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Spanish Pages [174] Year 2009
Armand Mattelart
Diversidad cultural y mundialización
PAIDOS Barcelona • Buenos Aires • México
Título original: Diversité culturelle et mondialisation Publicado en francés, en 2005, por Editions La Découverte, París Traducción de Gilíes Multigner Cubierta de Mario Eskenazi Esta obra ha sido publicada con una subvención de la Dirección General del Libro, Archivos y Bibliotecas del Ministerio de Cultura.
Esta obra se benefició del P.A.P. GARCÍA LORCA, Programa de Publicación del Servicio de Cooperación y de Acción Cultural de la Embajada de Francia en España y del Ministerio francés de Asuntos Exteriores Quedanrigurosamenteprohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del copyright, bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo públicos. © 2005 Editions La Découverte © 2006 de la traducción, Gilíes Multigner © 2006 de todas las ediciones en castellano, Ediciones Paidós Ibérica, S. A., Mariano Cubí, 92 - 08021 Barcelona http://www.paidos.com ISBN: 84-493-1835-1 Depósito legal: B-48.566/20O5 Impreso en Hurope, S.L., Lima, 3 - 08030 Barcelona Impreso en España - Printed in Spain
Sumario
Introducción
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1. La domesticación de lo diverso La sociedad y la comunidad ¿Una o unas civilizaciones? La literatura, entre lo nacional y lo universal. . . [Utopías: la parábola del g a s t r ó s o f o ] . . . . . . . [Una estrategia voluntarista de unificación lingüística: el antecedente de la Revolución francesa] [El choque con la cultura del espectáculo] . . . . ¿Qué nivelación? La invención del «mundialismo» El estrechamiento del mundo [Entre mundialismo e internacionalización] . . . La Sociedad de Naciones: el aplazamiento del sueño de la unidad en lo diverso. [De un imperio a otro] [Lengua y resistencia: el Renacimiento indio] . .
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2. Geopolítica de las relaciones culturales El final de la cultura «santuarizada» La crisis del espíritu Cultura o información, tensión entre dos temporalidades [Relaciones de fuerza] Fabricar el asentimiento El esbozo de una política cinematográfica Fijación de cupo a las películas extranjeras . . . [¿Quién es el más apto para defender la identidad nacional? ¿El Estado o el mercado?] [La Motion Picture Association of America (MPAA)] Ambivalencias del discurso nacional [En Estados Unidos, los independientes también son el blanco de Hollywood]
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3. La institucionalización de la cultura La fundación de la UNESCO Un reconocimiento difícil [La Internacional Situacionista contra la burocratización de la cultura] Cultura de masas/cultura popular: la controversia conceptual La excepción antes de la excepción Movilización general contra un acuerdo leonino. [El concepto de industria cultural] [Un contexto favorable a la crítica del American way oflife] Una «política superior de la distracción humana» [Coca-Cola, Hollywood, un mismo combate] . . [La crisis de las majors] El papel de la Motion Picture Export Association of America (MPEAA)
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4. La «revelación» del intercambio desigual . . . . Los procesos de la colonización cultural
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9 La deshistorización [La doctrina de la contrainsurgencia: los estrategas descubren, durante algún tiempo, la diversidad] La violencia simbólica [Para un tercer cine] ¿Qué orden poscolonial de la comunicación? . . . . Crisis de la ideología del desarrollo y rehabilitación de las culturas Industrias culturales: la desestabilización del sector público [Industrias culturales: cultura + e c o n o m í a ] . . . . [El Manifiesto diferencialista] La interdependencia forzosa de las culturas . . . 5. La circularidad global/local La construcción de la red global Integrar la empresa para unificar el mundo. . . . Imaginarios de la mercadotecnia: de la emulación global a la «glocalización» [Sociedad global y nuevo universalismo] . . . . Pensar en el nuevo mundo de las alteridades . . . . De las mediaciones y de los usos [La post-Babel y el paradigma de la traducción]. [Artes de hacer: la memoria del «Nuevo Mundo»] Mestizajes/misceláneas: otras modernidades... Las trampas del relativismo cultural El consumo: un logotipo que también puede inhibir el pensamiento La desterritorialización: el inencontrable espacio posnacional [¿Qué multitud en qué espacio posnacional?] . . 6. La excepción cultural: ¿un modelo europeo? . . Premisas del espacio común La «cultura europea», objeto político no identificado El mercado de la televisión sin fronteras
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[El fin de la excepción publicitaria] [El peso de la posición francesa] El GATT y el contencioso euronorteamericano... La difícil búsqueda de un consenso intracomunitario [Las formas de apoyo a la industria cinematográfica y audiovisual] De la excepción a la diversidad: el consenso blando [El Parlamento europeo y el pluralismo mediático] [El Parlamento europeo y la Europa de la cultura]
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7. Geopolítica de la diversidad: el reto civilizacional ¿Qué política respecto de los «ecosistemas culturales»? La propagación de la excepción La diversidad cultural ¿instrumento jurídico? . . [Las movilizaciones contra el ALCA] [¿Hacia el choque de civilizaciones?] [Definir y medir la cultura] ¿Qué diversidad para qué orden mundial de las redes? Heterogeneidad de los actores, globalidad de los desafíos [La propiedad intelectual] ¿Qué sociedad del conocimiento en plural? . . . [Los oficios de lo inmaterial]
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Conclusión Bibliografía índice de nombres
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Introducción
«Todo discurso relativo a los problemas culturales pisa un terreno de palabras inestables; imponer una definición conceptual a estos términos es tarea imposible: sus significados dependen de funcionamientos pertenecientes a ideologías y sistemas heterogéneos», observaba Michel de Certeau, en 1974, en La cultura en plural. En el curso del tiempo, los cambios de sentido y el empobrecimiento de las palabras no han dejado de acentuarse. La ubicuidad de la expresión «diversidad cultural» y de sus declinaciones así lo atestigua en el umbral del nuevo milenio. El empleo de esta última es una amplia interpelación, un cajón de sastre en el que se encasillan realidades y posiciones contradictorias, dispuesto a todos los compromisos contextúales. Es en el nombre de la preservación de la diversidad cultural en el que Estados e instituciones internacionales abogan por la instauración de políticas públicas, nacionales y regionales, que tienden a convertir las creaciones de la mente, incluidas las audiovisuales, en una «excepción». Fomentar la diver-
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sidad ampliando el abanico de la oferta mercantil: ése es el argumento, en cambio, que esgrimen los grandes grupos de comunicación para oponerse a un estatuto singular de la cultura y justificar su carrera por la concentración. Mientras que los teóricos de la dirección empresarial y de la mercadotecnia convierten la articulación entre lo local y lo global en una condición para la flexibilidad de la empresa en el mercado-mundo, los profetas del espacio posnacional, al margen de sus filiaciones ideológicas, proclaman, por su parte, que el fin del Estado-nación señala el advenimiento de una sociedad civil mestizada a escala mundial. Las redes del altermundialismo erigen la diversidad de voces como principio de otro mundo posible y de su propio modo de organización. Los fundamentalismos de la diferencia niegan la mezcla de creencias y se crispan sobre la identidad cultural o étnica. Todas estas desviaciones e inversiones simbólicas ponen de relieve que el tema de la cultura y de las culturas, esquivado durante demasiado tiempo, constituye uno de los principales retos de la confrontación entre los distintos modos de percibir, concebir y construir el vínculo universal. Así ha sido a medida que se ampliaba el abanico de actores que razonan e intervienen en términos planetarios y que se expresaban los temores colectivos acerca de la homogeneización de los modos de vida y de pensamiento. El reconocimiento de la diversidad cultural como fundamento de la democracia es un fenómeno nuevo. Su trayectoria no lo es. Se inscribe en la larga duración y está jalonada de conflictos. La atención de que es objeto su ideal plural tiende a escamotear la memoria de un tiempo en el que resultaba inaudible por el rechazo de su escucha. El objetivo del presente libro consiste en situar los distintos movimientos clave de la historia que le han dado sentido al acarrear las definiciones materiales de la cultura, de las culturas, de las interacciones y de los fenómenos de aculturación que han marcado la vida de las sociedades. En excavar el subsuelo de las palabras inestables con el fin de poner al descubierto las diferentes sedimentaciones de la reflexión sobre la dimensión simbólica de los
INTRODUCCIÓN
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procesos conocidos, sucesivamente, como inter-, multi- o transnacionalización, y luego mundialización y globalización. En enseñar en qué medida las palabras están dotadas de un poder performativo, cómo actúan sobre el mundo. De la cultura a la comunicación, de la cultura a lo cultural, del pueblo al «público», del ciudadano al consumidor. Detrás de estas permutaciones y a lo largo de los dos últimos siglos ha estado permanentemente en juego el sentido de las tensiones entre el proyecto de «república mercantil universal», bajo el signo del librecambio, y el universalismo de los valores preconizado por la Ilustración; entre el etnocentrismo de las colonizaciones culturales y las luchas por la salvaguardia de las identidades; entre el espacio cerrado de lo nacional y los vectores transfronterizos; entre la filosofía del servicio público y el pragmatismo del libre juego de la competencia; entre la cultura legítima y las culturas populares; entre la alta cultura y la cultura de lo cotidiano. El saldo que arroja hoy en día este campo de fuerzas asimétricas es el del enfrentamiento entre una noción de cultura como «servicio» ofertado en el global democratic marketplace y otra entendida como «bien público común», prenda de un mundo en el que la palabra democracia reconquista su sentido. Prueba de que la posición medular adquirida por las problemáticas de la cultura en los debates sobre el proyecto de nuevo orden mundial acredita tanto el puesto atribuido a las redes y a las industrias de la cultura, la comunicación y la información en la nueva configuración del concepto de hegemonía y de las estrategias de poder, como la gravitación, a escala planetaria, de una esfera pública en formación que intenta conjugar el imperativo de la interculturalidad con el principio de igualdad. De ahí la pertinencia de la mirada geopolítica.
1. La domesticación de lo diverso
Homogéneo/heterogéneo: una pareja cuyos términos, en la sociedad industrial del siglo xix, se perciben y teorizan bien en forma de dicotomía bien como el anverso y el reverso de un mismo proceso. La creciente internacionalización de la circulación de ideas, bienes y personas, hace que surja el temor a la «nivelación». La noción de interdependencia expresa, a la vez, la influencia de las lógicas de la era de los imperios y la creencia en la inminencia de un planeta en el que las redes técnicas y las sociales se conjugarían para tejer un espacio solidario. Pero la promesa de una unidad compleja en la diversidad sale maltrecha del conflicto mundial entre las naciones civilizadoras.
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La sociedad y la comunidad ¿UNA O UNAS CIVILIZACIONES?
El siglo xix instaura el concepto canónico de cultura y la disciplina que lo convierte en su objeto, la antropología cultural o etnología. «En su más amplia acepción etnográfica, el término de cultura o civilización designa ese complejo que comprende, a la vez, conocimientos, creencias, arte, leyes, costumbres o cualesquiera otras facultades o hábitos adquiridos por el ser humano en cuanto miembro de una sociedad.» Es la definición que, en 1871, proporciona el británico E. B. Tylor en Primitive Culture [Cultura primitiva]. Lo que distingue a una sociedad de otra, observa, son los «modelos culturales» (patterns of culture). El espíritu del tiempo favorece la explicación evolucionista: la historia de las culturas se reduce a una sucesión de etapas por superar. La mentalidad colonial no tarda en parasitar la disputa conceptual sobre el sentido de los intercambios. Los partidarios de las llamadas teorías difusionistas sostienen que la corriente entre una y otra cultura pasa irreversiblemente desde la sociedad más «desarrollada» a la más «primitiva». La fe en una difusión sin retorno, en una aportación unilateral, instituye el dogma de la incapacidad de invención por parte de la sociedad situada en la parte baja de la escala del proceso civilizacional. Todo lo que se aparta de la matriz moderna u occidental —y para los raciólogos, de la raza blanca— se jerarquiza y cataloga de inferior y anterior. La receta para «recuperar el retraso» consiste en plegarse al modelo experimentado. La conquista del Nuevo Mundo y de los grandes viajes de descubrimiento había engendrado al «buen salvaje», figura exótica de lo diverso como suplemento de alma para uso de un viejo mundo en guerra perpetua. En la era de los imperios europeos, el vocablo «diverso» recobra el significado que tenía en el latín popular y que ha perdurado en el antiguo y medio francés: salvaje, malo, cruel. A partir de 1889, la exploración etnográfica tiene su escaparate en la Exposición Universal de
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París, emparejada con la Exposición Colonial. Inglaterra y Francia levantan los primeros mapas de las etnias africanas con fines de pacificación y control de las poblaciones. Esta parcelación de la especificidad cultural de los territorios es una ilustración de la «política de las razas», según la expresión de los administradores y de los government anthropologists de la era victoriana. Si bien la antropología cultural se define en relación con la «cultura primitiva», la antropología criminal, que surge en la misma época, la acota en el seno de las llamadas sociedades evolucionadas y advierte la supervivencia de los rasgos de la antecivilización entre los nuevos bárbaros y salvajes: los fuera de la ley, los delincuentes, las multitudes en movimiento, las «clases peligrosas». «No existe una civilización humana, sino diversas civilizaciones.» Desde Marcel Mauss hasta Franz Boas, desde Herbert Spencer y Emile Durkheim hasta Charles Horton Cooley, pasando por Gabriel Tarde, todos estos precursores de la antropología, de la sociología y de la psicología social comparten esta apreciación y la convierten en un desafío básico. A pesar de que, al denunciar con rara unanimidad las derivas del evolucionismo y de la raciología, difieren en cuanto a los protocolos de observación de lo diverso. En un artículo titulado «Nota sobre la noción de civilización» publicado en L'Année sociologique (1913),' el sociólogo E. Durkheim y el antropólogo M. Mauss estigmatizan la pretensión de una corriente de la etnología de querer sustraer el estudio de las civilizaciones del esquema de la sociología. Una civilización es «una suerte de medio moral en el que está inmerso un cierto número de naciones, cada una de cuyas culturas no es más que una forma particular». El estudio de la construcción de lo «supranacional» es indisociable del de las «interacciones colectivas de ór1. Las referencias onomásticas y/o cronológicas entre paréntesis remiten a la bibliografía quefiguraal final de la obra [los números de página indicados son los de los originales consultados por el autor, no los de las obras traducidas, en su caso, al castellano (N. del t.)].
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denes diversos». La vocación de las ciencias humanas es la de elucidar las «causas de la vida internacional», averiguar de qué depende el «desigual coeficiente de expansión e internacionalización» de cada civilización. Porque todos los hechos sociales no son igualmente aptos para saltarse las fronteras. Lo que «viaja, se toma prestado, proviene, en una palabra, de una historia que no es la de una sociedad determinada», son «los mitos, los cuentos, la moneda, el comercio, las bellas artes, las técnicas, las herramientas, las lenguas, las palabras, los conocimientos científicos, las formas y los ideales literarios». Durkheim y Mauss apenas si esbozan un debate que, a lo largo del siglo xx, enfrentará al enfoque etnográfico con la perspectiva sociológica y hará difícil el cruce entre niveles individuales y colectivos, entre lo micro y lo macro, entre lo contingente y lo necesario, entre usos y estructuras.
LA LITERATURA, ENTRE LO NACIONAL Y LO UNIVERSAL
El siglo xix inventa el moderno concepto de «literatura» y de «valores literarios». En el Manifiesto del partido comunista (1848), Marx y Engels asocian la idea de «literatura universal» con la de «mercado-universo»: «Lo que ocurre con la producción material también acontece con las producciones del espíritu. Las obras espirituales de las distintas naciones se convierten en el acervo común. Las limitaciones y los particularismos locales resultan cada vez más imposibles, y las numerosas literaturas nacionales y locales dan origen a una literatura universal» (pág. 165). El movimiento romántico, con Goethe a la cabeza, cree en una Weltliteratur, una literatura del mundo, en un Weltmarkt, un mercado mundial de intercambios de ideas, hacia el que confluirían las literaturas nacionales emergentes, una sinfonía total en la que la individualidad de la obra no haría que se perdiese de vista el conjunto. Este espacio de la diversidad literaria y lingüística concuerda con la aparición de los movimientos nacionalistas y con la exportación de la idea de nación. Se
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Utopías: la parábola del gastrósofo Desde el primer tercio del siglo xix, el utopista Charles Fourier fustiga la estandarización de los modos de vida sometidos a la feudalidad comercial e industrial. Los «civilizados» menosprecian las pasiones, ese resorte de las interacciones humanas y de las relaciones de interés que permite el engranaje de las afinidades, el intercambio libre y continuo entre las edades, los sexos y los grupos sociales. Especialmente las dos «pasiones gigantes»: la «aromal» o el placer del gusto y la sexualidad, zócalo del nuevo orden amoroso. La «civilización» ignora lo que es bueno y bello. No ofrece más que productos adulterados, frutas verdes y penurias. En la sociedad «Armonía», en cambio, el gusto es el elemento nodal del vínculo social; la panoplia de perfumes, sabores y colores, el emblema de la diversidad. «Un festín sabiamente dispuesto es un compendio del mundo, en el que cada parte figura a través de sus representantes», encarece Brillat-Savarin, «gastrósofo» y primo del utopista. Un imaginario que tiende un puente con la historia de los gigantescos toma y daca intercontinentales de frutas, legumbres e híbridos. Bajo la égida, al principio, de los árabes y de las poblaciones que colonizan y que se sitúan en el interfaz de dos ecosistemas diferentes, el mundo mediterráneo y Asia occidental. Bajo los efectos, luego, de los intercambios con el Nuevo Mundo. «Entre el pensamiento y la panza, existe una compleja red de afinidades y de confesiones que la reflexión haría mal en descuidar», observa el filósofo Michel Onfray (1989). La parábola de la pasión por el gusto no ha perdido nada de su actualidad. Muy al contrario. Como lo demuestra el alegato contra la comida basura y en defensa del principio de precaución alimentaria. Una protesta radical del nuevo orden rural y de la productivista
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huida hacia delante, que recuerda que, al poner en peligro los metabolismos de lo viviente, son la biodiversidad y la diversidad cultural las que resultan afectadas a largo plazo.
define en abierta contraposición al modelo de la universalidad de la literatura y de la lengua francesa, entendida como la lengua de la «civilización». Frente al cosmopolitismo aristocrático y racional del espíritu y del logos francés, heredado de la Ilustración y de la Revolución, toma posición un universalismo del pathos, de la intensidad del sentimiento, que se populariza inmediatamente (Casanova, 1999). La literatura recibe un papel mesiánico en la edificación de la identidad nacional. Goethe sueña con un «Libro nacional» en el que cristalizaría el alma histórica de la nación y que cumpliría una función similar a la que desempeñara la Biblia para la diáspora judía. A la concepción orgánica de la nación, formalizada por Fichte en su Discurso a la nación alemana (1807-1808), que pone el acento en la lengua y en la sangre, el ius sanguinis, la «comunidad» (en el sentido de la Gemeinschaft), el «genio», la «nación-cultura» (Kultur-nation), se opone la idea voluntarista de nación que rige la patria de los derechos humanos: el ius soli, la «sociedad», la «nación-contrato», la nación como construcción universalista que procede de la agregación de fidelidades individuales, y el Estado-nación. Al margen de los panteones literarios y de la invención de las tradiciones por los Estados y los nacionalismos románticos, la «novela popular», la novela de cuatro perras de las bibliotecas de estación o los folletines, se construye con capas de lectores cada vez más extensas, tanto en el interior como en el exterior de las fronteras de la nación. Los discípulos de Fourier lo intuyeron muy pronto: ya en la década de 1840 «auguraban conversiones masivas entre el público con la introducción de un folletín en La Phalange» (Benjamín, 1989, pág. 599). Por último, el siglo xix confiere sentido a la cuestión de la lengua en las políticas de hegemonía cultural a escala mundial.
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Una estrategia voluntarista de unificación lingüística: el antecedente de la Revolución francesa El informe del abate Grégoire sobre la «necesidad y los medios de aniquilar las hablas dialectales y de universalizar el uso de la lengua francesa» es un caso de libro. Revela las contradicciones de una «política de la lengua» al servicio de la construcción del Estado republicano, que se enfrentaba a la herencia de la feudalidad (de Certeau, Julia y Revel, 1975). A continuación, un extracto de este documento histórico, presentado el 4 de junio de 1794 en nombre del Comité de Instrucción Pública, que sienta las bases de una política pública de aprendizaje de la «lengua nacional» como «lengua de la igualdad». «Con treinta hablas dialectales distintas, todavía estamos, respecto del lenguaje, en la torre de Babel, mientras que, respecto de la libertad, constituimos la vanguardia de las naciones [...]. Ciudadanos, detestáis el federalismo político; abjurad el del lenguaje: la lengua ha de ser una, como la República. Desde el Norte al Mediodía, en toda la extensión del territorio francés, los discursos como los corazones han de estar al unísono. Estas distintas hablas dialectales han manado de la fuente impura del feudalismo; por esta sola consideración han de resultaros odiosas; son el último eslabón de la cadena que la tiranía os había impuesto; daos prisa en romperla. Hombres libres, abandonad el lenguaje de los esclavos para adoptar el de vuestros representantes, ¡el de la libertad! ¿Cómo podéis pronunciaros sobre la aceptación de las leyes, amarlas, obedecerlas, si desconocéis la lengua en la que están escritas? Proponer su traducción sería para vosotros un gasto añadido; supondría aminorar la marcha del gobierno; por lo demás, la mayoría de las hablas dialectales padecen una indigencia de palabras que sólo implica traducciones erróneas.»
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Francia se inquieta ante la progresiva pérdida de su predominio lingüístico. Lingua franca de la diplomacia, de la «gente bien educada y de la sociedad cortés» desde los tratados de Westfalia (1648), momento en el que el latín le cede el sitio, el francés tiene que hacer frente, en un «combate darwiniano», al «hegemonismo anglosajón», expresiones todas estas que salpican el diagnóstico previo a la creación de la red de la «Alianza Francesa» (1883) y a la acuñación del vocablo «francofonía» (1878). Con el cambio de siglo,florecenlas especulaciones sobre las incertidumbres de la redistribución del mapa mundial de las lenguas dominantes, dominadas o en vías de extinción. El novelista George Herbert Wells diseña el suyo en Anticipations (1901), si bien no logra determinar cuál de los dos idiomas, si el francés o el inglés, habrá desalojado al otro en el umbral del tercer milenio para convertirse en la «lengua agrupadora». El francés, si la «literatura seria», es decir, los libros científicos, filosóficos y literarios, sigue siendo el parámetro de la excelencia cultural. El inglés, si se multiplican los productos de la «literatura industrial», los libros que entretienen, tranquilizan, dan dinero a sus editores y a sus autores, pero no ayudan a los lectores a pensar ni a superarse a sí mismos. Se intuye que la esfera literaria e intelectual que, históricamente, ha contribuido a la construcción de un espacio público de debates y de formación de las opiniones, corre el riesgo de perder su fuerza subversiva al entrar en contacto con las leyes del consumo mercantil. Ya en 1839, al acuñar la noción de «literatura industrial», ancestro de la «cultura de masas», Sainte-Beuve estimaba que la mezcla entre las lógicas comerciales y el contenido editorial de los periódicos pervertía la misión emancipadora de la prensa: «Las consecuencias del anuncio fueron rápidas e infinitas. Por mucho que en el periódico se quisiera separar lo que seguía siendo concienzudo y libre de lo que resultaba venal, pronto se superó el límite. La publicidad sirvió de puente. ¿Cómo condenar a dos dedos de distancia lo que se proclamaba, dos dedos más abajo, como la maravilla de la época? Se impuso la atracción de las crecientes mayúsculas del anuncio: fue una montaña de imán que hizo que mintiera la brújula» (pág. 682).
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El choque con la cultura del espectáculo El primer encuentro a escala natural con la cultura del entertainment se produce ya en 1889 cuando, con ocasión de la Exposición Universal de París, irrumpe el espectáculo realizado por el periodista Crawford con la participación del actor Note Salsbury y de la tropa de Buffalo Bill, con sus «pieles rojas» y sus búfalos. Atracciones variopintas y carteles gigantescos pegados en las paredes de la capital. La idea ascética de la pedagogía del progreso que, cuarenta años antes, había suscitado el lanzamiento de la fórmula Exposición Universal en torno a los productos de la industria de «todas las naciones», se estremece ante esta representación del sueño americano. La prensa parisina comenta este primer choque con la cultura del espectáculo (Mattelart, 1994). Buffalo Bill ocupa la primera plana del número del 22 de junio del semanario Vlllustration. En portada, el contraste entre un simulacro de ataque de los indios a un convoy de inmigrantes y una tapicería de los gobelinos que representa a Enrique IV. Metáfora de dos formas de distraerse. «Buffalo Bill vence a Corneille... ¿Cómo quiere Vd. que el teatro luche contra estas realidades en las que todas las lecturas de Fenimore Cooper o de Gabriel Ferry toman cuerpo y tocan con el dedo la imaginación misma de los novelistas?» Para rivalizar con tales espectáculos, la comedianta Sarah Bernhardt «¡tendría que morirse en la segunda plataforma de la torre Eiffel!».
¿QUÉ NIVELACIÓN?
La palabra «nivelación», propia de los revolucionarios de 1789, sólo resulta inteligible al hilo de la simbología del «nivel». Figuras de la Igualdad, el nivel y la regla son los atribu-
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tos de la diosa Filosofía, emblema del culto a la razón. El nivel remite, pues, a la realización del ideal del igualitarismo ciudadano, del «civismo universal». En los debates sobre la sociedad industrial, en cambio, el término adquiere una connotación negativa: una sociedad compuesta de agregados monótonos, homogéneos e indiferenciados. Así lo entienden, por ejemplo, Alexis de Tocqueville y John Stuart Mili, entre los primeros en alarmarse ante elriesgode que la «pasión democrática» pudiera contribuir a la legitimación de un «despotismo democrático». A finales del siglo, la naciente sociología plantea teóricamente la cuestión de la diversidad al acotar la transición de la «comunidad» (Gemeinschaff) hacia la «sociedad» {Gessellschaft). La primera privilegiaba las relaciones afectivas y existenciales, así como los grupos primarios; la segunda destaca los vínculos contractuales tomados en un sistema de relaciones impersonal, anónimo y competitivo. El complejo mundo de las formas de organización racional, inscritas en la división del trabajo y en la diferenciación de funciones, obliga a que se redefinan las anteriores modalidades de sociabilidad. Ambivalente, la sociedad industrial significa más pluralismo, más autonomía y más libertad, pero también la normación de las actividades y la multiplicación de las fuentes de fragmentación. Con el reconocimiento de las libertades de prensa, de expresión y de asociación, la idea de tiranía de las mayorías y de los mediocres, de «multitud uniforme», cristaliza en la controversia sobre la formación de la opinión pública. Se asiste a los prolegómenos del debate sobre los «efectos» masivos de la prensa popular. La psicología de las multitudes crea entonces escuela. Sus conceptos clave: la sugestión, la sugestibilidad, el contagio mental, la alucinación. Sus principales partidarios: el médico psicopatólogo francés Gustave Le Bon (1895) y el sociólogo italiano Scipio Sighele (1901). La sociedad moderna, postulan estos autores, accede a la era de las multitudes, a la era de los colectivos irresponsables, irrazonables, sonámbulos, socavados por «fermentaciones psicológicas», «impulsos
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extraños». Teleguiado por el líder, ya sea político, sindicalista o periodista, el liderado pierde toda su autonomía. La prensa, y más concretamente las crónicas de tribunales, pero también la literatura policíaca, fabricaron a los delincuentes: es la tesis desarrollada por Sighele en varias obras. Gabriel Tarde, magistrado de profesión y fundador de la psicología social, se opone a la tesis del condicionamiento criminógeno de las mentes: la multitud pertenece al pasado. La actualidad es del (de los) público(s) formado(s) por la «puesta en comunicación habitual de los asociados mediante una corriente continua de informaciones y excitaciones comunes» (Tarde, 1989, pág. 45). El público representa, en este sentido, la sociabilidad acabada. Es un fenómeno cultural, de civilización. La definición de público da cuenta de la multipertenencia, dé la diferenciación: «Se puede pertenecer, al mismo tiempo, y de hecho se pertenece siempre simultáneamente, a varios públicos como a varias corporaciones o sectas; no se puede pertenecer más que a una sola multitud a la vez» (pág. 38). Estos públicos son «esencialmente y constantemente internacionales», como lo prueba la diseminación de los lectores de los grandes periódicos, The Times, Le Fígaro, o de las grandes revistas, en el mundo entero. Siempre con cargo a las teorías victimizantes, Tarde se interroga acerca de las posibilidades de interpretación diferencial de la prensa según los lectores: el público actúa y reacciona ante la actualidad a la que se enfrenta. Pero también señala los posibles límites de esta interacción: ¿cómo escapar a la prescripción del periódico que intenta, cada vez más, fijar la atención de la totalidad de los lectores destacando las noticias, proponiendo un «gancho», ese «punto brillante que sirve de cebo»? En el caso de Le Bon, psicología de la multitud rima con psicología de los pueblos. Su teoría sobre la multitud-populacho y el alma de la multitud hace juego con su teoría sobre la raza y el alma de la raza. El mestizaje es degeneración (Le Bon, 1894).
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La invención del «mundialismo» E L ESTRECHAMIENTO DEL MUNDO
«Personas, productos, ideas han alcanzado un extraordinario grado de civilización universal... El hombre quiere el universalismo y lo busca como un bien... Así se constituye gradualmente, con todos los pensamientos nacionales y étnicos, un pensamiento mundial, gracias a los viajes, a las publicaciones, a los congresos, a las exposiciones» (pág. 12). Con estas palabras se abre, en 1912, el primer número de la revista La Vie internationale (1912), fundada por los abogados belgas Henri La Fontaine y Paul Otlet. El primero es premio Nobel de la Paz y una de las cabezas pensantes de la Unión Interparlamentaria; el segundo, pionero de la ciencia de la información y la documentación. Este último piensa que la unificación de la catalogación bibliográfica y la conexión entre bibliotecas deben conducir al «Libro universal del saber», zócalo de la «Ciudad mundial». Visionarios acérrimos, ambos han organizado, dos años antes, el primer congreso mundial de la Unión de Asociaciones Internacionales. La revista ha de ser el relevo de esa red. Los canales interoceánicos y la tupida red de hilos y cables submarinos acaban por rodear el mundo. La Unión Postal Universal se jacta de haber creado «un único territorio para el universo». El Transpacífico, último eslabón del sistema mundial de cables submarinos, ha sido tendido con el cambio de siglo. En 1914, el canal de Panamá se abre a la navegación interoceánica. Todo parece tener, por esencia, relación con lo mundial: no sólo las redes de comunicación y las redes asociativas, sino también la economía, el derecho, las normas, las finanzas, los seguros, la prensa, las ciencias, las letras y el arte. Hasta tal punto parece irresistible este movimiento para poner en relación a las sociedades que se convierte en el espejo de una conciencia universal, articulada con los otros niveles geográficos: «La vida internacional, cada día más intensa, no suprime la vida de las naciones, la vida de las ciudades, la vida
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Entre mundialismo e internacionalización ¿Cuál es la terminología más adecuada para significar la nueva representación de la dimensión espacio-política a principios del siglo xx? La expresión «cosmopolitismo democrático», acuñada por Flora Tristan hacia 1850, tiene que competir con el vocablo «mundialismo» que, igual que el anterior, resuena con el de «solidaridad». El vocabulario de lo «internacional», término acuñado por el filósofo Jeremy Bentham en vísperas de la Revolución francesa y que pertenece al derecho de gentes o derecho público internacional, es objeto de una acerba crítica toda vez que los vínculos transfronterizos lindan con las relaciones entre los Estados-naciones. A pesar, no obstante, de que, desde mediados del siglo xix, las redes sociales se han apropiado del «internacionalismo» y de la «internacionalidad» para denominar su campo de acción, como es el caso de las organizaciones de la clase obrera y de los movimientos por la paz o por la abolición de la esclavitud. En vísperas de la Primera Guerra Mundial, el concepto de «internacionalización», anglicismo surgido en las últimas décadas del siglo xix, parece imponerse. El carácter interestatal pasa a segundo término para ceder el sitio a una representación del mundo como encrucijada de realidades plurales, actuadas por una panoplia de fuerzas políticas, económicas, sociales y culturales. Expresa tanto la movilidad de los intercambios comerciales y la circulación de los bienes culturales, como la intensificación de las relaciones, pacíficas o confiictivas, entre los Estados, la multiplicación de sus acuerdos de normalización en los ámbitos más diversos con vistas a la instauración de un espacio común de intercambios, o la densificación de los vínculos entre las organizaciones sociales y profesionales que emanan de los cuatro rincones del planeta. Génesis muy distinta de la noción de
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«globalización» que le sucederá a finales del siglo xx, y que procede directamente del mundo de la economía y las finanzas.
de las aldeas: se superpone a ellas, y todos nosotros experimentamos, en los rincones más recónditos de nuestros respectivos territorios, la repercusión de los acontecimientos que ocurren fuera de sus fronteras», escriben La Fontaine y Otlet, prefigurando, en cierto modo, la idea de la circularidad global/local. Las cuestiones geopolíticas se traducen en metáforas biomórficas. La expresión «vida internacional» traduce literalmente un sentimiento compartido sobre la existencia de un tejido de vínculos orgánicos. La interdependencia, de todos y de todo, en el espacio y en el tiempo, es un concepto que se toma prestado del universo de las células. Convoca nuevos modos de gobernar basados unas veces en la ayuda mutua, otras en la seguridad común: «La tierra es una suerte de organismo cuyas partes están todas en recíproca dependencia: los rasgos de la superficie del globo son, puede decirse, solidarios y presentan un encadenamiento de acciones y de influencias, de causas y de efectos, con repercusiones de los efectos sobre las causas, como tiene que ocurrir en un cuerpo bien organizado», escriben los autores de un manual de geografía de los últimos cursos del bachillerato (Fallex y Mairey, 1906, págs. I-II). La sociología organicista de Herbert Spencer destiñe sobre los relatos utópicos. Ofrece una representación gráfica de la sociedad y del mundo como sistema de órganos y plantea hipótesis sobre la «inestabilidad de lo homogéneo» al mismo tiempo que sobre la «coherencia de la heterogeneidad», la concentración y la diferenciación, lo simple y lo complejo, la universalidad y la hibridez. En sus anticipaciones, George Herbert Wells anuncia que en el año 2000 «cuanto más grande sea el organismo social, más complejas y diversas serán las partes, más intricados y variados los juegos combinados de la cultura, los cruces» (1901, pág. 95). ¡A pesar, no obstante, de la contra-
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dicción que encierra el auge de los «panmovimientos» (panamericanismo, germanismo, eslavismo, etc.)! El armonioso determinismo que los supuestos biologizantes de la evolución del planeta ponen de relieve se ve enturbiado por las nuevas manifestaciones de poder, esa otra vertiente de la «lucha por la vida». La imagen consensual que transmite el vínculo universal tejido por la red mundial de comunicaciones a larga distancia hace caso omiso de la realidad de la relación de fuerzas entre las grandes potencias, entre éstas y el resto del mundo. El sistema mundial de cables submarinos está bajo el cuasimonopolio de esa cabecera de red que representa la plaza financiera de Londres. El puñado de potencias marítimas se reparte el espectro de frecuencias de la radiodifusión. Para asegurarse el control del canal de Panamá, uno de los principales pasos de la gran vía medianera del mundo, Estados Unidos ha provocado un golpe de Estado y ha proclamado la independencia de esta provincia de Colombia. La libido dominandi tiene un nombre: el imperialismo. LA SOCIEDAD DE NACIONES: EL APLAZAMIENTO DEL SUEÑO DE LA UNIDAD EN LO DIVERSO
La Sociedad de Naciones (SDN), minuciosamente diseñada por las grandes potencias al final de la guerra y que, a juicio de su promotor, T. W. Wilson, encarna el ideal de paz perpetua desarrollado por Immanuel Kant, deja maltrecho el ideal de la diversidad en, al menos, tres casos. Hay que señalar en primer lugar la división de los dos imperios multinacionales de la Europa de antes de la guerra, el ruso y el austrohúngaro, en Estados-naciones que subestiman los fenómenos nacionalistas. Se crean nuevas minorías sin Estado cuyo carácter interregional se ignora, mientras que otras se convierten en enclaves. «Se desvanece la solidaridad entre las nacionalidades no emancipadas del cinturón de poblaciones mezcladas. A partir de entonces, cada cual estaba en contra de algún otro, y sobre todo en contra de sus vecinos más
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próximos, eslovacos contra checos, croatas contra serbios, ucranianos contra polacos», observa Hannah Arendt (1980, pág. 241), que advierte ahí el auge de los fascismos del período de entreguerras. Fuera de Europa, el sistema de los mandatos prepara, por su parte, mañanas que no llegarán a cantar. El Líbano, bajo mandato de Francia, que instituye un Estado sobre la base de un «comunitarismo político» vinculado al peso de las comunidades religiosas pero que apuesta por los cristianos maronitas para modernizar el país; el futuro Israel, bajo mandato británico, cuya Declaración Balfour (1917), del nombre del secretario del Foreign Office, prepara la independencia sin decir ni pío sobre los derechos políticos de las comunidades no judías (especialmente las árabes) de Palestina. Luego, hay que mencionar que se desestima el proyecto de extender la representación política a la sociedad civil organizada, a pesar de las numerosas propuestas formuladas en este sentido. Si bien, tal y como observa el filósofo norteamericano John Dewey, resulta ilusorio creer que pueda formarse una mente internacional (international mind) sin este componente: «Las asociaciones de matemáticos, químicos y astrónomos, las corporaciones del mundo de los negocios, las organizaciones del trabajo, las Iglesias son transnacionales porque los intereses que representan son mundiales. Desde este punto de vista, el internacionalismo no es una aspiración sino un hecho, tampoco es un ideal sentimental, sino una fuerza» (Dewey, 1920, pág. 159). Una opinión que coincide con laVe Paul Otlet, quien, en nombre de la Unión Internacional de Asociaciones, propone la creación de una «Sociedad Intelectual de Naciones» (Otlet, 1919). Por último, no queda huella alguna de la reflexión de los humanistas procedentes del mundo colonizado. Tales! como los pensadores del Renacimiento indio, Sri Aurobindo\o Rabindranath Tagore, premio Nobel de Literatura en 19lá, que no dejan de advertir a Occidente sobre el hecho de quedólo puede haber una «unidad compleja basada en la diversidad», garante de una unión mundial libre, flexible y progresiva, si se reconoce el derecho de los pueblos a disponer de sí mismos.
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De un imperio a otro El concepto de imperialismo lo acuñan los ideólogos del Imperio Victoriano en la década de 1880, con motivo de la estampida hacia el continente negro. Sirve entonces de marco a una doctrina de salida de crisis mediante la «expansión ilimitada», o lo que es lo mismo, la exportación del gobierno y la anexión de cualquier territorio donde los nacionales hayan invertido su dinero o su trabajo. África del Sur se convierte en su cuna. Durante el primer decenio del siglo xx, la noción cobra un sentido negativo. Moviliza la crítica del orden mundial. Califica la voluntad de una nación, de un Estado o de un grupo, de crear una hegemonía política, económica y cultural sobre otras naciones, otros Estados, otros grupos. Parecida inversión de sentido sufre la influencia del vocabulario de la «americanización». Al principio éste se reservó para uso interno, para expresar la fusión de las oleadas de emigrantes de todas las procedencias en el crisol de la cultura «americana». Como lo demuestran, por ejemplo, los comentarios que, con ocasión de la aparición del cine mudo, ven en las películas un poderoso medio para «americanizar» a estas poblaciones. El vocablo traspasó luego las fronteras del espacio nacional para designar la nueva doctrina de la expansión imperial. «¡Americanizar el mundo!», lanza el presidente (¡y premio Nobel de la Paz!) Theodore Roosevelt en 1898. Acaban de concluir las primeras expediciones de los marines a Cuba, Puerto Rico y Filipinas. Intervenciones que legitiman la doctrina mesiánica del «destino manifiesto» (1845) de Estados Unidos y la doctrina Monroe (1823) que, so pretexto de impedir la injerencia de las potencias europeas en el Nuevo Mundo, declara: «América, para los americanos». Al sur del Río Grande se interpreta esta doctrina como «América para Estados Unidos»: en 1846, sirvió de justificación para la ane-
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xión de California, Nuevo México, Utah, Arizona, Nevada y parte de Colorado, arrebatados a México. Los acontecimientos de 1898 marcan un hito en el uso geopolítico de la noción de americanización, tanto en Europa como en Latinoamérica, principalmente. Servirá, en lo sucesivo, para fustigar el proyecto hegemónico de un nuevo modelo de civilización, de una nueva cultura de proyección universal, de un nuevo «magisterio romano». Estados Unidos, sin embargo, no pasará de allí, al menos en el plano de las conquistas territoriales. Las intervenciones fuera de sus fronteras no se corresponderán, por tanto, con el proyecto de Imperium de Augusto. Su imperialismo, atípico, visto desde la historia de las colonizaciones anteriores, tomará la forma de envíos de fuerzas expedicionarias, de ocupaciones transitorias llegado el caso, para, allí donde sea, destituir, invariablemente en nombre de la «libertad» y de la «democracia», gobiernos que amenazan la libre implantación de sus empresas e instalar un sistema de poder local acorde con el ejercicio de su imperial magisterio. Latinoamérica será el cobaya antes de que el modelo se exporte a otras partes después de la Segunda Guerra Mundial. La semántica de la americanización encierra también otra génesis, más precoz. Aunque menos vinculada con la geopolítica, ciertamente, dice mucho sobre la gestación de la representación negativa de la «cultura americana». En 1851, Baudelaire acuña la expresión «americanizar». Admirador y traductor de las obras de Edgar Alian Poe, se rebela contra el ostracismo al que la mentalidad puritana tiene relegado al narrador de las Historias extraordinarias. Durante la segunda mitad del siglo, el término circula en los ambientes literarios, filosóficos e incluso sociológicos. Lo emplean autores muy distintos como los Goncourt, Ernest Renán o Paul Bourget en Francia, Matthew Arnold y Herbert Spencer en Inglaterra. Sirve para zaherir un modo de vida guiado
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por el espíritu utilitario, el culto voluntarista al trabajo, la prosperidad material como un fin en sí misma. Pero también, a veces, al imperialismo: «La americanización del mundo está en marcha... El señor Roosevelt es imperialista y quiere una América dueña del mundo. Entre nosotros, medita sobre el imperio de Augusto. Tuvo la desgracia de leer a Tito Livio. Las conquistas de los romanos no le dejan dormir», escribe Anatole France en 1905 en una novela utópica, Sur la Pierre Manche (1905, pág. 236). En su ausencia, insisten, triunfará una integración «mecánica» dominada por las alianzas económicas y militares. La negación del derecho a la autodeterminación reaviva la visión de los pueblos infantiles, confiados a tutela por los donantes de lecciones de las naciones adultas. El discurso colonial reduce la diversidad al adagio: «Divide y vencerás». Como señala el antropólogo Jean-Loup Amselle respecto de África: «En cierto modo, los conflictos tribales y los enfrentamientos étnicos que pueden observarse (en la actualidad) no son sino la consecuencia de la imposición de categorías coloniales estereotipadas a grupos lábiles» (1995, pág. 87). Desde la perspectiva de los pueblos dependientes, subyugados o sometidos, el mortífero enfrentamiento entre naciones portadoras de la idea civilizadora demuestra que el mensaje mesiánico del universalismo de los valores se ha quedado en letra muerta. El cambio de actitud es notorio en Latinoamérica, que, pese a seguir fustigando el proyecto panamericano de tutela política, cultural, económica y militar de Washington, toma sus distancias respecto del «europeísmo» y de la «europeización» percibidos como fuente de alienación. En los territorios colonizados de África y de Asia, la miopía de los redactores de la Carta de la Sociedad de Naciones dinamiza la toma de conciencia acerca de la autodeterminación. París (1920), Bakú (1920), Londres (1923), Bruselas (1927), estos grandes encuentros por el «progreso de los pueblos oprimidos» o con-
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tra el «imperialismo» constituyen otros tantos jalones en busca de la solidaridad. En Bruselas se reencuentran el indio Nehru, el vietnamita Ho Chi Minh y el africano Léopold Sedar Shengor. Tres vías contrastadas hacia la liberación nacional. Blanco de la crítica del poder colonial blanco, del capitalismo y de la dominación anglosajona, el término «imperialismo» se convierte en la clave de lectura de los desequilibrios del mundo. Para la intelectualidad anticolonial y los militantes del KOMINTERN o Internacional Comunista, lo mismo que para los nacionalismos europeos, frustrados por el orden resultante del Tratado de Versarles (Koebner y Schmidt, 1964). Lengua y resistencia: el Renacimiento indio En plena guerra, Sri Aurobindo (1872-1950) redacta un conjunto de crónicas para la revista Arya, reunidas en 1919 en una obra publicada en Madras con el título de El ideal de la unidad humana (1972). Una de ellas trata de la «diversidad en la unidad». He aquí un extracto: «Nada ha obstaculizado tanto el rápido progreso de la India, nada ha impedido con más certeza su toma de conciencia de sí misma y su desarrollo en las condiciones modernas, como este largo eclipse de las lenguas de la India, en cuanto instrumento cultural a la sombra de la lengua inglesa. Es significativo que la única subnación de la India que desde el principio se negó a someterse al yugo se haya dedicado al desarrollo de su lenguaje y lo haya convertido durante mucho tiempo en su principal preocupación, le haya consagrado sus pensadores más originales y sus más vividas energías (respetando las formas en todo lo demás, descuidando el comercio, haciendo de la política un pasatiempo intelectual y oratorio) y que sea Bengala2 la primera en haber recuperado su alma, la que se haya reespiritualizado, haya 2. Hoy Bangladesh (N. del t.).
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obligado al mundo entero a escuchar a sus grandes personalidades espirituales (Shri Rámakrishna), le haya dado el primer poeta moderno de la India y el primer sabio de reputación y estatura mundial (Rabindranath Tagore y J. C. Bose), la que le haya devuelto la vida y el vigor al moribundo arte de la India y haya sido la primera en devolverle su sitio en la cultura del mundo y, como recompensa para su vida exterior, la primera en crear una conciencia política y un movimiento político vivo, cuyo espíritu e ideal central no fuesen una imitación ni un sucedáneo. El lenguaje tiene tanta importancia en la vida de una nación, tiene tantas ventajas para la masa de la humanidad que las almas de grupo en el mundo deberían conservar, desarrollar y utilizar con una vigorosa individualidad de grupo su natural instrumento de expresión» (pág. 359).
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2. Geopolítica de las relaciones culturales
Durante el período de entregueiras, Europa se inquieta por la pérdida de las herramientas de su predominio intelectual. El universalismo de la cultura de masas se adelanta al proyecto cosmopolita de la cultura clásica, legado por la Ilustración. En el desplazamiento entre una y otra las relaciones culturales se transforman en herramienta geopolítica. Una acepción estrecha de la noción de cultura se naturaliza, imbricada entre las mediaciones técnicas y mercantiles, ligada a la temporalidad informacional. El cine se convierte en el emblema de las relaciones de fuerzas que van a dejar huella en la internacionalización de la producción cultural. Debajo de las políticas públicas implantadas para responder al reto de la competencia de las películas norteamericanas, subyace una filosofía de la defensa de la identidad nacional.
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El final de la cultura «santuarizada» LA CRISIS DEL ESPÍRITU
El sentimiento de quiebra del ideal de la Ilustración, al final de la guerra, es compartido por los más lúcidos intelectuales europeos. «We civilizations now know that we are mortal»: «Nosotras, civilizaciones, sabemos ahora que somos mortales». Esta frase es de Paul Valéry y figura en el encabezamiento de dos cartas publicadas en Londres en el semanario The Athenaeum en abril de 1919 con el título de «The spiritual crisis», reproducidas cuatro meses más tarde en la Nouvelle Revue Frangaise (Valéry, 1919). Apenas firmado el armisticio, surge el consenso sobre la fase crítica por la que atraviesan la identidad europea y su cultura. En La decadencia de Occidente, del alemán Oswald Spengler (1918), esta apreciación se expresa de forma apocalíptica. En el monólogo de Paul Valéry sobre el estado de ánimo europeo ante su propio desconcierto, está el germen de la idea de que frente al «desorden de los espíritus» hay que plantear una «política del espíritu» como «poder de transformación», como «llamada a la inteligencia de los hombres». Artífice del Instituto Internacional de Cooperación Intelectual, creado en 1922 en París en la estela de la Sociedad de Naciones, el escritor francés sueña con una «Sociedad del espíritu». Pero no se engaña. Según él, la crisis de la identidad europea también es la desaparición de aquellos hombres que sabían leer, que sabían oír e incluso escuchar, que sabían ver, volver a leer, volver a oír y volver a ver. Lo que la guerra acabó de desmembrar es esa larga sedimentación de la memoria de «vidas heterogéneas adicionadas» que entronizó una forma de sabiduría humana. Así y todo, Valéry no busca un chivo expiatorio. Al contrario de Freud que, en El malestar en la cultura (1929), fustiga la «miseria psicológica de la masa» de la civilización norteamericana, considera esta última como la «más fabulosa creación del espíritu europeo» y la única capaz de tomar el relevo en caso de conflagración mundial.
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Muchos escritores y filósofos, al contrario, ven en el cambio de estatuto de la alta cultura el fruto de la irrupción de Estados Unidos como «nuevo faro de la civilización» (dixit Pirandello), de donde irradia una cultura asociada al dinero, la técnica y la industria. Es lo que expresan de forma extrema el inglés Frank Raymond Leavis, el español José Ortega y Gasset y el francés Georges Duhamel. O también Robert Aron, coautor de un panfleto titulado Le cáncer américain (1931), escrito en la estela del crac de Wall Street de 1929. Sin embargo, «la cultura del Viejo Mundo es fundamentalmente una cultura de clase. Los inmigrantes (acogidos por Estados Unidos) proceden principalmente de una clase que no ha participado de ella», replica el precursor de la sociología norteamericana Charles Horton Cooley (1927, pág. 168). El desconcierto de Europa frente a la crisis del espíritu favorece el retorno a la historia. Nostálgica en el caso de Spengler, para otros es la ocasión de concebir la sociedad y el mundo a partir de la cultura. Así ocurre con Walter Benjamín, que la convierte en uno de los ejes de sus «Reflexiones teóricas sobre el conocimiento y la teoría del progreso» en los años treinta: «Hay que estudiar cómo nació el concepto de cultura, qué sentido ha tenido en distintas épocas, y a qué necesidades obedecía cuando se acuñó. Podría dar la impresión, en esta ocasión, de que este concepto, en la medida en que designa el conjunto de "bienes culturales", es de origen reciente, y que, con anterioridad, por ejemplo, lo desconocía el clero que en la Alta Edad Media emprendió una guerra de aniquilación contra las producciones de la Antigüedad» (Benjamín, 1989, pág. 485).
CULTURA O INFORMACIÓN, TENSIÓN ENTRE DOS TEMPORALIDADES
En el período de entreguerras, surgen dos formas de concebir las relaciones culturales como ingredientes de las políticas internacionales: el «planteamiento cultural», es decir, una estrategia que recurre a «medios lentos», intercambios de per-
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Relaciones de fuerza A comienzos de los años treinta del siglo xx, el italiano Antonio Gramsci, encarcelado por el régimen fascista, se interroga acerca de la «combinación de las dimensiones nacionales e internacionales». En Notas sobre Maquiavelo, donde se ocupa del «Análisis de las situaciones. Relaciones de fuerza», escribe: «Aunque es necesario tener en cuenta que las relaciones internas de un Estado-nación se entremezclan con las relaciones internacionales, lo que crea nuevas combinaciones originales e históricamente concretas. Una ideología, nacida en un país desarrollado, se propaga en países menos desarrollados al intervenir en el juego local de las combinaciones. Esta relación entre fuerzas nacionales y fuerzas internacionales se complica aún más con la existencia, en el interior de cada Estado, de varias divisiones territoriales, distintas por su estructura y por la relación de fuerza en todos los niveles» (Gramsci, 1975).
sonas, libros, obras artísticas, se dirige a las élites y espera beneficios de la inversión a largo plazo; el «planteamiento informacional», que privilegia el uso de «medios rápidos»: radio, cine, prensa dirigida a una audiencia masiva. Una opción que los defensores de la primera consideran «populista y superficial», en contradicción con el concepto mismo de cultura (Ninkovich, 1981). A iniciativa de apóstoles de la paz, y en vísperas del conflicto, había empezado a configurarse una problemática moderna de las relaciones culturales. En 1910, ya lo hemos visto, Otlet y La Fontaine organizan en Bruselas el primer congreso mundial de las asociaciones internacionales. El mismo deseo de acabar con el caos de la torre de Babel anima a esas primeras redes de intercambios culturales. En Estados Unidos, el filántropo y magnate del acero, Andrew Carnegie, premio No-
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bel de la Paz (1912), crea la primera fundación cultural, la Carnegie Endowment for International Peace. Además de los grandes proyectos de divulgación de los principios de un nuevo derecho público internacional, de creación de «Palacios de la paz» y de intercambios interuniversitarios, el mecenas norteamericano presta su apoyo a la simplificación de la ortografía de la lengua inglesa, convencido de que los problemas mundiales son el resultado de una comunicación defectuosa. Esta visión salvífica de la comunión mediante la cultura persiste al final de la guerra. En Estados Unidos, las redes privadas (fundaciones, organizaciones interuniversitarias) son las únicas en asumir el cometido. La Asociación de Bibliotecarios (American Library Association) es uno de los centros de difusión. La palabra impresa sigue siendo el medio prioritario de la comunicación intercultural. Al desconfiar de las tendencias a la centralización gubernamental, el Congreso ha suprimido el dispositivo oficial de información (y de censura) hacia el extranjero, implantado al entrar en guerra. Esto explica por qué el departamento de Estado no se hará cargo realmente de la situación y no se sumará al planteamiento informacional mientras no llegue el momento de replicar a las estrategias de propaganda radiofónica de la Unión Soviética y, más aún, del poder nazi. En 1938, se crea una División de Relaciones Culturales que apuesta, en un primer momento, por el potencial del sector privado (Hollywood, Reader's Digest, Time o las redes de radiodifusión). El principal objetivo: los países de Latinoamérica, objeto de la propaganda de la Alemania nazi y de la Italia fascista que intentan sumar a su causa a sus numerosos nacionales emigrados. La visión dominante entre los miembros de la intelligentsia de la década de 1930, que se expresa a través del Instituto Internacional de Cooperación Intelectual, se resume así con motivo de los Encuentros de Madrid (1933): «El porvenir de la cultura, incluso en el interior de las unidades nacionales, está estrechamente unido al desarrollo de sus elementos universales, que, a su vez, depende de una organización de la humanidad como unidad moral y jurídica [...]. Del choque de las
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ideas intercambiadas entre los pensadores contemporáneos ha de surgir la verdad que ayudará al mundo a superar la crisis espiritual por la que atraviesa» (SDN, 1933). Al margen de esta fórmula de los «Encuentros», el Instituto hace oír su voz a través de las «Correspondencias» entre los «representantes cualificados de la alta actividad intelectual»: Freud, Einstein, Tagore, el español Salvador de Madariaga y el mexicano Alfonso Reyes, entre otros. La entrada en guerra de Estados Unidos, tras el ataque sorpresa de la aviación japonesa a Pearl Harbor, el 7 de diciembre de 1941, precipita la instalación por parte del departamento de Estado de un dispositivo radiofónico de propaganda oficial. Así surgirá Voice of America. Al año siguiente, Nicholas John Spykman publica America' s Strategy in World Politics, primer tratado de geopolítica que aboga a favor del planteamiento informacional en las estrategias de poder, tanto en tiempos de guerra como de paz. Al pasar revista a las políticas de relaciones culturales de los grandes países europeos en el período de entreguen-as, más concretamente con Latinoamérica, lanza una mirada crítica sobre el planteamiento cultural de Francia, que se dirige a las élites, envía misiones universitarias y apuesta por sus industrias del lujo para atraerse las simpatías.
FABRICAR EL ASENTIMIENTO
Al margen de la utopía de la república de las letras y de los sabios, se naturaliza otra representación de la cultura en sintonía con el planteamiento informacional. Primera confrontación total que engloba a civiles y militares, a la retaguardia y al frente, la Primera Guerra Mundial ha perfeccionado las estrategias de control de la información. Esta tecnificación refleja el salto general que las sociedades occidentales efectúan en la racionalización del complejo recurso humano/máquina. La experiencia adquirida por los especialistas de la propaganda en la movilización de las conciencias se reinvierte después
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del conflicto en los nuevos modos de gobernar en tiempos de paz. Crystalizing the Public Opinión, Manufacturing the assent, Government management of opinión, la nueva ingeniería del consenso figura, a partir de la década de 1920, en el programa de los primeros tratados de sociología de los medios o de la opinión pública, tales como los de Walter Lippman (1922) o de Harold Lasswell (1927), y de las obras de los pioneros de la industria de las relaciones públicas, como Edward Bernays (1923). Management, término que remite al movimiento de fondo que se apodera del universo de la empresa bajo la égida del fordismo y del taylorismo, y que abarca tanto la organización de la producción como la gestión del consumo de masas por parte de la mercadotecnia y de la publicidad. De forma premonitoria, desde finales de los años veinte, el italiano Gramsci observa en este régimen de gestión un esquema de reestructuración global de las relaciones sociales que bautiza con el nombre de «americanismo», a la vez que expresa su escepticismo respecto de las posibilidades de penetración rápida en los países con una antigua tradición cultural. Pero no opinan así los gobiernos europeos que se movilizan ante el riesgo de «americanización» por mediación del cine. El esbozo de una política cinematográfica FIJACIÓN DE CUPO A LAS PELÍCULAS EXTRANJERAS
El cine nació bajo el signo de la utopía planetaria, del sueño de unión de todos los pueblos en la paz y en la armonía. «El Mundo al alcance de la mano», imprime Georges Méliés como membrete del papel de cartas de su manufactura de películas para cinematógrafos. «Agente de enlace de la humanidad», escribe Marcel L'Herbier. «La educación universal es el mensaje», añade Jack London. El enfrentamiento entre las industrias nacionales del cine no tarda en trastornar este profetismo. La idea de que para un Estado-nación es esencial la salvaguardia de la independencia de la producción de sus imágenes
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¿Quién es el más apto para defender la identidad nacional? ¿El Estado o el mercado? En la década de 1920, cuando llega el momento de elegir un modo de institucionalización para la radio, surge la idea conforme a la cual conviene considerar el dispositivo de transmisión de la cultura y de la información como un tipo aparte de empresa. Este planteamiento descansa sobre un postulado: la preservación del pluralismo, la primacía de la misión cultural y pedagógica (educar, informar, distraer), la defensa de la identidad y de la soberanía nacional requieren la formación de un espacio sustraído a las lógicas económicas y financieras del mercado. En los extremos de un abanico mundial que va desde lo más comercial hasta lo más público, se encuentran, entre los grandes países industrializados, respectivamente, Estados Unidos y Gran Bretaña. Si la BBC adopta, desde sus comienzos, la forma de un sistema sin publicidad y financiado con parte del canon sobre los aparatos receptores, es porque, según las propias palabras de sus promotores, «el control de tamaño poder virtual sobre la opinión pública y sobre la vida de la nación compete al Estado; no debe permitirse que la explotación de un servicio nacional pueda convertirse en un monopolio comercial absoluto» (Raboy, 1996, pág. 18). Mientras que en las emisiones iniciales de la BBC las duraciones son desiguales y se intercalan períodos de silencio para no «violentar el paso de un programa religioso a una orquesta de danza», la programación de las radios norteamericanas ya está segmentada en unidades de quince minutos, en sintonía con la matriz publicitaria y con la medida del tiempo vigente en la industria (Seldes, 1951). Frente al principio del servicio público se opone el del «interés público», el cual, aunque inicialmente también antepone el ciudadano al mercado, se verá progresivamente superado por las prescrip-
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ciones del audímetro: «Ir en la dirección de lo que quieren las audiencias». Una doctrina que a menudo llevará a los defensores del sector privado en los debates internacionales a trazar un símbolo de equivalencia entre servicio público y autoritarismo estatal, entre reglamentación y censura. Expuesto a los programas de su vecino, Canadá es el primero en vivir en su territorio la competición establecida entre dos modelos de radiodifusión. En 1932, el reconocido temor a la «americanización» motiva la creación de una «empresa nacional pública». Siete años más tarde, el establecimiento del Office National du Film intenta, a su vez, frenar la dependencia respecto de Hollywood, que ya considera a Canadá como parte integrante de su mercado interior. Una tradición de intervención de los poderes públicos hace sus primeras armas: «El Estado o Estados Unidos: esta opción se convertirá en el leitmotiv de las políticas canadienses de radiodifusión —y en un sentido más amplio, en el conjunto de las industrias culturales— en el transcurso de los años siguientes» (Raboy, 1999, pág. 12). Desde las revistas a la publicidad, pasando por las películas y luego por las emisiones de televisión, todos estos sectores de la industria de los medios serán objeto, sucesivamente, de regulación: subvenciones a los organismos culturales y a los artistas, reglamentación e imposición en materia de contenido canadiense, medidas fiscales, etc. surge a mediados de la Primera Guerra Mundial, en la Alemania imperial. Respetuosa con los valores sacralizados por la cultura clásica, hasta entonces había minimizado la importancia de este arte de saltimbancos y vivía bajo la dependencia de múltiples y pequeñas empresas, dominadas por las filiales de las casas danesas. En 1917, se constituye la UFA (UniversumFilm-Aktiengessellschaft) por iniciativa de una alianza de bancos, del Estado y, en particular, del ejército, que antepo-
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nen las «necesidades nacionales, educativas y económicas». La absorción de la mayoría de las firmas existentes permite que la UFA extienda su actividad verticalmente en todos los niveles de la producción y la distribución, desde la fabricación de la película virgen hasta la explotación. La República de Weimar recupera este imperio cultural al término de la guerra y, en 1925, adopta una política de cupos para las películas norteamericanas. En 1933, cuando Hitler consigue plenos poderesv el dispositivo de la propaganda nazi se apoderará de los estudios. Poco antes, el régimen fascista que detentaba el poder en Italia también había organizado la industria del cine. La Gran Guerra significó para Europa, y más concretamente para Francia, que, hasta entonces, dominaba el escenario internacional, la caída de su producción cinematográfica y la pérdida de sus mercados exteriores, en beneficio de Estados Unidos. En 1928, el Reino Unido y Francia estrenan, a su vez, una política de cupos. Londres, indiscutiblemente, mide mejor que París el alcance de los retos de una estrategia respecto del cine, en cuanto arte y como moderna herramienta de persuasión de masas: creación (1927) de una rama «Documentales», cuna del género, en el seno del Empire Marketing Board, organismo responsable de la campaña Buy British en el vasto imperio colonial; establecimiento (1934) del British Film Institute (BFI), institución con múltiples funciones (archivo, promoción de la investigación, animación pedagógica, filmoteca pública) inicialmente financiada por el Sunday Cinematograph Fund, un fondo alimentado por las exacciones sobre las recaudaciones de las salas en domingo; creación de una National Film Library (1935). Francia, por su parte, acumula desventajas. Aunque los informes del Grupo Interparlamentario para la Defensa del Cinematógrafo mencionan que en aquella época, efectivamente, uno de los factores de la crisis radica en la competencia de las películas norteamericanas, apuntan hacia otras disfunciones: la repartición del cine entre tres ministerios (los realizadores piden que dependa de Bellas Artes); la inadecuación de la política fiscal aplicada a la producción; el nefasto papel de la
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La Motion Picture Association of America (MPAA) A finales de los años veinte, la industria del cine de Estados Unidos adquiere su fisonomía oligopólica. Es la época de la conmoción técnica y estética introducida por el cine sonoro y de los movimientos de concentración, estimulados por la Gran Depresión de 1929. Las majors, cuyo número permanecerá sensiblemente estable, se dotan de un órgano de representación y de defensa de sus intereses a escala nacional: la Motion Picture Association of America (MPAA). Esta institución corporativa sustituye el principio de regulación por parte de los poderes públicos por el de autorregulación y propone su propio código, conocido como Production Code o «Código Hays», del nombre de su presidente ejecutivo. El debate sobre los efectos nocivos del cine, especialmente sobre los jóvenes, y sobre su corolario, la necesidad de censura, sirve de detonador. El código que regula la producción cinematográfica es el fruto de la respuesta de la industria ante las protestas procedentes de los grupos de presión moral: iglesias, asociaciones de padres, ligas antialcohólicas, comunidades étnicas, partidos políticos, etc. La lista de comportamientos indecentes e inmorales, causas supuestas de la violencia y de los males sociales, se detalla en un denso texto de ocho páginas: se prohibe que las películas representen a los distintos grupos de manera poco decorosa, hagan hincapié en las bebidas alcohólicas, la delincuencia, la desnudez, el beso, la danza, el adulterio y el divorcio, etc. Formulado por dos padres jesuítas, entra en vigor en marzo de 1930 y conservará su vigencia hasta finales de los años sesenta, para ser sustituido por un sistema de sondeos que comprueba, avant la lettre, lo politically corred de cada película. Pese a que la MPAA no alcanza su auténtica dimensión internacional como grupo de pre-
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sión hasta finales de la Segunda Guerra Mundial, la Motion Picture Export Association (MPEA), por su parte, vela por los intereses de sus miembros en los mercados extranjeros desde la década de 1930. Por aquella época, el concepto de autorregulación también toma cuerpo en otra posición avanzada de la internacionalización: la publicidad. En efecto, a finales de los años veinte se propagan por el mundo las dos grandes redes de agencias de Estados Unidos, J. Walter Thompson y Me Cann Erickson, que le pisan los talones a las empresas de su país de origen. En 1937, la Cámara de Comercio Internacional redacta un Código internacional de prácticas publicitarias. Lo hace en estrecha colaboración con los promotores de la futura International Advertising Association (IAA), con sede en Nueva York, la única que agrupa a los tres pilares del proceso publicitario: los anunciantes, las agencias y los medios. También en este caso, las quejas dirigidas a estos tres actores por las organizaciones de consumidores u otras desempeñan un papel determinante en la promulgación de este código de ética profesional. censura; los fraudes, ampliamente ilustrados, en todos los niveles de la explotación de la película. Las medidas adoptadas por el decreto de 1928 —conocido como decreto Herriot— son, a su vez, revisadas a la baja en 1936, a raíz de la intervención de la MPAA. En el mercado internacional triunfa el modelo norteamericano de producción, la edad de oro de los estudios, lo cual se traduce en la masiva exportación de películas hollywoodenses. AMBIVALENCIAS DEL DISCURSO NACIONAL
«Si la defensa del cine francés y de los intereses de nuestros realizadores ha sido, como es el caso, una bandera ampliamen-
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te desplegada, en verdad oculta una mercancía bastante pobre, porque hay que decir que no se trata sino de eliminar del mercado francés a las grandes firmas norteamericanas cuyos métodos comerciales espantan, y con razón, a sus competidores, nuestros compatriotas.» Este severo juicio, formulado en 1934 por el crítico de cine Georges Charensol, deja entrever la ambigüedad de las razones que legitiman la política cinematográfica. El discurso sobre la dependencia juega con el sentimiento de la pertenencia nacional. Como lo prueba esta muestra extraída de un informe publicado por la Cámara Sindical Francesa de la Cinematografía en 1928: «La importancia industrial del cine, el valor de una película, en cuanto medio publicitario, el desvelo por la influencia intelectual nacional, la preocupación, sobre todo, de que no se desvirtúe la menor parcela del alma nacional, la conjugación de todos estos motivos implica para una gran nación, como Francia, la necesidad de tener una política cinematográfica». Tres observaciones. En primer lugar, el discurso patriotero no consigue sino distanciar de esta problemática a los países que apenas disponen de medios para producir una importante cantidad de películas. En segundo lugar, el discurso de la unanimidad sobre el «cine nacional» olvida el tiempo en que los grandes grupos Gaumont y Pathé, que se disputaban la posición de major a la francesa y señoreaban en los mercados internacionales de antes de la guerra, aplastaban a los independientes. Por eso Pathé, fue, «en gran medida, responsable de la ruina de Méliés, cuyos inventos son copiados sin pudor y utilizados a escala industrial, con la que no puede rivalizar el "mago de las imágenes"» (Frodon, 1994, pág. 1). Al comienzo de la implantación de políticas públicas, existen, pues, malentendidos que más tarde prolongarán las controversias sobre la cláusula de la «excepción cultural» y las modalidades de su aplicación. En tercer lugar, el discurso sobre la producción cinematográfica reaviva las representaciones negativas de la cultura estadounidense. En consecuencia, no cabe meter en el mismo saco a todos aquellos que las movilizan. Por ello, cuando el escritor Georges Duhamel tacha al cine de «diversión de ilotas, pasatiempo de analfabetos», no profiere tan-
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to una crítica del parámetro estadounidense como una condena sin paliativos del hecho cinematográfico en sí mismo. En cambio, para Robert Aron, el argumento perentorio de Duhamel «pone la carreta delante de los bueyes». Porque piensa que «las películas norteamericanas, que por lo demás resultaría arbitrario condenar sin discernimiento, no son una causa del mal, sino, como mucho, un síntoma» (Aron y Dandieu, 1931, pág. 21). Según él, la posibilidad misma de penetración, en Francia y en Europa, de los productos de una industria cinematográfica centrada en el prototipo y en la serialización indica una crisis de civilización y de la conciencia moral que «arremete no sólo contra la unidad de Europa, sino contra la diversidad de las patrias y de las culturas que la componen» (pág. 245). En este sentido, Aron es coherente con su posición de defensor de «otro cine». Recordemos, en efecto, que este guionista y amigo del dramaturgo Antonin Artaud ha estado muy involucrado en la creación de la Federación Francesa de Cineclubs (1929). Incluso ha llegado a fundar una «Cooperativa de cine» con vistas a la difusión de películas de cualesquiera procedencias que «indican un esfuerzo». Una cooperativa que, con esta finalidad, también se propone que las proyecciones vayan acompañadas de intercambios con el público. Los términos del debate francés del período de entreguerras revelan sobre todo un habitus nacional: la reticencia a cruzar cultura con economía. La cineasta, pionera del mudo, Germaine Dulac, que así lo entiende, lanza, en 1932, la fórmula: «El cine es un arte pero también es una industria» (1932, pág. 341), consciente de que provoca a sus contemporáneos. Más aún, cuando afirma que «la vanguardia y el cine comercial, es decir, el arte y la industria de las películas, forman un todo inseparable». Contradice un imaginario que le reserva la mejor tajada a la figura única del genio creador y su obra y que se muestra reacio a la boda de la estética con la lógica industrial. Siete años más tarde, André Malraux termina su Esbozo de una psicología del cine (1939) con la pequeña frase: «Por lo demás, el cine es una industria». La fórmula todavía tiene por delante sus mejores días.
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En Estados Unidos, los independientes también son ei blanco de Hollywood «Después de 1930, se observa una transformación esencial en la estructura de la industria norteamericana: la supremacía de los grandes trusts se afianza cada vez más en todos los ámbitos... El monopolio de hecho, fraguado por las grandes sociedades en las tres ramas del cine, perjudicaba terriblemente a la competencia de los otros elementos de la industria cinematográfica e incluso la hacía casi imposible. Se organizó un fuerte movimiento de resistencia en el campo de los productores, distribuidores y exhibidores independientes que, por otro lado, eran, numéricamente, los más fuertes. En 1938, el departamento de Justicia del gobierno federal abrió un expediente por violación de la ley Sherman contra los ocho trusts, sus 24 sociedades filiales y 133 personalidades del mundo cinematográfico y financiero. Se solicitaba el regreso a la libre competencia en las tres ramas, y, por tanto, la separación entre producción, distribución y exhibición; se reclamaba también la abolición de los métodos comerciales puestos en práctica por los trusts, tales como el alquiler en bloque y sin visionado previo, disposición que no se aplicaban entre ellos, pero a la que estaban sujetos los independientes. Will Hays, presidente de la Motion Pictures Producers and Distributors of America, defendió el punto de vista de los trusts al pretender que no sólo los métodos comerciales (trade practices) sino también toda la estructura de la industria cinematográfica norteamericana eran el resultado de una evolución necesaria. El 20 de noviembre de 1940, es decir, más de dos años después de la presentación de la denuncia, el departamento de Justicia, por un lado, y las cinco firmas siguientes: Loew's (MGM), Paramount, RKO, 20* Century Fox y Warner Brothers, por otro, firmaron un convenio (consent decree) en vir-
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tud del cual las sociedades signatarias se comprometían a que en el futuro no impondrían a los minoristas películas de corto metraje, noticiarios, películas por episodios o del Oeste. A partir del 1 de septiembre de 1941, fue obligatorio proyectar las películas en presencia del exhibidor antes de firmar el contrato de alquiler (trade showings); se prohibió alquilar en bloque más de cinco películas y ceder un bloque determinado a cambio de la aceptación de otro bloque; se suprimió el alquiler simultáneo en varias zonas de distribución [...]. A pesar de estas medidas jurídicas y de técnica comercial, cabe preguntarse si la tendencia hacia el monopolio de las grandes empresas se controla eficazmente» (Bachlin, 1947, págs. 74-75). Por aquella misma época, numerosos países intentarán aplicar las mismas prescripciones legales a las prácticas de alquiler en bloque así como a las de listas negras u otros métodos que restringen la libertad comercial. Cuando, en 1947, la editorial parisina La Nouvelle Édition publica la traducción de la obra del suizo Peter Bachlin, Der Film ais Ware («La película como mercancía»), sobre la formación y la evolución de la industria norteamericana y europea del cine, considera oportuno cambiar el título por el de Historia económica del cine (1947), para no ofender a lectores poco acostumbrados a ver la asociación entre arte y mercancía. El autor del prólogo, a su vez, comenta: «Esta obra viene a llenar una laguna de la bibliografía cinematográfica francesa. Hasta ahora, los autores que en Francia han estudiado el cine, lo han hecho casi exclusivamente desde un enfoque estético o técnico, sin detenerse en las formas y en el desarrollo de la colosal industria a la que ha dado origen» (pág. 8). La paradoja de la historia del largo enfrentamiento de Francia y de Europa con Estados Unidos es que, más allá de las desavenencias, la fábrica de sueños llamada Hollywood suscitará durante mucho tiempo el deseo de cine (y de una cierta
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Norteamérica) por parte de los cinefilos y de numerosos realizadores emigrados de Europa. Como si Norteamérica estuviera, quiérase o no, «en el principio», decía el crítico Serge Daney, al referirse al mito de los orígenes del imaginario cinematográfico.
3. La institucionalización de la cultura
La cultura se incorpora al ámbito de competencia del sistema de las Naciones Unidas a finales de la Segunda Guerra Mundial. La noción no concita sin embargo la unanimidad de los países miembros. Cada uno llega con el peso de su historia cultural. Los desacuerdos entre Estados Unidos y los países europeos que salpican la renegociación de las políticas cinematográficas nacionales en el marco del Plan Marshall son de ese mismo orden. Pero el asunto sigue siendo en esa etapa una cuestión de acuerdos bilaterales y no compromete en modo alguno a las nuevas instancias internacionales de la cultura. La fundación de la UNESCO U N RECONOCIMIENTO DIFÍCIL
La creación, en noviembre de 1946, de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultu-
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ra, más conocida por sus siglas inglesas, UNESCO, deja entrever las dificultades para ponerse de acuerdo sobre una filosofía de acción común. Sin embargo, parece que todos los países miembros comparten el mismo sentimiento sobre la «dimensión cósmica» de la definición de cultura. No ha sido así en el caso de la incorporación del tema de la educación, toda vez que algunos países temen una posible vulneración de la soberanía nacional. Ya en 1921, la Asamblea de la Sociedad de Naciones había tachado la palabra «educación» de la Resolución por la que se creaba la Comisión para la Cooperación Intelectual, y aún en 1944, las propuestas de las cuatro grandes potencias (Estados Unidos, Reino Unido, Unión Soviética y China), reunidas en Dumbarton Oaks en torno al proyecto de las Naciones Unidas, habían sido anunciadas en la prensa sin la menor alusión a una organización relativa a esta cuestión. Habrá que esperar a unos tumultuosos debates para que la educación alcance a la cultura en la Carta de las Naciones Unidas. El mesianismo pedagógico inspira a los fundadores de la UNESCO. Los opresivos años de la guerra que concluye refuerzan los ideales de paz. Culminación del generoso proyecto de comunión universal mediante las ideas, la institución internacional da la impresión de materializar, por fin, la utopía pansofista de la humanidad. Los discursos que festejan su nacimiento se parecen a los alegatos en favor del planteamiento cultural en el período de entreguerras: «La UNESCO cree en el común denominador de la esperanza y de la aspiración que unen a todos los hombres del mundo mediante un vínculo que, como si de una cuerda mística se tratara, da la nota sonora de la amistad y la buena voluntad». El uso de los modernos medios de comunicación se considera, en los orígenes, desde esta única perspectiva: «La UNESCO tiene la intención de utilizar los recursos y las informaciones de la radio, la prensa y el cine para intensificar la comprensión y el respeto mutuos entre los pueblos de la Tierra. Mediante la presentación en la red mundial de radiodifusión de música, literatura, arte y realizaciones culturales de todas las naciones, se espera desarrollar una mejor comprensión de las cualidades comunes de la humani-
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La Internacional Situacionista contra la burocratización de la cultura En 1960, dos años después de su fundación, la Internacional Situacionista publica un manifiesto en el que cuestiona a la UNESCO. He aquí un extracto: «El objetivo más urgente que le asignamos a esta organización, en el momento en que sale de su inicial fase experimental para una primera campaña pública, es la toma de la UNESCO. La burocratización, unificada a escala mundial, del arte y de toda la cultura, es un fenómeno nuevo que expresa el profundo parentesco de los sistemas sociales que coexisten en el mundo, basado en la conservación ecléctica y en la reproducción del pasado. La respuesta de los artistas revolucionarios a estas nuevas condiciones ha de ser un nuevo tipo de acción. Como la propia existencia de esta concentración directorial de la cultura, localizada en un solo edificio, fomenta un dominio por vía de putsch, y como la institución está perfectamente desprovista de la posibilidad de un uso sensato fuera de nuestra perspectiva subversiva, consideramos que estamos justificados ante nuestros contemporáneos para apoderarnos de este aparato... ¿Cuáles deberán ser las principales características de la nueva cultura, empezando por su comparación con el arte antiguo? Contra el espectáculo, la cultura situacionista realizada introduce la participación total. Contra el arte conservado, es una organización del momento vivido, directamente. Contra el arte parcelario, será una práctica global... Contra el arte unilateral, la cultura situacionista será un arte del diálogo, un arte de la interacción» (Internacional Situacionista, 17 de mayo de 1960, pág. 37).
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dad» (Wilson, 1947, pág. 288). Lo cual no se diferencia mucho de la política en relación con el uso del cine, propuesta en los años treinta por la Comisión para la Cooperación Intelectual de la Sociedad de Naciones. No obstante, se advierten fisuras en esta visión armónica de una comunidad intelectual y política. El acta constitutiva de la UNESCO la elaboró, en noviembre de 1945, un comité de redacción formado por representantes de Francia, la India, México, Polonia, Reino Unido y Estados Unidos de América. La negativa a participar de la Unión Soviética pone sordina a la representatividad de la organización. No será miembro hasta 1954, al morir Stalin. La ausencia de uno de los grandes favoreció la tesis liberal en su versión norteamericana, conocida también como doctrina del free flow of information, llegado el momento de introducir en los textos e interpretar la cláusula: «Facilitar la libre circulación de las ideas por medio de la palabra y de la imagen». Precisemos que el principio del free flow, impulsado en sus comienzos por los representantes de las industrias mediáticas, se convirtió en doctrina oficial antes, incluso, del final de la guerra. En 1944 el Congreso lo ratifica. Al año siguiente, durante la Conferencia Interamericana sobre los Problemas de la Guerra y de la Paz, que tiene lugar en la ciudad de México, se incorpora a la llamada Declaración de Chapultepec, que sienta las bases de una reorganización de las relaciones entre Latinoamérica y Estados Unidos y da la señal de salida a un «sistema americano». En 1945, la resistencia, fundamentalmente del gobierno británico, que teme una «inmediata inundación de ideas americanas», permite aparcar el proyecto de establecimiento de un sistema de comunicación de ámbito mundial, propuesto por Estados Unidos en el marco de una recién nacida UNESCO. En 1946, la diplomacia norteamericana hace del free flow el eje de su política internacional en materia de intercambios culturales: «El departamento de Estado —puede leerse en un memorando— tiene el propósito de hacer todo cuanto esté en su mano, conforme a sus líneas de actuación política y diplomática, para contribuir a eliminar los
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obstáculos a la expansión de los productos de las empresas privadas norteamericanas, ya sean agencias de prensa, revistas, películas u otros medios de comunicación, a través del mundo» (Seller y Roel, 1979, pág. 105). En 1948, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Libertad de la Información que tiene lugar en Ginebra, adopta la visión estadounidense sobre el libre flujo de la información. Las objeciones y presiones de la delegación norteamericana acreditan el deseo de instrumentalizar el organismo con fines políticos. Una vez dentro, la Unión Soviética hará lo mismo. Pero esta vez, para impedir cualquier debate susceptible de abrir una brecha en su sistema de información y de comunicación, cerrado a cal y canto en nombre de la seguridad y de la defensa de la soberanía nacional contra la injerencia externa (T. Mattelart, 1995).
CULTURA DE MASAS/CULTURA POPULAR: LA CONTROVERSIA CONCEPTUAL
En realidad, más allá del discurso humanista de los fundadores, el concepto de cultura divide. Las desventuras del escritor Louis Aragón, invitado a pronunciar una conferencia magistral en la Sorbona en el marco de la inauguración de la UNESCO, son un buen ejemplo. A los organizadores, les propone como título: «La cultura y el pueblo (o la gente)»; en la versión británica se transforma en Culture and the People y en la norteamericana: Mass culture o Culture ofthe Masses. Aragón no había agotado el cupo de sus desgracias. La expresión norteamericana reapareció en francés y la circular anunció la conferencia con el título de Cultura de masas. Cuando, en 1947, se publicó el texto de su conferencia, el editor de la UNESCO la tituló: ¡«Las élites contra la cultura»! Esta cascada de equívocos acerca de la palabra le inspira al escritor la siguiente advertencia: «Nada del programa de la UNESCO podría llevarse a efecto si, desde el principio, no nos mostramos extremadamente severos con el empleo que hacen de las pala-
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bras» (pág. 91). Un observación que augura un malentendido persistente entre una tradición acostumbrada a asimilar popular culture y mass culture, y otra, sin duda mayoritaria en esa época, que considera impensable fusionar ambas expresiones. Según el historiador norteamericano Daniel J. Boorstin, Estados Unidos es «el primer pueblo de la historia que ha dispuesto de una cultura popular organizada de forma centralizada y producida masivamente [...]. ¿Qué hay de nuestra cultura popular? ¿Dónde está? En un país como el nuestro, caracterizado por la existencia de comunidades de consumidores y que concede una especial importancia al producto nacional bruto y a la tasa de crecimiento, la publicidad se ha convertido en el núcleo de la cultura popular e incluso en su auténtico prototipo» (Boorstin, 1976, pág. 64). La cohesión social había fraguado en los países de Europa occidental gracias a la alquimia de múltiples agentes de socialización: élites intelectuales, Iglesia, sistema educativo, organización de masas, sistema de partidos, etc. La joven nación norteamericana, por su parte, ha apostado por el sistema mediático en su modalidad comercial. La reticencia respecto de esta particular noción de cultura hace que numerosas delegaciones —empezando por la francesa— se manifiesten alérgicas a la noción misma de comunicación, hasta el punto de marcar las distancias y transmitir a los intérpretes la consigna de traducir la expresión «medios de comunicación» por «medios de información». Situación que, en ciertos casos, perdurará hasta la década de 1970. Por consiguiente, no resulta nada sorprendente que el malentendido conceptual se entrometa en las discusiones bilaterales sobre intercambios cinematográficos. La excepción antes de la excepción MOVILIZACIÓN GENERAL CONTRA UN ACUERDO LEONINO
La puesta en marcha del Plan Marshall, auténtico tutelaje de las economías capitalistas de los países europeos devasta-
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El concepto de industria cultural Uno de los primeros conceptos de la teoría crítica sobre la cultura de masas es el de «industria cultural», acuñado en 1944 por dosfilósofosde la escuela de Frankfurt, Theodor Adorno y Max Horkheimer, que lo inscriben en una reflexión de larga duración sobre el devenir de la cultura. Exiliados en Estados Unidos para escapar del nazismo, hablan de lo que, según han podido ver, allí se desarrollaba: poder de la radio, el cine y la publicidad, nacimiento de la televisión. A su juicio, la industria cultural fija de manera ejemplar la degradación de la cultura en mercancía. La transformación del acto cultural en valor mercantil destruye su poder crítico y disuelve en sí mismo las huellas de una experiencia auténtica. Al referirse a la industria cultural en singular, Horkheimer y Adorno (1974) designan un movimiento general de producción de la cultura. Señalan la imbricación entre esta última, la tecnología, el poder y la economía. No se detienen en aprehender esta producción como un conjunto diversificado y contradictorio de componentes industriales (libro, radio, cine, disco, etc.) concretos que ocupan un lugar determinado en la economía. Igualmente, para hablar de las relaciones entre el poder y la cultura, no se interesan en absoluto en el modo de institucionalización (público/privado, por ejemplo) que implica esta producción. Su verdadero objetivo es la cultura de masas. El concepto de industria cultural sólo está ahí para apuntalar al otro. De hecho, lo que describen son los efectos de la industria cultural sobre los productos en sí. Una cultura hecha con una serie de objetos que llevan la impronta de la industrialización: serialización, estandarización, división del trabajo. Ahí es donde localizan la disolución de la idea de cultura. La presencia de un modo industrial de producción los lleva a meter, abusivamente, en el mismo saco, tan-
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to al jazz como a los comics, a la radio como al cine. Como si el peso económico y financiero de Hollywood hipotecara la legitimidad del cine. Ponen de relieve un solo aspecto, ciertamente fundamental, de la conjunción entre arte y tecnología. Pero una concepción un tanto sobrevalorada del arte como fermento revolucionario les impide percibir los restantes aspectos de esta coincidencia. Aspectos que Walter Benjamin, otro representante de la escuela de Frankfurt, ha abordado en 1933 en un texto en el que demuestra, concretamente, cómo el principio mismo de la reproductibilidad técnica convierte en caduca una vieja concepción del arte que denomina «cultual» o «aurática». Es el caso de un arte como el cine (Benjamin, 1971). Habrá que esperar más de treinta años para que el lector de lengua francesa disponga de la traducción del texto de Adorno y Horkheimer, publicado originalmente en alemán y en inglés. dos por la guerra, proporciona una idea de la posición geopolítica que empieza a ocupar la «industria cultural» en las relaciones internacionales. El gobierno de Washington intenta suavizar las políticas de protección de las industrias cinematográficas nacionales (Guback, 1969). La agravación del desequilibrio de los intercambios es un hecho. Uno de los primeros estudios que la UNESCO ha dedicado a los medios pone de manifiesto los riesgos que, para la industria de seis países europeos, implica la repentina afluencia del stock de películas norteamericanas que los espectadores no han podido ver con anterioridad. Esto atañe a Francia en primer lugar. En 1946, con motivo de la renegociación de la deuda externa con Estados Unidos, se firma un acuerdo comercial sobre cuotas de importación de películas entre el representante francés Léon Blum y el secretario de Estado norteamericano James Byrnes. Inicialmente, la delegación francesa propone reservar seis de cada
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Un contexto favorable a la crítica del American way oflife No es posible calibrar el contexto en el que se implantan o despiertan representaciones negativas del poder norteamericano sin evocar las críticas estructurales a un modo de vida y de modernidad percibido como si se tratara de un horizonte insuperable por la evolución social. El filósofo Alexandre Kojéve lo expresa en caliente en 1947 cuando retoma la tesis hegeliana del «fin del tiempo humano o de la historia» y la aplica al momento actual: el American way oflife constituye el tipo de vida propio del período posthistórico. El Homo sapiens saldría de la historia y el Discurso (Logos) humano en sentido propio desaparecería. «Los animales de la especie Homo sapiens reaccionarían mediante efectos condicionados ante señales sonoras o mímicas y sus «sedicentes» discursos serían de este modo semejantes al pretendido «lenguaje» de las abejas. Lo que entonces desaparecería no es sólo la Filosofía o la búsqueda de la Sabiduría discursiva, sino también esta misma Sabiduría. Porque en esos animales posthistóricos ya no habría conocimiento (discursivo) del Mundo y de sí» (Kojéve, pág. 436). Esta visión crítica respecto de Estados Unidos se reafirma entre los círculos intelectuales franceses y europeos a través de los proyectos de cooperación en materia de investigación propuestos por las fundaciones privadas y el gobierno federal en el contexto del Plan Marshall, que intentan contrarrestar una tradición sociológica tachada de ideológica y demasiado globalizante y sustituirla por enfoques empiristas racionales. Se suponía que esta inyección de pragmatismo reorientaría la investigación hacia la «exploración de las posibilidades de compromiso entre fuerzas sociales opuestas, lo cual, a la larga, debería contribuir al acercamiento entre los
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sistemas políticos europeos, considerados demasiado autoritarios y demasiado jerarquizados, y el "ideal" americano» (Pollak, 1979, pág. 58). Una palabra despierta las suspicacias: la de «comunicación». No ya en el sentido de mass inedia y de cultura de masas, sino en su acepción organizacional de ingeniería de lo social. «La noción de "comunicación" —escribe en 1951 el joven sociólogo de las organizaciones Michel Crozier en la revista Les Temps modernes, dirigida por Jean-Paul Sartre— es la noción esencial del Human engineering [...]. Public relations y Human engineering no constituyen un fenómeno aislado en la civilización americana. Muy al contrario, son la punta de lanza de un gran movimiento que la afecta en todos sus aspectos. Religión, arte, literatura, educación, relaciones sociales y familiares, amor y hasta vida sexual se sitúan cada vez más bajo el signo de esta falsa sonrisa, de este falso buen humor y de esta falsa democracia tan útil para los intereses de la conservación social». Esta tecnología social, insiste, le proporciona una «apariencia científica irrefutable al eslogan del American way of Ufe» (Crozier, 1951, págs. 65 y 71). Como observa, por su parte, Luc Boltanski, en su clásico trabajo sobre la aparición de los «cuadros», el proyecto de modernización del aparato económico, conditio sine qua non para la obtención de créditos por parte de Francia, requiere la formación de un grupo de «ejecutivos indígenas, económicamente competentes y políticamente seguros (y de forma más general, el establecimiento de un orden social estable, capaz de frenar el avance del partido comunista, sobre todo después de las grandes huelgas de 1947)» (Boltanski, 1982, pág. 158). Ese mismo miedo al partido comunista hace que la diplomacia norteamericana interprete como un «complot comunista» las manifestaciones contra el acuerdo Blum-Byrnes. Y sin embargo, el contexto político que se presta a una política voluntarista del cine es plural: si bien las fuer-
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zas de izquierda son poderosas, hay un amplio consenso en torno a la construcción de un servicio público entre todas las tendencias de la Resistencia y en el seno del gobierno provisional del general De Gaulle. trece semanas para las películas nacionales, y luego cinco. Los norteamericanos se niegan a ir más allá de cuatro. El tiempo de pantalla dedicado a las películas nacionales se reduce pues del 50 % al 31 %. En 1948, ante el vertiginoso aumento de las licencias concedidas a las películas norteamericanas, actores, realizadores, productores y técnicos, afiliados o no a la Céntrale Genérale des Travailleurs (CGT), entonces mayoritaria en los oficios del sector, se movilizan y obligan al gobierno a renegociar los términos del acuerdo. Se concede una quinta semana al trimestre a las películas francesas. Además, se reglamentan las modalidades de la repatriación de los beneficios de las compañías norteamericanas. Punto importante en una coyuntura caracterizada por la falta de divisas. Se congelará parte de los beneficios anuales de las películas norteamericanas autorizadas. Pero se proponen vías para reinvertirlos en la actividad cinematográfica en territorio francés: coproducción, construcción de nuevos estudios, compra de derechos de distribución de películas francesas, compra de argumentos o de guiones, etc. En 1947, el gobierno británico decide aplicar una tasa del 75 % sobre todas las películas extranjeras. Las majors replican con un boicot que dura siete meses, al término del cual se firma un nuevo acuerdo: desaparece la tasa, pero, igual que con Francia y por las mismas razones de balanza de pagos, se congela una parte de los beneficios, que ha de utilizarse en suelo nacional. La paradoja de la política inglesa de cuotas (45 %, luego 40 % y, después, 30 %) y de la obligación impuesta a las firmas norteamericanas de reinvertir parcialmente sus beneficios consiste en que el país se convertirá en la tierra prometida de las inversiones de las majors en la producción del «cine nacional». Este calificativo, por lo demás, sólo es aproximad-
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vo, toda vez que se establece en virtud de cierto porcentaje de los costos de mano de obra en beneficio de los técnicos británicos, sin importar que la compañía sea norteamericana, tenga un realizador, un guionista o estrellas de esta nacionalidad (Manvell, 1955, pág. 209). En 1950, Italia también tiene que enfrentarse a recriminaciones de Estados Unidos cuando, sumergida por las películas norteamericanas, debido en parte a una cuota excesivamente baja, se plantea reducir las importaciones en una cuarta parte.
UNA «POLÍTICA SUPERIOR DE LA DISTRACCIÓN HUMANA»
Francia será, indiscutiblemente, el país más constante en la aplicación de una política cinematográfica que no sólo sea la voluntad del príncipe sino también el resultado de exigencias expresadas por fuerzas sociales, aun cuando no sean ajenas a la tentación corporativista. En 1946, se suma al cupo una política de ayudas a la producción. Uno de los cometidos del nuevo Centre National de la Cinématographie (CNC) es el de velar por la reinversión de la tasa aplicada a la recaudación de las películas extranjeras en la producción nacional. Este régimen de intervención del Estado no nace de la nada: bajo la Ocupación, a partir de 1941, se implantaron el Comité de l'Organisation de 1'Industrie Cinématographique (COIC) y un sistema de anticipos a la producción, avalado por el Crédit National (Creton, 2004). En 1943, se inauguró el Instituí des Hautes Études Cinématographiques (IDHEC). Este futuro vivero de cineastas y técnicos del cine ha de estar, en palabras de Marcel L'Herbier (1946), «en connivencia, dentro de una modesta aunque apreciable medida, con una política superior de la distracción humana». Lo que le otorga coherencia a la idea de «excepción francesa» es el programa preparado por el Conseil National de la Résistance, con el fin de devolverle a la sociedad francesa un proyecto de futuro, apartándola de las «potencias del dinero» que la mancillaban antes de la guerra. Disposiciones de 1944
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Coca-Cola, Hollywood, un mismo combate La consigna contra la «colonización cultural» se impone con más fuerza en la Francia de la posguerra toda vez que al asunto de Hollywood hay que añadirle el de CocaCola, ese otro símbolo del American way oflife. La firma de Atlanta tiene el proyecto, en efecto, de instalar una cabeza de puente en Francia para, desde aquí, establecerse en el conjunto del mercado europeo. Así lo anuncia en 1949, con gran despliegue publicitario. El departamento de Estado esgrime nuevamente el argumento de autoridad del Plan Marshall respecto del compromiso adoptado por el gobierno francés de abrirse a las inversiones norteamericanas. El asunto moviliza a los sindicatos pero también a la corporación de fabricantes y de comerciantes de zumos de fruta, gaseosas y aguas minerales. Su reglamento languidece durante más de cuatro años y adopta formas rocambolescas. Entre dictamen y dictamen, las argucias jurídicas se amparan, para obstaculizar el proyecto, ¡en una ley de 1905 que exige que los productos farmacéuticos indiquen su composición exacta en la etiqueta! La Asamblea Nacional vota en contra de la implantación de lafilialde la firma norteamericana. Sin embargo, las autoridades nunca aplicarán esta disposición. Enrealidad,si la bebida universal tardó mucho, ajuicio de los especialistas en mercadotecnia transnacional, en sumarse (hacia los años setenta) a los hábitos de los consumidores franceses en relación con otros países europeos y, a fortiori, con países como Brasil, por ejemplo, obedece menos a razones de «antiamericanismo» que a un hábito cultural. Elritmode penetración de la cadena de comida rápida McDonald en el mercado francés, por otra parte, ha seguido la misma curva que la de Coca-Cola (Mattelart, A., y Mattelart, M., 1979). Cuestión de gusto, cuestión de «pasión aromal», habría dicho, sin duda, el utopista Charles Fourier.
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contra las concentraciones en la prensa, sobre ayudas a los diarios, sobre el ejercicio del pluralismo. Disposición de 1945 que completa la decisión de revocar todas las autorizaciones concedidas antes de la guerra a las radios privadas e instaura un monopolio de Estado confiado a un organismo bautizado como RDF (Radiodiffusion Frangaise) que, en 1949, se convierte en Radiodiffusion Televisión Fran§aise. Nacionalización de la agencia de prensa Havas que se convierte en Agence France Presse (AFP), creaciones de instituciones culturales, de movimientos de educación popular, de cineclubs, etc. Creación, en 1945, en el Ministerio de Asuntos Exteriores, de una dirección general de relaciones culturales y de obras francesas en el extranjero, cuya acción se centra en la lengua y en la cultura cultivada. Esta estrategia de Estado en el ámbito de la cultura se presta evidentemente a ser interpretada como una manifestación del prurito nacionalista de un país molesto por haber perdido su capacidad de influencia cultural. La tentación es aún más fuerte si se tiene en cuenta que numerosos discursos exaltan el sentimiento nacional y la vocación universal de Francia (L'Herbier, 1946). Conformarse con eso resulta un tanto simplista, como lo demuestran los dos ejemplos siguientes. El primero está sacado de un estudio histórico de las relaciones franco-norteamericanas en la inmediata posguerra realizado por el norteamericano Irwin M. Wall: «El lugar que ocupaban las películas de Hollywood en las pantallas francesas era el signo de un cambio profundo, de la presencia permanente, en lo sucesivo, en el corazón de su universo, del universo americano. Para ellos era la ocasión de despertar a una nueva figura del mundo en la que Francia era débil y América fuerte. Así se explica la violencia de sus reacciones ante la manera, a menudo brutal, con que los americanos daban la impresión de querer usar su nuevo poder. Quizás pueda verse ahí también la reacción de una Francia aún poco americanizada y todavía más acomplejada ante la idea de serlo» (Wall, 1987, pág. 187). Un análisis que coincide con el del historiador Marc Fumaroli sobre el «Estado cultural»: «Fue una compensación oficial por la
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La crisis de las majors Su doble estrategia de protección y ayuda a la producción es la que le ha permitido al cine francés seguir siendo mayoritario en sus propias salas. En la década de 1970, Francia seguirá controlando la mitad de su mercado interior. Durante el mismo período, en Italia, la proporción pasa del 60 % al 44 %; en Gran Bretaña, del 41 % al 20 %; Alemania baja del 39 % al 19 %. En el resto del mundo, sólo Japón, la India y el bloque comunista escapan del seísmo hollywoodense. Durante los años sesenta, el gobierno francés suavizó su política cinematográfica, aunque sin ceder nada en lo esencial. Pudo hacerlo sin excesivos riesgos toda vez que las majors atravesaban por un mal momento a causa de los exorbitantes presupuestos de las superproducciones, la disminución de asistencia a las proyecciones en salas, la competencia de la televisión y la contracción de los mercados extranjeros. Porque al mismo tiempo aparecen nuevas formas de escritura cinematográfica en Francia, y luego en Inglaterra, Italia, Hungría, Checoslovaquia, Brasil. Es la explosión de las «nuevas olas». La parte de ingresos exteriores de las majors se reduce de la mitad e incluso más, porción alcanzada en los años fastos, a un tercio. En consecuencia, cambia el paisaje cinematográfico: incorporación a conglomerados en los que el cine no es más que un sector, un apartado, entre otros; purga de los consejos de administración que despiden a los dinosaurios en beneficio de los ejecutivos (en la Fox, sólo sobrevive uno, de catorce); diversificación de las actividades (exploración, por ejemplo, del mercado pedagógico ante el señuelo que agita la promesa de nuevas tecnologías). La Warner Bros-Seven Arts aterriza así en el regazo del conglomerado Kinney Services Co., cuya principal actividad a comienzos de la década consiste en las pompas fúnebres. La mítica Paramount es adquirida
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en 1966 por la Gulf & Western Industries, que se ocupa sobre todo de minerales y de petroquímica. Símbolo de la desaparición de una edad de oro, la Metro-GoldwynMayer saca a subasta su inmensa reserva de decorados y guardarropas que sirvieron de ajuar a sus grandes epopeyas (A. Mattelart, 1976). Estos cambios señalan la primera gran reestructuración de la industria norteamericana del cine desde su constitución como oligopolio a finales de los años veinte. Unos diez años después de su crisis, el cine norteamericano habrá recuperado sus cuotas de mercado. Con el 32 % de las películas importadas en el mundo y entre un 5 % y un 6 % solamente de la producción mundial de largómetrajes, ingresará la mitad de las recaudaciones mundiales. La mutación de la industria cinematográfica norteamericana continuará durante los años ochenta con la llegada de las nuevas tecnologías de la imagen, que coincidirá con la era de la desregulación de las redes y de las industrias de la comunicación. La Columbia, comprada en 1982 por Coca-Cola, caerá en el regazo de Sony siete años más tarde. La constitución, al alba del tercer milenio, del primer grupo mundial multimedia como consecuencia de la agrupación de Time-Warner-CNN y AOL, representa un momento culminante de las megafusiones. derrota de 1940, y luego por la retirada del Imperio, y una muralla ficticia ante el contagio de las costumbres y distracciones americanas» (Fumaroli, 1992). Recurrente, esta forma de pensamiento antinómico propicia los falsos debates. E L PAPEL DE LA MOTION PICTURE EXPORT ASSOCIATION OF AMERICA (MPEAA)
Para «quebrantar el proteccionismo europeo», los Estados Unidos se prevalen del principio del freeflow of Information,
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calcado sobre el de la libre circulación de mercancías, el mismo que intentan oficializar en los textos de las organizaciones de las Naciones Unidas. El organismo multilateral encargado de velar por la aplicación del Acuerdo General sobre Aranceles y Comercio (GATT), creado en 1947, es aún muy reciente para influir en el debate. En sus textos, la única forma aceptable de protección del cine es la cuota de pantalla, la limitación del número de películas y no su porcentaje. La Motion Picture Export of America (MPEA) se convierte en el interlocutor insoslayable. En 1947 la MPAA se dota oficialmente de esta rama internacional, encargada de defender los intereses de la industria cinematográfica de Estados Unidos y, en concreto, los de las majors, en cualquier parte del mundo donde se encuentren amenazados. Con una salvedad importante: en todas partes, pero no en Estados Unidos. Porque este nuevo poder de intervención en los mercados extranjeros no ha podido crearse sino gracias a una doble derogación de la legislación norteamericana. De la ley antitrust que prohibe la coalición de determinados pesos pesados en una rama de la industria sobre territorio norteamericano; de la ley que prohibe que las firmas cinematográficas puedan acumular funciones de producción, distribución y explotación. Ahora bien, gran parte de la fuerza de disuasión de la industria norteamericana reside precisamente en su dominio de la distribución. El ámbito de competencia de la nueva asociación es tal que la MPEA es bautizada por sus adversarios como «minidepartamento de Estado». El apoyo del departamento de Estado es absoluto. En 1947, a instancia de éste, se añaden dos artículos al Production Code de la Motion Picture Association of America: 1) «Las películas destinadas a la exportación han de vender el American way oflife»; 2) «Las películas deberán evitar la representación indecorosa de miembros e instituciones de los países con los que Estados Unidos mantiene relaciones cordiales». Para comprender esta construcción de la vocación universal de la industria hollywoodense del entertainment en ese período, hay que leer el apasionante estudio de la antropóloga norteamericana Hortense Powdermaker que, entre
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julio de 1946 y agosto de 1947, observó desde el interior el sistema de producción de la «fábrica de sueños» (Powdermaker, 1950). Cabe añadir que la derogación de las leyes antitrust aplicada a la industria cinematográfica también alcanza a las otras industrias mediáticas estadounidenses. Está en la base, pues, de una política general de inmunidad relativa, destinada a fomentar su expansión internacional. Esta medida, por cierto, no data de finales de la Segunda Guerra Mundial, sino que se remonta al final de la Primera. En efecto, fue en 1918, cuando el Congreso aprobó lo que se conoce como Export Trade Act. Bien es cierto que por aquel entonces, Estados Unidos intentaba, por encima de todo, romper la hegemonía ejercida sobre losflujosde noticias por la tríada de grandes agencias de prensa europeas, la francesa Havas, la británica Reuter y la alemana Wolf que, en 1870, se habían repartido el planeta en «territorios» o esferas de influencia. En puertas de la Guerra Fría, Washington extrae las enseñanzas del uso propagandístico del cine contra las potencias del Eje, y luego al servicio de la reeducación de las poblaciones de los países ocupados, especialmente Alemania (Hill, 1947). Conviene recordar que una de las inquietudes de los negociadores norteamericanos con motivo del acuerdo Blum-Byrnes era, por añadidura, que la estricta aplicación de cupos de importación pudiera afectar a la libre circulación de los «noticiarios Loews», pieza clave de la estrategia informativa del departamento de Estado, antes de la llegada de la televisión, frente al nuevo enemigo global: el comunismo. Entre el principio del free flow y la realidad, el trecho es grande. Los complejos vínculos que teje el gobierno con el lobby corporativo contradicen la doctrina del libre flujo. Como observa el historiador norteamericano del cine, Toby Mi11er: «La industria del cine norteamericano ha sido amparada durante décadas por esquemas de crédito-impuesto, comisiones sobre películas, una logística de representación no sólo a través del departamento de Estado, sino también del departamento de Comercio, una política de divisas, etc.» (Miller, 1998,
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pág. 372). Punta de lanza de la diplomacia de las ideas a lo largo y ancho de la Guerra Fría, la MPEA ampliará su campo de acción alritmode la evolución de las tecnologías de la imagen animada y hará oír su voz allá donde se decida la arquitectura planetaria de las industrias y redes multimedia.
4. La «revelación» del intercambio desigual
En los años sesenta, los universales de la comunicación se erigen en parangón del progreso. El Tercer Mundo constituye el campo de pruebas de las estrategias mediáticas de desarrollo. Una vez más, la diversidad de culturas carga con las consecuencias. En la siguiente década, la salida de la era colonial plantea nuevamente las cuestiones relativas a la identidad como fuente de innovación social. También se produce, por parte del Tercer Mundo, la toma de conciencia de los desequilibrios en los intercambios culturales a escala mundial. A su vez, los países industrializados calibran el riesgo de desestabilización de la institución del servicio público por parte de las industrias transnacionales de la cultura.
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Los procesos de la colonización cultural LA DESHISTORIZACIÓN
«Uno de los rasgos constantes de cualquier mitología —observaba Roland Barthes en Mitologías (1957)— es la incapacidad de imaginar al Otro [...]. Frente al extraño, el Orden no conoce sino dos conductas, ambas de mutilación: o bien reconocerlo como guiñol o bien desactivarlo como mero reflejo de Occidente. De todas formas, lo esencial es quitarle su historia [...]. El mito alinea con la mayor de las apropiaciones, la de la identidad» (pág. 44). El nacimiento de la dicotomía desarrollo/subdesarrollo responde a esta mitología. Es el presidente Truman el que la pone en circulación en 1947, a las puertas de la Guerra Fría, en un discurso combativo en el que expone su estrategia mundial para yugular la pobreza que entraña el riesgo de abrirle el paso al comunismo. La dicotomía es utilizada a su vez, y sin mayor inventario, por el conjunto de las grandes instituciones internacionales. Así se explica que la Asamblea de las Naciones Unidas haya decidido, sin el menor parpadeo, situar los años sesenta bajo los auspicios del «desarrollo» o que la UNESCO convierta el desarrollo en uno de los ejes de su programa. Sin embargo, la referencia que prevalece entonces en la definición de este fenómeno es la sociología de la modernización, fruto de la investigación administrativa acumulada por las universidades de Estados Unidos y vastago de una concepción de la historia como sucesión de etapas. El objetivo de este desarrollo/modernización, confesado sin precaución oratoria, es la «westernización», la occidentalización del otro, esos pueblos carentes, se supone, de historia, y de cultura que no sea folclórica. El deseo de innovación no puede difundirse sino de arriba abajo, desde los polos desarrollados hacia las naciones atrasadas. Se da por supuesto que la experiencia de la mercadotecnia industrial que, en el período de entreguerras, demostró sus aptitudes entre los agricultores norteamericanos y les llevó a adoptar «actitudes modernas» (uso de abonos, tecnolo-
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gías y modos de cultivo), también es provechosa en otras latitudes en los ámbitos más diversos, desde la planificación familiar a los procesos de aprendizaje. En el centro de esta concepción lineal de salida del subdesarrollo reina el medio de comunicación como vector de los modelos de la modernidad encarnada en su término por la sociedad consumista. La llamada cultura tradicional no empieza a integrarse en el arquetipo hasta que cumple con los requisitos mínimos de exposición a los medios: diez ejemplares de periódicos, cinco receptores de radio, dos televisores, dos butacas de cine por cada cien habitantes. En los programas de acción de la UNESCO, el concepto de comunicación va a prevalecer sobre el de cultura, mientras que ni siquiera figura entre las siglas de la institución. Este período se caracteriza por una tensión entre la ideología de la comunicación apoyada por los planificadores de lo social, por un lado, y los alegatos de una generación de gentes de cultura a favor del «universal humano» (título de la obra del director general, el francés Jean Maheu, publicada en esa misma década de 1960), la diversidad de culturas y la salvación del «patrimonio de la humanidad», por otro. En una obra titulada El juego del mundo (1969), el filósofo Kostas Axelos hace balance, a su manera, de una década a la que califica ya como la de la «mundialización de la cultura»: «Cultura mundial, cultura planetaria, cultura de masas, son eslóganes —que tienen a instituciones por corolarios— que no saben de qué se trata. Finiquitan un proceso. Al unlversalizarse y cibernetizarse —retroactivamente, actualmente, prospectivamente—, la cultura ya no obedece a un prototipo, a un modelo. Al volverse multiforme e informal, ya no le propone un esquema concreto a la palabra y a la acción, a los sueños y a las pasiones, a las tareas y a las distracciones. Al ir en todos los sentidos, de repente se vuelve insignificante, designificante. Ya no aporta respuestas al decir y al hacer: deja de ser formación, se convierte en información y en comunicación» (pág. 339). Al margen de las grandes instituciones, las acusaciones contra el «asilvestramiento» tanto del amo como del esclavo
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La doctrina de la contrainsurgencia: los estrategas descubren, durante algún tiempo, la diversidad En 1965, el Pentágono sufre sus primeras derrotas en Vietnam. Allí experimenta, y duramente, los límites de la expedición punitiva. Enfrentado a un nuevo tipo de guerra popular, el engranaje asesores militares/fuerzas de intervención desemboca en el fracaso. Estas guerras, lo mismo que las guerrillas y los movimientos de liberación nacional, plantean un enigma a los estrategas del Imperio, que habían convertido el comunismo en un fetiche y la política en un subproducto de la fuerza armada. No sólo comprueban que el potencial de fuego no es lo que determina la victoria, sino que los factores políticos existen y que los sectores civiles también son un campo de batalla. Para resolver el enigma, se plantean ahora cuestiones de otra índole: «¿Quiénes son nuestros amigos? ¿Quiénes son nuestros enemigos? ¿Cuáles son sus conflictos internos? ¿Quién neutraliza a quién? ¿Cuáles son los intereses propios de cada grupo, de cada etnia? ¿Cuáles son los líderes obreros?, ¿y los líderes campesinos? ¿Puede apartárseles de la influencia comunista? ¿Qué lugar ocupa el ejército? ¿Cuál es su composición social?». En resumen, el Pentágono descubre que la sociedad se divide en clases, en grupos, y se propone analizar, por vez primera, este asunto. El centurión con casco deja de ser el instrumento privilegiado para el mantenimiento del Imperio. Le sucederán el antropólogo y el sociólogo. Y las fuentes de financiación de las investigaciones fluirán en dirección a los centros de estudios universitarios. Una vez cerrado el ciclo de las guerras del Sudeste Asiático y los movimientos de guerrillas, el pensamiento estratégico guardará en un cajón las lecciones de la doctrina de la contrainsurgencia y apostará por la tecno-
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logia total con sus armas, llamadas inteligentes, de vigilancia, de defensa y de ataque. La guerra y la lucha contra los insurgentes en Irak pondrán de manifiesto sus límites.
por el colonizador proporcionan otra visión de la cultura. El término es del antillano Aimé Césaire y figura en su Discours sur le colonialisme [Discurso sobre el colonialismo] (1955). Al igual que ocurre con las obras de Frantz Fanón, Peaux noires, masques blancs [Pieles negras, máscaras blancas] (1954) y Los condenados de la tierra (1961), se trata de un grito en pro de una auténtica universalidad humana basada en el respeto de los pueblos y de las culturas. En abril de 1955, fecha clave, la Conferencia afroárabe-asiática de Bandung (Indonesia) muestra la toma de conciencia de un Tercer Mundo que se considera no alineado. La derrota, en mayo de 1954, del cuerpo expedicionario francés en Vietnam sirve de detonador. LA VIOLENCIA SIMBÓLICA
A partir de los últimos años de la década de 1960, la noción de imperialismo cultural, que moviliza las resistencias e inspira a los campus en ebullición, atrae a su vez a las ciencias sociales que intentan romper con la visión funcionalista del mundo (Medori, 1979). Para la antropología, el imperialismo cultural en su forma más clásica es una «forma de etnocentrismo políticamente operante». Es un etnocentrismo convertido en ideología que se presenta como vía de salvación para los grupos subalternos. «La idea básica es que los "otros" pueblos, o bien se ponen "al día" con la civilización occidental o bien son indignos de ser considerados como entidades respetables» (Lanternari, 1979, pág. 16). La «aculturación acabada» es la reducción a la unidad, a la uniformización cultural por vía de deculturación. Una definición que algunos antropólogos someten a prueba en el transcurso de la década de 1970
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al estudiar el papel de las sociedades multinacionales en la construcción de modelos de consumo duraderos al amparo de la modernidad de sus productos, más concretamente en el Tercer Mundo (Perrot, 1979). Para los pioneros de la economía política de la comunicación y la cultura, el imperialismo cultural es el «conjunto de procesos mediante los cuales una sociedad se introduce en el seno del sistema mundial moderno y la forma en que su clase dirigente llega, gracias a la fascinación, la presión, la fuerza o la corrupción, a modelar las instituciones sociales para que se correspondan con los valores y las estructuras del centro dominante del sistema, o a convertirse en su promotor» (Schüler, 1976, pág. 9). Una definición que debe compararse con la que, un cuarto de siglo más tarde, y desde la sociología, formularán Pierre Bourdieu y Loi'c Wacquant después de comprobar que «por primera vez en la historia, un solo país se encuentra en disposición de imponer su punto de vista sobre el mundo al mundo entero»; «igual que las dominaciones de género o de etnia, el imperialismo cultural es una violencia simbólica que se apoya en una relación de comunicación obligada para arrancar la sumisión y cuya particularidad consiste aquí en que unlversaliza los particularismos vinculados a una experiencia histórica singular al conseguir que se les ignore como tales y se les reconozca como universales» (Bourdieu y Wacquant, 2000, pág. 6). El imperialismo cultural es, ante todo, asunto de la mecánica de fuerzas de un sistema de poder, de un engranaje de relaciones desiguales de donde resulta la hegemonía de una visión del mundo. De ahí la importancia de volver a la idea material y sistémica de la cultura como médium simbólico y estructurante. Se generalizan las representaciones del orden del mundo, los sistemas de referencia, las matrices organizacionales, que se presentan como las únicas posibles, las únicas racionales y razonables. Conectan en directo a las sociedades concretas con los flujos de un modelo único de modernidad que afecta a todas las esferas de la sociedad: tecnológica, lingüística, económica, política, jurídica, educativa, religiosa, etc. El imperialismo cultural no se reduce únicamente, pues, a las mani-
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festaciones de las relaciones de fuerza en el ámbito de los medios de comunicación y de la cultura de masas, aun cuando estos dispositivos ocupen un lugar cada vez más estratégico en la configuración de la relación neocolonial con los «otros» pueblos. Se trata de los modelos de institucionalización de las tecnologías de comunicación, los modos de organización espacial, los paradigmas científicos, los esquemas de consumo y de aspiraciones, los modos de gestión de la empresa, los sistemas de alianzas militares. O incluso el derecho, como lo demuestra la naturalización del derecho contractual cortado a la medida del pensamiento jurídico estadounidense y lingua franca que regula las relaciones internacionales de los negocios. El modus operandi de la relación desigual se presenta de forma diferenciada, asincrona y asimétrica, según el grado de permeabilidad de las zonas y de los agentes de la vida social frente a los sistemas de referencia, promovidos como universales. Nada tiene esto que ver con las teorías de la conspiración, ni con una psicología de las intenciones, incluso si el componente consciente y voluntario está presente en esta forma de violencia simbólica. Por ejemplo, durante los períodos de crisis política, cuando se agudizan las estrategias deliberadas y planificadas de propaganda y de intervención. Caso práctico de estrategia imperial: la preparación del golpe de Estado contra el presidente chileno Salvador Allende el 11 de septiembre de 1973 por parte de la CÍA, las empresas multinacionales del cobre y de la electrónica y las agencias de prensa de Estados Unidos en estrecha colaboración con los medios de comunicación de la oposición y las fuerzas armadas locales (A. Mattelart, 1974). Nada que ver tampoco con la representación pasiva de la subalternidad. Resistencia cultural e imperialismo cultural son las dos caras de un mismo proceso. El intelectual norteamericano-palestino Edward Said ha sabido reconstruir la historia de esta dialéctica inscrita en las formas de opresión colonial e imperial, ya sean obra de Europa o de Estados Unidos (Said, 1993; Roach, 1997).
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Para un tercer cine «El cine norteamericano señorea en la cinematografía mundial; también debemos crear dos o tres Vietnams, crear cines nacionales, libres, hermanos, camaradas, amigos», declara Jean-Luc Godard, el año del rodaje de La china, en 1967, haciéndose eco del llamamiento del Che Guevara, asesinado en octubre de ese mismo año, para encender focos revolucionarios por todo el mundo y echar fuera al imperialismo. Es el rechazo de los cánones del cine norteamericano y, por tanto, de la visión norteamericana del mundo como espectáculo. Aquel mismo año, Guy Debord, uno de los promotores de la Internacional Situacionista, publica La sociedad del espectáculo (1967), violenta crítica de la sociedad contemporánea, en cuanto sociedad de la mercancía y del reino de la apariencia, esa «Weltanschauung convertida en efectiva, materialmente traducida», de esa «visión del mundo que se ha objetivado» sobre la «superficie social de cada continente», texto que anuncia el retorno de la problemática de la cultura y de la información. El fondo del aire es rojo. Es la década de la rebelión en los campus norteamericanos, de los derechos civiles, de las grandes manifestaciones contra la guerra de Vietnam, de la protesta estudiantil, cuyo símbolo es el Mayo del 68 francés (el otro es la masacre de estudiantes en la plaza de Tlatelolco, en México), y de los movimientos de solidaridad con el Tercer Mundo. «Todo intelectual pertenece al Tercer Mundo», lanza, en enero de 1968, el escritor argentino Julio Cortázar ante los artistas, cineastas e intelectuales de los tres continentes que asisten al Congreso de la Cultura que tiene lugar en La Habana (Silber, 1970). Congregados en torno al tema «El intelectual y las luchas de liberación de los pueblos del Tercer Mundo», los participantes ratifi-
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can la noción de «imperialismo cultural». Acompaña al discurso sobre otro cine. Latinoamérica es su rampa de lanzamiento. Se produce la explosión cultural del Cinema Novo en Brasil, indisociable de la agitación social que precede al golpe de Estado militar de 1964, la aparición de una cinematografía comprometida en Argentina, Bolivia, Chile, Venezuela, etc. Es la hora del manifiesto «Hacia un tercer cine» (1969) de los argentinos Fernando Solanas y Octavio Getino. En esta época, y en la órbita de los movimientos sociales, surgen los primeros proyectos de alianzas entre cineastas latinoamericanos que dan lugar a numerosos encuentros y festivales: Viña del Mar (Chile), en 1967 y 1969; Mérida (Venezuela), en 1968; Caracas, en 1971; La Habana, en numerosas ocasiones, bajo la égida del Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC), auténtico aglutinante del «nuevo cine latinoamericano», y Montreal, en 1974. En 1977, el organismo oficial del cine brasileño, EMBRAFILME, propone: 1) la constitución de un «mercado común del cine» de los países de expresión portuguesa y española, y plantea su extensión a Italia y Francia; 2) una cuota de pantalla reservada a las películas nacionales y a las películas de los países asociados. Brasil produce entonces un centenar de películas al año, marca no alcanzada en Latinoamérica desde la decadencia de la industria cinematográfica mexicana. La propuesta de Brasilia se quedó sin futuro. En cuanto a EMBRAFILME, se lo llevará por delante la ola neoliberal de los años ochenta.
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¿Qué orden poscolonial de la comunicación? CRISIS DE LA IDEOLOGÍA DEL DESARROLLO Y REHABILITACIÓN DE LAS CULTURAS
Las culturas invadidas y humilladas se legitiman en el transcurso de los años setenta gracias a los procesos de independencia y de liberación coloniales. La antropología estructuralista acusa recibo de esta mutación al plantear la equivalencia funcional de las culturas, la equivalencia entre las culturas extra-occidentales y la cultura occidental. El estremecimiento del paradigma del desarrollo/modernización, vastago de la ideología del progreso infinito, concuerda con el reconocimiento de la singularidad de las culturas, como fuente de identidad, sentido, dignidad e innovación social. La quiebra de la visión lineal de la transmisión de valores consagra la diversidad como condición necesaria de una vía de salida del subdesarrollo, distinta de la que señala la ideología del cálculo (el PNB) y el determinismo técnico. La rehabilitación de la creatividad de las culturas tiene como contrapartida el impulso de la solidaridad, tanto a nivel local como a escala nacional y mundial, la valorización del «genio del lugar», el imperativo categórico de la participación ciudadana y la preocupación por la biodiversidad. Esta nueva filosofía del crecimiento permite redescubrir una memoria histórica enterrada, alimentada por los pensadores de la dicotomía unidad/ diversidad originarios del Tercer Mundo, desde Gandhi hasta el pedagogo brasileño Paulo Freiré. También es una advertencia ante los usos perversos de la búsqueda de la diversidad cultural: retraimiento en relación con la responsabilidad global compartida; fragmentación caótica sin consideración para las numerosas iniquidades basadas en sistemas de privilegio arraigados en la casta, la raza, la clase, el género y la nación (Galtungyotros, 1980). La entrada en la era poscolonial invierte en el conjunto del sistema de las Naciones Unidas la relación de fuerzas Norte/ Sur. La UNESCO se convierte en el epicentro de los debates
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sobre el intercambio desigual de los flujos de información y comunicación. El alegato del Movimiento de los Países No Alineados en pro de un «nuevo orden mundial» en este ámbito, corre paralelo a los esfuerzos desplegados por el grupo de los 77 para cambiar los términos del intercambio comercial a través de un «nuevo orden económico mundial». La reivindicación de un «derecho a la comunicación», en sus dos aspectos, acceso y participación, perturba el orden mediático. Se ha llegado a un callejón sin salida. Estados Unidos se agarra a su visión estrictamente mercantil del free flow of information y ve en esa petición la negación de la libertad de expresión. La Unión Soviética utiliza las quejas del Tercer Mundo para consolidar el cerrojazo de su espacio informacional frente a la injerencia de los flujos internacionales. Numerosos países del Sur encuentran en el reconocimiento oficial de un intercambio desigual el chivo expiatorio exógeno que les permite ocultar sus graves incumplimientos de las libertades de prensa, expresión y creación en su propio territorio. Las organizaciones de la sociedad civil no tienen ni voz ni voto. Y aun cuando los tuvieran, sólo un puñado está en condiciones de participar porque el grado de concienciación respecto de los retos de la cultura y la comunicación a escala internacional, en aquellos tiempos, está poco desarroílado en la mayoría de ios actores sociales. No es el caso de las organizaciones corporativas y profesionales que se van curtiendo. De hecho, es una de las primeras reuniones en la cumbre en las que la dimensión global de la cuestión de la comunicación y la cultura se les plantea tan claramente. «A desafío global, respuesta global» lleva por título un libro blanco de la International Advertising Association (IAA), primer manifiesto en contener las líneas maestras de una estrategia contra el principio de intervención de los poderes públicos. Sobre estas controversias, la gran prensa transmite una versión que reduce el desafío a un combate entre la democracia y un proyecto de encasillamiento de los medios de expresión por parte de unos aprendices de brujo. Una visión que contrasta con la complejidad de las relaciones entre las culturas, puesta de manifiesto tanto por los estudios procedentes de
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una extensa comunidad de investigadores y expertos como por los trabajos de la Comisión Internacional para el Estudio de los Problemas de la Comunicación, creada en 1977 por la UNESCO, situada bajo la presidencia del premio Nobel de la Paz, el irlandés Sean MacBride y compuesta por personalidades como Hubert Beuve-Méry, fundador del diario Le Monde, y el escritor colombiano, premio Nobel de Literatura, Gabriel García Márquez. La desregulación de la siguiente década precipitará al purgatorio el llamado Informe MacBride (1980) mientras que los Estados Unidos de Ronald Reagan y la Gran Bretaña de Margaret Thatcher le daban portazo a la UNESCO, en 1985 y 1986, respectivamente, so pretexto de politización de los debates.
INDUSTRIAS CULTURALES: LA DESESTABILIZACIÓN DEL SECTOR PÚBLICO
Las señales precursoras emitidas por los países del Tercer Mundo no encuentran apenas eco entre las esferas gubernamentales y comunitarias en Europa. El discurso del presidente Francois Mitterrand en la cumbre de Versalles de junio de 1982 es una de las escasas tomas de posición oficiales de los países más industrializados para la adopción de una estrategia que «favorece conjuntamente la expansión de las culturas» (Mitterrand, 1982). Al mismo tiempo, en la tribuna de la Conferencia Mundial (Mondiacult) organizada por la UNESCO en México sobre Políticas Culturales, el ministro francés de Cultura, Jack Lang, hace un llamamiento para una «verdadera resistencia cultural», para una «verdadera cruzada contra esta dominación, contra —llamemos a las cosas por su nombre— este imperialismo financiero e intelectual» (A. Mattelart, Delcourt, M. Mattelart, 1984). Durante la década de 1970, sin embargo, los países europeos se ven obligados, a su vez, a replantearse su margen de maniobra. Las políticas culturales tradicionalmente aplicadas por el Estado, que se dirigen a públicos restringidos, sufren la
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Industrias culturales: cultura + economía En 1980, la UNESCO incorpora a sus referencias el concepto de «industrias culturales», del que se desprenden un balance de la década, un programa prioritario y una filosofía del desarrollo. Así lo acredita el documento del secretariado de la institución redactado con motivo de la reunión de expertos organizada ese mismo año en Montreal, lugar simbólico toda vez que Canadá, y más concretamente Quebec, junto con la Bélgica francófona y Francia, han introducido el concepto en sus políticas culturales. He aquí algunos extractos de este documento, poco conocido, que permiten comprender una tentativa de unir la problemática de la política cultural con la de la política de comunicación. Un balance: • «La reflexión de la década tiene el mérito de haber intentado que el debate cultural arraigara en la materialidad de su funcionamiento». • «El creciente espacio que ocupan las industrias culturales en el programa de la UNESCO está unido a la actualización, desde hace varios años, de la reflexión sobre la cultura». Un programa prioritario: • «Entre las cuestiones fundamentales que requieren la atención de la reflexión sociológica se encuentran los fenómenos de concentración económica y financiera y de internacionalización de las industrias culturales». • «Qué acciones hay que emprender para que los grupos sociales puedan domeñar y controlar las industrias culturales con el fin de garantizar su propio desarrollo».
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Una filosofía general: • «Sea como fuere, lo que está en juego es la instauración o la restauración de un diálogo entre las culturas, que ya no sería sólo el de los productores y los consumidores, sino que realizaría las condiciones de una creación colectiva y verdaderamente diversificada, y que situaría al receptor en disposición de convertirse en el emisor, a la vez que se asegura de que el emisor institucionalizado aprenda nuevamente a convertirse en receptor. El reto final es el desarrollo armonioso en la diversidad y el respeto recíproco». Tras la retirada de Estados Unidos de la UNESCO, esta declaración de intenciones desaparecerá de las listas prioritarias, arrastrada por la leyenda negra que, en el seno de la propia UNESCO, se construirá en torno al período de confrontaciones sobre las políticas de la comunicación que caracterizaron a los años setenta. En lo sucesivo se hará énfasis en las políticas culturales amputadas de esta parte esencial de los interrogantes acerca de los procesos de concentración a los que el Informe MacBride prestaba especial atención. La cuestión está llamada a seguir siendo un punto ciego de la problemática de la salvaguardia y promoción de la diversidad cultural.
competencia de los productos industriales destinados a un público de masas. El rubro «industrias culturales» hace su aparición en los ámbitos de la investigación universitaria y, al mismo tiempo, en las nomenclaturas de las estadísticas de los gobiernos y del Consejo de Europa que organiza las primeras reuniones de expertos sobre el tema (Consejo de Europa, 1978). No guarda filiación directa alguna con la noción de industria cultural (en singular), acuñada por los filósofos Adorno y Horkheimer en los años cuarenta. Identifica a un conjunto diversificado (libro, prensa, disco, radio, televisión, cine, nue-
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vos productos y soportes audiovisuales, fotografía, reproducción de arte, publicidad) de un nuevo vector de la «democratización de la cultura» que desde entonces transita por el mercado y tiene carácter transnacional. Los ministros de Cultura reunidos en Atenas en 1978 tienen que analizar las implicaciones de la internacionalización y la concentración de este sector industrial en las políticas culturales nacionales e invitan a los Estados miembros del Consejo de Europa a realizar un estudio sobre la cuestión. Si los poderes públicos quieren intervenir con conocimiento de causa tienen que conocer el funcionamiento de estas industrias: analizar los procesos de producción de cada una de ellas con sus distintas fases creación-diseño, edición, promoción, difusión, venta a los consumidores; así como las estructuras de las ramas industriales (formas y grado de concentración; estrategia de lasfirmas,etc.) (Miége y otros, 1978). La desestabilización del sector público se explica por factores de naturaleza política, financiera y tecnológica: erosión de la base financiera (canon + recursos publicitarios autorizados) sobre la que descansaba la televisión de servicio público; ampliación de los mercados dirigidos por las nuevas tecnologías y multiplicación de canales que suscitan la entrada masiva del sector privado; fragmentación de los intereses de los usuarios que entran en conflicto con el perfil de audiencia de masas. Las presiones con vistas a la descentralización del sistema audiovisual y para la devolución de las ondas a los ciudadanos indican que la impugnación de la idea de monopolio público, atacado por los dos flancos, el sector terciario y el sector privado y comercial, es el síntoma de la crisis del modo de organización del consenso. Esta evolución es el reflejo del auge de nuevos movimientos sociales y, a la vez, de nuevos actores económicos. «Cento fiore per la morte del monopolio TV»: al proclamar la ilegalidad del monopolio (1974 y 1976), Italia, vanguardia de un modelo de desregulación salvaje, asiste también a la explosión de las radios libres y prepara el advenimiento de las redes privadas.
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El Manifiesto diferencialista En 1970, el filósofo Henri Lefebvre publicaba Le Manifesté différentialiste [El manifiesto diferencialista] (1970). Señalaba que la aparición de movimientos sociales ordenados en tomo a especificidades económicas, políticas, culturales, étnicas, sexuales, etc., era la expresión manifiesta de la crisis, amenazadora y, a la vez, rica en potencialidades, del modo de regulación social. Al reivindicar la distancia diferencial, estas nuevas formas de resistencia se planteaban, no sólo al oponerse sino, fundamentalmente, al afirmar una identidad. Su novedad estribaba en intentar el establecimiento de alianzas temporales y fluctuantes, para, de este modo, encontrarse al lado una de otra, formando una masa crítica suficiente sin tener necesariamente que diluir, o alienar, su especificidad. La irrupción de estas especificidades indicaba, según él, una ruptura con la noción autocastrante de pluralismo. «El pluralismo —escribe— admite varias ideologías, varias opiniones, varias morales. De esta liberalidad extrae una filosofía. Prohibe el dogmatismo, se opone a las sistematizaciones represivas. Muy bien. Sin embargo, a su manera, el pluralismo liberal sistematiza y dogmatiza. La lista de las opiniones aceptadas es breve; el liberal admite varias morales pero exige una moralidad [...]. Ya sea paleo o neo, el liberalismo tiende a institucionalizar las opiniones recibidas, las morales o ideologías aceptables [...]. Por consiguiente, se tiende a consagrar las opiniones y valores admitidos por la oligarquía.» Este análisis resulta premonitorio. Difícilmente puede entenderse la irrupción de las radios libres, por ejemplo, fuera del contexto de crisis generalizada de un modelo de organización y de comunicación militante, y de un vacío teórico de grandes aparatos de reivindicación y protesta (partidos, sindicatos) en materia de información y comunicación, vacío resultante de
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su presteza para reproducir en sus propios medios de comunicación las relaciones de verticalidad propias de sus organizaciones de masas. Es la certificación de quiebra de una concepción centralizadora, reductora de las especificidades. El movimiento social de las radios exterioriza la búsqueda de otras formas, pero también de otros contenidos sociales, que recurren a otros modos de producción de la comunicación.
L A INTERDEPENDENCIA FORZOSA DE LAS CULTURAS
La relación entre lo «cultural» y lo internacional también cambia. Por una parte, la fisura del servicio público está acompañada de una internacionalización creciente del aprovisionamiento de programas de ficción y, por tanto, de una dependencia respecto de las existencias, ampliamente amortizadas, de series y películas procedentes de los polos tradicionales de producción, especialmente de Estados Unidos. Por otra, en el plano de las políticas de relaciones culturales externas, los estrategas se ven en la obligación de tener en cuenta a las industrias culturales en un marco competencial. En un informe relacionado con este asunto, dirigido al ministro francés de Asuntos Exteriores y redactado por Jacques Rigaud, puede leerse: «La interdependencia de las culturas es una realidad histórica y actual de la que es importante sacar todas las consecuencias para la definición y puesta en práctica de una política de relaciones culturales exteriores. Ya no cabe concebir estas relaciones en términos de difusión de nuestra cultura» (Rigaud, 1980, pág. 25). A lo que se añade esta advertencia programática: «Nuestras industrias culturales están excesivamente orientadas hacia el mercado interno [...]. Demasiado comerciales para lo que tienen de cultural, demasiado culturales para lo que tienen de comercial» (pág. 66). El telón de fondo de los cambios estructurales es la crisis desencadenada por el primer choque petrolero. Esta crisis fue diagnosticada por los grandes países industrializados como
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una crisis del modelo de crecimiento y de la gobernabilidad de las democracias occidentales (Crozier y otros, 1975). Para paliar el agotamiento del modo de acumulación de capital y de los mecanismos de formación de la voluntad general, las políticas de salida de crisis movilizan las tecnologías de la información y la comunicación. Es la época de los informes gubernamentales sobre la informatización de la llamada sociedad de la información que, al postular la convergencia entre audiovisual y telecomunicaciones, defienden la descentralización por mediación de las nuevas redes telemáticas (Nora y Mine, 1978). Por lo que se refiere al proyecto de reestructuración del orden económico mundial, es la década en la que se implantan el club de los países ricos (al comienzo, en 1973, G5; luego G7 y G8), su práctica de las cumbres y los dogmas monetaristas del credo neoliberal de la globalización: ir cada vez más allá en la liberalización de los intercambios, de los movimientos de capitales, el equilibrio presupuestario y los ajustes estructurales, la flexibilidad de las empresas y la fluidez de las redes planetarias. En cuanto a las primeras controversias de la era poscolonial que, en el transcurso de la década, han sacudido a la UNESCO sobre el sentido de la internacionalización de las industrias culturales, prefiguran otras posteriores. Porque, a pesar de concepciones contrastadas en torno al nuevo orden mundial, se ha consolidado progresivamente la toma de conciencia respecto de la relación entre desarrollo cultural, crecimiento económico, democracia y avances tecnológicos (UNESCO, 1982). En 1982, la Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales celebrada en México culmina un proceso sobre el mismo tema iniciado doce años antes en la Conferencia de Venecia y acompasado, entretanto, por conferencias regionales sobre políticas de comunicación. Enlazando con la definición amplia de cultura, esboza el principio de una política cultural basada en el reconocimiento de la diversidad. Una política que, al proponerse como objetivo el incremento de las facultades creadoras, tanto individuales como colectivas, no se limita ya
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únicamente al ámbito de las artes sino que se extiende a otras formas de invención. No obstante, habrán de transcurrir unos veinte años antes de que una nueva configuración de actores intente convertir este principio abstracto en un instrumento jurídico capaz de sustraer las «expresiones culturales» de la regla única de la mercancía.
5. La circularidad global/local
Disciplinar la economía global también es disciplinar lo local. El binomio unidad/diversidad es inherente al imaginario y a la práctica de la gestión simbólica del mercado-mundo. Las segmentaciones y diferenciaciones no se diluyen en el vasto todo del global democratic marketplace. La empresa posfordista tiene que declinar los procesos de globalización en el plano cultural. Las ciencias humanas, por su parte, intentan acotar la naturaleza de la nueva fase del movimiento hacia la integración mundial al interrogarse sobre la apropiación local de los flujos transnacionales. Las mediaciones, los cruces y mestizajes, las formas de la resistencia y los nuevos mecanismos de la hegemonía cultural e ideológica suscitan el debate y ponen en tela de juicio la idea de una modernidad unívoca.
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La construcción de la red global INTEGRAR LA EMPRESA PARA UNIFICAR EL MUNDO
Desde mediados de los años sesenta, las firmas internacionales se rebautizan como multinacionales, sugiriendo así que asumen como propios los intereses de cada nación en la que se instalan. En la década siguiente, la Comisión de las Naciones Unidas encargada de estudiar los medios para poner coto a sus excesos propone llamarles «transnacionales». Esta denominación pretende significar que las actividades nacionales de estas firmas dependen de una estrategia de alcance mundial y que, por consiguiente, esta última encierra numerosos conflictos potenciales de intereses con las naciones en las que se implantan. En los años ochenta, el léxico de la gestión empresarial instaura la lengua de lo global: «A diferencia de sus predecesores preglobales, los managers sienten escasa lealtad respecto del "Nosotros". Practican una forma de capitalismo puro y duro, global. Al abandonar las filiaciones con los pueblos y los lugares, son más fríos y racionales en sus decisiones» (Reich, 1990). A partir del inglés este vocabulario se transfiere a todas las lenguas del planeta, sin que los ciudadanos hayan tenido tiempo de interrogarse sobre las condiciones y el lugar de su producción. Ciertas lenguas, en Asia por ejemplo, resisten algún tiempo recurriendo a la perífrasis «apertura al mundo». En vano. E incluso en los países de lengua latina que comparten el antiguo vocablo de «mundialización», se ha visto ratificado a un ritmo asincrono según el grado de porosidad de las distintas realidades nacionales en relación con esta representación del nuevo orden del mundo. Stricto sensu, la globalización denomina el proyecto de construcción de un espacio homogéneo de valorización, de unificación de las normas de competitividad y de rentabilidad a escala planetaria. Debería limitarse a significar el proyecto de capitalismo mundial integrado. Pero la terminología transgrede las fronteras de la geoeconomía y las geofinanzas para irradiarse hacia la sociedad. La noción de competencia y su
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corolario, la eficacia, procedente de la escuela de pensamiento neoclásico o neoliberal, penetran progresivamente en todos los estratos de la sociedad. El léxico de la economía global se transforma en vector de la uniformización de las formas de decir y de leer el destino del mundo. Todo ello, bajo el manto del apoliticismo. Pretensión que desmiente el papel principal desempeñado por las organizaciones de defensa corporativa de las grandes unidades de la economía global en las negociaciones internacionales sobre el estatuto de las industrias de la cultura y la información. No hay globalización sin desmantelamiento de las reglamentaciones públicas. Lo cual en modo alguno significa ausencia de reglas sino la instauración de un marco jurídico propicio a la ampliación del espacio de la mercancía. «1984» no es sólo el título de la distopía de George Orwell. Es el año en que se inicia la desregulación de las telecomunicaciones y de las plazas bursátiles cuya onda de choque se propagará al globo. El presidente Ronald Reagan cambia la fisonomía de la comunicación mundial al abrir las redes a la competencia y precipitar, así, la carrera de las megafusiones en el sector. En las instituciones internacionales responsables de la aplicación del principio de librecambio se inicia un ciclo en el que crecen las presiones para la liberalización de los sistemas e industrias de la información y la cultura, y para la supresión de su corolario, las políticas públicas. Auge de los proyectos de mercado único, lanzamiento de cadenas pansatelitarias, interconexión generalizada en tiempo real de la esfera financiera, punta de lanza de la economía global, visibilidad creciente del puñado de empresas-redes que adaptan, tanto en lo interno como en lo externo, su gestión informatizada a la dimensión del mercado-universo. Otros tantos signos de la marcha hacia la integración funcional de las grandes unidades económicas. La organización fordista era piramidal y estaba balcanizada. El posfordismo liberaliza. Cruza las escalas geográficas, entre lo local y lo global, las esferas de actividad (las de los contenidos y los continentes, por ejemplo), la concepción, la producción y la logística de la dis-
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tribución. El valor añadido del producto está en el ajuste más fino posible entre esta última y la demanda. Las tecnologías de la información permiten producir diversidad de forma estandarizada. Los sistemas de registro de los productos adquiridos y de tratamiento de los pedidos también pueden modelizar al cliente. La transacción se convierte en el motor principal de la actividad de la empresa. Para comprender la construcción del encuentro entre la oferta y la demanda, son cada vez más las disciplinas llamadas a desmenuzar los hechos y los gestos de los consumidores con fines estratégicos, y elaborar nuevas herramientas cualitativas con el fin de explorar las «estructuras de expectativa» de los usuarios de bienes y servicios al observar las prácticas cotidianas de consumo (Bocock, 1993; Sherry, 1995). La «cultura de empresa» se apropia de la idea de «mestizaje gerencial», cruce entre el habitus nacional y los esquemas apatridas de las ciencias de la gestión (dirección por objetivos, métodos de calidad total, reengineering). El doble trabajo de descontextualización/recontextualización hace que la propagación de las formas organizacionales no se limite a la compulsa con el modelo universal. Una misma práctica de gestión adquiere diferentes sentidos en las distintas culturas. La toma en consideración de estas interacciones participa de la búsqueda de la competitividad.
IMAGINARIOS DE LA MERCADOTECNIA: DE LA EMULACIÓN GLOBAL A LA «GLOCALIZACIÓN»
¿Acaso existen objetivos globales? ¿Hay que detectar las semejanzas antes que las diferencias, lo global antes que lo local? «The bigger, the better» contestan a partir de 1984 los grupos publicitarios anglosajones en pos del tamaño crítico. Es la época en la que las agencias de publicidad se rebautizan como agencias consultoras en comunicación. La función «comunicación» depende de las instancias decisorias. Sus argumentos acerca del fin de la heterogeneidad y la convergencia
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cultural legitiman su estrategia de megafusiones y su entrada en una Bolsa desregulada, que atrae a los fondos de pensiones en su capital (A. Mattelart, 1989). «Lejos están los tiempos de las diferencias regionales o nacionales», afirma Theodor Levitt, director de la Harvard Business Review y consultor de una gran red publicitaria británica. «Las diferencias que obedecen a la cultura, las normas, las estructuras, son vestigios del pasado [...]. La convergencia, tendencia que tiene cualquier cosa a ser como las demás, impulsa el mercado hacia una comunidad global.» O más explícito aún: «Cada vez más, en todas partes, los deseos y los comportamientos de los individuos tienden a evolucionar de la misma forma, ya se trate de Coca-Cola, de microprocesadores, de pantalones vaqueros, de películas, de pizzas, de productos de belleza o de máquinas fresadoras» (Levitt, 1983a y 1983b). Si se produce la confluencia hacia un «estilo de vida global», es porque los consumidores han interiorizado el universo simbólico destilado desde el final de la Segunda Guerra Mundial por los anuncios publicitarios, las películas, los programas de televisión, más concretamente los que proceden de Estados Unidos, ascendidos explícitamente a la condición de vectores de un nuevo universalismo. El mito de la globalización a todo pasto pasa por alto las cuestiones que, desde que existe la mercadotecnia, y a mayor razón desde la promoción del consumidor al rango de «coproductor», se plantean sus especialistas que no dejan de repetir que los mercados están segmentados, diferenciados. Cuestión que oportunamente recuerda el sociólogo Frank Cochoy: «¿Cómo puede defenderse el mercado unitario y, a la vez, difractarlo localmente? ¿Cómo pueden obtenerse simultáneamente ajustes macrosociales entre la oferta y la demanda global, y preservar la particularidad local de los agentes y de los objetos que intervienen en el intercambio?» (Cochoy, 1999, pág. 9). Una vez pasada la fiebre de las grandes maniobras de megafusión de la primera generación de las llamadas redes globales, se impone una observación: la empresa debe gestionar la diversidad y, por ello, articular el nivel local y global (Cos-
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Sociedad global y nuevo universalismo Desdefinalesde los años sesenta, el geopolítico Zbigniew Brzezinski, futuro consejero del presidente Cárter para asuntos de seguridad nacional, advierte que, como consecuencia de la «revolución tecnotrónica», está naciendo una sociedad global, cuya prefiguración es la sociedad norteamericana que, naturalmente, asume su liderazgo. El modo de vida norteamericano como la etapa que viene para toda la humanidad. Si los Estados Unidos pueden prevalerse de esta posición de faro de una nueva civilización mundial, es gracias a la «atractividad cultural» que ejercen sobre el mundo sus modos, sus modas, sus programas de televisión, sus películas, sus informaciones, sus hazañas científicas, su modo de gestionar las empresas, etc. La «diplomacia de las redes», concluye, está en vías de suplantar a la «diplomacia de la cañonera» (Brzezinski, 1969). La euforia del fin de la Guerra Fría impulsa a los estrategas a explotar los dividendos de la paz. La tesis del fin de la historia, leída y corregida por Francis Fukuyama, hace juego con las teorías de la mercadotecnia sobre la vocación universal de la cultura de masas norteamericana. Para el consejero del departamento de Estado, la omnipresencia de sus signos es la prueba de la homogeneización democrática del mundo bajo los auspicios del nuevo liberalismo. La expansión del global democratic marketplace se convierte en sinónimo de apertura a las libertades civiles y políticas. Otra variante de esta creencia: la teoría del soft power, elaborada por el universitario Joseph Nye (1990), también después de la caída del muro de Berlín. La ampliación de la comunidad mundial de las democracias no puede llevarse a cabo sino mediante la integración en el mercado global. Una integración que debe privilegiar la seducción antes que los medios que recurren a la fuerza y
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a la coacción. Son las inversiones simbólicas realizadas a través del tiempo por sus industrias de la información y de la cultura, las que permiten a los Estados Unidos sugerir un orden de prioridad mundial propicio para la fidelidad de las otras naciones a las normas y a las instituciones que se corresponden con sus intereses económicos, considerados estratégicos. La red de redes llega en el momento preciso para explotar plenamente esta information domíname. Argucias de la historia, la trayectoria de las especulaciones sobre la cultura y la información como herramienta del poder avalan la definición que, en los años setenta, daba la teoría crítica del imperialismo cultural como forma de violencia simbólica. La segunda guerra del Golfo y la ocupación de Irak pondrán de manifiesto las lagunas de un pensamiento estratégico sobre la(s) cultura(s) anclado en el mito del todo comunicacional. La Global War contra el terrorismo o la cruzada contra el Eje del mal ha precipitado el encuentro de dos estrategias hasta entonces disociadas. El nuevo modelo de imperio articula el uso de la fuerza y la hegemonía sobre los mecanismos económicos y financieros. En lo sucesivo, la violencia es parte esencial de la implantación del proyecto económico global o, mejor aún, de la «configuración del mundo» (shaping the world). Su instrumento común: el control del tiempo electrónico, la observación y la identificación de objetivos en tiempo real (Joxe, 2004). Esta inédita combinación de fuerza militar y de coerción económica ha ampliado considerablemente el área de actuación de la propaganda, la manipulación y la mentira mediática, socavando la creencia en el advenimiento de la integración de las sociedades específicas en el mercado global por medio de la acción metabólica de los estándares universales de la información y la comunicación.
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ta y Bamossy, 1995). Los teóricos nipones de la gestión empresarial le han dado un nombre a esta forma de proceder: el acrónimo «glocalización». El enfoque unificado en el plano estratégico se conjuga con las modalidades tácticas de una autonomía capaz de amoldarse a los pliegues y repliegues de territorios, contextos y universos simbólicos diferentes. La adaptación de los spots publicitarios de las marcas globales, tales como Coca-Cola o Marlboro, en función de los imaginarios nacionales y de las distintas aculturaciones, a las referencias de la globalización, así lo atestigua. Lo que «arrasa» en Moscú o en Pekín es muy distinto de lo que engancha en París o en Sao Paulo. La oscilación entre lo global y lo local es la regla de los llamados medios globales si quieren aumentar sus audiencias. La competencia con las nuevas cadenas de vocación regional, incluso mundial, les empuja en esa dirección. CNN, figura solitaria de la televisión global en la época de la primera guerra del Golfo, se ha «descentralizado» desde entonces, para llegar en su lengua a los telespectadores europeos, asiáticos y latinoamericanos. Articulándose, si es preciso, con grupos locales, como es el caso en España y en Turquía. Estas cadenas a veces se ven obligadas a ello para soslayar una ley que prohibe a los inversores extranjeros superar determinados porcentajes de participación en el capital. Pero en caso de crisis mayor, en la que están implicados los Estados Unidos, como sucedió con la segunda guerra del Golfo, aun cuando la CNN no sea la oficina de propaganda de la Casa Blanca, como ocurre con la Fox News, sus delegaciones regionales no destacan precisamente por sus posiciones disidentes o susceptibles de ser tachadas de «antipatrióticas» por el gobierno norteamericano. La rapidez con que autentificó el término «coalición» es un indicio de ello. Claro que el centro del objetivo global es el universo de los sectores solventes. Los que pertenecen al «poder de la tríada» (América del Norte, la Unión Europea, Asia Oriental) y a los enclaves homólogos repartidos por el mundo: como mucho, la quinta parte de los habitantes del globo, que concentra
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el 80 % del poder adquisitivo y de las inversiones mundiales. Para las categorías no solventes, sólo el deseo es universalizable. Los expertos en estudios de mercado reconocen que hay más similitudes entre grupos que viven en ciertos barrios de Milán, París, Sao Paulo, o Nueva York, que entre un habitante de Manhattan y otro del Bronx. De ahí el auge, al conocerse el anuncio de los mercados únicos, de las tipologías de estilos de vida o de «mentalidades socioculturales», que segmentan a los individuos solventes en «comunidades de consumidores» (consumption communities) transnacionales en función de sus condiciones de vida, su sistema de valores, sus gustos, su trabajo. Los ingenieros de lo social de los años sesenta veían en los medios el vector de una «revolución de las esperanzas crecientes» que conducía necesariamente a los llamados países atrasados hacia la modernización. Con el bombardeo intensivo de las imágenes de la opulencia y de las asimetrías crecientes se ha abierto la caja de Pandora de la «revolución de las frustraciones crecientes». En una entrevista publicada por Le Monde el 1 de septiembre de 2002, el escritor peruano Alfredo Bryce-Echenique expresa a su manera esta disociación: «Ya no hay clase media en mi país, sólo pobres abajo y corruptos en la cima. Y sobre todo, la vulgarización ha ganado la partida. El mal gusto ha penetrado en todas las capas de la sociedad. Incluso aquí, la gente paga mucho dinero por imitaciones de arte colonial en plástico antes que conservar los originales. Está la agresión de la miseria y la de la estética» (pág. 9).
Pensar en el nuevo mundo de las alteridades D E LAS MEDIACIONES Y DE LOS USOS
No hay cultura sin mediación, no hay identidad sin traducción. Cada sociedad retranscribe los signos transnacionales, los adapta, los reconstruye, los reinterpreta, los «reterritorializa», los «resemantiza». Todo ello en distintos grados según los ámbitos, según el «coeficiente de internacionalización»,
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como dirían Durkheim y Mauss, de las sociedades y de los grupos. La idea de apropiación individual y colectiva corresponde a una conmoción del paradigma en el conjunto de las ciencias humanas que da acceso a nuevos objetos de investigación, nuevos métodos, nuevos referentes teóricos. Visión reticular de la organización social, retorno al sujeto en su estatuto de actor, a los mediadores y a los intermediarios, a los vínculos intersubjetivos, a los rituales de lo cotidiano, a los conocimientos ordinarios, a las artes de hacer de usuarios y practicantes, a las identidades de proximidad y a las múltiples inscripciones, son algunos de sus rasgos. La hipótesis general es que la llamada dimensión global participa en la reconfiguración de las identidades, en la construcción de nuevos imaginarios en el seno mismo del trabajo mental de la gente. Nuevos paisajes (scapes), nos dice el antropólogo indio Arjun Appadurai (1996), que aparecen y recorren todas las esferas de la sociedad: «etnoscapes, mediascapes, tecnoscapes, finanzascapes, ideoscapes». Ejemplo: el etnopaisaje se remodela con las migraciones, obligadas o voluntarias, que dan origen a «comunidades imaginadas» transnacionales de nuevo cuño, organizadas en «esferas públicas de la diáspora», que no pueden reducirse a un solo Estado, incluso cuando reivindican la pertenencia a una nación. Según él, se da por supuesto que estas interacciones y transacciones múltiples expresan formas sutiles de resistencia al orden dominante. El «paisaje mediático» ocupa un lugar importante. La lingüística estructural, ciencia reina de los años sesenta y setenta, había recluido los análisis sobre los medios de comunicación en los cotos cerrados de los programas y los discursos. Las teorías sobre la masificación dejaban ver entonces al receptor como un ser pasivo. El cambio de perspectiva implica a la vez la crítica de las teorías normativas de la cultura de masas y la rehabilitación del momento de la recepción y del estatuto activo del destinatario. Los estudios sobre la recepción de las series de televisión, tipo Dallas o Dinastía, demuestran que las audiencias hacen lecturas diferenciadas de estos sím-
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La post-Babel y el paradigma de la traducción «Traducción» y «duelo» son dos nociones inseparables, observa el filósofo Paul Ricceur (2004). La traducción es la mediación entre la pluralidad (de las culturas, de las lenguas, de las naciones, de las religiones) y la unidad de la humanidad. El trabajo de la traducción crea «semejanza allá donde sólo parecía existir pluralidad», «algo comparable entre incomparables». En esta semejanza es donde se reconcilian «proyecto universal» y «multitud de legados». En cuanto a la idea del duelo, recibida del psicoanálisis, supone que no hay traducción perfecta. El trabajo de memoria no puede ir sin un trabajo de duelo. En esta relación entre la rememoranza y la pérdida es donde son posibles el reconocimiento mutuo de las culturas, la reinterpretación mutua de las historias respectivas y el trabajo para siempre inacabado de traducción de una cultura a otra. «La traducción es la réplica a la dispersión y a la confusión de Babel. La traducción no se reduce a una técnica practicada espontáneamente por viajeros, comerciantes, embajadores, pasadores, traidores y, en clave profesional, por los traductores y los intérpretes: constituye un paradigma para todos los intercambios, no sólo entre lengua y lengua, sino también entre cultura y cultura. La traducción da acceso a universales concretos, y de ningún modo a un universal abstracto, aislado de la historia [...]. La presuposición de la traducción es que las lenguas no son ajenas las unas a las otras hasta el punto de ser radicalmente intraducibies. Todo niño es capaz de aprender otra lengua que no sea la suya, acreditando así que la traducibilidad es un supuesto fundamental del intercambio entre culturas. Tenemos incluso ejemplos relevantes de producción con la traducción de las culturas híbridas: la traducción de la Tora, del hebreo al griego, en la versión de los setenta, y luego del griego al latín y
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del latín a las lenguas vernáculas. Y la traducción ejemplar del sánscrito al chino para el inmenso corpus budista, y también al coreano o al japonés. Es en un fenómeno de este tipo en el que pienso cuando evoco los intercambios entre legados culturales y espirituales en busca, hoy en día, de un lenguaje común. Este lenguaje común no será, tal y como lo soñaron en el siglo xvín, una lengua artificial que no podría volverse a traducir a las lenguas naturales que tienen su propia complejidad. Lo que la traducción puede producir son universales concretos en busca de ratificación, de apropiación, de adopción, de reconocimiento» (Ricoeur, 2004, pág. 19). «No permanecer prisionero de la noción de identidad colectiva que se refuerza actualmente debido a la intimidación de la inseguridad», insiste el filósofo, que propone la noción de «identidad narrativa». Una noción capaz de traducir la historia de las colectividades vivientes, garantía del intercambio entre las culturas. bolos globales (Gripsrud, 1995). Los telespectadores las resemantizan en función de inscripciones en culturas específicas (nacional, étnica, familiar, etc.). La influyente escuela británica de los Cultural Studies se ha internacionalizado a través de sus estudios sobre la recepción de la ficción televisual transnacional (Morley, 1992). Y al intentar abrir la caja negra de la recepción fue cuando los antropólogos se implicaron en los estudios sobre la cultura mediática, a partir de los años ochenta (Dayan, 1992). Por el lado de la emisión, la atención se centra en las industrias de la cultura nacionales y regionales. Se implanta una «visión periférica» de la televisión global (Sinclair, Jacka y Cunningham, 1996). Se estudian las formas adoptadas localmente por la cultura de masas. Lo que interesa es comprender las interacciones de la producción nacional con las culturas populares locales y con los géneros mediáticos mundialmente consagrados. Se redescubre así la variedad de for-
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mas narrativas melodramáticas. Es lo que explica, por ejemplo, elflorecimientode los estudios sobre el modo de producción, la circulación y la recepción de las telenovelas o folletines latinoamericanos (M. Mattelart y A. Mattelart, 1987; Ortiz y otros, 1989; Vasallo de Lopes, 2004). Este retorno a las formas locales está en línea con la aparición de nuevos polos de industrias de la cultura, de nuevos actores en los mercados regionales o mundiales. Así lo acredita la creciente internacionalización de las producciones de los grandes grupos multimedia de Brasil (Globo) o México (Televisa), entre otros. Por último, se exploran las vías, ampliamente clandestinas, a través de las cuales los flujos transnacionales, y más o menos indeseables, de comunicación se infiltran en las sociedades y desafían a los regímenes autoritarios (T. Mattelart, 2002). El nuevo proyecto antropológico ya no se identifica con lo lejano sino con los «mundos contemporáneos», según la expresión del antropólogo Marc Auge (1994). La exploración del mundo penetra en la intimidad de todas las sociedades, tanto de fuera como de dentro. El medio urbano, los barrios, los suburbios, y también las empresas y las administraciones, se convierten en objetos de estudio sobre las relaciones de poder y las relaciones de sentido. La inversión in domo de la observación antropológica permite ver cómo el lugar reservado a las culturas inmigrantes por las sociedades de acogida constituye el revelador de la aptitud de cada una de ellas para abarcar al mundo en sus diversidades. Se redescubren escuelas de pensamiento atentas a la alquimia de las relaciones interculturales. Ya a comienzos del siglo pasado, el sociólogo Georg Simmel observaba cómo los emigrantes, al inventar nuevas formas de reinterpretación de su universo cotidiano, construían una visión subjetiva e híbrida del mundo. La noción de comunidad es, así, objeto de revisión. «Comunidad» no significa «identidad», sino «alteridad», señala el italiano Roberto Esposito, especialista en filosofía moral y política, al término de su desmontaje del concepto de «Comumd&d/communitas»: «El comunitarismo quiere recluir a los hombres en grupos de pertenencia colectiva. Se equivoca en relación con el sentido de
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Artes de hacer: la memoria del «Nuevo Mundo» La historiografía de las culturas dominadas ayuda a reflexionar sobre los procesos de resistencia del mundo contemporáneo a las nuevas modalidades del proceso de deculturación/aculturación. La reflexión de Michel de Certeau sobre las «artes de hacer» como invención de lo cotidiano se apoya en las «invenciones silenciosas» de los indígenas del Nuevo Mundo frente a la coerción de los poderes para explicar las tácticas de la antidisciplina segregadas por los débiles y los dominados a través de la historia. «Los indios hacían de las liturgias, representaciones o leyes que se les imponían, otra cosa, distinta de lo que el conquistador pensaba obtener con ellas. La fuerza de su diferencia residía en los procedimientos de "consumo"» (De Certeau, 1978). Esta problemática de los «procedimientos mudos de los practicantes», la pone a prueba al describir algunas prácticas cotidianas contemporáneas del «hombre corriente»: artes de leer, hablar, caminar, habitar, cocinar o ver (De Certeau, 1980). En La guerra de las imágenes, publicado en 1990 y que lleva por subtítulo un elocuente «De Cristóbal Colón a Blade Runner (1492-2019)», el etnohistoriador Serge Gruzinski demuestra a su vez cómo las estrategias de conversión religiosa, imposición del poder y dogmas de la Iglesia producen sincretismos culturales. Un ejemplo de esta guerra de las imágenes sin fin: la utilización de la imagen de la virgen de Guadalupe que insiste en «reterritorializarse», en escapar de quienes la inventan o reinventan, para vivir su propia vida. La conquista de las Américas, como vemos, ocupa un lugar privilegiado en la nueva lectura de la historia de las aculturaciones. Es el acontecimiento que, por un lado, funda la modernidad occidental en su proyección universalista, en su «toma del mundo» (Weltnahme) por
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parte de la Europa cristiana, y que, por otro, desencadena la reflexión humanista sobre la relatividad de las culturas. Éste es el aspecto que el antillano Édouard Glissant desarrolla en su teoría de la «criollización», es decir, el conjunto de procesos mediante los cuales las culturas se ponen en contacto y se «intercambian a través de choques irremisibles, de guerras sin piedad, pero también de avances de conciencia y esperanza (Glissant, 1996, pág. 15). Entre los escritos precursores de este pensamiento «criollizado», Glissant cita los Comentarios reales del mestizo hispanoperuano, el Inca Garcilaso de la Vega, figura del «mestizaje en la derrota y la alineación», y los Ensayos del humanista Michel de Montaigne, por el «imperioso trabajo de relativización», la negativa a querer jerarquizar las culturas. De la experiencia de la deculturación/aculturación de los pueblos del Nuevo Mundo emana la terminología que sirve hoy, al menos en las lenguas latinas, para designar los procesos de mezcla intercultural. Sirvan de ejemplo los términos españoles «criollo» y «mestizo» y sus equivalentes portugueses crioulo y mestico que han dado origen, respectivamente, a los vocablos franceses creóle y métis. El inglés, en cambio, recurre al registro de la hibridez, procedente de la botánica o de la zoología.
la palabra "común", que no designa a aquel que se nos parece o nos pertenece, sino a aquel que es diferente de nosotros» (Esposito, 2000, pág. 18). Como contrapunto, pero inextricablemente unidos a la misma reconstrucción de los procesos identitarios en la era de los flujos transnacionales, se produce el repliegue y la balcanización de las identidades, el auge del comunitarismo, la multiplicación de los conflictos étnicos, culturales y religiosos más o menos genocidas, las insurrecciones de los confesionalismos y nacionalismos violentos, que responden a lo que interpretan como la amenaza de homogeneización.
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MESTIZAJES/MISCELÁNEAS: OTRAS MODERNIDADES
Pensamiento mestizo, lógicas mestizas, hibridación, «criollización»: la lengua de los intercambios entre culturas se ha enriquecido en las dos últimas décadas (Amselle, 1991, 2001; Bhabha, 1995; Bénat-Tachot y Gruzinski, 2001). Se debe en gran parte a los estudios poscoloniales. Estos conceptos distan mucho de concitar la unanimidad; algunos ven en el registro semántico de la hibridez al caballo de Troya de una ideología neocolonial (Chow, 1993; Van der Veer, 1997). De hecho, se reproduce la misma controversia en torno al concepto de «criollización» cultural, acertadamente utilizado por el antropólogo Ulf Hannerz en su estudio de losflujostransnacionales (1992). La ambivalencia parece ser parte integrante del recurso a las numerosas metáforas inventadas para designar la mezcla de culturas. Las investigaciones sobre la conexión entre lo particular y lo universal hacen que aparezcan otras figuras de la modernidad, nacidas en la encrucijada de lo «tradicional» y de lo «moderno». El acercamiento a la lengua criolla por parte de los escritores e investigadores de las Antillas o del océano índico es altamente simbólico. La lengua criolla, otrora amordazada, considerada como dialecto bastardo y derivado, alcanza un estatuto de lengua de pleno derecho, factor de ordenación lingüística, lengua administrativa y oficial y lengua de creación artística. Una lengua que se constituye a partir de una serie de tensiones, entre oralidad y escritura, ruralismo y urbanismo, clase cultivada y popular, arcaísmo y modernización (Laplantine y Nouss, 1997). Este descentramiento revela la búsqueda de una modernidad en plural y una liberación respecto de la modernidad logocéntrica, reflejo de la experiencia euroamericana. De rebote, abre camino a otra forma de leer la historia de Occidente y le invita a escudriñar la historia de las idas y venidas (Sauquet y otros, 2004). Por ejemplo, la de los intercambios con el mundo de las antiguas colonias (Thiong'o, 1993; Mbembe, 2003), o, fenómeno sensible en ese período en que Occidente se busca un chivo expiatorio, con Oriente (Goody, 2004).
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«Sorbona de lo viviente.» Así es como habla Georges Balandier, antropólogo del África negra, de lo que este continente le ha enseñado (2004). Diversidad anclada en la duración. Resistencia cultural en la simbología de la tierra, la oralidad, la transmisión mediante la palabra. Las trampas del relativismo cultural E L CONSUMO: UN LOGOTIPO QUE TAMBIÉN PUEDE INHIBIR EL PENSAMIENTO
El movimiento de fondo que privilegia a la etnografía de los usos de losflujostransfronterizos como lugar de «resistencia» no está exento de derivas que se pagan con la pérdida de la razón crítica y con el desmoronamiento de la reflexión sobre la circularidad global/local. Si los intercambios anudan tantos vínculos como los que deshacen, no anulan las condiciones desiguales que determinan el nuevo ensamblaje resultante. Es difícil compartir el entusiasmo del antropólogo argentino, residente en México y autor de numerosos trabajos sobre la «hibridación cultural», Néstor García Canclini, que, en 1991, titula triunfalmente uno de sus trabajos: «El consumo sirve para pensar». Si el interés prestado a los lazos de las mediaciones, negociaciones e hibridaciones ha permitido, sin duda alguna, romper con los esquemas dicotómicos de las relaciones de poder, también ha permitido remedar la protesta al esquivar cualquier crítica dirigida a las causas estructurales de los grandes desequilibrios del mundo. El precio del rescate, en el punto culminante de la ofensiva ultraliberal durante las décadas de 1980 y 1990, ha sido el vaciamiento de la reflexión que acreditan la deformación y maltratamiento de los pensamientos rebeldes. El pensamiento de Michel de Certeau ha servido así de aval, en todas las latitudes, a iniciativas situadas en las antípodas de sus corrosivos análisis sobre los mecanismos de la subversión/dominación de los «practicantes» de los dispositivos culturales y mediáticos (Ahaerne, 1995). Sospechosa,
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la noción de «dominado» ha sido borrada de la cartografía cognitiva, al mismo tiempo que la de relaciones de fuerza. A falta de la suficiente perspectiva en relación con este nuevo sentido común, se ha producido, en torno a la noción de «receptor activo», una curiosa convergencia entre la llamada investigación universitaria y las demandas de la investigación administrativa, procedentes de la industria y de la mercadotecnia. La heroización neopopulista del receptor resistente ha coincidido con la apología neoliberal de la soberanía absoluta del consumidor atomizado (Ang, 1990). De hecho, el deslizamiento hacia el «populismo cultural» ha suscitado en los círculos anglosajones acerbas polémicas sobre la desviación de los Cultural Studies (Morris, 1988; McGuigan, 1992; Frank, 2001; Le Grignou, 1996; A. Mattelart y Neveu, 2003). El mismo tipo de controversias acerca de las derivas de los estudios culturales en su versión latinoamericana agita a los sectores de la investigación en el subcontinente (Schmucler, 2001; Folian, 2003; Papalini, 2004). Una visión irenista, y hasta religiosa, del estatuto activo de las audiencias: ésta es la imagen que reflejan numerosos estudios sobre el vínculo transnacional y más concretamente aquellos que tienen por objeto la interacción con las series de televisión, tipo Dallas o Dinastía (Ang, 1985; Katz y Liebes, 1993). La noción de «cultura norteamericana» se asume sin disimulo como un «operador de universalización», so pretexto de que cada cultura puede orientarse perfectamente y redefinirse sin perder su alma al hacerla suya. ¡El imperialismo cultural ha muerto, viva la globalización! La ideología de la globalización se aseptiza, entra en la naturaleza de las cosas y extrapola al globo entero una visión del mundo propia de los grupos sociales integrados en sus beneficios. También ha muerto la interrogación sobre las nuevas modalidades de hegemonía cultural y de ejercicio de la violencia simbólica. Queda trazada, pues, la vía a la creencia en el sinsentido de las políticas públicas que intentan sustraer del librecambismo el derecho de los pueblos a la diversidad cultural. Se le atribuye a la observación etnográfica sobre microprácticas aquello que, por su objeto y por sus métodos, en
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modo alguno puede significar en el plano sociológico. Esta extrapolación resulta todavía más abusiva si se tiene en cuenta que una plétora de discursos sobre la actividad del receptor se basa en la observación de muestras extremadamente tenues, cuando no inexistentes. De este modo se han podido construir catedrales teóricas sobre la globalización y la glocalización, sin el respaldo de fuentes de primera mano o de encuestas dignas de este nombre. A cargo de investigadores que no habían descubierto la internacionalización de las culturas hasta la llegada del pensamiento global de confección. De ahí su «olvido» de la historia y la resignación ante el presente. Con este régimen, no es de extrañar que los dispositivos de producción mediática y cultural se hayan metamorfoseado en un no man s land, en un territorio neutro en el que la ideología —Barthes decía la mitología— ya no tiene cabida toda vez que le ha cedido el paso a la transparencia. Ha muerto la vieja noción de fetichización de las relaciones sociales en la sociedad mercantil. Mientras, y cada vez más, se asiste al auge de los procesos de concentración y de privatización de los medios para producir no sólo opinión, sino también cultura, se abre paso la necesidad de construir un contrapeso democrático frente al control de las potencias políticas y financieras, y se movilizan los colectivos ciudadanos para reapropiarse esta esfera del espacio público. ¿Frente a qué y por qué resistir? Ésta es la verdadera pregunta de naturaleza antropológica. La respuesta no puede abstraerse del cuestionamiento acerca del tipo de sujeto y de subjetividad que requiere la continuación de la nueva fase del capitalismo integrado. ¿Qué tipo de fabricación psíquica, qué formateo mental para el habitante de la nueva sociedad del controlflexiblede la que habla Gilíes Deleuze? La liberación de la creatividad del productor y la soberanía absoluta del consumidor son los mitos que sientan las bases de la servidumbre voluntaria, de la implicación forzada. Justifican la doble expropiación del saber-hacer y del saber-vivir. Se trata, señala el filósofo Bernard Stiegler, de la «proletarización generalizada» por empobrecí-
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miento de las existencias: «Como la del productor, la proletarización del consumidor afecta a todas las clases sociales, mucho más allá de la "clase obrera". Conduce al estado de consunción que resulta de la captación y de la malversación de la economía libidinal por parte de las tecnologías de la mercadotecnia: la explotación racional de la libido por medios industriales agota la energía que la constituye» (Stiegler, 2004, pág. 15). Gilíes Deleuze y Félix Guattari decían lo mismo cuando, en El Antiedipo (1972), hablaban del deseo confinado en el «espacio de la miseria»: orientar el deseo hacia el «gran temor de la carencia». Evidentemente, se está muy lejos de las celebraciones amnésicas relativas al fin de los «enfrentamientos maniqueos entre consumidor y ciudadano» cuya cota ha subido con la intensificación de la utopía del libre mercado y el debilitamiento de las resistencias ante el nuevo orden de la mercancía.
LA DESTERRITORIALIZACIÓN: EL INENCONTRABLE ESPACIO POSNACIONAL
En el inventario de las mediaciones, un gran ausente: el Estado-nación. Normal, toda vez que se anuncia su fin. Una omnipresencia: lo posnacional, noción de perfil borroso. Las teorías de lo posmoderno coinciden, en este punto, con las del management global (Ohmae, 1985, 1995; Giddens, 1999). ¿A qué representación del Estado se refiere la tesis de su fin? A una idea cuasimetafísica, separada de su inscripción en la diversidad de los modos de gobernar, de la «gubernamentabilidad», ese concepto bajo el que Michel Foucault agrupaba el «conjunto constituido por las instituciones, los procedimientos, análisis y reflexiones, cálculos y tácticas que permiten ejercer esa forma muy específica del poder, que tiene a la población como principal objetivo, a la economía política como forma superior de conocimiento, a los dispositivos de seguridad como instrumento técnico esencial» (1978, pág. 655). En esta diversidad de la «gubernamentalización», el Estado-
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nación siempre es el mecanismo indispensable para la traducción de ideas a normas aplicables y aplicadas. Y en el territorio nacional siempre se anclan el contrato social y el Estado de derecho. Todo ello, incluso si la creciente interdependencia de los sistemas nacionales —técnicos, científicos, económicos, culturales, sociopolíticos, civiles o militares— obliga al actor estatal a redefinir sus funciones reguladoras en cuanto representante del interés colectivo. Confundir este nuevo despliegue con la realización efectiva de la promesa ultraliberal —transferir las decisiones a una escala en la que la democracia política ya no puede ejercerse— linda con el mito. Lo mismo ocurre con la creencia en el poder de una sociedad civil global soberana, electrónicamente conectada, liberada de las fronteras y de las grandes maquinarias establecidas, y que se enfrenta sola a los megagrupos transnacionales. Simultáneamente, a partir de los Estados y fuera de ellos, se construye un espacio público embrionario de dimensión mundial. El Estado-nación también es el instrumento del poder. No hay firma global «apatrida», es decir, que no se aproveche de la logística institucional del territorio del que es originaria. Cine, informática, armamentos, algodón, acero, agricultura, medioambiente: en todos estos sectores el proteccionismo desmiente la retórica del librecambismo sobre la disminución del Estado. El resurgimiento del intervencionismo, tanto en la vida civil como militar, a raíz de los atentados del 11 de septiembre de 2001, resquebraja el discurso encantado en el corazón mismo de Estados Unidos desde donde se ha abatido la ola de desregulaciones y privatizaciones. La idealización del mercado libre es para uso externo. Del otro lado de la línea de demarcación del desarrollo, la aparición de nuevas potencias como China y la India, con regímenes ideológicamente contrastados, sólo es concebible si está respaldada por políticas industriales de Estado con componentes altamente nacionalistas, relevadas, si fuera preciso, por extensas diásporas, como es el caso de la primera. El poder a escala planetaria puede parecer, si se atiende a las tesis de la caducidad del Estado-nación, «complejo, vola-
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¿Qué multitud en qué espacio posnacional? El pueblo es una «síntesis preparada para la soberanía». Supone una cierta unidad. Proporciona una «sola voluntad y una sola acción, que son independientes de las variadas voluntades y acciones de la multitud». La multitud es «una multiplicidad, un conjunto de individualidades, un juego abierto de relaciones», sostienen Tony Negri y Michael Hardt en Imperio, publicado en el año 2000, y por tanto antes de los atentados del 11 de septiembre. La nación representa al pueblo. El Estado, por definición disciplinaria, representa a la nación. La decadencia del Estado-nación es «un proceso estructural e irreversible» (Negri y Hardt, 2000). Ninguna nación, ni siquiera Estados Unidos, está capacitada para constituir el centro de un proyecto imperialista. Entramos en una era poscolonial y posimperialista. El «Imperio», de ahora en adelante, está situado en las «enormes corporaciones industriales y financieras, de carácter multinacional y transnacional» que han reducido los Estadosnaciones «a la categoría de instrumentos que registran losflujosde mercancías, de dinero y de poblaciones que ponen en marcha». La destrucción del capital será obra de un «movimiento global» procedente de la «multitud» que no está vinculada a ningún espacio en particular y que, a través de la nueva logística de las redes, crea una comunidad global nómada y abigarrada. El inmigrante es ascendido a figura del éxodo, forzosamente rebelde. Se buscará en vano una referencia histórica que sitúe a estos protagonistas. El ciudadano global se queda sin mediación, sin institución, pensando de forma global, pero abstraído de lo local.
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til, interactivo», hasta el punto de impedir cualquier análisis. Siempre está ahí. Si se producen resistencias, si las técnicas de información y comunicación que nivelan también pueden proteger, preservar, transmitir, vincular, intervienen en un planeta organizado en torno a Estados-naciones soberanos y desiguales que no se pueden abstraer de sus configuraciones geopolíticas. Es el sentido de la noción de «comunicación-mundo», prolongación de la de economía-mundo legada por el historiador Fernand Braudel, que se aplica al análisis de la recomposición de las jerarquías, toda una escala de focos principales y secundarios de difusión, mediáticos y culturales, pero también de avasallamientos (A. Mattelart, 1992). Las dinámicas selectivas de los intercambios inscriben las redes en un espacio diferenciado y heterogéneo a todos los niveles. Naciones, ciudades, barrios o campiñas. A semejanza de la competición a la que se entregan los individuos entre sí, la competencia que se establece entre los territorios de lo local sometidos a los efectos de lo global califica a unos y descalifica a otros. Una vertiente de la realidad de la globalización que la noción gerencial excesivamente engrasada de «glocalización» mantiene a raya.
6. La excepción cultural: ¿un modelo europeo?
Teatro de la primera experiencia de integración macrorregional, Europa estrena el debate sobre el papel de la cultura en la construcción de un gran mercado único. Decir que la integración cultural se ha convertido en un problema es un eufemismo. Porque el principio básico de la construcción europea ha sido la primacía de la lógica económica. Se suponía que a raíz de la realización de esta última se produciría la formación de una cultura europea, toda vez que la racionalidad económica parecía ser la única capaz de forjar una voluntad general entre los países miembros. La tendencia a considerar las prerrogativas en materia de cultura como una competencia de la soberanía del Estado-nación ha generado, en el transcurso del tiempo, una especial configuración de la división de tareas entre los gobiernos y la comisión. Si bien esta última se ha limitado a poner en red las iniciativas y proyectos elaborados por sus miembros. De ahí el deslizamiento del concepto de cultura hacia la comunicación. Los debates sobre la formulación de una política común en el ámbito de las industrias de la cultura
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que se condensa en la cláusula de la excepción cultural ponen de manifiesto las aportaciones y las limitaciones de este planteamiento. Y sobre todo las divergencias que salen a la luz en torno a la noción misma de cultura. De ahí también la tendencia a abstraer los modos de implantación de las tecnologías de la información y la comunicación de su parte esencial de modelo cultural.
Premisas del espacio común LA «CULTURA EUROPEA», OBJETO POLÍTICO NO IDENTIFICADO
La Comunidad Económica Europea llegó tarde a la cultura. Será en 1973 cuando la Declaración sobre la Identidad Europea, aprobada en la Cumbre de Copenhague, legitime la idea de la existencia de una comunidad cultural supranacional construida sobre un pasado compartido. Pero su registro semántico está preso de una visión conservadora y patrimonial de la identidad (Delahaye, 1979). En 1977, veinte años después del Tratado de Roma, la Comisión hace su primera comunicación sobre la acción comunitaria en el sector cultural. Este documento define el «sector cultural» como «el conjunto socioeconómico que forman las personas y las empresas que se dedican a la producción y a la distribución de bienes culturales y de prestaciones culturales». Y más adelante: «Así como el sector cultural no es la cultura, la acción comunitaria en el sector cultural no es una política cultural» (Comisión Europea, 1977). En 1984, el Acta Única no menciona a la cultura. En cambio, el Tratado de Maastricht, que en 1992 instituye la Unión Europea, vuelve a situar la cultura entre los grandes objetivos. «La Comunidad —dice el artículo 128— contribuirá al florecimiento de las culturas de los Estados miembros, dentro del respeto de su diversidad nacional y regional, poniendo de relieve al mismo tiempo el patrimonio cultural común». Pero la definición «europea» de la cultura siempre se supone, no se cuestiona. Michel de Certeau ya señalaba este problema
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en 1974 en La cultura en plural, al evocar la dificultad para exhumar los «supuestos locales», la omnipresencia de las «heteronomías culturales entre cada uno de los países que constituyen [esta cultura]», distinciones que se traducen en «diferencias de lenguas, de tradiciones, y de historias todavía habitadas por un milenio de guerras políticas y religiosas»; este gesto parecería la única forma de «crear un lenguaje propio», así como de comprender el origen de las «resistencias más o menos tácitas con que se encuentran las racionalizaciones unívocas» (De Certeau, 1974, pág. 229). Un cuarto de siglo más tarde, Jean-Luc Godard, con motivo de una conferencia de prensa en el Festival de Cannes, se mofaba aún de la idea de la comisaria europea de Cultura de «crear cineastas europeos» ¡comparando ese «hada mala» con el doctor Frankenstein! La CEE también llegó tarde a la comunicación. A diferencia del Consejo de Europa, con sede en Estrasburgo, que en el transcurso de los años setenta examina cuestiones tan diversas como la relación entre medios de comunicación y derechos humanos, cultura y medios, arte e industrias culturales, vídeo y televisiones comunitarias, o los aspectos internacionales de la información, Bruselas no empieza a tratar del espacio europeo de la comunicación hasta finales de esa misma década, con ocasión de la armonización de los regímenes publicitarios. La perspectiva del mercado único y la primera ola de desregulaciones y privatizaciones de los sistemas televisuales son las que incluyen la armonización en el programa. Será, pues, el contacto con la razón publicitaria el causante de la primera confrontación entre las culturas públicas, circunscritas al territorio del Estado-nación, y la cultura del mercado con sus parámetros de universalidad mercantil.
E L MERCADO DE LA TELEVISIÓN SIN FRONTERAS
Primer paso hacia la regulación de un espacio audiovisual comunitario: en junio de 1984, la Comisión Económica Euro-
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El fin de la excepción publicitaria Durante los debates sobre la armonización de los regímenes publicitarios, se trata sobre todo de legitimar la actividad publicitaria como «parte integrante del sistema de producción y distribución de masas al servicio del gran público». Tarea nada fácil para países en los que el principio mismo de la publicidad es alérgico al de servicio público y está fuertemente protegido por un mosaico de leyes nacionales. En los que las asociaciones de consumidores, las autoridades religiosas, las fuerzas de izquierda, e incluso la oligarquía política, se muestran reacios, bien a la introducción de la publicidad en la televisión, bien a la multiplicación de los cortes publicitarios. Las propias instancias de la Comunidad, en una primera fase de los debates, adoptan más bien las posiciones de los movimientos de consumidores. Nada menos que tres años de negociaciones son necesarios para la aprobación, en 1978, de un simple memorándum explicativo sobre la publicidad y la mercadotecnia. Un documento acogido como una «gran victoria» por los organismos de defensa del trípode medios-agencias-anunciantes. Han conseguido reducir los términos del debate a la «publicidad engañosa y desleal», esquivando así la cuestión del papel estructurante de la lógica publicitaria en el propio funcionamiento del dispositivo mediático. A raíz de esta primera disputa, el sector profesional se constituye en grupo de presión: en 1980, crea la European Advertising Tripartite (EAT) (A. Mattelart y Palmer, 1990). Servirá para el rodaje de los argumentos de defensa corporativa de sus asociados: la libertad de expresión comercial y la libertad de anunciar constituyen derechos del anunciante, el mismo que asiste a los consumidores de tener la libertad de elegir lo que compran. En lo sucesivo, la invocación de la «libertad de expresión comercial» suscitará una situación de tirantez res-
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pecto de la libertad y el derecho a la palabra de los ciudadanos. Ante los alegatos a favor del mecanismo de la autodisciplina y de la autorregulación de los agentes del mercado, se responde con los de la sociedad civil, contrarios al «funcionamiento de una esfera pública al servicio de las relaciones públicas», como diría Jürgen Habermas (1974).
pea hace público un Libro verde sobre el establecimiento del mercado común de radiodifusión, especialmente por satélite y por cable, e invita a los distintos actores de la futura Europa audiovisual a expresar su opinión. Es la señal de salida de un vaivén de debates entre las distintas instancias de la Comunidad, las representaciones gubernamentales y las organizaciones profesionales del sector que ha de desembocar en una directiva reguladora de la televisión sin fronteras. En octubre de 1989, los Doce aprueban el texto final de la directiva. El artículo 4 invita a los países miembros a reservar para obras europeas (películas de ficción y documentales) la mayor parte del tiempo de antena, «siempre que sea posible». Una declaración conjunta del Consejo de Ministros europeos y de la Comisión matiza, no obstante, que se trata aquí de una «obligación política». En otras palabras, la directiva es un texto con fuerza de ley, salvo en todo lo que se refiere a las cuotas cuya inobservancia por parte de un país miembro no puede ser sancionada en la práctica por el Tribunal Europeo de Justicia. El artículo 4 puede considerarse, pues, como una «declaración de intenciones». Obliga también a las cadenas a promover la producción independiente y a respetar una cronología de los medios en la explotación de las obras (en sala, en vídeo, en televisión). Sin embargo, la directiva reconoce el derecho que cada país miembro tiene a determinar sus cuotas para las producciones europeas. En Francia, por ejemplo, las cadenas están obligadas a difundir un 40 % de obras francesas (60 % de obras europeas) y a invertir una parte de su cifra de negocios en la producción cinematográfica. El convenio ela-
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borado por el Consejo de Europa y aprobado poco antes apenas difiere de la que fuera aprobada unos meses más tarde en Bruselas. Francia dio su conformidad a ambos textos de mala gana. Hasta el último momento, París defendió términos más firmes en materia de cuotas. Los Estados miembros que más se oponían a la imposición de cuotas, con la delegación del Reino Unido a la cabeza, consiguieron arrastrar a la mayoría de los Doce frente a la propuesta francesa apoyada por Bélgica, Luxemburgo y España. Francia deseaba imponer una cuota mínima del 60 % del tiempo de antena, con exclusión del tiempo dedicado a las informaciones, a las manifestaciones deportivas, a juegos, a la publicidad, o a los servicios de teletexto. La publicidad ocupa uno de los capítulos de la directiva, junto a las cuotas de programas y a los derechos de autor/ derechos afines. Regula la separación publicidad/programa, el patrocinio, la retransmisión a la audiencia de países vecinos receptores, las cuotas atribuidas a los espacios publicitarios, las modalidades de corte de programas y películas, la publicidad de productos tales como el alcohol y el tabaco, la publicidad destinada a los niños. He aquí un ejemplo del ritmo de los cortes publicitarios: una media del 15 % por hora, con un tope máximo del 20 %; un corte cada 45 minutos para los largometrajes y telefilms. La directiva no es bien recibida por la Motion Picture Export Association of America, que no tarda en presentar un recurso ante el GATT alegando que infringe la obligación impuesta a los Estados miembros de no discriminar los productos extranjeros. Y peor aún es su acogida si se tiene en cuenta que un año después de su aprobación el Consejo de Ministros de los Doce decide estructurar a plazo fijo una industria audiovisual europea. El «plan Media» abarca, a la vez, la enseñanza, la producción y la distribución: ayuda al guión, ayuda a la pluridistribución, ayuda a los documentales y al dibujo animado, ayuda a la constitución de una red de salas (en veinte capitales europeas o ciudades clave de trece países) que dediquen la mitad de su programación a películas europeas.
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El peso de la posición francesa Las razones de la amplitud del compromiso de Francia en el debate, comenzando por las cuotas y siguiendo con la excepción cultural, son múltiples: larga tradición de defensa del cine nacional, tan arraigada en una concepción de la cultura, la obra, o el autor, como en el papel del poder público en la materia; toma de conciencia de las organizaciones de la profesión; peso de una industria que, un año con otro, produce entre 100 y 120 largometrajes; sector que representa unos 70.000 empleos. Único país en haber logrado salvaguardar una parte sustancial para su cine nacional, Francia, no obstante, tiene que hacer frente al crecimiento de la parte de películas norteamericanas que, entre 1979 y 1993, han saltado desde el 31 % al 57 %. Esta configuración cultural e industrial explica por qué el gobierno francés ha tomado la iniciativa del debate sobre la construcción del «espacio audiovisual europeo». En 1982, por invitación del gobierno francés, una conferencia congregaba en París a la RFA, Bélgica, los Países Bajos, Luxemburgo y Austria, países todos ellos que compartían preocupaciones generales y específicas en relación con los proyectos comerciales de los satélites de televisión directa. Hay que decir que las políticas de ayuda al cine, las de Francia y Alemania entre otras, habían tropezado con la oposición de la Comisión de la CEE, so pretexto de «contravenir la libre circulación del cine», entonces considerado, no ya como una industria cultural que demanda sus propias reglamentaciones nacionales, sino como un «bien y servicio industrial, en el marco general de la libertad de las prestaciones de servicios entre países miembros de la CEE». A partir de 1987, la temática de la política nacional y europea en el ámbito audiovisual moviliza a los medios artísticos y culturales. Con motivo de la privatiza-
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ción de la primera cadena de servicio público (TF1) y de su entrada en Bolsa, se crean los «Estados generales de la cultura», por iniciativa de unos 250 artistas de todas las disciplinas, estéticas y sensibilidades (Ralite, 1987). Este amplio frente cultural y artístico aprueba entonces una «Declaración de los Derechos de la Cultura». Su leitmotiv: «Un pueblo que abandona su imaginario a los grandes negocios se condena a libertades precarias». La unanimidad sobre la idea de excepción cultural, sin embargo, no es de recibo para los realizadores. Como lo acredita esta tribuna publicada por el cineasta Marcel Hanoun en el periódico Liberation: «La excepción cultural es el árbol que oculta el bosque de la exclusión cultural. La excepción cultural de unos no es más que una lucha de mercados. La de otros es la exploración silenciosa, permanente, del inmenso campo de las escrituras audiovisuales, del campo de la investigación, de la innovación y del descubrimiento. Los estruendosos partidarios de la excepción cultural no pueden y no quieren tolerar la alternativa de la alteridad, la diferencia, aquí mismo en su casa, en Francia». Una objeción recurrente que incita a pensar en términos no ya de «excepción cultural», sino de excepción artística. Los grupos franceses de comunicación, por su parte, se muestran, al igual que sus homólogos extranjeros, hostiles a cualquier medida contraria a la competencia. La paradoja está en que el gobierno no escatima esfuerzos para legitimar el principio de excepción cultural, pero al fomentar la formación de «paladines franceses» multimedia que estarían en condiciones derivalizarcon los más grandes en el mercado europeo y mundial, debilita las bases. El artículo del presidente del grupo Vivendi-Universal, publicado con el título de «Vivir la diversidad cultural» en la portada del diario Le Monde del 10 de abril de 2001, unos meses antes de la vertiginosa
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caída de sus acciones, es edificante: «Mi filosofía personal me incitará siempre a ser un adepto entusiasta de la diversidad, del mestizaje y del multiculturalismo [...]. Allá donde algunos temen la uniformización, yo, al contrario, veo vibrar un mundo más diverso, más abierto, más tolerante [...]. El horizonte, para las generaciones venideras, no será ni el del hiperdominio norteamericano ni el de la excepción cultural a la francesa, sino el de la diferencia aceptada y respetada de las culturas». Más claro: la diversidad de la oferta mercantil invalida la excepción cultural. La doctrina gubernamental tampoco está exenta de contradicciones cuando se trata de transformar la excepción en acto en todos los aspectos de su política cultural. La ausencia de una verdadera política de empleo en el sector del espectáculo, puesta de manifiesto con motivo de las negociaciones sobre la indemnización de desempleo de los intermitentes, es un ejemplo entre tantos otros. Paralelamente a la Directiva sobre Televisión sin Fronteras, la CEE comienza a tramitar el expediente de las telecomunicaciones. En 1987, el Libro verde sobre este tema lanza la concertación entre los países miembros. El documento preconiza la plena competencia. En el horizonte, el fin de los monopolios públicos nacionales y la perspectiva de implantación de redes telemáticas como motor de la construcción del mercado único y de una «sociedad de la información». Esta estrategia de liberalización de las telecomunicaciones se materializa mediante diversas directivas aprobadas en el transcurso de la siguiente década, en que se produce el desplazamiento del ámbito de negociaciones sobre el estatuto de lo audiovisual y de las telecomunicaciones hacia el GATT, en el marco de la «Ronda Uruguay», iniciada en 1986.
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El GATT y el contencioso euronorteamericano LA DIFÍCIL BÚSQUEDA DE UN CONSENSO INTRACOMUNITARIO
A finales de 1993, las negociaciones entre la Unión Europea y Estados Unidos en el marco del GATT trasladan la cuestión de la reglamentación de los flujos audiovisuales al corazón mismo del contencioso de la mundialización de los intercambios. La cláusula de excepción cultural propuesta por la Unión implica reservar a este sector un trato especial respecto de las reglas del librecambio. A falta de lo cual, los distintos dispositivos implantados para construir y preservar un espacio audiovisual propio estarían condenados a desaparecer. Entre otros, los fondos de ayuda al cine, tanto a escala nacional como de la Unión, y las cuotas en televisión. Pero también, más allá de la televisión y del cine, los pliegos de condiciones que imponen cuotas a las radios en materia de música, las obligaciones impuestas a la industria publicitaria, especialmente aquellas que se refieren a la importación y a la emisión de spots producidos en el extranjero o también la implantación de un precio único para el libro, fundamento de una política pública de la lectura. En la base de esta estrategia voluntarista, una observación: la Unión representa el mercado cinematográfico solvente más importante y su balanza comercial es deficitaria. Cuatro mil millones de dólares de recaudación embolsados por las firmas norteamericanas en concepto de ventas en el mercado europeo audiovisual (cine, televisión, vídeo) frente a una recaudación de apenas 250 millones ingresada en Estados Unidos por las firmas europeas. Las tres cuartas partes de la recaudación en sala, de promedio, van a parar a las majors gracias a una limitada cantidad de películas que concentran los gastos de producción y distribución, ocupan un máximo de pantallas y garantizan una rápido margen de beneficio sobre la inversión. Con el apoyo del conjunto de la clase política, Francia encabeza la rebelión. Pero no todos los miembros de la Unión
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Las formas de apoyo a la industria cinematográfica y audiovisual Fuera de los planes de apoyo comunitario (Media), todos los Estados europeos conceden ayudas públicas a la industria cinematográfica y audiovisual en nombre de la diversidad cultural. Las formas de apoyo son múltiples; el importe de las financiaciones, los sistemas de estímulo fiscal y la atribución de créditos públicos, variados. A estas ayudas nacionales se suman las ayudas subnacionales y supranacionales. Las fuentes de financiación son muy diversas: por ejemplo, en Alemania, en la comunidad francesa de Bélgica y en Francia, se gravan los ingresos de las ramas de la industria (cine, televisión, vídeo); en Finlandia y en el Reino Unido, es la Lotería la que financia estos fondos; en Alemania y en Suecia, son contribuciones voluntarias de las televisiones; en España, Italia, Turquía, los fondos proceden de los presupuestos nacionales. Francia es el país en el que las ayudas nacionales son las más importantes. Según el informe del Observatorio Europeo del Audiovisual, en 2002 representaban cerca del 40 % del total de ayudas disponibles en Europa. La base de esta política, el Centre National de la Cinématographie (CNC), administra la cuenta de apoyo financiero del Estado a la industria cinematográfica y a la industria de programas audiovisuales, así como las dotaciones otorgadas por el Ministerio de Cultura y Comunicación. El presupuesto de la cuenta de apoyo se alimenta, fundamentalmente, de la tasa sobre el volumen de negocios de los difusores televisuales y de la tasa sobre el precio de las butacas de cine. El saldo lo garantizan la tasa sobre los ingresos obtenidos por la comercialización de los videogramas y los reembolsos. En el sector del cine, el CNC aporta las llamadas ayudas automáticas (basadas en el éxito de las pelícu-
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las) a la producción, a la distribución y a la exhibición, y un apoyo selectivo al conjunto del ramo. Las ayudas selectivas en el ámbito de la producción se refieren al anticipo sobre ingresos de taquilla (préstamo sin interés, reembolsable con los resultados de explotación de la película subvencionada o con el apoyofinancieroautomático generado por la película); las ayudas a la escritura y al desarrollo de guiones; la ayuda a las películas en lenguas extranjeras; la ayuda a las coproducciones internacionales; el apoyo a la producción de cortometrajes. A través de las ayudas selectivas a la distribución, el CNC pretende apoyar a las empresas independientes cuya actividad favorece la diversidad de la oferta cinematográfica en salas. Las ayudas selectivas a la exhibición en sala se conceden para fomentar la creación y la modernización de las salas en zonas insuficientemente abastecidas. Especialmente en zonas rurales o en la periferia de las grandes ciudades; para mantener las salas que exhiben una programación difícil frente a la competencia; para el positivado de copias suplementarias. La cooperación con las corporaciones territoriales, las acciones educativas mediante el cine y los medios audiovisuales, la gestión del patrimonio cinematográfico y los archivos cinematográficos franceses completan estos mecanismos, por lo que se refiere al cine (CNC Info, 2003). En cuanto a la distribución, el monopolio de los blockbusters, ya sean franceses o norteamericanos, constituye un problema. En 2003, no menos de 200 cineastas, entre los que figuraban Chantal Akerman, Bertrand Tavernier y Jean-Louis Comolli, seguían pidiendo que ninguna película, norteamericana o no, pudiese monopolizar más del 10 % de las pantallas, o lo que es lo mismo, 528 de las 5.280 con que cuenta Francia, con el fin de que el «cine viva de su diversidad». La semana en que se publicaba esta solicitud en la prensa, cuatro películas (tres norteamericanas y una francesa) ocupaban ¡el 57,2 % de las pantallas! Por lo que respecta a los corto y medio-
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metrajes, no tenían prácticamente acceso a las salas ni a la televisión, y tenían que conformarse con los festivales. Las ayudas a la industria de programas audiovisuales y a las industrias técnicas, al multimedia y al vídeo, constituyen el otro aspecto de la política de la imagen. Pero las ayudas, indiscutiblemente, benefician más al cine (54 %) que a la televisión (46 %). Uno de los fallos de los dispositivos de excepción cultural, por lo que se refiere a los destinatarios del apoyo a la televisión, es el laxismo que rodea la definición de «obra audiovisual» y que es el causante de que se atribuya a producciones que nada tienen que ver con «obras de la mente, modeladas por la visión original de uno o varios individuos», tal y como lo formula el derecho de autor. Así es como «caen en las redes de la excepción cultural, tanto las sitcoms [...] como los telefilmes inspirados en el patrimonio literario (la adaptación de obras de Balzac o de Maupassant, por ejemplo), o el espectáculo musical de Operación Triunfo, o los episodios de Tai decide de maigrir [He decidido adelgazar], o las emisiones religiosas, o todos los clips» (Dagnaud, 2004). creen a pies juntillas que la suerte de la identidad europea se juega en la cuestión audiovisual y adoptan, por consiguiente, la definición de cultura y su función defendida por la posición francesa. En una primera fase, a grandes rasgos, sólo Bélgica, España e Italia sintonizan la misma longitud de onda. Londres sigue estremeciéndose con sólo escuchar la palabra «cultural» aplicada a lo audiovisual y Portugal refunfuñando ante la idea de tener que sacrificar la última telenovela brasileña de éxito por un folletín francés u otra producción europea. En Alemania, el sistema de televisión regional de los Lánder no es mucho más favorable. La MPEA, por su parte, juega con las divergencias intraeuropeas y no deja de repetir: «La única sanción aplicable a un producto cultural tiene que ser su fracaso o su éxito en el mercado. Dejadle al público la libertad de elegir».
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En una primera etapa, el negociador en nombre de la Comisión Europea abogó no ya a favor de la excepción cultural, sino de la especificidad cultural. Lo mismo que la mayoría de los miembros del Parlamento europeo. El matiz de vocabulario es enorme. La primera se corresponde con una opción radical: pretende excluir el capítulo audiovisual de las negociaciones del GATT y de las reglas liberales del comercio internacional, por la misma razón que la sanidad pública y el medio ambiente. Para disfrutar de ese estatus, la excepción debe figurar en el artículo 14 del GATT que protege frente a la aplicación de las tres reglas fundamentales del acuerdo: cláusula de nación más favorecida (cada ventaja efectivamente concedida por un país a otro debe beneficiar a todos los restantes), trato nacional (una ventaja otorgada a un proveedor nacional sobre un tipo concreto de mercancía debe beneficiar a todos los proveedores) y acceso al mercado (para una mercancía concreta, un país concede las mismas ventajas a todos los proveedores). En cuanto a la segunda opción, permite abrir el campo de la negociación con Estados Unidos. Se entra en la especificidad cuando se sale del artículo 14 y se adquiere el compromiso de discutir acerca de una protección detallada, artículo por artículo, y cuando se asume la aceptación de ofertas progresivas de liberalización, en el bien entendido de que los artículos siempre pueden ser impugnados y, por consiguiente, sometidos a revisiones periódicas. La cláusula de excepción cultural se impone con dificultad en diciembre de 1993. El acuerdo es ratificado en Marrakech, cuatro meses más tarde, por los países miembros del GATT, al que le sucede la Organización Mundial del Comercio (OMC). Para la diplomacia norteamericana, es el tercer revés. En 1989, no sólo fracasó frente a la directiva europea sobre las cuotas, sino que tuvo que hacer concesiones al gobierno de Ottawa con motivo de las negociaciones sobre el Acuerdo de Librecambio Estados-Unidos-Canadá (ALE). Conocido con el nombre de cláusula de «exención cultural», el artículo 2005 abarca el cine, la radiodifusión, las grabaciones sonoras y la edición. No obstante, hay una diferencia respecto de la excep-
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ción: en el primer caso, si los Estados Unidos se consideran lesionados, están en su derecho de ejercer represalias unilateralmente; en cambio, en un segundo caso, la disciplina multilateral prohibe, en principio, cualquier medida de retorsión. El gobierno canadiense prorrogará esta cláusula cinco años más tarde, con ocasión de la firma del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (ALEÑA). Lo cual ha permitido que Canadá prosiguiera o implantara una política favorable a las televisiones públicas, los créditos de impuesto para el desarrollo de la televisión, un fondo nacional para cable y satélite, medidas relativas a la edición y al cine. Con un porcentaje de aciertos muy variado: alto en materia de edición, bajo para el cine (en 2003, la cuota de mercado de las películas anglófonas canadienses no representaba más del 3 %, y las películas francófonas canadienses un 17 %).
D E LA EXCEPCIÓN A LA DIVERSIDAD: EL CONSENSO BLANDO
Desde el acuerdo de 1994, el contexto político europeo ha cambiado en función del color de los gobiernos de turno. Cada vez que se produce la periódica reconducción de la política de cuotas, resurge el debate entre los países que desean reforzar las cuotas de difusión y los que quieren suavizarlas, so pretexto de que esta medida equivale a levantar una línea Maginot ilusoria, condenada de antemano por la evolución de las técnicas de difusión. El fomento sistemático de las coproducciones con Estados Unidos por parte del gobierno británico dice mucho sobre la persistencia de las discrepancias respecto del principio de la excepción. Las estrategias de la Comisión Europea no arreglan las cosas. El anuncio de proyectos de infraestructura de redes, o autopistas de la información, dio un nuevo impulso a la huida hacia delante en dirección de la técnica. Así es como el comisario de Telecomunicaciones de la Unión Europea, Sr. Bangemann, llegó a proponer, en un informe publicado en 1994, la fusión de los regímenes de regulación aplicables al sector au-
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El Parlamento europeo y el pluralismo mediático En abril de 2004, el Parlamento europeo aprobó una resolución sobre «los riesgos de violación, en la Unión Europea, de la libertad de expresión e información». Los parlamentarios piden a la Comisión de Bruselas que proponga una directiva relativa a la salvaguardia del pluralismo de los medios en Europa, amenazado por la avalancha de concentraciones. Estiman que la salvaguardia de la diversidad «ha de convertirse en la prioridad de la legislación de la Unión Europea en materia de competencia, toda vez que la posición dominante de una sociedad del sector de los medios en el mercado de un Estado miembro debe ser considerada como un obstáculo a la pluralidad de los medios en la Unión». diovisual y a las telecomunicaciones y someterlos a ambos a un método «simplificado», dictado por las «fuerzas del mercado», todo ello en nombre de la convergencia digital de la televisión, el ordenador y el teléfono. Lo que está en juego es la desaparición del trato especial reservado a los «productos de la mente», las políticas de excepción cultural entre otros. Una vez más, la noción de diversidad cultural se diluía dentro de la ampliación de la gama de productos ofertados en el mercado de bienes culturales: «Cuando los productos sean más fácilmente accesibles a los consumidores, se multiplicarán las posibilidades de expresar la diversidad de culturas y lenguas que abundan en Europa». Esta propuesta, que coincide con las del sector privado y de los economistas más neoliberales, ciertamente es extrema. Pero, como advierte el especialista en derecho audiovisual, Serge Regourd, «las nociones de "abundancia" y de "multiplicación" de cadenas y programas se encuentran, significativamente, en todos los textos —informes, libros blancos o verdes—, preconizando la desregulación, mientras que las reglas jurídicas de organización del servicio público o de
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reglamentación de los contenidos obedecen a una racionalidad cualitativa relativa a la creación, a las misiones de acceso a la cultura, a la defensa de un patrimonio lingüístico» (Regourd, 1996, pág. 20). En 1999, los miembros de la Unión han sustituido la expresión «excepción cultural» por la de «diversidad cultural» so pretexto de que es más positiva y la connotación defensiva es menor, aunque con el riesgo de abandonar una noción con fundamento jurídico por un concepto blando (Regourd, 2002). Las divergencias intraeuropeas han vuelto a salir a la superficie con ocasión de la redacción del proyecto de Tratado Constitucional elaborado en 2003 por la Convención sobre el Futuro de Europa. Algunos, Francia entre otros, proponían conservar la regla de la unanimidad «para la negociación y la conclusión de acuerdos en el ámbito del comercio de los servicios culturales y audiovisuales cuando éstos corren el riesgo de vulnerar la diversidad cultural y lingüística de la Unión»; otros quieren sustituirla por el procedimiento de la mayoría cualificada. A fuerza de recíprocas concesiones, se ha optado por la primera opción (Parte III, art. 217-4). Pero a su vez, la noción de servicio público, en la que algunos veían la garantía de un modelo europeo, no forma parte del lenguaje constitucional de la Unión. Ha sido sustituida por la noción, reductora, de servicio de interés económico general (SIEG), autorizada con carácter derogatorio, pero sin que sus abusos puedan falsear la competencia. Los ataques contra la especificidad de los «productos de la mente» ya no son frontales. Sutiles, en lo sucesivo se realizan mediante directivas sectoriales, especialmente aquellas que están llamadas a regular el derecho laboral o el sector público. En vísperas del tercer milenio, el violinista y director de orquesta Yehudi Menuhin interpelaba a los Estados miembros en una carta publicada por Le Monde el 14 de marzo de 1999: «El papel de las culturas de Europa en relación con la calidad de la sociedad europea, la aportación de los creadores, de los artistas y de los artesanos a la felicidad de todos nuestros ciudadanos no han merecido hasta ahora la atención de los res-
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ponsables políticos europeos. Y sin embargo, únicamente el ejercicio del arte, de nuestros sentidos y de la diversidad de las culturas de Europa es capaz de alumbrar el auténtico respeto por los demás y el deseo de paz que favorezca el cumplimiento de nuestras propias realizaciones así como de las realizaciones colectivas de cuantos comparten nuestra responsabilidad para con esta sufrida tierra [...]. Al ignorar la cultura de forma tan manifiestamente ciega, os construís una torre de marfil sobre una base de arena» (pág. 25). Hubo que esperar a que despuntara en el horizonte político el referéndum de ratificación del proyecto de Tratado Constitucional para que los Estados miembros de la Unión se movieran y lanzaran el proyecto de una Carta Cultural Europea que enfatizara los «valores culturales europeos como elemento integrador de la ciudadanía» y como «signo de identidad». Muy simbólicamente, la declaración a favor de esta carta ha sido aprobada en París, por veinticuatro ministros europeos de Cultura, con motivo de los «Encuentros por la Europa de la cultura» organizados por iniciativa de las autoridades francesas, en presencia de altos responsables de la Unión. Esto ocurría a comienzos del mes de mayo de 2005, es decir, menos de un mes antes de la victoria del «No» en Francia, pese al unánime bombardeo mediático en defensa del «Sí» que no ha dejado de ocultar púdicamente los puntos negativos y las ambigüedades de dicha Constitución. Una campaña que en relación con lo que debería ser un modelo democrático europeo ofrecía una visión singularmente pobre de los «valores europeos».
El Parlamento europeo y la Europa de la cultura En contraste con la «ceguera» de las autoridades de la Unión respecto de la cultura, según denunciaba Menuhin, la Comisión de Cultura del Parlamento europeo, consciente del déficit en materia de política cultural, sometía a votación, en 1998, un texto sobre la condición de los artistas y la definición de su estatuto, resultado de
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un largo trabajo realizado desde los años ochenta, en colaboración con asociaciones profesionales de dimensión europea, en particular con la FERA (Federación Europea de Realizadores Audiovisuales). En consonancia con la definición de artista formulada por la UNESCO en 1980, es decir, «toda persona que crea o que participa por su interpretación en la creación o la recreación de obras de arte, que considera su creación artística como un elemento esencial de su vida, que contribuye así a desarrollar el arte y la cultura», en virtud de la cual son artistas los creadores (escritores, artistas plásticos, cineastas, etc.) y los artistas-intérpretes (actores, bailarines, etc.), el texto enfatiza su papel en la creación de un «espíritu de pertenencia europea». Porque, frente a los riesgos de uniformización de los modos de pensar, los artistas, al interrogar el futuro, al discutir el presente, yendo a contracorriente, por su espíritu crítico, ayudan a que vivan culturas diferentes en un mundo común.
7. Geopolítica de la diversidad: el reto civilizacional
El concepto de diversidad cultural no sólo se extiende como una mancha de aceite y sigue inspirando políticas públicas respecto de las industrias de la cultura, sino que su creciente audiencia desde el comienzo del nuevo milenio demuestra que las desborda y que tiende a convertirse en una referencia fundamental para la búsqueda de una nueva ordenación del planeta. Los gobiernos se valen de él. Las agencias del sistema de las Naciones Unidas lo ponen de actualidad. Las asociaciones profesionales y el movimiento social se movilizan en su nombre. Las controversias en torno a las estrategias que tienden a poner el potencial de las nuevas tecnologías intelectuales al servicio de la reducción de las disparidades mundiales reflejan definiciones contrastadas de la diversidad.
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¿Qué política respecto de los «ecosistemas culturales»? LA PROPAGACIÓN DE LA EXCEPCIÓN
Paradoja: manzana de la discordia en el seno de la Unión, la excepción ha tenido éxito fuera de sus fronteras. Al no haber conseguido desmantelar los sistemas de protección y apoyo al sector audiovisual existentes en la Unión Europea, la diplomacia norteamericana se ha propuesto soslayar el problema. Su estrategia, una vez consumado el fracaso ante el GATT, consiste en evitar la intensificación de las llamadas medidas restrictivas y velar por que estas medidas no se extiendan a los nuevos servicios de comunicación; en esquivar las «disputas metafísicas» sobre la identidad cultural; en vincular la suerte del sector audiovisual al de las telecomunicaciones, puerta abierta a la desregulación; en asegurarse de que la cláusula de la excepción no contamina otras instituciones internacionales; en multiplicar las alianzas y las inversiones de las empresas norteamericanas en Europa y hacer frente común con los operadores privados de la Unión, afectados por las restricciones; en liberalizar el régimen de las inversiones. Un ejemplo del desplazamiento del debate lo constituye el Acuerdo Multilateral sobre Inversiones (AMI), dirigido a liberalizar los regímenes que enmarcan las inversiones extranjeras en cada país. Estas negociaciones, que se han desarrollado durante tres años en el marco de la OCDE, organización que agrupa a los 28 países más ricos del mundo, se han suspendido en abril de 1998, gracias a la movilización de los recursos altermundialistas. El pulso se echa también con la OMC que, apoyada por Estados Unidos y un puñado de otros países miembros, no desiste de incluir los servicios audiovisuales y culturales en el menú del nuevo ciclo de negociaciones, iniciado en 2002, relativo al Acuerdo General sobre el Comercio de Servicios (AGCS). La Unión Europea no ha adoptado ningún compromiso en este sentido. Pero no faltan presiones para que este sector se añada a la lista de los otros servicios que Bruselas ha propuesto desregular: los servicios financieros, informáticos y
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medioambientales, las telecomunicaciones, los transportes, los servicios postales, los servicios a empresas y el turismo. Chantaje a los candidatos a la OCDE y a la OMC; tratados bilaterales o multilaterales leoninos; chantaje a la ayuda alimentaria o a las inversiones, etc.: la gama de medios de presión destinados a liberalizar el sector audiovisual es variada. Los objetivos también lo son. Ninguno es demasiado pequeño. Se trata de Polonia, Hungría, República Checa, Armenia o Kazajistán, el África francófona, Camboya o Corea del Sur. Nuevo polo cinematográfico de la región, esta última se ha negado a suprimir la política de cuotas de películas nacionales en las salas y ha intentado sentar las bases de un sistema de ayuda regional a la producción, similar al implantado por la Unión Europea. El Estado no apoya a la producción pero el establecimiento de cuotas ha estimulado la inversión. Otros países asiáticos como Hong Kong, Singapur o Taiwán han creado sistemas de ayuda o han reforzado los dispositivos existentes. Esto tiende a invalidar la idea conforme a la cual las políticas de excepción son privativas de los grandes países industrializados deseosos de proteger sus mercados. Los acuerdos de coproducción que desbordan las fronteras del gueto europeo, por ejemplo, son una prueba flagrante. Tienden a permitir que las películas no europeas puedan beneficiarse de todas las ayudas, nacionales y de la Unión.
LA DIVERSIDAD CULTURAL ¿INSTRUMENTO JURÍDICO?
El concepto de diversidad cultural entró en la UNESCO por la puerta grande. Es la culminación de un proceso que dio comienzo en el umbral de la primera crisis petrolera y de la comprobación de la certificación de quiebra de las estrategias de modernización/desarrollo. En 1972, la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo de Estocolmo asocia el tema de la defensa de la biodiversidad al de la diversidad cultural, realidades ambas amenazadas por las lógicas depredadoras y desigualitarias del modelo de crecimien-
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Las movilizaciones contra el ALCA En Latinoamérica, el temor a un «cine único» también se ha hecho sentir (Protzel, 2002; Garreton, 2003). Las organizaciones profesionales de la cultura, de común acuerdo con el movimiento social, vinculados ambos a una extensa red de coaliciones internacionales, han hecho suya la reivindicación de la excepción cultural e intentan convencer a las autoridades públicas a escala nacional y regional de que resistan la presión de los tratados de comercio que incluyan una cláusula de liberalización que afecte a la capacidad de los Estados para establecer políticas culturales (Infodac, 2004). El proyecto de creación del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA), desde Alaska a Tierra del Fuego, es objeto de especiales críticas. Porque el capítulo audiovisual de este tratado regional pretende precisamente imponer a los países latinoamericanos lo que han rechazado los países de la Unión con ocasión de su forcejeo con Estados Unidos. Entre los antecedentes negativos hay que reseñar, en 1994, la negativa del gobierno mexicano a incluir en el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (ALEÑA) una cláusula similar a la de «exención cultural» conseguida por Canadá. Unos diez años más tarde, y en perjuicio de los creadores, el gobierno chileno, con motivo de la firma de un acuerdo bilateral con Estados Unidos, estuvo, lisa y llanamente, a punto de renunciar a la construcción de una política pública a largo plazo, a cambio de concesiones en otros ámbitos. Paralelamente, desde Argentina a Perú, pasando por Brasil y México, se observa el inicio de un movimiento de propuestas ciudadanas con vistas a cambiar el esquema de los sistemas televisuales, ampliamente dominados por el sector privado-comercial. El lanzamiento de observatorios de los medios de comunicación, por ini-
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ciativa de las organizaciones de la sociedad civil, va por el mismo camino. El Instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos (ICAIC) ha sido, durante los años de plomo de la desregulación salvaje, unos de los escasos islotes de resistencia al «cine único» en el subcontinente. En 1979, la primera edición del Festival del Nuevo Cine Latinoamericano abre sus puertas en La Habana. Tres años más tarde, se crea una Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano,financiadagracias a la aportación de parte de los derechos de autor del novelista colombiano y premio Nobel de Literatura Gabriel García Márquez. Esta iniciativa permite el lanzamiento de la Escuela Internacional de Cine y Televisión (EICTV), situada en los alrededores de la capital, en San Antonio de los Baños. Realizadores, guionistas y técnicos de sonido e imagen, procedentes del mundo entero, desde Jean-Claude Carriére hasta Costa-Gavras, pasando por Spielberg y Redford, o profesores de escuelas de cine como la Femis (París) o el Insas (Bruselas), imparten allí cursos, talleres y conferencias, y forman a generaciones de estudiantes de Latinoamérica y otros continentes. to occidental impulsado por el excesivo consumo tanto de recursos naturales como de bienes materiales. Veinte años después, la Cumbre de la Tierra de Río de Janeiro conjuga la diversidad cultural con el concepto de «desarrollo duradero», entendido como «un proceso de cambio mediante el cual la explotación de los recursos, la orientación de las inversiones, de los cambios técnicos e institucionales están armonizados y fortalecen el actual y el futuro potencial de satisfacción de las necesidades humanas». De hecho, en el alba del tercer milenio, organizaciones como el Banco Mundial incluyen la cultura entre sus preocupaciones, por mediación del desarrollo sostenible. Al abogar por el equilibrio de los «ecosistemas culturales», la UNESCO, en los años noventa, introduce el tema de la
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diversidad en sufilosofíay en sus planes de actuación. En 1998, la Conferencia Intergubernamental sobre Políticas Culturales para el Desarrollo, organizada en Estocolmo, define a estas últimas como «uno de los componentes clave del desarrollo endógeno y sostenible». La 3 Ia Conferencia General de la UNESCO, en octubre de 2001, aprueba por unanimidad una «declaración universal sobre la diversidad cultural». El artículo primero eleva esta última a la categoría de «patrimonio común de la humanidad» y la considera también tan vital «para el género humano como la diversidad biológica para los organismos vivos». Con anterioridad, dos informes habían sentado las bases de un diagnóstico sobre la «diversidad creadora». El primero, en 1995, preconiza la necesidad de una «nueva ética mundial a falta de la cual ninguna solución a los inmensos problemas de la exclusión sería realmente posible». El segundo, cuatro años más tarde, se ocupa de la diversidad cultural, del conflicto y del pluralismo. Ambos contribuyen a esbozar la arquitectura de una «nueva pertenencia», como respuesta a la triple complejidad introducida por la mundialización en la definición misma del pluralismo cultural: la tensión entre migración y ciudadanía, la exacerbación de las estrategias identitarias, el recrudecimiento de las tendencias preexistentes a la xenofobia. La Conferencia General de 2003 decide elaborar, con el horizonte puesto en el 2005, una «Convención internacional para la preservación de la diversidad cultural». Decisión aprobada por unanimidad, salvo siete abstenciones (entre otras las de los Países Bajos y Nueva Zelanda, y, sobre todo, Estados Unidos, que se había reincorporado a la UNESCO tras una ausencia de unos dieciocho años y cuyo peso representa más de una quinta parte del presupuesto de la institución). La Conferencia General de 2004 sustituye la denominación del proyecto por la de «Convención sobre la protección de la diversidad de los contenidos culturales y de las expresiones artísticas». Junto con Francia, respaldada por los órganos de la francofonía, Canadá es uno de los principales artífices de la puesta en marcha de una convención. Por un lado, está en el origen de la
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¿Hacia el choque de civilizaciones? Los discursos sobre diversidad cultural van a contrapelo de la tesis del «choque de civilizaciones» desarrollada por Samuel Huntington en la revista Foreign Affairs (1993) y luego en un libro (1996). Muertas las ideologías, la idea nacional y la separación entre ricos y pobres, el papel principal en los conflictos del siglo xxi lo desempeñará la cultura. Y más concretamente la dimensión religiosa. Las segmentaciones seguirán el trazado de la «línea de falla» entre siete u ocho entidades culturales básicas: occidental, confuciana, japonesa, islámica, hinduista, eslavo-ortodoxa, latinoamericana y, quizás, africana. Lasrivalidadespolíticas y económicas son cambiantes, negociables. No las duraderas, motivadas por la defensa de las identidades y diferencias culturales que ponen en juego la fe y la familia, la sangre y las creencias. En el mapa de los conflictos potenciales destacan las civilizaciones confuciana e islámica que, cada vez más, se reafirman en la pretensión de universalidad de sus culturas. Occidente, por tanto, está amenazado. Debe garantizar su propia seguridad por todos los medios: estrechando los lazos entre sus distintos componentes, para impedir que el enemigo explote las desavenencias, integrando en la Unión Europea y en la OTAN a los Estados occidentales de Europa central, fomentando la «occidentalización» de Latinoamérica, frenando el desarrollo de la potencia militar, convencional y no convencional, en los países de civilización islámica y confuciana, manteniendo la superioridad técnica y militar de Occidente sobre las otras civilizaciones, etc. Esta tesis tuvo gran repercusión al difundirse. Recuperó notoriedad con motivo de los atentados del 11 de septiembre de 2001 y de la cruzada contra el terrorismo. Más de un comentarista vio en estos hechos la confirmación de su pertinencia. A pesar de que este intento de
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explicación a partir de la formación de «yaltas culturales» oculta la complejidad de las lógicas de unificación y fragmentación del mundo contemporáneo. Se supone que las entidades civilizacionales son homogéneas e inmutables, que están cerradas, al resguardo de mezclas e interferencias, y sin conflictos interiores. El marcador religión para identificar al enemigo niega la política. La decisión de la Asamblea de las Naciones Unidas de proclamar el año 2001 como el del «Diálogo entre civilizaciones» o entre «culturas», ha de leerse a la luz de este contexto. Red Internacional de Políticas Culturales (RIPC), cuya oficina de enlace está en Quebec. Esta red que agrupa a los ministros responsables de la cultura en unos sesenta países se plantea como un lugar de debate informal en el que puedan discutirse libremente los medios de reforzar la diversidad, de común acuerdo con la sociedad civil (Bernier, 2003; Tremblay, 2003). Por otro, los gobiernos de Ottawa y de Quebec aportan su apoyo financiero a la Coalición para la Diversidad Cultural, compuesta por organizaciones profesionales de la cultura que agrupan a autores, artistas e intérpretes, compositores, cineastas, técnicos, productores independientes y distribuidores. Radio, televisión, cine, libro, música, espectáculo en vivo de cerca de treinta países están ahí representados. La red de las coaliciones nacionales se muestra especialmente activa en la preparación de la convención. Campañas de sensibilización, encuentros sucesivos en Montreal, Seúl, París y, finalmente, Madrid. Este cuarto encuentro internacional que tuvo lugar en mayo de 2005 logró reunir nada menos que a 170 organizaciones profesionales de la cultura para debatir sobre el tema «Diversidad cultural: un nuevo elemento del sistema jurídico internacional». El objetivo de la convención es el de otorgar fuerza de ley a la declaración aprobada en 2001. La idea consiste en garantizar el derecho de los individuos y los grupos a crear, difun-
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Definir y medir la cultura En la primera versión de los prolegómenos del texto de la convención, la cultura se definió como «el conjunto de los rasgos distintivos espirituales y materiales, intelectuales y afectivos que caracterizan a una sociedad o a un grupo social y que abarca, además de las artes y las letras, los modos de vida, las maneras de vivir juntos, los sistemas de valores, las tradiciones y las creencias» y la diversidad cultural como la «multiplicidad de medios mediante los cuales se expresan las culturas de los grupos sociales y de las sociedades». Las «expresiones culturales», por su parte, encierran las nociones de «contenidos culturales» y de «expresiones artísticas». Son «las distintas maneras a través de las cuales "los bienes y servicios culturales", así como las otras actividades culturales, pueden ser portadores de un significado simbólico o transmitir valores culturales». Los «bienes y servicios culturales» se corresponden, a grandes rasgos, con las categorías estadísticas al uso en la institución. Los indicadores propuestos por la UNESCO para evaluar la cultura y las políticas culturales se centran sobre todo en la «cultura material», las realizaciones que son fruto de la actividad y de la expresión creadora, así como los bienes y servicios culturales institucionalizados y comercializados. Sesenta y dos indicadores miden el consumo de bienes y servicios culturales y diecinueve las comunicaciones. Se refieren a las «actividades y tendencias culturales» (periódicos y libros, bibliotecas, radio y televisión, cine, música grabada), las «prácticas y patrimonio culturales» (patrimonio tangible: sitios naturales o culturales; patrimonio inmaterial: lenguas, tradiciones orales, conocimientos tradicionales, teóricos y prácticos, estilos indumentarios, cocina, etc.), las «tendencias de los intercambios culturales y de la comunicación» (exportaciones culturales, flujos turísticos, flu-
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jos postales, de telecomunicaciones), los flujos de traducción de lenguas extranjeras, sin olvidar las artes del espectáculo y los museos. Por último, diecinueve indicadores miden los «valores» a partir de la ratificación de los convenios de las Naciones Unidas sobre derechos humanos (derechos económicos, sociales y culturales, derechos civiles y políticos, contra las discriminaciones, los derechos del niño, etc.). La finalidad consiste en extender los indicadores a los «dispositivos sociales» —las instituciones y las políticas, oficiales o no— que estimulan o desaniman la vitalidad y la diversidad culturales, la ética universal, la participación en la actividad creadora, el acceso a la cultura y el respeto a la identidad cultural» (Fukuda-Parr, 2000, pág. 298). dir y acceder a los bienes y servicios culturales y velar al mismo tiempo para evitar que la protección de la diversidad no se haga a expensas de la apertura a las otras culturas. Básicamente, se trata de reconocer el derecho de cada gobierno a «adoptar, en su territorio, cualquier medida legislativa, reglamentaria y financiera para proteger y promover la diversidad de las expresiones culturales, especialmente cuando se encuentran en peligro o en situación vulnerable» y a paliar el desequilibrio de los intercambios internacionales mediante la reserva de un trato especial a las naciones desfavorecidas. Numerosas cuestiones abordadas por el proyecto de convención también lo han sido en otras agencias del sistema de las Naciones Unidas en las que han sido objeto de ásperas negociaciones. Es el caso, concretamente, de la propiedad intelectual de la que se ocupa celosamente una organización mundial ad hoc. Ahora bien, para que la convención tenga fuerza legal, en caso de litigio, la definición de la relación entre ésta y los restantes instrumentos internacionales que establecen los derechos y las obligaciones de los Estados es crucial. Es el reto que encierra la redacción del artículo 19 del proyecto. Una convención que no estuviera de rebajas normalmente de-
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bería permitir que los países que ya hubiesen renunciado, mediante acuerdos bilaterales o multilaterales, al derecho de soberanía en materia de política cultural, pudieran recuperarlo. No sólo es el caso de cinco países centroamericanos, sino también de Australia y Marruecos, por ejemplo. La definición de cultura propuesta en el umbral de las transacciones sobre el texto de la convención es la que fuera ratificada en 1982 durante la Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales (Mondiacult) celebrada en México y, por tanto, oficialmente adoptada por la UNESCO a partir de esta fecha (véase el capítulo 4). Esta definición, no obstante, fue desechada en las sucesivas versiones del anteproyecto. Debilitamiento del sentido atribuido al concepto de «industrias culturales», a pesar de haber sido ratificado en el lenguaje de la UNESCO en 1980, eliminación de términos susceptibles de molestar, tales como «concentración», adherencia de la noción, más bien ambigua, de «actividades culturales» a la de «bienes y servicios», extrema discreción acerca de los problemas de propiedad intelectual, tiempos de los verbos (los presentes de indicativo que en las lenguas latinas tienen fuerza conminatoria son sustituidos en inglés por «should»). De ahí la proliferación del inciso «en la medida de lo posible», cuando se trata de definir las obligaciones y los derechos de los Estados en el ámbito de la salvaguardia y valorización de las expresiones culturales. Otros tantos indicios de una inacabable guerrilla semántica alimentada por los gobiernos partidarios de una convención no muy exigente. Hubo que esperar a la última versión del proyecto de convención, en junio de 2005, para que el estratégico artículo 19, convertido en artículo 20, afirme que las relaciones de la convención con los restantes tratados deberán guiarse por la idea de «apoyo mutuo, complementariedad y no subordinación». «Cuando interpreten y apliquen otros instrumentos internacionales o contraigan otras obligaciones en el plano internacional —puede leerse concretamente— las partes tendrán en cuenta los objetivos y principios de la presente convención». Los retos que encierran la batalla de las palabras y su contenido no han pasado inadvertidos para la red de coaliciones
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de organizaciones profesionales de la cultura, conscientes de que, pese a sus limitaciones, la idea de un instrumento jurídico empezaba a ganar terreno, y que incluso los adversarios habrían de transigir con el texto. En la declaración final de su encuentro en Madrid, hacen un llamamiento a los Estados miembros de la UNESCO para que resistan «a las presiones que buscan diluir el contenido de la convención». Plegaria escuchada. En octubre de 2005, la convención ha sido aprobada prácticamente por unanimidad, mientras que los Estados Unidos se han quedado aislados en su empecinamiento por vaciarla de contenido. La diversidad biológica, por su parte, ya tiene su convención desde la Cumbre de Río. Pero este texto, que establece la soberanía de los países sobre sus recursos, sus productos, sus procedimientos biológicos y el reparto equitativo de los frutos de la biodiversidad, se ha quedado en papel mojado (Shiva, 2001). Al patentar los principios activos de las especies animales y vegetales, los laboratorios farmacéuticos niegan la innovación contenida en los conocimientos terapéuticos, llamados tradicionales, de las comunidades autóctonas y desvían en beneficio propio los derechos de propiedad intelectual. ¿Qué diversidad para qué orden mundial de las redes? HETEROGENEIDAD DE LOS ACTORES, GLOBALIDAD DE LOS DESAFÍOS
No cabe tratar de la diversidad cultural sin situarla nuevamente en el contexto de los intereses divergentes que la invocan. Así lo acredita el enfrentamiento en torno a los escenarios de implantación de las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. No es fruto de la casualidad que la UNESCO haya incluido entre las líneas prioritarias del plan de actuación que materializa su «Declaración universal sobre la diversidad cultural» un conjunto de objetivos unidos a la democratización del ciberespacio. Promoción de la diversidad lingüística, «alfabetización digital», acceso universal a las tecnologías, lu-
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cha contra la «fractura digital» con vistas a colmar las inmensas disparidades en el acceso a la información, a la cultura y al conocimiento entre países industrializados y países en desarrollo, y en el seno mismo de estas sociedades. Objetivos todos estos que forman parte de un proyecto de «infoética». La Cumbre Mundial sobre la Sociedad de la Información, cuya primera fase se desarrolló en diciembre de 2003, en Ginebra, bajo los auspicios de la Unión Internacional de Telecomunicaciones (UIT) y a la que la UNESCO ha estado asociada, es una lección práctica. Por primera vez en la preparación de una cumbre, los representantes de los empresarios y de las organizaciones no gubernamentales fueron invitados a que se escucharan sus voces. Su cara a cara con la cuestión de qué vías adoptar para la implantación de las tecnologías, y con qué actores, puso a prueba la retórica de la diversidad. Incluso a pesar de que, a diferencia de los debates sobre el proyecto de convención en la UNESCO, el tema había entrado por una puerta falsa. El sector privado no niega que el respeto de la diversidad cultural y lingüística sea un principio de la sociedad de la información, pero argumenta que la promoción de contenidos locales no debe «engendrar barreras irrazonables para el comercio». El mercado crea la diversidad de la oferta. Todos estos argumentos sobre las virtudes autorreguladoras de la pareja mercado/técnica son esgrimidos, ya lo hemos visto, en las tribunas internacionales; los suscriben los Estados que carecen de proyectos de modernización. Frente al mercado, el Estado debe limitarse a acondicionar el «entorno propicio» a la implantación de las redes, y las políticas públicas a eliminar los obstáculos a la inversión y a liberar la competitividad. Sin contar con que, desde los atentados del 11 de septiembre de 2001, el leitmotiv de la «securización de las redes» se ha convertido en un argumento autorizado. Los grandes grupos de comunicación, por su parte, no tienen muchas ganas de que la cuestión de la diversidad se trate públicamente en el espacio mediático. Porque abordarlo implica debatir el tema de la censura económica en el contexto de la concentración y el auge del capitalfinancieroen su cam-
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La propiedad intelectual Si existe una cuestión polémica y compleja cuya solución determine la credibilidad de los discursos y estrategias que pretenden salvaguardar y promover la diversidad cultural y lingüística en un mundo en el que la distancia entre las promesas relativas a las tecnologías intelectuales y las realidades de sus aplicaciones sociales aumenta sin cesar, ésa es sin duda la del régimen de la propiedad intelectual. Sin embargo, las propuestas de que se someta a revisión tropiezan con su desestimación, con el falaz pretexto de que depende de otras instancias multilaterales, distintas de la UIT o de la UNESCO, tales como la Organización Mundial del Comercio o la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual (OMPI). Ahí está el origen de unos argumentos oficiales que nadan entre dos aguas: «La protección de la propiedad intelectual es indispensable para fomentar la innovación y la creatividad en la sociedad de la información. No obstante, establecer un equilibrio justo (fair balance) entre la protección de la propiedad intelectual, por un lado, y su utilización así como la repartición del conocimiento, por otro, es esencial para la sociedad de la información». Nos vienen a la memoria las dificultades encontradas para la puesta en marcha de la Convención sobre la Biodiversidad. En torno a los derechos de la propiedad intelectual se ventila la batalla de las nuevas formas de patentes como apropiación privada de conocimientos. Hay que saber que, en 1994, los acuerdos de Marrakech por los que se crea la OMC han calcado la legislación mundial relativa a las patentes sobre las normas norteamericanas. Sin embargo, la novedad de estas patentes consiste en que ya no se refieren sólo a las aplicaciones industriales de una innovación, sino a los conocimientos básicos cuyo monopolio entraña el riesgo de bloquear la
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continuidad de las investigaciones. Las simientes OGM, los medicamentos, lo viviente, los códigos informáticos (Windows, por ejemplo, al que se enfrenta Linux) están directamente implicados en esta apropiación privada de bienes comunes. El unilateralismo de estas normas viene acompañado de otra asimetría, en este caso lingüística: las patentes, en su mayoría, están redactadas en inglés. po de actividades. Los gobiernos autoritarios, por su parte, son poco propensos a responder de su régimen de censura permanente. En el escaparate, pues, grandes principios con los que nadie puede estar en desacuerdo, sobre la defensa de las identidades culturales, la solidaridad entre los pueblos del mundo, la cooperación internacional, el desarrollo duradero y el diálogo de las culturas. En las profundidades, el determinismo técnico. Las organizaciones no gubernamentales han respetado las reglas del juego. Su participación activa en la preparación de la cumbre ha permitido experimentar la posibilidad de federar, sin allanar por ello las diferencias, en una fuerza unida de propuestas, un conjunto heterogéneo de movimientos y asociaciones que van desde los sindicatos o federaciones de periodistas a las personas discapacitadas, a las institucionesfilantrópicas,a los círculos de la investigación y la enseñanza, pasando por los grupos definidos por el «género», por las poblaciones autóctonas o los movimientos sociales. O sea, unas veinte «familias» a las que los organizadores de la cumbre habían invitado a constituirse en «mesa de la sociedad civil y de las organizaciones no gubernamentales», en conexión con la «mesa gubernamental». Actores que, para muchos, salen de esta experiencia con la convicción de que, más que nunca, tienen que reforzar sus propios espacios de debate, si bien aceptando que continuarán permaneciendo atentos a lo que está en juego en las grandes asambleas institucionales. La movilización del movimiento social enseña que de existir una nueva fuente de pluralidad, ésta es la de la diversidad de los protagonistas que
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han surgido en la esfera cívica mundial desde finales del siglo pasado. Estos nuevos y antiguos actores y redes sociales no han dejado de expresar su descontento frente a la manera con que la cumbre tomaba en cuenta sus contribuciones. En una declaración común sobre el derecho a la comunicación, han insistido en recordar que la diversidad de la comunicación es indisociable del «derecho de todos a promover, proteger y preservar su identidad cultural y la libre búsqueda de su desarrollo cultural». Diversidad de las fuentes de información, de la propiedad de los medios y de los modos de acceso a éstos, que garantiza que los puntos de vista de todos los sectores y grupos de la sociedad pueden hacerse oír; apoyo al servicio público y a los medios libres e independientes. Derechos a la comunicación, políticas culturales, políticas de comunicación, otros tantos ejes fundamentales que ya figuraban, en 1980, en las propuestas del informe entregado por la Comisión MacBride a la UNESCO. También reaparecen en los debates de la Convención sobre la Diversidad, suscitando las mismas reticencias de entonces por parte de Estados Unidos. Otra huella de los logros de aquella época fecunda en interrogantes sobre el intercambio desigual, la extensa definición de cultura aprobada en la Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales, celebrada en México en 1982, y que figura en la primera versión del texto de la Convención sobre Diversidad Cultural (véase el recuadro «Definir y medir la cultura»).
¿QUÉ SOCIEDAD DEL CONOCIMIENTO EN PLURAL?
La noción administrativa de «sociedad de la información» ha estado consensuada durante mucho tiempo. Lo sigue estando para la mayoría de las grandes instituciones internacionales (A. Mattelart, 2003). La UNESCO, desde este punto de vista, parece ser la excepción que confirma la regla. Toda vez que, desde hace poco, la sustituye por la noción de «sociedades del conocimiento», admitiendo así que los modos de apropiación
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Los oficios de lo inmaterial En 1991, en el umbral del anuncio de las autopistas de la información, Robert Reich, futuro ministro de Trabajo de la primera administración Clinton, caracteriza al capitalismo cognitivo como el de los «analistas o manipuladores de símbolos». Su función: identificar problemas, resolverlos, ser «corredores de ideas» (brokers of ideas). Su ámbito de competencia no ha dejado de ampliarse al tiempo que cambiaban las fronteras de las nociones de trabajo intelectual y de cultura. Sin que ello suponga una lista exhaustiva, se trata de las profesiones relacionadas con la investigación y el desarrollo tecnocientífico, los servicios informáticos, la moda, el diseño, las industrias del gusto, los medios de comunicación y las industrias de la cultura o las actividades que definen las normas de consumo y los estándares culturales, la investigación en mercadotecnia, la prospección de la opinión pública, la industria de la consultoría, la construcción de bancos y bases de datos {data-mining), etc. La creencia en el advenimiento hic et nunc de la inteligencia colectiva ha prevalecido entre los artífices y activistas de la cibercultura de los años noventa. Ha estado presente en la formación de una nueva fuerza de trabajo compuesta por emprendedores de su propio trabajo o de microcapitalistas. Al comienzo del milenio, la masiva implicación de la tecnología en la guerra contra el terrorismo, el estallido de la burbuja de los valores tecnológicos y la disipación del espejismo de la participación masiva en el sistemafinancieroreticular como máquina de producir dinero, han echado a perder el mito de un mercado natural, libre, transparente y fluido. En la estela de estas crisis, son los propios artífices y activistas de la cibercultura anglosajona quienes han acuñado el término de «cognitariado» para denominar al nuevo proletariado del capitalismo del conocimiento (Lovink, 2002).
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La partición propietarios/trabajadores, borrada con excesiva rapidez del mapa de las relaciones de producción por los profetas del ciberespacio, ha reaparecido con la lógica de los monopolios. Punto culminante: la indulgencia de la administración Bush respecto de Microsoft. de las nuevas tecnologías son plurales y se negocian a partir de realidades sociales, culturales e históricas que son insoslayables. Pensar en la construcción de la sociedad del conocimiento en función de estas especificidades no dispensa en modo alguno de dar un rodeo por las lógicas globales que determinan la redefinición de las condiciones de producción y circulación de los saberes (Robins y Webster, 1999; Moeglin y Tremblay, 2003; Bolaño, Mastrini y Sierra, 2005). Un conjunto de tendencias predominantes interviene en el avance del capitalismo cognitivo que conspira contra el pensamiento y la acción que se salen de los senderos trillados: concentración en la innovación técnica como arma decisiva en la guerra por la conquista de los mercados y garantía de una rápida recuperación de las inversiones; normalización de los sistemas educativos impuestos por las instituciones financieras mundiales en el marco de los planes de ajuste estructural; pregnancia de la ideología empresarial en el ámbito de la enseñanza y de la investigación y polarización sobre la «excelencia» en detrimento del pluralismo de la investigación; creciente concentración de la edición científica a escala mundial; influencia de los criterios de legitimidad científica, definidos por la «cienciometría», esta disciplina que registra, con fines de clasificación, la frecuencia de citas de artículos y obras; un desigual mercado de las ciencias que se conjuga con un «mercado de las lenguas», tan poco equitativo como el otro, que contribuye a consagrar el anglonorteamericano como lengua agrupadora (Calvet, 2002; Hermés, 2004; Guyot, 2005). Como telón de fondo de estas tendencias, se observa la conmoción de los procesos de trabajo y la aparición de una «inte-
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lectualidad de masas» en la sociedad posfordista (Formenti, 2002). La esperanza depositada en el reconocimiento del «trabajo de la producción de sí» mediante el desarrollo de la creación y la cognición, como fundamento de una sociedad liberada de las imposiciones del productivismo, se contradice con la precariedad, la sobreexplotación, la movilidad, la sobreimplicación y captación de «capital humano» por parte de la empresa para sacar provecho (Gorz, 2003). Su abolición es uno de los retos de las nuevas luchas sociales y culturales. La cuestión consiste en saber qué sociedad, a secas, queremos. Y qué estatuto para el conjunto de los bienes públicos comunes. Estos bienes que no sólo tienen por nombre cultura, información y educación, sino salud, medio ambiente, agua, espectro de frecuencias de radiodifusión, etc.: todos esos ámbitos que deberían constituir «excepciones» en relación con la ley del librecambio. Todas estas «cosas a las que la gente y los pueblos tienen derecho, producidas y repartidas equitativa y libremente, que son la definición misma del servicio público, cualesquiera que sean los estatutos de las empresas que aseguran este cometido. Los derechos universales humanos y ecológicos son su norma, las instituciones internacionales legítimas su garantía, la democracia su exigencia permanente y el movimiento social su fuente» (www.bpem.org). Los principios que permitirían la formulación de un derecho mundial, capaz de frenar la roedura, por parte de las lógicas privadas, del ámbito de competencia de los conceptos de bien colectivo y público, están instalados: están inscritos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos (1948) y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, aprobado en 1966, que entró en vigor diez años después y ha sido ratificado desde entonces por unos ciento cincuenta países. Pero la definición de este patrimonio común sigue siendo, y más que nunca, objeto de disputas en las instituciones internacionales, desde el Banco Mundial al Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo. Una batalla política en torno a un concepto que augura otras. Los frentes de intervención son múltiples. Al ciudadano corriente le parece incluso que están fragmentados. En reali-
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dad, y ahí está la novedad sistémica, son indisociables. Hay que percibir el vínculo orgánico que les une en el combate contra la privatización del mundo y, a la vez, reconocerle a cada uno de ellos la especificidad de sus respectivos retos. El precio del rescate del aislamiento es la soledad de las defensas corporativistas de la diversidad, abocadas al fracaso. La cultura se ha convertido en algo demasiado importante para el destino del planeta como para dejarla en manos de sus especialistas oficiales. La toma de conciencia del conjunto de las controversias sobre diversidad y excepción cultural, la propiedad intelectual, la transparencia de la administración de los conocimientos, etc., tropieza demasiado frecuentemente con las cuestiones procedimentales y técnicas. No obstante, pese a su complejidad, estos debates nos conciernen a todos. Es imperiosa la necesidad de un amplio intercambio que reconciliaría los saberes con la sociedad, al incorporar a los ciudadanos al debate sobre las grandes alternativas de sociedad.
Conclusión
Culto del presente. Culto de la información. Culto de la cultura. Los tres nimban la comprensión del vínculo que la problemática de la diversidad cultural mantiene con la democracia en el contexto de la mundialización. Durante las dos últimas décadas del siglo xx, se ha confirmado el paso de un régimen de historicidad a otro: el auge de un presente omnipresente, el «presentismo», que traduce la experiencia contemporánea de un presente perpetuo (Hartog, 2003). La espacialidad global anula el carácter plurisecular del movimiento hacia la unificación del mundo y, por tanto, la naturaleza de sus retos contemporáneos. La disputa del tiempo corto, iniciada por Fernand Braudel, historiador del «tiempo del mundo», conserva, pues, toda su vigencia. Ponía en guardia a las ciencias sociales frente al hábito de «correr al servicio de lo actual» y de atenerse únicamente a los actores que hacen ruido. Sin embargo, lo social, apuntaba, es «una presa muy astuta». Y las incitaba a reconciliarse con la pluralidad del tiempo social y la dialéctica de la duración «invirtiendo el
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reloj de arena en los dos sentidos». De la estructura al acontecimiento. Del universo al lugar y a lo diverso. De la libertad a la pertenencia, con las obligaciones inherentes a la identidad (Braudel, 1958). El culto de la información se burla de la cultura y de la memoria. Sólo importa la tubería. La producción de sentido no figura en el programa del ingeniero. Este determinismo técnico explica por qué la Unión Internacional de Telecomunicaciones puede ser elevada a la condición de anfitriona de una conferencia sobre el porvenir de nuestras sociedades y por qué la Organización Mundial del Comercio puede situar a la cultura en el epígrafe de los servicios y reivindicar prerrogativas para con ella. También por qué, muy pronto, el tema de la llamada sociedad de la información se ha asociado a la tesis del fin de las ideologías, el fin de los intelectuales contestatarios, en beneficio del irresistible ascenso de los «intelectuales positivos», orientados hacia la toma de decisiones. Axiomas, todos ellos, inscritos en la carta de un capitalismo contemporáneo que ha cambiado el aspecto de la difusión unidireccional de la innovación como estrategia de cambio. El culto de la cultura, por último, significa su autonomización. Se «culturiza» lo social, es decir, se tratan de una manera cultural los problemas que no se quieren abordar (o que no interesa que se aborden) en términos políticos. «En el lenguaje panculturalista», escribía De Certeau, «la "cultura" se convierte en neutro: lo "cultural". Es el síntoma de la existencia de una bolsa donde refluyen los problemas que le sobran a una sociedad y no sabe cómo tratar. Se guardan ahí, aislados de sus vínculos estructurales con la aparición de nuevos poderes y con los desplazamientos ocurridos durante los conflictos sociales» (1980, pág. 195). La disociación se ha consumado a medida que el discurso de las identidades se adelantaba al discurso del principio de igualdad como objetivo prioritario de la acción política. Principio que, como muy acertadamente señala el especialista en filosofía política, Ernesto Laclau, ha legitimado la figura de lo universal en el transcurso de los dos últimos siglos (2000). Este exilio político hace juego con un
CONCLUSIÓN
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doble proceso correlativo con el capitalismo gerencial y cognitivo. Por una parte, la reorganización de las relaciones de clase. Para las élites dominantes, la conciencia de la totalidad, al menos en el plano de las voluntades y del comportamiento. Para los otros, productores culturales (escritores, artistas, investigadores), de no conformarse con comprender los fenómenos en ese nivel de abstracción y generalidad para sacar conclusiones, la gestión en el ámbito local de las repercusiones de una orientación estratégica de conjunto, resultantes de los procesos de integración. Por otra parte, la presión para la valorización de las actividades humanas dejadas al margen de la razón mercantil. Se requiere la captación de viveros de creación para la puesta en práctica y en red del recurso inmaterial. Ahora bien, como ya observaba Jean-Francoís Lyotard en La condición posmoderna (1979), el lenguaje de la operatividad en el sentido de los responsables y del capital está en las antípodas de la liberación de la multiplicidad de los juegos de lenguaje.
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índice de nombres
Adorno, Theodor, 61, 88 Amselle, Jean-Louis, 33, 110 Ang, Ien, 112 Appadurai, Arjun, 104 Aragón, Louis, 5 Arendt, Hannah, 30 Aron, Robert, 39, 50 Auge, Marc, 107 Aurobindo, Sri, 30, 34 Axelos, Kostas, 77 Bachlin, Peter, 52 Bamossy, Gary J., 102 Barthes, Roland, 76, 113 Bénat-Tachot, Louisette, 110 Benjamín, Walter, 20, 39, 62 Bernays, Edward, 43 Bernier, Ivan, 146 Bhabha, Homi, 110 Bocock, Robert, 98 Bolaño, Cesar, 156
Boltanski, Luc, 64 Boorstin, Daniel J., 60 Bourdieu, Pierre, 80 Braudel, Fernard, 117, 159 Brzezinski, Zbigniew, 100 Calvet, Louis-Jean, 156 Casanova, Paséale, 20 Certeau, Michele (De), 11, 21, 108, 111, 121,160 Césaire, Aimé, 79 Charensol, Georges, 49 Chow,Rey, 110 Cooley, Charles Horton, 17, 39 Costa, Janeen Arnold, 99-102 Creton, Laurent, 66 Crozier, Michel, 64, 92 Cunningham, Stuart, 106 Dandieu, Arnaud, 50 Dayan, Daniel, 106
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DIVERSIDAD CULTURAL Y MUNDIALIZACIÓN
Debord, Guy, 82 Delahaye, Yves, 120 Delcourt, Xavier, 86 Deleuze, Gilíes, 113 Dewey, John, 30 Dulac, Germaine, 50 Durkheim, Émile, 17, 104 Engels, Friedrich, 18 Esposito, Robert, 109 Fallex, Maurice, 28, Fanón, Frantz, 79 Formenti, Cario, 157 Foucault, Michel, 114 France, Anatole, 33 Frank, Thomas, 112 Frodon, Jean-Michel, 49 Fumaroli, Marc, 70 Galtung, Johan, García Canclini, Néstor, 111 Garreton, Manuel Antonio, 142 Getino, Octavio, 83 Giddens, Anthony, 114 Glissant, Édouard, 109 Goody,Jack, 110 Gorz, André, 157 Gripsrud, Jastein, 106 Guback, Thomas, 62 Guyot, Jacques, 156 Habermas, Jürgen, 123 Hannerz.Ulf, 110 Hardt, Michael, 116 Hartog, Francois, 159 HUÍ, Gladwin, 72 Horkheimer, Max, 61, 88 Huntington, Samuel, 145 Jacka, Elizabeth, 106 Joxe, Alain, 101
Julia, Dominique, 21 Kojéve, Alexandre, 63 Laclau, Ernesto, 160 La Fontaine, Henri, 26, 28,40 Lanternari, Vittorio, 79 Laplantine, Fran§ois, 110 Lasswell, Harold, 43 Le Bon, Gustave, 24, 25 Lefebvre, Henri, 90 Le Grignou, Brigitte, 112 Levitt, Theodor, 99 Lippman, Walter, 112 Levitt, Theodor, 99 Lippman, Walter, 43 Lovink, Geert, 155 Lyotard, Jean-Francois, 161 MacBride, Sean, 86, 154 Mairey, A., 28 Malraux, André, 50 Manvell, Roger, 66 Marx, Kart, 18 Mastrini, Guillermo, 156 Mattelart, Armand, 70, 81, 86, 99, 107,112,117,122,154 Mattelart, Michéle, 86, 107 Mattelart, Tristan, 59,107 Mauss, Marcel, 17, 104 Mbembe, Achule, 110 McGuigan, Jim, 112 Medori, Conrado, 79 Miége Bernard, 89 Miller, Toby, 72 Mine, Alain, 92 Mitterrand, Frangois, 86 Moeglin, Pierre, 156 Morley, David, 106 Morris, Meaghan, 112 Negri, Antonio, 116
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ÍNDICE DE NOMBRES
Neveu, Erik, 112 Ninkovich, Frank, 40 Nouss, Alexis, 110 Nye, Joseph S., 100 Ohmae, Kenichi, 114 Onfray, Michel, 19 Ortiz, Renato, 107 Otlet, Paul, 26, 28, 30, 40 Palmer, Michael, 122 Perrot, Dominique, 80 Pollak, Mickael, 64 Powdemaker, Hortense, 72 Protzel, Javier, 142 Raboy, Mark, 44 Ralite, Jack, 126 Regourd, Serge, 135 Reich, Robert, 96, 155 Revel, Jacques, 21 Ricoeur, Paul, 106 Rigaud, Jacques, 91 Roach, Colleen, 81 Robins, Kevin, 156
Said, Edward W., 81 Sainte-Beuve, Charles Augustin, 22 Sauquet, Michel, 110 Schiller, Herbert, 80 Sherry, John, 98 Sierra, Francisco, 156 Sighele, Scipio, 25 Silber, Irving, 82 Sinclair, John, 106 Solanas, Fernando, 83 Spykman, Nicholas John, 42 Stiegler, Bernard, 113 Tarde, Gabriel, 17, 25 Tremblay Gaétan, 146, 156 Valéry, Paul, 38 Van der Veer, Peter, 110 Vassallo de Lopes, María Immacolata, 107 Wacquant, Loíc, 80 Wall, Irvin M., 68 Webster, Frank, 156 Wells, Herbert George, 22, 28 Wilson, Howard, 29, 58