Dificultades con la Ilustración : variaciones sobre temas kantianos
 9788479628727, 8479628723

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DIFICULTADES CON LA ILUSTRACIÓN. VARIACIONES SOBRE TEMAS KANTIANOS

ColeCCión Verbum menor DirigiDa por peDro aullón De Haro La colección Menor de Editorial Verbum, que es extensión de su contigua y hermana Mayor, se propone como ésta un forjamiento universalista y de primer rango en el ámbito extenso, tradicional e innovador, del comparatismo y el humanismo. El lugar de acción continúa siendo, naturalmente, la lengua española, pero ahora en un horizonte de apertura completa y no sólo regida por una clave hispánica. La presente colección asimismo se diferencia y complementa a su Mayor mediante un activismo intelectual más inmediato, tanto de sesgo polémico o actual como netamente investigador y monográico. Manteniendo, aun sin indicación expresa, la misma doble serie de Clásica y Teoría/Crítica, según se trate de la restitución de obras importantes o de la construcción de ensayos e investigaciones de nueva planta, sin embargo, y de ahí su sentido editorial, la extensión material de las obras se establece como característicamente breve y rústica en la encuadernación

José luis VillaCañas berlanga

DificultaDes con la ilustración. VARIACIONES SOBRE TEMAS KANTIANOS iii premio Juan anDrés De ensayo e inVestigaCión en CienCias Humanas

EDITORIAL

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© José Luis Villacañas Berlanga, 2013 © Editorial Verbum, S.L., 2013 Eguílaz, 6. 28010 Madrid Teléf: 91 446 88 41 e-mail: [email protected] www.verbumeditorial.com I.S.B.N: 978-84-7962-872-7 Depósito Legal: MImpreso en España por PUBLIDISA

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Índice Prólogo......................................................................................

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Capítulo I DIFICULTADES AL INICIO: INSTANTES GOZOSOS................ 1. La Ilustración radical.......................................................... 2. Una nueva Dulcinea............................................................. 3. El don y el cáliz................................................................... 4. Todo delirio encuentra su manía...................................... 5. La doble inluencia de Rousseau sobre Kant...................... 6. Educación y política...........................................................

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Capítulo II LA DIFICULTAD DE LA EDUCACIÓN ILUSTRADA: HISTORIA POLÍTICA........................................................ 1. Supersticiones contemporáneas sobre la historia............... 2. Enredos en la ilosofía de la historia................................... 3. Fin en sí mismo desde siempre............................................. 4. Fin en sí, imaginación y ley.................................................. 5. El inal del orden animal: sociedad..................................... 6. La dinámica y la mecánica social........................................ 7. Historia de la libertad y republicanismo............................. 8. Historia política como ciencia............................................. 9. Historia política cosmopolita................................................

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Capítulo III DIFICULTADES CON LA POLÍTICA ILUSTRADA................ 1. Círculos viciosos repetidos y acumulados............................. 2. La ruptura de la mimesis imperial....................................... 3. El caso hispánico.................................................................. 4. Trauma.................................................................................. 5. Urgeschichte......................................................................... 6. Excursus: el concepto de estilo.............................................. 7. Toledo 1448........................................................................... 8. El escándalo de Joseph Roth................................................ 9. Volver al principio................................................................

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Capítulo IV DIFICULTADES CON LA MORAL. LO SUBJETIVO, LO GENÉRICO, LO COMÚN.............. 1. Inteligencias.......................................................................... 2. ¿Qué nos hace sujetos dignos?............................................ 3. Naturalezas.......................................................................... 4. Zuerst ist das Gebot. Die Menschen kommen später.... 5. Fines objetivos y subjetivos................................................ 6. Diicultades en la práctica.................................................. 7. Democracia.......................................................................... 8. ¿Pero Kant no era liberal?................................................... 9. Communio y commercium.............................................. 10. Despotismo espiritual......................................................... 11. ¿Hacia Weber?.....................................................................

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Capítulo V DIFICULTADES CON LOS PODERES ILUSTRADOS............ 1. Algo más que un mito............................................................. 2. Unas pocas zonas iluminadas.............................................. 3. Oscuridad que genera oscuridad......................................... 4. Comodidad............................................................................ 5. Valor y seguridad................................................................... 6. Kant se desvincula de Platón................................................ 7. Es ‘casi’ inevitable.................................................................. 8. Acumulación de improbabilidades........................................ 9. Esquizofrenias....................................................................... 10. La Ilustración animosa........................................................ 11. El republicanismo apunta...................................................

203 204 210 216 221 231 234 242 249 251 257 266

Conclusión................................................................................

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prólogo

1. El título quiere decir lo que sugiere. Que hay muchas diicultades con la Ilustración, pero que en realidad todavía no las hemos medido. Con “Diicultades” no invoco meramente que el programa de la Ilustración haya quedado insatisfecho, como se decía hace tiempo. No se trata de un fracaso del programa, que por lo demás fue impugnado por un libro exagerado y célebre, Dialéctica de la Ilustración. Se trata de las diicultades para encontrar un sentido ilosóico apropiado en la deinición de lo que signiica Ilustración, para mantener su historia, para encontrar poderes adecuados que la realicen, para identiicar sus premisas educativas adecuadas. Se trata de no asumir de forma precipitada que Kant haya querido decir algo concreto y claro con su célebre artículo, algo que no incluya aporías, indecisiones, inconsistencias. Pero no sólo eso. También de que el más célebre de quienes han apostado por redeinir el sentido de la Ilustración, Michel Foucault, haya querido decir algo concreto con sus análisis. En cierto modo, este libro es una respuesta a esa mirada, mitad precipitada, mitad simpliicadora, que se lanza desde hace tiempo sobre las divisas ilustradas. Así las cosas, parece evidente que hablamos desde una posición de ilustrados decepcionados, pero se trata sobre todo de ver si no era más o menos necesario que, con un programa mal diseñado, la decepción fuera irreparable. En este sentido, bien pudieran signiicar estas palabras que mi actitud es la de quien combate por superar la decepción. Pero entonces debo decir que no estoy del todo seguro de que tal cosa sea posible, en el sentido de garantizar futuro alguno al programa ilustrado. Por el contrario, creo con cierta irmeza que la decepción y la disposición a la decepción forman parte del proyecto ilustrado mismo. No se es verdadero ilustrado si, tras la decepción, no se sigue siendo ilustrado. Diicultades, ¿pero cuándo empezaron en verdad? Este ensayo quiere mostrar que desde el tiempo de su mejor deinidor, Inmanuel Kant. La falsa moneda del optimismo ilustrado ha impedido identiicar la índole de esas diicultades. En realidad, no hay tal optimismo. Debemos entender bien el artículo de 1784, la mejor propuesta ilustrada. Cabe cifrar en tres las premisas del artículo, más allá de sus ambivalencias. Primero, que pueden

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resultar soportables las dualidades psíquicas y políticas de esos doctos intelectuales, expertos universitarios que por una parte escriben y trabajan en atención a los deberes de su razón privada institucional, propia de su posición estatal funcionarial, y por otra hablan al mundo libre de lectores (Leserwelt), sin otro límite que el desarrollo del uso público y libre de la razón. La tesis supone que el poder político, o de otra naturaleza, no tiene gran interés en impedir esta segunda tarea publicista. La segunda premisa del trabajo de Kant reside en que los mismos expertos, doctos o intelectuales en el uso privado de su razón no elevarán obstáculo alguno a la Ilustración, esto es, que dejarán abierta la posibilidad de que el público asista y participe de este uso público de la razón. El diagnóstico pesimista de Kant reside en que muy pocos logran ilustrarse por sí mismos, aunque será más fácil ilustrarse recíprocamente si se participa en los debates del público. Sin embargo, la tercera piedra angular del ensayo reside en que Kant se dirige a estos seres humanos, infantiles e infantilizados, con una exhortación que parece más bien jugarse en la intimidad: atrévete a saber/a conocerte. Sé valiente. No tenemos una razón clara por la cual la divisa no fuera una exhortación como ésta: “atrévete a participar del debate propiciado por el uso público de la razón”. Sin embargo, Kant no tradujo su posición a estos términos. Esto nos sugiere que atisbaba problemas con la subjetividad que no permitían un sencillo tratamiento público. En realidad, Kant hubiera sido coherente de haber exhortado de esta manera: atrévete a conocerte a través de la participación en el uso público de la razón. Pero en este caso la exhortación debía decir también: “atrévete a cuestionar lo que te dicen los sabios y doctos en el uso privado de su razón y atrévete a conocer lo que esos mismos doctos dicen en el uso público”. Esta consigna, así expuesta, ya nos muestra cierta falta de rotundidad. Los tutores en su primera función te infantilizan, pero en la segunda te hacen un ser humano maduro. La primera función te orienta hacia la comodidad y el disfrute de la conducción, pero la segunda te invita a la emancipación y la independencia. Sin embargo, son los mismos tutores los que hacen ambas cosas. En suma, la esquizofrenia del docto parece que debe producir una esquizofrenia en el receptor. Y Kant parece animar a que esto sea así. Sapere aude no sería la consigna inal, sino el más bien deleuziano lema de “schizere aude”. Y esto sin identiicar la diicultad adicional, puesta de relieve por Blumenberg, de si la exhortación, una igura retórica, tiene proporción alguna con la capacidad del exhor-

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tado. “Atrévete a saber” no es una garantía de lograr saber. La primera tiene que ver con ciertos estados anímicos. La segunda aspira a lograr la verdad. Todavía alguien me puede animar a algo que yo no puedo. Y en este caso, ¿a qué viene moralizar el asunto y decir que si no salgo de la minoría de edad es por culpa mía? Si la condición de llegar a la mayoría de edad es la verdad, y la participación activa en su búsqueda a través de la discusión libre de la razón pública, lo mismo nunca llego a ella y no por mi culpa. La exhortación da por supuesto que yo puedo, y que si no llego a la verdad soy culpable. Alguien podría preguntarse a qué viene esta necesidad de distribuir culpabilidades. Lo mismo se me pide algo que no puedo hacer. Lo que de forma bastante extraña subyace al planteamiento de Kant, y lo que no podemos compartir con él, al menos tras Freud, es que la prestación de la razón en el ser humano esté conectada con la retórica de la cobardía, la culpa y la comodidad. Esto es: lo que exige una Ilustración tardía es otra teoría de la razón que despeje las dudas y extrañas incoherencias de la genérica razón ilustrada kantiana. Como es natural, mucho de la ilosofía posterior a Kant tiene que ver con este asunto. Diré de qué se trata. Parecía que para la Ilustración bastaba con la exhortación adecuada. Si lográbamos activar en el ser humano el dinamismo de la razón, todo estaba ya conseguido. La exhortación disparaba un dispositivo psíquico interior y, una vez iniciado, el sujeto relexionaba lo suiciente como para aclararse acerca de sí mismo. Bastaba con mantener la adecuada valentía y coraje. Kant vio la Ilustración casi como un proceso orgánico de activar un dispositivo natural en el ser humano. La metáfora dominante en su posición fue la que comparaba la Ilustración al aprendizaje de la marcha erguida en el infante. La capacidad y la disposición de andar ya la tenemos y de la misma manera que necesitamos andadores, por un tiempo necesitamos tutores. Foucault reparó con insistencia en esta metáfora de los Gängelwagen1. Basta animar al niño lo suiciente e infundirle el valor de que, a pesar de los primeros coscorrones, caídas, rasguños y llantos, luego podrá gozar de la agradable ventaja de andar por sí sólo, caminar a voluntad, disponer de la autonomía. De la misma 1 M. Foucault, El gobierno de sí y de los otros. Curso del Collage de France, 1982-1983, Buenos Aires, FCE, 2009, p. 45. Para un análisis de esta temática, vid. el colectivo cuidado por Serena Marcenò y Salvo Vaccaro, Il governo di sé/il governo degli altri, Palermo, Due punti edizioni, 2011. Contiene dos lecciones inéditas de Foucault.

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manera que se contaba con el dispositivo orgánico de los pies, de la columna recta, de la cabeza equilibradora, de los placeres de la mirada, así se contaba con el dispositivo de la razón. Bastaba con superar los dolores iniciales y para eso se necesitaba la ayuda y los ánimos. Luego todo era tomar posesión de la razón. Esta metáfora hizo encallar el problema de que la razón no es nada natural en el ser humano. Pero además permitía una interpretación minimalista de una de las tesis centrales de Kant. En efecto, éste había reconocido que nadie se podía ilustrar en soledad. Esta necesidad de superar la soledad podía signiicar muchas cosas. Podía signiicar sencillamente, de acuerdo con la metáfora de andar, que todavía se necesitaba al mayor de edad que toma de la mano, anima, exhorta, infunde valor o consuela tras la caída. Pero en todo caso, el proceso de Ilustración era algo que, como caminar, debemos ejercitar nosotros mismos. No se puede hacer solo, pero en el fondo lo hace uno mismo, debe brotar desde la decisión del ánimo. Esta manera minimalista y metafórica de comprender la intersubjetividad es inadecuada, pero es la que a veces se desprende de la retórica de Kant. Sin embargo, hay suicientes evidencias de que Kant no quería aludir a la alteridad de esta manera tan externa y mínima. La metafórica del andar aquí sirve y no sirve. Lo que Kant quiere decir es: al igual que no se puede aprender a andar sin adultos que ya anden, la persona no puede ilustrarse a sí misma sin alguien ya antes ilustrado. Pero esto sugiere que no esperamos del otro sólo que nos jalee en los primeros pasos, sino que nos transiera algo de la Ilustración que él ya ha realizado. No tanto el resultado, desde luego, sino el cómo se hace. Y en este caso, la responsabilidad del fracaso de la Ilustración no depende sólo de nosotros mismos, de nuestra cobardía e incapacidad. Algo tiene que ver la responsabilidad del docto, que se haya ilustrado él, y que sea capaz de comunicarnos algo del proceso de su Ilustración y de decirnos en qué consiste. Como es natural, las cosas se complican aquí, con diicultades para la Ilustración que nadie estaba en condiciones de valorar a la baja. Pues no todos los doctos y tutores se han elevado a la Ilustración, ni todos los que se han elevado a la Ilustración están en condiciones de decirnos en qué consiste. El saber genérico aquí no funciona. De repente, el mundo nítido de la retórica de Kant, que se componía de valientes y cobardes, de gentes que andan derecho y que gatean, de sujetos autónomos y de menores de edad, de gentes

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que se gobiernan a sí mismos o que se dejan gobernar, se transforma en un mundo confuso en el que cuesta trabajo decidir los grupos y saber quién es de verdad ilustrado o menor de edad. Andar sabemos en qué consiste y lo vemos en quien nos lleva de la mano. Aclararse acerca de uno mismo, no; y no lo vemos en quien nos exhorta a ello. Las diicultades de la Ilustración así nos reconcilian con el mundo real, el mundo de la vida, el de todos los días, si quien nos viniera a exhortar para infundirnos el coraje de ser ilustrados, pudiera recibir la pregunta: ¿Y quién eres tú para exhortarnos a esto? ¿Acaso lo eres ya tú? La legitimidad del exhortador siempre puede ser aquí impugnada. ¿Quién tiene derecho a exhortarnos a algo que no tenemos evidencias de que él mismo haya realizado? Aquí las limitaciones de la teoría genérica de la razón alcanzan cierta plenitud. ¿Quién tiene derecho a exhortarnos a ser racionales, si nadie está en condiciones de llegar a demostrar que ya lo es? Este argumento, que quienes hablan de ejemplaridad no tienen en cuenta, deja las cosas donde están en la vida cotidiana. Sobre estas diicultades, Freud elaboró la igura del analista de otra manera. Sólo podemos traerlo a mención para darnos cuenta de que las diicultades con la Ilustración constituyen el problema de otras ilosofías actuales. En realidad, el propio Kant se sintió interpelado por estas diicultades y al inal de su vida pasó solemnemente a la defensiva. Lo hizo reconociendo, en su Antropología, que hay en el ser humano algo parecido a un disfrute de engañarse a sí mismo y que esto no tiene fácil solución en términos de culpa o de exhortación a ver claro. Más bien parecía que este pegajoso afecto a nuestro autoengaño era algo así como una enfermedad. Uno puede ser responsable de sus enfermedades, pero al enfermo se le ayuda poco recordándole que está así por su culpa. Este gesto parece sádico y no ilustrado. Y algo de eso hay en la inicial caracterización kantiana de la Ilustración. Por eso, frente a estas disposiciones humanas a jugar con las fantasías, imaginaciones, afectos secretos, mundos escondidos, es más bien estéril la exhortación. El problema sólo puede ser abordado por la Ilustración freudiana: si no eres capaz de ver que ese placer pegajoso esconde un dolor, una disfunción que se puede reconocer porque no puedes prescindir de ciertas conductas, entonces nadie te podrá ayudar. Las diicultades de la Ilustración aquí son de otra índole: la cura requiere un grado de neurosis capaz de percibir los síntomas como dolorosos.

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Pero si no hay dolor, si sólo hay goce en el delirio, entonces no hay cura posible. El delirio privado que imposibilita una cura cooperativa ya es en cierto modo una cura especial. Esto es: sólo se curan los que están en cierto modo sanos. Los que están en su delirio, sin embargo, parece que no necesitan nada más. Sin embargo, en tanto delirio, la suya es una cura genérica, no personal. Pero Kant todavía se encaró con otras diicultades en su libro El Conlicto de las Facultades. En éste, mucho más a la defensiva, reconoció que bien podía ser que todos los doctos y expertos de las facultades recibieran la orden de la superioridad de no publicar nada para el mundo de lectores, según aquello que Kant llamó uso público de la razón. Esta medida implicaba un serio contrapié al programa ilustrado. Sin embargo, Kant recompuso su posición. Consideró que esta orden de la superioridad a sus funcionarios no podía aplicarse jamás a los de la facultad de Filosofía. No se logra saber muy bien por qué reclamó este privilegio. Argumentó que, en caso de que lo hiciera, el gobierno iría “en contra de su auténtico propósito”, como si el gobierno pudiera aceptar que alguien diferente de él pudiera tener conocimiento de cuál era su “auténtico propósito”. El caso es que Kant llamó a una orden tal ilegítima y habló de estado de excepción por el cual se violaba la vieja constitución universitaria alemana. Su idea era que la Facultad de Filosofía se ocupa de “doctrinas que no son adaptadas en función de una orden superior”2. En realidad, esto era una excusa. Lo que quería decir Kant es que esta Facultad se ocupa de la verdad. De tal manera que la divisa de la Ilustración “atrévete a saber”, en el fondo quería decir “mantén un compromiso con la verdad” y esto a su vez venía a concretarse en “sé ilósofo”. Pues con toda claridad dijo que “la facultad de ilosofía puede reclamar [la presencia de] cualquier disciplina para someter a examen su verdad”3. Ahora bien, frente a la anterior divisa del ensayo de 1784, ahora no se trataba de que el análisis ilosóico se hiciera público. En realidad, Kant había concluido que el pueblo sólo quiere ser guiado y que especialmente le gusta la minoría de edad. Así que la ilosofía debía elevarse hacia los funcionarios de las facultades de derecho, teología y medicina, para ilus2 Inmanuel Kant, El Conlicto de las Facultades, ed. de R. Rodríguez Aramayo, Madrid, Alianza, 2003, p. 75. 3 El Conlicto, ed. cit., p. 77.

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trarles acerca de su verdad. Sin embargo, que esta verdad se incluyera en sus manuales, doctrinas, catecismos, y libros de higiene, no estaba garantizado. Esto a su vez dependía de la orden del poder, primero, y de que los demás doctos fueran receptivos de la ilosofía. En suma, Kant creía que desde los funcionarios hasta el rey estarían interesados en un régimen de verdad que vendría dictado por la facultad inferior de los ilósofos. Esto sería así porque el gobierno sabe mejor que nadie que no puede vivir sin un régimen de verdad. El problema es si el gobierno elige el régimen despótico de las facultades superiores o el régimen crítico de la Facultad inferior. Es de suponer que este tema fuera muy querido para Foucault. Podemos creer por un momento que este asunto de la Facultad inferior de Filosofía nos concierne de forma central. Sin embargo, no estoy seguro de que hoy sea así. Y la situación que se ha creado con ello, añade ulteriores diicultades a la Ilustración, porque mientras tanto el régimen de la verdad se ha escindido de tal modo que la razón no signiica nada entre los contemporáneos. Nadie cuida de someter cualquier disciplina a su condición de verdad. Si se recuerda, la Facultad de Filosofía se siente concernida por todas las disciplinas históricas. Esto es, la facultad tiene a su cargo la verdad sobre la historia del poder, del código, de la religión y del ser humano. En esta dimensión histórica también cabe incluir la historia natural, la historia de la relaciones entre el ser humano y otros animales y entre él y la Tierra y cosas así. Kant parece sostener que el poder tiene como su verdadero interés que el ilósofo le diga su propia historia y su propia verdad. Aquí, sin duda, resonaban los ecos de la necesidad de que una cabeza ilosóica se ocupara tanto de la historia universal en sentido político cuanto de la historia natural, desde el Big Bang hasta la antropogénesis. Las diicultades se amontonan entonces. No sólo el ilósofo ya no se dirige hacia los menores de edad, no sólo no toma contacto con el público, tampoco se dirige a las demás Facultades, y tiene que habitar en un mundo del que ha desaparecido todo régimen de verdad, a favor de un régimen de administración. Pues la verdad debe ser pronunciada por quien la logra; la administración debe ser aceptada y obedecida por quien recibe la orden. Que el poder sea por una parte despótico en regular las Facultades superiores, y liberal al regular la inferior, es un espectro. El poder se siente más seguro si todo régimen de verdad desaparece bajo un régimen administrativo.

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El privilegio que Kant concedió a la ilosofía conigura un estatuto que no está garantizado por nada. Al verlo como deinitivo, Kant no atisbó diicultades adicionales con la Ilustración, resultantes de la eliminación de la igura del ilósofo. Para defenderlo, en el punto último de refugio de las viejas consignas ilustradas, Kant se ha entregado a la peor retórica: la que quiere convencer al poderoso de que le interesa dejar vivo al inferior ilósofo. Este le dice al gobierno: tu verdadero interés es dejarme libre, porque si no, acabarás víctima de la revolución que tú mismo provocarás. El poder no por ello cambiará su juego, y hará del ilósofo un cortesano oicial incapaz de parresia alguna, entregado a predicar lo que resbala sobre todos. ¡Es tan fácil al ilósofo administrar ciertas consignas! Vemos así que el compromiso con la verdad no puede hacerse contra el poder ni con el poder. Implica también un compromiso, concordia discords, discordia concords, entre verdad y poder. Ese pacto es la crítica y ese poder es el republicano. Kant todavía se vio capaz de amenazar: el gobierno, si sabe la naturaleza de las cosas, tiene que elegir entre dejar libre la crítica o esperar la ineludible revolución. Koselleck nos recuerda que todo gobierno conservador ve en la crítica una aceleración de la crisis, una patología. Por eso la teme como a lo peor. En el fondo, el gobierno conservador no ve un dilema entre crítica y revolución, sino de esta manera: crítica y (además aceleradamente) crisis y revolución. Por tanto, para él eliminar la crítica es un katechontos de la crisis y de la revolución. Sin crítica desde luego la crisis no será más evitable, pero entonces el desconsuelo, el desconcierto, el miedo, el hablar que hace imposible la verdad, paralizará a todos. La crisis sería una catástrofe comunicativa y cuanto más se hable de ella menos se sabrá acerca de su verdad. Entonces el miedo y la angustia será lo adecuado para mantener en minoría de edad a la gente administrada. Diicultades inales de la Ilustración. Para la Ilustración, por tanto, se requieren establecer muchas condiciones y salvar muchas diicultades. Este ensayo se propone analizarlas con algún detenimiento. Veo la necesidad de hacerlo tan pronto reconozco que la índole de estos problemas no ha sido disminuida ni aclarada por la última palabra sobre estas cosas, pronunciada por Foucault en sus últimos años. Como es sabido, de forma central, Foucault se reirió a este asunto de Kant en tres sitios: una sesión de la Sociedad Francesa de Filosofía que tuvo lugar el 27 de mayo de 1978; y las dos primeras sesiones del curso del año 1983, El gobierno de sí y de los otros. Estas dos sesiones

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circularon de otra forma en Magazín littéraire, de mayo de 1984, un mes antes del fallecimiento de su autor. Ahora conocemos la versión completa con la edición del curso4. Podemos suponer los dos trabajos como si constituyeran un único abordaje, lo que no es completamente cierto, aunque tampoco erróneo. Al inal, al responder a una pregunta de su interlocutor en 1978, escuchamos una palabra que es central en el ensayo de 1983: la cuestión del presente. Si así fuera, habría entonces una mirada convergente a los tres ensayos y, de ellos, se derivaría un diagnóstico acerca del papel de Kant en la deinición de la Ilustración. Los cuatro puntos fuertes de éste, que ahora considero un único escrito común, serían así: el problema ilosóico de la Ilustración es la autoconciencia del problema de la genealogía de la modernidad; modernidad es la época auto-relexiva en la que el sujeto sólo puede actuar si y sólo sí identiica el sentido del presente que él mismo tiene en tanto que actor; el ilustrado así sería el que es de forma inseparable elemento y actor, o como diría Koselleck, índice y factor del presente, capaz de describir y prescribir5. El esquema básico de esta forma consciente de relacionarse con el presente es el entusiasmo que produce el recuerdo de la Revolución. Al hacerlo así, Kant y la Ilustración corregirían la desviación de centrarse en la crítica de la razón pura, destinada a identiicar los límites del conocimiento, y se concentraría en el problema de la decisión de no querer ser gobernados de modo despótico. Las matizaciones que hizo Foucault en 1978 a las preguntas de Jean Louis Bruch, que caliicó de muy buenas, se concretaron aquí. Foucault negó que “la voluntad de no ser gobernando en absoluto sea algo que podamos considerar como una aspiración originaria”6. Allí confesó que “no me refería a una especie de anarquismo fundamental”, sino siempre a “no ser gobernado así” y este así hacía referencia al modo vigente en el presente. Entonces dio pistas al concretar que su expresión “la voluntad decisoria de no ser gobernado”, quería decir algo convergente con lo que 4 Los cito de la siguiente manera: la sesión en la Sociedad Francesa de Filosofía, como “Crítica y Aufklärung”, por la traducción de Eduardo Bello, Daìmon, revista de Filosofía, n. 11 (1995), pp. 5-25, que indicaré como Daímon. El Seminario sobre el texto “Was ist Aufklärung”, en La crisis de la razón, publicado en el Magazín, tiene edición de Francisco Jarauta, Universidad de Murcia, 1986, pp. 13-25, que citaré como La crisis. La versión deinitiva la doy como Gobierno de sí. 5 Gobierno de sí, pp. 30 y 44. 6 Daìmon, p. 21.

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en los escritos de 1983 era el entusiasmo ante el espectáculo de un pueblo que se da a sí mismo una constitución que desea impidir una guerra agresiva7. Este entusiasmo estaba vinculado a la historia de la razón, a los intereses de la humanidad. Por eso, “incluso sin intención profética” —como dijo Kant— este entusiasmo no perdería su fuerza. El problema de la crítica y el de la Ilustración era entonces qué hacer con este entusiasmo, ponerlo en condición de desplegar “las operaciones que debe efectuar en el interior de su propio presente”8. Se trataba de interrogarse sobre la propia actualidad. Sin duda, en la línea de su intervención de 1978, esto implicaba responder a la pregunta de qué autoridad aceptar. La aspiración era deinir un nosotros —un correlato del público kantiano— dotado de un sentido de la actualidad, resultado de haberla pensado como acontecimiento. Desde una perspectiva de historia de los conceptos políticos, se deine así un actor consciente de su doble papel de “elemento y actor”. Deinía “este ahora”, este “presente”, “esta actualidad” y operaba en ella. Para estas dos operaciones epistemológicas y prácticas hemos de suponer una relación con aquel entusiasmo. Lo común a todos estos escritos de Foucault consistía en deinir la ilosofía como discurso de la modernidad sobre la modernidad y abría paso a una subjetividad relexiva. Para asegurar estas prestaciones, Foucault dijo que, siguiendo los análisis de Kant “a propósito de la historia”, deberíamos caminar hacia una “genealogía de la modernidad como problema”9. Al invocar esta palabra, nos debemos dirigir al ensayo de 1978 porque allí deinió qué quería decir genealogía con más rotundidad y prolijidad que en el curso El gobierno de sí. Entonces habló de la contingencia de la modernidad. De hecho, caracterizó la mirada genealógica como aquella que ve su objeto de estudio “ligado a un dominio de posibilidad, y en consecuencia, de reversibilidad, de inversión posible”. En otro lugar habló de pensar “su desaparición posible”10. Quizá una genealogía verdadera de la modernidad ilustrada nos muestre que su contingencia es tal que efectivamente ya es reversible. Esta es la genuina situación y debería hacer saltar las alarmas en una subjetividad relexiva. Pues esta no puede experimentar esa situación de riesgo sino como la veriicación 7

La crisis, p. 22 La crisis, p. 16. 9 La crisis, p. 16. 10 Daímon, p. 17.

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deinitiva de su improbabilidad. Las diicultades con la Ilustración tienen una dimensión existencial, desde luego. De ahí que tengamos que extraer energías para pensar su diicultad. Una adecuada conciencia de contingencia parece que es necesaria para mantener prestaciones funcionales para la supervivencia. Foucault pensó el problema de la contingencia de la modernidad ilustrada en la medida en que resultara bloqueada la cuestión del presente en términos diferentes del entusiasmo, la novedad, la crítica y de la revolución11. Sin embargo, en El gobierno de sí no vinculó de manera intensa Ilustración y Revolución. Ahora incluso llegó a decir que “la revolución es en verdad algo que no debe hacerse”12. Ya no era la revolución propiamente dicha, sino la ilosofía lo que pasó a ser central en la Ilustración y en el presente. Ella era la “supericie de aparición de su propia actividad discursiva” y sobre esta supericie aparecía realmente “el presente como acontecimiento ilosóico”13. Por ella existía presente, pues ella es la que tiene que expresar su sentido y su valor. Eran los ilósofos entonces los que coniguraban cierto nosotros que se relacionaba como “un conjunto cultural característico de su propia actualidad”. Tenemos razones para pensar que Kant, ante un estado de excepción del poder, sólo echó mano de la retórica, la capacidad que quiere presentar al débil como fuerte. De esta manera procuró que el gobernante se alejara del despotismo y del estado de excepción. En lugar de la retórica de la exhortación (atrévete a saber) usó de la amenaza: si el gobierno conoce su verdadero interés. Foucault, que comparte la misma fe intacta en la ilosofía, empleó una 11 De hecho, en el artículo de 1978 se dirigía a las formas de la crítica en el terreno de la Biblia, del derecho y de la ciencia. Era un momento muy adecuado para haber conectado con El conlicto de las Facultades, que como se sabe habla de crítica bíblica, jurídica y médica —lo cual habría permitido conectar a Kant con el problema de la biopolítica. No lo hizo, y en su lugar puso la crítica a la ciencia, la actividad constitutiva de la facultad inferior de la ilosofía, que concernía a toda la ciencia. En este sentido, la crítica estaba deinida bien por Foucault al decir “la crítica es el movimiento por el cual el sujeto se atribuye el derecho de interrogar a la verdad acerca de sus efectos de poder y al poder acerca de sus discursos de verdad; pues bien, la crítica será el arte de la inservidumbre voluntaria, el de la indocilidad relexiva” (Daìmon, p. 8). 12 Gobierno de sí, p. 36. Antes había dicho que “el sentido no está en la revolución misma” (p. 35), sino en su capacidad de ser un signum rememorativum, demonstrativum, pronosticum de la inclinación y disposición del género humano al progreso (34). Pero como no podía prescindir de ella porque en Foucault jugaba el mismo papel del kantiano reino de los ines, “una virtualidad permanente y para la historia futura, la garantía de no olvido y la continuidad de una marcha hacia el progreso”. Ibid., p. 38. 13 Gobierno de sí, p. 30.

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retórica semejante al recordar que sólo la ilosofía puede describir y prescribir, ser elemento y factor, deinir el presente, la plataforma desde la que se juega la vida. Ese régimen de verdad del presente es lo que no puede descifrar sino la relexión ilosóica. Así que la ilosofía aparece como “la supericie de aparición de la actualidad”, la conductora de la relexión de la modernidad sobre sí misma, la verdadera subjetividad que se interroga por sí misma14. ¿Sigue siendo pura retórica ésta que presenta la parte débil de la ilosofía, la facultad inferior, como la superior? En mi opinión, el problema no es retórico, pero una de las mayores diicultades de la Ilustración, tanto en Kant como en Foucault, es que su retórica resulta demasiado vieja, triste y bastante lejana de la argumentación. ¿Queremos de verdad decir que la Ilustración es sólo una retórica? Foucault rozó este momento cuando dijo que “habrá en esta deinición de la Aufklärung algo que sin duda resulta un poco ridículo llamar predicación, pero es en todo caso una llamada al coraje”15. Puede ser ridículo, porque esa retórica es ridícula. Mientras no lo reconozcamos, la obra de Blumenberg no iluminará el presente con la fuerza que debe, a favor de una orquestación y de un dispositivo mucho más primario y directo, como el de Foucault. El ser humano es el único ser que tiene deseos que sabe que son imposibles y el único también que puede devaluar estos deseos con retóricas ridículas. La suprema importancia de una buena retórica reside en que nos permite seguir acariciando ciertos deseos sin avergonzarnos. Tras esta autoconciencia nos podemos preguntar por la aceptabilidad de un discurso retórico, por el juego de la inconceptualidad dentro del territorio de los conceptos. A in de cuentas, ¿por qué tendríamos que ser escuchados al emplear una retórica? ¿Y qué garantizaría su recepción? Aquí Blumenberg es insustituible. Pero esta cuestión de la aceptabilidad y eicacia de la retórica ilustrada es central en la genealogía de la modernidad porque muestra de veras su contingencia desnuda y su reversibilidad. Lo más decisivo en la cuestión de la modernidad no es que, si enunciamos la sospecha de que la retórica ilustrada nunca fue escuchada, debemos preguntarnos qué es lo que parecía que la modernidad escuchó. ¿Qué se ha escuchado si no se ha escuchado a Kant?, podríamos decir. ¿Una genealogía de la Ilustración, o 14 15

Gobierno de sí, p. 31. Daímon, p. 8.

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más bien de la no-ilustración? Sin embargo, esto no es lo importante, sino esto otro: ¿acaso no reparó la Ilustración en las diicultades de ser escuchada si sólo contaba con una mala retórica? Así que, más bien que una genealogía de la modernidad suicientemente asentada, una genealogía de las diicultades de la Ilustración, tal vez. Una genealogía de la reversibilidad de la modernidad o mejor todavía, una genealogía del no-inicio de la modernidad. ¿Otra forma de explicar la jaula de hierro weberiana, de explicar la dialéctica de la Ilustración? Cierto, pero también de explicar que a esa jaula ha cooperado la propia dialéctica de la Ilustración, la desvinculación precipitada de la Ilustración ante una diicultad que ella misma había producido. En Foucault, desde luego, hay algo así, pero su grandeza reside en que hay mucho más. Tras decir que la crítica se había orientado hacia la deinición de la ciencia, la técnica, las estructuras administrativas y estatales —justo lo que se denunciaba en El Conlicto— se preguntó cómo la racionalización conduce al furor del poder. Aquí hizo su homenaje a Heidegger. Esto parecía prometer a la vez una genealogía de la Ilustración y de las diicultades de la Ilustración. Entonces citó a Max Weber. Era demasiado fácil, pero lo dijo. A una pregunta de Henri Gouhier que vinculaba la emergencia de la crítica al poder pastoral en el siglo xV y la Reforma, con la renovación del socratismo como esquema de la crítica occidental [“podría usted retomar su análisis si hiciese una exposición sobre Sócrates y su tiempo”16], Foucault, anticipando sus cursos ulteriores, asintió que “éste es, en efecto, el verdadero problema”. Entonces pensó que el problema de Sócrates, sin anacronismo, era el de Kant. Balbuciendo, dijo algo así: quizá esa fuera la operación de Heidegger al interrogar a los presocráticos. No podemos saber si Foucault estaba contraponiendo dos tradiciones contradictorias para él. De forma clara lo eran. Como este ensayo demostrará, el comparativo de Kant es Platón, aunque ambos escrutan la experiencia de Sócrates. Todo esto anticipa desde luego los últimos cursos de Foucault. Pero la pregunta verdaderamente relevante de Foucault consistió en plantear de forma adecuada la pregunta, no por la Ilustración, sino por aquello que la lleva al fracaso. Al principio de la primera sesión del Gobierno de sí, mientras diferenciaba su método de la historia de las mentalidades, del análisis de las ideologías, y de la historia 16

Daìmon, pp. 20-21.

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del pensamiento, dijo que él se centraba en los “focos de experiencia”. De esta forma, mostró una vez más su prodigioso talento como acuñador de términos rotundos. Dijo que un foco de experiencia era una articulación de tres elementos: un saber posible, una matriz normativa de comportamiento y un modo virtual de existencia para sujetos posibles17. La primera se centraba en el régimen de veridicción y el juego de lo verdadero y falso. Sin embargo, las matrices normativas del compartimiento, se concentraban en “las técnicas y los procedimientos por cuyo intermedio se pretende conducir la conducta de otros”. Ese era el campo de los procedimientos de gobierno. El tercer campo era el eje de la constitución del modo de ser sujeto y debería abordar los modos de subjetivación, las técnicas o tecnologías de la relación relexiva consigo mismo, la pragmática de sí. Para mí, éste era el punto central de una técnica material de poder que sólo puede canalizarse a través de la estética. Rancière es el último testigo de este aspecto de la cuestión18. Si juntáramos estos elementos tendríamos una historia de las experiencias singulares, las prácticas históricas determinadas. Al recordar estos complejos argumentos, se cae en la cuenta de que Foucault, como Kant, ha usado herramientas muy sutiles para sus planteamientos teóricos, pero cuando llega a la necesidad de abordar la defensa de la Ilustración, aquéllos no parecen estar a la altura de las premisas teóricas. En lugar de plantearse cuáles puedan ser las retóricas que aseguren a la Ilustración efectos materiales sobre la verdad, la conducta de subjetivación, se ha echado mano de una retórica, de una verdad y una pragmática relexiva que están muy por debajo lo allí mismo defendido para la deinición de experiencia. Ambos abordan muy bien los elementos para identiicar una historia del poder anti-ilustrado, pero no han elaborado de la misma manera las prácticas materiales de un poder ilustrado. Esto es una diicultad casi insuperable de la Ilustración clásica. Y ante la necesidad de valorarla se alza este libro. Una práctica material de la Ilustración basada en una nueva epistemología, una norma moral y una estética. Sin esta relexión adicional, por mucho que volemos a Grecia, no se acaba de entender el problema del presente como propio de la modernidad 17

Gobierno de sí, p. 19. Vid. el monográico de Res Publica, Universidad Complutense de Madrid, nº 27 (2012), a su pensamiento de las relaciones entre política y estética con trabajos, entre otros, de Felix Duque, Alberto Moreiras, Manuel Vázquez, Miguel Corella, Antonio Rivera. 18

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ilustrada. Gobierno de sí y de los otros, ¿pero qué puede signiicar? En todo caso, no se acaba de entender la ijación con la minoría de edad, la culpa, la cobardía, todas esas cosas que vienen de la parresia clásica. Para ciertas retóricas, uno debe estar de humor. En todo caso, no acabo de entender el destino del problema del presente y su contingencia cuando la profundidad del saber histórico desaparece de la estructura relexiva de la Ilustración. ¿Qué ocurre cuando el propio concepto de contingencia histórica desaparece, y tiene que hacerlo cuando algo parecido a una “imputación suiciente” —por decirlo a lo Weber— ya no tiene lugar en el discurso? ¿Qué hacer si fuera verdad el texto de Benjamin: “Hemos ido entregando una porción tras otra de la herencia de la humanidad, abandonándola en la casa de empeño por cien veces menos de su valor, para que nos adelanten la pequeña moneda de lo actual”. ¿Qué pasa si el presente ya no es una necesidad a deinir? ¿Qué pasa si el tiempo y la experiencia histórica que permite una idea práctica de presente ya han pasado y hemos entrado en eso que desde Kójève, Fukuyama y Agamben se llama la post-historia? ¿Podemos pensar que es así? ¿No sería preferible a esta irrupción de la mística, construir retóricas adecuadas capaces de marcar que todo tiene profundidad temporal, como ha intentado hacer la semántica histórica de Koselleck? Es posible que la inquietud que produce el presente ya sea sorda y no pueda ser elaborada desde el tiempo histórico, pero incluso esa sorda inquietud es temporal. Hay retórica incluso en esta afectividad propia del éxtasis ante imágenes, intensa o deprimida, relajada o histérica, porque no hay pulsión devoradora del ver sin hablar. Es urgente una adecuada comprensión del ser humano, que no sobrecargue con la culpabilidad lo que parece que es una conducta que deberíamos comprender, ni dé por acabada la antropogénesis y, con ella, la historia. ¿A qué forma administrativa sacerdotal puede dar coartada este planteamiento? Foucault desplegó de forma consistente que el sentido de la Ilustración kantiana depende del sentido del tiempo histórico. Para asegurarlo manifestó su compromiso de “una cierta práctica que llamó histórico-ilosóica”. Esta práctica no tenía nada que ver con la ilosofía de la historia ni con la historia de la ilosofía. En todo caso, Foucault hizo depender de esta práctica la elaboración de una genealogía histórica capaz de estudiar las “relaciones entre estructuras de racionalidad que articulan el discurso verdadero y los mecanismos de sujeción que están ligados a él” [arqueología], un análisis de las contingencias de estos efectos y sus condiciones de aceptabilidad y emergencia como singularidades puras [genealogía] y

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las estrategias que median en los procesos históricos que lo hacen probable e improbable, aceptable e inaceptable. En suma, las tres “dimensiones necesariamente simultáneas del mismo análisis”19 histórico-ilosóico, en su relación, no hablan sino de las diicultades de la Ilustración. Pero si el cronotopo del tiempo histórico está amenazado, las diicultades con la Ilustración se multiplican porque entonces es imposible incluso el análisis acerca de la historia de sus diicultades. Desde luego, el presente sin pasado habrá desaparecido en eso que Agamben llama “el tiempo que resta”, y todo se habrá convertido en piedra. Quizá entonces la Ilustración tenga que asumir la peor de las retóricas, la de quienes claman en el desierto. Quizá entonces nos demos cuenta de que la retórica de la Ilustración ha equivocado su camino. A in de cuentas, quizá se trate sólo de retórica, no de su verdad, que sin condición histórica pierde también lo que pueda ser el error. Por eso quizá también haya algo más y no sólo una debilidad retórica. Debemos ir más allá del problema de la modernidad, más allá del tiempo histórico, más allá del trabajo histórico-ilosóico; más lejos de la teoría del concepto de la ilosofía clásica y de la teoría de la historia, hacia una verdad que haga pie en la versatilidad casi proteica del animal humano y sus tenebrosas posibilidades. Pero incluso entonces ya esteremos en una antropología ilosóica que todavía, mientras sea posible, podrá encontrar alguna modalidad de lo preferible. Ahora bien, lo deseable supone una insistencia en las funciones vitales de la inteligencia (en la línea de Ortega, tan cercana). Esa antropología todavía histórica podría ser una antropología política. Así se podría reunir el programa de Kant, Blumenberg y Koselleck. La verdad que de ahí emergiera podría disponer de una adecuada retórica capaz de producir efectos materiales en algo que no puede ser sino una teoría de la educación basada en la voluntad de no olvidar a Freud. Así que quizá la retórica de la Ilustración ha fallado por un fracaso en la teoría, pero en todo aún necesitaría de una retórica adecuada, pues ya se dejaría ver cómo una adecuada teoría del concepto no puede abrirse camino sin una teoría de la metáfora. Acertar con ella es la última de las diicultades que deseaba señalar. Porque aunque este libro no se propone resolver estas diicultades, sí al menos se coloca en la línea de identiicarlas.

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Daìmon, p. 16.

Capítulo I DIFICULTADES AL INICIO: INSTANTES GOZOSOS 1. La Ilustración radical. La Ilustración, al inicio, parecía segura de sí misma. Todavía parecía decente invocarla en la República de Weimar, tras 1918. Heinrich Mann no cesó de proclamarla, tanto que su hermano Thomas lo asumió como personaje para dibujar al pedagogo Settembrini de La Montaña Mágica. Luego, la historia es conocida. Desde el fatídico y extraño libro de Adorno y Horkheimer, curiosamente seguradores en sus tesis principales del por un tiempo nazi Heidegger, la seguridad que la Ilustración tenía en sí misma fue el síntoma inequívoco que denunciaba su vocación totalitaria. No hay nada más parecido a un sí puro y duro que un no. La autoairmación desnuda es tan reacia a la crítica como la negación radical. Mientras tanto se olvidaron algunos conceptos de matiz. Uno de ellos fue el de una “crítica cientíica” por la que había luchado Weber; otro, el de crítica de la ideología que reinaban los marxistas hasta Althusser; el tercero, el de la crítica de la subjetividad que buscaba el psicoanálisis. En realidad, la Ilustración no tenía motivos para estar segura de sí misma. Y esto por muchas razones. Ante todo, por el manejo de la temporalidad en la que debía imponerse su forma de pensar y en el limitado control de la destrucción de los “prejuicios”. Ambas cosas tenían que ver con el igualmente insuiciente control que ella podía ejercer sobre las prácticas autoritarias previas y asentadas. Si la Ilustración coniaba en la razón natural, lo lógico era que se le diera tiempo. Si debía ser un proceso sostenido por la libre actuación de la subjetividad, lo lógico es que tuviera paciencia y conianza, y no presionara desde fuera con prácticas coactivas o exigentes. Sin duda, la Ilustración tuvo una pésima retórica y en esto se diferenció del humanismo, más eicaz. Tanto fue así que sus mejores retóricos, como Lichtenberg, nunca se vieron plenamente como ilustrados. La conclusión en todo caso dice que la Ilustración debería ser cuestionada a partir de una crítica objetiva, psicoanalítica, ideológica, no mediante una crítica radical; pero a cambio, ella también debió comportarse como una potencia crítica auto-controlada en relación con su propio presente. No destruirla, pero tampoco convertirla en una agencia destructiva.

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O mejor, no se debiera destruir por no ser suicientemente destructiva. Muchas voces se alzaron para defender estas estrategias de largo plazo, y dijeron que el mundo podía darse tiempo todavía porque era joven. Los enemigos fueron los que gritaron, con anticipaciones auto-proféticas, que los ilustrados llevaban al Apocalipsis. Es un síntoma muy notable del “racionalista” siglo xViii que el mayor éxito de ventas no fuera la Crítica de la razón pura, sino los Comentarios sobre el Apocalipsis de Bengel. En cierto modo, lo que he llamado crítica radical, lo que asocia a Heidegger con Adorno, procede de esa mentalidad apocalíptica, con su búsqueda de una nueva tierra. Este mismo proceso se dio ya en el xViii. Contra la Ilustración moderada de los escoceses se levantó la crítica radical de Rousseau, y al considerar su obra como una autocrítica ilustrada, se pusieron los antecedentes que todo sobrepasamiento de la Ilustración fuera considerado él mismo ilustrado. Así, la propia Ilustración fue denunciada desde una crítica radical, que aunque percibida como ilustrada, ya era de corte bien distinto. El gesto de la Dialéctica de la Ilustración, que borra la historia colectiva de la humanidad europea desde Ulises, como el gesto de la historia de la Metafísica, que regresa más allá de la historia de voluntad de poder que puso en pie el hombre europeo desde que abandonó la polis griega, son gestos muy parecidos a la exigencia rousseauniana de un regreso a una naturaleza intacta que borre una historia de la humanidad como camino hacia esclavitud. Desde entonces, la crítica radical de la Ilustración ha perseguido su propio fantasma ilustrado. Lo que se consideraba triunfo de la Ilustración descontrolada de Rousseau se pagó con la más reciente negación descontrolada de la Ilustración. Lo común en todos fue la pretensión de no pactar con la realidad ilegítima del tiempo. Todos eran hijos de la Gnosis, que Nietzsche había puesto en circulación de nuevo, cuando se creía vencida desde el inicio de la modernidad. Hay razones para pensar que cuanto más radical fuese la crítica ilustrada, cuanto más denunciara lo realmente existente como ilegítimo en su totalidad, más motivos tenía para no ofrecer excesivas seguridades acerca de sí misma. Pero las ofreció. Nada más infalible que la palabra de Heidegger y nada más perentorio que las sumarias denuncias de Adorno. Era lógico que, ante estas formas expresivas, estas mismas propuestas estuvieran expuestas a una crítica radical. Sin embargo, han sabido sustraerse a ella. En este capítulo vamos a mostrar que tal fue el caso de Rousseau y

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por eso nos vamos a referir a la puerta de entrada de esas certezas absolutas desde las que habló su crítica radical. Todavía veremos cómo Kant hizo profundos esfuerzos por superar esta crítica radical y así deinir una Ilustración animosa como correcta actitud ante el mundo histórico. Cabe preguntarse si ese esfuerzo fue el adecuado. O si fue suicientemente lejos. Pero estos problemas los analizaremos después. Ahora debemos identiicar las diicultades del inicio. Y éstas se muestran en Rousseau. Para iluminar este punto de partida de una crítica radical comenzaré con una comparación de Rousseau con Don Quijote. El motivo de la analogía prepara la pregunta de qué habríamos dicho si la Ilustración radical fuera un movimiento intelectual que invocara al loco hispano como experiencia arquetípica. ¿Pero cuál fue la experiencia originaria de Rousseau? ¿Sobre qué forma de ver el mundo y las cosas organizó Rousseau su perspectiva? ¿Qué hay al inicio? 2. Una nueva Dulcinea. Sinceridad no le faltó a Rousseau. Éxito tampoco. Quizá una cosa permite la otra. En 1762 se acababan de publicar sus Obras completas, una condición que inauguraba una nueva forma de ser clásico. Tras ellas, se ingresaba en el limbo dorado de los hombres póstumos, los que se sobrevivían a sí mismos. Desde este más allá que era todavía un más acá, lo cual como se ve era un estatuto ambiguo, Rousseau hablaba a la época como un oráculo y comunicaba sus experiencias como un historiador de sí mismo, deseoso de explicar su singularidad al mundo. De esto va este libro, del conocimiento de singularidades, desde luego. Pero en este argumento, Rousseau es peculiar. El exigió el único juez de su propia singularidad. Entonces se dio a sus propias fantasías sin limitaciones. “Terminó por cansarme todo cuanto no se asemejase a mis locuras”20, coniesa antes de entregarse de forma desinhibida a todo lo que las alentaba. En efecto, tras cierto punto, Rousseau se mostraba decidido a no tolerar las interferencias externas. Tras su enorme éxito, aquello que era su pulsión inicial estaba en condiciones de imponerse con naturalidad. Auto-presentarse, esto es lo que hizo, hasta extremos que nos producen sonrojo, sobre todo cuando confesó que era amigo de la verdad hasta en sus propias faltas21. No eran éstas pequeñas, pero las confesó con la misma veracidad y orgullo, sencillamente por ser las suyas. Este Rousseau 20 J. J. Rousseau, Cartas Morales y otra correspondencia ilosóica, ed. de Roberto R. Aramayo, Madrid, Plaza y Valdés, 2006, p. 218. 21 Ob. cit., p. 338.

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de 1762, como el de años posteriores, ya no conocía las tensiones que acababa de dejar atrás, cuando abandonó a sus amigos ingleses por creer que lo perseguían. Ahora se le ve distante y a salvo y cuenta con gusto las claves psicológicas de su vida. Entonces dijo que había aprendido de memoria a los 8 años la obra de Plutarco, una lectura predilecta ya de los calvinistas de primera generación. Sin duda, esto signiicaba que sus locuras eran cercanas a la megalomanía de la época heroica descrita en las Vidas Paralelas. Lo dice él mismo: “así se fraguó en mí ese gusto heroico y novelesco que no ha hecho sino acrecentarse”. De esta confesión (extraída de la carta a Malherbes, 12 de enero de 1762) se desprende que Rousseau había poblado el mundo de sombras procedentes de aquellos viejos libros (de caballería, estaba yo a punto de decir) de su infancia y que él se identiicaba sólo con los seres humanos que le recordaban a los grandiosos personajes. Quien le hablaba con “aquella jerga que siempre me ha embaucado”, ése era respetado y amado. No siente aquí vergüenza alguna por dejarse engañar. Finalmente llegamos al punto clave, al diagnóstico último: “Era activo porque estaba loco”. No estamos ante un don Quijote hispano, aunque en el origen siempre avistemos las lecturas frenéticas de grandiosos libros de aventuras y una selección drástica de la mirada que quiere reconocer sólo unas personas como valiosas, las que alientan la heroicidad grandiosa de los personajes de las viejas lecturas de la infancia. Aunque no estamos ante don Quijote, bien podríamos estar ante su inversión. Si leemos bien, Rousseau se sabe enfermo. Hay cierta sinceridad en ese reconocimiento y parece que, al hacerlo, sigue el mandato ilustrado de conocerse a sí mismo. Sin embargo, no es seguro que haya conocido el fondo unitario de su enfermedad. Hay en él un defecto de teoría. En todo caso, no es aquí la melancolía de quien sabe que ya no gozará del amor y por eso se lanza a la aventura caballeresca, decidido a merecer que le preste atención la amada de quien no sabe siquiera si existe. Don Quijote es un iel discípulo de Lacan y un héroe típico del amor: entrega algo que no tiene a alguien que no lo quiere. El amor, sin embargo, no guarda relación alguna con Rousseau. Su enfermedad es otra y peculiar. De hecho, Rousseau se extraña de que en él convivan dos almas contrarias que la tradición no pudo conjugar. De un lado “un alma perezosa que se asusta de cualquier cuidado, [de otro] un temperamento ardiente, bilioso, fácil de conmover y extremadamente sensible a todo cuanto le

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afecta”. Esas dos dimensiones quedan unidas en su carácter como caras de una moneda. Pereza y ardor, miedo y furor heroico se dan la mano en una patología que se refuerza continuamente a sí misma. La sensibilidad sutil se enfrenta a la realidad de forma heroica, ardiente, y por eso padece, sufre, retrocede herida, siente un dolor insoportable que le fuerza al repliegue en su vida interior, cuyos gozos son tan intensos y continuos que temen ser molestados por un nuevo detalle exterior con el que se volvería a iniciar el mismo círculo en un grado más elevado. “Me retiré al interior de mí mismo”, dijo en su obra inal, al reconocer que sólo él tenía buenos sentimientos. Ese retiro fue considerado como una revolución en las Confesiones22. En el refugio interior puede identiicar su verdadera Dulcinea y allí, “viviendo entre yo y la naturaleza, caté una ininita dulzura”23. Aunque hay una nueva Dulcinea, parece justo lo contrario de la experiencia de don Quijote. Quizá por eso se parece tanto a él. Aquí, en el caballero hispano, la inexistencia de gozos reales más allá del mundo de la lectura, lo fuerza a la aventura contra la justicia del mundo, a buscar la cosecha de algo que presentar a la amada de su delirio. En el caso de Rousseau, se trata de otra cosa. Hipersensible a lo que el mundo presenta de injusticia, derrotado por ella, “amargado” por ella según nos ha confesado, hastiado y hostigado por los sinsabores de la lucha (frente a la insensibilidad para la derrota propia de don Quijote), se ha refugiado y replegado en su yo, en una aventura interior, donde la sociedad no es sino un relejo de su imaginación, sin riegos, sin miedos, hecha a la medida de su deseo. Así forjó una realidad propia y adecuada a su anhelo, “encontrándola siempre segura y tal como me hacía falta”, la naturaleza. Sin embargo, no hay aquí puerta alguna a la crítica, como en don Quijote. No existe un mago que pueda embrujar los detalles de esa vida interior y la pueda presentar bajo el prisma de la sospecha. Ante nosotros se abre una vida subjetiva y solitaria en la que las demandas del sujeto siempre son atendidas, en medio de un mundo natural en el que por in no podemos ser heridos. De este mundo forma parte incluso Dios. Tampoco Él puede herir nuestros deseos. “Dios no sería justo si mi alma no fuese inmortal”, nos dice24. 22 “Si la revolución se hubiera limitado a volverme sobre mí mismo, y se hubiera detenido ahí, todo hubiera estado bien”. Confessions, Libro IX, Oeuvres Completes, I, París, Gallimard, p. 417 (En adelante OC.). 23 Lo dice en Rousseau judge de Jean-Jacques, OC., I, 727. 24 J. J. Rousseau, Cartas Morales, p. 169.

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Al contrario que don Quijote, que se lanza a una vida expuesta a todas las compañías y abierta a todos los vientos del mundo, y en la que sólo puede obtener magulladuras, Rousseau ha ido de los libros a sí mismo, y no de los libros al mundo. Ambos están completamente indispuestos contra la miseria de la realidad. Sin embargo, por la injusticia del mundo uno ha deseado cambiarlo, mientras Rousseau se ha camulado en su obra. Uno, don Quijote, se entrega a la muerte con las manos vacías. Otro, el ginebrino, tiene unas Obras Completas. Uno pasa por ser el personaje icticio de un mero libro que es una humorada, y los libros del otro se suponen que son la base de las transformaciones humanas y sociales de lo moderno, la Biblia de la crítica radical, la base normativa de la actitud ilustrada. En realidad, los dos, Rousseau y don Quijote, son seres icticios y literarios. Sus experiencias han marcado las formas de relatar la vida europea más que la forma de vivirla. En el caso de Rousseau, nos ha transmitido una forma de lo que es valioso y decisivo, radical y esencial en el ser humano. En el caso de don Quijote, nos ha transmitido que, más allá de la crítica radical frente al mundo, la actitud básica y deinitiva es el humor. Nosotros todavía deberíamos preguntarnos si ese componente del humor de don Quijote forma parte de una Ilustración que controla su propia práctica. 3. El don y el cáliz. Hay en la citada carta de Rousseau a Malherbe un ejercicio de autorrelexión, de autoconciencia, que aspira a presentar las condiciones de posibilidad de su enfermedad y describir lo productivo de la misma. No es de menor importancia que una de esas condiciones se caracterice como “feliz azar”. Este decidió su vida, según nos coniesa. Podemos trazar un cierto paralelismo entre azar y gracia y así movernos siempre en el horizonte reformado. Lo que nos constituye no está determinado ni dominado por nosotros mismos. Por eso sus efectos sobre nuestra subjetividad son tan poderosos e inapelables. No debemos olvidar este detalle. Reposamos sobre un acontecimiento que no tiene causalidad deinida, que surge del fondo misterioso de las cosas como por un asalto salvaje e invencible de la realidad. Sin embargo, de este acontecimiento azaroso se deriva la decisión. Antes de él, Rousseau estaba indeciso entre amar y odiar a los contemporáneos, entre relacionarse con ellos desde el sentimiento o desde la implacable razón. Tras el feliz azar, la decisión se deriva de forma natural e inapelable. Lo más sorprendente que se puede decir de los efectos de ese acontecimiento es que constituye a la sub-

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jetividad para toda la eternidad, otro elemento que nos permite reconocer en él la faz de la gracia. “Siempre lo tendré presente aunque viviera eternamente”25. En realidad no había pasado tanto tiempo. El suceso feliz había ocurrido en 1749. La anécdota es conocida26. Rousseau va a visitar a Denis Diderot a la Bastilla. En el bolsillo de su abrigo lleva un periódico, como el viejo Blaise Pascal sus oraciones y máximas, cosidas a su forro, siempre al alcance de la vista. La diferencia entre la llamada graciosa que nos otorga el don azaroso y el esfuerzo pelagiano se ha sustanciado aquí, en el método de los dos personajes. Pascal debe esforzarse para no perder el rumbo en un universo que de repente se ha vuelto tenebroso, confuso y amenazante. Rousseau abre el periódico, algo así como una nueva Biblia, y la voz le pide que responda, como Samuel contestó a la llamada que irrumpe en los sueños. ¿Es que el establecimiento de las ciencias y las artes ha contribuido a perfeccionar las costumbres? Leer esta pregunta en el diario fue una revelación. Duró un cuarto de hora exactamente. Determinó todo lo que Rousseau tendría que recordar durante toda la eternidad. Allí, debajo del árbol, haciendo un alto en el camino de la Bastilla, durante un cuarto de hora, la mente de Rousseau rozó el ininito, como la de Descartes lo hiciera en una noche confusa en un cuartel de la Guerra de los Treinta Años. Ahora, si Pascal veía el espacio ininito del cosmos como una realidad inhóspita y feroz, Rousseau percibió el tiempo histórico como el mismo escenario terrible y tenebroso. Esta es la parte feliz del azar. Lo que Rousseau escribiría durante años no será sino el despliegue, la explicatio de este cuarto de hora ininito. Por eso su obra posee este indudable carácter unitario. Todavía más importante que este aspecto que sostiene su unidad anímica, resulta para nosotros la dimensión violenta del proceso. Se han puesto en marcha fuerzas que Rousseau no puede detener. La consecuencia recuerda una vez más la ingenua y casi estúpida compulsión de los puritanos que siguen de por vida con su obsesión casi de forma automática, como herramientas de Dios. Así, se nos dice: “me convertí en un autor a pesar mío”27. Todo lo que escribió después se lo dictó la pasión, el ardor 25

J. J. Rousseau, Cartas Morales, p. 219. Cf. E. Cassirer, “El problema Jean-Jacques Rousseau”, en Rousseau, Kant, Goethe, Madrid, FCE, 2007, pp. 60 ss. 27 J. J. Rousseau, Cartas Morales, p. 220. 26

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profundo del alma28. Todavía en la carta a D’Alembert pudo decir, de forma casi apostólica, que consagrar la vida a la verdad era la divisa que había elegido. Esta empresa le otorgaba su sentido de la dignidad29. La verdad, en su caso, siempre fue entendida como una viva persuasión que le permitía gozar de certezas deliciosas. Si escribía dominado por ellas, se sentía seguro y elocuente. Pero en realidad, esta viveza no era sino un eco de aquel dulce azar, de aquel acontecimiento fundador de su propia subjetividad, de su productividad de autor y escritor, aquel momento en que el ininito se concitó en su mente. Si ahora escuchamos su relato no podemos menos de considerarlo como una construcción literaria. En sí misma, tiene como antecedente fundamental el asalto que la verdad realizó sobre Saulo, le derribó del caballo, le cambió el nombre y le entregó para siempre el carisma de portar una nueva salvación a la humanidad. Pablo es el héroe rousseuaniano hasta en la pérdida radical de la conciencia de culpa. Si en alguna ocasión se ha dado algo semejante a una inspiración súbita, esta fue la conmoción que produjo en mí esa lectura: repentinamente sentí mi mente deslumbrada por un millar de luces; un sin in de ideas vivaces comparecieron a la vez con una fuerza y una confusión que me precipitó en una inefable turbación. Sentí cómo mi cabeza era presa de un aturdimiento similar a la ebriedad. Una violenta palpitación me oprimía y agitaba el pecho; incapaz de respirar caminando, me tumbé bajo uno de los árboles de la avenida y allí pasé una media hora en tal grado de agitación que al volverme a levantar noté la parte delantera de mi chaqueta mojada por mis lágrimas, sin haberme dado cuenta de que las había vertido. ¡Oh, Señor, si hubiera podido escribir una cuarta parte de lo que vi y sentí bajo ese árbol! ¡Con cuanta claridad hubiera hecho ver todas las contradicciones del sistema social!30

Dejemos caer aquí una primera diferencia con Kant, y es curioso que tenga que ver con el tiempo. Un hombre siempre pendiente del reloj no habría caído en la inconsecuencia de narrar su experiencia una vez como si durase media hora, y otra como si se limitase a un cuarto de hora. Pero sea como fuere, durase un tiempo u otro, tenemos aquí la irrupción de lo sobrehumano, real, de aquello que justo por ser lo radicalmente otro nos 28 En Confessions, OC., I, 513, Rousseau se reirió a este punto con fuerza: “Yo sabía que todo mi talento no provenía sino de cierto enardecimiento del alma por las materias a tratar y que sólo el amor hacia la verdad y lo bello pudo animar mi ingenio. [...] Se creía que yo podría escribir por oicio, como el resto de los hombres de letras, cuando yo nunca he sabido escribir sino por la pasión”. 29 O.C., V, 120. 30 J. J. Rousseau, Cartas Morales, p. 219. Para lo que sigue, pp. 147 y 337.

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constituye como nosotros mismos. Luego, la dinámica de la humanidad sigue su curso fuera de control: esas lágrimas, turbación y presión del pecho, ese aturdimiento y ebriedad, todo nos habla de la presencia de algo sobrecogedor que, en su aspecto inhumano, nos hace portadores de una verdad eterna. Es lo de menos que Rousseau ya forme parte de un universo mecánico, que tenga que asegurar la relevancia de su experiencia por una invocación a la matemática. Han sido miles de luces las que ha visto y las ideas se agolpan sin número en su mente, un viejo eco de la analogía de las realidades cósmicas y las mentales. Con independencia de cualquier otra consideración, lo decisivo es que esta experiencia le va a ofrecer a Rousseau el comparativo ontológico de todo lo que tiene de valor en su vida. En la iV de las Cartas morales todavía pudo decir a Sophie: “Mi existencia no reside sino en mi memoria, no vivo más que de mi vida pasada y su duración cesa de serme querida después de que mi corazón no tiene nada nuevo que sentir”. Al inal de su vida, a la condesa de Berthier dijo que la felicidad no era consecuencia de apilar placeres, sino que se derivaba de “un estado permanente que no se halla compuesto de actos distintos”. Apenas podemos tener dudas de que ese único acto, denso e inmutable, que reverberará a lo largo de su vida, era el que tuvo lugar aquella tarde de la Bastilla. Si Rousseau escribe de forma persuasiva es, desde luego, porque conecta con esta experiencia y la analiza, la despliega. Su literatura ofrece un aspecto secuencial y humano a lo que, al presentarse de forma unida y concentrada, tenía el aspecto inhumano y poderoso de una intensidad sobrecogedora. Momento de ebriedad máxima, se va a medir la vida por la cercanía con lo dado en esa experiencia. Desde este momento, cualquier cosa que se presente como verdadera a sus ojos, ha de tener este aspecto de la ebriedad. Si no es así, estaremos delante de una escritura fría, mortal, despreciable. El carisma había iniciado de nuevo su camino y su ambivalente destino. Rousseau dijo una vez que había amado la verdad demasiado como para no abjurar de la sátira31. Esto habría conmovido a Cervantes y le habría hecho protestar porque, en verdad, él no estaba organizando una sátira. El humor es otra cosa. Por eso, aunque estamos seguros de que el tipo de auto-presentación literaria que nos propone Rousseau no merece una sátira, tenemos dudas de que no sea el apropiado para responderlo 31

J. J. Rousseau, Cartas Morales, p. 240.

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con un gesto de humor. La operación burlesca contra Rousseau tiene sus riesgos. Tendríamos que protegernos con tino de sus ataques y de no ser denunciados como espíritus biliosos, de hígado inlamado, melancólicos, incapaces de gustar el dulce vino de la ebriedad del acontecimiento azaroso portador de la gracia. En realidad, no es esto. Conocemos lo que Rousseau describe y sabemos algo de esa felicidad. Pero lo describimos de otra manera, porque tenemos diicultades con su retórica. Existe esto que podemos llamar lo sublime psíquico. Pero no por eso deja de ser un estado de felicidad personal difícil de sublimar como algo objetivo. Esta diicultad tiene que ver con la prestación propia del humor. Así que no se trata de eliminar esos momentos. Se trata todavía de interpretarlos. No hay motivos para preferir siempre la frigidez de juicio a la ebriedad. Por lo demás, sería difícil invocar el fundamento de esa moderación continua. Invocar la razón limitada no es aquí un título suiciente. Lo decisivo reside en recordar que Rousseau siempre pensó que Dios se revelaba a los corazones y que lo que él había experimentado aquel día, camino de la Bastilla, era una de esas revelaciones divinas. Lo dijo muy claramente al inal de su vida, en una carta al señor de Franquieres32. Pero también lo dijo en el texto central de la “Confesión de fe del Vicario saboyano”, aquel texto que conmovió a Kant33. No fue meramente un instante dichoso, sino que alimentó su felicidad de por vida. “¡Lástima que no se conozca universalmente la suerte que he tenido!”, dijo triunfante como un extraño y paradójico calvinista cierto de ser un elegido, y añadió que en él se había cumplido la pulsión de omnipotencia, el anhelo de todo elegido: “mis deseos eran la medida de mis placeres”34. La suya habría sido una vida plena de gozo. Sin duda, en tiempos mejores, esa revelación habría provocado una Reforma. Nuestro autor nos coniesa que no ha tenido ni el tiempo ni la fuerza de llevarlo a cabo. Y sin embargo, sus seguidores europeos forman legiones. En el fondo, no podemos estar seguros de sus efectos. Que Rousseau haya pensado en una nueva Reforma, que haya mantenido en este J. J. Rousseau, Cartas Morales, p. 315. “¡Conciencia, Conciencia! Instinto divino, voz inmortal y celestial, guía segura de un ser ignorante y limitado, pero inteligente y libre, juez infalible del bien y del mal, sublime emanación de la sustancia eterna que vuelve al hombre semejante a los dioses, sólo tu constituyes la excelencia de su naturaleza y la moralidad de sus acciones; sin ti no siento nada en mí que me eleve por encima de los animales, salvo el triste privilegio de perderme de error en error con la ayuda de un entendimiento sin regla y de una razón sin principio”. OC. IV, 600-601. 34 Carta a Malherbes de 26 de enero, J. J. Rousseau, Cartas Morales, pp. 224-227. 32

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momento la inclinación a compararse con los reformadores capaces de llevar a su época una nueva revelación de la divinidad, testimonia que su escenario no era muy diferente. En realidad, su legislador se eleva como el Moisés portador de una nueva ley, una nueva presencia de Dios en la tierra. Desde esta perspectiva, el legislador del Contrato Social es una personalidad mesiánica35. Todavía lo dejó más claro al interpretar la igura de Cristo, de forma simétrica, como un libertador político. De esta manera, el Contrato Social tiene un aspecto que imita al Evangelio, como el propio Evangelio imita a Moisés. Todos estos momentos tienen en común la inspiración del origen. Rousseau es el último de esta serie de nombres, quizá el más humilde, pero forma parte de la misma familia. Y lo hace incluso por su capacidad de imitar al Cristo en su relación con los contemporáneos, una actitud que no está al margen del viejo antisemitismo. Y así, de la misma manera que Jesús despreció a su pueblo por ser incapaz de toda virtud, dada su bajeza, y se volvió a todos los pueblos con su mensaje universal, así, Rousseau lanza su desprecio a la bajeza de sus contemporáneos y dirige su obra a la universalidad del futuro. Si no cabe duda de que el fracaso de Cristo, a la hora de “llevar una revolución a su pueblo”, le impulsó a proclamar la revolución universal36, de forma parecida podríamos decir que la bajeza moral de sus contemporáneos, que lo persiguieron y maltrataron, ¡y estuvieron a punto de cruciicarlo!, según creía él, determinó que Rousseau hablara a la posteridad como realizadora de la revolución que su presente no quiso impulsar. Esta imitación de la inspiración y del afán de revolución, esta mimesis de los legisladores y los reformadores antiguos, este desprecio y esta esperanza, ¿qué eran en verdad en un hombre que confesaba al inal de su vida, justo en enero de 1770, que “siempre tuve un corazón un poco novelesco y temo no haberme curado del todo de tal inclinación”?37 Había gozado con sus quimeras más que ningún otro con los placeres de la realidad, aseguró. Algo parecido fue la diversión de la cultura popular castellana, cuando mataba el aburrimiento de su decadencia histórica 35 Se puede ver este aspecto de la doctrina de Rousseau en Alessandro Biral, “Rousseau, la sociedad sin soberano”, en Giuseppe Duso (ed.), El contrato social en la ilosofía política moderna, Valencia, Res Publica, 2002, pp. 193-241. 36 J. J. Rousseau, Cartas Morales, p. 327. 37 J. J. Rousseau, Cartas Morales, p. 336. Para lo que sigue, pp. 225, 352, 214, 226, 227, 212, 145.

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particular, casi perenne, con las fantasías de don Quijote. Sin embargo, hay algo así como un genio del lugar, un espíritu telúrico que parece diferenciar la lectura de Rousseau respecto de la de Cervantes. Aquello que se había dado cita como suceso cósmico en el pecho de Rousseau frente a la Bastilla, cincuenta años más tarde, exactamente, era una agitación que reducía a polvo la misma fortaleza donde otrora Diderot estuviese preso, pagando por publicar la Carta a los ciegos. Mientras, un poco antes, Rousseau pasaba los últimos años de su vida entregado a los lirios del campo. Hay una última cristología en este entusiasmo por la planta perfecta, y es curioso que esa magníica descripción del lirio que tenemos en la primera carta de las que dedica a la botánica, en 1771, acabe de esta forma. “El lirio, que he escogido por ser su estación, adolece de una parte constitutiva de la lor perfecta, a saber el cáliz”. Y era así. Para ser metáfora perfecta de la vida humana, toda planta, como toda vida, debía tener su amargo cáliz. En su retiro, por in en su refugio, tampoco la de Rousseau lo tenía. En efecto, esta vida retirada le ayudaba a Rousseau a soportar y olvidar lo que entendía que era el duro trago de la persecución general de los contemporáneos. 4. Todo delirio encuentra su manía. “Si hubiera que borrar del mundo las huellas de mis locuras...”, dice Rousseau, ya sin esperanzas de lograrlo, a Malherbes, el 4 de enero de 1762. Su prestigio reside sobre todo en que jamás ha querido llevar a la práctica ninguna de sus ensoñaciones. Por eso no fue un fracasado, como Maquiavelo. La vida activa no tienta al ginebrino. Se ha confesado indolente. Ha gustado de los seres quiméricos. Ha fantaseado con la edad de oro, desde luego, pero con fuerza ha dicho que, “si todos mis sueños se hubiesen vuelto realidad, no me hubieran bastado”. Él habría seguido imaginando, soñando, deseando. Es la negatividad radical frente a lo real lo que Rousseau ha descubierto, un “vacío inexplicable”, un anhelo “hacia otro tipo de goce del que no tenía ni idea y que sin embargo necesitaba”. Un deseo negativo, eso rige la subjetividad de Rousseau. Así que nos ha transmitido locuras en estado puro, locuras conscientes de serlo, y ha dejado que otros, inducidos por él, locos sin saberlo, inicien el camino de la realización imposible de la negatividad. Sin ninguna duda, esta indisposición a la acción brota de algo que él conoce en el origen: tiene un corazón demasiado sensible. Otros vendrán que no lo tengan y esos asumirán las consecuencias de Rousseau sin el

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obstáculo originario que signiicó su carácter. Los herederos considerarán como algo despreciable la compasión y los nuevos momentos de arrebato llevarán consigo una exigencia práctica rigurosa. Una literatura carente de humor entonces educó la vida de los nuevos héroes. Cuando Rousseau describe uno de esos momentos gozosos, en la iVª de las Cartas morales, en su construcción literaria no hay isura entre teoría y praxis. Sin duda, se nos habla allí de “arrebatos involuntarios”, “ardor voraz”, sublimes extravíos, fuego sagrado y “noble delirio”, pero todas estas dimensiones reclamaban “acciones heroicas”. Aquel “santo” entusiasmo ofrecía a nuestras facultades la energía suiciente para obtener la más noble grandeza. Sólo la vejez deja de presentar el entusiasmo como disponibilidad a la acción y sólo ella goza de las formas del delirio como si se auto-contuviera, se conformara con ellas, en una contemplación de sí mismo que pronto será insuiciente. Todavía en la Ensoñaciones38, volverá a estos éxtasis de forma compulsiva. Por su estructura, la compulsión siempre, tarde o temprano, pasa a la acción. Cuando lo haga, la indisposición contra los contemporáneos y las actitudes mesiánicas, lejos de ser acontecimientos de lo sublime psíquico, se convertirán en otra cosa. La negación completa de la realidad como ilegítima irrumpe entonces. ¿Cómo podría encarnar lo real el encanto del delirio? 5. La doble inluencia de Rousseau sobre Kant. En todo caso, los dos sucesos que estamos vinculando, la publicación de la obra completa de Rousseau como despliegue de su experiencia de la Bastilla y la destrucción de la Bastilla como consecuencia de la publicación de su obra completa, ofrecen un indicio más de que el mismo escenario quedaba unido por una secreta trama de acontecimientos. Y es que los dos sucesos distrajeron a Kant del paso de las horas y le hicieron olvidarse de la puntualidad del reloj. Un estudioso de Rousseau, José Rubio Carracedo, no dejó de anotarlo en el primer punto de su escrito Rousseau en Kant, justo en el momento en que analiza el inlujo emocional de un hombre sobre otro. De forma oportuna, cita el pasaje kantiano de las Notas a las Observaciones sobre lo bello y lo sublime, un escrito de 1764 en el que Kant maniiesta que ningún escritor como Rousseau, de ningún tiempo o país, había poseído semejante conjunto de dones39. Luego recordó la frase OC., I, 1003, 1047, 1062-63, 1065-66. Estos pasajes me hacen regresar a mi viejo primer libro, La formación de la Crítica de la razón pura, Universidad de Valencia, 1981. Envío allí al lector para un desarrollo completo de estas inluencias y paralelismos. 38 39

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decisiva: Kant debía leer dos veces el texto del ginebrino. Una primera, para gozarlo, y la segunda para que la escritura no le cautivara y así pudiera juzgarlo con la mera razón40. Con energía, Rubio Carracedo dice: “queda desautorizada sin embargo la tendencia de ciertos comentaristas que acentúan el carácter emotivo de su encuentro con Rousseau para trivializar después su relación intelectual”41. Esta frase me parece oportuna y creo que encierra una sorprendente verdad. Pues en efecto, pareciera como si hubiera que elegir: o bien inlujo emotivo y entonces relación intelectual trivial, o bien relación intelectual poderosa y así habría surtido efecto esta voluntad de lectura ascética que Kant llevaría a cabo en su segunda lectura. Me pregunto si cabe una lectura de Rousseau que anule la inluencia sentimental, si cabe una relación poderosa intelectual al margen de la reproducción de la experiencia de los momentos gozosos que la lectura incorpora. Si seguimos leyendo el texto de Rubio nos encontramos con una expresión sintomática. “Todo apunta a que la primera gran revelación que Rousseau hizo a Kant...”. Nos detenemos aquí. Rousseau había construido un texto que brotaba de una revelación a la sombra del árbol de la Bastilla. ¿Cómo leer el texto que transmite una revelación sin reproducir esta revelación en nosotros? Esta es la estructura del legado intelectual de occidente, hasta la generación de 1900, la que recogió la herencia de Nietzsche, que como buen gnóstico renegó de la revelación judía. Rubio acierta plenamente al mostrar que en Kant se reproduce ese legado. La experiencia inicial de Kant no fue una fría experiencia racional, sino una revelación que transformó su vida, la orientación de su trabajo, su auto-comprensión como ilósofo y como intelectual. La revelación circuló en otra revelación y que Kant relexionara sobre ella no lo distinguía ab initio del propio Rousseau, que se había pasado la vida explicándola. El texto de Kant que cita Rubio lo dice claramente. “Rousseau me abrió los ojos”. De nuevo Pablo de Tarso, que es cegado para ver mejor, aunque siempre como en un espejo. Se trata de una experiencia sobriamente descrita, pero no menos transformadora. Kant estaba ciego y ha visto. Su ceguera era moral, producida por la soberbia, la capacidad de menospreciar a los seres humanos sencillos desde su atalaya de cientíico y académico. Ahora es otro hombre porque mira 40 41

José Rubio Carracedo, “Rousseau en Kant”, p. 21. José Rubio Carracedo, “Rousseau en Kant”, p. 22.

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a los seres humanos de otra manera. Kant se consideraría el más inútil de todos los seres humanos si no avanzara de alguna forma en el establecimiento de los derechos de la humanidad42. Por cierto que este fragmento concierne a la historia hispana de alguna manera. Pues de la misma forma que Newton mostró el carácter completamente equivocado de la blasfemia de Alfonso X el Sabio, dice Kant, Rousseau nos permite olvidar el dualismo moral del maniqueísmo. Alfonso x, el par de Manes en el ámbito de la ciencia natural, nos parece aquí una nota plena de color. Él habría acusado a Dios de haber realizado la creación del cosmos de forma tan imperfecta que el propio rey estaba en condiciones de mejorarla. De esa manera, Alfonso lanzó sobre Dios la responsabilidad por las imperfecciones que, en el fondo, no procedían de la realidad, sino que eran exclusivas de su forma equivocada de mirar el cosmos. Desde la misma actitud, Manes había sentido la necesidad de lanzar sobre un dios del mal la responsabilidad por la parte tenebrosa e inmoral del ser humano y del mundo material. Quizá lo que había en el fondo de Manes era la incapacidad de ver, como Alfonso, que lo que se llamaba ‘mal’ no lo era tanto. Esta percepción acerca de la obra moral de Rousseau como semejante a la de Newton acompañó a Kant hasta el inal. Todavía en la Antropología se puede leer que Rousseau permitía salir del laberinto del mal43. Rubio nos recuerda el texto44. La inluencia sentimental de Rousseau no es contraria a la inluencia intelectual profunda. Antes bien, es su propia condición de posibilidad. Al respecto, podemos decir que Kant avanzó de forma analítica, mientras Rousseau lo hacía de forma sintética. Ambos aspiraban a reconciliar naturaleza y cultura, a compaginar el desarrollo de la civilización con el desarrollo moral. Para eso resultaba preciso dominar la índole de la sociedad y de la cultura y garantizar que el proceso histórico se hiciera según un plan. La cuestión residía en el estatuto de esa planiicación y de su temporalidad. Kant también era uno de esos que deseaba pasar a la práctica, pero no podemos decir que fuera semejante a Robespierre. Ese 42 Kant, Bemerkungen an die Beobachtungen über das Gefühl des Schönen und Erhabenen, Johann Jacob Kanter, Königsberg, 1766, ahora en Akademie der Wissenschaften, Berlín, XXII, 44. Ed. bilingüe, México, FCE, 2004. 43 Kant, Anthropologie in pragmatischer Hinsicht, Ak, VII, 326. Ed. esp. Madrid, Alianza, 1991, trad. de José Gaos. 44 José Rubio Carracedo, “Rousseau en Kant”, 30.

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plan para Kant tenía que afectar a la educación, la religión y el gobierno y debería hacer posible la síntesis entre felicidad y moralidad45. Pero es aquí donde tenemos que ser más concretos. En verdad, Kant comenzó, al hilo de su lectura de Rousseau, tanto sus relexiones sobre la antropología como sobre la educación. En estos puntos hacía reposar el destino del perfeccionamiento de la especie humana46. Eran territorios de su obra que Kant consideraba disciplinados y que estaban listos para ser editados tan pronto los problemas de fundamentación ilosóica estuvieran resueltos. Que las obras de práctica institucional se editaran muy tarde en su vida, oculta el hecho de que Kant explorara estos temas en su inicio. Sin embargo, cuando comenzamos a poner en práctica el programa de educar de forma libre, la clave de una Ilustración que no quiere ser autoritaria, chocamos con los problemas reales. Aquí no puedo seguir a José Rubio. En efecto, Rubio sugiere que al desplazar el centro mismo de la planiicación desde la política a la educación, Kant desactiva a Rousseau47. Miremos las cosas desde otro punto de vista. El propio Rubio viene de decirnos una página antes que la obra decisiva para Kant fue el Emilio, y que Kant leyó el Contrato a la luz del Emilio. Cierto. Pero si era así, resulta lógico pensar que el Emilio permitía salir del círculo del Contrato social. Este círculo ha sido apreciado por muchos intérpretes de Rousseau48. Consiste en que para distinguir y saber identiicar la voluntad general se necesita un regeneración moral del ser humano, regeneración que debe producir la misma existencia de la ley emanada de la voluntad general. Así, la voluntad general dependería de justo aquello que ella misma debe 45 José Rubio Carracedo, “Rousseau en Kant”, pág. 29, con textos de Muthmasslicher Anfang des Menschengeschichte, Ak. VIII, 116-117; Nachlass, II, Anthropologie, XV, 896. 46 Kant, Logik, Physische Geographie, Pädagogik, Ak. IX, 44. 47 José Rubio Carracedo, “Rousseau en Kant”, p. 32. 48 Cf. La ilosofía moderna del contrato social, ya citada, para el artículo de Sandro Barale. En realidad, el círculo se ve igualmente en el artículo sobre Economía Política, OC, III, 248, donde Rousseau concede a la ley el papel de agente de transformación moral. Pero el contrato social debe mostrar el origen de esa ley capaz de transformar a cada uno moralmente para así poder acoger la voluntad general. La ley sería la voluntad general antes de la voluntad general, la que determina que los seres humanos puedan conocer esa misma voluntad general. Pero esa ley sería entonces vista como una “voz celestial” que “dicta a cada ciudadano los preceptos de la razón pública y le enseña a actuar según las máximas de su propio juicio, y a no estar en contradicción consigo mismo”. Ahora bien, es evidente que esta voz celestial no puede ser escuchada por el hombre civilizado y por eso se requiere que alguien la traiga a la tierra de nuevo con nitidez. Ese es el legislador del Contrato Social. Pues no se puede esperar que los hombres en el estado de corrupción en que se encuentren escuchen la voz celestial. Cf. Cassirer, cit., p. 76.

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producir. Es la causa y el efecto a la vez. Antes de que la ley haya transformado moralmente al ser humano y lo separe de su voluntad particular, e incluso de la voluntad de todos, y así pueda reconocer la voluntad general, el ser humano no puede reconocer el valor de la ley. Como Moisés ante su pueblo adorando el becerro de oro, la ley se quiebra en pedazos, porque ya supone en ellos lo que sólo ella misma les trae: la claridad conceptual y la disposición moral de obediencia. Por tanto, la ley tiene que existir incluso antes de que el ser humano pueda reconocerla. En todo caso, él no puede producirla. Ese fue el círculo que el platonismo resolvió con su paideia basada en el recuerdo de lo olvidado. La otra posibilidad es que la ley, por su propia presencia, transforme al ser humano de tal manera que este pueda rendirse a su evidencia, transigurado por ella. Pero alguien tiene que presentársela. Pero en todo caso, la ley debe proceder del legislador, no de la voluntad del pueblo. Al contrario, el pueblo queda constituido en pueblo justo por la existencia de la ley y por el legislador que la otorga para su transformación. Ahora bien, si ya tenemos quién trae la ley que se impone con su propia evidencia, la pedagogía tiene poco misterio. La problemática de Kant consiste en darse cuenta de que el legislador con el que Rousseau evade el círculo no puede ser aceptado. En este sentido, el contrato no puede ser una realidad histórica. Así, al convertirse en un contrato ideal, sólo tiene sentido si y sólo cada uno de los ciudadanos se moviliza en la defensa de la libertad de todos desde una lucha expresa y consciente por un orden jurídico justo. Pero para que esto suceda, los ciudadanos tienen que ser convencidos de que es el combate adecuado. Tan pronto como el legislador mítico, el hombre carismático, o el personaje mesiánico no son la mediación que rompe el círculo, la educación emerge como la verdadera institución democrática. Pues solo los seres humanos de carne y hueso, educados en la lucha por su derecho, pueden hacer avanzar la constitución positiva según la idea de un contrato social ideal. Justo porque el único legislador operativo en la historia es el poder constituyente de los ciudadanos con sus votos contados, la humanidad se juega en cada nueva generación la tensión que pone una constitución real existente y su derecho en el camino de la justicia de la constitución ideal. No hay legislador mesiánico aquí. No hay transformación moral, cuya consecuencia es la realización de una ley preexistente. La nueva temporalidad del ideal con-

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cede a la educación su papel intransferible. Solo una educación adecuada permite mantener la comprensión del ser humano como homo politicus. La politización es un efecto de la educación ilustrada, no del mercado ni del progreso cientíico técnico, pero tampoco de la irrupción mesiánica. Como veremos cuando analicemos el escrito de Kant sobre la Ilustración, lo más normal es que vivamos mejor y más cómodos bajo un régimen paternal que garantiza la protección, al menos mientras descubrimos que ese régimen nos lleva a la ruina. La educación, incluso la traumática, es lo único que puede superar este obstáculo. Por tanto tenemos dos opciones: o la mediación del legislador mítico y mesiánico o la mediación de la educación. No podemos reprochar a Kant que en lugar de optar por el legislador semi-divino, se inclinara ante la sencilla potencia de la educación. En todo caso, uno y otro, Rousseau y Kant, habían llegado a la aguda comprensión de que la política no era una acción inmediata, natural. Tenía condiciones de posibilidad y Kant pensaba que estas tenían que ser preparadas con cuidado. En realidad José Rubio dulciica mucho su acusación a Kant, y comprende que el Emilio también desactiva la posición central del legislador mosaico del Contrato. Así concluye: “también Rousseau concede al proceso educativo —individual y cívico— un papel esencial en el auténtico proceso civilizador”49. Pero esto implica aceptar que la diferencia inicial entre los dos pensadores no se abre ante todo entre educación o política, con sus “procedimientos democráticos participativos semi-directos, esto es, la acción política de los ciudadanos”. Aquí la diferencia entre acción democrática directa y política democrática por representación no es la decisiva. La cuestión radical es política con educación o sin educación. Una acción política de la índole que sea, sin la actividad educativa, sería pronto un proceso ambiguo que llevaría de forma directa al populismo y a sus diferencias míticas de amigo y enemigo. Una vez que la educación ha hecho su efecto, como a veces supone Rousseau, la democracia directa no es tan peligrosa. El problema es que, bajo este supuesto, incluso la democracia representativa es también más eicaz y legítima. Situar las diferencias entre Kant y Rousseau en el ámbito de una diferente comprensión de la política no me parece lo decisivo, una vez aceptada la necesaria conjunción de educación y política. Pero dado que ambos autores necesitan de la educación, la gran diferencia reside en su forma de entenderla. Uno apuesta por el legislador 49

José Rubio Carracedo, “Rousseau en Kant”, p. 32.

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y el otro por el educador propiamente dicho. He ahí la diferencia y lo que hemos de examinar. Pues Kant pensaba que, si se trataba de garantizar la experiencia del progreso, y no la idea a priori de la posibilidad del mismo, entonces la educación tenía que ser una realidad institucional y racional, no una novela. En ésta se podía entrever una idea perfecta, pero en tanto no se concentrara en un sólo individuo resultaría disfuncional con lo que se buscaba: que el mayor número de seres humanos luchara por sus derechos. 6. Educación y política. Así que creo que la tesis de José Rubio de que Kant ponderó más el Emilio que el Contrato es muy relevante. Pero todavía debemos desplegarla en su juego interno. Este despliegue tiene que ver con el tipo de literatura educativa en el que cada uno de nuestros autores está pensando. En realidad, hay una conexión entre la virtud ideal expuesta en El Emilio y un segundo paso que Kant dará hacia 1784, en un conjunto de relexiones que Rubio cita sin referirlas al contexto en el que Kant las escribe, a saber, el artículo titulado Idea de una historia universal en sentido cosmopolita. Una vez más, tenemos la mediación de la política por la educación, pero ahora se nos ofrece una reforma de la noción de educación en Rousseau. En este se aprecia demasiado pronto, como recuerda Lezra, que los límites de la teoría se pretenden suturar con una teoría de la literatura en la que se vierte una educación literaturizada50. Ahora necesitamos una mediación del contrato ideal a través de la educación centrada en la historia51, no a través de la novela y sus entusiasmos, que llevan en línea directa a Sade. Aquí la diferencia central apunta a la distancia que se abre entre la virtud en la idea, por una parte, y la virtud en la historia, tal y como los hombres la poseen de facto y la pueden mejorar, por otra. Conocer la historia universal, en tanto historia de una libertad que viene de lejos, parece decisivo para crear una conciencia de la lucha por la constitución del derecho. Así lo entendió el Schiller historiador. Muchos han insistido no sólo en el papel de la historia de la libertad como clave de la educación cívica, sino también en la práctica de la historia al servicio de una comprensión virtuosa de la vida política, al servicio de una politización adecuada cuyo espíritu crítico ineludible ha herido patriotismos demasiado sensibles, casi a lor de piel. Sin duda, 50 Jacques Lezra, Materialismo Salvaje. Ética del Terror en la nueva República, Madrid, Biblioteca Nueva, 2012. 51 Kant, Ak. XXVIII, 127-4.

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no cabe historia sin la mirada puesta en las complejidades de la idea cosmopolita, y en sus dimensiones geoestratégicas reales, pero el discurso histórico reglado por la idea de virtud cívica tiene la aspiración de mediar responsablemente entre la educación y la política. Este escenario no puede ser confundido con el proceso ilosóico de fundamentación que sostiene el marco de la razón práctica, el escenario que preiere José Rubio para exponer las relaciones entre nuestros autores. Más allá de esta fundamentación, más nítida y solvente en el caso de Kant, todavía está el problema de la educación para la libertad, para que esos fundamentos morales y políticos generen una experiencia, y no un territorio ideal de representaciones a priori. Sin ninguna duda, Rubio tiene razón frente a Höfding de que el inlujo de Rousseau sobre Kant es continuado. Por mi parte me limito a sugerir que esa inluencia tiene dos direcciones diferentes: una, conocida desde Gurvitch, va desde el Vicario Saboyano hacia la fundamentación de la razón práctica y la centralidad de la libertad; otra segunda, más sutil, parte desde El Emilio y se dirige hacia la educación política adecuada y hacia una historia de la libertad. Esta última es una enmienda a la totalidad de la visión extática de Rousseau. Una inluencia sin la otra no funciona, pues mientras la primera deine una norma moral, la segunda busca las realidades en las que esa norma puede hacer pie para airmarse y desplegarse. Lo que permiten descubrir las Relexiones, a las que aludí antes, y que Rubio cita con tino, es que esta teoría de la educación, este programa de ofrecer una realidad y una experiencia a los principios políticos, pasa por enseñar el concepto ideal de reino de los ines mediante la regulación de una constitución cosmopolita, y esto pasa por la ordenación de la historia universal en tanto historia de la libertad como discurso educativo preparatorio de la acción política. Pues sólo quien tiene una idea de los combates de la historia podrá formar parte de los combates institucionales. Sólo ese ciudadano dotado de pasado se posicionará de forma adecuada ante el tiempo presente y el futuro. Esta idea sistemática suplió con creces el esbozo sistemático de los asuntos prácticos que, de modo excesivamente cercano a la lectura de Rousseau, dejó Kant escrito en las relexiones de 1764 ya citadas52. Estas plantean problemas importantes, como el de las relaciones entre Hobbes y Rousseau, que no son en modo alguno claras en este tiempo, y que necesitarán de las relexiones inales del escrito tardío que se conoce 52

Kant, Ak. XIX, 98 ss.

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como Teoría y Praxis. A pesar de que Kant se posicionará siempre entre estos dos autores, ya este programa muy inicial deja clara la necesidad de conectar las instancias más ideales con las reales, y las dimensiones abstractas con las realidades históricas. Lo que Rubio llama “sincretismo legitimista-realista” es el esquema básico de la necesidad de conectar la teoría con la práctica, sin la que el programa kantiano no pasaría de ser una de tantas abstracciones normativas sin orientaciones regulativas. Por ellas, su Ilustración reúne prestaciones críticas controladas. Justo por hacer del contrato social una norma ideal, Kant tuvo que buscar mediaciones prácticas concretas y deinir una política real sostenida por actores reales conscientes de sus derechos y deberes. Fue ese sincretismo entre norma y realización (la estructura de una síntesis), y sobre todo su parte realista, lo que tornó necesario una teoría de la Ilustración y una apuesta por las mediaciones de la educación. Rousseau, al no establecer de forma adecuada el estatuto de lo ideal, al abordarlo desde la literatura, siempre creyó que podía coincidir en algún momento temporal dado, en algún éxtasis o instante gozoso. Como el que le asaltó a él, una tarde, camino de la Bastilla. Kant no gozó de esa experiencia directa, sino de una más bien indirecta, intelectual, obtenida en la lectura de Rousseau. La crítica ha desplegado sobre todo la primera dirección de inluencia, la que traduce el complejo mapa práctico de Rousseau en la nítida argumentación trascendental kantiana, que hace del imperativo y de la libertad la base misma de la razón práctica. Desde ella, Kant puede caracterizar la autonomía libre del ser racional como el fundamento de toda acción racional, moral o política, de toda la ley moral y de toda ley civil. De forma elegante, Rubio asegura cómo “todo parece indicar que Kant procedió a trasponer los caracteres de la ‘voluntad general’ a su concepción magistral del imperativo categórico”53, aunque a mi parecer minusvalora el proceso de depuración racional que esta transferencia lleva consigo. Al tiempo, Rubio concede demasiado peso a la objeción de Javier Muguerza de que la autonomía y la universalidad parecen inconciliables. Quizá por eso se deja llevar por la sugerencia de que sólo pueden ser conciliadas en el plano nouménico. Pero no es así. Aquí nos movemos en el terreno de la razón moral, que no puede escindir de forma radical estos dos planos. Una cosa tiene que ver con la otra. Sólo si se depura de los componentes sentimentales, personales y afectivos, la autonomía deja 53

José Rubio Carracedo, “Rousseau en Kant”, p. 50.

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de ser incompatible con la universalidad, y ese proceso de depuración es central en el argumento de Kant. Muguerza así seguiría demasiado preso de la órbita de Rousseau, indispuesto con la dimensión racional de la autonomía, demasiado pendiente de las exigencias expresivas de una singularidad personal descomprometida, que siempre se siente más a sí misma en la porfía de la insumisión que en la búsqueda de la verdad. En todo caso, esto distrae del asunto central, que la autonomía personal debe reglarse por el imperativo, exigir relaciones recíprocas que mantengan la estructura de in en sí objetivo de todo ser autónomo racional, y no sólo la condición sensible de ser medio para los ines subjetivos del otro. Aquí la autonomía reclama universalidad y por eso se sabe racional. Sobre la autonomía como libertad racional encarnada en una inteligencia sensible, debemos ediicar el ámbito del derecho y de la ética kantiana. Rubio recoge todos estos aspectos, pero reitera en que así se desactiva a Rousseau. Tengo problemas para ver las cosas en términos de una desactivización, porque la juzgo aparente. En realidad, al distinguir entre instancias ideales y reales, Kant plantea sobre una base adecuada la necesidad de su síntesis. Rousseau, al confundirlas, parece moverse en un activismo más exigente, pero en realidad no hace sino naufragar entre abstracciones. Desde cierto punto de vista, toda apelación a una democracia directa comparte este naufragio porque se muestra incapaz de pensar lo que siempre se esconde tras esta presunta condición inmediata, a saber, que ya todos los ciudadanos están atravesados por el espíritu ideal de la ley. Más allá de esto, acepta que una vez el pecho de los ciudadanos esté atravesado por ese espíritu, la homogeneidad moral que se generaría en el cuerpo político sería tal que haría inocua las trampas de la representación. Esta sería peligrosa donde no existe la homogeneidad, pero sería indiferente donde existe. Pues así cualquiera puede emprender la acción de cualquiera. Ahora bien, si esa homogeneidad ideal nunca se da, entonces un sucedáneo de ella, fragmentario y parcial, tiene que ser producido para que la acción política tenga sentido y pueda abrirse camino. Los defensores de Rousseau han ignorado que sólo la representación genera algo así como una homogeneidad suiciente para que la acción política alcance al cuerpo social. Y sólo una representación democrática genera una homogeneidad no sustancial, sino temporal, reversible, crítica. Tengo problema, pues, en aceptar que Rousseau haya pensado mejor que Kant la interacción real de los ciudadanos reales54, y me 54

Como quiere José Rubio, p. 55.

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inclino a dar la razón a Cassirer, que recuerda el concepto más bien místico de la relación social en Rousseau55. Es verdad que en Kant existen resabios iusnaturalistas, pero no es menos cierto que puja por dejarlos atrás. Su derecho racional plantea exigencias universales, mas también acepta jugar en la arena de la historia real. No es un derecho natural con el que se pueda legitimar cualquier cosa, sino un derecho racional que evoluciona mediante la publicidad y el acuerdo político. En este sentido, la mirada universalista tiene que ver con la ruptura que Kant lleva a cabo de la visión estamental de Puffendorf. La noción kantiana de dignidad universal del ser humano rompe con las dignidades plurales de los Stände, propia del pensamiento tardobarroco de este último. Respecto de sus condiciones materiales de realización, la aguda perspicacia de Kant mostró que la igura del asalariado entendido al modo del proletariado romano (el que vende su fuerza de trabajo por horas), una condición que ya se divisaba en el horizonte, podía ser contraria en su esencia al estatuto normativo de ciudadano activo. La realidad de la política histórica se apoyaba más bien en los ciudadanos independientes y reales, pero las categorías morales pujaron y presionaron críticamente a favor de que todos lo fuesen. Si Kant conoció la diferencia, en modo alguno extrajo de ella que fuera legítimo que existiesen ciudadanos pasivos en una sociedad. Justo la necesidad de la mediación real e histórica de la acción política normativamente orientada descubre los problemas sociales existentes y nos sitúa ante la necesidad de identiicar fuerzas concretas que luchan por la universalidad del derecho. Ambas son las tareas de la crítica objetiva e ilustrada. Kant, desde luego, no ha podido superar su horizonte histórico, pero esto, lejos de ser un déicit, señala justo hacia donde anidan las fuerzas sociales que ofrecen interpretaciones coherentes y operativas de su base normativa. Es verdad que el siervo y el asalariado que vende su fuerza de trabajo no pueden considerarse seres humanos completamente libres, pero también que la exigencia normativa universal compromete a que todos los seres humanos lo sean. Las tensiones de la vida histórica concreta que se atisban desde este planteamiento nos sitúan ya muy lejos de las generalizaciones rousseaunianas y sus abstracciones. Como defenderé después, este movimiento de las ideas kantianas, siempre apegado a la historia, permitió pasar a Kant desde una concep55 “El problema Jean-Jacques Rousseau”, donde muestra cómo la denuncia de una sociedad en la que la amabilidad no “entraña ningún tipo de lazo personal” le lleva a sentir una ingente nostalgia por una entrega incondicional y a “un entusiástico ideal de amistad” (pp. 58-59).

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ción liberal a una más republicana liberal, lo que implica matices y diferencias importantes. En todo caso, es cierta la conclusión inal de Rubio: la tensión y diferencia entre la libertad individual y la civil, la autonomía racional y la autoridad estatal, no pueden resolverse de una vez y ofrecen la clave de la apertura de la vida histórica hacia la lucha por la democracia, una política que asume las premisas universalistas, tanto en el terreno social como político56. Sin embargo, esta tensión implica algún tipo de paso al republicanismo, esto es, a la acción política consciente de su exigencia de virtud, capaz de superar los obstáculos históricos concretos. Con ella emerge el concepto de su responsabilidad, presionado siempre por la comprensión de que ninguna acción es una conquista deinitiva del cuerpo político. Todas ellas gozan de reversibilidad y están por igual sometidas a la crítica. Y esta actitud, frente a la mesiánica rousseauniana, supone la aceptación del estatuto histórico de la acción política. En Rousseau, por el contrario, brilla la idea de que la revolución, que coincide con la irrupción del contrato social, ya es una conquista irreversible. Tan irreversible como su instante gozoso. Esto le otorga a toda revolución un carácter extremo, último, dualista. O revolución o muerte, o salvación o condena. La revolución es la irrupción en la historia de un acontecimiento heterogéneo, inalmente meta-histórico, cuyo futuro no será sino el despliegue perfecto de lo que se encerraba en el instante originario. Así se produjo la transferencia metafórica a la política de la experiencia extática de Rousseau. No es de extrañar que María Zambrano pudiera hablar de “delirio” como lo propio de otra revolución que nos concierne, la de 1931. Tampoco lo es que, lo que había empezado con Rousseau como modelo, acabara en manos de la Zambrano analizado desde la perspectiva del Quijote, haciendo de la ii República española su Dulcinea. No es un azar tampoco que los que intentaron introducir algo de orden tras toda irrupción revolucionaria, como Tocqueville, rastrearon en la historia política el destino de la revolución, su inevitabilidad y misterio. Así se aplicó al acontecimiento mesiánico la crítica histórica, algo que ya había hecho la Ilustración respecto a la primera venida del Mesías. Esa crítica histórica es lo primero que tienen que eliminar quienes pretendan evocar de nuevo la mística del acontecimiento.

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José Rubio Carracedo, p. 58.

Capítulo ii LA DIFICULTAD DE LA EDUCACIÓN ILUSTRADA: HISTORIA POLÍTICA57 “Sólo se trata de una relexión respecto a lo que una cabeza ilosóica (que por lo demás habría de ser muy versada en materia de historia) podría intentar desde un punto de vista distinto.” Ideas para una Historia universal en sentido cosmopolita (WW. XI; I. 50)

1. Supersticiones contemporáneas sobre la historia. Mientras tanto, las cautas y ambiguas reservas de Kant contra la revolución política se han hecho más o menos generales en la conciencia occidental. En realidad, muchos las habían mantenido contra todo pronóstico en los duros tiempos en los que sólo podían recibir a cambio la acusación de ilisteísmo pequeño-burgués. Tras las investigaciones de Karl Löwith58, que demostraron hasta qué punto los esquemas de la teología subyacían a los planteamientos mundanos de la ilosofía de la historia revolucionaria, como la teología de la gracia subyacía a los instantes gozosos de Rousseau, los investigadores se han preocupado de mostrar que ambos discursos estaban atravesados por la misma estructura de compensación59. No se trataba sólo de que la ilosofía de la historia y la teología jugaran con formas activas de la trascendencia, ni de que mantuvieran expectativas escatológicas o mesiánicas más o menos camuladas. Tampoco se trataba de que en relación con esos ines y expectativas se aplicasen esquemas temporales de aceleración histórica (del estilo “cuanto peor, mejor”), que procedían de viejos esquemas apocalípticos. Todo esto, que ha sido estudiado por Koselleck60, es bien conocido. La consecuencia común de estas 57 Desarrollo aquí los puntos de vista de mi libro Res Publica, Los fundamentos normativos de la política, Madrid, Akal, 1998, para vincularlos a las bases metodológicas que inspiran la revista RES PUBLICA, Revista de ilosofía política, relativos a la historia de los conceptos políticos. Para una bibliografía adecuada, RES PUBLICA, n. 1 y 11-12 (2003). Con este trabajo pretendo fundamentar una posible historia política española de índole cosmopolita y kantiana de la que hablaré en el siguiente capítulo. 58 K. Löwith, Teología y Filosofía de la Historia, Madrid, Aguilar, 1955. 59 Joachim Ritter, Subjetividad e Historia, Buenos Aires, Alfa, 1975. 60 Cf. la versión de Faustino Oncina de R. Koselleck. Secularizacion y Aceleración, Valencia, Pretextos, 2003. He comentado este texto, tan central, en “Acerca del uso del tiempo apo-

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ilosofías de la historia, desde el punto de vista de la compensación, consistía en retirar al presente parte de su valor en función del valor supremo de un futuro ideal que, con esa renuncia, aceleraba su venida. Por decirlo con Joseph de Maistre, todas mantenían la estructura sacriicial de la historia y, en este sentido, cancelaban la política y la ética a la vez, aunque lo hicieran por mor de acelerar el reino de la utopía, la conversión deinitiva del ser humano en dios. Los sufrimientos, sacriicios, desgracias y miserias del presente podían ser aceptados proporcionalmente a la bienaventuranza del futuro que preparaban y a la rapidez de su realización. La falta de evidencias respecto a la relevancia del presente en sus relaciones con el futuro ideal debía estar compensada por la fe respecto de ese mismo futuro. Ya Hegel, al identiicar las amarguras que la ilosofía de la historia provocaba en un sujeto con conciencia de ser espíritu en sí, apeló a una dudosa compensación: los dolores del presente se debían olvidar en el gozo conceptual inducido por su participación activa en el proceso del espíritu del mundo. Entre estos dolores estaba el de dejarse gobernar por sabios de quienes no se sabía a ciencia cierta si lo eran. El caso es que, atrincheradas en esa espera, aquellas ilosofías de la historia dejaron de ser meros intentos idealistas destinados a representar el futuro desde las desdichas del presente y se transformaron en verdaderos programas prácticos y doctrinales, reguladores de la praxis institucional de las sociedades y legitimadores de la intervención masiva y autoritaria del poder sobre la realidad. Como vimos, el delirio de Rousseau encontró sus actores maníacos. Quizás no se haya estudiado lo suiciente esta pretensión íntima de la ilosofía de la historia por fundar no ideales abstractos, sino programas doctrinales concretos, capaces de mover la voluntad de masas sociales, de producir su obediencia y legitimar las relaciones de mando entre los hombres61. Ya Weber habló de la potencia carismática de la razón sistemática, presente en el Materialismo histórico, como la última irrupción verdadera de carisma en nuestro mundo62, calíptico en la edad media”, en AAVV, Heterocronías. Tiempo, arte y arqueología del presente, CENDEAC, Murcia, 2008, 177-197. 61 Cf. S. Chingola, “Doctrinas y conceptos políticos: sobre la recepción italiana de la historia de los conceptos políticos”, Res Publica, nº. 11-12 (2003). 62 Cf. J. L. Villacañas, “Weber y la Democracia”, Debats (1996). Cf. para la debilidad de esta presencia carismática de la razón en España mi trabajo “Irrupción del carisma secular y el proceso moderno: algunas relexiones de historia conceptual aplicadas al caso español”, Historia Contemporánea, II (2003), pp. 505-519.

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y que era electivamente afín a la legitimidad racional-legal del presente, en la medida en que tanto una como otra podrían ofrecer una respuesta cientíica a la totalidad de los ines racionales, algo que debía abordar el poder legalmente constituido, mediado por la ingente promoción de medios cientíico-técnicos. Quien recuerde los debates intelectuales de los años 60 del pasado siglo, en los que se pretendía dilucidar la hegemonía intelectual del marxismo como única ilosofía de la historia vigente, sabrá que el punto decisivo era que éste ofrecía ines racionales y cientíicos al género humano, los únicos apropiados a la dimensión mundial de los medios de producción que promovía la época burguesa. En realidad, estos debates procedían de la superación por parte de Lukács del formalismo neokantiano y de la supuesta racionalidad instrumental weberiana, en la que todos estos autores cifraban la base ideológica del liberalismo burgués. Para aquellos pensadores, desde Lukács a la escuela de Frankfurt, ese liberalismo quedaba anclado en la irracionalidad de los ines del individuo (una vez más, la objeción de Javier Muguerza: si se es autónomo no se puede querer algo universal), que Kant habría movilizado al apostar por hacer del hombre un in en sí mismo. Como veremos, todo esto es completamente equivocado. Pero, en opinión de estos autores marxistas, al proceder así, a la conciencia burguesa se vedaba la representación adecuada de un futuro para la humanidad más allá de la raída desesperación individual. La ilustración kantiana quedaba despreciada como una concentración masiva en el individuo, que impedía la generosidad de la entrega al proyecto de construir una verdadera época ilustrada al servicio de ines comunes. Estos ines se resumían en el comunismo como meta inal de la humanidad, el verdadero momento en que autonomía y universalidad por in se darían la mano. Era de esperar que esta ilosofía de la historia forjara, a modo de programa auxiliar, una investigación histórica empeñada en presentar el futuro deseado y anhelado como meta destinada y legada desde el pasado, objetivamente preparada por el tiempo histórico. Todas las sospechas e improbabilidades acerca de la estabilización irreversible de la conciencia moral, que la Ilustración en sentido kantiano mantenía erguidas, debían ser superadas. La contingencia histórica que la acción humana implicaba, debía ser transformada en necesidad. Ya fuera en sus versiones particularistas, nacionalistas, como en sus versiones universalistas, el hombre

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que se sacriicaba en el presente por los ideales de la expectativa escatológica, no era un individuo solitario. Estaba acompañado por las ingentes legiones de los sacriicados del pasado. Tampoco era el suyo un sacriicio caprichoso. Las ingentes masas de osarios de ese pasado lo justiicaban. La mimesis de la muerte aceptada se impuso como verdadera enseñanza de la historia, y ese gesto reconocía su pasado originario teológico en la igura del Siervo de Yahvé. Como en esta igura, la muerte sacriicial generaba comunidad. Los análisis de Plessner en Los límites de la comunidad mantienen su valor intacto. El historiador al servicio de la causa debía presentar las cosas de tal manera que el camino del presente estuviera presentido, preparado, dictado, impulsado por el pasado. En otras épocas se habría dicho que estaba profetizado. Si la teología cristiana había sido una economía de los misterios del tiempo, ahora la historia se teologizaba. La historia debía registrar los progresos hacia la emancipación futura, tanto en la conciencia como en la realidad. La ciencia de la historia entraba así en el juego de las compensaciones. Las posibilidades prácticas de las que nosotros gozábamos eran el fruto de los sacriicios pasados. El pasado era visto sólo desde esta perspectiva. Su valor en sí y su realidad plena eran negados a cambio de una proporcional autoairmación del presente, que a su vez se preparaba a ser sobrepasado ante la autoairmación de otro presente. La provisionalidad del pasado se derivaba de la mayor cercanía del presente al ideal preparado por el tiempo, una cercanía legitimadora de nuestra superior visión respecto a la propia de los ancestros, nuestra verdad. En suma, ese programa de conocimiento histórico sólo veía del pasado aquello que ya era el propio presente en germen, y aquello que preparaba y aseguraba la victoria inal. El cansancio con esta idea llevó a Louis Althusser a realizar la crítica a la dialéctica tradicional del marxismo y a ofrecer una defensa de lo nuevo, de lo no preparado ni anticipado por el pasado. Así irrumpió el materialismo del azar que se derivaba de la nueva presencia en Francia de las ideas de Epicuro y Demócrito, tan pintoresca ésta como otras restauraciones ilosóicas. Esta visión de las cosas se apoya en metáforas cientíicas extraídas del evolucionismo, que también cuentan con sus paralelos bíblicos, así su latencia y epifanía, su revelación y kerygma. La idea marxista clásica más preclara en relación con el estudio del pasado fue, desde luego, que

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sólo desde el organismo más complejo se está en condiciones de describir el organismo más simple, como sólo desde Cristo se podía leer la Biblia entera con pleno sentido. La tesis concreta airmaba que sólo la más compleja doctrina de la sociedad actual estaba en condiciones de identiicar las formas sociales más sencillas que le precedieron. Así que la teoría social marxista forjó aquella evolución de los modos de producción en su historia como otros tantos estadios lógicos de una correcta descripción de la estructura social más avanzada. El tiempo entero tuvo así también su economía del misterio. La ontología del presente mostraba en su seno la ilogénesis, su proceso evolutivo. El tiempo pasado se tornó mediación lógica de la autocomprensión del presente y su estructura era el logos. Hegel pudo decir que la lógica era el Hijo, la mente de Dios antes del propio iat creador. Por su parte, y de manera consecuente, la investigación histórica debía ofrecer evidencias empíricas de que las sociedades realmente existentes del pasado encarnaban las estructuras lógicas de la teoría y sus previsiones evolutivas en germen. Ellas albergaban las categorías teóricas y las pulsiones prácticas hacia el desarrollo de grados evolutivos más elevados. Esto es: manifestaban los indicios pertinentes de los pasos revolucionarios lógicos y su base en la realidad social. Un pasado de revoluciones nos preparaba para un futuro de revoluciones y la sangre de todas ellas quedaría compensada por el paraíso inal en la tierra. La historia era un aprendizaje universal dentro de la ilosofía de la historia. Esa era la nueva pedagogía de la historia, una que quiere asegurar demasiado, para impedir que la historia al estilo de Rousseau se quedara en su desnuda irrupción mesiánica. También este peculiar mesías tenía que dar pie a una poderosa teología y a un reino de Dios en la tierra. En suma, desde la historia se forjaba el sujeto práctico. La batalla por la historia como ciencia era sencillamente la batalla por la historia como legitimidad de la praxis del presente. Si menciono al marxismo aquí no es por centrar el afán polémico en una doctrina que, en la medida en que incorpora la ilosofía hegeliana, tiene tanto la grandeza incuestionable de la tradición como su insuperable inactualidad, y todo eso al margen de la cruda verdad pesimista de sus relexiones económicas. Hablo de su ilosofía de la historia y de su dispositivo teórico. La misma estructura mental, sin tanta sutileza desde luego, se puede descubrir en el nacionalismo, en el fascismo, en el populismo. Todas ellas son formas de la superstición

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moderna y todas ellas afectan a la conciencia histórica y su función pedagógica. Todas ellas identiican un contenido material concreto que será la meta, son apocalípticas a su manera y experimentan un fastidio con un tiempo difícil de soportar en sus tensiones. Ninguna concibe el ser humano abierto a una evolución en marcha de la que apenas sabemos nada, pero de la que al menos sabemos que no nos permite prescindir de nada. Ninguna de ellas tolera, incluso mediante extremas coacciones, el proceso ilustrado de aclararse a sí mismo en relación con ese proceso ignoto; ninguna establece este sentido de Ilustración como lo que es: un horizonte antropológico tan dudoso como necesario. Todas fuerzan al consenso, a la dimensión comunitaria y a la organización de la acción con idelidades que no están producidas por, ni sostenidas sobre esa base personal del aclararse a sí mismo. La cuestión entonces es bien sencilla. Estos excesos supersticiosos acerca de la historia, ¿no estaban in nuce en el programa kantiano de una pedagogía política a través de la historia que, como vimos, se debía oponer al sentimental Emilio, el libro de Rousseau? ¿Qué alternativa ofrece Kant a esta visión de la historia? 2. Enredos en la ilosofía de la historia. Más vale que lo digamos pronto. Por mucho que hayamos subrayado las ideas que nos conducen a escenarios teóricos descarriados, el mismo Kant no se puede separar enteramente de este desdichado cosmos de ideas. Esta es otra de las sospechas razonables que podemos lanzar sobre su esquema ilosóico. Quizá de una manera consciente, él fue el primero que habló de una historia ilosóica de la razón como parte de la ilosofía sistemática. En ella también el tiempo se tornaba pura lógica. Con ello, Kant también tiene parte en la responsabilidad de encaminarse hacia una ilosofía auto-referencial. Hizo esta propuesta no sólo en la Crítica de la Razón Pura, sino en los Progresos de la metafísica desde los tiempos de Leibniz y Wolf. Por lo demás, fue el más preclaro traductor del principio de la inmortalidad del alma (el soporte de la auto-referencialidad) al postulado de la inmortalidad de la especie, lo que daba entrada a transferencias peligrosas desde un evolucionismo no bien aclarado, hoy inaceptable en su retórica y falso en su propio fundamento. Si algo sabemos es que el ser humano, junto con la propia Tierra, no es inmortal. Sin duda, el paso de Kant alteraba las compensaciones tradicionales, pero no se despedía del esquema de la compensación. Ahora el más allá celestial, contemplando el rostro de

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Dios, no compensaba el más acá de sufrimiento terrenal, pero al menos la especie ganaba lo que el individuo perdía. La posición implicaba colocar a todo ser humano dentro de una cadena de generaciones que sólo en la generación inal se beneiciaría del legado completo de la humanidad. Kant también airmó con fuerza el dogma del progreso que implica, desde luego, que sólo el futuro disfrutará de todo lo que el presente y el pasado preparan, puede que con alegría, pero también con molestos trabajos y sacriicios. Así que es verdad. Kant no puede separarse de este cosmos de la ilosofía de la historia. Un nietzscheano individualista extremo diría, de entrada, que Kant parece enredado en la misma trampa compensatoria. Sin embargo, el imperativo categórico kantiano no deja la menor duda acerca del carácter de in inal absoluto de todo ser racional y, por tanto, de todo ser humano. Desde este punto de vista moral, el tiempo de la vida de cada hombre es tiempo absoluto. Las generaciones del pasado, desde el combate moral, no están en función de las generaciones del presente. Tienen su medida en sí mismas. Restablecer la dignidad de la moral implica abandonar toda idea de sacriicio. Todo tiempo es vital, está en función del sujeto humano portador y de su empresa; a saber: cumplir con su destino moral como ser racional. De hecho, como veremos, el centro del imperativo es éste: la co-implicación entre ser racional y in en sí mismo. Por tanto, del imperativo categórico se deriva la imposibilidad y la inutilidad de cualquier compensación. Un in en sí no queda compensado por los beneicios y perfecciones que otros obtengan de sus sacriicios. En suma, respecto a una realidad que es in en sí misma, no están previstos sacriicios, al menos de entrada. Así que Kant albergaba una representación del ser humano como valor absoluto que le situaba en la línea de los impugnadores radicales de la ilosofía de la historia, al estilo Kierkegaard. Y sin embargo, de forma que debemos ajustar, forjó una ilosofía de la historia que puso en circulación la idea de progreso, la misma que, radicalizada, puede llevar a las supersticiones sociales que hemos señalado en el anterior epígrafe. Esta no es una diicultad menor de la Ilustración. Como no lo era el sencillo hecho de que, para participar de los valores ilustrados, la puerta fuera la experiencia mística de Rousseau, su misterio gozoso. Un detalle aquí es importante. Kant no quería sugerir que todos los hombres vivieran en cada uno de sus instantes vitales como si el impe-

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rativo fuera una norma efectiva de su voluntad. Al contrario, lo hacían de forma muy improbable. Sin embargo, su valor y dignidad como seres humanos no dependían de ello. No examinamos si alguien cumple con la ley moral para decidir que tiene dignidad. Más bien nuestro juicio depende de su condición humana y el imperativo sólo es la oportuna conciencia ilosóica-práctica de la misma. El imperativo es la causa de que conozcamos nuestra libertad, pero ésta siempre está ahí, como su razón de ser. Así que la conciencia ilosóica no es constitutiva de la dignidad, como la conciencia en general no es constitutiva del ser. Esta tesis distancia a Kant de los ilósofos-reyes platónicos. Sin duda, la condición humana implica una cierta conciencia de sí, pero no necesariamente una conciencia ilosóica de sí. Todo el argumento de la Grundlegung, una renovación de la vieja teoría de la anámnesis platónica en sentido democrático y universalista, dice que se puede fácilmente producir un continuo en el conocimiento moral que va desde la conciencia popular a la conciencia ilosóica. Esto lo asumió Kant muy a la ligera y aquí anida otra diicultad de la Ilustración que no llegó a revelarse de forma plena. En todo caso, lo que caracteriza la posición de Kant es que ningún ser humano, con un grado de conciencia racional suiciente, puede asumir el argumento del sacriicio y la compensación. Si el hombre tiene inteligencia para comprender el asunto del sacriicio, entonces no puede aceptarlo. Comprender teóricamente el argumento del sacriicio denota ya un grado suiciente de racionalidad como para reconocerse como in en sí. Ahora bien, como el in último de la historia, según Kant, es cumplir con el destino racional del ser humano, en la medida en que comprendemos este argumento, en ese mismo acto, nos negamos a la teoría de la compensación y del sacriico. El destino moral del ser humano, interno a cada uno de nosotros, puede imponer que tengamos en cuenta las generaciones del futuro, pero no puede exigir nuestro sacriicio como seres morales para el disfrute por parte de otros de esta condición en el futuro. El crimen, la maldad, la prepotencia, la pérdida del alma, el fanatismo, la crueldad, todo aquello que nos convierte en seres que olvidan el imperativo, no será compensado por un futuro de paz, amistad, generosidad, democracia. El mal moral no recibirá la compensación del bien futuro. El futuro es un elemento en la conciencia moral, pero no un elemento compensatorio de su miseria actual. Violar la dignidad moral también es un

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acontecimiento absoluto. En sentido contrario podemos decir, con Kant, que tenemos la esperanza de que, cuanto más ejemplo de rigor moral demos en el presente, más sentido y evidencia tendrá el combate moral de los hombres del futuro. Una reducción drástica de la disposición al sacriicio, en este sentido, forma parte de los efectos pedagógicos que una conciencia moral lanza sobre el futuro. De esta manera, la diferencia entre la ilosofía de la historia y el discurso kantiano sobre la historia reside en que, en la primera, la norma exige el sacriicio moral del presente por el futuro; mientras que, en la segunda, la misma norma debería impedirlo. Así que, en Kant, la norma básica del ser humano, su destino racional, impide el discurso supersticioso de la ilosofía de la historia. Una vez más, la racionalización moral es un avance epistemológico impresionante, pues nos desvía de todo lo que tiene que ver con la magia, el fanatismo, la superstición. Y esta norma moral —ser in en sí mismo, y ya veremos en qué sentido— no es un resultado del progreso de la ilosofía de la historia, sino que debería ser fruto de la mínima conciencia que está a la mano, de forma inmediata, para cualquier ser racional en cualquier tiempo histórico. Así que debemos ajustar las piezas del discurso de Kant sobre la historia hasta hacerlas compatibles con las piezas del discurso moral. De otro modo, la función pedagógica de la historia política estaría en el aire. Juguemos todavía un poco con esta contraposición. El ser moral tiene que vivir en su presente con la plenitud de ser un in en sí para sí mismo. Sin embargo, Kant es el primer gran pensador de la historia en tanto que progreso. La pregunta pertinente es: ¿Qué quiere decir progreso para un ser que es un in en sí? ¿No hay aquí una paradoja? Si la moral ancla en la conciencia de ser in en sí propia de cada ser humano, no hay aquí progreso propiamente dicho. Puede haber progreso ilosóico y retórico y esto signiica que podemos sospechar con razón que el estatuto de in en sí resulte más operativo en una conciencia ilosóica aguda que en una obtusa, o desde una retórica adecuada y no desde una brutal coacción sádica. Pero no podemos separar la humanidad de la conciencia de ser in en sí. El acontecimiento temporal evolutivo concierne a la propia especie humana, no a la conciencia de ser in en sí que caracteriza a cada uno de sus miembros. Con mayor o menor confusión, con mayor o menor autoconciencia, el ser humano es centro de interés e inquietud, de expectativa y decisión acerca de sí desde su mismo origen. No tenemos aquí las paradojas de la

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ilosofía de la historia, con su ser humano antiguo y nuevo, su prehistoria y su verdadera historia, su hombre y superación del hombre (“más que un hombre”, decía Rousseau que se sentía en sus ensoñaciones), su hombre falso y auténtico. El pasado puede mostrarnos al ser humano más o menos inconsciente de su estatuto, pero no menos activo desde su propio sentido de ser el centro de interés por sí. Allí donde vemos operar a un ser humano no dejamos de observar una conducta que interpretamos como alguna forma de elevarse a in en sí. Podemos mostrar un progreso en la nitidez de su conciencia moral, en la apreciación universal de esa dignidad y en algo más: en la exigencia de organizar la vida social de tal manera que esa exigencia de ser in en sí se pueda cumplir en todos los instantes de una vida libre. Pero la especie humana no permite las divisiones típicas de la ilosofía de la historia. Los seres humanos, más o menos, siempre son seres humanos. Una de las divisas de la Ilustración kantiana, se quiera o no, reside en airmar un continuo antropológico unitario para toda la historia humana. Y esta no parece, tomando adecuadas distancias, una gran diicultad de la Ilustración, al menos por lo que concierne a los últimos milenios sobre la faz de la Tierra; desde que tenemos memoria, aunque esta sea un islote de luz en medio de la oscuridad. 3. Fin en sí mismo desde siempre. Kant, sin embargo, una y otra vez, no parece dejar de enredarse en sus propias palabras cuando aborda los temas de la ilosofía de la historia. Al comienzo de sus Ideas para una historia universal en sentido cosmopolita, cuando mira sobre el pasado de la especie humana, viene a decir que allí donde el hombre todavía no es un ser racional, debemos suponer que la naturaleza actúa por él, con previsión y planiicación, para que llegue a serlo. La naturaleza, no la historia. Desde luego, la intención de la naturaleza al actuar así es hacer del ser humano un ser racional. Tenemos así pre-dibujada la astucia de la razón, pero no una astucia histórica. A pesar de todo, se trata del paso desde el ser natural al ser humano, de la libertad inconsciente a la consciente: todo esto suena a lo mismo y no sería difícil encontrar citas en Marx que se expresan en términos parecidos. También en Hegel: estaríamos pasando del ser humano en sí al ser humano para sí. Durante un tiempo los hombres obedecen sin saberlo el plan de la naturaleza, que no es otro que llevarlos al estatuto de seres racionales. Esto es: la razón tiene una prehistoria en la naturaleza. O lo mismo: la razón tiene una historia

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natural. También se podría decir así: la razón enraíza en una estructura instintiva. Kant propondría aquí su fe más ilustrada: la propia naturaleza trabaja en la emergencia de la razón, prepara y forja el ser humano que luego actuará de forma racional. Habría una continuidad entre el ser natural y el ser racional, pero esa continuidad se concretaría en un proceso de distanciamiento, de lejanía de las instancias naturales, de grados paulatinos en los que la antropogénesis es un proceso abierto y continuo desde la biogénesis. Esta fe en la fuerza previsora de la naturaleza para autotrascenderse en nosotros puede ser consoladora, ¿pero es coherente con otras posiciones de Kant? ¿Hay un proceso teleológico, o es la otra forma de mirar un proceso continuo aunque improbable, inesperado, donde cada grado evolutivo no determina el siguiente, lleno de riesgos, desajustado? Esta tesis de Blumenberg ofrece un contrapunto al ensayo kantiano y le propone una alternativa adecuada a la ocurrencia de la palabra kantiana para estas cosas, epigénesis. En Kant no es tan fácil unir la ilosofía de la naturaleza y la ilosofía de la historia. En Probable inicio de la historia humana no hay continuidad entre ser natural y ser racional, ni se divisa una evolución continua desde el animal al ser humano. Kant no ha pensado así. No ha propuesto un tiempo del hombre previo al lenguaje y a la razón y otro que ya cuenta con todo ello. No ha propuesto un tiempo de la ley natural que prepara el tiempo de la ley moral. Antes bien, toda la tesis del pequeño ensayo es que, en la medida en que airmamos la existencia del ser humano, ya hablamos de un ser que ha roto la estructura de su ajuste con la naturaleza. Ser humano y superación de la estructura instintiva es para Kant la misma cosa63. Tiempo y libertad, tiempo y moralidad, también van rígidamente asociados. El comienzo de la historia es precisamente esa primera ocasión en que la “razón pone trabas a la voz de la naturaleza”. La naturaleza ya no habla, ni actúa, ni determina: su voz ha sido acallada, quizá rota. En lugar de este cierre instintivo, en que siempre tenemos lista la respuesta satisfactoria ante una naturaleza que nos afecta de una manera drásticamente selectiva, Kant nos recuerda que el hombre está instalado en la posibilidad y que esta instalación produce miedo y angustia [Angst und Bangigkeit]. Desde un punto de vista evolutivo, la modalidad es la estruc63

WW.)

Kant, Werke, ed. W. Weischedel, Frankfurt, Suhrkamp, 1968, vol. XI, 88. (En adelante

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tura categorial básica de la humanidad y sin ella no puede ser encarada de forma adecuada la pregunta por la antropogénesis. Esto signiica que el ser humano no goza de la indiferencia modal del mundo propia de la vida animal. De una manera muy gráica, Kant dijo que el hombre que se ha separado de la naturaleza “está en cierto modo al borde de un abismo”64. ¿Comprendemos ahora por qué se requiere cierto ánimo y valentía para impulsar el proceso de aclararse a sí mismo? La Ilustración no es para Kant una elección, ni una posibilidad entre otras a la mano. Es la respuesta adecuada a la posibilidad humana, dominada por la modalidad que no deja intacto ningún mundo de la vida. Como es natural, la modalidad dominante sigue siendo la posibilidad. Por mucho que se trate de una respuesta adecuada porque se hace cargo de lo real, a in de cuentas se trata de ofrecer la prestación de una respuesta posible a lo imprevisto. Lo que entonces comenta Kant afecta al centro mismo de este opúsculo y a toda su visión de la Ilustración, pues tiene que ver con el “primer despliegue de la libertad” desde ese vacío. El texto en alemán es muy característico, pues incluye palabras sobre las que debemos volver a relexionar: se trata “del primer desarrollo de la libertad a partir de su disposición originaria en la naturaleza humana”65. La disposición de la libertad implícita en la naturaleza del ser humano, a la que aquí se hace referencia, es el pensar, la apertura a un reino de posibilidad más allá de la facticidad instintiva necesitada. Que este pensar sea un imaginar, que provenga de la mimesis de la conducta de los animales, todo esto es algo que acepta Kant como antes lo aceptó Reimarus. La modalidad concreta es el estatuto propio de un ser mimético. Lo decisivo es que este primer paso de la libertad nos sitúa frente a una variedad de posibles deseos y de estímulos, ante una mimesis cortocircuitada por su propia apertura, por su razón insuiciente para decidirse. Esa posibilidad así abierta es el primer despliegue evolutivo de la libertad. Sus manifestaciones fenoménicas son la angustia, el miedo. Pero también la ruptura de la “dominación del instinto” [Herrschaft des Instinkts], de la soberanía del instinto, de todo eso que Heidegger, con su forma habitual, ha llamado el sometimiento al desinhibidor. Las determinaciones instintivas propias, o las de otros, ya comparadas y relexionadas, se interpretan ahora como adicionales posi64

WW. XI, 89. “Erste Entwicklung der Freiheit aus ihrer ursprünglichen Anlage in der Natur des Menschen”, WW. XI, 85. 65

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bilidades de la imaginación, se convierten en adicionales ellas mismas, pueden ser airmadas, negadas, transformadas y variadas dentro del ámbito de posibilidades que la mimesis ha descubierto. Kant habla de una “soberanía de la razón sobre las pulsiones” [Herrschaft der Vernunft über die Antriebe], de la posibilidad sobre la efectividad, lo que supone que estas mismas pulsiones son energías lexibles, desvinculadas, manejables, que se pueden reprimir, negar, posponer, dirigir, ocultar, canalizar, reconducir. Freud seguirá con el inventario de acciones: sublimar, idealizar, desplazar, transferir, inar, etcétera. Todo este trabajo sobre las pulsiones, que Freud ha detallado, conirma el sentido de la posibilidad, el sentido más básico de la libertad en su primer paso en el ser humano. Atendamos ahora a esta manifestación fenoménica de la angustia, sin la que no podemos situar las diicultades de la Ilustración de cada uno sobre sí mismo. Pues de ella deriva Kant un paso decisivo, que convendría situar en el fondo mismo de la Crítica de la Razón Pura. Se trata de la necesidad trascendental de que, al sentir miedo, el ser humano descubra en sí la intencionalidad expectante de su conciencia en relación con algo ignoto a lo que atiende, teme, espera. El miedo es el fundamento de la intencionalidad, pero quizá también de la relexión auto-consciente y la transparencia de los sucesos de la conciencia ante ella misma. En su intensidad invasiva, el miedo no puede pasar desapercibido ante sí mismo. La apertura de la conciencia, su intención misma, es interna a la “expectativa de futuro” [Erwartung des Künftigen], pero supone ya la modalidad del temer66. Sólo por esa apertura angustiosa el ser humano es conciencia, intencionalidad y, sobre todo, tiempo. Y entre esa angustia producida por una pluralidad de deseos y de estímulos diversos, sobre la que debemos trabajar, de repente emerge la angustia de aquella realidad que pone in a la posibilidad misma, la noticia por la cual se introduce la idea de initud en el ser humano, la presencia de ese cero radical, la muerte, que tensa todavía más todas las posibilidades, por cuanto ahora todas ellas deben ser abordadas en un tiempo inito. Entonces, ante una pluralidad que no puede recorrer todas sus posibilidades, ante un tiempo abierto, ante un miedo que no puede jamás disolverse mientras se viva, el ser humano, para superar esa angustia de la expectativa que anula su auto-conservación, sin él saberlo, o sabiéndolo, se organiza como un centro ansioso de exigencias 66

WW. XI, 90.

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de seguridades, de necesidades inexistentes. La modalidad cierra su campo justo desde el punto focal de la muerte, una posibilidad que es algo más que posible. Necesario para mí es lo que todavía no me mata. Aquel vacío del miedo ante la disolución de la vida genera una intencionalidad que aspira a la seguridad. La primera noticia de la libertad es la de poder ser nada. La primera experiencia de la intencionalidad del miedo es la de aspirar a mantenerse en el ser. Pero un ser que puede ser nada, un ser tal, sólo puede asegurarse si asume como punto focal de su intencionalidad el estatuto de ser in en sí, de hacerse, de usar todo lo que tiene a su alcance para llegar a estabilizar su propia posibilidad, ahora reconocida como contingente. Kant concluye que en el momento mismo de la primera evolución de la libertad, el ser humano asume “selbst Zweck zu sein”, ser su propio in, que no parece lo mismo que ser in en sí mismo. No hay en este terreno progreso alguno. El tiempo de la conciencia de ser in en sí parece el tiempo absoluto del ser humano. La paradoja es que la naturaleza no ordena al ser humano y que, justo por dicho motivo, éste debe elevarse a in en sí. En cierto modo, la naturaleza no podría hacer nada aquí. Se puede hallar en Kant la airmación de cierta evolución humana, pero sólo a partir de la constitución de la humanidad. Antes de ella, hay epigénesis, irrupción, novedad. Tales vislumbres pueden ser desplegados, pero es difícil seguir a Kant en las diicultades de su planteamiento. En todas sus investigaciones antropológicas ha reconocido que el ser humano no tiene naturaleza, que procede de un “abandono del útero materno de la naturaleza” [Entlassung aus dem Mutterschosse der Natur]67. Los seres humanos no se relacionan con la realidad de un modo inmediato, activando instintos. Kant asegura: no somos animales. Antes bien, al leer atentamente la breve introducción de Ideas para una historia universal, repetidamente nos damos cuenta de que el autor invoca la libertad de la voluntad humana o la libre voluntad del ser humano [die Freiheit des menschlichen Willens/ der freie Wille der Menschen], y dice que el primer momento evolutivo humano coincide con la antropogénesis misma. Las acciones humanas son ya los fenómenos de la misma libertad y voluntad que ya ha roto con la naturaleza desde el inicio. Se trata, en todo caso, de una libertad y voluntad producidas por el mero pensar, por la mera posibilidad, por aquella apertura instintiva, ahora multiplicada 67

WW. XI, 91.

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por la mímesis, no regida por una ley propia. Y sin embargo, el ser humano todavía debe superar esa mimesis que se paraliza en su propia apertura sobreabundante, en su exceso de modalidad. Pues ésta no trae en verdad la noticia de una ley propia, sino que necesita la alteridad como motivo. El ser humano, sin embargo, no puede imitar cualquier cosa; busca desde siempre una ley propia de lo humano. Mientras tanto, entregados a la mera la imaginación, los seres humanos ni son meros animales ni son racionales. Ni tienen ya naturaleza ni todavía gozan de libertad racional. Son un proyecto o posibilidad, pero también un vacío. Esta es una imagen bastante realista del ser humano y creo que es la más ajustada representación que del mismo nos ofrece Kant. Es una representación ontogenética y ilogenética a la vez. Por eso es la base de su noción de Ilustración. Sea cual fuere el nivel histórico en que se sitúe el ser humano, siempre tiene por delante el mismo problema, acceder a la ley moral que hace de él un in en sí para llegar a ser algo concreto, no un mero “ni…ni”. Kant ha puesto ahí la conquista de la humanización plena. Todos tenemos el mismo combate y el mismo estatuto. Ninguno transiere a otro las conquistas morales, ninguno transiere a otro una imaginación ya ordenada ni una mimesis ya superada. Por eso, de forma autorizada, y con una crítica implícita a la vieja consigna del magnum miraculum homine propia del humanismo, concluye Kant que “uno no sabe inalmente qué concepto debemos hacernos de nuestro género, tan envanecido acerca de sus privilegios”68. En esas condiciones previas, mientras se halla sometido a la posibilidad continua del deseo, acuciado por esa pretensión de asegurar su existencia y llegar a ser in en sí mismo, el ser humano no puede presuponerse ningún “propósito racional propio”. Desde el punto de vista de la res gestae, la acción del ser humano es la propia de la reducción de la posibilidad abierta de la mimesis, que se desea tanto como se teme. Si los seres humanos se quedaran en esta situación, su vida sería bastante parecida a la locura. la histeria, a una mimesis siempre enfrentada a su propia razón insuiciente y por tanto siempre indecisa entre realizarse y no realizarse, en una excitación permanente e 68 WW. XI. I, 34. No sigo la edición española. Este tema es un viejo topos de la literatura de sabiduría mundial. Procede de las viejas literaturas persas y pasó a Europa por los escritores hispanos sapienciales. Uno de ellos, quizá el más fascinante, Anselm Tourmeda, escribió a principios del siglo XV uno de esos libros para cuestionar el estatuto privilegiado del ser humano en su conocida Fabula del’ Asse, irmada en Túnez hacia 1415.

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interrumpida. De hecho, ontogenéticamente hablando, la vida de todo ser humano pasa en cierto modo por estos estados. Basta ver los juegos de los niños. Estamos aquí en los amplios dominios de una fantasía que no encuentra en sí motivo alguno para salir de sus continuas imágenes y de su igurada posibilidad. 4. Fin en sí, imaginación y ley. Si todo esto es así, ¿por qué a pesar de todo ha vinculado Kant esta mirada sobre el ser humano, en tanto especie, al propósito de la naturaleza? ¿Qué sustenta aquella fe, si hemos visto que el ser humano tiene como base una fractura con su propia base natural? Kant, más o menos, podría defender que la naturaleza ha querido que el ser humano deba su estatuto y su dignidad a sí mismo, a su capacidad de elevarse a in en sí. Por ello ha permitido que el ser humano se separe de ella, que no tenga naturaleza para que así tenga conciencia, tiempo, libertad, historia; para que de este modo conquiste el mérito de deber su ser a sí mismo, superando el miedo originario69. Demasiado se ve que Kant piensa la naturaleza según el modelo del viejo Dios. Este no nos habría asegurado el paraíso porque quería que nos lo ganásemos. La Ilustración, así, supone una previsión básica, la de una retirada, la de un abandono de la naturaleza, como la Reforma supuso un Dios que se escondía. Todo infante humano transita desde la animalidad que ya no es, a la libertad racional que todavía no es. La historia no es el terreno ni de la animalidad ni de la libertad. Es el terreno de una antropogénesis nunca iniciada ni nunca concluida, porque, como diría Ramon Llull, el ser humano es el ser que se humaniza. Al margen de cualquier otro progreso, el ser humano está ahí, anclado a este terreno, como su escenario absoluto propio de la especie. En un lenguaje más técnico: el ser humano, sea cual sea el tiempo histórico, tiene Anlage, posibilidades y potencialidades, y debe llegar a tener Vermögen, capacidades, habilidades, poderes. Adueñarse de sus disposiciones, elaborarlas, ser consciente de ellas y usarlas como poderes o haberes: ésa es la historia, el espacio evolutivo del animal humano hacia el ser humano, el terreno de su Entwicklung. La historia del 69 Es la tesis del quinto principio de Ideas: El propósito supremo de la naturaleza es que el ser humano pueda alcanzar “la evolución de todas sus disposiciones”. WW. XI, 39. Aquí vemos una diicultad del planteamiento de Kant, en la medida en que bien pudiera ser que el ser humano no tuviera unas disposiciones contadas y que por lo tanto no pudiera llegar a un momento de alcanzarlas todas, sino que fuera un ser entregado a su propio devenir, sin otra orientación que lo que en cada presente hace de sí mismo.

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ser humano es el territorio de su propia constitución. Y el historiador (o el novelista) no hace sino escribir el camino de esta evolución por la cual el ser humano llega a ser algo a partir de una potencialidad o modalidad que nos subsume a todos. Por eso, el hilo conductor de la historia como escritura consiste en narrar la “continuamente progresiva aunque lenta evolución de las disposiciones originarias”70. Creo que esto es otra forma de decir que esta historia narra el camino por el cual el hombre se trabaja a sí mismo para lograr, a partir de ciertas modalidades, disposiciones, posibilidades, potencialidades o Anlage, las respectivas realizaciones, capacidades y poderes. Veamos este asunto más de cerca. Una cosa es la libertad humana como separación de la estructura instintiva, como su ruptura a manos de la imaginación animada por la mimesis, la libertad negativa en su primer paso, que lleva al ser humano a preocuparse de sí mismo desde la urgencia de la expectativa angustiosa y del miedo; y otra muy distinta la libertad como trabajo racional y consciente de nuestros deseos, apropiación evolutiva de nuestras disposiciones, aceptación de una posibilidad limitada y trabajo de coacción a la imaginación en la búsqueda de una ley propia. Una cosa es libertad imaginaria y otra la libertad real. Una cosa es la libertad salvaje —wilde Freiheit la llama Kant71— y otra la libertad concreta. En suma: la imaginación rompe la animalidad, pero no construye humanidad. En medio, la historia es la verdadera evolución desde la una a la otra. Y esto implica tanto el paso desde la imaginación representacional a la razón teórica, como desde la imaginación desiderativa a la razón práctica, como desde la imaginación estética al gusto, o desde la imaginación política (moi et mon droit) a la justicia jurídica. La ciencia y la moral, la estética y la política, son hallazgos evolutivos de la misma entidad y forman parte de la misma antropogénesis acontecida en la historia. Estas esferas de vida son resultados de esa continua aunque lenta evolución de las disposiciones originarias, en su voluntad de trabajar el carácter abierto de la imaginación y darnos una versión reglada y inita de nuestra vida. Hoy nuestras disposiciones son mucho más amplias y complejas que las de un hombre primitivo, pero el combate por elaborarlas como capacidades y haberes, como Vermögen, es exactamente tan 70 71

WW. XI. I, 33. WW. XI, 40.

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necesario como en cualquier otro momento de la historia. En caso de que ese trabajo de formación y apropiación fracase, nuestra proximidad a la “ya no-animalidad” primitiva será la misma que la del primer ser humano. En el mismo sentido, será un fracaso por la recaída en una fantasía indisciplinada y salvaje, incluso delirante, un regreso al primer germen de libertad, pero que, lejos de ser una puerta, ya será para siempre un muro. Ese ser fallido como ser humano como animal personiicará una vía muerta evolutiva singular. No podrá administrarse a sí mismo y pasará a ser objeto de cuidado social. La ilosofía, que elabora argumentos para vincular la imaginación teórica y para ordenar la imaginación práctica, estética o política, sería herramienta evolutiva de cierta operatividad, aunque de dudosa eicacia material frente a otros elementos coactivos, como la familia, el grupo o el medio social. Por eso la Ilustración será la conciencia formal de una pedagogía posible, pero no de una práctica material educativa. Para esta se requieren algo más que conceptos. De ahí la necesidad de la retórica que debe completar el concepto con afectos y vínculos materiales. En su conjunto, la ilosofía todavía dispone de cierto potencial evolutivo. Tiene que intervenir en ese terreno en que la evolución se juega en el ser humano: en el limitado terreno de lo singular. Lograr que cada ser humano se aclare a sí mismo y se eleve a in en sí, es justamente sólo eso, Ilustración. Estas son las consecuencias no de la carencia de naturaleza (al in y al cabo tenemos cuerpo y órganos, incluido ese extraño fruto evolutivo que es el cerebro más grande jamás formado), sino de la retirada de la dimensión instintiva en el ser humano. Decir que el género humano carece de naturaleza es airmar, de forma resumida, que más allá de los sentidos ya tiene la modalidad de la imaginación. La estructura de la imaginación se despliega en su dinamismo abierto. De este se deriva el rasgo de ir más allá del instinto natural y el hecho de que el ser humano “no conoce límites en sus proyectos”72. El hombre ha de llegar a ser un in en sí que despliega sus disposiciones en capacidades, en poderes, porque su capacidad básica, la imaginación, no sabe encontrar un límite a sus propios proyectos posibles. Sin duda, podemos desplegar todas nuestras disposiciones, pero ese proceso no puede entregarse a la imaginación misma. Podemos concentrar nuestras fuerzas en nosotros mismos, ser el punto 72

WW. XI, I, 35.

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focal de nuestras inquietudes, pero entregados a la imaginación no parece que podamos llegar a perfección alguna. En suma: si el hombre fuera sólo un ser de imaginación, no podría sentirse satisfecho con ningún modelo imaginado. La imaginación entregada a sí misma no permite reconocer algo tan estrecho como un modelo. Este es el argumento básico que llevó a Platón a proponer la realidad de las ideas más allá de los fantasmas de la imaginación. El hombre de la imaginación no se puede elevar formalmente a in en sí, ni puede imaginarse jamás como tal de forma concreta y vinculante. Para eso se necesita algo más que imaginación. De otro modo, su proyecto de ser in en sí es una pura palabra. Puede trabajar todas sus disposiciones, pero entre sus fuerzas initas y sus proyectos indeinidos no puede existir una mediación ni una continuidad temporal apropiadas. Aquí el consuelo del futuro es vano: en cualquiera futuro se sentirá igual. La imaginación es tan libre y abierta que no se siente vinculada a una línea de despliegue de las disposiciones en capacidades. Si el ser humano no tiene ethos por naturaleza, con la mera imaginación no llegará a hacerse una idea concreta para alcanzarlo. Ella le ofrece una posibilidad abierta. No tiene un futuro, sino muchos futuros. El ser humano es su propia obra, dice el principio tercero del texto kantiano de Ideas. Pero en la medida en que sus planes no tengan límite, es una obra siempre en el inicio, hacia ningún sitio ijo. Un ser entregado a la imaginación no sólo siente que siempre decide la posibilidad mala. También teme que cualquier elección es insoportablemente limitativa. Angustia e imaginación son realidades inevitablemente enlazadas y esa angustia tiene algo que ver con el miedo que produce estar ante un delirante. El trabajo de las pulsiones, entregado a la pura imaginación, no permite jamás la emergencia del principio de reconciliación con uno mismo ni la satisfacción de expectativas. En este sentido, es el propio estatuto de ser in en sí el que peligra. Un ser humano apegado a la imaginación, un ser de indeinidos deseos dotado de un tiempo inito de elección, es un absurdo. Es más: para la conciencia de posibilidad implícita en la imaginación, una permanente elección equivocada es una condena. La imaginación, de no ser trascendida, lleva consigo el colapso evolutivo del hombre. Esta es la percepción que ha entregado a la Gnosis su permanente atractivo. La otra opción, que constituye una amenaza porque implica desactivar todo el trabajo de sí, y con él la función evolutiva de la ilosofía

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en el terreno de la singularidad, reside en administrar la imaginación de todos los infantes desde una disciplina de mercado cultural o de la propaganda del Estado, mediante una invasión permanente de estímulos sobre los sentidos. Suponiendo que eso sea posible, entonces la Ilustración no tendría juego alguno porque mientras tanto no habría quedado ningún Sí mismo que aclarar. El pequeño problema es que un ser humano tal no podría ser convocado a una praxis. Sería el espectador puro de imágenes servidas para administrar sus deseos y expectativas: volvería a ser tan ajustado como un animal. Así, un animal perfectamente social, reducido a visualidad, reconquistaría un mundo perfecto. A pesar de todo, tal horizonte no está completamente excluido. 5. El inal del orden animal: sociedad. Pero mientras las exigencias de miedo, angustia y auto-conservación sigan presionando, este escenario no parece probable. La imaginación tampoco es un obstáculo insuperable a su elaboración. Esto, en cierto modo, ya lo anunciaron los ilósofos que percibieron la capacidad fundamental de la imaginación en el ser humano, como Hobbes. Sin embargo, fue Montaigne el primer moderno en llamar la atención sobre esta capacidad, que hace al ser humano variable y volátil. Spinoza, en todo caso, fue al más atrevido a la hora de extraer las consecuencias. En su opinión, la imaginación llevaba al hombre a la ruina. Kant, sin embargo, organizó su obra intentando mostrar cómo todo aquello que Spinoza llamaba razón, no era sino una imaginación vinculada, estabilizada, reglada por la ley propia del ser humano. El paso a esta imaginación ijada, permite entender el sentido mismo de esta categoría, Anlage, en tanto posibilidad real, en tanto imaginación potencialmente vinculada, dotada de un deseo humano repetible. Desde esa imaginación vinculada y concretada en Anlage, en la medida en que ese vínculo es obra humana, se puede impulsar el trabajo hacia las Vermögen, los poderes del hombre. Ese es el proceso de la Bildung. Como tal, se trata de un trabajo ejercido sobre la imaginación, que encuentra algún motivo para vincularse y repetirse. La imaginación así se convierte en la fuerza productora de Bildung, en Einbildungskfraft. El problema pasa por encontrar ese camino desde una posibilidad abstracta de igurar inicial, que permita reducir la imaginación en su apertura, para que nos brinde una posibilidad más concreta, una modalidad más reinada, esa a la que Kant llama la posibilidad objetiva. Así,

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la imaginación empírica y asociativa puede conigurar cualquier mundo posible, pero la imaginación objetiva, reglada, disciplinada, se atendrá a someterse disciplinadamente a los esquemas y al entendimiento metódico conformado por ellos. La base de esta transformación no puede ser sino el principio de repetición, una pulsión que no se ha desenganchado del todo del ethos animal, pero uno que tiene que estar vinculado a su placer propio. Aquí tendríamos algo así como un Anlage trascendental. El entendimiento, como imaginación selectiva, sería una posibilidad concreta ofrecida a cada ser humano que viene al mundo, un Anlage. Como tal ya no sería una potencialidad cualquiera, sino una tal que sólo puede ser elaborada desde lo humano. Pero el trabajo para actualizarlo como un poder efectivo ha de hacerlo exclusivamente cada uno. Y para eso tiene que ser su propio in. El ser humano como in en sí mismo exige trabajar los Anlages hasta llegar a tener Vermögen, poderes, haberes, fuerzas reales de acción a las que deberle su goce, su seguridad y su relajación del miedo. De poseer imaginación ha de llegar a tener entendimiento, una imaginación reglada y consciente de su drástica selectividad de formas. Con la mera imaginación inicial, la que Kant llama imitativa, reproductora, mimética, el ser humano no puede dirigir su singular trabajo de antropogénesis. Para esto se requiere una imaginación esquematizada, y esa es la verdadera capacidad. Esta fragilidad de la imaginación, que en cada generación que viene al mundo está como en el primer día de la creación, y que ofrece este aspecto caótico que cualquier observador de la infancia recuerda como un estadio propio de su vida, fuerza a considerar la Ilustración como un trabajo de libertad. En realidad, no puede ser superada salvo por el trabajo de la propia subjetividad. Todo lo que dijo Kant acerca de la naturaleza como guía ausente de la acción humana, choca ahora con la tesis de que esa misma naturaleza no es sino la proyección de orden objetivo propio de una imaginación vinculada a la regla de sus esquemas. La inalidad de la naturaleza no es sino una construcción auto-legitimatoria de la posición del ser humano en el mundo, un auxilio de garantía, una seguridad adicional, una vez que ha logrado con su trabajo imponer reglas a la imaginación y relacionarse de manera ordenada con la realidad. En el fondo, es un aseguramiento de su propio trabajo que se dé ánimos al considerarse como necesario, no como contingente. Así que la inalidad natural, incluso la famosa ai-

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nidad trascendental, no es sino un complemento de aseguración de las representaciones humanas. Pero todavía hay un momento penetrante en el argumento de Kant. Identiicamos tal pasaje cuando Kant de referirse a la naturaleza pasa a invocar la sociedad. Desde ese momento, todos los supuestos de la vinculación de la imaginación a un esquema de funcionamiento tienen que ver con la existencia de las sociedades humanas. El paso de la imaginación libre, salvaje, a las posibilidades concretas en los Anlagen como base de las habilidades de los Vermögen, es social y tiene que ver con el patrimonio cultural ya constituido y puesto al alcance de la mano de todo humano que viene al mundo por su estructura social. Aquí se inicia un nuevo rumbo de pensamiento, muy esencial. Hemos dicho que los Anlagen no podrán pasar a Vermögen mientras se entreguen a la posibilidad ininita de la imaginación. Pues bien, para concretar el trabajo de las disposiciones, y atar el trabajo de la imaginación, Kant ha invocado el antagonismo social. Este argumento tiene consecuencias muy complejas que no podemos atender de forma inmediata. Sólo podemos airmar que, desde ahora, la sociedad es el ámbito en el que se juega el proceso de la permanente antropogénesis histórica. El ethos animal queda superado aquí. Kant puede decir así: “El medio del cual se sirve la naturaleza para llevar a cabo la evolución de todas sus disposiciones es el antagonismo de las mismas en la sociedad”.73 El ser humano es natural, pero esta base le ofrece una posibilidad inmanejable, que debe concretarse de forma social. Las Anlagen no son naturales, sino sociales. No tienen signiicado desde las bases animales, ni desde el ser humano tomado de uno en uno, sino desde el grupo social en el que se halla. Lo que tenemos que historiar, si se quiere registrar la antropogénesis concreta, es la historia del grupo, la sociedad humana, el escenario de evolución del ser humano. Sólo en sociedad el hombre tiene imaginación ligada, disposiciones potenciales concretas, algo que elaborar en capacidades operativas. Lo decisivo es que el medio por el cual se descubren, identiican, interiorizan y forman estas disposiciones en nosotros es el antagonismo social, la insociable sociabilidad. En cierto modo, ese antagonismo produce algo decisivo: ija las posibilidades de evolución de nuestras disposiciones, concreta el margen de sus posibilidades, ata el vuelo libre de la imaginación y lo vincula a posibilidades concretas y 73

WW. XI, I, 37.

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objetivas. La imaginación es libre, sobre todo porque la mimesis abre todos los escenarios posibles. Pero algo en el ser humano hace preferir aquellas posibilidades imitativas que tienen el estatuto de ser antagónicas y diferenciales con otros seres humanos. El hombre es un ser de imaginación, desde luego, pero también de afectos, lo único que ata la imaginación, vínculos que brotan de su dispositivo animal, con su activación de la repetición. Hablamos de los seres humanos como seres miméticos, que sobre todo se sienten afectivamente vinculados a imitar las actuaciones de otros seres humanos, de considerarlas como posibilidades suyas. Y sin embargo, más allá de esos vínculos, por un operativo que Kant no ha estudiado, parece que el ser humano se vincula más a las posibilidades que implican lucha y competencia con otros, que a las meras posibilidades dispersas de su fantasía. Ahí ata sus repeticiones y conigura sus disposiciones. La disposición trascendental de todas las demás disposiciones, lo ha dicho Kant, es la insociable sociabilidad. Una mimesis que implica competición. Eso es lo que preferimos. Se trata de un afecto fuerte por lo que queremos imitar, tan fuerte que deseamos que sea potencialmente exclusivo. La insociable sociabilidad es así un derivado de la mimesis. Pero, en aquella misma frase Kant ha dicho algo más. El antagonismo ija las posibilidades, ofrece constancia a las inclinaciones, produce estabilidad en la mimesis, genera insistencia, descubre el placer de la repetición y sus seguridades, se vincula a un trabajo de larga duración, disciplina las disposiciones, urge a su conversión en poderes, sin los cuales la competencia resulta solo la angustia de los celos y de la envidia. Kant halla entonces en la dimensión práctica algo parecido a lo que la imaginación teórica había encontrado en la estructura esquematizadora, algo con la que trabajó su relación con la realidad. De hecho dice: “ese antagonismo acaba por convertirse en la causa de un orden legal de las mismas disposiciones”. Las disposiciones libres se concretan, ordenan y regulan por el antagonismo social. La insociable sociabilidad funciona así como el esquema que ija nuestra imaginación práctica y hace que no seamos ya ines en sí mismos abstractos, ilusorios, meros puntos focales de un interés angustioso que no tiene objetivo, sino procesos concretos, que pasan por la apropiación de las realidades sociales ya conquistadas por otros. En el ámbito concreto de relaciones sociables e insociables a la

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vez, hallamos el esquema en el que juega la imitación de los otros, el esquema que ija la mimesis para nuestro propio in, y se produce un cierto apoderamiento de nosotros mismos. Así laboramos de manera concreta nuestra informe e imaginaria inclinación para tener lo que tienen otros, para tener o dominar, zum Haben oder auch zum Herrschen, dice Kant antes de Nietzsche, para llegar a tener Vermögen, poderes socialmente relevantes, competitivos, que miran ya al propio goce del hacer y no tanto a lo que hacen los otros. Esto es: la mimesis organizada sobre la insociable sociabilidad no dirige su mirada al mundo a in de descubrir posibilidades imaginarias, sino a otros seres humanos para apropiarnos de las suyas. Por eso la capacidad de reproducirse que tienen las sociedades en sus estilos vitales es tan devastadora, tan rocosa. La mimesis social en todo caso no puede ser inhibida. No se trata de un desinhibidor externo que de vez en cuando nos saca del sopor, sino de un principio de mimesis interno, activado desde un goce continuo de teatralidad, un Momo que Plessner ha reconocido en todo ser humano, como bien supo ver el humanismo de Alberti y de Vives. Así nos salvamos de la abstracción de una imaginación salvaje. En este contexto, el trabajo de las disposiciones lleva no al capricho y al tanteo azaroso, sino a la Kultur, un orden del trabajo de la Bildung. Esta disposición sociableinsociable atravesada por una Kultur como lugar donde se produce la mimesis que lleva a la Bildung, es el equivalente en la imaginación práctica a la imaginación productora de esquemas en la teoría. Su función regula el juego de airmar y de prescindir, de rechazar y de asumir; el juego de socializarse e individualizarse, de ser referido a los otros y al mismo tiempo ser in en sí. Sin duda, es un juego de compensaciones, pero se trata de un juego propio del ser inito. Esta compensación es de presente a presente: de cesión a cambio de disfrute, de abandonar unas posibilidades a cambio de otras. Esta insociable sociabilidad es tanto la base del reconocimiento del otro como de su desconocimiento inal ante mí mismo. Las compensaciones explícitas que deine llevan a un compromiso con la initud elegida y, respecto a los demás, conduce a una amplia gama de actitudes, a la lucha, la separación, el contrato, a la decisión, la forma genuina en la que las compensaciones por la cesión no exceden el presente de la vida. El contrato, de hecho, es la imaginación práctica atada, vinculada. Por eso todo contrato se disuelve tan pronto uno de los contratantes imagina el futuro de otra manera.

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6. La dinámica y la mecánica social. Deseo insistir en este punto, pues él nos llevará a la Ilustración política. No olvidemos que el in práctico último reside alguna forma de auto-realización. Desde luego, esto se produce dentro del juego de antagonismos sociales. Mas este juego, como en cualquier otro sometido a la imaginación, también se puede llevar a la apertura indeinida. Así que, una vez más, la naturaleza abierta de nuestra nos puede jugar aquí una mala pasada. ¿Entraremos en un antagonismo continuo, como el que suponen los sujetos de Hobbes? Si el juego del antagonismo está sometido a su vez a la libre imaginación, nada hemos ganado. Ese antagonismo tiene que ser limitado. Tanto como debería serlo quizás la inclinación constante a la sociabilidad la caridad cristiana. Aquí Kant da un paso más en su transferencia desde la ilosofía teórica a la ilosofía práctica. En este sentido, el punto revelador es la Metaphysische Anfansgründe der Naturwissenschaft y más concretamente su parte segunda y tercera, la Dinámica y la Mecánica. En este ensayo, la fuerza centrífuga y la fuerza centrípeta de la materia en movimiento en el espacio genera una fuerza limitada de cohesión que determina la initud de los cuerpos extensos, su masa. La condición de esa eicacia a la hora de forjar el volumen inito de un cuerpo reside en que ambas fuerzas sean initas. Lo mismo debe suceder con la insociable sociabilidad si queremos evitar la angustia en cualquiera de las dos direcciones de la vida psíquica. La insociable sociabilidad puede entregarse a unilaterales procesos continuos de autoairmación del egoísmo exaltado o llevarnos a procesos ininitos de aceptación de la dimensión social, al puro sacriico, a la expiación penitencial, sin compensaciones en nuestra propia autoairmación; a los celos continuos de la mimesis, o a la desvinculación respecto del ser de los otros. Nada de ello nos llevaría al trabajo de antropogénesis en nosotros, a la formación de una initud capaza de ordenar sus fuerzas centrífugas y centrípetas. Así que el antagonismo entre los seres humanos tiene que ser vinculado a regla, como la ley de la atracción y la repulsión rige las fuerzas materiales en liza. No luchamos indeinidamente contra el otro, contra todo otro. El antagonismo que está al servicio de mi formación ha de regirse por instancias de initud para cada una de las dos fuerzas, centrífuga y centrípeta. Esa lucha me ha de llevar a una regla que me determina a conseguir lo que es mi derecho, desde el punto de vista de mi relación conmigo mis-

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mo, de mi autoairmación; y me lleva a replegarme ante lo justo, desde el punto de vista de mi relación con los otros. Ambas palabras, justicia y derecho, procedentes a su vez de la geometría, la ciencia que sirve para ordenar y dibujar las fuerzas básicas de la materia, aquí se aplican a la regulación y ordenación de las fuerzas básicas de la imitación. Ellas son las verdaderas ataduras por las cuales el trabajo sobre mis disposiciones se articula socialmente, reconduce a regla el antagonismo, impide que se rompa por uno de sus dos extremos, dota a este trabajo de initud, permite que nos representemos de forma concreta el estatuto de in en sí que somos y ofrece posibilidades de que emerja en nosotros un proyecto de vida debido a nosotros mismos, pero no menos visible, satisfactorio y inito a los demás. Esas palabras juntas, que en cierto exponen tanto el sentido del imperativo categórico como la síntesis de los dos instintos básicos de Freud, el principio de placer y el principio de realidad, ofrecen la condición por la que nuestra acción hace posible la misma antropogénesis en el otro. En todo caso, en el tiempo, en la historia, en el trabajo absoluto de cada uno, la herramienta más precisa de la evolución humana, la que sostiene el trabajo hacia la antropogénesis singular, es el derecho que decide integra un sentido de lo justo, regula la auto-airmación y, ante todo, deine el derecho a la educación asumido por cada uno como apropiado. Todo esto impone la divisa ilustrada de aclararse acerca uno mismo. No podía ser de otra manera en un ser que sólo puede moverse por lo que previamente ha comprendido. Sólo la conciencia de nuestro derecho nos permite acceder al trabajo de la formación en nosotros de la humanidad, a la apropiación de lo realizado en cada momento histórico como posibilidad formadora concreta concerniente a nuestras disposiciones. Sólo la conciencia de lo justo nos permite formarnos de tal manera que la educación sea compatible con nuestra dimensión social y con el trabajo de los otros que también aspiran a ser ines en sí. Kant no lo ha dicho expresamente, pero lo único coherente con su doctrina consiste en airmar que sólo la conciencia de mi derecho soporta la conciencia de justicia hacia los demás. La base de este argumento, por cierto que lleno de riesgos psíquicos, es que sólo así se teje una imaginación práctica vinculada a reglas. La diicultad de la Ilustración, así, se concreta en que toda instancia necesaria para el proceso ilustrado, no solo es difícil de entender, sino que está sometida a profundos problemas de estabilización.

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Reuniendo ahora todas estas apelaciones, Kant ha establecido el Quinto Principio de sus Ideas de esta manera: “El mayor problema para el género humano, a cuya resolución le coacciona la naturaleza, es la instauración de una sociedad civil que administre universalmente el derecho”74. Este es el problema, dice el Principio Sexto, que orienta la evolución del ser humano, la síntesis de derecho y justicia, de conocimiento de sí y de otros. De tal manera que la antropogénesis singular, en el sentido de producción de Vermögen, no puede darse al margen de la realización de esta formación social que llamamos sociedad civil, verdadero lugar del antagonismo y la mimesis, de la insociable sociabilidad, de nuestra identiicación de disposiciones y de nuestro trabajo de Bildung. Todas estas categorías coniguran la geografía conceptual básica kantiana y hacen depender la Ilustración de una apuesta institucional compleja. Una de esas categorías no se puede desplegar sin todas las otras a la vez. Todas ellas coniguran esa dialéctica entre formas de trabajo y de antagonismo social que cristalizan en formas de derecho y justicia, formas de poder y obediencia entre los hombres. El terreno de la evolución de la especie humana, tal y como lo entendemos desde la Ilustración, que exige considerar al ser humano singular como in en sí, es la construcción de una sociedad civil potencialmente universal, sostenida por el derecho justo, en la que cada ser humano puede trabajar sus disposiciones hasta convertirlas en capacidades, de tal manera que pueda forjarse un poder con la menor dominación posible. Ese poder administrará las instituciones en cuyo seno los seres humanos se aclaran acerca de sí mismos y se apoderan de sus propias capacidades, según se sentido del derecho. 7. Historia de la libertad y republicanismo. Y esto es lo que debería propiciarse mediante la función pedagógica de la historia política, y no mediante esa novela literaria de Rousseau, que reduce de forma drástica la estructura de la sociedad. Una adecuada historia política quizá deba mantener esa riqueza, de tal forma que sea ella la que ofrezca su base a la literatura como institución. Este programa no sería el de Rousseau. Este pensaría que la literatura sería per se una fundación de sociedad. Kant lo ve en el derecho, en el trabajo, en la sociedad civil. Sólo ahí se podría hablar de historia de la libertad. Aquí se despliega propiamente el programa de una historia republicana de la sociedad civil. Y sin embargo, no basta 74

WW. XI, I, 39. Ed. esp. p. 10.

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con esto. El programa de investigación de la historia del republicanismo, tal y como ha sido desplegado por Pocock, Skinner y Petitt ha recibido una impugnación reciente por parte de Coleman75 y otros en el sentido de que el programa inicial identiicó el republicanismo británico, en tanto teoría del buen gobierno y de la dominación de la ley, como si fuera la norma ideal del republicanismo. Al mismo tiempo, esos autores no tuvieron en cuenta la dimensión censora y comunitaria del republicanismo clásico, que a menudo implicó la merma de derechos individuales y coacciones irresistibles de la mayoría sobre los disidentes, así como censuras intolerables para una conquista de la autonomía propia del ser humano que se aclara a sí mismo. De esta manera, los autores que iniciaron el programa dejaban de considerar la historia concreta del republicanismo y eran insensibles a su pasado y a su futuro. Aquella forma de hacer historia política, que intentaba apreciar cambios retóricos en el mismo discurso, se contrapuso a la forma continental dominante de la historia de los conceptos, que exigía identiicar el momento histórico propio de cada época, con sus experiencias fundamentales y su percepción propia del tiempo como condición para interpretar los conceptos políticos. No es un azar que aquel déicit de sensibilidad histórica propio de los investigadores del republicanismo inglés clásico, haya sido denunciado por investigadores que tienen muy en cuenta la posición de Koselleck y su grupo. Sin embargo, la investigación en historia conceptual parte de una metodología que niega cualquier continuo semántico y conceptual en las distintas épocas históricas y está diseñada para registrar las transformaciones en la semántica política a lo largo de la historia que son más profundos que los cambios retóricos. En diversas aportaciones anteriores, he sugerido que esta insistencia en los diferentes tiempos históricos y sus experiencias fundamentales, como elementos para percibir cambios semánticos, implica otros elementos constantes, como tradiciones conceptuales. He sugerido que el programa podría completarse por ello con el aporte de una teoría general de la dominación, de procedencia weberiana, que iluminaría procesos de larga duración temporal y alcance conceptual. Ahora podría concretar esta sugerencia señalando que, por lo que respecta a la historia política occidental, se podría mostrar la continuidad de la conceptualidad política identiicando los 75

Janet Coleman, “El concepto de República”, Res Publica, n. 14, enero-junio (2005).

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cambios semánticos que experimenta la noción de res publica como forma especíica de dominación legítima, que siempre concreta la cuestión de la insociable sociabilidad en la historia. Con ella podríamos seguir un hilo conductor de la historia de la dominación política occidental y el destino de la Ilustración en su seno. Creo que en este programa superaríamos tantos el déicit de la investigación inicial de Pocock y Skinner, cuanto la pretensión de corte radical de épocas históricas propia de la historia conceptual, pues explicitaría el presupuesto de la continuidad estructural, conceptual y semántica, de uno, e iría más allá del mero cambio retórico, de los otros, y descubriríamos que la forma de dominación caracterizada como res publica tiene un pasado mucho más amplio que el analizado por los estudiosos ingleses, que integra variaciones estructurales de sentido mucho más profundas que los cambios retóricos, pero que se vincula como un substrato a las épocas históricas que Koselleck ha visto fragmentadas por semánticas diferentes. Uno de sus sentidos, el del republicanismo liberal, podría ayudarnos a entender las diicultades de la Ilustración y ajustar su contenido político normativo a las exigencias de la conciencia individual como in en sí, que tanto caracteriza la ilosofía de Kant, frente a las exigencias censoras y coactivas del republicanismo comunitario del pasado. El republicanismo liberal es, por deinición, el adecuado a las metas ilustradas. De esto diremos algo más en el capítulo iV. En esa noción de Res Publica habría elementos normativos de reducción de la dominación política nunca desplegados ni hechos conscientes, pero que inspirarían luchas históricas continuas desde su emergencia en la vieja Roma. Sin duda, dispondría de conceptos de largo plazo y de retóricas de más corto uso, que sufrirían cambios semánticos desde experiencia características del tiempo histórico, profundamente condicionantes. Aquellas luchas podrían ser comprendidas y descritas en detalle según hayan traído a conciencia el núcleo normativo republicano y sus condiciones sociales de existencia. Sin duda, cualquier historia del concepto tiene que enfrentarse a la variedad que impulsó la iglesia católica, bajo el aliento de la analogía de la civitas Dei, la res publica christiana, la res publica comunal, la federación, y todas sus variaciones y contraposiciones. En todo caso, la relevancia de Kant reside en que él llevó a extrema conciencia las relaciones entre sociedad civil y res publica que coniguran no sólo una clara conciencia de la constitución republicana sino sus con-

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diciones sociales, y su dependencia de la divisa de la Ilustración: aclararse a sí mismo es lo propio y lo necesario de un ciudadano. De hecho, el propio Kant deinió el programa de una historia del republicanismo como historia de las variaciones de la relación entre la sociedad civil y el orden político expresadas en muy diversas constituciones sociales y jurídicas. A esta historia le era esencial la insociable sociabilidad, la movilidad social que promueve y la crítica al poder que genera. Por eso Kant sigue siendo relevante para la deinición teórica del programa de una historia del republicanismo consciente de su sentido histórico y consciente tanto de sus continuidades como de sus discontinuidades con la Ilustración. Si hay semántica propia y kantiana del concepto de res publica, esta pasa por el espacio y el tiempo de la sociedad civil. Se trata de una deinición teórica y programática de la historia política que, como es sabido, no ha podido olvidar los argumentos antropológicos, cientíicos y morales. En todo ello ha insistido Koselleck en su noción de Histórica, un programa de historia política que ancla en un horizonte ilosóico de mucho más radio. Y esto implica que no se ha despedido de la actitud práctica, de su vinculación a elementos normativos racionalmente fundados y que parecen capaces de hablar en términos de emancipación para el hombre y las sociedades, emancipación que pasa por fundar de manera irme la paz y pensar la guerra. Como es natural, las bases antropológicas y los fundamentos racionales del programa todavía están por aclarar de todo. Ahora me interesa referirme a ciertas condiciones de una historia del republicanismo capaz de ofrecer continuidad a la historia política de occidente y de ser sensible a sus isuras y metamorfosis. Espero que sea evidente hasta qué punto ese programa será alternativo al de Pocock y reforma el de Koselleck. Por lo demás, me parece que es el único que permite un juego pedagógico amplio para la historia política. Propongo ahora algunos enunciados sistemáticos de forma resumida. La tesis antropológica básica de Kant dice que la historia es el terreno de la verdadera antropogénesis del singular. Separado de la naturaleza, el ser humano ya no es animal, pero tampoco es todavía un ser humano en sentido de disponer de un ethos, de una imaginación atada. De un nudo de pulsiones, hemos de hacer una libertad concreta. Esto es factible porque el hombre es un animal mimético y porque el ser humano tiene un sentido primario de libertad en la imitación competitiva de otros seres

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humanos. Así que la libertad concreta sólo es posible en el ámbito social. Kant supuso que esa mimesis de otros seres humanos es la base de nuestra disposición a la insociable sociabilidad. En suma, queremos hacer lo que hacen otros. Este impulso nos somete a una intensa competición y a inevitables conlictos. Los procesos de antropogénesis que hemos descrito son perennes en la historia. Cada uno de estos procesos describe la forma en que cada presente plantea al ser humano los retos de constituir su vida, seleccionando drásticamente de entre sus posibilidades imaginadas. Todo ser humano llegado a la vida se enfrenta a estos retos. Desde este punto de vista, no hay progreso. Ningún ser humano viene al mundo con el cierre de su estructura instintiva. Ninguno goza de una imaginación vinculada, ni teórica ni práctica; ni supera la animalidad en la humanidad de manera inmediata y solo; ni puede inaugurar este proceso sin imitar a otros seres humanos. Ninguno puede atar su imaginación sin experimentar los antagonismos sociales en los que poco a poco descubre sus propias disposiciones. La atadura más irme de la mimesis es la conciencia de mi derecho. Esta conciencia regula qué me está permitido imitar. Un derecho racional sugiere que puede imitar a cualquier otro según mis capacidades. Esto signiica que un derecho racional potencia la mimesis y el antagonismo. Esto es lo que hace la sociedad civil. Regular ese derecho es fundar una res publica. La forma en que se regule ese antagonismo, depende del sentido de sus derechos y de sus deberes para con lo justo. Ambos, derechos y deberes, describen la igura concreta de una insociable sociabilidad que, de otra manera, sería auto-destructiva. La idea de una antropogénesis constante e inacabada, fundamental en la divisa de la Ilustración, rompe el discurso de la ilosofía de historia. Cada nueva generación emprende el mismo combate, desde las pulsiones básicas dominantes en cada caso, las que sobre-determinan la mimesis. Lo único variable es la forma de ejercer pulsiones, identiicar disposiciones, antagonismos y capacidades en el seno de instituciones diferentes. Esos antagonismos se concretan en la forma del trabajo y su igura social, en la forma política que se organiza sobre ella. Esta es una estructura apreciable en el largo plazo de la historia, que no pierde su homogeneidad interna, como ámbito en el que cada ser humano ve realizada o frustrada su autonomía. No hay prehistoria e historia. Toda historia conecta en cada generación con la propia prehistoria humana. Ninguna historia

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queda transcendida ni conecta con previsiones escatológicas. Las trampas de la Ilustración radical de los primeros epígrafes de este capítulo no se presentan aquí, como no lo hacen los acontecimiento mesiánicos. La mirada propia de esta historia no es el futuro utópico, sino el futuro concreto que emerge de nuestro presente, él también concreto. Desde luego, esta mirada no está carente de dimensiones prácticas, pero estas no nos exigen el sacriicio de nuestras capacidades morales ni de nuestras expectativas. Al contrario: al ofrecernos la estructura de antagonismos concretos, el campo de imitación objetivo concreta el proceso por el que cada uno puede hacerse in en sí. Así propone problemas sobre los que debemos aclararnos. Sólo entonces transmitiremos algo concreto a los otros: una lucha que transforma la realidad social y política al tiempo que ija nuestra imaginación a una tarea dada. El tiempo de la historia se nutre de la continuidad del tiempo absoluto de la moral de cada uno. ¿Progreso? Sólo en la conciencia y en la regulación del antagonismo en la sociedad civil, en la amplitud de mimesis, apertura e igualdad entre los seres humanos a la hora de canalizar disposiciones, en las instituciones más o menos republicanas (abiertas a la crítica de todos los afectados), en la claridad con que cada uno conoce sus disposiciones y las pone a trabajar hasta hacer de ellas capacidades. En la medida en que exista una idea de derecho nos ofrecerá la conciencia concreta de ser in en sí aquí y ahora, en estas instituciones. En la medida en que ese derecho dependa de una constitución republicana, la conciencia de derechos y deberes será universal y simétrica, tanto como la apuesta por la Ilustración que hace a ciudadanos autónomos. El sacriicio sería un retroceso en este cumplimiento universal, un paso atrás. Ningún momento histórico se acomoda inmediatamente a la constitución republicana, como norma en la que el derecho y la justicia coinciden. Unos esgrimen el derecho y otros reclaman justicia. Para unos, el derecho de otros es un privilegio; para otros, la demanda de justicia de unos es una perturbación del orden de las cosas. Mi derecho muchas veces es lo que no gozan otros y la justicia es muchas veces lo que yo no tengo. La historia, con franqueza, es el territorio de un derecho injusto. Pero acerca de esto debemos aclararnos. Algo que disfrutan algunos hombres es visto como injusto por otros. En los momentos históricos difícilmente se encuentran seres humanos dispuestos a asumir que eso que es su derecho es la justicia para otros.

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Forma parte de eso que tenemos que aclarar acerca de nosotros mismos si acaso no seremos más sensibles a nuestro dolor que al dolor ajeno. En suma, la formación del ser humano no presenta jamás esta regularidad geométrica de la mecánica newtoniana que soñó Kant en su constitución republicana ideal. El espacio social no logra la construcción matemática de las fuerzas de la insociable sociabilidad. Sucede en el pasado y en el presente, pera cada vez sucede una cosa diferente. Sin embargo, la lucha entre los detentadores del derecho y los portadores del sentido de la justicia, el antagonismo constante entre ellos, eso es perenne. Todo el lenguaje del derecho está atravesado por estas ambivalencias insuperables. El núcleo de esa lucha es una comprensión patrimonial de la res publica (los derechos son propiedades) que se enfrenta a los intentos de abrirla a otros sectores sociales que siempre reclaman justicia por ser parte del mismo cuerpo político, del mismo pueblo, comunidad, tierra, patria o res publica. La historia es la igura irregular, la deformación de esta geometría ideal de la imaginación práctica que es la constitución republicana. Nada de ilosofía de la historia aquí. El pasado no se legitima porque prepare esta evolución en su presente, abrirla a sus contemporáneo. Sólo el juego de mimesis y de negación, de derecho y justicia es continuo. Pasado y presente son aquí lo mismo: distancia deformada respecto de la constitución republicana más o menos conscientemente invocada como fundamento de las luchas políticas por el derecho justo. Nuestro presente no se legitima porque los hombres del futuro alcancen el estatuto de seres libres y ines en sí, sino porque nosotros, los contemporáneos, lo logremos. Nadie podría ser libre en el futuro si nadie lo es en el presente. Este es el punto decisivo. Nadie puede imitar a los seres humanos en ese combate si otros seres humanos no lo han llevado a cabo. Si en una generación, esa conciencia del derecho y de la justicia desaparece, el ser humano caerá en una imaginación práctica indisciplinada y abstracta, eso que los sociólogos llaman anomia. Entonces el proceso evolutivo singular estaré en peligro de forma general. Si todos los seres humanos de un presente son sacriicados por el futuro, no podrán transmitir a otros sino capacidad de sacriicio. Freud supo demasiado hasta qué punto esta pulsión masoquista ocultaba conciencia de culpa producida por pulsiones crueles y sádicas, que a su vez respondían a heridas narcisistas procedentes de no aclararse acerca de sí mismo. La tarea de nuestra felicidad, nuestro conocimiento y

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nuestra acción, no puede ser transferida a otra generación. En la medida en que el hombre imita al hombre, si no enseñamos nuestro combate por ser ines en sí mismos, nadie aprenderá a serlo. El republicanismo es, ante todo, una visión práctica del hombre y una teoría acerca de lo que debe ser importante en la mimesis. No es una forma de contemplar el mundo, sino de transformarlo. Visto el estado del derecho en un presente y sus beneiciarios, el republicano lo contrasta con la idea de justicia y esto signiica una cosa: piensa todo derecho con sus propias posibilidades de ser compartido. Sólo así puede ser considerado justo por todos. Y para eso promueve la sociedad civil, la sociedad de los que buscan aclararse a sí mismos acerca de sí mismos y del mundo en una sociable sociabilidad. Como se ve, diicultades con la Ilustración, pero todavía más diicultades sin la Ilustración. La historia no narra aquello que en el pasado nos legitima a nosotros, ni prepara nuestra apoteosis. No ofrece un plus de legitimidad al presente. Narra aquello que en cada presente se presentó ante unos actores como tensión entre el derecho y la justicia, el lenguaje en el que se expresó, las ideas que representó, la forma social que forjó, las formas de trabajo que se lograron, la competencia y cooperación que tenía en su base, la retórica con la que se justiicó la distancia de la norma. La historia no integra la inalidad de auto-airmarnos en el presente, sino de reconocer a quienes emprendieron el combate por una imaginación práctica y concretaron sus relaciones sociales y política. La historia republicana debe narrar las luchas por el derecho justo. La base kantiana de esta cuestión reside en que no puede haber historia humana sin alguno de estos conceptos, fuese cual fuese su sentido. Sin embargo, la historia no describe nuestra autoairmación, sino aquella que fue la de los actores, la propia de cada época, y procura comprenderla en el lenguaje que fue el suyo. En cierto modo equidistantes del mismo combate, los seres humanos del presente y del pasado tenemos retos y problemas parecidos, aspiraciones cercanas. Sólo cambia la forma de aclararse sobre el derecho justo. Esta estructura no puede desaparecer, porque el ser humano no puede formarse a sí mismo al margen de esta conciencia, ni puede llegar a ella al margen de una comprensión que sólo la historia política facilita. Sólo quien se sabe parte de una historia combate en su presente. Nuestra historia, en un cierto sentido nuclear y bási-

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co, no es diferente de la pasada ni lo será de la futura. El campo homogéneo a la historia es la larga lucha por el derecho justo, la regulación del antagonismo desde la idea de derecho y deber, de derecho y justicia, de libertad y coacción, de ley y arbitrio, de público y privado, de legitimidad y tiranía. Todo ello exige seres humanos que busquen aclararse a sí mismos, ciudadanos activos de algún modo. Este campo puede ser valorado siempre desde la cultura republicana. La historia como res gestae de ese antagonismo y la historia como relato, inalmente, son homogéneas. Por eso, sin duda, podemos comprender otras épocas, como comprendemos la nuestra. Porque en cada una podemos percibir las huellas del tiempo absoluto propio de las reclamaciones fundamentales del ser humano en su trabajo de hacerse a sí mismo. Asumimos, por tanto, y como resumen, que la única manera de desplegar nuestras disposiciones humanas en capacidades operativas es mediante el trabajo. Asumimos que el trabajo es el motor de la evolución histórica. Asumimos que ese trabajo es a la vez competitivo y cooperativo, expresión de la insociable sociabilidad. Asumimos que esa es la forma de toda sociedad y que esta genera derechos desiguales y, por tanto, reivindicaciones de justicia no cumplidas. Frente a esta realidad, asumimos que en todo orden social y político hay gérmenes normativos —principios de su sentido de validez— que dotan a esa sociedad de capacidad crítica, que le permiten distinguir entre dominación legítima de ilegítima, que le llevan a impugnar ciertos derechos vigentes como injustos. En occidente, ese núcleo normativo tiene que ver, desde los romanos, con la noción de res publica. Asumimos que el pleno despliegue de esa norma impone la idea de una sociedad civil de iguales, libres y autónomos que busca identiicar el derecho a través de la constitución republicana, pactar los derechos de unos sin que se vean como privilegios y la justicia que otros reclaman sin que se vea como violenta. A su vez, la constitución republicana sólo puede mantenerse si promociona continuamente en su seno a la sociedad civil que le sirve de base, las formas de trabajo que despliegan capacidades humanas, que ofrecen a los seres humanos la imaginación concreta de sus posibilidades prácticas y les permite descubrir sus disposiciones y promover la claridad sobre sí mismo. Los supuestos republicanos de libertad, igualdad y autonomía recogen la estructura de la sociedad civil y, mediante el poder constituyente, se elevan a fuente de derecho

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justo que vincula a la imaginación práctica de los socios de forma simétrica. Lo que desde la autoairmación de cada uno son nuestros derechos fundamentales, desde el reconocimiento del otro son nuestros deberes igualmente principales. Sin esta invocación no se puede pretender una reuniicación pactada de lo que sería un derecho justo. Kant deseo recordarnos que, aunque la historia política es caótica y dispersa, a partir de cierto momento la posibilidad de observar la continuidad de este proceso evolutivo depende de que dispongamos de “los conceptos correctos de la naturaleza de una constitución posible”76. Esos conceptos se integran en el concepto de res publica. 8. Historia política como ciencia. Kant había dicho que, desde el punto de vista de la antropología ilosóica, se podía iluminar con la retórica apropiada el primer paso verosímil de la evolución de la libertad humana. Pero la historia de la libertad en su proceso sólo podía llevarse a cabo sobre la base de informes y noticias. No sólo se necesitaba un concepto de Ilustración para iluminar el combate en la historia. También se necesitaba “una gran experiencia ejercida a través del curso del mundo”. Ambas cosas no pueden separarse. Los conceptos apropiados de una constitución republicana deben concretarse en la propia experiencia del mundo histórico. El derecho no es verdadero al margen de su praxis. Con el programa republicano liberal o ilustrado a la vista, puede considerarse la historia de los hombres en bloque [im grossen betrachtet] de tal manera que pueda ser objeto de estudio77. Que se trata de la ciencia de la historia, de la historia como relato, no de la res gestae, lo dice Kant al inal de la breve introducción a su escrito Ideas de una historia universal: Queremos ver si conseguimos encontrar un hilo conductor para una tal ciencia de la historia y queremos coniar a la naturaleza la producción del ser humano que esté en condiciones de redactar la [historia] después. De la misma manera, ella produjo un Kepler, quien de forma inesperada sometió a leyes concretas las órbitas excéntricas de los planetas, y produjo un Newton que explicó estas leyes a partir de una causa natural universal78.

En suma, se trata de la revolución copernicana en la ciencia de la historia79, que pueda identiicar en ella no sólo las leyes naturales (la función WW. XI, I, 41. Ed. esp., p. 13. Para lo que sigue: WW. XI, I, 85 y 41. WW. XI, I, 33. Ed. esp., p. 4. 78 WW. Xi, i, 34. Modiico la traducción española. 79 Cf. J. L. Villacañas, “El problema de la objetividad en la Historia política. Una propuesta 76 77

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de Kleper), sino la causa universal de ellas, (la función de Newton). Hay aquí una doble relexividad. Si el ser humano ha llegado a ser la naturaleza consciente de sí misma, ahora, de forma analógica, podía ser la historia consciente de sí. La clave de la revolución copernicana en este campo de la historia reside, justamente, en que cuando miramos las acciones históricas desde el punto de vista del sujeto particular, nos parecen algo enmarañado e irregular, en tanto que cada uno actúa a su aire, según su propósito. Esto es: los hombres no parecen actuar desde el instinto, ni desde una norma ideal, ni mediante un sacriicio por el futuro, ni según la máxima de la razón, ni desde el programa ilustrado. Pero, como sucede con los planetas en su aparente caos, la realidad no es tan caótica. Los seres humanos en la historia no se entregan a una imaginación completamente desvinculada, sino que actúan compitiendo con otros hombres para encontrar un trabajo al que deber su autonomía civil y defendiendo sus intereses en el antagonismo social. Esas luchas emplean retóricas sobre lo que les parece válido y justo, impugnando derechos que le parecen abusivos y violentos, y así generando una sociedad política con estructuras de poder. Estas son exigencias que van implícitas en la inteligencia humana y que conectan con la base de la misma antropogénesis en tanto orientada por la conciencia de que los hombres no somos animales, no nos relacionamos con el medio ambiente, sino ante todo con otros hombres. No puede existir se humano sin sociedad en la que de alguna manera estas retóricas estén en vigor. Que la sociedad se conigure como sociedad civil y política según una constitución republicana, solo puede lograrse con extrema diicultad. El progreso de la razón en el campo de los principios prácticos moralesjurídicos es tan claro, lento y difícil como el progreso de la ciencia. Pero no hay aquí compensación. La historia de la libertad no dice que el déicit de libertad y justicia será compensado por un exceso futuro. Dice al contrario que ese déicit sólo es causa de sufrimiento humano irredento, un obstáculo para la libertad del futuro. En suma, el progreso no tiene estructura de compensación. Es progreso porque podemos mirar la historia entera como si estuviera atravesada por la misma idea, cuyo sistema básico es la integración en la sociedad civil interdisciplinar”, en A. Prior Olmos (ed.): Nuevos métodos en ciencias humanas, Barcelona, Anthropos, 2002, pp. 25-61.

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y en la constitución republicana de todo ser humano, pues en ella todos buscan aclararse acerca de una clara simetría de derechos y deberes. La analogía conceptual entre las formas de construcción de la materia física y las fuerzas ordenadoras de la materia histórica son muy claras. La igura de Newton es aquí central. Lo único diferente es que la ley de la materia puede darse en una fórmula de atracción y repulsión, capaz de generar la igura de su extensión y la cantidad de su masa, y de hacer previsiones reales de movimiento de cuerpos, y de su causalidad recíproca. La ley de la sociedad tiene que iluminarse desde la simetría de derechos y deberes y guardar la proporción entre el derecho y la justicia. Lo decisivo es que no puede haber previsiones cientíicas de movimientos reales de los seres humanos, porque para regularlos, estos tienen que interiorizar la búsqueda de esos equilibrios. Por eso todo el esquema depende de que sean ilustrados. Si hay diicultades con la Ilustración, entonces también las hay con la democracia republicana. Sobre esto no podemos engañarnos. Estamos comentando el Sexto Principio de Ideas. Cuando lo examinamos a la luz de lo dicho, se entiende el problema de la historia política como historia de la dominación republicana. Mucho antes que Weber, Kant ha reconocido que el ser humano, para vincular su imaginación práctica necesita aclarar su sentido del derecho y del deber desde su sentido de lo racional. Diicultad sobre diicultad, como se ve. Esto no se puede descubrir al margen de los antagonismos sociales y su regulación, y por tanto en condiciones de improbable imparcialidad. De ahí que sean tres los objetivos de la historia política: describir la forma precisa en que se han conigurado los antagonismos sociales (ordenación de la propiedad), las formas jurídicas de esos antagonismos (ordenación del derecho) y las luchas políticas de los mismos (dirigida por dominación legítima). En la constitución republicana, la imaginación práctica ha de atenerse a una estructura de legitimidad, como “obligación de obedecer a una voluntad universalmente válida, de modo que cada cual pueda ser libre”80. Esa impone una idea de sociedad civil, en la que cada uno cree justo generar los antagonismos que le conduzcan a la plena apropiación de sus capacidades. Para eso ha de orientarse por su derecho a la educación. En las demás épocas históricas, sin duda, otros antagonismos han generado unas formas sociales, pero estas no pueden caracterizarse de sociedad civil, y 80

Sexto Principio de Ideas, WW. XI, I, 40.

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se habrán formado unos órdenes jurídicos que no asumen las formas republicanas. En ellas, la historia política puede ser la historia de una desatención continua de las exigencias de la humanidad81, sociales y jurídicas. Es la historia de los masacrados que cubre con sus alas el ángel de la historia, que tanto nos recuerda Walter Benjamin. Desde luego, es la historia de los ensayos pisoteados de construcción de sociedades civiles y constituciones republicanas. La historia política occidental narra las desviaciones respecto de la sociedad civil y de la res publica, como normatividad básica. Esa historia no puede ser identiicada, no aparece, no se torna fenómeno sin el sentido de la res publica. En ella, la destrucción de lo humano no ha servido a in alguno. En esa historia se perdieron seres humanos, ines en sí que no llegaron a serlo, promesas que se convirtieron literalmente en nada. Desde este punto de vista, la historia política republicana está siempre inserta en el tiempo absoluto de la moral. Pero también queda inserta en la moral cuando estudiamos desde esa historia los motivos y las causas de esos fracasos para así emprender con más y mejor conciencia y garantías esta misma lucha histórica. En ambos aspectos, la historia como relato no es ajena a nuestros intereses prácticos.82 En un caso, porque no nos es ajena la pérdida de lo humano. En otro, porque no podemos ser indiferentes a la pérdida de lo humano en nosotros y nuestro tiempo. Aquí llegamos a la última invocación de Newton, que muestra una síntesis entre intereses epistemológicos y prácticos en el seno de la historia. Pues si lográramos conocer en la historia empírica del tiempo humano alguna trayectoria ordenada, por pequeña que fuera, capaz de coincidir aunque sólo fuera con un fragmento de la igura ideal de este cosmos caracterizado como societas civilis sive res publica, quizás entonces podríamos pensar que, colocados en un tiempo futuro, podríamos describir la trayectoria evolutiva entera del género humano, el curso de este ser desde la no-animalidad de partida hasta la humanidad. Tendríamos visible siempre solo una pequeña parte de una línea. Pero esos pocos puntos nos 81 Preguntándose cómo habrían de cargar la posteridad con la pesada carga histórica que le legamos nosotros, Kant se responde: “Aplicando únicamente el criterio que más le interese, esto es, evaluando lo que los pueblos y sus gobiernos han hecho a favor o en contra de un punto de vista cosmopolita”. WW. XI, I, 50. 82 Kant lo ha reconocido así en el último punto de su ensayo. Página 50. “Pero todavía queda otro pequeño motivo a tener en cuenta para intentar esta ilosofía de la historia: encauzar tanto la ambición de los jefes del Estado como la de sus servidores hacia el único medio que les puede hacer conquistar un recuerdo glorioso en la posteridad”.

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permitirían hacer la proyección de la órbita que describen. Puesto que jamás formarán una igura perfecta, esos pocos puntos son todo lo que tenemos en cada presente. No hay proyección completa ni dibujo, sino un compromiso teórico que nos daría seguridad subjetiva a la hora de luchar por la realización práctica de la libertad. De la misma manera, la medida de unos pocos grados de la trayectoria de un ser celeste puede darnos la línea entera de su órbita ideal, aunque jamás la veamos entre los movimientos confusos de todos los astros y en medio de la zozobra de caminar también nosotros en una órbita móvil. Aquí, una vez más, la revolución copernicana sería el modelo básico de todas las relexiones kantianas sobre la constitución de una ciencia. Pues bien, creo que este mínimo fragmento de órbita de la historia humana en su lucha por un derecho justo se muestra cada vez que se invoca la palabra “res publica”, por mucho que en cada momento se cargue con una conciencia diferente, tenga en frente antagonismos sociales distintos, responda a formas de violencia diferentes y se cargue con una conciencia de justicia concreta. En todo caso, esa igura normativa tendrá semánticas históricas y retóricas diferentes. Pues allí donde se menciona esta palabra se supone la existencia un poder que debe ser obedecido desde ciudadanos que se han aclarado a sí mismos, una legitimidad que, impugnada o no, pretende estar fundada en una validez aceptable a la inteligencia humana. 9. Historia política cosmopolita. La historia política no es una mera historia de la civilización. La historia de la política no puede separarse de la historia de lo humano. Kant, en este sentido, airmó en el Principio Séptimo que es historia de la cultura, de la antropogénesis, y recordó que la moralidad forma parte de ella83. De hecho, quiso decir con ello que la historia de la conciencia normativa de la humanidad forma parte de la historia política. Pero el problema de la historia política ilustrada y republicana se complica justo aquí. Pues no se trata de ordenar el viejo 83 Séptimo Principio, WW. XI, I, 44. Estamos sin duda ante la primera ocurrencia de la distinción entre Kultur y Zivilisierung en el sentido especíicamente moderno, tal y como luego sucederá en Thomas Mann. El texto completo dice así: “Somos cultivados en alto grado por el arte y la ciencia. Somos civilizados hasta la exageración respecto a toda cortesía y buenos modales sociales. Pero para tenernos por moralizados todavía nos falta mucho. Pues la idea de moralidad también pertenece a la cultura [Kultur], pero ese uso de esta idea que sólo afecta a las costumbres de la honra y de los buenos modales externos, constituye meramente civilización [Zivilisierung]”.

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dualismo de la insociable sociabilidad, desplegado en derecho y deber, en el campo ideal de la sociedad civil y de la república. La misma tensión de antagonismo que se despliega en el seno de una comunidad, se maniiesta en las comunidades entre sí. De la misma manera que el hombre no puede vivir al margen de la sociedad, no puede entender la sociedad al margen de su propia subjetividad. La antropogénesis es también sociogénesis y no hay herramientas evolutivas en el ser humano que no se apliquen a la vida de la propia sociedad. El antagonismo social, la insociable sociabilidad, se canaliza en las relaciones entre grupos mediante iguras que se mueven a mitad de camino entre la cooperación y la guerra. Pero ninguna de estas dos fuerzas puede anular a la otra. De otro modo, las masas sociales quedarían uniicadas en una única masa a cuya indiferencia el ser humano ha opuesto resistencias inequívocas en el camino por el que logró vincular su imaginación a lo concreto. Este punto complica las cosas porque no se puede suponer con razón que el hombre como in en sí sea una realidad referida al grupo, de tal manera que se pueda mantener como tal entrando en guerra y sacriicando su vida por el grupo. Es evidente que la muerte en guerra por el grupo implica que el hombre deja de ser in en sí. Hay una radical unidad entre el pensamiento del hombre como in en sí y el pensamiento de la paz. Como Freud vio con penetración, sólo un ser humano que camina por su propio paso hacia la muerte que su organismo le tiene reservada en cada caso, puede pensarse como in en sí. Pero no es menos cierto que un ser humano que está inseguro frente a otro apenas tiene posibilidad de entenderse como in en sí, en el sentido que hemos hablado. Por tanto, hay dos nuevos vectores newtonianos que se tienen que organizar en la historia como res gestae y en la historia como narración. Son los vectores de paz y de seguridad. Si el vector de la paz —como el cristianismo enseña— se impone con rango absoluto, entonces la seguridad deberá entregarse completamente al arbitrio del otro. Aquí, una vez más, el cristianismo verdadero sólo puede reconciliarse con la realidad histórica al precio del estrechamiento radical del horizonte. Pero si la seguridad es el vector que prima por encima de cualquier otra consideración, entonces la paz está en permanente peligro. Derecho y justicia, seguridad y paz son los cuatro vectores de la praxis humana y de la historia política. Son aquello sobre lo que inexorablemente tenemos que aclararnos. La ilosofía así ejerce su papel al identiicar lo que todavía resulta importante.

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Para eso, los grupos humanos deben renunciar a la imaginación libre, a una posibilidad abstracta que no está en la mano del ser humano realizar, para concretarse en una posibilidad objetiva. La razón imperial tiene que ver con esta incapacidad de atar la imaginación y por eso un imperio es inviable sin una liberación pulsional y una angustia existencial que siempre en el límite constituyen una amenaza. Un imperio es una pulsión insaciable de seguridad. Los cuerpos políticos tienen derechos y deberes concretos, pero esto incluye también el derecho a la seguridad y el deber de construir una paz justa. Derecho justo y paz segura, de eso se trata. Igual que en el caso del ser humano, los grupos o comunidades han de “renunciar a su brutal libertad y buscar paz y seguridad en el marco de una constitución”84. Una libertad estatal sin equilibrio entre seguridad y paz es tan bárbara como la libertad de un sujeto incapaz de ordenar sus antagonismos o una constitución incapaz de aclararse sobre el derecho justo. Así que el antagonismo entre los grupos, que Kant reconoce surgido de su libertad, debe buscar la ley de simetría o equilibrio entre derechos y deberes que ya vimos fecunda en las relaciones entre el ser humano y su comunidad. Una vez más, la integración en una igura de fuerzas diferentes, base de la teoría newtoniana de la materia, entra aquí en función. Se trata de ordenar grupos según la idea de una igualdad de su recíproca acción y reacción, de tal manera que un aumento unilateral de su exigencia de seguridad más allá del derecho llevará consigo la imposibilidad de paz. Para Kant, ese equilibrio de poderes es la ley que poco a poco forma los cuerpos políticos, de manera analógica a la mecánica que rige las relaciones de los cuerpos sólidos y las hace salir del caos de relaciones para entrar en un cosmos ordenado. Una vez más, la diferencia es que este resultado no puede ser mecánico, sino efecto de las aclaraciones conseguidas por los propios actores. La historia política que respete el valor concreto de la moral no puede hacerse al margen de los conlictos internos ni de la historia de las relaciones interestatales, porque la conquista del estatuto de ser in en sí del hombre no puede hacerse al margen de la construcción de un sistema ordenado de Estados. Recordemos el Séptimo Principio de Ideas de una historia universal: “El problema del establecimiento de una constitución civil perfecta depende a su vez del problema de unas relaciones externas 84

WW. XI, 1, 42.

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y legales entre los Estados y no puede ser resuelto sin solucionar previamente este último”85. Pero entonces parece que tenemos un problema mayor de la Ilustración. En realidad, un enojoso problema de círculo vicioso. Porque primero ha de lograrse una sociedad ordenada de Estados para que en el seno de cada Estado la constitución republicana tenga una oportunidad. Ahora bien, sin Estados republicanos no habrá manera de encarnarse hacia una sociedad legal de Estados. Entonces parece que lo que debería ser causa del orden se encomienda al desorden. Es el mismo círculo vicioso de Rousseau, de otra forma. Los cuerpos políticos no sólo deben aspirar a albergar una sociedad civil capaz de aclararse sobre los derechos y deberes, obediencia y poder; deben tener la masa estatal apropiada para lograr equilibrios entre seguridad y paz. Pero sin esto no tendrán aquello y sin aquello no tendrán esto. No habrá equilibrios internacionales sin Estados republicanos, pero no habrá Estados republicanos sin equilibrios internacionales. La fragilidad de la política presiona a favor de una intensa Ilustración. Si no es así, bien por la necesidad de expandirse como forma de obtener seguridad, bien por la necesidad de entregarse impotentes a una paz injusta, los grupos humanos no podrán asumir la función de luchar en su seno por el hombre como in en sí86. En otras palabras: sólo podemos pensar en concreto un grupo humano orientado a reconocer el estatuto del ser humano como in en sí, si ese mismo grupo en su conjunto construye unas relaciones exteriores basadas en el equilibrio de la seguridad y de la paz. Para escapar a este dilema, Kant apuntó a una solución. El colapso teórico expuesto ofrecería la base ilosóica que hace inexorablemente aines el pensamiento republicano con el pensamiento de la federación. Sólo en un proceso federativo, y en un Estado cosmopolita universal en el límite, se darían por tanto las condiciones concretas para que el ser humano sea in en sí, para que cada ser humano realice las tareas de antropogénesis, por la cual se ha de decidir su indiferencia originaria entre la animalidad y la humanidad. Y sólo una historia que tenga en cuenta 85

WW. XI, I, 41. WW. XI, I, 45: “Mientras los Estados malgasten todas sus fuerzas en sus vanos y violentos intentos de expansión, y obstruyan continuamente el lento esfuerzo de la formación interna de la forma de pensar de sus ciudadanos [der inneren Bildung der Denkungsart ihrer Bürger unaufhörlich hemmen], prinvándolos de todo apoyo en este sentido, no cabe esperar nada en este sentido, porque para ello se requiere un largo trabajo de toda res publica para la formación de sus ciudadanos [lange innere Bearbetiung jedes gemeinen Wesens zur Bildung seiner Bürgers]”. 86

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este hecho podrá interesar a un presente que haya reconocido las normas de la vida práctica en la que se vinculan, sin posibilidad de separación, los aspectos de la moral y de la política. Sólo así el tiempo absoluto de la moral y el tiempo de la historia política no serían hostiles entre sí. De esta manera, vemos que la carencia de sentido histórico del programa del republicanismo de Pocock y Skinner, no sólo reside en su incapacidad a la hora de mostrar la modulación del sentido de la res publica y su dependencia de los diferentes sentidos de sociedad que tienen en su base, con sus cambios semánticos. También muestran un déicit de sentido histórico al no atender las relaciones entre la construcción de un espacio republicano y la formación de un escenario de política internacional federativa, contraria a un programa imperial. Así pueden articular la ideología republicana, ahora puramente retórica, con la política británica imperial. Una perspectiva ilustrada no puede sino reparar en la ainidad entre republicanismo y federación. El programa de Koselleck, desde luego, como antes los de Ludwig Dehio, Leopold Ranke y Hermann Heller, era muy sensible a la incidencia de las relaciones internacionales en la norma válida para “dentro”, para la política interior. Sin embargo, incapaz de separarse de la ratio status prusiana, era poco sensible al núcleo constante de legitimidad que se vierte en occidente por la palabra res publica y a sus modulaciones normativas. Sólo un programa inspirado en Kant permite escapar a estas limitaciones y proponer una historia política como historia del republicanismo en la cual a la vez se muestre tanto el progreso de la conciencia normativa hacia la constitución republicana como la formación de estratos sociales implicados en su defensa y construcción, sin olvidar la construcción de un espacio cosmopolita federativo basado en la seguridad y la paz. Tal programa, como dijo Kant, sólo puede ser llevado a cabo por una cabeza ilosóica que por lo demás habría de ser muy versada en materia de historia.

Capítulo iii DIFICULTADES CON LA POLÍTICA ILUSTRADA. EL EJEMPLO ESPAÑOL 1. Círculos viciosos repetidos y acumulados. Dejemos por ahora aquí las explicaciones de Kant. Por desgracia, las razones expuestas no fueron lo suicientemente agudas como para detectar los ingentes problemas que conllevan. La alusión federativa, con ser decisiva, no resuelve en verdad el círculo vicioso que hemos señalado, el nudo de los problemas sobre la Ilustración. Podríase decir que el federalismo funciona donde no es necesario y es imposible allí donde sería urgente. Pero aproximémonos a la razón de este aserto. Solamente un Estado republicano puede aspirar a construir relaciones justas desde el punto de vista internacional, pero este mismo Estado es inviable si las relaciones internacionales no son legales y justas. ¿Por dónde comenzar entonces? La Ilustración jurídicopolítica de Kelsen asumió este problema al sugerir que el único soberano es la comunidad internacional de Estados y que lo mejor sería organizarla jurídicamente en dirección a la paz. Todavía podemos mostrar el juego de otro círculo: tan sólo los ciudadanos ilustrados dotados de una norma moral podrán tener acceso al Estado republicano, pero allí donde las relaciones internacionales usan a los seres humanos para su política de guerra es inviable que estos seres se alcen a una genuina Ilustración, a una conciencia operativa de la norma moral. Los seres humanos serían triturados por retóricas de sacriicio, de empréstito como instrumentos de la patria, de las exigencias de los dioses, la raza, la clase, o lo que fuere. Así que llegamos al desnudo hecho de que la realidad efectiva hace colapsar de forma permanente la emergencia de la norma moral y sus consecuencias políticas. En suma, pone en peligro la Ilustración. ¿Cómo escapar de este círculo? No vale apelar aquí a la mimesis como punto de partida del proceso subjetivo de aprendizaje y descubrimiento. Antagonismo fuera y antagonismo dentro no son las mejores bazas miméticas para el descubrimiento consciente de la ley moral ni de la ley republicana. Tampoco se puede decir que el sistema educativo se encargará de lograrlo, pues ese sistema suele estar en manos de los pode-

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res reales. Aunque un sistema educativo dispuesto a enseñar la ley moral todavía tiene que enfrentarse a las diicultades de enseñarla, nada hace pensar que un Estado, sostenido por antagonismos violentos y entregado a propagandas y manipulaciones, tenga la más mínima inclinación a enseñar este tipo de cosas. Así que la ley moral, el principio republicano y el principio federativo, posiblemente emerjan en algunos seres humanos especialmente relexivos, portadores de noticias antiguas de estos ideales, pero lo más seguro es que esos seres humanos sean en el mejor de los casos ignorados o silenciados, y en el peor sacriicados como portadores de cizaña, de división o de ideas peligrosas. Respecto a estas circunstancias reales, la historia brinda diicultades adicionales. El republicanismo comunitario del pasado, sostenido por una idea de constitución mixta como la más adecuada a mantener el cuerpo político, no sólo ancló en instituciones como la censura, que era una gran amenaza para la autonomía personal y sus clariicaciones, sino que desconoció por completo el principio federativo. Desde luego que disponía de los conceptos de foedus, de socius, pero estos conceptos no tienen nada que ver con el principio federativo que Kant avistaba como solución de todos los círculos viciosos de la historia política. Este sencillo hecho determinó que las políticas exteriores propias del republicanismo comunitario antiguo se entendieran al modo imperialista. La protección, interpretación y cumplimiento de los contratos se encargó siempre a una de las potencias irmantes, dejando a la otra literalmente sometida a la verdad que emanaba del dominio hermenéutico de la primera. La interpretación podía ser desaiada, pero esto implicaba la quiebra de los pactos y la declaración de enemigo, con lo que al supuesto infractor se le podía esclavizar en una guerra que desde ese momento era considerada justa por la potencia dominante. Por ejemplo, los tratados con la Roma republicana implicaban la concesión de la exclusividad hermenéutica al senado de la ciudad de Roma. Desaparecía así uno de los elementos de toda autonomía, que reclama simetría a la hora de ejercer la capacidad de interpretar la acción del otro, que precisa una completa competencia hermenéutica por las dos partes. Este problema no es menor. En realidad viene a completar nuestro círculo vicioso, dándonos una idea adecuada de la índole de los obstáculos a los que se enfrenta una política normativa. En efecto, el ejemplo de

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Roma no es un asunto menor en la historia política, sino el imaginario más poderoso de mimesis de los procesos históricos mundiales. Como tal, ha dado realidad histórica al horizonte que Alejandro Magno encarnó por un breve espacio de tiempo y ha determinado con su inluencia el sentido de las luchas políticas mundiales. Roma ha conigurado una tradición ingente, ha ofrecido a todos los ideales imperiales su modelo y les ha dado el sentido de su inevitabilidad histórica. Esta es la ambivalencia de Roma a ojos kantianos: ha ofrecido el ideal de una constitución mixta republicana y de la división de poderes, y nos ha legado su corrupción más profunda y poderosa con la institución del Imperio. El círculo vicioso es cómo mantener una parte de ese programa sin abrir camino a la política imperial. Este hecho determinó un cambio semántico en el lenguaje del republicanismo. No sólo tenemos que explicar cómo puede hacerse efectiva una conciencia moral y política normativa, sino cómo pueden emerger contra los obstáculos históricos de una práctica ingente y secular previa de naturaleza imperial y anti-ilustrada. En esta práctica se han educado los poderes del mundo; ahí se han forjado sus hábitos y aprendido las lecciones de siglos. Eso es lo que se ha llamado realismo político. Hacerle frente a estos ingentes hábitos y estilos de poder, acumulados por la historia, es tarea difícil y sólo puede abrirse camino hacia otra dirección a partir de experiencias históricas profundas y traumáticas. Por lo general, ninguna potencia histórica aprende a partir de la experiencia de otra y las pulsiones imperiales hegemónicas se siguen con aburrida repetición. A Roma, ya en el siglo xVi, siguió la monarquía hispánica y a ésta la británica y la napoleónica y la hitleriana y a ésta la propia de Estados Unidos. En este punto, Kant vuelve a romper el círculo vicioso con el falso recurso a la guía providencial de la naturaleza. Más o menos su tesis es así: no puede haber política imperial sin una expansión de la guerra. Pues bien, este espíritu de la guerra impulsado por la aspiración imperial es durante cierto tiempo un muro contra el despotismo. Podemos decir de forma sencilla: durante un tiempo, el espíritu republicano se mantiene vivo por la expansión imperial. Pero de una manera doble y signiicativamente diferente. Tarde o temprano, la amenaza expansiva del imperio será percibida como intolerable por algunos cuerpos políticos, por pequeños que sean, que estarán dispuestos a hacer frente a la potencia dominante con

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todas las armas a la mano. Y la mejor arma que tenemos a la mano, aparte de aprovechar algunas realidades geográicas, no es otra que conceder derechos políticos reales a los ciudadanos que deiendan la comunidad con las armas en las manos. Los derechos de los combatientes han ido siempre por delante de los derechos políticos. La potencia imperial, por el contrario, responderá a estos retos con exigencias cesaristas de concentración de poderes. En la periferia del imperio crecerá el republicanismo. En el centro, el cesarismo de los poderes militares concentrados y especiales. La historia aquí es muy instructiva. Pues el caso más general es que los grupos humanos que concedieron derechos a casi todos sus miembros para luchar contra las fuerzas imperiales, cuando lograron el más mínimo triunfo, siempre acabaron imitando al imperio derrotado y usurpando sus emblemas, divisas, leyes, iguras administrativas y aspiraciones. El ejemplo paradigmático es el de los pueblos germánicos tras 453. Los reyezuelos visigodos, por ejemplo, se vieron como Flavios, acuñaron monedas como los emperadores, redactaron códigos al estilo de Roma, se rodearon de comites, dictaron pragmáticas, hablaron de isco y se vistieron púrpura. Como es natural, se entregaron a todo tipo de ambición expansionista. Otro ejemplo, quizá más espectacular, es la resistencia de poblaciones heterogéneas de vascones, francos y godos al empuje del poder imperial musulmán, tal y como se dio en la Península Ibérica, y que tuvo como consecuencia la lenta formación de un poder imperial mimético del musulmán, con su carisma guerrero, que con el tiempo se alojaría en el poder regio de Castilla. De aquí no puede surgir sino ese rodar de lo mismo por la historia, esa violencia que Walter Benjamin entendió como la estructura de la historia natural de la humanidad irredenta. Kant llamó cíclica a esta idea de la historia, y el deporte favorito de los historiadores inspirados por ella sería comprobar la emergencia y la ruina de los imperios. No se puede decir que sea un espectáculo alentador. Incluso centrarse en él implica cierto resentimiento: al comprobar que sólo se gana una vez y luego se va hacia la decadencia y la muerte, el historiador anticipa en su relato histórico la suerte que han de padecer quienes aspiran al poder hegemónico. La conclusión de estas someras invocaciones históricas es que no basta con asegurar que todos los imperios tendrán alguien que los resista. La cuestión es garantizar que quien los resista esté en condiciones de no imitarlos. Esto signiica que no concederá derechos políticos y libertades

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sólo mientras dure la lucha contra el imperio, sino que podrá elevar estas concesiones a una ley estable, y segura. La resistencia anti-imperial que buscamos ha de tener funciones constituyentes republicanas. Y éstas han de ser tan sólidas y solventes que puedan iniciar procesos federativos de esos cuerpos resistentes entre sí. Esa solución constituyente no parece que venga determinada por la índole de la mera resistencia contra el poder imperial. Cuerpos políticos que no llegaron a estos hallazgos evolutivos fueron débiles, o murieron y desaparecieron. Otros, como ya he dicho, sustituyeron a los anteriores y compartieron su destino de expansión y decadencia, como es el caso de Castilla, una vez más. Con estas alusiones basta para regresar a la metáfora central del Newton de la historia, propia de Kant. Es preciso identiicar un momento en el tiempo en que unas realidades históricas, aun durante un breve fragmento de su órbita, nos permitan proyectar una trayectoria posible hacia la meta republicana y federativa. Aquí no vale inventarse el material empírico ni deducirlo a priori. Ese momento, existe o no. Y sólo cuando hayamos percibido que existe, estaremos en condiciones de interrogar con Weber, ¿por qué esto se ha dado aquí y no en otra parte? La pregunta es la misma que esta otra: ¿cómo se han educado aquellos que, durante un breve tiempo histórico, han movilizado la constitución republicana contra las potencias imperiales, con efectos federativos constituyentes? ¿Quién ilustró a estos agentes históricos? ¿Qué hizo posible la interrupción de la mimesis imperial? ¿Fue la desnuda voluntad? ¿O más bien las mismas bases que hicieron posible su resistencia anti-imperial impidieron la mimesis imperial? ¿Cómo los actores históricos llegaron a aclararse sobre esto? 2. La ruptura de la mimesis imperial. Podemos considerar a todos los efectos al gran dramaturgo Friedrich Schiller como un hombre comprometido con el programa kantiano. Interroguémosle acerca de cómo, dónde y cuándo buscar ese fragmento de órbita de la historia de un pueblo que nos permite reconstruir la fe en que ese pueblo acabará por describir una igura completa republicana. Sin duda, tales cosas suceden en las revoluciones políticas contra los imperios. Dejemos de lado que ya hablamos aquí de revoluciones en un sentido occidental. Hablamos de la estructura de la ciencia como revolución copernicana y hablamos de la estructura de la historia como revolución republicana. Estos usos analógicos siempre implican Ilustración: aclararse acerca del sujeto o del observador. Ya vi-

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mos que Rousseau gozó de ese instante fulminante de claridad en tanto revolución moral experimentada en su propia subjetividad. Occidente es la idea de revolución y sin ella no se abre camino eso que llamamos Ilustración. En todos los casos queremos decir que la revolución deine un proceso irreversible de auto-clariicación. La ciencia tras la revolución copernicana en matemáticas no será la misma que antes de ella. Una revolución en sentido occidental es un proceso constituyente que impide regresar a lo anterior de forma consciente. Por ejemplo, la resistencia de Alexander Newski contra los caballeros teutónicos no fue una revolución en este sentido sino la resistencia contra una fuerza imperial, pero no tuvo efectos constituyentes. Tras detener a los alemanes en las aguas heladas del Neva, los nobles y boyardos rusos volvieron a sus casas. Nada se constituyó y nada se alteró allí. Esto quiere decir que no hay tantos casos de revoluciones con su Ilustración a la mano. Por ejemplo, no está claro que la Revolución Rusa haya sido un acontecimiento constituyente. Hoy miramos a Rusia con la misma tristeza con la que un kantiano la miraría en los años iniciales del siglo xx. Como Weber profetizó, la asunción de Rusia de los ideales socialistas no ha signiicado sino un siglo de desprestigio de la idea del socialismo. Schiller y Kant tuvieron sus revoluciones preferidas. El primero se centró en la gran resistencia contra el imperio español protagonizada por los patriotas holandeses. Su gran amigo, Goethe, todavía pudo hacer una tragedia sobre Egmont y el hombre que miraba de reojo a la cultura para ofrecerle la música adecuada, Beethoven, aún pudo componer una Obertura heroica para aquella hazaña. Kant estaba mucho más interesado en la Revolución francesa y se dispuso a aceptar sus costes de violencia y de sangre como un mal menor. Un espectador imparcial podía alejarse de esos males lo suiciente como para sentir entusiasmo por lo que allí se constituía. En todo caso, y para nuestros autores, esas dos revoluciones conigurarían los elementos fundamentales de una historia del republicanismo europeo. El primero de los acontecimientos que he citado parece de vital importancia para entender muchas cosas. La primera ventaja es que nos permite formularnos la pregunta acerca de las condiciones de esa revolución exitosa. La segunda porque nos permite comprender que el imperio español es decisivo para entender la historia del republicanismo europeo. Ese fue el motivo por el que Schiller se empeñó en llevar al

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teatro la historia de don Carlos, príncipe de España. Por lo general, se ha visto como un intento de denigrar a España. Su verdadera inalidad, no obstante, es resaltar aquello de lo que se libró Holanda y mostrar la piedad por España, tanta que le permitió sublimar a un héroe como el marqués de Poza. España, con su apuesta imperial incondicional, no es que fuera una potencia decadente. Es que fue vencida por las innovaciones revolucionarias modernas, por lo que se mantuvo en el lado de allá de esas mismas reformulaciones políticas, sin poder acceder a ellas. Saavedra Fajardo es el testigo teórico —no suicientemente ilustrado— de que los imperios no pueden competir contra las repúblicas bien constituidas. Todas estas referencias históricas están muy conectadas y espero mostrarlo en lo que sigue. La pregunta todavía concierne a la condición histórica existente en las Provincias de los Países Bajos que permitió que la resistencia contra el imperio español fuera revolucionaria, innovadora, constituyente. Y esto nos lleva a una diferencia histórica radical a la que España no podía acceder por la índole de su decisión política. En efecto, el elemento que determinó que aquella resistencia no estuviera solo fortalecida por el espíritu del republicanismo comunitario clásico (no olvidando que deinía una mentalidad más bien tardo medieval, modernizada alrededor del lenguaje de la virtud organicista del Renacimiento), sino por algo parecido a un principio federativo, solamente puede identiicarse si descubrimos que la mentalidad en defensa de los privilegios antiguos y las viejas leyes, resultó completamente revitalizada por un renovado sentido del cristianismo. Sólo la Reforma pudo ofrecer a los pueblos un sentido nuevo de comunidad. Por eso, la Reforma es a la vez un acontecimiento político y religioso en lucha a la vez contra los dos soportes de las aspiraciones imperiales, el Papado y Carlos V. Por eso la Reforma es un episodio de Ilustración. Desde luego, el viejo republicanismo medieval estaba inspirado en la doctrina de la res publica tal y como se interpretaba a la luz del cuerpo místico que formaban todos los que compartían la comunión y participaban en el sacramento del cuerpo de Cristo. Desde este punto de vista, el viejo republicanismo acumuló las viejas estructuras del pro patria mori, de la defensa de la tierra, de la ciudad y del suelo donde reposan los muertos y las reliquias de los santos. Pero en las Provincias de los Países Bajos, como en la Ginebra de Juan Calvino, la res publica del mundo

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romano se sintetizó con la nueva teoría del cuerpo místico de Cristo, que ya no podía ser identiicado con la corporación eclesiástica. Esta doctrina de la iglesia como verdadero cuerpo místico de Cristo en la tierra, la esposa del Cordero, estaba deteriorada tras el concilio de Basilea, de tal manera que, ante la percepción de muchos actores, la iglesia de Roma había evolucionado de forma reactiva a todo cambio. El motivo básico de esta opción reactiva fue que Roma se había constituido en el nudo vital de la compleja política itálica, el lugar en el que las elites italianas podían contener, ellas también, los asaltos imperiales. Aquí la Iglesia de Roma hizo buena de nuevo su aspiración originaria anti-imperial. La confusión decisiva se cumplió cuando lo que quedaba de aristocracia italiana autónoma tuvo que encastillarse en la institución del Papado para hacer frente, bajo la forma de una compleja oscilación de puntos de vista, precisamente al poder que se auto-presentaba como el defensor de la propia Iglesia, la Monarquía hispánica. Nunca se dio un juego más complejo de camulaje del enemigo bajo la forma del aliado. El caso es que, tras algún frágil intento de mantener la Iglesia de Roma como una institución europea (impulsado por Erasmo y Adriano de Utrecht), la institución que tenía que representar al cuerpo místico de Cristo ya no podía cumplir otra función que mantener una gota de independencia política en Italia, siempre de corte anti-imperial. Que el agudo sentido de la libertad itálica se refugiara en el Papado es un fenómeno histórico que merece comprensión, porque a su modo fue la manera itálica de resistencia a poderes imperiales que a punto estuvieron de acabar con ella por completo. Sin embargo, sólo podía ser esgrimida con éxito en la medida en que el Papado escapara a las presiones del imperio de los Austrias, cuya lucha por hacer del Papa un mero capellán imperial no conoció límites. Si la idea de cuerpo místico cristiano no hubiera encontrado la manera de basarse en las comunidades unidas por un nuevo sentido del pneuma, tal y como lo defendió la Reforma de Juan Calvino, el cristianismo, como de forma precipitada pensó Maquiavelo, habría perdido toda oportunidad histórica de reconciliarse con la virtud política. Sin embargo no fue así. Este fue el mérito del calvinismo, que logró la hazaña histórica de darle eicacia a la idea de Espíritu Santo como “Bund”, como vínculo directo, inmediato, sagrado, fortalecedor de la comunidad de los creyentes. Se ha dicho mucho que los movimientos escatológicos desde Joachino

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di Fiore jugaban con la iglesia del Espíritu, que debía dejar obsoleta la iglesia del Hijo, cuyo legatario era Pedro y los papas que heredaron su patrimonio. Pero en cierto modo el calvinismo es también una iglesia del Espíritu y su vinculación con la idea de comunidad popular, de cuerpo místico integrado por la fe, capaz de exigir una nueva institución, fue determinante no sólo para fortalecer la resistencia contra los monarcas hispánicos (que en el fondo desde Fernando de Aragón eran los que aspiraban a calzarse los privilegios de la Santa Sede) sino para permitir una intensiicación de la aspiración institucional común, y una ampliación de la idea de cuerpo místico que era de naturaleza federal, en tanto se basaba en promesas compartidas y en un espíritu común capaz de renovarlas. Las dos exigencias kantianas, una institución justa y una federación pacíica y auto-defensiva, fueron percibidas ya por los reformados más conscientes. Así, los que mantenían la misma fe podían darse la participación en la comunión generando un nuevo cuerpo místico unitario formado desde abajo, desde las comunidades autónomas. Esto es lo que llevó a la iglesia reformada en Holanda y en Suiza a revitalizar la idea de pueblo cristiano con una energía que no tuvo rival. 3. El caso hispánico. La historia del republicanismo hispánico es mucho más larga que la historia de la ii República española. En este sentido, los que han fortalecido la idea de una memoria histórica republicana han olvidado el tiempo largo de su ideario. Sin duda, esto ha determinado que se haya celebrado la República menos republicana de cuantas han existido y se haya elevado a mito político algo que quienes lo celebran ya reconocen que fue un delirio. Tras este intento de idealización de lo que no puede ser idealizado, se esconde algo más profundo, que ha encontrado su mejor metáfora en la imagen del Laberinto. Delirio es la respuesta desesperada de una subjetividad que no encuentra la salida histórica a ese laberinto español. Pero la índole de esa desesperación es muy antigua y encierra fracasos históricos sin número, cada uno de los cuales hace todavía más probable el fracaso siguiente. Que los defensores de la ii República hayan pasado por alto este “pequeño” detalle, y no hayan estudiado las causas inmanentes de su fracaso, cargando todas las culpas sobre algo que era una pura exterioridad agresora (golpe de Estado y potencias extranjeras), ya nos da una idea de las diicultades de la Ilustración en nuestro país. Parece como si los ideales republicanos

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hubieran sido derrotados ayer en su inmaculada perfección. Al ceder toda la historia española anterior a 1931 a los portadores de las pulsiones de grandeza y auto-airmación nacionalista, los defensores de la memoria republicana en España ignoran el tipo de pedagogía necesaria para que las bases del ideario republicano puedan establecerse. En realidad, si la resistencia contra el imperio hispano produjo una guerra que se prolongó durante más de un siglo en Europa, se debió a que España perdió también su oportunidad republicana propia, tal como sucedió en la violencia de las Comunidades y las Germanies de 1520. Pero la historia hispana no ha querido ver que las debilidades de la causa constituyente de las ciudades castellanas y aragonesas, que llevaron al fracaso del movimiento de resistencia anti-imperial, tenía una secreta y ya importante historia de la que el poder urbano salió muy debilitado. Su primer e inmediato antecedente se había dado en las guerras civiles contra la Regencia de Fernando, entre 1506 y 1510. Nunca hay que olvidar que Fernando es el máximo portador de una pulsión imperial por completo nueva, sin antecedentes castellanos ni aragoneses. Los intentos constituyentes de las Comunidades fueron un segundo episodio fracasado que tiene su primer escenario en las cortes frustradas de Burgos de 1506, donde se habían concentrado las expectativas modernizadoras de las elites urbanas castellanas alrededor de un Felipe i que ya era un cadáver. Sin embargo, fracasó porque la debilidad ya venía de antes. Ya he explicado en otro sitio por qué se perdió esa batalla, que desde luego habría generado una manera diferente de administrar las relaciones castellanas con Europa. Aquí sólo me propongo abordar la razón última de la debilidad del republicanismo cívico castellano y hallar el punto de cruz verdadero de las causas de la derrota de la libertad política moderna en tierra hispana87. Sin duda, esto tuvo que ver con el fracaso de una revolución especíica que se intentó en el siglo xV y que habría tenido como resultado la constitución de un cuerpo místico castellano. Aquí, como en los Países Bajos, la renovación del cristianismo implicaba el sentido más propio de la renovación política. Sólo la religión tenía capacidad de transformar las subjetividades en esa dirección de autoclariicación. Sólo la religión era la práctica material capaz de mover a los seres humanos 87 Para una mirada más detenida cf. mi “Republicanismo clásico en España: las razones de una ausencia”, Journal of Spanish Cultural Studies, 6, 2, julio de 2005, 163-183.

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en sus aspiraciones y deseos. Como luego en la Reforma, ese intento de revolución fue posible mediante la reactivación de un sentido paulino del cristianismo. Los autores que estaban preparados para activar esa comprensión paulina del cristianismo eran los judíos que, por presiones violentas y criminales, inalmente se habían decidido hacia 1391 por el cristianismo. Subrayo este punto porque no cabe duda de que en las ciudades de Castilla la Vieja, desde Burgos a Toledo, y en las de Aragón, desde Zaragoza a Tortosa, se tomó una decisión existencial que implicaba la integración irreversible en el cuerpo político de los reinos hispanos. Para la coniguración de ese cuerpo místico nuevo, por primera vez pensado, esos conversos propusieron un sentido del cristianismo bíblico, basado en los Salmos, que permitía un pacto o alianza no traumática de razas. Ese pacto de razas, por el que debía emerger una gran Castilla dispuesta a operar como potencia europea, había de tener lugar en el seno de las ciudades castellanas, y debía unir a las elites urbanas letradas judías con las aristocracias más capaces de asumir los nuevos idearios de reinamiento y de sentido propio. Este esquema fracasó, y con ello la idea de cuerpo místico castellano, y luego hispánico, dejó de operar de forma adecuada, comunitaria, integradora. Pero lo más relevante no reside en observar que esa idea del cuerpo místico dejó de operar, conigurando dos razas, dos pueblos, dos culturas, dos ciudades relacionadas por la corrupción y el cohecho, la persecución y el expolio. Lo más decisivo reside en la manera en que se destruyó el intento de la unión, en los hábitos sociales que coniguró, en el estilo político que generó y en el automatismo de repetición que forjó en las instituciones y en los poderes. Pues basta que se dé un único caso, para que la pulsión de repetición estabilice las conductas casi como un destino. El fracaso de ese pacto de razas y esa formación de un cuerpo místico (al que sólo se accede desde Pablo de Tarso) debilitó a las ciudades castellanas hasta el extremo de que perdieran sus batallas históricas una y otra vez. Tal fracaso tuvo lugar antes que las luchas violentas de 1506 y de 1520. Y por ello podemos decir que cada fracaso de estas fuerzas históricas hace más probable el fracaso siguiente. A no ser que la serie entera se neutralice con un aporte ingente de relexión, de memoria y de conocimiento histórico. En suma, con un aporte de una Ilustración tanto más necesaria cuanto más improbable.

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Intento identiicar el inicio de un grupo social que creyó formar parte de pleno derecho del pueblo castellano y que habría podido impulsar ese tipo de procesos evolutivos históricos que aparecen protegidos por el escudo de los ideales del republicanismo cívico. Ese grupo es la punta de iceberg de un cuerpo social amplio instalado en las estructuras dirigentes castellanas. Las iguras intelectuales del centro del siglo xV surgen de aquella decisión existencial de conversión de los judíos: Pablo de Burgos, Alfonso de Cartagena, Alonso de Madrigal, Lope Barrientos, Juan de Segovia, esa primera generación de conversos, la que muere alrededor de la 1450. Tras ellos, la pléyade de sus familiares, amigos, clientes de la segunda generación: Alonso de Palencia, Diego de Valera, Pérez del Pulgar, Sánchez de Arévalo, Hernando de Talavera, Alonso de Oropesa, Juan de Lucena, Fernando de Córdoba, Pedro de Osma y Pedro Díaz de Toledo, y entre los poetas, Gómez Manrique, Alvárez Gato o Pedro de Cartagena. Casi todos estos personajes mueren alrededor de 1500. Este movimiento, que se ha llamado de muchas formas, puede caracterizarse como “humanismo vernacular”, pero en realidad es humanismo judeoconverso castellano. Los rasgos de aquella generación eran muy precisos: cristianismo bíblico, apropiación de las fuentes clásicas compatibles con la tradición judeo-cristiana, convergencia de Platón y Aristóteles, asimilación del pensamiento republicano (Cicerón) y apuesta por la igura fortalecedora de Séneca, defensa de la idea de cuerpo místico castellano y de la ciudad como lugar de la política basada en la amistad cívica, y una propuesta de pacto de razas que permitiera la tolerancia entre la cultura hidalga y la cultura judía. Para eso, se trabó una cooperación entre aristocracias civiles y letradas, todos unidos por una lealtad hacia la corona. Finalmente, esta generación se vio inclinada a la recepción de Platón como camino ilosóico para asegurar la idea racional de la inmortalidad del alma. No todo tenía que ser explicitado en este tiempo. Pero aunque con retraso, las elites castellanas conversas hicieron un esfuerzo ingente de modernización y de europeización. Aquí, una vez más, la historia muestra su diicultad porque sólo nos permite conocer y aprender en situaciones críticas, cuando la disposición a la serenidad de la inteligencia se hace más difícil. Pronto surgió el problema crítico que obligó a explicitar los postulados de esa elite y hacer consciente su programa de formación de

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un cuerpo místico castellano. En todo caso, si hubiera triunfado esa idea, se habría tenido un solo pueblo alrededor de una sola fe cristiana renovada. Nuestra Reforma se habría adelantado unos setenta años. Como es natural, los hijos de los conversos de 1391 ofrecieron su inteligencia a conigurar con naturalidad esas ideas de amistad cívica, de conversación urbana, de persuasión argumental, y educaron a las elites castellanas en la ética y la política aristotélica. Su actuación en los procesos de paz entre los Trastamara castellanos y aragoneses fue conocida. Ellos estuvieron en condiciones de ofrecer ideales de paz y de justicia dentro y fuera de las fronteras, en cortes y en concilios. Como es natural, el hueco dejado por la guerra como actividad económica deseaban rellenarlo con ideas innovadores acerca del beneicio, el trabajo, la industria, el uso del dinero. Aquí no podemos entrar en los pormenores del proceso histórico. Remito a mi libro Monarquía hispánica para ulteriores detalles. La decisión de los líderes judíos en 1391 por el cristianismo ponía al frente del reino a una elite desinhibida y coniada capaz de codearse con las europeas. Pablo de Burgos se atrevió a criticar a Nicolás Lira, Alfonso de Cartagena estuvo en contacto con Leonardo Bruni y con Decembrio; Juan de Segovia con Nicolás de Cusa, y Juan de Lucena con Eneas Silvio Piccolomini y Bartolomeo Facio. Esa primera gran generación de conversos ha formado la primera intelectualidad castellana digna de ese nombre, sin parangón en ninguna otra tierra hispánica. Pero pronto surgió el momento en que esos ideales tuvieron que explicitarse en la peor de las situaciones. Antes ya habían existido resistencias, y esa generación, bien asociada a la nobleza que aspiraba a la distinción estilizada de un universo letrado, la de los Santillana, Manrique, Haro, Estúñiga, Osorio, Priego, podía combatir la batalla histórica con garantías. Pero justo en este tiempo también despertó ese monstruo que espera en el fondo del laberinto. 4. Trauma. La angustiosa sensación de que la situación ha escapado a todo control es sustantiva en la historia de España, no circunstancial. Constituye un esquema, no un accidente. Esa impotencia se ha camulado con todo tipo de megalomanías, pero un lector atento sabe ver lo oculto. La impotencia por lo general reclama actitudes paranoides. La omnipotencia delirante es el relejo para luchar contra una realidad completamente hostil. Estas situaciones se hacen verosímiles porque los

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ánimos se entregan a representaciones apocalípticas. Así, todo camina hacia un esquema dualista que recorre la historia de España y coloca tras el escenario de las diferencias mundanas de intereses otro dualismo sublimado, trascendente, de poderes divinales, el Bien y el Mal, de los que los agentes mortales son sus representantes en la tierra. Este esquema ha ofrecido el pathos general de nuestra ratio política, una intensamente militante, combativa, situada en imaginarios patéticos, en los que se ponía en juego el ser y el no ser, la batalla deinitiva, el inal de los tiempos, el sueño de que por in el enemigo será eliminado y se dará paso a una España sin problema. En la vértebra misma de la ratio política española, cuya metáfora es un laberinto cuya única puerta pasa por la diferencia interna amigoenemigo, se dibujan los síntomas de una subjetividad traumatizada. El trauma no es un suceso para la conciencia, pero es un suceso en sí. Es justo lo contrario de los instantes gozosos de Rousseau. Estos no son sucesos en sí, pero son acontecimientos para la conciencia. La diferencia reside en que un instante gozoso ilumina la totalidad de la existencia que no es sino su despliegue. El trauma también regresa, pero no como conciencia, sino en los síntomas. Su forma de presentarse es mediante un dolor insoportable que está ahí de nuevo, cada vez que algo nos recuerda lo no asumido, aquello que como un agujero negro impide el recuerdo, pero genera el vértigo. Así el trauma se actualiza, se reproduce, se hace inmanejable en un cortacircuito de síntoma, acción y bloqueo de memoria. Es un suceso en sí, pero no para sí. En realidad, el trauma es el mayor obstáculo para la Ilustración. Esa forma de actuar y de hablar, tan feroz, tan despiadada, tan llena de desprecio por los otros, siempre preguntando si eres de los míos o de los enemigos, tan frecuente entre nosotros incluso hoy, testimonia algo más que una limitación de recursos intelectuales. También implica un déicit de recursos morales y desvela un ethos y un estilo psíquico. Implica hábitos muy arcaicos de entender la política y el poder, reactivados en pulsiones renovadas tan pronto rozamos los escenarios del trauma, él mismo ignorado. Implica por tanto diicultades con la Ilustración. Cuando se echa mano de esa retórica uno presiente pulsiones no controladas, un gusto por lo extremo, por lo patético y, más abajo cierto frenesí y una inseguridad radical, un hueco implacable de profundas demandas y por eso imposible de conocerlas y cumplirlas. En la terminología clásica, esta

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subjetividad insegura de sí, miedosa, incontrolada, pasional, extrema y violenta, que hace siempre peor a su pueblo, es la del tirano, no la del gobernante legítimo. Recordar esto nos permite abordar nuestro esquema histórico de otra manera. Una vez más nos damos cuenta de que el cosmos de categorías clásicas permite mirar con eicacia el presente. Cuando mirar el pasado ya no es un asunto de la inteligencia, entonces crecen las diicultades de la Ilustración. Leo Strauss avisó de que la de tiranía es una categoría más instructiva que la de totalitarismo para identiicar los problemas de la política. Si éste último deine una estructura objetiva y sistémica de poder, la tiranía ancla sobre todo en una condición subjetiva y propia del estilo psíquico. Si consideramos al totalitarismo como la única patología política, creemos de forma estúpida que mientras haya instituciones legítimas, estaremos a salvo. La teoría de Strauss, que es la teoría clásica, nos recuerda que en la forma subjetiva de usar el poder legítimo puede albergarse la tiranía. Algo de lo trágico de la ii República tiene que ver con esto. El ejemplo de Sócrates es proverbial aquí. Un poder puede ser legítimo de origen y tiránico de uso. Y quizá hay algo de eso con mucha más frecuencia de lo creíble si se carece de ojos teóricos para verlo. Hoy hemos olvidado que la tiranía se caracteriza por destruir el espacio público, el espacio del juicio. La gran potencia contraria a la Ilustración es la tiranía por ser enemigo más sutil que la desnuda patología de la forma estatal. Al disolver ese espacio público, como veremos, la Ilustración se hace imposible y el juicio ya no tiene eicacia política. Sin embargo, no por ello deja de surtir efectos políticos privados, como la desmotivación, la desasistencia, la desmoralización y desactivación, la amenaza o el miedo, eso que llamamos pérdida de alma o despolitización. Los antiguos lo llamaron pérdida de virtud. Nos sorprendería encontrar hasta qué punto prácticas que nos parecen normales, porque proceden del gobernante elegido democráticamente, fueron y son de hecho tiránicas. Y lo son hasta extremos que nos humillan. Su denuncia es un deber ilustrado. Apenas encontramos gobernantes en la historia de España que no hayan sido impugnados como tiránicos por testigos cualiicados y serenos. No es circunstancial, sino un esquema de vida histórica. Tras dualismos, impotencia, megalomanía, se comprueba la consecuencia: tiranía. ¿Por qué sucede todo esto? Usemos una hipótesis que no necesita invocar a

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Michel de Certeau para proponer la íntima unidad entre historia y psicoanálisis. Cuando la forma de recordar produce de nuevo fenómenos violentos es porque no se está recordando lo suiciente y no se ha identiicado el trauma. Cuando la aspiración del poder es quedarse solo, superando el dualismo por la eliminación del otro, es que no se analiza el problema de su impotencia básica. La violencia política es un síntoma exteriorizado y automatizado de una violencia interior y anterior. Hay algo en la memoria que opera, que tensa, un conlicto originario que no sale a la luz, que actúa como estrato más profundo del trauma que se resiste a llegar a la conciencia. Sólo recordamos lo que nos justiica. El resto se olvida. Esa mentalidad se lo permite todo y prepara el terreno para la tiranía. Ese conlicto originario, cuando lo que se desea es ocultar la conciencia de culpa e impide la redención por el conocimiento de la misma, constituye algo que tiene que ser ignorado, pues de ser recordado obligaría a transformar de manera radical nuestra propia identidad. Frente al trauma y la necesidad de superarlo, nuestra vida tiene deberes y obligaciones de auto-percepción y auto-control. De superarlo, abriríamos el espacio hacia el otro de una forma adecuada. Algo que, de ser recordado, nos permitiría descubrir en nosotros también la culpa, incluso aquella que mancha lo que más queremos, exige cierto esfuerzo intelectual y moral. Tras este reconocimiento, las pulsiones que volviesen a emerger descontroladas, producirían en nosotros un dolor de extrema agudeza en nuestra autoestima, porque nos mostrarían un yo descendido en su sentido de la dignidad moral recién conquistada en el recuerdo y el conocimiento, un yo por debajo de su saber de sí y de su exigencia. Todas estas operaciones ilustradas implican un estilo psíquico completamente diferente. En todo caso, el trauma siempre vive de una conciencia de culpa no asumida, de una ambivalencia en el seno de nosotros mismos que nos hace auto-odiarnos en el fondo y auto-querernos más de lo justo en la supericie. Esta ambivalencia insoportable suele escindirse de forma típica: reprime el autoodio y desvía la violencia interna hacia el otro y deja en la conciencia sólo el auto-amor, la justiicación absoluta hacía sí mismo, la incapacidad de sentir culpa, se haga lo que se haga. Aquello que odiamos en nosotros es interpretado como algo producido por el otro, que es así el culpable de mi indignidad. Si éste desapareciese, el yo quedaría satisfecho ante su mejor imagen y por in podría llevar una vida feliz, sin inquietudes. El narcisismo es el intento desnudo de eliminar el trauma por la vía falsa.

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Llamemos la atención hacia estos síntomas, hacia estas formas de recordar que imponen la necesidad de llevar razón, hacia todas estas formas retóricas que no son sino expresiones de la debilidad y desamparo psíquico. Si esas formas pulsionales degradantes no producen dolor en nosotros, al percibirlas en nuestra alma, es sólo porque siempre identiicamos un enemigo imaginario mucho peor que nosotros, frente al que nos sentimos legitimados para ser como somos e incluso peores, pues con él se puede hacer cualquier cosa. La dualidad imaginada y proyectada en el otro como maldad radical insuperable es la coartada moral para no sufrir por lo que deberíamos sufrir, por nuestra permisividad y descontrol pulsional. La dualidad extrema del enemigo está diseñada para que no tengamos un criterio propio de conducción de nuestra vida. Contra él, están abiertas todas las posibilidades. Es una excusa para permitirnos lo que creemos que el otro se permite. Siempre podemos imaginar que el otro todavía es peor que nosotros, merece que lo tratemos como lo hacemos y a pesar de todo nos sintamos autorizados y satisfechos con ello. Cuando el enemigo desaparezca, entonces seremos mejores. Esa es la estructura del Apocalipsis. Así ha sucedido en todas las guerras civiles de alta o baja intensidad que nos han asaltado desde que no queremos recordar. Pues más allá de la de 1936, fueron las de Cuba, las carlistas, y antes la de la Independencia, y antes todavía la guerra de Sucesión, y todavía antes la de Cataluña y antes la de Aragón y antes la de las Comunidades y antes la de Andalucía y antes…. 5. Urgeschichte. La forma hispánica de recordar la dualidad genera más dualidad y violencia. La forma de recordar el fracaso histórico genera más probabilidad de fracaso. Puesto que constituye un esquema histórico, no una circunstancia (este detalle hace bastante improductiva la inteligencia española de Ortega), y atraviesa nuestra historia de dualidades, de frondas y de víctimas recíprocas, quizá debamos emprender otro análisis de nuestra historia política. Agamben en su obra Signatura Rerum ha mostrado, aludiendo a Franz Overbeck, que la historia es estéril si no identiica la prehistoria, “la historia más relevante y decisiva”, la Entstehungsgeschichte, la historia de la emergencia. A esto lo ha llamado el momento decisivo en la historia de todo viviente88. Lo es porque en la prehistoria no hay nada de pasado. La prehistoria es un pasado que se nie88

G. Agamben, Signatura Rerum, Barcelona, Anagrama, 2009, p. 114.

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ga a quedar atrás. Por eso comparte el tiempo del trauma. La utilidad de este esquema reside en que “elementos que en la historia estamos habituados a considerar como separados, en la prehistoria, de hecho, coinciden de inmediato y se maniiestan en su unidad viviente”89. Si la dualidad es el esquema de nuestro destino histórico, la prehistoria debería sentir la necesidad de identiicar un instante en que la dualidad radical todavía no existía, el umbral en el que la dualidad dio el paso y existió. Esta relexión inspirada en Overbeck tiene relevancia porque, como se sabe, este autor estaba interesado en el cristianismo primitivo y en la decadencia que había traído consigo la diferencia entre protestantes y católicos, en su época enfrentados en una estéril Kulturkampf. Por eso, en lugar de fundar una historia como recuerdo de la división, se entregó a identiicar la Urgeschichte, el “estadio prehistórico más originario o unitario”, un arché adecuado. Esta no tenía que ver con el momento airmativo de una identidad y su desarrollo futuro. Al contrario, intentaba identiicar el momento anterior a la emergencia de la dualidad nosotros/ ellos, reparar en la violencia cuya emergencia desnuda fue necesaria para producir esa dualidad, y no darla ya por consumada. En suma, deseaba recordar el sentido de aquello que se ocultaba en el trauma, lo que se escondía al recuerdo, se resistía a salir a la luz porque encerraba la violencia que había inaugurado el destino de una dualidad. En el caso de Overbeck se trataba de no dar por sentada la diferencia entre ortodoxos y heterodoxos, por ejemplo. ¿Nos suena de algo este programa, a nosotros, que hemos visto nuestro pasado de forma no interrumpida desde Menéndez Pelayo? Se debía ir al momento en que esa misma dualidad no existía y pensar el acontecimiento que la produjo, ése que ijó los hábitos arcaicos, el estilo político que re-emerge tan pronto se relaja el control de los actores, que regresa como orden pulsional no controlado, ese pasado siempre presente. Overbeck recordó que resultaba preciso descubrir no sólo las fuentes que identiicasen la prehistoria, sino su propia tradición oculta y vencida. En esta línea nos recuerda Agamben que cabe situar este texto de Hiedegger: La tradición dominante tiende tan poco a volver accesible aquello que transmite que, ante todo y por lo general, lo encubre. Esta tradición reduce lo transmitido a la obviedad y bloquea el acceso a las fuentes originales. […] La tradición 89

Signatura FERUM, p. 117.

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hace olvidar en general esta procedencia y consigue que sea inútil comprender la necesidad de tal regresión90.

Ese olvido es el que se amontona en el fondo de los libros de la historia oicial de los historiadores. ¿Tenemos algo parecido a una Urgeschichte hispana en este sentido? ¿Estamos en condiciones de ir más allá de la tradición dominante? Desde luego, no. El éxito de un titán como Menéndez Pelayo lo impide. ¿Pero tenemos un momento en que la dualidad se resistía a emerger, en que lo distinto luchaba por unirse? Desde luego. ¿Tenemos un instante en que se pusieron en movimiento fuentes que luego quedaron sepultadas, escondidas tras la tradición dominante, pero que siguieron operando? Sí. Fuentes que constituyen nuestra proto-Ilustración, fuentes que al perder su conexión con esa prehistoria, parecían situarse ya en el seno de la dualidad devenida, aunque en su inicio mismo estaban destinadas a superarla. La operación de Overbeck, por la cual se identiicó un cristianismo previo a la diferencia dogmática, se puede proyectar también sobre la historia castellana y entonces puede emerger un instante anterior a ése en que la dualidad se airmó. En realidad, esa dualidad la vemos aparecer porque se identiicó la unidad cuando ya se echaba encima. La apreciamos porque la unidad fue resistida. Y de esa prehistoria en sentido Overbeck se puede decir algo. Por ejemplo, que me parece el lugar donde anida el trauma que rondamos cada vez de nuevo que nos entregamos a un proceso de escalada pasional. En él se forjó un estilo propio del poder castellano y el esquema histórico de su actuación política. Entonces confesamos que, en el fondo, tras toda irrupción pulsional, aspiramos a tener el poder que entonces se tuvo, el único que consideramos verdaderamente tal, el único que ofrece certezas y seguridades, aunque no tenga nada que ver con el derecho justo y la paz. Nuestro ideal de poder es aquél. Curiosamente, entonces se echaron los cimientos del poder imperial hispano. Sólo tenemos poder si el modo en que disponemos de él es aquel que dio el tajo originario y disolvió la unidad que se formaba, canalizando el sueño renovado de eliminar lo que en esa unidad odiábamos, esa parte de nosotros mismos que no podíamos acoger y necesitábamos poner en el Otro. Un auto-odio que para poder soportarse se desplazó a otro. Nuestro estilo político tiene esta prehistoria de ambivalencia propia del auto-odio que estalla en vio90

M. Heidegger, Ser y tiempo, Madrid, Trotta, p. 21.

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lencia contra el otro y en auto-justiicación de nosotros mismos. Ese es el centro de nuestro laberinto. Y eso ha generado nuestro estilo político. Las consecuencias están a la vista. La dualidad política, la forma más arcaica de organización del mundo, la más mítica, la más incapaz de evolucionar, la más destinada a la cosiicación y a la mentira reductora, eso se ha impuesto. La dualidad, la forma más dispuesta para el retorno de lo mismo, casi hasta la eternidad, es la más preparada para erosionar la entrada en juego de terceros, de mediadores, de gente dispuesta a ensayar una deinición de lo justo y de la paz, esto es, aquella situación concreta que pudiese satisfacer a la vez a dos sujetos. La dualidad es la forma de organizarse la subjetividad que padece de un narcisismo brutal y una arrogancia impenetrable, incapaz de toda duda acerca de sí misma. Allí donde está el otro, allí debería estar yo, dice por doquier. No tiene otro afán que el de derrotar y ocupar. Luego veremos, cuando encaremos lo más extraordinario y también lo más decisivo, qué produce ese cristalizado simpliicador que siempre se acaba buscando. Cuando una organización política dualista recuerda, no hace sino profundizar en estas antinomias, de tal manera que organiza una ulterior dualidad, fundamento de toda violencia mítica, la que hay entre sus muertos y los nuestros, la última de las dualidades que fundan la historia y la política. Con ello, tan pronto invocamos nuestros muertos, parecemos sufrir una injusticia absolutamente legitimadora de nuestra posición. No tenemos una forma de recordar que haga más fuerte la unidad de pueblo. Recordar las divisiones compactas con la veneración de los muertos de cada uno, siembra la inquietud de que ése ha de ser el eterno destino moral. Da igual que el espacio histórico que se recuerde esté atravesado por la tragedia y la desgracia generalizadas, por la injusticia recíproca endémica, todas ellas situaciones en absoluto deseables para un ciudadano discreto y razonable. Al inal se recuerda en masa, en bloque y adquirimos las condiciones del muerto recordado y de su época, con todas sus impurezas, no la posición moral del que recuerda. El recuerdo así fortalece y legitima la dualidad del presente, la sacraliza, la eterniza, llama a los hombres del presenten a que la encarnen y a que nieguen a la otra parte. No hablo sólo del presente. De sobra sabemos que se trata de un esquema de interpretación histórica. Afrancesados y patriotas, serviles y liberales, carlistas y constitucionalistas, ortodoxos y heterodoxos, rojos y fascistas, y antes botilers y maulets, y antes ager-

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manats e imperials, y al tiempo de indios y castellanos, o todavía antes, de grandes y pequeños, y antes de los bandos, siempre los bandos, y en el fondo, lo originario, cristianos viejos y nuevos, hidalgos y judíos o moriscos, portadores de una sangre irreconciliable. Y esa pretensión de recordar que en lugar de superar el dolor, lo refuerza; que en lugar de producir el sentimiento de libertad, te ata a la víctima y a su verdugo; que en lugar de darte una idea de tu tarea moral del día, te vincula a la experiencia de tu víctima y de su memoria como única tarea. Un recuerdo anti-ilustrado. De todo este complejo nudo de dualidades lo único que no acaba siendo dual es la diferencia entre pasado y presente. Ambos amenazan con recaer en la indiferencia de la desnuda continuidad, de la repetición propia del violento tiempo del mito91. 91 A pesar de todo, debe reconocerse de forma rotunda la peculiaridad del imperio hispánico en América y la diferencia que presenta respecto del mantenimiento de las etnias y las lenguas americanas en una proporción que el imperio británico no logró. Esto es fue por varios motivos. Uno de ellos es, desde luego, la menor potencia civilizatoria del imperio hispánico y el menor grado de eicacia técnica de sus prácticas coloniales. Sin embargo, este hecho está cargado de consecuencias ambivalentes, pues garantizó amplios espacios vírgenes, pero tuvo efectos fatales sobre la población desde el punto de vista de la salud y del trabajo, aumentado su carácter mortífero. Por eso, la mayor diferencia en la política imperial hispana reside en que, al ser un imperio católico, no pudo evitar la división de poderes que siempre garantiza la iglesia. En el caso que nos ocupa, las diversas variaciones católicas, como las que representaban los franciscanos, dominicos y agustinos, y luego los jesuitas, produjo una división de poderes que se presentó como una voluntad decididamente contraimperial. En todo caso, este hecho permitió que inmediatamente se editaran libros en lenguas indígenas. Hoy sabemos que casi 600 libros fueron impresos en estos idiomas. La obra de los franciscanos en este sentido fue altamente conservadora, pues mantener la lengua implicaba proteger el modo de vida de las poblaciones. Tal actitud sólo podía derivarse de la proyección de esquemas utópicos especíicamente católicos y humanistas sobre los indígenas americanos y esto desde el mismo inicio de la conquista, desde Mendieta y Montesinos. Frente a ellos, la posición especíicamente imperial, inclinada a la protección del conquistador, del encomendero y de las grandes explotaciones —todas ellas de profundas consecuencias genocidas— tuvo muchas veces que matizarse y moderarse, equilibrarse y a veces anularse. Con el tiempo, se impugnó el estatuto de esclavo para el indígena y esto tuvo profundas repercusiones jurídicas y sociales. En un imperio sostenido sobre un Estado más organizado sobre el paradigma unitario del Leviatán, tales resistencias debían ser necesariamente mínimas. Aquí, como siempre, la división de poderes, incluso la más tradicional protagonizada por el catolicismo, tuvo efectos beneiciosos. A esto habría que añadir que todo el pensamiento católico jamás entendió la noción de naturaleza como opuesta a la posibilidad de la recepción de la gracia, con lo que la primera no tiene que ser destruida con necesidad para recibir la salvación. Esto hizo que la verdadera ideología católica americana fuera siempre la “naturaleza”, y “lo natural”, con lo que la aceptación de las manifestaciones autóctonas necesariamente fue superior a la que mostró una civilización más moderna y, por ende, más inclinada a transformar la naturaleza desde prácticas y técnicas cientíicas y jurídicas.

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6. Excursus: el concepto de estilo. En un magníico ensayo cercano al inal de su vida, Max Weber se empeñó en distinguir entre las herramientas teóricas y la realidad que la ciencia quiere conocer. Desde luego, supuso que no hay hechos sin conceptos y destacó que no hay ciencia sin arsenal teórico, algo que los estudiosos españoles en ciencias humanas y sociales suelen olvidar en favor de un impresionismo tan elemental como su empirismo. En un momento dado, sin embargo, Weber habló de que se debía establecer una diferencia entre las categorías ideales y abstractas de la ciencia y lo que llamó “los hombres vivientes”. Sin duda, por el contexto se refería a la diferencia entre la economía política teórica, con sus abstracciones ideales basadas en el mercado, y la vida económica concreta de una sociedad y sus gentes. La ciencia económica alemana posterior, de clara orientación weberiana, estableció la diferencia entre Wirtschaftsystem y Wirtschaftstyle. El primero, era el conjunto de estructuras económicas que tenía como aspiración implementar los modelos teóricos e impulsar los adelantos técnicos basados en modelos de racionalidad objetiva. El segundo era el conjunto de condiciones que imponía al sistema objetivo los usos tradicionales, los valores, las formas de organizar la subjetividad y la familia, la forma de relacionarse con la naturaleza y con uno mismo, la forma de asumir el pasado histórico, de aprender de las experiencias críticas, en suma, el ethos de los hombres vivientes. Con Ortega, podíamos diferenciar entre técnicas de mundo y técnicas del alma. En realidad, podemos decir que el Wirtschaftsystem encarna la racionalización objetiva y el dominio del mundo. El Wirtschaftsstyle, el conjunto de técnicas del alma, despliega las formas de la racionalidad subjetiva que condicionan el aparato productivo objetivo en su actuación concreta y le presta su alma y su vida. Apliquemos esta distinción, que aquí he esbozado de forma elemental, a la política. Nuestra ilosofía política tiene en cuenta sobre todo la normatividad, y nuestra teoría constitucional tiene en cuenta la objetividad técnica expresada en la construcción de instituciones en sistemas políticos. Podemos decir que estas ciencias sistémicas se centran en los aspectos de la racionalización objetiva. Sin embargo, rara vez se aborda el asunto del estilo político, de la racionalización subjetiva. En realidad, el problema del estilo es muy complejo y no podemos abordarlo aquí. Sólo me interesa sugerir que, desde él, tenemos acceso a ese momento en que

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ethos, como hábito de conducción de la vida, y pulsión, como respuesta más probable en circunstancias de estrés, se dan la mano de manera tan intensa que incluso el sujeto no lo percibe. Se abre así una represión que posiblemente procede de que ahí están los hechos incómodos de los que nadie quiere hablar, los que se reieren al trauma del origen. La falta de Ilustración muestra en este punto sus peligros máximos. En todo caso, no distinguir estos dos niveles de análisis es un asunto fatal. Desde luego, esa distinción es la que ilumina la crisis en la que vivimos tanto en el sentido económico como el político. Pero tiene múltiples aplicaciones. Por ejemplo, no cabe duda de la racionalización objetiva que signiica el Estado de la Autonomías, según la condición histórica y existencial de España, frente a las formas centralistas de organizar el Estado. Pero las críticas se equivocan cuando se dirigen contra ese Estado autonómico recordando la estructura oligárquica que inalmente promueve. Esta última es un asunto de estilo político y, de ser ignorada la diferencia, se corre el riesgo de acusar a la estructura objetiva como la culpable de un mal que tiene que ver con el estilo. Así, un defecto de subjetividad y de estilo, se intenta superar o neutralizar con una intervención en la estructura de racionalización objetiva. Al hacerlo así, se dejaría el estilo político intacto y activo, y degradaría la institución que sustituya a las autonomías con la misma persistencia y eicacia propias de una subjetividad que nunca se ha aclarado acerca de sí misma. El restablecimiento de un Estado centralizado, de mantener intacto el estilo político, sustituiría oligarquías regionales por una gran oligarquía central y sus delegados locales. Así que la racionalización subjetiva debe ser atendida, criticada y mejorada con sus especíicos medios. Y ésa es la tarea de la Ilustración consciente de sus propias diicultades. Como se sabe, Weber pensaba que el camino de la racionalización subjetiva es la incómoda, pesada e ingrata tarea de acogerse al árbol de la ciencia, en este caso de las ciencias humanas y sociales, las auxiliares verdaderas de la Ilustración, como hemos visto en Kant, precisamente los saberes que han sido desmontados en nuestro presente con una alevosa conciencia de facilitar el libre y arbitrario uso del poder sobre una ciudadanía sin recursos intelectuales. La desnuda funcionalidad ideológica que se reclama de estos saberes entre nosotros, su entrega a la supericial actualidad y al columnismo, su mirada de corto plazo, su odio cerval a la relexión ilosóica, o su dependencia

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de poderes inlexibles como los representados por la jerarquía de la Iglesia católica española, directamente conectados con el trauma español, los hace funcionales para extremar la fronda dualista que describimos anteriormente. Esa es la coartada para identiicar y reconocer, a la vez que promover, el estilo mental de los seguidores, condición ineludible para reconocer a los nuestros. Esa forma de inteligencia que es su negación, que ha destruido la tarea intelectual de la Universidad española, y que ha impedido a la ciudadanía ser consciente de los riesgos de las situaciones que padecemos, no nos permiten avanzar en una racionalidad subjetiva adecuada, y dejan sólo abierto el camino de airmarnos en la organización dualista de la política. Este aspecto se ve en la aspiración ansiosa de cada poder a controlar los planes de estudios en ciencias humanas con ideologías arcaicas como la reforma de la Historia impulsada por el Ministerio Aguirre, o en la voluntad de eliminarlas, como se vio en el ministerio Sansegundo, para que nada resista los medios más operativos de la propaganda, la televisión y las formas modernas de control de la subjetividad, como el código, las ciencias sociales estadísticas y normalizadoras, o las disposiciones biopolíticas refrendadas por comisiones de expertos de los que ha huido toda Ilustración. Como es natural, la característica inal de la fronda es la existencia de poderes impotentes y, por eso, nadie logra de verdad su objetivo. Pero ninguno se despide del sueño de acumular todo el poder para cuando suene su hora construir la realidad a su medida. Con ello, la sensación de que la realidad ha escapado a control de los que mandan se impone por doquier, ante el estupor de una ciudadanía, incapaz de hacer llegar a la clase política su inquietud, tanto por la diicultad de ser escuchada, como por la diicultad de poder enunciarla de forma adecuada. 7. Toledo 1448. Recojamos entonces el argumento. Impulsemos la memoria, aclarémonos a nosotros mismos, identiiquemos ese punto en el que se forjó nuestro estilo, penetremos en nuestra prehistoria, veamos dónde la seguridad se extrema frente a la paz, el derecho frente a toda justicia, la política imperial contra la res publica. En suma, preguntemos: ¿dónde se esconde el trauma? Desde luego, mucho más lejos de 1936, la última de sus réplicas traumáticas. Tuvo que ver con la crisis de la política castellana de mediados del siglo xV, cuando llegaba a su in el gobierno de Álvaro de Luna, quien, después de Olmedo, sabía que comenzaba a ser prescindible. Entonces se tejió lo irreparable. Luna, necesitado de dine-

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ro para mantenerse en el poder, pensó hacia 1448 recaudar un impuesto tiránico en Toledo. Este es el inicio de todo. Los sucesos, impulsados desde los agentes del poder político de Luna, y luego por los del príncipe Enrique, son muy conocidos en su detalle, pues Eloy Benito Ruano nos dio su historia, aunque adobada de valoraciones irrepetibles. Quizá una relexión ilosóica sobre ellos no esté de más. Constituye el primer pogromo moderno diseñado desde magistrados investidos de autoridad política, y destinado a separar lo que estaba unido hasta ese momento. Insisto en que fue impulsado desde el poder legítimo mismo. Los pogromos de 1391 no habían sido efectuados desde el poder político, sino en su ausencia. Entonces se aprovechó el vacío de poder regio producido con la muerte de Juan I y la minoría de Enrique iii, para recorrer la tierra hispana desde Écija a Girona sembrando la muerte. Consecuencia de estos pogromos religiosos y sociales fue que el líder espiritual de Castilla, el rabino de Burgos, Slomo Ha-Levi, se convirtiera y con el tiempo llegara a ser obispo de Burgos, canciller del reino, educador de Juan ii. Buena parte del pueblo judío hispano, tanto del reino de Castilla como de Aragón, siguió estas conversiones y así, por la violencia indomable de la historia, se generó la base estructural de las ciudades hispanas del siglo xV, sin duda su época de gloria. Los judíos habían sido propiedad iscal del rey hasta entonces. A partir de 1391 los conversos pasaron a ser la base sólida institucional y comercial de las ciudades del reino. Lo decisivo fue que el pogromo de Toledo de 1448 se dirigió no sobre un pueblo externo y paria (como hasta este momento había ocurrido con los mudéjares o los judíos) sino ya contra una parte del mismo pueblo castellano cristiano. El poder político quiso obtener beneicios de la separación de lo que ya estaba unido. Consideró la unidad como oportunista, circunstancial, variable, reversible. De una parte de ella se podía prescindir. Se eliminaron los regidores, letrados, canónigos, magistrados y caballeros conversos. Los contadores y los médicos conversos desaparecieron. La más brutal violencia se dirigió contra la comunidad conversa, que se consideró a todos los efectos comunidad judía, y de lo que aspiraba a ser un pueblo se hizo dos, caracterizados por las sangres diversas que no se podían reuniicar92. Surgieron 92 Cf. mi “La teología paulina de Alfonso de Cartagena”, en Cirilo Flórez y Maximiliano Hernández, La primera escuela de Salamanca, Universidad de Salamanca, 2012.

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así dos pueblos que no podían gozar de los mismos derechos y deberes, que no podían aspirar a los mismos cargos, si bien se había presionado a los judíos a la conversión con la promesa de esa igualdad. No había cargo de herejía por medio, no había posibilidad de invocar ninguno de los elementos que dieron excusa al antisemitismo de Alonso de Espina, poco después. No fue un movimiento racista que vino de abajo, sino una acción impulsada desde el poder político, militar, jurídico y teológico, instigado por Luna, predicado por los franciscanos, animado por los hidalgos del Alcázar toledano, justiicado por los bachilleres y juristas de la ciudad. Pronto se dio más signiicación a la sangre que a la fe. La violencia estalló dirigida y provocada, articulada y preparada desde de la política. La consecuencia fue la expropiación general de los conversos y judíos, que fueron muertos y despojados. Los más afortunados vagaron desnudos por los campos. Cuando se repuso el orden y el obispo de Cuenca Lope de Barrientos entró en las mazmorras del Alcázar de Toledo, todavía pudo liberar a centenares de seres humanos espectrales, moribundos, que habían sido despojados de todo y estaban custodiados mientras se preparaba su venta en una operación de rescate a costa de sus lejanas familias de otros lugares de Sepharad. Todo esto se hizo bajo las banderas del poder. De ello se obtuvo dinero que fue bendecido y respetado por el príncipe Enrique cuando irmó las paces. La recua de Diego Sarmiento, el oicial del Alcázar, llevaba cientos de mulas cargadas de objetos de valor. Se dirigía a Burgos y allí fue detenido, deshecho y capturado por las milicias capitaneadas por los Haro y los Cartagena, por el pueblo castellano, dirigido por la familia del viejo rabino Ha-Levi que de nuevo daba su hijo Alfonso como obispo a la capital castellana. Alfonso de Cartagena y su gente lograron que el Papa condenara como herejes a Marquillos y a los que provocaron el motín. Pero como consecuencia de este suceso de 1449 sucedieron muchas cosas. Una, que Luna, el causante último del pogromo, fuera desalojado del poder por la alianza de elites conversas y aristocráticas. Nunca tuvo Castilla mejor aristocracia que entonces. Lo sabemos por Generaciones y semblanzas, la obra conmovida de una hombre íntegro, Fernando del Pulgar. Luna fue detenido en la casa de los Cartagena. Cuando salía preso, miró a la ventana y señaló como culpable de su caída a dos obispos que veían la escena: Alfonso y Barrientos. Entonces los amenazó. El hombre que acompañó a

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Luna en todo su camino hacia el cadalso, el que lo confesó y lo consoló tiene un nombre. Se llama Alfonso de Espina. Es de suponer que este franciscano compartiera el diagnóstico del valido, que había perdido el poder por la actuación de los conversos. El caso es que este franciscano, escribió un texto que se convirtió en la Biblia del antisemitismo europeo y que, a su vez, no es sino un centón plagiado de otras fuentes adornado con todas las leyendas antisemitas medievales. No hay Fortalitium Fidei sin los viejos textos de los dominicos como Pugio idei adversus Mauros et Judaeos de 1270, de Ramon Martín, tan inluyente. Este mismo Espina fue luego confesor de Enrique iV, a quien propuso fundar la Inquisición contra los conversos y expulsar a los judíos. Fue derrotado por un teólogo de la altura del jerónimo Alonso de Oropesa y todos los grandes castellanos del momento celebraron su derrota con alivio. Pero el programa Espina siguió allí. Había nacido de la experiencia de Álvaro de Luna. Su caída había mostrado quiénes eran las únicas fuerzas que podían impedir la tiranía. Quienes aspiraran a ella sabían qué tenían que destruir. Para hacer frente a lo que sucedió en Toledo se escribió otro libro y su autor era el fundador de la inteligencia castellana, Alfonso de Cartagena. El libro no fue editado en latín hasta 1940. Se trata de un texto que no ha querido ser leído por la tradición dominante, una fuente que ha sido sepultada por ella. Su título: Defensorium unitatis idei christianae. En él se deiende la unidad de la fe entre conversos y cristianos viejos y la unidad de las razas de los judíos y los hidalgos. No fue el único texto que escribió Cartagena y no puedo detenerme en ello. Baste con decir que Cartagena ofrece el estilo hispánico de ese tiempo pero que, con el trauma y la Inquisición que le siguió, perdió toda oportunidad de ser el camino de integración que necesitaba Castilla y España. Fue el forjador de un programa de unidad que resistió a la dualidad que se avecinaba entre cristianos nuevos y viejos, pues logró que fuera declarado herejía por el Santo Padre. Todo aquello condenado fue exactamente la norma del poder en la época de Fernando el Católico. Cartagena deinió el castellano como idioma cultural y ilosóico, religioso, moral y político. El trauma originario siempre consiste en que no se puede reconocer al padre, porque en él se contiene todo lo que odiamos y lo que amamos. Siempre sucede así. La cultura castellana, el sentido de su autoestima, de su dignidad, de su prestigio, de su sentido expansivo, de su proyecto como pueblo europeo

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y atlántico, fue obra de este judío converso, de su extraordinaria familia y de su extenso círculo de amigos. De ser ieles a ese instante, deberíamos incluir como propio todo lo que luego fue decretado externo y ajeno, violado y destruido. Cultural, moral, religiosa y políticamente Cartagena dio sentido identitario a una Castilla unida, goda y judía a la vez. Pero Castilla no pudo ensalzar su nombre tras 1481 porque ya no era parte de su pueblo con pleno derecho. La obra en defensa de la unidad fue sepultada y olvidada para que el trauma de la división actuara en lo reprimido, oculto a la conciencia. Aquella obra, en la que el cuerpo místico castellano imponía su exigencia de no-discriminación y de positiva integración, no ha podido ser leída por los castellanos hasta hace unos años. Incapaces de recordar esta prehistoria, nos empeñamos en seguir algunas de las dualidades que siguieron a su muerte, pero no podemos seguir por entero el instante originario. Nos identiicamos con las consecuencias de la violencia y no con la lucha de Cartagena por resistir la dualidad. La conclusión que deseo extraer impone despreciar la leyenda de que ese lento pogromo institucional y antisemita que fue la Inquisición y luego esa instauración de los estatutos de limpieza de sangre, fue algo que reclamó el pueblo. Fue el escudo de elites incompetentes para mantenerse en el poder, entre cuyas herramientas siempre estuvo la propaganda antisemita, elaborada por los más combatientes, las rudas elites plebeyas de las órdenes religiosas, la brigada motorizada del peor sistema de poder, cuyo estilo intelectual ha sido denunciado por Netanyahu, en su implacable y célebre análisis de los plagios de Fortalitium idei. Pero Cartagena no fue el único. Sepultado por la tradición dominante, Cartagena es el inicio de una tradición que no cesa de emerger en la historia de España, no como los otros, los individuos heterodoxos, sino como los representantes de la decencia castellana. Es decir, Pulgar, Alfonso de Palencia, Juan de Lucena, Juan de Segovia, Alonso de Madrigal, Pedro de Osma, Fernando de Roa, Alonso de Oropesa, Ruiz de Alcaraz, Hernando de Talavera, López de Villalobos, los Valdés, Ponce de la Fuente, Fernando de Enzinas, Antonio del Corro, Cipriano de Valera, y tantos otros que lucharon por mantener la unidad. Se les conoce como nombre, pero ¿quién los reconoce como tradición? Ellos entendieron el cristianismo de otra manera, pusieron en castellano a san Pablo y su universalismo, al profeta David y su sentido de la religiosidad, a Aristóteles y su sentido

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de la civitas, a Séneca y su sentido de la virtud, a san Agustín y su sentido de la vida interior y a Platón y su sentido de la inmortalidad. De una manera completamente ajena a la verdad se dice que éstos fueron la fuente de los alumbrados. Y que éstos representan la herejía castellana especíica. Se olvida que Cartagena estuvo en Basilea junto con Juan de Segovia, y que allí, aparte de reivindicar para Castilla no sólo la expansión hacia Canarias sino el segundo asiento tras Francia, se defendió la necesidad de un futuro concilio universal para deinir la renovación y reforma de la iglesia católica. Se olvida por tanto que el uso de Pablo que hace Cartagena es reformador, no herético. Como defensor de la unidad integradora de la fe escribe estas palabras, invocando el de summo bono de Isidoro: Sepan los príncipes del mundo que ellos deberán dar razón de la iglesia que reciben de Cristo. [...] ¡Y qué mayor escisión o alteración de la paz se puede dar que la que quiere diferenciar a los unos de los otros según el lugar de nacimiento de carne, intentando separar a los que proceden del pueblo israelita y a los que proceden según la carne de la gentilidad!93

Eso no era herejía, sino exigencia de un cristianismo verdadero. Mutatis mutandis, lo mismo se puede aplicar a todos los dualismos de nuestra historia. Como reformador habla Juan de Lucena, en De vita beata, cuando le hace decir a este Cartagena literario: “Constantino imperador santíssimo, pensando exaltar la iglesia, derrocóla, doctóla de quanto vees en poder de Silvestre, pontíice: luego nascieron las pompas, los faustos, y vanidades que dices”94. Como reformador exclama el mismo Lucena, en 1463, terciando contra uno que habla de “suyos” y “nuestros”: “¿Cuáles suyos, ni quáles agenos? Una ley, una fe, una religión, un rey, una patria, un corral y un pastor es de todos. Aquel es más mío qui desto tiene”95. Estos hombres reclamaban no ser excluidos justo en nombre de lo que se esgrimía para excluirlos. Reclamaban unidad, sí, pero desde la no-exclusión, no esa unidad que sobrevive como residuo de la violencia. Este mismo hombre, Lucena, puso en boca de Cartagena: “No pienses correrme por llamar los ebreos mis padres. Sonlo por cierto, y quiérolo”96. Se olvida que con anterioridad a Trento estos hombres no eran herejes. Se olvida, además, que alumbrados era el mote que ponían los inquisidores, 93

Defensorium, trad. esp., Universidad de Oviedo, 1998, p. 102. De vita Beata, edición en la Biblioteca de Biblióilos Españoles, p. 171. 95 De vita Beata, p.182. 96 De vita Beata, p. 146.

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y muchos de ellos no tenían título de teología ni podían sentenciar acerca de estas materias. Los perseguidos no se querían llamar alumbrados a sí mismos, sino que sólo se llamaban cristianos y rechazaban aquella religiosidad extrema de aspavientos místicos que caracterizaba a los franciscanos exagerados y que nada tenía que ver con ellos. Se olvida que a Hernando de Talavera y sus sucesores, los arzobispos granadinos, se reirió Juan de Valdés en su Diálogos de Institución Cristiana como el origen de su aprendizaje religioso. Hay una prehistoria que debemos rescatar y que se inicia en Alfonso de Cartagena y tiene como inalidad generar un único cuerpo político, integrado que se niega a reconocer la relevancia política de las sangres, porque tras Cristo “ya no hay griegos, ni romanos, ni gentiles, ni paganos”. Y ésta fue la tesis del magníico Defensorium unitatis idei, que mostraba que este universalismo estaba ya implícito en el Viejo Testamento. Cristo no era sino su Verdad expresa. Todavía Villalobos, un siglo después, en 1543, cuando se reiera a una doctrina pronunciada por Cristo, hablará sencillamente de la Verdad. El trauma es un lugar psíquico muy complejo. Puede tener en su origen una violencia padecida que produce una inseguridad vital extrema y angustia insufrible; pero también puede tener su origen en una culpa que no puede escudarse en ningún tu quoque. Esa culpa, que procede de la desnuda violencia en la lucha por privilegios ilegítimos, también tiene diicultades para emerger a la conciencia. Es ésa la naturaleza de la culpa de la cultura hidalga castellana contra los judíos. En esa culpa que está en el origen de un trauma irrecordable se produjeron víctimas puras, víctimas que no pueden ser acusadas de crimen alguno, sino sólo de ser portadores de una diferencia que ellos quisieron superar de forma pactada. Esta tradición de producir víctimas puras se ha mantenido como una fuerza simbólica olvidada en ese lugar de la prehistoria hispana. Nunca hemos querido recordar a esas víctimas. Jamás han sido recordadas como lo que son y jamás se ha visto que en esta acción violenta por la que fueron perseguidos y vencidos se forjara un estilo, una subjetividad política que no repara en alcanzar ventajas económicas y de poder a costa de romper la unidad de pueblo sientiéndose legitimada a la hora de hacerlo, que se puede permitir todas las violencias, que se otorga impunidad y que para olvidarse de todo ello tiene que pensar que el otro que tiene enfrente es un mal absoluto, un peligro apocalíptico, mucho más peligroso por ser interno y cercano.

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Así aquellas centenas de miles de víctimas puras no han cesado de crecer en nuestra historia. Pues un vencido que sufre persecución más allá de su derrota pasa a convertirse, desde ese momento, en víctima pura. Con ellas, forjadoras de un estilo de usar el poder, desapareció la tradición de los defensores de la unidad del pueblo, los mediadores, los letrados, los hombres de paz, los defensores de la virtud y la ley, de las letras, del buen idioma castellano, la religión y la liberal amistad, los hombres como Cartagena, mediadores también con los judíos que se negaron a recibir el bautismo, como su propia madre. Ha recordado Nicholas Round que fueron ellos nuestros politiques verdaderos y defendieron el valor superior del bien del reino, aunque hayan sido olvidados y sepultados. El colmo de la paradoja es que estos hombres ayudaron a Isabel a vencer a Enrique iV, que representaba el programa de Luna y de Espina, para comprobar, desconcertados, cómo luego Fernando asumía el programa de Enrique. Alonso de Palencia estaba cerca y lo relató. Así que se usó la victoria que los conversos y sus aliados promovieron, la que elevó a reina a Isabel, para excluirlos a ellos de las cercanías del poder de Fernando. No es un azar que, al desplegarse ese programa de unidad castellana sobre la muerte y exclusión de quienes lo habían forjado, al realizarlo otras manos, la aplicación de ese programa acabara en tragedia. ¿Por qué no sería un buen método recordar nuestra historia desde ellos, reivindicar su tipo humano, su estilo, su propia subjetividad, sus textos, como el lugar desde el que mirar la tradición dominante y la ratio política, el esquema histórico, del poder hispano? ¿Acaso no nos permitiría esta operación deinir las tareas del día de manera idónea? ¿No tendríamos que alterar de forma radical la manera de vernos cuando recordamos esto? Puede ser difícil, pero es el único aprendizaje digno de una Ilustración política. En todo caso, es un acto de justicia. Ellos vieron horrorizados que la política de Fernando reintroducía justo lo que pensaban haber vencido, la política de los Alonso de Espina, el consejero de Enrique iV y de Luna, el que había clamado por la separación de lo que ya estaba unido y proponía llevarla a cabo mediante una Inquisición general. La paradoja reside en que el poder político se dotó de estos medios infames de exclusión para promover justo la política de expansión y prestigio que esos mismos judeo-conversos habían deinido como aspiración de la identidad castellana. El trauma, como se ve, siempre tiene una estructura: es la herida, la violencia, que

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uno se hace a sí mismo porque es incapaz de mantener la complejidad de lo que estaba unido en sí, porque se niega a negociar la ambivalencia de la vida, porque se niega a aceptar que los que forjaron su identidad eran estos viejos excluidos, ayer humillados y hoy cultos y reinados. No saber manejar lo complejo, dejarse vencer por el corto plazo de la búsqueda tiránica de la omnipotencia para eliminar una parte de la complejidad, no asumir los costes de una negociación continua: esas son las actitudes anti-ilustradas. Concibo que es nuestro deber moral, deber como intelectuales que nadamos contra corriente, intelectuales ilustrados, no conceder la gloria de un recuerdo triunfal al poder imperial que emergió de esta ruina moral. Preiero recordarlo por su impotencia y su impostura. Y es nuestra esperanza que a través de este otro tipo de recuerdo se forje un estilo, una subjetividad política diferente. Sin ella, pueden venir cuantos avances objetivos, racionales, institucionales o técnicos queramos. Los seres humanos vivientes, con su decisión por la complejidad o por la violencia, siempre tienen la última palabra. 8. El escándalo de Joseph Roth. Cosas lejanas, dirá alguien. ¿Qué tiene que ver esto que pasó en el siglo xV con lo que sucede en el siglo xxi? Cuando se trata del tiempo absoluto de la moral y de la política, el tiempo cronológico cuenta poco. Por lo demás, el estilo psíquico, sobre todo el que maneja el poder, tiene sus propios tiempos. Es ésta la perspectiva kantiana y exige mirar la historia como un tiempo largo en el pasado y en el futuro. Muchos lo han hecho, porque la experiencia del tiempo histórico, a veces expansiva, otras se contrae hasta coincidir con un instante. Ahora deseo referirme a uno de esos instantes que aproxima los sucesos históricos hasta hallar una mirada casi propia de lo trascendente. En un mundo que él consideraba irremediablemente entregado al triple poder del Anti-Cristo nazi, soviético y cinematográico, era comprensible que Joseph Roth tuviera inclinaciones proféticas. Ya lo era la misma innovación escatológica de introducir un triple enemigo allí donde antes sólo se reconocía un poder soberano. Roth repartía de forma angustiosa el mal radical entre Hitler, Stalin y Hollywood, aunque los hubiese experimentado de forma desigual. De hecho, su libro Juden in Wanderschaft, escrito en 1927 y publicado de nuevo en 1937, era el testimonio de un viaje a la urss. Su conclusión es que Stalin era tan antisemita como Hitler. Del régimen nazi dijo “habla de Jerusalén, pero quiere decir Je-

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rusalén y Roma”. Aquí la Ciudad Santa signiicaba cristianismo, pues, como Erik Peterson, Roth veía con extremo dolor que la iglesia luterana alemana no había resistido con gallardía ante la presión hitleriana. Por aquel entonces Roth pasó revista a la faz de la tierra, aseguró que el sionismo era una solución parcial de la cuestión judía y reconoció que sólo París parecía ofrecerle un refugio para una muerte tranquila, perdida en la ebriedad auto-narrada de forma nítida en su último libro, La leyenda del santo bebedor. En este relato, el punto inal, que cuenta la muerte del personaje, coincidió con el último aliento del autor. Pues bien, en aquel libro desesperado sobre su propio pueblo y su destino leemos un pasaje que nos concierne, pues pasa revista al tiempo histórico de España desde este siglo CV hasta el presente. Cuando leemos esta página, no podemos ocultar que sentimos escándalo. Y sin embargo, esta página nos sitúa en el plano adecuado para explicar mi posición respecto al trauma de Toledo. En 1927, Joseph Roth analizó la posibilidad de que los judíos orientales fueran a España. Entonces dijo: “A España no van. Sobre España pesa un anatema de los rabíes desde que los judíos hubieron de abandonar este país. También los no devotos, los Ilustrados, se guardan de ir a España. El anatema expira precisamente en el presente año”97. Cuando se hizo la edición de 1937, Roth incorporó un párrafo adicional. Lo citaré de manera extensa: Quizá me sea permitido en este punto referirme al acontecimiento más terrible acaecido en los últimos años, que está en relación con el pasaje en que me referí al anatema que, tras la expulsión de los judíos de España, fue pronunciado por los rabinos. Hablo de la guerra civil española. Pocos serán probablemente los lectores que conozcan la versión según la cual el jerem, el gran anatema, habría de expirar este año. Ni qué decir tiene que no tengo derecho a permitirme establecer una clara relación entre elementos metafísicos y una monstruosa realidad. Pero puedo asumir la responsabilidad de reclamar la atención de los lectores sobre estos hechos tan perturbadores. No quiero decir que sea válida la airmación de que, justo cuando el anatema expira, tenga inicio la catástrofe más grande que jamás haya conocido España. Lo único que quiero es llamar la atención sobre esta contemporaneidad algo más que peregrina y sobre aquella frase de los padres según la cual ‘El tribunal del Señor amanece cada hora, aquí en la tierra y allá en el cielo’. A veces pasan siglos, pero el juicio es indefectible98.

97 98

Joseph Roth, Judíos en la emigración, Barcelona, Muchnik, p. 110. Judíos en la emigración, p. 140.

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Tenemos aquí, como se ve, una invocación del tiempo absoluto del hombre. El escándalo es múltiple. Primero para una conciencia histórica, por cuanto establece una relación entre tiempo y trascendencia que hace depender una serie de sucesos reales, con millones de causas inmanentes y materiales, de una palabra pronunciada más de cuatrocientos años antes. Al leer esta frase, los historiadores nos sentimos escandalizados por esta recaída en la magia de los números. Pero también escándalo religioso. Quien escribe estas frases no puede ocultar que en su opinión está pasando algo debido. Para Roth, se cumple una sentencia derivada de un juicio justo y perenne cuya consecuencia es la catástrofe actual. En este sentido, se supone que los españoles son castigados en justicia por los decretos divinos. Emerge ante nosotros un Dios que mira por encima del tiempo y dice a los vencedores: todavía conoceréis mi justicia. El texto de Roth nos escandaliza porque no podemos dejar de preguntarnos si, tras esa nítida constatación objetiva, no se esconde una secreta alegría ante el cumplimiento de la sentencia. Se ha hablado mucho del Dios de Israel como un ser vengativo. Y esto parece conirmarlo. Pero me temo que ésta es la última resistencia antes de que emerja la verdadera consideración: que el mal moral genera efectos que no conocen el tiempo empírico, para la moral irrelevante. Esa es también la creencia que anida como resultado de una adecuada Ilustración. Roth conirma la fe en las sentencias de los padres de su pueblo, y proclama la certeza de que el pueblo de Israel, testigo del tiempo, también será el verdadero testigo de la justicia. No el actor. Nietzsche, en su análisis del judaísmo, nos ha confundido con su retórica supericial y llamó a esto resentimiento y venganza alucinatoria. El testimonio nunca lo es. Sólo tiene otro tiempo, que se abre cuando la justicia se ha cumplido. El tiempo de la moral no está hecho para condenar, sino para abrir otro futuro. En in, los pasajes de Roth producen escándalo político. Los españoles, que durante siglos se consideraron un pueblo elegido (“Reinaré siempre en España con predilección a otros pueblos”, decían las viejas invocaciones de Cristo Rey), de repente descubren bajo estas frases de Roth que en realidad llevan siglos de ser un pueblo maldito. También se podría añadir que sólo así pueden dejar de serlo, puesto que ya todo está cumplido. Escándalo pues epistemológico, en tanto somos historiadores; religioso, en tanto que algo se rebela en nosotros contra este Dios de vengan-

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za; y político, en cuanto que nos obliga a preguntarnos por la verdad de nuestra auto-percepción histórica de una manera radical. Y sin embargo hay algo de misterioso y terrible en este relato, como si una verdad se nos quisiera comunicar de forma no suicientemente articulada. Una verdad que no es contraria a la ciencia ni a la religión ni a la política, y que por eso requiere una elaboración por parte de esa conciencia escandalizada. Podemos disminuir lo chocante de la expresión de Roth con ayuda de uno de los personajes que vieron horrorizados los sucesos de 1448, nuestro converso Alfonso de Cartagena, que todavía podía hablar del “odio de Dios” respecto de aquellos acontecimientos de Toledo de 1449. Desde luego, habría podido usar esta expresión con más propiedad sin hubiera vivido en 1481, o luego, si hubiera juzgado las actuaciones del tiránico Lucero, el reinado Diego de Deza, o el mesiánico Cisneros en Orán. Todo ello no podía sino provocar el odio de Dios. Alfonso de Cartagena no podía pensar ni por un instante que Dios odiara a los españoles. Tal cosa le habría parecido monstruosa. Para él, Dios odia el mal, como todavía parece reconocer Kant en algunos pasajes de su obra inal. Ahora debemos desarrollar esta idea moral del odio de Dios, porque desarrolla la cuestión del tiempo de la moral. Además nos permitirá dar entrada a la cuestión central del próximo capítulo, el despliegue del tiempo de la moral en el concepto de “reino de los ines” kantiano99. La cuestión es que al entrar en el aspecto moral de la cuestión del odio de Dios, encontramos un modo fácil de pasar de lo metafísico a lo temporal. Pues la mala obra, la realice quien la realice, tiene consecuencias que se cumplen sobre los mismos que la han producido. Dios odia el mal, no a los españoles, podría decir Roth con Cartagena. Pero 99 Sería difícil desplegar aquí este argumento, tan clásico. Pero debemos decir que al traducir el problema de la inmortalidad del alma al problema de la especie humana sobre la tierra, y al fundar sobre él todo planteamiento de la teología, Kant no ha hecho sino disponer el problema de Dios como observable sólo desde aquella mirada que se pregunta por las disposiciones evolutivas de la especie humana sobre la Tierra. Toda representación procedente de la teología está interesada por analizar las cosas desde la posibilidad de que la especie humana tenga un horizonte evolutivo abierto. La mirada desde el concepto de Dios es una mirada evolutiva y global de la especie que pretende identiicar vías cerradas en su propio futuro. Todas las invocaciones que hagamos a este problema, se pueden traducir en estos términos. La consecuencia más básica es que no se puede conigurar esta mirada sino desde una relexión igualmente de largo plazo sobre el pasado evolutivo de la especie, el proceso de antropogénesis y la función directa e inconsciente que ha cumplido el concepto de Dios, o de lo sagrado, para hallar salidas improbables en tiempos de crisis de la humanidad. Por ejemplo, en el periodo de decadencia de Roma.

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los españoles han obrado un mal que no puede sino tener efectos sobre ellos mismos y, al inal, llevar a la mayor catástrofe de su historia: la guerra civil de 1936. Y hay una cierta razón moral para que la mayor de las catástrofes españolas coincida con el inal de la maldición que fue resultado del trauma originario. Sin embargo, estos argumentos tienen otra inalidad que la pura constatación. Las consecuencias del mal pueden ser tan profundas que amenazan con destruir al sujeto que lo produjo. Esto sucede cuando lo transforman de tal modo que pueden dotarlo de un estilo de subjetividad que le predispone a repetir el mal una y otra vez, hasta la catástrofe. Cada vez que se sobrevive, todavía y siempre se abre la puerta para ganarse un nuevo estatus moral, una nueva subjetividad. Mas no sin esfuerzo, pues la puerta es cada vez más estrecha, porque el hábito destructivo es cada vez más arraigado. No hay que confundir supervivencia con nueva subjetividad. Esta última es la obra de la Ilustración producida por la historia política republicana. Y como hemos visto, esta historia tiene sus diicultades. Si no se encuentra el camino hacia ella, entonces el trauma originario repite compulsivamente, se perpetúa y, con él, un estilo subjetivo incapaz de gozar de un sentido de la res publica. Cuando miramos las cosas desde esta perspectiva, nos obligamos a reparar en los efectos casi necesarios que el mal tuvo en el ámbito de la inmanencia sobre la misma subjetividad histórica que actuó torpemente produciendo el trauma. Seguimos por tanto en el ámbito de la temporalidad de la Tierra y el ojo de Dios no es sino la invitación a mantener la mirada en el largo plazo de la historia, en el ámbito evolutivo de la especie humana. Esos efectos inmanentes, multiplicados y repetidos por el estilo político que generó, han seguido operando hasta la catástrofe inal porque esa subjetividad así conformada no ha dejado de actuar torpemente. Este orden de consecuencias no repugna ni a nuestra conciencia epistemológica ni a nuestra conciencia religiosa o política. Entonces nos vemos obligados a considerar que la maldición no es sólo una voz externa, ni una sentencia trascendente, sino una constitución inmanente de la subjetividad, práctica y operativa, un hábito con el que el sujeto vive como en su segunda piel, sin ser consciente de su mal. Y esto es así porque el primer descarrío es tan traumático que no puede ser recordado, genera una huida hacia adelante y presenta la historia como un dominio de fuerzas y pulsiones que el propio sujeto no sabe manejar. El trauma

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así nos llama a su repetición como un fantasma absorbente. Nos vemos obligados a reconocer que la maldición es más bien el proceso de construcción de nuestra subjetividad y carácter, de nuestra percepción, de tal forma que nos lleva sin alternativas a consecuencias catastróicas. Lo diré de otra forma: cuando miramos las cosas desde el punto de vista moral, nos damos cuenta de que la maldición es un anticipo que nos avisa de que existe el mal y tiene consecuencias, de que el mal es la condición interna constituyente de una subjetividad que produce resultados catastróicos, tanto más graves cuanto menos reconocida o asumida sea la culpa. La maldición es un trauma sepultado en el olvido y lo que el trauma forja no es sino la repetición de lo que se quiere inútilmente olvidar. En efecto, el trauma es constituyente. Moralmente constituye una catástrofe psíquica originaria que no puede sino producir catástrofes al obrar, a menos que se produzca algo parecido al instante gozoso de una transformación relexiva. La repetición es una ley del trauma. Una conciencia moral podría hablar a una conciencia religiosa diciendo: esa ley del trauma Dios no puede alterarla, sino que sólo puede recogerla y respetarla en su justicia. Tardará tiempo, pero siempre se cumplirá. Y al político podría decir: la ley del trauma es la maldición de una división civil perpetua por la cual los propios actores pagan la consecuencia de su violencia, porque ya no sabrán actuar en la historia sino produciendo división civil. Cuando miramos las cosas desde el aspecto moral, entonces, comprendemos a la vez la historia, la política y la religión. En realidad, la moral genera el esquema que permite traducirlas. Entonces la moral educa, pues es el hilo conductor de la mirada de largo plazo sobre la historia política de los pueblos. 9. Volver al principio. Parece que con este ejemplo de la historia política hispana hemos ido demasiado lejos de Kant. Parece que con este asunto del odio de Dios nos hemos alejado demasiado de la Ilustración. Pero quizá sea una falsa percepción. Puede que, si resaltamos la acción moral como fundamental para labrar cierto destino subjetivo (los dramas de Schiller están escritos desde esta perspectiva), se nos haga evidente que todo el orden social y político se sostiene sobre un abismo. Mientras todo funciona, funciona; pero cuando deja de funcionar nadie sabe cómo reparar la situación. Alguien podría decir: entonces se abre la hora de las instituciones. Pero se olvida que las instituciones, siempre, ofrecen otro

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campo de juego al estilo que hemos deinido, y al gestionarse desde este espíritu, ellas también se convierten en parte del problema. Es lo que vemos con una clase política que, dejándose llevar de viejos hábitos, se convierte en una casta privilegiada de señores políticos que buscan usar su poder para obtener ventajas que de otro manera no podría soñar con tener. Carentes de mediadores, paciicadores, negociadores y aquellos que hallan lo necesario y lo justo, lo seguro y pacíico, entregan el juicio sobre la virtud a la propia parte, y así, el que carece de virtud siempre es el otro. Esto signiica que la percepción de injusticia se hace endémica. Desde ese instante, la vida social apenas puede ser contenida por nada en su violencia. De esta evidencia surge la expresión de Nietzsche. “Vivir y ser injusto es una y la misma cosa”. Su veredicto es la misma verdad de un Hobbes sin fe en su ilusión legal: en las cosas humanas siempre han privado la violencia y las debilidades. Como es natural, en un estadio relexivo posterior, Nietzsche se dio cuenta de que Hobbes no era suicientemente radical. Por eso le resultó preciso avanzar más allá de él. Uno había mostrado que los hombres eran lobos. La idea de moderar esta vida de lobos a través de la idea de la igualdad de votos le parecía a Nietzsche incapaz de justiicarse en modo alguno. Esa idea sólo podía proceder del miedo propio de los débiles. Hegel le dio el argumento: los fuertes, los que no temían a la muerte, los señores, no participaban de esta idea. Así que incluso la idea de legalidad le pareció a Nietzsche una manera tibia de introducir lo que la naturaleza de las cosas no permitía. “Hablar de justo o injusto per se no tiene ningún sentido. Ningún acto de violencia, violación, explotación o destrucción es intrínsecamente injusto, puesto que la vida misma es violenta, rapaz, explotadora, destructiva y es imposible concebirla de otro modo”100. Hoy no domina este mito nietzscheano, tan comprensivo de los poderes dominadores. La falta de ilusiones sigue sin embargo intacta. Tanto como el voluntario desconocimiento de que así hemos sido nosotros. Lo fuimos con los judíos, con los indios americanos, con los moriscos, con nuestros enemigos interiores. Frente a esta violencia natural, la ley ni siquiera se puede idealizar. A la manera de Nietzsche, se verá como aquella que esgrimen los que se saben iguales y débiles y quieren imponer su pun100 Cf. Nietzsche, Utilidad e inconvenientes de la historia, Barcelona, Círculo de Lectores, p. 76; Genealogía de la Moral, en el mismo vol., p. 208.

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to de vista. En esta mirada que sólo ve por doquier un mismo crimen, propio de una naturaleza caída, la Ilustración moral ha desaparecido. Conforme avanza la historia es más difícil identiicar estos oscuros estratos determinantes. Hoy, desde luego, quizá ya sea demasiado tarde. Hoy más bien asistimos al regreso mítico a la justicia conmutativa, pero con matices. Las últimas consecuencias de este planteamiento fueron enunciadas con toda crudeza por Michel Foucault en uno de sus últimos cursos. “El crimen es lo que se castiga mediante la ley”, dijo; pero añadió, frente al mito del resorte coactivo que va desde Hobbes a Schelling: “Llamo crimen a toda acción que hace correr el riesgo a un individuo de ser condenado a un pena”. Foucault hizo reír a sus alumnos con esta frase, que aplicaba la teoría de la utilidad marginal, propia de la economía, a la justicia. Así forjó la teoría económica del crimen y la tesis oicial del código penal francés101. El criminal es un economista: con su obra ilegal espera una ganancia y acepta el riesgo de una pérdida. Es un inversor. El Estado también: calcula si le sale barato perseguir el delito o por el contrario le es demasiado oneroso. Estos gastos son los enforcement of law102. Si perseguir el crimen sale demasiado caro, lo dejará marchar. Hay una oferta y una demanda de crimen y el criminal es una variación del homo economicus. Si el criminal es racional, actuará en aquellos crímenes que al Estado le sea costoso perseguir. En suma, se acogerá a la oferta de crimen realizable porque el enforcement of law exige demandas muy altas. Si sube demasiado la demanda de estos crímenes, entonces quizá sea económico perseguirlos. Entonces los votos de los ciudadanos (que en la nueva economía política signiican sólo un crédito de gasto) exigirán que se persigan y, para ello, se pondrá más dinero en el sistema policial. Aunque la demanda social de persecución sea alta, habrá crédito para ejercerla. Esto quiere decir que la oferta criminal para esos crímenes bajará porque la prima del riesgo del criminal aumentará. Así se limitará esta oferta de crimen hasta lograr un equilibrio: “que no se supere el costo de la criminalidad cuya oferta se procura reducir”103. La mítica justicia conmutativa queda reintroducida, pero con el matiz de que desparece la compensación a la víctima como motivo. De hecho, con esta teoría postnietzscheana se llega a una situación en la que hay crimen, pero no hay víctima. Se trata M. Foucault, El Nacimiento de la Biopolítica, México, FCE, 2007, p. 291. El Nacimiento de la Biopolítica, p. 295. 103 El Nacimiento de la Biopolítica, p. 297. 101

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de que el Estado como empresa económica mantenga el equilibrio entre gastos e ingresos. Esta empresa tiene el monopolio de esta ecuación entre crimen y pena. La víctima como motivo ha desaparecido del horizonte de la compensación. No hay ningún motivo para pensar que a una víctima inocente sea económicamente rentable hacerle justicia. Esta es la consecuencia de la enmienda a la totalidad de la Ilustración. Eichmann no tendría otra mirada. Justo cuando llegamos a los problemas de la teoría económica de la justicia y su dependencia de una virtud improbable, recordamos la vieja cita kantiana en la que se han racionalizado de forma precisa y última aquella reconstrucción del pensamiento judío postbabilónico que consumó Jesús de Nazaret. Recuérdese la cita de la Fundamentación. Todo tiene o bien un precio o bien una dignidad. En el lugar de lo que tiene un precio puede colocarse algo equivalente. En cambio, lo que se halla por encima de cualquier precio y no se presta a equivalencia alguna, no tiene simplemente un valor relativo, esto es, un precio, sino un valor intrínseco, esto es, dignidad. Ahora bien, la moralidad es la única condición bajo la cual un ser racional puede ser un in en sí mismo [...]. Así pues, la moralidad, y la humanidad en la medida en que es susceptible de aquélla, es lo único que posee dignidad104.

Fines en sí, de nuevo. Fue Cassirer quien junto a esta frase, recordó esta otra que procede de la Antropología: “Toda virtud humana en el trato social es calderilla; quien la toma por oro auténtico es un niño”105. La frase sugiere algo parecido a lo que dice Foucault: la vida social no sólo se debe organizar como un sistema de equivalencias, sino que incluso este sistema se puede atender perfectamente con bajos precios. Basta con calderilla. Creer otra cosa es de niños. Sorprende que el optimista Kant se muestre tan pesimista en este trance. De esta posición se derivaría una conclusión: todos los programas de justicia reclaman atender la dignidad como objeto de respeto, no regalar calderilla a quien quiere otra cosa. La historia, si quiere formar parte de la justicia, no debería ignorar la narración de lo que concierne a la dignidad y sus consecuencias. Pues si nos concentramos en todo lo demás, sólo puede ofrecer calderilla. Quizá eso es lo que narra la historia carente de ese horizonte kantiano. La calderilla no puede ser lo único que 104 Fundamentación de una metafísica de las costumbres, Ak. Vol. IV, 434-435; Madrid, Alianza, pp. 123-124. 105 Antropología, Ak. Vol. VII, 152. Las citas las evoca Cassirer en Kant y Rousseau, Madrid, FCE, 2008, p. 169.

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tengamos para atender una exigencia de dignidad que no tiene precio. Esta desproporción es ingente. Ahora nos parece que quizás haya sido un malentendido considerar optimista a la Ilustración. Veamos el asunto más de cerca, pues está relacionado con lo esencial que debe contar la historia republicana y permite responder a la pregunta; ¿a qué viene contar viejas historias? El problema de la virtud es más importante de lo que parece. Lo mismo se puede decir de la vida buena. Por regla general, ambas instancias identiican aspectos de la existencia que implican bienes materiales y algo más, en lo que ponemos la dignidad. Ese algo más está vinculado con nuestro sentido de lo imprescindible para no sentirnos dañados. Esto imprescindible, en lo que reposa la comprensión de nuestra integridad, marca el sentido y la intensidad de la ofensa o la herida que podamos recibir. Somos soberanos no sólo para sentir las ofensas como tales, sino para medir su intensidad y para identiicar lo imprescindible. En kantiano: nadie puede dictar nuestro sentido de la dignidad. Esta podía ser una buena deinición de ser in en sí. Esta condición nos pone en situación de reconocer la posibilidad de la situación de lo trágico, lo que está en la base de toda tragedia: que tenemos más sensibilidad para las heridas padecidas en nuestra dignidad que para las heridas que producimos en la dignidad de otros106. Ofrecemos calderilla, pero exigimos que nos den oro. Esto es propio de niños. Esto no afecta poco a la estructura de la Ilustración, pues ésta consiste en salir de la minoría de edad. La cosa no es tan trivial. La tragedia, como supo Freud, consiste en no salir de la infancia o en regresar a ella. Podemos ofrecer una salida, recordando doctrinas de Freud: incluso el sentido de la integridad, de lo imprescindible, debe ser relativo. Un sujeto consciente y epistemológicamente equilibrado, ¿debería ser irónico respecto de lo imprescindible? ¿Sería esto ilustrado? ¿Es lo mismo ser irónico que ejercer el humor? En cierto modo, un ilustrado debería mostrarse muy poco exagerado a la hora de discriminar las heridas de su dignidad. No debería seguir la igura psíquica de Rousseau. Esta deinición de la virtud comparte el supuesto de toda otra deinición de la virtud: sólo funciona si es común. Entonces vemos lo verdadero: que producir justicia depende de que existan percepciones materiales comunes sobre lo prescindible e imprescindible, la dignidad y lo equivalente, lexibilidad 106 Cf. “De la tragedia a lo trágico”. En Andrés Ortiz-Osés, La interpretación del mundo. Cuestiones para el tercer milenio, Barcelona, Anthropos, 2006, pp. 151-169.

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e inlexibilidad. Esto fue lo grave de la persecución sistemática del grupo converso: se destruyó una percepción común de la dignidad. Disponer de eso común es lo que debe producir el sentido moral y la justicia como supuesto. Así que el círculo aristotélico es inevitable. La salud implica no ser un licenciado vidriera, pero también que el otro tampoco lo sea. ¿Cómo ajustar en común las percepciones? Una vez puestos en esto, no hay manera de saber cuándo estamos justiicados en la apreciación de la intensidad de la herida. En realidad, a veces creemos que lo hemos logrado y, cuando se cruza una situación distorsionada, imprevista, descubrimos que la herida regresa, intacta, recién creada, grande, como si el recuerdo hubiera sido más ailado puñal que la propia vivencia. Si no deseamos ser vidrieras, sólo nos queda ser estoicos hasta el inal y tratar todo lo relativo a lo social como si fuera un bien material prescindible y considerar lo imprescindible verdadero como algo que nadie podrá quitarnos ni dar. Eso hicieron los que se refugiaron en Séneca y su fortaleza ética desde la segunda mitad del siglo xV y leyeron con gozo la traducción de sus obras hecha Alfonso de Cartagena107. En el fondo, esto imprescindible más allá de la vida social, en la que no pueden hacernos gran injusticia porque todo lo que se ventila aquí es calderilla, esta dignidad más allá de la ley económica de la equivalencia legal, y de la distribución justa, aparece en su verdadera condición al leer bien el texto de Kant y dar valor a su premisa, que suele olvidarse: “En el reino de los ines todo tiene un precio o una dignidad”. En el reino de los ines. ¿Pero qué signiica aquí esta expresión? En realidad es el mismo reino de la sociedad civil, pero sólo cuando lo miramos desde el aspecto que tiene el combate de largo plazo por algo deseable para todo ser humano. Esto tan sólo se divisa cuando imaginamos cómo miraría un Dios capaz de apreciar el secreto de los corazones a lo largo del tiempo histórico de la especie. Se trata así de imaginar algo que ningún ser humano, situado en cualquier tiempo, no podrá sino valorar como deseable porque garantiza que sigan existiendo de forma continua seres humanos abiertos a su futuro en la Tierra. El optimismo de Kant reside en que los pequeños pasos de calderilla se tornarán algún día, y para la mirada de alguien que conoce la totalidad, en el tesoro sin precio de la dignidad. 107 Ahora editados por quien esto escribe en Alonso de Cartagena, Los Cinco Libros de Séneca, Murcia, Tres fronteras, 2012. La obra está enriquecida con la traducción al castellano de la biografía latina que Rodríguez Almela escribiera sobre su patrono, el obispo de Burgos.

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En esta perspectiva, mi bien herido no exigirá ser compensado por una herida semejante. La equivalencia en calderilla, eso que Nietzsche teorizó como resentimiento, no es relevante. La profunda ainidad entre el estoicismo, el judaísmo y el cristianismo surge de ahí. Uno habla de perdonar sin medida, el segundo de disimular sin medida, y el del estoicismo de prescindir sin medida. Job es el héroe común a estas tradiciones. El Dios de unos perdona, el de otros disimula y tolera y el tercero es neutral hasta el inal. Todos describen la misma situación de modo diverso, pero todos consideran que un buen día, en el último, Dios ya no disimulará más. Incluso la naturaleza divina del estoicismo, por su parte, producirá con la muerte una equilibrada venganza, el día de su juicio. La cuestión más importante es que la initud, el principio de realidad, la separación y la despedida de los bienes, el humor sobre lo imprescindible, lo que en todo caso nadie nos puede quitar, no es exigible en el trato social habitual. Se abre en la temporalidad larga del reino de los ines, la cual tiene un pequeño problema: otorga una prima al injusto en el corto plazo. Es más, están diseñadas no tanto para un escenario de mundo justo, sino injusto. Pero este humor, esta mirada larga, la única presencia de la divinidad en la tierra, se tiene o no se tiene. Depende de la fuerza de aquellos instantes gozosos. Si no se tiene, es difícil producirlos en otros. En todo caso, es una actitud urgida si queremos conectar la serie total del tiempo con la mirada actual. Mirar todo el proceso es la forma de mirar la historia desde el reino de los ines. Desde luego, esa mirada es más bien extraña. Pero sin ella el concepto de dignidad no tiene sentido. Y el de víctima pura, tampoco. Sólo puede surgir cuando el humor y la libertad desprecian hasta cierto punto la calderilla. El problema de Kant residía en la temporalización de lo ideal. Pues si hay una debilidad acerca de la distinción entre los planos de la sociedad civil y el reino de los ines, o se toma por algo imprescindible lo referido a la vida social o se confunden los ámbitos de lexibilidad conmutativa y esos otros de seriedad y humor. Se confunde una herida social con la dignidad. Si el humor se aplica al primer ámbito se torna cinismo; si a lo debido, busca una dimensión conmutativa no económica. Como es evidente, algo que está pensado desde el reino de los ines no puede tener traducción fácil y positiva en el mundo social. Pero alguna debe tener, si no queremos caer en una forma de desesperación gnóstica

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acerca del mundo, sea estoica, cristiana o judía. Por ejemplo, aquellos bienes que afectan al estatuto moral del sujeto, como el buen nombre o la inocencia. La herida a la dignidad en la vida social, la que implica la imposibilidad de mantener el sentido moral, no puede compensarse sino con una indisposición moral con el mundo, un humor sobre el mundo que no indispone a la lucha por una reparación capaz de dar creencia a la posibilidad de una disposición moral del mundo. Los géneros literarios de la tragedia y de la comedia están diseñados para producir reconciliación con el sentido moral del mundo de una doble manera. El primero, al mostrar los devastadores efectos de la vida pulsional y del trauma, fortalecerá la auto-ironía y el distanciamiento respecto de esas pulsiones. El segundo, con un humor más completo, permite gozar de la capacidad de los seres humanos para compensar de forma feliz las faltas a la dignidad, para lograr la reversibilidad de la herida moral, la reconciliación y la amistad. Se trata sencillamente de luchar con la aplastante seguridad del humor por el buen nombre (algo que para siempre aparece en don Quijote). Así, la historia moral se puede desplegar desde el género trágico, mostrando el destino de división civil. Eso es lo que hemos hecho con la pequeña historia del trauma español y la historia de la tragedia de los conversos. Pero también se puede mostrar desde el género cómico, mostrando cómo a pesar de todo la vida sólo pudo seguir mediante algún tipo de reconciliación, cuando se acaba la maldición del buen nombre. El valor de la tragedia consiste en que un traumatizado pueda descubrir el instante gozoso de su transformación, ése que dice: o transformación o muerte. El valor de la comedia muestra la manera en que una víctima pura puede ver su buen nombre reparado con los medios de la amistad. El valor de la comedia, por tanto, se pone a prueba ante una situación en la que un inocente es culpado y lucha por su buen nombre. Si el inocente es culpado y condenado no sólo se le retira algo de calderilla sino su fe en la posibilidad del combate moral. Al ser condenado e inocente, tiene la certeza de que un mundo en el que sucede esto no puede proceder de las manos de Dios. En términos kantianos: no puede ser mirado como una totalidad desde la cima del reino de los ines. Aquí se produce un abismo inconmensurable con los actos de la calderilla. El inocente condenado no puede socialmente seguir su combate crítico por la virtud sin reparación. La única manera de no arrojar la toalla es una producción activa que haga

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que este mundo se sane a sí mismo, pueda regenerarse su inocencia y producir esperanza en que el resentimiento no es el fruto obligado de la desesperación. Sin ninguna duda, la racionalización cristiana ofrece un detalle ulterior. Lo único que puede hacer regresar el mundo a la inocencia anterior a la existencia de una víctima pura es el perdón que ofrece el inocente culpado incluso una vez reconocido como inocente. El inocente culpado se dirige entonces al que mira el mundo como totalidad y le ruega, le pide, casi le exige que su condena no sea considerada como un obstáculo para esa mirada total que descubre el pequeño progreso desde el reino de los ines. Simplemente dice que no se vea esta injusticia como un obstáculo deinitivo al futuro del reino de los ines. Es más, al hacerlo, considera que el perdón es el cemento que une esa cadena hacia el bien inal, el tejido que mantiene unidas las generaciones de los seres humanos a través del tiempo, lo sustantivo mismo de la historia. Un problema central es que el inocente no puede otorgar el perdón si mantiene la fama y el cargo de culpable. Es éste el momento que Hegel se ahorró al escribir su teodicea más allá de Kant. La víctima pura no puede perdonar antes de ser declarado inocente. Y no puede perdonar si no se le solicita el perdón. La víctima pura, sin embargo, no puede ignorar sus deberes para con el mundo y debe abrir un futuro. Aquí, la racionalización moral cristiana es la misma que la racionalización ética judía del Siervo de Yahvé. Respecto de la escena del inal de la maldición de la guerra civil española, la cuestión es: ¿las víctimas puras han sido declaradas inocentes, y su causa de buen nombre ha triunfado tanto como su perdón? El discurso de la lucha moral dice que un inocente culpado ha de generar energías en este mundo para que no se consume la injusticia. La víctima pura necesita un acto de justicia pura. Y necesita al propio mundo para que lo produzca. Aunque no sepamos qué es la justicia en general aquí sabemos qué es lo injusto. La primacía de lo injusto sobre lo justo es alentadora, pues identiica y produce un acto inmanente compensatorio. Produce una herida moral, pero no se rinde y tras la investigación, energía, constancia y virtud adecuadas, produce un acto que muestra cómo los seres humanos implicados se mueven por una idea compartida. No se puede producir lo justo sin cooperación, como veremos. La reparación del buen nombre permite creer por un instante que los seres humanos son capaces de producir algo que deja el mundo tal y como podría ser pensado desde el reino de los ines. Si un acto de esta naturaleza se produce, el

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mundo y su tiempo continúan por obra del ser humano. Estas percepciones han sido expuestas de manera muy plástica en una obra de teatro y de cine reciente, The Winslow Boy108. Allí, ante una víctima pura, un inocente culpado y condenado precipitadamente, se genera la virtud epistemológica y el coraje de luchar para que brille la verdad. Seres humanos libres, independientes, apenas unidos por nada, desconiados, inclinados más bien a pensar, con De Maistre, ese negro espíritu predecesor del personaje de A touch of Evil, que todos los seres humanos son culpables a priori, cambian de opinión y luchan hasta el inal por el buen nombre del inocente. Su posición respecto al tiempo es: “Because I don’t believe it is a lost cause”. Al inal de la obra se nos dice: “I wept to-day because rigth had been done”. La madre del muchacho Wislow pregunta: “No justice?” Y el abogado le dice: “No, not justice. Right. It is no hard to do justice, very hard to do right. Unfortunately, while the appeal of justice is intellectual, the appeal of right appears, for some odd reason, to induce tears in court”. No es un azar que el Schiller historiador viera la historia moral como una especie de tribunal. Nosotros añadiremos: un tribunal que debe defender a las víctimas puras como nuestros conversos, símbolos de todas las víctimas de nuestra historia. Y ahora llegamos al inal del argumento. Pues cuando miramos los ininitos juicios que se hicieron en España tras la fundación de la Inquisición, comprendemos que jamás pueden brotar las lágrimas comunes anunciadoras de un sentido de lo justo encarnado en un instante histórico. Aun cuando en todos los labios se diga que en esos tribunales se defendía la causa de la justicia, sabemos que se hizo lo monstruosamente injusto. Lo decisivo reside aquí. Pues la pregunta, a la que aún haremos frente, es cómo puede vivir un pueblo que se sabe que asentado sobre la producción de lo injusto. ¿Qué tipo de experiencia se acumula en los siglos en que domina lo injusto una y otra vez justiicado, legitimado, y repetido? Sin duda, aquí estaba implicado el sentido de la libertad moral y es legítimo preguntarnos cómo puede consolidarse tal sentido en medio de una experiencia semejante. ¿Cómo puede un pueblo tal ponerse de acuerdo consigo mismo? ¿De dónde extraerá el antecedente para decir “esto como aquello, lo justo”? ¿No será más fácil que reniegue de una vida social y política en la que sólo pueda decir “esto, como aquello, siempre lo injusto”? Para el punto de vista de la historia 108 The Winslow Boy, de Terence Rattigan, Logman Literature, 1991. La película la hizo Daivd Mammet en 1999.

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económica, de las estructuras, de los poderes, la herida de una víctima pura quizá pueda considerarse reversible, pagable. Pero esta forma de la temporalidad no es la única en la que se cruza la dimensión moral y la física. Otras veces se daña un bien moral de forma que parece irreparable. En el tiempo, estos bienes morales se presentan como irreversibles salvo que la inteligencia del investigador y la libertad de la víctima los clausure en el pasado. Pero por lo general la víctima pura también pierde la vida, con lo cual la clausura de su herida no resulta reversible. La marca indeleble de la tortura en el cuerpo y la mente a veces son también la muerte de la subjetividad. ¿Qué pasa entonces, cuando las víctimas puras no pueden entrar en una comedia? ¿Qué pasa cuando son inocentes y condenados y sus cuerpos violados y muertos? ¿Cómo mantener la creencia de que el mundo puede ser mirado desde el mundo de los ines? Sólo diciendo que esto no integrable merece el odio de Dios. Lo injusto concreto reversible puede generar energías capaces de producir un juicio común sobre lo justo concreto y entonces unir a los seres humanos en el goce de lo común. ¿Pero qué pasa cuando lo injusto concreto sobrepasa toda medida, de tal manera que no puede ser compensado por acto justo alguno? ¿Qué pasa con esta falta de posibilidad de compensación a las víctimas puras del pasado? ¿Quién hablará por el injusto para pedir perdón a una víctima que ya no puede darlo? ¿Quién hablará por las víctimas puras para otorgarlo? Respecto a las víctimas puras de la historia de la expansión imperial, los conversos, los judíos, los moriscos, los indígenas americanos, por hablar sólo de la expansión imperial española, ¿quién compensará todas estas acciones?109 ¿Quién las integrará en el reino de los ines? Desde luego, las apariencias morales pueden ampliarse hasta el ininito aquí. Alguien podría decir que nada más fácil que considerarse a sí mismo víctima pura. Y es verdad. Incluso para abordar bien esta situación se requiere salud psíquica, con sus problemas de autocontrol. Pero no 109 Es más fácil cuando las víctimas no son puras. Pero a pesar de ello no es fácil, como sabemos. ¿Quién reparará el sentido moral del mundo? Por cierto, ¿cómo reparamos la violencia en nuestro país cuando unos hablan desde el punto de vista de los perdedores de la guerra civil y otros desde el de los vencedores y nadie se acuerda de que el deber inmediato de quien se atreve a reclamar estas voces es el de exigir que sea pedido recíprocamente perdón? ¿Por qué no se ha encarado bajo el paraguas del perdón recíproco la memoria histórica, de tal manera que sea entendida como la necesidad de saber qué es lo que se perdona, y no la prioridad de la compensación? ¿Por qué no se ha visto como más sano no reclamar la continuidad entre estas voces y aquéllas? ¿Por qué podemos decir con irme convicción que no nos sentimos representados por aquellos que reclamen aquella continuidad con aquellos maniiestos poderes injustos?

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hablo de estas ambigüedades. Lo decisivo es la irreversibilidad de las víctimas, una relación de dignidad con el tiempo que no puede ser integrado en una serie. Y no sólo esto. Sea cual fuere nuestra sensibilidad sobre nuestros agravios, no debe caber duda de una característica de la víctima pura: ser condenado de forma irreversible por nada personal. Y esta otra: el estatuto de la víctima pura lo deine el verdugo. La víctima pura no es condenada por algo que se suponga haya hecho, por algo relacionado con su acción, sino con su ser general. Víctima pura es aquella condenada por nada personal. La víctima de un acto terrorista, por ejemplo, es de este tipo. La víctima de un poder tiránico en un juicio sumarísimo sin garantías, también. Igualmente la víctima de un tribunal estalinista, basado en el relato del Gran Inquisidor de Dostoiewski. Un niño judío ante el crematorio será para siempre el modelo de una víctima pura. He aquí la percepción común de lo que es una víctima pura. Todo nuestro sentido de sujeto que mira la totalidad del tiempo se eleva en estos juicios. Aún más. En el Holocausto, esa condena de millones de seres humanos por lo que genéricamente son, se ha dado cita el acto más eicaz para saber lo que signiica la racionalización pos-babilónica del Hijo del Hombre como arquetipo de víctima pura, sin que tengamos a mano la soportable creencia de que, resucitado, entregado a un tiempo reversible, vivo, divinizado, otorgue el perdón. Quizá este hecho nos pone en condiciones de medir lo que signiicó un mundo que no sabía cómo escapar a la maldición de que nadie pudiera de verdad perdonar. El consuelo de la víctima que resucita y perdona emerge de estas necesidades morales. De otra manera, ¿cómo recomponer nuestra fe en el sentido moral del mundo tras las montañas de víctimas puras de la historia? Tras el Holocausto, ¿cómo pensar que formamos parte de un mundo que un Dios desearía tener todavía en sus brazos como obra propia? ¿Cómo no pensar que ese mundo recibiría el odio de Dios? Otros han hablado de este problema y basta recordar el texto de Hans Jonas, Dios después de Auschwitz. Pero en realidad, todo se traduce a cómo podemos pensar la historia del ser humano, del hijo del hombre, de un modo unitario, repartiendo la memoria y el olvido sin seguir avergonzado el buen nombre de las víctimas puras. Voy llevando el argumento hacia este punto. El sentido que puede brotar de ahí es que en algún momento, el mundo de los ines deja de ser una perspectiva lejana y ha de ser asegurado aquí y ahora en el mundo social. No como una mirada total, capaz de asentarse de forma autoritaria.

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Pero sí como una raya roja tras la cual no se puede retroceder. El mundo de los ines se presenta como negación. No puede haber más víctimas puras. Nadie puede morir a manos de nadie, ni ser torturado, ni violado ni violentado. Nadie puede ser acusado si no hay razones comunes para apreciar su falta de inocencia; nadie puede ser más Hijo del Hombre ni ser sometido a una temporalidad irreversible diferente de aquella secreta que le dicta su pulsión de muerte. No tenemos un rostro positivo de Dios. No podemos reconstruir su mirada. Pero sabemos que pasar estas líneas inhabilita para mantener nuestra historia como horizonte moral dejándonos en abismal desesperación. Más allá de la virtud de la lexibilidad, de la previsión y la disposición a una riqueza reversible, de la ironía y el humor, de la tolerancia acerca de las compensaciones económicas de la justicia conmutativa, instancias sin las cuales el mundo social regresa a su atomismo sin vínculos, más allá de una manifestación económica de la virtud, se requiere ahora otra virtud, que llamaré política. Este aspecto negativo del rostro de Dios es lo que Cartagena, un obispo hijo de un rabino castellano él también obispo, invocó al comentar las primeras persecuciones toledanas a los judeo-conversos castellanos, al recordar que existe el odio de Dios. Esta es una virtud política. Mi opinión es que el odio de Dios puede ser compartido como un odio común. Entonces se refracta en la faz compleja, enigmática, sufriente y feliz, combativa y contemplativa, bulliciosa y buscadora de esa carne hecha ser humano que no cesa de romper y atar vínculos y afectos. Es decir, que este odio de Dios impide pensar a quien no pida perdón por haber producido víctimas puras, como incluido en la serie total del tiempo. Ese no forma parte de aquella instancia ideal que, más allá de la justicia, alegraba las estrellas con sólo mencionar su nombre y que la tradición llamó “Gloria”, como lugar de la humanidad transigurada desde la mirada que contempla su entera presencia en la Tierra. A ese lugar de no-Gloria, la tradición judía llamó Gehena, la musulmana Jahanam y la cristiana Inierno. Todos son, como sabemos, puro tiempo negativo y vacío irreversible, tiempo de la memoria humana observada desde la eternidad del reino de los ines. El tiempo de estos lugares no forma parte de la memoria de un ser humano encaminado hacia el futuro. Están fuera de él, en un pasado vacío y solitario que nadie puede reivindicar, como objeto del odio de Dios.

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Regreso a Roth. Al inal de su libro, y en relación con aquel escándalo, dice: “desearía estar ungido de la gracia y de la sagacidad que me permitiera señalar una solución”. Entonces dijo que el sionismo no era la solución para la cuestión judía. Pero su pesimismo no era total. Dijo que “los judíos no podrán alcanzar la plena igualdad de derechos y la dignidad externa que coniere la libertad exterior, hasta que sus pueblos “anitriones” [puesto entre corchetes] hayan alcanzado la libertad interior y la dignidad que proporciona la comprensión del sufrimiento”. Deseo poner esta frase en relación con el inal de la maldición y con el recuerdo del trauma español. La comprensión hacia el sufrimiento reside en mirar desde el ángulo de las víctimas puras y desde el ángulo del reino de los ines. Sin duda, esta es la única expresión que nos coloca más allá de los hábitos de la violencia. Toledo 1449 nos enseña que esto es lo mismo que luchar con fuerza por una comprensión del poder político que no hace de la división de su pueblo la forma de aumentar su ventaja. Acceder al punto de vista moral le parecía a Roth en 1937 muy difícil. Es más, dijo que “sin un milagro de Dios es difícil suponer que los pueblos anitriones hallen el camino que conduce a esa libertad y a esa dignidad”. Es otra forma de decir que es casi un milagro superar el trauma de la división entre anitriones y huéspedes y todo lo que de ahí se deriva. Pero también puede decir que sólo desde la mirada que recuerda el reino de los ines es posible que Dios obre milagros. Si reunimos todas las impresiones de Roth, tenemos que sólo la catástrofe que marca el inal de la maldición abre la puerta a recordar de tal modo que se desactive el trauma de la división originaria. De esa índole es el recuerdo de la reconciliación por el cual los dos separados se coniesan equivocados en la división y se niegan a usar de la división como una ventaja. Esa dignidad debe remontar aguas arriba de la historia del tiempo para reintegrar en la unidad lo separado violentamente y eliminar el trauma desde su raíz. Que esto sea percibido por Roth como un milagro trae a la memoria la fragilidad del acontecimiento. Hoy lo sabemos. Desde un punto de vista moral nos dice que esta historia no podrá continuar sin nuestro compromiso por la no-división. Quizá ésta es una manera de explicar sin escándalo la secreta unidad que comprendemos entre la superación de los efectos de 1936 y la superación del trauma del origen de 1449. No sin inquietud caemos en la cuenta de que esa doble reconciliación depende, hoy más que nunca, de superar las diicultades de la Ilustración o ser consciente de ellas.

Capítulo iV DIFICULTADES CON LA MORAL. LO SUBJETIVO, LO GENÉRICO, LO COMÚN ¿Cómo explicarnos en términos ilosóicos lo sucedido en España a partir del día en que el partido converso perdió su batalla histórica? No basta con narrar esa experiencia, como he intentado hacer en un libro, enterrado vivo por la propia editorial, La Monarquía hispánica. También resulta preciso y urgente pensar esa experiencia desde un punto de vista ilosóico moral. Para ello deben ser útiles las categorías kantianas. ¿Pero lo son? En este capítulo pretendo acercarme a ese punto de vista fundamental desde el que diagnosticar lo esencial de nuestra experiencia, el equívoco fundamental en el que se sostiene, así como la base de diicultad de abrirse camino entre nosotros una genuina Ilustración, una idea de res publica y una historia republicana. En el fondo la principal diicultad tiene que ver con la índole misma del duro trabajo conceptual. Los conceptos que hacen posible una Ilustración no son fáciles. Lo vimos en páginas anteriores. Dignidad, in en sí mismo, libertad, todos estos no son conceptos fáciles. Abordemos ahora estas ambigüedades conceptuales yendo primero al rasgo fundamental, el signiicado de una verdadera conciencia moral. 1. Inteligencias. Todo el argumento de Kant depende del concepto de dignidad moral del ser humano que hemos relacionado con lo que sucede cuando un inocente es declarado culpable. Una víctima pura es alguien cuya dignidad ha sido violada. Sin embargo, este asunto alberga problemas importantes. Ante todo no sabemos bien qué signiica ‘dignidad’. Sabemos que se alcanza cuando miramos desde el reino de los ines. Sin embargo, todavía no sabemos cómo llegar a mirar desde allí. Luego, en caso de que lleguemos, tampoco sabemos cómo se enseña o se aprende. Aun después, ignoramos cómo se vive con ese concepto y se hace efectivo. Identiiquemos primero lo que signiica. Dignidad es la condición que tiene el ser humano de ser tratado desde la ley moral y de ser portador de la misma. Pero no cabe decir que Kant haya sido convincente en su análisis del fundamento de la ley moral. Aquella distinción, depositada de

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forma apresurada en una nota de la Crítica de la razón práctica, entre la ratio essendi y la ratio cognoscendi era más bien un expediente circular para salir del paso. Recordemos el texto: Para que en esto no se pretenda ver inconsecuencia, considerando que ahora denomino a la libertad condición de la ley moral y luego sostengo en este estudio que la ley moral es la condición bajo la cual adquirimos por vez primera conciencia de la libertad, me limitaré a recordar que la libertad es en todo caso la ratio essendi de la ley moral, y la ley moral la ratio cognoscendi de la libertad. En efecto, si no pensáramos previamente la ley moral en nuestra razón con claridad, nunca tendríamos derecho a suponer algo que fuera libertad […]. Pero si no hubiera libertad, no cabría hallar en nosotros la ley moral.

Este pasaje es una nota al prólogo de la Crítica de la razón práctica. Kant debió incluirla al descubrir la insuiciencia teórica de lo que había airmado en el cuerpo del texto. En efecto, él venía de decir que la libertad era una idea muy especial entre todas las de la razón especulativa. De ella teníamos un saber a priori especial: que era condición de la ley moral. Ahora bien, esta ley moral era otra representación más de las que ya disponía la capacidad humana. Desde el punto de vista teórico, no sabíamos de la idea de libertad más que de la idea de alma o de mundo. Allí donde hubiera libertad debía haber ley moral. Esta conexión era a priori. Puesto que tenemos una idea de la ley moral, también de libertad. Pero con la airmación de estas conexiones ideales no se da un paso más allá acerca de la existencia de la libertad en nosotros. Tener una idea de alma, no implica serlo. En realidad, tener una idea de la ley moral no es saber que ésta es la guía efectiva de nuestra praxis. Ahora Kant venía a decir que conocemos la existencia de la libertad por la existencia de la ley moral. Pero seguía sin descubrirse por qué esto debía afectar o vincular al ser humano. No por pensar esta existencia la descubrimos en nosotros. De unas conexiones ideales no se pasa fácilmente a las airmaciones existenciales. Este camino no parece muy estable ni transitable. Quizás por ello Kant dio este paso de la posibilidad a la existencia en la nota. Y lo hizo de una manera bastante camulada y vergonzante, sobre todo porque no hacía referencia a los seres humanos. Allí se sugería que, una vez comprendido que la ley moral sólo puede ser signiicativa para un ser libre, no hay remedio sino el de asumir que la ley que pensamos es fruto de nuestra libertad. Así, la libertad en nosotros tiene un efecto, una

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dimensión causal, una realidad, un esse: producir la ley. Pero esa libertad no parece sino la de pensar, que produce una representación ideal, la ley. Que ésta sea el objeto de la voluntad, de una libertad práctica concreta en nosotros, eso no se sigue. El expediente de Kant es poco convincente porque, inalmente, la ley moral no es sino la consecuencia de la libertad de pensar, pero tiene poco sentido comprender el deinendum —la libertad práctica— como causa de una representación intelectual, la ley moral. La libertad que buscamos no es la de ser causa de representaciones. Aquí hay un salto raro. La libertad práctica implicaría un querer universal efectivo en nosotros, no vinculado a una voluntad material concreta ni a un interés propio. Eso estaría pensado en la ley moral, pero como posibilidad nuestra. La libertad práctica que buscamos sería ante todo separarse de esa voluntad material concreta, liberarse de un querer propio, no considerar como propio nada de lo que está vinculado a un ser concreto natural corpóreo. Lo que tenemos es una libertad de producir representaciones ideales. Al deinir la libertad práctica como una dimensión ajena a la naturaleza, se derivaría de ella un querer que no padecería restricción alguna de una dimensión natural. Pero la libertad que se da a conocer por la existencia de la ley es sólo la de pensar la posibilidad de que eso sea así. Tanto la ley moral como la libertad serían meras representaciones ideales. Su causa, como en cualquier otra representación ideal, es la razón, la especíica productividad humana de ideas. En suma, no hay manera de pasar de representaciones ideales racionales a las airmaciones existenciales. No hay tránsito fácil desde una representación más, hasta el hecho de que esa representación ordene la existencia real ser humano. La potencia determinante de los pensamientos ideales no está por ello probada. Esta era una enseñanza muy irme y sólida de la razón teórica que ahora no se puede olvidar. Kant sabía que el ser humano puede forjar ciertas representaciones intelectuales o ideales, como la ley moral, el alma o el universo. Pero ello no demuestra otras competencias causales salvo la exclusiva de inventar ideas. A no ser que con la expresión “ser libre” se quiera decir “inventar representaciones ideales”, tener la idea de libertad, o su consecuente, la ley moral, no podía ser motivo de inferencia de una dimensión existencial, la de ser existencialmente seres libres. Podemos pensar que primero es la ley. Pero todavía tenemos que pensar cómo llegan los seres humanos libres. La pregunta de si el ser humano se puede regir por sus invenciones todavía está en el aire.

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Obviamente, Kant no quiere decir que la libertad humana resida en pensar la ley moral, sino que desea airmar que la libertad consiste en actuar asumiendo la ley moral como único motivo. Kant no estaba hablando aquí de la razón pura, sino de la razón práctica. Ser libre requiere algo más que pensar la ley moral: requiere actuar según ella como motivo exclusivo. Así que pensar la ley puede ser ratio cognoscendi de pensar la libertad. Pensar la ley moral es ratio cognoscendi de lo que entendemos por seres libres. Pero desde ahí a que nosotros seamos libres porque nos hayamos pensado así, y que este pensamiento nos permita una inferencia en nuestro ser, no hay un camino lógico. La existencia del pensamiento de la ley moral no es un índice de nuestra libertad existencial y real, de que estemos preparados o capacitados para querer actuar sólo por esa representación. Es índice de que sabemos lo que sería un ser libre. No de que lo seamos. Por lo demás, Kant ha dicho que nunca sabremos verdaderamente si actuamos por motivo exclusivo de la ley moral. Así que en realidad, desde un punto de vista práctico, nunca sabemos si existimos como ese ser que hemos pensado como libre al pensar la ley moral, entre otras cosas porque nunca sabríamos si actuaríamos por el motivo exclusivo de la ley moral. Pensar una ley de la libertad nos hace libres en la misma medida en que pensar la creación del mundo desde la nada nos hace creadores. Kant tenía buenos motivos para asegurar que nunca sabremos si somos libres o no. Parece entonces que nunca estaría bien asentada la dignidad en nosotros, ni todo aquello de las víctimas puras. En efecto, no sólo estaba el argumento genérico de que el saber avanza siempre de causas y efectos, tiene que ver con sucesos y, por tanto, nunca se remonta al acontecimiento de la primera causa. Ahora bien, la libertad, en tanto desasirse de la naturaleza, debía ser esa primera causa y, además, causa inmediata de la acción libre. Tal cosa, que debía considerarse más como un acontecimiento que como un suceso, no se da nunca al saber. Desde cierto punto de vista, en la existencia concreta no hay acontecimientos. Hay sucesos. Sólo desde otro punto de vista podría haberlos, pero justo eso es lo que estamos cuestionando. Pero aparte de este argumento genérico, estaba el argumento concreto. La acción libre sería aquella que únicamente actuase por el motivo de la bondad misma de la ley. Ahora bien, en un ser sensible, esa bondad como motivo debía separarse y distinguirse de todos los demás motivos sensibles y airmarse a su vez como un mo-

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tivo sensible distintivo: el sentimiento de respeto a la ley del deber. Esto era contradictorio: la ley moral debía alejar todos los motivos sensibles, pero debía presentarse a su vez como un motivo sensible especíico. Las diicultades de ir desde el pensamiento de la libertad para llegar a la existencia de la libertad en nosotros, se mostraban aquí en la plenitud de sus consecuencias: para conocer la existencia de la libertad en nosotros, se necesitaba una dimensión sensible inequívocamente referida a la libertad como su causa. Tal cosa (que generó toda la ilosofía de Fichte) no podía conocerse en el ser humano. Ese sentimiento de respeto podría brotar de otras muchas causas psíquicas, no derivadas del concepto de ley. Aquí el abismo entre el hombre nouménico y el fenoménico era insuperable. Decir que el hombre libre es un ser nouménico no nos consuela cuando venimos de considerar que todo lo nouménico es asunto de icciones ideales propias de una capacidad de representar que excede lo existente. El hombre práctico no puede ser el meramente nouménico, porque entonces la dignidad es más bien un asunto icticio. El hombre práctico es también sensible, debe moverse por el sentimiento del deber, de respeto a la ley, con abstención de todo otro motivo. Si ninguno de esos sentimientos es cierto ni evidente, entonces el juicio “he actuado libremente” no es cierto ni evidente nunca. Con ello, nunca sabríamos de responsabilidad, ni de culpa, ni de inocencia. Este mundo nos hace regresar a Nietzsche y con ello desaparece la diferencia entre víctimas puras y culpables. Ahora bien, si ningún hombre puede asegurar este juicio, entonces el género humano entero no puede pronunciarlo. Y entonces, el paso desde pensarnos libres hasta saber que somos existencialmente libres es vidrioso y complicado. Es como el paso de pensar un deber ideal al hecho de sentirnos vinculados a ese deber. Hay aquí una especie de argumento ontológico práctico. Si pensamos un deber perfecto, entonces debemos hacer de él nuestro deber. Pero para eso tenemos que asumir algo más. Que existencialmente podamos hacerlo, que haya alguna disposición real para quererlo así. 2. ¿Qué nos hace sujetos dignos? En un pasaje un poco anterior a aquella nota, cuando en la Fundamentación de la metafísica de la costumbres Kant analizó esa misma ley, mantuvo una doctrina bien diferente. Su tesis allí aseguraba que la ley moral era propia de las inteligencias y por eso tenía validez para cualquier ser racional, fuera Dios u hombre. Pero lo que quería decir como “inteligencia” era muy concreto. Las líneas a las que me reiero dicen así:

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Yo sostengo lo siguiente: el hombre, y en general todo ser racional, existe como un in en sí mismo, no simplemente como un medio para ser utilizado discrecionalmente por esta o aquella voluntad, sino que tanto en las acciones orientadas hacia sí mismo, como en las dirigidas hacia otros seres racionales, el hombre ha de ser considerado siempre al mismo tiempo como un in [...]. Las personas, por lo tanto, no son meros ines subjetivos cuya existencia tiene un valor para nosotros como efecto de nuestra acción, sino que constituyen ines objetivos, es decir, realidades cuya existencia supone ser un in en sí mismo. El imperativo práctico será por lo tanto éste: Obra de tal modo que trates a la humanidad, tanto en tu persona como en la persona de cualquier otro, siempre al mismo tiempo como in y nunca simplemente como medio.

Estas palabras se hallan en la Fundamentación de la metafísica de las Costumbres (A64-66)110 y su signiicado no podrá agotarse aquí: tal es el conjunto de sus implicaciones morales, sociales, políticas, artísticas, religiosas. Por eso conviene que volvamos a la pregunta: ¿Hemos comprendido este imperativo categórico, con el que todo el mundo asocia el nombre de Kant y del que depende el sentido de la dignidad de los seres humanos? Se han dicho tantas cosas sobre estas frases que, cuando las recordamos, todavía nos sorprende su prestigio. Así que la fama y la reverencia que por doquier han encontrado deben obedecer a un sentido más elaborado del que resulta habitual atribuirle. Ante todo, debemos reparar en algo. En esas frases, Kant se ha alejado de representaciones ideales, de la libertad, de la ley moral y de todo eso. Desde luego ya no está en el lenguaje de la posibilidad ideal de la libertad. Todo en este texto está sostenido por la cláusula de la existencia. Los seres humanos existen como ines en sí mismos. Y el imperativo categórico, la ley moral, no dice “actúa de tal modo que trates a los seres humanos como libres”. No dice que tu deber sea un abstracto respeto a una ley. Lo que dice es algo mucho más concreto, aunque no sé hasta qué punto diferente. Dice que el deber implica reconocer sencillamente esta estructura existencial del ser humano, la de ser in en sí objetivo, y esto al parecer es consecuencia ineludible del hecho de que el ser humano es una inteligencia. El deber no es un respeto a algo tan abstracto como la ley. Es sencillamente el respeto a la condición existencial del ser humano como in en sí. No es un asunto que se celebre en un análisis continuo, en una perpetua introspección acerca de si mi motivo es sólo el deber y si mi 110 Apud Fernando R. Aramayo, con ligeras variaciones: Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid, Alianza, 2002, pp. 114-116.

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único sentimiento es el de respeto, de si tengo algún otro móvil que la ley moral, de si allí donde pongo la libertad pudiera poner el suceso de una representación interesada. Todos estos juegos internos desaparecen como propios de un escenario mortiicador, que apenas tiene sentido práctico. La cuestión es que debo respetar la condición existencial del ser humano de ser in en sí. Esto sencillamente me lo ha de decir el ser humano que tengo frente a mí, tanto como me lo digo yo mismo cuando pienso sobre mi propia vida. Quien decide si lo trato como in en sí, y no como mero medio es el otro, como soy yo quien decide si el otro me deja ser in en mí mismo o no. El otro puede ser muy susceptible acerca de sentirse o no utilizado. Pero si éste es su problema, también es el mío: si se siente utilizado, entonces no debo tratarle así, tenga o no tenga razón desde mi punto de vista subjetivo. La soberanía de cada uno para sentirse utilizado es incuestionable. Aquí cada uno se equivoca por sí mismo, tanto como puede equivocarse acerca de la forma de ser in en sí. Pero decide él. En último término, la diferencia entre la razón teórica y la razón práctica reside en que la primera puede construir un mundo común y realista, mientras que el mundo de la auto-percepción moral queda atravesado por una fragilidad endémica y deinitiva, una diicultad esencial de ajustar los puntos de vista. Puedo convencer a alguien que está equivocado en una percepción o en un juicio, pero no acerca de si es utilizado o no. Sería muy mala señal que eso pasara. Decir: “me siento utilizado” es una frase inal. Esta es la diicultad más profunda de la Ilustración. La acción moral no es un juego ilantrópico. Respecto de uno mismo, puede ser un abismo en el que cada uno se hunde en cienos particulares. Pero desde el punto de vista del otro, el imperativo dice que no puedes tratarlo si no le dejas espacio para considerarse in en sí. Ahora debemos ver de dónde deriva Kant este estatuto existencial de ser in en sí. No lo deriva de un supuesto estatuto de seres libres ni de nuestra condición de homo noumenon. Sencillamente lo deriva del hecho incuestionable de que somos inteligencias. Forma parte de la esencia de un ser inteligente el hecho de que aquello que se presente como su in y su futuro tiene que recibir la propia aceptación como algo querido. Esta es la deinición de la inteligencia. El ser humano no se pone en movimiento para perseguir ines a los que no le haya dado de alguna manera la aceptación interna. Sin duda, podemos imaginar la conducta más expresamente

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coactiva. Pero incluso en ella debemos suponer cierto grado de aceptación interna para que se llegue a realizar. Lo que desea regular Kant es justamente esto: que la aceptación del rumbo de la acción emprendida con otro, carezca de coacciones externas y resulte motivada por su asunción como in propio al que se vincula. A esto le llama Kant ser in subjetivo. Esta consideración del otro como in subjetivo, por parte de nosotros, no puede separarse de ser usado como medio por nosotros. Cuando esto sucede, los dos que actúan deben comprender a la vez la posibilidad de ser ines en sí subjetivos y medios recíprocos el uno para otro, a través de ese rumbo de acción. En la medida en que los dos son ines en sí subjetivos en un rumbo de acción, en esa misma medida serán a la vez medios el uno para el otro. Esta dimensión de ser medios recíprocos para ines propios es aceptable en tanto resultado de la condición de ines en sí subjetivos que cada uno tiene. Esta posición no tiene demasiado misterio, aunque en ella se halle contenido el profundo destino de la vida humana, como siempre regido por la ley de la compensación. Se trata de cualquier curso de acción cooperativamente pactada. Ser in subjetivo en relación contigo depende de mí, pero ha de incorporar también tu in subjetivo. De ello tenemos ejemplos todos los días y para identiicarlos no tenemos necesidad de remontarnos a los escenarios de la metafísica de las ideas. Así que Kant parece haber dicho dos cosas: que la ley moral es signiicativa para seres libres y que la ley moral propia de los seres libres es signiicativa existencialmente para las inteligencias humanas. Libre es quien se eleva a in en sí, y éste tiene dignidad, nuestro respeto cuando actuamos con él y al mismo tiempo lo utilizamos como medio. Y sin embargo, es fácil percibir aquí notas disonantes. Algo debe reinarse todavía. Kant no ha establecido con ello una clara relación doctrinal entre estas dos dimensiones, la libertad y la inteligencia. Libre es quien es inteligencia. Pero es dudoso que inteligencia y libertad sea meramente elevarse a in en sí subjetivo. 3. Naturalezas. Sea como fuere, esta relación doctrinal entre inteligencia y libertad nos pone en la senda directa hacia nuestro tema. Cuando Kant dice que el estatuto de todas las inteligencias es el de ser ines en sí, está sugiriendo que la inteligencia genera un centro de interés propio, que reiere a sí la propia vida futura. Desde luego, no todas las inteligencias pensables se elevan a in en sí de la misma manera. La inteligencia

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perfectamente buena, cuya calidad de inteligencia está asegurada por su propia sustancia, tiene una forma de ser in en sí mismo, que es la de querer el bien propio. La inteligencia mala tiene otra forma de ser in en sí: aspira a la promoción del mal propio de forma permanente. Sólo inteligencias más limitadas, como la de Meisto, que son malas de forma inita, acaban queriendo siempre el mal, pero su limitada inteligencia les hace obrar el bien. Otras inteligencias, como la de Fausto, aspiran siempre al bien, pero por su inteligencia inita y por su voluntad débil acaban produciendo el mal. El hombre sencillo es una inteligencia particular. Como cualquier otra se eleva a in en sí mismo. Pero su peculiar estatuto existencial reside en que no puede entender ese in en sí como reproducción o perpetuación de su esencia —que no la tiene—, como goce de sí, tal y como lo vivirían un Dios o un Diablo. El in en sí que es el ser humano por ser inteligencia no tiene arquetipo alguno ni se basa en la repetición de su ser. No hay aquí automatismo ni perseverancia en el ser. El in en sí de los humanos, entendidos como inteligencias, es mucho más radical que todo eso. Y lo es porque antes de elevarse como in en sí, el ser humano no es nada deinido ni concreto. Tiene que implicarse en su propia vida, porque ésta no le presenta una condición deinida por ella misma. Su vida —en tanto zoé— todavía tiene que dotarse de estructura, de forma y esto no puede lograrse sin que cada uno lo asuma como in. El ser humano es inteligencia porque sabe que ya no es un animal. La inteligencia aquí tiene que ver con el tiempo y la angustia ante un futuro en el que resulta más probable la desaparición que la supervivencia. Aquí está la raíz mítica de la inteligencia. Si no se eleva a in en sí, que lucha por su propia existencia, el humano sabe que no será nada. Colocado entre el ser que ya no es y el in que todavía no es, el ser humano es inteligencia porque sabe que tiene que preocuparse de ser. El imperativo categórico no dice sino que, en toda acción con otros, respetes la condición existencial del ser humano, el proyecto que el ser humano tiene que hacerse de su propia vida para que pueda seguir existiendo. Eso y no otra cosa quiere decir que la inteligencia impone a los seres humanos convertirse en ines en sí: que no pueden invocar como propio algo al margen de su aceptación interna como in. Mas un ser que se caracteriza como inteligencia no puede dejar de sentir un desaso-

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siego ingente, un malestar interno, cuando aprecia que las fuerzas reales dentro y fuera de sí no están relacionadas con su proyecto de ser in en sí. Comento aquí de nuevo el ensayo al que una y otra vez hay que volver, el Comienzo verosímil de la historia humana. También se puede entender este título como “inicio hipotético”. En efecto, es en ese texto donde Kant deiende que, por un mecanismo que ha llamado “wilde Freiheit”, la animalidad del ser humano se ha superado a sí misma. El ser humano, movido por un exceso —un lujo, le llamó Roger Caillois—, fruto de un desarrollo cerebral sin precedentes, situado en un cambio drástico de biotopo, desprovisto de pautas y respuestas ante realidades cambiantes, introdujo la mimesis respecto a todos los demás animales. Todo esto le dejó sin pautas propias de conducta. Sin duda, este acontecimiento, la escena originaria de la humanidad, implica que no podemos volver allí dónde estábamos perfectamente adaptados y satisfechos. Tenga esta inquietud causas exógenas, fruto de la catástrofe del biotopo anterior, o endógenas, fruto de un cerebro que no puede soportar el aburrimiento, o ambas cosas a la vez, tuvo como resultado la condición de un ser humano emigrante e hiper-atento a la novedad del cambio de mundos. Esta libertad salvaje es la última condición de posibilidad la inteligencia como capacidad de ser in en sí subjetivo, la lucha por hacer de la existencia nuestra causa propia. Esta inteligencia es nuestra verdadera madre, cuya primera tarea es construirnos como ines. Es irrelevante saber qué vino antes: el trauma por el que la naturaleza nos abandonó, transformando el medio ambiente en el que estábamos adaptados (y que hasta ahora nos había ofrecido protección) en un medio hostil, donde todas las señales eran ambiguas; o la lexibilidad de una mimesis impulsada por el propio placer de las posibilidades inéditas que se abrió a todas las opciones animales que veía a su alcance, produciendo así una indeterminación instintiva respecto a los objetos del deseo. Kant habló de catástrofes en la Crítica del juicio teleológico y de mimesis en el Comienzo verosímil. Respecto del inicio, siempre hay más de una posibilidad hipotética, desde luego. Comprenderse como inteligencias no es jamás algo seguro. Pero lo que deseamos comprender es un acontecimiento único: que el ser humano se descubrió como inteligencia bien en medio de la angustia por la falta de una naturaleza cerrada o bien por la insatisfacción aburrida de tenerla. Este descubrimiento, que alienta en el

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fondo mismo de todos los mitos que hacen necesaria una segunda creación del ser humano, es el supuesto de la inteligencia por la cual el ser humano se eleva a in en sí mismo. La falta de naturaleza y el caos subsiguiente le fuerza a ello. Por este descubrimiento mítico, el ser humano se vio siempre en la ilosofía clásica como un proceso formativo desde el caos al orden y se comprendió también como ámbito de aplicación de fuerzas míticas, entre ellas las propias de la astucia, el lejano ancestro de la inteligencia. Por eso es muy comprensible que el ser humano buscara un orden para su vida justo a través de la misma potencia que lo había introducido en ese desorden. Había de intentar elevar la libertad, ya no salvaje, sino ordenada como inteligencia, a la verdadera madre de su ser. Así la inteligencia le propuso elevarse a in en sí, deber a sí mismo, y no a la naturaleza, su propio ser. La inteligencia que nos reclama ser ines en sí no puede proponerse que insistamos en nuestro ser, sino que aspiremos a dotarnos de uno; no puede pedirnos que mantengamos nuestra naturaleza, sino que logremos dotarnos de una, ahora debida a nosotros mismos. Por eso la otra formulación de lo que llamamos imperativo categórico dice: actúa de tal manera que tu máxima de conducta se pueda convertir en una ley de la naturaleza. La inteligencia dice: pues todavía no la tienes. Este es un deber al que no puede dejar de estar vinculado. Esta ley es algo más que una representación ideal que puedes o no pueden querer. No es una mera posibilidad ideal, sino la condición existencial que te inclina a dejar de ser una mera posibilidad. Imita a la naturaleza en el orden que conoces, viene a decir este núcleo estoico de la razón, y sobre todo imítala en aquella manifestación básica legal que presenta ante ti. Kant no tiene otra representación teórica de la ley de la naturaleza que la que garantiza la compensación de la acción y la reacción entre las masas materiales. Esa garantía de equilibrio es la que buscamos imitar cuando aspiramos a ser al mismo tiempo ines en sí y medios para los ines del otro. Esa es la sustancia del juego de todos los contratos que llevan a la constitución política: la construcción de un cuerpo de poderes equilibrados, de fuerzas capaces de acción y reacción, de libertades composibles y ordenadas en su movimiento. De ahí deriva la metáfora del cuerpo de la res publica. Una mimesis de la naturaleza y de su orden (tal y como es conocida por la inteligencia) porque la libertad

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inmediata y salvaje no es nada sino posibilidad, futuro, angustia, intencionalidad. Sólo por esa pretensión de mimesis de la naturaleza conocida, en un ser que no la tiene ya, pero que tiene que vivir en medio de ella, solo el querer un orden todavía inexistente puede ser representado como deber. Y es un deber al que nos debemos vincular porque el desorden de partida es insostenible. Esta mimesis no puede ser caracterizada como mero deseo, porque la operatividad del deseo se despliega en cualquier imitación particular y concreta, azarosa y confusa. Una selección drástica de los deseos y una apuesta clara por la voluntad de orden y de construcción de naturaleza y ser en el tiempo: éste es el estatuto del querer inteligente que es deber y que es bien, que es in objetivo. 4. Zuerst ist das Gebot. Die Menschen kommen später. Primero fue el imperativo, luego vinieron los seres humanos. Este verso, que procede del poema de Theodor Däublers, Nordlicht, inspiró la teología política de Carl Schmitt. Lo puso de motto de su obra de 1914 Der Wert des Staates und die Bedeutung des Einzelnen. Podemos suponer cuál era la orientación de su exégesis. En su comentario al poema de Däublers, que llamó el arcanum de su pensamiento, Schmitt dijo que aquí “se formulaba de manera clara el problema más profundo de la ilosofía jurídica y política”. Si el Gebot era un elemento concreto previo, el valor de los seres humanos no podía ser aquel que anunciaba el liberalismo hobbesiano, el valor soberano y fundador del individuo como animal consumidor e interesado, centrado en su propio deseo concreto, ininito, entregado a una mimesis desarreglada. El ser humano mismo era posible por la obediencia a algo diferente de ese deseo siempre pendiente de sí mismo. El respeto ante esa Ley no era sino la respuesta agradecida del ser humano a su mandato constitutivo, en tanto origen de su propia existencia. Era también una operación de la inteligencia. Respecto al mandato, el ser humano aparecía como un ser secundario que se formaba justo al seguir la ley. Por ella dejaba atrás su existencia animal, ese lobo del que habló Hobbes. Con ello, sin embargo, Schmitt mostró la insuperable necesidad de una antropología como base de su relexión moral y política. Nosotros hemos apostado por iluminar la condición del imperativo kantiano a través de relexiones antropológicas que, desde el mínimo Ensayo sobre el origen verosímil de la historia humana, hasta un ensayo tan actual como El Culpable de Bataille, vienen reclamando la atención de la

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ilosofía. La convicción básica, impuesta por Kant y vigente entre nosotros de manera insuperable, consiste en que el ser humano propiamente alberga tal potencialidad de asociaciones representacionales, que no tiene probabilidad alguna de generar un orden vital a partir de su propio caudal temporal de conciencia. Por decirlo con cierto patetismo: el ser humano, que existe con evidencias plenarias como cuerpo organizado, no existe como conciencia y comportamiento organizado si él mismo no se propone como in existir con cierto orden. Entre su physis y su ethos hay un abismo que ningún logos externo puede superar. Cuanto más inteligente sea, tanto más sufrirá este estatuto abierto insoportable y tantos más motivos tendrá para asumir el imperativo de llegar a ser algo sólo a partir de hacerse in en sí mismo. Puede ser inluido desde su más tierna infancia, pero ha de llegarle el momento de elevarse a in en sí mismo subjetivo. Si no lo hace, la dependencia de la exterioridad mediante la mimesis desordenada será inevitable. Entonces no encarnará la escena originaria del comienzo hipotético de la historia humana. Todos los órdenes tradicionales de vida operan con un terror pánico ante el sufrimiento que produce atisbar que la existencia humana se sostiene sobre un vacío originario. Ese terror debe sufrirlo cada ser humano que viene a la existencia. Cercanos a un momento mítico inicial, estos órdenes se apegan a un cierre del comportamiento y de las representaciones, sostenido por tradiciones y costumbres religiosamente vividas, que se procuran transformar en algo parecido a hábitos. De alguna manera, el ser humano tiene que superar el trauma de la apertura constitutiva. A su manera, estos poderes, desde el mito hasta la biopolítica, han intentado lograr una naturaleza humana. Lo que Kant dice es que la única manera de lograrlo pasa por el sencillo hecho de que el ser humano, en tanto inteligencia, se eleve a sí mismo a in en sí. Sólo llegamos a tener naturaleza si lo queremos. La fortaleza de los ensayos tradicionales de educación reside en que garantizan un mundo de realidades prácticas comunes de partida. Ellas también imitan a la naturaleza, pero lo hacen al modo de la estabilidad de seres naturales que no tienen energía psíquica sobrante y desestabilizadora y se suponen adaptados. Ellos también saben que primero son los mandatos y que ellos moldean a los seres humanos, pero estos mandatos se aceptan como algo que impone el medio social. Aquí tiene sus premisas el comunitarismo. Lo peculiar de Kant, y lo que hace de él un ilósofo

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que determina nuestro destino, reside en mostrar que la inteligencia humana tarde o temprano impide que consideremos un medio comunitario como si fuera natural. La peculiar fuerza de su ilosofía, que vieron muy bien los neokantianos, reside en que la mimesis de todos los órdenes tradicionales, siempre fundada en el acto mítico de considerar una sociedad dada como natural, no logra resistir la necesidad que cada sujeto tiene de conocerse en su singularidad y hacerse a sí mismo in subjetivo. Mientras que la ciencia juega con la idea de que primero existe la ley y luego la conocemos, la moral juega con la idea de que primero es la ley práctica de ser in en sí y al obedecerla llegamos a existir como seres humanos. Por eso, la ciencia parte de la existencia y la moral del deber. La moral no puede partir de sacralizar lo que somos, porque en el fondo no somos nada concreto si no nos elevamos a ines. Ahí reside la dimensión universal y democrática de la ley moral, que sigue siendo anterior a los seres humanos, y la única que los pone delante de su necesidad de construirse, con todas sus consecuencias, como órdenes vitales concretos. Esa es la plena base antropológica y moral de la democracia. En su base, que todos somos seres inteligentes. Pero el conocimiento, clave de toda mimesis, era fruto de la historia de los seres humanos, en su esfuerzo por crear un mundo común en el que no sucumbir a la angustia de la propia improbabilidad existencial. Así que la mimesis que está en el fondo de la práctica moral era una insistencia en la propia acción humana. Era continuar la obra de auto-hacerse emprendida desde siempre, desde el comienzo hipotético, desde la escena originaria. Es más: no era sino un paso más en la conciencia de que todo en el ser humano estaba sin hacer, sin ordenar, por mucho que la naturaleza ahora le mostrara su cara ordenada ante su propia insistencia en conocerla. Era llevar a sus últimas consecuencias el reconocimiento de una falta de ser. La obediencia a una orden de ser que surgía de la insoportable situación de apertura y desorden. Así que ese mandato, elevado a conciencia en el imperativo, hacía del ser humano un ser de futuro porque reconocía su pasado como abandonado y su presente como insoportable, inseguro, angustioso. Lo que se ha dicho como reproche al humanismo dispara sobre un fantasma. Lo que se ha dicho contra la ley moral encubre propuestas de mimesis concretas incapaces de resistir la crítica, mimesis para las que ya no tenemos razón suiciente y que sólo podemos contemplar como

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retornos a un capricho mítico, al reconocimiento de una situación histórica como natural, que, para sostenerse, tendría necesidad de fuerzas autoritarias ingentes. Pues frente a cualquier poder constituido, y frente a cualquier cierre de la naturaleza humana, la ausencia de parámetros instintivos, la lexibilidad de la mimesis y la hiperactividad cerebral sitúan al ser humano ante los mismos procesos que en su más remoto pasado arcaico. Así que donde se alce un ser humano consciente de su situación, allí se alza la ley del imperativo que viene a decir: llega a ser inteligencia, llega a ser in en sí objetivo, llega a ser libre, llega a ser un ser humano. Es una paradoja. Allí donde exista un ser humano hay un portador de la ley que le insta a ser en el futuro. De este modo, como ya dije, el imperativo no hace sino recoger la deinición que Ramon Llull: el ser humano es el que se humaniza. Esa ley es la promesa de su constitución futura, no de su ser. Se trata de un ser que es pura promesa. Primero es la ley, luego quizá algún día lleguen los seres humanos. Puede cumplirla por su propia inteligencia o puede dejar que otros, paternalmente, la cumplan en él. Puede ser su ley o puede ser la de otros. Pero la ley, autónoma o heterónoma, siempre va por delante. Kant dio la voz de que sólo una ley querida y nuestra como inteligencias puede ser constitutiva de un auténtico ser humano en el futuro. Por darle la última palabra a Däublers, en un sentido que Carl Schmitt no pudo comentar: “Der Heiland ist der Mensch, der in der Menschheit tagte” y que nos muestra el valor universal de la ley porque nos muestra la condición universal de la humanidad: El Salvador es el ser humano que se reunió en la humanidad. El ser humano es el que tiene que reunirse con el salvador de la humanidad en sí, consigo mismo. 5. Fines objetivos y subjetivos. El imperativo categórico no expone toda la ilosofía de Kant, pero asienta su punto de partida, la base de su despliegue. Así que, de no hacernos con él, estamos condenados a quedarnos fuera del horizonte práctico kantiano. Cuando lo hacemos, nos damos cuentas de lo que signiica la ilosofía de Kant frente a este místico instante gozoso que pone la base vital incuestionable de la ilosofía de Rousseau. Sin embargo, eso no quiere decir que no haya encontrado sus propios instantes gozosos. Los tiene, como veremos, pero de otra naturaleza. Rousseau se encuentra a sí mismo con una plenitud existencial tan intensa que puede considerar el resto de su vida como una exposición desplegada de lo que halló en su instante gozoso. Respecto a ese núcleo ininito de su propia subjetividad, toda la historia no es sino un descarrío. También la

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historia humana entera lo es. Frente a esta experiencia, la escena originaria de Kant es angustia, zozobra, dolor, vacío. Rousseau airma un ser que se presenta con los rasgos de lo eterno en el tiempo. Kant nos presenta una existencia que debe llegar a ser algo sólo porque se lo ha propuesto como in a partir de su propia inteligencia, del uso reglado de su propia energía psíquica superabundante. No comprender el sentido de lo que dice Kant sería tan fatal como no acceder al sueño que ha forjado el hombre occidental, el único sueño ideal que no aspira a introducirse en los laberintos de las pesadillas de la violencia que ha dominado desde siempre la historia y que nos aleja del misticismo carismático extraño a todo sentido democrático de la existencia. Como es sabido, cumplir los sueños es algo vetado al poder de los hombres. Sin embargo, en cierto modo, a pesar de no realizarlos jamás, los hombres pasan la vida persiguiéndolos, intentando rozarlos de nuevo, percibiendo que entonces, cuando los descubrieron y los habitaron, se iluminó su existencia con una plenitud de sentido que en vano luego descubren en los días que tienen que atravesar. Esa plenitud es sólo un punto de vista, un aroma, una intención. Veamos entonces el sentido de ese sueño depositado en el seno del imperativo, sentido que es el del respeto por el ser humano como in en sí mismo objetivo, y no solo subjetivo, el esfuerzo por reconocer e identiicar una existencia que en tanto in en sí objetivo ha de ser sagrada en la tierra. Considerarla sagrada es tanto como dejarla en su libertad existencial, como no hacer de ella una víctima pura. Ante todo, el imperativo habla del trato que debemos dar a todo ser racional, sea humano o no. Podemos decir ante todo que no es verdad que el imperativo nos obligue a mirar el mundo como si estuviéramos a solas con nosotros mismos. Al contrario, el imperativo es un método para dotarnos de sensibilidad a la hora de mirar a los seres racionales y, entre ellos, a los humanos. Es más, no estoy seguro de que no nos obligue a mirar de la misma manera a otros seres vivos, aunque esto nos llevaría a análisis de la Crítica del Juicio y el sentido subjetivo y objetivo de in en sí de todo organismo vivo, que aquí no podemos desplegar. En todo caso, no es extraño que los mamíferos superiores estén en el camino de la razón. Ahora me interesa sobre todo descifrar esa diferencia entre in subjetivo y in en sí objetivo. Porque encierra diicultades adicionales de interpretación del texto de Kant. Si las aclaramos, profundizaremos en la adecuada perspectiva moral. Para entender el argumento debemos estar

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en condiciones de diferenciarnos de lo que sería la perspectiva moral de una voluntad racional esencialmente buena. Imaginemos que esta se reduce sencillamente a que todas las voluntades están de acuerdo entre sí. Ese estado de cosas, observado desde la perspectiva de una voluntad racional buena, reuniría a todas las seres racionales según leyes prácticas comunes. Kant ha llamado a esto el reino de los ines. En ese reino yo me vería a mí mismo como un ser racional más, sin derechos ni prerrogativas especíicas ante mí mismo, teniendo ante mis propios ojos la misma cercanía y la misma lejanía que cualquier otro. Entonces miraríamos por unos ojos que aspirarían a neutralizar el tiempo de nuestra pequeña historia para incluirnos en el tiempo común de toda inteligencia racional. Lo abisal de esta relación con el reino de los ines es que dejaríamos de mirar a los demás como ines subjetivos, como personas ancladas a la individualidad de su cuerpo. Los miraríamos reconociendo en ellos seres que son ines subjetivos pero también objetivos en la medida en que son compatibles con toda voluntad libre e inteligente. Sin embargo, eso no mermaría en nada nuestra propia existencia. De ese desprendimiento de nuestra propia centralidad no se podría derivar un estado para nosotros inferior en cualquier aspecto al de los demás. No nos rebajaríamos ante nadie. La objetividad de la mirada moral no es la humildad. Se trata de otra gama de virtudes. Así que el principio de ese reino de los ines sería el de la más absoluta igualdad de los seres racionales, y el imperativo categórico nos dice que la construcción de ese reino de los ines (del que no podemos excluirnos) es un motivo racional de nuestra actuación, él único inspirado en el pensamiento de una voluntad racional que reunirá todo lo que los seres humanos tienen en común. Recordemos la sentencia de Däublers. Que la religión no pueda tener signiicado sino como identiicación de la humanidad, en tanto especie, como in objetivo de nuestras acciones es la más íntima vinculación de Dios y de Hombre y la forma más profunda de hacerse con el núcleo esencial del cristianismo. Kant, y en esto opinaba de forma muy semejante a Unamuno, era muy consciente de que esa era una consecuencia central de su obra111. Pero a diferencia 111 En Del sentimiento trágico de la vida (Madrid, Espasa-Calpe, 1937, p. 147), Unamuno dice que “la fe crea en cierto modo, su objeto. Y la fe en Dios consiste en crear a Dios”, de tal modo que “Dios se está creando a sí mismo de continuo en nosotros”. Más sorprendente es que Unamuno hable de que así se personaliza el Universo, en la misma línea en que Kant sugiere que “el Ser supremo, extendiendo por doquier por el mundo, [es] la naturaleza personiicada” (WW. XI, 1, 215). Esta insuperable condición mitológica consiste en pensar que “el Universo tiene

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de él, Kant pensaba que en el fondo no podía haber diferencia de religiones, como no podía haber diferentes morales. En la nota de Hacia la paz perpetua dijo: “Diferencia de religión, ¡qué expresión tan extraña! Es como si se hablase de diferentes morales. Puede haber diferentes formas de creencias, no en la religión”112. Para Kant sólo podía haber “una única religión, verdadera para todos los hombres y todos los pueblos” y diferentes creencias como “vehículos de la religión”, estas sí, contingentes y diversos, según los tiempos y lugares. Y esto era así porque, como dijo en otra nota, en un alarde de erudición que se remontaba desde las palabras básicas de los budistas a los misterios de Eleusis, en todas las religiones se da la igura del que “promulga la ley”. Esta era la “divinidad repartida por el mundo”. Primero la ley, desde luego. Pero ese legislador, que él ha reconocido como la voluntad buena, y que todas las religiones consideran como el bienaventurado, la divinidad, no signiica sino “la reunión de todos los santos”. Hay pocas dudas de que el reino de los ines constituye el concepto que reocupa estas viejas representaciones para dotarlas de funcionalidad en una época que ya se hace consciente de la necesidad de representarse la especie humana como unidad en el espacio y el tiempo113. La participación del ser racional en ese reino de los ines lo eleva a in en sí objetivo. De este modo se quiere decir que el ser humano acepta como motivo de su actuación promover la consideración de la especie humana como unidad, y que esta unidad depende de promover una idea de razón una cierta conciencia como yo”, dice Unamuno. Las notas que añade Kant en páginas ulteriores sobre la providencia son muy cercanas a Unamuno. La consideración de la unidad de la especie humana en la pluralidad ininita de sus individuos, como el contenido verdadero de la divinidad, es algo que Unamuno sugiere una y otra vez. Cf. 153, 155, 159, aquí como “universal anhelo a la divinización eterna”. La página 189 habla de “hacer una persona a la humanidad toda” y vincula este problema con el de la apocatástasis y la recapitulación paulinas. Ampliamente inspirado en Bergson (112, 240), Unamuno introdujo este argumento en una retórica evolutiva, como si fuera necesario para asegurar la existencia de la especie humana sobre la tierra, para autoairmarse en la idea de que no es un desnudo azar en su aparición sobre la faz de la tierra. Así dijo que “el problema de la inmortalidad personal del alma implica el porvenir de la especie humana toda” [31]. En suma, se trata de un dispositivo evolutivo cultural de aseguramiento. Mutatis mutandis, podríamos decir que elevarnos al reino de los ines es sentirse interpelado por el porvenir de la especie humana toda y es pensarse como in en sí subjetivo en la medida en que mis ines son compatibles con el aseguramiento de la existencia de la especie entera. No se trata sólo superar la improbabilidad de mi existencia, sino de mejorar la probabilidad de la existencia de la especie como unidad. Sin estas intuiciones, que ya rozan lo inconceptualizable, como veremos, no se entiende lo que de conceptual nos propone la teoría de la razón de Kant. 112 WW. XI, 1, 225. 113 WW. XI, 1, 215.

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que permitiría la compatibilidad de los seres humanos como ines en sí subjetivos. Entonces se eleva a in en sí objetivo. Entonces acepta la racionalidad como motivo y se dispone a considerarse como una especie animal que intenta trascender el azar inherente a su propia animalidad. Se trata de una agudeza en la forma de ver. Esa es la clave del imperativo cuando intenta concretarse. Si la Ilustración dice en general “atrévete a saber”, la Ilustración moral te propone que te atrevas a saber algo acerca de ti mismo: que eres un animal azaroso, pero que has conquistado un nivel de complejidad como inteligencia que no puedes sino aplicarla a superar el azar que hay en tu origen y que esto concierne a la condición universal de la especie, no a ti como in subjetivo. Por eso debes establecer la adecuada relación entre tus propios ines subjetivos y tu in objetivo y eso en cada momento de tu vida; entre el corto plazo de lo que te parece ahora y el plazo que se abre cuando te miras ocupando la eternidad en tu lugar en el reino de los ines que reúne a la totalidad de la especie. Si no somos capaces de descubrir en nosotros esa doble posibilidad, esa dualidad interna entre los que actuamos, en nuestra imagen de individualidad absoluta, y nosotros, los que somos resultados de mediaciones previas, de acciones de otros, de vidas compartidas y destinos que en el límite afectan a la totalidad de la especie, no podremos ver que muchas veces somos meros medios en nuestras propias manos, que jugamos contra la posibilidad de que la humanidad perviva, y no estaremos en condiciones de percibir un uso incorrecto de nosotros mismos en nuestras acciones. ¿Pero inalmente, qué sería esto? ¿Qué signiica que seamos ines objetivos? Que aquí no cesen las preguntas nos sugiere que estamos en un terreno nuevo, un poco salvaje, y que las interpretaciones convencionales no nos ofrecen algo serio. Hacer de nosotros mismos un in objetivo no signiica respetar el in subjetivo que nos hemos dado desde nuestra autonomía e independencia en un momento dado, insistir en la experiencia de goce o de la felicidad que hemos identiicado en un momento dado. Ser in objetivo es una disposición contraria a todo principio de repetición. Un in subjetivo concreto no se eleva a in objetivo por repetirse, prolongarse, insistir en él, hacerse continuo. Como es lógico, todavía tiene menos que ver con ese despilfarro de nuestras propias fuerzas, talentos, en la obtención de satisfacciones exclusivamente puntuales, caóticas, provisionales. Desde luego, un proyecto de vida que asume decisiones acerca de la totalidad de la existencia, que es capaz de encarar la totalidad del

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tiempo humano a pie juntillas, con la suprema valentía de la resignación, que nos reconcilia con nuestra initud, todo esto es mejor que esa conducta dispersa, oportunista, puntual, ocasionalista, relajada, que aprovecha las energías humanas y las pone al servicio de obtención de ventajas externas, sin que reporte serenidad ni alegría interna. Esto es desde luego una existencia preferible y, desde cierto punto de vista, sabía, natural y prudente. Pero para alcanzar este tipo de experiencia necesitamos apreciarnos como ines en sí objetivos y esto pasa por vernos en el reino de los ines. Todo esto no puede ser un instante gozoso. No tiene contenido. En realidad, no tiene la forma de un instante. Una de las mayores diicultades de la Ilustración es que no se comprende bien si no se mira desde esta perspectiva del reino de los ines. Pero no es fácil hacerlo. Como podemos suponer, lo más habitual es que la acción social sea el encuentro de unos ines subjetivos de alter en relación con un ego que se propone a su vez ines subjetivos en relación consigo mismo. Con ello, sin embargo, no hemos dado un paso en la deinición de los ines objetivos, ni reconocemos a la humanidad en nosotros como in. Al proponernos un proyecto global de vida identiicamos también ines subjetivos y no por eso nos elevamos a nosotros mismos como ines objetivos. El imperativo dice que no sólo debemos considerarnos ines subjetivos, sino siempre al mismo tiempo ines objetivos. Nuestras acciones, desde luego, serán medio para obtener aquellos ines subjetivos, que están diseñados desde un proyecto concreto de felicidad. Pero el imperativo nos dice que todavía debemos hacer algo más; nos dice que al hacer esto debemos rendir homenaje al in objetivo de la humanidad en nosotros. Este es el sentido de la frase de Däublers. Somos algo más que seres inteligentes. Somos seres racionales, pero esta racionalidad no nos es exclusiva y propia. Y esto quiere decir que debemos ser capaces en nuestras acciones de mantener este punto de vista. Al perseguir los ines subjetivos en nosotros, debemos ser capaces de mantener en todo momento la pregunta de cómo promovemos los ines objetivos de cualquier ser racional. Esto es: debemos mantener en nosotros mismos una mirada que no es la nuestra subjetiva, sino la de una objetividad por la que, en cierto modo, miramos desde los ojos de cualquier ser humano, o desde el reino de los ines. Así que si perseguimos nuestros ines subjetivos de tal manera que hemos perdido la sensibilidad para ponernos en el lugar de otro, para mirarnos desde fuera, para preguntarnos cómo promueve eso no sólo mi felicidad,

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sino mi capacidad de apreciar los intereses de la humanidad, entonces no estamos alcanzando el nivel del imperativo moral. Si perseguimos nuestro in subjetivo como si no fuéramos libres en relación con él, atados a una compulsión que no consiente distanciamiento, sin la capacidad de desviarnos de este camino si eso lleva a reconocer otros puntos de vista, otros intereses de otros seres humanos derivados de sus ines objetivos, entonces ponemos nuestra subjetividad en una soledad hostil a los demás seres humanos. Atendemos a nuestro ser hombres, pero no a la humanidad en nosotros. Por mucho que estemos implicados en nuestro proyecto vital, también debemos ser libres en relación con él respecto a la promoción de la objetividad de la racionalidad. No todas nuestras energías psíquicas son así medios para conquistar nuestros ines subjetivos. El imperativo categórico descubre energías en nosotros que van dirigidas a abrir el espacio para la sensibilidad y el interés hacia la promoción de los rasgos comunes de la humanidad en cualquier ser humano. Eso es lo que se obtiene desde la perspectiva del reino de los ines. Promover la humanidad en nosotros no puede ser algo diferente de promover la humanidad en los demás; esto es, su capacidad de ser ines en sí objetivos, en tanto inteligencias que controlan su carencia de ser mediante su apuesta por la racionalidad, que ordenan su hiperactividad psíquica desde su propia capacidad de producir el orden de lo común, que están en condiciones de reconocer y promover el estatuto de ines objetivos en sí y en otros. Por eso, sin identiicar ines objetivos en todo ser racional, no podemos esgrimir estrategias anti-narcisistas y perdemos de vista la necesidad de que nuestro proyecto desarrolle en los demás también las fuerzas de la humanidad en ellos. Por eso, la obligación moral para con nosotros mismos, en tanto ines en sí objetivos, nos impone la apertura serena hacia la condición de seres racionales y la valoración de ellos en tanto racionales, no en tanto sujetos que aspiran a la felicidad de forma más o menos ordenada o desordenada. Esta condición nos exige regular la acción social por la ley de relacionarnos con los demás no sólo como meros medios para nuestro proyecto subjetivo, sino como ines en sí mismos para nosotros, como ines objetivos, aceptando que el aseguramiento de la forma humanidad es un objetivo compartido. Ser ines objetivos signiica que antes de cualquier acción o intercambio, a priori, tenemos valor en tanto seres racionales y ésa es la dimensión que conviene respetar y fortalecer. Por eso, la condición para llegar a ser capaces de una genuina acción social es

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la de superar el punto de vista narcisista en el trato con nosotros mismos y ver en la acción social una promoción de la racionalidad, lo común en la forma humanidad. La capacidad del imperativo para regular nuestra acción social depende de su capacidad para limitar nuestro narcisismo, incluso en el caso de un proyecto durable y sólido de vida. Y esto signiica no vernos implicados en la desnuda autoairmación, sino sentirnos concernidos por el destino de la especie. Para ello, nuestro tiempo de vida y el tiempo de la humanidad deben ser diferenciados. Abrir ese tiempo doble es lo que genera la perspectiva del reino de los ines. En el imperativo, así, estarían grabadas a fuego las premisas de la igualdad y de la libertad, desde luego, pero mucho más la necesidad de la acción recíproca entre los hombres desde estrategias cooperativas racionales en la medida en que se airma en la acción común la dimensión racional de las partes. Estas estrategias implican que los seres humanos son, a la salida de la acción, más racionales que a la entrada en ella; es decir, más autónomos, perspicaces, solventes y libres a la hora de tratarse a sí mismos y a los demás, más capaces de producir lo común. Estas premisas, capaces de superar y elaborar la parte insociable de la sociabilidad, no se pueden sostener desde un intercambio de prestaciones de aspectos valiosos para nuestros ines y proyectos subjetivos. Sólo se sostienen si somos capaces de interiorizar un motivo adicional y objetivo de nuestra conducta: el de ser racionales, el de contribuir a la promoción de la humanidad como algo que ha de hacerse, el de formar una subjetividad que no puede renunciar al hecho de que “yo” signiique tanto y al mismo tiempo “yo”, como “tú” y ambos por la misma razón. Esa es la clave de este pasaje de Kant: A decir verdad, la humanidad podría subsistir si nadie contribuyese a la felicidad ajena con el propósito parejo de no sustraerle nada; pero esto supone únicamente una coincidencia negativa y no positiva con la humanidad como in en sí mismo, si cada cual no se esforzase también tanto como pueda por promover los ines ajenos.

La clave es que esta promoción de los ines ajenos sea recíproca, pues no puede implicar el sacriicio de los míos. La promoción de los ines objetivos de la humanidad, allí donde se halle, también en mí, tiene que ser parte de mis ines subjetivos de esta acción. La mirada que perseguimos producir en nosotros, como si fuera la mirada de la voluntad buena uni-

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versal, no puede dejar de ser también la mirada de un hombre particular. La bondad de esa mirada tiene que incluir una promesa de la felicidad y al mismo tiempo la promesa de una sociedad. Esa es la situación en la que Kant ha puesto al sujeto moderno. Esa es la naturaleza de su sueño. Uno forjado sobre la voluntad de no renunciar a ninguna exigencia de lo humano en tanto común. Por muy difícil que pueda ser su síntesis. Esa es la norma que la crítica racional, sea cual sea nuestro incumplimiento, no puede olvidar. Lo peculiar del sueño de Kant es que no se puede soñar solo ni al principio, como el de Rousseau. No es un instante gozoso que nos da la certeza de que ya somos. En cierto modo, ha de ser un sueño común en cada acción social concreta que se produzca entre los seres humanos. A ese vínculo común objetivo y racional, Kant le ha llamado “ethische gemeinen Wesen”, que es la forma en que se vive dentro de la idea del reino de los ines [Reich der Zwecke], y que podemos traducir como “ser común ético”. Sólo sobre esta base ética común se podrá conigurar una comunidad política, eso que ha llamado un republicanismo. Educar en la moral en este sentido es decisivo para la educación política. 6. Diicultades en la práctica. Rara vez se ha reparado en la tensión entre la teoría moral de Kant y su teoría de la Ilustración. La primera, como he dicho, establece una clara vinculación entre la dimensión de inteligencias racionales que tenemos los seres humanos y nuestra dignidad como seres morales. Su argumento es bien sencillo. La diferencia entre una inteligencia racional pura, por naturaleza, como la ideal divina, es que los ines de su acción estarán ordenados a un in apropiado a su naturaleza racional. Dios no podría distinguir en sí entre ines subjetivos y objetivos. El rasgo decisivo que diferencia al ser humano de un Dios es que el ser humano no tiene una naturaleza racional. En realidad, la tesis que se deriva de Kant es que el ser humano no tiene naturaleza. Desde luego, la razón no es su naturaleza y por eso los ines racionales objetivos no le son propios en el sentido en que se puede decir tal cosa de Dios. Lo máximo que se puede decir es que la razón es para él un deber y que para llegar a ver los motivos racionales como propios tiene que impulsar un trabajo de elaboración de su estatuto de in en sí subjetivo mediante disciplina de intereses, deseos, pulsiones y motivos. Un kantiano posterior podría decir que todavía se debe investigar si la razón fue y es funcional a la supervivencia de los individuos humanos, especie humana hasta el punto

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de que constituya su única posibilidad de persistir en el tiempo. Ahora se trataría de ofrecer condiciones adicionales para que aquello que fue funcional para los individuos no sea perjudicial para la especie tomada en su conjunto. Sin duda, esto implica un replanteamiento de la inteligencia como función humana y una duda acerca de su intensiicación individual. Por lo tanto, el ser humano es aquel que tiene una especial diicultad a la hora de considerar como “propios” los ines a los que prestaría su asentimiento interno la dimensión racional, una diicultad que se constituye en tanto que se mira desde el reino de los ines. Como inteligencia siempre se mueve por ines propios, pero en tanto que no es una naturaleza racional, está más bien perdido a la hora de decidir si algo es un in propiamente racional, o es sólo su in subjetivo. La diicultad está en la naturaleza de lo que considera vinculante. Esto quiere decir que casi cualquier cosa puede ser un in propio subjetivo. Con ello, la dispersión de las conductas puede ser tal que lleve a la posibilidad negativa de convivencia, a esa vida en la que no contribuya en nada una existencia humana con otra, eso que se llama libertad negativa, en la que no hay nada común. El ser humano puede darle su asentimiento a cualquier cosa y esta lexibilidad es también un índice de su carácter abierto y carente de naturaleza. Pero también lo es de la improbabilidad de la razón más allá de la inteligencia. Kant sin embargo ha usado de manera constructiva este argumento en un sentido que ahora mostraré. Puesto que el hombre no tiene naturaleza, y es una realidad abierta, dispersa, desorganizada, sólo puede ser algo concreto si se obra a sí mismo. La centralidad de la dimensión práctica del hombre tiene que ver con su estado de no-naturaleza. Por lo tanto, es lógico pensar que, carente de ines esenciales, y necesitado de prestarle asentimiento interior a lo que quiera que sea un in, el ser humano comprenda desde un razonamiento propio de su inteligencia que el in básico, general, al que ha de prestarle asentimiento es a sí mismo en tanto sujeto. El ser inteligente que no tiene naturaleza es lógico que se eleve a sí mismo a in en sí, pero la pregunta es si puede hacerlo respecto a su totalidad vital si no hace de su inteligencia una especíicamente racional. Sin duda, esto signiicaría una inteligencia común. Pase lo que pase, el ser humano en sociedad se forma como subjetividad y como inteligencia, pero su dimensión social no le garantiza que se forme como inteligencia racional. Para ello, tiene que participar en la coniguración de la inteligencia común y

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no sólo recibir lo ya forjado en la sociedad. Las diicultades con la Ilustración siempre dan un paso atrás, pero jamás se diluyen. Aquí una vez más la relación con el pensamiento de Dios puede aclararnos algo acerca de nosotros mismos. Dios, que tiene una naturaleza racional, sólo puede tener un in en sí como voluntad, realizar el bien que le dicta su inteligencia racional. Un ser inteligente sin naturaleza, como el ser humano, es lógico que también se comprenda a sí mismo como in en sí. Él será lo que sea su obra. Haga lo que haga, no dejará de hacerse. Al asentir interiormente a un in concreto, lo quiera o no lo quiera, siempre asiente a otra cosa por añadidura: a ser in en sí. Quiera o no, cada vez que asume un in, también realiza el otro de hacerse a sí mismo. Haga lo que haga, siempre se está haciendo a sí mismo. Pero como su inteligencia no es racional por naturaleza, no está claro que tenga como necesario el in objetivo que le dicte su razón, algo observable sólo cuando se mira desde la perspectiva del reino de los ines. Como inteligencia es in en sí, pero como su inteligencia no es natural, ese in en sí no es necesariamente objetivo. Sólo si la inteligencia es racional —regida por una mimesis de la idea de naturaleza práctica— ese in en sí será objetivo, y en alguna manera común. Si la Ilustración pasa por todo esto, no parece un asunto fácil. De esta peculiaridad de elevarse a in en sí mismo objetivo ha derivado Kant la condición de dignidad del ser humano. En el fondo, la dignidad consiste en que nadie debe obrar al ser humano. Esta es siempre una tarea de cada uno. De ahí se deriva una libertad básica que no puede ser negada sin ser airmada a la vez. De ahí se deriva también la ilegitimidad de toda violencia. La indignidad de la violencia consiste en reducir el ser humano a objeto, manejarlo, imponerle ines de fuera, administrarlo como si fuera una cosa o un objeto. La psicología conductista, todo eso que se llama ciencias humanas empíricas, desde este punto de vista, adoptan perspectivas a-morales. Obran desde fuera del ser humano, lo miran como si fuera un objeto natural. Por eso, todavía con menos probabilidad, estas ciencias no se preguntan por lo que tiene que pasar para dirigir la energía psíquica del ser humano a un in propio que puede ser comprendido como objetivo común. Aceptan parámetros sociales ya establecidos y adaptan la conducta del ser humano a estos mediante fármacos, leyes, coacciones, penas. El derecho y la política, así como la ilosofía, en tanto son discursos prácticos, adoptan la perspectiva moral. Su punto de vista básico insiste en el

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derecho a la autonomía, en lograr que el ser humano disponga de medios con los que poder realizar su obra que es sí mismo. Lo que quiere decir el argumento kantiano es que esto será imposible de lograr si no se atiende a la idea de desplegar en él las condiciones de la racionalidad, la forma racional de ordenar su energía psíquica y conducirla a la cooperación positiva destinada a este in. Esto pasa por disponer de ese conjunto de operaciones que llamamos inteligencia racional que salen a la búsqueda de lo común. Ahí reside la base para el ser humano como in en sí objetivo. Así que Kant propone un combate moral para pasar de ser inteligencias, que ya somos, en buena parte por el despliegue evolutivo con el que cargamos, para llegar a ser entes racionales. Confía en que este paso debe darlo la propia inteligencia. Pero no puede darlo por naturaleza. Depende de que la inteligencia se eleve a este esquema abstracto que pasa por mirar su realidad desde una idea, la del reino de los ines. Cabe sospechar que este paso solo puede ser dado por una inteligencia consciente de las propias condiciones de posibilidad. Pero este paso relejo no es inmediato en alguien que, como inteligencia, ya se ve en posesión de lo que no necesita pensar como posible. Ahora bien, la dignidad en qué se ha de basas: ¿en la conquista de ser ya racionales, o en el a priori ya heredado evolutivamente de ser inteligencias? Esta pregunta es muy delicada, pero Kant la ha resuelto con la respuesta adecuada, primando la potencialidad que la actualidad. Kant fue muy consciente de que, dado que el estatuto de dignidad no procede de la naturaleza, no puede retirarse al ser humano desde experiencia alguna, ni está sometido a condición previa. Es un estatuto irrestricto. No hay ninguna conducta humana que pueda llamarse anti-natural o que no pueda ser punto de partida para la adopción de la perspectiva racional. No hay una conducta humana que sea irresponsable: todas ellas suponen que el in ha sido asumido y aceptado. Pero una conducta, por indigna que sea, no hace indigno al ser humano. No hay conducta humana que no puede suponer que, en la siguiente acción, se produzca una aceptación íntima diferente de un in nuevo, vinculado a la perspectiva del reino de los ines, racional, objetivo, motivado por el daño o la promoción de lo común humano, y por eso a favor de hacer avanzar la racionalidad en nosotros. Ninguna acción humana procede de la naturaleza ni funda naturaleza. Ninguna acción obra deinitivamente al ser humano. El santo puede convertirse en asesino y el asesino en santo.

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Filosóicamente, no se puede ofrecer objeción alguna ante este razonamiento que explicita el carácter de acontecimiento que tiene la libertad como inicio de una acción nueva. Sin embargo, Kant tiene una teoría de la Ilustración cuya coherencia con la teoría moral no parece de sencillo ajuste. La dignidad es algo que se debe suponer a priori, aunque en realidad para vivir con ella se debe conquistar y reconocer accediendo a la perspectiva adecuada, la del reino de los ines. Esto tiene consecuencias. En efecto, la Ilustración es deinida por Kant como la salida de la minoría de edad. Él ha percibido que la mayoría de edad consiste en el libre uso de la inteligencia. Además, ha dicho que esta salida de la minoría de edad viene producida por un acto de la libertad. De manera consiguiente, ha dicho que quien se mantenga en la minoría de edad es culpable de ello. Parece entonces que el bueno de Kant, en el argumento de la Ilustración, introduce una especie de juicios a posteriori allí donde en el mismo terreno moral estaba dispuesto a reconocer un estatuto a priori. Allí el ser humano era inteligencia. Aquí puede estar sumido en una minoría de edad que consiste en no ser capaz de usar libremente de la inteligencia propia hasta llegar a ser racional. Allí tenía una dignidad, aquí es más bien un menor de edad culpable. Allí se le debe garantizar una libertad, aquí es un culpable y no sabemos qué debemos hacer con él. Todo tiene que ver con esto: necesitamos la perspectiva del reino de los ines, pero no sabemos cómo se hace, ni cómo se vive mirando la existencia desde esta perspectiva. Lo más complicado de la teoría de la Ilustración de Kant reside en que el paso de una situación a otra viene marcado por una alusión más bien débil y ambigua a la valentía. Al parecer se trataría de atreverse a ser inteligencia racional y la ilosofía aquí no tendría otra palabra más que darnos ánimos para dar un paso valiente, usar nuestra propia inteligencia. Con demasiada claridad se ha visto que de esta manera la Ilustración sería más bien una especie de autosugestión. Uno se enfrascaría en un proceso de fortalecimiento mental cuyo efecto, no se sabe con qué automatismo, sería dar el salto, ser inteligencia y usarla libremente para elevarnos a ines en sí mismo y mirar nuestra vida desde el reino de los ines. Sin duda, si Kant fuera coherente, tendría que haber dicho: quien no sea lo suiciente valiente como para dar ese paso, pone en cuestión todas las teorías de la moral. No accede a la perspectiva del reino de

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los ines, necesaria para la perspectiva moral y esto signiica que ya cree estar humanizado, perfecto, digno de esos instantes gozosos que ahora vemos como propios de una infancia satisfecha de sí misma. Menor de edad, el cobarde no puede disfrutar de los beneicios de la dignidad y, si no disfruta de dignidad, no puede activar derechos. La Ilustración no ha dicho qué hay que hacer con los permanentes menores de edad, pero me imagino que no puede tener otra receta que sugestionar a los seres humanos para que sean valientes en el uso de su inteligencia hacia la razón. Los métodos de la sugestión, de la persuasión, de la exhortación, propios de una larga tradición retórica, quizás debieran estar a disposición de los agentes ilustradores. Lo que parece claro es que, si tenemos la posibilidad de discriminar que alguien es menor de edad, desde cualquier punto de vista, no parece que podamos concederle la plenitud del estatuto moral. Puesto que no podemos rechazar esta concesión, deberíamos abstenernos de aquella discriminación. Pero entonces nos quedaríamos sin retórica de la Ilustración. La condición moral del ser humano no sería algo que se dispone, sino que se adquiere según obre. Es como si algo que tiene sentido solo si nos vemos en la perspectiva del reino de los ines, ahora pudiera ser contemplado desde la situación presente empírica, unos con portavoces autorizados y otros ajenos a la perspectiva del mundo de los ines. ¿Quién podría decidir entonces? No necesito decir las terribles consecuencias que se derivarían de estos planteamientos, en caso de ser llevados hasta el inal. La clave es: ¿quién podría decir que alguien es menor de edad? ¿Hasta qué punto lo puede ser uno? Si la mayoría de edad implica acceder a la perspectiva del mundo de los ines, y esto solo se logra a través de argumentos muy elaborados, entonces, ¿cómo decir que somos culpables de no entender algo tan abstracto? Al inal, ¿cuando se ha dado el salto a la perspectiva del reino de los ines? ¿Quién controla ese salto y su valentía? ¿Cómo podemos adscribir a todos inteligencia, sin adscribirle razón? ¿Quién tuvo la culpa, el ser humano o la retórica de los educadores? ¿Cuándo se goza de la plenitud de la dignidad? ¿Hay que tratar a los ilustrados igual que a los no-ilustrados, a los valientes que a los cobardes, a los que se elevan a in en sí objetivo y a los que no se elevan, a los que usan de su inteligencia en el sentido de la razón y a quienes no? ¿Qué queda entonces de las consecuencias democráticas del punto de vista moral? Pero si no estamos

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en condiciones de identiicar en la realidad concreta a los valientes de los cobardes, si suponemos que todo ser humano en tanto ser humano ya ha conquistado la perspectiva de la humanidad, entonces parece que los análisis de Kant nos sirven de poco y la artiiciosidad del reino de los ines parece estéril. En suma, la perspectiva moral, o discrimina demasiado o no discrimina nada. En ambos aspectos es un problema, si no un peligro. ¿Dónde está el problema de todo esto? Ciertamente, en que la perspectiva moral es meramente formal, mientras que la perspectiva de la Ilustración puede caer en la tentación de dotarse de un contenido claramente material que ofrecería la clave de la normalidad al presente. La primera, en la medida en que reconoce que no hay un arquetipo de la naturaleza humana, concede como único motor de la vida humana la interiorización de ines y la capacidad de asumirlos se le llama inteligencia. La idea de Kant es que esa es siempre una base suiciente para dar pasos argumentativos precisos hacia la inteligencia racional. Asumir el despliegue de la razón, como in objetivo en nosotros, se llama moralidad. La Ilustración corre el peligro de suponer que hay usos concretos adecuados a esas inteligencias racionales, usos que son propios de mayores de edad, verdaderos por su contenido material, mientras que hay usos que no lo son, sino a lo sumo propios de una inteligencia subjetiva. ¿Quién juzgará entonces? ¿Quién será el representante de la razón en ese tiempo histórico de tal manera que pueda elevarse a juez de los demás y decirles: “tú eres un mero in subjetivo, pero no objetivo”? El juicio ilustrado sería entonces determinante, autorizado, equivalente al de un juez. Pero Kant jamás ha defendido que este sea el tipo de juicio al que abra camino con su idea de Ilustración. Este no podría ser el juicio de un jurado y un público que comparten la emoción ante la producción de lo justo. La clave de todo es que desde el punto de vista moral jamás tenemos posibilidad de sentenciar que alter sólo tiene ines subjetivos y no objetivos. Al contrario, desde el punto de vista moral siempre debemos suponer que los ines subjetivos que tenemos en relación con alter no pueden hacer imposible que este camine hacia sus ines objetivos como ser racional, el uso de sus capacidades intelectuales destinadas al orden de su propia psique y la posesión de sus capacidades. De lo que decimos desde el punto de vista moral no podemos derivar nunca un punto de vista privilegiado para asegurar que un ser humano concreto no es en el fondo inteligencia racional, sino minoría de edad. La Ilustración no tiene iscal.

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El supuesto ilustrado de Kant no es coherente con su discriminación entre minorías y mayorías de edad. En el fondo, Kant supone que la inteligencia ya está en nosotros, libre, dispuesta, formada, apropiada para el uso, y que sólo basta que seamos valientes para emplearla racionalmente. Este es un mal paso. Alguien podría decir que a pesar de que nos veamos como valientes, no es así. Podríamos tener toda la sugestión del mundo, toda la valentía, toda la disposición y, de acuerdo con eso, pensar que usamos racionalmente la inteligencia que tenemos, pero estar equivocados. La inteligencia racional no se produce con la autosugestión y la valentía, sino sobre el suelo de lo común. Pero entonces, elevarse a sí mismo a in o bien objetivo ni es algo que valoramos a priori —sea cual sea el contenido y la forma de nuestra acción—, ni es algo concreto cuyo contenido sólo saben los ilustrados, los que no exhortan a que hagamos lo que ellos creen que es mayoría de edad e inteligencia racional, en el bien entendido caso de que nos considerarán culpables de no hacerlo. Como veremos, es un asunto más concreto y difícil. 7. Democracia. La educación moral no consiste en la exhortación a que usemos nuestra inteligencia para encaminarnos al despliegue de la racionalidad en nosotros, a vernos como ines objetivos, a mirar desde la perspectiva del reino de los ines. ¿Pero entonces en qué consiste? Podemos decir que hay algo así como un despliegue inmanente desde la inteligencia hacia la racionalidad, desde los ines subjetivos a los ines objetivos, algo así como un telos interno a la inteligencia que busca su coherencia objetiva. Esta dimensión de la inteligencia que busca una ratio se debe desplegar en la educación, desde luego, pero ésta es de naturaleza pragmática, no judiciaria. Busca, desde la más tierna infancia, que ante cualquier in subjetivo, el sujeto tenga capacidad de mirar de forma adecuada, de controlar consecuencias, de impedir compulsiones, de generar una mirada sobre el futuro y, en el límite, de descubrir ese aspecto que tenemos cuando nos hacemos parte del reino de los ines. Esto no es predicación, sino despliegue de la inteligencia. Entonces la pregunta frente a todo acto es, si al llevarlo a cabo, somos más racionales o más dependientes que antes. Para ello, se supone un educador que no esté interesado en aumentar nuestro nivel de dependencia respecto de ines concretos, sino mostrarnos el camino hacia un manejo adecuado de conjuntos más amplios de ines subjetivos. Educar no es exhortar, sino cooperar en producir

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una mirada racional compartida acerca del largo plazo de las relaciones, de los proyectos, de las interacciones humanas. Pero este despliegue no se genera tanto por una exhortación cuanto por una forma de acción social ya moralmente orientada. Así que en todo caso, el paso de la inteligencia a la racionalidad no se da si el educador no lo ha dado y lo muestra. Una falla generacional en adoptar la perspectiva del reino de los ines, y el ser humano se inclinará de forma precipitada a creer que ya ha alcanzado la forma de la humanización, que ya dispone de una naturaleza, que ya no necesita de esa instancia utópica y crítica que es mirar la realidad desde el reino de los ines. Sin la tensión de la educación moral de la inteligencia, no hay forma de disolver las diicultades de la Ilustración. La educación histórica es una forma de mostrar en relatos las consecuencias del abandono precipitado de esa perspectiva moral, un repertorio de ejemplos de lo que sucede cuando nos damos por satisfechos demasiado pronto, y de las consecuencias desesperadas que tiene para un pueblo no adoptar esa perspectiva republicana. Pues la mirada republicana es la propia del reino de los ines según el aspecto que presenta desde la política. Una educación democrática, no judiciaria, es difícil. Dará igual el punto de partida de la inteligencia que se tenga delante. Será educación cuando se vuelque a desplegar las capacidades funcionales de la inteligencia, con su coherencia, su capacidad de atender y comparar, su disposición a relexionar, el goce de hallar y de seleccionar, de decir sí y de decir no, todas las funciones sin las cuales la actividad compulsiva domina sin límite. Una educación de este tipo puede hacer frente a la pregunta: ¿Cuál es el punto de vista que debe adoptar nuestra vida democrática? ¿El que otorga dignidad a priori y el que opera como si todavía faltara algo? En realidad, lo que constituye la antinomia básica de la vida social es que no podemos prescindir de ninguno de estos puntos. Debemos suponer la inteligencia, pero debemos considerar que nunca es objetivamente bastante. Kant no fue un espíritu caprichoso cuando organizó estos dos razonamientos. En el fondo, él quería decir que es posible hallar dos sentidos de inteligencia y de elevarse a in en sí: uno que en todo caso hacemos y otro que es un reinado de aquél, selectivo, normativo y conlleva implicaciones. Y que estamos en condiciones de ser educados en éste si el educador coniesa que se encuentra en el mismo lugar. Por eso no apreciaremos bastante la dimensión ilustrada de la ciencia: por

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mucho que el maestro sepa más, está como nosotros en lo que todavía ignora. Así que es una cuestión de fusionar las perspectivas. Sin duda, la primera debe darnos asentimiento a los ines concretos, puntuales, y se mantiene confusa acerca de la obra de hacerse uno a sí mismo. Esa es la perspectiva de la inteligencia y la de ser ines subjetivos. Otra perspectiva le da asentimiento a esos ines concretos, pero siempre los confronta con una visión del in general de hacerse uno a sí mismo en el largo plazo. Es la perspectiva del reino de los ines y del ser in en sí objetivo. La tercera y sintética regula esta visión preguntándose por la promoción de las funciones que nos llevan a promover el conocimiento y el autocontrol como bienes racionales que beneician a todos los seres humanos con los que nos crucemos, produciendo algo común entre nosotros. Aquí la razón y la perspectiva del reino de los ines sólo se construyen a través de lo común. La primera perspectiva, la que da asentimiento a ines concretos, deja en la penumbra el diseño de hacerse a sí mismo en su totalidad. Permite un intercambio de ines subjetivos con otros seres humanos, algo así como los contratos concretos. La segunda perspectiva, teniendo en cuenta el hacerse a sí mismo propio de un ser que debe velar por su propia existencia como una totalidad, integra muchos ines a los que gustosos damos asentimiento, pero que se ordenan bajo el rótulo de la aspiración a una vida plena en el largo plazo y promueven intercambios racionales duraderos, con expectativas controladas y aseguradas, quizá institucionalmente vinculadas y desde luego afectivamente reforzadas. La tercera, la perspectiva pragmática, selecciona la forma de producir esos intercambios sociales en la medida en que promueve formas racionales que intensiican la perspectiva cooperativa, la amplían, y con ello aumentan el conocimiento de lo real y reducen toda emergencia pulsional en el trato con nosotros mismos y con los otros, produciendo así lo común. Estas tres perspectivas son reinamientos de la misma inteligencia. Somos inteligencias porque siempre nos representamos de alguna manera el tiempo futuro, y administramos la aspiración y el anhelo, el miedo y la inquietud. La razón objetiva no es sino una forma de administración que reduce la dimensión de autoairmación, el narcisismo, y nos permite mirarnos bajo la forma en que lo haría alguien desde fuera, de tal manera que, en el límite, nuestro juicio sobre nosotros mismos fuera semejante al que tendría otra subjetividad, que mirase desde el reino de los ines.

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Así que, en todo caso, lo decisivo es arruinar de manera radical la naturaleza iscal y judicial, culpabilizadora y material de la Ilustración. Damos derechos y dignidad al ser humano de manera incondicional y esto no está en juicio. Pero unas posiciones pragmáticas son más razonables que otras. Desde el reino de los ines no se juzga a seres humanos vivos y singulares. Se juzga si otra objetividad es posible. No diremos de alguien que es menor de edad ni estaremos tentados de retirarle su estatuto de poseedor de dignidad y derechos. Todo lo que nos inspira esta circunstancia es que la educación es una meta sin in. Quien asuma una posición ilustrada, en el sentido kantiano, y por tanto valiente, no es para juzgar, sino para mirar el futuro de ese ser humano desde el orden de la producción de la objetividad común. Quizá de su forma de entender en cada caso el proyecto moral se puedan derivar algunos perjuicios para nuestro proyecto de vida en sentido material, pero entonces deberíamos recordar lo de “atrévete a saber” por nuestra parte. No podemos pretender que nuestro proyecto completo de vida no se vea afectado por el avance de la racionalidad en nuestra sociedad. Ante esa perspectiva, no podemos pretender la soledad que reclama estar al margen con la superioridad de un privilegio. Si hubiéramos sido suicientemente ilustrados deberíamos saber que siempre se comparte la suerte de tu sociedad. Lo común nunca nos abandona. No verlo así, acumula ceguera tras ceguera. Pues la pregunta moral no se relaciona con mi proyecto de vida y de cómo se sienta afectado por el nivel racional de los demás, sino con el proyecto de una humanidad racional que puede que incluso mejore con un retroceso material de mi propio proyecto subjetivo de vida. Kant ha dado prioridad a la forma genérica de la razón. Esta no nos otorga derecho a juzgar el curso de la humanidad desde el curso de nuestro proyecto vital. En este caso, lo que nos dice el saber histórico es que cuando alguien es juez del proyecto material de vida y tiene en su mano promover la sentencia de culpabilidad, acaban sucediendo cosas peores que cuando se comprende que no todo es un asunto de sugestión y de valentía. Que las diferencias humanas sean compatibles con el estatuto a priori de dignidad es a in de cuentas algo que la Ilustración sabía desde siempre, pero todavía con eso no tenemos claro el problema de si la dignidad por sí sola genera lo común. En realidad, ésas son las reglas del juego humano. Una de las reglas que permite escapar a las diicultades de la Ilustración es que nunca se debe culpar a los otros de las insuiciencias de la Ilustración entre los contemporáneos.

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8. ¿Pero Kant no era liberal? Identiicamos ahora el problema central de las páginas anteriores. ¿De qué se trata en el fondo? De ethos, desde luego. De esa comunidad ética a la hora de desplegar funciones racionales objetivas. Como siempre, ethos es asumir la propia obra de sí con la inteligencia suiciente para mantener unidos los ines del presente con los del futuro y los míos con los demás. Ethos es asegurar en el largo plazo la conducta racional cooperativa. Todos, con un grado u otro de intensidad, somos seres éticos porque no somos seres naturales. ¿De qué depende que dispongamos de ethos objetivos o no? No desde luego de la sugestión. Este problema roza el misterio de la existencia humana y deberíamos aproximarnos a él con temor y temblor. Pues quizá tiene que ver con esa pequeña diferencia entre ines objetivos y subjetivos y con que alguien nos haya enseñado de un modo u otro a ver esta diferencia. Pero que alguien no llegue a esta difícil diferencia, con seguridad que no puede ser un mero asunto de cobardía. Ya hemos visto que depende de la educación moral. Pero la cuestión es si podemos decir algo más de esa educación, algo más de sus procesos, de sus éxitos. Todavía en el capítulo siguiente diremos más cosas desde este punto de vista y las diicultades que conlleva. Además, deseo mantener abierta la pregunta de si eso en lo que consiste un acto educativo exitoso puede iluminar de alguna manera la historia que esbocé en el capítulo iii, la que nos habló del déicit de comunidad que se aprecia en la historia española, cuya estructura judiciaria inquisitorial impidió que emergiera todo sentido de lo justo. Pero ahora veremos algo relevante respecto de ese aspecto común que hay en la base de la cuestión de la comunidad ética. Y veremos que justo por eso se puede apreciar la diicultad de que sin ella pueda existir algo parecido a una comunidad política y en qué consiste. El problema que nos propone Kant es identiicar la índole real de eso que cumple con la inalidad de la moral a la hora de promover los ines objetivos de la humanidad. El problema es que lo genérico (la humanidad en mí) no es lo común (nuestra humanidad). Lo especíico de la humanidad en mí (que todos somos inteligencias) no es lo común (nuestra razón). Lo común debe pasar a través de lo individual, no solo a través de lo genérico. Los primeros elementos son demasiados abstractos. Sólo los segundos son concretos y pasan por lo singular y lo personal, aunque lo transciendan. Nada común puede llegar a ser sin nuestra colaboración.

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Sugiero que todo el problema tiene que ver con el concepto de lo común. La pregunta sería: ¿qué podemos rescatar del pensamiento de Kant sobre la problemática de lo común? Mi punto de vista es que las propuestas kantianas, y su sentido para el presente, no pueden ser analizadas al margen de una comprensión histórica tanto a parte ante y a parte post. Así, su noción de comunidad jurídica, como res publica, y de “ethische gemeinen Wesen” como concreción del Reich der Zwecke, sólo nos presta su sentido completo si identiicamos las formas políticas y religiosas de las que Kant desea separarse, de la misma manera que su sentido de la dignidad humana sólo alcanza su sentido real cuando se acaba con el sentido estamental de las dignidades sociales materiales, propias del Antiguo Régimen europeo, que todavía sigue vigente hasta Puffendorf. Como en estos otros asuntos, lo primero que debemos hacer es deinir qué sentido de comunidad no cuadra en Kant. Aseguremos algo obvio. Kant no se mueve en el horizonte de la comunidad sustancial. Comunidad, para bien o para mal, ya es para nosotros siempre una traducción de lo que Tönnies llamó “Gemeinchaft”. Ahora no puedo repetir lo que en otras ocasiones he dicho de este problema clásico, que ya recibió la crítica de Max Weber114, y que de forma directa lleva al famoso libro de Plessner115, pasando por los intentos de reconstrucción comunitaria a través de la doctrina de integración simbólica del famoso jurista alemán Rudolf Smend, quien lideró el pensamiento conservador de la República de Weimar116. Este mundo, que ha sido estudiado por Domenico Losurdo, en su libro La comunità, la guerra, la morte, tiene en algunos pasajes de Ser y Tiempo su expresión más rotunda. Esta manera de ver las cosas, asentada en la pertenencia, en la mística sublimada de “Blut und Boden”, que tuvo todavía hasta hace poco su vigencia en algunos rincones de España, no podrá aludir a argumentos kantianos para defenderse. Kant no pertenece a este mundo. Podemos decir que no pertenece a esto que ha sido llamado la reacción comunitarista al liberalismo de 114 “Tönnies versus Weber. El debate comunitarista desdde la teoría social” en Francisco Cortés, Alfonso Monsalve (eds.), Liberalismo y comunitarismo. Derechos humanos y democracia, Valencia, Edicions Alfons el Magnanim, 1996, pp. 19-55. 115 Los límites de la comunidad, Madrid, Siruela, 2012. 116 Cf. mi trabajo “Decisiones sobre el mito: el caso Metrópolis”, en J. A. Baca Martín y A. Galindo Hervás, Cine y prospectiva social, Diputación de Almería, 2004, pp. 19-49.

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Rawls, Dworkin, Ackermann y demás autores. Debemos decirlo desde el principio: cuando Kant habla del gemein Wesen, lo traduce, cuando lo hace, por la noción de res publica. Cuando preiere dar la base social de esta formación jurídico-política, habla de bügerlicher Gessellschaft. Por tanto, el sentido de Kant es organizar una res publica sobre la sociedad civil que ha caracterizado de forma liberal. Como hemos dicho, lo común debe atravesar lo singular. Pero de lo individual no puede brotar lo común sustancial y, mucho menos, hacerlo de forma inmediata. La sociedad civil se basa en una sociabilidad atravesada por una dimensión insociable y supone por lo menos la voluntad subjetiva de cada uno en una relación cooperativa117. Pero esto no es suiciente para el ser ético común. La res publica se funda en una idea racional de contrato originario, como regla práctica necesaria de la legislación que deine el derecho de cada uno y limita esa dimensión insociable, al tiempo que le da a la estructura cooperativa una base institucional de posibilidades jurídicas. Aquí no se funda sino un acuerdo de arbitrios singulares. Por su parte, el ideal del reino de los ines nos ofrecería una forma de sociedad cooperativa que, en tanto arquetipo o res publica noumenon, nos permitiría ver la serie del tiempo completa de una humanidad que se esfuerza por cumplir la ley moral, es decir, por ser racional y libre, y no tanto subjetivamente feliz. La exigencia del reino de los ines es que seamos felices a través de la razón, y no sencillamente felices. Esta perspectiva nos ofrecería una razón genérica que haría del ser humano algo cercano a todos los seres racionales. Pero entre lo individual, lo genérico sensible y lo genérico inteligente, todavía debemos encontrar lo común. Alberto Pirni118 ha ofrecido los textos oportunos para distinguir entre regla o idea práctica (contrato originario republicano) y arquetipo o ideal (reinos de los ines). Pero estos dos momentos no pueden ser suicientes. Una Ilustración de seres humanos como ines subjetivos contratantes o una Ilustración de nosotros como ines objetivos racionales armoniosos, no nos proponen las mediaciones adecuadas. Una es demasiado frágil, la otra demasiado abstracta. Esa regla práctica que es el contrato constituyente de la res publica ideal funda una voluntad pública de sujetos singulares que, en el horizonte inal, aspira a desplegar el derecho de toda inteligencia humana a ser feliz de forma racional, de tal modo que pueda pensarse en camino hacia un reino de ines entendido 117 118

Ideas para una historia universal, Ak, VIII, 22. Alberto Pirni, Kant Filosofo de la comunità, Pisa, ETS, 2006.

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como utópica res publica nouménica. Hace mucho tiempo que Kersting llamó la atención de que entre el paradigma del liberalismo y el propio del comunitarismo, convendría situar la doctrina del republicanismo119. Sin embargo, y por sí misma, la apelación al republicanismo no deine una posición suicientemente nítida. Como defendió Janet Coleman120, el republicanismo clásico puede ser compatible con el comunitarismo en el sentido de Tönnies. De hecho, cierto republicanismo antiguo, el de Maquiavelo tanto como el posterior de Carl Schmitt, puede aceptar un concepto de homogeneidad sustancial y derivar de él las poderosas armas de censura, coacción, presión y exclusión, de procedencia no liberal, pues tiende a ver al diferente en algún aspecto existencial como enemigo en sentido político. Este peligro lo conoce el pensamiento ilustrado, y por eso pone en marcha estrategias para redeinir el republicanismo compatible con las mediaciones individuales. Lo importante es que esta exigencia de mediación liberal implica algún pacto con el punto de vista del comunitarismo. El problema es que sólo desde la mediación individual se accede a ese elemento de lo común, un punto de vista ético especíico que va más allá de los acuerdos liberales entre proyectos subjetivos y se queda más acá de la república nouménica del reino de los ines, que soporta en cada caso la función constituyente de la norma republicana. Esta no puede vivir sin lo común y no puede buscarlo más que en y con los seres humanos individuales. Y así es. Muchas de las acusaciones que el comunitarismo sustancialista lanza contra el pensamiento liberal, pueden dirigirse contra Kant, desde luego, y se han dirigido. Pero a costa de no darle sentido alguno al ethische gemeinen Wesen. El pensamiento de Kant, de forma mayoritaria para los intérpretes, se abre camino a través del derecho, no de la comunidad ética que deine lo común. Esta al parecer sólo se construye cuando los seres humanos adoptan la perspectiva utópica del reino de los ines. Kant, en esta línea de comentaristas, no comprende que pueda darse algo parecido a una comunidad ética efectiva en la tierra al margen del Estado121. Y además no comprende que pueda darse una forma de Estado 119 W. Kersting, “Liberalismus, Kommunitarismus, Republikanismus”, en K. M. Opel, M. Kettner (eds.), Zur Anwendung der Diskursethik in Politik, Recht und Wissenschaft, Frankfurt, 1992, pp. 127 ss. 120 Janet Coleman, “El concepto de república. Continudad mítica y continuidad real”, Res Publica, 16, 7 (2005), pp. 22-49. 121 Es la forma general del Estado, según debe desplegarse desde los Principios funda-

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salvo en referencia al derecho racional del contrato originario que pone en marcha la constitución y la ley coactiva del derecho. Por lo demás, no es posible para él un Estado que no tenga como norma la invocada en el contrato originario122. Este contrato es alguna forma de transformar la voluntad privada y particular en una voluntad común y pública, en una voluntad uniicada de un pueblo entero (vereinigte Wille eines ganzes Volks), cosa que sólo puede realizarse a través de la legislación jurídica (bloss rechtlichen Gesetzgebung) que ese pueblo produce. Como los liberales, Kant acepta que todo esto se debe fundar sobre lo que Kersting en su propio título expone: sobre “wiedersinnischen Köpfen”123, sobre seres humanos dotados de un entendimiento que les induce al enfrentamiento y la competencia, una sociedad civil liberal de individuos dotados de dimensiones sociables e insociables. Y todo esto es correcto. Pero en cierto modo también circular: lo común brota del Estado y su contrato, pero para llegar al Estados ya necesitamos trascender lo individual en lo común. ¿Cómo se hace? Sabemos cómo se acuerdan en contratos los ines subjetivos, pero no cómo se acuerdan los ines objetivos. ¿Cómo interviene aquí el punto de vista moral? ¿Cómo puede haber aquí algo común más allá de la voluntad genérica racional de la ley? ¿Cómo pueden tener constancia los seres humanos que se relacionan como ines objetivos? Todos estos ilosofemas con los que se suele interpretar a Kant son muy despreciados por las estrategias del pensamiento comunitarista, como es sabido. Las objeciones más fuertes que se vienen haciendo a este liberalismo proceden de la impactante reseña que hiciera del libro de John Rawls uno de los mejores discípulos de Leo Strauss, Allan Bloom. Identiico allí el origen del neo-aristotelismo que luego desplegó Alisdair MacYntyre124. La clave de esta objeción reside en que el liberalismo, al canalizar la vida en común de la gente a través del derecho, no está en condiciones de distribuir sino bienes materiales, dinero, instrumentos, mentales del Derecho, la que sirve de hilo conductor y de norma a toda “uniicación real” que produzca “un ser común”. AK, VI, 31. 122 Sólo el contrato originario (Ursprünglicher Vertrag) puede fundar entre los seres humanos una constitución jurídica y fundar un “gemein Wesen”. En efecto, este contrato cambia “jedes besondern und Privatwillens in einem Volk zu einem gemeinschaftlichen und öffentlichen Willen”. 123 Kant, Ak. XXIII, 135. 124 A. Bloon, Gigantes y enanos. Interpretaciones sobre la historia sociopolítica de occidente, Buenos Aires, Gedisa, 1991; A. MacYntyre, After Virtue. A Study in Moral Theory, Notre Dame, 1981.

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disponibilidad al consumo de los bienes de mercado o, más recientemente, crédito, la calderilla de la que hemos hablado, recursos que ya se suponen signiicativos en el seno de los ines subjetivos. Carente de toda idea acerca de la vida buena, el liberalismo no puede afectar a las condiciones profundas de la humanidad. Por mucho que disponga de una justicia distributiva, sólo puede distribuir bienes abstractos, capaces de ser gestionados por agencias centrales burocráticas; no esos bienes que se conquistan por la relexión socrática. Con ello, el libro de Rawls queda denunciado como el caballo de Troya para sostener el mercado por medio del Estado, imponiendo aquello que el mercado considera bueno, diluyendo en los contratos privados de consumidores los vínculos más elaborados de participación en experiencias comunes. El mercado como acuerdo formal sustituye así a la pertenencia comunitaria, la única que implica compartir un proyecto objetivo a largo plazo. Para el comunitarismo, lo que acaba desapareciendo son las formas de vida concretas, asentadas sobre dimensiones culturales compartidas y tradicionales, formadoras del mundo de la vida en el que los seres humanos se hallan ya desde siempre, al margen de su voluntad. En cierto modo, la imagen que se deriva del liberalismo es que lo único de verdad relevante son los sujetos individuales, para nosotros una mediación necesaria, lo que en cierto modo cuadraría con la sencilla airmación kantiana de que la sociedad civil se debe fundar sobre plurales contraposiciones individuales. Sabemos la acusación que el comunitarismo lanzó sobre el liberalismo desde siempre. Mientras él se reservaba la aspiración a la organicidad, dejó para el liberalismo el esquema más rústico del mecanicismo. El modelo del mecanicismo sería tan dominante en el pensamiento de Kant como lo fue en Hobbes. En realidad, los dos autores comparten la pretensión moderna de que no hay concepto de razón al margen del concepto de naturaleza. Esta dualidad es constitutiva del pensamiento moderno desde Spinoza. Kersting lo ha puesto de maniiesto al citar el pasaje de la Fundamentación de una metafísica de la Constumbres, en que se habla de la “ley del antagonismo en toda comunidad” [Gesetz des Antagonismus in aller Gemeinschaft”]125; tanto como Pirni, que ha recordado los textos en que el “reino de los ines” en la historia es el ideal necesario para realizar lo que debemos hacer, de la misma manera que la teleología en el reino 125

Ak. IV, 563.

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de la naturaleza permite explicar lo que es126. Desde el mismo momento en que la categoría de comunidad se concreta en el pensamiento de la relación recíproca en las “Analogías de la Experiencia” de la Crítica de la razón pura, que en A 211 se reconoce como Principio de la Comunidad (Grundsatz der Gemeinschaft), ya se comprende que la estructura de lo común debe asumir la ley de igual acción y reacción de los cuerpos. Así, luego se aplica al antagonismo, dependencia y relación recíproca (Weschselseitigkeit), propios del comercio de los arbitrios libres127. Kersting ha hablado de una Reziprozitätsgrammatik y ha recordado el modelo de Newton. Sin embargo, creo que está en lo correcto cuando airma que no buscamos una Sozialphysik. Por eso ha subrayado que se trata de una Isomorphie, una igualdad estructural, formal, entre cosas completamente diferentes128. Metáforas, dirá Blumenberg. Ahora bien, conviene recordar que con estas categorías está ofreciendo la estructura de toda comunidad. La cosa por tanto excede a la cuestión jurídica. Ahora vamos a desplegar estas categorías. 9. Communio y commercium. En la formación de lo común no interactúan cuerpos en el espacio, sino seres inteligentes y racionales de una determinada manera. En la comunidad ética interactúan seres racionales, desde luego. Como tal, es más amplia que la comunidad jurídica. Podemos decir que en la comunidad jurídica de una res publica se promueven de forma racional los ines propios de una subjetividad. Lo racional aquí es la ley, una solución igual para todos, para que cada uno busque su in subjetivo. La comunidad jurídica promueve de forma legal común los ines de cada subjetividad. En la comunidad ética hay más cosas. Por ejemplo, se proponen ines comunes y lo común no es el procedimiento, sino 126 “La teleología considera la naturaleza como un reino de los ines, la moral considera un posible reino de los ines como un reino de la naturaleza. En el primer caso el rasgo de los ines es una idea teórica para la explicación de lo que existe. En el segundo es una idea práctica mediante la cual puede convertirse en real lo que no existe a través de nuestro hacer u omitir, y así lo pone en conformidad con esta misma idea”. Fundamentación, Ak. IV, 436. Sin duda esto queda en relación con el pensamiento de un mismo legislador de la naturaleza y de la moral, que asegura así el bien supremo. Fundamentación, Ak. IV, 439. 127 Kersting, 4: “Im Vernunftrecht hat Kant nun diese Reziprozitätsgrammatik der physischen Welt in den mundus intelligibilis der Freiheitsverhältnisse übertragen, um ihre Grundstrukturen lesbar zu machen”. 128 “Eine vollkommene Änhlichkeit zweier Verhältnisse zwischen ganz unähnlichen Dingen”, Ak. IV, 357-8. Luego dice Kersting, 4: “Die normative Ordnung des Handelns wiederholt das transzendentalphilosophieche Bewegungsmuster der Dinge in Raum und Zeit”.

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el contenido de la inalidad de la acción. Ninguna de esas comunidades se puede hacer de espaldas a la subjetividad de los seres humanos. Pero los acuerdos de seres singulares suceden de diferente forma. Aunque ciertas expresiones de Kersting parecen sugerir que el derecho es más bien una estructura sistémica, creo que se puede airmar que, sólo de forma concreta y en el juicio de actuaciones concretas, el derecho ha de operar como un proceso no intencional [“nitch-intentionales Prozess”]. En su origen y fundación no puede entenderse sin una intención jurídica [“rechtliche Gessinung”], concepto al que dediqué algunos análisis en mi Res Publica y que ha sido completamente ignorado por los que, de forma sintomática, son demasiado amigos de la metáfora de un pueblo de diablos. Esta dimensión, la intención jurídica, es esencial al republicanismo, que no sólo tiene una doctrina propia de la realización [Verwirklichung] concreta del derecho como sistema, sino también de su fundación por el valor racional del derecho. Esta fundación debe anidar en lo común o, de lo contrario, no será viable. Así que fundar una constitución desde una intención jurídica supone la aceptación de que el derecho es un bien racional, pues promueve de forma objetiva los ines subjetivos de la humanidad, y permite mirar al grupo social así formado desde la sombra de la perspectiva del reino de los ines, aunque no es una condición suiciente para su realización efectiva. Metáfora de un reino de los ines, el reino del derecho necesita la inalidad subjetiva del arbitrio y puede prescindir en sus operaciones concretas —no en su forma— de los ines objetivos de la humanidad. El derecho republicano es una estructura racional, aunque puede canalizar la voluntad subjetiva al margen de la voluntad racional genérica. Puede ser la forma racional de solucionar los conlictos del arbitrio, pero no anticipa de forma suicientemente material la perspectiva del reino de los ines. Pero si nos planteamos la pregunta de su fundación, entonces nos damos cuenta de que no basta ni lo individual ni lo racional en abstracto o utópico. Debe anclar en la experiencia de lo común. Kant, en un texto que nos recuerda Kersting, no exige que toda la vida de la libertad se limite y se vincule al derecho129 (de ahí que el derecho sólo requiera un juez de las acciones, no de las intenciones), pero sí reclama que el origen del derecho republicano sea un acto práctico, 129 Ak. VI, 231: “Gesetz, welches mir eine Verbindlichkeit auferlegt, aber ganz und gar nicht erwartet, noch weniger fordert, dass ich ganz um dieser Verbindlichkeit meine Freihet selbst einschränken solle”.

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libre y destinado expresamente a establecer una ley que sea aceptable para todos los sujetos racionales. En suma, la intención jurídica, la base de los procesos de formación de derecho, integra el argumento de que el derecho es la condición concreta de promover la razón en la sociedad. Sin derecho racional no hay seguridad y constancia de caminar hacia el reino de los ines. Ilustrar en el largo plazo pasa por educar a los seres humanos en el sentido de alcanzar la intención jurídica. Pero ¿cómo se alcanza la intención jurídica? En el fondo esa pregunta es un caso más de cómo se produce un ethische gemeinen Wesen. Esta dimensión de sujetos racionales que tienen los sujetos republicanos es así central no tanto para la realización del derecho como para la legitimidad del derecho; no tanto para la obediencia concreta sino para la consideración de su derecho como vinculante. Con este argumento en la mano, un kantiano también se adheriría a las acusaciones de Strauss y Bloom a Rawls, pero no por ello se dejaría llevar por su deriva comunitaria sustancial, por lo demás inviable ya en Leo Strauss. Pues, frente a lo que parecía normal en nuestro Estado de bienestar, lo que él nos ofrecía, todo lo que distribuyen las agencias centrales, desde sus estrategias liberales de justicia, carece de sentido normativo inal si no implica distribución de autonomía de los ciudadanos (Selbstständigkeit) en tanto que capacidad de generar una racionalidad activa en un reino de los ines. Esto ya tiene que ver con la conquista de la autonomía como in objetivo. Sólo entonces es compatible con la divisa de la Ilustración. Hoy tenemos demasiada constancia de que el Estado de Bienestar promovió un paternalismo intenso, que ha despertado traumatizado por el descubrimiento repentino de que todo se hacía en beneicio de unos manipuladores y especuladores. Como sabemos, la autonomía no sólo alberga cuestiones materiales, sino aquel tipo de condiciones subjetivas en cada caso gozadas que posibilita la condición moral básica de ser in en sí mismo, con su exigencia de libertad y de igualdad, y de asumir estrategias que despliegan la razón, el conocimiento, el autocontrol y la cooperación. Por tanto, Kant apoyaría la objeción de Bloom a Rawls. Si el criterio de justicia se levanta sólo sobre el criterio de eicacia, sólo puede distribuir la producción material de bienes. Entonces la estructura igualitaria de la sociedad que se promueve es sencillamente la igualdad económica. Pero entonces se elige justo el ámbito social menos propicio a la igualdad. La mejora en la autonomía humana implica mejoras en las competencias a la hora de elevarse a in en

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sí mismo, mejoras de la racionalidad en los sujetos, tanto desde el punto de vista epistemológico como moral, mejoras en el uso de herramientas cognoscitivas, del estilo de vida, de la dignidad moral activa, de la evitación de traumas, de la asunción de la culpa como experiencia adecuada capaz de mejorar la comprensión y la responsabilidad y alejar el resentimiento. Autonomía implica conceder al sujeto la capacidad racional de deinir la materialidad de lo que implica una vida buena, en todas sus esferas de acción y de forma cooperativa con otros. Por tanto, una justicia no monocentrada en un único bien, una justicia compleja, capaz de asumir desigualdades según preferencias, como hace años defendió Walzer en sus Esferas de Justicia. Implica, en último extremo lo que ya hemos olvidado, la mejora de las prestaciones de inteligencia y de moralidad en los seres humanos, que es lo que se resume en el concepto de autonomía y dignidad. Esa es la humanidad en mí, los ines objetivos. Freud lo dijo de forma más sencilla y breve: autonomía implica conocer, trabajar y amar, una racionalidad objetiva y subjetiva. Ya podemos suponer que no es tan fácil. Al menos sabemos que implica algo más superar la soledad y la vida no cooperativa. De nuevo, explorar algún modo de gozar lo común. Podemos ir un punto más allá y esquivar algunos peligros derivados de esta diferencia misma. Cierto, las relaciones se dan entre seres dotados de subjetividad. Propongo comentar por extenso el pasaje central que Kersting cita y que debe ser crucial para avanzar: “La palabra comunidad es ambigua en nuestro idioma y puede signiicar tanto communio como commercium”130. Kant aseguró que empleaba el sentido de comunidad ética en el segundo sentido. Lo que caracteriza la visión kantiana de las cosas, forjada en categorías generales en la Tercera Analogía de la Experiencia, consiste en disponer los encuentros humanos entre alter y ego según el imperativo categórico. Ahora nos damos cuenta de que éste pasa por pensar el principio de commercium entre las sustancias morales. El imperativo categórico en cierto modo aplica a las relaciones entre los seres morales la tercera categoría de las Analogías de la Experiencia. Una vez más vemos una estructura igual y simétrica, pero que relaciona cosas completamente diferentes. Una mínima fenomenología nos permitirá comprobar la diferencia. Pues todo supone que la subjetividad viene marcada por la inteligencia, no por otra cosa. Se trata de seres inteligentes 130 “Das Wort Gemeinschaft ist in unserer Sprache zweideutig, und kann soviel als communio, aber auch als commercium bedeuten” , KrV, A213/B260.

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y por tanto de seres que nunca podrán anular completamente el criterio propio. En esa condición, que todo lo que sea motivo de acción ha de pasar por una aceptación interior, propia del ser inteligente, se concentra el núcleo indisoluble de la sustancia moral. Por eso somos sustancias morales y por eso los encuentros morales no acaban jamás en fusión, sino que mantienen siempre su nivel de relación entre dos, ego y alter. Nunca hay fusión o desaparición de dos sustancias. Para un encuentro reglado por el imperativo, ego necesita comprender, y en algún modo compartir, los valores materiales en los que alter encuentra su condición de ser in en sí subjetivo, y ha de disponerse a cooperar con él en su obtención y éxito, como un medio. Y sin embargo, ambos deben entrar en relación siendo ines objetivos dispuestos a salvaguardar su racionalidad, su capacidad de verse desde el reino de los ines. Los ines subjetivos deben en algún modo rozarse, pero nunca fundirse en las dos personas. Indudablemente esta disposición de ego a ser un medio de alter, debe implicar la reciprocidad de alter respecto a ego. Pero ningún proyecto subjetivo concreto de vida garantiza que esa convergencia se mantenga por sí misma, se dé por asegurada. Sólo la voluntad de ser racionales en el trato mantiene abierta esa posibilidad de modo continuo en el tiempo. Esto parece una pequeña contradicción. Los encuentros han de ser parciales, pues han de permitir que los dos, ego y alter, mejoren de forma autónoma su condición de ines en sí objetivos. La apertura moral ha de ser continua, porque en el largo plazo del reino de los ines no hay seres individuales aislados. En el encuentro moral dos seres humanos se usan recíprocamente, pero con ello no cumplen el imperativo y la dimensión de seres ines objetivos. Hay un exceso que tenemos que perseguir, si queremos entender el imperativo categórico, uno que los liberales no han sido capaces de entender. Esta visión de las cosas no la aceptan los comunitaristas. En general, ellos tienen una visión reducida respecto de la liberal y se agarran a ella para poder indisponerse con buena conciencia contra los liberales reinados, al modo de Kant. Las lamentaciones de los comunitaristas llegan con ello a la raíz, a eso que se supone que está siempre en la raíz. Así denuncian la visión tenebrosa del ser humano con la que cuentan los liberales. En el fondo, dicen, tras la mirada del liberal está el estado de naturaleza hobessiana, esa larvada guerra potencial de todos contra todos. Pueden ser cooperativos durante un rato, pero no lo serán en el largo plazo. Kant se alza contra esta consecuencia, desde luego. Acordar como ines subje-

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tivos no implica acordar como ines objetivos. Este segundo acuerdo es el que impone el imperativo. Hay diicultades con la Ilustración porque no se aprecia bien esa otra dimensión conceptual del imperativo y sin ella no hay sino individualismo, competencia, planes subjetivos y entonces los contratos son hábiles, frágiles y no pueden caminar hacia su despliegue normativo. Con ello, los comunitaristas se sienten legitimados a eliminar toda posibilidad de que los agentes liberales asuman el plus del imperativo categórico y se comporten como seres racionales. Su argumento es que nadie puede disponerse a esa convergencia incluso mínima de los ines materiales de la acción, y mucho menos a la cooperación racional en el largo plazo, si no se parte de la forma ontológica de la comunidad. De este modo sugieren que los agentes humanos no se pueden disponer a ser racionales si no son antes sentimentales, afectivos, irracionales, fraternales, solidarios, y ello desde la cercanía de gozar de sangre o suelo común, historia concreta, o cosas parecidas. Tras todo comunitarismo emerge siempre la igura del hacerse cargo en común, de la Sittlichkeit hegeliana, alternativa sustancial respecto al individuo egoísta propio del liberalismo. Contra ambas teorías se abre el ethische gemeinen Wesen de Kant. De alguna manera, la estructura del liberalismo kantiano no puede ser el individualismo. Al reconocer la personalidad con ines subjetivos y objetivos, la personalidad moral completa, cuya norma expresa el imperativo, Kant ha ido a la base misma de la interacción social, pero esta interacción es algo más que pactos subjetivos y algo menos que comunidad ontológica y sustancial. Para expresarlo en términos kantianos: la comunidad ética basada en la communio sería una condición demasiado fuerte para fundar un derecho justo y una interacción moral. Pero entonces el commercium de los seres racionales, sin llegar a communio, debe conigurar algo común. Sin duda, Kersting tiene razón al decir que todo este debate comunitarista resuena ante nosotros como un dejà vû y también al proponer que este debate encierra algo así como un renacimiento131. En realidad, lo que está en juego en él es la metacrítica de la razón pura que lanzó Hamann contra Kant: la racionalidad humana ha de tener supuestos materiales de sentimentalidad, de buena disposición, de buena voluntad, de comunión, si ha de encaminarse a la formación de acuerdos. Sólo una base ontológica de acuerdos previos compartidos, supuestos, formadores de la subjetividad de los agentes, se expande a sí misma en otros acuer131

p. 274.

Kersting, Filosofía política del Contractualismo moderno, Mdrid, Plaza y Valdés, 2001,

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dos compartidos. No el compromiso con la razón, sino la base múltiple de vivencias, historia, sentimientos, afectos, eso es lo que funciona en la estructura solidaria del ser humano. Pero supuesto que sea así, ¿cuál es la base real de la vida humana? Para el comunitarismo, estos vínculos se forjan en sistemas de pertenencia comunitaria, esto es, aquellos que imponen al ser humano una especie de obediencia previa, incondicional, aquel vínculo que dispone a la buena voluntad, para Hamann la condición trascendental de toda razón. En esta gama concreta de buena voluntad no entra esa consideración universal de la dignidad humana, que ante un ser humano cualquiera nos dispone a una cooperación con apoyos hermenéuticos. Esa dimensión genérica de pertenencia a la condición humana que releja el reino de los ines no parece vinculante para el comunitarista ni para Hamann. Su idea es que se debe compartir algo más que la condición humana para cooperar con un ser humano en los ines objetivos. Así, el comunitarista supone que la disposición a cooperar con alter tiene más probabilidad de adecuarse al imperativo categórico (respetar su carácter de in en sí) cuando se dan ciertas premisas fácticas y existenciales que hacen cercanos los ines subjetivos de los seres humanos. Esto ofrecería un punto originario de fusión de las subjetividades, una comunidad de la Apercepción como comunión, “Gemeinschaft (communio) der Apperzeption”, la pertenencia a una “subjetive Gemeischaft”, como dice Kant en Crítica de la razón pura (B. 261/A, 214), que ya antes de cualquier normatividad se llama, se cree y se vive como “nosotros”. Esta communio, forjada en la comunidad subjetiva, pasa a ser entonces el bien último, condición de todos los demás bienes humanos. Un atentado contra ella puede ser fatal y por eso debe ser previsto e impedido. La communio siempre exige una defensa activa del grupo. Pero es muy curioso que Kant correlacionase esta producción de comunidad con los ines subjetivos, no con los ines objetivos. No un kantiano, sino el propio Kant respondería que esta comunidad subjetiva todavía tiene que descansar en un fundamento objetivo [“auf einem objektiven Grunde beruhen”] y que éste no puede ser otro que el efectivo commercium real de sustancias morales, que es la única reale Gemeinschaft, en la cual se conigura un compositum reale y no uno subjetivo, pensado o imaginado. Lo pensado mediante esta “comunidad de apercepción”, de percibirse como comunidad, no se puede confundir con una comunidad real capaz de conigurar un compositum real. Kant dice

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que esta comunidad y compositum para ser real debe darse mediante un commercium, que es algo más que un mero apercibirse relexivo como comunidad. Alguien que fácticamente se ve en la situación subjetiva de compartir premisas de pertenencia todavía puede no ponerlas en acto o no participar más que en una ilusión. Alguien que comparte esas vivencias subjetivas y las pone en acto, puede hacer muy intensa la comunión con un nosotros particular y subjetivo, pero no con otros seres humanos reales. Por su pensamiento, que se apercibe como formando un nosotros, estaría despreciando la realidad existencial de seres humanos y la posibilidad objetiva de relacionarse con ellos mediante interacciones regidas por el imperativo. Por tanto, para encaminar la cooperación se debe atender esencialmente a lo incondicionado en el ser humano, a su libertad inteligente y racional, y asumirla como in objetivo, con su idea de ser in en sí mismo y parte del reino de los ines. Y esto debe producir un commercium que funda comunidad. Eso es lo común. Hay evidencias sociológicas de que determinados sistemas de pertenencia y de participación en valores materiales concretos (en modelos hermenéuticos de la acción) nos inclinan o predisponen a producir acciones cooperativas exitosas, pero aunque así fuera estadísticamente, aún quedaría el amplio campo, igualmente evidente, de relación con grupos con los que nos disponemos a las prácticas cooperativas concretas desde un hábito, inclinación, sentimiento o uso social pensado como grupo. Kant no ve un motivo racional en el largo plazo para mantener esos pensamientos referidos a ciertos grupos reducidos de seres humanos, ante los que tenemos exigencias reales de commercium. Sin duda, la libertad viene favorecida por ciertos requerimientos de la sensibilidad, pero la libertad genérica no puede ser neutralizada por ellos. Y entonces parece que el problema racional (el qué debo hacer en esta situación concreta) siempre se debe plantear más allá del pensamiento de la communio subjetiva. En realidad, tarde o temprano se presenta. La clave de todo por tanto reside aquí: la comunidad subjetiva de apercepción (la communio) sólo puede fundarse sobre la comunidad real de interacción, no a la inversa. De otro modo sería ilusoria. Y esta comunidad real sólo puede ser regida por el imperativo categórico: no acuerdo sobre ines subjetivos (medios unos de otros), sino sobre ines objetivos: mantener y promover la razón en los dos seres relacionados. Todavía tenemos que ver qué signiica esto. En todo caso, sabemos que esta interacción real producirá algo común.

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Si quieren ser algo más que imaginaciones, los sentimientos subjetivos de pertenencia, deben sostenerse sobre los encuentros morales exitosos, no a la inversa. Las críticas de Kant a la communio religiosa como comunidad subjetiva, y su rechazo de que en ella se pueda fundar una gracia eicaz, expresadas de forma rotunda en la “Observación general” a la Religión dentro de los límites de la mera razón, nos permiten comprender que toda la estructura del argumento aspira a asegurar la conquista histórica de la ortopraxis frente a la ortodoxia, que desde los erasmistas hasta Lessing, pasando por los metodistas, se viene reclamando como eje central de la modernidad. Esta idea de la communio, que impuso el Estado confesional moderno en la estela de lo que había construido España, debe dejarse atrás. En su lugar se exige una forma objetiva de apercibirse como nosotros en tanto condición radical de cooperar en una conducta real. La gracia eicaz en la vida pasa por el comercio real entre los sujetos racionales y no por asegurar que los seres humanos participen de un nosotros subjetivo ya previamente establecido como condición de la acción. Ese comercio es el contrato que deja abierta y mejorada la posibilidad de seguir cooperando. Ahora quizá podría ser el momento adecuado para preguntarnos si España ha salido en su historia política de esta forma subjetiva de apercibirse o imaginarse dominada por la communio, que sobre la base de ciertos pensamientos subjetivos, ha impedido el commercium real entre los sujetos, que ha bloqueado su interrelación real, excluido a una parte de sus ciudadanos y roto la producción real de lo común, sacriicado ante el altar de sus imaginaciones. En realidad, dominados por la obsesión de la heterodoxia, los españoles en su historia no han sido capaces de alcanzar estos conceptos. Al no hacerlo, han tenido que asegurar apercepciones iguradas, ilusas, imaginarias, y eso los ha obligado a asegurar de forma continua la integridad de un grupo cada vez más imaginario, más subjetivo, más estrecho, más ajeno al principio de realidad, mediante progresivas y continuas exclusiones y divisiones. El trauma del que hablamos, Toledo en 1449, sería la primera manifestación de ese nosotros pensado como comunión subjetiva que destruye el commercium real, de esa comunión que impide la cooperación. Frente a estos planteamientos, Kant ha sugerido que la communio concreta imaginada debe desaparecer ante el commercium real regulado por la communio ideal pensada en esa iglesia invisible y futura que es el reino de los ines132. 132 Cf. Bernd Döllinger, “Kants Projekt der unsichbaren Kirche als Ausgabe zukünftiger Aufklärung”, en Heiner F. Klemme, Kant und die Zukunft Der Europäischen Aufklärung, De

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10. Despotismo espiritual. Para mostrar que la communio ha de basarse en un commercium, y no a la inversa, ahora podemos exponer el argumento moral de forma más precisa. Con ello, se pueden disolver muchos equívocos sobre Kant. Frente a las viejas formas de enfrentar a Hegel y Kant que subrayan la materialidad de una ética comunitaria concreta frente a la universalidad formal kantiana, propongo argumentar, con Kant, a la contra del principio sustantivo comunitario, pero manteniendo también a distancia el principio de una desnuda universalidad genérica que nos deja en la individualidad como única instancia. El imperativo categórico, como comercio o interacción real, en el fondo dice que los deberes de cooperación alcanzan a todo el que se presente con la dignidad del ser humano tal y como se releja en su rostro, en su mirada, en su capacidad de dialogar, de hacernos saber de su dolor y alegría. Sugiero que subrayemos el asunto de la presencia en la interacción real de sujetos moral y que mantengamos el esquema de la Tercera Analogía de la Experiencia. Kant no dice que en la acción regida por el imperativo intervengan dos sujetos genéricamente racionales, o dos inteligencias comunes en su especiicidad, sino dos ines objetivos personales que tienen instancias genéricas racionales e individuales. No interactúan dos proyectos subjetivos, sino dos personas morales. La ley de igual acción recíproca de los cuerpos es universal, pero sólo vive en los choques concretos de los cuerpos. Ya sabemos, al leer Producción de Presencia de Gumbrecht133, que en esa presencia material de los cuerpos es donde se produce en verdad la posibilidad del exceso, la agresión, la herida, y por tanto donde el imperativo como deber tiene sentido. Lo mismo sucede con la mediación de esa presencia por el imperativo. No sabemos a priori quién es alter, pero siempre sabemos que es uno. Esto es: el principio de universalidad en el fondo es el mejor complemento del principio de concreción. Cuando dos seres morales interactúan, hay algo más que singulares y género. Si esa acción recíproca tiene éxito, produce algo común. Algo así es lo que comprendió el viejo profesor Nathan Ackerbloon, preceptor de Henrik, uno de los personajes más intensos del cine de Igmar Gruyter, 2009, pp. 165-171. No puedo dejar de recordar los problemas que tuvo que superar Schmitt en este sentido para dotar de una base comunitaria propia de la teología política a esta concepción de la iglesia invisible, aunque él pensaba más en Kierkegaard. Cf. mi Poder y Conlicto en Carl Schmitt, Madrid, Biblioteca Nueva, 2008. 133 Cf. ahora A. Rivera y J. L. Villacañas, Ontología de la presencia. Una aproximación a la obra de H. U. Gumbrecht, Valencia, Libros del Marrano, Kyrios, 2013.

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Bergmann, protagonista menor en el ilme Las buenas intenciones. También para él, nuestro imperativo kantiano tiene un preciso complemento en este otro: “Sé concreto”. Es verdad que no siempre los personajes de Bergmann cumplen una tercera recomendación, la más bien spinoziana, la de “sé alegre”. Sabemos que el cine nunca presenta personajes perfectos, sino aproximados. Pero Ackerbloon es uno de ellos. Lo que hace el imperativo categórico es que ninguna situación humana concreta puede ser dejada de lado al invocar la evaluación racional de la dignidad del otro. No hay excusas en este terreno concreto. Ninguna situación puede presentar una coartada contra la acción moral social racional. Ese es el fundamento de la sociedad y reposa sobre los hombres vivientes de los que hemos hablado antes. La cuestión kantiana reside en que ninguna acción social puede esquivar interrogarse por el imperativo categórico si quiere ser racional. En él se realiza una acción que predispone a los seres humanos a cooperar como medios recíprocos en relación con ines subjetivos que cada uno se ha forjado desde su inteligencia, y en relación con los ines objetivos de construir la humanidad en ellos, con su decisión por ordenarse y preocuparse de sí. La consecuencia es que esos ines en sí no vienen dados por una estructura ontológica. No son derivados de una comunidad preexistente. Que fuera de otra manera, chocaría contra la condición racional misma del ser humano. Esta impide la fusión de la communio por razones trascendentales. Ninguna autoridad podría imponerla. El ser humano no puede entregar lo que sea su in supremo en manos de nadie. No es bueno ni sano, dijo Lutero. Esa es la consecuencia de la condición racional. Cooperación concreta de medios, carácter último propio del in en sí: esto es lo que otorga a toda acción social su dimensión libre. Por eso hay que hacerla, no padecerla. De ahí que no pueda ser dada, sino realizada. Se pertenece a lo que se hace en la práctica. Nos hacemos en ella. Fines objetivos, nos forjamos mediante la práctica. Propongo situar las cosas en el terreno de la antropología trascendental, en ese lugar en el que según Kant se deben abordar las convergencias que una razón adecuada traza entre los fundamentos de las tres grandes Críticas. Por tanto, en ese discurso que Kant no estableció y que ha llevado a Reinhardt Brand a hablar de la “Cuarta Crítica”134. Y es aquí dónde Kant saca las consecuencias de que no seamos seres racionales por naturaleza. En ese terreno, Kant air134

Reinhardt Brandt, “La cuarta Crítica”, Revista Azafea, Salamanca, Vol. VIII, 2006.

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ma que somos seres racionales sensibles. Y este es el principio máximo de su antropología ilosóica, el principio por el que se reconcilia con la realidad. Nuestra sensibilidad misma, nuestra vida orgánica, incluso la que no está sometida a nuestra voluntad, se determina y conforma en el commercium con los otros. Tanto es así que la sensibilidad acaba connotando y operando retroactivamente incluso sobre el sentido de la libertad. Así, como comentó en su día por extenso Claudio La Rocca, se puede hablar de pasiones de la libertad, determinaciones sensibles de la libertad realizadas desde un sentido de la libertad personal misma. Tal cosa sólo es real si se hace mediante el commercium regido por el imperativo135. Los seres humanos, por tanto, no sólo han de entrar en commercium, sino que posiblemente no puedan sentirse como tales si no conforman esa dimensión subjetiva, la sensibilidad, por el commercium con otros. Si esta sensibilidad no se determina desde el commercium mismo, se determinará desde el intérprete despótico de una communio sublimada, o desde ese especial descarrío hacia la locura que es la pasión solitaria. Orientaré nuestro argumento para preguntarnos si de esta forma no ganaremos alguna dimensión de communio con fundamento real y por ello adecuada a la teoría kantiana. Y en efecto, creo que sí. La consecuencia de la condición racional sensible del ser humano es muy conocida. Ante todo, impide que la forma comunidad se acepte como una totalidad de sentido que se impone de forma objetiva, al margen de nuestro ser ines objetivos. Comunidad real es aquel espacio conigurado por una ley de la relación recíproca que permite el comercio real entre los seres humanos: el intercambio de experiencias sensibles y presenciales. Lo más decisivo de esa comunidad ideal que es el reino de los ines es que sólo ha de ser pensado, no sentido de forma subjetiva. En una nota perdida de la Religión dentro de los límites de la razón, Kant llamó la atención sobre los peligros de que una communio en la tierra se confunda con este reino de los ines136. La noción de comunidad alcanzaría entonces fuertes implicaciones existenciales y pareciera que es una totalidad signiicativa 135 Cf. Claudio La Rocca, Strutture Kantiane, Pisa , ETS, 1990. Un análisis igualmente en esta línea se puede ver en mi contribución a la Historia de la Ética recopilada por Victoria Camps, Vol. II, Barcelona, Crítica, Grijalbo, 1994. Hay diferencias considerables entre la primera y la segunda edición. 136 Religión dentro de los límites de la mera razón, Cuarta Parte, Segunda Sección, WW. VIII, 847-8.

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y a la que el deber exige obedecer. En el imaginario de los comunitaristas sería algo amenazado por el sujeto individual demasiado libre, y sufriría agazapada como un ser indefenso que resiste. Pero las formas con las que estas realidades existenciales comunitarias imponen consenso, apenas ofrecen una perspectiva halagüeña. En realidad, la comunidad sería una norma existencial, y por lo tanto, tendría que hablar por sí misma con una autoridad carismática indiscutible. Sabemos que estas realidades nunca hablan por vicarios superiores, sino por seres humanos que desean investirse de la autoridad de la comunidad que ellos representan. Lo que la realidad comunitaria no muestre de forma evidente, o lo que sea ambiguo en ella, o lo que deba adaptarse al presente, lo debería complementar el oráculo de la comunidad. Kant ha hablado con razón de que toda comunidad basada en una communio real en este sentido lleva consigo un despotismo espiritual [geistlichen Despotismus]. La comunidad sustancial no puede nunca hablar por sí misma, sino por sus intérpretes autorizados y representativos despóticos. Esta es la diferencia central. Frente a ello, el reino de los ines se aplica mediante la inteligencia racional de cada uno. La comunión que ofrece un nosotros sustantivo se impone mediante la autoridad de quien hable por la comunidad. Esta voz siempre desea confundirse con la comunidad misma. El violento potencial de estas confusiones, de estas identiicaciones representativas, es bien conocido. Recordemos a uno de esos personajes, nuestro Alonso de Espina, hablando en nombre de la catolicidad hidalga castellana que obligaba a considerar a los nuestros sólo los que eran cristianos viejos. Así que es verdad: la invocación de la comunidad es más eicaz para mostrar los límites de las perspectivas liberales subjetivas que para asegurar la certeza de lo común; pero también es más eicaz para ocultar el despotismo que para avanzar en la Ilustración. Tras esa voluntad de asegurar demasiado la certeza de la pertenencia emerge con facilidad el terror y la exclusión. Cuando esta certeza se desea imponer, exige alguna forma de credo ut intelligere intolerable para Kant, que se atiene ante todo al estatuto propio del ser racional sensible. Kant se halla muy lejano de este espíritu comunitarista porque él inaugura la época de la crítica. Y ha hecho de la crítica la primera forma de la inteligencia común. El carisma de la autoridad espiritual soberana y representativa de la comunidad de pertenencia es el primer objetivo de la crítica. Lo fue

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bajo la forma de la crítica a la religión, luego bajo la forma de la crítica al despotismo, al absolutismo, al nacionalismo, a la lucha de clases, a la raza, y ahora debe serlo a la comunidad invisible pero no menos coactiva del mercado inanciero. Así que la crítica de Kant no apostaba por una comunidad que generase pertenencia por su participación en una trascendencia imaginada por los sujetos, sino por un comercio concreto construido desde los propios agentes, desde su dimensión racional. La crítica tenía como inalidad romper esa comunidad pretendidamente sustancial y que era meramente imaginada. ¿Pero era el objetivo de la crítica kantiana la defensa del individualismo liberal meramente anclado en proyectos subjetivos indiferentes entre sí salvo en la dimensión utilitaria de medios recíprocos? Parece serlo en la medida en que apuesta por la autonomía racional del sujeto dotado de la capacidad de juzgar, como soberano de su inteligencia frente a todo intérprete infalible de la comunidad. Crítica es capacidad de juzgar y reposa en el soporte personal que todo ser humano otorga a las funciones racionales. Sin embargo, no podemos decir que la crítica kantiana sea liberal en el sentido de que aspire a mantenerse en esa subjetividad particular que pone en marcha estrategias relexivas y pactos de medios. Su meta no consiste en reforzar la auto-referencialidad de la subjetividad ni el individualismo de los ines subjetivos. Al contrario, estas metas disponen a una comprensión pasional y equivocada de la libertad. Lo sabemos. La crítica aspira a la coniguración de un sentido común, a la coniguración de un ser sensible común en tanto gozo de su ser ético común. Aspira a conigurar esta sensibilidad común como verdadero trasunto en la tierra del reino de los ines, como materialidad de un comercio real entre seres racionales sensibles. Aquí el imperativo “sé concreto” se aplica a la situación dada de una forma especial. Estos encuentros concretos que, tras la crítica racional, forja un ser sensible común a los actores que ponen su inteligencia a interactuar ofrecen un esquema especial. Se rige por el régimen productivo de objetos que se nombran por los sustantivos neutros. En tanto nombres neutros, desde luego, designan algo concreto, resultado de una interacción dada, que puede presentarse en la intuición, única forma por la que la realidad puede ser existencialmente objetiva. Se trata de lo bello, lo justo, lo sublime, lo verdadero, lo santo, lo bueno, lo grotesco, lo necesario, lo útil, lo trágico, lo humorístico. Todos

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ellos son la referencia a un juicio compartido por inteligencias y cuerpos, que experimentan algo común en ese mismo acto. Aquí los ines subjetivos se transcienden en su referencia al sujeto y emerge una subjetividad que comparte lo mismo, que goza lo mismo con otra y así conigura su humanidad objetiva. Ahí se divisa la dimensión objetiva que concreta el estatuto de ines objetivos racionales mediante un goce que es individual, pero no solo, sino también genérico: común. Es verdad que la crítica ilustrada no siempre comprendió esta segunda parte de formación de consensos concretos que integran la sensibilidad común y sus goces. Como hace tiempo defendió Koselleck, ella generó la crítica sin darse cuenta de que aceleraba la crisis. La crisis, de hecho, reside en la carencia de uso de estos nombres neutros como formadores de una sensibilidad común que debe seguir al comercio real de seres racionales. En cierto modo, estos juicios que desembocan en los sustantivos neutros, realizaban aquello de lo que, según Koselleck, era incapaz la crítica ilustrada, tomar decisiones capaces de reproducir un orden concreto. En realidad, Kant tampoco fue muy lúcido en relación con esto, aunque él descubrió que ninguna crítica estaría completa si no era acompañada por una crítica de la capacidad de juzgar. Su forma limitada de exponer el asunto carece de la sistematicidad oportuna. Toda crítica de la razón debe tener una crítica del juicio de su ámbito, esa forma por la que emergen los singulares neutros en los que se concretan, en una experiencia común, lo propio de cada ámbito de la razón; en este caso, el ser ético común concreta, mediante un comercio real de presencias, la universalidad genérica del imperativo categórico racional y la exigencia de la intuición propia de un ser individual y sensible como es el hombre. Y esa es la estructura de los sustantivos neutros. Recordemos la escena de The Winslow Boy. Cuando estamos delante de un caso que presentamos como “lo justo”, aseguramos que ahí se nos ofrece la aspiración universal de la justicia, pero no de forma universal, sino encarnado en una realidad material y común que podemos señalar como una intuición objetivamente reconocida. Es la estructura del imperativo categórico, de la razón, propia de seres concretos y sensibles que tienen que disponer necesariamente de capacidad de juzgar. Pero si algo se experimenta, se goza y se entiende como “lo justo”, entonces algo de ese juicio puede pasar a la perspectiva del reino de los ines. Es visto como algo común que puede ser compartido por los

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seres racionales, algo de su patrimonio racional que ya podrá emocionar a cualquier ser humano que estuviera en presencia de esa objetividad. El contenido concreto de lo justo, inseparable del proceder racional cooperativo de las inteligencias que ha conducido a ese resultado, pasa a tener un valor eterno en su singularidad común. Este ser común concreto es resultado de una interacción social exitosa que no tiene sustancialidad al margen del momento concreto de la acción misma. Lo racional en este asunto reside en la capacidad de conigurar consenso sensible en los participantes y plasmarlo en el goce de algo común y objetivo, pero frágil. La comunidad sensible en el sentido kantiano no requiere estrategias de desconstrucción o de desobra, como suponen Nancy o Blanchot respecto de las demás comunidades sustanciales. Puntuales e instantáneas, estas realidades comunes no requieren desmontaje, porque no se pueden aplicar de forma mecánica a otros casos dados. Requieren sólo las mismas energías cooperativas de inteligencias objetivas que forjaron el caso anterior. Esos sustantivos no aspiran ni pueden aspirar a conigurar una realidad común objetiva que escape al consenso de los actores y no pueden imponer un modelo autorizado y carismático más allá de su presencia, ni concede a los que lo forjaron un plus de poder, de autoridad, de representatividad. Pueden ser ejemplos o antecedentes sobre los que relexionar, pero no más. Pueden enseñar a otros a cómo hacerlo, pero esto vale en la medida en que los otros lo juzguen así y lo vuelvan a hacer, variando lo que estimen, no repitiéndolo. Logos en plenitud, acompañado de su ejemplo intuitivo, presente, carnal, sensible, gozoso, la crítica implica la designación de una realidad sensible común en la que se encarna lo producido por las normas en un caso concreto dado, generando en los actores también la dimensión de espectadores que juzgan de forma consensuada que es así y gozando de ello. El goce de lo común se vive sólo en el comercio real de presencias que produce un ser ético común que vive mientras el goce se goza. Sin esta formación de un sentido común, la crítica genera crisis, no orden humano concreto. Da lo mismo que hablemos de justicia, de fundar un sentimiento estético común o de hacer que brille una verdad compartida. La crítica es una actividad racional sensible que lleva a ejemplos aceptados por los implicados de lo verdadero, lo justo, lo bello, lo bueno. Y el punto inal de la actividad racional en el juicio es la coniguración de una realidad sensible común en la que se goza de compartir y se comparte el gozo.

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Kant ha partido de la autonomía, pero todo en él apunta a lo común: gemein Wesen, gemein Sinn, Rechtsgemeischaft, gemeine Wahrheit. La crítica es liberal porque surge de la autonomía del ser inteligente individual que asume la racionalidad en sus acciones con los otros. Pero no es liberal porque quiera quedarse en la autonomía individual y sus proyectos subjetivos. Podemos decir que la crítica no es liberal ni comunitaria. La ética crítica es republicana, porque sin clausurar la dimensión de la autonomía personal, quiere conigurar realidades comunes, una communio parcial, concreta, instantánea, que reúne a los actores en una misma realidad presente. Esas realidades tienen una dimensión momentánea intuitiva, sensible y ejemplar, de algo que es identiicado por un sustantivo neutro (lo justo, lo bello, lo verdadero, lo bueno, lo útil) que en su apreciación reclama afectos, sentimientos, participación, gozo común que se goza de su ser común. Y porque la sustancia de esa res publica consiste en la reproducción de neutros, de consensos concretos a través del commercium, de la relación social efectiva de alter y ego (donde alter pueden ser muchos, sin dejar de ser cada uno ego), se trata de una res publica liberal. Pero porque aspira a generar lo común, es una res publica. Lo común para el republicanismo nunca conigura esa forma sublimada que puede ser reconocida como Gemeinschaft en sentido de Tönnies. Por eso no puede ser la fundación de un despotismo espiritual ni de una comunión. 11. ¿Hacia Weber? En realidad, toda la teoría de la comunidad dinámica de seres racionales de Kant se puede reducir a la teoría weberiana de relación social contemplada desde el plazo largo de la totalidad de la serie histórica de la humanidad, la perspectiva especialmente moral del reino de los ines. Esa proyección es la diferencia fundamental entre ambos autores, pero en tanto proyección es una cuestión de horizonte ampliado. Sin embargo, ya una relación recíproca no es meramente una acción social. Es algo distinto: una acción social que revierte sobre sus propios supuestos, que altera su propio punto de partida desde la consideración completa del proceso, pero que no lo rompe por ello, sino que más bien lo asegura. Implica comercio real porque implica inlujo recíproco. Este se da, según Kant, cuando algunas de las actuaciones de una sustancia relacionada contienen determinaciones cuyo fundamento se halla en la otra137. 137 Crítica de la razón pura, B, 258: “eine Bestimmungen enthält, wovon der Grund in deranderen enthalten ist”.

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Weber ha dicho de forma parecida: “Por relación social debe entenderse una conducta plural que por el sentido que encierra se presenta como recíprocamente referida, orientándose por esa reciprocidad”. Lo esencial es que no le falte de hecho “el ser referido a otro del actuar recíproco”138. Como el propio Weber dijo, y entendida en este sentido, la relación social no puede dejar de producir dimensiones comunitarias, afectivas y ijadas, en la medida en que sea exitosa. En todo caso, el éxito en la acción social, normada por el imperativo, o en la acción política, normada por el sentido republicano de la ley, generará ese complemento sentimental de lo común, no a la inversa. Acordémonos del abogado en el caso del Winslow Boy: hace lo justo, lograr que brille lo justo, y desde luego dispara con ellos fuertes emociones. Pero son emociones racionales comunes, de las que se alegraría cualquiera que no tuviera interés en producir víctimas puras. El fundamento de la comunidad subjetiva ha de ser un inlujo real objetivo y la apercepción como nosotros depende de la percepción y experiencia de algo común, no de algo imaginado. Sólo así la comunidad es abierta, condición indispensable para la universalidad de las normas implicadas. Pero también de normas que se concretan en presencias reales. En este caso se mantendrá el estatuto de la condición moral propia de los seres humanos. Sólo así dejaremos de presentarnos la propia comunidad como realidad sustancial a representar de forma sublimada y carismática; tendremos seres sociales que en su núcleo duro son también subjetividades racionales, pero no sólo individuos; concederemos a los seres humanos lo debido: que aunque tengan una dimensión individual, subjetiva, autorreferencial, secreta, más allá de los consensos concretos, impidamos que surja la doble ilusión del liberalismo y del comunitarismo: tanto que se pueda disolver el secreto de todos en una communio, como que un ser humano se pueda realizar sin mediaciones materiales concretas capaces de hacernos gozar de lo común. Este punto es el decisivo. La relación entre los intereses atendidos y realizados mediante la cooperación de seres que son ines en sí mismos, queda entregada a mi subjetividad. Por ser in subjetivo soy ese insociable ser social; ser parte de lo ético común, un sociable ser insocial 138 Weber, Wirtschaft und Gesellschaft, Tubinga, Morh, 1972, vol. I, pp. 14 y 15. “Eine Soziale Beziehung soll ein seinem Sinngehalt nach aufeinander gegenseitig eingestelltes und dadurch orientiertes Sichverhalten mehrerer heissen”. Hay vers. esp. en México, FCE, 1969, p. 21.

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que culmina la acción social no de forma estratégica, sino inal. Por ser moral soy a la vez genérico y especíico, universal y singular, pero por el comercio social real soy lo común. En suma, no entregamos nunca la personalidad completa en el commercium, pero sólo encontramos la autonomía, que reposa en algo concreto gozoso, a través de esa relación social. Coniguramos la subjetividad más íntima y más plena por la instantánea communio de los juicios neutros en que expresamos lo común de forma presencial, en tanto clara experiencia de cuerpos afectados incluso por su dimensión orgánica irreprimible: la risa o el llanto. Al margen de todas las estructuras de cooperación y de comercio real, incluso el día en que entremos en el reino de los ines, seremos un punto subjetivo, un elemento opaco a todos los demás, pero que se abre a un gozo común que reverbera para siempre. De la misma manera que en el ámbito jurídico no entrego mi arbitrio, en el ámbito moral no entrego mi in en sí objetivo. Y ésa es la garantía frente a todo despotismo espiritual, cuyas formas no paran de renovarse sin cesar. Una breve conclusión y una coda sobre la diicultad de la Ilustración: Kant deseó separarse de la regulación natural de los intereses, al estilo de la mano invisible, tanto como de su mera regulación mecánica, como pronto pensaría Schelling. Quiso abrirse a las condiciones de la sensibilidad, propias de un ser racional sensible, para ofrecer una educación estética adecuada a la libertad, capaz de superar las formas de sentimentalidad de la pertenencia comunitaria tradicional. Con ello ha desvinculado el gozo común de la pertenencia. Como luego Schiller, un kantiano puede identiicar esta sentimentalidad no tradicional con los ejemplos de construcción de una historia republicana capaz de ofrecer casos de lo justo que sólo al evocarlos conmueven incluso al observador ajeno a la pertenencia, en la que los ines personales subjetivos resultan condicionados por los ines objetivos, mediante la realización de lo común que pone en la senda del derecho racional. Esta historia debe separarse, sea cual sea su momento temporal, tanto de la sociedad estamental oligárquica como de la idea de comunión cerrada puesta de moda en la modernidad por la nación francesa, de la que ya hablé en La Nación y la Guerra: ni puede claudicar ante una dignidad materialmente condicionada por los oicios y deberes; ni ante una igualdad y libertad materialmente condicionada por la pertenencia a una comunidad dada a partir de la trascendencia natural

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o histórica. Del mismo modo, Kant elimina la posibilidad ilosóica de apostar por un Reich como imperio mundial, al situar el Reich der Zwecken en un no-Ort, como quiere Pirni, ideal y nouménico. Nada por tanto de una Erörterung del ideal, de un enraizamiento perpetuo en un espacio, tierra o suelo elegido, en una civitas terrae, como en el fondo sucedió en el caso hispano, al elevar el solar de Castilla a lugar de la iglesia visible de los cristianos viejos. Con ello, al poner de nuevo en circulación el ideal de Reich, Kant se ha separado de la noción de Imperium o monarchia universal139, tanto como de los localismos sublimados. Lo universal en la norma es trascendente al espacio de la frontera, y sólo genera un ámbito o Gebiet de la libertad. Al limitar lo juzgable a la actuación externa, Kant se separa del derecho de Inquisición, del gobierno de las almas y los cuerpos que reconoció la forma monarchia y acabó imponiéndose en el Estado de la confesionalización y la disciplina. Con ello se opuso a las dos características centrales de la forma imperial y despótica: gobierno universal de almas y cuerpos, gobierno universal de inquisición y disciplina. Así el modelo kantiano limitó las disposiciones administrativas del poder sobre los seres humanos y aspiró a que el ser humano estuviera en su propio poder. Y puso las bases de una sociedad de subjetividades que se conforman cada vez en lo común, pero no de sujetos individualistas; elaboró una crítica pero con aspiraciones al consenso concreto y renovado, e hizo de ella una actividad de juicio que busca lo común, republicana en suma, sostenida por una noción de racionalidad moral. Estos procesos históricos enmarcan su decisión por la forma republicana política sobre la base de sociedad civil liberal. Cuando tales procesos en los que se enmarca la aventura kantiana se juzguen irrelevantes, entonces Kant ya habrá dejado de signiicar algo para nosotros. ¿Diicultades de la Ilustración moral? Inevitables. Esta supone un trabajo psíquico de desdoblamiento, de diferenciar los ines subjetivos de meras utilidades respecto de los ines objetivos de goce de lo común en su pluralidad de manifestaciones. Pero lo que hace difícil la Ilustración es sencillamente que ningún acto de formación de lo común puede sustancializarse ni heredarse. Requiere la misma energía que el acto anterior pues cada uno de éstos tiene la misma estructura del acontecimiento. 139

Religión dentro de los límites de la mera razón, Primera parte, WW. VIII, 682, nota.

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Consolidar la Ilustración es difícil porque es difícil consolidar los actos de la libertad. Esta aspiración misma es inviable. El acto de commercium real entre seres presentes jamás está asegurado. Y ello porque no es una communio sustancial, que por lo demás sólo asegura la vida en una ilusión común que se perpetúa, o en el tabú de la interpretación, o por la imponente fuerza de la autoridad. En todo caso, el goce de lo común puede invocar siempre algo permanente, la mera idea regulativa de un reino de los ines cuya evidencia será tanto más operativa cuantos más actos reales de juicio común tenga en su base. Esta apertura a lo común es necesaria en un ser que no se puede conformar con entenderse en tanto desnudo in subjetivo, ni refugiarse en sus acciones estratégicas, ni retirarse a sus meras pulsiones privadas, pero que por eso mismo no tiene asegurada que la relación social genere una perspectiva de largo plazo acerca de la cooperación. Las diicultades de la Ilustración reposan en una subjetividad que no puede heredar sus actos de formación de lo común, sino que tiene que ganarlos siempre de nuevo.

Capítulo V DIFICULTADES CON LOS PODERES ILUSTRADOS La historia de un poder público que ha buscado su propia fortaleza dividiendo a su pueblo e impidiendo que surja lo común, que ha impedido así que emerja un juicio acerca de lo justo capaz de emocionar a todos, que ha favorecido con ello el expolio de las víctimas puras, que ha prevaricado contra la humanidad con las propias instituciones inquisitoriales, es una historia triste. Es kantianamente coherente que haya llevado a cabo una contumaz lucha en defensa de una communio subjetiva e imaginaria. Que con estos proyectos haya constituido un despotismo espiritual ya era también una consecuencia prevista por la Ilustración. Lo que brota de ahí es una larga herida histórica, que jamás ha dado el paso a considerar las instituciones como servidores públicos de los ciudadanos capaces de conigurar consensos. Como es natural, la primera obligación de un poder público que llega al inal de una larga historia de uso del crimen y de la violencia como arma política, y del expolio de su gente como arma económica, es reconocer todo eso, atravesar el trauma y disponerse a un nuevo comienzo tras solicitar ante su mismo pueblo el perdón. Si no se reconoce todo esto es muy difícil obtener de verdad un compromiso radical por la Ilustración. Pero ahora no vamos a insistir en las diicultades con la Ilustración que tienen los pueblos que no han gozado de las condiciones de posibilidad de los poderes ilustrados, sino las diicultades que para la Ilustración residen en el seno de los propios poderes, incluso aunque cumplan esas condiciones. Debemos volver a las diicultades que se derivan para la Ilustración de su relación con poderes legítimos, poderes que no están impugnados desde una voluntad de dividir a sus gentes ni de excluir a muchos, ni de expoliarlos. Porque el uso ilustrado de estos poderes no es algo obvio. Pueden optar por educar e ilustrar, desde luego. Pero estos procesos están llenos de diicultades adicionales. Al abordarlas, todavía estaremos en condiciones de mostrar algunas de las consecuencias que descubrimos respecto a España. Se tratará no sólo de las diicultades de la Ilustración en su sentido conceptual y objetivo, sino de la diicultad que tiene la Ilustración en sentido subjetivo.

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1. Algo más que un mito. En realidad, en septiembre de 1784, cuando fechó su escrito sobre la Ilustración, Kant estaba en las mejores condiciones para relexionar sobre el mito platónico de la caverna. Cansado de vivir de alquiler, el ilósofo había manifestado interés en comprarse una casa propia en la que enfrentarse a las incomodidades de la vejez. Por un capricho del azar, la casa elegida, no tan buena como la habían pintado los amigos, vino a dar al patio de una cárcel. Las impresiones que produjeron en el ilósofo estas crudas realidades no las conocemos. No sabemos si la insistencia en la culpabilidad de la minoría de edad, una tesis innecesariamente violenta, tiene algo que ver con la innegable evidencia de los penados. Siempre ha sorprendido la inmisericorde dimensión iscal de ese pequeño escrito, ¿Qué es la Ilustración?, pero empezamos a comprender si disponemos de ese escenario carcelario como contexto básico en el que su autor vive, con las fuertes impresiones de la novedad, desde mayo de 1784. No se trataba de una mera relación contemplativa. Kant estaba enojado con la dirección de la cárcel porque el ajetreo presidiario rompía su tranquilidad y es fácil pensar que, en esas condiciones, el ilósofo no tuviera demasiadas consideraciones con los penados. Eran culpables, desde luego. Y además, con sus cantos rompían la serenidad del estudio del ilósofo que, de esa manera, no podía concentrarse en explicar al mundo qué era la verdadera Ilustración. Desde luego, fuera lo que fuese, debía tener que ver con la denuncia de la culpabilidad. Puede que Kant no quisiera variar sobre el mito de la caverna de Platón, que Blumenberg ha elevado a paradigma básico de la Ilustración, a núcleo mismo de su producción metafórica. En todo caso, lo tenía delante. Cuando, cansado de oír los gritos de la cárcel, escribe a su amigo Hippel, Kant muestra una paternal preocupación por la vida eterna de los reclusos, que apenas esconde un interés bien propio. Es verdad que con ello introducía una variación sobre el mito platónico radicalmente imprevista. O no tanto. En todo caso, los encadenados no pasan el tiempo descifrando sombras, identiicando apariencias, secuencias regladas de fenómenos hábilmente preparadas por quienes a sus espaldas manejan el juego luminoso del proyector de imágenes, sino que ahora se entregan con pasión a un ejercicio mucho más molesto. Cantan ruidosas plegarias al Dios todopoderoso. Kant identiica ese escenario propio de un Estado bien ordenado y escribe a su amigo Hippel para que intervenga ante los

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guardianes. Cumpliendo todas las previsiones platónicas, estos vigilantes son presentados como “gente temerosa de Dios”. Kant entonces dice: “No creo que tengan razón alguna para temer ningún presunto peligro para la salvación de sus almas [de los reclusos] por el hecho de bajar el tono de sus voces, de manera que dejen de ser oídas con las ventanas cerradas”140. Al contrario. Puesto que son canciones piadosas, serán tanto mejor oídas por Dios, y por sus guardianes, si no implicaran un abuso —la palabra es de Kant— respecto a sus vecinos. De esta manera, el silencio se nos presenta como algo fundamental en el orden funcional de la caverna si quiere llegar a la Ilustración. Si los presos cantan, el ilósofo no puede pensar ni ellos tampoco. Como en el mito de Platón, o como en la tesis de Ortega, la liberación prematura de los presos puede revolverse contra el ilósofo. Así explicaba Platón, irónicamente y por boca de Sócrates mismo, la razón fundamental de su propia muerte. Con demasiado arrojo, Sócrates había intentado liberar a los encadenados y forzarlos a contemplar la luz. Complacidos por sus juegos de sombras, hábilmente organizados por los soistas, los presos habían puesto en peligro su seguridad. Kant extrema las condiciones: las voces no pueden ser liberadas a la plena potencia de los pechos. “Lo único que se les pide a los presos es que bajen el diapasón de sus voces hasta un grado lo suicientemente tolerable para que los piadosos vecinos de nuestra ciudad puedan sentirse a salvo en sus casas”. Kant trata de organizar la piedad, la de los presos y la de los vecinos, hasta que puedan concordar en algo común. ¿Pero cómo podría estar en juego la salvación de los vecinos? ¿Por qué las canciones son una amenaza para ellos? A in de cuentas, como vemos, no se trataba de un escenario tan diferente al de Platón. De una extraña manera, la seguridad del ilósofo sigue implicada en el asunto. Y las matemáticas: los presos al menos tienen que incorporar a sus voces el grado del diapasón adecuado al orden urbano. La cárcel, a in de cuentas, también es ciudad. Quizás sea difícil encontrar una noticia más apropiada para comprender la variación que el mito de la caverna, mito de la ilosofía y de la Ilustración, iba a experimentar al entrar en el mundo burgués. La caverna es ya una institución. Los guardianes son algo más que un desideratum. El reinamiento de la civilización se nos muestra en el sencillo detalle de 140 La noticia la da Manfred Kühn, en su excepcional biografía de Kant, Madrid, Acento, 2003, p. 382.

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que todos los agentes velan por el bien eterno de las almas en pena. Nadie puede dudar del progreso, del verdadero progreso que implica que los presos, a pesar de todo, canten alabanzas a Dios. Al menos, no podrán celebrar una asamblea para juzgar al ilósofo. A pesar de todo, este se siente en peligro. La seguridad por la que tiene que velar el ilósofo que toma contacto con ellos no es la del individuo Sócrates, sino la de los piadosos vecinos de la ciudad y el ilósofo es su representante. Ya no tenemos aquí a la vista al ilósofo intrépido, que nadie sabe por qué ni cómo desciende a la caverna para producir una liberación imprudente. Ni siquiera tenemos a la corporación académica platónica que se parapeta tras sus altas vallas para impedir un asalto democrático de la institución. La ciudad, los vecinos, y entre ellos el ilósofo, como uno más, son los que han de velar por la seguridad. Para ello, los presos deben hacer un buen uso de lo que le queda de su restringida libertad, deben hacer un esfuerzo más: ajustar las voces de sus cánticos a Dios. Sólo entonces Inmanuel Kant podría disfrutar de su casa, dispuesta “a un silencioso aislamiento de los ruidos de la ciudad y del mundo”141, sobre la que dominaba el único retrato de Rousseau, el hombre que había desdeñado la casa como lugar natural del hombre y reivindicado el claro del bosque. En este alejarse de los ruidos del mundo descubrimos un eco de los instantes gozosos que habían fundado la Ilustración radical. Y sin embargo, ahora esos gozos eran más bien su contrapunto. Jakob Burckhardt, a su regreso a Berlín en 1882, había identiicado una cierta falta de generosidad en el espíritu de la antigüedad helenística. Blumenberg lo ha recordado no sólo con motivo de su experiencia berlinesa ante el friso del templo de Pérgamo. La misma falta de generosidad se podía apreciar en el sencillo hecho de que Platón se hubiera negado completamente a revelar las relaciones vitales objetivas que daban a su relato de la caverna la fuerza que nos ha impresionado siglo tras siglo. No se trataba de una mera idea, sino de experiencias históricas al alcance de todos. Ese origen en la vida cotidiana había sido cegado en el relato platónico, de la misma manera que Kant deja sin relación alguna la palmaria experiencia de la culpabilidad de sus presos con la de los tutelados menores de edad todavía no ilustrados. En el caso de Platón, ese origen vital del mito venía dado por las noticias comunes de las minas de plata 141

Manfred Kühn, 384.

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de Atenas, donde los esclavos, la clase más desdichada de hombres, vivían encadenados en las grutas que excavaban, sin ver otra cosa que las sombras de la luz y la comida que les lanzaban sus guardianes. La pregunta de Burckhardt era algo más que la expresión de una duda. “¿No se apoyará la caverna platónica en impresiones de esas minas?”142 Con ello, expresaba su pesimista amargura ante la tesis que Nietzsche había asumido sin reservas, incluso con la emocionante previsión de la necesidad de la repetición en el mundo moderno: que la cultura estética de los griegos se sostenía sobre un inhumano sufrimiento. Para Burckhardt, como es sabido, éste era un motivo más de pesimismo. Los mismos hombres que habían identiicado aquello de lo que el ser humano podía sentirse más orgulloso, eran quienes habían establecido la medida de la infamia que se puede cometer contra otro ser humano. De la misma manera, Kant no quiere reconocer plenamente las experiencias sociales que dan sentido a su diagnóstico sobre la Ilustración. Todo esto nos permite sospechar, como mera hipótesis, que a la propuesta sobre qué sea la Ilustración le es internamente necesario el olvido de las experiencias cotidianas en las cuales vive el ilósofo que lanza su diagnóstico. Esto produce una diicultad de sentido y de comunicación. La idea demasiado estricta y militante de la Ilustración (ésa es mi hipótesis) olvida muchas cosas que sabemos del hombre, cosas que hemos aprendido abriendo los ojos a lo que pasa a nuestro alrededor, experiencias cotidianas accesibles a cualquiera. Esta hipótesis reclama una interpretación de las franjas oscuras de las propuestas ilustradas. Si hemos de decirlo con Freud, esas franjas oscuras nos revelan el saber social reprimido y compensan, con reinado pesimismo, elusivo e implícito, el optimismo explícito de las propuestas ilustradas. De ahí la necesidad de una militancia más bien sádica para hacer que la realidad coincida con la idea ilustrada. Un sadismo que inalmente pasa inadvertido. La pregunta, que tiene que ver con la antropología, dice así: lo que sabemos del ser humano ¿nos permite esperar su Ilustración? Y si no es así, ¿a qué el sadismo, la culpabilización y la militancia? Como se ve, la cuestión concierne a la totalidad del pensamiento kantiano. La más mínima duda en este sentido, nos lanza hacia el aristocratismo platónico, un sadismo expreso. Asumamos que las complejas disquisiciones del ca142

524-5.

H. Blumenberg, Salidas de Caverna, La balsa de la Medusa, Visor, Madrid, 2004, pp.

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pítulo anterior son necesarias para una Ilustración adecuada. ¿Y si uno no llega a comprenderlas? ¿Y si otro no llega a explicarlas bien? ¿Hemos de culpar de su ceguera al que no maniiesta el tesón de comprender lo que para él es incomprensible? ¿Y castigarlo por ello? Asumamos que una historia política como la que esbozamos en el capítulo tercero es necesaria para la Ilustración. ¿Y si fuera demasiado prolija o sutil? ¿Y si la gente se entretiene en sus cosas y no tiene tiempo de comprender todo esto? Platón nos dio un ejemplo de esos lados reprimidos de lo que sabemos acerca del hombre. Para él había algo peor que vivir encadenados. Lo admirable para él consistía en que se podía ser feliz en medio de las cadenas. Al comparar a sus paisanos atenienses con los encadenados de las minas de plata de Atenas, sometidos al más agudo estadio de la barbarie, Platón mostró no sólo su perspicacia mitopoiética, sino que ofreció sus razones contra una prematura liberación y una generalizada emancipación. La diferencia, en este sentido, estaba a favor de los esclavos de las minas, y operaba en contra de sus satisfechos paisanos. La esclavitud siempre fue vista por Platón como un elemento interno a la futura liberación. No en vano eligió a un esclavo en el Menón para experimentar con la naturalidad de la anámnesis. El esclavo es consciente de su doloroso estado, pero sólo si se le pregunta de forma adecuada en el círculo de los que ya saben. Entonces, casi forzado, puede recordar. Pero el distraído acerca de su verdadera condición mediante el juego sofístico de luces y sombras, de los juegos ininitos de imágenes, éste no puede recordar ni identiicar su realidad, ni apreciar el dolor. Feliz en sus juegos, se dirigirá contra su liberador. He ahí la razón de la muerte de Sócrates, que en nuestros tiempos se presenta consumada como la lenta muerte de la ilosofía y la indiferencia frente a quien se llama ilósofo. Cuando comparamos los dos mitos que están tras las retóricas más célebres sobre la Ilustración, la caverna platónica y la minoría de edad kantiana, descubrimos algo común a ellas. De los dos relatos, el de los encadenados y el de los menores de edad tutelados, de forma sorprendente ha desaparecido el dolor de los protagonistas. No es que opere aquí un tabú, pues los escritores de estos relatos eran conscientes del sufrimiento; incluso podríamos decir que, como espectadores de presos y esclavos o menores de edad, eran demasiado conscientes del dolor ajeno. Sin embargo, en los dos relatos clásicos, los sujetos pacientes han dejado de sufrir. Los menores de edad de Kant entonan himnos de alabanza a Dios y ruegan

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por la protección de sus tutores. Los de Platón viven felices en sus certámenes para descifrar sombras y profetizar el futuro. El dolor que describe la ilosofía es más bien fruto de una proyección. Lo sufre más el ilósofo que aquel a quien ha de liberar. La diicultad básica de la Ilustración tiene que ver con esa transferencia: alguien desde fuera, el ilósofo, compara el estado habitual de sus paisanos con el estado de los desdichados encadenados. El elemento vital de la comparación debería ser el dolor de los encadenados y presos y el dolor de los que padecen minoría de edad, pero el sufrimiento no pasa al relato. Sólo Freud se ha especializado en una Ilustración que no puede prescindir del dolor de quien ha de hacer memoria, un dolor que está por debajo de las formas aparentemente felices de la neurosis o de la psicosis. La transferencia en Freud funciona de otra manera. La enfermedad del neurótico sólo hace inevitable la memoria, y el afán de liberación del propio enfermo, a condición de que sea consciente del dolor a través de los síntomas; el analista no debe sufrir sino proyectar serenidad. Ya podemos ver cómo Freud ha invertido una Ilustración en la que el ilósofo, por el contrario, es el hombre herido por la vida de los demás y proyecta su inquietud sobre ellos. Mas tan pronto imaginamos que ese dolor no es compartido por los demás, el ilósofo se convierte en un aguaiestas. De hecho desea hacer sentir a los demás su dolor especíico, fruto del horror que le produce ponerse en situación de vivir como sus felices contemporáneos. El dolor de cierta mimesis imaginaria, eso es lo que valora el ilósofo como insoportable y le fuerza a extender la Ilustración. Pero esa mimesis de la imaginación no impone reciprocidad. Los presos son felices y cantan. Hay algo parecido en la Ilustración radical de Agamben. La descripción de la situación habitual del presente como campo de concentración nazi choca con las mismas evidencias que Kant y Platón tenían a la mano e ignoraron: los presos de la caverna, de la ciudad y del mercado mundial, por lo que parece, no son especialmente desdichados. ¿Cómo se puede organizar para ellos un mensaje de liberación? ¿Acaso no sería más efectivo que el ilósofo se liberara del dolor que únicamente él siente cuando interpreta la vida de otros como dolorosa? ¿No sería ésta la verdadera empresa de Ilustración, que el ilósofo se aclarase a sí mismo sobre su propio dolor y dejara en paz al mundo? ¿No sería bueno privar a la Ilustración de sus premisas gnósticas? Me temo que las alternativas son demasiado fáciles. Y quizá aclararse sobre ello sea la inevitable y necesaria ilustración. Hans Blumenberg, que ha recordado la historia completa del mito de la caverna, y que ha

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denunciado tantas exégesis de oídas sobre el mismo, ha dejado sin uso, en su monumental comentario, el punto inal del texto platónico. Me reiero a ese momento en que el ilósofo regresa desde la luz hasta las sombras de las cavernas y entabla un diálogo con los encadenados. Entonces nos dice Platón que el ilósofo no será experto en dialogar con los encadenados acerca de las sombras, ni siquiera podrá orientarse entre ellas, y hará el ridículo por no ser capaz de identiicarlas. Platón dice: “¿No movería a risa y no obligaría a decir que precisamente por haber salido fuera de la caverna había perdido la vista y que, por tanto, era contraproducente intentar salir de la caverna?” En suma: el ilósofo habría perdido la capacidad de adaptación al mundo de las apariencias en que viven sus paisanos. La Ilustración, el viaje a la luz, implicaría una catástrofe comunicativa. El diagnóstico de la Ilustración parece lastrado por esta falta de vista. ¿Por qué se empeña el ilósofo en describir como una prisión un estado que no es doloroso, sino agradable a quienes lo viven? La metáfora misma sobre la que se levanta la Ilustración es así fácilmente impugnada. La protesta de Kant ante los menores de edad hubiera merecido esta respuesta de todos, tutelados y tutores: ¿por qué no nos deja en paz con nuestros cantos de alabanza a Dios y con nuestras seguridades? ¿Acaso no es usted suicientemente ilustrado para saber lo que somos? Y si lo sabe, ¿por qué no nos deja en paz? ¿No tenemos bastante con estar condenados a esta existencia. ¿Por qué nos quiere culpabilizar porque seamos felices en estos márgenes? El dilema es radical. Si el ilósofo es suiciente sabio acerca de lo real, debería saber que ciertas cosas no se pueden cambiar; si es feliz siendo lo que llama ilustrado, debería sentirse satisfecho con eso, pero no intentar imponer su forma de ser feliz a los demás. ¿A qué viene el escándalo? 2. Unas pocas zonas iluminadas. Kant sabía lo suiciente acerca del ser humano. El escueto comentario que podemos leer nada más empezar a recorrer su trabajo Was ist Aufklärung, enuncia estas conocidas palabras: “Es ist so bequem, unmündig zu sein!”143 Ciertamente, es cómodo ser inmaduro. Un heredero de Kant podría decir que actualmente lo sabemos quizá mejor que en ninguna otra época; hoy, cuando a la inmadurez no se le piden contrapartidas de ningún tipo y todo está organizado para la tutela, cuando la civilización se acredita en aminorar las consecuencias 143

Kant, WW. XI, 53.

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inexorables de la inmadurez humana y no en superarla sino explotarla económicamente y mantenerla como consumo. Hoy, cuando esa forma de tutela se ha hecho tan evidente y tan general que ha corrompido hasta la propia noción de ilosofía en favor de las éticas aplicadas, y cosas así, recetarios para menores de edad; cuando se da por supuesto que todo discurso práctico se ha convertido en un discurso experto de los administradores. Quien, con las armas del caballero Kant, quisiera hoy poner las manos en el proyecto de la emancipación humana no sólo necesitaría romper el tabú de hablar del dolor. Ante todo tendría que dar la batalla contraria: luchar contra el prestigio de la comodidad. Quizá por ello Kant, en todas sus grandes obras, emprendió la batalla contra la felicidad, una batalla que, por cierto, le ha merecido las peores acusaciones e improperios de inactualidad por parte de quienes creen que todavía necesitamos reforzar el hedonismo. Cuando nos sentimos confusos ante tanta protección sentimental, no podemos sino agradecer el gesto reseco de Kant, ese hablar que no cede a los sentimientos. Pero el problema sigue intacto, si no agravado en la actualidad. Mientras tanto ya no sabemos qué sería la madurez ni la mayoría de edad. Así que Kant puso nombre a las dimensiones subjetivas de los encadenados platónicos y así se explicó su goce: pereza, desde luego. Esto lo había sabido Platón, cuando recordó la fuerza de la costumbre, los efectos inerciales de los hábitos de los presos, la adaptación del cuello y los brazos a los grilletes y de los ojos a las circunstancias apropiadas del claroscuro y de las sombras. La pereza es la base subjetiva de la comodidad, algo que se dice más pronto que se comprende, ya que sus raíces antropológicas necesitan todavía de la iluminación correspondiente. E incluso puede que existan raíces más lejanas que las antropológicas, un principio de repetición y de automatismo perceptible como pulsión, pero que viene de más allá de nosotros, quizá de la vida en nosotros, y puede que de esa estructura económica cósmica que se aferra a las soluciones que una vez han tenido éxito, una repetición que va más allá de la historia humana, como ya saben los actuales discípulos de Nietzsche. En todo caso, Kant ha sabido del ser humano lo suiciente. A él le ha dedicado atención en su Antropología desde un punto de vista pragmático. Como es natural, al aludir a la comodidad, Kant no ha podido eludir las metáforas que, de forma insistente, relacionan el estar encerrados y la

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pereza. Cuando se intenta registrar un concepto kantiano para deinir estos escenarios, obtenemos el de egoísmo. Sin duda, podría ser traducido en sus rasgos centrales al concepto de narcisismo secundario de Freud. La prestación básica del concepto consiste en propiciar un Denkungsart que viene caracterizado por Kant como aquel que “encierra” (befassend) el mundo entero en sí mismo (die ganze Welt in seinem Selbst)144. Este proceso de reducción, de ocuparse con el propio Sí mismo, es visto por Kant como un destino. Sin duda, opera más allá de la conciencia. Kant ha percibido que va más allá de la aprehensión, de las operaciones intelectuales y del pensamiento, porque apunta y tiene sus raíces más allá de la fase en que el niño dice “yo”. Hay por tanto un narcisismo del yo y otro que va más allá de éste. Con esa observación inicia su Antropología: los seres humanos se sienten meramente a sí mismos antes de pensarse a sí mismos. Antes de decir “yo” hay una pulsión que siente “sí mismo”. En una frase que todavía debería dar mucho que pensar, Kant dice: “desde el día en que el ser humano comienza a hablar a través del Yo (durch Ich zu sprechen), lleva a presencia allí donde puede su amado Sí mismo (sein geliebtes Selbst). El Ich, con su aprehensión, no hace sino sacar a la luz y conciencia su amado Selbst. La relexión y la aprehensión no parecen sino una forma de responder al Selbst, de llevarlo a presencia, y no parecieran tener otra energía de base que una cierta forma de amor a sí. Con resignación digna de ser recordada en otros contextos, Kant ha sugerido que “la explicación de este fenómeno podría resultarle bastante difícil al antropólogo”. Kant ha sido el primero en reconocer que las diicultades de la anámnesis son más profundas de lo que Platón pensaba. Y sin embargo, no ha extraído las consecuencias que tal aspecto encierra para su noción de Ilustración. Hablando de los infantes, Kant ha sabido que la criatura infantil nos parece dominada por la Unschuld y la Offenheit, por la inocencia y franqueza, pero realmente esta es una interpretación propia de quienes valoran con estas palabras el hecho de que una criatura se confíe plenamente a manos del arbitrio de otro (welches einschmeichelnd sich des andern Willkür gänzlich überlässt). Por este motivo se le concede al niño toda una edad de juego (Spielzeit), cuyo fundamento último reside en que el educador vuelve a gozar una vez más del placer de ser niño. Esta complicidad entre el tutor y el tutelado, esta mimesis de un principio de placer 144

WW. XII, 411. Para lo que sigue, 408 y 407.

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entregado a su propio disfrute, sea en el tutor o en el menor, revela de repente la estructura de los obstáculos de la Ilustración. Sin duda, para que exista Ilustración en algún momento se deberá acabar este tiempo de juego. ¿Pero se acaba de verdad? Todavía escuchamos las ruidosas protestas de Nietzsche contra esta posibilidad. Y sin embargo, ni siquiera aquí obtenemos la base misma del egoísmo. Las bases del amor a sí mismo, del tiempo del juego, de la apertura inocente y la franqueza que inclina a entregarnos en manos de otro, los placeres comunes al educador y al niño atravesados por el juego, aun siendo la piedra rocosa del recuerdo, no son el origen. El destino se juega más allá del recuerdo, más allá del Ich, de la aprehensión y el hablar. Se hunde en ese tiempo en que el Selbst se siente, y no se piensa, en un amor ciego y no traído a la luz. “El recuerdo de sus años infantiles no alcanza ni mucho menos hasta este tiempo: porque este no es el tiempo de la experiencia, sino el tiempo de las percepciones meramente dispersas todavía no reunidas bajo el concepto de Objeto”145. La apertura, la franqueza, la Offenheit, está relacionada con el estado de dispersión en que se encuentra el Selbst, y su opacidad estructural al recuerdo está relacionada con el hecho de que el tiempo recordable sólo se organiza sobre un mundo de objetos, no de pulsiones abiertas y percepciones inconexas. El juego y su tiempo cierra esa apertura y organiza esas percepciones mediante el aprendizaje del yo, pero sepulta en el olvido el proceso mismo de formación. El Selbst deviene Ich mediante esta apertura y entrega franca y completa a otro —la identiicación de Freud, o la formación del fantasma en Lacan. Por tanto, la constitución del sujeto se realiza en las formas mismas de la dependencia y la comodidad, unas que llenan de satisfacción al educador ilustrado porque le permiten volver a ser un niño. Luego, y de forma extraña, esa dependencia constitutiva ha de ser abandonada por el imperativo de la Ilustración, uno que de repente dice: deja de jugar. En la minoría de edad nos constituimos mediante un complejo sistema de dependencias y así dejamos atrás la edad del olvido, y la Ilustración quiere que, frente a este proceso, luego operemos en sentido contrario a nuestra propia constitución. Esto es algo más que una diicultad para el antropólogo. Es una diicultad para el ser humano. Todo lo que podemos recordar son sistemas de dependencias que dejan atrás el tiempo secreto en que el yo todavía no es. La Ilustración nos pide 145

WW. XII, 408.

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la prestación paradójica de que conozcamos esto claramente y que, al mismo tiempo, clausuremos ese proceso en algo que ella misma llama mayoría de edad. Ahora se percibe por qué Rousseau puso el inicio de la Ilustración en sus instantes gozosos, en una variación más de estos juegos interiores que jamás se pueden hacer comunes. Por lo menos no era contradictorio con la vida interior, no era traumática ni constituía una ruptura: era más bien una culminación extática. Todo el tratado kantiano de la Antropología pone de maniiesto la paradoja que ya la Crítica de la razón pura desvelaba en otro plano, al defender la doctrina de la prioridad del sentido y de la experiencia externos sobre sus análogos internos. Que en ese proceso de llegar desde el “geliebtes Selbst” hasta “durch Ich zu sprechen” nos aclaramos mucho más acerca de las cosas que acerca de nosotros mismos. Que es mucho más fácil organizar el espacio que organizar el tiempo. Es una paradoja: el sujeto encerrado en sus propios juegos, “encerrando en el propio Sí mismo el mundo entero” acabó teniendo mundo exterior. El amor a sus propias percepciones, sucesos psíquicos, juegos, la relevancia dada a sus propias vivencias, acaba generando un orden y una experiencia, pero acerca de las cosas externas. Queriéndose a sí mismo, se gana un mundo y se llega incluso a olvidar el Selbst. Entre el Selbst y el Ich hay una pérdida absoluta, pero también una cierta ganancia de mundo y no hace falta ser Lacan para adivinarla. En todo caso es un camino que se debe hacer a través de dependencias e identiicaciones con otros. Como hemos visto, esto se debe a que siempre hay un tiempo subjetivo anterior al tiempo de la experiencia, o a que el tiempo de la experiencia es ante todo el de la experiencia externa, el que sólo puede hallarse incorporándose al tiempo de otros. Así, el tiempo organizado sepulta un tiempo desorganizado entregado a un querido sí mismo ciego, más franco y abierto, pero que no viene a la luz. Kant ha llamado “oscuras” a estas representaciones que están más allá del tiempo de la experiencia. Ahora debemos prestar atención a su forma de deinirlas. Pues, en el fondo, Kant las caracterizas como aquellas cuyo tiempo de existencia es distinto al tiempo de conciencia. Hay representaciones que no son conscientes, pero existen. Ser representado no es ser percibido. Esto no supone airmar que tenemos representaciones inconscientes. A pesar de todo, parece una contradicción. No lo es. Es

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una cosa bien sencilla. El tiempo de la existencia de una representación no es el tiempo de la aprehensión consciente de la misma. Eso lo sabemos porque tenemos conciencia mediata de una representación alojada en un tiempo ya pasado respecto al momento en que tenemos conciencia de ella. Sucede continuamente, y no solo en esas zonas del Selbst sepultadas por la aprehensión, sino en los hábitos que forma la imaginación para organizar la propia dinámica, ese juego de representaciones a mitad de camino entre lo plenamente inconsciente y la consciente, la lexibilidad de los métodos de variación de representaciones destinados a la adquisición de orden temporal. De ahí que “el espíritu por sí mismo y sin llamarlos” se deje arrastrar por esos juegos de una imaginación que crea sin propósito. Entonces dice Kant que los principios del pensar no van por delante, “sino que siguen detrás”. Esto le parece “una inversión del orden natural en la facultad del conocer”. Pero en realidad, es más bien una insistencia en los procesos psíquicos continuos que anteceden a la experiencia de objetos. Así que introducimos la noción de relexión y de orden inverso, pero solo porque ya damos por formada la capacidad de conocer. Los juegos de la imaginación amenazan con una recaída constante y hacen regresar al sujeto a un estado anterior al orden de las percepciones conscientes, como si no hubiera llegado todavía a conigurar su entendimiento. La madurez de la subjetividad no elimina aquel automatismo productivo de la imaginación que hizo necesaria la disciplina de la relexión. En realidad, siempre va detrás de ella y en cierto modo sólo le impone un frágil limite. Esta operatividad propia de la imaginación la ha llamado Kant una Krankheit des Gemüts146. Sin embargo, no conviene dramatizar. En cierto modo Kant dice que esto sucede siempre que uno se queda anclado en ese gusto de “contar muchas cosas sobre experiencias interiores”. La imaginación crea sin propósito y a nosotros nos gusta dar cuenta luego de lo que hemos vivido interiormente. Este viaje de exploración sólo puede llevar a las costas de Anticyra, al umbral de la casa de salud, otra institución donde los internados, a pesar de dolor que producen en el observador, son felices. Nada tiene de excepcional esa enfermedad: sólo experimenta el recuerdo de lo que fue sentido desde el juego indisciplinado de la imaginación. Eso es lo mismo que dar cuenta de forma mediata de representaciones de las que no fuimos inmediatamente conscientes. Esto sucede continuamente, 146

WW. XII, 416.

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cuando el yo lógico que relexiona lo hace sobre un Sí mismo objeto de un sentido interno que ya está en otro tiempo. La primera es la conciencia de la apercepción y es un modelo claro en el camino de decir yo. La segunda es una conciencia de aprehensión empírica, y de las representaciones internas que tienen su existencia en otro tiempo. Esto es por naturaleza oscuro147. Y sucede de forma común y continua. La enfermedad del espíritu tiene más asegurada su universalidad que la Ilustración. 3. Oscuridad que genera oscuridad. Con extrema consecuencia, Kant ha dicho: “So ist das Feld dunkler Vorstellungen das grösste im Menschen”148. En efecto, el campo de las representaciones oscuras es el mayor en el ser humano. Es una lástima que nuestro autor no haya relacionado esta oscuridad con aquello que queda sepultado más allá de la experiencia. Pues de esta manera no ha podido considerar hasta qué punto mucho de aquel geliebtes Selbst que no fue traído a Vorschein a través el lenguaje propio del Ich sigue operando. A veces se diría que ese proceso de apercepción no dejara restos, pero sabemos que no es así. Sin embargo, en las primeras páginas de su libro, Kant ha mostrado una inquietud no menor. Así ha dicho que aquel campo, el más extenso en el ser humano, sólo se puede percibir en su parte pasiva (passiven Teile). Esta parte pasiva ha quedado caracterizada como juego de sensaciones (Spiel der Empindungen). Este juego de sensaciones, en todo momento de la vida, nos retrotae continuamente a este escenario anterior a la experiencia de objetos y, desde luego, anterior a la experiencia de nuestro propio Ich. De esta manera, Kant dice: “gleichsam auf der grossen Karte unseres Gemüts nur wenig Stellen illuminiert sind”149. Tener en cuenta esta frase, impone representar de golpe los obstáculos de la Ilustración exclusivamente por falta de luz acerca del mapa de lo que deseamos conocer. En realidad, Kant no ha sido muy optimista sobre la capacidad de observarse a sí mismo. Y ante todo porque es muy difícil controlar aquel juego de las sensaciones y el gusto de acariciarlas y de vivir con ellas y amarlas. Al hablar de esto, Kant ha llegado a decir que con frecuencia somos el Yo de cada uno, el juguete (Spiel) de esas dunkeler Vorstellungen. Como en la representación romántica del ser humano como un autómata, Kant ha dotado a esas representaciones casi de una voluntad propia. En cierto Nota 5 a WW. XII, 417. WW. XII, 419. 149 WW. XII, 418. Para el párrafo que sigue, 420. 147

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modo ha hablado de un interés “beliebte oder unbeliebte Gegenstände in Schatten zu stellen”. Aquí tenemos la base ontológica de los encadenados a la caverna y descubrimos su interés en proyectar sombras. No sólo es que hay un fondo, el beliebte Selsbt, más allá de toda experiencia, en esa oscuridad a la que no llega el recuerdo. Es que en la vida adulta hay un interés para dejar más allá de la luz, en las sombras, determinados objetos. Lo decisivo es que estos objetos están sobrecargados de afectos, como el propio Selbst, y que esta sobrecarga es amor o odio. Tal sobrecarga escapa a nuestra propia voluntad y, lo que es más importante, a nuestra propia capacidad de iluminación, de tal manera que nuestro entendimiento, dice Kant, no logra liberarse (vermag nicht zu retten) de su inlujo. El carácter exhortativo de la Ilustración tiene que hacer frente a un claro interés afectivo antiilustrado. La consecuencia, que ya destacó Max Scheler en un escrito memorable, es que el ser humano que se observa se deja llevar por sus ilusiones (Täuschungen), a pesar de que sabe que son tales. Estas representaciones oscuras, así, no “quieren desaparecer, aunque el entendimiento las ilumine (nicht verschwinden wollen, wenn sie gleich der Verstand beleuchtet). Lo más sorprendente de todo es que Kant ha entregado este campo de relexión, hostil a la Ilustración, a la physiologische Anthropologie, y no a la antropología pragmática. Ahora bien, ésta trata de aquellas estrategias por las que el Yo se abre a otros y a un mundo cosmopolita. La antropología isiológica muestra, por el contrario, las diicultades del Yo consigo mismo y los obstáculos a ir más allá del Sí mismo. Si la antropología pragmática promueve la empresa de la Ilustración, la isiológica muestras las diicultades de todo ser humano para aclararse a sí mismo. Sorprende por ello que Kant no haya recogido todos los obstáculos a la Ilustración, pero desde las noticias que nos da la antropología isiológica parece obvio que se necesitaría un milagro para realizarla. De hecho, a un cierto milagro apela Kant cuando dice: el hecho de que sólo unos lugares de nuestro mapa estén iluminados, aclarados, ilustrados “puede infundirnos admiración” (Bewunderung) sobre nuestra propia esencia: pues entonces sólo un poder superior podría decir: hágase la luz, y sin nuestra mínima intervención aparecería algo así como medio mundo ante nuestros ojos”. Luego, Kant habla del telescopio y del microscopio, y todo sugiere que se lamenta por no disponer de estos instrumentos para iluminarnos a nosotros mismos.

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Todas estas relexiones se pueden excluir de la Antropología pragmática, pero con esta exclusión ganamos poco. Cuando Kant analiza estos mismos temas (en Antropología, §7), dice que esta observación no pertenece propiamente a la Antropología (Diese Anmerkung gehört eigentlich nicht zur Anthropologie). Nada de reconocer los obstáculos a la Ilustración. La antropología no funciona sin un poco de ceguera. Podemos tener en cuenta sólo las experiencias ordenadas y no las descarriadas. También podemos taparnos los ojos. La experiencia del ser humano nos dice que el descarrío es lo más frecuente. “El conocimiento del hombre por medio de la experiencia interna [...] es de gran importancia”. Y tanta. ¿Cómo, si no, podría cumplirse la divisa ilustrada de aclararse acerca de uno mismo. Pero Kant ha añadido, con razón, que “es de una diicultad acaso mayor que el juzgar rectamente sobre los demás”. Esto es debido a que, al observarse uno a sí mismo “introduce cosas extrañas en la conciencia de sí mismo”150. Y esto se hace posible porque la existencia de la representación ya está en otro tiempo, en el pasado, y queda sepultado en lo profundo de su alma (Tiefen seiner Seele)151. De nuevo, las representaciones oscuras. Más difícil conocerse que conocer el mundo y a otros. Esto es inevitable y constituye la condición humana. La empresa ilustrada entonces nos aparece como si implicase la actuación de una instancia trascendente a la condición humana. Entonces se nos presenta en toda su excepcionalidad. Sin embargo, todavía hay algo más. Kant ha reconocido que el autoengaño es constitutivo del ser humano. Citando a Swift ha dicho que “es menester darle a la ballena un tonel para jugar a in de salvar el barco”152. Con todas sus letras: “la Naturaleza ha implantado sabiamente en el ser humano la inclinación —Hang— a dejarse ilusionar con placer —sich gerne täuschen zu lassen”. Este es el motivo de la comedia de la vida civilizada, de las falsas apariencias de la virtud del decoro y la cortesía, tan lejanas del cinismo para Kant, por las que continúan operando los experimentos de la lexibilidad del juego, propios de la vida infantil, pero ahora ya en la vida adulta. Al margen de esto, al sentido interno le es intrínseca la ilusión. Esta propensión a “engañarse a sí mismo” a veces es el único camino para 150

WW. XII, 431. WW. XII, 457. 152 WW. XII, 443. 151

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entretenerse y para escapar de la bajeza de las representaciones sensibles153. Lo más decisivo es que ese camino se llama “soñar despierto” y que sus placeres los ha aprendido el ser humano en sueños. Aquí habla el discípulo de Rousseau y evoca los instantes gozosos que ya vimos originarios de su experiencia ilosóica. Ahora bien, coherente hasta en las autocensuras, este elemento de las ilusiones, junto con el sueño, también es dejado por Kant al cuidado de la antropología isiológica. En todo caso, hay algo decisivo aquí que al menos se atreve a decir el ilósofo. Y es que este embotamiento del tiempo del sueño tiene su economía. De hecho, es una necesidad para el que quiera dejar de prestar atención a sus propios sucesos isiológicos en estado de vigilia, y así pueda relacionarse con el mundo exterior de manera tal que no sienta los propios estímulos y acontecimientos del sentir interior. Podría hablarse de una división de trabajo regulada por la compensación. Así que el dormir profundo es una “recolección de las fuerzas renovadas de las sensaciones externas, con lo que el ser humano se ve en el mundo como un recién nacido”154. Tenemos pues que la condición para una mirada clara sobre el mundo y percibirlo de forma adecuada, el dormir, es también el despertar de la zona oscura del alma para gozar de esos éxtasis de la ilusión que es el soñar. Parece que Rousseau simplemente se confundió de franja horaria. Por eso, cuando la ensoñación se produce en la vela genera esa especial forma de estupor en la que el ser humano “queda paralizado durante algunos momentos en el uso de los sentidos externos”. Vemos así que las diicultades para con la Ilustración tienen sus raíces isiológicas en un ser (Wesen) que causa admiración, desde luego, pero por su dimensión contradictoria. El ser humano ha usado el sueño con prestaciones funcionales contrarias: percibir mejor y dejarse llevar por las ensoñaciones. Esa admiración de Kant es, pues, una confesión de cierta impotencia. No hay forma de avanzar en la percepción del mundo sin dejarnos embaucar por los instantes gozosos de la ensoñación. Sin duda, en este punto podemos apreciar en toda su importancia la institución del gusto estético, del sentido común, un placer perceptivo que sin embargo puede ser tan fuerte como para neutralizar la ensoñación propiamente dicha. De ahí la funcionalidad perceptiva del gusto estético y su génesis en la formación 153 154

WW. XII, 457. WW. XII, 463.

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del sentido común. En todo caso, se trata de placer, y la pregunta concreta que Kant plantea es por qué a veces triunfa la ensoñación al estilo Rousseau y cómo escapar a estas ilusiones con las que el ser humano se engaña hasta la locura. Se concentran las diicultades de la Ilustración reunidas en eso que se ha llamado la caverna del romanticismo. Pero aquí Kant es decepcionante. Sencillamente dice que no se puede escapar por medio de representaciones racionales, y que estas no pueden nada contra las pegajosas sensaciones internas. Entonces, en un consejo más bien misterioso, se nos dice que se trata de “hacer retornar al ser humano al mundo exterior”. Eso lo entendemos. Dejar atrás la enfermedad es despertar. Salir de la caverna. ¿Pero cómo se hace? ¿Dónde está la puerta? La conclusión es muy clara: no tenemos claridad acerca de nosotros mismos, desde luego. Además muy poderosas fuerzas de nuestro Selbst se resisten al entendimiento y a su luz. Y lo peor es que el propio entendimiento no es sino resultado de reglar esas mismas fuerzas que siguen con su juego oculto y sus intereses afectivos incluso una vez que el entendimiento está formado, amenazando siempre con la regresión. Y todavía peor: si queremos dar cuenta de estas fuerzas, y las espiamos, si provocamos sus juegos para observarlas mejor (éste fue el error supremo de las variaciones libres de Husserl, que ha tenido como resultado reivindicar el mundo de las virtualidades, el preferido de la imaginación), si aspiramos a relatar una historia interna del curso involutario de sus pensamientos y sentimientos (innere Geschichte des unwillkürlichen Laufs seiner Gedanken und Gefühle), como intentó Rousseau con sus ensoñaciones, entonces no vamos sino camino derecho a la locura, con su incapacidad de conceder peso adecuado a estos accidentes de nuestra psique. Así que la antropología isiológica se empeña en hacer complicada la antropología pragmática de una manera que Kant no ha deseado investigar. Con ello, la admirable realidad de nuestra esencia se empeña en diicultar la empresa de la Ilustración, hasta donde sabemos de ella. El resultado más normal de la vida psíquica del ser humano concreto será este: la inclinación a concederle una extremada importancia a esas “Kopfverrungen” y considerarlas vinculadas de algún modo a la trascendencia, justo porque se produjeron “onhe unser Zutun”. De nuevo, la escena de los instantes gozosos de Rousseau. Sin duda, se trata de quimeras, pero en las que ponemos todo el amor y todo el odio.

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Entonces sólo hay dos opciones para la subjetividad, dos caminos errados que Kant ha escrito con todas sus letras: “Illuminatism oder Terrorism”155. Parece que ahora rozamos los escenarios ilusorios de la communio tal y como los vimos en el capítulo anterior. Le faltó decir a Kant que incluso era posible recorrer los dos caminos a la vez, como pronto los discípulos revolucionarios de Rousseau mostrarían. Así llegamos al punto de reconocer los verdaderos estados de cosas que sugieren el fracaso de la Ilustración. La oscuridad originaria del ser humano acerca de sí mismo no se detiene en el origen. Esto se explica por otra pulsión que opera mucho antes de que la Ilustración intervenga. Incluso podemos suponer que opera de forma tanto más intensa cuanto menos se ha iniciado la iluminación. Se trata de la pulsión de comunicación, que incluso actúa en el ser humano solitario, como recuerda Kant en Ideas para una historia universal. Cuando explica esta pulsión sólo puede decir que el móvil de esa inclinación no puede ser otro que el de “dar a conocer la propia existencia por doquier”156. Con ello, el ser humano, antes de hacer un uso público de la razón, hace sencillamente uso expresivo del lenguaje con la inalidad inmediata de dar a conocer su existencia, que no es sino oscuridad. Es lo que hace el niño, en esa edad en que le dejamos que juegue. Con ello, la comunicación expande la oscuridad. De ahí que los casos extremos, los niños y los dementes —sugiere Kant— simbolizan la condición humana. Son oscuridad que genera oscuridad. La Ilustración, cuando sabe todo esto, se convierte en una empresa titánica. Tiene que corregir un curso de cosas que no parece tener in o, mejor, crece incluso más y más de prisa que la iluminación. 4. Comodidad. Vemos que Kant ha reconocido en la Antropología desde un punto de vista pragmático muchas inclinaciones contrarias a su proyecto ilustrado. Sin embargo, estos obstáculos no han salido a la luz en los comentarios escolares sobre Kant, que repiten una y otra vez el texto kantiano como si dijera algo preciso. Un efecto de ello ha sido reprimir las noticias de esas diicultades. Una consecuencia ha consistido en subvalorar la pulsión de comodidad. Aquí Kant la llama Gemächlichkeit, una inclinación a hacer lo ya hecho o principio de repetición, no siempre controlable, que afecta al parecer también al programa de autoairmación 155 156

WW. XII, 415. En la traducción citada de editorial Tecnos, 58 nota.

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ilustrada. ¡Es tan cómodo para el ilustrado ser ilustrado!, podríamos decir. Por lo demás, estas inclinaciones se potencian entre sí y por ello ha podido decir Kant que esta comodidad es muy engañosa (sehr betrügerisch)157. Tenemos así inclinaciones al autoengaño muy cómodas y placenteras; e inclinaciones a la comodidad, muy engañosas. En realidad, todas éstas son otras tantas formas de perder el tiempo, de matarlo o de llenarlo, o en todo caso de vencerlo. Algo de esto suponemos cuando recordamos que el geliebtes Selbst está más allá del tiempo. Surge entonces la sospecha de que el tiempo, en el fondo, se nos presentaría como un cierto territorio vacío y por eso insoportable, algo que tendríamos que rellenar con representaciones cuales sean. Ahora bien, toda Ilustración pretende un orden del tiempo. ¿Cómo reprimir entonces la sospecha acerca de su valor real cuando lo que buscamos de verdad, lo que queremos hacer presente, está más allá del tiempo? Los obstáculos para la Ilustración, como vemos, se amontonan. Ante ella queda la divisa secreta, ‘atrévete a saber’, a usar el entendimiento propio. ¿Pero estamos seguros de que se puede vencer? En el artículo de 1784 dedicado al tópico, sin embargo, parece que Kant no haya medido el verdadero alcance de las diicultades. La descripción que hace Kant de la comodidad nos retrata a todos sin contemplaciones, pero no es sino una variación de la insistencia platónica en las condiciones inerciales del cuerpo. Sin embargo, en Kant, esos lastres caracterizan la condición del ánimo que debía liberarnos de esas mismas tendencias. Así, la estrategia platónica es cortocircuitada tan pronto el alma racional desaparece como sujeto verdadero de todo el proceso del recuerdo. En el mito de la caverna todo estaba diseñado para identiicar a los soistas que mueven los rutilantes juegos de sombras. Kant actualiza los sistemas de autoridad. Una actualización más bien mínima, por cuanto el esquema es plenamente estoico. Así, Kant despliega las autoridades que se ocupan de la fysis, el logos y la conciencia moral, los sujetos que tutelan la minoría de edad, mediante la organización social del sujeto con sus médicos, sus enciclopedias y sus sacerdotes. Por un instante parece que escuchamos a Panecio, lo cual no es de extrañar, ya que Kant, en esta época de 1784, está releyendo los Oicios de Cicerón para contestar a Garve158. Una enciclopedia cosiicada que transmite el saber sin que 157

WW. XII, 443. En efecto, sabemos que Kant deseaba contestar el libro de Garve sobre Observaciones ilosóicas y ensayos acerca de los libros sobre los deberes de Cicerón, editado en 1783. El libro 158

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ejerzamos el entendimiento; un director espiritual que sustituye mi conciencia moral y dicta lo que debo hacer; un médico que me prescribe una dieta sin que yo ejerza mi criterio acerca de lo que me sienta bien o no: ésta es la comodidad que en nuestra época ha llegado a identiicarse con la biopolítica. ¡Es tan cómodo dejarse administrar por los poderes de la biiopolítica!, diría Kant. Podríamos ampliar los ejemplos, desde luego, y llevarlos a la comodidad en la educación de los hijos o en la averiguación del derecho: es más cómodo considerar que ya lo tenemos de antemano y un buen abogado nos lo reintegrará, que luchar políticamente para conigurarlo de modo universal. Lo que denuncia la especial variación que la comodidad sufre en la época burguesa es la condición de posibilidad de la misma: basta con que se pueda pagar. (Wenn ich nur bezhalen kann...). Pagar es sin embargo el gesto económico externo que nos permite seguir nuestro juego preferido con las representaciones internas, esa oscuridad que genera oscuridad. Blumenberg ha señalado que una gran doctrina platónica está ausente del mito de la caverna. En efecto, en ningún momento aparece en el relato referencia alguna a la anámnesis. Sin embargo, el mito de la caverna no es la última palabra de Platón. Incluso todo el cuento está diseñado para mostrar la necesidad de mediaciones entre los encadenados y el ilósofo. La moraleja del relato de la caverna reside en que, sin tales mediaciones, el enfrentamiento radical entre el encadenado y el ilósofo repetiría la experiencia mortal de Sócrates. La anamnesis ofrecería esa mediación. Como el analista de Freud, el ilósofo exhortaría a recordar. Lo que el ilósofo quiere descubrir al encadenado no es una realidad exclusiva del hombre sabio, sino algo que alienta en el fondo de su propio olvido. El encadenado ha de poner algo de su parte para librarse de sus cadenas: el esfuerzo de hacer memoria. Pero si lo hace descubrirá la igualdad ontológica de las almas y su plena capacidad de contemplación de las ideas. Es curioso que Platón, sin embargo, no haya apreciado la necesidad del dolor para la memoria, con lo que no ha encajado las piezas completas de su relato. El camino de la paideia, en este sentido, aunque una mediación, no es el más persuasivo, porque Platón da por descontado que produce plaen cierto modo era una revisión particular del libro de S. Pufendorf, De los deberes del hombre y del ciudadano según la ley natural en dos libros, igualmente basado en Cicerón. Cf. M. Kühn, 391ss. De esa revisión de Los Oicios surge la Grundlegung kantiana, verdadera crítica radical de la comprensión estamental de la dignidad humana.

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cer. Pero placer por placer, resulta más cómodo y seguro el que tenemos con las imágenes, o con el mercado. ¿Por qué, a in de cuentas, se tendría que recordar cuando es tan cómodo este presente perpetuo entregado a las imágenes nuevas, amañadas, preparadas, placenteras o brillantes que nunca han de faltar? El fallo del programa platónico se aprecia en la tesis de Kant porque él ha demostrado que recordar sigue siempre en el ámbito de las representaciones oscuras y no lleva a la luz. El esfuerzo kantiano brota de otra fuente y surge directamente de la previsión estoica y averroísta de que todos participamos en el entendimiento, en el logos. Esta participación substituye la necesidad de la anámnesis por el dinamismo propio del intelecto con su estructura a priori, pero nos deja en el mismo sitio. Al parecer, el logos está a nuestra disposición, pero puede ser inhibido, tanto como la memoria platónica, mediante la imaginación, la ensoñación, las asociaciones placenteras de los recuerdos. Sin embargo, tengo la impresión de que la clave de Kant reside en esto: mientras que el recuerdo platónico debe ser animado por las preguntas oportunas del que sabe, el uso de la razón puede ser inhibido por un acto propio e interno. Uno, Platón, se centra en lo externo, en el sistema de autoridad propio de quien ya hace las preguntas, el amo al esclavo; mientras el otro, Kant, ya opera en una época en que esto no es posible, porque todo depende de la autonomía inal del sujeto. Ciertas preguntas, parece suponer Kant, son internas al uso de la inteligencia. Se presentan de forma natural, salvo que se inhiban desde la propia razón. Al introducir el estoicismo de la razón, Kant ha comenzado a pensar de otra manera en los encadenados. Aquí tenemos la diferencia decisiva. En tanto que seres racionales, el uso de la razón es una inclinación más, junto con las disposiciones hemos expuesto de naturaleza isiológica. Como toda inclinación, no puede ser reprimida por otra, sino que sólo se desactivará desde la inhibición. Esta última es justamente la que tiene que ser explicada. Todo el mundo comprende la comodidad, pero es mucho más difícil penetrar la relación entre la comodidad y la inhibición de la inteligencia. ¿Qué tendría que ver una con otra? Está aquí en juego la sospecha de un autoritarismo que no procede de donde suponemos, una especie de autoritarismo interno que inhibiera con la misma eicacia y coacción con que las preguntas del sabio, en el caso platónico, debían ser atendidas. Por eso Kant tuvo que ir más allá de

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Platón y añadir a la pereza y la comodidad otra dimensión capaz de explicar el estado de inmadurez que surge de la inhibición de la razón. Y así dijo: no sólo comodidad, no solo pereza (Faulheit) sino también Feigheit. Se suele traducir esta palabra por cobardía159. Una de las injusticias de la hermenéutica reside en concederle trascendental importancia semántica a las rebuscadas palabras de Heidegger y pasar por alto las sencillas palabras de Kant, vertidas en expresiones coloquiales. Así una ilosofía carga de patetismo un asunto, mientras otra lo comenta como un asunto de ilisteos burgueses. Cobardía es una palabra que cualquiera entiende. Es algo parecido a lo que hacen los perros cuando se van con el rabo entre las piernas. De hecho ahí tiene su origen, en la palabra coe, cola. Coart en el viejo francés sería el que vuelve la cola y huye. Los inmaduros son unos cobardes. Esto es sencillo y deinitivo. Pero Feigheit no es el que huye ante algo ajeno. Kant no ha querido decir eso. Esta palabra signiica algo completamente diferente. En su origen germánico, feigi era aquel que se encontraba cercano a la muerte, destinado a ella y debía enfrentarla sin ayuda del dios de la guerra. Era pues un estado lleno de agitación, miedo y angustia. Lutero empleó el adjetivo en su traducción de la Biblia para identiicar esos estados de horror que frecuentaban los ieles del Dios de Israel. Así pasó a signiicar en el siglo xViii una situación subjetiva de angustia (Angst), pero de la que elimina toda capacidad de actuar, que paraliza, deja sin ánimo o lo disminuye, que en todo caso debilita e inhibe. Por eso se consideraba equivalente al estado de Mutlosigkeit y de Unheil. Como sabemos, este sustantivo quiere decir tanto carencia de salud como de salvación y vincularlo a la falta de ánimo es la última huella de un pueblo que hizo del paraíso el ingreso valeroso en el Walhala. Recordemos que Lutero había identiicado el estado de salvación como aquel dominado por la certeza de fe. El que siente miedo no tiene certeza160. Kant conoce bien el signiicado de la palabra Feigheit cuando habla “de falta de resolución y valor para servirse del entendimiento propio”. Es un defecto de militancia. A in de cuentas, este parece un desenlace lógico. Kant, que había considerado la razón como una dimensión natural del hombre, debía pensar que sólo algo parecido a un estado enfermizo imposibilitaría su uso. 159 Cf. R. Rodríguez Aramayo, Qué es la ilustración, Madrid, Alianza, 2002, p. 83. Cf. A. Lastra, Defensa de la Ilustración, Barcelona, Alba, 1996, p. 63. 160 Cf. Ethimologischen Wörterbuch des Deutschen, Akademie Verlag, I, 333.

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Eso era la cobardía. Mientras las pulsiones hacia la oscuridad y el autoengaño fueran compensadas por la valentía de usar la razón, el ser humano podría participar de la empresa de la Ilustración, aunque la ingente productividad de la oscuridad le hiciera perder toda ilusión de una época ilustrada cercana. Así que la comodidad y la pereza no eran la clave. Al contrario, explicaban la necesidad de la Ilustración. ¿Para quién, si no para quien vive en la oscuridad, sería necesaria la luz? No, lo decisivo es la angustia, ese miedo que debilitaba anímicamente, que impide el uso de disposiciones naturales. Eso debe ser superado de alguna manera. Dado que retiraba las fuerzas anímicas desde dentro, a partir de la autoridad imponente de una muerte sin salvación, el miedo sólo podía ser disuelto desde fuera: mediante la cómoda tutela. El estado de encadenados se explicaba en la Academia por una dependencia anímica, fruto del tabú de recordar. Más allá de Platón, Kant vio esa comodidad como un síntoma. Esa pereza, esa dependencia externa, era una cortina de humo del miedo y de la angustia que paralizaba y desanimaba. Pero de forma positiva, se tenía la percepción de que lo verdaderamente deseado estaba más allá del tiempo, de que éste en el fondo estaba vacío y de que para acariciar lo amado, el Sí mismo, era mejor la oscuridad de los juegos de la imaginación. El tiempo y las experiencias no ofrecían sino muerte. Eso produce miedo y ese miedo es el que anudaba cadenas alrededor del conocimiento (que sólo trae noticias tristes) y reclamaba los placeres de los juegos de sombras para ocultarlo. Ese miedo inhibe la relexión (que sólo produce más tiempo y vacío), genera la comodidad y la pereza y ambos reclaman una tutela gustosamente aceptada, la inmadurez. Esta es la tesis básica de Kant161. La cual debía simbolizar la imagen, tras sus ventanas, de los presos eufóricamente cantando para matar el tiempo con himnos de alabanzas, y que día tras día le impedían al ilósofo concentrarse en sus relexiones. Al in y al cabo, ellos también, de forma autoritaria, se imponían el tabú de no pensar ni relexionar en su larga condena. ¿Para qué pensar cuando se está preso? ¿Para qué multiplicar el tiempo con su duplicación relexiva? Sólo sepultando el tiempo podían ser felices. ¿Pero cobardía ante quién, ante qué, en comparación con quién? ¿Se retrocedía meramente ante el esfuerzo? Esa era la consecuencia superi161 “Pereza y cobardía son las causas merced a las cuales tantos hombres continúan siendo con gusto menores de edad durante toda su vida” (XI, 53).

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cial de la pereza. Antes que percibir el esfuerzo como una pesada losa, estaba la parálisis, la falta de fuerzas, el desánimo, el rechazo de la actividad. Nada de ese esfuerzo ingente de relexión parecía ofrecer algo valioso. Plantearse este razonamiento, sólo eso, ya daba miedo. ¿Qué había en este uso del logos que diera miedo? Ese es el punto. Feigheit no tiene sentido sin realidades que aterrorizan. En el caso de la tradición se identiicaba sobre todo el miedo a la muerte sin dios. Pero en realidad hay otra cosa: en Anthropologie (§12) se dice que existe una “Anekelung seiner eigenen Existenz”162. Ese asco o repugnancia frente a la propia existencia surge de tener presente “die Leerheit des Gemüts an Empindungen, zu denen es unaufhörlich streibt”. Es difícil traducir esa frase. Pero el asco de la propia existencia tiene que ver con el vacío del ánimo respecto de ciertas sensaciones a las que aspira de manera continua. Ese vacío no es otro que la forma misma del tiempo puro, la forma misma de la experiencia interna, la forma misma del logos sensible, que de ser forma trascendental pasaba a ser para el ánimo una condena, el fastidio del tiempo. En el tiempo aspiramos a ciertas sensaciones de forma continua, pero jamás se cumple esta promesa. Ahí el ánimo permanece vacío. Podemos matar ese vacío mediante este exceso de ocupación que llamamos trabajo (Arbeit) y así podemos alejar aquel asco (jenen Ekel vertreiben), pero un peso equivalente a aquel asco se presenta pronto, y con él un sentimiento sumamente pesado (ein höchst widriges Gefühl). Se trata de la inadecuación entre el trabajo y lo que deseábamos conseguir. Sin duda, todo esto sucede porque se mantienen intactos los afectos que nos vinculan a nuestros engaños, porque mediante ellos rozamos nuestro amado ‘Sí mismo’. Eso es lo que queríamos alcanzar y lo que no logramos obtener. Pero si mantenemos los engaños y juegos es porque, al rozar ese querido Sí mismo, nos colocamos fuera del tiempo, como si de repente estuviéramos en un instante que conecta con la eternidad, con lo ya cumplido, como aquello que identiicamos con el inal de todas las promesas, como instantes gozosos. Una mirada ilustrada mostraría que no es así, que esos goces son también elementos temporales en la conciencia, que no nos dan lo que queremos. Pero hay aquí un diálogo de sordos. “Mira, tu goce es pasajero”, dice la conciencia. Pero el Sí mismo situado más allá del tiempo, sonríe y responde que eso es lo que la conciencia 162

WW. XII, 443. Ahí mismo para lo que sigue.

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cree, pero que él sigue existiendo y gozando mientras la conciencia está ausente. El trabajo, la ley, la virtud, la experiencia, la vida en el tiempo, con todas sus provisionalidades, tendrían que esbozar programas capaces de superar el asco y el tedio y a la vez engañar al Sí mismo engañador. Pero la inclinación de engañar al engañador mismo en nosotros (Aber den Betrüger in uns selbst, die Neigung zu betrügen), este acto, curiosamente no es llamado por Kant a su vez engaño (Betrug) sino una inocente ilusión de nuestro Sí mismo (schuldlose Täuschung unserer Selbst). En ese diálogo de sordos entre el Yo y el Sí mismo los dos se acusan de ser ilusorios. Sólo tras abandonar esta inocente ilusión se podría regresar “a la obediencia bajo la ley de la virtud” (zum Gehorsam unter das Gesetz der Tugend). ¿Qué queda entonces de la Ilustración, sino el discurso exhortatorio a conigurar la virtud para eliminar la ilusión? Parte de esa virtud es entonces esgrimir una retórica que habla de la necesidad de eliminar la cobardía. ¿Pero no será entonces esa virtud otra ilusión más? ¿Era eso lo que veía la inteligencia de verdad, su carácter ilusorio, lo que debía ser ocultado, sepultado con el placer de la comodidad de las imágenes y las fantasías? Ahí estaba el problema. Algo de lo que ve la propia inteligencia desactivaba el uso de la inteligencia, producía asco, generaba un tabú interno, y hundía a los hombres en la comodidad como forma de escapar al dilema del asco y del cansancio. En suma, hay algo en la inteligencia humana que se niega a sí misma, el contacto con una dimensión que rápidamente bloquea su uso, y eso para evitar que ciertos sentimientos de tedio, aburrimiento y desdicha nos dominen. Esta es la paradoja básica de Kant, una que encierra como en un secreto todas las paradojas de su noción de naturaleza humana, que no puede teorizar ni el tedio ni el esfuerzo sin límites. Pues él había visto con claridad el desajuste, el desnivel entre la constitución física y la moral del ser humano163. Hemos visto que se trata del desajuste entre la antropología isiológica y la pragmática. Ahora vemos el desajuste entre Ich y Selbst. La intuición que atraviesa nuestra percepción de la humanidad, y que nos deja perplejos, ya es la perplejidad de Kant: he ahí a seres humanos mayores de edad física, adultos según la naturaleza, y menores de edad desde el punto de vista intelectual y moral. Adulto en cuerpo para caminar por sí mis163 “Nachem sie die Natur längst von fremder Leitung frei gresprochen (naturaliter maiorennes), dennoch gerne zeitlebens unmündig bleiben”.

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mo, el ser humano no es adulto para dirigirse por sí mismo a lo largo de ese camino. En los sueños, en la pulsión de repetición, en la comodidad, siempre es un niño. La naturalidad de la razón no parecía a in de cuentas “tan natural”. Kant ofrecía aquí una reforma de los estoicos. No existía ese cerrado paralelismo entre la Physis, el ethos y el logos. Respecto a este paralelismo, y su coherencia, la naturaleza nos había dejado a mitad. Ajustar estas tres dimensiones de la vida humana (el cuerpo maduro, el entendimiento adecuado, el sentido moral oportuno) no es a su vez fruto de la naturaleza. Ver claro en todo esto puede producir una pulsión aún mayor por la oscuridad de la caverna, llevarnos a un rápido regreso a ella para aliviar la tensión. Una vez que sabemos el duro trabajo que nos ofrece la virtud y la experiencia, bien pudiera ser legítimo sumergirnos en la ensoñación. La otra opción era buscar el goce de lo común. ¡Pero es tan difícil buscarlo de nuevo cada vez! En todo caso, Kant parece no querer recurrir a ese elemento. Desde luego, esto es fatal para su pedagogía. Así, al decidir entre el engaño de las pulsiones y la ilusión de la virtud y el Logos, el destino del ser humano no parece muy alentador. Llamar a una cosa engaño y a otra inocente ilusión no parece muy relevante ni muy justiicado. ¿Por qué no pensar en la necesidad humana del autoengaño, sencillamente? En todo caso, no parece que la ilusión de la virtud pueda ser un ideal cualitativo frente al autoengaño, sino una variación de lo mismo. En todo caso, el proyecto de síntesis que es la vida humana ha de ser manipulado y cerrado por el propio ser humano. Carente de unidad per se, parece que cualquier proceder para cerrarla será bienvenido, sea el de elevarse a in en sí objetivo o el de amoldarse al mercado y la alteridad, el de luchar o el de ceder, el de engañarse o el de ilusionarse. Parece que cerrar el tiempo del ser humano es un proyecto extranatural, desde luego, pero no contranatural. En realidad, nada de lo que haga el ser humano se opone al ser humano. Y así, la posibilidad de una metanorma que establezca la preferencia objetiva entre la norma moral y la Ilustración, por un lado, y el juego de la oscuridad de las sugestiones de la caverna entregada a la imaginación, por otro, no parece posible. Cada uno, aseguraba Freud, alcanza el nivel de Ilustración adecuado a su umbral de neurosis. Aquí, la crítica no siempre ha sido lúcida. Además de los tabúes que cada uno levanta contra la tarea de pensar, por cobardía, la crítica ha ten-

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dido a culpar a los que promueven considerables esfuerzos para mantener a la gente en la minoría de edad, favoreciendo su comodidad. Aquí el acuerdo entre Platón y Kant es completo. Pero también con Epicuro. Todos ellos han esquivado la pregunta que propusimos como hipótesis: la de si no tendrá la anti-ilustración un mayor conocimiento de la naturaleza humana que los ilustrados. La alusión de la naturaleza obsesiva de la Ilustración, tan frecuente, hablaría de las bases patológicas de la supuesta normalidad. Por momentos, los autores ilustrados parecen reconocer que lo natural es ser anti-ilustrado. Platón había sugerido que una pléyade de charlatanes y soistas, tras los encadenados, los mantienen entretenidos proyectando sombras y estableciendo concursos para ver quién es mejor a la hora de interpretar historias o de prevenir secuencias. Si alguien los librara de las cadenas, no sentirían sino las molestias. Kant piensa lo mismo: quien quedara liberado, no podría saltar ni la más pequeña zanja con sus propias fuerzas. Donde Platón pone soistas, Kant, bajo el nombre más discreto de tutores, apunta a los sacerdotes. A in y al cabo estamos en el siglo xViii y, como dice Blumenberg, el templo hereda la aspiración de la caverna y el sacerdote recoge la herencia del soista. Ellos mantienen a la gente en la creencia de que el paso a una mayoría de edad es molesto y peligroso. Para ello, antes tienen que programar especíicamente el entontecimiento de las facultades. Ese retroceso de los hombres por debajo de las disposiciones naturales es su continua y metódica preocupación y lo hacen, curiosamente, como ya sabía Spinoza, animando sus imaginaciones, sus miedos, sus afectos, sus esperanzas, todo lo que ahora busca ese goce del Sí mismo. Pero como hemos visto, nadie opone resistencia a lo que de verdad quiere. Epicuro también había hablado de un contra-programa de emancipación del miedo. El supuesto era bloquear un programa más antiguo y fundado de legitimación de las fuerzas que hacen a los seres humanos asustadizos, incapaces y cobardes. Sacerdotes, laicos o no, saben más de la naturaleza humana que el ilustrado y quizá tienen una percepción más rigurosa de lo inevitable. Ellos tampoco producen nada nuevo. Sencillamente, organizan sentimientos y logran una economía de pulsiones. Pero ¿qué pasaba con la cobardía, esa merma de aliento producido por uno mismo? ¿Y el miedo y el asco a la existencia? ¿Formaban parte de las producciones del engaño o de la misma naturaleza? Esta indecisión es insuperable y ninguna

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relexión llegará más lejos que el olvido de la propia pregunta. Al inal, lo más eicaz es la metáfora: darle toneles a la ballena para que juegue y no se produzca el naufragio del barco. ¿Hay algo más? El único problema es que el tonel parece a veces la ilusión moral. Hoy comenzamos a saber que la ballena también está dominada por el miedo al naufragio, y que a veces, cansada de jugar con los toneles, también se aleja de los abismos oceánicos para envarar y dejarse morir en una playa desnuda. 5. Valor y seguridad. Y sin embargo sigue habiendo diferencias que es necesario identiicar. Es verdad, la naturaleza no garantiza aquella síntesis adecuada de cuerpo, entendimiento y voluntad. El cuerpo está demasiado presto para la plenitud del ser humano, la sociedad sólo lo reconoce más tarde y la especie apenas nunca. En medio se abre ante nosotros aquello que está más allá de la naturaleza: el trabajo, el ensayo, el ejercicio, el tiempo, la historia. Usar los tropiezos para intimidar, amenazar, lanzar sospechas sobre las propias fuerzas, o bien para animar, tomar coraje, mostrar la posibilidad de vencer el dolor, o al menos no temerle: ésa es la diferencia entre el educador y el que nos tutela. Este aspira a que su tutela se mantenga, aquél a eliminarla. No es un goce común. En uno, el goce se distribuye en papeles sádicos y masoquistas; en otro, se trata del goce concrentrado en identiicaciones con objetos. Es la diferencia entre el sentido original del analista freudiano y el antiguo confesor, que usa la conciencia del pecado como elemento de la parálisis y para aumentar la dependencia, frente a ese analista en silencio, asistiendo al combate del ser humano que recuerda y que lucha por su fortaleza. Si se impone la dependencia, la historia queda eliminada en su posibilidad de proponer lo inédito. La apertura que signiicaba no tener una naturaleza cerrada, queda bloqueada. La disminución drástica de las fuerzas humanas logra un cierre, una segunda naturaleza, una humanidad cosiicada en relaciones de dependencia164. Y con ellas, el afecto, la querencia a la costumbre, la precisa sensación de seguridad que ofrece la pulsión de repetición, recogido todo ello en la sutil apreciación kantiana de que el tradicionalismo es proporcional a la carencia de la energía capaz de ensayar. Hay un placer en la repetición, en la dependencia, en esa posibilidad permanente de recurrir a las ijaciones de nuestra segunda naturaleza165. “Der ihm beinahe zu Natur gewordene Unmündigkeit”. WW. XI, 54. “Er hat sie sogar lieb gewonnen”. Lo decisivo es este “sie”. Kant viene de hablar de la inmadurez convertida en algo parecido a la naturaleza. Lo que produce afecto es justamente este 164 165

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Pero no sólo los sacerdotes, con sus miedos, con sus amenazas: también la tendencia del sistema social a las cosiicaciones, a la transmisión esclerotizada de los saberes, a la transformación de lo que una vez fue espíritu en un puro mecanismo, tal y como Weber hablará a principio de siglo sobre el diabólico artefacto del capitalismo. Kant ha introducido en sus argumentos aquellos razonamientos que el primer Herder popularizó acerca de la tendencia de la Ilustración a detener su energía en cerradas enciclopedias sin vida. Kant también sabe eso. Él ha incluido estas dimensiones sociales entre los elementos que mantienen presos a los encadenados. Él, en cierto modo, ha acompañado discretamente a esta época que inventa la diferencia entre el espíritu y la letra, entre el dinamismo y la cosiicación. Sabemos de qué lado estaba. “Estipulaciones y formulas, estas herramientas mecánicas de un abuso racional de los dones naturales [de la razón]”166. Esto es lo seguro. El uso verdadero de la razón implica un déicit de seguridad. Sólo el abuso de la razón aspira a la automática certeza del mecanismo. Así que no hay manera de eliminar el riesgo en el uso de la razón. Ya lo vimos al hablar de los goces comunes. Los tutores lo han sabido siempre. Ellos conocen bien la naturaleza humana también en este aspecto. Saben que lo que da miedo en ella, lo que inspira pavor en cada uno de los seres humanos, es su insuperable inseguridad, su inevitable angustia, su carencia de solidez. Por eso, Kant distingue entre uso y abuso, entre ser capaz de cargar con la inseguridad consciente y eliminarla de forma aparente con estipulaciones y mecanicismos. No todo es obsesivo de la misma manera. De ahí que exista una íntima ainidad entre el uso del entendimiento y el valor, el coraje. Usar el entendimiento supone aceptar un déicit de seguridad. Todo tabú reposa en una urgente necesidad de certezas, de irmezas, de estrategias repetibles. Aquí estamos ante estratos del ánimo que sólo pueden exponerse bien en términos nietzscheanos. De ahí la suprema diferencia entre el tabú y el deber. Este es concreto, siempre nuevo en cada caso. El tabú es lo que siempre retorna, porque está ahí cada vez que deseamos violarlo. Sin duda, todo esto es conocido. Pero no debemos olvidar sus problemas. Por supuesto, Kant no se ha limitado a decir que es preciso ser valiente. Sapere aude, ha dicho en su mejor divisa. Sin embargo, las preconjunto de cosiicaciones dependientes. 166 “Satzungen und Formeln, diese mechanische Werkzeuge eines […] vernünftigen Missbrauchs seiner Naturgaben” (WW. XI, 54).

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guntas pueden seguir. ¿Está en nuestra mano crear valor desde nosotros mismos? Si hay condiciones objetivas que hacen de la vida humana un territorio en el que el miedo es un efecto normal, entonces, ¿podemos decir que atenernos a esa búsqueda de seguridad es un relejo culpable? ¿Cuándo y cómo lo es? Y someternos a los medios únicos de los que podemos extraer cierta seguridad, ¿acaso no es un relejo natural, una suposición inevitable? ¿Está el valor a nuestra disposición? Esa culpabilidad de no atreverse con la inseguridad, sin duda, es un punto ciego en el argumento de Kant. Al igual que podemos tener coraje, pero no capacidad. ¿Cómo hacer que ambas cosas vayan juntas? ¿Qué armonía supone Kant en todo su argumento? De repente, Kant nos parece débil. Si la naturaleza humana está atravesada por la inseguridad, cualquier resultado es posible. Si la razón no hace sino aumentarla, justo ella, que es la que debería anularla, ¿cómo acusarnos de que busquemos otros medios compensatorios? La apertura humana permite tanto el cierre del mecanismo psíquico mediante el tabú, como el continuo ensayo, abierto a la incertidumbre continua de los más arrojados. ¿Se puede exigir esa valentía continua? ¿Nadie se cansa de ella? ¿Y sería inhumano cansarse? ¿Es un posible antropológico no sentir nunca pereza? Los dones naturales permiten el uso tanto como el abuso racional. Esto signiica: permiten mantener vivo el ensayo y el tiempo, pero también inexorablemente permiten cerrarlo. La apertura es una posibilidad, pero también y por eso lo es un cierre mecanicista, aunque implique la esclerosis de la razón. Al in y el cabo sabemos que es cuestión de tiempo que así sea. ¡El dispositivo cerebral es tan frágil! Kant no ha encarado todavía la paradoja central de la naturaleza humana: la de una apertura que no puede mantenerse abierta de forma continua. Y si esto es así: ¿qué decir entonces del miedo a una muerte sin sentido, del amuleto que nos pueda alejar de este pensamiento paralizante, o del cierre precipitado de la vida que conigura la dependencia y la ritualización. ¿Seguiremos hablando de culpa, o es más bien éste un resultado propio de un agente iscalizador que en el fondo sólo pide imposibles? Kant acepta el carácter inexorable del cierre de las posibilidades humanas. Nada más lejos de su ilosofía que una sospecha de ininitud, apertura continua y virtualidades disponibles. Eso no es el ser humano. La Ilustración no es una permanencia en la angustia ni en el gozo continuo de la diferencia,

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siempre renovada, hasta el extremo de arruinar toda posibilidad de saber si se trata de una diferencia o de una repetición. Como veremos, Kant también busca un cierre y una reconciliación con aquellos elementos que producen afecto por la repetición. En cierto modo, la insistencia es la estructura de la Ilustración. ¿Acaso no signiica esto también cierta esclerosis? ¿No signiicaba la más profunda aspiración de Kant el logro de un cierto automatismo moral? ¿Cuál es la diferencia entre el apego terco a los principios de autorrelexión, a la identiicación precisa de los motivos, al examen de los principios prácticos, por un lado, y ese otro ritual de fetiches, dependencias, identiicado, ahora sí, como muro ante el miedo? Alguien podría decir, precipitadamente, que la diferencia reside en que unos cierres vitales vienen de fuera y otros de dentro. Pero dejando al margen las metáforas espaciales de base, todo lo que venga de fuera debe ser aceptado desde algún movimiento de la voluntad, desde dentro. Si se alude a la libertad, ¿qué diferencia hay entre aceptar una norma y un hábito? ¿Acaso no hay que tener un hábito para aceptar una norma? Y aceptar una norma, ¿no lo produce? ¿Donde reside entonces la culpabilidad? Uno debe cerrarse a sí mismo, se dice, y se le llama autonomía. Esa es prueba de la dignidad. Pero, ¿no lo hacemos siempre? ¿No le otorgamos autoridad desde nosotros mismos a aquello de lo que dependemos? ¿Qué impulso, qué disposición natural seguimos cuando hacemos esto o lo otro? Finalmente, la cuestión podría anunciarse así: ¿Hemos de encontrar algún elemento en la naturaleza humana abierta que nos disponga al cierre antropológico que la Ilustración llama digno, y nos evite el cierre culpable? ¿Cómo diferenciarlos si los dos cierres proceden de nosotros y los hacemos desde dentro? 6. Kant se desvincula de Platón. Hemos olvidado precipitadamente que en los mismos meses que escribe Qué es la Ilustración, Kant se introduce en su texto fundamental La fundamentación de la metafísica de las costumbres. Sin éste sería difícil entender lo que Kant quiere decir en aquel opúsculo. Ya lo vimos en los análisis del capítulo anterior. El cierre del ser humano, leemos en la Fundamentación, ha de proceder de uno mismo como inteligencia racional sensible, del proyecto moral de tomarse como in en sí objetivo, de verse en la perspectiva del reino de los ines. ¿Pero cómo apoyar esto en la apertura de la naturaleza humana? ¿Sólo en su apertura? ¿Sólo en el carácter insufrible y angustioso de esa

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apertura? Mas si lo que queremos es salir de esa angustia, ¿dónde está la razón de la preferencia por un cierre autónomo desde nosotros mismos como seres racionales, y no desde la aceptación de la minoría de edad, la organización de un sistema de tabúes, y la asimilación del dictado de las autoridades, las tradiciones, los antecedentes? Buena parte del pensamiento de Odo Marquard procede de esta pregunta y su respuesta es la de un kantiano atravesado por la ‘skepsis’. ¿Acaso no tenemos comprensión para lo que nos aleja de la angustia, sea lo que fuere? Pero no podemos ir todavía por este camino. De hecho, la vinculación de la serie de artículos sobre la Ilustración con el libro de 1784, tan extraordinario, todavía constituye un problema. El cual, por cierto, debe resolverse en el contexto de lo que sabemos acerca de la Ilustración, no al contrario. Se trata de referir las complejas tesis de la Fundamentación a Qué es la Ilustración y no a la inversa. Por ahora, lo decisivo es mostrar el punto preciso en el que Kant se desvincula de Platón y, con él, de todos los idealistas. Como vimos, Platón en su mito está lanzándonos señales de la inoperancia de la paideia socrática. En cierto modo, él explica la muerte de Sócrates y hasta cierto punto la justiica. Sócrates muere porque no pone en práctica la verdadera paideia. Y no lo hace porque es incapaz de algo sencillo: habilitar la anámnesis adecuada mediante todas aquellas conversaciones con los paisanos. Sin embargo, esta nueva estrategia tenía serias implicaciones. No todos podían recordar lo mismo. Las almas tenían a sus espaldas experiencias diferentes de la percepción de las ideas. Los educadores no podían ir por ahí, como Sócrates, o como Don Quijote, quitando las cadenas a todo el mundo. El juego platónico se jugaba en la capacidad de identiicar aquellos que debían ser especialmente liberados. Desde luego, sólo debían ser desencadenados aquellos que podían recordar hasta el inal. Su recuerdo no podía ser parcial, fragmentario. Era el conjunto, el organismo sistemático de las ideas, aquel conocimiento que garantizaba no sólo el conocimiento del ser, sino aquello que estaba más allá del ser, la idea de bien. Una paideia completa debía garantizar el recuerdo completo, remontar tiempo arriba casi hasta el instante de la caída. Y esto sólo podían realizarlo los elegidos, ya en la Academia. Los liberados no quedaban en el terreno de nadie de la caverna. Eran arrancados de esa inmensa cueva que era la ciudad dominada por los soistas y trasladados a un espacio propio, directivo, donde habitan los que recuer-

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dan y contemplan el deber ser. Algún día, ésos serían los gobernantes de la ciudad…, mientras tanto, bastaba que alguien hubiera recordado hasta el inal, hasta la intuición de lo que está más allá del ser, para que éste transmitiera el sentido del recuerdo a los demás elegidos. ¿Depende Kant también de estos escenarios? Parece mala idea recordar la paideia completa platónica, inalizada en la idea del bien, para distanciarla de Kant, justo cuando acaba de llegar la Fundamentación a la deinición más precisa de deber que haya producido la ilosofía. Y sin embargo, aquí, donde tenía que emerger la convergencia mayor, operan las mayores distancias. Kant no tenía razón alguna para distinguir entre esta propuesta platónica y aquella otra que representaban los tutores de la humanidad. A ojos de un observador imparcial se trataba del mismo autoritarismo. La noción kantiana de deber ser, de lo que está más allá de la esencia, de lo que excede la naturaleza, no procede de una intuición mágica que caracteriza a algunos, a esos que deben dirigir a los directores, a los caudillos que conducen a los caudillos. Para Kant se debe suponer un acceso inmediato a la conciencia moral, como insiste Claudio La Rocca167. Hans Blumenberg ha recordado a este respecto la interpretación literal que Heidegger hace del mito de la caverna y las consecuencias políticas del mismo en el Discurso del Rectorado de 1933. Es curioso que el libertinaje ilológico de Heidegger aquí, como en otros sitios, se atenga a la literalidad de un espíritu arcaico de fuertes implicaciones existenciales.168 En todo caso, es muy signiicativa la transformación de la caverna como cueva de los cebados con imágenes, en aquellos que viven en la existencia inauténtica de la vida cotidiana del “Man”, y los vigilantes en la metáfora del pastor del ser que conoce la diferencia ontológica, diferencia que funda la existencia auténtica. Esta asume el papel de comparativo ontológico propio de las ideas, que antes permitía relacionar las copias con los arquetipos. El punto que diferencia para siempre esta línea continua de idealismo que va desde Platón a Heidegger, respecto de Kant, es que éste jamás legitima las diferencias entre los elegidos y sus cohortes de seguridad. Así no se organiza la diferencia. 167 Claudio La Rocca, “Conciencia moral y Gesinnung”, en el I Congreso Internacional de la Sekle (en prensa). 168 H. Blumenberg, Salidas de Caverna, p. 601: “La absolución general de todo libertinaje ilológico se vincula a un componente existencial, exponerse y disiparse uno mismo. Eso oicia de criterio de verdad en lugar de cualquier positividad”.

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La naturaleza humana, para Kant, en tanto abierta, no puede organizarse como copia de ningún arquetipo ni encarnarlo. La dimensión derivada y inita de su existencia lo impide. Estando determinado lo humano por las representaciones del espacio, el tiempo y la imaginación, indeinidas en sí mismas, abiertas como tales, el ser humano no puede cerrarse en una igura imitando modelo alguno. Ese cierre no se halla en aquellas coordenadas de la homogeneidad. La mimesis aquí no funciona sin transformación del signiicado del referente, que así pierde toda su arquetipicidad. La naturaleza humana no tiene representantes ejemplares. Cada uno debe cerrar su existencia elevándose a in en sí objetivo. Para esto no hay modelos. Si no lo hace, uno no puede justiicarse en el hecho de que sigue a un caudillo. No lo sigue. Siempre se sigue a sí mismo. Sencillamente, se acoge a lo que podemos llamar su “caudillo interior”, en una opción no menos libre. La idea de Kant a este respecto es que nadie puede dejar de recordar este deber, porque nadie puede eliminar completamente la inteligencia en sí169. Ya vimos que Kant aquí no siempre tiene en cuenta la diferencia entre inteligencia y ser racional. En tanto ser racional, cualquiera tiene esa noción de deber. Es fácil y sencillo hallarla. ¡Pero es tan difícil ser inteligencias racionales! En todo caso, para llegar a la razón parece que no necesitamos los viajes místicos de Platón y sus cegadoras intuiciones. Como se verá, no sabemos muy bien lo que necesitamos. Pero la pregunta sigue rondando: ¿y si mi inteligencia me dicta que sólo estoy en condiciones de hacer justo esto, aceptar una autoridad, porque comprendo que por mí mismo no llegaré nunca a ser racional? ¿Y si mi cobardía no me deja hacer otra cosa que, por decirlo con Foucault, aceptar se gobernado por otros? No es que renuncie a un plus de inteligencia, que en todo caso tengo, para entregarme a un tutor. Es que mi inteligencia me dicta que lo mejor que puedo hacer es justo esto. Otros podrán hacer otra cosa, pero yo no. Así podría razonar quien también creyera cumplir con el deber de ser racional de esta forma. ¿Y qué decirle a éste? El comparativo ontológico en el modelo de Kant, por tanto, está en la diferencia y en la decisión entre cerrar nuestra naturaleza mediante una dependencia interiorizada de la exterioridad o bien impulsar ese cierre 169 Kant ha luchado a favor de esta noción sencilla de deber como accesible a todo ser humano en el escrito dedicado a Refrán acerca de si lo que es verdadero en teoría también lo es en el práctica, y que aquí ya ha pasado a conocerse, por la traducción de R. R. Aramayo, como Teoría y Praxis, sobre todo en la primera parte del ensayo.

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por nosotros mismos. Gobierno de sí o gobierno de los otros. En ambos cosas, actuaría nuestra inteligencia y actuaríamos nosotros, pero de modo distinto. Un in en sí objetivo que se debe la realización a sí, o un in en sí subjetivo que espera que otro le consiga lo que desea. En este caso tendríamos el autoritarismo (el de otros y el de sí mismo, pues no hay uno sin otro), en el primero tendríamos la autonomía. La autonomía subjetiva se realizaría siempre en su aspecto formal, pero la vida material objetiva sería completamente diferente. La autonomía objetiva, sin embargo, no consiste en actuar desde nosotros mismos y desde nuestra inteligencia, sea cual sea su grado. Esto siempre ocurre. Lo auténtico y lo inauténtico se perilan mejor así: ser tú mismo todavía o dejarte regalar. La diferencia no procede de un modelo, sino de una decisión. Por lo demás, procede también de una actividad que genera actividad o de una pasividad que genera pasividad. Casi siempre, en estos aspectos, Kant está del lado de Spinoza. El cobarde entrega su conatus desde su conatus, para disminuir el juego de su inteligencia y de su coraje y no llegar a la razón. El valiente despliega su dinamismo inteligente en tanto que se ve como un in en sí objetivo que algún día acariciará la razón. Las reservas que ha mostrado Blumenberg, a la hora de analizar la interpretación que hace Max Weber del mito de la caverna platónico, tienen que ver quizá con el hecho de haber olvidado la dependencia weberiana respecto del universo kantiano170. Sin embargo, al no relacionar esta lectura de Weber con Kant, Blumenberg puede permitirse una maldad, que sería muy difícil invocar si se tuviera presente el espíritu del artículo kantiano sobre la Ilustración. En efecto, al mencionar la decisión del que se atreve a liberarse, Blumenberg, invocando la teoría weberiana del líder, dice que para ese ilustrado es “normal que tampoco le falten fuerzas para convertirse en caudillo y guía de los demás”171. El comentario cuadra me170 “Weber describe para empezar la situación de partida de los encadenados e imprime un giro al relato al abreviar una única frase: Hasta que uno de ellos logra cortar las cadenas, se da la vuelta y mira: el sol. Así que esto era todo. […...] Esta simpliicación deforma los rasgos más inos de la parábola, seguro, pero precisamente así resalta Weber de forma drástica lo que le parece esencial. La verdad es asunto de decisión, de un giro, de un paso, y con ello, de una vida; o mejor, por atenernos al lenguaje de la época que habla Weber y sus oyentes de entonces, de una vivencia”. Salidas de Caverna, 591-2. No estoy seguro de todo esto. La decisión no es una vivencia. Para Weber esta tenía elementos de irresponsabilidad especíicos, que naturalmente no estaban presentes en la decisión. Una pasión de verdad, más bien, es la que debemos poner en el fondo, una búsqueda que no puede sino hacerse con compañeros fraternales. 171 Blumenberg, Salidas de caverna, p. 591.

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jor en Heidegger, quien sin embargo apenas aceptaría el lenguaje antropocéntrico de la decisión. Y en ese rechazo del antropocentrismo es donde emerge el autoritarismo que Weber jamás se permitiría, porque el político por vocación no busca ser reconocido ni quiere forzar a serlo, y el cientíico ilustrado se atiene a la neutralidad valorativa y no pretende jamás usar a su favor el carisma de las realidades con las que juega y conoce. El universo de Weber obedece al pathos de la distancia. En cierto modo es materialista, no idealista. No sublima las dimensiones del carisma, sino que lo reduce a un sublime psíquico subjetivo que reconoce a iguales, a hermanos vinculados a experiencias íntimas comunes. El líder carismático de Weber no impone reconocimiento: sólo lo es si es reconocido como tal y sólo si se expone a dejar de serlo a cada instante. Si algo tiene claro este líder es que siempre pueden darle la patada en el culo. En todo caso, para nadie que haya defendido la sustancia moral de la Ilustración tiene sentido esta pequeña maldad. No lo tiene en Kant. Apostar por la inteligencia y por la valentía no implica disponer de fuerzas para ser un caudillo de nadie, sino para no secundar a nadie. Lo que se acabará deiniendo en Weber es un espacio en el que el caudillaje y la dependencia no pueden funcionar, por mucho que una inteligencia menos creativa verse así y atribuirse funciones de seguimiento. En todo caso, y de entrada, Kant anda lejos de los escenarios carismáticos. Al menos de entrada. La Ilustración no se hace en soledad, pero tampoco en una cohorte de seguidores. La posición de Kant, cuando volvemos al texto es muy clara: “De ahí que sean muy pocos aquellos que hayan conseguido por el propio trabajo de su espíritu desatarse de la inmadurez y caminar con un paso seguro”172. No es la primera vez que Kant, ahora por devolver la palabra a Weber, mencione el trabajo como la única actividad que separa de las cadenas. Antes había repetido el mismo verbo para el mismo objetivo: trabajar para salir de la inmadurez173. Por lo demás, la tesis es la misma: “De ahí que sea difícil, para cualquier hombre particular, trabajar para salir de una inmadurez convertida en casi una naturaleza”. Vemos con gusto, entonces, que la retórica de la culpabilidad no es la central en Kant, a pesar de todo. Damos por supuesto siempre que los seres humanos están ijados en posiciones adecuadas a su inteligencia 172 173

El alemán original dice: “durch eigene Bearbeitung ihres Geistes”. La expresión alemana utiliza el verbo herauszuarbeiten.

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y que desde ellos mismos no podrán sino apreciar la conveniencia de sus vidas. Kant comprende que el necesitado de Ilustración no sufre. Parece que tiene su propia dosis suiciente de Ilustración. Al contrario, parece un ser humano adaptado. La semejanza entre el platonismo y Kant reside en que para salir de la caverna no vale la personalidad socrática entregada a su propio daìmon particular. Un particular no puede salir por sí solo. La diferencia entre la paideia platónica y la Ilustración kantiana se concentra en que la primera debe ya suponer alguien que está fuera de la caverna. Kant no ha dicho tanto. Sin embargo, ha coniado en una acción propia de los penados y de los esclavos, en el trabajo. No es un azar porque, por primera vez en la historia, el pelagianismo de Kant le impulsa a airmar que son los mismos encadenados juntos quienes deben trabajar para salir de la caverna. Rasgo, desde luego, que será afín al momento de Ilustración política, eso que llamamos republicanismo, al coniar la emancipación a los propios dominados. Esta condición aumenta la improbabilidad de la Ilustración, pero es la única adecuada. Como también es afín al espíritu republicano el hecho de que esa gruta no tiene una puerta de salida que no sea de uno en uno. El trabajo de emancipación se hace en grupo o no se logra. El deber ser es siempre y por su naturaleza racional, no un misticismo personal, sino una forma de comportarse en la que siempre aparece el horizonte de alter. El trabajo es social. El deber, esto dice toda la fórmula del imperativo categórico, no se puede cumplir en soledad. En cierto modo, lo mejor de Hegel y de Freud está implícito en este Kant que asume sin patetismo que la Bearbeitung des Geistes no puede hacerse por parte de particulares solitarios. Entre trabajo y grupo hay la misma intimidad que entre grupo y espíritu. No hay trabajo sin espíritu, y no hay nada de ninguna de estas cosas si no es en grupo. No hay emancipación de la caverna para Kant si no se mantiene la relación entre estos tres elementos, grupo, trabajo, espíritu. Aquí no tenemos las ciénagas de una culpa que no sabe sino de abismos secretos. Inmediatamente lo dirá con la palabra apropiada: trabajo y espíritu, si han de tener efectos emancipatorios de la caverna, han de ser públicos. Con eso vemos una radical diferencia entre la ijación privada a un tutor, como pastor de mi alma, y la atención a un debate publico, donde me oriento por mi inteligencia, sea esta la que sea, pero sin dominio personal. La diferencia con el mito de la caverna es aquí radical. Son los mismos encadenados, sea cual sea el

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grado de su encadenamiento, sea cual sea el grado de su inmadurez, sea cual sea el grado de su inteligencia, los que se han de quitar las cadenas en el anonimato de una atención a lo que se dice en público. El proceso de Ilustración es relexivo. Y lo que es más complejo, no es un pastoreo dominador porque es un proceso de relexión pública. No hay aquí líderes, ni caudillos, ni alguien que se sitúa más allá del ser, en contacto místico con el deber ser. Los mismos encadenados deben aclararse a sí mismos en un proceso relexivo, público y compartido y ese, precisamente ese, es el deber y el sentido de ser in en sí objetivo. Pero, ¿y si cantan himnos estrepitosos y no pueden escuchar el debate público? Entonces sólo podemos esperar que el debate público los alcance. Ya se cansarán. Se supone que en algún momento escucharán, prestarán atención y hablarán. Entonces se supone que sentirán poco a poco su inteligencia, su valentía y podrán encarar el principio de realidad. Quizá en último extremo se dejen orientar por los afectos a la hora de seleccionar lo que escuchan. Pero han de escuchar atentamente varias voces y ser una de ellas. Esa es la condición de la falta de dominio del proceso. El texto de Kant lo dice con toda claridad. Tras mostrar la imposibilidad de que se emancipe cada uno por sí mismo en soledad: “Que un público se aclare a sí mismo, eso es más posible; pero si se le deja libertad, entonces es casi inevitable”174. No conviene olvidar las cautelas. El paso de la posibilidad a lo inevitable está marcado por una doble contingencia. Primero que haya libertad. Luego está el casi, algo que todavía debemos valorar. Es bien comprensible, porque donde hay libertad siempre existe el margen estructural de incertidumbre. Veamos entonces la escena: los mismos encadenados deben ilustrarse a sí mismos. Deben conigurar entre ellos un foro público y deben poseer la libertad de hablar —no de cantar canciones estrepitosas— para aclararse acerca de su estado y situación. ¿No pone Kant demasiadas condiciones encubiertas, al trazar este esquema casi espartaquista de emancipación? Si todas estas condiciones se cumplieran, ¿acaso no se habrían aclarado ya sobre la propia situación? ¿No serían ya ilustrados? ¿No estamos en un círculo? No. Se trata de una forma. No de un contenido. Si uno encuentra el camino para orientarse acerca de ser in en sí objetivo desde la mediación pública, entonces esa 174 Traduzco, pues no encuentro en las versiones la fuerza que le es propia. “Dass aber ein Publikum sich selbst aufkläre, ist eher möglich; ja es ist, wenn man ihm nur Freiheit lässt, beinahe unausbleiblich” (WW, XI, 54).

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mediación reclamará una elaboración adecuada a su inteligencia. Sea cual sea, en toda la amplia gama que va desde el grito al razonamiento. Si alguien recibe la noticia de ser in en sí desde la boca de un tutor, entonces por principio su inteligencia está ya por debajo de sus prestaciones y sólo llegará a ser in en sí subjetivo. 7. Es casi inevitable. Una inquietud semejante debía notar Kant acerca de su posición, cuando añadió una frase concesiva que ofrece sus razones para coniar en el público como espacio, como “ahí”, como lugar de Ilustración. Por eso, más allá de esa cláusula concesiva “Denn”, la frase nos permite explicar qué hay en ese espacio “Publikum” en el que tanto se confía. Como no podía ser de otra manera, ronda siempre la sombra de Platón, con sus iguras básicas. Lo que hay en Platón son tutores y encadenados. Esta es la estructura de la caverna. El espacio de lo público es otra cosa. Pero tampoco enteramente diferente. Kant dice que algunos de esos tutores se han liberado a sí mismos de sus tareas de control. Estas tareas habituales de control consisten en mantener a la gente en la dependencia mental. Pero los tutores, en algún momento, se han emancipado a sí mismos de esa función, se niegan a realizarla. Ignoramos cómo lo han conseguido y qué les ha llevado a ello. Ya no hablan en las sombras del gobierno pastoral, sino en la parresia de la luz pública. Esta transformación ha ocurrido en el pequeño espacio público de la Universidad. Entonces se elevan a pensadores independientes. Dejan de obedecer una tarea predeterminada y entonces se desprenden de su inmadurez. Cuando continuamos leyendo el texto de Kant, ya no sabemos muy bien si está rehaciendo el mito de la caverna de Platón y de la Academia, o criticando su previsión estatal. Pues estos tutores o guardianes ya no son ni los ieros defensores platónicos frente a los soistas, sino los probos funcionarios del Estado, los hombres que dirigen la escuela, obedientes en última instancia a un poder político. Así que la creación del espacio público supone un paso evolutivo más en la propia percepción de la burocracia estatal de las Universidades y Escuelas. Lo verosímil de este paso evolutivo es que el Estado reclama de esta burocracia una paideia elaborada, unos estudios, un título, una licencia. La previsión kantiana consiste en que esta formación misma prepara un paso más allá, la transformación de los funcionarios en pensadores independientes. Lo decisivo es que ese paso que ellos han dado en su trabajo corporativo, también han de enseñarlo a otros en el espacio público.

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Hay aquí una paradoja más. Los tutores mantienen a la gente en la dependencia mental. Esta función reclama saberes elaborados. No es un asunto fácil. Se necesita conocer las pulsiones básicas del género humano, su psicología, su miedo, su angustia, su debilidad, su inclinación a la pereza. Es inevitable que, quien llega a educarse hasta cierto punto para esa tarea directora, comience a pensar por sí mismo acerca de las condiciones básicas de la existencia humana. Así que los tutores, en un momento dado, deben a la vez seguir cumpliendo su función disciplinada y no cumpliéndola. Impulsados por su voluntad de liberarse de ser tutores, deben enseñar y tutelar en una última cosa: en extender en otros el paso que ellos mismos han dado hacia una relación de no-dominio. Desde la función de obedecer los códigos deben pasar a pensar por sí mismos. Esto que ellos han hecho, deben extenderlo a todo hombre. Para dejar de ser tutores no basta que ellos quieran dejar de serlo. Es necesario que los tutelados también dejen de ser dirigidos. Para ello es preciso poner en marcha una paideia que se niegue a sí misma como dominio. Los tutores se han aclarado a sí mismos, se han convertido en gente que piensa por sí misma, al margen de su misión burocrática o incluso para poder realizarla bien. Pero ahora deben enseñar a todos los demás a aclararse a sí mismos. Lo hicieron en una comprensión del espacio interno a la academia, en debates entre sus colegas, y ahora deben ampliar la forma de ese espacio a los discípulos. Parece que todo está previsto para ultimar una compensación, algo así como una venganza dirigida contra sí mismos: quienes han mantenido a la gente en la minoría de edad, deben pagar por ello, liberándose y liberándolos. Suponiendo que sea así, Kant no ha explicado todavía el asunto central: que los tutores se transformen en pensadores independientes. Sus evidencias sociales están a la mano, aunque ya hemos dicho que los discursos sobre la Ilustración suelen hablar poco de su propio presente. En todo caso, llegado a un punto, los cientíicos en sus discusiones académicas, los teólogos con sus críticas a la religión revelada, los pensadores políticos con sus teorías del contrato, todos los autores de la República de las Letras, publican pensamientos que van más allá de sus funciones concretas al servicio de un poder. Podemos prescindir de la historia de la Ilustración. Todos ellos, sin embargo, pueden ser descritos con suiciente realismo como encadenados a un poder burocrático y ministerial que no

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controlan. La coniguración de una república de las letras, en todo caso, es la evidencia sociológica que exime a Kant de la tarea de explicar la posibilidad del hecho decisivo. Es un faktum. En cierto modo es el mismo faktum de la razón que se divisa en la ciencia o el faktum de la libertad en la moral. Pero su condición funcionarial, esa condición estrictamente alemana, aunque luego devenga destino general, ¿acaso no complica las cosas? Claro que sí. Vayamos por partes. Así que la nueva enseñanza es sencillamente generalizar el proceso que se ha producido en el tutor al quedar convertido en pensador independiente: “extender en torno suyo el espíritu de una apreciación racional del propio valor y de la vocación de todo ser humano a pensar por sí mismo”175. Encontrar la forma en que eres un in en sí objetivo desde tu propio pensamiento y sentido de la valentía. No es preciso olvidar de nuevo la modestia. Estos tutores transformados, emancipados de sí mismos, en su último acto de servicio, no se convierten en héroes salvadores. Simplemente extienden “um sich”, a su alrededor, la vocación recién descubierta de pensar de manera independiente. Este gesto no está exento de peligros, como no lo estaba el gesto socrático de liberar a los encadenados sin cautelas ni precauciones. Ya sabemos que en el caso de Sócrates le costó un juicio injusto y una sentencia fatal. En el caso de Kant, la previsión es diferente, pero no menos peligrosa y difícil. Desde luego, la buena nueva de pensar por sí mismo no será escuchada por los encadenados. Alrededor del tutor convertido en emancipador es bastante previsible que crezca el griterío de los colegas tutores que viven cómodos en su poder, y que le exigen atenerse a su propio y antiguo papel, por el que cobran del Estado. Igual que la masa liberada prematuramente en la democracia ateniense exigió que Sócrates se atuviese a los viejos dioses, el entorno que rodea al tutor emancipado-emancipador le reclamará que se atenga al papel de funcionario que le presta su legitimidad, y que atienda sus necesidades de ofrecer comodidad y tutela. El primer clamor público no es de aplauso al emancipador. Sencillamente es exigirle que no moleste. La primera señal que llega de ese espacio interior de colegas funcionarios es de reserva, de protesta, de indignación, de cierre. Lo público se abre camino con diicultad. El tutor-emancipador ha de ir contra la 175 “…den Geist einer vernünftigen Schätzung des eigenen Werts und des Berufs jedes Menschen, selbst zu denken, um sich verbreiten werden” (WW, XI, 54).

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corriente. La maldad de que en el fondo aspira al dominio es contraintuitiva, pero eicaz. Su porvenir en este sentido queda muy comprometido. Los que estaban bajo el yugo entonan su particular “¡vivan las cadenas!”, elevan canciones en loor de Dios y exigen al tutor díscolo y emancipado atenerse a su función. Se le exige, y hay varias maneras de hacerlo, que mantenga el yugo que puso sobre sus discípulos, pero también que mantenga el yugo sobre su propia cerviz, el yugo de cumplir una tarea de control y disciplina en la que ya no cree. Y esto es lo que hará la mayoría de los que rodean al tutor-emancipador por una sencilla razón: él siempre estará en minoría. La mayoría la formarán los tutores que se atienen a su posición de dominación y poder. Con facilidad estos lanzarán a sus dominados contra este loco que pretende hacerles pensar por sí mismos. La primera previsión kantiana sobre la estructura que genera el espacio público es la guerra civil ideológica entre los tutores. O mejor: esa será la constatación más básica, signiicativa y relevante. Pues este enfrentamiento mortal entre tutores es también un faktum sociológico de la Ilustración. No es preciso esperar a Koselleck o a Schmitt para identiicar que también la estructura del espacio público ilustrado surge de la guerra amigo-enemigo. Kant lo sabía: “Pero aquí sucede algo particular: que el público, que hasta ahora había sido sometido por ellos bajo este yugo, los coaccionará después a permanecer bajo él, al ser instigado a esto por algunos de sus tutores incapaces por sí mismos de toda Ilustración”176. Hay tutores torbos, conspiradores e ineicaces. ¿O no lo sabíamos? Esta guerra civil ideológica entre tutores, en la que el tutor ilustrado estará más bien solo, es el precio a pagar por mantener prejuicios entre los seres humanos. Prejuicios e ilustración son dos caras de la misma moneda. Uno no puede existir sin la otra. Se trata de la consecuencia inevitable de un estado de minoría mental artiicial, programado, embrutecedor, lleno de miedos y de ansias, visto por otros que no lo siente tanto, o no así. El dato originario es la diferencia, y sin ella la humanidad no existe. Kant no ilumina la condición moral de aquellos tutores que son incapaces por sí mismos de toda ilustración. En realidad ellos no saben de sí de este modo. Los otros lo dicen. Así que Kant se limita a decir que esa guerra civil es la venganza [Rache] de aquella patología social no176 “Besonders ist hiebei: dass das Publikum, welches zuvor von ihnen unter dieses Joch gebracht worden, sie hernach selbst zwingt, darunter zu bleiben, wenn es von einigen seiner Vormünder, die selbst aller Aufklärung unfähig sind, dazu aufgewiegelt worden” (WW, XI, 54).

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ilustrada sobre la sociedad en su conjunto. Es también el precio que tienen que pagar los tutores-emancipadores por el pasado de su profesión y de su misión, algo así como la consecuencia de su culpa originaria. ¿Optimismo ilustrado? Kant sabe que no está en el mejor de los mundos posibles y que el mal acumulado por la dominación histórica de las conciencias no se limpiará de manera autoritaria. Desde ese momento, la conciencia moderna es una conciencia escindida. Identiicar al tutor autoritario, al que domina sin legitimidad no es difícil: el clamor que produzca ante la consigna de libertad de conciencia (¿por qué se habría de tener miedo a la libertad?) y de pensar por sí mismo lo delatará. Podemos proyectar sobre estos todas las posteriores reclamaciones de Nietzsche. Pero no es necesario. Gozan ejerciendo el poder de dominación mental de la gente, siendo sus directores espirituales, usurpando sus almas, devorando la médula anímica que sostiene la independencia. ¿Quién no ha visto sus ojos de águila, posarse sobre las almas débiles y decir para sus adentros: “eres mío, para siempre”? La pasión del dominio domina sus almas, como diría san Agustín. El yugo que lanzan sobre los demás cae también sobre su cerviz. Kant no insiste en estos escenarios de la miseria moral, tan tenebrosos que una conciencia liberal como la suya procura evadir. Solamente muestra que la batalla es inevitable. La consecuencia de esa guerra civil no es sin embargo fatal. La estructura de batalla no está reñida con la Ilustración y se olvida que la divisa “Sapere Aude” es la que igura en el escudo del caballero ilustrado, la que blasona sus armas. Simplemente, esa batalla lastra el tiempo de la victoria, de cuyo retraso no sabemos la causa. Puede ser sencillamente un contratiempo de la lucha o la clave de una estrategia de autocontrol. En todo caso, en medio de esta lucha entre tutores que reclaman enfrentados libertad y coacción, el resultado inevitable es este: “De ahí que un público sólo puede lograr la ilustración lentamente”177. Cierto: la Ilustración no es un proceso autoritario, inevitable. Es sólo casi inevitable. Es un escenario de batalla, antinómico, polémico, continuo. Pero el público no desaparece en la batalla. Es el lugar de la batalla. ¿Acaso no es esto mismo la propia Crítica de la razón? ¿Acaso no tiene ella que repetir continuamente su batalla, la que decide el destino de la metafísica como inclinación humana a dejarse se177 “Daher kann ein Publikum nur langsam zur Aufklärung gelangen” (WW, XI, 55).

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ducir por la apariencia? Un público no es una estructura vertical, sometida al dictado. Entonces sería una jerarquía y mantendría las dimensiones de tutela. Sólo es una administración de lo que cabe en un debate, en una lucha sin victoria inal, que sólo se rige por ese misterioso casi. Hay un optimismo que forma parte de la mentalidad autoritaria. Consiste en olvidar que hay condiciones antropológicas serias que ayudan y exigen ese cierre en minoría de edad de mucha gente: el miedo, la ansiedad, la angustia, la propia dimensión problemática y abierta de la naturaleza humana. Hay un optimismo que olvida esto y que le niega toda legitimidad a estas salidas. Este optimismo pone en la base del ser humano una naturaleza originaria buena, dispuesta a la acción tan pronto como se retiren las adiciones de la historia. Tal cosa se comprende de forma verosímil mediante una revolución limpiadora de prejuicios y de ídolos, mediante una desconstrucción romántica de la historia. Basta con destruir lo que la historia acumula como ganga para que brille la naturaleza humana originaria. Ignora este optimismo que entonces nos las veríamos, en un escenario agavado, con la misma naturaleza humana inacabada, abierta, en la lor de sus miedos y de sus angustias, de sus inseguridades y tormentos, dispuesta a cerrarse de otra manera todavía más externa y dependiente. Esta inquietud sería todavía más insoportable porque, en un grado avanzado de civilización, hay muchas más cosas que temer, más peligros que nos amenazan. En efecto, al temor y la desconianza que produce en esos escenarios la lucha del hombre con el hombre, hemos de añadir el miedo aumentado que produce el hombre que dispone de herramientas técnicas apropiadas. Ese optimismo que confía en la revolución o en la deconstrucción, y en lo que se hallará al inal del proceso, lo quiera o no lo quiera, deberá acudir al autoritarismo y al dominio de las mentes para ofrecer una solución inmediata a los ingentes miedos de los seres humanos, en esa hora ya carentes de las herramientas culturales adecuadas para vencerlos. Entonces, tras el momento de la destrucción revolucionaria, no brillará la naturaleza humana, sino un amplio vacío que exigirá una más intensa tutela. Unos prejuicios sustituirán a otros. No es un capricho. Será una necesidad de la gobernación. “Nuevos prejuicios, de igual manera que los antiguos, servirán como bridas de una gran multitud sin criterio”178. 178 “Neue Vorurteile werden, eben sowohl als die alten, zum Leitbande des gedankenlosen grossen Haufen dienen” (WW. XI, 55).

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Así que debemos sacudirnos la tentación de desear una victoria rápida en la lucha por la ilustración. Esa victoria, que no ha de ser sino lenta, es la única que cumple los ines previstos. Su condición es: mantener lo público, impedir la emergencia de la multitud sin criterio, mantenerse en el casi y no en lo inevitable. La salida de la revolución, la única adecuada a esa multitud, insiste Kant en un diagnóstico certero, sería la caída en un despotismo personal, de un gobierno despótico que ya no podrá controlar su opresión, generada por la codicia y por la ambición de dominio.179 No hay que confundir esa revolución con la batalla por la Ilustración180. Tal revolución abriría sin duda el escenario público, pero para la erección de nuevos ídolos entregados a los nuevos sacerdotes de la propaganda. No sería la victoria de la Ilustración, sino otro de sus obstáculos. Esta, dice Kant, sólo puede llegar por una transformación lenta de la forma de pensar de cada uno, una que capacite al ser humano, a cada ser humano, a elaborar y trabajar las zonas abiertas de su problemática naturaleza. El proceso ilustrado consiste en que cada uno se aclare sobre sí mismo. Esto no puede llevarlo a cabo sino relexionando sobre sí mismo. Ninguna revolución puede ejercer un dictado sobre ello. Diga lo que diga Foucault (y en su tercer abordaje del texto, en El gobierno de sí y de los otros, lo vio de forma clara), la estructura de la Ilustración no es revolucionaria. Esta es más bien un atajo genérico para un trabajo de otra índole. El problema antropológico no se resuelve mediante la gobernación de multitudes a través de prejuicios. La venganza histórica que espera tras esta solución será cada vez más intensa. La Ilustración, más bien un aclararse a sí mismo, es la verdadera respuesta a la abierta naturaleza humana, al esfuerzo por poner a la par la madurez de la estructura orgánica y corporal con la estructura mental y volitiva del ser humano. Foucault es más kantiano cuando habla del cuidado de sí. Kant estaría de acuerdo al menos en la base relexiva del proceso. Elevarse a sí mismo a in objetivo, sin embargo, no puede llevarse a cabo realmente más que respetando que todo otro lo haga. Sin duda, no es este un asunto de propaganda. 179 “Durch eine Revolution wird vielleicht wohl ein Abfall von persönlichen Despotism und gewinnsüchtiger oder herrschsüchtiger Bedrückung […] zu Stande kommen” (WW. XI, 55). Repárese en las cautelas de Kant: por una revolución bien podría seguirse una caída de un despotismo personal, de una opresión borracha de anehlos de ganancia o de poder. 180 Cf. mi oposicion a Foucault, en la introducción al vol. de Kant, En defensa de la Ilustración, cit.

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8. Acumulación de improbabilidades. La improbabilidad de la Ilustración depende primero del faktum de que unos tutores se emancipen de su papel, se rebelen de su tarea directiva, dejen de someter las conciencias a su criterio y cambien su consigna. Ya no dirán más “déjate llevar” o “confía en mí”, sino aclárate a ti mismo. Desde luego, tendrán que enfrentarse a los colegas tutores que le gritan: “¡irresponsable, no ves que llevarás la inquietud y el ansia a los que no pueden darse una respuesta¡”. Como es evidente, también tendrán que enfrentarse a las protestas de sus dirigidos que dirán: “Pago mis impuestos para que me dirijas, no para además tener que pensar por mí mismo”. Se requiere un espíritu animoso para entrar en esta pelea, desde luego. Pero sobre todo se requiere que haya pelea. La improbabilidad de la Ilustración aumenta porque cabe que la autoridad pertinente de la caverna, convertida en Estado, recuerde al tutor emancipado su papel de funcionario. A las voces de sus colegas y de sus dirigidos se añadirá la voz fría y rigurosa de la autoridad, que recordará al tutor-emancipado que es preciso atenerse a la función debida, no a su recién estrenada mirada emancipada. Pues inalmente, es un funcionario y está sometido en el ejercicio de su función a la cadena de mando y obediencia. Así que la transformación improbable del tutor todavía debe encontrar un ánimo decidido que no se arruga ante la batalla, y luego un espacio de libertad, concedido por la autoridad o conquistado por la valentía del tutor emancipado, en el que poder argumentar alrededor de las ventajas de pensar por uno mismo. Kant aquí ha operado con el uso más ingenuo de la retórica, el que esconde la verdadera potencia del arma que esgrime. Así que ha presentado sus exigencias como humildes e inofensivas. En una cultura que se había especializado en distinguir retóricamente los corderos de los lobos, este gesto es más bien estéril, como se puede comprobar en la historia que siguió a la irrupción de la Ilustración. Cuando Kant reclama la libertad como el espacio del público, hace depender de esta condición el destino de la Ilustración entera. Ahora bien, la batalla de la Ilustración es por el uso de la libertad de pensar y la decisión de pensar por sí mismo. En caso de victoria sería inevitable la destrucción de todas las estructuras sociales que implican dominio de la conciencia, autoritarismo y dependencia personal. En suma: se trata de la depuración de la estructura social hasta dejar en pie sólo una red continua de intercambios de servicios para la solución recíproca de necesidades. Esta depuración implicaría una extraor-

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dinaria disminución de las relaciones de poder en el seno de una sociedad. La previsión no nos habla de una revolución que induce de golpe a la caída de un único despotismo personal, sino de una lenta, plural y dispersa micro-revolución que induce la caída de miles de pequeños déspotas, no menos aincados en la usurpación de nuestro dinero y nuestro poder en todos los espacios de la vida social, espacios cuya pluralidad Kant no ha perdido de vista al reclamar un uso público de la razón “in allen Stücken”, en todos los terrenos. Si la libertad produce la Ilustración, y la Ilustración produce estos efectos, ¿qué signiica esta caracterización que hace de la libertad de pensar en el escenario público algo inofensivo? ¿No estábamos en una guerra civil ideológica? ¿Hay algo inofensivo en una guerra? ¿Entonces a qué viene llamar a esta libertad del uso público de la razón la más inofensiva entre todas? ¿Acaso esta consigna no pone en cuestión tarde o temprano todo el orden social? Como se ve, la retórica de Kant oculta aquí la fuerza y la eicacia, así como la gama de consecuencias de la Ilustración. Si algo es tan inofensivo, ¿a qué viene tanta lucha? ¿Cómo puede el destino de la humanidad depender de algo tan inofensivo? Aquí Kant opera como un viejo zorro ante la historia. Pero no es fácil que sea creído, porque la historia está llena de viejos zorros. Sin embargo, una vez más, Kant identiica los aliados, los hechos, el faktum histórico que da verosimilitud a su estrategia. No repara en que hacer depender el proyecto ilustrado de contingencias históricas debería implicar la conciencia de su improbabilidad. Al introducir esa condición histórica contingente en el argumento, no se aclara verdaderamente la naturaleza del proceso. Como un faktum, la suprema autoridad de un Estado despótico ha dicho: “razonad cuanto queráis, pero obedeced”. ¿Pero y si no lo dice? ¿Y si dice: ‘obedeced y no razonad’? La guerra civil ideológica supone algún tipo de armisticio para conformar al público. La contingencia no es cualquier cosa. Los tutores dependientes no llegan con frecuencia ni siquiera donde Federico II: el militar, el asesor iscal, el sacerdote, el médico, el abogado, todos dicen: obedece, ten fe, no razones por ti mismo. Lo que hace un poco probable la Ilustración de Kant es el sencillo hecho de que la suprema autoridad, el supremo tutor, por ciertas razones contingentes, habla de manera más avanzada que sus oiciales. Esta es la razón de que la época de la Ilustración pueda ser llamada el siglo de Federico181. 181 “In diesem Betracht ist dieses Zeitalter das Zeitalter der Aufklärung, oder das Jahrhundert Friederichs” (WW, XI, p. 59).

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No es un mero asunto de gentileza hacia el monarca lo que lleva a Kant a rendir ese homenaje. Es verdaderamente la sincera admiración hacia un monarca que es más liberal que sus funcionarios. Sólo porque existe este rey, puede Kant emplear su retórica. En realidad, viene a decir: el tutor-emancipado cumple al pie de la letra la orden de la autoridad superior. Es una paradoja, algo así como: obedece al tutor superior y piensa por ti mismo. Él tutor obedece, pero razona libremente. Por eso es inofensivo. Se atiene a la palabra de la autoridad. No rompe la cadena de mando. La divisa del rey ha abierto el campo de margen en el que jugaba una libertad inexistente. Aquel rey soltó un poco las cadenas y permitió la emergencia de los tutores-emancipados. En ese margen se instala la estrategia ilustrada. Cuando suponemos que la autoridad superior bien podría haber dicho simple y llanamente “obedeced en silencio”, nos damos cuenta de la contingencia. La Ilustración sería entonces improbable. Si hubiese dicho: “obedeced sólo tras razonar”, la Ilustración tendría todavía un margen más amplio de probabilidad. Pero, como es sabido, la autoridad en unos sitios dijo una cosa y en otros dijo otra, o una vez una cosa y otra vez otra. Eso afectó a la batalla de la Ilustración, como es natural. Sea como sea, el sentido kantiano de la Ilustración está determinado por el dictum de la autoridad y este hecho no parece demasiado pensado en Kant. Desde este punto de vista, la teoría kantiana es una captatio benevolentiae de la autoridad, una retórica para consolidar su débil voluntad a favor de la Ilustración. Esta es la diferencia entre el escrito que comentamos y la Grundlegung. Pues la Grundlegung fue un escrito demasiado técnico y escolar como para ser un escrito ilustrado. Pero este otro en defensa de la Ilustración era demasiado retórico como para ser convincente. 9. Esquizofrenias. El camulage de la contingencia histórica, su elevación a la dignidad de argumento, condiciona la Ilustración y difumina la propia conciencia de su improbabilidad. Esta es la clave de la diferencia entre uso privado y uso público de la razón. Uno atiende a la orden de obedecer. El otro aprovecha la concesión que permite razonar. Pero ambas posibilidades son ejercidas por los mismos: los tutores, esos empleados y funcionarios del Estado a los que Kant llama ahora Gelehrte, los doctos. Lo único a discutir en este punto es si esa esquizofrenia que Kant reclama de los doctos tiene su base únicamente en la necesidad de obedecer una cláusula tan contraria como “razonad cuanto queráis, pero obedeced”.

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Bien pudiera existir en Kant un proto-tentación de hacer racional lo real, de elevar el faktum de Federico a síntoma de comportamiento racional, de hacer de esa divisa no la graciosa concesión de un señor que relaja la tensión de la autoridad y aumenta el espacio de libertad, sino algo así como el paso adecuado en los planteamientos inalterables de la Ilustración, una marcha de la razón en la historia. Una vez rechazado el esquema revolucionario, bien pudiera ser que la Ilustración prevista por Kant sólo fuera posible sobre un escenario de estabilidad social, la otra cara de la lucha ideológica. En todo caso, Kant no ha conocido ni pronóticado hasta qué punto la lucha ideológica por la Ilustración puede destruir la estabilidad social. A sus ojos está justiicada la dualidad inocente entre obediencia y pensar por sí mismo. “Obedece” sería el imperativo de estabilidad social; razona por ti mismo sería el imperativo de reforma mental. Una cosa no podría suceder sin la otra. ¡Pero es tan raro que ocurra a la vez! Kant parece avanzar por este camino. Su tesis es que restringir, incluso mucho, el uso privado de la razón no pone necesariamente en peligro el proceso ilustrado de que cada uno se aclare a sí mismo182. En qué consista este uso privado de la razón ha venido a ser caracterizado por Kant con palabras que suenan actuales, pero que encierran paradojas complejas. Uso privado sería aquel que corresponde al docto como burócrata en un puesto o empleo civil (bürgerliche Poste oder Amt). En este empleo ha de hacer uso de su razón, desde luego. Pero Kant dice que este uso de la razón es Privat. Se ha traducido esta palabra con demasiado ligereza por la cercana voz de “privado”. Pero esta traducción es contra-intuitiva. De hecho, lo verdaderamente contra-intuitivo es el uso que de ella hace Kant. Si vamos a un buen diccionario alemán vemos que “privat” hace referencia a lo que es particular, personal, lo que no es oicial, ni tiene que ver con el Amt, ni es staatlich. Una Privatperson es aquella que no tiene responsabilidades administrativas, onhe Amtsbefugnisse. Una Privatsache sería aquella nicht ofizielle, nicht amtliche Angelegenheit. En el siglo xVii un Privatmann es aquel que vive de sus posibilidades onhe Ausübung eines Beruf183. Pero Kant ha dicho de manera clara que el uso privado de la razón es el que tiene lugar en cualquiera a quien se le ha coniado un puesto civil o un empleo, un Amt. Como hemos visto, este 182 “Der Privatgebrauch derselben [Vernunft] aber darf öfters sehr enge eingeschränkt sein, ohne doch darum den Fortschritt der Aufklärung sonderlich zu hindern” (WW, XI, 55). 183 Ethimologisches Wörterbuch, cit., II, 1044.

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no sería en modo alguno un uso “privado”. Al contrario, privada sería aquella dimensión de la vida que no tiene esa estructura oicial ni estatal. Es muy importante que se vea también el ejercicio de la Beruf como algo público. Incluso si consideráramos esos bürgerlichen Posten como una Beruf, un alemán del siglo xViii no estaría inclinado a hablar de ello en términos de “privado”. Pero el caso es que Kant está también hablando de puestos oiciales, del ejercicio de un Amt de condición estatal. Esto se demuestra porque inmediatamente después añade: “En muchos de estos asuntos, en los que están afectados intereses de la res publica”. Es verdad que Kant emplea la expresión ‘gemeinen Wesen’, pero no cabe duda de que este ser común vierte en Kant el sentido de la “res publica”, no el sentido de una comunidad o communio, palabra que no tiene una traducción adecuada en Kant, pues responde a un uso idealizado y sublimado deinido por Tönnies un siglo después. Así que llegamos a la paradoja de que Kant llama privat al uso de la razón de aquel que interviene en un Amt de la res publica. Y no sólo eso, sino que cuando poco más adelante deina el uso público de la razón, airmará, contra todo pronóstico, que allí cada uno habla “en nombre de su propia persona”. Así que el uso privado de la razón tiene una clara connotación pública y el uso público una clara connotación privada. ¿Tiene esto sentido? Desde luego que lo tiene. Pero sólo si logramos captar bien lo que signiica este adjetivo Privat. Mientras tanto no lo traduciremos. Así que sigamos a Kant en su descripción de este uso de la razón. Pues lo que resulta claro es que, en este ámbito, no se produce un abuso si se emplea cierto mecanismo. Al contrario, resulta necesario. Este mecanismo burocrático implica una disminución de la iniciativa y de la espontaneidad de los que están implicados en él, una vez más reconocidos por Kant como “miembros de la res publica”. Sólo si reprimen en cierto modo sus propios ines, estarán en condiciones de atender lo que aquí se está ventilando: “los ines públicos”, die öffentliche Zwecken. En suma, y paradójicamente, los que usan Privat la razón obedecen ines públicos. Por eso tienen que mantenerse de alguna manera pasivos. No es un capricho. Quienes se maniiestan activos hasta las últimas consecuencias a la hora de pensar por sí mismos, sin duda, se embarcarán en un proceder descomprometido con todo lo que no sea el argumento mismo y su mirada personal. En el ejercicio de la función pública tal cosa no sería pertinente. Aquí

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la libertad debe ser limitada para que se produzca una disminución de la conducta particular y las diferentes conductas apunten de manera convergente al mismo in. Kant está describiendo la burocracia de un gobierno. Ella ha de conseguir lo que Kant llama una künstliche Einhelligkeit de las conductas de los implicados en la función pública. Una vez más, se traduce mal esta frase si se vierte por “unanimidad artiicial”. Künstliche hace referencia aquí a algo más bien técnicamente conseguido, algo que no se realizaría sin la expresa voluntad del ser humano y sin un diseño elaborado. Tiene el sentido de una producción de unanimidad especíicamente buscada como in expreso, aunque ello imponga un control de los impulsos dirigidos al pensar por sí mismo. En este sentido, la obediencia es necesaria. Como luego en Weber, la obediencia es una de las virtudes de la burocracia, que ha de ejercer su función sine ira et studio. En esta especial abstención de implicación personal, Kant maniiesta, en la misma línea de Weber, que “aquí no está permitido razonar libremente”. Aquí uno es parte de la maquinaria, pero de una maquinaria que sirve a la res publica y que, en razón de este servicio superior, reclama una obediencia que en modo alguno es indigna. ¿Qué tiene que ver esto con lo privado? En cierto modo nada. Estamos ante un déicit de acuñación conceptual. Lo privado aquí reiere más bien a algo privativo de un aparato burocrático propio de una parte especíica de la res publica. Eso es lo que debe incorporar el docto funcionario. No hay aquí huella alguna de lo privado como algo especíico de un ser humano particular, sino de una comunidad parcial, deinida, frente a una comunidad universal184. Esta es la clave. Desde el punto de vista de un Estado particular, por tanto, tenemos más bien una muy dura restricción de las exigencias de la independencia personal. Como ya vimos, “atrévete a aclararte por ti mismo” es una divisa que también encierra la consigna de estabilidad social e incluso de operatividad del gobierno. Platónicamente hablando: el funcionariado es un uso privado/ privativo de la razón porque tiene que ver con la caverna de un Estado en particular o de una comunidad concreta. Aquí el compromiso que re184 En este sentido, la diferencia procede de la más vieja teoria eclesiástica. Ecclesia, dice Marsilio de Padua, en su primer sentido signiica “de universitate idelium credencium et invocancium nomen Christi”, frente al sentido de sus partes “in quacumque communicatate, eciam domestica”, Defensor pacis, II, ii, 3. Aquí la iglesia universal se opone a las iglesias domesticas o privativas.

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prime nuestra libertad tiene que ver con una república particular, con su cierta facticidad. Pero esta no es la única relación con la república. Al margen de su función como portadores de una tarea burocrática en un Estado realmente existente, los doctos pueden tener una relación con la res publica normativamente considerada. Entonces seríamos miembros eines ganzen gemeinen Wesen185, de una res publica global, no privativa, de una sociedad civil normativamente universal, de una sociedad humana cosmopolita. Lo que se nos exige así es diferenciar entre nuestra relación con la facticidad político-social y estatal y nuestra relación con un ámbito de lo normativo-ideal. Lo primero nos exige obedecer en la práctica. Lo segundo nos lleva a relexionar con plena libertad acerca de si lo existente se acoge a la norma. Entonces no habla para sus superiores ni para sus inferiores,186 ni para las cadenas de mando, ni para conseguir la convergencia de quienes buscan los mismos ines deinidos de antemano por el gobierno. Entonces se habla para “el público global del mundo de lectores” (dem ganzen Publikum der Leserwelt)187. Los paralelismos son certeros: ganze gemeine Wesen, ganze Publikum; Weltbürgergessellschaf y Leserwelt. La referencia verdadera de estas instancias conceptuales nos ofrece una conciencia normativa apropiada. A ellas les compete desarrollar la validez universal de normas que serían aceptadas por el mundo entero. La Ilustración no es un compromiso con nuestro Estado, sino con el ser humano. Para este juez universal escribe el docto cuando se separa de su función. Lo que haya de escribir, razonar, pensar o juzgar libremente, sin cortapisas, al margen de las relaciones mando-obediencia, no podrá ser sino resultado de un proceso relexivo por el cual pueda contrastar su función burocrática con su conciencia normativa. Y entonces, para acceder a esta conciencia normativa de valor universal, tendrá que usar su razón con toda libertad. Una vez más, la Ilustración es tan probable como esta esquizofrenia entre Oizier y Gelehrter, entre oicial y docto. Pensar que la función pública no sufrirá al quedar desautorizada por su relación con la norma es, una vez más, un ejercicio retórico que tiende a quitar potencia a los WW, XI, 56. “Sería muy perjudicial si un oicial, al que sus superiores le han ordenado algo, quisiera razonar en su tiempo de servicio en voz alta sobre la idoneidad o utilidad de esta orden: él tiene que obedecer” WW, XI, 56. 187 WW, XI, 55. 185 186

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efectos de la crítica, para hacerla aceptable a la autoridad. Inconsecuente, además, sería pensar que la guerra civil entre doctos no afectará a esta batalla crítica. Inicialmente, puede que con ello “no sufrirán sus asuntos” del oicio en tanto funcionario. Al menos de manera inmediata, y eso contando desde luego con la actitud de idelidad al cargo que caracteriza el ethos personal de la burocracia prusiana, tan alabada también por Weber. Pero ahí reside la esquizofrenia. ¿Puede un funcionario cumplir con su tarea mecánica una vez que ha sido convencido, por sí o por el uso público y normativo de la razón, de que su tarea está desacreditada? ¿Llega hasta ahí el sine ira et studio? Imaginemos a este oicial que, fuera del tiempo de servicio, escribe un libro acerca de las malas prácticas de su propia institución. ¿Tiene sentido que no se produzca su dimisión? Estaría en condiciones de ir con ánimos a su oicina tras comprobar la inutilidad persistente de su crítica, la obstinación de sus superiores para no introducir las mejoras. Y cuando arrecien las críticas y las protestas se generalicen, ¿no estaría el oicial legitimado para exigir las reformas? ¿Cómo han de convivir pacíicamente el oicial y el docto en la misma persona? Aquella lucha civil de tutores, ¿no es también un poco una guerra civil en el seno del propio ser humano? Y cuando, además de las propias del docto, están afectadas las tareas propias de un ciudadano, ¿acaso no se complica todo? He aquí un docto que, en el caso de Kant, está en condiciones de declarar con razón y en público que los impuestos son injustos y abusivos. ¿Por qué no habría de producir una oposición universal a pagarlos? Los esfuerzos de Kant por detener las consecuencias previsibles de la crítica son muy débiles. Como es natural, no está en condiciones de prever si la crítica pública no traerá consigo la crisis. La previsión de que la guerra ideológica de la Ilustración sólo será una lucha entre doctos oiciales funcionarios que reclama el papel de juicio del público, mientras todos ellos cumplen ielmente su función, no es del todo razonable. Aceptemos que el docto es un personaje cosmopolita y que lo es porque está en disposición de explicitar su arsenal de normas universales y racionales. Es posible que Kant pretendiera, con su retórica, llamar la atención sobre una super-responsabilidad de los doctos. No han de producir escándalo. Con discreción y sin escándalo, desde luego, se ha de reclamar el apoyo y el debate del público. El docto ilustrado tiene responsabilidades para con la norma universal y también para con la parcela de realidad

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existente que es particular suya, para el ser humano y para el servicio doméstico en el que participa. Tiene responsabilidades públicas-universales y públicas-particulares, con el auditorio universal del mundo cosmopolita de lectores y con el auditorio doméstico de ciudadanos que esperan de él que cumpla las órdenes emanadas del gobierno. En realidad, aquí hay supuestos que todavía tienen que salir a la luz. Y para que salgan debemos ir al terreno de la religión y enfrentarnos al caso Reimarus, a aquello que Blumenberg ha llamado la Ilustración considerada, moderada. De hecho, podemos decir que Kant no suele formar parte de esta estrategia ilustrada. Él más bien representa lo que podríamos llamar una ilustración animosa. “Atrévete” fue su consigna. Veamos lo que signiica esto, pues parece íntimamente relacionado con la percepción kantiana de que en el fondo, en todo esto, no debería haber una verdadera esquizofrenia. 10. La Ilustración animosa. En uno de los capítulos más brillantes de su libro Höhleausgänge, titulado “Deutschen Höhlen”, Blumenberg dice que “sólo con cierta medida se merecen los ilustrados alemanes ese nombre [de Ilustración considerada]”188 Pero si alguno lo merece es el oculto Reimarus. Mi tesis es que Kant no pertenece exactamente a esta casta de hombres, pues en él concurren matices diferentes e importantes. Mas a pesar de todo, está en la misma línea de Reimarus. Si podemos decir que “Reimarus fue un ilustrado que juzgaba peligrosa la Ilustración”, Kant fue el ilustrado consciente de que merecía la pena hacer frente a los peligros de la Ilustración y luchar por ella. Son dos cosas parecidas, pero diferentes. En todo caso, son grados distintos de consideración en el sentido de la Ilustración. En lo que coincidían los dos pensadores, en cualquier caso, fue en desplegar la Ilustración, ante todo y por encima de todo, como una aclaración acerca de sí mismos. Ambos han descubierto en Rousseau al tipo romántico y, contra su idea de una naturaleza humana originaria y bondadosa, han apostado por una naturaleza humana abierta y necesitada de algo más que una mimesis de la naturaleza animal compasiva, robusta y sana189. Ambos creían que esa mimesis de la naturaleza no podía ser suiciente para organizar la propia vida del ser humano y que, tarde o temprano, éste tendría que dar el paso a organizarse a partir de sí H. Blumenberg, Höhleausgänge, Suhrkamp, Frankfurt, 1989, p. 528. En este sentido, convendría apreciar el escrito de Reimarus de 1760, Allgemeine Betrachtungen über die Triebe der Thiere, haupsächlich über ihre Kunst-Triebe, zum Erkenntnis des Zusammenhanges der Welt, des Schöpfers und unserer selbst, vorgestellt. 188

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mismo, como proyecto consciente del que él habría de tomar las riendas por sí mismo. Es cierto: para ambos todo esto sería una lenta transformación. Pero aquí el sentido de los tiempos sufrió una alteración. Reimarus creía que las verdades descubiertas por él en el proceso de aclararse a sí mismo no estarían en condiciones de ser asumidas por la gente hasta pasados doscientos años. En un intento de suprimir un escándalo que podría causar la confusión mental en mucha gente, Reimarus exigió a sus herederos que no publicaron su manuscrito sobre el Evangelio originario hasta pasados doscientos años de su muerte. Según confesión propia, la verdad debía esperar a que los tiempos estuviesen maduros, o al menos fueran un poco más ilustrados. Algunos han preferido traducir este aviso por el más castizo de esperar a que los tiempos se aclaren190. Aquí comienzan las diferencias con Kant. De hecho, nuestro Kant había estado muy atento a la obra de Reimarus, de quien había hablado con admiración en El único argumento posible, valorando su Abhandlungen von den vornehmsten Wahrheiten der christlichen Religion. Pero el caso es que Reimarus era seguidor, en su tiempo, de la moral provisional de Descartes. En cierto modo, aquella moral fue la divisa de la república de las letras en el siglo xVii, su expediente teórico para fortalecerse en medio de poderes hostiles. Era preferible dejar pasar por alto muchos errores a provocar radicalismos por expresar verdades antes de tiempo. Esta fue la razón de la general censura que sufrió Hobbes al dar a conocer su Leviatán191. La aspiración era muy clara. “El sabio preiere, por mor de la paz, plegarse a usos y opiniones imperantes”192. Esta es la divisa de lo que Blumenberg ha llamado “die schonende Aufklärung”, la ilustración considerada. Su aspiración consistía en acreditar en el terreno personal el conjunto de verdades que cada uno pudiera soportar, antes de exigirlo a nadie. También en luchar contra los propios prejuicios y supersticiones, todavía vivos en el fondo del alma, antes de preocuparse por extender los valores abstractos a los demás. Lichtenberg era aquí el modelo y jamás consideró acabado su combate contra su propia fantasía como para transmitir un saber a los demás. 190 Cf. la por otra parte excelente traducción de Salidas de Caverna, en Madrid, Visor, y sobre todo la nota llena de humor que se nos propone en p. 450. 191 Cf. El capítulo dedicado a Hobbes por A. Biral, en El contrato social en la ilosofía moderna, Res Publica, Murcia, 2002. 192 Blumenberg, Ob. cit., ed. alemana, p. 547; esp., p. 451.

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Esto es así, desde luego. Pero creo que Blumenberg ha exagerado las distancias entre Kant y Reimarus. Con cierta injusticia, ha contrapuesto en exceso la Ilustración considerada de Reimarus con la Ilustración animosa de Kant. De hecho, se podría decir incluso que la posición de Kant supone la de Reimarus y meramente la continua desde un diagnóstico que está implícito en eso que Blumenberg ha llamado la autosugestión de Kant, el darse ánimos para usar el propio juicio. En realidad, no sólo para usarlo, sino también para publicarlo, asumiendo los costes de división y de guerra civil entre los doctos que habría de producir. Los tiempos no se aclararán jamás si los que ya se han aclarado a sí mismos encierran sus manuscritos. El gesto de Lessing, de romper los papeles en los que hubiera expuesto algo con claridad, en este sentido, puede parecer una broma. Pero no lo es. Lo que es demasiado evidente, lo que está ya claro, no aclarará la época. No hay violencia alguna en dar a conocer al público los resultados todavía confusos de la propia batalla, los que reclaman la participación de todos los demás. Eso es todo. No estoy seguro de que Kant haya oscurecido con ello ni el montante relexivo del proceso ilustrado (aclararse a sí mismo), ni haya aumentado el “enigma de su origen” al separarse de la metafórica del crecimiento orgánico193. Kant ha visto el origen de la Ilustración en hombres como Reimarus. No hay nada enigmático en ello. Son hombres que tenían obligaciones en la dirección de los hombres y que se han aclarado a sí mismos sobre verdades que no estaban previstas en las órdenes acerca de cumplir con su función, pero que hubiera sido completamente ciego y cobarde ocultar. No servirse de las conquistas de su propio entendimiento habría implicado culpabilidad. Creo que éste es el sentido profundo del “sapere aude”, una consigna lanzada ante todo a los que ya son doctos, pero que todavía aceptan sin dudar el papel de tutores. Es el inal de la consigna de la moral provisional. En este sentido, la culpabilidad inicial sería de ellos, de los doctos, no tanto de los tutelados. Para decirlo pronto: hay que atreverse sobre todo a oponerse a los colegas más retrógrados y obtusos en el uso de la razón privativa y gremial. Esa es la valentía real en la que piensa Kant. Su ethos es sobre todo el propio del universitario, del académico. En todo caso, al reparar en estos aspectos, vemos que el artículo de Kant, que no 193 Aquí la traducción española falla al no verter el adjetivo central del pasaje: el esquema de maduración orgánica. Cf. p. 451, ed. alemana; esp., p. 548.

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ha sido leído con atención en esta ocasión, incluye una historia de la prehistoria de la Ilustración. De la misma manera que la Crítica de la Razón Pura incluye una historia de la razón, la noción de Ilustración incluye una constatación de su propia historia. En un caso y en otro son acciones, actuaciones, y en algunos casos tienen nombres y apellidos. Tales, Galileo, Newton: ellos ampliaron el campo de la razón con sus revoluciones copernicanas. Reimarus, es uno de estos hombres. Pero aquellos no compartieron la idea de la Ilustración considerada. No dejaron enterrados sus hallazgos. Los lanzaron al mundo. La legitimidad de la edad moderna está relacionada con la aceptación generalizada de la inteligencia libremente operativa. Lo mismo debía suceder en los usos y las costumbres. Ya estaba bien de mantener como provisional una moral que llevaba camino de eternizarse en su provisionalidad. Lo mismo pasaba, y ésta es la cuestión central, en aquel terreno de la vida práctica que estaba condicionado por la religión. ¿A qué venía aquella consideración de enterrar los papeles por doscientos años? ¿Por qué los que se habían aclarado a sí mismos no hacían lo que Galileo, incluso contra el cardenal Belarmino: publicar sus resultados y defenderlos? Esta exigencia de seguir una única conducta racional, basada en el modelo de la ciencia, es la propia de la Ilustración consciente de su historia. Si no escandalizaba saber que en las aguas crecen gérmenes de manera ingente, ¿por qué debía escandalizar descubrir que los Apóstoles de Cristo estaban atravesados por un sentimiento político-mesiánico defraudado? Una y otra cosa podía producir miedo, desde luego. ¿Pero acaso no era mejor saberlo que ocultarlo? Kant ha dejado atrás la época de la moral provisional. Basta de que la ciencia sí, pero que la moral no se someta a la crítica. La religión ha de someterse igual a la crítica racional y pública por parte de aquellos que se hayan aclarado a sí mismos sobre el asunto. En el fondo, ¿no lo sentía así Lessing cuando entregó los fragmentos más característicos de la obra de Reimarus a su público? ¿Acaso por eso Lessing dejó de pensar que publicar aquellos fragmentos, y someterlos a juicio de los que quisieran aclararse sobre aquellas cuestiones, era un gesto violento? No. Lessing sabía demasiado bien dónde estaba la violencia y dónde el consuelo del espíritu. La posición de Kant, así, estaba diseñada para dar razones a Reimarus, para responder sobre todo a Reimarus. Incluso parece tener en cuenta sus objeciones en favor de la auto-censura.

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Volvamos al texto de Kant, cuando, después de hablar del oicial militar, del inspector iscal, pasa a hablar del sacerdote, del Geistlicher. Aquí Kant, como Reimarus, recuerda su obligación de atenerse al símbolo de su fe en las homilías que dirige a sus catecúmenos y feligreses. Pero, si él, como Reimarus, ha llegado mediante pensamientos “bien intencionados y cuidadosamente examinados” a aclararse acerca de ciertas fallas de ese credo, y tiene propuestas que podrían mejorar la institución de la iglesia y la ordenación de la religión194, entonces debe tener plena libertad para comunicarlos al público. Es más: no sólo debe tener libertad de una manera concedida y graciosa. Kant, y este es el punto frente a Reimarus, insiste en que este gesto valiente sería parte de su Beruf. Cuando aparece esta palabra, desde luego, nos introducimos en un territorio que Weber ha plagado de resonancias. En el texto de Kant, la palabra sugiere que hacer públicos esos hallazgos sería su trabajo, su vocación y su deber. Respecto a este deber incurriría en una culpabilidad de mantener a su público en una minoría de edad respecto a la madurez que él habría obtenido por sí mismo. Kant, ahora lo vemos, sigue argumentando como si tuviera delante a Reimarus. La ilustración considerada, que éste encarnó, habría sentido cargo de conciencia por llevar la confusión y la zozobra a personas que podrían vivir en paz con su viejo aunque incierto credo, y por llevar la división al seno de los Geistlichern. Kant niega este cargo de conciencia195. Nada de su oicio como sacerdote de la iglesia quedaría desatendido. Quien se acercara a él recibiría los fundamentos de la creencia oicial y los consuelos espirituales que demandara y esperara. Su relación con el público no interiere en su relación con los feligreses. En términos ciceronianos, que tan relevantes son por estas fechas para Kant, este ilustrado animoso cumpliría con su oicio y cargaría con las expectativas concretas que una parte de la sociedad ha puesto sobre él. Su honorabilidad estaría fuera de duda. Desde esta parte del asunto, por tanto, la esquizofrenia está asegurada. Más correoso es el argumento desde el lado de su propia conciencia. Pues ante ella quizá tendría que comprometerse a explicar y utilizar proposiciones “que él no podría suscribir con plena convicción”196. El quid de la cuestión está en esta cláusula de la plena convicción o, para ser 194 195

XI, 56). 196

“Vorschläge wegen besserer Einrichtung des Religions- und Kirchenwesen” (WW, XI, 56). “Es ist hierbei auch nichts, was dem Gewissen zur Last gelegt werden könnte” (WW, “Nicht mit voller Überzeugung unterschreiben würde” (WW, XI, 57).

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más precisos, en lo de plena. Aquí tenemos un reconocimiento implícito de la prehistoria de la Ilustración. Entre la plena convicción y la certeza de una contradicción radical con las verdades personales a las que ha llegado en su auto-aclaración, entre estas dos cosas, hay un amplio margen para que quepa la consideración y el ánimo, aunque sin llegar a la doble verdad averroísta y a la disimulación contraria a la parresia. Ahora lo vemos con claridad: la posición de Kant en la acuñación del concepto uso privado de la razón es la de Reimarus. ¿Pero podemos descartar el averroísmo? No del todo. Ahora debemos divisar una cláusula que limita la esquizofrenia entre el papel del docto como tutor oicial y como ilustrado. Pues lo que dice Kant es que entre el uso oicial y el uso público no tiene por qué haber pleno acuerdo, pero tampoco puede haber plena contradicción197. La mediación reside en que en los usos oiciales “no sea del todo imposible que residiese escondida una verdad”198. Esta es la cuestión que tenemos que decidir: ¿cabe suponer que a todo uso oicial le subyace, como escondida, una verdad que puede ser operativa para unos pocos, aunque deba ser expuesta públicamente tal y como es deinida oicialmente? Vemos delinearse un ligero averroísmo tras la silueta de Kant. Aquí los antecedentes históricos condicionan la probabilidad de la Ilustración kantiana. Pues en el ámbito de la religión, el aclararse a sí mismo implica que algún tipo de religión interior sea permitida en el uso oicial. Hay puntos de partida históricos que entienden la religión como un ritual hueco y externo tal, que chocan con cualquier comprensión de la religión interna. Estos puntos de partida, esas religiones históricas, desde luego, aunque encerrasen un germen de verdad, estarían tan en contradicción con una religión interna que la esquizofrenia entre uso oicial y uso público de la razón no podría sostenerse. En tales casos, Kant señala que “entonces no podría administrar su función con conciencia y tendría que renunciar”. Como se ve, Kant no celebra el marranismo. En este punto, el docto haría valer su convicción personal y, hablando a los seres humanos al margen de las relaciones oiciales, generaría un espacio público donde interviniesen los seres humanos en tanto seres humanos, personas libres que usan su razón como jueces de sus motivos racionales. Así que la paradoja se aclara: en el espa197 “Auf alle Fälle aber wenigstens doch nichts der inner Religion Widersprechendes darin angetroffen wird” (WW, XI, 57). 198 “Weil es doch nicht ganz unmöglich ist, dass darin Wahrheit verborgen läge” (WW, XI, 57).

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cio cosmopolita no hablamos como oiciales de una administración o de una comunidad concreta, sino como personas que hablamos a personas. No es un espacio de abstracciones. Es un espacio de máximas concreciones, de vidas personales y de convicciones defendidas con la urgencia de un sentido existencial radical. Ahí ancla el uso público de la razón, el más descomprometido con los reglamentos y el más comprometido con nosotros mismos. Su ejemplo inicial, la verdadera prehistoria de la Ilustración, fue cuando Lutero le dijo al emperador de los alemanes, también rey hispánico: sea cual sea mi deber como súbdito, ahora está puesto entre paréntesis, mientras no sea convencido por mi libre razón y ante mi conciencia de que es legítimo obedecer aquí. No era un encuentro abstracto. Pero Lutero en aquel día se defendió a sí mismo y defendió la libertad del ser humano en general. No habló a su autoridad ni a sus ieles: habló en el ámbito de un espacio en el que todo ser humano se siente cuanto menos espectador y aludido. La prehistoria de la Ilustración religiosa, radicada en antecedentes de esta naturaleza. Esa era una convicción común a Reimarus y a Kant. Lo demás, el ánimo y la consideración, era un asunto perfectamente menor. En cierto modo, la denuncia del modelo tradicional de iglesia y de religión ocupa un amplio espacio en este pequeño artículo, demasiado consciente, pace Blumenberg, de las condiciones de posibilidad de la propia irrupción del proceso ilustrado. Pues éste, sin duda, sería inviable si una corporación religiosa, una asamblea eclesiástica o un sínodo, se juramentase para mantener cierto credo inmutable, argumentando su propia infalibilidad con la inalidad de eternizar su forma de entender las cosas, su dominación y su especíica tutela, tanto más fácil de ejercer cuanto más cómodo resulte identiicar la desviación del credo. Tal conjura estaría diseñada esencialmente para identiicar al heterodoxo. En esta búsqueda se especializarían sus doctos, incluso escribiendo, como sabemos, historias monumentales del pasado proyectadas sobre el presente. La inalidad de todo esto sería estabilizar el símbolo de la fe. Al excluir toda variación y cambio, también se excluye cualquier aclaración de cada uno de los ieles sobre estos asuntos. Esta actividad estaría incluso prohibida a fortiori. De ahí no podría surgir la Ilustración. Kant se ha preguntado si una conjura de esta naturaleza sería legítima. Desde luego ha contestado que en modo alguno. Ese pacto sería

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absolutamente nulo. Kant recuerda a Lutero y los tiempos posteriores de Westfalia y la cláusula “cuius regio eius religio”: todo esto sería injusto incluso si estuviera conirmado por la autoridad suprema, por la dieta imperial o por todos los tratados de paz199. Pero la pregunta no es relevante cuando se sabe la índole de la respuesta. La solución del problema no pasa por insistir en que esa conjura sobre la estabilización de la fe religiosa ofrece una hostilidad radical a la Ilustración. No se trata de insistir en la carencia absoluta de ainidad entre el espíritu ilustrado y el ritualismo eclesial. La pregunta honesta es cómo se puede salir del dispositivo eclesiástico ritualizado una vez que se ha instalado en la vida religiosa. Pues para el hombre confesional del siglo xV, xVi, xVii y xViii, el heterodoxo es peor que el pagano y el gentil. Demasiado bien lo aprendieron los judeoconversos cuando vieron las diferencias con que eran tratado respecto a los que se mantuvieron ieles a su religión monoteísta. Estos podían ser presionados a la conversión o expulsados y expoliados. Los conversos ya podían ser quemados. El cierre de la historia en el espacio de la creencia religiosa, que de esto se trata, lo impulse quien lo impulse, es un proyecto ilegítimo. Aquí la retórica de Kant ni es considerada ni disminuye la radicalidad de sus expresiones. Una tal época, que pretendiera cerrar la apertura de la naturaleza humana con el dogma inviolable e inmutable, sería “un crimen contra la naturaleza humana, cuyo destino originario consiste precisamente en este progreso”.200 La apertura de la naturaleza humana es una constante antropológica que subyace a la historia y por eso reclama la teoría del progreso. Una apertura exige la otra. El cierre de ambas mediante el dogma es un falso cierre, imposible sin ejercer una continua violencia autoritaria. Por ella, la instancia de lo diverso, que rige el más largo plazo evolutivo, quedaba neutralizada. Contra este crimen no puede haber tolerancia ni respeto, señala Kant, por parte de las generaciones siguientes. Otra cosa es garantizar el triunfo de la Ilustración sobre este dispositivo. La secuencia del argumento de Kant sugiere que, cuando tiene lugar aquel cierre religioso, el problema no se resuelve desde la Ilustración religiosa, sino desde la ilustración política. Por ahora debemos atenernos al supuesto de que la Ilustración religiosa sea posible desde las conquistas 199 “Ist schlechterding null und nichtig; und sollte er auch durch die oberste Gewalt, durch Reichtäge und die feierlichsten Friedensschlüsse bestätig sein” (WW, XI, 57). 200 WW, XI, 58.

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que los propios oiciales religiosos hayan conseguido en el proceso de aclararse a sí mismos. Ahora sabemos que la Ilustración religiosa implica una prehistoria de libertad de conciencia y la inexistencia de una doctrina de infalibilidad de la corporación sinodal o de alguno de sus miembros. En este contexto, Kant acaba esta fase de su argumento con una consideración que sólo muestra todo su sentido cuando la sabemos dirigida a Reimarus: “Pues que los tutores del pueblo (en las cosas espirituales) deban ser a su vez menores de edad, es un absurdo que conduce a la eternidad del absurdo”201. El gesto de Reimarus mantenía este absurdo en sí mismo innecesario. Aquí residía la culpabilidad, por su falta de ánimo, de una Ilustración demasiado considerada que no era capaz de poner a sus colegas delante de sus verdaderas obligaciones. Blumenberg ha confesado que sus distancias inales con la Ilustración kantiana no son una colección de reproches pendientes ni la confesión de un kantiano decepcionado202. Para evitar esta impresión demasiado personal ha sugerido que se trata de acertar en la fenomenología de la historia, esto es, de conocer la estructura de la transmisión de ideas entre padres e hijos. La Ilustración kantiana, de forma comprensible en un soltero, no habría dispuesto de esta oportuna fenomenología, ni la habría producido. Así habría pasado por alto, desatento, un problema ilosóico central. Pero en realidad, se trata de dos problemas. Blumenberg está intentando explicar el inal del criticismo, un asunto que le ha ocupado con cierta intensidad203. Que la deinición de la Ilustración haya coincidido con la polémica del Spinosismo dirigida por Jacobi era el síntoma. En realidad, la tesis de Blumenberg es que cada época incuba argumentos y contra-argumentos que persigue con fuerza hasta encontrar la formulación adecuada. Entonces esa época se halla al in y halla su in204. En este sentido, tras la tesis de Blumenberg alienta una cierta despedida, no exenta de melancolía. Pero en cierto modo, esta fenomenología es a su vez más bien kantiana. 201 “Denn dass die Vormünder des Volks (in geistlichen Dingen) selbst wieder unmündig sein sollen, ist eine Ungereimheit, die auf Verewigung der Ungereimtheiten hinausläuft” (WW. XI, 57). 202 Salidas de caverna, ed. esp., p. 452; ed. al. 549. 203 A mi manera también lo he hecho. Cf. mi Nihilismo, Especulación y Cristianismo en F. H. Jacobi. Un ensayo sobre los orígenes del irracionalismo europeo, Barcelona, Anthropos, 1989. 204 “Toda época es fase de incubación de objeciones y contraargumentos, alrededor de cuya violencia inopinada, ella encontrará su in y se encontrará al in”. Salidas de caverna, ed. esp., p. 452 y al. 549. La traducción está ligeramente retocada.

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Muestra el aspecto antinómico de cada época histórica y la aspiración a una expresión ajustada de estos argumentos y contra-argumentos. Diicultades conceptuales con la Ilustración, así las llamamos. Es más: era una previsión kantiana que la Ilustración animosa produciría una guerra civil entre los doctos. Más que sentencia de la época ilustrada que había representado Kant, la polémica de Lessing con Jacobi no era sino el cumplimiento de la previsión de que la Ilustración animosa kantiana produciría una guerra civil ideológica. Mendelssohn fue su primera víctima. El cadáver de Lessing fue su condición de posibilidad. Sin duda, algo acababa allí, pero sólo quien tuviera memoria podría mantener el tipo y entender de qué se trataba. Kant identiicó la contienda, denunció al denunciante, elaboró su posición con plena coherencia y todavía contestó en su Wass heisst in Denken zu orientieren? La batalla no había hecho sino empezar. Nadie podía imaginar todavía que el romanticismo fuera la defensa de la reacción. Todavía menos, nadie podía imaginar que el romanticismo ganara la batalla. Ni que la siga ganando. Pero ésta es la época que abrió Kant. Él identiicó al enemigo de manera inmediata. Y luchó contra él. Es fácil, dada la escasa eicacia histórica de una Ilustración normativa, que debía añadir a todas sus improbabilidades la adicional improbabilidad del desenlace de la batalla, sentirse un viejo kantiano decepcionado, como dice Blumenberg que se siente. En este sentido es comprensible el cansancio de Blumenberg de una razón normativa que prescribe y es lógico que muestre su nostalgia de un preceptor que sólo acostumbre y relate, como el narrador de W. Benjamin. Lo problemático comienza cuando alguien, preceptor o no, relata las consecuencias contemporáneas no sólo del fracaso de la razón normativa, sino de su olvido. O del otro relato, complementario, del triunfo sin contrapartidas del irracionalismo romántico o del sentido más arcaico de las religiones. Podemos entonces incluso consentir al preceptor que relate. Pero ¿cómo podemos acostumbrarnos a ese relato? ¿Cómo pensar que la época ha encontrado su iluminación inal en una derrota? La fenomenología de la historia, cuando miramos desde el escenario de esta vieja y secular batalla, no es tan sencilla. 11. El republicanismo apunta. La relevancia del tratamiento que Kant otorga a la religión reside, primero, en que la minoría de edad en esta cuestión de la vida social le parece la más nociva e infame205; segun205

“Die schädlichste, also auch dis entehrendste unter allen ist”( WW, XI, 60).

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do, en su estrecha ainidad con la problemática de la política. No es un asunto nuevo, desde luego. Al recoger la centralidad de la religión para la vida del hombre, y al cifrar la norma de una Ilustración en un apropiado tratamiento de este tema, Kant regresa al momento inicial de la modernidad, cuando los cristianos exigieron disponer de libertad de conciencia y el Estado mereció la aceptación por parte de los seres humanos por su capacidad de resolver el problema religioso. Al mismo tiempo, el análisis de Kant permite identiicar el atraso de las sociedades que, como las católicas, no supieron resolver este punto crucial de la emancipación humana. Al establecer esta relación entre religión y política, además, surge más nítido el carácter animoso de la Ilustración de Kant y el sentido más bien injusto de la decisión de Reimarus de excluir toda exhortación pública dirigida al prójimo, para que cada uno se aclare a sí mismo sobre lo relevante para su vida. Por todo ello, Kant concluye la valoración de un gesto parecido al de Reimarus con un cierto acercamiento y una cierta crítica: Un hombre puede, para su persona y sólo por algún tiempo, aplazar la Ilustración acerca de lo que le concierne saber; pero renunciar a ella, sea para su persona, sea todavía más para la posteridad, esto signiica violar y pisotear los derechos sagrados de la humanidad206.

Esta renuncia no formaba parte de lo que se revela cuando se mira desde la perspectiva del reino de los ines. En efecto, Reiumarus no había renunciado a la Ilustración sobre su propia persona. Tampoco había renunciado a la Ilustración para toda la posteridad. Simplemente había aplazado el proceso. En lugar de acelerarlo, deseaba mantenerlo en los límites de lo que pudieran hacer los hombres tomados de uno en uno. No había pisoteado los derechos de la humanidad, pero no los había hecho avanzar. Sin duda, hay algo de sospechoso en todo discurso que llama a los potenciales beneiciarios a ejercer derechos propios. Uno tiende a pensar que no será un gran derecho cuando no se reclama. Esta percepción es poco moderna y desde luego es anti-kantiana. Desde antiguo, la modernidad había intentado romper las costumbres y los idola como guías de la conciencia. El derecho, este es el punto, no es inmediatamente accesible. Implica una cierta potencia epistemológica que debe ser ejercitada. Incluso el derecho racional sólo es accesible, no desde una supuesta naturaleza de las cosas, sino desde el despliegue de la razón. De ahí su dependen206

Ibid.

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cia de la Ilustración, entendida como libre uso de la capacidad racional. Pero la razón, y este es el punto kantiano ahora, no surge inmediatamente de la naturaleza humana, sino desde una relexión muy reinada sobre el ser humano impulsada por nosotros mismos. En suma, sin herramientas epistemológicas adecuadas, sin razón, no hay conciencia del derecho y sin ella, no hay derecho efectivo ni reclamación de su cumplimiento. Por tanto, la Ilustración no se cifra en la exhortación a operar con ciertos derechos, no es propaganda política. Es la exhortación a operar racionalmente como mediación epistemológica para descubrir derechos como propios y comunes y, así, ejercerlos. No es exhortación a llegar a ciertos resultados materiales, sea cual sea nuestra relación con ellos, sino a utilizar la razón como forma de vida capaz de fundarlos y asumirlos en común, de defenderlos y protegerlos. En estos terrenos, Kant introduce sus distancias respecto a Reimarus. Pues la dimensión política de la Ilustración alcanza toda su magnitud cuando se trasciende al individuo, cuando los que se aclaran a sí mismos coniguran un pueblo y piensan en términos de pueblo. La dimensión política de la Ilustración siempre tuvo que ver con esta dimensión comunitaria inexorable en la religión y con el carácter corporativo de la institución eclesiástica. Según evolucinó este asunto, así se coniguró la política y por eso no es fue un capricho analizar la evolución de la constitución eclesial de España en el siglo xV. Es más: la religión, en cierto modo, preiguró una forma de gobierno, una diferencia entre ministros y ieles que anticipó la relación política y que tiene en el carisma del cargo, propia de la iglesia católica, la igura prototípica de la forma de ser “cargo” o “autoridad pública”, para la cual no era necesaria la ejemplaridad, dado que no estaba en manos de los ieles remover a nadie de su cargo. Todo lo que se ha dicho sobre ejemplaridad en España, ignora justamente esta prehistoria del asunto, así como ignora su larga historia. Se venía dando desde el concilio de Basilea, donde nuestros conversos castellanos fueron tan activos. Además, la religión se basa en estatutos y reglas que en cierto modo son cercanas a las formas legales de la vida política. Si la Ilustración política tiene también su prehistoria, también la contra-ilustración la tiene y puede ser conocida. Por lo demás, el poder político siempre ha tenido algún grado de relación con el religioso. En este sentido, hablar de aclararse en temas de religión es ya aclararse en temas de política. Todos los grandes

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debate sobre la forma de la política, antes fueron debates sobre la forma de gobierno de la iglesia. Ya lo vimos en el caso español, con la tragedia política y religiosa de los conversos. Como es natural, la actitud de Kant, que pretende hablar siempre desde la perspectiva del iel, del creyente, ya preigura la argumentación política. La ilegitimidad de una corporación que declara infalible sus instituciones y dogmas, que impide su discusión pública, que veta la discusión de cualquier duda, salvo en el sentido de la investigación iscal acerca de la ortodoxia, todo eso que Kant ha valorado como “crimen contra la naturaleza humana”207, procede de una mirada que no se asienta entre los regentes de esa institución, sino entre la comunidad de los ieles. Desde luego, declarar una institución como infalible supone declarar a sus funcionarios como inamovibles, como clercs perpetuos. De esta manera, los propios clercs se auto-declaran imprescindibles, perennes. Kant contraataca. La colectividad de los que son regidos por esos clercs no ha podido establecer este estatuto. Como luego veremos, la ilegitimidad más básica de ese cierre institucional procede de la comprensión racional de la vida humana. Forma parte de los enunciados racionales sobre el ser humano declarar abierta su vida, precisada de tiempo, de historia, del horizonte de seguir caminando. Esto es lo que signiica que su Bestimmung, su determinación, en el sentido de su cierre, es Fortschreiten: seguir andando. En realidad, desde que salió de los bosques originarios, el hombre no ha hecho otra cosa. Pero una vez que se asume este enunciado racional, genera la refracción en cada uno de los seres humanos. Todos ellos han de aclararse acerca del futuro de su propia vida. Aquel estatuto de infalibilidad impide esta Ilustración e impide el uso de la razón de cada uno. El problema es que, de golpe, se cierra desde fuera una naturaleza que sólo cada uno debe cerrar. El cada uno aquí se ha transformado en omnes. Ahí está la naturaleza política de los decretos religiosos. Alcanza a omnes et singulatim. Un gobierno pastoral que impide el cuidado de sí de la Ilustración. Y aquí es donde, por la propia naturaleza del gobierno religioso, aparece la máxima que preigura el republicanismo. Un conjunto de clercs no puede tomar decisiones que afectan a todos sin el consentimiento de todos. Así dice Kant: “La piedra de toque de todo lo que puede concluirse como ley sobre un pueblo reside en la cuestión de si un pueblo podría 207

WW, XI, 58.

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proponerse por sí mismo una tal ley”208. La clave es ésta: ¿podría el pueblo declararse infalible a sí mismo, considerar inmutables sus órdenes institucionales, y valorar como dogmas sus leyes concretas? ¿Podría un pueblo entero cerrar su historia? ¿Puede en suma un pueblo rechazar el uso de la razón para el futuro? ¿Cómo podrá decidirlo para toda la posteridad? ¿No debería hablar la posteridad por sí misma? “¿Acaso podría un pueblo proponerse a sí mismo semejante ley?”209 La vieja máxima del republicanismo se dibuja aquí: lo que a todos afecta a todos concierne. Al futuro concierne también decidir lo que sólo el futuro sabrá, lo que sólo al futuro afectará. Para aclararse acerca de las posiciones últimas ante la vida, implicadas en la cuestión religiosa, ¿cómo entregar para siempre la palabra a gentes de las que no sabemos ni siquiera que se preocupen de esos asuntos? Lo que a todos concierne está sometido a la necesidad de aclararse propia de cada uno y eso pasa por declarar abierto el futuro. Republicanismo, el seguir andando por el camino de la historicidad y la Ilustración, van juntos en religión y en política. La libertad de crítica, el rechazo de la infalibilidad tienen que ver con la preparación y articulación de ese futuro. De ahí la necesidad de señalar los defectos de esas instituciones (das Fehlerhafte der dermaligen Einrichtungen). Si el rey o la autoridad suprema impide esta libre crítica, entonces se pone de parte del estamento clerc que se ha declarado infalible e imprescindible, único director de los asuntos espirituales de la comunidad. Las palabras de Kant en este sentido son muy duras, pero servirían para describir cualquiera de los reyes hispanos que apoyaron la pretensión de infalibilidad de la iglesia católica y sus tribunales. Desde luego, el monarca “demuele su majestad cuando se mezcla en esto: en someter a su control gubernativo los escritos por los que sus súbditos buscan poner en claro sus puntos de vista”210. Pero no sólo eso. Es todavía 208 El original dice “Der Probierstein alles dessen, was über ein Volk als Gesetz beschlossen werden kann, liegt in der Frage: ob ein Volk sich selbst wohl ein solches Gesetz auferlegen könnte?” WW, XI, 58. No creo que se pueda traducir, como hace Aramayo, “La piedra de toque de todo cuanto puede acordarse como ley para un pueblo....” La comparación se debe establecer entre “sich selbst auferlegen” y “über ein Volk beschlossen”. El pueblo se propone a sí mismo, mientras que la otra acción consiste más bien en concluir algo sobre el pueblo. Un proceso es relexivo, el otro es una transferencia autoritaria. 209 WW, XI, 58. 210 WW, XI, 59. Desde luego, no se trata de que “daña su majestad”, como traduce Aramayo: se trata de que reduce a escombros su majestad. Este es el sentido de “Es tut selbst seiner Majestät Abbruch”.

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peor que “envilezca su poder supremo hasta el punto de apoyar en sus estados, y contra sus demás súbditos, el despotismo espiritual de alguno tiranos”. Alfonso de Cartagena no podría decir nada diferente. La tarea del poder político en el asunto de la religión no pasa por asentar las pretensiones de infalibilidad de un colectivo clerc, cuya aspiración histórica a tiranizar espiritualmente a la gente es bien conocida. La inalidad del poder político no puede someterse a las previsiones de estabilidad y poder de la corporación religiosa. Con ecos que resuenan desde mucho tiempo atrás, Kant dice que la inalidad de la autoridad suprema es garantizar la paz. Pero la paz no puede ser entendida, a la manera dogmática, como una adhesión a la infalibilidad. Debe ser entendida como una posibilidad de coexistencia de diferentes formas de entender la salvación del alma bajo el mismo orden civil. De eso y sólo de eso debe cuidar el poder político. Para eso debe permitir que surja la crítica, que se propongan mejoras, que cada ciudadano se aclare acerca de lo que signiica su Seelenheil, la salud de su alma —y de paso lo que va unido a esto, la salud de su cuerpo. Cualquier obstáculo que impida este trabajo de cada uno sobre sí mismo debe ser retirado y esa es una responsabilidad central del gobierno. Esto es algo que Reimarus debía haber exigido. Pues, en verdad, el proceso de aclaración de cada uno puede ser neutralizado por poderes ajenos y, como ya hemos visto, violentos e ilegítimos. Retirar estos obstáculos, y defender la libertad en la búsqueda de la salud del alma de cada uno, es responsabilidad del poder político. Exigirlo es obligación básica de los que ya se han aclarado a sí mismos. Hacerlos coexistir en paz bajo su autoridad es un deber político del soberano, lo que implica limitar la violencia de cualquier imposición dogmática violenta211. En suma, la Ilustración considerada de Reimarus no era el problema. El asunto central residía en la imposibilidad de una Ilustración impolítica o anti-política. Lessing no podía sino corregir este punto dentro de sus límites. No se trataba de la aceleración por la aceleración, en una posición que sería simétrica aunque contraria a la de Reimarus. Esta que lleva a la crisis de forma irresponsable, no sería la forma de la política ilustra211 “Si él [rey] mira sólo a que toda mejora verdadera o supuesta coexista con el orden civil, entonces puede en lo demás dejar hacer a sus súbditos lo que encuentren necesario por la salvación de su alma; esto no le concierne en absoluto, pero sí desde luego impedir que uno impida a los otros de forma violenta trabajar con todas sus capacidades acerca de la determinación y promoción de la misma”. WW, XI, 59.

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da. Aquí el modelo de la reforma de la religión preigura el proceso de la reforma política. Ante todo, no conviene olvidar que sólo una mirada decidida sobre una adecuada relación con el colectivo popular permite identiicar los deberes del monarca en cuestiones religiosas. Si el rey no puede vincularse a la tiranía espiritual es porque el pueblo no puede darse a sí mismo la ley de declarar infalible una institución religiosa. Esa ley que el pueblo no puede darse a sí mismo, no puede vincular al rey en su conducta. O dicho de forma positiva: el monarca también debe atenerse en su actuación a normas que el pueblo pudiera darse a sí mismo. “Lo que a un pueblo no le está permitido concluir sobre sí mismo, todavía menos permitido le está a un monarca concluir sobre el pueblo”212. Con esta frase republicana, Kant se pone en el camino de la consideración misma del poder legislativo de los monarcas. Con ello, la Ilustración religiosa se transforma, de repente, en Ilustración política. De una máxima republicana antigua, que lo que a todos afecta a todos concierne, se pasa a una tesis política moderna: que la autoridad legislativa del monarca reside en reunir en la suya la voluntad conjunta del pueblo213. ¿Reunión simbólica de voluntades? ¿Mera representación personal inexcusable, que no puede ser alterada? No enteramente. No se trata de transformar la comprensión de la actividad legislativa del monarca, de tal forma que en la práctica resulte inalterada. Por el contrario, se trata realmente de alterarla respecto a los usos tradicionales. Las previsiones de reforma de los estatutos religiosos no se quedan en meras disposiciones simbólicas. En los procesos previstos de reforma se dejan ver otros aspectos que concretan esta relación entre el legislador y el pueblo. Tras preguntarse si la ley de infalibilidad se la daría el pueblo a sí mismo, Kant dice: Esta ley sería buena, en cierto modo a la espera de que una mejor sea posible en un tiempo breve, para introducir un cierto orden [civil], en tanto que dejara libres a los ciudadanos, y preferentemente a los clérigos, para hacer públicas mediante sus escritos, en su calidad de doctos, sus observaciones sobre los fallos de las actuales instituciones.

¿De dónde viene esta ley de provisionalidad? Desde luego, la propone un docto que se ha aclarado a sí mismo. Surge de alguien como Kant. Sin embargo, debe ser asumida por la autoridad legislativa del rey, si efec212

Ibid. “Er den gesamten Volkswillen in dem seinigen vereinigt”. WW. XI, 59. Para lo que sigue, 58 y 59. 213

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tivamente quiere reunir en su voluntad a la voluntad conjunta del pueblo, que en esta provisionalidad prepara un proceso de reforma, consciente de las debilidades de los códigos vigentes. De la voluntad del monarca no puede quedar fuera la parte de voluntad que representan los doctos ilustrados, ni de su legislación la ley que ellos proponen acerca de la regulación del debate público. Lo decisivo sin embargo es que se trata de una ley provisional, que desea la retirada de obstáculos. Porque hay señales efectivas de que Federico ha asumido esta norma provisional de retirada de obstáculos para la coniguración libre de un público, Kant ha podido decir que se ha abierto una época de Ilustración. En honor a este hecho, la época puede llamarse “época de Federico”. Esta retirada de obstáculos, y esa coniguración de un espacio para un trabajo libre, es la ley en que se reúnen la voluntad del pueblo y la del rey. Esa vinculación de voluntades implica algo más que tolerancia, desde luego, para la cual sólo se requiere una voluntad indiferente, sin identiicación214. Pero no conviene olvidar que esta ley está “in der Erwartung eines bessern, auf eine bestimmte kurze Zeit möglich”. Ese acuerdo implícito entre la voluntad del monarca ilustrado y la voluntad del pueblo (expresada en la ley de sentirse libre para debatir y de no ser coaccionado a aclararse en las cosas que le concierne) es provisional y está a la espera de una ley mejor en el menor tiempo posible. Este es el punto decisivo. Kant, diga lo que diga Koselleck, no ha desplegado la crítica para acelerar una crisis, como si no quisiera saber que era un asunto político. No ha ocultado su responsabilidad respecto de este horizonte. Sabía que el asunto era político, que debía conigurarse de forma responsable y que la única manera era permitir que el rey y el pueblo marcharan juntos en el proceso de constitución de una ley mejor. Ahora Kant abre el camino a la más relevante hipótesis sobre la Ilustración. Aquélla a cuya veriicación dedicará los mayores esfuerzos de su crítica de la razón. Una vez que los seres humanos se expresen con libertad, e inicien un proceso de aclararse a sí mismos, alcanzarán algún tipo de consenso. La utilización de la razón en cada uno, en un proceso de aclararse impulsado desde el punto de vista personal, aunque realizado en público, llegará a puntos de vista compartidos, a la experiencia de lo común en su variedad de ámbitos, lo justo, lo buen, lo bello, lo útil. 214 El príncipe, dice Kant, “rehúsa el altivo nombre de tolerancia” (WW. XI, 60). Para lo que sigue, 58.

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Este supuesto, que compensa la inevitable dimensión individualista de la Ilustración con una dimensión de comunidad, es la hipótesis básica de la Ilustración animosa kantiana y la garantía de su dimensión política republicana. La Ilustración de cada uno por sí mismo puede generar una voluntad conjunta del pueblo, ahora positiva, con capacidad de fundar un estatuto nuevo. A ella debe vincularse el legislador. Puesto que hemos mirado el problema de la religión como esquema del problema político, veamos lo que acaba sucediendo. Y la verdad es que, desde el punto de vista de la religión, se obtiene este proceso: El orden establecido se mantendrá hasta que la comprensión acerca de la naturaleza de estas cosas haya llegado públicamente tan lejos y se haya acreditado hasta el punto de que, por la reunión de sus voces (aunque no sea la de todos) pueda llevarse ante el trono una propuesta para proteger aquellas comunidades que se han reunido en una institución religiosa transformada según sus conceptos de la mejor comprensión (WW. XI, 58).

El uso público de la razón no se queda en un mero debate bien intencionado y cosmopolita. Puede producir, cuando se impulsa con libertad y extensión, un consenso capaz de ofrecer una política de reformas institucionales. En la medida en que se proponga ante el trono esta opción de reforma con suiciente apoyo popular, y se conigure una institución religiosa reformada, el rey no puede dejar de atender esta voluntad a la que se debe vincular. Lo mismo puede suceder en política. Basta que la reunión de las voces, aunque no sean todas, lo forje. De esta forma, la relación entre la voluntad del monarca y la voluntad de las voces reunidas del pueblo deja de ser meramente la de una mera representación personal o simbólica. Al contrario: es sancionadora. Como es natural, la diferencia entre la dimensión religiosa y la política reside en que aquella puede permitir instituciones plurales, mientras que la política no puede dejar de fundar una institución común. En el primer campo pueden coexistir diferentes instituciones y formas de entender la salud del alma. La tarea del poder político consiste en garantizar la paz y la libertad desde una ley común y una institución que los acoja a todos. Pero, ya en la religión, el momento del razonamiento acaba condicionando las formas futuras de la obediencia. Una nueva institución reformada desde el uso público de la razón puede acoger la vida de los creyentes. Podemos preguntarnos ahora si este proceso es transferible a la políti-

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ca. ¿Ha de llegar aquí el momento en que el razonamiento condicione las formas de obediencia? ¿Qué ha de signiicar la obediencia cuando se impone con todas sus consecuencias un razonamiento libre? Si Kant no ofrece una respuesta a esta pregunta, entonces sólo tiene una retórica, no una teoría. Entonces asumiría de manera oportunista la frase caprichosa de un rey que no puede perder el tiempo en escuchar las chácharas de sus doctos; que sólo está interesado en su obediencia, y les deja el pasatiempo de la discusión. Las previsiones de Kant, aquí, como en otros asuntos, sólo se comprenden bien atendiendo a las teorías que circulaban en su época. Como ya he señalado en otros lugares215, el pacto entre la universidad y la monarquía, desde los tiempos de Wolff, consistía en aconsejar por un lado y en mandar por el otro. La mediación se entregaba al secreto de los consejeros áulicos, caracterizados como doctos, a cuyos consejos el monarca se vinculaba si lo estimaba oportuno. De esta manera, la igura compleja del ilósofo-rey quedaba sustituida por la división de trabajo acordada entre la metafísica sistemática de la universidad y la realeza que ejecuta lo que la universidad aconseja como acertado. La consecuencia de este pacto es que la propia universidad no seleccionaba los consejos que el rey acogía. Esta selección quedaba en manos de la estricta decisión del monarca. Entre la inteligencia y sabiduría de una parte, y la voluntad y poder de la otra, no había una ulterior mediación. Kant considera este pacto como fruto de la razón en su uso doméstico. Es una corporación, la universidad, la que pacta canales de comunicación apropiados con el monarca. Estos canales quedan por lo general reservados al arcanum de un consejo aúlico y cortesano. El modelo de Kant obtiene signiicado justo cuando comprendemos que se quiere romper con este antecedente. Ahora, el conducto de comunicación entre el docto y el rey no es el consejo doméstico. Es el debate público. La cuestión decisiva es si se sigue entregando al monarca y a su arcanum la decisión de seleccionar los mensajes públicos que el gobierno ha de tener en cuenta. Si el debate público no reclama un vínculo más fuerte del monarca respecto a sus conclusiones, entonces se ha transformado el arcanum por la publicidad, pero el ejercicio del poder prosigue igual. La previsión de Kant, como es natural, reside en que del debate público pueda surgir suiciente consenso 215 “Kant: Del liberalismo al republicanismo”, en mi contribución al colectivo G. Duso, El contrato social en la ilosofía moderna, Murcia, Res Publica, 2002.

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de las voces como para que el legislador real actúe como lo que verdaderamente es: el representante de la voluntad conjunta del pueblo, su orden de minorías y mayorías. Esta es la presuposición estrictamente liberal de Kant216. Sin embargo, la monarquía liberal suponía un acuerdo difuso de la opinión pública con arreglo al cual el monarca gobierna. El desenlace del proceso de Ilustración kantiana es diferente y debe llevar a consensos capaces de reformas institucionales. Como es obvio, la previsión básica de la hipótesis ilustrada en todo caso es que el debate público no pone en peligro “la paz pública y la unidad de la res publica”217. De cumplirse esta previsión, y de romperse la unidad, el debate público alteraría aquello que es preciso obedecer. Pues para establecer la norma o la reforma institucional, se ha de tener en cuenta la voz reunida de la mayoría, cuya condición es mantener la unidad. Que esa mayoría no implique facción, que no divida a la res publica, que no imponga elementos de arbitrariedad, son otros tantos supuestos de la hipótesis cuyo enunciado más preciso dice: la libertad es un antídoto contra la barbarie. En modo alguno en la previsión kantiana se atisba la posibilidad de que la libertad del espacio público pueda generar una nueva barbarie218. Si el trabajo de base es que cada ser humano se aclara sobre sí mismo, y sobre todo sobre la salud de su alma, de su dieta, de su derecho, tal cosa, en verdad, parece razonable. Lo problemático, más bien, reside en dar por supuesto este trabajo de base de los individuos, cada uno seriamente preocupado por sí mismo. Estamos contemplando cuál sería la consecuencia de aplicar el modelo de la reforma de la religión a la vida política. Quien sea capaz de una cosa, siempre podrá ser capaz de la otra. Quien no sea capaz de la primera, a duras penas podrá ser capaz de la segunda. La consideración dogmática cerrada se impone tanto sobre los códigos religiosos como sobre los políticos. La actitud es la misma. ¿Pero ha mantenido Kant esta previsión? ¿O se ha limitado a exigir libertad de debate, dejando desvinculada la voluntad de mando del monarca y, por tanto, sin condicionar la necesidad de 216 Para este sentido de liberal, cf mi trabajo “Las raíces ilustradas del liberalismo”, en Los orígenes del Liberalismo, de Germán Rodríguez, Biblioteca Valenciana, 2002. 217 El texto alemán: “Dass die Freiheit, für die öffentliche Ruhe und Einigkeit des gemeinen Wesen nicht das mindeste zu besorgen sei”. 218 “Die Menschen arbeiten sich von selbst nach und nach aus der Rohigkeit heraus, wenn man nur nicht absichtlich künstelt, um sie darin zu erhalten” (WW. XI, 60). Los Los hombres hombres elaboelaboran su rudeza poco a poco y por sí mismos, sólo con que no se intente expresamente mantenerlos en ella. Una vez más el verbo central aquí es arbeiten.

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obediencia por parte de los súbditos? Es evidente que el inal del ensayo de Kant es más bien críptico. Pero la falta de claridad es un síntoma de un pensamiento que busca superar las coacciones propias. Dos pasajes nos hablan inicialmente de estos síntomas. En el primero, Kant dice que “este espíritu de libertad se extiende hacia el exterior (ausserhalb), incluso allí donde tiene que pelear con los obstáculos externos (äusseren Hindernissen) de un gobierno que se comprende mal a sí mismo”219. Aquí la fuerza de la frase reside en las alusiones a lo exterior. La libertad no sólo tiene que ver con el debate público acerca de cuestiones teóricas o intelectuales. También quiere extenderse a un espacio exterior. Sin embargo, la única noticia que de tal exterior quiere darnos Kant es la existencia de ciertos obstáculos. Esos obstáculos externos serían resultado de un gobierno que no se comprende bien a sí mismo. Frente a estos obstáculos la libertad tiene que pelear. La palabra no puede ser más expresiva: zu ringen. La libertad ha de ir al ring. En este escenario, nadie dudará de lo apropiado del adjetivo “animosa” para esta Ilustración, por mucho que venga deinido por un espíritu tan poco deportivo como Kant. La clave de todo el asunto, como es natural, está en qué pueda signiicar un gobierno que se entiende mal a sí mismo. Se supone que ese gobierno es el que debe subir al ring para batallar con el Ilustrado. Esta posición, por cierto, es la que jamás contempló Koselleck en su Crítica y Crisis, pues sugería que también el poder había tenido su responsabilidad en la deriva radical de la Ilustración. Ahora bien, lo que dijimos acerca de un gobierno que se entiende bien a sí mismo era más o menos esto: que debería reunir en su legislación la voz conjunta de la voluntad popular. La única manera de que un gobierno no se comprenda bien a sí mismo, en este contexto, reside en que su legislación no conecte con la voluntad conjunta del pueblo. La cuestión por tanto es esta: ¿tiene algo que ver el debate libre y público acerca de la legislación y sus debilidades, con la capacidad de vincular el gobierno al consenso de la mayoría, con la posibilidad de ayudar al gobierno a que se entienda bien a sí mismo? El segundo texto sintomático de Kant, para propiciar este paso a la Ilustración política, tiene que ver justamente con este asunto. Un monarca ilustrado no sólo se contenta con alentar la libertad del pueblo en asuntos religiosos. No sólo deja en libertad el debate público. Todavía ha de ir más lejos. Lo que sigue dice así: 219

WW, XI, 60.

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La forma de pensar de un jefe de Estado [...] considera que incluso respecto a la legislación carece de peligro permitir a sus súbditos hacer uso público de su propia razón y ofrecer abiertamente al mundo sus pensamientos sobre una mejor constitución de la misma [legislación], así como una crítica valiente de la ya dada (WW. XI, 60).

De la misma manera que se podía hacer una crítica de la constitución de las instituciones religiosas, aquí se puede impulsar una crítica de la constitución política. Esta ha de ser animosa y valiente porque, como ya vimos, se trata de una lucha contra obstáculos externos. De nuevo, no se trata de exigir valentía con los menores de edad, de sobrecargar las exigencias de valor de la gente, sino de hablar claro al gobierno. En cierto modo, el gobierno siempre se entiende más o menos mal a sí mismo. Esa crítica debe ofrecer mejoras constitucionales consensuadas. Se supone que estas mejoras deberían producir un cierto consenso y que, en paralelo con la religión, deberían ser ofrecidas al trono. Sin ninguna duda, siempre y cuando se mantenga la paz pública y el orden civil. Como es natural, el bien disciplinado ejército del Estado es una suiciente garantía de ello. Tras él, el monarca no ha de temer ni a las sombras ni a las perturbaciones de la Ilustración. Ese ofrecimiento al trono de un consenso acerca de la reforma constitucional con la pretensión de que un monarca que se entienda bien a sí mismo la acepte, es un paso más allá del liberalismo. Se podría hablar aquí de un reformismo en el espíritu del republicanismo. Kant, por su parte, es muy consciente de que en este proceso se limita y se regula la libertad civil. No se ha dejado a la sociedad en libertad de fundar un poder desde cero. No se ha concedido una libertad de revolución, de cambio de régimen, de fundación constituyente. Si embargo, se ha concedido una libertad que, en su limitación, es más eicaz que una libertad fundacional. Esta paradoja es reconocida sólo por el que mira a largo plazo, “im grossen betrachtet”220. Kant siempre lo hace, desde luego. La hipótesis de la Ilustración, no nos engañemos, parte del supuesto de que el tiempo del hombre es joven y que todavía debemos atenernos a los largos plazos. Sólo desde esta perspectiva se descubren esas paradojas que tienen que ver con el ritmo lento de la Ilustración y de la historia, por muy animosos que seamos en cada momento. En este caso, la paradoja dice que “un grado más amplio de libertad civil parece ventajosa a la 220

WW, XI, 61.

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libertad del espíritu del pueblo y sin embargo le pone a ella limites más infranqueables” (algo que sabían muy bien los fundadores de la constitución norteamericana), mientras que “por el contrario, un grado menor de aquella libertad produce este espacio en el que ella puede expandirse según todas sus potencialidades”. Sin duda, Kant está hablando aquí, en el límite, de la paradoja de la constitución republicana obtenida poco a poco por la vía de las reformas. En ella, la libertad de cada uno está limitada, pero justo por ello cada uno puede desplegar su libertad sin ser molestado, perturbado, violentado o amenazado. Lo mismo sucede con la institución. Quizá en cada presente se puede decidir un margen más estrecho de cuestiones, pero estas son decididas de forma muy eicaz y poderosa. Se trata de reconocer que la libertad es, como todo en el ser humano, algo inito. Así que podría realizarse plenamente en un espacio limitado con más garantías que en un espacio ilimitado. Lo mismo sucede en el proceso de la Ilustración. Más que el imperativo de comenzar de cero la vida histórica, lo que llevaría a reconocer lo infranqueable de cada vida humana, la Ilustración requiere aclararse en relación con lo dado a partir de la crítica. En la política, más que un momento fundacional, que mostraría los límites de la libertad con la violencia originaria y civil, Kant apuesta por una libertad limitada que aspira a la reforma institucional y que puede desplegarse plenamente dada la conciencia pacíica de su trabajo. Pero la previsión en el largo plazo es la constitucionalización de las reformas, ese momento histórico en que sin mutar de forma radical, el poder se transforma por el mero uso de la crítica en un nuevo consenso. El punto inal de este debate y de esta mejora no es sino lo que una Ilustración impaciente desearía ver realizado ahora y aquí, como principio y puerta de entrada al paraíso. Kant apuesta por otra previsión: que la mejora crítica de la legislación vaya trabajando retrospectivamente en la forma de ser del pueblo, que a su vez vaya transformando los principios constitucionales del gobierno hasta adecuarlos a las previsiones normativas básicas de la dignidad humana y la constitución republicana. Pues ese pretendido punto de partida fundacional, ese poder constituyente que cumple de manera radical los supuestos normativos encerrados en la conciencia moral, no es un hecho inmediato de la naturaleza, ni está garantizado por una irrupción apasionada o inspirada del ser humano, sino solo por el trabajo del tiempo y de la historia. No está nunca al principio, sino

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en medio del trabajo de la historia. No es un azar que Kant, inmediatamente después de este escrito, se centrara en la comprensión de la historia humana, en su relación con la naturaleza humana y su orden hacia ese espacio que el debate público de la razón crea: el orden republicano y cosmopolita. No evito la impresión de haber regresado al principio, de haber realizado un círculo en nuestra exposición y regresar al momento en que hablamos de una historia política. Si ahora tenemos que echar una mirada sobre esta previsión retroactiva del trabajo de la Ilustración, el proceso por el cual el debate público va realizando las reformas constitucionales suicientes para consolidar el espíritu libre del pueblo y la exigencia de atender la dignidad del ser humano, el proceso por el que la libertad de pensar se transforma en libertad de actuar, tendríamos este texto: La inclinación y la vocación a pensar libremente [...] paulatinamente retroactúa sobre la mentalidad del pueblo (a través de lo cual éste cada vez más se convierte en capaz de actuar en libertad) y inalmente incluso sobre los principios fundamentales del gobierno, el cual por sí mismo encontrará conveniente esto: tratar a los seres humanos de una forma adecuada a su dignidad, pues el ser humano es ahora más que una máquina (WW. XI, 61).

Del viejo “razonad, pero obedecer”, no quedaría entonces nada.

ConClusión Hemos ido de diicultad en diicultad y la Ilustración nos ha parecido un asunto cada vez más improbable. Lejos de considerar la Ilustración como el problema de una ontología del presente (algo que a in de cuentas se trataría de conocer), nos hemos visto inclinados a considerar que enraíza más bien en la diicultad de la vida histórica. La índole de esa diicultad tiene que ver con la inseparable dimensión objetiva y subjetiva del proceso histórico y su difícil dialéctica. El cúmulo de diicultad se podría analizar en términos de acumulación de vida histórica, de pluralidad de estratos de tiempo con sus hábitos, que interactúan en medio de problemas objetivos y subjetivos, de conocimiento del mundo externo y de los propios sujetos. Pero hemos dejado un punto inal de diicultad, y ese punto sigue siendo opaco. Ahora debemos encararlo. Volvamos a la pregunta fundamental: ¿cómo el hombre ha llegado a verse como un in en sí objetivo?, ¿cómo se ha elevado a la perspectiva del reino de los ines? Hemos visto que adquirir esta perspectiva era necesario para todo lo demás. ¿Pero cómo se llega a ella? ¿Y cómo se enseña el camino a otro? Pues parece que, de no llegar allí, nada de todo lo demás será posible, ni tener el coraje, ni la voluntad de conocerse, ni buscar qué pueda signiicar ser racional. De no llegar, no tendrá sentido la divisa sapere aude (el emblema del nuevo caballero ilustrado, sucesor del caballero cristiano determinado, inmortalizado en el Enchiridion), ni hacer frente a eso que nos da miedo en nosotros. Parece que si no nos damos miedo a nosotros mismos, si no sentimos ese miedo, no tendrá efecto la consigna de atreverse a pensarse como in en sí objetivo. La retórica de la valentía experimentaría aquí un sesgo inesperado. Vendría a decir: “¡Vamos, sólo se trata de luchar contra ti mismo!”. No es un miedo invencible. Pensarse a sí mismo como in objetivo sería equivalente a pensarse libre de estas perturbaciones, desequilibrios, desórdenes. Pensarse de tal modo que veamos claro. Quizá eso implique despojarnos de nuestro rostro habitual, pero podemos acceder a una imagen placentera ideal al vernos como si ya hubiéramos controlado toda aquello que vemos en nosotros de terrible, lo que nos hemos atrevido a conocer. Pensarnos como ines en sí objetivos, desde este punto de vista, sería identiicar que el terror de vernos arrastra281

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dos por estas pulsiones no es lo deinitivo, que podemos mirarnos libres de ellas. Nos elevamos por encima de nosotros mismos cuando pensamos que, haya lo que haya en nosotros, no nos producirá ese terror extremo al que no podemos hacer frente. Será una parte de nuestra experiencia, no lo que domina la experiencia. Pero todo esto parece bastante estéril si no se explica cómo es posible esta perspectiva escondida en nosotros. La prestación básica de la moral no reside en que nos pensemos como ines en sí subjetivos, sino que nos pensemos como parte del reino de los ines en sí objetivos. En este sentido, la ley moral no manda convertirse en un in en sí, sino hacerlo de tal manera que la intención sea posibilitar un reino de los ines, donde cada uno aumente la posibilidad de que cualquier otro lo sea. Entonces somos inteligencias racionales y se supone que cada uno lucha contra aquello que, en sí mismo, y de ser conocido por sí mismo o por otros, podría inspirar miedo. El reino de los ines, en este sentido, es la contrapartida del estado de naturaleza de Hobbes. Aquí es tal la índole del peligro que representa todo ser humano para otro, que mejor es no conocerlo. Allí, en Kant, aprendemos a reconocernos como si ya no inspirásemos miedo, sino que alentáramos la inteligencia libre del otro. La índole de esos equilibrios permite representarnos la empresa de ser in en sí objetivo como una compatible con la felicidad, como una tal precisamente debida a nosotros mismos. Recordemos una antigua relexión: “El principio de la moral es la epigénesis de la felicidad conforme a las leyes de la libertad”221. Epigénesis es término de sentido evolutivo. El ser humano que sufrió aquella catástrofe evolutiva que le entregó a la Sorge, a la preocupación, logra, mediante la libertad propia, convertirse en un ser con el rendimiento propio de un ser adaptado: la felicidad. El ser humano, mediante su libertad, toma las riendas de su propia evolución y produce la forma propia de estar en el mundo. Por eso, pudo decir Kant que “la felicidad es un producto peculiar de la razón humana”222. ¿Pero cómo se hace? ¿Qué podemos decir acerca de este origen de la moral que Kant ha establecido en términos de epigénesis? Si volvemos a Rousseau, lo tenemos claro: ahí está la gracia del instante gozoso, el éxtasis místico en el que se nos reveló lo que sería luego el tiempo desplegado de nuestra vida. 221 222

Relexión 6867. Relexión 7202.

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Éxtasis material, tardamos la vida entera en explicar su contenido. Ahí se nos ofrece una nueva sabiduría. Kant no ha querido situar el origen de la perspectiva moral en este tipo de experiencias gozosas. Y sin embargo, tampoco parece que haya sido capaz de ofrecer una puerta argumental a la adopción de la actitud moral. Y esto nos lleva a la cuestión decisiva. ¿Cómo pasamos de ser ines subjetivos, seres inteligentes, que relexionan sobre sus ines y se disponen a usarse y usar a los demás como medios, a ser ines objetivos, que se disponen a promover la relación racional entre los seres humanos, capaces de considerarse a cada uno como in en sí objetivo? Ese paso, desde “un animal estúpido y limitado” a un “ser inteligente y un ser humano” fue concebido por Rousseau como un “dichoso instante”223. Si se tiene esta gracia, entonces se goza del coraje, de la valentía. Se sabe lo importante y se declara de forma solemne que el hombre antiguo puede ser vencido, de la misma manera que se tiene certeza que la historia degradada de la humanidad puede ser corregida. Creo que hay razones para poner este instante dichoso de Rousseau en relación con el don de la perfectibilidad224, el a priori de todas las teorías de la educación. Pues la educación es una actividad reglada y social que tiene que lograr repetir en el ser humano el instante dichoso que logró la especie. La epigénesis de la moral no empieza de cero. Irrumpe en el proceso evolutivo desde un tiempo largo. En cierto modo, al tener este horizonte nos damos cuenta de que la educación tendría que lograr en cada uno algo parecido a lo que un bendito azar reveló a Rousseau bajo el árbol de la Bastilla, la paradójica experimentación de la apertura de la perfectibilidad. Este punto extático determinó el complemento literario de la teoría. La literatura podría producir instantes gozosos, experiencias cercanas a las de Rousseau. Es lo de menos que pronto esta experiencia fuera la de Sade y luego la de Flaubert, el tedio, ya fuera superado al modo de las tentaciones de san Antonio o de la aburrida madame Bovary. Educación como intensiicación sentimental que sobrevive y compensa a la intensifación conceptual siempre limitada de la teoría. La educación literaria tedría que encarar el problema de generalizar lo que se presentó como una experiencia gozosa, particular, misteriosa, extraña y entusiasmada. Si aquel instante gozoso 223 224

Contrato social, lib. I, cap. 8, OC. III, 364. Discurso sobre origen de la desigualdad, OC. III, 142.

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fue la irrupción de lo sublime psíquico, la educación tiene que multiplicar esa irrupción, hacernos a todos portadores de sublimes psíquicos entre los que identiicar una pasión, la de ser ines en sí obejtivos. En suma, se aspiró a una tecniicación del carisma. Pronto vemos que esta idealización de experiencias subjetivas es contraria a toda posibilidad de realización del imperativo categórico como norma de la interacción huamana. El mismo círculo que vimos en el Contrato Social se presenta aquí. Los seres humanos corruptos no pueden producir la transformación moral que les lleva a aceptar la voluntad general. O en Kant: no saber encontrar la ruta hacia ese nebuloso estado de ser ines en sí objetivos. Así que debe irrumpir la ley de parte de un legislador y esa ley produce la transformación moral. Rousseau asume que esto puede hacerlo la educación adecuada. Pero el problema es cómo un gobierno corrupto puede impulsar la educación adecuada o cómo la naturaleza corrupta puede producir al legislador. “Ningún pueblo será nunca sino lo que la naturaleza de su gobierno le hiciera ser”. De acuerdo, pero ¿cómo un gobierno imperfecto hará un pueblo virtuoso? La pregunta es la misma que ésta: ¿Cómo de un pueblo corrupto saldrá un legislador? Y la solución es la misma: porque alguien escuche la voz divina. Cassirer ha dicho: esta misión ética del Estado constituye “su acto más propiamente revolucionario”. La revolución, escuchar la voz divina, y desde ahí educar, es la estructura de la revolución; y como tal no es sino realizar en la realidad social y de forma cotidiana lo mismo que le sucedió a Rousseau bajo el árbol de la Bastilla. Educar parece un estado de pausado entusiasmo general que transforma la naturaleza humana por la fuerza de muchos instantes dichosos. Pero Rousseau había dicho que estas eran sus locuras. ¿Debemos asombrarnos de que Voltaire dijera: “¡Es una locura esperar la curación de los locos! Hijos de la prudencia, no dejéis de considerar a los chilados como lo que son!”225. Sin duda, Voltaire es injusto y se mueve en la frontera de la inconsciencia al decir esto. Hubiera sido más lúcido si se hubiera preguntado por la productividad de ese goce que vimos básico a la personalidad de Rousseau y por la relación entre perfectibilidad y negatividad. Y debemos preguntarnos hasta qué punto estas condiciones o estados de ánimo son condiciones de posibilidad de la educación, la forma cotidiana en que se atempera los gozosos instantes carismáticos. Así debemos preguntarnos 225

“Locura”, Diccionario Filosóico de Voltaire. Apud Cassirer, Ob. cit., p. 87.

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si ese instante, caracterizado por Rousseau como expresamente gozoso, nos presenta el gozo típico que de una manera y otra debe producirse como condición de posibilidad de la educación. En realidad, con ello nos aproximamos a las bases mismas de la diicultad de la modernidad y a la fragilidad verdadera de su punto de apoyo. Pues la cuestión es cómo se transmite esta experiencia carismática, gozosa, entusiasta, sin la cual los ideales de la modernidad están muertos, y esto a través de un proceso reglado y cotidiano, como es la educación. Sin duda, solo llegamos a ser consciente de este problema tras Weber. Cassirer fue consciente a medias de él cuando dijo, de forma lúcida, que la mejor forma de comprender el plan de Rousseau en su conjunto “es analizar la teoría educativa en el espejo de su doctrina de la religión”226. Pero si aquel instante gozoso y revolucionario es el azar de la voz divina, ¿cómo puede producirse y ponerse en las manos de los seres humanos? ¿Cómo lo que no puede explicarse sino como una gracia o un don, puede extenderse por un colectivo de funcionarios del Estado? Sin duda, Kant pensó en un momento que esto debía ser facilitado por la exhortación. Pero ¿qué pasa si no tenemos este acceso gozoso, ese sentimiento de vacío que se llena con un anhelo que ya goza del futuro imaginario? ¿Qué pasa si la exhortación no es escuchada? O mejor, ¿qué pasa si a pesar de todo no es entendida? ¿Y si es entendido y a pesar de todo no produce efectos? ¿Qué pasa si no hay a la postre un instante gozoso? ¿Cómo suplirlo entonces? ¿Cuál es el paso siguiente? No hay paso siguiente. Estamos en el inal, en la pasión que da consistencia a la vida. Sin duda, Cassirer dice que Rousseau anticipa el camino de Lessing. Sólo podemos realizar ese camino si cambia nuestro sentido de la religión. Pero ese cambio de nuestro sentido de la religión ya supone la Ilustración que la haga posible, porque el viejo sentido de la religión, como sabe Kant, no produce el gozo del autoconocimiento sino que lo hace imposible en medio de culpas y fantasmas. Pedagogía y política, moral y religión, dice Cassirer, se interpelan recíprocamente, pero en un círculo cuya condición última ellas mismas no pueden producir, controlar ni dominar. Lo incontroloable es el instante gozoso de la revelación del deseo que no se cumple con lo que ya tenemos, con los medios a la mano, sino que crea el vacío sobre el que se alza la experiencia vivida de 226

Cassirer, Ob. cit., p. 145.

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una perfectibilidad que nos impulsa a comprendernos como seres racionales, portadores de derechos, exigencias y compromisos. Esta irrupción es un poco quimérica, pero tal quimera es el origen mismo de nuestro sentido de la razón y la moral. Eso es lo que soporta nuestro estatuto de ser ines en sí objetivos. Es una paradoja. Pero muestra que nuestra razón no se asegura a sí misma. La enseñanza de Weber acerca de que todo lo racional tiene bases irracionales, o la de Blumenberg de que todo concepto reposa sobre lo inconceptualizable, es una avance que permite caracterizar la posición de Voltaire como la propia de un ilisteo unilateral. En cierto modo, hay un instante de negatividad, de hastío o tedio con todo lo que tenemos a mano, de locura, de urgencia, de tensión, insustituible en la teoría de la razón. Sin él, no entendemos la cuestión de su epigénesis. A in de cuentas, lo que en Rousseau nos aparece como exagerado, guarda un núcleo insustituible que debemos alojar en la teoría ilustrada kantiana de la razón moral. Y esto nos conduce a interesantes cuestiones. En efecto, fue Kant quien asumió la consecuencia de forma nítida cuando, al llevar a sus últimas consecuencias su análisis sobre las condiciones de posibilidad de la razón moral, en la primera parte de La religión dentro de los límites de la mera razón, propuso una observación general que tiene como rótulo “Acerca del restablecimiento de la disposición originaria al bien en su fuerza” (ww. Viii, 694). Según vemos, Kant no estuvo en condiciones de darle coherencia a su teoría de la epigénesis. Ahora, lejos de emplear el lenguaje de la novedad, la exponía más bien en términos de una Wiederherstellung. Lo que se restauraba o restituía, por emplear el lenguaje de Servet, era una disposición originaria. No una epigénesis, no un proceso que resulta de antecedentes desconocidos, incalculables, dijo Kant entonces. Tampoco un instante gozoso que viene sobre nosotros con la fuerza de un dios del instante. La tesis es que el acceso al punto de vista moral debe hacerlo el propio ser humano. La protocondición de la Ilustración es un suceso humano, fruto de la acción humana. Kant no procede del mundo luterano: no hay una gracia que instituye nuestra libertad, sino una libertad que se eleva por sí misma al punto de vista moral. Así que la disposición originaria del ser humano al bien debe ser restablecida por el mismo ser humano. Una protoacción buena para dirigirse hacia el bien. Una protoacción trascendental. Aquí la cuestión de la gracia es irrelevante. En caso de que necesitamos auxilio, tenemos que

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lograr la intensiicación de la fuerza para que ese auxilio sea eicaz, para que lo queramos, lo acojamos. En el desierto no fructiicaría. Recordando a Spinoza, Kant señala que para que el auxilio sea eicaz se ha tenido que producir una Kraftvermehrung. Siempre el sujeto tiene que hacer algo. No se trata de Pelagianismo, de hacer lo completamente normal, pero tampoco de gracia misteriosa y azarosa en su componente irracional. Sin embargo, Kant no tiene ninguna teoría acerca de este protoacto hacia el bien. No tiene teoría alguna acerca del inicio de la perspectiva moral. Sencillamente, tan misteriosa es la corrupción del ser humano hacia el mal como la restauración de su posición originaria hacia el bien. Si se dio una, podría darse la otra, dice un Kant que no hace sino registrar una posibilidad metafísica donde Rousseau ponía un éxtasis literario. La caída, de eso se trata, no mata la noticia de la ley. Aquí Kant es discípulo de Calvino. La ley sigue antes y después, y resuena: debemos ser mejores. La caída no es total. Hay un “germen de bien” que permanece en su pureza, (ein Keim des Guten, in seiner ganzen Reinigkeit übrig geblieben, ww. Viii, 695). Pero por mucho que sea así, que no hagamos sino depurar algo que existe en nosotros de forma originaria —lo que desde luego no parece que fuera el sentido del Comienzo verosimil de la historia humana, ni el sentido de una epigénesis— todavía queda por explicar cómo se establece la ley no en su germen, sino en toda su pureza (nur die Herstellung der Reinigkeit desselben, Ibid., 696). Si esta operación se ultima, ya tenemos el avance epistemológico del reino de los ines. Una vez hemos llegado aquí, es fácil explicar la fuerza, la valentía, el coraje. Ahí se funda la virtus del carácter empírico del ser humano, el combate moral, la estabilidad de las costumbres ilustradas. Pero explicar cómo se ultima esta operación no es fácil. Pues el ser humano, con sólo un germen de la originaria inclinación al bien, estará poco dispuesto empíricamente a esa virtud, y por tanto a las consecuencias estabilizadoras de las adecuadas costumbres. Podemos ver al ser humano mejorar, reformarse poco a poco, pero no podemos explicar la operatividad de esa decisión hacia el bien desde el germen moral. Así que la virtud en el carácter fenoménico no puede explicarse desde sí misma. Kant no vio otro recurso que apuntar a una especie de resurrección (Wiedergeburt), un volver a nacer. Únicamente así podría remontar aguas arriba de todo lo que viene producido por un germen ineicaz de la Ley, y

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conectar con el germen en su pureza. Eso es algo que debe ocurrir contra el tiempo empírico, que sólo puede describirse como una “nueva creación” (neue Schöpfung). Aquí tenemos un instante gozoso nouménico, y se puede expresar en términos de Moisés, i, 2, y en términos de Pablo. También en términos de Rousseau: una revolución psíquica, una metanoia que muestra un cambio radical en la intención del ser humano: de ser in subjetivo a ser in objetivo. Aquí hay un ser humano nuevo, como proclamó Rousseau. Kant le ha llamado una “especie de renacimiento, como por una nueva creación”. Se trataba de un cambio de corazón que podría entenderse como un hombre nuevo (Ibid., 698). Kant es demasiado riguroso como para reconocer que un débil germen de bien pueda producir un efecto tan extraordinario hacia el bien que está más allá de las fuerzas humanas, más allá de su comprensión. ¿Cómo una fuerza dudosa puede producir una “única decisión inmutable” (eine einzige unwalderbare Entschliessung)? ¿Pero esa revolución, acaso no tenía que hacerla el propio ser humano? ¿Quién se la inspira? Lo necesario para elevarnos al punto de vista moral ha de ser posible, pero no puede hacerlo el ser humano en medio de su vida, pues para hacerlo tiene que conectar con una fuerza hacia el bien de la que por principio carece. Aquí de nuevo estamos en un círculo, que Kant no dejó de observar227. Este argumento hace más probable la no-Ilustración que su contraria. En realidad, este círculo se levanta sobre todas las evidencias que tenemos sobre el ser humano. La revolución es necesaria, pero no parece obra humana. Para evitar un camino que le llevaba directo a las garras de la litertura de Rousseau, Kant dio un rodeo sutil e inteligente, pero lleno de riesgos. Su airmación, que pasa a menudo desapercibida, es que la apelación a la revolución es necesaria para “el modo del pensamiento” (für die Denkungsart), pero no para el modo de lo sensible. Para este “Sinnesart” basta con la “allmählich Reform”, con la reforma paulatina. Pero esta reforma paulatina tiene como verdadero contenido identiicar los obstáculos que continuamente se aponen a aquel modo de pensar que nos permite descubrir nuestra dimensión moral. Dijo, con ello, que basta con la virtud empírica, con las luchas reales por fundar una costumbre que poco a poco nos aproxime a la máxima racional, aunque no sea por el valor de la máxi227 Ibid. (WW. VIII, 698): “Pero si el hombre está corrompido en cuanto al fundamento de su máxima, ¿cómo es posible que lleve a cabo por sus propias fuerzas esta revolución y se haga por sí mismo un hombre bueno”.

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ma racional. Basta con esto, aunque no esté bien explicado el origen de esta perspectiva moral. El caso es que los seres humanos luchan por ser mejores, más serenos, aspiran a ser iables, aunque todo sea como fruto de la inteligencia que le dicta ser ines en sí subjetivos. Por su propia ventaja van reinando sus máximas y van aprendiendo a tener respeto por el otro, aunque sólo sea porque así consiguen mejor sus propios ines subjetivos. Esto es todo. No hay ningún mítico instante gozoso. Hay el ser humano tal y como lo conocemos. ¿Pero y el reino de los ines en sí objetivos? ¿Qué hay de esto que parecía el punto de partida adecuado de la moral? El reino de los ines en sí objetivos, como la ley moral que se obedece por el valor de la ley moral, en toda su pureza, como la Gesinnung o intención moral es lo que ve un observador de toda la serie de la humanidad cuando mira el combate cada vez más deinido de los seres humanos considerado como un todo228. No es lo que ve un ser humano. Desde la conciencia personal, no hay tal suceso revolucionario en el origen. Lo que hay es la contemplación de todos esos pequeños actos de puriicación de la ley como si en el tiempo ininito alguien situado fuera del tiempo lo viera como un único acto unitario. La renovación, el renacimiento, la segunda creación, es el conjunto que ve un Dios acerca de lo que el hombre persigue en el tiempo ininito de toda la serie de sus pequeños progresos. Para Ése, “para quien la ininitud del progreso es unidad” (für den also diese Unendlichkeit des Fortschritts Einheit ist), tal cambio continuo de la historia “puede ser considerado una Revolución” (kann diese Veränderung als Revolution betrachtet werden, ww. Viii, 699). El instante gozoso sólo lo goza Dios. Nosotros sólo conocemos lucha, el combate por la Ilustración. De ahí que el gesto de Rousseau fuera la última manifestación de una deiicatio que para Kant no puede ser aceptada. El precio de esto es no romper el círculo, en la consciencia de que la ruptura ofrecida por Rousseau obliga a pagar un precio demasiado caro. Si la lucha moral contra vicios concretos es el inicio de la educación moral, todavía falta comprender el telos de esa lucha, una lucha moral, y éste es el punto que deberíamos resolver con la revolución 228 De nuevo invoco la conferencia de Claudio La Rocca, “Conciencia moral y Gesinnung”, en el congreso internacioal de la SEKLE: “La Gesinnung es, así pues, […] el término de referencia ideal, es decir, no propiamente cognoscible, de una valoración de la conducta moral que en principio se extiende o debería extenderse al conjunto de la acción humana. […] La Gesinnung, escribe Kant, ocupa el lugar de la totalidad de esta serie de la aproximación proseguida al ininito” (p. 10).

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de la intención. Este círculo es inevitable y no puede ser roto por la teoría de la ejemplaridad como base de la educación moral. Que alguien sea un ejemplo moral, supone que ya sabemos de qué es ejemplo y, si lo es, entonces no tenemos que ofrecerle admiración, ni nada parecido. Cumple con el deber. Si consideramos ejemplar al ejemplar, dice Kant, ya vivimos en “una disonancia de nuestro sentimiento respecto al deber (eine Abstimmung unsers Gefühls für Plicht, ww. Viii, 700) como si obedecer a éste fuese algo extraordinario y meritorio”. La condición de todo ello es haber ganado el punto de vista moral, que ahora comprendemos como estilización de lo que sólo Dios podría comprender. En línea con sus Postulados de la Crítica de la razón práctica, Kant ha reocupado el problema de la deiicatio con el pensamiento desde la perspectiva de la totalidad del tiempo y de la realidad de la especie humana. Sólo desde esta mirada que vincula tiempo y especie cabe traducir el pensamiento de Dios al horizonte de la humanidad. Pero si interiorizamos esta comprensión, y la proyectamos hacia nosotros, si somos partícipes de la mirada de Dios por un instante, si nos miramos como Dios miraría la historia completa de la especie, entonces veríamos en nosotros algo que produce la “suprema admiración” (die höchste Verwunderung). No es un sublime psíquico, sino un sublime objetivo. Algo que nos asombra y nos da valor y coraje. La Ilustración reposaría sobre una “inconceptualidad” (Unbegreilichkeit, ww. Viii, 700-1), en palabra de Kant, no de Blumenberg. Kant ha sugerido que ese fundamento sería algo parecido a una Revelación, pues la inconceptualdad tendría una “procedencia divina” (göttliche Abkunft). Como sugeriría Unamuno, la mirada desde la perspectiva divina sólo podría ser sugerida desde un origen divino. Ese sería el origen del instante gozoso y por eso produce entusiasmo y fortaleza para las renuncias de los gozos narcisistas, un restablecimiento del corazón originario dispuesto a cumplir la ley. Aquí todas las diicultades de la Ilustración convergerían y se solucionarían. Lessing podría sonreír. La educación moral del género humano requiere de una revelación, pero que, como la escalera de Wittgenstein, fuera prescindible una vez llegados a la cima. Si acogemos esta perspectiva, podemos esperar que se cumpla en nosotros. Es una autoprofecía de automejora (Selbstbesserung). Aquí reside la base de la educación del género humano y aquí la ilosofía de Kant ofrecería su suelo a la de Lessing. Uno por cierto que superaría to-

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das las decepciones posibles de la Ilustración, dado que la razón se siente siempre decepcionada [verdrossene, mejor, insatisfecha, dice Kant] ante la naturaleza del trabajo moral. Somos cofrades de la Ilustración decepcionada porque su fundador, Kant, ya fue el primer kantiano decepcionado. Esa comprensión de la religión sería la moral, la religión de la buena conducta (des guten Lebenswandels), lo esencial del cristianismo, que uno debe emplear el denario que se le dio al nacer, en el sentido de Lucas (19,12-16). Entonces, las diicultades conceptuales con la Ilustración no son graves. En realidad, no es “absolutamente necesario que el hombre sepa en qué consiste” esta religión. Tampoco los conceptos aquí son lo importante. Sin fundamento conceptual claro, sin instantes gozosos sublimes personales, el caso es que venimos de una historia en que esta Ley ha sido revelada (offenbart). Primero ha sido esta ley. Luego llegamos nosotros. Esta es la decisión, que pasa por acoger el sencillo hecho de que no incluimos la serie completa de todas nuestras propias condiciones de posibilidad. La ley dice que somos perfectibibilidad y nos lo dice anticipando el goce de lo que todavía no somos. Así vivimos siempre. De esta manera resolvemos la incapacidad, ahora consciente, de la razón para satisfacer su propia necesidad moral (Die Vernunft im Bewusstsein ihres Unvermögens, ihrem moralisches Bedürfnis ein Genüge zu tun, ww. Viii, 704). Su inconceptualidad es inal, pero no necesitamos acudir a ideas exageradas, al estilo de Rousseau, y su consecuencia, el fanatismo de una “supuesta experiencia interna”. Basta una creencia relexionante en ese futuro anticipado, un goce que más bien presiente el goce. Al hablar así, Kant quizá recordara sencillamente su lectura de Rousseau y la transformación interior, la revolución de ánimo que experimentó. Con demasiada evidencia se observa entonces que toda su teoría es un imponente regreso de aquellos escenarios para dotarlos de la sombría conciencia de su verdad, reducida ya la grotesca expresividad de Rousseau. La pregunta es si la modernidad puede ahorrarse ese regreso. Si puede vivir sin conectar en algún punto con los anhelos de transformaciones revolucionarias que producen la lectura íntima y atenta de los libros de referencia, se llamen la Biblia, el Fedón, el Evangelio de San Juan, u otros. Sin el entusiasmo, dijo Kant en el trabajo sobre las enfermedades de la cabeza, nunca se ha “logrado nada excelso en el mundo”229. Entonces 229

Ak, II, 267.

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reivindicó a Rousseau, el fantaseador, como un loco, desde luego, pero como portador de una de esas locuras divinas, sin las cuales la modernidad es una losa muerta. La peculiar situación de Kant en esta historia es la de intentar moderar esta dimensión de locura y fanatismo, impulsando el proceso de racionalización hasta el límite de identiicar el momento en que lo inconceptualizable se eleva ante nosotros. Ninguna deiicatio es posible ahí, pero ningún futuro está excluido de su reocupación por la noción de perfectibilidad, la clave para mantener el sentido de estar embarcados en un proceso evolutivo cuya última palabra no se ha pronunciado. Esta mirada evolutiva abierta, que abarca al género humano y a su destino completo en el tiempo, es suiciente para fundar la perspectiva del reino de los ines. Nuestro problema es si podemos llevar lo conceptualizable todavía un poco más allá y desplegarlo por la senda de cuestionar la epigénesis de la razón moral, de tal modo que podamos entender el sentido de la moral en el proceso evolutivo con el que carga ya el ser humano, en tanto mamífero superior. Este ulterior esfuerzo de medir los espacios y los tiempos de la historia de la razón moral, y de pensar su prehistoria en el marco de la historia de la vida, no podemos abordarlo aquí. Implicaría adentrarnos en la ilosofía de Hans Blumenberg, el más grande kantiano de la segunda mitad del siglo xx.