mi Primogénito, el excelso entre los reyes de la tierra» (v. 28). El autor afirma el cumplimiento de esta promesa en la glorificación de Cristo. Dios ha introducido enton, ces a Cristo como Primogénito de la nueva Creación; el autor usa el término cosmos, «mundo», pero habla de la nueva Creación llamada oikoumene (literalmente: «La [región] habitada»; cf Heb 2,5). Se trata no del N acimiento, sino de la glorificación. En aquel momento se ha dicho: «Que le adoren todos los ángeles de Dios» (Heb 1,6). Los ángeles deben someterse a Cristo, por' que el Hijo no es sólo un hombre, sino también el Hijo de Dios glorificado en su misma humanidad como Hijo de Dios. Después, en el versículo 8, se atribuye a Cristo el tí, tulo de «Dios». Mientras, de los ángeles, la Biblia dice: «Hace de sus ángeles, de los vientos, sus ministros como llama de fuego» (Heb 1,7), dando a entender de este

modo que los ángeles están a disposición de Dios para cualquier misión que haya que cumplir y, por tanto, son inestables, porque Dios se sirve de ellos de una forma o de otra. Pero, en cambio, del Hijo se dice: «Tu trono, oh Dios, permanece para siempre» (Heb 1,8). A través de esta cita del Salmo 44/45, se proclama la divinidad de Cristo. En el contexto primitivo del salmo, este título no tenía su pleno significado, porque se aplicaba al rey de Israel como representante de Dios en la tierra. Pero cuando se aplica a Cristo glorificado, el título adquiere su plenitud de sentido, porque ya no estamos en un nivel terreno, sino en el nivel celeste. Cristo comparte el trono celeste de Dios y es verdaderamente Dios con Dios. El autor no duda en proclamar esto. En el evan~ gelio de Juan, Tomás al fin proclama: «Señor mío y Dios mío» On 20,28). Jesús es verdaderamente Dios con Dios y posee una realeza eterna. Después, el autor aplica a Cristo otras expresiones de este Salmo: «El cetro de la rectitud es el cetro de tu Reino. He amado la justicia y odiado la iniquidad» (Heb 1,8). Jesús ha amado la justicia y odiado la iniquidad porque ha sufrido por nuestros pecados. Una cita del Salmo 101/102 permite al autor presentar otro aspecto más del nombre de Cristo: «iTú, oh Señor, desde el principio has fundado la tierra y la obra de tus manos son los cielos!» (Heb 1,10). Es el texto más profundo de toda la Biblia sobre la colaboración de Cristo en la Creación. El autor no duda en atribuir directamente a Cristo, Hijo de Dios, la creación del mundo, y lo llama «Señor», en el sentido más pleno de este título, que se atribuye a Dios y que adquiere este sentido divino. La dignidad de Cristo consiste en el hecho de que él es el Señor creador del cielo y de la tierra con Dios Padre, y

que ahora tiene el poder de realizar el juicio último y de hacer perecer la vieja creación: «Ellos perecerán, tú per, maneces. Se desgastan como un vestido, lo envuelven como un manto, serán como un hábito que se cambia; tú en cambio permaneces y tus años no tendrán fin» (Heb 1,11). Si los ángeles son poderosos en el mundo porque mueven los astros, j cuánto más potente es el Cristo glorificado, el cual tiene el poder de poner fin a la vieja creación, porque ha inaugurado una nueva Creación por medio de su resurrección! Finalmente el autor toma de nuevo el tono de desa, fío y pregunta: «¿A cuál de los ángeles ha dicho jamás: "Siéntate a mi derecha hasta que yo ponga a mis ene, migas bajo el escabel de tus pies"?» (cfHeb 1,13). Aquí los oyentes no vacilan, reconocen el primer oráculo del Salmo 109/110, al cual el autor ya se ha referido en el exordio, hablando de sentarse el Hijo a la derecha del Padre. A ningún ángel Dios ha dicho jamás nada seme, jante. Ninguno de ellos ha sido jamás invitado a sentar, se junto a Dios. Los ángeles están siempre en pie o en una posición de servicio, mandados a servir a aquellos que deben entrar en posesión de la salvación. Así, en el primer capítulo el autor nos ha presentado a Cristo en su relación con Dios, una relación extrema, damente estrecha. Cristo es el Hijo de Dios en el senti, do más pleno de la palabra; comparte el trono de Dios, tiene poder sobre el cielo y sobre la tierra, es Dios con Dios, Señor con el Señor. Nuestros corazones pueden exultar de alegría mientras repetimos en la oración estos textos gloriosos. Esto es sólo el primer aspecto del nombre de Cristo. Existe otro aspecto que para nosotros no es menos importante, más aún, establece otra diferencia entre

Cristo y los ángeles: Cristo es nuestro hermano. Así se presenta en el capítulo segundo. En los versículos 6,8, cita el autor el Salmo 8, que habla de la vocación del hombre: «En efecto, Dios no sometió a los ángeles el mundo venidero del cual estamos hablando. Pues ates ti, guó alguien en algún lugar: ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él? ¿Un hijo del hombre, para que cuides de él? Lo hiciste un poco inferior a los ángeles; de gloria y honor lo coronaste. Todo lo sometiste bajo sus pies» (Heb 2,1,8). La vocación del hombre, lo hemos visto ya, es la de ser virrey del universo. Dios habla al hom, bre de llenar la tierra, de someterla, de dominarla: todo debe estar sometido al hombre. El libro de la Sabiduría precisa en qué modo se debe realizar este dominio del hombre sobre la tierra: «Con tu sabiduría has formado al hombre, para que domine sobre las criaturas que tú has hecho, gobierne el mundo con santidad y justicia, y pronuncie los juicios con ánimo recto» (Sab 9,2,3). El proyecto de Dios sobre el hombre es este: que el hombre domine, gobierne el mundo con santidad y justicia. El autor hace entonces una reflexión sobre esta vo, cación del hombre. El texto del Salmo comprende tres afirmaciones: la afirmación del abajamiento debajo de los ángeles, la de la glorificación y la de dominación. A propósito de este tercer punto, el autor especifica que se trata de una dominación universal (Heb 2,8). Dios ha sometido todo al hombre, «nada dejó que no le estuviera sometido». El autor observa que este aspecto todavía no se ha logrado plenamente: «No vemos toda, vía que le esté sometido todo». El tercer aspecto no se ha realizado todavía ni siquiera para Cristo: Cristo está esperando que sus enemigos sean puestos como escabel de sus pies. Pero el autor advierte que los primeros dos

aspectos se han realizado plenamente en Cristo. Sugiere que el salmo se aplica especialmente a Cristo, porque no se puede decir que el hombre en general haya sido «abajado bajo los ángeles»: para ser abajado, en efecto, es necesario estar primero al mismo nivel; el hombre, por tanto, no ha sido propiamente abajado. En cambio, el Hijo de Dios ha sido abajado bajo los ángeles, siendo hombre entre los hombres, tomando esta forma humilde de existencia. Después ha sido coronado, y el autor precisa que ha sido coronado «a causa de la muerte que ha sufrido». Contemplando el Cristo glorificado, el autor descubre este otro aspecto de su nombre. Él es aquel en el cual la vocación del hombre llega a cumplimiento «para ventaja de todos» (Heb 2,9). El hombre que había sido abajado un poco más bajo de los ángeles ahora está coronado de gloria y de honor a causa de la muerte que ha sufrido. Nos encontramos en un contexto de solidaridad: Cristo ha obtenido su gloria por medio de su completa solidaridad con nosotros. Ha tomado sobre sí nuestro destino, que incluye necesariamente el sufri, miento y la muerte como consecuencia del pecado, y así ha llevado a cumplimiento nuestra vocación: la de ser coronados de gloria y honor. El autor afirma: «Convenía, en verdad, que aquel por quien es todo y para quien es todo llevara muchos hijos a la gloria, perfeccionando mediante el sufrimiento al que iba a guiados a la salvación» (Heb 2,10). Cristo, que es la Cabeza que nos guía a la salvación, fue hecho perfecto por el sufrimiento. Para podernos santificar se ha hecho solidario con nosotros, haciéndose una sola cosa con nosotros. El autor anuncia entonces: «Por eso no se avergüenza de llamados hermanos, diciendo:

"Anunciaré tu nombre a mis hermanos: en medio de la Asamblea te alabaré"». Esta cita está tomada del Salmo 21/22, salmo de la Pasión: «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado» (v. 2; Mt 27,46). Un salmo de súplica, pronunciado en una situación de extrema an~ gustia, pero que comprende también la promesa de un sacrificio de acción de gracias después de la liberación: «Anunciaré tu nombre a mis hermanos». Esto quiere decir: «Te daré gracias en medio de mis hermanos, en medio de la Asamblea cantaré tus alabanzas» (Heb 2,12). Cristo, en su pasión, ha hecho suyo este salmo, y por tanto ha prometido implícitamente anunciar el nombre de Dios a sus hermanos después de su victoria sobre la muerte; ahora él cumple esta promesa suya después de su glorificación. Su actividad actual consiste en anunciarnos el nombre de Dios, que es bueno, y su misericordia, que es eterna. Cristo nos reconoce como hermanos suyos. Hijo de Dios y hermano nuestro son los dos aspectos del nombre de Cristo, aspectos que lo hacen muy diferente de los ángeles: más unido a Dios, más unido a nosotros. Los ángeles sin embargo eran intermediarios entre las dos partes. Cristo tiene una mediación «englobante», que impli~ ca un descenso al nivel más bajo de la miseria humana, la de los condenados a muerte, y por este motivo ha sido exaltado hasta lo más alto de la gloria celeste, a la derecha de Dios en la gloria. Esta es verdaderamente la revelación cristiana más desconcertante: el Hijo de Dios desciende al último grado de nuestra miseria y por este motivo es exaltado en su naturaleza humana al grado más alto de la gloria divina. La gloria de Cristo no es la gloria de un ser ambicio~ so, satisfecho de su propia empresa, ni la gloria de un

guerrero que hubiera vencido al enemigo con la fuerza de las armas. Es la gloria del amor, la gloria de haber amado hasta el fin, de haber restablecido la comunión entre nosotros pecadores y su Padre. Por medio de su docilidad filial hacia Dios y de su solidaridad fraterna con nosotros, realizadas ambas hasta la muerte, Cristo ha llegado a ser y es el perfecto mediador, el Sumo Sa~ cerdote de la Nueva Alianza. Esta exposición de cristo~ logía tradicional desemboca así en una afirmación del sacerdocio de Cristo. Cristo ha llegado de este modo a ser el «Sumo Sacerdote, misericordioso y digno de fe para la relación con Dios» (Heb 2,17). Esta contempla~ ción nos infunde alegría y confianza, porque nosotros tenemos más que un abogado: tenemos un hermano que intercede por nosotros ante Dios, un hermano que ha prometido anunciarnos después de su glorificación el nombre del Padre y que lo anuncia ahora, un hermano que no se olvida de nosotros en su gloria, porque su gloria es fruto de su solidaridad con nosotros. Demos gracias a Nuestro Señor por esta revelación tan bella, tan consoladora, y pidamos la gracia de poder vivir al mismo tiempo la adoración hacia él, Hijo de Dios, Dios con Dios, Señor con el Señor, y la plena confianza en él, hermano nuestro.

4 Cómo Cristo ha llegado a ser Sumo Sacerdote (Heb 2,17,18)

Hemos visto esta mañana que en la primera parte de su homilía, el autor de la Carta a los hebreos demues, tra que el nombre heredado de Cristo, en virtud de su misterio pascual, comprende dos aspectos principales: Cristo Hijo de Dios y Cristo hermano nuestro. Es un nombre más excelente que el de los ángeles, porque Cristo está más unido al Padre y más unido a nosotros. Un nombre de mediador perfecto, un nombre de Sumo Sacerdote. Al final del capítulo 2, en el versículo 17, el autor declara: «Por eso tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos para llegar a ser un Sumo Sacerdote, misericordioso y digno de fe para la relación con Dios» (Heb 2,17). En ese texto, el autor efectúa dos innovaciones sor, prendentes, que debemos meditar para tener un con, cepto justo del sacrificio y del sacerdocio de Cristo, y un concepto justo de nuestra participación en ese sacerdo, cia. La primera innovación consiste en la aplicación a Cristo del título de Sumo Sacerdote; la segunda consiste en un modo nuevo de llegar a ser Sumo Sacerdote. La afirmación del sacerdocio de Cristo era, entonces, una gran novedad. Nosotros estamos ahora habituados

a hablar del Sacerdocio de Cristo, y la cosa nos parece obvia, sin ninguna dificultad pero, si examinamos los textos del Nuevo Testamento, observamos que, para los primeros cristianos, la cosa no era obvia. Antes de la Carta a los hebreos, ningún texto atribuye a Jesús el título de Sacerdote o de Sumo Sacerdote. En los evan~ gelios se dan a Cristo algunos títulos: Maestro, Profeta, Hijo de David, Hijo del hombre, Hijo de Dios. Pero jamás el título de Sumo Sacerdote. La tradición evan~ gélica usa este título sólo para el sacerdocio levítico y, desde luego, en la mayor parte de los casos, en un con~ texto de contraposición a Cristo. Los Sumos Sacerdotes, en particular, están presentados como hostiles a Jesús. San Pablo no usa jamás este título de Sumo Sacerdote ni para Jesús ni para otros. Es una situación que se comprende fácilmente, porque a primera vista no se percibía ninguna relación entre la existencia de Jesús y la institución sacerdotal, tal como existía en el Antiguo Testamento. La persona de Cristo no se presentaba como sacerdotal, según el concepto entonces en uso, por la simple razón de que Jesús no provenía de la tribu de Leví. Según la ley de Moisés, so~ lamente los miembros de la tribu de Leví podían acceder al sacerdocio. Jesús pertenecía a la tribu de Judá y, por tanto, según la Ley no era sacerdote. Durante su vida no pretendió jamás ser sacerdote, ni ejercitar cualquier función sacerdotal; su ministerio fue del género profético y sapiencial, no sacerdotal. El sacerdote antiguo era el hombre del santuario, el hombre del sacrificio ritual y de todo el sistema de pureza ritual. Jesús no entró jamás en el Santuario. Entró en los pórticos del Templo, pero jamás en el edificio del Santuario. No ofreció jamás un sacrificio ritual, no dio importancia a la pureza ritual.

En la predicación de los profetas aparece más de una vez una fuerte polémica contra el culto ritual de los sacerdotes, por ejemplo en el capítulo 1 del profeta Isaías leemos estas palabras de Dios: «¿A mí qué, tanto sacrificio vuestro? -dice Yavé-. Harto estoy de holo, caustos de carneros, de sebo de cebones; y sangre de novillos y machos cabríos no me agrada. (... ) N o sigáis trayendo oblación inútil» (Is 1,11.13). Una dura polé, mica. Jesús continuó en un cierto sentido esta tradición profética. Los evangelios refieren una acción sistemática de Jesús contra la concepción ritual de la religión. Con insistencia en palabras y en actos, Jesús luchaba con, tra el concepto antiguo de santificación por medio de separaciones rituales; este era el concepto del Antiguo Testamento, que no era capaz de elaborar otro. En una controversia sobre la pureza ritual, Jesús demostró que la verdadera religión no consiste en ritos de separación. La pureza ritual parecía, entonces, tener una importan, cia enorme, porque condicionaba la participación en el culto. Jesús negó esta importancia, diciendo a propósito de las observancias alimentarias: «No hay nada fuera del hombre que, entrando en él, pueda contaminar, lo» (Mc 7,15). El evangelista observa: «Declaraba así puros todos los alimentos» (Mc 7,19) y eliminaba, por tanto, la preocupación por la pureza ritual. En el mis, mo sentido se dirigen las iniciativas de Jesús sobre la observancia del sábado. Los episodios son numerosos en los cuatro evangelios. A este propósito, en el evan, gelio de Mateo, Jesús cita una declaración divina muy significativa para el nuevo concepto de sacerdocio. En el libro del profeta Oseas, Dios declara: «Yoquiero mi, sericordia y no el sacrificio ritual», no la inmolación de animales (Os 6,6). Entre dos modos posibles de servir a

Dios, uno con ritos e inmolación de animales, otro en las relaciones humanas, Jesús elegía decididamente el segundo, sabiendo que, frente a los sacrificios rituales, Dios prefiere la misericordia, es decir, la preocupación por las relaciones con las personas. Nada en la persona de Jesús, en su actividad o en su enseñanza, se movía en la dirección del sacerdocio antiguo. ¿Qué cosa decir de su muerte? ¿No se debe admitir quizá que en ella todo es sacrificial y, por tanto, sacer, do tal? Nuestra respuesta actual es afirmativa, pero en el tiempo de Jesús la respuesta era negativa. El carácter sacrificial de la muerte de Jesús no podía ser percibido directamente en la mentalidad antigua. En efecto, se pensó que el acontecimiento del Calvario no tenía nada de sacrificio ritual. Se presentó como lo opuesto, lo contrario de un sacrificio ritual, porque fue una pena legal, la ejecución de una condena a muerte. Una pena legal es lo contrario de un sacrificio. Se comprende bien la ausencia del vocabulario sacrificial y sacerdotal en los evangelios y en los primeros escritos del Nuevo Testamento. A pesar de esta situación, la Carta a los hebreos proclama que Cristo es sacerdote, es más, Sumo Sacer, dote, el verdadero y el único Sumo Sacerdote. ¿Cómo se justifica esta innovación, que después ha provocado otras innovaciones y en particular el concepto sacer, dotal de la vida cristiana y del ministerio cristiano? La innovación de la Carta a los hebreos se justifica como una ulterior profundización del misterio de Cristo a la luz de la Escritura. Como acontecimiento, el misterio de Cristo ha alcanzado su plenitud con la Pasión, la glorificación y el don del Espíritu. Su interpretación, sin embargo, deberá progresar poco a poco. Los apóstoles

habían recibido una revelación global, entendían que en Cristo se habían cumplido las Escrituras. Esta revelación global requería una elaboración progresiva en el modo de explicar todas las dimensiones del acontecimiento salvífico. Era necesario hacer «el inventario» de la ri, queza de Cristo. El autor de la Carta a los hebreos descubrió en el Salmo 109/110 el aspecto sacerdotal del misterio de Cristo, que no podía faltar, ya que entre las diversas tradiciones del Antiguo Testamento no se podía negar que un puesto importantísimo lo tenía la tradición sacerdotal. El sacerdocio es ciertamente uno de los aspectos principales de la revelación bíblica, y esto es natural, porque la vocación de Israel era la de ser el pueblo de Dios y la función del sacerdocio es precisa' mente la de asegurar la relación del pueblo con Dios. Esta importancia se encuentra reflejada en el Pentateu, co, que consagra largos capítulos a la organización del culto sacerdotal y describe la consagración del Sumo Sacerdote con muchos detalles. En los libros históricos se puede ver que toda la historia del pueblo elegido se ha centrado progresivamente sobre dos instituciones: por una parte la dinastía davídica y por otra el sacer, docio de Jerusalén. Resultó que la espera escatológica después del retor' no del exilio comprendía la espera de un Mesías sacer, dote. Esta espera fue atestiguada de manera muy explí, cita en los documentos de Qumrán, donde hay algunos textos que hablan de dos mesías, dos «Ungidos», uno que debía ser real y otro sacerdotal. En la Regla de la Congregación se lee: «Serán regidos por la primera Ley hasta el momento en que vendrán el profeta y el Mesías de Aarón y de Israel». El Mesías de Aarón y el Mesías

sacerdotal, el Mesías de Israel, es el Mesías davídico. En otros documentos (no de Qumrán), llamados el «Tes, tamento de los Doce Patriarcas», se expresa la misma esperanza. En un documento llamado «de Damasco» aparece el singular con dos nombres: el Mesías de Israel y de Aarón. En aquel ambiente, por tanto, parece que se esperaba un solo personaje con doble dignidad mesiáni, ca, sacerdotal y real. Esta esperanza era natural, porque el cumplimiento último debía ser un cumplimiento de todos los aspectos importantes del designio de Dios, y el aspecto sacerdotal era esencial, no podía faltar. Esta expectativa planteaba a los cristianos una difícil cuestión: ¿De qué modo responde el misterio de Cristo? ¿Qué relaciones con esta esperanza sacerdotal pueden ser reconocidas en el misterio de Cristo? A primera vista, como hemos mencionado, la respuesta parecía negativa, pero el autor de la Carta a los hebreos descu, brió en los salmos el oráculo que afirmaba el sacerdocio del Mesías (Sal 109/110,4). Hizo, pues, una reflexión profunda que lo llevó a reconocer que, efectivamente, el aspecto sacerdotal estaba presente en el misterio de Cristo y, más aún, que Cristo era el único Sacerdote perfecto. El cumplimiento de la Escritura había venido de una manera imprevista, desconcertante, como ocurre con frecuencia. La aplicación a Cristo del título de Sacerdote supuso una profundización en el concepto de sacerdocio, pro' fundización que debemos acoger. La tentación cons, tan te es la de tomar al Antiguo Testamento, porque el concepto de Antiguo Testamento corresponde a la re' ligiosidad espontánea. Pero la fe cristiana es diversa. El modo en que, según la Carta a los hebreos, Cristo debía llegar a ser Sumo Sacerdote es completamente nuevo:

«Tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos para llegar a ser un Sumo Sacerdote». Es admirable. Esto va en la dirección contraria a toda la tradición bíblica del Antiguo Testamento, porque, lejos de hablar de asimi, lación, de semejanza, los textos del Antiguo Testamento subrayan, sin embargo, la necesidad de la separación, la separación ritual en vista de la santificación. Para en, trar en contacto con las realidades sagradas, los levitas estaban apartados, no tenían herencia entre los hijos de Israel (Dt 18,1,2). Su inscripción en el censo se hacía separadamente (Núm 1,47). Para Aarón y sus hijos, la separación es todavía más acusada a través de los ritos de consagración, especialmente la inmolación de anima, les en cantidad (Lev 8) o, después, con preceptos muy severos de pureza ritual (Lev 21). Así, el Sumo Sacer, dote antiguo aparecía como un ser elevado por encima del común de los mortales. La primera palabra que el Sirácida usa para hablar de Aarón es para ensalzarlo: Dios ensalzó a Aarón (Sir 45,6). El sacerdocio lo aparta de los demás. El Sirácida no se cansa de describir el es, plendor del sacerdote cuando habla de Aarón y después cuando habla de Simón, el sacerdote de su tiempo. Usa todos los parangones celestes: el sol, la luna, las estre' llas, el arco iris (Sir 50,5,7). El sacerdote se encuentra en la zona celeste. Hasta el final del tiempo del Éxodo, una semejante dignidad suscitaba ambiciones y celos. Recordemos el episodio de Coré y de sus cómplices, que querían tomar para sí el sacerdocio (Núm 16). En los siglos que siguieron al exilio, las rivalidades se hicieron todavía más ásperas, porque la autoridad política estaba unida a la autoridad sacerdotal. El libro segundo de los Macabeos refiere en el capítulo 4 lo que eran situacio, nes habituales: corrupción, maniobras políticas e incluso

homicidio. Los documentos de Qumrán expresan críti~ cas semejantes a un Sumo Sacerdote impío. Sobre el fondo de este contexto histórico, la afirma~ ción de la Carta a los hebreos expresa un absoluto con~ traste, pues se opone directamente a la mentalidad y a la conducta de los Sumos Sacerdotes contemporáneos. A sus ojos, el pontificado constituía la mayor aspiración de ascensión social y, para 10grarIa, se buscaban los medios más eficaces, incluso deshonestos. Es precisamente en la dirección opuesta hacia la que Cristo orienta su ca~ mino. Para llegar a ser Sumo Sacerdote, Jesús renuncia a todo privilegio y, en vez de colocarse por encima de los demás, se hace en todo semejante a ellos, semejante a los hermanos, aceptando hasta el abajamiento de la Pasión y de la muerte. En vez de una posición más alta, intermedia entre el hombre y Dios, Cristo ha tomado una posición muchísimo más baja, la de una solidari~ dad completa con los últimos de los hombres, con los condenados a muerte. Es claro que cuando el autor dice que debía hacerse igual en todo a los hermanos, piensa especialmente en esto, no solamente en la encarnación, de la cual ha hablado en los versículos precedentes, sino sobre todo en el sufrimiento y en la muerte. En el verso siguiente (18) afirma inmediatamente que Cristo, «habiendo pasado él la prueba del sufrimiento, puede ayudar a los que la están pasando» (Heb 2,18). Esta actitud no se oponía sólo a los abusos deplorados por el autor del libro de los Macabeos, sino que también se movía en contra de las ideas tradicionales de los judíos más religiosos. Estos tenían un gran celo por la santidad del sacerdocio, observaban el mantenimiento de las separaciones rituales. Exigir del Sumo Sacerdote una semejanza completa con los demás miembros del

pueblo de Dios les parecía incompatible con el justo concepto del sacerdocio. En particular, el contacto con la muerte estaba absolutamente prohibido al Sumo Sacerdote, porque se percibía una incompatibilidad entre la corrupción de la muerte y la santidad de Dios. El Sumo Sacerdote no tenía derecho a hacer el luto por ninguno, ni siquiera por su madre o por su padre (Lev 21,11), porque sería un contacto con la muerte. Jesús, en cambio, llegó a ser Sumo Sacerdote por medio de sus sufrimientos y de su muerte, ofrecidas con obediencia filial y solidaridad fraterna. Evidentemente, es la meditación sobre el misterio de Cristo, el misterio de la Pasión y de la Pascua, la que ha conducido al autor de la Carta a los hebreos a cambiar la perspectiva, insistiendo sobre la exigencia de solidari, dad humana y abandonando la idea de separación ritual. En el misterio pascual de Cristo, la aceptación completa de la solidaridad humana ha realizado efectivamente lo que los ritos antiguos de consagración sacerdotal, por medio de separaciones, se esforzaban en vano en ob, tener, esto es, la elevación del hombre a Dios, la unión de la naturaleza humana con Dios. Este misterio tiene, por tanto, un pleno valor de consagración sacerdotal. La gloria de Cristo resucitado ha sido reconocida como gloria sacerdotal. El autor lo ha dicho en el versículo 9: Cristo, por haber sufrido la muerte, ha sido coronado de gloria y de honor (Heb 2,9). Jesús ha sido admitido con su naturaleza humana en la intimidad de Dios. En vez de efectuarse a través de la separación legal, su elevación hasta Dios se ha realizado gracias a la aceptación de una total comunidad de destino con sus hermanos, la cual lo ha establecido al mismo tiempo en la misericor,

dia sacerdotal. La actitud generosa de Jesús mediador fue la de acoger plenamente la solidaridad humana. El sufrimiento humano existía; la muerte, el pecado existían. Jesús descendió hasta el fondo de esta miseria humana, introduciendo allí su amor y trazando así una vía de salida y de salvación. Hizo del sufrimiento y de la muerte una ocasión de amor extremo. Así llegó a ser Sumo Sacerdote, porque así trazó la vía de la Nueva Alianza, la vía de la comunión con Dios recuperada para nosotros pecadores. Todo esto es extraordinariamente bello. En la plega~ ria podéis contemplar este designio admirable de Dios: Jesús «tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos para llegar a ser un Sumo Sacerdote» (Heb 2,17~18). Aceptó la humillación, el sufrimiento, la muerte, con generosi~ dad inmensa. Debemos concebir nuestra participación en su sacerdocio de este modo: debemos llegar a ser profundamente solidarios con nuestros hermanos, tomar sobre nosotros los gozos y los sufrimientos, las fatigas y las esperanzas, las preocupaciones y las aspiraciones de los otros, para manifestarles el amor de Dios y llevarles a la comunión divina. Me parece útil hacer una observación final sobre los ritos. Los ritos sacramentales de la consagración episcopal y de la ordenación presbiteral tienen un sig~ nificado y una eficacia radicalmente diversas de los del Antiguo Testamento, porque ponen en relación con la consagración sacerdotal de Cristo, efectuada por medio de la obediencia filial y de la solidaridad fraterna. Los ritos del Antiguo Testamento no tenían nada de esta eficacia ni de este significado. Debemos ser conscientes de este cambio profundo. Los ritos son siempre nece~ sarios, en un cierto sentido, pero es necesario ver cuál

es su eficacia, si ponen en relación o si sólo separan. El dinamismo de la comunión y del amor, introducido por el Espíritu Santo en el corazón de Jesús, quiere entrar también en nuestros corazones para hacer de nosotros verdaderos ministros de la Nueva Alianza. Abríos, pues, a esta revelación de un nuevo modo de concebir el sa, cerdocio y pedid la gracia de ser dóciles a este intenso dinamismo.

5 Cristo, Sumo Sacerdote digno de fe (Heb 3,1-4,14)

Cuando, por primera vez, al final del capítulo 2, el autor de la Carta a los hebreos habla de Cristo como archiereus, «Sumo Sacerdote», añade dos calificativos a este título: «misericordioso y digno de fe». Cristo «tuvo que asemejarse en todo a sus hermanos para llegar a ser un Sumo Sacerdote, misericordioso y digno de fe para la relación con Dios» (Heb 2,17). Se puede advertir que estos adjetivos no expresan una virtud individual, como sería, por ejemplo, la valentía, la paciencia, la prudencia, sino que miran a la relación entre las persa, nas, y por eso indican dos cualidades verdaderamente sacerdotales, dos cualidades indispensables para ejercer la mediación sacerdotal, e indispensables también para ejercer el ministerio pastoral. Estas corresponden tam, bién a las dos dimensiones de la mediación de Alianza. «Digno de fe» mira la capacidad de poner al pueblo en relación con Dios, como dice explícitamente el autor: «Digno de fe para las relaciones con Dios». «Misericor, diosa» expresa la capacidad de comprensión, de ayuda fraterna para los hombres. Estas dos cualidades deben estar presentes necesariamente unidas para hacer a alguien sacerdote. Un hombre lleno de compasión para

con los hermanos, pero no acreditado ante Dios, no podría ejercer la mediación sacerdotal, establecer la Alianza. Desde el punto de vista religioso, su compa, sión sería estéril, sería sólo filantropía y permanecería a nivel terreno. En el caso inverso, un ser acreditado ante Dios, pero al que le faltase el lazo de la solidaridad con nosotros, no podría ser nuestro sacerdote. Su posición de autoridad no sería para nuestro bien. La unión de estas dos capacidades de relación es fundamental para el sacerdocio de la Nueva Alianza. En Cristo, tal unión está perfectamente asegurada por el hecho de que él está junto a la gloria filial por medio de la Pasión, esto es, por medio de la solidaridad completa con nosotros. Nosotros, que participamos del sacerdocio de Cristo, debemos tener estas dos cualida, des, estas dos capacidades de relación. Al comienzo del capítulo siguiente, el autor retorna de nuevo el segundo adjetivo: «Digno de fe». Dice: «Por esto, hermanos santos, partícipes de una vocación celeste, fijad bien la mente en Jesús, el Apóstol y Sumo Sacerdote de la fe que profesamos, el cual es digno de fe por Aquel que lo ha constituido así como Moisés en toda su casa» (Heb 3,1,2). Con frecuencia, en estos versículos, el adjetivo griego pistos no se traduce como «digno de fe», sino como «fiel». La primera edición del Nuevo Testamento de la Conferencia Episcopal Italia, na ponía «fiel». La nueva edición lo ha corregido y ha puesto «digno de fe»: corrección óptima, porque digno de fe es el primer sentido del adjetivo griego adoptado por el autor, y es este el sentido requerido por el contex, to. «Fiel» es un sentido derivado, posible en otros con, textos, pero que no va bien en este. Cuando se traduce «fiel», el verbo se pone en pasado: considerad a Jesús,

el cual ha sido fiel en su vida, en su Pasión. En la frase griega, sin embargo, encontramos el participio presente: el autor no nos invita a contemplar a Jesús en el pasado, sino como es ahora, Cristo glorificado, el cual se revela plenamente digno de fe, fiable, con autoridad. Con su resurrección, Dios lo ha presentado a todos como digno de fe, como dice san Pablo al final del discurso en el areópago en los Hechos de los apóstoles (He 17,31). No se trata de la fidelidad de Cristo en la relación con Dios, una cualidad que Cristo ciertamente ha poseído con plenitud, no lo dudamos; aquí se trata de otra cualidad, que Cristo posee ahora en cuanto está glorificado. En efecto, para precisar su pensamiento, el autor introduce un parangón con Moisés, refiriéndose al li, bro de los Números, capítulo 12, en el cual no se trata de la fidelidad de Moisés, la cual no ha sido perfecta (cf Dt 32,50,51), sino del problema de su autoridad. María y Aarón hablan en contra de Moisés, diciendo: «¿El Señor acaso ha hablado sólo por medio de Moisés? ¿No ha hablado también a través de nosotros?» (Núm 12,1,2). Como se puede ver, María y Aarón ponían en cuestión la autoridad de su hermano, su papel de mediador privilegiado de la palabra de Dios. El Señor escucha este rechazo y responde con firmeza: «jEscu, chad mis palabras! Se os dará un profeta, yo, el Señor, en visión me revelaré a él, en sueños hablaré con él, así como con mi siervo Moisés, él es digno de fe en toda mi casa» (Núm 12,6,7). El autor de la Carta a los hebreos ha recogido esta expresión. La «contestación» fue cas, tigada, «la ira del Señor se encendió contra ellos ... y he aquí que María quedó leprosa, blanca como la nieve» (Núm 12,9.10). María fue castigada porque puso en cuestión la autoridad de su hermano como mensajero

privilegiado de la palabra de Dios. Para ser curada de la lepra, necesitó la intercesión de su hermano, esto es, la autoridad del hermano. La frase sobre Moisés (Heb 3,2) remite al libro de los Números; la que trata de Jesús remite al oráculo dirigido al rey David por medio del profeta Natán. Al final de este oráculo, Dios dice del Mesías, hijo de Da~ vid, hijo de Dios: «Yolo haré digno de fe en mi casa, en mi Reino» (ICor 17,14 [versión de los Setenta]). El autor ofrece este argumento de la Escritura para afirmar que Jesús es digno de fe. Ya en su vida pública, Jesús se mostró con autoridad, digno de fe, como dicen los evangelios: «Les enseñaba no como los escribas y fari~ seas, sino como uno que tiene autoridad» (Mc 1,22). Su autoridad se manifiesta plenamente en las antítesis del Sermón de la montaña: «Habéis oído que se ha dicho ... Pero yo os digo... » (Mt 5,21~22.27~28.31~32.33~34.38~ 39.43~44). Esta autoridad tuvo cumplimiento perfecto en el momento de la Resurrección; alcanzó entonces una perfección inimaginable. Dios presenta a Cristo resucitado como digno de fe para las relaciones con Él. Acojamos con gozo esta revelación divina, acojamos a Cristo, nuestro Sumo Sacerdote, digno de fe para las relaciones con Dios. Después de haber hablado así de Jesús, Sumo Sacer~ dote digno de fe, el autor confirma esta cualidad atri~ buyendo a Jesús la faceta de constructor de la casa, una calificación que no se le había dado a Moisés, el cual no había construido una casa para Dios, sino sólo una tienda, una modesta tienda. El hijo de David, en cam~ bio, debía ser el constructor de la casa de Dios, siempre según el oráculo de Natán, en el cual Dios decía: «Él me construirá una casa» (2Sam 7,13; 1Cor 17,12).

Cristo fue el constructor. A los judíos que le pedían una prueba de su autoridad después de haber expulsado a los mercaderes del templo, Jesús responde: «Destruid este templo y en tres días lo haré resurgir» On 2,19). El evangelista explica: «Hablaba del templo de su cuerpo» On 2,21). El autor de la Carta a los hebreos dice: «En comparación con Moisés, él ha sido juzgado digno de una gloria tanto mayor cuanto de mayor honor goza el constructor en relación con la casa misma» (Heb 3,3). Con la Pasión y la Resurrección, Cristo construyó la casa de Dios. El autor añade otro argumento y hace una comparación con Moisés, diciendo que, mientras Moi, sés fue reconocido «digno de fe en toda la casa de Dios, como servidor», Cristo lo es «como Hijo sobre la casa». Moisés era mencionado como «servidor» (therapon) de Dios, no «esclavo» (doulos). «Servidor» es un título más elevado. Pero Cristo tiene un título todavía más alto: es «Hijo», siempre según el oráculo de Natán (2Sam 7,4; 1Cor 17, 13), confirmado por los evangelios (Mt 3,1 7; 17,5 par.); y, en cuanto Hijo, él tiene la autoridad sobre la casa. Ved con qué insistencia el autor presenta esta prime, ra cualidad sacerdotal de Cristo: el ser digno de fe, con autoridad, fiable para las relaciones con Dios. Nosotros, que participamos del sacerdocio de Cristo, debemos ante todo tener esta cualidad: ser dignos de fe para las relaciones con Dios. Podemos preguntamos si realmente lo somos. ¿Cuál es la condición para ser verdaderamente digno de fe para las relaciones con Dios? La condición es estar plenos de fe en Cristo. El que está lleno de fe en Cristo participa de la autoridad de Cristo mismo. El autor, por tanto, prosigue su predicación con una larga exhortación, que pone en guardia contra la falta

de fe, la ausencia de fe: apistía. Después de haber dicho: «Su casa somos nosotros, a condición de que conserve, mas la libertad y la esperanza, de la que nos enorgulle, cemos» (Heb 3,6), el autor continúa: «Por esto, como dice el Espíritu Santo, si oís hoy su voz, no endurezcáis vuestro corazón, como en el día de la rebelión, en el día de la tentación en el desierto». Es una cita del Salmo 94,95, el cual sirve también en la oración de las Horas como Invitatorio. En el Antiguo Testamento, la voz de la que habla este salmo es la voz de Dios: «Escuchad su voz». Pero, en el contexto de la Carta a los hebreos, la voz es la de Cristo: «Si oís hoy su voz», porque ahora la voz de Dios nos alcanza por medio de la voz de Cristo. Las palabras de Dios nos vienen comunicadas por Cris, to y debemos dar nuestra fe a Cristo, acoger con fe sus palabras, su ministerio, para llegar también nosotros a ser dignos de fe en relación con Dios. El texto hebraico del Salmo se refiere a diversos episodios de la historia del Éxodo. En él se indican dos nombres de lugar, Masá y Meribá, y es, además, una referencia a otro episodio que se cuenta en el libro de los Números, capítulo 13, donde hay un juramento de Dios: «Así lo he jurado en mi ira, no entrarán en mi reposo» (Sal 94/95,11; cf Núm 14,21,23). En el texto griego, citado naturalmente en la Carta a los hebreos, la referencia es únicamente a este último episodio, porque los dos nombres, Masá y Meribá, están traducidos como nombres comunes, lo que son en realidad: dos nombres comunes de dos lugares de la Biblia. Olvidamos quizá demasiado fácilmente este importante episodio del libro de los Números, narrado inmediatamente después de la protesta contra Moisés. Mantenemos la idea de que se necesitaron cuarenta años para atravesar el desierto. El

libro de los Números, sin embargo, y el Deuteronomio, nos cuentan que, después de haber salido de Egipto y de estar un breve período de tiempo en el desierto del Sinaí, los israelitas fueron invitados por Dios a entrar inmediatamente en la Tierra Prometida. Dios dice: «Yahabéis estado bastante tiempo en esta montaña; volveos, levantad el campamento e id hacia la montaña de los amorreos. He aquí, yo os he puesto el país delante de vosotros. Entrad, tomad posesión de la tierra que el Señor ha jurado dar a vuestros padres» (Dt 1,6~8). El Deuteronomio precisa que, de la montaña del Sinaí hasta Cades Barne, que se encuentra frente a la Tierra Prometida, hay sólo 11 días de camino (Dt 1,2), no cuarenta años. El pueblo pide que primero sean mandados algunos hombres a explorar este país desconocido: fueron man~ dados doce hombres, uno por cada tribu, a los cuales Moisés dio instrucciones precisas (Núm 13,17~20). Al regresar de la exploración, los doce hombres ofrecen dos informaciones que contrastan. La primera es muy posi~ tiva: «Nosotros hemos llegado al país donde nos habéis mandado y es verdaderamente un país donde corre la leche y la miel. He aquí sus frutos» (Núm 13,27). En ese momento los hombres mostraron un racimo de uvas de dimensiones tan enormes que se requerían dos hombres para transportado en una pértiga (Núm 13,23). Ese racimo se convirtió en el símbolo de la Tierra Prome~ tida. Hoy se encuentra en las monedas y en los sellos de Israel. La otra información era menos entusiasta. Comienza con un «pero»: «Pero el pueblo que habita en el país es poderoso; las ciudades están fortificadas, y son inmensas; hasta hemos visto allí descendientes de Anac» (Núm 13,28).

Después de estas dos informaciones contrapuestas, son posibles dos actitudes diferentes. La primera es una actitud de fe que se centra en la palabra del Señor, el cual dijo: Entrad, tomad posesión. Es la actitud sugerida por Moisés, que dice al pueblo: «No os asustéis, no les tengáis miedo, el Señor mismo, vuestro Dios, os prece~ de, combatirá por vosotros» (Dt 1,29~30). Si se tiene fe en la palabra de Dios, en la fidelidad de Dios a sus pro~ mesas, se sigue adelante con valentía, se afrontan todas las situaciones, sabiendo que están siempre ayudados por el Señor. «Todo es posible para el que cree» (Mc 9,23), porque tiene la ayuda de Dios. La otra actitud, por el contrario, no se concentra en la palabra de Dios, sino en la dificultad de la empresa. La gente del país es poderosa, las ciudades están fortifi~ cadas. La psicología nos enseña que, cuando la atención se fija sólo en las dificultades, estas se agigantan en la imaginación. Y esto es lo que ocurrió a los israelitas en esta circunstancia; decían: «¿Dónde podemos andar no~ sotros? ¡Aquella gente es más grande que nosotros, las ciudades son grandes y fortificadas hasta el cielo, y hay también gigantes!» (Dt 1,28). La atención se concentra en la dificultad y esta parece insuperable: ¿Cómo asediar y asaltar ciudades fortificadas hasta el cielo? Esto lleva a dudar de las buenas intenciones y de las promesas del Señor. Dicen: «El Señor nos odia. Para esto nos ha hecho salir del país de Egipto, para ponernos en manos de los amorreos y destruirnos» (Dt 1,27). Atribuyen a Dios intenciones hostiles, un proyecto de destrucción y no de amor. Esta actitud del pueblo ofende naturalmente al Señor, porque se opone a su plan de amor, así que pregunta: «¿Hasta cuándo me despreciará este pueblo,

hasta cuándo no tendrán fe en mí, después de todos los milagros que he hecho en medio de ellos?» (Núm 14,11). Dios hace ahora el juramento recordado en el Salmo: «Por mi vida, todos estos que me han puesto a prueba ciertamente no verán el país que he jurado darles. Ninguno de aquellos que me han despreciado lo verá» (Núm 14,20~23). Dios decide que todo el pueblo vague por el desierto durante cuarenta años hasta que hubiera muerto la generación de adultos que se rebeló. Sólo la nueva generación formada por los niños que no han podido ser cómplices de la rebelión entrará en la Tierra Prometida (Dt 1,39). El autor de la Carta a los hebreos pone ante nuestros ojos este episodio y lo compara con nuestra situación de cristianos. Esta no corresponde a la situación de los israelitas que caminaron cuarenta años por el desierto, sino a la de los israelitas que se encontraron ante la frontera de la Tierra Prometida. Los cuarenta años en el desierto son para los que no creen. Nosotros, en cambio, estamos en la frontera de la Tierra Prometida y escuchamos proclamar esta Buena Noticia del Evangelio: «El reino de Dios está cerca de vosotros» (Mc 1,15): el reino de Dios está próximo y so~ mas invitados a entrar inmediatamente: «Esforcémonos, pues, por entrar» (Heb 4,11), dice el autor, que explica: «Entremos desde ahora por medio de la fe» (Heb 4,3). El Señor nos invita a entrar en su Reino para recoger en él los frutos del Espíritu Santo, que son mucho más bellos que el legendario racimo de uvas. Los frutos del Espíritu, dice san Pablo, son el amor, la alegría, la paz (GáI5,22). El Señor nos invita a vivir las bienaventu~ ranzas proclamadas por Él mismo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de

los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados 10s que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventura, dos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos» (Mt 5,3,10). Obviamente, encontraremos dificultades, peligros, obstáculos, tanto que a veces estaremos tentados de perder la confianza y volver atrás. Las dificultades no pueden faltar, pero no deben constituir un motivo para el desaliento. Debemos entonces proclamar nuestra fe, como hacía san Pablo con un tono de desafío en la Carta a los romanos. San Pablo preguntaba: «¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿La tribulación? ¿La angustia? ¿La persecución? ¿El hambre? ¿La desnudez? ¿Los peligros? ¿La espada? Como dice la Escritura: "Por tu causa morimos todo el día; tratados como ovejas des, tinadas al matadero". Pero en todo esto salimos vence' dores gracias a aquel que nos amó» (Rom 8,35,37). San Pablo emplea un nuevo verbo griego, hipemikao (