Ciencia-religión y sus tradiciones inventadas: un recorrido historiográfico
 9788430986682

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CIENCIA-RELIGIÓN 11 SUS TRADICIONES INVENTADAS

UN RECORRIDO HISTORIOGRÁFICO

JAUME NAVARRO

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CIENCIA-RELIGIÓN Y SUS TRADICIONES INVENTADAS UN RECORRIDO HISTORIOGRÁFICO

JAUME NAVARRO

CIENCIA-RELIGIÓN Y SUS TRADICIONES INVENTADAS UN RECORRIDO HISTORIOGRÁFICO

4-

tecnos

Diseño de cubierta: Anaí Miguel a partir de una imagen de Jan Matejko: Astronomer Copernicus, or Conversations with God (Wikipedia)

Reservados todos los derechos. El contenido de esta obra está protegido por la Ley, que establece penas de prisión y/o multas, además de las correspondientes indemnizaciones por daños y perjuicios, para quienes reprodujeren, plagiaren, distribuyeren o comunicaren públicamente, en todo o en parte, una obra literaria, artística o científica, o su transformación, interpretación o ejecución artística, fijada en cualquier tipo de soporte o comunicada a través de cualquier medio, sin la preceptiva autorización.

jAUME NAVARRO VIVES, 2022 © del Prólogo, JAVIER ORDÓÑEZ RODRÍGUEZ, 2022 © EDITORIAL TECNOS (GRUPO ANAYA, S. A.), 2022 Juan Ignacio Luca de Tena, 15 - 28027 Madrid

PAPEL DE FIBRA CERTIFICADO

ISBN: 978-84-309-8668-2 Depósito Legal: M-24129-2022 Printed in Spain

ÍNDICE PRÓLOGO, de JAVIER ORD0ÑEZ

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INTRODUCCIÓN. CIENCIA, RELIGIÓN Y SUS TRADICIONES INVENTADAS 1. LAS TRADICIONES INVENTADAS 2. ESTRUCTURA DEL LIBRO 3. SOBRE LA RELIGIÓN Y LOS ESTUDIOS HISTÓRICOS DE CIENCIA-RELIGIÓN

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CAPÍTULO 1. LOS NACIMIENTOS DE LA CIENCIA MODERNA 1. LA TESIS POSITIVISTA 2. LA TESIS INDUCTIVA 3. LA TESIS MODERNISTA 4. LA TESIS REVOLUCIONARIA 5. LA TESIS MEDIEVAL 6. LA TESIS VOLUNTARISTA 7. LA TESIS PESIMISTA 8. LA TESIS MARXISTA 9. LA TESIS SOCIOLÓGICA

31 32 34 36 38 40 42 44 47 50

CAPÍTULO 2. ENTRE LA FILOSOFÍA NATURAL Y LA TEOLOGÍA NATURAL 1. DE LAS CONFERENCIAS BOYLE A LOS TRATADOS BRIDGEWATER 2. EL UNIVERSO INVISIBLE 3. EL NEO-Tomismo 4. CIENCIA MISIONERA

55 56 60 65 72

CAPÍTULO 3. CONTROVERSIAS 1. LA VICTORIA DE DARWIN 2. LA EDAD DE LA TIERRA 3. ENEMIGOS DE LA TEORÍA DEL BIG BANG 4. LA CIENCIA DE LOS ESPÍRITUS

79 80 86 90 95

[7]

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CAPÍTULO 4. INVENTANDO MITOS 1. ISAAC NEWTON. EL PADRE DE LA CIENCIA MODERNA 2. LA TESIS DEL CONFLICTO 3. DRAPEA Y LA POLÉMICA DE LA CIENCIA ESPAÑOLA 4. LAS LECTURAS DE GALILEO 5. EL MITO DEL DESENCANTAMIENTO

101 102 107 111 118 125

CAPÍTULO 5. CONSTRUYENDO NACIONES 1. LA UNIFICACIÓN DE ITALIA 2. LA CREACIÓN DE LA GRECIA MODERNA 3. EL CATALANISMO CULTURAL 4. LA PATRIA ARGENTINA 5. UNA NACIÓN SIN MANCHA

131 132 136 139 144 150

CAPÍTULO 6. CUOTAS DE PODER 1. LA CIENCIA COMO PROFESIÓN DE PRESTIGIO 2. LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA 3. KULTURKAMPF 4. EL JUICIO DEL MONO

157 158 163 169 175

EPÍLOGO. PROMESAS DE REDENCIÓN 1. LAS PROMESAS DE LA CIENCIA 2. ORÁCULOS Y PROFETAS 3. «CREO EN LA CIENCIA»

181 181 185 190

BIBLIOGRAFÍA

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A

Javier, amigo y maestro en el arte de conversar.

PRÓLOGO

Acto Primero El primer profesor de historia de la filosofía que escuché me explicó que el ser humano, a su juicio un griego del siglo vii antes de nuestra Era, emprendió un camino que le llevó desde las oscuridades del mito a la luz de logos. La filosofía nació en ese viaje sinuoso de desprendimiento de la ignorancia y adquisición de la sabiduría. Ya entonces me pareció que el origen del camino quedaba bien definido, pero que su término, el saber, la filosofía, no resultaba tan bien caracterizado. Cuando pregunté a esa sabia persona cuál era el final de aquel itinerario me dijo que la filosofía misma consistía en eso, en indagar y caminar. Sin duda la Luz es esquiva. Después entendí que era un existencialista. Arios después, durante una de mis primeras estancias en Alemania, tuve la oportunidad de leer la obra de Wilhelm Nestle, Von Mythos zum Logos (Del mito al logos), cuyo título en alemán sonaba tan contundente como un golpe de timbal en La Caída de los Dioses de Wagner. Recordé lo que había escuchado desde la adolescencia, pero en este caso pareciera ser un Logos alemán el que alumbró la filosofía aunque mantuviera el apellido de «griega». El contenido del libro era menos sumario que la abreviatura del título, pero comprendí que éste resultara muy adecuado para que muchos profesores de filosofía comenzaran con ese rubro sus cursos durante décadas: si era cierto que el Logos se había desprendido del Mito, entonces casi todos los problemas de la humanidad debían estar ya casi resueltos. y si no, lo estarían pronto. Según me adentraba en la lectura del libro no comprendía que no hubiéramos dejado detrás la ignorancia y todavía no nos dejáramos guiar por la luz del Logos. Wilhelm Nestle pertenecía a esa estirpe de filólogos alemanes que hacían incursiones en el pasado para poder rastrear los orígenes de su cultura propia; en este caso para persuadirse de que la formación de la cultura alemana resultaba ser un caso particular de la cultura griega. Siempre se ha destacado la importancia de la filo-

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sofía romántica alemana como ingrediente fundamental para entender la construcción del Segundo Imperio; sin embargo, muchas veces se minusvalora el papel de esos filólogos, cuya capacidad de persuasión cercana al encantamiento seducía al lector, que terminaba por bailar al son de sus consideraciones. Imaginé a Wilhelm Nestle escribiendo esa obra de madurez en la década de los treinta del siglo pasado; él sabía ordenar los textos para conseguir ese embrujo al aportar no solo el título de su libro, tan visual, sino también una catarata de información que en su pluma se convertía en un dulce lago (alemán). Sin duda su investigación le requirió tiempo dilatado, tal vez fuera un proyecto de toda la vida. En todo caso esa vida transcurrió en un lapso de tiempo inquieto, al menos en la reconstrucción que ahora hacemos de ella. Al final publicó su libro en 1940, claramente un tiempo de mitos, y debió causar furor porque se reeditó en 1941. Ya por entonces, los alemanes tenían pruebas elocuentes de que los mitos se paseaban por los mismos escenarios que el Logos y que incluso el Logos se amalgamaba con los mitos de forma bastante taimada. Tal vez cuando escribía su libro, Nestle tuviera en mente el de Alfred Rosenberg, Der Mythus des 20. Jahrhunderts (El mitu del siglo xx, traducido así para conservar el paralelismo con el alemán), que tuvo durante el período de 1930 a 1945 un gran éxito de ventas. Frente a las ideas de Rosenberg, que preconizaba una nueva religión de la sangre aria enfrentada con cualquier cultura de procedencia judía, la propuesta de Nestle optaba por otro tipo de acercamiento a otra antigüedad tan querida por la tradición alemana como la helena. En todo caso, en la década de los cuarenta del siglo xx la cultura alemana se involucró en una gigantomaquia entre los Mitos (plurales) y el Logos (siempre representado como único). Pero no solo los alemanes, también sus adversarios. Nadie supo nunca si las bombas que cayeron sobre las ciudades de los países contendientes en aquella época provenían de la parte del Mito o de la parte del Logos. Claro está que el azar a veces sopla como viento favorable, y casi al mismo tiempo que el de Nestle, llegó a mis manos el libro de Eric R. Dodds The Greeks and the Irrational (Los griegos y lo irracional). Se trataba de otro filólogo, en este caso británico, que abordó la cultura griega desde un punto de vista muy diferente al de Nestle en una serie de conferencias impartidas en 1949. En este caso, la ola de existencialismo de la posguerra le impedía ser tan sumario como su colega alemán y, tal vez sin intención, ponía sordina a las afirmaciones de aquel. La obra de Dodds no puede verse como el envés de la de Nestle, ni por supuesto como su negación; no reivindica lo irracional como alternativa al Logos, sino que propone una lectura más detallada y me-

PRÓLOGO

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nos triunfante del pensamiento griego, que se despliega en su obra de forma más complicada. Introduce en su discurso un elemento nuevo, el análisis de experiencias humanas del mundo griego, que las investigaciones llevadas a cabo durante el siglo XIX dejaron a un lado, tal vez por el triunfalismo al que he aludido más arriba. Rescata Dodds lo que ya Nietzsche había apuntado: la importancia de las ideas religiosas para entender el mundo griego. Lo primitivo late en cualquier ser humano, también en los griegos, y por supuesto, en aquellos antropólogos que escucharon las conferencias de Dodds. No escribió una historia de la religión griega sino la historia de sus experiencias que les llevaron a desarrollar una cultura de la vergüenza. No se debe olvidar la caracterización que se hace en la lijada de la diosa Atenea, a la vez encargada de la sabiduría y de la guerra. Por supuesto, ambas obras no se dejan resumir con facilidad, salvo por sus títulos, pero sí entonces me proporcionaron elementos para entender cómo una guerra devastadora podía aparecer en off en los trabajos intelectuales de unos investigadores tan sagaces como Nestle y Dodds. Me resultaba patente que la relación entre lo que sabemos y lo que creemos termina siendo más compleja de lo que aparece en cualquier propuesta apresurada, tanto de la mano de los cantos de Homero, como de las obras de cualquier pensador posterior, sea presocrático o no. A quienes se preocuparan por el origen de nuestra cultura y lo situaran en el mundo griego les podría decir: debo agradecer a ambos autores que me ayudaran a curarme de una enfermedad endémica en las facultades de filosofía, la helenofilia. Acto Segundo El Instituto Max Planck de Historia de la Ciencia en Dahlem (Berlín) dispone de un patio arbolado donde se puede conversar con sosiego, salvo en la parte más central del invierno. Reconozco que me gustó tanto ese espacio que allí mantuve los diálogos más largos y provechosos de toda mi estancia en esa institución. En ese lugar conversé con el autor de este libro sobre cuestiones que sirvieron para fundar una amistad que todavía dura. Yo estaba interesado en cuestiones bastante difusas, eso quiere decir que tenían una formulación difícil. Por ejemplo, me preguntaba entonces si se podía establecer una relación entre los sistemas de estándares de las sociedades industrializadas del siglo xix y el aumento de la violencia de las guerras que se produjeron en los últimos dos siglos. Bueno, esa formulación tenía otras variantes para expresar el mismo problema. La más simple sería: qué relación existía entre las

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ciencias y las guerras, cuándo se consideraron las ciencias ingredientes constituyentes de los estados surgidos de la Revolución Francesa que a su vez defendió una nueva legitimación de la guerra. El autor de este libro se interesaba en asuntos más académicos y serios que los míos, aunque mostró siempre una tendencia a prestar atención a cuestiones en apariencia marginales, como la supervivencia del éter en la física de finales del siglo XIX. A lo largo del tiempo ambos coincidimos en la incomodidad que nos producía la fuerza de las ideas dominantes, de las corrientes de pensamiento que constituyen las mainstream de nuestra cultura. Nada sorprendente ni exclusivo de nuestro tiempo, porque en todos los momentos han existido esas corrientes dominantes. No nos referíamos a la existencia de una censura explícita y policial, que también las ha habido, sino a algo más sutil y (post)moderno. Más bien nos referíamos a los marcos culturales que llegan a tener un efecto de continente conceptual y, por lo tanto, de limitación. En las deliberaciones públicas parece que solo se puede hablar de aquello que está dentro de ese recipiente, quedando lo demás fuera como algo extravagante e importuno. Es decir, estrafalario, raro, inadecuado. Encontramos ejemplos de este estilo en muchos asuntos que nos preocupaban. Aunque la mayor parte de las veces no coincidiéramos en los temas que nos interesaban, sí encontramos afinidad en las actitudes ante los diferentes problemas o cuestiones. Las discusiones que se producían en el Max Planck aportaban un valor añadido; en muchas de ellas lo importante no era converger hacia un punto de vista común: se reconocía que las diferencias y las discrepancias resultaban fecundas. Comprenderlas no significaba eliminarlas sino convertirlas en elementos heurísticos de nuestros mapas conceptuales. Pensar que la única finalidad de una discusión debe ser fundar el acuerdo, muchas veces significaba que solo tendría sentido converger hacia un pensamiento único y dominante. Tanto el autor del libro como yo mismo no defendíamos que todo fuera un mito hasta que se alcanzara el estado supremo de Logos fundado en la eliminación de cualquier desacuerdo. Solo una sociedad utópica habría eliminado la discordia pagando el precio de someterse a un pensamiento único, y no nos complacía esa isla de Utopía. Eso sí, reconocimos que existen versiones más vulgares de ese estado ideal donde se busca ese pensamiento único y dominante. Como la isla de Utopía se escamotea, basta con vivir en sociedades preutópicas a las que llamamos estados naciones, o sociedades del conocimiento. Así, nuestras conversaciones trataron muchas veces de cómo se organizan en esas sociedades las ortodoxias contemporáneas que recubren todos los recovecos de nuestra cultura.

PRÓLOGO

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Acto Tercero Existe una versión contemporánea de la tensión que trataron Dodds y Nestle. El logos estaría representado por el conjunto de ciencias nacidas en los últimos siglos, y el mito en el conjunto de religiones, cuyas raíces mucho más antiguas que las ciencias no en vano nos remitirían, según la sugerencia de Lévy-Bruhl, al primitivo irracional. Desheredada quedaba en apariencia la filosofía en esta nueva polaridad; la racionalidad no estaba de su parte sino del de las ciencias. Pero la filosofía es una matrona con mucho oficio que sabe reciclarse y mantenerse siempre cerca del conflicto. A lo largo de muchas conversaciones, el autor del libro y yo hablamos de esta polaridad y de la tercera invitada. Ambos estábamos interesados en explorar las consecuencias de la formación de los Estados-nación. Por mi parte para entender qué tipo de relación se establece entre los conocimientos de ciencia y tecnología y la política que justifica el derecho a la guerra en las sociedades industriales. Por la suya, la cuestión que le preocupaba era más radical: partiendo de un interés genuino por los desarrollos de las ciencias, deseaba entender cómo se convertían en el imaginario dominante de las sociedades que formaban los Estados-nación. Su formación anglosajona le había acercado a la historiografía británica que trataba el tema de las relaciones entre ciencia y religión; mencionó el nombre de John Hedley Brooke, autor de publicaciones sobre este tema, la más conocida Science and Religion, Some Historical Perspectives, y el de Peter Harrison y su muy comentado The Territories of Science and Religion. Cuando yo leía cómo Dodds trataba las ideas religiosas en el mundo griego, no se me ocurrió establecer un parentesco entre esos pensamientos y las confesiones religiosas contemporáneas. Imaginaba que representaban formas de irracionalidad de orígenes diferentes. Además, el rubro ciencia y religión me remitía a dos temas que no me interesaban demasiado porque no eran antiguos sino vetustos: la polémica sobre las relaciones entre fe y razón, o el conflicto entre ciencia y religión, dos cuestiones por otra parte muy emparentadas. Otra vez mito y logos, o fe y razón, esta vez convertidas en armas que producían una violencia parecida. La violencia en nombre de una fe tenía su correspondiente en la violencia en nombre de la razón. La trampa, a mi juicio, consistía en suponer que solo las creencias son genuinas si terminan por convertirse en el arma de la fe, y que cualquier consideración racional solo busca el dominio de la razón para imponerla. También me parecía ilegítimo considerar que cualquier creencia nos debe remitir a una religión, y que solo en el ámbito de las ciencias se pueden establecer actitudes racionales. Precisamente por eso me interesó lo que tenía que decir el autor de este libro.

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Quienes se dedican a desarrollar la ciencia suelen pensar su actividad en singular, en su ciencia, la de cada uno. Cualquiera que observara la actividad de esas personas también la describiría en singular. Sin embargo, esos singulares se pierden en cuanto el observador se aleja del laboratorio o de la mesa de gabinete o de trabajo, y de esa niebla emerge la Ciencia; nace entonces la tentación de escribirla con mayúscula porque las actividades científicas se transforman en un abstracto que compite con otros abstractos, como la Religión, o la Filosofía. Como ya he dicho, la Filosofía siempre se encuentra agazapada y dispuesta a intervenir, aunque sea un participante que nadie haya invitado. Esas consideraciones me llevaron a escuchar lo qué tenía que decir el autor cuando hablaba de ciencia y religión. En primer lugar, sus argumentos para entender cómo se gestó la tesis del conflicto. El mencionado Harrison anima en su obra a superar ese lugar común historizando las propias nociones de ciencia y de religión y, por tanto, de sus relaciones. El autor deseaba extender la tesis de Harrison a diferentes contextos políticos, preguntándose si se podía o no exportar a lugares como la Península Ibérica o el Segundo Imperio Alemán, e incluso en el recién nacido país llamado Italia y el proceso de llenarlo de italianos. Me produjo un enorme interés conocer que esa curiosidad le había llevado a entrar en contacto con historiadores con intereses similares en varias partes del mundo. Procedí entonces con la costumbre del perezoso: si uno desea leer un libro que no está escrito, azuza a un amigo para que lo escriba esperando disfrutar del premio de leerlo. Me preguntaba cómo podría mi amigo convertirse en autor escribiendo sobre un tema tan vidrioso, pero tan cercano a mis intereses porque exploraba el uso de la Ciencia, más que de las ciencias, en lo que yo consideraba una inevitable confrontación con la Religión, represente lo que represente ese abstracto. Acto Cuarto El libro que presento es el resultado de aquella apuesta. Confío que en que ustedes lo escuchen con placer; sí, escribo escuchar porque su estilo es marcadamente oral ya que partes de sus contenidos ya los ha expuesto en muchos escenarios, y además porque rezuma un sentido del humor emparentado con su conocimiento de la cultura británica que sorprende a los oídos peninsulares. Descubrirán que presenta cómo se resuelve la tensión mito y logos durante estos dos últimos siglos, abriendo un escenario nuevo y alejado de la tesis del conflicto. Sobre lodo,

PRÓLOGO

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podrán comprobar que la estrategia del autor es cercana a la tecnología inversa y nos propone algo en apariencia paradójico: buscar los mitos del logos. Afrontando los peligros que tiene usar analogías, usaré la siguiente: la tesis del conflicto nos acercaría a Nestle, por eso el autor elige la opción de Dodds. Para ello recurre a la herramienta de otro británico, el historiador marxista Eric John Ernest Hobsbawm, quien puso en circulación el concepto de tradiciones inventadas como herramienta heurística. El autor toma prestado este concepto, que resulta amplio pero no impreciso porque se refiere a tradiciones que se asientan rápidamente, cuyo origen resulta difícil de rastrear y que se presentan como antiguas aunque posiblemente no lo sean tanto. Todas las liturgias pretenden hundir sus raíces en alguna antigüedad, pero la antigüedad es un invento reciente. Eso puede hermanar los rituales de las sucesivas casas reales británicas con los del Vaticano. Vemos aquí aplicado este recurso para estudiar la formación de tradiciones científicas que resultan plurales, ricas y coloristas, fértiles en leyendas paralelas, proveedoras de héroes y heroínas, víctimas en busca de un reconocimiento, y titanes que consiguieron salir de las rocas donde la ignorancia los había sepultado. Todo resulta bello y estimulante. Así comienza el recorrido historiográfico que propone el autor. Rastrea el origen de esas leyendas de la ciencia construidas, sobre todo, durante los siglos xix y xx, la época en la que nace y se consolida la cultura científica de nuestra época de forma hegemónica. La representación del mundo contemporáneo se nutre de elementos trasvasados desde el lenguaje de la ciencia a los demás nichos culturales. Las normas y estándares adquieren el lenguaje de la ciencia y tecnología y afectan a la vida política y jurídica. La noción de ciudadano se convierte en el estándar social supremo. Los análisis de las tradiciones exploradas se convierten en relatos que enlazan esa cultura científica con otras formas de cultura relacionadas con creencias, que escenifican desacuerdos más o menos intensos. Llama la atención que en todos los recorridos se parte de tradiciones relacionadas con la Ciencia, y no de tradiciones relacionadas con la Religión. Yo esperaría haber leído tradiciones inventadas que partieran de la Religión y generaran desacuerdos de la Ciencia. Pero esto no ocurre. Pareciera que el autor tiene más clara la caracterización de la Ciencia que de la Religión, aunque él asegure que no tiene claros ninguno de los dos conceptos. Ayuda mucho a entender su no entendimiento el epígrafe tercero de su Introducción donde escribe: parafraseando la conocida frase de Steven Shapin en su libro sobre la Revolución Científica, se podría decir que no existía la ciencia, tampoco existía la religión y este es un libro

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sobre cómo se construyó la historia de las relaciones entre ambas. El estudio de las relaciones entre dos cosas inexistentes suele producir frutos muy fecundos. No obstante, la lectura del libro sí esconde una referencia inequívoca a la Religión en el último epígrafe titulado «Creo en la ciencia» donde muestra la confluencia que puede haber entre Ciencia y Religión, al nutrirse ambas de mitos, ritos, dogmas y morales coercitivas. Así la Ciencia se nutriría de la peor herencia de la Religión, el sectarismo. Tal vez por eso, el público que más sufrirá con la lectura de este libro, si lo llega a leer, es el devoto de cualquiera de las dos. Berlín a 14 de septiembre de 2022.

JAVIER ORDÓÑEZ

INTRODUCCIÓN

CIENCIA, RELIGIÓN Y SUS TRADICIONES INVENTADAS

Primavera de 1880. La Academia de Ciencias Morales y Políticas de Madrid declara desierto el primer premio del concurso que dos años antes había convocado para galardonar al mejor ensayo que desmontara los argumentos del libro Historia de los Conflictos entre la Religión y la Ciencia. Escrito por el químico y fisiólogo americano John William Draper (1811-1882) en 1874, aquel era el primer libro jamás escrito con la tesis historiográfica explícita de que «la religión» había estado en conflicto permanente con «la ciencia» y de que esta, tarde o temprano, siempre salía victoriosa de los ataques o impedimentos de aquella. La aparición de dos traducciones, una de ellas anunciada a bombo y platillo en los medios liberales españoles, animó al marqués de Guadairo a ofrecer un suculento estipendio a la mejor obra que mostrara la armonía entre la ciencia y la religión como respuesta a Draper. La pésima gestión del concurso por parte de la Academia acabó en una gran confrontación entre el marqués, los académicos y algunos de los candidatos, convirtiéndose en un hazmerreír en la prensa liberal y también en algunos periódicos ultramontanos'. Lo que no parecían percibir los promotores y los detractores de Draper era que la mayor crítica a Historia de los Conflictos estaba en el propio volumen de la traducción española. Gracias a la influencia de Francisco Giner de los Ríos (1838-1915), uno de los grandes prohombres del liberalismo español y fundador de la Institución Libre de Enseñanza (ILE), la edición española contaba con un prólogo de 72 páginas escrito por Nicolás Salmerón (1838-1908), a la sazón exiliado en París. Impulsor del krausismo desde su cátedra de metafísica en la Universidad Complutense de Madrid y, entre otras responsabilidades políticas, presidente del gobierno de la Primera República durante unas semanas, NAVARRO (2019). [19]

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Salmerón se avino a componer un largo ensayo en el que defendía que tanto la religión como la ciencia necesitaban una profunda reforma en España, pero no la desaparición de la primera en aras del desarrollo de la segunda. Según él, el libro de Draper podía ser un buen instrumento para difundir los ideales reformistas de la ILE, a pesar de sus muchos errores, a pesar de su desprecio por la ciencia española medieval, de su excesiva alabanza por las contribuciones del Islam a la historia del pensamiento, de su excesivo empirismo y de su escasa distinción entre las variantes católicas y protestantes del cristianismo. A pesar de todo ello, Salmerón sostenía que: «Contribuir a la propagación de este libro es trabajar en la obra de la redención humana. ¡Ojalá se difunda en nuestro pueblo, porque serviría eficazmente para sacudir el letargo en que yace la conciencia religiosa y científica!»2. Volveremos al libro de Draper y a su traducción española en el capítulo 4. De momento nos ayuda a introducirnos en las complejidades que se esconden detrás de la creación, difusión y consolidación de mitos históricos como el del conflicto permanente, constante y necesario entre «la ciencia» (así, en genérico) y «la religión» (también en genérico). Como se puede intuir, Draper y Salmerón tenían sus propias agendas científicas y religiosas, políticas e institucionales, y veían la retórica del conflicto entre ciencia y religión como un instrumento útil. También el marqués de Guadairo las tenía cuando quería apoyar la idea de una armonía sin fisuras entre ciencia y religión. De hecho, ante el fiasco del concurso que promovió, decidió donar ese dinero (7.500 pesetas) a la presidenta de las Escuelas Católicas. He utilizado la palabra «mito» para referirme a lo que se conoce como «tesis del conflicto». En su segunda acepción, la RAE define mito como una «historia ficticia [...] que encarna algún aspecto universal de la condición humana»3. En este caso, la tesis de un conflicto permanente, inevitable y constante entre «la ciencia» y «la religión» participaría de esa doble condición: la de ser un relato inventado y la de tener la intención de ilustrar una característica absoluta, sin fisuras, de las relaciones entre dos supuestas entidades llamadas «ciencia» y «religión». Que nadie se precipite. No estoy diciendo que todos los conflictos que aparecen en la historia de «las ciencias» en relación con «las religiones» sean falsos (como veremos en un momento, «inventado» no es lo mismo que «falso»), sino que difícilmente se les puede considerar como ejemplos de una tesis globalizante. De hecho, desde el famoso libro de John H. Brooke de 1991, Ciencia y Religión. Perspectivas Históricas, numerosos 2

SALMERáN,

en

DRAPEA (1876), p.

https://dle.rae.es/mito (última revisión de 2019).

INTRODUCCIÓN; CIENCIA, RELIGIÓN Y SUS TRADICIONES INVENTADAS

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historiadores de la ciencia se han esforzado en mostrar la complejidad de las relaciones entre «ciencia» y «religión» a través de la historia4. La conocida como «tesis de la complejidad» ha tenido su impacto en el mundo académico, donde ya prácticamente nadie participa de ese du_arno maniqueo que separaba «la ciencia» y «la religión» como categorías dialécticas; pero no así en algunos imaginarios colectivos, de donde es más dificil desarraigar los mitos. Evidentemente, no soy el primero en señalar la dificultad de desterrar este lugar común de la cultura popular. Por ejemplo, en su introducción al volumen colectivo Galileo va a la Cárcel y otros Mitos sobre Ciencia y Religión, Ronald L. Numbers se lamentaba por la permanencia de mitos como que Galileo fue torturado en la cárcel, que la Iglesia medieval defendía que la Tierra era plana, o que la ciencia moderna nació en el siglo XVII gracias a un supuesto giro secularista previo'. Pero Numbers también se quejaba, como yo aquí, de otros mitos especulares a la tesis del conflicto, como la idea de que la ciencia moderna es fruto necesario y exclusivo del cristianismo en general o de alguna de sus versiones particulares. Así, por ejemplo, y como veremos con calma en el siguiente capítulo, el sociólogo inglés Robert K. Merton (1910-2003) desarrolló su famosa tesis en la que atribuía el nacimiento de la ciencia moderna a la influencia del Puritanismo de los siglos xvi y xvii, o el físico e historiador francés Pierre Duhem (1861-1916) databa el nacimiento de la ciencia en 1277 en la Universidad de París. Sería triste aceptar que un mito solo se combate con otro mito. Quizás el problema no resida tanto en ver qué tipo de relaciones genéricas han tenido «la ciencia» y «la religión» entre sí a lo largo de la historia sino, siguiendo la línea del historiador Peter Harrison, dar un paso atrás y plantearse si la pregunta acerca de dichas relaciones está bien formulada. En su magnífico Los Territorios de la Ciencia y la Religión, Harrison hace un recorrido por el significado cambiante de ambos términos a lo largo de los últimos dos milenios y argumenta que dicha variación imposibilita establecer un análisis estático, esencialista, de sus relaciones históricas mutuas6. Es más, en un giro historiográficamente interesante, Harrison sostiene que sería precisamente el intento de establecer tales relaciones lo que fue configurando las ideas modernas de «ciencia» y de «religión» como dos actividades supuestamente bien definidas y claramente distintas. Más específicamente, Los Territorios argumenta que solo cuando la «ciencia y la «religión» se objetivan, en un

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BROOKE (1991). NUMBERS (2009). HARRISON (2015).

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CIENCIA-RELIGIÓN Y SUS TRADICIONES INVENTADAS

proceso que iría del siglo xvi al siglo xix, puede empezar a hablarse de las relaciones entre ambas; y es también en ese proceso de establecer esas relaciones que se va configurando una imagen determinada de qué sean la «ciencia» moderna y la moderna noción de «religión». Esto explica por qué en estos primeros párrafos he estado entrecomillando las palabras ciencia y religión (cosa que ya no haré a partir de ahora, salvo excepciones, por economía gráfica): porque es dificil, si no imposible, atribuir a estas dos palabras un sentido claro, preciso y, sobre todo, meta-histórico. Espero que este libro ilustre, entre otras cosas, esta indefinición. 1.

LAS TRADICIONES INVENTADAS

Bebiendo de las fuentes de Harrison, en los siguientes capítulos pretendo desarrollar una tesis historiográfica, más que histórica, acerca de las relaciones entre ciencia y religión en el mundo moderno, haciendo uso de una categoría que hace décadas utilizó el historiador Eric Hobsbawm (1917-2012) para explicar el desarrollo y consolidación del Estado-nación moderno: el de las «tradiciones inventadas». Empecemos por aclarar una cuestión. ¿A qué me refiero con «tesis historiográfica»? Quizás un ejemplo puede ayudar a explicarlo. Muchos —muchísimos- son los libros sobre el caso Galileo; y las interpretaciones de lo que sucedió entre 1609 y 1642 son casi infinitas. Lo que me interesa no es tanto qué sucedió con Galileo, Bellarmino, el papa Urbano VIII y la Inquisición, sino cuándo emergieron los distintos relatos, para qué fines, y en qué contextos se usaron y siguen usando determinadas narrativas (esta pregunta concreta la afrontaré en el capítulo 4). En otras palabras, en este libro intentaré centrarme en la construcción de las historias sobre las supuestas relaciones entre ciencia y religión y no tanto narrar cómo han sido esas relaciones a lo largo de la historia. Y, por eso, casi todas las secciones hacen referencia a los siglos xix y xx, pues muchos de los mitos acerca del pasado de la ciencia y religión solo pudieron forjarse cuando la historia se consolidó como una herramienta epistemológica tout court.

Simplificando mucho, la Ilustración afianzó una nueva noción del tiempo basada en la idea de «progreso», y el filósofo alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) convirtió la historia en el fundamento de su idealismo. Desde estos planteamientos, las cosas no tenían una esencia fija, como diría una metafísica estática, sino que «llegaban a ser» tras un proceso dialéctico necesario, tras un proceso de lucha o de purificación. Esta filosofía historicista tuvo profundas repercusiones políti-

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cas, tanto en las ideologías posteriores (desde el marxismo hasta el fascismo) como en la configuración de los Estados-nación modernos. Y es en este segundo contexto en el que Hobsbawm acuñó la noción de «tradiciones inventadas» para expresar que muchas de las supuestas tradiciones multiseculares que justificaban e identificaban a las naciones modernas eran el resultado de una fabricación, de una institucionalización contemporánea, cuyo vínculo con el pasado remoto era, cuando más, muy difuso. El siglo XIX es el tiempo de las banderas, de los himnos nacionales, de los pasados mitológicos, de los padres de las patrias, de los trajes «típicos», de los uniformes «tradicionales» y de los monumentos conmemorativos. He utilizado la palabra «fabricación». Hobsbawm habla de «invención». En ningún caso significa, como ya he apuntado antes, que las tradiciones fueran creaciones de la nada o totalmente falsas. Cuando la III República francesa (1870-1940), por ejemplo, escoge el 14 de julio como fiesta nacional, lo hace para situarse como la continuación natural de los sucesos de la Bastilla de casi un siglo antes, dando a entender que el Imperio y la restauración monárquica habían sido solo un paréntesis en el natural devenir republicano; o cuando se institucionalizan el 4 de julio y el día de Acción de Gracias en los Estados Unidos, también en el último tercio del siglo XIX, se hace para poder «americanizar» a las masas de inmigrantes que abarrotaban los puertos de la Costa Este de Norteamérica, en uno de los cuales les recibía una estatua, erigida en 1886, para explicarles que, a pesar de las penurias, llegaban a la tierra de la libertad. Así, este tipo de tradiciones nos hablan más del presente en el que se forjan que del pasado al que se refieren. Hobsbawm y Terence Ranger (1929-2015) argumentaban que las tradiciones inventadas cumplían tres roles: «(i) establecer o simbolizar cohesión social o pertenencia a un grupo, o a comunidades reales o artificiales; (ji) establecer o legitimar instituciones, estatus o relaciones de autoridad; y (iii) socializar, inculcar creencias, sistemas de valor o convenciones de comportamiento»7. Así, vemos que la invención de tradiciones no se circunscribe solo al ámbito de los Estados-nación modernos, aunque quizás sea ahí donde más se institucionalizaran. Cualquier grupo, idea, o movimiento podía formar sus tradiciones: desde el socialismo internacionalista con su bandera, su himno y sus liturgias, pasando por el catolicismo ultramontano posterior al Concilio Vaticano I', hasta extenderse por las tradiciones que los europeos configuraban en los pueblos de las colonias de Asia y África (se ha argumentado, por HOBSBAM y RANGER (1983), p. 9. O'MALLEY (2018).

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ejemplo, que el yoga lo inventaron los victorianos ingleses al combinar distintas prácticas culturales de diversas zonas de la India). Una de esas muchas identidades que se van forjando en el siglo xix es la de «la ciencia» y la del «científico». A los historiadores de la ciencia se nos suele preguntar cuándo comenzó la ciencia. Nos preguntan si los griegos, babilonios o aztecas hacían ciencia o por qué (supuestamente) no había ciencia en la Edad Media europea. Hay muchas posibles respuestas a estas preguntas; tantas como acepciones de la palabra «ciencia» tengamos. En lo que la historiografía contemporánea parece coincidir es en que la «ciencia moderna», tal como se entiende hoy en día, es el resultado de un proceso que desemboca mayormente en el siglo XIX; proceso del cual no solo surgen sus profesionales específicos —los «científicos»— sino también un modo casi antropomórfico de hablar de «la ciencia» en abstracto (con expresiones del tipo «la ciencia dice» o «la ciencia ha conseguido»). Y es aquí, en el proceso de configurar la ciencia moderna como identidad, donde también me parece pertinente utilizar la noción de tradiciones inventadas. 2. ESTRUCTURA DEL LIBRO Este libro comienza, pues, con las historias sobre los orígenes de la ciencia moderna. En el primer capítulo me centraré en los tipos de narrativas más extendidas acerca del nacimiento de la ciencia, narrativas que me parecen relevantes para los distintos relatos que aparecen bajo el epígrafe ciencia y religión. La cuestión de los orígenes es siempre fundamental: sirven para legitimar una determinada actividad y refrendar las instituciones aprobadas para ejercerla. Veremos cómo algunos discursos tienen un fondo claramente apologético, sea para defender el cristianismo en general, o una determinada confesión dentro del cristianismo, o sea para deslegitimar la actividad científica llevada a cabo por clérigos o instituciones religiosas. Pueden servir para aupar una ideología política o cultural. En casi todos los casos, sin embargo, se da una asunción básica: la de que la ciencia, en general, es algo bueno y positivo. No digo que no lo sea (que nadie interprete este libro como un manifiesto anticientífico); pero llama la atención que, salvo excepciones muy marginales, ningún grupo y ninguna ideología ha intentado presentarse y considerarse a sí misma como enemiga de la ciencia. En el segundo capítulo ahondaré en esa génesis de la ciencia moderna y su configuración a partir de elementos previos como pueden ser la filosofía natural, la teología natural y la apologética. Particularmente central para la tesis de este libro será la práctica de la teología natural,

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tan importante en los siglos XVI a XIX en Europa, y de cuyas dinámicas nacieron muchas de las polémicas posteriores. Es habitual escuchar frases del estilo «en aquellos tiempos todo estaba mezclado», en referencia a las intersecciones entre filosofía, teología y ciencia en el pasado. Pero este tipo de expresiones simplistas muestran que las categorías analíticas historiográficas (como, en este caso, las de «filosofia», «teología» o «ciencia») no pueden ser estáticas ni universales. Si la historia, más que justificación del presente o arma para la defensa de planes de futuro, se dedica al intento de comprender el pasado, es necesario hacerlo al modo de la antropología, sumergiéndose en los modos de pensar de los tiempos que pretende estudiar. Evidentemente esa tarea puede resultar, en última instancia, imposible o, cuando menos, siempre incompleta; pero lo contrario implicaría caer en anacronismos que solo añaden confusión. Así, pues, en el capítulo 2 veremos cómo la raíz de muchos tropos históricos acerca de las relaciones entre ciencia y religión tienen raíces, en parte, en proyectos teológicos de siglos anteriores. Los capítulos 3 y 4 describen la naturaleza conflictiva de la ciencia y la generación de mitos. Es allí donde encontraremos dos tradiciones inventadas habituales de cualquier nacionalismo aplicadas a la identidad de la ciencia: los enemigos y los mitos fundacionales. Si entendemos la ciencia como un territorio en configuración, la presencia de enemigos potenciales en su periferia tiene un elemento cohesionador muy importante. Los grupos políticos, las naciones y los equipos deportivos tienden a definirse en contraposición a los demás grupos, naciones o equipos. Análogamente, si de definir una identidad de «lo científico» se trataba, se podía echar mano de retóricas maniqueas que incluyeran enemigos de la ciencia, fundadores de la ciencia o mártires de la ciencia. Cuando hablo de «nueva identidad» es importante adelantar, corno veremos en los capítulos 5 y 6, que la profesión del científico era tan nueva en el siglo xix como lo puedan ser hoy la de gestor de contenidos web o deportista de élite. La diferencia fundamental entre estas y aquella, es que la profesionalización de la ciencia se dio en el contexto de la creación del Estado-nación moderno, creación que consistía fundamentalmente en la construcción de instituciones administrativas que regulaban la vida, no ya de súbditos, sino de ciudadanos. La Administración Pública, el ejército, la educación, la sanidad, la red de transportes, etc., solo pudo desarrollarse de la mano de este nuevo tipo de trabajador para la sociedad al que se llamó científico. Es sabido cómo la propia palabra tuvo que ser inventada [la acuñó, como veremos, el inglés William Whewell (1794-1866) hacia 1834, aunque el término no hizo fortuna hasta finales del siglo xix], lo cual nos muestra la novedad

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que supuso la existencia de la ocupación científica no como actividad sino como profesión. Igualmente, el choque entre las nuevas y las viejas instituciones, muchas de ellas de tradición eclesiástica, puso el marco histórico para la creación de tradiciones que relacionaran «ciencia» y «religión». En el último capítulo introduciré otro elemento para el cual la invención de tradiciones es útil: el de la legitimación. Aquí incluiré un tipo de retórica histórica que, igual que en las religiones proféticas, cumple una misión también en la ciencia: las historias del futuro. Así, veremos cómo en algunas de las narrativas que argumentan la progresiva supresión de la religión por parte de la ciencia, no se da tanto una desaparición sino una sustitución, manteniendo muchos de los tropos tradicionales (profecía, redención, promesa) hasta el punto de tornar la ciencia en una nueva religión, como de hecho hacen algunos defensores del conocido como Nuevo Ateísmo. Se llega al extremo, en ocasiones, de resucitar argumentaciones que parecen sacadas de las guerras de religión del siglo XVI y principios del xvii para defender la ciencia tanto del fundamentalismo religioso como de la posmodernidad más destructora de las supuestas esencias científicas. SOBRE LA RELIGIÓN Y LOS ESTUDIOS HISTÓRICOS DE CIENCIA-RELIGIÓN

3.

Este es un libro de historia de la ciencia o de historia ciencia-religión. No pretendo abordar la historia de la religión en general. Muchos han sido los historiadores que, en las últimas décadas, han puesto en entredicho la idea de que la religión sea un concepto universal, fácilmente identificable, y presente en todos los pueblos y culturas. En su libro Antes de la Religión, por ejemplo, el historiador de las religiones noruego Brent Nongbri argumenta con profusión de detalles que la moderna noción de religión, entendida como un aspecto antropológico universal del hombre, es el producto de un proceso europeo y colonial que se va dando a partir del siglo XVI y que se consolida en el xrx con la invención del concepto de «religiones del mundo»9. Basado en estudios culturales, lingüísticos e históricos, Nongbri argumenta que ese proceso de singularización de lo religioso como distinto de lo político, lo cultural, lo epistémico o lo material, tiene su marco en las luchas dentro de la Europa cristiana de la primera modernidad.

9

NONGBRI (2013).

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Quizás el ejemplo más significativo sea la transformación que introdujo el filósofo John Locke (1632-1704) en su conocida Carta sobre la Tolerancia de 1689. Escrita con posterioridad a la Guerra de los Treinta Arios, esta carta construye parte de la moderna noción occidental de religión, una de cuyas características fundamentales sería la de su restricción al ámbito de lo privado. Esta concepción era totalmente novedosa en Occidente y, aun así, se circunscribía a la tolerancia entre las diversas confesiones cristianas. Sería más tarde, bien entrado el siglo xvm, cuando los imperios europeos empezarían a introducir la noción genérica de religión para aunar las prácticas culturales, políticas y espirituales de los pueblos colonizados. De ahí que Nongbri y muchos otros defiendan que el origen de la moderna noción de religión como un genérico se da desde el occidente cristiano y con los conflictos intracristianos como detonante. A la vez, y por poner otro ejemplo usado por Nongbri y Harrison, el cristianismo de los primeros siglos no fue percibido como una religión en el sentido que el Imperio romano daba a ese término. Porque al no rendir culto al emperador (es decir, a la configuración política del Estado) o a algún elemento de la Naturaleza (un monte o un astro, por ejemplo), los cristianos aparecían como ajenos a las tradiciones religiosas conocidas por el Imperio. El propio Agustín de Hipona, en la primera mitad del siglo y, hablaba del cristianismo como algo más parecido a una filosofía que a una religión romana, en cuanto que tanto el cristianismo como la filosofía de corte griego aspiraban a un estilo de vida coherente, orientada hacia lo supremo y hacia la verdad (hacia la «vita beata»), y no meramente a un culto externo y social sin implicaciones en la vida íntima de las personas o en la búsqueda de la verdad'''. Ciertamente, esta tesis puede contrastar con la tradición de origen decimonónico de los estudios antropológicos y culturales de «las religiones», y con las tendencias hacia lo que se conoce como «diálogo inter-religioso», presentes sobre todo en la segunda mitad del siglo xx. Lo que Nongbri argumenta no es que hoy no existan las religiones (sin las cuales, irónicamente, su cátedra de historia de las religiones dejaría de tener sentido) sino que la noción moderna de religión no tiene un referente claro en el pasado. Como veremos a lo largo del libro, y especialmente en el capítulo 1, tampoco la noción de ciencia parece tener una definición clara, esencial y meta-histórica. De ahí que hablar de la historia de las relaciones entre ambas se convierta en una cuestión historiográfica más que histórica.

HARRISON (2015), cap. 2.

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Aun así, quizás haga falta un par de apuntes, uno geográfico-confesional y otro terminológico. Los estudios de ciencia y religión han sido, y siguen siendo, un campo fundamentalmente anglo-americano, y uno de los ámbitos disciplinares donde más interés tiene es precisamente el de la historia de la ciencia. Una parte del porqué de esta situación lo intuiremos en el capítulo 1, donde nos adentraremos en algunas de las ideologías tras la historia de la ciencia como disciplina, y en el capítulo 2, con el análisis de la tradición de teología natural, fundamentalmente anglosajona, de los siglos XVII a XIX. Mi crítica a esa tradición de estudios de historia ciencia-religión es su pretensión de universalidad. En otras palabras: con demasiada frecuencia se asume que los problemas que surgieron en el mundo angloamericano tuvieron una traducción directa en otras geografías o entornos culturales. Así, por poner un ejemplo, muchos estudios dan por supuesto que los términos del debate victoriano acerca de Darwin y del primer darwinismo, que se desarrolló en Inglaterra y su esfera de influencia cultural en el último tercio del siglo xix, se replicó en los mismos términos y con importancia similar en otras latitudes. Al ser un debate central en la sociedad victoriana, se presupone que también lo fue en todo el mundo, dando lugar a infinidad de estudios sobre la «recepción» de Darwin aquí o allí. Pero, tal como se ha puesto de manifiesto en muchas ocasiones, el debate público acerca del darwinismo en el último tercio del siglo xix fue relativamente marginal en otros países. De ahí que, más que centrarse en la recepción de Darwin como ejemplo paradigmático de las relaciones ciencia-religión, la historia de la ciencia también debería optar por preguntarse cuáles eran los temas que, a nivel local, pueden englobarse bajo el epígrafe historia ciencia-religión". Cierto es que, en las últimas décadas, la historia ciencia-religión ha dado un salto global para incorporar culturas, «religiones» y tradiciones «científicas» de todo el mundo y de todos los tiempos. Al hacerlo, sin embargo, muchas veces se cae en ese universalismo de la religión y de la ciencia al que ya me he referido, planteando las mismas preguntas a todas las «religiones del mundo», e incluso incluyendo el agnosticismo y el ateísmo como formas de religión12. Desde muchos puntos de vista, esta diversificación geográfica y confesional es muy bienvenida; pero con frecuencia se echan en falta referencias a lo que durante un tiempo se conoció como la periferia científica europea", y al mundo latinoamericano. En este libro intentaré llenar ese vacío con la inclusión de ejem11 YALCINKAYA (2022), TAMPAKIS (2017), NAVARRO (2022). BROOKE y NUMBERS (2011). 13 GAVROGLU et al. (2008). 12

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plos diversos de los mundos de tradición cristiana. Con ello pretendo llamar la atención sobre el nivel intermedio entre los estudios de matriz anglosajona y los estudios globales de ciencia-religión", así como dirigirme al público de habla española. Puede ser que este libro aporte confusión a aquellos que esperan respuestas fáciles, apologéticas o maniqueas, y a los que tengan una idea clara de cómo «deben» ser las relaciones entre ciencia y religión. Como ya he dicho, no voy a utilizar las palabras «ciencia» y «religión» como obvias, pues no creo que sea útil plantearlas como categorías universales. De hecho, y ese es otro error habitual, es fácil encontrar el uso de «iglesia», «dogma», «secta», «clero», «cristianismo», «catolicismo», etc., como intercambiables con «religión», añadiendo así más confusión a esos conceptos". Es posible que, en ocasiones, yo mismo caiga en esa trampa, aunque intentaré evitarlo. En cualquier caso, si al final alguien quedara más confundido con el uso que hago de estas palabras, que no lo vea como un fracaso. Parafraseando la conocida frase de Steven Shapin en su libro sobre la Revolución Científica, se podría decir que no existía la ciencia, tampoco existía la religión y este es un libro sobre cómo se construyó la historia de las relaciones entre ambas".

14 NAVARRO y TAMPAKIS (2019). 15 KOSELLECK (2012). 16 SHAPIN (1996).

CAPITULO 1

LOS NACIMIENTOS DE LA CIENCIA MODERNA

Cada 4 de julio las ciudades de Estados Unidos se llenan de barbacoas y, por la noche, los fuegos artificiales completan la fiesta. En México, es la Ceremonia del Grito la que, todos los arios, rememora en El Zócalo la declaración de independencia del país. Ambas conmemoraciones ejemplifican la idea del «nacimiento», de la existencia de un momento fundacional de las nuevas naciones. En Europa la cosa suele ser distinta: tanto los Estados-nación como las naciones sin Estado tienen sus propias mitologías. Sus orígenes se remontan a tiempos pasados, y sus épicas incluyen períodos de latencia en los que la nación, aunque existente en sí misma, ha permanecido subyugada, fragmentada o exiliada. Las historias de nacimientos, en naciones como en personas, son esenciales a la hora de forjar identidades. Algo parecido sucede con «la ciencia», en general, o cada una de sus disciplinas en particular. Y en «la ciencia», como en las naciones, esas historias de los orígenes dependen de la definición que se dé al objeto de estudio. El problema es que filósofos, sociólogos y antropólogos, así como los propios científicos, raras veces consiguen encontrar una definición de qué sea la ciencia y, cuando lo hacen, dicha definición suele estar motivada por la propia práctica disciplinar. Así, por ejemplo, es bastante habitual encontrar gente que, formada en la física teórica, piense que la química, la biología o la medicina no son realmente ciencias. Si a eso se le unen los sesgos ideológicos de cada intento, será muy difícil dar con una definición de «la ciencia» que sea universalmente aceptada. En los dos últimos siglos, la reflexión sobre la ciencia ha encontrado en la historia un instrumento para alimentar las propias tesis filosóficas. De hecho, casi todas las grandes corrientes en filosofía de la ciencia construyen sus propias historias de la ciencia sobre las cuales, a su vez, se legitiman dichos postulados filosóficos. Es como un pez que se muerde la cola. Según se piense qué es o qué deber ser la ciencia; según se [31]

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piense cuál es o debe ser su relación con la cultura, la política, la religión o la filosofía, se escribirá una historia del nacimiento de la ciencia que ayude a sostener esas ideas. En este capítulo me interesa señalar nueve tesis historiográficas sobre el origen de la ciencia moderna y su relación con sus filosofías de la ciencia correspondientes. Las he seleccionado porque todas ellas me parecen relevantes para comprender mejor lo que veíamos en la introducción: que las supuestas relaciones entre ciencia y religión dependen de cómo se entiendan ambas nociones. 1.

LA TESIS POSITIVISTA

El rey ha muerto. La República ha muerto. El Imperio ha muerto. Napoleón ha muerto. Estamos a principios del siglo XIX, el Antiguo Régimen ha colapsado y, con ello, muchos se imponen la tarea de construir una nueva Francia, con sus principios, sus ritos y sus instituciones. Entre los que se sienten llamados a tan ingente tarea destaca el nombre de Auguste Comte (1798-1857), quien considera que el camino a seguir es construir una sociedad basada en la ciencia, en lo que él decide llamar «conocimiento positivo». En palabras suyas, «toda proposición que no puede reducirse estrictamente al mero enunciado de un hecho, particular o general, no puede ofrecer ningún sentido real e inteligible». Para ello, «el espíritu humano renuncia [...] a las investigaciones absolutas [...I y circunscribe sus esfuerzos al dominio [...] de la verdadera observación, única base posible de los conocimientos accesibles en verdad, adaptados sensatamente a nuestras necesidades reales»'. El objetivo de Comte era el desarrollo de una ciencia de la sociedad —la «sociología»— que, como habían hecho las ciencias físico-matemáticas en los dos siglos anteriores, pudiera dar con el método y las soluciones adecuadas a los nuevos retos de una sociedad cada vez más industrial, sin rey y sin Dios. Una ciencia que abarcara el estudio del hombre y de todo lo humano. Para ello, la investigación debía abandonar la especulación generalista, la imaginación, y ceñirse al conocimiento empírico, matematizable y concreto. Evidentemente, la apelación a propiedades ocultas, místicas o teológicas estaban fuera del espíritu positivo tal como Comte lo enunciaba, y la sociología debía acabar por situarse en la cúspide del conocimiento. Todas las demás ciencias estarían a su servicio, en su base, de manera parecida a como en tiempos medievales se decía que la filosofía debía ser esclava de la teología.

' COMTE (1848), n. 12.

CAP. 1: LOS NACIMIENTOS DE LA CIENCIA MODERNA

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Lo que me interesa subrayar aquí es la historia que Comte desarrolla para explicar la evolución de la humanidad hacia el espíritu positivo. Es su famosa ley de los tres estados, según la cual las sociedades pasarían, primero, por un momento teológico, en el que se darían explicaciones fetichistas, politeístas o monoteístas a las preguntas sobre el mundo natural y sobre la sociedad. De ahí seguiría un período metafísico o abstracto, que solo sería una modificación del anterior, y que buscaría «explicar la íntima naturaleza de los seres, el origen y el destino de todas las cosas, el modo esencial de producirse todos los fenómenos»2. Finalmente se llegaría al «estado definitivo de positividad racional». Con estos tres períodos, Comte materializa la idea de que la mentalidad positiva es incompatible tanto con la teología como con la metafísica, y que las sociedades más avanzadas son las que han llegado al estado positivo. La expresión «las ciencias positivas» triunfó y, desde entonces y hasta bien entrado el siglo xx, se convirtió en prácticamente universal en el ámbito de influencia cultural francesa. Incluso, como veremos en los capítulos siguientes, aquellos ambientes religiosos que seguían defendiendo la legitimidad de la teología o la metafísica, también utilizaban la expresión «ciencias positivas», aunque solo para referirse a las ciencias de la naturaleza o a las ciencias empíricas. Lo que parcialmente también triunfó, pero solo en algunos lugares y durante menos tiempo, fue el intento de Comte por convertir el positivismo en una nueva religión, con sus ritos, sus templos, sus sacerdotes... y su Sumo Sacerdote (él mismo)4. Francia y Brasil son los lugares donde más se desarrolló la liturgia de la nueva religión y donde, todavía hoy, se conservan algunos de los templos que se erigieron entonces. La «religión de la humanidad», tal como la llamó, tenía muchas implicaciones'. Aquí interesa subrayar que, contrariamente a lo que pensaban muchos de sus detractores, este giro liturgista no era del todo incoherente con el resto de su pensamiento. La evolución desde los estados más primitivos hacia el momento positivo sí podía implicar la existencia de residuos religiosos en las nuevas ciencias, pues de ellos procedía. Por tanto, a pesar de predicar una incompatibilidad entre religión y metafísica por un lado y espíritu científico por otro, el sistema sociológico de Comte podía fácilmente alimentar la transformación de las religiones antiguas en la religión positiva. De este modo, no estaríamos tanto ante una superación de la religión por parte de la ciencia, sino ante una con-

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COMTE (1848), n. 9. COMTE (1848), n. 12. COMTE (1852). WERNICK (2001).

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frontación entre religiones (las antiguas supersticiones y la nueva ciencia). De hecho, como veremos en diversas secciones y analizaré hacia el final del libro, la configuración del espíritu positivo o científico como una religión, tal como intentaran Comte y sus discípulos, es un fenómeno más habitual en la historia de los últimos dos siglos de lo que pudiera, en un principio, parecer. 2.

LA TESIS INDUCTIVA

Al otro lado del Canal de la Mancha las tesis de Comte tuvieron eco en personajes influyentes como John Stuart Mili (1806-1873). impulsor del liberalismo y del utilitarismo, de la idea de que las ciencias debían ser prácticas, aplicadas a las necesidades reales del Imperio, de su industria y de su organización social, Mill simpatizó con Comte, aunque se distanció del barroquismo de su religión de la humanidad y otras extravagancias del francés. El utilitarismo de Mill contrastaba con los principios conservadores de otro de los grandes impuslores y reformadores de la ciencia británica, el polifacético William Whewell (1794-1866). Quizás haya llamado la atención la calificación que he hecho de Whewell como conservador y reformador a la vez. Empecemos por lo segundo. Como niño prodigio (a los tres arios ya leía en inglés y griego y a los doce publicó con su padre su primer ensayo de filosofía moral), Whewell acabó siendo Master de Trinity College, la institución más relevante dentro de la Universidad de Cambridge. Desde allí pudo transformar el currículo de los estudios universitarios, introduciendo un fuerte componente de matemáticas y física. Fruto de esos esfuerzos, Cambridge llegó a convertirse en uno de los grandes centros de la física de la segunda mitad del siglo xtx y primera del xx6. Pero fueron reformas conservadoras en el sentido de que, frente al utilitarismo propugnado por Mill, Whewell defendía la educación liberal, sin aplicación directa a cosas concretas, que formara mentes libres y no hombres exclusivamente prácticos. Como todos los profesores de Cambridge y Oxford por aquel entonces, Whewell era clérigo de la Iglesia de Inglaterra y, en coherencia, también defendía que la teología siguiera formando parte estructural de la vida universitaria. Whewell, igual que Comte, era consciente de las grandes transformaciones que se estaban dando en la sociedad debidas, en parte, a la revolución industrial y a la progresiva concentración de la población en núcleos urbanos. También constataba que muchos de esos cambios venían aliWARWICK (2003).

CAP. 1: LOS NACIMIENTOS DE LA CIENCIA MODERNA

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mentados por el desarrollo de las ciencias de la naturaleza, en especial de la física. De ahí que su proyecto filosófico, igual que el de Comte, pretendiera comprender mejor en qué consistían las nuevas ciencias y cómo extender su metodología a nuevos saberes. La filosofía de la ciencia que desarrolló fue, sin embargo, distinta de la del fundador de la religión de la humanidad. Para Whewell, las ciencias modernas se basaban, fundamentalmente, en el método inductivo; es decir, en la generalización de leyes universales a partir de la observación de casos particulares y, solo en un segundo momento, en la deducción de consecuencias concretas a partir de las leyes generales así obtenidas. De este modo se conjugaba la existencia de teoría y observación en todas las ciencias con contenido empírico'. Para desarrollar su filosofía de la ciencia, Whewell previamente desarrolló su Historia de las Ciencias Inductivas, una obra en 3 volúmenes que publicó en 1837. Con un contenido enciclopédico, fruto de su erudición, la Historia de Whewell estaba encaminada a mostrar cómo todos los saberes habían avanzado a través de un proceso inductivo hasta que, una vez llegada la madurez, se podían aplicar las leyes generales a aplicaciones y deducciones particulares. Algunas ciencias, como la astronomía, la mecánica o la dinámica ya habrían alcanzado su perfección consiguiendo ser formuladas en base a principios fijos y estables (las leyes de Newton). Otras, como la termodinámica, la electricidad o el magnetismo estarían progresando en ese camino, mientras que la química, la botánica, la mineralogía o la zoología estaban todavía en una fase infantil, inmadura, y su actividad se centraba en la recolección y clasificación de información. Es importante subrayar que la Historia de las Ciencias Inductivas daba por supuesto que cada una de las ciencias se refería a una idea concreta pre-establecida. Así, por ejemplo, el objeto de la aritmética era el número, el de la dinámica la inercia, el de la química la sustancia o el de la cristalografía la simetría. Estos objetos identificaban las distintas ciencias de un modo esencial, necesario, a-histórico; y, por lo tanto, cada una de ellas progresaba en paralelo a las demás, de modo casi independiente. De ahí que pudiera hablarse de unas ciencias más adultas que otras, en función del grado de desarrollo que hubiesen adquirido en su particular proceso inductivo. Por cierto, que es ante esta diversidad de las ciencias que, en la década de 1830, Whewell acuñó la palabra «científico» para poder designar a la persona que se dedicaba a muchas 7

9

FISCH y SCHAFFER (1991); YEO (1993). WHEWELL (1840). CANTOR (1991).

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de ellas. Volveremos a hablar de las implicaciones de esta palabra en el capítulo 6. La clasificación de las ciencias también incluía la Teología Natural, ciencia cuyo objeto propio era la «primera causa». De hecho, frente al ateísmo que empezaba a circular en nombre de las ciencias por parte de pensadores como Comte, Whewell insistía en que la inducción era un hábito de la mente, relacionado con los hábitos morales, y que predisponía a llegar a conclusiones teológicas: «las Mentes Inductivas, aquellas que han sido capaces de descubrir las Leyes de la Naturaleza, también suelen estar dispuestas a creer en un Autor Inteligente de la Naturaleza; mientras que las Mentes Deductivas, aquellas que se dedican simplemente a sacar consecuencias de las Leyes descubiertas por otros, no parece que miren más allá en busca del Autor de las Leyes»1°. El ataque implícito a Comte y a todas las filosofías de la ciencia de corte pragmático es muy claro. Pero también hay, en el proyecto de Whewell, otro subtexto digno de mención: la centralidad de Inglaterra en el proyecto científico. Porque su Historia de las Ciencias Inductivas entroniza a Francis Bacon (1561-1626) como el supuesto padre del método inductivo, y a Isaac Newton como la cima del proyecto baconiano. Así, Whewell contribuía a lo que algunos han calificado como la «beatificación de Bacon»", al asimilar la filosofía del antiguo canciller de Inglaterra no solo con el nacimiento de la ciencia moderna, sino también con el progreso teológico del mundo anglicano. 3.

LA TESIS MODERNISTA

La revista académica más antigua dedicada específicamente a la historia de la ciencia es Isis. Fundada en 1913 por el belga George Sarton (1884-1956), ha sido, desde entonces, uno de los cauces más influyentes a la hora de configurar la historiografía de la ciencia. Sarton se había formado en ciencias naturales (química y física) en Ghent, pero su pasión era la historia de la ciencia, disciplina que por aquel entonces no existía como tal. Con la invasión alemana de Bélgica durante la Primera Guerra Mundial, Sarton emigró a Estados Unidos, desde donde impulsó los estudios en historia de la ciencia en las grandes universidades del país. Sarton se declaraba seguidor de las ideas de Comte y su promoción de la historia de la ciencia debe enmarcarse en el contexto del positivis10

en HARRISON (2015), pp. 156-7. " HARRISON (2015), p. 155.

CAP. 1: LOS NACI1VI1ENTOS DE LA CIENCIA MODERNA

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mo de principios del siglo xx. El artículo programático con el que inició Isis era muy claro al respecto. Frente a la distinción disciplinar apriorística que encontramos en la clasificación de Whewell, para Sarton todas las ciencias formaban una especie de organismo en el que todas sus partes se desarrollan formando una unidad. Habiendo historias del arte, de la filosofía o de las religiones, Sarton se sorprendía de que apenas hubiese libros de historia de la ciencia, teniendo en cuenta que la ciencia «es la característica más distintiva de nuestra civilización»12. Según él, la inexistencia de una historia general de la ciencia se debía a que: (i) la gente con pocos conocimientos científicos se sentía intimidada por las complejidades de la ciencia; y (11) muchos científicos despreciaban la historia por considerarla «no científica». Sarton defendía, sin embargo, que uno de los mejores modos de hacer pedagogía científica era usar la historia de su desarrollo, con sus idas y venidas, con sus éxitos y errores. Pero había otro motivo más de fondo. Sarton formaba parte del círculo modernista belga que, a principios de siglo, defendía el internacionalismo y el pacifismo desde posturas socialistas y racionalistas. La promoción de la historia de la ciencia podría contribuir a la elaboración de un credo intelectual trasnacional en el que la ciencia universal formara el nexo de unión entre las naciones". Colaboración, y no competición, debía ser el prisma bajo el cual se narraba la historia de la ciencia, ya que «la única manera de dividir la historia de la ciencia no es ni por disciplinas ni por países, sino según épocas»". De ahí que los estudios de Sarton huyeran de la retórica de los héroes nacionales o del excesivo euro-centrismo de la ciencia. Por poner un ejemplo, su proyecto enciclopédico de una historia de la ciencia en nueve volúmenes (que no terminó) incluía trabajos sobre la ciencia medieval o sobre la ciencia árabe. También como parte de este proyecto positivista y modernista, la historia de la ciencia se constituía en agente para la construcción de un «nuevo humanismo». Si la civilización moderna era intrínsecamente científica, la historia de la ciencia debía convertirse en parte esencial de la historia del mundo. Ni la ciencia ni su historia debían ser vistos como añadidos externos, accidentales, al desarrollo de la humanidad; de lo contrario se corría el riesgo de que la ciencia se convirtiera en enemiga del hombre: «cuanto más entre la ciencia en nuestras vidas», escribía en 1917, en el fragor de la Gran Guerra, «más razón 12

13 14

SARTON (1916), p. 323. PYENSON y VERBRUGGEN (2009). SARTON (1916), p. 333.

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hay para "humanizada", y no hay modo mejor de humanizarla que estudiando su historia»15. Otra manera de «humanizar» la ciencia era prestar atención al papel de las religiones en su desarrollo. Sarton parece seguir parcialmente la ley de los tres estados comteana ya que circunscribe las explicaciones sobrenaturales de los fenómenos naturales a civilizaciones primitivas. Y aunque admitía que, en algunas ocasiones, clérigos cristianos fueron instrumentales en la promoción o recuperación de conocimientos cruciales, Sarton compartió y promocionó la tesis del conflicto casi permanente y «agresivo», no tanto entre ciencia y religión, sino entre ciencia y teología cristiana. Estos «desencuentros» habrían hecho, según su interpretación, que «algunas almas religiosas y sinceras [...] consideraran la ciencia como un enemigo.» Por eso, la historia de la ciencia no debía obviar la historia de la teología, pues «la evolución de la ciencia está íntimamente entrelazada con las religiones y sus herejías»'6. La historiografía que se deducía del proyecto de Sarton implicaba la selección y caracterización de eventos del pasado solo en función de su contribución a lo que él consideraba realmente científico. Más que de un nacimiento concreto de la ciencia, Sarton abogaba por un proceso acumulativo en el que diversas teorías (apenas prestó atención a las prácticas) se fueron amalgamando y produciendo nuevo conocimiento. Además, se adhería a la mentalidad «positiva» de Comte según la cual se identificaba «ciencia» con «conocimiento». A pesar de las críticas que su proyecto recibió desde sus orígenes, es innegable la influencia que Sarton tuvo, tanto desde el punto de vista institucional (con la fundación de la Sociedad Americana de Historia de la Ciencia en 1924), como en su labor como editor de Isis durante cuatro décadas. Fue desde ahí que pudo ir configurando la disciplina, a base de apoyar o rechazar propuestas historiográficas entre los primeros historiadores profesionales de la ciencia. 4.

LA TESIS REVOLUCIONARIA

La expresión con más recorrido a la hora de hablar del nacimiento de la ciencia es la de «la revolución científica». Sintetizada por Alexandre Koyré (1892-1964) en 1939'7, la tesis de la revolución científica sostiene que la ciencia moderna nació en los siglos XVI y xvit, no por SARTON (1917). Cfr. MAIENSCHEIN (2009). " SARTON (1916), p. 339. 17 KOYRÉ (1939).

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nuevos experimentos u observaciones, sino por un cambio radical de mentalidad. La tesis de Koyré era profundamente filosófica y anti-positivista en cuanto que subrayaba la importancia de las ideas frente a las observaciones o la práctica, a la vez que sostenía que las concepciones medieval y moderna del mundo eran radicalmente distintas. Quizás lo que mejor describe esta tesis sea el título de su libro más famoso, Del mundo cerrado al universo infinito", pues fue, según él, la posibilidad de pensar en la infinitud del universo, los cambios en las nociones de causa y de sustancia, o la importancia de la matemática en la descripción del mundo, lo que propició la emergencia de la ciencia moderna. En otras palabras: la raíz primigenia de la revolución científica se habría dado con una transformación de la metafísica (por ejemplo, en las nociones de causalidad o de sustancia) y, solo después, en la metodología o en las observaciones. Desde la Sorbona, donde Koyré trabajó toda su vida, la categoría «la revolución científica» saltó a Cambridge, donde Herbert Butterfield (1900-1979) y su discípulo Rupert Hall (1920-2009), desarrollaron todo un programa de investigación basado en esta idea. Finalmente, el éxito de La Estructura de las Revoluciones Científicas, publicado desde Harvard por Thomas S. Kuhn (1922-1996) en 1962'9, acabó por generalizar la noción de «la revolución científica» entre historiadores y filósofos de la ciencia, así como entre el público general. Evidentemente, el párrafo anterior es muy simplificador. La idea que de «revolución científica» tenían los historiadores mencionados era muy distinta. Lo interesante es subrayar que, en todos los casos, esta categoría historiográfica introducía una discontinuidad en la historia de la ciencia y del pensamiento, pues hablaba del nacimiento de algo radicalmente nuevo y esencialmente distinto a lo anterior. Qué fuera eso nuevo variaba según los autores. Así, Koyré y la escuela de Cambridge solían hablar del nacimiento de la ciencia moderna, frente a las ciencias medieval, antigua, árabe o judía, por ejemplo. En cambio, la tesis de Kuhn, al menos en La Estructura, calificaba el período anterior a los siglos xvi y xvii como de pre-ciencia: lo anterior no merecería ser considerado como ciencia. Otra característica común, igual que sucediera con Sarton, era una idea generalista de «ciencia» y no tanto, como hiciera Whewell, una distinción disciplinar. En este sentido, participaban de la idea de que la ciencia (o la ciencia moderna) era algo unificado, distinto de lo no-científico o de lo pre-científico. De ahí que la categoría de «revolución cien" KOYRÉ (1957) " KUHN (1962).

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tífica» fuera atractiva para todos aquellos que querían promover una idea unificada de la ciencia y su metodología, independientemente de la filosofía de la ciencia que profesaran. Así, por ejemplo, tanto los positivistas lógicos herederos del Círculo de Viena, como los anti-positivistas al estilo de Karl Popper (1902-1994), entendían que la ciencia había nacido en la revolución científica". La categoría de «revolución científica» también tenía un subtexto implícito: siempre se trataba de una revolución moral y epistemológicamente para mejor. La noción de progreso siempre estaba presente; un progreso, primero de las ideas, y después, como resultado del desarrollo teórico, de sus aplicaciones prácticas. Además, también aparecían la racionalidad y la libertad como motor y fruto de la revolución científica. En este sentido, la «revolución» científica compartía tropos con la historiografía heroica de la Revolución Francesa, según la cual las ideas de la Ilustración durante el siglo xviii desencadenaron, casi necesariamente, una revolución que acabó por implementar un mundo de libertad, igualdad, fraternidad y progreso material. Y de ahí que, como en toda revolución, la historia de los conflictos parecía abonar la tesis general sobre la identidad de la ciencia. Así, por ejemplo, la idea de un enfrentamiento entre el aristotelismo y la nueva mecánica, o de una confrontación entre el dogma religioso y la libertad de pensamiento, eran útiles para introducir el aspecto bélico o dialéctico propio de toda revolución.

5.

LA TESIS MEDIEVAL

La ciencia moderna nació el 7 de marzo de 1277, en París. Con esa concreción tan sorprendentemente específica, el físico, filósofo e historiador francés Pierre Duhem (1861-1916), quiso situar los orígenes de la ciencia en el contexto de disputas teológico-filosóficas de la Alta Edad Media. Cansado de que la idea de una supuesta oscura Edad Media excluyera esa época del progreso de la ciencia, su investigación histórica se centró en los desarrollos filosóficos y científicos del medievo para subrayar la continuidad, y no la ruptura, de la ciencia moderna con la Edad Media. Pero, ¿qué sucedió en esa fecha? La Universidad de París era, en el siglo mit, uno de los centros intelectuales más vibrantes de Europa. De la mano de gentes como Tomás de Aquino (1225-1274), las polémicas académicas del momento se centraban en el uso de la física y la metafísica de Aristóteles para la especu20

CUNNINGHAM y WILLIAMS (1993).

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lación teológica. Muchas de las obras del antiguo filósofo griego habían sido recientemente recuperadas a través de comentarios del médico y filósofo musulmán Averroes (1126-1198), y esto dio lugar a un gran abanico de reacciones: desde los que defendían su potencial intelectual hasta los que las consideraban sospechosas o, incluso, heréticas, En 1277, el obispo de París, Etienne Tempier (ca. 1210-1279), como máximo responsable de la ortodoxia de la universidad, emitió una sentencia condenatoria de 219 tesis que circulaban entre el claustro. Algunas de las tesis condenadas por Tempier hacían referencia a la libertad de Dios, la finitud del mundo o la existencia del vacío. Las posturas averroístas defendían que Dios estaba limitado por la necesidad lógica en su acto creador y, por lo tanto, no era del todo libre. Según la interpretación de Duhem, esta condena fue esencial a la hora de promover el estudio experimental de la Naturaleza: porque, si Dios había sido libre a la hora de crear el mundo, en este no habría necesidad sino contingencia y, por lo tanto, el único modo de conocerlo era a base de estudiarlo empíricamente y no de intentar deducirlo a partir de principios apriorísticos. Otras tesis condenadas por Tempier acerca del vacío o de los infinitos mundos también animaron, según Duhem, a especulaciones sobre el movimiento que sentarían las bases para la posterior mecánica de Galileo y de Newton". El proyecto histórico de Duhem rebosaba de apologética católica". La continuidad entre las investigaciones teológicas y de filosofía natural entre el medievo y la modernidad pretendían recuperar la buena fama de la Edad Media. Quizás por eso, y a pesar de que su trabajo recuperaba manuscritos medievales obviados hasta entonces, la tesis de Duhem fue rechazada por el positivismo reinante en Francia. Un siglo después, ya nadie sostiene, al menos ningún historiador de la ciencia serio, que la Edad Media fuera una época científicamente estéril". Otra cosa es que el imaginario popular mantenga este mito, como se vio, por ejemplo, con las reacciones periodísticas ante la publicación, en 2020, del libro The Light Ages (La Era Luminosa) sobre la ciencia medieval en Pero la apologética del medievo no era el único subtexto de esta historiografía. Como físico durante el fin-de-siécle, Duhem era parte activa de la crisis que azotaba lo que hoy se conoce como física clásica y que, eventualmente, desembocaría en la formulación de las alternativas 21

THIJSSEN (2003). Cfr. MARCOS (1988). MARTIN (1991). 23 LINDBERG y NumBERs (2003). 24 Em.a( (2020) 22

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cuántica y relativista. Los principios newtonianos, tan alabados en el esquema de Whewell como básicos e inmutables, se tambaleaban, poniendo en duda la validez de la propia física. Algunas de las estrategias que diversos físicos-filósofos utilizaron para salir del paso implicaban el abandono del realismo científico: según Duhem, las leyes de la fisica no apelarían a la verdad del mundo, sino que formularían leyes útiles para describir los fenómenos. Las posibilidades metafísicas de la ciencia se desvanecían. El austríaco Ernst Mach (1838-1916), con quien Duhem tuvo serios encontronazos, participaba de este pesimismo metafísico con su positivismo renovado: nuestro conocimiento nunca podía hablar del mundo tal como era sino de nuestras experiencias de él, siempre mediadas por nuestra estructura sensoria125. De ahí que Mach negara, por ejemplo, la existencia de los átomos. Otro francés, Henri Poincaré (1854-1912), optó por lo que se conoce como el convencionalismo: el mundo puede ser descrito a partir de principios matemáticos diversos, y la elección de uno u otro marco sería una mera convención. Por su parte, Duhem se inclinó por el instrumentalismo: las teorías y leyes de la física serían instrumentos útiles para describir y transformar el mundo, pero nunca podrían aspirar a proporcionar conocimiento de su realidad última. Las tres posturas eran pesimistas en cuanto que negaban la posibilidad de la metafísica desde la física (o desde las ciencias empíricas en general); pero mientras Mach se oponía a cualquier posibilidad intelectual de la metafísica, Duhem, y en menor medida Poincaré, pretendían blindar así la metafísica de los cambios e incertidumbre de la física. 6.

LA TESIS VOLUNTARISTA

El sociólogo americano Robert K. Merton (1910-2003) se interesó por la ciencia y su historia desde una perspectiva sociológica. En 1938 publicó su primera gran obra, Science, Technology and Society in 17thCentury England, en la que analizaba la estructura social de la Royal Society de Londres y su papel en la emergencia de la ciencia moderna26. Merton se centró en las afiliaciones religiosas de los promotores de la Royal Society para argumentar que la ciencia moderna debía su origen a los valores implícitos en el Puritanismo inglés y en el Pietismo alemán, dos versiones muy específicas de la Reforma Protestante. Desde entonces, la «tesis de Merton» ha pasado a ser un lugar común de la historia " ARTIGAS (1991). 26 MERTON (1938).

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de la ciencia y de la revolución científica, en analogía con la tesis anterior de Max Weber (1864-1920) sobre la relación entre el protestantismo y el auge del capitalismo. La idea central de Merton era que «la ética Puritana, como expresión ideal de los valores y actitudes básicas del protestantismo en general, canalizó de tal modo los intereses de los hombres ingleses del siglo xvii, que se constituyó en un elemento importante en la promoción del cultivo de la ciencia»". Y, ¿cuáles eran esos valores que compartían el Purtianismo y la ciencia? Pues, tal como explicitó, se trataba de un complejo de valores que incluía «un cierto utilitarismo; intereses intramundanos; acción metódica e incesante; un minucioso empirismo; el derecho y hasta la obligación del libre examen y el anti-tradicionalismo»28. Además, frente a la incompatibilidad entre ciencia y religión defendida por Comte y sostenida por Sarton, Merton daba importancia al hecho de que casi la totalidad de los protagonistas de la revolución científica, no solo eran cristianos convencidos, sino que utilizaban argumentos y retórica religiosa para legitimar su ciencia29. Es preciso insistir en que Merton no atribuía una causalidad directa del Puritanismo hacia la ciencia moderna, sino que identificaba los valores de uno y de otra para inferir que había una correlación histórica, no necesariamente causaP°. Para entenderlo mejor señalemos que, contemporáneamente a su trabajo histórico, Merton también desarrolló su caracterización de los valores intrínsecos de la ciencia y que explicitó en 1942 con las conocidas «normas mertonianas»: comunismo, universalismo, desinterés y escepticismo organizado". Según su descripción, la ciencia era intrínsecamente comunitaria, alejada del individualismo; era universal, y por tanto no podía haber ciencia local o nacional; se cultivaba con total desinterés económico, político o ideológico; y, precisamente porque buscaba la verdad, nunca debía convertirse en dogmática. Quien no cumpliera estos cuatro requisitos, no podía considerarse un científico bueno o digno. Las cuatro normas y su relación con el Puritanismo y el auge de la ciencia moderna no pueden desligarse del momento histórico en el que Merton las formuló: los arios del nazismo en Alemania, donde se defendía la construcción de una ciencia «aria» al servicio y para gloria del régimen, y que pretendía justificar la limpieza étnica del país o la cultu" MERTON (1938), p. 494. 28 MERTON (1938), p. 495. " HARRISON (2010). 3° SHAPIN (1988). MERTON (1942).

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ra belicista. Para Merton, la ciencia florecía en ámbitos liberales y democráticos, con lo que no podía ni debía limitarse a contextos cerrados, exduyentes o racistas. Haciendo un paralelismo implícito entre las religiones organizadas y los totalitarismos del siglo xx, Merton sostenía que, gracias al ethos de la ciencia, «el investigador científico no preserva el abismo entre lo sagrado y lo profano» y está dispuesto a poner en duda todas las supuestas certezas. Esto, en el pasado, habría generado «revueltas contra la llamada intrusión de la ciencia» por parte de la «religión organizada». Sin embargo, en la actualidad, tal resistencia había casi desaparecido «en comparación con la de los grupos económicos y políticos», y alertaba que «en la sociedad totalitaria moderna, el antiintelectualismo y la centralización del control institucional sirven para limitar el alcance de la actividad científica»32. La tesis de Merton, como la de Duhem, se articulaba en contraposición a la idea del conflicto entre ciencia y religión, o de la superación de esta por parte de aquella. Duhem se había centrado en las ideas medievales; Merton se fijaba en los valores puritanos y pietistas. Pero sus fundamentos no podían ser más distintos, pues la tesis de Duhem era esencialmente intelectualista, mientras que la de Merton era voluntarista: el francés hablaba del contenido filosófico de la ciencia moderna, y el americano de los valores que impregnaban la organización social de la ciencia, de su ethos. Aun así, y a pesar de las críticas que recibieron, ambos intentaban rescatar algún elemento religioso en la historiografía del desarrollo de la ciencia moderna. 7.

LA TESIS PESIMISTA

«Todo aquel que no esté totalmente ciego se da cuenta de que no hay nada sano en nosotros; que nuestra mente está afligida por la ceguera e infectada por numerosos errores [...] La corrupción no está en solo una parte, sino que permea por completo el alma, en todas y cada una de sus facultades»". Así se expresaba Juan Calvino (1509-1564) en su comentario al libro del Génesis, en concreto a los pasajes que narran el Pecado Original. De modo análogo, Martín Lutero (1483-1546) había manifestado en numerosas ocasiones la total, absoluta e intrínseca corrupción del hombre tras la caída de Adán, y fruto de la cual «es imposible que la razón humana comprenda la Naturaleza»". De ahí arrancaba la doctri32 (1977), p. 368. " CALVIN°, en HARRISON (2007), p. 52. LUTERO, en HARRISON (2007), p. 52.

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na protestante de la justificación según la cual ninguna obra del hombre tenía el más mínimo valor ante el Altísimo. Solo Dios salva. Esta antropología pesimista no era exclusiva de Lutero y sus seguidores. En el siglo xv se dio un resurgir de las tesis agustinianas sobre el Pecado Original que, frente a la lectura optimista de Tomás de Aquino, subrayaban la corrupción posterior y la necesidad de la gracia. Por poner la cuestión de manera muy simple, pero suficiente para la discusión que seguirá: mientras que, según el planteamiento tomista, la caída de Adán y Eva supuso la pérdida de unos dones «extra», llamados pretenaturales, para Agustín de Hipona el resultado era que, de algún modo, tras el Pecado Original el ser humano se encontraba en un escalón inferior al de su propia naturaleza. ¿Qué relación tiene esto con la historia de la ciencia? Pues, tal como argumenta Peter Harrison en su The Fall of Man and the Foundations of Science, si el Pecado Original implicaba la corrupción total del hombre, la posibilidad de conocer la esencia de las cosas se desvanecía. Adán había perdido aquella armonía con la naturaleza de la cual, según el Génesis, disfrutaba en el Paraíso, y que le permitía «nombrar» las cosas, es decir, conocerlas en su esencia más íntima. De ahí que, a partir de entonces, la única aspiración de la mente humana era conformarse con acceder a las apariencias, a los fenómenos particulares, a la superficie del ser. Este pesimismo antropológico y sus implicaciones epistemológicas también encontraron apoyo extra-teológico en el siglo xvi. La llegada de los europeos al Nuevo Mundo supuso un cataclismo cognitivo de primer orden. El mundo ordenado, estable, concreto, que tanto medievales como renacentistas creían habitar, había demostrado ser mucho más grande y variado de lo que se esperaba. Especies vegetales y animales nuevas suponían, sí, una fuente de riqueza, pero también un reto para la estabilidad del conocimiento, Si, como hemos visto antes, Koyré interpretaba esta época como la del paso de un mundo cerrado a un universo infinito, otros historiadores de la ciencia se han fijado en la incertidumbre y el miedo al error que esta situación causaba. No nos debe sorprender, pues, que el famoso cogito ergo sum de René Descartes (1596-1650) fuera el punto de partida de todo un sistema filosófico surgido tras su agonía en la duda. Solo sospechando de todo lo previamente aceptado, podía el filósofo francés empezar a construir el conocimiento del mundo material; pero esto lo hacía utilizando como herramienta epistémica lo único realmente certero: el número, la cantidad. Una de las tres sustancias básicas, la materia, quedaba reducida a extensión, a ocupar espacio, a ser mera inercia muerta, sin sustancias ni almas que la animaran. Y si el mundo no era cognoscible directamente por el intelecto humano, debía aplicarse una metodología estricta para poder conocer.

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Tanto el Discurso del Método cartesiano, como el Novum Organum (la nueva lógica) de Francis Bacon, a pesar de sus estrategias casi opuestas, apuntaban en esa dirección. El hombre ya no podía confiar solo en su intelecto, sino que debía observar, experimentar y razonar de forma metódica, reglada, protocolizada. El método jugaba en el conocimiento un papel parecido al de la gracia divina en la teología de la justificación. En ambos casos la solución venía de fuera. Así, por ejemplo, leemos en la Instauratio Magna (Gran Restauración) de Bacon que, de la mano del método inductivo «la relación entre la mente humana y la naturaleza de las cosas [...] será restaurada a su condición perfecta originaria»". A este pesimismo habría que añadirle el panorama que el filósofo e historiador de influencias popperianas Stephen Toulmin (1922-2009) describió en su ya clásico Cosmópolis. El Trasfondo de la Modernidad36. Al shock por el descubrimiento de América y al auge del agustinianismo, habría que añadirles el miedo que se extendió por Europa durante las guerras de religión del siglo XVI y principios del xvii, y que culminarían con la Guerra de los Treinta Arios (1618-1648). Según Toulmin, los pensadores del Humanismo como Erasmo de Rotterdam (1466-1536), Tomás Moro (1478-1535), Michel de Montaigne (1533-1592), o los jóvenes Lutero, Enrique VIII (1491-1547) o Ignacio de Loyola (14911556) soñaban con un mundo donde el diálogo y la conversación pudieran reformar la Iglesia y la cristiandad. Pero la radicalización teológica y política que supusieron la Reforma y la Contrarreforma truncaron dicho proyecto, y el sueño humanista se transformó en la búsqueda del método adecuado para obtener certezas. Es aquí donde adquiriría sentido la famosa sentencia de Galileo en Il Saggiatorie: «La filosofía está escrita en este grandísimo libro que continuamente está abierto delante de nuestros ojos —me refiero al Universo—; pero no se puede entender si antes no estudiamos la lengua y los caracteres en los cuales está escrita. La lengua es la matemática y los caracteres son triángulos, circunferencias y otras figuras geométricas, sin cuyos medios es humanamente imposible entender una sola palabra; sin ellos vagará uno inútilmente por oscuro laberinto»".

Frente a la imposibilidad de llegar a acuerdos teológicos escrutando el contenido del libro por antonomasia, la Biblia, Galileo gira la vista 35

"

BACON, en HARRISON (2015), p. 88. TouLmiN (1992). GALILEO (1623/1981), p. 62.

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hacia el «otro libro», el Universo, como fuente de autoridad para dirimir disputas. Pero para sondear la Naturaleza y, con ello, comprender el mensaje de Dios, sería imprescindible utilizar el lenguaje certero y unívoco de la matemática. Siguiendo, pues, a Harrison y a Toulmin, en lo que he denominado la tesis pesimista sobre el origen de la ciencia moderna, se puede interpretar que el recurso a la matemática como tecnología epistémica para comprender el mundo fue la consecuencia de la pérdida de la fe en las capacidades cognitivas del hombre; consecuencia de un pesimismo antropológico. 8.

LA TESIS MARXISTA

Salvo la aportación sociológica de Merton, todos los nacimientos u orígenes de la ciencia hasta aquí descritos son fruto de una historiografía intelectual, es decir, basada en la historia de las ideas. Enfatizan la transformación de unas ideas en otras, el cambio de cosmovisiones, o mutaciones en las nociones de verdad o de conocimiento. La relación con la industria o las necesidades materiales, prácticas, juegan solo un papel secundario, relegadas a la condición de aplicaciones o de apoyo a la ciencia. Las filosofías materialistas y marxistas de la historia de la ciencia optaron por darle la vuelta y poner las transformaciones materiales en la base de la historiografía de la ciencia, eso sí, sin abandonar el paradigma de la revolución científica. Fue en el verano de 1931. La delegación soviética enviada al segundo congreso internacional de historia de la ciencia, celebrado en Londres, presentó una serie de ponencias en las que se presentaba la ciencia como fruto y motor del desarrollo industrial de la nueva Rusia. Nikolai Bujarin (1888-1938), que hasta 1929 había sido uno de los hombres fuertes de Politburó, y que había caído en desgracia ante Stalin (acabó siendo fusilado en 1938), presidía una delegación que se sabía escrutada dentro (por los estalinistas contrarios a la «ciencia burguesa») y fuera (por el mundo liberal sospechoso de las ideas comunistas). La conferencia que más impacto tuvo fue la que pronunció Boris Hessen (1893-1936) el 4 de julio (Hessen también murió fusilado tras un juicio sumario en 1936). Hessen era uno de los grandes físicos teóricos del país, llegando a ser el director adjunto del Instituto de Física de Moscú. Como tal, se había especializado en las grandes teorías del momento, la relatividad y la física cuántica, las cuales eran vistas con sospecha por el régimen de Stalin. Si en Alemania la supuesta «ciencia aria» renegaba de ambas teorías por calificarlas de «ciencia judía», los soviéticos las recha-

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zaban por ser «burguesas», es decir, idealistas, imprácticas e inútiles para el florecimiento industrial y material del país". Para intentar contrarrestar esta visión, Hessen desplegó una historiografía de la ciencia en la que ponía de relieve la estrecha imbricación entre ciencia teórica y progreso material. Así, el nacimiento y desarrollo de la ciencia, especialmente de la física teórica, sería fruto y causa, a la vez, de los intentos por responder a las necesidades del comercio y la industria. «Las raíces socio-económicas de los Principia de Newton», que así se llamaba su conferencia, sigue siendo uno de los textos clásicos de los orígenes de la historia de la ciencia como disciplina académica. Hessen se pregunta de dónde venía el genio creativo de Newton que le permitió desarrollar una teoría tan global sobre las fuerzas del mundo físico. Para ello sitúa a Newton en el contexto de los cambios en la economía y el comercio: «el sorprendente florecimiento de la ciencia natural de los siglos xvi y xvii fue consecuencia de la desintegración de la economía feudal, del desarrollo del capitalismo comercial, de las relaciones internacionales marítimas y de la industria pesada (minería y metalurgia)» . Estos cambios económicos trajeron consigo nuevos problemas tecnológicos relacionados con el transporte, la construcción, la fabricación, etc. Y a muchos de ellos habría dado respuesta la física de Newton. Por eso sorprende que «mientras que se ha conservado mucho material relacionado con las actividades puramente científicas de Newton, no se ha preservado nada relacionado con sus actividades en la esfera técnica». La historia de Newton, según Hessen, habría sido falseada por un énfasis exclusivo en su trabajo teórico. (Como veremos en el capítulo 4, Hessen estaba en lo cierto en cuanto al sesgo de los archivos de Newton). Otro de los elementos que formaba el caldo de cultivo en el que pudo surgir Newton habría sido el emergente materialismo y ateísmo del siglo xvii. Hessen puso en boca de Thomas Hobbes (1588-1678) la idea de que «el materialismo era la filosofía adecuada para los científicos y la gente educada, en contraste con la religión, que era buena solo para las masas incultas, incluida la burguesía»4°. Ese fundamento materialista habría dado sus frutos pues, con las leyes de la mecánica, y a pesar del propio Newton, se habría demostrado que «el Sistema Solar no fue creado por Dios y el movimiento de los planetas no se debe a un impulso divino [...] Dios no tiene cabida en un sistema cuya existencia " GRAHAM (1985). " HESSEN, en. FREUDENTHAL y MACLAUGHLIN (2009), p. 44. 40 HESSEN (1931), p. 66.

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se basa solo en leyes mecánicas, y ni siquiera es necesario para explicar su origen»41. Hessen terminó su largo ensayo con un manifiesto a favor del marxismo. Si bien la emergencia de la sociedad burguesa y capitalista había sido instrumental a la hora de promover la ciencia moderna, ese mismo capitalismo habría creado el monstruo del proletariado, la pobreza y, en el momento que pronunciaba su discurso, en medio de la miseria de la Gran Depresión, el desempleo masivo. La solución, según él, era seguir confiando en la ciencia, pero en una sociedad socialista: «la construcción del socialismo [...] genera a la ciencia nuevas tareas insospechadas, traza nuevos caminos para su desarrollo y enriquece el conocimiento de la humanidad»42. Y añadía que, frente a la apropiación de la ciencia por parte del sistema capitalista, «la ciencia pertenecerá a toda la humanidad solo cuando haya una sociedad socialista» . De entre los asistentes al congreso de Londres, el cristalógrafo y activista comunista de origen irlandés, John D. Bernal (1901-1971), fue de los primeros en recoger el guante de Hessen y, en 1939, publicó su libro The Social Function of Science". En él criticaba al mundo científico de haberse vendido a la industria y haber olvidado su compromiso social. Bernal interpretaba que una historiografía de la ciencia centrada solo en las ideas científicas, entendidas estas como puras y desinteresadas, era una coartada para huir de la responsabilidad social de la comunidad científica. Si la industria era meramente el resultado indirecto de aplicaciones científicas, la ciencia se blindaba ante la inmoralidad de su uso en la industria militar o ante la creación de un proletariado en la miseria. En su obra en cuatro volúmenes Science in History de 1954, Bernal argumentaba que la ciencia era una fuerza potencial para el bien, pero que el complejo militar e industrial la había distorsionado. La misión que él se imponía era la de rescatarla para su uso social natural. Una historiografía alternativa de corte marxista que defendiera que la ciencia era el resultado, y no la causa, de la búsqueda del dominio técnico y material de la naturaleza podía contribuir a esa misión de rescate y transformación social'". Y ese fue el proyecto que emprendió Bernal y que tanta influencia tuvo en historiadores de la ciencia de la tradición materialista.

41 HESSEN (1931), p. 83. " HESSEN (1931), p. 88. " HESSEN (1931), p. 89. 44 BERNAL (1939). " BERNAL (1954). El prefacio es particularmente esclarecedor a este respecto.

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9.

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LA TESIS SOCIOLÓGICA

«No existió la revolución científica y este es un libro acerca de ella»46. En la introducción ya he llamado la atención acerca de la célebre frase con la que el historiador Steven Shapin comenzó su libro La Revolución Científica. Una Interpretación Alternativa, y que inmediatamente hizo fortuna. La ironía era que, si bien negaba que hubiese una «revolución científica», el libro seguía centrándose en las transformaciones en el conocimiento de la naturaleza en algunas zonas muy concretas de Europa durante los siglos xvi a xviii. O sea, el área geográfica y el período temporal relevantes seguían siendo los mismos que en el modelo iniciado por Koyré. Más interesante era la estructura del libro en tres capítulos («qué se sabía», «cómo se sabía», «para qué se sabía») en los que se materializaba uno de los cambios fundamentales en la historiografía de la ciencia en las últimas décadas del siglo xx: el giro sociológico. Frente a la tradición heredera de la historia de la filosofía y de la historia de las ideas, tradición que se centra en la evolución de las teorías y conceptos científicos, a partir de la década de 1970 empezó a prestarse atención a la ciencia como estructura social, como parte y fruto de los avatares culturales, sociales, políticos y económicos. Se diluían así las fronteras entre ciencia y otras áreas de la vida, y dejaba de tener sentido la dicotomía esencial entre ciencia y política, ciencia y economía, ciencia y arte, ciencia y tecnología y, por supuesto, también entre ciencia y religión. Datan de esa época los intentos por describir la ciencia como una «construcción social», como una «estructura de poder», o como un «discurso cultural»47. Lo más relevante era que, quizás por primera vez desde Comte, la historia de la ciencia dejaba de esencializar su sujeto de estudio; es decir, dejaba de dar por supuesto que «la ciencia», en singular, tenía una identidad claramente definida, esencial y atemporal. Esto no significaba, según estas corrientes, que no existiera en absoluto la ciencia, sino que lo que se consideraba como tal dependía de los valores de verdad, de objetividad o de utilidad de cada tiempo". Así, por ejemplo, la astrología o la alquimia dejaron de ser vistas como pre-científicas o a-científicas para ser entendidas como formas de conocimiento legítimas en un momento y lugar determinados. La pregunta por el nacimiento de la ciencia, que es la que nos ocupa en este capítulo, no desapareció del todo, sino que se transformó en la pregunta acerca del nacimiento de la ciencia.. . «tal como la entendemos " SHAPIN (1996), p. i. " GOLINSKI (1998). 48 DASTON y GALISON (2007).

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ahora». Y con esto en mente, para muchos historiadores de la ciencia, los siglos xvi y xvii dejaron de ser el momento fundacional y fue el siglo xix el que pasó a ocupar ese lugar. Porque, según esta nueva tradición, la ciencia «tal como la entendemos ahora» no es fundamentalmente un método o unas teorías para comprender el mundo, sino un entramado de instituciones, de profesiones y de prácticas al servicio de la economía y del Estado; la dimensión cognitiva de la ciencia formaría una aleación con las prácticas materiales y técnicas, con la educación de las nuevas generaciones, y con las expectativas de presente y de futuro de las sociedades modernas. Igual que hemos visto en las secciones anteriores, esta idea de ciencia es tan normativa como descriptiva, pues aspira a configurar políticas científicas y culturales de lo que se ha venido en llamar la sociedad del conocimiento. La historiografía que de esta idea de ciencia se desprende arrincona la noción de «descubrimiento» y la sustituye por la de «producción de conocimiento»; desecha a los grandes genios y su lugar lo ocupan los equipos, grupos y comunidades científicas; y, como ya hicieran Hessen y Bernal, da más importancia a los condicionantes materiales que a una supuesta búsqueda de la verdad. Y, también como en los casos anteriores, esta idea de ciencia parecía requerir de una historia fundacional. ¿Por qué el siglo xix? Pues porque, como han argumentado historiadores como Eric Hobsbawm o Christopher Bayly (1945-2015) de maneras distintas", fue en el siglo xix cuando se dio la creación del Estado-nación moderno y de sus imperios globales. El telégrafo, la estandarización de muchos aspectos de la vida, la educación reglada, las comunicaciones, la industrialización, la organización de la vida urbana, la salud pública y un largo etcétera constituirían el marco en el que se habría desarrollado una sociedad basada en y productora de ciencia (o de tecnociencia, como algunos prefieren llamarla). Una ciencia que, repito, ya no se entiende meramente como curiosidad intelectual sino como actividad práctica, con sus laboratorios, sus aplicaciones y sus productos. Esta nueva historiografía abrió muchas posibilidades a historiadores, filósofos y sociólogos de la ciencia que querían evitar una ciencia blindada del control democrático. Recogiendo el guante de lo que Dwight D. Eisenhower (1890-1969) llamó los peligros del complejo científicoindustrial-militar en su discurso de despedida de 1961, los estudios sociales de la ciencia podían ayudar a recordar que la ciencia era una actividad humana y social. Tal como decía el viejo presidente americano, «a la vez que tenemos a la investigación científica y sus descubrimientos en " HOBSBAWM (1962, 1975, 1987); BAYLY (2004).

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CIENCIA-RELIGIÓN Y SUS TRADICIONES INVENTADAS

alta estima, debemos estar alerta ante el peligro potencial de que la vida pública acabe siendo cautiva de una élite científico-tecnológica»". Y una manera de evitar ese peligro era, para la historiografía más sociológica, sacar a la ciencia de su torre de marfil y bajarla del mundo platónico de las ideas; o, si se me permite una expresión de la tradición judeocristiana, rasgar el velo del templo científicos'. Este proyecto ha dado frutos muy interesantes desde el punto de vista de la historia de la ciencia. Pero también ha generado un espacio para aquellos que, más que sacar a la ciencia de su trono, la querían decapitar. De ahí han podido alimentarse, entre otros, movimientos anti-científicos, negacionistas o terraplanistas, hasta el punto que, recientemente, algunos de los impulsores de ese proyecto sociologista, como Harry Collins o Bruno Latour, han comenzado a entonar un mea culpa". Y en tiempos de polarización creciente como los actuales, se corre el riesgo de volver a caer en los extremos del cientificismo dogmático, por un lado, y de la disolución y subjetivación de todo conocimiento, por el otro. Y de esta melé también han surgido nuevas posibilidades historiográficas para el estudio de las supuestas relaciones entre ciencia y religión, tal como veremos a lo largo del libro. Retomaré esta argumentación en el último capítulo. *

*

*

Todos los «nacimientos» de la ciencia que he tratado en este capítulo se centran en lo que algunos llaman «ciencia europea», «ciencia occidental» o «ciencia moderna». Muchas son las escuelas que pretenden ampliar el ámbito geográfico para escribir una historia global que comprenda los conocimientos de la Naturaleza y las prácticas médicas y tecnológicas de otras culturas y otras civilizaciones. No las incluyo aquí porque, como decía en la introducción, lo que en este libro me interesa es estudiar la historiografía de las relaciones entre ciencia y religión que se ha construido en el ámbito de influencia occidental y de tradición cristiana. De todos modos, antes de seguir, quiero mencionar dos elementos que, si bien no trataré ahora, sí serán relevantes hacia el final del libro. El primero es el carácter positivo de todas las escuelas aquí descritas. Salvo algunas excepciones, la mayoría de las historiografías de la ciencia están asociadas a filosofías que consideran a la ciencia como algo posi50

EISENHOWER (1961), 11. iV. FULLER (2016). " COLLINS (2014); LATOUR (2004).

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tivo, como algo bueno y necesario. En otras palabras, la ciencia parece ser aquello de lo que tanto positivistas como sociologistas, tanto agnósticos como teístas, tanto católicos como protestantes, tanto marxistas como liberales pretenden apropiarse. Estos intentos de apropiación pasan con frecuencia desapercibidos en los debates sobre la relación entre ciencia y religión, especialmente en aquellas aproximaciones que comparten, de algún modo u otro, la tesis del conflicto. Y es que, incluso cuando se dieron controversias, los actores históricos no las planteaban necesariamente en clave dialéctica (a favor y en contra de la ciencia), sino en clave axiológica (la buena y la mala ciencia). El segundo elemento que queda en el aire, aunque ya mencionado en la introducción, es la pregunta acerca de la historiografía de la(s) religión(es). Del mismo modo que la historia de la ciencia depende de la idea que de esta se tenga o se quiera promover, también la historia de la religión dependerá de la noción que de esta se pretenda fomentar. No desarrollaré este aspecto por tres motivos fundamentales. En primer lugar, porque lo que me interesa es la historiografía de la religión solo en tanto que relevante para la historia de las relaciones entre ciencia y religión. Y, como esta se ha desarrollado en el ámbito europeo, de influencia fundamentalmente cristiana, la apelación a un concepto amplio de religión confundiría más que ayudaría a la tesis de este libro. Además, tal como ya he apuntado en la introducción, el concepto moderno de religión tiene un fuerte componente eurocéntrico y, por tanto, una raíz que es a la vez judeo-cristiana y colonialistas'. Segundo, porque la historia de las relaciones entre ciencia y religión se ha desarrollado en gran medida desde la perspectiva de la historia de la ciencia y solo raramente desde la historia de la(s) religión(es). Esta asimetría no es baladí y apoya la idea de que la historia de las relaciones entre ciencia y religión está ligada a la búsqueda de una identidad de «lo científico» y a la construcción de sus «tradiciones inventadas». Y, tercero, porque esto merecería otro libro que quizás algún día escriba.

NONGBRI (2013); BAYLEY (2004), cap. 9.

CAPÍTULO 2

ENTRE LA FILOSOFÍA NATURAL Y LA TEOLOGÍA NATURAL

14 de marzo de 2013. Ginebra. Dos equipos investigadores del Centro Europeo para la Investigación Nuclear, el CERN, confirman la detección del bosón de Higgs, una partícula elemental predicha teóricamente casi medio siglo atrás para explicar el origen de la masa. Es un éxito de la física teórica y experimental y, tras años de sequía mediática, la física más fundamental vuelve a estar de moda en la prensa. Solo unos pocos físicos comprenden las complejidades de la matemática asociada a la teoría y de los experimentos que se han realizado en el LHC, el acelerador de partículas más grande y potente del mundo. Y, sin embargo, todo el mundo habla y opina acerca del reciente descubrimiento; quizás porque al bosón de Higgs se le conoce popularmente con el enigmático nombre de «la partícula de Dios». ¿Cuál era el fundamento teológico de la nueva partícula? ¿Estaba el CERN finalmente consiguiendo escrutar los misterios divinos? La respuesta es bastante más prosaica: unos arios antes, en 1993, el físico y premio Nobel Leon M. Lederman y el divulgador Dick Teresi decidieron escribir un libro para el público general. En él explicaban cada una de las partículas elementales y llamaban la atención acerca del bosón de Higgs, que llevaba treinta arios predicho, pero cuya detección parecía, con los medios entonces disponibles, imposible. Por ser tan elusiva, la llamaron «la maldita partícula». «Maldito» en inglés vulgar es «goddamn» (literalmente «maldecido por Dios») y, a pesar de la insistencia de los autores para utilizar esta palabra, los editores optaron por una estrategia comercial más suculenta: «the God Particle» (la partícula de Dios)1. Y, a partir de ahí, la producción literaria pseudoteológica se disparó. LEDERMAN y TERESI (1993), p. 22. [55]

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CIENCIA-RELIGIÓN Y SUS TRADICIONES INVENTADAS

Evidentemente, la imbricación entre ciencia y teología no siempre fue tan mediocre. Como hemos visto en el capítulo anterior, una parte importante del proyecto naturalista de los siglos xvi y xvn europeo tenía una potente carga de teología natural: comprender el mundo era, para Bacon, Kepler, Boyle o Newton, un modo de acercarse a la mente de Dios. Particularmente importante fue, durante esa época, la consolidación de una nueva idea de Dios y de Creación en algunas teologías cristianas: la del diseñador y el diseño, ajenas a la escolástica medieval'. La filosofía mecánica de la Modernidad así lo apuntaba; si el mundo se podía comprender con la analogía del reloj, Dios pasaba a ser un relojero que diseñaba y fabricaba la maquinaria. Es conocida, en este sentido, la frase de Newton en el Escolio de la segunda edición de los Philosophiae Naturalis Principia Mathematica: «Este maravilloso sistema del Sol, los planetas y los cometas, solo puede proceder del consejo y dominio de un ser inteligente. Y si las estrellas fijas fueran los centros de otros sistemas, estos también estarían formados por el mismo sabio consejo y sujetos a su dominio». Esta idea del diseño, así como la de «leyes de la naturaleza», fueron centrales en el proyecto naturalista y teológico de la primera modernidad y dieron pie a una tradición de «físico-teología» y de teología natural genuinamente moderna4. De ahí arrancan algunos de los episodios de los siglos XVIII y xix que consolidaron la idea de que la ciencia moderna, en especial la física, tenían mucho que decir acerca de la existencia y naturaleza de Dios. Y de ahí también arrancaron muchos de los argumentos de la apologética cristiana moderna que, con el tiempo y los cambios de la propia ciencia, se tornaron, como un boomerang, en contra del proyecto para el cual se habían inicialmente formulado. Como dice un conocido aforismo, nadie dudaba de la existencia de Dios hasta que las conferencias Boyle intentaron demostrar que sí existías. 1.

DE LAS CONFERENCIAS BOYLE A LOS TRATADOS BRIDGEWATER

11 de febrero de 1829. Fallece el octavo (y último) conde de Bridgewater, un noble inglés de lo más excéntrico, clérigo de la Iglesia de Inglaterra, dejando tras de sí una fortuna. Su testamento incluye un legado de ocho mil libras para la producción y publicación de obras que 2 3 4

SILVA (2019). NEWTON (1713). BLAIR y VON GREYERZ (2020). HARRISON (2015), p. 115.

CAP. 2: ENTRE LA FILOSOFÍA NATURAL Y LA TEOLOGÍA NATURAL

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exploren «el Poder, la Sabiduría y la Bondad de Dios según se muestran en la Creación». La idea de indagar los atributos de Dios tomando como base la nueva filosofía natural de corte baconiano no era nueva, especialmente en Inglaterra. En el siglo anterior, las conocidas como conferencias Boyle fueron el exponente más notorio de una tradición que todavía perdura', y según la cual el conocimiento de la Naturaleza puede tener una misión teológica y apologética para el cristianismo. Esta tradición se forjó gracias al propio Newton y a los iniciadores de la Royal Society. En un país sometido a guerras civiles e inestabilidad casi permanente durante el siglo xvn, el orden de la Naturaleza que la obra de Newton revelaba también podría mostrar el camino hacia el orden político. El ateísmo y la irreligiosidad eran, para muchos, obstáculos para la anhelada tranquilidad y, a rebufo de los Principia de Newton, se fue armando una teología natural en la que también había un subtexto político. La gran diferencia con la Ilustración de corte francés era que, mientras esta tenía un marcado carácter anticlerical, en la Inglaterra moderna la Iglesia Anglicana se constituyó en una piedra angular del nuevo estado. Robert Boyle (1627-1691) fue, junto con Newton, uno de los máximos exponentes de la nueva filosofía natural mecánica y uno de los agentes fundamentales en la formación de la Royal Society. A su muerte, y como respuesta a las tesis ateas de su adversario Thomas Hobbes (1588-1679), dejó un legado para que se prepararan una serie de obras, unos sermones, que relacionaran la filosofía natural con la apologética cristiana. La primera Boyle Lecture, con el título de «Refutación del Ateísmo a partir del origen y estructura del mundo», la preparó el teólogo y filólogo Richard Bentley (1662-1742) en 1692, y sembró las semillas de una tradición de teología natural newtoniana. Tal como muestra la correspondencia entre Bentley y Newton, este le animó a seguir con sus argumentos de teología natural a pesar de que Bentley no comprendiera en exceso las sutilezas matemáticas de los Principia. La historia de las Boyle Lectures es apasionante en sí misma, pero este no es el lugar para explayarse en ellas. Interesa subrayar, sin embargo, un elemento que será importante para los desarrollos posteriores. Bentley y muchos de los teólogos que participaban de este proyecto eran conscientes de la necesidad de evitar que Dios fuera simplemente un diseñador del cosmos. Esta era la concepción de filósofos contemporáneos a Newton, el más relevante de los cuales, Gottfired Leibinz (1646-1716), también le disputó la paternidad del cálculo infinitesimal. Para Newton, la gravitación universal era necesaria pero no suficiente a la hora de explicar el Sistema Con algunas discontinuidades a lo largo de los siglos, las Boyle Lectures siguen celebrándose en la actualidad.

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Solar: la fricción y otros elementos habrían conducido a los planetas a colapsar y caer en el Sol si no fuera porque Dios, con su providencia extraordinaria, se encargaba con regularidad de mantener los planetas en sus órbitas. De este modo, el Dios de Newton y Bentley aparecía, a la vez, como diseñador del cosmos y como conservador de su orden; o, como le criticaría Leibniz, un Dios-relojero tan mediocre que, con frecuencia, debía ajustar y dar cuerda al mecanismo del mundo'. Con el tiempo, y con la creciente comprensión (o especulación) acerca de la naturaleza de la gravitación, el componente de providencia extraordinaria fue relegado a la explicación de los milagros y, más adelante, desapareció casi totalmente del horizonte de la teología natural de corte newtoniano. Así, de esos dos roles de Dios, el de creador-diseñador y el de conservador, solo el primero sobrevivió en la teología natural de finales del siglo XVIII y principios del xix: Dios ya no actuaba en la Naturaleza más que como creador y diseñador de las leyes naturales. Y a partir de ahí, los argumentos desde posturas ateas empezaron a centrarse, casi en exclusiva, contra la idea del Dios diseñador, tal como se ve en obra póstuma del escocés David Hume (1711-1776), Diálogos sobre la Religión Natural'. A principios del siglo xix, la centralidad en el argumento del diseño para demostrar o falsar la existencia de Dios se mantuvo; pero no así la importancia de la física para ello. La geología y el mundo de la vida fueron ganando terreno como fuente legitimadora del Dios diseñador. A ello ayudó que el desarrollo de la física y la astronomía las habían llevado a unas cotas de complejidad inasequibles para la mayoría de la gente, mientras que la historia natural (la biología, la geología, etc.) eran más comprensibles para una sociedad que seguía muy en contacto con la naturaleza, fuera en el mundo rural o en el pequeño jardín urbano. Este cambio se ve claramente en el testamento del conde de Bridgewater donde animaba a que los tratados que impulsó ilustraran «el poder, la sabiduría y la Bondad de Dios» basándose en «la diversidad y formación de sus criaturas en el reino animal, vegetal y mineral; el efecto de la digestión [ ...]; la construcción de la mano del hombre»; sin excluir todos los conocimientos de «las artes, las ciencias y el conjunto de toda la literatura». Los ocho tratados que finalmente aparecieron fueron escritos por autores de gran relevancia en el mundo de la filosofía natural y la filosofía moral del momento, como William Whewell, al que ya hemos conocido en el capítulo anterior, el teólogo y economista escocés Thomas

9

ALEXANDER (1956). GASCOIGNE (1988). En ROBSON (1990), p. 71.

CAP. 2: ENTRE LA FILOSOFÍA NATURAL Y LA TEOLOGÍA NATURAL

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Chalmers (1780-1847), o el químico William Prout (1785-1850). Siguiendo las indicaciones de Bridgewater, todos ellos escribieron tratados en los que se utilizaban los últimos, más modernos y más elaborados conocimientos de filosofía natural para demostrar sus tesis teológicas. De este modo, los Tratados Bridgewater se convirtieron no tanto en fuente de nuevos argumentos teológicos, pues todos ellos seguían la tesis del diseño, sino en el altavoz de los descubrimientos más recientes transmitidos, eso sí, con el envoltorio de la teología natural. En otras palabras, lo que en principio iba a ser simplemente el medio (la filosofía natural) para un fin (la demostración de la existencia y atributos de Dios) acabó convirtiéndose en el contenido más interesante y atractivo de estos tratados. Tal como mostró el historiador de la ciencia Jonathan Topham, el éxito de los Tratados Bridgewater se debió a que «presentó a las clases medias piadosas un compendio nada técnico y religiosamente conservador de la ciencia contemporánea, escrita por autores cuyas credenciales científicas y religiosas habían sido aprobadas por autoridades intachables como el presidente de la Royal Society y el arzobispo de Canterbury»1°. Como consecuencia de todo ello, estos tratados jugaron un papel de divulgación científica animando así a la cultura científica de los primeros victorianos. La ciencia moderna de principios del siglo xix era extraña, novedosa, quizás peligrosa; y presentarla de la mano de los valores morales y religiosos de la mayoría de la gente resultó ser una estrategia muy útil. De hecho, aunque este uso de la teología natural para la divulgación científica no estaba en los planes del conde Bridgewater, sí formaba parte de la tradición de algunos de los autores de los tratados. Dos de ellos, el anatomista y fisiólogo Charles Bell (1774-1842) y el médico y físico Peter Mark Roget (1774-1842), estaban entre los fundadores, en 1826, de la Sociedad para la Difusión de Conocimiento Útil (la SDUK por sus siglas en inglés) y la red de «institutos mecánicos». Ambas iniciativas tenían mucho que ver con la necesidad de una educación científica, técnica y práctica para las clases más sencillas, de manera que se pudieran incorporar a la mano de obra de la primera revolución industrial. Para ello se elaboró toda una literatura asequible, fácil de digerir y que no resultara especialmente rompedora_ Teniendo en cuenta, además, que dicho proyecto se enmarcaba dentro del papel central que las parroquias anglicanas jugaban como centros de la actividad cultural y asistencial a nivel local, no resulta extraño que la formación técnico-científica de la SDUK utilizara, o diese por supuestas, premisas de teología natural y moral. Además, de este modo los promotores de esta ola educativa tamTOPHAM (1992), p. 398. Cfr. TOPHAM (1998).

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bién se blindaban de posibles reparos por parte de los sectores más reaccionarios y clasistas de la Iglesia de Inglaterra. Junto al elemento práctico del movimiento de la SDUK y los institutos mecánicos, algunos de sus impulsores también aspiraban a formar ciudadanos más religiosos, más morales, más diligentes. Así, por ejemplo, el mencionado Thomas Chalmers, el clérigo más influyente de la Iglesia de Escocia del momento y autor de uno de los tratados Bridgewater, había escrito que «hay una gran afinidad entre el gusto por la ciencia y el gusto por lo sagrado. Ambas son abstracciones refinadas de la vulgaridad de lo familiar y del mundo ordinario» y ayudan a una «cierta victoria de lo espiritual y lo intelectual sobre la parte animal de nuestra naturaleza». Así, la formación científica hacía al hombre «más reflexivo y menos sensual», y conseguía conferir a todas sus actividades un mayor nivel de «respetabilidad»". Pero, como veremos a continuación, el envoltorio teológico de esta divulgación científica pronto encontró sus enemigos o, mejor dicho, la divulgación científica victoriana pronto empezó a utilizar otro envoltorio «teológico»: el del materialismo, el agnosticismo y el ateísmo. 2.

EL UNIVERSO INVISIBLE

19 de agosto de 1874. Belfast. Como cada ario desde 1831, la Sociedad Británica para el Avance de las Ciencias, la BAAS por sus siglas en inglés, organiza algo parecido a un festival de la ciencia. Durante una semana, científicos nacionales y extranjeros, junto con gente de la cultura y las artes, disertan entre sí y con el público general sobre los avances en el conocimiento de la naturaleza. Este ario, el presidente de la BAAS es el físico irlandés John Tyndall (1820-1893), y su discurso presidencial se convierte en fuente de controversia por sus expresiones en favor del materialismo y por sus ataques contra el cristianismo. Ante ese discurso muchos protestaron: «un abuso de poder», gritaron unos; una postura legítima «pero no en nombre de la ciencia, y mucho menos como la opinión de la BAAS», matizaban otros; y, mientras, otro grupo numeroso aplaudía la «valentía y la libertad con la que [Tyndall] había hablado»". La Belfast Address, como se la conoce, tenía fundamentalmente dos partes. En la primera establecía una cronología en la que defendía que, mientras algunos griegos antiguos como Demócrito, Epicuro o Lucrecio habían atisbado el atomismo y liberado la naturaleza de una «miríada de "

en TOPHAM (1992), p. 406. En BARTON (1987), pp. 113 y 116.

CHALiV1ERS

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diosecillos y demonios»", las filosofías de Platón y Aristóteles, animadas posteriormente por el cristianismo, habían llevado a una parálisis de la ciencia. En la segunda parte se explicitaban su naturalismo y su materialismo basados, fundamentalmente, en el atomismo y el principio de conservación de la energía: todo lo que sucedía en el mundo tenía una explicación a partir del movimiento de átomos, sin necesidad de referencias a un diseñador, a intervenciones sobrenaturales o a influjos mentales. Tyndall formaba parte de un grupo de científicos victorianos empeñados en redefinir la percepción de la ciencia desde una concepción totalmente secular y naturalista. No se trataba tanto de cambiar el modo de hacer ciencia, sino de despojarla de la retórica teísta y de su uso por instituciones clericales. Volveremos a ello en el capítulo 6. Aquí quiero centrarme en una de las reacciones a la Belfast Address más elaboradas: la producida por dos físicos teístas, quienes defendían la existencia de realidades espirituales también utilizando para ello, como había hecho Tyndall, el atomismo y el principio de conservación de la energía. En 1875, Balfour Stewart (1828-1887) y Peter Guthrie Tait (18311901) publicaron El Universo Invisible o Especulaciones Físicas sobre un Estado Futuro, una obra dedicada, según decían en el prólogo, a «mostrar que la supuesta incompatibilidad entre ciencia y religión no existe»". Ambos, al igual que Tyndall, habían sido actores fundamentales en el desarrollo de la física del siglo xix, la cual tenía al principio de conservación de la energía como su piedra angular. La «ciencia de la energía», tal como la llamó el historiador Crosbie Smith, se había formalizado a rebufo de la máquina de vapor y de la revolución industrial y en el contexto presbiteriano de Escocia y del Norte de Inglaterra. Frente al universo estable que la mecánica newtoniana comportaba, la termodinámica se topó con el reto de explicar por qué parte de la energía invertida en una máquina se disipaba y no producía trabajo útil. Siguiendo la parábola evangélica de los talentos, la cultura presbiteriana, de corte calvinista, animaba a los «buenos cristianos» a trabajar para que los dones de Dios rindieran su fruto y luchar contra «las fuerzas de destrucción presentes en la creación visible»". La energía se conservaba, sí; pero no siempre lo hacía de forma eficiente. Era imprescindible trabajar para hacer fructificar los talentos. En la introducción de El Universo Invisible, Stewart y Tait empezaban comparando el progreso de las ciencias a una marea que amenazaba con (1874), p. 2. STEWART y TAIT (1884), p. xi. SMITH (1998), pp. 18 y 22.

TYNDALL

N

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borrar los límites entre los distintos territorios del conocimiento. Uno de estos territorios sería la «región cristiana», cuyos habitantes imaginaban que «las vallas y los puntos de referencia han desaparecido, y que la imparable marea está a punto de atacar, como lleva tiempo amenazando, las vidas y los hogares» de la comunidad cristiana16. La tragedia que los autores de El Universo Invisible querían evitar era la consolidación de una filosofía, cada vez más dominante, que negaba «la esperanza en un estado futuro»17. Para evitar los «horrores yblasfemias del materialismo» 18, su obra se centraría en discutir solo «los aspectos _físicos del argumento en favor de un estado futuro» ' , dejando para otros las razones metafísicas. En otras palabras: su objetivo era demostrar la existencia de la vida eterna con los principios de la física del momento, de la cual ellos eran expertos2°. El Universo Invisible no era una obra de apologética de la ortodoxia cristiana, sino un intento de atacar al materialismo más radical desde la propia física. Para ello imaginaban una continuidad entre el universo «visible», el específicamente material, y el «invisible». El primero, el de los átomos, la materia y lo mostrenco, sería finito en el tiempo, creado en un momento y con expectativas de desaparecer en el futuro. El segundo, el invisible, sería eterno e infinito. Y para ello, el argumento central era la conservación de la energía o, lo que ellos llamaban, el «Principio de Continuidad». Con ella, con la «continuidad», Stewart y Tait aunaban tres aspectos: la ausencia de saltos entre los diversos aspectos de la Naturaleza, la intrínseca conexión entre el mundo invisible y el visible, y el respeto por la tradición (epistémica, pero también institucional y política) rehuyendo todo atisbo de actitudes revolucionarias. Otra idea central de la física victoriana era la existencia del éter como sustrato de toda la energía. Desde los tiempos de Newton, la gravedad y el resto de interacciones físicas se habían topado con un problema central: el de explicar su propagación. A lo largo de los siglos XVIII y XIX fue tomando cuerpo la idea de que tanto la gravitación como el calor, la electricidad, el magnetismo o la luz se propagaban en un medio que, aunque inobservable, debía existir. La indefinición de sus propiedades y de su propia esencia propiciaron el uso del éter para todo tipo de especulaciones físicas, metafísicas y teológicas21. Sin el éter no se pueden entender muchos de los progresos de la física del siglo xix; pero, a la vez, si este era 16

STEWART y TAIT (1884), p. 2. STEWART y TAIT (1884), p. 3. ' 8 STEWART y TAIT (1884), p. 21. 19 STEWART y TAIT (1884), p. 3. 20 NAVARRO (2011). 21 CANTOR y HODGE (1981). 17

CAP. 2: ENTRE LA FILOSOFÍA NATURAL Y LA TEOLOGÍA NATURAL

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la sede donde residía la energía, quizás también podía explicar, desde la física, la existencia de la mente, los espíritus o la telepatía. Esa es la misión que emprendieron Tait y Stewart en El Universo Invisible. Mientras el atomismo materialista de Tyndall negaba la existencia del espíritu y de una vida después de la muerte, Tait y Stewart abogaban por situar tanto la materia como el espíritu como epifenómenos del éter. Así, se podría pensar que los átomos serían concentraciones efímeras de éter en forma de vórtices que, al disolverse, volverían a su naturaleza etérea primigenia. Para ello utilizaron la imagen de anillos de humo que un fumador puede formar en el aire, o los que una turbulencia genera en el agua, «la única diferencia siendo su duración, ya que estos solo duran unos segundos, mientras que los átomos pueden durar miles de millones de años»22. El Universo Invisible fue un éxito editorial, viendo más de una decena de ediciones en los arios posteriores a su publicación. Esto no significa que fuese aprobado por sus lectores. Las críticas que se vertieron se podrían englobar en tres grupos. Ciertamente, desde posturas materialistas se criticó el libro como un ejercicio de mala ciencia y de especulación injustificada. Muchos comentadores de la Iglesia de Inglaterra le acusaron de lo contrario: de contener una tesis panteísta, herética o sutilmente materialista. Porque, de hecho, con la pretensión de proteger la existencia del mundo espiritual, lo que Tait y Stewart estaban haciendo era reducir el «mundo invisible» al mundo de lo físico. Y desde posturas de la ortodoxia científica se criticaron las especulaciones que contenía el libro, aunque, como hiciera James Clerk Maxwell (1831-1879) con cierto tono irónico, este éxito editorial había conseguido que mucha gente oyera hablar de los grandes progresos de la termodinámica: «ningún libro con tanto contenido científico habría tenido siete ediciones en tan poco tiempo si no fuese por la seducción de otras cuestiones con más interés humano»23. Pero más allá del éxito editorial, El Universo Invisible supuso el punto de partida de una tradición que duraría décadas, y que en muchos lugares todavía hoy pervive, que popularmente identifica la energía con lo espiritual. A los pocos arios de su publicación, en 1882, un grupo de científicos e intelectuales de la órbita de Cambridge fundaron la Sociedad para la Investigación Psíquica, la SPR, cuyo objetivo declarado era el estudio científico del mundo de los espíritus, de los fenómenos paranormales, de la telepatía, y de todos los fenómenos psíquicos «sin prejuicios ni preposiciones de ningún tipo, y con el mismo espíritu de 22 23

STEWART y TAIT (1884), pp. 156-7. Maxwell (1878), p. 141.

CIENCIA-RELIGIÓN Y SUS TRADICIONES INVENTADAS

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indagación exacta y desapasionamiento que ha permitido a la ciencia resolver tantos problemas, una vez no menos oscuros ni menos candentemente debatidos»24. Entre los primeros impulsores de este movimiento estaban los físicos William E Barret (1844-1925) y William Crookes (1832-1919) junto con clérigos, filósofos, psicólogos y biólogos. Sus motivaciones eran múltiples: para unos era una forma de luchar contra el materialismo, para otros era un modo de reformar y actualizar la teología cristiana desde posturas más «científicas», mientras que también los había que, revestidos de un gran escepticismo, querían desmitificar muchas de las prácticas esotéricas a base de ponerlas bajo el escrutinio de instrumentos científicos. En el capítulo siguiente nos volveremos a encontrar con la tradición espiritista de finales del siglo xix y principios del xx. Aquí me gustaría terminar mencionando al físico británico Oliver Lodge (1851-1940), que se convirtió en uno de los grandes defensores e impulsores de la SPR en el primer tercio del siglo xx. Actor principalísimo en los desarrollos de las tecnologías del telégrafo y de la radio sin cables, Lodge capitalizó su prestigio como científico e ingeniero a la hora de divulgar la ciencia de las tecnologías de comunicación modernas a la par que hacía proselitismo espiritista. Gran comunicador, sus libros y charlas populares solían incluir referencias a las realidades trascendentales haciendo analogías permanentes entre el éter y los espíritus. Del mismo modo que las ondas electromagnéticas se transmitían por el éter en forma de telegrafía sin cables o de señales de radio, también se podía establecer una comunicación fluida y real entre el mundo de los vivos y el de los espíritus". Y, como remarcó en su discurso inaugural, cuando le tocó presidir el encuentro anual de la BAAS de 1913, la clave para entender la física moderna era, como hicieran Stewart y Tait décadas antes en El Universo Invisible, la «Continuidad»26. La religiosidad que promovía Lodge y el movimiento espiritista de la SPR, aunque en ocasiones se llamaba cristiana, hacía tiempo que se alejaba de la ortodoxia anglicana. El ejemplo más claro lo constituye su libro de 1916, Raymond; o vida y muerte, escrito tras la pérdida de su hijo en la Batalla de Galipoli durante la Gran Guerra27. En él describía todas aquellas sesiones de espiritismo según las cuales había podido establecer comunicación con su hijo, añadiéndoles una pátina de cientificidad. Para toda una generación de madres, padres y esposas que veían desa24

(1982).

25

NAVARRO (2017).

26 27

LODGE (1913). LODGE (1916).

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parecer a su hijos y maridos, y para quienes la Iglesia de Inglaterra había perdido la autoridad de antaño, Raymond les trajo el consuelo y aliento que una filosofía materialista no podía dar28. Como se puede ver, la relación entre ciencia moderna y religiosidad había experimentado una honda metamorfosis durante la larga época victoriana: desde los argumentos del diseño de la naturaleza a las luchas a favor y en contra del materialismo. Las nociones de ciencia como de religión, así como sus imbricaciones mutuas, se habían ido transformando profundamente a lo largo de todo el siglo xix inglés. 3.

EL NEO-TOMISMO

4 de agosto de 1879. Roma. El papa León XIII (1810-1903), elegido para ese cargo apenas hace ario y medio, firma su tercera encíclica, la conocida como Aeterni Patris, «sobre la restauración de la filosofía cristiana conforme a la doctrina de Santo Tomás de Aquino». El documento, escrito en clave interna, impulsaba la recuperación de la filosofía tomista en la formación del clero católico y de la investigación teológica. Según el texto, «la causa fecunda de los males» del momento estaba en la «perversidad de las opiniones» filosóficas, «cuyo asiento está en la inteligencia», y cuya desviación de la verdad «influye en las acciones humanas y las pervierte»29. De ahí que, junto con la creencia en el dogma revelado, «no se han de despreciar ni posponer los auxilios naturales, [...] entre cuyos auxilios consta ser el principal el recto uso de la filosofía». Según la encíclica, la tesis tradicional católica de la armonía entre la fe y la razón, entre lo revelado por Dios y lo comprendido por la inteligencia humana, parecía estar garantizada solo con la filosofía tomista. Como veremos en secciones posteriores, la unificación italiana, con la consiguiente pérdida del poder temporal del Vaticano en la segunda mitad del siglo xix, supuso una profunda transformación de la organización de la Iglesia Católica y del papel del obispo de Roma. La desaparición del poder terrenal del Papa sobre los Estados Vaticanos consolidó el papel del pontífice romano como una suerte de monarca espiritual y de organización clerical en todo el orbe católico, y asestó un golpe a las pretensiones galicanas de establecer iglesias nacionales en cada uno de los modernos Estados-nación. En otras palabras, tanto la autoridad del papado sobre los obispos locales como la influencia de Roma sobre la " NOAKES (2018). 29 LEÓN XIII (1879).

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cultura católica del mundo entero aumentó considerablemente, dando lugar a lo que se conoce como «ultramontanismo»". Aeterni Patris, ayudada por la influencia global de jesuitas y dominicos, consiguió uno de los objetivos que se proponía: que el tomismo fuera la filosofía oficial de la Iglesia Católica y que tanto seminarios como universidades y centros de investigación filosófica y teológica reformaran sus programas, al menos nominalmente, de acuerdo con los principios tomistas. Lo que me interesa aquí es señalar que el proyecto de León XIII tenía como objetivo principal la reforma de los estudios teológicos, y como objetivo secundario la recuperación de una metafísica medieval que garantizaba, según su punto de vista, la armonía entre la fe católica y el ejercicio de la razón. La filosofía, entendida de este modo, era «la más noble de todas las ciencias», la encargada de que «las muchas y diversas partes de las celestiales doctrinas se reúnan como en un cuerpo, para que cada una de ellas, convenientemente dispuesta en su lugar, y deducida de sus propios principios, esté relacionada con las demás por una conexión oportuna»". Como se puede intuir, la recuperación del tomismo se planteaba como solución a la atomización de la filosofía, a la pluralidad e incompatibilidad entre escuelas filosóficas modernas y, especialmente, a la privatización de lo religioso al ámbito de la opinión o de lo irracional. El pensamiento europeo posterior a la Ilustración había abogado por una razón emancipada del dogma y de la fe, relegando esta al ámbito de lo privado, de lo psicológico o de lo emotivo. Como hemos visto en el capítulo anterior, la ley de los tres estados de Comte planteaba el tiempo de las religiones como un momento primitivo, pre-racional. León XIII estimaba fundamental defender la racionalidad de la fe católica que, siendo revelada por Dios, no podía oponerse a los descubrimientos de la razón humana. La relación entre ambas, entre la fe y la razón, solo podía, por lo tanto, ser de complementariedad y armonía: «el hombre [ . ..] no debía culpar a la fe de enemiga de la razón, antes bien debía dar dignas gracias a Dios, y alegrarse vehementemente de que entre las muchas causas de la ignorancia y en medio de las olas de los errores le haya iluminado aquella fe santísima, que como amiga estrella indica el puerto de la verdad, excluyendo todo temor de errar»32. En todo momento, la encíclica se refiere a la filosofía como instrumento de reflexión teológica, moral, antropológica y hasta política. Solo hacia el final, en un párrafo, se hace una referencia a las ciencias físicas: "

(2018). XIII (1879). LEÓN XIII (1879).

O 1MALLEY LEÓN

32

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«Una constante experiencia nos demuestra que, cuando florecieron mayormente las artes liberales, permaneció incólume el honor y el sabio juicio de la filosofía, y que fueron descuidadas y casi olvidadas, cuando la filosofía se inclinó a los errores o se enredó en inepcias. Por lo cual, aún las ciencias físicas que son hoy tan apreciadas y excitan singular admiración con tantos inventos, no recibirán perjuicio alguno con la restauración de la antigua filosofía, sino que, al contrario, recibirán grande auxilio. Pues para su fructuoso ejercicio e incremento, no solamente se han de considerar los hechos y se ha de contemplar la naturaleza, sino que de los hechos se ha de subir más alto y se ha de trabajar ingeniosamente para conocer la esencia de las cosas corpóreas, para investigar las leyes a que obedecen, y los principios de donde proceden su orden y unidad en la variedad, y la mutua afinidad en la diversidad»".

Para centrarnos en el tema de este capítulo, esta cita es ilustrativa de varios elementos de una tradición de teología natural que informaría el mundo tomista. La retórica neo-escolástica de finales del siglo xix enfatizaba el valor positivo de las modernas ciencias de la naturaleza. Frente a los primeros movimientos instrumentalistas o convencionalistas que, hemos visto, desarrollarían Duhem o Poincaré, el neotomismo atribuía carácter de verdad a los descubrimientos de las ciencias naturales del momento, aunque subrayando su insuficiencia. El nuevo tomismo reclamaba la complementariedad entre la física y la metafísica. Como acabamos de leer, la física no debía conformarse con lo inmediato, sino que debía «subir más alto», aspirar a «conocer la esencia», y así evitar la fragmentación y caos en la comprensión de la Naturaleza. Si Comte había puesto a la sociología en la cúspide de las ciencias, y Whewell consideraba la física newtoniana como el modelo a seguir, el neotomismo aspiraba a establecer la unidad de las ciencias en torno al núcleo de la metafísica. El objetivo principal del programa de Aeterni Patris se refería fundamentalmente a la filosofía y a la teología. Las ciencias de la naturaleza, en el esquema tomista, tenían un rango inferior o secundario. Pero, precisamente por su visión holística del conocimiento, este proyecto renovador también fue leído, en muchas ocasiones, como una llamada a guiar, transformar o simplemente contribuir a las ciencias experimentales. A la vez, no hay que olvidar que, como todo movimiento filosófico, el neotomismo tuvo muchas interpretaciones, muchas escuelas, a veces incluso incompatibles entre sP4. De ahí que la traducción de este movimiento al mundo de las ciencias positivas fuese igualmente diversa. Aquí mencionaré solo un par de ejemplos ilustrativos de esta disparidad. " LEÓN XIII (1879). " McCooL (1989).

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La Universidad de Lovaina, en Bélgica, se convirtió en uno de los epicentros del nuevo tomismo. Allí, el sacerdote y futuro cardenal Désiré Mercier (1851-1926) fundó el Instituto Superior de Filosofía, desde donde forjó una interpretación modernizada, con influencias kantianas, de la filosofía de Tomás de Aquino. También allí comenzó el primer laboratorio de psicología experimental en una universidad católica, siguiendo los pasos de la escuela de Leipzig creada por Wilhelm Wundt (1832-1920) pocos arios antes. En la tradición clásica, la psicología había formado parte de la filosofía como el estudio del alma. El joven Mercier tenía un profundo interés en los desarrollos modernos de esta nueva ciencia experimental que todavía estaba en sus inicios, y situó a la psicología como elemento fundacional de su Instituto de Filosofía. A principios del siglo xx plasmó sus ideas en dos libros, Psychologie (1902) y Les origines de la psychologie contemporaine (1908). tl y sus discípulos Armand Thiéry (1868-1955) y Albert Michotte (1881-1965) fueron actores principalísimos en el desarrollo de esta nueva ciencia y convirtieron su laboratorio en el mayor referente de psicología experimental fuera de Alemania35. ¿Qué podía aportar el neo-tomismo a la nueva psicología? Según las historiadoras de la ciencia Sigrid Leyssen y Annette Mülberger, la psicología experimental de Wundt se topaba con los dos extremos del momento: el materialismo y el idealismo. El hilemorfismo aristotélico, que consideraba el alma y el cuerpo como dos realidades irreductibles e inseparables de la persona humana, ayudaron a que el tomismo de Mercier fuese un aliado para el desarrollo de la psicología de Wundt36. Esta unidad intrínseca entre alma y cuerpo, radicalmente distinta del dualismo cartesiano, era un punto a favor del estudio experimental de las actividades mentales como la imaginación, la memoria o la generación de ideas, pues, según el hilemorfismo no puede haber actividad del cuerpo que no esté animada por el alma, ni actividad del alma que no tenga su correlato en el cuerpo. En palabras del cardenal Mercier, «la sensación es un acto del órgano nervioso; está por lo tanto ligada a las condiciones físicas y químicas de la actividad nerviosa». Y apoyaría la idea con una cita de Tomás de Aquino: «los actos de la sensibilidad [...] no pertenecen solo al alma ni solo al cuerpo, sino que su sujeto es la combinación de ambos»". A la vez, el trabajo de la escuela de Lovaina fue determinante para que, en los ambientes católicos menos ilustrados, incluidos muchos de KUGELMANN (2011), cap. 3. LEYSSEN y MÜLBERGER (2018). " MERCIER (1918), p. 28. 36

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sus líderes más reaccionarios, se diese una tímida aceptación de la psicología científica. Como había ocurrido siglos antes con la transformación de la filosofía natural aristotélica en la nueva ciencia mecánica, el surgimiento de una nueva ciencia positiva del alma, distinta de la psicología filosófica y de los consejos ascéticos, no siempre fue bien recibida en los mundos culturales católicos. La producción de cursos y manuales que se tradujeron a muchos idiomas fue instrumental en esta misión. Pero más lo fue el hecho de que investigadores católicos de todo el mundo, muchos de ellos clérigos o miembros de órdenes religiosas, se formaron en el laboratorio de Lovaina y, de ahí, difundieron sus métodos y filosofía subyacente a otras instituciones académicas católicas3". Volveremos a Lovaina en la sección 4.3. Un caso radicalmente distinto fue el del químico y sacerdote catalán Jaime Arbós i Tor (1824-1882). Si Mercier estaba fomentando el trabajo en psicología experimental, con el tomismo solo como base filosófica con la cual poder justificar un programa de investigación abierto, sin a prioris empíricos, Arbós hizo lo contrario: intentar explicar a posteriori la química moderna, de la cual él era especialista. Su brillante carrera como inventor, docente y empresario de la industria química se vio truncada con la prematura muerte de su esposa y, tras unos arios de formación en el seminario, en 1860 fue ordenado sacerdote católico". Imbuido de la interpretación tomista del influyente sacerdote Jaime Balmes (1810-1848), con el que había tenido relación de joven, y del dominico de fama emergente Fray Zeferino González (1831-1894), Arbós se vio a sí mismo como la encarnación del sacerdote-científico que debía capitalizar su experiencia en química y física para la misión evangelizadora: «quisiéramos ver entre el clero notabilidades en todos los ramos del saber. No sabemos que pueda darse acá en la tierra un cuadro más grandioso que la alianza de la teología y las ciencias en la persona del sacerdote»". Esta reflexión hay que entenderla también como parte de sus intentos por aumentar la formación en ciencias positivas entre los candidatos al sacerdocio. Una vez ordenado, Arbós se convirtió en el catedrático de física y química del seminario conciliar de Barcelona, donde montó un laboratorio con instrumentos traídos, fundamentalmente, de París. De hecho, Arbós siguió su tarea científica, llegando a desarrollar un gas, el «gas Arbós», con el que se instaló el alumbrado público en algunas ciudades catalanas. Y, también desde ahí, escribió su sorprendente Tratado 38 KUGELMANN (2005). " BERNAT (2003). 40 ARBÓS (1876), p. 12.

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de Química y Física con arreglo a la doctrina de Santo Tomás de Aquino sobre la materia y la forma, de 1881, y dedicado al papa León XIII. He calificado de «sorprendente» este libro porque, teniendo experiencia de primera mano de cómo se trabajaba en la investigación química, Arbós optó por escribir un tratado filosófico sobre la química, sin ninguna aplicación práctica al trabajo real en la formación de los científicos. Parece, por tanto, una reacción precipitada y apriorística del llamado de León XIII a unir razón, tomismo y ciencias naturales. Más que un tratado sobre química, el libro parece un manifiesto contra el materialismo y contra el reduccionismo de la física y la química. Así, por ejemplo, defiende que «la Química y la Física dejan intacta la esencia corpórea y, al querer explicarlo todo por los átomos y moléculas, materia y movimiento, se parecen a aquellos que quisiesen descubrir un país sin haberse remontado nunca á una altura capaz de dominarle»'. Esa altura sería, por supuesto, la de la metafísica. Y sería también esa metafísica aristotélico-tomista la que le daría apoyos en su postura antiatomista, opción bastante habitual entre muchos químicos de su generación, y en defensa de una química basada en afinidades. La terminología de materia prima y forma sustancial así lo permitía: «Nosotros, para conocer los cuerpos en su esencia, debemos recurrir á la Metafísica, toda vez que la Química no puede enseñarnos sino su modo de obrar; y la Física solo lo que se refiere á su modo de estar. Entre la esencia, que es su constitutivo metafísico, y la existencia, que es su naturaleza y estado actual, ha de haber indispensablemente una relación. El punto de partida es la esencia (materia prima y forma sustancial); el punto de enlace es la afinidad determinando la actuación de tal forma sustancial (combinación); y el punto de llegada es el cuerpo con su naturaleza y estado natural»'.

En esta estructura, la química estaría por encima de la física pues, si bien la esencia de los cuerpos era territorio para la metafísica, los cambios sustanciales son el campo de estudio de la química, mientras que la física se limitaría simplemente a los cambios accidentales. De todos modos, el libro de Arbós no podía contribuir a la práctica de la química entre sus estudiantes pues, independientemente de la interpretación filosófica que defendía, no contenía descripción alguna de las técnicas que sí empleaba en sus investigaciones. Más que de un tratado para promover la química experimental parecía un manifiesto para defender la metafísica tomista con el ropaje de la química y la física del momento. 41 "

ARBóS ARBóS

(1879), p. 85. (1879), p. 218.

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El proyecto de Leon XIII, de Mercier o de Arbós tuvo una derivada relevante para mi argumento. El énfasis en una razón holística permitía defender la importancia de esta para la fe y la religión católica; pero también fortalecía a las ciencias empíricas en su dimensión conceptual. Aunque la terminología tradicional tomista hablara de las ciencias de la naturaleza como «ciencias auxiliares», el proyecto neotomista era un llamado a participar y a tomarse en serio las «ciencias positivas» o las «modernas ciencias de la naturaleza» como fuentes de conocimiento y no simplemente como instrumentos prácticos para el desarrollo tecnológico o social. Aunque secundarias, las «ciencias auxiliares» debían ser ciencias en el sentido aristotélico de la palabra; es decir, «conocimiento cierto por causas». Esto propició una tradición de la apologética católica que distinguía entre la «buena» y la «mala» ciencia y, según la cual, el positivismo, el materialismo, el idealismo, el empirismo, el racionalismo, y cualquier otra escuela filosófica ajena al tomismo habían sido obstáculos para el desarrollo de la «buena» cienciar". Esto lo vemos plasmado, por ejemplo, en la obra del físico y sacerdote benedictino americano de origen húngaro Stanley L. Jaki (1924-2009), uno de los personajes más influyentes en seminarios católicos de la segunda mitad del siglo xx. Su tesis histórica, heredera de los trabajos de Pierre Duhem, defendía que la ciencia había nacido en Grecia, desaparecido con el giro filosófico de los propios griegos, y renacida tras la consolidación intelectual del cristianismo al final de la Edad Media. Desde entonces, los intentos de apropiación y reformulación por parte de las filosofías posteriores al tomismo habían supuesto un obstáculo, y no un apoyo, al desarrollo de la ciencia. Sus famosas conferencias Gifford, publicadas en 1978 bajo el título The Road of Science and the Ways to God, son la máxima expresión de esta tesis histórica . Este supuesto celo neo-tomista, por lo tanto, enfatizaba que la ciencia moderna estaba insertada en la tradición de la racionalidad filosófica y metafísica clásica. En otras palabras, acababa tomándose la ciencia más en serio de lo que positivistas, empiristas o idealistas hubiesen jamás aceptado. Una derivada de esta postura, a veces explícita, habitualmente implícita, era la identificación de la «ciencia» con la «razón» y de la «fe» con la «religión». Hay que notar que, mientras la mayoría de los documentos oficiales católicos desde Aeterni Patris suelen explorar las relaciones entre «fe» y «razón»45, la historiografía del estilo de Jaki ali(2018).

°

NAVARRO

44

JAKI (1978); NUMBERS (1981).

" Por ejemplo, Pides et Ratio, encíclica de Juan Pablo II.

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mentaba la traducción de esta dicotomía con la de «religión» y «ciencia». Y, al hacerlo, la mera posibilidad de la teología natural se ponía en manos de los últimos avances de la ciencia moderna; o, parafraseando el título del citado libro, los «caminos hacia Dios» se hacían dependientes de «las carreteras de la ciencia». 4.

CIENCIA MISIONERA

1903. París y Lyon. El número de enero de la revista Annales de la Propagation de la Foi publica el primero de una serie de artículos sobre «la obra científica de los misioneros católicos». Aunque «los apóstoles cristianos se encargan de una misión especial, sobrenatural, divina, infinitamente superior a toda misión meramente científica, no por ello dejan de contribuir en gran medida al progreso de los conocimientos humanos»46. El artículo reseñaba las aportaciones de los misioneros franceses distribuidos por todas las colonias a, por este orden, la geografía, la lingüística y la filología, la historia natural (botánica, mineralogía y zoología), la arqueología y la historia, y la meteorología. La circulación y generación de conocimiento entre la metrópolis y sus colonias era, según los autores del artículo, un elemento de cohesión del Imperio, de progreso de las ciencias y, por lo tanto, merecedor del apoyo económico del gobierno. A la vez, los millones de donantes católicos a la tarea evangelizadora de los misioneros, no debían sospechar de las tareas profanas de los religiosos pues, «al contribuir a las ciencias humanas, los misioneros jamás olvidan que son apóstoles»: «si persiguen con tanta perseverancia sus investigaciones, H.] es porque son medios excelentes, aunque indirectos, para el bien de la religión; pues las simpatías que generan, el prestigio que obtienen por sus servicios científicos, son de provecho para su ministerio sacerdotal». Y terminaba el artículo diciendo que «al trabajar por la ciencia, también trabajan por Dios»47. Los Annales eran uno de los órganos de comunicación entre misioneros franceses y sus donantes a finales del siglo xix y principios del xx. Con una red de iglesias, dispensarios, escuelas, orfanatos y leproserías, el número de personas enviadas a las misiones católicas del Imperio francés, entre sacerdotes, religiosos y otros trabajadores, superaba los 50.000 según algunas estimaciones de 1900". Las relaciones con las autoridades gubernamentales no eran fáciles. Por un lado, el anticlericalismo rampan" ANNALES (1903), p. 8. " ANNALES (1903), p. 25. 48 DAUGTHON (2006), p. 11.

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te de la III República estaba consiguiendo su objetivo de secularizar las estructuras del Estado francés, programa que culminó con la declaración, en 1905, de la total separación entre Iglesia y Estado, la prohibición a los religiosos de impartir ningún tipo de educación en las escuelas, y la expulsión de jesuitas y otras órdenes religiosas del país. A la vez, Francia se apoyaba ampliamente en la «misión civilizadora» de sacerdotes y religiosos esparcidos por las colonias sin cuyo trabajo, más barato para el Estado que el envío de funcionarios a todos los rincones del Imperio, garantizaba la presencia francesa en los dominios de ultramar". Las tensiones entre republicanismo, patriotismo, civilización y religión en la tarea de los misioneros franceses en las colonias dieron lugar a una multiplicidad de situaciones, sea en Madagascar, Indonesia, África continental o las islas de la Polinesia. Por simplificar mucho, se puede decir que el Imperio se apoyó en la red que muchas órdenes religiosas ya tenían por el mundo, a la par que desconfiaban de su patriotismo y de su lealtad a los ideales de la III República. Hacia principios del siglo xx, como se ve en el citado artículo de los Annales, la Ouvre de la Propagation de la Foi, el organismo que coordinaba todas las misiones, fue renegociando y redefiniendo su misión para ser aceptados, a la vez, por las autoridades anticlericales y por los sectores más reaccionarios y antirrepublicanos del mundo católico. Una de las estrategias era subrayar la importancia de los misioneros y las órdenes religiosas en el progreso de las ciencias, tanto en el presente como en el pasados°. Análogamente, los misioneros anglicanos y evangélicos fueron determinantes en la propagación de ideas científicas, religiosas y de moral victoriana en las colonias británicas. En este caso, sin embargo, y en ausencia de un gobierno tan centralizado o de una iglesia tan uniforme como en Francia, las tensiones entre el centro y la periferia, entre lo secular y lo religioso, fueron más difusas y no tan beligerantes. En ambos casos, sin embargo, se dio un patrón que es al que quiero referirme en esta sección: la pugna por la apropiación de las teologías naturales que, en nombre de la ciencia y de la «civilización», tanto religiosos como secularistas exportaban a los territorios de ultramar. El más claro ejemplo de lo que quiero decir es la apelación a la superstición de los pueblos indígenas. Tanto el proyecto misionero como el proyecto «civilizador» partían de la base de que las culturas locales primitivas adolecían de paganismo o de falta de racionalidad en sus tradiciones ancestrales. Ambos grupos se sentían legitimados para acabar con algunas de las costumbres locales, especialmente aquellas que ha" DAUGHTON (2006). " PYENSON (1993).

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cían referencia a la moral familiar, a la higiene y la medicina, y a cuestiones relacionadas con la alimentación, el cultivo de la tierra y la ganadería. El progreso material que las tecnologías occidentales traían consigo era utilizado para mostrar el absurdo de las supersticiones antiguas, basadas en el culto religioso a la materia, a los ancestros, o a supuestos poderes médicos de chamanes y amuletos. Misioneros cristianos y funcionarios del Estado secular coincidían en la necesidad de des-divinizar el mundo de lo natural: árboles, piedras, montes o ríos no eran ni podían ser dioses y, por lo tanto, no debían recibir ningún culto ni ser el fundamento de ninguna organización política o social. En 1888, por ejemplo, el misionero francés Pére Guillemé escribió una carta a su superior, contando sus hazañas y los peligros que corría en el Alto Congo. Entre las historias más significativas, contaba cómo una tribu local vivía subyugada a una manada de monos a los que atribuían poderes sobrenaturales, solo porque sus flechas nunca conseguían abatirlos. Con su escopeta, el misionero fácilmente acabó con el más fuerte de los primates, ganándose así el prestigio de la tribu. El mismo relato contaba los intentos de Guillemé por mostrar la ineficacia de los amuletos que los hombres de algunas tribus llevaban sobre el pecho para protegerles de los ataques, como si de una armadura se tratara, o por animar a algún líder local a «renunciar a los hechizos, hacer desaparecer todas las pequeñas casas dedicadas a Mzimou, a los espíritus que no conoces, para así adorar al Dios verdadero»51. El misionero se lamentaba de la dificultad para erradicar supersticiones como estas: «vemos constantemente que no hay nada más pertinaz y difícil de erradicar como una creencia popular y tradicional. Tanto aquí como en Europa la gente se refugiará [...] en cuentos de mujeres buenas o en juegos de niños»52. Como argumenta con profusión de datos James P. Daughton en su libro An Empire Divided: Religion, Republicanism, and the Making of French Colonialism, 1880-1914, a principios del siglo xx las agencias misioneras fueron identificando y presentando su tarea como, a la vez, evangelizadora, patriótica y promotora de civilización en las colonias. No eran tres objetivos distintos, sino que se identificaban. Los misioneros eran santos cristianos y héroes nacionales, y la gloria de Dios y la de Francia casi se identificaban. La retórica de salvación eterna que la conversión al verdadero Dios prometía a los paganos se fue transformando en un discurso que incluía también una salvación terrena. Un tal Abbé F. Mamas, en 1891, describía a los paganos como egoístas, incapaces de amar y de tener respeto por la vida de los demás, tal como demostraban 51 52

GUILLEMÉ (1888), p. 248. GUILLEMÉ (1888), p. 234.

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el canibalismo y otras prácticas de tortura. Esta inmoralidad se debía, según muchos misioneros, no a un determinismo racial sino a la falta de fe y a la ausencia de los valores teológicos y antropológicos que la fe en Cristo implicaba". Es interesante notar que, mientras los misioneros católicos introducían elementos de la cultura y la ciencia francesa en las colonias acusando a los locales de «supersticiosos», los secularistas utilizaban la misma retórica contra la Iglesia Católica en la propia Francia. Y así, cuando los funcionarios del Estado eran enviados a las colonias como gobernadores u otros cargos, se daban cuenta de la asimetría entre el proyecto educativo laicista en la Francia europea y la influencia católica en los dominios del Imperio francés, especialmente en la educación de la gente'''. Algunos optaban, con mayor o menor éxito por sustituir la red educativa católica por una de corte republicano. Así, por ejemplo, cuando el nuevo gobernador general de Indochina, Antony Klobukowski (18551934), tomó posesión de su cargo en 1908, emprendió la tarea de crear una red de escuelas al margen de las misiones pues, según él, era más importante que la gente se formara en las «ideas modernas», en los «principios de la razón y no de la superstición»". Para ello echó mano de la Mission Laque Frawaise, organización especular de la Ouvre de la Propagation de la Foi creada por Pierre Deschamps (1873-1958) en 1902 bajo los principios de la masonería francesa. En el Imperio británico hubo algunos elementos distintos en lo que se refiere a la teología natural de los misioneros. Tal como hemos visto en las secciones 1 y 2 de este capítulo, el argumento del diseño y del provecho material fueron dos elementos cruciales en el desarrollo de la moderna teología natural anglosajona. Eso se tradujo en el tipo de apologética que algunos misioneros desarrollaron. Por ejemplo, el misionero presbiteriano escocés Alexander Duff (1806-1878) animaba a sus seguidores a que contrastaran los libros sagrados de los hindús con las verdades de la astronomía, la química, la medicina, la geografía y toda la ciencia moderna, para desmantelar las cosmologías tradicionales de la India. De este modo, decía, la gente local podría abandonar el paganismo, la superstición y abrazar el cristianismo. Aunque pueda parecer similar a los casos anteriores, lo que Duff hacía no era solo aprovechar la ventaja de las ciencias modernas para ganar prestigio y favorecer las conversiones, sino utilizarlas para sustituir unas cosmogonías por otras. En otras palabras: fiel a la tradición que se estaba forjando en Gran Bre53 MARNAS, en DAUGHTON (2006) p. 43. " DAUGHTON (2006), p. 95. 55 En DAUGHTON (2006), p. 111.

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taña, se usaba la ciencia moderna, en especial la física, la geología y la biología, como un nuevo modo de comprender, desarrollar y difundir ideas teístas de la tradición cristiana". Ver el mundo, no como una divinidad, sino como una obra de un creador diseñador les facilitaría, desde este punto de vista, el camino para aceptar al Dios de los cristianos. Algunas misiones evangélicas de principios del siglo xx, procedentes en su mayoría de los Estados Unidos, también promovieron la difusión de teorías fundamentalistas, creacionistas y literalistas. No hay que olvidar que el fundamentalismo cristiano solo se remonta a las conferencias bíblicas del Niágara de finales del siglo XIX y a una serie de ensayos, The Fundamentals: A Testimony To The Truth, publicados entre 1910 y 1915. En esta línea, por ejemplo, la Iglesia Adventista del Séptimo Día rechazaba la biología y la geología modernas y enseñaba, tanto en casa como en sus misiones, la geología del Diluvio Universal o los 6.000 arios del mundo (hablaremos de este dato en el próximo capítulo)>7. Este movimiento que, desde entonces, solo ha hecho que ir en aumento, trasladó a las colonias, excolonias y «territorios de misión» la pugna entre el fundamentalismo y las corrientes científicas modernas, cada vez más separadas entre sí. Como veremos más adelante, la progresiva profesionalización y especialización acabó expulsando al amateurismo de la práctica de las ciencias modernas. Y esto afectó, evidentemente, al modo como se planteaban los proyectos misioneros desde los centros europeos y norteamericanos (y no tanto a cómo se ejecutaban in situ, pues seguía dependiendo de las posibilidades reales sobre el terreno). Más adelante, la desaparición, al menos de jure, de los imperios también transformó el modo de difusión de las ideas y prácticas científicas y teológicas por el planeta. Aun así, la circulación del conocimiento científico entre el centro y la periferia no dejó de estar, a lo largo del siglo xx y hasta la actualidad, modulado también por las tesis acerca de las relaciones entre ciencia y religión construidas desde Occidente. *

*

*

En 1826, un joven sacerdote anglicano, John Henry Newman (18011890), que con el tiempo formaría parte de lo que se conoce como el Movimiento de Oxford, avisaba a su congregación de la iglesia de St. Clement de que no había motivos para sentirse intimidados por los desarrollos de las ciencias modernas, y criticaba a aquellos que, movidos 56

STENHOUSE (2020), p. 97. Cfr. YOUNG y JEBuNEsAN (1995).

STENHOUSE (2020), p. 100.

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por un cierto sentido de inferioridad, se apresuraban a responder a supuestos ataques a la Revelación por parte de la ciencia. Había que tener mucho cuidado, decía, con ser «demasiado diligentes y precipitados en contestar a cada frívola y aislada objeción a las palabras de la Escritura causadas —o, peor, simplemente que alguien crea estar causadas— por los sucesivos descubrimientos de la ciencia.» Al hacerlo, «magnificaban las objeciones» que, con un poco de paciencia, los sucesivos descubrimientos habrían solucionado sin necesidad de polémicas estériles. El peligro de una «teología natural superficial y excesivamente polémica» acababa dando soluciones «inadecuadas o endebles» a problemas innecesariamente exagerados". La intuición de Newman es interesante pues apuntaba a la progresiva separación entre los descubrimientos de las ciencias modernas y los argumentos de una teología natural clásica. Como hemos visto en este capítulo, el origen de muchas de las controversias entre ciencias y teologías naturales en el mundo cristiano se remonta a estrategias que, con el tiempo, fácilmente caducaban o se tornaban en contra de sus motivos originarios. Así, la interpretación del mundo como un mecanismo y de Dios como un relojero, pareció ser la herramienta apologética definitiva bajo el argumento del diseño; pero, con el tiempo y el abandono de esa filosofía natural determinista, el Dios así construido pasó a ser no solo irrelevante sino incluso un obstáculo para algunas teorías científicas modernas. La apologética cristiana, basada en la supuesta verdad de las ciencias modernas, no tuvo en cuenta el progresivo proceso de especialización del conocimiento que se estaba forjando a lo largo del siglo XIX, dando pie a controversias muchas veces innecesarias y poco fundadas. Igualmente, como iremos viendo, dichas controversias raras veces se limitaban solo a cuestiones epistémicas, sino que incluían elementos de autoridad, de legitimidad y de luchas de poder entre diversos sectores de la sociedad. Y, como veremos en el siguiente capítulo, las controversias entre ciencia y religión que se fueron generando olvidaban un hecho fundamental: que la controversia era parte intrínseca de la propia actividad científica, por no hablar de las disputas inter- e intra-religiosas.

" NEWMAN, en KER (1988), p. 259.

CAPITULO 3

CONTROVERSIAS

Albert Einstein (1879-1955) y Niels Bohr (1885-1962) son dos de los gigantes de la física del siglo xx. La transformaron de raíz, el primero con la teoría de la relatividad y el segundo con la mecánica cuántica. Pero, desde mitad de los arios 20 del siglo pasado, sus desencuentros intelectuales fueron en aumento. «Dios no juega a los dados», escribió el primero en 1926 ante la formulación probabilista, indeterminista, de la nueva mecánica cuántica que defendía el segundo. Aunque la religiosidad de Einstein ha sido estudiada con profusión, no parece que esta frase tenga un alto contenido teológico, al menos no a priori (pues la idea que Einstein tenía de Dios no era la de un ser personal, y mucho menos uno con tendencias ludópatas). El debate entre ambos —de profunda carga matemática y filosófica— se refería a la cuestión del determinismo en física: ¿podía una teoría científica no solo conformarse con explicaciones probabilistas sino asumir que el mundo era, de raíz, indeterminado? La interpretación de Copenhague de la teoría cuántica así lo defendía, mientras que Einstein se negaba a aceptar el indeterminismo como una cualidad ontológica de la Naturaleza. «Dios no juega a los dados», por tanto, era una expresión inteligente que captaba el fondo de la controversia sobre el determinismo en la física y no como una oposición al progreso de la mecánica cuántica en nombre de un presupuesto sobre la naturaleza de Dios. Porque, de interpretarse como un conflicto entre religión y ciencia, y teniendo en cuenta que el indeterminismo es intrínseco a la física cuántica, Einstein aparecería, en este caso, como defensor de la primera —la religión— en contra del progreso científico. Lo importante de esta historia es señalar que el conflicto, la controversia y la disparidad de criterios e interpretaciones es parte cotidiana de la práctica científica ahora y en el pasado. De hecho, hay un género histórico que suele atraer al público: el que hace justicia a personajes [79]

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cuyas contribuciones no tuvieron la aceptación merecida en su momento, el que dirime quién tenía realmente razón en las guerras pasadas, o el que determina quién fue el primero en descubrir un determinado fenómeno. Pero esas historias suelen tener un marcado carácter whiggish, es decir, presentista: se escriben desde el presente, asumiendo que el presente es el final de la historia, lo cual casi necesariamente distorsiona el pasado. Y así se construyen narrativas de vencedores y vencidos, de héroes y villanos, que dificultan ver cómo el conflicto y la controversia no solo son parte intrínseca de la actividad científica sino incluso un elemento necesario y enriquecedor. En este capítulo nos centraremos en algunos episodios conflictivos; casos que, en ocasiones, se presentan como ejemplos del permanente conflicto entre ciencia y religión. Lo haré no para falsarlos o justificarlos, sino desde la perspectiva historiográfica: cuándo y cómo empezaron a contarse estas historias y en qué contexto y para qué fines se han ido replicando. Pero sí que sugeriré que las controversias no tienen nada de particular en la historia de la ciencia, y que los supuestos conflictos entre algunas teorías científicas y algunas posturas religiosas muchas veces han enriquecido el debate público para evitar que ambas actividades se convirtieran en torres de marfil para unas pocas élites. 1.

LA VICTORIA DE DARWIN

30 de junio de 1860. Oxford. Hace solo un año que se ha publicado el libro del naturalista Charles Darwin (1809-1882), El Origen de las Especies. El efecto ha sido devastador: ante las pruebas irrefutables que apoyan la nueva teoría sobre la aparición de la vida, la diversidad de las especies y hasta del origen del hombre, biólogos, geólogos y paleontólogos de todo el mundo no han parado de publicar artículos mostrando nuevas evidencias que confirman las ideas del naturalista inglés. Solo un pequeño reducto de intransigentes y dogmáticos religiosos, personificados en el obispo anglicano de Oxford, se empecinan en negar lo obvio, apoyados en la Biblia. Ese día, ante un numeroso público, Thomas H. Huxley expondrá las tesis darwinistas y el obispo Samuel Wilberforce (1805-1873), sintiéndose acorralado y vencido, solo podrá recurrir a la ironía para defenderse: «entonces», le pregunta, «¿usted viene del mono por parte de su abuelo o de su abuela?», tras lo cual, y en una muestra de coherencia intelectual nada usual entre los de su estirpe, colgó la sotana y se dedicó al cultivo de orquídeas el resto de sus días.

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Espero que se haya notado la ironía. Lo de las orquídeas es una invención mía. El resto es una narrativa que aparece con cierta frecuencia en algunas leyendas populares que exponen el impacto de El Origen de las Especies y la oposición que encontró por parte de «la religión»'. El problema de este relato es un tipo de historiografía que se centra en los vencedores de las controversias científicas presentando como reaccionarios a los perdedores. O, si se prefiere una analogía evolucionista, los que defienden esta versión de la historia del darwinismo están desarrollando una narrativa teleológica, necesaria, de corte lamarciciano, que es precisamente lo contrario de lo que defienden las tesis de Darwin en biología. Vamos a intentar explicar esto volviendo al encuentro de Oxford. Estamos de nuevo en el congreso anual de la BAAS que hemos encontrado en el capítulo anterior. Estas reuniones tenían diversos formatos según a quién iban dirigidas: más académicas para un auditorio especializado; más divulgativas para el público general. Estas últimas eran las que llenaban los grandes auditorios de la universidad, en parte porque se convertían en espectáculos de retórica donde se daban discusiones al más puro estilo de los clubes de debate tan típicos en las instituciones educativas anglosajonas. Y, entre las novedades a discutir ese ario, estaba el recientemente publicado El Origen de las Especies, tema al que se dedicó una sesión pública el sábado 30 de junio. Para ello, y ante la ausencia del propio Darwin por enfermedad, se invitó a varios oradores conocidos por su capacidad retórica; entre ellos al obispo Wilberforce y al naturalista Hwdey. Pero, ¿por qué un obispo? Wilberforce era conocido como un orador ocurrente y agudo. De hecho, como muchos obispos anglicanos de la época era, por su cargo, miembro de la House of Lords, donde se ganó fama de implacable polemista y donde se dice que el primer ministro Bejamin Disraeli (1804-1881) le apodó como «Soapy Sam». Eso, de por sí, ya garantizaba el éxito de la convocatoria. Pero, además, solo un par de semanas antes, Wilberforce había escrito una reseña del libro donde señalaba las dificultades de la tesis desde un punto de vista exclusivamente científico, aunque también dejaba la puerta abierta a que, con más evidencias empíricas, la teoría pudiera resultar más sólida. Así, frente al mito de un obispo oponiéndose a Darwin solo por motivos teológicos, lo que Wilberforce escribió en esa reseña no distaba de lo que muchos de los naturalistas del momento hacían: señalar las dificultades de la teoría darwinista con los datos paleontológicos y naturalistas disponibles en aquel momento. LUCAS (1979).

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Y eso no debería sorprender pues, aunque ingeniosa, la teoría esbozada por Darwin en El Origen de las Especies debía someterse, como cualquier otra, al escrutinio de naturalistas, paleontólogos, geólogos, arqueólogos y antropólogos (muchas de estas, ciencias todavía en gestación), así como también de filósofos de distintas escuelas. En palabras del propio Wilberforce, «somos demasiado fieles discípulos de la filosofía inductiva como para rechazar una teoría solo por el hecho de que nos sea extraña [...] y debemos someter a cauteloso escrutinio todos los pasos del argumento» para no caer en aceptaciones precipitadas ni en rechazos ideológicos. Respecto a esto último, el obispo añadía que «no estamos de acuerdo con aquellos que rechazan cualquier hecho de la naturaleza, real o posible, o cualquier inferencia lógica que de ellos se pueda deducir, solo por creer que contradice lo que les parece que la Revelación enseña»2. Lo que sí debería sorprender es que Htudey, el supuesto defensor de la nueva teoría hasta el extremo de ser apodado «el bulldog de Darwin», nunca fue darwinista, empezando así una confusión que todavía permea muchos imaginarios populares y no pocas obras de divulgación. Hacia 1860, los debates sobre la evolución de organismos y de especies biológicas estaban a la orden del día: las expediciones naturalistas a lugares remotos siguiendo los pasos de Alexander von Humboldt (17691859), el auge de la geología y la paleontología, el descubrimiento de fósiles de especies desaparecidas, las filosofías románticas y post-románticas, los valores del liberalismo economicista, la idea ilustrada de «progreso», etc., son solo algunos de los elementos que pusieron sobre la mesa la idea de que el mundo de la vida no era fijo sino cambiante. Entre los muchos nombres que aparecen en esta historia durante la primera mitad del siglo XIX, los franceses Georges Cuvier (1769-1832) y Jean-Baptiste Lamarck (1744-1829) y los ingleses Charles Lyell (17971875) y Robert Chambers (1802-1871) son los más citados; y entre las disputas de fondo, algunas de las preguntas más permanentes versaban sobre el origen de la vida, sobre la estabilidad y diversidad de las especies, y sobre la naturaleza (uniforme o súbita) de los cambios que mostraban los estratos geológicos. Así, como idea nueva que era, los debates sobre el evolucionismo o transformismo durante todo el siglo XIX estaban inevitablemente modulados por la heterogeneidad de los datos que ofrecían la geografía, la geología y la paleontología, muchas veces sujetos a interpretaciones plurales e incluso contradictorias. La idea del progreso, que tanto había hecho la Ilustración por subrayar, y que la primera revolución industrial WILBERFORCE

en

LUCAS (1979), p. 318.

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parecía materializar, ayudaba a pensar en la evolución de los organismos como un elemento natural. También las muchas ideologías que abogaban por reformas sociales y políticas, especialmente el liberalismo decimonónico, propiciaban un caldo de cultivo para que la noción de cambio estuviera en la esfera pública. La publicación de El Origen de las Especies fue, pues, un elemento más en un debate que llevaba décadas sobre la mesa. Lo novedoso era el mecanismo que Darwin proponía para explicar la evolución y la aparición de especies nuevas, mecanismo centrado en cambios azarosos y la supervivencia de los individuos mejor adaptados al entorno. Esto tenía implicaciones muy serias para ideas tan arraigadas en el siglo XIX como la del progreso o la de la existencia de una jerarquía ontológica en la Naturaleza. Además, la aventurada teoría de Darwin tenía, entre otros problemas, un talón de Aquiles muy débil: la imposibilidad de encontrar, en aquel momento, un mecanismo convincente que explicara la aparición de los cambios y su transmisión. Como es bien sabido, esta limitación no se solucionaría hasta que, bien entrado el siglo xx, lo que se conoce como la «síntesis moderna» aunó las ideas darwinistas con las leyes de la genética de Gregor Mendel (1822-1884) y con la noción de los cromosomas como agentes de la transmisión de caracteres. Tal como argumenta con profusión de detalles Peter Bowler, lo que sucedió con la publicación de El Origen de las Especies no fue tanto una «revolución darwiniana» sino lo que él llama una revolución «nodarwiniana»3. Es decir, que lo que Darwin consiguió fue que aumentara la investigación y el debate público en torno a la idea general de la evolución en la Naturaleza y no tanto la consolidación de su modelo particular basado en la selección natural. De hecho, Hwdey y muchos de los defensores de Darwin no compartían (o en algunos casos incluso no comprendían) el alcance de su propuesta. Pero Darwin, bien conocedor de las estrategias del debate público victoriano, se rodeó de gentes que le ayudaron a promover sus ideas en una campaña de relaciones públicas bien organizada. De hecho, hasta la revista Nature, quizás la más influyente en el mundo científico actual, fue fundada en 1869 para, entre otras cosas, impulsar el mensaje darwiniano. Así se consiguió poner a Darwin en el centro de la discusión, frente al cual todo el mundo se veía en la obligación de posicionarse.

BOWLER (1988).

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CIENCIA-RELIGIÓN Y SUS TRADICIONES INVENTADAS FIGURA 3.1 Caricatura de Charles Darwin y su teoría publicada en The London Sketch-Book en 1874 THE LONDON SKETCH BOOK

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FUENTE: Wilcimedia Commons (Dominio público). https://commons.wilcimedia.org/wiki/File:Caricatura_de_Darwin.jpg

Para complicarlo todavía más, los motivos por los que detractores o promotores de Darwin rechazaban o apoyaban las tesis de El Origen de las Especies eran de lo más diverso. Para algunos, el registro paleontológico era ciertamente insuficiente, dado que gran parte del planeta (África y Asia) estaba totalmente inexplorada; para otros, el darwinismo parecía dar la clave interpretativa a fósiles hallados recientemente. Tanto

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los defensores de la generación espontánea como los del catastrofismo desconfiaban de la uniformidad en los cambios biológicos que proponía Darwin. Algunos adalides del libre mercado se sentían atraídos por la idea de la supervivencia del más fuerte o del mejor adaptado al entorno, pero otros no toleraban el carácter aleatorio del éxito, que no parecía valorar una cultura del esfuerzo. Pocos victorianos se sentían atraídos por la idea de que el hombre (en especial el hombre inglés) no fuera el culmen de la Naturaleza sino una variación más sin ontología propia. Y, entre las diversas confesiones y sectas cristianas, podemos encontrar un gran espectro de opciones, desde los fundamentalistas literalistas que rechazaban, no solo el darwinismo, sino cualquier idea de evolución biológica, hasta diversas estrategias que acomodaban algunas de las tesis de Darwin para cuestiones teológicas. Y, fuera de Gran Bretaña, la recepción del darwinismo fue todavía más poliédrica, pues raras veces se leyó el original sino traducciones mediadas por intereses nacionales (como el caso de la versión francesa, que convertía El Origen en un libro más en defensa del lamarckismo) o ideológicas (como fue su interpretación monista y materialista por parte de gente como Ernst Haeckel en Alemania y, desde allí, a gran parte de la Europa meridional y Latinoamérica). Así, pues, y volviendo al inicio de la sección, uno de los errores fundamentales de una parte de la historiografía popular acerca del conflicto entre Darwin y un ente genérico llamado «religión» tiene un carácter marcadamente anti-darwinista, es decir, profundamente teleológico. Es lo que Hasok Chang llama una historiografía triunfalista4 que da por supuesto que todo el mundo debía haber aceptado una teoría que, si bien no era imposible, se antojaba poco probable desde muchos puntos de vista, solo porque, al final, resultó ser la vencedora. Pero, como hemos visto, la oposición y las controversias alrededor de esta nueva idea no eran tan ajenas a la cultura científica de la Inglaterra victoriana y, de hecho, favorecieron la aparición de teorías y explicaciones alternativas que enriquecieron el debate y la base empírica para su posterior reformulación y consolidación. Y una de esas controversias, como veremos en la sección que sigue, vino de la mano de la física: el tiempo que necesitaba el proceso darwinista para explicar la diversidad de las especies era del todo imposible según los conocimientos de la termodinámica del momento.

CHANG (2009).

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LA EDAD DE LA TIERRA

Otoño de 1898. Estado de Wisconsin. Dos hombres de negocios se encuentran en un hotel y deciden promover la lectura de la Biblia entre la gente que, como ellos, necesitan viajar con asiduidad. Para ello crean lo que se conoce como la asociación de los Gedeones, cuya actividad más conocida desde entonces es depositar copias de la Biblia en las habitaciones de los hoteles en los Estados Unidos. Al ser una organización cristiana de matriz evangélica, utilizan la traducción canónica habitual: la que encargó el rey Jacobo I de Inglaterra (1567-1625) a principios del siglo xvii. Es la KJV (King James Version), KJB (King James Bible) o AV (Auhtorized Version), según se quiera. La versión original de la traducción y, desde entonces, la mayoría de sus copias, incluye anotaciones al margen, entre las cuales también hay una cronología. Es ahí donde el lector se entera de que los hechos narrados en el Génesis sucedieron en el ario 4004 antes del nacimiento de Cristo o, lo que es lo mismo, hace unos 6.000 arios. ¿De dónde sale tal cronología? Tal como ya se ha dicho, una de las grandes transformaciones epistemológicas de la modernidad fue la importancia del número como instrumento esencial en todo conocimiento. No solo el libro de la Naturaleza debía ser comprendido en caracteres matemáticos, según la expresión de Galileo, sino también la historia. Así, las cronologías, la datación de textos y acontecimientos del pasado, se convirtió en un nuevo arte para los estudiosos de la Antigüedad. Y, por supuesto, el Antiguo Testamento, con sus guerras, sus exilios y sus milagros, fue un campo de pruebas donde aplicar la nueva ciencia de la cronología. De entre todos los acontecimientos, el Diluvio y la Creación resultaban particularmente atractivos, ya que su datación no ponía de acuerdo a los eruditos. Es así como el siglo XVII introdujo la idea de que la Creación tenía una fecha fija, cognoscible a partir de la Biblia. Y, de entre las muchas propuestas, fue la elección por parte del propio rey Jacobo de la cronología desarrollada por su protegido, el irlandés James Ussher (15811656), lo que hizo que la fecha de 4004 a.C. quedara grabada en todas las copias de la Biblia en el mundo anglicano y, desde ahí, en el imaginario colectivo. Al poner en la misma categoría la datación de, por ejemplo, las guerras entre judíos y amalequitas o el exilio en Babilonia con el Diluvio o la propia Creación, la nueva ciencia cronológica estaba dando un paso nada baladí: poner en el mismo plano la historia humana con la historia de la Naturaleza. Como argumenta Martin J. S. Rudwick en su premiado Earth's Deep History, esta asimilación estaba alimentando la idea de que

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la Naturaleza tiene una historia, es decir, que no es estática'. Y esto entraba en contraste con el proyecto naturalista de la modernidad que, desembocando en Newton, aspiraba a formular las leyes fijas, invariables y deterministas de un universo sin más cambios que los de la posición de sus componentes. Así, mientras la astronomía y la mecánica abogaban por un mundo sin cambios, la cronología bíblica contribuía a sembrar la idea de un mundo cambiante, análogo a la historia de hombres, pueblos y civilizaciones. Y esta idea no era nada trivial. Porque el sentido común, la experiencia humana o la tradición filosófica greco-romana hablaban de un mundo sin grandes cambios estructurales. Volcanes, terremotos y tsunamis no eran agentes de modificaciones fundamentales en la estructura íntima del mundo, sino meros episodios del dinamismo sereno e inmutable del planeta. Y el otro gran mito de la génesis del mundo, el Timeo de Platón, subrayaba la imagen de un mundo estático, diseñado y gobernado por intrínsecas proporciones matemáticas. En cambio, tanto la ciencia cronológica de los contemporáneos de Ussher, como la mayoría de las lecturas de los primeros capítulos del Génesis, introducían la idea de que el mundo había atravesado «etapas», «eras» o «períodos». La partición que implicaba los «días» del Génesis contrastaba con una visión cíclica del tiempo, sin dirección ni finalidad, propia de la mayoría de las filosofías de Oriente. Lo que ninguna concepción parecía contemplar era la posibilidad de que el hombre ocupara solo una fracción del tiempo total. En el caso de las visiones cíclicas, porque se llegaría al absurdo de que el hombre aparecería y desaparecería sucesivamente; y en el caso de las concepciones lineales del tiempo, simplemente porque apenas nadie se lo había planteado. La interpretación de que algunas rocas eran fósiles, y la percepción de que estos pudieran pertenecer a plantas o animales de especies ya no existentes, fue uno de los elementos que transformaron la historia de la Tierra. Con ello, se fue consolidando la idea sugerida por el naturalista escocés James Hutton (1726-1797), a finales del siglo xviii, de la existencia de un «tiempo profundo». Y es ahí donde surgió un conflicto interesante, no entre la geología y la religión, sino entre la geología, la biología y la física. El debate en torno a la evolución de las especies animales y vegetales corrió en paralelo al de los estudios geológicos. Las técnicas de la paleontología derivaban en gran parte de las de los geólogos y químicos, y se completaban con las descripciones de naturalistas para la interpretación de fósiles. Uno de los temas más discutidos, tanto en la geología RuDwicK (2014).

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como en la paleontología, era el de la uniformidad o no de las condiciones en la Tierra a lo largo del tiempo. Por generalizar, los «catastrofistas» sostenían que había habido momentos puntuales en los que algún cataclismo modificaba las condiciones naturales dando lugar a la desaparición de algunas especies y la aparición de otras; y los «uniformistas», por su parte, abogaban por una Naturaleza cuyas condiciones eran, a grandes rasgos, constantes y, por lo tanto, todas las transformaciones habrían sido necesariamente lentas y graduales. El planteamiento de Darwin, como el de Lyell y muchos otros naturalistas, apostaba por el gradualismo. En este caso, si las condiciones naturales del mundo habían sido siempre parecidas y toda la diversidad de la vida se remontaba a las configuraciones simples de organismos primitivos, se precisaba de un tiempo profundo que, si claramente no infinito, se concebía como «indefinido» o «inimaginablemente grande». Un tiempo así, sin embargo, topaba con un serio problema: la física del momento, ciencia mucho más respetada que la geología o la biología en la segunda mitad del siglo xix, decía que eso era imposible. En 1869, William Thomson (1824-1907) pronunció una conferencia con el inequívoco título de «La Doctrina del Uniformismo en Geología brevemente Refutada». Thomson, al que la historia acabaría conociendo por el nombre de Lord Kelvin, era una de las figuras científicas más influyentes en la Inglaterra de la segunda mitad del siglo xix. Artífice, entre otras muchas cosas, del primer cable telegráfico que, con éxito, unía Europa y América, Thomson había publicado, junto con Peter G. Tait, el Tratado de Filosofía Natural. Esta obra actualizaba y extendía a muchos campos de la física los principios newtonianos: gravitación, mecánica, calor, óptica, electricidad, etc. Entre sus muchísimas aplicaciones, la física también establecía los límites dentro de los cuales se podía especular acerca de la edad de la Tierra, del Sol o del universo en su conjunto. La termodinámica, con la teoría de la difusión del calor y junto con algunos datos proporcionados por la geología, eran centrales para esta empresa. La idea, de modo aproximado, era la siguiente: el estado actual de la Tierra es el resultado del enfriamiento de un sólido que, en su origen, tenía una temperatura uniforme muy elevada. Las observaciones geotérmicas de los geólogos daban datos sobre el incremento de temperatura actual según la profundidad en las primeras capas de la corteza terrestre. Con estos datos era posible calcular, matemáticamente, el tiempo que había tardado el planeta en llegar a la situación actual. Los primeros cálculos que hizo Thomson sugerían un máximo de 100 millones de arios, cifra que fue rebajando hasta unos 20 millones de arios. Tiempo más que insuficiente para el uniformismo de Lyell o de Darwin, cuyas teorías necesitaban una cifra con un orden de magnitud mayor. Pero

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aún hay más. Con métodos similares, Thomson también se lanzó a calcular la edad estimada del Sol. Teniendo en cuenta el calor que emite cada ario y partiendo de la hipótesis que la fuente de ese calor no podía ser otra que la propia gravitación interna, era imposible que el Sol hubiese existido durante más de 100 millones de arios. Ambas cifras, obtenidas independientemente, eran coincidentes y le confirmaron en su oposición al uniformismo. ¿Dónde estaba el error? Aparte de la inexactitud de algún cálculo, no había error. Los conocimientos de la física, tan bien establecida como la reina y modelo de las ciencias desde los tiempos de Newton, no permitían imaginar otras fuentes de energía que pudieran alterar las hipótesis de Thomson. Además, su argumentación se apoyaba en una de las joyas de la corona de esa reina: las leyes de la termodinámica, que tan importante papel habían jugado en la revolución industrial. De este modo, y al igual que hemos visto en la sección anterior con Darwin, Thomson empezó una campaña de relaciones públicas para oponerse al darwinismo con los argumentos de la física. Su ascendencia sobre el mundo de la ciencia era tan grande que, incluso aquellos que seguían defendiendo a Darwin o a alguna otra de las variantes uniformistas, no podían obviar esta dificultad. Y eso acabó beneficiando a ambas teorías porque, una vez más, impulsó nuevos estudios geológicos, geotérmicos y físicos, y espoleó la imaginación de naturalistas y físicos por igual para solventar la contradicción. Sin embargo, nadie podía imaginar que el rompecabezas iba finalmente a solucionarse con el descubrimiento de la radioactividad, fenómeno que trastocó el conocimiento sobre las fuentes de energía y el comportamiento de las radiaciones, y con la cual el «tiempo profundo» pudo ganar varios órdenes de magnitud6. Ciertamente, Thomson desconfiaba del darwinismo por muchos motivos, no solo la física. Su religiosidad le empujaba a favorecer un mundo donde la evolución, tanto del mundo físico como del mundo biológico, estaba guiada, de algún modo, por una divinidad no caprichosa y, por lo tanto, donde la aleatoriedad no debía tener cabida. El Treatise, igual que toda la física que hoy llamamos clásica, se apoyaba en el determinismo y en los principios de conservación (de la materia y de la energía) y, como le sucedería a Einstein décadas después con la cuántica, la indeterminación que Darwin introducía en el mundo no era de su agrado. Y mucho menos cuando, como veremos en los capítulos 5 y 6, esa indeterminación se había convertido en una ideología del gusto de ateos, materialistas y desestabilizadores del orden establecido. 6

BURCHFIELD (1990); HALLAM (1983).

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3.

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ENEMIGOS DE LA TEORÍA DEL BIG BANG

22 de noviembre de 1951. El Papa del momento, Pío XII, lee un discurso ante la Pontificia Academia de las Ciencias en el que vuelve a defender la validez de las llamadas cinco vías de Santo Tomás de Aquino para demostrar la existencia de Dios. Añade que, lejos de ser una curiosidad medieval, las ciencias naturales del momento, en especial la física, están aportando conocimientos que alimentan la base empírica de los argumentos tomistas. Hasta aquí nada nuevo, pues, como ya hemos visto, este había sido el marco filosófico oficial de la Iglesia Católica desde el último tercio del siglo anterior, con el impulso del neo-tomismo. El texto añade, sin embargo, una referencia confusa a la relación entre la física moderna y la creación: «de hecho, parece que la ciencia de hoy, dando un salto hacia atrás de millones de siglos, ha conseguido ser testigo del Hágase la Luz inicial cuando, de la nada, junto con la materia hubo un estallido de luz y radiación», y se alegra de que representantes modernos de las ciencias naturales «consideran la idea de la creación del universo perfectamente reconciliable con sus concepciones científicas»7. ¿A qué y a quién se refería Pío XII? En 1930, el astrónomo, matemático y sacerdote católico belga Georges Lemaitre (1894-1966) había hablado por primera vez de «la hipótesis del átomo primitivo» como posible solución matemática a las ecuaciones de la cosmología relativista. Y es que, desde su formulación por parte de Albert Einstein poco más de diez arios antes, la teoría general de la relatividad había abierto las puertas a una nueva ciencia matemática cuyo objeto propio era el universo en su totalidad: la cosmología. Ciertamente, la cosmología como filosofía y como mito es un género tan antiguo como la historia del pensamiento humano. Pero, en la práctica, la ciencia moderna la había descartado de entre sus posibilidades no solo por sus connotaciones religiosas, sino especialmente por su carácter especulativo y por el problema que supone considerar a todo el universo como un único objeto científico. Pero con la relatividad general todo esto cambió y se sembraron las semillas de la cosmología física moderna. El punto fundamental era la cuestión de la finitud o infinitud del universo. Si el mundo de Galileo y Newton se contraponía con el cosmos medieval por, entre otras cosas, haber pasado de un «mundo cerrado a un universo infinito»8, la relatividad general de Einstein volvía, obviamente de un modo muy distinto, al universo limitado. La ecuación cosmológica que formuló en 1917 abría la puerta al tratamiento mate' Pío XII (1951). 8 KOYRÉ (1957).

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mático del universo entero como un objeto autocontenido. Fue al desarrollar esta ecuación que apareció una consecuencia imprevista y que desencadenaría una polémica de décadas: el universo no era estático, sino que estaba en expansión. El rechazo del propio Einstein a esta consecuencia, que consideraba absurda y no apoyada por las observaciones astronómicas, le llevaron a modificar su ecuación y a introducir la famosa constante cosmológica. Y, aun así, con o sin este apaño, las ecuaciones relativistas seguían permitiendo soluciones dinámicas. Tanto el trabajo de matemáticos como el ruso Aleksandr Friedmann (1888-1925) y el mencionado Lemaitre, así como las observaciones y clasificación de la luminosidad de las galaxias por parte del astrónomo americano Edwin P. Hubble (1889-1953), apuntaban en la dirección de que, evidentemente, el universo se expandía. Pero hizo falta que el propio Einstein cambiara de opinión públicamente para que los astrónomos se tomaran en serio la idea de un universo en expansión. De hecho, cuando Lemaitre coincidió con Einstein y le mostró sus cálculos durante un congreso en el que coincidieron en 1928, este le dijo que todo parecía correcto pero que, desde un punto de vista físico, la idea era «totalmente abominable»'. El astrónomo real inglés, y tutor de Lemaitre en Cambridge, Arthur Eddington (1882-1944), también tuvo que admitir que no prestó atención al trabajo de Lemaitre hasta que Einstein dio validez a la idea de un universo en expansión. Hace falta aclarar que una cosa es hablar de que el universo está en expansión y otra cosa asumir un inicio abrupto en el pasado. Las dos no se requerían mutuamente desde un punto de vista lógico. De hecho, se podía imaginar, como hiciera por ejemplo Eddington, que la expansión se debía a la evolución infinitamente lenta a partir de un universo inicial cuya materia estuviera distribuida uniformemente, pero en equilibrio inestable. Sin embargo, y también a partir de cálculos meramente matemáticos, otra de las posibles soluciones era que el origen de la expansión se pudiera explicar con una especie de explosión de un átomo primigenio que contuviera todo el universo. Esa fue la conclusión a la que llegó Lemaitre en 1931. No se trataba tanto de especulaciones sino de cálculos matemáticos en los que intervenían la relatividad general y elementos de la termodinámica y de la mecánica cuántica. Y, sin embargo, gentes como Eddington o el propio Einstein volvían a rechazar a priori esta solución porque, como diría el primero, «la idea de un inicio del orden actual de la Naturaleza me repugna»1° o, en palabras del segundo, «esto suena demasiado a Creación»". KRAGH (1997), p. 32. EDDINGTON en KRAGH (1997), p. 47. " LAMBERT (2000).

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Es importante señalar, como hace Helge Kragh en su libro Cosmology and Controversy, que las consideraciones metafísicas y teológicas fueron secundarias en un debate altamente matemático y en una rama de la física, la cosmología, que todavía estaba en gestación. Y, seguramente consciente del peso que su sotana tenía en la recepción de sus cálculos, pero también convencido de la separación total entre su ciencia y su fe, Lemaitre rehuía cualquier referencia a Dios o a la noción de Creación en las presentaciones públicas de su teoría, a la vez que se esforzaba en privado en mostrar que el inicio físico del que hablaba su explosión no tenía nada que ver con la noción metafísica de Creación. En conversaciones con Einstein en Pasadena, por ejemplo, Lemaitre le respondía tajantemente que «el átomo primigenio es la antítesis de la creación sobrenatural del mundo». Una cosa era admitir que no se podía estudiar el átomo primigenio antes de la explosión inicial con los métodos matemáticos, y otra cosa era relacionar dicha ignorancia con la acción de un creador. Lo segundo sería, según Lemaitre, convertir a Dios en un ser intramundano. Por eso, también le sorprendía que, en Estados Unidos, «cientos de científicos profesionales y amateurs» creyesen que «la Biblia tiene algo que enseñar sobre ciencia», a lo que respondía con ironía que sería como «esperar que debe haber algún dogma religioso oculto en el teorema del binomio», o que un «sacerdote católico debería rechazar la relatividad porque no dice nada sobre la doctrina de la Trinidad»12. La corrección de los cálculos de Lemaitre y la plausibilidad de la primera explosión como explicación de la expansión del universo no eran, obviamente, suficientes para que todo el mundo la aceptara necesariamente. El conocimiento de cuestiones centrales como la composición de las estrellas y galaxias, el origen de los rayos cósmicos o la relación entre astrofísica y la física atómica y nuclear, era demasiado limitado y cambiante como para poder establecer pruebas sólidas de la teoría de la gran explosión. Lemaitre, apasionado por la belleza matemática de la teoría general de la relatividad, y alérgico a la incertidumbre y caos por el cual estaban atravesando la física atómica y nuclear en la década de 1930, ya no volvió a participar en el debate. Fue la creatividad y audacia de gentes como el ruso George Gamow (19041968), o el alemán Hans Bethe (1906-2005), ambos exiliados en Estados Unidos huyendo de las dictaduras en sus respectivos países de origen, quienes revivieron y siguieron desarrollando la teoría de Lemaitre de la gran explosión.

KRAGH (1997), p. 59.

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FIGURA 3.2 George Lemaitre entre Albert Einstein y Robert Millikan en Caltech en 1933

FUENTE: https://es.wilcipedia.org/wiki/Georges_Lema%C3%AEtre#/media/Archivo:Millikan LemaitreEinstein.jpg

En 1948, tres jóvenes físicos de Cambridge propusieron una teoría alternativa a la de la gran explosión. Fred Hoyle (1915-2001), Hermann Bondi (1919-2005) y Thomas Gold (1920-2004) sugirieron que la expansión del universo se podría explicar con una creación constante de materia y así asegurar que, a pesar de su expansión, la densidad del universo se mantenía constante. La teoría del estado estacionario, como se la conoce, no necesitaba un momento singular, con lo que era más adecuada para aquellos que desconfiaban de las posibles extrapolaciones teológicas del modelo de Lemaitre y Gamow. De hecho, parece ser que fue en una entrevista en la BBC en 1949 donde Fred Hoyle acuñó irónicamente el término «Big Bang» para referirse despectivamente a la gran explosión. Sus ideas anticristianas no eran un secreto ni una rareza por entones. Pero no era solo ni fundamentalmente la cuestión teológica la que animó a los tres jóvenes de Cambridge: desde finales de la Segunda Guerra Mundial, la teoría general de la relatividad atravesaba una profunda crisis, hasta el punto que muchos apuntaban a su posible desaparición o necesaria reformulación". Bondi, Hermann y Hoyle estaban explorando modos de consolidar y transformar la cosmología, y su teoría debe situarse en ese contexto de crisis de la física. Y, de hecho, lo consiguieron, ya que la controversia con su 13 BLUM, LALLI y RENN (2015).

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modelo alternativo ayudó a la consolidación de la cosmología como disciplina más desarrollada y organizada. El intento por confirmar, expandir o falsar alguno de los dos modelos (o de sugerir alguna tercera alternativa) espoleó la cosmología en las décadas de 1950 y 60. Volviendo al inicio de esta sección, Lemaitre no pudo ocultar su sorpresa y enfado cuando, siendo uno de miembros de la Academia Pontificia de las Ciencias invitado al evento, escuchó el discurso papal de 1951. Aunque el Papa no identificaba explícitamente la teoría del Big Bang con la Creación, sí daba pie a las lecturas concordistas del mismo. De hecho, algunos físicos católicos, como el converso inglés Edmund T. Whittaker (1873-1955), habían defendido que el Big Bang podría conducir a la demostración científica de la doctrina de la Creación. Pero, como tantas veces había repetido el astrónomo belga, la explosión del átomo primitivo no tenía nada que ver con la noción metafísica de creatio ex nihilo, de creación a partir de la nada: una cosa era la noción de inicio, a la que su teoría se refería, y otra la de creación, esa sí de raigambre metafísica y teológica. Además, el discurso papal también parecía tomar partido a favor de la teoría del Big Bang frente a la del estado estacionario de Bondi, Hoyle y Gold, a la que calificaba de «hipótesis gratuita». Este respaldo implícito del Papa no ayudaba a Lemaitre, quien se había esforzado en mantener la polémica en el ámbito estricto de la física matemática, no en el de metafísica o la teología. Sorprende que el Papa ni citara, ni nombrara, ni pidiera consejo a Lemaitre para este discurso, pues Pío XII tenía un interés genuino por las ciencias modernas y solía informarse en profundidad sobre estas cuestiones. Además, conocía personalmente a Lemaitre y su trabajo desde mucho antes de iniciar su pontificado. El historiador Dominque Lambert sugiere que el Papa no estaba del todo convencido del giro instrumentalista que Lemaitre daba a su filosofía de la ciencia, según la cual los datos de las ciencias empíricas tenían poco que aportar a las discusiones metafísicas del tomismo, y prefirió ir más allá de lo que el astrónomo belga hubiese permitido. En otras palabras, para Lemaitre cualquier especulación sobre la naturaleza del átomo primitivo antes de la primera explosión estaba fuera del alcance de la física y, por lo tanto, de la metafísica y sus posibles implicaciones teológicas; mientras que el Papa entendía el átomo primitivo de un modo realista y también, por lo tanto, posible punto de partida para la metafísica. En cualquier caso, el discurso papal tuvo los efectos que tanto temía Lemaitre. Se da la ironía de que, si hasta entonces se había tenido que enfrentar a aquellos que le acusaban de influir en la ciencia a partir de sus a prioris religiosos, enfatizando que el camino hacia el átomo primitivo había sido exclusivamente matemático, a partir de ahora tuvo que escuchar

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críticas en el sentido contrario. Y es que, en algunos círculos marxistas y materialistas del momento, se acusó al Papa de apropiarse ilegítimamente de una teoría meramente científica para usos religiosos y apologéticos. Tanto unos como otros, y para la desesperación de Lemaitre, daban excesivo realismo ontológico a una teoría que, en aquel entonces, estaba lejos de ser plenamente desarrollada y universalmente aceptada. Parece, pues, que los intentos del físico y sacerdote católico belga, formado en la tradición del neotomismo de la Lovaina de principios del siglo xx, de mantener a la cosmología física alejada de las tradiciones cosmogónicas, tuvo un éxito limitado en ámbitos tanto religiosos como ateos. 4.

LA CIENCIA DE LOS ESPÍRITUS

Barcelona, 1888. La ciudad de los prodigios, según la imagen de Eduardo Mendoza en su famosa novela, está de fiesta. De abril a diciembre tiene lugar la Exposición Universal, el evento de mayor resonancia internacional de la segunda mitad del siglo XIX, como demostraron las ediciones anteriores en Londres (1851 y 1862), París (1855, 1867 y 1878), Viena (1873), Filadelfia (1876) y Melbourne (1880). Escaparates de la industria, de la tecnología, del arte y de las glorias culturales de las naciones participantes, las exposiciones universales se convirtieron en uno de los primeros eventos de turismo a escala global, y también en una buena oportunidad para organizar congresos culturales y científicos de diversas materias. En ese contexto, del 8 al 11 de septiembre de 1888, tuvo lugar el Primer Congreso Internacional de Espiritismo de la historia bajo el lema «Hacia Dios por el Amor y por la Ciencia»14. Sería demasiado fácil desde alguna atalaya del siglo XXI, descalificar el espiritismo y tantas otras ciencias heterodoxas del siglo XIX como errores o locuras anticientíficas. Frenología, espiritismo, hipnosis, telepatía y un largo etcétera fueron actividades complejas que participaban de algunos de los ideales de la segunda mitad del siglo XIX, a veces contradictorios entre sí, y que retrospectivamente también ayudaron a delimitar la psicología moderna, las neurociencias o incluso, tal como hemos visto que sucedió en Inglaterra, la física. Me quiero fijar en la tradición espiritista y su congreso de 1888 porque, a priori, podría parecer una actividad a la que se debieran oponer tanto «la ciencia» moderna como las iglesias cristianas tradicionales; la primera por falta de rigor científico y las segundas por considerar dichas prácticas como supersticiosas, paganas o, incluso, satánicas. Pero, también a priori, se podría HORTA (2001).

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pensar que el espiritismo era una manera de estudiar científicamente la existencia o inexistencia de espíritus y su influencia sobre el mundo material, o un apoyo para las tesis cristianas acerca de la inmortalidad del alma; y en este caso el espiritismo podría ser, a la vez científico y visto con buenos ojos por algunas iglesias cristianas. En la práctica, las cuatro posibilidades mencionadas (y algunas más) se dieron y quedaron bien reflejadas alrededor del congreso de 1888. La historia del espiritismo moderno ha sido contada muchas veces15. Haciendo un resumen muy simplificado, su origen se suele situar en una zona rural al Norte de Estados Unidos, donde las hermanas Fox descifran e interpretan una serie de golpes que oyen en su casa, y los atribuyen al espíritu de un hombre que había vivido en esa casa arios atrás y que quería comunicarse con ellas. En poco tiempo empezaron a aparecer por todo el país médiums que parecían poder comunicarse con espíritus de antepasados, atrayendo la curiosidad de prohombres de la política y de la ciencia del momento. De ahí pronto saltó a Gran Bretaña donde se institucionalizó la Sociedad para la Investigación Psíquica. La SPR y su influencia en la Inglaterra victoriana ha sido analizada con profusión y ya hemos visto algo de la relación entre física, anglicanismo y espiritismo en el capítulo 2. En Francia, y desde allí al mundo latino (Sur de Europa y Latinoamérica), la historia del espiritismo es bastante distinta y pivota alrededor de un personaje de la tradición pedagógica rousseauniana: Hippolyte Léon Denizard Rivail (1804-1869), conocido por su pseudónimo, Allan Kardec. Su El Libro de los Espíritus de 1857, donde transcribía, analizaba y clasificaba numerosos mensajes del más allá obtenidos por médiums o por instrumentos mecánicos como la ouija, pronto se convirtió en una especie de libro fundacional de un espiritismo racional. Racional en cuanto a su método clasificatorio y las consecuencias que de esos mensajes se pudieran derivar, y espiritismo como neologismo suyo para distinguirse y protegerse de la mala fama que tenía el espiritualismo en algunos ambientes. Según su programa, el espiritismo sería «una ciencia de observación y una doctrina filosófica. Como ciencia práctica, consiste en las relaciones que pueden establecerse con los espíritus; como doctrina filosófica, incluye todas las consecuencias morales que se desprenden de semejantes relaciones»16. Además de racional, el espiritismo de Kardec tenía pretensiones religiosas en las que se mezclaba una cierta ética cristiana, incluso de corte católico-francés, con ideas evolucionistas y orientales. Los espíritus hablaban de una ley de evolución psicológica hacia una perfección que se mate" MOORE (1977). 16 KARDEC, en MüLBERGER (2016), p. 44.

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rializaba en re-encarnaciones: el castigo por una vida imperfecta no venía de mano del infierno cristiano sino de una nueva encarnación como modo de purificación. Además, y para dar salida a las injusticias sociales de las clases más pobres, Kardec planteaba la existencia de una pluralidad de mundos que pudieran dar salida a los espíritus que más lo merecieran. Con todos estos elementos, el espiritismo aunaba aspiraciones de una parte de la sociedad industrial que rechazaba tanto las religiones institucionalizadas, en especial el catolicismo dominante en Francia, Italia, España y Latinoamérica, como el materialismo sin esperanza. De este modo, algunos sectores de tendencias progresistas y liberales vieron en el espiritismo una propuesta religiosa alternativa que podían presentar como racional-científica, cristiana pero no confesional, y compatible con el libre pensamiento. Con todo esto quizás ya no sorprende tanto el lema con el que se presentó el congreso de Barcelona: «Hacia Dios por el Amor y por la Ciencia». Para 1888, el espiritismo de corte francés ya había permeado en los núcleos urbanos e industriales españoles y también se había consolidado como amalgamador de posturas políticas liberales, socialistas, masónicas'', anti-clericales y también del incipiente anarquismo barcelonés. De hecho, el lugar del congreso no podía ser más simbólico: el Parque de la Ciudadela, donde se habían construido los pabellones feriales, había sido el escenario, en 1861, de una quema pública de unos 300 libros de Kardec, tras un auto de fe promovido por el obispo de la ciudad del momento, Antoni Palau i Térmens (1806-1862). Este y algún otro auto de fe en tierras españolas al final del período isabelino, así como los sermones condenatorios por parte de sacerdotes ultramontanos de gran predicamento, como el catalán Felix Sardá i Salvany (1844-1916) o el vasco Vicente Manterola Pérez (1833-1891), no hicieron más que espolear la curiosidad por el espiritismo. A mitad de la década de 1870, ya se podían encontrar sociedades espiritistas en más de 57 ciudades españolas, así como numerosos libros de producción local, boletines y revistas periódicas; una proliferación de iniciativas que también refleja la pluralidad de ideologías que abrazaban o utilizaban el espiritismo como herramienta política. Más allá de los espíritus, acerca de los cuales católicos ultramontanos y espiritistas convencidos polemizaban atribuyéndose su exclusivo control, el congreso de Barcelona es una buena muestra del heterogéneo mundo del espiritismo y de sus motivaciones más terrenales. Como escribiera en el libro de Actas el Vizconde de Torres-Solanot (1840-1902), presidente del congreso y figura clave del espiritismo español, el espiritismo era parte de la mentalidad científica, positiva y liberal: La proximidad con la masonería culminó en 1891 con la fundación del Grande Oriente Espiritista.

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CIENCIA-RELIGIÓN Y SUS TRADICIONES INVENTADAS «¿Quién le desprecia? el que no lo conoce: ¿Quién le calumnia? el interesado en que no se emancipe el espíritu del yugo de la ignorancia: ¿Quién le ridiculiza? el que estima más cómodos los procedimientos de la pereza y de la indolencia que los del estudio y la razón; porque es más sencillo considerarse en el pináculo de la ciencia, que recomenzar por el camino de la investigación crítica, en cuyo término han de aparecer como errores muchas de las sustentadas como verdades. En suma; la ignorancia, la mala fe y la soberbia: he ahí los enemigos del Espiritismo»18.

Además, y en contraste con algunas tesis historiográficas sobre los orígenes de la ciencia moderna que hemos visto en el capítulo 1, los espiritistas defendían que gran parte de la ciencia moderna se debía, en su origen, a prácticas esotéricas. Según algunos de ellos, del estudio del mesmerismo se llegó al magnetismo científico, de la alquimia y la astrología renacentistas emergió la astronomía y la química, «ciencias que prestan su mayor desarrollo al conocimiento de la Naturaleza, e indican el camino que deberá seguir para elevarse a la ciencia del Espiritismo la antigua magia»19. Con esto pretendían insertar el espiritismo dentro de la línea genealógica del presente de la ciencia moderna y no como una vuelta a oscurantismos pasados. Así, aunque «las academias científicas interpondrán su veto para desprestigiar el descubrimiento; la sabiduría petulante despreciará el estudio, y las conciencias timoratas se asustarán del conocimiento de una ley más [... I la razón y la ciencia triunfarán al cabo»2°, y el espiritismo se convertirá en «el gran acontecimiento de este siglo» y «una gran etapa [...] de la historia del desenvolvimiento humano»2i. Algunos llamamientos durante el congreso fueron más explícitos en cuanto a esa nueva etapa de la humanidad. Así, el italiano Giovanni Hoffman decía que, tras la fase experimental, el espiritismo debía encarar «la fase social»: «edificar un pueblo nuevo, [ trabajar para renovar el mundo». Con esto se refería al proyecto internacionalista de borrar fronteras a partir de los principios morales del espiritismo y, así, construir «la gran nación terrestre, patria grandiosa, pero que a su vez, en el gran Todo de la Vida, no es sino humilde y pequeña parte de la República Sideral»22. De manera más vehemente se pronunciaba el exdiputado Joaquín de Huelbes Temprado (1842-1916) cuando decía que el espiritismo «es revolucionario, más revolucionario que cuantas doctrinas se tienen por revolucionarias en el mundo, porque las comprende a todas»23. Y añadía: «Pacífica, sí; incruenta, es cierto; pero profun18 Actas (1888), p. 10. 19 Actas (1888), pp. 13-4. 20 Actas (1888), p. 14. 2' Actas (1888), p. 50. 22 HOFFMAN en Actas (1888), p. 124. " HUELBES en Actas (1888), p. 182.

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da, demoledora, ha de ser la acción del Espiritismo en cuantas esferas la existencia abarca; quisiéramos nosotros pulverizar la sociedad presente y organizarla de nuevo»24. Y otro ejemplo nos lo da el aragonés Félix Navarro: «El Espiritismo es la religión de la Democracia: es la religión de la Ciencia. Su Biblia es la naturaleza misma; su culto, el estudio y la práctica de la virtud», pasando a concretar esas virtudes en «la revolución en lo político, la abolición de la esclavitud, los inventos científicos modernos», que son «precursores de la nueva era de nuestro planeta»25. La apelación a la ciencia y a la religión son constantes en muchas de las publicaciones de los espiritistas de la tradición que se originó con Kardec. Aunque el propio Kardec intentó evitar confrontaciones con el clero católico francés, y raras veces utilizó la noción de religión para justificar su filosofía, a su muerte se empezó a hablar de espiritismo como religión y, más específicamente, como religión laica, siguiendo en la estela del positivismo de Comte y de la masonería. Así lo hizo, por ejemplo, Charles Fauvety (1813-1894), miembro de la logia masónica de París e impulsor de la revista La Religión Laica26. Las actas del congreso de Barcelona, en sus conclusiones, definieron las características fundamentales de esta religión: (i) cimentada en las leyes naturales y las de la psicología humana; (ii) una religión «no-sacerdotal, o anticlerical y antisectaria» fundada en el librepensamiento y la igualdad; (iii) garantía de orden social porque armoniza las antinomias, por ejemplo, al «imponer el deber al sabio de que viva en contacto con el ignorante y el pobre, y le manda que lo eleve y lo eduque»27; (iv) basada en la fraternidad, ya que solo así se pueden obtener todos los beneficios «del progreso aplicado a lo físico, económico, intelectual, artístico y moral»28; (v) y cuyo único templo será «la conciencia, el universo con sus miríadas de mundos, la ribera del mar, el lago, el prado de flores, el bosque, el arenal, el arroyo, el taller, el hogar, el laboratorio, la cátedra, la prensa, la cámara secreta, el hospital, el tribunal; todo sitio donde por obras se sacrifica por el hermano, por el bien a la verdad y donde se adora a Dios en espíritu y verdad»29. El anticlericalismo de la nueva religión no se quedó en las palabras. Aunque no formaban un partido político, los espiritistas sí pretendían transformar la ciudad —la polis— con sus acciones. Un modo eficaz, y dada la presencia mayoritaria de mujeres entre el público afín al espiri" HUELBES en Actas (1888), p. 183. 25 NAVARRO en Actas (1888), p. 133. 26 La Religion Lcdque fue una revista de corta duración fundada en 1887. 27 NAVARRO MURILLO en Actas (1888), p. 227. 28 NAVARRO MURILLO en Actas (1888), p. 228. 29 NAVARRO MURILLO en Actas (1888), p. 229.

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tismo, fue la práctica de acciones de «caridad secular»", compitiendo en el ámbito asistencial con las instituciones católicas. Así, muchos miembros de los grupos espiritistas se dedicaron a visitar hospitales y prisiones para consolar a la gente ávida de esperanza; otros organizaban tómbolas y eventos para recaudar fondos, comida y ropa para los necesitados. Y todo ello, con una clara misión proselitista y para demostrar que una sociedad no clerical era posible. De este modo, el espiritismo se presentaba como ciencia y como religión, intentando convertirse en competidora y alternativa al supuesto monopolio que la Iglesia Católica tenía sobre el bienestar corporal y espiritual tanto de los vivientes como de los espíritus de ultratumba. *

*

*

Ulises venció todos los elementos en su retorno a Itaca. David acabó con Goliat con un solo golpe. Robin Hood robaba a los poderosos para alimentar a los pobres. San Jorge mató al dragón para liberar al pueblo oprimido. En la cultura popular y en la literatura, las épicas juegan un papel identitario: el de proveer con arquetipos del carácter de una nación, un grupo social o una idea moral. Las gestas de los héroes imaginados sirven para configurar identidades y para establecer una clara delimitación entre lo esotérico y lo exotérico, entre el bien y el mal, entre «nosotros» y «los otros»31. En estos casos, los conflictos siempre tienen un final esperado, necesario, determinado. Igual sucede con algunas historias populares de la ciencia, en las que el maniqueísmo entre lo verdadero y lo falso, la libertad y la esclavitud, el progreso y la tradición, pretenden configurar una identidad de «lo científico» excesivamente simplona. Con los ejemplos de este capítulo he querido recordar que el conflicto es parte intrínseca de la actividad científica y que, por lo tanto, las pugnas y los enfrentamientos son, no solo inevitables, sino necesarios. A posteriori, cuando se escriben las historias, es fácil caer en una dialéctica maniquea que presente a «la ciencia» como una heroína que sale triunfante de los ataques de los villanos. Pero, como he intentado mostrar, las identidades de los grupos que forman parte de los conflictos son de difícil delimitación. Quién sea «la ciencia» y quién «la religión» en los ejemplos anteriores no tiene una respuesta fácil. Ni los contenidos propiamente científicos, ni las ideologías subyacentes permiten establecer un marco dualista que describa los cuatro casos como paradigmas del conflicto entre «ciencia» y «religión». 3° 31

BALLTONDRE y GRAUS (2016). TODOROV (1991).

CAPÍTULO 4

INVENTANDO MITOS

Una loba amamantando a dos hermanos gemelos (Roma), una disputa entre Poseidón y Atenea (Atenas) y un águila sobre un nopal devorando una serpiente (México): mitos fundacionales de ciudades. Beowolf, La Canción de Roldán, El Cantar de mio Cid o Los Nibelungos: cantos de gesta medievales. En la configuración de identidades de cualquier tipo (nacionales, religiosas, culturales, políticas, etc.) el mito juega un papel fundamental. La propia Ilustración desarrolló sus propios mitos, el del progreso y la diosa razón, necesarios para legitimarse ante los enemigos, también mitologizados, del oscurantismo, de la autoridad o de los (otros) mitos. También «la ciencia», en genérico, o muchas disciplinas científicas concretas han creado sus propias leyendas para consolidar su identidad, su legitimidad o su poder. Abundan libros que hablan de «padres» (raras veces «madres») de la ciencia, de la física o de un fenómeno concreto de la Naturaleza. Los descubrimientos están, con frecuencia, llenos de épica, de sufrimiento y de incomprensiones y abundan relatos maniqueos de «buenos» y «malos», de «adelantados a su tiempo» y «reaccionarios». Como reacción a la profusión de mitos, en las últimas décadas ha ido ganando terreno una cultura de la «desconstrucción», palabra genérica con la cual se pretende denunciar el origen espurio y, por lo tanto, falso de los mitos. Pero, como ya defendió Jan Hacking hace arios, parece que las construcciones y deconstrucciones sociales solo adquieren relevancia cuando se pretende establecer un nuevo orden moral, con lo que acaba generando sus propios mitos'. En esta sección veremos el origen de algunos mitos fundacionales habituales en muchas historias de la ciencia en su relación con cuestiones religiosas. Con ello, no pretendo negar los elementos de verdad que puedan contener, sino ver la historia 1

HACKING (1999). [101]

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que esos tropos historiográficos tienen. Porque, como cuentan que le respondía John R. R. Tolkien (1892-1973) a Clive S. Lewis (1898-1963) cuando este se negaba a tomarse la Biblia en serio describiéndola como una simple colección de mitos, en el mito también hay verdad2. 1.

ISAAC NEWTON. EL PADRE DE LA CIENCIA MODERNA

Julio de 1936. La famosa casa de subastas londinense Sotheby's pone a la venta cajas de manuscritos «no científicos» de Newton a los que ningún historiador había tenido acceso hasta entonces. De hecho, cuando en 1872 el quinto conde de Portsmouth, por coincidencias de la vida también llamado Isaac Newton, donó los manuscritos del «Newton de verdad» a la Universidad de Cambridge, esta, tras casi veinte arios catalogándolos y organizándolos, decidió devolver gran parte de la donación y quedarse solo con los manuscritos «científicos». Así, los responsables de dicha catalogación perpetuaban el mito de Newton como padre de la ciencia inductiva, empirista y pura, además de prohombre de la Inglaterra moderna. Lo perpetuaban y, de algún modo, eran víctimas de la iconografía acerca de Newton que llevaba tiempo afianzada. De hecho, cuando en su informe final decían que los manuscritos de alquimia «tenían poco interés» y que los de teología «no aportaban nada relevante», simplemente estaban constatando que esos materiales no añadían nada a lo que se esperaba del icono de Newton'. El hecho de que los archiveros que hicieron tal selección estuvieran en Cambridge no es baladí. No solo porque fuera el alma mater del personaje, sino porque la vieja universidad se había convertido, tras las reformas que William Whewell había emprendido a principios del siglo xix, en el centro de lo que hoy conocemos como física clásica. Ahí se formaron varias generaciones de físicos y matemáticos que desarrollaron la física bajo la premisa, entre otras, de que los principios de Newton eran la roca sólida sobre la que fundar la astronomía y la mecánica; y que estas habían llegado a su fase adulta gracias a aplicar el método inductivo que Francis Bacon había inventado en el siglo XVII y que el propio Whewell había recuperado y promovido en el xrx. Citando su famosa frase «hypothesis non fingo», que podríamos traducir libremente como «no especulo», Newton se había convertido en el icono de la filosofía inductiva, aquella que prometía el desarrollo del conocimiento sin la mediación de impurezas especulativas y con el único apoyo de los HUBNER (1985). DRY (2014).

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datos empíricos. No es de sorprender, pues, que en este contexto cantabrigense se vieran como irrelevantes las aficiones «sospechosas» de Newton. Quien visite la Abadía de Westminster en Londres, panteón de los grandes personajes que han forjado la nación inglesa, se dará cuenta enseguida del gran mausoleo barroco dedicado a Newton en la entrada del coro. Una escultura de mármol blanco y gris nos lo presenta recostado sobre el sarcófago, apoyándose en ejemplares de sus libros más importantes. Un bajorrelieve muestra una serie de putti jugando con instrumentos astronómicos y químicos y, por encima de Newton, un globo con las constelaciones del zodíaco y la trayectoria del gran corneta de 1680 sobre la que reposa Urania, la musa de la astronomía. El poeta Alexander Pope (1688-1744) había escrito un epitafio para la tumba («La naturaleza y sus leyes yacían ocultas en la noche; Dijo Dios «que sea Newton» y se hizo la luz») que fue sustituido por un texto no menos pomposo4: «Aquí yace Isaac Newton, Caballero, quien, con una fuerza mental casi divina, y con principios matemáticos desarrollados solo por él, exploró el curso y figura de los planetas, las trayectorias de los cometas, las mareas de los mares, las diferencias en los rayos de la luz y, lo que ningún otro erudito había imaginado, las propiedades de los colores. Diligente, sagaz y leal, en sus exposiciones acerca de la Naturaleza, la Antigüedad y las Sagradas Escrituras, defendió con su filosofía la majestad y bondad de Dios, a la vez que mostraba en sus modos la humildad de los Evangelios. Todos los mortales se alegran de que haya existido tal regalo a la Humanidad».

Sin entrar en más detalles, una de las muchas curiosidades de la tumba es la referencia al corneta de 1680 y a la invención de los métodos matemáticos necesarios para la nueva física. Ambos fueron de los episodios más sonados en vida de Newton. Con el corneta avistado en 1680 y 1681, Newton pudo establecer la validez de las leyes de Kepler a partir de su ley de la gravitación. Lo significativo es que fue el astrónomo John Flamsteed (1646-1719) el primero en sugerir que ambos avistamientos eran del mismo corneta en su trayectoria hacia el Sol (1680) y desde el Sol (1681). Pero Newton primero se opuso a esta hipótesis y después utilizó los datos de Flamsteed sin nombrarlo. En cuanto a la invención del cálculo diferencial, es conocida la intensa y, en ocasiones infamante polémica con el filósofo y matemático alemán Gottfried Leibniz acerca de la prioridad. Estas y muchas otras disputas que tuvo Newton a lo https://www.westminster-abbey.org/es/abbey-commemorations/commemorations/sir-isaac-newton

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CIENCIA-RELIGIÓN Y SUS TRADICIONES INVENTADAS FIGURA 4.1 Tumba de Newton en la nave central de la Abadía de Westminster

FUENTE: Licencia Creative Commons Attribution 3.0 Unported. Attribution: Javier Otero https://commons.wikimedia.org/wild/File:Tumba_de_Isaac_Newton_-_panoramio.jpg

largo de su vida debían ser borradas para enfatizar no solo su intelecto «casi divino» sino su «humildad evangélica». Que un epitafio tenga solo palabras amables hacia el difunto no es ninguna novedad. Más interesante es ver que quien financió el mausoleo, John Conduitt (1688-1737), político y terrateniente, casado con la sobrina y heredera de Newton, y sucesor de este como director de la Casa de la Moneda, estaba tan interesado en la fama de Newton como en anclar la suya propia. De hecho, con el tiempo, Conduitt, que también había escrito la más influyente de las primeras hagiografías de Newton, tendría su propio mausoleo en la Abadía de Westminster junto al del icono que él había ayudado a crear. En su Newton. The Making of Genius, la historiadora Patricia Fara hace un recorrido por las representaciones artísticas que de Newton se han hecho a lo largo de la historia y de lo que estas nos muestran acerca

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de la creación de mitos'. Santo, genio, héroe, padre de la patria e icono de la razón y la ciencia son algunos de los tropos más habituales. Aquí me interesa señalar uno de los cambios más significativos que suceden entre las imágenes del siglo )(VIII, tras su muerte, y las que van apareciendo en el siglo xix. Las primeras enfatizan la santidad y la casidivinidad del personaje. Las segundas, su racionalidad secular. Por ejemplo, la primera traducción al inglés de los Principia Mathematica, publicada en 1729, a los pocos arios de su muerte, nos muestra a un Newton en los cielos recibiendo sabiduría por parte de la musa de la geometría para descifrar los secretos de las órbitas de los planetas, representadas bajo las nubes. En cambio, por ejemplo, William Blake (1757-1827) nos da a principios del siglo xix una imagen de Newton sentado y curvado sobre sí mismo dibujando con un compas las órbitas de esos mismos planetas. La mitología que se fue creando alrededor de Newton como padre de la ciencia moderna y como icono nacional de Inglaterra también fue promovida al otro lado del Canal de la Mancha. Durante su estancia en Inglaterra, Frallois-Marie Arouet, Voltaire (1694-1798), publicó sus famosas Cartas Inglesas en las que contrastaba una Francia dominada por la superstición frente a una Inglaterra que representaba como el paradigma de la libertad y la tolerancia. Entre los elementos retóricos que utilizó con fines políticos, cabe destacar la oposición que establecía entre el plenum de la filosofía de Descartes y el espacio vacío de Newton: «Un francés que llega a Londres encuentra las cosas muy cambiadas en filosofía, como en todo lo demás. Ha dejado el mundo lleno; se lo encuentra vacío. En París, se ve el universo compuesto de torbellinos de materia sutil; en Londres, no se ve nada de eso.» También compara a Descartes, quien «abandonó Francia porque buscaba la verdad, que estaba perseguida entonces por la miserable filosofía de la Escuela», con Newton, cuya «gran dicha ha sido no solo haber nacido en un país libre, sino en una época en que las impertinencias escolásticas habían sido barridas y solo se cultivaba la razón»6. Así, Voltaire fue, a la vez, construyendo y apoyándose en el mito de Newton como icono de la razón libre para su particular proyecto de reforma de Francia, donde introdujo la filosofía natural newtoniana, así como el pensamiento político de John Locke (1632-1704). Las dos grandes contribuciones de Newton a la filosofía natural, sus estudios sobre la luz, y el carácter universal de la gravitación, estaban en sintonía con los ideales de la Ilustración, tal como los entendía Voltaire: 5

FARA (2002). VOLTAIRE (1733).

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la luz, como símbolo de la razón; la universalidad de la gravitación, como alegoría de la igualdad entre todas las personas. De hecho, el frontispicio de la versión francesa de los Principia, traducidos por Émile du Chatelet (1706-1749), es muy ilustrativo. La luz de los cielos atraviesa la cabeza de Newton y, reflejada en un espejo que Madame du Chatelet sostiene en sus manos, ilumina el trabajo de un Voltaire quien, luciendo una corona de laurel en su cabeza, trabaja en dicha traducción. Igual que había hecho Conduitt, Voltaire promocionaba la gloria de Newton para, a la vez, realzar la suya. Pero volvamos a la subasta de Sotheby's. ¿Qué contenían las cajas que se ponían a la venta? Pues aquellos manuscritos que reflejaban las especulaciones y experimentos de alquimia de Newton y sus pensamientos teológicos, que los archivistas de Cambridge habían considerado irrelevantes. Cuando los historiadores pudieron fmalmente acceder a este material, la imagen del Newton histórico se enriqueció, pero la del mito de una racionalidad científica pura y desencarnada se derrumbó. Resultó que el «científico» Newton pasó gran parte de su tiempo aplicando los principios de la cábala a proyectos de alquimia o al escrutinio de las Escrituras en busca de secretos ocultos. Algunos se escandalizaron, o aprovecharon un supuesto escándalo, para publicar libros con títulos llamativos como Isaac Newton, el Último Mago', donde llamaban la atención sobre lo anticientíficas que eran las actividades ocultas del icono de la ciencia moderna. Porque intentar convertir el mercurio en oro, o determinar la fecha del fin del mundo a partir de relatos bíblicos, no parecen tareas propias de alguien que quiera estar a la altura de Newton. Más interesante es, sin embargo, seguir la línea de historiadores que, como Rob Illife, se han dedicado a estudiar la coherencia interna del pensamiento y trabajo de Newton. En su Priest of Nature, Iliffe nos presenta un Newton para quien los intereses teológicos no estaban al margen de sus trabajos en filosofía natural, sino que formaban parte de un programa unitario, tanto conceptual como metodológicamentes. Porque a Newton, como a tantos contemporáneos suyos, le interesaba encontrar las leyes profundas que regían toda la realidad de su mundo, material y espiritual, sin dividirla en compartimentos estancos. Ya vimos en los primeros capítulos cómo la separación entre lo natural y lo sobrenatural era ajena al proyecto de la llamada Revolución Científica. La unificación de las fuerzas que rigen los movimientos de los astros WHITE (1997); BARAHONA DROGUETT (2018). No pretendo desacreditar estos libros sino señalar la acertada estrategia de los títulos como reclamo llamativo, lo cual confirma la existencia del mito de Newton. 8

ILIFFE (2017).

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con la que explica la mecánica en la tierra era solo un primer paso en la esperable unificación de la Creación. Y el método para conseguir descifrar todos los secretos, tal como dice la famosa frase de Galileo que vimos en el capítulo 1, era aplicar el número, la geometría, el cálculo. Y así se explica que, igual que el método de fluxiones había posibilitado desentrañar las leyes del movimiento, también sería el número, la cábala, la que ayudaría a desentrañar el significado oculto en la alquimia y las Escrituras. Quizás el ejemplo más conocido sea su predicción del fin del mundo hacia el ario 2060. Bueno, para ser honestos, lo que dice el manuscrito frecuentemente citado es que el fin del mundo no será antes del ario 2060. Y eso lo predice aplicando, no sus leyes de la física, sino su interpretación numérica de la profecía de Daniel'. De sus manuscritos teológicos también sabemos que, en consonancia con su unitarismo filosófico, Newton también era Unitario: negaba la divinidad de Cristo, oponiéndose así al dogma cristiano de la Trinidad. La ironía es que, de haberse sabido, y a pesar de lo que dijera Voltaire, Newton no habría sido aceptado en Trinity College, ni mucho menos ser su Master, ni habría presidido la Royal Society, ni se habría encargado de la Casa de la Moneda. Y, por supuesto, la Abadía de Westminster no habría sido el lugar para el mausoleo de un hereje. En cuanto al otro mito de Newton, el de la manzana... mejor dejarlo para otra ocasión. 2.

LA TESIS DEL CONFLICTO

A estas alturas del libro ya sabemos que las ciencias han estado llenas de conflictos, de motivaciones diversas, de tensiones epistémicas, filosóficas, e institucionales a lo largo de la historia. Pero hasta la segunda mitad del siglo xix nadie se había atrevido con una tesis tan explícita y omnicomprensiva como la que publicó el angloamericano John William Draper en 1874. Su Historia de los Conflictos entre la Religión y la Ciencia, así como la Historia de la Guerra de la Ciencia con la Teología en la Cristiandad publicada en 1896 por el escritor y pedagogo americano Andrew Dickson White (1832-1918), se presentan una y otra vez como los libros fundacionales de la tesis del conflicto'''. Ciertamente, son dos obras pretendidamente históricas y sus títulos hablan explícitamente de guerra y 9

SNOBELEN (2003).

I° LINDBERG y NUMBERS (1986). En este artículo Lindberg y Numbers parecían situar en ambos libros el inicio de la tesis del conflicto.

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conflicto. Muchos historiadores y apologetas, entonces y hoy, se apresuraron a refutar los datos e interpretaciones históricas de ambos libros. Ciertamente, ninguno de los dos aguantaría el más mínimo rigor histórico profesional. Pero eso no es lo importante. Como vimos en la introducción y conoceremos con más detalle en la siguiente sección, el propio Nicolás Salmerón, al promover la traducción española, se lamentaba de tales errores. Y, aun así, parece que valía la pena impulsar la tesis del conflicto permanente entre ciencia y religión por su utilidad política. La intrahistoria de ambos libros nos puede ayudar a entender las motivaciones de sus autores en el contexto americano del último tercio del siglo XIX, y distinguir entre sus intenciones, el contenido de los libros y el uso que se hizo de ellos en y desde América. Nacido cerca de Liverpool y químico de formación, Draper se trasladó a los Estados Unidos donde, desde 1839 y hasta su muerte en 1882, ocupó distintas cátedras en la Universidad de Nueva York. Su trabajo científico, especialmente en el desarrollo de las primeras técnicas fotográficas y su uso para la investigación médica y astronómica, así como sus dotes pedagógicas y de divulgación, le valieron gran reconocimiento internacional. A mitad de su carrera académica empezó a publicar libros de historia, entre los que destacan su Historia del Desarrollo Intelectual de Europa (1862), Historia de la Guerra Civil Americana (1867-71) y la Historia de los Conflictos entre la Religión y la Ciencia (1874)". Tal como argumenta James C. Ungureanu, la mayoría de los historiadores del siglo xx se ha olvidado de la relación que tenían entre sí los libros de Draper, especialmente el Desarrollo Intelectual de Europa y la Historia de los Conflictosn. El primero introduce una distinción entre «cristianismo» por un lado y «organizaciones eclesiásticas» por otro, argumentando que la elevación del cristianismo como religión oficial del Imperio romano por parte de Constantino supuso la paganización del cristianismo. De ahí que, para volver a la pureza de la fe, regalo de Dios frente a las instituciones creadas por hombres, era necesario deshacerse de dichas organizaciones. Esta postura estaba dentro del contexto de lo que se conoce como el movimiento reformista del cristianismo liberal protestante de la segunda mitad del siglo xix, tanto en Inglaterra como en Estados Unidos. El siglo XIX había visto el resurgir de movimientos cristianos «disidentes» en Inglaterra como los evangélicos, los metodistas y los cuáqueros, que ponían en entredicho el poder institucional de la Iglesia Anglicana. Draper, hijo de un pastor metodista, pertenecía a este grupo de " DRAPER (1862; 1867-71; y 1874). 12 UNGUREANU (2019).

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personas, para las cuales la sociedad americana, en principio no confesional, proporcionaba más posibilidades que Inglaterra, donde el anglicanismo mantenía su estatus de iglesia nacional. Tanto desde fuera como desde dentro, esta lenta pero progresiva aceptación de los disidentes en la vida pública propició un movimiento reformista de la Comunión Anglicana, tanto en el plano teológico como en el de sus privilegios institucionales. El protestantismo liberal abogaba por una reinvención del cristianismo para hacerlo más compatible con la modernidad, y eso incluía tanto su des-institucionalización como abrazar el naturalismo científico. Así, la moderna mentalidad científica de la época podría ser un impulso para transformar la fe y la religiosidad, ciertamente no para abandonarlas. Si de socavar la institucionalización del cristianismo se trataba, la Iglesia Católica era particularmente culpable de ese pecado, y más en los arios de la redacción de la Historia de los Conflictos. La definición del dogma católico de la infalibilidad papal en 1870 fue leída en muchos lugares como un ataque a la libertad y a la racionalidad. Especialmente conocidas son las críticas del Primer Ministro británico William E. Gladstone (1809-1898) y del canciller alemán Otto von Bismark (18151898) que situaban a los católicos como súbditos de un rey extranjero (el obispo-rey de Roma) y, por tanto, como ciudadanos sospechosos de deslealtad a sus respectivas patrias. Volveremos a ello en el capítulo siguiente. En el caso de Draper, su conflicto personal con la Iglesia Católica se remontaba a la conversión de su hermana al catolicismo y las disputas que tuvo con ella a raíz de la muerte prematura de un hijo suyo13. Así, pues, más que una crítica a la religión en general o al cristianismo en particular, John W. Draper escribió su Historia de los Conflictos como contribución al movimiento de la «Nueva Teología» que pretendía reformar el cristianismo. Y así lo entendieron sus primeros lectores. Como muestra Ungureanu con todo tipo de detalles, el libro fue recibido positivamente por muchos protestantes y atacado por católicos y ateos. Para los protestantes, acostumbrados a las discusiones teológicas cada vez más presentes en la esfera pública, el hecho de que el libro cargara las tintas contra la Iglesia Católica era buena serial. Para los ateos, la idea de mantener el cristianismo, o alguna forma de deísmo, por muy reformado que estuviera, no era una perspectiva muy atractiva. Más claro en este sentido fue el título del libro de White, en el que el enemigo de la ciencia era, explícitamente, la teología en la cristiandad. Aunque publicado en 1896, el libro de White era la compilación de charlas y artículos que había dado en los veinticinco arios anteriores, y 13

NUMBERS (2006), p. 2.

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por eso se le considera contemporáneo con el libro de Draper. ¿Quién era Andrew Dickson White? Nacido en Nueva York, fue senador de ese Estado y participó activamente en la elaboración de una ley que permitiera la creación de una universidad ajena a todas las denominaciones religiosas. Hasta ese momento, todas las instituciones educativas en los Estados Unidos pertenecían a alguna confesión cristiana específica, con lo que esto presentaba una novedad y un reto para las organizaciones ya existentes. Además, una vez aprobada la ley, White se convirtió, en 1866, en el primer presidente de la institución que allí se formó, la Universidad de Cornell, con lo que White tuvo que soportar el antagonismo de los demás colleges, todos ellos confesionales. La tesis de un conflicto permanente que aparece en su libro se enmarca, pues, en los conflictos personales, políticos e institucionales que sufrió durante todo el proceso, primero de elaborar una ley, y después de poner en marcha una nueva universidad. Tal como explica Lawrence M. Principe, siendo la única institución no religiosa en todo el Estado, White lo tenía fácil para presentarse como víctima del celo religioso de los demás colleges en cualquier disputa que tuviera, fuera acerca de la captación de alumnos, fuera en la competición por fondos públicos o privados, o por cualquier otro tipo de cuestión administrativa'''. Y así fue que, teniendo bien identificado a su enemigo, White acabó escribiendo un libro en el que sus propios conflictos los podía poner en un gran marco conceptual donde el sectarismo teológico siempre se habría opuesto al desarrollo del conocimiento. De hecho, y más allá de interpretaciones historiográficas, White necesitó no solo seleccionar episodios y citas adecuadas para su tesis sino, como mostraron enseguida sus detractores, inventar citas o presentar como ciertas invenciones de novelas y libros de ficción. Igual que en el caso de Draper, White no quería que el cristianismo, o la religión en general, estuviese ausente de la universidad o del mundo cultural. De hecho, su objetivo era que en Cornell estuviesen representadas todas las denominaciones cristianas sin que ninguna tuviese el control mayoritario. Ambos, Draper y White, veían sus libros como agentes en la construcción de instituciones con un cristianismo más moderno, menos dogmático, y la reforma hacia una religión más pura, menos intoxicada de dogmas, tradiciones y poder institucional. Y así se leyeron, al principio, desde el protestantismo liberal reformista. Pero, como suele suceder, la narrativa que habían puesto en marcha rápidamente se les fue de las manos y tomó vida propia. Más por los títulos que por el contenido, los libros de Draper y White pronto se convirtieron en los iconos de la tesis del conflicto total y permanente entre la cien14

(2018).

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cia y la religión, toda ciencia y toda religión, en cualquiera de sus formas y concreciones. A finales del siglo XIX y principios del xx, ateos, secularistas y agnósticos del mundo angloamericano se habían apropiado de estos libros como armas históricas en defensa de sus agendas políticas para secularizar la sociedad". La tesis del conflicto, puesta en circulación para defender lo que Draper y White consideraban la «verdadera ciencia» y la «verdadera religión» acabó convirtiéndose en un arma contra la religión en nombre de la ciencia16. 3.

DRAPER Y LA POLÉMICA DE LA CIENCIA ESPAÑOLA

El 25 de agosto de 1875, el astrónomo gaditano Augusto Arcimís (1844-1910) escribió a Draper pidiéndole permiso para publicar una traducción española de la Historia de los Conflictos en «esta nación desgraciada», argumentando que podría ser «de gran utilidad» para la causa liberal y contra aquellos que querían «sumergir el país en todos los horrores y oscuridad de una nueva Edad Media». Es más, añadiendo un cierto dramatismo le dice que, dado el clima político en España, es posible que el libro se prohíba y que cualquiera que tenga una copia acabe siendo «condenado a trabajos forzados durante muchos arios». Él puede sufrir persecución, dice, pero «estoy tan convencido de que estoy haciendo un servicio en pro de la civilización que no temo las consecuencias»17. Draper le contestó no solo dándole permiso sino cediendo los derechos de autor para poder contribuir a los gastos de la publicación, siempre que la traducción se realizara a partir de la versión original inglesa y no de su traducción al francés «tan llena de errores que no puedo mirarla sin sentir vergüenza»". ¿Quién era Arcimís y por qué se presentaba como posible mártir por traducir el libro de Draper? De familia burguesa, Arcimís creció en Cádiz, ciudad de vieja tradición liberal, y pudo viajar ampliamente por los grandes centros intelectuales europeos. Tras su formación inicial en Farmacia, una larga estancia en Londres le aficionó a la astronomía convirtiéndose, con el tiempo, en uno de los astrónomos españoles más relevantes, influyentes e internacionalmente reconocidos de finales del siglo xix, así como el primer meteorólogo profesional en España. En 15 UNGUREANU (2019). 16 HARDIN, NUMBERS

y BINZLEY (2018).

17 ARCIMÍS a DRAPEA, en NAVARRO (2019). 18 DRAPER a ARCIMÍS en NAVARRO (2019). De hecho, sin que Draper lo supiera, contemporáneamente a la traducción de Arcimís se publicó en España una traducción desde la versión francesa, editada en fascículos dentro de la Biblioteca Universal.

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1875, sin embargo, a sus 30 arios, Arcimís atravesaba una crisis personal, económica y política. Su periplo por Europa había afianzado sus profundas convicciones liberales y su percepción del retraso cultural y el excesivo peso del clero católico en la sociedad española. Las cosas fueron de mal en peor con la muerte de uno de sus hijos ese ario (otros dos hijos morirían entre 1875 y 1878) y con las dificultades económicas que atravesaba su negocio de vinos. Es en esta época que conoce a Francisco Giner de los Ríos (1839-1915), impulsor de la Institución Libre de Enseñanza, y hacia quien desarrollará una profunda admiración y, casi, una relación de dependencia. De la ILE hablaremos con más detalle en el capítulo 6. Aquí prefiero centrarme en el rol que la traducción del libro de Draper tuvo como elemento de propaganda de los ideales de la recién creada institución, así como de su papel central en lo que se conoce como la Polémica de la Ciencia Española. Y es que, en su afán por ayudar a Arcimís, y también para que el libro de Draper impactara más en la opinión pública española, Giner de los Ríos consiguió que Nicolás Salmerón, a la sazón exiliado en París, escribiera un prólogo a la obra en el que situara la Historia de los Conflictos en el contexto español y en la ideología krauso-positivista de los fundadores de la ILE. Salmerón anunciaba que, a pesar del «carácter y tono de propaganda y polémica que acentúa las brillantes y animadas páginas de este libro», este había alcanzado «el privilegio de las obras universales» por «suministrar cumplida y elocuente prueba, cuanto en la Historia cabe, de que la intolerancia de las religiones positivas ha retenido el progreso y contrariado la difusión de la Verdad en el mundo, pretendiendo imponer transitorias y fantásticas representaciones de la Realidad y de la Vida como criterio definitivo y sobrenatural de las investigaciones científicas»". Con sus 70 páginas, Salmerón aprovechó este escrito como ejercicio para el desarrollo de su pensamiento, en un momento en el que su krausismo estaba virando hacia posturas positivistas. El resultado fue un texto bastante ecléctico que, según Arcimís, casi nadie entendía2°. Sorprendentemente, pues se trataba de prologar un libro que defendía la tesis historiográfica del conflicto, Salmerón argumenta que no es la historia y sus contingencias, sino el análisis filosófico de qué sea la Ciencia y qué sea la Religión, lo que debe clarificar la relación esencial entre ambas: «El grave y trascendental error de confundir o identificar la Religión con sus revelaciones positivas, comparable al de reducir el valor y alcance de la Ciencia

20

SALMERóN (1876), pp. vi-vii. ARCIMIS a GINER DE LOS Ríos, en NAVARRO (2019).

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al determinado en el sistema concebido por un hombre, llevaría ciertamente a tener por esencial y definitiva la contradicción entre la Religión y la Ciencia, y a desear la legítima desaparición de aquella como prenda de paz y amor universal entre los hombres y condición irremisible para el progreso y difusión de la Verdad en el mundo»21.

Pero, sigue Salmerón, «es infundada y hasta irracional la afirmación de que afecten a la esencia misma de la Religión y la Ciencia la contradicción y los conflictos que nacen solo de los límites y representación histórica en que ha estado por determinado tiempo el espíritu del hombre»22. En otras palabras: si bien se puede escribir una historia de los conflictos al estilo de Draper, esta nunca puede ilustrar una supuesta contradicción esencial entre la Ciencia y la Religión tal como Salmerón las describe. Porque la Ciencia, «cuyo propio objeto es la Verdad, cuya obra, por tanto, consiste en saber las cosas como ellas son realmente, debe distinguirse del parcial y relativo saber que los hombres alcanzan en un tiempo dado». Y la Religión, «por cuanto consiste en la unión de los seres en la vida, se produce haciendo estado en una total concepción del Mundo, fijándola en una representación ideal y congregando bajo esta enseña sus fieles»". Con estas dos nociones, el conflicto entre religión y ciencia es, en último término, imposible: «De cada capital progreso de la Ciencia debe resultar y resulta una más amplia y universal y pura comunión religiosa, hasta que [...] quede y se afirme la Religión natural, con límites franqueables y libres, mas sin limitaciones impuestas ni dogmáticas que la contradigan, perviertan o deformen. De esta suerte se concibe y explica que, en medio de contradicciones históricas y de colisiones impías, sean esencialmente y deban ser en la madurez de los tiempos de armonía y concordia las relaciones entre la Religión y la Ciencia»24.

Evidentemente, estas nociones de ciencia y de religión estaban muy alejadas de las que tenía Draper. Pero igual que Draper había escrito su libro, no para anular la religión en el contexto protestante angloamericano sino para su reforma, Salmerón, Arcimís y Giner de los Ríos querían aprovechar la Historia de los Conflictos para la causa liberal y contra el peso de la Iglesia Católica en España. Así se entiende, por ejemplo, que Salmerón recrimine a Draper pensar que el catolicismo y el protestantismo son igualmente enemigos de la ciencia pues, para el primero, es fundamentalmente la Iglesia Católica, y no el plantea21 22 23 24

(1876), pp. xiii-xvi. SALMERON (1878). SALMERON (1878), p. xviii. SALMERON (1878), p. xix.

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miento protestante, la responsable del retraso científico y cultural español. El prólogo de Salmerón se publicó como artículo independiente en el número de verano de 1876 de la Revista de España unas semanas antes de que saliera el libro al mercado, y forma parte del canon de la polémica de la ciencia española de los arios 70 del siglo xix. La idea del retraso intelectual, cultural y tecnológico de España había sido un tema de debate desde que, a finales del siglo XVIII, en la Enciclopedia de Diderot, el francés Nicolás Masson de Morvilliers había descrito el país como un lugar de holgazanes, incultos y orgullosos, necesitados de la protección y la instrucción de los ilustrados franceses. «Se han apagado las artes, las ciencias, el comercio», diría; «tienen necesidad de nuestros artistas en sus manufacturas». Y más adelante, «en España no existen ni matemáticos, ni físicos, ni astrónomos, ni naturalistas. Sin el auxilio de otras naciones no tienen nada de lo que se precisaría para hacer una silla». Los afrancesados españoles usaron el tono derrotista del artículo para defender la necesidad de reformar el país y de incorporar los ideales ilustrados de origen francés en la cultura española. Esto incluía, por supuesto, constantes referencias anticlericales: un país donde «se necesita el permiso de un fraile para leer y pensar» no podía sino acabar siendo «la nación más ignorante de Europa»25. La polémica que se desencadenó en aquel momento entre las élites ilustradas incluyó elementos que se repetirían desde entonces: un supuesto multisecular atraso español debido a la represión de la Iglesia Católica y la Inquisición, por un lado, y llamamientos al orgullo patrio y a la defensa de la fe frente a los ataques de protestantes, masones y librepensadores supuestamente antiespañoles, por otro. Estos y otros elementos impregnaron la edición más agresiva, aunque posiblemente la intelectualmente más elevada, de la Polémica, que tuvo lugar en la década de 1870. Tras los avatares del conocido como Sexenio Democrático o Sexenio Revolucionario (según a quién se pregunte), la restauración borbónica de 1874 vino de la mano de purgas ideológicas; purgas en las que muchos liberales, krausistas y republicanos, entre otros, fueron expulsados de la universidad. Los represaliados, algunos de los cuales, como Salmerón, decidieron exiliarse, retomaron los argumentos de la Polémica: la monarquía, la Iglesia y el conservadurismo en general, eran la causa de la falta de desarrollo, de libertad y de ciencia en España. El escritor y crítico literario Manuel de la Revilla (1846-1881) quien, aunque muy cercano al krausismo y defensor del darwinismo, consiguió 25

MASSON DE MORVILLIERS (1782), p. 556.

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la cátedra de Principios Generales de Literatura y Literatura Española de la Universidad Complutense en 1876, fue uno de los protagonistas de la Polémica. Fiel a sus posturas políticas a favor del republicanismo y de las reformas estructurales en España, y también fruto de la oposición que había tenido en su carrera hacia la cátedra universitaria, De la Revilla publicó una serie de artículos en los que hablaba de la ausencia absoluta de ciencia en España: «Por doloroso que sea confesarlo, si en la historia literaria de Europa suponemos mucho, en la historia científica no somos nada, y esa historia puede escribirse cumplidamente, sin que en ella suenen otros nombres españoles que los de los heroicos marinos que descubrieron las Américas y dieron por vez primera la vuelta al mundo. No tenemos un solo matemático, físico ni naturalista que merezca colocarse al lado de las grandes figuras de la ciencia; y por lo que hace a los filósofos, es indudable que en la historia de la filosofía puede suprimirse sin grave menoscabo el capítulo referente a España. ¿Débese esto a defecto de nuestro espíritu nacional, más fecundo en místicos y soñadores que en pensadores reflexivos e independientes? Acaso sea así, y quizá de esta suerte se explique el contraste que ofrece la pobreza de nuestra filosofía comparada con la riqueza de nuestra mística, tal vez por ninguna superada; pero no es posible dudar de que en tan triste resultado cabe no pequeña parte a nuestra feroz intolerancia religiosa»26.

Es importante subrayar que De la Revilla contrastaba la ausencia de ciencia en España con lo que consideraba la gloriosa producción literaria española. De hecho, el artículo citado era una crítica al escritor y político liberal Gaspar Núñez de Arce (1832-1903) quien, en su discurso de entrada como miembro de la Real Academia de la Lengua el 21 de mayo de 1876, había descalificado la literatura española de los siglos XVIII y xix oprimida, según él, por el absolutismo borbónico y la intolerancia religiosa. Así, pues, entre los que hablaban del supuesto atraso cultural español, no solo había discrepancias en encontrar culpables, sino también en determinar las áreas en las que se había dado tal decadencia. La pluma afilada del jovencísimo Marcelino Menéndez Pelayo (1856-1912) contestó inmediatamente a De la Revilla acusándole de ser una nueva encarnación de Masson de Morvilliers. En un artículo con el título de «Masson Redivivo», Menéndez Pelayo compara «la filípica» de De la Revilla con la del ilustrado francés del siglo anterior, acusándole de formular «una nueva catilinaria contra la Inquisición y la gente de sotana», con «repetición de lugares comunes», e «insaciable» con sus «trivialidades, contradicciones, absurdos». Y acusa a la " DE LA REVILLA (1876), pp. 86-7.

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Revista Contemporánea de profesar «un odio mortal a todo lo que tenga sabor de españolismo», y donde todo es «extranjero: los artículos, los doctrinales, las novelas, las poesías y hasta los anuncios de la cubierta»". Menéndez Pelayo, joven prodigio que consiguió la licenciatura y el doctorado en Letras antes de cumplir los 20 arios, llevaba meses escribiendo acerca de la «ciencia española» espoleado por su maestro, el catedrático, escritor y filósofo conservador Gumersindo Laverde (18351890). La Revista Contemporánea era el órgano principal desde el cual los hijos intelectuales del krausismo estaban criticando los planes educativos del gobierno de la Restauración. Entre los argumentos más repetidos, el del atraso de España y la falta de ciencia en el país por culpa del dogmatismo y persecución religiosas ocupaba la primera posición. De ahí que Laverde y Menéndez Pelayo comenzaran un plan para rebatir tal acusación haciendo un elenco interminable de españoles que habían contribuido, a lo largo de los siglos, a las matemáticas, la física, la mecánica, la navegación, la construcción, la historia natural, así como a las Letras y la filosofía. También tenían en mente suplir la ignorancia acerca de la ciencia española con la creación de seis cátedras de historia de las ciencias en España: para teología, derecho, medicina, «ciencias exactas, físicas y naturales», filosofía y filología28. Es, pues, en este caldo de cultivo, que Menéndez Pelayo responde a «las barrabasadas» del prólogo de Salmerón29, con más acritud si cabe que al resto de participantes en la Polémica. Además de criticarle por «la forma campanuda y enfática que caracteriza todas las producciones y todos los discursos de su autor», y por decir que defiende la libertad «con tolerancia digna de Atila, de Gengis-Kan o de Timurbeck»", Menéndez Pelayo usará un argumento que parece interesante: si de Inquisición y prohibiciones se trataba, más parecería que la víctima hubiese tenido que ser la filosofía y la literatura, y no las ciencias naturales. En otra de las cartas de la Polémica advierte que «conviene observar que, dada la menor relación de las ciencias exactas, físicas y naturales con la religión y la política, debieron de ser las menos oprimidas y vejadas». Y sigue: «Qué temor podían inspirar a los poderes públicos, así civil como eclesiástico, los grandes descubrimientos astronómicos o físicos? A nadie hubieran dado malos ratos la Inquisición ni el Rey por formular la ley de la atracción, por 27 MENÉNDEZ PELAYO, en NAVARRO (2019). 28 MENÉNDEZ PELAYO, en NAVARRO (2019). 29 MENÉNDEZ PELAYO, en NAVARRO (2019). 3° MENÉNDEZ PELAYO, en NAVARRO (2019).

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descubrir el cálculo de las fluxiones, o por entretenerse en profundos estudios de óptica y de mecánica. En una nación en que se permitía defender el tiranicidio, ¿qué obstáculo había de encontrar el que se propusiese hacer nueva clasificación de las plantas, o destruir la antigua nomenclatura alquímica, o revelar la existencia de todos los cuerpos simples hoy conocidos, y de muchos más, si más hubiera? Si como el docto aragonés Gómez Miedes escribió un grueso volumen sobre la sal común, única que él conocía, hubiese tratado de todas las sales hoy descubiertas, ¿hubiérale puesto cortapisas alguien? ¿Se opuso el Estado a que desarrollase ampliamente su estrafalaria genialidad matemática el caballero valenciano Faltó, tan agudo poeta latino como desdichado geómetra, que gastó su tiempo y su dinero en investigar la cuadratura del círculo y se fué al otro mundo pensando haberlo logrado?»3'

En esta cita y en las anteriores de De la Revilla y Salmerón apreciamos una ironía que el historiador José Luis Peset subrayaba en numerosas ocasiones y que no es baladí: que la Polémica de la «Ciencia» española la llevaron a cabo gentes de «Letras». Pedagogos, políticos, literatos, filósofos y editores discutían sobre la existencia o no de ciencia en España y sobre los responsables del supuesto atraso. Ninguno de ellos, salvo algunas excepciones como el matemático José Echegaray (1832-1916), se dedicaba a ninguna de las ciencias naturales. Y esto se relaciona con algo que ya vimos al inicio del libro y que tiene que ver con el referente de la palabra «ciencia». Mientras Draper centraba su libro en las ciencias naturales, los protagonistas de la Polémica estaban interesados fundamentalmente en la libertad política y educativa y en la construcción nacional, y no tanto en el desarrollo específico de, por ejemplo, la termodinámica, la astronomía o la química inorgánica. Evidentemente, y lo veremos en el capítulo 6, las reformas educativas son parte integrante del desarrollo de las ciencias a lo largo de la historia; pero lo importante a subrayar aquí es que la construcción del mito del conflicto entre la ciencia y la religión no vino, en el episodio de la Polémica, de la mano de «científicos» luchando contra «religiosos» sino de humanistas luchando entre sí por el poder político y la hegemonía cultural. Finalmente, y para terminar esta sección, quien parecía no comprender que el libro de Draper era un arma en una lucha política y educativa y no tanto una defensa del conflicto permanente entre ciencia y religión fue el mundo católico más ortodoxo. Tal como había previsto Arcimís en su correspondencia con Draper, la Iglesia Católica se apresuró a poner el libro en el Indice de Libros Prohibidos. La aparición de reseñas negativas y de libros dirigidos a contrarrestar los argumentos de la Historia de los Conflictos también ayudaron a poner el libro de Draper y la tesis del conflicto en el centro del debate. El primero de tales libros, es3' MENÉNDEZ PELAYO, en NAVARRO (2019).

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crito por el padre agustino Tomás Cámara (1847-1904) en 1879 con el clarísimo título de Contestación a la Historia del conflicto entre la religión y la ciencia de Juan Guillermo Draper, pretendía refutar, capítulo por capítulo, cada una de las afirmaciones de Draper contrarias a la Iglesia Católica. Al hacerlo estaba, de algún modo, abonando la tesis del conflicto pues intentar desacreditarla a base de negar la existencia de ningún desacuerdo a lo largo de la historia ya era un modo de entrar en el marco mental de dicha tesis. Y lo mismo se podría decir sobre el concurso promovido por el marqués de Guadairo para premiar la mejor obra que demostrara que «entre la Religión Católica y la Ciencia no puede haber ningún conflicto». La ambición era, pues, la construcción de una tesis general de armonía igualmente permanente entre la Religión Católica y la Ciencia. Como veíamos al principio de este libro, la pésima gestión del concurso que hizo la Academia de Ciencias Morales y Políticas desembocó en un fiasco: no se otorgó el premio a ninguna de las más de cincuenta obras que se presentaron y se optó por conceder un accésit a cuatro de ellas, desencadenando un conflicto, no entre la ciencia y la religión, sino entre la academia y el marqués". Tanto el libro de Cámara como el resto de premiados, así como Salmerón y Menéndez Pelayo coincidían en criticar el uso que Draper hacía de la palabra «ciencia» al limitarla a las ciencias naturales y no incluir en ella a la filosofía, el derecho, la literatura o la teología. Así, la tesis del conflicto permanente entre la ciencia y la religión se difundió por una España en la que ambos términos, «ciencia» y «religión», tenían significados propios, distintos a los que pudiera tener en el mundo angloamericano al que pertenecía Draper. 4.

LAS LECTURAS DE GALILEO

Noviembre de 1979. La Pontifica Academia de las Ciencias celebra el centenario del nacimiento de Albert Einstein. El joven papa Juan Pablo II (1920-2005), elegido apenas un ario antes, lee un discurso en el que loa las ciencias, defiende la compatibilidad entre razón y fe y, de manera inesperada, anuncia la creación de una comisión para estudiar los sucesos que llevaron a Galileo Galilei a sufrir un juicio injusto 350 arios antes. Estaba claro que el Papa quería condenar la condena de Galileo y alentaba un estudio histórico abierto, sin prejuicios ni miedos de ningún tipo. A la vez, esperaba que tal estudio pudiera mostrar que, en " NAVARRO (2019).

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el fondo, el «injusto», «deplorable» y «erróneo» juicio a Galileo escondía la profunda armonía entre ciencia y religión". Era la primera vez que un Papa hablaba explícitamente de error y de interferencia ilegítima en el caso Galileo, y muchos interpretaron el evento como el inicio del camino hacia la «rehabilitación» del mártir de la ciencia por antonomasia. Al hacerlo, sin embargo, Juan Pablo II estaba añadiendo más leña al fuego del llamado «caso Galileo», pues lo seguía situando, como tantos anticlericales de los siglos XVIII y xix, como ejemplo central de las relaciones entre la ciencia y la religión. La historia comenzó en 1633 cuando un predecesor suyo, el noble florentino Maffeo Barberini (1568-1644), papa Urbano VIII de 1623 a 1644, firmó la sentencia de la Inquisición Romana que condenaba a Galileo como «vehementemente sospechoso de herejía [...] al haber creído y mantenido la doctrina (que es falsa y contraria a las Sagradas y Divinas Escrituras) de que el Sol es el centro del mundo [ ] y de que la Tierra se mueve y no es el centro del mundo». Hasta entonces, los dictámenes de 1616, tanto de la Inquisición, que conminó a Galileo a no enseñar ni defender la doctrina copernicana, como del Índice de Libros Prohibidos, que condenaba los libros que sostenían la hipótesis heliocéntrica por ser «absurda», «falsa» y «contraria a las Escrituras», habían tenido eco entre astrónomos, matemáticos y teólogos pero apenas habían levantado reacciones populares de ningún tipo. Europa estaba más preocupada por los conflictos político-teológicos que culminarían con el estallido, en 1618, de la Guerra de los Treinta Arios, conflicto que sembraría el caos y la muerte por toda la cristiandad hasta 1648. Mucho se ha escrito sobre el caso Galileo y aquí solo debemos recordar algunos hitos. La sorpresa por la aparición de una supernova en 1604 y, sobre todo, sus primeras observaciones astronómicas sistemáticas con un telescopio a partir de 1610, le convencieron de que el mundo supralunar no era fijo, estático e inmutable, tal como defendía la tradición filosófica desde tiempos antiguos. La comprobación de que Venus tenía fases como la Luna, y de que Júpiter tenía lunas como la Tierra, también le persuadieron de que el modelo heliocéntrico copernicano no era solo una hipótesis matemática, sino que la Tierra realmente se movía y que el Sol ocupaba el centro del cosmos. La correspondencia con Cristina Lorena (1565-1637), la Gran Duquesa de Florencia, y con el cardenal Roberto Bellarmino (1542-1621) hacia 1615 fueron los foros en los que Galileo saltó de la matemática y la astronomía a desarrollar su propia exégesis bíblica. Este último paso dio munición a sus enemigos y " FINOCCHIARO (2005).

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encendió las alarmas de muchas autoridades de la Iglesia Católica en Roma, desembocando en la amonestación, que no condena, de 1616. Las luchas feroces con otros astrónomos, muchos de ellos jesuitas del Colegio Romano, por la interpretación de fenómenos como las manchas solares o las trayectorias de los cometas, le granjeó numerosos enemigos. La entronización de Maffeo Barberini como Papa en 1623 supuso una esperanza que Galileo no supo medir y que culminó con la publicación de Diálogos sobre los Dos Máximos Sistemas del Mundo en 1632 y el consiguiente juicio y la abjuración de 1633. Todos estos eventos y muchos más suelen constituir el esqueleto del «caso Galileo». En esta sección prestaremos atención a lo que sucedió después; es decir, a cómo la condena de Galileo se convirtió en el «caso Galileo», y este en el epítome del supuesto conflicto entre ciencia y religión. Porque podría haberse convertido en ejemplo de muchas otras causas. Y es que estamos en una época en la que las disputas filosóficas y teológicas fácilmente acababan en condenas a muerte; en la que papas y obispos excomulgaban a adversarios políticos o les declaraban la guerra; en la que príncipes y reyes nombraban y deponían obispos y cardenales a su antojo o mandaban a papas a prisión o al exilio. También estamos en un tiempo en el que nadie es solamente científico, o exclusivamente teólogo; en el que el saber no está compartimentado en áreas o disciplinas independientes; en el que filósofos naturales y matemáticos, como los artistas, deben maniobrar en cortes principescas y arriesgar en el juego del mecenazgo. Alrededor de Galileo sucedieron muchas cosas y no era, pues, necesario que el «caso Galileo», debiera convertirse en uno de los lugares comunes en la historia ciencia-religión. Quien primero contribuyó a crear el mito fue el propio papa Urbano VIII para quien la astronomía no era la primera de sus preocupaciones. Europa estaba en guerra. Las grandes potencias católicas de Europa aprovechaban la disputa para tomar posiciones y ganar la hegemonía en el continente. La división no era siempre entre católicos y protestantes: la católica Francia, por ejemplo, con el cardenal Richelieu (1585-1642) al frente, se unió a protestantes de Holanda y Suecia desconfiando del poder excesivo de los católicos Habsburgo ante la pasividad del Papa. Esto le valió a Urbano VIII la acusación de anti-Papa, de anti-Cristo y de hereje por parte del rey de España. En Italia, los diversos principados, condados y reinos de la Península recelaban del Papa, monarca que era de los Estados Vaticanos, por sus sueños expansionistas. Y, siguiendo la tradición renacentista, Urbano VIII fue mecenas de artistas como Gian Lorenzo Bernini (1598-1680) quien llenó Roma de obras maestras del barroco, aun a expensas de expoliar antiguas construcciones romanas. «Quod non fecerunt barban, fecerunt Barberini» (lo que no habían he-

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cho los bárbaros, lo hacían los Barberini), se decía por las calles de la ciudad al ver cómo Bernini, con aprobación papal, desmantelaba los casetones de bronce del Panteón para construir el famoso baldaquino de San Pedro y fabricar cañones para Castello Sant'Angello. A la muerte de Urbano VIII, en 1644, Roma estaba en la bancarrota y todos los Barberini, familiares del difunto Papa, tuvieron que huir de la ciudad eterna para salvar sus cabezas. Ciertamente, Galileo y la astronomía no eran la principal preocupación del papa Urbano VIII. La Inquisición no era una institución centralizada: cada monarca o señor de un territorio tenía su propio tribunal inquisitorial. Aun así, Antonio Barberini (1607-1671), hermano de Urbano VIII y uno de los jueces que había firmado la sentencia contra Galileo, puso mucho énfasis en que todos los nuncios papales publicitaran la condena en todo el mundo católico, lo cual no era nada habitual. Se trataba, fundamentalmente, de generalizar el «caso Galileo» y de convertirlo en una condena universal tanto al copernicanismo como a la idea, sostenida por Galileo, de que las Escrituras no tenían nada que decir a la filosofía. Pero, al depender dicha difusión de las autoridades locales, su tono dependía de la información que tuvieran y del celo que pusieran los príncipes locales en su afán por congraciarse o no con la Santa Sede. El resultado fue que, mientras en algunos lugares como Venecia, la condena apenas se promulgó, en otros muchos lugares se transmitió la idea de que el copernicanismo era herético y no simplemente «contrario a las Escrituras», que es lo que técnicamente decía la sentencia. La idea del Galileo Hereje, por citar el título del famoso libro de Pietro Redondi, estaba servida'''. Y también lo estaba la reacción preventiva de intelectuales y matemáticos en el mundo católico quienes, como Descartes, y asustados por las posibles consecuencias de sus especulaciones, se autocensuraban en sus publicaciones. La censura, no solo la eclesiástica, era una parte integral de la vida de todos los Estados, y más en tiempos de guerra global como lo fuera la primera mitad del siglo xvii. Al término de la Guerra de los Treinta Arios, en el mundo protestante se empezó a utilizar la idea de que el «caso Galileo», como epítome de la censura eclesiástica católica, iba a significar una paralización de la filosofía (incluida la filosofía de la naturaleza) y que, por lo tanto, debía ser mitigada o abolida. La primera vez que aparece este tipo de argumento fue en Inglaterra, a manos del poeta y ensayista John Milton (1608-1674), cuyo puritanismo le llevó a luchar contra el poder de la Iglesia Anglicana. Y es que, habiendo sufrido la censura por su defensa del divorcio, Milton se erigió en valedor de REDONDI (1987).

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la libertad de expresión, identificándose con Galileo, al que representó como víctima de la censura y esta como obstáculo para la filosofía y la ciencia. El siglo xvm, el que todavía se conoce como el de las Luces, fue el que más colaboró en gestar algunos de los mitos más habituales sobre Galileo. Ya hemos encontrado a Voltaire criticando la falta de libertad en Francia que hizo que Descartes se fuera «a filosofar en su soledad del Norte de Holanda, en la época en que el gran Galileo, a la edad de ochenta arios, gemía en las prisiones de la Inquisición, por haber demostrado el movimiento de la Tierra»35. La idea de que Galileo estuvo en las mazmorras de la Inquisición tiene su origen casi cien arios después de los supuestos hechos, en parte debido a la falta de información acerca de las condiciones en las que Galileo vivió durante y después del juicio, que nunca fue en una cárcel sino en palacios de amigos y eclesiásticos. Otro mito es el de las supuestas torturas físicas, útiles para amenizar cualquier relato, pero que nunca se dieron con Galileo, aunque sí eran parte de los métodos interrogatorios de muchos de los sistemas penales de la época. Una de tales leyendas fue la que difundió el francés Pierre Estéve diciendo que a Galileo le habían quitado los ojos durante el proceso. Sí es cierto, sin embargo, que Galileo fue perdiendo la vista con la edad, arios después de su condena. Finalmente, la más consolidada de dichas leyendas ilustradas es la «famosa» frase que Galileo dijera, supuestamente, al final del juicio: «eppur si muove». Como «hecho» histórico, esa frase se le atribuye a Galileo, por primera vez, en un libro de Guiseppe Baretti (1719-1789) publicado en 1757, más de un siglo después del juicio: «cuando le pusieron en libertad miró al cielo y al suelo y, tras dar un golpe con el pie, dijo "Eppur si muove"; esto es, "y aún así se mueve", refiriéndose a la Tierra»". En versiones posteriores la frase se sitúa, de forma más dramática, al final de la lectura de su abjuración frente al tribunal de la Inquisición. Pero la Ilustración también trajo nuevos mitos forjados por eclesiásticos católicos y defensores del juicio y su resultado. Empezó a aparecer la tesis de que Galileo fue el responsable último de la condena por su temperamento irascible, extremadamente celoso, y con demasiada urgencia por mostrar su hipótesis como definitiva. Además, enfatizando los errores de Galileo, por ejemplo, en su explicación de las mareas, se contribuía a la idea de un personaje incapaz de reconocer errores y a " VOLTAIRE (1733). " FINOCCHIARO (2005), p. 114. La frase se encontró en el margen de un cuadro de Murillo en el que aparece Galileo señalando un diagrama heliocéntrico. No se conoce si esto influyó en los usos posteriores.

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quien debía pararse los pies, aunque fuera de manera exagerada. El más interesante de los episodios creados por los apologetas católicos fue la leyenda de que la Inquisición no estaba en absoluto preocupada por la ciencia sino solo por la teología. Esta hipótesis se basaba en una carta atribuida al propio Galileo y que resultó ser una falsificación creada por un clérigo romano hacia finales del siglo xvin. Lo interesante de esta última tesis historiográfica es que, igual que había hecho D'Alembert en algunos artículos de la Enciclopedia, por primera vez se interpretaba el «caso Galileo» en clave de una dicotomía no entre autoridad y libertad, entre interpretaciones diversas de filosofía y teología sino específicamente entre ciencia y teología, entre ciencia y religión. La supuesta carta apócrifa de Galileo fue desenmascarada hacia 1830. Para entonces el problema de las fuentes históricas sobre el juicio de Galileo había tomado un giro que abonaría todavía más mitos. En su afán por dominar el mundo y también su historia, Napoleón Bonaparte (1769-1821) ordenó el traslado de los archivos vaticanos con especial atención a los referentes a determinados episodios, entre ellos el «caso Galileo». El traslado de ida y vuelta fue un fiasco: con la caída de Napoleón y la restauración de la monarquía en Francia, los archivos, o lo que quedaba de ellos, volvieron a Roma en 1815. Entre los documentos perdidos se hallaba todo lo referente a Galileo, que estuvieron desaparecidos hasta que afloraron de nuevo en 1843. En el ínterin, solo permanecieron accesibles algunas de las traducciones al francés de documentos clave hechas durante el período napoleónico, traducciones redactadas bajo la hipótesis de que el «caso Galileo», se podía interpretar en clave de política interna eclesiástica: que el juicio lo habían forzado jesuitas y dominicos sobre el papa Urbano VIII después de que este, en primera instancia, hubiese sido favorable a Galileo. Como era de esperar, Galileo ocupó muchas páginas en los libros de Draper y White. Las «historias» de ambos incluían todos los mitos sobre el caso, y añadían alguna más: «¡Qué espectáculo! Este hombre mayor, el más ilustre de su época, ¡forzado bajo amenaza de muerte a negar hechos que tanto él como sus jueces sabían que eran verdad! Y después condenado a prisión, tratado de manera despiadada los diez arios que le quedaron de vida, y hasta le prohibieron sepultura cristiana»37. A todas las torturas, Draper añadía la excomunión ad aeternum. Cierto es que, a la muerte de Galileo, el gran duque de Florencia prefirió no enfrentarse con el Papa y abortar los planes de construir un mausoleo especial en su tumba dentro de la iglesia de la Santa Croce. El mausoleo no se constru-

" DRAPEA (1876).

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yó hasta cien arios después, pero la tumba sí estaba dentro de la iglesia, ya que no había ningún problema en que recibiera sepultura cristiana. Draper representaba a Galileo como mártir en ese conflicto permanente de la ciencia con el autoritarismo que él veía implícito en la religión: «Seguro que es falso aquello que necesita para su defensa tanta impostura, tanta barbaridad». Pero no todos los defensores de la tesis del conflicto eran tan indulgentes con Galileo. A mitad del siglo xix y durante el xx, empezaron a surgir acusaciones contra Galileo por no haberse mantenido fiel a sus principios y haber renegado de la supuesta verdad científica ante los ataques autoritarios de la Inquisición. Para poder ser tratado como mártir de la ciencia, Galileo debería haber sufrido hasta el final: solo así su luz podría haber brillado en las tinieblas. En cambio, optó por la cobardía de asentir a los dictámenes de sus acusadores, haciendo un flaco favor al desarrollo de la ciencia. Así lo representan, por ejemplo, el físico escocés David Brewster (1781-1868) en su libro de 1841 Mártires de la Ciencia, el expresidente y congresista americano John Quincy Adams (1767-1848) en sus discursos para promover la astronomía en Estados Unidos, o el crítico literario francés Philaréte Chasles (1798-1873), en su libro de 1862 Galileo Galilei: Vida, Juicio y sus Contemporáneos. Tampoco le sirvió de eximente la apócrifa frase «eppur si muove» al Galileo de la famosa obra de teatro de Bertolt Brecht (1898-1956), que tuvo tres ediciones entre 1938 y 1947. En la primera versión, Galileo es un alter ego del propio Brecht, preocupado por la legitimidad de haber abandonado la Alemania nazi y no haberse quedado a luchar contra el régimen de Hitler. En la segunda, Brecht afronta la responsabilidad de los científicos en el lanzamiento de las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki. El tercer Galileo se enfrenta a otros regímenes políticos, en esa ocasión los que configuraron la Guerra Fría: el soviético y el macartismo con su caza de brujas. En una de las últimas escenas de la obra, uno de los discípulos de Galileo se entera de la abjuración de su maestro: «triste la tierra que no tiene héroes», a lo que Galileo le confiesa que «más triste es aquella tierra que los necesita»". Más adelante, sin embargo, Galileo se disculpa por haber tenido miedo a la tortura: «si me hubiese mantenido firme, los científicos podrían haber desarrollado una especie de juramento hipocrático, un compromiso a utilizar el conocimiento solo en beneficio de la humanidad». Con su traición, el Galileo de Brecht se siente responsable de que la ciencia de un «ejército de enanos» se pueda vender a cualquier postor.

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FINOCCHIARO (2005), p. 300.

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Para terminar, no olvidemos que, si el primer agente en la difusión del «caso Galileo» fue el propio papa Urbano VIII, el Vaticano, la Inquisición y la congregación del índice contribuyeron a la confusión y la difusión de los mitos en los casi cuatro siglos que han pasado desde la condena. Porque los semi-levantamientos de prohibiciones y condenas, casi siempre de modo velado y sin explícitamente admitir errores en el pasado, no ayudaron a clarificar las cosas. Un ejemplo interesante es, por ejemplo, el levantamiento por parte de la congregación del Indice, en 1759, de la prohibición de publicar libros que defendieran el movimiento de la Tierra. Al hacerlo, sin embargo, mantuvieron el Diálogo de Galileo en la lista, pues quitarlo hubiese significado, para los legisladores del índice, la asunción implícita de un error. Y, sin embargo, quince arios antes, en 1744, ya se había publicado por primera vez, y con licencia eclesiástica, una reedición del libro en Italia. Igualmente, para algunos historiadores de la ciencia, el último juicio del juicio a Galileo, el que promovió Juan Pablo II, no tuvo el efecto que Roma quería —acabar con la polémica— simplemente porque eso es imposible". Cualquier interpretación histórica del «caso Galileo», si se centra solo en los eventos de 1633 o, siendo más generosos, entre 1610 y 1642, se olvidará de todos los usos que el caso ha tenido en cuatro siglos. Como hemos visto, su lectura en clave de ciencia versus religión es solo una de las posibles interpretaciones del caso. 5.

EL MITO DEL DESENCANTAMIENTO

Septiembre de 2008. Michael Reiss, director de educación de la Royal Society, quizás la institución científica más antigua del mundo, es obligado a dimitir. Solo lleva dos arios en el cargo tras una larga carrera como profesor de educación en ciencia en las Universidades de Cambridge y Londres. El problema, para algunos, es que también es un ministro ordenado de la Iglesia de Inglaterra y esto le convertiría, necesariamente, en incapaz para su cargo. «Sería incapaz de contestar preguntas acerca de las diferencias entre ciencia y religión de manera científica, razonada», dijo el químico Sir Richard Roberts; y el bioquímico Sir Harold Kroto añadía que «es imposible que un ministro ordenado, para quien el dogma debe representar [... ] el mayor pilar de su vida pueda presentar de manera honesta y desinteresada la filosofía de la ciencia basada en la duda y la libertad de pensamiento». Ambos, Kroto y Roberts, habían sido galardonados con el premio Nobel en 1993 y 1996, McMuLLIN (2005).

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respectivamente. El pecado remoto de Reiss era ser religioso; el inmediato, haber sugerido que la mejor manera de desmantelar la teoría del Diseño Inteligente no era ignorarla sino enseñar por qué no era propiamente ciencia. Para sus adversarios eso solo podía ser una estratagema para, de facto, introducir el Diseño Inteligente en las escuelas". La acusación de que era imposible que alguien religioso pudiese ser, a la vez, buen científico no era nueva. Francis Galton, a quien ya conocemos del capítulo anterior, publicó en 1872 todo un libro destinado a demostrar con datos estadísticos «que la actividad científica es incompatible con la condición sacerdotal». En su English Men of Science: Their Nature and Nurture, Galton analizaba las cualidades que el buen hombre de ciencia debía poseer y argumentaba que, dada su formación, sus trayectorias y sus lealtades, era imposible que los clérigos cumplieran con dichas características'". Apoyaba su tesis en datos cuantitativos con los que mostraba, por ejemplo, que no había ni un solo biólogo entre todo el clero anglicano. Para obtener estas cifras, Galton necesitaba establecer quién era un «hombre de ciencia» antes de contar su número. Y para ello determinó que solo lo eran aquellos cuya profesión principal estaba relacionada con la ciencia, fuera en cátedras universitarias o como miembros electos de la Royal Society. Así excluía, defacto, no solo al clero sino a todo el mundo de la ciencia amateur, tan característica de la Inglaterra victoriana; y no es de sorprender que, por lo tanto, sus datos apoyaran la tesis que previamente había condicionado su selección`". Esta estrategia «estadística» sigue vigente en la actualidad, tal como señalan las sociólogas Fern Elsdon-Baker y Elaine Howard Ecklund en sus estudios sobre las creencias científicas y religiosas en la sociedad contemporánea. La primera alerta del poder que tienen los marcos conceptuales que subyacen en los estudios estadísticos sobre la percepción pública de cuestiones religiosas y científicas. Así, por ejemplo, cita cómo muchos de estos estudios «crean creacionistas», pues obvian la diversidad de significados que palabras como «creación» o «religión» tienen para cada persona. Una pregunta tan aparentemente simple como si se «cree en Darwin o en la creación del mundo por parte de Dios», inmediatamente establece una dicotomía que posiblemente la persona entrevistada no había percibido como necesaria y ante la cual su respuesta puede fácilmente desfigurar sus propias creencias. Y si, además, «creer que Dios ha creado el mundo» se etiqueta como «creacionismo» el nú40

(2011). GALTON, en TURNER (1978). 42 TURNER (1978). 41

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mero aparente de estos puede aumentar exponencialmente . Igualmente diverso y complejo es el estudio sobre las creencias de los científicos: en general muestran que la práctica científica no crea ni más ni menos rechazo a las prácticas religiosas que la media de la sociedad. Uno de los intelectuales que más contribuyó a crear el mito del paralelismo entre ciencia moderna y secularidad, quizás a pesar suyo, fue el polifacético alemán Max Weber, al que ya conocimos en el capítulo 1. En una conferencia pronunciada en Múnich durante la Primera Guerra Mundial con el título de «La ciencia como vocación», Weber argumentaba que la modernidad había supuesto la culminación de una manera de comprender el mundo que rechazaba el misterio, lo inexplicable, lo esotérico. El hombre moderno —decía— cree que «no existen en torno a nuestra vida poderes ocultos o imprevisibles, sino que, por el contrario, todo puede ser dominado mediante el cálculo y la previsión.» Y añadía: «A la inversa del salvaje, aún creyente en la existencia de tales poderes, nosotros no tenemos que valernos de medios que obren efectos mágicos para controlar a los espíritus [...] Esto es algo que se puede lograr por medio de la técnica y la previsión»45. Esto es lo que llamó el «desencantamiento del mundo». El contexto de esta conferencia es importante para comprender qué pudiera significar ese «desencantamiento» del que Weber estaba hablando46. Junto al auge de una sociedad industrial y tecnológica, el siglo XIX, y en especial las décadas previas a la Gran Guerra, habían visto un auge de los idealismos, los subjetivismos y el ocultismo, quizás como reacción a lo que muchos percibían como una deshumanización del mundo. La Alemania de Weber, además, se había convertido en el foco de los materialismos ateos más radicales de la mano de polemistas como el zoólogo Carl Vogt (1817-1895), el fisiólogo Ludwig Büchner (18241899) o el médico Jacob Moleschott (1822-1893). La conferencia de 1917 estaba dirigida a estudiantes universitarios y pretendía disertar sobre la actividad científica como profesión, como vocación profesional, y establecer la valía de la ciencia y sus limitaciones. La ciencia no podía justificarse a sí misma, ni ser el fundamento de la ética o la política, pero sí podía ser considerada como una profesión vocacional y no meramente instrumental. De este modo, y según algunos de sus intérpretes, Weber hacía equilibrios entre el dogmatismo cientificista y los cantos de sirena de los 43 ELSDON-BAKER (2015). ECKLUND (2010), ECKLUND y SCHEITLE (2017). " WEBER (1946). 46 SHAPIN (2019).

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movimientos típicos de la Lebensphilosophie, con su énfasis en nuevas formas de «experiencia personal». Porque si, según su lectura, el protestantismo había introducido una separación total entre lo divino y lo humano, entre lo sobrenatural y lo natural, las nuevas filosofías de la experiencia parecían aspirar a recuperar un cierto holismo perdido a través del misterio y la irracionalidad. Como se intuye, a pesar de que Weber la presentó como una tesis historiográfica, su desencantamiento del mundo pretendía ser, no tanto una postura descriptiva sino normativa sobre los límites de la ciencia. La noción del desencantamiento, igual que la de secularidad, adolecen de una indefinición que las convierte fácilmente en lugares comunes'''. Cuando Weber hablaba del desencantamiento del mundo, lo hacía para enfatizar que la ciencia moderna podía, en principio, explicar todos los fenómenos naturales, pero en ningún caso influir en el mundo de los valores. La separación total entre el ser y el deber ser, entre los hechos y los valores, entre la ciencia y la ético-política era parte de ese desencantamiento. Y, sin embargo, los usos de esa noción han nevado con frecuencia a lo contrario; a establecer una «visión científica del mundo» según la cual son la ciencia y la técnica (y sus productos, si hacemos una lectura economicista) los que deben marcar los valores de la sociedad sin intromisiones externas, sin injerencias «religiosas» o «subjetivas». La gran mayoría de historiadores de la ciencia en la actualidad coinciden en decir que la noción de desencantamiento parece ser más un desiderátum que una realidad. Desde el ocultismo y el espiritismo decimonónico hasta los movimientos anti-vacunas o negacionistas del cambio climático, el encantamiento del mundo no parece haber desaparecido. Solo desde una postura elitista se puede decir que un pequeño reducto de masas incultas, pre-científicas o reaccionarias permanecen fieles a una visión mágica del mundo. Como escribía el historiador Michael Saler con algo de ironía, «parece que las élites quedaron encantadas con el espejismo del desencantamiento»48. Y eso llevó, como mínimo, a dos consecuencias negativas. La primera, historiográfica, pues planteaba una dicotomía entre modernidad y antigüedad que no permitía entender ninguna de las dos categorías: ni la modernidad era tan universalmente racional como se pretendía, ni las culturas medieval y antigua se basaban en la superstición, la magia o el chamanismo. La segunda consecuencia, de carácter contemporáneo, es que impide comprender las razones detrás de algunos movimientos culturales y polítiHARRISON (2017). " SALER (2006), p. 693. DASTON y PARK (1998), cap. 9.

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cos que, con demasiada ligereza, son descalificados con el apelativo de «negacionistas» (del cambio climático, de la existencia de virus.. , o de la ciencia en general). Y esta falta de sutilidad en el análisis de dichos movimientos o su demonización les da, en ocasiones, más fuerza de la que en principio podían tener. El problema de esta tesis más normativa que descriptiva es que, como describe Egil Asprem, categoriza lo secular y lo religioso, lo desencantado y lo exotérico, con un dualismo que, por tanto, no se adecúa a la realidad histórica o sociológica". Solo hace falta pensar, entre otros muchos ejemplos, en la influencia que lo esotérico ha tenido en el desarrollo de la física cuántica en la segunda mitad siglo xx cuando, en palabras de David Kaiser, «los hippies salvaron la física», para ver que el supuesto «desencanto» es más un desiderátum historiográfico que un hecho histórico'''. *

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En 2016, el Diccionario de Oxford, que cumple la misión tácita de ser una especie de academia de la lengua inglesa, escogió la palabra «posttruth» (posverdad) como la palabra del ario. En 2017, la elección recayó en las «fake news» (noticias falsas). Ambos términos tienen, en arios recientes, una enorme carga política y mediática. Podríamos preguntarnos si los mitos aquí narrados caen bajo estas dos categorías. Según la RAE, la posverdad es una «distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales»". De los cinco mitos que he analizado en este capítulo, quizás el único que podría ser clasificado como tal sea el de la tesis del conflicto histórico, permanente y necesario entre «ciencia» y «religión» de Draper y White (5.2), y su importación al debate español (5.3). El resto tienen procesos tan complejos e históricamente contingentes que difícilmente pueden caer bajo esta categoría. Más que de fake news se trataría de tropos que permanecen en la opinión pública por su utilidad retórica, aunque el mundo académico demuestre sus contradicciones, incoherencias o, directamente, su falsedad. ¿Por qué es tan difícil deshacerse de los mitos? Además del elemento siempre importante de la tradición, los mitos permanecen porque juegan un papel explicativo y normativo. En el caso del conflicto o de la separación entre ciencia y religión, no me parece que sea tanto el conASPREM (2017), cap. 2. KAISER 1201D. 51 https://dle.rae.es/posverdad

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ficto en sí mismo sino su utilidad para definir las categorías de «ciencia» y de «religión» como ámbitos claramente definidos y separados. Todo intento de explicar sus relaciones, sea el conflicto, la armonía o la independencia, parte de la base de que tenemos dos actividades perfectamente delimitadas y cuyas relaciones deben ser explicadas. Como hemos visto en el capítulo 1, cuando Whewell acuñó la palabra «científico» en el primer tercio del siglo XIX, estaba buscando un neologismo para referirse a una actividad nueva: la de la persona que, profesionalmente, se dedicaba al ejercicio de las ciencias naturales. También Comte o Sarton buscaban dar unidad conceptual a la actividad científica y, como herramienta para determinar en qué consistía esa nueva ocupación (la ciencia), optaron por la distinción y el conflicto con otras prácticas humanas y sociales (la religión, entre ellas). Es interesante ver, como hemos apuntado en el caso Galileo, cómo algunos intentos de subvertir o falsar mitos caen en las redes de las categorías que se utilizan en las historias que se quieren cambiar. Así, por ejemplo, cuando la comisión vaticana creada por Juan Pablo II creía poder acabar con las contradicciones o los usos espurios del «caso Galileo», cayeron en la trampa de intentar presentarlo como un ejemplo para entender la armonía entre ciencia y religión. Igual con las obras escritas por católicos españoles con la intención de ridiculizar la obra de Draper: al querer producir libros que mostraran que la religión (católica) siempre y en todo lugar había sido favorable a, y motor de las ciencias positivas estaban, de facto, participando de las categorías «ciencia» y «religión» tal como Draper las había planteado. De ahí que más que falsar los mitos, como tantos trabajos intentan y han intentado hacer", me parece que la aportación más importante de la historia de la ciencia a los debates públicos puede ser la explicación de los procesos históricos que han llevado a la formación y consolidación de tantos mitos.

" NEWTON KEAS (2019); SCHREMPP (2012). Con esto no quiero decir que estos

trabajos no tengan validez.

CAPÍTULO 5

CONSTRUYENDO NACIONES

15 de noviembre de 1889. Río de Janeiro. El mariscal Deodoro de Fonseca (1827-1892) lidera el alzamiento contra el Imperio y, por la tarde de ese mismo día, José do Patrocinio (1854-1905) proclama la República de Brasil. Desde entonces, la bandera del país tiene un fondo verde y amarillo en el que se inserta una esfera azul donde aparecen tantas estrellas como Estados tiene la federación brasileña. Lo interesante es que la disposición de esas estrellas no es simétrica ni aleatoria, sino que pretende representar el cielo que se observaba en Río de Janeiro la madrugada del alzamiento, simbolizando así la continuidad del país con los ideales de los promotores de la república. El último de los símbolos de la bandera, una banda blanca con las palabras «Ordem e Progresso», delata cuáles eran esos ideales: las del positivismo de matriz francesa. «Orden y progreso» se extrae del lema de Auguste Comte, «El amor por principio, el orden por base, el progreso por fin». Ya hemos conocido a Comte en el capítulo 1 y nos hemos topado con la iglesia positivista y sus templos esparcidos mayormente por Francia y por Brasil. En este capítulo quiero centrarme en un aspecto generalmente obviado en la historiografía popular de las relaciones entre ciencia y religión: el papel de ambas en la construcción del Estado-nación moderno. Porque, durante todo el siglo xix, tras la caída del Antiguo Régimen y las guerras napoleónicas, corrieron por Europa y por todas las Américas los ideales emancipadores y nacionalistas. De ese tiempo datan las independencias en el continente americano y, como imagen especular de ellas, los movimientos unificadores europeos, especialmente en Italia y Alemania. A falta de potestad divina que justificara la autoridad, y desmantelada la tradición como fuente de legitimidad, muchos movimientos republicanos y nacionalistas intentaron apoyarse en las ciencias positivas como roca sobre la que asentar las naciones. El cielo estrellado de Rio de Janeiro y su lema comteano son quizás el ejemplo más explícito de esa corriente. [131]

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Este triángulo de ciencia-nación-religión se revela mucho más complejo de lo que pudiera pensarse. En muchas ocasiones, las nuevas élites se vieron impulsadas a expulsar a las antiguas, y a re-escribir la historia mostrando cómo la «religión», una iglesia particular, o una secta concreta dentro de esa iglesia se presentaban como el freno al progreso y al desarrollo de las esencias patrias. Contrariamente, esas esencias podían atribuirse a la religiosidad del pueblo y esta como preservadora del alma nacional. Y en la mayoría de los casos, como vimos con Comte, se dio el mantenimiento de formas y rituales religiosos en aras a construir las naciones. Es el tiempo de los himnos patrióticos en sustitución de los cantos religiosos, de los desfiles militares ocupando el lugar de las antiguas procesiones, de los monumentos a los padres fundadores de la patria donde antes había cruces y santos, y de los templos de la patria (ministerios y consistorios locales) donde funcionarios anónimos implementan la nueva moralidad como antaño hiciera el clero. Como explican muchos historiadores del nacionalismo moderno, este bebe más de lo que se suele pensar de «fuentes sagradas»'. LA UNIFICACIÓN DE ITALIA

1.

9 de junio de 1889. Roma. El político Giovanni Bovio (1837-1903) lee un discurso en ocasión de la erección de la estatua de Giordano Bruno (1548-1600), obra del escultor Ettore Ferrari (1845-1929), en el Campo de Fiore. Allí, el Miércoles de Ceniza de 1600, Bruno fue quemado por la Inquisición Romana, aunque no se sabe exactamente bien por qué: los documentos sobre su juicio fueron una de tantas pérdidas en el periplo que Napoleón impuso a los archivos vaticanos descrito en el capítulo anterior. Ciertamente, muchas de las ideas de Bruno atacaban directamente los dogmas de la Iglesia Católica (la divinidad de Jesucristo y la virginidad de María, entre muchos otros) aunque es posible que en su condena a muerte pesaran elementos de orden político y personal, dados los muchos enemigos que se había forjado en sus peregrinajes por Europa2. Pero, ¿por qué un homenaje ahora, casi tres siglos después de su muerte? Si observamos la escena de la inauguración podemos intuir el trasfondo: un centenar de estandartes masónicos rodean la plaza y, tanto el político como el artista son masones de alto rango del Gran Oriente de Italia, la gran logia masónica nacional, de la cual Giuseppe Garibaldi (1807-1882), artífice de la unificación italiana, había sido gran maestre. 1 2

SMITH (2003). ROWLAND (2008).

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FIGURA 5.1 Estatua de Giordano Bruno en el Campo de Fiore, Roma

FUENTE: Wilcimedia Commons (Dominio público) https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/archive/d/de/ 20130831180255%21GiordanoBrunoStatueCampoDeFiori.jpg

Cinco arios antes, en 1884, el papa León XIII había escrito una encíclica en la que, una vez más, condenaba la masonería. Como tantos documentos papales del siglo xix, Humanum genus, que así se llamaba la encíclica, estaba escrita en clave italiana, en el fragor de la unificación

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italiana y la desaparición de los Estados Vaticanos, con la consiguiente pérdida del poder temporal de los Papas. Su «extrema rabia» les lleva, decía el Papa, a querer «destruir por entero el Pontificado» y a «perseguir cuanto puedan a los católicos con una enemistad implacable»3. Y en una clara defensa del Antiguo Régimen añade que «voceando libertad y prosperidad pública, haciendo ver que por culpa de la Iglesia y de los monarcas, no había salido ya la multitud de su inicua servidumbre y de su miseria, engañaron al pueblo, y, despertada en él la sed de novedades, le incitaron a combatir contra ambas potestades». Me interesa esta última cita por la tesis historiográfica que denuncia y trataremos en los próximos párrafos: la construcción de un relato histórico en el que la existencia de la Iglesia (y de la monarquía) había condicionado, si no totalmente abortado, el potencial progreso cultural y científico de Italia. A los pies de Bruno, en el gran pedestal que lo aúpa, una frase nos introduce en la cuestión historiográfica que quiero abordar: «A Bruno —I1 secolo da lui divinato— Qui dove u rogo arse», que vendría a ser: «A Bruno, desde el tiempo que él predijo, aquí donde el fuego quemó». En otras palabras, la estatua quiere ser un homenaje al hombre que predijo cómo debía ser Italia; al hombre que pagó un alto precio por ello, y cuyo martirio truncó y retrasó tres siglos la llegada de la gloria y la libertad presentes. Se le convertía así en visionario, mártir, profeta y padre fundador de la Italia moderna. Bruno también aparece con frecuencia como un mártir de la ciencia pues, entre sus muchas especulaciones, encontramos referencia a los átomos, al espacio infinito, al copernicanismo y a la pluralidad de mundos. Lo interesante es ver cómo, en el siglo XIX, y de la mano de la unificación italiana, Giordano Bruno se convirtió en un icono de la ciencia. Los movimientos liberales de la Península italiana tuvieron uno de sus focos intelectuales en Nápoles. Allí, un grupo de historiadores formados en el Norte de Europa empezaron a escribir una historia de Italia con vistas a dar cobertura histórica al proceso de unificación que estaba en marcha. Siguiendo la tradición de Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831) y del idealismo alemán, la escuela de Nápoles daba por supuesto que cada nación tenía un espíritu propio cuyo desarrollo dialéctico seguía unas leyes propias que lo hacían inevitable. Así, «Italia» era un ente que había existido siempre y que solo entonces, tras muchos siglos, volvía a manifestarse en la historia como un ente político. Entre los intelectuales decimonónicos de la «tradición historiográfica liberal italiana», como la llama Neil Tarrant, cabe destacar a Stanislao 3

LEÓN XIII (1884), n. 13. LEÓN XIII (1884), n. 25.

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Gatti (1820-1870) o los hermanos Bertrando (1817-1883) y Silvio Spaventa (1822-1893). Su preocupación era poder explicar la decadencia cultural y política que percibían en Italia y argumentar que la recuperación del espíritu nacional era el camino hacia el progreso y la libertad. Para Hegel, la Reforma Protestante había constituido un capítulo esencial en el desarrollo del Espíritu, que era el fin último pre-establecido de todo proceso histórico. Los hegelianos napolitanos tuvieron que adaptar esa tesis al caso de Italia y optaron por la siguiente estrategia: buscar un culpable externo a la esencia de Italia que explicara la interrupción de ese desarrollo necesario. Aunque con muchas diferencias entre ellos, la narrativa que construyeron los napolitanos seguía la siguiente estructura: Italia tenía una esencia que se había manifestado en la Roma imperial, había mantenido su fuerza cultural en el medievo y había resurgido con fuerza en el Renacimiento. Entre los siglos xn y principios del XVII la creatividad en los diversos principados italianos habría impulsado nuevas ideas y nuevas libertades, en un camino imparable que condicionó el devenir, no solo de Italia, sino del mundo entero. Maquiavelo y los Médici creando el Estado moderno y la libertad intelectual; Dante y Michelangelo transformando la literatura y las artes plásticas; Leonardo da Vinci y Galileo gestando la técnica y la nueva astronomía... Italia había sido la semilla donde la modernidad y la libertad habían nacido y desde donde se habían difundido. Con este relato triunfalista, y con la visión negativa que tenían de su tiempo, fue útil echar mano de la Iglesia Católica y su Inquisición para convertirlas en las causantes de la supresión abrupta, incluso violenta, del progreso natural. Fue así como, ya en el siglo xx, Luigi Firpo (1915-1989) estableció la lista canónica de juicios que supuestamente minaron el progreso intelectual y que, desde entonces, se repiten en muchas historias populares, también en historias de la ciencia: Bruno, Galileo, Campanella y otras figuras menos conocidas como Giambattista Della Porta, Colantonio Stigliola, Cesare Cremonini y Francesco Pucci5. Ciertamente, la Iglesia Católica y el papado rechazaban el proyecto de unificación italiana por lo que suponía de pérdida del poder temporal disfrutado en Roma durante siglos; y, como hemos visto, la Iglesia Católica se oponía a muchos de los ideales liberales por considerarlos contrarios al dogma o la tradición católica. Esa disputa que se estaba dando en el siglo xix, podía convertirse en la clave hermenéutica del pasado justificando así los ataques contra la Iglesia por parte de los liberales (recordemos que en 1848 Pío IX tuvo que huir de Roma disfrazado de monje para salvar la vida). Para ello hacía falta un elemento más: la FIRPO,

en

TARRANT (2014), p. 7.

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Iglesia solo podía ser el obstáculo para el autodesarrollo de la «italianidad» si se la representaba como un elemento ajeno a la esencia nacional, como una anomalía, como una injerencia externa. Digo que es una narrativa construida no porque sea necesariamente falsa, sino porque no había datos empíricos que pudieran apoyar hasta qué punto la censura de la Inquisición había sido distinta a la de otras censuras políticas o religiosas europeas, o había tenido el impacto real que se le atribuía. De hecho, los archivos vaticanos permanecieron cerrados en gran parte hasta finales del siglo xx, por lo que era imposible aportar datos en ese sentido y, de hecho, todavía hay mucho trabajo empírico por hacer en este campo6. Además, la relación entre censura teológica o filosófica con el progreso o retroceso de las ciencias naturales tampoco se sigue necesariamente. Muchos historiadores de la ciencia han mostrado cómo la supuesta muerte de la ciencia en la Italia de los siglos XVII a XIX que percibían los miembros de la escuela napolitana no fue tal, poniendo en entredicho que la Inquisición fuera tan eficaz como imaginaban, o que la relación entre censura teológica y estancamiento científico fuera tan directa como pensaban. Giordano Bruno sigue jugando el papel de mártir de la ciencia desde ese pedestal que le construyeron a finales del siglo XIX en el Campo di Fiore. Su nombre aparecía, por ejemplo, en muchas pancartas desplegadas durante la «semana anticlerical» (sic) que académicos y estudiantes de la Universidad La Sapienza organizaron en 2008 en protesta por una posible visita, finalmente abortada, de Benedicto XVI. «Fray Giordano [Bruno] fue quemado, Galileo abjuró [. ..] Nosotros resistiremos al papado», decía una de ellas; y añadía: «¡La ciencia no es un crimen!» La sombra del Bruno de Garibaldi sigue siendo alargada?. 2.

LA CREACIÓN DE LA GRECIA MODERNA

27 de mayo de 1832. El príncipe bávaro Otto Friedrich Ludwig de Wittelsbach (1815-1867), de 16 arios de edad, es proclamado rey de Grecia por decisión de las tres grandes potencias del momento —Gran Bretaña, Francia y Rusia—. Tras doce arios de revueltas contra el dominio otomano, impulsadas por el nacionalismo griego en la diáspora, y solo dos arios desde la declaración de independencia, el reinado de Otto I confiere una cierta estabilidad que permitirá la construcción de la GreFRAGNITO (2001); FINDLEN (2002); CARAVALE (2011). https://www.theguardian.com/world/2008/jan/16/catholicism.internationaledu cationnews

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cia moderna. El reto era ingente, pues se trataba de construir todo un sistema de instituciones políticas, culturales y sociales que asimilaran la recién formada Grecia a las naciones modernas de Europa, borrando la influencia otomana de los últimos cuatro siglos, y volviendo a las esencias griegas. Pero, ¿cuáles eran esas esencias? Como toda supuesta esencia nacional, la helénica también fue el resultado de un tira y afloja entre las comunidades de habla griega distribuidas por el mundo, las élites extranjeras que habían intelectualizado el nacionalismo griego, las poblaciones autóctonas, la corte bávara del nuevo rey y las tres potencias. La identidad resultante giraba en torno a cuatro ejes: (i) una descendencia directa de la Grecia clásica de Homero, Pendes y Aristóteles; GO el idioma griego; (iii) la Iglesia Ortodoxa; (iv) los ideales de libertad de la revolución de 1821 y la idea de la Gran Grecia que aspiraba a unificar los territorios de habla griega de Tracia, Macedonia, Esmirna, Epiro, Tesalia e incluso Estambul. El contraste con el caso italiano que hemos visto en la sección anterior no puede ser más llamativo. Si allí la Iglesia local, la católica, era un impedimento para la Italia moderna, en Grecia se daba todo lo contrario: la Iglesia Ortodoxa se convertía en una parte de la esencia patria. Y esto tiene repercusiones para el tipo de historiografía que se desarrolló en el país heleno en torno a la cuestión de la ciencia y la religión. Una de esas nuevas instituciones que se crearon prácticamente de la nada fue la universidad. La llamada Universidad Ottoniana se fundó en 1837 siguiendo el modelo bávaro, y comprendía cuatro facultades: Teología, Derecho, Medicina y Filosofía. Como en muchos lugares de Europa, en esta última se incluían los conocimientos de filosofía natural. Lo interesante de esta decisión era que, por primera vez en la historia, se establecía una facultad secular de teología en el mundo cristiano ortodoxo, donde la elaboración intelectual de la teología, muy distinta de la tradición latina, se había desarrollado históricamente en instituciones exclusivamente eclesiásticas. De las cuatro facultades, las dos con más éxito en las primeras décadas fueron Derecho y Medicina, por las posibilidades de empleo que generaban y su importancia en la estructura del incipiente estado. En cambio, Teología y Filosofía (ciencias naturales incluidas) compartían la queja de la falta de alumnos interesados en sus currículos'. Durante todo el siglo XIX, la mayoría de los catedráticos de teología ortodoxa en la universidad habían tenido formación académica en tierras alemanas, lo cual les ayudó a definir su nueva disciplina como una «ciencia» que merecía su puesto al lado de la historia, la filosofía natural TAMPAKIS (2014).

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o la retórica, y con las cuales formaba la unidad del conocimiento. La falta de tradición universitaria en el nuevo país contribuyó a que, al tener que ser negociado ex novo el papel de la teología dentro de la universidad, no arrastrara los prejuicios propios de otros países europeos donde, durante siglos, la teología había ocupado el vértice de las instituciones académicas. Y esa tarea también la tuvieron que emprender, por el mismo motivo, las ciencias de la naturaleza y las matemáticas. De este modo, en el primer medio siglo de su existencia, teólogos y científicos tenían una retórica en la que se enfatizaba la hermandad entre disciplinas dentro de la universidad. El punto que unía las ciencias naturales con la teología era el de la libertad, lo cual no es de extrañar en el contexto posterior a la independencia del nuevo país. Lo interesante es ver cómo, frente a lo que sucedía en Italia, el grito de libertad también lo suscribía la Iglesia Ortodoxa y la mayoría de sus teólogos. Conocedores de las tesis hegelianas según la cual el protestantismo habría sido un primer paso hacia la libertad de pensamiento, los primeros profesores de teología en la Universidad de Atenas [Mishael Apostolides (1789-1862), Nikolaos Damalas (1842-1892) o Prokopios Oikonomides (1837-1902), entre los más destacados] subrayaban que, en el caso de la Iglesia Ortodoxa, que nunca se había sometido al poder de Roma, la liberación que había traído Lutero no había sido necesaria. La libertad, por lo tanto, no era una cualidad ganada en los últimos siglos, como habría sido el caso en el norte de Europa, sino una condición esencial de la cultura helénica y ortodoxa. De este modo se reforzaba tanto el papel de la teología en la universidad como su secular anti-catolicismo. Incluso cuando trascendieron algunas referencias a la Iglesia que Ioannis Zochios (1840-1912), catedrático de fisiología, hizo en sus primeras explicaciones del darwinismo, a principios de la década de 1880, la respuesta oficial del departamento de teología fue una defensa de la libertad de cátedra y una petición, eso sí, de que ninguna idea fuese excusa para atacar a la religión. Esa paz se mantuvo en la universidad, aunque no tanto en la prensa escrita, donde el debate era más ideológico que en la academia. Así, en las dos últimas décadas del siglo xix, la revista Prometheus, dedicada a las ciencias naturales, importó de Alemania las tesis materialistas de Haeckel en las que se mezclaba el evolucionismo darwinista, el ateísmo materialista y el positivismo de la época. La revista Anaplassis, constituida como órgano paraoficial de la Iglesia Ortodoxa, respondió con lo que pueden considerarse los primeros ataques organizados al ateísmo, al monismo, al panteísmo y al deísmo que 9

TAMPAKIS (2017).

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se proclamaban en nombre de la ciencia (prácticamente solo en nombre de la teoría de Darwin). La estrategia de los redactores de Anaplassis, algunos de los cuales eran profesores de la universidad, era la defensa de la ciencia como modo de salvar al país de esa teoría «falsa y estúpida» que utiliza «los parecidos entre los cuerpos de hombres y animales para defender su mismo origen»'>. Pero había otra estrategia, como la defendida por el primer catedrático de apologética, Spiridon Sougras (18481906), que seguía en la línea de la hermandad de disciplinas que se había conseguido en la universidad. Esta consistía en abogar por las ciencias naturales y en defender que los cristianos podían aceptar cualquier teoría científica pues, mientras que la religión proveía de certezas, las ciencias solo podían proporcionar probabilidades. La mención a las certezas que hace Sougras es más profunda de lo que parece. No se trata solo de una cuestión epistemológica, sino que toma sus raíces en una de las cuestiones fundamentales en la ortodoxia cristiana: la tradición. Esto nos llevaría muy lejos y no es este el lugar para desarrollarlo. Simplemente observar que, desde los primeros siglos del cristianismo, las tradiciones latina y oriental siguieron caminos distintos en cuanto a la elaboración del dogma se refiere. Si las escuelas medievales de la Europa Central y Occidental, con la escolástica en su zénit, desarrollaron una teología con un fuerte componente lógico y analítico, las tradiciones orientales siguieron el camino de la estética, del espíritu y de la tradición. De ahí que dos de los grandes conflictos que la Iglesia Ortodoxa griega sí tuvo con la modernidad y con la ciencia fue en su oposición a asumir el calendario occidental, el calendario creado por un pontífice católico en el siglo xvi y que Grecia solo adoptó finalmente en 1924'1, y su oposición al griego moderno, cuyo punto álgido fueron las conocidas como «revueltas del Evangelio» de 1901 y que se saldaron con ocho muertos12. Astronomía y filología, dos ciencias con una carga política fundamental en el nuevo Estado-nación. La primera ya ha aparecido en varias secciones de este libro; como ejemplo de la segunda, fijémonos en otro idioma: el catalán. 3.

EL CATALANISMO CULTURAL

Mayo de 1859. Primer domingo. Barcelona. Recuperando una antigua tradición medieval, el ayuntamiento de la ciudad ha permitido usar DAMALAS, en TAMPAKIS (2019), p. 1081. " Nicous.mis (2011), p. 175. 12 CARABOTT (1993).

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el viejo salón del Consejo de Ciento, construido en el siglo xiv, para la primera edición de los Juegos Florales, un certamen literario con el que se pretende impulsar el uso del idioma catalán en el mundo cultural e intelectual local. Como sucediera en tantos otros lugares de Europa, las lenguas no oficiales sobrevivían en el uso oral mientras que los documentos escritos tendían a utilizar los idiomas propios de las burocracias estatales. Los movimientos románticos, regionalistas y nacionalistas del siglo xix intentaron revertir esta tendencia homogeneizadora del mundo de la cultura (recordemos el uso casi universal del francés como ungua franca de la burguesía europea), impulsando el uso de los idiomas locales también para la alta cultura. Los Juegos Florales de Barcelona instituyeron tres premios mayores —al mejor poema amoroso, al mejor poema patriótico y al mejor poema religioso— manifestando así los valores del renacimiento cultural catalán: el hombre natural, la patria (catalana) y Dios (en su tradición católica). La relación entre lengua e identidad nacional ha sido ampliamente estudiada. Muchas naciones basan su singularidad en el idioma que las distingue de las demás. En la segunda mitad del siglo XIX, además, con el papel cada vez más importante de la ciencia y la tecnología en la construcción de los Estados-nación modernos, el desarrollo de un vocabulario propio en los idiomas autóctonos, también para cuestiones científicas, ocupó un papel cada vez más importante13. En paralelo, surgió un movimiento de estudio científico del lenguaje, a través de las incipientes ciencias de la lingüística, la antropología humana y la filología, entre otras. Así, certámenes como los Juegos Florales no solo impulsaban el uso de la lengua, sino que, además, y quizás más importante, jugaban un papel normativo, pues iban configurando en la práctica cómo debía ser la lengua (su ortografía y su sintaxis) en el uso escrito. De todos modos, los Juegos Florales no dejaban de ser un evento reducido a unas élites, generalmente urbanas y educadas, cuyo conocimiento del lenguaje real en todo el territorio era bastante limitado, cuando no despectivo de las diferencias. Era necesario un estudio empírico, científico, del uso de la lengua en todas sus variantes para no acabar creando un idioma artificial representativo solo de una élite de la población. Y esa es la misión que se autoimpuso el polímata y sacerdote mallorquín Antoni Maria Alcover Sureda (1862-1932), conocido como mossén Alcover. Como argumentan Ceba y March, la biografía de Alcover gira en torno a tres ejes: religión, ciencia y lengua. El ambiente de reforma que había en los planes de estudios de los seminarios católicos tras el impulso del neotomismo por parte de León XIII, como hemos visto en el ca13

GORDIN y TAMPAKIS (2015).

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pítulo 2, no solo supuso el giro hacia una teología más en línea con el proyecto tomista, sino también un énfasis en las culturas locales en las que los futuros sacerdotes iban a realizar su misión. De hecho, el mismo León XIII había animado los movimientos regionalistas y nacionalistas de la época por su carácter conservador. Frente al internacionalismo del liberalismo y de algunos incipientes socialismos, la vuelta a las raíces locales en los territorios europeos de tradición católica y la conservación de las tradiciones arraigadas en el pueblo llano podían ser un medio para preservar la fe de las gentes. Así lo había argumentado, para el caso catalán, uno de los pioneros del catalanismo cultural y político, el obispo de Vic, Josep Torras i Bages (1846-1916), en su influyente y programático La Tradició Catalana, donde argumentaba en favor de la connivencia entre catolicismo y regionalismo catalán, y del cual surgió el lema «Catalunya será cristiana o no será»". Este cambio en los programas educativos, y dada la relativa independencia que los seminarios tenían respecto de las normativas del ministerio de Instrucción, condujo a que la primera institución de educación superior en la que se impartió lengua y literatura catalana en la España del siglo XIX fuera el seminario de Mallorca. Alcover se convirtió en el primer catedrático de estas materias gracias a su pasión por el idioma, a su incipiente creación literaria, pero, sobre todo, a sus conocimientos de la ciencia lingüística procedente de Alemania y que había aprendido de su maestro y amigo, el filólogo y poeta mallorquín Tomás Forteza (18381898). Al igual que se consideraba que la física había encontrado las leyes y regularidades de la astronomía y la mecánica con el método inductivo, los demás saberes debían poder encontrar leyes similares en otros ámbitos del mundo natural y humano. La moderna lingüística aspiraba a ello: a encontrar esas regularidades, a establecer la sintaxis y la ortografía naturales de los idiomas. Para ello, el primer paso era un amplio trabajo de campo que pusiera de manifiesto los patrones existentes en el mar de variedades dialectales que de hecho existían en los idiomas no regulados. En palabras de Alcover, la filología aspiraba a poder «explicar matemáticamente la formación de las lenguas»15. Desde su cátedra, mossén Alcover se dedicó a recopilar cuentos y versos populares que se mantenían en la cultura oral de la isla, en las gentes que no sabían leer ni escribir, y los recogió y analizó en varios volúmenes publicados entre 1895 y 1898. A partir de allí, y tras la muerte de Forteza en 1898, Alcover diseñó un proyecto mucho más ambicioso: viajar por todos los territorios donde se hablaba catalán: «Menorca, Ibiza, Alicante, 14

TORRAS I BAGES (1892). ALCOVER, en CEBA y MARCH (2019), p. 1088.

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Valencia, Castellón de la Plana, por Cataluña y Rosellón» para, como le contaría al influyente Menéndez Pelayo, recopilar «los monumentos escritos antiguos y modernos» y, con el material obtenido, producir un Diccionario General de la Lengua Catalana. Evidentemente, este no era un proyecto para un hombre solo; necesitaba toda una red de colaboradores que le proveyeran del material con el que hacer su estudio. Y, qué mejor para ello que contar con el clero local, con aquellos que, en contacto con la gente, conocían cómo hablaban, qué cantaban y qué historias contaban en sus casas y en sus fiestas populares. El proyecto tuvo su pistoletazo de salida en una ceremonia en Palma de Mallorca el 3 de julio de 1901. La fecha no es casual. Era la festividad del beato Ramón Llull (1232-1316), icono de la cultura en lengua catalana, y el que consiguió que el catalán se convirtiera en la «primera lengua moderna en que habló la filosofía y la ciencia», según palabras de Alcover, cuando los demás todavía lo hacían en latín. Evidentemente, la invocación a Llull tenía muchas lecturas: icono de la cultura mallorquina y catalana, precursor de los estudios lingüísticos y de la ciencia moderna, su obra tenía una motivación claramente evangelizadora en plena Reconquista. Llull como padre de la patria, la ciencia, la lengua e icono del catolicismo local aunaba las pasiones de Alcover. La metodología que Alcover impulsó parecía extraída directamente del Novum Organon de Francis Bacon. Unas tablas de presencia, ausencia y grados, como diría el supuesto inventor del método inductivo, debían clasificar términos y expresiones divididos según sus fuentes (escritas u orales), según el contexto de su uso (para lo cual había 16 secciones y hasta 589 subsecciones), y según su extensión geográfica. En pocos arios, la red de personas interesadas en contribuir al estudio científico de la lengua catalana creció tanto que, para 1906, Alcover pudo organizar el Primer Congreso de la Lengua Catalana en Barcelona, congreso en el que se inscribieron más de 3.000 personas. En las cartas de invitación al evento, Alcover fijaba que el objetivo principal era «la depuración, enaltecimiento y exaltación de la lengua catalana», e interpelaba a la participación «por Dios, por la patria y por la querida lengua»16, entendiendo que la defensa de la lengua y la religión populares estaban íntimamente relacionadas en todo el territorio de habla catalana. Inscribirse en el congreso era un acto «para dar testimonio de nuestra fe» y una muestra de «solidaridad patriótica» y, como les dijo en la inauguración, ese congreso era parte de una «cruzada científica a la par que patriótica»17. En una analogía con la iconografía mariana en el mundo 16

ALCOVER, en CEBA y MARCH (2019), p. 1096. CEBA y MARCH (2019), p. 1097.

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católico, Alcover terminó su apertura del congreso hablando de la lengua como «sublime, espléndidamente endomingada y mayestáticamente sentada en su trono; reina y señora, reinando y señoreando como tal en todo el territorio de la Divina Providencia»18. FIGURA 5.2 Sesión de apertura del Primer Congreso de la Lengua Catalana en La Ilustración Catalana

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Fuente: Fondo de revistas digitalizadas en la Hemeroteca Nacional: Ilustració Catalana, octubre de 1906.

18

CEBA y MARCH (2019), p. 1097.

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El proyecto de Alcover era científico en un doble sentido. Primero, porque siguiendo los pasos de Forteza, su conocimiento de las últimas tendencias lingüísticas procedentes de Alemania y de Francia fue en aumento. Su metodología entroncaba con la corriente lingüística de lo que se conoce como la «neogramática»: los neogramáticos subrayaban la importancia del lenguaje oral, de la lengua en el pasado, y de los estudios comparativos a partir de los cuales llegar a una gramática reglamentada. «Las academias, los sabios, pueden reglamentar las lenguas», pero estas «no son obra de los sabios [...] sino que las produce el pueblo»". Y, segundo, también era un proyecto científico porque, como ya hemos visto, el uso culto del catalán también comportaba su uso en las ciencias positivas. Para ello estableció siete secciones del lenguaje en y para las ciencias modernas (Matemáticas, Física, Química, Historia Natural, Medicina, Veterinaria e Ingeniería), secciones que encargó a reconocidos científicos del momento, en su mayoría funcionarios de la Administración o presidentes de colegios profesionales. Un ario después del congreso de Barcelona, el catalanismo político, ya más organizado, y con un poco de poder institucional consiguió fundar el Institut d'Estudis Catalans, emulando las academias científicas de otras naciones. Su fundador, Enric Prat de la Riba (1870-1917), de fuertes tendencias germanófilas, defendía que «nosotros hacemos como los alemanes; no separamos ciencia y patria.» Y continuaba diciendo que «historia, arqueología, ciencias, artes, todo ha sentido, todo ha recibido la huella del patriotismo. La devoción patriótica ha fecundado la curiosidad científica». Y, como ejemplo paradigmático ponía el proyecto de Alcover, el «apóstol lleno de amor» que había conseguido involucrar a todo un pueblo en un proyecto científico-cultural de tan gran calado como la consolidación del catalán como idioma moderno de pleno derecho. 4.

LA PATRIA ARGENTINA

Lunes, 18 de septiembre de 1911. Ciudad de La Plata, provincia de Buenos Aires. Impulsado por una serie de periódicos locales y nacionales, se celebra un multitudinario funeral civil por el fallecimiento prematuro de Florentino Ameghino (1854-1911), naturalista autodidacta conocido por sus trabajos en paleontología, zoología y otras ciencias naturales. Entre los discursos que se pronuncian, todos ellos obviamente laudatorios, hay uno que destaca especialmente: el del doctor e inte19

CEBA y MARCH (2019), p. 1098.

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lectual socialista de origen italiano, Giuseppe Ingegnieri (1877-1925), convertido en José Ingenieros. Destaca por la profusa terminología religiosa que utiliza, describiendo a Ameghino como un «santo moderno» porque «en nuestra nueva moral los santos no saben hacer milagros, pero saben buscar la verdad»2°. Siguiendo la narrativa del conflicto entre ciencia y religión, Ingenieros alababa la «fe» de Ameghino, que se había mantenido siempre alejado de las «religiones reveladas»: «Sabía que nada hay más ajeno a la fe que el fanatismo. La fe es de visionarios y el fanatismo es de ciegos; la fe es un impulso y el fanatismo es un freno; la fe es una dignidad y el fanatismo es un renunciamiento; la fe es una afirmación individual de alguna verdad propia y el fanatismo es una complicidad de huestes para ahogar la verdad de los demás»".

Además de ser un símbolo de la razón y la ciencia, Ameghino también debía ser visto como un héroe fundacional de la nueva Argentina. «Cuando una raza, un pueblo, una doctrina, un estilo, una ciencia o un credo, prepara su advenimiento histórico o atraviesa por una renovación fundamental —seguía Ingenieros—, un heraldo aparece [...] para simbolizar la nueva orientación de los pueblos o de las ideas»22. El nuevo pueblo era aquí la Argentina; y las nuevas ideas, el socialismo racional y secular. El tono de este discurso no era una simple exageración propia de los funerales. En las dos últimas décadas del siglo xix, Ameghino se había convertido en uno de los símbolos de una ciencia argentina mezclada con ideas materialistas, socialistas y secularistas importadas fundamentalmente de Francia y de Alemania. De hecho, a Ameghino se le considera uno de los agentes principales de la introducción del evolucionismo y el darwinismo en Argentina, aunque presentados bajo la perspectiva materialista de Ernst Haeckel o Lüdwig Buchner. Sus estudios paleontológicos fueron, y siguen siendo, de gran relevancia; pero una de sus especulaciones más comentadas y criticadas desde muchos frentes fue la de que el hombre americano podría haber surgido de manera independiente al de otros continentes, y que ese origen se había dado en la Pampa argentina. Ameghino era parte de una generación de médicos, naturalistas y políticos que se encargó de fundar, casi de la nada, muchas de las instituciones científicas (museos, laboratorios) y educativas (escuelas y universidades) del país en el último tercio del siglo xix. Los promotores de la ciencia en el país fueron los mismos que emprendieron su seculariza" INGENIEROS (1911), p. 73. 21 INGENIEROS (1911), p. 72. 22 INGENIEROS (1911), p. 68.

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ción, para lo cual importaron la narrativa del conflicto entre ciencia y religión. Esto llama la atención en un país como la Argentina, donde las instituciones católicas habían tenido un poder tácito, real, pero nunca institucional (desde la independencia, la Argentina nunca fue un país confesional, al contrario que el resto de nuevos países latinoamericanos); y donde apenas había cultura científica en el mundo católico. Es más. En las décadas posteriores a la independencia, las órdenes religiosas fueron abolidas, sus propiedades confiscadas, y la mayoría del clero se convirtió en clero secular, es decir, dependiente del obispo local. El mantenimiento de la prerrogativa colonial de que era el Estado el que nombraba los obispos hacía que, a priori, la Iglesia no fuese necesariamente el mayor enemigo a batir por parte del Estado. Entonces, ¿cómo se impuso la narrativa del conflicto entre ciencia y religión en el país? El ejemplo más claro es el de Domingo E Sarmiento (1811-1888), ensayista, pedagogo, político, presidente de la nación entre 1868 y 1874, y uno de los agentes más importantes en la configuración del país en la segunda mitad del siglo xix. Su visión del país, también influida por sus profundas convicciones masónicas (llegó a ser el Gran Maestre de la masonería argentina), otorgaba un papel central a la educación como modo de construir una nación unida, uniforme. Su libro Facundo o Civilización y Barbarie en las Pampas Argentinas, publicado en 1845 durante su exilio en Chile, es un libro programático sobre cómo debería ser la Argentina moderna. Facundo es una caricatura de Juan Manuel de Rosas (1793-1877), el militar que había controlado el país con una visión caciquil del gobierno hasta principios de la década de 1850, anulando toda forma de ciudadanía responsable o de unidad nacional. Lo que nos interesa aquí es señalar cómo Sarmiento estableció para su Argentina imaginada una dicotomía entre tradición y modernidad, entre ignorancia y educación, entre caciquismo y buen gobierno, entre caos y nación: civilización o barbarie, como decía el título. Entre las muchas dicotomías que imaginaba, la de la religión y la ciencia solo aparecía de forma indirecta. Una vez caído el régimen de Rosas, las nuevas élites, provenientes del exilio y formadas en una mezcla sincrética de republicanismo francés, krausismo español, positivismo comteano, liberalismo inglés y americanismo, enfatizaron la centralidad de la educación. Para ello, Sarmiento fundó una escuela normal de profesores, la Escuela de Paraná, con la idea de que estos educaran y uniformaran a la población en los valores científicos, nacionales y progresistas, y así construir una nación que hasta ese momento aparecía disgregada y prácticamente inexistente. Tal como describió el historiador Jens Hentschke, esos profesores debían tener una «concepción demiúrgica de la educación»: su

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misión era la de «mejorar y moralizar la raza, [ ] integrar a los inmigrantes y reducir las diferencias sociales, y transformar a los gauchos en ciudadanos»". En otras palabras, las escuelas públicas debían constituirse en agentes en la construcción de las naciones, también con la introducción en las escuelas de ritos cuasi-religiosos de exaltación a la patria, de veneración por los profesores y de fe en el progreso basado en el conocimiento'''. Para ello era fundamental, en la visión de Juan Bautista Alberdi (1810-1884), otro de los padres de la Constitución de 1853, secularizar la educación, de modo que la religión estuviese fuera de los programas escolares. Alberdi y Sarmiento eran admiradores de los Estados Unidos y del pragmatismo de aquel nuevo país, con lo que la educación debía centrarse en lo práctico y lo productivo y no en lo que hoy llamaríamos las Humanidades. De ahí que la exclusión de la Iglesia Católica del mundo educativo se debía, en parte, a esa identificación que hacían de esta con el latín, la literatura, la filosofía y la religión. En palabras de Alberdi, «Inglaterra y los Estados Unidos han llegado a la moralidad religiosa por la industria; y España no ha podido llegar a la industria y a la libertad por simple devoción». Y añadía que «España no ha pecado nunca por impía; pero no le ha bastado eso para escapar de la pobreza, de la corrupción y del despotismo»". Dejar la educación en manos de la Iglesia Católica, tal como sucedía en España, no parecía lo más adecuado para el progreso de la Argentina. Evidentemente, la pretensión del monopolio educativo por parte del Estado (según las leyes que finalmente se aprobaron entre 1880 y 1884 el profesor tenía más autoridad que los propios padres) enfureció tanto al clero como a parlamentarios católicos, y en el fragor de las disputas hasta el nuncio del Vaticano fue expulsado del país. De todos modos, el programa de la generación de Alberdi y Sarmiento no era estrictamente anti-religioso, sino que abogaba por la libertad de culto dentro de una cierta tradición cristiana. Solo así, en un país que necesitaba ser poblado con la inmigración, se podía atraer población de «la raza anglo-sajona y las poblaciones de Alemania, de Suecia y de Suiza»26, tal como había sucedido en Norteamérica y que, según ellos, explicaba su progreso material. Las connotaciones raciales no son anecdóticas, pero eso nos llevaría muy lejos.

23

HENTSCHKE (2011), pp. 4-5. HENTSCHKE (2011), p. 23. " ALBERDI (1852), p. 80. 26 ALBERDI (1852), p. 93. 24

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Cabe enfatizar que la patria imaginada por lo que se conoce como la Generación del 80 (que duró aproximadamente entre 1880 y 1916) tenía una visión claramente secularista de cómo debía ser el país que estaban construyendo y, para ello, utilizaron con profusión la retórica del conflicto entre ciencia y modernidad por un lado y religión y regresión por otro. En parte, eso se debió a que tanto la propia ciencia como la retórica asociada a ella fue importada de Europa y Norteamérica. Darwin y la evolución se convirtieron en iconos del progreso al que aspiraba la nueva república, pero como sucediera en otros lugares, no eran las teorías de Darwin lo que se defendía sino una idea general de progreso y evolución social: la mayoría de los autoproclamados darwinistas eran hombres de las artes, la política y la educación, y sin apenas conocimientos de ciencias naturales. Así se ve, por ejemplo, en los discursos parlamentarios en torno a las leyes educativas o en el «memorial civil» por la muerte de Darwin en 1882: el objetivo era la secularización; el medio, una idea genérica, y en muchas ocasiones contradictoria, de evolución, y una permanente apelación al conflicto con la religión27. Por otro lado, fuera por falta de poder o de interés, la Iglesia Católica en Argentina no tenía una posición clara respecto a las ciencias naturales y estaba más preocupada por encontrar su papel en un país que se estaba construyendo prácticamente de cero. Además, como en otros muchos lugares, la Iglesia de la segunda mitad del siglo XIX se enfrentaba a las tensiones entre galicanos (que pretendían una Iglesia argentina con identidad y gobiernos propios) y romanistas (los que abogaban por una identificación y dependencia cada vez más estrecha con el papado). Al ser acusada de obstáculo para la consolidación y el progreso de la patria, su reacción fue normalmente defensiva hasta que, a principios del siglo xx, aparecieron los primeros católicos autóctonos dedicados a las ciencias. Volviendo a Ameghino, su multitudinario funeral fue solo el inicio de una campaña para sacralizar su figura como icono de la nueva religión científica del país. Para ello se utilizó el hecho de que Ameghino hubiese nacido en Luján, lugar de gran simbolismo religioso en la Argentina y centro de peregrinación católica mariana. De hecho, en 1887, la imagen de Nuestra Señora de Luján fue coronada y comenzó la construcción de la basílica neogótica que existe en la actualidad; yen 1930, y siguiendo una narrativa paralela a la de Sarmiento sobre la construcción nacional, el papa Pío IX entronizaría a la Virgen de Luján como patrona de la República Argentina, mezclando así los sentimientos religiosos y patrióticos del momento. " DE ASúA (2019).

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Siendo Luján, pues, un lugar de creciente simbolismo religioso católico, Ingenieros y los demás promotores de la figura de Ameghino, trabajaron para transformar ese sentido religioso del lugar e intentar convertirlo en un foco de peregrinación nacional-científica. Ahí había nacido Ameghino y desarrollado su incipiente tarea paleontológica, y era lógico intentar convertir su casa natal en un museo, al cual debieran «peregrinar los escolares para ganar inspiración» del espíritu científico e imbuirse de la «humildad» de su antiguo ocupante28. El proyecto se truncó por la oposición de políticos católicos que empezaron a poner en duda que Ameghino hubiese realmente nacido en la Argentina (nació, de hecho, al poco de que sus padres llegaran al país procedentes de Italia), y especialmente por las acusaciones de fraude científico, que resultaron ser ciertas, que vertió sobre sus discípulos el jesuita José María Blanco (1878-1957). En sus esfuerzos por entronizar a Ameghino como icono de la ciencia argentina, sus discípulos y seguidores, entre los que también se encontraba su hermano, empezaron a descubrir fósiles que supuestamente apoyaban la teoría del origen argentino del hombre americano. Esa teoría era particularmente útil pues, no solo ponía la ciencia de Ameghino a la altura de la de Darwin y su The Descent of Man, sino que ponía a la Argentina como el foco original de la humanidad americana. La retórica implícita era clara: igual que la especie humana se había desarrollado biológicamente a partir de su origen en la Pampa, también era de ahí de donde surgiría el progreso material y social que se extendería por todo el continente. Para desgracia de los promotores de la sacralización de Ameghino, antropólogos y arqueólogos extranjeros pronto desestimaron esos supuestos restos. Pero fue el mencionado Padre Blanco quien más hizo por denunciar la falsedad de las hipotéticas pruebas. La simpática ironía es que, habiendo calado la retórica del conflicto ciencia-religión entre las élites del país, las acusaciones de Blanco eran a priori rechazadas pues, como sacerdote que era, sus opiniones eran necesariamente contrarias a la ciencia. Y, de hecho, en este caso particular lo estaban, pues su campaña anti-Ameghino estaba parcialmente motivada por su oposición al darwinismo29. Como manifiesta un estudio reciente de la correspondencia de Carlos Ameghino, el contexto de «desarrollo de una ciencia nacional, euforia patriótica acrecentada por los festejos del Centenario [de la Independencia], importancia internacional del país, fuerte concepción anticatólica en las ciencias [...}» llevaron a que los supuestos hallazgos de Ameghino fueran aceptados sin mayor " DE ASÚA (2019), p. 11. TONNI, PASQUALI y BOND (2001); BONOMO (2002).

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análisis crítico, y que «cuando las críticas provenían de personas relacionadas con la Iglesia», estas eran rechazadas de plano sin el beneficio de la duda3°. La denuncia de Blanco solo se tomó en serio cuando científicos extranjeros confirmaron su tesis y se rechazó la antigüedad del ancestro de la Plata que había propuesto Ameghino. 5.

UNA NACIÓN SIN MANCHA

2 de mayo de 1927. Washington, D.C. La Corte Suprema de los Estados Unidos decide, por 8 votos a favor y 1 en contra, que la esterilización forzada por parte de las autoridades estatales está en consonancia con la Constitución Americana. Es el conocido como caso Buck vs. Bell, en el que se juzgaba si el estado de Virginia podía exigir que una chica que había pasado arios en un reformatorio obtuviese la libertad solo a condición de que aceptara ser esterilizada quirúrgicamente. Fue el mayor éxito del movimiento eugenésico americano, pues abrió la puerta a que muchos otros estados de la Unión desarrollaran y aplicaran leyes eugenésicas diseñadas a construir un país física y moralmente superior, libre de gente «defectuosa», de «inadaptados» o de «imbéciles». La sentencia redactada por el juez Oliver Wendell Holmes Jr. (1841-1935) así lo definía: «Hemos visto en más de una ocasión que el bien común puede llegar a demandar la vida de los mejores ciudadanos. Sería extraño entonces si no pudiera demandar la vida de aquellos que, con su incapacidad ya minan la fuerza del Estado, a sacrificios menores [...] a fin de prevenir que nos veamos inundados de incompetentes. Es mejor para el mundo entero si, en vez de esperar a ejecutar por sus crímenes a los nacidos degenerados, o dejarlos morir de hambre por su imbecilidad, la sociedad previene a aquellos cuya incapacidad es manifiesta de continuar con los de su condición».

Y añadía una frase que se convirtió en tristemente célebre: «tres generaciones de imbéciles son más que suficientes»'. La historia de la eugenesia ha sido contada en numerosas ocasiones y desde diversas perspectivas32. Apoyado en una interpretación parcial de la teoría de la selección natural de Charles Darwin, su primo Francis Galton (1822-1911) argumentó que la protección del débil era contraria TONNI y ZAMPATTI (2011). Bucx vs. BELL disponible en https://www.courtlistener.com/opinion/101076/buck-v-bell/ (mi traducción). 33 Ver, por ejemplo, BAYNTON (2016); LADD-TAYLOR (2017). 30 31

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a las leyes de la biología. Su libro de 1869, Hereditary Genius, el mismo que hemos visto en el capítulo anterior, y según el cual el genio científico era incompatible con la condición clerical, sostenía que las cualidades morales e intelectuales eran rasgos que se heredaban de los progenitores (hoy diríamos rasgos genéticos). De ahí deducía que, igual que sucede con los criadores de perros, caballos u otros animales domésticos, una crianza selectiva a base de matrimonios acertados también podría «producir una raza de hombres mejor dotados»33. En 1883 acuñó el término eugenesia para referirse a «la ciencia para la mejora de la descendencia» que permitiera «acelerar» la prevalencia de las «razas más adecuadas». A principios del siglo xx la definición que Galton, Karl Pearson (1857-1936) y otros promotores de la eugenesia adoptaron fue la de «el estudio de las acciones bajo control social que pueden mejorar o alterar las cualidades raciales, tanto físicas como mentales»34. No es de extrañar que los principios de la nueva ciencia de la eugenesia fuesen atractivos en el contexto de crecimiento económico y demográfico de las naciones modernas, especialmente aquellas en las que el sentimiento nacional incipiente se veía amenazado por migraciones masivas. Ese fue el caso de los Estados Unidos, donde los americanos «viejos», de raíces anglosajonas, holandesas y del Norte de Europa veían amenazado su estatus ante la inmigración masiva de países más pobres como Irlanda, Italia y países del Centro y del Este europeo. Así vemos que las justificaciones científicas de la eugenesia servían para propósitos ideológicamente diversos como la preservación de la pre-eminencia de una clase social, la concepción racista de que las poblaciones de origen anglosajón y germánico eran superiores a otras razas, la mentalidad utilitarista del valor de las personas en función de sus habilidades, o el papel de las autoridades en diseñar el futuro del país. Tras la hecatombe de la Alemania nazi, donde la esterilización forzada de los «indeseables» del régimen se convirtió en práctica casi rutinaria, se puede hacer difícil imaginar cómo los principios eugenésicos llegaron a tener tanta aceptación en el primer tercio del siglo xx. Hasta el punto que, normalmente, se habla de la eugenesia como pseudociencia. Pero esto no hace justicia a la percepción por parte de amplios sectores de la población ilustrada antes de la Segunda Guerra Mundial. Por poner un ejemplo, en 1934, solo un ario después de la llegada al poder de Hitler, Joseph S. DeJarnette (1866-1957), uno de los mayores defensores de la eugenesia en América, animó al gobernador estatal a ampliar las leyes de esterilización del estado de Virginia diciendo que, si no, «los 33 GALTON (1869), p. 1. " GALTON (1908), p. 321.

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alemanes nos ganarán en nuestro propio juego, pues son más progresistas que nosotros»". La identificación de eugenesia con progreso nacional estaba bastante extendida. Como todos los movimientos científicos, políticos y culturales, la eugenesia no era una corriente uniforme. De hecho, algunas ideas eugenésicas se mantienen en la actualidad en muchas partes del mundo, sea en programas de salud reproductiva, sea en elucubraciones transhumanistas. Sin embargo, hay dos aspectos centrales de las primeras olas eugenésicas que sí parecen haber desaparecido: la asociación casi determinista entre herencia genética y desarrollo moral, y la eugenesia forzada, con la excusa del interés nacional, por parte de los poderes públicos. Lo que sugiero abordar en esta sección es cómo los debates en torno a la eugenesia forzada en los Estados Unidos contribuyeron a definir el papel de las instituciones religiosas, en este caso el de la Iglesia Católica, como agente político-científico reconocido. En su libro An Image of God. The Catholic Struggle with Eugenics, Sharon M. Leon hace un recorrido por las campañas en favor y en contra de las leyes eugenésicas en los Estados Unidos. Ciertamente, había biólogos, sociólogos y políticos que dudaban de algunos aspectos del movimiento eugenésico o que se oponían totalmente a él. Sin embargo, los católicos americanos, tanto clérigos como laicos, que hasta entonces apenas habían tenido papeles relevantes en la esfera pública del país, consiguieron configurar la única oposición cohesionada a la eugenesia forzada basada en argumentos científicos, políticos y morales. Con ello, no solo se puso en entredicho primero, y se obstaculizaron después, las leyes eugenésicas, sino que, con este campo de pruebas, la Iglesia Católica se convirtió, desde entonces, en un agente político de la vida pública americana. El poder de atracción de la eugenesia se basaba en una idea prácticamente indiscutida: la de forjar un país económica, física y moralmente superior. Con este argumento, Charles Benedict Davenport (18661944), el promotor por excelencia de la eugenesia en Estados Unidos, consiguió fondos de la Carnegie Institution para dirigir un centro de investigación experimental desde el cual creó la Oficina de Registro de Eugenesia. Qué significara «mejor» no parece haber sido la cuestión principal en las disputas iniciales, sino el papel que la herencia biológica tenía en la perpetuación de la miseria, la pobreza o la inmoralidad. Así, mientras Davenport sostenía que la biología era prácticamente determinista en la transmisión de caracteres morales e intelectuales, otros biólogos como Thomas Hunt Morgan (1866-1945), defendían la influencia 35 DEJARNETTE, en KEVLES (1985), p. 116.

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del entorno en el desarrollo de dichos elementos, y pedían precaución y más estudios antes de desarrollar políticas basadas en la eugenesia. El mundo católico también simpatizaba con la idea de un país mejor. De hecho, la mayoría de la población católica eran recién llegados procedentes de la pobreza de Irlanda, Italia y Polonia y en busca de oportunidades. La primera desconfianza se basaba en el subtexto racista de la ideología eugenésica y que, siguiendo algunos patrones importados del calvinismo y del puritanismo, identificaba a los católicos, entre otros, como una especie menos inteligente, más proclive a la inmoralidad y con una tasa de reproducción estadísticamente superior. Sin embargo, algunos elementos eugenésicos sí resonaban con algunos valores católicos, especialmente los relacionados con la estabilidad y educación de la familia y con la promoción de la natalidad. Así, las apelaciones que el movimiento eugenésico hacía en pro de «familias sanas», de la promoción del matrimonio estable, y de las familias numerosas eran, en principio, bien vistos por parte del clero católico americano. Agarrándose a este punto de unión, en 1923 la Sociedad Americana de Eugenesia invitó a algunos sacerdotes católicos a participar en el «Comité para la Cooperación con el Clero» y que incluía a muchos pastores protestantes y algunos rabinos. En un país cuya estructura social se basaba en gran medida en grupos religiosos, el apoyo de sus líderes para cualquier iniciativa legislativa, política o cultural era de vital importancia. De ahí que la incorporación de los reverendos católicos John Augustine Ryan (1869-1945) y John Montgomery Cooper (1881-1949) al comité fuera, al principio, un éxito de imagen para la Sociedad de Eugenesia, aunque pronto se vio que sus contribuciones eran fundamentalmente críticas con el fondo de la cuestión y frontalmente opuestas a muchas de las propuestas de la Sociedad. Pero, ¿quiénes eran esos dos sacerdotes y cuál fue su misión en el Comité para la Cooperación con el Clero? Ryan fue un sacerdote de Minnesota que se dedicó a cuestiones de teología moral en los tiempos en los que la Iglesia Católica empezó a girar hacia la llamada «cuestión social». Sus críticas al capitalismo más extremo y su trabajo con inmigrantes y con la pobreza posteriores a la Gran Guerra y durante la Gran Depresión, le convirtieron en una voz autorizada durante el «new deal» americano. Cooper, con un perfil más académico, fue sacerdote, sociólogo y antropólogo, estudioso de los pueblos nativos de las Américas y defensor de sus derechos como ciudadanos plenos. Ambos intervinieron de forma crítica en el Comité, aunque también con la esperanza de obtener algunas reformas en la línea de la promoción de la maternidad y de la familia. De hecho, el movimiento eugenésico coincidió en el tiempo con la primera ola feminista que desafia-

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ba los roles de la mujer en la sociedad, en especial el de la maternidad, y tanto católicos como eugenésicos se oponían a algunas de las pretensiones feministas. La situación de los católicos en Estados Unidos era compleja, pues se sabían negados a un territorio donde estarían en minoría y donde se les veía con sospecha. De ahí que la jerarquía local tuvo que mantener un constante tira y afloja para que sus correligionarios no perdieran su identidad católica a la vez que se identificaban plenamente con su nueva patria. Esto explica que, en sus reflexiones sobre la eugenesia, evitaran que se les pudiera interpretar como anti-patriotas (si se oponían a la mejora del país), o como agentes para la destrucción de la separación entre iglesia y Estado (si apelaban a motivos religiosos para defender o oponerse a determinadas legislaciones). Así, las críticas de Ryan solían basarse, como las de Morgan y otros opositores de la eugenesia, en la biología, en apelaciones a la incertidumbre de la ciencia o a los «prejuicios pseudo-científicos» de Davenport; y las de Cooper se centraban en cuestiones antropológicas como su referencia al «elemento pro-nórdico» del movimiento eugenésico36. Además, aunque las cuestiones morales y religiosas estaban en la base de sus planteamientos, ambos animaron a la jerarquía y a las asociaciones de laicos católicos a perseguir sus objetivos según la tradición política americana; es decir, con el énfasis en la libertad, en las limitaciones al papel del Estado en la vida de las personas, y en actuaciones lobbistas con los representantes de las cámaras; y nunca con apelaciones a la autoridad de una iglesia que no debía interferir en cuestiones políticas. Ryan y Morgan cimentaron las respuestas católicas a la eugenesia en Estados Unidos de manera que, cuando en 1930 el papa Pío XI finalmente se pronunció sobre la cuestión en su encíclica Casti Connubii, la jerarquía católica americana tenía material y experiencia suficientes sobre el tema como para transmitir las indicaciones de Roma con un lenguaje autóctono. A la vez, la publicación de la encíclica supuso el revulsivo final para que Ryan y Morgan finalmente abandonaran el Comité el Clero, donde su presencia se había vuelto cada vez más incómoda para todos. De hecho, su renuncia abrió la caja de los truenos y se abrió la veda para acusaciones de irracionalidad y anti-ciencia hacia los católicos, acusaciones que hasta entonces se habían mantenido bajo mínimos por parte de los miembros del Comité. Así, por ejemplo, Leon Whitney (1894-1973), secretario general de la Sociedad Americana de Eugenesia, escribió a Ryan en los siguientes términos: 36

LEON

(2013), p. 52.

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«Entiendo perfectamente que no quiera ser parte de nuestro Comité cuando algunas de sus propuestas son contrarias a sus creencias. Por lo mismo, yo jamás sería miembro de la Iglesia de Roma, ya que su iglesia se fundamenta en la autoridad, y la eugenesia en los hechos científicos. Y esa es la gran diferencia. Su iglesia cita autoridades que apuntalan las creencias que previamente sostiene, mientras que la eugenesia busca la verdad»".

Y añadía que la Iglesia Católica estaba «reproduciéndose de la peor manera posible —exigiendo el celibato de los mejores y animando a su gente a tener familias numerosas»; pero que como «solo los menos inteligentes hacen caso a estas directrices, cada generación de católicos es genéticamente peor que la anterior»". En cuanto a las batallas legales, la sentencia del caso Buck vs. Bell fue el detonante para que grupos católicos, mezcla de laicos y clérigos, que hasta entonces estaban dispersos y cuya voz era poco efectiva, se organizaran para hacer presión política en contra de las leyes eugenésicas. Su primer éxito fue parar la legislación al respecto que se estaba impulsando en el estado de Ohio. También hubo grandes fracasos como las leyes contra la pobreza en el territorio asociado de Puerto Rico, de mayoría católica, aprobadas en 1937. Pero su éxito más permanente fue el de que las campañas contra la eugenesia se convirtieron en el altavoz para transmitir otros elementos católicos en la esfera pública, especialmente las relacionadas con la familia, el matrimonio y la educación. Así, y volviendo al argumento de este capítulo, mientras los defensores de la eugenesia pretendían construir un país superior en nombre de una ciencia, el mundo católico aprovechó su oposición a dichas leyes para convertirse en actores de pleno derecho en un país donde, hasta entonces, su papel había sido irrelevante. *

*

*

En su introducción al volumen colectivo National Identity. The Role of Science and Technology, las historiadoras de la ciencia Carol E. Harrison y Ann Johnson argumentan que los movimientos nacionales del siglo xix fueron transformando la exaltación de la diosa razón, propia de la Ilustración del siglo anterior, en una veneración hacia «la ciencia». «La habilidad científica se convirtió en un marcador del carácter nacional» hasta el punto que ambas identidades, la científica y la nacional, fueron evolucionando en paralelo". Por ello, qué fuera «lo científico» dependía del contexto nacional del que se tratara: «"Ciencia" actuaba LEON

(2013), p. 62.

" Mem. 39

HARRISON

y JoHNsoN (2009), p. 3.

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como un término vacío, lo que permitía al Estado aplicar la etiqueta a muchos tipos de proyectos. Debido a la elasticidad de "ciencia" en sus múltiples interacciones con las formas modernas de gobierno, es importante prestar atención al contenido y significado que se atribuye a "la ciencia"» en cada contexto local". En este capítulo hemos visto cómo esta diversidad de usos de la noción de «ciencia» en la construcción de las identidades nacionales modernas interacciona, de manera también diversa, con las instituciones religiosas y las ideas de lo religioso en cada lugar. Así, mientras el caso italiano y argentino nos han servido como ejemplos del uso de «la religión», encarnada en la Iglesia Católica, como enemiga del Estado moderno, los casos griegos y catalán nos han mostrado lo contrario. Con la eugenesia americana hemos asistido al proceso de negociación permanente de las instituciones religiosas como actores políticos dentro de las nuevas naciones. Lo que he querido subrayar con todos ellos es que lo que estaba emergiendo no eran tanto las relaciones entre nación, religión y ciencia, sino la configuración de las tres identidades. Frente al idealismo de Hegel, las naciones no pre-existían, al menos no de un modo puro y necesario; pero tampoco «la ciencia» o «la religión» tenían sus contornos conceptuales, institucionales, morales o utilitarios bien definidos. Su desarrollo iba a ser un proceso histórico contingente donde, como veremos en el capítulo siguiente, las luchas por la legitimidad iban a tener un papel central.

" HARRISON y JOHNSON (2009), p. 4.

CAPÍTULO 6

CUOTAS DE PODER

Enero de 1877. París y Lovaina. Se publica el primer número de la Revue des Questions Scientifiques, revista de alta divulgación científica que todavía hoy, tras casi un siglo y medio de existencia, sigue apareciendo periódicamente. Para los positivistas Emile Littré (1801-1881) y Grégoire Wyrouboff (1843-1913) la nueva revista no podía ni debía hablar en nombre de la ciencia. De hecho, estaban convencidos de que solo podía ser un caballo de Troya contra la ciencia: «si estas gentes hablan de ciencia», escribieron en la revista La Philosophie Positive, «seguro que es para organizar una auténtica cruzada contra ella». La sospecha se basaba en que la revista estaba editada por al Sociedad Científica de Bruselas, una organización católica que pretendía colaborar en las reformas educativas que se estaban extendiendo por toda Europa y que aspiraban a aumentar el contenido científico en los planes de estudio. Y para Littré y Wurouboff esa era tarea de los positivistasl. Primavera de 1897. Madrid. El senador y catedrático de Farmacia José Rodríguez Carracido (1856-1928) pronuncia una conferencia en defensa de la educación científica como manera de modernizar el país. «Es indispensable, para que la función científica se revele con caracteres de persistencia», decía, «infundir en todas las clases sociales el concepto del grandísimo valor en que ha de ser estimada, elevando el nivel de la cultura general». Pero en un país en el que la fama la tenían los políticos y otros maestros de la retórica, era difícil promover las ciencias, pues «el hombre solo consagrado al cultivo del saber [... ] ve la indiferencia en todas partes» y «el ambiente que respira es siempre glacial». De ahí que Carracido pidiera, al menos, el respeto de que nadie utilizara como propios los triunfos de la ciencia: «Cada uno, antes de decir nuestro ilustre geómetra, nuestro gran naturalista ó nuestro célebre astrónomo, haga 1

NYE (1976). [157]

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examen de conciencia, y solo aquellos que en la medida de sus recursos contribuyeron á rodear de buenas condiciones la cultura científica, podrán mostrarse orgullosos de los resultados»2. El discurso de Carracido se publicó en Madrid Científico, una revista de divulgación científica producida en España por ingenieros y para ingenieros. El mismo ario apareció un pequeño manifiesto con el lema «¡más industriales y menos doctores!»3. El autor defendía la necesidad de mejorar la formación de los ingenieros en escuelas técnicas y superiores, con una sólida formación en ciencias aplicadas, y dejar de fomentar los títulos académicos tradicionales en disciplinas teóricas. Independientemente de que los doctorados fueran en áreas humanistas o científicas, muchos ingenieros defendían la superioridad de la tecnología en la regeneración del país. Así, abogaban por una enseñanza de las ciencias prácticas en las escuelas de ingeniería frente a la tendencia de que fueran científicos académicos, alejados de la práctica real, los que enseñaran la física, la química o incluso las matemáticas. Ese lema se convirtió en un tropo popular que fue fuertemente criticado por, entre otros, Santiago Ramón y Cajal (1852-1934) en su Reglas y Consejos sobre Investigación Científica de 18994. Estos ejemplos nos introducen en la cuestión de la legitimidad y de la apropiación de la ciencia por parte de ideologías, de grupos o de intereses concretos. En este capítulo conoceremos algunas de las polémicas que surgieron a la hora de incorporar la investigación y la educación científica en las universidades y las escuelas. La educación liberal, de corte humanista, tuvo que ceder espacio y compartirlo con las nuevas ciencias de la naturaleza y sus métodos. El laboratorio empezó a competir con la capilla, la clase de latín con la de geología, y la planificación estatal con la tradición educativa de instituciones religiosas. Y con esta negociación de espacios e identidades surgieron rivalidades que abonaron algunos relatos, casi folclóricos, que se insertaron en el imaginario colectivo de algunas narrativas acerca de la educación. 1.

LA CIENCIA COMO PROFESIÓN DE PRESTIGIO

16 de junio de 1874. Cambridge. En los terrenos del antiguo jardín botánico se han reunido los grandes prohombres de la multisecular universidad para la inauguración de un gran laboratorio de física. El LaboCARRACIDO (1897), p. 789.

Madrid Científico (1897), p. 873. 4

RAMÓN Y CAJAL (1897).

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ratono Cavendish se convertirá en uno de los centros de la física experimental más influyentes en la historia de la ciencia. Allí se descubrirán, por ejemplo, el electrón, el núcleo atómico, la existencia de los isótopos, el protón, el neutrón y los positrones, revolucionando así la comprensión de la materia. Fue también en el Cavendish donde, en 1953, Watson y Crick desentrañarían la estructura helicoidal del ADN. Todo un éxito para la Universidad de Cambridge. Sin embargo, durante su inauguración, no parece que todos los presentes estén contentos con la construcción de un lugar de investigación empírica en terrenos de la universidad. La propia arquitectura del edificio nos habla de las tensiones que hubo que resolver para que el Senado de Cambridge finalmente aprobara su construcción: el Cavendish más parece una iglesia neogótica, similar a las capillas de los college, que un centro de investigación experimental. Consciente del reto que había supuesto para muchos de los presentes la creación del Cavendish, su primer director, el físico James C. Maxwell (1831-1979) leyó un discurso en el que, más que apuntar a los posibles éxitos del futuro, intentaba responder a las suspicacias que algunos abrigaban. ¿De dónde venía ese rechazo? Muchos de los catedráticos y fellows de la vieja universidad creían que el mundo académico debía seguir siendo el lugar donde la juventud se educara en los valores permanentes de Inglaterra tal como los entendía la sociedad victoriana. Esto era incompatible con sembrar dudas, con transmitir incertidumbre; y ambas, la duda y la incertidumbre, son necesarias para la generación de nuevo conocimiento. Además, tampoco veían con buenos ojos que la formación de los gentlemen del futuro incluyera trabajo práctico, manual, utilitarista. Un laboratorio como el Cavendish quizás debiera tener su lugar junto a las fábricas de Manchester y Liverpool, pero no en la paz de las riberas del río Cam. Maxwell, pues, enfatizó en su discurso inaugural los valores de constancia, precisión y obediencia que la formación en el laboratorio daría a sus alumnos; y el diseño externo del edificio se aseguró que la torre necesaria para las altas columnas de mercurio de las bombas de vacío se asemejara a un campanario y no recordara a las fábricas del Norte industria15. Las tensiones alrededor de la construcción del laboratorio Cavendish se enmarcan en la transformación de las ciencias empíricas como conocimiento legítimo en el mundo académico y como profesión relevante para la sociedad. La Inglaterra del siglo XIX, que nadie calificaría como tecnológica e industrialmente atrasada, tuvo que negociar constantemente el lugar del nuevo conocimiento y el estatus de los nuevos SCHAFFER (1992); Kim (2002).

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profesionales. La revolución industrial se había producido en el Norte del país, lejos de los núcleos del poder tradicional, y estaba dando lugar a una nueva burguesía que, a pesar de su creciente riqueza, no formaba parte de las élites aristocráticas inglesas. Esa revolución también había generado un nuevo tipo de persona, aquellos para los que, como ya hemos visto en capítulos anteriores, incluso hubo que buscar una palabra que los describiera: los «científicos». Algunos historiadores de la ciencia como Frank M. Turner o Ruth Barton han analizado el proceso de aparición y consolidación de esa nueva profesión en la época victoriana6. En una sociedad tan clasista como la inglesa, algunos hombres de ciencia que no provenían de la nobleza tuvieron que organizarse y emprender campañas de concienciación para construir un espacio de legitimación (y de remuneración adecuada, se entiende) de su actividad. La ciencia, sostenían estos hombres, no podía reducirse a la actividad amateur de aristócratas y naturalistas con buena voluntad, o al trabajo de técnicos en la sombra de las grandes fábricas. Así fue surgiendo un grupo de activistas de las ciencias experimentales, conocido como el X-Club, que se empeñaron en el reconocimiento de la ciencia como actividad de prestigio, bien pagada y validada en el mundo académico, especialmente en las Universidades de Oxford y Cambridge. A muchos de los miembros del X-Club ya los conocemos. Ahí estaban John Tyndall y Thomas H. Hwdey acompañados por un grupo heterogéneo de jóvenes ambiciosos y preparados como el botánico Joseph Dalton Hooker (1817-1911), el químico Edward Frankland (18251899), el matemático William Spottiswoode (1825-1833) o el padre del darwinismo social, el naturalista y antropólogo Herbert Spencer (18201903). Muchos de ellos acabaron siendo presidentes de la Royal Society, y de ahí también surgieron muchas iniciativas editoriales, la más importante de las cuales fue la revista Nature, creada en 1869 por el físico y astrónomo Norman Lockyer (1836-1920). Uno de los elementos definitorios del X-Club era su ideología positivista y naturalista según la cual la ciencia moderna debía ser ajena a toda consideración metafísica y teológica. Este trabajo de purificación de la ciencia respecto a la teología no era, para ellos, una cuestión meramente intelectual. Si de proporcionar mayor prestigio cultural y social a las ciencias se trataba, esto solo podía darse en detrimento del prestigio de otras instituciones tradicionales, entre las que la teología y las instituciones clericales de la Iglesia de Inglaterra ocupaban un lugar preeminente. No olvidemos que las Universidades de Cambridge y Oxford seguían siendo TURNER (1974, 1978); BARTON (1990, 1998, 2003).

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profunda y estatuariamente anglicanas y que, por ejemplo, para acceder a una cátedra o simplemente una fellowship en ambas instituciones, uno de los requerimientos básicos hasta 1854 era la confesión de los 39 artículos de religión de la Iglesia Anglicana. De ahí que una parte de las campañas del X-Club en las universidades consistía en deslegitimar la tradición humanística y teológica de dichas instituciones. Cierto es que, con la progresiva especialización y complejidad de las ciencias experimentales, los clérigos y humanistas que hasta entonces habían manifestado un gran interés por el naturalismo y las prácticas empíricas como hobby, difícilmente podían seguir el paso de una profesión cada vez más esotérica. En la mayoría de los casos, el «clérigo-naturalista-hombre de ciencia» no podía, salvo excepciones, convertirse en «científico» profesional sin desatender sus otras ocupaciones. Así, si de profesionalizar la ciencia se trataba, la posible financiación para las ciencias debía restringirse a aquellos que se dedicaran a la práctica científica a tiempo completo y no simplemente como una actividad parcial. Hwdey lo expresaba claramente en los siguientes términos en 1859: «si conseguimos establecer una fundación para la ciencia [. . .] debería incluir un fondo científico y no meramente naturalista [...] ya que la palabra "naturalista" incluye, por desgracia, un grupo de gente inferior al de los químicos, los físicos o los matemáticos»7. Esta distinción entre el naturalista y el científico no afectaba solo a los clérigos sino a todos aquellos que se dedicaban a las ciencias de forma amateur. No pasa desapercibido el adjetivo «inferior» referido a los no-científicos. En el caso de los pastores, sin embargo, algunos miembros del X-Club les acusaban de una cierta esquizofrenia por mantener lealtades duales: al naturalismo y al teísmo. Desde la filosofía positiva y anti-metafísica que profesaban, la profesión del científico solo podía ser ejercida por hombres ajenos o contrarios a cualquier forma de teísmo. Un caso muy conocido es la reacción que Hwdey tuvo ante la obra científica, de corte darwinista, del biólogo católico inglés St. George Jackson Mivart (1827-1900) en la que este abogaba por la compatibilidad entre la evolución y la tradición patrística de la fe cristiana. Ante tal intento, Hwdey escribió que, como cuestión de principio, «nadie puede ser, a la vez, un verdadero hijo de la Iglesia y un fiel soldado de la ciencia». Con esto, Huxley dejaba claro, tal como Mivart le contestó, que la idea del científico que los miembros del X-Club tenían no se limitaba a ideas o teorías científicas sino a cuestiones más amplias que hacían referencia a cómo querían configurar la identidad de la «comunidad científica»s. 7 HUXLEY a HOOKER, 1859, en TURNER (1978), p. 365. HUXLEY, en TURNER (1978), p. 370.

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La tradición de teología natural que hemos visto en el capítulo 2 y que era tan típica de la Inglaterra del siglo XIX, era otro de los caballos de batalla que los miembros del X-Club querían derribar. Se trataba de deslegitimar a los científicos que, como el propio Maxwell, Whewell o tantos otros de su generación, mantenían una cosmovisión teísta y divulgaban su ciencia en clave teológica o, cuanto menos, en una retórica compatible con el cristianismo cultural inglés. La ironía, tal como muestra el historiador Mathew Stanley en su Huxley's Church and Maxwell's Demon, es que tanto los científicos naturalistas como los teístas estaban haciendo el mismo tipo de ciencia, publicando en las mismas revistas, utilizando las mismas técnicas, y llegando a las mismas conclusiones. Era solo en su visión y divulgación de lo que la ciencia era o debía ser, de quién estaba legitimado para representarla y quién no, donde la «iglesia» de Hwdey, por parafrasear a Stanley, se mostraba más excluyente a la hora de aceptar nuevos miembros. Solo aquellos que compartían su idea sobre la ciencia debían poder ser admitidos en el grupo de los científicos'. Más allá del mundo académico, las campañas que emprendieron los miembros del X-Club para consolidar al científico como profesional de prestigio se centraron también en la educación primaria y secundaria. El objetivo era incorporar o aumentar los contenidos en las modernas ciencias de la naturaleza en las escuelas, y formar personas con una mentalidad científica. Así, argumentaban, también se incrementarían sus posibilidades laborales, lo cual favorecería el prestigio de las ciencias. A más formación científica, más empleo; y a más empleabilidad, más prestigio. Este planteamiento enfrentó a los reformadores con el establishment de la Iglesia de Inglaterra, la cual, hasta 1870, había tenido la exclusiva responsabilidad de la educación de la nación, y para la cual la formación primaria y secundaria se apoyaba en lo que hoy llamaríamos las humanidades. Tradicionalmente, el lugar para la formación técnica, práctica, eran los talleres de aprendices y no las instituciones formales. Así, pues, tal como hemos visto que sucedió en Cambridge con la creación del laboratorio Cavendish, una parte de la tradición inglesa se rebelaba contra la unión institucional de lo práctico y lo teórico, de lo útil y lo intelectual. Y en esa lucha, los reformadores del X-Club y sus seguidores pudieron personalizar sus críticas hacia las estructuras eclesiásticas e identificar la «religión organizada» como uno de los enemigos al progreso de las ciencias.

STANLEY (2014).

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2.

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LA INSTITUCIÓN LIBRE DE ENSEÑANZA

Primavera de 1885. Barcelona y Madrid. Las revistas satíricas y profundamente anticlericales La Campana de Grácia y El Motín publican la misma caricatura. En ella se ve a «la enseñanza», representada por una mujer joven, ante las dos posibilidades que se presentan de cara al futuro. En la izquierda, la pobre mujer, vestida de negro y con la boca tapada con un bozal en el que se lee la palabra «syllabus», está atrapada por una serpiente con el sombrero de teja, típico de los sacerdotes de la época. A sus pies, libros de teología y de apologética cristiana yacen junto a un asno y un cuervo, símbolos de la estupidez y la mansedumbre. Y, por si fuera poco, un cuervo, tocado con la gorra roja de los carlistas, se cierne sobre la enseñanza. A la derecha, la misma mujer, cual diosa Atenea sentada en su trono, anuncia con trompeta la enseñanza libre y universal ante un pueblo de razas, sexos y religiones plurales que, en devota adoración, recoge los libros que fluyen de tan graciosa majestad. Y en lo alto, el «fiat lux» del Génesis corona la escena con claros tintes religiosos. El maniqueísmo entre ambas escenas no podía ser mayor (Figura 6.1). En contexto de esta caricatura es un decreto del conservador Alejandro Pidal y Mon (1846-1913), a la sazón ministro de Educación del gobierno de España, que quería dar un estatus de cuasi oficialidad a las escuelas libres; es decir, a las escuelas no controladas directamente por el Estado. Este era el resquicio legal según el cual las muchas congregaciones religiosas, antiguas como los jesuitas y franciscanos, de nueva creación como los salesianos o los maristas, aspiraban a crear centros educativos de titularidad católica que fueran legalmente equivalentes a los colegios oficiales. Esta era la enésima polémica que se daba en España desde que, con las revoluciones liberales de principios del siglo XIX, el Estado se había atribuido la responsabilidad única de la educación, desde las escuelas elementales hasta la universidad. Desde entonces, y a pesar de los vaivenes políticos y cambios de régimen, el Estado había conservado la exclusiva potestad educativa. Cierto es que, con frecuencia, se atribuyera a la Iglesia Católica el papel de vigía de los contenidos educativos de un Estado que se afirmaba oficialmente católico, o un papel subsidiario que permitía a obispos y a algunas órdenes religiosas la creación de escuelas elementales en un país con altísimas tasas de analfabetismo y una secular carencia de profesores preparados o de instalaciones educativas básicas'".

PUELLES BENÍTEZ (2010).

Caricatura en la revista satírica El Motín el 31 de mayo de 1885

FIGURA 6.1

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o

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La guerra por la hegemonía de la educación fue un conflicto permanente en la mayoría de los países europeos de influencia francesa y alemana. El ideal republicano de convertir a los súbditos en ciudadanos pasaba, entre otras estructuras de Estado, por centralizar la educación y establecer un servicio militar obligatorio. Para ello, la existencia de instituciones educativas alternativas o al margen del Estado, fundamentalmente de carácter religioso, suponía una contrariedad en ese camino. Esto explica, entre otros muchos motivos, las desamortizaciones y las expulsiones de órdenes religiosas de muchos territorios nacionales a lo largo del siglo XIX. En España, como en tantos otros países europeos, la Iglesia Católica, fuera a través de las diócesis, fuera, sobre todo, por el impulso de las órdenes religiosas directamente dependientes de Roma, había sido el agente de la educación por antonomasia. Pero, contrariamente a lo que pasó en la III República francesa (1870-1949), donde el Estado consiguió culminar el proceso de apropiación de la educación, en España el papel de la Iglesia Católica, de sus órdenes religiosas y de su influencia institucional y cultural se mantuvo en cotas altas. Los historiadores de la ciencia y de la educación en España destacan el papel que tuvo la Institución Libre de Enseñanza como contrapunto modernizador del país. Fundada tras el fracaso de la Primera República, y al calor de la purga de catedráticos universitarios con la restauración borbónica de 1874, la ILE fue un intento de establecer un sistema privado, alternativo a la educación estatal, que desarrollara las tesis pedagógicas de la filosofía krausista y del positivismo. Como hemos visto en la introducción y en el capítulo 4, los promotores de la ILE utilizaron la retórica del conflicto para establecer una dicotomía entre modernidad y catolicismo, entre razón y dogmatismo. Francisco Giner de los Ríos, a quien ya hemos conocido, fue el impulsor principal de esta iniciativa. Tras haberse opuesto a las políticas universitarias que acababan con la libertad de cátedra, Giner de los Ríos también fue purgado con un exilio en Cádiz, y desde ahí gestó la constitución del movimiento institucionista. «Esta institución», escribiría, debía ser «completamente ajena a todo espíritu e interés de comunión religiosa, escuela filosófica o partido político proclamando únicamente el principio de la libertad e inviolabilidad de la ciencia y de la consiguiente independencia de su indagación y exposición respecto de cualquiera otra autoridad que no sea la de la conciencia»1'. No olvidemos, para no caer en anacronismos, que aquí «ciencia» significaba cualquier tipo de investigación académica y no meramente, ni siquiera principalmente, las ciencias de la naturaleza o las ciencias físico-matemáticas. 1' GINER DE LOS Ríos, 10 de marzo de 1876, en CACHO VIU (2010), p. 401.

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El eje fundamental estaba, por lo tanto, en la defensa de la libertad de cátedra. Y para ello, y ante el restablecimiento de un Estado confesional católico, la única vía posible parecía ser «sustraer a la esfera de la acción del Estado fines de la vida y órdenes de la actividad que piden una organización independiente». Y entre los argumentos que utilizaban los promotores de la ILE también los había de carácter histórico: «la historia contemporánea muestra la dificultad de armonizar la libertad, que reclaman la investigación científica y la función del profesor, con la tutela que ejerce el Estado, el cual tiende con frecuencia a utilizar para fines políticos [.. .] este poder transitorio que los tempos han puesto en sus manos, desconociendo así en su origen el valor absoluto de la ciencia»12. Es interesante ver cómo, apenas una década después de la creación de la ILE, y tal como refleja la caricatura de El Motín y La Campana de Grácia, los sectores más republicanos de la sociedad española daban la vuelta al argumento y se oponían a la oficialidad de la enseñanza privada porque esta podía favorecer a las órdenes religiosas. Una de las ideas que la incipiente ILE tenía en mente era la creación de una universidad semejante a la Universidad Libre de Bruselas que, desde 1834, funcionaba bajo las premisas librepensadoras y de la masonería, y como contrapunto a la influencia del catolicismo en Bélgica. El proyecto universitario nunca prosperó en España; pero donde sí consiguió desarrollar sus actividades, y donde más influyó la ILE en el último tercio del siglo xix y principios del xx, fue en la educación primaria y secundaria, tanto con la creación de escuelas como en su actividad para formar profesores. En su discurso inaugural del curso 1880-81, por ejemplo, Giner de los Ríos habló de la importancia de una reforma pedagógica en «la obra común de redimir a la patria y devolverla a su destino». Para ello se debían introducir nuevos temas y nuevas prácticas educativas: «entonces la cátedra es un taller; el maestro un guía en el trabajo; los discípulos, una familia; [...] y la enseñanza gana en fecundidad, en solidez, en atractivo, lo que pierde en pompa y gallardas libreas»". En el contexto europeo de disminuir el grado de analfabetismo y de fomentar la educación como generador de ciudadanía, Giner de los Ríos insistía en la importancia de formar a los maestros, necesitados de un sueldo digno (el dicho español de «pasas más hambre que un maestro de escuela» tiene un origen real en la España rural de esa época) pero también de una formación «capaz de despertar en sus almas un sentido profundo, enérgicamente varonil, moral, delicado, piadoso; un amor a todas las grandes cosas, a la religión, a la 12 Preámbulo del Boletín de la ILE (1877), p. 63, en CACHO VIU (2010), p. 403. GINER, discurso de 1880, en CACHO VIU (2010), p. 485.

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naturaleza, al bien, al arte; una vocación transparente de su fin, nutrida por una vocación arraigada; gustos nobles, dignidad de maneras, hábito del mundo, sencillez, sobriedad, tacto; y, en fin, ese espíritu educador que remueve, como la fe, los montes y que lleva en sus senos, quizá cual ningún otro, el porvenir del individuo y de la patria»".

Esta y otras muchas citas similares podrían hacer pensar que los miembros de la incipiente ILE eran los únicos que abogaban por la mejora y extensión de la educación frente a posturas inmovilistas. Y, ciertamente, sectores conservadores y ultramontanos veían con sospecha cualquier cambio del statu quo. Pero los intentos de reforma, acertados o no, con proyección de futuro o sin ella, también venían de la mano de los diversos gobiernos y de algunas instituciones católicas. Y es que, a partir de 1880, la proliferación de nuevas órdenes religiosas dedicadas a la enseñanza, muchas de ellas de origen francés o italiano y otras autóctonas, contribuyeron a la expansión de la educación primaria y a la implantación de nuevos métodos pedagógicos que incorporaban enseñanzas técnico-científicas". Por citar un ejemplo, en la primavera de 1886 el sacerdote italiano Juan Bosco (1815-1888), más conocido como Don Bosco, estuvo un mes entero en la ciudad de Barcelona apoyando, entre otras cosas, los Talleres Salesianos que se habían establecido en la entonces población limítrofe de Sarriá dos arios antes. Las escuelas salesianas habían tenido un papel fundamental en la educación de niños pobres en Turín, a la par que acabaron constituyéndose en un contrapoder a las pretensiones anti-clericales del nuevo Estado italiano. En Barcelona, donde la industrialización había transformado el tejido social con la consiguiente miseria, los salesianos se dedicaron a formar niños huérfanos no solo con la educación básica (leer, escribir, contar y el catecismo) sino también con el aprendizaje práctico de oficios. De ahí que la escuela recibiera el nombre de «taller», dando un giro práctico a una educación que pretendía aunar industrialización, modernidad, educación universal y catolicismo. Ciertamente, católicos integristas como el sacerdote Félix Sardá i Salvany (1844-1919), autor del influyente libro El Liberalismo es Pecado, utilizaron esta y otras muchas iniciativas educativas y sociales para promover una visión de compatibilidad entre catolicismo y modernidad. Otra reforma educativa digna de mención es la que emprendieron los seminarios menores y mayores, los primeros de los cuales formaban una auténtica red educativa esparcida por toda la geografía del país. Las 14 GINER, discurso de 1880, en CACHO VIU (2010), p. 485. '5 PUELLES BENÍTEZ (2010), esp. cap. 9.

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reformas intelectuales que el papa León XIII había promovido desde Roma no se limitaban solo al impulso de la filosofía tomista sino a una mayor imbricación con las ciencias modernas. De ahí que los obispos menos integristas acabaran por transformar los temarios de los seminarios con una mayor carga en las nuevas ciencias naturales, incluida la construcción de laboratorios16. También la Compañía de Jesús, apoyada en la experiencia científica que habían adquirido muchos jesuitas en el extranjero durante los arios de su expulsión (en 1820, 1835 y 1868), transformaron los planes de estudio de sus seminarios y escuelas. Entre miembros de la Compañía, igual que en tantos otros ambientes, esas reformas fueron el fruto de luchas internas, de ideologías en conflicto y de proyectos contrapuestos. Aunque ya de principios del siglo xx, la siguiente cita escrita por el jesuita y químico de renombre internacional, el padre Eduardo Vitoria (1864-1951), puede ser útil para captar las divergencias internas hacia la inclusión de más conocimientos de ciencias naturales en la formación de los candidatos al sacerdocio, y de qué ciencias eran las más relevantes: «Hoy [...] ha tomado todo un rumbo marcadamente científico: la misma Agricultura, antes rutinaria, se ha ennoblecido: en la marcha de sus cultivos y en la realización de sus múltiples industrias, ha entrado por el sendero científico, y nadie duda que una de las ciencias naturales que más la auxilian, es la Química. Pues bien, el Sacerdote que salga del Seminario con suficiente formación científica, en particular química, podrá ser un buen consejero para sus feligreses en su parroquia, [...1 podrá prevenirles contra los fraudes a que tan expuestos están los sencillos agricultores, ya que no faltan comerciantes de mala fe, que se aprovechan de la ignorancia del comprador. Y si el Cura o su Coadjutor llegaran a poder, por sí mismos, hacer el análisis de las tierras, y sobre todo de los abonos que las enriquecen ¡qué de utilidades no proporcionarían a sus parroquianos! ¡Qué autoridad no tendrían sobre ellos! ¡Qué cariño y gratitud no les ganarían! Y sobre base tan segura ¡qué campo tan feraz no se les abriría a su ministerio apostólico!»'7.

Está meridanamente claro que la retórica de utilidad proselitista que utiliza Vitoria es en gran medida solo el paraguas que utiliza para el impulso y la mejora de la educación en química en los centros dependientes de la Compañía. Se muestra así, una vez más, que las batallas por el control de la educación, por sus reformas, por la libertad de cátedra, por la incorporación de conocimientos prácticos y por el aumento de contenidos de las ciencias naturales modernas tuvieron muchos agentes, muchas aristas, muchos matices. Y aún así, el maniqueísmo carica16 CEBA y MARCH (2019). " VITORIA (1915), p. 157.

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turesco que veíamos al inicio de esta sección, usado con propósitos retóricos y propagandísticos, fácilmente se convirtió en lugar común para la legitimación de proyectos políticos y educativos. 3.

KULTURKAMPF

14 de septiembre de 1869. Berlín. La ciudad celebra por todo lo alto el centenario del nacimiento del naturalista, geógrafo y explorador alemán Alexander von Humboldt (1769-1859). A pocos meses de la guerra de Prusia contra Francia, utilizada como excusa para la definitiva unificación alemana, el gobierno de la ciudad de Berlín compromete 10.000 marcos para la construcción de un parque, el «Humboldt-Hain», como símbolo de la centralidad de las ciencias naturales en la cosmovisión de la nueva Alemania liderada por el primer ministro Otto von Bismarck (1815-1898). Aprovechando las celebraciones, el médico y biólogo Rudolf Virchow (1821-1902), conocido por su teoría celular de los organismos vivos y por ser uno de los fundadores del partido progresista prusiano, pone en marcha un proyecto para la creación de un museo científico. La campaña de cuestación hablaba del museo como un lugar para simbolizar «la unidad nacional» alrededor de una figura, Humboldt, «en cuyo espíritu se refleja el mundo sin restricciones ni manchas», gracias a la fusión de su formación humanista con su trabajo en ciencias naturales. Ningún alemán debería ignorar, seguía el manifiesto, que Humboldt está en la raíz de la visión del mundo que permea la educación nacional. Esa educación y el museo deberían servir como defensa «de la civilización moderna ante aquellos detractores cuya fuerza se basa solamente en la ignorancia y oscurantismo de las masas»18. Bismarck y Virchow fueron enemigos políticos. El primero, conservador y militarista; el segundo, progresista y social. Pero a ambos les unía un activismo anticlerical y la pasión por erradicar específicamente a la Iglesia Católica de la identidad nacional de la nueva y unificada Alemania. El primero fue el principal agente, y el segundo quien acuñó el término, de lo que se conoce como Kulturkampf, la guerra cultural. Habiendo conseguido la proclamación del Imperio alemán en Versalles el 18 de enero de 1871 con la jura de lealtad al emperador prusiano Wilhelm I por parte de los príncipes del Sur, especialmente de Ludwig II de Baviera, Bismark fue nombrado canciller. Desde esa posición, su objetivo principal fue el de unificar administrativa, militar y culturalmente el nuevo imperio. Y en esa misión, como sucedía en gran parte de la Europa con18 VIRCHOW, 1869, citado en WEIR (2014), p. 187.

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CIENCIA-RELIGIÓN Y SUS TRADICIONES INVENTADAS

tinental, la uniformización y control de la educación se antojaba como un elemento imprescindible. El Norte era mayoritariamente protestante y el Sur católico. De ahí que las iglesias cristianas, especialmente la católica, a la que Bismarck describía como extranjera y leal a un rey foráneo (el Papa), supusieran una piedra en el camino de dicho proyecto. La campaña de Bismarck empezó en julio de 1871 con la abolición de la sección católica en el ministerio de Cultura, ministerio que incluía las cuestiones de educación. En noviembre prohibió a los sacerdotes que expresaran opiniones políticas desde el púlpito. En marzo del ario siguiente promulgó un decreto para la supervisión estatal de las escuelas católicas. En junio se excluyó a todos los religiosos de puestos docentes en escuelas estatales y se disolvió la Compañía de Jesús. Y en mayo de 1873 el Estado prusiano se declaró competente para la supervisión de la formación de los clérigos y los nombramientos eclesiásticos. El incumplimiento de estas y otras leyes civiles por parte de sacerdotes y religiosos estaba penado con el exilio. Con todo esto, y tal como representa una famosa caricatura de la revista satírica Kladderadatsch de 187519, las relaciones entre el Berlín y Roma se convirtieron en una tensa partida de ajedrez, y los políticos católicos alemanes se unieron en el parlamento para no ser relegados a ciudadanos de segunda categoría (Figura 6.2). En 1873 Virchow acuñaba la palabra Kulturkampf en un discurso ante el parlamento en el que defendía la exclusión de las instituciones católicas de la vida pública con un argumento histórico similar al que hemos visto en muchos otros casos. Aunque la Iglesia había empezado su andadura como «el verdadero defensor del desarrollo integral de la humanidad», decía Virchow, su creciente dogmatismo pedía a gritos «la emancipación del Estado» y que los «laicos científicos» asumieran ese papel dirigente2°. La tradicional animadversión entre protestantes y católicos fue útil en este contexto: los estereotipos contra los católicos como traidores, dogmáticos y oscurantistas que permeaban el mundo protestante desde tiempos de Lutero sirvieron a Bismarck y a Virchow para promover sus políticas seculares aunque, según la historiografía más reciente, el objetivo final de la Kulturkampf no era el catolicismo sino toda religión organizada21. Como reacción a esta situación, sin embargo, los parlamentarios católicos doblaron su número de escaños en el parlamento en las elecciones de 1874, y muchos católicos tomaron una 19 https://es.wikipedia.org/wiki/Kulturkampf#/media/Archivo:Kladderadatsch_ 1875_-_Zwischen_Berlin_und_Rom.png 20 VIRCHOW, 17 de enero de 1873, en WEIR (2014), p. 184. 21 WEIR (2014).

CAP. 6: CUOTAS DE PODER

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FIGURA 6.2 Caricatura en la revista Kladderdatsch, en 1875, representado la guerra cultural entre Bismarck y el Vaticano

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Zer lebte ni IMIC mit allabilmil mimmenclint ; ata bit Tedie I brtilmlb nicht wrioten. Silt hin nonti in pollo! mirti (Mi loo legle ¡chi, oriol bann juiti Gic in inenigni Elponi uroli — — nimigitems fin- 2c l'Ud) aol.