Carreira Manuel - Ciencia Y Fe - Relaciones De Complementariedad 8493402354


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Presentación
Sobre el autor
CAPÍTULO 1. CIENCIA Y FE ¿RELACIONES DE COMPLEMENTARIEDAD?0F
I. LOS TÉRMINOS CIENCIA Y FE
1. LA CIENCIA
2. LA FE HUMANA: UN MODO VALIOSO DE CONOCER
a) Certeza
b) Contradice los sentidos
c) Acepto sin entender
3. LA FE COMO CONFIANZA
Prejuicios y condicionamientos
4. LA FE COMO DON DE DIOS
5. CONOCIMIENTO CIENTÍFICO: LO MEDIBLE
6. CONOCIMIENTO POR RACIOCINIO FILOSÓFICO
7. CONOCIMIENTO POR REVELACIÓN
8. ARMONÍA DE LA VERDAD
II. RELACIONES ENTRE CIENCIA Y TEOLOGÍA
1. ÁMBITOS PROPIOS Y METODOLOGÍAS, PROPIAS
2. COMPLEMENTARIEDAD
a) Concepto de creación en la física
b) ¿Finalidad del universo?
c) El principio antrópico1F
d) Unidad de persona e inmortalidad
e) Resurrección y física moderna2F
f) Dios permanece en el Misterio
III. PREGUNTAS
1. TEILHARD DE CHARDIN
2. IGLESIA Y CIENCIA
3. EL CASO GALILEO
CAPÍTULO 2. IMPLICACIONES TEOLÓGICAS DE LA FÍSICA MODERNA3F
I. EL SER HUMANO, BUSCADOR DE LA VERDAD
1. FUENTES DE CONOCIMIENTO
2. NIVELES DE CONOCIMIENTO
3. CRITERIOS DE CERTEZA
4. RELACIONES FÍSICA-TEOLOGÍA
II. IMPLICACIONES TEOLÓGICAS DE LA FÍSICA
1. ORIGEN DEL UNIVERSO
2. MACROFÍSICA Y MICROFÍSICA: PRINCIPIO ANTRÓPICO
a) Azar
b) Diseño
3. ACTIVIDAD DE LA MATERIA: REGULARIDAD Y AZAR
4. EVOLUCIÓN BIOLÓGICA HACIA EL SER HUMANO
a) El hecho de la evolución
b) Explicaciones propuestas
c) La naturaleza del hombre
5. FUTURO DEL UNIVERSO
6. MATERIA Y RESURRECCIÓN
III. ADMIRABLE ES EL SEÑOR EN TODAS SUS OBRAS
CAPÍTULO 3. FE CRISTIANA, LOS MILAGROS Y LA CIENCIA4F
I. CONCEPTO DE FE: DIVERSOS SIGNIFICADOS
II. SIGNIFICADO TEOLÓGICO DE MILAGRO
1. ¿QUÉ ES UN MILAGRO?
2. LOS MILAGROS DE CRISTO
III. CIENCIA Y MILAGROS
NOTA
APÉNDICE: EL VALOR HISTÓRICO DE LOS RELATOS EVANGÉLICOS
CAPÍTULO 4. EL PRINCIPIO ANTRÓPICO5F
CAPÍTULO 5. LA TEOLOGÍA DE LA CREACIÓN6F
CAPÍTULO 6. MATERIA Y RESURRECCIÓN
1. ¿QUÉ ES EL SER HUMANO?
2. MUERTE Y RESURRECCIÓN
a) Resurrección de Cristo
b) ¿Qué es la materia?
3. RESURRECCIÓN Y VIDA ETERNA
4. ETERNIDAD Y UNIVERSO MATERIAL
CAPÍTULO 7. DIOS, CREADOR Y PADRE
1. CONTINGENCIA Y CREACIÓN
2. CREACIÓN DE ÁNGELES
3. CREACIÓN DE LA MATERIA
4. CREACIÓN DEL HOMBRE
5. DIOS HECHO HOMBRE
6. EN LA CASA DEL PADRE
7. TIEMPO Y ATEMPORALIDAD
8. LA VIDA ETERNA
NOTA: «PADRE» EN EL CONTEXTO TRINITARIO Y DE LA ENCARNACIÓN
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CIENCIA Y FE: ¿RELACIONES DE COMPLEMENTARIEDAD? Algunas cuestiones cosmológicas

MANUEL MARÍA CARREIRA VEREZ S.J. PROFESOR DE FILOSOFÍA DE LA CIENCIA EN LA UNIVERSIDAD PONTIFICIA COMILLAS (MADRID) Y EN EL DEPARTAMENTO DE FÍSICA DE LA UNIVERSIDAD JOHN CARROLL (CLEVELAND, ESTADOS UNIDOS).

La colección VERITAS surge como un proyecto de colaboración entre diversas Universidades de inspiración cristiana. Su objetivo es trasladar a la sociedad el dinamismo generado en la vida universitaria en torno a diversos ámbitos de la relación fe-razón: literatura, ciencia, historia, arte, economía... De este modo se lleva a cabo una de las exigencias de la fe: hacerse cultura.

Colección VERITAS Director de colección: Pablo Cervera Directora editorial: Lidia González

©

Manuel Carreira, S.J.

©

VOZDEPAPEL Raimundo Lulio, 20, 1° Dcha. 28010 Madrid (España) Telf.: 34-91 594 09 22- Fax: 34-91 594 36 44 [email protected] www.libroslibres.info

Diseño de cubierta: © Trasbordo, c.b. Planetary Nebula Mz3: The Ant Nebula (reproducido con permiso de la NASA) Primera edición: octubre de 2004 Depósito Legal: SE-5980-2004 en España ISBN: 84-934023-5-4 Impresión: Publidisa Impreso en España - Printed in Spain

Este libro no podrá ser reproducido, ni parcial ni totalmente, sin el previo permiso por escrito de los titulares del «copyright». Todos los derechos reservados.

Quid habes quod non accepisti? ¿Qué tienes que no hayas recibido? Este libro se ha terminado de actualizar a formato electrónico el 6 de Agosto de 2020, Fiesta de la Transfiguración del Señor. Gratis se recibió y gratis se da. Se ruega una oración por las almas del purgatorio.

CIENCIA Y FE ¿RELACIONES DE COMPLEMENTARIEDAD? Presentación.................................................................................................................................. 6 Sobre el autor ................................................................................................................................ 7 CAPÍTULO 1. CIENCIA Y FE ¿RELACIONES DE COMPLEMENTARIEDAD?........................................ 9 I. LOS TÉRMINOS CIENCIA Y FE .................................................................................................. 9 1. LA CIENCIA ......................................................................................................................... 9 2. LA FE HUMANA: UN MODO VALIOSO DE CONOCER ....................................................... 10 3. LA FE COMO CONFIANZA ................................................................................................ 11 4. LA FE COMO DON DE DIOS .............................................................................................. 12 5. CONOCIMIENTO CIENTÍFICO: LO MEDIBLE ..................................................................... 13 6. CONOCIMIENTO POR RACIOCINIO FILOSÓFICO .............................................................. 13 7. CONOCIMIENTO POR REVELACIÓN ................................................................................. 14 8. ARMONÍA DE LA VERDAD ................................................................................................ 14 II. RELACIONES ENTRE CIENCIA Y TEOLOGÍA ........................................................................... 16 1.

ÁMBITOS PROPIOS Y METODOLOGÍAS, PROPIAS ....................................................... 16

2. COMPLEMENTARIEDAD .................................................................................................. 17 III. PREGUNTAS ........................................................................................................................ 22 1.

TEILHARD DE CHARDIN ............................................................................................... 22

2.

IGLESIA Y CIENCIA ........................................................................................................ 22

3. EL CASO GALILEO ............................................................................................................. 23 CAPÍTULO 2. IMPLICACIONES TEOLÓGICAS DE LA FÍSICA MODERNA ......................................... 24 I. EL SER HUMANO, BUSCADOR DE LA VERDAD ...................................................................... 24 1. FUENTES DE CONOCIMIENTO ......................................................................................... 24 2. NIVELES DE CONOCIMIENTO ........................................................................................... 25 3. CRITERIOS DE CERTEZA ................................................................................................... 26 4. RELACIONES FÍSICA-TEOLOGÍA ........................................................................................ 27 II. IMPLICACIONES TEOLÓGICAS DE LA FÍSICA ........................................................................ 28 1. ORIGEN DEL UNIVERSO ................................................................................................... 28 2. MACROFÍSICA Y MICROFÍSICA: PRINCIPIO ANTRÓPICO .................................................. 30 3. ACTIVIDAD DE LA MATERIA: REGULARIDAD Y AZAR ....................................................... 33 4. EVOLUCIÓN BIOLÓGICA HACIA EL SER HUMANO ........................................................... 34

5. FUTURO DEL UNIVERSO .................................................................................................. 38 6. MATERIA Y RESURRECCIÓN ............................................................................................. 40 III. ADMIRABLE ES EL SEÑOR EN TODAS SUS OBRAS............................................................... 46 CAPÍTULO 3. FE CRISTIANA, LOS MILAGROS Y LA CIENCIA ......................................................... 47 I. CONCEPTO DE FE: DIVERSOS SIGNIFICADOS ........................................................................ 47 II. SIGNIFICADO TEOLÓGICO DE MILAGRO.............................................................................. 50 1. ¿QUÉ ES UN MILAGRO?................................................................................................... 51 2. LOS MILAGROS DE CRISTO .............................................................................................. 53 III. CIENCIA Y MILAGROS ......................................................................................................... 56 NOTA ................................................................................................................................... 58 APÉNDICE: EL VALOR HISTÓRICO DE LOS RELATOS EVANGÉLICOS..................................... 59 CAPÍTULO 4. EL PRINCIPIO ANTRÓPICO ...................................................................................... 60 CAPÍTULO 5. LA TEOLOGÍA DE LA CREACIÓN .............................................................................. 69 CAPÍTULO 6. MATERIA Y RESURRECCIÓN.................................................................................... 73 1. ¿QUÉ ES EL SER HUMANO? ............................................................................................. 74 2. MUERTE Y RESURRECCIÓN .............................................................................................. 76 3. RESURRECCIÓN Y VIDA ETERNA ...................................................................................... 79 4. ETERNIDAD Y UNIVERSO MATERIAL ................................................................................ 82 CAPÍTULO 7. DIOS, CREADOR Y PADRE ....................................................................................... 83 1. CONTINGENCIA Y CREACIÓN ........................................................................................... 84 2. CREACIÓN DE ÁNGELES ................................................................................................... 85 3. CREACIÓN DE LA MATERIA .............................................................................................. 86 4. CREACIÓN DEL HOMBRE ................................................................................................. 87 5. DIOS HECHO HOMBRE..................................................................................................... 88 6. EN LA CASA DEL PADRE ................................................................................................... 89 7. TIEMPO Y ATEMPORALIDAD ........................................................................................... 90 8. LA VIDA ETERNA .............................................................................................................. 91 NOTA: «PADRE» EN EL CONTEXTO TRINITARIO Y DE LA ENCARNACIÓN .................................... 92

Presentación Alguien nos ha inoculado un terrible virus. No sabemos cómo ni cuándo se ha infiltrado en el sistema. Es el virus de la pasión por la búsqueda de la Verdad. Esta es la más íntima aspiración del mundo universitario en el que nos encontramos y, a pesar de tan variados reclamos y solicitaciones del mundo y de la sociedad, intuimos que sobrevivirá y no nos dejará tranquilos. Con todo, no pensamos que este padecimiento sea «una pasión inútil», pues, aunque nos hace sufrir continuamente, también nos llena de satisfacciones y nos regala con un sano orgullo que ennoblece nuestra existencia. En la búsqueda de la Verdad aspiramos a escuchar algunas de las sinfónicas melodías que se entretejen con los acordes de las distintas ramas del saber. Nos preguntamos: ¿cómo se relacionan los secretos de nuestras propias disciplinas científicas con la Verdad en todo su esplendor y universalidad? ¿Cómo podemos descubrir «el todo en el fragmento»? ¿Qué tienen que ver mis investigaciones con las preguntas más hondas sobre el hombre y el sentido último de su existencia? De la mano del P Manuel Carreira, S.J., nos adentramos por los senderos que indagan éstas y otras cuestiones, tan cercanas a nuestro diario quehacer de docencia e investigación. Sin duda alguna, tanto el estudiante novel como el investigador más experimentado encontrarán grandes luces en estas reflexiones de un gran hombre de ciencia y ferviente creyente. Nos congratulamos, pues, de poder ofrecer estas conferencias, revisadas por su autor, como material de reflexión y estudio, al tiempo que le agradecemos su autorización para publicarlas. Cada una mantiene el estilo en que fue escrita pronunciada, lo cual hará que el lector encuentre algunas repeticiones temáticas. Agradecimiento que hacemos extensivo a D. Benito Méndez por el permiso para reproducir el segundo capítulo, trabajo incluido en las Actas de las III Jornadas de Teología organizadas por el Instituto Teológico de Santiago de Compostela. Igualmente estamos agradecidos a D. Ricardo Quintana, Vicario Episcopal de la Archidiócesis de Madrid para las Causas de los Santos por su benevolencia al dejarnos incluir lo que en este libro es el capítulo cuarto. Un agradecimiento especial a Mauricio Baraya por la trascripción del primer capítulo y a Amparo Llobet por la trascripción de los capítulos cuarto y quinto. PABLO CERVERA Director de la colección VERITAS

Sobre el autor El P. Manuel Mª. Carreira, S.J. obtuvo su licenciatura en Filosofía en la Universidad de Comillas, Madrid, y en EE.UU. la licenciatura en Teología (Universidad Loyola, Chicago). Su formación como científico incluye el Master en Física (John Carroll University, Cleveland) y el doctorado con una tesis sobre rayos cósmicos (The Catholic University of America, Washington) dirigida por el Dr. Clyde Cowan (co-descubridor del neutrino con F. Reines, Nobel 1995). Entre 1970 y 1975 permaneció en Washington como profesor invitado durante un semestre cada año, mientras se incorporaba a la Universidad de Comillas en Madrid como profesor de Filosofía de la Naturaleza. Durante ese período colaboró en proyectos de investigación realizados con subvención de la NASA para el desarrollo de detectores de rayos gamma para su empleo en satélites artificiales. Al mismo tiempo recibió una invitación del Observatorio Vaticano para trabajar en Castel Gandolfo durante varios veranos, en proyectos de investigación astronómica, y luego como miembro del cuadro de profesores en cursos internacionales de Astrofísica, celebrados cada dos años ya en seis ocasiones distintas. En 1991, con ocasión del centenario del Observatorio Vaticano, se le encomendó un curso sobre galaxias para veinte obispos de diversas naciones. Desde 1975 enseñó Física y Astronomía en John Carroll University, Cleveland, como profesor invitado durante los meses que le permitían sus obligaciones en Madrid. Esta labor docente ha continuado hasta el presente, con una intensa actividad como conferenciante, respondiendo a invitaciones de diversas universidades y asociaciones culturales de EE.UU: Cleveland, Nueva York, Tucson, Akron y Miami; en España, universidades de Madrid, Barcelona, Bilbao, Salamanca, Santiago, Valladolid, Granada, etc.; asociaciones astronómicas de España y Sudamérica, y centros de estudios teológicos y filosóficos han solicitado también su colaboración en muchas ocasiones, así como el Ate neo de Madrid y otras entidades culturales. A partir de 1992, el Observatorio Vaticano ha patrocinado viajes de conferencias en México, Perú, Colombia, Chile Argentina, con cursos intensivos sobre temas científico-filosóficos en Guadalajara (México), Cali (Colombia), Buenos Aires y Córdoba (Argentina), y numerosas intervenciones en universidades de Lima, Arequipa, lquitos, Tacna, Trujillo, Chiclayo, Bogotá, Santa Fe, y las ciudades antes mencionadas. Recientemente ha sido ponente en congresos en Cali, Medellín y Roma, con temas cosmológicos y de relaciones entre ciencia, filosofía y teología. Otras conferencias en Alemania e Irlanda han desarrollado estas mismas ideas en ambientes universitarios. Además de artículos de carácter técnico sobre sus trabajos de investigación, ha publicado en las revistas españolas Sillar, Cuenta y Razón, Revista de Aeronáutica y Astronáutica otros estudios de alta divulgación sobre problemas científicos y filosóficos de la ciencia moderna. Su libro de Filosofía de la Naturaleza, Metafísica de la materia, se utiliza como texto en varios centros de España y América. Dos obras monográficas, El creyente ante la ciencia (BAC) y El hombre en el cosmos (Sal Terrae), han aparecido recientemente en España. En 1986, a Universidad John Carroll le concedió la Medalla Conmemorativa del centenario de la Universidad en reconocimiento a su labor en ese centro. En 1999, recibió la Medalla Castelao de la Xunta de Galicia, por dar prestigio a la región con su actividad cultural. Durante quince años el P. Carreira ha sido miembro de la Junta Directiva del Observatorio Vaticano, con sede en Tucson (Arizona). Ha inventado y patentado dos interesantes

innovaciones en astronomía: Sky Window y Drum Telescope, que hacen más eficiente y cómodo el uso del telescopio. Recientemente, jubilado de su enseñanza tanto en EE.UU. como en Madrid, continúa ofreciendo conferencias y espera reunir sus escritos en nuevas publicaciones, en español y en inglés.

CAPÍTULO 1. CIENCIA Y FE ¿RELACIONES DE COMPLEMENTARIEDAD?1 Es para mí ciertamente una satisfacción poder hablar a gente que tiene intereses en todo lo que es el ámbito del conocimiento humano, desde el conocimiento de la materia hasta el conocimiento de Dios. Vamos hablar de una manera muy esquemática de lo que puede ser una relación muy constructiva entre dos modos diversos de conocer, entre ciencia y fe.

I. LOS TÉRMINOS CIENCIA Y FE 1. LA CIENCIA Yo suelo decir que tal vez tengo una cabeza más cuadrada de lo normal y no soy capaz de hablar de algo sin primero decir qué significan los términos claves. En este caso el término ciencia y el término fe necesitan una explicación antes de tratar de sus posibles relaciones, para poder entendernos sin confusión alguna. Ciencia, en el sentido etimológico de la palabra, es la búsqueda de conocimiento por referencia a las causas de aquello que se estudia. Por tanto, una búsqueda que no se para en la simple enumeración de hechos, en la colección de datos, sino que intenta entender. Por eso la ciencia requiere raciocinio que resulta en un conjunto de ideas explicativas, primero para conocer las causas más inmediatas, y finalmente para encontrar las causas últimas. En el sentido técnico moderno de la palabra ciencia -cuando se habla de un edificio de ciencias y otro de humanidades en un campus- se restringe el significado para tratar solamente del estudio de la actividad de la materia que puede tener comprobación experimental. Esto quiere decir la palabra ciencia cuando hablamos de las ciencias en el mundo moderno, cuando decimos que la ciencia está influyendo en la sociedad en estos momentos. Se trata pues de un estudio de la materia, de su actividad. Y este estudio tiene que tener, finalmente, por lo menos en principio, una posibilidad de comprobación experimental. Voy a aclarar este punto un poco más con dos ejemplos. Pueden leerse de vez en cuando, en alguna revista de divulgación, artículos en que se habla de otros universos. La palabra universo se identifica -en el sentido científico- con la totalidad de aquello que es directa o indirectamente observable, con cualquier tipo de instrumento. Por lo tanto hablar de «otros universos» es, automáticamente, hablar de algo que no puede observarse ni directa ni indirectamente. Es ciencia-ficción. No se puede hablar de otro universo como un tema científico. De la misma manera, hablar de un parámetro de valor infinito es hacer cienciaficción, porque nunca puede haber un instrumento que mida algo con un valor infinito. Todo instrumento tiene un umbral y un techo en su respuesta.

1

Conferencia pronunciada el viernes 8 de noviembre del 2002, en el Salón de actos de la Facultad de Ciencias experimentales de la Universidad San Pablo CEU, campus de Monteprincipe, durante el desarrollo de la II Semana de la Ciencia. Esta conferencia fue organizada por el Centro de Pastoral de dicha universidad.

Hay que tener, pues, muy claramente definido lo que es el ámbito de la ciencia. Solamente la actividad de la materia que puede comprobarse experimentalmente, aunque nos falte hoy la tecnología para hacerlo. Por otra parte la palabra fe tiene tres significados que deben distinguirse muy claramente para no caer en afirmaciones que son totalmente equívocas:

2. LA FE HUMANA: UN MODO VALIOSO DE CONOCER El primer significado de la palabra fe se refiere a un modo de conocer que, en lugar de ser por experiencia propia o por raciocinio propio, es conocimiento por «testimonio». En este sentido la palabra fe no tiene necesariamente conexión con nada de ámbito religioso. Estamos aquí en una universidad y creo que todos nosotros podemos decir que, en este ambiente, en unos años recogemos conocimientos recibidos de las mentes más preclaras de toda la historia de la humanidad, que nosotros no hemos desarrollado ni hemos podido comprobar directamente. Casi todo lo que conocemos lo conocemos por fe humana. En primer lugar, todo lo que es histórico sólo puede conocerse por fe humana, pues no hay manera directa de comprobar lo que ya no existe. Y todo lo que yo no puedo comprobar directamente por mis sentidos, ayudados por cualquier instrumento, sólo lo sé por fe humana. Casi todo lo que tengo como cultura científica o de cualquier otro campo puedo decir que lo tengo por fe humana. Si no existiese este modo de conocer no podría haber desarrollo cultural. Cuando alguien comentaba con admiración los logros de Newton con su teoría de la gravedad, él dijo: «Si da la impresión de que yo he visto más lejos que otros, es porque me he encaramado sobre los hombros de gigantes que me precedieron». Eso mismo podemos decir todos.

a) Certeza Ahora bien, este modo de conocer por testimonio, primero, da «certeza». Cuando hay un juicio ante un tribunal, ¿cómo se establece que alguien es inocente o culpable? Por testigos dignos de fe. No se trata de nada de ámbito religioso. Y ese método da certeza «fuera de toda duda razonable».

b) Contradice los sentidos Segundo: da certeza «aun en contra del testimonio de mis sentidos. Yo sé con certeza, basada en fe humana, lo que me dice la teoría atómica. Y me dice que mi mano es una nube de partículas en algo que es prácticamente todo vacío, y que la mesa también es una nube de partículas en algo que es casi totalmente vacío. Y que cuando yo quiero pasar mi mano a través de la mesa, no pasa porque hay fuerzas de repulsión, pero que no hay nada sólido, ni en la mesa, ni en mi mano. Y que cuando tropieza mi mano con la mesa, no llegan a tocarse jamás dos partículas. Todo esto lo sé con certeza, a pesar de que va en contra de lo que dicen mis sentidos.

c) Acepto sin entender Y esta fe humana no solamente me da certeza, aun en contra de los sentidos, sino que me obliga a aceptar cosas que «no entiendo». Y si no hago eso no puedo progresar ni en la ciencia

ni en ningún otro ámbito. Hay una frase digna de recordar, de uno de los grandes físicos del siglo xx, Richard Feynman, premio Nobel y con discípulos premios Nobel. Dice taxativamente: «Creo que puedo afirmar, sin miedo a que nadie me contradiga, que no hay nadie en el mundo que entienda la Mecánica cuántica». Y eso lo dice él, que contribuyó mucho en este campo. Tampoco sabe hoy nadie cómo es posible compaginar las dos teorías fundamentales de la física moderna, la Relatividad general y la Mecánica cuántica, cada una perfectamente comprobada en su ámbito, pero que son incompatibles entre sí. Y ése es tal vez el desafío más grande de la física moderna. No hay lugar a duda de que son verdad, cada una en su campo: será una verdad parcial, pero son verdad. Pero no es posible entender cómo pueden conciliarse. Nadie lo entiende. De modo que la fe humana primero es el modo más amplio y valioso de conocer para avanzar en la cultura. Segundo, me da certeza aún en contra de lo que dicen mis sentidos. Y tercero lleva a aceptar como verdadero lo que no entiendo. Todo esto se debe recordar luego cuando hablemos de fe en el sentido religioso. En esta fe humana entra todo lo que es historia, como dije ya al principio. Con fe humana puedo conocer que existió por ejemplo Sócrates. Y sólo lo puedo saber por testimonios de sus contemporáneos. Con fe humana puedo saber lo que enseñó Sócrates. Y sólo lo sé también por testimonios de sus contemporáneos. Con el mismo tipo de certeza histórica tengo que establecer que Cristo existió hace dos mil años y lo que enseñó. Por lo tanto, nuestra fe en Él, como base de una religión que no es ya simplemente un conocimiento abstracto sino histórico, tiene que fundarse en los mismos criterios y en la misma metodología que uso para cualquier otro personaje histórico. Eso es lo que afirma la Iglesia. En la encíclica La Fe y la Razón el Papa deja muy claro que nuestra fe no se basa en cuentos ni en mitologías, ni siquiera en un libro. Se basa en hechos históricos.

3. LA FE COMO CONFIANZA Una vez que tenemos este tipo de fe como modo de conocer, pensemos en otro significado de la palabra, que usamos también en la vida ordinaria. Alguien dice: «Tengo unos dolores de espalda que me están haciendo la vida imposible, pero tengo mucha fe en un médico, que sé que ha ayudado a muchas otras personas. Iré a él y haré lo que me diga». Otro dirá que tiene mucha fe en un político (aunque sea más difícil). Y otro dirá que tiene mucha fe en unas vitaminas o en un método gimnástico. Como es obvio, en ninguno de estos casos se trata de un aumento de conocimiento. Se trata de un acto de la voluntad, que responde a un conocimiento, para dirigir la actividad de mi vida. En un campo o en otro, voy a ajustar mi proceder a lo que una persona, o una convicción, me lleve a hacer porque tengo conocimiento suficiente para darles mi confianza. Esta es, pues, «fe como confianza». Presupone la anterior: yo no puedo tener fe en algo que no conozco. Pero ya no es un acto de la inteligencia sino de la voluntad libre.

Prejuicios y condicionamientos Esta voluntad libre, por prejuicios o cualquier otro condicio­namiento no intelectual, puede llevar a rechazar aun aquello que está bien probado como conocimiento, incluso en una

ciencia experimental. En la Alemania nazi, por ejemplo, se decidió por decreto que la Teoría de la relatividad de Einstein debía rechazarse, porque· era «ciencia judía». Los argumentos en su favor no bastaban. Era ciencia judía, no podía ser verdad. En la Rusia soviética se rechazó la genética moderna porque, según el dogma marxista, los niños de los marxistas tenían que nacer ya marxistas. Y como la genética decía que no se here­dan los caracteres adquiridos, había que rechazar la genética. Y se inventaron la genética de Lisenko y de otros, que tenía como base la herencia de los caracteres adquiridos, aunque fuesen las maneras de actuar y las ideologías de la política. Esta fe-confianza, en el ámbito religioso, se da con la cooperación de la gracia divina y puede llevar a incluso milagros cuando alguien tiene una inspiración de confiar en Dios de tal manera que en un caso concreto puede invocarle para que haga un milagro. Obviamente es una fe en que no aumenta el conocimiento, sino más bien una fe que afecta a la voluntad, que actúa libremente aún bajo el influjo de la gracia, y es res­ponsable de su respuesta como de todo acto libre. Pero tengan en cuenta que es de la voluntad de lo que estoy hablando. No es el sentimiento, no es una cosa que yo siento dentro. No, el sentir no es parte de la fe sino parte de la emotividad. Y no depende de mi voluntad el sentir o no sentir, ni tampoco de mi entendimiento.

4. LA FE COMO DON DE DIOS Hay, finalmente, otro nivel superior en el que se dice que «la fe es un don de Dios». Muchas veces yo he oído decir incluso a gente que enseñaba teología, que la fe tiene que ser sin razones, porque la fe es puramente un don de Dios y no puede ser el resultado de pruebas racionales. ¡Mentira! La fe como don de Dios, en cuanto a su definición, no tiene nada que ver con los niveles anteriores. Exige esos niveles anteriores, exige la racionalidad y exige el acto libre. Pero la fe como Don de Dios es lo que llamamos una «virtud teologal». La palabra virtud significa un «agente activo», como cuando alguien dice que una píldora «tiene unas virtudes curativas» muy especiales. Es un agente activo sobrenatural, una nueva capacidad, dada por Dios, que no afecta mi conocimiento en nada, ni tampoco afecta mi voluntad directamente, pero que da a mis actos un «valor eterno» para mi unión con Dios. Ésa es la fe que se le da al bebé cuando se le bautiza, aunque el bebé no se entera de nada, ni hace acto libre alguno. Se supone que esta fe se da, o bien a quien ya conoce a Cristo, y ha decidido poner su vida de acuerdo con sus enseñanzas, o a quien sus padres y padrinos prometen que se la va a dar esa preparación para vivir de acuerdo con la fe que recibe. Esta fe marca a la persona, le da esa nueva capacidad de tal manera que, ocurra lo que ocurra, el bautismo ya nunca se repite. Aun a quien ha sido luego infiel a ella y ha apostatado no se le vuelve a bautizar si se arrepiente, porque la fe es una especie de injerto inamovible de divinidad en el alma humana. Y esa fe sí es necesariamente sólo don de Dios, porque sólo Dios puede dar un principio de vida divina que capacita a la persona para vivir y gozar con una vida propia de Dios en la eternidad. Como ven, los tres niveles de fe son claramente muy distintos. Y no se puede decir: «Yo no tengo fe: si Dios no me la ha dado, ¿de qué se queja?». Eso es una blasfemia. He respondido alguna vez: « ¿Cómo cree usted que Dios le va a dar la fe? Mientras está viendo la televisión, ¿quiere que se la meta por un embudo en la cabeza? ¿Qué ha hecho usted por conocer

históricamente las bases de la fe? ¿Qué ha hecho para conocer los argumentos que hay acerca de la existencia de Cristo y de su enseñanza? Si no ha hecho nada, no le eche la culpa a Dios por no tener fe».

5. CONOCIMIENTO CIENTÍFICO: LO MEDIBLE Una vez que tenemos estos conceptos ya claros, vemos que el conocer humano científico, que se basa en la actividad de la materia que puedo comprobar con un experimento, me da una colección de datos numéricos, de medidas. Y lo que no es medible no es parte de la ciencia. Si yo veo una puesta de sol -como dice Carl von Weizacker- puedo, mediante la espectroscopia física, explicar la intensidad de las diversas longitudes de onda que producen los colores hermosos del atardecer, y dar una razón de por qué ocurre así, pero no puedo dar una razón científica de por qué me gusta contemplar ese espectáculo. El que la puesta de sol sea hermosa no lo describe ninguna ecuación, no es algo cuantificable. La ciencia solamente trata de los aspectos .de la actividad de la materia que son cuantificables y por eso pueden entrar luego en cálculos, en ecuaciones, y me permiten a partir del presente inferir el pasado y predecir el futuro. Si solamente quiero tratar del aspecto de medida cuantificable, sin preocuparme de qué es aquello de lo que hablo, entonces desarrollo la matemática. Es el estudio de relaciones puramente cuantitativas. Pues si yo digo: «Dos y dos son cuatro», me da igual que ese dos sean dos estrellas, o dos botellas o dos dolores de cabeza. Hablo solamente del número, del aspecto cuantitativo. Por eso la matemática, en este sentido técnico que he usado hasta ahora para la palabra ciencia, no es ciencia, porque no habla de la materia concreta ni puede comprobarse con un experimento, sino que el único modo de desarrollar la matemática es por relaciones conceptuales basadas en el concepto original de número que luego se va extendiendo. Pero la matemática es un lenguaje muy preciso, muy exacto, muy adaptado, precisamente, al estudio de relaciones cuantitativas. Einstein comentó que era maravilloso que la matemática estuviese tan bien adaptada para el desarrollo científico. Con el debido respeto a Einstein, yo diría que es maravilloso en cuanto que es algo que me satisface, sí, pero no es ningún misterio. Porque el desarrollo científico se basa precisamente en medidas cuantitativas, y la matemática está hecha para tratar de relaciones cuantitativas. Por lo tanto es el lenguaje adecuado. Pero no me dice nada concreto de la materia, porque no trata de la materia concreta.

6. CONOCIMIENTO POR RACIOCINIO FILOSÓFICO Existe, además, la posibilidad de otro nivel de raciocinio, que en lugar de utilizar el aspecto cuantitativo y buscar refrendo experimental, solamente utiliza conceptos abstractos, sin refrendo experimental ni expresión numérica posible, para hablar de «causas» o parámetros que no son directamente observables. Por ejemplo, para hablar de la finalidad de un objeto. Sea cual sea el objeto, no puede expresarse su finalidad con ninguna ecuación, ni puede probarse con ninguna medida de tipo experimental. Yo puedo darle a un científico este vaso y por más que lo mida no puede demostrar que está hecho para beber. Dirá que es algo que

tiene la capacidad de contener arena, o unas flores, o unos lápices, o ser decorativo, pero no puede demostrar su finalidad. La finalidad no es un parámetro físico. Tampoco puede emplearse la metodología experimental para hablar de las preguntas más básicas: ¿qué es el espacio como fun­damento de la localización? No lo puede decir un físico. ¿qué es el tiempo? Einstein decía, con mucho sentido práctico Y común: «Yo no hablo de espacio y tiempo; yo hablo de reglas de medir y de relojes, porque ésas son las cosas que yo puedo tratar en el laboratorio» ¿Qué es el espacio? ¿Qué es el tiempo? Solamente un raciocinio de tipo filosófico puede intentar responder. Otra pregunta que menciona también Einstein, y la menciona también otro gran físico moderno, John Archibald Wheeler: ¿por qué hay algo en lugar de nada? Eso no lo puede responder ninguna medida, ni ningún experimento. Ni siquiera puede un experimento responder a la pregunta de por qué es el protón 1.836 veces más pesado que el electrón. Es un dato. Pero, ¿por qué? Nadie lo sabe. Y así sucesivamente: las preguntas más básicas no pueden responderse en el nivel de comprobación experimental. Son metafísica.

7. CONOCIMIENTO POR REVELACIÓN Por último, queda aún otro nivel posible de certeza y de conocimiento: el que haya una «revelación» en que se nos da algo que la mente humana no es capaz de adquirir ni por trabajo experimental ni por raciocinio propio. Si se da de hecho esa revelación, es de suponer que trate de realidades de otro orden, de un orden superior. Si se puede establecer históricamente que de hecho hubo tal revelación y se puede establecer históricamente con certeza que esa revelación es conocida con exactitud en su contenido, entonces cabe el conocer algo que superaría a la mente humana en cualquier tipo de estudio basado en nuestro raciocinio y nuestra experiencia. Esto es lo que se afirma de la revelación judeocristiana: que se nos ha dado a conocer algo acerca de Dios y acerca de sus planes para nosotros, que nadie hubiese sido capaz de deducir con ningún tipo de raciocinio filosófico.

8. ARMONÍA DE LA VERDAD Lo que sí debe decirse es que todos estos modos de conocer tienen que ser compatibles porque «la verdad no puede contradecir a la verdad». Decía Einstein que todo trabajo científico se basa en una doble suposición inicial: la primera, que mundo existe objetivamente, no es una ilusión debida a nuestra voluntad o imaginación; la segunda, que ese mundo es cognoscible porque no es absurdo. Y no es absurdo precisamente porque no admite contradicción. Estudiosos de la historia de la ciencia la razón han discutido en años recientes el que no haya habido desarrollo propiamente científico en ninguna de las grandes culturas orientales. Desarrollaron tecnología: inventaron la imprenta, la pólvora, pero no hicieron química. Desarrollaron astrología, como una caricatura de la astronomía, pero no hicieron astronomía. ¿Por qué no? Porque no daban valor a la «objetividad del mundo», con el consiguiente menosprecio de su estudio. Y querían que todos los puntos de vista fuesen compatibles hasta

el punto de que no aplicase el principio de contradicción a ninguna afirmación o negación. Todo tenía que reducirse a una unidad de orden superior. De esta manera la ciencia es imposible. Sin aplicar el principio de contradicción, no puede uno ser racional. Una vez que aceptamos que hay estos posibles modos de adquirir conocimiento: la física como estudio de la materia en todos los niveles (llamo física también a la química y a la astronomía, en cuanto que intentan comprender el funcionamiento de la materia), la matemática como estudio solamente de relaciones cuantitativas, la filosofía como estudio de la realidad material o no, pero en aspectos no cuantitativos y no comprobables experimentalmente, y la teología como estudio de verdades adquiridas por revelación, debemos preguntarnos acerca del criterio de verdad en cada campo. En el nivel científico, la certeza se basa en la comprobación experimental. En el segundo nivel y en el tercero, la matemática y la filosofía, la certeza se basa en el raciocinio lógico basado en los tres grandes principios del pensar racional: el de identidad, el de no contradicción, el de razón suficiente. En el cuarto nivel se basa en la veracidad de quien revela con conocimiento infinito y con sinceridad infinita. Si se puede establecer que de hecho se ha dado la revelación, su criterio de certeza será precisamente la «autoridad» del que revela.

II. RELACIONES ENTRE CIENCIA Y TEOLOGÍA 1. ÁMBITOS PROPIOS Y METODOLOGÍAS, PROPIAS Quedan así bien delimitados los campos para luego buscar relaciones entre ciencia y teología. Más que hablar de relaciones entre ciencia y fe, voy a hablar de relaciones entre ciencia y teología. Porque ya he indicado que fe tiene tres significados distintos. El contenido intelectual de la fe es el que la teología estudia e intenta desarrollar: se ha definido a la teología como la fe que busca entender. Primeramente de e ser obvio que del estudio de la materia en su actividad, uno no puede extraer ninguna consecuencia fuera de decir cómo actúa la materia. Por tanto, preguntar si dice la ciencia que Dios existe o no es tan absurdo como preguntarme si la mecánica del automóvil me dice si El Quijote es una obra de gran valor literario o no. La ciencia no tiene nada que decir de lo que no es actividad de la materia. Por lo tanto quien mantenga que la ciencia dice que Dios no existe tiene inmediatamente que explicar con qué experimento se determina si Dios existe o no. Como ven, no va a haber respuesta. Por otra parte, la teología no me va a decir nada del comportamiento de la materia. Ni me va a decir si la materia comenzó hace más miles de millones de años o menos, ni si comenzó caliente o fría, en alta densidad o en poca. No le toca. La revelación no es para evitarme a mí el trabajo científico. Hay una frase de san Agustín que repitió el cardenal Baronio cuando el problema de Galileo: «La Biblia no me dice cómo van los cielos, sino cómo se va al cielo». No mezclemos las cosas. Se dan ambas actitudes equívocas: la de quienes dicen que la ciencia tiene que ser la que decida si Dios existe o no, y la de quienes afirman que la Biblia tiene que darme conocimientos científicos de cómo comenzó el mundo. Ni lo uno ni lo otro es aceptable. La ciencia no tiene nada que decir acerca de cuestiones que no tocan parámetros ni actividad de la materia. Y la teología no tiene nada que decir sino acerca de Dios y de su plan para nosotros. Por tanto no puede haber conflicto. El conflicto, cuando lo hay o lo ha habido, se produce cuando se pasa una metodología propia de un ámbito cognoscitivo a otro donde no es aplicable. Ante una pregunta científica se quiere aplicar la metodología teológica. O ante una pregunta teológica se quiere contestar con una metodología experimental. Absurdo en ambos casos. No puede jamás salirse la ciencia de su campo. No sólo en cuestiones religiosas: tampoco me dice nada del valor literario de una obra, ni del valor pictórico de un cuadro, ni del valor ético de una acción mía. A la ciencia no le toca nada de eso. Cientificismo absurdo, que se dio en ambientes decimonónicos y que perdura hasta este siglo, es decir que solamente la ciencia vale para dar conocimientos verdaderos. Ninguna ciencia puede demostrar que asesinar a otro es reprochable. ¿Con qué experimento se mide el valor ético de una acción? Hay que ser claros y tajantes en esto, porque se dicen muchas tonterías, sobre todo en los medios de divulgación. No, la ciencia no puede decir nada de lo que no se experimenta. Ni siquiera puede la ciencia demostrar que yo estoy pensando en algo que vale la pena. Ni puede la ciencia explicar por qué entienden ustedes lo que estoy diciendo y mi lenguaje no es simplemente una serie de sonidos aleatorios. La ciencia no puede explicar la inmensa mayoría de las cosas de la actividad humana; precisamente porque la actividad humana no se queda en

lo material. La ciencia no puede explicar mi libre albedrío. Y aun los que quieren negarlo, si se creen víctimas de un proceder injusto, inmediatamente exigirán responsabilidades. Entonces sí que creen en el libre albedrío. La ciencia es la manera más restringida de conocimiento que existe. Solamente puede tratar de la actividad de la materia, como ya he repetido muchas veces, y una actividad comprobable con experimentos. Sólo de eso. De modo que todo el ámbito de la actividad social, familiar, ética, artística, literaria, queda fuera de la ciencia. Y sin embargo eso es lo que nos da precisamente cultura, y dignidad humana, al actuar como personas. Y menos todavía puede decir la ciencia ni una palabra en el orden de la revelación natural.

2. COMPLEMENTARIEDAD Entonces ¿qué relación puede haber entre ciencia y teología? Una relación de complementariedad. Esa sí, porque cada una habla de una realidad parcial. Y con diversas visiones parciales, se obtiene una visión más completa de la totalidad. Por ejemplo: ¿en qué puede la teología completar a la ciencia? Puede completarla con ayuda de raciocinios filosóficos acerca de las preguntas más básicas, como la que trata del origen del universo.

a) Concepto de creación en la física La ciencia del siglo XX tuvo que enfrentarse, por su propia metodología, con el hecho de que un universo infinito en espacio y tiempo es incompatible con la ciencia física. Si el universo tuviese una cantidad infinita de estrellas, habría una cantidad infinita de masa alrededor de cada punto. Con una cantidad infinita de masa, en cada punto tendremos un potencial gravitatorio infinito. Y si todo punto tiene potencial gravitatorio infinito y no hay diferencias de potencial, no puede haber fuerzas gravitatorias. Con un número infinito de estrellas brillando siempre, el cielo sería tan brillante de noche como la superficie del sol. Y como la ciencia sabe además que cada estrella es un horno con una cantidad finita de combustible, que todas las estrellas terminan consumiendo para apagarse, un universo eterno ya no contendría estrellas, se habrían apagado todas. La única alternativa era entonces -como lo sería hoy- decir que o el universo comenzó hace relativamente poco tiempo, o nuevas estrellas tienen que estar continuamente apareciendo de la nada. Y así la ciencia se encuentra, por su propia metodología, ante el problema de la creación. O bien el universo comenzó, y antes no había universo material de ningún tipo, o tiene que haber creación continua de nueva materia. Con ese planteamiento se pudo establecer a lo largo del siglo xx cuál de las dos respuestas es correcta, por medidas experimentales. Y las medidas experimentales nos dicen que el universo sí tuvo un comienzo hace aproximadamente 15 .000 millones de años. Se han encontrado las reliquias de esa primera etapa del universo, la Gran Explosión, pues hemos encontrado la radiación producida, el brillo de la gran explosión, y hemos encontrado también las cenizas de las reacciones nucleares de hace 15.000 millones de años.

Sólo así se puede establecer que el universo tiene sentido como sistema físico, y como sistema físico evolutivo. Ahora bien: ¿qué había antes? La Teoría de la relatividad de Einstein contesta de una manera tajante: No hubo antes. El tiempo es un parámetro de la materia; no hay tiempo si no hay materia. ¿Pero no pudo el universo haber sido eterno? No. De ninguna manera, de acuerdo a las leyes físicas. Entonces, ¿por qué hay algo en lugar de nada? ¿por qué comenzó el universo? Y la respuesta es esa palabra creación, que hay que incluir en el vocabulario de la física a partir de, aproximadamente, 1930. La idea de creación lleva lógicamente a un raciocinio filosófico, porque la creación como tal no puede entrar dentro de la metodología científica, ya que todo problema científico se resuelve solamente a partir de condiciones iniciales y leyes de desarrollo. Si la condición inicial es cero, no puede haber física ni puede haber desarrollo. Ahí es donde la filosofía y la teología dan una respuesta que va más allá de la metodología experimental.

b) ¿Finalidad del universo? Y ¿cuál es el «sentido del universo»? ¿Tiene una finalidad el universo? El desarrollo de la ciencia lleva también a predecir, sin alternativa posible, que todas las estrellas van a apagarse. Y que el universo terminará siendo una gran burbuja de vacío, oscuridad y frío. Entonces, ¿qué sentido tiene el universo? ¿Para qué existe? Es una pregunta que no puede responder tampoco ninguna medida experimental. La respuesta tiene que venir de consideraciones filosóficas y teológicas. «Es que, a lo mejor -dicen algunos- el universo es cíclico y se contrae y se expande eternamente». Como decía un físico comentando esto después de un simposio de astrofísica relativista: «Si es absurdo que un universo comience a existir para dar lugar a tantas maravillas y luego destruirlo todo, más estúpido es hacer eso una vez tras otra». Y así es. La respuesta no puede encontrarse en repetir la misma estupidez indefinidamente. Entonces, ¿tiene sentido el universo? No se lo pregunte a un físico. Pregúnteselo a un filósofo y a un teólogo. Y allí encontrará una respuesta hermosa.

c) El principio antrópico 2 Pero son precisamente científicos los que se han dado cuenta de que existen estas preguntas y han llegado a proponer y desarrollar en gran detalle y profundidad el «principio antrópico», que viene a decir -por los datos y cálculos de la física- que el universo existe para que se dé la «vida inteligente». Una afirmación finalística, pero que se obtiene de calcular por qué el universo es como es. Una vez tras otra se llega a la consecuencia asombrosa de que cualquier cambio en los parámetros de la materia o de las condiciones iniciales tendría como consecuencia que no habría vida inteligente en ninguna parte. Cambiando la densidad del universo, el valor de la fuerza gravitatoria, el valor de la fuerza nuclear fuerte, el valor de la fuerza nuclear débil, la masa del protón o del electrón, se llega una y otra vez a la misma consecuencia: no podría darse vida inteligente. 2

Sobre este tema cf. En esta misma obra capítulo 2, II, 2 y capítulo 4.

¿Cómo determinamos la finalidad de un objeto? Por la adecuación de sus propiedades a una misión determinada. Pues bien, eso es lo que encontramos en el caso del universo. El universo es como es, porque sólo de esta manera se puede dar la vida inteligente. Por lo tanto el universo parece estar hecho para que exista el ser humano, por lo menos en un lugar. Aun así, queda más subrayada la pregunta de finalidad última: ¿para qué vale que exista el ser humano, el animal racional, si luego el universo va a llevar a la destrucción de todas las estructuras incluyendo las que permiten la vida? Es precisamente ahí donde la filosofía y la teología dan, una vez más, una respuesta más completa. En el hombre se da una actividad que no es meramente de orden material. Lo exigen el pensamiento abstracto, la conciencia y la actividad volitiva libre. A la materia en física la definimos por sus actividades según cuatro fuerzas nada más; la gravitatoria, la gravitatoria, la electromagnética, la nuclear fuerte y la nuclear débil. Lo que no puede explicarse en términos de esas cuatro fuerzas no es materia ni se debe a la materia. Ninguna de esas cuatro fuerzas ni las cuatro juntas pueden explicar el pensamiento abstracto, de preocuparse -por ejemplo- por resolver el problema de Pitágoras. Ninguna de esas fuerzas puede explicar la actividad libre. Ninguna de esas fuerzas puede explicar la conciencia. Entonces, para buscar una razón suficiente de que se da de hecho la conciencia, y la actividad libre y el pensamiento abstracto, necesito aceptar una realidad de orden no material, como necesito una realidad de orden no material para que la materia comience a existir. Una vez que obtengo esta conclusión de una realidad no material, aparece como plausible, por lo menos desde el punto de vista filosófico, que el desarrollo del universo que termina con la destrucción de todas las estructuras materiales no implique el que desaparezca lo que no es material. Así la filosofía abre una ventana hacia una posible existencia, independiente de la materia, de aquello que no es materia. El espíritu humano puede continuar existiendo -al menos en principioaunque se destruya la materia, a pesar de que está unido a la materia.

d) Unidad de persona e inmortalidad Es ahora cuando la teología nos da la respuesta más completa y más maravillosa: que en el plan creador de Dios el espíritu humano y el cuerpo humano forman la unidad de persona que tiene existencia para siempre. Como dice el Catecismo de la Iglesia católica, «fuera de los límites de espacio y tiempo» en los que actúa la materia normalmente. ¡Entonces sí que es hermosa la visión total del universo! La materia misma se salva de la destrucción. En la teología cristiana se habla de un cuerpo resucitado que, siendo cuerpo, es estructura material, puesto que no tiene otro significado la palabra cuerpo. Pero un cuerpo que ya existe fuera de espacio y tiempo, y que, por lo tanto, es ya inmune al desgaste físico, metabolismo o cambio. Porque lo que no está en el tiempo no cambia. Como Dios no está en el tiempo y no cambia.

e) Resurrección y física moderna 3 Si así ayuda la teología a la ciencia, ¿ayuda también la ciencia a la teología? Sí, porque es precisamente el concepto de materia que me da la ciencia el que me permite hablar de un cuerpo que tiene propiedades que son contrarias a mi intuición Y a mi experiencia vulgar, pero que están bien establecidas en trabajos de laboratorio. Yo he dicho algunas veces que ningún teólogo debería hablar de la resurrección sin antes estudiar física moderna. Porque hay teólogos que tienen un miedo instintivo a aceptar lo que dice el Evangelio de Cristo resucitado, porque están todavía pensando en la materia según esquemas del medievo. En el laboratorio de la física moderna se comprueba una y otra vez que una partícula, de alguna manera que no entendemos, puede estar en dos sitios a un tiempo, o en varios más. Se observa la difracción de partículas y de átomos enteros que pasan de una manera distinta a través de una pantalla con rendijas, según que una rendija esté abierta o dos o tres o cuatro. Y aunque se envíe una sola partícula cada vez, la presencia de esas rendijas influye en la trayectoria de la partícula. ¿Por qué? De hecho la partícula se comporta de esa manera, como si estuviese pasando por todas a un tiempo. Esto no tiene nadie derecho a discutirlo, porque es un hecho constante de nuestro laboratorio. Es también la física moderna la que me dice que un elemento material, una partícula, puede ir de un sitio a otro sin pasar por el medio, sin haber estado nunca en el espacio intermedio. Este «efecto túnel» es la base de gran parte de la electrónica moderna. Y no se entiende, pero ocurre. Se ha hecho un experimento reciente en que dos fotones, que salen simultáneamente de la misma fuente, y llegan a una pantalla, uno siguiendo un camino sin obstáculos y otro con una barrera, llegan en distintos momentos: ¡Llega antes el que fue a través de la barrera! ¿Por qué? Porque se saltó la barrera. Pasó de un lado al otro sin haber pasado por el medio, y con eso recorrió menos distancia y llegó antes a la pantalla. Y se habla de situaciones en que la materia se compenetra... ¿hasta qué punto? El estudio del proceso evolutivo de estrellas de diversa masa nos lleva a hablar de estrellas como el Sol que terminan como una bola del tamaño de la Tierra, de materia concentrada con una densidad de 50 t/cm3. Cuando una estrella de diez veces la masa del Sol termina su evolución nos deja una esfera de unos 20 km de diámetro con densidades de mil millones de t/cm3. Y en un agujero negro la densidad va hacia valores que crecen sin límite, en un tiempo que tampoco podemos calcular porque no hay razón de afirmar un final ni para el proceso de contracción, ni para la densidad que se produce. Y en el agujero negro queda la materia fuera del espacio y el tiempo accesible a mis experimentos. Todo esto no es ciencia-ficción, y no es teología tampoco. Es ciencia. Pero me ayuda a entender que la materia pueda existir de una forma incomprensible. Sí, me ayuda a eso. Y la misma física extraña me ayuda incluso a entender un poco el significado de que yo pueda resucitar con el mismo cuerpo que tenía antes. Aunque mi cuerpo se haya deshecho y aunque alguno de sus átomos haya llegado a ser incluso parte de otro cuerpo humano. Puede llegar uno a preguntarse de una manera vulgar, ¿a quién le tocan entonces esos átomos? Pero no tiene sentido físico la pregunta, porque es

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Sobre este tema cf. En esta misma obra el capítulo 2, II, 6 y el capítulo 6.

precisamente a ciencia moderna la que me dice que las partículas elementales no tienen individualidad propia. Si me empeño en decir que cada partícula es distinguible de todas las demás del mismo tipo, los resultados experimentales no están de acuerdo con la teoría. Tengo que aceptar que dos electrones son indistinguibles y que no tiene sentido hablar de que cada uno es cada uno. Entonces, ¿cuál es mi cuerpo? ¿El que tengo ahora? ¿El que tenía hace diez años? ¿El que tenía hace veinte?... ¡No hay una sola partícula en mí de las que había hace veinte años! Sin embargo, ¿es mi mismo cuerpo? Sí. ¿Por qué? Por la misma razón que permite hablar de mi cuerpo cuando me refiero al que tendré al resucitar: que la materia se estructura de tal modo que está hecha a la medida del espíritu con el cual se une. Entonces será mi cuerpo, como lo es ahora y lo ha sido a lo largo de mi vida. Podemos afirmar, en resumen, que si la ciencia y la teología no tienen una relación de conflicto, ni tampoco de contribuir directamente cada una al campo de la otra, sí tienen valor como «maneras complementarias de entender la realidad total», especialmente la «realidad humana». En el hombre, el microcosmos de los antiguos, se dan todos estos niveles de actividad, desde la actividad física, química y biológica, hasta la actividad espiritual. Y en este microcosmos estudiamos una realidad que no puede entenderse plenamente en ningún modelo reduccionista: ni de tipo materialista, ni de tipo idealista. Tenemos que conocer la realidad como es. Y el ser humano es una maravilla de complejidad. En todos los niveles.

f) Dios permanece en el Misterio Por último, una afirmación de corolario. Si les he dicho que nadie entiende la Mecánica cuántica, que nadie entiende cómo se pueden conciliar la Teoría de la relatividad y la Mecánica cuántica, si nadie puede dar una razón de por qué las masas y las fuerzas son lo que son, no nos asustemos de que no podamos entender a Dios en su Trinidad, de que no podamos entender la Encarnación, de que no podamos entender lo que es de un orden muy superior en dignidad entitativa a todo lo que es la materia. Si no puedo entender a la materia ni me puedo entender a mí mismo, pobre sería Dios si tuviese que medirlo por lo que yo puedo entender. Precisamente en las mitologías humanas, ¿qué eran los dioses? Meros superhombres con más potencia, más fuerza, pero con limitaciones semejantes, con cuerpos necesitados de alimentos, sujetos a rivalidades, luchas, frustraciones y vicios de todo tipo. Como productos de la imaginación e inventiva humana, más o menos poética, no tienen ninguna característica incomprensible, ni en su esencia ni en su modo de existir. En cambio, el Dios que se nos manifiesta en la revelación, el DIOS que se nos manifestó totalmente en Cristo, es muchísimo más maravilloso que el dios que cualquier mitología pudiera haber inventado. Esa es una razón más para aceptarlo.

III. PREGUNTAS En la ronda de preguntas se trataron temas relacionados con Teilhard de Chardin, la falsa acusación de que la Iglesia se opone al desarrollo científico argumentando con las valiosas aportaciones de las universidades de la Iglesia, observatorios, científicos eclesiales y algunas interesantes puntualizaciones en torno al caso Galileo:

1. TEILHARD DE CHARDIN De Teilhard de Chardin puedo decir -muy brevemente que su visión cósmica combina de una manera muy poética los datos de la ciencia evolutiva cosmológica y biológica con lo que la teología nos enseña acerca de Cristo como razón de ser de la creación y meta de su desarrollo según el plan de Dios. Esto es muy positivo y hermoso si se lee como poesía, sin buscar estrictas pruebas científicas ni tomar como ciencia o filosofía lo que se afirma o implica en algunos casos. Por ejemplo, no puede exigirse que la evolución cósmica hacia el hombre implique un grado mínimo de conciencia o libertad en las partículas elementales. Ni puede inferirse que lo de orden natural -incluyendo las actividades biológicas de cada célula- lleve por sus propias fuerzas a resultados de valor sobrenatural. Ni que el espíritu humano sea un brote de la materia según sus leyes, sea cual sea el grado de complejidad de la estructura viviente de un primate. Por haberse entendido a Teilhard como proponente de éstas y otras ideas poco definidas y matizadas, se ha dado una actitud de recelo hacia él tanto por parte de científicos como de teólogos.

2. IGLESIA Y CIENCIA Con respecto a la historia de las relaciones entre la Iglesia y la ciencia, conviene recordar hechos innegables. Los únicos que se esforzaron por salvar el acervo cultural de Grecia y Roma fueron los monjes de los monasterios de Occidente: no sólo para preservar libros de filosofía, sino para transmitir toda la riqueza literaria y científica de aquellas épocas previas al cristianismo. Silenciar esto es tergiversar la historia. Las universidades europeas, centros de trabajo intelectual en los que se apoya nuestro sistema educativo superior, fueron una institución de la lglesia, donde se desarrolló la base de toda la cultura moderna. Aun las ciencias experimentales, en la medida en que eran posibles, se apreciaron y cultivaron: San Alberto Magno es el más conocido de aquellos «filósofos naturales» precursores de los científicos modernos. Y al llegar el Renacimiento, el nombre de Copérnico -esgrimido a veces como emblema de un cambio de punto de vista progresista- es el nombre de un eclesiástico, un canónigo polaco. Los jesuitas del Colegio Romano fueron astrónomos serios y originales: ellos construyeron el primer refractor astronómico basado en los cálculos teóricos de Kepler, logrando un telescopio superior al de Galileo, modelo de todos los grandes refractores hasta el presente. También construyeron el primer telescopio reflector, aunque su utilidad era reducida hasta que se introdujo en el diseño el espejo secundario newtoniano. Y fue un jesuita el primero en construir una montura ecuatorial. También fueron

los estudios astronómicos de los jesuitas los que sentaron las bases para la reforma gregoriana del calendario. En polémicas con Galileo, los jesuitas correctamente identificaron la naturaleza astronómica de los cometas, en contra de la hipótesis de nubes de la alta atmósfera que sostenía Galileo. Más tarde, ya en el siglo XIX, el P. Secchi sentó las bases de la astrofísica con su clasificación espectral de las estrellas: en 1978, en el centenario de su muerte, la Unión Astronómica Internacional (IAU) honró su memoria con un congreso sobre clasificación estelar patrocinado en Roma por el Observatorio Vaticano. Por su trabajo sobre el Sol -especialmente las protuberancias solares- mereció ser llamado «el explorador del Sol. Y fue de los primeros en aplicar la fotografía, recién inventada, al telescopio, consiguiendo ya una serie completa de fotos de la Luna en 1859. En el siglo XX, el abate Lemaitre, sacerdote belga, fue el primero en proponer la hipótesis de la Gran Explosión (el Big Bang) como consecuencia de la Teoría general de la relatividad de Einstein, sugiriendo la edad del universo y su expansión en una forma que todavía encuentra un apoyo reciente en las ideas de expansión acelerada sugeridas hace muy pocos años. En otro campo distinto, recordemos también que las bases de la genética moderna se encuentran en los trabajos de Mendel, un monje agustino del siglo XIX.

3. EL CASO GALILEO Por último, ya es hora de que se deje de buscar una confrontación sensacionalista entre ciencia y fe en el caso de Galileo. Estudios históricos rigurosos muestran la complejidad de relaciones personales y rivalidades de orden científico entre los personajes de aquel entonces, sin que haya una dicotomía simplista de buenos y malos. Pero Galileo jamás pasó un minuto en las cárceles de la Inquisición, ni fue sometido a tortura o vejación alguna. Su condena, por no cumplir su compromiso de enseñar el heliocentrismo como una hipótesis (aunque él, equivocadamente, creía poder demostrarlo), fue sólo el imponerle estar en su casa y decir algunas oraciones. Durante ese período contribuyó más a la ciencia física con sus trabajos sobre el movimiento de los cuerpos que lo que había hecho con sus ideas astronómicas. Y murió atendido por una hija religiosa, y con la bendición papal, mientras se confesaba hijo fiel de la Iglesia. Mucho menos llamativa la realidad que los panfletos que se esgrimen una y otra vez para tachar de oscurantistas anticientíficos a todos aquéllos que han tenido relación con la Iglesia a lo largo de los siglos.

CAPÍTULO 2. IMPLICACIONES TEOLÓGICAS DE LA FÍSICA MODERNA4 El diálogo entre ciencia y fe es particularmente necesario en nuestra cultura, tan marcada en su desarrollo ideológico y en su estructura social por los avances de las ciencias y sus consecuencias tecnológicas. En este panorama moderno, que recoge los avances especialmente de los dos últimos siglos, la ciencia por excelencia es la física, con su extensión a la astronomía en el ámbito grandioso del universo y a la intimidad de la materia en el mundo misterioso y ultramicroscópico del átomo. En cierto modo, todas las otras ciencias de la materia derivan de la física, en el estudio de estructuras moleculares del ámbito de la química inorgánica o en la increíble complejidad de la biofísica, bioquímica y todo el estudio de los organismos vivientes. Tal vez, para la mayor parte de la humanidad culta, la imagen que mejor simboliza la ciencia de nuestro tiempo sea el rostro de Einstein, cuyo genio marcó el camino del desarrollo más audaz e inesperado en nuestro conocimiento de la realidad material.

I. EL SER HUMANO, BUSCADOR DE LA VERDAD La definición filosófica del ser humano, «animal racional apunta directamente a la necesidad íntima y universal de conocer la realidad en todos sus niveles. Esta búsqueda de la Verdad, de la representación correcta del mundo, se lleva a cabo de diversos modos.

1. FUENTES DE CONOCIMIENTO La búsqueda de verdad se realiza por tres caminos complementarios y simultáneos: la propia experiencia, en forma directa por medio de los sentidos o con la ayuda de instrumentos; el raciocinio sobre esos datos o sobre conocimientos previos; y la aceptación de conocimientos recibidos de otros en un intercambio cultural en la familia, la escuela, la palabra escrita. En el primer caso se obtiene un conocimiento vivo y de gran impacto subjetivo, pero muy limitado, pues es muy poco lo que cada uno de nosotros puede experimentar directamente. Algo semejante debe decirse del propio raciocinio: es fuente de gran satisfacción, pero contribuye muy limitadamente a nuestro acervo de datos o explicaciones de la realidad. La inmensa mayoría de nuestros conocimientos la debemos a un entorno cultural en que se acepta la labor de generaciones de pensadores de todas las épocas y lugares, de cuyos esfuerzos nos beneficiamos rápidamente, sin el trabajo ímprobo de reinventar cuanto la humanidad ha logrado durante siglos. En esta aceptación de testimonios de aquéllos que son dignos de crédito por su altura profesional y su honradez, desde los padres para el niño pequeño hasta los científicos de mayor prestigio en cada campo, encontramos el concepto básico de fe. No es un concepto exclusivamente relacionado con el ámbito religioso, sino la aceptación de un modo de conocer 4

Ponencia desarrollada en las III Jornadas de Teología, bajo el titulo Fe en Dios y ciencia actual, organizadas por el Instituto Teológico de Santiago de Compostela.

absolutamente indispensable para el desarrollo humano. La fe humana es la fuente de la casi totalidad de cuanto conozco, y esto es particularmente cierto cuando se trata de las ramas más especializadas de todas las ciencias, además de serlo totalmente cuando hablamos de la historia que es, por definición, el estudio de hechos ya pasados y sin comprobación directa posible. Una vez más, el Papa en su encíclica reciente se refiere al hombre como «aquél que vive de creencias», de aquello que recibe de su entorno, mediata o inmediatamente. Dentro del conocer por testimonio, por fe, puede darse, en principio, un conocimiento recibido de Dios, fuente última de verdad y garantía de sinceridad absoluta. Tendremos entonces fe divina, que puede darnos acceso a verdades totalmente inalcanzables por nuestra experiencia o raciocinio. No es de esperar que una comunicación divina nos evite el trabajo de buscar el conocimiento de la naturaleza, sino que nos ilumine acerca de Dios, su esencia, sus planes para nosotros, nuestra relación con El. En las palabras del cardenal Baronio, repitiendo a san Agustín en el contexto del problema histórico de Galileo: «La Biblia no nos dice cómo van los cielos, sino cómo se va al cielo».

2. NIVELES DE CONOCIMIENTO El conocimiento experimental nos proporciona datos cualitativos y cuantitativos de un mundo externo, objetivo, independiente de nosotros y de nuestros prejuicios, objeto de estudio de valor universal para toda raza, nación o cultura. No hay una física distinta para científicos de diversas nacionalidades, y cualquier afirmación que se presente como válida debe ser constatable por otros científicos con toda independencia de condicionamientos personales o sociales. En el comportamiento de la materia se descubren regularidades que permiten intuir un orden, más o menos profundo. Constatación de tales regularidades permite enunciar leyes en un sentido analógico, pues no son normas impuestas a la materia, sino afirmaciones generalizadas de un comportamiento observado en la realidad. Porque hay regularidad -orden en diversos niveles- la ciencia es posible. Con las palabras de Einstein: «Toda ciencia se basa en una doble fe, no demostrable científicamente: que el mundo existe objetivamente, y que es cognoscible porque no es absurdo». Diversos historiadores de la ciencia han hecho notar que la actitud subjetivista, que identifica sujeto y objeto, es la razón más plausible del hecho histórico de que ninguna de las grandes culturas orientales produjo ciencia del mundo material, aunque compilaron gran cantidad de datos astronómicos y desarrollaron la matemática y la tecnología en formas sorprendentes. Pero este entender, y aun el generalizar las observaciones experimentales, exige una nueva labor, a un nivel más amplio que la experimentación. No hay ciencia sin raciocinio; se quedaría en mero catálogo de datos. La abstracción y universalización de lo concreto se funda finalmente en una razón profunda: el proceder de la materia se atribuye a su esencia: las cosas hacen lo que hacen porque son lo que son. Es el conocer filosófico el que permite la estructuración de cuanto nos da la experiencia, de forma que se intuyen y expresan relaciones, cualitativas y cuantitativas (que se pueden expresar en lenguaje matemático), así como la búsqueda de causas próximas y remotas de los hechos observados. De esta forma podemos sistematizar el conocimiento según el carácter de las relaciones que lo constituyen:

• • • •

Física (en sentido amplio): estudio de relaciones de la actividad experimentable de la materia. Matemática: estudio de relaciones puramente cuantitativas, sin referencia a la materia concreta. Filosofía: estudio de relaciones entitativas, esenciales o accidentales, en el nivel natural. Teología: estudio de relaciones entitativas en el nivel de lo sobrenatural conocido por revelación.

Por raciocinio de inferencia y deducción lógica, nuevas relaciones pueden obtenerse que extienden la comprensión de los datos y sugieren nuevos campos de conocimiento y predicción, De esta manera el conocimiento avanza. El hecho histórico de que varios autores, independientemente, intuyen la misma que extensión de lo ya conocido (como ocurrió con el cálculo infinitesimal descubierto simultáneamente por Newton y Leibniz) no exige postular un mundo de las ideas, existiendo independientemente al modo Platónico y esperando que varios exploradores lo descubran. La misma base de datos y conocimientos puede naturalmente sugerir el siguiente paso lógico a varios estudiosos de un nivel comparable de habilidad e intuición.

3. CRITERIOS DE CERTEZA La base de la racionalidad humana es la aplicación universal de ciertos principios básicos de orden abstracto, filosófico, sin los cuales es imposible conocer, aun en el nivel más elemental. Tales son: el Principio de identidad, el Principio de no-contradicción, y el Principio de razón suficiente. Todo conocimiento científico, filosófico o teológico necesita seguir estas leyes lógicas, que manan de la misma naturaleza de la realidad, desde la grandeza de Dios hasta el nivel más ínfimo. Pero la ciencia en el sentido técnico de la palabra, y especialmente la física, exige más. El criterio último por el que se acepta una hipótesis o teoría es la comprobación experimental de sus predicciones, y no se concede valor científico a ninguna elucubración, aun muy atrayente, si es imposible verificarla en experimento. Incluso si hay limitaciones tecnológicas que hacen imposible actualmente el experimento necesario, por lo menos este debe ser posible en principio. Por este criterio queda reducida a mera ciencia-ficción toda hipótesis de «otros universos» (por definición, incognoscibles y sin interacción con el universo en que existimos), o de parámetros con valores estrictamente infinitos: todo instrumento de medida es siempre limitado en su rango de actuación, y no puede nunca dar una medida de infinitud real. Esta exigencia de comprobación experimental puede decirse que es la que define a las ciencias de la materia como hoy las entendemos, en cuanto distintas de un conocimiento filosófico. Incluso la matemática es más afín a la pura lógica desde este punto de vista, y la matemática pura se glorifica en su pureza, que desdeña cualquier aplicación de tipo tecnológico, mientras la lógica actual utiliza simbolismos matemáticos como expresión de la concatenación exacta de sus argumentos. La filosofía, en todas sus ramas, tiene como único criterio de certeza el rigor de sus deducciones. El argumento más definitivo contra una posición filosófica es que lleva necesariamente a un absurdo, en contra del Principio de no-contradicción.

En el campo de la teología, el criterio de certeza es la revelación, con el respaldo de infinito valor de la inteligencia y santidad de Dios. Sus desarrollos, estudiando el contenido de la fe, deben ser de estricta lógica, pero si llevan a conclusiones que desafían nuestra comprensión, no por eso deben rechazarse, con tal de que no terminen en un absurdo. No es de esperar que la realidad suprema de Dios sea perfectamente comprensible para nosotros, pues ni lo es la materia ni nuestra propia personalidad humana.

4. RELACIONES FÍSICA-TEOLOGÍA Una vez descrito el campo de aplicación y los criterios de certeza de las diversas formas de conocer, es obvio que la física, limitada a la descripción de la actividad de la materia en sus aspectos cuantitativos y experimentales, no puede directamente decir nada que afecte al contenido de la teología, que nos habla de la realidad inmaterial de Dios y de sus planes para el hombre. Ni siquiera puede la física tratar de los aspectos artísticos o éticos de la actividad humana: no hay instrumento alguno que mida el valor literario de un poema, la bondad o malicia de una acción, o la satisfacción de una amistad o del deber cumplido, ni puede establecerse experimentalmente el contenido de verdad de un pensamiento, ni su existencia. La física reconoce sólo cuatro interacciones (fuerzas) y define la materia por su capacidad de actuar por alguna de ellas: la fuerza gravitatoria, la electromagnética, la nuclear fuerte y la nuclear débil. Si hay una realidad que no puede describirse en términos de estas interacciones (como son la conciencia, el pensamiento abstracto y la actividad libre), no entrará dentro del concepto de materia y la física no tendrá nada que decir de ella. En consecuencia, es improcedente preguntar si la física puede demostrar la existencia de Dios o negarla, ya que ningún experimento puede lógicamente contestar a tal pregunta. Lo mismo puede decirse del espíritu humano, o de la existencia después de la muerte. Tampoco puede la física responder a preguntas sobre la razón suficiente de que exista el universo, ni acerca de su finalidad: no son objeto de comprobación experimental posible, ni tienen expresión cuantitativa en una medida o fórmula matemática. De modo correlativo, no puede pedirse a la teología que nos aclare conceptos de la estructura y actividad de la materia a ningún nivel. Ni la Biblia ni la enseñanza de la Iglesia nos dirá cómo ni cuándo comenzó el mundo, frío o caliente. Nada hay en el credo ni en el reciente Catecismo de la Iglesia católica que nos evite el estudio científico de algún aspecto del mundo material. Ciencia y fe son dos maneras limitadas y complementarias de conocer la realidad total de Dios, el universo y el hombre. Son, repitiendo las palabras de Juan Pablo ll, dos alas con que el hombre puede volar en búsqueda de la Verdad, y que colaboran en el único esfuerzo de profundizar más y más en el misterio que es nuestra existencia y la del mundo que nos rodea y del que somos parte.

II. IMPLICACIONES TEOLÓGICAS DE LA FÍSICA Pero la distinción de ambas formas de conocer no impide que la física actual ilumine positivamente algunos aspectos del contenido de la fe, proporcionando datos que nos permiten ver con mayor claridad algunos problemas de importancia trascendental. Creo que la física nos ayuda a la comprensión teológica de temas diversos que abarcan desde la totalidad de la creación material hasta el mismo concepto de materia y del hombre. En una presentación necesariamente concisa se pueden indicar, como áreas de común interés, el origen y finalidad del universo, su actividad inteligible, el desarrollo evolutivo hacia el ser humano, la realidad entitativa humana, el futuro del cosmos, y el concepto de materia en relación a la resurrección. En todos estos casos no se debe buscar un concordismo superficial, que trata de leer en relatos bíblicos, más o menos simbólicos, las ideas actuales acerca de la realidad cósmica, forzando significados para convertirlos en afirmaciones científicas o -menos aún- negando los datos de la ciencia que parecen incompatibles con el texto. Pero podemos encontrar satisfacción en una nueva convergencia de ideas científicas con el contenido real de las afirmaciones teológicas que se presentan en diversas formas en la revelación judeo-cristiana.

1. ORIGEN DEL UNIVERSO De todas las preguntas relacionadas con la cosmología -estudio del universo en su totalidadninguna es más básica que el problema de su posible existencia eterna o limitada en el tiempo. No ha habido un concepto cierto de verdadera creación (paso de la nada material a la existencia) dentro de ningún sistema filosófico o científico, desde los antiguos griegos hasta fines del siglo XIX. Tan sólo en el desarrollo teológico del Antiguo Testamento, en el libro segundo de los Macabeos, se afirma que Dios ha creado todo de la nada, pero esta nueva idea no se incorpora a la ciencia sino que permanece exclusivamente como parte de la teología. Para Newton, espacio y tiempo son realidades eternas, sin influjo físico sobre la materia, finalmente identificadas con atributos divinos. El universo tiene que ser también infinito en su contenido de materia, estático en cuanto a la posición de sus estrellas y sin un centro ni bordes, para conseguir que las fuerzas gravitatorias no produzcan un colapso total hacia el centro de masa. Esta idea de infinitud y eternidad se considera tan obvia y necesaria que se acepta sin crítica hasta comienzos del siglo XX. Sin embargo son las consideraciones de orden físico las que obligan a cuestionar tales premisas. Un universo de infinita masa en todas direcciones tendrá un potencial gravitatorio igualmente infinito en todos sus puntos, y sin diferencias de potencial no puede haber fuerzas gravitatorias. Un número infinito de estrellas, brillando eternamente, dará como resultado un cielo tan brillante como la superficie del Sol: no puede haber noche (paradoja de Olbers) y cada estrella necesita consumir un combustible nuclear finito para producir energía, de modo que el hecho de que hoy brillen estrellas exige una de dos respuestas: o el universo ha existido durante un tiempo relativamente corto, de modo que pocas estrellas han agotado sus fuentes de energía, o una continua aparición de materia, de la nada, permite la formación de nuevas estrellas cuando las ya existentes se apagan. En ambos casos se llega, inevitablemente, al

concepto de creación, bien en un único momento en un pasado calculable o en forma de creación continua. Este dilema no puede resolverse a priori, ni por preferencias personales de tipo filosófico, ni por aplicación de leyes físicas, que ni en un caso ni en otro pueden describir el paso de nada a algo. La ley más básica de todo proceso físico es la de conservación del acervo inicial de masaenergía, pues la física habla tan sólo de las transformaciones de la materia ya existente. Para dirimir la cuestión hay que recurrir a la observación experimental de las consecuencias lógicas de ambas hipótesis, para determinar cuál de ellas describe a la realidad objetiva y podemos decir que los astrónomos se vieron forzados, a pesar suyo, a aceptar la aparición total de la materia en un único momento de un pasado de alta densidad y temperatura. Los datos experimentales son inequívocos: hemos encontrado el resplandor y las cenizas de aquella hoguera primitiva, tal como predecían ya los cálculos de Gamow en 1948 para la radiación de fondo y los de Hoyle y otros para la abundancia de helio y deuterio. No hay forma lógica de explicar los datos sin recurrir a la etapa de altísima densidad y temperatura que se describe en el Big Bang, aunque quedan todavía muchos detalles sin resolver si queremos encontrar una teoría completa de la formación de galaxias o del intercambio de partículas y energía cuando la edad del universo era inferior a la millonésima de segundo. Algunos autores, queriendo evitar el comienzo -inexplicable en la física- han sugerido una etapa previa de contracción, de posible duración ilimitada en el pasado. Pero tal supuesta etapa es incognoscible: cualquier característica física que pudiese describirla queda destruida en las enormes presiones y temperaturas del Big Bang. Una contracción eterna supone densidad cero en su comienzo, pues cualquier valor no-cero que se le atribuya debe llevar a la contracción final en un tiempo finito y calculable; una densidad cero no conduce a la contracción. Una vez más nos encontramos con la imposibilidad de hacer física con parámetros infinitos, y también con la falta de rigor metodológico que supone el dar como explicación algo que no puede tener comprobación experimental. A la pregunta instintiva acerca de qué hubo antes, la Teoría de la relatividad responde con un desconcertante «no hubo antes». El tiempo y el espacio son parámetros íntimamente ligados a la materia, y no tiene sentido preguntar ni dónde ni cuándo aparece ésta. Se hace necesario, en consecuencia, aceptar un comienzo total de toda la realidad que estudia la física: partículas, energía, vacío físico, espacio y tiempo. Cualquier realidad lógicamente previa -no temporalmente- será de otro orden, independiente del marco espacio-temporal y de las actividades que definen a la materia: será inmaterial -espiritual- y la física nada podrá decir de ella. Es en este contexto donde la pregunta filosófica de la metafísica, «más allá de la física» acerca de la razón suficiente que explique la existencia de la materia exige aceptar un Creador espiritual de potencia infinita. Ninguna potencia limitada puede hacer que exista algo sin algún tipo de materia prima para construirlo. Con una comparación tomada del lenguaje matemático, sólo el infinito (que no es un número en sentido estricto) actuando sobre el cero (tampoco número en sentido unívoco, equivalente a la nada) puede dar lugar a un número, aunque sea éste indeterminado por el formalismo y esta actuación creadora es necesariamente de actividad inteligente y libre, pues no se trata de un proceso necesario, emanativo o evolutivo, ya que tal desarrollo interno nunca puede dar lugar a una nueva realidad de un orden esencialmente diverso. La conclusión a un Creador espiritual es de orden racional, sin depender de un contexto religioso, y lleva ya a la idea de un Ser infinito y personal, superior a todo lo creado y única

razón última suficiente de existencia de cuanto existe. Su actividad creadora alcanza todos los tiempos y todos los niveles de la realidad finita: es necesaria para la conservación en cada instante y para la actividad más íntima de cada partícula. Lo que no puede comenzar a ser sin Él, no puede nunca existir sin Él; con una frase tradicional: «La conservación es una creación continuada». En la historia de la filosofía no aparece claramente la inferencia al acto creador, aunque hay autores que afirman su deducción por Aristóteles. Sin conocimientos físicos adecuados no es de extrañar que el concepto de una materia eterna, no evolutiva, se tomase como sinónimo de materia increada, y las concepciones religiosas no bíblicas presentan la materia como previa a los dioses o como una emanación inconsciente y reciclable de una única realidad en que se confunden los niveles espirituales y corpóreos (ideas panteísticas orientales). Solo se habla de estructuración en la lectura más probable del Génesis: el autor nada dice sobre la procedencia del caos primitivo, océano tenebroso que cubre sin límites una tierra subyacente e informe. En el segundo libro de los Macabeos sí se afirma el paso de nada a algo, y esta idea se incorpora al Credo cristiano y a su elaboración teológica, que incluye una edad limitada para el universo, aunque parezca posible en principio a santo Tomás una creación ab aeterno, por no tener tampoco razones físicas que sugieran la necesaria evolución limitada de todo sistema material. Es, pues, la afirmación científica de un comienzo temporal una base claramente indicativa de un acto creador y de la necesidad de un Ser inmaterial, causa suficiente de cuanto existe en el universo. La teología, recibiendo la revelación bíblica y elaborando su contenido en la fe, converge perfectamente con el discurso científico-filosófico. Pero no es tan sólo el tiempo limitado en el pasado lo que nos lleva a ello. La ciencia actual, con el principio antrópico, apunta a una razón más profunda, ligada a la finalidad del universo y a la necesidad de especificar todas sus propiedades en el primer instante.

2. MACROFÍSICA Y MICROFÍSICA: PRINCIPIO ANTRÓPICO La evolución de la materia desde el Big Bang, la gran explosión descubierta y demostrada por la cosmología moderna, lleva a la formación de galaxias, estrellas, planetas y, últimamente, seres inteligentes con una base orgánica material, al menos en el Planeta Tierra. El proceso ha necesitado un tiempo del orden de quince eones (miles de millones de años) y depende de las propiedades de los elementos constitutivos de la materia y de sus leyes más básicas. No conocemos en detalle muchos de los pasos evolutivos, pero podemos preguntarnos qué hubiese ocurrido de ser el cosmos, ya en su momento inicial, distinto de lo que de hecho fue. La pregunta no ha partido del ámbito filosófico o teológico sino del campo de la física, y su respuesta se basa en cálculos matemáticos de procesos físicos a diversas escalas. Primeras sugerencias de Eddington acerca de coincidencias numéricas, independientes de sistemas de medida, elaboradas luego y ampliadas desde diversos puntos de vista por Dicke Collins, Hawking, Carter, Barrow, Tipler, Wheeler y otros, desarrollaron cada vez con mayor detalle la idea básica de que la existencia de seres inteligentes, aun en un único lugar, exige un universo con un ajuste finísimo de propiedades desde el primer momento. La condensación en galaxias de la nube incandescente inicial no hubiese podido ocurrir de no ser la densidad del cosmos muy próxima al valor crítico (que permite una expansión hacia un volumen máximo al que se acerca asintóticamente) y la formación de elementos necesarios para la vida exige un

equilibrio muy exacto de las intensidades de las cuatro fuerzas y los parámetros de las partículas elementales. No es posible calcular las consecuencias de cambiar de manera simultánea todas estas propiedades para tener un tipo de materia radicalmente distinto, pero podemos demostrar que, en el entorno material en que existimos, cualquier cambio significativo lleva a condiciones incompatibles con el desarrollo de la vida hasta el ser humano (entendido simplemente como animal racional). Los argumentos detallados se basan en las interacciones necesarias para síntesis nucleares en las estrellas y las exigencias de macromoléculas para la información genética, con períodos evolutivos desde la vida microscópica a la humana que se infieren del registro paleontológico. Pueden verse estos datos y elaboraciones científicas en referencias múltiples. Del conjunto de cálculos e inferencias científicas surge la pregunta general: ¿por qué tiene el universo las propiedades que permiten su evolución hasta a la vía inteligente? Dos posibles respuestas tienen que contraponerse: o bien ocurre por azar o por diseño.

a) Azar La respuesta que lo atribuye al azar no es inteligible sin un cálculo de probabilidades en un conjunto de muchos universos, simultáneos o sucesivos, donde toda clase de parámetros variables producen combinaciones más o menos adecuadas a la vida inteligente. No puede hablarse de azar en un caso único, y los que buscan esta solución afirman explícitamente una infinitud de universos que asegure que en uno de ellos se producirá un entorno donde la vida florezca, pues en un número infinito deben realizarse todas las variaciones posibles. Es claro, sin embargo, que con esta hipótesis se viola la metodología científica, que no concede validez explicativa a ninguna solución que no tiene posible comprobación experimental, directa ni indirecta. Si se habla de una multitud coexistente, tampoco se da razón de su existencia, que exige para cada uno de esos cosmos el recurso a una creación no explicable por azar ni por proceso físico alguno. Si se trata de un conjunto infinito sucesivo, o se supone un universo eternamente reciclado, con cambios de sus constantes físicas en cada ciclo, o se atribuye su existencia a la afirmación arbitraria de que todo lo que es posible matemáticamente tiene que existir en la realidad. Muy brevemente se puede enjuiciar el valor de estas soluciones como hipótesis científicas. Los datos experimentales y la aplicación de leyes físicas conocidas impiden la posibilidad de ciclos eternos; y la segunda hipótesis es claramente ilógica, pues nuestras ecuaciones son tan sólo un lenguaje simbólico para representar aspectos cuantitativos de la realidad, pero no imponen su realización. Ni la Mecánica cuántica, interpretando la ecuación de Schrödinger en términos probabilísticos, ni la extrapolación de Everett, exigiendo la realización de todas las probabilidades, pueden dar lugar a una comprobación experimental de sucesos múltiples como ramificaciones reales de un experimento de laboratorio; menos aún de los pretendidos universos.

b) Diseño El recurso al diseño, con su connotación de una inteligencia y una decisión finalística, es expresado de forma muy sucinta por el gran físico John Archibald Wheeler. Partiendo de un

hecho obvio, base de la ciencia de la materia, se constata la mutabilidad -variabilidad- de ésta, raíz de toda interacción y de todo cambio observable. La mutabilidad implica ajustabilidad: todo lo que puede existir de diversas maneras puede ser determinado extrínsecamente ajustado- para que exista de una manera concreta. Más todavía: necesita ser ajustado para existir de una manera y no de otra, pues de otro modo no habría razón suficiente de su modo real de existir en preferencia a otros posibles. En consecuencia, es necesario un ajuste del universo y sus parámetros más íntimos ya en el primer momento del Big Bang, que determine las características iniciales de modo que la vida inteligente pueda florecer en su desarrollo futuro. Tal ajuste se relaciona con la vida inteligente no por un antropocentrismo anticuado, sino porque para la vida inteligente se necesita la máxima estructuración de la materia, que restringe más estrictamente las posibilidades de variación. El agente de tal ajuste primitivo, hace miles de millones de años, se encuentra -para Wheeleren nuestra actividad cognoscitiva actual. Recurriendo al concepto de observador cuántico que hace real aquello que observa, propone una causalidad circular hacia el pasado: al observar ahora el universo, determinamos que haya tenido las propiedades necesarias para que podamos existir, de modo que nuestra actividad hace existir el universo en forma adecuada ya antes de que se dé nuestra propia existencia. Resulta asombroso que tal raciocinio se presente como aceptable, ni en física ni en sistema lógico alguno. Aun en las interpretaciones más extremas de la Mecánica cuántica, en que se llega a negar realidad a lo que no es observable en un experimento, nunca se afirma que tal observación condicione la existencia del observador, sino sólo de lo que puede observarse y no puede hacerse ciencia sin el presupuesto de objetividad ya mencionado por Einstein. Al llegar a este punto, es posible reexpresar el argumento en una sencilla formulación filosófica: todo lo contingente exige una determinación de su modo de existir, que tiene finalmente que atribuirse a un agente necesario, no contingente. Así nos encontramos de nuevo ante la necesidad lógica de un Creador omnisciente, conocedor de todas las posibilidades de creación, que diseña a la realidad que crea, por referencia a un fin buscado y querido libremente. Siendo de potencia infinita e independiente de la materia, su acto creativo no puede atribuirse a ninguna motivación de propio crecimiento o provecho. La respuesta filosófica y teológica es hermosa en su sencillez: la creación es un acto de amor y de bondad desinteresada, que busca la relación personal con seres capaces de conocerle y de gozar de su misma vida. Como dice Pagels, hablando del principio antrópico en sus diversas formas físicas, su única formulación coherente es la del principio antrópico teístico: el universo parece hecho para el hombre (animal racional) porque fue hecho para el hombre. Como expresión de finalidad, no es ya un principio estrictamente científico, pues no afirma nada susceptible de experimento ni de medida cuantitativa, sino un principio filosófico: una consecuencia metafísica de los datos de las ciencias de la materia, que siempre deben dar paso a otras consideraciones más amplias para explicar la realidad total. Una vez más debemos insistir en que no es la ciencia una fuente directa de información teológica, pero no debemos olvidar nunca sus datos al tratar de la materia y sus parámetros y evolución. Sin un conocimiento actualizado de estos conceptos se puede reducir la discusión a un nivel tan abstracto que no tiene referencia a la realidad de un universo que es también obra de Dios, empobreciendo así nuestra fe en su tendencia a conocer racionalmente y con mayor

precisión los datos de la revelación. Este esfuerzo por entender la fe define la teología y mantiene en un constante desarrollo de mayor profundización la enseñanza de los dogmas.

3. ACTIVIDAD DE LA MATERIA: REGULARIDAD Y AZAR Toda ciencia busca la descripción de la realidad material en términos de leyes que permiten la predicción de estados futuros a partir de condiciones iniciales conocidas, o la inferencia de etapas anteriores que expliquen el estado actual observado. Tales leyes son expresiones generalizadas de modos de proceder que tienen como base última las propiedades mismas de la materia. En consecuencia, las leyes son universalmente válidas en las condiciones en que pueden aplicarse. En el mundo de lo macrofísico se admite tal regularidad de proceder como obvia, aunque se habla de sistemas caóticos aun en el caso de los planetas del Sistema Solar o de otros conjuntos macroscópicos. El significado de la palabra caos es, sin embargo, distinto del que sugiere su uso vulgar; solamente indica una dependencia tan fuerte de pequeños cambios en las condiciones iniciales del sistema que la predicción de su estado a largo plazo no puede ser cierta. Así puede verse que la posición de Plutón, dentro de cien millones de años, puede cambiar en 180 grados en su órbita, debido a perturbaciones de otros planetas, si las condiciones iniciales varían en unos pocos centímetros. Al no ser posible ese grado de exactitud (ni en posición ni en valores de masas y velocidades), no es predictible la situación futura sino con un margen de error muy amplio. Como es obvio, esta incapacidad de predicción cierta no es consecuencia de ningún tipo de azar o indeterminación intrínseca a la materia, sino solo de la imposibilidad práctica de conocer con suficiente exactitud Todos los factores que se han de tener en cuenta en un sistema físico complejo. No hay en esto dificultad teológica relacionada con la actividad de la materia macroscópica o el concepto de indeterminación y azar. Pero en la microfísica se afirma que los fenómenos ocurren sin causa, aleatoriamente, y que tal comportamiento es intrínseco a la materia y no consecuencia de nuestras limitaciones cognoscitivas. De ahí se infiere la imposibilidad de conocimiento cierto del futuro, aun para Dios mismo, porque tal conocimiento sería contradictorio con la interpretación probabilística de la ecuación de onda que describe un sistema cuántico. Sin entrar en detalles de interpretaciones en términos de parámetros objetivos y no probabilísticos (por ejemplo, de Bohm) es suficiente subrayar la dependencia total de lo creado y contingente con respecto al Creador, tanto en el momento inicial de su existencia como en la conservación y actividad subsiguiente. No puede menos de conocer lo que ocurre quien hace posible el que ocurra, en los detalles más mínimos, e indica una falta de lógica filosófica el suponer que la actividad de la materia ya creada se da con independencia de quien la mantiene en la existencia. El azar no es tampoco una razón explicativa de un fenómeno físico, pues no representa fuerza alguna ni parámetro medible de la materia. El azar sólo expresa la falta de relación lógica entre propiedades o hechos que consideramos simultáneamente. Puedo encontrarme con un amigo al que no he visto en mucho tiempo, y tal encuentro ocurre por azar si no hemos hecho planes de vernos en ese momento en ese lugar, aunque cada uno tenga sus razones para acudir allí. Un meteorito puede caer por azar sobre una casa concreta, pues no hay ley física que relacione su trayectoria con la existencia de ese edificio. Ni hay ley que permita, a priori,

predecir tal encuentro, que supone la actividad libre humana de haber construido la casa en tal lugar. En ese sentido, el azar es una realidad continua en nuestra experiencia, pero no presenta un problema teológico: para Dios no hay jamás azar, ya que su omnisciencia conoce desde el primer momento toda la actividad de cada partícula de materia en toda la historia del universo. Más aún: al elegir crear la totalidad cósmica, el Creador elige las condiciones iniciales previendo en todos sus detalles más nimios el proceder de cuanto crea. Nada puede ocurrir por sorpresa para una inteligencia infinita que no se desarrolla en el tiempo. Ni tal conocimiento divino es obstáculo para la ciencia, sino garantía de orden y cognoscibilidad, ni deja de ser posible la ciencia por la actividad libre del ser humano. Es, pues, la física moderna un punto de partida válido para encontrar orden en el universo, compatible con el desarrollo científico y con la visión teológica de un Dios inteligente, para el que no hay azar y que no actúa arbitraria y caprichosamente al modo de los dioses paganos. Es también una base correcta para admitir la existencia de un principio de actividad libre en el hombre, que no contradice a las leyes de la materia, porque esa actividad no es de orden material, aunque se realice en el ámbito de un ser que pertenece también al mundo de la materia. Queda, incluso, abierta la posibilidad de una intervención extraordinaria del Creador en su mundo (milagro), no para derrocar sus leyes o hacer imposible la ciencia, sino para dar un nuevo elemento de conocimiento o relación personal del hombre con el Creador. Como obra excepcional tiene un fin sobrenatural y no destruye la actuación normal de la materia que es la base de la ciencia. Es posible también -en principio- la revelación, que no cambia ningún parámetro físico sino que comunica conocimiento. Tal comunicación se da en el ámbito humano, y ni ese intercambio de información ni las actividades libres subsiguientes se ven como incompatibles con la ciencia.

4. EVOLUCIÓN BIOLÓGICA HACIA EL SER HUMANO a) El hecho de la evolución No es cometido de la física el establecer los pasos por los que la materia inanimada da origen a la vida, ni describir las etapas de la evolución de especies hasta llegar al ser humano. Aunque la estructura viviente, organización complejísima de la materia, debe utilizar las fuerzas físicas para su cohesión y actividad, y deben ser cambios materiales en la programación genética los que dan lugar a nuevas formas, la física moderna no contribuye directamente a solucionar los problemas más profundos: la actividad de autoconservación y desarrollo de cada organismo, el paso de sencillas moléculas orgánicas a la complejidad de la célula, la formación de órganos enormemente especializados o el paso de vida no-inteligente a la vida inteligente del ser humano. El hecho de la aparición de la vida en la Tierra primitiva de hace unos 3.500 millones de años, y el hecho de su evolución están bien establecidos y no pueden negarse como datos. Pero seguimos sin conocer dónde ni cuándo ni cómo apareció el primer ser viviente, y es imposible por ningún análisis químico o clasificación de fósiles establecer si todo el proceso vital es

explicable en términos de puro azar o si debemos aceptar una direccionalidad finalística. Es aquí donde un estudio lógico de conceptos puede dar luz que aclare supuestos conflictos entre física y teología. Si la física comienza su trabajo con la aceptación de cualidades activas en la materia -fuerzasque sirven como base explicativa de su estructuración a diversos niveles, también la teología admite que Dios dio a toda la materia, creada por Él, capacidades de actuar. Ya en el Génesis se describen las plantas como destinadas a producir fruto según su especie, y esta actividad cuasi-vital es la que sugiere a la ciencia medieval un influjo de la Tierra y los astros en la formación de metales e incluso en las características de cada persona. Durante siglos se aceptó la realidad de una generación espontánea de organismos macroscópicos bien diferenciados, de tal modo que la materia, dotada por el Creador de estas capacidades, daría lugar a formas vivientes siempre que se encontrase en las circunstancias adecuadas. Si desde el punto de vista humano tal evolución puede decirse que ocurre al azar en cuanto a las circunstancias concretas de tiempo y lugar, sigue en pie la afirmación de orden y causalidad querida por el Creador y prevista en su realización concreta. Se aceptaba un influjo del ambiente en características de tipo secundario de los vivientes. Así se suponía una cierta evolución intra-específica que explicaría las diferencias individuales, y que tenía el mismo carácter aleatorio, aunque podría ser manipulada por el hombre, por ejemplo para mejorar el ganado. Sin datos de observación directa, no era lógico hablar de evolución de especies, y el relato del Génesis parecía ser la explicación correcta de la variedad de vida existente, variedad que nunca traspasa los límites específicos en tiempos asequibles a nuestra comprobación directa.

b) Explicaciones propuestas Como consecuencia de los trabajos de Darwin y Wallace se presenta una alternativa que se mantiene hasta hoy en ambientes de materialismo reduccionista o de fundamentalismo bíblico: se contrapone una evolución de azar ciego a una finalidad dirigida por el Creador. Como dos maneras antitéticas de explicar el mismo hecho: la diferenciación progresiva de las formas de vida a lo largo de la historia de la Tierra. Este dilema alcanza su máxima acritud al intentar explicar el último paso evolutivo, de los antropoides primitivos al ser humano, inteligente y libre. Es la disyuntiva vulgar entre «el hombre desciende del mono» o «fue hecho directamente a partir del barro» del relato bíblico. El mecanismo evolutivo se describe en términos concretos como el efecto de mutaciones en el material genético (ADN) de las células que dan lugar a un nuevo organismo. Tales mutaciones (cambios en algún punto de esa molécula complejísima) son debidas a factores químicos, térmicos o de impacto de partículas procedentes de materiales radioactivos o de la radiación cósmica. La mayoría de las mutaciones son nocivas o indiferentes, pero alguna mejorará al organismo para su supervivencia en un entorno determinado. Esto lleva a una selección natural que finalmente da lugar a nuevas especies que ya no pueden reproducirse entre sí. Por ser las mutaciones el resultado de hechos imprevisibles y no predispuestos por leyes físicas, es necesario admitir que la evolución es aleatoria, y no puede demostrarse finalidad en alguna concreta. La afirmación teológica de un plan divino que se desarrolla armoniosamente a través de los tiempos preparando la aparición del hombre sería -para el científico materialista- tan sólo una forma poética y antropomórfica de interpretar los hechos, pero sin validez lógica. Es, una vez más, el concepto de azar el que da lugar a conflictos injustificados. Es verdad que no hay correlación de leyes físicas que permitan establecer que tal rayo cósmico, con una

energía concreta, impactará sobre un punto determinado de un gameto sexual para dar lugar a una mutación previsible y de efectos evolutivos donde pueda observarse un desarrollo finalístico. En este sentido restringido, es claro que tales cambios se dan aleatoriamente, y la evolución sigue trayectorias totalmente arbitrarias marcadas por infinidad de sucesos microscópicos y también por extinciones macroscópicas y otros factores ambientales -épocas glaciales, volcanismo, deriva de continentes- que hacen imposible la predicción de su rumbo o la probabilidad de un desarrollo semejante, aun comenzando con las mismas condiciones iniciales en el mismo planeta. Pero esto no describe la realidad total, especialmente en relación con la vida humana. Como ya queda indicado, el azar no es un agente físico, ni puede orden ser causa explicativa de ningún tipo de orden. Esto es de importancia obvia cuando se quiere explicar la formación de órganos muy especializados, que necesitan ser perfectos en sus funciones para tener valor de supervivencia y selección. Uno de los puntos más oscuros del proceso de evolución por mutaciones genéticas es la necesidad de múltiples mutaciones, cada una sin valor para el individuo en que ocurren, que deben acumularse simultáneamente para dar lugar a un nuevo órgano o comportamiento que sí tiene ventajas para la supervivencia. Por, eso se habla de un equilibrio puntuado, que supone largos períodos de estabilidad mientras se van incorporando multitud de cambios en el material genético, sin efectos visibles hasta que en algún individuo de la especie se alcanza un conjunto crítico que produce el cambio evolutivo. Incluso parece necesario suponer que el cambio se da simultáneamente en un número amplio de individuos, pues un único ejemplar de la nueva forma no tendría probabilidad de perpetuarla. De cualquier manera que se intente explicar en detalle la evolución, sigue siendo filosófica y teológicamente cierto que para el Creador no hay azar, ni puede haberlo. Su conocimiento total de las propiedades y actividad de cada partícula o unidad de energía, en toda la historia del universo, determina la elección de condiciones iniciales que producen en el correr de los tiempos aquellos efectos que Él busca, en todos los niveles de estructuración. Si es propio de todo actuar inteligente el escoger los medios para un fin, más debe esperarse tal determinación finalística de la infinita inteligencia y omnipotencia del Creador. Pero esto no contradice la aleatoriedad desde el punto de vista físico y de experiencia humana, porque ninguna comprobación experimental puede detectar finalidad ni orden, que no son cuantificables en fórmulas matemáticas. La metodología científica no posee ningún instrumento para ello, aunque la pregunta sobre la finalidad sea la más espontánea cuando encontramos un objeto arqueológico o para entender el porqué de un acontecimiento humano.

c) La naturaleza del hombre Hay en el ser racional una nueva necesidad, superior a todo instinto animal, que le mueve a buscar Verdad, Belleza y Bien. Aparece ya este modo de proceder en los restos arqueológicos más primitivos que pueden relacionarse con certeza con el ser humano: decoración de objetos y de cavernas, fabricación de utensilios complejos, de instrumentos músicos, cuidado de enfermos, enterramientos... Nada de esto es explicable en términos de supervivencia o adaptación al medio, ni puede atribuirse a una programación genética, que puede dar razón de una nueva estructura orgánica o de un nuevo modo fijo de proceder, pero no es razón suficiente de un pensamiento, de un avance cultural, de la conciencia misma. Ni explica la actividad libre, que es nuestra mayor gloria y que nos separa con claridad del proceder meramente animal. Esta libertad no debe buscarse como resultado de la indeterminación cuántica de la actividad de las neuronas cerebrales, pues tal actividad no explica el

pensamiento abstracto ni por qué las decisiones humanas son libres mientras no lo son en un delfín o un elefante, con cerebros mayores que el del hombre. Debe insistirse en una aceptación constante y coherente del concepto de materia que nos da la física actual. La definición operativa de toda forma de materia se presenta en términos de sus interacciones con otra materia y en la práctica, con nuestros instrumentos. No puede atribuirse a la materia ninguna propiedad imaginada para resolver un problema si no puede reducirse a una actividad cuantificable. Esta actividad debe tener siempre como resultado algo también de índole material, con parámetros descriptivos en términos de masa, energía, carga eléctrica, etc. Nada de esto es aplicable al pensamiento ni a la libertad. Por eso no puede afirmarse que son de orden material ni debidas a las interacciones de la materia, aunque haya actividad cerebral concomitante, y el buen funcionamiento del cerebro sea necesario para pensar y ejercer la libertad. Es digna de mención la actitud casi universal de los físicos con respecto a poderes mentales que producirían efectos al exterior sobre la materia. Ni la telepatía ni la telequinesia (capacidad de mover objetos a distancia), ni la levitación ni los fenómenos de tipo espiritista han logrado aceptación científica: hay un escepticismo enraizado en la distinción entre el mundo de lo material y el de las actividades subjetivas de orden cognoscitivo-volitivo. Si estas actividades fuesen atribuibles a fuerzas físicas, con resultados también físicos, sería ilógico negar posibles efectos en el entorno. Pero, por criterio científico, es imposible atribuir la actividad racional a ninguna de las cuatro interacciones físicas, ni a sus combinaciones. Ningún parámetro cuantificable describe el contenido de un pensamiento abstracto, ni aspecto alguno de la vida humana en sus expresiones artísticas, éticas o religiosas, aunque su existencia e importancia no pueden negarse. Aquéllos que en un reduccionismo materialista niegan la libertad humana, la afirman en su proceder; exigiendo responsabilidades a otros y buscando reconocimiento por sus logros personales: una actitud totalmente absurda si nuestras acciones, vituperables o dignas de encomio, ocurriesen con la misma necesidad ciega y automática con que una piedra cae al suelo. Se dice algunas veces que la materia se hace consciente de sí misma en el cerebro. En su significado literal, esta afirmación es claramente falsa: nadie sabe qué tiene cerebro, ni qué hay en él, sin estudiar anatomía, lo cual debe hacerse en el caso del hombre con la misma metodología experimental de disección y estudios microscópicos que se necesitan para estudiar el cerebro de cualquier animal. Ni es nadie consciente de lo que hacen las neuronas cuando piensa, ni de ninguna otra actividad interna; en la visión, somos conscientes del objeto externo que vemos, pero no de lo que ocurre en la retina, el nervio óptico o la zona visual del cerebro. Aunque se hable de que la conciencia y la inteligencia «emergen» de la materia cuando ésta alcanza un grado suficiente de complejidad, tal afirmación o simplemente se limita a constatar un hecho, que es la indicación de racionalidad simultánea con el desarrollo cerebral, o tiene que atribuirse la nueva forma de actuar a alguna fuerza física, con la implicación de que la conciencia debe encontrarse en algún grado en todos los niveles de la materia, hasta las partículas elementales. No conozco a ningún físico que haya propuesto esto seriamente. Por eso se debe aceptar como única explicación lógica la postura de la filosofía y teología: una realidad inmaterial es razón necesaria y suficiente de la racionalidad, y exige un acto de creación directa puesto que no puede ser consecuencia de cambios físico-químicos en ningún momento de la evolución meramente biológica. Aunque el ser humano, como estructura del

reino animal, tiene un parentesco innegable con las formas de vida de etapas previas, el paso a ser racional tiene que incluir una nueva realidad del orden de existencia que es propio del Creador inmaterial. La frase bíblica en que el hombre se define como «imagen y semejanza» de Dios expresa lo más profundo y valioso de nuestra esencia, fuente de conocimiento, conciencia, libertad, creatividad y responsabilidad. Por eso somos personas, en el sentido en que el Creador es también personal -no una fuerza cósmica de evolución ciega- y podemos establecer una relación personal con Él. Esta es la única razón suficiente para que Dios decida crear. Quienes, aun desde la teología, intentan descartar como resto de creencias mitológicas o de dualismo griego la existencia de seres espirituales creados, incluso del alma humana, deben darse cuenta de la arbitrariedad de negar a priori que Dios, puro espíritu, pueda dar el ser también a criaturas semejantes a Él en su independencia de espacio, tiempo y leyes físicas. No hay razón lógica de negarlo, y la enseñanza bíblica y eclesial de veinte siglos afirma reiteradamente su creación. No hay razón alguna para esperar que la Iglesia pueda cambiar esa doctrina, claramente presente en concilios, documentos papales y el Catecismo de la Iglesia católica. Lo dicho por el Papa acerca de la aceptabilidad del hecho evolutivo, explícitamente excluye el atribuir el espíritu humano a ningún cambio genético. Ni tiene sentido hablar de la Iglesia triunfante y la proclamación de la gloria de los santos si se considera que en su muerte han dejado de existir por completo al deshacerse sus cuerpos. No puede entenderse al hombre como puro espíritu pero tampoco como sola materia, aunque sea difícil explicar su unión e influjo mutuo en una realidad personal. Ambos monismos son incompatibles con la experiencia básica de la unidad del yo humano, y ambos son también inaceptables en el ámbito teológico al hablar de nuestra existencia después de la muerte. Si es la persona humana la que sobrevive tras una destrucción total al deshacerse el cuerpo, sólo una segunda creación podría dar razón de que haya un verdadero viviente en la eternidad, que tendría que ser también «animal racional» con la misma estructuración esencial del hombre que murió, pero del que no podría lógicamente decirse que es la misma persona que desapareció en la tumba.

5. FUTURO DEL UNIVERSO El desarrollo evolutivo del universo a partir de la gran explosión inicial está marcado por el fenómeno de la expansión de un espacio que arrastra consigo los cúmulos de galaxias. No hay otra explicación física plausible para el corrimiento al rojo de las líneas espectrales, en todas las longitudes de onda, proporcional a la distancia de la fuente. Aun los proponentes más reacios del estado estacionario reconocen, con contadas excepciones, que el universo al alcance de nuestros telescopios está aumentando de volumen según la Ley de Hubble, con una velocidad que es función lineal de la distancia, aunque todavía no podamos dar un valor exacto de tal velocidad (con un error menor de un 10%). La pregunta que se formula automáticamente respecto al futuro se centra en esta expansión. O bien continuará de forma indefinida, sin llegar nunca a detenerse por completo (universo abierto), o debe finalmente ceder ante la atracción gravitatoria e invertir el movimiento para dar lugar a una contracción catastrófica en una especie de Big Bang a la inversa (universo cerrado). Ambos tipos de universo pueden tener topologías (propiedades geométricas)

compatibles con un volumen finito en todo momento. No es posible otra tercera solución a esta alternativa. La elección científica entre ambas posibilidades depende de la relación entre energía cinética de las galaxias y energía potencial de la masa gravitatoria que debe frenar la expansión. Por tanto debemos medir con la mayor exactitud posible las velocidades de las galaxias como función de su distancia, y la densidad media del universo en todas las formas detectables, aun indirectamente, de masa y energía. Todos los datos experimentales que actualmente poseemos, así como las teorías más plausibles de unificación de fuerzas y de condiciones iniciales, indican que la expansión continuará sin fin. La materia visible apenas llega a un 2% de la masa crítica, que marca el límite entre expansión y contracción; la masa invisible puede ser, tal vez, veinte veces más. No hay indicación alguna de que exista ni el valor crítico de densidad, ni menos aún un valor superior, necesario para la contracción. En ambas hipótesis se predice un futuro de destrucción de todas las estructuras materiales donde pueden darse condiciones para la vida sea cual sea su entorno. La hipótesis de contracción futura a pesar de la falta de apoyo experimental, se invoca a menudo como preferible, por sugerir la posibilidad de un reciclaje que evite el estado final, irrevocable, de oscuridad, vacío y frío. Pero no es compatible tal universo cíclico con las leyes físicas: en cada ciclo se da la conversión de masa en energía en las reacciones nucleares que permiten brillar a las estrellas, y ciclos subsiguientes tendrán más energía y menos masa, hasta terminar como universos abiertos. Ni deja de ser extraño que el proceso de construcción y destrucción de estructuras se considere menos absurdo por repetirse una vez tras otra. Debemos, pues, hablar -en términos físicos- de un universo abierto, cuya cesación de actividad puede describirse en etapas de duración inimaginable, pero que no vuelve a la nada, aunque sea cada vez más diluido su contenido de materia en cualquier forma. Desde el punto de vista humano, aunque sea más lógico hablar del fin de la vida en la Tierra, puede parecer que el universo es aún comprensible mientras duren las estrellas. Pero dentro de diez billones de años habrá tan sólo cuerpos oscuros y fríos, vagando interminablemente en un espacio de volumen mil millones de veces mayor que el actual. Es posible continuar las predicciones hasta edades trillones de veces más amplias, pero no cambia esencialmente el panorama de negrura y muerte, aunque se pueden llegar a destruir no solamente las estrellas y galaxias sino también los átomos y las mismas partículas elementales, para terminar en un vacío oscuro y frío con una densidad de energía siempre tendiendo a cero sin alcanzar nunca esa «nada» de la noexistencia. Ante estas predicciones científicas, es natural una reacción de desaliento y futilidad. ¿Qué sentido tiene una realidad tan maravillosa como la que la ciencia nos muestra a nuestro alrededor, si todo va a destruirse? Incluso la existencia humana parece carecer de justificación si todos los logros de nuestra inteligencia y voluntad, la cultura, el arte, los hechos más heroicos, van a desaparecer sin rastro ni memoria en esa negrura final. Hemos visto cómo el principio antrópico busca la finalidad cósmica en la existencia de vida inteligente; parece absurdo que la misma vida que justifica al universo termine siendo destruida irremisiblemente por la evolución futura según las leyes que permitieron la aparición y desarrollo de la vida humana. El materialismo marxista tomaba como dogma básico la eternidad de la materia y su continuo desarrollo hacia formas siempre de mayor perfección. Pero es precisamente la ciencia de la materia, la física que describe las grandes estructuras cósmicas, la que niega ambas

afirmaciones. La materia no es eterna en el pasado: ha tenido un comienzo y su evolución futura no es hacia mayor esplendor y desarrollo, sino hacia una muerte térmica incompatible con la vida y en último término con toda actividad, excepto las mínimas fluctuaciones del vacío cuántico. Nada tiene que decir la teología que cambie las conclusiones de la ciencia, pero sí puede darnos un punto de vista más positivo cuando se trata del futuro de la vida humana. Si queda establecido que en nuestra realidad personal debe aceptarse un componente esencial distinto de la materia, el espíritu o alma que nos distingue de los animales, puede aceptarse como consecuencia de su inmaterialidad una posible supervivencia fuera del tiempo y del espacio, aunque las estructuras materiales se destruyan. Es verdad que no sabemos cómo sería tal existencia, pues toda nuestra actividad aparece como una función de la totalidad humana, alma y cuerpo. Pero el no saber imaginarlo o explicarlo no es prueba de su imposibilidad. La revelación bíblica, en su elaboración secular, llega finalmente a esta afirmación de supervivencia más allá de la muerte individual. No se pregunta acerca de los procesos físicos de un universo evolutivo, desconocido hasta el siglo XX, pero en la destrucción del cuerpo no acepta la destrucción total del hombre. Esta idea es central dentro de la antropología cristiana, y la repiten y elaboran los tratados teológicos y formulaciones conciliares, hasta el Catecismo de la Iglesia católica de nuestros días. Si es aplicable a la muerte personal, debe también admitirse para la muerte cósmica, que no nos afecta más que lo hace la descomposición de nuestro cuerpo. El punto de vista teológico nos ilumina la aparente paradoja de que el universo parezca carecer finalmente de sentido. No han sido en vano su existencia y evolución; su final no es un volver a la nada, ni tampoco una mera continuación, por inercia física, de un mero existir sin valor alguno. Ha cumplido su cometido dando oportunidad para la vida humana, que trasciende todo límite temporal, y así se libra la misma materia de la futilidad. La teología, sin embargo, no se detiene aquí. La materia humana -ceniza de estrellas- se salva de ser destruida en la maravilla de la resurrección, y el cuerpo de Cristo, materia como la nuestra, está en el trono de la Trinidad, adorado por ángeles. Y es en el dogma de la resurrección donde la física moderna, sorprendentemente, nos apoya con un concepto de materia mucho más rico, flexible e inimaginable que el basado en ideas de «sentido común», que todavía limitan las disquisiciones de algunos teólogos, especialmente protestantes, pero también católicos, aunque influidos por la obsesión «desmitologizadora» del protestantismo moderno.

6. MATERIA Y RESURRECCIÓN Según la teología, la muerte debe dar paso a un nuevo modo de vida, en que ya no hay muerte, ni necesidad de renuevo de generaciones sucesivas. El ser humano está llamado a ser, en cuanto a su existencia y actividad, «como los ángeles en el cielo» (Mc 12, 25), independiente de las limitaciones de la materia, libre del marco espacio-temporal en que se desarrolla la actividad física. Esto afectará a la totalidad de la persona humana, dando valor permanente a todas nuestras acciones terrenas, y dando también sentido a la existencia de la raza humana y del universo en su conjunto, librando aun a la materia de la «futilidad de la

corrupción» (Rm 8, 21). En la resurrección de Cristo se encuentra el paradigma de este nuevo modo de vida. La predicción más insistente de Cristo en su catequesis de los apóstoles es la de su muerte y resurrección, y ninguna de sus obras maravillosas chocó tanto con la incredulidad de sus discípulos como su vida tras la sepultura. Ni siquiera sus enemigos intentaron negar con prueba alguna el hecho del sepulcro vacío, ni pudieron hacer más que proferir amenazas para acallar el testimonio de los apóstoles, que se presentaban, primariamente, como «testigos de la resurrección». No es necesario aquí dar detalles de los textos en que se afirma esta convicción de los apóstoles y de la comunidad cristiana primitiva: ningún exegeta objetivo puede ponerlo en duda. Como dice san Pablo, «si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe... y nosotros somos los más miserables de los hombres» (1Co 15, 17-19). No tiene sentido la palabra misma resurrección si no se aplica a lo que ha muerto, y es el cuerpo material el que ha sufrido esa situación destructiva de su actividad vital. Especialmente en el contexto de la cultura hebrea, tan apegada a lo terreno y a lo tangible, no puede concebirse que una existencia fantasmal se considere suficiente resarcimiento de la muerte más atroz. Por eso se hace necesaria la comprobación casi grosera de que Cristo vive: ningún otro argumento es suficiente para santo Tomás. La centralidad de la resurrección se afirma como el resultado de la experiencia directa de esos apóstoles, que comieron y bebieron con el Señor después de su muerte en la cruz, y que por esa experiencia se transformaron de cobardes incrédulos en testigos sinceros y valientes hasta la muerte. No hay explicación posible del cristianismo en ninguna otra hipótesis, ni puede reducirse a ningún tipo de «vivencia» subjetiva, individual o comunitaria, lo que se atestigua como hecho real, histórico, objetivo. Tal historicidad es explícitamente subrayada en el nuevo Catecismo de la Iglesia católica, contra toda interpretación simbólica o cuasi-mitológica, tan difundida entre intérpretes protestantes modernos. No se justifica el hablar de un hecho «meta-histórico» para rebajar su objetividad: la constatación de la muerte de Cristo y de su vida subsiguiente es estrictamente una prueba de su resurrección, aunque el momento mismo en que acaeció no tuviese testigos presenciales. Como nadie pone en duda la historicidad del nacimiento de una persona viva, aunque no haya testigos presenciales del hecho inicial. Las características de Cristo resucitado pueden resumirse en dos palabras: es Él mismo, transformado. Al mostrarse a sus discípulos, subraya la identidad, especialmente corporal; no es un fantasma, sino que tiene carne y huesos; es el mismo cuerpo, señalado por las huellas de los clavos y la lanza; tiene la capacidad de comer, y lo hace ante ellos, con gestos propios que llevan a su reconocimiento en Emaús y es la misma Persona, que recuerda lo que les ha dicho, que les conoce como amigos, que se dirige por su nombre a cada uno de ellos. La fuerza de convicción es total, y la maravilla de su nueva vida llega hasta la confesión de divinidad más explícita en el caso de santo Tomás. Pero siendo el mismo Maestro de su previa experiencia de tres años, es también un nuevo Señor que muestra -sin alardes- su total dominio sobre la realidad material, incluido su propio cuerpo. Las paredes del cenáculo no son barrera para su entrar o salir, ni se le puede ver o encontrar sino cuando y como Él quiere. Puede ser desconocido aun para sus íntimos, como si su cuerpo fuese totalmente plástico bajo el control de su Espíritu, y cuando, finalmente, tras cuarenta días de asombro, el Señor se despide de ellos en la Ascensión, ven cómo se eleva al cielo de manera espontánea, sin que peso o fuerza alguna pueda impedir su vuelo. La teología de siglos, en su esfuerzo para expresar realidades tan nuevas, da nombres a este proceder inusitado de la materia: el Cuerpo de Cristo goza de sutileza, agilidad,

incorruptibilidad, inmortalidad. Con la concisión de san Pablo: es un cuerpo «espiritual» (1 Co 15, 44), libre de las limitaciones físicas propias de la materia ordinaria, pero todavía cuerpo, y esta palabra no tiene sentido alguno sino como estructura material, básicamente compuesta de las partículas y energías que describe la física. Cualquier otra interpretación inmaterial es arbitraria y contradictoria. Consecuentemente, se plantea un desafío a nuestro entendimiento: ¿es lo que afirmamos compatible con la idea de materia de la física moderna? El modo en que la experiencia macroscópica vulgar nos presenta la materia lleva a afirmar como sus características inevitables la extensión, masa, impenetrabilidad y localización necesaria y única. A estas propiedades pasivas se unen otras de carácter activo, razón suficiente de las interacciones que aceptamos en los órdenes físico-químico y biológico; es fácil ver estos procederes como el resultado de energías que se conciben como menos materiales y de carácter accidental. Finalmente se supone que partículas y energía se distinguen con claridad entre sí y del marco espacio-temporal en que la materia actúa, sin que su actividad influya sobre el espacio o tiempo, ni sea afectada por ellos. Así se concibe el mundo físico dentro del paradigma newtoniano. A partir del siglo XX se establece la multiplicidad de noventa y dos elementos químicamente irreductibles, que forman el Sistema Periódico, y con los datos de la desintegración radioactiva y los experimentos de Rutherford, muy pronto se llegó a la conclusión de que todos esos elementos están formados por tan sólo tres partículas: protón y neutrón en el núcleo (nucleones) y electrones en la periferia del átomo. Hay dos nuevas fuerzas nucleares, fuerte y débil; la primera explica la cohesión de los protones y neutrones a pesar de la repulsión eléctrica de aquéllos, mientras la fuerza débil da razón de las transformaciones de partículas observadas en la radioactividad. Para explicar la estabilidad del átomo se requiere afirmar, contra las leyes del electromagnetismo, que un electrón acelerado (en órbita) no emite energía: de lo contrario, se precipitaría sobre el núcleo casi de forma instantánea. El estudio del espectro de luz emitido por cada átomo exige aceptar que los electrones sólo pueden existir en órbitas a distancias precisas del núcleo, perdiendo energía o absorbiéndola sólo en cambios de órbita. Para dar razón de este modo de proceder discontinuo es preciso incluir en la imagen del electrón un aspecto nuevo: una onda cuya interferencia selecciona las órbitas permitidas. Las partículas elementales dejan de ser pequeños perdigones con radio medible y localización precisa; parece que se convierten en algo irreal y que la misma noción de materia se desdibuja. Otras muchas partículas, de existencia efímera y propiedades extrañas, empezaron a proliferar en choques violentos. Algunas, hipotéticas al principio, dotadas de nuevas «cargas» de índole desconocida -color y sabor- terminaron por ser consideradas reales, pero sin posibilidad de existencia independiente (quarks). Todas las partículas son convertibles en pura energía, y pueden sintetizarse de la bruta energía de un choque. No hay distinción clara entre lo que considerábamos más básico, la partícula, y algo que parecía accidental a ella, la energía. Pero la energía no puede localizarse exactamente, ni es impenetrable, ni está individualizada, ni forma estructuras estables; ya no pueden afirmarse tales características como esencialmente necesarias tampoco para las partículas que de ella se sintetizan. La Teoría general de la relatividad establece una interacción entre la masa y el espacio vacío: el vacío físico es una realidad material con propiedades electromagnéticas y geométricas medibles. Incluso en la ausencia total de partículas y energía perceptible, ese espacio es algo real, afectado por una curvatura que la masa causa y que roba energía a un astro que se mueve en órbita sin rozamiento alguno (producción de ondas gravitatorias).

El comportamiento de las partículas, incluso de átomos enteros, sugiere su presencia simultáneamente en varios entornos, pues la trayectoria que siguen se ve influida por rendijas u obstáculos muy distantes en comparación con su tamaño (difracción e interferencia de electrones, neutrones, etc.). El efecto túnel, de gran importancia en la electrónica actual, se expresa afirmando el paso de un lugar a otro sin pasar por el medio. La individualidad de las partículas se pierde también, hasta el extremo que el insistir en ella imposibilita el cálculo correcto de resultados experimentales. Incluso la idea de impenetrabilidad deja de ser aplicable, aun en escalas macroscópicas, cuando estrellas enteras pueden desaparecer en el pequeño volumen de un agujero negro, verdadero pozo sin fondo capaz de aceptar masas sin límite alguno y en esa situación se describe a la materia como «fuera del espacio y el tiempo accesible a nuestros experimentos». Ya no es lógico negar que sea materia real el cuerpo de Cristo resucitado porque aparece dentro de un recinto cerrado, o porque parece ir de un sitio a otro en forma invisible, ni porque se sustraiga a comprobaciones experimentales a nuestro arbitrio. Todas esas exigencias «de sentido común» se basan en una concepción primitiva de la física. Nuevas teorías de unificación de fuerzas proponen espacios multidimensionales, aunque sólo sean directamente detectables las tres dimensiones espaciales de nuestra experiencia vulgar. Distorsiones varias del vacío hacia esas direcciones inimaginables explicarían las diversas fuerzas, que, a su vez, son indistinguibles de las energías y partículas que las actualizan en cada caso. Casi puede sugerirse que la única realidad material básica es el espacio-tiempo del vacío físico, arrugado levemente en campos de fuerza, e intensamente deformado en remolinos invisibles que aparecen como partículas, incluso con la producción espontánea y continua de pares «virtuales» que modifican los niveles de energía de un átomo (efecto Lamb). Por último, lo único que parece salvarse de nuestra concepción original, es la capacidad de actuar por medio de alguna de las cuatro fuerzas aceptadas por la física. Tal actividad puede no ejercerse, pero existe la posibilidad de hacerlo como la característica que define a la materia, sea en una estrella, en nuestro cuerpo o en el mismo espacio vacío. Ciertamente es difícil entender a la materia, y no debemos negar con facilidad la posibilidad de que, por concesión divina, se comporte en niveles macroscópicos como vemos lo hace en nuestros laboratorios al nivel de lo increíblemente pequeño. Esto es aplicable al cuerpo resucitado. El Catecismo de la Iglesia católica, en especial en los números 638 a 644, insiste en el carácter histórico y objetivo del hecho de la resurrección de Cristo. Y en el número 645 apunta a la transformación que cambia el modo de existir del Cuerpo del Señor: «No está situado en el espacio ni en el tiempo, pero puede hacerse presente a su voluntad donde quiere y cuando quiere. [...] Es soberanamente libre de aparecer como quiere [diversos aspectos], [...] pasa del estado de muerte a otra vida más allá del tiempo y del espacio [...], participa de la vida divina en el estado de su gloria», tanto que san Pablo puede decir de Cristo que es «el hombre celestial». En los números 988 y siguientes, se habla de nuestra resurrección: «El Credo cristiano [...] culmina en la proclamación de la resurrección de los muertos al fin de los tiempos, y en la vida eterna. La "resurrección de la carne" significa que, después de la muerte, no habrá solamente vida del alma inmortal, sino que también nuestros "cuerpos mortales" volverán a tener vida». Pero, como contraposición, leemos en el número 996: «Desde el principio, la fe cristiana en la resurrección ha encontrado incomprensiones y oposiciones. [...] Se acepta muy comúnmente que, después de la muerte, la vida de la persona humana continúa de una forma espiritual.

Pero, ¿cómo creer que este cuerpo tan manifiestamente mortal pueda resucitar a la vida eterna?». La respuesta a esta pregunta, en los números siguientes, acentúa nuestra asimilación a Cristo, y afirma la universalidad de la resurrección con sus connotaciones de estado definitivo, al fin de los tiempos, pero con premio o castigo según el proceder individual durante la vida en la Tierra, y se admite que el cómo sobrepasa nuestra imaginación y entendimiento: «No es accesible más que en la fe» (n. 1000). Nuestros conceptos e imágenes del cuerpo y su proceder se fundan sobre experiencias sensoriales unidas al marco espacio-temporal: no podemos comprender un modo de vida (que siempre significa actividad) si no hay un tiempo en que esa actividad se desarrolle. Es el mismo problema que afrontamos al hablar de la vida inmutable de Dios en su eternidad. Pero es la ciencia actual la que subraya que el tiempo es un parámetro de la materia; que antes de la gran explosión primitiva «no hubo antes», que el tiempo deja de tener sentido en el interior de un agujero negro y tampoco sabemos realmente entender lo que estas expresiones científicas implican: aunque el formalismo matemático sea correcto, nos es imposible imaginar la realidad que implican las fórmulas. Volviendo nuestra atención a la parte positiva de la enseñanza cristiana, se nos dice que el cuerpo resucitado de Cristo (modelo y fuerza activa para nuestra propia resurrección) existe fuera del entorno de espacio y tiempo, aunque puede hacer se presente en él a voluntad del espíritu. Sin espacio y tiempo no hay actividad física, ni puede haber desgaste o muerte. Tampoco puede ser la materia ordinaria barrera alguna para ese hacerse espacialmente presente, siempre posible por tratarse aún de un verdadero cuerpo. Los procederes antes descritos de las partículas elementales desafían ya nuestra comprensión científica, aunque están claramente comprobados y son reproducibles a voluntad; mucho más debe superarnos lo que Dios tiene reservado para los suyos en un modo de existir que no está ceñido por las leyes físicas. Tal vez el único punto que no parece tratarse de modo explícito en el Catecismo sea el de la identidad corporal. En el caso de Cristo, es obvio que Él quiere probar tal identidad a sus discípulos, con señales inequívocas de las heridas. Pero Él había muerto en el pleno vigor de su humanidad, y su cadáver no había sufrido descomposición ni alteración drástica. No es lo mismo en el caso de quien muere antes de su pleno desarrollo orgánico, con deformidades congénitas o adquiridas, en la decrepitud de la vejez, con un cuerpo destruido por el fuego o simplemente por el lento deshacerse en la tumba. Ni es tampoco claro el sentido de propiedad con respecto al cuerpo de quienes han tenido trasplantes de órganos o han pasado -directa o indirectamente- a ser asimilados en parte por otros. Pero es claro que todos los cambios orgánicos en la vida humana, con la sustitución constante de nuevas células y nuevos átomos en todos los órganos, no impide el que mi cuerpo sea identificado como el mismo desde la niñez hasta la vejez y la muerte. Es mi cuerpo la estructura material hecha a medida para mi espíritu, y bajo su control a lo largo de toda la vida. El identificar como propio un cuerpo compartido, tal vez ya en vida, sugiere problemas en que la física puede también ayudarnos a aclarar ideas. Como queda indicado, las partículas elementales son indistinguibles en nuestros experimentos: no puede decirse que tienen individualidad propia. Todas son intercambiables con energía, y esta energía permite rehacer partículas semejantes o distintas de las originales. Si aceptamos la idea de un substrato universal -vacío físico- cuyas distorsiones aparecen como partículas o energía, exigir su

identificación sería tan impropio como hacerlo con respecto a idénticos remolinos de las mismas gotas de agua en el mismo océano y si una célula llevada de mi cuerpo al laboratorio es un animal independiente de mí, pero vuelve a ser parte de mi cuerpo al reintegrarla al organismo, no hay realmente una objeción válida si esa célula o células han sido en algún momento parte de otro cuerpo humano. Las consideraciones sobre lo que es la materia y su inimaginable flexibilidad de comportamiento pueden también ayudar a nuestra comprensión teológica del misterio de la Eucaristía. Nada hay de carácter físico que pueda comprobarse directamente (por eso no es un milagro, en el sentido teológico y apologético), pero la afirmación de una presencia simultánea de un Cuerpo en diversos lugares, de la compenetración de todo el Cuerpo en cada partícula de ese Pan sacramental, de su independencia del entorno, no es absurdamente incompatible con el concepto de materia, sino una actualización misteriosa de sus más profundas potencialidades, descubiertas por la física. Si no podemos entenderlo -imaginarlo- podemos aceptarlo con humildad, como aceptamos sin comprenderlo el comportamiento de las partículas en la Mecánica cuántica. Lo mismo debe tenerse en cuenta al hablar de los milagros de Cristo en la Palestina de hace dos mil años: hechos visibles, comprobados por testigos sinceros y ofrecidos por Cristo explícitamente como sus credenciales de enviado de Dios, dotado de autoridad y poder divino. La transformación de agua en vino, la multiplicación de panes y peces, el caminar sobre las aguas o las curaciones instantáneas muestran que la realidad material es totalmente flexible en manos de su Creador, que tiene siempre libertad total para crear o transformar sus estructuras o controlar la función de sus fuerzas. No puede limitarse al Creador y conservador de cada átomo o electrón por una supuesta necesidad determinística que exige, implícitamente, una materia independiente de Él en su continuación de existencia y en su actividad. Tampoco es científico el decir que todo puede ocurrir por una indeterminación total que excluye un modo de proceder estable para la materia, negando así toda posibilidad de que hecho alguno, por maravilloso que sea, pueda indicar la acción directa de Dios, además de negar la posibilidad de verdadera ciencia, que exige leyes fijas de proceder para poder predecir y calcular la evolución de un sistema dadas sus condiciones iniciales. Aun en la Mecánica cuántica las probabilidades calculadas según la ecuación de Schrödinger se obtienen con exacta determinación, si bien no puede predecirse el resultado de un experimento concreto.

III. ADMIRABLE ES EL SEÑOR EN TODAS SUS OBRAS La totalidad de la obra de Dios forma un conjunto armonioso que refleja la perfección del que es esencialmente Verdad, Belleza y Bien. El orden natural se dirige al sobrenatural en un único plan salvífico que eleva a las criaturas al nivel de existencia y vida de su Creador. No hay nada que no pueda enaltecerse por esta transformación, excepto la aberración que constituye el pecado y que es el rechazar consciente y libremente el plan de Dios. En la Encarnación, se ennoblece lo más humilde, la ceniza de estrellas que se preparó durante eones para formar la Tierra y los seres vivientes en ella. En el ser humano, la imagen de Dios alcanza la identidad con Él en la persona divina de Cristo, y en Él y por Él se eleva al Padre el himno de admiración y gratitud que resonará eternamente en el coro de cuantos han sido incorporados a Cristo como hijos en el Hijo. En el Espíritu de Vida se nos vivifica tan profundamente que ya la vida humana participará del modo de existir, conocer amar de esa Trinidad incomprensible, pero que Dios ha querido revelarnos como barrunto de su realidad más íntima, que es el Amor «que mueve el Sol y las estrellas», con la frase feliz de Dante. En el no-tiempo de esa nueva existencia nos gozaremos, como Dios, conociendo y admirando todo lo que el Creador ha hecho en todos los tiempos, desde el instante del Big Bang hasta el final previsto por la cosmología física. También en ese ahora eterno entenderemos la materia y la vida; podremos maravillarnos de su riqueza y de la unión íntima de átomos y espíritu que se da en nosotros. Con la frase atrevida de san Pablo, «conoceremos como somos conocidos» (1Co 13, 12). No es, por tanto, la historia evolutiva del universo algo descartado como sin importancia, ni para Dios ni para los que con Él y en Él existen. Como última consecuencia de nuestra fe en la resurrección y pervivencia de todo el hombre fuera del espacio y del tiempo, encontramos ya una respuesta hermosa y completa al sentido del cosmos. Su existencia, con toda su complejidad y derroche de estrellas y galaxias, ha florecido en la materia preparada para que Dios una a ella el espíritu. El ser humano es la razón explicativa de que Dios cree: no por entretenerse en fuegos de artificio de átomos o estrellas, sino para encontrar en la creación una respuesta personal de adoración y amor, que solamente la criatura racional puede dar. La infinita generosidad de Dios se extiende hasta la Encarnación y redención, de modo que somos imágenes de Dios siendo imágenes del Dios hecho Hombre, Cristo Jesús. Todo ha sido creado por Él y para Él, y en Él reside toda la plenitud», como leemos en el hermosísimo himno de san Pablo en su Carta a los colosenses (Col 1, 13-20). Todo nuestro conocimiento del mundo físico, decía Einstein, es incompleto y pueril, pero para él era «lo más precioso que tenemos». Desde la luz de la fe, no es lo más precioso, pues este calificativo debe reservarse para el conocimiento de Dios y de su amor, pero sí es algo hermoso y digno de todo aprecio. Conocer la obra de Dios en cualquier aspecto de su grandeza es una labor ennoblecedora, y puede y debe hacerse sin prejuicios ni miedos. Como ha dicho Carl von Weiszacker, «el primer sorbo de la copa de la ciencia aparta de Dios, pero cuanto más se bebe de ella, más claro se ve en su fondo el rostro del Creador». Podemos estar seguros de que ninguna verdad científica será obstáculo para nuestra fe, y podemos confiar, por el contrario, que nuestro esfuerzo de entender lo que creemos definición clásica de la teología- se verá estimulado y ayudado por conocimiento más íntimo de la realidad material.

CAPÍTULO 3. FE CRISTIANA, LOS MILAGROS Y LA CIENCIA5 Por ser estos conceptos de utilización muy amplia y de aplicación varia en muchos contextos distintos, se hace necesario un análisis detallado de su significado en las discusiones teológicas, en el lenguaje escriturístico y en el ámbito popular. De otro modo es muy fácil caer en errores que dan impresiones inexactas o aun totalmente falsas de lo que son las relaciones entre ciencia y fe y el papel del milagro dentro de la teología cristiana.

I. CONCEPTO DE FE: DIVERSOS SIGNIFICADOS A) Primariamente fe es una forma de conocer contrapuesta a la propia experiencia o el propio raciocinio. Describe el proceso de adquirir conocimiento por testimonio de otros, a quienes se considera en posesión de una verdad que se comunica sin distorsiones debidas a prejuicios o deseo de engañar. Testigos dignos de fe son la base de decidir la inocencia o culpabilidad de un acusado en un juicio; incluso los expertos que examinan evidencia material tienen que ser dignos de fe en el testimonio que presentan. No es una fe de implicaciones religiosas, sino la manera casi universal de adquirir cultura, aceptando las contribuciones de personas de todos los pueblos y edades. Sin esta fe humana no podría conocerse nada de índole histórica, de lugares lejanos, de ciencias en que el sujeto no tiene posibilidad de comprobación propia (física atómica, medicina especializada, lenguas desconocidas... la práctica totalidad de nuestro conocimiento). Esta fe da certeza aun contra el testimonio de mis sentidos o los argumentos de mi sentido común. Así ocurre cuando creemos que la materia, incluso de mi propio cuerpo, es una nube de partículas en movimiento rapidísimo en un vacío casi total, o que la energía de un golpe puede convertirse en partículas en colisiones atómicas. La aceptación del consenso de expertos que no tienen motivo para engañar es suficiente y necesaria para que la ciencia, en todos los campos, pueda avanzar sobre los logros de previas generaciones. La certeza que se basa en la fe humana es posible aun cuando aceptamos algo que no podemos entender. Nadie entiende hoy la Mecánica cuántica, ni el que sea incompatible con la relatividad generalizada, aunque ambas teorías son los pilares en que descansa la física moderna y ambas tienen el refrendo de múltiples experimentos que prueban su validez en sus ámbitos respectivos. Tal es la fuerza de una convicción que tiene testigos dignos de fe en que apoyarse. En el campo de la teología, la base de aceptar el cristianismo es el hecho histórico de la vida de Cristo y sus enseñanzas en Palestina hace dos mil años. Este hecho tiene que establecerse por el testimonio de sus contemporáneos, con la misma metodología y criterio aplicable a la existencia de Julio César o de Cristóbal Colón. Sus enseñanzas también tienen que conocerse con el mismo método y criterio aplicable a las de Sócrates: sus discípulos, que convivieron con el Maestro y le escucharon, dan testimonio de sus palabras y hechos. Y lo hicieron con tal sinceridad que les costó la vida, por rechazar toda idea de negación o compromiso en su testimonio. 5

Conferencia desarrollada en El Escorial (Madrid, septiembre 2003) en un convenio organizado por la Vicaria episcopal de la Archidiócesis de Madrid para las Causas de los santos.

Esta fe humana, histórica, es la base racional del cristianismo, y sin ella es absurdo pedir la aceptación de su mensaje. Debemos tener pruebas de valor objetivo, o nuestra fe sería una vaga emotividad sin aplicación universal (encíclica La fe y la razón) o una mitología de pura construcción poética y sin influencia real en nuestra vida. Parte importantísima de la fe histórica cristiana es la evidencia de hechos que indican la actividad directa de Dios como refrendo de la misión y personalidad de Cristo. Tales hechos, los milagros, fueron necesarios para que la aceptación de las afirmaciones de Cristo acerca de su personalidad, sus poderes y sus enseñanzas no fuese irracional. Quien afirma ser Hijo de Dios, igual a Dios, anterior a Abraham, superior a los profetas, capaz de perdonar pecados, tiene que dar motivos indudables de su credibilidad. De lo contrario, sería locura aceptar sin más sus palabras. Una vez aceptada la divinidad de Cristo, sus enseñanzas tendrán el grado máximo de certeza que da pie a fe divina que da el asentimiento incluso a ideas y afirmaciones que superan nuestra comprensión. Si no podemos entender aun al proceder de la materia en nuestros laboratorios o en nuestro propio cuerpo, no es de extrañar que la naturaleza de Dios y sus planes nos parezcan incomprensibles. El Creador del universo no es un superhombre, entendido como una ampliación en mayor escala de nuestra propia personalidad, sino alguien que excede infinitamente todas nuestras capacidades de imaginar o de extrapolar nuestra experiencia. El testimonio de los apóstoles y discípulos nos llega después de veinte siglos, instruyéndonos acerca de la persona de Cristo y de sus enseñanzas. Si éste es el plan de Dios para que encontremos el camino hacia Él, es también necesario tener una garantía de fidelidad al mensaje, de modo que no se desvirtúe por cambios del lenguaje, interpretaciones personales, pérdida de textos, glosas o añadiduras arbitrarias. Sólo en una institución docente con poderes y asistencia dados por Dios mismo es plausible tal modo de transmisión fiel e íntegra. Cualquier «Iglesia» que presenta un mensaje como sujeto a interpretaciones contradictorias está automáticamente implicando que su enseñanza es de origen humano: Dios no puede contradecirse a sí mismo. Cristo prometió a sus apóstoles que recibirían el Espíritu de Verdad, que les mantendría en la verdad total de su enseñanza, de tal modo que les dice «quien a vosotros oye, a Mí me oye; quien a vosotros desprecia, a Mí me desprecia». Solamente en la Iglesia católica se encuentra este oficio universal de presentar el mensaje de Cristo sin alteración, no porque se hace con mayor sabiduría humana, sino por la presencia del Espíritu. Por eso la encíclica El esplendor de la Verdad se dirigió a los obispos, sucesores de los apóstoles, no a los teólogos, que pueden recibir de la Iglesia la aprobación de su magisterio, pero no son sujeto de la promesa de inerrancia dada por Cristo a la Iglesia. Si un teólogo se aparta de la tradición dogmática de la Iglesia, no tiene derecho a presentarse como teólogo católico, por mucho que conozca de crítica de textos o de culturas antiguas. Por ser Dios la Verdad infinita, podemos estar seguros de que el mensaje cristiano nunca puede contradecir verdades científicas en ningún campo del saber humano. Conflictos aparentes son el resultado de tomar como ciencia o dogma algunas interpretaciones personales, no los simples datos científicos y la enseñanza de la Iglesia. B) El segundo significado de la palabra fe se apoya en el primero, pero no indica la adquisición de nuevo conocimiento, sino su efecto en nuestro proceder. Se puede identificar con una

confianza que tiene consecuencias en la voluntad libre y en la afectividad. En el entorno meramente humano de nuestra vida diaria, puedo decir que tengo mucha fe en un médico no por recibir conocimientos de biología o anatomía de él, sino porque mi certeza de su habilidad y honradez me da la seguridad de que podrá ayudarme en mi enfermedad. Incluso se usa la expresión con respecto a cosas: fe en los efectos beneficiosos de un método gimnástico, de una infusión, de un medicamento tradicional. La utilización explícita de la palabra fe en este segundo sentido se encuentra en san Pablo: «Fe es la esperanza de los bienes eternos». Esta fe-confianza, presupone la primera (fe por testimonio), y puede llevar a un modo de organizar la propia vida cuando es fe en un líder, político, filosófico o religioso. Tal actitud será racional solamente si la persona a quien se entrega tal confianza ha demostrado merecerla, tanto por su eminencia en un campo concreto como por su veracidad y honradez con aquéllos que quieren seguirle y por la sublimidad de los ideales que se proponen. Todo esto se realiza en los que siguieron a Cristo, poniendo toda su confianza en Él y decidiendo libre y racionalmente que su vida debía ajustarse a sus enseñanzas, por ser verdades y normas dadas por Dios. Se da entonces fe divina en el contenido de la Revelación recibida de Cristo, basada en la suma credibilidad de Dios mismo. Y se pone en práctica lo que podría quedar en el ámbito meramente abstracto de conocimiento histórico o aun teológico, pero que se hace vida propia precisamente porque hay credenciales indudables de que ésa es la voluntad de Dios, que respalda a Cristo con milagros, sobre todo en su resurrección. Es lo que hicieron los apóstoles y cuantos a lo largo de los siglos han seguido a Cristo hasta la santidad y el martirio, viviendo las consecuencias de su fe en el Cristo conocido y adorado y hecho norma de vida. Esta es la «fe que mueve montañas» por tener a su servicio la omnipotencia de Dios, que no niega su poder a quienes confían en Él con la confianza total que también se basa en una inspiración concreta de Dios para invocarle en algún momento con certeza de que es su voluntad el conceder lo que se le pide. El rápido crecimiento de la Iglesia en los primeros años, aun en medio de persecuciones y rechazo de judíos y paganos, no tiene explicación suficiente sin reconocer el efecto de hechos milagrosos descritos en los Hechos de los Apóstoles después de Pentecostés. Recordemos que los seguidores de Cristo, encargados por Él de ir a todo el mundo para anunciar su mensaje, eran unos pocos pescadores iletrados, débiles, sin posición académica o social que los respaldase. Pero no olvidemos que, en la historia de la Iglesia, grandes santos de enorme influjo -como santo Domingo, san Francisco, san Ignacio, santa Teresa- no hicieron ningún milagro durante su vida, ni tuvieron esa inspiración de pedir gracias extraordinarias. Eso no quiere decir que tuviesen menos fe: los carismas del Espíritu se dan para bien de la Iglesia, no para demostraciones de carácter individual. Incluso es posible teológicamente que se dé un milagro por medio de una persona indigna, porque su fin no es probar la santidad del instrumento humano, sino la misericordia y el poder de Dios. C) El tercer significado de fe no trata de la respuesta humana, sino de un don de Dios, una virtud teologal, inalcanzable por medios humanos y sin efectos visibles ni en el nivel de conocimiento ni en la voluntad. Se da en el bautismo, aun al niño que no sabe lo que ocurre, y no adquiere ni nuevo conocimiento ni confianza en lo que no conoce. Es de orden sobrenatural: una infusión de divinidad que da valor eterno a mis acciones hechas en unión con Cristo, al que me incorpora como miembro de su Cuerpo Místico, hijo de Dios. Por esta fe se es miembro de la Iglesia en una forma definitiva que marca a la persona con un sello

indeleble que indica una elección divina, de tal modo que incluso el pecador más apartado de Dios recibe ayudas para arrepentirse y volver al pueblo de Dios en una forma real y viva. Solamente el que apostata de su fe pierde esa conexión en una especie de suicidio teológico, pero incluso en ese caso el bautismo no es repetible si el apóstata se arrepiente. Porque la fe teologal exige actividad cognoscitiva y volitiva como preparación para dar sus frutos, la Iglesia no permite el bautismo de quien no está instruido o tiene esperanza fundada de instrucción, como en el caso de un niño cuyos padres y padrinos garantizan explícitamente la educación cristiana del bautizado. No se trata de un rito mágico, sino de una cooperación con Dios con los medios a nuestro alcance, aunque sean infinitamente inadecuados para sus dones. Es ésta la fe que se define como don gratuito de Dios, independiente de todo esfuerzo y merecimiento humano, pero que Dios nunca niega a quienes han hecho lo que podían para encontrarle. En el modo normal de actuar la Providencia, que respeta nuestra libertad y el proceder natural de sus criaturas, esta fe se recibe después de los dos niveles ya descritos previamente, con un conocimiento suficiente de la vida y enseñanzas de Cristo y una confianza en que su camino es el único que Dios quiere que sigamos para acercamos a Él. Como «virtud», que significa fuerza, potencia, principio activo, no es de orden cognoscitivo ni sensible ni racional, sino una nueva capacidad de actuar en el nivel divino. Y como el actuar es consecuencia de la naturaleza de cada ser, la teología enseña que el bautismo nos hace partícipes de la naturaleza divina. Ni un ángel ni criatura alguna puede tener la participación en la naturaleza de Dios sino por generosidad de quien es la fuente de todo Bien y toda Vida. Es la fe salvífica que estamos describiendo la que nos lleva a ese modo de existir propio de Dios, pues no se da en su plenitud activa sino unida a la esperanza y la caridad, el amor total de entrega mutua que es la vida misma de Dios y nuestra felicidad eterna. Todo ser humano, de cualquier lugar y época, está destinado a esta unión con Dios: podemos estar seguros de que Él da gracia suficiente a toda persona para que de forma libre y responsable pueda aceptar el plan de Dios, aunque el entorno cultural o las circunstancias peculiares de cada uno parezcan hacer imposible tal conocimiento y respuesta propia. No sabemos cómo Dios actúa sobre el espíritu humano, tal vez en el momento de la muerte, pero sí es cierto que su infinito amor y justicia implican necesariamente un deseo real de la salvación de todos, y esto incluye la incorporación al Hijo, Jesucristo.

II. SIGNIFICADO TEOLÓGICO DE MILAGRO El Catecismo de la Iglesia católica, en el número 156, subraya la conexión entre pruebas de que se ha dado la revelación, su contenido, la persona y presencia histórica de Cristo en el mundo, y el asentimiento a esa revelación y sus enseñanzas al aceptar la fe. Si Dios nos ha hecho imagen suya por la racionalidad y libertad, no puede pedirnos que dejemos de usar la razón al encontrarnos con sus manifestaciones históricas, encaminadas, precisamente, a ayudarnos en lo que la razón sola no puede alcanzar. «Para que la sumisión de nuestra fe pueda darse de acuerdo con la razón, quiso Dios que pruebas externas de su revelación se uniesen a las ayudas internas del Espíritu Santo. Así los milagros de Cristo y de los santos, las profecías, el crecimiento de la Iglesia y su santidad, su

fecundidad y estabilidad "son los signos más ciertos de la revelación divina adaptados a la inteligencia" de todos, son "motivos de credibilidad" que muestran que asentir a la fe “de ningún modo es un impulso ciego de la mente” (Dei Filius DS 3008-9; cf. Mc 16, 20, Hb 2, 4). La fe implica libertad, en cuanto no puede darse con coacción o imposición: «Nadie puede ser forzado a abrazar la fe contra su voluntad» (número 160). Pero esto se interpreta falsamente si se entiende como si la fe no pudiese tener evidencias que la sostengan: es obvio que el texto se refiere a una imposición externa, política o social, de presión humana. En el ámbito interno, la libertad de rechazar aun pruebas convincentes es una manifestación de que los prejuicios son capaces de llevarnos lo que es lógicamente una prueba clara de que estamos ante una manifestación divina. Ni siquiera es necesario restringir al ámbito religioso esta libertad: nadie verdaderamente entiende en toda su complejidad la teoría de la Mecánica cuántica, pero hay demostraciones experimentales indudables de su validez, y sólo una actitud de prejuicio que no quiere que se le impongan los hechos puede hoy rechazarla racionalmente. En la Alemania nazi se rechazó la Teoría de la relatividad por un prejuicio racial: era ciencia judía; en la Rusia soviética, se rechazó la fijeza de transmisión genética, porque era incompatible con el postulado comunista de una transmisión de actitudes sociales y políticas. Por otra parte, la primera afirmación de fe en el Credo: «Creo en Dios, Creador del cielo y de la Tierra» se dirige a una verdad que el Concilio Vaticano I definió como cognoscible con certeza por la razón humana: tal certeza de raciocinio lógico no impide la fe ni la desvirtúa. Ni se niega que sea fe la proclamación de santo Tomás tocando las llagas de Cristo resucitado, aunque se alaba como mayor la fe de quienes creyeron sin haber visto, por el testimonio suficiente de testigos.

1. ¿QUÉ ES UN MILAGRO? El concepto de milagro apologético (que sirve para fundamentar la fe), tal como se acepta en teología, se aplica a un hecho que es objetivamente observable y que indica la acción directa de Dios sobre la naturaleza. Al menos como hipótesis, es posible encontrar fenómenos objetivamente comprobables, con independencia de todo prejuicio o condicionamiento cultural, que no son explicables en términos de las leyes de la materia. No solamente son inexplicables por nuestra ignorancia, sino porque ocurren con resultados que, en su estado final o en el modo de obtenerlo (por ejemplo con una simple orden de que ocurra), transcienden todas las formas comprobadas de actuar de la materia según sus fuerzas y potencialidades. En tal cao que se dará solamente en un contexto religioso, se debe admitir la acción de Dios como única razón suficiente. Éste es el milagro apologético. La exigencia de comprobación objetiva limita el milagro apologético a hechos externos, no subjetivos o transitorios, ni dependientes de la fe del que quiere comprobarlos. Una visión de la Virgen no es un milagro apologético: nadie puede verificar qué se está viendo en cada momento, aunque es posible que se den fenómenos concomitantes inexplicables y verificables por cualquiera. Lo mismo debe decirse de una experiencia mística, sea cual sea, o de una conversión, aunque sea maravillosa e inesperada. Efectos posibles del psiquismo humano sobre el propio cuerpo son también difíciles de distinguir de milagros si no hay un cambio orgánico repentino, en especial en casos de personas de índole excitable o sugestionable.

Según esta definición restringida, no es milagro apologético la Eucaristía, por no ser comprobable que el pan se ha transformado en el Cuerpo de Cristo y el vino en su Sangre. Aceptamos este dogma por la fe, no por evidencia física. Pero han ocurrido hechos maravillosos, en que esa transformación dejó visiblemente carne sobre el altar (observable aun al microscopio), o en que la presencia de sangre era obvia a cualquier observador. En esos casos, los cambios visibles sí constituyen un milagro si se comprueba que así ha ocurrido. Tampoco es milagro apologético el que personas en gran número hayan visto moverse el sol en Fátima, pues el sol no se movió realmente, aunque sea tal vez de origen sobrenatural el que lo observen inesperadamente muchos miles sin acuerdo previo. Ni son milagros los casos de estigmas, que la medicina conoce pueden deberse a efectos psicosomáticos, ni tienen valor de información histórica las posiciones de las llagas en un lugar u otro del cuerpo (que coinciden con las que muestran crucifijos utilizados por la persona estigmatizada). Recordemos que los milagros solamente tienen como función el mostrar la actividad divina para bien de la Iglesia, no para evitar nuestro estudio. Como ejemplo perfecto de un milagro apologético es digno de mención el milagro de Calanda (1640). Un joven, Miguel Juan Pellicer, recuperó una pierna amputada por debajo de la rodilla dos años y cinco meses antes, repentinamente, durante el sueño. Testificaron cientos de testigos, incluyendo los cirujanos que se la amputaron, sus padres, los vecinos de pueblos en que pedía limosna recorriéndolos en sus muletas. Toda Europa se maravilló del hecho, y el mismo Rey de España lo comprobó cuando Miguel Juan fue a Madrid a petición del soberano. No es falta de objetividad el aceptar tal hecho, sino el negarlo por un prejuicio ciego que no quiere enfrentarse con lo que no encaja en una presuposición arbitraria. Así reaccionó el filósofo Jung, diciendo que el milagro tiene las mejores credenciales históricas que uno pueda exigir, pero como de su aceptación se seguiría tener que reconocer la acción divina, la única solución es negarlo. Un milagro, en principio, puede indicar acción divina -reconocible como tal- sobre la materia inanimada: el mar, la atmósfera, objetos naturales o artificiales. O sobre seres humanos, en su proceder externo, sus cuerpos (curaciones) o sus actividades incluso de orden intelectual: profecía, conocimiento de hechos ocultos, de otras lenguas). Pero siempre es necesario establecer los hechos reales, el antes y después, y el modo en que se obtuvo el resultado, de tal manera que se vea claramente que excede el ámbito de actividad meramente material o humana. No hay base científica para afirmar que cinco hogazas de pan pueden multiplicarse para alimentar a cinco mil personas, ni que las moléculas de agua pueden moverse al unísono, por azar, bajo cada pie, repetidamente, para sustentar al que camina sobre las aguas (sin tener en cuenta la conservación del momento lineal del conjunto). Más absurdo todavía es atribuir a una sugestión la curación instantánea de un ciego o tullido de muchos años, o la resurrección de un muerto. Ni acepta nunca la ciencia que un acto de la voluntad (una orden) tenga efectos en el mundo externo de la materia: la objetividad experimental exige excluir cualquier factor de orden psíquico. Quien afirma que una explicación propuesta es suficiente cuando se enfrenta con un hecho milagroso, debe poder repetir el fenómeno bajo condiciones de laboratorio: éste es el criterio práctico al que debe someterse cualquier hipótesis explicativa. Lo demás no es ciencia. Si la negación arbitraria de lo que no se quiere admitir es claramente reprobable como irracional, también es inaceptable la obsesión milagrera de algunos ambientes. No es de esperar que Dios, después de tantos siglos de parsimonia, haga milagros en nuestro tiempo

con un calendario fijo de días y horas y lugares. Ni es milagro cualquier acontecimiento, aun providencial, que nos parece un regalo especial de Dios. La Iglesia espera que Dios responda a nuestras oraciones con una dirección invisible de los acontecimientos, para los cuales su infinita Sabiduría y Poder han dispuesto todo desde la creación del universo teniendo en cuenta esas oraciones. Los milagros que se piden para una causa de beatificación o canonización no serán milagros realizados en vida por la persona de cuya santidad se trata: éstos pueden contribuir a establecer su fama de santidad, pero no son un argumento de valor probativo con respecto a su glorificación en el cielo ni a su posible papel de modelo de seguimiento de Cristo. Incluso dice el Señor que algunos que son rechazados como réprobos podrán argüir que hicieron prodigios en su nombre. Lo que la Iglesia exige es que Dios avale con milagros, pedidos a la omnipotencia divina como muestra de su aprobación, la santidad ya alcanzada irrevocablemente en la gloria eterna. Siempre será una curación extraordinaria el hecho que se estudia. Debe constar que el milagro se ha obtenido por recurso explícito a la intercesión de la persona cuya causa se presenta, y debe examinarse cuidadosamente cuanto puede indicar si tal milagro podría o no deberse a otros factores que no exigen intervención directa del poder divino. Desde ese punto de vista, no es suficiente el que un examen médico haya indicado la gravedad de una enfermedad ni su prognosis negativa. Será más importante muchas veces el modo en que ocurre una curación, sin tratamiento adecuado, en un tiempo muy breve, sin secuelas ni períodos de recuperación. Curaciones de pacientes incapaces de influir en su propio estado (en coma, niños de muy corta edad) serán más fáciles de establecer como independientes de cualquier efecto psicosomático. Todo esto debe hacerse más explícito según lo permitan los avances de la medicina. En los relatos evangélicos encontramos constantemente esas características de los milagros de Cristo -curaciones- aun de quienes ni siquiera lo habían solicitado. Cuando Dios quiere dar a conocer su omnipotencia misericordiosa, lo hará en forma clara, tanto para refrendar la autoridad de su Mesías como para confirmar la santidad de sus siervos más fieles.

2. LOS MILAGROS DE CRISTO Las afirmaciones que encontramos en los Evangelios, atribuidas a Cristo durante sus tres años de vida pública, no tienen paralelo alguno, no ya en el resto de la Biblia, sino en la historia de cualquier religión. En un breve sumario podemos mencionar que, de manera repetida, proclamó que: • • • • • • • • •

Él es el que ha de venir, el Mesías (Mt 11, 2-6; Jn 4, 26; 10, 24-25; Lc 7, 20-23). Tiene autoridad y dignidad superior a profetas y sabios, a Jacob y Abraham y Moisés. Es Luz del mundo, capaz de dar vida eterna (In 8, 12; Jn 6, 51-58). Es el único camino hacia Dios, ante el cual no cabe la neutralidad (Lc 11, 23). Tiene la potestad divina de perdonar pecados (Lc 5, 24) y de obrar (Jn 5, 19-30). Exige una adhesión por encima de todo lazo familiar (Mt 10, 37). Tiene conocimiento íntimo y exclusivo de Dios (Jn 17, 3-5). Es conocido en su verdadera personalidad solamente por Dios (Lc 10, 22). Es Hijo de Dios de un modo único, exclusivo (Jn 3, 16- 18; 5, 18; 11, 30).

Tales afirmaciones serían pretensiones ridículas si no ofreciese pruebas, y sería irracional aceptarlas sin pruebas suficientes. Pero Él se remite a sus milagros como garantía de su misión: • • • • •

«ld y decid a Juan lo que habéis visto...» (Mt 11, 2-6). «¿Todavía no entendéis?», increpa a los discípulos que no razonan sobre la multiplicación de los panes (Mt 16, 8-11; Mc 8, 17-21). «Para que sepáis que el Hijo del Hombre tiene potestad para perdonar pecados... ¡Levántate y anda!» (Mt 9, 4- 6; Mc 2, 5-11; Le 5, 20-24). «Si Yo no hubiese hecho cosas que nadie jamás ha hecho, no tendríais pecado». «Si fuerais ciegos, no tendríais pecado: vuestro pecado permanece» (Jn 9, 41; 15, 24).

Negar el significado obvio de todos los relatos evangélicos en nombre de una arbitraria desmitologización, que sólo se apoya en el prejuicio de algunos exegetas protestantes de que no puede aceptarse nada de índole sobrenatural, es totalmente contrario a la lógica de la relación fe-razón, además de ser falto de toda base científica por no tener apoyo alguno en otros documentos o testimonios opuestos y creíbles. El fin de los Evangelios, afirmado explícitamente, es dar razones para aceptar la fe, mediante la presentación de hechos históricos bien atestiguados (Lc 1, 1-4). Sólo un punto de partida fideísta, que reduce el acto de fe a puro sentimiento voluntarista y subjetivo (repetidas veces condenado por la Iglesia), puede decir que hay que creer sin pruebas, que no es lo mismo que creer sin comprender totalmente el contenido de lo que se cree. La prueba no afecta a la comprensión del contenido, sino que indica la autoridad que lo respalda. La actividad de Cristo, detallada abundantemente en los Evangelios, se centra en signos, hechos que tienen un significado buscado por Cristo, y muy claro para quien los observa sin prejuicios. Tales signos son muestras del poder actuante de Dios, por el cual se garantiza la misión, la enseñanza, la santidad, y la Persona de Cristo: «Las obras que Yo hago, ésas dan testimonio de mí» (Jn 5, 36). Son milagros (miraculum, hecho admirable y maravilloso), que pueden ser observados objetivamente -no se trata de algo subjetivo-y que tienen efectos reales, permanentes en el nivel de permanencia normal (una resurrección milagrosa no confiere la inmortalidad) y que no pueden ser atribuidos a procesos de la materia según sus leyes. Por eso no pueden ser controlados ni reproducidos a voluntad en un experimento: sólo se dan por libre decisión de Dios y en un contexto en que muestran su intervención por fines sobrenaturales. Los milagros de Cristo abarcan muchos niveles de actividad. Él muestra su conocimiento cierto de futuros libres: predice las negaciones de Pedro, la deserción de los apóstoles, su Pasión en todo detalle, su resurrección. Esta última predicción fue conocida y comprendida como tal por sus enemigos. Conocimiento también de pensamientos ocultos y de hechos o experiencias íntimas (Natanael). Demuestra su control total sobre la naturaleza inanimada: conversión de agua en vino, multiplicación de panes y peces, apaciguamiento de una tempestad violenta, caminar sobre el agua. En cada caso, se describe el asombro de quienes lo ven, y la confirmación del hecho por gente experta en aquel entorno. Tuvo poder omnímodo sobre salud y vida, con curaciones instantáneas de todo tipo de dolencias, incluso a distancia (por tanto, sin posible sugestión del paciente) y con detalles como el del ciego de nacimiento, que no sólo recibe la vista, sino también la capacidad interpretativa de los datos visuales, algo que no ocurre en los contados casos en que la

medicina repara un defecto original del organismo para dar la visión a quien nunca la ha tenido. Ante tal signo, la única respuesta del prejuicio farisaico es el insulto y la descalificación del ciego curado, pero sin negar el hecho ni poder rebatir su lógica en tomar la curación como refrendo de la santidad y misión de Cristo. Control sobre la vida y la muerte, en las resurrecciones diversas y, sobre todo, en la suya propia, anunciada repetidas veces y presentada por los apóstoles como la prueba clave de la fe. Atestiguada como hecho histórico en el sentido más estricto de la palabra, no por hacerse ante notario en el momento en que ocurre, sino por inferencia necesaria y cierta de lo experimentado por testigos totalmente dignos de crédito, que vieron a Cristo muerto y enterrado, y tres días más tarde lo vieron y tocaron vivo y se remiten a esos datos sensoriales y a la experiencia de comer con El después de la muerte. Es la misma historicidad que se admite obviamente para decir que alguien ha nacido aunque no haya testigos del parto, o que alguien ha muerto cuando se ve el cadáver, aunque la muerte misma no haya tenido testigos. Si nadie duda de una muerte viendo el cadáver, no debe dudar de la resurrección viendo a la persona viva más tarde, aunque no se comprenda cómo puede explicarse esa nueva vida. La resurrección de Cristo fue corroborada indirectamente por el deseo de sus enemigos de evitar todo fraude. Los guardas ante el sepulcro aseguraron que nadie pudo entrar o llevarse nada de la tumba. Y ante la proclamación de los apóstoles, nadie pudo acusarlos de engañar a la gente presentando o el cuerpo de Cristo o testigos creíbles del robo de su cadáver. Por eso afirma la encíclica Veritatis Splendor que nuestra fe se basa en la historicidad de la resurrección. Con las palabras de san Pablo, «si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe, y nosotros somos los más miserables de los hombres» (1Co 15, 16-19). Los apóstoles se autodefinen como testigos de la resurrección y afirman ante el Sanedrín que cumplen el mandato de Dios de anunciarla (Hch 1, 22). Por su anuncio son castigados y dan su vida. Para la fe en Cristo fue necesario el milagro como prueba de su misión y su divinidad. El mismo apeló a esos hechos inexplicables como razón para creer, según queda ya indicado. La resurrección, con su impresionante prueba de materialidad en tocar las llagas y comer pescado con los discípulos, obligó a la fe de Tomás y sentó la base para la Iglesia: «Si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe y nosotros somos los más miserables de los hombres». Solamente en Cristo resucitado se supera el escándalo de la Cruz y el derrumbarse de la fe de los discípulos en la Pasión. Y esta convicción de milagro tiene que imponerse a los discípulos por la fuerza de toda su experiencia sensorial: para un judío, en especial, no tiene sentido una resurrección metafórica ni con cuerpos no materiales, absurdos también en la ciencia, pues el cuerpo es una estructura material. Por los milagros de Cristo, y especialmente por su resurrección, nuestra fe tiene fundamento racional. No debemos pedir más milagros para la fe de cada individuo: hay evidencia suficiente para quien no se cierra a la luz. Pero aceptamos agradecidos que Dios siga actuando según su Providencia para mantener vivo en la Iglesia el sentido de lo sobrenatural, aun por medios maravillosos, que indican su amor hacia quienes creen y confían en Él totalmente. Y por la acción de Dios podemos también conocer y admirar la obra de su gracia en sus santos, para honrarlos e imitarlos en una verdadera «comunión de los santos», en que el Señor y Padre de todos quiere que quienes le han servido fielmente en la tierra sean todavía intercesores y ayuda desde el cielo.

III. CIENCIA Y MILAGROS La ciencia, en el sentido técnico actual de la palabra, es el estudio experimental y cuantitativo del proceder de la materia, de sus interacciones. En el estudio de la actividad material se descubren modos de actuar más o menos generales, que se dan con tal constancia y regularidad que tienen que atribuirse a lo que la materia es en sus diversos niveles de estructuración. Los enunciados de tales modos de actuar son las llamadas leyes de la naturaleza, que no son normas impuestas desde fuera, sino resultado necesario de la naturaleza de las cosas. Las leyes más básicas de la física son las leyes de conservación que afirman que en cualquier proceso físico hay cantidades que no cambian en su valor total neto, aunque cambie tal valor en partes concretas de un sistema. Tales son: la Ley de conservación de masa-energía (aplicable aunque la masa de partículas se transforme en rayos gamma -pura energía- o viceversa), la conservación del momento lineal en un choque, del momento angular, de la carga eléctrica neta y de otras cantidades asociadas con partículas elementales. La ciencia sería imposible sin esas leyes, y su aparente violación ha llevado a descubrir formas insospechadas de materia (como el neutrino). En cualquier experimento, real o imaginado, deben cumplirse con certeza. También son ciertas, con valor universal, leyes para las cuales nunca se ha encontrado una excepción y que representan los procederes atribuibles de forma más directa a las cuatro fuerzas (interacciones) que definen operativamente la materia. Son leyes dinámicas con resultados previsibles en cada caso concreto, al menos con el margen de error en los valores de parámetros observables que se admite al formularlas. Por ejemplo, las leyes de la gravitación, de efectos electromagnéticos, de la óptica o la termodinámica. En algunas situaciones, en que el conocimiento de los parámetros necesarios para la predicción es imposible, se puede hablar legítimamente de azar, aunque éste no sea una fuerza física ni pueda ofrecerse como razón de lo que ocurre. Si intentamos predecir un resultado en términos de factores que no influyen en él, debemos utilizar leyes probabilísticas. En tal caso suponemos que lo que no influye físicamente en un proceso debe aparecer con una frecuencia sólo debida a su mayor o menor presencia en el sistema: si un dado tiene seis números pintados en sus caras, cada número tiene igual probabilidad de aparecer y debe encontrarse en una sexta parte de las tiradas (si se repite el experimento un número suficientemente grande de veces). Y si dos caras tienen idénticos números, ese valor aparecerá con doble frecuencia. Estas leyes nunca permiten predecir el resultado para cada caso concreto, y la probabilidad es independiente de la historia previa del sistema. Pero para quien pudiese conocer con suficiente precisión las condiciones iniciales (por ejemplo, el modo de lanzar el dado, su interacción con la mano, el aire, la mesa en que cae) no habría azar, sino predicción cierta. También se habla de probabilidad en un sentido más objetivo cuando factores que sí influyen no pueden determinarse con suficiente detalle. Por ejemplo, es de suponer que objetos más pesados sean menos susceptibles de volar impulsados por un huracán, pero no puede calcularse para ningún objeto concreto si lo hará o no; ni siquiera es calculable qué proporción resistirá el viento como función de la masa. De un modo semejante puede hablarse de caos cuando la complejidad del sistema y la interdependencia de sus partes impide la predicción detallada a muy largo plazo. Ni siquiera

las órbitas planetarias son ciertas en períodos de millones de años, pues el cambiar las condiciones iniciales del problema en forma mínima (por ejemplo, la distancia de un planeta en algunos centímetros) da lugar a variaciones drásticas al cabo de tiempos tan prolongados, no porque haya desorden o un comportamiento aleatorio, sino por las interacciones que van acumulando efectos cada vez más difíciles de tener en cuenta con precisión. Se habla también de leyes estadísticas, aplicables en el mundo de la microfísica, por ejemplo en el caso de la radioactividad. Cuando es imposible conocer el estado de un sistema, se toma como base predictiva la historia previa de sistemas semejantes: no puedo saber si un átomo de radio se va a desintegrar o no en un tiempo concreto, pero sé que el 50% de un número suficientemente elevado de tales átomos se desintegrará en el tiempo que llamamos su vida media, determinada por la comprobación experimental de conjuntos amplios de átomos del mismo tipo en el laboratorio. No es posible todavía predecir qué átomo se desintegra antes o después, ni es aplicable la predicción del porcentaje a un número reducido de átomos, pero esto no implica verdadero azar ni ausencia de causas. Una vez más hay que insistir en que el azar o casualidad no es nunca una razón explicativa en la ciencia, sino una indicación de falta de conocimiento o de intentar relacionar parámetros que en sí mismos no tienen relación alguna. Por no tener la posibilidad de medidas de precisión ilimitada ni de variar indefinidamente las condiciones de observación, los enunciados de leyes se hacen siempre en forma restringida, con un margen de error en las determinaciones cuantitativas y un ámbito de aplicabilidad a un nivel concreto de la materia. Por ejemplo, la gravitación universal no puede comprobarse dentro del átomo, ni puede verificarse actividad alguna dentro de un agujero negro. Pero con estas limitaciones -no sólo tecnológicas, sino impuestas por la naturaleza y el método científico- podemos decir que las leyes se cumplen necesariamente, en cada caso. No hay verdadero azar, ni puede haberlo para el Creador que prevé desde el primer momento toda la historia evolutiva del universo y de cada partícula concreta. Son las consecuencias lógicas de admitir que estudiamos un universo finito, tanto en su contenido de materia como en su evolución temporal en el pasado, las que obligan a la ciencia a comenzar desde un principio en que de nada de orden material se da el paso al universo observable. No hubo una etapa previa que determinase los parámetros iniciales ni las leyes de la materia: solamente la palabra creación indica correctamente el significado del paso de nada a algo, y la creación exige la determinación total del ser creado por parte del Creador. La creación es un acto libre, no impuesto por ningún proceso de auto-desarrollo de un Creador, que no puede estar inmerso en el tiempo ni sujeto a cambio, ni es parte del mundo material. Los seres creados, por no poseer en sí mismos la razón de su existencia, necesitan también la conservación -una continua dependencia de la fuente de su ser- para no desaparecer de nuevo en la nada original. La materia creada actúa de acuerdo con sus propiedades, y el Creador no cambiará arbitrariamente ese proceder que Él ha establecido, pero siempre queda la posibilidad de que actúe de un modo extraordinario por una razón suficiente. Afirmar que sólo hay procederes fijos y ciertos, aun con independencia del Creador, es caer en el absurdo filosófico. Si nuestra propia actividad libre puede alterar un fenómeno (por ejemplo al aplicar una llama a un combustible que podría existir indefinidamente sin quemarse), no es lógico negar al Creador la potestad de actuar sobre lo que Él ha creado y Él mantiene en la existencia. No se hace imposible la ciencia del proceder propio de la materia por admitir la posibilidad de una acción libre del ser humano, ni por admitir la misma libertad del Creador. Y tal acción del Creador no tiene ni puede tener una limitación impuesta por nuestras normas.

Por otra parte, no puede decirse científicamente que todo puede ocurrir en el mundo de la materia si se calcula la probabilidad del suceso en un tiempo suficientemente amplio o un número grande de casos. Tal afirmación equivale a negar toda relación verdadera entre causas y efectos, destruyendo el fundamento de las ciencias físicas, que siempre buscan una razón del orden y constancia de proceder que observamos. Caos y azar no son parámetros físicos, jamás explican un proceder regular, y su aplicación a sistemas complejos todavía tiene que salvar las leyes de conservación que hacen posible la ciencia. El negar esto hace que la ciencia se vacíe de todo contenido, terminando con una exigencia arbitraria de admitir universos múltiples en que todo lo que es matemáticamente posible tiene que ocurrir, pero que no pueden observarse ni dar lugar a una comprobación de lo que se postula. Resumiendo: la ciencia es posible porque se basa en un modo fijo y propio de actuar la materia, que fluye de su naturaleza, de lo que es. Pero tanto la existencia como la actividad de los seres materiales -creados- depende en todo momento del Creador, que libremente dio existencia a la materia y la dotó de esas propiedades que determinan su evolución. Por una razón suficiente de orden superior, el Creador puede actuar en forma extraordinaria para modificar el modo normal de actuar la materia, dando así una indicación de su presencia todopoderosa. Esto es lo que aceptamos como la posibilidad de un milagro. Negar a priori tal posibilidad es arbitrario y carece de base lógica.

NOTA El concepto de fe dentro de la teología típica protestante tiene un carácter muy distinto del aquí expuesto. De una manera muy concisa, el protestantismo sostiene: 1. Que el hombre, por el pecado original, queda incapacitado para alcanzar la Verdad. 2. Que la fe es un asentimiento sin razones que lo justifiquen, o solamente un acto de la voluntad sin base racional. 3. Que la única fuente de fe es la Biblia, libro que debe contener en sí mismo su justificación para aceptarlo como revelación divina. 4. Que este libro admite como de igual valor todas las interpretaciones privadas, aun aquéllas que son contradictorias entre sí. La primera afirmación es equivalente a negar la racionalidad humana, destruyendo lo que nos define como seres distintos de los animales inferiores. Es claramente inadmisible, no sólo por su efecto en el ámbito religioso, sino incluso en el terreno científico. La segunda premisa equivale a decir que la fe no tiene base racional: se cree porque sí. Quien acepta algo sin razones para aceptarlo obra de modo irracional. La tercera afirmación exige que se acepte el valor único de la Biblia como palabra de Dios o porque el libro lo dice, o por una tradición más o menos constante dentro de una cultura concreta. Pero no es posible distinguir tales bases de las que se aducen para el Corán, ni encontrar un criterio objetivo para distinguir libros apócrifos y canónicos. Finalmente, el ir contra el principio de no-contradicción destruye toda base de lógica en cualquier campo del conocer humano.

Sólo en la Iglesia católica, que se apoya, no en textos escritos, sino en la enseñanza viva de los apóstoles y sus sucesores, se mantiene y valora correctamente la racionalidad humana. Sólo la Iglesia, asistida por el Espíritu de Verdad, pudo distinguir las verdaderas compilaciones del mensaje de Cristo de las fábulas y añadiduras humanas. Y solamente el mismo Espíritu puede garantizar que la doctrina de Cristo se entiende y transmite correctamente a través de los siglos.

APÉNDICE: EL VALOR HISTÓRICO DE LOS RELATOS EVANGÉLICOS Hemos insistido sobre el valor histórico de los testimonios, orales y escritos, de quienes vivieron con Cristo y escucharon sus enseñanzas: sólo sobre esa base puede establecerse la racionalidad de la fe. Pero es este carácter histórico el que niegan quienes no aceptan a la Iglesia, en especial los exegetas protestantes de los últimos ciento cincuenta años (Strauss en 1835, Renan en 1863, Bultmann en nuestro siglo). Su negativa, sobre todo en lo concerniente a los milagros, se funda en dos razones: Primero, se afirma que los evangelios son una recopilación tardía (siglo II ya avanzado) de la predicación oral de los discípulos, que se transmite y elabora dentro de las comunidades cristianas del primer siglo después de la muerte del Señor: no se trata de testimonio directo de quienes convivieron con Él. Segundo, se encuadran los evangelios dentro de un tipo de literatura simbólica, donde significados míticos tienen precedencia sobre los datos reales, según patrones comunes a narraciones maravillosas del Oriente antiguo: de tal modo que lo único que puede extraerse de tales escritos es una convicción de la comunidad cristiana de que Cristo fue el enviado de Dios para cumplir la promesa a Israel y traer la salvación al mundo. Ambos argumentos tienen mucho de posición preconcebida y muy poco de datos que apoyen científicamente tales aserciones. A la redacción tardía, se puede ahora presentar como prueba seria en contra el haberse encontrado en Qumram un fragmento de papiro, el 7Q5, en que el P. José O'Callaghan, S.J. reconoció, ya en 1972, un texto del Evangelio de san Marcos, capítulo 6, versículos 52-53. Tal fragmento había sido fechado, sin ambigüedades, en torno al año 50 d.C. Nadie ha podido impugnar con razones científicas ni la identificación ni la fecha, aunque muchos se han opuesto a aceptar los datos por ser incompatibles con sus ideas previas. En 1996, Carsten P. Thiede, investigador protestante alemán, reconoció en un papiro del Magdalen College de Oxford (procedente de Luxor en Egipto) fragmentos del Evangelio de Mateo: siete versículos del capítulo 26. Otros fragmentos, probablemente del mismo códice, se encuentran en la Fundación San Lucas Evangelista de Barcelona. Ambos pueden fecharse sin lugar a duda, por el tipo de escritura, caligrafía y abreviaturas, alrededor del año 60. Puede leerse en todo detalle el proceso de investigación en el libro de Thiede Testigo ocular de Jesús (Doubleday, N.Y.). Una vez más, la reacción opuesta no ha faltado. Tenemos así una prueba arqueológica de que ambos evangelios eran conocidos en las comunidades cristianas del Imperio romano cuando aún vivían testigos presenciales de los hechos: no son colecciones tardías de leyendas piadosas.

Acerca del tipo de literatura, es suficiente mencionar estudios muy recientes que muestran el perfecto paralelismo entre las biografías greco-romanas de la época y los evangelios. Talbert en 1978 los inserta todos en el género biográfico; Schuler establece en 1982 el carácter biográfico del Evangelio de Mateo. Cancik (ed.) hace lo mismo con el de Marcos en 1984. En la obra Ascensión y decadencia del mundo romano, Klaus Berger (también en 1984) muestra cómo los evangelios están muy próximos a las «vidas» de los filósofos antiguos. En 1992, Burridge afirma que la tendencia creciente a juzgar los evangelios como verdaderas y propias «vidas de Jesús» está justificada, comparándolos con diez «vidas» greco-romanas escritas entre los siglos V a.C. y II d.C. De una manera muy concisa se presenta este nuevo punto de vista en el capítulo IV del libro Jesucristo, Salvador del mundo (Comité para el Jubileo del año 2000, BAC, Madrid 1996). Véanse también Hipótesis sobre Jesús, Padeció bajo Poncio Pilato, y Dicen que resucitó de Vittorio Messori, libros que presentan en forma amena pero rigurosa la crítica de posiciones escépticas con respecto a la historicidad de los detalles concretos de los relatos evangélicos. Del mismo autor hay otra obra sobre El milagro de Calanda.

CAPÍTULO 4. EL PRINCIPIO ANTRÓPICO6 6

Conferencia pronunciada el 19 de diciembre de 2002 ante un grupo de universitarios.

El título de esta conferencia hace referencia a la palabra griega anthropos que significa «ser humano», hombre, en el sentido específico. El principio antrópico intenta encontrar respuesta a una pregunta que puede ser tal vez muy ambiciosa: ¿qué relación hay entre toda la enormidad del universo y nuestra existencia? Parece que está de moda en los medios de comunicación de masas el decir -una y otra vezque somos una especie de moho inconsecuente en una pequeña partícula de polvo cósmico que es la Tierra, y que no podemos tener importancia alguna en el universo. Pero es, curiosamente, desde el punto de vista de la física y de la astronomía desde donde se ha estado insistiendo -una y otra vez, desde hace más de cuarenta años- en que nuestra existencia tiene una relación tan íntima con las propiedades y la evolución del universo en su totalidad, que si uno quisiese cambiar cualquiera de esas propiedades en un grado, a veces mínimo, pero apreciable, no podríamos existir. Por tanto, ni es posible decir que a nosotros nos bastaría con que existiese el Sol y el planeta Tierra para existir, ni tampoco suponer que puede haber otras formas de vida por el universo totalmente distintas de la nuestra aquí en la Tierra. No, el estudio de las leyes físicas, y el estudio de las propiedades de la materia indican que si uno exige que el universo pueda -en algún momento y en algún lugar- llegar a permitir la existencia de vida inteligente, no hay prácticamente posibilidad de modificación alguna. Como lo ha expresado un científico moderno, podríamos decir que el universo estaba esperando a que apareciésemos nosotros, durante miles y millones de años. Que somos el resultado de un conjunto enorme de pequeñas «casualidades» -podríamos llamarlas así- sin las cuales la vida inteligente no podría darse. Y entonces hay que preguntarse: ¿por qué tiene el universo esas propiedades? ¿Por qué es el universo tal que permite que existamos? Naturalmente esta pregunta ya se sale de la física, porque a la física -y a toda ciencia de la materia- la tenemos que limitar a responder a preguntas que puedan tener una comprobación experimental. Esto es lo que define a la ciencia en el sentido técnico que tiene hoy día la palabra. Solamente se puede hacer una pregunta dentro de la metodología científica si hay una posible respuesta experimental. Por tanto no le es posible a la física contestar por qué existe el universo. Tampoco es posible explicar desde la física por qué tiene las propiedades que tiene, porque lo único que puede hacer es describir la actividad de la materia ya existente, con las propiedades que experimentalmente se perciben en la materia. Cuando hablamos de una relación que tiene que terminar siendo de tipo finalístico, ya pasamos de física a metafísica, «más allá de la física». ¿Es posible científicamente demostrar que la existencia de vida inteligente es la finalidad del universo? No hay ningún instrumento que pueda medir la finalidad, ni se puede calcular ésta con una ecuación matemática, y sin embargo, para nosotros, es lo que más nos indica lo que algo es. Cuando un arqueólogo encuentra un artefacto raro en una tumba antigua, no le basta con que le diga un químico: está hecho de tales componentes, y que le diga un físico que tiene tanta masa y tanta densidad o dureza. Preguntará: ¿para qué era? Pues ese para qué no puede responderlo ningún experimento ni ninguna ecuación, y sin embargo la finalidad es parte obvia de nuestra vida diaria. ¿Cómo llegamos a inferir una finalidad? Yo puedo tener por ejemplo un vaso en la mano. ¿Cómo puedo inferir para qué está hecho? No basta con que se lo dé a un físico. No puede jamás demostrar que este recipiente está hecho para contener un líquido en lugar de estar hecho para servir de maceta o para poner bolígrafos en una mesa... ¿Cómo puedo yo saber la finalidad de algo? La única forma lógica de hacerlo es estudiar las consecuencias de que esto exista, y qué ocurriría si no fuese así. Pues esto mismo es lo que han hecho algunos físicos con

respecto al universo; son físicos, no filósofos, los que se han preguntado acerca de las características del universo con relación al ser humano. ¿Qué ocurriría si el universo tuviese una masa notablemente mayor que la que tiene? La masa del universo en términos físicos es de aproximadamente 1056 gramos. Qué ocurriría si en lugar de esto fuesen 1057 ó 1055? Parece que poco importaría a nadie, excepto a los matemáticos. Pero cuando se calculan las consecuencias de ese cambio, se llega a una conclusión sorprendente: no podríamos existir. Cuando estudiamos partículas elementales vemos que un protón, que es la unidad de carga positiva, tiene la misma carga que el electrón, la unidad de carga negativa, pero el protón es 1.836 veces más pesado que el electrón. ¿Por qué? ¿Qué ocurriría si en lugar de 1.836 fuese 2.000 ó 1.500? No estaríamos aquí. En física se habla de cuatro fuerzas, y sólo cuatro. Toda la física tiene que explicarse como la actividad de cuatro fuerzas: la gravitatoria, la electromagnética, la nuclear fuerte y la nuclear débil. Si yo comparo la fuerza electromagnética con la fuerza gravitatoria, encuentro que la interacción entre dos electrones, -que se repelen, pero que se atraen por fuerza gravitatoriaes aproximadamente 1040 veces más intensa en su efecto de repulsión que en la atracción. La fuerza electromagnética es increíblemente más potente que la fuerza gravitatoria. ¿Podría cambiarlo y que fuese 1041 ó 1039? No estaríamos aquí. La fuerza nuclear fuerte comparada con la fuerza electromagnética es 137 veces más intensa. Otro número raro. ¿Por qué? ¿Qué ocurriría si fuese 150? No estaríamos aquí. Una vez que hemos hablado de las propiedades de la materia en sus actividades básicas: la masa del universo, la fuerza gravitatoria que estructura las galaxias, la fuerza electromagnética que produce átomos, moléculas, estructuras vivientes, la fuerza nuclear, que permite que haya elementos como el carbono, el oxígeno, el hierro, el calcio, todos los cuales son necesarios para la vida, podemos preguntar por el planeta Tierra y la estrella Sol. El Sol es una estrella un poquito mayor que la mayor parte de las estrellas: parece muy ordinaria. ¿Qué ocurriría si tuviese un 10% más masa? No estaríamos aquí. ¿Y si tuviese un 10% menos masa? Tampoco estaríamos aquí. ¿Y si el planeta Tierra estuviese a una distancia del Sol un 109% más cerca o más lejos? Tampoco estaríamos aquí. ¿Y si el planeta Tierra tuviese un 10% más masa o menos? Tampoco estaríamos aquí. ¿Y si no existiese la Luna? No estaríamos aquí... Todo esto no es ciencia-ficción ni poesía, ni lo dice un filósofo que no tiene ni idea de ciencia. No, son los físicos y los astrónomos los que están demostrando esto con cálculos muy exactos. Para dar un ejemplo de algo llamativo que se ha determinado en años muy recientes: si no tuviésemos la Luna, la Tierra no sería habitable. Hay cuatro planetas «terrestres», tres además de la Tierra, que tal vez podrían haber sido habitados: Mercurio, Venus y Marte. Ninguno de ellos tiene un satélite como la Luna, y tampoco tienen la misma masa que la Tierra. La Tierra tiene tanta masa como Mercurio, Venus, Marte y la Luna juntos. Y unos están demasiado cerca del Sol y otro demasiado lejos. Sólo la Tierra tiene este conjunto de propiedades. Y sólo la Tierra tiene ese gran satélite. ¿Por qué? Cuando los astronautas fueron a la Luna por primera vez, su primera obligación era recoger rocas, y traerlas, porque los astrónomos querían resolver el problema de cómo se formó la Luna. Había tres hipótesis; en términos familiares: o la Luna es hija de la Tierra, o hermana de la Tierra, o esposa de la Tierra. Que fuese hija de la Tierra querría decir que se desprendió de la Tierra primitiva. Que fuese hermana significaría que se formaron simultáneamente donde

están. Que fuese esposa querría decir que se formó en otro sitio aparte, y por una atracción mutua se quedaron enlazados ambos astros en el sistema Tierra-Luna. Cuando volvieron los astronautas con las rocas y se analizaron, llegaron los astrónomos a la conclusión inesperada de que ninguna de las tres hipótesis era aceptable. Llegaron a decir como broma- que la Luna debía ser un efecto óptico, una ilusión, porque no podía existir. Ahora se ha llegado a una nueva explicación que se refuerza con simulaciones de ordenador: tenemos la Luna gracias a un acontecimiento enormemente improbable. Hace unos 4.500 millones de años, cuando la Tierra ya se había formado con un núcleo de hierro y una capa de minerales más ligeros alrededor (el manto), otro planeta mayor que Marte, ya también diferenciado de esa manera, chocó con la Tierra primitiva, y chocó con un ángulo y una velocidad correctas para que se mezclasen los materiales de las capas exteriores de ambos. Una nube incandescente de esa mezcla volatilizada saltó al espacio, y de eso se formó la Luna, mientras los dos núcleos de hierro de los dos planetas se fundieron en uno. Ningún otro planeta ha tenido un episodio semejante en su formación. La Tierra tiene ahora una tercera parte de su masa en un núcleo de hierro a la temperatura de 4.000 grados y este núcleo caliente (que gira, porque la Tierra gira rápidamente) produce un campo magnético alrededor, como una dinamo, y esto protege la superficie terrestre de partículas de alta energía que vienen constantemente del Sol y del espacio externo, los rayos cósmicos. Si no tuviésemos ese campo magnético, los rayos cósmicos estarían constantemente causando mutaciones nocivas en los seres vivos. El calor de ese núcleo produce una semifusión de la capa más externa, y -en períodos de millones de años- hay corrientes de roca semifluida que presionan contra la corteza terrestre rígida, y la rompen en placas. Los trozos se mueven dando lugar a la formación de montañas y a una renovación constante de la superficie terrestre y de la atmósfera (tectónica de placas). Ni Venus, ni Mercurio, ni Marte, ni la Luna muestran este proceso de formar montañas, ni de rehacer la superficie y renovar la atmósfera. Todo ello da como resultado la dinámica de nuestro planeta. Y la presencia de la Luna sigue siendo beneficiosa. Al principio la Tierra giraba muy deprisa, y una consecuencia del giro muy rápido era un movimiento general de la atmósfera en corrientes de vientos huracanados paralelos al Ecuador. Pero la Luna fue frenando el giro de la Tierra, porque la Luna causa mareas, primero en un océano de lava fundida que cubría la Tierra primitiva, luego en los océanos ya de agua, y ha ido frenando ese giro, dando a la Tierra una atmósfera mucho más tranquila y uniforme. Las estaciones el año se deben a que el eje de giro de la Tierra no es perpendicular al plano de su órbita. Y unas veces es el hemisferio norte el que está apuntando hacia el Sol y otras veces es el hemisferio sur, y por eso cambian las estaciones, excepto muy cerca del Ecuador, y se distribuye el calor solar más uniformemente sobre toda la superficie terrestre. Porque si la Tierra tuviese el eje de giro vertical, habría una franja central abrasada, dos franjas extremas siempre heladas y dos franjas que serían como dos mundos distintos incomunicados en las zonas centrales. Si no existiese la Luna, la inclinación del eje de la Tierra cambiaría de manera sistemática desde 0 grados hasta más de 60, con cambios de clima totalmente incompatibles con la evolución vital. Pero la Luna actúa como balancín, y mantiene la inclinación del eje casi con el mismo valor de 23,5 grados, cambiando apenas un grado en centenares de millones de años. Viendo tantos factores en el universo que tienen importancia para nuestra existencia, nos es necesario confesar que realmente estamos aquí porque todo está ajustado con un cuidado

extraordinario. Hace unos treinta y cinco años un científico soviético -Josif Shklovskii- escribió un libro (en colaboración con Carl Sagan) con el título Vida inteligente en el universo y sostuvo entonces que debía haber millones de planetas habitados, con inteligencia, sólo en la Vía Láctea. Diez años más tarde, en un congreso -en la todavía entonces Rusia soviética- dijo que, habiendo estudiado con más cuidado la cantidad de coincidencias inesperadas que habían permitido que existiese vida inteligente aquí en la Tierra, había llegado a la conclusión de que nuestra existencia era, literalmente, un milagro, y que probablemente somos caso único en el universo. Muchas veces, cuando se trata este tema, hay alguien que me dice: «iPero el universo es tan enorme! Puede haber otros sitios donde se hayan dado las mismas circunstancias para que tengan también vida inteligente y que su evolución lleve a un desarrollo comparable o superior al nuestro». Sí, es posible, las leyes físicas no lo impiden, y todo lo que no es absurdo puede ocurrir. Pero les doy un ejemplo: si yo dejo caer un bolígrafo, ¿es posible según las leyes físicas que se me quede vertical sobre la punta? Sí, es posible, no hay ninguna ley física que lo prohíba. Pero, ¿es probable? Pues aplíquenlo al caso de la vida. Y así terminamos esta introducción con una frase de Einstein en los últimos años de su vida: «A mí ya no me interesa el espectro de un elemento o de otro; lo que yo realmente quiero saber es si el Creador tuvo alternativas cuando creó el mundo». Y son los físicos los que hoy dicen: si se pone como condición al Creador que el universo debe ser tal que permita que exista la vida inteligente, se puede decir que no hay alternativas. El universo tuvo que ser creado con un ajuste finísimo, hasta el decimal 50 de algunas de las constantes que definen las propiedades de la materia, para que -al menos en un lugar privilegiado- haya podido aparecer la vida inteligente, el hombre como animal racional. (La segunda parte de la conferencia consistió en una descripción de diapositivas que ilustraron y detallaron los mismos conceptos.) Estamos rodeados de un universo enorme, con una cantidad increíble de estrellas a todo nuestro alrededor. Uno se siente tentado a decir que poquita cosa puede ser la Tierra, poquita cosa puede ser el Sol. Para entenderlo mejor vamos a ver dónde estamos dentro del universo. Nos encontramos dentro de una banda de estrellas llamada Vía Láctea, que parece sugerir que estamos en el centro de un disco, de tal manera que mirando en el plano del disco vemos muchas más estrellas que mirando en sentido perpendicular a él. Pero por el estudio de diversas estructuras que se han logrado descifrar (determinando sus distancias) en los primeros veinte años del siglo XX, hemos llegado a la conclusión de que la Vía Láctea sí es un disco en forma de remolino, pero que el Sol, con sus planetas, está en la periferia, a unas 3/5 partes del radio del centro. De manera que el principio copernicano -que la Tierra no es el centro del sistema Solar- también se aplica al Sol, que no es el centro de la Vía Láctea. Y gracias a Dios que no lo es, porque estudios recientes indican que en la parte próxima al centro de la galaxia la vida no podría darse, porque hay una cantidad enorme de energía producida por un núcleo activo donde hay probablemente un agujero negro con una masa equivalente a tres millones de veces la del Sol. Y la cantidad de energía producida en ese entorno hace que toda posible vida dentro de esa zona esté sujeta a una cantidad de radiación nociva que posiblemente sólo permitiría que hubiese -tal vez- microbios. Tampoco puede haber vida en la periferia más lejana de la Vía Láctea, porque para la vida hacen falta elementos pesados como el calcio, el carbono, el hierro, el fósforo, el oxígeno, etc., y las

estrellas de esta zona periférica apenas tienen elementos pesados, y por lo tanto es muy poco probable que haya un planeta como la Tierra que está hecho casi todo de elementos pesados. La Vía Láctea es una de muchas «vías lácteas», de muchas galaxias. La más cercana a nosotros (aunque cercana es un vocablo poco utilizable en términos astronómicos, porque la luz tarda dos millones y cuarto de años en venir hasta aquí desde ella) es la Gran Galaxia de Andrómeda, nuestra vecina más próxima de tamaño comparable. Encontramos luego grupos de galaxias que -finalmente- tienen centenares o miles de galaxias. Y cuando miramos el universo en la escala máxima vemos enormes bandas filamentarias de galaxias que forman como un tejido que llena todo el universo de una manera uniforme. Para recordar un poco mejor esta estructura y sentirnos abrumados por su grandeza, pensemos que empezamos desde el planeta Tierra, que es uno de los nueve planetas alrededor de la estrella Sol; el Sol es una de las millones de estrellas en el borde de la Vía Láctea, que contiene aproximadamente cien mil millones de estrellas, y al alcance de nuestros telescopios hay cien mil millones de «vías lácteas». Einstein llegó a la conclusión, con su Teoría de la relatividad generalizada de 1916, de que el universo se puede representar de una manera imperfecta (en una dimensión menos) como una especie de globo en cuya superficie están las galaxias como motas de polvo, y que este globo tiene que estar o en expansión o en contracción. En 1929 Hubble estudió la luz de galaxias cada vez más lejanas y encontró que su luz aparecía cada vez más enrojecida, indicando que se alejan de nosotros (es el mismo efecto que permite a la Policía saber que un automóvil se aleja a una velocidad o a otra) porque el universo se expande. Si todo el universo está en expansión entonces antes era más pequeño, más denso, más caliente, y hace 15.000 millones de años toda la masa del universo estaba en un único punto, tal vez más pequeño que un átomo. Esa conclusión está bien establecida experimentalmente: el Big Bang ya no es discutible. Un científico ruso de prestigio (Yacob Zeldovich) lo ha dicho así taxativamente: «Esta descripción del comienzo del universo es parte tan firme de la ciencia moderna como pueda serlo la mecánica de Newton». No hay alternativa. Sabemos que hubo esa gran hoguera porque se ha encontrado su resplandor, y se han encontrado las cenizas. Una ceniza muy común: el hidrógeno; otra: el helio. Cada vez que nos bebemos un vaso de agua, el hidrógeno del agua procede de esa gran explosión primitiva, de hace 15.000 millones de años. Una vez que tenemos el universo con su comienzo explosivo, la expansión enfría los gases hidrógeno y helio- hasta que 300.000 años más tarde ya la temperatura es suficientemente baja para que se formen átomos neutros, y de ahí se condensarán luego galaxias y estrellas, entre ellas la Vía Láctea, con todas las demás galaxias formadas probablemente en los primeros mil millones de años de existencia del universo. Dentro ya de la Vía Láctea y de las otras galaxias se formaron estrellas. Algunas mucho mayores que el Sol, pero la mayoría de una masa inferior. Casi todas las estrellas que vemos a simple vista son mayores que el Sol, y mucho más luminosas. Algunas son de color azul, indicando que tienen una temperatura superficial de unos 30.000 grados. El sol tiene 6.000, y las que son de color rojo solamente 3.000. Todas las estrellas son reactores nucleares que producen energía sintetizando elementos cada vez más pesados a partir de los más ligeros. ¿Cómo se forma una estrella? Por el juego de las cuatro fuerzas que admite la física. La gravedad condensa los gases, y al condensarlos se calientan. Una vez que alcanzan la temperatura suficiente (diez millones de grados) los núcleos atómicos (átomos ionizados por la temperatura tan elevada) chocan con suficiente velocidad para vencer la repulsión

electromagnética de cargas eléctricas del mismo signo y aproximar los núcleos hasta el radio de acción de las fuerzas nucleares: entonces se dan reacciones mediante la fuerza nuclear débil y la fuerza nuclear fuerte. Así tenemos una explicación de la composición actual del universo. Todavía es casi todo (en un 98% de los átomos) hidrógeno y helio. Lo poquito que hay de lo demás es el resultado de reacciones nucleares en las estrellas, que exigen que la fuerza nuclear sea 137 veces más intensa que la electromagnética para que puedan ocurrir, y que exigen que la fuerza nuclear débil sea tan débil como es, pero no más, si ha de poder formarse un planeta como la Tierra. El Sol, a 15 millones de grados en su centro, está todavía sintetizando helio a partir de hidrógeno. Éste es el combustible que permite a las estrellas brillar durante el 90% de su existencia. Pero si buscamos luego reacciones que exigen mayor temperatura que la reacción que produce el helio, tenemos que ir a estrellas más calientes que el Sol que pueden alcanzar 100, 200 millones de grados para sintetizar carbono, oxígeno y neón, y sólo las estrellas de mayor masa, tal vez 10, 20, 50 veces más que el Sol, pueden -a 3.000 millones de gradossintetizar hierro. Y son esas estrellas de más masa las que, gracias a la fuerza nuclear débil, terminan con una explosión gigantesca que lanza al espacio todos los elementos necesarios para formar un planeta como la Tierra. De no existir esas explosiones estelares, las supernovas, no existiría el planeta Tierra, no habría vida. Hace unos 5.000 millones de años una supernova explotó en uno de los brazos de la Vía Láctea. La explosión comprimió una nube que era, sobre todo, hidrógeno y helio, pero que ya tenía polvos opacos de materiales más pesados. Al comprimirse la nube formó un remolino en forma de disco, con remolinos menores en toda su extensión, y en el centro se condenso en la estrella Sol, mientras en el disco de gas y polvo se fueron aglomerando pequeños residuos de materiales pesados, que todavía llegan a la Tierra de vez en cuando -como muestras de aquella época- en forma de meteoritos. Muchos choques entre cuerpos de diverso tamaño fueron eliminando gran cantidad de protoplanetas, hasta que quedaron los nueve planetas con sus satélites. Por el choque más importante para nosotros, el de un planeta mayor que Marte que chocó con la Tierra primitiva, la mezcla de las capas externas de ambos cuerpos produjo la Luna, y los núcleos de ambos dieron a la Tierra una tercera parte de su masa en forma de hierro. La Luna todavía está totalmente cubierta de cráteres, acribillada por todos los impactos de su formación. Allí no hay erosión, no hay agua, no hay viento, no hay aire, por lo tanto sólo se borra un cráter cuando se hace otro mayor encima. Pero la Tierra primitiva tuvo que ser así: estuvo probablemente cubierta por un océano de lava, con la Luna muy cerca, produciendo un efecto de marea tremendo que fue frenando la rotación de la Tierra. Se ha podido medir la duración del día hace 400 millones de años, porque al contar los anillos de crecimiento de corales fósiles, se puede notar un cambio que indica el paso de los años, y cambios más pequeños que indican el paso de los días. Hace 400 millones de años el día tenía unas 20 horas y había 400 días en el año, y antes el día era más corto todavía. El núcleo de hierro y níquel de la Tierra a 4.000 grados causa las corrientes de conveción de roca semisólida en el manto; esto rompe en placas la corteza terrestre y donde chocan dos placas se forman cordilleras. También hay actividad volcánica, y de los gases emitidos por los volcanes se formó la atmósfera primitiva. Al principio la Tierra no tenía agua ni tenía océanos, pero la caída de millones de cometas nos dio el agua que bebemos. Cada cometa tiene un núcleo de 10 a 20 km de diámetro, que es prácticamente una bola de nieve y hielo y polvo. Todo ello pues, ha ido conformando el planeta Tierra.

La atmósfera retiene parte del calor del Sol: es el efecto invernadero. Sin él, no estaríamos aquí. Porque sin efecto invernadero la temperatura típica de la Tierra sería de -20ºC, pero como la atmósfera retiene el calor del Sol, la temperatura típica es 20ºC. Claro que puede llegar un momento en que el efecto invernadero aumente la temperatura a extremos nocivos, pero no por ahora. Para retener una atmósfera, un planeta necesita suficiente masa, y necesita también no tener una temperatura demasiado elevada. La Tierra tiene tanta masa como Venus, Marte, Mercurio y la Luna juntos. Mercurio no tiene atmósfera alguna, la Luna tampoco, Marte sólo menos de la centésima parte de la presión atmosférica terrestre: son todos cuerpos con masa insuficiente. Venus tiene masa adecuada, pero está más cerca del Sol, y está tan abrasado que las rocas no pueden reaccionar con los gases de la atmósfera, y un efecto invernadero exacerbado eleva la temperatura de la superficie de Venus a 500°C. De modo que de todos los posibles planetas de tipo terrestre sólo la Tierra tiene el conjunto de propiedades de masa, órbita, composición, etc., para que podamos nosotros estar aquí. La Luna sigue manteniendo el eje de la Tierra con una inclinación constante con respecto al plano orbital, distribuyendo el calor por todo el planeta y evitando cambios climáticos extremos en períodos de millones y miles de millones de años. Para estudiar cómo apareció la vida en la Tierra sólo podemos buscar restos en las capas sedimentarias, pero no sabemos ni dónde ni cuándo ni cómo apareció la vida. Sólo podemos decir que la vida exige el estado líquido. Y también exige una molécula gigantesca capaz de almacenar toda la información genética. En la célula tiene que encontrarse toda la información para que de una generación a otra, durante miles de generaciones, se mantenga el mismo tipo específico pero que no haya nunca dos individuos totalmente idénticos hasta el último átomo. Para almacenar toda esa información hace falta una molécula con miles de millones de átomos, porque sólo a nivel atómico se puede almacenar tanto dato en el núcleo de una célula que sólo se ve al microscopio. El único elemento capaz de formar tales moléculas es el carbono, y así la vida se basa en la química del carbono, en un medio líquido compatible con su actividad. Sólo el agua tiene las propiedades adecuadas y es cósmicamente abundante. Por tanto, dondequiera que haya vida en todo el universo, sólo puede basarse en la química del carbono y en el agua en estado líquido. Y sólo la Tierra, de todos los planetas del sistema solar, ha tenido agua en estado líquido, ininterrumpidamente, durante 3.500 millones de años. Marte tuvo algún período de lluvias torrenciales que probablemente duró unos cientos o miles de años. Si hubo un conato de desarrollo de vida allí a nivel microscópico no pudo prosperar. ¿Por qué? Porque Marte tiene demasiada poca masa y no retiene atmósfera suficiente para que el agua pueda existir como líquido: necesariamente se evapora o se sublima a partir del hielo. En la Tierra, hace 3.500 millones de años, aparece ya en rocas sedimentarias gran cantidad de carbono, que atribuimos a seres vivientes unicelulares, pero no sabemos cómo se formó la primera célula. Una célula es bastante más complicada que todas las galaxias juntas. No tenemos ni idea de cómo se va de materia no viviente a una célula que funciona. iEs tan difícil explicar la vida! Pero una vez que apareció la vida, empieza la evolución. Pequeños cambios en el material genético van dando lugar a otras formas ligeramente distintas. Los microbios fueron la única forma de vida en la Tierra durante 3.000 millones de años. Si tuvieron que pasar 3.000 millones de años de desarrollo de vida microscópica antes de poder llegar ni siquiera a un gusanillo, eso quiere decir que cualquier estrella que no mantenga la temperatura de un

planeta prácticamente constante durante miles de millones de años no puede tener un planeta habitable, y cualquier estrella que tenga un 10% más masa que el Sol ya no dura lo suficiente. Y si el planeta está alrededor de una estrella con un 10% menos masa que la del Sol, la luminosidad de la estrella se reduce, el planeta tiene que estar más cerca para tener agua en estado líquido, y entonces se da el fenómeno que llamamos de rotación sincrónica, que es el que hace que veamos a la Luna siempre con la misma cara hacia la Tierra. Un planeta así tendría un hemisferio siempre helado y otro abrasado. En la Tierra, hace unos 2.500 millones de años, se dio una mutación totalmente inesperada que no hay razón alguna de suponer se ha de dar en otro caso- que permitió que unas algas unicelulares adquiriesen un pigmento verde que utiliza la energía del Sol para unir moléculas de anhídrido carbónico y de agua, produciendo hidratos de carbono y eliminando oxígeno. Hasta este momento la vida no utilizaba el oxígeno; apenas había en la atmósfera, y era un veneno para los seres vivientes anaeróbicos. Pero una vez que aparece este fenómeno de fotosíntesis, empieza a aumentar la cantidad de oxígeno en la atmósfera. Y hace 2.000 millones de años ya casi el 20% de los gases de la atmósfera eran oxígeno, que todavía era un veneno para la vida, limitada a seres unicelulares microscópicos. Otra mutación, también poco probable, hace unos 600 millones de años permitió que algunos microorganismos utilizasen el oxígeno como fuente de energía. Y como el oxígeno es una fuente de energía mucho más eficiente, ya puede la vida hacerse más compleja y aparecen los seres pluricelulares que aprovechan la gran cantidad de oxígeno de la atmósfera. Encontramos primero pólipos y medusas en los océanos, seres sin esqueleto. Otra mutación da lugar a seres con esqueleto externo. ¿Por qué? ¿No podían sobrevivir los que no tenían esqueleto? Todavía existen pólipos y medusas en abundancia y la evolución de seres sin esqueleto nos ofrece hoy su resultado más llamativo en el pulpo, que puede aprender trucos mejor que un perro, y tiene unos ojos más complejos que los de la mayor parte de los vertebrados. Tan complejos como el ojo humano. Muchas veces se habla de la evolución sugiriendo que es un fenómeno que ocurre porque las formas antiguas no sobreviven, y las nuevas y mejores las suplantan. No es verdad como descripción de la trayectoria de especies y géneros. Cada uno de nosotros todavía tiene en el aparato digestivo más microbios que habitantes ha habido en la Tierra en toda su historia, ni desaparecieron los animales con esqueleto externo cuando aparecieron los vertebrados. Pero una vez que tenemos vertebrados (los peces) aparecen anfibios y reptiles. Estos fueron los reyes de la Tierra -los dinosaurios- durante 150 millones de años. ¿Podrían haber durado otros 60 millones de años o estaban ya en camino de extinguirse? La única razón de que no existan hoy es que hace unos 65 millones de años les cayó encima un peñasco de unos 10 km de diámetro, que causó una onda de altísima temperatura con incendios de escala planetaria, y luego, al chocar con la superficie, llenó la atmósfera de polvo y humo, de tal manera que durante años no llegó la luz del Sol. Las plantas se murieron, se murieron los animales, y el 80% o más de todos los seres vivientes de la Tierra desaparecieron. Y ésa es solamente la última de cinco grandes extinciones: en algunas de ellas se perdieron más del 90% de todos los seres vivientes. Y de no haber habido esas extinciones, no estaríamos aquí. Una vez más, ¿puede uno predecir que en algún sitio ha de ocurrir todo esto así, porque sí? Cuando los mamíferos proliferan, ya sin el peligro de los dinosaurios, son los primates los que más llaman la atención por su desarrollo. Hace 3,5 millones de años aparecen las huellas de un primate que caminaba sobre dos patas en el centro de África, en Laetoli.

Finalmente tenemos que buscar una indicación de que hay inteligencia. ¿Cuándo? Cuando hay un ser que se preocupa por algo que no tiene valor alguno para la supervivencia. Porque una cueva protege a uno del frío igual si está decorada que si no lo está. Y un hacha corta lo mismo si el mango es muy bonito o si no lo es. El ser humano tiene la necesidad de buscar Verdad, Belleza y Bien, aunque no tenga valor alguno para la supervivencia. Siguen sobreviviendo muy bien contemporáneos de los dinosaurios, desde las tortugas a los insectos. No podemos fundar la evolución en una progresión que se basa sólo en la supervivencia. Creo que lo dicho es suficiente para dar una base muy sólida a la afirmación de que todo está hecho, como dice la Biblia, con número y medida. Que todo está hecho con una finalidad, que es que pueda darse la vida inteligente. ¿Y por qué es el universo así? ¿Por casualidad? El decir que es por casualidad es lo mismo que decir porque sí. La casualidad en ciencia solamente puede calcularse de una manera: se calculan las probabilidades de diversos modos de ocurrir algo y entonces se dice que ocurre por casualidad de una forma u otra con mayor frecuencia. Cuando sólo hay un caso, como es el universo (porque hablar de otros universos es hablar de ciencia-ficción) uno no puede hablar de casualidad. Entonces, ¿qué queda? El universo es como es por una decisión finalística en que el Creador -que es responsable de que el universo exista- crea con un fin, porque todo aquél que actúa inteligentemente actúa por un fin, y el fin lo podemos inferir precisamente de toda esa serie de ajustes que permite que nosotros existamos: ¿Por qué es el universo cómo es? Porque está hecho para el hombre.

CAPÍTULO 5. LA TEOLOGÍA DE LA CREACIÓN7 ¿Por qué crea Dios? ¿Por qué decide crear? La fe nos dice que creó los ángeles, y los ángeles nos parecen una cosa tan maravillosa... ¿Por qué luego quiso Dios crear algo tan inferior como 7

Charla del 7 de diciembre de 2001, en San Rafael (Segovia), ante un nutrido grupo de personas.

la materia? ¿Por qué quiso crearnos a nosotros?... Hay otras preguntas también relacionadas con este tema: ¿qué modo de vivir es el de Dios?, ¿hay etapas en que primero crea una cosa y después otra?, ¿hay etapas para nosotros en la eternidad? Todavía otras preguntas son más inquietantes: ¿por qué los ángeles no tuvieron oportunidad de arrepentirse?, ¿por qué no hubo redención para los ángeles?, ¿por qué no puede uno arrepentirse después de la muerte? En teología se pregunta tradicionalmente: ¿por qué crea Dios? Y la razón de la pregunta es: ¿le hacemos alguna falta a Dios? ¿Gana Él algo por crear alguna cosa? La respuesta obviamente es no: Dios es la infinita perfección, lo tiene todo. Todo lo que tienen las criaturas es sólo lo que Él da, por lo tanto el que Dios cree no le influye para nada en su felicidad, ni puede aumentar absolutamente en nada lo que Él es y lo que Él tiene. Es la infinitud perfecta. Después de darle vueltas a esta pregunta nos dábamos cuenta de que buscábamos una razón que, hablando a nuestro modo, obligase a Dios a crear. ¿Por qué crea Dios? La única razón suficiente de crear, no una razón que obliga, sino una razón que justifica el que cree, es que quiere comunicar su felicidad, nada más. Lo propio de la bondad es el querer comunicarse a otros. Dios, que es infinita Bondad, quiere hacer partícipes a otros seres de esa misma felicidad suya. Dios es de un orden totalmente distinto del mundo de la materia. La materia existe en un marco de espacio y tiempo, pero la ciencia nos dice que el universo tuvo un comienzo, y nos da una fecha aproximada: hace unos 15.000 millones de años. ¿Qué hubo antes? La respuesta científica es: no hubo antes, porque si no hay materia no hay tiempo. ¿Dónde crea Dios el universo? La respuesta científica es: en ninguna parte, porque si no hay materia no hay espacio. Lo más obvio de la materia es que está en constante cambio, y por ello nos dice la filosofía, apoyada en la ciencia, que la materia no puede tener en sí misma la razón de existir, porque no habría una razón lógica de que fuese de una manera o de otra, si puede ser de varias. La necesidad de existir de un modo concreto, de entre todos los modos posibles, exige un «ajuste» extrínseco de aquello que no viene necesariamente determinado por el concepto mismo de su esencia. Así llegamos a la afirmación de que todo aquello que es cambiante (incluida toda la materia) tiene que tenerla razón de su existencia en una realidad (no material) que no puede cambiar, que no está en el espacio ni en el tiempo y que es infinitamente poderosa (para dar la existencia totalmente). Esto es lo que describe a Dios Creador. Una realidad de infinita perfección, de infinita inteligencia, de infinito poder, que no está ni en el espacio ni en el tiempo, y por eso no puede cambiar, porque si no hay tiempo no puede haber cambio. Todo cambio implica dejar de tener una situación existente para adquirir otra. Dios no puede dejar de tener su infinitud, no puede adquirir nada nuevo porque ya lo tiene todo, y por eso Dios es inmutable. Al decir que es eterno decimos que no está en el tiempo. Hablar de tiempo para Dios es tan poco lógico como hablar de cuánto pesa o de qué color tiene: parámetros sólo de la materia. Para Dios no hay tiempo. La eternidad no es un tiempo largo ni corto, no es tiempo, y para Dios no hay pasado ni futuro, todo es presente, ahora. Y en ese ahora tiene Él su felicidad inmutable. Cuando Dios crea para hacer a criaturas partícipes de su misma felicidad, necesariamente tiene que crear criaturas inteligentes y libres, porque sólo una criatura inteligente y libre es

capaz de hacer lo que es propio de Dios: conocer y amar. Si Él quiere comunicar su felicidad, tiene que comunicarla a alguien que es capaz de gozar de lo que Él goza. Conocer toda verdad, amar todo bien, gozar de toda belleza. Y esto es lo que explica que Dios haya creado los ángeles. Son espíritus puros, y así son imágenes de Dios, vivientes, con un tipo de vida semejante al que Dios tiene. Por ser espíritus me parece lo más lógico decir que también están libres de ese marco de espacio y tiempo propio de la materia. No están en ningún sitio, ni tienen edad, ni pueden envejecer, porque si no hay tiempo no hay cambio. Cada uno de los ángeles en el momento mismo en que Dios le crea (uso momento que significa tiempo, en un sentido impropio, pero no puedo menos de usar las palabras que se nos imponen en nuestro lenguaje), en el primer acto de su conciencia libre, o acepta su condición de criatura -de «hijo» como imagen viva- y da a Dios la adoración y la gratitud que merece por haberle creado, o se rebela y quiere ser independiente de Dios. Pero en esa decisión queda fijo para siempre, porque no hay tiempo para arrepentirse cuando no hay tiempo. Los ángeles no pudieron arrepentirse ni pudieron tener redención ni perdón, porque no están en el tiempo, y si no hay tiempo no puede haber cambio. Los ángeles nos parecen imágenes perfectas de Dios, son espíritus como Él, libres de todas estas ataduras materiales como Él, libres de cambio como él. ¿Por qué entonces crea Dios otra cosa? ¿Por qué crea la materia? ¿Qué les falta a los ángeles? Después de pensar mucho sobre esta pregunta me di cuenta de que les falta una cosa importantísima para ser imágenes completas de Dios: Dios, en nuestra teología, es familia, Padre, Hijo, Espíritu Santo. Hay comunicación de vida de una persona a otra, hay conocimiento y amor que es el modo que tenemos de hablar de que el Hijo es hijo, porque es la imagen, expresión perfecta de lo que es el Padre, y el Espíritu Santo es el amor hecho persona, el amor del Padre y del Hijo, por eso procede del Padre y del Hijo, como decimos en el Credo. Pero esto que es esencial a Dios -porque Dios no puede existir si no es siendo familia, siendo tres personas-no se refleja en los ángeles, porque los ángeles no pueden tener lazos de familia. El ángel es un espíritu puro, no tiene posibilidad de dar parte de sí, porque no tiene partes, y tampoco puede crear, porque una criatura no puede hacer que algo comience a existir de la nada. Cada ángel es una imagen autocontenida de Dios como sabiduría y amor, pero no de Dios como familia. Santo Tomás en su teología dice que cada ángel es como una especie distinta. Cada ángel es él, puede conocer a los otros, puede amarlos, y lo hace, pero no puede dar nada de sí mismo a otro. Por eso los ángeles no reflejan la vida de Dios en su intimidad de familia. Dios crea entonces la materia, algo infinitamente inferior, sometido a espacio y tiempo, que está en continuo cambio, que tiene una complejidad estructural que permite que haya continuamente una renovación celular, que haya generación, que haya el dar parte de uno mismo. Así se refleja el poder de Dios de dar vida: un ser viviente material puede dar vida a otros seres vivientes. Pero en el nivel de sólo la materia no puede darse conocimiento intelectual ni voluntad libre, de modo que los seres vivientes en el reino animal pueden imitar la fecundidad de Dios de dar vida, pero no pueden imitar su conocer y su amar, ni gozar de esa felicidad que Dios quiere comunicar. Entonces Dios hace lo que parecería imposible: crea al ser humano, en que se unen materia y espíritu. Por ser espíritu podemos conocer a Dios, amarle libremente, podemos participar de esa actividad de conocimiento y amor que es propia de Dios. Y por ser también materia, cuerpo, podemos imitarle en dar vida. Así el hombre es una imagen más perfecta de Dios que un ángel. Por nuestra naturaleza material nosotros estamos en el espacio y el tiempo. Somos

cambiantes, y cuando se da el pecado, el rechazo de Dios, hay una posibilidad de cambio con un arrepentimiento que lleva al perdón, Dios quiso darlo de la manera más maravillosa en la redención. Este es el plan de Dios desde el primer momento, porque en Dios no hay cambios de planes: Dios mismo, el Hijo, se hará Hombre, y siendo hombre verdaderamente, y Dios verdaderamente, tendrá la capacidad de ofrecer como criatura el cariño perfecto al Padre y la obediencia perfecta al Padre, una obediencia que va a llevarle hasta la cruz. Y esa muerte en la cruz tendrá valor infinito, porque es Dios el que muere. Pero con la muerte en la cruz no termina la historia del mundo material al que también pertenecemos, sino que la comienza en una forma nueva, porque da paso a una resurrección en que Dios da al mismo cuerpo humano la capacidad de existir fuera del espacio y el tiempo, en la eternidad propia de Dios, y de estar libre de todo cambio, metabolismo, envejecimiento. Así Dios alcanza su máxima expresión de generosidad y de gloria. En Cristo se dan todos los niveles posibles de existencia. La materia, preparada durante miles de millones de años en estrellas, la vida vegetativa, la vida sensitiva, la vida intelectiva. Materia, espíritu creado y Dios mismo en unidad de persona. Esto es lo que constituye el centro de nuestra fe, algo que nadie jamás hubiese podido imaginar o inventar: que Dios se haga Hombre, que siendo Dios pueda ser criatura, que pueda llegar en su generosidad infinita a morir por nosotros para darnos la capacidad de vencer al pecado, de arrepentirnos, y así poder gozar con Él eternamente. Es el Hijo el que se hace hombre. ¿Podría haberse hecho hombre el Padre? No, no hubiese sido posible, porque para hacerse hombre tuvo que ser hijo de una mujer, y el Padre es totalmente Padre. Pero el Hijo es totalmente hijo, y puede simultáneamente ser totalmente Hijo del Padre e hijo de María. Porque es totalmente Hijo del Padre no pudo tener otro padre humano, pero pudo tener una Madre. Cristo nunca se llama a sí mismo Padre: es el Hijo como definición de su personalidad. Nosotros somos hijos en el Hijo, participamos de su filiación, de tal manera que el Padre nos ve como transfigurados en Cristo, y de esa manera nos acepta en su ámbito de familia. La filiación que Dios nos da no es un simple título jurídico, sino que es una transformación interna que nos da la capacidad de gozar de la vida divina dentro de la misma Trinidad en donde está Cristo. Por unión con Cristo vamos a ser capaces -con nuestro entendimiento humano- de conocer a Dios directamente, no por ningún tipo de imagen o de analogía o de argumento, sino cara a cara, como dice san Juan en su primera carta. Por nuestra incorporación a Cristo seremos capaces de amar a Dios con el amor del Corazón divino de Cristo, que es de forma simultánea un corazón humano que late como el nuestro, que siente sus afectos como los siente el nuestro, y que es capaz por lo tanto de dar a Dios un amor limpio y perfecto, con un corazón humano. Nosotros, incorporados a Cristo, recibiremos de Él la capacidad de ofrecer también nuestro amor al Padre por toda la eternidad en unión con el de Cristo. María es el punto de contacto en que Dios encuentra un corazón totalmente suyo, totalmente limpio. No podía ser de otro modo. Si Dios va a hacerse hijo de una mujer no puede jamás pensarse que Él, que es el Hijo del Padre infinitamente Santo, permita en esa mujer ni la más remota sombra de la rebelión que es el pecado. Por eso decían ya los fieles españoles en el siglo XV hablando de la Inmaculada Concepción: • •

Si quiso y no pudo, no es Dios. Si pudo y no quiso (hacerla Inmaculada), no es hijo (ésa no es la manera de tratar a una madre).



Digan pues que pudo y quiso.

María es la criatura perfecta, totalmente escogida y querida para ser Madre de Dios. Esa es la razón de que Ella exista, solamente ésa. Y si Cristo es totalmente Hijo, ella es totalmente Madre del Hijo de Dios, por eso tampoco pudo tener Ella otros hijos que con igual derecho la llamen Madre. Estaba hecha especialmente para Dios. Pero todos nosotros, incorporados a Cristo en su Cuerpo Místico, ¿podemos también en un sentido real llamarle Madre? Sí, porque Cristo ha querido ser el Cristo total, ha querido incorporarnos a nosotros en ese Cuerpo Místico en el que se nos da un injerto de divinidad por incorporación a Cristo nuestra Cabeza. Y si María es Madre de la Cabeza, es también Madre de los miembros. Esa es la razón de que la Iglesia la considere, la ame, la honre como Madre. No puede menos de ser Madre de la Iglesia quien es Madre de la Cabeza de la Iglesia. Vemos que el plan de Dios es maravilloso en su sencillez, porque Dios es infinitamente sencillo. Nosotros somos muy complicados, Él no tiene distinción de perfecciones. Su Omnipotencia y su Belleza y su Misericordia y su Sabiduría se unen en una única perfección infinita, y esa única perfección se manifiesta precisamente en el plan redentor, de hacer que su Hijo, el Hijo querido, el Amado, el Único, sea la recapitulación de todo cuanto ha sido creado. «Todo ha sido creado por Él y para Él y sin Él nada se hizo de cuanto ha sido hecho» (san Pablo a los colosenses). Él es el primero, el primogénito de toda criatura, para que en Él resida la plenitud de todas las cosas, las del cielo y las de la tierra. Él es antes que todo y Él es el primero en todo. Y éste es el Cristo que nosotros recibimos con alegría como hermano en la Navidad. En Él lo tenemos todo.

CAPÍTULO 6. MATERIA Y RESURRECCIÓN El estudio del dogma de la resurrección en toda su amplitud exige aclarar ante todo el concepto de ser humano, y, como consecuencia, el de cuerpo y de materia. Esto debe hacerse con todos los datos de nuestra experiencia sensitiva, ayudada y completada por la ciencia actual, física, química y biología. De lo contrario, es fácil encontrar paradojas y oposición entre lo que nos parece obvio, resultado de la experiencia vulgar, y lo que nos enseña la teología.

Hablamos de la resurrección como un hecho transformador de la existencia humana, no meramente de un volver a la vida durante algunos años (como en los casos evangélicos de la resurrección de Lázaro, la hija de Jairo, el hijo de la viuda de Naím). De esa transformación al estado de inmortalidad y existencia definitiva solamente el testimonio evangélico de la resurrección de Cristo y de su actividad hasta la ascensión nos da una información que debe tenerse en cuenta al querer describir lo que la fe acepta acerca de nuestra propia existencia en el fin de los tiempos.

1. ¿QUÉ ES EL SER HUMANO? Como parte del mundo viviente, el ser humano es un organismo con los mismos componentes y funciones básicas de toda la vida en la Tierra. Su vida vegetativa y sensitiva es equiparable a la de otros mamíferos, incluyendo el proceder instintivo para la supervivencia más elemental del individuo y de la especie. Como todo ser viviente material, está también sujeto al desgaste, que obliga a la alimentación y continua sustitución de nueva materia en todos los niveles de funcionamiento del organismo. Como consecuencia, los componentes físicos de cada órgano no pueden mantenerse de manera indefinida, y en un espacio de algunos años puede afirmarse que todos los átomos del cuerpo en un momento dado han sido sustituidos por otros que son individualmente distintos. Como organismo pluricelular, también puede sufrir la pérdida de células completas o de conjuntos de ellas, así como la inserción de otras nuevas. Células que se extraen y cultivan en el laboratorio (por ejemplo, para recuperar la piel destruida en una quemadura), se incorporan al miembro afectado y pasan a ser parte nuestra en igualdad de condiciones con las que no han dejado nunca de serlo. Injertos de órganos completos tomados de otro cuerpo, incluso nohumano, son parte normal de la experiencia médica de nuestros tiempos, así como las transfusiones de sangre y médula espinal. Y es también algo común la utilización de elementos no biológicos para sustituir riñones dañados, huesos, e incluso el corazón, en períodos más o menos largos de una intervención quirúrgica. En todos estos casos, se mantiene la identidad sustancial del cuerpo humano; tal identidad se afirma también a lo largo de toda la vida, desde la concepción hasta la muerte. Es claro, como consecuencia, que la expresión «mi cuerpo» no designa un conjunto único e inmutable de átomos o células, Sino que indica un modo de considerar la materia como parte de un Yo de orden superior, aun en el plano de la vida biológica solamente. Pero en el hombre se da otro tipo de vida, que nos especifica dentro del género «animal». Somos animales racionales, con actividad cognoscitiva y volitiva motivada por la tendencia universal a buscar Verdad, Belleza y Bien: algo que no se observa en los niveles previos de la escala evolutiva. El pensamiento abstracto, sea en física y matemática pura, o en filosofía y teología, ya no trata de los objetos materiales que impresionan nuestros sentidos. El arte, sea literario o plástico, produce una satisfacción nueva por relaciones de orden estático o dinámico que son difíciles de hacer explícitas, pero que se intuyen como el resultado de una inteligencia que escoge y organiza elementos diversos para un fin determinado. Y del conocimiento de un fin y la elección de medios se deduce también la actividad libre y la responsabilidad, que son el fundamento de toda ética, derecho y estructura social.

Por ser la conciencia raíz y parte del conocer y actuar humano, podemos decir que ella es el carácter distintivo del hombre: sólo él, en el mundo animal, se conoce a sí mismo como sujeto último de su conocer y fuente de actividad libre. Esta es la definición filosófica de la persona. Y a esta persona se atribuye el conjunto total de lo que somos y hacemos, desde nuestros cambios orgánicos hasta las decisiones más sublimes o culpables. Por definirse la materia en física por el comportamiento posible según cuatro fuerzas (interacciones: gravitatoria, electromagnética, nuclear fuerte y nuclear débil), si la actividad racional es debida a la materia, debe encontrarse una explicación para ella en una de esas fuerzas o en sus combinaciones. Esto no es posible sin un salto lógico totalmente acientífico: nada hay en las características de actuación de la materia q lleve consigo la presencia de conciencia, significado abstracto o libertad. Afirmar lo contrario equivale a suponer una cualidad oculta y desconocida que haría ya conscientes y libres (en algún grado) a las mismas partículas elementales, y no solamente a todos los animales, aun microscópicos. Tal suposición es gratuita e inadmisible. Es necesario, por tanto, atribuir la actividad que la materia no explica a otro componente del hombre de orden inmaterial: un «espíritu 8 humano». Pero si esta dualidad se impone por la estricta lógica del principio de razón suficiente, no es menos clara la evidencia de que el ser humano es uno, y que ambas realidades que lo componen actúan con un influjo mutuo constante que subraya su unidad. El mismo desarrollo mental de un recién nacido viene condicionado por su cerebro, y por los estímulos sensoriales de su entorno; durante toda la vida, la condición del cerebro es un factor importantísimo para determinar la posibilidad de trabajo intelectual o de verdadera responsabilidad por nuestros actos. También hay influjos innegables del espíritu sobre el cuerpo: nada es tan nefasto para la salud como una preocupación obsesiva o un sentimiento de culpabilidad y desesperación. Por ser inmaterial, no puede atribuirse el origen del espíritu a ningún tipo de evolución genética: un emergentismo filosófico estricto solamente es inteligible dentro de un monismo materialista. Pero tampoco es admisible un espiritualismo que niega realidad a la materia, o la considera como una carga pesada y extrínseca al hombre, de la cual debe librarse el alma definitivamente en la muerte. Tal dualismo es equivocado en nuestra experiencia íntima, además de ser filosóficamente ilógico. Ni es tampoco compatible con la verdadera fe en la Encarnación, que nos presenta la muerte corporal de Cristo como el sacrificio supremo que nos salva, precisamente porque ese Cuerpo santo y divino del Señor sufre la muerte de cruz. Y sigue siendo el Cuerpo de Cristo en la Eucaristía el medio maravilloso de su permanencia entre nosotros y el fermento de divinidad que nutre y desarrolla nuestra transformación en verdaderos miembros del Cristo Místico. No es el hombre un espíritu encarcelado en la materia, sino una realidad misteriosa en que ambos elementos constitutivos, tan dispares, sin perder su distinción se aúnan en algo de un orden nuevo y único. Aunque los términos de la filosofía tradicional aristotélico-tomista no son parte del dogma ni tienen que usarse necesaria-mente, por su importancia histórica y la abundancia de referencias a ellos en la teología católica, es conveniente conocer su significado: alma y cuerpo son «sustancias incompletas», de cuya unión se constituye el hombre como sustancia completa, porque el alma-espíritu- «informa» al cuerpo. In-formar es aquí un término técnico, que significa «construir en un modo de ser determinado»: la materia deja de ser meramente 8

La creación del universo exige admitir una potencia no material, que elige crear con conocimiento de todas las posibilidades y con selección de medios hacia un fin libremente buscado. Esta descripción expresa las notas características de un espíritu y de su actividad: conocimiento de lo abstracto, voluntad libre, existencia fuera del ámbito de las leyes de la materia. No es lógico rechazar como imposible la existencia de realidades creadas con tales propiedades, aunque sean inaccesibles a nuestra experiencia directa.

materia, para existir a modo humano, bajo el control del espíritu, y para el bien total del ser completo. Ambos elementos constitutivos están ordenados el uno para el otro, y hay una dependencia mutua en el comenzar a existir y en el obrar, aunque cada uno tenga su actividad propia. Por eso la madre que nos da el cuerpo es madre de la persona completa, y la muerte es también muerte de la persona: sólo así es posible entender el hecho central de nuestra fe, que la persona divina del Hijo se hizo Hombre, que María es Madre de Dios, y que la muerte del Hijo del Hombre en la cruz es redentora por ser un acto de la persona divina.

2. MUERTE Y RESURRECCIÓN Porque el espíritu no está sujeto a metabolismo ni enfermedad ni cambio físico alguno, no puede descartarse su pervivencia cuando el hombre muere, aunque se destruya el cuerpo y debamos decir que muere el hombre. Pero no tenemos datos que permitan intuir el modo de vida de ese espíritu, desligado de la materia y de sus contribuciones a la actividad humana: parece necesario (filosóficamente) caer en una especie de concepción pagana de un «reino de las sombras» -el sheol del Antiguo Testamento- en que apenas se puede hablar de verdadera supervivencia ni de una idea clara de continuidad y responsabilidad personal por la vida terrena. En los libros recientes del Antiguo Testamento (por ejemplo, 2Mc 7, 9-14) se da ya una solución nueva, que no hallamos en ninguna mitología ni religión fuera de Israel: se predice una vuelta a la vida de la totalidad humana, con la misma dualidad de cada persona individual, en unión de alma y cuerpo, que también implica la responsabilidad por los actos propios durante la vida mortal. De esta forma se cumple el que Dios es «Dios de vivos», porque para Él todos viven, y se cumple también el que el «Dios vivo» nos ha hecho a imagen y semejanza suya. El cómo y el cuándo de tal resurrección queda velado tras el misterio de la omnipotencia del Creador, que pudo hacer que existiese lo que no existía, y puede dar de nuevo la existencia y la vida a quienes han perecido. El modo de concebir la existencia tras la resurrección estaba, probablemente, limitado por una visión del cosmos que no suponía cambio importante con el correr de los siglos, por no haber ideas claras de la actividad de la materia o de sus consecuencias. Es este conocimiento el que ahora presenta el problema en una forma más acuciante: el universo tiene que agotar sus fuentes de energía para terminar en un vacío en que se mue-ven astros inertes en un frío y oscuridad total. Las condiciones mínimas para la vida no pueden darse indefinidamente. Y aunque el principio antrópico afirma la centralidad finalística del hombre para determinar los parámetros de la materia y su evolución, la historia total del cosmos no tiene sentido en el ámbito material: todo ha sido creado para que sea posible la existencia del hombre (vida inteligente), pero luego se destruye toda posibilidad de supervivencia para el hombre mismo. La única explicación satisfactoria a este absurdo la encontramos en la fe: conocimiento recibido directamente de Dios por su libre revelación, no obtenido por ningún raciocinio ni sagacidad propia. La muerte debe dar paso a un nuevo modo de vida, en que ya no hay muerte, ni necesidad de renuevo de generaciones sucesivas. EJ ser humano está llamado a ser, en cuanto a su existencia y actividad, «como los ángeles en el cielo» (Mc 12, 25), independiente de la materia, libre del marco espacio-temporal en que se desarrolla la actividad física. Esto afectará a la totalidad de la persona humana, dando valor permanente a todas nuestras acciones terrenas, y dando también sentido a la existencia de la raza humana y

del universo en su conjunto, librando aun a la materia de la «futilidad de la corrupción» (Rm 8, 21).

a) Resurrección de Cristo La predicción más insistente de Cristo en su catequesis de los apóstoles es la de su muerte y resurrección. Y ninguna de sus obras maravillosas chocó tanto con la incredulidad de sus discípulos como su vida tras la sepultura. Ni siquiera sus enemigos intentaron negar con prueba alguna el hecho del sepulcro vacío, ni pudieron hacer más que proferir amenazas para acallar el testimonio de los apóstoles, que se presentaban, primariamente, como «testigos de la resurrección». No es necesario aquí dar detalles de lo que ningún exegeta objetivo puede poner en duda; como dice san Pablo, «si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra fe... y nosotros somos los más miserables de los hombres» (1 Co 15, 17-19). La centralidad de la resurrección se afirma como el resultado de la experiencia directa de esos apóstoles, que comieron y bebieron con el Señor después de su resurrección, y que por esa experiencia se transformaron de cobardes incrédulos en testigos sinceros y valientes hasta la muerte. No hay explicación posible del cristianismo en ninguna otra hipótesis, ni puede reducirse a ningún tipo de