La risa en la literatura mexicana: Apuntes de poética 9783954871148

Relectura de la tradición literaria mexicana que busca develar las formas en las que la risa ha sido la fuerza organizad

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Spanish; Castilian Pages 196 Year 2012

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Table of contents :
Índice
Introducción
Capítulo I. La polémica entre lengua popular y lengua literaria. Relaciones con la risa
Capítulo II. Risa y oralidad: elaboraciones estilísticas
Capítulo III. Humor, juego e irreverencia en la literatura mexicana
A modo de epílogo
Bibliografía
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La risa en la literatura mexicana: Apuntes de poética
 9783954871148

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La risa en la Literatura Mexicana (Apuntes de poética)

Martha Elena Munguía Zatarain

La risa en la literatura mexicana (Apuntes de poética)

Munguía Zatarain, Martha Elena La risa en la literatura : apuntes de poética / Martha Elena Munguía Zatarain . – México : Bonilla Artigas Editores, 2011 196 p. ; 23 x 15 cm. – (Pública crítica) ISBN 978-607-7588-50-4 1. Literatura – historia y crítica - teoría. 2. Poesía. III. t. LC PN81 Los derechos exclusivos de la presente edición quedan reservados por el autor. Prohibida la reproducción parcial o total por cualquier medio conocido o por conocerse, sin el consentimiento por escrito del legítimo titular de los derechos Este libro forma parte del proyecto “Manifestaciones estéticas de la risa” y ha contado con el apoyo del conacyt (proyecto núm. 80204). Primera edición: enero de 2012 D.R. © Martha Elena Munguía Zataraín De la presente edición: © Bonilla Artigas Editores, S.A. de C.V., 2012 Cerro Tres Marías número 354 Col. Campestre Churubusco, C.P. 04200 México, D.F. Tel.: (52 55) 55 44 73 40 [email protected] www.libreriabonilla.com.mx © Iberoamericana, 2012 Amor de Dios, 1 – E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net Cuidado de la edición: Priscila Saucedo García Formación: Claudia Wondratschke Fotografía de portada: (Bonilla Artigas Editores) Portada: María Artigas (Bonilla Artigas Editores) Carlos Zamora (Iberoamericana) Impreso y hecho en México ISBN 978-607-7588-50-4 (Bonilla Artigas Editores) ISBN 978-84-8489-637-1 (Iberoamericana)

Este libro es para: Celia Zatarain, mi madre, por su fuerza y su valor. Irma Munguía, mi hermana, porque siempre está.

Claudia Gidi, amiga, por todo lo compartido.

Índice Introducción La risa como categoría estética

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Capítulo I La polémica entre lengua popular y lengua literaria. Relaciones con la risa -Risa y seriedad en la cultura mexicana -Oralidad y escritura. Lo popular y lo culto -La sátira en México: utopías didácticas -Ecos de risas festivas

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Capítulo II 73 Risa y oralidad: elaboraciones estilísticas 74 -Las posibilidades de la risa en la oralidad estilizada -En la intersección de lo culto y lo popular: estética de lo grotesco 85 -Continuidad y renovación de la tradición literaria: la parodia 103

Capítulo III Humor, juego e irreverencia en la literatura mexicana -Humor, dolor y melancolía en tres casos

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-La escritura lúdica -Las razones de la irreverencia



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A modo de epílogo -La risa inaudible en Pedro Páramo

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Bibliografía

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Introducción

La risa como categoría estética La idea que rige la escritura de este ensayo parte de una verdad manifiesta, y acaso por eso pocas veces atendida: no hay un solo México, hay muchos, contradictorios y complementarios. Tampoco, en consecuencia, hay una tradición literaria que, homogénea, corra en una línea recta de evolución; son múltiples y variadas sus líneas, con quiebres y discontinuidades, diálogos y pugnas entre ellas. Sin embargo, sospecho que, con demasiada frecuencia, en los recuentos históricos y en la labor crítica, por la aspiración de alcanzar una homogeneidad ideal que respalde la imagen de la nación como un todo único y armónico, se ha pasado por alto lo diverso y lo discontinuo. El resultado es que, a estas alturas, contamos con extensos catálogos de obras y autores, análisis de textos particulares y algunas crónicas de la vida literaria de ciertos momentos, pero seguimos careciendo de revisiones abarcadoras que busquen dar un justo bosquejo de la complejidad y la diversidad de la literatura nacional. Existe, desde luego, un trabajo precedente que ha creado un corpus fundamental y que ha ofrecido reflexiones audaces sobre la vida cultural y literaria de América Latina, a pesar de esto, cada vez es más claro que en los últimos tiempos el reto de encarar estudios que engloben un problema, aunque sea dentro de los límites de un país, arredra a los críticos, y se termina siempre fragmentando el objeto de estudio, parcelando en géneros, regiones, acotando periodos cada vez más cortos. También es cierto que, antes de plantearnos la posibilidad de una amplia reconstrucción histórica, hace falta llenar algunas lagunas:

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todavía necesitamos recuperar gran parte del corpus que conformaría ese impreciso espectro llamado literatura mexicana; es esencial avanzar en investigaciones básicas para incorporar otras fuentes, además de la del libro impreso; requerimos hacer trabajos críticos de muchas obras, de periodos completos y urgen estudios de poética acerca de fenómenos específicos. En buena medida, mi búsqueda se inscribe en esta última línea. Formulo el sentido de mi indagación como un problema de poética literaria que se cruza en muchos momentos con la perspectiva histórica, pues quiero abrir la posibilidad de releer grandes segmentos de la historia literaria mexicana, pero no desde los géneros literarios o partiendo de las escuelas o movimientos establecidos. Tampoco creo pertinente establecer una línea cronológica para organizar el estudio. Pienso que puede ser más revelador trabajar en el análisis del tono y la orientación con que se han escrito las obras literarias. Al plantear de esta manera mi modo de proceder, quiero hacer notar que es viable enfocar el estudio en la risa, una de las fuerzas fundamentales enraizadas en la cultura —la gravedad o solemnidad sería otra— que se traducen en visiones artísticas y que presentan una enorme diversidad de formas expresivas y genéricas. La escritura literaria grave, a veces solemne, ha sido la más estudiada porque se ha identificado con los valores ideales: la seriedad, la heroicidad, la elevación espiritual, lo trascendente; lo bello, a fin de cuentas. Esto ha sido a tal punto que muchos textos canónicos compuestos en un espíritu lúdico o riente han sido leídos y analizados con una gravedad inusitada, mientras que las distintas manifestaciones artísticas de la risa en la literatura han quedado desplazadas a los márgenes de la cultura, a ese territorio incierto de lo folclórico, lo ligero, incluso lo ultrajante u ofensivo. Los rasgos estéticos ligados a la risa se han estudiado como recursos retóricos a los que los escritores apelan para hacer más serio su trabajo, como chispazos intermitentes a los que se recurriera para plasmar mejor supuestas intenciones; si no piénsese cómo se ha estudiado la ironía o la parodia en algunas obras literarias. La gravedad, la solemnidad, el sentimentalismo y el patetismo constituyen, sin duda, fuerzas articuladoras de determinadas visiones ideales del mundo; responden a necesidades sociales educativas, de elevación, sublimación, incluso, de heroicidad. Si bien, por ejemplo, las estéticas sentimentales han evolucionado, con frecuencia, hacia manifestaciones poco artísticas como la novela rosa o cierta lírica todavía vigente en publicaciones provincianas; es preciso reconocer su importancia en el 12

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desarrollo de la literatura nacional, porque han formado gustos, educado en la apreciación de cierto tipo de arte, promovido la identificación entre héroe y lector, y ofrecido, en conclusión, un ámbito elevado de reconocimiento para el amplio público ávido de modelos ideales. Hace falta explicar cómo se ha conformado cada una de estas vertientes estéticas, de qué elementos se constituyen, hacia dónde han caminado, qué las une y las diferencia. En resumen, todavía tenemos acumulado y pendiente el trabajo de hacer relecturas críticas. Ahora bien, si pensamos con mayor detenimiento y volvemos a muchas de las obras literarias canónicas, vamos a descubrir, casi con certeza, que no necesariamente priva en ellas el tono apesadumbrado que tanto se les atribuye. Acaso, si aceptamos releer sin prejuicios, nos sorprenderemos reconociendo también asomos de humor, incluso en las obras más trágicas y desesperanzadas. La presencia de la risa en el arte verbal no le resta a éste seriedad ni trascendencia. Por el contrario, me atrevería a afirmar que las grandes obras, las que más hondo han calado en nuestra vida, están hechas de risa y de tragedia, de humor y gravedad. Para realizar estas relecturas más justas y pertinentes, para poder entender a fondo la complejidad de la cultura y la multiplicidad de los lenguajes artísticos de la literatura mexicana, hace falta empezar a hablar de esa otra perspectiva que no ha sido para nada atendida, la relativa al humor y la risa. La risa, de la que me interesa hablar aquí, constituye una actitud estética hacia la realidad, a la vez es también un modo de conocimiento y por ello, implica una postura ética, define, en gran medida, las formas de relación entre el yo y el otro, y determina un modo de acercarse a las diferenciadas manifestaciones discursivas. Desde este punto de vista, puede pensarse como una de las fuerzas fundamentales de articulación del discurso literario. El humor y la risa estructuran lenguajes artísticos diversos y han marcado caminos al desarrollo de los géneros literarios. Sin embargo, cuando el estudioso se introduce en los meandros de la presencia de la risa y el humor en la cultura mexicana, se tropieza con una inmensa variedad de problemas que valdría la pena tener en consideración. Voy a mencionar algunos: es un lugar común hablar del humor y del carácter festivo del mexicano, relacionándolos con una particular actitud idiosincrásica frente a la muerte. Muchos de los intelectuales destacados de la alta cultura han reflexionado y escrito ensayos sobre el tema. Paradójicamente, el fenómeno ha merecido, en general, explicaciones solemnes, casi sentenciosas, que cierran y concluyen una imagen rígida de tal identidad. A lo anterior se puede sumar el hecho de 13

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que la actitud risueña del pueblo mexicano, en el mejor de los casos, ha pasado a los tratados de historia nacional, literaria y cultural, como un asunto de índole temática. Debido a la importancia que estas perspectivas han tenido en la determinación de un discurso generalizado sobre el ser nacional y la cultura, dedico un apartado del primer capítulo a la revisión de estos puntos de vista, para así poder ubicar con claridad el origen y la razón de ser de muchas valoraciones repetidas una y otra vez en la crítica literaria. La risa ha sido una presencia constante en las distintas esferas de la vida cotidiana de México. Ha sido una fuerza orientadora de los destinos de los géneros literarios, de los estilos y de los trayectos por donde ha corrido la práctica literaria. La variedad de grados de presencia, procedimientos y tendencias de la risa es fundamental para definir el sentido ideológico y estético de una obra verbal. Su modo de aparecer o de ser excluida del discurso literario es significativo y puede ser una vía de entrada para estudiar el fenómeno literario. Ahora bien, es necesario tener en cuenta el amplio espectro de diferencias y hasta encontradas manifestaciones artísticas que la risa alienta, no siempre delineadas ni definidas con precisión. El presente ensayo es apenas un primer asomo al profundo mar que representa este campo de estudio. He debido dejar de lado gran cantidad de textos porque es imposible ser exhaustivo en este tipo de trabajo; tampoco he seguido una línea cronológica; pero acaso lo más problemático sea la decisión de revisar el fenómeno en parcelas relacionadas con la orientación que cierta forma de risa le ha dado a importantes vertientes artísticas que atraviesan los tiempos. Así, he tenido que tomar como puntos de partida la tendencia didáctica en la escritura, relacionada históricamente con la sátira; la huella de lo popular en las visiones grotescas y la ambigüedad renovadora que ha implicado la práctica paródica. De esta manera quedan fuera, estoy consciente, muchas manifestaciones artísticas que no responden con precisión a ninguna de estas grandes líneas históricas, pero había que empezar de algún modo y prefiero correr el riesgo de la provisionalidad a no intentar nada. Un concepto central para hacer comprensible mi trabajo es, precisamente, el de la risa: se debe salir de la limitación de equiparar la risa a lo alegre, a lo cómico o, en el otro extremo, de asociarla con lo malévolo, con la parte destructiva que puede encerrar o con la simple máscara que esconde la pena. Pero, sobre todo, es preciso eliminar, de una vez por todas, la tentación de ubicarla en el plano de los tropos o de los recursos retóri14

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cos. Entonces, es necesario reconocerla como fuerza articuladora de una perspectiva especial para estetizar el mundo. Habría que empezar por el intento de asentar la concepción de la risa como un fenómeno multifacético, complejo, ligado a la heteroglosia, con una infinita capacidad de transmutación de voces y acentos. La risa resulta una de las formas privilegiadas para introducir en el arte verbal, en cualquier género literario, la ambigüedad, la pugna, la inestabilidad de las certezas, para penetrar en las voces autorizadas, consagradas, reorientando los sentidos pretendidamente unívocos. La risa siembra la duda, puede funcionar como un eco distorsionador de lo que tiene valor único y lineal, y ha sido, en gran medida, una increíble fuente generadora de imágenes artísticas, aunque, como habré de insistir a lo largo de mi texto, pocas veces se le haya reconocido esta rica aportación en la historia literaria nacional. Después de los trabajos de Miajíl Bajtín sobre la tradición carnavalesca y los lenguajes carnavalizados en la literatura europea, nadie puede negar la importancia que para el desarrollo de la novela tuvieron, por ejemplo, las figuras del pícaro, el bufón y el tonto. El problema es que para explicar la tradición literaria latinoamericana hemos seguido recurriendo a estos hallazgos, tan pertinentes para estudiar la narrativa europea; pero no nos hemos detenido a pensar en la peculiaridad de nuestros procesos culturales, incluso en las resonancias múltiples y diversas que puede tener la risa en nuestras sociedades. Menos nos hemos preocupado por entender las distintas formas en las que los escritores han trabajado estas resonancias. Hay que detectar la orientación que ha tenido la literatura por la presencia de los ecos de la risa. Es menester analizar qué imágenes artísticas se han gestado en las literaturas latinoamericanas, cómo ha penetrado la risa en los lenguajes literarios canonizados y qué capacidad ha tenido para transformarles su constitución interna y darles un giro a los trayectos por los que ha corrido la historia literaria. Sólo describiendo estos procesos, estaremos en condiciones de explicar cuáles han sido las fuentes más productivas de la risa para la composición de los distintos géneros literarios, en qué momentos se ha reído más y con qué tipo de risa. Sin embargo, no espere el lector encontrar en mi ensayo un intento de definición de la risa, porque no hay tal. Estoy convencida de que es imposible cercar una noción tan compleja como la de la risa. Sólo aspiro a que se entienda como una amplia esfera vital que asume variadas formas de manifestación en la cultura y en especial en la literatura, y son algunas de estas manifestaciones las que me interesa estudiar. Por 15

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esta razón, a lo largo del texto, se podrán ir detectando coordenadas y matices sobre el gran “paraguas” risa que cubre las específicas nociones de humor, parodia, grotesco, etcétera. Entonces, no ofrezco un tratado teórico sobre la risa ni sobre estas nociones, porque mis esfuerzos están dirigidos a construir una propuesta metodológica para pensar algunos problemas de la tradición literaria en México, desde el punto de vista de la poética. Asumo la tarea de releer algunas obras fundamentales de nuestra tradición literaria a partir de las formas en las que se ha materializado la risa, como la sátira, la parodia o lo grotesco, tratando de rastrear el sentido ideológico y estético que estas formas han adquirido en ciertas vertientes y en distintos momentos. Aquí sólo trato de seguir algunos hilos que nos ayuden a entender cómo los perfiles de la tradición literaria mexicana se han dibujado siempre en un juego de claroscuros entre tragedia y carcajada, solemnidad y festividad. En otras palabras, no pretendo afirmar ahora, a contracorriente de los estudios críticos, que la literatura mexicana sea especialmente humorística o risueña. Creo que la risa es uno de sus elementos esenciales, pero esto no niega la parte grave o trágica que también tiene. Las categorías alrededor de las cuales he elegido trabajar no excluyen otras posibles, ni éstas han sido claramente diferenciadas entre sí: la parodia casi siempre aparece en los discursos satíricos y viceversa; lo grotesco suele estar imbricado en textos paródicos, pero también en escritos de tipo satírico. No obstante, es preciso trabajar y desmenuzar el problema con un cierto orden, de ahí que el criterio con el que he procedido sea, en primer lugar, reconocer el predominio de, por ejemplo, un tono satírico o paródico en un texto determinado para partir de ahí en la exploración de cómo se ha manifestado cada uno de estos fenómenos en particular. Entonces, que no quede duda: estoy trabajando estas categorías como tonos y actitudes estéticas que giran alrededor de la risa. En el capítulo I el lector podrá encontrar, como punto de partida, la revisión de algunas propuestas que se han vertido a lo largo de la historia sobre la identidad del mexicano y una exploración sobre la escritura satírica. La parodia, lo grotesco son revisados en el capítulo II, siempre en relación con la oralidad. Al humor en tanto otra de las manifestaciones de la risa está dedicado el capítulo III. Pienso que si logramos reconocer cómo han cristalizado estas manifestaciones de la risa en distintos textos de muy diversos momentos históricos se puede, posteriormente, establecer líneas de desarrollo poético en la literatura mexicana. 16

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Quisiera que quedara claro que estas categorías no están trabajadas en mi ensayo como géneros literarios específicos, ni siquiera estoy interesada ahora en entrar a esa discusión. Están vistas y pensadas sólo como formas en las que se articula artísticamente la risa, una risa que adquiere una orientación ética, ideológica y estética particular, que se conecta de modo consciente o no con la tradición que la precede. No ignoro que no es posible asimilar, sin más, parodia o grotesco, por ejemplo, a actitudes cómicas o burlonas o desenmascaradoras; porque la risa, a fin de cuentas, tiene muy diversas intencionalidades y crea sentidos variados. En este punto quisiera detenerme a explicar por qué, contra lo que pudiera esperarse, no figura la noción de ironía como una de las claves de mi trabajo. Ésta fue una de las decisiones más difíciles de tomar y no resulta sencillo explicar. Pienso que la ironía es uno de los recursos privilegiados para la introducción de la risa en el arte verbal, se verá que hago alusiones a ella una y otra vez, no importa si hablo de grotesco o de parodia o de sátira o de humor; aquí se halla el origen de mi decisión: es un fenómeno tan multifacético, tan común en todo tipo de discurso, que resulta casi imposible una organización medianamente inteligible a partir de la presencia del ethos irónico en un determinado texto literario. Es que en casi toda obra donde resuene la risa, se hallará, de seguro, el recurso a la ironía. A veces la inflexión irónica se ha puesto al servicio de lo didáctico-correctivo, a veces ha servido para componer juegos verbales de naturaleza paródica; aparece en la estética grotesca y es uno de los pilares en los que se alza el sentido del humor. Me interesa que se entienda lo irónico desde un sentido muy amplio, no sólo como tropo retórico, sino como actitud que implica distancia crítica, derrumbamiento de un valor propuesto para dar lugar a la construcción de otro. Desde esta perspectiva, no dudo que se pueda articular un estudio completo sobre las diversas formas en las que se ha recurrido a la ironía en la literatura mexicana. Sería un trabajo agotador pero sumamente valioso para seguir avanzando en la comprensión más plena de las manifestaciones de la risa en el arte verbal. Hay otro rasgo de mi trabajo que me interesa explicar, y es el de la lógica de haber erigido como eje de mi búsqueda el problema de la relación entre oralidad y escritura. No desconozco la existencia de una vertiente literaria negada a reconocer algún tipo de vínculo con lo oral, que no por eso deja de trabajar con los tonos de la risa. Sin embargo, sí considero que la oralidad ha sido una de las fuentes más importantes para la incorporación a las páginas de la literatura de lenguajes vivos que han permitido introducir visiones renovadas de la vida y de la tradición 17

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cultural y artística. Me parece que la literatura mexicana acusa una relación muy estrecha con los lenguajes populares y el trabajo de estilización de la oralidad ha hecho posible la apropiación de los ecos de la risa callejera e irreverente. Evidentemente, el problema exige un mínimo de reflexión sobre la noción de popular, su relación con lo oral y un examen de algunos de los modos en los que se ha dado el vínculo entre literatura, cultura y las tradiciones de carácter oral. De ello me ocupo, una y otra vez, en los tres capítulos. Al final del ensayo he recuperado un trabajo crítico sobre Pedro Páramo, porque me parece que el análisis de esta obra ayuda a complementar mi propuesta de pensar distintas formas de presencia de la risa en la literatura mexicana. Considero que la obra de Juan Rulfo es un ejemplo paradigmático del trabajo de estilización magistral de la oralidad y de la introducción de diversas formas de risa que confluyen en la construcción de un mundo pletórico de voces, de visiones, sin que necesariamente el lector escuche las carcajadas que pueden derivarse hacia lo cómico. Se trata de una risa fina, apenas audible, pero que atraviesa todo el texto y orienta la poética de su composición. Decidí no intercalar este trabajo en otros capítulos y reservarle el lugar final porque, desde el principio, fue escrito de manera autónoma y así fue publicado, pero considero que puede constituir un gesto de invitación a seguir pensando y buscando puertas para entrar al estudio del fenómeno literario desde nuevos puntos de vista. Por último, me interesa insistir sobre otro aspecto en relación con el perfil y el sentido de este ensayo: he dicho líneas arriba que mi ensayo no debe pensarse como un intento de historia literaria, y es que no lo es: no he apostado por la exhaustividad ni por seguir un orden lineal para construir una ilusión de historicidad. Creo que mi indagación representa apenas uno de los primeros pasos que se deben dar antes de estar en condiciones de reconstruir desde la poética los trayectos históricos de la literatura mexicana. Dado que nunca es suficiente declarar que no se tiene la pretensión de la exhaustividad, debo articular una excusa a modo de promesa: si bien las omisiones podrán sentirse, a veces, como indolencia, si no es que casi como afrentas, no puede ignorarse que, en buena medida, la tradición está hecha de memoria y olvido;1 la historia literaria nunca ha 1 La frase es de Jorge Luis Borges y está tomada del cuento “Historia del guerrero y de la cautiva”.

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sido una línea continua ni homogénea, y la naturaleza de su estudio no puede sino exhibir rasgos similares. De cualquier manera espero con mi trabajo, a pesar de su provisionalidad, ensanchar algo el campo de estudio de la literatura mexicana o, en otras palabras, ganar un poco de territorio al olvido. Por último, quiero agradecer a Claudia Gidi por el espacio de diálogo que representa su amistosa compañía, por su duda constante que obliga a repensar “verdades” una y otra vez. También agradezco la meticulosa lectura de Dahlia Antonio Romero y la revisión casi obsesiva de Silvia Manzanilla; las preguntas que me plantearon y los inmisericordes señalamientos de gazapos y demás horrores de escritura ayudan a que este texto sea un poco más legible. Finalmente, de entre las muchas personas que me han apoyado, menciono el nombre de Rafael Olea y le doy las gracias.

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Capítulo I

La polémica entre lengua popular y lengua literaria. Relaciones con la risa Risa y seriedad en la cultura mexicana En 1901, Julio Guerrero publicó un interesante estudio de psiquiatría social en el que intentaba explicar científicamente el fenómeno del crimen en México. Ahí apuntó una serie de observaciones que se han repetido de todas las maneras posibles; sentó afirmaciones que han marcado el desarrollo posterior del pensamiento sobre el ser y la identidad del mexicano. Hay ahí una serie de aseveraciones que ahora me interesa retener porque perfila con mucha nitidez algunas de las ideas que se han convertido en premisas, a veces silenciadas, pero determinantes, para estudiar y explicar la razón de ser de las formas que adquieren las expresiones artísticas en México. Lo cito en extenso: Cuando la atmósfera no está cargada, el espíritu se sosiega; pero la reacción es en sentido depresivo; y por eso el mexicano que no tiene alcohol, aunque no es triste por naturaleza, tiene largos accesos de melancolía; como lo prueba el tono espontáneamente elegiaco de sus poetas, desde Netzahualcóyotl, o el que firma las composiciones conocidas con su nombre, la serie inacabable de románticos en los tiempos modernos; y la música popular mexicana escrita en tono menor; esas danzas llenas de melancolía, que las bandas militares lanzan en los parques públicos a las brisas crepusculares, preñadas de suspiros y sollozos; y esas canciones populares que al son de la guitarra, en las noches de luna se entonan en las casas de vecindad o por los gallos que recorren las avenidas. El medio en que habitamos suele transformar en tendencias melancólicas la gravedad del indio y la seriedad del castellano. En la Capital sin embargo, el uso del alcohol y otras causas que después estudiaré, a veces neutralizan este

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resultado, desarrollando un aticismo duro y malévolo que hace reír del prójimo; una filosofía semi-estoica y semi-burlona que hace desdeñar la vida y afrontar la muerte a puñaladas o balazos por cualquier chiste de banquete o párrafo de gacetilla.1

Melancolía es el legado de los ancestros indígenas y a ésta viene a unirse la atmósfera en la que el mexicano respira para hacer de él un ser depresivo, poco apto para la fiesta y la alegría genuinas. Debo añadir, a modo de observación, el tono de gravedad y contundencia con la que el estudioso expone sus conclusiones, una constante en todos los tratados posteriores. El temperamento melancólico va a aparecer una y otra vez como uno de los rasgos caracterizadores del ser mexicano en los distintos análisis que se desplegaron a lo largo del siglo xx para tratar de reconocer la identidad del pueblo. De la melancolía se va a otros extremos: “Es susceptible y nervioso [el mexicano]; casi siempre está de mal humor y es a menudo iracundo y violento”,2 apuntaba Samuel Ramos, con lo que la belicosidad hallaba acomodo inamovible para pensar al mexicano. Unos cuantos años después, su alumno, Emilio Uranga, intentaba matizar el juicio, aunque mantenía más o menos los mismos argumentos y añadía principios que ya estaban en la imaginación colectiva sobre la propia identidad: Es el mexicano criatura melancólica; enfermedad que pertenece más a la imaginación que al cuerpo, y que expresa de la manera más aguda la condición humana. El mexicano es un ser de infundio, con todos los matices de disimulo, encubrimiento, mentira, fingimiento y doblez que entraña la palabra, pero principalmente con ese rasgo de carencia de fundamento o de asidero a que nos lanza de inmediato la etimología del vocablo.3

El desencanto que vivían los intelectuales en la época en la que escribían estos tratados no les dejaba mucho espacio para el optimismo, ni mucho menos para el humor. Se habían derrumbado las esperanzas revolucionarias, no había lugar para construir utopías; de ahí la acuciante duda a la que se intentaba dar respuesta por todos los medios: ¿hay una deficiencia intrínseca en el mexicano que le impide llegar a buen 1   Julio Guerrero, La génesis del crimen en México. Estudio de psiquiatría social, Librería de la Vda. de Ch. Bouret, París-México, 1901, pp. 23-24. 2   Samuel Ramos, El perfil del hombre y la cultura en México, Espasa/Calpe, México, 1998, p. 61. 3   Emilio Uranga, Análisis del ser del mexicano, Gobierno del Estado de Guanajuato, Guanajuato, 1990, p. 35.

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puerto? Ésta es la sospecha que va a anidar detrás de la mayor parte de los análisis sobre la identidad del mexicano; de ahí, en gran medida, la gravedad y el innegable aire de desencanto que los recorre. Pero para hacer un mínimo de justicia al importante corpus de estudios dedicados a la exploración del ser del mexicano, es necesario tener en consideración que el principal motor que los impulsó era el afán redentor, así lo dejaban asentado una y otra vez: “Más que una limpia meditación rigurosa sobre el ser del mexicano, lo que nos lleva a este tipo de estudios es el proyecto de operar transformaciones morales, sociales y religiosas con ese ser”.4 El ensayo de Octavio Paz, El laberinto de la soledad, es una especie de continuación y culminación literaria de la ya añeja tentativa de búsqueda de explicaciones para construir conciencia sobre el modo de ser mexicano. En su obra se funde lo moral —aspecto que el propio autor nunca negó que estuviera en la base de sus reflexiones— con lo cognitivo, en tanto exploración histórico-cultural del ser del mexicano; pero su escritura está presidida por el hálito de lo poético. No voy a intentar una síntesis ni una crítica de los planteamientos principales del libro de Octavio Paz porque no es el objetivo que persigo aquí; sólo quiero detenerme en la orientación hacia la gravedad que también le da a su estudio, para que se aprecie cómo ha sido una constante en los análisis que se han hecho sobre la identidad nacional. Él considera y busca explicar las formas de la fiesta y las expresiones de la alegría del mexicano. Reconoce que en México abundan las fiestas alegres y quiere entender cómo es que “un país tan triste como el nuestro tenga tantas y tan alegres fiestas”.5 Sin embargo, la propia lógica de su pensamiento lo lleva a la negación de tal alegría porque desde la raíz de sus reflexiones reconoce la sonrisa como máscara defensiva, ocultadora; la alegría la ha pensado como expresión de nuestras cohibiciones y asfixias internas; la fiesta, como la gran coartada para la fuga: “Y porque no nos atrevemos o no podemos enfrentarnos con nuestro ser, recurrimos a la Fiesta. Ella nos lanza al vacío, embriaguez que se quema a sí misma, disparo en el aire, fuego de artificio”.6 Desde esta perspectiva, es obvio que no puede reconocerse la existencia de una fiesta verdaderamente alegre. Octavio Paz recurre también a la comparación entre el mexicano y el ciudadano de Estados Unidos para tratar de entender y explicar mejor a   Ibid., p. 48 (el énfasis es del autor).   Octavio Paz, El laberinto de la soledad, Enrico Mario Santí (ed.), Cátedra, Madrid, 2001, p. 188. 6   Ibid., p. 189. 4 5

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aquél; casi como fatalidad, tiene que apelar a ideas muy hechas, sintéticas, apretadas, de dudosa comprobación, pero eficaces para llegar a establecer la caracterización que se propuso: “Ellos son crédulos, nosotros creyentes [...] Los mexicanos son desconfiados; ellos abiertos. Nosotros somos tristes y sarcásticos; ellos alegres y humorísticos”.7 Así, desperdigados a lo largo de todo el texto, se hallan los apuntes sobre la tristeza radical del mexicano. Es el heredero de una larga tradición de reflexiones, de intentos de acercamiento y explicación del ser de los mexicanos. Él recoge y reorganiza un cúmulo de aserciones vertidas en muy distintos contextos; les da coherencia poética, de ahí la dificultad para dialogar polémicamente con las ideas trabajadas en El laberinto de la soledad: guarda siempre distancia de la filosofía, de la sociología, del psicoanálisis, de la historia misma, a la vez que se compone a partir de los materiales aportados por dichas disciplinas; la enunciación se vierte desde la autoridad de la sola voz poética que ha llegado a la revelación; la exposición no pide ni admite una relación dialógica sino su pura aceptación empática. Es en estos términos como se han leído y adoptado sus sugerencias, de ahí que el ensayo se haya vuelto referencia inevitable para propios y extraños que buscan explicaciones sobre el carácter de los mexicanos. Puede apreciarse, si se siguen con atención estos tratados, más allá de las diferencias y las complejidades de cada uno, la unanimidad para valorar al pueblo mexicano como un pueblo esencialmente triste o melancólico, rayano en lo violento; sea por la influencia de la atmósfera, por haber desarrollado un complejo de inferioridad al haber llegado tarde al banquete de la historia, por la insuficiencia que nos da la accidentalidad de nuestra condición8 o por tratarse de un pueblo poco original, engendrado en la violencia. No puede dejar de sorprender, sin embargo, que algunos sí reconocieron rasgos de risa y de humor que han alcanzado a expresarse en la literatura; pero siempre ha habido una decidida valoración negativa de las manifestaciones provenientes de la esfera de la risa.9 Ibid., p. 159. Recuérdese que Emilio Uranga, en pugna con la propuesta de Samuel Ramos, no concibe al mexicano como inferior, sino que su condición está dada por la sensación de ser producto de un “accidente” —el mestizo es un accidente que le ocurrió al indio—, de ahí que éste viva en una oscilación constante entre la existencia y la nada, que se perciba como carente de algo, insuficiente, contingente, lo que lo lleva a la melancolía. 9   Es curioso cómo, a pesar de la resistencia de los críticos a reconocer la presencia de un espíritu juguetón o humorístico en las letras mexicanas, los cronistas suelen dar testimonios del sentido del humor e incluso de actitudes lúdicas que algunos personajes de la 7  8 

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Al final de cuentas, se termina por negar de raíz el humor al atribuirle el sentido destructivo de la burla malsana: desde el estudio pionero del psiquiatra Julio Guerrero, se dejó asentada la idea de que el perfil de la literatura nacional era resultado de un temperamento burlón, factor decisivo, según él, en la orientación del talento hacia la sátira y el sarcasmo;10 de ahí que nuestras letras se hayan centrado en retratar la miseria y la abyección de la gente de la calle. La literatura nacional ha sido vista, a lo largo del siglo xx, salvo, quizás, en las últimas décadas, como la más clara expresión de estos rasgos identificados como caracterizadores del pueblo mexicano. En la crítica siempre ha estado presente la idea de la melancolía como marca identitaria del ser mexicano y, consecuentemente, de su literatura. Así, por ejemplo, lo afirma en 1917 Luis G. Urbina: Y es de notar que si algo nos distingue principalmente de la literatura matriz [la española], es lo que, sin saberlo y sin quererlo, hemos puesto de indígena vida pública mexicana han manifestado en distintos momentos. Es proverbial el ingenio de Álvaro Obregón, por ejemplo, aunque no haya dejado constancia de esto en su texto Ocho mil kilómetros de campaña. Vale la pena recoger una anécdota sobre Antonio López de Santa Anna, un personaje infausto para la historia de México y objeto frecuente de numerosos ataques satíricos. El relato lo hace Félix Palavicini para ilustrar el espíritu juguetón que distinguía al presidente: “Se cuenta que se asomó a su Secretaría Particular y observó que su Secretario ocultaba algo dentro de una carpeta. Lo envió a un recado y se apresuró a enterarse del oculto papel. Era una carta que dirigía a Luzbel: ‘Muy querido Luzbel: estoy dispuesto a venderte mi alma por cincuenta mil pesos y Conchita Lombardo [tenía fama de ser la mujer más bella de México]. Espera tus órdenes tu amigo…’”. El Presidente escribió al pie de la carta: “Muy querido… Tu cochina alma es muy cara por cincuenta mil pesos, y en cuanto a Conchita Lombardo yo para mí la quisiera. Tu amigo el Diablo.” (Félix Palavicini, La estética de la tragedia mexicana, s. e., México, 1933, pp. 169-170). Sin embargo, todas las anécdotas que se pueden recopilar quedan como apuntes aislados y no constituyen vías de entrada posibles que hagan replantear las hipótesis sobre la tristeza esencial del mexicano. 10   Véanse especialmente las páginas 53 y 54 de su estudio ya citado. Ahora bien, no debe dejar de reconocerse que la historia de estos juicios viene de muy atrás. Por ejemplo, José Zorrilla, el admirado poeta español que vivió algunos años en México, cuando se marcha del país y dolido por el fracaso del imperio de Maximiliano, escribe El drama del alma, una de las diatribas en verso más feroces que haya recibido alguna vez el pueblo mexicano. Ahí desliza algunas apreciaciones acerca del temperamento burlón, negativo: “ [...] los mejicanos tienen muchísimo talento: y yo te añado que tienen muchísimos talentos; uno de los cuales es el de buscar y hallar el lado flaco o ridículo a todo lo grande, bello o sublime que va de Europa, o que puede hacerles sombra. Este es un gran sistema: con un cuentecito, o una cancioncilla o un dicharacho ingeniosísimos, apagan ante los ojos del vulgo la más luminosa reputación, antes de que tenga tiempo de admirar su brillantez.” (José Zorrilla, El drama del alma. Algo sobre Méjico y Maximiliano. Poesía en dos partes, con notas en prosa y comentarios de un loco, Burgos, 1867, p. 247).

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en nuestro verso, en nuestra prosa, en nuestra voz, en nuestra casa, en nuestra música: la melancolía.11

La melancolía, según expone el poeta viene de nuestro pasado indígena, pero en gran medida se la debemos o por lo menos está en consonancia con los tonos que nos brinda la naturaleza, la de la Mesa Central; ya que durante mucho tiempo la literatura nacional ha sido la literatura escrita y reconocida en la capital del país. Pedro Henríquez Ureña, combatiendo el prejuicio extendido en América Latina y en el extranjero de que nuestra literatura es exuberante porque exuberante es la naturaleza, no puede evitar rendir tributo al pensamiento de la época y, a pesar suyo, asume la lógica de quienes han derivado rasgos literarios de la naturaleza donde se gesta; para combatir el prejuicio de la exuberancia debida a la influencia tropical, afirma: No es de esperar que la serenidad y las suaves temperaturas de las altiplanicies y de las vertientes favorezcan “temperamentos ardorosos” o “imaginaciones volcánicas”. Así se ve que el carácter dominante en la literatura mexicana es de discreción, de melancolía, de tonalidad gris (recórrase la serie de los poetas desde el fraile Navarrete hasta González Martínez), y en ella nunca prosperó la tendencia a la exaltación, ni aun en las épocas de influencia de Hugo, sino en personajes aislados, como Díaz Mirón, hijo de la costa cálida, de la tierra baja.12

Estas consideraciones, escritas en 1925, evidentemente no se quedan en un mero apunte accidental. La sagacidad de Pedro Henríquez Ureña le permite ir más allá, hacia el problema del desarrollo de la cultura en cada nación hispanoamericana. Sin embargo, sí se puede apreciar la convicción que anidaba en su pensamiento sobre el carácter melancólico de la literatura mexicana, pues ya desde 1913 dejó apuntadas las siguientes ideas que, de modos diversos, habrían de fundar escuela y se irían parafraseando:13   Luis G. Urbina, La vida literaria de México, Porrúa, México, 3ª ed., 1986, p. 14.   Pedro Henríquez Ureña, “Caminos de nuestra historia literaria”, en Ensayos, José Luis Abellán y Ana María Barrenechea (eds.), conaculta, México, 1998 (Col. Archivos), pp. 252-253. 13   Vuelvo a Luis G. Urbina en sus famosas conferencias en Buenos Aires, donde apuntaba: “Mirando los campos de la Mesa Central, de un gris dorado y salpicado por los verdes florones de púas del agave, y las matas de apretados discos de obsidiana, de las nopaleras; mirando nuestras largas llanuras inflamadas por el crepúsculo de la tarde, y nuestras montañas borrando su violeta pálido en el horizonte, sentimos que en nuestro pecho se remueven oscuras añoranzas y vagas inquietudes, y, entonces, 11

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Como los paisajes de la altiplanicie de la Nueva España, recortados y aguzados por la tenuidad del aire, aridecidos por la sequedad y el frío, se cubren, bajo los cielos de azul pálido, de tonos grises y amarillentos, así la poesía mexicana parece pedirles su tonalidad. La discreción, la sobria mesura, el sentimiento melancólico, crepuscular y otoñal, van concordes con este otoño perpetuo de las alturas, bien distinto de la eterna primavera fecunda de las tierras tórridas, otoño de temperaturas discretas, que jamás ofenden, de crepúsculos suaves y de noches serenas.14

Octavio Paz se detiene a hacer una reflexión acerca de estas afirmaciones que se han ido repitiendo de pluma en pluma como verdades comprobadas. Polemiza con las ideas aludidas e intenta demostrar la diversidad de tonos que ha tomado la poesía mexicana y para ello elige algunos poetas representativos de las distintas horas del día; por ejemplo, la hora de Salvador Díaz Mirón sería el mediodía —aunque afirme que su mejor poema es un nocturno—; Manuel José Othón es crepuscular, Carlos Pellicer es el poeta de la mañana, Javier Villaurrutia sería el poeta nocturno.15 Con la propuesta de Octavio Paz se salva la diversidad de tonos y coloraciones que ha tenido la poesía mexicana, pero esencialmente sigue figurando en su valoración un predominio de lo trágico, de lo doloroso, sobre la alegría celebratoria; pues parece inevitable que en el mismo artículo vuelva a la idea de la nostalgia, la melancolía, la angustia, como los rasgos caracterizadores de estos poetas. Entonces, a veces la raza, a veces la naturaleza, frecuentemente unidas, son los principales elementos que han sido útiles para definir una identidad nacional y su expresión artística. Las coordenadas han estado muy claras para concluir una valoración casi unánime sobre el alma mexicana: es triste y melancólica. En consecuencia, el arte verbal que responde a la gravedad, a la melancolía, es el único que ha podido ser considerado digno representante de un pueblo con esas características. Desde tal perspectiva, el humor y la risa no son más que desviaciones aberrantes de un destino claramente trazado por la herencia sanguínea, y marcado por el entorno donde ha crecido. De esta suerte, resulta que la risa de los mexicanos no puede entenderse sino como una violencia que se hace a lo definitorio de su ser, de ahí que suela asociarse risa con nos sentimos impregnados de la hierática melancolía de nuestros padres los colhuas.” (op. cit., p. 14). 14   Pedro Henríquez Ureña, “Don Juan Ruiz de Alarcón”, en op. cit., pp. 235-236. 15   Octavio Paz, “Émula de la llama”, en Obras completas. Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano, t. 4, Círculo de Lectores/fce, México, 2ª ed., 1994, pp. 53-59.

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gesto sombrío, burla, sarcasmo. Es como si la risa del mexicano estuviera preñada de oscuridad; no parece haber en esta nación lugar para la alegría o para la jovialidad. La risa es, así, una rasgadura en la dura máscara del diario vivir. No es extraño, pues, que casi no se haya prestado atención a las manifestaciones artísticas del humor en una cultura en la que muchos de sus intelectuales decidieron cerrar esa ventana porque estaba condenada de antemano. Si había humor en el arte mexicano, éste tenía que ser agresivo, gris, mordiente, burlón. Lo más cercano a la risa que ha podido entrar al canon literario es la sátira, género, de entre todos, el menos festivo, el menos solidario por su decidida vocación moralista, por la posición de superioridad que adopta el escritor satírico. Es literatura que ríe para cumplir con su misión magisterial, de catequismo. A los contundentes trazos con los que críticos e historiadores han desdibujado el perfil complejo y heterogéneo de la cultura mexicana, unificándola y acallándole la diversidad, se une, por supuesto, la larguísima tradición occidental de desdén y desautorización de la risa en la vida y en el arte. Lo cómico no parece haber tenido nunca los mismos derechos que han tenido las manifestaciones trágicas, las líricas, las épicas e incluso las emanadas de la lógica. Lo cómico ha debido permanecer en los márgenes de la cultura culta, porque reírse no ha sido ni muy serio ni muy estético. Pese a lo anterior, queda claro que no hay razones para seguir ignorando la dimensión estética de la risa. Ahora bien, ¿cómo procedemos en la tarea de reubicar la risa en el plano de lo artístico o de lo literario en particular? ¿Podríamos hablar de géneros propiamente cómicos o humorísticos o rientes? ¿Serán la comedia, la farsa, la sátira, los géneros donde vive con mayor plenitud la risa artística? ¿Qué género literario le es connatural? Tal vez sea posible apreciar de primer vistazo que no pueden ir por el deslinde genérico las respuestas que ayuden a formular con precisión el fenómeno. Si bien hay géneros que de entrada se inclinan hacia tonos sombríos o graves, donde no parece haber lugar para la risa, casi todos han admitido las modulaciones humorísticas; de ahí que no sea muy fructífero entrar a estudiar este problema desde el punto de vista del género, porque, en el mejor de los casos, obtendríamos respuestas muy parciales. Por otra parte, es preciso tener en consideración que no es inmediatamente comprensible la noción de risa como categoría estética: no puede ser asimilada sin más a lo cómico, a lo humorístico o a lo terrible. En otras palabras, la risa no equivale a lo alegre, a lo chistoso; pero tampoco 30

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se resuelve nada con asociarla en abstracto a lo satánico, a la pérdida de Dios, a la antigua caída, a la pena; y una última negación: la risa tampoco puede ser disminuida al grado de ubicarla entre los tropos literarios, al lado del símil, del oxímoron y demás. Recuperemos la idea de la risa como un fenómeno multifacético, complejo, ligado a la heteroglosia, con una infinita capacidad de transmutación de voces y acentos. Detrás de la risa puede acechar la garra del llanto, puede estar la alegre burla del que desenmascara verdades oficiales, la ironía mordaz. La risa no enciende hogueras, decía Mijaíl Bajtín, no crea dogmas; sin embargo, replica S. Averintsev, en seria polémica con la versión parcial de la risa, que “[...] cuando una hoguera ya aparece edificada, a su lado no pocas veces suena la risa, formando parte del plan inquisitorial”.16 Si la risa es solidaria y liberadora, también es cierto que puede ser un arma para sembrar el terror y la violencia; S. Averintsev añade que existe, “la risa cínica, la risa grosera, en cuyo acto el riente se despoja de la vergüenza, de la piedad, de la conciencia”.17 Por tanto, no puede tratarse el fenómeno de la risa como un puro problema de valoración moral, ni mucho menos puede ser reducido a una sola dirección ética. Si volvemos al punto de vista estético, encontramos que la risa resulta muy interesante en la medida en que es una de las formas privilegiadas para introducir en el arte verbal la ambigüedad, la pugna, la inestabilidad en las certezas, para penetrar en las voces asentadas, reorientando los sentidos pretendidamente unívocos. La risa abre las puertas a la duda, puede funcionar como un eco distorsionador de lo que tiene valor único y lineal y es, sobre todo, una increíble fuente productora de imágenes artísticas que han sido sumamente fecundas en la historia literaria. Ahora regresemos a la particularidad de nuestra propia historia literaria y de lo que puede ofrecernos la risa en tanto categoría estética, para entender el proceso de construcción de una serie de vertientes y facetas de la tradición literaria, no siempre atendidas en nuestro medio. Para ello debo aclarar que no me interesa una sola de las posibles valoraciones éticas que pueda tener la risa, ni quiero analizarla como su manifestación en un determinado tropo literario; más bien quiero verla a partir de la capacidad que tiene para estructurar lenguajes artísticos; es necesario estudiarla en cuanto fuerza que ha empujado el desarrollo 16   S. Averintsev, “Bajtín, la risa, la cultura cristiana”, en AA.VV., En torno a la cultura popular de la risa, Tatiana Bubnova (ed.), Anthropos/Fundación Cultural Eduardo Cohen, México, 2002, p. 25. 17   Ibid., p. 21.

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y la transformación de los géneros literarios; y me interesa especialmente en ese aspecto que la revela como uno de los vínculos privilegiados de la cultura letrada con la oralidad y, en esta medida, como factor decisivo en las orientaciones que le ha dado a nuestra historia literaria. Lo primero que puede observarse es que la risa ha posibilitado la creación de géneros híbridos, de carácter ambivalente, que han permanecido en los márgenes de la cultura porque han guardado en su raíz la naturaleza oral, popular. No obstante la condición de marginalidad, su presencia en la vida de México ha sido muy importante, aunque no se les haya considerado como dignos de ser estudiados, de aparecer en las antologías y los manuales de enseñanza de literatura. Me refiero, por ejemplo, a los multiformes géneros paródicos que ingenios anónimos han hecho de poemas cultos, de mitos nacionales. En cantares colectivos, el devoto pueblo mexicano se ha reído de las cosas santas; ha celebrado jocosamente el placer de la carne; ha exaltado la bebida y ha enfrentado el ineludible hecho de la muerte, siempre inminente, siempre amenazante.18 Si bien gran parte de esta vida cultural de México ha permanecido intocada, invisible para críticos literarios y para algunos escritores, no por ello ha sido menos importante y trascendente en la conformación de nuestro ser nacional; ha sido fundamental para entender las diferencias en el proceso de construcción de nuestra tradición literaria culta. Los escritores han debido hacer referencia al vasto mundo de la vida popular y sus manifestaciones orales, aunque sea para negarlo, para satirizarlo, zaherir la vulgaridad, el mal gusto, con el fin de elevar el nivel cultural del pueblo analfabeta. Pero en algunos casos, se ha usado como base, como fuente, invisible a veces, pero ahí latente, para construir una literatura dinámica, vital, que ha renovado las posibilidades expresivas de los géneros fijos y canonizados. En las raíces populares, de carácter oral, de donde se ha alimentado la vida literaria, suele encontrarse el eco de la risa que también ha sido incorporada a las páginas de los libros. De ahí que resulte urgente la tarea de revisar los modos de relación entre cultura oral y literatura culta, lo que de inmediato también nos conecta con la propia noción de popular y pueblo. Me parece que es una manera legítima de continuar con la labor de dibujar los perfiles de la literatura nacional. Aunque se trata de un trabajo arduo y dilatado, imposible de agotar, es preciso darle principio de alguna manera.   Una aportación para conocer esta faceta de la vida cultural del siglo xviii se halla en el libro de Pablo González Casanova, La literatura perseguida en la crisis de la Colonia, sep, México, 1986. 18

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Oralidad y escritura. Lo popular y lo culto Las relaciones entre oralidad y escritura pueden enfocarse, por lo menos, desde dos ángulos distintos, aunque complementarios. Por un lado, es posible rastrear las huellas que los autores dejaron en sus obras, sobre su interés por alcanzar una difusión oral de lo que escribían. Esta voluntad daría a los textos “una especial organización del pensamiento y de la expresión”, como lo estudió Margit Frenk para el caso de la literatura de los siglos de oro, pues como apunta: “el autor que prevee [sic] una recitación o una lectura en voz alta de su textos frente a un grupo de oyentes escribe de manera diferente de aquel que escribe anticipando una lectura silenciosa y solitaria”.19 Por otro lado, se podría enfocar el estudio en el influjo de las formas orales, de carácter popular, que son recreadas, reelaboradas y estilizadas en textos cultos, dentro de géneros canónicos, lo que les da una nueva dimensión artística. Pienso en ese tipo de trabajo con la oralidad que no se queda en el mero oficio de ficcionalizar hablas populares, jergas sociales, ni mucho menos reproducir por escrito los rasgos fonéticos de un hablar inculto o rural, sino que implica la incorporación de visiones de mundo particulares, conciencias específicas con vida propia. Prácticamente ninguno de estos dos posibles grandes caminos de análisis han sido transitados por la labor crítica, salvo en ocasiones aisladas, para algunos textos. La importancia que tiene la oralidad para entender las formas de vida de la literatura en México es muy alta y no puede ser desatendida, por el solo hecho de que el arte verbal escrito ha tenido que crecer y desarrollarse en un medio históricamente dominado por el analfabetismo y porque, en esa medida, la oralidad ha constituido uno de los principales medios de comunicación y de recreación de la cultura. Pero también porque es palpable cómo las formas orales llevan a los textos escritos sus modos particulares de estetizar el mundo, de organizar los relatos y de darle sentido a lo contado; debido a que en la oralidad los escritores han encontrado soluciones artísticas, algunas de las cuales tienen estrecha relación con la risa, como veremos. En otras palabras, los que han detentado la escritura han tenido que relacionarse, para bien o para mal, con ese vasto mundo construido desde la oralidad. Como se verá, la relación no siempre ha sido tersa, más bien se trata de una historia 19   Margit Frenk, Entre la voz y el silencio, Biblioteca de Estudios Cervantinos, Alcalá de Henares, 1997, p. 14.

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plagada de malos entendidos y complicadas pugnas, pero también sumamente rica. De la ancestral distancia entre alta y baja cultura en México dan cuenta las diversas referencias que se pueden hallar en cartas, artículos periodísticos y en los propios textos literarios del siglo xix: abundan las observaciones sobre la casi total ausencia de hábitos de lectura. Véase, por ejemplo, lo que anotaba en una de sus cartas la Marquesa Calderón de la Barca entre 1839 y 1842: Hablando, pues, en tesis general os diré que las señoras y señoritas mejicanas escriben, leen, tocan un poco, cosen y cuidan de sus hijos. —Cuando afirmo que leen, quiero decir que saben leer, y cuando aseguro que escriben no respondo que lo hagan con buena ortografía [...] No creo que haya más de media docena de mujeres casadas y otra media docena de muchachas mayores de catorce años, que lean un libro completo en el año, con excepción del de misa.20

Tales apreciaciones suenan bastante razonables si comparamos los datos arrojados por el primer censo de la República, realizado en 1895: sólo 14% de la población sabía leer y escribir, y de este total, hasta donde se ha podido identificar el género, 17% eran hombres y 11% eran mujeres.21 Así, tenemos que, a fines del siglo xix, 86% de la población del país era analfabeta; cifra que, sin duda, debe de ser todavía más alta conforme recorremos los años hacia atrás; por tanto, el número de lectores tenía que ser muy limitado. Habría que considerar todavía un dato más que abona esta hipótesis: en el censo de 1910 se revela que 71% de la población total de México era rural,22 a donde difícilmente llegaban los impresos de cualquier índole, por los altos costos, el mal estado de las carreteras y porque, en suma, la distribución de libros y periódicos no podía resultar un negocio muy rentable. Si del lado de las cifras encontramos tan apabullante realidad, del lado del mundo ilustrado es otra la situación, lo que puede apreciarse de entrada en un tema que apasionaba singularmente a los intelectuales del momento y que les mereció inusual atención: el tema de la influencia perniciosa que se derivaba de la ilimitada libertad de imprenta y de la libre circulación   Marquesa Calderón de la Barca, La vida en México, trad. Enrique Martínez Sobral, t. i, México, Editorial Hispano-Mexicana, 1945, pp. 340-342. 21   Mílada Bazant, “Lecturas del porfiriato”, en Historia de la lectura en México, colmex, México, 2ª ed., 1997, p. 206. 22   Ibid., p. 94. 20

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de novelones en una población poco educada, en particular tratándose de las mujeres. Así opinaba Manuel Payno, por ejemplo: Una mujer que lee indistintamente toda clase de escritos, cae forzosamente en el crimen o en el ridículo. De ambos abismos sólo la mano de Dios puede sacarla [...] Mujer que lee las Ruinas de Volney, es temible. La que constantemente tiene en su costurero a la Julia de Rousseau y a Eloísa y Abelardo, es desgraciada. Entre la lectura de las Ruinas de Volney y la de Julia, es preferible la de novenas.23

No deja de ser significativo, pues, que los directores de la vida nacional, los pocos ilustrados, gastaran energías defendiendo la necesidad de controlar las lecturas nocivas, cuando el problema verdadero parece ser el de la falta de lectores. Esto nos puede hablar de una sorprendente inconsciencia acerca de las condiciones reales del nivel cultural de la nación o de una plena certeza de que a pesar de todo se leía, tal vez a través de la oralización más o menos pública de los textos escritos. Todo parece indicar que hay manifestaciones de ambas posiciones entre escritores, críticos e historiadores, tanto contemporáneos a aquellas épocas como posteriores: algunos han dejado constancia de que se formaron en el núcleo familiar con lecturas orales; otros estudiosos atienden el fenómeno de la existencia de bibliotecas privadas bien surtidas.24 Lo que es un hecho es que los intelectuales del momento tenían una fe casi ciega en los poderes de los textos escritos sobre las almas. Por un lado, como vimos, se preocupaban por la influencia nociva de lo que ellos consideraban lecturas insidiosas, pero, por otro, no dudaban de las bondades educadoras y, por tanto, transformadoras de textos escrupulosos y bien intencionados. Si no, cómo se podría explicar la profusa edición de revistas literarias y científicas, calendarios dirigidos a señoritas pero también a artesanos y campesinos, o la constante organización de tertulias; cómo entender la dedicación casi de apóstol de un escritor 23   Cit. por Anne Staples, “La lectura y los lectores en los primeros años de vida independiente”, en Historia de la lectura en México, colmex, México, 2ª ed., 1997, p. 106. 24   Por ejemplo, John E. Kicza afirma que en el siglo xviii en el rango social elevado había un importante número de mujeres que sabía leer y escribir, aunque no dice qué es un “número importante” ni aporta más datos que el de la existencia de surtidas bibliotecas privadas [“Familias empresariales y su entorno, 1750-1850”, en Historia de la vida cotidiana en México IV, Anne Staples (coord.), colmex/fce, México, 2005, pp. 147-172]. Guillermo Prieto, actor político y cultural del siglo xix, deja explícita constancia en Memorias de mis tiempos de la costumbre familiar de recitar versos y de leer en voz alta diversos textos literarios (citado en el mismo artículo, p. 164).

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como José Joaquín Fernández de Lizardi, que amén de sus muchos esfuerzos por mantener sus publicaciones periódicas, se volcaba en la escritura de dilatados tratados novelísticos de, por ejemplo, cómo educar a las mujeres. Sin embargo, tampoco hay que perderse en un optimismo desbordado, sin asideros en la realidad: la mayoría de los impresos tuvo una vida efímera y es común encontrar, en los escasos números aparecidos, los anuncios de despedida por falta de lectores. El propio José Joaquín Fernández de Lizardi dejó consignadas sus constantes tribulaciones por falta de lo elemental para hacer sobrevivir sus empresas periodísticas. Los pocos que sí lograban mantener por una buena temporada sus publicaciones, vivían, en gran medida, gracias a los pedidos del Estado mexicano. Tampoco es posible olvidar que los tirajes de folletos y periódicos, durante el siglo xix, pocas veces alcanzaba el número de 500, más bien oscilaban entre 300 y 200. Pero dejemos hasta aquí el recuento y las consideraciones acerca del nivel de alfabetismo de la población en el siglo xix, pues ha quedado, me parece, suficientemente claro que existía una honda división en la sociedad mexicana entre pueblo analfabeta, sin acceso a ningún tipo de educación escolar, que conformaba la mayoría de la población; y la clase ilustrada, las minorías, que tenían una estrecha relación con la cultura escrita, que leían y se preocupaban por los modos más factibles de hacer llegar la educación y el arte a esas grandes masas de marginados. La estratificación cultural genera, naturalmente, la existencia de por lo menos dos lenguajes diferenciados y con mucha frecuencia en pugna: el habla de las clases populares y el de los sectores ilustrados. Volvamos, sin olvidar los datos anteriores, al problema de las relaciones entre la vida oral y la escrita o, si se quiere, a la difícil convivencia entre hablas populares y cultas, no porque lo oral equivalga sin más a popular, sino porque en la concepción de muchos escritores mexicanos se han traslapado, con pasmosa insistencia, ambos conceptos. Las formas en las que se piense la ubicación, la significación y el sentido de la llamada cultura popular, sin duda son históricas y siempre han sido determinantes en la generación y en el consumo de cultura, alta o baja, letrada u oral. Peter Burke sintetiza muy nítidamente lo que solía ser el pueblo para los intelectuales europeos de fines del siglo xviii y principios del xix, quienes descubrieron y recopilaron canciones y leyendas:

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El pueblo era natural, sencillo, iletrado, instintivo, irracional, anclado en la tradición y en la propia tierra, y carente de cualquier sentido de individualidad (lo individual se había perdido en lo colectivo). Para algunos intelectuales, especialmente a finales del siglo xviii, el pueblo era interesante desde el punto de vista de lo exótico. En contraste con esto, a comienzos del siglo xix existió un culto al pueblo con el que se identificaron los intelectuales y al que trataron de imitar.25

La herencia de estas visiones es palpable en diversos momentos de la vida académica y letrada de América Latina. Pero también se ha destacado en nuestra historia una franca hostilidad hacia todo lo que huela a pueblo por parte de amplios grupos que, en distintos momentos, han detentado el poder de la letra. Evidentemente, en la idea brumosa de pueblo entra siempre un dejo de racismo, en el rechazo se exhala un inconfundible aire clasista: lo popular es lo pobre, lo bajo, lo rudo, lo vulgar, el mal gusto, la incorrección, lo que equivale a indios, campesinos, pastores, pescadores, trabajadores manuales, etcétera. Hay, sin duda, muchas huellas de esta actitud entre los escritores hispanoamericanos, que van desde la deliberada sordera a las inflexiones, tonos y acentos de las voces populares; de tal forma que expulsan de sus textos cualquier eco considerado popular, hasta escritores y críticos que abiertamente zahieren a quien ha dejado entrar algún rasgo inculto en su escritura. Casi todos los historiadores de la literatura hispanoamericana reconocen que el habla popular entra a la literatura en el siglo xix. A veces apuntan géneros específicos en los que se dio preferentemente este fenómeno, como la tradición; en otros casos se observa que las hablas populares siempre han hallado cabida en la literatura del mundo hispánico, pero no reciben carta de aceptación hasta el movimiento cultural provocado por las revoluciones independentistas. Así lo valora, por ejemplo Ángel Rosenblat: “La lengua hablada de las ciudades y de los campos entraba en ella [la literatura costumbrista], sobre todo como nota pintoresca, graciosa, humorística”.26 La historia de las relaciones entre cultura oral y cultura literaria en México, entonces, es muy compleja y contradictoria, pues de un lado ha habido un abierto rechazo a conformar la literatura nacional incorporando las hablas regionales, la incorrección lingüística de amplios sectores de la población; de otro, ha obligado a hacer también un llama25   Peter Burke, La cultura popular en la Europa moderna, trad. Antonio Feros, Alianza, Madrid, 2001, p. 43. 26   Ángel Rosenblat, Lengua literaria y lengua popular en América, ucv, Caracas, 1969, p. 51.

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do para crear finalmente una literatura adecuada al entorno geográfico y cultural, que cuente los azares, las desventuras y las heroicidades de la nación. Dicho llamado, sin embargo, ha sido con mucha frecuencia ambiguo, poco claro en lo que se refiere al cómo y al para qué incorporar las hablas populares en el arte verbal. Sin pretender entrar en detalles de esta complicada red de concepciones culturales y artísticas, propongo echar una ojeada a algunos momentos significativos, para que alcancen a apreciarse los términos de la polémica y algunas de sus implicaciones para el desarrollo de nuestra literatura nacional. Vale la pena evocar aquí un testimonio de José Joaquín Fernández de Lizardi, porque su caso es especialmente interesante, dada la importancia que tiene su figura en la historia literaria nacional y porque en ciertos momentos deja oír los ecos del debate sobre este problema. Él llegó a incorporar en sus textos de ficción, juguetonamente, las críticas severas que podría estar recibiendo por su decisión de dejar contaminar su escritura por las formas populares. Así, en su híbrido trabajo sobre la sátira, “Los paseos de la verdad”, juega a que sale a pasear por la ciudad de la mano de la Verdad, ve lo que la gente hace y escucha lo que se dice sobre su escritura; en un momento oye a uno de los lectores despedazando su estilo, justo por su vulgaridad y transcribe el juicio: No he visto en mi vida papeles más insulsos. Nada dice que no esté dicho, y fuera de esto, su estilo es un estilo de bodegón. Metáforas, alegorías, tropos, bellezas, flores de elegancia, ni las conoce. Erudición selecta ni la ha visto. Noticias exquisitas no las tiene. Términos castizos, exóticos y retumbantes ni los sabe [...] Lo único que tiene es lo que más enfada, y es aquel estilo faceto, truhán y chocarrero con que sin tener sal quiere las más veces arrancar la risa a sus miserables lectores.27

Con lo cual se revela a las claras que esto debía ser uno de los temas que se debatieron, al menos en los círculos alfabetizados. Varios años después, Luis de la Rosa, por ejemplo, se mostraba desdeñoso de la novela que incorporara en su seno, ya no sólo hablas populares, sino asuntos de las clases bajas: La novela puede degenerar hasta llegar a ser un cuento insulso y frívolo, sin interés, sin ilusión, sin gracia, sin filosofía y, lo que es peor todavía, sin moralidad o positivamente impúdico. Se incurre comúnmente en esta última fal27   José Joaquín Fernández de Lizardi, “Los paseos de la verdad”, en El pensador mexicano, Agustín Yáñez (est., pról., selec. y notas), unam, México, 1954, pp. 98-99.

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ta, cuando el argumento de la novela se toma de las costumbres de las clases ínfimas, en las que, por lo común, no hay pasiones sino vicios. En esa especie de novelas no puede haber ese bello y doloroso combate entre la religión y la naturaleza, entre la razón y las pasiones, entre la conciencia y los instintos extraviados [...].28

Las opiniones de Luis de la Rosa, sin embargo, no son un caso aislado en México. Es común encontrar, en casi todas las reflexiones de intelectuales y poetas, el llamado a construir una literatura nacional pero de carácter elevado, que corrija, que tenga un fin moral, para lo cual había que limpiar de impurezas y vulgarismos la propia expresión. En el espectro de la literatura decimonónica, sin ninguna duda, destaca la figura ejemplar de Ignacio Manuel Altamirano, en sus afanes por aconsejar a los noveles escritores que volvieran los ojos hacia temas nacionales, que no ubiquen más las historias en Francia o Palestina. Sin embargo, en una carta que envía a una “poetisa” anónima que, al parecer le ha pedido su opinión, le hace la recomendación de atender los asuntos patrios en sus creaciones, pero no incluye el consejo de abrir sus oídos a los cantos populares, a los acentos de las hablas del país.29 Todavía quisiera dar un testimonio más explícito de la actitud hostil hacia la manifestación lingüística de lo popular en la literatura: el poeta y crítico Luis G. Urbina apunta en su valoración de la obra del poeta dieciochesco fray Manuel Martínez de Navarrete: Con relativa insistencia se deslizan los regionalismos en la dicción poética; y, por hacerse más familiar, más íntimo, recurre a muy vulgares locuciones mexicanas. Uno de sus pruritos es el de abusar del diminutivo, el de aplicarlo impropiamente, como suele hacer nuestro pueblo”.30

Creo que los ejemplos referidos hasta aquí son suficientes para hacernos una idea de la decidida posición purista que asumieron muchos intelectuales. Pero también vale para el caso específico mexicano, la apreciación que hacía Ángel Rosenblat sobre América del Sur:   Luis de la Rosa, “Utilidad de la literatura en México”, en La misión del escritor. Ensayos mexicanos del siglo xix, Jorge Ruedas de la Serna (comp.), unam, México, 1996, p. 93. 29   Ignacio Manuel Altamirano, “Carta a una poetisa”, Jorve Ruedas de la Serna, op. cit., pp. 231-250. 30  Urbina, op. cit., p. 37. 28

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No parece que ese purismo haya sido muy fructífero, y es posible que haya sido más bien dañino. Con él o sin él, el habla rústica, el habla vulgar han llegado honrosamente a la literatura y le han comunicado su savia.31

La aspiración purista y castiza ha sido la actitud dominante entre los intelectuales; sin embargo y felizmente, la realización literaria ha sido mucho más diversa y polimorfa, como veremos. Si bien, como apuntaba antes, los modos de relación entre cultura escrita y oral no han sido transparentes, tampoco lo han sido las fronteras entre esfera popular y culta, pero menos aún las formas y el sentido de la apropiación de una por la otra. Por dar una idea de esta complejidad, sólo menciono ahora el caso de intelectuales y escritores que han asimilado sin más cultura popular a cultura de los vencidos; por tanto, la apropiación formal de los rasgos lingüísticos del pueblo busca expresar de modo directo el destino de un pueblo derrotado de antemano. La lengua es la muestra palmaria de la carencia de futuro. De ahí la ingente escritura de textos hondamente pesimistas, que recurren a la ficcionalización de hablas rurales, incluso indígenas, para exhibir la injusticia, la ignorancia, el atraso, el oprobio en el que viven comunidades enteras. Piénsese en muchas de las novelas del ciclo de la revolución o en los cuentos de El diosero de Francisco Rojas González o el caso concreto de El resplandor de Mauricio Magdaleno, con sus indios tristes, humillados, sin ninguna posibilidad de redención. Si el narrador, siempre letrado y ajeno al mundo fabulado, accede a darles la voz a los indios es para hacer más patente lo inviable de su causa: “—¡Echa tus ojitos para acá, Diosito!— gemían las viejas, coligiendo el tremendo final de la inanición y con las crías famélicas prendidas en los pechos”.32 Esta veta viene desde el siglo xix, si es que no hunde sus raíces en tiempos más remotos. Pero pensemos ahora en otro tipo de huellas que la oralidad popular ha dejado en la escritura de muchas obras de la literatura mexicana. Digo otro tipo porque la presencia de lo oral en algunas narraciones no consiste en la reproducción fonética de hablas regionales, sino que implica un horizonte particular, la voz es visión de mundo, lo que le ha dado nuevos perfiles a la escritura. El trabajo de estilización de la oralidad ha renovado las posibilidades expresivas de los géneros fijos y canonizados. Algunos textos escritos desde hace siglos han conformado una verdadera vertiente que hunde sus raíces en los albores del surgimien  Rosenblat, op. cit., p. 86.   Mauricio Magdaleno, El resplandor, Diana, México, 1986, p. 241.

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to de Hispanoamérica: pienso, por ejemplo, en la obra de Bernal Díaz del Castillo. Si Hernán Cortés levantó tonos graves y solemnes en sus Cartas de relación para justificar, legitimar sus acciones y erigirse como héroe indiscutible; Bernal Díaz del Castillo ofrece una visión inevitablemente polémica con el primero y —lo que ahora me interesa resaltar— en su reconstrucción histórica, postulada como verdadera, escuchamos el eco de un habla popular en el que va encubierta una risa que apenas se alcanza a oir: Oí decir que le solían guisar carnes de muchachos de poca edad [a Moctezuma] y, como tenía tantas diversidades de guisados y de tantas cosas, no lo echábamos de ver si era carne humana o de otras cosas, porque cotidianamente le guisaban gallinas, gallos de papada, faisanes, perdices de la tierra, codornices, patos mansos y bravos, venado, puerco de la tierra, pajaritos de caña, y palomas y liebres y conejos, y muchas maneras de aves y cosas que se crían en esta tierra, que son tantas que no acabaré de nombrar tan presto. Y así no miramos en ello; mas sé que ciertamente desde que nuestro capitán le reprendía el sacrificio y comer de carne humana, que desde entonces mandó que no le guisaran tal manjar.33

Obsérvese cómo ya desde los orígenes literarios hispanoamericanos la voz popular, el murmullo social, se va fundiendo con los afanes de dar cuenta, de reconstruir y de recrear una verdad. Ya están aquí los atisbos de un hablar en varias voces, donde entran los acentos orales y la visión humorística de los hechos. La risa no suena aquí abiertamente, pero puede apreciarse el gesto malicioso, casi de sonrisa con el que Bernal Díaz del Castillo está construyendo la imagen del “Gran Moctezuma”. Tal actitud hacia la verdad, hacia la historia y tal elección narrativa marcará caminos al desarrollo de la escritura literaria y es esto lo que hace falta indagar: cómo se van conformando dichas voces, cómo se suele cruzar en la enunciación culta, escrita, el acento y la visión de lo oral y cómo es esta forma de articular la enunciación, en una sonrisa apenas aflorada, la que va contribuyendo a abrir posibilidades expresivas para la narración, imágenes artísticas novedosas. Bernal Díaz del Castillo forjó un modo de penetración en la realidad histórica, que fue fermentando como posibilidad expresiva y que muchos años después pudo alcanzar concreción artística en la elaboración de los lenguajes poéticos de Juan José Arreola, de Juan Rulfo o de Fernando del Paso, preñados de acentos y voces populares. 33   Bernal Díaz del Castillo, Historia verdadera de la conquista de la Nueva España, Porrúa, México, 1998, p. 166.

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No es mi intención postular que la relación entre el desarrollo posterior de la literatura mexicana y los textos del pasado sea mecánica, inmediata. Lo que me interesa es reconocer las formas composicionales que se van sedimentando en la cultura, en la tradición literaria y que van dejando su impronta en la conformación de los discursos artísticos, en tanto que se van constituyendo como opciones narrativas, opciones para crear imágenes artísticas. Aquí podemos volver a aludir al caso de José Joaquín Fernández de Lizardi porque en él puede hallarse muy claramente la simiente del modo de estructurar una novela incorporando voces, giros de los bajos fondos, de la plebe de la ciudad de México. De entre sus lectores destaca Agustín Yáñez, quien valoró precisamente las puertas que su escritura “incorrecta” abría para futuros pulimentos: [...] sobre todo, rompe el camino y da la pauta a la literatura mexicana que otros habrán de pulir; lleva a la imprenta la genuina expresión del pueblo, descubriendo sus grandes posibilidades artísticas; crea el tono que diferenciará, ya para siempre, lo nacional mexicano.34

Asistimos, así, al nacimiento de un modo especial de poner en relación escritura y acentos orales en los que anida una perspectiva distinta de la oficial. La actitud creativa con la que se forjan muchos textos a lo largo de la historia literaria y que forman una vertiente particular —a la que no me atrevo todavía a ponerle nombre— es la apuesta por la multivocidad, porque niega que haya un solo modo correcto de hablar el español: no ha desconocido la heterogeneidad. Muchos textos que formarían parte de tal vertiente se han alimentado de la imaginación que hunde sus raíces en la memoria colectiva y popular, aunque aparezca totalmente transfigurada y sensiblemente estilizada, por lo que, cuando se comentan las obras particulares, no siempre se han tenido en cuenta las fuentes populares de donde se han nutrido, sólo las librescas. Ya que sale a la luz una vez más la noción de lo popular, me parece que podría avanzarse en la idea de que estos escritores a los que he aludido —Juan Rulfo, Juan José Arreola, Fernando del Paso— no piensan la cultura popular como algo homogéneo ni puro, ni como la zona imprecisa de ubicación de todas las utopías posibles. Lo popular es contes34   José Joaquín Fernández de Lizardi, en El pensador mexicano, Agustín Yáñez (est., pról., selec. y notas), unam, México, 1954, p. xxxiv.

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tatario pero también chauvinista, es zumbón y festivo, puede ser cruel y violento; es, en todo caso, una cultura en la que se encarnan formas inusitadas de aprehensión del mundo, modos no necesariamente lógicos de recuperar el sentido del pasado, la posibilidad de la transgresión a un canon por medio de la parodia y las distintas modulaciones irónicas. Pero todavía hace falta una aclaración más, la relativa a las relaciones entre risa y oralidad, porque hasta aquí puede interpretarse que estoy atribuyendo la capacidad humorística, paródica, irónica o simplemente burlona a la cultura oral, popular, de donde la tomaría la escritura. La risa es patrimonio universal de los seres humanos; se ha reído en todos los momentos de la historia y lo han hecho todos los estamentos y clases sociales. Sin embargo, en algunas etapas de la humanidad, muchos grupos que han ostentado el poder sobre los otros han intentado regular, controlar e incluso reprimir las manifestaciones de la risa; se le ha visto con desconfianza por su capacidad para crear territorios libres y para despojar de solemnidad y gravedad ciertos actos, tradiciones, y gestos consagrados. Se le ha asociado con la falta de contención y, más aún, con la falta de respeto. Esto ha sido así en la medida en que desde tiempos remotos la risa siempre aparecía en momentos festivos y funcionaba como un instrumento para decir lo que de otra manera no podría ser nombrado. La risa ha creado siempre complicidades contra los que ejercen el poder, a la vez que ha sido un arma de defensa contra el dolor. Las grandes comunidades que no han tenido acceso a la libre expresión han encontrado modos de hacerse notar, de hacer oír sus voces a través de la risa; por ello las culturas populares son poseedoras de variadas formas expresivas ligadas a la risa que denuncia, que desenmascara y protesta. De ahí que las obras literarias enraizadas en la cultura popular suelan incorporar en su punto de vista estos múltiples modos de reír. Pero tal afirmación tampoco niega la presencia en la literatura de otro tipo de manifestaciones ligadas a la risa libresca, de elaboración intelectual. También ha habido una vertiente literaria que se enlaza a una risa denigratoria o incluso violenta: cómo negar la importancia que ha tenido para el desarrollo de la literatura nacional la concepción de una risa que busca la corrección, el castigo de los que se apartan de las normas dominantes, a través de su ridiculización, como fue frecuente en el siglo xix, por ejemplo. Entonces, a lo largo de esta revisión veremos diversas formas de trabajo con la risa en ciertas obras literarias, algunas inscritas en la vertiente de carácter popular, otras de decidida vocación antipopular, que recurren a la risa como instrumento de ataque o de educación, pero 43

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también obras que se orientan en una tradición más libresca. Para empezar a desbrozar el camino, vale la pena apuntar algunas consideraciones a propósito de la orientación didáctica de nuestra literatura y sus relaciones con la risa. La sátira en México: utopías didácticas La estética orientada a lo didáctico tiene una larga y profusa historia en la cultura mexicana. Tenemos un complejo corpus de obras literarias y de reflexiones de artistas e intelectuales que manifiestan una decidida vocación educadora, la cual puede enunciarse más o menos en los siguientes términos: el arte debe formar conciencias, educar, mejorar el nivel educativo de las mayorías, elevar los sueños y las aspiraciones de la gente menos favorecida por la naturaleza y por la organización social. En esta misión se han hermanado escritores de diversas tendencias ideológicas y de épocas distantes. Como ejemplo de la constancia de la idea de lo didáctico o redentorista en el ejercicio del arte verbal, cito a continuación unas declaraciones pertenecientes a dos momentos históricos distintos. José Justo Gómez de la Cortina, figura intelectual destacada en el México del siglo xix, a propósito del estado de las letras en ese momento, apuntaba: ¿Cuáles son las obras literarias que más abundan entre nosotros? [...] novelas y más novelas, dramas y más dramas, que solamente contribuyen a aumentar el caos de ideas y de opiniones en que se halla sumergida la mayor parte de los que desean aprender. ¿Qué es lo que se publica entre nosotros? O vaciedades, como el Periquillo sarniento; o novelas y paparruchas de apariciones de santos; o pepitorias de voces y de pensamientos ridículos llamadas comedias; o poesías furibundas, escenas de libertinaje y de atrocidad, pinturas de extravagancia horrenda y crapulosa… Nada que consuele el corazón; nada que satisfaga al entendimiento; que apriete más los nudos sociales; que pueda ir preparando la reforma de las funciones intelectuales y de las costumbres del pueblo; nada en fin, que instruya, ni que proporcione al alma algún deleite o descanso.35

Al quejarse de la falta de compromiso de la literatura de su época con la necesidad social de instrucción, postula implícitamente la exigencia   José Justo Gómez de la Cortina, “Sobre la colección de las mejores producciones científicas y literarias de nuestros poetas y de nuestros prosistas modernos, proyectada por Ignacio Cumplido”, en Jorge Ruedas de la Serna, op. cit., pp. 56-57. 35

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de un arte elevado, que rehúya el ridículo, la intrascendencia, el amarillismo, la sordidez y que, en cambio, procure la mejoría de la sociedad, tan necesitada de reformas morales y de instrucción. No es un caso aislado; con el mismo espíritu opinaba Francisco Zarco: “La literatura no tiene, pues, un carácter pueril, ni de mera diversión; sus miras son elevadas, santas y salvadoras”.36 Un siglo después, otro intelectual, voz reconocida y prestigiosa, Octavio Paz, apuntó en una entrevista sobre sus propósitos al escribir El laberinto de la soledad: En cuanto a mí: yo no quise hacer ni ontología ni filosofía del mexicano. Mi libro es un libro de crítica social, política y psicológica. Es un libro dentro de la tradición francesa del “moralismo” [...] Hablé antes de moral; ahora debo agregar otra palabra: terapéutica. La crítica moral es autorrevelación de lo que escondemos y, como lo enseña Freud, curación… relativa. En este sentido mi libro quiso ser un ensayo de crítica moral: descripción de una realidad escondida y que hace daño.37

Así, con todos los matices del caso, se puede apreciar una vocación reformadora en el pensamiento de los intelectuales mexicanos. Es innegable que esta orientación ha tenido una fuerza definitoria en el proceso de construcción de la literatura nacional, esto ha implicado que aún en nuestros días se puedan hallar vestigios de didactismo en textos artísticos. “Redención parece la palabra clave para entender el ethos de la literatura mexicana todavía hasta mediados del siglo xx”, apunta José Luis Martínez,38 y me parece una observación muy atinada para describir el tono, el espíritu predominante en buena parte de las letras nacionales. La utopía didáctica encaminada a forjar conciencia del pueblo sobre sí mismo, sin embargo, con cierta frecuencia terminaba por volverle la espalda a sus declarados propósitos. No siempre había el tono de la simpatía ni el de la solidaridad en la raíz de estos escritos. Sus orígenes clasistas se asomaban en el recelo y la profunda desconfianza que la muchedumbre, al parecer, les ha inspirado a algunos escritores. Para apuntar un elemento que ayude a pensar en la complejidad de este problema, se puede acudir a la figura imprescindible de José Joaquín   Francisco Zarco, “Discurso sobre el objeto de la literatura”, en ibid., p. 173.   Octavio Paz, “Vuelta a El laberinto de la soledad: conversación con Claude Fell”, en El laberinto de la soledad, Enrico Mario Santí (ed.), Cátedra, Madrid, 2001, p. 421. 38   José Luis Martínez, La literatura mexicana siglo xx. 1910-1949, conaculta, México, 1990 (Lecturas Mexicanas 29), p. 159. 36 37

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Fernández de Lizardi —poco sospechoso de ostentar una ideología clasista—, periodista y escritor comprometido con su propia vida en la defensa de los ideales libertarios. Sus declaraciones sobre el destinatario de sus escritos son, por lo menos, ambiguas. Por un lado resulta casi imposible encontrar en sus obras de ficción una explícita interpelación a ese pueblo que intenta educar; no hay, por ejemplo en el Periquillo sarniento ni una sola alusión a la posibilidad de que la novela merezca una lectura en voz alta frente a un público tan analfabeta como necesitado de la instrucción que vierte en sus páginas. El autor ficcional, Periquillo, agonizante en el lecho, pretende escribir sus memorias para ilustrar a sus hijos, a ellos se dirige, y siempre los piensa como lectores silenciosos. Les prohíbe que presten los cuadernos por las malas interpretaciones que su lectura puede suscitar, la lista es larga: [...] pero si tenéis la debilidad de prestarlos alguna vez, os suplico no los prestéis a esos señores, ni a las viejas hipócritas, ni a los curas interesables y que saben hacer negocio con sus feligreses vivos y muertos, ni a los médicos [...] ni a las beatas necias y supersticiosas [...] ni a los pobres que lo son por flojera, inutilidad o mala conducta, ni a los mendigos fingidos, ni los prestéis tampoco a las muchachas que se alquilan, ni a las mozas que se corren, ni a las viejas que se afeitan [...] Por tanto, o leed para vosotros solos mis cuadernos, o en caso de prestarlos sea únicamente a los verdaderos hombres de bien, pues éstos, aunque como frágiles yerren o hayan errado, conocerán el peso de la verdad sin darse por agraviados [...].39

Se trata, y es evidente, de un guiño literario, pero no deja de ser significativo que no esté considerando la posibilidad de una lectura pública. Unos años después, cuando escribe La Quijotita y su prima para satirizar el comportamiento errado de las mujeres, anota lo siguiente en las advertencias preliminares: Habiendo visto la favorable acogida que halló el Periquillo en el público ilustrado de este reino, y habiendo también observado que se han desterrado de algunas casas, estas o aquellas preocupaciones, mediante su lectura, me determiné a escribir esta obrita, considerando que podría ser de provecho a no pocas personas [...].40 39   José Joaquín Fernández de Lizardi, El Periquillo Sarniento, Porrúa, México, 1981, pp. 11-12. 40   José Joaquín Fernández de Lizardi, La Quijotita y su prima, Porrúa, México, 2000, p. xxi.

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Con esto no deja lugar a dudas: su primer texto, El Periquillo Sarniento, fue apreciado por el público ilustrado; entonces, cabe la pregunta: ¿satiriza y busca educar a unos lectores ya ilustrados? O bien ¿se trata de un simple coqueteo con su público, al que intenta halagar tildándolo de ilustrado? Como sea, las insistencias en la letra escrita como medio principal de comunicación en un mundo poblado mayoritariamente por analfabetas revela una contradicción no resuelta al declarar la función útil y educadora de la literatura, a la vez que se le destina a un público poco necesitado de esa instrucción. Sin embargo, en otro tipo de escritos, José Joaquín Fernández de Lizardi es muy enfático al afirmar a quién se dirige, para quién trabaja; por ejemplo, en uno de los diálogos sobre el nivel de educación de los americanos, el francés, personaje que funciona como su alter ego, declara: Me explicaré, porque yo gusto que me entiendan hasta los aguadores, y cuando escribo jamás uso voces exóticas o extrañas, no porque las ignore, sino porque no trato de que me admiren cuatro cultos, sino de que me entiendan los más rudos.41

En otro de sus textos de combate, donde sí asume el yo autoral, aclara: “El estilo será el que entiende el pueblo, para quien escribo”.42 Entonces, a pesar de las contradicciones o ambigüedades, ¿cómo podría negarse que todos los empeños de José Joaquín Fernández de Lizardi, periodísticos y literarios, se dirigían a la educación del pueblo mexicano, a la erradicación de todos los vicios y malas costumbres y a la defensa de los valores civiles, como la libertad de expresión, por todos los medios posibles? Estamos, sin ninguna duda, ante una escritura de naturaleza didáctica aunque no siempre esté claro el vehículo por el que se pretendía hacer llegar esa educación al pueblo. Ahora bien, de entre la múltiple variedad de formas, tonos, géneros orientados a la didáctica, quisiera detenerme en un tipo de escritura en particular, la satírica, porque ha sido especialmente frecuentada tanto por el pueblo en general43 como por escritores cultos, y porque se trata de un   José Joaquín Fernández de Lizardi, “Concluye el diálogo extranjero”, en El laberinto de la utopía. Una antología general, María Rosa Palazón Mayoral y María Esther Guzmán Gutiérrez (sel.), fce/Fundación para las Letras Mexicanas/unam, México, 2006, p. 60. 42   José Joaquín Fernández de Lizardi, “Remedios contra la liga que ya tenemos encima”, en ibid., p. 186. 43   Aquí digo pueblo en los términos en los que lo plantea González Casanova, precisamente, a propósito de la sátira dieciochesca: “la estructura de ese pueblo [...] está integrada 41

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género que acude a ciertas formas de risa para componerse. Si bien en el amplio corpus de textos identificados vagamente como sátiras hay enormes diferencias de unos con respecto a otros, hay algunos rasgos comunes, lo que ha permitido englobarlos, con mayor o menor conciencia crítica, bajo el mismo rótulo: los dicta la indignación ante situaciones generadas por el sistema social, político o religioso, el afán de denunciar con acritud la injusticia, el crimen, los vicios de la sociedad, las malas costumbres. Pero en el dibujo del perfil de la sátira no se debe olvidar el elemento humor, aunque éste aparezca teñido de dolor, burla o agresividad. Algo más que es necesario tener en cuenta porque está relacionado con el humor es la recurrencia a un lenguaje “poco literario”, que permite la entrada a la literatura de los giros populares, coloquiales o incluso soeces. La tradición satírica arrastra una larguísima historia en nuestra cultura, pues satíricas pueden ser consideradas aquellas invectivas, de las que ya da cuenta Bernal de Díaz del Castillo, que escribían los soldados en los muros del Palacio de Cortés: ahí, con humor e ingenio denunciaban la avaricia del Conquistador. Interesa destacar que el relato de Bernal Díaz no sólo consigna con deleite algunos de estos escritos, sino que refiere el momento de la prohibición que establece Hernán Cortés y la amenaza de castigo a quien siga haciéndolo,44 con lo cual queda asentado, desde por los mejores héroes de las novelas picarescas de España, por los sastres, los frailes, los bachilleres, los curanderos, los alguaciles, los cocineros y médicos anónimos, los pícaros y poetas de baratillo, [...] es decir, por individuos de distintas capas sociales, hombres de la clase media, criados y plebeyos, que tienen relaciones poéticas permanentes y un lazo de unidad espiritual que nos invita a dejarlos escapar de las categorías con que, regularmente, se estudia a las sociedades: ese lazo es la literatura picaresca y la poesía satírica” (Pablo González Casanova, “Prólogos. Sentido y figura” en Sátira anónima del siglo xviii, José Miranda y Pablo González Casanova (eds.), fce, México, 1953, p. 21). 44   “[...] amanecía cada mañana escritos muchos motes, algunos en prosa y otros en metros, algo maliciosos, a manera como mase-pasquines; [...] otros decían: ‘¡Oh, qué triste está la ánima mea hasta que todo el oro que tiene tomado Cortés y escondido lo vea!’ Y otros decían que Diego Velásquez gastó su hacienda y que descubrió toda la costa del Norte hasta Pánuco, y la vino Cortés a gozar, y se alzó con la tierra y el oro [...] Y cuando salía Cortés de su aposento por las mañanas y lo leía, y como estaban en metros y en prosas y por muy gentil estilo y consonantes cada mote y copla [a] lo que inclinaba y a la fin que tiraba su dicho, y no tan simplemente como yo aquí lo digo, y como Cortés era algo poeta y se preciaba de dar respuestas inclinadas para loar sus grandes y notables hechos y deshaciendo los de Diego Velásquez y Grijalva y Francisco Hernández de Córdova, y como prendió a Narváez, respondía también por buenos consonantes y muy a propósito en todo lo que escribía, y de cada día iban más desvergonzados los metros y motes que ponían, hasta que Cortés escribió: ‘Pared blanca, papel de necios’. Y amaneció escrito más adelante: ‘Aun de sabios y verdades, y Su Majestad lo sabrá muy presto’ [...] Y Cortés se enojó y dijo públicamente que no pusiesen malicias, que castigaría a los ruines desvergonzados” (Díaz del Castillo, op. cit., p. 376).

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los primeros tiempos de la vida mexicana, que no toda sátira iba a ser particularmente grata a las autoridades, pues con demasiada frecuencia sus dardos han estado enderezados contra ellas. El desarrollo de la sátira en México no ha sido plano ni lineal; hay variedades ideológicas y estéticas que alcanzan a conformar distintos caminos por donde ha transitado, y las diferencias entre la gran cantidad de textos reconocidos como satíricos están dadas, en gran medida, por el trabajo con la risa y el lenguaje en el que se articulan, en estrecha relación con la orientación ideológica que las preside. Las diferencias no se agotan en las formas o géneros en los que se vierten las sátiras. Para reconocer algunos de los perfiles que ha adquirido la sátira en México es necesario tener en cuenta la elección de sus blancos y los tonos con los que interpela al objeto del discurso. Me parece que resulta impertinente dividir entre sátira popular y sátira culta, adjudicándole sin más determinada perspectiva ideológica a una y a otra: hay una larga historia de sátira anónima y popular, de fuertes tintes conservadores, que busca denunciar lo que se consideran desviaciones de la verdadera fe, violaciones a instituciones sagradas. También es posible encontrar sátiras alegres y desenmascaradoras, salidas de una pluma cultivada. Entonces, será mejor dirigir la atención justo hacia el tipo de risa que trabajan y al lenguaje que incorporan. Muros y panfletos de los siglos xvi, xvii y xviii estaban llenos de escritos burlescos que denunciaban la avaricia de los malos sacerdotes, la corrupción de funcionarios, la degradación de las costumbres o expresaban el disgusto de los criollos ante los privilegios de los peninsulares, en una increíble heterogeneidad lingüística; manifestaciones que en parte nos han llegado —paradójicamente— por el celo con que la Iglesia pretendía borrar cualquier vestigio de irreverencia, sobre todo en el siglo xviii. Así, apunta Pablo González Casanova: “Se diría que la Inquisición, al perseguirlos y recoger sus versos, castigaba por igual los atentados contra la religión y la lengua”.45 El siglo xix también está atravesado por las diversas voces satíricas que resonaban en los periódicos de la época, en los pasquines y volantes. Como se mencionó líneas arriba, los estudios literarios de carácter histórico han asociado la sátira con la prédica moral: el satirista exhibe los vicios sociales, la decadencia del ideal, para corregir; esto convierte al escritor, de inmediato, en poseedor de una visión privilegiada, de un 45   Pablo González Casanova, “Sentido y figura” en Sátira anónima del siglo xviii, op. cit., p. 23.

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saber más hondo y respetable que el del resto de la sociedad, por eso se configura como una voz autorizada. De ahí también se desprende el tono de profundo desencanto en el que generalmente se articula la sátira: casi siempre el excedente de saber, de entendimiento, frente a los demás, deja un resabio de amargura en el hablante; parece inevitable que se muestre decepcionado del estado social al que alude, y en algún punto, tal vez, no puede evitar sentirse superior e incomprendido. Teodoro Torres, escritor y crítico que se detuvo a reflexionar sobre el humor en México e incluso hizo recopilación de textos satíricos y humorísticos, fija su atención en la parte negativa de la sátira: “parece nacer, como las perlas que cultiva el molusco mediante un mal interior, de una enfermedad, de un dolor: del dolor de la injusticia, de la pena [...] producida por la maldad humana, [...] la envidia”;46 de ahí que, para él, toda sátira esté teñida de amargura y acrimonia. Según el autor, somos un pueblo satírico y, dado que en cada satírico hay un resentido, por tanto, somos un pueblo de resentidos e inconformes.47 De esta manera, se enlaza y continúa la tradición intelectual de pensar en el mexicano como un ser de tristeza. Las ideas que esboza Teodoro Torres han estado vigentes durante mucho tiempo en el horizonte de teóricos, escritores y lectores. En tal perspectiva, más o menos compartida, hay una implícita negación de legitimidad de la escritura satírica; de ahí que, por una parte, no haya entrado plenamente al canon de la literatura mexicana48 y, por otra, algunos escritores se hayan visto precisados a argumentar a favor de la sátira. Véase, a modo de ejemplo, los tonos apologéticos con los que José Joaquín Fer  Teodoro Torres, El humorismo y la sátira en México, Editora Mexicana, México, 1943, p. 25. 47   Teodoro Torres afirma: “Pudiéramos decir que en cada mexicano hay potencialmente un satírico. Lo llevamos en la sangre, como herencia microbiana fermentada en largos siglos de larvación de un malsano remanso donde fueron dejando lo suyo todos los tipos de la picaresca española y los de nuestra propia picaresca…” (ibid., pp. 91-92). 48   Evidentemente también ha sido factor decisivo de tal marginalidad el hecho de que gran parte de la sátira orientada al escarnio de circunstancias precisas, a individuos en particular, a situaciones concretas, envejece con gran rapidez, a tal punto que, en muchas ocasiones, resulta un tanto difícil reconocer el blanco y las razones que provocaron el ataque burlesco. A veces, quedan los textos como fuentes históricas para documentar las pugnas políticas de un determinado momento, y creo que es el caso de muchas sátiras que sostenían publicaciones decimonónicas como La orquesta (1861), La tarántula (1868), El padre Cobos (1869), El Ahuizote (1874). La gracia, el encanto de la burla, suele volverse borrosa en muchos de estos casos, lo que resulta un factor decisivo en la escasa actualidad y la casi nula vigencia del texto en el terreno literario. 46

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nández de Lizardi se refiere a la escritura satírica, el sentido que ve en su práctica y la alta misión que le asigna: La sátira, no señalando personas ni con sus nombres ni con unas señas individuales, lejos de probar una alma baja ni un corazón corrompido, manifiesta todo lo contrario; esto es: un entendimiento no vulgar, y una alma noble. Lo primero porque prueba que el que la escribe sabe distinguir la virtud del vicio, y esto no lo hacen los talentos someros. Lo segundo, porque escribiéndolas únicamente con el fin de poner en ridículo los vicios para que se detesten y abandonen y logren los mortales por este medio su felicidad verdadera, prueba en el que así lo haga un deseo del bien de sus semejantes y una intención de serles útiles de la manera que pueda; lo que es propio y peculiar de una alma generosa que rompiendo las barreras de las antiguas preocupaciones, procura que sus coetáneos sean ya menos ignorantes que sus antepasados, o ya menos perjudiciales que otros a la sociedad en que viven, por medio de la reforma de sus costumbres; y esto te digo otra vez, que no se queda para las almas comunes.49

Así despejaba el autor las dudas o reproches que pudiera provocar la escritura de textos críticos, cobijándola bajo las buenas intenciones y la elevación del alma del escritor responsable de su creación, lo que, además, garantizaría que no habría ataques a personas en particular. Al mismo sentido encomiástico obedece la decisión de poner estas palabras justamente en boca de la alegórica figura de la Verdad, que se aparece en sueños para guiar al autor por las calles de la ciudad con el fin de mostrarle las injusticias, las malas obras, los crímenes que se están cometiendo mientras todos duermen. En la sátira, concebida en estos términos, queda muy clara la alta misión educativa que se asignaba a la literatura. Esto nos remite a la dimensión utópica que lleva la sátira en las entrañas, sin que se olvide el otro polo de la tensión en la que se gesta: los tonos profundamente escépticos con que puede estar teñida y en el que tanto se han detenido teóricos y críticos. La sátira didáctica suele estar ubicada en la intersección de la risa y la seriedad, pues si bien la presencia del humor es uno de sus rasgos caracterizadores, es, a la vez, el menos festivo de los géneros literarios ligados a la risa, el menos solidario por su previo compromiso con un deber ser, con una norma de carácter moral.50 Mijaíl Bajtín apuntaba en una de sus   José Joaquín Fernández de Lizardi, “Los paseos de la verdad”, en El pensador mexicano, op. cit., p. 78. 50   Julio Casares asume una posición drástica y niega que la sátira tenga alguna relación con el humorismo en la medida en que carece del sentimiento de compasión que es tan caro al humorista; “a la sátira, dice siguiendo a Fernández Flores, le falta ternura y comprensión 49

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anotaciones fragmentarias: “El satírico que ríe nunca es alegre. Es extremadamente hosco y sombrío”.51 Aquí está pensando en la práctica escritural emanada de una voz autoritaria que pretende mirar desde fuera y desde arriba, con el gesto amargo de quien no aprueba las desviaciones del ideal social y por eso castiga y reprende.52 Por lo demás, también es frecuente encontrar en la tradición satírica mexicana publicada en pasquines, revistas o libelos, versos que hacen mofa del clero. No obstante, es conveniente tener en cuenta que, en muchos casos, más bien buscan señalar las desviaciones indebidas de malos sacerdotes, pero la institución clerical queda, casi invariablemente, intocada: “Con un marco se redimen/ largos amancebamientos/ y porque los marcos corran/ fomentan los adulterios”.53 La risa ha sido puesta, así, en el fondo, al servicio de los poderes establecidos. La sátira, que puede ser anónima y popular, se distancia de la risa alegre y subversiva; se orienta más hacia el pasado que hacia el porvenir —la utopía de una edad perdida—: quiere corregir volviendo a los valores de la tradición, porque su lógica está sustentada en la experiencia de quien ha conocido un mundo mejor, una vida más recomendable, pero que “desgraciadamente” ya pasó. Este tipo de escritura no apela a la risa para revelar el absurdo o la mentira, sino que, valiéndose de ella, busca erigir una verdad inamovible, más enraizada en el pasado al ridiculizar los malos hábitos del presente desviado. Ha llegado a ser la sátira a tal punto un tipo de herramienta eficaz para el mantenimiento del orden, que incluso manuales de urbanidad —discurso conservador por excelencia— consideran recomendable el recurso a la sátira, siempre y cuando se haga con buen tono; de ahí que se sugiera sazonar la conversación con una sátira “fina y delicada, que, dirigida a las cosas y nunca a las personas, aprovecha el elemento de la imaindulgente” (Julio Casares, “Concepto del humor”, en Cuadernos de información y comunicación. La comunicación del humor, t. 7, Universidad Complutense, Madrid, 2002, p. 174). 51   Mijaíl Bajtín, Teoría y estética de la novela, trad. Helena S. Kriúkova y Vicente Cazcara, Taurus, Madrid, 1989, p. 499. 52   Luis Beltrán apuntó que la parodia está orientada a la destrucción del patetismo y la sátira a la destrucción del didactismo; lo cual no siempre resulta convincente por lo que he expuesto antes, por lo menos no en términos generales, sino sólo pensando en cierto tipo de sátira, la derivada de la menipea. Pero Beltrán sí observó muy atinadamente que la sátira, al enfrentar el autoritarismo por medios autoritarios, se vacía del elemento regenerador que suponía la risa antigua, del folclore carnavalesco (Luis Beltrán, La imaginación literaria. La seriedad y la risa en la literatura occidental, Montesinos, Madrid, 2002, p. 258). 53   José Miranda y Pablo González Casanova (eds.), op. cit., p. 174.

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ginación sin ofender el decoro del cuerpo ni la dignidad del hombre”.54 La sátira se configura, así, como un recurso puramente retórico para introducir amenidad. La risa aparece por completo disminuida a la pura servidumbre para fines “altos y serios”. Ahora bien, más allá de la utilización espuria de la que siempre puede ser objeto la risa satírica, vale la pena reconocer que en muchas sátiras literarias anida una dimensión utópica a la que ya he aludido líneas arriba. El aliento utópico puede apreciarse, en primer lugar, en el ánimo combativo con el que muchos escritores satíricos han perseverado en sus afanes educadores: a pesar del dejo de amargura que suele esconderse en este tipo de escritura, se mantiene la esperanza de que el texto logre cambiar algo de los comportamientos, mediante la denuncia, por la exhibición de la ridiculez. En segundo lugar, y de manera más sutil, la relación de la sátira con la esfera de la risa y lo festivo, aunque se trate de lazos débiles, hace que, de algún modo, se construya como un discurso en proceso y abierto al porvenir:55 el humor obliga a que la enunciación no se encierre en sus límites, sino que la empuja a que se abra a la ambigüedad, sobre todo si el autor se hace también objeto de la risa. José Joaquín Fernández de Lizardi echó mano de la sátira siempre con el propósito de divulgar sus ideas reformistas y educadoras, se mantuvo, en buena medida, apegado a su proyecto de satirizar no para lastimar a un individuo en particular, sino para exhibir los problemas derivados de la ignorancia del pueblo mexicano.56 Con mucha frecuencia acude a 54   Manuel Antonio Carreño, Manual de urbanidad y buenas maneras, Patria, México, 1990, p. 162. 55   Se trataría de un espíritu utópico que da sus perfiles a la sátira en la medida en que la enunciación de ésta se orienta hacia el porvenir; utópica en tanto que en ella anida el sentido del humor y que éste “pone de relieve [...] lo proyectivo del hombre, su referencia abierta al futuro: no todo está dicho; casi nada está hecho; todo está en ciernes; la vida es germinal [...]” (Rolando Camozzi Barios, Aproximaciones al humor, Endimión, Madrid, 2001, p. 133). Recordemos también que las utopías suelen encerrar una ridiculización de los valores de la vida contemporánea, porque el presente, con su caudal de injusticias, mentiras y violencia, hace peligrar el futuro. 56   Son constantes sus escritos en defensa de la crítica que se hace para mejorar a la sociedad, así que en un momento le da la palabra a un poeta que no logra entender el sentido de hacer crítica: “Pero es un disparate sin segundo/ el que usted quiera remediar el mundo,/ cuando Feijoo, Quevedo e infinitos,/ de crítica llenaron sus escritos,/ y sin provecho alguno me parece,/ que el mundo loco siempre está en sus trece”, a lo que el crítico responde con esta visión de compromiso utópico: “A usted le ha parecido;/ mas la crítica mucho ha conseguido, / y si no hubiera el loco desengaño,/ hoy estaría tan loco como antaño;/ pero algo se ha curado y, sin remedio,/ mis recetillas echaré de a medio,/ que por el poco precio/ las mira el pobre, el rico, el sabio, el necio,/ a ver si algo se cura” (José Joaquín Fer-

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la forma clásica del diálogo para confrontar dos posiciones, dos modos de entender un problema. Sin embargo, no asistimos aquí al proceso de búsqueda de la verdad a través del intercambio de razonamientos, dado que siempre hay un personaje con mayor ilustración que su oponente. De tal suerte, las opiniones de éste apenas funcionan como un pretexto para que el personaje mejor informado convenza con suma facilidad al rudo Payo o a don Simplicio, personajes diversos en quienes se encarna la errada concepción general sobre los asuntos que se discuten: la independencia de México, la conveniencia de una república o una monarquía, la religión, la necesidad de contar con un buen gobierno, entre muchos otros temas que lo ocuparon. Para darle dinamismo y hacer atractivos muchos de estos asuntos que le interesa exponer, el escritor pone en boca de sus personajes ignorantes frases inocentes teñidas de gracia: “Religión ya sé que es saber el catecismo de cuerito a cuerito, o de principio a fin, pero independencia no sé qué es”,57 dice Dominiquín, uno de sus múltiples personajes que recibirá la explicación sobre la necesidad de lograr la independencia de América. En otros momentos, puede apreciarse en José Joaquín Fernández de Lizardi la escritura regida por un humor sombrío. Así ocurre, por ejemplo, en su texto sobre la oferta de frioleras que hace al público lector, en el cual anuncia la venta a precio muy bajo de “Uñas muy largas de todas clases”. También ofrece en venta un libro en los siguientes términos: “Avisos a los casados sobre la fidelidad que suelen aparentar algunas mujeres, con las reglas más sólidas que hasta hoy se han pensado para distinguir las buenas de las hipócritas”. O bien, está el ofrecimiento de otro que se titula “Arbitrios selectos para tener dinero sin trabajar”.58 Puede decirse que se trata de un humor sombrío en la medida en que está articulado justamente desde la distancia emocional y ética de quien escribe ajeno a los vicios que reconoce en el resto de la sociedad que pretende exhibir. He tomado el caso de Fernández de Lizardi porque me parece que es el escritor más importante con el que se inicia literariamente la creación de sátiras bajo el aliento utópico, teñido por acentos humorísticos, aunque asomen con tanta frecuencia estos dejos sombríos. Su estilo hizo nández de Lizardi, “Tercer diálogo crítico. El crítico y el poeta”, en El laberinto de la utopía. Una antología general, op. cit., p. 129). 57   José Joaquín Fernández de Lizardi, “Chamorro y Dominiquín. Diálogo jocoserio sobre la Independencia de la América”, ibid., p. 160. 58   José Joaquín Fernández de Lizardi, “La gran barata de frioleras”, ibid., pp. 76-77 (en cursivas en el original).

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escuela, es un referente inevitable para escritores posteriores, como Juan Bautista Morales, autor de El gallo pitagórico, un texto en forma de diálogo, lleno de críticas desencantadas por la situación de México bajo la dictadura de Santa Anna, pero con algunos ribetes humorísticos. Toma de la antigua tradición de la sátira menipea la figura del gallo para darle la palabra y que articule las críticas. Se trata del alma de Pitágoras que ha ido encarnando de país en país, hasta que llega a México y ahí se encuentra con una multitud de almas que le aconsejan sobre las inconveniencias de volver a encarnar en un soldado, en un ministro, en un abogado, etcétera, hasta que alguien le sugiere encarnar en un gallo, lo que le daría la posibilidad de ir exhibiendo los vicios de cada clase social y profesión, y así lo hace. En el diálogo entre el gallo Pitágoras y su nuevo dueño, Erasmo, surge inevitable la defensa de la sátira por su probable utilidad correctiva: Respecto de tu delicadeza para no hablar conmigo de los defectos de mis paisanos, a quienes te confiesas muy obligado, tampoco debes tener escrúpulo, porque a más de que yo conozco sus faltas, quizá esta conversación servirá a muchos de lección para que las corrijan, y sean como deber ser, y no como son. Ya ves que en lugar de hacerles con tus verdades un agravio, les haces un gran servicio, porque ¿qué mayor puede hacérsele a un hombre que volverlo bueno, de malo que era?59

Juan Bautista Morales exhibe un fino sentido del humor cuando el gallo reniega de sus experiencias vividas en el cuerpo de un inglés, de un francés y de un norteamericano: “Semanas enteras se me pasaban sin hablar una palabra. Allá cada ocho días, solía mi huésped pronunciar un very well, o un yes, y pare usted de contar”.60 Sin embargo, cuando se ocupa de los personajes mexicanos, el sentido del humor va decayendo a un tono cada vez más desencantado, incluso enojado: “Nuestras jovencitas mexicanas, a la edad de once años, saben más que las culebras”;61 aunque recupera la sonrisa cuando se ocupa del médico, objeto de una sátira cómica por sus actitudes frecuentemente pretenciosas y fraudulentas: Ha de contar en ellas [las visitas a los pacientes] curaciones maravillosas, como que le ha cortado la cabeza a un rico agiotista, a un general de división o a otro personaje; que la volteó al revés, la limpió y se la tornó a pegar, que la operación   Juan Bautista Morales, El gallo pitagórico, unam, México, 3ª ed., 1991, p. 13.   Ibid., p. 5. 61   Ibid., p. 50. 59 60

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concluiría cerca de las seis de la tarde, y a las ocho de la noche dejó al descabezado bueno y sano en la ópera.62

De cualquier manera, aunque la obra de Juan Bautista Morales ha sido injustamente olvidada, es imprescindible para pensar el desarrollo de la sátira en México por su decidida vocación crítica y por la ubicación de su escritura entre la sonrisa y la ira. Ahora bien, si nos detenemos un poco en la sátira moderna, podemos reconocer algunos rasgos ya presentes en las sátiras primerizas que, conforme vayan entrando más firmemente en el terreno de lo literario, se van a ir puliendo y refinando; uno de ellos es la huella de la risa y la función que cumple, sea en novelas, cuentos, epigramas, sonetos. La orientación didáctica se va debilitando para dejar mayor espacio a la expresión de la denuncia y de la crítica, una crítica con frecuencia enderezada contra la convención y el orden social. En estas formas satíricas, el hablante apenas insinúa su postura ideológica y su propia presencia tiende a desdibujarse, sólo se escucha en la medida en que va develando la mentira, la corrupción, la injusticia social. No parece haber una autoridad que pronuncie la palabra desde arriba hacia abajo; se tiende a la espera de un encuentro con los receptores en el mismo plano; no se trata de un hablante que esté más autorizado que los demás, que sepa más.63 No es que deje de estar también orientada a lo moral, es que no postulará la necesidad de un regreso nostálgico a un estadio anterior, idealizado como mejor, pleno, armónico, idílico. Me parece que la vertiente crítica, de cara al porvenir es la que ha sido más productiva para la literatura contemporánea, no es que la otra haya desaparecido; sin duda se pueden encontrar rastros aquí y allá de aquel espíritu reformador y educativo que animaba las primeras sátiras del México independiente. La sátira literaria actual suele estar ubicada en los umbrales de lo satírico y lo paródico, entre lo trágico y lo humorístico; con frecuencia presenta una constante autorreferencialidad irónica y se trata de formas completamente híbridas, pero casi siempre las sostiene la actitud desenmascaradora ante la autoridad ilegítima. Resulta sumamente difícil, por ejemplo, discernir dónde acaba el espíritu satírico y empieza   Ibid., p. 32.   Quiero insistir en que no pretendo atribuir a la modernidad la creación de esta índole satírica, sino que ya estaba perfectamente perfilada desde sus orígenes, y como ejemplo véase esta frase que se intercala en un texto satírico anónimo del siglo xviii: “Yo, en fin, que tengo gracia para echarlo todo a perder…” (Miranda y González Casanova, op. cit., p. 202). 62 63

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lo paródico en la obra de Augusto Monterroso. Además, tampoco es necesario hacerlo. Menciono el punto nada más para señalar la complejidad de la realidad literaria actual que se resiste a las clasificaciones. A propósito de Augusto Monterroso,64 me parece que él es uno de los puntos cimeros de la escritura satírica moderna, precisamente por ese fino trabajo de reelaboración paródica del género de la fábula, por su hondo sentido del humor con el peso terrible que puede tener, por su acerba crítica del bajo nivel cultural y humano de los detentadores del poder. Si pensamos en su trabajo con los tonos satíricos, de seguro concluiremos que él es quien verdaderamente modernizó y sacó del callejón sin salida de la orientación moral en el que se quedaba girando sin remedio la sátira. Así lo puntualizó él mismo, como parte explícita de su poética: Moralizar es inútil. Nadie ha cambiado su modo de ser por haber leído los consejos de Esopo, La Fontaine o Iriarte. Que estos fabulistas perduren se debe a sus valores literarios, no a lo que aconsejaban que la gente hiciera. A la gente le encanta dar consejos, e incluso recibirlos, pero le gusta más no hacerles caso.65

Buena parte de las sátiras de Augusto Monterroso se generan por motivaciones políticas, pero habría que acotar que el alcance de sus diatribas no se queda en un mero nivel político; su escritura siempre está filtrada, en todo caso, por la perspectiva literaria. Así por ejemplo, el trabajo de minuciosa parodia satírica del horizonte ideológico de la ridícula y frívola “Primera dama” trasciende el mero impulso de denunciar la estulticia particular de la esposa de un dictador concreto, históricamente identificable,66 y por obra del trabajo literario se convierte en la imagen universal de la tontería, de la cursilería, tan peligrosas cuando se unen al ejercicio del poder. Lo mismo ocurre con un cuento como “Mr. Taylor”, inspirado sin duda alguna en la histórica presencia devastadora de la United Fruit Company en varios países de América Latina, pero que 64   Rehúso de antemano la posible crítica que se me pueda enderezar por hacer pasar la obra de Augusto Monterroso como mexicana sin más, cuando el autor nació en Honduras y creció en Guatemala, aunque haya pasado buena parte de su vida adulta y creativa en México. La ironía, el humor, el desenmascaramiento en esta obra es tan mexicana como guatemalteca, así que qué más da. 65   Augusto Monterroso, “Con Marco Antonio Campos”, en Viaje al centro de la fábula, unam, México, 1981, p. 68. 66   El propio Monterroso declaró que con ese cuento buscaba “retratar a cierta clase media guatemalteca bajísima (es casi la única que hay) en el poder, y su actitud ante los problemas sociales” (Augusto Monterroso, “Con Jorge Ruffinelli”, en ibid., p. 23).

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adquiere resonancia universal de las formas trágicamente avasalladoras del imperialismo en cualquier punto de la tierra.67 Satíricas son casi todas las fábulas que reunió en La oveja negra y demás fábulas,68 y es así porque a pesar de que hay en esta escritura una distancia abismal de las prédicas morales, sigue latiendo en cada uno de los textos un aliento utópico nacido, por una parte, de la honda tristeza por el cinismo imperante y, por otra, de la festiva posibilidad de reírse incluso de la propia pretensión de hacer sátira. Hay un delineado sentido ético en estos textos, un ojo crítico para exhibir lo ridículo de ciertos comportamientos y costumbres, y un hondo sentimiento de amor ante la inevitable pequeñez del ser humano. Es imposible, por ejemplo, al leer “El mono que quiso ser escritor satírico”, no pensar en el escritor que pretende hacer crítica social y se va viendo coartado una y otra vez por la presión del mundo en el que se mueve. Esta fábula es crítica, con sentido del humor se entreteje una reflexión sobre el papel y la función del intelectual, y es, al mismo tiempo, cómico-trágica, de ahí que, incluso, se construya como una parodia de la misma tradición didáctica: En ese momento renunció [el mono] a ser escritor satírico y le empezó a dar por la Mística y el Amor y esas cosas; pero a raíz de eso, ya se sabe cómo es la gente, todos dijeron que se había vuelto loco y ya no lo recibieron tan bien ni con tanto gusto.69

Antes de cerrar el apartado sobre la escritura didáctica, vale la pena detenerse un poco en otro tipo de manifestaciones satíricas que no están orientadas desde ningún punto de vista a la didáctica, sino a la denigración y la burla del blanco elegido. No quiero dejar de mencionarlo para que no se asuma sin más que toda sátira es didáctica. Entonces, si en uno de los extremos de la sátira hallamos una risa seria, que amonesta, podemos también toparnos en la otra punta con una risa grosera, despojada de todo pudor y estilización. Se trata del trabajo con la parte negativa, crítica, que a veces implica la risa, pero sin que se busque la dimensión regeneradora y constructiva; de ahí que una parte del corpus satírico esté bastante lejos del espíritu utópico que he señalado en las sátiras a las que he hecho alusión arriba. 67   Augusto Monterroso, Obras completas (y otros cuentos), Joaquín Mortiz, México, 6ª ed., 1980. 68   Augusto Monterroso, La oveja negra y demás fábulas, Seix Barral, Barcelona, 1981. 69   Ibid., p. 15. Más adelante me ocuparé de otro aspecto de la obra de Monterroso.

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La forma más común que asume la risa en las sátiras no didácticas es la de la burla o el sarcasmo. Para que quede más claro esto, recupero la propuesta de deslinde entre ironía, burla, sarcasmo, choteo y relajo elaborada por Jorge Portilla, porque ayuda a reconocer con mayor claridad el tipo de risa que anida en la sátira negativa: La burla, en cuanto tal, es una acción tendiente a rasgar o a negar el valor de una persona o de una situación [...] El sarcasmo es una burla ofensiva y amarga. La intención corrosiva del sarcasmo se orienta totalmente hacia una persona determinada y su fin de desvalorar está sometido a un propósito de ofender.70

La risa que emanará de gran parte de estas sátiras, entonces, está fincada en la deformación con la que se pinta al otro a quien se ha negado todo valor, mientras que el yo enunciador se erige en autoridad superior. De ahí que se trate de una risa destructiva, poco solidaria, que solamente exige la anuencia del receptor para que pueda aflorar y así el discurso cumpla el objetivo que se busca. Llama la atención la frecuencia con la que en este tipo de sátira, aunque no esté ligada a ninguna ideología política o religiosa dominante en particular, se apela a los prejuicios más enraizados en la sociedad —la misoginia, la homofobia, por ejemplo—, a los valores establecidos, al hondo respeto por el orden institucional. Por ello, puede fundar la ridiculez en “los cuernos” de un personaje —siempre hombres—, como si la fidelidad dentro de la institución matrimonial monógama fuera un valor por sí misma y no pudiera haber mayor fuente de desacreditación de la virilidad: A su esposo, con viveza Juana dijo: —En ti he notado que siempre andas agachado y muy baja la cabeza. Él hubo de replicar: —Puede ser, mujer, manía. Pero recelo algún día, con el techo tropezar.71

La apelación a un orden convencional obedece a la necesidad que tiene la sátira de encontrar un punto de coincidencia, de empatía con   Jorge Portilla, Fenomenología del relajo y otros ensayos, fce, México, 3ª ed., 1997, pp. 28-29. 71   En Torres, op. cit., p. 324. 70

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su receptor, lo que la lleva, con tanta frecuencia, a validar la lógica de la costumbre social. Salvador Novo es una figura fundamental para entender el desarrollo posterior de la escritura satírica, no obstante las valoraciones que en ciertos momentos ha recibido su obra, como la opinión que vierte Octavio Paz: Tuvo mucho talento y mucho veneno, pocas ideas y ninguna moral. Cargado de adjetivos mortíferos y ligero de escrúpulos, atacó a los débiles y aduló a los poderosos, no sirvió a creencia o ideal alguno sino a sus pasiones y a sus intereses; no escribió con sangre sino con caca.72

Seguramente el autor está pensando en la profusa escritura satírica de Salvador Novo en su vertiente más negra. Recuérdese, por ejemplo, la serie de sonetos “La diegada” y “Sonetos a Diego” que Salvador Novo enderezó contra Diego Rivera, donde, a pesar de estar contestando a un ataque homofóbico del pintor, apela a la infidelidad de su esposa, Lupe Marín, para ridiculizarlo. Sin embargo, Novo tiene otras facetas, su escritura no siempre responde a esta garra hiriente contra sus enemigos políticos. Compuso una serie de sonetos orientados hacia el autoescarnio, aunque su risa en estos textos es bastante sombría, hay un matiz en el hecho de hacer objeto de la burla al yo: Te quiero como antaño te quería: con pasión, con dolor, con amargura, cual si este siglo hubiese sido un día. Quiero corresponder a tu ternura: levanta tu barriga, vida mía, que me voy a quitar —la dentadura.73

Véase cómo elige lo sórdido, ataca el buen gusto, escarnece su propia figura de amante homosexual envejecido y decadente; es en estos poemas, como afirma Carlos Monsiváis, una voz autodenigratoria, que buscó poner en la escena la vivencia homosexual, “preferible al silencio. La risa del ‘perreo’ es el primer anuncio de la visibilidad”.74 Vemos así la   Octavio Paz, “Respuestas a Cuestionario y algo más: Gabriel Zaid”, en Obras completas. Generaciones y semblanzas. Dominio mexicano., t. 4, Círculo de Lectores/fce, México, 2ª ed., 1994, p. 316. 73   Salvador Novo, “xviii”, en La estatua de sal, conaculta, México, 1998, p. 140. 74   Carlos Monsiváis, Salvador Novo. Lo marginal al centro, Era, México, 2000, p. 44. 72

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aparición de una sátira estridente, deliberadamente grosera que se configura con los perfiles de una réplica ultrajante para adelantarse al vituperio que podrían lanzar los homófobos. Y sin duda esta simiente de Novo ha rendido frutos en la época contemporánea. La sátira se ha transfigurado y aparece, de vez en vez, en la escritura actual con nuevas intenciones y orientaciones ideológicas, pero ahí sigue palpitando con su fuerte carga utópica, con su capacidad reconcentrada para desenmascarar, para denunciar con risa y para seguir abriendo las puertas de la literatura a las voces marginales, porque es, tal vez, en el terreno del lenguaje donde podamos encontrar el centro de la importancia que la sátira ha tenido para la literatura: permitió más que ningún otro tipo de discurso la entrada a la literatura culta de la palabra injuriosa, los tonos del denuesto y los giros de los bajos fondos. La sátira, a pesar de todo, incluso en su orientación frecuentemente conservadora, ubicada en los márgenes, en el umbral de lo oficial, muchas veces abrigada en el anonimato, dio entrada a formas menos rígidas, permitió la circulación de aires frescos en el discurso literario, o por decirlo de otro modo, si cabe, hizo menos literario el lenguaje literario. Ecos de risas festivas El siglo xix fue un tiempo de intensa vida política, militar, de vaivenes económicos y proyectos ideológicos contrapuestos, incluso con las armas; el país se construía y oscilaba, perdía inmensos territorios, sufría constantes amenazas de las potencias extranjeras e incesantes conspiraciones internas. En ese contexto, la vida literaria tampoco podía ser ni muy estable ni muy homogénea: abundaban los proyectos estéticos contradictorios, las pugnas, a la par de los esfuerzos por fundar la literatura nacional, de cara a los problemas y a las peculiaridades del país: su naturaleza, sus costumbres, sus rasgos lingüísticos y su propia trayectoria histórica. En el apartado anterior hablaba del proyecto didáctico y artístico de José Joaquín Fernández de Lizardi y de la escritura satírica de Juan Bautista Morales. Ahora bien, evidentemente, el siglo xix ofrece una inmensa variedad de rostros y posibilidades expresivas, por lo que de ninguna manera puede afirmarse que sea una época de predominio de la risa didáctica o de escritura de asuntos graves, elevados o sentimentales. Mucho menos sería justo pensarlo como un tiempo en el que simplemente se preparaba lo que después se depuraría. 61

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Creo tener razón al afirmar que es un siglo pletórico de risas en muy distintas vertientes, y por ello sería imperdonable que en este trabajo no se destinaran aunque sea unas líneas a un tipo de risa distinta de la satírica que se oye en la obra de algunos de los más importantes escritores de la época. Para hablar de ella, voy a elegir dos textos de dos escritores fundamentales del siglo xix: Manuel Payno y Vicente Riva Palacio. La elección se debe a que estas obras pueden ayudar a seguir las huellas del sentido de un tipo de risa festiva que no se inscribe plenamente en la órbita de lo satírico, sino que lo roza y se distancia de él. Se trata de una risa que ha estado presente en la escritura de otras narraciones del mismo siglo xix y que tiene continuidad en el xx, por ejemplo en las novelas de Emilio Rabasa. Manuel Payno fue un escritor prolífico, de una riqueza y complejidad que todavía guarda múltiples vetas para ser estudiadas por la crítica, y una de ellas, me parece, es precisamente el ejercicio de una escritura atravesada por la risa. Se han señalado al pasar algunos rasgos de humor en Los bandidos de Río Frío, como si se tratara de chispazos intermitentes que iluminan el texto, pero hasta donde sé no se ha estudiado la risa como la propuesta artística eje, alrededor de la cual se articula la composición del todo novelesco; una risa que está siempre latiendo y que se difracta en haces de luz por las distintas formas de expresión que va adquiriendo: humor, sátira, ironías, juegos, grotesco, etcétera. Sin embargo, no voy a ocuparme ahora de la obra monumental, sino que espero que con las referencias a la novelita breve e inacabada, El hombre de la situación, se alcance a ver algo de la importancia que tuvo la risa en la conformación de la poética de Manuel Payno. José Emilio Pacheco ya se había detenido para observar el sentido del humor satírico en esta novela, rescatada en 1982: “en muchos aspectos, dice, El hombre de la situación anticipa la mirada irónica y demoledora con que Jorge Ibargüengoitia nos observó un siglo más tarde”,75 es imposible no estar de acuerdo con tal apreciación. También es importante recuperar lo que añade Adriana Sandoval: “[...] la pluma de Payno no parece estar mojada en las tintas amargas ni terriblemente crueles de los extremos a los que puede llegar la sátira”,76 este apunte vale la pena porque es verdad que la escritura de Payno no puede afiliarse sin más 75  José Emilio Pacheco, “Presentación”, en Manuel Payno, La novela de aventuras, promexa, México, 2ª ed., 1991, p. viii. 76   Adriana Sandoval, “Prólogo”, en Manuel Payno, Obras completas xiii. Escritos literarios i. El hombre de la situación y otras novelas cortas, conaculta, México, 2003, p. 16.

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a la estética satírica. Por su parte, María Teresa Solórzano, en su trabajo de tesis doctoral, propone ver la risa en esta novela como el cronotopo dominante, y la analiza como una novela carnavalizada en la que el autor recupera y recrea las figuras forjadas en la antigua tradición carnavalesca. No obstante el apego excesivo a la teoría de Mijaíl Bajtín, el estudio de María Teresa Solórzano ayuda a entender muchos de los pasajes de la novela desde una perspectiva más amplia que la mera consideración de lo satírico y a leerla como una obra deliberadamente inscrita en la esfera de lo cómico.77 Estos estudios son fundamentales en la medida en que ayudan a dibujar los perfiles del sentido de la risa de Manuel Payno: El hombre de la situación no es precisamente una sátira en el sentido didáctico, admonitorio, que solían adquirir las sátiras del momento, sino que hay un aire fresco de irreverencia que nos evoca ciertos dejos de la risa moderna. Puede decirse que la novela recorre distintas tonalidades en la escala de la risa, que va de lo festivo y deriva hacia lo satírico, conforme la historia relatada se va acercando a la contemporaneidad del autor, como si la distancia temporal le diera perspectiva crítica y emocional, que le permitiera jugar con mayor placer y libertad, virtudes que parece perder al recrear su propio tiempo. El hombre de la situación es el relato de las peripecias de una estirpe de dudosa procedencia que, con rupturas y sobresaltos, va ascendiendo a la cúspide del poder económico y político en México: un andaluz empobrecido embarca como polizón a su hijo mayor para que venga a las Américas a buscar fortuna, pero no sin dejar claros los antecedentes ilustres de la familia que se remontan hasta Julio César y al mismísimo Adán, pero, [...] no del Adán de los anticuarios de donde proceden los indígenas de América, ni del Adán negro de donde nacieron todos los esclavos, según creen los cultivadores de caña, sino de un Adán andaluz, más guapo, más valiente, más noble que cuantos adanes han dado origen al resto del género humano”,78

apunta un sonriente narrador. El personaje, Fulgencio, el pobre andaluz adolescente recién desembarcado en Nueva España, es petulante, impertinente, codicioso y bárbaro; sin embargo, nunca se pierde la mirada compasiva y comprensiva del autor hacia el pícaro bribón, y es esta   Véase María Teresa Solórzano, “Manuel Payno: El hombre de la situación”, tesis doctoral, unam, México, 1997. 78   Payno, op. cit., p. 31. 77

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combinación la que hace posible el sentido humorístico con el que se delinea al personaje. La novela de Manuel Payno recupera la herencia de la larga tradición del pícaro hispánico para configurar a Fulgencio, un personaje que recurre al encanto de su ingenuidad y a los excesos de su petulancia para obtener lo que quiere; en la desmesura de su arrogancia el personaje alcanza a hacérsele simpático a los lectores. El autor se va revelando como un maestro para jugar con los rasgos lingüísticos del andaluz recién llegado a América. El habla del personaje es una fuente inagotable de ingenio y comicidad humorística, porque no se limita a reproducir los rasgos de un habla regional, lo que también hace de modo muy atinado, sino que va más allá, pues en esa habla se va articulando una visión particular, una conciencia de sí y de los otros, que es lo que en definitiva termina por trazar el perfil del personaje: Me dará uté un vaso de vino todo lo día, y algún pecao, en lugar de esa mala chanfaina que me ha hecho volver hata lo hígado; y entonces veré, pensaré a ver si puedo jacer algo por uté; y eso, de látima que el virrey no lo mande agarrá por lo fondillo y echar al charco.79

le espeta Fulgencio al capitán del barco que lo trajo de contrabando hasta América. En la construcción del carácter del personaje siempre se juega con la ambigüedad de si Fulgencio está convencido de sus altos méritos y prendas para merecer trato especial o bien es sólo una estrategia de pícaro para obtener lo que busca. Esta oscilación le va dando a la novela el toque festivo: se trata del proceso de construcción de un personaje desprotegido, sumido en la completa miseria, sin recursos, salvo el de su ingenio, para sobrevivir en un mundo hostil. El narrador entorna una mirada compasiva y de honda simpatía hacia su personaje, por ello va del relato de las miserias que padece como víctima a la consumación de alguna fechoría. Así, por ejemplo, cuando Fulgencio, recién desembarcado, hace el trayecto a pie de Veracruz a México, se extravía en la noche en el bosque, unos arrieros lo recogen y lo llevan en sus mulas. Cuando se despide de ellos, exige el pago por haberles hecho el honor de venir montado en sus mulas; ante la negativa y el azoro de los arrieros, él exclama:   Ibid., p. 37.

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¡Canalla de indio y de negro! Con toíta razón son eclavo. Me contuve, pero si me he dejado llevar de mi genio, de una mordía acabo con el arriero y con toíto el hatajo. Depué que le he hecho el favor de caminar en su mula, no me ha querío pagá y me ha robao el indino. ¡Ya se lo diré al señor virrey!80

El narrador cede muchos espacios para la expresión directa del personaje, creando la posibilidad de que sea el propio Fulgencio el que vaya delineando la imagen de su lenguaje y de su horizonte valorativo, solución artística que salva de entrada al texto de una orientación moralizante o didáctica y recupera para sí el sentido lúdico y humorístico como el eje de la construcción. Es importante insistir en que la risa que subyace se funda en el trabajo con la enunciación del personaje; en la conciencia que revela su discurso resalta el contraste entre visión de mundo y la realidad que está viviendo; hay un desfasamiento entre visión y realidad que raya en lo absurdo, no se requiere la presencia de una voz autorizada que desde fuera exhiba o califique para señalar lo ridículo del personaje y sus pretensiones. Tal actitud compositiva es la que distancia la novela de lo satírico y en este espíritu joco-serio se va a sostener la mayor parte del tiempo. Incluso cuando la novela avanza y empieza a rozar la sátira al uso del momento, es posible encontrar pasajes donde predomina una mirada desenmascaradora, pero que no pierde su orientación festiva. Así, cuando el comerciante que adopta a Fulgencio lo lleva con los padres betlemitas a que le enseñen a escribir, a leer y a sacar cuentas eficientemente, se da el siguiente diálogo: —Bien, bien, mi padre Rodrigo —dijo Vengurren—, ¿en cuánto tiempo puede enseñar a escribir a este mancebo? —Como tiene buenas espaldas y buenas posaderas en que resistir los azotes, creo que podré enseñarlo en tres años.81

Absurdo desde el punto de vista de la lógica, sostenido con tanta naturalidad, se da el desenmascaramiento en tono jocoso de la concepción del proceso de enseñanza-aprendizaje, no ubicado en el capacidad de entendimiento y raciocinio, sino en la constitución física para aguantar los azotes (“la letra con sangre entra”). La risa que resuena detrás de la seriedad crítica se hace más efectiva porque no hay una voz dominante que se imponga sobre el horizonte ideológico de los personajes.   Ibid., p. 44.   Ibid., p. 69.

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Voy a insistir un poco más en el papel de la voz narradora, para que quede clara la distancia entre actitud didáctica y la orientación hacia lo festivo que predomina en El hombre de la situación: el narrador parece configurarse como una voz más entre las otras, no necesariamente más autorizada ni con capacidades para imponer su punto de vista, aunque sí para relacionarse de manera festiva con el absurdo que se anida en esas otras voces. Así, cuando da cuenta del sermón que echó el sacerdote por la muerte del hermano del comerciante, le cede la palabra: “Nuestro difunto se encaminó a Acapulco”. Y de inmediato interviene la voz del narrador que burlón observa: “sería un verdadero milagro que un difunto se encaminara a Acapulco, pero como fray Rodrigo lo decía, todos los oyentes lo creyeron”. Como si se tratara de una interrupción que se hubiera dado en los hechos, el fraile retoma su discurso de tal manera que parece que el sermón estuviera respondiendo a la impertinente burla del narrador —que en realidad sólo fue un aparte con el lector—, pues lo continúa afirmando la idea: “nuestro difundo, repito, se encaminó al puerto de Acapulco y [...]”.82 Decía líneas arriba que la novela, conforme avanza, va derivando hacia lo satírico; el tono y la orientación de la risa sufren una transformación, pues en la medida en que se adelanta en los tiempos hacia el presente, el narrador se va haciendo cargo de contar las andanzas y trapacerías de Fulgencio el chico. En este caso se trata de exhibir la arrogancia, la ignorancia, mezcladas con las pretensiones de poder, el ejercicio de la política como un negocio personal, la chapucería para hacerse del cargo, de tal suerte que la risa se vuelve un instrumento de denuncia al desnudar la ridiculez y la torpeza de los nuevos poderosos. Así, cuando la madre del nuevo Fulgencio estalla en un arrebato de amor por su vástago, se expone en toda forma sus vacuas pretensiones de mujer inculta venida a más: “Habla en lenguas que es un primor. El español lo habla un poco mal; pero el inglés, ¡vaya si da gusto, aunque yo no puedo entender ni una palabra de él! Además, habla turco, latín, apache, cuanto hay [...]”.83 En la medida en la que los personajes adquieren más poder y se acercan a la actualidad de la escritura, van perdiendo la carga de simpatía que tenía nítidamente el primer Fulgencio, quien, desheredado y sin recursos, llegó a América en busca de oro. A pesar de la paulatina inclinación del texto hacia lo satírico, no puede decirse que predomine en él una actitud de superioridad autoral que   Ibid., p. 79.   Ibid., p. 139.

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se exprese en la amarga queja por los vicios y las manías de los personajes caricaturizados. Nunca se pierde del todo la disposición celebratoria y juguetona, a la vez que se conserva un cierto grado de involucramiento afectivo hacia los personajes de parte de ese narrador exotópico, condiciones sine qua non para la existencia del humor. Es esto precisamente lo que hace la actualidad y frescura de la novela. Resulta un tanto sorprendente la constancia con la que los críticos ubican la figura de Vicente Riva Palacio como la de un hombre dotado de muchas virtudes ciudadanas —valor guerrero en la defensa de la patria, compromiso con los principios liberales, pulcritud ética, entre otras—, a ellas se añade la de haber sido un humorista ingenioso: “no tolera una conversación de cinco minutos seriamente”, aseveró Juan A. Mateos, que lo conoció de cerca; esto se ha repetido una y otra vez, como muestra de su temperamento festivo. Sin embargo, debo anotar, como cantilena persistente, que muy poco se ha trabajado críticamente esta faceta en su obra. No obstante que algunos críticos ya apuntaron la presencia de diversas formas del humor en la escritura de Vicente Riva Palacio,84 su análisis sigue siendo una de las tareas pendientes: ¿cómo es la risa en la narrativa de este autor?, ¿qué efectos produce?, ¿cómo se integra en su proyecto artístico? Sin pretender dar respuesta cabal a todas las interrogantes, pues ameritaría un estudio detenido y minucioso, voy a hacer algunas observaciones al respecto. Me parece que la presencia de la risa es más palpable en la colección Cuentos del general —publicado justo el año de su muerte, 1896— que en el resto de su obra, novelas y estudios históricos; aunque el éxito lo debió a las novelas y la fama pública de sus actividades como periodista, político y militar. Más allá del trabajo propiamente literario, su práctica periodística está marcada por distintas formas de humor, en particular el satírico, de ello queda constancia en su abundante colaboración en impresos como La Orquesta. Periódico omniscio, de buen humor y con caricaturas 84   María Teresa Solórzano anotó algunos rasgos de la poética de Riva Palacio en términos de diversidad de estilos, asuntos y formas, siempre haciendo resaltar el buen humor del autor que se expresaba literariamente: “En los Cuentos del general conviven plácidamente la crónica, el cuadro de costumbres, el retrato social, la tradición, la leyenda, la fábula, la farsa, el relato de tipo oral y escrito, la ironía, la sátira, la parodia, la narración dramática o fantástica y desde luego la historia” (María Teresa Solórzano, “Prólogo” en Vicente Riva Palacio, Cuentos del general, Factoría, México, 1998, p. xxvi). Luis Leal también observó a propósito de este volumen de cuentos: “sobresale el humorismo y la ironía, características predominantes en las obras más logradas del autor, como lo son estos cuentos y su galería de contemporáneos, Los ceros” (Luis Leal, Breve historia del cuento mexicano, uat/buap, México, 1990, p. 53).

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o el periódico satírico fundado por Guillermo Prieto, La chinaca. Pero también merece especial mención El Ahuizote, publicación que él mismo fundó. En la faceta periodística no es difícil percatarse de cómo Vicente Riva Palacio utiliza la risa como arma de combate para denunciar la corrupción, para hacer crítica política; es decir, asistimos al más puro y nítido espíritu satírico, por lo que no voy a detenerme más en este punto. En sus Cuentos del general, sin embargo, no es tan clara una orientación única de la risa, ni se escucha en todos los textos, aunque sí puede apreciarse en la totalidad del volumen una decidida actitud poética antisolemne, un pacto con la ligereza y el espíritu lúdico, propiciado en buena medida por el restablecimiento de nexos del género cuento con sus orígenes orales. Todas las historias relatadas tienden a un acercamiento familiar de lo lejano en el tiempo con la contemporaneidad, en esa cercanía cualquier historia que se cuente pierde la gravedad que pudiera encerrar la fábula. Éste es el caso de la leyenda del santo Felipe de Jesús, que aquí se relata con tonos orales y desde el horizonte de lo oral. El narrador sabe que su versión se aparta de la “verdad” oficial, y así lo declara sin ambages, como si no tuviera la menor importancia: “La historia no cuenta todo esto así; pero a mí me halaga más la tradición”.85 De esta manera, se establece una ligera polémica que se resuelve por la vía de la declaración del gusto personal y así se prevén las posibles objeciones a las que estaría expuesta su versión. En la elección de un tono y una perspectiva oral, los distintos narradores de estos relatos se conectan con la vertiente fabulística del cuento antiguo, del cuento que se hilvana al amor de la lumbre para entretener el ocio después del trabajo. Por ello el empeño en enfocar el lado chusco o insólito de un suceso y de ahí la facilidad para recurrir al ancestral recurso de contar historias de animales cuyas acciones inevitablemente recuerdan actitudes humanas, que por tanto resultan cómicas. Es el caso de “El divorcio”, un cuento ambivalente en su intencionalidad, entre la crítica mordaz a los poderes omnímodos y el mero afán lúdico de articular un relato ingenioso: el león pretende divorciarse de la leona y aduce para ello que tiene mal aliento. Para lograr su cometido, el león construye un juicio tramposo que piensa ganar con la venalidad de sus vasallos a quienes se les pide el escrutinio del hocico de la leona. Cada animal   Vicente Riva Palacio, “La leyenda de un santo”, en Cuentos del general, José Ortiz Monasterio (comp.), conaculta/unam/Instituto Mexiquense de Cultura/Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora, México, 1997, p. 78 85

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que participa en el juicio es presentado de modo festivo, revestido con sospechosos rasgos humanos, como el caballo, “que entró con un aire de energía y con un desdén espartano, como diputado de oposición [...]”.86 El malicioso narrador va dejando caer frases sueltas, que parecen perderse en la ingenuidad de la anécdota, pero que bien pueden quedar resonando como una insinuación crítica de tintes políticos: “Un día, cuando menos lo esperaba la augusta matrona, sin ambages ni circunloquios le dijo el león, que no por ser monarca dejaba de ser animal”.87 En algunos de estos cuentos, entonces, puede leerse a trasluz el recurso al ingenio lingüístico como una táctica poética para poder decir lo que no se puede nombrar de manera abierta y llana. Pero no toda la risa de estos cuentos está orientada hacia la intencionalidad de desenmascarar y criticar los poderes establecidos de modo sutil. La risa es, en la pluma de Vicente Riva Palacio, una forma de distanciarse polémicamente de una tradición literaria ligada a la estética romántica y sentimental que inundaba el medio con su pertinaz presencia en periódicos y en folletines, por eso a veces asume la forma de la parodia. El cuento más claramente dirigido contra las formas discursivas desgastadas, a pesar de todo vigentes, es el de “La horma de su zapato”, un relato que reescribe, desde la risa, la explotada anécdota del diablo que baja a la tierra en busca de una doncella a quien llevar al infierno por la vía de la seducción: “Nuestro pobre diablo, que se hacía llamar el marqués de la Parrilla, título alusivo a su oficio, se encontraba, como diría un elegante novelista, ‘bogando en un agitado mar de confusiones’ o ‘arrebatado por un torbellino de incertidumbres’”.88 Así, el narrador va dejando caer gota a gota ácido burlón contra las formas que explotó hasta el cansancio la tradición romántica. Las llamadas de atención hacia la propia forma de escritura, en particular hacia el estilo en el que se expresa una idea o se pinta a un personaje, son frecuentes y se hacen casi siempre en tonos humorísticos, que tienden a rebajar la pretendida solemnidad que la frase sola encierra. Así, en el cuento “El buen ejemplo”, intercala de pronto observaciones de burla hacia el estilo literario de la época: “[...] los miraba alejarse, como 86   Vicente Riva Palacio, “El divorcio”, en ibid., p. 101. Vale la pena señalar que se trata de una reelaboración de un “enxienplo” relatado en el Libro del buen amor, “de cómo el león estaba doliente, e las otras animalias lo venían a ver” [Arcipreste de Hita, G. B. GybbonMonypenny (ed.), Clásicos Castalia, Madrid, 1988, p. 126]. 87   Ibid., p. 100. (Las cursivas son mías). 88   Vicente Riva Palacio, “La horma de su zapato”, en Cuentos del general, op. cit., p. 43.

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diría un novelista, trémulo de satisfacción”.89 Se trata de narradores con una especial agudeza para oír los tonos que resuenan en cada una de las frases construidas por la convención literaria, por eso la obstinación en detenerse a observarlas y señalar su absurdo o su grandilocuencia. Son frecuentes los inicios como el siguiente: Si yo afirmara que he visto lo que voy a referir, no faltaría, sin duda, persona que dijese que eso no era verdad; y tendría razón, que no lo vi, pero lo creo, porque me lo contó una señora anciana, refiriéndose a personas a quienes daba mucho crédito y que decían haberlo oído de quien llevaba amistad con un testigo fidedigno, y sobre tales bases de certidumbre bien puede darse fe a la siguiente narración.90

Con esto desacredita de entrada, sonriente, todas las fuentes de veracidad de su relato y se afilia a la tradición del contador oral. La narración que hilvana a continuación, además, resulta un mero juego de entretenimiento, sin ninguna pretensión de realismo. La elección de escribir cuentos ligeros, que incluso simularan una forma de diálogo ocasional con el receptor, implicaba no sólo relatar anécdotas chuscas o sorprendentes por el ingenio del desenlace inesperado, sino que llevaba consigo la necesidad de configurar narradores cercanos a quienes se dirigen, en un lenguaje pulcro y hasta purista, pero sencillo, en un estilo desenfadado que permite la intercalación de frases juguetonas o francamente humorísticas. Esta forma poética, sin duda, hizo escuela en la literatura mexicana, pues, desde un horizonte artístico totalmente distinto, podemos apreciar la continuación de parecidas estrategias en la escritura de Manuel Gutiérrez Nájera, por ejemplo. Estamos ante una literatura a la que se le ha despojado de los tonos elevados e, incluso, se le ha rebajado de formas grandilocuentes y espíritu solemne, para optar por una comunicación fresca y festiva con el receptor, para arrancarle una sonrisa de complicidad, si no una franca carcajada ante la irreverencia, ante la crítica articulada y compartida o lo inesperado de la resolución.

  Ibid., p. 72.   Ibid., p. 71.

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Capítulo ii

Risa y oralidad: elaboraciones estilísticas Como lo he venido afirmando en el capítulo anterior, la risa ha encontrado muy diversos mecanismos y estrategias para penetrar en la literatura, su presencia es constante en la tradición mexicana: a veces la hallamos circunscrita a ciertos pasajes, en otros momentos se manifiesta como chispazos de humor y comicidad, pero en muchos casos es su actitud estética la que preside y da orientación al todo textual de una buena cantidad de obras fundamentales de nuestra historia literaria, más allá de géneros y épocas. Lo que también es indudable es que hay una gran variación en los tonos y el sentido que la risa adquiere en los textos. Ya hemos visto algunas de las implicaciones de la orientación didáctica que halló acomodo particular en las modalidades satíricas, y los tipos de risa que pueden estar en los cimientos de las sátiras. Aunque hay muchos otros tonos en los que se ha reído en nuestras narraciones y poemas. Insisto en la imposibilidad de ser exhaustivos, pero sí vale la pena intentar la revisión de ciertos casos en los que la risa ha sido determinante en la composición de la obra. Voy a trabajar este capítulo como la continuación y consecuencia de un tema que empecé a tratar en el capítulo anterior, el relativo a la elaboración estilística de la oralidad ligada a la risa, porque me parece que ha sido uno de los fenómenos más productivos en el proceso de conformación de nuestros perfiles literarios, y tal vez uno de los menos atendidos por la crítica. Voy a revisar también algunos rasgos de la ancestral cultura de lo grotesco —que, en buena medida, es parte del problema anterior—: cómo se ha incorporado en la escritura culta de textos

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importantes y qué matices les ha impreso, en particular en la literatura del siglo xx. Por último, me detendré un poco en el funcionamiento de la parodia, en el papel y el sentido que ha tenido en la conformación de la tradición literaria mexicana. Antes de iniciar la revisión de las diferentes modalidades de la risa en el arte verbal, es necesario aclarar que no voy a tratarlas como géneros específicos ni como tropos retóricos. Tampoco me detendré demasiado en las discusiones teóricas que invariablemente suscita cada una de las categorías; lo haré sólo en la medida en que resulte necesario para hacer comprensible el fenómeno que me interesa analizar en cada caso. Por estas mismas razones, no enfocaré mi estudio hacia los aspectos técnicos de cada una de las formas. Recuerdo aquí que los esfuerzos de mi trabajo están dirigidos a la exploración de la presencia y el sentido de la risa en sus diversas modalidades en la literatura mexicana; para llevar a cabo semejante tarea, sin duda, se requiere partir de la amplia noción de risa como la gran categoría estética que cubre las nociones de grotesco, parodia, humor, comicidad, etcétera, por lo cual una y otra vez remitiré a ese vasto horizonte de la risa. Por lo demás, mi trabajo está comprometido con la perspectiva de la poética histórica, esto es, la revisión del proceso a través del cual se han configurado, en los distintos momentos de la historia literaria, las líneas poéticas ligadas a la risa. Por último, añado que sería deseable encontrar un modo de analizar las categorías particulares asociadas a la risa, evitando el apego ciego a las segmentaciones que no se dan en la realidad literaria: lo paródico está en lo satírico con demasiada frecuencia, lo grotesco aparece en todas las formas imaginables, a veces está impregnado de humor, el cual puede ser sombrío, cruel o incluso negro, pero también en ocasiones es festivo y hasta llega a lo cómico. ¿Dónde están las fronteras? ¿Vale la pena trazarlas? En todo caso, no es la intención de mi trabajo. Estamos apenas en los umbrales del estudio de este mundo complejo y contradictorio, por ello pido, como pacto de lectura, que no se tomen como clasificaciones definitivas las que hago a continuación, sino como simples coordenadas para hacer posible la indagación con relativo orden. Las posibilidades de la risa en la oralidad estilizada El recorrido por las formas de presencia de la risa ligada a la oralidad en la literatura mexicana puede, con toda legitimidad, remontarse hasta los 74

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orígenes de nuestra tradición literaria. Sin embargo, voy a apelar solamente a un ejemplo del siglo xix para dejar sentado con toda claridad uno de los antecedentes de lo que en el siglo xx vendría a ser una práctica artística consciente y altamente estilizada: me voy a referir de manera sucinta a la obra literaria de Guillermo Prieto. Hay una peculiaridad en su trabajo poético que vale la pena tener en cuenta y es la intersección en su escritura de un proyecto liberal, nacionalista, con un profundo sentido del humor que se materializa en la apelación a tonos, palabras, formas lingüísticas de origen popular. Gran parte de su obra se construye en el compromiso de la defensa de los principios liberales, de una patria soberana y laica, por lo que con frecuencia se burla de las pretensiones de refinamiento de la clase media de su tiempo, sin sentido nacionalista, que rápidamente se puso al servicio del imperio que intentaron imponer los franceses: Con acento alfeñique y con andaluz jaleo cuando el triunfo del manteo anunció el traidor repique, entró en casa don Fadrique aumentando la boruca, y le dijo a su hija Cuca moviendo alegre los pies: Ya vino el güerito, me alegro infinito, ¡ay, hija! Te pido por yerno un francés.1

Tampoco es pertinente decir que todos los textos que escribió Guillermo Prieto estén teñidos de ideología política, aunque sí esté todo su proyecto estético al servicio de la construcción de una nación libre, soberana, y para forjar esta patria, él consideraba necesario crear una literatura nacional. De ahí que, en esa búsqueda, el poeta recupere para la escritura culta formas populares, como el romance o el bolero, además de, y sobre todo, el lenguaje vivo de las calles y mercados, a diferencia de otros escritores de su tiempo que estaban comprometidos con el mismo proyecto político, pero que no buscaron en el lenguaje las señas de identidad nacional.2   Guillermo Prieto, “Letrilla”, en Musa callejera, Porrúa, México, 1976, p. 123.   Advierto que no pretendo hacer una generalización inoportuna y arbitraria con estas notas: ideología política liberal o nacionalista no equivale automáticamente a escritura revolucionaria en términos estéticos, ni mucho menos a acierto artístico. Lo que aquí apunto sólo es válido, por lo pronto, para Guillermo Prieto, puesto que otros casos, como el de José María Roa Bárcena, desmentirían una afirmación de esta naturaleza. 1

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Guillermo Prieto, me parece, es uno de los primeros escritores mexicanos que explora con acierto las posibilidades artísticas de los tonos orales y continuamente los incorpora con una intención humorística. Entonces, su proyecto se centra en el trabajo de contribuir a la construcción de una literatura nacional, en sus asuntos, pero también, y sobre todo, en su lengua. El dejo humorístico en su escritura tiene tintes variados, pues en ciertos momentos se inscribe en la vertiente satírica, como en el caso del fragmento que cité arriba, y a veces es el resultado del mero juego de recrear la perspectiva pícara del hombre callejero que ríe, por ejemplo, de su imposibilidad para acercarse a una joven por la constante presencia de una vieja que la cuida: Rondo su calle, me embarro de su ventana a la reja, y allí una señal amarro; y ¡Zas! La atrapa la vieja, que ríe de mi desbarro.3

El autor es un coleccionista de momentos particulares de la vida de las clases bajas. El “Romance de la migajita” es, sin duda, un poema compuesto en la mejor tradición del romance hispano, con esa mezcla afortunada de narratividad y lirismo. En él, como en muchos otros poemas, se aprecia la comprensión del universo emocional y valorativo de la gente de la calle; se aprecia el oído aguzado del poeta para captar las sutilezas del habla y la visión de mundo de la clase popular con la que, en buena medida, siempre mantuvo sus nexos estrechos, a pesar de los altos puestos públicos que ocupó y del horizonte culto desde donde escribió. No hay, por supuesto, una línea recta de continuidad entre la escritura de Guillermo Prieto y la de otros autores del siglo xx, ni me interesa postular un supuesto parentesco; sólo quiero marcar la afinidad entre él, por ejemplo, y otros escritores muy posteriores; afinidad en la elección de los materiales y en el espíritu artístico con el que éstos se trabajan para construir una obra literaria, lo cual crea, sin duda, una tradición que se cruza y dialoga en un sinuoso camino de desarrollo artístico. Por ello, dentro del mismo fenómeno del trabajo de estilización de la oralidad, vale la pena también detenerse un poco en la escritura de Juan José Arreola. Este último es en nuestra historia literaria un caso de excepcional maestría en el trabajo con los lenguajes populares, por ello me pare  Guillermo Prieto, “¡Vaya una vieja!”, en ibid., p. 125.

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ce necesario leerlo una y otra vez; su obra es un punto de referencia artístico de una larga tradición que se inicia desde las crónicas del descubrimiento y la conquista de América. En la novela y los cuentos de Juan José Arreola podemos encontrar una increíble variedad de tonos de risa artística, en muchos casos resultado de un trabajo fino de estilización de la oralidad: desde el espíritu lúdico manifiesto en escritos paródicos que dan nuevas versiones de textos antecesores, literarios o sagrados, hasta la ironía para volver a contar de una manera renovada la vieja historia de las relaciones entre hombres y mujeres, por ejemplo. Por ahora sólo me referiré a su única novela, La feria, porque considero que en ella hallamos trabajadas artísticamente una inmensa variedad de tonalidades de la risa que pueden surgir en una comunidad; ahí se orquestan en una composición que parece fragmentaria y caóticamente heterogénea, pero que constituye una totalidad llena de sentido y de vitalidad. La feria es una novela construida a partir de fragmentos de múltiples registros lingüísticos e ideológicos: ahí están las voces de los hacendados, está la voz de la iglesia o, más preciso, de las distintas Iglesias que ha producido el catolicismo, la de los intelectuales que se preocupan por la recuperación de la historia y la de los que se ocupan de la escritura de versos, la voz de los cuenteros populares, de ateos y creyentes, la que sale de la remota historia de la Colonia y de los Evangelios apócrifos, la del adolescente enamorado que escribe diarios y se confiesa, la del artesano y la del mediano agricultor; pero también están las voces de los desposeídos, de los despojados de la tierra que de antaño buscan la restitución de sus bienes. Se trata de voces en contrapunto, que dialogan y polemizan unas con otras, se complementan y se desmienten, cada una de ellas se enfrenta a la de los otros con actitud defensiva, frecuentemente impregnadas por la risa, no obstante que aparezcan teñidas por la ira o que vayan enunciadas en actitudes admonitorias. Gran parte de las voces que se escuchan y la orientación que adquiere el sentido del humor tienen hondas raíces de carácter popular, de tal suerte que puede apreciarse cómo la enunciación de la comunidad de los campesinos de Zapotlán se va configurando en una actitud festiva para recuperar su historia y sus razones: Fray Juan era buena gente y andaba de aquí para allá vestido de franciscano, con la ropa echa garras, levantando cruces y capillitas. Vio que nos gustaba mucho danzar y cantar, y mandó traer a Juan Montes para que nos enseñara la

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música. Nos quiso mucho a nosotros los de Tlayolan. Pero le fue mal y dizque lo mataron. Dicen que aquí, dicen que allá. Si fue en Tuxpan, lo hicieron cuachala. Si fue aquí, nos lo comimos en pozole. Mentiras. Lo mataron en Cíbola a flechazos. Sea por Dios.4

En el fragmento puede constatarse cómo el humor es el elemento clave para recuperar el pasado y volver a contarlo; así, la historia se vuelve antisolemne, se la desnuda de la gravedad en la medida en que se aceptan en el discurso diferentes versiones y posibilidades, pero ninguna autocelebratoria. Entre la diversidad de asuntos y actitudes que se plasman en el texto, los campesinos, antiguos dueños de la tierra, hoy despojados, van a escucharse una y otra vez siempre reclamando su derecho a recuperar la tierra y muchas veces con un dejo de picardía desenmascaradora. En la novela también resuenan las voces de los hacendados que, en formas violentas y denigratorias, niegan la versión de los indígenas que reclaman sus derechos: ¿Justicia? Yo les voy a dar su justicia a todos estos indios argüenderos, despachando al otro barrio a dos o tres de los más alebrestados. Además, no es cierto que nadie les haya quitado nada. Ellos lo han perdido todo por güevones, borrachos, gastadores y fiesteros.5

Puede verse cómo Juan José Arreola también incorpora la forma de la oralidad que no está ligada a las clases populares, ni es festiva ni apunta al debilitamiento de las certezas de los poderosos, al contrario. Sin embargo, no es ésta la perspectiva que predomina en la novela; es sólo una voz más de las muchas que se oyen de los diálogos sostenidos entre los personajes; porque toda la obra está conformada de los retazos de conversaciones, monólogos o pequeños escritos que alguien parece recopilar y disponer en el texto. Pero no figuran como enunciaciones aisladas unas de otras, todas tienen su respuesta, su réplica o su continuación en algún punto del texto. Si aludo a la noción de voz, a pesar de tratarse de un texto delineado por la escritura, es porque la mayor parte de los fragmentos están construidos en el tono de lo oral, no sólo porque se intente una recreación de las formas fonéticas de las hablas con las notas peculiares de cada una de ellas, sino también, y sobre todo, porque cada elocución implica un punto de vista,   Juan José Arreola, La feria, Joaquín Mortiz, México, 1974, p. 7.   Ibid., p. 33.

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una conciencia que va modelando sus perfiles —tonos y acentos— en función de un enunciado anterior, previendo una réplica, atendiendo siempre a una presencia frente a sí, con la que se busca el acuerdo, la complicidad o de plano el enfrentamiento. El lector se encuentra en todos los casos con hablas vivas, que poseen su propia historicidad y una nítida pertenencia a determinadas clases sociales, culturales e ideológicas. La risa que está presente en muchas de estas enunciaciones tampoco es única ni homogénea, y adquiere diversas orientaciones. A veces se usa como un arma para desenmascarar las mentiras históricas que han ido anidando en las versiones oficiales. Así, por ejemplo, cuando aparece la palabra del rey en un decreto ideal demandando que se respete a los indios, “ [...] y quiero que sean tratados como lo merecen vasallos que tanto sirven a la monarquía y la han engrandecido y lustrado. Yo el Rey”,6 se oye de inmediato un pregón popular que bien puede ser un grito callejero que ofrece su mercancía, pero sin duda, también alude al decreto del Rey y lo desmiente burlonamente: “Pasen a tomar atole, todos los que van pasando [...]”.7 En los momentos en los que se escucha la confesión del adolescente con el cura, la risa adquiere la tonalidad de lo lúdico burlón, pues los pecados confesados siempre aluden a juegos de palabras para celebrar la sexualidad, a travesuras corporales que buscan desconcertar al cura y que le restan gravedad al rito de la confesión: —Me acuso Padre de que tengo novia. —Eso no es pecado, pero tú no tienes edad. —Y el otro día le tenté… —¿Qué le tentaste? —Cuando yo era chico, mi tía Jesusita con una mano me levantaba el brazo y con el filo de la otra iba haciendo como que me cortaba con un cuchillo: “Cuando vayas a comprar carne, no compres de aquí, ni de aquí… ¡Sólo de aquí!” Y de repente me hacía cosquillas debajo del arca. —¿Y eso a qué sale? —Es que yo también jugué a eso con Mela, pero se lo hice en la pierna, empezando por el tobillo... “Cuando vayas a comprar carne [...]”.8

La recreación de la oralidad popular es la que le da el aire de frescura al texto, pues en ella anida un modo juguetón de decir, que Juan   Ibid., p. 181.   Loc. cit. 8   Ibid., p. 50. 6 7

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José Arreola explota hasta el límite sus posibilidades expresivas. A veces el espíritu burlón del texto está en la desmesura, como es el caso de la confesión colectiva de pecados, después del terremoto, donde todo un pueblo se desnuda ante un agobiado cura: “Yo con una, y con otra, yo con la que sea, yo con el que sea, yo con lo que sea… con un pomo de perfume [...]”.9 Con el sucinto repaso anterior de algunos de los tonos de la risa que suenan en gran parte de los fragmentos de la novela, podría concluirse que se trata de una obra humorística o incluso cómica y, sin embargo, no es así. La risa es una actitud artística que orienta la totalidad del texto hacia la develación de las mentiras oficiales, hacia el desenmascaramiento del clasismo, del abuso histórico contra una comunidad indígena a la que se le han arrebatado las tierras, hacia la contraposición de una iglesia al servicio de los hacendados y otra de vocación popular; pero también hacia la celebración amorosa del despertar de los sentidos, la sexualidad y el juego de la escritura. En La feria están las múltiples contradicciones de una comunidad, derivadas de una historia de desigualdad, que estallan justo en la celebración de la fiesta anual en honor al patrono del pueblo, San José. Hay una figura que aparece de modo intermitente entre las voces y que podría ser pensada como el responsable de la orquestación de esa multivocidad: es un cuentero oral que se dirige a un oyente. Esta figura, que se bosqueja más nítidamente en la parte final de la novela, tiene una actitud lúdica y risueña hacia sí mismo y hacia la historia que ha ido componiendo con las piezas de un gran rompecabezas; por ello, antes de que tome la palabra por última ocasión para cerrar su relato, deja entrar una voz que parece dirigirse a él mismo: “Y tú ya vete a dormir, contador impuntual y fraudulento. Pero como tu castillo de mentiras sostiene una sola verdad, yo te consiento, absuelvo y perdono. Y como creíste te sea hecho”.10 Así, en el tono paródico de la palabra sagrada, por una parte, se pone una puntilla de desautorización a toda la historia y, por otra, se reivindica el trabajo de contar, por esa sola verdad que sostiene lo narrado. ¿Cuál es esa sola verdad? Los distintos caminos de lectura pueden sostener una u otra. Por último, quisiera añadir que he hablado de estilización de la oralidad porque quiero hacer notar que no se trata de un “retrato” fiel de   Ibid., p. 83.   Ibid., p. 181.

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las hablas de determinados grupos sociales, ni se plasman en la escritura los errores lingüísticos de una comunidad campesina, sino es en todo momento un trabajo de reelaboración artística de lo que está en el sustrato de las hablas de los diversos grupos sociales en tanto conciencia, en tanto visión de mundo y actitud vital. Asistimos aquí a una literatura que está de vuelta a la vida histórico social concreta, que hunde sus raíces en una cultura determinada, que trabaja desde un complejo y sofisticado horizonte literario, lleno de referencias y guiños a la tradición de la llamada alta cultura, justo por estas razones puede emerger más plena de significados, con mayor sentido y una ensanchada capacidad de comunicación con sus lectores. No es otra cosa el trabajo artístico de Juan Rulfo, inscrito en la rica y vasta vertiente de literatura construida con el lente de la risa, aunque mucho se haya insistido en la visión negra y pesimista que campea en su narrativa. Sí, seguramente hay mucho de oscuridad en la tan breve como densa obra rulfiana, pero no puede olvidarse que detrás del lenguaje popular, poética invención, anida siempre una risa, a veces irónica, a veces maligna, punzante, a veces alegre y relativizadora.11 Pero también pueden citarse otros textos fundamentales en nuestra historia literaria, como Noticias del imperio de Fernando del Paso, donde constantemente se ve el trabajo de estilización de la oralidad popular para dar cabida a un modo fresco y renovado de contar la historia. Tal vez la revisión de algunos aspectos de esta paradigmática novela nos ayude a avanzar en la exploración del sentido y la orientación que puede darle al arte verbal el trabajo con la oralidad. Se trata de una novela compleja y rica que ha merecido análisis de diversa índole, unas veces especializados en la identidad genérica del texto, y otras, en sus fuentes de información histórica o en el estilo narrativo. Sin duda, se requieren más estudios de estos y otros aspectos; no obstante, ahora sólo me interesa destacar la importancia de la oralidad en su composición y lo que le aporta para provocar los efectos de sentido. La oralidad es fundamental en la reconstrucción de los hechos; se puede decir, me parece, que es la forma privilegiada en Noticias del imperio. Todos los capítulos acogen distintos registros orales con orientaciones muy diversas, no necesariamente populares: se recuperan, por ejemplo, los pensamientos de Maximiliano y lo que le dicta a su secretario Blasio; 11   Más adelante, en “A modo de epílogo”, me ocuparé de algunos aspectos de la risa en la obra de Juan Rulfo.

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se oyen entre sus páginas las charlas de Benito Juárez con sus ayudantes; aparecen las pláticas de chismorreo entre los nobles de las cortes europeas; se escucha la voz del cura que se confiesa con el obispo. Pero también se incluye, en cada capítulo par, una voz de origen popular que se contrapone a los modos de pensar y explicar los hechos de esos otros personajes que ocupan posiciones de poder. Por ahora no me detendré en los capítulos impares, dedicados a los monólogos —completamente orales— de la emperatriz Carlota, porque me referiré a ellos más adelante, a propósito de la estética de lo grotesco. La novela Noticias del imperio no está dominada por un tono sombrío, a pesar de que se cuenta una historia trágica, si se la ve desde el punto de vista del imperio, pero tampoco por un tono patético de carácter heroizante, desde el lado de la república. Es una obra situada siempre al filo de lo trágico y lo festivo, esto sólo es posible, me parece, por la elección compositiva que la preside: la recreación artística de los tonos y visiones encarnados en la oralidad. Uno de los aspectos en el que nos podemos detener para apreciar esto es el relativo a la decisión de recuperar en una novela sucesos históricos. En cada capítulo par se concede buena cantidad de espacio a la expresión sobria, mesurada, de un historiador que va tejiendo los hilos de los acontecimientos que formaron la trama. Parece ser un profesional que se atiene a las pruebas documentales y que siempre procede con cautela antes de aseverar cualquier cosa, y en todo caso, sabe cuáles son los hechos importantes de salvar para el relato, qué momentos explican sucesos posteriores, además de que su registro lingüístico corresponde claramente a las convenciones de lo escrito. También hay espacio para la otra forma de recuperar la historia: la cercana familiaridad con el pasado, desde la cual articulan sus historias los cuenteros populares. La memoria de las comunidades sólo recupera lo que tiene repercusiones reales en el aquí y en el ahora desde donde se recuerda. Ningún hecho es trascendente por sí mismo, sino por la impronta que deja en la vida de cada día o, en otras palabras, la importancia de los hechos radica en la forma en la que se recuperan y se actualizan constantemente. Los hilos que comunican, en la memoria oral de las comunidades, un acontecimiento histórico con otro no responden a las causalidades esgrimidas por la historia como disciplina científica; puede decirse que la oralidad ha elaborado en todo momento sus propias versiones del pasado. Además Noticias del imperio está llena de esas otras:

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A mí me contaban que cuando llegaron los soldados de Don Fernán Cortés, el Emperador Moctezuma les echaba incenso no porque se imaginara que eran dioses, sino porque olían muy feo: no se cambiaban su ropa de hoja de lata ni cuando subían al Popo para bajar azufre para sus cañones.12

Obsérvese cómo se construye un modo distinto y jocoso de contar el pasado, un pasado que no se ha cancelado, que sigue vigente porque es significativo aun ahora y con el que se establece una relación cercana y familiar. El hablante ha sido casi testigo, ha oído la historia directamente de los participantes. Este modo de concebir el pasado está dado por la relación cercana y desenfadada, por ello puede polemizar humorísticamente con la versión oficial y única; sólo así se hace trizas la fatalidad que siempre acompaña las versiones autorizadas sobre la conquista de México. El hecho de que en la novela se dé la palabra a un personaje iletrado abre las puertas para que suene una voz que encarna, forzosamente, una perspectiva distinta de la oficial y culta. Se trata de un limosnero ciego que deambula por las calles de la ciudad de México, registrando la vida en sus olores, en sus sonidos, en los pregones, en los panfletos pegados en los muros que él va palpando, y todo lo valora desde un horizonte que no está comprometido con una única verdad; por eso hay espacio para el tono festivo y juguetón: “Lo bueno de que vinieran los franceses, es que ahora tenemos fiestas dobles: las de México y las de París”.13 Nunca se dice el nombre del personaje. Otra voz que introduce en la novela el humor, la relativización y la perspectiva popular es la del espía del ejército republicano. Su relato desmiente cualquier pretensión de heroicidad, aun en la victoria contra los franceses. Él sabe que está contando una historia importante, toda la forma de su expresión se delinea en la coquetería tradicional de afirmar negando, de disminuir el valor propio, de emitir las opiniones fingiendo que se acallan, pero siempre se reivindica su saber frente al otro, el letrado, por tanto la dignidad del hablante se asegura: Yo no sé leer ni escribir, pero escribo con mi cabeza. La de cosas que allí tengo escritas, no las sabe nadie, a veces ni yo mismo. Y sé leer las piedras y los caminos, leo los montes y los helechos.14 12   Fernando del Paso, Noticias del imperio, Diana, México, 2ª ed., 1989, p. 165 (cursivas en el original). 13   Ibid., p. 163. 14   Ibid., p. 214.

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Resulta particularmente significativo que, para el espía contador de historias, no importe tanto qué pasó en realidad; para él, amante de articular y vender cuentos, importan las posibilidades de ensanchamiento que los sucesos descubren, lo que pudo haber sucedido y, sobre todo, las múltiples bifurcaciones que se ofrecen a quien va a relatar esa historia. Es obligado para él ser riguroso, ser justo en la expresión, de ahí que una y otra vez esté corrigiendo su relato, precisando, reparando en un detalle u otro: Si hubiéramos sabido entonces del convoy, si nos hubieran dicho que esos legionarios andaban a la limpia del camino para abrirle el paso a un convoy cargado de oro y cañones para el General Forey o como se llame, en lugar de irnos tras ellos habríamos esperado el paso de los carros, al fin y al cabo éramos muchos y de todo el oro la mitad hubiera sido para el Gobierno de la República y la mitad para nosotros, que lo merecíamos, o al menos eso es lo que yo hubiera ordenado de ser coronel, pero yo ni a sargento llego porque yo no soy soldado [...].15

Bifurcaciones sin fin, actos consumados que conservan intactas sus posibilidades, objetividad con subjetividad, ambas en el mismo plano, es lo que caracteriza el relato oral y todo esto es estilizado en el texto, como puede verse. El relato que el espía vende a su público es un cuento de muertes, de extrema violencia y su forma de contarlo está elaborada en el espíritu de lo grotesco:16 “Yo vivo más de los muertos que de los vivos”, afirma pícaramente para luego explicar que desvalija los cadáveres que quedan regados.17 Él se dedica, entre otras cosas, a enumerar a los muertos de ambos bandos y luego relata que cuenta, en ese ir enhebrando el hilo de sus cuentas se perfila nítidamente un espíritu festivo para evocar su oficio: Me puse a contar los muertos que nos hacían, pero como nuestros muertos eran muchos y estaban desperdigados, mejor me puse a contar a los legionarios, y como en la canción de los perritos dije De sesenta legionarios a uno lo mató una bala, y me quedaron cincuenta y nueve [...].18

La familiaridad con la muerte abre la posibilidad de jugar con ella, permite despojarla de la gravedad con la que se le menciona siempre en los discursos oficiales y serios.   Ibid., p. 213.   Este problema lo trataré en el apartado que sigue de este mismo capítulo. 17   Ibid., p. 217. 18   Ibid., p. 216. 15 16

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Es relativamente fácil demostrar que muchos textos literarios escritos hacia la segunda mitad del siglo xx en México han sido compuestos a partir de la recreación estilizada de la heteroglosia social, con marcados acentos orales, con orientaciones irónicas, paródicas y grotescas, no sólo en la narrativa, sino también en la escritura poética. Por lo demás, me parece que puede afirmarse, sin dudar demasiado, que las grandes obras de la narrativa mexicana son justamente aquellas que se orquestan en el juego de contrapuntos que puede ir de la tragedia a lo cómico, de la seriedad —incluso sombría— a lo lúdico y risueño. Es así cómo se ha ido haciendo más borrosa y, por tanto, menos justa la escisión convencional entre alta cultura y cultura tradicional, oral. En la intersección de lo culto y lo popular: estética de lo grotesco Luis Beltrán, en su libro sobre la imaginación literaria, afirma: El punto más débil de la teoría estética es siempre el de los fenómenos que proceden del campo de la risa [...] los fenómenos que conforman el humorismo, la estética de la risa, han sido los últimos en ser considerados, cuando no han sido excluidos y han carecido siempre de una comprensión de conjunto.19

Me parece una afirmación fácilmente constatable en el campo de la teoría estética, pero su veracidad resulta apabullante para el caso de los estudios literarios mexicanos, críticos e históricos, como hemos estado viendo. Escritores con un hondo sentido del humor han sido leídos con la gravedad más patética que se pueda imaginar, y vuelvo a remitir a Juan Rulfo como el ejemplo paradigmático. Si la crítica literaria ha sido tan ciega y sorda a los diversos tonos en los que ha sonado la risa en nuestra literatura, el caso de lo grotesco resulta doblemente problemático. No nos cuesta ningún trabajo, por ejemplo, calificar a diestra y siniestra de grotescos ciertos momentos de nuestra vida política. El estupor que experimentamos con nuestra resquebrajada democracia, el sentido del absurdo al que cotidianamente nos enfrentamos, son explicados como rasgos grotescos de nuestro ser nacional. Obsérvese cómo en estos usos indiscriminados el término siempre arrastra una fuerte carga negativa: todo lo teratológico, lo terrorífico con algo de risible, cabe en la noción. La imprecisión y la vaguedad son evidentes   Beltrán, op. cit., p. 200.

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en un simple escrutinio de lo que se ha entendido por grotesco desde el punto de vista estético: se lo ha asociado con exceso, degradación, sordidez, extrañeza, incluso con lo onírico sin más; tal profusión de significados le ha impreso una pátina que impide ver con claridad lo productivo que puede haber todavía en la noción para explicar ciertas visiones artísticas. En la reivindicación que hicieron los románticos europeos de lo grotesco, como eje de su programa artístico, quedó cifrado el destino del término, me parece, y ya no ha sido nada fácil distinguir entre grotesco y fealdad, escenas terroríficas y siniestras; de tal suerte que todo lo que pueda evocar lo grotesco queda ubicado en las antípodas de la belleza y lo sublime. Así, cuando Víctor Hugo afirma que eran ellos, los románticos, los únicos que llegaron a superar la etapa infantil del arte en el momento en que supieron fundir “en un mismo aliento lo grotesco y lo sublime, lo terrible y lo bufo, la tragedia y la comedia”,20 el fenómeno de lo grotesco queda circunscrito al proyecto del romanticismo. Friedrich Schlegel también lo sitúa como eje de las ideas románticas: Así como lo naïf juega con las contradicciones entre teoría y praxis, asimismo juega lo grotesco con maravillosas trasposiciones de forma y materia, ama la apariencia de lo causal y lo raro, y coquetea al mismo tiempo con absoluta arbitrariedad.21

El trabajo sistematizador del erudito Wolfgang Kayser, la seriedad con la que estudia este fenómeno estético en el campo de la plástica, el repaso minucioso de los diversos pasajes históricos, hacen de su estudio un punto obligado en cualquier investigación sobre el problema. Ahora bien, Kayser asienta la vinculación de grotesco con siniestro, al parecer inevitable tributo a su época, lo que marcó su estudio: “Lo grotesco es una estructura [...] lo grotesco es el mundo distanciado [...] Para que así sea, deben revelarse de pronto como extrañas y siniestras las cosas que antes nos eran conocidas y   Victor Hugo, Manifiesto romántico, trad. Jaume Melendres, Península, Barcelona, 1989, p. 34. 21   Friedrich Schlegel, “Fragmentos del Athenauem”, trad. Breno Onetto Muñoz, en Gonzalo Portales y Breno Onetto, Poética de la infinitud. Ensayos sobre el romanticismo alemán, Intemperie/Palinodia, Santiago, 2005, (frag. 305), p. 155. Curiosamente, Rosenkranz, en su tratado sobre lo feo, no cae en la tentación de equiparar sin más lo feo a lo grotesco, aunque en algunos momentos utilice esta palabra como adjetivo que complementa su intento de fijar un espacio para lo feo en los estudios de estética (Karl Rosenkranz, Estética de lo feo, trad. Miguel Salmerón, Julio Ollero, Madrid, 1992). 20

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familiares”.22 A lo largo de todo su trabajo, queda clara la idea de lo grotesco como un fenómeno de expresión ligado a una percepción angustiante de la vida, donde todo aparece enrarecido, ajeno y monstruoso. Estamos ante la modernidad que bebió del arte primitivo para construir una elaboración intelectualizada acorde al sentimiento de desolación individual que cundía en la Europa de los siglos xviii y xix, a la vez que arrancaba de raíz algunas de las reminiscencias cercanas a aquellas primeras expresiones grotescas: lo festivo y lo cómico. Es Mijaíl Bajtín el teórico que logró descorrer el telón para penetrar en la más remota historia de lo grotesco como una estética forjada en la visión popular del mundo y de la vida. Él supo despejar el camino para que acertáramos a ver toda la carga positiva, regeneradora que llevaba lo grotesco, quien puso en su justo lugar histórico la perspectiva romántica y moderna desde la que se ha teorizado el fenómeno.23 Centró su atención en el estudio del trabajo artístico de Rabelais, quien concibió su obra, Gargantúa y Pantagruel, partiendo de las fuentes originarias y alimentándola con la vitalidad del grotesco que pervivía en las formas carnavalizadas de la Edad Media y el Renacimiento. El teórico veía la cercanía y la vigencia de la cultura popular antigua en la creación de Rabelais; consecuentemente, negaba la existencia de un grotesco pleno en la época moderna y contemporánea, ya que se han perdido los lazos vitales con la fiesta regeneradora y popular del carnaval. Sin embargo, para el caso de América Latina, me parece posible plantear otras formas de relación entre la cultura popular, en muchos sentidos grotesca, y las producciones artísticas letradas que le dan un perfil peculiar a gran cantidad de textos forjados en estos vínculos estrechos. En la cultura popular mexicana ha anidado una buena dosis de grotesco que puede apreciarse en sus representaciones del mundo, en su vida cotidiana y en sus manifestaciones estéticas. Las festividades asociadas a los días de muertos son clara señal de esta pervivencia: la muerte ronda por las casas, convoca a la reunión de amigos y familias; se hacen rituales donde se mezcla lo festivo con la pena, se diluyen las fronteras entre el mundo de aquí y de ahora con el de ultratumba; la ausencia de alguien cercano se festeja con comida, música, bebidas, entre risa y 22   Wolfgang Kayser, Lo grotesco. Su configuración en pintura y literatura, trad. Ilse M. de Brugger, Nova, Buenos Aires, s/f, p. 224 (el énfasis corresponde al original). 23   Véase su libro La cultura popular en la Edad Media y en el Renacimiento. El contexto de François Rabelais, trad. Julio Forcat y César Conroy, Alianza, Madrid, 1988.

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lágrimas. Es, tal vez, una de las pocas festividades que sigue siendo celebrada por pueblos enteros, en particular en el sur de México, resulta una ocasión propicia para revivir los lazos comunitarios, abrir las puertas de las casas y reunirse en el panteón. Más allá de buscar una posible explicación de los orígenes del ritual en las antiguas creencias prehispánicas, importa destacar la vigencia que tal costumbre tiene en la vida mexicana y vale la pena marcar un rasgo infaltable en las celebraciones del día de muertos: la disolución momentánea del pensamiento dicotómico racionalista. Esta disolución no es de índole filosófica abstracta, sino que está asociada a la necesidad de un tipo de justicia que haga desaparecer en el mundo la diferencia entre tener y no tener. La insistencia en marcar la vecindad entre vida y muerte y la creación de la imagen de una parca justiciera se hacen patentes en la práctica de la escritura de calaveras; género literario de carácter popular que, por un lado, presenta juguetonamente la muerte de personajes conocidos, incluso allegados, a la vez que deja asentado siempre el sentido igualador que la muerte adquiere entre desposeídos y pudientes, en particular cuando se le dedica a algún político encumbrado. Se puede apreciar también la huella del ambivalente espíritu grotesco de esta festividad en la práctica de la fabricación y consumo de calaveras de azúcar, amaranto y chocolate, que llevan estampado en el cráneo el nombre de quien la comerá: ¿la vida devorando a la muerte o la muerte devorando a la vida?, ¿la vida reconociendo su pertenencia natural a la muerte? En todo caso, se establece una relación natural en un continuo indistinguible entre vida y muerte, tocado por un sentido del humor cercano a la alegría. Hay un elemento más en la tradición popular mexicana muy claramente ligado a la estética de lo grotesco: el gusto por los alebrijes, juguetes-ornamentos de madera o de papel maché que son verdaderas cristalizaciones de una imaginación alucinada, entre animales perfectamente conocidos como las lagartijas o las ranas y monstruos alados del averno, completamente barrocos. Los alebrijes son un estallido de colores, de exceso, de desconocimiento de fronteras entre realidad y fantasía. La exitosa comercialización del producto, que empezó siendo artesanal, su presencia en muchas casas mexicanas, hablan de su aceptación generalizada en el gusto nacional, a tal punto que, incluso, se ha vuelto mercancía exportable, signo de identidad. Los alebrijes no sólo se construyen explotando el lado macabro o terrible de la vida y la imaginación: éste se une a la fiesta alegre; de ahí que siempre tengan impreso un dejo de alegría y juego en su exuberancia desbordada. 88

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Un análisis atento de la cultura popular mexicana podría revelar muchas otras formas de manifestación de la estética de lo grotesco en esta no tan subterránea vida estética comunitaria. Por ello, no deja de ser sorprendente el silencio de los estudiosos sobre las posibles relaciones de las costumbres, ritos y artesanías populares con las creaciones cultas de México, a diferencia de otros países, como Argentina, donde sí se le ha prestado relativa atención.24 Encuentro una mínima excepción en el estudio que Octavio Paz dedicó a asuntos parecidos, a propósito de la publicación de la Nueva picardía mexicana de Armando Jiménez, “una colección —dice Octavio Paz— de las fantasías y delirios verbales de los mexicanos, un florilegio de sus picardías imaginarias”.25 Sin embargo, nunca mencionó la palabra grotesco para ayudarse a describir este universo, aunque sí apeló al barroco y estableció la línea de continuidad entre, por ejemplo, un grabado de José Guadalupe Posada y la estética de Francisco de Quevedo y Luis de Góngora. Voy a citar un fragmento donde comentaba el efecto que produce el grabado de Posada —“El fenómeno”— el cual presenta a una enana de espaldas, con el rostro vuelto hacia el contemplador, y en el lugar de las nalgas aparece otro rostro: Al decir que el culo es como otra cara, negamos la dualidad alma y cuerpo: reímos porque hemos resuelto (resoldado) la discordia que somos. Sólo que la victoria del principio de placer dura poco; nuestra risa, al mismo tiempo que celebra la reconciliación del alma y del cuerpo, la disuelve, la vuelve irrisoria. En efecto, el culo es serio; el órgano de la risa es el mismo que el del lenguaje: la lengua y los labios. Al reírnos del culo —esa caricatura de la cara— afirmamos nuestra separación y consumamos la derrota del principio del placer. La cara se ríe del culo y así traza de nuevo la raya divisoria entre el cuerpo y el espíritu.26

Octavio Paz no ve el modo de reintegrar en el ser humano la unidad: la risa es una violencia pasajera, pero la seriedad también lo es. Para él la vida es la lucha a muerte entre el alma y el cuerpo: “El cuerpo tienta al alma —dice más adelante—, quiere quemarla con la pasión para que se   Pienso ahora en el inventario de apariciones de la palabra grotesco que hizo J. A. de Diego, que tal vez peque de generalizador y de escueto, pues no se compromete a ningún análisis crítico, ni a una reflexión sobre el problema, pero al menos aporta señales orientadoras a los posibles estudiosos del fenómeno, labor que no se ha hecho para la literatura mexicana [“Cronología crítica de lo grotesco”, Boletín de la Academia Argentina de Letras 51 (1986), pp. 61-140.] También hay que tener presentes los múltiples estudios que ha merecido el teatro de Armando Discépolo. 25   Octavio Paz, Conjunciones y disyunciones, Joaquín Mortiz, México, 2ª ed., 1978, p. 11. 26   Ibid., pp. 13-14. 24

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precipite en el hoyo negro”.27 Con ello niega la posibilidad de una fiesta placentera y, por tanto, de un arte que alcance a reconciliar muerte y vida, fealdad y belleza, sin que se pierda en la forma como, afirma, lo hizo el barroco. La apreciación de Octavio Paz no es excepcional en el horizonte de la vida intelectual mexicana. Me atrevería a decir que ésta ha sido, con mayor o menor conciencia, la actitud creativa con la que han trabajado muchos escritores en México y con la que han leído los críticos el arte en general. Ahora bien, es indudable que hemos tenido importantes muestras de grotesco en la danza contemporánea. También está en el teatro, particularmente en sus modalidades fársicas, el que guarda todavía un nexo vital con las representaciones populares en la carpa. A modo de ejemplo remito a la obra Los dientes, de Sabina Berman, una breve pieza que se desarrolla en el consultorio de un dentista, en la cual se recrea hasta lo caricaturesco la tortura de una boca; de hecho, no vemos una paciente, sino sólo una inmensa boca que se abre y se cierra, gruñe y gime ante las embestidas de la “curación”.28 Son grotescas varias de las obras fársicas de Hugo Argüelles, como el Retablo del gran relajo, donde el cacique, aspirante a la presidencia municipal, adquiere como talismán el pene de Napoleón, que debe introducirse en el ano para recibir todo el poder del mundo. Buena parte de la intriga de la obra gira alrededor de las pugnas y robos del pene.29 Sin duda alguna, pueden hallarse muchas huellas de grotesco en la larga historia del teatro mexicano, en particular en el teatro político, de ocasión. Este corpus sigue aguardando un estudio sistemático. Ahora bien, antes de echar un vistazo a algunas de las formas que ha adquirido la estética de lo grotesco en la tradición literaria mexicana, debo aclarar que no puedo comprometerme con una definición unívoca y valedera para todos los casos en los que se presenta el fenómeno. Mi negativa a ceñirme a una noción de grotesco se debe a la diversidad de formas como se ha trabajado en el arte verbal, a la variedad de modos en los que la literatura culta se ha relacionado con la cultura popular y ha dejado entrar en sus páginas los ecos orales y grotescos en tanto concepciones del mundo. Debo advertir también que, como se verá, no en   Ibid., p. 34.   Sabina Berman, “Los dientes”, Tramoya 39 (1994), pp. 124-133. 29   Hugo Argüelles, “Retablo del gran relajo”, en Teatro de Hugo Argüelles. Antología de comedias, tragicomedias y farsas, t. ii, Gobierno del Estado de Veracruz, Xalapa, Veracruz, 1992, pp. 77-173. 27 28

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todos los casos de grotesco se puede escuchar el eco de la risa y que si traigo a colación ejemplos de esta índole es porque pienso que puede ser útil ir reconociendo el complejo horizonte del fenómeno en la literatura mexicana. Voy a intentar bosquejar rasgos caracterizadores en distintos textos, sólo con el fin de que pueda apreciarse la vastedad del campo, que aguarda estudios más detenidos y cuidadosos. Las posibilidades de juego con las fecundas imágenes grotescas son muy amplias y hasta contradictorias, pero pueden apreciarse las más reconocibles y recurrentes en nuestra tradición literaria. Así que, para hacer la revisión en textos específicos, quiero primero enumerar unas cuantas de estas imágenes recurrentes en casi todas las obras que, de alguna manera, incorporan lo grotesco: el predominio de lo corpóreo con sus deformidades o enfermedades; referencias a una sexualidad desorbitada frente a las pretensiones de elevación espiritual de la ideología oficial; animalización degradante de los personajes; la extrema miseria que rebaja hasta lo más hondo la condición humana de los protagonistas junto a la empatía que surge entre líneas por la existencia sufriente de esos seres; la muerte que colinda siempre con la vida; la tontería audaz o la locura que resulta visionaria, en la medida en que revela aspectos insospechados de la vida, porque la lógica ordinaria ha velado la mirada. Una última aclaración: tal vez sorprenda que todas las obras a las que me referiré se circunscriben al siglo xx, como si con tal elección pretendiera negar la existencia de una estética grotesca a lo largo del siglo xix y antes. No es así. Esta decisión solamente acusa la carencia de estudios previos que nos permitan asomarnos con mayor justicia a la vida cultural y literaria de los siglos pasados —por ejemplo, a textos que agonizan entre las páginas de periódicos o incluso pasquines, y que no se han recuperado para la historia literaria—. Por lo demás, me parece que en mi repaso anterior sobre las relaciones que los escritores cultos decimonónicos establecían con la cultura popular ya se vio que éstas eran ambiguas, con cierto recelo y distancia, lo que seguramente propició un deliberado rechazo a incorporar con toda franqueza aspectos de la cultura grotesca en sus obras, por lo que sólo se pueden hallar resquicios remotos, chispazos aislados. Acaso sea otro el panorama de la historia literaria en México si logramos recuperar gran cantidad de los textos expulsados hacia los márgenes. Voy a empezar haciendo alusión a Enrique Serna, un narrador prolífico de las últimas décadas, cuya escritura acusa una fuerte inclinación grotesca. Elijo empezar con él porque puede ser un caso muy iluminador 91

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de la estética grotesca de nuestros tiempos, que recupera la parte repulsiva, la deformidad excesiva, física y moral, para señalar un conflicto social, pero desprovisto de la parte regeneradora y muy disminuida la parte festiva y risueña. Es decir, puede afirmarse que en la obra de Enrique Serna la orientación, el sentido, la funcionalidad de lo grotesco es la de criticar y desenmascarar lacras sociales, explotando el lado terrorífico o asqueroso de la vida de los personajes que encarnan un poder corrompido. Centrémonos en Ángeles del abismo, novela histórica ubicada en la época del México colonial, que intenta plasmar una imagen abarcadora de la vida de las diferentes clases sociales y culturales, con conflictos raciales y pugnas entre las jerarquías que ostentaban el poder civil y el religioso en aquel momento. En la obra se hace una recreación de las actitudes represoras y conservadoras de la institución clerical representada por la Inquisición. Se narra un caso específico donde se ve el choque irreconciliable con las manifestaciones religiosas asociadas a la superstición popular —pervivencia de las creencias prehispánicas—: el acoso, el acorralamiento y el castigo inquisitorial a una beata falsa, que encontró una fuente de ingresos en la escenificación teatral de arrebatos místicos. Es Cárcamo, el cura más radicalmente rígido, el responsable de la persecución sin tregua a las desviaciones de la fe oficial, y en él deposita el autor toda la carga grotesca al caracterizarlo como un hipócrita practicante de una lujuria retorcida y perversa. El cura Cárcamo elabora largos sermones que espeta a su grey, y en ellos predica, intolerante, contra la fragilidad de la carne: Como bien sabéis, los pecados de la carne son los que arrastran más almas hacia el infierno, pues el príncipe de la noche sojuzga las voluntades cuando los frenos de la moral no bastan para contener el ímpetu desordenado de los instintos. Lascivia enmascarada de amoríos: allí está el flanco por donde hace su entrada la impiedad.30

Sin embargo, en la soledad de su retiro vemos descender su cuerpo a los deseos que con tanta severidad persigue y castiga en los otros. Cárcamo es un cura poseído por los placeres de la gula, que luego complementa introduciéndose lavativas, por la adicción de sentir el placer de la penetración en el ano. Es tal el ansia por experimentar estos goces que llega a descuidar la higiene del bitoque, se infecta y empieza a excretar pus y sangre por el recto.   Enrique Serna, Ángeles del abismo, Joaquín Mortiz, México, 2004, p. 453.

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Así, la demora y la delectación del narrador en describir con singular atención las llagas punzantes que carcomen al inquisidor se conectan con la estética grotesca de reunir en un mismo punto dos polos extremos, aunque en Ángeles del abismo no adquiere jamás el sentido regenerador, sino el puramente negativo. Las imágenes grotescas revelan la deformación moral del hipócrita personaje, y están orientadas a la crítica mordaz del fariseísmo de la institución religiosa. Aquí estamos en el cruce de los géneros y los modos de enunciación: es una sátira de carácter histórico que abreva de las fuentes librescas y populares de lo grotesco para articular su denuncia. La risa se ve disminuida al papel de recurso ridiculizador del personaje y no se conserva ni el eco de una posible risa festiva o regeneradora. Lo grotesco en este caso se ha reducido a su mínima expresión, en la medida en que apenas consiste en degradar a un personaje, a partir de la imagen de la enfermedad: la exhibición de un cuerpo enfermo de podredumbre, en vecindad con un discurso moralista y una vida dedicada a la represión de las manifestaciones corporales, es sólo el barrunto de una estética grotesca, un rasgo aislado. Si lo he traído a colación es porque abundan las obras que trabajan únicamente este momento de la corporeidad enferma o deformada. Otro es el caso de la obra novelística de José Revueltas, gran escritor que echó frecuentemente mano de la estética grotesca para desnudar las hondas miserias de la condición humana. Digo que es un caso distinto del tipo de grotesco reconocido en la obra de Enrique Serna porque, no obstante que en la escritura de José Revueltas hay una risa también disminuida en extremo y un trabajo con la imagen de cuerpos purulentos y degradados, la orientación de los gestos grotescos es hacia las raíces de la propia condición existencial. En otras palabras, sus personajes no son instrumentos para articular una denuncia sin más, sino que son seres sufrientes en el sentido más hondo, de ahí que con tanta frecuencia resulten figuras ambivalentes, terribles y desamparadas, crueles y profundamente vulnerables, repulsivas y a la vez entrañables. Acaso el texto construido en su totalidad en este espíritu sea El apando, mundo poblado de personajes deshumanizados de raíz, desesperanzado hasta lo más profundo, donde no queda ni un resquicio para la salvación. Lo grotesco está dado, en buena medida, por la animalización degradante de sus personajes. Ya la propia elección del mundo de encierro carcelario como el espacio narrativo abre la puerta para que la novelita construya un microcosmos del infierno en el que puede convertirse la 93

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vida en prisión, por la violencia y el terror que ejercen unos sobre otros, los más fuertes sobre los más débiles, aunque todos estén igualmente prisioneros: celadores y encarcelados. Esto hace que la obra se proyecte a una dimensión significativa mucho más amplia: la propia existencia es una prisión de la que nadie escapa.31 Los personajes parecen salidos de una pesadilla escalofriante en su horror, en su deshumanización radical. En El Carajo, el preso tullido y más feo que pueda concebirse, se reúnen todos lo rasgos de la deformidad grotesca: enfermo, rencoroso, suicida frustrado, adicto y envilecido en la crujía por sus compañeros de prisión; ni siquiera su madre siente compasión por él: “Dios sabe en qué circunstancias sórdidas y abyectas se habría ayuntado, y con quién, para engendrarlo, y acaso el recuerdo de aquel hecho distante y tétrico la atormentara cada vez”.32 La propia madre de El Carajo es un personaje grotesco en su deformidad descomunal, inmoral, cruel y a la vez compasiva. Accede, por ejemplo, a prestarse a la triquiñuela de introducirse en la vagina la droga para los presos y poder así burlar la vigilancia de los carceleros: Se había dejado introducir el tapón anticonceptivo, por Meche y La Chata, como si tal cosa, con la indiferencia de una vaca a la que se ordeñara. Ahí estaban las ubres, pues; ahí estaba la vagina. Como lo calcularan, con ella no hubo registro por su edad, la vaca ordeñada pasó tan insospechable como una virgen.33

En este pasaje pueden apreciarse los elementos grotescos que reúne el narrador: el bulto de droga como tapón anticonceptivo, el símil de la figura y el cuerpo de la madre envejecida con el de la vaca, la vecindad inusitada de vaca ordeñada, es decir, parida, con una virgen. También la novela es pródiga en descripciones de llagas purulentas, en dolores punzantes, en violencias radicales. Los personajes arrastran su mísera existencia como piltrafas, más semejantes a insectos. Así se representa a El Carajo:   El mismo motivo se encuentra en otras obras de Revueltas, por ejemplo en su novela En algún valle de lágrimas el antiguo director de la escuela primaria, borracho empedernido y vagabundo, le dice al avaro protagonista: “todos estamos presos. Compadézcame usted: yo también lo compadezco” ( José Revueltas, Obras completas, t. 4, Era, México, 1998, p. 100). 32   José Revueltas, El apando, Era, México, 2000, p. 17. 33   Ibid., p. 45. 31

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[...] igual a una tarántula maligna, con la misma sensación que invade los sentidos cuando la araña, bajo el efecto de un ácido, se encrespa, se encoge sobre sí misma —produce, por otra parte, un ruido furioso e impotente—, se enreda entre sus propias patas, enloquecida, y sin embargo no muere, no muere, y uno quisiera aplastarla pero tampoco tiene fuerzas para ello, no se atreve, le resulta imposible hasta casi soltarse a llorar. Gemía en un tono ronco, blando, gargajeante, con el que simulaba, a ratos, un estertor lastimoso y desvergonzado [...].34

La prisión que construye José Revueltas en sus obras no conoce límites temporales ni espaciales, ni se concibe un narrador que desde fuera enjuicie y dictamine a los otros personajes; de ahí la constante recurrencia al discurso indirecto libre donde se cuela la voz y los acentos de los personajes en la narración. Por lo demás, la elección escritural de la novela El apando, condensada en un solo párrafo largo, responde a la estética grotesca del desbordamiento caudaloso del lenguaje sin contención posible, creando una sensación perturbadora de asfixia. Puede apreciarse, pues, cómo en la escritura de José Revueltas la apelación a lo grotesco no funciona como una herramienta más, un recurso aislado, para señalar satíricamente un personaje o un aspecto de la sociedad, sino que implica una visión artística que involucra el todo composicional. Si por un lado, como puede verse, José Revueltas se vale de la exageración deformante, se demora en los aspectos sórdidos y feos de un personaje, de donde resulta una escritura tocada por un halo sombrío y pesimista, por otro, no es nada raro percibir una inclinación amorosa hacia algunas de las criaturas que van saliendo de su pluma. Esto es muy claro en particular con la figura de la prostituta, personaje recurrente a lo largo de su obra: “Es que las putas de pueblo son distintas a las de ciudad, son muy sencillas, casi no son putas”,35 dice el narrador con un dejo de ternura hacia esos seres deshumanizados y desvalidos. Ahora bien, quisiera en este momento marcar otro matiz en las formas en las que se ha incorporado la estética grotesca a la literatura mexicana, para que pueda apreciarse otra faceta que ha sido muy importante en nuestra historia literaria. Me interesa señalar justamente la existencia de obras que se han elaborado desde una perspectiva grotesca pero con una orientación festiva, incluso jubilosa. En esa medida, recuperan y trabajan con los tonos del humor y lo lúdico para construir el mundo.   Ibid., p. 33.   José Revueltas, “Hegel y yo”, en Estatuas y cenizas, Planeta/Joaquín Mortiz/ conaculta, México, 2000, p. 83. 34

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Lo que pudiera ser visto y valorado con mirada trágica y tremendista, en Cartucho, el singular texto de Nellie Campobello, adquiere, por obra de la mirada infantil recreada una frescura, una naturalidad que hace posible el reencuentro con la muerte desde los ojos azorados, divertidos y profundamente amorosos de la niña. La novela de la Revolución, que fue profusa en hechos de armas, casi siempre plagada de violencia y de escenas de corrupción, tuvo, sin embargo, su contracara en esta obra fragmentaria que logró aprehender con mirada renovada y fresca los acontecimientos violentos que desgarraban el país. Por ejemplo, así relata la niña la aparición del cadáver de un soldado al pie de su ventana y su posterior desaparición: Como estuvo tres noches tirado, ya me había acostumbrado a ver el garabato de su cuerpo, caído hacia su izquierda con las manos en la cara, durmiendo allí, junto de mí. Me parecía mío aquel muerto. Había momentos que, temerosa de que se lo hubieran llevado, me levantaba corriendo y me trepaba en la ventana; era mi obsesión en las noches, me gustaba verlo porque me parecía que tenía mucho miedo. Un día, después de comer, me fui corriendo para contemplarlo desde la ventana; ya no estaba. El muerto tímido había sido robado por alguien, la tierra se quedó dibujada y sola. Me dormí aquel día soñando en que fusilarían otro y deseando que fuera junto a mi casa.36

En este relato la muerte se despoja de las vestiduras macabras y atemorizadoras, se vuelve un hecho ambivalente, colinda siempre con la vida y es valorada desde una visión profundamente vital y festiva. Entonces, si la Revolución mexicana ofreció la ocasión a los escritores para recrear cuadros de extrema violencia, de miseria radical, material y humana, también posibilitó el surgimiento de esta mirada renovadora que se liga con la tradición de familiarizar lo extraño, lo incomprensible, de fusionar la muerte y la vida, de tan remotos como ignotos orígenes populares. No voy a detenerme a comentar las obras de Sergio Pitol, a pesar de la evidente presencia de la estética de lo grotesco en que se cimentan algunas de sus novelas, en particular en la construcción de sus personajes Dante de la Estrella y Marietta Karapetiz, de Domar a la divina garza, y Jacqueline Cascorro, de La vida conyugal; aunque tampoco se pueden olvidar pasajes enteros de sus relatos de viajes y sus textos ensayísticos. Y no voy a hacerlo porque me parece que es de los pocos escritores mexi  Nellie Campobello, Cartucho, en Obra reunida, fce, México, 2000, p. 119.

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canos que han sido leídos desde las propuestas teóricas bajtinianas, tal vez por la extraordinaria confesión del autor de reconocerse como carnavalesco y revelar en su novela Domar a la divina garza su sustento en la obra teórica de Mijaíl Bajtín.37 Me interesa, más que la exhaustividad, la posibilidad de reconocer algunos momentos, poco estudiados, de la literatura mexicana en los que se revela un nexo, a veces sutil, a veces explícito, con las raíces populares de carácter grotesco. En cambio, sí quiero detenerme en unas cuantas muestras de novelas históricas, ya que, me parece, han sido lugares privilegiados donde ha cobrado especial significación la estética de lo grotesco. Tampoco ahora pretendo hacer un minucioso recuento de todas las formas de vida que ha conocido este fenómeno en nuestra historia literaria. Para empezar, sólo recordaré las ocasionales escenas grotescas que construye Rosa Beltrán en La corte de los ilusos, en particular con la princesa Nicolasa, la senil hermana del emperador Agustín de Iturbide, cuya elefantiásica figura e imprudencias sensuales desmienten la dignidad fastuosa y rígida de la corte. Remito también a una novela escasamente leída pero no menos interesante, Y sigo siendo sola de Luis González de Alba. Una hilarante recuperación de toda la historia de México, llena de esperpentos, comicidad, ironías, en un lenguaje que también resulta grotesco en su apuesta por borrar las fronteras del propio idioma. Delfina Borato es el horrible personaje principal de Y sigo siendo sola, que atraviesa todas las edades en calidad de protagonista de la historia: ella, en su fealdad, fue la musa que inspiró a los antiguos mexicanos para crear la figura de la Coatlicue, quien llega en los tiempos contemporáneos a diputada por el pri. La vemos en acción en los distintos momentos de la historia nacional, a veces militando en una causa liberal, a veces   Tengo serias dudas de si no se ha tomado de un modo un tanto acrítico la sugerencia, acaso juguetona del propio Sergio Pitol, cuando propuso reunir sus tres novelas, La vida conyugal, Domar a la divina garza y El desfile del amor como un tríptico del carnaval. En todo caso, se han hecho análisis críticos bastante iluminadores en esta línea, como el de Tatiana Bubnova, “Sergio Pitol: carnavalización y autoparodia en Domar a la divina garza” o el de Laura Cázares, “Ironía, parodia y grotesco en ‘Aparición de la Falsa Tortuga’ de Sergio Pitol” y algunos otros reunidos en la compilación de Eduardo Serrato, Tiempo cerrado, tiempo abierto. Sergio Pitol ante la crítica, unam/Era, México, 1994. Por lo demás, me parece que todos los homenajes que se le han tributado en los últimos años reconociendo su magna labor como traductor, impulsor de ediciones y como escritor, se han convertido en compilaciones de estudios, donde se mezclan textos anecdóticos con estudios críticos, rozan en el elogio desmedido, en el culto a la personalidad —nótese la compulsión por incluir fotografías del autor en los distintos momentos de su vida—, lo que impide todavía la realización de un estudio más detenido y razonado de su escritura. 37

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en el otro polo, como una grotesca caricatura de la historia política del país. Así, por ejemplo, entra en acción en el siglo xix contra el decreto de incautación de bienes de la Iglesia al grito de: “Tenemos que salvar a nuestra Madre Churcha, nuestra Joli Churcha, anden, anden, mmm”.38 Pero también la vemos encarnando distintas figuras intelectuales como embajadora oficiosa del país en Francia o en la China de Mao, contribuyendo al desarrollo pues “los espías chinos descubrieron algo interesantísimo, sobre todo en plena crisis de energéticos: la Muy Pedorra producía enormes cantidades de gas metano”, por lo que le conectan un dispositivo para que deposite en un globo, con la cara de Mao, toda su producción de gases.39 Y sigo siendo sola es una novela con un personaje repugnante más allá de la caricatura, a cargo de un narrador en tercera persona que parece deleitarse en el recuento de las hazañas monstruosas de la protagonista, pero que encuentra siempre el lado cómico de lo desagradable. Es en el lenguaje, lleno de impurezas y deformaciones burlescas, en donde se finca en gran medida el efecto grotesco de la obra. Así, si en los distintos momentos de la historia “la horripilante” recurre al inglés para exhibir su exquisitez y mundanidad; la burguesía mexicana modernizada también recurre a la mezcla con lenguas extranjeras, el francés, por ejemplo, para distinguirse de los otros, los incultos. Pero se trata siempre de expresiones grotescas por la pretensión de alta cultura entretejida con los resabios populares en el habla; así, la madre burguesa le pregunta impresionada a su hijo, al verlo aparecer con su espeluznante nueva amiga: “Où est-ce que vous l’avez pépené?”.40 El engendro que creó Luis González recuerda perfectamente un alebrije, y es el responsable de echar por tierra todas las pretensiones de grandilocuencia cifradas en la historia nacional. Pero sin duda la cima de la novela histórica mexicana está en Noticias del imperio de Fernando del Paso, exorbitante obra en el mejor de los sentidos: apabullante erudición, imaginación desbordada, esplendor inusitado de la lengua en todos los matices que pueda tener, de lo sublime lírico a lo trágico, de lo épico a lo humorístico. Es un mundo completo y por ello representa la cumbre de la estética grotesca. Se trata, como veremos, de un grotesco que se ha despojado de la carga negativa que ha arrastrado desde el Romanticismo.   Luis González de Alba, Y sigo siendo sola, Joaquín Mortiz, México, 1979, p. 53.   Ibid., p. 127. 40   Ibid., p. 77. 38 39

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Quiero señalar de entrada uno de los rasgos de composición fundamentales en la novela: la organización de todos los capítulos nones a partir de la voz de la emperatriz loca, factor decisivo en la creación de lo grotesco ambivalente, terrible y festivo a la vez. La demente Carlota Amelia, princesa belga y emperatriz efímera de México, refugiada en su palacio después del fusilamiento de su esposo, Maximiliano de Habsburgo, es testigo y memoria viva de años y años. En un infatigable monodiálogo va urdiendo con los hilos sueltos y fragmentarios de su delirio una historia de amor, de desamor, de sueños y fracasos. Todo el mundo cabe en su evocación: las guerras, los inventos del siglo, la rememoración de palacios suntuosos, la coronación y la caída, lo bello, lo sublime con lo doloroso, lo feo, lo deforme. Sólo el delirio monomaniaco de su amor y su deseo por Maximiliano de Habsburgo le permite entrever las verdades que nunca antes se dijeron. La loca es libre para hablar, para evocar, y su locura no es ni alegre ni trágica en esta novela, es siempre las dos cosas y es irónica, mordaz, colérica, dulce y tierna, melancólica y esperanzadora, de cara al futuro: Fuiste Emperador y fui Emperatriz, y coronados cruzamos el mar Atlántico y su espuma bañó nuestra púrpura imperial, y en La Martinica nos recibieron las orquídeas y los danzantes negros que gritaban Viva El Emperador Flor Perfumada, y nos recibieron las cucarachas gordas y voladoras que hedían cuando las aplastábamos, y en Veracruz nos recibieron las calles vacías, la arena y la fiebre amarilla, el viento norte que derribó los arcos triunfales y en Puebla nos recibieron los magueyes y los ángeles y en el Palacio Imperial de México nos recibieron las chinches y tú tuviste que pasar esa primera noche en una mesa de billar, ¿te acuerdas, Maximiliano? Y yo, por ti, fui Emperatriz y goberné México. Y por ti lavé y besé los pies de doce ancianas y toqué con mis manos reales las llagas de los leprosos, y enjugué las frentes de los heridos y senté en mis piernas a los huérfanos. Y por ti, sólo por ti, me abrasé los labios con el polvo de los caminos de Tlaxcala y los ojos con el sol de Uxmal. Por ti, también, arrojé al Nuncio apostólico por la ventana de palacio y el Nuncio, ¿te acuerdas, Max?, se fue volando por el valle transparente como un zopilote más de tierras calientes, henchido de hostias podridas.41

Los monólogos de Carlota Amelia fluyen intermitentes como una cascada de poesía, conteniendo y arrasando con todo, evocando lo más extraordinario y lo más trivial, lo más trascendente con lo más radicalmente doméstico y privado. Nunca ha tenido una vida más poética y   Del Paso, op. cit., p. 21.

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grandiosa la estética de lo grotesco en México, como la que tiene en estas páginas. No hay en la escritura de Fernando del Paso ninguna concesión fácil a un humor cómico superficial, ni jamás desciende su palabra a las cloacas de los bajos fondos por el mero placer de la vulgaridad. En su obra se da el reencuentro de lo grotesco como la posibilidad de mirar de otra manera, porque sólo ahí puede hallar cabida lo desorbitado de la vida, del amor, del dolor, de la guerra, de nacer y de morir. Lo grotesco representa la renovación del lenguaje literario, cuya raíz está en la tradición literaria hispánica, también emerge de la calle, de los lenguajes vivos. La locura de la emperatriz caída le da una perspectiva particular; se trata de una visión ubicada en los intersticios de la inocencia y la extraordinaria agudeza sensorial, sin compromisos con ninguna versión oficial dignificante. El sentido que tiene la recuperación de la estética grotesca en Noticias del imperio trasciende lo puramente técnico de la composición. La locura permite que se degrade lo sublime de la historia oficial para dar paso a una visión más humanamente desgarrada, más verdadera; para ello va a recurrir a la animalización, a la creación de esperpentos, a la hiperbolización más radical que construye nuevas semejanzas entre las cosas, que acerca lo que en una lógica ordinaria aparece separado, y quita velos que impiden ver. Por eso no predominan aquí los acentos sombríos o trágicos, que también están, pero lo que importa es cómo la voz de la emperatriz loca tiene permiso para ver y decir lo que todos los demás callan, y así va descubriendo en la parodia, en lo prohibido, en lo silenciado, una nueva versión de la historia. En el apartado anterior, al hablar sobre el trabajo de estilización de la oralidad desde la cultura letrada, apuntaba algunas observaciones a propósito de esta novela; ahora quisiera volver al punto porque me parece que es un aspecto central para comprender cabalmente el sentido y la orientación de la estética de lo grotesco en Noticias del imperio. Pienso que en esta obra se puede apreciar la depuración literaria de la fuente popular de lo grotesco, en su sentido de fusión de elementos que son discordantes desde la óptica racionalista, vida-muerte, mundo vegetalmundo humano-mundo animal, exuberancia, renovación y fiesta. El capítulo xvi, “Adiós mamá Carlota”, se abre con un apartado que lleva por título “Camino del paraíso y del olvido”. Ahí suena una voz que reflexiona sobre el comportamiento de los reyes, y muy pronto sabemos que corresponde a los pensamientos de Maximiliano de Habsburgo, quien va en su diligencia camino a Cuernavaca. En el trayecto, 100

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el emperador monologa, conversa, le dicta ideas y tareas pendientes a su secretario Blasio. Sus pensamientos saltan de un tema a otro, de una preocupación a otra. El título del capítulo ya ha anunciado que va camino del paraíso y del olvido, la mayor parte del tiempo se ocupa de cosas frívolas y banales: “Lo que a Blasio no le puedo decir y no le dije: que si yo tuviera que usar la corona en Cuernavaca, también la dejaría a un lado para no sudar como azogado y para que no se me cayera aún más el pelo…”.42 En este momento los lectores ya sabemos que Maximiliano de Habsburgo va a la Quinta Borda a descansar cazando mariposas y que, tal vez, también va porque, como ha dejado apuntado el narradorhistoriador páginas antes: “[...] se afirmó que, al menos en Cuernavaca, sí tenía una amante, y que era una bella mujer de piel morena, hija quizás, o esposa, del jardinero en jefe de la Quinta Borda”.43 Sin embargo, Maximiliano de Habsburgo nunca hace una alusión directa a la mujer. Va cómodo en su coche, sumido en la autocomplacencia, seguro de su destino de emperador, sin que ninguna duda le atenace el pensamiento. Dentro del mismo apartado, sin transición, apenas con un blanco entre los pensamientos de Maximiliano de Habsburgo, entra el monodiálogo de Sedano, el jardinero en jefe de la Quinta Borda: un hombre burlado, humillado y atropellado, en presencia de un juez ante quien expone su caso:44 le han arrebatado a la esposa. El pasaje total adquiere un intenso contraste, no sólo porque se trata de víctima y victimario, sino porque se trata de dos visiones radicalmente opuestas: la frivolidad, de un lado, y, del otro, la profunda vitalidad amorosa con la que el jardinero se relaciona con su propia historia desgraciada; el silencio hipócrita acerca de la sexualidad que va a ejercer Maximiliano de Habsburgo como patrón todopoderoso, frente a la explícita asunción de la plenitud del gozo y del deseo que reivindica para sí el jardinero; el emperador en su trivial corrección lingüística, despojada de matices hasta la bobería, ante el lirismo desbordado con el que el jardinero evoca su felicidad pasada; la seguridad hueca que da el poder, frente a la seguridad plena que da el saber legítimo y vital que una y otra vez esgrime orgulloso Sedano, lo que lo salva del patetismo y de la autocompasión:   Ibid., p. 431.   Ibid., p. 288. 44   Se trata de un monodiálogo pues, aunque la voz del juez no se oye nunca, es interpelado una y otra vez por el jardinero, y su sola presencia de autoridad resulta fundamental en la delineación del discurso de Sedano, inculpado de algún delito vago, pues éste asume todo el tiempo la forma de la autodefensa y veladamente de la reivindicación de sus derechos como hombre que ha sido ultrajado. 42 43

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Yo, señor, no soy muy instruido. Yo no sólo no sé de muchas cosas que hay en el mundo, sino que además no sé nada de muchísimas cosas más que ni siquiera sé que hay. Pero lo que se dice un ignorante, tampoco lo he sido. Pregúnteme usted de flores.45

El saber popular no ha fragmentado en campos separados la existencia humana, la naturaleza vegetal, el mundo animal. En la percepción tradicional es legítimo explicar una esfera por la otra. Las fronteras no son claras ni las jerarquías son estables. Por ello, y entre otras razones, la estética popular está estrechamente ligada a lo grotesco, entendido en un sentido primigenio: […mi abuelo] me enseñó los nombres de todas las flores y me enseñó a hablar con ellas, a no tocar la mimosa ni con la punta de los dedos para no abochornarla nomás porque sí, y a perdonarle sus malos olores a la aristoloquia por si acaso, un día, tuviéramos que pedirle prestadas algunas de sus hojas para curarnos de la mordedura de una víbora.46

En todo el monodiálogo del jardinero puede apreciarse un constante ir y venir de una esfera a otra, de tal suerte que el lirismo de su discurso se halla en claro vínculo con la estética tradicional profundamente grotesca. La peculiaridad de la forma de composición no se queda sólo en los detalles de enunciación de algunos temas y asuntos. Es necesario reconocer que el todo de la obra está impregnado de la estética de lo grotesco de raigambre popular. De ahí la sensación de desmesura que la novela transmite. Toda voz encuentra su contestación en otra voz, en otro momento. Toda versión halla su contraparte contradictoria, esta estrategia de contrapunteo alcanza todos los niveles del texto: muchos estilos discursivos encuentran su eco paródico en otro estilo; lo histórico documental, en las posibilidades familiares de la cotidianidad o en los cantos populares; lo erudito preciso, en las vaguedades y dudas deliberadas que siempre introduce el narrador; la escritura aparece continuada, negada y a veces burlada por los tonos de la oralidad. Esta forma composicional 45   Ibid., p. 437. Quisiera hacer notar que esta forma de composición conecta la escritura de Fernando del Paso con dos cuentos memorables de Juan Rulfo, “El hombre” y “En la madrugada”, en los cuales aparecen dos hombres enfrentados ante la autoridad y en un monodiálogo exponen su situación y defienden su inocencia, el borreguero en “El hombre”, y el vaquero acusado de haber matado a su patrón, en el segundo. 46   Loc. cit.

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está en estrecha relación con el espíritu grotesco en ese característico impulso de reunir en un mismo territorio la risa y la tragedia, el espanto abismal de la vida y la historia, con lo lúdico y la ligereza, lo alto y lo bajo. Si la ideología moderna ha pugnado por escindir en la vida lo cómico y lo serio, el arte está empeñado en volver a fundar ese punto de encuentro, de ahí la recurrencia a las perspectivas populares como un posible camino de reunión de lo que se fragmentó en dos mundos aparentemente irreconciliables. No sé si se pueda decir que todas o casi todas las nuevas novelas históricas de América Latina hayan apelado a lo grotesco para construir su visión artística de un pasado que ha sido pavoroso, pero sí puedo remitir, a modo de ejemplo y justificación de mi intuición, a grandes novelas que están compuestas desde la más honda estética grotesca, como El otoño del patriarca de Gabriel García Márquez, Yo el supremo de Augusto Roa Bastos o El señor Presidente de Miguel Ángel Asturias, por mencionar sólo las que de inmediato me saltan a la vista. Con esto tampoco niego la existencia de otras novelas con las que se puede contraargumentar. Lo necesario, por ahora, es que reconozcamos la vitalidad de la estética grotesca que tal vez nos pueda ayudar a entender cómo se ha ido conformando esta vertiente en nuestra tradición literaria, para que con esos ojos podamos echarle una nueva mirada a la literatura mexicana del siglo xix y descubramos otras posibilidades de lectura. Continuidad y renovación de la tradición literaria: la parodia Sería insensato pretender abarcar la extensa dimensión de la presencia de tonos paródicos en el flujo de una tradición literaria, porque, desde cierta perspectiva, toda la literatura está hecha en buena medida de la estilización, polémica o no, de otros textos. Entonces, aclaro de entrada, no intento darle seguimiento pormenorizado a las expresiones paródicas en la literatura mexicana. Busco delinear los perfiles que ha adquirido, algunas de las orientaciones que suele tomar, para reconocer el papel que juega en la conformación de los proyectos estéticos que han sido importantes en la historia literaria de México y, sobre todo, me interesa verla como una de las formas más importantes de introducción de la risa, la irreverencia y la subversión en la literatura. Las discusiones sobre la naturaleza de la parodia ya han hecho una larga historia, no se puede negar que la misma noción ha adquirido 103

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significados poco precisos e incluso contradictorios —se entrecruzan con frecuencia los términos cercanos a ella, como cita, alusión, imitación, pastiche, travestismo, etcétera—. Vale la pena tener presente que desde sus orígenes en la antigüedad ya estaba ligada, de algún modo, a lo irreverente, a las modificaciones que solían sufrir textos nobles para ser utilizados en temas vulgares o para cantar en formas elevadas asuntos bajos.47 En este punto surge inevitable la pregunta sobre las relaciones entre risa y parodia. Iuri Tynianov, por ejemplo, dejó asentado que “la comicidad es un matiz que acompaña habitualmente a la parodia, pero de ninguna manera es un matiz del carácter paródico mismo”.48 En cambio, Linda Hutcheon introduce una nota pertinente, en la medida en que reflexiona sobre el fenómeno en el arte moderno y contemporáneo: “There is nothing in parodia that necessitates the inclusion of a concept of ridicule, as there is, for instance, in the joke or burla of burlesque”.49 Sin embargo, para ella sí es importante el hecho de que todo acto paródico implica una apropiación del arte precedente, pero siempre con distancia crítica dada por la ironía, donde se marcan más las diferencias que las similitudes.50 Entonces, desde cualquier punto de vista, sigue siendo legítimo pensar la parodia como una de las posibles formas de trabajar en el arte verbal con un acento irónico, lúdico y a veces, por qué no, burlesco. La parodia es un acto de reflexión literaria, un modo de relacionarse con la tradición, y en esa medida siempre hay un homenaje implícito, por más ácida que pueda tornarse la mirada hacia el texto precedente. Las tonalidades de la risa son variables; a veces se encuentra completamente disminuida, casi inaudible y otras como veremos, se trabaja desde la plena carcajada festiva y también desde la risa hiriente del sarcasmo. Otro escollo que es preciso salvar para comprender de un modo más abarcador las implicaciones de la tradición paródica es el de deslindarse 47   Gerard Genette hace una revisión detenida del surgimiento de la noción y sus aplicaciones desde la Poética de Aristóteles, pasando por las retóricas que la han trabajado como una figura un tanto ornamental del discurso (Palimpsestos. La literatura en segundo grado, trad. Celia Fernández Prieto, Taurus, Madrid, 1989, pp. 20-36). 48   Iuri Tynianov, “Tesis sobre la parodia”, en Antología del formalismo ruso y el grupo de Bajtín. Polémica, historia y teoría literaria, t. i, en Emil Volek (ed.), Fundamentos, Madrid, 1992, p. 170. 49   Linda Hutcheon, A Theory of Parody. The Teachings of Twentieth-Century Art Forms, University of Illinois Press, Urbana y Chicago, 2000, p. 32. 50   Esta propuesta se halla repetida a lo largo de toda su exposición, pero puede verse en particular su introducción, en la que presenta de manera muy condensada la idea (p. xii).

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de la tradición teórica que la ha visto como un mero recurso retórico o un tropo literario, para ello hago mías las observaciones de Elzbieta Sklodowska: “[la] potencialidad crítico-desfamiliarizadora de la parodia en cuanto absorción y reminiscencia de otros textos, permite analizarla como algo más que un brillante artilugio intratextual”.51 Esta idea también está en el trabajo teórico de Linda Hutcheon ya aludido. En conclusión, y en términos muy amplios, hay que negar la pertinencia de seguir apegados a la perspectiva formal que, de una u otra manera, todavía está presente en varios estudios actuales: si bien los formalistas fueron de los primeros en plantear la fundamental importancia de la parodia para comprender el fenómeno del cambio y la evolución literaria, no se puede reducir su papel al mero trabajo de hacer evidente la mecanización de un procedimiento, cuando una forma literaria se ha agotado.52 Para los fines de esta sucinta revisión, propongo concebir la parodia como parte del gran diálogo que todo fenómeno literario implica; diálogo que en los textos paródicos asume una faceta particular de polémica, en esa medida, se convierte en una fuerza básica que promueve el cambio de las formas, estilos y orientaciones ideológicas. Tal vez valga la pena recuperar la idea de que todo estilo incuba en sus entrañas su propia negación; es decir, cada forma que se consolida y alcanza su plenitud expresiva siembra la simiente que la negará y que abrirá las posibilidades a otra vida estilística.53 Entonces, la parodia se convierte en una vía fundamental para empezar a comprender el cambio artístico, no sólo como un proceso interno, ensimismado, por lo que implica de autorreflexividad, sino también como un fenómeno estrechamente ligado a la vida ideológica de la cultura, en términos de gustos, sensibilidad y apertura hacia nuevas visiones. Ahora bien, hay un problema recurrente en el empeño que ha mostrado la tradición crítica por ubicar la aparición del fenómeno paródico en la literatura latinoamericana en la modernidad de los últimos tiempos. Pocas veces se vacila en señalar a Macedonio Fernández y a Jorge Luis Borges como los primeros o los más importantes en indagar las posibilidades del humor paródico para transitar nuevos caminos literarios. Algo de esto se asoma en lo que afirma, por ejemplo, José Miguel Oviedo   Elzbieta Sklodowska, La parodia en la nueva novela hispanoamericana (1960-1985), John Benjamins Publishing Company, Amsterdam/Filadelfia, 1991, p. 33. 52   Véase Tynianov, art. cit., p. 169. 53   Véase Mijail Bajtín, El método formal en los estudios literarios, trad. Tatiana Bubnova, Alianza, Madrid, 1994, p. 253. 51

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en un artículo sobre el humor en la literatura: “Borges transformed literature into an essentially ironic exercise, a parodic reflextion of the styles and ideas of others [...]”.54 Esto, en buena medida, es justo e incontestable: hay que reconocer la importancia que tuvieron estos grandes humoristas en la transformación literaria del continente, pero sigue siendo pertinente la duda sobre si es posible constreñir el fenómeno al siglo xx. Linda Hutcheon piensa que sí porque la parodia prospera en periodos de sofisticación cultural, sofisticación que permite al parodista confiar en la competencia del lector para reconocer las alusiones y el trasfondo, por ello el siglo xx ha sido una época particularmente rica y compleja en parodias. Sin negar la parte de razón que le asiste, es necesario tener en cuenta que desde los orígenes de las literaturas en las naciones latinoamericanas sonaba la risa en sus distintas tonalidades y direcciones, entre ellas la risa paródica, aunque no se aprecie tan nítidamente en las grandes obras pertenecientes al canon.55 Si volvemos al caso particular de la literatura mexicana, es inevitable constatar la precariedad con la que se ha estudiado el fenómeno de la parodia. Se ha destacado la figura del escritor Jorge Ibargüengoitia, alrededor de él se ha tejido la elaboración crítica, por su evidente trabajo con el humor paródico de la novela de la Revolución. En otros casos se ha reconocido la presencia casi accidental de tonos paródicos en Juan José Arreola o en Juan Rulfo, pero se los ha visto más como momentos aislados de su propuesta estética y hasta ahora no tenemos una visión del papel que ha podido jugar el fenómeno en nuestra historia literaria. Detenerse a analizar las formas de manifestación de la parodia puede resultar especialmente interesante, porque en ella confluye gran cantidad de rasgos que ayudan a pensar de manera muy amplia el problema del arte verbal en su historicidad: en la parodia se devela la actitud hacia los antecesores literarios, se abren nuevos trayectos, además de que es una clave posible para reflexionar sobre el proceso creativo, en la medida en que implica una fuerte autoconciencia de la escritura. El fenómeno 54   José Miguel Oviedo, “Laughing is a Serious Matter”, Latin American Literature and Arts 35 (1985), p. 7. 55   Vale la pena enfatizar la dimensión histórica de la parodia, su presencia burlona en todos los momentos de la vida cultural y literaria, dada la constante tendencia a centrar los estudios de la parodia en las creaciones literarias de los últimos años (como el caso del libro citado de Elzbieta Sklodowska), o incluso como un fenómeno característico de la postmodernidad [como lo estudia Linda Hutcheon en su artículo “La política de la parodia postmoderna”, Criterios. Edición especial de homenaje a Bajtín (julio 1993), pp. 187-203].

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paródico no se queda en el mero nivel textual, de pugna de un texto con otro; tiene que ser entendido como un arma de crítica no sólo a procedimientos estilísticos anquilosados, sino a modos de vivir y entender el arte. La parodia es una de las principales vías de entrada del humor y la risa en la literatura seria; es tal vez la fuente principal de la irreverencia hacia lo consagrado, hacia la tradición. La parodia no es sólo destructiva, sino todo lo contrario: al burlarse construye los nuevos tonos del devenir literario. Me parece, además, que la parodia no puede ser vista como un género aparte, porque esto limitaría fuertemente el reconocimiento de su variada presencia en distintas formas, modos y géneros, ni puede decirse que se caracterice porque su blanco apunte sólo a la propia literatura. Tales ideas que han predominado en los estudios críticos no son erróneas, sólo resultan parciales. Por esto pienso que es más adecuado decir que su blanco apunta a las formas discursivas consagradas por la tradición y que alcanzan grandes radios de circulación social (discursos políticos, religiosos, periodísticos, incluso científicos), formas que siempre están en relación con perspectivas ideológicas y éticas. Es su dimensión abierta hacia lo nuevo lo que la hace ser tan significativa en las transformaciones del gusto. Ahora bien, para estudiar la parodia y su importancia en la renovación del gusto, es preciso deslindarla de los meros ejercicios de construcción de un texto a partir de uno precedente, pero sin que importe verdaderamente el horizonte ideológico y estético del discurso base. Me refiero a esos versos que sólo trabajan con la envoltura, con la estructura, con el ritmo de un poema anterior, para enderezar, por ejemplo, una crítica satírica contra un poder establecido. Así son muchas de las parodias políticas que se han publicado al por mayor en pasquines y periódicos de oposición a los distintos gobiernos, desde el siglo xix. Véase, para que quede claro lo que apunto, un fragmento del siguiente texto que apareció publicado en El Ahuizote, periódico satírico del siglo xix: Apurar ¡cielos! Pretendo pues que tan alegre estoy, las razones porque voy a la oposición sufriendo; aunque si en mi vida emprendo un registro indagador, ya cese tanto rigor de parecerme severo, 107

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porque me sobra el dinero que es el consuelo mayor.56

Obsérvese cómo no tiene, en este caso, demasiada importancia la orientación original, el espíritu con el que está hecha La vida es sueño de Pedro Calderón de la Barca. La parodia que se hace omite la necesaria reflexión artística, se pasa por alto el horizonte ideológico, emocional, ético, del texto que sirve de base y simplemente se toma el ritmo de la obra original, reconocible por cualquier lector, para criticar la actitud avara y corrupta de los que ejercen el poder. Puede decirse que este tipo de trabajo intertextual no constituye estrictamente una parodia, pues La vida es sueño es sólo telón de fondo para construir una caricatura de naturaleza política. Los mexicanos de varias generaciones fuimos educados sentimental y artísticamente en el horizonte de El declamador sin maestro, en esa medida tuvimos como referentes los poemas románticos y patéticos de Manuel Acuña, la melancólica lira de Gutiérrez Nájera o el obligado poema de cada fin de año, el “Brindis del bohemio”.57 Casi ninguno de estos paradigmáticos versos romántico-modernistas se salvó de las parodias que han hecho siempre ingenios anónimos y otros no tan anónimos. Los compositores populares han oscilado entre el homenaje de reconocimiento a estos poemas, a la vez que han desnudado su agotamiento y la esclerosis de su propuesta estética. A continuación vamos a ver un breve ejemplo de un trabajo paródico, todavía en las fronteras entre la utilización puramente instrumental de un texto y un acercamiento leve a la estilización paródica. Se trata del “Nocturno” de Manuel Acuña, llevado al territorio de lo cómico por un poeta humorista sonorense, Facundo Bernal. En la parodia se transliteran los versos adoloridos y patéticos de Manuel Acuña para cantar las congojas de un barrendero-portero que espera ser ascendido a oficinista: Pues bien: yo necesito decirle al tesorero, decirle que me abruma mi triste situación que va para tres años soy cobrador portero; 56   Anónimo, “Quejas de tío Nacho”, El Ahuizote. Semanario feroz 21 (viernes 21 de mayo de 1897), p. 6. 57   Creo que serían muy pocas las personas que podrían recordar el nombre de Guillermo Aguirre Fierro como el autor del poema.

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que es mucho lo que sufro que es mucho lo que espero me den un porta-plumas en vez del escobón. ..... De noche cuando pienso, —el alma atormentada— en que otros fácilmente consiguen ascender, y ganan buenos sueldos y no trabajan nada, medito mucho, mucho y al fin, suerte menguada recuerdo que otro día tendré que ir a barrer.58

Digo que este tipo de práctica literaria está en las fronteras de lo paródico, porque si bien se busca crear el efecto cómico al conservar los tonos de la queja del texto original, se diluye el sentido reflexivo que toda parodia implica. Se evoca el ritmo del “Nocturno”, tan conocido por cualquier mexicano, incluso de las últimas generaciones, se introduce un ligero guiño burlesco por el solo hecho de orientar el lamento del yo hacia la expresión de una carencia que muy poco tiene que ver con el sentimentalismo en el que está hecho el poema original. Al ser trasladada la desdicha amorosa a la esfera de lo cotidiano y material, se pone a distancia crítica el desgarramiento emocional del yo lírico que no puede alcanzar el amor de la mujer anhelada. Uno de los recursos más fecundos en la historia del ejercicio paródico es el de traducir a términos bajos lo espiritual: se parte de un canto a lo más sublime para escribir una oda a la caca o al pedo. Hacer corporal y asunto de las partes bajas del cuerpo lo que se pretendía excelso y elevado es una de las formas en las que se manifiesta el ingenio popular. Los valores ideales de la castidad, de la abnegación de la mujer, automáticamente se transforman en caricatura si, por ejemplo, se hace figurar ligada a ellos la imagen de la prostituta. Así, el brindis patético que hace un borracho en honor de su abnegada y venerada madre en el mencionado “Brindis del bohemio”, termina invertido de la siguiente manera: 58   Cit. en Gabriel Trujillo Muñoz, Entrecruzamientos: la cultura bajacaliforniana, sus autores y su obra, uab/Plaza Valdés, Tijuana, 2002, p. 112.

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Dentro de un burdel y sin disputas una noche de juerga medio pedos, bailando con las putas se encontraban seis hijos de la verga. ..... “Yo brindo, compañeros, por la verga, mas no por esa que puede en una noche de dos litros de leche hacer derroche; no por esa que os hace ver la gloria cuando estamos sobre esa puta pobre echándole muy adentro nuestra escoria. ¡Yo no brindo por ella!, compañeros, siento que por esta vez no os complazca. ¡Yo brindo por la verga!, por la mía, por la que fue delicia de mi tía, que siendo honesta fría, acabó dándome ambos agujeros.59

Tal vez no haya cultura que no conozca la experiencia de este tipo de juegos cotidianos, de carácter antisolemne, que se relaciona de manera libre e incluso procaz con los textos prestigiosos de su tradición literaria. Es probable que cuanto más anquilosado sea un texto, mayor atención paródica reciba, como en el caso de los poemas aludidos. No deja de sorprender que en un medio como el mexicano, donde resulta tan regocijante hacer parodias de todo tipo de discurso, en el terreno de la literatura culta, aparentemente, se haya mantenido tanto la seriedad y la compostura. Pero en realidad, no es que no se haya practicado la parodia literaria, sino que, como apuntaba antes, nos ha faltado más claridad para reconocerla, más audacia para analizarla y darle el lugar que le corresponde. Por ello, vale la pena que nos detengamos un poco en algunas de las formas sutiles que ha tenido de manifestarse. Aclaro que no en todos los textos paródicos que veré se puede escuchar el eco de la risa; en algunos está diluido casi en su totalidad. Empiezo por remitir a la obra poética que Rosario Castellanos tituló significativamente Poesía no eres tú. La elección del título no es gratuita, representa una indudable guía de lectura: le da el tono polémico al 59   http://jorgedelatorre.net/reflexiones/hilvanes/brindis.htm (Última consulta: 31 de mayo de 2011).

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conjunto de poemas ahí reunidos. Resulta muy interesante que la mayor parte de los versos tiene un explícito yo lírico femenino marcado, no sólo gramaticalmente sino también en actitud, en punto de vista. A veces domina un tono trágico, de desolación; en otros momentos el tono es humorístico, incluso sarcástico, y esta elección es un abierto desafío a una tradición discursiva lírica y sublime: Sería feliz si yo supiera cómo. Es decir, si me hubieran enseñado los gestos, los parlamentos, las decoraciones.60

Deliberadamente “antipoética”, construye sus versos siempre en un tono polémico con los discursos conservadores que han decidido el valor y el sentido de ser mujer: “Lloro cuando se quema el arroz o cuando pierdo/ el último recibo del impuesto predial”.61 Los poemas encuentran así la posibilidad de una lectura que acentúe el reto burlón a la tradición lírica masculina que ha idealizado el amor, la mujer y ha hecho de lo espiritual el asunto preferido por la poesía.62 Rosario Castellanos, al haber elegido el título Poesía no eres tú, no sólo hace una parodia del poema tan conocido de Gustavo Adolfo Bécquer, sino que entabla una decidida polémica con toda la tradición discursiva amorosa de carácter sentimental que ha asociado amor con poesía. Se vuelve doblemente atentatorio porque la negación se enuncia desde un horizonte femenino, en pugna con la tradición lírica del amor cortés, que ha cantado a la mujer equiparándola con la belleza poética. No se trata solamente, puede apreciarse, de la imitación estilizada de un texto, de un discurso ajeno particular, sino que en este adoptar las palabras del otro —por lo demás, icónicas de la tradición amorosa— e introducirles la ligera pero significativa variante del no, Rosario Castellanos pone en entredicho toda la tradición lírica, erige a la mujer como sujeto de enunciación y pone en evidencia la ancestral invisibilidad del yo lírico, mujer, amante, poeta, negada siempre. 60   Rosario Castellanos, “Autorretrato”, en Poesía no eres tú. Obra poética (1948-1971), fce, México, 4ª ed., 2004, p. 299. 61   Loc. cit. 62   No es extraño que se puedan reconocer tonos paródicos, humorísticos o burlones en la escritura poética de Rosario Castellanos. Es una actitud artística con la que solía trabajar, y como prueba ahí queda su farsa El eterno femenino, una obra particularmente lúdica, que recurre a todas las formas posibles del humor y la risa para desenmascarar los discursos opresores de la mujer mexicana.

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Pueden aducirse innumerables ejemplos de parodias a textos poéticos, esto se debe tal vez a que la lírica ha sido una de las formas más nítidamente marcadas por el sentimentalismo, por la confesión, por su aspiración a lo ideal y elevado; pero también porque ha sido uno de los vehículos por excelencia para consagrar el amor heterosexual, donde el sujeto enunciador ha sido el masculino, y el cuerpo de la mujer, el objeto del deseo y del discurso. Voy a hacer alusión a un poeta poco conocido y raras veces estudiado, aunque en los últimos tiempos ya empiezan a circular antologías universitarias de sus obras. Me refiero a Abigael Bohórquez, un poeta de sonoridades muy variadas, pero que labró buena parte de su oficio poético en la estilización de otros discursos líricos, a veces con un hondo sentido paródico, porque estaba en su proyecto estético el deliberado intento de trascender el sentimentalismo y sobre todo, atentar contra la perspectiva dominante heterosexual. Abigael Bohórquez optó por la irreverencia, por el juego en múltiples posibilidades expresivas. En 1976 publicó un poemario con el ya significativo título de Digo lo que amo. Ahí prueba a reorientar modos clásicos bien asentados en la tradición y fácilmente reconocibles como ajenos, imprimiéndoles un nuevo cariz. Se deleita en particular con el estilo pastoril, que con tanta finura pulieron los poetas de los Siglos de Oro, y más tarde habrían de recuperar algunos poetas de la Generación del 27: Dejó sus cabras el zagal y vino. Qué resplandor de vástago sonoro, qué sabia oscuridad sus ojos mansos, qué ligera y morena su estatura, qué galanura enhiesta y turbadora, qué esbelta desnudez túrgida y sola, qué tamboril de niño sus pisadas ..... Baja, pupila de avellana, baja, rústico centelleo, ráfaga de rocío, colibrí de ardimientos, soy también tu ganado, ven, congrégame, descíñete, descúbreme asido a tu cintura, dulce ramo, caramillo de azahares en mi boca.63 63   Abigael Bohórquez, “Reincidencia”, en Las amarras terrestres. Antología poética (19571995), uam, México, 2000, p. 233.

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Aquí asistimos ya a una completa estilización poética de una forma ajena y distante en el tiempo, para cantar el deseo por un cuerpo masculino, un deseo que se satisface y se enaltece por eso, sin idealización, sin inocencia virginal. El poema es un homenaje muy claro a la tradición literaria; no encontramos una burla de las formas expresivas que utiliza como referentes, sólo hallamos una reorientación ideológica de los recursos, de la imaginación metafórica, del estilo ajeno, para cantar el amor homosexual. En otras ocasiones es el trabajo con el discurso lírico precedente el que propicia la risa paródica: Dédesme hora un beso, fermosura; erguídese broñido con que me falaguedes; aguijemos: si dejeren digan, de vero vala, que dormí favorido de so el niño garrido. y vos, ¿qué habedes, qué me queréis? vosotros lo seredes!!!64

En este texto puede apreciarse más nítidamente la risa desde la que está construida la parodia: se mantienen los rasgos lingüísticos, las formas sintácticas y morfológicas de los poemas antiguos, pero se introduce una radical transformación en el sentido del canto amoroso que raya, incluso, en la provocación al propio lector. El espíritu paródico ha hecho acto de presencia en la tradición literaria mexicana de múltiples modos, enderezando sus dardos no sólo contra el lirismo sentimental, sino también rehaciendo burlonamente la estulticia de los discursos políticos y los tonos de la autoconsagración heroica de los falsos héroes nacionales, sobre todo en la novela y en el cuento. Por ello vale la pena que nos detengamos un poco en algunas de las formas y los modos que ha adquirido la parodia en la narrativa. Tal vez resulten más numerosos de lo que sospechamos los relatos que se han construido apelando al fenómeno de la parodia dentro de   Abigael Bohórquez, “Cargo”, en ibid., p. 222.

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los marcos del propio texto. Por ejemplo, tenemos el caso frecuente de un narrador que parodia el discurso de su personaje, y que casi siempre se ha trabajado como un tropo o una mera figura retórica asociada a la ironía, cuando en realidad se trata de la parodia de un discurso en tanto horizonte social que se desenmascara, se exhibe y se destrona; de ahí que sus alcances suelan ser mucho más abarcadores que los de la mera figura retórica. Me interesa insistir en que el personaje se vuelve objeto de parodia cuando su discurso representa un amplio círculo de opinión, más o menos validada, con importantes resonancias en la sociedad de su tiempo. Para esto, voy a detenerme en “El día del derrumbe”, el más nítidamente paródico de todos los cuentos de Juan Rulfo —lo cual tampoco significa que la parodia esté ausente del resto de la obra rulfiana—. Cito un breve comentario de Carlos Monsiváis, a propósito del volumen de cuentos: El llano en llamas es un paisaje extraordinario de las formas de vida que la Revolución llevó a la superficie para dejarlas allí muriendo, consumiéndose, vulneradas por sus propias, implacables reglas de juego. Un punto de fusión: en Rulfo la desesperanza lo es casi todo. No es muy admisible la ironía deliberada en un paisaje donde el clima acaba incluso con las ganas de conversar y apoya los derrumbamientos internos con calor, resequedad, humedad, polvo.65

No obstante la agudeza que muestra para señalar varios elementos esenciales de la poética de los cuentos, Carlos Monsiváis no reconoce la risa como una de las fuerzas orquestadoras en la obra cuentística de Juan Rulfo, más bien la limita a la presencia de la ironía en dos cuentos, “Anacleto Morones” y “El día del derrumbe”.66 Por el contrario, a mí me parece que la obra de Juan Rulfo en su totalidad está profundamente conectada con las fuentes más diversas de la risa, una risa a veces oculta, no siempre evidente, y que puede asumir los más diversos tonos, desde la parodia, pasando por el humor negro, la ironía, hasta lo grotesco. Por ahora sólo me detendré en el fenómeno de la parodia.67   Carlos Monsiváis, “Sí, tampoco los muertos retoñan, desgraciadamente”, en Juan Rulfo, Toda la obra, Claude Fell (ed.), conaculta, México, 1992 (Col. Archivos), p. 841. 66   Lo resalto como un ejemplo excepcional, porque Carlos Monsiváis es un caso especial de agudeza irónica en nuestra vida cultural pero, a pesar de este hecho, no alcanzó a reconocer la honda presencia de la risa en la escritura rulfiana. 67   Más adelante habré de analizar otra de las modalidades de la introducción de la risa en Pedro Páramo. 65

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Sin embargo, no puedo evitar la sensación de traicionar el hondo sentido de la risa en Juan Rulfo por mi decisión de ver aisladamente la parodia, de ahí que quisiera insistir en la necesidad de estudiar el fenómeno en su integridad, como un proyecto estético coherente y no como chispazos aislados de humor en su obra. Recurro a la coartada, un tanto engañosa, lo sé, de que estoy intentando explicar las formas de presencia de los diversos modos de introducción de la risa en la literatura mexicana y, al ser la parodia uno de estos modos fundamentales, debo centrar mi atención en este aspecto en particular. Lo más fácil, por evidente, es decir que en “El día del derrumbe” se hace una mordaz parodia del discurso de la revolución institucionalizada, que ha burlado las expectativas de justicia de los pueblos marginados; y es cierto en buena medida, pero es también injusto con el fino trabajo de composición del texto, que lo hace ser mucho más que mera denuncia de una situación histórico-social tan específica. No puede pasarse por alto que el relato surge a propósito de una fiesta pública, ya ambigua de origen, el pueblo está enfrentando la desgracia de un terremoto y se prepara un gran banquete para agasajar al gobernador que llega de visita, porque, como dice el mordaz narrador: “Todos ustedes saben que nomás con que se presente el gobernador, con tal de que la gente lo mire, todo se queda arreglado”.68 Vale la pena señalar que es precisamente a propósito de los mítines políticos, de las fiestas públicas, incluso de carácter oficial, que se ha gestado gran cantidad de obras cómico-paródicas; Rulfo apela y se hace parte de esta tradición popular. La ocasión para hacer parodia nace ahí, en una celebración ya de naturaleza grotesca: fiesta y luto conviviendo en el mismo espacio. Así lo asienta el narrador que está hilvanando su relato ante unos oyentes no representados en el cuento: “La cosa es que aquello, en lugar de ser una visita a los dolientes y a los que habían perdido sus casas, se convirtió en una borrachera de las buenas”.69 La ambivalencia no es sólo temática; toda la composición del cuento está atravesada por la tensión burlesca entre lo positivo y lo negativo, el duelo y la fiesta, la solidaridad comunitaria y el desprecio gubernamental; tensión presente en todos los niveles del relato. Por ejemplo, dice el narrador que el gobernador no llegó solo y con toda seriedad asienta: “Traía geólogo y gente conocedora, no crean ustedes que venía solo”.   Juan Rulfo, “El día del derrumbe”, en ibid., p. 141.   Ibid., p. 143.

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La afirmación que podría tener una connotación positiva es enseguida negada de un modo burlón radical, cuando continúa: “Oye, Melitón, ¿Cómo cuánto dinero nos costó darles de comer a los acompañantes del gobernador?”, con lo cual se revela que en realidad la visita del gobernador representó más una carga para el pueblo, ya de por sí castigado. Continúa haciendo el recuento de lo que la fiesta le costó al pueblo, para de inmediato poner la nota burlona, “aunque eso sí, estuvimos muy contentos”.70 Los lectores del cuento somos configurados como oyentes de un relato que se va construyendo conforme el narrador se va haciendo camino en los meandros de su memoria. El narrador no es una voz ajena al mundo fabulado, pues es, de hecho, un habitante más del pueblo, fue partícipe de esa fiesta; sin embargo, también se configura como un observador distanciado de lo que ocurrió. Se trata de un relator oral que no busca legitimar su figura como testigo externo, ni siquiera como conciencia puramente crítica de los hechos relatados; por el contrario, da elementos contundentes que confirman de pronto su participación innegable en los sucesos. También en este caso se arma el relato en la ambigüedad burlona, en un momento afirma que “la bola de lambiscones se desvivía por tenerle [al gobernador] la mesa tan llena que hasta ya no cabía ni el salero [...]”, para de inmediato agregar “Hasta yo fui a decirle: ‘¿no gusta sal, mi general?’ [...]”. Con esto ya queda automáticamente ubicado en el círculo de los lambiscones, aunque siempre ambiguo, siempre afirmando y negando. Lo mismo ocurre con Melitón, el memorioso apuntador del relato, a quien se le dice, no sin ambivalencia, que fue Presidente Municipal en aquel momento y añade muy socarrón el narrador: “hasta te desconocí cuando dijiste: ‘que se chorrié el ponche, una visita de éstas no se desmerece’”, con lo que los oyentes sabemos que todos tomaron parte en la fiesta. El cuento cierra así, de entrada, las puertas a una posible lectura maniquea de los hechos. No hay víctimas ni victimarios, no hay abstracción ahistórica, todos pertenecen, todos son partícipes de los sucesos, y precisamente por eso pueden ser profundamente burlescos, se les incluye desde el principio. Los tonos paródicos alcanzan su punto culminante cuando el cuentero le cede la palabra a Melitón para que reproduzca ante los oyentes el discurso que el gobernador dirigió al pueblo: Conciudadanos. Rememorando mi trayectoria, vivificando el único proceder de mis promesas. Ante esta tierra que visité como anónimo compañero de un   Ibid., p. 141.

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candidato a la Presidencia, cooperador omnímodo de un hombre representativo, cuya honradez no ha estado nunca desligada del contexto de sus manifestaciones políticas [...].71

La reproducción de la perorata es una pieza maestra de parodia del discurso político absurdo, de la demagogia, del sinsentido. La alocución no se transmite sin más, sufre constantes interrupciones por parte del narrador original para ir configurando por completo el cuadro paródico de la escena de la vida pública: “Allí hubo aplausos, ¿o no, Melitón?”. Al parodiar el discurso de la revolución triunfante se reúnen todos los tics de estilo que suelen aparecer en boca de los políticos: la ostentación de una falsa erudición, la grandilocuencia, la apelación a los sentimientos y el galimatías llevado a los extremos. Se trata, evidentemente, de una caricatura que raya en lo grotesco, de donde se puede apreciar que la parodia no se limita a ser un mero recurso retórico de imitación de un discurso ajeno, sino de una práctica lúdica de desenmascaramiento. El espíritu paródico de carácter popular siempre ha estado ahí, vigilante de los excesos autocelebratorios, de las pretensiones de grandeza de los nuevos detentadores del poder y es en la reelaboración burlona de la novela de la Revolución donde, tal vez, alcanza su plenitud literaria. Más de veinte años antes de la publicación de la obra de Jorge Ibargüengoitia apareció una breve novela, ya poco recordada, pero no por eso menos interesante e iluminadora, acerca de la constante burla que desde la literatura se ha hecho del ejercicio discursivo del poder. Me refiero a El corsario beige de Renato Leduc, publicada en 1940. La figura del autor, que ha rayado en los tonos legendarios, ha opacado un poco la atención hacia su obra poética y prosística; una obra sin duda desigual, en algunos casos francamente fallida. Casi toda la escritura de Renato Leduc tiene tintes paródicos de diversa índole y orientación, pero lo que caracteriza en mayor grado su elección literaria es la incorporación a su estilo de groserías, voces populares, visiones degradantes de lo que en general se valora como sublime. Octavio Paz lo llamó poeta de arrabal. Edmundo O’Gorman apuntó: “[...] no teme exhibir la ropa sucia de su musa, y deja que libremente circule entre el desaliño de sus versos el bronco tono y la ruidosa carcajada de las prostitutas y de los amigotes [...]”.72 Cuando   Ibid., p. 144.   Citados por Monsiváis, “Renato Leduc (1897-1986) ‘No sé qué carajos hago en el olimpo’”, en Renato Leduc, Obra literaria, Edith Negrín (comp. e intr.), fce, 71

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Carlos Monsiváis se pregunta por el papel que juegan las malas palabras o groserías en su poesía, se contesta que consiste en “crear los anticuerpos que devasten a su odio predilecto: la cursilería”.73 Edith Negrín, por su parte, en la presentación que hace de la obra reunida de Renato Leduc, repasa los tropiezos que enfrentó el autor ante las diversas formas de censura que se buscaba imponer desde las esferas oficiales a textos suyos que circulaban de boca en boca, y que llegaron a imprimirse en forma de libros, como “El prometeo sifilítico”, obra llena de giros obscenos, parodia de los tonos grandilocuentes del redentorista de la raza mestiza, José Vasconcelos. Leduc escribió también poemas de amor que reunía en libros a los que daba títulos paródicos, como Catorce poemas burocráticos y un corrido reaccionario para solaz y esparcimiento de las clases económicamente débiles.74 Pero ahora me interesa llamar la atención sobre aquella breve novelita, que ya desde su título prometía una inversión paródica de las novelas de piratería, tipo Emilio Salgari, en las que tantos jóvenes forjaron su afición a la lectura: El corsario beige. Renato Leduc se vale de esta forma popularmente reconocible para hacer mofa de la nueva clase social que se estaba acomodando en las altas esferas del poder, mientras se institucionalizaba la Revolución. Pero debo aclarar que no es una sátira contra la Revolución mexicana; la obra de Renato Leduc se regodea en la parodia de los tonos grandilocuentes de los nuevos funcionarios. Se trata de un trabajo literario con el discurso político, y una pugna con el modelo de la novela seria, solemne, del ciclo revolucionario. Se puede decir que estamos ante una plena y clara parodia de orientación satírica. Pero ¿qué tiene de atractivo esta novela tan breve, tan ignorada y, para algunos críticos, fallida?75 Desde mi punto de vista, su gran aportación es la introducción en la literatura mexicana de un lenguaje amasado con los materiales de la picaresca callejera, la grandilocuencia de los intelectuales que se pusieron al servicio de los nuevos poderes emanados de la Revolución, con la estulticia lingüística e ideológica de esos nuevos poderosos; todo esto mirado desde la distancia irónica que da la recreación literaria. El corsario beige entreteje problemas políticos, callejeros, sentimentales, con asuntos de negocios turbios, por supuesto. México, 2000, p. 11. 73   Edith Negrín, “Introducción”, en ibid., p. 20. 74   El título parodia, sin duda, como señala Edith Negrín, los Veinte poemas de amor y una canción desesperada de Pablo Neruda. 75   Así la juzga, por ejemplo, Edith Negrín en el estudio citado.

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Los políticos fracasados son los nuevos piratas que de cualquier manera van a enriquecerse en el proceloso mar de los negocios ilícitos ganados con la complicidad de los políticos que sí triunfaron: la instalación de una magna empresa de casinos y burdeles, a la que llaman cínicamente “el gran comercio de la esperanza”, con el cual “habremos contribuido con nuestro grano de arena al equilibrio y al bienestar de la juventud de la República”.76 La novela es una regocijante carcajada hecha por los contrastes de registros lingüísticos: toda la obra es una mezcla de lo más culto y refinado con los dichos populares que siempre emergen para desenmascarar los verdaderos intereses de políticos logreros. Así arenga el seudointelectual al coronel que ha fracasado en sus intentos de ser gobernador de Sonora: Esta es la primera vez que no le oigo reír, ésta es la primera vez que le veo fallar por pequeñas cuestiones de crédito que guardar y honra que mantener; como luego dicen: la mejor mula se me está echando, y usted, mi coronel, se me está volviendo purpurino o puritano, que no sé a punto fijo cómo se dice; se me está volviendo puritano o purpurino cuando menos debe hacerlo. Recuerde aquel dicho que dice que el cabrón siempre es cabrón y el chivo hasta cierto punto; que el borrego es agachón y el pobre lo es todo junto: chivo, borrego y cabrón. Hay que salir de pobres, porque estamos ya en la edad en la que nada se consigue sin dinero [...].77

Como casi toda la obra de Renato Leduc, esta novela no se ciñe a la parodia de un género en particular, sino que se crea en una escritura plagada de ironías, absurdos, dichos callejeros, con citas de poetas clásicos, para burlarse de la banalidad sentimental, de la petulancia de los falsos cultos y, sobre todo, para exhibir las miserias de los políticos con su horizonte discursivo lleno de arbitrariedades y cinismos. En El corsario beige está el primer asomo de la nueva forma de novelar la gesta revolucionaria que acabó en fraude, por eso ya no se admite la heroicidad, ni se conciben los tonos épicos, sino los de la parodia desenmascaradora. Por otra parte, es en el trabajo novelístico y dramático de Jorge Ibargüengoitia, en Los relámpagos de agosto y El atentado, donde alcanza su plena expresión literaria la carcajada ante el ingenioso e irreverente modo de recontar la misma historia, tantas veces repasada, pero ahora desde la actitud dada por la inflexión paródica. Durante años la novela tuvo poca atención crítica, lecturas fallidas o parciales. Vale la pena   Renato Leduc, El corsario beige, en ibid., p. 466.   Ibid., p. 450.

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tener en cuenta la explicación que da Juan Villoro respecto al porqué de la pobre atención: Lejos del succés á scandale, la primera novela de Ibargüengoitia enfrentó algo acaso más pernicioso que el rechazo o la indiferencia. Víctima de un severo malentendido cultural, fue relegada al agradable e inofensivo terreno del humorismo. En un país donde las aves piden permiso para subir al nopal, lo cívico es solemne, y lo culto, serio, cuando no sublime. La ironía, por eficaz que sea, surge en este ámbito como una simpática irresponsabilidad: al estallar, la risa rebaja sus motivaciones.78

Claro, en un contexto cultural de histórico desdén hacia la risa, una novela como Los relámpagos de agosto no podía merecer, de entrada, una lectura cuidadosa que atendiera con seriedad tal manifestación artística antisolemne. En un medio donde se ha asimilado humor a comicidad, a ligereza que divierte, era de esperarse que el autor negara categóricamente, como lo hizo varias veces, ser un escritor humorístico.79 Por fortuna, las cosas han empezado a cambiar: además del trabajo que ha hecho Ana Rosa Domenella en estudios particulares sobre la ironía en Jorge Ibargüengoitia, la Colección Archivos ha hecho una edición de El atentado y Los relámpagos de agosto que viene a llenar algunas lagunas, en la medida en que incluye materiales importantes para valorar la obra, artículos críticos iluminadores y ciertos textos donde el propio Jorge Ibargüengoitia reflexiona sobre su escritura. El título de la novela, cuyo sentido lúdico bien puede pasar inadvertido, lleva una fuerte carga risueña que orienta el sentido burlón de la obra. Sergio Pitol, en su comentario sobre el texto, alude al refrán del Bajío, de donde lo toma Jorge Ibargüengoitia: “Vienen como los relámpagos de agosto, pedorreando por el sur”;80 mientras que Ana Rosa Domenella aporta una variante del mismo refrán, que atribuye al propio autor: “Viene como los relámpagos de agosto, pendejeando por el sur”.81 Con 78   Juan Villoro, “El diablo en el espejo”, en Jorge Ibargüengoitia, El atentado. Los relámpagos de agosto, Juan Villoro y Víctor Díaz Arciniega (coords.), conaculta/fce, México, 2002 (Col. Archivos), p. xxix. 79   En el recuento que hace Gustavo Santillán de los trabajos críticos acerca de la obra, se queja de que siempre se ha partido del reconocimiento del humor en la obra, y lamenta que se haya olvidado con tanta frecuencia “que también es terriblemente amarga” (Gustavo Santillán, “La crítica literaria en torno a Los relámpagos de agosto. 1964-2000”, en ibid., p. 246). 80   Sergio Pitol, “Liminar. Jorge Ibargüengoitia”, en ibid., p. xxi. 81   Ana Rosa Domenella, “Jorge Ibargüengoitia. La revolución como un robo”, en ibid., p. 274.

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ello se refiere a la inutilidad de los relámpagos que no traerán lluvia, tan inútiles como fueron las aventuras militares del caudillo levantado en armas, cuyas memorias constituyen el material de la novela. Desde que abrimos Los relámpagos de agosto y vemos la dedicatoria, se siembra la duda sobre la literalidad del texto: “A Matilde, mi compañera de tantos años, espejo de mujer mexicana, que supo sobrellevar con la sonrisa en los labios el cáliz amargo que significa ser la esposa de un hombre íntegro”. Ahí está, indudable, el lugar común que ha inundado las páginas de testimonios, memorias y discursos autobiográficos, por una parte en el hipócrita reconocimiento al papel de las esposas de los revolucionarios, cuando en realidad han ocupado siempre un lugar muy secundario, como no sea para que el héroe en turno se autodignifique como caballero, pero sólo en el nivel de las declaraciones. Por otra, ya resulta dudosa la legitimidad de ese calificativo de íntegro, aplicado a sí mismo con tal acento solemne.82 Casi no hay discursividad sobre la Revolución mexicana que quede intocada en esta novela: formas, géneros, tonos y horizontes de enunciación han sido sometidos a un doble paródico que no deja nada en pie. Si bien es posible reconocer algunos textos fundamentales como fuente de la parodia —como los Ocho mil kilómetros de campaña de Álvaro Obregón, pero también y sobre todo las memorias que escribió el general Juan Gualberto Amaya, Los gobiernos de Obregón a Calles y regímenes ‘peleles’ derivados del callismo, que el mismo Jorge Ibargüengoitia reconoció como fuente básica, así como La tragedia de Huitzilac y mi escapatoria célebre de Francisco Javier Santamaría—,83 es innegable que detrás de Los relámpagos de agosto está prácticamente toda la narrativa que relató las hazañas guerreras de los caudillos revolucionarios. Jorge Ibargüengoitia echa mano de muy diversas tradiciones literarias para desmontar el monumental edificio del autoencomio que se habían erigido los caudillos; por ejemplo, acudir a la picaresca le resulta de fundamental importancia: ¿Por dónde empezar? A nadie le importa en dónde nací, ni quiénes fueron mis padres, ni cuántos años estudié, ni por qué razón me nombraron Secretario Particular de la Presidencia; sin embargo, quiero dejar bien claro que no nací en un petate, como dice Artajo, ni mi madre fue prostituta, como han insinuado   En la muy atenta lectura que hace Ana Rosa Domenella, donde analiza muchos de los recursos de los que se vale el autor para construir su visión irónica, se detiene a señalar precisamente la parodia que implica aquí la dedicatoria que le hizo el General Amaya a su mujer (ibid., p. 279). 83   Jorge Ibargüengoitia, “Breve relación de algunos de mis libros”, en ibid., pp. 425-426. 82

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algunos, ni es verdad que nunca haya pisado una escuela, puesto que terminé la Primaria hasta con elogios de los maestros [...].84

En estas primeras frases que sirven de apertura a las memorias del personaje seudorevolucionario queda recreado y burlado magistralmente el tono autoheroificante con el que solían escribir los cuasianalfabetas triunfadores, a la vez que se revela, por la vía de la negación, la baja condición de quien se expresa como lo solía hacer el pícaro. De aquí en adelante, todo el relato será un recuento sin fin de las tropelías hechas con tal de obtener poder y adueñarse del país. Pero siempre se mantiene ese estilo de aparente gravedad, que evoca el de la novela de caballerías, y con el que se pretende hacer coincidir el destino de la patria y el destino individual del caudillo en turno: En este capítulo voy a revelar la manera en que la pérfida y caprichosa Fortuna me asestó el segundo mandoble de este día, fatídico, por cierto, no sólo para mi carrera militar, sino para mi Patria, tan querida, por la que con gusto he pasado tantos sinsabores y desvelos: México.85

En cada capítulo la carcajada del lector estalla por esta constante tensión que la escritura va creando entre el estilo del panegírico frente a las canalladas relatadas, bosquejos de heroicidad con el recuento de actos ruines y cobardes. Toda la novela está construida en el tono de una réplica ante las versiones ultrajantes, que supuestamente han circulado, en contra de la honra de este militar que fracasó en su intención de ganar para sí la Revolución. En el estilo de las novelas de caballería, se relatan los latrocinios más canallescos; en el de la picaresca, el personaje intenta legitimarse como poseedor de las virtudes más altas de un caballero. Los relámpagos de agosto se vuelve así no únicamente una regocijante parodia de la literatura precedente de la Revolución mexicana, se vuelve también, y sobre todo, una mordaz caricatura del poder político en México, de los perfiles canallescos de los nuevos encumbrados y su discurso.86 Después de Jorge Ibargüengoitia sólo con mucha inconciencia,   Jorge Ibargüengoitia, Los relámpagos de agosto, en ibid., p. 59.   Ibid., p. 64. 86   La cercanía de la novela de la Revolución con la propia gesta revolucionaria ha propiciado una confusión en la recepción crítica. Por ello de pronto se ha pasado por alto que la novela de Jorge Ibargüengoitia es una parodia literaria y se la ha leído como una crítica atroz contra la propia Revolución. Así fue, por ejemplo, la lectura que hizo Emilio Carballido: “[...] novela sobre la Revolución mexicana que la desprestigia ampliamente. Quiero 84 85

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ignorancia o mala fe se podía seguir escribiendo seriamente memorias autoglorificantes. Los relatos sobre hechos de armas grandiosos quedaban cancelados y de antemano exhibidos. Tal vez la parodia que hizo Jorge Ibargüengoitia ha sido el ejercicio literario más significativo y exitoso de entre todos los que se han escrito de la novela de la Revolución, a pesar de que ya han transcurrido más de cuarenta años desde que se publicó la novela. Ahora bien, otro tipo de parodias se han seguido practicando en los tiempos recientes, lo que revela su fertilidad para renovar la escritura literaria. Escritores como Salvador Elizondo, Hugo Hiriart (Cuadernos de Gofa) o Vicente Leñero (El evangelio de Lucas Gavilán) le han dado continuidad a esta historia de diálogo polémico con la tradición literaria universal.87 Algunas obras clave de nuestra historia literaria, a pesar de la distancia temporal y del desgaste que han sufrido con el cambio de horizontes valorativos, siguen siendo objeto de recreaciones paródicas, como es el caso de Santa de Federico Gamboa, que hace pocos años fue objeto de una reescritura parcial por parte de Cristina Rivera Garza, en Nadie me verá llorar,88 lo que hace pensar en que podemos esperar, seguramente, nuevas parodias de nuestras obras canónicas, de las que ahora se habla con tanta solemnidad.

decir: no es contra el pri o contra los generales a secas: es contra la Revolución” (“Drama y novela de Jorge Ibargüengoitia”, en ibid., p. 264). 87   Para un análisis de estos textos, véase el ya citado libro sobre la parodia de Elzbieta Sklodowska. 88   No voy a ocuparme aquí de este caso para no hacer tan dilatado mi examen de la parodia. Prefiero remitir al lector interesado a mi artículo “Cristina Rivera Garza. Memoria y subversión en Nadie me verá llorar” en el libro colectivo Docientos años de narrativa mexicana. Siglo xx, bajo la edición de Rafael Olea Franco (colmex, México, 2010, pp.425-443).

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Capítulo iii

Humor, juego e irreverencia en la literatura mexicana Hasta ahora me he ocupado de algunos de los tonos de la risa que resuenan en la literatura mexicana en sus distintos momentos de desarrollo y de las formas como se han introducido en sus páginas; pero no he hablado todavía sobre el problema particular que la noción de humor plantea a los estudios de estética y en especial a los del arte verbal. Compelida por la imposibilidad de analizar en su integridad el fenómeno de la risa en la literatura mexicana, he procedido a segmentar y revisar por separado los componentes más destacables, he intentado en todo momento dejar constancia de cómo la vida de la risa en la literatura se da en una amalgama de variados géneros, tonos y acentos; por lo que no es posible decir, por ejemplo, que una obra sea sólo paródica o satírica o puramente grotesca. He debido hacer la primer tarea de ir reconociendo la presencia de la risa en la escritura literaria, trazar unos cuantos de los trayectos por los que ha corrido e intentar explicar las relaciones que las formas cultas han establecido con la oralidad. Sin embargo, cualquier panorama sería sumamente incompleto si no se incorporaran algunas consideraciones acerca del humor como categoría estética diferenciada, aunque siempre en relación con las distintas tonalidades de la risa. El humor es otra de las formas que suele adquirir la risa en el arte verbal; es más, sería posible suponer que el humor, en buena medida, es el que preside la mayor parte de las manifestaciones jocoserias de la literatura, sea que se oriente hacia lo grotesco, hacia lo satírico o hacia lo paródico. Desde esta perspectiva, entonces, podría considerarse el humor como la categoría englobante de todas las otras formas concretas,

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como de hecho se hace en varios estudios. Aunque esto puede ser trabajado así, ahora prefiero enfocar de otra manera el asunto: voy a optar por un intento de delimitación que ayude a pensar en la práctica artística de muchos escritores mexicanos, de muy diversas épocas, que no pueden ser considerados ni como satíricos, ni como paródicos, ni como grotescos, y que, sin embargo, han escrito desde una visión risueña que adquiere un matiz peculiar asociado con el humor. De ahí la necesidad de dedicarle aunque sea unas cuantas líneas para fijarle a la categoría algunos contornos que nos ayuden a diferenciar unas formas de otras. Como todos los fenómenos que pertenecen a la esfera de la risa, el humor, en tanto característica de la naturaleza humana, ha sido objeto de análisis desde muy distintas disciplinas; los resultados de casi todos provocan una extraña sensación de provisionalidad, si no de franca frustración. El humor es una de las más antiguas categorías que nació en el horizonte de la medicina o, más bien, en las reflexiones sobre la fisiología humana; la historia del proceso de cambios y adaptaciones del sentido del término hasta alcanzar los actuales significados es muy larga y tortuosa. Pero lo más interesante de esta historia es que la noción de humor, que conserva en sus perfiles tantas huellas de su nacimiento, es tal vez una de las más claramente relacionadas con el arte verbal, aunque, como señala Jonathan Pollock, “no es una categoría tradicional de la retórica”.1 Las fronteras de lo humorístico con otras manifestaciones pertenecientes al universo de la risa no son nada transparentes, ni me parece que pueda alcanzarse definiciones más o menos justas: ¿dónde acaba el humor y empieza lo cómico, por ejemplo? ¿Cuáles son sus relaciones? Para efectos de este trabajo y para que se haga posible un mínimo análisis de algunas expresiones humorísticas en la literatura mexicana, propongo unos cuantos trazos aproximados, que jamás tendrán la pretensión de definir ni resolver los problemas. Sólo buscaré, en la medida de lo posible, precisar los marcos del uso de la noción de humor para que pueda atribuírsele “una jerarquía ética” y “una especificidad estética” frente a otras manifestaciones.2 En principio, vale la pena apuntar que la comicidad puede ser pensada, con la ayuda de las reflexiones de Henri Bergson, como el resultado de la puesta en marcha de una serie de mecanismos convencionales para mover a la risa. El funcionamiento del chiste, en tanto una de las expre  Jonathan Pollock, ¿Qué es el humor?, trad. Alcira Bixio, Paidós, Buenos Aires, 2003, p. 109. 2   Ibid., p. 10. 1

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siones de lo cómico, puede ser de gran ayuda para comprender de qué manera el descubrimiento de un rasgo incongruente, percibido como chusco, en los otros, en un acto, en una situación, se revela como sorpresivo y provoca el estallido súbito de una alegría momentánea. Lo cómico emerge, así, de una visión de lo extraordinario, de lo que no se ajusta a lo esperado y que se distancia de cualquier dejo doloroso o triste. Lo cómico, si lo entendemos en estos términos, está asociado a la alegría, al mero divertimento gratuito y desinteresado; en la medida en que exige la complicidad, reafirma valores compartidos, se convierte en mecanismo útil para establecer lazos comunitarios de solidaridad y comprensión. Pero debe aceptarse todo esto de manera muy provisional y nada absoluta. Las fronteras con lo humorístico, como veremos, siguen siendo muy lábiles y no puede ser de otro modo puesto que, al final de cuentas, se trata de manifestaciones inscritas en la gran esfera de la risa, siempre intrincadas unas con otras. Intentemos avanzar en la caracterización del humor. A pesar del tiempo que ha pasado, me parece que sigue siendo pertinente valerse de uno de los fundamentales descubrimientos de Sigmund Freud en su estudio de los mecanismos de la psique para liberarse del sufrimiento, entre los cuales el humor ocupa un lugar importante: El yo rehúsa dejarse ofender y precipitar al sufrimiento por los influjos de la realidad; se empecina en que no pueden afectarlo los traumas del mundo exterior; más aun: demuestra que sólo le representan motivos de placer. Este último rasgo es absolutamente esencial para el humor.3

En la visión freudiana del fenómeno del humorismo, se conserva, aunque sea de manera vaga y de forma modernizada, la relación de la bilis negra (melancolía) con una respuesta conscientemente construida. Parece inevitable la asociación entre humor y melancolía; es en esta fusión en la que se forja el término del teatro isabelino inglés: “el bufón y el melancólico se introducen en el escenario isabelino en el mismo momento: independientemente de que sean cómplices o antagonistas, el humor nace de su conjunción”.4 La combinación humor/melancolía aparecerá, inevitablemente, en los estudios del fenómeno, de tal suerte que resulta difícil, poco convincente, hablar de humor sin pensar en que le precede una situación desconsoladora a la que el humorista responde. De ahí también la importancia de tener en mente la condición de   Sigmund Freud, “El humor”, en Obras completas, vol. clvi, Nueva Hélade (cd).   Pollock, op. cit., p. 57.

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construcción deliberada del humorismo, construcción que casi siempre está ubicada en el terreno del discurso. En el proceso de delimitación y precisión del término, también puede ser de ayuda volver a lo que asienta Sigmund Freud: “Es cierto que el placer humorístico jamás alcanza la intensidad del que se origina en lo cómico o en el chiste, y nunca se expresa en risa franca”, pero se percibe como un placer particularmente liberador y exaltante.5 Esta observación me parece de importancia crucial para entender el modo de presencia del humor en la literatura: la risa es inaudible, hasta ausente de tan discreta, justo porque se trata de una respuesta que revela una extrema conciencia del dolor y el sufrimiento, resulta especialmente liberadora y placentera. No se trata, entonces en definitiva, de que el humor sea una respuesta evasiva, puesto que la tristeza suele estar ahí embozada; en toda forma humorística se traslucen con relativa fidelidad los contornos de la desgracia, sólo que la respuesta al dolor se articula desde el ingenio y la voluntad de liberación. En el discurso humorístico destaca, en primer lugar, la participación plena del yo enunciador como actitud deliberada, ingeniosa y creativa. La presencia del yo es condición sine qua non del acento humorístico, de ahí que no pueda concebirse su existencia sólo a costa del otro, hay siempre una imbricación del yo que habla; aunque el motivo que desate el humor no sea ese yo, siempre lo roza, lo involucra y aquí vale la pena citar la distinción entre humorista y satírico que con tanta claridad estableció Jean Paul Richter: [E]n el sentimiento estrecho y egoísta de su superioridad, [el satirista vulgar] cree ser un hipocentauro en medio de onocentauros; y como un predicador de mañana y tarde, en esta mansión de locos del globo terrestre, predica con una especie de furor desde lo alto de su caballo, su sermón de capuchino contra la locura. ¡Cuánto más modesto es el que se contenta con reírse de todo sin exceptuar ni aun el mismo hipocentauro!6

Entonces, el sentido del humor parte del yo, pero no pierde ese espíritu liberador y festivo con el que enfrenta la dolorosa condición humana, a diferencia del satírico, que es hosco y admonitorio, por lo que casi nunca alcanza a ver su propia pequeñez ni su miseria. Aquí se encuentra Art. cit. Jean Paul Richter, “Del humorismo”, Cuadernos de información y comunicación, t. 7, Universidad Complutense, Madrid, 2002, p. 57. 5  6 

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precisamente el punto fundamental de la dimensión ética que alberga el sentido del humor: no conoce coartadas ni busca excusas que libren de su compromiso al yo. El acto humorístico se vuelve, así, un acto esencialmente ético del yo frente al mundo, puesto que ese yo acepta exhibir su pena valorada con perspectiva crítica, con la sonrisa del que puede distanciarse de sí mismo. Ahora bien, ¿cómo el humorismo se vuelve un acto estético? Una vez más debemos contestar que la respuesta no está en los procedimientos técnicos de composición, pues, si es cierto que puede —y lo hace con mucha frecuencia— echar mano de la ironía o incluso de las bufonadas, su esencia no radica en algún procedimiento particular de naturaleza retórica, sino que nace como acto estético en la medida en que está construido a partir de una visión particular de la existencia; constituye un modo especial de organizar, dar coherencia al mundo y a las circunstancias en las que está inmerso el yo. Esa visión es abarcadora, unitaria y abierta al porvenir, en tanto que el humor descentra, desvía la mirada del centro ordinario que siempre buscamos enfocar, nos obliga a mirar desde el ángulo de los márgenes, de lo oblicuo; crea nuevas posibilidades para entender el mundo y relacionarse con él. Para explicar la naturaleza del humor, se pueden citar las palabras de Pío Baroja porque pueden ayudar: El humorismo es invención, intento de afirmación de valores nuevos; la retórica es consecución, afirmación tradicional de valores viejos. El humor es dionisiaco, la retórica apolínea; el humor guarda más intuiciones de porvenir, la retórica más recuerdos del pasado.7

No puede desconocerse en la historia del término la frecuente asociación del humor con el modo de ser de un pueblo —en particular, el inglés— y la consecuente negación de su presencia en otras razas y naciones, o la necesidad de reivindicar para sí el don. Jean Paul Richter, por ejemplo, negaba que el pueblo alemán tuviera esta cualidad por su carencia de un yo grande, notorio, de donde —razonaba—, resultan más cómicos que humorísticos. Jardiel Poncela, en cambio, intenta demostrar que sí lo posee el pueblo español. Para Julio Casares, el humorismo explotado intencionalmente en la literatura española es muy reciente.8 De ahí, pues, que no resulte extraño que algunos intelectuales nieguen Pío Baroja, “La caverna del humorismo”, ibid., p. 132.   Véase la frecuencia con que se ligan las reflexiones sobre el humor a la nacionalidad en cuestión en los artículos reunidos en la revista anteriormente citada. 7  8

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este talento para el pueblo y la literatura mexicana, en parte por los prejuicios a los que hice alusión en el primer capítulo, en parte por la arraigada tradición de pensar el fenómeno en términos abstractos y generalizadores o como mero tropo aislado. Sin embargo, es relativamente fácil demostrar la existencia de un hondo sentido del humor en la tradición literaria mexicana, desde las primeras crónicas de la conquista hasta los escritos de los últimos tiempos. No se tomen los ejemplos que daré a continuación como excluyentes: he decidido hablar de unos cuantos casos por razones de índole práctica, pero no albergo dudas de que es posible y necesario emprender un estudio abarcador, con perspectiva histórica, del humorismo en la cultura mexicana y en particular en su literatura. Humor, dolor y melancolía en tres casos Sor Juana Inés de la Cruz es el caso paradigmático de los escritores humoristas mexicanos: es, cómo negarlo, la poeta de la época colonial más estudiada y citada de Hispanoamérica, pero pocas veces ha merecido atención su hondo y sutil sentido del humor. Su destino trágico, al parecer, siempre interfiere para que los críticos se decidan a reconocer los plenos derechos de la faceta lúdica de su escritura, como si esto desmereciera su admirable virtuosismo para hilvanar versos de índole religiosa o profana. El ensayo de Octavio Paz sobre la vida y obra de sor Juana Inés de la Cruz intenta comprender la creación de la monja en relación con las circunstancias en las que escribió: “tuvo que enfrentarse no sólo a las intrigas y celos de la comunidad sino, más profundamente, a la incompatibilidad entre la vida libre y solitaria del escritor y la vida colectiva y rutinaria del convento”.9 A lo largo de las páginas de este ya clásico ensayo, Octavio Paz ofrece información iluminadora sobre el mundo colonial y las condiciones de vida de sor Juana Inés de la Cruz, tanto cuando mereció el apoyo y el festejo de quienes la protegieron, como cuando se vio desamparada y francamente perseguida por los poderes eclesiásticos, que la llevaron a renunciar a las letras y a la propia vida. Sin duda, gracias al trabajo de reconstrucción de su vida y su obra, emprendido por los estudiosos, es que tenemos clara la historia de tantos avatares y vaive9   Octavio Paz, Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, fce, México, 3ª ed., 1983, p. 354.

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nes, podemos entender muchos de sus textos como respuesta vital a la persecución, la incomprensión y el acoso. Su sentido del humor ilumina momentos oscuros de la vida de la colonia, por ello es posible valorar su trabajo artístico de orientación lúdica como un modo de trascender las circunstancias opresivas y abrir las puertas hacia un porvenir menos sombrío. Más allá de las agudezas verbales cultivadas con esmero por el arte barroco que siguió sor Juana Inés de la Cruz y su habilidad para transfigurar lo real en ficticio, lo serio en juego, y más allá de los alardes de su maestría natural (que ella misma confesaba) para hilvanar versos, es un hecho que sus poemas fueron creados desde una visión de mundo distanciada críticamente de las condiciones de su época, de la intolerancia que deja ver descarnada y de la que se ríe una y otra vez: estamos ante la superación del sentimiento trágico por la risa. Por ejemplo, no desperdicia ocasión para, en un alarde de ingenio, al contar la inminencia de su muerte por enfermedad, enviar un guiño de humorístico coqueteo cortesano a la marquesa de Mancera, que fuera su protectora un tiempo: ¡Ay, Parca fiera!, dije yo; Mira que sola Laura manda aquí. Ella, corrida, al punto se apartó, y dejóme morir sólo por ti.10

Son constantes los juegos que establece sor Juana Inés de la Cruz en la escritura de poemas de amor mal correspondido; ella ficcionaliza penas y quebrantos del yo poético, pero en el interior del mismo texto hallan una solución de índole humorística. Así, por ejemplo, el soneto 172 se abre con hondas quejas de amor: Con el dolor de la mortal herida, de un agravio de amor me lamentaba; y por ver si la muerte se llegaba, procuraba que fuese más crecida.

Hilvana nuevos y crecidos lamentos en el segundo cuarteto, que tienen su continuidad en el primer terceto, para resolverlo en el segundo de una manera ingeniosa que niega y desmiente la queja: “No sé con qué   Sor Juana Inés de la Cruz, Obras completas, Porrúa, México, 1985, p. 154.

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destino prodigioso/ volví en mi acuerdo y dije: —¿Qué me admiro?/ ¿Quién en amor ha sido más dichoso?”.11 No le faltaba sentido del humor para, con un epigrama burlesco y hasta canalla, regresar la injuria a algún soberbio prepotente que acaso intentó cuestionar la honra de ella, aduciendo la falta de honradez de su padre. Apunta con un dardo aguzado y venenoso que llega a dar en el blanco del dudoso linaje del que desciende el acusador, rebajando quevedescamente la prosapia de su contrincante: El no ser de Padre honrado, fuera defecto, a mi ver, si como recibí el ser de él, se lo hubiera yo dado. Más piadosa fue tu Madre, que hizo que a muchos sucedas: para que, entre tantos, puedas tomar el que más te cuadre.12

Los acosos debieron de llegar a su celda desde distintos frentes, y cada vez sor Juana Inés de la Cruz tenía una respuesta humorística o francamente burlona para silenciar y anular el ataque. Algunos de sus lectores se han asombrado de los tonos picarescos que llegó a emplear, sospechosos en manos de una monja. Octavio Paz asienta lo siguiente sobre sus versos satíricos: “Los sonetos son burlescos pero no sólo en el sentido español de ser festivos y chuscos sino asimismo en el inglés de burlesque, que incluye, con lo grotesco, lo licencioso”.13 No cabe duda de que la monja era audaz; sin embargo, no puede dejar de considerarse que, con toda seguridad, tuvo que aprender a superar por el camino del humor toda la insidia que la rodeaba y que buscaba amordazarla. A propósito de la diversidad de formas de acosarla y sus rápidas respuestas para desarmar al agresor, queda constancia de un romance que escribe en réplica contundente a un caballero peruano, desterrado en tierras mexicanas, quien, admirado de la genialidad de la monja, le envía de regalo unos barros (artesanías de cerámica) y le pide que haga un esfuerzo para descubrir el hombre que seguramente está oculto tras su apariencia femenina, pues es tanta su gracia y su inteligencia que no pue  Ibid., p. 147.   Ibid., p. 110. 13   Paz, op. cit., p. 401. 11 12

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de caber en cuerpo de mujer. Sor Juana Inés de la Cruz contesta con humor, llevando la indignación hacia lo festivo; así, después de muchos cumplidos al caballero por el regalo que le envió, da respuesta burlona y humorística, pero no por eso menos inapelable: Yo no entiendo de esas cosas; sólo sé que aquí me vine porque, si es que soy mujer, ninguno lo verifique.

En otra cuarteta más adelante lo reprende con mayor sarcasmo: Con que a mí no es bien mirado que como a mujer me miren, pues no soy mujer que a alguno de mujer pueda servirle.14

Puede apreciarse cómo va tejiendo ironías, burlas, juegos de ingenio que revelan un sentido del humor en el que invariablemente está latiendo un dejo melancólico, una defensa a un ataque doloroso, una reivindicación ética de su existencia dedicada a estudiar y a escribir, la cual con abrumadora frecuencia y desde tantos frentes se buscaba negarle. Sor Juana Inés de la Cruz cultivó la escritura de poemas abierta y confesadamente burlescos; en otros casos, se trata de juegos de entretenimiento para ensayar la agudeza y el ingenio en el arte de rimar; también hay algunos de tonos festivos, como las ensaladillas que incluyó en composiciones de villancicos, por ejemplo, donde hace alarde de su capacidad para jugar con los tonos y acentos orales de los negros y mulatos. En otros momentos, no deja de sorprender su constante y firme habilidad para trabar juegos humorísticos que residen en la fonética y que revelan su honda sensibilidad lingüística. Sirva como ilustración el siguiente caso grandioso de comicidad, donde introduce la petulancia de un Bachiller que sólo habla en latín y las respuestas francamente cómicas que le da el bárbaro a quien le espeta los latinajos que no entiende: Hodie Nolascus divinus In Caelis est collocatus —Yo no tengo asco del vino, Que antes muero por tragarlo.   De la Cruz, op. cit., p. 63.

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Más adelante: —Amice, tace: nam ego Non utor sermone Hispano. —¿Qué te aniegas en sermones? Pues no vengas a escucharlos.15

Comicidad, espíritu festivo, juego de palabras y de agudezas son a veces la cara que toma el sentido del humor en la obra de sor Juana Inés de la Cruz. En otros momentos, es una respuesta inesperada que revela la falsedad y aniquila la inminencia del atropello a través de la ironía o de lo grotesco. La monja se defiende haciendo chistes insólitos, desenmascara lo absurdo de ciertos razonamientos, se queja y se burla de su propia queja. Los acentos son muy variados, están ahí como testimonio vivo de la inteligencia humorística en la que se va forjando la literatura mexicana. Ahora podemos pasar a revisar un caso distinto de humor literario que, aunque ubicado todavía en el México colonial, se distancia en gran parte de la práctica artística de sor Juana Inés de la Cruz, no sólo por la forma, sino también por el sentido, por los recursos de los que se vale para construir una visión artística atravesada por la risa, a pesar de las desdichas personales que va a recrear el autor. Con demasiada frecuencia hemos asociado el nacimiento de la nación mexicana a la escritura de versos patrióticos con los que se celebraban las hazañas guerreras de la gesta independentista; también se reconoce que en aquellos tiempos se seguía practicando la composición de versos neoclásicos, engolados y solemnes. Finalmente, nuestra idea de la literatura de principios del siglo xix se redondea en la obra satírica, periodística y literaria de José Joaquín Fernández de Lizardi. Sin embargo, se dio otro tipo de escritura que no ha merecido entrar en las páginas de la historia literaria, pero no por eso tiene menor importancia; todo lo contrario, pues si les prestáramos la atención debida podríamos dibujar una cara distinta de la cultura mexicana del momento. Tal vez sea en estos textos marginales donde debamos buscar esa otra cara que existió y que nos puede ayudar a formarnos un cuadro más completo de la vida literaria en los umbrales de los siglos xviii y xix. Voy a referirme ahora a un texto que no ha sido todavía publicado en México, a pesar de su interés histórico, lingüístico y literario: el Viaje de Perico Ligero al país de   Ibid., p. 224.

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Los Moros, de Antonio López Matoso, rescatado hace algunos años de los archivos y editado por James C. Tatum en los Estados Unidos.16 Antonio López Matoso fue un abogado y un personaje relativamente conocido e importante en el mundo profesional de la Nueva España. En marzo de 1815 fue acusado de conspiración y deslealtad al gobierno, por sus simpatías con quienes estaban confabulados en la lucha por la independencia de México y fue sentenciado a diez años de destierro en Ceuta. No obstante sus esfuerzos para liberarse de la condena, arguyendo problemas salud, debió pasar por un largo y fatigoso proceso, aunque no llegó al sitio que le habían destinado. En el transcurso del viaje de México a Veracruz y de Veracruz a La Habana, Antonio López Matoso va guardando minucioso registro de lo que ve, de lo que vive, reflexiona, se queja en prosa y recrea sus pesares en versos de claros acentos populares. Su aventura duró hasta el año de 1820, cuando, estando en La Habana, le levantaron el castigo y pudo volver a la ciudad de México, para ocupar el puesto que tenía antes de salir en calidad de presidiario. “Examination of the Viaje shows that one of the most salient characteristics is the alternate jocose-tragic tone”,17 apunta el editor James C. Tatum; es justo su tono lo que hace tan singular la recreación de este viaje de exilio, además de las interesantes observaciones y descripciones de lugares, costumbres y rasgos lingüísticos que Antonio López Matoso va registrando en su encuentro con lo desconocido. El autor del diario no tiene intenciones didácticas ni moralizantes; estamos aquí muy lejos de la escritura satírica entendida en términos de crítica social orientada a la enseñanza, no sólo porque, como señala el editor, no podía exponerse a que lo encontraran con un manuscrito de su puño y letra donde se burlara de autoridades o lanzara críticas directas a figuras sociales importantes, sino porque el sentido de la escritura es muy distante de lo didáctico y moralizador. Se trata de un condenado que no tiene más interés que el de entretener sus cuitas escribiendo, mientras que se asegura de dejar constancia de lo que vivió, aunque no sea muy claro el destinatario de sus apuntes. No es un texto que se escriba a posteriori, una vez puesto a salvo el autor, sino que se va forjando en   Daniel Spelman Wogan, profesor de Tatum, realizó antes dos ediciones parciales del manuscrito, por lo que puede considerarse el verdadero “descubridor” del texto. Agradezco la gentileza de Silvia Manzanilla por haberme dado a conocer este texto y el dato de estas primeras publicaciones. 17   James C. Tatum, “Introduction” a Viaje de Perico Ligero al País de Los Moros. A Critical Edition of Antonio López Matoso’s Unpublished Diary, 1816-1820, Tulane University, Nueva Orleans, 1972, p. xi. 16

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el momento de la vivencia. Quizá por esto es tan nítida e inseparable la mezcla de tonos trágicos con el acento de la risa, los dos elementos esenciales del humor. El Viaje de Perico Ligero al país de Los Moros no es resultado de una práctica profesional, pues Antonio López Matoso no era escritor ni maestro, aunque al parecer sí llegó a publicar en algunos periódicos de la época. El autor es un humorista nato que entretiene sus desgracias en la escritura de sus reflexiones, en el recuento de sus pesares y en la recreación bromista, en versos de carácter popular, de lo que está viviendo. Así, por ejemplo, a propósito del desamparo que siente ante la falta de apoyos, aparecen los siguientes versos burlones que relatan la anécdota de dos compañeros que salen a la calle en el momento en que cae un aguacero; uno de ellos llevaba paraguas y el otro no: “Mi paraguas te diera,” dijo el primero, “a no estar como miras que está lloviendo.” “Si no lloviera, dime gran majadero, ¿para qué con mil diablos querer yo puedo el mueble que para agua no más es bueno?”18

Enseguida se encarga de establecer las conexiones entre esta anécdota chistosa con lo que a él le pasó, pues cuando llegó a Puebla escribió una carta al gobernador en la que le solicitaba su venia para quedarse en la ciudad a curarse de un golpe y recibió por respuesta: “[s]i no se fuera mañana, le concedería que se quedase”. En el modo de contar una vivencia que debió serle especialmente pesarosa, dado que buscaba por todos los medios retrasar su salida al destino final, el autor libera parte de la angustia y lo vuelve un pasaje chusco. Antonio López Matoso es agudo observador de los otros, de compañeros de viaje, de sus guardianes y de la gente con la se encuentra en los distintos sitios en donde van acampando camino del exilio; hace caricatura de algunos de ellos, recurriendo a las formas hiperbólicas de lo grotesco. Acaso una de las más hilarantes es la recreación de la figura del cura venezolano, su compañero en el hospital de La Habana: “tra  Ibid., p. 11.

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galdabas”, un hombre cuya enfermedad era una sola, dice: “por comer y de comer por descomer para comer”. Toda la enumeración de los actos del anciano cura, que únicamente consisten en comer, es una explosiva carcajada, hecha con el acento de lo popular: “Siempre acedo, siempre con evacuaciones, nos tenía apestados y él nadando en hediondez. ¡Qué ventosidades y eruptos corruptos! Era además gargajiento y es señor de los que se suenan voladoramente con los dedos”. Como si la descripción que hace en prosa no fuera suficiente, se regodea de inmediato en la recreación en versos que se afilian en la más pura tradición burlesca de Francisco de Quevedo: Si como el mulo come, es cosa clara, que a proporción el vientre hace descarga. Es evidente que este viejo era flujo más que un torrente.19

Ahora bien, como puede apreciarse, estos pasajes no tienen una segunda intención correctiva, sino que se detienen en el mero placer estético de la risa. Es el juego entre la historia de pesar que está contando el autor y la repentina irrupción humorística de momentos jocosos, lo que hace algo único del Viaje de Perico Ligero al país de Los Moros. Pero quisiera aclarar que no se trata de la intercalación ocasional de momentos y acciones chuscos, no se trata de chispazos aislados, sino que estamos ante una escritura forjada en la tensión entre la risa y el lamento, es siempre la risa la que triunfa frente al dolor, sin que el texto se despoje de la historia desdichada que relata. El triunfo del humor ante lo trágico se hace patente en la actitud que guarda el autor frente a sí y su historia, pues nunca se deja arrastrar por la desolación y la derrota. Jamás es complaciente consigo mismo, sino que también su propia condición de desterrado es la fuente principal de la risa, como lo anota, con mucha conciencia: “Y como ni con quien hablar tenía, ni más compañero que mi cigarro, cuasi, cuasi llegaron mis tristezas a servirme de diversión” y luego hilvana unos versos donde recrea al modo culterano el pesar que lo aqueja.20 De esta manera, no desaparece   Ibid., p. 54.   Ibid., p. 24.

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su lamentable situación, sino que se le da un giro en la presentación que nunca excluye el divertimiento y la risa. El yo enunciador no está nunca colocado por encima de los otros, sino que se coloca por encima de su circunstancia, lo que le permite tomar distancia y a veces hacer un chiste para no llorar. Tal actitud puede apreciarse muy claramente, por ejemplo, cuando relata que corrieron rumores acerca de su muerte, se lamenta del dolor que semejante noticia pudo provocar a sus hijas y explota el estupor que él, como actor y espectador, siente ante tal hecho: ¿será cierto que murió? Apunta: “En esta duda pensé alguna vez llevarme yo mismo al camposanto y aun traté de ajustar mi entierro”, con lo que crea una situación ambigua, entre la risa por el absurdo y el tormento que le causa la noticia.21 El caso se resuelve decididamente por lo humorístico, al darle cauce de inmediato a unos versos festivos acerca del supuesto funeral que el propio escritor se haría. No puedo dejar de pensar que, tal vez, el sentido del humor del Viaje de Perico Ligero al país de Los Moros, cruzado a veces con los tonos de lo tétrico, la presencia de una risa grotesca, el espíritu lúdico que lo alienta, es decir, las grandes virtudes del texto, hayan sido los factores fundamentales del olvido en el que ha vivido, que acaso ha rozado con la incomprensión. Sin embargo, me parece que merece mejor suerte y aguarda una edición mexicana, porque en la medida en que vayamos recuperando del olvido este tipo de textos, se nos irá reconfigurando el perfil de la literatura nacional. Voy a permitirme un salto vertiginoso en el tiempo, para apuntar algunas observaciones sobre un texto contemporáneo. Si me concedo tal licencia es por dos razones: primero, porque como lo he afirmado varias veces, no estoy comprometida con una linealidad cronológica en el presente estudio, me interesa más seguir las pistas de cómo se han manifestado en la literatura ciertos modos de la risa; segundo, este salto permitirá ver la continuidad poética del fenómeno del humor, que sí ha sido constante en la literatura mexicana, con todas las variaciones dadas por el género del que se trate y por los cambios culturales en el mundo en el que las obras se insertan. Entonces, voy a ocuparme un poco de un texto escrito en la forma de diario; voy a hacerlo porque en el caso anterior nos encontramos con una manifestación de este género y puesto que ahora vuelve a aparecer la combinación de escritura del yo con humor, vale la pena preguntarse sobre las relaciones de la escritura diarística con el   Ibid., p. 41.

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humor. Voy a referirme brevemente a La letra e ( fragmentos de un diario) de Augusto Monterroso.22 El autor conformó La letra e ( fragmentos de un diario) con una serie de materiales heterogéneos, segmentos de escritura íntima con otros de carácter ensayístico, que abarcan de 1983 a 1985. Los textos están organizados cronológicamente, aunque no se da un seguimiento sistemático a las fechas: algunos aparecen fechados, la mayoría no. Cada fragmento tiene un título que a veces sintetiza el contenido o sólo alude vagamente a lo que el lector encuentra en el texto. Con tal organización del material, estamos de entrada ante un diario peculiar, que se resiste a someterse del todo a la condena de la cronología sucesiva de los días. La negación a registrar con minuciosidad la fecha de cada fragmento puede leerse como un gesto que busca oscurecer el anclaje en días específicos de lo evocado por la memoria del autor. Esta decisión se explica, desde mi punto de vista, por la actitud polémica de Augusto Monterroso con uno de los supuestos que está en la raíz del género diarístico: por una parte, arraiga su escritura en la cotidianidad y, por otra, los hechos relatados se convierten en acontecimientos que no se someten a la regularidad que da el seguimiento de la cronología. Entonces, los fragmentos del diario de Augusto Monterroso están ubicados en los umbrales del género: se resisten al registro detallado de la cotidianidad, a la vez que le apuestan todo al interés que se desprende de lo aparentemente insignificante de los días comunes. Me parece que tal aire de insignificancia es fundamental en la decisión del autor de acudir al diario como forma de expresión. Siempre optó por la escritura de textos situados en los linderos de los géneros: sus fábulas son y no son fábulas a la vez, sus cuentos juegan a serlo y buscan puertas de salida. ¿Cómo no iba a sentir atracción Augusto Monterroso por un tipo de escritura que por su misma naturaleza está abierto al registro de casi cualquier espécimen, en cualquier estilo, sin ninguna atadura de entrada; él, que le dedica todo un libro a las moscas? ¿Qué mayor libertad que la que ofrece el diario para dialogar con otros escritores, con amigos ausentes, con otros libros, con otras perspectivas? Pero no se deduzca de esto que para el autor el género es un mero pretexto para la experimentación. Estoy convencida de que en la elección del diario como forma anida un proyecto artístico: la recuperación de la experiencia para la memoria,   Una versión de estas notas fue presentada en el Simposio “El diario como forma de escritura y pensamiento en el mundo occidental”, en la Universidad de Zaragoza, España, en octubre del 2009. 22

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pensando la experiencia como la relación profunda del hombre con las vivencias de cada día. Esto resulta trascendente porque, como bien lo ha observado Giorgio Agamben, nuestra vida contemporánea tan llena de ruidos, de aparente información, tan pletórica de grandes acontecimientos, paradójicamente, ha ido vaciando cada vez más al hombre, haciéndole hueca e insoportable su existencia cotidiana.23 En un mundo banalizado y despojado de memoria, Augusto Monterroso vuelve al registro cotidiano de esos hechos que para la contemporaneidad se volvieron intranscendentes: el placer de la amistad, la lectura, la ociosidad del juego. Ahora bien, la elección del título del diario es indicativa de la orientación sui generis que tendría La letra e ( fragmentos de un diario). ¿Por qué e? ¿Qué tiene de particular esa letra? ¿Por qué no simplemente diarios, como suelen llamarse casi todos los publicados hasta nuestros días, de escritores o no? Jorge Ruffinelli ensaya una hipótesis al respecto en el prólogo al libro: “en La letra e yo leo a la vez ego y escritura, el yo y la literatura. De eso se trata”.24 No suena nada descartable la propuesta, porque este diario es la fusión completa del yo en la literatura, y viceversa. Por su parte, Francisca Noguerol hace otra lectura sugerente que tampoco descarta la de Jorge Ruffinelli: “La letra e alude a la palabra ‘ellos’, pronombre con el que Augusto Monterroso se refiere a la pluralidad de individuos que lo constituyen, con lo que se refuerza el carácter autobiográfico de su escritura”.25 Pero tampoco deberíamos dejar de tener en cuenta que, a pesar de lo que pudiera parecer, es justo la letra e la más frecuente en el español, según lo han demostrado estudios de fonética, al menos en el español de Hispanoamérica. ¿Cuál es el sentido y la función que adquiere en la escritura de Augusto Monterroso el género diario? ¿Acaso lo está utilizando, contra lo que pudiera pensarse, para bucear en las interioridades de su yo privado? ¿Está ligado, de alguna manera, al espíritu de la rendición de cuentas, al modo de quien se confiesa a la espera de una absolución? ¿Es un mero juego, uno de los tantos que emprendió el autor en su trabajo de ensayar diversas formas y géneros literarios? Hay un fragmento titulado “La letra impresa” que es un buen indicador de la actitud con la que Augusto 23   Giorgio Agamben, Infancia e historia. Destrucción de la experiencia y origen de la historia, trad. Silvio Mattoni, Adriana Hidalgo, Buenos Aires, 2004. 24   Jorge Ruffinelli, “Prólogo” a La letra e (fragmentos de un diario), en Augusto Monterroso, Tríptico, fce, México, 1995, p. 223. 25   Francisca Noguerol Jiménez, “Híbridos genéricos: la desintegración del libro en la literatura hispanoamericana del siglo xx”, RILCE 15.1 (1999): 244.

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Monterroso parece relacionarse con la escritura diarística: después de referir que Michel de Montaigne ofreció uno de sus libros como una obra de buena fe, añade: Seguramente quiso decir que se trataba de un libro sincero. Pues bien, lo que aquí escribo es también de buena fe y me propongo que lo sea siempre. Se puede ser más sincero con el público, con los demás, que con uno mismo. El público, como la otra parte del escritor que es, suele ser más benévolo, más indulgente que esa otra parte de uno llamada superego.26

En estas palabras parece cifrarse el planteamiento de un nuevo tipo de relación entre el escritor de diario y su yo, el escritor y los otros. Al darle este cariz a su reflexión, el autor remonta el problema de la escritura de un género que supone la sinceridad radical que sólo puede darse en la intimidad, de espaldas a los otros. Postula un inédito sentido de la sinceridad de cara al lector, la revaloración constante de la presencia del otro que es el que posibilita la propia existencia del yo. Se cierra así el dilema de por qué y para qué escribir un diario con miras a ser publicado en vida del autor: un diario, para Augusto Monterroso, es otra forma posible de entrar en comunicación comprensiva con el otro —ese que incluye al yo de la escritura—, aquí se halla, como veremos, una de las razones fundamentales para el ejercicio de una escritura humorística. Hay una serie de constantes temáticas en las anotaciones de los fragmentos: viajes, amigos, otros escritores, otros textos, la propia escritura y la publicación de su obra (sobre todo, el miedo a la recepción), pero también y muy presente, las referencias a otros diarios y la pregunta sobre qué es escribir un diario y para qué. En La letra e ( fragmentos de un diario) están todos los motivos recurrentes en la obra de Augusto Monterroso y sus rasgos más distintivos: brevedad, fragmentariedad, sentido crítico, honda tristeza, humor e ironía, así como su impecable maestría estilística. Ahora bien, hay en los fragmentos una incesante reflexión sobre el propio acto de escribir y leer diarios. No parece haber autor de diarios que pueda evitar preguntarse para qué y para quién escribe; Augusto Monterroso no es la excepción. Tal vez en su caso valga decir, sin demasiado temor a cometer un error garrafal, que lo hace para comunicarse literariamente con sus lectores; el diario como forma de escritura da al autor nuevas posibilidades de entablar un diálogo consigo mismo a la vez que, sobre todo, con los otros, con la tradición literaria. Por tal razón, en   Augusto Monterroso, La letra e (fragmentos de un diario), en Ibid., p. 244.

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el diario se cruzan los dos grandes tonos y actitudes emocionales y estéticas: el humor y la melancolía, fundados en una ética de amor y solidaridad con el otro. Hay quien podría afirmar que Augusto Monterroso es un escritor profundamente escéptico y melancólico, a pesar de todo. Tal vez por eso su denodada negación a reconocerse como un escritor humorístico, dado que, como he apuntado antes, al motejar a un autor como humorístico se suele borrar frívolamente el sentido de búsqueda de profundidad en la escritura; se tiende a recluir de manera automática a los escritores al territorio de lo trivial y lo superficial, al mero ejercicio del divertimento.27 Sin embargo, si recuperamos el hecho de que en la risa anida una honda seriedad, podemos reivindicarla la obra de Monterroso como humorística, en la dimensión ética de la palabra. He visto que todos sus críticos aciertan al señalar la presencia del componente humorístico, pero no he visto que se detengan a explorar los efectos y el sentido de publicar los fragmentos de un diario presidido por los acentos de la risa. Augusto Monterroso habla de sí en el diario y parece hacerle confesiones al lector, aunque, curiosamente, muchos de estos pasajes el autor los utiliza para configurar la imagen de un yo que atenta contra la mitificación, la autoalabanza y por eso se ocupa de contar no cómo ha sido reconocido, homenajeado o celebrado, sino que más bien busca recuperar para la memoria justamente los episodios en que ha sufrido ataque de timidez, donde no ha tenido nada que decir o, de plano, pasajes ridículos. Es el caso de su relato de cuando va a ver, en Barcelona, a la “elegante y bella” editora Carmen R., ante quien se presenta seguro de sí mismo, parlanchín, asumiendo que ella sabe quién es él. La tutea con familiaridad, mientras ella permanece amable, pero seria y distante. La anécdota termina cuando él descubre que la mujer no tenía ni el más mínimo indicio de quién era ese estrafalario personaje que se le apareció en la oficina. Cierra el relato de la bochornosa experiencia anotando: “[...] y salí con una enorme cola enredada entre las piernas, como un animal americano dibujado por Oski y que según Carmen, probablemente, no sólo hablaba, sino que encima le hablaba a la gente de tú”.28 27   Dice, con toda razón José Miguel Oviedo: “llamar ‘humorista’ a un escritor es casi como considerarlo un ciudadano de segunda clase en la República de las Letras, alineándolo dentro de categorías o actividades que asociamos con lo ligero, lo meramente entretenido o banal” (José Miguel Oviedo, “Tres observaciones sobre Monterroso”, en AA.VV., Con Augusto Monterroso: en la selva literaria, uv, Xalapa, Veracruz, 2000, pp. 12-13). 28   Monterroso, op. cit., p. 243.

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Así, por obra del sentido del humor de Augusto Monterroso, una experiencia dolorosa o vergonzosa para cualquiera, se transfigura en una vivencia ubicada en los linderos de lo cómico, sin que se la despoje de la carga de sufrimiento retroactivo que siempre implica el recuerdo de escenas de este tipo, que todos hemos vivido. Entonces, puede quedar claro por qué la polémica riente que establece literariamente con su admirada y querida Susan Sontag, quien había reflexionado sobre por qué leer diarios de escritores y había apuntado con toda solemnidad, en “El artista como sufridor ejemplar”, que era porque el artista es quien ha alcanzado un nivel de sufrimiento más profundo y una manera profesional de sublimarlo al convertirlo en arte. Augusto Monterroso se distancia de esta visión, primero intercalando en la discusión, de manera chusca, el relato de las inoportunas llamadas telefónicas de periodistas, críticos o entrevistadores que interrumpen una y otra vez su trabajo, con lo cual va rebajando deliberadamente esa idea del escritor como sufridor. Concluye la polémica de modo provisional al citar una frase de Eduardo Torres, el personaje de su novela, creando una solución lúdica: “los pensamientos que no valen la pena deben apuntarse en un diario especial de pensamientos que no valen la pena”.29 El humor en Augusto Monterroso es una forma particular de visión artística, es esta la razón por la que su diario trasciende la insignificancia de lo banal y de lo individual para convertirse en escritura literaria que se tiende hacia el encuentro solidario con los otros. El humor busca al otro; es en ese otro donde se arraiga su sentido y su razón de ser. La risa monterroseana no es censuradora; por más que se entretenga en las desdichas humanas, lo hace siempre de un modo compasivo, no hay que olvidar que para el autor la compasión es “el sentimiento más profundo ante la miseria humana. Toda la buena literatura está impregnada de compasión, de comprensión de uno hacia los demás y hacia la desdicha general”.30 En diversas declaraciones repitió ideas semejantes, en las que puede apreciarse la decidida orientación ética que tuvo su escritura. Dice Alberto Giordano: No hay diarista al que no lo atormenten los fantasmas de la frustración y el fracaso, que no registre el sufriente día a día de su divorcio con el mundo, como tampoco hay diarista que no pueda identificarse con el joven Gide   Ibid., p. 263.   Pedro Ugarte, “En la selva literaria se corren muchos peligros”, en AA. VV., Con Augusto Monterroso…, p. 183. 29

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cuando reconoce que las páginas de su diario, aunque sin demasiados méritos literarios, “dan por supuesta una gloria, una celebridad futura que les procurará un interés”.31

Me parecen muy justas tales apreciaciones para pensar el género diario. En efecto, todo esto forma parte de los fragmentos de Augusto Monterroso, pero el humor es el mecanismo fundamental que libera su escritura del decidido y ensimismado acento de la frustración y el fracaso. Éxito, elogios, frustración y fracaso están mezclados en esta escritura; si el autor habla del reconocimiento no lo hace en un gesto de narcisismo y de autocomplacencia, gracias a la relación autocrítica que establece con el personaje que construye de sí mismo: un personaje que duda, que le tiene terror a la publicidad, a la vez que honestamente acepta y goza el elogio, lo que logra hacerlo mucho más convincente y entrañable para su lector: Los elogios me dan miedo, y no puedo dejar de pensar que quien me elogia se engaña, no ha entendido, es ignorante, tonto, o simplemente cortés, resumen de todo eso; entonces me avergüenzo y como puedo cambio la conversación, pero dejo que el elogio resuene internamente, largamente en mis oídos, como una música.32

Dije líneas arriba que la escritura de Augusto Monterroso estaba cargada con los acentos del humor, pero también de la tristeza y la melancolía. Sin embargo, como hemos estado viendo, tal vez pueda afirmarse que muchas de las obras más importantes de la historia occidental estén amasadas con estos dos componentes, la risa y la aflicción. Puede resultar sorprendente constatar la gran cantidad de fragmentos de La letra e ( fragmentos de un diario) que son tristes, melancólicos o denodadamente serios e introspectivos, como el fragmento lírico en el que reconoce su incapacidad para escribir diarios de viaje: ¿Cómo registrar la emoción? ¿Cómo escribir vi una ola, ésa que fue especial entre miles; vi un árbol, vi un pájaro, vi el gesto de un hombre en la fábrica, vi determinados zapatos en los pies del niño que iba a la escuela y que me conmovieron por todos los niños que en el mundo no tienen zapatos, ni escuela, ni papá trabajando en la fábrica mientras dos poetas sudamericanos de lo más bien intencionados le dicen sus poemas en que hablan de jovencitas y   Alberto Giordano, Una posibilidad de vida. Escrituras íntimas, Beatriz Viterbo, Rosario, 2006, p. 127. 32   Monterroso, op. cit., p. 370. 31

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niñas muertas en sus países, o desaparecidas en sus países? Todo almacenado en la emoción; no anotado en ningún cuaderno.33

Considero necesario tener en cuenta esto por la decidida negación de Augusto Monterroso a reconocerse como un humorista o un ironista, o más aún, por su resistencia a reconocer la ironía como uno de los aciertos en su escritura. Hay fragmentos en los que se dedica a negar la pertinencia de tal adjetivo para sí, pues aunque confiesa que ha recurrido a la ironía, lejos de verla como virtud la descarta como “vicio mental”, “virus” incluso. Sospecho que hace esto más movido por una necesaria reacción ante la ceguera predominante entre los críticos en sus reiteradas confusiones al tomar todo lo que ha escrito como divertido, chistoso y, por tanto, leve. Cuánto mejor sería recuperar la idea de la ironía y del humor como enemigos del dogmatismo, para empezar a librarnos de la dañina separación que ha hecho nuestra cultura moderna entre risa y seriedad. La escritura lúdica A pesar de los oscuros tiempos que corren, el juego parece seguir siendo uno de los rasgos distintivos de nuestra naturaleza humana. Mientras que en casi todas las dimensiones de la vida hemos ido viendo una retracción del espacio que tenía lo lúdico en las distintas prácticas —nótese cómo la religión, la ciencia, la política, pretenden ser más y más serias aunque vayan siendo cada vez más banales y se distancien de las preocupaciones del día a día—,34 me parece que se puede apreciar cómo las artes han buscado afirmar y explorar hasta sus últimas consecuencias este aspecto fundamental y definitorio de su ser. Pienso que en nuestros tiempos ya no hace falta justificar teóricamente el vínculo entre juego y arte, cualquier lector o crítico lo puede aceptar sin más. Pero sí hace falta, en cambio, dada la ausencia de trabajos críticos orientados en esta dirección, tratar de explorar los modos en los que se da la relación y las implicaciones de sentido que crean las intersecciones entre arte y juego.   Ibid., p. 371.   En el terreno de la divulgación científica, vale la pena señalar el insólito y divertido libro que publicaron Juan Tonda y Julieta Fierro, El libro de las cochinadas, por la forma juguetona en la que dan explicaciones “sobre las cosas que nunca nos explicaron, ¡pero que todos hacemos!” (adn Editores/conaculta, México, 2005). 33 34

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En las páginas anteriores he estado haciendo referencia una y otra vez a lo lúdico en contacto con el humor. Ahora voy a detenerme un poco en la escritura de otros autores fundamentales en la historia literaria mexicana, lo que me obligará a dejar asentados algunos principios a propósito de este vínculo. Para Johan Huizinga la poesía nace en la esfera del juego: “permanece en ella como en su casa. Poiesis es una función lúdica”;35 paradójicamente, mientras algunos escritores se empeñan en recuperar para el arte el sentido primigenio del hacer poético, más parecen obstinarse los críticos en borrar las huellas del movimiento lúdico y en reimplantar el rictus de una seriedad casi severa en el acto de lectura e interpretación. Pienso que hay algo de esto en el destino de varias obras de la literatura mexicana que, como he venido apuntando, se las ha leído con demasiada solemnidad o se las ha dejado de lado, como si fuesen textos de segunda categoría. ¿No es acaso éste el destino que ha sufrido, en buena medida, la escritura de Julio Torri?36 ¿Qué ha pasado con las silenciadas creaciones de Efrén Hernández, que sólo en los últimos años han merecido la reedición? ¿Cuántos críticos que sí han valorado la obra de Salvador Elizondo han reparado, en cambio, en su sentido del humor y en la decidida orientación lúdica de muchos de sus textos?37 Si anoto lo lúdico como el rasgo caracterizador de la escritura de estos autores y procuro detenerme un poco en sus textos es porque lo lúdico está estrechamente ligado al sentido del humor, como trataré de mostrar. Para ello propongo seguir algunas huellas de la presencia del juego en el arte verbal. Lo primero que puede afirmarse, creo, es que el arte lúdico surge cuando un acto físico o intelectual está presidido por la articula35   Johan Huizinga, Homo ludens, trad. Eugenio Imaz, Alianza/Emecé, Madrid, 2000, p. 153. 36   Rafael Olea Franco apunta lo sorprendente que resulta el silenciamiento de la presencia de Julio Torri en la historia de la literatura mexicana, y avanza la hipótesis explicativa del fenómeno por el auge de la novela de la revolución, que produjo mayor estima por una literatura referencial y figurativa y desplazó otras tendencias artísticas del momento [Rafael Olea Franco, “Un lujo mexicano: Julio Torri”, Caravelle 78 (2002), pp. 158-159]. 37   No puedo evitar evocar las palabras de Henri Bergson acerca de la vanidad que deriva en solemnidad, tan frecuente en el ejercicio de la crítica: “pues es un hecho notable que cuanto más dudosa es un arte, quienes a ella se dedican tienden tanto más a creerse investidos de un sacerdocio y a exigir que los demás se inclinen ante sus misterios. Las profesiones útiles están manifiestamente hechas para el público; pero las que tienen una utilidad más dudosa, sólo pueden justificar su existencia suponiendo que el público se ha hecho para ellas y esa es la ilusión que se da en el fondo de la solemnidad” (Henri Bergson, La risa, trad. María Luisa Pérez Torres, Espasa/Calpe, México, 1994, pp. 144-145).

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ción de una lógica distinta de la ordinaria para explicar y entender la vida, una lógica que puede parecernos que toca los límites de lo absurdo, en comparación con la que funciona en la ciencia, el derecho o la religión. El juego emerge como una especie de magia que permite ver conexiones inusitadas entre las cosas o entre los conceptos. Esto es bastante evidente en la literatura de los tres escritores que mencioné líneas arriba. La lógica que impera en muchos de sus textos no responde necesariamente a la de causa/efecto, a la que nos han acostumbrado los sistemas de pensamiento de la cultura occidental, ni se establecen relaciones habituales entre los elementos, como esperaríamos en nuestro automatismo; por eso, aquí se abren las puertas a lo inesperado para develar las vecindades que permanecen ocultas a nuestra mirada, ya ciega por la cotidianidad, como se ve en el siguiente fragmento de un texto de Julio Torri: Hoy asistí al entierro de un amigo mío. Me divertí poco, pues el panegirista estuvo muy torpe. Hasta parecía emocionado. Es inquietante el rumbo que lleva la oratoria fúnebre. En nuestros días se adereza un panegírico con lugares comunes sobre la muerte y ¡cosa increíble y absurda! con alabanzas para el difunto.38

El lector de “De funerales” no puede menos que sentirse un poco tomado por sorpresa, dada la pertinaz negación de cualquier lugar común que pueda esperarse a propósito del entierro de una persona. El acongojado narrador no muestra señales de duelo porque un amigo haya muerto, sino por la degradación del ritual oratorio de los funerales. El acontecimiento de la muerte es empujado hacia los márgenes del relato, y el lugar que ocuparía el sentimiento de desolación, al fin de cuentas predecible en cualquier caso así, es cubierto por las quejas del narrador ante lo ordinario de la costumbre de hilvanar alabanzas para el difunto. El humor lúdico estalla por la naturalidad con la que se articula una perspectiva inusual ante la muerte. El trabajo de construir un modo de mirar desprejuiciado y liberador está ligado a la visión poética, de ahí que muchos de los escritos de Julio Torri y de Salvador Elizondo, aunque sean textos en prosa, terminen siendo textos híbridos presididos por el aliento poético. Recuérdese el fragmento “Diálogo en el puente” de Salvador Elizondo, construido en un enigmático intercambio de frases entre dos personajes: 38   Julio Torri, “De funerales”, en Tres libros. Ensayos y poemas/ De fusilamientos/ Prosas dispersas, fce, México, 1996, p. 23.

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—Hay alguien que está escuchando detrás de la puerta. —Detrás de todas las puertas está el mar. —El mar o el diablo. Da igual. —No sabes cultivarlo hábilmente; el silencio florece como la rosa [...]39

Los lectores asistimos asombrados a este intercambio de frases aparentemente inconexas, de donde va naciendo la comunicación entre los dos hablantes: aluden al olvido, al amor y al desamor, al poema que se busca; para nombrar todo esto las formas habituales se han agotado, por ello la necesidad de atisbar otras posibles maneras de decir. El sentido del humor que preside la composición poética de cuentos, ensayos o textos fragmentarios de carácter híbrido de Julio Torri, de Efrén Hernández y de Salvador Elizondo, casi siempre se ha señalado por la crítica, aunque nunca se ha trabajado suficientemente, por eso vale la pena volver a ellos. El último se encargó de expresar lo que el sentido del humor le importaba, a la vez que hizo notar su ausencia entre los escritores de su generación: Una cosa de la que yo siempre me quejaré y lloraré amargamente es la desaparición en toda mi generación del sentido del humor, y yo creo que si algún crítico como Castañón en el futuro ve el panorama de mi generación, le llamará la atención esta falta total del sentido del humor, tanto como en otros escritores más o menos de nuestra edad que lo rechazan absolutamente, y muchas veces injustamente.40

A pesar de estas declaraciones que fue haciendo aquí y allá, de su infatigable recurrir a la ironía si no al sarcasmo, de su casi insolente actitud provocadora como figura pública, me atrevería a decir que predomina la valoración de la gravedad, de la desolación, de la melancolía en su obra; aspectos que, sin duda, también son importantes. Entonces, tengo la impresión de que hemos leído la mitad de su escritura al haber apreciado solamente su faceta seria. Yo diría que la risa y el humor son lo más cercano al juego que en el arte puede haber, justamente por la posibilidad que el humor abre para descentrar, para ver desde otro ángulo, para aludir a lo que no se podría mencionar desde la gravedad. Sin embargo, no está por demás insistir en 39   Salvador Elizondo, “Diálogo en el puente”, El grafógrafo, fce, México, 3ª ed., 2000, p. 13. 40   En Adolfo Castañón, “La escritura como experiencia interior: entrevista a Salvador Elizondo”, La palabra y el hombre 126 (2003), p. 15.

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que el sentido del humor no está divorciado de la seriedad, incluso del sentimiento melancólico o hasta trágico de la vida. La diferencia la hace el modo como se entorna la mirada para aprehender el mundo, para recrear una situación que podría ser dolorosa. Así es el breve y desconcertante texto de Julio Torri “De fusilamientos”, una sonriente recreación de las inconveniencias que en los tiempos actuales han ido desprestigiando la “institución” del fusilamiento: El público a esta clase de diversiones es siempre numeroso; lo constituyen gentes de humilde extracción, de tosca sensibilidad y de pésimo gusto en artes. Nada tan odioso como hallarse delante de tales mirones. En balde asumiréis una actitud sobria, un ademán noble y sin artificio. Nadie los estimará. Insensiblemente os veréis compelidos a las burdas frases de los embaucadores.41

No es, pues, el fusilamiento el que resulta perturbador; al contrario, se afirma como una institución legítima y estética que ha sido degradada por la falta de educación y de sensibilidad de las hordas que asisten a contemplar el espectáculo. Es el mal gusto el que lo ha hecho perder su majestuosidad, y de eso se queja el narrador. Se trata de una visión muy distante de la que los novelistas de la Revolución estaban forjando en sus obras; por esto afirmaba su amigo Alfonso Reyes: “Julio, en plena Revolución, fingía fuegos de artificio con las llamas de la catástrofe (‘De fusilamientos’, por ejemplo). Es un humorista intenso, desconcertante. Su prosa es magia pura”.42 No he puesto gratuitamente a Salvador Elizondo al lado de Julio Torri, no obstante las diferencias, que sí las hay, sin duda, además del gran hiato temporal que media entre ambos. Me parece que el primero es uno de los herederos del estilo breve, contundente, fragmentario, a caballo entre la risa irónica y la melancolía que con tanta finura pulió Julio Torri.43 Veamos un caso muy claro: en “Aviso”, Salvador Elizondo le rinde un homenaje curioso pero atinado a su maestro; atinado por el humor con el que está hecho: ninguno otro se merecería la sonrisa refinada, apenas esbozada de Julio Torri en su texto “A Circe”. El último elige construir su fragmento en los tonos de lo lírico: el yo poeta-navegante  Torri, op. cit., p. 50.   “Alfonso Reyes”, en Emanuel Carballo, Protagonistas de la literatura mexicana, Ediciones del Ermitaño/sep, México, 1986 (Lecturas Mexicanas 2ª serie 48), p. 132. 43   Evidentemente, antes de Salvador Elizondo se puede mencionar el trabajo estilístico de Juan José Arreola como uno de los principales continuadores de la línea abierta por Julio Torri. 41 42

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narrador no se hace amarrar al mástil al pasar por la isla de las sirenas, “porque iba resuelto a perderme”, sin embargo, cierra con un melancólico lamento: “Mi destino es cruel. Como iba resuelto a perderme, las sirenas no cantaron para mí”.44 La contundencia de la frustración parece irremontable, no permite imaginar peor fracaso. Salvador Elizondo lleva el mismo motivo a los tonos narrativos, transfigurando el desenlace y el sentido trágico, desde el momento en que el navegante se permite la aventura de desembarcar en la isla mágica. Por eso el decepcionado narrador puede prevenir a los navegantes: “el canto de las sirenas es estúpido y monótono, su conversación aburrida e incesante; sus cuerpos están cubiertos de escamas, erizados de algas y sargazo. Su carne huele a pescado”.45 Estamos aquí ante el juego con otra posibilidad del discurrir de los hechos. Siempre es posible volver a escribir la historia, no todo se ha dicho ni se han cumplido todos los destinos y ¿cuál de los dos es más cruel? No es sencillo contestar. Sin duda el que ficcionaliza Salvador Elizondo es menos poético que el de Julio Torri; despojado de melancolía, sólo le queda lo pedestre de la realidad. Sentido del humor negro en su más plena expresión, después de los años que corrieron. Quiero insistir en que cuando digo que en la obra de estos escritores hay una clara perspectiva humorística, no niego que en ellos esté presente el tono de la melancolía, del dolor. Como anotaba líneas arriba, de la inminencia del dolor surge una sonrisa placentera, que se hace posible porque el ojo se detuvo en la parte risible que toda vivencia puede encerrar, así el yo emerge sonriendo, en un gesto que remonta la frustración. Por eso el humor es un ejercicio de perspectiva ligado estrechamente a la práctica del juego. Cuando destaco el sentido lúdico de los textos de Julio Torri o de Salvador Elizondo y la orientación humorística que los preside no quiero, entonces, negar el peso de la seriedad que hay en ellos, ni la trascendencia de sus proyectos artísticos. Por el contrario. Pienso que gran parte del sentido de estas obras radica en la apuesta por el juego y la risa en sus múltiples facetas. Ahora bien, no comparto del todo la lectura que a veces se ha hecho de un vacío fatal en la escritura de Salvador Elizondo. Yo creo que su sentido está justamente en la risa. Pero, a propósito de la risa en su escritura, quisiera introducir un matiz importante: no veo ninguna conexión entre la risa de la obra de Sal  Torri, op. cit., p. 9.  Elizondo, “Aviso”, en op. cit., p. 11.

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vador Elizondo con la risa festiva, de carácter popular. Todo en su escritura es intelectual, libresco, si se quiere, una escritura esnob para lectores también esnobs. Él mismo lo reconocía en el tono provocadoramente juguetón que lo caracterizó: “Prefiero escribir para intelectuales que para las masas. Me parecería horrible escribir para las masas”.46 Más discreto, o menos dado a la provocación abierta, Julio Torri, escribió: “Hastío del fárrago literario y de la explicación, y de las concesiones y mutilaciones en provecho de la comunicación. Verdades oscuras y densas, impenetrables a los muchos, y que hacen florecer la fantasía de los pocos”.47 Me importa hacer esta aclaración porque, desde mi punto de vista, se le ha dado un peso absoluto a las reflexiones de Mijaíl Bajtín acerca de las relaciones de la risa literaria con sus fuentes populares. En otras, palabras, es posible encontrar una risa artística que no se haya inspirado en la cultura popular, pero esto no la hace menos significativa o menos liberadora o menos digna de ser estudiada. Ahora quiero detenerme un poco en otro aspecto que comparten Julio Torri y Salvador Elizondo, aunque ha merecido más atención en este último. Se trata del asunto de la escritura que se mira a sí misma y que tiene estrecha relación con la actitud lúdica con la que estos autores crearon su obra. Salvador Elizondo llevó esta práctica hacia la consecuencia final de descreer de la posibilidad de contar algo, hasta llegar a la pretensión última de la disolución de la propia escritura; literatura de la extinción, como la llamó Eduardo Becerra. Este crítico retomó la categoría de “narrativa de la escritura” propuesta por Margo Glantz, y añadió: [...] La narrativa de la escritura produjo obras en todo momento ubicadas en el umbral de su autodisolución. Al subrayarse en estas ficciones que el único decir posible es el de la escritura diciéndose a sí misma, se comprende la dificultad de articular un proyecto narrativo global basado en tal supuesto. Salvador Elizondo lo logró, fue quien más se acercó, en sucesivas obras, a una literatura que supo abordar desde múltiples ángulos la experiencia extrema de ficciones apuntando siempre al corazón de lo inefable.48

El fenómeno de la escritura tematizada, que se piensa a sí misma, que duda de la posibilidad de nombrar un referente, tiene una larga historia.   Juan Bruce-Novoa, “Entrevista con Salvador Elizondo”, La palabra y el hombre 16 (1975), p. 58. 47   Torri, op. cit., p. 121. 48   Eduardo Becerra, “En memoria de Salvador Elizondo: la escritura de la extinción”, Cuadernos hispanoamericanos 679 (2007), p. 59. 46

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Tal vez podría afirmarse que prácticamente todas las obras literarias incluyen un guiño autorreflexivo y el hecho de que Salvador Elizondo lo lleve hasta el extremo constituye un rasgo más de ese ethos lúdico con el que escribió. Es imposible no pensar en la falta de finalidad más allá de sí que el juego solía albergar (antes de la feroz comercialización de la que ha sido objeto). En él se hallaba su placer último y su razón de ser, esto es muy claro si recordamos los juegos infantiles con sus cantos absurdos o ilógicos y los cuentos de nunca acabar que dan vueltas al infinito sobre sí mismos. La extrapolación del funcionamiento del juego a la escritura literaria puede llevarse todavía un paso más adelante para tratar de abarcar el fenómeno de la representación del proceso de la propia escritura. Para explicar esto puede ser de utilidad evocar lo que apuntaba Hans-Georg Gadamer a propósito del juego: “aparece como el automovimiento que no tiende a un final o una meta, sino al movimiento en cuanto movimiento, que indica, por así decirlo, un fenómeno de exceso, de la autorrepresentación del ser viviente”.49 En estos términos, la escritura de Julio Torri o la de Salvador Elizondo puede verse como juego pleno que no busca una finalidad más allá de ella y funda su sentido profundo en la autorrepresentación. Si la palabra no puede representar ni las cosas ni las ideas, sí puede nombrarse a sí misma, analizarse, narrarse. Este juego es constante en casi todos los textos que integran El grafógrafo de Salvador Elizondo, cuyo título ya es una alusión clara a su sentido autorreflexivo. Piénsese en el personaje de “Sistema de Babel”, que instaura un nuevo código en su casa, harto de la arbitrariedad de la lengua, aunque su nuevo sistema sea tan arbitrario como el anterior. Pero también está “Mnemothreptos”, un ejercicio lúdico de autocrítica de la escritura, donde se juega a dar versiones distintas de una composición, que nunca es la idéntica, al final de cuentas. Ironía de la escritura e ironía del ejercicio crítico a la vez. A este respecto, vale la pena detenerse en el autista texto con el que se abre la obra El grafógrafo, titulado de igual manera : “Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía [...]”.50 Así nos enfrenta a la posibilidad de una prolongación que da vueltas y vueltas casi hasta el infinito. Pero aquí el juego, ade  Hans-Georg Gadamer, La actualidad de lo bello, trad. Antonio Gómez Ramos, Paidós, Barcelona, 2002, p. 67. 50   Elizondo, op. cit., p. 9. 49

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más del guiño al infantil cuento de nunca acabar y de radicalizar el empeño de centrar la escritura sobre la propia escritura, se añade la artificiosa manera de evocar la obra de Octavio Paz, a quien está dedicado el texto; juego ubicado en el umbral del pastiche, de la parodia, del homenaje indudablemente humorístico, por aquel constante interés de Octavio Paz por escudriñar en su escritura su propio proceso creativo, expresada en muy diversos textos y en gran variedad de formas.51 El pretendido autismo del texto se quiebra si lo vemos como la continuación juguetona de un diálogo con la obra y las preocupaciones estéticas de Octavio Paz. Desde este horizonte de lectura, entonces, resulta casi imposible estar de acuerdo con la aseveración de algunos críticos acerca de la supuesta pretensión de Salvador Elizondo de vaciar de sentido la escritura y de trascender la necesidad de la lectura —necesidad que él mismo llegaba a sostener, aunque luego se contradijera con plena conciencia—. Así, en una entrevista que le hizo Juan Bruce-Novoa en 1969, publicada en 1975, éste le pregunta: “—¿No te interesa que lean la obra?”, a lo que Salvador Elizondo contesta: “—No. Claro, de repente despierta mi curiosidad”. Líneas más abajo: “Yo me he preguntado muchas veces por qué escribe uno. Desde luego, considero que la respuesta que te he dado, por ejemplo, decirte que no me interesa ser leído, es bastante insincera; o suena muy insincera [...]”. Es más rotundo un momento después: “A mí sí me importa mucho [la lectura]. Te estoy hablando en términos ideales, o sea, no me refiero al lector mexicano. Pero sí me interesa que exista una actividad de lectura absolutamente correlativa de la actividad de escritura”.52 La última aseveración es destacable por el tema que ahora trato aquí: su ejercicio escritural de naturaleza lúdica exige un modo de lectura comprometido y responsable. Quien lee debe pactar con las reglas establecidas para jugar el juego propuesto. Tanto Julio Torri como Salvador Elizondo, de modos diversos, estuvieron enfrascados en la tarea de construir una escritura que creara lectores responsables, participativos. Sobre esto, Rafael Olea, en el artículo antes referido, apunta: 51   A modo de ejemplo, véase: “La escritura poética es/ aprender a leer/ el hueco de la escritura/ en la escritura”, o “Comienzo y recomienzo. Y no avanzo. Cuando llego a las letras fatales, la pluma retrocede [...]”, “Me vi al cerrar los ojos:/ espacio, espacio/ donde estoy y no estoy” [Octavio Paz, Obra poética i (1935-1970), Círculo de Lectores, fce, México, 2ª ed., 1997, pp. 386, 145 y 144, respectivamente]. 52   Bruce-Novoa, art. cit., pp. 51-52 y 58.

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[...] la concepción artística que se deduce de la obra de Torri considera que la literatura debe ser una sugerencia, la insinuación de algo intangible que puede concretarse en el acto de la lectura, de acuerdo con las capacidades del receptor.53

Norma Angélica Cuevas, en un detenido estudio de El hipogeo secreto, plantea el sentido lúdico en la propuesta de la nueva narrativa a la que pertenece la de Salvador Elizondo. Señala como un rasgo fundamental de estos poetas el empeño por involucrar al lector en la reescritura de la obra y afirma: “La escritura, como motivo y tema de la novela, obliga a que la participación del lector se modifique: ya no es cómplice del narrador o del personaje, ahora el pacto es con la propia escritura”.54 En los dos autores se trata de un rasgo relacionado con la concepción del arte como juego, para que el juego sea completo tiene que haber un viaje de ida y vuelta, del creador al contemplador y de éste a aquél. La obra artística no se cumple si no se da el círculo completo; por ello la extirpación de lo anecdótico, la rotunda negativa a explotar el mecanismo de identificación, el sentimentalismo. Sólo así el punto de encuentro y de tensión se da en el terreno de la escritura que pide ser reescrita, que no cesa en su actividad. Me permito recordar que el juego también es, ante todo, tensión. Otro aspecto que no quiero dejar de señalar, por visto y comentado que parezca, es el de la recurrencia a una casi inconcebible variedad de formas escriturales, narrativas y líricas.55 El trabajo con múltiples posibilidades expresivas no agota su sentido en un puro regodeo del oficio, sino que está implicado todo el proyecto artístico de estos escritores. Apun  Olea, art. cit., p. 151.   Norma Angélica Cuevas Velasco, El espacio poético en la narrativa. De los aportes de Maurice Blanchot a la teoría literaria y de algunas afinidades con la escritura de Salvador Elizondo, uam/Juan Pablos, México, 2006, p. 72. Magda Graniela-Rodríguez también ha dedicado buena parte de sus esfuerzos a analizar el papel del lector en la obra de Salvador Elizondo. Véase su trabajo El papel del lector en la novela mexicana contemporánea: José Emilio Pacheco y Salvador Elizondo, Scripta Humanística, Maryland, 1991, pp. 125-191. 55   Dice Adolfo Castañón: “Desde el punto de vista estrictamente formal, Salvador Elizondo es, junto con Rafael F. Muñoz, el cuentista mexicano que ha explorado mayor variedad de formas y técnicas narrativas: el diálogo, la carta comercial, el monólogo vocativo, el recuerdo apócrifo, el prospecto turístico, el diagnóstico, la exposición axiomática, la narración a través de múltiples puntos de vista, el ensayo simulado, la descripción taxonómica, el tratado, para sólo enumerar algunas de las formas menos habituales de redacción practicadas por este escritor que es uno de los pocos mexicanos entendidos en las formas de la retórica y de la elocuencia clásicas” (Adolfo Castañón, Arbitrario de literatura mexicana. Paseos i, Lectorum, México, 2002, p. 117). 53 54

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ta Christopher Domínguez: “Para Torri el texto es un espacio liminar donde epigrama, aforismo, ensayo, cuento y poema en prosa pierden sus fronteras genéricas para crear una invención personalísima”.56 En el caso de Salvador Elizondo, como bien notó Adolfo Castañón, la perspectiva siempre crítica se evidencia, por una parte, en la ironía y el humor con que trabajó géneros y formas, por otra, en la pretensión de alcanzar a enunciar de distinta manera, porque justo en ese ser de otra manera anida todo el sentido del oficio de escritor. En ese otro modo está la crítica a la tradición, la búsqueda de nuevas perspectivas para aprehender el mundo y la vida. Pero siempre detrás de esto, no dejo de sospechar, está la tentativa de minar desde la raíz la seriedad grandilocuente con la que se suelen escribir y recibir las obras literarias. Hay muchos otros elementos en la obra de Salvador Elizondo que apelan a una lectura lúdica, pienso ahora en su texto “Teoría del disfraz” que está incluido en El retrato de Zoe y otras mentiras,57 texto que ya desde el principio se inscribe totalmente en la órbita del juego: el disfraz es por excelencia un elemento lúdico en nuestra vida social, es el juego de convertirse en otro, que pide la participación de todos los involucrados. El disfraz remite a fiesta, a coqueteo, a adivinanza. El texto de Salvador Elizondo, construido en forma de carta, juega hasta el final al invertir burlonamente todos los supuestos del disfraz: ante la invitación que el autor de la carta ha recibido para asistir a una fiesta de disfraces, él propone al anfitrión la idea de disfrazarse quitándose el disfraz fundamental, que es la ropa. El juego se instaura desde el título, porque no hay ninguna teoría desarrollada, hay una provocación burlona en los tonos de la gravedad. A diferencia de Salvador Elizondo, Julio Torri no fue un escritor prolífico, todo lo contrario, aunque sí practicó la diversidad de modos narrativos, se dio el lujo de ironizar, de muy variadas formas, a los escritores que escribían profusamente y de cualquier asunto. Ironía parece ser la clave para entender el espíritu en el que están escritos sus textos, ironía derruidora de mitos, de patetismos, de sentimentalismos. Julio Torri tuvo un ingenio especial para crear la expectativa de algo elevado, al iniciar algunos de sus textos con los tonos de la gravedad, incluso de la solemnidad, para de inmediato desnudar el absurdo de esos discursos: no hay heroicidad, no hay amores ideales. Transcribo íntegro un breve texto donde están concentrados estos procedimientos, tan caros a su visión:   Antología de la narrativa mexicana del siglo xx, t. i, fce, México, 1996, p. 530.   Salvador Elizondo, Obras, t. ii, El Colegio Nacional/fce, México, 1994, pp. 17-21.

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No cantaré tus costados, pálidos y divinos que descubres con elegancia; ni ese seno que en los azares del amor se liberta de los velos tenues; ni los ojos, grises o zarcos, que entornas, púdicos; sino el enlazar tu brazo al mío, por la calle, cuando los astros en el barrio nos miran con picardía, a ti linda ramera, y a mí, viejo libertino.58

Al introducir una perspectiva irónica, el texto desmiente las posibilidades de lo sublime que crea el tono lírico del principio. La ironía instaura la desconfianza, rompe la fácil autocomplacencia en la que puede deleitarse el yo lírico, siembra la duda en el seno del mecanismo de identificación entre el tú-lector y el yo-narrador. En gran parte, es gracias a la ironía que Torri logró distanciarse del sentimentalismo, por el que sentía tanta aversión. Ahora bien, al principio de este apartado hice alusión a la obra de Efrén Hernández como parte del corpus de la literatura mexicana inscrito en la órbita de lo lúdico, entre el humor, lo cómico, la parodia, cruzado con tonos melancólicos o incluso francamente dolientes. Es su escritura la que con más justeza me evoca las palabras de Johan Huizinga, acerca de la poesía y su cercanía con el juego: Para comprender la poesía hay que ser capaz de aniñarse el alma, de investirse el alma del niño como una camisa mágica y de preferir su sabiduría a la del adulto. Nada hay que esté tan cerca del puro concepto de juego como esa esencia primitiva de la poesía [...].59

Me parece que eso es lo que se podría decir de los cuentos de Efrén Hernández, el gran escritor de soliloquios, monólogos y diálogos en apariencia absurdos, porque están orquestados desde una lógica que no es la ordinaria. Sus cuentos están habitados invariablemente por personajes extraños, que parecen mirar las cosas por primera vez, que se detienen a analizar, a desmenuzar para tratar de penetrar en el misterio que se encierra en cada objeto familiar, en cada palabra insulsa que se pronuncia; en este detenerse se revela como absurda la lógica que siempre hemos tenido por racional y cuerda, como ajeno y estrafalario lo que ha sido valorado como normal y natural. Muchos de sus textos se construyen como monólogos que pronuncian en el encierro sus personajes ensi  Julio Torri, “Estampa antigua”, en El ladrón de ataúdes,. Serge I. Zaïtzeff (recop. y est.), fce, México, 1987, p. 30. 59   Johan Huizinga, op. cit., p.154. 58

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mismados: el toque de soledad, de incapacidad de comunicación, es constante en su obra, sin embargo, el tono que resulta no es trágico ni sombrío. Ya el propio título de uno de los cuentos alude precisamente a la condición insalvable de soledad del ser humano: “Incompañía”, vocablo compuesto por Efren Hernández, que delata el sentido lúdico que preside la composición del texto, a pesar de su dejo melancólico. Si el relato consiste en un recuento de todas las formas de soledad en las que sobrevive el personaje, el abandono que ha sufrido y su falta de resignación, mantiene el sentido del humor para relatar también cómo la propia luz, incluso, parece ignorarlo: Abrí de par en par la puerta; la luz estaba inmóvil y cerrada, no me vio con sus ojos. Me le acerqué y reí y sonreí, con sonrisa de rogón, casi en sus barbas. Todo inútil, la luz no me hizo caso, adelgazó horizontalmente sus ojos, me vio entumecidamente con el rabillo del reojo, y continuó cerrada e indiferente.60

Desde la sensibilidad aguda para relacionarse con el mundo, con los ojos entornados para captar intenciones y sentidos en los objetos y fenómenos de la naturaleza en los que nadie ve nada, el narrador personaje logra trascender la faceta dolorosa de lo que cuenta; de la herida mana una sonrisa apenas esbozada, porque la luz adquiere personalidad, voluntad contra la que no puede el ignorado personaje. En otros cuentos el sentido del humor basado en el aparente absurdo o la incoherencia del personaje es mucho más afilado; por ejemplo, en “Santa Teresa” el humor está construido principalmente a partir de la descripción detenida del cuarto en el que vive el narrador, de los objetos que hay ahí, de cada rincón e, incluso, del propio hecho de que el cuarto tenga una puerta, cosa que tal vez ya nadie note. La extremada agudeza en la observación altera las formas en las que habitualmente percibimos. Así empieza el cuento: Ahora que me estoy fijando, este cuarto no es un cuarto a propósito para vivir. Se conoce. La vida es demasiado corta y el cuarto demasiado largo. Si yo fuera carrete de hilo, podría acostarme en él sin doblar las rodillas. La relación entre sus dimensiones desequilibra y lo pone a uno de mal genio; pero quien lo hizo debió ser, a pesar de todo, muy inteligente, muy previsor y precavido, pues, previéndolo todo, construyó una puerta y, por ella, puede uno salir.61   Hernández, “Incompañía”, en Obras completas I, fce, México, 2007, p. 191.   Hernández, “Santa Teresa”, en ibid., p. 125.

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El lector desprevenido puede pensar que se trata del monólogo de un niño o, tal vez, de un tonto. Ésta es justamente la apuesta de Efrén Hernández: obligar a su receptor, a quien siempre está interpelando, llamándolo a la participación, a la comprensión, a que salga de los moldes establecidos para enfocar el mundo y que se “aniñe” el alma, para que se sacuda los velos de sus ojos y pueda volver a ver lo que ya no se ve; que sólo los niños, en su inocencia, o los tontos, en su ajenidad a la convención, pueden aprehender. Los cuentos de Efrén Hernández no parecen contar nada, no hay héroes, no hay grandes aventuras, como no sea la de la imaginación, la de la persecución obstinada de un razonamiento, la de una sutil respuesta desenmascaradora de la mentira, del absurdo de lo usual. Por eso sus personajes son “anormales”, distraídos, ensimismados, negados a dejar atrás la infancia. Es un punto de enunciación el que sostienen, el que les permite establecer las conexiones inesperadas entre las ideas, entre las palabras, entre los objetos y la relación de éstos con la vida. Estamos aquí muy lejos de los tonos satíricos admonitorios o de la risa estridente de la burla; asistimos al nacimiento de un sutil, apenas insinuado, sentido del humor que religa el arte verbal con el juego y restablece así el verdadero y profundo sentido de contar una historia. Las razones de la irreverencia Hay una faceta del sentido del humor en la que ahora quisiera detenerme y la he dejado para el final deliberadamente, porque se trata de una escritura a caballo entre los géneros literarios tradicionales y que se ha practicado mucho en los últimos años en México. Se caracteriza por reunir y reelaborar algunos rasgos de lo satírico, lo grotesco, por recurrir al ingenio verbal emanado de las formas orales y por orientarse de modo irreverente hacia las instituciones consagradas por la moral hegemónica. Me refiero a la profusión de textos con aspecto de crónica, generalmente publicados en periódicos y revistas por Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska o José Agustín. Para indagar un poco en este tipo de escritos voy a centrarme en la figura de Carlos Monsiváis, digo figura porque su trabajo continuo en años y años lo fue erigiendo como una especie de testigo constante de la vida política, religiosa, cultural y literaria de México, de tal suerte que no es sólo su escritura la que puede evocarse, citarse o remedarse —aunque 160

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muchos escritores lo intenten, siempre fallidamente—. Es su voz crítica, es su opinión que nunca pactó con las complacencias, es su crónica en las revistas, es su modulación oral en los textos “tan escritos” que publicó, los que han cimentado la posibilidad hecha realidad de la crítica, de la burla, de la fina ironía, del juego, en el registro histórico, periodístico y literario. De él dijo Adolfo Castañón que es el último intelectual público del país.62 Carlos Monsiváis fue un acontecimiento en la vida cultural y política de México; a pesar de la dificultad que puede representar la codificación de muchos de sus escritos, es popular, es una figura que entusiasmaba al público universitario simpatizante de la izquierda. Desde hace por lo menos treinta años, Carlos Monsiváis era presencia constante en múltiples ámbitos de la vida cultural —sus críticos repetidamente aludían al don de la ubicuidad, pues era infaltable en un mitin político, pero podía estar en una cena intelectual, al mismo tiempo que se le veía transitar por una calle de la ciudad de México, mientras salía al aire en un programa de televisión—; el abanico de sus intereses era tan vasto como su memoria y sus lecturas. Carlos Monsiváis habló de casi todos los temas, todos los asuntos de interés público los tocó: se ocupó de la televisión, del cine, de literatura, del sida, de los derechos de las minorías sexuales, de feminismo, de política, de figuras míticas, de religión, de los rituales de la vida cotidiana… y es inútil hacer el inventario porque no podría cubrirse con justicia. Sin ser miembro de la academia mexicana, estuvo presente en la vida académica —¿Cuántos doctorados honoris causa habrá recibido en distintas universidades del país?—. Es una fuente de consulta, sus juicios críticos se citan una y otra vez en trabajos académicos y se le ha publicado en editoriales universitarias. Sin embargo, no es infrecuente escuchar denuestos en boca de intelectuales, un poco hastiados de su infaltable opinión sobre cualquier asunto, un poco recelosos de su éxito, otro tanto inconformes con el cacicazgo cultural que sin duda ejerció, pero también desdeñosos de sus caídas de estilo, del facilismo con el que a veces resolvía la expresión por la vía de fórmulas. A pesar de todo, no puede ignorársele ni menos podría negársele el impecable cumplimiento de su papel de voz incesantemente crítica del autoritarismo del sistema político mexicano, desenmascarador de la moral hipócrita de las clases pudientes, esmerado defensor de las causas de avanzada, en pro de los derechos de las mujeres y los 62   Adolfo Castañón, Nada mexicano me es ajeno. Seis papeles sobre Carlos Monsiváis, uacm, México, 2005.

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homosexuales, de la libertad de conciencia, de la educación laica y el largo etcétera que ha de cerrar cualquier inventario con el que intente cercársele. Carlos Monsiváis no creó propiamente un corpus literario, en el sentido canónico, de ahí el empeño de algunos de sus estudiosos por ensanchar la visión académica para que la crónica sea considerada con plenos derechos dentro de la serie literaria,63 pues si bien en términos teóricos se reconoce la dimensión artística de la crónica, en los hechos queda expulsada de los estudios universitarios. Más allá de las pugnas, habrá que reconocer la caducidad de buena parte de la producción periodística monsivaiana destinada a analizar el suceso más cercano, la figura de lo inmediato, el galimatías pronunciado ayer. Las referencias de sus escritos suelen estar estrechamente enlazadas a la circunstancia del momento; lo que es seguro es que tal rasgo hará que estos textos pasen a los archivos de la memoria histórica de la vida cultural y que, pasados algunos años, sólo unos cuantos puedan leerse placenteramente, sin que importe tanto la referencia del instante de su escritura. Sin embargo, esto no nos exime de la responsabilidad de leer y considerar su vasta obra en el flujo de la tradición literaria, por lo que aporta a la formación del gusto, por los cambios que gesta en los tonos y estilos, por las puertas que abre para que entren en la literatura otras voces, otros asuntos, otras formas de contar. A pesar de que siempre se apela a la crónica como el género fundamental que hará pasar a Carlos Monsiváis a la historia literaria, se podría decir que cultivó una inmensa variedad de formas narrativas de carácter híbrido, siempre al margen de los grandes géneros reconocidos, la novela, el cuento, el ensayo. Su escritura bien podría fundamentar la argumentación de quienes sostienen que la parodia es un género especial, aparte, tal vez porque los tonos paródicos nunca faltaron en su quehacer y es la característica más distintiva de su estilo. Como cronista fue heredero de la línea trazada por Bernal Díaz del Castillo, continuada por Juan Bautista Morales y Guillermo Prieto en el siglo xix, Salvador Novo y Renato Leduc en el xx. Exige un esfuerzo mayor intentar filiarlo, si se le considera como escritor de textos fragmentarios, textos híbridos de ficción (los reunidos en el Nuevo Catecismo para indios remisos). Pero en   Linda Egan hace un meticuloso trabajo teórico y crítico para demostrar la validez de la obra cronística de Carlos Monsiváis como género con plenos derechos literarios, y de este modo busca que su obra entre en el estrecho marco del canon literario (Linda Egan, Carlos Monsiváis. Cultura y crónica en el México contemporáneo, trad. Isabel Vericat, fce, México, 2004). 63

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cualquier caso, lo que no puede ponerse en duda es su inusual habilidad para jugar, entendiendo el verbo en su plenitud expresiva: en la escritura monsivaisiana están cifrados todos los tonos posibles que la risa puede asumir: desde el humor negro y amargo hasta el más festivo y regocijante, pasando por la risa satírica, la paródica, la grotesca, la irónica. Es siempre un autor situado en el terreno de la ética, de ahí que su escritura esté orientada a la crítica para desmontar los falsos valores dominantes; nunca será la suya una escritura que agote su sentido y su finalidad en sí misma. Aunque se regocije en el acierto de juegos verbales y en la pasión descalabradora del hipérbaton, en todo momento sus palabras tienen un objeto, más allá de la autorreferencialidad. Carlos Monsiváis creó una voz inconfundible que se caracteriza por la cita que abarca en un polo lo bíblico, y en el otro, los versos cursis de un bolero. Digo voz porque en su escritura están cruzados múltiples tonos de la oralidad, el del habla casi barroca de tan culta y las hablas populares, también pasadas por el filtro deformador de los medios masivos de comunicación. Pero citas y acentos ajenos siempre aparecen puestos en perspectiva, nunca se solidariza del todo con ellos, nunca los hace del todo suyos, en la medida en que están ahí para evidenciar lo ridículo, lo cursi, lo mendaz, lo tramposo, pero están ahí porque encarnan verdades históricas que le pertenecen a la colectividad. Así, por ejemplo, en su ensayo analítico sobre la vida cultural en América Latina “Desperté y ya era otro”, va marcando las transiciones de sus párrafos con parodias y voces populares (técnica recurrente en su escritura). De la siguiente manera titula uno de sus apartados, el que corresponde a la revisión del fenómeno de las ansias de cambio: “La huida de la censura: Basta con que lo prohíban para que me interese. Si lo siguen prohibiendo me apasiona”.64 La recurrencia a versos de boleros ligeramente transformados también cumple la función de rebajar de modo burlón su propio discurso. Así, al ir exponiendo con seriedad las manifestaciones de la cursilería en México, aparece de pronto: “¿Cómo estuvo esto? Reloj, no marques las horas porque voy a teorizar”,65 y de inmediato, en efecto, se pone a teorizar en el tono de la seriedad, buscando explicaciones al fenómeno de la cursilería. Carlos Monsiváis manejó la gracia de escribir a dos o tres voces distintas, todas integradas en la suya propia, donde unas iluminan a las otras. 64   Carlos Monsiváis, Aires de familia. Cultura y sociedad en América Latina, Anagrama, Barcelona, 2000, p. 164 (subrayado en el original). 65   Carlos Monsiváis, “Instituciones: la cursilería”, en Escenas de pudor y liviandad, Grijalbo, México, 1981, p. 176.

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Una de sus voces es la del analista serio y crítico que busca ahondar en la raíz de ciertos comportamientos o rituales. Otra voz es la de las multitudes que contesta con los lugares comunes de ese supuesto saber popular. Pero siempre hay una tercera, que condensa el sentir colectivo, ya enunciado desde la perspectiva burlona que desenmascara. Por ejemplo, en un ensayo sobre el abuso que ha significado la profusión de programas en televisión conocidos como reality show, apunta la voz analítica: “La posmodernidad otorga imagen y voz a los desconocidos de siempre” y más abajo: “Se vive solamente una vez. Tal vez ésta sea la reflexión del invitado: ‘No seré de la nobleza británica, pero tengo derecho a que indaguen en mi pasado’”.66 Así, el lector puede seguir el juego dialógico que se establece en la multiplicidad de voces que se cruzan contradiciéndose, confirmando, polemizando, matizando, ridiculizando. En la pluralidad de formas que adquiere su presencia irónica destaca, desde hace muchos años, la incisiva intervención de su voz en los absurdos discursos ajenos, generalmente políticos o religiosos, que con tanta paciencia seleccionó semana a semana en su columna periodística “Por mi madre, bohemios”. Ahí se hace presente entre paréntesis en la figura de la R impertinente que glosa de manera sintética para evidenciar lo ridículo. Así, por ejemplo, le da la palabra a Jorge Serrano Limón, dirigente nacional de provida, encarnación de la ultraderecha: “[...] estamos promoviendo la fidelidad conyugal, que los esposos, la esposa, únicamente tengan relaciones con los esposos” y en ese momento se abre el paréntesis burlón: “(¿Quiénes son los esposos? A ver si dejan que la esposa haga menaje con ellos. La R.)”.67 En este tipo de trabajo orientado a desenmascarar, se vuelve cazador del gazapo lingüístico que de inmediato hace evidente, a la vez que lo aprovecha para burlarse de la ideología ultramontana, de la frivolidad, de la incultura que raya en el analfabetismo de la clase dirigente mexicana. El trabajo crítico de Carlos Monsiváis suele ser ubicado en la línea de los estudios culturales,68 nacida en Inglaterra con figuras como Ray  Carlos Monsiváis, “Lo entretenido y lo aburrido. La televisión y las tablas de la ley”, en ibid., p. 237. 67   Carlos Monsiváis, “Por mi madre, bohemios”, Proceso 1662 (7 de septiembre de 2008), p. 55. 68   Es ahí donde lo ubica la estudiosa ya citada Linda Egan y es esa la visión que rige la colección de ensayos alrededor de su obra reunidos por Mabel Moraña e Ignacio Sánchez Prado, El arte de la ironía. Carlos Monsiváis ante la crítica, unam/Era, México, 2007. Se trata, por cierto, de los dos trabajos más abarcadores y serios que se hayan escrito sobre la obra y la figura de Carlos Monsiváis. No desconozco el meticuloso trabajo que hizo Jezreel Sala66

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mond Williams, que ha tenido gran desarrollo en Estados Unidos y en algunos países de América Latina. También se asocia su nombre al de Elias Canetti, Benjamin o Michel de Certeau, y por más que intenten trazarse las coordenadas de su ubicación, su obra parece más huidiza, más renuente a dejarse asir y clasificar en una corriente teórica, en un género, menos en el mero tropo de la ironía, justamente porque su escritura es heterodoxa, polifacética, multivocal, situada siempre en los umbrales de los géneros literarios, en los de la risa y la seriedad. De todos los rasgos que pueden perfilar el hacer literario de Carlos Monsiváis me interesa ahora recuperar el sentido irreverente que con tanta frecuencia lo define, porque éste es uno de los destinos que le imprime la risa al arte verbal. Como hemos visto a lo largo de este ensayo, la risa ha estado presente en todos los tiempos y en todas las formas en la literatura mexicana. Ha presentado orientaciones muy diversas y se ha manifestado en distintos tonos y acentos, y bien puede afirmarse que la irreverencia es uno de los tonos fundamentales que puede asumir la risa y alude a actitud, a postura ideológica, a orientación hacia el propio quehacer artístico. Si bien es una constante en nuestra historia literaria, me parece que es en la obra de Carlos Monsiváis donde la irreverencia, tanto en su sentido literal como en el figurado, alcanza un punto destacado. Ha sido de los pocos escritores mexicanos que han hecho mofa ingeniosa de la institución clerical y de sus ritos. Profanó irónicamente las verdades consagradas, descreyó de milagros y de la infalibilidad de cualquier enunciado autoritario emanado de la Iglesia. Hondo conocedor de las sentencias bíblicas, alcanzó a parodiar en Nuevo Catecismo para indios remisos69 todas las formas consagradas por la tradición religiosa para propagar la fe: parábolas, proverbios, refranes, fábulas, catecismos, homilías, hagiografía y sermones; con ello parece afirmar, en franca polémica con lo que pregonan esas formas, que no hay santidad creíble, no hay salvación, no hay milagro que no sea una estafa, no hay predicante que no acabe en loco o que no sea un vil embaucador. En este mundo al revés que minucioso construyó, proliferan las voces, las figuras alegóricas desmintiendo lo que siempre se ha dicho de ellas. Si bien el título irónico —de remisos no tienen nada estos indios que dudan y cuestionan y de catecismo hay mucho, pero todo al revés de lo que se esperaría— alude al zar, pero se trata de un ensayo centrado en el análisis del problema de la representación de la ciudad de México en la vasta obra monsivaisiana (Jezreel Salazar, La ciudad como texto. La crónica urbana de Carlos Monsiváis, uanl, Monterrey, Nuevo León, 2006). 69   Carlos Monsiváis, Nuevo Catecismo para indios remisos, Era, México, 2ª ed., 2001.

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momento histórico de la colonización, no se detiene en aquel periodo, llega hasta la era de la tecnología cuando se venden licencias para fundar nuevos credos que entretengan a la gente. Carlos Monsiváis fue irreverente no sólo en el terreno de lo religioso; parece que fuesa su actitud vital ante toda pretensión de autoridad tramposa, ante todo discurso engolado y ceremonioso, ante todo intento de dominar y ejercer el poder chapuceramente. También lo fue hacia su propia profusión discursiva. Pero no se trata de un escéptico que descreyera de todo valor. Monsiváis ejerció un magisterio cultural porque hay una lista de valores éticos que guiaron su trabajo crítico y creativo, y esto lo distancia de los antiguos satiristas que solían ser desolados en su escritura nostálgica de un mundo pasado mejor. Estoy lejos de postular la idea de que la obra de Carlos Monsiváis sea una especie de punto de llegada de las formas de introducción de la risa en la literatura mexicana, más bien quisiera dejar planteada la hipótesis de que se trata de un punto de confluencia de algunas de las perspectivas críticas que se han practicado en México en el siglo xx. Su obra ha significado una sacudida a los límites genéricos y un replanteamiento radical de los temas considerados literarios y no literarios. La escritura de Carlos Monsiváis, atravesada por los tonos de la risa, es un punto de intersección en el que vuelven a estrecharse ética y estética.

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A modo de epílogo La propia lógica del trabajo que he venido desarrollando a lo largo de las páginas precedentes impediría de entrada la pretensión de elaborar unas conclusiones, aunque sólo fueran de carácter provisional. No hay conclusiones posibles en una investigación que apenas se inicia, que pide más minuciosidad y la incorporación de otras obras para contrastar, que aguarda el diálogo polémico con quienes enfocan el problema desde otras perspectivas, que necesita la revisión teórica más detenida de cada una de las categorías que componen la gran esfera de la risa, por no mencionar la ya urgente tarea de revisar los criterios de periodización con los que se ha historiado y clasificado. Lo que aquí he presentado es apenas un bosquejo del problema, un trazado posible de fronteras, una primera incursión en las formas de vida de la risa como fenómeno estético. Dado que no hay conclusión posible, voy a cerrar mi exposición con un breve ensayo sobre la risa en Pedro Páramo, obra maestra de la literatura mexicana, en cuyas páginas cristaliza buena parte del sentido del humor popular, a la vez que se liga a la gran tradición de las mejores obras de la literatura universal. Texto ambivalente, si los hay, lleno de sugerencias y de posibles lecturas. Que sirvan mis notas sobre esta novela como colofón de la totalidad del trabajo y como apertura de puertas para continuar con la indagación de un problema que sigue esperando nuevas investigaciones.

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La risa inaudible en Pedro Páramo1 Pesimismo, violencia, desolación, muerte, fatalismo, desconsuelo, tragedia, soledad, orfandad, culpa, son algunas de las palabras que aparecen recurrentemente en el discurso crítico para caracterizar la obra de Juan Rulfo. Sin duda son acertadas porque el mundo ficcional que creó está teñido, en gran medida, de estos colores crepusculares. Sin embargo, tampoco podemos perder de vista que ha habido en algunas lecturas críticas un oído atento para captar acentos pertenecientes a un horizonte semántico distinto: el de la esperanza y el del humor, que casi nunca se ha dejado de señalar, aunque en general se haya trabajado poco. Es en esta segunda vertiente que quiero inscribir mi propia lectura de Pedro Páramo. No voy a argumentar sobre el optimismo que puede percibirse entre las líneas de la novela, que eso ha sido trabajado muy bien por otros autores,2 ni voy a rastrear los evidentes chispazos de humor que aparecen una y otra vez en las páginas del texto, pues también es algo que ya se ha hecho.3 Pretendo analizar los intersticios de la composición del mundo ficcional para detectar la risa que apenas se oye, pero que está ahí, presidiendo la visión artística. No cabe duda de que Pedro Páramo es una de las obras más serias que se hayan escrito alguna vez en México, esta afirmación no contradice la hipótesis de que la orquestación novelesca se asienta, en gran medida, en una risa callada muy particular. Para explicar esto, lo primero que conviene deslindar es seriedad de solemnidad y risa de comicidad, aunque esta última tampoco está ausente en la novela. Aquí quiero hablar de la presencia de la risa como una específica visión artística que rige la trama y el sentido de la novela, una risa profundamente imbricada con la seriedad más rotunda, que hace que esta obra sea tan extraordinaria, compleja y sugerente. Cuenta Bryce Echenique que una vez en México, ante la perspectiva de un viaje molesto a Estados Unidos, Juan Rulfo lo convenció de 1   Este análisis se publicó como capítulo del libro editado por Yvette Jiménez de Báez y Luzelena Gutiérrez de Velasco, Pedro Páramo. Diálogos en contrapunto (1955-2005), colmex/Fundación para las Letras Mexicanas, México, 2008, pp. 123-135. 2   El ejemplo paradigmático de este tipo de enfoque es el estudio de Yvette Jiménez de Báez, Juan Rulfo, del páramo a la esperanza. Una lectura crítica de su obra, fce/colmex, México, 1990. 3   Felipe Garrido escribió algunos artículos donde hace un recuento de estos momentos que aparecen en cuentos y novelas; lamenta que esta faceta de la obra rulfiana casi no haya sido estudiada por la crítica; véase, por ejemplo, “La sonrisa de Juan Rulfo”, en Felipe Garrido, Voces de la tierra. La lección de Juan Rulfo, unam, México, 2004, pp. 99-110.

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hacerlo, lo acompañó a la agencia de viajes a comprar los boletos y en el momento de la despedida le dijo “Mire, Alfredo, lo que es yo, jamás me hubiera atrevido a hacer un viaje igual. Pero, en fin, allá que Dios lo proteja”. Bryce Echenique acaba la anécdota con esta nota: “Y se alejó con esa manera suya de reírse, como si no se estuviera riendo ni nada”.4 Siento que esta expresión condensa muy bien la actitud vital con la cual Juan Rulfo compuso su obra: una seriedad profunda, casi trágica, imbricada con una mirada burlona que se plasma en una sonrisa que apenas asoma, justo “como si no se estuviera riendo”. Los rasgos humorísticos que se han visto aislados del todo composicional5 pueden funcionar como indicios de esa visión riente que subyace en los estratos profundos de la arquitectura textual de Pedro Páramo. Jorge Ruffinelli ya había señalado claramente la necesidad de atender esta dimensión: El humor personal de Rulfo era socarrón, irónico, a veces simplemente lúdico, otras devastador. Es hora de releer su obra, también, como un ejercicio de humor “noir”, trágico y denso por momentos, ligero otras veces. Sin duda, la inspiración de este humor es profundamente popular.6

Aunque discrepe de esta percepción del humor rulfiano que puede ir de lo “noir” a lo ligero, creo que sí es digna de ser atendida la sugerencia de ver ahí los nexos con la cultura popular, porque sin duda hay en la concepción artística de Juan Rulfo una relación fecunda con las formas de reír de la gente del campo. Si se retoma la propuesta de releer Pedro Páramo desde las bases de su composición a partir de la risa, debe quedar claro que cuando se habla de risa no se alude a la carcajada, ni se refiere a la sonrisa que puede sacarle al lector; pero tampoco se concibe como las manifestaciones aisladas y siempre parciales de la risa: ironía, parodia o comicidad. Se trata de una forma de visión artística desde la cual se aprehende y se percibe el mundo. 4   Alfredo Bryce Echenique, Permiso para vivir (Antimemorias), Anagrama, Barcelona, 3ª ed., 1993, p. 60. 5   Así lo afirma explícitamente Emir Rodríguez Monegal y con ello prácticamente lo niega: “Aunque un humor chirriante y macabro atraviesa muchas de sus mejores páginas, es verdad que el humor es sólo un estallido ocasional en la superficie deliberadamente opaca de la prosa de Rulfo” [Emir Rodríguez Monegal, “Relectura de Pedro Páramo”, en Juan Rulfo, Toda la obra, Claude Fell (ed.), conaculta, México, 1992 (Col. Archivos 17), p. 749]. 6   Jorge Ruffinelli, “La leyenda de Rulfo: cómo se construye el escritor desde el momento en que deja de serlo”, en Juan Rulfo, op. cit., p. 466.

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En esta medida, la risa rige la composición de la trama, determina las relaciones entre los personajes y las voces que pueblan el universo ficcional. En otras palabras, se alude a la propuesta bajtiniana de entender la risa como una actitud estética hacia la realidad, definida pero intraducible al lenguaje de la lógica; es decir, es una determinada forma de la visión artística y de la cognición de la realidad y representa, por consiguiente, una determinada manera de estructurar la imagen artística, el argumento y el género.7

Es posible que el lector de Pedro Páramo ría una y otra vez al topar con escenas absurdas, diálogos equívocos, ironías, constantes contradicciones entre las expectativas que crea y su consecuente decepción e incluso con intercambios verbales francamente cómicos, pero más allá de estos momentos que surgen de manera repentina a lo largo de las páginas del texto, me interesa destacar la presencia de una risa inaudible, en tanto fuerza estructuradora para articular la historia relatada. Esa risa no siempre está encarnada en el narrador, aparece distribuida en las múltiples voces, orienta cada momento del relato, de tal modo que, puede afirmarse, toda la visión desde la que se recupera y se hilvana la historia está marcada por este tono. El sentido de considerarla como inaudible es remarcar que no importa tanto la risa que sí suena, sino que me interesa explorar la presencia diríase silenciosa de ese casi gesto, que se resuelve en orientación, en perspectiva artística, y que preside la composición del todo novelesco. La primera pista que nos da la obra para leerla con la conciencia de que ha sido concebida y orientada por este sustrato de humor, es la relativa a la propia conformación de un mundo poblado de ánimas que vagan por las calles, hablan, discurren, chismorrean; la deliberada nebulosidad de los límites entre el mundo de los vivos y el mundo de los muertos. Pese a lo extraordinario del caso, no parece haber asombro ni para el narrador ni para los personajes que transitan por los recovecos del pueblo. Ésta es, sin embargo, la parte más frecuentemente tenida como tétrica y desesperanzadora, de ahí que se equipare Comala con una especie de infierno sin redención.8 Incluso, ha propiciado que se lea la novela como   Mijaíl Bajtín, Problemas de la poética de Dostoievski, trad. Tatiana Bubnova, fce, México, 1986, p. 231. 8   Apunta, por ejemplo, Joseph Sommers: “En la primera mitad, la presencia de la muerte contamina la existencia; la vida es un infierno viviente. En la segunda mitad, la vida contamina la muerte, haciendo de esa condición también un infierno” (Joseph Sommers, 7

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una actualización del infierno dantesco.9 En otras interpretaciones esto se ha visto como la pervivencia del sustrato cultural prehispánico en el imaginario del mexicano; ahí está la propuesta, muy sugerente, de Mario Valdés de leer la novela en varios niveles, en lo profundo como una manifestación sutil del pensamiento náhuatl, por ejemplo, en lo que atañe a la manera en la que se disponían los cuerpos en las tumbas para que pudieran conversar. De este modo, la novela se ilumina en tanto realización sutil del “architexto del pensamiento mexicano”.10 Es muy posible que esta elección narrativa también esté recreando, aunque no salga en la superficie, otras memorias literarias que no siempre se tienen en cuenta cuando se evalúa el tono de la obra de Juan Rulfo como gris y mortuorio: Luciano de Samosata escribió sobre el descenso de su filósofo Menipo al Hades de un modo jocoso e irónico en Diálogo de los muertos. También Fiédor Dostoievski hizo que su personaje Bobok escuchara la vida de ultratumba, que atento siguiera los diálogos, las discusiones y la risa de los muertos. Pero tampoco puede olvidarse, dentro de nuestra tradición literaria, el extraordinario libro del brasileño Joaquim Machado de Assis, Memorias póstumas de Blas Cubas. No afirmo que se trate de una continuación directa y deliberada de esta línea creadora. Sólo sugiero que el hecho de recrear la vida de ultratumba tiene amplios antecedentes en la historia literaria y no necesariamente inscrita en los límites de lo macabro o lo desesperanzador.11 Si entramos a analizar cómo es la vida de ultratumba que registra Juan Rulfo en Pedro Páramo tendremos que reconocer que no toda está teñida de acentos trágicos ni serios. Por ejemplo, Damiana Cisneros le dice a Juan Preciado: “Cuando caminas, sientes que te van pisando los pasos. Oyes crujidos. Risas. Unas risas muy viejas, como cansadas de reír”.12 Los fantasmas de Comala hasta se han cansado ya de reír. También resulta revelador el consejo que le da Dorotea a Juan Preciado cuan“A través de la ventana de la sepultura: Juan Rulfo”, en Juan Rulfo, op. cit., p. 733). 9   Véase el trabajo de Hugo Rodríguez-Alcalá, “Miradas sobre Pedro Páramo y la Divina Commedia”, en Juan Rulfo, op. cit., pp. 671-682. 10   Mario J. Valdés, “Juan Rulfo en el amoxcalli: una lectura hermenéutica de Pedro Páramo”, Revista Canadiense de Estudios Hispánicos, 22 (1998), p. 236. 11   La creación de mundos después de la muerte ha seguido teniendo vigencia en todos los géneros literarios y, en general, salvo que se trate de relatos de horror, están marcados por tonos desenfadados si no francamente humorísticos, como el caso de la breve obra dramática de Elena Garro, Un hogar sólido, publicada en 1958, en la cual la vida en la tumba no es sólo continuación de la vida terrenal, sino que se abre a la festividad de un porvenir variado, divertido y jubiloso. 12   Juan Rulfo, Pedro Páramo, en op. cit., p. 218.

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do están enterrados juntos: “Ya déjate de miedos. Nadie te puede dar ya miedo. Haz por pensar en cosas agradables porque vamos a estar mucho tiempo enterrados”;13 diálogo ambivalente que puede sonar terrible si se opta por una lectura grave, pero que, sin duda, invita al disfrute de la condición de muertos. A lo largo del texto hay una serie de alusiones a la risa y a veces se habla de las carcajadas que sueltan algunas de las sombras que pueblan el mundo de la novela, y lo significativo es que los lectores nunca sabemos de qué se ríen ni cómo. Los ecos de estas risas apenas se oyen al pasar. Es el caso de los indios que bajan al pueblo a vender sus frutos y mientras esperan, temblando de temor bajo sus gabanes mojados por la lluvia, el narrador anota que “Platican, se cuentan chistes y sueltan la risa”.14 Cuando se retiran, al oscurecer, van por el camino “contándose chistes y soltando la risa”.15 Susana San Juan también ríe a carcajadas cuando sabe de la muerte de su padre:16 ¿risa de liberación de ese terrible control que ejerció sobre ella? Resulta muy significativa la manera en la que el narrador se detiene a describir el pájaro burlón que aparece como un presagio del mal destino que tendrá la prepotencia de Miguel Páramo. Es un pájaro que afirma su presencia de un modo ambiguo, pues primero parece quejarse como un niño, enseguida emite un gemido como de cansancio, suelta un hipo en el horizonte abierto a su vuelo y “luego una risotada, para volver a gemir después”.17 Este vaivén de risa, gemidos, quejidos, llantos y risotadas replica la tónica estructural del universo novelesco. Menciono esto aquí porque considero que estas expresiones son las indicadoras explícitas, a modo de guía, de lo que subyace en las entrañas de la composición. Otro aspecto de la forma de orquestación de la novela relacionado con este problema y que, desde mi punto de vista, no se ha señalado lo suficiente es la abundancia de diálogos construidos desde el más profundo sentido lúdico. No sólo me refiero a los chispazos de humor aislados, sino a la constante elección de voces que dialogan con un radical espíritu risueño, pero como si no se estuvieran riendo. Así es el diálogo primero entre Juan Preciado y Eduviges: “Pues sí, yo estuve a punto de ser tu madre. ¿Nunca te platicó ella nada de esto?”. A lo que responde un   Ibid., p. 238.   Ibid., p. 264. 15   Ibid., p. 265. 16   Ibid., p. 269. 17   Ibid., p. 239. 13 14

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burlón Juan Preciado: “No, sólo me contaba cosas buenas”,18 echando por tierra de este modo la posibilidad de un discurso solemne ante los orígenes un tanto inciertos, por azarosos, de quien anda buscando a su padre. Esta composición a partir de contrastes está presente en casi todos los momentos: recuérdese el primer diálogo entre Abundio y Juan Preciado, plagado de ironías y risas. Desde el principio, asistimos al choque de expectativas y a la falta de coincidencia entre los participantes en el intercambio verbal. Pero la risa no siempre brota de los diálogos entre los personajes. El propio narrador, tan distante, tan poco participativo, de pronto introduce una sutil nota risueña; por ejemplo, cuando Abundio le revela a Juan que él también es hijo de Pedro Páramo, dice: “Una bandada de cuervos pasó cruzando el cielo vacío, haciendo cuar, cuar cuar”.19 El hecho de que reproduzca el graznar del cuervo, no puede menos que evocar una especie de eco de carcajada burlona, desanudando la tensión casi irrespirable que se ha creado con ese diálogo entrecortado. Los cuervos desdoblan risueñamente el sinsentido que crea la incomunicación entre los dos hombres. La dialéctica de gravedad y humor, seriedad y risa es constante en la novela; desde esta perspectiva puede afirmarse que esos rasgos humorísticos a los que he aludido, en realidad, nunca están aislados del todo novelesco. Prácticamente no hay escena en Pedro Páramo que no pueda ser leída en esta doble tonalidad; no hay discurso serio que no reciba su contestación irónica; la solemnidad lírica siempre es interpelada por la cotidianidad doméstica. La risa que no suena en Pedro Páramo está, invariablemente, detrás de la lógica con la que se va armando el universo ficcional, por eso es que los pasajes líricos no quedan desarticulados del todo argumental. Lo lírico se enlaza con lo narrativo en el constante juego contrapuntístico de afirmación-negación en el que está orquestada la novela.20 El completo ensimismamiento amoroso del joven Pedro Páramo está cruzado por los llamados urgentes a atender una realidad prosaica que no admite dilaciones. Tampoco es casual que justo en la primera escena en la que Pedro Páramo recrea su juventud, a través de la evocación de Susana San Juan, se le ubique en el excusado. Dice Felipe Garrido que es un recurso para “lastrar lo lírico” y así relativizar “cuanto   Ibid., p. 192.   Ibid., p. 181. 20   Para un análisis minucioso de esta forma de composición estilística que resulta semántica en contrapunto, véase el libro ya citado de Jiménez de Báez, p. 111 y ss. 18 19

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se dice en la novela”,21 lo cual es cierto, pero también creo que es mucho más que un simple recurso de relativización, se le puede ver, ante todo, como uno de los indicios de la propuesta de visión estética de la historia, una visión forjada en las raíces de las perspectivas populares. A pesar de los tonos terriblemente desolados y las escenas desesperanzadas que abundan en la novela, es muy claro cómo nunca cae en la solemnidad ni se concibe la tragedia en una sola nota. La propia religiosidad, sentimiento encarnado en la vida del pueblo, es puesta en perspectiva y hasta se vuelve objeto de burla en distintos momentos y de formas muy variadas. Así, por ejemplo, cuando María Dyada está implorando el perdón del padre Rentería para su hermana suicida, dice: “Murió con muchos dolores. Y el dolor… Usted nos ha dicho algo acerca del dolor que ya no recuerdo”.22 De esta manera se distancia ingeniosamente del discurso ominoso de la Iglesia acerca de la necesidad de experimentar el dolor para purificarse, pero lo regresa a su representante para que se haga responsable de las dimensiones de su discurso y llene ese vacío que ella se niega a asumir como propio. El mismo cura, acosado por los remordimientos y la culpa de haber vendido su iglesia a los poderes terrenales, va elevando su pena hasta bordear los límites del patetismo, pero de inmediato es refrenado por la distancia crítica que sólo el humor puede darle: “Estoy repasando una hilera de santos como si estuviera viendo saltar cabras”.23 Después de este equívoco, señalado tan festivamente, puede reestablecerse el tono pesaroso de su sentimiento de desolación. Otro aspecto que me interesa señalar es la ausencia de univocidad con respecto a la propia muerte, lo que implica a la vez un reto a la palabra tremenda y trágica de la Iglesia: morir puede ser un castigo, pero también es liberación; la muerte no es sólo la casa de los tormentos infernales; hasta se puede llegar a ella en la consumación del acto ético por excelencia, que es la decisión de quitarse la vida sin remordimientos, tal como lo expresa la suicida Eduviges: “Sólo yo entiendo lo lejos que está el Cielo de nosotros; pero conozco cómo acortar las veredas. Todo consiste en morir, Dios mediante, cuando uno quiera y no cuando Él lo disponga”.24 A propósito de esta afirmación de libertad, obsérvese la ambivalencia juguetona entre la elección libre del ser humano y la fuerza   Garrido, art. cit., pp. 107-108.   Rulfo, Pedro Páramo, op. cit., p. 207. 23   Ibid., p. 208. 24   Ibid., p. 187. 21 22

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de Dios, mediando en la ejecución de esta libertad. Así, se reta a Dios en los hechos y en el discurso se le reconoce su poder, pero todo se resuelve en un juego ambiguo que no decide nada. En boca de Dorotea, condenada de antemano por el poder eclesiástico, se formula la separación irreconciliable entre cuerpo y alma; reconocida esta escisión, se identifica el alma como la causante de todas las torturas morales que puede sufrir un ser humano; de ahí que, en definitiva, morir sea una liberación para que el alma se vaya por su cuenta: “He descansado del vicio de sus remordimientos. Me amargaba hasta lo poco que comía, y me hacía insoportables las noches llenándomelas de pensamientos intranquilos con figuras de condenados y cosas de ésas”.25 Esta separación entre el alma y el cuerpo, que sólo puede ocurrir al morir, es lo que posibilita el descanso y el alivio, con lo que se instaura una radical negación del discurso institucional, desde el cual sería, en todo caso, el alma la detentadora de la voz y de la autoridad, mientras el cuerpo estaría condenado al silencio y a la desaparición eterna. Aquí, en cambio, el alma se desbalagó y el cuerpo experimenta la posibilidad del reposo. Por todas las razones hasta aquí expuestas, se puede afirmar que el hecho de que en Pedro Páramo se recree la vida de ultratumba no necesariamente implica la creación de un mundo tétrico y desesperanzador. El subsuelo puede ser avistado como un ámbito lúdico desde donde se recuentan hechos de una vida que no ha pasado del todo porque sigue teniendo continuidad ahí. El inframundo es así un espacio de encuentro y casi de reconciliación. En esa medida, puede ser el único sitio de regeneración posible. Hay otro aspecto sumamente significativo de este constante entrecruzamiento de las dos fuerzas fundamentales en las que se articula la novela, muerte y vida, en el que me interesa detenerme. Hay que aclarar que en el texto estas fuerzas no aparecen como extremos enfrentados desde posiciones opuestas en sus raíces, sino en una cercanía difícilmente separable. Si bien toda la obra está construida en el seno irresoluble de esta pugna radical, es preciso ir reconociendo las formas variadas en las que se manifiesta tal cruce dialéctico; una de ellas es precisamente la vivencia de la sexualidad en tanto exacerbación de los deseos y expresión de fantasías lúdicas. La tensión que se crea entre vida y muerte nunca se resuelve en el texto hacia un solo polo, más allá de la atención que haya merecido por parte de los lectores el lado oscuro y tétrico de la obra. La historia de Comala está   Ibid., p. 243.

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marcada por la violencia sexual que los caciques —Pedro y Miguel Páramo en particular— han ejercido contra las mujeres del pueblo, y también es muy fuerte la presencia de diálogos lúdicos entre mujeres que imaginan juguetonamente la posibilidad del lance sexual. Por ejemplo, el de las dos que simulan huir de un posible acoso: —Mira quién viene por allí. ¿No es Filoteo Aréchiga? —Es él. Pon la cara de disimulo. —Mejor vámonos. Si se va detrás de nosotras es que de verdad quiere a una de las dos. ¿A quién crees tú que sigue? —Seguramente a ti. —A mí se figura que a ti. —Deja ya de correr. Se ha quedado parado en aquella esquina. —Entonces a ninguna de las dos, ¿ya ves? —Pero qué tal si hubiera resultado que a ti o a mí. ¿Qué tal? —No te hagas ilusiones.26

Nótese cómo en este intercambio verbal están completamente imbricados los tonos de la desilusión y de la risa, si bien la frustración del deseo es explícita, también es innegable que la propia expresión de ese desencanto está articulada desde los tonos de la burla, es una burla que incumbe a las dos, de ahí la ausencia de solemnidad y el dejo de risa que late en el fondo. También es muy clara la contradicción que experimenta Susana San Juan cuando muere su madre. En su monólogo está impecablemente planteada esta polémica interna entre vida y muerte, donde se atisba la muerte con ojos por completo ajenos a la convención. No es nada frecuente reunir en un punto la sensualidad y el enfrentamiento con la muerte, sin que se haga con matices culposos: ¿Pero acaso no era alegre aquella mañana? Por la puerta abierta entraba el aire, quebrando las guías de la yedra. En mis piernas comenzaba a crecer el vello entre las venas, y mis manos temblaban tibias al tocar mis senos. Los gorriones jugaban. En las lomas se mecían las espigas. Me dio lástima que ella ya no volviera a ver el juego del viento en los jazmines; que cerrara sus ojos a la luz de los días. ¿Pero por qué iba a llorar?27

Por supuesto, no es gratuito que esta reflexión la haya hecho justamente una loca. Sólo una loca podía ver y experimentar con esta claridad la fuerza de la vida ante la presencia de la muerte.   Ibid., p. 220.   Ibid., pp. 253-254.

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La configuración de Susana San Juan como personaje decisivo en el destino de Pedro Páramo y de Comala tampoco es ajena a la elección estética de la risa como lente para mirar el mundo. De hecho, me parece una de las claves para entender el sentido silenciosamente risueño de la construcción novelesca. El delirio erótico en el que se debate Susana San Juan es el que la hace inmune a la voluntad arrasadora de Pedro Páramo. Le está vedada al cacique la entrada a ese horizonte, esto lo hace impotente para adueñarse de Susana, lo que destruirá su poder y su fuerza. La tensión sobre la que se trama este episodio del argumento de la novela sólo ha sido vista en su dimensión lírica y en la connotación simbólica que crea, pero me parece que puede ser legítimo ver la locura como una burla contra el deseo hasta ahora omnipotente de Pedro Páramo, precisamente porque la demencia de Susana se manifiesta en un delirio sensual que no reconoce las ansias de posesión del cacique. Es esa locura la que resquebraja el universo cerrado y monolítico de Pedro Páramo, porque lo enfrenta y lo destruye justo desde lo oblicuo de un deseo que no tiene nada que ver con el suyo propio. La locura de Susana San Juan es también un arma incontestable contra los otros poderes represores, en particular el religioso. Ella no reconoce la autoridad del cura que intenta confesarla antes de morir, ni acepta arrepentirse de nada, ni siquiera entra en el discurso que le propone para morir en la gracia de la iglesia, como no aceptó la justicia que había en tener que pagar dinero para asegurar que el alma de su madre saliera rápido del purgatorio. En estos hechos está recuperada y trabajada la visión popular acerca de los locos: ellos son inocentes y dicen la verdad. Por eso las mujeres que murmuran ante la ventana de la enferma tranquilizan su miedo de que Susana muera sin los auxilios religiosos con el argumento de que “aunque dicen los zahorinos que a los locos no les vale la confesión, y aun cuando tengan el alma impura son inocentes. Eso sólo Dios lo sabe [...]”.28 La locura de este personaje es ambigua porque ni siquiera hay consenso popular para evaluarla como tal; siempre se trata de “chismes” que corren de boca en boca: “Unos dicen que estaba loca. Otros, que no”.29 Lo más perturbador es la nítida conciencia de Susana sobre su propia condición; así lo expresa desaprensivamente a Justina: “¿Dices que estoy loca? Está bien”. Pero es mucho más clara su aceptación ante la pregunta   Ibid., pp. 290-291.   Ibid., p. 255.

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que le formula su padre: “—¿Estás loca? —Claro que sí, Bartolomé. ¿No lo sabías?”,30 respuesta no desprovista de ironía por la contundencia con que se la espeta, como si fuera la cosa más natural e incontrovertible del mundo. ¿Es locura real, verdadera o es una elección de Susana? Lo que es innegable es que el loco ve lo que los demás no ven, entiende la vida de modo radicalmente distinto de como lo hacen los cuerdos y eso le da una ubicación aparte. He ahí la fuerza irrecusable de Susana, única capaz de enfrentar y destruir así la lógica del ordenamiento de ese mundo desnaturalizado e injusto. Frente a ese poder incomprensible, el de Pedro Páramo se empequeñece hasta desaparecer. No hay nada que el cacique pueda hacer porque ni siquiera puede alcanzar a asomarse a ese horizonte que permanece tan ajeno y así lo asienta rotundo el narrador: “¿Pero cuál era el mundo de Susana San Juan? Ésa fue una de las cosas que Pedro Páramo nunca llegó a saber”.31 El delirio de Susana, localizado en el ámbito de la sensualidad, niega y afirma: allí está ella, en apariencia, accesible al deseo de Pedro Páramo, desnuda ante sus ojos, en su casa, en sus manos; al mismo tiempo, nunca tan distante e inalcanzable, porque ella celebera el cuerpo de otro hombre que es pura ausencia, su diálogo es con un dios ciego y sordo a sus reclamos: “Te pedí tu protección para él. Que me lo cuidaras. Eso te pedí. Pero tú te ocupas nada más de las almas. Y lo que yo quiero de él es su cuerpo”.32 En cambio, lo que Pedro Páramo quiere de ella, acceder a ese mundo, no lo podrá tener nunca. No es una veleidad romántica la que hizo que Juan Rulfo decidiera el desenlace de su historia de esta manera. Tampoco se trata de que elija poner este universo en los márgenes del discurrir del tiempo histórico preciso —ahí está la revolución y la guerra cristera, lo que afirma un tiempo y un espacio determinados—, pero no ha pretendido hilvanar una historia anecdótica de pretensiones realistas. Su elección narrativa tiene que ver con todas las posibilidades que se cifraban en la confrontación de un horizonte libre, que sólo puede tener un loco, con el poder destructivo del terrateniente. El autor eligió esta perspectiva de hondas raíces populares que ha desarrollado la fuerza de una lógica ajena a la del poder establecido. Prefirió cifrar el derrumbe del orden dentro de la imaginación casi siempre grotesca del que se burla, del que se ríe y niega, imaginación que resulta corrosiva y a la que no hay   Ibid., p. 262.   Ibid., p. 273. 32   Ibid., p. 279. 30 31

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manera de contestar ni de comprar, puesto que jamás resulta comprensible para el poderoso. Si bien Susana San Juan nunca se ríe literalmente de Pedro Páramo, la configuración de su locura obedece a la estética de la risa en la medida en que, por un lado, se levanta como una muralla imposible de traspasar al no corresponder al orden de la lógica en el que él la ha esperado. Locura es así sinónimo de burla al poder. Por otro lado, en esta forma de demencia se condensa toda la vivencia del erotismo que puede expresarse libremente, sin las represiones de lo racional: lo que ha permanecido más o menos silenciado o disimulado entre los habitantes de Comala —los deseos de Dolores Preciado, por ejemplo— cobra plena manifestación en los delirios de Susana, y en esto se materializa la fuerza que desarma a Pedro Páramo, porque el deseo de ella desconoce el de él y lo burla. Finalmente, es la propia locura la que lleva a Susana a la muerte, última y decisiva puerta de escape a las pretensiones del impotente Pedro Páramo que nada podrá hacer contra eso. En la línea de esta lógica descentrada se hace posible que, de las campanas tocando a muerto por Susana San Juan, se derive una interminable fiesta popular que Pedro Páramo vivió como afrenta. Evidentemente, el festejo tiene también esta ambivalencia en la que se ha movido toda la novela: es una burla pública a la desgracia del terrateniente, pero es, ante todo, la cara festiva y regocijada de la afirmación de la vida frente a la muerte. De ahí la ambivalencia que se anida en el repique de las campanas que anuncian una muerte a la vez que convocan a la fiesta popular. Es importante destacar, además, cómo aparece la fiesta justo después de intensas escenas de dramatismo y de ansiedad popular ante la posibilidad de que muriera “la loca” y echara por tierra la función programada. Ahora bien, si el pueblo ha estado silenciosamente oprimido por el yugo del cacique, sin armas para responder su violencia y su poder, encuentra en el exceso festivo la fuerza que subvierte o revierte esa opresión, por eso el choque entre ambos y la decisión arrogante de vengarse que toma Pedro Páramo. El pueblo se condena a muerte en esa fiesta, pero es esa feria la que afirma la derrota total de Pedro Páramo: gran funeral regocijado por el poder de la loca que derribó la estructura opresora del cacique, por la fiesta que posibilitó la muerte. La fiesta que se celebra en Comala no parece haber tenido la finalidad explícita de divertir; se construye espontáneamente con la concurrencia de un pueblo dispuesto al “jolgorio”, en esta gratuidad se cifra su poder y su capacidad de enfrentarse al rencor de Pedro Páramo, un hombre 179

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adusto que sólo conoció la risa destructora del escarnio. En estos términos, la fiesta callejera resulta ser continuidad y conclusión de la fuerza que se opuso al poder instituido; es la desbordada festividad que cierra el destronamiento de un orden que no valía la pena sostener. Antes de finalizar, quiero apuntar otro rasgo que parece un indicio más de la presencia de la risa en tanto fuerza orquestadora de la novela y que va más allá de lo argumental: la imposibilidad de leer el texto en una sola dirección, incluso genérica, por el modo en el que está armado, tanto en lo que se refiere a los juegos temporales, como a los planos espaciales, por la diversidad de voces que enuncian y por la variedad de estéticas que están retrabajadas. Acaso la fragmentación temporal en la que está construida la historia puede entenderse como la mayor tentativa de romper con lo cerrado y concluido del mundo, pues al cancelar la fijeza y la rotundidad que suele dar la ilusión de cronología se instaura el juego de la ambigüedad. Tal vez la actitud riente esté determinando en lo profundo la forma inestable de estructurar la historia en un incesante ir y venir del presente hacia el pasado, y del futuro hacia el presente. Si el texto se ha configurado a partir de la recreación memorística, es necesario apuntar que esos recuerdos emergen de profundidades temporales diferentes y nunca unívocas: la evocaciones de Susana en su tumba son de una naturaleza y de un tiempo diferentes de los recuerdos que Juan Preciado ha heredado de la memoria de su madre Doloritas y, así, cada voz, cada conciencia, sostiene un recuerdo de un tiempo que no coincide con el de los otros. Es el tiempo histórico el que se revela como infecundo, por eso se va imponiendo el ámbito de lo mítico utópico: la voz de Pedro Páramo muerto no vuelve a escucharse jamás, mientras que los delirios eróticos de Susana y los murmullos del pueblo siguen vivos. No son cadáveres los que habitan el mundo, son memorias encarnadas que ocupan un espacio en la tierra, de ahí que se desdibujen las fronteras entre vida y muerte. Para finalizar, vale la pena anotar que la novela es genéricamente inestable y ambivalente. Por eso es posible leerla como novela fantástica con características góticas, como novela mítica, incluso religiosa, pero además están todos los elementos de crítica social y política, lo que podría darle un matiz satírico al texto. A esto último habría que contestar que tal vez la novela no apunta sólo a la crítica de tipo moral, político o social en los tonos sombríos y autoritarios en los que suele articularse la risa satírica, sino que, en todo caso, responde artísticamente, desde la raíz de la arquitectura del texto, al desenmascaramiento de la estructura de un 180

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mundo que es ético y por ello es también social, político, histórico y, ante todo, estético. En otras palabras, si arriba apunté que la novela no se decantaba por un supuesto realismo —el mundo poblado por muertos, el habla de las ánimas, la manera entrecortada de narrar lo desmienten—, habría que volver a insistir, sin embargo, en que tampoco se trata de una negación o una ceguera hacia el mundo social en el que se gesta y al que alude una y otra vez. Es, sin duda, una novela arraigada en la tierra y con innegables evocaciones a una temporalidad precisa —décadas de 1910, 1920 y 1930 en México—. Pero ha corrido mucha tinta sobre el matiz realista a la obra, de ahí que, me parece, valga la pena destacar justamente la palabra “audible” con la que está construida —es como si los lectores oyéramos las voces que discurren—; es audible porque no es palabra libresca, sacada del flujo de la tradición culta, sino que está ligada —más que eso, fundida— a la risa apenas esbozada. La risa es lo que, finalmente, le da esa forma tan particular a Pedro Páramo; es por ella que se trasciende el tono sombrío que podría imperar; por ella se va más allá de lo satírico y lo alegórico; es por ella, que el libro se abre sugerente al porvenir, a pesar de lo dramático, inclusive lo trágico, de la historia relatada.

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La risa en la literatura mexicana (Apuntes de poética) de Martha Elena Munguía Zatarain Editado por Bonilla Artigas Editores, S.A. de C.V., se terminó de imprimir en enero de 2012 en los talleres de Servicios Fototipográficos, S.A., Francisco Landino Núm 44, Col. Miguel Hidalgo, C.P. 13200, Tláhuac, D.F. Para su composición se utilizaron los tipos Arno Pro y FarnhamDisplay. La edición constó de 1,000 ejemplares impresos en papel bond ahuesado de 90 gr. más ejemplares de reposición.