De bufones y pícaros: La risa en la novela picaresca 9783865279743

Se analiza el uso del humor bufonesco como arma ofensiva y humillante en los textos más representativos del género: el &

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Spanish; Castilian Pages 328 Year 2010

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Table of contents :
Índice
Prólogo Bufones Pícaros Y Pícaros Bufones
Unas palabras preliminares
Antecedentes de la risa picaresca: la risa popular y el bufón
El inicio de la risa picaresca: el Lazarillo de Tormes
La risa moralizante: el Guzmán de Alfarache
La risa aristocrático-bufonesca: la Pícara Justina
La risa como humillación social: el Buscón
Estebanillo González: pícaro y bufón
Bibliografía
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De bufones y pícaros: La risa en la novela picaresca
 9783865279743

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BIBLIOTECA ÁUREA HISPÁNICA Universidad de Navarra

Editorial Iberoamericana / Vervuert

Dirección de Ignacio Arellano, con la colaboración de Christoph Strosetzki y Marc Vitse. Secretario ejecutivo: Juan Manuel Escudero.

Biblioteca Áurea Hispánica, 64

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DE BUFONES Y PÍCAROS: LA RISA EN LA NOVELA PICARESCA

VICTORIANO RONCERO LÓPEZ

Universidad de Navarra • Iberoamericana • Vervuert • 2010

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Agradecemos al Grupo de Investigación Siglo de Oro (G RISO) de la Universidad de Navarra, bajo el auspicio de la Fundación Universitaria de Navarra la ayuda que posibilitó la publicación de este libro. Agradecemos al Banco Santander la colaboración para la edición de este libro. Derechos reservados © Iberoamericana, 2010 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2010 Elisabethenstr. 3-9 – D-60594 Frankfurt Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-516-9 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-547-9 (Vervuert) Depósito Legal: Cubierta: Carlos Zamora Impreso en España por Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro.

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ÍNDICE

Prólogo de Ignacio Arellano ......................................................

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Unas palabras preliminares ........................................................ 15 Antecedentes de la risa picaresca: la risa popular y el bufón ...... 19 El inicio de la risa picaresca: el Lazarillo de Tormes .................... 55 La risa moralizante: el Guzmán de Alfarache ................................ 97 La risa aristocrático-bufonesca: la Pícara Justina .......................... 145 La risa como humillación social: el Buscón ................................ 185 Estebanillo González: pícaro y bufón ........................................ 243 Bibliografía ................................................................................ 307

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PRÓLOGO BUFONES PÍCAROS Y PÍCAROS BUFONES

Ignacio Arellano

Seguramente nadie más cualificado que Victoriano Roncero para componer un estudio como el presente sobre la risa y las prácticas bufonescas en el género de la novela picaresca. En importantes trabajos anteriores ha ido ofreciendo al lector interesado asedios de referencia inexcusable en torno a los bufones y textos bufonescos del Siglo de Oro, y también en torno a la novela picaresca. Estas páginas nacen, por tanto, de un proceso bien meditado y extensamente documentado, y se deben a un verdadero especialista que conoce como pocos la materia de la que trata. El volumen que ahora publicamos en la Biblioteca Áurea Hispánica constituye, por el momento, su contribución más densa y completa, y revisa en sus distintos capítulos los libros fundamentales del género, analizando con extraordinaria pericia el funcionamiento de la risa popular y las bufonerías, en cuyas dimensiones encuentra un elemento unificador que muy bien podría servir para la definición —tan polémica— de la novela picaresca. Esta cualidad, perfectamente mostrada por Roncero a través de sus documentados comentarios, ilumina un amplio terreno de la cultura y la literatura del Siglo de Oro, y evidencia también la complejidad de algunos tratamientos literarios, sobre todo en las grandes obras

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maestras que constituyen la columna vertebral de este libro, aunque el investigador no olvida confrontarlas con otras de menor entidad estética, cuales son las novelas de Castillo Solórzano o Juan de Luna. El primer capítulo funciona a modo de introducción general que busca en los antecedentes de la risa picaresca las raíces de lo que luego florecerá en el Lazarillo, Guzmán y sus secuelas. Con suma destreza sintetiza Roncero una serie de cuestiones atingentes a la risa popular y a la figura del bufón, sin las cuales difícilmente podrían entenderse algunas de las actitudes más características del pícaro. Pero estas páginas iniciales no solo interesarán a los estudiosos de la novela picaresca, sino a todo el que quiera indagar en los modelos de la risa aurisecular y su tradición. No es, por cierto, terreno fácil. Las principales teorías sobre la risa, expuestas pertinentemente por el estudioso, insisten en la dimensión eutrapélica —diversión sin dolor, risa sin destrucción—, pero como bien apunta Roncero, de la teoría a la práctica hay una laguna que no parece tan sencilla de transitar. Pocas veces la risa —y menos en la novela picaresca— es amable. Los tratadistas se ocupan poco de la risa plebeya —agresiva, violenta, ‘baja’—, que los modernos suelen considerar muy diferente a la risa oficial. Aunque no es el objetivo de Roncero entrar en minuciosos análisis teóricos y prácticos en este lugar de su trabajo, me atrevería a sugerir la conveniencia de revisar conceptos como este de risa oficial, manejado muy a menudo por la bibliografía especializada, y que me parece muy poco preciso. Resulta —a mí me resulta— sospechoso que esta risa oficial, que se supone es objeto de los tratadistas, se califique por muchos críticos modernos de dogmática e intransigente (aristocrática, dogmática y unilateral, según Pueo, citado por Roncero), cuando debería responder precisamente a las limitaciones eutrapélicas, y sobre todo me resulta sospechosa la insistencia de los preceptistas de la risa —desde Aristóteles a Castiglione, pasando por Santo Tomás— en la calidad indolora: me parece obvio que esta obsesión por el no hacer daño responde a la conciencia de que la risa siempre —o la mayor parte de las veces— se ejerce contra una víctima, y por tanto su inocuidad es muy relativa. Las constantes advertencias y limitaciones que reclaman la suavidad, la evitación de deshonra, la prohibición de sátira destructora, apuntan precisamente a la constancia con que tales limitaciones brillan por su ausencia.

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Y esta agresividad, diríase esencial a la risa, se manifiesta claramente en la risa popular, supuestamente liberadora y universal, pero que se ejerce contra los más débiles. Roncero lo estudia a propósito de la risa carnavalesca, cuya violencia no se oculta al investigador, como no se le oculta su falta de igualitarismo (como recuerda en uno de sus ejemplos, los burladores de carnaval revolcaban a los pobres en el barro, pero no a los poderosos). En este sentido, la cita de Berger «quienes ríen unidos permanecen unidos» demuestra precisamente lo contrario de lo que parece y lo contrario de lo que Berger quiere decir: los que ríen unidos permanecen unidos contra otros. Esa risa no es de cohesión social, sino de refuerzo de la segregación. Roncero comenta en su espléndido capítulo sobre el Estebanillo la burla del judío al que arrancan una muela: el ejemplo y los comentarios del estudioso niegan el tipo de aproximación de Pueo o Berger, y muchos otros. Me parece que Roncero podía haber prescindido de estas autoridades y que podía haberse constituido él mismo en autoridad mucho más fiable que algunas de las teorías que aduce en este primer capítulo (páginas más adelante el mismo Roncero comentará muy certeramente «el uso del humor para ridiculizar al marginado, al enemigo»). La condición agresiva de la risa probablemente es una de las razones profundas —que no he visto subrayada, aunque algunos textos que aduce Roncero lo explican suficientemente— por las que la Iglesia se le muestra enemiga. Aquí me parece que Roncero podría matizar la consideración de la risa en tanto aliada del mundo —uno de los enemigos del hombre—, como razón principal para que la Iglesia la rechace generalmente. Esta idea de la risa aparece sin duda en muchos de los severos padres, pero reléase el texto —interesantísimo— que Roncero aduce de San Juan Crisóstomo, y se verá cuál es la preocupación del cristianismo respecto de las víctimas, como en más amplias perspectivas ha estudiado magistralmente René Girard. Mal podría ser compatible la atención a las víctimas —rasgo novedoso del cristianismo en la cultura universal: ver de nuevo Girard— con la valoración de la risa, que se produce casi siempre mediante la denigración —por más que se le haya exigido a esa denigración una suavidad indolora, muy difícil de establecer por otra parte: ¿quién le pregunta a la víctima de una burla por el grado de dolor que se le ha infligido? Lo interesante es el papel del bufón en estas coordenadas. Usa un humor grosero, feroz en ocasiones, y no se detiene ante los podero-

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sos. Como se sabe, al bufón es al único al que se le permiten las verdades. El estatuto bufonesco queda meridianamente claro en las inteligentes páginas de Roncero, pero intuyo que los límites del bufón son más estrechos de lo que parece. El bufón no siempre dice verdades —de hecho los pícaros abufonados, en particular don Pablos, mienten constantemente— y habría que preguntarse si la permisión —limitada— para decirlas no se deberá precisamente a que su condición las desactiva, y su capacidad desmitificadora es en realidad inexistente. Sea como fuere, el capítulo inicial plantea las líneas maestras de lo que será una inmersión fascinante en la risa bufonesca de los grandes avatares del pícaro. El segundo capítulo se dedica, como no podía ser menos, al Lazarillo como primer ejemplo, inventor del género. La burla —con su efecto risible— la ejerce tanto el autor sobre su criatura, como el pícaro sobre los demás, y los demás personajes sobre el pícaro. Las burlas crueles —que hay que colocar en el marco de sensibilidad de la época— y elementos bufonescos como la autohumillación, el tema del hambre y la ridiculización de pretensiones nobiliarias marcan esta primera aparición del pícaro, y se mantendrán en las siguientes. En este análisis del Lazarillo plantea ya Roncero de modo explícito la risa bufonesca como elemento unificador del género, lo cual demuestra con buenas razones y excelentes glosas de los episodios y aspectos principales de la novela. El Guzmán —al que se dedica el siguiente capítulo— insiste en los citados elementos, con una perspectiva peculiar moralizante. La magna obra de Mateo Alemán permite al estudioso indagar en numerosas facetas de la risa, desde su utilización instrumental como vehículo de la moralización, a veces sobrepuesto de manera peligrosa a su objetivo. Preocupa, en efecto, a Alemán, que el lector poco serio se dedique a la conseja y olvide el consejo. En La pícara Justina el público cortesano al que se dirige la obra permite ahondar en la risa bufonesca. Aunque afirma, como es usual, intenciones eutrapélicas, desarrolla la risa popular de sal gruesa. Roncero explica perfectamente las razones de esta divergencia: por más que se pretenda mantenerla dentro de los límites de cierto refinamiento, el decoro literario y cómico que corresponde a los protagonistas hace derivar los mecanismos risibles hacia la turpitudo et deformitas. En este capítulo asoma una cuestión ambigua que la crítica a

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mi juicio no ha dilucidado y que Roncero no pone lo suficientemente en duda, creo yo. Me refiero a la sátira de la nobleza en general y la burla en particular del Marqués de Siete Iglesias, don Rodrigo Calderón, a quien va dedicada la obra. La frecuencia con que la crítica moderna advierte burlas o ataques a los poderosos, a la corte, a la nobleza o a los mismos reyes, me parece difícil de sostener en la mayoría de los casos. Por supuesto que abundan las críticas, algunas muy crudas, en los escritores del Siglo de Oro, pero no creo que hayan de buscarse en los destinatarios de las obras, los mecenas o los públicos cortesanos ante quienes se representa una comedia determinada. Aceptar la existencia de estos ataques encubiertos exige atribuir a esos destinatarios y públicos una ingenuidad excesiva, sobre todo si tenemos en cuenta que las claves que permiten esas interpretaciones serían mucho más claras para los receptores de la época que para los lectores de hoy. Si La pícara Justina se burla de don Rodrigo Calderón, ¿cómo este no se daba cuenta? A mi parecer, las burlas, más que contra la nobleza, se dirigen contra los usurpadores de los signos de nobleza. En ese caso podía estar incurso precisamente don Rodrigo Calderón, pero me figuro que una vez que alguien se coloca lo suficientemente alto en los ámbitos del poder, queda inmune a estos ataques, al menos hasta que la fortuna da vuelta a la rueda y cae. Dicho de otro modo: una obra que se dedica a un poderoso es inverosímil que constituya un ataque al mismo. Sea como fuere, e independientemente de este problema, no cabe duda de que La pícara Justina pertenece de lleno al territorio de la bufonería, y ejemplifica extraordinariamente bien las tesis de Roncero. El siguiente capítulo corresponde al Buscón. Poco extrañará a quien conozca la trayectoria científica del investigador, principal referencia en el quevedismo internacional, que sea éste uno de los mejores capítulos del libro en su examen de la risa como humillación social. Advierte Roncero con aguda percepción que en este caso la autohumillación bufonesca no procede del mismo personaje, sino que la ejecuta sin misericordia el autor, don Francisco de Quevedo. Este detalle, a mi juicio, fundamental, hubiera permitido quizá ampliar todavía más estas admirables páginas de Roncero, tratando de modo más explícito y detallado el conflicto que se establece entre un pícaro en parte abufonado, pero que por otro lado pone todas sus fuerzas en la disimulación de la infamia que otros bufones exhiben como mecanismo

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de seguridad y técnica de trabajo profesional. Si otros pícaros presumen de su indignidad, como muy bien viene analizando Roncero, sorprende en Pablos una actitud opuesta, que no le sirve de nada, porque la infamia y la humillación deben quedar bien claras por el camino que sea. Si este particular pícaro bufón intenta disimular a toda costa (le importa negar su sangre, como le dice claramente al tío verdugo), resulta extraño que en ocasiones declare él mismo su infamia: ciertamente se trata de una marioneta movida por los hilos de su creador, y Roncero pone bien de relieve esta característica, pero el Buscón no deja de plantear problemas de verosimilitud narrativa, y desde el punto de vista de la bufonería, ofrece una versión muy especial del pícaro que aplica en ocasiones habilidades de bufón, pero que siente la vergüenza de su condición indigna. Distinto es el bufón por excelencia entre los protagonistas del género, Estebanillo González, otra de las obras que debe a Roncero estudios previos indispensables a los que todo interesado ha de recurrir, y cuya importancia para el entendimiento de la novela se confirma en este capítulo final que se abre con glosas complementarias de otras novelas como el Lazarillo de Luna o las Aventuras del bachiller Trapaza de Castillo Solórzano. Los numerosos episodios que se analizan en estas páginas ponen de relieve la crueldad de las burlas, la compleja relación de los bufones con la nobleza que los alimenta, el ambiguo estatus del truhán, o los mecanismos de la supervivencia ingeniosa de estos pícaros, casi pícaros o hacia pícaros. Para escribir, en suma, un libro como este, que la Biblioteca Áurea Hispánica se complace en publicar, hay que conocer, como conoce Roncero, con una gran profundidad y detalle, la trayectoria de estos personajes, los requisitos de la comicidad bufonesca, los contextos sociales y culturales en los que se desenvuelven y con los que mantienen una conflictiva relación, sin contar con la capacidad de síntesis y la habilidad organizativa que requiere ajustar los numerosos aspectos implicados con la coherencia y sindéresis que manifiesta el estudio presente. Esperamos ahora que Roncero prosiga sus estudios sobre la materia abordando otros territorios bufonescos o abufonados, poco observados, a mi juicio, hasta ahora, como las prácticas de ingeniosos y chistosos especializados (valga el ejemplo de Juan Rufo), o los libros presuntamente autobiográficos como el Libro de la vida y costumbres de

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Alonso Enríquez de Guzmán, o las dimensiones bufonescas de algunos personajes teatrales, como el figurón... Nadie más capacitado para completar una investigación que, como el lector podrá apreciar, funde, en estas páginas, el delectare con el prodesse, la enseñanza bien pertrechada de erudición y la verdadera eutrapelia, que complacerá sin duda a todos aquellos que valoran todavía las litteras humaniores, tan competentemente y con tan envidiable éxito cultivadas por Victoriano Roncero.

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UNAS PALABRAS PRELIMINARES El principio cronológico de este libro hay que buscarlo en el año 1989 en que apareció en los Annali del Istituto Orientale de Napoli mi primer trabajo sobre una obra que me había fascinado desde la primera lectura: el Estebanillo González. A partir de ahí se avivó mi interés por la novela picaresca y por la figura del bufón, pero faltaba algo más; y esa laguna la vino a llenar la lectura de varios artículos del ilustre hispanista Francisco Márquez Villanueva, en los que trataba la literatura de ciertos bufones escritores españoles de los siglos XV y XVI y en los que establecía la conexión entre el bufón y el pícaro. Estos artículos despertaron mi interés por el bufón y como resultado de ello salió mi trabajo sobre la poesía de Antón de Montoro, el Ropero de Córdoba, gran poeta y bufón en la corte de los Reyes Católicos. A partir de ese momento empecé a interesarme por el tema del humor en la novela picaresca y su relación con la literatura del bufón. De ahí surgieron varios artículos en los que abordé el tratamiento de ciertos tópicos bufonescos en obras como La pícara Justina o el ya citado Estebanillo González. Mis intereses como lector y como estudioso de la literatura española áurea, categorías que deben ir unidas en todos aquellos que nos dedicamos a este oficio de pensar y escribir sobre literatura, se fueron inclinando al estudio del humor en nuestras letras. Siempre he considerado que este aspecto de los textos literarios ha sido marginado por los estudios sesudos que han preferido abordar temas más «serios y trascendentales», sin darse cuenta de la importancia que en la historia de la humanidad han tenido el humor y su consecuencia la risa; im-

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portancia que se pone de manifiesto con el estudio que a ellos le dedicaron filósofos como Aristóteles, oradores como Cicerón, teólogos como Santo Tomás de Aquino, humanistas como Juan Luís Vives. Desgraciadamente son escasos los historiadores y estudiosos de nuestra literatura que han seguido esa senda; ciertamente, que encontramos casos aislados, concretamente en lo que se refiere a la literatura picaresca tenemos los trabajos de José Antonio Maravall y algún otro estudioso que ha escrito sobre este tema en La pícara Justina o en el Buscón, por citar algunas obras. Pero poco más. No pretendo con este libro llenar este océano, pero sí presentar un estudio que demuestre el papel fundamental que el humor y la risa juegan en la conformación del género picaresco. Para ello he decidido dividir mi libro en seis capítulos; el primero de ellos lo dedico a situar el tipo de humor que aparece en estas novelas en la tradición literaria occidental, empezando con el teatro de Aristófanes y terminando, ya a mediados del siglo XVI, con la poesía de Alonso de Horozco, curiosamente uno de los nombres que se ha citado como posible autor del Lazarillo de Tormes. Los cinco capítulos restantes tratan del uso del humor y de la risa en cinco distintas novelas del género, empezando con el ya citado Lazarillo de Tormes y terminando con el Estebanillo González; con ellos cubro casi cien años de la producción prosística en España: el principio y el fin de la novela picaresca. Sobre estas novelas y su concepción del humor ya había publicado algunos trabajos, y sus aportaciones se recogen en estas páginas, pero los capítulos aquí recogidos representan nuevas y más profundas lecturas. He pretendido darles a los seis estudios una unidad temática basada en mi teoría de que el humor de la novela picaresca continúa la tradición del humor bufonesco, tal y como la habían establecido escritores como Montoro o don Francesillo de Zúñiga. Por ello he decidido analizar una serie de rasgos que se hallan presentes en los textos bufonescos y que aparecen adaptados en los textos picarescos según la idiosincrasia del autor y la intencionalidad de su discurso, presentándolos en su evolución desde mediados del siglo XVI hasta mediados del siglo XVII. Como ya he comentado al principio de este prólogo, empecé a trabajar sobre estos conceptos a finales de la década de los ochenta, por ello he comentado mis ideas y mi teoría con muchos colegas,

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alumnos y amigos y las he presentado en congresos y conferencias a muchos interesados en ellas, por ello es natural que me haya beneficiado de los consejos, sugerencias y críticas de muchas personas. No voy a intentar citarlas aquí, porque sin duda me olvidaría de muchas de ellas, con lo que cometería grandes injusticias. Sin embargo hay un amigo a quien no puedo dejar de citar; se trata de Ignacio Arellano, con el que tantos proyectos he compartido a lo largo de estos años y de quien tanto he aprendido; de su amistad y sempiterna generosidad es testimonio este libro. Por último, quiero expresar todo mi cariño y gratitud a Ana y a Sara, que llenan mi vida de saludables risas. Y ya sólo me queda, pío lector, despedirme de ti a la manera en que lo haría Estebanillo: Adiós, que pinta la uva.

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ANTECEDENTES DE LA RISA PICARESCA: LA RISA POPULAR Y EL BUFÓN En otro lugar he tratado sobre la concepción de la risa que se refleja en las preceptivas poéticas y tratados de retórica desde la Antigüedad clásica hasta el siglo XVII1. En esas páginas destacaba el hecho de que la teoría parecía ir por un lado y los textos iban por otro. Aristóteles y sus continuadores abogaban por un humor ingenioso pero no hiriente, lo que el Estagirita denominaba como «risa eutrapélica», definida por él como «un exceso atemperado por una buena educación»2. Esta definición se complementa con la que figuraría en el discutido segundo volumen de su Poética cuando se afirma que «el bromista expone las faltas de la mente y el cuerpo, pero sin dolor y sin buscar la destrucción»3. Los tratadistas romanos, como Cicerón o Quintiliano, asimilaron perfectamente la tradición griega y la expandieron al campo de la oratoria, aunque los conceptos de la eutrapelia y la risa moderada que había preconizado Aristóteles se mantuvieron como los ideales que debía respetar el ciudadano romano. Hay que hacer aquí el inciso de que la carcajada, la risa ruidosa era considerada propia de los esclavos y de las clases bajas de ambas sociedades. Los autores medievales, encabezados por Santo Tomás de Aquino, continuaron con la línea de pensamiento greco-romano. En su Suma de Teología el santo cristiano defendía la eutrapelia aristotélica como 1

Roncero, 2006. Aristóteles, Rhétorique, II, p. 12. 3 Janko, 2002, p. 96. 2

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única posible para el buen cristiano. La carcajada y el humor «grosero» se consideraban ofensivos y propios de los instintos bajos. Los humanistas italianos, tanto los autores de poéticas como los de manuales de cortesanos, recuperaron a través del De oratore ciceroniano las enseñanzas de la tradición clásica que consideraron como las más apropiadas para el ideal de la mesura que proponían como modelo para el homo novus. En esta dirección habría que destacar la importancia y la influencia que habría de tener Il Cortegiano de Castiglione, de amplia circulación entre los distintos círculos humanísticos y cortesanos europeos. Ellos pretendieron imponer un modelo de risa que ha sido definida muy acertadamente como «aristocrática, dogmática y unilateral»4. España no podía constituir una excepción en este apartado, y también nuestros teóricos de la literatura abrazaron los conceptos venidos de allende nuestras fronteras. En las obras de Juan Luis V ives, del Pinciano o de Cascales, entre otros, encontramos repetidas las mismas ideas y los mismos conceptos que habían expuesto los autores griegos, latinos o italianos. De hecho los tratados de poética españoles de finales del siglo XVI y principios del siglo XVII se limitaban a recoger las teorías vertidas por sus antecesores clásicos (Aristóteles y Cicerón) y los humanistas italianos (Robortello, Maggi, Minturno o Riccobani). Incluso, en ocasiones, llegan a copiar los ejemplos de burlas y bromas que recogían sus modelos, como es el caso de muchos de los episodios citados por Cascales, hasta tal punto que se ha escrito de las Tablas poéticas del humanista murciano que son un plagio literal de tres de los más difundidos tratados italianos de Poética: el Comentario de Robortello a la Poética de Aristóteles; la redacción italiana, L’arte poetica de Sebastiano Minturno… y los Discorsi dell’arte poetica de Torcuato Tasso5.

Estos textos constituían los tratados teóricos sobre la risa y, por extensión, el humor, que tenían a mano los escritores españoles de los siglos XVI y XVII y, más concretamente, los autores de las novelas picarescas que se pretenden analizar en este libro. Pero ocurre que, como

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Pueo, 2001, p. 98. García Berrio, 1988, p. 17.

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sucede en muchos casos, y como ya he mencionado con anterioridad, los tratadistas van por un lado y los creadores por otro. Porque en este caso habría que volver a recordar que los tratados que he recordado brevemente están escritos desde un punto de vista aristocratizante de la literatura y de las relaciones sociales: Aristóteles, Cicerón y Castiglione, por citar a los tres más destacados, tienen en mente a un lector culto, que se mueve en los ambientes más elevados de la sociedad de sus respectivas épocas, y que, por tanto, debe hacer gala del tacto del que hablaba Aristóteles6 en su Ética Nicomáquea. Los destinatarios de estos textos son, pues, los ciudadanos y hombres libres de la Antigüedad clásica y los cortesanos renacentistas. Incluso esta mesura y refinamiento, aunque sea en lo referido a la risa, aparecen en un texto tan alejado de la aristocratizante cultura del cortesano, como las Sei giornati del Aretino en el que el autor recomienda a la cortesana, es decir, a la prostituta, que ría con mesura, de tal manera que «ningún rasgo de tu cara pierda su belleza; mejor aún, añádele gracia sonriendo con un guiño de ojos»7. Sin embargo, existe otra concepción distinta del humor y la risa, precisamente la no representada en esos grupos privilegiados ni en esos textos teóricos; formaban parte de ella los plebeyos y los esclavos, los grupos carentes de formación cultural. Estos constituyen precisamente los personajes de los que se nu t re la comedia, p u e s Aristóteles la había definido como la «imitación de hombres inferiores, pero no en toda la extensión del vicio, sino que lo risible es parte de lo feo»8. A estos personajes, pues, les corresponde otro tipo de risa de la que no se ocuparon los tratadistas clásicos ni los humanistas italianos por considerarla digna de desprecio; es la que podemos llamar con muchas reservas, por lo que luego explicaré, la risa o el humor popular. Esta risa, como vamos a ver a continuación, presenta muchas diferencias frente a la que podemos denominar como «risa oficial». En la transmisión de esta risa popular se produce una contradicción interesante porque muchos de sus vestigios han llegado hasta nosotros incorporados en las obras de grandes autores, de grandes clá-

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Para el Estagirita, Ética Nicomáquea, IV, 8, 1128a, el tacto era «decir y oír lo que conviene a un hombre distinguido y libre». 7 Aretino, Las seis jornadas, p. 282. 8 Aristóteles, Poética, pp. 141-142.

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sicos, como Aristófanes, Rabelais o Quevedo, por citar sólo algunos de los más destacados y estudiados escritores en nuestra literatura occidental.Y desde luego, como voy a demostrar, este es el tipo de risa en la que se inserta la tradición humorística de la novela picaresca española desde sus primeros ejemplos (Lazarillo de Tormes y Guzmán de Alfarache) hasta la que yo considero como la última novela del género en la España del siglo XVII (La vida y hechos de Estebanillo González). Este humor9 ha sido definido como festivo, universal, porque «contiene todas las cosas y la gente… el mundo entero parece cómico y es percibido y considerado en un aspecto jocoso, en su alegre relativismo», y ambivalente, porque es alegre y lleno de alborozo, pero es a la vez burlón y sarcástico10. Aunque Bajtin se refiere en su definición al humor y a la risa carnavalescos, sus palabras se pueden aplicar al conjunto del humor popular, tanto el que se practicaba en las fiestas leneas y dionisiacas en la antigua Grecia, como en las obras de autores cultos como podría ser el caso de las comedias de Aristófanes. Este tipo de risa se aleja mucho de aquella propuesta por Aristóteles y Platón, que la condenaban como propia de los bufones y de la gente rústica: Respecto del que se complace en divertir a los otros, el término medio es gracioso, y la disposición, gracia; el exceso, bufonería, y el que la tiene, bufón; y el deficiente, rústico, y su disposición, rusticidad11.

Detrás de estas reservas, se encuentra el hecho de que los griegos consideraban el humor como un elemento peligroso para la sociedad, por lo que Platón, por ejemplo, prohibió la risa en la Academia12; por ello procuraban limitarlo a determinadas celebraciones religiosas, como las ya citadas fiestas leneas o dionisiacas. Durante estas fiestas, en Atenas, los hombres se subían encima de los carros y se burlaban de todas aquellas personas que pasaban por los caminos; y también hay que re-

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Recojo la definición de humor que acuñaron Bremmer y Roodenburg, 1999, p. 1: «cualquier mensaje —se transmita por el gesto, la palabra, hablada o escrita, la imagen o la música— que se proponga provocar la sonrisa o la risa». 10 Bajtin, 1987, p. 17. 11 Aristóteles, Ética Nicomáquea, 1108a, p. 175. 12 Ver Bremmer, 1999, p. 19. Sobre el concepto de la risa en Platón ver Moraes Augusto, 2000 y Schulthess, 2000.

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cordar que en las fiestas dionisiacas celebradas en el campo se insultaba a los campesinos13. Se trata de un humor colectivo, con el que se reforzaba la cohesión social, porque como afirma Berger: «quienes ríen unidos, permanecen unidos»14. Es el humor de la fiesta popular donde todos confluyen en el anhelo de «exorciser le désordre, le chaos, les déviances, la bestialité originelle»15. Se añora esa edad de oro, en la que los hombres vivían en armonía, en igualdad, sin ningún tipo de violencia. En estas fiestas todo está permitido, nada hay sagrado: el lenguaje se libera de las opresiones de la educación; todo se somete al poder de los instintos. En este contexto se insertan, por ejemplo, las comedias de Aristófanes en las que el autor se burla de todos aquellos que le rodean, utilizando para ello los recursos de esas fiestas que se continúan en el carnaval de la Edad Media. La escatología, la obscenidad y otros recursos considerados de mal gusto en la vida cotidiana inundan sus comedias, donde nadie está a salvo de la ridiculización, ni los grandes filósofos como Sócrates al que se retrata como sucio y al que se califica como «sacerdote de las naderías más sutiles»16; ni siquiera los propios dioses como Dionisos, que en un momento reconoce que por miedo «me he cagado»17. Tanto la risa de Aristófanes como la risa de las fiestas populares (leneas y dionisiacas) se configuran como conservadoras. La risa de las fiestas populares pretende, como afirmaba Minois, destruir el caos, reinstaurar el orden, burlándose de aquellos que pretenden subvertirlo; el uso del humor en estas fiestas para ridiculizar al marginado, al enemigo, coincide, por ejemplo, con Platón que en su Filebo considera la risa del enemigo legítima, lícita y buena18, o con Aristóteles que opinaba que podía servir como «social corrective» para que los equivocados retornaran al lugar que les correspondía en la sociedad19. La postura conservadora aparece en la comedia antigua de Aristófanes que se sirve de su teatro para enviar sus mensajes políticos y sociales a un público ateniense que debía comulgar con aquellas ideas defendidas 13

Minois, 2000, p. 29. Berger, 1999, p. 109. 15 Minois, 2000, p. 25. 16 Aristófanes, Las nubes, p. 55. 17 Aristófanes, Las ranas, p. 181. 18 Ver Smadja, 1996, pp. 10-11. 19 Morreal, 1983, p. 5. 14

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por alguien que veía en su ciudad un nido de corrupción y de abandono de los ideales que habían llevado a Atenas a su grandeza. En este sentido debemos entender sus ataques a ciertos políticos, al poder del dinero, a la abundancia de litigios, a la situación de la educación, etc. En todos ellos busca, sin duda, la complicidad del espectador al que se dirige para que se sume a su visión crítica de unos hombres que han destruido la gloria de su polis20. El cómico griego usa un humor corrosivo, lacerante como arma ofensiva para atacar a sus enemigos y para defender sus propias ideas. Un ejemplo claro lo tenemos en su comedia titulada Los Acarnienses en que defiende la necesidad que tiene Atenas de alcanzar la paz, para lo que presenta a dos personajes, Lámaco y Diceópolis, que personifican las ideas opuestas: el primero de ellos se marcha a la guerra; el segundo, apuesta por la paz. Al final de la obra, vemos aparecer en escena a Lámaco sostenido por dos soldados, lamentándose de sus desventuras: ¡Ayayay! Odiosos padecimientos éstos que hielan de espanto. ¡Cuitado de mí! Perezco herido por lanza enemiga. Pero lo que sería para dar ayes de dolor es que Diceópolis me viera maltrecho y encima se burlara de mis desventuras21.

Mientras esto pasa, Diceópolis, el amante de la paz, emerge en el escenario acompañado de dos heteras, gozando de los placeres de la carne. ¡Qué diferente del discurso sobre las armas y las letras que pronuncia don Quijote en la primera parte de la novela cervantina! Aristófanes aboga por la paz, por la dedicación a la buena vida, a los placeres de la comida, la bebida y el sexo; todo ello en unos años en que Atenas se hallaba envuelta en una guerra, que al final resultaría su ruina. El comediógrafo griego refleja un mundo al revés en el que se elogian los elementos que componen lo que Bajtin denominó como

20 Gil, 1995, pp. 20-21: «Entre el creador del humor, entre el cómico y su público, debe existir una coincidencia de fondo en aspiraciones, valoraciones y prejuicios, ya que en muchos casos la risa no es sino un castigo impuesto por la sociedad al individuo que no se acomoda a las expectativas del grupo social». 21 Aristófanes, Los Acarnienses, pp. 191-192.

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lo «inferior material y corporal»22. Pero a diferencia del carnaval medieval estudiado por el crítico ruso, el humor de Aristófanes denuncia una situación de injusticia, de corrupción frente a la que el comediógrafo levanta su voz, insertándola en un ambiente ridículo, de ruptura con la práctica social de su época; como lo hace por ejemplo en Lisístrata o en Las asambleístas donde las mujeres toman las riendas del poder en Atenas para resolver los problemas que los hombres no han sido capaces de solucionar. En sus comedias, pues, el humor tiene una finalidad que va más allá del simple hecho de provocar la carcajada en el auditorio que asistía a las representaciones en el teatro; Aristófanes pretende influir en el debate político, en el gobierno de Atenas, resaltando todo aquello o a todos aquellos individuos, políticos o escritores, que no le gustan. Su humor, sin lugar a dudas, emite un mensaje político, sin querer entrar ahora en su carácter conservador o progresista23, que llegaba perfectamente al público que sufría los problemas que el autor estaba planteando sobre el escenario.Y logra su objetivo con un humor descarnado, directo, lleno de obscenidades y de elementos escatológicos que arrancan las carcajadas de los espectadores, esas carcajadas tan denostadas por los que defenderán tiempo después la eutrapelia y la risa moderada como ideales del ciudadano libre. Los mismos filósofos que denostaban la carcajada, la risa inmoderada, se la atribuían a los bufones, a los que se equiparaba con lo vulgar. Es interesante recordar aquí las palabras que le dedicó a estos personajes Aristóteles: El bufón… es víctima de su bromear, y no se respetará a sí mismo ni a los demás, si puede hacer reír, aun diciendo cosas que ningún hombre de buen gusto diría y algunas que ni siquiera escucharía24.

Queda clara la opinión despectiva que el Estagirita tenía de estos personajes presentes en muchas culturas, y siempre con las mismas caracteríticas25. En Grecia, el personaje surge bajo el nombre de kolax (el adulador), para denominar a aquel individuo que se ganaba la co22 Ver

Bajtin, 1987, pp. 334 y ss. Sobre este tema ver Cantarella, 1969, y Heath, 1987. 24 Aristóteles, Ética Nicomáquea, p. 235. 25 Ver Welsford, 1966, y Otto, 2001. 23

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mida adulando al anfitrión. Después en el siglo V aparece la figura del bomolochos (el que tiende emboscadas en los altares), que igual que su antecesor intercambiaba chistes por comida. Se convirtió, pues, en oficio bastante lucrativo que se transmitía de padres a hijos, como lo demuestra una cita de Ateneo: «El payaso Mandrógenes había entrado; un descendiente, según dijero n , del celebrado payaso ateniense Estraton. Provocó mucha risa con sus chistes»26. Pero el oficio de bufón no era desempeñado únicamente por profesionales, sino que también existían grupos de amateurs que alcanzaron cierta popularidad en su tiempo. En Grecia habría que destacar en la segunda mitad del siglo IV a. C. la existencia de un club de bufones denominado «el Sesenta», formado por individuos pertenecientes a las clases altas, que se reunían en el santuario de Heracles en Diomeia. Teniendo en cuenta que ya en el siglo IV las bufonadas habían perdido aceptación, se entrevé en las actividades de este grupo una intención de «contrariar el orden social imperante»27. La figura de estos bufones aparece asociada en muchos casos a la aristocracia; se convirtieron en muchos casos en asiduos acompañantes de los reyes de Tracia y Macedonia, por ejemplo, a los que divertían con sus bromas y chistes. Sin embargo, como hemos comentado, a finales del siglo IV empezaron a perder prestigio y en Roma fueron asimilados a los mimos, lo que suponía pertenecer a la más baja clase social. Aunque hay que advertir que en la historiografía romana se nos habla de algunos bufones que convivían con las familias más ilustres. Suetonio nos cuenta que el futuro emperador Claudio cuando después de la comida se dormía era atacado con huesos de aceituna o de dátiles, y los bufones de vez en cuando bromeaban con él y le despertaban con la palmeta o el látigo. Solían ponerle también unas pantuflas de mujer entre las manos mientras roncaba, y le despertaban de repente para que se frotara la cara con ellas28.

Se aprecia, pues, la familiaridad con la que estos personajes trataban a los personajes de las familias aristocráticas romanas, permitiéndoles que se burlaran de ellos, incluso en situaciones trágicas, como es el caso del «archimimo Favor» en el entierro de Vespasiano, en otro 26 27 28

Citado por Bremmer, 1999, p. 15. Bremmer, 1999, p. 15. Suetonio, Vidas de los Césares, p. 474.

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episodio que nos cuenta Suetonio29. Estos dos rasgos perduran, como vamos a ver, en los bufones que aparecen en épocas posteriores, que por su proximidad al poder también gozarán de los mismos privilegios que sus antepasados romanos. La risa romana, al igual que la griega, presenta los dos lados: el moderado, representado por el De oratore de Cicerón; y el desmesurado, reflejado en las fiestas populares. La obra ciceroniana constituye, sin duda alguna, la fuente de la que bebieron todos los humanistas europeos de los siglos XV al XVII, empezando por Castiglione. La moderación propugnada por el escritor romano tenía sus orígenes en los textos aristotélicos, aunque él se encargó de ampliarlos y adaptarlos para el público al que se dirigía, los oradores, la clase alta, los hombres libres. Desde esta perspectiva estaba claro que la eutrapelia aristotélica constituía el modelo que debía ser imitado y que se encontraba muy separado de la risa que era propia de las clases bajas (campesinos y esclavos). La diferencia se ve perfectamente definida en su De officiis, I, 104, donde fija los dos tipos de risa: la aceptable y la inaceptable. La primera de ellas la define como elegans, urbanum, ingeniosum y facetum; mientras que la segunda aparece como: «illiberale, petulans, flagitiosum, obscenum»; términos que Alonso de Cartagena tradujo como: «sobervia e maliçiosa e suzia; otra, fermosa, cortés, e ingeniosa e donosa»30, respectivamente. Por supuesto, la primera es la propia de los hombres libres, mientras que la segunda es característica de los campesinos y esclavos. Se trata de una forma más de demostrar la superioridad de un sector de la sociedad romana frente al otro. En este sentido, el humor vuelve a marcar los límites de los diferentes grupos sociales y a enfatizar la superioridad de los hombres libres. En estos últimos se hallaba personificada la belleza, mientras que la turpitudo et deformitas se concentraban en los esclavos y campesinos. Nada de esto aparta a los romanos de sus antecesores griegos en la concepción de la risa. Pero los escritores latinos introducen un nuevo concepto: el de la sátira, que simboliza la inmovilidad con su ata29 Suetonio, Vidas de los Césares, p. 661: «durante su funeral, el archimimo Favor que llevaba una máscara suya e imitaba, como es costumbre, los gestos y las palabras de cuando vivía, preguntó en voz alta a los procuradores cuánto costaba el funeral y la pompa y, cuando oyó que costaba “diez millones de sestercios”, gritó “que le dieran cien mil sestercios y le arrojaran, si querían, al Tíber”». 30 Cartagena, Libros de Tulio, p. 253.

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que a todo aquello que supone novedad, desestabilización del orden establecido, tal y como aparece en Lucilio, escritor que vivió en el siglo II a. C. y que es considerado como el fundador del género. El humor latino, al igual que sucedía con el griego era en gran medida conservador, apegado a las costumbres tradicionales; por ello Minois afirma que el humor de Catón era tan conservador como era el del propio Aristófanes, aunque se sirviera de otras herramientas para expresarlo31. Ese conservadurismo, como en el caso del comediógrafo griego, se teñía de un halo de moralidad, pues ya Horacio había subrayado la superioridad de la broma sobre lo serio para enunciar las verdades morales: Ridiculum acri fortius et melius magnas plerumque secat res. Illi scripta quibus comoedia prisca viris est hoc stabant, hoc sunt imitandi32.

Aunque la comedia latina, y en este caso me refiero concretamente a la obra de Plauto, se centraba más en entretener al público, dejando muy difusa la función moralizadora33. Los romanos continuaron la tradición griega de la risa en dos aspectos más: en primer lugar, en el de las fiestas populares; en segundo, en su utilización política. Por lo que se refiere al primero de los dos puntos hay que recordar las dos fiestas más importantes del calendario romano: las Saturnales y las Lupercales. La primera de ellas se celebraba alrededor de nuestro 17 de diciembre, y preconizaba una vuelta a la edad de oro, una época feliz en la que reinaba la igualdad entre los hombres y la abundancia tanto de la comida como de la bebida. Se producía, pues, una inversión del orden social durante estas fiestas, hasta tal punto que los amos dejaban en libertad a los esclavos que podían criticar abiertamente a sus señores; eran las feriae servorum. En estas fiestas se elegía un rey que, como recuerda Caro Baroja, a comienzos del siglo IV perecía asesinado o se suicidaba34. Las Lupercales que se celebraban ante diem XV Kalendas Martias, equivalente a nues31

Minois, 2000, p. 70. Horace, Satires, I, x, 14-17. 33 Ver Graf, 1999, p. 36. 34 Caro Baroja, 1979, pp. 300-301. 32

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tro mes de febrero, concretamente el día 15, simbolizaban el renacimiento a una vida mejor. Era la fiesta en la que los luperci azotaban con látigos de tiras de cuero a todos los que se encontraban a su paso35, purificándolos; estos latigazos tenían propiedades curativas, y así se pensaba que curaban la esterilidad femenina, entre otros males corporales. El segundo aspecto es el que atañe a la risa utilizada como arma política. En Aristófanes apreciamos cómo el humor servía para criticar a determinados políticos atenienses que se alejaban de los ideales mantenidos por el comediógrafo, que los acusaba de corromper las costumbres tradicionales de sus antepasados. En Roma la comedia se aleja de esos parámetros críticos, haciendo sobre todo hincapié en el elemento de diversión, y en cierta crítica moral. Pero lo que sí hay que subrayar en la época romana es la utilización del humor en otros campos como arma política; como señala Corbell Humor, by constructing these biases into self-evident truths, has emerged as a powerful means of public denigration and social exclusion36.

De esta forma, las distintas facciones que aspiraban a alcanzar el poder utilizaban esta arma para envilecer al adversario. Sabemos que César fue objeto de una campaña de descrédito que incluía invectivas satíricas. Por ello no es extraño que tanto César como su enemigo Pompeyo intentaran por todos los medios controlar el humor, que podía poner en peligro la autoridad individual. De esta manera, por ejemplo, Cicerón, el scurra consularis, es decir, el bufón que ha sido cónsul, se da cuenta de que debe tener mucho cuidado para no enfadar a César y sobrevivir bajo su régimen. Son famosas las palabras que dirigió a Ático VII, 5, 5: «reliquum est iocari, si hic sinat». En ellas hace referencia al poder absoluto que ejerce César, poder que también pretende imponer sobre el humor, aunque él mismo hace gala de sus habilidades humorísticas en De bello Gallico y De bello civili, donde recoge algunas burlas que le dirigían sus soldados. Este hecho indica que «Caesar seems aware of the power humor has in creating bonds among

35 Ver 36

la descripción que hace de la fiesta Ovidio en el libro II de sus Fasti. Corbell, 1996, p. 174.

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his soldiers»37. Habría que recordar aquí los cantos de sus soldados burlándose de su jefe durante el triunfo de las Galias: Ciudadanos, guardad vuestras esposas, traemos a un calvo adúltero; Despilfarraste el oro en la Galia; aquí lo tomaste prestado38.

O aquellos otros en los que estos mismos soldados le recordaban una embarazosa relación homosexual con Nicomedes: César subyugó las Galias, Nicomedes a César: he aquí que ahora triunfa César, que subyugó las Galias, y no triunfa Nicomedes, que subyugó a César39.

Pero una cosa eran estos dísticos en los que sus soldados, con los que había luchado y establecido ciertos lazos de alianza, le recordaban ciertos sucesos de manera divertida, y otra las burlas que le dirigían aquellos que pretendían echarlo del poder. Por parte de ellos, incluido Cicerón, el humor debía ser utilizado como recordaba Estobaeus «igual que utiliza la sal-frugalmente»40. Porque también en la concepción humorística de César el humor demostraba la superioridad del burlador sobre el burlado, y por ello él mismo hacía uso de este elemento como forma de atacar a la aristocracia tradicional que se oponía a su visión de la sociedad romana. Por todo ello César y los demás gobernantes romanos eran conscientes de que debían controlar el humor para evitar males mayores, restringirlo a ciertos momentos y ambientes y, desde luego, prohibir los ataques personales. Con todo ello, la risa se circunscribía al ataque y burla de los vicios y a determinados defectos físicos, más acordes con el ideal aristotélico de la eutrapelia que con la práctica de la comedia de Aristófanes o determinadas fiestas populares que rompían con la moderación que propugnaba el Estagirita. Los mismos recelos de los políticos romanos frente a la risa los manifiesta la Iglesia frente al fenómeno humorístico. Desde el momento

37

Corbell, 1996, p. 190. Suetonio, Vidas de los Césares, p. 158. 39 Suetonio, Vidas de los Césares, p. 157. El verbo «subyugar» (subigere, en latín) tiene un claro sentido obsceno en los versos primero y tercero de este poema. 40 Citado por Bremmer, 1999, p. 18. 38

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en que la Iglesia quiere controlar al hombre, salvarlo, concibe la risa como una aliada del mundo, uno de los tres enemigos del alma. Habría que unir a esto ciertas tradiciones filosóficas griegas como las de los pitagóricos que rechazaban la risa. Por eso, desde el primer momento se levantan voces en el campo cristiano contra la risa. Una de las primeras pertenece, sin duda, a San Pablo que en la Epístola a los Efesios, 5, 4, afirmaba: «ni palabras torpes, ni conversaciones tontas, ni bufonerías, que no son convenientes, sino más bien hacimiento de gracias». A partir de aquí se multiplican las declaraciones de los primeros padres de la Iglesia en contra de la risa, sobre todo la intempestiva y ruidosa; San Clemente de Alejandría, Orígenes, Basilio de Cesárea o San Juan Crisóstomo, en un grado u otro condenan con argumentos varios el acto de la risa. Así San Juan Crisóstomo, que consideraba que a este mundo habíamos venido a llorar nuestros pecados y no a gozar, recordando quizás una advertencia recogida en el evangelio de San Lucas41, consideraba que el reír constituía un pecado grave: Reír, decir bufonadas, no parece un pecado notorio, pero conduce a un pecado notorio… Muchas veces las palabras y la risa arrastran las burlas y los insultos, y ellos arrastran golpes y heridas, que degeneran en masacres y crímenes… Si queréis un buen consejo, evitad no sólo las palabras malévolas y las malas acciones, los golpes, las heridas y los crímenes, sino también la risa intempestiva42.

San Juan Crisóstomo asocia, como se puede apreciar, la risa al pecado, porque ese acto, según él, propicia hechos mucho más severos que pueden resultar en la muerte. Aunque hay que recordar que en un momento este santo reconoció la licitud de la modesta hilaritas43. Pero no son estas las únicas reticencias morales, sino que algunos como San Clemente de Alejandría relacionaban el acto de reír con el de la fornicación44.

41

Lucas, 6, 25: «¡Ay de vosotros los que ahora reís, porque gemiréis y lloraréis». Citado por Theros, 2004, p. 57. Para los distintos tipos de risa en la tradición literaria y hagiográfica medieval ver el capítulo que le dedica Curtius, 1976, pp. 594618. 43 Ver López Estrada, 1989, p. 111n. 44 «La risa que precede a la fornicación»; citado por Theros, 2004, p. 44. 42

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He mencionado que parte de esta actitud negativa procedía de la tradición filosófica griega, pero hemos de recordar dos factores también decisivos a la hora de conformar la doctrina de la Iglesia frente a la risa en los primeros siglos del Cristianismo. El primero de ellos lo encontramos en la Biblia, en algunos de cuyos libros se encuentran referencias muy negativas. En el Antiguo Testamento aparecen dos tipos de risa: la sâkhaq, «risa feliz, desenfrenada», y la lâag, «risa burlona, denigrante»45. Ambos tipos de risa fueron confundidos en gran parte de la Edad Media por culpa del latín que no tenía nada más que una palabra, risus, para traducir los dos vocablos hebreos, algo que no sucedía en el griego que disponía de dos términos: «gélân y katagélân: la primera es la risa natural, la segunda, la risa maliciosa»46. Los padres se basaron para justificar su recelo sobre la risa en algunas citas en las que ésta aparecía como una maldición mediante la cual Dios se burla de los impíos y del hombre que sufre; así en Job, 9, 23: «Cuando de repente una plaga trae la muerte, Él se ríe de la desesperación de los inocentes», o en Proverbios, 1, 26: «También yo me reiré de vuestra ruina y me burlaré cuando venga sobre vosotros el terror». El segundo factor tiene que ver con la figura de Jesús y la polémica sobre si el hijo de Dios se rió o no durante su estancia entre los hombres. Los que rechazaban la risa se amparaban en el hecho de que en ningún momento se mencionara en los evangelios que Jesús se hubiera reído. Incluso San Juan Crisóstomo presentó una carta apócrifa del Pseudo Lentulus donde se describe al Senado romano la ejecución de Jesucristo y se hace una referencia explícita a que Jesús no se rió nunca. Como consecuencia de esta ausencia, el hombre que debía imitar en todo a Jesús debía abstenerse de reír. Sin embargo, existían algunas tradiciones en las que sí se hablaba de la risa del Salvador: ciertos evangelios apócrifos y ciertos textos gnósticos. En el Liber De infantia Salvatoris la comadrona que asiste al parto de Jesús le cuenta a José que al salir del vientre de María Jesús, en vez de llorar, «me dirigió una gratísima sonrisa»47, y en el Evangelio del Pseudo Tomás se na-

45

Sobre estos dos tipos de risa y su influencia en la Edad Media, ver Le Goff, 1999, p. 49. 46 Le Goff, 1999, p. 49. 47 Los Evangelios apócrifos, p. 113.

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rran varios episodios en los que el niño Jesús ríe, aunque en ocasiones su risa es de burla a los que lo rodean: Al oírle hablar así, los judíos quedaron consternados y no pudieron contestarle. Entonces el niño se puso a jugar y a saltar y se mofaba de ellos diciendo: «Yo sé qué poca capacidad tenéis de admiraros y de intuir, pues es a mí a quien ha sido dada la gloria para consuelo del niño»48.

Por otra parte, los gnósticos afirmaban que Jesús se había escapado de la muerte, y que después se había burlado de ella lanzando una gran carcajada. Esta afirmación produjo la airada y pronta reacción de San Ireneo y San Epifanio que la consideraron como una auténtica blasfemia, porque Jesús sí murió y su muerte debía ser recibida como una señal de sufrimiento, de dolor, de lágrimas que nos conducían a la salvación. Para ellos era impensable que Jesús hubiera reído y menos antes de morir, acontecimiento que no recogen ninguno de los cuatro evangelios canónicos. Además la condena de la risa por parte de los primeros padres de la Iglesia se basa en otros hechos que no pueden olvidar los cristianos: los paganos se rieron de Jesús. Se trae a colación, por ejemplo, el episodio que relata Mateo, 27, 27-31: Entonces los soldados del gobernador, tomando a Jesús, lo condujeron al pretorio, y, reuniendo en torno a él a toda la cohorte, y despojándole de sus vestiduras, le echaron encima una clámide de púrpura, y, tejiendo una corona de espinas, se la pusieron sobre la cabeza, y en la mano una caña; y doblando ante Él la rodilla, se burlaban diciendo: ¡Salve, rey de los judíos! Y escupiéndole, tomaban la caña y le herían con ella en la cabeza. Después de haberse divertido con Él, le quitaron la clámide, le pusieron sus vestidos y le llevaron a crucificar.

A este episodio habría que añadir otros, como el que narra el propio Mateo, 27, 41, en el que durante la ejecución los «príncipes de los sacerdotes, con los escribas y ancianos, se burlaban»; episodio que también recoge Marcos49. En estos casos, la risa es utilizada como un arma

48

Los Evangelios apócrifos, p. 127. Marcos, 15, 31-32: «Igualmente los príncipes de los sacerdotes se mofaban entre sí con los escribas… y los que estaban con Él crucificados le ultrajaban». 49

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de humillación contra el Hijo de Dios; se trata, por tanto, de una risa maldita con la que el hombre, ser inferior, pretende colocarse por encima de Dios, el Ser superior. En estos casos, la risa sirve a los enemigos del auténtico Dios para denigrarlo, para despreciarlo como individuo inferior socialmente, tal y como habían teorizado Aristóteles y Platón en su concepción del humor. La risa como arma de humillación contra los cristianos no se limitó a los episodios de la vida de Jesús recogidos en los evangelios. También los primeros mártires sufrieron la risa vejatoria en el momento de recibir el martirio. El primer ejemplo de esta actitud la tenemos en los Anales de Tácito, en el momento en que el historiador romano narra los castigos públicos a los que fueron condenados los cristianos por orden de Nerón: El caso fue que se empezó por detener a los que confesaban abiertamente su fe, y luego, por denuncia de aquellos, a una ingente multitud, y resultaron convictos no tanto de la acusación del incendio cuanto de odio al género humano. Pero a su suplicio se unió el escarnio50.

Los recuerdos de estas terribles muertes y la risueña respuesta que provocaba entre los espectadores del circo explican que los primeros cristianos tuvieran una opinión negativa sobre la risa. En ella veían la respuesta de los enemigos de la fe ante su sufrimiento; la incomprensión que producía su dolor entre sus conciudadanos y el posible daño que tal actitud podía producir entre aquellos cristianos de espíritu débil. No quiere decir esto, sin embargo, que los mártires manifestaran siempre dolor ante las torturas a las que eran sometidos. Si leemos La leyenda dorada, por ejemplo, nos encontramos con varios casos de mártires que manifiestan alegría durante el suplicio; así sucede con San Gorgonio y San Doroteo que, descoyuntados y con muchas de sus entrañas al descubierto, soportaban su dolor con alegría; o el caso de Natalia, esposa de San Adrián que, rebosante de alegría, corría a informar a los compañeros de su marido las torturas que sufría su cónyuge; o San Vicente que se solazaba durante el castigo e incluso animaba a sus verdugos para que le hincaran los garfios en lo más profundo de su musculatura. El caso más conocido es el de San Lorenzo que

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Tácito, Anales, XV, 44, 4.

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volviendo su cabeza hacia donde estaba el emperador, díjole en tono festivo: —Oye, pobre hombre: de este lado ya estoy asado; di a tus esbirros que me den la vuelta; acércate a mí, corta un trozo de mi carne y cómelo, que ya está a punto para ello51.

Estos episodios explican la posición de la Iglesia. Pero no se puede olvidar que esta actitud no está basada sólo en fragmentos de la vida de Jesús o en las humillaciones de los mártires, sino que se sustentaba también en la ya mencionada idea de que la risa se origina en un sentido de superioridad del burlador frente al burlado. Este sentido de la superioridad se consideraba como una manifestación del orgullo del hombre, de su necedad, de su insensatez o locura, y en este sentido debemos recordar que San Agustín prefiere las lágrimas de un hombre razonable a la risa de un insensato, porque como concluye el santo en su Tratado sobre el salmo LI: «En tanto que estamos en este mundo, no debemos reír, por miedo a tener enseguida que llorar»52. La doctrina de los Padres primitivos arraigó con fuerza en la Iglesia medieval y, como consecuencia, se produjo una condena y demonización de la risa en los monasterios. Todas las reglas monásticas advertían contra ella, pues la consideraban como absolutamente incompatible con el sacrificio y la humildad propios de su estado. No puede ser más clara a este respecto la afirmación de la Regla de San Benito: «el Señor ha condenado a los que ríen en su vida. Es por tanto evidente que no hay ninguna circunstancia para el cristiano en que pueda reír»53. Tal afirmación es muy importante porque la regla benedictina fue acogida por la mayoría de los monasterios fundados durante la Edad Media.Y así lo podemos apreciar en distintas reglas españolas: Regula Biclarensis, Regula Complutensis o la Regula Monachorum de San Fructuoso. Producto de estas reglas será la aparición de monjes que no exhibirán el más mínimo atisbo de esta emoción; característi-

51 Vorágine,

Leyenda dorada, p. 465. Sobre la tradición en la que se basa este episodio ver Curtius, 1976, pp. 605-606. 52 Citado por Minois, 2000, p. 109. 53 Citado por Theros, 2004, p. 62.

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ca que destacarán los autores de algunas hagiografías; tal es el caso de Santo Domingo de Silos, sobre el que escribió Berceo: Si ad ópera mánuum los mandavan exir, bien sabié el bon omne en ello abenir; por nulla joglería no lo farién reír, nin liviandat ninguna de la boca decir (estr. 89)54.

Pero la Iglesia medieval no mantuvo una postura monolítica sobre la risa, sino que fue modificándola poco a poco, y a partir del siglo XI se empieza a manifestar un nuevo acercamiento a este tema. Se produce la recuperación del concepto clásico de la eutrapelia aristotélica por parte de Santo Tomás de Aquino que en su Suma de Teología la sanciona como aceptable para el cristiano: Que es propio de la eutrapelia el que profiramos alguna increpación, no para deshonrar o contristar a aquel contra quien se pronuncia, sino más bien por diversión y chanza, y esto puede hacerse sin pecado si se observan las condiciones debidas. Pero si una persona no vacila en contristar a aquella contra quien profiere tal improperio jocoso con tal de provocar la risa en otros, hay vicio en ellos55.

La risa, pues, es aceptable si con ella no se pretende hacer daño a la persona a quien la dirigimos. Este es un primer paso que demuestra un mayor interés por parte de la Iglesia para regular un fenómeno que nunca pudo controlar. Aquí habría que recordar el fenómeno de la «risus paschalis», «gran festival bufo»56, celebrado el Domingo de Pascua, durante el cual había procesiones paródicas, sermones humorísticos y gestos obscenos. Lo interesante de esta fiesta es que los participantes en ella eran sacerdotes que rompían con la seriedad de los ritos religiosos; sacerdotes que ante sus feligreses cometían actos impensables en un lugar sagrado. De este tipo de fiesta tenemos también la Coena Cypriani, obra en la que se subvierten las Sagradas Escrituras. Estos dos ejemplos demuestran que en la Edad Media el humor, la risa participa en todos los ambientes de la vida, incluido el todopo-

54

Berceo, La vida de Santo Domingo de Silos, p. 49. Santo Tomás de Aquino, Suma de Teología, 2-2, q. 72 a. 2, r. 1. 56 Theros, 2004, p. 113. 55

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deroso mundo de la Iglesia. Los europeos de esta época no establecían límites entre ambos mundos, como lo ponen de manifiesto las fiestas mencionadas o cuadros como el de Jean Fouquet del Martirio de Santa Apolonia, en el que junto a la escena del cruel martirio de la santa se ve en primer plano a un bufón que enseña el ano al espectador. Todo esto no significa poner en cuestión las enseñanzas de la fe; tanto los sacerdotes como los laicos que participaban en estas ceremonias bufas demostraban una gran solidez en sus valores espirituales. Para reforzar el control sobre la risa la Iglesia, en primer lugar, se queja e intenta prohibir ciertas fiestas, aunque la reiteración de las prohibiciones parece indicar que los cristianos no hacían demasiado caso de ellas.Y en segundo lugar, establece una clara diferencia entre una alegría-risa recomendable, y una no recomendable. La primera de ellas sería la eutrapelia rescatada por Santo Tomás de Aquino; la otra, la no recomendable, es la que resulta de las burlas, y es la propia de los histriones. La Iglesia quiere hacer uso de la primera de las mencionadas, pues se da cuenta de que la risa puede convertirse en un elemento de convicción, y a esta consideración se agarran los predicadores franciscanos, los joculatores Domini, para utilizarla en sus sermones. Hay que recordar que este hecho se inserta en un fenómeno cultural más amplio del que forman parte las colecciones de exempla que proliferan en la Europa de los siglos XIII y XIV. La risa se concibe como un elemento importante para el adoctrinamiento de los cristianos. Pero, como recuerda Minois57, la Iglesia la utiliza como arma de combate contra el mal y los vicios que atacan a los cristianos. Eso sí, teniendo en cuenta una clara distinción entre la risa moderada, silenciosa, propia del buen cristiano y la carcajada, la risa inmoderada, propia del mal cristiano y de los enemigos de la fe, como acertadamente resume Minois: Dans l’iconographie et la statuaire des cathédrales, d’ailleurs, ce sont toujours les diables qui rient; Jésus et les anges ne font qu’esquisser un très vague sourire58.

57 58

Minois, 2000, pp. 193-198. Minois, 2000, pp. 196-197.

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Al fin y al cabo, tiene mucha razón Jacques Le Goff al afirmar que la sonrisa fue creada en la Edad Media59. Se ha escrito que ya en el siglo XV los dos grupos que controlan o intentan controlar la sociedad, la todopoderosa Iglesia y la emergente burguesía, intentan acabar con determinadas formas de risa. Hemos visto hasta aquí el proceso mediante el que la Iglesia quiere domesticar este fenómeno. Pero me interesa ahora destacar esa otra vertiente del humor al que estos dos grupos intentaban someter: el humor popular expresado, entre otras formas, en el carnaval y en unos personajes despreciados desde la época de Aristóteles y Platón, los bufones, que en determinados momentos se confundieron con los goliardos: clericos ioculatores seu goliardos aut bufones. Ciertamente nos falta un tratado medieval en que se estudie la risa, lo que no indica ausencia de celebraciones festivas, sino que no resultan propicias para pasar al documento, y también que la condición festiva abarca un gran número de manifestaciones que por una parte son fronterizas con las formas del ingenio espiritual y por otra se acercan a la chocarrería y a la obscenidad60.

La mejor estudiada de estas fiestas es sin duda la de los carnavales. Ya hemos hablado en las páginas precedentes de las fiestas griegas y romanas que se pueden considerar, en cierto modo, como antecedentes del carnaval medieval: las festividades dionisiacas, saturnales y lupercales61. Todas ellas tienen en común ese sentido de volver a una época dorada de la historia de la humanidad, destacada por su igualitarismo, ausencia de sufrimiento y sentido de colectividad. Se ha hablado mucho de las funciones sociales que cumplía el carnaval medieval: la de la identidad comunitaria; oposición a la vida ordinaria; forma de escape de la dura realidad social, y subversión amenazadora del sistema social imperante62. Ciertamente a este espíritu colectivo y casi idílico habría que unir la violencia que imperaba en algunas ciudades durante la celebración del carnaval, violencia que servía como

59

Le Goff, 1999, p. 49. López Estrada, 1989, pp. 76-77. 61 Ver Caro Baroja, 1979, pp. 30 y ss. 62 Gutiérrez Estévez, 1989, pp. 47-49. 60

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una muestra de la masculinidad63; así tenemos el ejemplo de la ciudad italiana de Friuli, escenario durante estos días de enfrentamientos entre grupos rivales, que acababan con los cadáveres abandonados en las calles donde eran devorados por los perros y los cerdos. Existían también otras formas de violencia, que Caro Baroja ha denominado «actos violentos y de aire bestial»64: insultar a los viandantes, robar objetos, tirar vegetales y revolcar a los pobres en el barro, arrojar objetos injuriosos, etc. Pero el aspecto que me interesa aquí es el dominio de la risa, del humor en esta celebración. Los pioneros estudios de Bajtin sobre el carnaval tomando como base el Gargantúa y Pantagruel de François Rabelais, aplicados después a Gógol65, mostraron el camino para analizar esta festividad medieval, aunque algunos críticos han matizado y corregido algunas de las teorías del estudioso ruso66. Pero creo que su análisis del humor carnavalesco, que él separa de lo que considera como el propio de la cultura oficial67, separación en la que no estoy de acuerdo, resulta acertado y marca las pautas para los estudiosos de este fenómeno.Ya he mencionado la violencia que aparecía en algunos lugares durante esta fiesta, y este elemento forma parte también de la risa carnavalesca. Las escenas de palizas y peleas empezaban y acababan en medio de grandes risas, hecho que Bajtin explica como una forma de muerte y renacimiento. En este grupo deberíamos incluir aquellas bromas que implicaban daño físico para el/los receptor/es. De este tipo encontramos abundantes ejemplos en textos de ambiente carnavalesco, como, por ejemplo, el Pantagruel de Rabelais o en los textos picarescos que se analizan en el presente estudio. Del primero de los textos citados habría que recordar las bromas que Panurge y sus amigos le gastaban a la ronda de los alguaciles, echándoles a rodar un tonel por una cuesta «y así daban como puercos los de la ronda en tierra»; en otras ocasiones hacían un reguero de pólvora de cañón por donde pasaba y le prendía fuego, «y así se entretenía viendo las donosuras que hacían al huir, creyendo que llevaban 63

Muir, 2001, pp. 127-130. Caro Baroja, 1979, p. 91. 65 Bajtin, 1987 y 1989. 66 Ver Gurevich, 1999. También ver referido al modelo carnavalesco bajtiniano y su aplicación al mundo de la novela picaresca Bandera, 2005. 67 Para las causas de esta diferenciación ver Gurevich, 1999, p. 59. 64

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entre las piernas el fuego de San Telmo»68. En estos dos casos no aparece el binomio muerte-vida del que habla el crítico ruso, sino que se busca la risa como forma de humillación, de demostración de la superioridad del protagonista sobre el receptor de la broma. Lo mismo podemos decir del episodio en el que Panurge se venga cruelmente de la dama que rechazó sus favores, echándole encima una droga que atraía a los perros todos (los perros) se abalanzaron, miembro en ristre, oliéndola y meándosele encima, siendo aquel el suceso más hediondo que hubo nunca en el mundo69.

Es muy interesante la unión en este episodio «rabelesiano» de la violencia física, los excrementos y la humillación que recibe el receptor de la burla.Y digo que es interesante porque aparecen dos de los elementos fundamentales del humor carnavalesco: la violencia física y lo escatológico. Esta conjunción de ambos elementos la vamos a ver repetida en varias de las novelas picarescas: el Guzmán de Alfarache o el Buscón, por citar dos de las más importantes. El humor «grosero» de estas celebraciones donde se exalta la desmesura, la abundancia, la ausencia de barreras y el concepto de un mundo al revés aparece también reflejado en la concepción humorística de un personaje que ya hemos analizado: el bufón. En páginas anteriores hemos hablado de su nacimiento en la Grecia clásica y su supervivencia en Roma. La Edad Media no supuso el final de este tipo de personajes, sino que se produjo un cambio importante en las funciones que se le otorgaron en las distintas cortes europeas. No pretendo resumir en estas pocas líneas la historia de los bufones en la Europa del medioevo, sino que quiero centrarme en el deambular de estos personajes por las distintas cortes hispanas. La primera referencia a un bufón, en este caso mimo, en la historia española se remonta al siglo VI; en esta época nos encontramos con Mirón, mimo del rey suevo de Galicia, del que se cuenta que fue castigado por el cielo por una burla irrespetuosa a San Martín70. A partir de esa fecha, en diferentes testimonios históricos se hallan alusio68

Rabelais, Pantagruel, pp. 119-120 Rabelais, Pantagruel, p. 157. 70 Tomo el dato de Menéndez Pidal, 1975, p. 14. 69

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nes a otros bufones, como aquel que mató al rey Teudis, según narra la Primera crónica general: feriron sus uassallos a Theudio de feridas mortales. Pero diz aquí ell arçobispo don Rodrigo quel non firio si non uno que se metie por aluardan et sandio; et fue desta guisa: el rey Theudio estando un dia en su palacio, llego se a ell aquel sandio et diol un colpe tan grand que luego a poco de dias fue muerto71.

En este fragmento para denominar al bufón se utiliza el término de origen árabe albardán, que competirá con el de truhán hasta el siglo XVII, como lo demuestra el hecho de que este último término aparece recogido en el diccionario de Covarrubias. Para volver a encontrar a un bufón conocido y al oficio que desempeña hemos de esperar al siglo XIII, cuando leemos de un tal «don Guzbet el bufón»72. A partir de este momento, y sobre todo a partir del siglo XV, este personaje aparece con harta frecuencia en las crónicas de los distintos reyes y miembros de la alta nobleza, como es el caso del Condestable Miguel Lucas de Iranzo. Si hasta ahora la tradición española de los bufones no se diferencia de la tradición europea, en el siglo XV se va a producir un fenómeno importante, sobre todo en la corte castellana de los Trastámara: la aparición de los primeros poetas cortesanos que desempeñan el oficio de bufones, son los que Márquez Villanueva en un magistral estudio denominó como «poetas bufones»73. Se trata de un grupo de poetas que vivían en las cortes reales y que utilizaban su ingenio poético para hacer pasar un buen rato a sus monarcas, incluso con animadas pendencias y pullas literarias entre ellos; así en el Cancionero de Baena aparecen ciertas composiciones en que Baena y Villasandino, dos de los «poetas bufones» entablan encarnizadas batallas poéticas, entre ellos o contra otros personajes de la corte, llenas de insultos en las que aparecen incluso amenazas de violencia física, como en esta en que Baena responde a Villasandino:

71

Primera crónica general, p. 255. Menéndez Pidal, 1975, p. 26. 73 Ver Márquez Villanueva, 1982. 72

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Señor, pues el viejo está tan canino e quiere conmigo andar en rendajos, yo le prometo de dar dos quebrajos que l’ salgan las tripas por el estentino. Pues cate que parla el suzio mohino, tahúr renegado, en lo que trastada, ca, si mi lengua del todo desgaja, rasgada le veo su toca de lino. Señor, non le culpo, que ya pierde el tino e yerra los puntos su loca rodaja, chupando las hezes de cuba e tinaja el pobre tiñoso, borracho contino74.

Esta copla refleja perfectamente el tono de estas composiciones poéticas. En la primera parte, Baena amenaza a Villasandino con golpearle con tal violencia que las tripas le van a salir por el intestino, mientras que en la segunda, la violencia física se torna en verbal cuando insulta a su contrincante llamándolo viejo, tiñoso y borracho.Todos estos adjetivos y amenazas tienen como finalidad provocar la risa de los cortesanos que asistirían encantados a estos enfrentamientos dialécticos que nunca llegaban a las manos. En este sentido, los bufones españoles parecen más pacíficos que los de otros países europeos que no dudaban en utilizar la violencia física como forma de hacer reír; recordemos, por ejemplo, una de las historias de Till Eulenspiegel donde el bufón alemán hizo que tres aprendices de sastre se cayeran a la calle: «Y la gente corría hacia allí, se reía y hacía bromas»75; en otra, rompió los peldaños de una escalera de un monasterio y algunos monjes sufrieron heridas. Pero Baena se limita al insulto y a la amenaza verbal. Eso sí, en esta copla ha reunido varios de los elementos típicos del humor carnavalesco según lo definió Bajtin: lo «inferior material y corporal», se halla representado por las tripas y los intestinos, el exceso de la bebida (la acusación de estar siempre borracho) y la escatología (con la referencia a las heces). Estos primeros «bufones poetas» inician una tradición que va a tener una larga trayectoria en nuestras letras áureas. La siguiente generación de bufones escritores tiene su mejor representante en un poe-

74 75

Cancionero de Baena, pp. 643-644. Till Eulenspiegel, p. 153.

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ta de finales del siglo XV Antón de Montoro, el Ropero de Córdoba76. En su obra se reflejan ya los temas y actitudes que conforman lo que durante los siglos XVI y XVII será la literatura bufonesca española, de la que creo la literatura picaresca española será, por lo menos en lo relativo al humor y la risa, una sobresaliente continuación. Lo primero que habría que resaltar de este poeta bufón es su origen converso, lo que lo convierte en un elemento marginal de la sociedad cristiana, igual que le pasará a los protagonistas de las narraciones picarescas. Inaugura el poeta cordobés en este tipo de literatura el concepto de la indignitas hominis. Montoro no esconde en ningún momento su origen manchado, sino que lo recuerda con cierto orgullo; así en un poema dirigido a su caballo reconoce que tengo hijos y nietos y padre pobre muy viejo y madre doña Jamila e hija moça y ermana, que nunca entraron en pila77.

Montoro se refiere a su origen judaico de una forma humorística, porque reírse de sí mismo le va a permitir reírse de los demás; la auto humillación a que se somete por su origen manchado le concede la bula de humillar a sus conciudadanos sin importarle el estatus social al que pertenecen78. Es ésta una forma de actuar que vamos a ver repetida en otros bufones que comparten con Montoro su origen converso79. La auto humillación no se limita a los aspectos del origen étnico o religioso del bufón, sino que se expande por otras vertientes: su vejez o su cobardía van a ser temas que pondrá de relieve cuando

76

Para el estudio de su poesía humorística, ver Roncero, 1996. Montoro, Cancionero, p. 105. 78 Sobre el tema de la «indignitas hominis», ver Roncero, 1993. 79 Caro Baroja, 1961, I, p. 284 afirma: «el humorismo es una forma de enfocar la existencia que conviene al converso, porque el humorista se burla de los demás, sí, pero empieza por burlarse del propio ser. El humorista tiene algo del payaso, del bufón y él mismo es el primer objeto de risa. El judío, o el converso, son zaheridos por un grupo social grande muy pagado de sí, el de los cristianos viejos: una forma de proceder es adherirse a las burlas, otra es combatirlas». 77

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se refiera a sí mismo80. El segundo de los temas va a ser también reiterado por otros bufones, tal y como veremos en el capítulo dedicado al Estebanillo González. Ciertamente, nos encontramos con un tópico muy repetido en la época que atribuía la valentía al grupo de los cristianos viejos y la cobardía a los descendientes de los judíos,81 tal y como se recoge en una de las anécdotas de la Floresta española, en la cual el autor comenta acerca de los cristianos nuevos que son «naturalmente medrosos»82. Con estos poetas bufones nos hallamos a las puertas del Renacimiento. Desde Italia llegan nuevas formas de concebir la risa basadas en la tradición clásica. El Humanismo italiano ha recuperado los textos fundamentales de la época clásica, entre ellos el tratado ciceroniano De oratore, donde se hallan expuestas las ideas de Cicerón sobre la risa. Este texto fue aprovechado por Castiglione en su Cortesano para establecer la doctrina renacentista sobre el tema. El escritor italiano defiende el uso moderado de la risa para evitar caer en la vulgaridad: el cortesano «no ha de hacer reír siempre ni ha de burlar desatentadamente, como hacen los necios y los locos y los truhanes»83. De la misma manera se recomienda tener cuidado con las burlas, que no sean de mal gusto y, sobre todo, ser muy cuidado en no ofender a los poderosos, «porque con el burlar a éstos podría el hombre caer en enemistades peligrosas»84. Las dos afirmaciones simbolizan el proceso de refinamiento que se estaba iniciando en la sociedad italiana desde principios del siglo XVI que también afectaba al humor y a la risa y que supondría la desintegración de la risa popular85. Sin embargo, todavía en el siglo XV y principios del siglo XVI no se ha producido ese proceso de refinamiento y vemos cómo autores tan cultos como Poggio Bracciolini o Pietro Aretino no dudan en recoger en sus obras episodios o chistes de un humor muy alejado de la mesura predicada por Castiglione. Baste recordar la facecia de Bracciolini en la que un

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En una composición dirigida a su mujer, que no quiere seguir viviendo con él, le dice: «que serié tiempo perdido / y la razón ofender / vos gozar de buen marido, / yo, viejo, suzio, tollido, / sovajar linda muger»; Cancionero, p. 60. 81 Ver además Castro, 1976, p. 78. 82 Santa Cruz, Floresta española, p. 208. 83 Castiglione, El cortesano, p. 272. 84 Castiglione, El cortesano, p. 273. 85 Burke, 1997.

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joven florentino le dice a sus amigos que le gustaría ser un melón, cuando éstos le preguntan el motivo de tal deseo el joven responde: «Quoniam omnes mihi culum olfacerent»86. En su colección de facecias aparecen muchas más en las que la escatología y la violencia física se constituyen en temas predominantes. Los mismos elementos se recogen en varias de las obras del Aretino que también hace uso de la escatología, como aquella en que se narra cómo a un fraile, muerto de miedo, «la voluntad del hombre se le quedó en la jofaina de los calzones»87. Por supuesto que estas burlas carecen ya de ese espíritu carnavalesco definido por Bajtin. Las facecias de Bracciolini y de la mayor parte de sus contemporáneos buscan la risa y la humillación del personaje que recibe la burla. En este sentido debemos interpretar la burla recogida por Bandello en la que un marido engañado por un religioso, se disfraza de fraile, toma píldoras laxantes y hace sus necesidades encima de su mujer en la cama88, aunque Burke piensa que los «readers will probable find the story quite revolting»89, no hay duda de que provocaría carcajadas. Pero no debemos pensar que este fenómeno es exclusivo de Italia, sino que en España también tenemos ejemplos de este tipo de humor, recogidos en las colecciones de facecias, muchas de ellas traducidas directamente del italiano. Colecciones como el Buen aviso y port a c u e n t o s de Joan Timoneda o los C u e n t o s de Juan de A r g u i j o transcribieron también muchos episodios en los que la escatología, por ejemplo, recuerda a la utilizada en el carnaval o en las facecias de Bracciolini. Estas colecciones, sobre todo la atribuida a Arguijo, tienen como característica destacada el hecho de que gran parte de las anécdotas narradas se atribuyen a nobles de la época; el duque de Béjar, el marqués de Bancarrota o don Iñigo de Mendoza, entre otros, protagonizan algunas de las más divertidas, como esta en la que

86

Bracciolini, Facezie, p. 314. Esta facecia fue recogida en España por Santa Cruz, Floresta española, parte II, cap.VI, 11, y por Joan Timoneda en El sobremesa y alivio de caminantes, p. 240, que introduce una curiosa variante, ya que los amigos prefieren ser duque del Infantazgo, conde de Benavente, marqués del Gasto y arzobispo de Toledo. 87 Aretino, Las seis jornadas, p. 496. 88 Bandello, La prima parte de le novelle, I, XXXV, pp. 338-345: «Nuevo modo di castigar la moglie ritrovato da un gentiluomo veneziano». 89 Burke, 1997, p. 86.

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el mismo don Iñigo en la enfermedad de que murió, diéronle los médicos una purga por último remedio, diciendo que si con ella purgaba, escaparía. Tomola, y no pudo obrar. Afanose con esto de ver que se acababa, y teniendo un crucifijo en la mano, díjole con gran ansia: —Señor mío Jesucristo, ¿qué le importa a Vuestra Majestad que cague don Iñigo o no cague?90.

He recogido esta que tiene una referencia escatológica bastante mesurada, pero en ambas colecciones se encuentran cuentecillos que se asemejan mucho a los que he mencionado anteriormente de Bracciolini o de Bandello. De nuevo, insistimos en que la motivación de estos episodios es fundamentalmente la de provocar la risa entre los lectores/oyentes. Las burlas reflejadas en ellos pretenden humillar a los receptores, rebajándolos de categoría social, demostrando su inferioridad con respecto al creador de la broma. Pero no siempre se persigue el rebajamiento de los individuos que reciben la burla; en el Renacimiento se recuerda que el humor puede servir para decir la verdad.Y aquí aparece la figura de Erasmo y su Moriae Encomium, su stultitiae laus, o elogio de la locura, aunque mejor traducción sería la del «elogio de la necedad», la que ha sido considerada su mejor obra, escrita «to be immortal»91. El texto erasmiano se constituye en un referente imprescindible para la comprensión del fenómeno de la risa y su caracterización en los siglos XVI y XVII, y sobre todo para entender la figura del bufón cortesano y su función en las cortes aristocráticas y nobiliarias de esos dos siglos. La aportación que más nos interesa de este encomium es la de la recuperación del horaciano ridentem dicere verum. Para el humanista de Rótterdam, a través del humor, los locos y los bufones son los únicos autorizados en la corte para poder decir las verdades a los monarcas o a los nobles, sin recibir por ellos ningún castigo; son los únicos que pueden burlarse de los grandes nobles sin miedo a sufrir las terribles consecuencias que podía acarrearles su atrevimiento a cualesquiera otras personas. Desde esta concepción, el bufón pasará a convertirse en muchas ocasiones en consejero real, en la persona en quien el rey confía para escuchar las verdades que otros consejeros no se atreven a decirle. En

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Arguijo, Cuentos, p. 86. Huizinga, 2002, p. 78.

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las cortes de Francia o de Inglaterra, o en el mismo Vaticano, contamos con numerosos ejemplos de bufones consejeros92. En España el siglo XVI se considera como la época dorada de la bufonería, sobre todo a partir del reinado de Felipe II; en este sentido hay que recordar que Badoer en una relación de 1557 afirmaba que los españoles «sono molti inclinati a sentir buffoni»93. En las crónicas de la época y en la correspondencia de Felipe II, por ejemplo, se encuentran innumerables testimonios del favor y del trato de que gozaban estos personajes en su corte. Un buen ejemplo lo tenemos en la preocupación que el Rey Prudente manifiesta por la salud de una de sus bufonas en una carta escrita a sus hijas desde Lisboa, allí escribe: «(Magdalena Ruiz) está muy mal parada y flaca y vieja y sorda y medio caduca y creo que todo es del beber»94. Nombres como los de la ya mencionada Magdalena Ruiz, Luis Tristán, Profit, Mariola o Sancho Morata aparecen constantemente en la vida palaciega al lado del monarca, demostrando su ingenio y el del propio rey, como se aprecia en la siguiente anécdota narrada por Porreño: Diciéndole Morata, un loco gracioso, por qué no hacía mercedes a todos los que le pedían y se quejaban, respondió Su Majestad: Si a todos los que me piden diese, presto pediría yo95.

Lo que separa a algunos de nuestros bufones del resto de los europeos es su interés por la escritura. En este siglo el bufón sufre una transformación muy significativa: De correo y mensajero, el bufón se convierte con toda naturalidad en escritor, fingido o verdadero, de las más sabrosas cartas de nuevas de esa corte en la que se mueve con pasmosa libertad cerca de las personas reales y cuyos últimos rumores conoce de inmediato96.

92 Ver

Otto, 2001. Citado por Justi, 1999, p. 619. Para los bufones en la España de los Austrias son fundamentales, Moreno Villa, 1949 y Bouza, 1991 y 2005. 94 Citado por Bouza, 1991, p. 58. 95 Porreño, Dichos y hechos, p. 292. 96 Bouza, 2001, p. 185. 93

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Si ya hemos hablado de los «poetas bufones» del siglo XV, en esta nueva centuria debemos seguir recordando las figuras de los bufones letrados. En esta consideración aparece don Francesillo de Zúñiga, bufón de Carlos V, que tuvo un final desgraciado, aunque no dejó de hacer gala de su ingenio ni en los momentos más terribles de su misma muerte, tal y como lo recuerda Melchor de Santa Cruz en su Floresta: Cuando le hirieron de las heridas que murió, como le trajeron a su casa, venía con él mucha gente. Asomose su mujer a los corredores, preguntando qué ruido era aquél. Respondió don Francés: —No es nada, señora, sino que han muerto a vuestro marido97.

El episodio se encuadra en la tradición de aquellos individuos, muchos de ellos delincuentes, que bromean antes de morir98, pero de este tema trataré más ampliamente en el capítulo dedicado al Buscón de Quevedo. Don Francesillo no sigue a sus antecesores en el género elegido, sino que prefiere escribir un texto en prosa, concretamente una crónica burlesca de la corte del emperador Carlos V. En esta crónica, el bufón esboza un retrato de la corte «como el ámbito sombrío de la locura incongrua y deshumanizadora»99. Los nobles que pululan alrededor del monarca pierden sus rasgos humanos para convertirse en animales; así describe el bufón a los miembros del Consejo Real: A mí me han hecho del consejo del Secreto (que parezco sastrecico de Castillejo, o esposo de gato pardo, o maravedí del socrocio del Almirante de Castilla): el duque de Béjar (que parece hombre que trae ruibarbo, o

97

Santa Cruz, Floresta española, p. 74. Sobre este tema, ver Ménager, 1995, pp. 90-94. Ejemplos de las burlas que hacían algunos condenados a muerte en España antes de morir, las narra el padre Pedro de León, ver Herrera Puga, 1974, p. 223. Ver también las palabras de Cristóbal de Chaves, Relación de la cárcel de Sevilla, p. 51: «esta gente, estragada y perdida, cuando va a morir, les parece que van a bodas, porque con este modo de hablar tan sin pesadumbre, sacan los abanicos hechos, otros se ponen los bigotes, otros se componen y aderezan mucho de cuerpo, haciendo de la gentileza; otros, como dicen, haciendo de las tripas corazón, muestran llevar mucho ánimo y hacen demostraciones y virajes de bravos, como dando a entender que no sienten la muerte y que la tienen en poco». 99 Márquez Villanueva, 1985-1986, p. 515. 98

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que vende jabón de Chipre), el duque de Alba (que parece podenca sentada al sol, o toro desjarretado), el arzobispo de Bari (que parece rocín enfermo del conde Agamón), el arzobispo de Toledo (que parece cabra que está de parto, o albornoz mojado colgado), el Confesor (que parece raposa con cámaras que fue asida en el monte de Lerma)100.

Estos importantes personajes de la corte han sido metamorfoseados en animales o en mercancías, en objetos sin valor. La animalización transmite una imagen de animales enfermos, lastimados: un toro desjarretado, una cabra de parto, una raposa con diarrea. El cuadro no puede ser más grotesco, si además tenemos en cuenta que se trata de los principales consejeros del monarca más poderoso de la Cristiandad. La visión que nos proporciona don Francesillo se contrapone a la oficial que refleja una corte de brillantes colores, de personajes poderosos, nobles y eclesiásticos, dedicados a los difíciles negocios del gobierno. La visión del bufón es una visión desmitificadora en la que los gigantes se vuelven enanos gracias a la abrumadora y dominante presencia del humor. Esta labor desmitificadora del humor continuará la senda iniciada por los bufones del siglo XV.Ya hemos visto a Antón de Montoro recordar con ironía su origen manchado, asumiendo la impureza de su sangre. Don Francesillo también reconoce el carácter judaico de sus antepasados, y lo hace con el mismo sentido del humor, pero de una forma más clara cuando se titula «duque de Jerusalén por derecha sucesión, conde de los dos mares Rubén y Tiberiades»; con esta declaración reconoce su ascendencia judía, lo que no difiere de las referencias de otros bufones de origen converso. Pero donde se aparta de esa tradición es cuando en la misma carta al gran turco Sulimán afirma lo siguiente: Gran Turco, enjemplo tenemos que, cuando las Españas se perdieron, en tiempo del rey don Rodrigo, señoreadas de los alárabes, en los montes de las Asturias (que es en par del reino de Galicia), guardó Nuestro Señor un Infante pobre, llamado Pelayo, de linaje de los reyes godos de donde yo desciendo101.

100 101

Zúñiga, Crónica burlesca. p. 176. Zúñiga, Crónica burlesca, pp. 145 y 147.

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La primera afirmación nobiliaria incumbe al propio bufón que se reconoce miembro de la casta de los cristianos nuevos, pero la segunda va más allá, pues, al considerarse como descendiente de don Pelayo y de los reyes godos, extiende su mancha a todos los miembros de la nobleza que presumían de estar emparentados con la realeza de este pueblo bárbaro. En otras palabras, don Francesillo ha acusado a toda la aristocracia española de tener la sangre impura, con lo cual derriba las columnas en las que se sostenía la estructura señorial de la España de los siglos XVI y XVII. Esa visión sólo podía ser aceptada si venía puesta en boca de un bufón, el único personaje de la corte que podía lanzar a la cara de los poderosos ciertas verdades prohibidas sin recibir por ello ningún castigo. De esta manera se demuestra la veracidad de las palabras que había pro nunciado la Locura en el texto erasmiano de que a los bufones en los palacios «a fuer de locos, se les consiente que sean sinceros»102. La misma actitud desmitificadora de los valores en los que se basaba el sistema monárquico-señorial español lleva a don Francesillo a reconocer la cobardía como un mérito o, por lo menos, no como un demérito.Ya hemos mencionado antes que Montoro había expresado su miedo a las batallas, y cómo este era uno de los temas preferidos por los bufones. Hacer ostentación de este sentimiento suponía minar la ideología oficial que ensalzaba el valor como uno de las columnas en que se asentaba el poder español; hay que recordar aquí lo orgulloso que se sentían los españoles de sus hazaña bélicas, motivo de burla en el resto de Europa, como lo pone de manifiesto el que Erasmo haga a su personaje burlarse de que los españoles «se tienen por primeros en las glorias de las guerras»103. Este motivo parecía, pues, propicio para ser objeto de burla por parte de los bufones. En el caso de don Francesillo nos encontramos con esta burla cuando se niega a participar en una jornada con el Emperador alegando que yo estaba enfermo en la carne, y del espíritu nada pronto para la tal jornada; porque desde niño me cabsa catarro el olor de la pólvora, y todo tronido, y el sobresalto me hace mal104. 102

Erasmo, Elogio de la locura, p. 59. Erasmo, Elogio de la locura, p. 74. Para ejemplos de esta consideración podemos, ver el libro de Pierre de Bourdeille, Bravuconadas de los españoles, pp. 63-71. 104 Zúñiga, Crónica burlesca, p. 171. 103

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La alusión al sobresalto recuerda mucho a un cuentecillo que, sobre el tema del miedo, narra Santa Cruz con otro bufón, Perico de Ayala, como protagonista105. En ambos casos, la confesión está hecha para provocar la risa del oyente/lector, pero también, y dentro de la tradición bufonesca, para reírse de un valor no compartido por un grupo de marginados sociales y también como «rebajamiento del imperialismo y mesianismo providencialistas»106. Pero entre los bufones literatos del siglo XVI que trataron temas más variados, más representativos del humor propio de estos personajes, y que no vivieron inmersos en la corte, hay que destacar la obra de Sebastián de Horozco107, curiosamente uno de los escritores a quien se ha atribuido la autoría del Lazarillo de Tormes108, lo que de ser cierto reforzaría los lazos entre la literatura de bufones y la novela picaresca. Horozco es un poeta que recupera la temática tradicional de los «poetas bufones» del siglo XV: burlas de ropas viejas, composiciones petitorias, quejas por hurtos intencionados o burlescos, temas caballares, sátiras de oficios y profesiones, comparaciones absurdas (apodar). Abundan también las referencias a la comida y a la bebida, así como a escenas escatológicas y obscenas, propias todas ellas tanto del humor carnavalesco como del de los bufones. Lo primero que nos sorprende en la obra de este bufón es la conciencia que tiene de su oficio y de los beneficios económicos que puede obtener de él; así en la glosa que hace al refrán «Ya medran pocos si no son putas y locos» escribe estos versos: Si no por chocarrerías no hay quien pueda ya medrar, con chistes, truhanerías o por alcahueterías con que suelen agradar.

105 Ver

Santa Cruz, Floresta española, p. 75: «Cuando Perico de Ayala iba por la calle y había algún ruido, decía que luego se hacía lanzón. Preguntado cómo, decía: Lánzome luego en la primera casa». 106 Francis, 1978, p. 223. 107 Sobre este bufón, ver Márquez Villanueva, 1988. Es un magnífico estudio cuyas conclusiones sigo en estas páginas. 108 El más acérrimo defensor de esta teoría fue Márquez Villanueva, 1957.

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Los buenos están perdidos y los sabios abatidos, así que ya medran pocos si no son putas y locos que éstos son favorecidos109.

En la glosa Horozco coloca juntos dos oficios marginados, pero rentables: las putas y los locos-bufones. Creo que es una de las primeras veces en que un bufón demuestra la consciencia de ejercer una profesión y del carácter marginal que ésta conlleva, aunque ya, como muy bien señala Márquez Villanueva, don Francesillo y Villalobos se le habían adelantado en la cuestión económica110. Es en estos momentos, precisamente, cuando muchos escritores erasmistas empiezan a censurar a los señores que recompensan mejor a estos personajes que al resto de sus criados, tal y como veremos en el capítulo dedicado al Guzmán de Alfarache; como botón de muestran valgan estas palabras de Diego de Hermosilla: Hallaréis señores de tal condición que si un truhán u otra persona alguna de fuera de su casa les pide algo, no saben tener la rienda; y si un criado o vasallo se avergüenza con pura necesidad, aunque les deis con las espuelas, no les haréis mover un paso111.

La principal temática en la obra de Horozco está relacionada con el judaísmo. Márquez Villanueva ha explicado muy bien que el poeta era antisemita, aunque la familia Covarrubias Horozco tenía un origen converso112. Este dato casaba muy bien con su oficio de bufón, pues ya hemos visto que era una de las características esenciales de los miembros de esta profesión, pero en Horozco se manifiesta una intención de desligarse de ese pasado. Así podemos entender las cons-

109

Horozco, Teatro Universal de Proverbios, p. 296. Márquez Villanueva, 1988, p. 142n. Recuerda el estudioso cómo don Francesillo pidió al papa Clemente VII la concesión de un beneficio para su hijo Domiciano: «nos pidió que le diese vuestra santidad una reserva de hasta cuatro mil ducados en los obispados de Ávila y Salamanca y Plasencia; y la reserva venga de tal manera, que no tengamos litigios; de lo cual el nuestro Emperador, mi señor y amigo, será servido»; Zúñiga, Crónica de don Francesillo, en Curiosidades bibliográficas, p. 24. 111 Hermosilla, Diálogo de los pajes, p. 124. 112 Sobre este tema, ver Weiner, 1979. 110

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tantes burlas que hay en sus poemas sobre el tema del tocino; las referencias a la no consumición de este alimento servía a los cristianos viejos para motejar de judíos a los cristianos nuevos. Este intento de hacer olvidar su origen explica su idea de la convivencia entre las dos castas que formaban la sociedad de su época: La conversión y trato de enemigos hace amigos, y la crianza es un acto que hace amistad y pacto entre los más enemigos. Lo que parecía contrario muy dudoso y muy secreto, acontece de ordinario en casa del secretario Alpuche, a quien me someto113.

Estos versos recuerdan, en el tono de tristeza y resignación amarga, a aquellos otros de Antón de Montoro en el que le pide a los Reyes Católicos que, si tienen que quemar a los judíos, lo hagan en el invierno para poder calentarse con las hogueras114. Las referencias a la hermandad de las dos castas parecen deberse a una campaña de Horozco contra el Estatuto de limpieza de sangre de 1547 del arzobispo Silíceo115. Por tanto, aunque pretendiera en determinados momentos soslayar el tema, la realidad histórica se impuso a sus deseos y no tuvo más remedio que, sin utilizar el arma humorística, acercarse a esa problemática tan importante en la España de los siglos XVI y XVII. Con la figura y la obra de Horozco cerramos el ciclo de los antecedentes bufonescos y carnavalescos de la risa picaresca, porque a partir de ese momento, y estamos hablando de la década de 1550, irrumpe con fuerza en el panorama literario europeo la novela picaresca. Como vamos a ver, los autores de este nuevo género aprove-

113

Citado por Márquez Villanueva, 1988, p. 150. Montoro, Cancionero, p. 76: «Pues Reyna de auctoridad, / esta muerte sin sosiego, / çese ya por tu piedad / y bondad / hasta allá por Navidad, / quando save bien el fuego». 115 Para el tratamiento de Horozco sobre las relaciones judíos/cristianos, ver Weiner, 1976. 114

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charán los conceptos y muchos de los episodios de este tipo de humor, incorporándolos a sus propias obras. Con ello este tipo de humor «popular» extenderá su vigencia en nuestras letras hasta la mitad del siglo XVII, concretamente hasta 1646 fecha de aparición en Amberes de la primera edición del Estebanillo González, obra en la que con claridad vuelven a confluir el bufón y el pícaro, o el pícaro y el bufón, que tanto monta116.

116

Recuérdense las palabras de Márquez Villanueva, 1985-1986, p. 522: «El truhán y el pícaro se atraen con finalidad natural, que se mantiene hasta el agotamiento del género».

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EL INICIO DE LA RISA PICARESCA: EL LAZARILLO DE TORMES En el capítulo anterior he repasado con brevedad la historia de la risa «popular», aquella que comienza en la Grecia antigua y que termina, en nuestra visión panorámica, con la risa bufonesca de los bufones poetas del siglo XV y aquellos otros albardanes/truhanes de la primera mitad del siglo XVI (don Francesillo de Zúñiga y Horozco). Curiosamente esta literatura de bufones se interrumpe abruptamente hacia 1550, justo en el momento en el que se publicó un texto fundamental en la historia de la literatura occidental: La vida de Lazarillo de Tormes, de sus fortunas y adversidades1. Este hecho no puede ser casual, sino que, por el contrario, demuestra, a mi modesto entender, la relación entre este nuevo género literario y la risa. No pretendo ninguna originalidad al abrazar esta idea, pues otros críticos y novelistas importantes han relacionado el origen del género novelesco con el fenómeno de la risa. Basta citar aquí el testimonio del novelista checo Milan Kundera que atri buía la creación de la novela moderna a Rabelais y afirmaba que Hay un admirable proverbio judío que dice: El hombre piensa, Dios ríe. Inspirándome en esta sentencia, me gusta imaginar que François Rabelais oyó un día la risa de Dios y que así fue como nació la primera gran no-

1

En la puntuación del título de la novela sigo a Francisco Rico, Lazarillo de Tormes, p. 2, que afirma que «hay que puntuar después de “Tormes” y reconocer en “de sus fortunas…” una construcción latinizante: ‘acerca de sus fortunas…’».

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vela europea. Me complace pensar que el arte de la novela ha llegado al mundo como eco de la risa de Dios2.

Dejando a un lado el desacuerdo con la consideración de quien fue el primer novelista moderno, asumo completamente las palabras de Kundera que destaca el papel de la risa en la génesis del nuevo género. Los autores de las novelas picarescas hacen uso en mayor o menor medida de la burla y de la risa como componente importante en la construcción ideológica de sus obras. El humor se convertiría, de esta manera, en un elemento unificador del género, aunque cada escritor lo utilizaría de diversas formas y con diferentes finalidades, ahondando más en esa ausencia de una poética común que se ha presentado como característica de la picaresca3. La risa del pícaro, o mejor dicho, la risa que los autores imponen al pícaro refleja a la perfección los rasgos que he apuntado en el capítulo primero al hablar de la tradición «popular», y se alejan mucho de la risa moderada que, por la misma época, defendían muchos manuales de cortesanos y las retóricas que continuaban la tradición aristotélico-ciceroniana4. Siguiendo el concepto del decorum los novelistas habían comprendido perfectamente que sus protagonistas no podían sonreír ni gastar bromas que respetasen el concepto de la moderación y del buen gusto que debía regir el comportamiento de los caballeros, según los cuales estas burlas «cuando traen consigo daño notable, vence la compasión a lo ridículo y piérdese del todo la risa»5. La risa de la novela picaresca, como vamos a ver, se ceba en el protagonista que sufrirá las burlas más crueles, más humillantes, como forma de recordatorio de su origen depravado, de su pertenencia a los grupos más bajos de la sociedad de su época. Nos encontramos en estos casos con un protagonista que se presenta al lector como un individuo inferior, frente al que un Mateo Alemán o un Francisco de Quevedo muestran la superioridad moral y social. Heredan esta concepción de la tradición clásica de Platón y Aristóteles que, como ya hemos visto, defendía que la risa servía para recordar a los individuos de los grupos 2

Kundera, 1987, p. 172. Sobre el tema de la poética del género picaresco, o su ausencia, ver Rey, 1982, y Cabo, 1992. 4 Ver Roncero, 2006. 5 El Pinciano, Philosophía Antigua Poética, III, p. 34. 3

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marginales o inferiores su situación6. Los progenitores de los pícaros y pícaras proceden de los ambientes más bajos de la sociedad de la época, y todos los autobiografiados manifiestan desde muy jóvenes el deseo de convertirse en caballeros, aprovechándose incluso de sus apellidos: Mi padre se llamaba Jorge Caballero, mi madre Teresa Redondo, y, según ellos solían contar, porque yo nací día de señor san Onofre, no queriendo quitarme lo que Dios y el derecho me daban, me llamaron Onofre Caballero. Parece que el nombre me pronosticó lo que yo había de ser, porque, desde el punto en que comencé a tener entendimiento, que fue bien niño, me pareció que había nacido para tal efecto7.

El humor aparece utilizado en estos textos, y por estos autores, con una finalidad de rebajamiento, de demostración de la iniquidad de estos individuos que tienen sueños de grandeza, pero que no son merecedores de alcanzar los objetivos nobiliarios que se proponen desde muy temprano en su existencia. Pero en este tema profundizaré más adelante en el capítulo dedicado al Buscón quevedesco. Este humor propio de la novela picaresca entronca con el humor carnavalesco y el bufonesco. El pícaro se percibe como un heredero del rey de las Saturnales, que en la Antigüedad moría al final de la fiesta8, y de los bufones que sufrían burlas de una gran crueldad tanto física como moral9. Las características de su humor son aquellas que aparecen en esos dos mundos, popular el uno, aristocrático el otro, y que han sido magníficamente estudiadas por Mijail Bajtin10 en su estudio sobre Rabelais. Las burlas violentas, escatológicas, de abundancia de comida o bebida, forman pare del arsenal que los escritores del género picaresco disparan contra sus personajes protagonistas que no

6

Para este tema, ver d’Angeli y Paduano, 2001, pp. 13-15. González, El Guitón Onofre, p. 79. 8 Caro Baroja, 1979, pp. 300-301, cuenta como a comienzos del siglo IV d. C. al final los reyes de la fiesta morían asesinados o se suicidaban. 9 Gazeau, Los bufones, 1885 (1998), p. 11, afirma que bufón viene de buffo, personajes que aparecían en el teatro con las mejillas infladas para recibir los bofetones de una manera más ruidosa y que fuera más risible. 10 Bajtin, 1987. 7

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tienen más remedio que aceptarlas porque constituyen un componente fundamental e inevitable de su origen social. Los escritores han creado a su protagonista para que reciba estas burlas, para que el resto de los personajes de la obra y los lectores de la novela se rían con el dolor y la humillación ajena, y aquí podemos recordar el concepto bergsoniano del fantoche de hilos, que es un personaje creado por su autor para reírse a sus expensas11. Porque los lectores de estas novelas disfrutaban y se reían a carcajadas con las desgracias y las humillaciones a que eran sometidos los pícaros, tal y como afirma Maravall Tenemos que pensar que tan insolidario y tan inhumano en sus sentimientos como el pícaro tenía que ser el público lector de la sociedad barroca. En ello estaba, sin duda, la satisfacción de esta sociedad por verse asegurada de violaciones amenazadoras de su orden12.

Recuerda en esta cita el crítico el carácter restaurador del orden social del humor, tema que ya he mencionado en las páginas anteriores. Pero habría que hacer una matización a las palabras de Maravall. Una de las cuestiones que se enfatizan en los estudios sobre el humor y la risa es su contemporaneidad; es decir, que cada época se ríe de cosas distintas y que aquello que a nuestros antepasados les producía risa a nosotros, por lo que se ha llamado el «proceso de civilización»13, nos parece de una crueldad absurda y de mal gusto, que nos provoca más bien un sentimiento de desagrado y repugnancia ante lo que estamos leyendo. Pero los lectores europeos de los siglos XVI y XVII encontraban muy divertidas las burlas y humillaciones a que eran sometidos los pícaros, y de ello tenemos bastantes ejemplos en los mismos textos picarescos, cuando el autor nos cuenta la risa con la que fueron recibidas algunas de las crueldades recibidas por el protagonista o por cualquier otro de los personajes de la novela; baste recordar algunos episodios del Lazarillo de Tormes, del Buscón quevediano o del Estebanillo González. Entre otros muchos ejemplos podemos destacar la burla que Trapaza le hace a un barbero al que mantean:

11 12 13

Bergson, 1971, p. 65. Maravall, 1987, p. 633. Para este concepto, ver Elias, 2000.

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Duró la fiesta media hora, con no pocas voces del paciente, o impaciente diremos mejor, y la risa de los circunstantes. Quedó tendido en la manta y luego un bellacón de los cuatro dijo: —Lástima es que se nos resfríe el señor cortapelos; yo voy por un bonete que tengo, de cuando fui manteísta, para abrigarle. Sacó luego uno tan mugriento que esto le bastara por castigo; pero untole con trementina y encajósele hasta los ojos. Con eso y ponerle la capa y sombrero encima, le despidieron yendo muy bien pagado con el bamboleo del manteamiento, cuya burla se divulgó luego por Salamanca, haciendo autor della al bachiller Trapaza, que por otro nombre llamaban don Guacoldo14.

La burla conlleva un maltrato físico, el manteamiento, que produce la risa de los testigos que asisten a tal acto, seguido por el castigo moral; toda la ciudad de Salamanca es conocedora del suceso. De esta forma, la humillación del barbero sobrepasa el ámbito de lo privado para extenderse al público, representado por la totalidad de la ciudad salmantina. Pero es que este tipo de burlas y el efecto que con ellas se conseguía no están limitados al mundo de la literatura de la época. En este sentido las novelas picarescas constituyen un fiel reflejo de la sociedad europea de los siglos XVI y XVII, y de la violencia que en ella imperaba15. Los pícaros serían herederos de los bufones y de las burlas y humillaciones que estos sufrían a manos de sus amos. Nos basta sólo con acudir a las crónicas de la época para ver el tipo de burlas de que eran objeto los bufones o las que ellos mismos infligían a otros criados, que eran recibidas con grandes risas por parte de los monarcas y nobles de las principales cortes europeas, como la que ocasionó la muerte de Gonella, bufón de Niccolò d’Este, recordada por Bandello en la parte IV de sus Novelle, aunque este tipo de burlas eran comunes desde la Antigüedad clásica16. Pero la violencia no es sólo física, sino que el bufón y el pícaro, como también sucedía en las fiestas de carnaval, sufrían bromas esca-

14

Castillo Solórzano, Aventuras del Bachiller Trapaza, p. 98. Sobre este tema, ver Muir, 2001. 16 Rodrigo Caro, Días geniales o lúdicros, II, p. 93, recuerda que Heliogábalo ataba a sus truhanes «a una rueda de noria y los hacía volver en ella sumergiéndolos en el agua y burlando de ellos». 15

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tológicas que se utilizaban para humillar al receptor de tales actos. La escatología en los siglos XVI y XVII perdió ese carácter regenerador que tenía en la Edad Media, en la que los excrementos se hallaban ligados a la fecundidad17. Lo demuestran algunas de las burlas escatológicas que recogen las colecciones de novellas italianas o de apotegmas y cuentecillos españoles. Como botón de muestra recogemos la siguiente anécdota que aparece relatada en una colección atribuida a Juan de Arguijo: El mismo Marqués de Barcarrota, siendo general de las galeras de Portugal, y estando con dos de ellas en el río de Sevilla, se amohinó con dos mozuelas porque una noche en que debían estar ocupadas con otros, que les valdrían harto más, no le quisieron abrir. Disimuló y rogoles que una tarde le fuesen a ver y merendar en su galera. Recibiolas en ella con mil demostraciones de gusto. Cuando las tuvo en la popa, rodeáronlas algunos forzados y puestos sobre un bufete dos pepinos mondados, apareció un negro a gatas con el trasero fuera, y en el ojo del trancahilo echáronle un poco de sal, y díjoles el Marqués que habían de comer cada una su pepino mojándole en el salero sobredicho o que había de hacerlas azotar. Hubieron de comer y mojar mal de su grado. Porquísima y bajísima travesura18.

Hay que destacar, en primer lugar, la acotación final del recolector en la que demuestra el asco que le produce la situación, aunque matiza esa sensación calificándola de «travesura». Pero lo que importa señalar de esta burla es que la escatología aparece utilizada para vengarse de un pretendido agravio, humillando a las dos «mozuelas» en frente de toda la tripulación de la galera, con lo cual la humillación, como va a ocurrir en las novelas picarescas, se da en el ámbito de la plaza pública. La escatología sirve aquí como castigo infligido a unos individuos a los que se quiere rebajar, despojar de su condición de seres humanos. Por ello, la escatología se convierte en un arma denigratoria empleada contra aquellos seres inferiores que han infringido las normas de conducta social.

17 18

Bajtin, 1987, pp. 134-159. Arguijo, Cuentos, p. 147.

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Desde su publicación en la segunda mitad del siglo XVI, el Lazarillo de Tormes fue considerado como un libro divertido. Así lo demuestran los comentarios de fray Tomás Quijada, que en 1577 escribió: «La vida del que tanto hacía reír / que es del muy sacro Tormes Lazarico»19; Jiménez Patón en su Elocuencia española en arte (1604) lo clasificaba entre los «librillos de entretenimiento y donaire como el de Carnestolendas, Lazarillo de Tormes, Celestina»20; y Tamayo de Vargas que, atribuyéndolo a Diego de Mendoza, en su Junta de libros afirma que es «libro de los más ingeniosos de España, y no sé si en las naciones extranjeras hay otro de igual festividad en su asumpto» para definirlo después como «graciosísimo parto» del ingenio de citado Diego de Mendoza21. En el siglo XX muchos de los especialistas que se han acercado a estudiar la novela han resaltado también el humor como aspecto fundamental: Bataillon habla de que el Lazarillo «es un libro para hacer reír, es un libro de burlas», «un libro jocoso, un schwankbuch»22; para Antonio Vilanova Lazarillo «aparece a los ojos de sus contemporáneos como un personaje esencialmente cómico y bu r l e s c o »23; según García de la Concha nos encontramos ante «un libro jocoso»24; para Durand la novela es una «total comic view of society»25, y, finalmente, Allaigre habla de «lo sigiloso que es el humorismo del autor»26. Estas citas constituyen una breve muestra de lo que se ha escrito sobre este aspecto de la novela. Éstos y algunos otros críticos han incidido en el carácter satírico que recorre la narración de las aventuras y desventuras de Lazarillo27.

19

Citado por Redondo, 1986, p. 81n. Citado por García de la Concha, 1981, p. 67. 21 Junta de libros, p. 436. 22 Bataillon, 1973, pp. 48 y 98. 23 Vilanova, 1989, p. 245. 24 García de la Concha, 1981, p. 67. 25 Durand, 1968, p. 100. 26 Allaigre, 2007, p. 20. 27 Ver también López Grigera, 2001, p. 225, que la considera una sátira menipea; o Zimic, 2000, p. 32, que afirma que el Lazarillo es un «examen crítico y satírico de toda la sociedad». 20

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Pero hay un aspecto de la risa y el humor en esta novela que no ha sido tan ampliamente comprendido por los especialistas que se han acercado a ella; me refiero a la conexión que la risa y el humor «lazarillescos» presentan con esa concepción de ambos elementos que hemos analizado en el primer capítulo del presente libro. Únicamente Francisco Márquez Villanueva, el pionero en este tipo de estudios, Valentín Núñez y yo mismo hemos dedicado la atención que se merece a la forma en que el anónimo autor del Lazarillo de Tormes asume y refleja la tradición del humor bufonesco-carnavalesco28. Márquez Villanueva en un amplio estudio sobre la literatura bufonesca o del loco en España habla de Lázaro de Tormes como de un «hombre de placer» de Vuestra Merced29. En esta misma línea, y muy de pasada, Zimic emparienta la confesión del pícaro «con la de los bufones de la corte»30. Valentín Núñez acertadamente, a mi parecer, engloba la epístola dentro del género de las cartas petitorias, género característico de la literatura bufonesca31, y en otro momento de su estudio define a Lázaro de Tormes como «personaje bufonesco»32. Sin embargo, el protagonista no sería el único caso de personaje bufonesco que aparece en la novela, porque en un momento determinado vemos que el escudero al que sirve el protagonista manifiesta su deseo de servir como bufón en el palacio de algún noble33. Creo que es importante recordar las palabras que pronuncia el escudero: Por Dios, si con él topase, muy gran su privado pienso que fuese y que mil servicios le hiciese, porque yo sabría mentille tan bien como otro y agradalle a las mil maravillas; reílle ya muchos de sus donaires y costumbres, aunque no fuesen las mejores de el mundo; nunca decirle cosa con que le pesase, aunque mucho le cumpliese; ser muy diligente en su persona en dicho y hecho; no me matar por no hacer bien las cosas que él no había de ver; y ponerme a reñir, donde él lo oyese, con la gente de servicio, porque pareciese tener gran cuidado de lo que a él tocaba. Si ri-

28 Ver

Roncero López, 2001. Márquez Villanueva, 1985-1986, p. 521. 30 Zimic, 2000, p. 27. 31 Ver Núñez, 2002, p. 153. 32 Núñez, 2002, p. 156. 33 Según Bataillon, 1973, p. 38, este tipo ya había aparecido en dos farsas de Gil Vicente: Farsa de Inés Pereira y Juez de la Beira. 29

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ñese con algún su criado, dar unos puntillos agudos para le encender la ira, y que pareciesen en favor de el culpado; decir bien de lo que bien le estuviese y, por el contrario, ser malicioso mofador, malsinar a los de casa y a los de fuera, pesquisar y procurar de saber vidas ajenas para contárselas, y otras muchas galas de esta calidad que hoy en día se usan en palacio y a los señores dél parecen bien, y no quieren ver en sus casas hombres virtuosos, antes los aborrecen y tienen en poco y llaman necios y que no son personas de negocios ni con quien el señor se puede descuidar.Y con éstos los astutos usan, como digo, el día de hoy, de lo que yo usaría34.

Aunque la cita es un poco larga he querido recogerla en su integridad porque ofrece una detallada información sobre las actividades de estos «privados» de los grandes señores en la época en que se escribió el Lazarillo. El escudero está describiendo las actividades que cumplían en los círculos cortesanos los bufones, también llamados «hombres de placer». En nada manchaba sus pretensiones de nobleza su intención de dedicarse a este oficio cortesano, pues hubo nobles que ejercieron el oficio de bufón, ya que estaba bien remunerado con dinero y otras mercedes35, e incluso permitió a algún que otro noble salir de la miseria; tal es el caso de don Alonso Enríquez de Guzmán36. Pero también permitió a plebeyos que desempeñaron este oficio alcanzar el prestigio social para sí y para sus descendientes; tal es el caso de otros dos bufones de Felipe II, Miguel de Antona y Agustín Profit que consiguieron sendos mayorazgos para sus sobrinos37. En el caso del escudero «lazarillesco» nos encontraríamos con el plebeyo que sería elevado al estatus de la nobleza; su referencia a la Costanilla de 34 Lazarillo de Tormes, pp. 104-106. Todas las citas de esta novela están sacadas de esta edición. Por ello, a partir de ahora, indicaré en el propio texto entre paréntesis el número de la página donde se halla la cita. 35 Bouza, 1991, p. 120, recuerda que Felipe II concedió a uno de sus bufones apodado el Calabrés dos juros: uno de 16.000 maravedíes al año sobre las alcabalas de Torrejón de Velasco, y otro de 39.000 maravedíes sobre las alcabalas de la villa de Ocaña. 36 Para este caso, ver Bouza, 1991, pp. 120-121. 37 Bouza, 2005, p. 102, afirma que Antona y sus herederos estaban obligados a usar un escudo de devoción, «que adopta, sin embargo, la apariencia de un blasón nobiliario, con campos, colores, orla y letra, ordenándose, además, que se colocase sobre su sepultura y se fijara en sus casas principales de Quintana Redonda, convertidas, así, en solar».

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Valladolid indicaría la falsedad de sus pretensiones nobiliarias, pues esta zona constituía la arteria comercial de la ciudad y el asentamiento de ricos mercaderes judíos38. Todas las ocupaciones que refiere el escudero se corresponden con las que desempeñaban los bufones en la corte española de los Austrias, famosa en Europa por la abundancia de estos personajes39. Su labor como entretenedor y correveidile de su señor, las peleas con los otros criados, incluso su función como consejero están documentadas en testimonios de la época como lo demuestra, por ejemplo, la descripción que de ellas hace Mateo Alemán en su Guzmán de Alfarache, fragmento que analizo en el tercer capítulo del presente libro. Un rasgo interesante en esta detallada descripción lo constituye la moralización con que termina el párrafo: y otras muchas galas de esta calidad que hoy en día se usan en palacio y a los señores dél parecen bien, y no quieren ver en sus casas hombres virtuosos, antes los aborrecen y tienen en poco y llaman necios y que no son personas de negocios ni con quien el señor se puede descuidar.Y con éstos los astutos usan, como digo, el día de hoy, de lo que yo usaría.

La recriminación de corte moralizante a estos personajes y a los señores que los cobijaban y empleaban ya había aparecido desde muchos años antes, y fue una queja constante de los moralistas de la época. En el pasaje el escudero contrapone la amoralidad de los bufones a la virtud de los otros criados que son despreciados por los nobles, porque son incapaces de hacer a estos olvidar sus «cuidados» o preocupaciones. El comentario final remarca la crítica moral que se hace a estos servidores; su calificación de «astutos» presenta un claro matiz negativo de «engaño», «mentira»40 para significar la deshonestidad considerada como parte de la idiosincrasia de los bufones. La intención del escudero de aceptar estas prácticas deshonestas sería un indicio más de la falsedad de sus reivindicaciones nobiliarias. Pero además le sirve

38 Ver

Rico, 1988, p. 31, y Vilanova, 1989, p. 269. Recuérdense las advertencias de Carlos V a su hijo Felipe II sobre el excesivo trato con los bufones o locos: «y en cuanto no haréis tanto caso de locos, como mostráis tener condición a ello, ni permitiréis que no vayan a vos tantos locos como iban, no será sino muy bien hecho»; citado por Fernández Álvarez, 1998, p. 873. 40 Covarrubias definía la astucia como: «el ardid con que uno engaña». 39

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al anónimo autor para criticar a la nobleza de su época, sirviéndose de las ideas expuestas por Erasmo en su Enquiridión y en el coloquio titulado Eques sine equo (Ementita nobilitas) como demostró Vilanova41. El humanista holandés se mofa de elementos tan importantes para la nobleza de la época como son el orgullo genealógico (del que luego hablaré más detenidamente), del vano formulismo de los títulos y tratamientos, del culto exagerado a las cortesías y de las ceremonias externas; todos ellos recogidos en la regla VI del Enquiridión, que encabeza el epígrafe: «que el christiano deve desechar todas las opiniones y juizios vulgares y falsos»42. Si bien las referencias más claras al bufón y a sus actividades se encuentran en el párrafo que acabo de comentar, la tradición bufonesca impregna toda la novela. He citado anteriormente las opiniones de Valentín Núñez y de Zimic sobre el contenido bufonesco de esta carta petitoria-confesión, y efectivamente ambos tienen razón: Lázaro de Tormes puede ser considerado como un bufón de ese «Vuestra Merced» al que dirige la carta. No es el primer caso en la literatura española de un bufón escritor; en el primer capítulo del presente libro he repasado brevemente la obra de algunos de los predecesores de nuestro anónimo autor.Y hemos apuntado en esos casos cómo todos sus escritos presentan un claro carácter autobiográfico. Hemos visto también la diferencia genérica entre los escritores-bufones del siglo XV que se sirven de la poesía para transmitir sus mensajes, mientras que sus herederos de la centuria siguiente prefieren la prosa y, sobre todo, el género epistolar, quizás porque, como afirma Fernando Bouza, el bufón pasó de ser correo y mensajero a escritor de amenas epístolas en las que contaba las últimas novedades de la corte43. Los receptores de estas cartas pertenecían siempre al estamento superior al del bufón, la nobleza que se reía con las anécdotas, con los chascarrillos que se narraban en estas epístolas. La misma situación se produce en el Lazarillo, donde el autobiografiado cuenta en esta carta a un superior44, del que no sabemos nada,

41 Vilanova,

1989. Erasmo, El Enquiridión, pp. 292 y ss. 43 Ver Bouza, 2001, pp. 185 y ss. 44 Sobre la tradición retórica de las cartas en el siglo XVI, ver Rico, 1988, pp. 7392. Para García de la Concha, 1981, p. 61, el modelo en el que se basó el autor del 42

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ciertos episodios de su azarosa existencia con una clara finalidad de hacerle pasar un buen rato, tal y como afirma en el prólogo: «pues podría ser que alguno que las lea halle algo que le agrade, y a los que no ahondaren tanto los deleite» (pp. 3-4). En estas palabras el autor recoge el precepto horaciano del «aut prodesse… aut delectare» tan caro a nuestros escritores áureos45. Pero que también, y no lo podemos ni debemos olvidar, se corresponde con la función que la tradición clásica, recogida por Erasmo, atribuía a los bufones de hacer reír y, al mismo tiempo, criticar todo aquello que consideraban digno de ser criticado; las burlas se convertían en veras, como afirma Coquín el bufón en El médico de su honra de Calderón de la Barca: Que aunque hombre me consideras de burlas, con loco humor, llegando a veras, señor, soy hombre de muchas veras46.

No es, pues, incompatible la lectura humorística de la novela con una posible intencionalidad crítico moralizante que ha sido destacada por algunos críticos. Porque la risa y las burlas de estilo bufonesco empiezan muy pronto en la novela y van a quedar como uno de los elementos fundamentales en el género picaresco47. En el mismo prólogo encontramos ya alusiones que, sin duda, provocarían la risa o, por lo menos, la sonrisa de «Vuestra Merced» y sus amigos. Habría que recordar aquí que los manuales de cortesanos de la época recomenda-

Lazarillo fueron las cartas de Villalobos, otro bufón, médico chocarrero del emperador Carlos V. 45 Ver ahora la interpretación que a esa afirmación de Lázaro da Allaigre, 2007, pp. 20-21. 46 Calderón de la Barca, El médico de su honra, p. 205. 47 Como botón de muestra sirvan las palabras del prólogo de El Guitón Onofre, p. 73: «Con todo eso, ya que me he metido en este labirinto y que no puedo escapar del juicio del vulgo, quiero humillarme a la opinión de los discretos, que no entran en su rústico concejo, y suplicalles que, pues no hay otra culpa en mí sino haberle comenzado, me defiendan de malas lenguas y, si acaso hallaren en él alguna cosa que pueda ser de fruto, la estimen como salida a caso… Y, aunque en cosas de donaire y burla como esta, parece dificultoso poner sentencias tan graves de que estos y otros autores usaron para cosas de tanta importancia, no hay dificultad que no la sobrepuje el trabajo».

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ban a los nobles que fueran comedidos en sus manifestaciones risueñas; es decir, que no debían reír, sino sonreír48. Afirma Lazarillo: ¿Quién piensa que el soldado que es primero del escala tiene más aborrescido el vivir? No, por cierto; mas el deseo de alabanza le hace ponerse al peligro; y, así, en las artes y letras es lo mesmo. Predica muy bien el presentado y es hombre que desea mucho el provecho de las ánimas; mas preguntan a su merced si le pesa cuando le dicen: «¡Oh qué maravillosamente lo ha hecho Vuestra Reverencia!» Justó muy ruinmente el señor don Fulano y dio el sayete de armas al truhán porque le loaba de haber llevado muy buenas lanzas: ¿qué hiciera si fuera verdad? Y todo va desta manera; que, confesando yo no ser más sancto que mis vecinos, desta nonada, que en este grosero estilo escribo, no me pesará que hayan parte y se huelguen con ello todos los que en ella algún gusto hallaren, y vean que vive un hombre con tantas fortunas, peligros y adversidades (pp. 6-9).

El fragmento no tiene desperdicio y se inserta plenamente en la tradición del humor bufonesco de burlarse de los distintos estamentos que conformaban la sociedad europea de la Edad Moderna. En las letras españolas tenemos ejemplos varios de estos bufones que se burlaban de las instancias más altas del orden estamental, equiparándose a ellos.Ya hemos visto en el capítulo anterior cómo don Francesillo de Zúñiga, bufón del emperador Carlos V, alardeaba de descender del linaje de los reyes godos, con lo que teóricamente emparentaba con las principales casas de la aristocracia hispana, y, por supuesto, con las casas dinásticas reinantes en esos momentos. Pero las burlas iban más allá, llegando a despreciar abiertamente a la nobleza, como lo demuestra la firma del bufón Manuel Gómez que afirmaba: «soy caballero del puerco, que lo estimo más que ser del Tusón»49; otros individuos de esta profesión adoptaban los apellidos de las principales familias nobiliarias de Castilla o Aragón (Zúñiga, Guzmán, Mendoza), y hay que recordar aquí el famoso pasaje de La pícara Justina, obra atri buida al Licenciado López de Úbeda, médico chocarrero de don Rodrigo Cal48 Ménager, 1995, p. 187, recuerda que los renacentistas consideraban que estéticamente la sonrisa «est infinement plus beau que le rire. Choisir le sourire, c’est respecter la beauté du visage», y éticamente «la préférence accordée au sourire implique une certaine idée de la retenue, de la réserve, de la discrétion». 49 Citado por Bouza, 2001, p. 210.

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derón, con su listado denigrante de las principales casas de la nobleza española50; otros se autodenominaban grandes o primos del rey, por lo que no se descubrían en su presencia, lo que despertaba la ira de algunos moralistas de la época, como Suárez de Figueroa: «Mas que en los tiempos de ahora quiera un bergante triunfar y vivir espléndidamente a título de cubrirse, sentarse, y llamar vos o borracho, a un rey, duque o marqués, es cosa que apura el sufrimiento y hace reventar de cólera al más paciente»51. La novedad de la burla de Lázaro es que abarca a los tres estados en que se dividía la sociedad.Ya García de la Concha había considerado que los tres primeros tratados de la novela representaban, en realidad, un contrafactum de esos tres estados: ciego (laboratores), clérigo de Maqueda (oratores) y falso escudero (bellatores)52. Pero queda claro que la primera vez que se hace referencia a esta jerarquía estamental es en el fragmento citado del prólogo: el soldado representa a los laboratores; el presentado a los oratores, y el «señor don Fulano» a los bellatores. La primera diferencia que se aprecia entre los dos casos es que en el prólogo los representantes de los estados no aparecen descritos con ninguna connotación negativa: los soldados constituirían el grupo más elevado de los laboratores, pues reflejan el valor de los guerreros, frente a la inmoralidad del ciego; el presentado pertenece a uno de los sectores más elevados de los eclesiásticos; el señor es un miembro de la verdadera nobleza que da regalos a aquellos que la sirven, en clara oposición al falso escudero que ha de ser alimentado por su criado. La segunda diferencia es que Lázaro se iguala a todos ellos; es decir, este pícaro cuyas grandes hazañas se limitan a ser capaz de sobrevivir en medio de la miseria de la sociedad que le rodea se compara con aquellos que se dedican a actividades más dignas que la suya; activi-

50

Pícara Justina, I, pp. 169-170: «Yo confieso que éste es un tiempo en que el zapatero, porque tiene calidad, se llama Zapata, y el pastelero gordo, Godo; el que enriqueció, Enríquez, y el que es más rico, Manrique; el ladrón a quien le lució lo que hurtó, Hurtado; el que adquirió hacienda con trampas y mentiras, Mendoza; el sastre, que a puro hurtar girones fue marqués de paño infiel, Girón; el herrador aparroquiado Herrera; el próspero ganadero de ovejas y cabras, Cabrera; el vaquero, rico de cabezas irracionales y pobre de la racional, Cabeza de Vaca; y el caudaloso morisco, Mora; y el que acuña más moneda, Acuña; quien goza dinero, Guzmán». 51 Suárez de Figueroa, El pasajero, II, p. 502. 52 García de la Concha, 1981, pp. 96-97.

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dades que les procurarán la gloria y el reconocimiento que Lázaro espera recibir gracias a la escritura de esta carta en la que va a contar sus «fortunas, peligros y adversidades». Al fin y al cabo, Lázaro no es «más sancto» que sus vecinos, con lo cual todos aquellos con los que se codea son iguales al pícaro. Esta actitud de rebajamiento de su entorno social, y con ello me refiero a los componentes de los tres estados, no difiere en nada de la de un Francesillo de Zúñiga cuando se equiparaba por linaje a la nobleza de la España carolina; el mensaje es el mismo: todos descendemos del mismo tronco y nos movemos por las mismas causas. Resulta burlesco que Lázaro compare los motivos de su escritura con los que inducen a actuar a los soldados, a los presentados o a los nobles; a ellos los mueve el afán de gloria, una gloria alcanzada demostrando su valor, su elocuencia o su generosidad, a Lázaro el deseo de entretener a su ilustre interlocutor y a sus lectores anónimos: «no me pesará que hayan parte y se huelguen con ello todos los que en ella algún gusto hallaren». El cursus honorum que describe su autobiografía no tiene nada de glorioso, nada de lo que un individuo de su época, o de ninguna otra, pudiera sentirse orgulloso, porque esta «adoxografía de los cuernos»53 representa una inversión de los valores imperantes en su sociedad, valores que defendían y representaban los soldados, presentados y nobles señalados en el prólogo. Lázaro opone a estos valores de «virtud» y ciencia del homo novus renacentista, su pragmatismo; a las acciones bélicas o a la actividad intelectual las equipara en un mismo nivel con las «fortunas, peligros y adversidades» por las que ha pasado su miserable existencia. Pero no debemos pensar que esta burla de los valores supone el deseo por parte de Lázaro de subvertir el orden estamental, de aniquilar el sistema jerárquico, porque el pícaro sobrevive en esa sociedad jerarquizada, porque los bufones no tienen sentido en otro sistema que no sea el «monárquico señorial» de los siglos XVI y XVII en Europa. Por ello se pueden reír de los conceptos e ideales que sustentan el entramado jerárquico de la sociedad estamental, pero no quieren su destrucción porque ellos son, al fin y al cabo, productos de

53 Sobre este tema, ver el magnífico estudio ya citado de Valentín Núñez, 2002, pp. 70-78.

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ese mismo sistema. Su risa tiene el efecto contrario, porque los bufones, en palabras de Fernando Bouza, eran, de alguna manera, figuras de carnaval y, como todo lo carnavalesco, su impropiedad bufonesca ratificaba en último término los valores preeminentes del mundo estamental, cuyo orden y coherencia terminaban por hacer destacar con su ridículo caos54.

Porque Lázaro escribe como respuesta a un mandato de Vuestra Merced, suplicándole que «reciba el pobre servicio de mano de quien lo hiciera más rico, si su poder y deseo se conformaran» (pp. 9-10). Este motivo constituye la principal justificación de la obra: Lázaro quiere entretener a su señor y para ello decide empezar su autobiografía desde su nacimiento: «porque se tenga entera noticia de mi persona» (p. 11). No es, por tanto, la explicación del caso (y no entro aquí en si el caso es el «ménage à trois» o el cursus honorum55) únicamente lo que induce a Lázaro a comenzar su narración desde su nacimiento, refiriendo del origen de sus padres, sino que la tradición bufonesca, representada por los poetas-bufones del siglo XV, continuada por sus colegas de la siguiente centuria como es el caso de Villalobos56, había instaurado la norma de referir el origen «manchado» del protagonista como forma de auto-burla, de la indignitas hominis57. Auto zaherirse, hacer gala de su propia indignidad, en suma, reírse de sí mismo, le concedía al autor la licencia para burlarse de los demás, para sacar al público sus vergüenzas. Algunos estudiosos como Vilanova no han entendido esta motivación, pues afirma: «lo único señalado y nunca visto de la autobiografía de Lázaro, es que él mismo haya tenido el valor y la desvergüenza de contarla»58. Lázaro comienza, pues, la narración de su vida con su autoafirmación, «a mí llaman Lázaro de Tormes» (p. 12), y con los nombres de

54 55

1981.

Bouza, 2001, pp. 189-190. Para las distintas hipótesis sobre el «caso», ver Rico, 1976 y García de la Concha,

56 Ver Lázaro Carreter, 1978, p. 45, donde cita una epístola de Villalobos al Obispo de Plasencia como modelo del Lazarillo. 57 Para el tema de la indignitas hominis en la novela picaresca, ver Roncero López, 1993. 58 Vilanova, 1989, p. 128.

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sus progenitores:Tomé González y Antona Pérez. El nombre de Lázaro de Tormes ya despertaría la risa de los lectores, pues no pasaría desapercibida para ellos la referencia al de Amadís de Gaula, héroe de las novelas de caballerías, uno de cuyos primeros nombres fue Doncel del Mar, ya que al nacer fue depositado en una caja y arrojado al mar. Este elemento parece aludido con el hecho de que Lázaro fue parido en la aceña59 lo que le hace comentar: «De manera que con verdad me puedo decir nacido en el río» (p. 14). Sigue el autor la burla iniciada en el prólogo, pues con el nombre de su protagonista pretende emparentar a un pobre desgraciado nacido en una aceña con uno de los grandes personajes de una literatura que reflejaba los ideales del mundo aristocrático de los siglos XVI y XVII. Dos mundos antagónicos, la picaresca y el mundo de los marginados, por una parte, y la caballería y los grupos acaparadores del poder, por otra, se dan la mano. Todo ello en una burla típicamente bufonesca que sigue la tradición de un Francesillo de Zúñiga de considerarse heredero de la antigua aristocracia visigoda para equipararse a los nobles de su tiempo. El único cambio es que en el caso de nuestra novela un personaje de la literatura del lumpen se quiere codear con otro de una literatura aristocratizante. De la misma manera que el nombre del pícaro, los nombres que el autor escogió para los padres de sus protagonistas estaban cargados de una significación negativa inmediatamente reconocida por los lectores de la época, tal y como demostró Redondo60: Tomé tendría el sentido de «robar», tal y como aparece documentado en algunos refranes de la época: «Más vale tomar que dar», «Vino de Tomar y pasó por la Guarda»61; mientras que el de Antona se hallaba relacionado en varios refranes con el ejercicio de la prostitución: «En hora buena, Antona, fuistes a misa, venistes a nona; o en hora mala, Antona, fuistes a misa y volvistes a nona» (Correas, refrán 6988); «Mi hija Antona, uno la deja y otro la toma» (Correas, refrán 11348). Pero la denigración burlesca de sus progenitores continúa con el breve sumario que hace de sus vidas y oficios. El primer lugar lo ocupa su padre, de profesión molinero, sobre el que escribe:

59 Ver 60 61

Asensio, 1960, p. 247 y Lázaro Carreter, 1978, pp. 72 y 80-81. Redondo, 1986, pp. 83-88. Citado por Redondo, 1986, p. 83n.

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Pues siendo yo niño de ocho años, achacaron a mi padre ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que allí a moler venían, por lo cual fue preso, y confesó y no negó, y padesció persecución por justicia. Espero en Dios que está en la gloria, pues el evangelio los llama bienaventurados. En este tiempo se hizo cierta armada contra los moros, entre los cuales fue mi padre, que a la sazón estaba desterrado por el desastre ya dicho, con el cargo de acemilero de un caballero que allá fue; y con su señor, como leal criado, fenesció su vida (pp. 14-15).

Esta descripción «desvergonzada» de las «hazañas» de su padre inicia la tradición que van a continuar escritores como Alemán o Quevedo que tampoco ocultarán los pecados de sus progenitores. El primer detalle denigratorio de Tomé lo constituye el oficio de molinero, oficio que tenía una mala reputación, pues eran frecuentemente acusados de ladrones62, tal y como lo recogen múltiples refranes de la época: «Sangrar. Por hurtar, sisar; aplícase a los molineros que sangran los costales» (Correas, refrán 23435). También en el refranero se hace referencia a la relación entre los molineros y los verdugos: Más premillas os di primero que da el verdugo al molinero. Premilla, o primilla, es la condonación y perdón de alguna travesura o culpa, hasta ver si hay enmienda y no castigarlo todo junto. Es suspensión de castigo hasta segunda vez o culpa, usada con muchachos (Correas, refrán 10706).

Hay que recordar aquí que Lázaro, al final de la novela se convierte en pregonero63, «oficio real»64, una de cuyas funciones era la de «acompañar a los que padecen persecuciones por justicia y declarar a voces sus delictos» (p. 129). El rasgo humorístico no se le debió escapar a los lectores de la época que se reirían viendo cómo el hijo de un per-

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Sobre la fama de los molineros, ver Redondo, 1983. 1989, pp. 280-325. 64 Recuérdense las palabras de Alonso Ramplón también verdugo y tío de Pablos: «Hijo Pablos…: las ocupaciones grandes desta plaza en que me tiene ocupado Su Majestad no me han dado lugar a hacer esto; que si algo tiene de malo el servir al Rey, es el trabajo, aunque se desquita con esta negra honrilla de ser sus criados»; Quevedo, Buscón, p. 139. 63 Ver Vilanova,

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seguido por la justicia acababa sus días pregonando los delitos cometidos por otros delincuentes. La elección que ha hecho el autor del oficio del padre de su pícaro tiene muy en cuenta esta condición de personaje con mala fama, que explicaría perfectamente el comportamiento posterior del hijo. Lázaro, como es patente en el fragmento citado, jamás siente vergüenza por esa mala reputación de su padre, sino que, en una actitud típicamente bufonesca, se la recuerda a Vuestra Merced para explicarle el porqué de su situación, porque como recuerda el refranero: «Por los hijos se conocen los padres, y los criados por los amos» (Correas, refrán 14865). Incluso en este mismo tono burlesco se atreve a hacer varios comentarios en los que hace uso de la Biblia para referir la historia de su padre; en el primero de los casos, alude a un pasaje del Evangelio de San Juan, en el que a preguntas de los sacerdotes y levitas el evangelista «confesó y no negó»65; en el segundo, alude a una de las bienaventuranzas que promete el cielo a los perseguidos por la justicia66. En ambos casos, el pícaro establece una conexión irreverente entre un vulgar molinero ladrón y los textos sagrados, equiparación que recuerda mucho a algunos ejemplos de hipérbole sagrada que se dio en la poesía cancioneril castellana, precisamente en poemas de autores de origen converso67. La gran diferencia entre las hipérboles poéticas y las de Lázaro es que las primeras pretenden elogiar a las personas de la aristocracia a las que van dirigidas68, mientras que las del pícaro constituyen una degradación humorística de los textos religiosos al aplicarlos a un vulgar ladrón; estos textos formarían parte de lo que Márquez Villanueva definió como: «corrosivo sarcasmo religioso»69. La burla sacrílega no pasó desapercibida mucho tiempo a los censores pues en el Lazarillo castigado, publicado en Madrid en 1599, se suprimieron las frases: «y no negó» y «pues el Evangelio los llama

65

San Juan, I, 20. San Mateo, 5, 10: «Bienaventurados los que padecen persecución por la justicia, porque suyo es el reino de los cielos». 67 Ver María Rosa Lida, 1977. 68 Quizás la más famosa es aquella en que Montoro le decía a Isabel la Católica: «Y que pues por vos se gana / la vida y gloria de nos, / si no pariera Sant’ Ana / hasta ser nascida vos, / de vos el Hijo de Dios / rescibiera carne humana»; Montoro, Cancionero, p. 220. 69 Márquez Villanueva, 1968, p. 70. 66

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bienaventurados»70. De esta forma, el censor eliminó aquellos rasgos que provocaron la risa en los lectores de las ediciones de 1554. La degradación a la que es sometido el padre del protagonista no acaba aquí, pues todavía parece haber una alusión a su origen no cristiano; por testimonios legales de la época sabemos que entre los arrieros abundaban los moriscos71. Esta referencia al origen de su padre se ve reforzada por la frase: «se hizo cierta armada contra los moros, entre los cuales estaba mi padre» (p. 14). Como muy bien señala Francisco Rico en su edición la frase indica que el padre del pícaro se «contaba entre los moros»72, lo que podría ser interpretado como que Tomé habría renegado o que, en realidad, ya era morisco en España. Creo que para apoyar esta interpretación habría que recordar que el padre de Guzmán de Alfarache renegó durante su estancia en Argel73. Mateo Alemán fue un atento lector del Lazarillo y se dio cuenta de la trascendencia que tenía en la novela de su predecesor el origen morisco del padre del pícaro. De esta forma, el autor del Lazarillo ha sellado el futuro de su protagonista que en un momento de su existencia desempeñará el oficio de aguador, oficio en el que, no lo olvidemos, también abundaban los moriscos. Curiosamente, tenemos un texto de Lope de Vega perteneciente a su comedia Anzuelo de Fenisa, en el que se hace referencia a un aguador morisco: FAB.

¿Será Mendoza?

DIN.

Peor, que no hay morisco aguador que no se enmendoce74.

La burla de Lope hace referencia al afán de algunos plebeyos de ennoblecerse a través del apellido que coincidía con el de algunas de las familias de la nobleza española de la época. También Lazarillo tie70

La edición de Bidelo, publicada en Milán en 1587, también suprime el segundo texto.Ver Caso, 1967. 71 Ver Redondo, 1986, p. 86 y García Arenal, 1996, p. 68. 72 Lazarillo de Tormes, p. 14n. 73 Ver Alemán, Guzmán de Alfarache, I, I, 1, p. 132: «y llevado en Argel, donde, medroso y desesperado —el temor de no saber cómo o con qué volver en libertad, desesperado por cobrar la deuda por bien de paz—, como quien no dice nada, renegó». 74 Citado por Herrero García, 1966, p. 593.

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ne intenciones de elevarse socialmente, a pesar de su origen manchado, cuando al final del tratado VI decide que ya es «hombre de bien», se compra ropa usada y una espada «de las viejas primeras de Cuéllar», y le dice a su amo que «se tomase su asno, que no quería más seguir aquel oficio» (p. 127). Pero el hombre de bien no es otra cosa que un «cornudo», si nos atenemos a la jerigonza que le ha enseñado su madre y que aplica ella misma cuando le pide que procure «ser bueno»75. Dentro de la tradición bufonesca, el narrador Lázaro descubre la indignidad de su padre, su latrocinio y traición a la religión cristiana, sin ningún tipo de rubor; al Lázaro adulto este hecho le sirve para provocar la risa de su narratario. Y además demuestra que el hijo sigue los pasos de su padre. De nuevo, el pícaro va a burlarse de su origen paterno, recordando las palabras de su madre al ciego, en las que le decía «cómo era hijo de un buen hombre, el cual, por ensalzar la fe, había muerto en la de los Gelves, y que ella confiaba en Dios no saldría peor hombre que mi padre» (pp. 21-22). Leídas desde el humor bufonesco se entienden perfectamente los deseos de Antona acerca del futuro de su hijo: Lázaro, efectivamente, va a ser un buen hombre: un marido cornudo, significado re c ogido por Covarrubias76. También compartirá el pícaro con Tomé un final de delincuente, pues si el molinero robó a los clientes del molino, Lázaro infringe la ley al permitir las relaciones de su esposa con el Arcipreste de San Salvador. La indignitas del padre ha sido descrita de manera breve por el pícaro, pero no sucederá lo mismo con la de la madre. La mayor extensión dedicada a las andanzas de su progenitora quizás podría entenderse por la misoginia propia de la literatura de la época, que va a ser un rasgo recurrente en todas las novelas del género, incluso en aquellas como La pícara Justina o La hija de Celestina que tienen protagonistas femeninas. Ya hemos visto al hablar del nombre escogido por el autor que el rasgo que destaca de la madre de Lázaro tiene que ver con el ejercicio de la prostitución. También en el caso de Antona, Lázaro utiliza el humor para que Vuestra Merced se ría de las peripecias de su existencia. El primer rasgo cómico lo tenemos cuando a la muerte de su marido

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Allaigre, 2007, pp. 24-25. «Esta palabra buen hombre, algunas veces vale tanto como cornudo» (s. v. bueno). Ver Márquez, 1957, p. 337 y Redondo, 1986, pp. 90-91. 76

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Determinó arrimarse a los buenos, por ser uno dellos, y vínose a vivir a la ciudad y alquiló una casilla, y metiose a guisar de comer a ciertos estudiantes, y lavaba la ropa a ciertos mozos de caballos del Comendador de la Magdalena, de manera que fue frecuentando las caballerizas (p. 15).

El fragmento está lleno de alusiones y guiños al lector para provocar la risa. El primer rasgo humorístico lo tenemos en el uso del refrán arrimarse a los buenos para ser uno de ellos77 en un contexto en el que los buenos son los estudiantes a los que da de comer y los mozos de caballos. Esta cercanía a los buenos la convertiría en una «buena mujer», lo que en la época podía entenderse como prostituta78. Este significado viene apoyado por su oficio de lavandera de los mozos de caballeros y sus frecuentes visitas a las caballerizas, con lo que se insinúa su oficio de establera, que era como se denominaba a las prostitutas que ejercían su oficio en los establos o caballerizas. Las alusiones a la profesión pública de la madre continúan cuando el pícaro nos informa que su madre, al terminarse bruscamente las relaciones con Zaide, «se fue a servir a los que al presente vivían en el mesón de la Solana» (p. 20). De nuevo, el autor juega con las alusiones, pues existen muchos documentos, textos literarios y refranes79 en los que se asocia a la moza de mesón con el oficio de la prostitución; quizás la mesonera/prostituta más famosa sea la Maritornes de la primera parte del Quijote. Teniendo en cuenta estas referencias a la profesión de Antona, Augustin Redondo piensa que la exclamación de Zaide al hermanastro de Lazarillo «¡Hideputa!» (p. 17) adquiere un sentido mucho más claro, «ya que define exactamente lo que es Antona Pérez, por el oficio que ejerce»80. La degradación de la madre la completa el autor, cuando hace que Antona se amancebe con «un hombre moreno de aquellos que las bestias curaban» (p. 16), llamado Zaide. El color negro era asociado en el

77

«Allégate a los buenos, y serás uno de ellos» (Correas, refrán 1405). Covarrubias recoge: «arrímate a los buenos y serás uno dellos» (s. v. arrimar). Estebanillo González, I, p. 291, afirma: «Llegábame siempre a los buenos por ser uno de ellos». 78 Covarrubias afirma: «buena mujer, puta; solo consiste en decirse con el sonsonete, en ocasión y a persona que le cuadre» (s. v. bueno). 79 «Liebre (La) búscala en el cantón y la puta en el mesón.» (Correas, refrán 9618); «Moza de mesón, no duerme sueño con sazón» (Correas, refrán 11519). 80 Redondo, 1986, p. 89.

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folclore de la época al infierno81. El amancebamiento con este individuo, que le trae comida y abrigo a Lazarillo, degrada aún más a la madre, que infringe las antiguas leyes que prohibían las relaciones sexuales de cristianos con judíos o moriscos82. Pero este personaje provoca varios momentos humorísticos. El primero es el episodio en el que el hermanillo de Lázaro exclama al ver a Zaide, su padre no lo olvidemos: «¡Madre, coco!» (p. 17). El episodio está basado en un cuentecillo que ya aparece en una carta de Villalobos datada en 1515. Evidentemente, el episodio ha sido narrado para provocar la risa en el lector, aunque también se ha querido ver una advertencia sobre la finalidad moral de la autobiografía, y Lázaro Carreter habla de que el «chascarrillo y la moraleja, recordados por quien ya no tiene resortes para huir, poseen un significado evidente en el sentido total de un libro que muestra el proceso hacia la fijación, hacia el establecimiento complacido del protagonista en una situación que debiera abominar»83. La moraleja viene a decirnos, y así lo mantiene el citado Lázaro Carreter, que cada uno de nosotros puede ser objeto de la burla por parte de los otros. Lo interesante es que el miedo del hermanillo y la risa de Zaide despiertan una reflexión del Lázaro adulto sobre la naturaleza del ser humano84. No es esta la única reflexión que suscita la relación entre Zaide y Antona en el Lázaro narrador, sino que a propósito de los robos cometidos para poder mantener a su nueva familia, comenta el pícaro: No nos maravillemos de un clérigo y un fraile porque el uno hurta de los pobres y el otro de casa para sus devotas y para ayuda de otro tanto, cuando a un pobre esclavo el amor le animaba a esto (p. 19).

La comparación que establece en este párrafo entre los robos cometidos por los dos religiosos y por el esclavo morisco anuncia lo que va a ser el final de la novela, pues al fin y al cabo el Arcipreste de San Salvador mantiene a su esposa y al mismo Lázaro, cometiendo un de81

Redondo, 1986, pp. 92-93. García de la Concha, 1981, p. 130, donde se recogen textos jurídicos sobre los castigos que se imponían a los infractores desde las Partidas alfonsinas. 83 Lázaro Carreter, 1978, p. 109. 84 Lazarillo de Tormes, p. 18: «¡Cuántos debe haber en el mundo que huyen de otros porque no se veen a sí mesmos!». 82 Ver

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lito similar al robo mencionado en la reflexión. Por ello Vuestra Merced se sonreiría al ver cómo su interlocutor compara los motivos de un individuo perteneciente al estamento inferior de la sociedad con los de su amigo el Arcipreste, hombre de Dios y de un estatus muy superior al de Zaide. De esta forma, se unen en este momento la crítica a un grupo social, los religiosos corruptos, y la búsqueda de la risa en el narratario novelesco, así como en el lector; todo ello puesto en boca de un pícaro-bufón, al que Vuestra Merced le permitiría este tipo de bromas. Precisamente las burlas bufonescas dominan la estancia de Lazarillo al servicio del ciego.Todas ellas combinan el ingenio y la violencia típicos de este tipo de humor, que con posterioridad recogerá Mateo Alemán cuando coloque a su pícaro en Roma como bufón y confidente del cardenal romano y del embajador francés. Basta recordar algunas de las burlas de bufones recogidas en las novelas de Bandello u otros autores italianos o españoles de la época, o incluso en las crónicas cortesanas; recordemos, por ejemplo, aquella ocasión en que fra Mariano da Felti, bufón papal, se subió a la mesa y abofeteó a todos los cardenales y obispos que estaban sentados alrededor de ella. Porque la violencia y el ingenio forman parte de esta especie de duelo que mantienen el ciego y Lazarillo, y que nos recuerdan a los que eran habituales entre, por ejemplo, los bufones y el resto de los criados de palacio.Ambos elementos son inseparables y ambos harían reír a Vuestra Merced y al lector de la primera mitad del siglo XVI, a pesar de que algún estudioso ha llegado a afirmar que los momentos de violencia nos hacen olvidar «the tone of hilarity in the novel as a whole»85. Pero no hemos de olvidar aquí, antes de entrar al análisis de algunos de los episodios, que el propio Lázaro enfatiza el modo de narrar las anécdotas, porque, como muy bien afirmaba Zimic, Lázaro muestra siempre un «afán de impresionar con su agudeza humorística y con su ingeniosidad»86. El narrador muestra ser muy consciente del estilo en que había escrito su autobiografía; ese «grosero estilo» (p. 9), que correspondía al pícaro protagonista según la teoría instaurada en la Antigüedad clásica y que seguía vigente durante el Renacimiento. El humor no se basaba sólo en la gracia de la broma, sino que dependía

85 Yovanovich, 86

1999, p. 5. Zimic, 2000, p. 26.

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en gran parte en el ingenio con que fuera contada, tal y como apunta Welsford, refiriéndose a los bufones: «An important part of the stockin-trade of successful buffoons was a talent for telling good stories about themselves»87.Ya hemos visto en el primer capítulo a los poetas-bufones castellanos del siglo XV o a Francesillo de Zúñiga, como representantes de esos profesionales del humor con habilidades poéticas, de los que hallamos ejemplos en todas las culturas donde existieron los bufones88. En el Lazarillo se resalta de una manera explícita la importancia de esta habilidad para contar en el episodio del nabo y la longaniza, cuando después de haber sufrido el castigo correspondiente cuenta como el ciego narraba a todos cuantos allí se allegaban mis desastres, y dábales cuenta una y otra vez así de la del jarro como de la del racimo, y agora de lo presente. Era la risa de todos tan grande, que toda la gente que por la calle pasaba entraba a ver la fiesta; mas con tanta gracia y donaire recontaba el ciego mis hazañas, que, aunque yo estaba tan maltratado y llorando, me parescía que hacía sinjusticia en no se las reír (p. 41).

Momentos después vuelve a referirse a los donaires del ciego y al efecto que provocaban en los circunstantes89. Es interesante observar que la habilidad del ciego para narrar las travesuras del pícaro era tal que, a pesar de estar magullado y dolorido, Lazarillo no puede evitar unirse al coro de risas que produce en los oyentes, y que el lector sólo puede imaginar. La estancia de Lazarillo con el ciego se concibe como una especie de guerra entre los ingenios de los dos personajes para ver quién engaña a su adversario, el otro miembro de la pareja. Nos encontramos en una situación típica en la que el bufón debe demostrar su ingenio para sobrevivir, elemento que una vez más desarrollará al máximo Mateo Alemán en su novela, como veremos en las páginas que le dedicamos en el próximo capítulo. Como sucedía en estos casos, y tenemos muchos ejemplos en el Estebanillo González, la guerra de in87

Welsford, 1966, p. 13. Otto, 2001, pp. 13-17. 89 Lazarillo de Tormes, p. 43: «Sobre lo cual discantaba el mal ciego donaires… Y reían mucho los que me lavaban, con esto, aunque yo renegaba». 88 Ver

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genios conllevaba un castigo físico que el pícaro-bufón debía aceptar como parte del aprendizaje y también como gafes del oficio. Ambos casos se dan en el Lazarillo, sobre todo en estos tres primeros tratados que Belic denominó como la «escuela de la vida»90, en los que el pícaro protagonista ha de servirse de su ingenio para sobrevivir a pesar y en contra de sus tres amos. El narrador nos avisa de que las travesuras narradas han sufrido un proceso de selección, pues confiesa que para no pasar hambre con el ciego «le hacía burlas endiabladas, de las cuales contaré algunas, aunque no todas a mi salvo» (p. 27). La acotación última entronca perfectamente con la tradición de los bufones que no dudaban en narrar episodios en los que no salían bien parados siempre que lograran hacer reír a sus amos/lectores. Lázaro invoca una vez más la indignitas hominis, pero en esta ocasión es su propia indignitas y no la de sus progenitores; el narrador podría haberse limitado a la narración de sus burlas sin hacer referencia a las consecuencias negativas que éstas le habían acarreado, pero la tradición humorística en que inserta su relato le obligaba a no silenciar nada por muy oneroso que fuera para su propia reputación. A esto hay que unir el hecho de que sus lectores y Vuestra Merced reirían también los golpes que el pícaro recibía como pago a su ingenio. Se trata de una situación típica en los relatos de los bufones, como lo demuestra el episodio del Estebanillo González, en el que el comisario general le da palos por haberle roto una olla en la cabeza a un marmitón; este castigo produce una risueña reacción en los testigos: «Ellos, riéndose al compás que yo lloraba, me llevaron a la casa del dicho comisario general, y haciéndome brindis a su salud hicieron las amistades»91. La risa como reacción al dolor infligido a Lazarillo comienza ya en la burla del toro, cuando Lázaro comenta después de haber sufrido el cabezazo que el ciego «rió mucho la burla» (p. 23). La risa sirve aquí como forma de admonición al pícaro, de recordatorio de la maldad de la sociedad que lo rodea. Veremos que los continuadores del género picaresco imitarán este episodio, en el que la risa humillante, dolorosa sirve para poner en guardia al protagonista acerca de las penas que le esperan. En el final de la narración de esta burla, el

90 91

Belic, 1977, p. 57. Estebanillo González, II, p. 21.

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autor vuelve a utilizar la Biblia para hacer reír al lector, pues las palabras del ciego a Lazarillo, «Yo oro ni plata no te lo puedo dar; mas avisos para vivir muchos te mostraré» (p. 23), parodian aquellas que pronunció San Pedro al lisiado en las puertas del templo92, y buscan la risa en el lector, intentando «for the sake of the fun of being irreverent»93. A partir de este momento, y durante su estancia con el ciego, la risa sirve como correctivo a un comportamiento condenado por el conjunto de la sociedad, el robo. Si bien Lázaro consigue un triunfo momentáneo en su afán de comer o beber el vino que le niega su amo, y aquí rechazo la lectura psicoanalítica de la consunción de esta bebida94, el resultado final es el dolor del pícaro y la risa del ciego y de todos aquellos que se acercan a oír las «hazañas» que ha llevado a cabo el mozo. Así sucede en los episodios del jarro del vino o de las uvas que concluyen de la misma manera, incluyendo la risa del propio damnificado que no puede menos que reaccionar de esa misma manera, y como ejemplo tenemos sus palabras al final del cuento de las uvas: «Reíme entre mí y, aunque mochacho, noté mucho la discreta consideración del ciego» (p. 37). Precisamente el episodio de las uvas supone un punto y aparte en la narración de las burlas con el ciego, pues Lázaro afirma que no va a contar ninguna burla más95; y avisa que va narrar el «despidiente», el hecho que le lleva a dejar a su amo. Porque la última de «las malas burlas que el ciego burlaba de mí» (p. 44) añade un nuevo componente al humor que hasta ahora ha manejado el autor; me refiero a la escatología. Este elemento aparece muy pronto en el humor bufonesco europeo, y no tenemos nada más que volver a recordar el caso del Till Eulenspiegel que, en palabras de un editor moderno, presenta «an unusual ‘excremental vision’ of mankind»96. También conocemos su presencia en las fiestas carnavalescas y, por supuesto en la obra de

92

Hechos de los Apóstoles, 3, 6: «No tengo oro ni plata; lo que tengo, eso te doy». Truman, 1968, p. 602. 94 Ver Van Hoogstraten, 1986, p. 30, que considera el vino como una «droga que permite al mozo seguir ‘viviendo’ en una sociedad, jerarquizada a ultranza». 95 Lazarillo de Tormes, p. 37: «Mas, por no ser prolijo, dejo de contar muchas cosas, así graciosas como de notar, que con este mi primer amo me acaescieron». 96 Oppenheimer, 1995, p. XVI. 93

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Rabelais97. En estos casos, según estudio Bajtin, los excrementos aparecen en un contexto positivo de regeneración, elemento esencial «en la lucha entre la vida y la muerte»98 y se hallan ligados a la fecundidad. En el Lazarillo de Tormes no encontramos nada parecido a la concepción rabelesiana de los excrementos, pero sí se recoge un episodio escatológico: el del nabo y la longaniza. Recordemos que el ciego sospechoso del trueque gastronómico (nabo por longaniza) le abre la boca a Lazarillo: y desatentadamente metía la nariz, la cual él tenía luenga y afilada, y a aquella sazón, con el enojo, se había augmentado un palmo; con el pico de la cual me llegó a la gulilla.Y con esto, y con el gran miedo que tenía, y con la brevedad del tiempo, la negra longaniza aún no había hecho asiento en el estómago; y lo más principal: con el destiento de la cumplidísima nariz medio cuasi ahogándome, todas estas cosas se juntaron y fueron causa que el hecho y golosina se manifestase y lo suyo fuese vuelto a su dueño. De manera que, antes que el mal ciego sacase de mi boca su trompa, tal alteración sintió mi estómago, que le dio con el hurto en ella, de suerte que su nariz y la negra mal maxcada longaniza a un tiempo salieron de mi boca (p. 40).

La descripción de la vomitada se hace con bastante precisión, como si el narrador se regodeara en acumular ciertos detalles para provocar más la risa en Vuestra Merced y en el lector. Lo primero que destaca Lázaro es el tamaño y forma de la nariz. No es necesario que se recuerden aquí las bromas y las burlas que sufrían los narigudos ya desde la Antigüedad clásica. El pícaro recuerda que la nariz del ciego era larga y afilada, y que su tamaño se había visto aumentado por el enojo que sentía ante el engaño. Es curiosa esa afirmación del engrandecimiento de esta parte de la cara por la ira que parece ser idea común en la época99. En este momento se nos relata una escena grotesca en que se confunden las caras de los dos personajes que se han trans97 Ver

Bajtin, 1987 y Theros, 2004, pp. 188-189. Bajtin, 1987, p. 201. Recuérdese que en Pantagruel, pp. 177-178, Rabelais cuenta que de dos ventosidades Pantagruel engendró 53.000 hombrecillos enanos y contrahechos, y 53.000 achaparradas mujercillas. 99 Covarrubias, s. v. nariz, afirmaba que «advierto que la nariz suele ser indicio de la ira». 98

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formado en una sola. La minuciosidad de la narración continúa con el relato de las causas que producen la regurgitación de la «negra longaniza». Lázaro nos visualiza la situación con la imagen de la punta de la nariz tocando la epiglotis (la «gulilla») para detenerse en el efecto de asco que produce en el estómago. El narrador carga de connotación negativa a la longaniza adjudicándole el calificativo de «negra», utilizado aquí en el sentido de «infausta», «desgraciada»100. El resultado es el vómito de la longaniza «mal maxcada» en las narices del sospechoso ciego. La risa la provocaría esta secuencia completa en la que se nos narra cómo el ciego mete la nariz en la boca del pícaro y cómo salen los trozos de longaniza para ensuciar la cara del amo. Pero la burla no está completa hasta que no se narra la reacción del ensuciado que recurre a la violencia para castigar el engaño que ha sufrido.Vuestra merced y el lector del siglo XVI tenían así dos elementos burlescos: por una parte, la escatología representada por la longaniza; por otra, la violencia física que suponen los golpes y el arrancamiento de pelos que sufre, como castigo, el pícaro. Casi todos los episodios que recuerda el pícaro de su estancia con el ciego están relacionados con la comida o la bebida; ambos elementos fundamentales del humor carnavalesco-bufonesco.Tanto en las burlas bufonescas acaecidas en palacio, como en las carnavalescas que tenían como escenario la plaza pública la abundancia o aparición de alimentos y bebidas servían para producir la risa; baste recordar como ejemplo la leche de las 46.000 vacas que Pantagruel bebía con cada comida, y el hecho de que también siendo bebé se quiso comer una vaca y se comió un oso101. Pero la novela picaresca, a partir del Lazarillo de Tormes va a dar una vuelta de tuerca a esta tradición; en estas novelas la risa la generan la ausencia de ambos elementos y la lucha del pícaro para conseguir lo suficiente para sobrevivir. De esta manera los lectores y los personajes de la novela se ríen de las invenciones ingeniosas de que se sirven los protagonistas para robar a sus amos sin que éstos se enteren, en unos casos, y en otros, haciendo gala del ingenio para llevar a cabo semejante hazaña: los distintos episodios del Lazarillo y del Guzmán de Alfarache, este último durante su estancia con el car100

Covarrubias, s. v. negro, escribe: «es color infausta y triste, y como tal usamos desta palabra, diciendo ‘negra ventura’, ‘negra vida’». 101 Rabelais, Pantagruel, pp. 42-45.

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denal romano, son una buena muestra de esta nueva tradición burlesca. La diferencia que vamos a notar entre estas dos novelas es que en el Lazarillo se termina el episodio con el castigo del pobre Lázaro, mientras que en la novela de Alemán el pícaro recibe parabienes por sus ingeniosos robos. El segundo tratado continúa con el tema del hambre y el ingenio como puntos conductores de la narración, sazonada con elementos folclóricos102. La estadía de Lázaro con el clérigo de Maqueda se inicia curiosamente con un rasgo humorístico que predice las calamidades que le esperan: Escapé del trueno y di en el relámpago, porque era el ciego para con éste un Alejandre magno, con ser la mesma avaricia, como he contado. No digo más, sino que toda la laceria del mundo estaba encerrada en éste: no sé si de su cosecha era o lo había anejado con el hábito de clerecía (p. 47).

El párrafo citado hiperboliza desde un principio al personaje del clérigo al que se convierte en la misma personificación de la avaricia, por lo que se le presenta como el opuesto al mismísimo ciego, al que el narrador compara positivamente con el trueno y con el propio Alejandro Magno, monarca símbolo de la liberalidad desde la época medieval103. Estas tres hipérboles primeras tienen su continuación y cierre en aquella en la que se afirma este personaje reunía en sí toda la miseria del mundo. Por tanto, el narrador utiliza esta figura retórica para hacer reír a su interlocutor y para ponerlo sobre aviso acerca del tipo de episodios que va a narrar en este tratado. Pero es que además la hipérbole concluye con una crítica al estamento religioso al que se caracteriza como avaricioso, en una referencia que algunos críticos han considerado de raíz erasmista, algo que desechó Bataillon, pues «su blanco son las malas costumbres de los clérigos, su falta de decoro o de caridad, y no su ignorancia del verdadero cristianismo»104. Ni que decir tiene que la frase fue suprimida en ediciones posteriores por su anticlericalismo. Pero lo que aquí me interesa resaltar es el hecho de que se inserta en esa corriente que se había iniciado ya en 102 Ver 103 104

Lázaro Carreter, 1978, pp. 123-132 y Redondo, 1986, pp. 104-106. Lida de Malkiel, 1975. Bataillon, 1973, p. 17. Ver también del mismo Bataillon, 1977, pp. 332-335.

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el prólogo de incluir a los oratores entre los grupos satirizados en la novela. El atrevimiento del autor puede atribuirse a un elemento erasmista: la Moria. En esta obra Erasmo defendía la idea de que al loco/bufón se le permitían decir ciertas cosas, verdades, que le estaban vedadas a cualquier otro miembro de la corte; en este espíritu de libertad de palabra habríamos de incluir esta afirmación del narrador que, considerando el tono burlesco de la obra, se sintió autorizado para sacar al público los trapos sucios de ciertos grupos de religiosos. Porque la afirmación generalizadora recogida en este fragmento del inicio del tratado se concreta en el resto de los episodios vividos por Lazarillo con este clérigo.Y además se trata de una avaricia que se centra fundamentalmente en la comida, por lo que podríamos denominarla como «avaricia carnavalesca»; eso sí, de un carnaval al revés. La crítica al estamento religioso no supone una novedad del texto picaresco, sino que se halla recogida en muchos textos de la literatura del siglo XVI, tanto de la culta como de la popular, que no hacen distinción jerárquica, pues critican desde el Papa hasta el más bajo de los miembros de la Iglesia, lo que «obliga a desechar cualquier interpretación trascendente»105. Al igual que había sucedido en el tratado primero, este tratado basa el humor en la lucha por la supervivencia contra un adversario que pretende matar de hambre al pícaro; recordemos la lapidaria frase: «Finalmente, yo me finaba de hambre» (p. 49). Aunque aquí no es únicamente un ser humano el obstáculo que se le presenta a Lazarillo, sino que también se le opone un arca, al que se le han querido buscar desvariadas explicaciones psicoanalíticas106. Arca que será antecedente, por ejemplo, de los barriles de conserva que debe diezmar Guzmán de Alfarache para divertir al cardenal romano. Pero existe también otra diferencia y es que el hambre aparece reflejada en ocasiones con un tono humorístico: Pues ya que comigo tenía poca caridad, consigo usaba más. Cinco blancas de carne era su ordinario para comer y cenar. Verdad es que partía 105

García de la Concha, 1981, pp. 180-181. Hoogstraten, 1986, p. 31, considera al arca como una representación de la mujer ambigua, de la madre tierra, que da la vida y la destruye, y cree que la llave sería el elemento fálico, «instrumento que le surte del único antídoto real contra la flaqueza del pobre». 106

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comigo el caldo, que de la carne ¡tan blanco el ojo!, sino un poco de pan, y pluguiera a Dios que me demediara (pp. 49-50).

El párrafo desde el punto de vista humorístico no tiene desperdicio. Empieza con una referencia irónica a la falta de caridad del clérigo para con el prójimo, que contrasta con la buena vida que se guardaba para sí, olvidando la advertencia de San Pablo a los Colosenses, 4,1: «Amos, proveed a vuestros siervos de lo que es justo y equitativo, mirando a que vosotros también tenéis Amo en los cielos»107. Y termina con la humorada de la repartición del caldo en que se había cocinado la carne, en lo que podría ser un antecedente del episodio del caldo y los garbanzos en casa del dómine Cabra del Buscón quevediano. La aparición de Dios en la última frase del fragmento citado constituye una parte importante del capítulo, no sólo por el hecho de que el coprotagonista del tratado sea un servidor de la Iglesia, sino porque se trata de la primera aparición en la novela de Dios en un contexto burlesco, que ha llevado a la afirmación de que Dios es mencionado en este tratado como elemento cómico108. Ciertamente, el tratado abunda en referencias a elementos de la religión cristiana; comenzando con aquella calificación del arca como «paraíso panal» (p. 56). Más relevante es el momento en que tras abrir el arca con la llave que le proporciona el calderero (al que por cierto califica de «angélico» y considera como mensajero del mismísimo Dios), afirma que en los panes ve la «cara de Dios» (p. 56), comparación que aparece en el refranero109, pero que creo que en este contexto tiene más que ver con una referencia burlesca al sacramento de la Eucaristía, tal y como después la entendió Quevedo en su Buscón110. El pan que guarda el clérigo en el arca se convierte en la salvación del pícaro, no la salvación eterna que procura la hostia consagrada, sino la terrenal, la única que

107

Sobre el tema de la caridad de los religiosos en el Lazarillo de Tormes, ver Márquez Villanueva, 1968, pp. 111-112. 108 Durand, 1968, p. 97. 109 «Cara de Dios. Así llaman al pan caído en el suelo, alzándolo» (Correas, refrán 19894). 110 Quevedo, Buscón, p. 272: «y dijo, algo ronco, tomando un pan con las dos manos y mirando a la luz: —Por ésta, que es la cara de Dios, y por aquella luz que salió de la boca del ángel».

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preocupa a nuestro protagonista, que debe liberarse de la «la encarnación del diablo»111, que representa el clérigo, en palabras de Redondo. Porque el binomio que domina este segundo tratado es el de hambre/muerte frente a vida. Ya hemos visto antes la referencia a morir de hambre, pero más ilustrativa de este conjunto de opuestos es aquel otro momento en que afirma que «con él veví o, por mejor decir, morí» (p. 51). El binomio alcanza su momento más hilarante cuando el pícaro nos cuenta que: Y porque dije de mortuorios, Dios me perdone, que jamás fui enemigo de la naturaleza humana sino entonces. Y esto era porque comíamos bien y me hartaban. Deseaba y aun rogaba a Dios que cada día matase el suyo, y cuando dábamos sacramento a los enfermos, especialmente la Extremaunción, como manda el clérigo rezar a los que están allí, yo cierto no era el postrero de la oración, y con todo ello mi corazón y buena voluntad rogaba al Señor, no que la echase a la parte que más servido fuese, como se suele decir, mas que le llevase de aqueste mundo.Y cuando alguno de éstos escapaba, Dios me lo perdone, que mil veces le daba al diablo; y el que se moría otras tantas bendiciones llevaba de mí dichas (pp. 52-53).

A pesar de la seriedad con que, según algunos críticos, el hombre del siglo XVI se tomaba el tema de la muerte112, el párrafo aquí citado demuestra que en ciertos momentos también se reía de ella. Recordemos que en la Edad Media la muerte también podía ser recibida con la risa; tal y como le sucedió a Carpo que al ser martirizado comenzó a reír, porque había visto la Gloria113. A esta concepción cristiana habría que recordar el concepto del carnaval en el que la muerte se asocia al concepto de resurrección, por lo que pasa a simbolizar el inicio de una nueva vida, incluida «implícitamente en la imagen de la muerte»114. Habría que recordar aquí que en ciertas ciuda-

111

Redondo, 1986, p. 105. Muir, 2001, p. 48, afirma: «durante los siglos XV al XVII podríamos decir que la muerte era la preocupación central de la vida». Para el tema de la muerte en nuestro Siglo de Oro, ver Martínez Gil, 2000. 113 Citado por Theros, 2004, p. 60. 114 Bajtin, 1987, p. 369. 112

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des el mercado se hacía encima del espacio en que se enterraba a los muertos. El Lazarillo participa aquí de ese concepto medievalizante del carnaval que se reía de este momento fatal para la vida humana. Porque es precisamente la muerte la que alimenta al pobre Lazarillo; es la que logra saciar su apetito, la que mata su hambre.Y es desde esta noción desde la que vemos al ingenuo picarillo rogar al Altísimo que haya más muertos. En este episodio de la novela, la imagen de la muerte que aparece no tiene nada que ver con el paraíso celestial, sino más bien con el terrenal en el que el protagonista satisface su necesidad más elemental.Y en ese espíritu carnavalesco este suceso sobresale de los demás episodios de la novela, porque resulta ser el único en el que el protagonista alcanza la máxima felicidad: la de la barriga llena. En esa antítesis vida-muerte a la que hace referencia al principio de su estancia con el clérigo, ha conseguido cambiar la dirección: si el clérigo vivo lo mataba de hambre, ahora son los muertos los que le proporcionan la vida. Con este episodio se relaciona uno de los más famosos de la novela: el de la casa lóbrega y oscura. Los lectores de la época y Vuestra Merced entenderían perfectamente la referencia al sepulcro115; a la entrada al otro mundo116. Con ello tenemos otra vez la aparición de la muerte relacionada con el tema de la comida, o, en este caso, con el del hambre. La risa aquí la provoca esta conexión de la casa vacía del escudero donde el pícaro pasa hambre con el sepulcro adonde le encamina esa ausencia de alimentación que sufre el desdichado pícaro. De esta manera, el hambre se convierte en elemento burlesco per se. Porque no olvidemos que la mujer del difunto grita: Marido y señor mío, ¿a dónde os me llevan? ¡A la casa triste y desdichada, a la casa lóbrega y obscura, a la casa donde nunca comen ni beben! (p. 96).

Esa referencia a la comida y a la bebida, relacionadas con la muerte, despierta el pánico en el ingenuo Lazarillo que inmediatamente asocia esa imagen lúgubre con la casa en la que vive con el escude-

115 116

Lázaro Carreter, 1978, p. 144. Redondo, 1986, p. 109.

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ro. El narrador crea un perfecto crescendo sobre el tema del hambre y la muerte desde el principio del tercer tratado con las continuas alusiones a la muerte, al hambre y a la sepultura. Recordemos, por ejemplo, que describe la entrada como «obscura y lóbrega de tal manera, que paresce que ponía temor a los que en ella entraban» (p. 74). Después hace referencia a que al escudero no le vio «más aliento de comer que a un muerto» (p. 75), y afirma que lloró «mi trabajosa vida pasada y mi cercana muerte venidera» (p. 76). Todas estas afirmaciones contribuyen a crear ese crescendo que culmina en el clímax de la casa lóbrega y oscura, provocando la risa en el escudero: «Y ciertamente cuando mi amo esto oyó, aunque no tenía por qué estar muy risueño, rió tanto, que muy gran rato estuvo sin poder hablar» (p. 97). Y no tenía demasiadas razones para reír, porque pasaba mucha hambre117. Y quiero hacer hincapié en esa descripción de la risa desaforada del escudero, porque se aleja de aquella risa moderada que recomendaban a los nobles los manuales de cortesanía, como Il Cortegiano de Castiglione. Este sería uno de los indicios de la falsedad de este escudero que se aleja de la sonrisa o risa moderada que en estos manuales se considera como la apropiada para los nobles frente a la desencajada y frecuente atribuida a los bufones y personas vulgares118.Antonio Vilanova ha estudiado la influencia del coloquio erasmiano Eques sine equo en este tratado del Lazarillo119. Al principio de este apartado dedicado al Lazarillo he comentado también cómo las referencias burlescas a los miembros de los otros grupos estamentales tenía como finalidad el rebajamiento de esos grupos superiores, en un recurso que ya conocía Aristóteles y que se usaba frecuentemente en los siglos XVI y XVII como demuestran las palabras de Gracián en El discreto: El burlarse con otro es tratarle de inferior, y a lo más de igual, pues se le aja el decoro y se le niega la veneración120.

117

Recuérdense las palabras de Tolstói, Guerra y paz, p. 46: «E imitando los movimientos del policía, estalló de nuevo en una risa sonora y profunda, que sacudió su humanidad, como suelen reír las personas que han comido bien y bebido mejor». 118 López Pinciano, Philosophía Antigua poética, III, p. 20: «las personas graves ríen poco, que el reirse mucho es de comunes». 119 Vilanova, 1989, pp. 237-279. 120 Gracián, El discreto, p. 77.

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Las palabras de Gracián explican perfectamente el porqué el escudero se muestra tan ofendido ante lo que él considera la falta de respeto de su vecino cuando le saluda con la fórmula: «Mantenga Dios a Vuestra Merced» (p. 100). El enfado del escudero ante esta forma de tratamiento provoca una respuesta chistosa en el pícaro: «Pecador de mí —dije yo—, por eso tiene tan poco cuidado de mantenerte, pues no sufres que nadie se lo ruegue» (p. 102). Queda clara la pretensión del narrador de burlarse de las ínfulas de grandeza de este falso noble, al que contempla muriéndose de hambre por culpa de esa «negra que llaman honra» (p. 84). Es significativo que tanto en la burla del tratamiento como en la referencia a la honra el comentario de Lázaro oponga este concepto a la figura de Dios, comparación entre la honra y la religión cristiana muy del gusto de los moralistas españoles del siglo XVI121. Porque el tema de la honra constituye, precisamente, el principal objetivo de la burla del Lazarillo de Tormes; al fin y al cabo, este encomium cornuum pone en solfa este concepto, una de las columnas en que se sustentaba el edificio de la sociedad estamental europea del siglo XVI. La actitud burlesca que el narrador demuestra ante la honra se inserta perfectamente en la tradición del humor bufonesco del que he hablado en el primer capítulo del libro. Los bufones debían reírse de aquellos valores que eran más apreciados por los señores a los que servían y por la sociedad en la que deambulaban; y lanzaban sus dardos desde la ignominia más ominosa; desde el reconocimiento de su depravado origen. En este sentido debemos entender el Lazarillo, obra en el que el pícaro, hijo de un ladrón y de una prostituta, hace mofa del concepto en que basaban su posición social muchos de los europeos de su época. Lázaro se burla de la honra de varias maneras. En primer lugar, presentándonos a un personaje, el escudero, que no duda en dejarse morir de hambre por mantener la falsa apariencia de que la posee. Todo el tratado gira alrededor de los sacrificios y martirios que debe pasar este pobre hombre para que no sea descubierta su superchería. Lázaro presenta a un personaje completamente ridículo que pretende engañar a todos los habitantes de la imperial Toledo, incluso al pro121 Ver

Chauchadis, 1984, pp. 45-109.

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pio pícaro que es testigo de excepción de la miseria en que vive. Desde la burla de este concepto hemos de comprender las referencias como la que hace el escudero a Lázaro de que cierre la puerta con llave para que «no nos hurten algo» (p. 82), o esas escenas en que le vemos devorar los alimentos que ha conseguido su servidor. En alguna de estas escenas el amo es animalizado, en un recurso utilizado de forma abundante en los textos bufonescos122: en un momento se le describe royendo «cada huesecillo de aquellos mejor que un galgo suyo lo hiciera» (p. 90); en otro momento se le compara de nuevo con un galgo por su forma de caminar123; y en otro se presenta a los dos personajes comiendo «fieramente» para que el otro no le aventajara en la cantidad de pan comido. También en el Quijote encontramos referencias a estos hidalgos pobres y a los trucos empleados para disimular el hambre: Pero tú, segunda pobreza, que eres de la que yo hablo, ¿por qué quieres estrellarte con los hidalgos y bien nacidos más que con la otra gente? ¿Por qué los obligas a dar pantalia a los zapatos y a que los botones de sus ropillas unos sean de seda, otros de cerda y otros de vidro? … ¡Miserable del bien nacido que va dando pistos a su honra, comiendo mal y a puerta cerrada, haciendo hipócrita al palillo de dientes con que sale a la calle después de no haber comido cosa que le obligue a limpiárselos! ¡Miserable de aquel, digo, que tiene la honra espantadiza y piensa que desde una legua se le descubre el remiendo del zapato, el trasudor del sombrero, la hilaza del herreruelo y la hambre de su estómago!124

En segundo lugar la burla de la honra, personificada en el escudero, abarca otros elementos importantes para la ostentación de que hace gala este personaje.Ya hemos visto el tema del tratamiento y la reflexión burlesca que provoca en el pícaro, pero hemos también de considerar la que produce las referencias a las propiedades del escudero en su tierra vallisoletana:

122 Recuérdese la animalización a la que Francesillo de Zúñiga somete a los nobles de la corte de Carlos V que he citado en el capítulo I. 123 Lazarillo, p. 94: «¡Y velle venir a mediodía la calle abajo, con estirado cuerpo, más largo que galgo de buena casta!». 124 Cervantes, Don Quijote, II, XLIV.

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Que no soy tan pobre que no tengo en mi tierra un solar de casas que, a estar ellas en pie y bien labradas, dieciséis leguas de donde nací, en aquella Costanilla de Valladolid, valdrían más de docientas veces mil maravedís, según se podrían hacer grandes y buenas.Y tengo un palomar que, a no estar derribado como está, daría cada año más de docientos palominos (pp. 102-103).

Ya he mencionado antes que la referencia a la Costanilla refutaba el origen noble que se atribuía el escudero. Pero lo que aquí nos interesa son los datos que proporciona sobre el estado ruinoso en que se encontraban sus pretendidas posesiones. El autor ha sabido contraponer de manera burlesca las propiedades, su valor y el estado en que se hallaban en el momento en el que transcurre la acción de la novela. La estructura de los dos casos es la misma: en primer lugar se alude a la propiedad (solar de casas, palomar); en segundo lugar, a su situación actual de destrucción; y al final, se menciona el valor o los frutos que podrían producir si se hallasen en buen estado. Todos estos elementos producirían la risa en le lector que se daría cuenta de la falsedad de las pretensiones nobiliarias de este individuo, de la misma manera que se rieron de ellas el alguacil y el escribano que aparecen al final del tratado para cobrar las deudas en que ha incurrido el desaparecido escudero: Por Dios, que está bueno el negocio —dijeron ellos—. ¿Y adónde es su tierra? De Castilla la Vieja me dijo él que era —le dije yo. Riéronse mucho el alguacil y el escribano, diciendo: Bastante relación es esta para cobrar vuestra deuda, aunque mejor fuese (p. 109).

Pero la burla de la honra hemos de verla también en el encomium cornuum que se hace manifiesto como tema fundamental de la novela en el tratado séptimo y último. Curiosamente el tratado anterior se cierra con la alegría de Lazarillo que se ha convertido en «hombre de bien» tras comprarse «un jubón de fustán viejo y un sayo raído de manga tranzada y puerta y una capa que había sido frisada, y una espada de las viejas primeras de Cuéllar» (p. 127). Lázaro recupera aquí el tema de las apariencias que había dominado el tratado del escudero. Pero en la afirmación de ser un hombre de bien y en la compra

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de estas ropas se ve la burla de aquella honra que se gana falsamente. Lázaro que ha ejercido el oficio de aguador, propio de moriscos y por tanto de baja consideración social, pretende que la sociedad reconozca su nobleza con las características de los homines novi: virtud, valor, hombre de bien125. La burla se encuentra en el hecho de que por origen, educación y oficio su pretensión es absolutamente imposible en la sociedad de la época. Porque además, después de ejercer el bajo oficio de aguador desciende aún más en la escala social al aceptar el cargo de pregonero, «uno de los rasgos más genuinamente cómicos»126, porque en la novela lo que está haciendo es pregonando sus propios trapos sucios, su propia deshonra: su origen, sus oficios reales y sus cuernos. El otro apartado burlesco de la honra de Lazarillo tiene que ver con su situación marital. El pícaro, para lograr esa honra a la que aspira, acepta el casamiento que le propone el Arcipreste de San Salvador con su amante. Esta realidad, que es conocida por toda la ciudad de Toledo, provoca la negativa desafiante del implicado, que ha aprendido que negar ciertas verdades es beneficioso para su bienestar; así a aquellos que le dicen mal de ella, les contesta: Mirá, si sois mi amigo, no me digáis cosa con que me pese, que no tengo por mi amigo al que me hace pesar. Mayormente, si me quieren meter mal con mi mujer, que es la cosa del mundo que yo más quiero y la amo más que a mí, y me hace Dios con ella mil mercedes y más bien que yo merezco. Que yo juraré sobre la hostia consagrada que es tan buena mujer como vive dentro de las puertas de Toledo. Quien otra cosa me dijere, yo me mataré con él (pp. 134-135).

La actitud desafiante que manifiesta el cornudo Lázaro se aleja mucho de aquel poema de Quevedo que comienza: «Dícenme, don Jerónimo, que dices»127, en el que un marido cornudo defiende su «mancha» porque le mantiene la mesa, la casa y la bolsa llenas. En la novela la risa la produce la negación de un hecho que nadie puede poner en duda; Lázaro quiere acallar a aquellos que le quieren hacer 125 Ver

García de la Concha, 1981, pp. 210-211. 1989, p. 280. 127 Quevedo, Poesía original completa, p. 576. Ver el poema comentado y anotado por Arellano, 2003, pp. 468-469. 126 Vilanova,

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ver la verdad, una verdad de la que es consciente, pero que por las repercusiones legales que le puede ocasionar tiene que ignorar, aunque, como en el caso del soneto quevediano, los cuernos le permiten vivir dignamente con y de su mujer128. El pícaro, sin embargo, no se queda en una simple negativa, sino que pasa al ataque al final del párrafo cuando compara la honra de su mujer con la de todas aquellas mujeres que viven en la ciudad de Toledo. La burla no puede ser más cruel, y típica de bufones, porque lo que al fin y al cabo transpira debajo de esta afirmación es que las mujeres de la ciudad imperial tienen la misma fama de rameras que la mujer del pícaro: su esposa es tan honrada como lo son todas las toledanas, y aquí habría que recordar las palabras de Covarrubias: «Honrada, se dice de la mujer; pero algunas veces el honrado y honrada se toma en mala parte, según el tono y sonsonete con que se dice»129.Y está claro que el sonsonete con que el lector debe oír esa afirmación del pícaro nos lleva a la risa, porque la conclusión es: si mi mujer no es un dechado de honradez, no lo es ninguna de las mujeres que habitan la ciudad; y como mi mujer no lo es, las otras mujeres tampoco lo son. El acto de meter a todos en un mismo saco, siempre un saco manchado, es un recurso típico de los bufones, que ya hemos visto con anterioridad. Francesillo de Zúñiga no dudaba en equipararse a la nobleza cuando hablaba de su origen judaico, con lo que acusaba a todos sus miembros de tener la sangre manchada. El mismo recurso utiliza Lázaro con las ciudadanas de Toledo. Pero su burla de la honra no se detiene con las referencias a su mujer; recordemos que en un principio había comparado su deseo de gloria con el de un soldado valeroso, un religioso y un noble. Al final del libro, comentando su situación, afirma que «en este tiempo estaba en mi prosperidad y en la cumbre de toda buena fortuna» (p. 135).Y momentos antes había finalizado su epístola con la referencia a las cortes que el emperador Carlos V había celebrado en la ciudad de Toledo. No me parece que la alusión a las cortes se deba únicamente a la intención de datar la carta, sino que yo presumo una intencionalidad burlesca: comparar su

128 Ver

Rico, 1988, pp. 174-175, que comenta que esta situación produjo «provisiones legislativas de los Reyes Católicos, el Emperador y Felipe II». 129 Covarrubias, Tesoro, s. v. honra.

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estatus social y económico de bonanza con la situación de la Corte. La comparación del pícaro-bufón con el Emperador se ajusta a ese componente igualitario burlesco que aparece en la literatura bufonesca desde un principio. El final de la novela cierra el círculo humorístico que había iniciado el prólogo. Después de contarnos sus «fortunas y adversidades» que ha comparado con la de los individuos más destacados de los tres estamentos, su afán por producir la risa en Vuestra Merced y en el lector tenía que culminar en la más atrevida de sus equiparaciones: la presencia en Toledo del pícaro y del Emperador, la miseria y el esplendor reunidos en una misma ciudad y en un mismo texto literario. Con ello queda perfectamente cerrado el círculo de la obra, que, como afirmaba Vilanova, no es más que un pretexto para pasar revista a los vicios y defectos de la sociedad y para trazar una sátira ingeniosa, hiriente y mordaz de la corrupción de todos los estados130.

De esta forma, el Lazarillo de Tormes, la primera novela picaresca de la literatura española, convierte la risa, una risa de orígenes bufonescos, en componente fundamental del nuevo género literario, de la novela moderna, tal y como lo entenderán casi cincuenta años más tarde Mateo Alemán y Miguel de Cervantes, ilustres continuadores de la tradición que inició el autor anónimo en la España de mediados del siglo XVI.

130 Vilanova,

1989, p. 320.

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LA RISA MORALIZANTE: EL GUZMÁN DE ALFARACHE Tuvieron que pasar más de cuarenta años hasta que alguien comprendiera la originalidad de la senda iniciada por el anónimo autor del Lazarillo de Tormes; no la entendió el también anónimo autor que escribió La segunda parte de Lazarillo de Tormes y de sus fortunas y adversidades, «extraña continuación»1 publicada en Amberes en 1555. Esta segunda parte no carece de episodios destinados a provocar la risa del lector y contiene claros elementos de sátira lucianesca, que no se hallan tan nítidos en su modelo2, y que han llevado a ciertos estudiosos de esta obra a interpretarla como una novela alegórica3. Como sabemos durante casi cincuenta años la genial creación del Lazarillo no tuvo continuadores, quizás por los problemas que la novela original había tenido con la censura, que cercenó varias de las ediciones que se publicaron en España en la segunda mitad del siglo XVI. Pero en 1599 aparece en Madrid la Primera parte de Guzmán de Alfarache de Mateo Alemán, obra que va a «acabar con el aislamiento» del Lazarillo de Tormes4. La novela de Alemán conoció un éxito inmediato entre los lectores españoles y del resto de Europa durante

1

Piñero, 1988, p. 32. Sobre el tema de la influencia de Luciano en el Lazarillo, ver Zappala, 1990, pp. 179-186; sobre la influencia en la Segunda parte, ver Vives, 1959, pp. 67-73. 3 El ejemplo más extremo es el de Máximo Saludo, 1969, que interpretó esta obra como una alegoría de la rendición de Trípoli en 1551 y de una conjura contra el Gran Maestre de la Orden de Malta. 4 Guillén, 1988, p. 201. 2

4. Guzmán de Alfarache

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todo el siglo XVII, éxito superior incluso al del mismo Quijote. La recepción de la novela entre sus contemporáneos nos lleva al tema de la intencionalidad de la obra que ha provocado la polémica entre los estudiosos que se han acercado a ella. Durante mucho tiempo ha predominado una lectura religioso-moral del texto alemaniano, al que se ha añadido posteriormente una lectura mercantilista. Sin embargo todas ellas coincidían en destacar la vertiente ideológica con la que el autor, dentro de la corriente postridentina, pretendía adoctrinar a sus lectores. Pero los estudiosos que defendían estas lecturas «sesudas» se olvidaban de los testimonios de los lectores del siglo XVII que veían en ella algo más que un sermón moralizante. Así Juan Valladares de Valdelomar en el prólogo de su Caballero venturoso comenta: «No te pongo aquí… sátiras y cautelas del agradable Pícaro»5. Se podrían citar otros textos contemporáneos en los que se destaca la unión de lo moralizante con lo divertido, pero creo que la opinión más interesante en este sentido es la de Gracián, que escribía sobre el posible autor de la novela, ya que en ocasiones parece poner en duda que Alemán fuera el verdadero padre de la criatura: Aunque de sujeto humilde, Mateo Alemán, o el que fuera el verdadero autor de la Atalaya de la vida humana, fue tan superior en el artificio y estilo, que abarcó en sí la invención griega, la elocuencia italiana, la erudición francesa y la agudeza española6.

Dejando a un lado esa curiosa duda del jesuita aragonés sobre la autoría de la obra, hay que resaltar que aquí se alaba el estilo elegido por el autor para transmitir ese «sujeto humilde» al que se refiere al inicio del fragmento. Y entre las alabanzas que le dedica deja para el final la referencia a la «agudeza española». La vertiente moral de la novela no pasó desapercibida para Gracián que la destaca en otros lugares de su obra7, pero en este capítulo dedicado a «la agudeza com-

5

Citado por Chevalier, 1973, p. 146. Gracián, Agudeza y arte de ingenio, II, pp. 199-200. 7 Gracián, Agudeza y arte de ingenio, II, p. 12, afirma en este sentido: «Tal fue ésta en aquel célebre y erudito libro, prohijado a los mayores ingenios de España, por su sazonada y profunda enseñanza». 6

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puesta fingida en especial», lo que quiere transmitir al lector es su carácter de libro entretenido y agradable para la lectura. Como decía anteriormente, los estudiosos del siglo XX se centraron en la parte didáctica de la novela, resaltando su aspecto teológico, moral o incluso de crítica a cierto tipo de mercantilismo. Pero a partir del trabajo de Maxime Chevalier8 una parte de la crítica recuperó la interpretación de la novela como un texto divertido, en el que la risa constituye un elemento fundamental: Se ha hablado demasiado del abrumador didactismo de Guzmán de Alfarache, lugar común de la crítica que pasa por alto el soberbio sentido del humor que demuestra, sin exceptuar los pasajes moralizantes: juegos de palabras, cuentecillos, alusiones jocosas al romancero y al refranero, parodia de registros elevados, comparaciones graciosas, interpelaciones burlonas al lector, disculpas burlescas por la intromisión del narrador. Es un humor sin precedentes en la literatura española, que dio lecciones a Quevedo y Gracián… sobre cómo el humor cáustico puede servir para expresar una visión cínicamente desoladora de la depravación humana9.

Las palabras de Anthony Close demuestran que la crítica actual ha recuperado la lectura que los españoles del siglo XVII hacían de la novela, y que el mismo Alemán refleja en varias ocasiones; como en el prólogo «al discreto lector» cuando le pide que «no te rías de la conseja y se te pase el consejo»10, u otra declaración más amplia de sus intenciones en la segunda parte: Que, como verdaderamente son verdades las que trato, no son para entretenimiento, sino para el sentimiento; no para chacota, sino para con mucho estudio ser miradas y muy remediadas. Mas, para que con la purga no hagas ascos y la dejes de tomar por el mal olor y sabor, echémosle un poco de oro, cubrámosla por encima con algo que bien parezca (II, p. 377).

8

Chevalier, 1973. Close, 2006, p. 135. 10 Alemán, Guzmán de Alfarache, I, p. 111.Todas las citas de la novela se toman de la edición de José María Micó en Cátedra. A partir de ahora me limitaré a colocar entre paréntesis el volumen y el número de la página a que corresponde el texto citado. 9

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Las reiteradas admoniciones al lector para que no pase por alto el aspecto moral de los distintos episodios de la vida del pícaro y de la novela, en general, indican, a mi entender, dos cosas: por una parte, que Alemán se dio cuenta de que el lector de su época concebía la novela como un libro de entretenimiento más que como un texto moralizante, como lo demuestran las siguientes palabras: ¡Cuándo podré acabar comigo no enfadarte, pues aquí no buscas predicables ni dotrina, sino un entretenimiento de gusto, con que llamar el sueño y pasar el tiempo! (II, p. 186).

En segundo lugar, que el novelista sevillano era plenamente consciente del valor del entretenimiento, del humor como forma de atraer a los lectores de sus textos. La lección la había aprendido en muchos textos anteriores, pero también, y yo creo que fundamentalmente, en el Lazarillo de Tormes. Como he dicho anteriormente, Alemán había comprendido perfectamente esta primera novela picaresca y, por tanto, se había dado cuenta de la importancia del humor, de provocar la risa, que le había dado su anónimo autor. El novelista sevillano aceptó esta perspectiva de su antecesor y se dispuso a profundizar en ella, haciendo incluso algo que no se encontraba en este: teorizar sobre la risa y algunos de sus modelos. Un escritor que pretendía adoctrinar, educar al lector no podía pasar por alto un concepto tan importante como es el de la risa. Dentro de la tradición cristiana y su concepción del hombre y su cuerpo el control de esta constituía una finalidad importante. Mateo Alemán debía también expresar el concepto de la risa apropiada para sus lectores, y así lo hace cuando afirma que Aun la moderada en cierto modo acusa facilidad; la mucha imprudencia, poco entendimiento y vanidad; y la descompuesta es de locos de todo punto rematados, aunque el caso la pida (I, p. 178).

Lo primero que apreciamos en este fragmento es la reticencia que manifiesta sobre ella. El autor recoge la opinión que tenía sus orígenes en las obras de Aristóteles y Cicerón y en los manuales de cortesanos del Renacimiento italiano11. La definición de Alemán recuerda 11

Para este tema, ver Roncero, 2006.

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a la propuesta por Aristóteles en la Ética Nicomáquea donde habla el Estagirita de los diferentes tipos de personas a los que les gusta divertir a sus conciudadanos: «el término medio es gracioso, y la disposición, gracia; el exceso, bufonería, y el que la tiene bufón; y el deficiente, rústico, y su disposición, rusticidad»12. Las tres categorías alemanianas se corresponden con las tres establecidas por el filósofo griego, y demuestran que ambos aceptan la risa moderada como un mal menor. No quiero decir con esto que Alemán conociera el texto aristotélico, que bien pudiera ser, sino que podía haber tenido como modelo textos italianos o de teóricos españoles en los que se seguía la tradición clásica aristotélico-ciceroniana. Sin embargo en el caso del Guzmán de Alfarache se produce una contradicción entre la teoría esbozada en las palabras que acabamos de comentar y la práctica que se refleja en la novela. En la teoría se aboga por una risa moderada, asociada al buen gusto, a los cortesanos, producida por un humor eutrapélico, es decir, aquel cuyas obras, en palabras del Pinciano, «no vengan en daño notable de alguno… que, cuando traen consigo daño notable, vence la compasión a lo ridículo y piérdese del todo la risa»13. Alemán hace referencia al humor propio de las clases educadas, de los hombres libres en la concepción ciceroniana14. El novelista sevillano se dirige a un «lector discreto» que debe saber reír con moderación de las burlas que no provocan ningún dolor en la persona que las recibe. La misma consideración hacia el burlado la manifestará Antonio Moreno con Don Quijote durante su estancia en Barcelona, cuando organice una serie de burlas sin ningún componente físico, elemento que rompería con la intencionalidad de diversión que buscaban las burlas preparadas por el caballero catalán al héroe manchego, tal y como lo comenta el narrador de la novela: Don Antonio Moreno se llamaba el huésped de don Quijote, caballero rico y discreto y amigo de holgarse a lo honesto y afable, el cual, viendo en su casa a don Quijote, andaba buscando modos como, sin su per-

12

Aristóteles, Ética Nicomáquea, II, 1108a. López Pinciano, Filosofía Antigua poética, III, p. 34. 14 Cicerón, De officiis, I, 104, describe este humor como: «elegans, urbanum, ingeniosum, facetum». 13

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juicio, sacase a plaza sus locuras, porque no son burlas que duelen, ni hay pasatiempos que valgan, si son con daño de tercero15.

Pero, a pesar de estas buenas intenciones, la teoría no se corresponde con la práctica porque Alemán era consciente de la agresividad, de la crueldad que iba unida a la risa, utilizada ya por los griegos para insultar o humillar a los individuos de las clases inferiores, tal y como afirmaba Aristóteles16. A esto hay que unir que la picaresca retrata el mundo de lo marginal, de los grupos más bajos de la sociedad, que se correspondería en la poética clásica con el de la comedia, donde el humor aparecía cargado de crueldad. El autor del Lazarillo lo había entendido así, y Mateo Alemán debía continuar esta práctica, porque el público esperaba golpes y violencia física contra aquellos pícaros que amenazaban el orden social. Estos golpes y esta violencia buscaban la risa del lector, que no sólo se mostraba indiferente frente al dolor que producían en el protagonista, sino que pasaba un rato divertido con las lágrimas y la humillación sufrida por el pícaro sevillano17. El novelista sevillano reconocía la necesidad de un tipo de humor violento que ya estaba en su modelo, y era también consciente de sus orígenes; unos orígenes que había que ir a buscar, entre otras fuentes, en la tradición bufonesca tan arraigada en la Europa del siglo XVI, pero que carecía de textos teóricos, carencia que habría que explicar por la baja consideración que se tenía de estos personajes desde la Grecia clásica. Pero esta ausencia de teoría no impidió que Mateo Alemán decidiera abordar la problemática sobre los bufones y su relevancia para los textos picarescos18. Ciertamente en los manuales de cortesanos como el de Baldassare Castiglione se abordaba el tema de las burlas

15

Cervantes, Don Quijote, II, LXII. Aristóteles, Ética Nicomáquea, IV, 1128a. Sobre la utilización social de la risa según Aristóteles, ver Morreal, 1983, p. 5. 17 Recuérdense las palabras de Maravall, 1987, p. 633: «Tenemos que pensar que tan insolidario y tan inhumano en sus sentimientos como el pícaro tenía que ser el público lector de la sociedad barroca. En ello estaba, sin duda, la satisfacción de esta sociedad por verse asegurada de violaciones amenazadoras de su orden». 18 Para este apartado sobre los bufones y su tipo de humor en el Guzmán sigo mi trabajo, 2006. 16

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permitidas al cortesano y el tipo de risa que éste debía utilizar; además, autores como Cristóbal de Villalón o fray Antonio de Guevara habían tratado también el tema de los bufones, eso sí desde un punto de vista moralizante. Pero no existía una tipificación de estos personajes burlescos de acuerdo a sus habilidades. Alemán quiere llenar esta laguna teórica, tomando como referencia obligatoria los textos de los manuales de cortesanos y de los moralistas, por una parte, y de sus propias apreciaciones, por otra. Sus ideas las expone, como era natural, en el capítulo segundo de la segunda parte, aprovechando la estancia del pícaro al servicio del embajador francés, durante la cual Guzmanillo ejerce el oficio de bufón, tal y como él mismo afirma: «Y hablando claro, yo era su gracioso, aunque otros me llamaban truhán chocarrero» (II, p. 465). Su nuevo oficio le obliga a explicar al lector cuáles eran sus obligaciones y las principales herramientas de las que debía servirse para cumplir con esas obligaciones. En la época se había establecido una taxonomía de estos individuos en dos grupos: los naturales y los fingidos. De estos últimos abundan los ejemplos en la Europa de los siglos XVI y XVII, como lo demuestra el ejemplo del francés Chicot, que durante el reinado de Enrique III dejó el oficio de abogado, para desempeñar el de bufón de corte porque era más rentable19; en España tenemos el caso de la Condesa de Crescente que ejerció de graciosa de Felipe IV, tal y como aparece en los Avisos de Barrionuevo: «Fue [la condesa] a hablar al rey, que lo hace muy familiarmente, que es señora loca y graciosa y le trata de pariente»20; o el de fray Hernando, dominico seguidor de las Comunidades de Castilla, que se hizo pasar por loco para evitar las represalias. Mateo Alemán establece tres grupos: hombres de placer, simples o ignorantes, y graciosos. El novelista sevillano ha dividido a los fingidos en dos categorías: hombres de placer y graciosos. Estos hombres de placer son aquellos que sirven de consejeros a sus señores, aquellos que usando el humor y la locura son los únicos que pueden decirles ciertas verdades a los poderosos. El moralista Alemán expone la necesidad de que los príncipes tengan a estos personajes entre su servicio:

19

Welsford, 1966, p. 149, cuenta que Chicot fue nombrado Valet de Chambre y Maestro de Postas de París. 20 Barrionuevo, Avisos, II, p. 56.

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Y no sería malo cuando los tuviesen tanto para su entretenimiento, cuanto para recoger por aquel arcaduz algunas cosas, que no les entraría bien por otro. Y éstos acontecen ocasiones en que suelen valer mucho advirtiendo, aconsejando, revelando cosas graves en son de chocarrerías, que no se atrevieran cuerdos a decirlas con veras (II, p. 56).

La última apreciación recuerda mucho la que hace la Locura en el diálogo erasmiano sobre la permisividad y la risa con que eran recibidas en los palacios ciertas verdades pronunciadas por los bufones/locos, verdades que no les serían permitidas a los otros consejeros: Peligroso es, desde luego, ir a los reyes y poderosos con la verdad por delante; pero este peligro tórnase provechoso para mis locos, puesto que hasta las injurias se las escuchan, y aquello mismo que expresado por un sabio triste le llevaría a la horca, produce en labios de un imbécil alegre extraordinario regocijo21.

La necesidad de estos consejeros, expresada en el texto de Alemán, no le impide al escritor sevillano unirse al grupo de los moralistas del siglo XVI, algunos de ellos de ideología erasmista, que se quejaban de los excesivos regalos que los señores daban a los bufones frente a la tacañería o parquedad usada con el resto de los criados de sus casas; un caso excepcional lo tenemos en Juan Luis Vives, que coloca a los truhanes entre los animales que cuidan los señore s22. Así, Mateo Alemán en un momento se lamenta del abuso de estos regalos y de esta discriminación al afirmar que estos señores dan «antes a un truhán el mejor de sus vestidos, que a un virtuoso el sombrero desechado» (II, pp. 52-53). Porque los bufones usan el halago para ganarse el favor y las recompensas de los que los rodean, crítica ya vertida en la centuria anterior23. Lo interesante de este comentario de Alemán es que utiliza un vocabulario mercantil para referirse a esta relación de

21

Erasmo, Elogio de la locura, p. 60. Tratado del socorro de pobres, p. 171: «Paresce liviano, pero muchos males se siguen dello: que los pobres an invidia de los ricos, murmuran y blasfeman, diziendo que por qué les ha de sobrar a los ricos de que mantener truhanes, perros, leones, mulas, caballos, elephantes, y que ellos no tengan qué dar a sus hijos, que peresçen de hambre». 23 Guevara, Relox de Príncipes, p. 926: «en casa de un señor manda más un loco a cabo de un año que ninguno de los que están en casa… que así grangean y sobor22 Vives,

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reciprocidad entre el señor y el bufón: «Y porque también es dádiva recíproca, trueco y cambio que corre, visten ellos el cuerpo a los que revisten el suyo de vanidad» (II, p. 52). Se trata, pues, de una actividad comercial más en ese mundo mercantil tan importante en la novela24. El segundo grupo en la clasificación de Alemán lo conforman aquellos «ignorantes o simples, por cuya boca muchas veces acontece hablarse cosas misteriosas y dignas de consideración, que parece permitir Dios que las digan» (II, p. 58). Se trata de los «locos naturales», aquellos que según la concepción medieval tenían la cabeza vacía y de esa manera podían escuchar y transmitir las palabras del Espíritu Santo, «élu par Dieu, sa folie est sa purgatoire et son âme est sans péché»25. La prueba de que Alemán compartía esta concepción de la locura la proporciona la anécdota del loco que reprende a su señor con las palabras que le había transmitido la Santísima Trinidad, episodio que termina con la afirmación de que al «príncipe le pareció negocio del cielo y no volvió a tratar más dello» (II, p. 58). El tercer grupo es definido por Alemán como el de aquellos «graciosos, que sólo sirven de danzar, tañer, cantar, murmurar, blasfemar, acuchillar, mentir y ser glotones; buenos bebedores y malos vividores» (II, p. 58). Esta categoría se correspondería con lo que Menéndez Pidal denominaba «juglares»26. Algunas de las acciones y modos de vida del pícaro Guzmán durante su estancia con el cardenal y el embajador francés se insertan dentro de los modos de comportamiento referidos. Así Guzmán se convierte en un glotón, sobre todo durante su servicio al cardenal, donde el tema de la comida se convierte en asunto central de la novela27, como ya lo había sido cuando desempeñaba el

nan a un truhán para que delante el príncipe les sea propicio, como si fuesse un Cicerón para que orasse por él en el Senado». 24 Para el tema mercantil en el Guzmán, ver Cavillac, 1994. 25 Bigeard, 1972, p. 40. 26 Menéndez Pidal, 1975, p. 12. 27 Cavillac, 1994, p. 511, afirma: «lo esencial del retrato del Cardenal estriba en su relación con la comida, verdadero eje semántico del episodio». En parte, por este tema Cavillac opina que en la novela se da una visión crítica negativa del personaje; lo contrario defienden Moreno Báez, 1948 y del Monte, 1971.

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oficio de pícaro de cocina28. Aunque en esta ocasión, llegará a utilizar comparaciones religiosas con una finalidad burlesca, comparando su glotonería con el episodio bíblico de Eva y la serpiente: «que soy hijo de Eva y, metido en un paraíso de conservas, podríame tentar la serpiente de la carne» (I, p. 454). El propio protagonista explica así su obsesión por los pasteles: Íbame tras la golosina, como ciego en el rezado. Las que mis ojos columbraban, en el erario estaban seguras. Mis manos eran águilas; y como el ciervo con el resuello saca las culebras de las entrañas de la tierra, así yo, poniendo los ojos en las cosas del comer, se me rendían viniéndome a la boca (I, p. 438).

Para satisfacer esta glotonería el pícaro pondrá en juego todo su ingenio, provocando en ciertos casos la risa y admiración de su señor y sus amigos en una conducta no propia del estatus al que pertenece el prelado29. Una vez definidos los distintos grupos de bufones/graciosos sólo le quedaba explicar la manera en que debían ejercitar su arte, las herramientas de que disponían y cómo debían usarlas. Para ello contaba ya con textos teóricos en los que podía basar su teoría: los tratados retóricos30 y El Cortesano de Castiglione. El novelista sevillano sigue muy de cerca los consejos que se encuentran en el texto del humanista italiano. Es interesante señalar que los rasgos que se destacan en la novela no se refieren únicamente a los elementos orales, sino que se destaca la necesidad de que estos vayan acompañados de una adecuada gestualidad: Un don de naturaleza, que se acredite juntamente con el rostro, talle y movimiento de cuerpo y ojos, de tal manera, que unas prendas favorezcan a otras, y cada una por sí tengan un donaire particular, para que juntas muevan el gusto ajeno (II, pp. 52-53).

28 Recuérdese el comentario que hace sobre su vida en la cocina: «yo comencé bien y corría mejor; comía, bebía, holgaba, pasando alegremente mi carrera» (I, p. 309). 29 Recuérdese la reacción del cardenal tras el primer robo de conservas: «Diole tanta gana de reír en verme de aquella manera, que llamó a los que con él jugaban, para que me vieran. Riéronse todos y rogaron por mí» (I, p. 441). 30 Para este tema, ver Cros, 1967, pp. 129-130.

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El texto del Guzmán constituye una amplificatio del texto de Castiglione31, y demuestra el detallismo y la importancia que Alemán concedía al arte de hacer reír; arte o habilidad que ciertos individuos poseen por gracia de la naturaleza. El resto de los consejos que aparecen en el Guzmán amplifican, de nuevo, la teoría sobre los modos de hacer reír que aparecen en los clásicos, y sobre todo en el ya mencionado Castiglione. El humanista italiano dedica poco espacio a resaltar los recursos indispensables para ser gracioso: Y quiero que sepáis que este remedar, de que nosotros hablamos no puede caber sino en personas de ingenio y de juicio; porque además de saber asentar las palabras y ademanes en su punto y poner delante los que están presentes el semblante y la manera y las costumbres de aquel a quien remedáis, es necesario en esto ser prudente y tener gran respeto al lugar, al tiempo y a las personas que lo veen, y no arrojarse a truhanerías ni eceder los términos convenibles32.

En este párrafo, Castiglione destaca el decorum entre los conocimientos que debe demostrar el truhán, consciente de que algunos de ellos habían pagado con el destierro, o incluso con su vida ciertos atrevimientos con sus señores o con otros miembros poderosos de la corte. Recordemos aquí el ejemplo de don Francesillo de Zúñiga, asesinado muy poco tiempo después de haber perdido la protección del emperador Carlos V; o el de Barbarroja desterrado a Sevilla por el conde-duque Olivares, por una respuesta ingeniosa dada a Felipe IV, cuando el monarca preguntó si había olivas en Balsaín, a lo que el bufón respondió: «Señor, ni olivas ni olivares». La concisión de Castiglione a la hora de tratar las habilidades de los bufones es desarrollada por Alemán en una serie detallada de consejos a los «buenos chocarreros» (II, pp. 52-53). La lección comienza con la admonición de que deben estudiar para mejorar constantemente su arte. Después expresa la necesidad de que conozcan a los

31 Castiglione, El cortesano, p. 276: «Mas la verdadera y perfeta fineza desto es mostrar tan propriamente y tan sin trabajo, con ademanes y con palabras, lo que el hombre quiere exprimir, que a los que lo oyan les parezca ver hecho y formado delante de sus ojos lo que se cuenta». 32 Castiglione, El cortesano, p. 277.

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personajes que viven en la corte y que estén al tanto de su vida y milagros. También tenían que ser capaces de averiguar los acontecimientos que habían sucedido para poder entresacar hechos merecedores de comentarios jocosos. Estos últimos consejos concuerdan con algunas de las tareas que debía desempeñar el buen servidor de un noble según el escudero del Lazarillo de Tormes33. Para Alemán los bufones debían hacer uso de la murmuración, porque esta es «aquel puntillo de agrio, aquel granito de sal, es quien da gusto, sazón y pone gracia en lo más desabrido y simple» (II, pp. 52-53). Por último, y tal y como había formulado Castiglione, este servidor debe ser capaz de discernir en qué momento y ante quién deben pronunciarse esas gracias, pues lo esencial es «captar la benevolencia, para que celebren con buena gana lo que se dice y hace» (II, p. 54). De esta manera, establece las obligaciones y modos de comportamiento del pícaro durante su estancia al servicio del cardenal y del embajador francés. Pero el arsenal de los bufones no se limitaba únicamente al aspecto oral, sino que también incluía las obras, en terminología del Pinciano tomada de Cicerón que hablaba de opera et verba34. La teoría alemaniana aborda también los distintos tipos de bromas, que el novelista denomina «engaños». Lo interesante de esta clasificación es que a la descripción de cada tipo de engaño le sigue un ejemplo, tal y como sucede en el De oratore ciceroniano o en El cortesano de Castiglione: ciertos ejemplos aparecen inmediatamente después de le definición como cuentecillos o anécdotas, y otros lo hacen a lo largo de la narración de las aventuras de Guzmán, que es convertido en actor o en sufridor de ellos. El primero de los tipos es aquel en el que el engañador sale victorioso del engaño. A lo largo de la novela se encuentran muchos ejemplos de este tipo que podemos dividir en dos grupos: Guzmán sale triunfador; el pícaro recibe el engaño. En el primero de los casos Guzmán recibe una victoria reconfortante; sus triunfos tienen mucho que ver con el placer personal de la comida o el beneficio económico, e incluso el placer de la venganza, como en el episodio en el que

33

Lazarillo de Tormes, p. 105: «y, por el contrario, ser malicioso mofador, malsinar a los de casa y a los de afuera, pesquisar y procurar saber de vidas ajenas para contárselas». 34 Cicerón, De oratore, II, p. 240.

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engaña a sus parientes genoveses, en lo que Cavillac considera como expresión del rencor que las clases medias castellanas sentían hacia Génova35. En el segundo de los casos, el resultado suele suponer un castigo físico infligido al protagonista que conlleva, además, una humillación pública, como el ejemplo de la burla de Fabia que comentaré más adelante. El segundo tipo de engaño lo conforman aquellos episodios en que tanto el engañado como el engañador sufren la broma. Introduce, a continuación, la anécdota en la que el estudiante y un amigo, ambos castellanos roban unas gallinas, que le son robadas por unos «bellaconazos andaluces… con otra graciosa burla» (II, p. 73). La elección de la procedencia de los distintos personajes en el cuentecillo es una muestra de las rencillas de la época entre castellanos y andaluces36. El tercer tipo en la clasificación alemaniana lo componen aquellos que «son sin perjuicio, que ni engañan a otro con ellos ni lo quedan los que quieren o lo tratan de engañar» (II, pp. 73-74), y los divide en palabras y obras, siguiendo la terminología adoptada por el Pinciano. Estos engaños se atienen al concepto eutrapélico de Aristóteles, defendido también por santo Tomás de Aquino. A lo largo de la novela encontramos varios ejemplos de este tipo. Por lo que se refiere al de obras tenemos los distintos episodios de los robos de las conservas en casa del cardenal romano, que analizaré más adelante. Algunos de estos engaños se producen con la autorización del prelado y tienen una intencionalidad claramente lúdica, como lo demuestra la afirmación de Guzmanillo que cuenta como una vez concluido el engaño, «hízose risa dello, contándolo a cuantos príncipes y señores lo visitaban» (I, p. 451). De los engaños de palabras podemos destacar el episodio de la broma que gasta el pícaro a un capitán y a un letrado que se hallan comiendo en casa del embajador francés, personajes ambos «enfadosísimos y cansados… de quien antes había murmurado comigo a solas» (II, p. 82). La burla, en esta ocasión, se produce como resultado de una orden de su señor que quiere pasarlo bien a costa de estos dos gorrones. A partir de aquí, se narra un curioso caso de enredos mani-

35

Cavillac, 1994, p. 549. Múltiples ejemplos de esta animadversión aparecen recogidos en Miguel Herrero, 1966, pp. 179-197. 36

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pulados por el bufón que se sirve de varios tópicos sobre los militares (la exageración e invención de sus hazañas bélicas) y los letrados (en este caso, las barbas). Estos tópicos provocan la risa de los otros comensales, entre los que se halla el embajador de España, y del propio capitán que acepta con risa los ataques de su oponente, y la indignación de este último que «quisiera levantarse a darme mil mojicones y cabezadas, empero no lo dejaron» (II, p. 87). Curiosamente, es el hombre de letras el que quiere acudir a la violencia, mientras que el soldado da muestras de un sano sentido del humor. El siguiente tipo de engaño es aquel en que el engañador queda engañado. El narrador incluye en este grupo el cuento del príncipe y el poeta, posiblemente tomado de las Horas de recreación de Guicciardini37. En la novela se encuentran pocos casos de estas burlas, pues el éxito suele acompañar todos los intentos de burlar o burlarse de alguien. Algunos engaños se producen cuando los personajes intentan aparentar un origen falso; Mateo Alemán lo describe como «dañosísimo», porque se pretende que «por fe creamos lo que contra los ojos vemos» (II, p. 75), y hace referencia a la compra de hidalguías y de títulos, temas que preocupaban a un sector de la sociedad española de la época, por cuanto atentaban contra el orden social establecido38. En esta novela tenemos el ejemplo del soldado cordobés que se auto invita a comer en casa del embajador francés, queriendo hacerse de los godos, pero, y como no podía ser menos en esta novela moralizante, es desenmascarado por dos colegas que lo retratan como soldado valentón y perteneciente a una familia algunos de cuyos miembros habían sido penitenciados por la Inquisición: Su padre no se hartó de calzarme borceguíes en Córdoba, donde tiene su ejecutoria en el techo de la Iglesia Mayor… Como entiende que no los conocen, piensan que engomándose el bigote y arrojando cuatro plumas han alcanzado la nobleza y valentía, siendo unos infames gallinas, pues no pelean plumas ni bigotes, sino corazones y hombres (I, pp. 467468).

37

Cros, 1967, pp. 130-131. Domínguez Ortiz, 1985, pp. 72-76, y I, 1992, pp. 180-184.

38 Ver

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Este soldado cordobés aúna en sí dos de los tipos preferidos por los satíricos de la época: el falso noble y el soldado fanfarrón. Ambos aparecen en otras novelas picarescas, como es el caso del Buscón, en el que Quevedo los desdobla para individualizar mejor sus rasgos burlescos. Lo interesante de este personaje, tal y como lo presenta Alemán, es que es introducido como un «chocarrero», término que define Covarrubias como: El hombre gracioso y truhán…, porque es hombre de burlas, y con quien todos se burlan; y también se burla él de todos, porque con aquella vida tienen libertad y comen y beben y juegan; y a veces medran más con los señores que los hombres honrados y virtuosos y personas de letras. Dicen que los palacios de los príncipes no pueden pasar sin estos39.

La caracterización del lexicógrafo se adapta perfectamente a la presentación alemaniana. Este soldado chocarrero se cuela de gorrón en el palacio del embajador para aprovecharse de la generosidad de éste, come y bebe en su mesa, y aunque Guzmanillo intenta burlarse de él, no se sale con la suya, pues el chocarrero cordobés sale victorioso del envite, hasta tal punto que el embajador comenta a su criado: «Guzmanillo, este soldado se parece a ti y a tu tierra, donde todo se lleva con fieros y poca vergüenza» (I, p. 469). Un aspecto que no recoge Covarrubias, pero que sí aparece como típico de estos individuos era su origen converso; en este caso, lo pone de manifiesto la afirmación de que la ejecutoria del padre del soldado colgaba del techo de la Iglesia Mayor de su ciudad natal, donde efectivamente se encontraban los sambenitos de los condenados por el tribunal inquisitorial40. El soldado no le sirve sólo a Alemán para satirizar a aquellos que se hacen pasar por nobles intentando ocultar su pasado «manchado», sino que también lo utiliza como ejemplo del último de los engaños en su lista. En este caso, este personaje ejemplifica aquellos hombres «que engañan con fieros para hacerse valientes, como si no supiésemos que solo aquellos lo son que callan» (II, p. 75); es decir, se trata de un ejemplo del viejo tópico del miles gloriosus. La apostilla alema39

Covarrubias, Tesoro, s. v. chocarrero. Sobre el origen converso de los bufones ver Márquez Villanueva, 1982 y 19851986, y Roncero, 1993. 40

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niana «solo aquellos lo son que callan» demuestra el desprecio que el novelista sentía por estos soldados fanfarrones, desprecio compartido por otros autores de novela picaresca, como Quevedo, tal y como veremos en el siguiente capítulo del presente libro. Es curioso el hecho de que el novelista sevillano una este grupo al de los falsos eruditos y al de los viejos teñidos. Los tres tipos aparecen en muchos de los textos satíricos de la época, y tienen un glorioso pasado que se remonta a la época clásica greco-latina. Un moralista como Mateo Alemán no podía dejar de incluir a estos personajes en su lista de «engañadores». Después del soldado fanfarrón aparecen los falsos sabios que «con el mucho hablar y mucha librería quieren ser estimados por sabios y no consideran cuánta mayor la tienen los libreros y no por eso lo son» (II, p. 75). A estas palabras le sigue la referencia a las típicas vestiduras y a la mula que solían caracterizar a estos personajes, sobre todo a los médicos, como se puede ver en muchas sátiras quevedianas. El otro tipo pertenece al de los que pretenden rejuvenecer artificialmente: Otros hay necios de solar conocido, que como tales o que caducan de viejos, inhábiles ya para todo género de uso y ejercicio, notorios en edad y flaqueza, quieren desmentir las espías, contra toda verdad y razón, tiñéndose las barbas, cual si alguno ignorase que no las hay tornasalodas, que a cada viso hacen su color diferente y ninguna perfeta, como los cuellos de las palomas; y en cada pelo se hallan tres diferencias: blanco a el nacimiento, flavo en el medio y negro a la punta, como pluma de papagayo. Y en mujeres, cuando lo tal acontece, ningún cabello hay que no tenga su color diferente (II, pp. 75-76).

En estas dos últimas categorías se insertan el letrado y el capitán que también se sientan a la mesa del embajador francés y que sirven para que se regocije el resto de los comensales con la burla que les prepara el bufón Guzmán. El letrado se destaca por su larga barba, «muy estirada» (II, p. 84), atributo típico en las sátiras de estos personajes, como se puede apreciar en algunos poemas de Quevedo41. Por otra parte, por lo que se refiere al capitán, se mezclan el motivo del

41 Quevedo, Poesía original completa, núm. 571: «De manojos de zancas rodeada, / barba jurisconsulta a tu cabeza / forjas con presunciones de letrada».

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miles gloriosus y el rejuvenecimiento en el río Jordán42, pues este personaje se vanagloria de haber participado en la jornada de Túnez al servicio del Emperador Carlos V, a lo que el letrado comenta jocosamente: «Díganos en qué Jordán se baña o a qué santo se encomienda» (II, p. 85). Pero el último comentario sobre el engaño se centra en las mujeres, blanco de este tipo de sátiras, a las que se censuraba por intentar engañar a la naturaleza y a los hombres a los que pretendían conquistar. Pero Alemán no se ceba en ellas, sino que inmediatamente pasa a reflexionar sobre la vejez y el aborrecimiento que sentían hacia ella los seres humanos, despreciando el tesoro de sabiduría que encerraba; en este aspecto el novelista sevillano sigue los comentarios de Cicerón en su De senectute, II, 4. Alemán agrega a su arenga la fábula de origen esópico sobre la petición del asno, perro, mona y hombre a Júpiter sobre la duración de su vida. Culmina este engaño con una nueva censura moral dirigida a los hombres que quieren «a pesar del tiempo y su desengaño, dar a entender a el contrario de la verdad, y que con tintas, emplastos y escabeches nos desmientan y hagan trampantojos, desacreditándose a sí mismos» (II, p. 81). Con esta moralidad se cierra el apartado dedicado a enumerar los distintos engaños que los hombres practican. Alemán ha cerrado de esta manera su apartado teórico sobre la risa y sus métodos, rodeándolo de esa finalidad didáctica moralizante que impregna la totalidad de su novela. Estas páginas constituyen el entramado sobre el que se levanta el edificio humorístico de su texto, el que le sirve para justificar el uso del humor y de la risa en su narración autobiográfica, práctica aprendida en los textos teóricos anteriores y contemporáneos a su obra, que él ha sistematizado y amplificado para convertirlo en un manual del humor, el primero de la literatura española de los siglos XVI y XVII. Sin embargo, la lección aprendida en el Lazarillo de Tormes va más allá de lo recogido en la parte teórica de su novela. Si algo aprendió de su predecesor es que el humor debe hallarse presente en las andanzas de su protagonista desde sus orígenes hasta el final de la narración, que no se corresponde con el de su vida, como puntualiza-

42 Quevedo, Poesía original completa, 1981, poema 550: «la edad, señor dotor, pide Jordán».Ver el comentario sobre este motivo en Arellano, 2003, p. 497.

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ría Ginés de Pasamonte. Y de esta manera, el humor, un humor no siempre coincidente con la taxonomía alemaniana, imbrica, como vamos a ver, toda la novela. Se trata de un humor aprendido sobre todo en la tradición popular tamizada por el anónimo autor del Lazarillo, aunque Alemán por la mayor extensión de su novela lo amplía teniendo siempre en cuenta la finalidad moralizante del Guzmán de Alfarache y la cultura barroca dentro de la cual fue concebido43. Pero existe una faceta importante en la tradición bufonesca de la que Alemán también se muestra plenamente consciente: la de la habilidad narrativa. Al bufón no le bastaba con poder gastar bromas divertidas, sino que además tenía que ser capaz de contarlas a sus contertulios de tal manera que estos se rieran no sólo de la burla, sino de la gracia con que el bufón la narraba. Ya desde las aventuras de Till Eulenspiegel los escritores bufonescos cuidaban esta herramienta importante para los del oficio. Bastaría aquí recordar el episodio del bufón alemán Conrad Pocher que ahorcó a un niño enfermo en un árbol, fue detenido por ello, pero su auto defensa fue tan divertida que fue puesto en libertad y nombrado bufón del Conde Palatino44. La habilidad narrativa produjo la aparición en distintos países de Europa de colecciones de bromas y anécdotas de bufones, a veces incorporadas en textos misceláneos, como las florestas en la tradición española del siglo XVI; un ejemplo de esto lo tenemos en el capítulo V de la segunda parte de la Floresta española de Melchor de Santa Cruz dedicada a los dichos y anécdotas de truhanes45. Mateo Alemán hace hincapié en varios momentos de la narración en la habilidad de Guzmán para contar historias divertidas que hacían reír a sus amos: el cardenal, el embajador, el cómitre o el caballero pariente del capitán de la galera. Así, refiriéndose al cómitre afirma: Entre unas y otras, cuando lo vía desvelado lo entretenía con historias y cuentos de gusto. Siempre le tenía prevenidos dichos graciosos con que provocarle la risa; que no era para mí poco regalo verle alegre la cara (II, p. 499).

43 44 45

Sobre la cultura del Barroco, ver Maravall, 1980. El episodio lo cita Welsford, 1966, pp. 138-139. Santa Cruz, pp. 73-78.

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La referencia que hace Guzmán a su interés por divertir y hacer reír a su amo la podemos hacer extensible al resto de la obra y a los lectores de la novela. De esta manera hemos de entender la aparición de los episodios burlescos y de los diversos cuentecillos que aparecen a lo largo de la narración, y que contribuirían a satisfacer al lector, ya que como muy bien señala Gonzalo Sobejano, éste disfrutaría «más de la narración que de las expansiones meditativas»46. Todos estos cuentecillos, de temas diversos, le sirven a Mateo Alemán para aliviar la tensión narrativa y para demostrar sus capacidades como narrador de diferentes géneros, tal y como le era exigido al escritor de su época. Aquí debemos recordar las lamentaciones de Cervantes en la segunda parte del Quijote cuando renuncia a este recurso para satisfacer las peticiones de sus lectores47. Los cuentecillos del Guzmán sirven para cumplir esa función artística, pero también, al menos en algunos casos, para continuar la tradición bufonesca de criticar con burlas. Un ejemplo de esta función la tenemos en el cuento narrado al final de la segunda parte sobre el cristiano nuevo «alegre, gordo y lozano» que enflaqueció al mudarse a una casa vecina un inquisidor (II, p. 500). El tema del miedo a los inquisidores aparece en muchos otros textos, por ejemplo en el prólogo de Segunda parte de la vida de Lazarillo de Tormes de Juan de Luna, en la que un labrador arranca un peral y se lo regala al inquisidor para no tener que tratar con él: «tanto es lo que los temen, no sólo los labradores y gente baja, mas los señores y grandes.Todos tiemblan cuando oyen estos nombres, inquisidor e inquisición»48. Creo que, aparte del carácter chistoso de la anécdota, es curioso que ésta aparezca en dos autores que no pertenecían a la casta de los cristianos viejos. Por ello me parece claro que detrás de la intención de hacer reír se halla una crítica solapada al poder de la Inquisición en la sociedad españo-

46

Sobejano, 1967, p. 57. Cervantes, Quijote, II, XLIV: «que fue un modo de queja que tuvo el moro de sí mismo por haber tomado entre manos una historia tan seca y limitada como esta de don Quijote, por parecerle que siempre había de hablar dél y de Sancho, sin osar estenderse a otras digresiones y episodios más graves y más entretenidos; y decía que el ir siempre atenido al entendimiento, la mano y la pluma a escribir de un solo sujeto y hablar por la boca de pocas personas era un trabajo incomportable, cuyo fruto no redundaba en el de su autor». 48 Juan de Luna, Segunda parte del Lazarillo, p. 268. 47

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la de principios del siglo XVII. Se trataría, pues, de un humor dirigido a criticar o, al menos, a denunciar la situación angustiosa en que vivían una parte de los contemporáneos de ambos escritores. El cuentecillo enlaza con uno de los temas más importantes de la novela picaresca: el del origen del protagonista. En el capítulo anterior, ya comentaba el interés manifestado por el anónimo autor del Lazarillo en relatar su prehistoria como forma de justificar su propia existencia. Pero no era esta la única finalidad en la mente del autor, ya que también se aprovechó de la mancha de los padres para provocar la risa en Vuestra Merced y en los lectores. Mateo Alemán reconoció la importancia de ambos aspectos y los puso en práctica en la autobiografía de su pícaro. El novelista sevillano conocía la tradición bufonesca de la indignitas hominis e hizo uso de ella para situar a su personaje en la senda de Lázaro y de los bufones que como Antón de Montoro o don Francesillo de Zúñiga usaron su linaje manchado para burlarse de sus señores y del sistema monárquico-señorial bajo el que vivían. Si el autor del Lazarillo de Tormes no llevó hasta sus últimas consecuencias el origen «manchado» de su personaje, Mateo Alemán, autor mucho más consciente de la tradición en que se insertaba el humor picaresco, va a ir más allá en el determinismo que marca su vida49. La presentación de sus progenitores sigue las pautas establecidas por su predecesor, aunque Alemán amplifica la aparición de los padres de Guzmán para darles una mayor importancia en la depravación en que caerá su personaje. La narración de su vida empieza bastante antes de su nacimiento, pues Guzmán cuenta al lector cómo se conocieron sus progenitores y las circunstancias en que fue engendrado, además de contarnos algunos detalles interesantes del origen de ambos. Así sabemos que su padre fue un comerciante descendiente de genoveses que renegó de la fe cristiana durante su estancia en Argel, «como quien no dice nada» (I, p. 132). La apostilla nos recuerda la ironía religiosa que aparece en el Lazarillo referida a la persecución que sufrió Tomé González. La diferencia es que en este caso el acto del padre de Guzmán es de extrema gravedad, por lo que la ironía es mucho más sangrante: su padre ha cometido uno de los pecados más graves que puede cometer un católico: renegar de la verdadera fe.

49

Sobre el determinismo en el Guzmán, ver Cros, 1971, pp. 131 y ss.

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Pero el humor centrado en el tema de los progenitores recae más en la madre y en su origen. El padre comerciante es retratado como un comerciante burgués sin escrúpulos sin que aparezca ningún elemento cómico, excepto la apostilla irónica arriba citada. Pero la madre, que no olvidemos comete adulterio, le sirve al novelista sevillano para burlarse de las pretensiones nobiliarias de muchos individuos en la sociedad española de su época. Lo que tenemos que resaltar es que Alemán utiliza el humor en este caso sin ningún tipo de ambages. El fragmento al que me refiero aparece puesto en boca de la abuela de Guzmán: Con esta hija enredó cien linajes, diciendo y jurando a cada padre que era suya; y a todos les parecía: a cuál en los ojos, a cuál en la boca y más partes y composturas del cuerpo, hasta fingir lunares para ello, sin faltar a quien pareciera en el escupir. Esto tenía por excelencia bueno, que la parte presente siempre la llamaba de aquel apellido; y si dos o más había, el nombre a secas. El propio era Marcela, su don por encima despolvoreado, porque se compadecía menos dama sin don, que casa sin aposento, molino sin rueda ni cuerpo sin sombra. Los cognombres, pues eran como quiera, yo certifico que procuró apoyarla con lo mejor que pudo, dándole más casas nobles que pudiera un rey de armas, y fuera repetirlas una letanía. A los Guzmanes era donde se inclinaba más, y certificó en secreto a mi madre que a su parecer, según le ditaba su conciencia y para descargo della, creía, por algunas indirectas, haber sido hija de un caballero, deudo cercano a los duques de Medina Sidonia (I, pp. 160-161).

El fragmento trata el tema del origen materno con el humor típico de la literatura de los bufones y de la literatura burlesca europea de los siglos XVI y XVII. El comienzo del texto alemaniano sitúa claramente a la abuela del pícaro en el grupo de las prostitutas, tan bien retratadas por Pietro Aretino, una de las cuales, Nanna hace referencia a la misma situación que presenta la madre de Marcela: Y hay verdaderas dificultades para saber quién es el padre del que tenemos nosotras, aunque hagamos correr la voz de que son hijas de señores y monseñores: pues son tan variadas las semillas que se esparcen en nuestros huertos, que es casi imposible saber quién es el que dejó la que nos preñó50. 50

Aretino, Las seis jornadas, p. 246.

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Se aprecia perfectamente la semejanza en las situaciones que narran ambas mujeres: la única diferencia es que Nanna reconoce su oficio, mientras que la abuela de Guzmán no se reconoce como tal. Pero ambas mujeres se vanaglorian de engañar a los hombres dándoles como suyos hijos concebidos «a escote» como afirmará después Pablos sumido en la incertidumbre. El personaje alemaniano hace hincapié en la ascendencia noble, pero se aleja del modelo italiano al evitar la mención a cualquier tipo de origen eclesiástico de su hija, afirmación que hubiera resultado peligrosa y hubiera sido censurada en la España de la época. La abuela de Guzmán tira alto en sus pretensiones nobiliarias, y por ello adopta el apellido Guzmán que, como se afirma al final del fragmento, se corresponde con el de una de las casas más poderosas de la aristocracia castellana. La tradición inaugurada por la abuela del pícaro sería posteriormente aprovechada por otras mujeres de novelas posteriores, como el caso de Teodora, la madre de dos de las harpías madrileñas, que emparienta con otras dos ilustres casas aristócratas españolas: Faltábale a Teodora el dar apellido a sus hijas y aun el tomársele ella, que es una de las importantes circunstancias que le advirtió la vieja, y acordándose de las nobles casas de los señores de España, se puso a escoger como en peras; y así quiso que su mayor hija se llamase doña Feliciana de Toledo, apellido que quiso que le viniese por línea masculina traído arrastrando por los cabellos de la casa de Alba, sin que en ella le hiciese falta este robo. Restaba que del suyo se derivase el de su hija doña Luisa, y así se aplicó el de Cardona, con perdón de su duque51.

La referencia a la nobleza falsa aparece en el Guzmán antes de esta afirmación de la abuela con la alusión al uso del don, muy criticado en la sociedad española, pues se apropiaban de él personajes a los que no les correspondía, tal y como le recordaba Santa Teresa de Jesús a su hermano que acababa de regresar de las Indias52, o como le comentaba Sancho a don Quijote sobre las críticas que habían vertido los hidalgos por su uso del título:

51

Castillo Solórzano, Las harpías en Madrid, p. 51. Santa Teresa de Jesús, Obras completas, III, p. 168: «Cuanto a lo primero de “dones”, todos los que tienen vasallos de Indias se lo llaman allá. Mas en viniendo rogué yo a su padre no se lo llamasen y le di razones». 52

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Los hidalgos dicen que, no contentándose vuestra merced en los límites de la hidalguía, se ha puesto don y se ha arremetido a caballero con cuatro cepas y dos yugadas de tierra, y con un trapo atrás y otro adelante. Dicen los caballeros que no querrían que los hidalgos se opusiesen a ellos, especialmente aquellos hidalgos escuderos que dan humo a los zapatos y toman los puntos de las medias negras con seda verde53.

Queda claro en el texto cervantino las diferencias existentes entre hidalgos y caballeros y el orgullo de estos últimos que no aceptaban la equiparación con el grupo al que pertenecía Alonso Quijano el Bueno. Estos textos literarios y epistolares demuestran la subversión a la que la abuela de Guzmán está sometiendo al sistema al apropiar para su hija un tratamiento que no le corresponde. Ciertamente la asunción de un falso estatus nobiliario ya apareció en el tratado tercero del Lazarillo, donde pueden quedar algunas dudas acerca de la autenticidad de la hidalguía del escudero, tal y como hemos visto en el capítulo anterior54. Pero en el caso de Marcela no tenemos ninguna, pues el mismo pícaro presenta la burla que su abuela hacía de este concepto asumiendo la ilegitimidad de su hija. La burla se acentúa con la apropiación del ilustre apellido Guzmán como forma de ennoblecimiento. Mateo Alemán inicia el uso fraudulento de este apellido en la tradición picaresca, imitado inmediatamente por otras novelas del género como La pícara Justina, que en un retruécano bufonesco afirma: Fuímonos por las casas de los Guzmanes, que es paso forzoso. Éstas me parecieron una gran cosa, mas bastaba ser aquellos señores del apellido del mi señor Guzmán de Alfarache, para pensar que habían de ser tales55.

La cita del texto de La pícara Justina demuestra que la asimilación del apellido nobiliario a los pícaros iniciada por Alemán había triunfado; y así posteriormente, en el Buscón, Pablos adoptará el nombre de don Ramiro de Guzmán, «señor del Valcerrado y Villorete»56. Pero en el caso de Mateo Alemán la burla ahonda aún más en el tema del li-

53

Cervantes, Don Quijote, II, II. 1989, pp. 237-279. López de Úbeda, La pícara Justina, II, pp. 545-546. Quevedo, Buscón, p. 229.

54 Ver Vilanova, 55 56

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naje al mencionar a los poderosos duques de Medina Sidonia, a los que la abuela intenta emparentar con el pícaro Guzmán. De esta forma la novela se inserta en la tradición bufonesca de burlas de las principales casas de la nobleza castellana que ya aparecía en la Crónica burlesca de Francesillo de Zúñiga y que culminará, como veremos en el último capítulo del presente libro, en el Estebanillo González. Por tanto con el Guzmán de Alfarache entra en el género picaresco el tema de la burla de la nobleza y de la manía nobiliaria de los españoles tan caro a los bufones. Mateo Alemán ha establecido una conexión burlesca entre la abuela de Guzmán, una prostituta sevillana, con una de las familias más poderosas de Andalucía, y lo ha hecho para provocar la risa en los lectores, incluso en los miembros de la familia de Medina Sidonia que lo apreciarían y aceptarían como la burla de un bufón, y, por tanto, inocua para la sociedad estamental. Con el Guzmán entra, por tanto, en el mundo de la novela picaresca el mundo de la nobleza y de su ideología. En el Lazarillo este grupo estaba ausente del cuadro que se había pintado de la sociedad de mediados del siglo XVI: Lázaro sólo pretende sobrevivir lo más cómodamente posible en el mundo que la ha tocado vivir. Pero eso ya no es suficiente cincuenta años más tarde: Guzmán involucra en sus andanzas al estamento nobiliario y a la ideología que lo sostiene. Por ello, desde un principio, son abundantes las referencias burlescas a la nobleza. En este tono burlesco hemos de entender las menciones que hace el protagonista a su estatus nobiliario y a su intento de hacerse pasar por uno de ellos57. El primer caso de esto último se da muy pronto en la narración, cuando a su llegada a Almagro afirma llamarse: «don Juan de Guzmán, hijo de un caballero principal de la casa de Toral» (I, p. 357). En esta ocasión, Guzmán sigue las enseñanzas de su abuela, pues la casa de Toral, de la que se hace miembro el pícaro, era una de las dos ramas principales en que se dividían los Guzmanes. Es un nuevo giro burlesco bufonesco de emparentar a un individuo marginado con una de las casas más poderosas de la nobleza castellana. Este será su primer disfraz de noble, truco que va a emplear en muchos otros momentos de su apicarada existencia. Los disfraces nobiliarios tendrán siempre como finalidad el robo, la venganza: así en el

57 Una explicación seria sobre el tema del linaje noble y el pasado converso de Guzmán la da Benito Brancaforte, 1980, pp. 163-176.

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primero de los casos, en Milán se hace pasar por el caballero Juan Osorio para poder robar a un mercader de esa ciudad del Norte de Italia (II, p. 258); en la misma ciudad cambia su nombre por el de don Juan de Guzmán (II, p. 258); más adelante, a su vuelta a Génova mantiene este último falso nombre, añadiéndole la apostilla «caballero sevillano» (II, p. 272); el último episodio tiene lugar en Madrid y se hace pasar por hidalgo para escapar de las deudas que ha contraído y que no puede pagar (II, p. 379). El tema nobiliario no se limita al cambio de nombre como forma de aprovecharse de otras personas para robarles o engañarlas, sino que es utilizado como forma de burla de la manía nobiliaria de los españoles de ese momento. En dos ocasiones Guzmán se refiere a esa manía y se ríe de ella, como lo habían hecho los bufones que le habían precedido en el oficio de la escritura.Ya vimos en el capítulo primero de este libro como Francesillo de Zúñiga se decía descendiente de don Rodrigo, último rey visigodo, después de haberse declarado «duque de Jerusalén por derecha sucesión, conde de los dos mares Rubén y Tiberiades»58. El bufón de Carlos V se burla aquí de las pretensiones de la nobleza española que pretendía adornarse de un pasado linajudo que emparentara a sus miembros con la aristocracia visigoda. La broma se encuadra en la tradición del goticismo que había surgido en la España medieval y que todavía coleaba en los siglos XVI y XVII59. Alemán se refiere explícitamente a esta tradición cuando, con ocasión de su estancia en Génova, afirma: Luego, pues, que dejé a mi amo el capitán, con todos mis harapos y remiendos, hecho un espantajo de higuera, quise hacerme de los godos, emparentando con la nobleza de aquella ciudad, publicándome por quien era (I, p. 378).

La escena no tiene desperdicio: un Guzmán harapiento se presenta en Génova pretendiendo pertenecer a un linaje ilustre, que eso precisamente quería decir «hacerse de los godos», frase y origen muy común entre los españoles de la época, hasta tal punto que incluso Gracián en su Criticón la señala como parte de la soberbia, defecto

58 Ver 59 Ver

páginas 49-50. el estudio de Carlos Clavería, 1960.

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muy arraigado entre sus contemporáneos60. Lo ridículo de su vestimenta provoca la reacción violenta en los genoveses con los que se topa que le dan bofetones o puñetazos, y le dedican insultos y palabras de desprecio: «¡Bellaco, marrano!... ¡Hijo seréis de alguna gran mala mujer!» (I, p. 378). Alemán recoge en estos insultos la reacción típica de los italianos antes estos españoles soberbios que hacían ostentación de un origen nobiliario que no les correspondía, como indicará unas páginas más adelante, durante su estancia con el embajador francés: «Esta es la desventura nu e s t r a , que si pasamos veinte caballeros a Italia, vienen cien infames cual éste a quererse igualar, haciéndose de los godos» (I, pp. 467-468). Guzmán, que va en busca de sus parientes, recibe el desprecio propio de quien va vestido de pordiosero y se comporta como si fuera un noble. La misma burla que había hecho Francesillo de Zúñiga de la manía nobiliaria de los españoles de principios del siglo anterior la hace Mateo Alemán de los de una centuria posterior. La diferencia se da en el género en el que se inscribe esta burla: en el caso del bufón de Carlos V, se trata de una crónica histórica dirigida a un público cortesano; mientras que en el caso del Guzmán, es una obra de ficción con un público mucho más amplio. Mateo Alemán ha sustituido al bufón por el pícaro como portador de la crítica, como forma de provocar la risa sobre un tema tan serio como era el de la nobleza. Pero ha debido, en este caso, transformar la tradición bufonesco-cortesana para adecuarla al ambiente y al público burgueses con los que quiere entablar el diálogo. Pero no este la única burla sobre la nobleza de tipo bufonesco que vamos a encontrar en la novela, porque ya en la segunda parte nos encontramos con otro episodio de este tipo. Guzmán describe al padre de su esposa, de oficio mesonero: Y si algo desto hay, no tienen ellos la culpa ni se debe presumir esto de mi gente, por ser, como eran todos, de los buenos de la Montaña, hi-

60

Gracián, Criticón, I, p. 376: «La Sobervia, como primera en todo lo malo, cogió la delantera, topó con España… Pareciola tan de su genio, que se perpetuó en ella, allí vive y allí reina con todos sus aliados: la estimación propria, el desprecio ageno, el querer mandarlo todo y servir a nadie, hacer del D. Diego y vengo de los godos, el lucir, el campear, el alabarse, el hablar mucho, alto y hueco, la gravedad, el fausto, el brío, con todo género de presunción; y todo esto desde el noble hasta el más plebeyo».

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dalgos como el Cid, salvo que por desgracias y pobreza vinieron en aquel trato (II, pp. 438-439).

Lo primero que debemos resaltar es que no es la primera vez en que Guzmán menciona al Cid como el súmmum de la nobleza española; ya en el capítulo segundo de la primera parte había afirmado acerca de su propio linaje que «por la parte de mi padre no me hizo el Cid ventaja, porque atravesé la mejor partida de la señoría» (I, p. 160).Ya en esta ocasión podemos apreciar la burla de comparar al gran héroe castellano con un descendiente de mercaderes genoveses: se trata de una perfecta burla que se inserta en la tradición que refleja don Francesillo. En esta segunda aparición, Guzmán hace una defensa a ultranza de los mesoneros, oficio bastante satirizado en la literatura de la época, y emparienta a su suegro con el Cid. Pero el primer apunte interesante de esta descripción aparece en la alusión a su origen montañés.Y es interesante porque se va a convertir en un tópico del género picaresco hablar de la Montaña como lugar de procedencia de la familia de los pícaros, incluso López de Úbeda titulará el libro primero de La pícara Justina como «La pícara montañesa», y aún más, hará descender a su heroína de padres mesoneros. Alemán se ríe de esta manera de la idea de que la Montaña es el lugar del que surgió la nobleza castellana, idea recogida, por ejemplo, por el apócrifo continuador del Guzmán que había escrito: «Y vemos que se dijo con razón que la montaña cantabrina es academia de guerreros y origen de caballeros de do mana toda España»61. Juntar a los mesoneros, personajes de mala reputación, con la Montaña y el Cid busca la risa por parte del lector, risa basada en lo absurdo de igualar oficios bajos con la nobleza.Y eso es lo que hace Mateo Alemán al crear a este personaje, Gracia, que se convertirá en prostituta para mantenerse a sí misma y a su marido, descendiendo así a lo más bajo de la escala social. Pero es que hemos de hacer hincapié en lo ridícula que resulta esta unión entre el hijo de un mercader renegado de origen genovés y la hija de un linajudo mesonero, de antepasados montañeses. La combinación es explosiva en teoría, pero en la práctica Alemán se preocupa por establecer las conexiones por lo bajo, porque ambos se van a hundir en

61

Segunda parte de la vida del pícaro Guzmán de Alfarache, p. 371.

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el fango de la marginalidad: Gracia ejercerá de mujer pública y Guzmán de cornudo contento: Galana cosa es que un poderoso regale a mi mujer y que no haya yo de conocer el fin que lleva. Holgábame yo: todos hacen lo mismo. No dice verdad quien dice que le pesa, que, si le pesara, no lo consintiera. Si me holgaba dello y consentía que mi mujer lo recibiera; si la dejé salir fuera y gusté que, cuando volviese, viniese cargada de la joya, del vestido nuevo, de las colaciones, y mi desvergüenza era tanta, que las comía y con todo lo más disimulaba: lo mismo hacen ellos (II, p. 449).

Nos encontramos ante un encomium cornuum que nos recuerda a Lázaro y su situación marital al final de su autobiografía y al poema de Quevedo que ya he citado en el capítulo segundo. Pero lo que diferencia este texto de su antecesor es el hecho de que en el Lazarillo los personajes que exaltan la deshonra conyugal pertenecen al grupo más bajo de la sociedad, mientras que en el Guzmán, según el pícaro, la mujer iguala en nobleza al Cid. El elogio de la deshonra adquiere, pues, un tinte burlesco propio de la literatura de bufones o del carnaval, donde los valores del estamento dominante aparecen rebajados por unos personajes marginados capaces de atisbar su ridiculez. En este sentido, Mateo Alemán, a través de su pícaro, se burla de unos valores que, como individuo perteneciente al grupo converso, no le competen: la honra, el honor han sido instituidos por y para el estamento nobiliario que, de esa forma, expresa su superioridad frente a los otros grupos que intentan apropiarse de estos conceptos, en un fenómeno que Tierno Galván describió como «transculturalización de la ideología de los ricos a los pobres»62. El pícaro bufón no puede menos que poner en solfa ciertos conceptos de esta ideología que le impediría la supervivencia: Lázaro necesita de la deshonra para mantenerse en la «cumbre de toda buena fortuna» en que se halla al final de su autobiografía; Guzmán se aprovecha de las cualidades de su esposa para vivir con holgura, porque lo que le importa no son los li-

62 Tierno Galván, 1974, p. 21, escribe que «no sorprende que la mayoría de los autores de obras picarescas fueran conversos o gente insegura de su condición de “[…] superiores” y, en este sentido, marginales aunque integrados». Sobre el concepto de la picaresca como la literatura del pobre se puede ver el libro de Juan Carlos Rodríguez, 1994.

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najes, sino el dinero. A pesar de ello, el Alemán moralista se lamentará por la pérdida de esta honra: ¡Terrible caso y que pensase yo de mí ser hombre de bien o que tenía honra, estando tan lejos della y falto del verdadero bien! ¡Que para tener para jugar seis escudos, quisiese manchar los de mis armas y nobleza, perdiendo lo más dificultoso de ganar, que es el nombre y la opinión! (II, p. 456).

Dejando a un lado la tópica anfibología con el término escudos, el fragmento supone una reflexión sobre la importancia de la honra y la virtud. Lo que choca al lector es la mención del escudo de armas y de la nobleza, elementos que un individuo del origen de Guzmán no poseía. Por ello creo que habría que ver aquí una referencia burlesca, una especie de guiño a sus contemporáneos para provocarles la sonrisa, porque un pícaro no podía con seriedad atribuirse un origen nobiliario, aunque fuese el de un simple hidalgo. Y mucho menos Guzmán que, después de ser abandonado por Gracia, que huye a Nápoles con un capitán, se dedica a cometer una serie de delitos que acaban con sus huesos en galeras. Nos encontraríamos, pues, con ese bufón que desde su «origen manchado» pretende adoctrinar a su señor, en este caso a sus lectores, sobre un tema tan importante en la época como era el de la honra, y cumpliría así perfectamente su doble función: «moralizing preacher… literary joker»63. El humor bufonesco tiene su epicentro en los capítulos que narran su estancia en Roma al servicio del cardenal y del embajador francés. La importancia que Alemán concedió a estos capítulos la demuestra el hecho de que el autor los colocara en el centro de la novela: son los cinco últimos capítulos de la primera parte (6-10 del libro III) y los seis primeros de la segunda parte (2-7 del libro I). No quiero entrar aquí a analizar la visión que Alemán presenta del cardenal por su afición a los bufones64, ya que sólo me interesa analizar el tipo de burlas que va a hacer y recibir durante su estancia con el prelado y el embajador, aunque hay que recordar su afirmación de que la función de los ministros de Dios debe ser vigilar a los falsos 63

Cox Davis, 1991, p. 42. Sobre esta visión, ver Cavillac, 1994, pp. 495-516; Moreno, 1948; Alberto del Monte, 1971; Brancaforte, 1980, pp. 34-35, y Roncero, 2006. 64

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pobres y no «reír con los truhanes» (I, p. 422)65. Por supuesto, que no estoy de acuerdo con Benito Brancaforte que ve en su paso de pícaro a paje del cardenal como una caída o un castigo por sus culpas66. De todos los oficios que ha desempeñado hasta esos momentos Guzmán, el de paje o bufón es el más productivo y el que le permite entrar en contacto con los elementos más poderosos de la sociedad romana. Brancaforte parece olvidar que algunos de estos personajes vieron recompensados sus servicios con títulos nobiliarios o a ocupar cargos en la corte, como es el caso del famoso Nicolás Pertusato que fue nombrado Ayuda de Cámara, o Miguel de Antona que recibió de Felipe II heredades y un escudo de nobleza67. No es, por tanto, un oficio miserable ni una deshonra el ocupar ese puesto en una corte tan importante como la romana. Durante el tiempo que Guzmán sirve a estos dos señores vive una vida cómoda en la que puede satisfacer sus necesidades vitales, convirtiéndose, por lo menos en casa del cardenal, en un insaciable glotón. Al servicio de estos dos amos, Guzmán hace de la risa su principal ocupación: con el cardenal y el embajador francés su única misión es hacer gala del humor bufonesco. Y Guzmán es considerado como un bufón, recibiendo esta denominación durante su estancia con el embajador, de quien confiesa: «yo era su gracioso, aunque otros me llamaban truhán chocarrero» (I, p. 465); otro signo de su nueva profesión es su cambio de nombre, pues pasa a ser llamado «Guzmanillo» (II, p. 83), adoptando el sufijo illo que, junto con ito, son típicos de los del oficio: Francesillo, Estebanillo, Juanillo, Nicolasito. Según Bouza la razón de esta costumbre habría que buscarla en el hecho de que se les consideraba como muchachos y no como hombres completos, debido a su baja estatura y a que algunos de ellos carecían de razón68.

65

Recuérdense las palabras de Juan Maldonado en su obra Pastor bonus donde censura el tiempo que los prelados pasan divirtiéndose con los «chistes de los bufones o parásitos ineptos. Que un obispo engorde en su corte gente de esta calaña es cosa que dice suficientemente que el amor de Dios es el último de sus afanes, y que no tiene cuidado de sus ovejas»; citado por Bataillon, 1979, p. 330. 66 Brancaforte, 1980, p. 35. 67 Ver Moreno Villa, 1949, pp. 32-33. Bouza, 2001, pp. 195-196, recuerda que Catalina del Viso, labradora, consiguió de la reina y del rey Felipe IV regalos y beneficios. 68 Bouza, 1991, p. 144.

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El caso es que el pícaro adopta este nuevo oficio de una manera consciente y que comprende perfectamente que su misión consiste en hacer reír a su señor y a sus amigos, y a ello se dedica en cuerpo y alma durante más de cuatro años69. Ya hemos visto al principio de este capítulo el conocimiento perfecto que Mateo Alemán tenía del arte de la bufonería, conocimiento demostrado en su tratado sobre los distintos grupos de bufones y sus características. Pero durante su ejercicio como truhán chocarrero Guzmán tiene que poner en práctica las habilidades lúdicas que se le exigían a las gentes de su profesión. Por una parte, debe convertirse, y así lo hace, en consejero y confidente de sus señores, tal y como lo exigía la tradición, porque como dice el propio Guzmán: «Necesario es y tanto suele a veces importar un buen chocarrero, como el mejor consejero» (II, p. 52). En esta faceta se destaca al servicio del embajador al que sirve como hombre de confianza, hecho que hace reflexionar al Guzmán narrador: Póngame muchas veces a considerar cuánto ciega la pasión a un enamorado. Considero a mi amo, que me deja su honra encomendada, como si yo supiera tratarla sin sobajarla.Viéneme también al pensamiento y no me deja mucho holgar, cuando discurro cómo, habiendo sido tan lisiado en mentir, pude subir a tanta privanza, cómo conmigo se trataban casos de importancia, cómo me fiaban secretos y hacienda, cómo se admitían mis pareceres, cómo se daba crédito a mi trato y cómo, siendo esto así, que jamás oyeron de mi boca verdad que no saliese adulterada, me daba tanto enfado que me la dijesen otros (II, p. 122).

El fragmento tiene un gran interés porque por boca del nuevo Guzmán, el nacido de su arrepentimiento en las galeras, se recuerdan las funciones desempeñadas durante su estancia con el embajador; en este momento el Guzmán moralista critica a Guzmanillo, ese bufón mentiroso que llegó a asumir inmerecidamente el papel de privado de su amo, su gran hombre de confianza; una persona sin honra al que

69 No sabemos el tiempo que pasó al servicio del cardenal, pero cuando se despide del embajador afirma lo siguiente: «Porque la casa del embajador mi señor, como ya no jugaba, sino guardaba, me valió en casi cuatro años que le serví muchos dineros en dádivas que me dio, baratos y naipes que saqué y presentes que me hicieron» (II, p. 136).

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se le encomendó la custodia de la fama y el honor de un personaje tan importante en la corte romana. Pero, si leemos entre líneas, también se aprecia la crítica al embajador por haber depositado su confianza en semejante individuo; de esta manera, se ponen en duda el juicio y la sabiduría de este señor que deja sus asuntos importantes, sus secretos en manos de Guzmanillo. No se escapa, pues, de la reprimenda que también recibió el mismo cardenal por el mismo motivo. En este caso, el aristócrata y el prelado se igualan como receptores de una crítica que hace hincapié en su falta de juicio a la hora de elegir a sus personas de confianza, pues ufanamente había afirmado, refiriéndose al embajador, que «era la puerta principal para entrar en su gracia y el señor de su voluntad» (II, p. 55). Es una crítica que el novelista hace extensible a todos aquellos reyes y nobles que elevaban a sus bufones a la categoría de consejeros, hecho nada extraño en las diferentes cortes europeas70. Para ello Mateo Alemán ha creado un bufón pícaro que no se encuentra a la altura de las expectativas de sus amos y que, incluso según algún crítico, mantiene relaciones homosexuales con uno de ellos, concretamente con el embajador71. Guzmanillo simboliza, pues, al mal consejero, al adulador y mentiroso del que se quejaban algunos escritores moralistas de los siglos XVI y XVII, sobre todo los erasmistas como Cristóbal de Villalón en El Crotalón o el autor del Diálogo de las transformaciones de Pitágoras, obra esta última donde leemos: «Su principal oficio es lisonjear al que tiene presente por que le dé y dezir mal del ausente publicando que nunca le dio; y en fin, de todos dizen mal»72. Guzmanillo se comporta con estos dos señores como un perfecto bufón y su humor se corresponde con las distintas facetas de la tradición bufonesca europea. Pero habría que hacer una clara distinción entre el humor que practica en casa del cardenal y el que desarrolla en casa del embajador: en la primera de ellas, el protagonista usa so-

70

Recuérdese, por ejemplo, el papel de Will Somers en la corte de Enrique VIII de Inglaterra.Ver Billington, 1984, p. 33 y Weir, pp. 246, 415 y 475. 71 Rodríguez Matos, 1985, p. 106. Sobre los casos de homosexualidad de los bufones en las cortes españolas ver Bouza, 1991, p. 68. Suárez de Figueroa, El pasajero, I, p. 201, se refiere a Bonamí como: «burla del sexo viril». 72 Diálogo de las transformaciones de Pitágoras, p. 226. Villalón, El Crotalón, p. 418, también afirman que estos personajes «tienen por offiçio lisonjear para sacar el preçio miserable».

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bre todo del engaño y del elemento físico, sobre todo en sus conflictos con el secretario del cardenal, el dómine Nicolao; mientras que en la segunda predomina el elemento verbal, aunque esto no quiere decir que no aparezcan episodios físicos, como vamos a ver. Los engaños practicados durante su estancia con el cardenal giran alrededor de las conservas que guarda el prelado y recuerdan mucho a los episodios del Lazarillo en casa del clérigo de Maqueda. La semejanza entre ambos autores se centra en que los protagonistas deben servirse de su ingenio para conseguir los alimentos que se encierran en los barriles y en el arca, y en el estado religioso al que pertenecen los dos amos. Pero las semejanzas terminan ahí porque la motivación que mueve a los pícaros es muy distinta: Lázaro roba por necesidad, para matar el hambre; Guzmanillo, lo hace por glotón y para hacer demostración de su ingenio73 y conseguir hacer reír a su amo y a sus amigos. Las peleas entre los criados y los bufones, o de estos con animales74 eran muy habituales y se hallan atestiguadas en muchos de los documentos de los siglos XV al XVII. En todos los casos, las peleas comportaban un elemento de daño físico, que producía dolor en los actores y la risa en el público. En el caso del Guzmán de Alfarache se narran dos episodios de este tipo de humor bufonesco. El primero de ellos tiene como protagonistas al dómine Nicolao y a Guzmán que ha robado unas conservas a su amo. Este decide, entre las risas de los circunstantes, castigarlo con unos cuantos azotes encargados a su secretario, que era «enemigo mortal» del truhán chocarrero, por lo que se los dio con tal fuerza, que «en quince días no pude estar sentado» (I, p. 441). El cruel castigo produce el deseo de venganza de Guzmán que aprovecha la presencia de mosquitos que atacan al secretario para recomendarle un remedio que aumenta los picores, situación que es narrada por el truhán con cierto regusto: La noche siguiente, como el remedio hubiese atraído, no sólo los de casa, mas aun de todo el barrio, labraron de manera que le desfiguraron el rostro y todo lo más que pudieron alcanzar de su cuerpo, con tal exceso, que fue necesario dejar el aposento y salirse dél huyendo (I, p. 442).

73

Recuérdese que esta era una característica fundamental del pícaro.Ver Cañedo,

1966. 74 En la corte de Milán el bufón Mariola peleó con un cerdo.Ver Welsford, 1966, pp. 13 y 18-19.

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La burla que le ha gastado Guzmán al dómine Nicolao produce la deformación del cuerpo del secretario y la risa en el cardenal que «se descompuso riendo de la burla» (I, p. 442). El episodio termina con un ligero castigo para el infractor al que simplemente se destierra del servicio de la cámara. Pero lo importante aquí son dos cosas: por una parte, la crueldad de la venganza del protagonista; por otra, la reacción del prelado que se ríe a carcajadas de la situación de dolor en que se halla el secretario y del miedo que tiene Guzmán a las represalias. Con situaciones como éstas se desmiente la opinión de los que hablaban de la existencia de dos tipos de humor: el popular y el cortesano75. Porque la acción tiene lugar en un ambiente cortesano y los individuos pertenecientes a este estamento disfrutan con fruición y a carcajadas de estas burlas que podríamos considerar de «sal gorda».Y merece la pena poner énfasis en esa descompostura de la risa del prelado, porque ésta, según los teóricos de la época, rebaja a este personaje a una categoría social inferior. El segundo episodio de humor físico entre criados sucede cuando Guzmanillo venga al camarero de una burla a la que ha sido sometido por parte del mismo secretario, burla humillante para el mencionado camarero. En esta ocasión, Guzmán rocía las calzas de su enemigo con un mejunje y un poco de vino que al ponérselas, como consecuencia del calor veraniego, se convirtieron en «pegote tan recio y fortalecido, que le daba mal rato, arrancándosele un ojo con cada pelo» (I, p. 446). El doloroso resultado de la burla produce la consabida risa por parte de los circunstantes y refuerza el papel de Guzmanillo como el bufón del cardenal y el azote del resto de los servidores de éste: «La burla se solenizó más que la primera, porque escoció más. Desta vez quedé confirmado por quien era: todos huían de mis burlas como del pecado» (I, p. 446). Con este episodio termina la descripción de las burlas físicas que maquina el protagonista contra el resto de los criados; en la lucha con estos, sobre todo con el dómine Nicolao, ha salido claramente vencedor, ya que a partir de estos momentos nadie se atreverá a enfrentarse a él. El narrador destaca en

75 Ver

Bouza, 2001, p. 129, en el que este historiador cita casos de personajes cultos y de la nobleza que escribían coplas satíricas de tipo popular, llegando a sufrir como castigo penas de destierro, don Diego de Acuña, o las prisiones del Santo Oficio, Juan de Mal Lara.

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ambos casos el daño infligido a su oponente y se muestra orgulloso de ello; no le basta con provocar la risa, tiene que ser una risa que provenga del dolor que sufre la pobre víctima. Como he indicado anteriormente, el resto de los episodios dejan a un lado la violencia para concentrarse en la demostración del ingenio, siempre con la misma finalidad lúdica y con el mismo objeto: la comida. El tema del hambre se constituye en uno de los pilares del género picaresco, que refleja la situación de una parte importante de la población europea de los siglos XVI y XVII, relacionado claramente con el afán de medro, como muy bien ha señalado José Antonio Maravall: «la novela cuya fondo es salir de lacería y con ello librarse de las punzadas que padece el famélico, lanzando un atrevido reto sobre el entorno»76. Pero en el caso de estos episodios del Guzmán la comida tiene otra significación, porque lo que aquí se enfatiza es precisamente la abundancia, y más concretamente la exquisitez de los alimentos ingeridos por el cardenal. Lejos estamos de la cebolla y el pan que necesitaba sisar el pobre Lázaro para sobrevivir, en este caso nos encontramos con manjares exquisitos de diversa procedencia: Con muchos géneros de conservas azucaradas, digo secas. Allí estaba la pera bergamota de Aranjuez, la ciruela ginovisca, melón de Granada, cidra sevillana, naranja y toronja de Plasencia, limón de Murcia, pepino de Valencia, tallos de las Islas, berenjena de Toledo, orejones de Aragón, patata de Málaga (I, p. 439).

Maravall señala que la ingestión de alimentos secos producía, según los médicos de la época, la buena salud77. Por ello, Guzmán destaca la abundancia de alimentos «secos» en la despensa de su señor. Esta abundancia de comida y el carácter glotón de Guzmanillo, además de representar un valor testimonial sociológico, entronca con la tradición carnavalesca del exceso de comida y de bebida78, que también encontraremos en nuestra literatura áurea, por ejemplo, en el episodio de las bodas de Camacho, en la segunda parte del Quijote79. El

76

Maravall, 1987, p. 79. Maravall, 1987, pp. 78-79. 78 Para este tema, ver las interesantes páginas que le dedica Bajtin. 79 Sobre el sentido carnavalesco de Sancho y la abundancia de comida, ver Redondo, 1998, pp. 191-203. 77

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bufón se halla en un paraíso conservero que le permite disfrutar de la comida y, al mismo tiempo, demostrarle a su señor su ingenio para apoderarse de lo ajeno. Los tres episodios en que roba las conservas de los barriles sin que se entere su amo acaban con la risa de este y el orgullo del bufón que ha sabido demostrar sus habilidades en el arte del latrocinio. El primero de estos episodios provoca la risa del cardenal, pero también, como hemos visto, los azotes que le da el dómine Nicolao. El segundo responde a un reto que le lanza su amo y del que Guzmanillo sale triunfante; de nuevo la respuesta es la risa por parte del cardenal que lo contaba «a cuantos príncipes y señores lo visitaban, en las conversaciones que se ofrecían» (I, p. 451). Sin embargo, la reacción inicial y la impresión que queda en el cardenal no es precisamente de risa, sino más bien de temor y escándalo: Y aunque monseñor quedó escandalizado de la sutileza del hurto, admirose más de mi liberalidad y túvolo en mucho. Temíase de mis mañas y, sin duda, entonces me echara de su casa, si no fuera tan santo varón (I, p. 451).

Es la primera vez desde que está a su servicio que el cardenal muestra sus reticencias frente a su criado, al que pretende convertir en un buen cristiano. En el tercer episodio, el de las conservas de Génova, se da la misma situación, pues al final Guzmanillo debe confesar que su señor preferiría que no tuviera tanto ingenio80. Sin embargo, en el bufón no existe ninguna intención de cambiar su forma de vida; durante su estancia con el prelado, según Brancaforte, Guzmán pierde la vergüenza moral81. Yo no estoy de acuerdo con esta afirmación del hispanista norteamericano, porque el bufón no puede ser juzgado desde nuestras coordenadas morales; como bufón que es, existen ciertas leyes no se le pueden aplicar. Su función, su trabajo consisten en hacer reír a su amo y para ello ha de servirse de todos los medios posibles; bastaría recordar aquí algunas de las burlas de los bufones europeos desde Till Eulenspiegel para ver que la actuación de Guzmanillo no se sale de los parámetros establecidos para las personas de su oficio. 80

«Holgose de la gran sutileza, mas no quisiera que tuviera tanta, porque se temían mucho no la emplease en mal algún tiempo» (I, p. 454). 81 Brancaforte, 1980, pp. 34-35.

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Con la broma de las conservas genovesas se cierra el ciclo del cardenal y se inicia el del embajador. Guzmanillo no abandona su profesión de truhán chocarrero, pero el tono de las burlas y su relación con su señor sí sufre una transformación: pasamos de un tipo de burlas fundamentalmente físicas a unas de tipo oral. También se introduce un cambio en la relación con su señor, pues, como ya he comentado, Guzmán asume otra de las funciones del bufón clásico: la de confidente y consejero, así como la de correveidile, heredando el papel de correo y mensajero que cumplieron algunos de sus antecesores82. A pesar del carácter fundamentalmente oral de los episodios burlescos en la residencia del embajador, el primero de los relatados por Guzmán pertenece al grupo de los de la violencia física. Se trata del episodio del inglés al que emborracha primero y después le ata un pie a una silla por lo que al levantarse tropieza y se cae: «no tan presto se alzó del asiento como estaba en el suelo, hechas las muelas y los dientes y aun deshechas las narices» (I, p. 467). Maxime Chevalier piensa que este episodio debe estar inspirado en algún texto de la época83. Contrariamente a lo que sucedía en el caso del prelado, en esta burla de gran crueldad no conocemos la reacción que provocó en los personajes que estaban presentes, pues el narrador se limita a informar al lector que al día siguiente el inglés abandonó la casa para no volver. Las otras dos bromas que gasta el bufón son orales: la del soldado cordobés gorrón y la del capitán y el letrado.Ya las he analizado en páginas anteriores, así que no me voy a detener en ellas, pero hay que recordar que en ambas Guzmanillo se sirve de la palabra para reírse de los tres personajes.Aunque las dos comparten el carácter oral, la intencionalidad que las provoca son bien distintas: en el primer caso, el bufón pretende utilizar la risa como arma para humillar al cordobés, demostrando su bajo origen social, siguiendo la tradición griega aristotélica; en el segundo, se pretende únicamente la diversión de los comensales, enfrentando a los dos más vulnerables por su amplia representación en la literatura satírica de la época. Otra diferencia entre las dos burlas es que en el primer caso el soldado cordobés demuestra tener más ingenio que Guzmanillo, mientras que en el segundo el

82 Ver 83

Bouza, 2001, p. 185. Chevalier, 1973, p. 136.

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bufón logra su propósito de hacer reír al embajador y a sus acompañantes. Muchos más interesantes que estos episodios que suceden en la casa del embajador son los dos que le acaecen a Guzmanillo cuando ejercita el oficio celestinesco, habitual entre los bufones, o al menos así lo presentaban los moralistas84. Los dos casos tienen una estructura similar: los dos ocurren de noche; los dos en un ambiente de oscuridad y suciedad; los dos terminan mal para el protagonista; y lo que creo que importante, en ambos casos las burladoras son mujeres. Esto último no es ninguna novedad, pues ya en Toledo y en Malagón fue engañado por mujeres, lo que provocó la risa de sus criados (I, p. 355). En Roma la diferencia es que Guzmanillo sufre miedo y vergüenza; es humillado por la señora y su criada. En el primero de los dos casos, la burla se mantiene en secreto y despierta en el bufón un sentimiento de culpa: «Consolome y reconocime, sentí mi culpa y en este pensamiento llegué a mi casa» (II, p. 104). El segundo de los episodios supone una mayor crueldad y una humillación pública. La broma ocurre en la casa de la mujer a quien pretende el embajador, en ese mismo oscuro callejón romano en el que Guzmanillo se encuentra desorientado. Mientras se encuentra hablando con Nicoleta, la criada, se escapa un cebón que coge totalmente desprevenido al bufón: Embistió comigo. Cogiome la bola. Quiso pasar por entre piernas, llevome a horcajadillas y, sin poderme cobrar ni favorecer, cuando acordé a valerme, ya me tenía en medio de un lodazal y tal, que por salvarlo, para que me sacase dél, convino abrazarlo por la barriga con toda mi fuerza. Y como si jugáramos a quebrantabarriles o a punta con cabeza, dándole aldabadas a la puerta falsa con hocicos y narices, me traspuso —sin poderlo excusar, temiendo no caer en el cieno— tres o cuatro calles de allí, a todo correr y gruñir, llamando gente. Hasta que, conocido mi daño, me dejé caer, sin reparar adonde; y me hubiera sido menor mal en mi callejuela, porque, supuesto que no fuera tanto ni tan público, tenía cerca el remedio (II, pp. 107-109).

84 Ver

p. 71.

los textos de Villalón, Cervantes y Luis de Milán citados por Bouza, 1991,

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En este episodio, Guzmanillo sale del ambiente cerrado del palacio donde habían tenido lugar sus muestras de ingenio, su oficio bufonesco, teniendo como espectadores a un público cortesano que comprendía su función y que disfrutaba con las muestras de su arte. Pero ahora el personaje ha sido expuesto al público, su humillación ha trascendido a la plaza pública, a los habitantes de la ciudad de Roma que han visto pasar a un individuo agarrado de la barriga de un cebón, individuo al que han silbado, gritado y afrentado y al que persigue una multitud de muchachos (II, p. 109). Fuera de su hábitat cortesano, el bufón se halla desamparado, desprotegido del amparo de sus señores, expuesto a los ataques del pueblo, como le había sucedido a Magdalena Ruiz, bufona de Felipe II, que no se atrevía a salir a la calles de Lisboa «porque no le den grita»85. Guzmanillo ha de esconderse de los romanos que lo persiguen dándole grita y lo insultan para que salga de la casa donde se ha escondido. Por fin logra salir, sucio, lleno de lodo, y camina por las calles donde la gente se tapa las narices para no oler la porquería que lleva encima y lo hacen objeto de insultos, en un pasaje que repetirá luego Quevedo en el Buscón. En ambos casos, tanto Guzmán como Pablos, pícaros/bufones, sienten vergüenza, porque su imagen pública se ha visto pisoteada por los accidentes causados por dos animales: un caballo y un cebón. Guzmán se esconde en su posada, temiendo la reacción que este incidente va a provocar en el resto de los criados del embajador y en este mismo. Es el fin de su oficio de bufón, su amo lo despide porque las habladurías que circulan por la ciudad manchan su honra. Mateo Alemán ha ideado este final para que su pícaro se despida del ambiente cortesano y retorne a los caminos, a la vida de robos y engaños que había llevado hasta entonces. En este episodio aparece un elemento fundamental en el humor bufonesco: el humor escatológico. Recordemos que Guzmanillo ha caído en el lodo y que se ha impregnado de la suciedad de las calles, de su mal olor, hasta tal punto, que los ciudadanos romanos que se cruzan con él le gritan: «¡Dejadlo pase, que desgracia de las tripas ha sido!... ¡Po!, ¡aguas mayores han sido!» (II, p. 112). La escatología aparece ligada a la fiesta del carnaval y los bufones desde muy pronto86;

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Citado por Bouza, 2005, p. 83. Bajtin, 1987 y Caro Baroja, 1979.

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como prueba de ello basta leer las hazañas de Till Eulenspiegel o algunas de las facecias italianas del siglo XV, en las que es constante la aparición de burlas en las que los excrementos se convierten en elemento risible, al igual que sucedía en ciertas manifestaciones del carnaval medieval, analizado por Bajtin. La diferencia radica en que en esta celebración lúdico-festiva desaparece ese binomio muerte-vida del excremento que el crítico ruso encontró en el carnaval y en la obra de Rabelais87. En el Renacimiento italiano ya ha desaparecido ese carácter de dar vida característico de la época anterior. Como ejemplo tenemos una de las novelas de Bandello (libro I, 35), en la que un marido engañado por un fraile, toma píldoras laxantes y defeca encima de su mujer en la cama88; en esta novela el excremento se utiliza como forma de venganza, de humillación risible a la mujer adúltera. La novela picaresca se inserta en esta tradición escatológica desde el primer momento; en el Lazarillo de Tormes ya tenemos algún ejemplo: el del vómito del pícaro sobre el ciego. Pero de nuevo será el Guzmán de Alfarache la obra que marca el tono a seguir por el resto de las novelas del género. Ciertamente los ejemplos de este rasgo varían en importancia según las novelas, pero los vamos a encontrar en casi todas ellas. Los autores tenían muy clara la necesidad de recoger la tradición popular reflejada en el carnaval, que usaba de lo escatológico como arma de risa89, y la seguían en todas sus manifestaciones. Los escritores cultos que escribían estas novelas no veían el menor inconveniente en «apoderarse» de estos rasgos del humor más «popular» en sus obras, como una clara muestra de que la línea de separación entre lo culto y lo popular era muy tenue y fácilmente franqueable, frente a lo que había manifestado Bajtin. En las novelas picarescas encontramos todos los tipos de burlas escatológicas que se daban en los carnavales, e incluso se sobrepasaban los límites de estos; así contamos con algunos casos de coprofagia, como el que se narra en el Guitón Onofre, en el que Alonso ya de noche se come una morcilla, y «des87

Recuérdese el episodio del Pantagruel, pp. 177-178, en el que con dos pedos Pantaguel engendró 53.000 hombrecillos enanos y contrahechos, y 53.000 achaparradas mujercillas. 88 Bandello, La prima parte de le novelle, pp. 338-345. Las fuentes de esta novela parecen ser la novela 35 del Heptamerón de Margarita de Navarra y el proverbio XL de Cinzio dei Fabrizi. 89 Ver Caro Baroja, 1979, pp. 91-93.

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pués de habérsela comido, le pareció bien desocupar el vientre de otra que en él tenía sobrada ocupando como ocupó con ella el desocupado plato, en el cual, en lugar de la verdadera, la dejó». A continuación, se echa a dormir y Onofre se levanta en medio de la oscuridad para comer, como era su costumbre la morcilla sin que nadie lo viera: La quietud me convidaba y el deseo me daba priesa. No reparé mucho; salí ligero; llegué temprano; así con gana; mordí con gusto, y al fin gusté de la morcilla. Fue mi boca necesaria de los excrementos alfonsinos. No parece sino acto de teología en el nombre. Cuando reconocí la especia, que no olía a jengibre, comencé de escupir; mas, según con la eficacia que había mordido, apenas me la podía desasir de los dientes.

Con el ruido se despiertan sus compañeros de posada y el pícaro sufre la vergüenza90. Dos de los rasgos que se dan en este episodio, nocturnidad y vergüenza, demuestran el cambio de actitud ante lo escatológico que se daba ya en el Renacimiento frente a la Edad Media; este contraste se puede apreciar si cotejamos este fragmento con algunos de los casos de coprofagia que se ven en el Till Eulenspiegel, donde estos episodios suceden a la luz y producen orgullo y la risa en el bufón alemán91. En el Guzmán de Alfarache se narran varios casos de escatología, y una característica común a todos ellos es su ambientación nocturna; todos ellos se producen en la oscuridad, ya sea en un ámbito cerrado o en el de la plaza pública. En ambos casos, como vamos a ver, el resultado es el mismo: la humillación, la vergüenza. Así, el moralista Alemán condena moralmente a su personaje, porque para él los excrementos manchan a Guzmán, no sólo físicamente, sino que también lo degradan como individuo frente a sí mismo y frente a la comunidad en la que vive. Al novelista sevillano no le importa que esa degradación sea pública o privada, porque en definitiva los que deben tener consciencia de ella son el propio personaje y, sobre todo, los lectores. Un sentimiento que comparten los distintos episodios excrementales es el de la vergüenza que suscitan en el protagonista que quiere esconder su suciedad, sentimiento que comparte como vamos a ver en el capítulo quinto con Pablos. Ya hemos hablado del episo90

Gregorio González, El guitón Onofre, pp. 128-130. las historias 10, 24, 75 de la colección.

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dio del cebón en el que su humillación pública le obliga a encerrarse en su posada durante varios días para evitar las burlas a las que lo iban a someter sus conocidos. El mismo sentimiento de humillación y de alejamiento del mundo manifiesta con ocasión de la broma que le gastan en casa de su familiar genovés, donde aparece un elemento común a varios de los episodios escatológicos de la novela: el miedo. El primero de estos episodios excrementales sucede durante su servicio como pícaro de cocina. La escena que transcurre, por supuesto de noche, es de una gran comicidad, pues juega con la oscuridad y con imágenes fantasmagóricas: Veisnos aquí en el patio juntos, ella espantada en verme y yo asombrado de verla. Ella sospechó que yo era duende: soltó el candil y dio un gran grito.Yo, atemorizado de la figura y con el encandilado, di otro mayor, creyendo sería el alma del despensero de la casa, que había fallecido dos días antes, y venía por ajustarse de cuentas con mi amo (I, p. 323).

La escena describe una situación que veremos también reproducida en la segunda parte del Quijote, capítulo XLVIII, en el que doña Rodríguez y don Quijote viven la misma experiencia de miedo y visiones: «y si él quedó medroso en ver tal figura, ella quedó espantada en ver la suya»92; la evidente relación entre estos dos episodios ya la había señalado Riley para quien «Cervantes rinde aquí un tributo a Alemán»93. Pero la escena no termina igual, pues en la obra cervantina los dos personajes entablan una interesante conversación en la que doña Rodríguez narra la triste historia de la seducción de su hija. En el caso del Guzmán, la amoralidad preside la narración, pues no hemos de olvidar que ambos personajes salen de sus respectivas camas desnudos, y además Con esta alteración, si el fresco de la mañana no lo hizo, a la señora mi ama le faltó la virtud retentiva y aflojándosele los cerraderos del vientre, antes de entrar en su cámara, me la dejó en portales y patio, todo lleno de huesezuelos de guindas, que debía de comérselas enteras.Tuve que trabajar por buen rato en barrerlo y lavarlo, por estar a mi cargo la limpie-

92

Cervantes, Don Quijote, II, XLVIII. Riley, 1990, p. 162. Sobre la comicidad de esta escena del Quijote, ver las páginas 160-164 de esta misma obra. 93

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za. Allí supe que las inmundicias de tales acaecimientos huelen más y peor que las naturalmente ordinarias (I, p. 324).

La consecuencia de este risible accidente es que el ama de Guzmán se enoja con él y le declara la guerra hasta que consigue expulsarlo de la casa. En el párrafo el narrador hace referencia al miedo como posible causante del accidente de la señora, y juega con la dilogía del término «cámara», juego de palabras que ya aparece, y en una situación muy parecida en un cuento de El sobremesa y alivio de caminantes de Timoneda, en el que un loco se hace sus necesidades a lo largo de la noche y por la mañana le pide a un criado que le diga al señor de la casa: «Mirad, diréis a vuestro señor que, pues no me dio cama en cámara, que se sirva de cámara en cama»94. En la novela de Alemán el humor continúa en la descripción de la suelta del vientre, de la forma de los excrementos y de su olor. El elemento carnavalesco presente en el Guzmán añade un elemento risible extra a la ya de por sí hilarante escena y sirve de humillación al ama del pícaro que no sólo ha sido visto desnuda por su criado, sino que además ha cometido un acto vergonzante en su presencia. El segundo episodio incluye los mismos elementos que el anterior: oscuridad, personajes fantasmagóricos, miedo y excrementos95. La gran diferencia es que en esta ocasión la persona que hace sus necesidades por miedo es el propio pícaro, personaje de baja extracción social como lo era la campesina en la narración de Aretino que sufrió la misma situación96. La preparación de la burla comienza con la advertencia del criado a Guzmán que tenga cuidado por la existencia de duendes enemigos de la luz y de grandes murciélagos a los que tam94

Timoneda, El sobremesa y alivio de caminantes, p. 310. Sobre las posibles fuentes de este episodio, concretamente la novela XX, de la segunda parte de Bandello, ver Cros, 1967, pp. 79-80. La novela está encabezada por el siguiente epígrafe: «Uno truova la moglie con un prete e quella ammazza e fa che il prete da se medesimo si castra». 96 Aretino, Las seis jornadas, p. 408: «Saciados aquellos campesinos, que la convirtieron en el barril de su aceite, mientras ella desgreñada se arañaba toda, fue arrojada a una manta con asideros y manteada por los propios trentuneros tan alto que tardaba un cuarto de hora en volver a caer, y la camisa y las vestiduras que al volar se descomponían por el aire hacían que enseñara la luna al sol: y si no fuera porque el miedo le revolvió las tripas, con lo que la manta y las manos que la sujetaban se pringaron, a estas horas estaría aún saltando». 95

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bién asustaba la luz. A partir de aquí el miedo domina al pícaro que se acuesta temeroso de lo que le pueda suceder en la habitación de su familiar genovés. Cuando ya está dormido aparecen unos individuos que lo mantean como «a perro en carnestolendas» hasta dejarlo molido: Yo quedé tan descoyuntado, tan sin saber de mí que, siendo de día, ni sabía si estaba en cielo, si en tierra. Dios, que fue servido de guardarme, supo para qué. Serían como las ocho del día; quíseme levantar, porque me pareció que bien pudiera. Halleme de mal olor, el cuerpo pegajoso y embarrado. Acordóseme de la mujer de mi amo el cocinero y, como en las turbaciones nunca falta un desconcierto, mucho me afligí (I, p. 382).

Como veremos en el capítulo quinto de este libro el episodio parece adelantar lo que le ocurrió a Pablos en la posada de Alcalá. Lo interesante de este episodio es que nos hallamos ante una escena típicamente carnavalesco-bufonesca: el personaje sufridor de la burla ha sufrido un proceso de animalización; Guzmán ha sido convertido en uno de aquellos perros que era manteados durante los carnavales. Por otra parte, la aparición de los excrementos y el hecho de que el pícaro haya sido embarrado recuerda también aquellos momentos en que durante esta fiesta se embarraba a los pobres97. La burla, en este caso, sin embargo sucede en un ámbito cerrado y únicamente el lector, el juez del pícaro, tiene conocimiento de la embarazosa situación en que éste se halla. Porque Guzmán siente una gran vergüenza por lo ocurrido y procura ocultarlo para evitar la afrenta y las risas que hubiera tenido que sufrir. Lo que sí podemos afirmar es que la burla ha tenido éxito pues Guzmán abandona precipitadamente Génova con el rabo entre las piernas, aunque con afán de venganza que cumplirá en la segunda parte de la novela. El pícaro tiene claro que la finalidad de esta burla ha sido la humillación; y así afirma, mientras camina hacia Roma: «yendo pensando en todo él con qué pesada burla quisieron desterrarme, porque no los deshonrara mi pobreza» (I, p. 383). Las últimas palabras dan la clave de todo el episodio: sus pretendidos parientes genoveses han querido demostrarle al pícaro mediante la burla y la risa subsiguiente que es muy inferior a ellos socialmente y que

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Caro Baroja, 1979, p. 95.

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de ninguna manera reconocerán ningún tipo de parentesco con él. Los excrementos, consecuencia no prevista por el tío, contribuyen a ahondar más esa situación de inferioridad por parte del protagonista y a provocar la risa en nosotros los lectores que vemos cómo Guzmán se ha «cagado de miedo», tal y como le sucederá a Sancho en el episodio de los batanes98. El último episodio burlesco en el que aparece el elemento escatológico aparece ya en la segunda parte de la novela99, durante su estancia en Zaragoza. El pícaro intenta hacer callar a un perro que ladra y que interrumpe su cortejo a una dama, cuando busqué con los pies una piedra que tirarle y, no hallándola, bajé los ojos y devisé por junto en la pared un bulto pequeño y negro. Creí ser algún guijarro. Asilo de presto; empero no era guijarro ni cosa tan dura. Sentime lisiada la mano. Quísela sacudir y dime con las uñas en la pared. Corrí con el dolor con ellas a la boca y pesome de haberlo hecho. No me vagaba escupir. Acudí a la faltriquera con esotra mano para sacar un lienzo; empero ni aun lienzo le hallé. Sentime tan corrido de que la mozuela me hubiese burlado, tan mohíno de haberme así embarrado, que, si los ojos me saltaban del rostro con la cólera, las tripas me salían por la boca con el asco (II, p. 352).

La escenificación es muy parecida a la de los dos lances anteriores: se produce en un lugar solitario y con nocturnidad. Curiosamente también se da la presencia de un animal, «gozque de Bercebut», que causa el incidente, lo mismo que el famoso cebón de Roma. En la escena se ven envueltas las mujeres y el acto de cortejarlas, aunque en este caso es Guzmán el cortejador. Todos estos rasgos comunes terminan con los dos sentimientos expresados por el protagonista al final de su aventura: vergüenza y humillación. Aunque la noche oculta a los ojos de sus conciudadanos el suceso, el narrador no lo esconde al lector, porque de esta manera la risa producida por la situación le sirve a Guzmán como forma de autoflagelación moral. De nuevo los excrementos han servido para humillar al personaje, para demostrar su

98

Capítulo XX de la primera parte. Sobre las fuentes de este episodio, ver Cros, 1967, pp. 106-107. José María Micó, en su edición del Guzmán, I, p. 352n, afirma que se trata de un lance de origen tradicional. 99

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flaqueza y su mal vivir; su descenso a los infiernos.Y en este sentido toca fondo cuando en las galeras es castigado a recoger las maromas utilizadas para que los demás galeotes pudieran limpiarse después de haber hecho sus necesidades, y aclara el pícaro: «los había de besar antes que dárselos en las manos» (II, p. 519). Es la máxima humillación a la que es sometido Guzmán, que confiesa que esta actividad: «es la ínfima miseria y mayor bajeza de todas» (II, p. 519). A partir de aquí se acaban las burlas y las referencias escatológicas, porque se produce el proceso de salvación, de la llamada de Dios que produce el nuevo Guzmán100, y en esta nueva situación el humor humillante y vejatorio que ha utilizado Alemán con su personaje no tiene ya cabida. Quizás sea esta la razón por la que Alemán nunca cumplió la promesa con la que termina la novela: Aquí di punto y fin a estas desgracias. Rematé la cuenta con mi mala vida. La que después gasté, todo el restante della verás en la tercera y última parte, si el cielo me la diere antes de la eterna que todos esperamos (II, p. 522).

Este final abierto continúa la tradición creada por el anónimo autor del Lazarillo de Tormes, que deja en suspenso su futuro y mantiene abierta la posibilidad de continuación de su autobiografía, pues como había afirmado Ginés de Pasamonte a la pregunta de don Quijote sobre si había terminado su texto autobiográfico: «¿Cómo puede estar acabado –respondió él- si aun no está acabada mi vida»101. Por lo que se refiere a la ausencia de una tercera parte alemaniana del Guzmán de Alfarache se han emitido interesantes opiniones102, y muchos críticos coinciden en señalar que tras la conversión103 hubiera sido muy difícil, por no decir imposible, continuar el relato picaresco. Guzmán ha iniciado su rehabilitación moral (ya hemos citado su declaración sobre la bajeza en la que ha caído durante su estancia en galeras), por lo que el tipo de humor que domina la novela (las burlas

100

Sobre el tema de la conversión ver Cavillac, 1994, pp. 99-170. Cervantes, Don Quijote, I, XXII. Para este tema, ver el esclarecedor estudio de Claudio Guillén, 1988. 102 Cros, 1984 y Sobejano, 1967, p. 51. 103 Opinión discordante es la de Benito Brancaforte, 1980, p. 198, que afirma que la obra es un proceso hacia la degradación. 101

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bufonescas sobre el linaje o la escatología, las bromas pesadas que provocan dolor en el receptor, el uso del ingenio en los robos) hubiera tenido que desaparecer, pues de ninguna manera se adecuaba al homo novus que nacía de las cenizas del pícaro. Con el abandono de este tipo de humor,Alemán hubiera tenido que abordar la escritura de otro género narrativo, porque en las dos primeras partes de su novela había establecido el humor bufonesco carnavalesco como componente fundamental del género que había contribuido a crear, y el novelista sevillano prefirió dejar a su Guzmán como modelo del pícaro, personaje continuador de la tradición del risible bufón, el homo facetus.

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LA RISA ARISTOCRÁTICO-BUFONESCA: LA PÍCARA JUSTINA El impacto que la publicación del Guzmán de Alfarache tuvo en el campo de la literatura europea del siglo XVII se puede medir por la cantidad de ediciones que conoció la obra a lo largo de este siglo (no olvidemos que fue la obra más reeditada en esa centuria, superando al propio Quijote), pero también por la influencia que tuvo en las novelas posteriores. El impacto se vio ya en 1604, año fundamental para la historia de la prosa occidental, pues fue el año en el que se encontraban en las prensas ibéricas la segunda parte del Guzmán de Alfarache, la primera parte del Quijote y La pícara Justina, y fue precisamente la novela del sevillano la que se editó en primer lugar1. La novela de Mateo Alemán recondujo la trayectoria que había iniciado el anónimo autor del Lazarillo. El novelista sevillano reconoció enseguida la importancia del elemento humorístico, de la risa en la formulación del nuevo género literario, y de su entronque con la literatura bufonesca de finales del siglo XV y del siglo XVI; Alemán se dio cuenta de que la picaresca era un género cómico, a pesar de que algunos de sus estudiosos posteriores no lo han visto así2. Los continuadores del género picaresco abrazaron la nueva visión que había ini-

1 Para los avatares de esta «carrera editorial», ver el interesante trabajo de Micó, 1994. Sobre el Quijote es fundamental ver el libro de Rico, 2005. 2 Por ejemplo Parker, 1975, p. 96, que ve en La pícara Justina el texto que convierte la risa en elemento fundamental del género picaresco, lo que según él contribuyó a la decadencia de la picaresca.

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ciado Alemán, autor plenamente consciente de la relación bufón-pícaro. Relación que, como hemos visto en el capítulo anterior, le lleva incluso a teorizar sobre los distintos tipos de burlas de que podía hacer uso el bufón, y a convertir a Guzmán, o Guzmanillo, en bufón del cardenal romano y del embajador francés. Quedaba así marcada la trayectoria que debían seguir los autores que se adentraran en el género que acababa de nacer.Y no hay mejor prueba de este hecho que la que proporciona la existencia de La pícara Justina, libro que, en todo momento, toma como referente al Guzmán de Alfarache. Su autor, ya sea López de Úbeda o Navarrete3, se valió de los instrumentos y de los temas que desde un principio habían interesado a los escritores bufones: el linaje y las cuestiones relacionadas con los estatutos de la limpieza de sangre, sobre todo.Y escribió una obra en la que exacerbó ciertos rasgos de la picaresca para adaptarlos al contexto bufonesco, que constituye la base en la que se sustenta este texto, que ha sido considerado «a menudo tan ininteligible como Paradiso»4. El cambio más importante que introdujo el autor de La pícara respecto a su antecesor es el del público al que se dirige la novela. Mateo Alemán cuando redactó su novela tenía en mente a un lector burgués preocupado por la situación social de su época, y sobre todo por el tema de la pobreza y de qué hacer con los pobres. Pero nuestro autor tiene en mente a un público muy distinto; él escribe su novela para un reducido número de lectores: ciertos cortesanos a los que la narradora ofrece constantemente guiños, con alusiones a sucesos que sólo ellos podrían captar y que, en muchos casos, permanecen oscuros tanto para muchos lectores de la época como para el lector actual. Por ello creo que una cosa que debe quedar clara es que independientemente de quien sea el verdadero autor de la novela, López de Úbeda o Navarrete5, éste conocía perfectamente los entresijos de la Corte vallisoletana, pues no debemos olvidar que esta se hallaba instalada en la ciudad del Pucela desde 1601. El escritor, desde su supuesta posición como médico chocarrero de don Rodrigo Calderón 3 Para la autoría de López de Úbeda, ver Bataillon, 1982; para la adscripción a Navarrete, ver Rojo, 2004. 4 Rico, 1976, p. 120. Siguiendo esta misma línea Damiani, 1977, p. 22, la califica como «one of the most difficult works of Spanish literature». 5 La adscripción a Navarrete está basada en un documento notarial publicado por Anastasio Rojo, 2005.

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marqués de Siete Iglesias y favorito del duque de Lerma6, o como «dominico introducido en los palacios de Valladolid»7, decidió escribir este «roman à clef» para entretener a sus señores. A lo largo de la obra, vamos a encontrar referencias claras a este público aristocrático, «cortesanos sofisticados»8 al que el autor dirige su discurso bufonesco. Algunas de estas referencias aparecen en las alusiones a acontecimientos que tuvieron lugar en la corte y que, como ya he comentado, sólo serían entendidas por ese público aristocrático al que pretendía entretener el autor. Pero en ciertas ocasiones se explicita ese destinatario; así en un momento en el que está hablando de «dar matracas y vayas», recursos típicamente bufonescos, afirma: No me dio pena que fray Menos diese matraca a fray Más, pues en las historias consta que ha habido criados que se han puesto a dar matraca a príncipes, sus señores.Tampoco me pareció cosa indigna de pechos nobles sufrir vayas y fisgas de fisgones rateros y de medio mocate, que aun el águila, según vemos, muestra su realeza y condicionaza hidalga en estar muy paciente y serena cuando la corneja se pone, papo a papo a partir peras con ella, y aun a hacer della burla con visajes y ademanes, sin que esto gaste un adarme de su paciencia. Tanto, que algunos philósofos griegos dieron esto por jiroblífico de la paciencia, a que su misma realeza les obliga a los monarchas9.

Este pasaje es teóricamente mucho más importante de lo que a primera vista parece. Y lo es porque nos encontramos con una clara declaración del oficio y prácticas de los bufones, a los que les está permitido burlarse de sus señores; eso es precisamente lo que pretende hacer el autor de La pícara: burlarse de aquellos cortesanos que se encuentran en un escalón superior en la escala social. Por tanto, en este fragmento del capítulo primero, que titula «De la escribana fisgada», establece el itinerario narrativo por el que va a discurrir su discurso literario, reivindicando además la tradición burlesca de la que se con-

6

Bataillon, 1982, pp. 79-102. Rojo, 2004, p. 226. 8 Allaigre y Cotrait, 1979, p. 47. 9 La pícara Justina, pp. 144-145. Todas las citas se esta novela se toman de la edición de Rey Hazas, por lo que en adelante me limitaré a señalar en el texto el número de la/s página/s. 7

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vierte en ardiente defensor: porque si los monarcas, representados aquí por el águila, deben soportar las burlas a que los someten sus bufones, don Rodrigo Calderón y demás nobles citados o aludidos también deben reírse o, por lo menos, tolerar este juguete burlesco en el que van a verse representados. Esto no quiere decir que menosprecie o ataque los fundamentos estamentales en los que se sostiene el edificio social al que pertenece, porque lo que hay en la obra es una feroz sátira contra el estamento más bajo en la sociedad, los laboratores, a los villanos y a los campesinos, que refleja los prejuicios anticampesinos de muchos cortesanos de la España de finales del siglo XVI y principios del XVII10. Ese mismo odio aparece reflejado al principio del libro de «la pícara romera», en el que la protagonista abjura de su origen campesino para trasladarse a la Corte y convertirse en ciudadana11. Pero el fragmento en el que más claro se ve esta oposición entre los dos estamentos sociales, aparece al final de la obra cuando se casa con el hidalgo Lozano a pesar de las reticencias manifestadas por sus hermanos12. En un determinado lugar Justina habla de «que es natural la enemiga que tienen los villanos a los hijos de algo» (p. 726), para lo que utiliza el «jiroglífico» del sol (los hidalgos) y la tierra (los villanos). El jeroglífico será complementado por la fábula de la lucha entre «los hidalgos y villanos animales», representados en este caso por el águila y el dragón. Siguiendo la tradición emblemática el águila representa a la nobleza y el dragón al pueblo13. Aquí habría que mencionar que existen varios emblemas en que el águila representa a la casa de Austria y el dragón a sus enemigos, fundamentalmente a los herejes, p o rque como afirma el propio Covarrubias en su Tesoro: «En otros lugares sinifica los tiranos, monarcas, emperadores, reyes paganos que han perseguido la Iglesia y el pueblo de Dios antes y después del advenimiento de Cristo Nuestro

10 Ver

Torres, 2002, p. 142. Pícara Justina, p. 355: «Viéndome, pues, encapada y ensombreada, a costa de la carretada de tontos que desembarcaron por mi orden en la real de Mansilla, rica de sus despojos y ufana de mis trampantojos, se me puso en la cabeza salir de aldeana y montañesa y dar de súbito en ciudadana». 12 Sobre las relaciones entre los plebeyos y los hidalgos, ver Domínguez Ortiz, I, 1992, pp. 264-274. 13 Ver los emblemas 557 a 561 de la colección de emblemas de Bernat y Cull. 11

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Señor»14. Estas referencias se hallaban, sin duda, en la mente del escritor cuando procedió a la invención de esta fábula, en la que presenta al estamento noble representado por el ave imperial y a los villanos por el pérfido reptil; imágenes que corresponden con el sol, elemento del cielo al que el águila puede mirar, y a la tierra por la que se arrastra el dragón. El autor ensalza al elemento aristocrático, su público, denigrando a su enemigo; todo esto queda comprendido en el momento en el que el dragón decide retirarse de la lucha porque no quiere ver más a su contrincante: «que más quiero no ser vencedor, que veros tan a menudo» (p. 727). Estas referencias antivillanas, encuadradas en una tradición aristocratizante, se entienden perfectamente en una obra en que el público que tiene en mente el autor pertenece a la nobleza. Se trata de un guiño de complicidad para ganarse al lector. La novela está salpicada de alusiones, de datos que sólo son inteligibles para las personas que viven en la Corte y que están al día de las cosas que suceden detrás de los muros de las residencias de la nobleza o del palacio real. Para citar un claro ejemplo de esto basta citar un fragmento de la «Introducción general» en el que Justina se confiesa «pelona» como resultados de la sífilis y afirma: Y que son mis cabellos de manera que, si me toco de almirante, temo barajas de postre, no tanto por el chinchón (que como ha tanto que soy condesa de Cabra no temo golpes de frente), cuanto porque mis cabellos son amovibles y borneadizos, temo que al primer tope vuelva barras al almirante y descubra el calvatrueno de mi casquete, el cual, como está bruñido sobre negro parece pavonado como pomo de espada (p. 93).

Nos encontramos ante un modelo de frase anfibológica: en el que el autor ha escogido a un grupo de nobles, cuyos títulos pertenecen a la vez al campo semántico de la lucha: así barajas, se refiere al conde de Barajas, don Diego de Zapata, presidente del Consejo de Castilla, y a su significado como riña o pendencia; está claro el de Chinchón, que recuerda al chichón y al conde de Chinchón; por último, tenemos la clara alusión a la condesa de Cabra y a los cuernos. También aparece la dilogía de «almirante» adorno que las mujeres colocaban en 14 Covarrubias, Tesoro, s. v. dragon, recuerda en este sentido el psalmo 73: «Tu confregisti capita draconis, dedisti eum escam populis Aethiopum».

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la cabeza y el Almirante de Castilla, don Luís Enríquez de Cabrera. Como reconoce Rey Hazas en la nota de su edición «el sentido de la frase es algo complicado»15, pero lo que nos interesa es la posible alusión a un enfrentamiento entre varios miembros de la nobleza castellana: el conde de Chinchón, la condesa de Cabra y el conde de Barajas. Desgraciadamente no conocemos los datos de la disputa a la que parece referirse el autor, por lo que se nos escapa una parte importante del sentido de esta frase. Pero lo que me interesa subrayar aquí es que eso no le sucedería al lector «entendido» en asuntos cortesanos del que habla Oltra16, que entendería perfectamente y se reiría con estos divertidos juegos de palabras, muy de moda en la literatura de la época, por otra parte, como lo demuestra el terceto gongorino, que precisamente hace también referencia a la corte vallisoletana: No encuentro al de Buendía en todo el año; al de Chinchón sí ahora, y el invierno, al de Niebla, al de Nieva, al de Lodosa17.

El libro, por tanto, sería degustado fundamentalmente por los lectores cortesanos que se reconocerían en muchos de los lugares y anécdotas que recorren la novela; y que se reirían de muchas de estas alusiones porque estaban escritas desde una perspectiva bufonesca, aunque el autor fuera un fraile dominico y no el médico chocarrero al que hasta ahora se atribuía la obra. Precisamente desde ese punto de vista debemos entender la novela y la manera en que son tratados muchos de los temas que en ella aparecen. Y hay que entenderlo desde la aceptación del status quo estamental. A pesar de que se ha escrito que el autor buscaba reformas sociales18, los bufones pertenecían al establishment y, por tanto, aunque podían criticar ciertas corrupciones del sistema, se hallaban muy lejos de ser escritores y pensadores revolucionarios. Habría que recordar aquí como Shakespeare en su Henry VI

15

La pícara Justina, p. 94n. Oltra, 1985, p. 51. 17 Góngora, Sonetos, p. 344. El soneto comienza: «Valladolid, de lágrimas sois valle». Ver el comentario de Dámaso Alonso, 1974, II, pp. 155-158. 18 Damiani, 1977, p. 92: «Justina’ satire reveals that Úbeda, like many of his compatriots, denounced the evils of his days…, with the probable intention of evoking social reforms». 16

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convierte a Jack Cade, líder de la rebelión, en un bufón para desprestigiar el levantamiento campesino19. El cortesano de 1605 leería y leyó La pícara Justina como una obra de humor, como un texto divertido en el que vería identificados a algunos de sus amigos y adversarios.Y se reiría porque entendía la novela como un texto bufonesco, y a los bufones, como ya hemos visto, les estaba permitido decir y tocar ciertos temas prohibidos para el resto de los ciudadanos europeos de la época. La dificultad estilística y retórica, materia de la que también se burla20, han oscurecido algo la comprensión de los rasgos bufonescos en la obra, hasta el punto de que, aunque varios críticos, empezando por el mismo Bataillon, han dejado clara la relación de esta obra con textos bufonescos, ninguno de ellos ha entendido demasiado bien el uso que hace del humor, de la risa el autor. Este sentido del humor abarca todos los aspectos novelescos, desde la misma dedicatoria a don Rodrigo Calderón, como vamos a ver en el presente capítulo, hasta el final con el anuncio del futuro matrimonio con el pícaro Guzmán de Alfarache, mi señor, en cuya maridable compañía soy en la era de ahora la más célebre mujer que hay en corte alguna, en trazas, en entretenimientos, sin ofensa de nadie, en ejercicios, maestrías, composturas, invenciones de trajes, galas y atavíos, entremeses, cantares, dichos y otras cosas de gusto (p. 739).

Sólo desde el humor típico de los bufones se puede entender este párrafo, en el que la protagonista se ufana de un matrimonio con un pícaro, hecho por el que se considera la mujer más célebre en cualquier corte. Se trata de la indignitas hominis bufonesca que permitía a estos personajes vanagloriarse de aquellas realidades personales que cualquier otro contemporáneo suyo habría pretendido enterrar en el más hondo de los abismos para que nadie pudiera tener noticia de ellas. Basta recordar aquí ciertos versos de Antón de Montoro, el Ropero de Córdoba21. A Justina no le importa que el lector conozca

19 Ver

Hunt, 1999, pp. 301-303. Sobre el uso paródico de la retórica en la obra, ver Rey Hazas, 1984. 21 Ver Roncero López, 1996. Sobre el tema en la literatura bufonesca del siglo , XVII ver del mismo autor, 1993. 20

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que la gran hazaña al final de su vida es el matrimonio con un marginado social, con el pícaro. La novela hay que entenderla, pues, desde una lectura de humor bufonesco-carnavalesco que recorre todos los aspectos del discurso de la pícara. Con este humor se crea un mundo especial en el que todo está patas arriba, una especie de mundo al revés puesto al servicio de la risa bufonesca, en un ambiente en el que a través del «folklore des courtisans ou ‘Carnival de cour’, reflet édulcoré et aseptisé, certes, mais malgré tout encore vivace, d’une culture comique et parodique»22. La pícara Justina mantiene el espíritu lúdico de la literatura de bufones trasladado en este caso a la prosa picaresca, pero de una picaresca que no se toma en serio a sí misma, que quiere desprenderse de la carga sermonaria que, al entender del autor de la novela, lastraba al Guzmán de Alfarache. Y desde luego, logró su objetivo, pues los continuadores del género dejaron un poco de lado las moralidades y se centraron más en hacer reír al lector; eso sí, sin dejar otras intencionalidades, tal y como veremos en los siguientes capítulos del presente estudio. El espíritu lúdico que el autor aplica a su discurso narrativo no se limita a los elementos ideológicos o estilísticos, a burlarse de tal o cual personaje de la nobleza o del mundo literario, sino que comienza con el propio meollo de la novela: su intencionalidad. Para decirlo de otra manera ¿para qué escribe el autor? ¿Quiere hacernos reír solamente o se esconde en la obra algún mensaje moral, social, económico o político? Este punto que siempre preocupa a los críticos que se acercan a nuestras obras clásicas es tratado por el autor con la misma ironía, con el mismo sentido del humor que el resto de los temas de la novela.Ya hemos mencionado anteriormente el carácter lúdico de la narración y ese carácter deja también su impronta en la intencionalidad. Sus continuos juegos con el lector nos recuerdan mucho a los del goliardo Juan Ruiz en su Libro de buen amor, texto ambiguo por decisión del poeta, que tras hacer hincapié en la finalidad moral de su libro escribe: «Enpero, porque es umanal cosa el pecar, si algunos, lo que non los consejo, quisieren usar del loco amor, aquí fallarán algunas maneras para ello»23. Juan Ruiz juega, por tanto, a dos bandas: la moral cristiana y el placer erótico.

22 23

Torres, 2002, p. 23. Arcipreste de Hita, Libro de buen amor, p. 20.

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La misma ambigüedad refleja La pícara Justina, con la diferencia de que en la novela este juego de seguir la directiva del prodesse deleitare horaciano en unos momentos y en otros quedarse sólo con el segundo elemento del tópico es constante desde el principio hasta el final de libro.Ya hemos mencionado el hecho de que el modelo en el que se basaba nuestra novela era el de Alemán que mantenía y reflejaba a la perfección la tradición horaciana. Pero el autor de La pícara inscribe su texto en la tradición de los bufones, personajes cuya principal misión es divertir a sus protectores. Por ello, el autor debía descargar todo el material adoctrinador que había incluido su antecesor en el género picaresco. Pero no le bastaba con simplemente eliminar completa o parcialmente los consejos y «castigos» morales, sino que había de hacer de ello otro juego constante que mantuviera a su lector y oyente en un permanente estado de confusión: este bufón ¿pretende moralizar o simplemente divertirme? Y el autor va a mantenernos constantemente en la duda. La primera declaración la tenemos en el «Prólogo al lector», donde afirma: Pero será de manera que en mis escritos temple el veneno de cosas tan profanas con algunas cosas útiles y provechosas, no sólo en enseñanzas de flores retóricas, varia humanidad y letura, y leyendo en ejercicio toda el arte poética con raras y nunca vistas maneras de composición, sino también enseñando virtudes y desengaños emboscados donde no se piensa, usando de lo que los médicos platicamos, los cuales, de un simple venenoso, hacemos medicamento útil, con añadirle otro simple de buenas calidades, y de esta conmistión sacamos una perfecta medicina purgativa o preservativa, más o menos, según el atemperamento o conmistión que es necesaria (p. 74).

El párrafo no tiene desperdicio. El autor comienza presentando su libro como un texto donde el lector puede encontrar cosas útiles y provechosas, traslación del tópico horaciano. A continuación presenta su obra como un manual del arte poética castellana, en el que el lector encontrará «raras y nunca vistas manera de composición». Para terminar el párrafo, el autor adopta el lenguaje médico para describir su libro como una «perfecta medicina purgativa o preservativa» con la que curar las enfermedades del lector, usando para ello un «simple venenoso»; es decir, que predica el mismo modelo de aprendizaje y admonición que había recomendado Mateo Alemán: haz lo contrario de

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lo que yo he hecho; es decir, el exemplum per contrarium. De aquí deducimos que La pícara Justina es un texto moralizante a la manera de su modelo. Más adelante volverá a insistir en el mensaje moralizante, pues con su libro, insiste, «he de curar y desengañar muchos ciegos» que, a continuación, enumera: «madres descuidadas, padres necios, inocentes niñas, errados mancebos, labradores tochos, estudiantes bocirrubios, viejos locos, viudas fáciles, jueces tardos» (p. 127). Es interesante la galería de personajes que se recoge en este párrafo: madres, padres, viudas.Todo ello deja claro la intencionalidad claramente burlesca del pasaje y la inutilidad del libro si realmente esta fuera su finalidad. De esta última declaración deducimos que la intencionalidad del escritor al escribir la historia de Justina no tenía mucho que ver con la moralización, con la enseñanza de un modo de comportamiento cristiano. El rechazo al didactismo pos tridentino del Guzmán aparece pronto en la novela, pues nada más comenzar, concretamente en el ya mencionado «Prólogo al lector», ya lanza una severa crítica a aquellos que mezclan en sus obras lo divino con lo humano, obras que son muy dañinas para los lectores24, pues están llenas de mentiras y profanidades inapropiadas para la conciencia religiosa, ya que «las cosas de suyo buenas vienen a ser más dañosas que las que de suyo son dañosas y malas» (p. 73). Pero todavía existe un argumento más rotundo para oponerse a esta mezcla de lo sagrado y lo profano, y viene proporcionado por el decorum: un pícaro no puede convertirse en un predicador: «que no quiero predicar porque no me digan que me vuelvo pícara a lo divino y que me paso de la taberna a la iglesia» (p. 591). No debemos olvidar que la narradora cuenta su historia con una ausencia absoluta de arrepentimiento; Justina no se arrepiente de nada de lo que ha hecho, es más confiesa muy ufana que «ya ves que hago alarde de mis males, no a lo devoto, por no espantar la caza, sino a lo gracioso, por ver si puedo hacer buena pescadora» (p. 647). Este rasgo se constituye en una característica común a las novelas picarescas de protagonista femenino25. No tendría, pues, sentido que el autor presentase este discurso seudo autobiográfico como un texto moralizan-

24 Ver

Parker, 1975, pp. 93-98. El hispanista inglés ve también en esta crítica dardos dirigidos contra Malón de Chaide. 25 Ver Ronquillo, 1980, pp. 81 y ss.

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te, cuando al final de la novela la protagonista se jacta de su situación de pícara casada con el pícaro por excelencia. Las afirmaciones que acabo de comentar, sobre todo la última, demuestran bien a las claras que para el autor esta obra se constituye en un juego literario con el que pretende divertir a su aristocrático público. El autor se muestra consciente de que a este lector no le interesan los sermones, que le aburren («no hay quien se arrastre a leer un libro de devoción»), sino que busca en la literatura un medio para divertirse, y esto es lo que pretende ofrecerle: «este juguete, que hice siendo estudiante en Alcalá» (p. 73). Por ello, la finalidad de su libro es la diversión: Pues con esto entenderán los que en vos vieren mis obras, que no les quiero dar pena, sino buenas nuevas, como el dios Mercurio; que les hablo con donaire y gracia y sin daño de barras; que, si con lisonjas unto el casco, por lo menos no es unto sin sal; que, si amago, no ofendo; que, si cuento, no canso; que, si una liendre hurto a la fama de alguno, le restituyo un caballo; que con los discretos hablo bien, y con los necios hablo en necio para que me entiendan. En fin, todas son gracias de Mercurio, y si doy algún disgustillo, es con palo de oro, que es como palos de dama, que ni dañan ni matan (p. 127).

Aquí se halla perfectamente resumido el ideario del autor: su libro pretende alegrar la vida a sus lectores sin pretender en ningún momento dañar la fama, la honra de los caballeros a los que alude o puede aludir en el transcurso de la novela.Y para hacerlo escribe su obra en un estilo burlesco, pero eutrapélico. Si creemos en la sinceridad de estas manifestaciones, tendríamos que insertar la obra en la tradición del humor que defendían los manuales de cortesanos desde El cortesano de Baldassare de Castiglione26, pues el hombre discreto gusta de entretenimientos y burlas, y además «libra en el gusto salud, refrigerio y vida» (p. 538), tal y como mantenían los médicos desde la Grecia clásica, aunque el narrador cita a doña Oliva27, y como afirma uno de los personajes del Aretino para quien «el médico debe ser agudo, di-

26

Oltra, 1985, p. 206, afirma que La pícara Justina se opone al Galateo de Lucas Gracián Dantisco. 27 En realidad se trata de la Nueva filosofía de la naturaleza del hombre de Miguel Sabuco, que durante muchos años fue atribuido a su hija Oliva.

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charachero y lleno de ocurrencias»28. Pero el humor eutrapélico no se corresponde, como veremos más adelante, con el que desarrolla el autor en esta novela, aunque Justina defienda que aunque las mujeres no saben «artes ni toldogías, pero un buen discurso y una eutrapelia bien se nos alcanza» (p. 538). Las diferentes referencias a un humor inofensivo, los «palos de dama», de los que hablaba el narrador, no aparecen nunca en la obra, en la que abundan más bien las burlas de sal gorda, propias del humor bufonesco carnavalesco utilizado en La pícara y más acordes con el estamento al que pertenecen los personajes de la novela y al propio género picaresco. Una vez desechada la intencionalidad moral de la novela, nos queda la intencionalidad burlesca como el motor fundamental de este texto. El humor es usado como instrumento para hacer pasar un buen rato al grupo aristocrático al que iba dirigida la obra y que reconocería perfectamente a los blancos a los que se aludía en cada recoveco de la novela. La obra está llena de estas alusiones que harían reír a carcajadas a los lectores que identificarían sin dificultad alguna al personaje objeto de la burla «eutrapélica» del autor. Quizás el mejor ejemplo de esta práctica burlesca lo tenemos en el personaje de Perlícaro, introducido en el capítulo primero del libro primero, al que se describe de la siguiente manera: Comenzó a retorcer y hilar un bigote más corpulento que maroma de guindar campanas, mirando de lado y sobre hombro, como juez de comisión a criados alquilones, torcido el ojo izquierdo a fuer de ballestero, cabizbajándose a ratos más que oveja en siesta, volteando la lengua sobre el arco de sus dientes con más priesa que perro de ciego cuando salta por la buena tabernera, con un si es no es de asperges de narices, hablando gangoso como monja que canta con antojos (p. 137).

Anteriormente se le había calificado de «fisgón», «perro ladrador» y pícaro, cuya dama tenía por nombre doña Almirez. La crítica baraja tres hipótesis: para Bataillon, se trata de Quevedo29, personaje que se estaba a dando a conocer en aquellos momentos entre los cortesanos, y al que descubrimos por ser cojo, por su bigote, su gran nariz y sus anteojos, y también por la alusión a «cuellidegollado» que haría re28 29

Aretino, Las seis jornadas, p. 431. Bataillon, 1982, p. 30.

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ferencia a su falta de dinero, punto por el que más tarde le atacarían al escritor madrileño en el Tribunal de la justa venganza30. Para Francisco Márquez Villanueva el personaje caricaturizado es Mateo Alemán y doña Almirez sería su concubina, Francisca Calderón31; para este estudioso los títulos de Perlícaro como literato, médico, filósofo y ortógrafo se corresponde perfectamente con la labor del novelista sevillano. Sin embargo, Claude Allaigre y René Cotrait se alejan de la posibilidad de un retrato literario y defienden que Perlícaro se refiere al miembro viril y que doña Almirez sería el sexo femenino32. Creo que cualquiera de las dos primeras interpretaciones puede ser correcta, porque los rasgos del personaje podrían aplicarse a ambos escritores. No se detienen aquí las identificaciones, sino que José Miguel Oltra va más allá y trata de extender las sátiras personales a otros miembros del grupo de Alemán: así Antón Pintado sería el alter ego de fray Andrés Pérez; Marcos Méndez Pavón, el de Francisco Vallés, y, por último, Martín Pavón, el de Cristóbal Pérez de Herrera33. Con estas alusiones se demuestra que la sátira de La pícara abarcaría al mundillo literario de la España de principios del siglo XVII. No nos puede sorprender la aparición de la sátira literaria en un texto bufonesco, sobre todo si nos remontamos a los ataques que se cruzaron Antón de Montoro y el comendador Román a finales del siglo XV, ataques con los que pretendían entretener a los cortesanos del entourage de los Reyes Católicos. Por ello no estoy de acuerdo con la opinión de Márquez Villanueva que pretende ver en estas sátiras una contradicción entre el interés por crear una obra de entretenimiento, que persigue el éxito de público, y la polémica literaria que se dirigiría a especialistas en literatura34: el público cortesano también disfrutaba de estas controversias y ataques entre escritores que vivían, en muchas ocasiones, a su amparo. Por otra parte, las descripciones de la narradora de estos personajes/escritores producirían la risa en el lector no

30

Pacheco de Narváez, Tribunal de la justa venganza, p. 47: «porque siempre fue en las universidades un pobre capigorrón y mísero porcionista». El escritor recoge aquí unas acusaciones que ya se le habían hecho a Quevedo en Castigo essemplare de calumniatori. 31 Márquez Villanueva, 1983. 32 Allaigre y Cotrait, 1979, pp. 34-44. 33 Oltra, 1985, pp. 80-93. 34 Márquez Villanueva, 1983, p. 431.

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iniciado, resultado del humor producido por la caricaturización y las burlas a las que son sometidos; de esa manera, podemos reírnos con el personaje de Perlícaro sin saber si alude a Quevedo, a Mateo Alemán o si se refiere al pene. La sátira literaria y personalizada se constituiría, pues, en una faceta más del humor bufonesco que domina la narración de esta seudo autobiografía de Justina. Pero para establecer la continuidad de esta novela con las anteriormente estudiadas del Lazarillo de Tormes y el Guzmán de Alfarache y la tradición de la literatura de bufones de los siglos XV y XVI, me interesa prestar más atención a otros rasgos que se dan en estas obras del género picaresco.Y en primer lugar, creo que el tema fundamental en La pícara es el de la burla del linaje.Ya vimos cómo el tema se había iniciado en el Lazarillo con un linaje manchado religiosa y socialmente, pero tratado por parte del escritor anónimo de una forma seria en general, aunque aparecen ciertas gotas de humor. Este tratamiento «serio» lo había roto Alemán con las alusiones a la casa noble de los Guzmán por parte de su abuela materna, tal y como he analizado en el capítulo anterior. Pero el autor de La pícara debía tratar el tema de los linajes desde dos perspectivas diferentes: una, la iniciada por el Lazarillo de crear unos antepasados indignos, manchados que pudieran explicar la degeneración, la indignitas hominis en que vivía el pícaro; la otra, la que habían establecido Antón de Montoro o Francesillo de Zúñiga, el bufón de Carlos V, de burlarse de la obsesión nobiliaria de los europeos de la época, estableciendo un grado de equiparación social entre la aristocracia, supuestamente «limpia», y los bufones «manchados». Esta mezcla de ambas tradiciones representa la aportación fundamental de la Pícara Justina a la evolución del género picaresco. Quizás el caso más claro de la fusión de ambas tradiciones lo encontramos en una afirmación que, a lo que se me alcanza, no ha despertado el interés de ninguno de los estudiosos de la novela. En el capítulo segundo, después de haber presentado a su padre, se prepara para hacer lo mismo con su madre; después de las redondillas introductorias del capítulo le suelta al lector: Ya sabes quién fue Fernando, no puedo absconderte a Isabel (p. 207)

La alusión no puede ser más clara y más irreverente: está comparando a sus padres con los Reyes Católicos. De una manera burlesca

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ha colocado a sus progenitores, mesoneros ladrones y de sangre manchada, con los monarcas católicos por antonomasia, aunque de todos era bien conocida la ascendencia judía de don Fernando. En cierto sentido, esta comparación nos recuerda a aquellas hipérboles sagradas de la poesía cancioneril del siglo XV en la que poetas, sobre todo de origen judío, igualaban a la reina Isabel con la Virgen María35. Pero además el autor debía tener en cuenta las ideas expresadas por algunos escritores del XVII, como el que afirma: «Todos cuantos hay en el mundo tienen antecedentes hasta topar en Adán; la diferencia es que unos se conocen y otros se ignoran»36. Ninguno de los bufones escritores anteriores a 1605 se había atrevido a llegar tan alto; ya hemos visto en el primer capítulo como Francesillo de Zúñiga se autonombraba «duque de Jerusalén por derecha sucesión, conde de los dos mares Rubén y Tiberiades» y decía descender del linaje de los reyes godos37, pero en ningún momento individualiza esa relación con ningún monarca en particular. Esta afirmación de Justina sólo puede explicarse en el contexto de la corte austriaca, concretamente la de Felipe III. Los miembros de la nobleza permitirían que un bufón pudiera desacralizar la católica monarquía en esta forma, porque, al fin y al cabo, estas palabras están escritas por un individuo al que se le permite una gran libertad de expresión, como se ve en las siguientes palabras de Pasquín, bufón calderoniano, a la reina Catalina: permíteme que hable un poco; pues con causa me provoco, porque en precepto tan fiero si no digo lo que quiero, ¿de qué me sirve ser loco?38.

35

Sobre estas hipérboles, ver María Rosa Lida, 1977. Zabaleta, El día de fiesta por la mañana, p. 266. Caro Baroja, 1991, p. 171, recuerda que Diego Matute de Peñafiel, canónigo en Baza, publicó un libro en 1614 en el que estableció una genealogía de Felipe III, en la que afirmaba que entre el monarca español y Adán había 118 sucesiones, y entre el duque de Lerma y el mismo Adán 121. 37 Ver página 49 del presente libro. 38 Calderón de la Barca, La cisma de Ingalaterra, p. 97. 36

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Ninguno de los otros novelistas picarescos hubiera podido arrogarse la libertad de semejante broma; este era un territorio que sólo podían transitar aquellos individuos cuya profesión consistía en hacer reír a los poderosos. Pero no esta la única ocasión en que Justina transgrede los límites del orden estamental establecido, aunque en ocasiones posteriores sus dardos no apuntan tan alto. Sus ínfulas de grandeza llevan en un momento a la protagonista a expresar su deseo de ser duquesa de Alba, de Béjar o de Feria (p. 612); todas ellas hijas del los duques del Infantado en el momento en que se escribe y publica la novela. Esta afirmación refleja el anhelo de casi todos los protagonistas del género picaresco de medrar, pero en el caso de La pícara la originalidad se da en que Justina pretende convertirse en una condesa o duquesa ya existente, no le basta la vaguedad de sus compañeros masculinos; el carácter de bufón del autor le autoriza a tomar como referentes personas que realmente existían y que podían ser lectoras de las burlas de su heroína. En otro momento de la narración aparecen mencionadas: la marquesa del Gasto, la de Trapisonda y de la Piojera y, por último, la condesa de Gitanos. En este caso, de manera divertida, vuelve a unir en la pícara los títulos nobiliarios con elementos poco aristocratizantes: los piojos o los gitanos, por ejemplo. Es una nueva forma de rebajar a los diferentes miembros de la nobleza al escalón manchado en que se halla la protagonista. Forma de rebajar que vamos a observar también en romances de germanías o en jácaras, donde los jaques y las coimas pretenden ser hidalgos y descender los visigodos, como el Montilla de una jácara quevediana que pretende emparentar con la casa noble de los Ponce de León: «Ponce se llamó mi padre, / y los muchachos lo Ponce / lo juntaron a Pilatos, / echándolo yo a Leones»39. También se trata el tema en el teatro breve; como lo demuestra el entremés La casa de los linajes, de Calderón de la Barca, donde se da el don a un a mondonguera40; esto es, una cocinera y vendedora de callos.

39

Quevedo, Poesía original completa, p. 1223. Calderón, Entremeses, 1982, p. 287: «JUANA. … hombre pobretón, en fin, / que ignora que doña Juana / me suelen llamar a mí? D. TRISTÁN. Pues ¿no te acuerdas, Juanilla, / de que yo te conocí / hija de una mondonguera?». 40

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Pero, sin duda, el fragmento burlesco más interesante en el tema de la burla a la nobleza castellana de su época lo constituye la siguiente enumeración: Yo confieso que este es un tiempo en que el zapatero, porque tiene calidad, se llama Zapata, y el pastelero gordo, Godo; el que enriqueció, Enríquez, y el que es más rico, Manrique; el ladrón a quien le lució lo que hurtó, Hurtado; el que adquirió hacienda con trampas y mentiras, Mendoza; el sastre, que a puro hurtar girones fue marqués de paño infiel, Girón; el herrador aparroquiado Herrera; el próspero ganadero de ovejas y cabras, Cabrera; el vaquero, rico de cabezas irracionales y pobre de la racional, Cabeza de Vaca; y el caudaloso morisco, Mora; y el que acuña más moneda, Acuña; quien goza dinero, Guzmán (pp. 169-170).

La enumeración nobiliaria forma parte de una serie literaria de lo que se ha dado en llamar «motejar de linajes»41, ejercicio reservado en las cortes europeas «a los que viven dello, que aunque más os digan, no os puede perjudicar, antes merecen ser premiados si dizen graciosamente»42. El autor de La pícara Justina utiliza este recurso del mote, propio de los bufones palaciegos, para dar un repaso a las familias más importantes de la aristocracia castellana. No veo aquí una doble intención al comparar oficios humildes y, a veces, con muy mala fama con los apellidos ilustres. Ciertamente, como han demostrado los historiadores de la época, existía una corriente de opinión que homologaba riqueza con nobleza, como exponía Juan Benito Guardiola en su Tratado de la nobleza y de los títulos, obra impresa en 1591, donde afirmaba: «harto es de buen linaje el que es rico, aunque todas sus riquezas las haya hurtado con usuras y tratos prohibidos»43. En esa dirección parece manifestarse el autor de La pícara cuando afirma que en el mundo existen dos linajes: los que tienen y los que no tienen (pp. 165-166). Semejante división es corriente en los escritores de la época; sin ir más lejos también aparece en el Quijote cervantino. Se trata de la constatación del poder que ha ido adquiriendo la riqueza a la hora de establecer el escalafón social; en este sentido, son muy significativos los dos últimos apellidos de la lista: Acuña y Guzmán, am-

41 42 43

Sobre este tema, ver Chevalier, 1992, pp. 58-63, y Egido, 1996. Gracián Dantisco, Galateo español, p. 148. Citado por Egido, 1996, p. 22.

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bos con referencia al dinero. También es interesante la aparición de Mora, asociado a los moriscos, que podría hacer referencia a todos aquellos cristianos nuevos que ascendían socialmente gracias a la acumulación de riquezas: la famosa venta de títulos y señoríos que tanto se prodigó a partir, sobre todo, del reinado de Felipe III, aunque se había ya iniciado en el siglo XVI, época en la que ya muchos hombres de negocios importantes optaron por «abrazar el estatuto nobiliario»44. Del resto de los apellidos habría que destacar los de dos de los oficios con peor reputación en la época: los sastres y los pasteleros. A los primeros se les acusaba de ladrones y a los segundos, de rellenar sus pasteles con carnes de no muy buena calidad, cuando no humana, como se insinúa en el Buscón. En este apartado de la burla de los linajes tenemos que dedicar una especial atención a don Rodrigo Calderón, marqués de Siete Iglesias, personaje al que precisamente se le dedica la novela45. Durante años se consideró la novela como una obra elogiosa para Calderón, pero desde hace poco tiempo los estudiosos de La pícara han revisado esta idea y la consideran como una obra escrita precisamente contra el favorito del duque de Lerma y a favor de la casa de los Enríquez, cuyos miembros ostentaban el Almirantazgo de Castilla46.Yo disiento de esta opinión: no creo que la obra fuera escrita contra nadie, sino que su intencionalidad bufonesca fue reírse de una serie de prácticas y personajes de la época.Y una de estas prácticas fue la de los que pretendían crearse un linaje noble y como prueba de ello se dotaban de un escudo de armas. Que la práctica estaba muy extendida lo demuestra el escudo de Lope de Vega aparecido en las páginas de su Arcadia, que propició un ataque de Góngora en un divertido soneto47. La primera burla a don Rodrigo la constituye la impresión del escudo en la portada de la primera edición publicada en Medina del Campo en 1605. Pero hay otra referencia interesante que, aunque no menciona

44

Sanz Ayán, 1999, p. 167. Ver también Domínguez Ortiz, 1973, pp. 72-76, y 1985, pp. 55-96, Maravall, 1968 y Soria Mesa, 2007, pp. 252-260. 45 Sobre este personaje y su relación con López de Úbeda, ver Bataillon, 1982, pp. 79-102. 46 Oltra, 1985, p. 41. 47 El soneto comienza: «Por tu vida, Lopillo, que me borres / las diez y nueve torres de el escudo. / Porque, aunque todas son de viento, dudo / que tengas viento para tantas torres». Sobre esta polémica, ver Orozco Díaz, 1973, pp. 99-101.

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directamente a su protector, sí se puede entender como otro dardo burlesco. Me refiero a la anécdota que narra Justina del sastre de la Picardía, llamado Pimentel, que se hizo poner en su casa el escudo de armas de los Pimenteles. Cuando la justicia le interrogó sobre este asunto su respuesta fue: Señor, las razones que me han movido a que lo escrito sea escrito son tres: la primera, que el cantero las puso; la segunda, porque me costó mi dinero; la tercera, que lo mandé hacer por mi devoción y en memoria de las muchas veneras que traje en mi sombrero, yendo y viniendo en romería a Sanctiago tres veces, en los cuales viajes me hice rico con limosnas, y en agradecimiento y reconocimiento pongo estas veneras.Y el que me quisiere quitar mi devoción no está dos dedos de hereje (p. 164).

La anécdota del sastre picardo refleja a la perfección los elementos humorísticos que caracterizan la novela. En primer lugar, el escritor ha elegido como lugar de origen la región francesa de Picardía, y aquí debemos recordar que uno de los orígenes que se atribuye a la palabra pícaro es picard48, y la profesión del individuo la de sastre, oficio de mala reputación. Por tanto, este personaje no puede tener un origen más ínfimo y miserable. Habría también quizás que añadir la mala reputación de que gozaban los franceses entre los españoles en los siglos XVI y XVII49. Pero lo que resulta más interesante, y a la vez bufonesco, es el apellido elegido por el autor: Pimentel, que pertenecía a los duques de Benavente. El apellido corresponde a una de las familias que más influencia ejercían en el reinado de Felipe III; en 1605 el título lo ostentaba don Juan Alonso Pimentel Herrera, quinto duque de Benavente. La elección de esta familia de la alta nobleza castellana constituiría otro ejemplo de alusión a ciertos hechos acaecidos en la corte que desgraciadamente nos son desconocidos, pero que no lo serían para el lector iniciado contemporáneo.

48 Sobre las diferentes teorías acerca del origen de la palabra pícaro, ver Del Monte, 1971, pp. 11-13. 49 Ver Herrero García, 1966, pp. 395-416. Como ejemplo basta mencionar el cuadro XXXI de La Hora de todos de Quevedo, p. 275, donde el Español afirma: «Y ahora veo que los Franceses sois los piojos que comen a España por todas partes y que venís a ella en figura de bocas abiertas, con dientes de peines y muelas de aguzar».

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Otro aspecto interesante de esta anécdota lo encontramos en la segunda de las razones que da el sastre: porque lo he comprado. No creo que se pueda dudar de la alusión que hace el autor a aquellos individuos que compraban con dinero sus títulos. En este caso, el escritor bufón aludiría claramente a su protector, don Rodrigo Calderón que, gracias a la protección de Lerma, fue acaparando títulos, para lo que primero hubo de ser envestido con el hábito de Santiago que tardó algún tiempo en llegar, pues no le fue concedido hasta el año de 161150, lo que le permitió aspirar a los títulos de marqués, primero, y de conde, después. Todas estas alusiones a los dudosos méritos nobiliarios de Calderón tienen su inicio en la dedicatoria en la que se hiperbolizan irónicamente los méritos aducidos por don Rodrigo para ostentar su nobleza; las referencias a sus «linajes tan antiguos como nobles y tan nobles como antiguos», de los que no debía estar tan orgulloso ni seguro, si creemos a Quevedo que escribió: Fue don Rodrigo Calderón hijo de Francisco Calderón, hombre honrado y de gran virtud, y de una señora flamenca principal, mas su altivez le puso en cuidado (para proporcionar su persona con su fortuna) de buscar padre. Y así uno de los delirios de su vanidad y ambición fue achacarse por hijo del duque de Alba viejo, queriendo más ser mocedad del duque que bendición de la Iglesia51.

El intento fracasado de emparentar con la casa de Alba demuestra la obsesión por medrar que manifestaba el favorito del duque de Lerma y explicaría la desproporción de los elogios de la dedicatoria, así como el tratamiento del episodio del escudo del sastre de la Picardía. Para este bufón estos episodios servían únicamente para hacer reír a sus lectores, conocedores de las circunstancias que rodeaban la existencia de uno de los hombres más poderosos en los primeros años del reinado de Felipe III.

50

Bataillon, 1982, pp. 80-82. Quevedo, Grandes anales de quince días, pp. 88-89.Ya Cabrera de Córdoba, Relaciones, p. 497, había escrito: «Aquí anda plática que don Rodrigo Calderón ha probado en Flandes ser hijo del duque de Alba, don Fadrique, cosa que causa admiración a muchos que se haya querido poner en esto». Las circunstancias de su nacimiento las relata Jerónimo Gascón, Nacimiento, vida, pasión y muerte de don Rodrigo Calderón, p. 1. 51

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Las burlas sobre su nacimiento y su ennoblecimiento podrían tener su colofón en un episodio que narra Justina, según el cual Como el otro, que dijo haber descendido su linaje de la casa de los reyes de Aragón, y fue porque algunos de sus antepasados, mozos de caballos de la casa Real, huyendo, de miedo de sus amos, se hicieron descolgar en unos cestos desde la muralla abajo, y esto fue descender de la Casa Real (p. 165).

Antonio Rey Hazas en la nota a este pasaje apunta la posibilidad de que se refiera a algún personaje de su época. Hasta lo que a mí se me alcanza nadie ha logrado descifrar este pasaje. Me parece que el otro al que alude Justina no es otro que don Rodrigo Calderón. Los datos en los que me baso son: en una encuesta de 1611 llevada a cabo para otorgar a don Rodrigo el hábito de Santiago, un testigo afirma que una mujer le había dicho que ella lo había «sacado por una ventana» para escapar del motín de Amberes de 157652; el propio Calderón confesaba, según Novoa, que «en los primeros alientos de su infancia bajó rodando las murallas en una sedición popular»53 (se refiere a las murallas de Amberes). Por tanto, aquel individuo que se descolgó, o descolgaron, por la ventana de una muralla huyendo de miedo no sería otro que el favorito de Lerma. Por otra parte la referencia a los antepasados, mozos de caballos, podría aludir a la profesión militar de los miembros de la rama paterna de su familia: su padre, concretamente, don Francisco Calderón sirvió como soldado al rey en Flandes, y un tío, don Juan de Aranda y Sandelín (de la rama materna) fue Maestre de Campo54. Todos estos datos apuntan, a mi entender, a que nos encontramos ante otra burla sobre las pretensiones nobiliarias del Marqués de Siete Iglesias, burla basada en datos que, como hemos visto, serían sin duda conocidos por los cortesanos, a quienes el autor hacía un nuevo guiño. No se acaban aquí las pullas lanzadas por el autor a los españoles de la época por su obsesión nobiliaria. Se encuentran a lo largo de esta «fête aristocratique carnavalisée»55 muchas otras referencias a este

52

Citado por Bataillon, 1982, p. 85. Novoa, Historia de Felipe III, p. 119. 54 Bataillon, 1982, pp. 83-84. 55 Torres, 2002, p. 22. 53

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tema, aunque ya sin personalizar, o al menos eso creo, sus ataques. Hay que destacar el episodio de los asturianos (pp. 616-621), perteneciente al libro III, «de la pícara romera». El episodio lo analizó detalladamente Marcel Bataillon, cuya lectura creo acertada56. La burla afecta en este caso a toda la nobleza española y se inscribe en esa tradición que había iniciado don Francesillo de Zúñiga de considerarse descendiente de Pelayo. La figura del caudillo visigodo vencedor de los árabes e iniciador de la Reconquista se veía como uno de los hitos fundamentales del goticismo español y como columna en la que se asentaba la nobleza castellano-leonesa. Pero también este hecho proporcionaba a los habitantes de la Montaña la condición de hidalgos, aunque como afirma Domínguez Ortiz, en realidad un poco menos de la mitad de la población de las provincias cantábricas «era hidalga»57. A partir de este hecho, el autor de La pícara Justina decide burlarse de las pretensiones nobiliarias de sus contemporáneos introduciendo a un grupo de ridículos personajes procedentes de Asturias, que ejemplifican las prácticas corruptivas de que se servían ciertos individuos para lograr la ascensión social. Los asturianos con los que se encuentra Justina llevan espadas de madera, que le sirven al autor para ridiculizar a estos nobles que ya no sirven para guerrear, y que se convierten en los representantes de un fenómeno de huida de la guerra que preocupaba al rey y a sus ministros58. Pero la espada de madera es símbolo también de la pobreza en la que vivían estos hidalgos montañeses, de la que se hizo eco la literatura de la época. Estos asturianos se dirigen a la Isla de los Sombreros, es decir a la Corte donde esperan conseguir su reconocimiento nobiliario con la consecución de un hábito de una de las tres órdenes militares (la Isla Pañera). En esta última referencia podía tener en mente a su protector que en la época en que se escribió la novela aún no había conseguido el ansiado hábito de la Orden de Santiago. A continuación, aparece la tercera isla la del Cuerno, una clara alusión a que, en ocasiones, para conseguir este hábito los hombres habían de perder su honor marital. La relación entre los cuernos y los nobles ya la había destacado otro mé-

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Bataillon, 1982, pp. 127-144. Domínguez Ortiz, 1973, p. 27. Sobre las causas de la apatía guerrera de la nobleza, ver Maravall, 1984.

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dico chocarrero, Francisco López de Villalobos, que afirmaba que los grandes son los que con mejor paciencia sufren el cuerno, y que más presto han gana de satisfacerse con cualquiera excusación que les den; y de aquí viene que sus mujeres se les atrevan a ellos mucho más que a los ruines hacen sus mujeres59.

Lo que resalta en este episodio el autor de la novela es la indignidad que acarrea en ocasiones la consecución de las prebendas nobiliarias, y lo presenta desde una perspectiva bufonesca, caricaturizando una realidad social trascendental. Pero no termina aquí su visión sobre el tema, sino que al final de la conversación entre los asturianos y Justina leemos: Preguntele que por qué hablaban siempre en tonillo de pregunta.Y dijo que, como tienen fama de que yerran mucho, preguntando siempre pueden decir que quien pregunta no yerra, si no es que pregunte lo otro, que ya me entiendes (p. 619).

El autor se refiere aquí a los cuestionarios de las pruebas genealógicas que debían contestar todos aquellos que aspiraban a un título nobiliario. De nuevo, nos hallamos ante una posible referencia a Rodrigo Calderón que habría contestado estos cuestionarios en su pretensión de medro social y que quizás habría mentido, pues en el momento de su matrimonio en 1601 con doña Inés de Vargas y Carvajal se declara vallisoletano60, escondiendo su auténtico lugar de nacimiento: Amberes. La tradición bufonesca que le obligaba a burlarse de la nobleza y de la limpieza de sangre se cierra, pues, con este episodio de los asturianos en el que ha resumido los males, las corrupciones que pervertían el sistema estamental. La conclusión que se deduce de ello es que todos los cortesanos tienen la sangre manchada, como ya habían demostrado anteriormente textos como El Libro Verde de Aragón, de principios del siglo XVI, o el Tizón de la nobleza de España, obra que

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Citado por Márquez Villanueva, 1979, p. 239. El documento lo publicó Alonso Cortés, 1941.

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refleja «el turbulento entramado cortesano de la nobleza de Felipe II»61, escrita como venganza política: Por haberle negado dos hábitos a dos sobrinos suyos, hijos del marqués de Cañete su hermano, por decirse que no eran limpios por uno de sus abdorios, y quiso significar a S. M. que los linajes más ilustres tenían cosas semejantes, y no les impedían para hábitos militares, ni otras dignidades que S. M. pudiera darles62.

Este libelo se atri bu ye al cardenal Francisco de Mendoza y Bobadilla y muestra bien a las claras que las burlas del autor de La pícara Justina no iban descaminadas y que en una corte donde todos tenían antepasados que esconder esta novela pretende reírse de un tema que todos los cortesanos se tomaban muy en serio; y que únicamente a un bufón se le permitía tomar a chacota ciertos asuntos. La tradición picaresca obligaba a la protagonista a declarar su origen y presentar al lector a sus progenitores. Mateo Alemán había dado un paso más y llegó a insinuar burlescamente, eso sí, la personalidad del abuelo de su pícaro. El autor de La pícara debía ir más allá, se lo exigía su condición bufonesca.Ya no bastaba con presentar detalladamente a sus progenitores ni siquiera con hacer una alusión a un posible abuelo, la dinámica de la evolución del género obligaba al autor a ahondar más en la historia de su linaje; eso sí con la aproximación burlesca que había dado a la seudo autobiografía. Aproximación burlesca que contenía un componente lúdico, como ya hemos visto. Por ello la narradora cuestionará su propia relación en lo referente a este tema: Mas ¿qué hago? ¿Historia de linaje (y linaje proprio) he de escribir? ¿Quién creerá que no he de decir más mentiras que letras?, que si el pintar (que es poco más que acaso) es al tanto del querer, el hacerse uno honrado (que es cosa tan pretendida), ¿quién habrá que no lo ajuste con su gusto, aunque sea necesario desbastar la verdad para que venga al justo? (p. 162).

61 62

Infantes, 1984, p. 116. Citado por Infantes, 1986, p. 123.

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La lectura que hacemos de este fragmento no puede ser más clara: si los nobles y otros “respetados” miembros de la sociedad mienten en lo relacionado con su origen, ¿por qué no puede hacer lo mismo la narradora? ¿Por qué no puede adaptar sus ancestros a sus propias necesidades burlescas? Por tanto, lo que va a hacer es presentarnos un «abolengo parlero» y un «abolengo festivo», en el que lo único que es seguro es que Justina es «pícara de ocho costados» (p. 170), pero las referencias a sus abuelos, bisabuelos y demás parentela la ha manejado para hacernos reír. José Miguel Oltra pretende ver en alguno de los antepasados de Justina alusiones a la ascendencia de Rodrigo Calderón63. Es posible que exista alguna, aunque no me atrevo a afirmarlo con total certeza. Lo que me interesa en este punto es analizar la vertiente bufonesca del árbol genealógico de la protagonista. La historia familiar de la pícara comienza con el padre, Diego Díez, natural de Castillo de Luna, pueblo con el que se ha escrito que alude a don Álvaro de Luna64. La caracterización de sus antepasados por el lado paterno se centra en dos puntos: su oficio y su muerte, tratada siempre de una forma burlesca, que casi podríamos calificar como grotesca. De su abuelo sabemos que era vendedor de barquillos y jugador y que fue ahogado en Barcelona «por un rufo», con el que tuvo unas palabras (p. 174). La historia de su bisabuelo está narrada con una mayor concisión, pero de una manera mucho más jocosa: era un titiritero de muy baja estatura, parlanchín y mujeriego, que terminó sus días sifilítico y loco, embistiendo su cabeza contra una cruz de piedra, diciendo: «¡Apera que te aqueno!» (p. 175); es decir: espera, que te acuerno. Su tatarabuelo era un ladrón de bolsas al que se le fueron acumulando las desgracias, hasta que murió en Guadalupe chamuscado por el sol, que «como le vio un día en una higuera, redondito, arrugado y negro, pensó que era higo pollino y pasole desta vida a la otra» (p. 178). Bataillon piensa que en realidad este tatarabuelo de Justina pudo ser ajusticiado en 1485 en auto de fe de la Inquisición celebrado precisamente en Guadalupe65. Pero no se termina aquí la historia de sus antepasados paternos, ya que

63

Oltra, 1985, pp. 68-69. Torres, 2002, p. 122. 65 Bataillon, 1982, pp. 30-31. 64

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De los otros abuelos de parte de padre, no sé otra cosa más de que eran un poco más allá del monte Tabor, y uno se llamó Taborda. Y así, si no se hallaren en este catálogo, hallarse han en el que hizo el presidente Cirino, que ellos y los chuzones están en una misma hoja (p. 178).

Con el humor característico de los bufones Justina ha reconocido al lector el carácter judaico de sus antepasados, mediante la alusión al monte Tabor, lugar donde sucedió el milagro de la transfiguración, y al gobernador de Siria, Publio Sulpicio Cirino, que ordenó el empadronamiento de todos los hebreos de Judea el año del nacimiento de Jesucristo. De esta manera, Justina asume su pasado judío sin ningún tipo de pudor, tal y como habían hecho anteriormente bufones como Antón de Montoro o Francesillo de Zúñiga66. Se trata de un claro ejemplo de la indignitas hominis, por lo que Justina no muestra ningún reparo en echarle en cara al lector su pasado impuro, pues al fin y al cabo sus lectores comparten esa mancha, aunque pretendan esconderla: Justina es una pícara y, por tanto, acepta con toda normalidad su pasado.Y no sólo lo acepta, sino que se ríe de él y lo presenta de manera risible a sus lectores, sobre todo a los cortesanos, cuyo estatus dependía de la limpieza de su linaje. Los antepasados de la rama materna, el «abolengo festivo», pertenecen también al grupo de los judíos conversos que se «quedaron en España por amor que tomaron a la tierra y las muestras que dieron de christianos» (p. 178). Los antepasados ejercieron oficios poco edificantes y sus muertes también ocurrieron en circunstancias ridículas. Su abuelo era barbero y gran aficionado a la música y a las comedias, de hecho murió al caerle una teja cuando estaba representando una pieza corta (entremés, baile o jácara). El bisabuelo era un vendedor de máscaras que murió por una bebida dulce demasiado fría. El más interesante de los familiares maternos resulta ser el tatarabuelo que ejercía de gaitero, tamboritero y «muñidor de matrimonios» en Malpartida, pueblo cercano a Plasencia. José Miguel Oltra cree ver en la profesión de celestino de este antepasado de Justina «una velada alusión a la desproporción de algunos matrimonios, realizados con un fin de medro», incluso podría aludir al del propio don Rodrigo con doña Inés de Vargas67. La muerte de este personaje adelanta en cierto sen66 Ver 67

Roncero, 1993. Oltra, 1985, p. 68.

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tido la que va a sufrir la propia madre de la protagonista, pues la causa fue una flauta que le clavó en el garguero un hidalgo en el día del Corpus Christi; la muerte se produjo al sacarle de un golpe el instrumento un tabernero como si se tratara de un embudo «y junto a ella, revuelta, aquella animita saltadera, trotadera, brincadera, bailadera, sotadera, que parecía un azogue» (p. 188). Con este antepasado se termina la lista burlesca de la familia de Justina. El autor ha escogido oficios marginales y muertes esperpénticas para provocar la risa en su público. El novelista comprendió que su protagonista tenía que provenir de un origen manchado, de ascendencia conversa para seguir el camino iniciado por la tradición bufonesca y por el Lazarillo y el Guzmán. De esta manera se podía explicar la actitud y el comportamiento de Justina, así como alguno de sus episodios vitales, como el momento en que se hace pasar por morisca para heredar a la vieja con la que vivía. Sólo desde un origen manchado tenía coherencia esa asunción de una personalidad marginada y despreciada, y sólo se podía llevar a cabo con éxito en una sociedad en la que el «caudaloso morisco» se apropia de un apellido ilustre, Mora. Los padres de Justina ejercen el oficio de mesoneros, oficio de no muy buen reputación en la literatura de la época, como podemos apreciar en las novelas picarescas anteriores o en el mismo Quijote. La elección de este oficio sirve para acentuar el carácter converso de la familia de la pícara. El novelista reconoció la importancia que el mesón juega en los dos antecedentes del género: en el Lazarillo por el oficio de moza de mesón de la madre del protagonista; en el caso del Guzmán por representar el lugar en el que la crueldad de la sociedad barroca es introducida al pícaro. El mesón es el lugar de encuentro de toda clase de gentes (nobles, religiosos, plebeyos, delincuentes), el lugar donde el engaño campa por sus anchas; es el centro del universo social, como lo demuestra el título de la obra de Fernández de Ribera, El mesón del mundo68. Esta concepción negativa del mesón se aprecia claramente en el capítulo tercero del libro primero, en el que se califica 68 Recuérdense las palabras del «Prólogo introductorio»: «Pues si el Mundo por tantos títulos es en la vida humana un mesón donde el sabio es peregrino para no detenerse, y el ignorante para olvidarse morador, bien podemos comparar un mesón al mu n d o, pues cualquiera de los que en él se cursan un Mundo es abreviado»; Rodríguez de Ribera, Los anteojos de mejor vista. El mesón del mundo, p. 77.

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al mesón como «purgatorio de bolsas» (p. 192) y en el que se recogen los consejos del padre a sus hijas sobre cómo engañar a los huéspedes.Todo ello califica perfectamente el estatus moral de ambos progenitores. Poco se nos dice de su vida, de su forma de actuar; en este punto, el autor de La pícara Justina se aleja de sus modelos picarescos que habían dotado de una personalidad más nítida a sus padres, sobre todo a la madre. Pero en el caso de Justina es el padre el que obtiene un mayor protagonismo, aunque no lleguemos a conocerlo demasiado. Lo interesante en ambos casos es su forma de morir. Al igual que había sucedido con sus abuelos, bisabuelos y tatarabuelos, Diego Díez y su esposa tienen un final grotesco que provoca en el lector la carcajada. En la descripción de ambos sucesos la protagonista se regodea en narrar este acontecimiento trágico de tal forma que no podamos sentir lástima ni compasión por el fallecimiento de ninguno de ellos. Para Justina la descripción de los últimos momentos de sus padres se ha convertido en una forma más de hacer reír a su público y para ello los ha deshumanizado, los ha convertido en objetos cómicos. Como sucede en el Lazarillo y en el Guzmán, el primero en desaparecer de la vida de la pícara es el padre que es asesinado por un caballero. La muerte de su progenitor se produce como consecuencia de uno de los engaños en la comida proporcionada a los animales. La causa de su fallecimiento es un golpe en la nuca, pero lo que provoca la primera risa en el lector es el comentario que tal suceso suscitaba en la protagonista: ¡Vean aquí!, en el medio celemín pecó y allí penó. A lo menos, podreme alabar que murió como un pájaro mi padre, y que fue tan enemigo de dar fastidio, que murió sin gastar un comino en su enfermedad (p. 221).

La descripción no tiene desperdicio para mostrar a una cínica Justina que lo único que alaba de la muerte de su padre es que no les ha costado nada; es decir, que no han tenido que gastar dinero ni en doctores ni en medicinas. El otro detalle que me parece importante resaltar lo tenemos en el proceso de animalización al que somete a su progenitor, al convertirlo en un pájaro, aludiendo a la expresión: «quedarse como un pajarito»: es decir, morir sin ningún tipo de ademanes, con sosiego. El segundo elemento deshumanizador lo tenemos en

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el hecho de que el asesino (un caballero no lo olvidemos) soborna a la esposa y a las hijas para que no lo denuncien a la justicia, con lo que el padre ha pasado a convertirse en una mercancía cuya muerte ha proporcionado ganancias materiales a sus herederos: «nos dio a cuantos estábamos en casa, a tres reales de a ocho, y a mi señora madre doce, por ver que llevaba este negocio con tanta paciencia» (p. 221). El comentario descarnado sobre el valor económico de su padre nos deja la sensación de irrealidad que rodea a toda la novela, creando un «mundo separado, diferente del mundo de la realidad ordinaria, que opera con normas distintas», en palabras de Berger69. Pero esta comedia trágica se carnavaliza aún más cuando se narra lo que sucedió con el cadáver de Diego. El elemento carnavalesco es introducido por la referencia a la comida a la que son invitadas madre e hijas por el asesino, con lo cual tenemos ese binomio muerte vida del carnaval, tan bien analizado por Bajtin, para quien en esta época el binomio ha perdido su carácter regenerador70. Pero no es el único ejemplo de esta carnavalización de la muerte del progenitor, sino que todo se acentúa con la aparición del perro, al que dejan custodiando el cadáver: Con todo eso, el diablo del perrillo, como olió olla y carne, comenzó a ladrar por salir, y viendo que no le abríamos, fuese a quejar a su amo, que estaba tendido en el duro suelo. Y como vio que tampoco él se levantaba a abrir la puerta, pensando que era por falta de ser oído, determinó de decírselo al oído. Y como le pareció que no hacía caso dél ni de cuanto le decía, afrentose, y en venganza le asió de una oreja; y viendo que perseveraba en su obstinación, sacola con raíces y todo y transplantola en el estómago… Y, pardiez, diole de tajo y destajole el cuerpo y cara, de modo que no le conociera el mismo diablo con ser su camarada (pp. 223-224).

Creo que es difícil encontrar en la literatura española otro episodio de humor tan macabro como este de La pícara Justina. El cadáver del padre de la protagonista se ha convertido en alimento para el perro; un poco más adelante habla del «cuerpo tan emperrado». Al mismo tiempo, el animal se ha humanizado, pues pretende hablar con su

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Berger, 1999, p. 11. Sobre este aspecto en La pícara Justina ver Oltra, p. 51. Bajtin, 1987, pp. 26-27.

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dueño y se afrenta y toma venganza en el cuerpo inerte y, por tanto, silencioso. La última referencia burlesca la constituye la alusión al carácter diabólico de su progenitor. De esta forma, desaparece el padre de la vida de la protagonista que, como confiesa más adelante, fue incapaz de derramar ninguna lágrima. La muerte de la madre recupera el elemento carnavalesco, aunque en este caso se rompe el binomio muerte vida que se había respetado en el caso del padre. La narración del suceso se inicia con la personificación de la longaniza que están asando junto a unos pedazos de una pierna de carnero. En este momento la descripción del suceso se transforma en una especie de fábula en la que los trozos de longaniza y los de carnero entablan un diálogo para evitar ser sacados del asador, incluso se les atribuye la sensación de tener miedo. A partir de aquí, la narración adquiere un tono bélico, en el que la madre embiste los trozos de carne, los derriba del caballo y se los come, «encarnizada, bebida y embebida» (p. 229). El episodio recuerda las batallas de don Carnal y doña Cuaresma, en las que los alimentos se convierten en guerreros. La madre se mete sin «mazcar dos varas de longaniza» (p. 230) y, como consecuencia, se ahoga. La imagen de la madre con la longaniza sobresaliendo por la boca provoca un párrafo lleno de imágenes divertidas: Y lo lindo era que demás de estar relleno el gaznate, le sobraba fuera de la boca un pedazo de longaniza, que a unos parecía sierpe de armas con la lengua fuera; a otros, ahorcada; a otros, bota con llave; a otros, garguelo con rabo; a otros, que era boca recién nacida sin ombligo cortado; a otros, tropelista con trenzas en la boca; a otros, culebra a boca de vivar (p. 230).

Se trata de una enumeración caótica de elementos burlescos que animalizan y cosifican al personaje: culebra, bota, sierpe de armas. Y no sólo eso, sino que aluden a su carácter de delincuente, reforzado por la propia narradora cuando más adelante afirme que su madre «se picaba de ladrona más que de boba» (p. 231). Como le había sucedido al padre el cuerpo de la madre, esta vez íntegro, se deshumaniza y se convierte en un pretexto para hacer reír a los lectores. Nada aparece en la narración que se asemeje a un sentimiento de compasión, de humanidad: el ser humano se ha transformado en un elemento cómico, compuesto de diferentes objetos, como si de un cuadro del

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Arcimboldo se tratara. Por todo ello, es comprensible que tampoco en esta ocasión Justina derrame demasiadas lágrimas. Su madre ya ha cumplido su misión de traspasar sus conocimientos a la hija y, por tanto, se había convertido en un ser inservible para los propósitos de la pícara que comenta: «ya yo me podía criar sin madre» (p. 231). Se trata, claro, de la liberación del pícaro, en este caso, de la pícara que se enfrenta ya sola a los peligros del mundo. En la descripción de la muerte de sus progenitores hemos podido apreciar varios de los elementos típicos del humor bufonesco carnavalesco; me refiero a la animalización y a la cosificación.Ya he citado en el capítulo primero el famoso pasaje de la Crónica burlesca del Emperador Carlos V, de Francesillo de Zúñiga, en el que se animaliza a los miembros del Consejo Real, transformándolos en gatos, podencas, rocines e incluso en raposas con diarrea. El autor de La pícara Justina, plenamente consciente de esta tradición, continúa haciendo uso de este recurso humorístico con bastante asiduidad; Luc Torres ha contado 52 casos de animalización y 58 de comparaciones materiales71. Estos números dan una idea de la importancia que el novelista dio a este recurso como método para provocar la risa en sus lectores, pero también como vehículo apropiado para transmitir ese mundo irreal, «con predominio de la caricatura y lo grotesco, concentrando el autor su interés en una deformación degradante y negativa, burlesca y satírica»72. La animalización y cosificación de los personajes se hace siempre, como vamos a ver, escogiendo animales inferiores u objetos ridículos, que humillen a la persona sometida a ese proceso transformativo. Ese es el caso del ejemplo que hemos puesto de Francesillo de Zúñiga con el gato, el rocín o la raposa. Por supuesto, que existían animalizaciones positivas, basta sólo acudir a los bestiarios medievales en los que Jesucristo aparece simbolizado por el pelícano o el águila73, o a los libros de emblemas políticos de los siglos XVI y XVII en los

71 Torres, 2002, pp. 411-441. El

estudioso francés las define como formas de «dénaturation carnavalesque». 72 Oltra, 1985, p. 51. 73 Bestiario medieval, pp. 52 y 75.

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que los reyes aparecen en forma de leones74 o águilas75; pero al bufón lo que le interesa es mostrar el lado miserable de la corte (los miembros del Consejo real, en el caso de don Francesillo), el rebajar a sus miembros, ridiculizarlos, mediante su transformación en animales inferiores para igualarlos a los bufones que, al fin y al cabo, en muchas ocasiones convivían con los animales de palacio y, por eso, algunos de ellos eran conocidos como «sabandijas de palacio», pues eran tratados como animales y nombrados como ellos, lo que, como recuerda Bouza, suponía «reducirlo a la brutalidad propia de las bestias, seres imperfectos que se encontraban en un lugar inferior al hombre racional dentro de la gran cadena que… daba orden y jerarquía a todos los seres de la creación»76. La utilización del recurso en La pícara Justina se corresponde con la tradición bufonesca, tal y como aparece en la segunda parte del Quijote, cuando Sancho es convertido en «galápago encerrado y cubierto con sus conchas, o como medio tocino metido entre dos artesas»77, o en el Estebanillo González, novela que estudiamos en el último capítulo del presente libro. En nuestra novela, al igual que en sus modelos, las descripciones de los personajes se basan en las comparaciones con animales y con cosas. El autor de La pícara gusta de acumular animalizaciones y cosificaciones a la hora de describir a los personajes con los que se encuentra la protagonista; el primer, y uno de los ejemplos más interesantes, lo tenemos en la descripción del tocinero: Y en este número entra un tocinero, obligado de la tocinería de Rioseco, muy gordo de cuerpo y chico de brazos, que parecía puramente

74 Recuérdese la Empresa 45 de Saavedra Fajardo, Empresas políticas, pp. 540-544, en las que simboliza al rey con el león, que «o duerme poco, o, si duerme, tiene abiertos los ojos» para vigilar a sus enemigos. 75 Saavedra Fajardo, Empresas políticas, p. 369 (Empresa 22), escribe: «Si bien el consentimiento del pueblo dio a los príncipes la potestad de la justicia, la reciben inmediatamente de Dios, como vicarios suyos en lo temporal. Águilas son reales, ministros de Júpiter, que administran sus rayos». 76 Bouza, 1991, p. 136. Recuérdense los cuadros de bufones en los que estos aparecen retratados con animales; para el caso de Velázquez, ver Peñalver, 2005, pp. 7074, y Roncero, 2007, pp. 105-108. 77 Cervantes, Don Quijote, II, LIII. Sobre este episodio y carnavalización de Sancho ver Redondo, 1978, y Riley, 1990, p. 146.

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cuero lleno. Unos ojos tristes y medio vueltos, que parecían de besugo cocido; una cara labrada de manchas, como labor de caldera; un pescuezo de toro; un cuello de escarola esparragada; un sayo de nesgas, que parecía zarcera de bodega; unas calzas redondas, con que parecía mula de alquiler con atabales; unas botas de vaqueta tan quemadas, que parecían de vidrio helado; una espada con sarampión en la hoja y viruelas en la vaina; una capa de paño tan tosco y tieso, que parecía cortada de tela de artesa. Con esta figura, salía más tieso que si fuera almidonado (pp. 260261).

La descripción es un brillante puzzle en el que el narrador ha ido incorporando piezas de diferentes orígenes para crear una obra de arte, al estilo del ya mencionado Arcimboldo78. En el retrato del tocinero se combinan varios elementos: animalización y cosificación del personaje y humanización de algunos de los elementos de su vestimenta. Los primeros rasgos que se nos presentan son absolutamente normales: se trata de un hombre gordo con brazos pequeños. Pero el carácter bufonesco de la obra se impone cuando se apostilla su parecido con un «cuero lleno»; a partir de aquí, se describen algunos detalles de su cara: ojos (besugo cocido); cara (labor de caldera); pescuezo (toro). Lo que le ha interesado ha sido destacar una de las partes más visibles del cuerpo. Porque a continuación, empieza a describir su ropa y calzado: sayo (zarcera de bodega); botas (vidrio helado); capa. Pero hay dos detalles que merecen una especial atención en este bufonesco retrato: la espada y las calzas. La narradora humaniza la espada, la convierte en un ser humano, eso sí, y siguiendo el tono de la narración, en un ser humano enfermo de sarampión y viruelas; como el propio tocinero, la espada es un objeto miserable, feo, y para ello acude a la comparación con las secuelas físicas que dejan estas dos enfermedades. Por lo que se refiere a las calzas, destaca el hecho de que se integran perfectamente con el físico del tocinero para darle un parecido con las mulas de alquiler. Con este retrato Justina ha humillado al tocinero, lo ha rebajado a la categoría de animal y de objeto miserable, con lo que justifica el tratamiento burlesco y degradante que

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Recordemos aquí sus retratos del cocinero, del librero o del jurista, como ejemplos de esta técnica. En el caso del jurista, se trata de un retrato burlesco de Johann Ulrich Zasius, para unos, y de Calvino, para otros.Ver el excelente estudio de CavalliBjörkman, 2007, pp. 171-172.

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recibe por parte de la pícara y, al mismo tiempo, provoca la risa en los lectores. Otro retrato del mismo estilo es el de Sancha Gómez o Juana Redonda, mesonera leonesa. El apellido del personaje ya da una pista de su principal característica, descrita por la narradora de una manera gastronómica: «que era carne sin hueso, como carne de membrillo» (p. 553). Pero, como en el caso anterior, el interés descriptivo del autor no se detiene únicamente en las partes corporales, sino que se extiende a los adornos o vestidos; para el novelista, por tanto, el ser humano no se compone sólo del cuerpo, sino que también está formado por todos aquellos aditamentos (vestidos, zapatos, joyas) que conforman su imagen, la que proyecta en la sociedad. En este punto habría que recordar que el traje hacía al personaje, lo dotaba de su estatus social, aunque también servía para aparentar, como en el caso del escudero del Lazarillo. Pero en el caso de los retratos de La pícara el disfraz no funciona, porque la descripción que hace de sus vestidos o joyas no deja lugar a dudas sobre el estamento al que pertenece el personaje retratado. Pero veamos el retrato de Juana Redonda: Sin duda era mala visión.Toda ella junta parecía rozo de roble. Era gorda y repolluda. No traía chapines, sino unos zapatos sin corcho, viejos, herrados de ramplón, con unas duras suelas que en piedras hacen señal. Los anillos de sus manos eran verrugas, que parecían botones de coche en cortina encerada. Nariz roma, que parecía al gigante negro. Labios como de brocal de pozo, gruesos y raídos, como con señal de sogas. Los ojos chicos de yema y grandes de clara… Tenía dos lunares en las dos mejillas, tan grandes, que entendí eran botargas untadas con tinta (p. 553).

Como en el caso del tocinero, la primera característica que destaca la narradora es la obesidad del personaje, aunque en este caso se la compara a un vegetal, el repollo y a un árbol, el roble. La descripción alcanza rasgos grotescos cuando describe el tamaño de las verrugas, cosificadas como anillos, que sufren también la comparación con los botones de coche. Los últimos tres elementos forman parte del canon tradicional de la descripción de las mujeres en la literatura cortesana, provenzal primero y petrarquista después: nariz, ojos, mejillas. En este caso, sus rasgos nos recuerdan mucho a las monstruosas serranas del Libro de buen amor, mujeres de una fealdad exagerada para provocar la

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risa en el auditorio79. La nariz es pequeña, tal y como se reflejaba en el canon petrarquista, pero la segunda parte de la descripción rompe con el modelo literario pues la compara al gigante negro que salía en las fiestas de los pueblos, y al que se ha escogido porque los negros eran sinónimo de chatos y de personajes bajos. Los ojos aparecen convertidos en alimentos: la yema y la clara de los huevos.Y, por último, tenemos los dos lunares en las mejillas que contribuyen a redondear el grotesco rostro de la mesonera. Sin embargo, los animales que más aparecen en las descripciones animalizantes son los burros y las mulas, o acémilas; así la propia Justina y sus primas en la romería son comparadas a las mulas (p. 280); Perlícaro es descendiente «por línea recta… del asna de Balaán», (p. 159) en el que a la animalización debemos añadirle la calificación de judío y de parlanchín; el bachiller es pariente de la burra, es decir, es un burro (p. 604). En un momento de la narración se produce un caso de identificación hombre-burro; se trata del barbero bobo que se pega a Justina y al que esta animaliza en varios momentos de la narración. El primer comentario en este sentido nos recuerda mucho a la relación que mantendrá Sancho con su asno, una relación de amistad entre este barbero y la burra de Justina, que en el caso de la novela que nos ocupa se convierte en una humillación para el barbero, al que se describe como «algo arrocinado» (p. 505), incluso la pícara alude a una posible relación amorosa entre ambos: «Tenga, que sin duda le diré en qué prende mirarle tanto mi burra. Sepa, señor maeso, que la sangre sin fuego yerve» (pp. 505-506). Podríamos citar más ejemplos de estos recursos a lo largo de la novela, pero creo que los aquí expuestos sirven para comprobar cómo el autor utiliza estos recursos humorísticos que le proporcionó la literatura bufonesca. Hemos visto que la animalización y la cosificación le sirven para describir a individuos de los grupos más bajos de la sociedad: tocineros, mesoneros. Muy lejos se halla de las animalizaciones de don Francesillo de Zúñiga que atañían a los principales personajes de la corte de Carlos V. Pero es que el mundo irreal que describe el autor de La pícara es el ambiente de los bajos mundos, aunque a veces sea una transposición del ámbito cortesano. Sin embargo, en este caso, y hasta donde se nos alcanza, no se da semejante trans-

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Sobre las serranas de Juan Ruiz, ver Kirby, 1986.

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posición en ninguno de los procesos de animalización o cosificación de la novela. El recurso le sirve fundamentalmente al escritor para provocar la risa de los lectores nobles que disfrutarían de estos retratos grotescos de personas que pertenecían a una galaxia distinta, de personas a las que podían matar sin recibir castigo alguno como sucedió con el asesino del padre de la protagonista. Mediante estos dos recursos el autor demuestra la escasa trascendencia de estos individuos en la sociedad europea de los siglos XVI y XVII. El escritor cortesano le está dando gusto a su público de «iniciados» estableciendo las claras diferencias entre su mundo y el de los estamentos inferiores. De todo lo que hemos expuesto hasta ahora se deduce claramente que el humor que aparece en La pícara Justina se basa fundamentalmente en la palabra. Con ello se sitúa en la línea de los bufones que le precedieron que utilizaron la palabra y no las acciones como herramienta productora de la risa, como muy bien señaló hace unos años Diane Pamp: El predominio de lo intelectual y verbal en la bufonería española constituye, al menos en el Siglo de Oro y en don Francés de Zúñiga, la principal nota diferenciadora frente al común del oficio en el resto de Europa80.

Ciertamente si repasamos las crónicas europeas en las que se recogen los hechos de los bufones palaciegos del siglo XVI, sobre todo don Francesillo de Zúñiga, no podemos menos que estar de acuerdo con esta afirmación de la hispanista norteamericana. No estoy de acuerdo con una afirmación anterior de esta misma estudiosa que hablaba del buen gusto que en su opinión caracterizaba a la bufonería española81. Esto puede ser cierto si nos centramos en los bufones españoles del siglo XV y de mediados del XVI, pero si hurgamos en los textos bufonesco-picarescos observamos los mismos ejemplos de humor de «sal gorda» que aparecen en el resto de Europa.Ya hemos analizado los ejemplos de humor escatológico esparcidos en el Guzmán de Alfarache en el que se rompe ese espíritu carnavalesco del binomio 80

Pamp de Avalle-Arce, p. 35. Bouza, 1991, p. 26, recuerda que «el mayor atractivo del truhán está en su ingenio y su palabra». 81 Pamp de Avalle-Arce, p. 34: «el bufón español resalta como un modelo de formalidad y buen gusto, inteligencia y gracia».

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vida-muerte. El Barroco había roto el mencionado binomio y los escritores españoles mantienen esa ruptura, convirtiendo los excrementos en elemento de humillación de aquellos individuos inferiores, receptores de una burla que los presenta ante sus conciudadanos como objetos risibles, que provocan además el rechazo de aquellos que se cruzan con ellos. Porque esta es otra característica, ya apreciada en el Guzmán, que también se da en La pícara Justina: el «embarramiento» es público. La burla escatológica más elaborada de la novela se encuentra en el libro segundo («La pícara romera») y tiene como protagonistas a Justina y al estudiante (pp. 511-516). Y aquí es necesario destacar un rasgo que separa La pícara del resto de los textos picarescos en este apartado: Justina no será «embarrada» en ninguna de las ocasiones en que este tipo de burlas aparecen en su autobiografía frente a lo que le sucede a Guzmán o a Pablos. El episodio contiene una serie de juegos de palabras típicos en la literatura de la época, pero que harían reír al lector: en primer lugar, el juego con la dilogía del vocablo «servicio»: Pensó el bobo que le había hecho los hijos caballeros en mandarle cosas de mi servicio, y aun no entendió el majadero cuán de mi servicio era… y le hice servicio y me hizo servicio. Por eso dijo el otre que el bacín era la cosa más agradecida del mundo, porque le hacen servicio y hace servicio. En fin, el cesto sostituyó otro vaso más sólido, hícele servicio y hízome servicio (pp. 511-513).

El pasaje busca la risa mediante la repetición de la palabra disémica «servicio» con el significado de servir o ayudar y la de orinal. Con esta fórmula, de nuevo, Justina cosifica a un ser humano, pues el estudiante ha pasado de ser un individuo a convertirse en un objeto, en un recipiente de los excrementos de la protagonista. La cosificación escatológica produce en la protagonista y en los muchachos que asisten a la escena la risa, la carcajada, y en el pobre personaje la humillación pública de verse completamente embarrado, pues le vieron «sayo, gregüescos, mano, cara y calzas tan avecindados en Mérida» (p. 516). De nuevo tenemos en este párrafo final la aparición de un juego verbal: Mérida como alusión a «mierda», juego que era bastante conocido en la época y que aparecerá en otros textos picarescos, como

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el siguiente de la Vida de don Gregorio Guadaña, que parece haber conocido el pasaje de La pícara, pues leemos: El poeta, con no pequeña devoción, le dejó caer de lo alto la alhaja más servicial que tenía en casa, y puso a mi agüelo como una basura. Él, que se vio dentro de Mérida en tan poco tiempo, empezó a privarse de razón, diciendo que bajase a deshacer el agravio que le había hecho82.

El novelista conquense utiliza los mismos juegos de palabras (servicio y Mérida) que los que aparecen en La pícara, aunque también añade el valor polisémico de «privarse», también típico de la literatura picaresca. El siguiente fragmento escatológico refiere los problemas de la diarrea que sufre Sancha Gómez, mesonera animalizada y cosificada en su descripción física, como hemos analizado con anterioridad. Desnudose, y como iba sudando, y el desnudar era tan espacioso, refriose, y con esto, le sobrevino al cansancio un dolor de panza tal, y con él tan apresurados cursos, que entendí serle más fácil el parir que el parar. Dos mangas de arcabuceros no trajeran más obra e inquietud que ella (p. 560).

En este caso, el episodio tiene lugar en la privacidad de la habitación de la mesonera y como único testigo tenemos a Justina, que hiperboliza los padecimientos de la pobre mujer comparándolos con las actividades de los arcabuceros: de esta forma la exoneración del vientre se asimila a la milicia. La imagen no hay dudas que provocaría la risa en los lectores nobles de la novela que verían equiparados una actividad natural, pero desagradable y «asquerosa», con el mundo militar, mundo al que cada vez se sentían más ajenos. La escena hay que entenderla como parte de la caricaturización a la que ha sometido a Sancha, a la que había presentado como «carne sin hueso, como carne de membrillo» (p. 553). La mezcla de la escatología, en este caso la diarrea, con la milicia podría hacer alusión a la cobardía propia de los bufones, de la que ya hacían gala Antón de Montoro y el ya mencionado don Francesillo de Zúñiga que se excusa de no poder acompañar al Emperador en una jornada por el miedo que le producen la

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pólvora y los truenos de los cañones83. Los cristianos viejos asociaban la cobardía a todos los descendientes de judíos, y los bufones, al menos los literarios, en su mayoría lo eran, como lo demuestran las palabras de Arce de Otálora: Quienes no descienden de quienes habían combatido para arrojar de España a los moros […] no poseen ni las cualidades ni costumbres de los nobles de España, porque los hijosdalgos de España siempre han servido y sirven en las guerras a los reyes y al reino […] estos otros nunca van a la guerra sino como médicos y cirujanos84.

Si consideramos que el posible autor de la novela, López de Úbeda, era cristiano nuevo y que sus principales lectores pertenecían a la nobleza, a esos hijosdalgo de quien habla Arce de Otálora, podemos comprender la risa que les produciría la cercanía entre los excrementos y los arcabuceros. De nuevo aparece la risa bufonesca para hacer burla de uno de los valores fundamentales de la sociedad europea del siglo XVII: el valor.Y lo hace con la degradación que supone su equiparación con lo «inferior material y corporal», propio del humor carnavalesco-bufonesco. El licenciado Francisco López de Úbeda o fray Baltasar Navarrete, quien quiera que sea el autor, ha transformado el mundo de la corte de Felipe III y sus principales valores (el linaje, el valor), en una fantasmagoría creada por un bufón que pretende hacer pasar un buen rato a un grupo de lectores miembros de esa corte y que, en determinados casos, se verían retratados en algunos de los personajes o episodios que se narran a lo largo de la novela. Las andanzas de Justina, sus burlas del deseo de encumbramiento nobiliario de don Rodrigo Calderón y los enfrentamientos entre miembros de varias familias de la nobleza serían recibidas por sus aristocráticos lectores como una burla del bufón que pretendía hacerles pasar un buen rato sin ninguna otra pretensión revolucionaria, rompiendo así con la imagen romántica y liberadora que de su figura han forjado algunos críticos85.

83 Francesillo de Zúñiga, Crónica burlesca del Emperador, p. 171: «yo estaba enfermo en la carne, y del espíritu nada pronto para tal jornada; porque desde niño me causa catarro el olor de la pólvora, y todo tronido, y el sobresalto me hace mal». 84 Citado por Castro, 1976, p. 78. 85 Ver Bouza, 1991, p. 128.

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Y para lograr la risa el autor no duda en echar mano de todas las armas disponibles en el arsenal que le proporcionaba la tradición bufonesco picaresca, tal y como la había recibido de Antón de Montoro o Francesillo de Zúñiga, por un lado, y del anónimo autor del Lazarillo y de Mateo Alemán, por el otro.

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LA RISA COMO HUMILLACIÓN SOCIAL: EL BUSCÓN El autor de La pícara Justina había dejado el camino abierto para que la novela picaresca asumiera el humor bufonesco como componente fundamental de su estructura, tanto ideológica como estilística. Lo que en el Guzmán de Alfarache había sido un simple atisbo de la nueva dirección que había de tomar el género recién constituido, en La pícara Justina se había convertido ya en una nueva vía cortesana que había devuelto el humor picaresco a su origen bufonesco carnavalesco. Pero esa vía cortesana tenía sus limitaciones, sobre todo por lo que se refiere a sus lectores, así que había que devolver el género a una temática y estructura que atrajera a un sector más amplio del público español y europeo de principios del siglo XVII, pero recogiendo las enseñanzas que se podían deducir de sus ilustres predecesores: el Lazarillo, el Guzmán de Alfarache y La pícara Justina. Y es en esa encrucijada en la que aparece don Francisco de Quevedo, escritor perteneciente a la clase de los hidalgos de origen montañés, cuya infancia se desarrolló en el ambiente palaciego, hombre de cultura humanística, perfecto conocedor de las distintas tradiciones humorísticas de la Antigüedad grecorromana y de las vernáculas, tanto medievales como renacentistas. Pero, sobre todo, hombre perfectamente enmarcado en la cultura barroca, tal y como la definió José Antonio Maravall: conservadora, urbana y de masas. En el año en que se publicó La pícara Justina, Quevedo ya se había dado a conocer en los ambientes cortesanos gracias a su pluma, como lo demuestran los poemas de don Francisco recogidos en 1603, aunque publicados en 1605, por Pedro de Espinosa en su Flores de poe-

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tas ilustres con ejemplos ya de su vena humorística1. Por esa misma época empezó a escribir los primeros Sueños, concretamente el Sueño del Juicio Final, compuesto hacia 16052. Todo esto indica que el humor juega un papel importante en la biografía literaria de don Francisco desde sus inicios. Esta veta humorística se complementa con su interés por los problemas sociales y políticos de su época que también se inician muy temprano en su producción, como lo demuestra el Discurso de las priva n z a s, redactado probablemente entre 1606 y 16083. Pero este interés socio-político se refleja en los textos humorísticos de esa primera época; buena prueba de ellos son su letrilla «Poderoso caballero es don dinero» o el Sueño del Juicio Final, donde se combinan los tópicos tradicionales de la sátira con los temas que preocupaban a los españoles de principios del seiscientos. En estas dos tradiciones literarias se inserta el Buscón. No voy a tratar aquí de datar la primera redacción de esta novela, porque como afirma Alfonso Rey «no sabemos cuándo redactó Quevedo la más antigua de sus versiones»4. Lo que me interesa es señalar cómo el escritor madrileño usó el humor para transmitir un mensaje político social típicamente barroco: lo peligros en los que se hallaba inmersa la sociedad de su época por la ascensión social de ciertos individuos, ascensión que, en su opinión, ponía en peligro el edificio social de lo que Maravall llamó complejo «monárquico señorial»5. Quevedo había leído con gran interés las novelas que le precedieron y vio en ellas la posibilidad de utilizar su estructura y el humor que, a partir de La pícara Justina, se había convertido en elemento fundamental para hacer llegar al lector perteneciente al grupo de la nobleza sus preocupaciones sociales, de crisis y derrumbamiento de la sociedad estamental en la que el escritor y sus lectores controlaban las riendas del poder político y social, aunque estaban perdiendo el económico. Una prueba de que este mensaje iba dirigido a la nobleza lo

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Se recogen: «No os espantéis, señora Notomía»; «Las cuerdas de mi instrumento»; «Aquí yace Mosén Diego»; «Yacen de un hombre en esta piedra dura» y «Poderoso caballero es don dinero». 2 Ver Haley, 1969-1970. 3 Díaz Martínez, 2000, p. 53-58. 4 Rey, 2007, p. LIV. Sobre la fecha del Buscón, ver también Rey, 1997, y Díaz Migoyo, 2003. 5 Para este tema, ver Roncero, 2003.

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tenemos en el cuidadísimo manuscrito B y su narratario, la «Señora», quizás la esposa de uno de sus protectores, la dama «de gusto exquisito» de la que habla Yeves6. Pero el mensaje no se limitaba a la clase gobernante, sino que también debía ser asumido por los otros grupos, sobre todo por el de los laboratores: el cambio del orden social supondría el caos en todos los ámbitos de la sociedad. El mensaje último se corresponde con aquel transmitido por el teatro7: todo está bien, todos los estamentos funcionan de acuerdo al diseño divino. Quevedo comprendió pronto el alcance que podía tener el género picaresco y aprendió de Mateo Alemán que éste constituía un soporte adecuado para transmitir un mensaje social. La última pieza la había aportado la Pícara Justina con el papel trascendental que había otorgado al humor. De esta forma, el escritor madrileño comprendió que la mejor manera de comunicar sus ideas consistía en escribir una novela picaresca que hiciera reír al lector para que éste pudiera captar con más facilidad el mensaje inserto en la narración. Pero es que además, para el humanista Quevedo, perfecto conocedor de la tradición clásica del humor, este ingrediente hiperbolizado en la Pícara le servía para establecer su intencionalidad social.Ya en Grecia se inició el uso del humor y la risa como una forma de «social corrective» para que las personas volvieran al lugar social que les correspondía8; en estos casos el humor se convierte en un arma utilizada contra aquellos que pretenden subvertir el orden social; es un humor generado por los grupos que ostentan el poder, utilizado por ellos para impedir cualquier agresión de los «de abajo»; de esta manera aparecen grupos como el llamado «el club de los sesenta» formado por miembros de la clase alta ateniense que se reunían en el Santuario de Heracles en Diomeia9. En la Edad Media la risa adquiere una gran importancia y se convierte en un instrumento de la autoridad real para controlar la sociedad, como muy bien sugiere Le Goff:

6 Yeves,

2003, p. 81. Para la función propagandística del teatro barroco, ver Maravall, 1990. 8 Ver Morreal, 1983, p. 5. 9 Bremmer, 1999, p. 15. 7

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analizando algunos textos se desprende que, administrada por el rey, la risa servía para estructurar la sociedad que le circundaba. El rey no se reía de todo el mundo de forma indiscriminada o indistinta10.

El valor humillante del humor y la risa medieval lo apreciamos en el carnaval, período en el que abundan «actos degradantes tradicionales»11 como el arrojo de excrementos, cuya pervivencia en el siglo XVII la atestigua el Buscón y otras novelas pertenecientes al género picaresco, y en épocas posteriores la refleja Caro Baroja bajo el epígrafe de «actos violentos y de aire bestial» en su estudio sobre esta fiesta12. En el siglo XVI se inicia un proceso de refinamiento de las costumbres, un «civilizing process»13, que supone el principio de una nueva actitud ante el humor que vuelve a desterrar el humor rudo, bufonesco, y a recuperar para los nobles el eutrapélico. Sin embargo, como ha señalado Burke, el humor sigue utilizándose todavía en esta época como una «displaced or sublimated aggression: class war»14. Mijail Bajtin observa que en el siglo XVII se produce un cambio fundamental en la concepción del humor, sobre todo del carnavalesco que pierde esa noción de muerte-vida que había detectado, por ejemplo, en la obra de Rabelais. Según Bajtin la risa en el seiscientos, frente a la concepción que emana de la centuria anterior, no puede expresar, ni captar una visión del mundo, y se aleja de lo heroico, de las alturas del poder: los reyes, los grandes generales «no pueden ser cómicos», sólo los elementos inferiores de la sociedad se pueden englobar en una visión cómico-burlesca de la sociedad, únicamente ellos pueden aparecer en ese mundo cómico; así, «la risa o es una diversión ligera o una especie de castigo útil que la sociedad aplica a ciertos seres inferiores y corrompidos»15. No estoy de acuerdo con la afirmación bajtiniana de que los reyes desaparecen del objetivo de los autores de lo cómico, y bastaría para demostrar la falsedad de esta afirmación con echar una mirada a las comedias burlescas escritas durante el reinado de Felipe IV, y representadas en Carnestolendas y en

10 11 12 13 14 15

Le Goff, 1999, p. 45. Bajtin, 1987, pp. 134-135. Caro Baroja, 1979, pp. 91-95. Elias, 2000. Burke, 1997, p. 78. Bajtin, 1987, p. 65.

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el palacio real, en las que el espectador cortesano asiste a una degradación caricaturizante de los monarcas y sus acólitos, así como de los principales conceptos sobre los que se asentaba la sociedad europea del principio de la Edad Moderna. Baste recordar las palabras que la Infanta dirige al Rey en La ventura sin buscarla: dime, Rey, dime, insolente, que así es razón que te llame, ¿por qué, bujarrón infame, me casas tan bajamente? ¿Con un vasallo me casas que apenas es escudero? ¿Estás borracho, estás cuero?16

Los insultos dirigidos al monarca, al que se acusa de homosexual y borracho, demuestran a las claras que del humor carnavalesco no se libraba nadie, ni siquiera los más poderosos. El atrevimiento de los autores sorprende más en cuanto que estas comedias, como ya he comentado, se representaban en el palacio real con motivo de las fiestas de carnaval o de San Juan. Pero, a pesar de estos ejemplos de burlas a los personajes más poderosos de la Corte, sí comparto la opinión del crítico ruso de que la risa se ceba en aquellos individuos pertenecientes a los estamentos inferiores a los que se quiere retener en esa posición de inferioridad con objeto de mantener el orden establecido: la risa se convertiría así en una de las columnas que sustentaban el conservadurismo del Barroco. Y el humor se constituye, sin duda, en una de las columnas en que se asienta la novela quevediana. La importancia y abundancia de ese rasgo ha contribuido a fomentar la polémica sobre la intencionalidad de la obra, con frases como la de Lázaro Carreter que veía en este texto un «deseo casi demoníaco de ostentar ingenio»17 o la de Edmond Cros que subrayaba el elemento carnavalesco en la narración18. Mucho más cercano a mi concepción de la novela se encuentra Peter Dunn que considera que ciertos pasajes de la obra la convierten en un «book

16

Anónimo, La ventura sin buscarla, vv. 37-43. Lázaro Carreter, 1977, p. 80. 18 Ver Cros, 1980. 17

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of jests»19, pero el crítico estadounidense no analiza ese concepto, y se queda en la superficie burlesca sin ahondar en la tradición bufonesca que aunaba humor y crítica social. Augustin Redondo vislumbró más esta relación en su magnífico estudio sobre el personaje de don Diego Coronel; el hispanista francés se da cuenta de que Quevedo defiende su concepción aristocratizante de la sociedad de su época «en El Buscón valiéndose del recurso paródico»20. Incluso llega a afirmar la posibilidad de que ciertos detalles del intento de medro social del protagonista aludan a don Rodrigo Calderón: elevación por matrimonio, cambio de apellidos, señor de dos villas y la referencia a Ocaña21; de esta forma, Quevedo se situaría en la misma senda que ya había transitado La pícara Justina. Ciertamente esta última sugerencia resulta atractiva, pero nos encontramos con el inconveniente del desconocimiento de la exacta fecha de redacción de la obra, aunque si nos atenemos a la teoría de Alfonso Rey la última versión podría datarse entre 1629 y 163522. De cualquier manera, las alusiones son demasiado vagas para que podamos pensar que se refieren al favorito del duque de Lerma. Pero lo que estos críticos no han comprendido o, por lo menos, no han analizado es la conexión entre humor y medro social. En otro lugar ya analicé detenidamente la finalidad social de la novela23, manifestada por el protagonista desde el primer momento: «yo, que siempre tuve pensamientos de caballero desde chiquito»24 (p. 92). La frase no deja lugar a dudas y refleja el afán de medro que aparece en otros textos picarescos como leit-motif: Me llamaron Onofre Caballero. Parece que el nombre me pronosticó lo que yo había de ser, porque, desde el punto en que comencé a tener

19

Dunn, 1993, p. 83. Redondo, 1977, p. 710. 21 Redondo, 1977, p. 711. 22 Rey, 2007, p. LIV. 23 Ver Roncero, 2003. En la misma línea son interesantes Díaz Migoyo, 1978; Cros, 1980 y Taléns, 1975. Souiller, 1985, p. 78, afirma que la novela «es el reflejo de un país en crisis que se aferra desesperadamente a un orden social (que querría ser la única garantía de estabilidad) prohibiendo no sólo la rebelión sino también la esperanza». 24 Quevedo, Buscón, p. 92. Todas las citas del Buscón están sacadas de esta edición, por lo que en adelante me limitaré a señalar el número de página. 20

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entendimiento, que fue bien niño, me pareció haber nacido para tal efecto25.

El pícaro quevediano personifica el evidente peligro que amenazaba con derruir el viejo edificio estamental en el que se basaba la sociedad europea del siglo XVII, y Quevedo no ve mejor forma de combatirlo que la de utilizar el humor para denigrarlo y humillarlo constantemente. Aunque existe otro peligro menos evidente, pero más alarmante porque representa la «incorporación lograda»26, representada por don Diego Coronel, sobre el que Quevedo curiosamente no descarga su artillería burlesca. Pablos se convierte en lo que Bergson llama un «fantoche de hilos», es decir un personaje controlado por alguien que se ríe a sus expensas27. El escritor madrileño humilla constantemente a su protagonista, provoca la carcajada en el lector para descreditarlo y para hacer ver lo ridículo de sus pretensiones nobiliarias. A lo largo de la novela vemos a Quevedo presentar a Pablos como el hazmerreír de sus contemporáneos, como el bufón del que todos tienen derecho a burlarse, pues ha sido creado exclusivamente para ello.Y de esta forma no duda en recurrir, como vamos a ver más adelante, a las bromas más escatológicas y crueles, a resaltar burlescamente los detalles más sórdidos de su existencia; todo ello en el ámbito de lo público, porque la risa humillante no cumple su función denigratoria si no es observada por los demás personajes de la novela y por los lectores a los que va dirigida la obra. El carácter de «fantoche de hilos» del que he hablado antes, se manifiesta desde el principio de la narración. Quevedo no puede dejar pasar ninguna oportunidad para burlarse de su protagonista, rebajándolo a los ambientes más bajos de la sociedad de su época. La degradación del pícaro comienza con la propia elección del nombre: Pablos

25 González, El Guitón Onofre, p. 79. Sobre el tema en esta obra ver Messina, 2008. Otro ejemplo lo tenemos en Carlos García, La desordenada codicia de los bienes ajenos, p. 98, donde Andrés afirma: «No me pareció aquella vida buena ni codiciosa, y así determiné dejalla y buscar otra más harta y pacífica, conociendo particularmente en mí ciertos ímpetus de nobleza que me inclinaban a cosas más altas y grandiosas que hacer zapatos». 26 Redondo, 1977, p. 710. Sobre la familia Coronel y su relación con Quevedo ver además Johnson, 1974, y Cordero, 1987, pp. 89-103. 27 Bergson, 1971, p. 65.

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que Aurora Egido conjetura «tendría sus orígenes en la poesía de pliego suelto, en la sátira germanesca»28. Desde luego el escritor madrileño asociaba este nombre al ambiente de los bajos fondos de la Corte, pues en un romance escribe: Soy pecador transparente —dijo—, que truje arrastrando un año tras una tuerta a un caballero don Pablos. Y en una jácara leemos: Si ahorcaron a Pablillos, la culpa tuvo la soga: por lo menos murió bien, y con ciegos a mi costa29.

En estos tres casos (la novela y los dos poemas) está clara la asociación del nombre con el mundo del hampa, pero también podemos ver un recuerdo de ciertas prácticas de los bufones en los dos casos: muchos de ellos adoptaban el don, por ejemplo don Francesillo de Zúñiga, don Antonio el Inglés, enano de la corte de Felipe IV, o don Juan de Calabazas; otros muchos recibían el diminutivo -illo, tal es el caso del ya mencionado Francesillo, de Pablillos de Valladolid, o de los literarios Guzmanillo o Estebanillo30. Quevedo, pues, ha elegido un nombre que en la mente del lector, tanto aristocrático como burgués, se hallaba relacionado con el mundo de la marginalidad social en la que el escritor madrileño instala a su protagonista. Incluso podemos apreciar una connotación judaica en el nombre, como ya había señalado Aurora Egido31, que recordaría al Saulo perseguidor de los seguidores de Jesús. De esta manera, el personaje quedaba perfectamente encuadrado en la tradición de la indignitas hominis, tal y como la habían concebido sus antecesores en el género picaresco. Pero no sólo el nombre situaba en la marginalidad al protagonista, sino que el novelista debía referir con gran detalle su origen man-

28

Egido,1978, p. 194.Ver también Iventosch, 1961. Poemas citados por Egido, 1978, p. 194. 30 Sobre el uso de los diminutivos en el nombre de los bufones y enanos, ver Bouza, 1991, pp. 144-146. 31 Egido, 1978, p. 194. 29

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chado, tal y como lo habían descrito el autor del Lazarillo o Mateo Alemán. Ambos escritores se habían limitado a presentar una genealogía depravada, pero nunca ridiculizada, aunque Alemán ya había apuntado algunos rasgos en esta dirección cuando recuerda los motivos por los que su abuela había escogido el apellido Guzmán32. Este desliz cómico del escritor sevillano lo aprovechó López de Úbeda en La pícara Justina para crear una genealogía bufonesca para su pícara, como hemos visto en el anterior capítulo. Quevedo tomó como modelo ambos textos (el Guzmán y La pícara) y desarrolló su propia visión del linaje burlesco de Pablos, incidiendo con humor en todos aquellos detalles que su personaje quería y debía olvidar para lograr su objetivo. En el nombre podemos encontrar indicios de la intencionalidad burlesca del progenitor de Pablos. Si acabamos de mencionar la posible connotación judaica del nombre, el hecho de anteponerle Clemente, es decir «pío», serviría para establecer el principio de un retrato humorístico caricaturesco. Para apuntalar aún más ese rasgo le busca la profesión de barbero con pretensiones de grandeza, pues Pablos destaca que «eran tan altos sus pensamientos que se corría de que le llamasen así, diciendo que él era tundidor de mejillas y sastre de barbas» (p. 89). El oficio de barbero tiene una larga tradición en la literatura satírica, asociado sobre todo a la figura del médico como cómplice de sus asesinatos y junto a los boticarios, tal y como vemos en el Sueño del Juicio Final33. Haciendo hincapié en esta asociación Quevedo en el soneto dedicado «Al mosquito de la trompetilla» lo denomina «mosca barbero»34. En otra ocasión, en el Sueño de la muerte, lo considera como uno más de los «ministros del martirio» y continúa el narrador: «y entretúveme en verlos manosear una cara, sobajar otra, y lo que se huelgan con un testuz en el lavatorio»35. Por tanto, ya ha quedado clara la baja consideración social en que eran tenidos los barberos en los principios del seiscientos. Pero en el Buscón la acusación que se le hace al padre del protagonista no tiene nada que ver con su asociación con la medicina, sino con el latrocinio. Y precisamente a ese oficio de ladrón se refieren los oficios de 32 Ver

las páginas 117-120 del presente libro. Quevedo, Sueños, p. 123: «Ante este doctor han pasado los más difuntos, con ayuda deste boticario y barbero, y a ellos se les debe gran parte deste día». 34 Sobre este verso, ver Arellano, 2003, p. 418n. 35 Quevedo, Sueños, p. 324. 33

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«tundidor» y «sastre», pues ambos vocablos servían para designar a ciertos tipos de ladrones en el lenguaje de germanías: el primero se refería a los que robaban las bolsas; el segundo, a los que cortaban esas mismas bolsas. Pero es que además, el padre se preciaba de ser de «muy buena cepa» (p. 89), y el pícaro se apresura a aclarar que era un borracho contumaz: «y, según él bebía, es cosa para creer». Esta abundancia en la ingerencia del vino ya aparecía en el Lazarillo y será fundamental en el Estebanillo González. La burla quevedesca no puede ser más clara: el padre que pretende dignificar su oficio, en realidad lo ha degradado más asimilándolo al robo. En el caso de la madre el novelista madrileño vuelve a profundizar en la caracterización que habían diseñado sus predecesores. La degradación burlesca comienza con el nombre : «Aldonza de San Lorenzo, hija de Diego de San Juan y nieta de Andrés de San Cristóbal» (p. 89). De nuevo apreciamos la influencia de La pícara Justina, que se confesaba de ascendencia judia o morisca a través de la lista de antepasados y del oficio de sus progenitores. En el caso del Buscón la retahíla de apellidos de santos tanto de ella como de sus ancestros delatan su origen manchado, del que la madre se muestra orgullosa, pues afirma que era «decendiente de la gloria» (p. 90). Pero la mancha no se limita al origen converso, sino que hay que añadirle los oficios a los que se dedició desde su juventud y la fama que por ellos alcanzó entre sus conciudadanos, pues era «persona de valor y conocida por quien era» (p. 90). En este sentido, Quevedo profundiza en la indignitas hominis de su madre que combina varios de los oficios y tachas con que habían sido descritas las madres de Lázaro y de Guzmán; la madre de Pablos es una bruja, que en su juventud fue prostituta. De nuevo Quevedo echa mano del humor para ridiculizar a este personaje y humillar a su pícaro; el lenguaje dilógico que utiliza en la descripción de sus actividades crea un mundo ridículo y pretencioso paralelo al que trata de inventar Pablos para lograr sus fines (pp. 91-92): Unos la llamaban zurcidora de gustos; otros, algebrista de voluntades desconcertadas; otros, juntona; cuál la llamaba enflautadora de miembros y cuál tejedora de carnes, y, por mal nombre, alcagüeta. Para unos era tercera, primera para otros y flux para los dineros de todos.Ver, pues, con la cara de risa que ella oía esto de todos era para dar mil gracias a Dios.

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Para la caracterización de la madre Quevedo se ha servido de un ilustre antecedente: Celestina. Los oficios que enumera en este párrafo el pícaro se corresponden con los que Pármeno atribuye a la vieja alcahueta: Ella tenía seis oficios, conviene a saber: labrandera, perfumera, maestra de hacer afeites y de hacer virgos, alcahueta y un poquito hechicera… Asaz era amiga de estudiantes y despenseros y mozos de abades36.

Se puede apreciar perfectamente que Quevedo tenía en mente a Celestina a la hora de crear el personaje de Aldonza, pues la ha insertado en el mismo gremio al que pertenecía el personaje de Fernando de Rojas. La única diferencia es que el escritor madrileño vuelve a utilizar un lenguaje polisémico para describir las distintas actividades a que se dedicaba su personaje. Entre ellas cabe destacar la práctica de la brujería de la que le sirve Aldonza para liberar a su marido de la prisión: «Y si no temiera que me habían de oír en la calle, yo dijera lo de cuando entré por la chimenea y os saqué por el tejado» (p. 93). También en este caso, hay que remontarse al modelo celestinesco, en el que Celestina y Claudina, la madre de Pármeno, ejercían ese oficio37. En la obra renacentista destacamos el famoso conjuro de Celestina a Plutón o la descripción que hace la vieja hechicera de las actividades nocturnas de su añorada comadre: Tan sin pena ni temor se andaba a media noche de cimiterio en cimiterio buscando aparejos para nuestro oficio como de día. Ni dejaba cristianos ni moros ni judíos cuyos enterramientos no visitaba. De día los acechaba, de noche los desenterraba38.

Las actividades de la madre de Pármeno concuerdan con las de Aldonza, tal y como le informa su tío en la carta en la que le comunica el fatal destino de sus progenitores:

36

Fernando de Rojas, Celestina, p. 110. Para este tema, ver, sobre todo, Russell, 1963, y también Cárdenas-Rottunno, 2001 y Lozano-Renieblas, 2005. 38 Rojas, La Celestina, p. 196. 37

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Porque está presa en la Inquisición de Toledo, porque desenterraba los muertos sin ser murmuradora. Halláronla en su casa más piernas, brazos y cabezas que en una capilla de milagros (p. 141).

Las dos mujeres desenterraban los cadáveres para hacer sus conjuros o confeccionar sus pócimas. Lo que diferencia ambos fragmentos son los comentarios humorísticos introducidos por el tío, en el que frivoliza las actividades ilegales de su familiar: por una parte, juega con el doble sentido de «desenterrar los muertos»; por otra, compara la vivienda de Aldonza con una capilla donde se colgaban los exvotos. Con esto, pierde seriedad la grave acusación de brujería que había recibido la madre del pícaro y que la llevaba al patíbulo, pues estas dos apostillas producen la risa en el lector que la ve como un ser deshumanizado, por el que nadie, ni siquiera su hijo ni Alonso Ramplón, pariente de su marido, sienten misericordia ninguna. La madre de Pablos también era una bruja conocida en su ciudad, como lo habían sido Celestina y Claudina en la suya39. Aldonza ha sacado a su marido de la cárcel por la chimenea volando, y un compañero de escuela de Pablos la acusa de haber chupado la sangre a «dos hermanitas pequeñas de noche» (p. 96). Aquí debemos recordar que en la versión del manuscrito S se menciona sus relaciones con el diablo: Sólo diz que se dijo no sé qué de un cabrón y volar, lo cual la puso cerca de que la diesen plumas con que lo hiciesen público40.

La humillación de Pablos no se circunscribe al hecho de que su madre sea una bruja, sino que se convierte en una herida más dolorosa por la cara risueña con la que la madre de Pablos recibía esos nombres.Y de nuevo aquí tenemos que recordar a Celestina que, según Pármeno, «si entre cien mujeres va y alguno dice “¡Puta vieja!”, sin ningún empacho vuelve la cabeza y responde con alegre cara»41. Nada puede ser más humillante para el pícaro que el hecho de que

39 Rojas, La Celestina, p. 197: «Así era tu madre, que Dios haya, la prima de nuestro oficio, y por tal era de todo el mundo conocida y querida, así de caballeros como de clérigos, casados, viejos, mozos y niños». 40 Quevedo, «El buscón». Edición crítica de las cuatro versiones, p. 11. 41 Rojas, La Celestina, p. 108.

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su madre acepte con risa de aprobación lo que para él constituye una grave afrenta de una situación de la que pretende desesperadamente huir. La indignitas hominis a la que Quevedo somete a su protagonista no termina con la descripción de los distintos oficios de la madre, sino que se extiende a la cuestión de su origen paterno. El pícaro cuenta a la «Señora», su interlocutora, que: Todo lo sufría, hasta que un día un muchacho se atrevió a decirme a voces hijo de una puta y hechicera; lo cual, como me lo dijo tan claro (que aun si lo dijera turbio no me diera por entendido), agarré una piedra y descalabrele. Fuime a mi madre corriendo que me escondiese; contela el caso; díjome: —Muy bien hiciste: bien muestras quién eres; sólo anduviste errado en no preguntarle quién se lo dijo. Cuando yo oí esto, como siempre tuve altos pensamientos, volvime a ella y roguela me declarase si le podía desmentir con verdad u que me dijese si me había concebido a escote entre muchos u si era hijo de mi padre. Riose y dijo: —(Ah, noramaza!, ¿eso sabes decir? No serás bobo: gracia tienes. Muy bien hiciste en quebrarle la cabeza, que esas cosas, aunque sean verdad, no se han de decir. Yo, con esto, quedé como muerto, y dime por novillo de legítimo matrimonio (pp. 96-97).

El tema del posible origen bastardo del protagonista ya aparecía perfectamente diseñado en el Guzmán de Alfarache, como hemos podido apreciar en el capítulo 2 del presente libro, y habría que recordar aquí la afirmación de Guzmán: «de su boca lo oí, su verdad refiero; que sería gran temeridad afirmar cuál de los dos me engendrase o si soy de otro tercero»42. Pero Quevedo le quiere dar un giro personal y más humillante para el pícaro, pues la madre ha ejercido la prostitución y Pablos puede ser el resultado de una relación profesional con otro individuo43. Por otra parte, la acusación la hace este compañero del protagonista en público, con lo cual Pablos no puede de-

42

Alemán, Guzmán de Alfarache, I, p. 157. Lázaro Carreter, 1977, p. 117, ve en la afirmación de la concepción «a escote» «un chiste atroz». 43

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jar de responder a lo que se ha convertido en una humillación pública, en una afrenta ante la que responde con un sentimiento de vergüenza que volverá a aparecer en otras ocasiones44. Este sentimiento es comprensible si tenemos en cuenta su deseo de medro social, de convertirse en caballero.Y ahí se encuentra el humor en todo el tema del origen del pícaro: los lectores de su época no podrían menos que reírse de las pretensiones de ennoblecimiento de un individuo de semejante calaña. Quevedo ha dibujado un origen «súper manchado» para demostrar la ridiculez de su personaje y de sus intenciones sociales. Todavía tenemos un episodio más en el que el protagonista asume su origen manchado, aunque en este caso sea falso. Me refiero al momento de su estancia en la cárcel madrileña en el que se hace pasar por primo de la esposa del alcaide (pp. 223-224). Esta falsedad nos recuerda la misma situación de Justina que se hace pasar por pariente de la bruja morisca para quedarse con las posesiones de la muerta. Aquí Pablos afirma ser pariente de Ana Moráez, hija de Esteban Rubio y Joan de Madrid. Ciertamente el apellido Moráez tiene connotaciones conversas, sobre todo de morisco o morisca, en este caso. Hay que notar con Lázaro Carreter que Ana menciona a dos padres, lo que la equipararía con el propio pícaro, que, no olvidemos, fue concebido «a escote»45. A Pablos no le importa asumir un origen manchado siempre que esta asunción le pueda beneficiar, como sería el caso con el trato de favor que recibe del alcaide a partir de este momento. Pero la risa bufonesca se manifiesta en el momento en el que el protagonista repite con una elaborada ironía: —(Joan de Madrid! (Burlando es la probanza que yo tengo suya!. Otras veces decía: —(Joan de Madrid, el mayor! Su padre de Joan de Madrid fue casado con Ana de Acevedo, la gorda (p. 224).

En el fragmento se aprecia esa burla implícita en la declaración de la pretendida hidalguía de la mujer del alcaide, de la que el pícaro afirma tener una prueba jurídica. Nos encontramos, pues, ante una mues-

44 Ver 45

Díaz Migoyo, p. 1978, p. 21. Quevedo, El Buscón, 1980, p. 204n.

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tra más de la risa bufonesca, aunque en esta ocasión es a contrario, pues en este caso el protagonista no se equipara con la nobleza más rancia, sino que lo hace con los elementos más bajos de la sociedad de su época: los conversos. Quevedo ha dado una vuelta de tuerca a la tradición de los bufones, porque su objetivo es el de desenmascarar a su protagonista, no el de rebajar a sus lectores. Con el abandono del hogar paterno por parte de Pablos, el uso de la risa para humillar a su personaje sigue las sendas del mundo carnavalesco46. Edmond Cros ha analizado el calendario festivo de los distintos episodios del primer libro de la novela47, por lo que yo no voy a ahondar en este tema. Quevedo entendía perfectamente el significado del carnaval despojado ya de ese sentido regenerador que tenía la fiesta en la Edad Media48. En el escritor madrileño los elementos típicos de «lo inferior material y corporal» se utilizan como forma de humillar públicamente al protagonista, de recordarle su inferioridad social, por lo que disiento de Cros cuando habla de la asociación entre los excrementos y un supuesto nacimiento de Pablos a una nueva vida49. De la misma manera, disiento de la interpretación de mi colega y amigo Malcolm Read que en un análisis psicoanalítico de Quevedo afirma que: «he had the conviction that whilst he wrote he could remain one step ahead of his own stinking body»50. Ninguno de ellos ha sabido apreciar el uso humillante de la risa carnavalescobufonesca en la producción quevediana. El escritor madrileño hace un uso fundamental del humor escatológico del que ya se habían servido sus predecesores en el género picaresco. Tanto el anónimo autor del Lazarillo de Tormes como Mateo Alemán habían creado episodios donde los excrementos se convertían en elementos humorísticos, aunque estos son más abundantes en la novela del sevillano. Esta gradación había dado un paso más adelante en El Guitón Onofre, con la aparición de la coprofagia51. Quevedo utiliza los excrementos en la primera parte de la novela, cuando todavía 46

Sobre este tema, ver Cros, 1980 y Egido, 1978. Cros, 1980, pp. 21-33. 48 Bajtin, 1987, p. 27, afirma que se trata de «un obstáculo estúpido y moribundo que se levanta contra las aspiraciones del ideal». 49 Cros, 1980, p. 29. 50 Read, 1990, p. 82. 51 Gregorio González, El guitón Onofre, pp. 128-130. 47

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es un pícaro que está aprendiendo a sobrevivir y no tiene medios económicos para sustentar sus «elevados» pensamientos; en estos momentos se mueve en ambientes marginales como la universidad de Alcalá o la casa de su tío el verdugo. Pero estos desaparecen cuando el pícaro intenta usar su dinero para medrar, con lo que entra ya en un mundo en que los excrementos no tienen cabida. Aunque ciertamente los cuentecillos populares abundan en episodios en los que la realeza se ve involucrada en este tipo de situaciones «desgradables». Basta recordar un cuentecillo recogido por Joan de Timoneda, en el que se cuenta como Subía un truhán delante de un rey de Castilla por una escalera y, parándose el truhán a estirarse el borceguí, tuvo necesidad el rey de darle con la mano en las nalgas, para que caminase. El truhán, como le dio, echose un pedo.Y, tratándole el rey de bellaco, respondió el truhán: —¿A qué puerta llamara Vuestra Alteza, que no le respondieran?52

La escatología es usada aquí con el simple ánimo de divertir al lector, mientras que en el caso del novelista madrileño se utiliza para humillar y burlarse del protagonista, cuyas miserias quedarán así expuestas a la pública contemplación de sus conciudadanos. Porque si algo separa el uso por parte de Quevedo de este recurso frente a sus predecesores, es el del carácter público de la humillación, de la burla: el mercado, el patio de la universidad son los espacios en los que tienen lugar estas burlas, lugares abarrotados de gente en el que el espectáculo es el «embarramiento» de Pablos. De esta manera, como vamos a ver, el escritor castiga las pretensiones sociales de su personaje y lo desenmascara delante de la misma sociedad a la que pretende engañar. El primero de los episodios escatológicos sucede durante las fiestas de carnaval, concretamente la del rey de gallos53. En esta celebración se elegía por sorteo entre los jóvenes del lugar al rey, siguiendo una tradición procedente de las Saturnales romanas, fiestas propias de los siervos, por lo que constituían una forma de subversión del orden 52 Timoneda, El

sobremesa y alivio de caminantes, pp. 227-228. El cuento parece ser de tradición árabe. 53 Para un análisis de este episodio desde el punto de vista del carnaval, ver Cros, 1980.

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social establecido durante los días que duraban. Afortunadamente para nuestro protagonista se había perdido la tradición instaurada a principios del siglo IV en la que estos reyes festivos o se suicidaban o morían asesinados54. El escenario de este episodio es el de la plaza pública y Quevedo lo vuelve a situar así para humillar una vez más a su protagonista aprovechándose de los elementos fundamentales de las fiestas carnavalescas, que eran, no lo olvidemos, las fiestas del desenfreno, la alegría y la «violencia establecida» en palabras de Caro Baroja55.Violencia que llevaba a que a los pobres les tiraran vegetales y los revolcaran en el barro; y eso es precisamente lo que le acontece al pobre Pablos. También se aprecia la peligrosidad de estas celebraciones en la alusión a las dagas y espadas pequeñas que portaban algunos de los compañeros del pícaro y de las que hicieron uso en la pelea56. La burla violenta se desarrolla en dos partes y sigue perfectamente la tradición carnavalesca que acabamos de describir. En primer lugar, tenemos el ridículo caballo, o «anticaballo»57 que le ha conseguido su padre, y el lanzamiento de vegetales, la famosa «batalla nabal», sin duda uno de los momentos más recordados por los lectores del Buscón. Habría que recordar aquí que en ciertas ciudades italianas durante el carnaval las prostitutas salían desnudas por las calles y se les tiraban verduras. Pablos narra los motivos que provocaron esta batalla y casi al final recuerda el momento más humillante de esta primera parte del episodio: Quiero confesar a vuestra merced que, cuando me empezaron a tirar los tronchos, nabos, etcétera, que, como yo llevaba plumas en el sombrero, entendiendo que me habían tenido por mi madre y que la tiraban, como habían hecho otras veces, como necio y muchacho, empecé a decir: «Hermanas, aunque llevo plumas, no soy Aldonza de San Pedro, mi madre» (como si ellas no lo echaran de ver por el talle y rostro). El mie-

54

Caro Baroja, 1979, pp. 300-301. Caro Baroja, 1979, p. 50. Sobre la violencia en los carnavales europeos de la época, ver Muir, 2001, pp. 101-140 y Ruff, 2004, pp. 164-181. 56 Quevedo, Buscón, p. 100: «Vino la justicia, comenzó a hacer información, prendió a berceras y muchachos, mirando a todos qué armas tenían y quitándoselas, porque habían sacado algunos dagas de las que traían por gala, y otros espadas pequeñas». 57 Carilla, 1986, p. 34. 55

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do me disculpó la ignorancia, y el sucederme la desgracia tan de repente (p. 100).

Edmond Cros ha visto en el episodio de la «lapidación con verduras» una inversión cómica del mundo de la Inquisición58. Me parece que el hispanista francés ve referencias críticas donde no las hay, como lo demostraría que no aparezca este fragmento en El tribunal de la justa venganza. Sea como fuere, reúne aquí Quevedo dos motivos degradantes para el pícaro: por una parte, el lanzamiento de los vegetales, que le recuerda su pertenencia al grupo marginal de los conversos; por otra, la depravación de su origen familiar, con la alusión al hecho de que su madre fue paseada por la Inquisición acusada de brujería59. La importancia de este suceso se ve aumentada, porque la humillación se produce cuando ya Pablos había expresado su intención de ser caballero60, y el lanzamiento de las verduras lo devuelve a la realidad social en la que se hallaba atrapado y de la que nunca le sería permitido escapar. Pero la burla no puede acabar aquí, tiene que haber una segunda parte. He mencionado anteriormente el hecho de que a los pobres durante el carnaval se les lanzaban vegetales y se les revolcaba en el barro. Quevedo que ya ha relatado la primera parte, debía completarla con el revuelco. Pero nuestro escritor introduce una nota original en esta tradición festiva, aunque no ajena a la fiesta carnavalesca; me refiero al uso de los excrementos. La burla ha de terminar con el protagonista considerado como un ser apestado, revolcado en los excrementos de los animales: mas tal golpe me le dieron al caballo en la cara, que, yendo a empinarse, cayó conmigo en una (hablando con perdón) privada. Púseme cual vuestra merced puede imaginar» (p. 100).

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Cros, 1980, p. 140. Lázaro Carreter, 1977, p. 119, ve en la alusión a que no lo confundan con su madre una incongruencia más de Quevedo que le lleva a «concluir la absoluta falta de esfuerzo constructivo en la novela». 60 Quevedo, Buscón, p. 92: «Hubo grandes diferencias entre mis padres sobre a quién había de imitar en el oficio, mas yo, que siempre tuve pensamientos de caballero desde chiquito, nunca me apliqué a uno ni a otro». 59

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La caída y la consiguiente «embarradura» sólo tienen una consecuencia positiva y es que la justicia no se atreve a detenerlo, porque el «alguacil, quísome llevar a la cárcel, y no me llevó porque no hallaba por dónde asirme (tal me había puesto del lodo)» (p. 101). Casi la misma situación se da en el Simplicius, donde los oficiales de la justicia tampoco se acercan al protagonista por el olor que desprende61. Pero el espectáculo no se acaba en la plaza, pues durante su vuelta a casa se encuentra con otras personas que se convierten en nuevos testigos de su desgracia y humillación. El camino de vuelta a su casa recuerda los paseos vergonzantes que se daba a los condenados para que todo el pueblo pudiera verlos; de esta forma al castigo corporal se unía la vergüenza pública; en el caso de Pablos el castigo físico sería la caída del caballo y su «embarradura» la mancha moral. El suceso termina con la marcha definitiva, casi mejor podemos denominarla huida, de la casa de sus padres y su llegada a la que considera como su nueva vida al lado de don Diego Coronel y su familia. Precisamente en los Coronel basa Pablos sus esperanzas de medro, aunque como sabemos su nueva familia está tan manchada en su linaje como lo estaba la suya original. La siguiente burla escatológica que crea Quevedo para recordarle a Pablos y al lector el origen social del protagonista ocurre en la universidad de Alcalá. La burla refleja una novatada habitual en el mundo universitario de la época, como lo demuestra el siguiente pasaje del Guzmán de Alfarache, donde leemos: ¡Aquel hacer de obispillos, aquel dar trato a los novatos, meterlos en rueda, sacarlos nevados, darles garrotes a las arcas, sacarles la patente o no dejarles libro seguro ni manteo sobre los hombros!62

Pero Guzmán no recibe esta novatada, como tampoco lo hará el protagonista de la segunda parte apócrifa que también fue a estudiar a la universidad complutense. Sin embargo, en textos posteriores a la

61 Grimmelshausen, Simplicius, pp. 135-136: «Los cabos encargados de ejecutar la orden no sólo no tuvieron compasión de mí, sino que ni podían estar a mi lado por el hedor que despedía. Me liberaron así de los golpes y me encerraron en un gallinero, debajo de la escalera». 62 Alemán, Guzmán de Alfarache, II, p. 423.

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novela quevediana vuelve a aparecer la novatada63. En este episodio quevediano está mucho más clara, si cabe, la intencionalidad social que en el del rey de gallos.Y lo está porque se marcan perfectamente las diferencias sociales y económicas entre los dos personajes: Pablos y Diego Coronel. Mientras el segundo se libra de la cruel y escatológica novatada mediante el pago de dos docenas de reales y el apadrinamiento de unos colegiales amigos de su padre, al pícaro nadie lo salva de recibirla con toda su brutalidad. De nuevo la burla sucede en un espacio público; en este caso en el patio de la universidad alcalaína.Y de nuevo, como en el caso anterior, la escatología constituye el elemento fundamental de la broma, aunque aquí no se trata de un accidente, sino de un hecho perfectamente calculado y planeado para humillar al receptor, al indigno Pablos. El episodio está dominado por la risa de todos los que participan en él: Pablos se ríe intentando disimular su miedo; los otros estudiantes se ríen por lo que están a punto de hacer. Es el preámbulo tenso del caos cómico en que se convierte la escena cuando empiezan a llover los gargajos lanzados desde todos lados y culminados por el griterío de los estudiantes: Levantó la infernal gente una grita que me aturdieron.Y yo, según lo que echaron sobre mí de sus estómagos, pensé que, por ahorrar de médicos y boticas, aguardan nuevos para purgarse. Quisieron tras esto darme de pescozones, pero no había dónde sin llevarse en las manos la mitad del afeite de mi negra capa, ya blanca por mis pecados. Dejáronme, y iba hecho zufaina de viejo a pura saliva (p. 124).

Quevedo ha querido resaltar la humillación que ha sufrido Pablos a manos, o mejor, a bocas, de los estudiantes veteranos, aunque hay quien quiso ver aquí una parodia del episodio novotestamentario de la Resurrección64. La minuciosa descripción realza a las claras ese sentimiento de castigo social, de la crueldad de lo sucedido. Para apreciar mejor este hecho, basta con recordar cómo narra la misma situación el protagonista de Alonso, mozo de muchos amos:

63 Ver

Peseux-Richard, 1918. May, 1950 y 1969, y Parker, 1975, p. 120.Ver la razonada refutación a esta interpretación teológica por parte de Lázaro Carreter, 1977, pp. 120-126. 64

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Conociéronme luego por novato; pusiéronme cerco gran cantidad de aquellos estudiantes, comenzando a descargar en mí más saliva que suelen arrojar granizo las más preñadas nubes por el mes de marzo… hiciéronme que subiese en la cátedra, no me dejando bajar hasta que les leyese alguna cosa, y al cabo me dieron por libre, de tal modo que mi negro ferreruelo salió más blanco que la nieve65.

Quevedo se regodea con la descripción de los preparativos de los estudiantes, de sus carraspeos, de su referencia al mal olor; todo ello contribuye a cargar de mayor violencia la escena. El escritor se ceba en el dolor de su personaje y en la burla que este dolor produce en los circunstantes. Prueba de esta fijación cruel la tenemos en la manera en la que continúa la acción, pues de vuelta a su posada Pablos se encuentra con más personas que se convierten en testigos de sus desgracias, y que no se ceban más en él, porque no encuentran de donde agarrarlo sin mancharse. El resultado de la burla es el mismo que el del rey de gallos, puesto que en ambas ocasiones Pablos ha recibido la humillación pública por su intento de ascender socialmente; el único cambio es el escenario en que ésta se ha desarrollado; ahora nos encontramos en un ambiente universitario, muy propicio a este tipo de situaciones burlescas. Pero también un lugar en el que se marcan con gran claridad las diferencias sociales. En esta dirección podemos afirmar que aquellos que se han burlado de Pablos pertenecen en su mayoría a los grupos de estudiantes capigorrones de su mismo nivel social, pero con mayor antigüedad que el pícaro, aunque no podemos descartar la presencia entre ellos de algún caballero. Con esta burla estos estudiantes pretenden dejar bien claro a Pablos cuál es su sitio en el mundo universitario complutense al que acaba de incorporarse. No se termina aquí el calvario humillante por el que ha de pasar Pablos durante su primer día en Alcalá. Si hemos dicho que este primer episodio burlesco sucede en frente de un gran número de estudiantes, a los que hay que sumar el de los otros viandantes con los que se encuentra en su retorno al patio de estudiantes donde vivían él y su amo, los dos siguientes se desarrollan en un ambiente privado, cerrado, concretamente en el patio de estudiantes donde residen él y

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Alcalá, Alonso, mozo de muchos amos, p. 235.

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su señor. El primer encuentro se produce con el morisco, personaje marginado socialmente, que se ríe del aspecto que presenta el pícaro y al que este insulta aludiendo al Ecce Homo, referencia clara a su origen converso66: «Tené, güésped, que no soy Ecce Homo» (p. 125). El oficio de mesoneros tenía una larga tradición de conversos como lo demuestra el origen manchado de los padres mesoneros de La pícara Justina, aunque Pacheco de Narváez en el Tribunal de la justa venganza se escandalice por tal asociación67. La respuesta del mesonero ante el insulto de Pablos es la violencia: «me dio dos libras de porrazos, dándome sobre los hombros con las pesas que tenía» (p. 125). La risa es más humillante en este fragmento que en el de los estudiantes, porque procede de un individuo marginado, quizás miembro de la misma casta de la que pretende escapar Pablos. Esta risa, por venir de quien viene, le recuerda la baja procedencia de su origen; si en la universidad, se encontraba al menos entre iguales o, incluso, superiores, aquí le duele mucho más porque teóricamente él se siente superior a su agresor; la risa y los golpes lo rebajan, lo devuelven al lugar del que pretende olvidarse, del pasado del que quiere escapar. El siguiente episodio acaecido dentro del patio de estudiantes en el que residen don Diego y Pablos se convierte en la última humillación recibida por el pícaro durante su estancia en Alcalá. El ambiente nocturno, la oscuridad, el abrupto despertar y la embarradura en la que acaba Pablos nos recuerda el episodio ya citado de la primera parte del Guzmán de Alfarach e. También Guzmán es asaltado mientras duerme por unos desconocidos que lo mantean. Una vez que ha terminado el suplicio, Guzmán vuelve a dormirse y al levantarse se halla «de mal olor, el cuerpo pegajoso y embarrado»; se limpia con las sábanas, disimulando «cuanto pude por lo de la caca» y acompañado por un criado sale a la calle, y comenta aliviado: «Cuando en ella me

66 Sobre el carácter antisemita de esta burla, ver Bataillon, 1967, p. 26. Parker, 1975, p. 120, interpreta este episodio como una alusión a la Crucifixión, aunque Pablos «rechaza cualquier relación entre él y el Cristo de dolor».Ver la atinada respuesta de Lázaro Carreter, 1977, p. 127, que considera «puro absurdo» esta interpretación. 67 Pacheco de Narváez, Tribunal de la justa venganza, pp. 66-67: «porque ninguno que tiene por trato el dar posada, recibe a los que van a ella con mala cara, ni los quiere escupir, antes con agrado los atrae, por consistir en ello su ganancia, y también porque no se ha visto mesonero ni ventero morisco, sino que por decir estas dos blasfemias lo introduce».

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vi, como si en los pies me nacieran alas y el cuerpo estuviera sano, tomé las de Villadiego. Afufélas, que una posta no me alcanzara»68. Mateo Alemán no se complace en humillar más a su protagonista de lo que es necesario, por supuesto que aquí la burla tramada por el tío de Guzmán tiene como finalidad la de rebajar socialmente a un pretendido pariente indeseable, el pícaro, que mancha la reputación del genovés. Pero la humillación no trasciende el ámbito de lo privado; sucede por la noche en la habitación donde duerme el invitado y no se produce el regodeamiento por el miedo y sus consecuencias. No quiere decir esto que Guzmán no sea humillado públicamente, porque hay que recordar el episodio en el que atraviesa en el lomo de un cerdo varias calles romanas hasta que cae al suelo: Levanteme muy bien puesto de lodo, silbado de la gente, afrentado de toda Roma, tan lleno de lama el rostro y vestidosde pies a cabeza, que parecía salir del vientre de la ballena. Dábanme tanta grita de puertas y ventanas, y los muchachos tanta priesa, que como sin juicio buscaba dónde asconderme69.

Guzmán recuerda el regocijo que produjo en Roma ese suceso70 y los comentarios que hubo de soportar en su vuelta a la casa del embajador. Guzmán reacciona de forma diferente a la de Pablos: se encierra en su habitación, de la que sólo sale de noche, a la espera de que se olvidaran «con el ausencia mis cosas, como si no hubieran sido»71. Al final, decide abandonar Roma e iniciar una nueva vida. Existe otro antecedente que creo más próximo al texto quevediano. Me refiero a la novella XXXV de la primera parte de las Novelle de Bandello: «Nuovo modo di castigar la moglie ritrovato da un gentiluomo veneziano». En esta novela se cuenta el adulterio de un famoso predicador, Sisto da Vinegia, con Cassandra, esposa de «messer 68 Alemán, Guzmán de Alfarache, I, pp. 382-383. Micó señala en nota ciertas concomitancias de este episodio con una novela de Bandello (II, XX). Ver Cros, 1967, pp. 79-80. 69 Alemán, Guzmán de Alfarache, II, p. 109. 70 Alemán, Guzmán de Alfarache, II, p. 111: «Como los que vieron mi desgracia no fueron pocos y esos estuvieron detenidos refiriéndola en corrillos a los que venían de nuevo, y yo que generalmente no estaba bien recibido, deteníanse todos a oírla, dando unos y otros gritos de risa, significando grande alegría». 71 Alemán, Guzmán de Alfarache, II, p. 130.

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Pancrati Giustiniano». El marido descubrió las actividades sexuales de su esposa y el predicador y como forma de venganza decidió pedirle a un amigo médico unas píldoras para defecar «con grande abondanza colui che ricevute l’avesse renderia el tributo due e tre volte a la contessa di Laterino in meno d’un quato d’ora»72. Llegado el momento el marido se hace pasar por el predicador y cuando se halla en la cama con la engañada esposa hace sus necesidades: Il che volendo ella fare, il marito che sentiva le pillole aver fatto buona operazione, tuttavia brontolando voltò le schene a la moglie, e tutta nel petto e nel viso la spruzzò d’altro che d’acqua alanfa. E volendo ella dire: —Oimè, che cosa è questa?— egli al quanto alzate le parte posteriori lasciò andar un’altra cannonata e tutta l’avventò nel volto a la donna, di modo chi ritrovandosi alora con la bocca aperta ne colse più d’una gocciola73.

El texto quevediano parece beber de las dos fuentes, aunque no sabemos si había leído a Bandello, puesto que no se conoce ninguna traducción completa de sus novelas en el siglo XVI, pues la que publicó Millis Godínez en Salamanca en 1589 sólo recoge catorce74, aunque no olvidemos que don Francisco había vivido en Italia durante seis años y dominaba la lengua italiana. De lo que no hay ninguna duda es que sí conocía el texto alemaniano. Del italiano parece haber tomado el aspecto de humillación, de crueldad de los excrementos; en ambas novelas, lo escatológico aparece como una forma de castigar, de humillar a aquel que ha cometido una amoralidad: adulterio en un caso o perversión del orden estamental, en el otro. En el episodio del Guzmán el protagonista sufre un castigo a sus pretensiones sociales, lo mismo que sucede en el Buscón, pues no hemos de olvidar que la novela del escritor sevillano tiene una intencionalidad social muy bien estudiada por Cavillac75. Lo que las diferencia es que el texto quevediano se dirige a un público distinto y está escrita desde un punto de vista aristocrático que no comparte el burgués sevillano.

72

Bandello, La prima parte de le novelle, p. 343. Bandello, La prima parte de le novelle, p. 343. 74 Sobre la influencia de Bandello en España, ver Menéndez Pelayo, III, 1961, especialmente pp. 34-37. 75 Cavillac, 1994. 73

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La burla que sufre Pablos combina los dos elementos que aparecen en su predecesor picaresco y en la novela de Bandello: la violencia física y la moral. Pero las semejanzas terminan ahí, porque si a Guzmán lo mantean, a Pa blos lo azotan inmiseri c o rd e m e n t e ; si Guzmán se embarra en su propia «caca», Pablos lo hace en la de uno de sus compañeros que, mientras el pícaro está debajo de su cama, «se pasó a mi cama y proveyó en ella, y cubriola, volviéndose a la suya» (pp. 126-127). Quevedo se regodea en la descripción del «embarramiento» de su personaje para demostrar la ignominia en que vive y lo ridículo de sus pretensiones sociales, regodeamiento que también podemos apreciar en la novela de Bandello para castigar la infidelidad de Cassandra. Pero los tres episodios se alejan ya del espíritu del carnaval medieval que describe Bajtin; los excrementos sirven sólo para manchar a aquellos que han subvertido el orden, ya sea moral o social: Guzmán, Pablos y Cassandra son castigados por su atrevimiento, por su intención manifiesta de engañar a aquellos que representan el orden establecido en el ámbito familiar o en el de la sociedad en su conjunto. Pero en el caso del Buscón la burla no ha acabado todavía, porque todo esto ha sucedido en una habitación oscura y, por tanto, la broma no ha surtido el efecto humillante buscado por el autor; para ello, tenemos que esperar a la mañana siguiente y a la aparición de don Diego Coronel. Cuando todos sus compañeros de habitación y su amo se hallan reunidos, la broma abandona el ámbito de lo privado y pasa al público: todos se ríen del pobre Pablos y de la violencia que le ha sido infligida; es la humillación necesaria para demostrarle su puesto social y para encaminarle a su dirección ya marcada: la vida picaresca. Las palabras del protagonista no dejan lugar a dudas sobre este cambio visible: «Avisón, Pablos, alerta». Propuse de hacer nueva vida, y con esto, hechos amigos, vivimos de allí adelante todos los de la casa como hermanos, y en las escuelas y patios nadie me inquietó más (p. 129).

Este es el momento en el que se produce la transformación de Pablos, el momento en el que se da cuenta de que sólo a través del engaño y del ingenio podrá ascender socialmente. Pero es también el momento en el que le queda claro al lector que esa ascensión es imposible, que Quevedo, a través del humor y la risa, una risa humi-

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llante, no va a permitir que esto suceda: Pablos se convierte definitivamente en el «fantoche de hilos» del escritor madrileño y de su ideología típicamente barroca y aristocrática. El último episodio del humor escatológico transcurre en la casa de Alonso Ramplón, el tío verdugo de Pablos que ha ejecutado al padre del pícaro. En este momento habría que recordar que Carlos García profundiza en la crueldad de este hecho cuando hace que el pícaro, Andrés, ejecute a su propio padre para poder escapar del castigo. Lo interesante y distinto de este episodio escatológico fente a los demás es que Pablos sale limpio y que se convierte en un mero espectador del espectáculo grotesco que se desarrolla en el habitáculo de su tío. La escena tiene un preámbulo en el que Quevedo vuelve a humillar a su personaje que intenta hacerse pasar por quien no es. Pablos regresa a Segovia, su casa76, para recoger la herencia paterna y nada más entrar en la ciudad se encuentra con una procesión de condenados: Yo, que estaba notando esto con un hombre a quien había dicho, preguntando por él, que era yo un gran caballero, veo a mi buen tío que, echando en mí los ojos (por pasar cerca), arremetió a abrazarme, llamándome sobrino. Penséme morir de vergüenza; no volví a despedirme de aquel con quien estaba (p. 172).

Como se puede apreciar, el fragmento es de una asombrosa brevedad, pero constituye un ejemplo más de esa constante humillación humorística a la que somete Quevedo a su protagonista. De nuevo nos encontramos con Pablos haciéndose pasar por caballero frente a un desconocido, y de nuevo Quevedo le aplica el serio correctivo de la risa; en el momento en que pretende hacerse pasar por quien no es, en el que se encuentra subvirtiendo el orden estamental, el escritor introduce la risa humillante; el tío verdugo, una de las profesiones más despreciadas en la España de la época77, lo abraza recordándole a él, y mostrándole a la persona con quien estaba hablando, su auténtico origen. Las últimas palabras del pícaro no pueden ser más contundentes: la vergüenza se apodera de él una vez más y tiene que desaparecer, esconderse, para sumergirse otra vez en el inframundo de la

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Para el tema de la vuelta a casa de Pablos, ver Ignacio Arellano, 2006. Antonio Vilanova, 1989.

77 Ver

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marginación en el que vive su tío y en el que él debe vivir, de acuerdo al sistema estamental. Con esta humillación nos introducimos en el ambiente en el que se desarrolla la escena escatológica: la cena en casa del tío. Iffland afirma que con él entramos en un «more sordid sector of reality whose grotesqueness centers around black humor and the corporeal-creatural»78. Efectivamente el escenario se convierte en un espacio cerrado y oscuro en el que los personajes son seres grotescos con pasiones primitivas dominados por lo «inferior material y corporal». Price y Cros han creído ver en este episodio la parodia de la Última Cena79, aunque me parece que se trata de una interpretación equivocada. Una relación que me parece más verosímil es la afirmación de que nos encontramos con un eco de la cena en casa de Trimalción del Satiricón de Petronio, donde Pablos adopta un papel similar al de Encolpio y sus amigos, Ascilto y Gitón, de parásitos que observan y escuchan la vida de otros80. No son estos los únicos detalles en que concuerdan los dos textos como veremos a continuación. Desde el principio de la descripción del habitáculo del tío participamos de un ambiente pleno de degradación y miseria muy acorde con el oficio. La entrada a la casa le recuerda al protagonista un patíbulo, aunque con gran ironía su tío le comenta apropiadamente: «No es alcázar la posada, pero yo os prometo, sobrino, que es a propósito para dar expediente a mis negocios» (p. 173). Ciertamente todo en esta primera visión de Pablos gira alrededor de la muerte, del oficio de verdugo de Alonso Ramplón, de la infamia en la que vive este familiar, el único aparte de sus padres que aparece en la narración. En este sentido nada se parece a la casa de Trimalción donde reina el lujo, aunque los parecidos se dan en la descripción de algunos de los personajes que acuden a los dos banquetes que se celebran. En el caso del texto latino destaca el amante del huésped: «un mancebo ya entrado en años, legañoso y más repulsivo que su propio dueño»81. Los tres invitados de Alonso pertenecen al mundo del lumpen: un animero, un porquero y un corchete, que más bien parece un matón, componiendo «as motley a crew as could

78

Iffland, II, 1982, p. 116. Rice, 1971, p. 277 y Cros, 1988, p. 165. 80 Vaíllo, 1995, p. 273. 81 Petronio, Satiricón, p. 29. 79

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be gathered together in a single place»82. Recordemos la descripción que hace del corchete: Tras él entró un mulato zurdo y bizco, un sombrero con más falda que un monte y más copa que un nogal, la espada con más gavilanes que la caza del Rey, un coleto de ante. Traía la cara de punto, porque a puros chirlos la tenía toda hilvanada (p. 174).

Los rasgos de este personaje se corresponden, como ya he comentado, con los de un bravucón de los que abundan en las jácaras del propio Quevedo, e incluso con el «mulatazo» con el que se enfrenta el ridículo maestro de esgrima en la venta83. A partir de aquí, se entra en el mundo de la marginalidad del que se quiere alejar Pablos, pero en el que están perfectamente asentados sus contertulios. La situación es humillante para Pablos que quiere alejarse de todo lo que representan el tío y sus amigos; que es, al fin y al cabo, al mundo al que él pertenece. En ese sentido la situación se asemeja a la de Encolpio y sus camaradas que quieren salir de la mansión de Trimalción, aunque por otras razones. La mayor semejanza que se da entre los dos textos se refiere a la comida y a la bebida, aunque cada uno de ellos adecuados a la categoría social de sus anfitriones. La abundancia y exotismo de los alimentos que se sirven en casa del rico Trimalción, presentados a veces en curiosos recipientes no tiene nada que ver con la pobreza y miseria de los de Alonso Ramplón: las morcillas y los pasteles de carne. Estos últimos cobran una especial trascendencia en la narración: Parecieron en la mesa cinco pasteles de a cuatro.Y tomando un hisopo, después de haber quitado las hojaldres, dijeron un responso todos, con su requien aeternam, por el ánima del difunto cuyas eran aquellas carnes (p. 176).

Se ha señalado la posible influencia a la antropofagia a la que se alude en este párrafo con el testamento de Eumolpo84, donde este pone como condición a sus herederos para que entren en posesión de

82 83 84

Iffland, II, 1982, p. 117. Sobre este retrato, ver Chevalier, 1992, pp. 136-140. Egido, 1978, p. 191.

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su herencia que: «tendrán que partir a trozos mi cadáver y comérselo en presencia del pueblo»85. Los pasteles cocinados con carne humana forman parte de la sátira que Quevedo escribía contra los pasteleros y de los que aparecen varios ejemplos en los Sueños; un ejemplo interesante lo tenemos en el Sueño del Juicio Final donde vemos a un pastelero perseguido «de hombres hechos cuartos» que le pedían «que declarase en qué les había acomodado sus carnes, confesó que en los pasteles»86. Pero en el Buscón la risa en el lector y la humillación en el protagonista la produce el hecho de que Pablos podría haberse comido a su propio padre, y que el pícaro se abstiene de comer y a partir de entonces confiesa que siempre reza un Ave María antes de comer pasteles. Es interesante mencionar en este punto que Pacheco de Narváez en El tribunal de la justa venganza, por este fragmento, acusa a Quevedo de hereje por dotar de alma a los animales87. Pero el elemento escatológico aparece en un momento de esas peleas divertidas a las que tan aficionados eran los escritores de la época. Se trata de peleas en la oscuridad, en la que el caos convierte la violencia en comicidad; recordemos aquí la que tiene lugar en el capítulo XVI de la primera parte entre don Quijote, Maritornes, Sancho y el arriero88. En este caso, la influencia del texto de Petronio se aprecia en el hecho de que los dos contendientes son esclavos borrachos que rompen unas ánforas de las que «caían ostras y vieiras»89. En el Buscón el altercado tiene como protagonistas al animero y al porquero. La escena está construida destacando el estado etílico en que se encuentran los dos personajes, que se enzarzan en la pelea sin saber ninguno de los dos lo que realmente pasa:

85

Petronio, El Satiricón, p. 180. Quevedo, Sueños, p. 116. 87 Pacheco de Narváez, Tribunal de la justa venganza, p. 72: «Ya esta prenda rematada la tiene el demonio, pues cuando con malicia quisiese entender que la carne de los pasteles fuese de animales no puestos en uso comestible, no debía usar de la deprecación que hace la Iglesia por las armas de los fieles difuntos, ni de la angélica salutación que el celestial paraninfo hizo a la que había de ser madre de Dios». Lázaro Carreter, 1977, p. 90, piensa que sí entendieron la burla y que «desvirtuando adrede la recta intelección del pasaje, podían herir a Quevedo en parte más sensible». 88 Sobre este episodio ver Selig, 1991. 89 Petronio, El Satiricón, p. 79. 86

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Él, que se vio así, fuese a levantar y, como pesaba algo la cabeza, quiso ahirmar sobre la mesa, que era destas movedizas; trastornola, y manchó a los demás; y tras esto decía que el porquero le había empujado. El porquero que vio que el otro se le caía encima, levantose y, alzando el instrumento de güeso, le dio con él una trompetada. Asiéronse a puños, y, estando juntos los dos y teniéndole el demandador mordido de un carrillo, con los vuelcos y alteración, el porquero vomitó cuanto había comido en las barbas del de la demanda (p. 177).

Como vemos, el estado de confusión en que se hallan los dos amigos del tío de Pablos provoca una pelea ridícula, que termina con el porquero vomitando la comida y bebida de esa cena en las barbas de su adversario. La vomitada recuerda a la de Lázaro en las narices del ciego, pues es provocada por el individuo que recibe sorprendido los vómitos. El pícaro que es el único ser sobrio de la reunión es el encargado de poner paz en los contendientes.Todos estos sucesos en casa de su tío, así como los personajes que se reúnen en el convite, los ha creado Quevedo para demostrar el depravado origen familiar de Pablos, que en estos momentos se avergüenza de pertenecer a la familia de Alonso Ramplón. La cena supone un punto y aparte en su vida, pues en su despedida de su tío queda bien clara la ruptura, o más bien el intento de ruptura, con el pasado por parte de Pablos90: «No pregunte por mí ni me nombre, porque me importa negar la sangre que tenemos» (p. 182). Sin embargo el lector no puede olvidar las imágenes grotescas con las que se ha dibujado este ambiente en el que vive la familia, o lo que queda de la familia del pícaro, pues su madre «dicen que representará en un auto el día de la Trinidad, con cuatrocientos de muerte» (p. 140). Es decir, el autor presenta la muerte, la ejecución de Aldonza, que recibirá 400 azotes, con una clara intención burlesca91, porque, como ya había comentado el Pinciano ciertas muertes podían

90 Ver

Quérillacq, 1988, p. 482. Aunque Iffland, 1982, p. 106, no entendió el sentido de cuatrocientos, pues afirma: «the hyperbole referred to it is found in Ramplón’s assertion that the auto will involve four hundred individuals, all of whom are condemned to death». El error de interpretación lo había ya cometido Américo Castro en su edición del Buscón, p. 95n., donde ya comentaba: «figurar en un auto de fe juntamente con cuatrocientos destinados a morir, cifra burlescamente exagerada». 91

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hacer reír a los espectadores o lectores de los siglos XVI y XVII92. No es esta la única ocasión en que se presenta la muerte como elemento cómico, sino que la ejecución de su padre también pretende producir la risa en el lector: Llegó a la N de palo, puso el un pie en la escalera, no subió a gatas ni despacio y, viendo un escalón hendido, volviose a la justicia y dijo que mandase aderezar aquél para otro, que no todos tenían su hígado. No os sabré encarecer cuán bien pareció a todos. Sentose arriba, tiró las arrugas de la ropa atrás, tomó la soga y púsola en la nuez. Y viendo que el teatino le quería predicar, vuelto a él, le dijo: «Padre, yo lo doy por predicado; vaya un poco de Credo, y acabemos presto, que no querría parecer prolijo». Hízose así; encomendome que le pusiese la caperuza de lado y que le limpiase las barbas.Yo lo hice así. Cayó sin encoger las piernas ni hacer gesto; quedó con una gravedad que no había más que pedir (p. 140)

El episodio forma parte de la tradición de las burlas de los condenados antes de morir93 a las que me he referido antes brevemente en el capítulo I. Ejemplos variados de estas y otras burlas los recoge Montaigne en el capítulo XIV del libro primero de sus Essais, donde encontramos el de un condenado que le pedía al verdugo «qu’il ne le touchât pas à la gorge, de peur de le faire tressaillir de rire, tant il était chatouilleux», o el de otro que «ayant demandé à boire, et le bourreau ayant bu le premier, dit ne vouloir boire après lui, de peur de prendre la vérole»94. En la tradición española también abundan estos episodios del humor de los condenados a muerte, que han sido considerados como «una versión degradada de los valores estoicos»95. Así los podemos encontrar en las diversas colecciones de anécdotas o cuentecillos, totalmente autónomos, aunque con una clara línea de continuidad del resto de la tradición como el que aparece en la Floresta española: 92

El Pinciano, Filosofía Antigua poética, III, p. 24, afirma que en las comedias ciertas muertes «son de gusto y pasatiempo, porque en ellas mueren personas que sobran en el mundo, como es una vieja cizañadora, un viejo avaro, un rufián o una alcahueta». 93 Ménager, 1995, pp. 90-94. 94 Montaigne, Essais, I, p. 104. 95 Joly, 1980, p. 18.

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Ahorcando a uno en Toledo, ya que le querían quitar la escalera, rogó que le diesen de beber. Diéronle una copa de vino; y para beberlo sopló la espuma. Preguntándole el verdugo para qué lo soplaba, respondió: —Hermano, la espuma es mala para el que es enfermo de los riñones96.

Algunos de los detalles de esta historieta nos recuerdan al segundo de los textos citados de Montaigne. En otras ocasiones, la burla viene insertada en un texto novelesco, como es el caso del siguiente texto lopesco: «Pero paréceme que me podrían decir lo que el ahorcado dijo en la escalera al que le ayudaba a morir y sudaba mucho: Pues, padre, no sudo yo, ¿y suda vuestra paternidad?»97. En la novela picaresca, tenemos varios antecedentes en el Guzmán de Alfarache, en cuya «Declaración para el entendimiento deste libro», leemos: Pues aun vemos a muchos ignorantes justiciados, que habiendo de ocuparlo en sola su salvación, divertirse della por estudiar un sermoncito para en la escalera98.

Durante su estancia en galeras, comenta con cierta sorna el caso de aquellos «otros que se mandan hacer la barba y cabello para salir bien compuestos, y aun mandan escarolar un cuello almidonado y limpio, pareciéndoles que aquello y llevar el bigote levantado ha de ser su salvación»99. Incluso el narrador cuenta un episodio en el que la burla se le hace a uno de los condenados a morir, al que un notario le dice que «preste Vuestra Merced paciencia, déjese ahorcar y fíese de mí, que acá quedo yo»100.También estos episodios abundan en los textos de la época101.

96

Santa Cruz, Floresta española, p. 123. Lope de Vega, La prudente venganza, p. 136. Para más episodios de humor de los ajusticiados, ver Chevalier, 1975, pp. 109-126. 98 Alemán, Guzmán de Alfarache, I, p. 113. 99 Alemán, Guzmán de Alfarache, II, p. 490. 100 Alemán, Guzmán de Alfarache, II, p. 145. 101 Arguijo, Cuentos, p. 191: «Llevaban a ahorcar, por ladrón, a un mozuelo. Salió su madre llorando, y abrazada con él, díjole: —Hijo mío, si desta vez no escarmientas, no dejarás en toda tu vida aquesta mala costumbre de hurtar». 97

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El texto quevediano recoge varios de los elementos característicos de este tipo de episodios de la tradición literaria europea que hemos podido ver en algunos de los ejemplos anteriormente citados. En primer lugar, la atención que presta a su indumentaria y aseo: se hace los bigotes, se tira de las arrugas de la ropa y le pide al verdugo que le limpie las barbas. En segundo lugar, los dos momentos en que se dirige a sus verdugos y a su confesor: en el primero de los casos, pidiéndoles que arreglen el escalón, porque no todos tienen el ánimo y el valor que tiene él; en el segundo, pidiéndole al religioso que haga rápido su trabajo para no retrasar demasiado la ejecución. En tercer lugar, las varias referencias a la entereza con que recibió el castigo: las cortesías y elogios que dedicó a sus confesores; el hecho de que él mismo se pusiera la soga al cuello; la sobriedad de su muerte: «cayó sin encoger las piernas ni hacer gesto; quedó con una gravedad que no había más que pedir». Todos estos rasgos tradicionales provocan la risa en el lector que ve el comportamiento heroico y grave de un individuo de la calaña de Clemente Pablo como completamente inapropiado para su estatus social y el tipo de vida que ha llevado, como una subversión de ciertos valores, tal y como hemos visto afirmaba Monique Joly. Su muerte ejemplo y aviso para los de su oficio, al fin y al cabo, no puede tener la gravedad que tuvo por ejemplo la de don Rodrigo Calderón, por la que se acuñó la expresión de «tener más orgullo que don Rodrigo en la horca». Su muerte entra dentro de ese grupo de muerte divertida a la que se refería el Pinciano.Y para profundizar en ese aspecto burlesco se incorporan a la acción ciertos comentarios del verdugo que frivolizan y contextualizan la ejecución y actitud de su pariente. La utilización del verbo jocoso, así lo define Autoridades, «guindar» rebaja la afirmación anterior del valor demostrado ante la muerte por Clemente102. En el mismo tono cabe interpretar la siguiente intervención del verdugo, en la que después de alabar la «gravedad» de la muerte hace referencia al hecho de que cuarteó su cuerpo y lo esparció por los caminos para ser comido por los grajos o utilizado por

102

Para Spitzer, 1972, p. 24: «une proposition subordonnée, qui semble de moindre importance et qui, détruisant la réalité de l’énoncé précédent, détruit l’illusion. Le véritable sens de la phrase éclate comme une bombe, après que le lecteur l’a lue jusqu’au bout».

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los pasteleros para los populares pasteles de a cuatro maravedís. No voy a entrar aquí a discutir si se trata simplemente de una «broma venerable»103 de amplio uso en Europa, o de un ejemplo más de la temática del canibalismo en Quevedo104, porque lo que me interesa resaltar es su carácter cómico, de desmitificación de la muerte de un ser indeseable para la sociedad. El narrador ha despojado de su condición humana al cadáver de Clemente y lo ha convertido en carne que sirve para alimentar a las capas bajas de la sociedad de la España del seiscentista. Pero además la risa provocada por las burlas de la muerte del padre sirve para humillar a su hijo, para recordarle sus manchados orígenes de los que, por mucho que lo intente, nunca podrá escapar. Pablos es carne de horca y, a la vez y por ello mismo, objeto de las burlas de sus conciudadanos. El libro tercero contiene los dos episodios en los que con más claridad se observa la intención quevediana de utilización del humor como arma en la lucha contra aquellos que buscan el medro social. En los dos casos Pablos adopta una identidad falsa para engañar a las personas que lo rodean y poder alcanzar su objetivo de convertirse en un caballero, y en ambos casos aparece una mujer a la que el protagonista quiere conquistar, bien para pasar un buen rato, bien para contraer matrimonio y ascender socialmente. El escenario de ambos episodios es Madrid, pues la corte madrileña era el lugar más adecuado para poner en práctica sus aspiraciones nobiliarias. El primero de los dos engaños acaece en la venta en que se hospeda Pablos. El pícaro adopta el nombre de Ramiro Guzmán: «porque los amigos me habían dicho que no era de costa mudarse los nombres, y que era útil» (p. 227). Es muy significativa la elección del apellido que ya había utilizado Mateo Alemán para su protagonista y también aparecía burlescamente en La pícara Justina. Ciertamente el abolengo de esta familia de la nobleza castellana lo convertía en un apellido muy apropiado para aquellos que querían hacerse pasar por lo que no eran105; además Quevedo convierte a Pablos en un ilusorio señor de Valcerrado y Villorete. Recordemos que todo esto sucede en

103

Chevalier, 1992, pp. 119-120. por ejemplo, Rothe, 1982, y Ricapito, 1987. 105 Recuérdense los refranes recogidos en Correas: «Ni puta, ni paje, de bajo linaje. Que presumen ser Guzmanes» (Correas, refrán 12384); «Es de los godos; es de los 104 Ver,

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el escenario de la venta y que lo único que pretende Pablos es disfrutar sexualmente de doña Berenguela de Robledo (nombre de reina, aunque con un inapropiado uso del don en este caso), hija de la propietaria de la casa en que se hospeda el protagonista junto con un portugués «o siñor Vasco de Meneses, caballero de la cartilla, digo de Christus» (p. 228) y un catalán del que no se nos dice el nombre, sino que «era la criatura más triste y miserable que Dios crió» (p. 229). La elección del origen geográfico de estos dos personajes tiene que ver con la mala imagen que de ellos se tenía en Castilla en la época106. La asunción de la nobleza en este caso no produce ningún peligro evidente para la estabilidad social, porque el engaño que el pícaro lleva a cabo en esta ocasión tiene como finalidad una conquista amorosa y, por tanto, no sale de los límites de la casa. Pero aún así, Quevedo no puede permitir que el fraude que presupone una falsa identidad nobiliaria pueda llegar a buen término; Pablos no puede llevar a buen fin sus planes, porque eso supondría una grieta en el entramado monárquico-señorial de la sociedad española del siglo XVII. Aquí podríamos pensar también en un punto de vista moral, por el evidente castigo a la corrupción de las costumbres, pues los dos personajes incurren en pecado: en el caso de Pablos, la concupiscencia, la lujuria; en el caso de Berenguela, la avaricia. La caída del tejado supone el castigo que Quevedo impone al falso Ramiro de Guzmán por su atrevimiento y sus mentiras. No podemos tener dudas acerca de la comicidad de la caída y la posterior paliza que recibe a manos del escribano y sus criados, porque el propio pícaro cuenta que Berenguela se reía mucho, porque, como yo la había dicho que sabía hacer burlas y encantamentos, pensó que había caído por gracia y nigromancia y no hacía sino decirme que subiese, que bastaba ya. Con esto, y con los palos y puñadas que me dieron, daba aullidos; y era lo bueno que ella pensaba que todo era artificio, y no acababa de reír (p. 230).

La enamorada se ríe de los golpes que está recibiendo el humillado y dolorido Pablos, al que el escribano confunde con un ladrón.

Guzmanes. Cuando uno presume de muy honrado linaje; porque los españoles en común se precian de venir de los godos, y los Guzmanes son linaje noble, y muchos» (Correas, refrán 21046) 106 Ver Herrero, 1966, pp. 167-178, y 285-304.

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Tampoco es fortuito el oficio del vecino, pues no hemos de olvidar la mala fama que tenían los escribanos, a la que hace mención el propio Pablos: «que no hay cosa que tanto crezca como culpa en poder de escribano» (p. 231). Pero no sólo se ríe de su desgracia Berenguela, sino que también lo hacen el catalán y el portugués, sobre todo el primero, que se burlaba abiertamente de la desgracia de Pablos: «decía a la niña que se casase conmigo para volver el refrán al revés, y que no fuese tras cornudo apaleado, sino tras apaleado cornudo» (p. 232). Estas palabras ignominiosas para alguien que se hacía pasar por noble constituyen el punto final de la estancia de Pablos en esa casa, salida que supone en realidad una nueva huida. El último episodio en el que el humor es utilizado para humillar al pícaro cierra el ciclo de la pretensión de ascender a caballero que había manifestado Pablos desde el primer capítulo del libro. En el momento en el que el protagonista recibe la paliza que iba destinada a don Diego y la cuchillada que había sido encargada por su antiguo amo terminan las pretensiones de nobleza y se produce la bajada a los infiernos, culminada con su llegada a Sevilla, albergue de pícaros atraídos por las riquezas que llegaban a su puerto, y curiosamente destino final de las hazañas narradas por Guzmán de Alfarache, aunque no de su vida como tampoco lo será de la de Pablos. Otra curiosidad del episodio es que también clausura la relación del pícaro con don Diego Coronel, hecho con el que Quevedo quiere demostrar de manera concluyente la semejanza de la situación de ambos personajes como posibles destructores del orden estamental establecido. En esta ocasión, nuestro protagonista adopta la personalidad de «don Filipe Tristán, un caballero muy honrado y rico» (p. 240). Los temas de las apariencias, de la codicia o de la compra de la hidalguía con dinero atraviesan el episodio. Pablos se convierte en el burlador burlado, porque la otra parte, la prima de Coronel tampoco parece tener un linaje limpio, entre otras cosas por su parentesco con el antiguo amo del pícaro; se produce así una guerra de engaños entre ambos personajes que buscan aprovecharse de lo que el otro le presenta como falsas apariencias para subir en el escalafón social. Pero Pablos se transforma en objeto risible desde la reaparición en escena de Diego Coronel que, increíblemente, no reconoce a su antiguo compañero de colegio y universidad, aunque le resulta muy parecido «a un criado que yo tuve en Segovia, que se llamaba Pablillos, hijo de un barbero del

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mismo lugar» (p. 240). El comentario del parecido de don Filipe con el antiguo criado produce la risa en los circunstantes, y la preocupación en el protagonista que comenta: «yo me esforcé para que no me desmintiese la color» (p. 240). La avaricia de las mujeres salva a Pablos del apuro, aunque hay una alusión a Ocaña, p ro b a ble guiño de Quevedo al lector107. Pero todavía el pícaro recibe la última humillación por parte de su amo que le recuerda su origen familiar: su madre era «hechicera y un poco puta, y su padre ladrón y su tío verdugo, y él el más ruin hombre y más mal inclinado tacaño del mundo» (p. 241). Antes estas injuriosas palabras el pícaro responde «con unos empujoncillos de risa» y con un comentario que demuestra el mal trago que está pasando: «Y, por de dentro, considere el pío letor lo que sentiría mi gallofería. Estaba, aunque lo disimulaba, como en brasas» (p. 241). Ciertamente el comentario sobre su «gallofería» supone una intervención del propio Quevedo en la narración para humillar más a su personaje108. Aunque Pablos nunca retorna a su casa de la que pretendió huir para siempre después de la fiesta del rey de gallos, su casa nunca lo abandona, siempre lo encuentra para recordarle el lugar que le corresponde. Dentro de este episodio de don Filipe Tristán nos encontramos con varios momentos en que el personaje del pícaro es sometido a la humillación pública que desenmascara la falsedad de sus pretensiones. El más interesante de estos momentos es aquel en el que para cortejar a su dama, pide prestado el caballo al lacayo de un letrado: Consintió, subí en el caballo y di dos vueltas calle arriba y calle abajo sin ver nada; y, al dar la tercera, asomose doZa Ana.Yo que la vi, y no sabía las maZas del caballo ni era buen jinete, quise hacer galantería: dile dos varazos, tirele de la rienda; empínase y, tirando dos coces, aprieta a correr y da conmigo por las orejas en un charco (p. 244).

107 Redondo, 1977, p. 711, piensa que es una alusión a don Rodrigo Calderón que había sido nombrado comendador de Ocaña; Cabo, 1993, p. 361, conjetura que alude a las investigaciones de la Inquisición de Toledo en la villa que involucraron a varias familias. 108 Sobre este comentario, ver, entre otros, Reed, 1984, pp. 97-98, y Sieber, 1968, p. 183.

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Aunque hay quien ha pretendido ver en el episodio una intencionalidad fálica y en el caballo el símbolo de doña Ana109, esta «hazaña» del pícaro presenta muchas semejanzas con el de la caída del caballo en la fiesta de Carnestolendas: en ambos casos, el caballo resulta inadecuado para las habilidades del protagonista; en los dos casos, Pablos cae en lugares poco saludables, aunque, por el ambiente carnavalesco, en el primer episodio la caída es más sucia; en uno y otro episodio la humillación es pública, ya que en este último caso Pablos cuenta que se vio «rodeado de niños que se habían llegado, y delante de mi señora» (p. 244); por último, también aquí Pablos se retira maltrecho y manchado a su posada, no sin antes recibir las iras del propietario del caballo, que lo humilla y desenmascara delante no sólo de doña Ana, sino también de don Diego. El pícaro ya ha sido humillado públicamente, Quevedo lo ha presentado como un objeto digno de risa, el hazmerreír de una sociedad estamental que a través de las burlas, del humor pesado condena a cada individuo a permanecer en el sitio que le pertenece por nacimiento. Pablos manchado es el símbolo de su origen, de su imposibilidad para cambiar de estamento. Por mucho que lo intente siempre recibirá el castigo por su audacia, y en este sentido debemos interpretar lo que sucede cuando le dan la cuchillada los amigos de don Diego: y, emparejando, cierra uno de los que me aguardaban por don Diego, con un garrote conmigo, y dame dos palos en las piernas y derríbame en el suelo; y llega el otro, y dame un trasquilón de oreja a oreja y quítanme la capa, y déjanme en el suelo, diciendo: —¡Así pagan los pícaros embustidores mal nacidos! (p. 247).

Hay que resaltar el simbolismo del acto de quitarle la capa, que pertenecía a Coronel, y que le proporcionaba a Pablos un aire de caballero que no concuerda con su realidad; sin capa el protagonista de la novela quevediana se convierte en lo que es, en ese ser marginado al que hacen referencia los amigos de su antiguo amo: un pícaro embustidor y mal nacido. Aunque en esta ocasión el castigo también se dirige a don Diego, pues al fin y al cabo los primeros agresores van en su busca, y, por otra parte, el pícaro lleva su capa, lo que ha sido

109 Van

Hoogstraten, 1986, p. 40.

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interpretado como un castigo a don Diego por su clara ascendencia judaica110. El humor bufonesco que impregna el Buscón no se limita a las burlas que sufre el protagonista o a su uso como arma social, eso sería simplificar la novela, sino que presenta también una vertiente lúdica que pretende reírse de una serie de personajes o tipos pertenecientes al ambiente cortesano en que se mueven Quevedo y gran parte de sus lectores; es esta otra de las facetas del bufón cortesano, del homo facetus. El escritor madrileño era consciente de que su libro debía divertir a sus lectores y para ello acude a una serie de tipos absurdos, algunos de ellos objetos cómicos desde la Antigüedad clásica, de la sátira grecorromana, tipos que volverán a aparecer en obras posteriores, como los Sueños o La Hora de todos, entre otras. El primero de los personajes de esta galería que aparece en la novela es el arbitrista111, un «loco repúblico o de gobierno» (p. 146), en palabras de Pablos. La figura del arbitrista figura en varios textos literarios de principios del siglo XVII, como por ejemplo en El coloquio de los perros de Cervantes que propone un arbitrio para liquidar las deudas del rey, que provoca la risa de sus contertulios112, o con posterioridad en El diablo cojuelo, donde se define a estos personajes como: «los locos más perjudiciales de la república»113. A diferencia de los textos citados, el arbitrista quevediano se interesa no por los temas económicos, sino por los militares: la conquista de la Tierra Santa y la toma de Argel y de Ostende. La manera en que Quevedo caracteriza a este personaje y su conversación, que califica como «propia de pícaros» (p. 146), deja bien claros el desprecio y la desconfianza que sentía por estos personajes. Clamurro atribuye esta desconfianza a la «disturbingly new manner of approaching reality»114. La conversación entre ambos personajes incide en la extravagancia y locura de su interlocutor, que el narrador demuestra con sus preguntas o con los comentarios humorísticos que hace al lector:

110

Redondo, 1977, p. 706. Sobre este personaje ver Vilar, 1973. 112 Cervantes, Novelas ejemplares, pp. 620-621. 113 Vélez de Guevara, Diablo cojuelo, p. 112. 114 Clamurro, 1991, p. 73. 111

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No le osé replicar de miedo que me dijese que tenía arbitrio para tirar el cielo acá bajo. No vi en mi vida tan gran orate (p. 147).

Está claro que el novelista quiere satirizar a todos aquellos individuos que pretendían reformar al país mediante medidas que atentaban contra el orden establecido, que proponían cambios radicales para resolver los problemas que acuciaban a la monarquía hispana115. En este caso, se ha decidido a exponer los problemas militares y, sobre todo, el conflicto en Flandes que se había iniciado ya en tiempos de Felipe II, o la conquista de Tierra Santa que había propuesto don Juan de Austria, porque a Quevedo y a los españoles de su época les preocupaba la decadencia del poderío militar durante el reinado de Felipe III. El escritor madrileño se burlaría así de la falta de planes bélicos de Felipe III y su valido, el duque de Lerma, que buscaban la paz con los grandes enemigos de España, algo que contaba con la desaprobación de ciertos miembros de la nobleza; como es el caso del duque de Osuna. El segundo de los tipos cortesanos que satiriza Quevedo es el de los practicantes de la esgrima matemática, representada por Pacheco de Narváez y su Libro de las grandezas de la espada, publicado en Madrid en 1600. No es esta la única vez en que se retrata caricaturescamente a este personaje, que llegó a ser «Maestro de armas» de Felipe IV116, porque entre los dos existió una enconada enemistad que no terminó hasta 1640, cuando Pacheco debió redactar su Peregrinos discursos y tardes bien empleadas, censura de la Política de Dios quevediana117. Desgraciadamente no sabemos la fecha en que Quevedo redactó la primera versión de su novela, por lo que no podemos afirmar que sería esta la primera confrontación entre ambos personajes, pero sí se puede constatar el ataque de Quevedo al estilo de esgrima que proponía Pacheco, aunque hay quien ha puesto en duda este ataque118.

115

Iffland, 1983, p. 108, habla de una «grotesque inversion —this time of a statesman or government strategist». 116 Sobre estas referencias o no referencias a Pacheco de Narváez en la obra de Quevedo, ver Arellano, 1992. 117 Sobre este texto, ver Valladares, 1999. 118 Ynduráin, 1986, p. 133, afirma que Quevedo critica a los que no entienden la técnica difundida por Pacheco.

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De nuevo la representación del personaje, como la del anterior arbitrista, incide en la excentricidad del personaje, y en lo ridículo de sus movimientos que llevan a Pablos a pensar que se trata de un «encantador». Los rasgos burlescos del personaje comienzan con su utilización del lenguaje matemático para todas las facetas de la vida: Al fin, me determiné, y, llegando cerca, sintiome, cerró el libro, y, al poner el pie en el estribo, resbalósele y cayó. Levantele, y díjome: —No tomé bien el medio de proporción para hacer la circunferencia al subir. Yo no le entendí lo que me dijo y luego temí lo que era, porque más desatinado hombre no ha nacido de las mujeres. Preguntome si iba a Madrid por línea recta o si iba por camino circunflejo.Yo, aunque no lo entendí, le dije que circunflejo (p. 148).

Este párrafo deja claras dos cosas: la primera, la ridiculez de los movimientos del «diestro verdadero»; la segunda, la ridiculez de su lenguaje pretendidamente científico e inadecuado para la vida diaria, que dificulta la comunicación entre él y Pablos. Estos dos hechos ayudan a presentarlo como un individuo estrafalario, «a cross between a circus clown and a mathematician»119. La dificultad de comunicación entre este diestro y los demás personajes la explota al máximo Quevedo, cuando introduce al posadero y al bravucón mulato que desconocen el significado del vocablo «ángulos»: para uno son «aves son que no las he oído nombrar» (p. 150); para el otro, hombres desconocidos: «Yo no sé quién es Ángulo ni Obtuso, ni en mi vida oí decir tales hombres» (p. 152). El efecto humorístico de convertir un concepto geométrico en un ave o en un ser humano resalta la ridiculez del maestro de esgrima que vive en un mundo alejado de la realidad cotidiana. El lector se ríe de la incapacidad de este personaje para desprenderse de su vocabulario científico para describir las acciones más habituales y sencillas de su existencia. La ridiculez no se limita al vocabulario sino a los instrumentos que el diestro utiliza para hacer sus demostraciones de esgrima científica. Recordemos que, en primer lugar, pide al posadero unos vulgares asadores para sustituir a las nobles espadas. Los asadores ya habían servido como sustitutos de las espadas en un pasaje de El satiricón, en el 119

Iffland, 1983, p. 109.

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que un cocinero ataca con uno de ellos a Eumolpo120. En la novela quevediana el maestro de esgrima ha de conformarse con unos simples cucharones, lo que ridiculiza aún más la acción, pues hace que Pablos traiga a colación la olla: «y andaba alrededor con el cucharón, y como yo estaba quedo, parecían tretas contra olla» (p. 150). El noble arte de la esgrima ha quedado convertido en un vulgar ejercicio gastronómico y alcohólico, pues, al fin y al cabo los otros maestros de esgrima «no saben sino beber» (p. 151). Podemos hablar de una carnavalización de este aristocrático arte con la sustitución de los materiales nobles por los instrumentos de la comida y por las bebidas alcohólicas, efecto que iría muy acorde con otros episodios de la obra que recuerdan al mundo predominante durante el carnaval. Pero la ridiculización de este nuevo estilo de esgrima no termina con la caracterización casi caricaturesca de este diestro, sino que avanza un paso más con la aparición de su contendiente, al que Pablos describe de la siguiente manera (p. 151): de un aposento salió un mulatazo mostrando las presas, con un sombrero enjerto en guardasol y un coleto de ante debajo de una ropilla suelta y llena de cintas, zambo de piernas a lo águila imperial, la cara con un per signum crucis de inimicis suis, la barba de ganchos, con unos bigotes de guardamano, y una daga con más rejas que un locutorio de monjas.

La figura del mulato, caracterizado como rufián, valentón o delincuente, aparece en varias ocasiones en la obra de Quevedo, incluso en la propia novela tenemos el caso de uno de los invitados del tío de Pablos, que tiene las mismas características físicas que este aludido maestro de esgrima: y tras él entró un mulato zurdo y bizco, un sombrero con más falda que un monte y más copa que un nogal, la espada con más gavilanes que la caza del Rey, un coleto de ante. Traía la cara de punto, porque a puros chirlos la tenía toda hilvanada (p. 174).

120

Petronio, El satiricón, p. 109: «Entretanto, cocineros e inquilinos traen a mal traer a nuestro excluso: uno, con un asador todavía repleto de carnes rechinantes, pretende reventarle los ojos; otro, con una horquilla sacada de la despensa, adopta la actitud de un combatiente».

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Al amigo de Alonso Ramplón se le añade otro estigma social: es zurdo121. En los dos casos, el mulato esgrimista y el amigo del tío, se trata de una figura cuasi esperpéntica que representa al tipo del delincuente bravucón que infunde miedo con su sola presencia, y que marca un agudo contraste con el «pobre» y acobardado diestro. Pero en este episodio al mulato se le añade una nota original al caracterizarlo como un orgulloso maestro de esgrima: «Yo soy examinado y traigo la carta» (p. 151); es decir, ha pasado el examen que lo habilitaba para ejercitar el oficio de la esgrima, cultivando la destreza tradicional, lo que llevó a algún crítico a tratar de identificar a este mulato con un maestro de esgrima real 122. Pe ro yo creo acertada la afirmación de Arellano de que «Quevedo ataca también al culteranismo de la esgrima (Pacheco) y al vulgarismo (vieja destreza tradicional)»123. Quevedo lo que hace en este episodio es burlarse de ambos estilos, caricaturizando a sus practicantes, que suponemos contarían con ardientes defensores en el ambiente de la Corte madrileña. La guerra literaria entre ambos personajes prosiguió por muchos años, incluso cuando Pacheco de Narváez fue nombrado «Maestro de armas» de Felipe IV, hecho que levantó muchas críticas entre sus adversarios. Quevedo ha radicalizado ambas formas de entender la esgrima: por una parte, presentando el lenguaje científico de la primera como ridículo, imposible de comprender para los practicantes de este ejercicio; por otra, vulgarizando al máximo a los practicantes de la contraria, convirtiéndolos en simples bravucones.Y la burla última descansa en el hecho de que ninguno de los dos vence al otro, porque no se produce el duelo; con ello se desprestigia a las dos y se las califica como inadecuadas. Se trata de una escena cómica, que provoca una gran risa en el propio Pablos: Metímoslos en paz el huésped y yo y otra gente que había, aunque de risa no me podía mover (p. 152).

121

Sobre esta técnica caricaturesca, ver Chevalier, 1992. Fernández Guerra en su edición del Buscón, 1946, p. 500n, lo identifica con Francisco Hernández el Mulato, quien «contaba por los años de 1601 muchos discípulos», y a quien Pacheco de Narváez atacó con posterioridad en su Engaño y desengaño de la destreza de las armas. 123 Arellano, 1992, p. 15. 122

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La misma risa que produciría en el lector contemporáneo, noble o plebeyo, que vería estos dos maestros de esgrima como simples payasos o bufones, utilizados por el escritor para desacreditar dos maneras de entender este noble ejercicio. El siguiente personaje objeto de burla es el del mal poeta, personaje que abunda en la sátira de la época. Aquí también ha habido quien ha intentado encontrar un referente personal o colectivo al sacristán; en ocasiones se ha pensado en nombres propios: Valdivielso, Pérez de Montalbán, Juan López de Úbeda, entre otros; o bien en grupos: «this poet (or more accurately poetaster) is the typically pretentious, cultista»124. Pero no hay ninguna referencia que nos permita establecer una identificación segura. Además hemos de recordar que este personaje, autor de disparates, se encuentra en otros textos de la época, como ha demostrado Raimundo Lida125. La ridiculización de los poetas era un tópico que atraía a los lectores del siglo XVII, y sobre todo a los lectores de la Corte, pues a ella acudían como abejas al panal en busca de mecenas y protectores. Por ello, este personaje no podía faltar en la nómina de personajes ridiculizados en la novela. Un aspecto interesante es la elección del oficio y del origen geográfico del poeta. Respecto a lo primero me parece que Quevedo buscaba demostrar que estos autores andaban cerca de la herejía, como entre otras cosas le recordará El tribunal de la justa venganza, donde destacan este episodio para acusar a don Francisco de hereje, con una interpretación muy sui generis del pasaje126. Para dotar de mayor humorismo al personaje y a su obra lo mejor era convertirlo en miembro de la Iglesia, pues el propio Pablos reconoce que los poemas de este sacristán son «herejías y necedades para los ciegos» (p. 158). Ciertamente, no podía retratar en su novela a un miembro de la alta jerarquía eclesiástica, no entraba en el mundo en el que se movía el

124

Clamurro, 1991, p. 51. Lida, 1981, pp. 270-276. 126 Pacheco de Narváez, Tribunal de la justa venganza, p. 71: «y luego pone por objección que Corpus Christi no es santo, sino el día de la institución del Santísimo Sacramento, atribuyéndole la santidad al día y no al glorioso y santísimo cuerpo de nuestro Redemptor. No se puede esperar mejor doctrina de este sacrílego autor (dijo el religioso); que David, psalmo 39, dice que al deslenguado no le enderezará Dios acá en la tierra, ni le corrigirá, ni emendará, como suele corregir y emendar a los que ama; atropellarle han los males y los castigos el día de su muerte». 125

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pícaro, pero sí podía utilizar al sacristán, personaje que se hallaba muy próximo a los capellanes, tal y como lo refleja el refranero127, y a los que cabía perfectamente la calificación de ignorantes. En cuanto a la villa de Majalahonda, por este texto y uno que aparece en el Quijote128, está claro que en la época los habitantes de este pueblo de los alrededores de Madrid tenían fama de simples. Las burlas a las que se somete a este personaje recorren los principales temas de la sátira contra los malos poetas del siglo XVII. La primera de ellas tiene que ver con el santoral cristiano, pues el sacristán convierte en un santo al sacramento del Corpus Christi. Este recurso burlesco ha sido analizado «dentro de la técnica del disparate… con la consiguiente formación de santos fantásticos» y como «rasgo de la necedad»129. Quevedo quiere reflejar la necedad de este sacristán que echa mano a un santoral fantástico que se hallaba inserto en la tradición popular, de la que había pasado a la literatura y al teatro, y que retrataba perfectamente la necedad de este poeta130. Las posteriores burlas sobre la extensión y el uso de animales en su comedia El arca de Noé van en esa misma dirección de resaltar la falta de cordura en este personaje y, de nuevo, recogen tradiciones satíricas perfectamente asentadas a principios del siglo XVII. La parte central de esta burla de los poetas locos la constituye la famosa «Premática del desengaño contra los poetas güeros, chirles y hebenes», compuesta anteriormente e insertada en la novela131, que comienza: Atendiendo a que este género de sabandijas que llaman poetas son nuestros prójimos y cristianos, aunque malos; viendo que todo el año adoran cejas, dientes, listones y zapatilla, haciendo otros pecados más inormes, mandamos que la Semana Santa recojan a todos los poetas públicos y cantoneros, como a malas mujeres, y que los prediquen, sacando Cristos para convertirlos. Y para esto señalamos casas de arrepentidos (p. 159). 127

«Al mal capellán, mal sacristán» (Correas, refrán 1081); «Como canta el abad, ansí responde el sacristán» (Correas, refrán 4238). 128 Cervantes, Don Quijote, II, XIX: «El lenguaje puro, el propio, el elegante y claro, está en los discretos cortesanos, aunque hayan nacido en Majalahonda». 129 Iglesias, 1982, pp. 42 y 74. Para más ejemplos de esta práctica, ver Lida de Malkiel, 1962, p. 696n. 130 Iglesias, 1980, p. 76. 131 Sobre la relación entre la «Premática» y el Buscón, ver Azaustre, 1997.

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En esta composición se abandona la figura del sacristán y Quevedo dirige su risa a todos aquellos conceptos e imágenes tan manidos de la poesía petrarquista que saturan las poesías de los malos poetas españoles de ese momento. La «premática» se convierte en un testimonio burlesco de los vicios en que habían caído ciertos poetas que pretendían seguir la tradición petrarquista y que el propio Quevedo censurará en otras ocasiones. En ella se compara a estos escritores con las prostitutas; se los califica de «seta infernal» (p. 159); se les quiere negar el entierro en lugar sagrado, y se propone que los papeles en que se escribían estas malas poesías sean utilizados en las letrinas. Quevedo ha aprovechado la ocasión, al igual que lo había hecho Alemán con las Ordenanzas mendicativas y el Arancel de necedades, para introducir su pensamiento sobre un tema, alejado en este caso de la acción de la novela: ha escrito una especie de manifiesto contra la mala poesía, haciendo honor a las palabras de Cervantes que más tarde dijo de él: Es el flajelo de poetas memos y echará a puntillazos del Parnaso los malos que esperamos y tenemos132.

El humor bufonesco le ha servido en este caso para reírse de los malos poetas, y lo ha hecho desacreditando la forma poética, así como carnavalizando su aspecto físico; de esa manera en un momento, se describe su vestimenta llena de suciedades y porquerías: Esto le cayó muy en gracia, porque traía él una sotana con canas, de puro vieja, y con tantas cazcarrias que, para enterrarle, no era menester más de estregársela encima. El manteo, se podían estercolar con él dos heredades (p. 161).

Con esta caracterización, el sacristán poeta queda convertido en un ente risible, deshumanizado y «embarrado», objeto del desprecio del lector que no puede sentir hacia él ningún signo de humana simpatía. El mismo recurso deshumanizador se va a utilizar con el soldado pretendiente133. Sin lugar a dudas nos encontramos con un ejemplo 132 133

Cervantes, Viaje del Parnaso, p. 88. Sobre este personaje en Quevedo, ver García Lorenzo, 1982.

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más del miles gloriosus, personaje de amplia tradición en la literatura española desde el Renacimiento. Pero de nuevo Quevedo proporciona una visión quevediana del tipo: Quiso Dios que, porque no fuese pensando en mal, me topase con un soldado. Iba en cuerpo y en alma, el cuello en el sombrero, los calzones vueltos, la camisa en la espada, la espada al hombro, los zapatos en la faldriquera, alpargates, y medias de lienzo, sus frascos en la pretina y un poco de órgano en cajas de hoja de lata para papeles (p. 163).

Aparecen en esta breve descripción elementos que no forman parte de la tradición del personaje y que nada tienen que ver con el personaje que Mateo Alemán había situado en la corte del embajador francés en Roma. Este personaje, como ya vimos, se limitaba a presumir de haber participado en la jornada de Túnez al servicio del Emperador, hecho cronológicamente imposible, como le recuerda su interlocutor. Pero Quevedo quiere pintarnos un personaje desarrapado, más cercano a la tradición entremesil de Quiñones de Benavente o de Quirós134, pues lo ha convertido en un soldado pretendiente. En el retrato se hace hincapié en su pobreza y desesperación, pues el personaje se queja amargamente de la escasa atención que reciben los veteranos en la corte. Este último lamento volverá a aparecer unos años más tarde cuando en los G randes anales de quince días, Quevedo se lamenta del descuido en el que Felipe III y sus ministros han tenido a aquellos hombres que han servido en la milicia al servicio del rey. Hasta este punto de la narración el soldado ha sido bosquejado con cierta compasión que desaparece en el momento en el que el soldado pretende mostrar sus heridas de guerra: Creo que pretendía introducir en picazos algunas almorranas. Luego, en los calcañares, me enseñó otras dos señales, y dijo que eran balas; y yo saqué, por otras dos mías que tengo, que habían sido sabañones.Y las balas pocas veces se andan a roer zancajos. Estaba derrengado de algún palo que le dieron porque se dormía haciendo guarda y decía que era de un astillazo. Quitose el sombrero y mostrome el rostro; calzaba dieciséis puntos de cara, que tantos tenía en una cuchillada que le partía las narices. Tenía otros tres chirlos, que se la volvían mapa a puras líneas (p. 165).

134 Ver

García Lorenzo, 1982, pp. 348-349.

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El fragmento viene precedido de una advertencia de Pablos de que desatacarse es ofrecerse a los homosexuales. La descripción de sus heridas se inicia con una referencia escatológica, pues pretende convertir almorranas en heridas de picas. No creo que empezar el repaso a sus méritos de guerra por el trasero sea fortuito, Quevedo quiere dejar bien claro el tipo de soldado con el que se encuentra su protagonista, y quiere que el lector ría y sienta desprecio por este individuo. La siguiente referencia a los sabañones no hace más que profundizar en ese sentido burlesco y de menosprecio a que ha sometido a esta criatura de su invención, pues compara a un pretendido soldado con un pícaro. Pero la equiparación entre ambos personajes se cierra con la descripción del rostro que lo asemeja más a un valentón de una cofradía de delincuentes que a un héroe militar. El episodio ha comenzado con el retrato de un soldado pretendiente y ha terminado con la de uno de tantos rufianes que se movían por los ambientes marginados de la Corte. Estos personajes se las daban de valientes y el Mellado, nombre más propio de rufián de jácara que de soldado, no se percata de la burla de Pablos cuando este lo compara con el Cid o con Bernardo del Carpio y menciona a dos bravos militares españoles del siglo XVI: García de Paredes y Julián Romero. En medio de la conversación con este soldado-rufián se tropiezan con un ermitaño falso, que se corresponde con el tipo de los tahúres que se disfrazaban de eclesiásticos para engañar a pobres incautos135, algo que también hará Pablos, cuando con sus cómplices Brandalagas y Pero López despluman a un vecino boticario y también a sus compinches (pp. 242-243). El episodio le sirve a Quevedo para reírse de Pablos que se deja engañar y desplumar por este falso ermitaño. El tema de las apariencias, de los personajes que pretenden ser lo que no son, de los que hemos visto dos perfectos ejemplos en el soldado pretendiente y en el fraile jugador, alcanza su máxima representación en la figura del falso hidalgo, de don Toribio. Ni que decir tiene que Quevedo basa este personaje en el escudero del tratado tercero del Lazarillo de Tormes, tipo creado siguiendo el modelo erasmista136. Pero el escritor madrileño tiene que amoldarlo a su época e intereses ideológicos; han pasado unos cincuenta años desde la apari-

135

Sobre otros ejemplos de tahúres disfrazados, ver Ynduráin, 1986, pp. 100 y ss. 1989, pp. 237-279.

136 Ver Vilanova,

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ción del modelo y han cambiado las condiciones sociales y económicas del reino de Castilla.Y han cambiado también los posicionamientos del escritor frente a la sociedad en la que vive. Ciertamente, no sabemos el nombre del autor de las aventuras de Lázaro, pero de lo que podemos estar bastante seguros es de que no se trataba de un miembro de la nobleza, mundo al que sí pertenecía don Francisco de Quevedo, y que, por tanto, la figura del falso hidalgo debía ser vista de distinta manera: así mientras Lázaro siente compasión por su pobre amo, que, al fin y al cabo, es más desgraciado que él; Quevedo debe reírse de este grupo de individuos que amenazan, como Pablos, el entramado monárquico-señorial de la España del siglo XVII137. El encuentro del pícaro con don Toribio sigue el esquema trazado por su predecesor en el género picaresco: las apariencias también engañan a Pablos: Yo iba caballero en el rucio de la Mancha, y bien deseoso de no topar nadie, cuando desde lejos vi venir un hidalgo de portante, con su capa puesta, espada ceñida, calzas atacadas y botas, y al parecer bien puesto, el cuello abierto, más de roto que de molde, el sombrero de lado. Sospeché que era algún caballero que dejaba atrás su coche (p. 182).

La primera impresión que recibe el protagonista es la de que acaba de encontrarse con un hidalgo: su vestido así lo indica. Pero esta primera impresión enseguida se desvanece: Y, al volver atrás, como hizo fuerza, se le cayeron las calzas, porque se le rompió una agujeta que traía, la cual era tan sola que, tras verme muerto de risa de verle, me pidió una prestada.Yo, que vi que de la camisa no se vía sino una ceja, y que traía tapado el rabo de medio ojo (pp. 182183).

El rápido movimiento del caballero ha dejado al descubierto parte de sus intimidades lo que provoca la risa del pícaro que, de esta manera, se ha dado cuenta del error en que le habían hecho caer las apariencias. Quevedo no ha querido mantener al lector en suspense durante el tiempo que lo había hecho el autor del Lazarillo, que nos hace recorrer parte de Toledo pensando que Lázaro ha encontrado a un

137 Ver

Maravall, 1987, pp. 384-389.

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verdadero caballero. Por el contrario, el escritor madrileño desenmascara rápidamente la pobreza del hidalgo: al intentar subirlo al asno en que iba montado Pablos, éste se espanta de lo que descubre «en el tocamiento, porque, por la parte de atrás, que cubría la capa, traía las cuchilladas con entretelas de nalga pura» (p. 183). Se trata de la constatación de la miseria de este individuo, del que Pablos no tiene más remedio que reírse, pues todo su disfraz de caballero está hecho de retales que encubren un cuerpo desnudo. Lo curioso y también carnavalesco de este primer retrato del hidalgo es que la primera parte del cuerpo que el pícaro ve es el ano y la segunda las nalgas; lo inferior material y corporal bajtiniano. Por todo ello, el lector, desde este principio, no puede menos que dudar de la hidalguía de este personaje, que Quevedo quiere ridiculizar convirtiéndolo en personaje del carnaval, pues en realidad no va vestido, sino que va disfrazado.Y este va a ser el tema de todo lo relacionado con la cofradía de los buscones: el disfraz que disimula las miserias de estos personajes, creados por el escritor para hacer reír a sus lectores; risa que viene provocada por las miserias de estos individuos, que pretenden camuflar su cuerpo con retales para engañar a sus conciudadanos, pero que son descubiertos por la justicia, castigados y humillados en la cárcel por el resto de los presos. Quevedo aprovecha al personaje para abordar desde una vertiente burlesca el tema de la hidalguía, pasaje que ha dado lugar a discusiones e n t re los críticos sobre el concepto de la nobleza que defiende Quevedo: la hereditaria o la lograda por la virtud. El fragmento, puesto en boca de don Toribio, sirve para presentar al personaje y su estatus social138: Veme aquí vuestra merced un hidalgo hecho y derecho, de casa de solar montañés, que, si como sustento la nobleza, me sustentara, no hubiera más que pedir. Pero ya, señor licenciado, sin pan y carne no se sustenta buena sangre, y, por la misericordia de Dios, todos la tienen colorada, y no puede ser hijo de algo el que no tiene nada.Ya he caído en la cuenta de las ejecutorias, después que, hallándome en ayunas un día, no me quisieron dar sobre ella en un bodegón dos tajadas; pues, (decir que no tiene letras de oro!… He vendido hasta mi sepoltura, por no tener

138 Abad, 1980, p. 221, piensa que Quevedo defiende la primera;Vilanova, 1982, mantiene que Quevedo es partidario de la segunda.

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sobre qué caer muerto, que la hacienda de mi padre Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero (que todos estos nombres tenía), se perdió en una fianza. Sólo el don me ha quedado por vender, y soy tan desgraciado que no hallo nadie con necesidad dél, pues quien no le tiene por ante le tiene por postre, como el remendón, azadón, pendón, blandón, bordón y otros así (p. 184).

Ridículo también, y no podía ser de otra forma, es el nombre creado para el personaje: don Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero y Jordán, nombre que despierta un divertido comentario de Pablos: «No se vio jamás nombre tan campanudo, porque acababa en dan y empezaba en don, como son de badajo» (p. 184). Me parece claro que con el retrato que Pablos ha esbozado de este personaje, incluidas la referencia escatológica y el tocamiento de las nalgas, no podemos pensar que Quevedo convirtió en portavoz de sus ideas sobre la nobleza a un individuo de semejante calaña; no se corresponde con el concepto del decorum. Quevedo pretende burlarse de un tipo social ya muy arraigado en el folclore: el hidalgo pobre. Pero en el humor bufonesco que utiliza el escritor madrileño, la burla debía hacerse sobre un representante ridiculizado de este tipo; el primer rasgo burlesco, ya lo hemos visto, es la vestimenta. El segundo lo tenemos en el nombre tan rimbombante del que dota al personaje, nombre «campanudo» con el don y el dan. Lo interesante de este nombre es su ambigüedad, pues termina con el apellido Jordán: que puede referir a una familia noble que, según Covarrubias, había surgido con don Alonso Jordán, primo del rey Alfonso Séptimo, «hijo del conde don Ramón de Tolosa y de la infanta doña Elvira, hija del rey don Alonso el Sexto; y tomó este apellido por haber nacido cerca del rey Jordán y haberse baptizado en él»139. Pero también puede hacer referencia a una ascendencia judía, que seguiría la senda iniciada por el autor del Lazarillo, cuyo escudero también podría ser converso. Quevedo crea un personaje que refleja las características principales de un importante grupo de hidalgos: la pobreza y el origen montañés. Ya hemos hablado del antecedente del escudero del Lazarillo, pero Quevedo le ha añadido la condición de montañés, indispensable localización geográfica de este tipo de personajes. Pero en el pasaje cita-

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Covarrubias, Tesoro, s. v. Jordán.

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do debemos leer dos críticas muy relacionadas la una con la otra: la venta de títulos y el uso del don. Don Toribio informa a Pablos que ha pretendido vender su ejecutoria, pero que no se la han querido comprar, y que también ha intentado vender el don, pero que tampoco ha tenido mejor suerte, ya que todo el mundo lo usa con o sin razón. Ambos temas aparecían desde hacía tiempo en la literatura de la época, que censuraba la venta de títulos y el abuso del tratamiento del don por individuos que no pertenecían a la nobleza de sangre. La aparición de estos dos tópicos se ve reforzada por la mención de la corte (Madrid) como lugar en el que todos estos pobres y falsos hidalgos sobreviven, o, por mejor decir, malviven: Y nunca, cuando entro en ella, me faltan cien reales en la bolsa, cama, de comer y refocilo de lo vedado, porque la industria en la corte es piedra filosofal, que vuelve en oro cuanto toca (p. 185).

El párrafo no tiene desperdicio y refleja la crítica de los moralistas a Madrid como centro de la corrupción del reino. Merece destacarse la referencia a la industria como piedra filosofal, donde debemos entender que el primer vocablo no tiene el significado moderno, sino que se refiere a la «maña, diligencia y solercia con que alguno hace cualquier cosa con menos trabajo que otro»140. Hay quien ha pretendido ver aquí un doble significado de la palabra industria ya con el sentido moderno141, pero me parece que eso es una sobre interpretación del texto; don Toribio expresa la idea de que para sobrevivir en la corte es necesario el ingenio, la maña y que gracias a ellos alguien como él puede conseguir dinero, comer, dormir y quizás satisfacer el deseo sexual sin dar golpe. La descripción de esta forma de vida la va a pormenorizar cuando explica a Pablos la vida y costumbres de los de su gremio; creando lo que podríamos denominar como «manual de gorrones». En este manual don Toribio enseña a Pablos las maneras en que estos personajes se sirven de su ingenio y mañas para engañar a aquellos ciudadanos de la corte que no los conocen. El texto está lleno de descripciones que harían y hacer reír a los lectores de la novela; como el

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Covarrubias, Tesoro, s. v. industria. Geisler, 1982, p. 44.

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apartado dedicado a las posturas y precauciones que deben tener con su vestimenta para disimular su precariedad y no dejar al aire sus vergüenzas, o los distintos usos de la ropilla142: No hay cosa en todos nuestros cuerpos que no haya sido otra cosa y no tenga historia. Verbi gratia: bien ve vuestra merced —dijo— esta ropilla; pues primero fue gregüescos, nieta de una capa y bisnieta de un capuz, que fue en su principio, y ahora espera salir para soletas y otras cosas. Los escarpines, primero son pañizuelos, habiendo sido toallas, y antes camisas, hijas de sábanas; y, después de todo, los aprovechamos para papel, y en el papel escribimos, y después hacemos dél polvos para resucitar los zapatos, que, de incurables, los he visto hacer revivir con semejantes medicamentos (pp. 188-189).

El fragmento no tiene desperdicio y utiliza una serie de recursos que le dan un aire burlesco: en primer lugar, la humanización de los trapos que tienen nietos y biznietos, así como hijas, o de los zapatos, incurables y resucitados; en segundo lugar, la concatenación de los distintos objetos que se van convirtiendo en cosas diferentes hasta desaparecer convertidos en polvo. Todo ello produce la risa en el lector que no puede menos que reírse de la «industria» de este grupo de «caballeros hebenes… güeros, chanflones, chirles, traspillados y caninos» (p. 186). La burla de estos personajes continúa tras su llegada a Madrid y su entrada en la casa de los amigos de don Toribio, donde nos encontramos con personajes grotescos como la vieja o una «estantigua vestida de bayeta hasta los pies, punto menos de Arias Gonzalo, que al mismo Portugal empalagara de bayetas» (p. 195). Todos estos personajes del «colegio buscón», sus vestidos y acciones recrean un mundo de ilusiones y fantasmas burlescos, donde nada es lo que parece. Quevedo ha convertido el tema de las apariencias del tercer tratado del Lazarillo en un episodio burlesco, en el que los seres humanos se han transformado en objetos burlescos, en que han perdido toda su humanidad para conseguir la risa del lector. Esta cosificación persigue y consigue que el lector no sienta pena cuando son maltratados en la cárcel por el resto de los presos por no poder pagar la patente. Quevedo los ha

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Alonso Hernández, 173, pp. 18 y ss.

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humillado con la risa y con la violencia por pretender ser lo que no son, por corromper, o al menos intentarlo, el sistema estamental. Otra de las facetas del humor bufonesco consiste en burlas en las que se demuestra el ingenio, o la «industria», del bufón.Ya hemos visto este tipo de humor en el Guzmán de Alfarache durante la estancia del protagonista al servicio del Cardenal y los robos de conservas que provocaban la risa en el eclesiástico y sus amigos. En el caso de Pablos, este tipo de bromas se da durante su estancia en Alcalá. Una vez que el pícaro ha sufrido las humillaciones típicas de los novatos, su ingenio se despierta y sus energías las dedica en divertir a su señor y a sus amigos con sus andanzas. El primero de estos episodios es el del robo del cofín de pasas de la confitería de la calle Mayor (pp. 134-135), que parece ser típico en la época, como lo demuestra el siguiente pasaje del Guzmán apócrifo: Y no había capigorrón en Alcalá que me llevase ventaja en correr de noche pasteles, castañas, frutas y todo cuanto había; en hacer burlas y engaños a tenderos, especieros y confiteros143.

Sin embargo, a pesar de que se ha hablado de la influencia de esta obra sobre el Buscón144, las diferencias entre ambos textos son importantes: sobre todo porque Guzmán no relata ninguna de sus correrías, mientras que Pablos sí lo hace, por lo que creo acertadas las palabras de Díaz Migoyo, cuando afirma que ambos beben de una misma tradición, resuelta «con brillantes efectos en Quevedo, con un resultado deslucido en Martí»145. Desde esta primera burla, Pablos se hace famoso y convierte estos robos en un acto de demostración de su ingenio para divertir a don Diego y a sus amigos. Pero también, como en el caso de Guzmán esta «hazaña» le hace sentirse orgulloso de sí mismo, pues después del robo de la caja afirma: «Confieso que nunca me supo cosa bien» (p. 135). Con estas correrías Pa blos va ganando fama en Alcalá y para demostrar su atrevimiento promete robar las armas a la ronda. En este episodio, Pablos quiere tener público, como era habitual en las burlas

143 144 145

Segunda parte de la vida del pícaro Guzmán de Alfarache, pp. 325-326. Lázaro Carreter, 1980, p. LIV. Díaz Migoyo, 1980, p. 179.

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del bufón, e invita a don Diego y a sus amigos. Quevedo dota de temporalidad y actualidad a su narración con la referencia a la presencia de Antonio Pérez, y quizás de elementos autobiográficos, si hemos de creer al autor del Tribunal: Acúsole criminalísimamente de profanador atrevido y burlador insolente de las cosas sagradas, porque para encubrir una burla y hurto que finge haber hecho a los ministros de justicia (supuesto que puede presumirse y aun creerse haber sido verdad, y ser él quien la hizo), dice en folio 20 que se echó en la cama para cuando fuesen a visitar la casa, y que tomó una vela en la mano y un Cristo en la otra, y que un clérigo (a quien, con la desestimación en que tiene a todos los que lo son, lo hace ayudador de semejante maldad), le ayudaba a morir y unos estudiantes le rezan las letanías146.

La burla es narrada de forma detallada para que el lector pueda degustar el ingenio del protagonista que es capaz de burlar a la justicia haciéndose pasar por muerto, en un claro caso de trampantojos. El pícaro ha conseguido su objetivo, porque la burla lo ha hecho famoso: «hasta hoy no se ha acabado de solenizar la burla en Alcalá» (p. 138). De la misma manera que el cardenal y todos sus amigos se reían de los éxitos de Guzmán, la ciudad de Alcalá celebra la victoria de Pablos ante la justicia. Con este triunfo, el pícaro se convierte en una celebridad entre los caballeros de la ciudad universitaria que apenas le «dejaban servir a don Diego» (p. 138). El bufón de corte del Guzmán romano se transforma en manos de Quevedo en un bufón urbano, cuyas hazañas trascienden el ámbito estrictamente universitario. En otras ocasiones el humor se vuelve eutrapélico, como sucede en el episodio en el que la moza gallega de la posada cree que hay un oso en la habitación donde Pablos, que se ha unido a una compañía de teatro147, se encuentra en el proceso de escritura de una obra: Va a huir y, con la turbación, písase la saya y rueda toda la escalera, derrama la olla y quiebra los platos, y sale dando gritos a la calle, dicien-

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Pacheco de Narváez, Tribunal de la justa venganza, pp. 69-70. Recuérdese que también el Guzmán apócrifo había entrado en una compañía de teatro enamorado de una de las actrices, ver Segunda parte del Guzmán de Alfarache, pp. 519-554. 147

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do que mataba un oso a un hombre.Y, por presto que yo acudí, ya estaba toda la vecindad conmigo preguntando por el oso; y aun contándoles yo como había sido ignorancia de la moza, porque era lo que he referido de la comedia, aun no lo querían creer; no comí aquel día. Supiéronlo los compañeros, y fue celebrado el cuento en la ciudad (p. 261).

De nuevo, el episodio traspasa los muros de la posada y es celebrado en toda la ciudad de Toledo. Se trata de un caso que los teóricos de la época considerarían como un ejemplo de turpitudo, según el canon establecido por Cicerón en su De oratore. Humor ingenioso sin ninguna otra intención que la de hacer reír al lector con la simplicidad de la moza de la posada. Para darle más comicidad al episodio Quevedo elige como patria de la moza Galicia, ya que las mujeres de esta región eran retratadas como feas, borrachas y de malas costumbres148 en la literatura satírica y burlesca de la época. A continuación, tenemos el episodio del galán de monjas, que le sirve a Quevedo para retomar este tema abordado por moralistas y escritores desde la época del Libro de buen amor, y que ya aparece en ambos Guzmanes. Quevedo se burla de estos personajes y las situaciones ridículas que provocaba el cortejo: Contentome el papel, que realmente la monja tenía buen entendimiento y era hermosa. Comí y púseme el vestido con que solía hacer los galanes en las comedias. Fuime derecho a la iglesia, recé y luego empecé a repasar todos los lazos y agujeros de la red con los ojos, para ver si parecía, cuando, Dios y enhorabuena, que más era diablo y en hora mala, oigo la seña antigua: empieza a toser, y yo a toser; y andaba una tosidura de Barrabás. Arremedábamos un catarro, y parecía que habían echado pimiento en la iglesia. Al fin, yo estaba cansado de toser, cuando se me asoma a la red una vieja tosiendo, y eché de ver mi desventura; que es peligrosísima seña en los conventos, porque, como es seña a las mozas, también es costumbre en las viejas, y hay hombre que piensa que es reclamo de ruiseñor, y le sale después graznido de cuervo (p. 263).

De nuevo, nos encontramos con un ejemplo de humor eutrapélico, de una situación completamente absurda propiciada por unos hechos amorales, en el que las mujeres son animalizadas: las jóvenes son

148 Ver

Herrero García, 1966, pp. 209-213.

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ruiseñores; las viejas, cuervos. Al final, el galán Pablos ha visto arruinadas sus esperanzas y debe esperar largo tiempo, hasta situarse en una parte del templo desde la que puede apreciar las posturas ridículas de los amantes y las distintas partes del cuerpo de las monjas, en una especie de «tableau vivant firmly into the grotesque»149: Al fin, me puse en donde pude; y podíanse ir a ver, por cosas raras, las diferentes posturas de los amantes. Cuál, sin pestañear, mirando, con su mano puesta en la espada y la otra con el rosario, estaba como figura de piedra sobre sepulcro; otro, alzadas las manos y estendidos los brazos a lo seráfico, recibiendo las llagas; cuál, con la boca más abierta que la de mujer pedigüeña, sin hablar palabra, la enseñaba a su querida las entrañas por el gaznate; otro, pegado a la pared, dando pesadumbre a los ladrillos, parecía medirse con la esquina; cuál se paseaba como si le hubieran de querer por el portante, como a macho; otro, con una cartica en la mano, a uso de cazador con carne, parecía que llamaba halcón. Los celosos eran otra banda; éstos, unos estaban en corrillos riéndose y mirando a ellas; otros, leyendo coplas y enseñándoselas; cuál, para dar picón, pasaba por el terrero con una mujer de la mano; y cuál hablaba con una criada echadiza que le daba un recado (p. 264).

La descripción caótica de los distintos amantes que cortejan a sus amadas monjas nos muestra una gran variedad de tipos, todos ellos ridículos sufridores por un amor imposible y pecaminoso, aunque alguno de ellos imita a San Francisco de Asís con los brazos extendidos «recibiendo las llagas». Es un cuadro impresionista de seres anónimos que se entremezclan en un divertido y ecléctico grupo de estatuas y de seres en movimiento en un espacio cerrado de desesperación, en el que «los favores son todos toques, que nunca llegan a cabes» (p. 265); es decir que los galanes sólo pueden tocar, pero nunca llegan a consumar el acto sexual. A partir de su salida de Toledo, desengañado de sus fracasados intentos amorosos con la monja, el humor prácticamente desaparece de la novela; ya no tiene sentido. Pablos inicia su bajada a los infiernos, primero como tahúr y posteriormente como parte del grupo de rufianes que atacan a la ronda en Sevilla causando la muerte de dos corchetes. Quevedo ya ha castigado a su personaje, cuyas posibilidades

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Iffland, 1982, p. 136.

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de medro han desaparecido. El humor ha dejado paso a la crueldad, a la realidad que impide que las esperanzas del pícaro se cumplan: la vuelta a sus orígenes es definitiva. El humor y la risa bufonesca, pues, le sirven a Quevedo para reírse de todos aquellos que pretenden ascender socialmente, para recordarles que son seres inferiores, que están manchados y que, por tanto, deben contentarse con permanecer en el lugar que la sociedad les ha concedido. La tradición clásica griega le enseñó que la risa podía ser utilizada como un arma arrojadiza y Quevedo decidió crear su «fantoche de hilos», Pablos, como personificación de ese grupo inferior al que se debía ridiculizar, humillar para evitar la ruptura del sistema estamental que empezaba a hacer aguas en la España de principios del siglo XVII.

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ESTEBANILLO GONZÁLEZ: PÍCARO Y BUFÓN El Buscón quevediano estableció la risa como elemento clave en el género picaresco. Quevedo se había servido del humor como arma social y, de esta manera, había mostrado el camino que podían y debían seguir sus sucesores. Juan de Luna, uno de los más aventajados, siguió esta senda y utilizó el humor para criticar duramente a la Iglesia Católica y al tribunal de la Santa Inquisición1 en su Segunda parte de la vida de Lazarillo de Tormes sacada de las corónicas antiguas de Toledo. Luna aprendió de Quevedo a distanciarse de su personaje y a convertirlo en un «fantoche de hilos», en un bufón que hace reír al lector con los golpes recibidos y las burlas a que es sometido por parte del resto de los personajes de la novela2, que se ríen de las simplicidades y penas del pobre y cornudo Lázaro, que en un momento de enfado recrimina al propio lector recordándole que puede hallarse en su misma penosa situación: como puede suceder que alguno de los que leyendo mis simplicidades, riendo se hinche la boca de agua y las barbas de babas, sustenta a los hijos de algún reverendo, trabaja, suda y afana por dejar ricos a los que em-

1 Laurenti, 1971, p. 154, habla de un anticlericalismo «odioso… por la arrogancia y el cinismo con que se burla de los clérigos». Bataillon, 1973, p. 90, afirma que la novela «muestra un verdadero encarnizamiento contra la Inquisición española, y lleva el anticlericalismo a un punto muy subido de tono». Ver también sobre el tratamiento de la Inquisición el trabajo de Alfaro, 1983. 2 Sobre la tema de la risa en esta novela, ver Roncero López, 2005.

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pobrecen su honra, creyendo por cierto que si hay mujer honrada en el mundo es la suya; y aun podría ser que el apellido que tienes, amigo lector, de Cabeza de Vaca, lo hubieses tomado de la de un toro3.

Lázaro acepta su situación marital, pero al mismo tiempo, siguiendo la mejor tradición bufonesca de Montoro o Zúñiga, traslada su deshonra al lector, con quien se compara. El pícaro utiliza el humor para espetarle al lector su deshonra, echando mano del ya denigrado y manoseado apellido Cabeza de Vaca para aludir al adulterio de su mujer. En este sentido, Juan de Luna continúa la tradición de López de Úbeda y otros bufones de rebajar los apellidos de las principales familias de la nobleza española a los vicios y situaciones más vergonzosas. Pero no es este el único elemento de la risa bufonesca quevediana que ha extraído el autor de esta continuación del Lazarillo. Los episodios escatológicos que sufre el protagonista acentúan su denigración, pues incluyen dos casos de coprofagia: en una ocasión Elvira, su esposa, le dio a beber vino de Ocaña que en realidad eran «los meados del Arcipreste»4; en otra, ingiere sus propias heces, mezcladas con el agua de la cuba en que lo mantienen los desalmados pescadores: Mi bebida era agua de la cuba, que, por no ser muy limpia, era más sustanciosa, particularmente que con su frialdad me dieron unas camarillas, que me duraron lo que me duró aquel purgatorio aguado5.

El episodio se inscribe en la tradición bufonesca que tiene un importante antecedente en el Till Eulenspiegel alemán, en que aparecen varios casos de esta práctica. Quevedo no había llegado a la coprofagia en su novela picaresca, pero sin duda su uso de los excrementos como forma de degradar, de humillar a su protagonista excedía al de sus antecesores y desemboca en la novela de Luna. La narración alcanza un tono burlesco con la apostilla «era más sustanciosa» que rebaja el tono negativo que tiene la utilización de la escatología en este párrafo.

3 4 5

Juan de Luna, Segunda parte del Lazarillo, pp. 317-318. Juan de Luna, Segunda parte de la vida de Lazarillo, p. 289. Juan de Luna, Segunda parte de la vida de Lazarillo, p. 298.

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Como en las novelas anteriores y, sobre todo, en el Buscón, abundan los episodios en los que el protagonista recibe las crueles burlas de otros personajes; burlas que provocan el dolor en el protagonista y risa en los lectores. Quizás el más divertido para nosotros y el más humillante y cruel para Lazarillo es el del intento de castración durante su pretendida noche de bodas, que ha sido considerado por un crítico moderno como «grosero y desagradable»6. La descripción de la ceremonia combina el terror del pícaro con la risa de sus burladoras, y abunda en referencias eróticas que sirven para provocar la carcajada en el lector que se olvida del daño que puede sufrir Lázaro: así se habla de besar el ojo trasero o se alude al «dominguillo» o a los «supinos». Pero todo acaba en un susto, un manteamiento y con la huida a refugiarse en una iglesia, perseguido por unos muchachos, donde los clérigos a su vez huyeron aterrados al ver «aquella figura que sin duda parecía al diablo que pintan a los pies de San Miguel»7. Curioso final de sus aventuras que coincide en cierta manera con el del protagonista quevediano: ambos se hallan en una iglesia acogidos a sagrado. La siguiente novela picaresca donde aparecen elementos bufonescos se titula: Aventuras del Bachiller Trapaza, quintaesencia de embusteros y maestro de embelecadores de Alonso de Castillo Solórzano. Esta novela forma parte del grupo de cuatro novelas picarescas que escribió el escritor de Tordesillas, que añadió al género una característica propia: «el impregnamiento (sic) del espíritu cortesano en el pícaro»8. Ciert amente, las Aventuras del Bachiller Trapaza rompe con algunos de los rasgos definitorios del género, hasta el punto que Rico la considera dentro de la «categoría de “narraciones con pícaro”»9, pero creo que no se le puede negar su inserción en la nómina de las novelas picarescas. Castillo Solórzano entendió perfectamente la importancia del humor, y más concretamente, del humor bufonesco en la novela picaresca, como lo habían desarrollado sus predecesores Mateo Alemán, Quevedo y el anónimo autor del Lazarillo.Y por ello, introdujo entre las ac6

Laurenti, 1990, p. 188. Para un análisis más detenido del episodio, ver Roncero, 2005, pp. 212-214. 7 Luna, Segunda parte de la vida de Lazarillo, p. 387. 8 Velasco, 1983, p. 29. También Parker, 1975, p. 122, señala este elemento y afirma: «El mundo del hampa se convierte así en algo que ha de tratarse con cierta finura aristocrática». Sobre la novelística de este escritor, ver Dunn, 1952. 9 Rico, 1976, p. 135.

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tividades de sus personajes la función de bufón; así vemos a Trapaza ejerciendo este «oficio» por primera vez durante su estancia como estudiante en Salamanca: «Con esto les dijo tantos donaires que por lo bufón regocijó la Escuela y granjeó muchas voluntades para adelante»10; con posterioridad en la cárcel de Trujillo un caballero sustenta a Trapaza por «los donaires» y las «graciosas burlas que a los presos hacía»11. Pero el episodio bufonesco más interesante e innovador es el que tiene como coprotagonista a don Tomé, personaje vejado por sus conocidos, a quien sirve Trapaza y a quien se describe certeramente de la siguiente manera: Es un hidalgo de Andalucía que, habiendo andado algunos años en los galeones por soldado dellos, se cansó del militar ejercicio y se introdujo con los caballeros de Sevilla. Adquirió en sus viajes alguna plata, mas ésta la disipó tan pródigamente y con tanta liberalidad que, ya con amigos que se llegaron, ya con valientes que le acompañaron, ya con mujeres que le estafaron, que se quedó in puribus. A toda la nobleza de Sevilla le consta que es bien nacido. Introducido, pues, a caballero (que es cosa fácil), acude donde lo noble se entretiene y adonde perdió muchos ducados jugando, cobra ahora réditos en baratos que le dan, con que remedia sus necesidades; pero esto es con algunas pensiones, porque como es persona de buen humor, de graciosos dichos y sazonados donaires, el que le da quiere pagarse y cobrar en gusto lo que ha ofrecido en dinero; y así, le han comenzado a perder el respeto y le hacen graciosas burlas cada día, y él pasa por ellas por no perder el donativo cotidiano… Esto es lo que puedo decir de don Tomé de la Plata, llamado por otro nombre de los burlones don Tomé de Rascahambre… Pasa plaza de medio bufón aunque su linaje no lo merece y entretiene la vida desta suerte12.

He querido citar la descripción de don Tomé casi en su totalidad porque es el único noble «abufonado» que había aparecido hasta ese momento en la novela picaresca. Su posible antecedente quevediano, el don Toribio del Buscón, no tiene ese origen noble que le reconocen sus conocidos al personaje de Castillo Solórzano. El novelista echa mano de un tipo de nobles empobrecidos que se dedicaban a la bu10 11 12

Castillo Solórzano, Aventuras del Bachiller Trapaza, p. 93. Castillo Solórzano, Aventuras del Bachiller Trapaza, p. 128. Castillo Solórzano, Aventuras del Bachiller Trapaza, pp. 190-191.

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fonería y que efectivamente existía en la realidad europea de los siglos XVI y XVII, de los que en España son ejemplo: doña María de Noronha Abreu, condesa de Crescente, noble portuguesa13, y don Alonso Enríquez de Guzmán, que estaba vinculado a la poderosa familia de los duques de Medina Sidonia14. Enríquez de Guzmán confiesa en una carta escrita a Francisco de los Cobos las causas de su dedicación a la truhanería: Quiero declarar que mi demasiada conversación, o locuacidad por mejor decir, estaba convidada de la pobreza, porque con ella me parecía apagar el fuego del aborrecimiento que la pobreza trae consigo, y con la moneda de mi buena conversación se aguaba estotro defecto15.

Al igual que le sucede a don Tomé, Enríquez de Guzmán vive de los donativos que le dan los señores ricos, y para conseguirlos debe servirse de su ingenio, de su «demasiada conversación» y locuacidad. De la misma manera el personaje del Bachiller Trapaza se caracteriza por su ingenio y por aceptar las burlas que le hacen ciertos nobles sevillanos. Incluso, como era habitual para los bufones, le han dado un nombre burlesco: don Tomé de Rascahambre. Y también como era habitual sufría algunas burlas que llevaban aparejados castigos físicos. Una de ellas es la que cuenta el narrador, en la que el propio Trapaza es partícipe y que recuerda algunas de las que habían sido ya descritas en otras novelas anteriores: se repiten algunos elementos de ciertos episodios del Quijote, del Guzmán de Alfarache o del Buscón: la oscuridad, los fantasmas, los golpes; todos ellos producen el pavor en el sufridor y la risa en los lectores y en los actores de la burla. En este caso, el fantasma se presenta a don Tomé para que abandone sus intenciones amorosas con la nieta de su anfitrión, acto seguido le apaga la «flamante luz en las ausencias» y aparecen unos individuos que con roncos cencerros comenzaron a atronar el aposento y a temer el pobre paciente; daban grandes aullidos, y con unos azotes que traían de rien-

13

Barrionuevo, Avisos, II, p. 56, la define como «señora loca y graciosa», que trata al rey «de pariente». 14 Sobre estos dos personajes ver Bouza, 1991, pp. 120-121. 15 Citado por Keniston, 1960, p. LIII.

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das de caballo, le vapularon de modo que le dejaron casi sin sentido, yéndose con el mismo ruido de cencerros y baladros16.

El episodio se difunde rápidamente por la ciudad para humillación pública de don Tomé, como había sucedido en el caso del Buscón. El resultado de la burla es que don Tomé abandona sus intenciones hacia la hija de don Enrique y que el propio Trapaza es despedido de su servicio, lo que supone un gran alivio para el pícaro que pasa a servir a un sobrino del propio don Enrique. En esta broma se resumen algunos aspectos de las burlas recibidas por los bufones, en los que se incluían los daños físicos y la humillación moral. Castillo Solórzano, ese narrador de ambientes cortesanos, ha sabido captar perfectamente las vicisitudes de los bufones de corte, los gajes de su oficio. Hasta su novela, los bufones eran los propios pícaros como Guzmán o Pablos, pero con el Bachiller Trapaza el bufón profesional entra en la escena y asume su papel de agente provocador de la risa; el siguiente paso será convertir a este personaje en el protagonista de la novela y trasladar su actividad al espacio de la corte o, mejor dicho, de las distintas cortes europeas.Y es aquí precisamente donde aparece La vida y hechos de Estebanillo González, hombre de buen humor. Compuesto por él mesmo, cuya primera edición vio la luz en Amberes en 1646. La obra cuenta las aventuras del bufón del duque de Amalfi, Estebanillo González, y su autobiografía ha sido considerada como «último hijo legítimo (y, en otro orden de cosas, también uno de los más robustos) de la familia picaresca»17. A principios del siglo XX algunos críticos pensaron que nos encontrábamos ante una auténtica autobiografía de un pícaro18, hipótesis que poco a poco se fue desechando, aunque se encontraron en documentos de la época referencias a un Stefaniglio, Stefanello o Stefanillo, bufón que pertenecía al séquito de Octavio de Piccolomini, duque de Amalfi19. A pesar de la existencia real de este 16

Castillo Solórzano, Aventuras del Bachiller Trapaza, pp. 201-202. Rico, 1976, pp. 135-136. Sobre el tema de la pertenencia de la novela al género picaresco, ver Estévez, 1995, pp. 51-64. 18 Moore, 1940, p. 24, afirma que el Estebanillo es «the most authentically autobiographical of all picaresque novels. It might be called… the autobiography of a real pícaro». 19 Cid, 1989, pp. 7-28, rastreó los documentos en que aparece el histórico Esteban González, hijo de un pintor español que vivía en Roma, criado del Virrey de Sicilia, servidor y correo de Piccolomini, que aún vivía en 1654 y quizás en 1659. 17

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bufón, lo que los estudiosos no aceptan es que sea el autor del Estebanillo González, sino que se han barajado otros nombres como posibles autores de la obra: Marcel Bataillon propuso el nombre del capitán Jerónimo de Bran20, autoría que creo poco probable; mientras que Jesús Antonio Cid se decantaba por el escribano real y malagueño Gabriel de la Vega21, que sí creo pudo ser el autor de la novela. Pero el hecho de que el Estebanillo histórico no fuera el autor de su «autobiografía» literaria no significa que se quiebre la ilusión de que nos encontramos ante la obra de un bufón que ha escrito este libro como parte de las obligaciones de su oficio. Y, precisamente, el ejercicio de la bufonería marca desde el principio el carácter burlesco de esta mistificación literaria, en la que el autor adopta la personalidad de Estebanillo para escribir una novela «picaresco bufonesca», único género en el que la narración de sus aventuras tenía cabida. Esta afirmación ha sido ya hecha por algún crítico22 que no se ha dado cuenta de que, en realidad, ambos géneros habían convivido desde la aparición en los primeros años de la década de 1550 de la primera edición del Lazarillo de Tormes. La evolución del género había hecho que el último representante del género picaresco volviera a sus inicios; que un bufón profesional fuera el protagonista del último hálito de vida de la picaresca. Porque, como ya hemos visto en el primer capítulo, en la tradición bufonesca española abundan los escritores: comenzando con los poetas bufones del siglo XV y llegando a don Francesillo de Zúñiga, a Sebastián de Horozco o a Francisco de Villalobos. Todos ellos utilizaron la pluma como método para hacer reír a sus señores, porque todos ellos comprendieron que para desempeñar a la perfección su oficio debían no sólo idear y ejecutar bromas divertidas, sino que también debían demostrar su ingenio al narrarlas23. Como continuador de esta tradición de libros burlescos de entretenimiento dedicados a la nobleza, el bufón decide contar su vida, con la conciencia clara de que los de su oficio deben saber leer y escribir como forma de descollar entre los de su profesión:

20

Bataillon, pp. 32-44. Cid, 1989, pp. 29-76, y sobre todo, 1990, pp. lxxxvi-cxxxvi. 22 Fernández San Emeterio, 2000, p. 122. 23 Sobre este tema, ver Bouza, 2001, pp. 179-213, donde estudia y edita cartas de bufones en la corte de los Austrias. 21

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Era mi memoria tan feliz que, venciendo a mi mala inclinación (que siempre ha sido lo que de presente es), supe leer, escribir y contar; lo que me bastara a seguir diferente rumbo, y lo que me ha valido para continuar el arte que profeso; pues te puedo asegurar, a fe de pícaro honrado, que no es oficio para bobos24.

En este fragmento, Estebanillo reconoce que la escritura le ha ayudado a ejercer su oficio de bufón, que gracias a ella ha podido sobrevivir y medrar, y añade con un aire de cierto orgullo que la bufonería «no es oficio para bobos». Por tanto, el protagonista narrador se desmarca de aquellos locos naturales que, reclutados en los hospitales, o «asilos o casas de locos», de Toledo, Zaragoza o Valencia, servían de objetos de risa en los palacios de reyes y nobles25. Estebanillo es un hombre cuerdo que ha llegado a esta profesión por su ingenio y que, gracias a él, ha llegado a servir a personajes de la estirpe del Cardenal Infante, hermano de Felipe IV, o del duque de Amalfi.Y estos señores componen el público para el que está concebida la autobiografía; para que los nobles y, sobre todo, su señor, pasen un buen rato con sus aventuras y con el estilo con que las narra. Pero es que además, si creemos a Marcel Bataillon, la primera edición de Amberes de 1646 fue una edición no venal; se trataría, según el célebre hispanista francés, de una «publication de luxe», destinada a circular en el «entourage» del duque de Amalfi, lo que explicaría la ausencia de privilegio oficial, «si ce n’est d’un privilège “pour rire” afin de mieux amuser en mystifiant»26. Las «hazañas» del bufón sólo llegarían a un determinado público aristocrático, que sin duda conocería a Estebanillo y que, probablemente, habría presenciado algunos de los episodios narrados en la autobiografía. El entretenimiento de los nobles sería, pues, el primer objetivo del bufón, pero no el único, y ese es un objetivo que el bufón quiere de24 La vida y hechos de Estebanillo González, I, pp. 40-41.Todas las citas del Estebanillo González están sacadas de esta edición, por lo que en adelante me limitaré a señalar el número de volumen y página. 25 Sobre estos locos ver Bouza, 1991, pp. 38-40. Bouza recuerda las dos obras de Lope de Vega en que aparece como escenario la casa dels fols de Valencia: El peregrino en su patria y Los locos de Valencia. Recuérdense unos versos de Lope en Los locos de Va l e n c i a, p. 206, donde uno de los personajes afirma: «Tiene Valencia un hospital famoso, / adonde los frenéticos se curan / con gran limpieza y celo cuidadoso». 26 Bataillon, 1973, p. 32.

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jar claro en la escritura y, sobre todo, en la publicación de su autobiografía; y así lo manifiesta en su prólogo «A el lector», donde lo declara en dos momentos distintos: en primer lugar, como humilde criado de Amalfi: sólo pretendo con este pequeño volumen dar gusto a toda la nobleza, imprimiéndolo en estos Países, confiado solamente en el amparo de mi amo y señor, el excelentísimo Duque de Amalfi, que, como primero y sin segundo Alejandro, siempre me ha amparado y favorecido (I, pp. 14-15).

De entre los nobles destaca a su señor, a su protector, al que compara en su magnanimidad con Alejandro Magno; es el homenaje que merece su amo. Incluso se ha llegado a escribir que la publicación de la obra tenía como finalidad última y destacada la restauración del prestigio de Amalfi, gravemente afectado en la Corte madrileña por los fracasos de los años 1645-164627. Sin embargo, no creo que fuera esta la finalidad del autor al publicar la obra, pues un texto bufonesco no hubiera podido nunca ser leído como una forma de recuperación del prestigio militar perdido en los campos de batalla de Flandes. Y prueba de ello, es que el propio Jesús Antonio Cid debe reconocer el fracaso de este pretendido intento propagandístico28. El bufón simplemente sigue las normas de comportamiento de los buenos criados que agradecen a sus señores los favores recibidos. En segundo lugar, presenta su libro como regalo a la nobleza en general, a aquella nobleza con la que se ha cruzado en sus innumerables peripecias: Porque no lo doy a la imprenta para hacer mercancía dél, sino sólo para que sirva de presente y regalo a los príncipes y señores y personas de merecimiento (I, p. 15).

El libro, pues, ha de considerarse como una forma de regalar a los aristócratas y nobles. Pero hay que analizar con detenimiento algunas de las afirmaciones que hace Estebanillo en este párrafo: una de ellas

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Cid, 1990, pp. lii-liii. Cid, 1990, p. lvii: «Los efectos prácticos para la “opinión” de Piccolomini, que podrían haberse derivado de la propaganda que se le hacía en la novela, hubieron de ser nulos». 28

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es el uso del término «regalo», que además del habitual como dádiva que se ofrece a otro, también significaba, y es la definición que le daba Covarrubias: «trato real y regalarse tener las delicias que los reyes pueden tener»29. El bufón hace uso de su ingenio para ofrecer su texto como dádiva, pero también como forma de diversión real: por la calidad de su humor y por la categoría social de los personajes a los que va dirigido. La segunda afirmación que me interesa recalcar, aunque aparece en primer lugar en el fragmento, es la afirmación del desinterés mercantil que le ha llevado a escribir sus memorias. De nuevo, el bufón juega con el sentido de la expresión, porque, efectivamente, no espera ganar mucho dinero con la venta del libro, pero lo que en estos momentos esconde, o pretende esconder, es que sí espera recibir una compensación por los méritos que expone en este memorial. Esta afirmación debemos completarla con otra que hace casi al final de la obra, donde deja bien claro el motivo más importante que le ha llevado a redactar su autobiografía: Para cuyo efeto traté al instante de hacer este libro, por hacerme memorable y por que sirva de despedida de mi amo y señor, para que, como tan gran príncipe, viendo que es cosa justa lo que le suplico (en premio de lo que le he servido, acordándose de la palabra que me dio después de la batalla de Tionvila) me dé licencia para retirarme a disponer de la merced que Su Majestad me hizo, a la fértil vera napolitana, tiniendo mi celda en el San Yuste de su ducado de Amalfi (II, p. 369).

Esta sería su finalidad última, una finalidad mercantil porque le permitiría vivir con desahogo los últimos años de su vida. En este sentido, el libro se convierte en una moneda de cambio para conseguir el anhelado permiso que le daría la oportunidad de regentar la casa de juego en Nápoles que le había concedido como merced el rey Felipe IV. Por tanto, sí hay un interés material por parte de Estebanillo en la composición de su obra; al fin y al cabo, se trata de un bufón que se sirve de su humor como de una herramienta de trabajo que le proporciona los medios necesarios para sobrevivir y, en ocasiones, conseguir mercedes y mayorazgos de los reyes.

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Covarrubias, Tesoro, s. v. regalo.

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Pero existe aún otro motivo más para la escritura de este discurso bufonesco, un motivo que también redunda en interés del bufón. Estebanillo elabora su discurso para «hacerse memorable» (I, p. 7), para que la gente celebre su «vida y no milagros» (I, p. 7), tal y como declara en la «Dedicatoria» del libro. La afirmación debemos entenderla en dos contextos diferentes, pero a la vez complementarios: la tradición picaresca y la de la literatura de bufones. Para la primera, hemos de remontarnos al Lazarillo de Tormes, en cuyo prólogo Lázaro compara irónicamente sus «fortunas, peligros y adversidades» con las de un soldado, un predicador y un hidalgo30. El espíritu burlesco impregna estas comparaciones en las que un desheredado se atreve a equipararse con individuos de mayores méritos que los suyos, que se limitan al de ser el marido consentidor de la manceba del Arcipreste de San Salvador. Para la segunda, tenemos una corriente que tiene en don Francesillo de Zúñiga un ilustre representante, cuando en varias ocasiones se iguala en linaje a los personajes más poderosos de la corte del Emperador Carlos V. En esos momentos, el bufón se vanagloria de ser descendiente de don Pelayo, por una parte, y de ser «duque de Jerusalén por derecha sucesión, conde de los dos mares Rubén y Tiberiades». Ambos personajes, el pícaro y el truhán, se elevan a sí mismos y al mismo tiempo rebajan a sus modelos, quebrando burlescamente las barreras sociales que los separan. El caso del Estebanillo sigue a sus modelos en esta declaración de deseo de pasar a la posteridad por su «vida y no milagros». Pero hay algo más, porque lo que está haciendo con estas palabras el autor es parodiar toda una literatura de soldados que escribían sus autobiografías para presentar sus méritos al rey y a los lectores de su época. Baste recordar las palabras de uno de ellos, Diego Duque de Estrada, que afirma que va a narrar «los notables sucesos, naufragios, fortunas y felicidades de mi vida»31. La autobiografía del bufón, al igual que la de Duque de Estrada, está llena de sucesos, naufragios y fortunas, pero desde una perspectiva absolutamente distinta, pues lo que es una hoja de servicios de un valiente soldado como Duque de Estrada, se convierte en manos del truhán chocarrero en un ejercicio de situaciones burlescas y degradantes, a pesar de que hay quien ha visto en el

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Sobre este fragmento ver las páginas 68-69 del presente libro. Duque de Estrada, Comentarios, p. 87.

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Estebanillo una «visión positiva de la sociedad»32. Estebanillo quiere ser recordado como un «hombre de buen humor», tal y como lo indica el título con el que fue publicada su autobiografía; sus hazañas se limitan a episodios en los que se ensalza su cobardía o su ingenio como forma de hacer reír a su patrón y a sus amigos, sin importarle presentar aquellos momentos en que es humillado o vejado cruelmente por aquellos miembros de la aristocracia a los que sirve, y que lo consideran y tratan como a una «humilde sabandija» (II, p. 334). Pero en cuanto a la búsqueda de la gloria se da otro elemento que va unido al oficio bufonesco: el de la forma de narrar los episodios de su vida, es decir, del estilo literario con el que adorna su escritura. Estebanillo, el narrador, se muestra en todo momento muy consciente de la necesidad de contar de una manera graciosa su vida. En este sentido vemos como en repetidas ocasiones comenta el bufón su habilidad narrativa; como cuando le cuenta al Marqués de Velada el tratamiento recibido del capitán: al cual me quejé muy en forma de lo que había usado conmigo el espetado capitán y jenízaro grave: con que se alegró mucho, por oír el modo con que se lo conté.Y como señor tan discreto y entendido, después de satisfacerme cono premio la relación, no quiso que nadie se quejase de su justicia (II, pp. 246-247).

Estebanillo destaca el premio recibido del noble por la manera en que le narró los hechos, en un estilo que le hizo reír, porque, como al fin y al cabo, dirá en otro momento: «mi oficio es el de buscón y mi arte el de la risa» (II, pp. 43-44). Se enorgullece, pues, de sus habilidades como escritor que entretiene a su público, ya sea éste el que presencia sus «hazañas» o el que las lee; se muestra satisfecho de su propia obra, en la que hace gala de su oficio de escritor, de poeta que se atreve incluso a componer un soneto al estilo culterano que comienza: «Ebúrnea de candor, fénix pomposa» (II, pp. 304-306), por el que le conceden un premio y lo califican de «segundo Góngora» (II, p. 307). El resultado de sus esfuerzos se concentra en el libro, por el que el bufón quiere ser recordado como maestro entre los de su arte33; en 32

Pope, 1974, p. 243. Sobre el concepto de la autobiografía de Estebanillo como parodia de las autobiografías de soldados estoy preparando un trabajo. 33 Estévez, 1995, p. 67, lo considera como «la última burla».

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él el bufón ha recogido todos aquellos sucesos que por la hilaridad que provocan van a conseguirle la recompensa deseada: el permiso para retirarse a regentar su casa de juego en Nápoles. Su autobiografía se inserta, pues, en esa tradición bufonesca de divertir a su auditorio y de conseguir un premio que le permita sobrevivir. Estebanillo sabe que debe divertir a Piccolomini para que éste se avenga a satisfacer sus deseos, y para él y para ello compone esta narración en la que vierte todo su ingenio, creando así en este libro una obra maestra de la literatura bufonesca34. Está claro que Estebanillo es consciente de la tradición literaria que le precede, una tradición de poetas y cronistas que se habían servido de la literatura como método de transmisión de su condición de bufones y como forma de ganarse el sustento, como lo demuestran ciertas composiciones petitorias de los poetas-bufones del siglo XV, entre las que cabe destacar algunas del famoso Antón de Montoro, el Ropero de Córdoba, calificadas por su última editora como «mendicidad poética», donde pide a sus amigos nobles: comida, dinero o ropa35. La autobiografía novelada del bufón gallego-romano incide en esta vertiente mercantil de sus predecesores, y demuestra claramente la consciencia que tenía el autor de la novela de los rasgos fundamentales de la literatura bufonesca desde sus principios en la Castilla del siglo XV. Esta concienciación del narrador sobre su profesión y sus principales rasgos constitutivos queda perfectamente clara en el fragmento en el que define el oficio bufonesco y su doble función de divertimiento y admonición: arte liberal de que tanto han gustado emperadores, reyes y monarcas, y que solamente es aborrecida de pelones y miserables; y que tratando los romanos de desterrar todos los bufones, por ser gente vagamunda y inútiles a la república, no pudieron conseguir su intento por alegar todo el Senado y los varones sabios y doctos ser provechosos para decir a sus emperadores libremente los defectos que tenían y las quejas y sentimientos de sus vasallos, y para divertirlos en sus melancolías y tristezas (II, p. 58).

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Goytisolo, 1967, p. 65, la considera como «la mejor novela española escrita en el siglo XVII» después del Quijote. 35 Ver Montoro, Cancionero, pp. 77-129.

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En esta definición el autor sigue la línea que Erasmo había marcado en su Stultitiae Laus, en la que el bufón se constituía en el único personaje cortesano al que se le permitía decir ciertas verdades vedadas a otros miembros del entourage de los reyes y nobles. Se combinan aquí dos elementos importantes: por una parte, su gran cercanía al poder; por otra, la idea de que estos individuos se hallaban en contacto con la divinidad, por lo que se pensaba que el Espíritu Santo hablaba por su boca. Esta referencia religiosa, sin embargo, no quiere decir que en el ámbito de la historia de la Cristiandad no existieran locos que no lo eran y lo fingían; así tenemos a los *santos locos+ o *locos por la causa de Cristo+ del Cristianismo oriental de los siglos V y VI, como Simeón el Loco, cuya vida narró Leoncio de Neápolis36. Pero los bufones a los que se refiere Estebanillo en su definición no tienen nada que ver con la inspiración divina, sino que sus preocupaciones son más bien terrenales. Estos personajes desde muy pronto se situaron junto a los centro de poder y utilizaron esta cercanía para su propio beneficio y el de sus familiares. Estebanillo forma parte de este grupo. Pero lo primero que debemos resaltar en este párrafo es su interés por delimitar las funciones propias de los miembros de la cofradía bufonesca. En este aspecto, el autor sigue la pauta establecida por Mateo Alemán que en su novela había reflexionado sobre los truhanes, sus funciones y los tipos de humor que desarrollaban37. Estebanillo no llega a la profundidad ni al orden taxonómico delineado por el novelista sevillano, pero esta reflexión sobre la dualidad del personaje y su importante función dentro del ámbito cortesano demuestra su preocupación por definir su rol en el ambiente en el cual se mueve; eso sí con una clara consciencia de los límites dentro de los cuales puede cumplir su labor.Y no me refiero aquí a la posibilidad de la censura que hubiera podido sufrir por parte de sus protectores, sino a la autocensura artística a la que él mismo se somete. Por ello tiene bien claro que sus críticas deben ser claras pero breves, porque lo que los lectores esperan sobre todo es divertirse con sus

36 Ver Historias bizantinas de locura y santidad, pp. 233-296. Estos «santos locos» basaban su fingida locura en las palabras de San Pablo en su epístola a los corintios: «Si alguno de vosotros se cree sabio en esta época, hágase necio para llegar a ser sabio; porque la sabiduría de este mundo es necedad ante Dios» (1 Co. 3, 18). 37 Ver Roncero López, 2006b.

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«hazañas» y no recibir sermones moralizantes que romperían con el predominante tono burlesco que preside la narración. Como ejemplo tenemos el momento en el que, tras hacer referencia al castigo que los generales de las galeras imponen a los patrones que les engañan sobre los bastimentos que llevan las naves, afirma: ¡Qué dello pudiera decir cerca desto y de otros sucesos que han pasado y pasan desta misma calidad, no sólo a patrones de galera, sino a gobernadores de villas y castellanos de fortalezas y amunicioneros y proveedores, en quien puede más la fuerza del interés que el blasón de la lealtad! Pero no quiero mezclar mis burlas con materia de tantas veras, ni aguar la dulzura de mi bufa con el amargura de decir verdades (I, p. 84).

En este breve fragmento el bufón ha puesto al descubierto la corrupción que impera en ciertos niveles de los funcionarios que ha causado graves daños a los ejércitos españoles. La declaración final de que no quiere mezclar burlas con veras nos recuerda a las de Justina cuando afirma que no pretendía moralizar, pues no era esa la función de su autobiografía, en una clara crítica al Guzmán de Alfarache por la gran extensión de sus moralidades. No es esta la única ocasión en que aparece la voz crítica del bufón, sino que en otros momentos ataca la corrupción y la venalidad, sobre todo dentro del ámbito militar; en todos estos casos se produce «un freno voluntario»38. Así en un momento informa de los engaños habituales en la formación de las compañías, pero prefiere callar «tiniendo dotores la Iglesia» (I, p. 157); o se indigna con los «cabos de escuadra» que por dinero hacen la vista gorda a sus trueques, por lo que merecen ser castigados, pero sobre lo que Estebanillo no quiere seguir hablando porque sería como dar voces en el desierto (I, p. 183); en otro capítulo se queja de los capitanes que sólo se preocupan de conseguir dinero y no de los soldados de sus compañías, por lo que estos desertan (I, p. 220); finalmente de las miserias que han de pasar los soldados por el enriquecimiento de los oficiales (I, p. 257). Pero las referencias a la corrupción no se detienen en el estamento militar, sino que abarca a otros grupos de la sociedad, o incluso, a la sociedad en general: así vemos que durante su ejercicio de la ac-

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Periñán, 1995, p. 73.

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tividad de enfermero y, tras la muerte de un paciente, afirma indignado: «Vive Dios que reviento por desbuchar aquí los males que causa untar como brujas, pero allá se lo haya Marta con sus pollos» (I, p. 141). Muy distinta es esta reacción a la del bufón francés Brusquet que se hizo pasar por médico y causó la muerte a muchos pacientes; cuando el Delfín le riñó por su actuación, el bufón contestó: «¿Y cómo se quejan de mis remedios los que están ya curados de la fiebre a perpetuidad?»39. En la segunda parte, sobre todo, aparecen otros comentarios del bufón en los que hace referencias a conceptos e ideas importantes en la sociedad europea de mediados del siglo XVII. Uno de los temas que comenta en varias ocasiones es el de la diferencia entre los diferentes estamentos: en un primer ejemplo, defiende la igualdad de la inteligencia de todos los seres humanos: Que también los pobres y humildes saben hacer cosas de ingenio, pues tienen un alma y tres potencias como los más poderosos y cinco sentidos como los más calificados, y que no hay cláusula en el testamento de Adam que dejase, como señor que era entonces de todo el mundo, a los caballeros, mejorados en tercio y quinto en las aguas de Hipocrene, y a los pobres, herederos de el caño de Bacinguerra, la una fuente del Parnaso con licores poéticos, y el otro caño cordobés con inmundicias salváticas (II, p. 155).

En el fragmento Estebanillo defiende su ingenio poético que no tiene nada que envidiar al de los poetas cultos. Pero en el fondo se trata de una forma de recordar a sus protectores y demás lectores de la novela que Dios nos hizo a todos iguales y que un pobre puede ser tan inteligente como un noble; todo ello adornado con las referencias cultas (aunque equivocadas, pues en lugar de Hipocrene debía referirse a Castalia) y populares con la mención del caño de Bacinguerra, por donde se vertían al Guadalquivir las basuras de la famosa calle del Potro en Córdoba. Aunque esta defensa de la igualdad no será óbice para que en otras ocasiones critique a aquellos «que se bautizaron en su aldea» y se añadieron un don que no les correspondía (II, pp. 229230). Recordemos que el mismo Estebanillo rechaza usar el don,

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Citado por Gazeau, 1998, p. 107.

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usurpado por otros bufones, por temor a las burlas que le podían hacer por ello40 Estos y algunos otros fragmentos demuestran que Estebanillo era perfectamente consciente de la doble función que debían desempeñar los de su oficio, tal y como la había definido Erasmo en su tratado: hacer reír y decir las verdades a los reyes y demás gobernantes. Por ello en su visita al Arzobispo de Siena, hermano del Duque de Amalfi, el bufón recuerda «cuán importante era mi persona para la república de los palacios» (II, p. 259). Ciertamente, si repasamos la nómina de bufones en las distintas cortes europeas y en las distintas épocas hallamos un gran número de estos personajes que gozaron de la confianza de los emperadores romanos, o de los monarcas franceses, ingleses o españoles. Suetonio narra varios casos de bufones que se atrevieron a decir verdades al cruel Tiberio sin ser castigados por ello, sino que, muy el contrario, consiguieron que el Emperador siguiera su consejo41. En Inglaterra Will Sommers, bufón de Enrique VIII, intervenía delante del monarca a favor de los pobres; en Francia el bufón Chicot aconsejó a Enrique IV; en España Diego de Acedo y Nicolás Pertusato ocuparon puestos de Secretario de la Cámara y Estampa, y Ayuda de Cámara, respectivamente42. En la corte española tenemos un testimonio del poder que tenían los bufones en las altas esferas; se trata de un pasaje de El pasajero sobre el enano Bonamí, en el cual Don Luis afirma a su interlocutor: Fuera de que, cuanto a favor, con un granillo de mostaza, que es lo mismo que una palabrilla de las suyas, dicha entre los magnates de arri-

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Estebanillo González, II, p. 240: «aunque no fuera yo el primer bufón que lo ha tenido ni me sentara mal, siendo correo imperial y real, que me llamasen don Estebanillo. Pero, porque no hicieran burla de mí, como de muchos que lo tienen sin tener caudal con que sustentarlos, me empecé a santiguar, diciendo: “¡Líbreme Dios de tan mal pensamiento!”». 41 Suetonio, Vida de los Césares, p. 381, cuenta que: «durante un banquete muy concurrido al que también asistía él mismo, cuando un enano que estaba junto a su mesa entre otros bufones le preguntó de repente y en voz alta por qué Paconio, un acusado de lesa majestad, vivía durante tanto tiempo, por el momento censuró la intemperancia de su lengua, pero pocos días después escribió al Senado que decidiera cuanto antes sobre el castigo de Paconio». 42 Moreno Villa, 1949, p. 33.

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ba, me pudiera hacer no sólo alférez o capitán, mas, con seguridad, maese de campo, o general de algún grueso ejército43.

Todos estos casos demuestran que Estebanillo y estos fragmentos en los que levanta su voz para criticar la corrupción en ciertos ámbitos de la sociedad de su época se hallaban dentro de los parámetros en los que se movían los bufones de las distintas cortes europeas de la Europa moderna, a pesar de que alguna estudiosa haya puesto en duda esta función en la literatura bufonesca44. No hay nada raro en su mezcla de burlas y veras, de risa y crítica, porque al fin y al cabo se ajusta al quid vetat ridentem dicere verum horaciano. Por tanto no creo que podamos hablar de un desdoblamiento de la voz narrativa, tal y como afirman algunos críticos, que pretenden distinguir entre la voz apátrida y autodenigratoria del Esteban González histórico, y la moral y nacionalista del autor de la autobiografía, es decir de Gabriel de la Vega45. En ambos casos, la voz es la misma: la del bufón que, de acuerdo a la definición que hemos visto, ha de cumplir en su autobiografía la doble misión de hacer reír y pensar a su lector, tanto al noble como al plebeyo. Pero siempre oímos la voz del autor bufonesco consciente de su estatus profesional que restringe su ámbito corrector y que no le permite cargar las tintas en la crítica por dos razones: primero, porque su oficio no es el de censor, ni su texto una obra de moralidad o crítica social, y, segundo, porque no quiere aburrir a sus lectores que no soportarían largas parrafadas moralizantess, que desde luego no pertenecían al horizonte de expectativas que les había llevado a leer la autobiografía de Estebanillo. Sobre estas críticas de la novela se ha querido apreciar un aire progresista que la emparentaría con otros pensadores burgueses del mo43

Suárez de Figueroa, El pasajero, p. 199. Habría también que recordar las palabras de Francesillo de Zúñiga al marqués de Pescara: «y si vos habéis muerto a diez, yo mato a ciento con esta lengua que Dios me dio: ansí que bueno es tener parientes en la corte»; citado por Bouza, 1991, p. 83. 44 Gunia, 2008, p. 496n, afirma: «Por falta de ejemplos pertinentes de la literatura bufonesca (sólo cita El elogio de la locura / Morias enkomion seu laus stultitiae, 1511, de Erasmo) no me convence la tesis de Victoriano Roncero… quien disiente de esta opinión». 45 Cid, 1990, p. XXIII.También Gunia, 2008, p. 496, habla de «una voz que transporta la perspectiva del Estebanillo incultural, amoral e indisciplinado; y la otra que se atribuye al Estebanillo patriótico, literato, disciplinado y moral».

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mento46. Siguen estos críticos una tendencia que pretendía vislumbrar un carácter «revolucionario» en la escritura bufonesca, por la que estos personajes reflejarían en sus textos burlescos la necesidad de cambios en la sociedad estamental de la Europa de los siglos XVI y XVII. Pero en los últimos tiempos algunos historiadores han echado abajo este pretendido aire progresista e innovador de los bufones recordando que ellos se beneficiaron del sistema estamental, ya que alcanzaron puestos importantes dentro de la corte e incluso fueron elevados o lo fueron sus descendientes a la nobleza47.Ya hemos recordado anteriormente que Shakespeare utilizó a un bufón para desprestigiar el levantamiento campesino48. Por tanto, la intención de Estebanillo en ningún momento podía ser la de criticar el sistema en el que había medrado y que le permitía el dirigir una casa de juego en Nápoles, donde pasaría sus últimos años. Sus críticas son muy ligeras y nunca van dirigidas ni contra la clase gobernante ni contra el sistema, sino que simplemente aluden a corrupciones en ciertos niveles medios de la administración militar. Incluso se ha escrito que no critica las costumbres corrompidas, sino que se aprovecha de ellas49. Estebanillo acepta la sociedad en la que vive, lo que no quiere decir que de vez en cuando no se burle de ella, pero siempre desde la perspectiva del bufón que se halla bajo la protección de un noble poderoso del que pretende sacar lo suficiente para poder sobrevivir con cierta comodidad. Hubiera sido impensable en la época que un personaje de sus características y estilo de vida se atreviera a intentar minar los cimientos de la sociedad estamental; lo que no es óbice para que se burlara de algunos de los conceptos básicos que sostenían esa sociedad: el linaje, el valor, etc. Pero la burla venía de un bufón, de una «humilde sabandija» (II, p. 334) cuyas chanzas servían de válvula de escape para una cortes con etiquetas tan rígidas como la de la España de los Austria. Estebanillo se siente orgulloso de su oficio, y hemos de recordar que lo define como «arte liberal», actitud positiva que lo diferencia de Simplicissimus que confiesa en un momento: «dije lo imprescindible, guardándome bien de mencionar nada referente a mi oficio de bufón,

46

Campbell, 1992, p. 100. Bouza, 1991, pp. 128-129. Hunt, 1999, pp. 301-303. Cordero, 1965, pp. 186-187.

47 Ver 48 49

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porque me avergonzaba de ello»50. En un principio, nuestro protagonista se muestra reticente a desempeñar este oficio por los golpes que recibe de unos criados del Cardenal Infante (I, pp. 279-280), pero después lo abraza con todas las consecuencias, afirmando su condición de manera rotunda: «mi oficio es el de buscón y mi arte el de la bufa» (II, p. 43). A partir de aquí, abundan las referencias a este oficio en el que se combinan regalos y golpes, tal y como le recuerda un ayuda de cámara del duque de Amalfi: Hermano Esteban, el oficio del gracioso tiene del pan y del palo, de la miel y la hiel, y del gusto y susto; y es menester pasar cochura por hermosura (II, p. 90).

Pero a pesar de los sinsabores, Estebanillo recuerda a los lectores los momentos de hilaridad que les ha hecho pasar bien con sus bromas o bien con su narración. Se trata de demostrar y jactarse de la destreza con que desarrolla este arte tan importante en los palacios de los reyes y de los nobles; así se nos cuenta la reacción de sus señores, o de otros individuos (reyes, reinas o capitanes de caballos), ante sus ingeniosidades, ante su arte. Porque esta es una palabra de la que el bufón gusta para definir su profesión. Pero no es un arte cualquiera sino que es un arte liberal, es decir, aquella en la que no se usan las manos, sino que es la propia de los universitarios o de los escritores, e incluso pintores51, aquella en la que se utiliza el ingenio y no el esfuerzo del cuerpo, como en las mecánicas, aquella propia de hombres libres, y que, por tanto, pueden aspirar a o pertenecer ya a la nobleza; en el primer caso, debemos recordar el ejemplo de Velázquez. Y entramos así en uno de los temas que ya hemos visto se convierte en fundamental dentro del humor bufonesco-picaresco: el linaje.Y, como ya hemos visto, en el caso de La pícara Justina, el tema será tratado desde la perspectiva de los bufones que ven en él una forma de burlarse de las pretensiones nobiliarias de muchos de los europeos de la época, tal y como reflejan textos como la autobiografía de Diego Duque de Estrada, que decía descender de emperadores romanos,

50 51

Grimmelshausen, Simplicius Simplicissimus, p. 287. Sobre este tema, ver Curtius, 1976, II, pp. 776-793.

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concretamente de Marco Aurelio52, o el Simplicius simplicissimus que consiguió un escudo nobiliario burlesco consistente «en tres antifaces rojos sobre campo blanco y, sobre el yelmo el busto de un joven bufón con hábito de ternera, con un par de orejas de liebre y adornado con esquilitas»53. Cabría recordar aquí la burla que hace el autor de La pícara Justina al falso escudo de don Rodrigo Calderón o las de Góngora al de Lope de Vega, en el famoso soneto que comienza: «Por tu vida, Lopillo, que me borres / las diecinueve torres del escudo». Las burlas sobre la nobleza y el origen del protagonista abundan a lo largo de todo el Estebanillo González, que se inserta perfectamente en la tradición iniciada en el siglo XV por escritores como Antón de Montoro. Las referencias, tanto a su lugar de nacimiento como al vientre materno pertenecen al campo de la risa bufonesca, pues a este último se refiere como «bajel de su barriga» o a la «gruta oscura» (I, pp. 34-35) de la que fue bostezado, e indican un humor grotesco que degrada a la madre y al recién nacido. Pero es que la autodegradación no se detiene aquí, sino que también salpica a su posible lugar de nacimiento, pues el bufón refiere que su madre lo parió en Galicia, región con mala imagen en la literatura española del Siglo de Oro54. La descripción de su lugar de nacimiento no deja lugar a dudas sobre la visión negativa que proyecta Estebanillo: «aguanoso margen del Niño, entre piélagos de nabos y promontorios de castaños, y en esportillas de Domingos, Brases y Pascuales» (I, p. 34). El narrador se lamenta de que sea esta miserable tierra sea su lugar de nacimiento en lugar de la grandiosa ciudad de Roma. Pero la pluma burlesca del narrador no se limita a reírse del lugar y circunstancias de su alumbramiento, sino que también pinta con tonos burlescos al niño que acaba de nacer: Y donde me parió me daría bautismo; si ya no es que soñase como Hécuba, reina de Troya, que de su vientre había de salir una llama que fuese voraz incendio de Galicia; y después, viendo el monstruo que había vaciado del cofre de su barriga, se acogiese a Roma por todo, para

52 Duque de Estrada, Comentarios, pp. 81-83. Nada tiene que ver este origen imperial de Duque de Estrada con el de otro soldado, Alonso de Contreras, que descendía de cristianos viejos, pero pobres; Contreras, Discurso de mi vida, p. 69. 53 Grimmelshausen, Simplicius Simplicissimus, p. 274. 54 Ver los textos que edita Herrero García, 1966, pp. 213-216.

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que su Santidad en pleno consistorio, a fuerza de exorcismos, sacase de mi pequeño cuerpo las innumerables legiones que tenía este segundo Roberto, que presumo que han sido y son tantas que quedaron el día de mi nacimiento escombradas las moradas infernales (I, pp. 35-36).

Todo este párrafo sirve para autodegradarse, pero además crea la duda en el lector sobre cuál de las dos posibilidades, Roma o Galicia, constituyen su auténtica patria, en una especie de incógnita burlesca que el autor nunca va a descifrar, pues era «español en lo fanfarrón y romano en la calabaza, y gallego con los gallegos y italiano con los italianos» (I, pp. 37-38), para terminar confesando en el mismo párrafo su carácter apátrida o quizás «multipátrida»55. El carácter burlesco del pasaje se consigue con la mezcla de dos elementos literarios: la reina Hécuba o Hecabe, esposa del rey Príamo, y de Roberto el Diablo. El primero de los personajes corresponde a la literatura griega, concretamente a la Iliada, aunque su fama la llevó a aparecer en algunos romances en los que se hacía referencia a su sueño de que había de engendrar un fuego que destruiría Troya, de donde debió tomar la cita el autor del Estebanillo. El personaje de Roberto el Diablo está tomado de una novela de caballerías francesa publicada en 1486, pronto traducida al español y que conoció numerosas ediciones en los siglos XVI y XVII; Roberto, hijo del duque de Normandía, fue engendrado con ayuda del diablo, por lo que el día de su nacimiento se produjeron terribles señales que presagiaban la maldad del recién nacido: vino una niebla muy oscura que cubría toda la ciudad, que parecía media noche, y tronaba, y caían rayos de tal suerte que todos pedían a altas voces misericordia a Dios, pensando que su ciudad se hundía, y duró esto cuatro horas, y después se abrió el tiempo, y parecía que el cielo estaba encendido en llamas de fuego, y los relámpagos eran tan espesos que cegaban la gente; los vientos hacían guerra unos con otros, que temblaban las casas hasta los cimientos, y fue el palacio donde parió la duquesa tan mal tratado de la tempestad, que gran parte dél cayó en el suelo56.

55

Estebanillo González, I, p. 38: «Pues te certifico que con el alemán soy alemán; con el flamenco, flamenco; y con el armenio, armenio; y con quien voy, voy, y con quien vengo, vengo». 56 Libros de caballería, pp. 200-201.

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La historia de Roberto el Diablo se cierra con el perdón obtenido después de haber sido recibido por el Papa en Roma, y tras haber recibido como penitencia el hacerse pasar por loco. El fragmento del Estebanillo provocaría la carcajada en los lectores que ven como un bufón miedoso e inofensivo se compara con un personaje de la maldad de Roberto, asesino cruel que en un momento llega a matar a siete ermitaños. Esta imagen del caballero francés atrae la alusión a lo demoníaco y a los pretendidos exorcismos que liberarían a Estebanillo de ese diablo que presuntamente se hallaría dentro del cuerpo del normando. Todas estas referencias a lo demoníaco contribuyen a la hilaridad del fragmento y a caricaturizar a un individuo cuya posesión diabólica se manifestaría no en aterradoras crueldades, sino en las burlas y en el miedo. La descripción de sus padres no alcanza ni la extensión ni la importancia a que había llegado en las novelas que hemos analizado anteriormente, quizás porque su oficio de bufón no proviene ni de la herencia paterna ni materna, que no han influido para nada en la elección de la carrera profesional de Estebanillo. Sobre el estatus de sus padres se ha discutido bastante, porque algún crítico ha llegado a hablar del protagonista como de un «joven hidalgo gallego»57. Esta teoría se basa en las propias palabras del autobiografiado que nos informa que su progenitor era un «pintor in utroque» (I, p. 38); es decir, un pintor y jugador gallego afincado en Roma58. La descripción continúa profundizando y ridiculizando el origen paterno, ya que, aparte de su afición al juego, se le representa como un miembro del estamento de los hidalgos pobres, satirizado en la literatura de la época: Tenía una desdicha que nos alcanzó a todos sus hijos, como herencia del pecado original, que fue ser hijodalgo, que es lo mismo que ser poeta; pues son pocos los que se escapan de una pobreza eterna o de una hambre perdurable. Tenía una ejecutoria tan antigua que ni él la acertaba a leer, ni nadie se atrevía a tocarla, por no engrasarse en la espesura de sus desfloradas cintas y arrugados pergaminos, ni los ratones a roerla, por no morir rabiando de achaque de esterilidad (I, pp. 38-39).

57

Avalle-Arce, 1987, p. 42. Cid, 1989, pp. 9-12, documenta un pintor gallego residente en Roma llamado Lorenzo González, hombre respetado dentro de su gremio profesional. 58

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El fragmento contiene muchos de los tópicos de la época sobre los hidalgos, a los que se atribuía una situación de pobreza que los iguala a otro grupo frecuentemente satirizado, el de los poetas. El tipo del padre hidalgo recuerda al escudero del Lazarillo de Tormes y al don Toribio del Buscón. Del primero de ellos rescata el tema de la pobreza y del hambre, «leit motif» del tratado tercero, pero que en el Estebanillo González aparece reflejado en su forma tópica y burlesca con la comparación con la miseria en la que sobreviven los poetas. Del segundo recuerda al personaje del caricaturizado hidalgo don Toribio Rodríguez Vallejo Gómez de Ampuero y Jordán, en el que también aparece el tema del hambre y se incorpora el del título roído que va a aparecer en el Estebanillo: «porque un mayorazgo, roído como él, en un pueblo corto, olía mal a dos días, y no se podía sustentar»59. El bufón, que era un perfecto conocedor de la literatura española de su época, ha rescatado esta figura de sus antecesores en el género picaresco continuando los trazos humorísticos de los que la había dotado Quevedo para burlarse de un determinado tipo que ya era común en el género. El autor del Estebanillo, como ya lo había hecho Quevedo, presenta al padre como un objeto risible con lo que comienza el proceso de la indignitas hominis por el que el bufón muestra sus propias miserias al lector, no para que sintamos por él ningún tipo de compasión, sino para que nos riamos de ellas. Pero más nos reímos de ellas si consideramos que, como ya he escrito en otro trabajo, sospecho que el pintor in utroque no era cristiano viejo, sino que en realidad nos encontramos frente a un converso60. Estebanillo reúne muchas de las características atribuidas en la época a este grupo y el hecho de que su padre se instalara en Roma, su contacto con los marranos portugueses de Rouen o, incluso, su cobardía apuntan en esa dirección. Pero todavía hay un detalle más a favor de esta posibilidad: la mayoría de los bufones españoles eran de origen converso; desde Juan Alfonso de Baena o Antón de Montoro hasta Sebastián de Horozco pasando por don Francesillo de Zúñiga. Todos ellos tenían en común ese origen que les proporcionaba la libertad para reírse de sí mismos y, por extensión, de los demás. Su carácter converso les permitía reírse de las pretensiones nobiliarias de los

59 Quevedo, 60 Ver

Buscón, p. 185. Roncero López, 1993. La misma opinión mantiene Chiesa, 1981, pp. 4-13.

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españoles de su tiempo, obsesionados por demostrar su pertenencia a la casta de los cristianos viejos. De esta manera, la referencia a la antigua ejecutoria de su padre sirve para hacer reír a un público aristocrático que conocía o, por lo menos, intuía el origen manchado del bufón. La burla de la ejecutoria podría también esconder una crítica hacia la rancia nobleza europea que presumía de un origen «limpio», pero a la que Estebanillo le recordaría, como ya había hecho Francesillo, que no lo era tanto; así tendríamos un retrato de una nobleza «bufonizada y apicarada»61, por lo menos en cuanto a su origen. La figura de la madre desaparece en seguida de la novela, pero debemos recordar que es la que primero aparece en escena a través de la descripción del alumbramiento del bufón; este pasaje de la novela recuerda al monólogo de Justina en el vientre de su madre que hemos analizado en el capítulo cuarto del presente libro. Sin embargo, la figura de la madre carece del protagonismo que asumen las otras madres de los pícaros que preceden a Estebanillo. Las referencias que tenemos de su existencia se limitan al momento de su muerte, narrada con un estilo que nos vuelve a recordar al de Justina o al del Buscón: Murió mi madre de cierto antojo de hongos, estando preñada de mi padre, según ella decía; quedose en el lecho como un pajarito, y pienso, conforme el alma tenía la cordera, que pasó de sola Roma a una de las tres moradas, porque no era tan inocente que al cabo de su vejez, y habiendo pasado en su mocedad por la Cruz de Ferro, y siendo tan vergonzosa y recatada, fuese al Limbo a ver tantos niños sin bragas (I, p. 39).

La ridícula muerte de la madre como consecuencia de la ingestión de unos hongos, recuerda a la causa de la muerte de la de Justina, el chorizo, y establece, desde el principio, el carácter humorístico del fragmento. La siguiente referencia deja dudas sobre la honestidad de la progenitora con la apostilla equívoca del «según ella decía» que puede aludir al hecho de que podía no estar embarazada o que Lorenzo González podía no ser el padre de la criatura, con ello volveríamos a ver el caso de una madre no muy honrada, como lo habían sido las de sus principales antecesores en el género picaresco: Antona, Aldonza y la madre de Guzmán. A continuación se produce una animalización

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Ayerbe-Chaux, 1979, p. 740.

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del personaje: por una parte, se alude a su muerte tranquila, sin espasmos con el uso de la frase «quedarse como un pajarito»; por otra se la califica de «cordera» que refuerza el sentido de tranquilidad, pues la palabra tenía el significado de «manso, h u m i l d e, dócil», según Autoridades. Estas dos referencias zoológicas cuasi angelicales chocan con la posibilidad de que la madre fuera una prostituta o, por lo menos, hubiera cometido adulterio, pero hemos de entender el tono irónico que impregna la descripción materna. Las alusiones al mundo espiritual se refuerzan con la mención del paso del alma a una de las tres moradas, teniendo en cuenta el amplio uso que el término morada tenía en la literatura mística de los siglos XVI y XVII, recuérdese la autobiografía de Las moradas de Santa Teresa de Jesús. Pero la siguiente imagen ilumina aún más el sentido erótico de las referencias a la madre; se trata de la frase «pasar la Cruz de Ferro», que en la época había pasado a significar «perder la virginidad», como se puede apreciar en el siguiente texto de Tirso de Molina: ¿Pasaste la Cruz del Ferro?, que vendrás deshojaldrada. ¿No has querido a nadie? DOMINGA

¿Yo? Soy por vida de mi padre, tan virgen como mi madre me parió.

CALDEIRA

Deja el parió y a lo primero te llega, pues ya sé, aunque tú porfías, que son muchas gollorías pedir doncellez gallega62.

El texto del mercedario nos ayuda a interpretar la burla del bufón, que vuelve a referirse a las inclinaciones sexuales de su madre, que no era tan pura y casta como podía haber dado a entender con las imágenes anteriores sobre el pajarito, la cordera o el alma que va a la morada celestial. Se trata de ese juego del bufón que ironiza sobre algo

62 Tirso de Molina, Mari Hernández, la gallega, pp. 136-137. Sobre esta expresión, a propósito de estos versos, ver Nougué, 1982, pp. 339.

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tan importante en aquellos tiempos como era la honestidad de sus progenitores. Estebanillo no muestra ningún reparo en confesar las actividades de su madre, aunque eso le manche a él, porque al fin y al cabo como bufón ha de hacer uso del tópico de la indignitas hominis. La última de las alusiones parece apuntar en la misma dirección erótica de la anterior, aunque se inicia con dos adjetivos utilizados, sin duda, con toda la ironía chocarrera de que es capaz, sólo desde esa perspectiva podemos entender que se refiera a ella como «vergonzosa y recatada». La burla mezcla los elementos religiosos con los eróticos, pues alude al «Limbo», lugar al que iban los niños que morían sin bautizar, donde estarían desnudos, pero en el que nunca podía recalar la madre que había muerto ya de mayor y, desde luego, con la virginidad perdida. El bufón ha alterado el concepto teológico del Limbo, lugar donde sólo van las almas, para acomodarlo a los gustos eróticos de su progenitora que disfrutaría con la contemplación de estos inocentes «sin bragas». Por todo ello, creo que no queda lugar a dudas de la presentación divertida de la madre como una prostituta. La temática del origen del protagonista no se detiene con la descripción de las actividades y gustos de sus padres, sino que, como era habitual en la literatura de bufones, se extiende a la ridiculización del linaje de las grandes familias de la nobleza. Se trata de una práctica que ya hemos visto en el Guzmán de Alfarache y en La pícara Justina, llevada a los límites de la hilaridad en esta última obra. La recurrencia de las burlas sobre los orígenes nobiliarios se correspondía con la obsesión que existía en la sociedad europea de la época por ostentar antigüedad y pureza, tanto que llegó a contaminar el origen histórico de las naciones y ciudades durante el Renacimiento humanista. Estebanillo no podía olvidar este tema y lo desarrolla de acuerdo a su idiosincrasia bufonesca. El primer fragmento en que se burla de esta manía nobiliaria lo tenemos en el linaje burlesco que había inventado su madre, y que le recuerda su hermana63: Que atendiera que nuestra madre le decía que yo era mayorazgo de su casa y cabeza de su linaje y descendiente del conde Fernán Gonzales, cuyo apellido me había dado por línea recta de varón; y por parte de hembra, del ilustre y antiguo solar de los Muñatones, cuyos varones in-

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Sobre este fragmento, ver Roncero López, 1989, pp. 236-240.

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signes fueron conquistadores de Cuacos y Jarandilla, y los que en batalla campal prendieron la Serrana de la Vera y descubrieron el archipiélago de las Batuecas; y que una tía mía había dado leche al infante don Pelayo, antes que se retirara al valle de Covalonga; y otra había amortajado al mancebito Pedrarias, siendo dueña de honor de la infanta Doña Urraca (I, pp. 42-43).

La lista de antepasados refleja a la perfección el humor bufonesco que degrada a los héroes históricos para equipararlos con seres marginados; en este caso, con un pintor jugador y con una prostituta. El autor ha creado una mezcolanza de personajes reales con personajes del folclore y de la literatura. Los antepasados paternos se limitan al del conde Fernán González, sin duda el ancestro más ilustre al que podía aspirar con su apellido, en un recurso que ya había puesto en práctica la abuela de Guzmán. Los elementos folclóricos y literarios se agrupan en el lado materno, en el que se destacan los Muñatones, apellido que evoca a un hechicero que aparece en la primera parte del Quijote64 y a una alcahueta de un entremés de Quevedo (Entremés de la vieja Muñatones)65, aunque también existió un capitán de nombre Antonio de Muñatones, que residió en Nápoles entre 1641 y 1642. Los siguientes antepasados componen un grupo heterogéneo de héroes anónimos que conquistaron Cuacos y Jarandilla, pueblos cercanos al monasterio de Yuste, lo que puede suponer una alusión a Carlos V y que, por tanto, constituiría la primera equiparación entre el Emperador y el bufón. Estos mismos héroes anónimos prendieron a la Serrana de la Vera y descubrieron el archipiélago de las Batuecas; personaje y lugar folclóricos pero que ya habían merecido el honor de ser el tema de varias comedias, entre otros de Vélez de Guevara y de Lope de Vega, respectivamente. Estebanillo recupera la historia medieval española con la referencia a la tía que amamantó a don Pelayo antes de su huida a Covadonga. La aparición de Pelayo se convierte en una referencia casi obligada en las burlas nobiliarias de los bufones españoles; hay que recordar aquí

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Cervantes, Don Quijote, I,VII: «Dijo también que se llamaba ‘el sabio Muñatón’». Ver Asensio, 1971, pp. 216-217. Asensio, p. 216, cita un poema atribuido a Quevedo que dice: «Estos los güesos son de aquella vieja / que dio a los hombres en la bolsa guerra, / y paz a los cabrones en el rabo. / Llámase, con perdón de toda oreja, / la Madre Muñatones de la Sierra, / pintada a penca, combatida a nabo». 65

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a don Francesillo de Zúñiga que se decía descendiente del rey asturiano. Pero en el caso del Estebanillo la relación de parentesco no es con el monarca, sino con el ama de cría, con lo que continúa su discurso burlesco de personajes no recordados por la historia, aunque debieron de participar en ella, según el bufón. El último de los familiares mencionados es la dueña de doña Urraca que había amortajado al joven Pedro Arias, personaje del ciclo de romances sobre el cerco de Zamora, en los que se narra su muerte en combate a manos del caballero castellano Diego Ordóñez. Es curioso que para terminar su lista, el autor haya colocado dos personajes antitéticos: la una da la vida, amamantando a un bebé; la otra, participa en el rito mortuorio del amortajamiento de una persona joven. Con esta muerte acaba esta lista fantástica y burlesca de antepasados que provoca la risa en el propio bufón: «Reíame yo de todos estos disparates» (I, p. 43). Y ciertamente es la reacción que pretendía provocar en los lectores: la risa. Pero se trata de una risa que conllevaba la burla de una práctica común en la época consistente en buscarse los ascendientes más nobles para ganar un cierto prestigio en la Corte. En otros momentos de la autobiografía aparecen otras referencias a la nobleza, también utilizadas de una forma burlesca. El bufón asume su papel de noble risible, se disfraza para codearse y hacer reír a aquellos poderosos cortesanos que pululaban por las cortes europeas por donde se desarrollaron sus peripecias. De nuevo, nos encontramos con una práctica común en la bufonería del siglo XVII, tal y como aparece reflejada en distintos momentos y actividades, tanto artísticas como lúdicas de la época. Un primer e interesante ejemplo lo tenemos en el cuadro del pintor Alonso Cano, conservado en el Museo del Prado, titulado «Dos reyes», en el que se ha retratado a dos bufones disfrazados de monarcas godos66. Otro ejemplo representan los testimonios de ciertas fiestas palaciegas en las que truhanes representaron el papel de uno o ambos monarcas, como el recogido por Luis Cabrera de Córdoba de una fiesta celebrada en palacio el 21 de julio de 160567. En el caso del Estebanillo González no se da esta usurpación de papeles, pero desde el comienzo de la obra se manifiesta en

66

Tietze-Conrat, 1957, p. 37. Cabrera de Córdoba, Relaciones, p. 253, cuenta que delante de los Reyes se hizo una fiesta «disfrazada a lo pícaro, componiéndola los que acá la habían hecho, vis67

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el bufón un deseo de equiparación burlesca con sus protectores; así en el prólogo en verso en el que resume sus distintas actividades afirma: Grande de España en cubrirme, Caballero en preeminencias, Hidalgo en todas chanzas, Infanzón en todas muecas (I, p. 22).

En este caso ensalza su actividad profesional otorgándose diferentes títulos nobiliarios que abarcan desde la capa más baja de la nobleza, los hidalgos, hasta la más alta, los Grandes de España, que tenían el privilegio de cubrirse la cabeza en presencia del monarca. En otros momentos de la narración, aprovecha ciertos episodios para apropiarse ridículos títulos nobiliarios; así cuando un enfadado amigo le propina un puñetazo, se convierte el bufón en «conde de Puñoenrostro» (I, pp. 105-106). En el episodio de su «niñona» utiliza títulos nobiliarios que realmente existían y que se adaptaban a sus circunstancias vitales: Queríala por lo que me costaba y estimábala por ser mujer y porque al fin habemos nacido de ellas. Mas la tal señora no me estimaba sino por que la sirviese de Marqués de el Gasto y Conde de Cabra (II, pp. 166167).

La burla se basa en la semejanza de los dos títulos con defectos achacados a las mujeres en la literatura misógina: en el primero de los casos, se aprovecha burlescamente del título del marqués del Guasto, don Alfonso de Ávalos, famoso general de Carlos V; en el segundo, del conde de Cabra, título que ostentaban los Fernández de Córdoba desde que se lo concediera Enrique IV a Don Diego Fernández de Córdoba en 1455. Se trata de una nueva burla de los títulos de la nobleza al estilo de las que encontramos en La pícara Justina, el otro texto claramente bufonesco del género. El humor le ha servido para degradar humorísticamente estas dos casas nobles a las que ha vulgarizado, convirtiéndolas en símbolo de vicios y deshonra.

tiéndose los caballeros de hábitos de mujeres y otros de galanes, y las personas de los reyes representaron, el conde de Gelves la del Rey, y Alcacerico el truhán, la de la Reina; lo cual dio mucho gusto a los Reyes».

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Pero el episodio más atrevido del bufón lo encontramos casi al final de la autobiografía, cuando el protagonista se halla a la espera de que le sea concedida la licencia prometida para poder retirarse a regentar la casa de juego en Nápoles. El bufón se encuentra en palacio y andándome paseando por él me acordé de haber leído como en aquel mismo puesto el invencible Emperador Carlos Quinto, por hallarse enfermo de la gota y fatigado de los trabajos de la guerra, hizo renunciación de su imperio y reinos, y se fue a Yuste a retirarse y a tener quietud. Y quiriendo aprovecharme de tan grandioso ejemplar, por verme enfermo del mismo achaque y fatigado de los trabajos de la paz, y por ver que se me va pasando la juventud y que me voy acercando a la vejez, propuse de abreviar con más eficacia para irme a retirar y a tener sosiego en aquel ameno y deleitoso Yuste de la gran ciudad de Nápoles (II, p. 367).

Más adelante volverá a repetir el símil cuando afirme que ha escrito su libro para que Piccolomini le conceda la licencia para retirarse «a la fértil vera napolitana, tiniendo mi celda en el San Yuste de su ducado de Amalfi» (II, p. 369). No es la primera vez que los últimos años de la vida del Emperador se presentan como modelo digno de ser imitado en nuestra literatura; tenemos el ejemplo de Duque de Estrada que manifiesta el mismo deseo, aunque en este caso su anhelo no tiene el espíritu burlesco del de Estebanillo, sino que lo que pretende imitar el soldado es el celo religioso que movió a Carlos V a retirarse a Yuste68. La comparación del bufón con el Emperador debemos entenderla dentro de ese humor bufonesco que unía lo alto con lo bajo; en este caso a una «sabandija de palacio» con uno de los hombres más poderosos del Occidente. Pero además existe la equiparación del monasterio de Yuste, lugar consagrado a Dios, con una casa de juego en Nápoles, lugar de vicio. Existe otro punto en el que los dos personajes coinciden: la gota. En este caso, volvemos a encontrar-

68 Duque de Estrada, Comentarios, p. 443: «Y de esta imaginación nació el parecerme que mi mayor hazaña, después de tantas con tan buena fortuna, era el saber morir a imitación de aquel terror del orbe, Carlos V, aunque en diferentes y desiguales sujetos, despreciando el mundo y metiéndome en una religión con que borraba las traviesas inquietudes y disparates diabólicos por mí hechos».

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nos con un nuevo elemento cómico si nos atenemos a la descripción que hace Covarrubias en su Tesoro de esta enfermedad, donde afirma: Dicen comúnmente ser enfermedad de ricos, a causa de que proviene del mucho comer y de la diversidad de manjares y poco ejercicio, y por esta causa raras veces el labrador padece mal de gota69.

Ciertamente, en el caso del Emperador la causa de la gota puede deberse al exceso de manjares, pero en el de Estebanillo la enfermedad tiene su origen más bien en el exceso de vino, efecto que ya los médicos de la época conocían bien, como lo demuestran las palabras de Alonso López de Corella que escribía: «Muéstrase también por la gota lo que hace la destemplanza del vino: pues por maravilla los aguados incurren en esta enfermedad. Y se lee que muchos que tenían gota, dejando de beber vino sanaron»70. La gota de Estebanillo no sería, por tanto, enfermedad de los ricos y poderosos, sino enfermedad de los borrachos, con lo que se establece una diferencia fundamental entre ambos personajes. Otra diferencia en la circunstancia vital de ambos es que el Emperador se halla fatigado por las innumerables guerras en que ha participado, mientras que la fatiga del bufón tiene su origen en lo que eufemísticamente denomina: «trabajos de la paz». No podía ser de otra manera, pues la gloria de Carlos V se asienta en sus triunfos militares, en sus luchas contra los enemigos de la fe y del Imperio; por el contrario, las hazañas del autobiografiado descansan en las burlas de las que fue sujeto agente y paciente. Sin duda se trata de una comparación atrevida, pero que se le permite a un bufón que hace pública y cómica ostentación de sus defectos y debilidades para divertir a sus amos y a sus lectores. Una de estas debilidades que acabamos de mencionar y a la que hace referencia constante a lo largo de su obra es su inagotable afición al vino, que se daba también entre otros bufones; así se cuenta que Perkeo, bufón del elector Carlos Felipe, bebía entre 18 y 20 litros de vino diarios71. No es nada extraordinaria la aparición y la importancia del vino en los textos literarios de esta época, si tenemos en 69

Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana, s. v. «gota». López de Corella, Secretos de Filosofía, p. 436, también relacionaba la enfermedad con «la destemplanza del venéreo acto». 71 Gazeau, p. 183. 70

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cuenta el valor medicinal que se le atribuía y la abundancia de su consumición en ciertos ambientes geográficos, sobre todo en el Centro y Norte de Europa. Por lo que se refiere a lo primero, podemos mencionar las palabras de un médico del siglo XVI que dedicó un libro entero a elogiar esta bebida a la que define como: aceite de la vida, defensa de la salud, remedio de casi todas las enfermedades, antídoto de las malas afecciones del alma y estímulo incitante del ingenio72.

En cuanto al exceso de consumo del vino en ciertas regiones europeas, tenemos además de textos como la España defendida quevediana o El Criticón de Gracián en los que se alude a la fama de borrachos de los alemanes73, referencias históricas que corroboran los excesos que se cometían en estas regiones europeas, incluso entre monarcas. Un ejemplo lo tenemos en el diario de un consejero de Cristián IV de Dinamarca, en el que cuantificaba con cruces la extensión de las frecuentes borracheras del rey74. Por tanto en el Estebanillo la aparición de la bebida refleja una realidad histórica. Pero es que además hemos de recordar que ya en el Lazarillo de Tormes el pícaro, aún niño, gusta de esta bebida, afición que le causó algunos castigos severos por parte del ciego, y que en el Buscón la borrachera de Pablos, Matorral y sus compinches acaba en un enfrentamiento con la ronda, en el que limpiaron «dos cuerpos de corchetes de sus malditas ánimas al primer encuentro»75. En ambos casos el abuso del vino trae malas consecuencias para los pícaros; o les destrozan la cara, o tienen que refugiarse en la Iglesia perseguidos por la justicia.

72

López de Corella, Las ventajas del vino, p. 47. Estebanillo, II, p. 340, se refiere a esta faceta sanadora del vino: «le dije que la causa de estar tan fuerte y animoso y haber estado bueno con tanta brevedad era por los milagros que había usado el vino conmigo, por ser yo tan su devoto y por haberlo tenido siempre a mi cabecera». 73 Gracián, El Criticón, I, pp. 378-379: «La Gula, con su hermana la Embriaguez, asegura la preciosa Margarita de Valois se sorbió toda la Alemania alta y baxa, gustando y gastando en banquetes los días y las noches, las haziendas y las conciencias; y aunque algunos no se han emborrachado sino una sola vez, pero les ha durado toda la vida». 74 Citado por Parker, 1988, p. 209. 75 Quevedo, Buscón, p. 273.

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Sin embargo el uso de esta bebida en el Estebanillo se ajusta más a la tradición carnavalesca del exceso de comida y bebida durante esta festividad. En esta autobiografía del bufón no debemos buscar motivos psicológicos para explicar su ingestión, como han pretendido algunos críticos76. Hemos de recordar que nos encontramos ante un libro que antes que nada pretende hacer reír a los lectores y, en ese sentido, las borracheras constituyen un elemento más en la búsqueda de esa respuesta, por lo que no creo que se pueda decir que existe un «ansia de degradarse emborrachándose»77. De hecho en un momento determinado, Estebanillo avisa sobre los peligros de beber demasiado: «que el hombre que llega a beber más de aquello que es menester no solamente no guarda sus secretos, pero descubre los ajenos» (I, p. 258). Las borracheras en el Estebanillo son borracheras divertidas y diversas que en lugar de producir dolor resultan en escenas o espectáculos ridículos con el bufón como protagonista. Desde el primer momento de la autobiografía Estebanillo asume su afición al vino; así en el prólogo se autodefine como «trasegador de bodegas» (I, p. 19), y en unos versos más adelante como: Mosquito de todos vinos, Mono de todas tabernas, Raposa de las cantinas (I, p. 22).

Es curioso como en estos tres versos acude a la animalización para reflejar su afición al vino; los tres animales mencionados (mosquito, mono, raposa/zorra) se utilizaban eufemísticamente para referirse a los borrachos y a la borrachera. Su aparición en el prólogo en verso, en el que enumera todos los oficios desempeñados a lo largo de su vida, demuestra la importancia que Estebanillo atribuía a su afición al vino, y como esta afición marcaba algunos de los momentos más divertidos de su autobiografía. Incluso en los momentos más trágicos, como aquel en Barcelona en que va a ser ejecutado menciona el vino como componente esencial de su existencia; así cuando le notifican la sentencia de muerte afirma: «Díjome el carcelero que me pusiera bien con Dios,

76

Para van Hoogstraten, p. 60, las borracheras le sirven al bufón para liberarse de las angustias histéricas. 77 Parker, p. 127.

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sin haberme dado para aquel último trance con que ponerme bien con Baco» (I, p. 270). Dentro de la carnavalización de este elemento se puede entender las hipérboles con las que se refiere a veces a algunos episodios etílicos, como aquel en que confiesa que «bebía por ochenta» (II, p. 24), o aquel otro en que afirma que «por la mañana hasta a mediodía estaba atolondrado de agua ardiente y de mediodía hasta la noche de para mente capiamus» (II, pp. 34-35). De la magnitud de algunas de estas borracheras da idea el tiempo que duerme; así en un caso, Estebanillo cuenta que estuvo durmiendo treinta horas seguidas y si no hubiera sido por el ruido de cajas y trompetas «yo entiendo que durmiera hasta el día de hoy» (II, p. 25). En estos episodios la risa la produce el exceso de alcohol, que el bufón no tiene reparo en reconocer, porque es consciente de que gracias a ello logra su propósito de divertir, como le había enseñado Rabelais que cuenta como Pantagruel y sus compañeros bebieron «tan bien y limpiamente que no quedó ni gota de las doscientas treinta y siete pipas» de vino blanco de Anjou78. Ciertamente que, en algunos casos, como en la gran borrachera que coge en Mérida el bufón se muestra avergonzado al verse «lavado de fregados» y perseguido por los estudiantes y los niños (I, p. 198), pero en la mayoría de ellos se limita a continuar con su vida normal y a reanudar su ingestión de más vino. La hilaridad provocada por los episodios en que Estebanillo se ha emborrachado no se circunscribe a la cantidad de vino que ha consumido ni a la resaca que le ha producido, sino que tiene que ver con los actos que se desarrollan durante la ebriedad en la que se encuentra el bufón, o incluso como se llega a ella. De estos últimos casos, tenemos el episodio en el que reta a beber aguardiente a un estudiante polaco, en el que se sirve del ingenio para salir vencedor. De nuevo, tenemos una anécdota en el que no sólo importa el hecho en sí, sino que también es fundamental la forma de narrarlo. Es por ello que Estebanillo se refiere a este reto como si se tratara de una lid o torneo de nobles, pues la sala es un «palenque» y los jarros del aguardiente «armas» (II, p. 235); también aparecen los padrinos y los jueces y se alude a ruido de «trompetas y de son de embestir» (II, p. 236) o a términos como «quedara el campo por suyo». De esta manera ha convertido un duelo entre borrachos en una especie de justa entre ca78

Rabelais, Pantagruel, pp. 182-183.

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balleros, y las lanzas y espadas se han transformado en jarros de aguardiente; de nuevo el bufón ha establecido una conexión burlesca entre lo noble y lo plebeyo, entre la corte y la taberna, lugares entre los que gira su existencia. La conexión vulgo nobleza también se observa en un episodio en el que la borrachera juega un papel importante, y en el que el elemento carnavalesco se constituye en la base de la burla, pues ocurre durante las Carnestolendas de 1640 en Bruselas. En esta ocasión Estebanillo quiere agradar al Cardenal Infante y al resto de nobles de la corte belga preparando una carroza en la que el tema, como no podía ser menos, gira en torno al alcohol, en este caso a la cerveza, bebida que no parecía apreciar mucho, pues en una ocasión la califica como orina de mula con cuartanas. El bufón ha elegido a doce buenos bebedores, uno de los cuales representaba a Baco: Iba desnudo en carnes y con una guirnalda de hojas de parra contrahechas que le ceñía toda la cabeza, y otra enramada de las mismas hojas que le tapaba las pertenencias y bosque de la baja Alemania. Iba sentado sobre una bota de vino, y por ser tiempo de hibierno y tierra no muy acomodada para triunfar en carnes, con tener asiento cálido de vapores y con ir menudeando jarros de su tridente, iba tan de Baco hibernizo que más parecía alma penando en Sierra Nevada que pellejo encima de tonel (II, pp. 118-119).

La descripción del presunto dios del vino se inserta en esa tradición desmitificadora de la mitología clásica propia del Barroco y que tan bien representaron Quevedo (La Hora de todos) o Velázquez (Los borrachos). No queda en este personaje nada de la grandeza de los dioses del antiguo panteón romano, sino que el narrador lo describe como un pellejo semidesnudo que por el frío que pasaba era más bien un alma en pena. El resto del episodio incide en la gran cantidad de cerveza y vino que consumieron los miembros de la carroza. El espectáculo llega a su fin cuando todos los miembros de la farsa están tan borrachos que no se pueden mover y son apartados de la calle y bajados del carro como si se tratara de «pellejos de vino», eso sí después de haber sido apedreados por el pueblo. Como se aprecia el narrador ha cosificado a los borrachos para degradarlos y hacerlos aún más risibles para el lector.Al final, el bufón recibe la recompensa del Cardenal Infante por el ingenio demostrado en la creación de la escena ba-

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quiana. El alcohol y su exceso, por tanto, provocan la risa pública y se manifiestan como un medio de conseguir dinero por parte de Estebanillo, al que no le importa despojarse de sus rasgos humanos para sobrevivir, porque ese al fin y al cabo era un gaje de su oficio. Pero hay un aspecto más en la visión burlesca de la borrachera del bufón: la superación de la cobardía. Por supuesto, que esta superación no produce ningún acto de valentía, sino que de nuevo se orquesta para provocar la carcajada. El bufón, como vamos a ver más adelante, era cobarde por definición, por lo que Estebanillo no podía presentarse como un héroe; sus actos de pretendido heroísmo quedan reducidos a sus absurdas y bufas peleas. Una de ellas sucede cuando se encuentra en una taberna con el soldado que compartió su miedo en la batalla de Nördlingen, ambos en gran estado de ebriedad: «Estaba él hecho un zaque y yo una uva» (II, p. 14). Cuando por fin logran salir de la taberna, ayudados por los divertidos soldados, se enzarzan en un ridículo duelo a gran distancia uno del otro: En conclusión, acuchillando nuestras sombras y dando heridas al aire, estuvimos un rato provocando a risa a los circunstantes hasta tanto que la descompostura de los golpes y el peso de las cabezas nos hicieron venir a tierra y nos obligaron a no podernos levantar. Acudieron los padrinos y los demás amigos, y diciendo: «basta, no haya más, que muy valerosos han andado, ya los damos por buenos», me asieron dos dellos por las manos y no hicieron poco en ponerme en pie (II, pp. 15-16).

El episodio recuerda en cierta medida al duelo que mantuvieron el diestro y el mulatazo del Buscón, pelea también mantenida a distancia que provocó tal ataque de risa en Pablos que le impedía moverse79. La diferencia entre ambos es que Quevedo se está burlando de la esgrima científica y de la primitiva, mientras que en el caso del Estebanillo la única motivación es la de demostrar la cobardía del protagonista y la diversión que originan sus grandes borracheras. En los dos textos el espectáculo del ridículo duelo es público y acaba con los duelistas indemnes, aunque Estebanillo y el soldado duermen en prisión la mona (Estebanillo durante cuarenta horas). Pero en el caso del bufón, a este aún le queda la obligación de relatar al comisario ge79 Quevedo, Vida del Buscón, pp. 151-152. Sobre este episodio ver las páginas 226228 del presente libro.

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neral el suceso y lo hace de tal forma que éste «se rió infinito y mandó satisfaciesen mi traspaso» (II, p. 17). Por ello, la risa se produce como resultado no sólo de lo absurdo de la pelea, sino también de la gracia del narrador para contar a su superior lo acaecido. El otro episodio en el que se combina el alcohol con la valentía tiene lugar en Roma con los criados del Marqués Mathey. De nuevo todos los contendientes están borrachos y ese estado es el que los lleva a enfrentarse unos con otros, sin que nadie se atreviera a interponerse entre ellos para reestablecer la paz, tan sólo Estebanillo que habiendo yo salido harto más cargado que todos ellos, y más valiente que un gato viéndose apretado, sin recelar peligro metí mano a la espada y me puse en medio dellos sin saber a qué ni para qué, tirando a diestro y a siniestro golpes que los dejaba aturdidos; pero haciéndose todos una gavilla contra mí, sin respetarme por lobo mayor, me dio uno tal revés en blanco, por ser de llano, que me hizo echar por la boca todo un tajo de tinto (II, pp. 262-263).

De nuevo, Estebanillo recurre a la animalización para describirse: en la primera utiliza al gato para referirse a su inesperada valentía; en la segunda, con la autodefinición de «lobo mayor», es decir, el más borracho de todos. La escena muestra a un personaje ebrio que sin saber lo que hace se interpone en una riña en la que ninguno de los sobrios ha querido intervenir y de la que sale malparado, pues recibe una herida de donde no sale sangre, sino que escupe vino tinto. El episodio adquiere rasgos grotescos cuando el doctor lo da por desahuciado y tiene que ser el capellán del noble el que reconoce la pretendida enfermedad, por lo que «se empezó a reír» y afirmó que: «Si todas las veces que a este hombre le da este mal le hubiesen de confesar, fuera necesario que siempre llevase consigo un capellán» (II, p. 263). El comentario del religioso y el reconocimiento del auténtico origen del mal de Estebanillo esconde una sátira contra los médicos, que queda más clara cuando al final comenta: «no me espanto que haya errado, porque de acertar anduviera contra el estilo de su profesión» (II, p. 263). Otro rasgo común, en este caso al final del episodio, es la risa que la borrachera y sus consecuencias provocan en los otros personajes que se encuentran alrededor del protagonista. Estos ejemplos de «valentía borracha» no encubren uno de los rasgos fundamentales del bufón: la cobardía.Ya en el primer capítulo vi-

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mos cómo bufones como Montoro o don Francesillo de Zúñiga presumían de cobardes; en otro momento de nuestra historia literaria del siglo XVI, un médico chocarrero describió las causas de este «mal»: Que las piernas y los brazos y los otros miembros del cuerpo no los mueve sino la voluntad, que es tan absoluta señora de todo el cuerpo, que solo ella lo manda todo… E como el cobarde nunca tiene voluntad de pelear, sus miembros, no siendo mandados ni gobernados por la voluntad, que los rige y gobierna (como dicho es), quédanse con su pesadumbre como antes estaban, y perdidas las fuerzas que la voluntad aviva para pelear, caen80.

La diferencia entre Estebanillo y estos otros bufones arriba mencionados radica en el escenario por el que se mueven: tanto Montoro como don Francesillo pulularon por las cortes reales o nobiliarias; mientras que Estebanillo anduvo por los campos de batalla europeos durante la Guerra de los Treinta Años, en ocasiones ejerciendo el oficio de soldado. Es por ello que el tema aparece de una manera tan repetida, abundancia que ha llevado a algún crítico a considerar que en la novela se produce una apología de la cobardía81, y a otros a afirmar que la guerra aparece analizada desde una «posición de protesta, casi pacifista a lo moderno»82. Lo que estos estudiosos de la novela ignoran es la profesión bufonesca de Estebanillo, que condiciona el acercamiento que éste debe hacer al tema de la valentía: si en lugar de un bufón leemos la autobiografía de Duque de Estrada, soldado profesional, veremos una visión muy distinta de los hechos militares, una versión gloriosa de su propia participación en las distintas batallas; pero Estebanillo tenía que reflejar una visión burlesca de esas mismas batallas y, por supuesto, de sus acciones, de la cobardía con la que se comportó en ellas83.Y esta visión conduce a una autodegradación que el protagonista asume desde un principio con un cierto orgullo, pues en el ya citado «prólogo en verso» se reconoce como: «gallina en campaña yerma» (I, p. 21); y en otro momento, tras ser recriminado por su cobardía, se autodefine como: «archigallina de las gallinas» (II, p.

80 Villalobos,

Los problemas de Villalobos, pp. 415-416. Spadaccini, 1977, p. 378. 82 Ayerbe-Chaux, 1979, p. 744. 83 Para una comparación entre ambos personajes ver Roncero, 1996. 81

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198). Porque en el bufón la cobardía forma parte de su personalidad, de su propia naturaleza, como de una segunda piel de la que ni quiere ni se puede desprender, como él mismo reconoce a su señor: Y por probar mi valor, aunque ya tenía harta noticia dél, me llevó una mañana consigo, más forzado que de voluntad, diciéndome que me quería hacer un valiente soldado, siendo cosa irremediable si no es quitándome el pellejo como a culebra y volviéndome a hacer de nuevo (II, p. 195).

Esa cobardía va a crear varios episodios divertidos para unos señores para los que el valor constituía un valor fundamental en su concepción del mundo, incluso vemos que dentro de la autobiografía algunos de sus amos, muchos de ellos militares, no pueden menos que reírse ante las ingeniosas respuestas con que Estebanillo justifica su miedo. Un ejemplo lo tenemos, cuando al final del episodio de la piel de la culebra, el duque de Amalfi escucha la explicación del bufón que le obligó «a convertir su enojo en placer y a disculparme de lo sucedido» (II, p. 198). Es decir, de nu evo el ingenio sin par de Estebanillo lo salva y el más que previsible castigo es perdonado y sustituido por una sonrisa de comprensión ante la debilidad del servidor. Uno de los episodios más divertidos tiene lugar durante la batalla de Leipzig, con la que Estebanillo se topa de bruces sirviendo como correo del rey de Polonia y del Marqués de Castel Rodrigo. El relato se divide en dos partes completamente diferenciadas, pero ambas de una gran hilaridad. En la primera de ellas, el narrador advierte el contraste entre la valentía del caballo del correo y el miedo de su amo, el bufón-correo: Descubrí a las dos armadas puestas en batalla campal y dándose muchos bodocazos y cuchilladas. Aquí fue adonde el señor correo perdió todo el brío y quedó más cortado que una cernada. El caballo que llevaba, animado de las trompetas y cajas, quería embestir con los batallones, y yo, atemorizado de oír una fragua de Vulcano y de ver desatadas todas las furias del Averno, quería ponerme en huída; en efeto, estábamos de contrarias opiniones yo y mi camarada el rocín (II, p. 203).

El fragmento se inicia con una burlesca descripción de la batalla que por los términos utilizados «bodocazos» (golpes dados con una pelotilla de barro lanzada con arco o ballesta) y «cuchilladas» parece

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describir más bien una pelea entre rufianes y no una batalla entre dos poderosos ejércitos, con ello consigue eliminar parte del carácter trágico del acontecimiento militar. Se trata de un recurso utilizado en otras ocasiones por el bufón, como cuando cuenta el comienzo de la batalla de la Dunas como si se tratara de un juego de raqueta84, o el de la de Nördlingen en el que «empezáronse los dos campos a saludar y dar los buenos días con muy valientes escaramuzas y fervorosas embestidas en lugar de chocolate y naranjada» (I, pp. 309-310). A continuación, el narrador establece una oposición burlesca entre la valentía intuitiva del caballo y el miedo paralizante del bufón correo que no se atreve a moverse ante el furor de la batalla que adquiere proporciones mitológicas con la referencia a la fragua de Vulcano y a las furias del Averno. Pero la burla del episodio no acaba con esta parálisis que parece haber atacado al miedoso Estebanillo, ya descrita por el médico Villalobos. El bufón tiene que dar una rueda de tuerca más a la situación risible que narra y para ello se metamorfosea en una especie de líder que dirige a sus soldados, pero en esta especie de mundo militar al revés en el que sobrevive el protagonista su liderato no se propone como meta la gloria de la victoria, sino que busca la supervivencia a toda costa: Y, con más miedo que todos ellos, los alejé de la tremenda palestra de tal manera que a la noche los acuartelé en un villaje a veinte leguas della; porque si yo fuera tan diestro en los alcances como en las huídas, ya estuviera escabechado a puros laureles. No fueron tan pocos los que me siguieron que no pasaron de dos mil, con que pudiera blasonar haber sido restaurador de tanta caballería (II, p. 205).

Estebanillo alardea del éxito de su huída, durante la que se ha convertido en general de un batallón de las vencidas tropas imperiales. Incluso se otorga a sí mismo los laureles que se les concedían a los vencedores, aunque en su caso estos laureles serían los propios de un escabeche, en un chiste muy popular en su época y que Quevedo, por 84

Estebanillo, II, p. 109: «Y al tiempo que se empezaron a pelotear, no agradándome aquel juego de raqueta, por no llevar algún pelotazo de barato estando en tierra y las armadas dos leguas a la mar, dejando a su Alteza Serenísima en campaña me fui a la villa y me entré en una cantina adonde se vendía cerveza».

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ejemplo, utilizó para describir al gran Alejandro Magno en un divertido romance85. En un momento en que la suerte de España en la Guerra de los Treinta Años se había torcido y en el que la batalla que narra Estebanillo supuso una desastrosa derrota, el bufón se retrata como un héroe burlesco que, en lugar de contribuir a una victoria, se convirtió en partícipe de una derrota. En la autobiografía, el episodio más divertido y más extensamente relatado sobre la cobardía lo conforma la descripción de la actuación de Estebanillo durante la batalla de Nördlingen, fragmento que ha sido considerado como «uno de los momentos cumbres de nuestra novelística»86. La batalla tuvo una significación muy especial porque supuso la derrota del poderoso ejército sueco y su desaparación del teatro militar europeo; por ello fue recibida como un gran triunfo de las tropas imperiales y, en muchos sentidos, cambió la dinámica de la guerra y de la historia europea87. La cobardía de Estebanillo queda realzada por la importancia de la batalla en la que el bufón ha decidido esconderse debajo del esqueleto de un rocín. Pero, como vamos a ver, el episodio es más complejo que el simple relato del miedo del personaje y de su compañero, porque a este elemento hemos de añadir: en primer lugar, la conversión de la guerra en una actividad infrahumana en la que los hombres dejan de serlos para convertirse en animales, incluso desde el punto de vista de las ganancias que se pueden sacar de su muerte, y, en segundo lugar, el cinismo que demuestra Estebanillo al final de la batalla. El bufón aparece en un principio como un testigo afortunado que observa las hostilidades desde cerca, pero sin verse inmerso en la lucha en ningún momento, hasta que al oír los truenos de las armas se asusta de tal modo88 que decide buscar un sitio para poder esconderse: Me retiré a un derrotado foso cercano a nuestro ejército, pequeño albergue de un esqueleto rocín, que patiabierto y boca arriba se debía de

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Quevedo, Poesía original completa, p. 952, describe al rey macedonio: «La mollera en escabeche, / con un laurel que la calza, / y para las amazonas / con brindis de piernas zambas». 86 Goytisolo, 1967, p. 68. 87 Ver Asch, 2005, pp. 109-110. 88 Recuérdense las palabras de Zúñiga, Crónica burlesca, p. 171, en similares situaciones: «yo estaba enfermo en la carne, y del espíritu nada pronto para la tal jorna-

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entretener en contar estrellas.Y viendo que avivaban las cargas de la mosquetería, que ribombaban las cajas y resonaban las trompetas, me uní de tal forma con él, habiéndome tendido en tierra aunque vuéltole la cara por el mal olor, que parecíamos los dos águilas imperiales sin pluma. Y pareciéndome no tener la seguridad que yo deseaba, y que ya el contrario era el señor de la campaña, me eché por colcha el descarnado babieca; y aun no atreviéndome a soltar el aliento lo tuve más de dos horas a cuestas, contento de que pasando plaza de caballo se salvaría el rey de los marmitones (I, pp. 307-308).

El pasaje resulta un ejemplo perfecto del humor bufonesco en el que se mezcla lo alto y lo bajo, lo aristocrático y lo plebeyo. El primer rasgo humorístico lo encontramos en la alusión al esqueleto del rocín contador de estrellas, con lo que se pretende humanizar y resucitar al animal muerto, al que burlescamente describe como «babieca», en clara alusión al caballo del Cid, aunque también era un adjetivo que, según Covarrubias, servía para describir «al hombre desvaído, grande, flojo y necio… por el sonido, con la alusión a bobo»89. El uso de este vocablo de doble significado contribuye a la identificación del bufón con el caballo, ambos muertos, porque no olvidemos que Estebanillo está muerto de miedo. Pero es que además ambos se asemejan a dos águilas imperiales; y aquí debemos subrayar la elección burlesca de este animal que simbolizaba a las dos ramas de la casa de Austria: la del Emperador austriaco y la de Felipe IV: se trata de un ejemplo más de equiparación del miserable bufón con la gloriosa dinastía de los Habsburgos. El fragmento termina con la humorada de establecer una conexión entre los soldados de caballería, humorísticamente representados por el rocín, y el líder de los pícaros de cocina, es decir, Estebanillo. La burla sobre la cobardía continúa con la llegada de otro soldado que huye y que se ríe de la situación en la que se encuentra el protagonista debajo de un «hipogrifo», tratándolo como si él hubiera sido un soldado de caballería, aunque el bufón lo hace callar recordándole que él también huye, y que es mejor para los dos guardar silencio. El tratamiento burlesco de la actuación de Estebanillo

da; porque desde niño me cabsa catarro el olor de la pólvora, y todo tronido, y el sobresalto me hace mal». 89 Covarrubias, Tesoro de la lengua castellana, s. v. Babieca.

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no acaba aquí, sino que sigue demostrando su miedo, incluso desobedeciendo a su capitán, metiéndose debajo del carro. Pero en medio de estos episodios burlescos de su actuación personal, tenemos otros en los que se impone la seriedad del cronista que da fe del heroísmo de los ejércitos imperiales. En este caso, el bufón se convierte en testigo de las hostilidades entre las tropas suecas y los tercios españoles al mando de don Martín de Idiáquez, a los que el narrador no puede menos que elogiar por su resistencia ante los ataques de los enemigos: «que todas tres veces los invencibles españoles lo rechazaron, lo rompieron y pusieron en huída» (I, p. 312). El lado serio del bufón se impone aquí para reconocer el valor y el heroísmo de sus compatriotas. De esta manera, se presenta el valor como clara seña de identidad de los soldados españoles frente a la cobardía del bufón; por ello no podemos hablar de una visión pacifista de la sociedad y de una diatriba antibelicista, porque queda claro con este pasaje en el que exalta el valor de estos tercios, que, al fin y al cabo, coincidía con los valores del público aristocrático al que iba dirigida la novela. Este público aristocrático sabía apreciar con carcajadas las «hazañas» de Estebanillo y las muestras de «valor» bufonesco que se superponen a las auténticas hazañas de los gloriosos militares. Por ello, tras ejercer de cronista de sucesos ajenos, vuelve la memoria a los suyos: Y contemplando desde talanquera cómo sin ninguna orden ni concierto huían los escuadrones suecos, y con el valor y bizarría que les iban dando alcance los batallones nuestros, rompiendo cabezas, cortando brazos, desmembrando cuerpos y no usando de piedad con ninguno, me esforcé por bajar a lo llano, por cobrar opinión de valiente y por raspar a río revuelto. Y después de encomendarme a Dios y hacerme mil centenares de cruces, temblándome los brazos y azogándoseme las piernas, habiendo bajado a una apacible llanada a quien el bosque servía de vergel, hallé una almadraba de atunes suecos, un matadero de novillos arrianos y una carnecería de tajadas calvinas. Y diciendo «¡qué buen día tendrán los diablos!», empecé con mi hojarasca a punzar morcones, a taladrar panzas y a rebanar tragaderos, que no soy yo el primero que aparece después de la tormenta ni que ha dado a moro muerto gran lanzada. Fue tan grande el estrago que hice, que me paré a imaginar que no hay hombre más cruel que un gallina cuando se ve con ventaja, ni más valiente que un hombre cuando riñe con razón (I, pp. 316-317).

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El principio del fragmento relata el final de la batalla con la huída de los derrotados suecos, perseguidos por las valientes tropas imperiales; el narrador ha captado perfectamente el caos del combate con la conversión de los soldados vencidos en múltiples partes del cuerpo humano que son destrozadas por los perseguidores. Pero el tono humorístico aparece enseguida con la reaparición del bufón en escena: quiere cobrar fama de valientes y además quiere sacar ganancia de los muertos. Por supuesto que al lector no quiere esconderle el miedo que siente por lo que va a hacer, porque la alusión a los temblores de los brazos y a las convulsiones de las piernas provocan la risa de los lectores. Risa que continúa con la transformación del triste campo de batalla en la apacible llanada con un bosque vergel; sólo a un bufón se le podía ocurrir evocar una especie de locus amoenus en medio de la desolación y terror de un espacio lleno de cuerpos destrozados. Estebanillo no percibe la humanidad de los cadáveres que han quedado en el campo después de la cruenta batalla, porque no comparte ni los ideales ni los intereses que se esconden detrás de ese conflicto; él sólo ve en ellos la posibilidad de gloria y de riqueza, por eso los convierte en animales que han sido sacrificados en los lugares reservados para ello: en las almadrabas, en los mataderos y en las carnicerías. Se trata de animales a los que va a trinchar y a pinchar con su «hojarasca»; y es importante anotar que no usa el término espada que hubiera denotado una acción noble de soldado, sino que prefiere utilizar el que le dan los miembros del hampa, pues la acción que va a acometer es más propia de estos últimos. Estebanillo se ha transformado en su cobardía en un carnicero que va a cortar la carne de los animales muertos para obtener beneficios con ella. Al final del pasaje vuelve a reflexionar y se asusta de las crueldades que ha cometido, aunque justifica las muertes de los enemigos suecos, pues los soldados españoles luchan por una causa justa. Así el bufón cierra este fragmento retomando el tono serio con que lo había iniciado. El relato recupera el aire humorístico con la narración de un episodio más en el que se pone de manifiesto su cobardía. Cuando Estebanillo empieza a acuchillar los que él cree cadáveres de sus enemigos, uno de estos lanza un gemido de dolor Que sólo de oírlo y parecerme que hacía movimiento para quererse levantar para tomar cumplida venganza, no teniendo ánimo para sacarle la espada de la parte adonde se la había envasado, tomando por buen par-

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tido el dejársela, le volví las espaldas y a carrera abierta no paré hasta que llegué a la parte adonde estaba nuestro bagaje, habiendo vuelto mil veces la cabeza atrás por temer que me viniese siguiendo (I, p. 317).

Una vez más un breve momento reflexivo viene acompañado de un ejemplo del humor bufonesco. El público y el lector del siglo XVII no podían menos que reírse de la cobardía del bufón que huye ante el gemido de un soldado malherido, cuando la confronta con los momentos anteriores en que el propio protagonista había relatado el heroísmo de sus compatriotas. En este momento el bufón se ha vuelto a degradar ante su audiencia, aunque esta autodegradación da paso a una burla del concepto del heroísmo militar. Cuando Estebanillo regresa a su campamento se encuentra con su capitán, que se halla gravemente herido para morir después al poco tiempo, y ante el reproche de este oficial por haberle desobedecido, el bufón contesta cínicamente: Señor, por no verme como vuesa merced se ve; porque, aunque es verdad que soy soldado y cocinero, el oficio de soldado ejercito en la cocina y el de cocinero en la ocasión (I, p. 318).

El bufón demuestra su desprecio absoluto, su falta de interés ante todo aquello que pueda poner en peligro su supervivencia; el argumento de Estebanillo es muy simple: mi cobardía me mantiene vivo, mientras que el heroísmo de los soldados puede tener como resultado la muerte. Estebanillo no podía defender otra opinión como digno representante que era de los de su oficio, porque además este auto rebajamiento le servía para hacer reír a sus señores, que, no lo olvidemos, eran grandes jefes militares: el Cardenal Infante don Fernando y el Duque de Amalfi. El mismo proceso de autodegradación lo consigue con otro procedimiento típico de los bufones: el de la animalización, tanto de sí mismo como del resto de los personajes que lo rodean. En el capítulo cuarto de este libro dedicado a La pícara Justina analizaba este recurso del humor bufonesco, del que ya encontrábamos ejemplos en la crónica de don Francesillo de Zúñiga o incluso con anterioridad en algunos poemas de Antón de Montoro, en los que el poeta traspasa-

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ba su propia voz a su caballo para quejarse de algún señor o para atacar a alguno de sus enemigos90. Este recurso no es exclusivo de la bufonería española, pues en el Simplicius Simplicissimus de Gri m m e l shausen se dan casos de animalización burlesca de ciertos personajes en un banquete91. También en ese momento comentaba que la animalización de estos personajes no se quedaba en un mero recurso literario, sino que se correspondía con la triste realidad del trato que recibían estos personajes en las distintas cortes europeas en las que pululaban. Basta re c o rdar aquí los casos de Maturina, bufona de Enrique III y Luis XIII de Francia, que era considerada como un animal raro para divertir a los cortesanos, o a Will Somers, bufón de Enrique VIII de Inglaterra, que dormía con los perros del rey92. Estos datos concuerdan con la denominación que algunos de ellos recibían en la corte española de «sabandijas de palacio», o en los innumerables retratos en que aparecen con animales (monos o perros, principalmente) como, por ejemplo, La Infanta Isabel Clara Eugenia y Magdalena Ruiz, de Alonso Sánchez Coello, en el que la bufona sostiene en sus manos dos monos, o Las Meninas, de Velázquez, donde vemos en un primer plano a Mari Bárbola y a Nicolasillo Pertusato, este último jugando con un perro de compañía, un mastín. En el Estebanillo no se da la abundancia animal que veíamos en la novela de López de Úbeda, aunque algún crítico ha definido esta novela como «una colección de ejemplares de zoológico»93. Entre las dos novelas existe una clara diferencia y es que Estebanillo se muestra plenamente consciente de la equiparación entre los bufones y los animales de la corte; así cuando se refiere al cariño que le demuestra el Cardenal Infante afirma: Aquí fue donde se me infundió un abismo de gravedad, viendo que de bufón de una Excelencia había llegado a serlo de una Alteza real; y como otros dan en querer perros, monos y otros diferentes animales, dio su Alteza en quererme bien (II, p. 114).

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Sobre estos poemas, ver Roncero, 1996, pp. 572-574. Grimmelshausen, Simplicius Simplicissimus, p. 127, afirma: «vi cómo estos invitados devoraban como cerdos, bebían como vacas, se comportaban como asnos y al fin vomitaban como perros». 92 Welsford, pp. 154 y 170, respectivamente. 93 Cordero, p. 176. 91

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Resulta clarificadora la referencia que hace en este fragmento Estebanillo a los perros y a los monos, que ya hemos mencionado eran animales que aparecían en los retratos junto a ellos. Pero lo más interesante es la constancia que el protagonista tiene de recibir la misma consideración que los otros animales de compañía y no la que le corresponde a seres humanos. El bufón gallego/romano reconoce su lugar en el mundo cortesano, la misión que tiene de divertir a los nobles que, de la misma manera, pueden ser divertidos por los animales; así se comparan en su finalidad las peleas entre animales con las peleas entre bufones o entre estos y el resto de los criados del señor, o incluso entre bufones y animales94; Fernando Bouza recuerda que en el siglo XVII abundaban los combates de enanos en la corte española95.Y sin embargo, Estebanillo no manifiesta ninguna tristeza ante esta equiparación, mas bien se muestra agradecido a este trato privilegiado que le proporciona «muy ricos y costosos vestidos» (II, p. 115), porque sabe que este es uno de los gajes de su oficio y que no le queda más remedio que aceptarlo si quiere medrar en su nueva profesión. Contrariamente a lo que sucedía con Justina la mayor parte de las animalizaciones que aparecen en el Estebanillo retratan al autobiografiado. Pero en lo que sí sigue la tradición en la que también se insertaba Justina es en la elección de los animales: los pollinos o burros, pulpos, oso colmenero, mono, gato de algalia, o atún; todos ellos representan un zoológico ínfimo, miserable, propio del personaje al que se refieren. Únicamente tenemos un ejemplo de comparación con un animal noble; se trata del águila del episodio de la batalla de Nördlingen, pero en este caso el animal aparece rebajado por su ausencia de plumas y por la situación en que se produce la comparación: dos soldados cobardes que se esconden debajo de un rocín muerto. El episodio de animalización más humillante para el protagonista se produce como resultado de una burla que le gasta el príncipe Tomás por que le hace recorrer las calles de Bruselas disfrazado de ciervo. Este tipo de humillaciones públicas no son infrecuentes en la literatura de la época; se puede citar el ejemplo de Simplicius que es obligado a atravesar las callejuelas de una ciudad con piel de becerro y

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Welsford, p. 13, relata cómo en Milán el bufón Mariola peleó con un cerdo. Bouza, 1991, p. 162.

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orejas de burro96. En el caso de Estebanillo la burla se produce como castigo por la desobediencia del bufón de una orden recibida del aristócrata. El bufón es transformado en un ciervo con su gran cornamenta, por lo que el burlesco narrador afirma pasear «con insignias de marido consintiente» (II, p. 75), pero el humor provocado por su apariencia no acaba aquí, sino que el propio Estebanillo se ve a sí mismo como a un nuevo Acteón, personaje mitológico castigado por Diana y devorado por sus propios perros. En el caso de Estebanillo su condena es la afrenta pública: Entré en Bruselas, donde al son de mis cascabeles y al estruendo de las herraduras de mi rocinante se despoblaban las casas y se colmaban las calles; absortábanse de ver la diabólica armadura y ridículo traje, y dándome más silbos que a un encierro de toros me regalaban de cuando en cuando con algunos manzanazos (II, p. 77).

La escena se asemeja mucho a los habituales paseos a que eran sometidos los condenados por la justicia en España, tal y como aparece en el Buscón. También nos recuerda a la novela quevediana el lanzamiento de objetos al condenado, aunque en este caso se trate de manzanas y no de berenjenas. El castigo humilla al bufón porque sale de su espacio vital, la corte, para colarse en la plaza pública, donde este animal simbolizaba los cuernos, la deshonra, y una deshonra que lo encoleriza: Yo estaba tan avergonzado de verme gentilhombre de Cervera, y de traer astas arboladas sin ser corneta, que estuve mil veces tentado en el dicho camino, villas y villajes y en la entrada de Bruselas, de apearme y vengarme a puras cornadas por el escarnio y burla que de mí hicieron; dejelo de hacer por que no me desjarretasen o me echasen alanos a la oreja (II, pp. 77-78).

A pesar de las bromas con la referencia a Cervera, que pertenece a un campo semántico de lugares geográficos «cornudos»97, o a la cor-

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Grimmelshausen, Simplicius Simplicissimus, pp. 151-152. El epígrafe del capítulo es: «De cómo se comportó Simplicissimus en el estado de bestia». 97 A este grupo pertenece también la alusión que aparece en un romance de Góngora, Romances, I, pp. 562-563, que comienza: «Castillo de San Cervantes», y en

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neta, que entroncan perfectamente con el ingenio del bufón, el pasaje sirve para ver la rabia y la furia con que Estebanillo recibe las burlas de que es objeto por parte de los habitantes de Bruselas que están presenciando este ridículo castigo. Nos encontramos frente a la única ocasión en toda la autobiografía en la que el bufón da muestras de sentir vergüenza, un sentimiento que en la misma situación había experimentado Pablos; pero la gran diferencia de los dos es que la vergüenza de Estebanillo le incita a la violencia contra los que se ríen, mientras que en el personaje quevediano provoca el deseo de huída, de alejarse del espacio público. Pero el final del párrafo incide en el proceso de animalización, porque el miedo de Estebanillo es que los bruselenses lo traten como si de verdad se tratara de un ciervo; es decir, la deshumanización del bufón, su metamorfosis en un animal cornudo se ha completado, porque el protagonista tiene miedo de que los circunstantes no lo vean ya como Estebanillo, sino como una bestia a la que hay que cazar usando los métodos venatorios apropiados. El episodio sirve perfectamente para recordar la violencia que debían soportar los bufones en los palacios europeos98. Las acciones violentas contra estos personajes están testimoniadas en las distintas crónicas de las cortes europeas: así se cuenta del bufón Caillette, del rey Luis XII de Francia, que fue clavado por una oreja de un poste; el zar Pedro el Cruel asesinó a algunos de sus bufones. Pero no es sólo en los textos históricos donde encontramos referencias a las crueldades que sufrían estos personajes, sino que también en obras satíricas se mencionan ciertas atrocidades cometidas con ellos; como botón de muestra basta recordar las palabras del diablo narrador en el Sueño del Infierno: Y en parte los queremos bien, porque ellos se son diablos para sí y para otros, y nos ahorran de trabajos, y se condenan a sí mismos, y por la mayor parte en vida los más ya andan con la marca del infierno, porque el que no se deja arrancar los dientes por dinero, se deja matar ha-

el que leemos: «lo callas a sus maridos, / que es mucho, a fe, por aquello / que tienes tú de Cervantes / y que ellos tienen de ciervos»; también Fernández de Avellaneda, Don Quijote, p. 261, afirma: «llegando unos con dichas plumas hasta el signo de Aries, otros al de Capricornio y otros se fortifican en el castillo de San Cervantes». 98 Sobre la violencia en el mundo los bufones de los siglos XVI y XVII, ver Roncero, en prensa.

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chas en las nalgas o pelar las cejas, y así cuando acá los atormentamos, muchos dellos después de las penas solo echan menos las pagas99.

El texto quevediano pertenece al género satírico pero retrata una realidad histórica; no tanto el hecho de que los bufones fueran masoquistas, sino en cuanto al hecho de que eran sometidos a burlas de brutal violencia física por las cuales recibían una recompensa. Esta misma acusación la vemos en otros moralistas anteriores a Quevedo, como es el caso de Cristóbal de Villalón que crítica cómo los bufones aguantan estas barbaridades «con tal que les paguen su vilísimo jornal y interés»100. En este contexto no es de extrañar que desde un primer momento Estebanillo se muestre consciente de que la violencia física y psíquica forman parte importante del mundo de la bufonería, que las peleas constituyen un elemento básico de muchas de esas burlas, y que el tema de ellas, y por tanto el del Estebanillo, es el propio bufón101. A un personaje que ha presumido de cobardía en ciertos momentos de la autobiografía, la abundancia de golpes que acostumbraban a recibir los profesionales del oficio bufoneril lo echaban para atrás; así, la primera vez que el Cardenal Infante quiere que entre a su servicio como bufón, Estebanillo rechaza el ofrecimiento «por ciertos sopapos y pescozadas que me dieron sus pajes con manos pródigas» (I, pp. 279280). Una vez que decide aceptar el ofrecimiento, los golpes, las peleas se convierten en una realidad cotidiana en la vida del bufón, que no tiene más remedio que poner al mal tiempo buena cara, porque recibir esos golpes conlleva una recompensa en dinero o en especies. Por tanto, a partir de ese momento el bufón va a conocer el dolor que sufren los de su oficio, un dolor que a veces es infligido por los otros criados, como es el caso sucedido en Viena: Llegó un paje por detrás de mí y, viéndome tan espetado y relleno, me metió por debajo del envés de la barriga un puntiagudo aguijón que podía servir de lengua a una torneada garrocha y dar muerte con ella al más valiente novillo de Jarama. Disimulé el dolor, aunque era insufrible,

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Quevedo, Sueños, p. 192. El Crotalón, p. 419. 101 Rico, 1976, p. 136. 100 Villalón,

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por no perder un punto de mi engollamiento y al cabo de un rato me salí de la sala, por no poderlo sufrir (II, pp. 60-61).

Inmediatamente se encuentra con el mayordomo mayor que le comenta que no debe quejarse, pues «esos son los postres de los bufones» (II, p. 61). El tipo de broma que sufre aquí Estebanillo parece ser típico de la época, pues aparece en comedias de Lope de Vega (El perseguido) o de Calderón (De una causa dos efectos). La burla demuestra clara y crudamente la rivalidad existente entre los bufones y el resto de los criados de palacio que veían como sus «enemigos» recibían mejores pagas que las suyas. Los odios, los celos y las rencillas entre estos servidores de palacio fueron tema frecuente entre los moralistas de los siglos XVI y XVII, que veían en los favores que recibían los bufones, «servidores… inábiles»102, una afrenta al resto de los servidores. En el Estebanillo tenemos un divertido ejemplo de esta enemistad y de las dolorosas consecuencias que, en ocasiones, padecía el truhán a causa de ella. En un momento en el que su señor se ausenta por un viaje, y hallándolo sentado y medio tullido por la gota, llegó el cocinero y, echándome como a Luzbel de la silla abajo, enarboló en lugar de espada un asador, y pienso que se quedó en solo el amago por ver que, al tiempo de quererme levantar, me dio un pícaro de cocina tal sartenazo en la mitad de la cabeza que, a no ser de llano, me dejaba para siempre libre de la enfermedad de la gota.Y no paró sólo en esto, pues una criada barrendera, con quien no había usado comisión, descargó sobre mis hombros media docena de escobazos, con que me obligó a besar dos o tres veces la tierra, sin ser parte sagrada (II, pp. 190-191).

A continuación aparece el mayordomo que «después de haberse holgado infinito» lo expulsa de la casa. Se trata de un caso que ya hemos visto en otras ocasiones con distintos protagonistas: cuando falta el señor que protege al bufón, éste paga por sus atrevimientos. El fragmento contiene varias referencias destinadas a hacer reír al lector: Estebanillo aparece identificado como el ángel que se levantó contra Dios y fue expulsado del cielo (en este caso, y más apropiadamente para el protagonista, la cocina) y la equiparación del suelo de la cocina con un lugar sagrado; el otro elemento burlesco son las armas uti102

Guevara, Relox de príncipes, p. 932.

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lizadas para expulsar al ángel bufonesco de su paraíso: el asador, una sartén y la escoba. Estos elementos combinados crean un episodio humorístico en el que los golpes recibidos por Estebanillo hacen reír al lector, a pesar de que éste se presenta como un pobre desvalido, enfermo de un ataque de gota, y por lo tanto desprotegido e indefenso ante la acometida de sus adversarios: un cocinero, un pícaro de cocina y una criada barrendera. El episodio acaba con la frustración del bufón que ha recibido una soberana paliza, que ha sido expulsado brutal y vergonzosamente de la casa en que se alojaba y que se encuentra con que su señor, el duque de Amalfi, no castiga a los que le han infligido el daño. En otros momentos de su autobiografía también se narran episodios en los que el protagonista recibe golpes de personas con las que se encuentra en su devenir vital. Ejemplo de estos casos lo tenemos en la paliza que recibe de seis soldados holandeses en los alrededores de Mastrique, que le golpean con las culetas de sus armas y lo dejan tan roto que le «daba el sol por la parte que le dio a don Bueso» (II, p. 38). Ciertamente la referencia final al sol dando en la parte escondida sirve para proporcionar al episodio un carácter burlesco con una clara alusión al romancero nuevo, concretamente al del ciclo carolingio, en el que tienen origen el personaje de don Bueso y su desgraciada visión. Pero hay ciertas aventuras en que la violencia física toma un cariz humorístico, en la que aparecen peleas en el que los factores que la rodean y las circunstancias en que se desarrollan, así como el resultado final nos hacen reír a carcajada batiente. Un claro ejemplo en obras precedentes lo tenemos en la pelea entre el arriero, Sancho Panza, don Quijote y Maritornes en el capítulo XVI de la primera parte de la novela cervantina: la oscuridad crea caos y confusión que convierten una escena de violencia en «pure farce»103. En esta tradición bufonesco-carnavalesca en la que se inserta el texto cervantino hallamos también la disputa entre Estebanillo y un acemilero después de una partida de cartas en la que el bufón despluma a su adversario, que enojado

103 Murillo, 1988, p. 55. El ilustre cervantista hace aquí un magnífico análisis de los distintos motivos cómicos y eróticos de este episodio.

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de su mala suerte o sentido de la pérdida que había hecho, quitándome de las manos el libro descuadernado, me dio con toda la baraja en mitad de los hocicos.Yo, acordándome de las leyes del duelo, por no quedar en nada cargado, aunque siempre lo estaba de vino, le di tal sombrerazo en las asentaderas de los bigotes que le dejé aplastadas las narices. Acudió con velocidad a un rincón a tomar su espada, y yo, temeroso de que la hallase y me ahorrase de venir a Flandes, arbolé la luz y, dándole un soberbio candilazo sobre las espaldas, después de haberlo hecho acemilero manchego, quedó el pobre Estebanillo ascuras y a puerta cerrada y muerto de miedo; pero dime tan buena maña a apalpar la surtida que primero di con el cerrojo que mi contrario con la tizona (II, pp. 344-345).

Para crear el ambiente cómico y hacer reír a su público cortesano, Estebanillo presenta el episodio como si se tratara de un duelo entre dos caballeros, aunque en este caso sean un bufón y un acemilero los duelistas. Al igual que sucedía en el episodio citado del Quijote la acción transcurre durante la noche y en un espacio cerrado, lo que contribuye al caos que se produce después. La risa la produce el ver a estos dos personajes marginales enzarzados en una especie de duelo paródico, en los que ambos, en lugar del habitual guante, se lanzan a la cara diferentes objetos con los que pretenden retar al combate a su adversario: así, el acemilero le lanza los naipes a los hocicos de Estebanillo, y este el sombrero a las narices del acemilero. A continuación el bufón, atemorizado y borracho, logra abrir la puerta, aprovechando la oscuridad, y sale al patio a buscar amparo en el cuerpo de guardia. El episodio termina con la sentencia dada por el cabo de escuadra por la que cada uno de los dos duelistas debe recibir «media docena de cintarazos» (II, p. 346). Habitual también en las cortes europeas eran las peleas entre bufones que constituían un medio de entretenimiento para los soberanos y miembros de la nobleza. Bastaría citar la gracia que le hacían a Felipe II las amenazas de Magdalena Ruiz a Luis Tristán104, por ejemplo. Estebanillo cita brevemente cómo durante su estancia con el

104 Cartas a Felipe II, p. 61: «Magdalena está enojada conmigo después que os escribió, porque no reñí a Luís Tristán por una cuestión que tuvieron delante de mi sobrino que yo no la oí y creo que la comenzó ella, que ha dado en deshonrarle. Se ha ido muy enojada conmigo, diciendo que se quiere ir y que le ha de matar, mas creo que mañana se le habrá ya olvidado».

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Cardenal Infante la presencia de un bufón italiano llamado Leonora, que debía ser quizás uno de los locos que servían en palacio, pues según el narrador «lo que le faltaba de prosa le sobraba de manos» (II, p. 153). Este personaje nada ingenioso utilizaba la fuerza física para hacer reír y por ello, cuenta Estebanillo: a costa mía hacía alarde de su graciosidad, alargándome unas veces el pescuezo sin ser ahorcado, y otras arañándome la cara como si fuéramos verduleras, con que provocaba a el cónclave a risa y a mí a cólera, porque, en oponiéndome a la defensa, con sólo un papirote daba con mi débil cuerpo en tierra (II, p. 153).

Estebanillo desprecia a este individuo de su misma profesión que muestra su agresividad física como única forma de entretener a su noble auditorio. Esta actitud despreciativa se demuestra con el uso de símiles como «ahorcado» o «verduleras», que degradan el ámbito cortesano en el que se mueve la existencia de Estebanillo. Nuestro bufón continúa la tradición de los bufones españoles de practicar, sobre todo, un humor basado en el ingenio verbal y no en el físico, rasgo agudizado en su caso por su reconocida cobardía, lo que contribuía a diferenciarlos del resto de los profesionales europeos105. Pero a pesar de este desprecio y animadversión a las peleas, sobre todo porque en ellas siempre salía derrotado y herido, Estebanillo accedía a luchar porque «daba gusto y placer a quien tantas mercedes me hacía» (II, p. 154); es decir, porque el Cardenal Infante se divertía con estos ejemplos de violencia física controlada, porque «atormentar al bufón hacía pasar siempre una hora o dos»106. El dinero, pues, y la satisfacción que proporcionaba a los señores justificaban las heridas que recibían los bufones en estos enfrentamientos. Las heridas no eran sólo físicas, porque los bufones estaban sujetos a otro tipo de violencia lúdica, me refiero a la psíquica.Ya se ha visto el episodio de la cabeza de ciervo y su paseo por las calles de Bruselas, pero este no es el único ni el más brutal de los ejemplos de este

105 Diane Pamp, 1981, p. 35, afirma en este sentido: «El predominio de lo intelectual y verbal en la bufonería española, al menos en el Siglo de Oro y en don Francés de Zúñiga, la principal nota diferenciadora frente al común del oficio en el resto de Europa». 106 Gazeau, 1998, p. 126.

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tipo a que fue sometido Estebanillo; ese lugar le corresponde al de la falsa castración en el castillo de Rupelmunda. De nuevo, nos encontramos con una burla con antecedentes en la tradición bufonesca europea: en este caso, el primero de ellos aparece en una de las novelle de Bandello, en la que se cuenta la burla de la falsa ejecución de Gonnella, bufón del marqués Nicolò d’Este, señor de Ferrara; en otro, la de Claus Hinse, truhán del duque Johann Friedrich de Pomeramia. El autor aprovecha estas dos anécdotas para crear una situación idéntica a su bufón. Como en los casos anteriores, Estebanillo es castigado por su señor que aparenta haber recibido un gran agravio y establece una severa condena para el díscolo protagonista: la castración. En los dos casos precedentes la pena era aún más severa: se les cortaría la cabeza. La farsa se pone en escena de manera tal que el condenado nunca sospecha que se trata de una burla, por lo que incluso se desmaya de miedo, creyéndose «vecino de Capadocia» (II, p. 80). La burla termina en el momento en el que, a punto de cortarle su miembro, aparece un paje gritando «con voz alegre: —¡Gracia!, ¡gracia!» (II, p. 89), con lo que se descubre la burla y todo queda en un buen susto. Este final feliz, aunque con gran sobresalto para su protagonista, se diferencia del de sus dos predecesores, pues en el caso del italiano, éste cuando sintió el agua fría en su espalda tuvo tal «paura che il povero e sfortunato Gonnella in quello punto ebbe, che rese l’anima al suo Criatore»107, y Claus Hinse encontró una muerte más carnavalesca, pues lo que sintió en su espalda fue una morcilla108. Ambos bufones murieron de miedo literalmente, pero en el caso de Estebanillo la consecuencia fue un desmayo, quizás porque aunque su castigo era severo, no conllevaba la muerte. En la tradición bufonesca el humor físico no tenía siempre al bufón por receptor, sino que en muchos casos éste se convertía en el sujeto agente, en el personaje que inflige el daño al objeto de la burla.Tenemos que apuntar aquí los múltiples casos en que Till Eulenspiegel causa daño físico a las personas en una de sus bromas; por ejemplo en la «Historia» 89 en la que narra cómo en el monasterio de Mariental «rompió algunos peldaños de las escaleras», por lo que todos los mon-

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Bandello, 1992, p. 133. Otto, 2001, p. 146.

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jes «rodaron escalera abajo» y el prior se rompió la pierna109. Otro caso lo tenemos en Italia, cuando fra Mariano Feltri, bufón del papa León X, se subió a una mesa y abofeteó a todos los obispos y cardenales que estaban sentados alrededor de ella110. A veces, las «beffa» tenían como objetivo ridiculizar a ciertos nobles en frente de otros, con lo que estos quedaban humillados, tal es el caso que narra Bandello sobre Gonnella, novella XXVII de la cuarta parte, en la que el truhán se burló de la marquesa de Ferrara, esposa de su señor, haciéndola pasar por sorda111. En los episodios comentados se aprecia cómo el bufón rompe las barreras jerárquicas y se ríe de individuos pertenecientes al grupo social superior, algo que desaconsejaba Castiglione porque «con el burlar a estos podría el hombre caer en enemistades peligrosas»112; no hemos de olvidar el ya citado asesinato de don Francesillo de Zúñiga a manos de unos nobles afrentados, después de que este hubiera perdido la protección del Emperador. Estebanillo, por el contrario, sí parece haber tenido en cuenta el consejo del humanista italiano, pues sus burlas tuvieron como objetivo a personajes de los grupos inferiores o marginados, por lo que provocaron la risa en sus señores y en los testigos que las presenciaron y no las sufrieron. Por supuesto que también de estas hallamos muchísimas en las crónicas y libros sobre bufones de los siglos XVI y XVII. En el Estebanillo las primeras burlas de este tipo se dan mucho antes de que el protagonista asuma su nueva profesión pero el autor las ha colocado ahí para hacer reír a los lectores (Amalfi y los que compraron sus ejemplares en la España de 1651). Son burlas que podemos calificar de no planeadas, pues el pobre aprendiz de barbero no pretende en ningún momento causar ni el daño ni la risa humillante. El autor ha tenido mucho cuidado en elegir a las víctimas de su ingenio; tanto el valentón, como el pobre o el hijo del mercader, son personajes marcados socialmente y objeto de las sátiras de los autores de su época, por lo que ninguno de estos episodios despertaría compasión entre los lectores contemporáneos de la autobiografía del bufón.

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Till Eulenspiegel, p. 240. 1966, p. 18. 111 Bandello, 1998, pp. 175-177. Aquí que habría que citar varios episodios de la rivalidad entre Brusquet y el Mariscal de Francia, Pietro di Strozzi 112 Castiglione, 1994, p. 273. 110 Welsford,

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El español de la mitad de siglo pensaba que se lo tenían merecido por pertenecer al grupo del que formaban parte, y así queda perfectamente claro con el comentario que leemos al final del desorejamiento del niño: El mercadante, viendo que aquello no tenía ya remedio y que era falta que se encubría con el cabello, y que el castigo que él merecía lo había venido a pagar su hijo, despidió a mi amo con mucho agrado y a mí me concedió perdón (I, p. 134).

El resultado final no puede ser más contundente: el padre asume que el hijo ha recibido el castigo que él debía haber recibido; la oreja que le ha cortado el inexperto barbero a su hijo se la debía haber cortado a él el verdugo por sus robos. El autor recoge y se aprovecha del desprecio que sentían los españoles por estos individuos que se enriquecían a su costa para presentar un espectáculo burlesco en el que nos reímos del dolor ajeno. De nuevo, Estebanillo usa el humor para narrar con gracia este episodio, gracia que podemos apreciar, por ejemplo, en el momento en el que viendo la oreja medio cortada exclama: «¡Cuerpo de tal!, ¿aquí estáis vos, y no habláis?» (I, p. 134). Aunque salvando las distancias, el humor utilizado para relatar este accidente se asemeja al que utilizó el bufón alemán Conrad Pocher para defenderse por haber ahorcado a un niño enfermo, y que le valió como premio el ser nombrado bufón del Conde Palatino113. Los dos primeros reflejan menos crueldad, pero el narrador se regodea en el relato de ambos personajes y de los sufrimientos a los que lo sometió el aprendiz de barbero. En el primero de los episodios el personaje valentón aparece caracterizado de manera caricaturesca, convirtiendo sus bigotes en objetos propios de su profesión: sus mostachos le servían de daga, de puntales y de esponjas. Este procedimiento de cosificación se une al de animalización, pues una vez le ha chamuscado el pelo, el valentón desprende un «olor de pie de puerco chamuscado» (I, p. 49). De esta manera, el narrador ha despojado al valiente de sus rasgos humanos para convertirlo en un objeto/animal risible.

113 Ver Welsford,

1966, pp. 138-139.

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El afeitado del pobre continúa la senda del valiente, aunque el narrador cuenta su suplicio de una manera más detallada, haciendo hincapié en dos aspectos interesantes: el carácter de sacrificio ritual y la animalización a que lo somete. Estebanillo comienza la escena encomendándose burlescamente a Dios ofreciéndole al pobre como su primer sacrificio. A partir de aquí, al igual que había sucedido con el valentón, el pobre se deshumaniza y se inicia el proceso de animalización: de ser humano pasa a ser un borrego al que no se pela, sino al que apropiadamente se esquila, o un perro lanudo al que se atusa, o incluso una babosa mula de doctor (I, pp. 123, 125). El narrador se detiene en contarnos con minuciosidad el proceso del afeitado y los destrozos que producía en la cara del pobre, llegándose a considerar por ellos a sí mismo más carnicero que barbero. El resultado de todo ello es un espectáculo sangriento, pero que el narrador frivoliza con la referencia a un romance, concretamente de Montesinos, con el que rebaja al héroe a la categoría de pobre, o eleva al pobre a la categoría de noble folclórico. La hilaridad de la situación nos la desvelan las reacciones del barbero, del padre de Esteban y de la propia mujer del afeitado; así, el barbero viéndole la cara tan llena de pegatostes que parecía niño con viruelas, perdió el enojo y, rebozándose con la capa, no se atrevía a acudir al remedio, por no descubrir el chorro de la risa; la cual se le aumentó mucho más cuando vio que al ruido había acudido la mujer de aquel sin ventura, que era vecina nuestra, y que, dándole el pésame las demás, decía que sin duda se burlaban, porque aquel hombre no era su esposo ni ella había estado tan dejada de la mano del Señor que había de haber escogido tal monstruo por marido (I, p. 131).

Incluso el severo padre de Estebanillo esboza una sonrisa ante tal sangriento espectáculo. El pobre ha sufrido un proceso de humillación que lo ha convertido en un objeto risible, en un espectáculo grotesco, en un monstruo irreconocible aun para su propia esposa. El narrador abandona cualquier sentimiento de compasión para presentar a este desgraciado como a una especie de monstruo de feria del que no nos queda más remedio que reírnos. En este episodio, el humor bufonesco muestra esa unión de la risa y la violencia propia de los carnavales. Y en los carnavales, esas fiestas en las que la violencia campaba a sus anchas, como ya hemos visto en el capítulo primero del libro, va

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a tener lugar el episodio en el que mejor se combinan violencia y crueldad con el humor. El personaje burlado pertenece a otro grupo marginado en la sociedad europea: el de los judíos. No es la primera ocasión en la obra en que Estebanillo se burla de miembros de esta comunidad, ya lo había hecho en Rouen cuando había engañado a unos judíos haciéndoles creer que tenía las cenizas de su padre (I, pp. 247-250), en un engaño que ya aparece con ciertas variantes en textos anteriores114. Como hemos mencionado la acción transcurre durante los carnavales de Viena, y, para participar en ellos, Estebanillo crea una mascarada para divertir a los miembros de la corte y a los habitantes de Viena. En ella se disfraza de «montambanco», especie de charlatán que iba por las ferias vendiendo medicinas, y se convierte en sacamuelas, aunque para dotar de más gracia a la narración el bufón se considera a sí mismo como albéitar y transforma al paciente humano en un caballo. Para alegrar al público de la plaza pública consigue la ayuda de cuatro judíos italianos para escenificar la farsa; uno de ellos finge tener un gran dolor de muelas y Estebanillo le extrae la muela dañada. La respuesta de la gente que se amontonaba alrededor de la carnavalesca escena era de jolgorio: «solenizábanlo los que sabían que era burla y divertíanse los que lo ignoraban» (II, p. 93). Pero la burla se torna violenta en el momento en que se acercan al palacio imperial y el bufón ve asomados a las ventanas a sus «Majestades Cesáreas» y al príncipe Matías. En este momento, Estebanillo decide darle más realismo a la acción y en el momento en que debe sacar la muela por hacer reír a sus Majestades a costa de llanto ajeno tiré con tanta fuerza que no sólo se la saqué, pero muy gran parte de la quijada con ella. Empezó el judío a dar voces y sus camaradas a emperrarse contra mí, sus Majestades a reírse y el pueblo a regocijarse (II, p. 94).

A continuación narra cómo algunos de los que rodeaban la mascarada empezaron a alterarse y temiendo que le hicieran daño hace partícipe a su auditorio del hecho de que el doliente era judío, con lo cual la risa vuelve a imperar entre el público. Me parece que se tra114

Recuérdese, por ejemplo, la historia 35 del Till Eulenspiegel, en el que éste vende a unos judíos de Frankfurt sus excrementos diciendo que eran auténtica hierba del profeta.

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ta de un episodio muy interesante porque deja claro que, a pesar de ciertas teorías y afirmaciones, el sentido del humor de los aristócratas no se diferenciaba mucho del de los plebeyos; en el grupo de los individuos que se rieron de la crueldad cometida por el bufón se hallaban tanto gentes de la calle, como sus Majestades Cesáreas. No creo que se deba ver aquí una crítica de la nobleza, porque este tipo de burlas violentas formaban parte del acervo cultural de la Europa de los siglos XVI y XVII; el «civilizing process» del que habla Norbert Elias sólo había comenzado. Si echamos un vistazo a las actividades de los bufones en esta época encontraremos ejemplos de este tipo de crueldades que recibieron la misma respuesta hilarante que la que se nos destaca en esta autobiografía bufonesco picaresca. Recuérdense algunos episodios como el de Conrad Pocher y el niño enfermo, ya citado, o el de Brusquet que se hizo pasar por médico y ocasionó la muerte de muchos enfermos sin recibir ningún castigo por ello115. En el caso de nuestra novela los receptores de este tipo de humor han sido elegidos cuidadosamente: se trata de los enemigos de Dios, de judíos, que por serlo no merecen ningún tipo de compasión por parte de los católicos austriacos. Estos individuos se constituyen, por tanto, en los perfectos blancos de todo este tipo de bromas crueles que el público de la época consideraba apropiadas porque los humillaba y devolvía al ínfimo lugar que debían ocupar en la escala social; en cierto sentido, estos personajes habían perdido su humanidad para convertirse en simples monigotes, en peleles a los que estaba permitido hacerles todo tipo de barbaridades. Existen en la novela otros tipos de humor que se enmarcan perfectamente dentro del carnaval; humor basado en lo hiperbólico, en lo increíble. De este grupo destacamos la anécdota del soldado que pierde la cabeza en un duelo y que le vuelve a ser pegada (I, pp. 148150). Nos recuerda al episodio de Espistemón en el Pantagruel, personaje al que Panurge vuelve a colocar la cabeza en su sitio «vena con vena, nervio con nervio»116; o a las palabras de Don Quijote sobre la necesidad de usar el bálsamo de Fierabrás para volver a juntarle el

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Gazeau, 1998, p. 108. Rabelais, Pantagruel, p. 196.

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cuerpo cortado por el medio durante una batalla117, o el cuento folclórico de la cabeza cortada y encajada118. Pero el cuento de Estebanillo presenta algunos rasgos originales frente a estos posibles modelos, explicables por el carácter bufonesco de la novela: en primer lugar, el lugar de la acción es una taberna; en segundo lugar, los personajes son dos soldados borrachos que se enfrentan en un duelo ridículo, y, por último, el inesperado final, pues una vez que le habían puesto la cabeza en su sitio al descabezado y volvieron a entrar a la taberna para celebrar el final feliz del duelo, yendo a hacer la razón a un brindis que yo le había hecho, al tiempo que trastornó la cabeza atrás para dar fin y cabo a la taza, se le cayó en tierra como si fuera cabeza de muñeco de alfeñique, y se quedó el cuerpo muy sosegado en la misma silla, sin hacer ningún movimiento (I, p. 150).

Este final sorprendente sirve para producir la risa entre el público lector que, sin duda, conocía ya los antecedentes citados, sobre todo el del Quijote. La imagen del cuerpo inerte descabezado y sosegado en la silla, cuerpo que ha sido transformado en un muñeco, supone la aportación del bufón a este episodio folclórico y literario. El final de la autobiografía resume perfectamente la vida del bufón, pues termina con dos poemas: el primero de ellos dedicado a la muerte de la reina de Polonia, Cecilia Renata de Habsburgo; el segundo, un lipograma en el que no aparece la vocal o, y en el que se despide para siempre del duque de Amalfi y demás miembros de la nobleza de la corte de Bruselas y de aquellas personas que habían compartido con él la vida placentera y bufonesca que había llevado hasta entonces en palacios y tabernas. El final del segundo poema es muy significativo: Buen viaje y buen pasaje, Pues que ya pinta la uva (II, p. 379).

117 Don Quijote, I, X, p. 114: «cuando vieres que en alguna batalla me han partido por medio del cuerpo, como muchas veces suele acontecer, bonitamente la parte del cuerpo que hubiere caído en el suelo, y con mucha sotileza, antes que la sangre se yele, la pondrás sobra la otra mitad que quedare en la silla, advirtiendo de encajallo igualmente y al justo». 118 Chevalier, 1981, p. 889.

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El primer verso lo forman las palabras que utilizaban los marinos y los viajeros para desearse un feliz viaje; el segundo se basa en el dicho «adiós, que pinta la uva», que según Correas era utilizado por los «mozos que se despiden en buen tiempo de los amos». Pero en este caso no podemos dejar de señalar la presencia de las uvas que recuerdan al vino al que tan aficionado era el bufón y que tantos momentos gratos le había hecho disfrutar, y del que sin duda seguiría disfrutando en su retiro napolitano. La aparición y conexión de los dos mundos en que se desarrollaban las andanzas del bufón, la corte y la taberna, resumen a la perfección el itinerario trazado por el pícaro desde su aparición en la década de 1550 con el Lazarillo de Tormes y su final casi cien años más tarde, concretamente en 1646, con el Estebanillo González. Si las aventuras de Lázaro suponían la continuación de la literatura bufonesca iniciada en el siglo XV por los poetas cortesanos como Villasandino o Montoro, las de Esteban constituyen el perfecto cierre a esta tradición bu f o n e s c o - p i c a re s c a , en la que el humor, como he pre t e n d i d o demostrar, se convierte en elemento fundamental de la narración. El autor del Estebanillo comprendió a la perfección su misión como cierre de esta tradición literaria española y, por ello, decidió reunir claramente en su protagonista al pícaro y al bufón, transmisores ambos de ese humor carnavalesco-bufonesco que informa estas obras maestras de la literatura española y, por tanto, europea de los siglos XVI y XVII.

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