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Spanish Pages [210] Year 1969
Antonio Labriola; Socialismo y Filosofía
Prólogo de Manuel Sacristán
El Libro de Bolsillo Alianza Editorial Madrid
Título original: Discorrendo di socialismo e di filosofia. Traductor: Manuel Sacristán
O Editori Riuniti, 1969 © Ed. cast.: Alianza Editorial, S. A., Madrid, 1969 Calle Milán, 38* «200 0045 Depòsito legal: M. 23.485 -1969 Cubierta: Daniel Gii Impreso en España por Ediciones Castilla, S. A. Calle Maestro Alonso, 21. Madrid Printed in Spain
6 Socialismo y Filosofía
Por qué leer a Labriola
Muchas páginas de Antonio Labriola (18431904) pueden ser muestras del discurso laxo, hasta gárrulo, frecuente entre los compadres académicos de finales del siglo XIX, sobre todo en los países latinos. Discurso que quiere ser «sabroso», de «nacional», «reda» y «popular raigambre», «donoso» o «tonitruante» cuando hace al caso, pero que no parece aspirar siquiera a realizar la concreción de las ideas. Más de una vez se ha dado cuenta él mismo Labriola de la escasa exigencia de algunos de sus textos o cursos, y ha dicho algo al respecto. Asi escribía, recordando (o acaso trascribiendo) su lección inaugural de noviembre de 1900: «Todos los años reanudo con viva emoción y con gran placer este curso extraordinario de filosofía de la historia. Mis oyentes podrán ver y reconocer por sí mismos que en estas lecciones, en las que no evito la oratoria y la entonación rápida y fácil de la corifeh renda, utilizo uri estilo muy distinto del que es 7
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característico de mi curso ordinario de ética y de pedagogía. En éste me atengo rigurosamente a la estricta técnica de la lección, como es propio de los temas que se tratan para cumplir explícitamente la función precisa de educar y ensenar. Aquí, en cambio, nos encontramos en el más vasto campo de la cultura.» (Da un secolo all'altro, I, en Antonio Labriola, Saggi sul materialismo storico, a cura di V. Gerratana e A. Guerra, Roma, Editori Riuniti, 1964, pág. 341. Todas las indicaciones de páginas se refieren en lo que sigue a este volumen.) «Atenerse rigurosamente», «estricta técnica», «función precisa»: innecesaria acumulación de fajas, indicio de excesiva gordura. El que la «cultura» aparezca, por contraste, como un ámbito sin rigores confirma esa sospecha. El verbalismo, complacido unas veces y otras vergonzante, puede hacer hoy incómoda la lectura de Labriola, no sólo porque es un vicia intelectual, sino también porque los vicios del discurso propio de la cultura académica contemporánea $(M casi contrapuestos a ése. Aquélla charlatanería finisecular fingía una «cortés» concordia con el interlocutor, era «galana» hasta en la disputa y pasaba por alto mucha cosa: los compadres académicos se entendían confesándose y perdonándose reciprocamente su debilidad y su impostura. Los compadres académicos de hoy, en un ambiente de concurrencia mucho más feroz, son impostores como él jugador de pòker: hablan durai seca, petulantemente. El guiño estamental significa ahora: «eres lo suficientemente cínico, compadre, puedes entrar en el gremio». El terna principal de los escritos de Antonio Labriola es el socialismo. No son escritos de propaganda política, ni tampoco referentes a temas de organización. Son escritos teóricos. Su laxo estilo pone a veces en la tentación de arrinconar-
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los y olvidarlos junto con tos varios trastos que produjo la literatura socialista en el período que va de la senilidad de Engels a la madurez de Lenin y la juventud de Lukács, Korsch, Gramsci. La perspectiva contemporánea, que es para et marxismo una perspectiva post-staliniana, ignora ya frecuentemente que él seco, pobre y metafisico discurso zdanovista casi resulta una bendición cuando uno llega a él desde la difusa cháchara característica, si no de Kautsky o de Bernstein (y menos de Hilferding), sí de la tropa intelectual de la socialaemocrada anterior a la guerra del 14, Tanto, pues, la genérica garrulería de un academicismo hoy anacrónico cuanto la más específica de una Literatura socialista a menudo sólo declarativa, casi nunca capaz de llevar hasta el final él trabajo del concepto y frecuentemente incapaz de proponérselo, podrían haber sepultado la obra de Labriola, e incluso hacer de ella un contramodelo, un prototipo de vicios que evitar» en él momento del renacer del marxismo en torno a la Revolución de Octubre. Lo notable y sorprendente es que en esa nueva fase autores que, junto con Lenin y Lukács, acuden a la memoria de quien piensa en aquellos años —Korsch y Gramsci— han recibido inspiración de Antonia Labriola (Gramsci), o han encontrado en sus escritos, ya formuladas, orientaciones que ellosmismos iban consiguiendo laboriosamente (Korsch). Esto sugiere que en la obra escrita de Labriola (y posiblemente mucho más en su influencia personal directa, como suele ocurrir) hay algo lo suficientemente valioso como para que su enunciado, aunque sea mera declaración, compense de mucha palabra conceptualmente inútil y de la misma falta de realización del concepto. Identificar ese algo es indicar la persistente utilidad de leer a Labriola.
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La intención intelectual de Labriola era precisamente luchar contra esos vicios de época y ambiente, era una intención de criticismo, rigor, cautela intelectual. En la Va carta a Sorel escribe Labriola una fórmula que expresa bien su ambición de un «pensamiento crítico, conscientemente experimental y cautamente antiverbalista». Además, sus campañas por una buena lectura de Marx —frente a las interpretaciones torpes o fantasiosas del positivismo italiano de la época (particularmente de Loria)— y su conocimiento directo y amplio del maestro •—muy superior sin duda, y por significativo ejemplo, al que tenía Sorel— documentan la seriedad que Labriola puso en su esfuerzo. Las condiciones de su vida son probablemente la causa principal de que las intenciones intelectuales quedaran en sus escritos casi meramente enunciadas, como tales intenciones, sin llegar a realizarse suficientemente en la concreta resolución o elaboración de problemas. Labriola hizo sus estudios universitarios en Ñapóles, durante los años sesenta, en un ambiente hegeliano que explica el tema de su primer escrito filosófico extenso, Una risposta alla prolusione di Zeller (1862), una recusación del ¡volvamos a Kant! característico de la filosofia alemana de aquéllos años. Hasta 1877 se extiende un período difícil durante el cual Labriola se gana la vida con un modesto empleo en la prefectura de Nápoles, con traducciones y con encargos de clase en institutos de enseñanza media. Es también una época de desgracias familiares, señaladamente la muerte de un hijo. De todos modos, durante esos años Labriola ha leído a autores cuyo pensamiento estará siempre presente en su obra (Feuerbach), y ha escrito algunos trabajos filosófico-académicos: Origine e natura delle passioni secondo l'Etica di Spinoza (1866); La dottrina di Socrate secondo Senofonte, Platone
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ed Aristotele (1870); Della libertà morale (1873); Morale e religione (1873), Dell'insegnamento della storia (1876), En 1877, al ganar la plaza de profesor ordina•» rio de Filosofía Moral y Pedagogía en la Universidad de Roma, Labriola es un profesor de filosofía formado en una tradición ítalo-hegeliana (Spaventa) y todavía muy influenciable por modas ideológicas, como el herbartismo. No es un pensador resuelto. Tampoco ha mostrado una orientación precisa del pensamiento en materias sociales y políticas, aunque sí interés por los aspectos prácticos del trabajo universitario y cultural. El mismo año de 1877 acepta la dirección del Museo de Instrucción y Educación de Roma, y en 1879 viaja por Alemania estudiando la organización de la enseñanza en ese país por encargo del ministerio italiano. A finales de los años setenta la temática político-social va cobrando importancia en el pensamiento y en la actividad de Labriola. En 1878 ha escrito un ensayo Del concetto della libertà, v poco después se le ve en relación con radicales y socialistas. Seguramente le impulsa también a la ocupación política su interés por la filosofía de la historia, consolidado y ayudado materialmente por el encargo de esa cátedra en Roma a partir de 1887. Ese mismo año Labriola se manifiesta varias veces a propósito de cuestiones políticas o político-culturales: contra la reconciliación del estado italiano con la Iglesia, por la reorganización de los estudios de filosofía en un sentido anti-metafisico, para definirse como «teóricamente socialista». Labriola no es en esa época ni marxista ni buen conocedor de Marx. El escrito Del socialismo (1889), algo posterior a esa fase, no es todavía un texto marxista. En cambio, su actividad tiene ya elementos propiamente políticos y más o me-
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nos efectivamente socialistas: Labriola apoya públicamente las manifestaciones de los obreros parados de la construcción (Roma, 1888-89), hace agitación obrera contra la alianza de guerra (la Tríplice), habla a los obreros de las acerías de Terni y propaga la formación de un frente unitario democrático contra la guerra. La conferencia Del socialismo está también dirigida a obreros. (Se dio en él Círculo Obrero de Estudios Sociales de Roma.) El final, al menos, de ese mismo período ha debido de ser la época de más intenso estudio de Marx por parte de Labriola. Pues cuando en 1890 Labriola escribe a Friedrich Engels, enviándole algunos escritos suyos, muestra ya inequívocamente resultados de una lectura sistemática de Marx,• incluso de producciones juveniles de éste y de Engels, acerca de las cuales Labriola parece mejor informado y, desde luego, más interesado que la mayoría de los marxistas dé la época. (Engels, dicho sea de paso, no ha hecho nunca un juicio meditado sobre Labriola; ha oscilado entre él aplauso a ciertas producciones de éste que tampoco eran nada del otro mundo, como In memoria del Manifesto dei comunisti, y una ironía algo despectiva que no estaba más justificada.) El mismo año que con Engels, Labriola empieza su correspondencia con el patriarca de la socialdemocracia italiana, Filippo Turati. Pero apenas fundado el Partido Socialista (1892), en cuya preparación ha intervenido, Labriola descubre sus discrepancias, cada vez más importantes, con Turati. En estos años la actividad política de Labriola es intensa. En 1893 conoció personalmente a Engels (en él congreso de Ziirich), y tuvo que ver con la «justicia» por motivos políticos, pese a que su status de socialista era muy académico.
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Los escritos marxistas de Labriola proceden de los años 1895-1903. Et primero es él citado In memoria del Manifesto dei comunisti (1895). Croce, por entonces aun ex-alumno entusiasta de Labriola, promovió la edición del texto. En 1896 apareció Del materialismo storico. Dilucidazione preliminare. Y en 1899 el ensayo traducido en él presente volumen, Discorrendo di socialismo e di filosofia, unas cartas a Georges Sorel. Los tres ensayos se habrían completado con un cuarto —Da un secolo all'altro— que quedó sin terminar al morir Labriola él 2 de febrero de 1904. Las principales actividades de sus últimos años fueron polémicas, determinadas por la primera de las «crisis del marxismo», la de finales y principios de siglo (Bernstein dentro de la socialdemocracia, Sorel, Croce fuera de élla). Labriola siguió dando sus clases universitarias hasta fines del curso 1902-03. Los veintidós o veintitrés años (desde 1877) durante los cuales Labriola ha vivido libre de sus anteriores servidumbres y estrecheces no han sido tampoco un período de concentración intelectual en torno a temas teóricos. Labriola es demasiado hombre público para no aprovechar las posibilidades de influencia que le abren la Universidad y. la publicística socialista. La obra teórica no parece centro de su vida. Las ideas no están trabajadas en interioridad, sino apuntadas según la ocurrencia. Los escritos marxistas de Labriola son siempre «dilucidación preliminar», por decirlo con él título del ensayo de 1896. Una dilucidación preliminar, si no es retórica, suele ser programa. Lo que Gramsci y Korsch, cada uno a su manera, reconocen en Labriola es sólo una orientación programática para la teoría marxista. En eso estriba él interés duradero de la lectura de Labriola; sus ensayos son, por encima de sus fáciles vicios discursivos y pese a su falta
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de realización suficiente, una propuesta de desarrollo del marxismo enunciada en una de las «crisis», en uno de los puntos de inflexión de este pensamiento. El antieconomicismo destaca en el programa teórico de Labriola. En el Manifiesto del Partido Comunista «se descubría —escribe Labriola— la relatividad de las leyes económicas, pero al mismo tiempo se confirmaba su relativa necesidad. En eso radican todo el métodb y toda la razón de la nueva concepción materialista de la historia. Yerran los que creen entender y dar a entender su totalidad llamándola interpretación económica de la historia. [...] Lo nuestro no es eso. Estamos en la concepción orgánica de la historia. Lo que se tiene ante el espíritu es la totalidad y la unidad de la vida social. La economía misma (o sea, el ordenamiento de hecho, no ya la ciencia referente a él) se resuelve en el flujo de un proceso, para aparecer luego en varios estadios morfológicos, en cada uno de los cuales actúa como base estructural de lo demás...». (In memoria del Manifesto dèi comunisti, 59-60). Hasta el léxico de ese paso sugiere los temas de Gramsci, de Korsch o del Lukács de los años veinte. Y el acento impuesto a términos alusivos a consideraciones de estructura llega a asombrar en un escrito de 1895. El párrafo aducido no es nada excepcional desde este punto de vista. He aquí otras pocas líneas del mismo ensayo, en las que un concepto de tipología estructural se utiliza para designar el «todo» del Manifiesto de 1848: «La previsión que el Manifiesto apuntaba por vez primera no era cronológica, de preanuncio o de promesa; sino que era, por decirlo con una palabra que en mi opinión lo expresa brevemente todo, morfológica» (In memoria..., 35).
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El antieconomicismo de Labriola no es nada utopico ni moralista. No se va al comunismo «por espartana abnegación, ni por resignación cristiana»,a escribe (In memoria..., 28). Y en la carta VII de Discorrendo di socialismo e di filosofia: «En esto estriba la razón de ser del comunismo científico, que no confía en el triunfo de una bondad que los ideólogos del socialismo iban a buscar en misteriosos pliegues de los corazones de todos los muertos para proclamarla justicia eterna; sino que confía en el incremento de los medios materiales que permitirán que crezcan para todos los hombres las condiciones del ocio indispensables para la libertad». La cultura superior de la época no era propicia a moralismos ni utopías en materia política, sino que más bien promovía él contentamiento positivista con lo dado y con él «normal» discurrir de las cosas. Pero en Labriola hay algo más que ese elemento de época, como, por cierto, lo indica ya su mismo antieconomicismo. Labriola tiene una percepción muy notable de la raíz reaccionaria, de sabiduría de salmista burgués, propia a veces de encendidas actitudes aparentemente revolucionarias: «Con ta parte sana y veraz del movimiento socialista [...] se mezclan [...] muchos que, si se decidieran a ponerse la mano en él pecho, tendrían que confesar que son decadentes, que lo que les mueve a agitarse no es la productiva voluntad de vivir, sino el indiferenciado hastío del presente; son unosleopardianos aburridos» (Discorrendo..., X). No menos destaca en él programa teórico de Labriola la tesis de la independencia filosófica del marxismo, él elemento de sus ideas que más presente tienen Gramsci o Korsch cuando hablan con elogio de Labriola. Esa idea se opone a las tendencias positivistas o formalistas a completar él marxismo con lo que puede faltarle desde él
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punto de vista académico-escolástico de la división de la cultura por facultades, secciones, departamentos, cátedras; por ejemplo, una teoría del conocimiento (socialistas neokañtianos), o una teoría del medio físico-biológico (socialistas positivistas, particularmente en Italia) > o, más globalmente, una filosofía compuesta sistemáticamente al modo tradicional (socialistas de tendencia escolástica y teológica, como los actuales zdánovistas, o marxistas rusos). Labriola sostiene que «la doctrina lleva en sí misma las condiciones y tos modos de su propia filosofía» (Discorrendo..., II), e insiste en esta cuestión de la independencia filosófica del marxismo o «comunismo crítico» hasta el punto de oponerse despectivamente a quienes buscan precursores de la doctrina, «charlatanes o alegres sportmen que regalan precursores a la doctrina del comunismo crítico» (In memoria..., 19). La apariencia de exageración incauta que tiene ese negar precedentes al marxismo puede abrir la real profundidad metateorética de la tesis de Labriola acerca de la independencia del marxismo, una profundidad que no parece pieriamente advertida por Gramsci ni por Korsch (el primero subraya la nota de independencia; Korsch recoge ante todo la postulación de filosofía). En efecto: Labriola, que conoce bien al menos dos autores importantes en la formación del pensamiento de Marx (Hegel y Feuerbach), no pretende afirmar la inexistencia de precursores en sentido filológico. Ni tampoco está pensando, al hablar de independencia filosófica, que él marxismo contenga la tradicional sistemática aristotélico-wolffiana, desde la lógica hasta la última rama de la «ontologia especial», de modo que se pudiera proyectar tal cual sobre una sección de filosofía académica. La falta de precedentes del marxismo está para Labriola precisamente en la rotura con
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esa fragmentación del pensamiento, en la rotura con el viejo axioma de la teoría de la ciencia que niega el conocimiento científico de lo particular, en la elevación, por el contrario, de lo concreto a objeto más buscado del conocer (ésta es la razón de ser del pensar dialéctico), y en la producción consiguiente de un tipo dé actividad intelectual que, sin necesidad ( ni posibilidad) de introducir ninguna supuesta ciencia particular nueva, es, sin embargo, global novedad científica al mismo tiempo que práctica. En el marxismo no tiene sentido distinguir, a la manera de los escolásticos, entre materialismo dialéctico y materialismo histórico como cuerpos de doctrina, o entre economía y sociología marxistas. Pues esas divisiones sólo son válidas en cuanto se aplican a las disciplinas instrumentales (instrumentales desde el punto de vista de la noción marxista de conocimiento, que es conocimiento de lo concreto para la fundamentación de la práctica revolucionaria). Desde luego que la matemática no es física, ni economía, etc. Pero desde el punto de vista marxista ninguna de esas disciplinas es conocimiento sustantivo, sino sólo instrumental. Sustantivo es exclusivamente el conocimiento de lo concreto, el cual es un conocimiento global o totalizador que no reconoce alcance cognoscitivo material (sino sólo metódico-formai) a las divisiones académicas. Labriola ha construido en pocos años la primera versión del modo de entender el marxismo que se acaba de enunciar brevemente con palabras, desde luego, impropias de la época en que él escribía, pero cuyo equivalente de época es fácil rastrear en sus escritos. En Del materialismo storico. Dilucidazione preliminare Labriola contempla el materialismo marxiano como el punto de confluencia de las varias disciplinas instrumentales —•«analíticas»—• de la historia: «Las vaLabriola, 2
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Has disciplinas analíticas que ilustran los hechos que se desarrollan en la historia han provocado al final la necesidad de una ciencia social común y general que haga posible la unificación de los procesos históricos. La doctrina materialista es precisamente el término último, el ápice de esa unificación» (ibidem, 106). Esa formulación es, sin duda, muy débil por su falta de referencia a fundamentos básicos de historia délas luchas de clases (parece como si la necesidad metodológica fuera idealisticamente causante del fenómeno descrito), pero, en cambio, la situación epistemológica está claramente indicada. Dicha situación está expuesta con más riqueza en el mismo ensayo, páginas adelante, como exigencia de conocimiento de lo concreto. Este conocimiento —destructivo de la función mistificadora que puede tener (y tiene cuando se pone como ideal del conocer) el pensamiento especulativo abstracto— es conocimiento de la complejidad real y excluye todo reductivismo a la sociología, a la economía (de aquí el antieconomicismo de Labriola) o a cualquier otra teorización parcial o abstracta, sólo instrumentalmente justificable desde el punto de vista del conocimiento de la realidad plena: «Porque el verdadero problema es éste, que no se trata de sustituir la historia por la sociología, como si la historia hubiera sido una apariencia que celara una realidad más básica; se trata de entender integralmente la historia en todas sus manifestaciones intuitivas, y de entenderla por medio de la sociología económica. No se trata ya de separar el accidente de la sustancia, la apariencia de la realidad, el fenómeno del núcleo intrínseco, o como quieran decirlo los secuaces de cualquier otra escolástica; sino de explicar el entrelazamiento y él complejo precisamente en cuanto que entrelazamiento y complejo» (ibidem, 152). El adverbio «precisamente» no es, esta vez,
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ortopedia, sino oportuna indicación de la diferencia entre conocimiento dialéctico y conocimiento genéricamente abstracto. La última consecuencia de esa línea de pensamiento para la comprensión del marxismo se explícita en él tercer ensayo, Discorrendo di socialismo e di filosofía. Labriola deja ya en claro, con más precisión que cualquier otro escritor marxista antes que él (y que muchos a él posteriores), la novedad e independencia del marxismo como totalidad concreta, él hecho de que este pensamiento no pertenece a ninguna «especialidad», a ningún «género literario» preexistente. También Labriola distingue, como más tarde Lenin, tres elementos constitutivos del marxismo, aunque es evidente que ninguno de los dos conoció él paso del joven Marx en que se podría fundar (algo superficialmente) esa distinción. Y hasta se podría decir que se trata de los mismos tres elementos, aunque diversamente descritos: filosofía, crítica de la economía y política proletaria, los tres aspectos indicados por Labriola, se corresponden obviamente con los tres distinguidos por Lenin (filosofía alemana, economía clásica británica, socialismo francés). Pero Labriola ha subrayado tan acertadamente la unidad de esos tres elementos —que él considera «aspectos», no «factores»— que su exposición rebasa él análisis genético (principal punto de vista de Lenin en este punto), para ser, si no definición, sí al menos determinación muy profunda de la naturaleza del marxismo. El siguiente paso de la IIa Carta a Sorel es probablemente de los mejores al respecto: «Todos los escritos de nuestros autores {Marx y Engels] tienen un fondo común, que es él materialismo histórico entendido en él tríplice aspecto de tendencia filosófica en cuanto a la visión general de la vida y del mundo, crítica de la economía que tiene modos de procedimiento reducibles a leyes
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sólo porque representa una determinada fase histórica, e interpretación de la política y, sobre todo, de la que se necesita y es adecuada para dirigir el movimiento obrero hacia él socialismo. Esos tres aspectos, que aquí enumero abstractamente como siempre ocurre por comodidad del análisis, eran una misma cosa en la mente ade los autores». Más brevemente en la Carta V : «Es verdad que aquellos tres órdenes de estudio y de consideraciones componían una sola cosa en la mente de Marx y que, aparte de eso, fueron una sola cosa en su obra y su hacer. Su política fue como inherente a su crítica de la economía, que era a su vez su modo de tratar la historia». La tesis de la independencia filosófica del marxismo decía, pues, más de lo a primera vista legible en ella, o sea, más que una afirmación (contra el positivismo) del filosofar y (contra la filosofía académica) de la autonomía del marxismo. Era además una caracterización del marxismo como pensamiento ajeno (salvo por la relación instrumental) a la actividad intelectual compartimentada, y en ruptura con una tradición milenaria en la teoría del conocimiento y de la ciencia, la tradición clasista, mistificadora y fetichista que glorifica la especulación abstracta sustantivada en conocimiento real, afirmada como supremo ejercicio de humanidad libre y contrapuesta más o menos abiertamente al servil esfuerzo de la práctica. Labriola obtiene un fruto importante de su concepción del marxismo: su pensamiento está exento de cualquier escolástica y, desde luego, de la escolástica más primitiva, la que se basa en la persistencia de sistemáticas arcaicas, como la división materialismo histórico materialismo dialéctico, las divisiones entre sociología y economía marxistas, y todos los demás distingos especulativos y metafísicos.
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La libertad respecto del escolasticismo se manifiesta del modo más logrado en dos rasgos: la recusación de la idea metafísica de filosofía como sistema de conocimiento particular y la evitación de la falacia naturalista. En la Dilucidazione preliminare Labriola formula una noción crítica de filosofía que se ha de tener presente para no entender mal su afirmación de la independencia filosófica del marxismo: «Con excepción de los modos de filosofar que se confunden con la mística o con la teología, filosofía no quiere decir nunca ciencia o doctrina aparte de cosas propias o particulares, sino que es simplemente un grado, una forma, un estado del pensamiento respecto de las mismas cosas que entran en el campo de la experiencia. Por eso es la filosofía anticipación genérica de problemas que la ciencia tiene aún que elaborar específicamente, o resumen y elaboración conceptual de los resultados a que hayan llegado ya las ciencias» (ibidem, 145). El progresismo cientificista y poco consistente de la segunda cláusula ( que se aduce para no despojar al conjunto de su limitación de época) no tiene por qué oscurecer la excelente formulación de la primera. Con ella está Labriola, por lo que hace al problema de la filosofía, en la línea de marxismo que parece positivista a los intérpretes místicos, particularmente a algunos clérigos estudiosos del marxismo (como Wetter), y cuyo origen se suele achacar al viejo Engels, cuando en realidad se encuentra en las marxianas y aún juveniles Tesis sobre Feuerbach, así como en La Ideología Alemana (aún no publicada en tiempos de Labriola), Nò se trata de una comprensión positivista, que sería incoherente con la constante polémica antipositivista de Labriola; se trata de una recusación de la alienada autosatisfacción que ha permitido a generaciones de filósofos ta confianza en un superior saber sustantivo sus-
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traído al permanente trabajo del conocimiento real. Las formulaciones de Labriola acerca de esta cuestión son a veces de una precisión inmejorable. Así se lee en la Va Carta a Sorel que «el marxismo (...) es uno de los modos según los cuales él espíritu científico se ha liberado de la filosofía sustantiva». Por lo que hace a la falacia naturalista, a la indistinción entre la teoría y la decisión de aplicarla con fines determinados (falacia muy frecuentemente cometida a propósito de ideas cargadas de implicaciones sociales), Labriola está bien armado contra ella. Su concepción del marxismo como unidad de una crítica, una teoría y una práctica le basta para no reducirlo nunca a teoría pura o en sentido formal. También en esta cuestión es Labriola muy preciso, hasta él punto de distinguir entre «le matérialisme historique en général» y «le marxisme en particulier», según escribe en el prólogo a la 2.a edición francesa de Del materialismo storico. So pena de incurrir en la falacia naturalista no se puede, en efecto, identificar el marxismo plenamente entendido —como consciencia racional del socialismo— con una comprensión de la historia, él materialismo histórico, que perfectamente se podría utilizar con fines reaccionarios o conservadores, puesto que, como puro conocimiento, es praxeológicamente neutral (neutral una vez logrado, o sea, hecha abstracción de la nada neutral cuestión de la génesis de cualquier comprensión o conocimiento). En Discorrendo di socialismo e di filosofia Labriola indica una importante consecuencia de la evitación de la falacia naturalista, y redondea su exposición con una humorística profecía hoy abundantemente cumplida por la escolástica de los manuales de «materialismo dialéctico». Habla Labriola de «un grave peligro, a saber, que muchos de esos intelectuales olviden
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que el socialismo no tiene fundamento real sino en las presentes condiciones de la sociedad capitalista, en lo que puede querer y hacer el proletariado y él resto del pueblo dominado; el peligro, esto es, de que, por obra de los intelectuales, Marx se convierta en un mito, y que mientras ellos discurren de arriba a abajo y de abajo a arriba por toda la escala de la evolución, al final, en un congreso no muy remoto de compañeros, se ponga a votación él filosofema: él fundamento del socialismo sea encuentra en las vibraciones del éter» (Carta VII ). El único punto en que yerra la graciosa profecía de Labriola es él del voto: los funcionarios culturales de los años 30 no se valieron de procedimientos tan liberales para dejar sentado de una vez para siempre que él fundamento del socialismo se encuentra en efecto en el movimiento de la materia. Talmente como él del capitalismo, dicho sea de paso. La última raíz de la escolástica es él autoritarismo. Por eso se puede considerar como redondeo de toda esta temática la concluyente recusación de toda autoridad doctrinal por Labriola: «Admito en cierta medida la existencia de compañeros rígidos y hasta tiránicos por lo que hace a la conducta política del partido. Pero compañeros que tengan autoridad para pronunciarse como arbitros en materia de ciencia... y sólo porque compañeros... vamos, vamos...» (Discorrendo..., carta VIIa). La tesis de la independencia del marxismo, que es también, como se ha indicado, afirmación de su peculiaridad sistemática, suscita una cuestión más, última en él sentido de que con la respuesta a ella alcanza sus resultados más materiales, menos formales, la aportación de Labriola. ¿Es posible caracterizar mediante una descripción material ese nuevo tipo de teoría independiente? Pues mostrar que el pensamiento socialista inau-
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gurado por Marx es independiente de y hasta tendencialmente polémico con la noción tradicional del saber es ofrecer una descripción formal del mismo. Labriola caracteriza además materialmente el socialismo marxista de un modo que inspirará él pensamiento del Gramsci maduro en presidio. Labriola ve ante todo en él contenido filosófico del marxismo una tendencia al monismo, coherente con la visión sintética o totalizadora. Pero se trata sólo de una tendencia que no admite fijación en filosofemos y que se contrapone además, según Labriola, a las dos corrientes de monismo próximas histórico-culturalmente al marxismo: el evolucionismo, que es un monismo biológico, y el hegelianismo, un monismo idealista, «con su ritmo trascendente y perpetuo de la tesis, la antítesis y la síntesis». Labriola enuncia a renglón seguido él fundamento de la distinción entre él elemento teórico del marxismo (el «materialismo histórico») y cualquier otro monismo: «La principal razón del correctivo crítico que él materialismo histórico aplica al monismo es ésta: que el materialismo histórico parte de la praxis, del desarrollo de la libertad laboriosa, y que, al igual que es la teoría del hombre que trabaja, así también considera la ciencia misma como un trabajo. De este modo consuma él sentido implícito de las ciencias empíricas, a saber, que con el experimento nos acercamos a la producción de las cosas y conseguimos la convicción de que las cosas mismasa son un hacer, o sea, una producción» (Carta VI ). Labriola entiende el principio de la práctica con una coherencia que ha faltado alguna vez a los mismos grandes clásicos del marxismo, a Engels, por ejemplo, en determinadas consideraciones epistemológicas en él Anti-Dühring. Labriola enseña explícitamente que «todo acto de pen-
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Sarniento es un esfuerzo, o sea, un trabajo nuevo» (ibid.) y, más lapidariamente, que «pensar es producir» (ibid.). Bastante pronto, por otra parte, había apuntado la inseparabilidad del principio del materialismo y el principio de la práctica (inseparabilidad postulada por Marx en las Tesis sobre Feuerbach). Así escribía Labriola en la Dilucidazione preliminare: «También las ideas suponen un terreno de condiciones sociales, y tienen su técnica; y el mismo pensamiento es una forma de trabajo» (ibidem, 111). La doctrina de la práctica de Labriola recupera plenamente la inspiración marxiana en una época del marxismo caracterizada, desde la vejez de Engels y el gran predicamente de Kautsky, por un pensamiento con tendencias predominantes al positivismo, por un lado, y a la especulación de corte filosófico tradicional, por otro. En la IIIa Carta a Sorel Labriola ha fijado con toda la riqueza deseable la noción marxiana de práctica• «[...] la naturaleza, o sea, la evolución histórica del hombre se encuentra en el proceso de la praxis; y al decir praxis, desde este punto de vista de la totalidad, se pretende eliminar la oposición vulgar entre práctica y teoría; porque, dicho de otro modo, la historia es la historia del trabajo, y así como, por una parte, en el trabajo íntegramente entendido de ese modo va implícito el desarrollo implícitamente proporcionado y proporcional de las aptitudes mentales y de las aptitudes operativas, así también, por otra, en el concepto de historia del trabajo va implícita la forma siempre social del trabajo mismo y él variar de esa forma; el hombre histórico es siempre él hombre social (...)». Esta noción totalizadora de práctica explica la manera de decir de Labriola que Gramsci recogerá literalmente. Se encuentra, por ejemplo, en la IVa Carta a Sorel, y dice que «la
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filosofía de la praxis (...) es la médula del materialismo histórico». Labriola no ha producido una obra de realización de esa idea en la interpretación de la historia y la vida social, ni tampoco en el intento de construir una política comunista, esas tareas que son él contenido de la obra de Gramsci en la cárcel. Pero su formulación, que queda en mero programa teórico, es sensible, aguda y lo suficientemente exacta como para que Gramsci haya podido recogerla en su propio trabajo. Eso pone a Labriola en los orígenes de una importante corriente de marxismo. Manuel Sacristán Barcelona, 1.° de mayo de 1968
Ich bin des trocknen Tons rum satt, Muss wleder rechi den Teufel spielen. Goethe, Fatisi [Harto estoy ya del seco tono, He de volver a hacer mis diabluras].
Advertencia (a la primera edición italiana, 1897) Cosa poco menos que absurda me parecería el anteponer a la edición de estas cartas unas palabras de introducción. En la última se explica por qué salen a la luz en forma de librillo. Observaré sólo que estas páginas traen algún complemento y añaden cierta claridad a mis dos ensayos titulados In Memoria del Manifesto dei comunisti y Del Materialismo storico. Dilucidazione preliminare. 27
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Aporté alguna ligera corrección a esos dos ensayos y les hice algún pequeño añadido, pero sólo en pocos puntos, en la edición francesa que ha aparecido este año. He aquí su título: Essais sur la Conception Matérialiste de l'Histoire, par Antonio Labriola; avec Préface de G. Sorel. Paris, 1897, chez V. Giard et E. Brière. Advertencia (a la segunda edición italiana, 1902) Con tan breve Advertencia apareció —el 6 de diciembre de 1897, por más exactitud— la primera edición italiana de esta colección de cartas que ahora vuelvo a imprimir con algunas modificaciones en el texto y en las notas, casi todas tomadas de la edición francesa que apareció en 1899. Pero entre las dos ediciones, o sea, entre 1897 y 1899, ocurrió que el señor Sorel, al que estaban dirigidas estas cartas, y mi amigo Croce, que me animó a publicarlas, enderezaron tales críticas a las doctrinas del materialismo histórico que me creí obligado a contestarles con los añadidos que introduje al final y al principio de dicha edición francesa. Reproduzco ahora en Apéndice (I y II) aquellos añadidos.
I Roma, 20 de abril de 1897
Apreciado señor Sorel: Hace tiempo que estoy pensando en discurrir con usted en ima especie de conversación por escrito. Este será el modo mejor, el más adecuado, para atestiguarle mi gratitud por el Prólogo con el cual me ha honrado. Por supuesto se da que al decir eso no detengo la mente en el recuerdo sólo de las palabras amables de las que con tanta profusión ha sido usted pródigo conmigo. A esas palabras no podía yo dejar de contestar en seguida, cancelando mi deuda en la forma de la carta privada. Ni sería oportuno alargarme ahora en cumplidos con usted, en unas cartas que a usted o a mí podrá más adelante parecer oportuno publicar, ¿Y qué valor tendría, por lo demás, el que yo me pusiera ahora a hacer protestas de modestia amparándome en los elogios de usted? Ya me 29
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ha obligado usted a renunciar a esfuerzos tales. El que mis dos ensayos, no más que rudimentarios, de materialismo histórico circulen en Francia en la forma de un quasi-libro es enteramente mérito de usted; porque usted los ha reunido y presentado al público con ese ropaje. Nunca estuvo dentro de mis inclinaciones el faire le livre en el sentido que dais a esta expresión los franceses, siempre admiradores y secuaces de la clasicidad literaria. Yo soy, por el contrario, de los que ven en esta perduración del culto a la forma clásica una especie de empachoso obstáculo —como un vestido mal conveniente a la persona— contra la expresión propia, adecuada y conveniente de los resultados del pensamiento rigurosamente científico. Prescindiendo, pues, de todo cumplido, me propongo volver a considerar cuanto usted dice en aquel Prólogo, volver sobre ello para discutirlo libremente, sin tener ante la mente el borrador o la minuta de una meditada monografía. Elijo la forma de cartas porque sólo en ellas no parece cosa impropia e incongrua un proceder interrumpido, cortado y a veces saltado, que reproduzca casi exactamente la conversación. No me siento en verdad capaz de escribir todas las disertaciones, memorias o artículos que harían falta para contestar a las muchas preguntas que plantea, a las muchas cuestiones que se dirige usted a sí mismo en tan pocas páginas, como el que piensa y duda, y dudando piensa. Pero al escribir casi como me salga no pretendo sustraerme a la responsabilidad de lo que se me ocurra y diga, sino que quiero sólo absolverme de los deberes de la prosa tensa y ligada que son propios del discurrir y disertar a tesi. Pues no hay ya doctorcillo en el mundo que, por minúsculo que sea, no pretenda monumentalizarse ante los presentes y la posteridad consagrando
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en un pesado opúsculo o en docta y complicada disquisición una de las tantas ideas o una de las tantas observaciones que en la conversación viva o en la enseñanza regida por segura virtud didáctica resultan siempre de eficacia más intuitiva, por la natural dialéctica propia del que está en acto de buscar por sí mismo o de insinuar por vez primera la verdad a los demás. Pero ya se sabe: en este fin de siglo, todo él business, asuntos, negocios y mercancías, el pensamiento no se presta a circular por el mundo si no va él también fijo y contenido en la reverenciada forma de la mercancía, bien acompañado por la factura del librero y con la honrada rédame editorial girando en torno suyo como ágil mensajera de sincerísimos laudes. Tal vez en la sociedad del porvenir, en la que nos futurizamos con nuestras esperanzas —y bastante más con ciertas ilusiones que no siempre son früto de una fantasía bien plasmada—, crecerán con desmesura^ hasta parecer legión, los hombres capaces de discurrir con la divina alegría de la búsqueda y con el valor heroico de la verdad que ahora admiramos en Platón, en Bruno, en Galileo, y se multiplicarán en ejemplares infinitos los Diderot capaces de escribir las profundas agudezas de Jacques le Fataliste, que por ahora tenemos la debilidad de creer insuperadas. En la sociedad del porvenir, en la cual el ocio, razonablemente aumentado para todos, a todos dará, con las condiciones de la libertad, los medios para civilizarse, le droit à la paresse, según la felicísima ocurrencia de nuestro Lafargüe, hará brotar en cada esquina ociosos habladores de genio que, como nuestro maestro Sócrates, serán activísimos en ima actividad no puesta a salario. Pero ahora... en este mundo, en el cual sólo los locos de atar tienen las visiones del próximo milenio, muchos vagos aprovechan, como por propio derecho y
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profesión, la estimación pública con sus ocios literarios..., y el mismo socialismo no puede evitar tener en su seno una tropa considerable no ya sólo de ociosos, sino también de mequetrefes atacadísimos en incontables idas y venidas, vueltas y revueltas. Y así me acerco, como bromeando, a mi asunto. Se queja usted de la poca difusión que ha tenido hasta ahora en Francia la doctrina del materialismo histórico. Se queja, incluso, de que pongan obstáculos y opongan resistencia a esa difusión los prejuicios debidos al orgullo nacional, las pretensiones literarias de algunos, la altanería filosófica de otros, el maldito deseo de parecer sin ser y, por último, la escasa preparación intelectual y los muchos defectos que se encuentran también en ciertos socialistas. Pero todas esas cosas no se pueden considerar como meros accidentes. Vanidad, orgullo, deseo de parecer sin ser, yo-manía, megalomanía, deseo y capricho de prevalecer, todas esas y otras pasiones y virtudes del hombre civilizado no son, ciertamente, menudencias de la vida, sino que, por el contrario, pueden parecer muchas más veces sustancia y nervio de ésta. Es sabido que la Iglesia no ha conseguido, las más de las veces, sugestionar los ánimos cristianos y moverlos a la humildad sino haciendo de ésta un nuevo título para fundar un nuevo y realzado orgullo. Ya... este materialismo histórico exige a quien quiera profesarlo consciente y claramente un cierto curioso modo de humildad; es, a saber, que en el acto en que nos sentimos ligados al curso de las cosas humanas y estudiamos sus complicadas líneas y sus pliegues tortuosos, nos toca además ser, junta y mismamente, no ya resignados y aceptantes, sino incluso activos en obra consciente y razonable. Pero... llegar al punto de tener que confesarnos a nosotros mismos que nuestro pro-
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pio yo individual, al que nos sentimos tan estrechamente ligados por obvia y doméstica costumbre, aun sin ser precisamente una mera evanescencia, ima nada como apareció a los obsesos teósofos, sin embargo, por grande que sea o nos lo parezca, es cosa bastante pequeña en el complicado engranaje de los mecanismos sociales; tenerse que adaptar a la convicción de que los propósitos y los conatos subjetivos de cada uno de nosotros chocan casi siempre con las resistencias de la intrincada red de la vida, de tal modo que o no dejan rastro de sí mismos o dejan uno completamente disforme respecto del primitivo intento, porque alterado y trasformado por las condiciones concomitantes; tener que convenir en el enunciado de que somos como vividos por la historia y que nuestra contribución personal a ella, aunque indispensable, es siempre un dato minúsculo en la encrucijada de las fuerzas que se combinan, se completan y se eliden recíprocamente: todas esas compensiones son un verdadero fastidio para cuantos necesitan embutir el universo entero dentro de los confines de su individua visión. Por tanto: consérvese a la historia el privilegio de los héroes, para que los enanos no pierdan la esperanza de poder subirse a caballo de sus propios hombros y conseguir así que los vean, aunque, según el dicho de Jean-Paul, no sean dignos de llegarse ni a la altura de sus propias rodillas. Por cierto: ¿no van los hombres a la escuela, desde hace siglos, para que les digan que Julio César fundó el imperio y Carlomagno lo volvió a hacer, que Sócrates casi casi inventó la lógica, y Dante, poco más o menos, creó la literatura italiana? Hace bastante poco tiempo que ha ido sustituyéndose la imaginación mitológica de los autores de la historia por la noción prosaica del proceso histórico-social, y aun hasta hoy de maLabriola, 3
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nera no siempre precisa. ¿No han querido y hecho la Revolución francesa, según las varias versiones de la invención literaria, los varios santos de la leyenda liberal, los santos de derecha y los santos de izquierda, los santos girondinos y los santos jacobinos? Tanto es así que el señor Taine —del que jamás he entendido, pues tan poca resignación muestra ante la cruda necesidad de los hechos, que se diga que fue un positivista— ha podido gastar una parte no pequeña de su poderoso ingenio en demostrar, como quien escribe la fe de erratas de la historia, que toda aquella bagarre habría podido perfectamente no ocurrir. Por suerte para ellos, la mayor parte de esos santos paisanos de usted se honraron y coronaron mutuamente y en el momento oportuno con el adecuado martirio, con lo que las reglas del clasicismo trágico quedaron gloriosamente intactas para ellos; de no ser así, quién sabe cuántos imitadores de Saint-Just (hombre en verdad sumo) habrían terminado entre los alguaciles del siniestro Fouché y cuántos cómplices de Danton (el gran hombre de estado fallido) habrían disputado a Cambacérès la cancilleresca librea, dejando aparte los muchos otros que se habrían contentado con disputar al aventurero Drouet y al torvo comediante Tallien las modestas insignias de subprefecto. En resolución, el afanarse por ocupar los primeros puestos es cosa de rito y pragmática para todos aquellos que, una vez aprendida la historia de viejo estilo, siguen de acuerdo con aquel orador de Cicerón en proclamarla maestra de la vida. Y para ello es necesario moraliser le sodalisme. ¿Acaso no ha enseñado durante siglos la moral que hay que dar a cada uno lo suyo? ¿No nos reservaréis un poquito de paraíso?, me parece oírles decir; y puesto que haya que renunciar al paraíso de los creyentes y los teólogos,
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¿no se nos podrá conceder un poco de pagana apoteosis en este mundo? No desperdiciemos, pues, toda la moral de los honrados premios: ¡ una buena butaca, por lo menos, o un palco de primera fila en el teatro de las vanidades! Y he aquí por qué las revoluciones, necesarias e inevitables por tantas otras razones, resultan útiles y deseables también en este respecto. Porque, a guisa de gran escoba, barren del terreno a sus primeros ocupantes, o, por lo menos, hacen qúe el aire sea más respirable, como ocurre en las tormentas por el aumento de ozono. ¿No dice usted, acaso, y con bastante justicia, que toda la cuestión práctica del socialismo (y entiende usted por práctica, sin duda, la que toma su luz de los datos intelectuales de una consciencia esclarecida por el saber teorético) se reduce y compendia en estos tres puntos: a) ha conseguido ya el proletariado consciencia clara de su existencia como clase indivisible; b) tiene ya fuerza suficiente para poder entrar en lucha con las demás clases; c) es capaz de derrocar, junto con la organización capitalista, todo el sistema de la ideología tradicional? Perfectamente. Ahora bien: el proletariado que llegue a conocer claramente lo que puede, o sea, que se disponga a saber querer lo que puede; el proletariado, en suma, que se ponga en camino para conseguir resolver (y aquí uso la jerga un tanto desmañada de los publicistas) la llamada cuestión social, ese proletariado tendrá que proponerse eliminar, entre las demás formas de explotación del prójimo, también esta de la vanagloria y de la presunción, y de la singular concurrencia entre aquellos que por su propia mano se inscriben en el libro de oro de los beneméritos de la humanidad. También ese libro tiene que ir a
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la hoguera, junto con todos esos otros titulados libros de la deuda pública,. Pero por ahora sería esfuerzo vano ponerse a dar a entender a tantos y tantos de esa especie este principio simple de ética comunista, a saber, que la gratitud y la admiración no hay que esperarlas más que como dones espontáneos de nuestro prójimo; no muchos de los susodichos dejarían de taparse los oídos para no oír repetir, en nombre de Spinoza, que la virtud es premio de sí misma. En attendant, pues, que en ima sociedad mejor que la nuestra no queden más objetos para la admiración de los hombres sino los más dignos —¿qué sé yo?, por ejemplo, las líneas del Partenón, los cuadros de Rafael, los versos de Dante y de Goethe y todo lo útil, cierto y definitivamente adquirido que presente la ciencia-—, no nos es dado impedir por ahora a cuantos tengan aliento que gastar y papel impreso que poner en circulación que se pavoneen en nombre de tantas cosas hermosas —la humanidad, la justicia social y otras análogas—, y hasta en nombre del socialismo, como les ocurre especialmente a los que se apuntan como candidatos a Vordre pour le ménte y a la legión de honor de la futura, pero no muy próxima, revolución proletaria. ¿Cómo no iban a oler éstos en el materialismo histórico la sátira de todas sus vacías arrogancias y fútiles ambiciones, y cómo no han de sentir repeluzno por esta nueva especie de panteísmo, del cual, con licencia sea dicho, ha desaparecido —precisamente por ultraprosaico— hasta el reverenciado nombre de dios? Aquí hay que añadir una grave circunstancia. En todas las partes de la Europa civilizada los ingenios —sean verdaderos o falsos— tienen muchas maneras de ocuparse en el servicio del estado y en todo lo ventajoso y honorífico que
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puede ofrecerles la burguesía; la cual, a decir verdad, no está tan cerca de estirar la pata como parecen creer ciertos alegres fautores de peregrinas profecías. No puede, pues, sorprender que Engels (pág. IV de su prólogo al III voi. del Capital, fechado, obsérvese bien, el 4 de octubre de 1894) escribiera así: «Al igual que en el siglo xvi, así también en este tiempo nuestro, tan agitado, no hay en el terreno de los intereses públicos teóricos puros más que del lado de la reacción.» Estas palabras, no menos graves que claras, bastarían por sí mismas para tapar la boca a todos esos que van vociferando que toda la inteligencia ha pasado ya a nuestra parte, y que la burguesía está ya bajando las armas. La verdad es precisamente lo contrario: en nuestras filas hay por todas partes escasez de fuerzas intelectuales, pese a que los obreros genuinos, por una explicable desconfianza, protesten a menudo aquí y allá contra los parleurs y los lettrés del partido. No hay, pues, que fruncir el ceño porque el materialismo histórico haya progresado tan poco desde sus enunciados primeros y generales. Y aun sin tener en cuenta a todos los que han hecho de él tema de simples repeticiones o de disfraces que a veces llegan a lo burlesco, tenemos que confesar que en la misma suma de todo lo serio, coherente y correcto que se ha escrito acerca de él no se tiene todavía el conjunto de una doctrina que hubiera salido ya del estadio de su primera formación. Ninguno de nosotros se atrevería a trazar una comparación con el darwinismo, el cual, en poco menos de cuarenta años, ha tenido tanto y tal desarrollo intensivo y extensivo que la doctrina tiene ya una historia gigantesca por la abundancia de materiales, por la multiplicidad de conexiones con otros estudios, por las varias correcciones metó-
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dicas y por la interminable crítica surgida en su interior y fuera de ella. Todos los que están fuera del socialismo han tenido y tienen interés en combatir, deformar o ignorar por lo menos esta nueva doctrina; y a los socialistas, por las razones dichas y por muchas otras, no les ha sido dado dedicar a esto el tiempo, las curas y los estudios necesarios para que una orientación mental adquiera amplitud de desarrollos y madurez de escuela, como ocurre en las disciplinas que, protegidas o, por lo menos, no hostilizadas por el mundo oficial, crecen y prosperan gracias a la cooperación asidua de muchos colaboradores. ¿No es ya medio consuelo el diagnóstico del mal? ¿No hacen, acaso, ya así los médicos con los enfermos, desde que se inspiran, como ocurre hoy, en el sentimiento científico de los problemas de la vida al desarrollar su práctica terapéutica? En última instancia, sólo algunos de los varios efectos que puede producir el materialismo histórico son capaces de conseguir un grado notable de popularidad. Cierto que con la ayuda de esa nueva orientación se conseguirá escribir libros de historia menos inconcluyentes que los que suelen escribir los literatos adiestrados en ese arte con los solos medios de la filosofía y la erudición. Y, dejando aparte la consciencia que los socialistas de acción pueden obtener del análisis cuidadoso del terreno en el cual trabajan, no hay duda de que el materialismo histórico ha ejercitado ya, directa o indirectamente, ima gran influencia en muchos espíritus, y la ejercerá aún mayor con el tiempo por lo que hace a los estudios verdadera y propiamente dichos de historia económica y a los de interpretación pragmática de los motivos y de las razones íntimas —y más remotas, por tanto, de una determinada poli-
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tica—. Pero no me parece que pueda ponerse entre los artículos de la cultura popular toda la doctrina en su intimidad o en su conjunto, toda la doctrina, en suma, como filosofía; y utilizo esta palabra con mucha aprensión de que se me entienda mal, pero no puedo encontrar otra, y si escribiera en alemán, preferiría decir Lebensund Weltanschauung, o sea, concepción general de la vida y del mundo. Pues, aparte de que para aprender esta filosofía hace falta un considerable esfuerzo incluso cuando se trata de mentes ya adiestradas en las dificultades y la combinatoria del pensamiento, por otra parte, su manejo puede llevar los ingenios demasiado fáciles y demasiado expeditivos a dar en conclusiones cómodas y a desvariar fácilmente; y no querríamos ser ni promotores ni cómplices de semejante nueva charlatanería literaria.
II Roma, 24 de abril de 1897
Permítame pasar ahora a la consideración de ciertas cosas prosaicamente menores, pero que, como bastante a menudo ocurre con las pequeñas cosas en los grandes asuntos del mundo, tienen notable peso en nuestro asunto. Los escritos de Marx y Engels —por volver a ellos, que son los principalmente considerados—, ¿fueron alguna vez leídos enteramente por alguien externo al grupo de los amigos y adeptos próximos, esto es, de los seguidores e intérpretes directos de los autores mismos? ¿Alguna vez se ha hecho de todos ellos objeto de comentario y de ilustración por gente externa al campo formado en torno a la tradición de la deutsche Sozialdemokratie, empresa de trabajo aplicativo y explicativo en la cual ha prevalecido sobre todo, durante años, la Neue Zeit, depósito indispensable de las doctrinas del partido? Por decirlo bre40
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vemente: eso que los neologistas llaman ambiente literario no se ha formado, sobre la base de aquellos escritos, sino en Alemania, y aun allí bastante parcialmente, y a veces de un modo no plenamente crítico. Añádase a eso la rareza de muchos de los escritos aludidos, y hasta la imposibilidad de dar con algunos de ellos. ¿Hay mucha gente en el mundo que tenga la paciencia suficiente para andar durante años, como me tocó hacerlo a mí, a la busca de un ejemplar de la Misere de la Philosophie, que hasta hace bastante poco tiempo no se ha reimpreso en París, o a la de aquel libro singular que es ía Heilige Familie (1); gente que esté dispuesta a soportar, por disponer de un ejemplar de la Neue Rheinische Zeitung (2), más fatigas que las que tiene que pasar en condiciones ordinarias de hoy día cualquier filólogo o historiador para leer y estudiar todos los documentos del antiguo Egipto? Yo, que, por cierto, tengo una práctica bastante considerable en cuestión de libros y del modo de encontrarlos, no he tenido nunca dificultades más fastidiosas que éstas. Leer todos los escritos de los fundadores del socialismo científico ha resultado hasta ahora un privilegio de iniciados *. ¿Cómo puede asombrar, por tanto, el que fuera de Alemania, y, por tanto, también en Francia —aún más: sobre todo, en Francia—, muchos y muchos escritores, sobre todo publicistas, hayan tenido la tentación de tomar de críticas de adversarios, o de citas incidentales, o de arriesgadas inferencias basadas en pasos sueltos, o de recuerdos vagos, los elementos necesarios para construirse un marximo de su invención y a su manera? Sobre todo porque, con la aparición en * No hace mucho que ha emprendido Franz Mehring la reproducción de los escritos menos conocidos de Marx y de Engels del período que va del 40 al 50; y entre ellos ha reaparecido también la Heilige Familie. (Nota a esta reimpresión.)
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Francia y en Italia de partidos socialistas, de los que se considera que representan sin más una encarnación del marxismo —lo cual me parece designación inexacta—, se ha ofrecido a los literatos de toda pluma la cómoda oportunidad de creer o hacer creer que en todo discurso de propaganda o parlamentario, en todo enunciado programático, en todo artículo de periódico y en todo acto de partido se encuentra algo así como la revelación auténtica y ortodoxa de la nueva doctrina que se manifiesta en la nueva iglesia. ¿ No ocurrió hace dos años que el Parlamento francés estuvo a punto de discutir acerca de la doctrina del valor de Marx, como si estuviéramos en Bizancio? ¿Y qué decir de tantos profesores italianos que durante años han citado y discutido libros y opúsculos que notoriamente no habían llegado nunca a estos nuestros parajes? Esto, sobre todo, desde que el señor Jorge Adler escribió aquellos dos libros * suyos algo superficiales e inconcluyentes, en los cuales, empero, ofreció a los que buscan cómoda erudición y a los plagiarios los fáciles tesoros de la bibliografía y de las citas copiosas; porque, a decir verdad, ese señor Adler ha leído mucho, igual que mucho ha pecado. El materialismo histórico —que en cierto sentido es todo el marxismo— ha pasado aquí, entre los pueblos de lenguas neolatinas, antes de entrar en el ambiente crítico literario de las personas capaces de desarrollarlo y continuarlo, por una infinidad de equívocos, malas interpretaciones, alteraciones grotescas, disfraces extraños e invenciones gratuitas; cosas todas que no pueden cargarse en la cuenta de la historia del socialismo, pero que, de todos modos, tenían por fuerza que ser un obstáculo para las personas que quisieran * Aludo a los dos libros titulados Geschichte der ersten socialpolitischen Arbeiterbewegung in Deutschland y Die Grundlagen der Karl Marx'chen Kritik, etc., que fueron saqueados, también en Italia, por los críticos a perra gorda.
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hacerse con una cultura socialista, especialmente si se trata de personas salidas de las filas de los estudiosos de profesión. Conocerá usted la fantástica historia del rubio Marx, que inauguró la Internacional en Nápoles en 1867; la contó Croce en el Devenir social *. Podría contarle muchas otras historias así. ¿ Qué decirle del estudiante que acudió hace años a mi casa para ver, de visu al menos una vez, aquella malfamada Misere de la Philosophie? Quedó asombrado: «Entonces —decía— ¿es un libro serio de economía política?» «Ya lo creo que serio, y además —le dije—, de estilo difícil, y en muchos puntos oscuro.» No conseguía convencerse. «¿ Esperaba usted —le dije— un poema sobre los héroes de la bohardilla o ima novela como la del joven pobre?» Hasta el antojadizo título Die Heilige Familie (La Sagrada Familia) ha dado a algunos ocasión de extrañas fantasías. ¡Curioso destino el de aquella coterie de posthegelianos —entre los cuales, por cierto, Bruno Bauer fue un hombre notable—, que ha tenido que llegarnos a los posteriores en el curioso persiflage que hicieron de ella los dos jóvenes escritores! ¡ Y decir que aquel libro —que a la mayor parte de los lectores franceses parecería duro, intrincado * Alusión al escrito de Benedetto Croce sobre (y contra) las teorías de Achille Loria (cfr. .«Les théories historiques de M. Loria», ¿e devenir social, II, 1896, n.° 11, págs. 881-905; ahora, bajo el título «le teorie storiche del prof. Loria», en Materialismo storico ed economia marxista,, Bari, Laterza, 8.a ed., 1956, págs. 21-55). El artículo terminaba así: «En la .constitución de la primera sección de la Internacional, en Nápoles en 1867, a mitad de la sesión abrieron repentina y melodramáticamente la puerta e introdujeron a un personaje extranjero muy alto y rubio, con las maneras del viejo conspirador y un modo de hablar misterioso. Intervino como para consagrar la sesión. Apenas hace cinco años un abogado napolitano, excelente persona y superviviente de aquella reunión, contaba completamente convencido que aquel hombre alto y rubio era Carlos Marx, que había acudido a Nápoles precisamente para asistir a tan alta empresa. Hizo falta toda la ciencia de otro mejor informado para convencer al abogado (triste desilusión) de que el Marx auténtico era de mediana estatura, piel morena y pelo negrísimo. Hay que reconocer que muchos conceptos de Marx han sido luego introducidos y divulgados en Italia por obra de Loria; pero —¡ay!— también el Marx de Loria era alto y rubio.» (N. del B. italiano.)
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y sin sal—no es notable sino por el hecho de que nos muestra cómo Marx y Engels, libres ya del escolasticismo hegeliano, iban desasiéndose del humanitarismo de Feuerbach y, mientras se dirigían hacia lo que luego fue su doctrina, estaban en cierta manera teñidos por aquel socialismo verdadero del que más tarde hicieron ellos mismos la sátira en el Manifiesto! Pero junto a esas historietas, que son todas de risa, aquí en Italia ha ocurrido otra que verdaderamente no da ganas de reír: me refiero al caso Loria. Precisamente en estos últimos años, en los cuales, entre dificultades grandísimas, se ha ido formando entre nosotros un partido socialista que en sus programas e intenciones, e incluso en las obras, dentro de lo que permite la condición del país, responde a las tendencias del socialismo internacional, precisamente en estos últimos años se les ocurrió a bastantes estudiantes o ex estudiantes hacer del señor Loria el auténtico autor de las doctrinas del socialismo científico, o el inventor de la interpretación económica de la historia, o tantas y tantas otras cosas varias, contrarias y contradictorias; de modo que Loria, sin saberlo él mismo y sin mérito ni culpa suyos, ha ido siendo al mismo tiempo pro-Marx y anti-Marx, y vice, supra y soto-Marx. También este equívoco ha sucumbido ya: descanse en paz. Desde que los Problemi sodali del señor Loria fueron traducidos al francés, asombrará a muchos de los compatriotas de usted el que ese escritor pudiera pasar no ya por socialista de un modo general —opinión que puede resultar, en última instancia, acto o signo de ingenuidad—, sino por continuador y corrector de Marx, lo cual es verdaderamente un disparate como para poner los pelos de punta. Así, pues, por lo que hace a anécdotas de intuitiva ejemplaridad, puede usted consolarse en
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cuanto a Francia; pues no sólo es verdad que intra Iliacos muros peccatur et extra, sino que también, y en resolución, si uno no pertenece a la categoría de locos llamados genios incomprendidos, tiene que convenir en este principio: que nunca se llega al mundo demasiado tarde para cumplir con su deber. Aún más: en este caso se llega tan poco tarde que, como me escribía Engels pocas semanas antes de su muerte, estamos ahora a punto de empezar. Y por eso, aunque no sea más que con el fin de que en este comienzo del principio los estudiosos puedan ocuparse de la doctrina de que tratamos con pleno conocimiento de causa, con la menor incomodidad posible y con la posesión precisa de las fuentes primeras, me parece que sería un deber del partido alemán el dar una edición completa y crítica de todos los escritos de Marx y Engels; quiero decir, ima edición acompañada en cada caso por prólogos descriptivos y declarativos, índices de referencia, notas y remisiones. Ya sería obra meritoria el arrebatar a los libreros anticuarios la posibilidad de ejercitar una especulación indecente —de la que sé algo— con los escasísimos ejemplares de las obras más antiguas. Habría que añadir a los escritos ya aparecidos en forma de libros o de opúsculos los artículos de periódico, los manifiestos, las circulares, los programas y todas las cartas que, por ser de interés público y general, tengan, aunque dirigidas a personas particulares, una importancia política o científica *. Sólo los socialistas de lengua alemana pueden dedicarse a esa tarea. No porque Marx y Engels pertenezcan sólo a Alemania en el sentido patrió* La reimpresión del libro de Marx Zür Kritik der politischen Oekonomie, preparada por Kautsky (ed. Dietz, Stuttgart), ha aparecido en agosto, o sea, tres meses después de la fecha de esta carta.
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tico y chovinista que tiene para muchos la palabra nacionalidad. La forma cerebral de ellos, el proceso de sus producciones, el fundamento lógico de sus modos de ver, su mismo sentido científico y su filosofía son fruto y resultado de la cultura alemana; pero la sustancia de lo que han pensado y expuesto está íntegramente en las condiciones sociales que, hasta los años más maduros de sus vidas, se habían desarrollado en su mayor parte fuera de Alemania, señaladamente en la gran revolución económico-política que desde la segunda mitad del siglo xvin tuvo su base y su despliegue sobre todo en Inglaterra y en Francia. Ellos fueron desde todos los puntos de vista espíritus universales. Pero, a pesar de ello, sólo entre los socialistas de lengua alemana se encuentran —empezando por la Liga Comunista y terminando por el programa de Erfurt y los últimos artículos del cauto y ponderado Kautsky— la continuidad y la persistencia de tradición, junto con el subsidio de constante experiencia, que son necesarios para que la edición crítica encuentre en las cosas mismas y en la memoria de los hombres los datos oportunos para que tenga plenitud y vida. No hay elección que hacer: hay que poner al alcance de los lectores toda la obra científica y política, toda la producción literaria de los dos fundadores del socialismo crítico, incluso la ocasional. Y no se trata tampoco de reunir un Corpus juris ni de redactar un Testamentum juxta canonem receptum, sino de recoger los escritos con cuidado para que ellos mismos hablen directamente a quien tenga ganas de leerlos. Sólo así podrán los estudiosos de otros países tener a su disposición todas las fuentes; las cuales, recibidas de otro modo, por vía de inciertas reproducciones o de recuerdos vagos, han producido el extraño fenómeno de que hasta hace poco no había casi nin-
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gún escrito sobre marxismo en lengua no alemana que procediera de ima crítica documentada, sobre todo cuando los escritos se deben a la pluma de escritores de otros partidos revolucionarios o de otras escuelas socialistas. El caso típico es el de los escritores anarquistas, para los cuales, especialmente en Francia y en Italia, el creador del marxismo no parece haber existido más que como azote de Proudhon o adversario de Bakunin, cuando no se les convierte en simple escolarca de lo que en su opinión es el mayor crimen, o sea, el representante típico del socialismo político y, por tanto —¡ oh infamia! — incluso parlamentario. Todos los escritos de nuestros autores tienen un fondo común, que es el materialismo histórico entendido en el tríplice aspecto de tendencia filosófica en cuanto a la visión general de la vida y del mundo, crítica de la economía que tiene modos de procedimiento reducibles a leyes sólo porque representa una determinada fase histórica, e interpretación de la política y, sobre todo, de la que se necesita y es adecuada para dirigir el movimiento obrero hacia el socialismo. Esos tres aspectos, que aquí enumero abstractamente como siempre ocurre por comodidad de análisis, eran una misma cosa en la mente de los autores. Por eso dichos escritos —que, salvo el caso del AntiDühring, de Engels, y el primer volumen de El Capital—, no se presentarán nunca a los literatos de tradición clásica como obras llevadas a cabo según los cánones del arte de faire le livre— son en realidad monografías y, en la mayor parte de los casos, trabajos ocasionales. O sea: son los fragmentos de una ciencia y de una política que se encuentra en devenir constante, y que otros —pero no digo que éste sea asunto de cualquiera— pueden y tienen que continuar. Así, pues,
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para entenderlos plenamente hay que relacionarlos biográficamente; y en esa biografía se encuentran como la huella y la senda, y a veces el índice y el reflejo de la génesis del socialismo moderno. El que no sea capaz de seguir esa génesis buscará en dichos fragmentos lo que no hay ni puede haber en ellos, por ejemplo, respuestas a todas las preguntas que la ciencia histórica y la ciencia social vayan a formular por toda su amplitud y variedad empíricas, o una solución sumaria de los problemas prácticos de todo tiempo y lugar. Actualmente, por ejemplo, a propósito de la cuestión oriental, discutiendo la cual algunos socialistas ofrecen el singular espectáculo de una pugna entre la idiotez y la frivolidad, oímos por todas partes apelaciones al marxismo *. Pero, en realidad, los doctrinarios y los presuntuosos de toda clase, que necesitan ídolos de la mente, los fabricantes de sistemas válidos para la eternidad, los redactores de manuales y de enciclopedias, buscarán como sea en el marxismo lo que éste no ha pretendido nunca ofrecer a nadie. Estas gentes entienden lo pensado y lo sabido como cosas que existen material y corpóreamente, y no entienden nunca el saber y el pensar como actividades in fieri. Son metafísicos en el sentido que da Engels a esta palabra, que no es, sin duda, el único que tiene o que puede tener; en suma, en el sentido que Engels le da por una insistente ampliación de la caracterización que Hegel aplicaba a los ontologistas del tipo de Wolff. * Al reordenar estas cartas para la imprenta —finales de septiembre— me llega el volumen The Eastern Question by Karl Marx (London, ed. Sonnenschein), XVI + 656 págs. en 8.0 mayor, con abundantísimo índice y dos mapas. Es la reproducción, diligentemente cuidada por su hija Eleonora y Ed. Aveling, de los artículos que escribió Carlos Marx en 1853-1856 sobre la Cuestión oriental, especialmente en la New York Tribune. ¡Milagro de laboriosidad! Observaré de paso que cuando Marx escribía de política no se perdía doctrinariamente en elucubraciones de principio, sino que procuraba entender y explicar.
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Pero ¿acaso Marx, al escribir, como insuperable publicista, en el período 1848-1860, sus ensayos de historia contemporánea y sus memorables artículos periodísticos, pretendió jamás dar la imagen del historiógrafo cumplido, cosa que acaso no hubiera conseguido ser nunca, puesto que no era ni su vocación ni su actitud? ¿ O acaso Engels, al escribir el Anti-Dükring —que es hasta el momento el libro más cumplido de socialismo crítico y contiene poco más o menos toda la filosofía necesaria para entender el socialismo mismo—, ha soñado nunca en poner límite último, en tan breve y tan exquisito trabajo, al universo cognoscible, o en fijar perpetuamente los términos de la metafísica, la psicología, la ética, la lógica y cuantas secciones más haya de la enciclopedia por razones intrínsecas de objetiva división o por refugio, comodidad y vanidad de los profesores? ¿O acaso es El Capital ima de las tantas enciclopedias de todo lo cognoscible económico, con las que van llenando ahora precisamente el mercado los profesores, particularmente si alemanes? Pese a la amplitud de los tres volúmenes puestos en los cuatro no pequeños tomos, aquella obra puede parecer, comparada con esas enciclopédicas compilaciones, una monografía colosal. Su tema principalísimo es el proceso de la plusvalía (en la órbita, por supuesto, de la producción capitalista), y luego, una vez combinada la producción con la circulación del capital, la distribución de la plusvalía misma. Presupuesto del conjunto es la teoría del valor, realizada y consumada sobre la base de la elaboración que había dado de ella la ciencia económica durante siglo y medio; esa teoría no representa nunca un factum empirico tomado de la inducción vulgar, ni expresa una simple posición lógica, como ha fantaseado alguien, sino que es la premisa típica Labriola, 4
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sin la cual es impensable el resto. Las premisas de hecho —o sea, el capital pre-industrial y la génesis social del asalariado— son los elementos capitales de la explicación histórica de los comienzos del capitalismo actual; el mecanismo de la circulación, con sus leyes secundarias y laterales, y, por último, los fenómenos de la distribución, considerados en sus aspectos antitéticos y de relativa independencia, forman el trámite y las mediaciones a través del cual y por las cuales se llega a los hechos de configuración concreta, tal como nos los presenta el movimiento aparente de la vida cotidiana. El modo de representación de los hechos y de los procesos es general y típico, puesto que se suponen siempre y completamente existentes las condiciones de la producción capitalista; por eso las demás formas de producción no se ilustran sino en cuanto ya superadas o en cuanto al modo como fueron superadas o en la medida en que, en forma residual, se convierten en límite o impedimento de la forma capitalista. Eso explica el frecuente examen de ilustraciones históricas meramente descriptivas para volver luego siempre a la exposición de las premisas factuales, a la explicación genética del modo como esos presupuestos, una vez dada su coherencia y su concomitancia, han de funcionar en el caso típico para constituir la estructura morfológica de la sociedad capitalista. A ello se debe el que el libro, nunca dogmático, sino precisamente por crítico —y por crítico no en el sentido subjetivo de la palabra, sino en cuanto obtiene la crítica partiendo del movimiento antitético y, por ende, contradictorio de las cosas mismas—, no se pierde nunca, ni siquiera al entrar en mera descripción histórica, en un historicismo vulgar cuyo secreto consiste en renunciar a la búsqueda de las leyes del cambio para pegar a las variedades simplemente enume-
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radas y descritas la etiqueta de proceso histórico, desarrollo o evolución. El hilo conductor de esta génesis es el procedimiento dialéctico; y éste es el punto escabroso que pone en muy triste condición a todos los lectores de El Capital, que al leerlo aportan las costumbres intelectuales de los empiristas, de los metafísicos o de los padres definidores de entidades concebidas in aeternum. La tediosa polémica por muchos suscitada acerca de las contradicciones que, según ellos *, se dan entre los volúmenes III y I de El Capital (y aludo aquí sólo al espíritu de esas discusiones, no a cada una de las observaciones de detalle, pues efectivamente el volumen III no es, ni mucho menos, un trabajo completado, y puede, por tanto, ofrecer materia de crítica incluso por parte del que profese en general los mismos principios), muestra que la mayor parte de esos críticos carece de ima noción exacta del procedimiento dialéctico. Las contradicciones que ellos observan no son contradicciones del libro consigo mismo ni constituyen ima infidelidad del autor a sus propias premisas y promesas, sino que son las condiciones antitéticas mismas de la producción capitalista, las cuales, enunciadas en fórmula, se presentan como contradicciones al espíritu que las piensa. Tipo medio de beneficio en razón de la cantidad absoluta del capital empleado, y ello con independencia de la varia composición de éste, o sea, con independencia de la proporción de capital constante y capital variable; precios que se forman en el mercado por vía de medias que oscilan con período bastante diverso en torno al valor, separándose de él; in* Me refiero más particularmente a los escritos polémicos de Bohm-Bawek y de Komozynski. En cuanto al escrito del primero (Zum Abschluss des Marxschen Systems), que tanto ruido ha causado, no puedo dejar de manifestar mi asombro por la indulgencia con la que lo ha juzgado Conrad Schmidt en la Beitage al Vorwarts del 16 de abril de 1897, n.° 85. [Vorwarts (Adelante) era y sigue siendo el órgano oficial de la socialdemocracia alemana — 7\]
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terés puro y simple del dinero poseído como tal y entregado en préstamo a la industria de otros; renta de la tierra, o sea, de lo que jamás fue producto de trabajo alguno: esas y otras refutaciones de la llamada ley del valor (y es precisamente ese término, ley, el que confunde el cerebro de muchos) son las antítesis mismas del sistema capitalista. Estas antítesis, o sea, su irracionalidad, que existe a pesar de que parezca contra razón —empezando por la irracionalidad primerísima, la consistente en que el trabajador asalariado rinde al que lo contrata un producto superior al coste (salario)—, todo este vasto sistema de las contradicciones económicas (demos a Próudhon el mérito de esa expresión) es lo que se presenta a los socialistas sentimentales, a los socialistas simplísticamente razonadores, y luego a los declamadores radicales, como conjunto de las injusticias sociales, de esas injusticias que los individuos honrados que se encuentran entre los reformadores querrían eliminar con honrados razonamientos legales. El que examine ahora, cincuenta años después, el tratamiento de esas concretas antinomias en el volumen III de El Capital, comparándolo con el que tienen en la Misere de la Phitosophie (3), podrá reconocer perfectamente en qué consiste el hilo dialéctico de ese tratamiento. Las antinomias que Proudhon quería resolver abstractamente (y este error es lo que le sitúa en la historia) como algo condenado por la razón raciocinante en nombre de la justicia, son en realidad las condiciones de la estructura misma, de modo que la contradicción se encuentra en la razón misma de ser del proceso. Considerada como un momento del proceso mismo, la irracionalidad nos libra del simplismo de la razón abstracta y nos muestra al mismo tiempo la presencia de la negatividad revolucionaria ya en
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el seno de la forma histórica relativamente necesaria. Cualquiera que sea la solución de esta cuestión tan difícil e intrincada de la concepción procesual, que no me atrevería a tratar a fondo en el marco de una carta, queda el hecho de que nadie puede separar las premisas, la marcha metódica, las ilaciones y las conclusiones del escrito considerado de la materia en la cual se desarrolla y de las condiciones de hecho a las que se refiere para reducir la doctrina del libro a una especie de vulgata o preceptística para la interpretación de la historia de cualquier tiempo y lugar. No hay frase más insípida y ridicula que la que proclama al Capital Biblia del socialismo. Para empezar, la Biblia es un conjunto de libros religiosos y estudios teológicos constituido por los siglos. Pero, además, aunque hubiera una Biblia, los socialistas no llegarían a ser omniscientes con sólo el socialismo. El marxismo —puesto que este nombre puede ya adoptarse como símbolo y compendio de una orientación múltiple y una compleja doctrina— no está ni quedará íntegramente encerrado en los escritos de Marx y de Engels. Por el contrario, harán falta mucho tiempo y mucho esfuerzo para que se convierta en la doctrina plena y completa de todas las fases históricas ya reducidas a las formas respectivas de la producción económica, así como en regla, al mimo tiempo, de la política. Para conseguir eso hace falta un nuevo estudio cuidadoso de otras fuentes, para el que quiera ponerse a estudiar el pasado desde el punto de vista de la nueva visión histórico-genética, y especiales aptitudes de orientación política para el que quiera actuar prácticamente hoy. Puesto que esta doctrina es en sí misma la crítica, no se puede continuar, aplicar y corregir sino críticamen-
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te. Y como se trata de precisar y profundizar determinados procesos, no hay catecismo que aguante ni generalización esquemática que valga. Este mismo año he hecho la prueba de ello. Me propuse tratar en la Universidad la condición económica de la Italia superior y media hacia finales del siglo xiii y comienzos del xiv, con el principal intento de explicar el origen del proletariado rural y urbano para hallar luego alguna explicación pragmática del nacimiento de ciertas agitaciones de tipo comunista y para aclarar, por último, los oscuros hechos de la vida heroica de Fra Dolcino (4). Era mi intención ser marxista y mantenerme como tal en esa investigación. Eso por supuesto. Pero no puedo negarme a cargar en mi responsabilidad personal lo que dije, por cuenta y riesgo míos, porque las fuentes con que tuve que trabajar son las que manejan todos los demás historiadores de cualquier otra escuela y orientación, y no podía recibir ninguna de Marx por el hecho de que él no tiene ninguna que ofrecerme en este punto. Casi creo que he respondido suficientemente —aunque por otros respectos tenga que continuar— a la principal pregunta presente no sólo en el Prólogo de usted, a la que me refiero especialmente, sino también en muchos otros escritos suyos aparecidos en el Devenir Social La cuestión que usted suscita gira siempre en torno de este punto: ¿por qué razones ha tenido hasta ahora el materialismo histórico tan poca difusión y tan escaso desarrollo? A reserva de las cosas que diré más adelante —y observe la tremenda amenaza de lata ulterior—, no debería usted encontrar dificultades para dar respuesta a otra pregunta que formula, especialmente al escribir ciertas reseñas, y que es, más o menos, del siguiente tenor, al menos
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según yo la traduciría: ¿cómo es que dados ese imperfecto conocimiento y esa insuficiente elaboración del marxismo tantos hombres se han esforzado en completarlo, ya con Spencer, ya con el positivismo en general, ya con Darwin, ya con cualquier otra bendición del Señor, intentando así, acaso, italianizar o afrancesar o rusificar el materialismo histórico, evidenciando, esto es, el olvido de dos cosas: que la doctrina lleva en sí misma las condiciones y los modos de su propia filosofía y que es en su origen y en su sustancia íntimamente internacional? Pero también respecto de este punto es asunto mío el seguir adelante.
Ili Roma, 10 de mayo de 1897
¡ Si los dos autores del socialismo científico (y utilizo esta expresión con algún temor, porque el mal uso que se está haciendo de ello pueda haberla hecho un tanto ridicula, especialmente cuanto se utiliza para significar algo así como una ciencia universal) hubieran sido, no diré que santos de vieja leyenda, pero al menos fabricantes de proyectos y sistemas que por su forma clásica y con contornos precisos se prestaran a una fácil admiración! Pero no señor: fueron críticos y polemistas, no ya sólo al escribir, sino incluso en su acción, y no exhibieron nunca sus personas y sus ideas como ejemplares o modelos; declararon, por supuesto, las cosas mismas, o sea, los procedimientos histórico-sociales en sentido revolucionario, pero con el ánimo del que se abstiene de medir las grandes mutaciones históricas con el metro de su personal y fantasiosa 56
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impulsividad. Inde las irae de muchos. ¡ O si hubieran sido, por lo menos, como aquellos profesores humanísimos que bajan de vez en cuando de su pedestal para honrar con sus consejos al pueblo pobre y mezquino, poniéndose de un modo u otro la toga de protectores y mecenas de la question sociale! Pero fue al contrario: se identificaron con la causa del proletariado y se fundieron con la consciencia y la ciencia de la revolución proletaria. Revolucionarios consumados desde todos los puntos de vista (pero no apasionados ni pasionales), no sugirieron nunca, sin embargo, ni planes combinatorios ni artificios políticos, mientras que, por lo demás, explicaban teóricamente y ayudaban prácticamente a la nueva política que el nuevo movimiento obrero indica y precisa como una necesidad actual de la historia. Dicho de otro modo, que puede parecer casi increíble: ellos fueron algo distinto y algo más que simples socialistas, y, de hecho, muchos que no fueron más que simples socialistas, o revolucionarios aún más simples, tuvieron a menudo, si no sospechas contra ellos, sí al menos antipatía y aversión. No se terminaría nunca si se quisiera enunciar todas las causas que durante largos años han retrasado la discusión objetiva del marxismo. Sabe usted perfectamente que todavía hoy en Francia el materialismo histórico aparece tratado por muchos escritores —incluso de los que se encuentran en el ala izquierda de los partidos revolucionarios—, no como se trata un producto del espíritu científico sobre el cual la crítica de la ciencia tiene efectivamente derecho indudable a ejercitarse, sino como tesis personales de dos escritores que, por notables y grandes que fueran, quedan siempre en las filas de los demás
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maestros del socialismo, como dos de los tantos X... * del universo. Diré, para explicarme más claramente, que no sólo se han suscitado contra esta doctrina todas las razones, buenas o malas, que comúnmente son obstáculo o freno opuesto a las innovaciones del pensamiento por obra, precisamente, de los doctos del oficio; sino que además ocurrió muy a menudo que las objeciones nacieron de un motivo muy especioso, a saber, que las teorías de Marx y de Engels se consideraron como opiniones de unos cantaradas, y se midieron, por tanto, según los sentimientos de simpatía o antipatía práctica suscitados por aquellos camaradas. Estas son las curiosas consecuencias de la democracia prematura: ¡nosotros no hemos tenido posibilidad de sustraer absolutamente nada al control de los incompetentes, ni siquiera la lógica! Pero hay más. La aparición del primer volumen de El Capital en 1867 fue un gran mazazo para los profesores y los académicos, particularmente en Alemania. Era una época de debilidad de la ciencia económica. La escuela histórica no había producido aún en Alemania los trabajos ponderosos y a menudo útiles aparecidos más tarde. En Francia, en Italia, en la misma Alemania llevaban una vida raquítica los derivados vulgarísimos de la economía vulgaris, que entre el 40 y el 60 había obliterado ya la consciencia crítica de los grandes economistas clásicos. Inglaterra se había detenido con Stuart Mili, el cual, aunque lógico de profesión, tuvo el destino de un conocido tipo de nuestra comedia popular: puesto ante el sí y el no, se decidió por todo lo contrario. Nadie en aquel tiempo habría pensado en esta neo-económica de los hedonistas recientemente constituida. En Alemania —el país que, * Abro un concurso-oposición entre todos estos X...
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por evidentes razones, antes debía leer a Marx y en el que Rodbertus era casi desconocido— dominaban los genios de la mediocridad y, por encima de todos, aquel célebre ennegrecedor de márgenes con notas eruditas y minuciosas puestas a párrafos llenos de definiciones nominales y a menudo insensatas que fue el señor Roscher. El primer volumen de El Capital parecía efectivamente escrito aposta para procurar ima triste desilusión a los cerebros de los profesores y de los académicos: ellos, precisamente los doctos en titre y precisamente en el privilegiado país de los pensadores, tenían que volver a la escuela. Perdidos en los diminutos detalles de la erudición, o deseosos de convertir la economía en una escuela de apologética, o empachados en el intento de hallar aplicaciones plausibles a una ciencia llegada de ultramar en la vida, bastante distinta, de su propio país, todos esos profesores de la tierra de los doctos habían olvidado el arte del análisis y de la crítica. El Capital les obligaba a empezar a estudiar desde el principio, o sea, a examinar de nuevo los elementos primeros. Porque aquel libro, aunque salido de la pluma de un comunista extremo y decidido, no presentaba ni rastro de protestas o de proyectos subjetivos, sino que era el análisis despiadadamente riguroso o cruelmente objetivo del proceso de la producción capitalista. Así, pues, en el periodista revolucionario de 1848, en el expatriado de 1849 había algo bastante más terrible que la mera continuación o el complemento de aquel socialismo que la literatura burguesa de todo el mundo había declarado sueño de difuntos y problema político a punto de agotamiento completo una vez caído el cartismo y victorioso en Francia el hombre siniestro del golpe de estado. Había, pues, que estudiar de nuevo la economía, o, lo que es lo mismo, la economía volvía a entrar en
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un período crítico. A decir verdad, los profesores de Alemania han atendido más tarde, desde el 70 en adelante, y luego, en crescendo, desde el 80, a la revisión crítica de la economía con la diligencia, la persistencia, la buena voluntad y la laboriosidad que los doctos de aquel país revelan siempre en toda rama de los estudios. Aunque lo que escriben no se pueda casi nunca aceptar aquí sin más, es sin embargo indudable que por obra suya el campo de la economía quedó limpio de los que la cultivan como meros profesores y académicos, y que esta disciplina no puede ya aprenderse como una obvia pigrorum doctrina. Al final, el nombre de Marx ha llegado a ser lo suficientemente fashionable como para resonar en las aulas académicas como tema predilecto de crítica, polémica y referencia, y no ya como objeto de simple lamento y vulgar invectiva. Hoy día toda la literatura social alemana está teñida por el recuerdo de Marx. Pero eso no podía ocurrir en 1867. El Capital salió a la luz precisamente en el tiempo en que la Internacional empezaba a dar que hablar y, poco después, a parecer terrible, no sólo por lo que intrínsecamente era y por lo que habría llegado a ser sin el grave golpe que le infirieron la guerra franco-prusiana y el trágico incidente de la Comuna, sino también por las fogosas ampliaciones de algunos de sus componentes y por la gesticulación estúpidamente revolucionaria de muchos de los que entraron en ella como intrusos, ¿No era acaso notorio que el Mensaje inaugural de la Asociación de Trabajadores (mensaje que sigue teniendo algo que enseñar a todo socialista) había salido de la pluma de Marx, y no había, por tanto, razón para atribuirle los actos y las deliberaciones más política y prácticamente decididas de la Internacional misma? Ahora bien, si un revolucionario de indudable lealtad y sin-
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guiar inteligencia como Mazzini podía permitirse una confusión entre la Internacional a la que Marx dedicaba su esfuerzo y la Alianza bakuninista ¿cómo puede asombrar el que los profesores alemanes tardaran tanto en entrar por las vías de un enfrentamiento crítico doctrinal con el autor de El Capital? ¿Cómo les iba a ser posible llegar tan pronto a normal discusión, de tú a tú, con un hombre que, mientras estaba, por así decirlo, ahorcado en efigie en todas las leyes de excepción para uso de Favre y consortes y resultaba cómplice moral de todos los actos revolucionarios, incluidos los errores y las extravagancias, publicaba en el mismo momento un libro magistral, como un nuevo Ricardo que estudiara impasible, More geometrico, los procedimientos económicos? Eso originó un curioso método de polémica, a saber, una especie de proceso a las intenciones del autor, el intento de dar a entender que su ciencia era, por así decirlo, mero expediente para dar color a una tendencia; en suma: durante muchos años la polémica tendenciosa se puso en el lugar del análisis objetivo *. Pero lo peor es que los efectos de esta crítica groseramente errada repercutieron precisamente en la inteligencia de los socialistas, y particularmente en la de la juventud intelectual que entre el 70 y el 80 se orientó hacia la causa del proletariado. Muchos de los fogosos renovadores del * «Marx parte del principio... de que el valor de las mercancías está determinado exclusivamente por la cantidad de trabajo contenido en ellas. Ahora bien: si el valor de las mercancías no se compone más que de trabajo, si la mercancía no es más que trabajo aglutinado, evidentemente ha de corresponder en su totalidad al trabajador, y ninguna parte de eUa debe ser apropiada por él capitalista. Si, por lo tanto, el obrero no percibe de hecho más que una parte del valor por él producido, eso tiene que ser resultado de una usurpación.» Así se expresa Loria, en la pág. 463 de la Nuova Antologia, febrero de 1895, en el conocido artículo «L'opera postuma di Carlo Marx». Cito esas palabras, ño las únicas de tal calibre escritas por Loria, sólo para dar un ejemplo de cómo es posible dar una versión libre de Marx en estilo Proudhon. Con esas libres versiones de Marx se formaron los sabihondos del 70 al 80, a los cuales aludo a continuación.
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mundo que florecieron en esa época —y la cosa está sobre todo clara en Alemania, porque allí ha dejado huellas en las polémicas del partido y en la literatura menor— se proclamaron seguidores de las teorías marxistas tomando como moneda contante y sonante precisamente el marxismo más o menos plenamente inventado por los adversarios. El punto más paradójico de todo el equívoco estriba en lo siguiente: que los que se precipitan a construir ilaciones fáciles, como les ocurre también hoy a los novatos, creyeron, mezclando juntas cosas viejas y cosas nuevas, que la teoría del valor y de la plusvalía, tal como corrientemente se presenta, simplificada, en fáciles exposiciones, contiene hic et nunc el canon práctico, la fuerza impulsiva y hasta la legitimación moral y jurídica de todas las reivindicaciones proletarias. ¿Acaso no es una gran injusticia que millones y millones de hombres se vean privados del fruto de su trabajo? El enunciado es tan simple y lastimero que todas las nuevas bastillas habrán de derrumbarse de golpe ante las nuevas trompetas de Jericó científicamente tocadas. Muchos de los errores teóricos de Lassalle concurrían a esa simplificación tan mezquina, tanto los que cometió por ignorancia relativa (la ley de bronce del salario, o sea, una semiverdad relativa que se convierte en error completo por falta de especificación circunstanciada) cuanto los que en su caso se pueden considerar expedientes de agitador (las famosas cooperativas subvencionadas por el estado). Por lo demás, el que se ponga en el camino que reduce toda la profesión de fe socialista a la simplicísima inferencia que va de la reconocida explotación a la reivindicación de los explotados, asegurada sólo por el hecho de ser legítima, no tiene más que un paso que dar por el terreno tan liso de esa logiquilla para reducir toda la historia del género
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humano a un caso de consciencia, y el sucesivo desarrollo de tantas formas de vida social a otras tantas variaciones de un continuo error de contabilidad. Entre el 70 y el 80, o poco después, en resolución, se fue formando en torno del vago concepto de un algo que era el socialismo científico una especie de nueva utopía que, como los frutos cogidos fuera de sazón, fue verdaderamente insípido. ¿Cómo no va a ser ridículo un utopismo que carezca del genio de Fourier y de la elocuencia de Considérant? No poco se conoce en Francia este neo-utopismo que reflorece de vez en cuando todavía hoy, aunque no sea más que por las luchas sostenidas con otras sectas y escuelas por nuestros valerosos y valiosos amigos que entendieron y supieron por vez primera, con el programa del partido obrero revolucionario, llevar el socialismo a la línea de la consciente lucha de clase y de la progresiva conquista del poder político por parte del proletariado. Sólo en la experiencia de ese ejercicio práctico, sólo en el estudio cotidiano de la lucha de clase, sólo en el examen y reconfirmación de las fuerzas proletarias ya recogidas y concentradas en un haz nos es posible verificar les chances del socialismo; de no ser así, seguimos siendo utópicos incluso en el reverenciado nombre de Marx. Nuestros dos autores aguzaron siempre y continuamente los dardos de la crítica contra esos neo-utópicos, al igual que contra los supervivientes de las viejas escuelas y contra las varias desviaciones del socialismo contemporáneo. Del mismo modo que en su larga carrera hicieron de su ciencia la guía de su práctica y obtuvieron de su práctica materia e indicación para una ciencia más profunda, del mismo modo que no trataron nunca la historia como un caballo que hubiera
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que ensillar y poner al trote, ni se entregaron nunca a la búsqueda de fórmulas adecuadas para suscitar ilusiones momentáneas, así también se vieron llevados, por la necesidad de las cosas, a medirse en crítica áspera, violenta y resuelta con todos aquellos que a sus ojos aparecían como capaces de perjudicar al movimiento proletario. ¿ Quién no lo recuerda? Por un lado, y por ejemplo, los proudhonistas, con la pretensión de destruir el estado haciendo artificiosa abstracción de él, como el que cierra los ojos y finge que no ve el obstáculo; por otro, aquellos blanquistas de otros tiempos que querían quitarse de en medio el estado por la fuerza para proceder luego a hacer la revolución; y Bakunin que se introduce subrepticiamente en la Internacional y obliga a los demás a echarle de ella; y por todas partes la pretensión de tantas escuelas de socialismo y la concurrencia de tantos capitales. Desde que Marx pulverizó en una polémica verbal al ingenuo Weitling* hasta su terrible crítica del programa de Gotha (1875), que ciertamente apareció con demasiado retraso (1890), su vida fue una lucha continua, no sólo contra la burguesía y la política representada por ésta, sino también con las varias corrientes revolucionarias o reaccionarias que de un modo u otro han ido adoptando el nombre del socialismo. Estas luchas se agudizaron en la Internacional, me refiero a aquella de gloriosa memoria que todavía hoy muestra huellas tan profundas en toda la acción del proletariado, y no a la caricatura de ella que se hizo más tarde. La más dilatada cola de polémicas contra el marxismo —reducido, en la fantasía de ciertos críticos, a una simple variedad de escuela política— se debe a la tradición de * Fue testigo directo de ella el ruso Anenkov, que más tarde habló de ello, como de tantas otras cosas referentes a Marx, en la Vjestnik levropy en 1880. (Cfr. la reproducción en la Neue Zeit, mayo de 1883).
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aquellos revolucionarios que, particularmente en los países latinos, reconocieron en Bakunin a su guía y maestro. ¿Qué hacen los anarquistas de hoy sino repetir las querellas y los errores de aquellos pasados tiempos? Acaso hace veinte años, y excepción hecha de los doctos que se quedan en casa a rumiar las cosas leídas en los libros, la generalidad del público italiano no conociera de los dos fundadores del socialismo científico más que lo poco que se había conservado en el recuerdo a través de las invectivas de Mazzini y las malignidades de Bakunin. Y he aquí cómo el comunismo crítico, que tan tarde ha sido admitido a los honores de la discusión en el ámbito de la ciencia oficial, ha tenido en contra suya, en el campo del mismo socialismo, la más grave de las desgracias: la enemistad de los amigos. Todas esas dificultades han sido ya superadas o están en gran parte en vías de desaparecer próximamente. No por la virtud intrínseca de las ideas, las cuales no han tenido nunca ni pies para andar ni manos para aferrar, sino por el solo hecho de que en cualquier lugar en qüe haya nacido un partido socialista los programas de esos partidos han ido tomando una orientación común, con lo que al final ha ocurrido que los socialistas de todos los países han ido colocándose, por la imperiosa sugestión de las cosas, en el punto de vista del Manifiesto Comunista. ¿No cree usted que he llegado oportunamente al momento de escribir la conmemoración de éste? Las clases de los explotadores van estableciendo en casi todos los lugares del mundo condiciones casi idénticas para la masa de los explotados, lo que explica que en todas partes los representantes activos de Labriola, 5
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estos explotados entren en las mismas vías de agitación y sigan los mismos criterios de organización y de propaganda. Muchos llaman a eso marxismo práctico. Llámese así, pues ¿qué utilidad tiene discutir acerca de palabras? Aunque el marxismo se reduzca para muchos a la simple palabra, o hasta a la mera reverencia al retrato de Marx, a su busto en yeso, o a su efigie impresa en un dije (y la policía italiana ejerce muy a menudo su particular sentido del humor sobre esos símbolos), el hecho es que esa unidad simbólica significa que la unidad real está por lo menos incoada y que el proletariado de todo el mundo está en trance de acercarse paulatinamente a una cierta analogía de tendencias; o sea, que la internacionalidad se elabora en él desde lejos por razones objetivas. Los que utilizan el lenguaje de los decadentes de la burguesía confunden, según su último hábito, la cosa con el símbolo, y dicen ahora que este es el triunfo del señor Marx, lo cual es como decir que el cristianismo es el triunfo (¿ y por qué no decir ya abiertamente el éxito de público?) del señor Jesús de Nazaret, un cierto señor Jesús que, depuesto y destituido de la cualidad de hijo de dios hecho hombre, se convierta, como en el estilo entre blando y delicuescente de vuestro Renan, en un hombre tan adolescentemente divino que parezca un dios. Ante este experimento intuitivo de la política del socialismo, que es como decir la política del proletariado, se han derrumbado las viejas divergencias de las escuelas, algunas de las cuales eran divagaciones y piques de la vanidad literaria, para ceder su lugar a las divergencias útiles, que nacen espontáneamente de los diversos modos de tratar los problemas prácticos. Cuando se trata de los hechos en concreto, o sea, del desarrollo positivo y prosaico del socialismo, importa poco que todos sus jefes, dirigentes, oradores y repre-
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sentantes coincidan o no en una doctrina y hagan profesión explícita de ella. El socialismo no es ima iglesia ni una secta que necesite el dogma o la fórmula fija. Aunque hoy muchos hablan de triunfo del marxismo, esta enfática expresión, reducida a forma crudamente prosaica, significa que nadie a partir de ahora puede ser socialista sin preguntarse a cada paso: dada esta situación, ¿qué conviene pensar, decir o hacer en interés del proletariado? Ya no serán posibles discutidores que sean en realidad sofistas, como lo fue Proudhon, ni inventores de sistemas socialistas subjetivos, ni fabricantes de revoluciones privadas *. La indicación práctica de lo factible está dada por la condición del proletariado, y ésta se puede apreciar y medir precisamente porque se cuenta con el criterio del marxismo (quiero decir del efectivo, no del símbolo) como doctrina progresiva. Las dos cosas —lo medible y la medida— son una misma desde el punto de vista general del proceso histórico, particularmente cuando se consideran con la consiguiente distancia. Y observe usted que, de hecho, mientras que los contornos del socialismo como acción práctica se van precisando, todas las antiguas poesías e ideologías se van dispersando, dejando tras de sí la simple huella fraseológica. Al mismo tiempo ha crecido en el campo de la ciencia académica la crítica de la doctrina económica, desde todos los puntos de vista y en todos los sentidos. El desterrado Marx ha vuelto, tras su muerte, al ámbito de la ciencia oficial, por lo menos en calidad de adversario con el cual no se pueden hacer bromas. Y del mismo modo que los socialistas han llegado, por tantos caminos, a la prosaica consciencia de una revolución que no puede fan* Es un hecho que lo que escribía en mayo de 1897 no fue luego desmentido por los movimientos italianos de mayo de 1898. Aquellos movimientos no fueron obra de ningún partido, sino que fueron un verdadero caso de anarquía espontánea.
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tasearse, sino que se hace porque deviene, así también se ha ido preparando lentamente el público, para el cual el materialismo histórico responde a una verdadera y propia necesidad intelectual. Como usted ve, han sido muchos los que durante los últimos años han dicho su palabra en el marco de esta doctrina, aunque haya sido mal o inoportunamente. Por tanto, si considera usted bien las cosas, verá que no se llega con retraso. Varias veces oí de joven esta historieta, a saber, que Hegel había dicho: imo solo de mis discípulos me ha entendido. La historia no se presta a verificaciones, porque aquel discípulo de autenticidad suma no ha sido identificado hasta hoy. Y es una historia que se puede repetir hasta lo infinito, de sistema a sistema, de escuela a escuela. Como en asuntos de actividad intelectual no hay lugar para la sugestión, como el pensamiento no se transmite mecánicamente de cerebro a cerebro, los grandes sistemas no se difunden más que por la semejanza de las condiciones sociales si éstas disponen e inclinan hacia ellos muchas mentes al mismo tiempo. El materialismo histórico se ampliará, se difundirá, se especificará y tendrá su propia historia. Tal vez tenga modalidades y tonalidades diversas según los países. Y ello no será un gran mal, siempre que permanezca siempre en el fondo el núcleo, lo que es, por así decirlo, toda su filosofía. Por ejemplo, postulados como éstos: la naturaleza, o sea, la evolución histórica del hombre, se encuentra en el proceso de la praxis, y al decir praxis, desde este punto de vista de la totalidad, se pretende eliminar la oposición vulgar entre práctica y teoría; porque, dicho de otro modo, la historia es la historia del trabajo, y así como, por una parte, en el trabajo íntegramente entendido de ese modo va implícito el desarrollo respectivamente proporcionado v proporcional de las ap-
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titudes mentales y de las aptitudes operativas, así también, por otra, en el concepto de historia del trabajo va implícita la forma siempre social del trabajo mismo y el variar de esa forma; el hombre histórico es siempre el hombre social, y el presunto hombre pre-social o super-social es un parto de la fantasía; etcétera. Y... aquí pongo punto, principalmente para no repetirme y para no repetirle a usted una buena parte de las cosas que he expuesto en los dos ensayos, cosas de cuya repetición usted no tiene, según me parece, necesidad, ni yo tampoco, verdaderamente.
IV Roma, 14 de mayo de 1897
Me parece —por volver al tema inicial— que tiene usted por delante de todos sus pensamientos la siguiente pregunta: ¿por qué vías y de qué modos sería posible dar vida en Francia a una escuela de materialismo histórico? No sé si me es lícito contestar a esa pregunta, por el riesgo de entrar en competencia con aquellos periodistas de viejo cuño que, tan seguros de sí mismos, daban consejos a toda Europa incurriendo en el grave peligro de no ser nunca escuchados, como de hecho ocurría. Pero lo intentaré modestamente. Ante todo, me parece que no ha de ser cosa difícil encontrar en Francia editores y libreros que impriman y difundan cuidadosas traducciones de los escritos de Marx, de Engels y de los demás que hagan falta. Este sería, por de pronto, el comienzo mejor. Comprendo que en el arte de 70
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traducir surgen curiosas dificultades. Hace ya treinta y siete años que leo el alemán, y siempre me ha parecido observar que a los pueblos de lenguas latinas nos acosa una rara turbación de las aptitudes lingüísticas siempre que traducimos de ese idioma. Lo que en alemán es vivo, transparente, eficaz, se convierte muy a menudo, en italiano por ejemplo, en frígido, sin relieve y a veces incluso en mera jerga. En esas traducciones —estoy hablando de las comunes y corrientes, como es natural— se pierde, con los efectos de la insinuación, el halo de la persuasión. En un amplio trabajo de popularización, como lo es el aludido, haría falta —salva siempre la integridad textual de los escritos traducidos— que los prólogos, las notas, los comentarios ofrecieran sucedáneos del fácil proceso de asimilación que está ya implícito y listo en escritos en la lengua propia de cada país. En verdad, las lenguas no son variantes accidentales de un volapuk universal: son, por el contrario, bastante más que simples medios extrínsecos de comunicación y significación del pensamiento y del ánimo. Son condiciones y límites de nuestra actividad interior, la cual tiene por ello, como por tantas otras razones, modos y formas nacionales que no son mero accidente. Los intemacionalistas que ignoren esto han de llamarse incluso confusionistas y amorfistas; como los que toman sus enseñanzas no de los viejos apocalípticos, sino de aquel especiosísimo Bakunin que llegaba a propugnar la igualización de los sexos. Así, pues, la asimilación de ideas, de pensamientos, de tendencias, de propósitos llegados a madurez de expresión literaria en lenguas extranjeras presentan un cierto problema algo escabroso de pedagogía social. Y ya que me ha salido de la pluma esa expresión, permítame usted confesar que cuando exa-
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mino de cerca la historia anterior y las condiciones presentes de la Sozialdemokratie alemana lo que principalmente me llena el ánimo de admiración y de viva esperanza no es el continuo aumento de los éxitos electorales. Más que aferrarme a esos votos y fantasear sobre ellos como arras del porvenir, según los cálculos a veces falaces de las inferencias y la combinatoria estadística, me siento lleno de viva admiración por este caso verdaderamente nuevo e imponente de pedagogía social, por el hecho, esto es, de que en tan grandísimo número de hombres, señaladamente de obreros y de pequeños burgueses, se forme una consciencia nueva en la que concurren en medida igual el sentimiento directo de la situación económica que induce a la lucha y la propaganda del socialismo entendido como meta o punto de llegada. Esta divagación me suscita un recuerdo. Yo fui aquí en Italia el primero o, sin duda, de los primeros en llamar con los escritos y las palabras, muchas veces e insistentemente, la atención de aquella parte de los obreros que eran y son capaces de moverse en la línea de la moderna lucha proletaria, o sea, según el ejemplo de Alemania. Pero... jamás se me ocurrió creer que la imitación pueda ahorrarle a nadie la espontaneidad; jamás he soñado que hubiera que seguir el ejemplo de aquellos clérigos y frailes que durante siglos fueron educadores casi exclusivos de la Italia ya decaída y que fabricaban alegremente poetas enseñando el Arte poética de Horacio. Sería curioso que tú, benemérito, activísimo y sagacísimo Bebel (5) aparecieras aquí entre nosotros con atuendo de Horacio nuevo. Se le saltarían los ojos a mi amigo Lombroso, que odia el latín más que la pelagra. Hay otras dificultades más íntimas, por abreviar, y de mayor alcance y mayor peso. Supo-
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niendo que editores y libreros hábiles y diligentes se tomaran el trabajo de difundir, no sólo en Francia, sino también en los demás países, las traducciones de todos los escritos del materialismo histórico, eso no serviría más que para estimular, y no para formar y consolidar en las respectivas naciones las energías activas que producen y mantienen con vida una corriente de pensamiento. Pensar es producir. Aprender es producir reproduciendo. No sabemos bien y realmente más que lo que nosotros mismos somos capaces de producir, pensando, trabajando, probando y volviendo a poner a prueba; y siempre por virtud de las fuerzas que nos son propias, en el campo social en que nos encontramos y desde el punto de vista de nuestra situación. ¡Y el caso de Francia, además, con su gran historia, con su literatura, tan dominante durante siglos; con su ambición patriótica y con su diferenciación, tan propia, étnico-psicológica, que se refleja incluso en los productos más abstractos del pensamiento! No seré precisamente yo, italiano, el que adopte el papel de defensor de esos chovinistas vuestros, a los que usted tan merecidamente condena. Pero recordemos también lo que ocurrió el siglo pasado. El pensamiento revolucionario procedió de varias partes del mundo civilizado, de Italia, de Inglaterra, de Alemania; pero no fue europeo sino con la condición de plasmarse en espíritu francés; y la revolución europea fue la revolución francesa. Esta gloria imperecedera de vuestra nación pesa, como todas las glorías, sobre la nación misma como una pesadilla de arraigado prejuicio. Pero ¿no son los prejuicios mismos fuerzas, al menos en cuanto impedimentos? París no será ya el cerebro del mundo; entre otras cosas, por el hecho de que el mundo no tiene cerebro sino en la fantasía de
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ciertos sociologistas especiosos *. París no es ya, ni lo volverá a ser en el futuro, la Santa Jerusalén de los revolucionarios de todas las partes del mundo, como en otro tiempo pareció serlo. Ya la futura revolución proletaria no tendrá ningún parecido con un apocalíptico milenario; y. además, hoy los privilegios han caducado igual para las naciones que para los individuos. Así lo observó justamente Engels; por cierto que valdría la pena que los franceses leyeran lo que Engels escribió en 1874 a propósito de los blanquistas, que excitaban a un ataque inmediato al poco tiempo de la catástrofe de la Comuna**. Pero, en resumidas cuentas y computadas también las condiciones de la agricultura y de la industria francesas, que durante tanto tiempo han retrasado la concentración del movimiento obrero, y atribuida la correspondiente parte de culpa a los varios jefes de secta y escuela que durante tanto tiempo han mantenido escindido y dividido el socialismo francés, queda el hecho de que el materialismo histórico no podrá abrirse camino entre ustedes mientras se presente simplemente como elaboración mental de los dos alemanes de gran ingenio. Esa es la expresión que usó Mazzini para exacerbar los resentimientos nacionales contra los dos autores, los cuales, por comunistas y materialistas, parecían verdaderamente nacidos aposta para desarreglar la fórmula idealista del patria e dio. Desde este punto de vista la suerte de los dos fundadores del socialismo científico ha sido casi trágica. Muchas veces aparecieron como los dos * Ya mucho antes de que se jmsieran de moda en sociología los simbolismos y las analogías orgánicas critiqué esta curiosa tendencia en un artículo-reseña de la Psicologia social de Lindner (Muova Antologia, diciembre de 1872, págs. 971-989). ** En el artículo titulado Programm der blanquistische KommüneFlüchtlinge, publicado en el Volksstaat, n.° 73, y reproducido en las páginas 40-46 del folleto Internacionales aus dem Volksstaat [Artículos de política internacional del Volksstaat], Berlín, 1894.
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alemanes a los ojos de tanta gente, pues ha habido chovinistas también entre los revolucionarios, y hasta aparecieron como órganos del pangermanismo en las invectivas de aquel Bakunin de ánimo tan dispuesto a la invención, por no llamarlo de otra manera; pangermanistas ellos, los dos alemanes que en su país —del que se exiliaron ya en la primera juventud— tropezaron con el intencionado silencio de esos profesores para los cuales es acto patriótico el ejercicio del servilismo. En realidad, aquellos profesores tomaban su venganza. Pues en El Capital, cuyo tratamiento arraiga enteramente en las tradiciones de la economía clásica, sin excluir los escritores ingeniosos y a menudo geniales que tuvo Italia en el siglo xviii, no se habla sino con soberano desprecio de los señores Roscher y demás. Engels, que con tanto cuidado y tanta habilidad en las ampliaciones expositivas se esforzó por popularizar los resultados de las investigaciones del americano Morgan, encerrado como lo estaba en la convicción de que lo que él justamente llamaba filosofía clásica había llegado a su disolución con Feuerbach, mostró, al escribir el Antidühring, un descuido francamente excesivo de la filosofía contemporánea (descuido explicable en él, pero no disculpable, sino ridículo, en los demás socialistas que por imitación afectan ignorancia), o sea, de la neocritica de sus compatriotas. Esa trágica suerte parece como intrínseca a su misión. Anímica y mentalmente estaban absorbidos por la causa del proletariado de todas las naciones, y por eso los productos de su ciencia no tienen en ninguna nación más público que aquel que se va reclutando entre los capaces de una correspondiente revolución intelectual. En Alemania, donde, por sus especiales condiciones históricas y, sobre todo, porque la burguesía no ha conseguido eliminar por entero la estructura
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del Anden Régime (ese emperador puede usar impunemente lenguaje de vice-dios, pese a lo cual no es más que un Federico Barbarroja convertido en viajante de comercio del Mode in Germany), la democracia social se ha concentrado en una estrecha falange, era muy natural que las ideas del socialismo científico hallaran un terreno favorable a su difusión normal y progresiva. Pero ningún socialista alemán soñará nunca —o, al menos, así lo espero —en considerar las ideas de Marx y Engels al simple nivel de los derechos y deberes, méritos y deméritos de camarades de parti. No hace mucho tiempo que escribía Engels lo siguiente *: «Se observará que en todos estos artículos yo me llamo no sociaUdemócrata, sino comunista. Ello se debe a que en aquella época se daba en muchos países el nombre de socialdemócrata a gentes que no habían inscrito en su bandera la apropiación de todos los medios de producción por la sociedad. Se entendía en Francia por demócrata-social a cualquier republicano democrático que tuviera simpatías más o menos genuinas, pero siempre indeterminadas, por la clase obrera; gente, en suma, como el LedruRollin de 1848 o como los radical-socialistas de 1874, que estaban apenas teñidos de proudhonismo. En Alemania se llamaba social-demócratas a los lassallianos, pero aunque la gran masa de éstos fuera reconociendo poco a poco la necesidad de socializar los medios de producción, sin embargo, el punto esencial del programa de su partido en su acción pública seguía siendo el de las cooperativas de producción subsidiadas por el Estado. Por tanto, para Marx y para mí era completamente imposible tomar como designación de nuestro específico punto de vista * En la pág. 6, prólogo al citado folleto, Internacionales aus dem Volksstaat, que reproduce artículos de Engels publicados entre 1871 V 1875. El prólogo —vale la pena observarlo— lleva la fecha de '3-1-1894.
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un término de tanta elasticidad. Hoy la situación es completamente distinta y se puede dejar pasar la palabra, aunque sigue siendo inadecuada para significar un partido cuyo programa es no genéricamente socialista, sino directamente comunista, y cuya meta política última consiste en superar toda forma de Estado, y, por tanto, también la democracia,.» Los patriotas —y no uso esta palabra por burla— tienen, según me parece, motivo de consuelo y confortamiento. Pues no está dicho, en suma, que el materialismo histórico sea patrimonio intelectual de una sola nación ni que tenga que serlo de una clique, una hermandad o una secta. Por de pronto, y ya en su origen objetivo, pertenece en igual medida a Francia, Inglaterra y Alemania. No voy a repetir ahora lo que ya he dicho en otra carta acerca de la forma ae pensamiento propia de nuestros dos autores a causa del estadio al que había llegado, durante su juventud, la cultura intelectual alemana, particularmente la filosofía, cuando el hegelianismo se perdía en los meandros de ima nueva escolástica o engendraba un criticismo nuevo y más poderoso. Pero también estaba presente en su formación la gran industria inglesa, con todas las miserias que la acompañaban y con la reacción ideológica de Owen y la reacción práctica que fue la agitación cartista. Y también las escuelas del socialismo francés y la tradición revolucionaria de Occidente, presente ya en las formas de un comunismo de índole proletaria moderna. ¿ Qué es El Capital sino la crítica de aquella economía que, como revolución práctica y como representación teórica de esa revolución misma, no había madurado, hacia el 60, más que en Inglaterra, mientras que apenas brotaba en Alemania? ¿Y qué es el Manifiesto de los Comunistas sino el resumen conclusivo y la explicación del socialismo
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latente o manifiesto en los movimientos obreros de Francia e Inglaterra? Pero todas esas cosas se continuaron y consumaron críticamente, sin excluir la filosofía de Hegel, con la crítica inmanente que es la dialéctica con sus inversiones, o sea, mediante ese negar que no es contraposición contenciosa y abogacil de concepto a concepto, de opinión a opinión, sino que, por el contrario, da verdad a lo que niega, porque en lo que niega y supera encuentra la condición (de hecho) o la premisa (conceptual) del proceso mismo *. Francia e Inglaterra pueden recuperar su parte en la elaboración del materialismo histórico sin necesidad de presentarse como meras imitadoras. ¿Por qué no van a escribir los franceses libros verdaderamente críticos acerca de Fourier y de Saint-Simon en cuanto fueron, y en la medida en que lo fueron, verdaderos precursores del socialismo contemporáneo? ¿No es oportuno ponerse a trabajar publicísticamente acerca de los movimientos revolucionarios de 1830 y 1848, para poner en evidencia que la doctrina del Manifiesto no fue su negación, sino su aboutissant, su resolución? Y pensando que el 18 Brumario de Marx, aunque escrito genialísimo e insuperable en su género e intención, es, de todos modos, un folleto ocasional y publicístico, ¿ no sería oportuno componer una meditada historia del golpe de Estado? ¿ Y no está esperando aún la Comuna su estudio crítico definitivo? Y la Gran Revolución, con la colosal literatura que la rodea, detalladísima, además, en lo particular, ¿ha sido alguna vez estudiada a fondo desde el punto de vista del tejido de las conmociones de las clases que intervinieron en ella, y como caso ejemplar * Por eso Hegel y los hegelianos, que tan frecuentemente usaron símbolos verbales, utilizaban la palabra aufheben, que puede significar tanto remover y quitar de en medio, eliminar, cuanto levantar, y por lo tanto, elevar de grado.
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de sociología económica? En resolución, ¿acaso no ofrece la historia entera moderna de Francia e Inglaterra un capítulo de ilustración del materialismo histórico más largo y seguro que el que hasta hace poco ofrecían las condiciones de Alemania? Pues las de este país, a partir de la guerra de los treinta años, se complicaron grandemente por los impedimentos añadidos al desarrollo, v en las cabezas de sus testigos presenciales esas complicaciones quedaron casi siempre como envueltas en una especie de niebla ideológica, en ima nebulosidad que habría provocado la risa de los cronistas florentinos del siglo xiv. Me he detenido ante esas cuestiones particulares no para pretender el título de consejero de Francia, sino para poder notar finalmente que, dada la forma de los cerebros de lengua latina, no es cosa fácil introducir en ellos las ideas nuevas si tino se empeña en presentarlas exclusivamente como formas abstractas de pensamiento; mientras que, en cambio, consiguen penetrar con efecto rápido y sugestivo cuando se plasman en narraciones y en exposiciones que se parezcan de algún modo a los productos del arte. Vuelvo brevemente a la cuestión de la traducción. El Antidilhring es, por encima de cualquier otro, el primer libro que conviene que entre en la circulación internacional. Conozco pocos libros que pueden equiparársele en cuanto a densidad de pensamiento, multiplicidad de puntos de vista, ductilidad de la penetración sugestiva. Puede ser una medicina mentis para la juventud intelectual que comúnmente se orienta, insegura de sí misma y con criterios bastante vagos, hacia lo que genéricamente se llama socialismo; y así fue en la época en que apareció, como lo ha escrito hace unos tres años Bernstein en una especie de conmemoración publicada en la Neue Zeit. Este si-
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gue siendo el libro insuperado en la literatura socialista. Pero no es un libro de tesis, sino de antítesis. Salvo unos cuantos pasos aislables —como los que han tomado cuerpo de opúsculo independiente y circulan hace tiempo por el mundo (El paso del socialismo de la utopía a la ciencia)—, el libro tiene como hilo conductor la crítica del señor Dühring, en cuanto inventor de una filosofía y de un socialismo a su manera. Ahora bien, ¿ qué persona que no viva en el ambiente de los que enseñan la ciencia y cuántos no alemanes tienen realmente la obligación de interesarse por el señor Dühring? Y toda nación tiene, lamentablemente, sus propios Dührings. Cualquiera sabe qué anti-qué-sé-yo habría escrito o escribiría un Engels de otra nacionalidad. El verdadero efecto de ese libro sobre socialistas de otros países y otras lenguas tiene que consistir, me parece, en capacitarlos para que se doten de las actitudes críticas adecuadas para escribir todos los demás anti-x necesarios para combatir cualquier otra cosa que obstaculice o contamine el socialismo en nombre de las tantas sociologías que hoy pululan por todas partes. Las armas y los modos de la crítica tienen que sufrir según los países las leyes de la variación y de la adaptación. Tratar el enfermo, no la enfermedad, en eso consiste la modernidad de la medicina. De no ser así, se puede incurrir en el riesgo en que cayeron los hegelianos surgidos en Italia entre 1840 y 1880, particularmente en el Sur y más especialmente en Nápoles. En parte fueron simples epígonos, pero algunos eran pensadores de mucho pulso. En su conjunto representaban una corriente revolucionaria de gran interés, frente al escolasticismo tradicional, al espiritualismo a la francesa y a la filosofía del llamado sentido común. Algo de aquel movimiento reper-
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cutió en Francia, pues precisamente uno de esos hegelianos, y no el más profundo ni el más fuerte de todos, sino Vera *, que dio a Francia las traducciones más legibles y abundantemente comentadas de algunas de las obras fundamentales de Hegel. Pero en poquísimos años se ha perdido ya aquí huella y memoria de aquel movimiento. Los escritos de esos pensadores no se encuentran ya más que en las tiendas de los revendedores de antigüedades y rarezas libreras. Esta dispersión de toda una actividad científica no irrelevante en la mera nada no se ha debido sólo a los incidentes de la vida universitaria —no siempre hermosos ni elogiables—:, ni tampoco sólo a la epidémica inundación de positivismo que dispara por todas partes esos frutos que parecen ciencia demi-mondaine, sino que tiene razones más intrínsecas. Aquellos hegefianos escribieron, enseñaron y disputaron como si estuvieran no en Nápoles, sino en Berlín o no sé dónde. Mentalmente conversaban con sus camarades d'Allemagne **. Desde la cátedra o en sus escritos respondían a objeciones de críticos que sólo ellos conocían, y así construían un diálogo que a lectores u oyentes parecía monólogo. No consiguieron plasmar sus estudios y su dialéctica en libros * Todavía en 1870 escribía Vera una Filosofia della Storia de un hegelianismo literal de estrecha observancia. Lo maltraté en la reseña que escribí para la Zeitschrift für exacta Philosophie, voi. X, pág. 79 y s., 1872. ** Rosenkranz, uno de los corifeos del epigonismo hegeliano, escribió por ejemplo un libro especialmente dedicado a la Hegels Naturphilosophie und die Bearbeitung derselben durch den italienischen Philosophen A. Vera [La filosofía natural de Hegel y su elaboración por el filósofo italiano A. Vera], Berlín, 1868. Tomo de ese libro algunos pasos que interesan a mi asunto: «Es un espectáculo interesante observar cómo el germánico Hegel renace en lengua italiana. Los señores... (larga fila de nombras)... y otros muchos más exponen las ideas de Hegel con tal precisión y facilidad que hace diez años una cosa así habría parecido imposible en la misma Alemania» (página 3). «Vera es el sistemático más riguroso de que jamás haya dispuesto Hegel, y lo sigue paso a paso con plena devoción» (pág. 5). «Al que hable de las dificultades ae la lectura de Hegel en alemán, se le podrá aconsejar a partir de ahora que lea la traducción de Vera. Tendrá que comprenderla con sólo que tenga, como es natural, el entendimiento necesario para la cognición filosófica» (pág. 9). Labriola, 6
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que se presentaran como nueva adquisición intelectual de la nación. Ante la mente tenía este recuerdo nada lisonjero ni agradable cuando, casi contra mi voluntad, me puse a escribir el primero de mis dos ensayos sobre el materialismo histórico, a los cuales puedo ya perfectamente añadir otros. Pero entonces me preguntaba muy a menudo: ¿ cómo he de ponerme para decir cosas que los lectores italianos no sientan como raras, extranjeras y extrañas? Dice usted que conseguí resolver ese problema; así sea. ¿ Sería demasiado descortés por mi parte el responder a eso razonando como àrbitro entre mí mismo y el elogio que usted me hace? «Al leer la Heilige Familie —escribí a Engels hace unos cinco años— me he acordado de los hegelianos de Nápoles, entre los cuales viví de joven, y me parece que así he entendido y saboreado el libro más de lo que puedan gustarlo muchos a los que faltan hoy los datos propios e intuitivos de aquel curioso humorismo. Me parecía haber visto yo mismo de cerca aquella curiosa coterie de Charlottenburg, tan singularmente persiftée por Marx y por usted. Me venía, sobre todo, a la memoria un profesor de estética, hombre sumamente original y genial, que deducía las novelas de Balzac, construía la cúpula de San Pedro y disponía en serie genética los instrumentos musicales; con lo que poco a poco, de negación en negación y negación de la negación, llegó finalmente a la metafísica de lo incognoscible, que, por ignorar siempre a Spencer, y como Spencer no glorificado, él llamó lo innominable. También yo viví de joven en esa especie de gimnasio, y no lo lamento; durante años viví con el ánimo dividido entre Hegel y Spinoza; defendí con juvenil ingenuidad la dialéctica del primero contra Zeller, que entonces iniciaba el neokantismo; me sabía de memoria los escritos de Spinoza,
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y expuse, con la comprensión, del enamorado, su teoría de los afectos y de las pasiones. Todas estas cosas recuerdo ahora como lejanísima prehistoria. ¿Habré experimentado también yo mi negación de la negación? Me estimula usted a que escriba de comunismo; pero temo siempre que el producto no tenga ningún valor, por las fuerzas mías, y que sea de poco efecto para Italia.» Y él me contestó...; pero aquí me detengo. Me parece cosa casi bárbara el reproducir, sin razón urgente de interés público, las cartas privadas, particularmente cuando hace poco tiempo que murió su autor. En cualquier caso, e incluso eliminando de esas cartas privadas lo que tengan de meramente ocasional, y conservando sólo los elementos de doctrina y ciencia, siempre serán de poco peso y autoridad en comparación con los escritos intencionadamente destinados a la publicidad. Al aumentar el interés por el materialismo histórico y a falta de ima literatura que lo ilustre por extenso y detalladamente, ha ocurrido que Engels, durante los últimos años de su vida, y como profesor sin cátedra, se ha visto interrogado y hasta atormentado sin parar por preguntas infinitas de gentes innumerables que se matriculaban espontáneamente como estudiantes libres en la Universidad sin sede y sin ley del socialismo. Eso explica las cartas publicadas y las muchas otras que no lo han sido. En las tres cartas (6) reproducidas recientemente por el Devenir Social, tomándolas de una revista de Berlín y un periódico de Leipzig, se ve claramente en Engels cierto temor a que el marxismo se convirtiera demasiado pronto en doctrina barata. Muchos de los que enseñan no en la itinerante Universidad del pueblo, que aún no ha llegado, sino en esta que realmente existe en la presente sociedad oficial, conocen la experiencia de ser
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puestos por estudiantes y estudiosos entre la espada y la pared, para que contesten, uno pede stantes, a la pregunta que sea, como si llevaran impresa en el cerebro la universal razón de las cosas. Los profesores más vanidosos, para no desmentir la hierática sacramentalidad de la ciencia y como si ésta consistiera en la materialidad de lo conocido, y no principalmente en el virtuosismo y la corrección formal del acto de saber, responden inmediatamente —y consiguen hacer muy a menudo sátira de sí mismos, como imitadores del sabroso Mefistófeles en su disfraz de maestro de las cuatro facultades—. Pocos tienen la socrática resignación de contestar: no lo sé, pero sé que no lo sé, y que se podrá saber, y que yo mismo podré saberlo una vez haya realizado los actos de esfuerzo, o sea, de trabajo, que son necesarios para saber; y si me concedéis años ilimitados, con la indeterminada actitud de la aplicación metódica del trabajo, podré indefinidamente saberlo casi todo. He aquí en qué consiste la inversión práctica de la teoría del conocimiento que es esencial al materialismo histórico. Todo acto de pensamiento es un esfuerzo, o sea, un trabajo nuevo. Para realizarlo son ante todo necesarios los materiales de la experiencia depurada y los instrumentos metódicos ya familiares y manejables gracias al largo uso. No hay duda de que el trabajo realizado, o sea, el pensamiento producido, facilita los esfuerzos ulteriores destinados a la producción de nuevo pensamiento; primero, porque los productos anteriores quedan objetivados en los medios intuitivos de la escritura y demás artes representativas; en segundo lugar, porque la energía internamente acumulada en nosotros penetra y asume el nuevo trabajo como ritmo de procedimiento, cosa en la cual (quiero decir en el ritmo) consiste preci-
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sámente el método de la memoria del razonamiento, de la expresión, de la comunicación, etc. Pero nunca nos convertimos en máquinas pensantes. Cada vez que nos ponemos de nuevo a pensar, aparte de necesitar siempre los medios y los incentivos externos y objetivos de la materia empírica, tenemos que hacer un esfuerzo adecuado para pasar de los estadios más elementales de la vida psíquica al estadio superior, derivado y complejo que es el pensamiento, en el cual no podemos mantenernos sino mediante un acto de atención voluntaria que tiene una intensidad y una duración de medida especial y no rebasable. Ese trabajo que se nos revela en la consciencia directa e inmediata, ese hecho que nos concierne sólo en cuanto somos personas singulares y circunscritas por nuestra individuación natural, no se produce, en cambio, en nosotros más que en cuanto insertos en el ambiente de la convivencia, en cuanto seres condicionados socialmente, y, por tanto, también históricamente. Los medios de la convivencia social, que son, por una parte, las condiciones y los instrumentos, y, por otra, los productos de la colaboración de especificación varia, constituyen, más allá de lo que nos ofrece la naturaleza propiamente dicha, la materia y los incentivos de nuestra formación interior. De ellos nacen los hábitos segundos, derivados y complejos, por los cuales, más allá de los límites de nuestra configuración corpórea, percibimos nuestro propio yo como parte de un nosotros, lo cual quiere decir concretamente como parte de un modo de vivir, de unas costumbres, de una institución, de un estado, de una iglesia, de una patria, de una tradición histórica, etc. Estas correlaciones de con-sociación práctica que se dan entre individuos son la raíz y el fundamento objetivo y prosaico de todas las
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varias representaciones ideológicas llamadas espíritu público, psique social, consciencia étnica, etcétera, a propósito de las cuales especulan como metafísicos de pésima escuela, como gente que toma las proporciones y las relaciones por entes y sustancias, los sociologistas y psicologistas, a los que yo llamaría simbolistas y simbolizantes. Y esas mismas relaciones prácticas dan origen a las comunes corrientes por las cuales el pensamiento individual y la ciencia de él nacida son funciones sociales propiamente dichas. Con esto volvemos a la filosofía de la praxis, que es la médula del materialismo histórico. Esta es la filosofía inmanente a las cosas sobre las cuales filosofa. De la vida al pensamiento y no del pensamiento a la vida: éste es el proceso realista. Del trabajo, que es un conocer haciendo, al conocer como teoría abstracta, y no de éste a aquél. De las necesidades, y, por tanto, de las varias situaciones internas de bienestar o malestar nacidas de la satisfacción o insatisfacción de las necesidades, a la creación mítico-poética de las ocultas fuerzas de la naturaleza, y no a la inversa. En esos pensamientos está el secreto de una afirmación de Marx que ha sido para muchos un rompecabezas: la afirmación de haber vuelto del revés * la dialéctica de Hegel, lo que quiere decir, dicho en corriente prosa, que al ritmo semoviente de un pensamiento autónomo (la generado aequivoca de las ideas) se sustituye por la capacidad semoviente de las cosas, de las cuales es el pensamiento un producto final. Por último, el materialismo histórico, o sea, la filosofía de la práctica, en cuanto se refiere al entero hombre histórico, es el final del materialismo naturalista en el sentido de la palabra que era tradicional hasta hace poco, igual que ter* El verbo usado por Marx, umstülpen, se usa comúnmente para decir arremangarse o doblar los bajos de ios pantalones.
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mina con toda forma de idealismo que considere las cosas empíricamente existentes como reflejo, reproducción, imitación, ejemplo, consecuencia o lo que sea de un pensamiento presupuesto también del modo que sea. La revolución intelectual que ha llevado a considerar como absolutamente objetivos los procesos de la historia humana es coetánea y como una réplica de esa otra revolución intelectual que ha conseguido historizar la naturaleza física. Para ningún hombre que piense es ésta ya un hecho que no haya sido nunca un fieri, un suceso que no haya sucedido nunca, un presente eterno que no proceda nunca, y mucho menos aún la criatura de una sola ocasión, y no creación continuamente en acto.
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Recogiendo el hilo donde lo dejé la otra vez, digo que me parece que tiene usted toda la razón al replantear el problema de la filosofía en general. Al decir esto no me refiero sólo al Prólogo de usted, que voy en realidad multiplicando en esta mi prolongada conversación escrita, sino también a algunos artículos de usted en el Devenir Social, así como a bastantes cartas particulares de las que ha tenido usted la cortesía de dirigirme. Le preocupa a usted, en el fondo, que el materialismo histórico pueda parecer carente de fundamento sólido mientras no se consiga desarrollar la filosofía que le es propia en cuanto filosofía intrínseca e inmanente a sus supuestos y sus premisas. ¿Le he entendido bien? Alude usted explícitamente a la psicología, la ética y la metafísica. Con este último término 88
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quiere usted significar lo que yo, por efecto de otras costumbres del espíritu y de otros modos de tratamiento didáctico, llamaría, por ejemplo, Doctrina general del conocimiento, o de las formas fundamentales del pensamiento, o cosa parecida, por exceso de cautela o por temor a caer en equívocos, y también por no chocar con ciertos prejuicios. Pero pasaré por alto estas cuestiones terminológicas. Pues en la ciencia no estamos obligados a respetar el significado que tienen los términos en la experiencia común y en la común intuición (cuando, como en la vida ordinaria, no se puede llamar al pan sino pan), sino que fijamos nosotros mismos las significaciones, poniendo y desarrollando los conceptos que luego formulamos compendiosamente con ima palabra convencional. Estaríamos frescos si quisiéramos, por ejemplo, deducir la significación y el contenido de la química partiendo del étimo de esta palabra, pues nos encontraríamos al hacerlo en el Egipto más antiguo, y precisamente con el nombre que significa la tierra amarillenta de las dos orillas del Nilo, hasta los montes. Le dejo a usted, pues, tranquilamente en compañía de la palabra metafísica, si es que ella le contenta. Todas estas cuestiones son frivolidades. Si mañana un bibliotecario pusiera en la sección de los metà physiká los Primeros Principios del ya inevitable Spencer, no haría ni más ni menos que lo que hizo su colega de Pérgamo al pegar dicha etiqueta a los varios tratados de primera filosofía (único término denotativo usado por Aristóteles), que ni la cura de los viejos comentaristas ni la de los críticos modernos ha conseguido nunca llevar a la transparente consecuencia del libro propiamente dicho. Tal vez se alegraran muchos de descubrir ahora que el viejo estagirita que durante tantos siglos ha estorbado
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con sus bártulos los espacios mentales de los hombres y ha sido bandera de tantas batallas del espíritu no fue, en fin de cuentas, sino un Spencer de otros tiempos, que sólo por culpa de éstos escribió en griego, y aun malillo. La tradición no ha de pesarnos como una pesadilla, impedimento, empacho, objeto de culto y estúpida reverencia; sobre este punto estamos perfectamente en claro; pero, por otra parte, la tradición es lo que nos mantiene en la historia, o sea, lo que nos relaciona con las condiciones laboriosamente adquiridas que facilitan el trabajo nuevo y posibilitan el progreso. Y sin esa relación no se puede ser sino bestias, porque sólo el secular trabajo de la historia nos diferencia de los animales. Por otra parte, todo aquel que se ponga a estudiar un lado cualquiera de la realidad —aunque sea del modo más concretamente empírico, particular, diminuto y circunstanciado— tendrá que admitir siempre que, llegados a un cierto punto, nos asalta, por así decirlo, la necesidad de pensar de nuevo las formas generales (o sea, las categorías) que recurren en los actos particulares de pensamiento (unidad, pluralidad, totalidad, condición, fin, razón de ser, causa, efecto, progresión, finito, infinito, etc.). Ahora bien, por poco que nos detengamos con esta nueva curiosidad, se nos impondrán los problemas universales, o sea, éstos se nos presentarán como necesariamente dados; en esta sugestión inevitable arraiga y se sitúa también lo que usted llama metafísica y puede llamarse de otro modo. Lo que se trata de saber es cómo vamos a manejar esos datos. La nota característica del pensamiento clásico (griego) —hablando, por supuesto, muy genéricamente —es una cierta ingenuidad en el uso y el tratamiento de conceptos tales. La nota característica de la filosofía moderna —y aquí también hablo muy en gene-
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ral— es la duda metódica y, por tanto, el criticismo que acompaña, como sospechosa cautela, el uso de esas formas en lo intrínseco igual que en su alcance extensivo. Lo que decide de ese paso de la ingenuidad a la crítica es la observación metódica (escasa en cuanto a extensión y medios en el caso de los antiguos) y, más que ella, el experimento realizado voluntaria y técnicamente (el cual faltó casi completamente en la Antigüedad). Experimentando nos convertimos en colaboradores de la naturaleza, producimos por arte lo que la naturaleza produce por sí. Experimentando con intención, las cosas dejan de ser para nosotros meros objetos rígidos de la visión, porque se van engendrando incluso bajo nuestra guía; y el pensamiento deja de ser un presupuesto o una anticipación paradigmática de las cosas, y se convierte en una concreción porque crece con las cosas, y concrece progresivamente hasta la intelección de ellas. El experimento intencionado y metódico acaba por llevarnos a la convicción de esta sencillísima verdad: que ya antes de que naciera la ciencia, y también hoy en todos los hombres que no llegan a ella, las actividades interiores, incluso la reflexión obvia, son como un crecimiento de nosotros en nosotros mismos, debido a la solicitación de las necesidades; ese crecimiento puede también describirse como la producción de nuevas condiciones sucesivamente elaboradas *. También en este respecto el materialismo histórico es la conclusión de * «Los juegos de la infancia —y no parezca esto broma— son el primer prmcipio y el fundamento primero de toda la seriedad de la vida, como ocurre con aquellos que, siendo inmediata descaiga y desahogo natural de los movimientos internos, producen poco a poco actos de consciencia y pasan lentamente a formas más profundas de ésta. Al final nace luego la ilusión de que el dominio adquirido (nuestro sobre nosotros mismos) es potencia originaria y causa constante de aquellos efectos visibles de que tenemos, y tienen los demás, evidencia objetiva en las operaciones.» Así se lee en las páginas 13-14 de mi escrito Del Concetto della Libertà, Studio psicologico, Roma, 1878, escrito en el momento agudo de la crisis de la psicologia.
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un largo desarrollo. El materialismo histórico justifica incluso el proceso histórico del saber científico, haciendo a este saber cualitativamente conforme y cuantitativamente proporcional a la capacidad de trabajo, o sea, haciéndolo relativo a las necesidades. Vuelvo a sus palabras y a darle a usted razón por el zurriagazo que administra al agnosticismo. El agnosticismo es el pendant inglés del neokantismo alemán, pero con una discrepancia notable. El neokantismo no representa, en última instancia, más que una corriente académica que nos ha dado, aparte de un conocimiento más claro de Kant, una útil literatura erudita; mientras que el agnosticismo, por su difusión popular, es un hecho sintomático de las actuales condiciones de ciertas clases sociales. Los socialistas tendrían todas las razones necesarias para creer que ese hecho sintomático es uno de los indicios de la decadencia de la burguesía. Y, por supuesto, el hecho está en melancólico contraste con la heroica seguridad de estar en la verdad que es propia del pensamiento en los pródromos de la historia moderna (Bruno y Spinoza), o con la firmeza de miembros de la Convention que fue propia de los pensadores del pasado siglo hasta llegar a la filosofía clásica alemana, y hasta con la precisión de los métodos explorativos que tanto han ampliado en nuestros tiempos el dominio del pensamiento sobre la naturaleza. El hecho nuevo tiene el aspecto de una miedosa resignación. Carece del carácter esencial a toda filosofía, según señaló Hegel, o sea, del valor de la verdad. Uno de esos marxistas que practican las inducciones directas, a quemarropa, de las condiciones económicas a los reflejos ideológicos, como los taquígrafos que ponen sus signos en prosa limpia, podría casi decir que lo Incognoscible, tan cele-
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brado por una vasta secta de quietistas de la razón, es ya señal de que el espíritu de la época burguesa no consigue mirar con agudeza el orden del mundo porque el capitalismo en el que se inspira está ya íntimamente quebradizo; razón por la cual muchos, con instintiva consciencia de la próxima ruina, se entregan a una especie de religión de la imbecilidad. Esa afirmación podría parecer hasta ingeniosamente hermosa, pese a no ser demostrable. Pero el hecho es que se parece a muchas de las tonterías ya dichas por tanta gente en nombre de la interpretación económica de la historia *. Yo, por mi parte, digo que este agnosticismo nos presta un gran servicio. Los agnósticos, deteniéndose en la repetición de que no es posible conocer la cosa en sí, lo más íntimo de la naturaleza, la causa última y el fondo de los fenómenos, llegan por otra vía —a su manera, como gente que lamenta la imposibilidad de lo imposible— al mismo resultado nuestro, al que nosotros llegamos no con lamento, sino como realistas que no buscan la ayuda de la imaginación; o sea, al hecho de que no se puede pensar más que acerca de lo que podemos experimentar —en sentido lato— nosotros mismos. Examinemos lo que ha ocurrido en el terreno de la psicología; por una parte, se disipó la ilusión ideológica de que los hechos psíquicos se explican suponiendo como sujeto sustancial un ente hiperfísico; por otra parte, se eliminó la vulgaridad, más material que materialista, según la cual el pensamiento es una secreción del cerebro; se fijó la inherencia de los hechos psíquicos al organismo concreto, en cuanto este mismo es un proceso de formación y en cuanto los hechos * Algunas de esas tonterías fueron hábilmente ilustradas por B. Croce, cfr. Le Teorie storiche del prof. Loria, Napoli, 1897, e Intorno al Comunismo di Tommaso Campanella, Napoli, 1895.
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psíquicos son la interioridad de la actividad de los nervios, o sea, esa actividad en cuanto consciencia; se rechazó la grosera hipótesis del materialismo simplista según la cual esa interioridad, función de consciencia, podría observarse extensionalmente, cuando la realidad es que lo que descubrimos cotidianamente, en la conservación y complicación de ese descubrimiento, son sus condiciones en los centros nerviosos; y así llegamos a la ciencia psíquica, a la cual es impreciso, por no decir erróneo, llamar «psicología sin alma», pero a la que sí hay que describir como una ciencia de los productos psíquicos despojada del mito de la sustancia espiritual. Cuando en el Antidühring Engels utiliza la palabra «metafísica» en sentido peyorativo se está refiriendo a las maneras de pensar, de concebir, de inferir, de exponer que son lo contrario de la consideración genética y, por tanto (y subordinadamente), dialéctica de las cosas. Esos modos de pensar se caracterizan por estos dos rasgos: primero el fijar como sustantivos y completamente independientes los términos del pensamiento que son propiamente términos en cuanto representan los puntos de correlación y transición de un proceso; segundo, el considerar esos mismos términos del pensamiento como presupuesto, anticipación, tipo o incluso prototipo de la pobre y aparente realidad empírica. En el primer respecto, por ejemplo, la causa y el efecto, el medio y el fin, la razón de ser y la realidad, etc., se presentan al espíritu sólo como términos distintos, diversos, por tanto, y algunas veces hasta opuestos; como si existieran cosas que fueran por sí mismas exclusivamente causas, y otras que fueran exclusivamente efectos, etc. En el segundo caso parece como si el mundo de la experiencia se fuera desintegrando y escindiendo ante la vis-
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ta en sustancia y accidentes, en cosa en sí y fenómeno, en posibilidad y existencia obvia. Toda esta crítica se resuelve en la exigencia realista de considerar los términos del pensamiento no como cosas y entidades fijas, sino como funciones; porque los términos tienen un valor sólo en la medida en que tengamos algo en que pensar activamente y de verdad procedamos al acto de pensarlo. Esta crítica de Engels, que en muchos puntos podría aún precisarse y especificarse, particularmente por lo que hace a los orígenes de ese pensamiento metafisico criticado, repite a su manera la oposición hegeliana entre el entendimiento, que fija los opuestos como tales, y la razón, que reinserta los opuestos en la serie del proceso ascendente (el arte divino de conciliar los opuestos, decía Bruno; omnis determinatio est negatio, decía Spinoza). Esta metafísica sensu deteriori tiene de lejos cierta analogía con el origen de los mitos. Arraiga en la teología, en la medida en que ésta pretende hacer plausibles para el razonamiento formal los datos de la fe (sin duda subjetivos, pero objetivados por la auto-ilusión). ¡Cuántos milagros ha realizado el cuasi-mito del logos eterno! En toda rama del saber se presenta esa metafísica, en el sentido que llamaremos despectivo del término, como estadio y paralización de un pensamiento en formación todavía. Y cuánto esfuerzo ha costado a la reflexión doctrinal en el campo de la lingüística el ir sustituyendo la ilusión paradigmática de las formas gramaticales por la génesis de éstas, génesis que tiene que buscarse e identificarse psicológicamente en las varias actitudes del habla, que es un hacer y un producir, y no un mero factum. Esa metafísica, ahora sea dicho en sentido irónico, existe y existirá acaso siempre en los derivados verbales y fraseológicos
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de la expresión del pensamiento; porque la lengua, sin la cual no podríamos ni llegar a la precisión del pensamiento ni formular su manifestación, sin embargo, al tiempo que dice, altera lo que expresa, y por eso lleva siempre en sí el germen del mito. Por mucho que profundicemos en la teoría de las vibraciones, seguiremos diciendo que la luz produce este efecto, y que el calor obra de tal modo. Siempre se tiene la tentación —o se corre, al menos, el peligro— de sustantivizar un proceso o sus términos. Las relaciones se convierten en cosas por obra de una proyección ilusoria, y estas cosas especulativas se convierten a su vez en sujetos activos. Si consideramos con cuidado esta recaída tan frecuente del espíritu en el ejercicio precientífico de los medios verbales, redescubrimos en nosotros mismos los datos psicológicos acerca del modo como se originaron, en otras circunstancias y en otros tiempos, las objetivaciones de las formas del pensamiento mismo en entes o entidades, como es típicamente el caso de las ideas platónicas, caso al que llamo típico por ser el más plástico de todos. La historia rebosa de esa metafísica, inmadurez de una mente aún no avezada por la autocrítica ni reforzada por el experimento y que, precisamente por eso y por otros muchos motivos, sigue siendo superstición, mitología, religión, poesía, fanatismo de las palabras y culto de las formas vacías. Esa metafísica deja sus huellas incluso en lo que en estos tiempos nuestros llamamos orgullosamente ciencia. ¿Acaso no perjudica en el campo mismo de la economía política? Aquel dinero que de simple medio de cambio, como es al principio, se transforma en capital sólo en cuanto se relaciona funcionalmente con el trabajo productivo, ¿no se convierte acaso, en la fantasía de los economistas, en capital ab origine que arroja intereses
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como por derecho innato? Esta es la gran significación del capítulo de Marx en el que se habla del capital como fetiche *. La ciencia económica está llena de fetiches así. La cualidad de mercancía, que no es propia del producto del trabajo humano más que en cierto respecto histórico, o sea, en cuanto los hombres viven en cierto sistema dado de correlaciones sociales, se convierte en cualidad intrínseca ab aeterno del producto mismo. El salario, que no es concebible más que si a unos hombres determinados se les impone la necesidad de venderse por sueldo a otros hombres, se convierte en una categoría absoluta, esto es, en elemento de cualquier ganancia; y hasta el empresario capitalista se adorna con el título de alto asalariado de sí mismo. Por no hablar ya de la renta de la tierra —¡de la tierra!—. Sería el cuento de nunca acabar el enumerar todas estas transformaciones metafóricas de las relaciones en atributos eternos de los hombres o de las cosas. Mas ¿en cuántas cosas se ha convertido la lucha por la existencia dentro del darwinismo vulgar? En un imperativo, una orden, un hado, un tirano. ¡Y adiós las circunstancias empíricas del ratón y el gato, el murciélago y el insecto, la mala hierba y el trébol! Y la evolución misma, la expresión compendiada de infinitos procesos que suscitan tantos problemas circunstanciados y no un simple y único teorema, ¿no se transforma a menudo y fantasiosamente en la Evolución? Hasta en las vulgarizaciones de la sociología marxista las condiciones, las relaciones, las correlaciones de coexistencia económica adquieren un cier* Ahora los hedonistas, operando cum ratione temporis, explican el interés ut sic (dinero que produce dinero) por medio del valor diferencial entre el bien actual y el bien futuro; o sea: traducen a conceptualismo psicológico la tasa del riesgo y otras análogas consideraciones de la corriente práctica comercial. Y luego operan en ese sentido con la ayuda de una matemática las más de las veces facticia y ficticia. Labriola, 7
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to elemento fantástico de autonomía superior a nosotros, tal vez, las más de las veces, sólo por insuficiencia estilística de los expositores; y así llega a parecer como si el problema contara con más datos que éstos: personas y personas, o sea, inquilinos y amos de casa, propietarios y arrendatarios, capitalistas y asalariados, señores y servidores, explotadores y explotados, o sea, y en una palabra, hombres y hombres que, en condiciones precisas de tiempo y de lugar, se encuentran en condiciones varias de dependencia entre ellos por el uso de los medios necesarios a la existencia, el cual está distribuido y sistematizado por tal o cual hábito. La recurrencia indudable del vicio metafisico, que algunas veces llega a rayar en mitología, ha de hacernos más indulgentes para con las causas y las condiciones, directamente psíquicas o más generalmente sociales, que durante tanto tiempo han retrasado hasta ahora la aparición del pensamiento crítico, conscientemente experimental y cautamente antiverbalista. No tiene interés recurrir a los tres estadios de Comte. Sin duda, se trata de un predominio cuantitativo de la forma teológica o metafísica en las diversas épocas de la historia, pero no ha habido exclusividad cualitativa en comparación con la época que él llama científica o positiva. Los hombres no han sido nunca exclusivamente teólogos o metafíisicos igual que no serán exclusivamente científicos. El más humilde salvaje temeroso de fetiches sabe que le cuesta menos esfuerzo nadar aguas abajo que remontando el río, y en su muy elemental ejercicio del trabajo cuenta ya con un embrión de experiencia y de ciencia. Y, a la inversa, hay en nuestros días científicos de mente cargada de mitología. La metafísica, en el sentido de lo contrario a la corrección científica, no es precisa-
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mente un hecho tan prehistórico como para ponerlo a la altura del tatuaje y la antropofagia. No creo que nadie pretenda poner la definitiva victoria sobre la metafísica —en el sentido de Engels aquí recogido— sólo en el activo del materialismo histórico. El mismo materialismo histórico es, por el contrario, un caso particular del desarrollo del pensamiento antimetafísico. Y ni siquiera habría sido posible, en realidad, si no se hubiera constituido previamente la inteligencia crítica. En este punto hay que tener en cuenta toda la historia de la ciencia moderna. Cuando el Don Ferrante de Los Novios —que fue, con perdón de la profesional envidia de León XIII, el último escolástico (y estamos, es claro, en el siglo x v t i ) — moría enfermo de la peste mientras negaba la existencia de ésta, dado que la enfermedad no le entraba en ninguna de las diez categorías aristotélicas, el escolasticismo había recibido ya los primeros fieros y decisivos golpes. Y desde entonces se tiene toda una historia de conquistas positivas del pensamiento que han absorbido, eliminado o reducido y combinado de otro modo la materia del conocimiento que antes constituía la sustantiva filosofía superpuesta a la ciencia. A lo largo de este camino del pensamiento científico nos encontramos, por ejemplo, en la psicología empírica, en la lingüística, en el darwinismo, en la historia de las instituciones y en la crítica propiamente dicha. Yo diría incluso que en el positivismo, si no temiera suscitar equívocos al usar la palabra. En realidad, el positivismo, considerado así de un modo general y en sus líneas maestras, es una de las tantas formas en las cuales se ha ido acercando el espíritu al concepto de una filosofía que no se anticipe a las cosas, sino que les sea inmanente. No hay, pues, que asombrarse de que, por la semejanza genérica que aproxima el materialismo histórico a
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tantos otros productos del espíritu y del saber contemporáneos, muchos de los que tratan la ciencia a la manera de los literatos y los lectores de revistas, engañados por las impresiones o siguiendo los impulsos de la curiosidad erudita, hayan creído poder completar a Marx con tal o cual cosa. Aún vamos a tener para largo con estas contaminaciones y deformaciones. Lo que más induce a ese error es el hábito de la consideración evolutiva o genética, común a casi toda la ciencia de nuestra época, de tal modo que los inexpertos y superficiales creen que todo el que habla de evolución está diciendo lo mismo. Usted atiende justificadamente a los caracteres diferenciales y diferenciados del materialismo histórico —los cuales, añado yo, son los propios de una ciencia de comunistas dialécticamente revolucionarios— y no se plantea la cuestión de si el señor Marx puede ir del brazo de tal o cual filósofo, sino que se pregunta, en vez de eso, cuál es la filosofía necesaria y objetivamente implícita en esta doctrina. Por esta razón le he dejado y sigo dejándole a usted el uso de la palabra metafísica en un sentido no despectivo. En el fondo del maoismo hay problemas generales, y esos problemas giran, por un lado, en torno a la cuestión de los límites y las formas del conocer, y, por otro lado, en torno a las vinculaciones del mundo humano con el resto de lo cognoscible y lo conocido. ¿No es eso lo que tiene usted presente? Tanto es así que en el segundo de mis ensayos atendí precisamente a las cuestiones más generales, aunque con un tipo de tratamiento que disimula la intención. El que considere el materialismo histórico en su conjunto puede encontrar en él tema para tres órdenes de estudio. El primero responde a la necesidad práctica, propia de los partidos socialistas, de ir consiguiendo un conocimiento adecúa-
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do de la condición específica del proletariado en cada país, y de medir la acción del socialismo de acuerdo con las causas, las promesas y los peligros de la complicación política. El segundo puede conducir, y conducirá sin duda, a renovar las orientaciones de la historiografía en la medida en que capacite para reconducir el arte historiográfico al terreno de las luchas de clases y de la combinatoria social de ellas resultante, dada una estructura económica que todo historiador tiene a partir de ahora que conocer y entender. El tercero consiste en el tratamiento de los principios directivos, para comprender y desarrollar los cuales es necesaria la orientación general a que usted apela. Ahora bien: me parece —y he dado prueba de ello escribiendo— que si no se cae en el anticuado error de creer que las ideas se encuentran, como ejemplares, por encima de las cosas y si se admite la inevitable división del trabajo, el dedicarse a la consideración de los principios generales tomados en sí mismos no tiene por qué implicar necesariamente el escolasticismo formal, o sea, la ignorancia de las cosas de las cuales se abstraen aquellos principios. Es verdad que aquellos tres órdenes de estudio y de consideraciones componían una sola cosa en la mente de Marx, y que, aparte de eso, fueron una sola cosa en su obra y su hacer. Su política fue como la práctica de su materialismo histórico, y su filosofía fue como inherente a su crítica de la economía, que era a su vez su modo de tratar la historia. Pero, aparte de que esa universalidad de comprensión es la nota específiva del genio que comienza una nueva orientación mental, el hecho es que Marx mismo no ha realizado la integración de su doctrina más que en un caso, en El Capital La perfecta identificación de la filosofía —o sea, el pensamiento críticamente consciente—
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con la materia de lo sabido, o sea, la eliminación completa de la divergencia tradicional entre la ciencia y la filosofía, es ima tendencia de nuestro tiempo, la cual queda, sin embargo, las más de las veces, en mero desiderátum. Esa tendencia es lo significado por algunos cuando declaran superada la metafísica (en todos los sentidos); mientras que otros, más exactos, suponen que la ciencia llegada a perfección es en sí la filosofía reabsorbida. Esa misma tendencia justifica la frase filosofía científica, que sin ella sería de un ridículo barroquismo. Mas si esa expresión puede tener alguna vez réplica práctica y probante será precisamente en el materialismo histórico, tal como éste se presentó en la mente y en los escritos de Marx. Allí la filosofía está tan en la cosa misma, tan fundida en ella y con ella, que el lector de esos escritos experimenta su efecto, y nota que el filosofar no es sino la función misma del proceder científicamente. ¿He de ponerme a hacer confesiones, o se limita mi tarea a discurrir objetivamente con usted acerca de los puntos que pueden aproximarnos en nuestras intenciones? Si hubiera de utilizar las expresiones aforismáticas que son características de las confesiones, diría lo siguiente: a), el ideal del saber debe consistir en que cese la oposición entre ciencia y filosofía; b), pero como la ciencia (empírica) se encuentra en continuo devenir y se multiplica en su materia y en sus grados, diferenciando al mismo tiempo los ingenios que cultivan sus diversas ramas, mientras se ha acumulado y se acumula bajo el nombre de filosofía la suma de los conocimientos metódicos y formales, y c), así también se mantiene la oposición entre ciencia y filosofía y se mantendrá como término y momento siempre provisional, para indicar, precisamente, que la ciencia está constantemente en devenir y que en ese de-
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venir interviene, y no en parte mínima, la autocrítica. Basta pensar en Darwin para darse cuenta de cuánto importa proceder cautamente al afirmar que la ciencia de hoy es por sí misma el final de la filosofía. Sin duda ha revolucionado Darwin el campo de las ciencias del organismo y, con ellas, la entera concepción de la naturaleza. Pero Darwin mismo no tuvo consciencia del alcance de sus descubrimientos: no fue el filósofo de su ciencia. El darwinismo, en cuanto nueva visión de la vida y, por tanto, de la naturaleza, se encuentra más acá de la persona y de las intenciones del mismo Darwin. A la inversa, algunos vulgarizadores del marxismo han despojado a esta doctrina de la filosofía que le es inmanente, para reducirla a un simple apergu de la variación de las condiciones históricas por la variación de las condiciones económicas. Estas observaciones tan sencillas bastan para convencernos de que, aunque podemos afirmar que la ciencia llegada a perfección es ya la filosofía, o sea, que la filosofía no es sino el último grado de la elaboración de los conceptos (Herbart), sin embargo, al enunciar ese postulado no debemos autorizar a nadie a hablar con desprecio de lo que en sentido diferenciado se llama filosofía, del mismo modo que no tenemos que hacer creer a los científicos que, cualquiera que sea el grado de desarrollo mental en que se detengan, sean ya triunfadores o herederos de aquella bagatela que fue la filosofía. Por eso no ha planteado usted ninguna cuestión que pueda considerarse ociosa al preguntarse más o menos literalmente: ¿con qué ánimo ha de considerar el cultivador del materialismo histórico el resto de la filosofía?
VI Roma, 28 de mayo de 1897
Hay una laguna en la biografía científica de nuestros dos grandes autores. En 1847 una obra de ambos estaba camino de la imprenta, pero luego quedó inédita por razones accidentales * (7). En aquel libro, que quedó en simple manuscrito y que, por lo que yo sé, no ha sido luego visto por nadie, salvo los autores mismos **, éstos, como haciendo un examen de conciencia, fijaron su visión del campo filosófico en comparación con otras corrientes de la época. No hay duda de que el examen se realizó principalmente en relación con las derivaciones del hegelianismo y con el contragolpe materialista del mismo en la doctri* Cfr. Karl Marx, Zur Kritik der politischen Oekonomie, Berlin, pág. 6 y Engels, Ludwig Feuerbach, 2.* ed., 1888, págs. III-IV. ** Una vez pedí a Engels que enseñara aquel manuscrito no a mí mismo, sino al anarquista Mackay, que tanto se interesa por Stirner. Pero Engels me contestó que lo sentía, y que aquellos papeles estaban ya medio comidos por los ratones.
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na de Feuerbach. Aparte de las razones generales del movimiento filosófico de la época, se tienen en favor de esta opinión los párrafos de artículos de periódico y revista recientemente publicados por Struve en la Neue Zeit como reliquias del Marx polemista de entonces. Pero ¿cuál era la posición mental de conjunto de los dos escritores?, ¿cuál su horizonte bibliográfico?, ¿qué actitud tomaban respecto de los demás fermentos de la ciencia que han florecido luego en tantas revoluciones en el campo de la filosofía natural igual que en el de la filosofía histórica?, ¿ qué noticia tenían de todo eso? No es posible responder adecuadamente a todas esas preguntas. Se comprende, por lo demás, que mientras que nadie puede arrepentirse de haber publicado de joven escritos que de viejo no escribiría de aquel modo, en cambio, el no haberlos publicado a su tiempo es para los autores mismos un obstáculo grande para volver sobre ellos; por eso Engels se limitaba a decir que aquella obra ya había producido en realidad todo el efecto de que era capaz, a saber, fijar la orientación de sus autores. Desde aquel momento, una vez emprendido su camino, los dos autores no volvieron a escribir de filosofía en el sentido diferenciado de la palabra *. No sólo sus ocupaciones de agitadores prácticos, de publicistas y de personas dedicadas a seguir el movimiento proletario influyendo en él, sino también su misma vocación mental les alejaba del oficio de filósofos en titre. Por eso sería vano ir buscando paso a paso la opinión que se hicieran, en sus estudios y lecturas, de los nuevos resultados de la ciencia en la medida en que éstos aportaran o no alguna cosa a la nueva * Excepción hecha, desde luego, de los primeros capítulos del Antidühring, que son, por lo demás, de carácter polémico, y del escrito de Engels sobre Feuerbach, que no es en sustancia sino una extensa reseña bibliográfica con algunas observaciones retrospectivas y personales.
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orientación de filosofía histórica por ellos elegida. Es verdad que podemos reconocer subsididos y analogías de y con el materialismo histórico en la psicología tal como se desarrolla últimamente, en el agudizado criticismo propio de la filosofía profesional, en la escuela de la economía histórica, en el darwinismo en sentidos estricto y lato, en la creciente tendencia a la historicidad en la consideración de los fenómenos naturales, en los descubrimientos de la prehistoria de las instituciones y en la creciente inclinación a la filosofía de la ciencia. Pero sería ridículo medir el trabajo de asimilación de la ciencia contemporánea que podían realizar, o que efectivamente realizaron, aquellos dos pensadores con su específico y concreto ángulo visual y con el instrumento de investigación y reducción que es el materialismo histórico, sería ridículo medirlo con el metro aplicable al redactor de una Revista crítica, que ha de ser la bibliografía en obra, o al profesor que desparrama entre los alumnos las sucesivas impresiones de sus lecturas. La originalidad consiste estrictamente en la asimilación con instrumentos y ángulos visuales propios: fuera de eso, la palabra significaría el absurdo. Al no escribir ya más de filosofía en el sentido profesionalmente diferenciado y diferencial, nuestros dos autores acabaron por ser los ejemplares más perfectos de esa filosofía científica, que es para muchos simple deseo, medio, para otros de servir con nuevo fraseo los obvios conocimientos de la ciencia empírica, o forma genérica, otras veces, de racionalismo, pero que no es posible auténticamente si no es entrando en los detalles de la realidad con la penetración de un método genético inherente a las cosas. Engels ha escrito ya, en resolución: «Desde el momento en que se presenta a cada ciencia la exigencia de ponerse en claro acerca de su posición en la conexión total de las cosas,
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se hace precisamente superflua toda ciencia de la conexión total. De toda la anterior filosofía no subsiste al final con independencia más que la doctrina del pensamiento y de sus leyes, la lógica formal y la dialéctica. Todo lo demás queda absorbido por la ciencia positiva de la naturaleza y de la historia» *. Todo es posible para los eruditos, para los rastreadores de temas de tesis, para los doctores flamantes. Igual que han conseguido construir la ética de Herodoto, la psicología de Pindaro, la geología de Dante, la entomología de Shakespeare y la pedagogía de Schopenhauer, así podrían a fortiori y con título más justo escribir sobre ta lógica del Capital, y hasta construir el conjunto de la filosofía de Marx, completamente especificada y dividida según las sacramentales rúbricas de la ciencia profesional. Cuestión de gustos. Yo —que, por ejemplo, prefiero la ingenuidad de Herodoto y la fuerza de Pindaro a la erudición que deslíe los productos unitarios en adminículos de postumo análisis— prefiero dejar al Capital su integridad, producida en orgánica concurrencia por todas las nociones y todos los conocimientos que en su estado diferenciado se llaman de lógica, o de psicología, o de sociología, de derecho, de historia en el sentido obvio, aparte de la singular flexibilidad y ondulación del pensamiento que es la estética de la dialéctica. Por eso aquel libro, aunque analizable en los detalles, es y será siempre inasible en su conjunto para los empiristas puros, para los escolásticos de las definiciones tajantes y no convertibles en el flujo del pensamiento, para los utópicos de todo estilo y, sobre todo, para los utópicos del liberalismo económico y para todos los demás que son anarquistas sin saberlo y en grados va* Antidühring, 3.a ed., 1894, pág. 11.
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ríos. Sumirse en la concreción de las correlaciones sociales e históricas es cosa de dificultad casi insuperable para muchos entendimientos. En vez de tomar el conjunto social como un algo dado en lo cual se desarrollan genéticamente ciertas leyes que son relaciones de movimiento, muchos necesitan representarse cosas bien fijas, por ejemplo, el egoísmo y el altruismo, etc. El caso característico es el de los modernos hedonistas. Estos no se contentan con la estructura social como dato específico de la doctrina económica, sino que se remontan a los juicios de valoración considerándolos premisa (lógico-psicológica) de la Económica. En esos juicios hallan una escala cuyos grados estudian (generalmente de modo típico e hipotético), lo cual es como limitar la estética formal al estudio de los grados de complacencia. Frente a esas estimaciones (o grados de apreciación de las necesidades) se encuentran las cosas, las cuales son los bienes; y estas cosas se examinan en su relación con las estimaciones, teniendo en cuenta su cantidad disponible y adquirible, todo lo cual determina para esas cosas la cualidad de los valores, el límite de éstos y el valor-límite. Constituida de ese modo la posición abstracta y genérica de la economicidad, igual para las cosas que la naturaleza prodiga que para aquellas otras que cuestan a los hombres el sudor de la frente (y el ingrato trabajo de la historia), la pobre economía obvia y común, la economía de la convivencia que nos es familiar y en torno a la cual se han esforzado los teóricos de la escuela clásica y los críticos socialistas, se convierte en algo así como un caso particular de un álgebra universalísima. El trabajo, que es para nosotros el nervio mismo del vivir humano, el hombre mismo en desarrollo, resulta según esa concepción el simple esfuerzo por evitar una pena, o bien la pena menor misma. En este ex-
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traño atomismo de las intenciones, las estimaciones y las cantidades de bienes no se sabe ya qué es la historia, y el progreso se resuelve en mera apariencia. Si hiciera falta formularlo, no estaría fuera de lugar el decir que la filosofía implícita en el materialismo histórico es la tendencia al monismo; uso la palabra «tendencia» y la acentúo. Y añado: tendencia critico-format Pues no se trata de volver a la intuición teosofica o metafísica de la totalidad del mundo, como si por acto de cognición trascendente llegáramos sin más a la visión de la sustancia subyacente a todos los fenómenos y procesos. La palabra tendencia expresa concretamente la disposición de la mente a admitir que todo es pensable como génesis, e incluso que lo pensable no es sino génesis, y que la génesis tiene los caracteres aproximados de la continuidad. Lo que diferencia este sentido de la génesis del que tiene en las vagas intuiciones trascendentales (por ejemplo, en Schelling) es el discernimiento crítico y, por consecuencia, la necesidad de especificar la investigación, esto es: la aproximación al empirismo por lo que hace al contenido del proceso y la renuncia a la pretensión de llevar en el bolsillo el esquema universal de todas las cosas. Los evolucionistas vulgares proceden, en cambio, así: ima vez aferrada la noción abstracta de devenir (evolución), meten dentro de ella toda cosa, desde la condensación de la nebulosa hasta la fatuidad suya propia. Y así hacían también los repetidores de Hegel con su ritmo trascendente y perpetuo de la tesis, la antítesis y la síntesis. La principal razón del correctivo crítico que el materialismo histórico aplica al monismo es ésta: que el materialismo histórico parte de la praxis, del desarrollo de la actividad laboriosa, y que, al igual que es la teoría
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del hombre que trabaja, así también considera la ciencia misma como un trabajo. De este modo consuma el sentido implícito de las ciencias empíricas, a saber, que con el experimento nos acercamos a la producción de las cosas, y conseguimos la convicción de que las cosas mismas son un hacer, o sea, un producirse. Pero el paso antes citado de Engels podría suscitar ilaciones extrañas, si se le coge toda la mano, por así decirlo, cuando él sólo ofrece el dedo. Dado y admitido que la lógica y la dialéctica sigan subsistiendo con independencia, ¿no se podría considerar esa circunstancia como ocasión propicia para reconstruir de nuevo toda la enciclopedia filosófica? Reconstruyendo por partes y para cada rama de la ciencia el trabajo de abstracción de los elementos formales contenidos en ella es posible escribir vastos y detallados sistemas de lógica, como las obras ejemplares de Sigwart y de Wundt, las cuales son en realidad verdaderas enciclopedias de la doctrina de los principios del saber. Si éste es el deseo de los filósofos profesionales, pueden quedarse tranquilos, porque sus cátedras no serán abolidas. La división del trabajo en el campo intelectual se presta prácticamente a muchas combinaciones. Si a uno le apetece compendiar de forma esquemática los principios con los cuales nos damos razón de un determinado grupo de hechos, como, por ejemplo, un determinado ordenamiento jurídico, no hay por qué oponerse a que llame a esa disciplina * ciencia general del derecho, o hasta filosofía del derecho, si eso le complace más, siempre que recuerde que lo que está haciendo es reducir a sistema (empírico) un orden de hechos históricos, o sea, que toma una categoría histórica en cuanto producto devenido de un devenir. * Ya la palabra (discipülina) indica precisamente el dominio de las razones didácticas en ciertas agrupaciones de conocimientos.
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El resultado ha de ser así: por un lado, tendencia (formal y crítica) al monismo; por otro, capacidad de mantenerse equilibradamente en un campo de investigación especializada. Por poco que se aparte uno de esa línea recae en el empirismo simple (la no-filosofía) o salta a la hiperfilosofíá, a la pretensión de representarse el Universo en acto como si se poseyera intuición intelectual del mismo. Haga usted el favor de leer —si no lo ha hecho aún— la conferencia de Haeckel sobre el monismo, divulgada en Francia por un apasionado darwinista de la sociología *. En aquel insigne científico se confunden tres aptitudes distintas: una maravillosa capacidad de investigación y exposición de los detalles, una profunda elaboración sistemática de esos particulares una vez agotados y una poética intuición del universo que, aunque es imaginación, parece algunas veces filosofía. Pero el poner todo el universo, desde las vibraciones del éter hasta la formación del cerebro —¿qué digo?, no sólo del cerebro, sino también más allá, desde los orígenes de los pueblos y los estados y de la ética hasta nuestros tiempos, sin olvidar los principillos protectores de la Universidad de lena, ante los cuales se dobla en reverencias—, en sólo 48 páginas en octavo es empresa superior hasta a la excelencia del ingenio del ilustre Haeckel. ¿No se dará cuenta de los muchos agujeros que presenta el Universo incluso para nuestra experimentada ciencia? ¿O es que tiene en casa un gran armario lleno de aquellos gorros de dormir que, según Heine, usaban los hegelianos para taparle al cosmos esas calvas? ¿O no recuerda acaso algo que tendría que escamarle aún más directamente, a saber, aquel cé* Le Monisme lien entre la Religión et la Science, trad. de G. Vacher de Lapouge, París, 1897.
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lebre batibio (8) por él mismo bautizado de ese modo, hallazgo de Huxley que resultó a la postre un solemne quid pro quo? Así, pues, tendencia al monismo, pero, al mismo tiempo, consciencia precisa de la especialidad de la investigación. Tendencia a fundir ciencia y filosofía, pero, al mismo tiempo, continua reflexión sobre el alcance y el valor de las formas del pensamiento que usamos concretamente, pero que, de todos modos, podemos separar de lo concreto, como ocurre en la lógica strido jure y en la teoría general del conocimiento (que usted llama metafísica). Pensar en concreto y, al mismo tiempo, poder reflexionar en abstracto acerca de los datos y las condiciones de la pensabilidad. Filosofía: la hay y no la hay*. Para el que no ha llegado a ella, la filosofía es como el más allá de la ciencia. Y para el que ha llegado a ella, la filosofía es la ciencia llevada a perfección. Hoy, como en el pasado, podemos escribir tratados de ética o política, por ejemplo, sobre los datos abstractos de ima determinada experiencia, y podemos dar al tratamiento toda la intuible claridad del sistema; pero siempre que recordemos que las premisas se relacionan genéticamente con otra cosa, siempre que no caigamos en la ilusión (metafísica) de considerar los principios como esquemas ab aeterno, o sea, como las supercosas de las cosas de la experiencia. Llegados a este punto nada nos impide enunciar la siguiente fórmula: todo lo cognoscible puede ser conocido, y todo lo cognoscible será realmente conocido en el infinito; y más allá de * Tengo ante la vista un curioso libro (de XXIII 4- 539 páginas en octavo mayor) del profesor R. Wahle de la Universidad de Czernowitz (y no reproduzco el extenso título ciue es casi un razonamiento; edit. Braumüiler, Viena, 1896) destinado a demostrar que la filosofia ha llegado a su final. La lástima para el autor es que su libro es filosofía de cabo a rabo. Lo que quiere decir que la filosofía tiene que afirmarse hasta para negarse a sí misma.
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lo cognoscible no hay nada que pueda importarnos en el campo del conocimiento. Este genérico enunciado se reduce en el plano práctico a decir lo siguiente: el conocimiento importa por lo que hace a lo que nos es dado conocer realmente, y es mera fantasía admitir como existente en acto ima diferencia absoluta entre lo limitado cognoscible y lo incognoscible per se, incognoscible que habría que declarar conocido en cuanto incognoscible, al modo como desde hace tantos años frecuenta von Hartmann la compañía de lo Inconsciente, o como el señor Spencer maniobra sin pausa con el reconocimiento de lo incognoscible, conocido de algún modo por él, puesto que lo presenta como límite de lo cognoscible. En el fondo de esa palabrería de Spencer está oculto el dios del catecismo, el residuo, en suma, de una hiperfilosofía que se parece, como la religión, al culto de aquel ignotum que al mismo tiempo se declara desconocido y se afirma de un modo u otro conocido, puesto que se le hace objeto de reverencia. En este estado de ánimo la filosofía se reduce al estudio de los fenómenos (apariencias), y el concepto de evolución no implica siquiera que la realidad misma esté en devenir. En cambio, para el materialismo histórico el devenir —o sea, la evolución— es real, es la realidad misma, como real es el trabajo, la autoproducción del hombre que sube de la inmediatez del vivir (animal) a la libertad perfecta (que es el comunismo). En esta inversión práctica del problema de la cognoscibilidad nos hacemos enteramente con la ciencia y ella es nuestra causa. He aquí una nueva victoria sobre el fetiche. El saber es para nosotros una necesidad que se produce empíricamente, se afina, se perfecciona, se corrobora con medios y con técnicas, como cualquier otra necesidad. Poco a poco vamos conociendo lo que necesitamos conocer. ExperimenLabriola, 8
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tar es crecer, y lo que llamamos progreso del espíritu no es sino una acumulación de energías de trabajo. En este prosaico resultado se resuelve aquel carácter absoluto del conocimiento que era para los idealistas un postulado de razón o una argumentación ontologica*. Aquella cierta cosa (la llamada en sí), que no se conoce ni hoy ni mañana, que no se conocerá nunca, pero de la que se sabe que nunca será conocida, no puede pertenecer al campo del conocimiento, porque no hay conocimiento de lo incognoscible. El que una noción así entre en el campo de la filosofía se debe a que la consciencia del filósofo no consta enteramente de ciencia, sino también de tantos otros elementos sentimentales y afectivos con los que se engendran combinaciones psíquicas bajo el impulso del miedo y mediante la fantasía y el mito; esas combinaciones oscurecen hoy el campo del saber meditado y prosaico, igual que en el pasado impidieron el desarrollo del conocimiento racional. Tomemos el ejemplo de la muerte. En teoría la muerte está inserta en la vida. La muerte, que tan trágica parece en los individuos complejos que se presentan a la intuición común como los organismos propiamente dichos, * El postulado del carácter absoluto del conocimiento estaba implícito incluso en las demostraciones de la existencia de Dios, y particularmente en el argumento ontològico. En mí, ente finito e imperfecto, de conocimiento limitado, existe la capacidad de pensar el ser infinito y perfectísimo que lo conoce todo. Por lo tanto, yo mismo soy... ¡perfecto! Y el propio Descartes (en un lugar casi inadvertido por los críticos) aa ese singular salto dialéctico que para él es, sin embargo, mera duda: «Mais peut-étre aussi que je suis quelque chose de plus que je ne m'imagine, et que toutes les perfections que j'attribue à la nature d'un Dieu sont en quelque fa?on en moi en puissance, quoiqu'elles ne se produisent pas encore et ne se fassent point paraitre par leurs actions. En efret, j'expérimente déjà que ma connaissance s'augmente et se perfectionne peu à peu; et je ne vois ríen qui puisse empécher qu'elle ne s'augmente aisni de plus en plus jusques à l'infini, ni aussi pourquoi, étant ainsi accrue et perfectionnée, je ne pourrois pas acquérier par son moyen toutes les autres perfections de la nature divine, ni enfin pourquoi la puissance que j'ai pour l'acquisition de ces perfections, s'il est vrai qu'elle soit maintenant en moi, ne seroit pas suffisante pour en produire les idées». (Oeuvres de Descartes, ed. V. Cousin, I, páginas 282-283.)
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es en cambio inmanente a los elementos primarios de la sustancia orgánica, a causa de la labilidad extrema y la reducida plasticidad de su protoplasma. Pero el miedo a la muerte —o sea, el egoísmo del vivir— es cosa completamente distinta. Y lo mismo ocurre con todas las demás afectividades y tendencias pasionales que, con sus varias derivaciones míticas, poéticas y religiosas, proyectaron, proyectan y proyectarán sus sombras, en varias proporciones, sobre el campo del conocimiento. La filosofía del hombre puramente teorético que contempla todas las cosas según el aspecto de su propio ser es como un intento de someter al pensamiento abstracto todo el campo del conocimiento sin que se produzcan choques, desviaciones ni roces. He ahí a Baruch Spinoza, el verdadero héroe del pensamiento, que se contempla a sí mismo porque los efectos y las pasiones, como fuerzas de interna mecánica, se le trasmutan en objetos de consideración geométrica. En attendant que en una futura humanidad de hombres casi trashumanizados el heroísmo de Baruch Spinoza se convierta en minúscula virtud cotidiana, y que los mitos, la poesía, la metafísica y la religión dejen de estorbar en el campo del conocimiento, contentémonos con el hecho de que hasta ahora y por ahora la filosofía —en el sentido diferenciado al igual que en el otro— ha servido como instrumento crítico y sirve —respecto a la ciencia— para mantener la clarividencia de los métodos formales y los procedimientos lógicos, y —respecto a la vida— para disminuir los impedimentos que oponen al ejercicio del pensamiento libre las fantásticas proyecciones de los afectos, de las pasiones, de los temores y de las esperanzas; o sea, que sirve y aprovecha, como diría Spinoza precisamente, para vencer la imaginatio y la ignorantia.
VII Roma, 16 de junio de 1897
Bonita cosa me ocurre: mientras no creo haber llegado aún al término de estas epístolas mías, he aquí que he tenido que discurrir de esas mismas y precisas cosas de las que hablo con usted en otro lugar, de otra forma y con ánimo menos alegre. En uno de los últimos números de la Critica Sociale apareció una especie de mensaje que el señor Antonino De Bella, sociólogo calabrés, dirigía contra los socialistas exclusivistas que para toda cosa y en toda cuestión se atienen, según dice el autor, a la palabra de Marx. De Bella se ha olvidado de decirnos si el Marx al que apelan aquellos a los que él critica es el Marx genuino o bien otro adulterado, por así decirlo, o incluso inventado, un Marx rubio o cosa así. El hecho es que me ha honrado incluyéndome en el rebaño de tales obstinados a los que dirige advertencias y 116
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consejos para que completen sus conocimientos con más vasta cultura sociológica y naturalista. La verdad es que se limita a citar mi nombre sin indicar a qué escrito, dicho o hecho mío, se refiere, y luego me administra un poco del habitual catecismo de la sociología con gotas de darwinismo y la ristra inevitable de muchos nombres de autores. Me pareció oportuno contestar; en parte para decir sumariamente que el socialismo científico no se encuentra, realmente, en tan mal estado que necesite ciertos consejos; para mostrar que los complementos sugeridos por De Bella, o bien están sobreentendidos, o bien son lo contrario del marasmo; y, sobre todo, porque, hallándome ya desde hace algún tiempo con humor de conversar de socialismo y de filosofía con usted, me ha parecido oportuno fijar con notas ad hominem varias de las consideraciones críticas que voy desarrollando tète-à-tète con usted sin evitar alguna informalidad de manera. Le mando mi respuesta a De Bella tal como ha aparecido en la Critica Sociale de ayer. Y también ella es una carta; de modo que, aunque no dirigida a usted, queda autorizado para ponerla en la colección. Ella completa y resume las demás, con alguna ligera y excusable repetición. Esta carta extra, dirigida al director de la Critica Sociale, no es precisamente un merengue. No la he escrito con la intención de agradar al señor De Bella. Hay mal humor en ella. Tal vez ese humor de crítica manifiestamente amarga se deba a que, estando yo dedicado precisamente al estudio de este serio problema de las relaciones del materialismo social con el resto de la intuición científica contemporánea, me ha parecido que los consejos del señor De Bella —el cual, por lo demás, no estaba espiando mis cartas a usted—son in-
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oportunos, al menos por lo que a mí hace, y aunque no sea sino porque nunca se me habría ocurrido la fantástica idea de pedírselos. Roma, 5 de junio de 1897 Querido Turati (9), no estoy completamente seguro de que, al nombrarme, De Bella esté hablando realmente de mí. Más bien me inclinaría a creer que dirige su tirada a un mannequin de fabricación suya al que aplica mi nombre commoditatis causa. De todos modos, y sea de ello lo que fuere, puesto que pone mi nombre en sus meditaciones, no tengo más remedio que añadir a vuestra apostilla una nueva y mía. Como es sabido, no hace más de diez años que entré explícita y públicamente en el camino del socialismo *. Diez años son en mi existencia física un período de tiempo no muy largo, puesto que ya he vivido cuatro más del medio siglo; pero en mi vida intelectual son una fase realmente breve. Antes de convertirme en socialista había tenido yo inclinación, ocasión y tiempo, oportunidad y obligación de ajustar mis partidas y mis cuentas con el darwinismo, con el positivismo, con el neokantismo y con todo movimiento científico que haya encontrado en mi entorno y que me haya dado ocasión de desarrollarme entre mis contemporáneos, puesto que desempeño una cátedra de filosofía en la Universidad desde 1781, y ya antes había sido estudioso de cuanto necesario para filosofar. Al dirigirme al socialismo no he tenido que pedir a Marx el abecé del saber. No he pedido al marxismo sino lo que efectivamente contiene, * «Desde 1873 escribí contra los principios rectores del sistema liberal, y a partir de 1879 empecé a moverme por esta vía de nueva fe intelectual en ta que me ne, detenido y confirmado mediante el estudio y la observación durante tos últimos tres años.» Así en la página 23 de mi conferencia Del Socialismo, Roma, 1889. Esa conferencia, que era como uña profesión de fe en estilo popular, fue luego completada mediante el opúsculo Proletariato e Radicali, Roma, 1890.
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o sea, aquella determinada crítica de la economía que es él mismo, aquellas líneas de materialismo histórico que lleva consigo y aquella política del proletariado que anuncia o preanuncia. No pedí al marxismo ni siquiera el conocimiento de la filosofía que él presupone y en cierto modo continúa, superándola por inversión dialéctica, a saber, el hegelianismo, que reflorecía en Italia precisamente durante mi juventud y en el que me crié, por así decirlo. Como hecho adrede: mi primera composición filosófica, fechada en mayo de 1862, es una Difesa della dialettica di Hegel contro il ritorno a Kant iniziato da Ed. Zeller [Defensa de la dialéctica de Hegel contra la vuelta a Kant iniciada por Ed. Zeller]. Así, pues, y dado que he vivido siempre en este ámbito de ideas, desde que conscientemente pienso, no necesitaba empezar por familiarizarme con la concepción dialéctica, evolutiva o genética, o como se la quiera llamar, para entender el socialismo científico. Añadiré en cambio que mientras me resultaba fácil en sus líneas intrínsecas y formales, en cuanto método de concepción, el marxismo me era de adquisición difícil por lo que hace a su contenido propiamente económico. Y mientras iba realizando esa adquisición del mejor modo que me fue posible, no podía confundir la línea de desarrollo que es propia del materialismo histórico —o sea, el sentido qué en este caso concreto tiene la evolución— con esa casi enfermedad cerebral que desde hace años ha invadido los cerebros de muchos italianos haciéndoles hablar de Nuestra Señora Evolución y adorarla. ¿ Qué pretende de mí De Bella? Que vuelva a las auías como seminarista que apenas colgó los hábitos. ¿O pretende que me haga rebautizar por Darwin, reqonfirmar por Spencer, y que recite luego la confesión general ante los compañeros y me prepare para recibir dé él la extremaun-
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ción? Aún aceptaría todo lo demás, por puro gusto de vivir tranquilo; pero protesta resueltamente contra la apelación a la conseiencia de los compañeros. Admito en cierta medida y en condiciones determinadas la existencia de compañeros rígidos y hasta tiránicos por lo que hace a la conducta política del partido. Pero compañeros que tengan autoridad para pronunciarse como árbitros en materia de ciencia..., y sólo porque compañeros..., vamos, vamos, que la ciencia no será nunca objeto de voto, ni siquiera en la llamada sociedad futura. ¿O quiere acaso una cosa más modesta, a saber, que yo afirme y jure que el marxismo no es la ciencia universal y que los objetos que contempla no son el universo? Lo concedo en seguida. ¿Y cómo no concederlo? Basta con acordarse del horario de la Universidad y de los muchísimos cursos que enumera. Concedo, incluso, algo más. He aquí: «Esta doctrina se encuentra aún en sus comienzos, y necesita todavía mucho desarrollo» (Del materialismo storico, cap. primero) *. En realidad, lo que atormenta a De Bella y a tantos otros es precisamente la caza a la filosofía universal, en la cual es posible alojar cómodamente el socialismo, como la parte en la visión del todo. Háganlo a su gusto. El papel es paciente, según dicen los editores alemanes a los autores noveles. Pero no puede evitar dos advertencias. La primera es que ningún sofós de este mundo conseguirá nunca darnos una idea de toda la filosofía en dos columnas de la Critica Sociale. La segunda es puramente personal. Hace ya veinte años que me hastía la filosofía sistemática, y esta * «No hago voto de encerrarme en un sistema como en una especie de prisión», escribí hace veinticuatro años (Della Libertà Morale, Nápoles, 1873, prólogo); y puedo repetirlo ahora. Aquel libro contiene la exposición por extenso de la doctrina del determinismo y se complementó ya entonces con otro trabajo mío titulado Morale e Religione, Nápoles, 1873.
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disposición del ánimo, que me ha hecho más accesible al marxismo —pues éste es imo de los modos según los cuales el espíritu científico se ha liberado de la filosofía sustantiva—, es también causa de mi inveterada desconfianza para con el Spencer filósofo, que en sus Primeros Principios ha vuelto a darnos un esquematismo del cosmos. Y aquí tengo que citarme a mí mismo: «No llegué a esta universidad, hace veintitrés años, como representante de una ortodoxia filosófica ni como arbitrador de algún sistema nuevo. Por afortunadas contingencias de mi vida pude educarme bajo la influencia directa y genuina de los dos grandes sistemas en los que había culminado la filosofía que ahora podemos llamar clásica: los sistemas de Herbar! y de Hegel en los cuales había llegado a sus consecuencias extremas la antítesis entre realismo e idealismo, pluralismo y monismo, psicología científica y fenomenología del espíritu, especificación de los métodos y anticipación de todo método en la omnisciente dialéctica. Ya la filosofía de Hegel había desembocado en el materialismo histórico de Carlos Marx, y la de Herbart en la psicología empírica, la cual, en circunstancias dadas y dentro de ciertos límites, es también experimental, comparada, histórica y social. Eran aquéllos los años en los cuales, por una aplicación intensiva y extensiva del principio de la energía, de la teoría atómica y del darwinismo, así como por el descubrimiento de las formas y condiciones de la fisiología general, se revolucionaba perceptiblemente toda la concepción de la naturaleza. Al mismo tiempo, el análisis comparativo de las instituciones, concurriendo con la lingüística y la mitología comparadas, la prehistoria entera y, por último, la economía histórica, invertían la mayor parte de las posiciones factuales y de las hipótesis formales
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sobre ías cuales y mediante las cuales se había filosofado hasta entonces acerca del derecho, la moral y la sociedad. Los fermentos del pensamiento, los fermentos implícitos en las ciencias nuevas o renovadas, no sugerían, como tampoco lo sugieren hoy, el desarrollo de una nueva filosofía sistemática que contenga y domine todo él campo de la experiencia. Paso por alto las filosofías de invención y uso privados, como los casos de los Nietzsche y los von Hartmann, y me ahorro toda crítica de esos pretendidos regresos a filósofos de otros tiempos * que dan como resultado una filosofía en vez de la filosofía, como ha ocurrido con los neokantianos. Me limitaré a observar el equívoco verbal casi inverosímil por el cual muchos, y especialmente en Italia, confunden ingenuamente la determinada filosofía que es el positivismo con lo positivo mismo, o sea, con lo positivamente adquirido en la nueva e interminable experiencia natural y social. A estos muchos les ocurre, por ejemplo, que no saben distinguir en Spencer lo que es mérito suyo innegable, o sea, el haber contribuido a for* Este pío deseo de volver a esas otras filosofías pasa hoy día también por las cabezas de algunos socialistas. Y así el uno se dirige a Spinoza, o sea, a la filosofía en la cual no cabe el devenir histórico. Y otro acaso se contentaría con el materialismo del siglo xvm ut sic, o sea; con la negación de toda historia. Otros vuelven a pensar en Kant, ¿también, pues, a la insoluble antinomia de razón práctica y razón teorética? ¿También a la fijeza de las categorías v de las facultades del alma que parecían finalmente destruidas por Herbart? ¿Y al imperativo categórico, en el que Schopenhauer parecía haber descubierto el precepto cristiano con disfraz metafisico? E incluso al derecho de naturaleza, del que ya no habla hoy día ni el Papa. Mas ¿por qué no dejáis que los muertos entierren a sus muertos? Pues ima de dos: o aceptáis aquéllas otras filosofías íntegramente, tal como eran cuando fueron, y entonces podéis decir adiós al materialismo histórico; o bien pescáis de ellas lo que os guste y tomáis argumentos y temas de ellas, al hacer lo cual os cargáis con un trabajo inútil, pues la historia del pensamiento es tal, en realidad, que nada se ha perddio en ella, sino que los elementos del pasado fueron condición y preparación de las actuales concepciones nuestras. Todavía hay una tercera hipótesis: que caigáis en el sincretismo v el confusionismo. Un hermoso caso de este tipo es el de L. Woltmann (System des moratischen Bewusstseins, Diisseldorf, 1898), el cual concilia la eternidad de las leyes morales con el darwinismo, y Marx con el cristianismo.
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mar la fisiología general, de lo que es impotencia suya para explicar ni un solo hecho histórico concreto por medio de su sociología esquemática. Y no distinguen entre lo que es propio del científico y lo que pertenece al filósofo, el cual, esgrimiendo las categorías de lo homogéneo, lo heterogéneo, lo indistinto y lo diferenciado, lo conocido y lo incognoscible, es él mismo un difunto, un kantiano inconsciente a veces y a veces un Hegel en caricatura. La ordenación de la Universidad tiene que reflejar resueltamente el estado actual de la filosofía, que consiste ya en la inmanencia del pensamiento a lo realmente sabido, o sea, en lo opuesto a toda anticipación del pensamiento sobre lo sabido, por vía de la especulación teológica o metafísica (L'Università e la liberta della scienza, Roma 1897, págs. 15, 16 y 17) *. En última instancia, esta filosofía fantaseada por De Bella no sería, en el fondo, más que una reedición de la trinidad Darwin - Spencer - Marx puesta en circulación, con tanta elocuencia y tan poco éxito**, por Enrico Ferri (11). Pues bien, querido Turati, quiero asumir honradamente el * Recondaría al lector mi informe de 1887 acerca de la licenciatura en filosofía, reproducido también al final del volumen citado. El amigo Lombroso (10) lo definió entonces humorísticamente como decapitación de la metafisica. ** El escaso éxito está documentado por los muchos artículos que se escribieron en contra de ella, empezando por el de Kautsky en la Meue Zeit (XIII, voi. I, págs. 709-716), con bastante sal y pimienta, y terminando por el de David en el Devenir Social, diciembre de 1896, págs. 1059-65, por no hablar de tantos otros. A propósito de esto: en ima nota del apéndice a la edición francesa de su libro Darwin, Spencer, Marx, París, 1897, dice Ferri: «Le professeur Labriola a tout récemment répété, sans le démontrer, cette affirmation, que le socialismo n'est pas conciliable avec le darwinisme (sur le Manifeste de Marx et Engels, dans le Devenir social, juin 1895)». La verdad es que yo (In memoria del Manifesto) me opongo realmente a los que «buscan en esa doctrina (o sea, en el materialismo histórico) un derivado del Darwinismo, que sólo en cierta manera —y bastante alta— es un caso análogo suyo». Me parece que negar la derivación y admitir la analoga no significa negar la conciliabilidad. Rogaría que se examinara al respecto el ensayo Del Materialismo storico, cap. IV.
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papel de abogado del diablo y reconocer que en esas inciertas aspiraciones a la filosofía del socialismo (y poco falta para que algunos crean que ha de tratarse de una filosofía para uso privado de los socialistas), y hasta en los muchos disparates que se van diciendo al respecto, hay un núcleo de sentimiento justo que responde a una necesidad real. Muchos de los que en Italia se entregan al socialismo, y no como simples agitadores, conferenciantes o candidatos, sienten que es imposible hacer de él una persuasión científica si no es enlazándolo de algún modo con el resto de la concepción genética de las cosas que subyace más o menos profundamente a todas las demás ciencias. De aquí la manía, presente en muchos, de meter dentro del socialismo toda la ciencia remanente de que disponen en mayor o menor abundancia. Y de aquí también los muchos disparates y las muchas ingenuidades, en el fondo siempre explicables. Pero ese es también el origen de un grave peligro, a saber, que muchos de esos intelectuales olviden que el socialismo no tiene fundamento real sino en las presentes condiciones de la sociedad capitalista, en lo que pueden querer y hacer el proletariado y el resto del pueblo dominado; el peligro, esto es, de que, por obra de los intelectuales, Marx se convierta en un mito, y que mientras ellos discurren de arriba abajo y de abajo arriba por toda la escala de la evolución, al final, en un congreso no muy remoto de compañeros, se ponga a votación este filosofema: el fundamento primero del socialismo se encuentra en las vibraciones del éter *. * Ese filosofema está parcialmente anticipado en estas palabras de Ferri, final de la nota antes citada: «te transformisme biologique est évidemment fóndé sur le transformisme universel, en méme temps qu'il est la base du transformisme économique et social». Ergo: Spencer es al mismo tiempo un gemo y un cretino, porque, siendo el príncipe del evolucionismo, no ha entendido nunca el socialismo.
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Por eso me explico las ingenuidades de De Bella. Si Marx viviera... Claro: puesto que nació el 5 de mayo de 1818 y murió el 14 de marzo de 1883 podía humanamente vivir aún; y de vivir —digo yo— habría compuesto del todo el volumen III de El Capital, que tan revuelto y oscuro nos ha quedado. Nada de eso, dice De Bella: de vivir, Marx se habría hecho materialista. Oh dioses: ¡ si era materialista desde 1845, y por eso lo odiaron tanto los ideólogos radicales que le conocían! Y además de materialista se habría hecho positivista. El positivismo... En la cronología vulgar ese nombre designa la filosofía de Comte y sus seguidores, la cual había perecido idealmente ya antes de que Marx muriera físicamente. Qué cuadro hermoso: el materialismo, el positivismo y la dialéctica en santísima trinidad. Y otro hermoso cuadro más: el papado científico de Comte reconciliado con la progresividad indefinida del materialismo histórico, que resuelve el problema del conocimiento en oposición a toda otra filosofía y enuncia que no hay limitación fija, ni a priori ni a posteriori, de la cognoscibilidad, porque en el indefinido proceso del trabajo que es la experiencia, y de experiencia que es el trabajo, los hombres conocen todo lo que es necesario y útil conocer *. ¡ Aquel Comte que declaraba cerrado para siempre el ciclo de la física y de la astronomía, precisamente en el momento en que se descubría el equivalente mecánico del calor y pocos años antes del ruidoso descubrimiento del análisis espectral, aquel Comte que en 1845 declaraba absurda la investigación acerca de los orígenes de la especie! Pero el materialismo histórico, sigue diciendo De Bella, tiene que completarse con la prehistoria. Y en este punto sí que realmente ha metido * fue que mío
Espero para pronto la diada Sócrates-Marx, puesto que Sócrates el primero en descubrir que el conocimiento es un hacer, y el hombre no conoce bien más que lo que sabe hacer. Un libro dedicado a la Doctrina di Socrate lleva la fecha de 1871, Nápoles.
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el diablo la cola. La Ancient Society de Morgan, publicada en América y llegada a Europa en pocos ejemplares con la firma MacMillan, de Londres (1877), fue como secuestrada por la despiadada conspiración del silencio de que la hicieron víctima los etnógrafos ingleses, envidiosos o atemorizados. Pero los resultados de las investigaciones de Morgan circularon por el mundo precisamente gracias al libro de Engels titulado Los orígenes de laa familia, de la propiedad privada y del estado (1. edición 1884, 4.a edición 1891), que es al mismo tiempo reseña, exposición y complemento del texto, e intenta la conjunción de Morgan y Marx. ¿Y qué dice Engels de Morgan? Que éste «ha redescubierto de nuevo el materialismo histórico, sin conocer nada de lo que Marx había escrito»; ¿y cuál fue la ocasión del libro? El deseo de utilizar las notas y glosas dejadas por Marx. En suma, que la cronología vulgar es cosa de bastante importancia, hasta para los socialistas. Volvamos al inevitable Spencer. ¿ Hay alguien fuera de Italia que se haya permitido atribuirlo al socialismo? ¿Es acaso Spencer un filósofo de otro mundo? De él y acerca de él es posible leer hoy en todas las lenguas, incluso en la del modernizado Japón. Tampoco peca de oscuridad; más bien peca a mis ojos —pues yo gusto de la brevedad jugosa— de popularidad prolija y minuciosa. El primer escrito suyo que se conoce lleva la fecha de 1843. Obsérvese que era el momento más intenso de la agitación cartista. El escrito se titula De la esfera propia del estado. Spencer ha sido conocido por todo el mundo como colaborador admirado del Economist, de la Westminster y de la Edinburg Review en los significativos años, precisamente, que van de 1848 a 1859. Pues bien: ¿se ha hecho alguien en Inglaterra ilusiones acerca del sentido y el valor de sus opiniones sociales
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y políticas? La Estática social apareció en 1851, la Psicología (1.a edición) en 1855, el Tratado de la educación en 1861, la primera edición de los Primeros principios en 1862, la Clasificación de las ciencias en 1864, la Biología entre 1864 y 1867, por no hablar ya de los ensayos menores, entre los que son sumamente notables la Hipótesis del desarrollo (1852), La Génesis de la ciencia (1854) y El progreso y su ley (1875). Con lo que cierro la lista para atender sólo a las publicaciones anteriores al primer volumen de El Capital (25 de julio de 1867). No hacía, realmente, falta el genio de Marx para ver en esos escritos de Spencer lo que ya era capaz de ver yo hace treinta años, cuando era un simple estudioso de filosofía, a saber, que la doctrina de la evolución enunciada en ellos es esquemática y no empírica, que esa evolución es fenoménica y no real, y que lleva dentro el espectro de la cosa-en-sí kantiana, honrada, primero, con todas las letras, con el nombre de Dios o Divinidad (Estática, edición de 1851), y luego parafraseada con el reverente y respetado circunloquio de lo Incognoscible. Apostaría a que, si entre 1860 y 1870, Marx hubiera reseñado las obras de Spencer, lo habría hecho más o menos con el siguiente estilo: «he aquí el último resto sombrío del deísmo inglés del siglo xvii; he aquí el último esfuerzo de la hipocresía inglesa para combatir la filosofía de Hobbes y Spinoza; he aquí la última proyección de lo trascendente en el campo de la ciencia positiva; he aquí la última transición entre el cretinismo egoista del señor Bentham y el cretinismo altruista del Rabino de Nazaret; he aquí el último intento de la inteligencia burguesa para salvar, con la investigación libre y la competición libre en el más acá, un enigmático harapo de fe para el más allá; sólo el triunfo del proletariado puede ásegurar al espíritu científico las condiciones pie-
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ñas y perfectas de su propia existencia, porque sólo en la transparencia de la obra puede ser adecuadamente transparente la inteligencia». Así escribía Marx —quiero decir: así habría podido escribir—; pero en aquel tiempo tenía que pensar en la Internacional, de la que Spencer no tuvo tiempo de darse cuenta. El 17 de marzo de 1883 Federico Engels, hablando en el cementerio de Highate en memoria de su amigo Marx, muerto tres días antes, empezaba del siguiente modo: «Así como Darwin descubrió la ley del desarrollo de la naturaleza orgánica, así Marx descubrió la ley del desarrollo de la historia humana» *. ¿ No hay para molestarse y avergonzarse? Pero no es sólo eso. En el Antidühring (1.a edia ción de 1878, 3. de 1894) el propio Engels había adquirido ya todas las nociones fundamentales del darwinismo, las cuales concurren a la orientación general del socialismo científico. Para ello se había preparado con diez años de nueva educación científico-natural; y confesaba càndidamente que en esto estaba más preparado que Marx, el cual era en cambio más fuerte en matemáticas. Pero tampoco eso es todo. En la primera edición de El Capital se encuentra una nota característica y muy original acerca del nuevo mundo descubierto por Darwin. Por sabido se calla que aquellos dos modestos mortales, que jamás se creyeron superintendentes del Universo, se referían siempre al prosaico darwinismo del Origen de las especies (1859), grupo de teorías obtenidas de un grupo de observaciones y de experiencias sobre un limitado campo de la realidad que se queda de este lado de los orígenes de la vida y precede ampliamente a la * Cfr. Züricher Sozialdemokrat del 22 de marzo de 1883, pág. 1. Observaré de paso que Darwin, muerto el año anterior, había nacido en 1809. Engels nació, como Spencer, en 1820. Se trata de verdaderos contemporáneos y coetáneos, o sea, de personas que han convivido en el mismo ambiente.
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historia humana. En esas teorías tenían por fuerza que ver un caso análogo de la concepción epigenética de la historia que habían definido en parte y en parte apenas indicado *. Pero nunca conocieron ese darwinismo que ha descubierto las leyes de la entera humanidad (De Bella); de aquel darwinismo, en suma, que sirve para cualquier cosa y es una invención gratuita de los publicistas cortos de ciencia y de los decadentes de la filosofía. ¿Acaso no había dicho su amigo Heine que el Universo está lleno de agujeros, y el profesor alemán hegeliano los tapa con el gorro de dormir? Dejando en paz al Universo con sus agujeros, procuremos querido Turati, cumplir cada uno con nuestro deber. Constantemente recuerdo la grave invectiva que hace treinta años pronunciaba el hegeliano B. Spaventa: «Aquí entre nosotros se estudia la historia de la filosofía en la geografía de Ariosto, y se citan juntos Platón y el abate Fornari, Torquato Tasso y Totonno Tasso» **. Téngame siempre, etc.
* En el escrito titulado I Problemi della Filosofia della Storia, Roma, 1887, dije más o menos qué es la concepción epigenética. Ese escrito supone en parte otro mucho más antiguo: Dell'insegnamento della Storia, Roma, 1876. ** Era éste un improvisador de café que, por la invertida percepción dé sí mismo, fue un minúsculo precursor de Oscar Wildé. Labriola, 9
Vili Roma, 20 de junio de 1897
Necesito como un postscriptum con notas aclaratorias a la penúltima carta, tan cargada de filosofía nada fácil. Como es natural, entre los productos de nuestra afectividad —de los que dije que oscurecen el entendimiento dispuesto a la ciencia— pongo también los complejos de inclinaciones, tendencias, estimaciones y prejuicios que solemos designar con las denominaciones antitéticas de optimismo y pesimismo. Nadie puede ver ni orientación ni promesa de una interpretación racional de las cosas en esos modos de estimación, que oscilan en torno de la pasión poética y revelan siempre la incertidumbre de lo que no se puede reducir a fórmula precisa. Son en su conjunto exteriorización concentrada de infinitos sentimientos particulares que pueden arraigar, según se ve más patentemente 130
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en el caso del pesimismo, en el temperamento singular de un individuo (por ejemplo, Leopardi) o en ima situación común a una entera muchedumbre (en los orígenes del budismo, por ejemplo). Optimismo y pesimismo consisten en suma en generalizar las afectividades resultantes de una determinada experiencia o situación social, y en prolongarlas tanto, fuera del ámbito de la vida inmediata, que se conviertan como en eje, fulcro o finalidad del Universo. De tal modo que, al final, las categorías del bien y del mal, que tienen en realidad un sentido tan modestamente relativo a nuestras contingencias prácticas, se convierten en el criterio para juzgar de todo el mundo, reducido a imagen tan pequeña que no parece más que simple supuesto y condición de la felicidad o infelicidad nuestra. Desde esos ángulos visuales parece que el mundo no puede entenderse sino como hecho para bien o para mal, y constituido para el predominio o el triunfo de uno u otro. En el fondo de esos modos de concebir se encuentra siempre la poesía originaria, nunca separada del mito; y desde el craso optimismo mahometano hasta el refinado pesimismo budista, esos modos de concebir forman siempre la médula práctica y la fuerza sugestiva de los sistemas religiosos. Lo cual es naturalísimo. La religión —que precisamente por eso, y sólo por eso, es una necesidad— consta de numerosas transfiguraciones de los temores, las esperanzas, los dolores y las amarguras de la vida cotidiana en destinos creídos y temidos, de modo que las luchas de este mundo llamado bajo se transmutan en contrastes del Universo: dios y satanás, la caída y la redención, la creación y la palingenesia, la escala de las expiaciones y el Nirvana. El optimismo y el pesimismo que, en cierta filosofía, se presentan disfrazados de cosa pensada, o con apariencia de ella, no son sino residuos más o menos conscien-
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tes de la religión transformada, o de aquella antirreligión que en su apasionado ímpetu de no creer se parece a la fe. Así, por ejemplo, el optimismo de Leibniz no es función filosófica de su investigación del cálculo superior, ni de su crítica de la acción a distancia, ni tampoco de su monadismo filosófico, ni de su descubrimiento del determinismo interno. Su optimismo es su religión, o sea, la religión que le pareció perpetua y perenne, el cristianismo en el que se concilian todas las iglesias cristianas, la providencia justificada por la representación de un mundo que es el mejor que puede existir y subsistir. Aquella poesía teológica tiene su pendant, dialéctico por humorístico, en el Candide de Voltaire. Y, análogamente, el pesimismo de Schopenhauer no es la resultante necesaria de su crítica de la crítica kantiana, ni función directa de sus muy exquisitas investigaciones lógicas, sino exteriorización de su alma de pequeño burgués, mezquino e irritado, hasta gruñón, completada con la contemplación (metafísica) de las ciegas fuerzas de lo Inconsciente (o sea, del ciego conato a la existencia), es decir, con una forma religiosa poco notada por lo general, la religión del ateísmo * Si desde las configuraciones y complicaciones secundarias y derivadas de la religión y de la filosofía teologizante nos remontamos hasta el origen primero e inmediato de esas creaciones ideológicas, que es el optimismo y el pesimismo, nos encontramos con un hecho tan obvio cuanto sencillo, a saber, que todo hombre, por su estructura física y por su posición social, se ve llevado a una especie de cálculo hedonístico, o sea, a medir sus * Exceptuó de esa afirmación al filósofo Teichmüller, único en advertir y notar la forma del ateismo activo que es religión y creencia. En cambio, la no-religión implícita en las ciencias del puro experimento responde a la indiferencia del espíritu respecto de toda fe o creencia. En el ateísmo de fe activa se originó aquella zarabanda parisiense que tuvo por autores principales al ingenuo Chaumette y al equívoco Hébert.
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necesidades y, por tanto, los medios para satisfacerlas; y así al final, por consecuencia necesaria, acaba por apreciar de un modo u otro las condiciones de la vida y el valor de esta misma en su conjunto. Mas cuando la inteligencia ha progresado tanto que ha vencido los encantamientos de la imaginatio y la ignorantia —-los cuales atan las suertes, tan pobremente prosaicas, de la obvia vida cotidiana a las (fantásticas) fuerzas trascendentes— ya no se atiende a la sugestión genérica del optimismo o del pesimismo. El ánimo se dirige al (prosaico) estudio de los medios necesarios para conseguir no aquel ente fabuloso al que llaman felicidad, sino el desarrollo normal de las aptitudes; las cuales, dadas condiciones sociales y naturales favorables, hacen que la vida halle en sí misma la razón de su ser y de su despliegue. Aquí comienza aquella sabiduría que es única justificación posible de la etiqueta homo sapiens. El materialismo histórico, por ser la filosofía de la vida, y no de las apariencias ideológicas de ésta, sobrepasa la antítesis del optimismo y el pesimismo, porque supera sus términos al mismo tiempo que los incluye. La historia es sin duda una serie dolorosamente interminable de miserias; el trabajo, que es la nota distintiva del vivir humano, se ha convertido en el tormento y la maldición de la mayoría de los hombres; el trabajo, que es la premisa de toda existencia humana, se ha convertido en título del sometimiento del mayor número de los hombres; el trabajo, que es la condición de todo progreso, ha puesto los sufrimientos, las privaciones, los esfuerzos y el aguante del mayor número de hombres al servicio de la comodidad de los menos. La historia es, pues, un infierno, y hasta podría representarse en un drama lúgubre como la tragedia del trabajo.
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Pero esa misma historia lúgubre ha obtenido de esa condición de las cosas —casi siempre sin que los hombres mismos lo supieran, y nunca, ciertamente, por preestablecida providencia de nadie— los medios necesarios para el perfeccionamiento relativo, primero, de poquísimos, luego, de pocos, luego, de más que pocos, y ahora parece prepararlos para muchos. La gran tragedia no era evitable. No se deriva de una culpa o de un pecado, ni de ima aberración o degeneración, ni del abandono caprichoso y pecaminoso del camino recto, sino de una necesidad intrínseca al mecanismo mismo del vivir social y a su ritmo procesual. Este mecanismo se basa en los medios de subsistencia que son producto del trabajo mismo de los hombres en combinación con las condiciones naturales más o menos favorables. Ahora que ante nuestra vista se abre esta perspectiva, la posibilidad de organizar la sociedad de tal modo que dé a todos los medios para perfeccionarse, vemos claramente que esa expectativa se hace plausible precisamente porque al aumentar la productividad del trabajo se crean las condiciones materiales necesarias para comunicar la civilización a todos los hombres. En esto estriba la razón de ser del comunismo científico, que no confía en el triunfo de una bondad que los ideólogos del socialismo iban a buscar en misteriosos pliegues de los corazones de todos los muertos para proclamarla justicia eterna, sino que confía en el incremento de los medios materiales que permitirán que crezcan para todos los hombres las condiciones del ocio indispensables para la libertad, lo que quiere decir que serán eliminadas las razones de lo injusto, el señorío, el dominio del hombre sobre el hombre; las cuales injusticias (por usar el lenguaje de los ideólogos) suponen como conditio sine qua non precisamente esa miserable cosa material que es la explotación económica.
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Sólo en una sociedad comunista puede el trabajo ser —aparte de no explotable— racionalmente medido. Sólo en ima sociedad comunista el cálculo hedonístico puede tener el carácter de cosa precisable, al no ser oscurecido por la explotación privada de las fuerzas sociales. Eliminados los impedimentos que se oponen al libre desarrollo de cada cual, o sea, los impedimentos que diferencian hoy las clases y los individuos hasta hacerlos irreconocibles, cada uno podrá averiguar, examinando lo que la sociedad necesita, el criterio de lo que le es factible y tiene que hacer. La norma de la libertad, que es lo mismo que la sabiduría, consiste en adaptarse a lo factible, y no por constricción externa, pues no puede haber moral verdadera donde no hay consciencia del determinismo. En una sociedad comunista se derrumban por sí mismas las antitéticas apariencias del optimismo y el pesimismo, porque la necesidad de trabajar al servicio de la colectividad y el ejercicio de la plena autonomía personal no forman ya antítesis, sino que se presentan como una misma cosa; la ética de esta sociedad anula la oposición entre derechos y deberes, la cual no es, en sustancia, más que la amplificación doctrinal de las condiciones de esta antitética sociedad presente, en la cual algunos tienen la facultad de imponer y otros tienen la obligación de cumplir; en la sociedad comunista, en la cual la benevolencia no es caridad, no resultaría utópico reclamar que cada uno cumpla según sus fuercas y reciba según sus capacidades; en esta sociedad la pedagogía preventiva eliminaría en gran parte la materia penal, y la pedagogía objetiva de la convivencia y de la colaboración racional reduciría al mínimo la necesidad de la represión; o sea, en una palabra, la pena aparecería como la simple garantía de un determinado ordenamiento, despojada por ello de toda apariencia metafórica de
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suprema justicia que haya que vindicar o restablecer. En esa sociedad no arraigaría ya la necesidad de buscar explicación trascendente a la suerte práctica del hombre. Esta crítica de las causas de la historia, de las razones de la sociedad presente y de la expectativa racionalmente medida y medible de una sociedad futura permite ver por qué el optimismo y el pesimismo, como tantas otras ideologías, tuvieron y tienen aún que servir como desahogo y exteriorización de la afectividad de las consciencias gravadas por las luchas de la existencia social. Si eso es lo que quieren decir los ideólogos a los que alude usted, y si, al hablar de eterna justicia, no pretenden sino recoger postumamente los suspiros y las lágrimas de la humanidad a través de los siglos, nada habrá que decir de ello: pues las licencias poéticas no se deben prohibir ni a los socialistas. Pero lo que no tienen que hacer es levantar luego el mito de la justicia eterna, para ponerlo en marcha contra el reino de las tinieblas. Pues aquella grande y benéfica señora no moverá ni ima piedra del edificio capitalista. Lo que los ideólogos del socialismo llaman el mal, aquello contra lo cual combate el bien, no es una negación abstracta, sino un duro y fuerte sistema de cosas reales: es la miseria organizada para producir la riqueza. Ahora bien: los materialistas de la historia son tan poco tiernos de corazón como para afirmar que en este mal encuentran precisamente el muelle del porvenir, o sea, que lo encuentran en la rebelión de los oprimidos, y no en la bondad de los opresores. La fácil recaída en la metafísica —en el sentido nada elogioso de la palabra— está también frecuentemente documentada por los estudios que, según sus autores, representan la quinta esencia del proceder científicamente positivo. Este es el
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caso, por ejemplo, de muchos divulgadores de la disputada y disputable cuestión de la antropología criminal. Esta representa, como intento y como tendencia, ima parte notable de la saludable crítica del derecho punitivo que poco a poco está consiguiendo resquebrajar desde los fundamentos toda la construcción filosófica y, sobre todo, ética de un hecho tan simple y empírico como es el de la inevitabilidad del castigo dada la existencia de una sociedad. Pero, en cuanto a su método, se sale pocas veces de los límites de la combinatoria estadística, de la cual recibe una apariencia de verosimilitud característica del variopinto complejo de estudios genéricamente llamado antropología. Casi nunca se acerca, por ejemplo, a la precisión investigativa por la cual la psiquiatría —afín a ella según algunos—, gracias a los progresos maravillosos de la anatomía de los centros nerviosos y de todas las partes de la medicina, ha contribuido al desarrollo de la psicología, en un lapso de pocos años, bastante más que los veinte siglos de discusiones sobre el texto de Aristóteles y de hipótesis puramente racionalistas de espiritualismo y materialismo. Pero no es eso lo que me interesa observar. Domina en aquella doctrina la tendencia a fijar como predisposiciones (innatas) la recurrencia del delito en los individuos que presentan ciertos caracteres indiciarios, los cuales, por lo demás, no están siempre bien recogidos ni bien fijados en su aspecto objetivo. Y hasta aquí nada grave. La teoría que subyace al derecho penal de los países en los cuales ha ejercicido su acción la revolución burguesa tiene en común con todo lo que llamamos liberalismo las ventajas y los defectos del principio igualitario que, dadas las diferencias naturales y sociales entre los hombres, tiene forzosamente que ser formal v abstracto.
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Esta teoría ha sido sin duda un progreso respecto de la justicia de cuerpo y respecto de los privilegios del clero y la aristocracia; en ese respecto es una victoria histórica el enunciado la ley es igual para todos. Además, al reducir la pena a mera garantía jurídica del orden legalmente constituido, esa teoría se contenta con golpear, lo que es un daño o una lesión para el orden mismo, y no penetra ya más en la conciencia. Como está despojada de todo carácter religioso, no hiere el pensamiento ni el ánimo. No es ya instrumento de una iglesia, creencia, superstición. Este derecho penal es prosaico, como prosaica es toda la sociedad capitalista. Y este es otro triunfo —con algunos ligeros inconvenientes— del libre pensamiento. Dicho brevemente: lo castigado es el acto, no el hombre; o el turbador del orden que se quiere defender, pero no la conciencia, por irreligiosa, malcreyente o atea que sea, etc. Para llegar a ese resultado, la teoría ha tenido que construir una responsabilidad típica igual para todos los hombres sobre la base media de la voluntariedad y excluyendo los extremos de la inconsciencia y la falta de dirección al obrar *. Y en este punto precisamente, como por ironía con la celebrada justicia, el principio de la igualdad ante la ley se convierte en la máxima injusticia, porque en realidad los hombres son, social y naturalmente, desiguales ante la ley. Sociólogos, socialistas y críticos de todo estilo se han ejercitado desde hace tiempo sobre esta * «...Los juristas no suelen atender a esto. Responsabilidad en sentido psicológico quiere decir atribución del acto a la persona (a la voluntad) en cuanto ésta, al querer, es consciente de la ejecución. Pero para que la responsabilidad en sentido psicológico se adecúe con la responsabilidad en sentido moral hay que comparar el querer que es principio de la acción con la suma de las ideas que forman la consciencia moral del agente; y en esa comparación se llega por fuerza a este resultado: que la responsabilidad moral de cada cual se pierde en una diferenciación infinitesimal de individúo a individuo.» Así se lee en la pág. 124 de mi libro Della Libertà Morale, Nápoles, 1873. Y passim.
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dialéctica. Hay como una larga escala de opiniones en contraposición al derecho existente: desde la paradoja, teñida de mística, de que la sociedad castiga los delitos que ella incuba, hasta la exigencia humanitaria de que una educación igual para todos justifique el principio de la igualdad ante la ley al sentar sus condiciones de realizabilidad. La punta aguda de toda la crítica es la de los socialistas consecuentes, los cuales, partiendo del concepto de las diferencias de clase como esenciales a la presente vida social, no buscan en el derecho penal, como no buscan tampoco en ninguna otra parte del derecho existente, la justicia igual para todos, porque eso sería como buscar lo inverosímil, dada esta forma de sociedad en la cual las diferenciaciones son las causas y el contenido de la estructura misma. Este derecho de una justicia rufiana, generalmente en contradicción consigo mismo, es intrínseco en una sociedad en la cual el postulado de la igualdad ha de estar constantemente en falso. La mentira es sobre todo manifiesta en la hermosa ocurrencia de los apologistas del capitalismo: que en última instancia los asalariados son libres ciudadanos que libremente se alquilan, contratando libremente con sus iguales, que son los capitalistas. Pero nosotros, socialistas, no queremos abandonar este principio, contradictorio en sí, para cogernos del brazo con los reaccionarios que lo combaten por otras razones y querrían eliminarlo por otros procedimientos; por el contrario, nosotros lo aceptamos como la negatividad inmanente a la sociedad burguesa, o sea, como corrosivo histórico suyo. La antropología criminal ha llegado oportunamente para apoyar con sus estudios especiales la tesis crítica que pone de manifiesto la inverosimilitud de la igualdad de todos ante la ley. En este sentido es una doctrina progresiva. A las diferen-
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cías sociales que hacen absurdo el postulado de la responsabilidad igual para todos según la fórmula típica de la voluntariedad de la mente sana, la antropología criminal ha añadido el estudio de las diferencias presodales, que son los límites que la bestialidad contrapone, como fuerzas invencibles, a toda acción de adaptación educativa. No interesa aquí ver si ha exagerado la extensión de esa bestialidad, interpretando mal los casos que quería estudiar y ampliando a veces fantásticamente los resultados de observaciones parciales y poco precisas. Lo que aquí importa es decir que desde cierto punto de vista metódico la antropología criminal recae inconscientemente en la detestada metafísica. En la legítima furia con que combate el ente justicia y el ente responsabilidad, fija sin darse cuenta hechos naturales, disposiciones a delinquir, cuya denominación y definición va retirando de las categorías de la tutela social que responden sólo a condiciones de la vida a las cuales los hombres se van acostumbrando solamente, a decir verdad, una vez nacidos. En la naturaleza —digamos para explicarlo— podrá haber deseo excesivo y desenfrenado, pero no adulterio, pues éste es ima categoría archi-relativamente social; podrá haber rapacidad, pero no hurto en todas sus especificaciones económicas, hasta la firma falsa puesta en la letra de cambio; y temperamento sanguinario, pero no magnicidio, etc. Y no se diga que esas son cuestiones meramente verbales, pues se refieren a la esencia de la cosa y afectan a la consciencia de los límites metódicos. Importa recordar que la metafísica es un mal atávico del que no se libran ni siquiera aquellos que continuamente gritan « ¡ abajo la metafísica! » Durante mucho tiempo ha ocurrido lo mismo en otro campo de estudio, a saber, en la psicología en general y en la psiquiatría en particular. Muchos que querían localizar en el cere-
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bro los fenómenos psíquicos, en vez de atenerse a los hechos elementalísimos que, en realidad, se acababan de distinguir claramente, localizaban (como ocurrió incluso al insigne fisiólogo Ludwig) las facultades del alma y demás especulaciones semejantes del racionalismo filosófico, o sea, que deban un lugar material a algo inexistente. La antropología criminal tiene todavía que separar bien y fijar críticamente sus categorías, evitando el equívoco que consiste en aceptar como naturales e innatas las categorías que el derecho penal ha fijado y aceptado por razones prácticas teniendo en cuenta las condiciones de mera experiencia social.
IX Roma, 2 de julio de 1897
Alude usted a los críticos de varia índole y naturaleza, los cuales creen, por varias razones muy diversas entre ellas, que el cristianismo se sustrae a la comprensión materialista de la historia y estiman que esa objeción es una dificultad insuperable. ¿He de adentrarme en esta selva, no diré que áspera y salvaje, pero sí, ciertamente, muy oscura para mí? Ya sabe usted que rechazo los esquematismos de toda clase. No me parece —y pensar lo contrario sería mera fatuidad— que pueda haber nunca una teoría histórica tan buena y excelentísima de por sí que nos facilite el conocimiento sumario de toda historia particular, aunque no nos hayamos adiestrado previamente, con estudios nuestros propios y directos, en la investigación especializada de la misma. Mas ocurre que hasta ahora no he hecho estudios ex-professo so142
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bre la historia de la iglesia cristiana que me permitan el fácil manejo de la cosa misma, sobre la cual los objetares suelen discutir o discurrir como juzgando por genéricas impresiones. Leí de joven a Strauss y los principales escritos de la escuela de Tübingen, como hicieron entonces todos los que se movían en el ámbito de la filosofía clásica alemana, de modo que ahora podría, igual que muchos otros y con alguna pequeña variante, repetir la exclamación de Faust: ich habe, leider, auch Theologie studiert! (12). Pero luego... ya no he vuelto a ocuparme de esas cosas. Ha quedado viva en mí la convicción de que con la escuela de Tübingen empezó definitivamente y en serio la consideración del cristianismo que merece finalmente llamarse histórica, y que, por tanto, los progresos ulteriores consistirán principalmente en la corrección y la complementación, ya conseguidas o por conseguir, de los resultados de dicha escuela. Creo que la corrección principal era y debe seguir siendo ésta: mientras los de Tübingen se ocuparon predominantemente, aunque no de modo exclusivo, del estudio de la génesis y el proceso de las creencias y de los dogmas, luego ha hecho falta, y sigue haciéndola hoy, ponerse a estudiar objetivamente la formación y el desarrollo de la asociación cristiana. Mediante esta aproximación al tipo de consideración que, brevitatis causa, llamaré sociológico, se da un paso adelante en la objetividad de la investigación, de modo que el entendimiento del cómo y del por qué ha nacido la asociación y se ha desarrollado nos da la manera de ver por qué razones y por qué vías los ánimos, las fantasías, las mentes, los deseos, los temores, las esperanzas, las aspiraciones de los asociados tenían que completarse con ciertas creencias, buscar ciertos símbolos, llegar a la escogitación de ciertos dogmas; o cómo los asociados podían cons-
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truir, en suma, todo un mundo doctrinal e ideológico. Practicada una tal inversión, se está ya en el camino que lleva derechamente al materialismo histórico, o sea, estamos cerca del postulado general según el cual hay que considerar las ideas como producto, y no como causa, de una determinada estructura social. Si no yerro —porque, como decía, entiendo relativamente poco de estas cuestiones— han tomado esta orientación realista sobre todo los estudios recientes de las antigüedades cristianas, en los cuales, según me parece, destacan escritores como Harnack y otros parecidos. Cito incidentalmente, porque se trata de un libro que he estudiado, las muy notables lecturas del inglés Hatch, en las cuales se va demostrando, con la máxima lucidez de análisis documental, que, a partir de cierto momento posterior a sus primeros orígenes, la asociación cristiana se ha desarrollado y consolidado mediante su adaptación a las varias formas de aquel derecho corporativo que florecía en las diversas regiones del imperio, o en las condiciones peculiarmente propias del derecho público romano, o en las de los demás usos locales y nacionales, particularmente en los de las instituciones griegas y helenísticas. No se enfaden por ello nuestros obispos: algo habrá tenido que ver el espíritu santo en ponerlos por encima del resto de los fieles, cuando en la asociación originariamente democrática se introdujo la diferenciación jerárquica entre clero y laicos (o sea, pueblo); pero el hecho es que su nombre mismo recuerda que su organización se edificó exactamente según el modelo de aquellos cuerpos de pescaderos, panaderos, barqueros, etc., que tenían todos sus episcopi (supervisores) et reliqua. Y llegados a este punto hay que dar un paso más. O sea, hay que abandonar el concepto abstracto y genérico de una historia única y unitaria
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de todo el cristianismo y pasar a la historia particular, por tiempos y lugares, de la asociación cristiana; la cual es en cierto momento una parte sólo de la más amplia sociedad civil, semicivil o incluso bárbara, en la cual se desarrolló durante sus primeros tres siglos; y luego parece cubrir y absorber todas las relaciones de la comprehensiva sociedad semicivil o semibárbara que fue en el occidente latino la de la llamada Edad Media; y, por último, tras aquel desgarramiento de la unidad católica que es el protestantismo, y una vez reconocida la libertad de consciencia, particularmente después de la Gran Revolución, vuelve a ser una parte del todo en la convivencia político-social, parte predominante, pequeña o mínima, etc. Según ese mismo esquema, hay que tratar el problema de las relaciones entre la iglesia y el estado, cuestión de relatividad histórica, y no de teórica elucubración formalista. Mediante este modo de entender se puede, finalmente, buscar y declarar las condiciones materiales que, como ha ocurrido con cualquier otra convivencia humana, produjeron primero la asociación cristiana, y luego la mantuvieron, la perpetuaron y la llevaron a su disolución parcial o local, con todas las varias vicisitudes luego patentes sin dificultad en sus causas y razones. Y se entiende que las creencias, los dogmas, los símbolos, las leyendas, las liturgias y otras cosas semejantes han de venir en segundo término, como es propio de cualquier sobreconstrucción ideológica. Seguir escribiendo la historia del ente Cristianismo (del que aquí hago sustantivo único y con letra mayúscula) es como multiplicar el error de concepción metódica en el que incurren los literatos y los eruditos cuando componen de un modo completamente unitario, como si se tratara de cosas sustantivas, las historias de la literatura o de Labriola, 10
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la filosofía. En estas manipulaciones de la docta fábrica parece como si los poetas, los oradores y los filósofos de tiempos diversos, aislados casi del resto del mundo en el que realmente vivieron, se den la mano a través de los siglos, o por encima de ellos, para componer una ilustre cadena; o como si, sin tomar de las condiciones de la sociedad en que vivieron y del grado evolutivo de ésta la materia y la ocasión del poetizar o del filosofar, se esforzaran por entrar en la serie independiente que es el estudiado índice de la docta recopilación. Se comprende lo cómodo que es tener a mano en el manual la suma de las noticias acerca de lo que llamamos literatura francesa, por ejemplo, desde la Chanson de Roland hasta las novelas del señor Zola; pero de una cosa a otra no discurre sólo el cronológico milenio, ni entre ambas se encuentra sólo el simple variar de la facultad poética, sino que está en medio todo el cambio de todas las relaciones de la convivencia en todos sus aspectos principales, y respecto de esos cambios sociales las manifestaciones literarias no son más que índices relativos, sedimentos específicos y casos particulares. Será cómodo reducir a compendio la suma de lo que en la historia llamamos genéricamente filosofía, cómodo sobre todo para la cría artificial del saber que tanto importa en nuestras universidades; ¿ pero quién podrá luego entender realmente, por esa vía, cómo los varios filósofos han llegado a pensar de modos tan deformes y a menudo contradictorios? ¿Cómo es posible poner en una sola línea de proceso continuo, independiente y unitario la filosofía de la Antigüedad —que hasta Platón fue casi la ciencia entera— y aquel mínimo de ciencia que fue la Escolástica aplastada por la teología, y luego aquella filosofía del siglo xvii que es una forma de exploración conceptual paralela a la nueva ciencia de la observación
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y el experimento, contemporánea suya, y, por último, esta neocrítica que tiende ahora a hacer de la filosofía una simple revisión formal de lo sabido en las ciencias singulares, diferenciadas entre ellas hace ya tanto tiempo? A potiori es absurdo ir escribiendo historias universales del cristianismo, como no sea por razones de comodidad académica. No me refiero a los que piensan con ánimo de creyentes, o sea, a los que opinan que el hilo conductor de ima historia así es la misión providencial de la iglesia a través de los siglos. Nada tenemos que decir ni sugerir a los que así piensen y entiendan esa ideal historia eterna que sería como una revelación inmanente o procesual. Están fuera de nuestra consideración. Pero los críticos que escriben historias unitarias de todo el cristianismo, aun sabiendo y confesando que tienen entre las manos una materia que es parte de las variables y más o menos necesarias condiciones sucesivas de la vida humana, ¿cómo no ven que su representación continuativa se sostiene sólo por un débil hilo de tradición y refleja un vago esquema de cosas apenas análogas? El nacimiento, la ampliación, la difusión, la organización y la desaparición (en algunas partes del mundo, como el Asia anterior y el Africa septentrional) de la asociación cristiana, así como sus varias actitudes respecto del resto de la actividad práctica, y los multiformes vínculos que ha tenido con los demás agregados y poderes polxtico-sociales, todas esas cosas no se entienden sin la historia verdadera y efectiva, si no se parte de las condiciones de conjunto de cada país en que se profesaron y se profesan cristianos pocos o muchos, o todos los habitantes y ciudadanos, como miembros de secta modesta o en las formas de la imperiosa catolicidad, perseguidos o tolerados, o intolerantes y perseguidores. Sólo así se
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empieza a pisar el terreno sólido de lo que es objeto digno de la comprensión histórica, y de eso a la interpretación materialista no hay esfuerzo mayor que el necesario en cualquier otra rama de nuestros conocimientos de la vida del pasado. Dicho brevemente: la historia efectiva es la de la iglesia o, más precisamente, la de las iglesias, o sea, la de una sociedad que tiene su oikonomía, en el sentido genérico del orden y en el sentido específico del modo de adquisición, de producción, de distribución y de consumo de los bienes (terrenos, ¡ay!). El que entienda por cristianismo, en un sentido exclusivo, el sólo complejo de las creencias y de las expectativas acerca del destino humano —creencias que, a decir verdad, varían tanto cuanto discrepan, por limitarnos a un caso, el libre albedrío del catolicismo post-trentino y el determinismo absoluto de Calvino— tendrá que resignarse a entender y admitir que ese complejo de opiniones y tendencias ha nacido y se ha desarrollado siempre dentro del marco de una asociación que ha variado continuamente y en diversos sentidos, y que ha estado siempre más o menos contenida en un ambiente histórico-social más amplio y complicado, por usar la expresión predilecta de los neologistas. Hay que añadir a eso otra consideración más. En este cuarto de hora de prosa científica en que actualmente nos encontramos nadie pretende siquiera hacernos creer que la masa de los reunidos en la asociación cristiana haya sabido o comprendido jamás algo preciso acerca de la variación de los dogmas y de las sutiles discusiones de los sabios y los doctores. No conocemos precisamente las pasiones, los intereses, el modo cotidiano de vida y el ingénito y habitual idiotismo de las plebes de Antioquía, Alejandría y Constantinopla, etc., que se agitaban tras las banderas de Arrio y de Atanasio; no podemos describirlas
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como hoy lo haríamos con las de Nápoles o Londres. Pero no seremos nunca tan ingenuos como para creer que entendían una jota acerca de la sustancia simplemente anàloga o precisamente idéntica del hijo respecto del padre. Ni tampoco mediremos la diferencia real entre los artesanos ginebrinos e italianos del siglo xvi por la discrepancia doctrinal entre Calvino y Bellarmino. Precisamente por eso la historia del cristianismo resulta en gran parte oscura, porque casi siempre se nos ha transmitido a través de los envoltorios y la fraseología ideológica de los que reflejaron dogmático-literariamente el desarrollo de la asociación, de modo que sabemos relativamente poco de la vida práctica, y ese poco se reduce al mínimo a medida que nos remontamos a los primeros siglos. Además, la masa de los asociados ha conservado siempre en el corazón y ha transferido a las creencias menores y a las leyendas muchas de las supersticiones y muchísimos de los mitos que poseía antes de convertirse, y todas aquellas otras supersticiones y todos los nuevos mitos que le fue necesario crear para hacerse de algún modo plausible las doctrinas abstractas y metafísicas del cristianismo dogmático. Eso ha ocurrido de un modo bastante visible desde la segunda mitad del siglo ii, cuando ya hacía tiempo que la asociación había dejado de ser una secta democrática de gentes que esperaban el reino de dios, compenetrados todos por el espíritu santo, y se orientaba en cambio a la formación de una catolicidad organizada en el sentido de la ortodoxia y en el de una coordinación jerárquica semipolítica de muchísimos simples hombres, que no ya «santos». Aquella transferencia de todas las supersticiones locales, regionales y étnicas al seno del cristianismo aumenta desde que, convertida la iglesia en entidad definitiva ortodoxamente oficial y terri-
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torial, es ya imposible, incluso para el más celoso, ir distinguiendo con escrupulosa depuración entre los capaces de persuasión por pedagógico adiestramiento y los meramente obligados a creer, a respetar como sea los ritos y las formas. Al arruinarse el Imperio de Occidente, las conversiones sumarias o forzadas de los bárbaros germánicos y eslavos aumentaron el capital de las creencias populares que habían de formar el pasto cotidiano de las masas, obligadas a profesar símbolos o creencias tan superiores o extraños a su ámbito mental como eran aquellos precipitados de tantas semi-filosofías. Todas estas poblaciones cristianas vivieron y siguieron viviendo, en realidad, a base de sus variopintas creencias, razón por la cual transformaron efectivamente los datos más comunes del cristianismo en motivos y ocasiones de nuevas y especiosas mitologías. En comparación con esa vida bárbaramente ingenua, las definiciones de los doctores y las decisiones de los concilios quedaban suspendidas en el aire, como ideología inasequible para las multitudes, como utopía doctrinal. ¿Cuáles fueron, pues, las razones y las causas, los motivos y los medios que mantuvieron unidos a los miembros de la asociación en los tiempos de los que se dice que la religión fue el alma y el fulcro de toda la vida? Prescindo aquí del dominio y la violencia, por no entrar en un capítulo bastante espinoso, al que suelen apelar los adversarios apasionados del cristianismo, capítulo que exhibe la historia de las tiranías más odiosas, de las persecuciones más feroces e inhumanas y de la hipocresía más refinada. Tantum religio potuti suadere maloruml Pues lo que me interesa observar es que la fuerza principal de la cohesión estuvo precisamente en esos despreciados medios materiales, cuyo uso, manejo y gobierno ha permitido a la asociación crecer hasta ser una poten-
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te organización económica, con sus cargos y su jerarquía, su derecho, sus siervos y esclavos, dependientes y colonos, ministros, protegidos y beneficiados. La propiedad eclesiástica representa toda una serie de variaciones, desde el óbolo del semicomunismo hasta la corporación legal, y desde ésta hasta la reunión de los legados, la constitución de los complejos latifundios y, luego, el feudo, con los corolarios de los diezmos y la hacienda y finanza de las almas, y hasta los intentos más modernos de una industria colonial (jesuítas), y tantas y tantas otras cosas. Lo que mantuvo la cohesión de los humildes fue principalmente, como lo sigue siendo hoy en parte, la serie de los beneficios de la limosna, de la asistencia a los enfermos, los abandonados y huérfanos, las viudas, etc., los beneficios de la gestión ordenada y metódica de los campos, la roturación de tierras nuevamente adquiridas para la agricultura. Estos son los medios que, como para cualquier otro ente mortal colectivo, hicieron de la asociación cristiana ima cosa vital, y, sobre todo en la Edad Media, permitieron a una reducidísima capa de adoctrinados utilizar ima vasta estructura económica para fines relativamente más elevados, más nobles, más altruistas y más progresivos que los que funcionaban en el ámbito de las posesiones estrictamente feudales o por obra de soberanos exactores, bandidos y piratas. La burguesía en sus diversas fases, por modos más o menos rápidos y de formas más o menos revolucionarias, ha hecho luego tabla rasa de toda esa economía de la propiedad del pueblo cristiano y la ha incorporado de modos diversos a la propiedad de pleno derecho privado, haciéndola así flùida en el sistema capitalista. En los pocos lugares en que esa propiedad de economía eclesiástica ha resistido parcialmente, y aún resiste ahora, a los golpes de la edad progresiva, ello se debe a que rea-
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liza todavía algunas funciones que las demás organizaciones públicas y el estado que las representa no asumen por sí mismos o toleran que sigan existiendo en la iglesia como en forma de concurrencia. La historia de esa economía es la médula de la interpretación de las variaciones del cristianismo que tendrá que elaborar la crítica posterior. Aquel Gregorio Magno que parece ya tan convencido de que el obispo de Roma está destinado a ocupar el lugar del desaparecido Imperio de Occidente, aquel Gregorio conocido por la mayoría de las personas cultas a causa de sus visiones, de su amor a la música y de su apostolado en la Anglia, fue el economista que dictó las normas de conducta del latifundio eclesiástico. A varios siglos de distancia y por todos los laberintos de semiestados y varias comunidades semipolíticas que se desarrollaron en el ámbito del siempre inestable y mal restaurado Imperio de Occidente, las extensísimas propiedades eclesiásticas, difundidas e incrustadas por todas partes, basaron el intento de aquella política que, desde Gregorio VII hasta Bonifacio VIII, quiso hacer del sucesor de Pedro el heredero de Augusto. Esta política no fue lo que fue simplemente porque los monjes cluniacenses la inventaran, ni porque Gregorio VII e Inocencio III fueran, como de hecho lo fueron, grandísimos hombres, sino sencillamente porque sólo en aquel vasto sistema económico se daban los datos suficientes para intentar un gran proyecto de organización, contra el cual, como es sabido, se rebelaron de varios modos no sólo los demás semi-potentados políticos de entonces, sino también, en algunos lugares de actividad industrial y comercial más adelantada (Flandes, Provenza, Italia del norte) y con varias intenciones, de ascetismo cenobítico o de civil libertad cristiana, una parte de las plebes y de las nacientes
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burguesías. Y de hecho, la humillación infligida a Bonifacio VIII en Anagni no es más que el punto culminante de la política de Felipe el Hermoso, que, como lejano precursor del principado revolucionario del siglo xvi, pone ya audazmente la mano por vez primera en la riqueza del pueblo cristiano. Y aquí querría detener esta disgresión, porque esta historia económica no ha sido aún realmente escrita, y no seré yo el que la ponga en marcha con estas incidentales observaciones. Pero me parece que los acostumbrados objetores dirán: y hecha esa historia económica, ¿ estará todo el resto clarísimo? Con lo cual nos encontramos en el caso de los que gustan de construirse castillos de naipes para tener luego la satisfacción de derribarlos de un soplido. En general, explicar un proceso consiste en resolverlo en las condiciones más elementales del mismo, hasta que se pueda distinguir y seguir (desde el mínimo discernible en adelante) las fases sucesivas, como yendo de premisas a consecuencias. Nadie pretenderá, por ejemplo, que ima vez conocida a fondo la estructura económica de la ciudad de Atenas entre fines del siglo v y principios del iv a. C. se pueda pasar de golpe, sin más, o sea, sin la ayuda crítica de todos los elementos intelectuales recogidos en la tradición, a entender todo el contenido ideológico de todos los diálogos de Platón. En realidad, lo que hay que explicar ante todo es el hombre Platón, o sea, sus disposiciones estéticas y mentales, su pesimismo, su fuga del mundo, su idealismo y su utopismo. Todo esto es producto de aquellas condiciones, las cuales se desarrollaron ideológicamente en el individuo Platón, igual que en tantos y tantos otros contemporáneos suyos que, de no ser por eso, no le habrían entendido, admirado y seguido hasta el punto de crear en torno suyo ima secta que luego ha vivido
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durante siglos con varias modificaciones. Si imo separa esa formación ideológica del ambiente en el cual nació, precisamente, como primera condición del cristianismo, la formación misma se hace incomprensible, o sea, casi absurda. Esto vale a potiori respecto de aquellas disposiciones e inclinaciones fantásticas o mentales que, en tan varia convivencia como lo ha sido la asociación cristiana con sus múltiples funciones y sus diversos intereses, produjeron la necesidad de tantas creencias, de tantos símbolos, dogmas, leyendas. Seguramente nos es más fácil entender las relaciones que vinculan de modo general todas esas ideaciones con ciertas condiciones materiales de la convivencia que explicar luego detalladamente todas aquellas ideaciones en su particular contenido. Esta dificultad de explicación adecuada aumenta por el hecho de que se trata de tiempos de catástrofes terribles, mezclas inauditas, decadencia de la aptitud científica adecuada; tiempos, en suma, para los cuales falta siempre el testimonio sin prejuicios, la crítica, la opinión pública; y las mentes más robustas, secuestradas y separadas de la vida, se inclinan a lo abstruso, sutil y verbalista. La difícil comprensión de cómo las ideologías nacen del terreno material de la vida es precisamente lo que da fuerza a la argumentación de cuantos niegan la posibilidad de una plena explicación genética del cristianismo. En general, es verdad que la fenomenología o psicología religiosa, como se la quiera llamar, presenta dificultades grandes y acarrea puntos bastante oscuros. No es siempre fácil entender del todo cómo los datos empíricos de la naturaleza y de la vida social se transmutan, en determinados tiempos y dadas ciertas disposiciones étnicas, pasando por el crisol de una particular fantasía, en personas, dio-
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ses, ángeles, demonios, y luego en atributos, emanaciones y ornamentos de esas personificaciones mismas, hasta llegar a entidades abstractas y metafísicas como el lògos, la bondad infinita, la justicia suma y así sucesivamente. En este campo de derivada y complicada producción psíquica estamos muy lejos de aquellas condiciones elementalísimas en las cuales nos es, por ejemplo, posible, mediante la observación y el experimento, seguir el nacimiento y el desarrollo de las primeras sensaciones, desde un extremo hasta el otro, o sea, desde los aparatos periféricos hasta los centros cerebrales en los cuales las excitaciones y las vibraciones se trasmutan en cosa conocida para la consciencia, lo que quiere decir que se mutan en consciencia. Pero ¿ es acaso esa dificultad psicológica un privilegio de las creencias cristianas? ¿No es más bien propia de la génesis de todas las creencias e ideaciones míticas y religiosas? ¿ Nos son acaso más claras las creaciones tan originales del primer budismo, o las más secundarias y casi sincretistas del mahometismo? Y, remontándonos más allá de estos sistemas de las grandes religiones, ¿ nos son acaso claros y transparentes a primera vista los procedimientos de la fantasía en la creación de los mitos elementalísimos de nuestros protopadres arios? ¿Nos es realmente fácil darnos razón puntual de todas las transiciones que ha necesitado la fantasía de tantas generaciones y a lo largo de tantos siglos para que el pramantha —o sea, el palo utilizado para obtener fuego frotándolo y agitándolo en el seno de otra estaca— se convirtiera poco a poco en el héroe Prometeo? Y eso que éste es el mito más célebre de la mitología indo-europea, aquel para el cual existen más datos que permiten seguir sus sucesivas fases embriogenéticas desde los antiquísimos himnos védicos en honor del dios Agni (el fuego) has-
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ta la creación ético-religiosa que es la tragedia de Esquilo. Estas producciones psíquicas de los hombres de siglos remotos presentan a nuestro entendimiento dificultades especialísimas. No podemos reproducir fácilmente en nosotros las condiciones necesarias para acercarnos al estado de ánimo interno que correspondió a esos productos. Hace falta una larga habituación para adquirir la capacidad interpretativa que es propia del glotólogo, el filólogo, el crítico, el prehistoriador, o sea, del que con el largo ejercicio y los reiterados intentos consigue como una consciencia artificial, coherente y armónica con el objeto que hay que explicar. Lo que pasa es que el cristianismo (y me refiero aquí a la creencia, la doctrina, el mito, el símbolo, la leyenda, no a la simple asociación en sus oikonomiká) nos resulta relativamente más fácil porque nos es más próximo. Vivimos en medio de él y tenemos que considerar constantemente sus consecuencias y sus derivaciones en las literaturas y en las varias filosofías que nos son familiares. Aún hoy mismo podemos observar cómo combinan las muchedumbres, así a grandes líneas, tanto las supersticiones atávicas cuanto las recientes con una aceptación mediana, o apenas aproximada, del principio más general que unifica todas las confesiones, el principio de la caída y de la redención. Vemos actuar la asociación cristiana, tanto por lo que hace cuanto por las luchas que sostiene, y podemos apelar al pasado para interpretar combinaciones análogas, cosa que muy pocas veces nos es posible al interpretar creencias remotas de nosotros. Todavía hoy asistimos a la creación de nuevos dogmas, nuevos santos, nuevos milagros, nuevos peregrinajes; y pensando en el pasado, podemos aún decir con mucha causa: tout comme chez nous! Quiero decir que disponemos de un capital de observación
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y de experiencia mitológica que nos permite revivir el pasado con esfuerzo bastante menor que el que hemos de hacer cuando nos vemos limitados al análisis documental de las condiciones más antiguas. ¿Cuándo se ha empezado a entender algo claro respecto del origen de la lengua sino cuando se vio que no teníamos al respecto más territorio de experiencia que el modo como los niños siguen hoy día aprendiendo a hablar? Además, para muchos el problema de los orígenes del cristianismo se oscurece por otro prejuicio, a saber, que se trata de una formación primerísima, casi de una creación ex nihilo. No se dan éstos cuenta de que los cristianos llegaron a serlo partiendo de otras religiones; ni de que el problema del origen se reduce ante todo y prosaicamente a identificar cómo los elementos preexistentes se han derivado en formas nuevas dentro del ámbito de la asociación, lo que alude al núcleo verdadera y propiamente nuevo de la neoformación. Estamos ya en tiempos históricos. De todas las religiones anteriores la que más conocemos es la forma del judaismo tardío, de mesianismo exaltado en una parte de la masa popular y de afilada casuística en la clase de los doctos. Conocemos más o menos los cultos, las supersticiones, las creencias de los varios paganismos del imperio, así como la disposición religiosa de una buena parte de los filosofantes de la época, casi todos decadentes, igual que las inclinaciones de las muchedumbres de entonces, más que nunca propensas a aceptar nuevas fes, nuevas promesas y la buena nueva. No se trata, pues, de creación, sino de transformación, con lo cual nos encontramos en el terreno de cualquier otra historia. Por ejemplo (y sigo hablando sumariamente y como por incidente): ¿cómo se ha convertido Jesús en el Mesías
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de los Hebreos (forma primitiva ebionítica), y cómo el Mesías de los Hebreos se ha convertido luego en el redentor de todos los hombres del pecado (Pablo), y, por último, cómo se ha combinado todo eso con el lògos del neoplatonismo de Filón (cuarto evangelio)? Ese es el esquema del proceso ideológico. Y luego, por otra parte: ¿ cómo la primitiva asociación comunista (de comunismo de consumo, por supuesto) de los que esperaban el próximo final del pecaminoso mundo y la universal catástrofe (Apocalipsis) se ha convertido en una asociación jerarquizada (iglesia) que, una vez diferida indefinidamente la expectativa del milenio (segunda epístola de Pedro), llega a ser ima organización que desarrolla ima economía y se complica progresivamente con atribuciones y funciones? En ese proceso que va de la secta a la iglesia, de la ingenua expectativa a la complicada fórmula doctrinal, está todo el problema de los orígenes. Al ampliarse la asociación resultaba oportuna la adaptación de ésta a las varias formas de derechos vigentes, y la difusión del platonismo decadente coincidía muy bien con la necesidad de doctrina. Es verdad que no podemos someter todas esas producciones a nuestra mirada y observación como en una crónica intuitiva. No asistiremos a las conversaciones de Felipe, Mateo, Pedro, Santiago y sus inmediatos sucesores, etcétera, como si estuviéramos escuchando a Cannile Desmoulins en un café del Palais Royal a las tres de la tarde del domingo 12 de julio de 1789. No podremos seguir la génesis y ía fijación de los dogmas como si se tratara de la composición de los artículos de la Enciclopedia. Estamos en tiempos de impresiones confusas y de fermentaciones nunca vistas. Grandes epidemias morales invaden los espíritus. Entran en un período de crisis aguda las relaciones más elementales de la vida. Por debajo de aquella civilización de la
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cuenca mediterránea que unificaba el poder político-administrativo del imperio con lo más útil y refinado del Helenismo, vegetaban mil formas de barbarie local y de decadencia pútrida y agusanada. ¡ Pensar que el cristianismo se asentó y cristalizó de hecho y de nombre, como cosa sustantiva, precisamente en la Antioquía de la molicie, cloaca de todos los vicios, y que Pablo dirigía a los Gálatas, o sea, a los judíos dispersos por un país de verdadera barbarie, sus sutiles meditaciones, las que nos lo revelan tan parecido a los hebreos que más tarde compusieron el Talmud! El cristianismo se ha difundido entre los humildes, los abandonados, las plebes, los esclavos, los desesperados de aquellas grandes ciudades cuya tenebrosa vida está apenas insinuada en la sátira de Petronio y de Juvenal, en las volterianas narraciones de Luciano y en los cuentos macabros de Apuleyo. ¿Qué sabemos concretamente de la condición de aquellos hebreos de la ciudad de Roma entre los cuales se difundió por vez primera en Occidente la nueva triste superstición, como dijo Tácito, la superstición que con el paso de los siglos creció hasta dar en el organismo social más poderoso que ha conocido la historia? No nos es posible reducir aquellos primeros orígenes a narración intuitiva, y por eso nos vemos obligados a reconstruirlos por conjetura y por combinatoria. Esta es la razón principal de la interminable literatura al respecto, particularmente por obra de los científicos alemanes, que suelen llamar teología a esta literatura crítica y erudita, aunque sea obra de autores en absoluto creyentes. La relativa oscuridad de los primeros orígenes produce en las mentes de muchos la curiosa creencia en un cristianismo verdadero que habría sido completamente distinto de todo lo que luego ha tomado el nombre de cristiano. Este cristia-
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nismo verdadero, o incluso originario, tan oscuro que cada cual puede entenderlo a su manera, contribuye a menudo a la polémica de esos racionalistas que, tras haber cubierto de invectivas esta iglesia empírica que conocemos por la historia o por nuestra experiencia, refuerzan su argumentación retórica apelando a la iglesia ideal, que habría sido la primitiva comunión de los santos. Este es un mito histórico como la Esparta de los oradores atenienses, como la Roma antigua de los gibelinos decadentes del siglo xiv, como todas las creaciones fantasmagóricas de un pasado paradisíaco o de un futuro todavía inalcanzable. Este mito ha asumido formas diversas. Los sectarios que se rebelaron contra la catolicidad, cuando apenas se iniciaba o cuando ya hacía tiempo que había triunfado, los sectarios, digo, que con espíritu de verdadera igualdad democrática y en determinadas circunstancias históricas, desde los montañistas hasta los anabaptistas, se alzaron contra la iglesia profanamente terrena y ortodoxamente jerárquica, tuvieron que reconstruirse con la fantasía el cristianismo verdadero, o sea, la simple vía protoevangélica, mientras proclamaban decadencia, aberración y obra de Satanás todo lo que había ocurrido después. A este cristianismo superverdadero apelaron muy a menudo los comunistas ingenuos, los cuales, a falta de adecuada idea del modo de ser de este injusto mundo de las míseras desigualdades, gustaban de construirse cuadros de sus propias aspiraciones, cuadros que podían encontrar sus motivos y sus colores en la poesía evangélica, igual que en tantos otros recuerdos verdaderos o fantásticos. Así le ocurrió hasta a Weitling (13), que compuso un Evangelio del pobre pecador. ¿Y por qué no recordar aquí a los sáint-simonistas que, fabulando un cristianismo más verdadero que aún había de
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llegar, proyectaron en él todas las aspiraciones de su acalorada fantasía? Por todas esas y por otras muchas causas anda como suspensa en la mente de muchos la fantasiosa imagen de un cristianismo ultraperfectísimo distinto —y hasta absolutamente distinto, según algunos— de todo lo que conoce como cristiano la historia vulgar desde la lapidación de Esteban, hasta que la Santa Inquisición se puso a mandar al otro mundo tantas catervas de infieles; desde que el descalzo pescador Pedro asumió con sus asustadas negaciones el papel de Sancho Panza, hasta que el Papa Pío se ha compensado con la infalibilidad por el poder terreno que iba perdiendo; desde el ágape ebionítico de los pobres visitados por el Paráclito, hasta los jesuítas que arman escuadras y organizan empresas comerciales como audaces precursores de la política colonial de la edad burguesa; desde el Rabino de Nazaret que declara que su reino no es de este mundo, hasta los obispos y demás prelados que ocupan durante siglos en su nombre, como propietarios y como soberanos, entre la tercera y la quinta parte de las tierras, según los países, sin renunciar siquiera en todas partes al jus primae noctis. El que por una u otra razón, aunque sea por simple hipocresía literaria, cree en aquel cristianismo verdadero, se enreda, como es natural, al querer explicar cómo ha nacido entonces este cristianismo menos verdadero o completamente aberrante que todos conocemos. Y se comprende, además, que aquel cristianismo superverdadero pueda convertirse en un milagro si no de la revelación, sí, al menos, de la ideología humana; nosotros, por nuestra parte, no estamos obligados a dar la explicación de tal milagro ni en nombre del materialismo ni en el de ninguna otra doctrina, y por la misma razón por la cual Labriola, 11
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la mecánica racional no está obligada a explicar ni el vuelo Icaro ni el del hipogrifo de Ariosto. Pero a pesar de todo conviene recordar que aquel cristianismo verdadero, idealmente contrapuesto por tantos a este otro bastante positivo y realísticamente humano que se ha desarrollado en condiciones accesibles a nuestro ordinario conocimiento, ha ejercido también él su función histórica, hasta el punto de que nos sirve de llave para penetrar más en el estado de ánimo y las relaciones de la vida de los cristianos primitivos. Aquel cristianismo verdadero fue como el símbolo de las varias rebeliones de los proletarios, de las plebes* de las gentes humildes, de los dominados, de los siervos, de los explotados, hasta el siglo xvi. Como ya he escrito en otra carta, este año, en mi curso académico, he podido ocuparme con detalle precisamente de Fra Dolcino, personaje en el cual culmina, y con cuyo fracaso declina, el movimiento de la secta de los Apostólicos. Una vez explicadas las condiciones generales del desarrollo económico y político de la Italia septentrional y media, y las condiciones más particulares del ámbito (o sea, de las clases sociales) en el cual surgieron y se difundieron los Apostólicos, pasé a explicar la doctrina mediante la cual Dolcino mantuvo unida la tropa de sus seguidores, tenacísimos e impávidos en su capacidad de combatir hasta el final como héroes, mártires y precursores de un orden nuevo de cosas en la vida de la humanidad. Esa doctrina es uno de tantos retornos apocalípticos al cristianismo puramente evangélico, o sea, es la negación de todo lo que la jerarquía había establecido y hecho desde el papa Silvestre (por lo menos el de la leyenda), negación reforzada por el ardor apostólico convertido en deber de combate por el sentimiento
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de la lucha. Es natural que la explicación primera de aquellas ideas, como dirían los literatos, se busque en los movimientos afines de las rebeliones antijerárquicas más próximas. Por una parte nos remontamos a los albigenses y, por otra, hasta aquellos movimientos plebeyos, confusos y pintorescos, que suelen llamarse genéricamente pataria; pero, además, hay que remontarse también a toda aquella agitación mística y ascética que varias veces tiende a desgarrar el imperio papal, desde el comunismo ideológico de Joaquín de Fiori hasta las resistencias activas de los fraticelli. Adentrándonos un paso más en esta investigación no es difícil descubrir, tras los místicos velos del ascetismo y la exaltada pasión por el cristianismo verdadero, las condiciones materiales y los móviles materiales por los cuales se concentran en torno a algunos símbolos de rebelión los hombres ínfimos del monacato, los campesinos de las tierras en las que el feudalismo vive aún, los campesinos de las otras tierras liberadas del feudo, que se proletarizan violentamente a causa de la formación de los municipios libres, y luego la gente menuda de los municipios mismos, tan despiadadamente corporativos; y por último, como siempre, los idealistas que convierten en causa de ellos la de los desheredados: los elementos, pues, de una revolución social. Desde esta explicación inmediata se puede pasar a una más general que consideraría típica. El movimiento de Fra Dolcino es uno de los momentos de la gran cadena de sublevaciones de las plebes cristianas que, con diversa fortuna y con complicación varia, se rebelaron contra la jerarquía y, en los momentos más agudos, se vieron llevadas a la consecuencia inevitable de la expectativa del comunismo. El caso clásico, la forma estrepitosa por las circunstancias de tiempo y por la extensión y la duración
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del movimiento fue sin duda la sublevación de los anabaptistas. Pero no fue poca cosa la sublevación de los dolcinianos, particularmente por las condiciones de precoz modernidad económica en las que se encontraba el valle del Po a principios del siglo xiv. Ahora bien, el instinto de la afinidad movía las mentes de los representantes y condottieri de las plebes sublevadas hacia la imagen o el confuso recuerdo, o la aproximada reproducción fantástica, de aquel cristianismo primitivo que fue todo él de gente humilde, afligida y sufriente y que esperaba la redención de las miserias de este pecaminoso mundo. El cristianismo verdadero al que apelaban con tanto ardor de fe y fantasía, por simpatía debida a semejanza de condiciones, aquellos rebeldes exaltados, fue una realidad, no en el sentido de lo ideal o lo típico abandonado en sus desviaciones por la aberración o la malicia de la debilidad humana, sino en el sentido del hecho pobremente empírico. El cristianismo primitivo fue, mutatis mutandis, en su tipo, en su conjunto, en su fisionomía y en sus motivos más afín a lo que Montano, Dolcino o Tomás Munzer intentaron restablecer en tiempos no adecuados que a todos los dogmas, liturgias, grados jerárquicos, dominios y posesiones, luchas políticas, supremacías, inquisiciones y demás semejantes miserias que son el marco de la historia humanamente terrena de la iglesia. En los intentos de estos rebeldes se entrevé más o menos, como si se hubieran propuesto dar en espectáculo un experimento del pasado, la figura originaria del cristianismo como secta de perfectos santos, o sea, de individuos absolutamente iguales, sin diferenciación de clero y laicos, sino todos igualmente capaces de espíritu divino, sans-culottes y devotos al mismo tiempo y todos de la misma manera.
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El problema más grave y más escabroso de toda la historia del cristianismo consiste precisamente en entender cómo de la secta de los absolutamente iguales nació en menos de dos siglos una asociación de diferenciados por jerarquía hasta el punto de que de un lado se encuentra el pueblo de los creyentes, y del otro, los investidos de potestad sagrada. Esta diferenciación jerárquica se completa con el dogma, lo que quiere decir: con un dictamen que suprime la inmediatez del creer en los fieles individuales en cuanto hecho de vocación personal. La jerarquía significa sacerdocio, administración de cosas y gobierno de las personas. De aquí nace la posibilidad de ima política, y la historia de la iglesia del siglo II se centra precisamente en torno a la búsqueda de esa política. El encuentro de la iglesia con el imperio en el siglo iv no es sino el resultado de la compenetración de dos políticas, con lo que al final acaban por confundirse la religión y el manejo de los negocios. En ese paso de la libre asociación a la organización casi estatal —paso que explica el que desde entonces la iglesia haya realizado siempre una acción política, de acuerdo con el estado, contra el estado o convirtiéndose ella misma en el estado— se cumple la norma común para toda asociación, a saber, que desde el momento que tiene cosas que administrar y funciones que cumplir se convierte por necesidad en un gobierno. La iglesia ha reproducido dentro de sí misma los contrastes propios de cualquier estado, o sea, las oposiciones entre ricos y pobres, protectores y protegidos, patronos y clientes, propietarios y explotados, príncipes y sujetos, soberanos y súbditos. Por eso ha tenido en su propio seno particulares luchas de clases, por ejemplo, entre el patriciado jerárquico y la plebe cenobítica, entre el clero alto y el bajo, entre la catolicidad y la secta. Hasta eí siglo xvi las
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sectas se inspiraron en gran parte en la idea de la vuelta al cristianismo primitivo, y por eso tiñeron a menudo los proyectos basados en las condiciones del presente con ima inspiración ideológica que tiene su punta de utopía. La iglesia que ha triunfado es, empero, la otra, la que, siguiendo los modos de proceder característicos del estado secular, en vez de seguir como sociedad de iguales en el espíritu santo se ha convertido en ima jerárquica asociación de desiguales, con ejercicio de derechos formales, con medios de imposición y de violencia, con imperio perfecto, amén de parte de otro imperio cedido por otros imperantes, y con el gobierno de las almas, el cual, como cualquier otro gobierno espiritual, se ejerce ante todo mediante el dominio sobre las cosas sin las cuales no pueden existir las almas. Estos atributos humanos que, dada la condición de desigualdad económica de los hombres, aproximaron la asociación religiosa a cualquier otro tipo de gobierno de las cosas de este mundo, mostraron por ima parte que la asociación de los santos no podía tener en tiempo alguno forma de existencia que no fuera utopía, y, por otra, explican la constante tendencia a la intolerancia y a la catolicidad en sus varias formas, porque esta asociación, desmintiendo al ingenuo mártir de Nazaret melancólicamente dejado en la cruz en los altares, ha hecho de este mundo su reino. Por seguir con el ejemplo que me es más familiar por mis recientes estudios, es verdad que el papado super-imperial se hundió en la persona de Bonifacio VIII, según la profecía de Dolcino, que le sobrevivió durante tres años; pero no para dar paso al Apocalipsis. Es verdad que se infligió al papado la humillación del destierro en Aviñon, pero no para que se inaugurara un nuevo imperio de Césares, según la utopía del Alighieri. Ya entonces se manifestaban los pródromos de la mo-
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dernidad, esto es, los anuncios del reino de la burguesía. Felipe el Hermoso de Francia, que anticipa de lejos el principado civil en el que dos siglos después la burguesía cubrió la primera etapa de su dominio político de la sociedad, mandaba los templarios al suplicio, como para significar que la epopeya de las cruzadas había de terminar a manos de cristianos. Y para que el verdadero motor y sentido de la situación quede recogido incluso en la anécdota que siempre denuncia y desenmascara los pasos más estridentes de la ironía de la historia, resulta que el encargado por el rey de Francia de preparar la humillación de Anagni no fue un capitán de banda feudal, sino un jurista que negoció el dinero necesario para la operación por medio de ima letra de cambio librada a un banquero florentino. Esos juristas, y los príncipes usurpadores de derechos históricos, y los banqueros acumuladores de dinero que más tarde se convertiría en capital, iniciaron la sociedad moderna, tan transparente en la prosaica estructura de sus intentos y de sus medios. Al igual que en las demás ruinas de la sociedad corporativa y feudal, así también se ha sentado en las ruinas del patrimonio eclesiástico esta cruel burguesía que, desafiando a las potencias misteriosas, ha inaugurado la era del pensamiento y de la investigación libre. Y está esperando que otro la derribe de su asiento; pero no será, ciertamente, el cristianismo, ni siquiera aquel super-verdadero. No sé ni dejo de saber si esos hombres del futuro de los que tanto nos preocupamos los socialistas producirán o no producirán religión; a ellos dejo el trabajo de su vida, que espero no sea leve, con objeto de que no se conviertan en imbéciles en paradisíaca beatitud. Lo único que veo claro es que el cristianismo en su conjunto es la religión de los pueblos más cultos hasta el momento y que
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no dejará lugar en pos suyo para otra religión. El que a partir de ahora no sea cristiano será irreligioso. Y, en segundo lugar, observo que los socialistas han hecho muy bien al escribir en sus programas que la religión es cosa privada. Espero que nadie entienda estas palabras en el sentido de una opinión teórica sobre la cual se pueda luego bordar ima filosofía de la religión. Esa observación puramente práctica significa simplemente que hoy los socialistas tienen demasiadas cosas que hacer, y más útiles y serias, para convertirse con los herbertistas, blanquistas y bakuninistas, etcétera, que decretaron la abolición de lo divino y decapitaron a dios en efigie. Los materialistas de la historia piensan, sin embargo, por su parte, y fuera de toda apreciación subjetiva, que los hombres del futuro renunciarán muy probablemente a toda explicación trascendente de los problemas prácticos de la vida cotidiana, porque primus in orbe déos fecit timor. La sentencia es antigua, y de valor perpetuo el enunciado.
X Resina (Nápoles), 15 de septiembre de 1897
Querido Sorel: al repasar, releer y retocar —pues he decidido darlas a la imprenta— las cartas que le fui escribiendo desde abril a julio últimos me ha parecido que forman una cierta serie y que en su conjunto llegan a decir algo. Sin duda que los pensamientos simplemente aludidos, los enunciados apenas desarrollados, las observaciones generalmente incidentales y las caprichosas críticas diseminadas por doquier, en suma, todas las cosas que se me ocurrieron al modo del que escribe currenti calamo, tomarían forma muy distinta, entrarían en muy distinta disposición, pasarían por elaboración nueva y meditada si tuviera la intención de componer un libro digno de un título altisonante, como, por ejemplo, El Socialismo y la Ciencia, o El Materialismo histórico y la Intuición del mundo, etc. Pero como, al hablar con usted a distancia, he utilizado amplia169
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mente libertades que son propias de la facultad discursiva, al recoger ahora estas cartas fugaces en la forma de un librillo impondré a éste un título modesto y adecuado: Discurriendo de Socialismo y de Filosofía, Cartas a G. Sorel. Este nuevo pecado de literatura minúscula se debe de nuevo a los insistentes consejos de mi amigo Benedetto Croce. Este benditísimo amigo se ha convertido en mi tormento y cruz (14). No me ha dejado en paz desde que leyó las cartas y me ha obligado a prometerle que las publicaría en forma de opúsculo. Si le hiciera caso me convertiría, a mis años ya nada verdes, en un continuo y perpetuo productor de papel impreso, mientras que a mí me gustó siempre en el pasado dejar dormir en los cajones las no pocas carpetas de papel escrito que he ido acumulando durante años y años en mi condición de docente y de apasionado escritor de cartas. En este caso especial Croce me decía además que era mi deber, ahora que el socialismo se amplía en Italia, contribuir a la vida del partido que crece y se robustece con los medios y en los modos más propios de mis aptitudes. Así sea. Pero habrá que ver si los socialistas sienten necesidad y deseo precisamente de una ayuda así. La verdad es que nunca he tenido demasiada inclinación a escribir para el público, y que jamás me interesé por el arte de la prosa, hasta el punto de que por lo general escribo tal como me sale. En cambio, siempre he sido, y sigo siéndolo, un apasionado del arte de la enseñanza oral en todas sus formas; y el atender a este trabajo con mucha intensidad me ha apartado durante muchos años de volver a decir por escrito (pero ¿quién podría volver a decir verdaderamente de viva voz?) lo que al enseñar se dice en forma espontánea, dúctil, rápida, adecuada al caso, con rique-
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za de alusiones y referencias. Al adherirme luego al socialismo, este renacimiento del espíritu me hizo más deseoso de comunicar con el público por medio de opúsculos, cartas ocasionales, mensajes y conferencias que se me multiplicaron durante estos años casi sin darme yo cuenta. ¿No son ésos, acaso, los deberes y las cargas del oficio? Y en este punto, hace precisamente dos años, vino mi bendito señor Croce a aconsejarme que publicara ensayos de socialismo científico, como para dar objetivo más sólido a mi actividad de socialista. Y como una cosa arrastra la otra, también estas ocasionales cartas pueden pasar como un ensayo subsidiario y complementario de materialismo histórico. Está claro, querido Sorel, que este discurso no va destinado a usted, sino sólo a mí; porque estoy buscando casi excusas para publicar otro librículo, ya que, como italiano, vivo en Italia. Probablemente si estas cartas mías son leídas por otros en Francia, aparte de usted, ellos dirán que no les he convencido de la verdad del materialismo histórico, y acaso repitan razonablemente las observaciones de algunos críticos de mis ensayos, a saber, que con las traducciones de una lengua extranjera no se puede cambiar el humor intelectual de una nación *. * En este pequeño volumen no quise sino contestar exclusivamente a las cuestiones que me habían suscitado por vías diversas las preguntas y las objeciones de Sorel. Por eso el lector no podrá encontrar aquí respuesta alguna, directa ni indirecta, a las varias críticas de las que fueron objeto mis Essais. He aprendido mucho de bastantes de esas críticas. Pasando por alto las reseñas de mera noticia y omitiendo las polémicas incidentales y las impertinencias gratuitas de algún escritor de mal gusto, agradezco vivamente a los señores Andler, Durkheim, Gide, Seignobos, Xenopdl, Bourdeau, Bernheim, Pareto, Petrone, Croce, Gentile y redactores de la Année Sociologique y el Novene Slovo las críticas con que me honraron. No puedo, empero, dejar de observar que he sido objeto de consideraciones contradictorias, por ejemplo, es usted demasiado marxista, ha dejado usted de ser marxista. Ambas afirmaciones son igualmente infundadas. La verdad es, simplemente, que yo he aceptado la doctrina del materialismo histórico y luego la he tratado según el estado actual de la ciencia... y según mi temperamento intelectual.
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Así escribiendo como para cerrar este asunto epistolar temo que me den ganas de seguir. ¿ No son las cartas multiplicables indefinidamente, como las fábulas y los cuentos? Por suerte me había propuesto desde el principio contestar en líneas generales a las preguntas que, rozando los temas de más dificultad, formula usted en su Prólogo, de modo que los términos mismos del escrito de usted me dan ima razón para terminar yo. Quién sabe adonde iría a parar si me abandonara al estro de la conversación; estas cartas se convertirían en una literatura. Y seguramente no me lo agradecería usted, aunque el señor Croce se alegraría mucho, pues él querría meter en todo el mundo su instinto de prolificación literaria. El señor Croce contrasta, curiosamente con las dulces costumbres de esta dulce Nápoles en la cual los hombres, como los lotófagos que despreciaban todo otro alimento, viven inmersos en el mero presente y no parece sino que a la vista misma de la estatua de G. B. Vico hagan alegremente mamola a la filosofía de la historia. Mas aun deseando terminar de ima vez he de apuntar todavía unas breves notas. Me parece, ante todo, que usted, no por curiosidad suya, sino como metiéndose intencionada y artificialmente en la piel del común lector, se pregunta: ¿hay algún modo de hacer entender por vía fácil y llana en qué consiste esa dialéctica que tan a menudo se invoca para dilucidar desde dentro el materialismo histórico? Podría usted añadir, según me parece, que el concepto de dialéctica resulta extraño a los empiristas puros, a los metafísicos supervivientes y a los evolucionistas populares que tan gustosamente se abandonan a la genérica impresión de lo que vive y muere, aparece y desaparece, nace y perece, sin expresar
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ellos con la palabra evolución más que lo incomprensible en última instancia, y no el acto de comprender. Mientras que, por el contrario, en la concepción dialéctica se entiende formular un ritmo de pensamiento que reproduzca el ritmo más general de la realidad en devenir. Si la cansada hora de estas cartas no lo prohibiera y si yo quisiera volver a empezarlo todo, antes de responder a tan grave cuestión apelaría al recuerdo del poeta griego que a la pregunta del tirano de Siracusa ¿qué son los dioses? pidió primero un día de tiempo, luego otro, luego otro y así sucesivamente sin fin. Y eso que para los poetas, que los crean, los inventan, los cantan y los celebran, los dioses deben de ser en verdad más familiares que la dialéctica a mí si uno me pusiera entre la espada y la pared con la obligación de contestar a la imperiosa pregunta. Y me tomaría tiempo —lo cual no es ajeno al pensar dialécticamente— diciendo (lo cual es una respuesta implícita): no podemos darnos adecuadamente cuenta de lo que es el pensamiento sino pensando en acto; es necesario habituarse con sucesivos esfuerzos a los procedimientos del pensamiento; es siempre bastante peligroso saltar de golpe desde el uso concreto de un modo de concebir hasta la definición genérica formal del mismo. Puesto, pues, entre la espada y la pared, y por no gravar el interrogatorio con estudios demasiado largos, arduos y complicados, yo remitiría al Antidühring, y señaladamente al capítulo titulado negación de la negación. Allí y en todo aquel libro se ve cómo Engels no sólo se ocupaba de explicar lo que estaba exponiendo, sino que se preocupaba aún más del mal uso que se puede hacer ae los procedimientos mentales cuando el que los maneja, en vez de pensar algo concreto en lo cual la forma del pen-
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Sarniento se manifieste viva, va a caer en los esquematismos a priori, o sea, en el escolasticismo, que no ha sido nota exclusiva de los doctores de la Edad Media, como si fuera asunto de curas, dicho sea con perdón de los ignorantes. Es posible hacer escolasticismo de cualquier doctrina. El primer escolástico fue Aristóteles en persona, a parte de tantas cosas más, empezando por un genio de la ciencia. Y ya se está haciendo escolasticismo en nombre de Marx. De hecho, la mayor dificultad que presentan la comprensión y la continuación del materialismo histórico no estriba en la intelección de los aspectos formales del marxismo, sino en la posesión de las cosas a las que son inmanentes aquellas formas, las cosas que Marx supo y elaboró por su cuenta y las otras muchísimas que tengamos que conceder y elaborar nosotros directamente. En los muchos años que he dedicado a la enseñanza anduve siempre convencido de que se daña grandemente las mentes juveniles cuando, en vez de sumergirlas con arte oportuno y flexible en una determinada provincia de la realidad para que, observando, comparando y experimentando lleguen poco a poco a las fórmulas, los esquemas, las definiciones, se empieza por utilizar en seguida estas últimas, como si fueran los prototipos de las cosas existentes. En sustancia, la definición de la cual se empieza es vacía, mientras que la única llena, y genéticamente, es aquella a la cual se llega. Al enseñar se ve lo peligroso que es el definir, según el sentido plebeyo que muchos dan a una sentencia del derecho romano que dice, en verdad, cosa completamente distinta. La didáctica no es la actividad que produce un nudo efecto de cosa fija (como un nudo producto), sino la actividad que engendra otra actividad. Al enseñar reconocemos que el núcleo primero de todo filoso-
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far es siempre el socratismo, o sea, el virtuosismo engendrador de conceptos *. Remitiendo al Antidühring, y a aquel capítulo * Remito en este punto a mi escrito sobre la Dottrina di Socrate, Nápoles, 1871, particularmente págs. 56-72, en las que se habla del método. A pesar de ello querría aducir algunos párrafos que facilitan la comprensión del momento socrático de toda forma del saber. «El estado primitivo de la consciencia humana, aunque corresponde a la época de la primera formación de la sociedad, se continúa y perpetúa también en los períodos posteriores de la historia, porque adquiere cierto carácter sustancial en las costumbres y fija su expresión en los mitos y la poesía primitiva. El sucesivo nacer Ír el lento desarrollo de la reflexión... no llegan a excluir de repente as diversas manifestaciones de la consciencia primitiva e irrefleja, y la transformación de los antiguos elementos en conceptos conscientemente aprendidos y pensados no se produce sino por un largo proceso y una lucha asidua, incesante y secular. Este proceso de transformación no se produce sólo por la acción de aquellos motivos intrínsecos de crítica y de examen que pueden llamarse teoréticos, sino que nace necesariamente de las colisiones prácticas entre la voluntad del individuo y la opinión tradicional expresa en la costumbre, y más tarde asume el carácter de una lucha social entre clase y clase, individuo e individuo. En la historia de esa lucha el elemento de vida primitiva que ofrece más materia de contrasteses la lengua... que conserva en las épocas posteriores la apariencia de una norma a la que todos los individuos tienen que adaptarse necesaria e inevitablemente. Pero cuando los hombres han dejado ya de hallarse instintivamente de acuerdo acerca de lo que debe llamarse justo, virtuoso, honrado, etc... y han perdido la fe en los tipos abstractos del mito y la leyenda en los que la fantasía primitiva había expresado e hipostasiado los criterios comunes... surge... en el individuo la necesidad de reconstruirse la certeza que antes tenía en la aceptación de un criterio común y natural, y se pregunta tí esti?, ¿qué es? En esa pregunta está contenido el interés lógico de Sócrates» (pág. 59). «La uniaad extrínseca de la palabra, que conserva una cierta apariencia de uniformidad en el constante valor fonético, no sirve más que para aumentar la confusión y la incertidumbre; porque mientras que antes somos vencidos por la ilusión de que las mismas palabras expresan las mismas representaciones, al final la convicción a que llegamos de la profunda separación entre nuestros conceptos y los ajenos se hace más evidente que aquella ilusión y acaba por desterrarla del todo» (pág. 62). «La pregunta tí esti (¿qué es?) circunscribe toda la investigación acerca del valor de un concepto, reduciéndola a la determinabilidad evidente de lo que se piénsa con él. El contenido, que a primera vista parecía expreso en la simple denominación, tiene que ponerse realmente en su inherencia e identidad; este proceso no puede realizarse de arriba a abajo, deductivamente, como diremos nosotros, porque falta todavía la consciencia de un valor lógico incondicionaao y absoluto» (pág. 65). «El punto de partida, o sea, el nombre que en su simple unidad fonética era antes el centro de la investigación, resulta al final término extremo del pensamiento, aquello a lo que se dirige uno al convertirlo conscientemente en expresión de un contenido evidentemente pensado; y las imágenes concretas que antes se agrupaban inciertamente en torno de la vaga denominación no toleran ya la nueva síntesis y tienen que descomponerse v buscar nuevo lugar; mientras que sólo el nuevo elemento obtenido mediante la investigación, o sea, el contenido constante de la representación, paulatinamente recogido por inducción, puede determinar la coordinación y la subordinación en la cual han de coexistir las imágenes» (páginas 66-67).
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particularmente, no pienso, pues, remitir a un catecismo, sino sólo a un ejemplo de habilidad dialéctica. Las armas y los instrumentos lo son sólo en obra; no cuando se exponen en vitrinas de museo. Si no tuviera que terminar de una vez me gustaría también detenerme a ilustrar el paso en que usted dice que Italia, como cuna común de la civilización, merece el homenaje de todos. Esas palabras pueden parecer un descuido cuando se está hablando de socialismo, puesto que éste, verdaderamente, no debe mucho a Italia. Pero si es verdad que el socialismo es el fruto de la civilización adulta, los maduros y ancianos de los demás países no harán mal en volver de cuando en cuando la mirada a ésta su cima. Pensando en Italia, que durante siglos ha hecho la mayor parte de la historia universal, todos pueden siempre aprender algo; y pueden darse cuenta de que ya la tenían en su propia tierra, pues esa Italia es el presupuesto de lo que ellos son ahora. Otros franceses han tenido en el pasado la impresión de que este país no era ya cuna, sino tumba de la civilización; y por tumba deben tenerla los más de los forasteros que la visitan como un museo, siempre ignorantes de nuestro presente. Se equivocan en esto, y, por doctos que sean, estos visitadores de museos siguen siendo siempre ignorantes, ignorantes de la vida actual de este país, que parece la vida del muerto resucitado, cosa por lo menos digna de notar. ¿En qué consiste realmente este renacimiento de Italia, y qué expectativa puede ofrecer a los que contemplen la generalidad del proceso humano sin prejuicios y sin preconceptos? * Por no * Al escribir estos fugaces apuntes acerca da la actual condición de Italia me extendí mucho. Luego, al dar estas cartas a la imprenta, decidí comprimirme, porque dentro de no mucho tiempo publicaré otro Ensayo en el que tendré ocasión de hablar con suficiente exten-
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hablar ya de las grandes dificultades que se encuentran al intentar tratar con intención objetiva y con criterios no tomados de los solos impulsos de la opinión personal la historia actual de cualquier país, hay que observar que en el caso de Italia habría que remontarse en ese intento hasta el siglo xvi, cuando el desarrollo inicial de la época capitalista, que había tenido en Italia la sede principal, se desplazó del Mediterráneo. Luego habría que llegar, a través de la historia de la sucesiva decadencia, hasta las premisas positivas y negativas, internas y externas de las actuales condiciones de Italia. No hará falta decir que mis fuerzas estarían desproporcionadas con la empresa, porque no tengo ni la más lejana intención de medirlas con ella en un discurso tan familiar como éste. El que supiera concretar en un libro semejante estudio podría afirmar haber concurrido a expresar de forma refleja la situación presente y la consciencia actual de los italianos *. Entre nosotros se es a menudo muy ciegamente optimistas o ciegamente pesimistas, en el sentido que los no-filósofos dan a esas palabras; particularmente porque en Italia hay una gran ignorancia del verdadero estado de los demás países, de modo que muchos estiman las condiciones indígenas no con el criterio comparativo y práctico sión de las causas remotas y de las razones próximas de la presente situación de nuestro país. * Realicé este examen, sumariamente al menos, al principio de mi curso académico de 1897-1898, dedicado a la caída del Anden Régime. Para explicar el desarrollo catastrófico de la sociedad capitalista en Francia necesité anteponer un conjunto de características de lo que llamamos la sociedad moderna, Pero como el desarrollo impedido o retrasado de la vida de Italia obstaculiza para muchos italianos la visión clara del mundo capitalista, tuve que precisar también las causas, las razones y los modos de la hora presente de nuestro país. Muchos socialistas italianos no veían hasta hace poco tiempo que los impedimentos al desarrollo capitalista eran otros tantos impedimentos a la formación de una sociedad proletaria capaz de acción política, y seguían siendo así, bon gré mal gré, unos utópicos, En diciembre de 1897 no podía yo prever el huracán que se desencadenó en Italia en mayo de 1898; pero el huracán me encontró preparado... para entenderlo, ¿Y qué más que entender podemos hacer en ciertos casos? Labriola, 12
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de la hora presente, sino con otro completamente ideal, hipotético y a menudo utópico. Y es singular el caso de que aquí, con tan gran resurgir de las ciencias de observación en el campo de la naturaleza —ciencias que, a decir verdad, se cultivan con intención particularista e incluso antifilosófica—, sea tan escaso el entendimiento positivo de las cosas sociales actuales, pese a ser tan grande en este mismo país el número de los sociólogos que suministran definiciones a los sedientos de verdad. Pero ya es sabido que los sociólogos tienen en todo el mundo una cierta curiosa antipatía por los estudios históricos, pese a ser obviamente la historia, para los profanos, la cosa en la cual se desarrolla la sociedad. En conclusión, pocos ven clara esta circunstancia de hecho, es a saber, que la burguesía italiana, ya objeto, como la dé cualquier otro país, de las iras y los odios de los humildes, los oprimidos, los explotados, y acosada y presionada por la gente menuda, es al mismo tiempo en sí misma inestable, inquieta, incierta, porque no puede ponerse a la par de la de los demás países en el campo de la concurrencia. Por esta razón y por otra, a saber, que del otro lado se encuentra con el papa * y el nada indiferente bagaje de éste, hecho de cosas que sólo los teóricos del liberalismo utópico proclaman ya caducadas para siempre; por esas razones, pues, esta burguesía que aún tiene que subir es íntimamente revolucionaria, * Ya varias veces, desde 1887, he tenido ocasión de combatir, hablando y escribiendo, los intentos de reconciliación entre Italia y el Vaticano. Pero en esa polémica no apelé nunca al materialismo ni al ateísmo, etc. como suelen hacer los ideólogos. Siempre apelé al interés práctico de nuestra burguesía, la cual, por decirlo brevemente, necesita a la fuerza dos símbolos: el Himno de Garibaldi y la Marcha Real. Una de las características de nuestro país es la imposibilidad práctica de un partido conservador propiamente dicho, porque aquí conservar significaría destruir. Nuestros clérigos, por lo demás, también ellos itálicamente prosaicos, tienen siempre presente el reino de Dios en la tierra, se dan a los negocios como retrasados humanistas e importan de Alemania y de Austria, como artículos de lujo, la teología y là erudición sagrada, la democracia cristiana y las cajas confesionales.
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como diría el Manifiesto. Y como no ha podido ser jacobina, cuando el serlo habría sido propio de su natural instinto, se ha calmado con la fórmula del rey por la gracia, a la vez, de dios y de la nación. Como esta burguesía no ha podido basarse en el desarrollo rápido de una gran industria, que en realidad tarda mucho en llegar, ni en la consiguiente conquista rápida de un gran mercado externo, dado el progreso lento e incierto de la economía nacional, en su mayor parte agraria, practica la política intermedia de los expedientes y desgasta la inteligencia en mera habilidad. Mírese el papel que está representando desde hace meses la escuadra italiana en Oriente (15): parece la zorra que, según la fábula, declara verde la uva que no puede alcanzar; pero, a diferencia de la de la fábula, esta zorra se encuentra entre otras zorras que custodian la uva ya capturada o están a punto de capturarla. Y entonces la zorra se hace idealista por falta de positividad. Por el abstencionismo reaccionario o demagógico de los clericales y por el muy lento desarrollo de la oposición proletaria, esta burguesía italiana se ha sentido y se siente como si fuera la nación entera, y a falta de partidos que dividan la sociedad da el nombre de partidos a las facciones que se reunen en torno de capitanes y procónsules, o de empresarios y aventureros de todas clases. Al aparecer por vez primera el socialismo, esa burguesía quedó atónita. Se engañan, por otra parte, cuantos creen que la agitación de las muchedumbres es siempre entre nosotros, como lo es a veces y en algunos lugares de Italia, indicio o pródromo del movimiento proletario que, como lucha económica sobre una base concreta o como aspiración política, tiende más o menos intensamente al socialismo en otros países. Aquí la mayor parte de las veces esta agitación es como la rebelión de las fuerzas
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elementales contra una situación en la cual no encuentran la coerción necesaria, la coerción característica de un sistema burgués capaz de regimentar el proletariado. Obsérvese, por ejemplo, la aguda forma de emigración que, salvo pocas excepciones, afecta a hombres capaces de ofrecer buenos brazos, una tenacidad incomparable y un estómago capaz de toda privación a la explotación del capital extranjero en tierra extranjera; se trata, en resumen, de trabajadores que dejan los campos, en los que sobran, o la artesanía en decadencia, fáciles de reducir a equipos de obreros industriales por la férula educativa del capital si la gran industria no tardara en desarrollarse, o de enviar por el capital nacional a las colonias, si las hubiera y si no le hubiera dado la locura de fundarlas donde parece casi imposible que existan*. En los últimos años Italia se ha convertido, cosa muy natural, en la tierra prometida de los decadentes, megalomaníacos, críticos en el vacío, escépticos por hastío y por teatro. Con la parte sana y veraz del movimiento socialista (el cual no puede por ahora, a causa de las circunstancias, sino preparar la educación democrática del pueblo) se mezclan, por tanto, muchos que, si se decidieran a ponerse la mano en el pecho, ten* «Italia necesita progresar materialmente, moralmente, intelectualmente. Espero que vosotros veréis una Italia en la cual el dispositivo atávico del cultivo de los campos habrá sido sustituido por la introducción de las máquinas y amplias aplicaciones de la química; y que veréis ya arrancada al curso superior de los ríos, y acaso a las olas del mar y a los vientos, la fuerza generadora de la electricidad, única que puede compensarnos por la falta de carbón fósil. Espero veáis la desaparición del analfabetismo y, con él, la de los hombres que no son ciudadanos y la de las plebes que no son pueblo. Tal vez seáis testigos y parte de una política cuya orientación esté determinada por la consciencia de la aumentada cultura y de la multiplicada potencia económica, y no ya por pedigüeñas alianzas y empresas fantásticamente aventureras que terminaron luego en actos de prudencia semejante a cobardía.» Así decía el año pasado en el discurso inaugural ae la Universidad de Roma, el 14 de noviembre, dirigiéndome a los jóvenes; y ésas son las palabras que tanto ruido han hecho (cfr. L'Università e la Libertà della Scienza, Róma, 1897, p&g. 50).
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drían que confesar que son decadentes, que lo que les mueve a agitarse no es la productiva voluntad de vivir, sino el indiferenciado hastío del presente; son unos leopardianos aburridos. He de terminar de una vez; pero siento como si me llegara al oído una ligera voz de protesta de aquellos compañeros tan predispuestos a objetar, y que esa voz dice: todo eso son sofistiquerías de doctrinarios, y lo que necesitamos es práctica. Evidentemente, de acuerdo, lleváis razón. El socialismo ha sido durante tanto tiempo utópico, proyectista, extemporáneo y visionario, que ya es hora de decir y repetir a cada momento que necesitamos práctica, para que los ánimos de los que lo profesan atiendan continuamente a medir las resistencias del mundo real y a estudiar constantemente el terreno en el cual tenemos que abrirnos la vía, que no es fácil ni blanda. Pero tenga cuidado mi hipotético crítico, no vaya a tomar él el papel del doctrinario; pues el entendido sabe que esta palabra designa una cierta disposición mental viciada por la abstracción y que tiende a pensar que las ideas en sí mismas excelentes y los frutos de las experiencias hechas en determinados tiempos y lugares han de aplicarse sin más a lo concreto y son óptimas para cualquier tiempo y lugar. La práctica de los partidos socialistas, comparada con cualquier otra política ejercida hasta ahora, es lo que más responde no diré que a la ciencia, pero sí a un procedimiento racional. Es la dura prueba de una constante observación y de una adaptación constantemente intentada; la dura prueba que consiste en orientar por una línea de movimiento unitario las tendencias del proletariado, a menudo deformes y a menudo antagónicas; es el esfuerzo por ejecutar designios prácticos con la ayuda de la clara visión de todas las relaciones que vinculan con complicadísimo
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trenzado las varias partes del mundo en que vivimos. Si no fuera por todo eso, ¿por qué se iba a hablar tanto de marxismo? Si el materialismo histórico no es sólido, entonces la expectativa del socialismo ha caducado y nuestro pensamiento sobre la sociedad futura es una creación de utópicos. Es verdad, desgraciadamente, que en todo el socialismo contemporáneo hay siempre en latencia un algo de neoutopismo *, como en el caso de los que repiten constantemente el dogma de la evolución necesaria y luego la confunden con una especie de derecho a un estado mejor, y así llegan a profesar que la futura sociedad del colectivismo de la producción económica, con todas las consecuencias técnicas y pedagógicas que resultarían del colectivismo, será porque debe ser, como olvidando que ese futuro tiene que ser producido por los hombres mismos, por las solicitaciones del estado en que se encuentran y por el desarrollo de sus capacidades. Felices ellos, que pueden medir el futuro de la historia y al derecho al progreso casi como el que dispone de un seguro de vida. Estos dogmáticos de las ideas baratas olvidan varias cosas. Primero, que el futuro, precisamente porque futuro, presente cuando nosotros seamos pasado, no puede constituir el criterio práctico de lo que hemos de hacer en el presente. El futuro será aquello a lo cual se llegará, pero no es la vía para llegar. En segundo lugar, la experiencia de estos últimos cincuenta años ha de inducir en los que son capaces de pensamiento y * Bernstein ha tratado hace poco con mücha habilidad, en algunos ingeniosos artículo? de la Neue Zeit, el utopismo latente también entre los marxistas. Muchos para los que la cosa cae de cajón se habrán preguntado ¿de quién habla? (Al escribir esas palabras en 1897 no habría imaginado que poco después aquel Bernstein cuya crítica elogiaba sólo en cuanto crítica iba a ser exhibido por todo el mundo como ejemplar máximo de reformismo por los colporteurs de la crisis del marxismo. Nota en la reimpresión).
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crítica la convicción de que a medida que aumen-r ta en los proletarios y en el pueblo modesto la capacidad de organizarse en partidos de clase la prueba misma de este complicado movimiento nos lleva a entender el desarrollo de la era nueva según una medida de tiempo que es bastante lenta en comparación con el rápido ritmo que concebían en otro tiempo los socialistas teñidos de jacobinismo resucitado. Y, dada una extensión tan grande de tiempo, nuestra previsión tiene que ser incierta teniendo en cuenta la complicación enorme del mundo actual y el ensanchamiento del capitalismo, o sea, de la forma burguesa *. ¿ Quién no ve que ya el Pacífico suplanta al Atlántico como éste hizo en su tiempo con el Mediterráneo? De modo que —en tercer lugar— la ciencia práctica del socialismo consiste en la noticia clara de todos estos complicados procesos del orbe económico y, paralelamente, en el estudio de las condiciones del proletariado, en cuanto éste va haciéndose apto para concentrarse en partido de clase y lleva a esa concentración el ánimo que le es propio, dada la lucha económica en la que arraiga la lucha política que es tarea suya realizar. Sobre estos datos más próximos nuestra previsión puede moverse con suficiente claridad de cálculo y puede alcanzar el punto en el cual el proletariado predomine materialmente y luego políticamente en el estado. En aquel punto que ha de coincidir con la impotencia del capitalismo para sostenerse, pero que nadie ha de imaginar como un ruidoso catapúm, empezaría lo que mu* También las crisis se han desplazado a causa de esta multiplicación de los centros de producción y por los cruces y las interferencias resultantes. En vez de la periodicidad (que para Marx era de diez años, de acuerdo con el ejemplo típico inglés), se nos presenta ahora el estado difuso y crónico de la crisis. La cosa se ha convertido en argumento importante para los que combaten las previsiones catastróficas. Con ellos se quiere imputar al marxismo en cuanto doctrina los errores de previsión y cálculo en que haya podido incurrir Marx* que vivió dentro de determinados! límites ae tiempo, espacio y circunstancias.
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chos llaman enfáticamente la revolución social par excéllence, no sé por qué, puesto que toda la historia es la serie de las revoluciones de la sociedad. Ir más allá de aquel punto con los razonamientos es como querer confundir éstos con los artificios de la imaginación. Ha pasado el tiempo de los profetas. Bienaventurado Fra Dolcino que en tus tres cartas * pudiste transfigurar los accidentes políticos del momento (el papa Celestino y el papa Bonifacio VIII, los de Anjou y los de Aragón, los güelfos y los gibelinos, las míseras plebes y los patriciados de los municipios, etc.) en tipos ya simbolizados por los profetas y por el Apocalipsis, midiendo por años, meses y hasta días, con sucesivas correcciones, los tiempos de la providencia. Pero el hecho es que fuiste un héroe, y eso prueba que aquellas fantasías no fueron la causa de tu obrar, sino el envoltorio ideal en el que te dabas razón a ti mismo, como tantos hicieron durante todo un siglo antes, incluido Francisco de Asís, del desesperado movimiento de las plebes contra la jerarquía papal, contra la burguesía ya fuerte en los municipios y contra la naciente monarquía absoluta. Todos aquellos envoltorios se desgarraron, incluso la religión de las ideas, como dicen los que usan jerga de hipócritas para mostrar cierta supersticiosa reverencia por la religión de los demás. Hoy día ya sólo los imbéciles pueden lícitamente ser utópicos. La utopía de los imbéciles es cosa ridicula o capricho de literatos visitadores del falansterio de muñecos inventado por Bellamy. Aquel modesto Marx, todo él prosa de ciencia, fue recogiendo modestamente en la presente sociedad los primeros indicios de las transiciones hacia la sociedad futura, como, por ejemplo, el nacimiento de las cooperativas (de las * Como es sabido, de una de ellas no nos quedan más que fragmentos indirectamente conservados.
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verdaderas) en Inglaterra y cosas análogas, y se resignó (particularmente en el trabajo prestado en la Internacional) a la función de comadrona, que no es precisamente la de autor del futuro. El y Engels hablaron de la sociedad del futuro —dada la hipótesis de la dictadura política del proletariado— no en el aspecto intuitivo de cómo se presentará al que la vea, sino en el aspecto del principio directivo de la forma, o sea, de la estructura económica, y particularmente en antitesi s con la presente sociedad. Por lo demás, si alguien necesita vivir desde hoy en el futuro, sentirlo y experimentarlo en su epidermis, y si perorando en nombre de las ideas quiere ya investir con sus derechos y deberes a los componentes de la sociedad futura, es muy libre de hacerlo. Permítame sólo, puesto que también yo tengo derecho a mandar mi tarjeta de visita a los por nacer, expresar la esperanza de que los seres del futuro, no tan trashumanizados como para no poder ya compararse con nosotros, conserven de la alegre dialéctica de la risa lo suficiente para divertirse humorísticamente con los profetas de hoy. Termino de verdad; ahora le tocaría a usted, de apetecerle, el volver a empezar.
Apéndices
1. Postscriptum a la edición francesa
Frascati (Roma), 10 de septiembre de 1898
Aunque Sorel no ha dado hasta ahora señal alguna de querer empezar de nuevo, es posible que lo intente más adelante. Pero tengo ahora motivos para temer que, si volviera a empezar, lo haría por un camino inesperado para mí, puesto que se ha decidido a escenificar «La crisis del socialismo científico» (cfr. su artículo en la Crítica social del 1.° de mayo de 1898, págs. 134-138), precisamente a propósito de las publicaciones de Merlino que él mismo había criticado tan ásperamente el año anterior en el Devenir Social (octubre de 1897, págs. 854-888). Pero vuelva o no a ocuparse de estos problemas generales teniendo en cuenta lo que yo he escrita en estas cartas que le dirigí, me interesa decir, para evitar malentendidos y para que los lectores no caigan en equívoco, que yo no le seguiría en sus inmaduras y prematuras elucubraciones so186
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bre la teoria del valor (Journal des Economistes, Paris 15 de mayo de 1897; Socialistische Monatshefte, Berlin, agosto de 1897; Giornale degli economisti, Roma, julio de 1898). Sin entrar en la materia de tales elucubraciones, cosa que no se puede hacer incidentalmente ni como pasatiempo, no querría de todos modos verme citado, a cambio de la compañía poco definida de Sorel, entre los ejemplos de la crisis del marxismo (cfr. Th: Masaryk, Die Krise des Marxismus, Viena 1898, trad. frane, en la Revue de sociologie, julio de 1898, donde se cita al señor Sorel en apoyo de tan precioso descubrimiento literario). Pienso que en esta crisis entran muchas dramatis personae que no han aprendido aún bien su papel, o tienen miedo de aprenderlo o son, si no, pésimos actores. Esas mismas reservas, y aun con mayor insistencia, debo ampliar a Croce por lo que hace a su informe Per la interpretazione e la critica di alcuni concetti del Marxismo, Nápoles 1897 (reproducido en el Devenir Social, año IV, fascículos de febrero y marzo de 1898). Aunque aquel escrito parece concebido (y así lo dice el autor en la página 3) como una reseña libre de mi Discurriendo, el hecho es que, aparte de bastantes observaciones útiles de metodología histórica y de algunas sagaces notas de táctica política, contiene enunciados teóricos que no tienen nada que ver con las publicaciones y opiniones mías, sino que son incluso diametralmente opuestas a las mismas. ¿Habré de dedicarme a una polémica explícita, ex-professo, contra el conjunto de esa disertación, digna de ser leída por muchas otras cosas? ¿Por qué y para qué? Dejo gustosamente al libre reseñador la libertad de sus opiniones, siempre que éstas no aparezcan a los ojos de los lectores como complemento de las mías y por mí aceptadas.
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Sin embargo, no puedo contentarme con la genérica reserva que basta para Sorel, sino que debo detenerme en algunos puntos sumarios de crítica. Pasaría sin más por alto las sutiles distinciones escolásticas en que insiste Croce entre la ciencia pura y la aplicada, entre el hombre oeconomicus y el hombre moral, entre el egoísmo y el cálculo, entre el ser y el deber-ser, y otras más, porque es elemento de mi oficio de profesor la tolerancia del escolasticismo tradicional, que en algunos casos puede servir para el primer adiestramiento de los ingenios juveniles, aunque no es ciencia plena y concreta. ¿ Cómo podría el astrónomo impedir que la gente hable del sol diciendo que sale y que se pone? A lo sumo podría remitir por vía analógica y como aproximación a los capítulos VI y VIII de mi Materialismo Storico, donde se muestra paso a paso que los factores indispensables para el conocimiento empírico e inmediato se transforman, llegados a cierto punto, en aspectos o momentos (según los casos) de un complejo cognoscitivo unitario. Pero, me pregunto yo empezando por lo mínimo, ¿cómo es posible que quien aún tiene el cerebro encerrado en las estrecheces de la lógica de la inmediata comprensión empírica se atreva a enfrentarse con el problema del marxismo, que está —o pretende al menos estar, digámoslo así por ser cortésmente cautos con los adversarios— por encima de esas vulgares distinciones? ¿No será una lucha con armas demasiado desiguales? Casi casi invitaría a Croce a volver a poner a prueba su arte crítica en otro campo de estudio, por ejemplo, a leer apresuradamente un tratado de energética —por ejemplo, el reciente de Helm— y mandar al infierno a todos los Helmholtz y R. Mayer de este mundo para volver a entronizar, según el sentido común,
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la luz que es siempre luminosa y el calor que es siempre caliente. ¿De dónde obtiene Croce—y precisamente al ocuparse de Marx— la convicción de que, además de las varias economías que se han sucedido en la historia y respecto de las cuales la economía capitalista-industrial es, por así decirlo, un caso particular (pero el único, obsérvese, que tiene hasta ahora su teoría, la cual existe en muchas variantes de escuelas y subescuelas), hay una economía pura que da ella sola luz y orientación general de interpretación a todos esos casos o, por mejor decir, a todas esas formas de prosaica experiencia? ¿Un animal-en^sí, además de todos los animales visibles y ostensibles? ¿Y qué contendría esta economía del hombre suprahistórico y suprasocial, más aburrido que los superhombres de la literatura y de la filosofía? ¿ Tal vez la nuda doctrina de las necesidades y los apetitos, dada simplemente la naturaleza externa, pero sin experiencia de trabajo, sin instrumentos y sin correlaciones precisas, de comunidad o de sociedad? La tesis podría aún admitirse para la psicología conjetural de la prehistoria, pero ocurre que en la intención de sus sostenedores esta economía del hombre en sí ha de ser perpetua y actual, y aquí realmente me pierdo. Un ejemplo (pág. 10): «Mantengo la construcción económica de la tendencia hedonística, la utilidad-ofelimidad, el grado terminal de utilidad y, por último, la explicación (económica) del beneficio del capital como nacido del grado diverso de utilidad de los bienes presentes y los bienes futuros. Pero esto no satisface el deseo de una explicación sociológica del beneficio del capital, y esta explicación, con las demás de la misma naturaleza, no se puede hallar sino por la vía por la cual la buscó Marx.» Mi amigo Croce es hombre verdaderamente insaciable. Y su insaciabilidad podría
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hacer creer a quien no le conociera que es un hombre caprichoso. Acepta d'emblée todo un sistema de economía que pretende abarcar todo lo cognoscible económico. Sistema, además, bastante conocido en Italia, donde tiene representantes notables, y continuadores y perfeccionadores, como dicen de Barone por lo que hace a la doctrina de la distribución. Confirmando su profesión de fe, que por fuerza es sumamente alegre, puesto que hedonista, subraya que acepta la explicación económica (¿ pero es que puede ser noeconómica?) del «beneficio del capital como nacido del grado diverso de utilidad de los bienes presentes y los bienes futuros». ¿Qué le falta entonces para llamar imbécil v ocioso a Marx, que por vías completamente diversas se ha afanado por buscar el origen y la distribución de la plusvalia, cosa a la cual se reduce en última instancia su actividad específica de crítico e innovador en economía? La bendita fórmula del DD', o sea, del dinero que vuelve a encontrarse en dinero con hermoso incremento, fue como una idea jija en la cabeza del Marx investigador, y como el fulcro de su investigación. Pero Croce, hecha su profesión de fe de hedonista convencido y como el que, habiendo ya bebido y comido hasta saciarse, quiere volver a beber y a comer, se dirige a Marx para pedirle una teoría sociológica que sea complementaria de la económica en la que Croce está tan firme y decidido. Pero Marx no puede decirle más que esto: mande usted al infierno esa fábula hedonística, porque si no será inútil interrogarme sobre esas futesas, pues yo no puedo ofrecerle sino lo absolutamente opuesto. Y efectivamente Croce se ve obligado a construirse un Marx distinto —no diré si mucho o poco— del verdadero, para que sus principios puedan resultar conciliables con los indiscutibles de los hedonistas. Al hablar de cómo Marx «pudo
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llegar a descubrir y definir el origen social del beneficio, o sea, de la plusvalía», concluye con esta sentencia (pág. 12): «En pura economía, plusvalía es una palabra carente de sentido, como se ve por la denominación misma [soprawalore], ya que un supravalor es un extravalor y se sale fuera del campo de la economía pura. Pero tiene un sentido y no es un absurdo, como concepto de diferencia, en la comparación que se hace entre una sociedad económica y otra, entre dos hechos ó entre dos hipótesis». Y luego añade en nota: «Corrijo un error en que caí en una anterior memoria mía y en la cual, aun diciendo rectamente que la plusvalía no es un concepto puramente económico, la definí inexactamente como concepto moral, mientras había de decir, como digo ahora, concepto de diferencia de sociología económica y de economía aplicada, y no de economía pura. La moral no tiene nada que ver con esto, como no lo tiene con nada de la investigación de Marx.» Preveo que al llegar a su tefcera memoria sobre el tema Croce confesará que pudo corregir el primer error porque se trataba al menos de la generalización de una opinión obvia en el socialismo vulgar, a saber, que la plusvalía es el compendio de las protestas de los explotados; pero que no puede corregir el segundo error porque él mismo no consigue ya descifrar plausiblemente lo que dijo. Y no sólo por el continuo equívoco entre beneficio, interés y plusvalía, sino también porque en muchos lugares adopta el concepto de sociedad trabajadora como si fuera una forma sustantiva (pero, digo yo, ¿contrapuesta a cuál, a la de los santos del paraíso?), y dice: «Marx comparaba la sociedad capitalista con una parte de sí misma aislada y elevada a existencia independiente, o sea, que establecía la comparación de la sociedad capitalista con la sociedad económica en sí misma (pero sólo en cuanto so-
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ciedad trabajadora)», a lo que se añade: «Por tanto, la economía marxista es la que estudia la abstracta sociedad trabajadora» (págs. 12 y 13). Si alguien siente la necesidad de liberarse del maléfico bacilo metafisico que induce a tales razonamientos le aconsejaría como remedio la lectura no ya de las polémicas de los economistas —ni, en particular, las que en Alemania se ocasionaron par las publicaciones de Dietzel, que pueden parecer suspectas—, sino la de la Lógica de Wundt (voi. II, parte II, págs. 499-533), en la cual, y dicho sea incidentalmente, se aduce poco más allá de las páginas citadas, como ejemplo típico de ley social (parece increíble, porque Wundt no es precisamente suave con los sociólogos y con las llamadas leyes sociales), precisamente la plusvalía según Marx (ibid., págs. 620622). Después de todo, esta economía pura —como es corriente llamarla en Italia, país siempre del énfasis y la exageración—, o sea, esa tendencia de investigación y de sistema que, tras los comienzos insuficientes o ignorados u olvidados de Gossen, Walrass y Jevons, se ha ido desarrollando hasta lo que ahora tiene el nombre vulgar de escuela austríaca, no es ni en las premisas ni en los métodos sino una variante teórica de la interpretación de los mismos datos empíricos de la vida económica moderna que han constituido siempre el objeto de los estudios de las demás escuelas. Se distingue de la escuela clásica (que, como ha mostrado R. Schüller, Die klassische Nationabòkonomie, Berlin 1895, no fue tan anti-histórica como pareció a muchos) por la tendencia a un grado de abstracción y generalización más alto. Intenta poner más en claro los estados psíquicos que preceden y acompañan los actos y las relaciones económicas. Usa y abusa de los expedientes matemáticos. No es la suprahistoria, aun-
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que utiliza con bastante frecuencia las robinsonadas, disimuladas por el velo de una sutil psicología individualista; tan poco suprahistoria es que toma de la historia actual dos datos y hace de ellos presupuestos extremos, a saber, la libertad del trabajo y la libertad de concurrencia llevadas hipotéticamente al máximo. Por eso la teoría es captable, comprensible y discutible en lo que dice, pues se puede comparar con la expe* rienda de la que a menudo es interpretación forzada y unilateral. (El público francés puede ahora leer la exposición clara, llana y sumaria de la teoría del valor de esta escuela en el libro de E. Petit Étude critique des différentes théories de ta Valeur, Paris 1897). Volviendo a Croce: me es imposible disimular mi asombro por el hecho de que (en las notas 1 y 2 a la pág. 14) crea poder criticar a Engels el que éste llame una vez histórica a la ciencia de la economía y luego otra vez hable de economía teorética. Para el que se contente con la aclaración del asunto terminológico bastaría con decir que en aquel contexto histórica se opone a natural en el sentido de fijo e inmutable (las famosas leyes naturales de la economía vulgar), mientras que teorética se dice por oposición al conocimiento groseramente descriptivo y empírico. Pero hay más. Una teoría no es sino la representación lo más perfecta posible de las relaciones de condicionalidad recíproca entre los hechos que aparecen homogéneos, aproximables y conexos en un determinado campo de la experiencia. Pero todos esos varios grupos de hechos son momentos de un devenir. Si un fisiólogo, tras haber expuesto la teoría físico-mecánica de la respiración pulmonar, declara que la respiración no está vinculada a la existencia del pulmón, y que el pulmón mismo es un particular hecho genético en la historia general de los organismos, ¿habrá que preLabriola, 13
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sentarlo como imputado ante el foro de otra economía pura, quiero decir, ante el de una fisiología purísima que estudie el ente vida, pero no los vivientes? Croce, en efecto, critica (passim) a Marx por no haber éste fijado las relaciones entre su investigación y los conceptos de economía pura, para mostrar (pág. 3) «con metódica exposición cómo los hechos aparentemente más diversos del mundo económico están regidos en último término por una misma ley o, lo que es lo mismo, cómo esta ley se refracta por modos diversos al pasar por organizaciones varias, sin cambiar ella misma, porque de no ser así se carecería del modo y el criterio mismo de la explicación». En este punto Marx no tendría qué contestar aun en el supuesto de que le apeteciera. Marx ya no tiene nada que ver con esto. Y ni siquiera se trata ya de las generalizaciones de la escuela hedonística> a decir verdad demasiado abstractas, pero siempre dentro de los procesos lícitos de abstracción y aislamiento propios de cualquier ciencia que ; partiendo de la base empírica, intente alzarse hasta principios. Aquí nos encontramos con una ley económica que atraviesa con misterio, como un casi-ente, las varias fases de la historia para que éstas no se descosan. Esta ley es la mera posibilidad, lo que quiere decir que es ima imposibilidad. El señor Dühring —defendido en cierta manera acá y allá— queda propiamente rebasado. Se vuelven a presentar aquí dificultades en la concepción preliminar de todo problema científico por las cuales resultan incomprensibles / no sólo Marx, sino también tres cuartas partes . del pensamiento contemporáneo. La logiquilla formal de feliz memoria se convierte en àrbitro del saber. Atendamos, pues, al texto, tan difuso en Francia en el pasado, de Port-Royal. Partamos j de un concepto de máxima extensión y mínimo ^
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contenido y, por incremento de mecánica notación, lleguemos a un concepto de extensión mínima y contenido máximo. Y si luego tropezamos con un proceso real, con el paso, por ejemplo, del invertebrado al vertebrado, o del comunismo primitivo a la propiedad privada del suelo, o de la indiferencia de las raíces a la diferenciación temática de verbo y nombre en el grupo ariosemítico, en vez de detenernos ante estos hechos como casos de epigénesis laboriosa y realmente ocurrida, escribiremos en un concepto ya limpio y preconcebido, con fácil método de notación, primero una A, luego una a, luego una a1, luego 2 3 una a , luego una a , y así sucesivamente; y con eso todo estará bien ordenado. Me parece que basta ya de estas cosas. La consecuencia son algunos enunciados más bien curiosos (pág. 2): «Es una sociedad (se entiende la estudiada por Marx en El Capital) ideal y esquemática, deducida de algunas hipótesis que habrían podido también no presentarse nunca en el curso dé la historia». Aquí Marx se convierte en ilustrador teórico de una casi-utopía. Y luego (pág. 4): «Marx tomó fuera del campo de la pura teoría económica una proposición, que es la malfamada igualdad de valor y trabajo». ¿Y de dónde la ha tomado? Tal vez, como dicen algunos, ha llegado a ella «llevando hasta las últimas consecuencias un concepto poco afortunado de Ricardo». Al cual Ricardo habría que expulsarle, verdaderamente, de la historia de la ciencia, porque aparte de eso no ha hecho nada más afortunado. En cierto lugar Croce (pág. 20, nota) se enfada con Pantaleoni porque éste «combate a Bohm-Bawerk preguntándose de dónde obtiene el prestatario del capital lo suficiente para pagar el interés». En realidad, Pantaleoni (Principii di Economia Politica, pág. 301), dice: «la causa que engendra el interés está en la pro-
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ductividad del capital como bien complementario en un proceso técnico ventajoso que exige cierto tiempo, y no en la virtud del tiempo, el cual dejaría las cosas tal como las encuentra». Aquí, y durante todo un capítulo, Pantaleoni, con el tipo de razonamiento característico de su tendencia, repite a su manera la explicación del interés por la productividad del (dinero-) capital que, victoriosa ya en el siglo x v i i en las polémicas con los moralistas y los canonistas, aparece por vez primera en su forma elementalmente económica con Barbón y Massey. Aquella explicación es la única que puede enunciar el economista mientras no se hace objeto de crítica la productividad del capital, evidente prima facie; y eso es lo que ha llevado luego a Marx a la fórmula más general y al principio genético de la plusvalía. En aquel mismo capítulo Pantaleoni polemiza hábilmente contra Bohm, el cual, como diría Croce, «da la explicación (económica) del beneficio del capital como nacido del grado diverso de utilidad de los bienes presentes y los bienes futuros» *. Por pasatiempo se puede escenificar una pequeña farsa ideológica así concebida: se supone, por una parte, la legítima expectativa del acreedor y, por otra, la honrada promesa del deudor; esos dos atributos psicológicos que tanto honran la * Al repasar las pruebas de imprenta noto que el lector podría caer en error acerca del carácter de este escritor. El Pantaleoni al que aquí defiendo es también él un representante del hedonismo que Croce, usando la conocida imagen de los dos focos de la elipse, querría conciliar con el marxismo, y hasta es representante extremo de esa escuela. Tan extrema es la orientación de Pantaleoni £ue al inaugurar su curso de este semestre en Ginebra (cfr. el Discurso inaugural, reproducido en el fascículo de noviembre del Giornale degli Economisti, págs. 407-431) llega a expulsar de la historia de la ciencia —puesto que ésta no puede registrar los errores— el nombre de Marx \ibid., pág. 427). Tiene bastante mala opinión de los socialistas en general y de los socialistas italianos en particular, y los considera locos, violentos y cosas peores (cfr. su carta del 12 de agosto último en las págs. 101-110 del opúsculo del profesor Pareto La liberté économique et les Evénements d'Italie, Lausanne, 1898, señaladamente págs. 103 ss.).
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excelencia de sus ánimos se subrayan con la dé* bida intensidad; luego se supone que acreedor y deudor son homines oeconomici tan perfectos cuanto sea necesario suponerlo, pues nacieron con los diagramas de Gossen * impresos en el cerebro; luego se añade la nación de tiempo abstracto, y una vez constituida la santa trinidad de expectativa, promesa y tiempo se atribuye a la misma la virtud de transmutarse en ese añadido de valor que há de encontrarse, por ejemplo, en los zapatos producidos con el dinero prestado para que el prestatario pueda en último término, y aun ganando él algo si no quiere morirse de hambre, solvere debitum cum usura. Pero esto es poner la ciencia en la picota. En realidad, el tiempo no es en la economía, como tampoco lo es en la naturaleza, más que la medida de un proceso, y en la economía se trata del proceso de la producción y la circulación (o sea, en último y debido análisis, del trabajo). Y el tiempo es también medida del interés sólo en cuanto entra en la economía en ese primer respecto. Un tiempo que en cuanto tiempo actúe como causa real es un mito. (Acerca de los restos míticos en la representación del tiempo véase Zeit und Weile en las Ideale Fragen de M. Lazarus, Berlin 1878, páginas 161-232). Si hemos de remontarnos hasta la mitología, volvamos a poner en el cielo mismo, más allá del Olimpo, aquel Kronos antiquísimo que el vulgo griego confundía con chrónos (tiempo); y si las esperanzas, las expectativas y las promesas son por sí mismas causas reales de hechos económicos, entonces entreguémosnos francamente a la magia. Hasta en la misma magia parece excederse Croce, por inadvertencia o por barroquismo, cuan* Sobre estos diagramas me interesa aludir a la fuerte crítica del agudísimo Lexis (artículo Grenznutzen en el I Supplementband al Handworterbuch de Conrad).
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do escribe (pág. 16): «Y si, en la hipótesis de Marx, las mercancías aparecen como gelatinas de trabajo, o trabajo cristalizado, ¿por qué no podrían aparecer en otra hipótesis como gelatina de necesidades o cantidad de necesidades cristalizadas?» ¡Dioses santos! Marx no fue, verdaderamente, un modelo de lo que se llama dicción clásica, particularmente por lo que hace a la plasticidad, la transparencia y la continuidad de las imágenes. Marx fue más bien un barroco. Pero sus imágenes, a menudo raras, mas nunca rebuscadas ni vacías, dicen siempre algo profundamente realista. Si cogéis aquella imagen de la gelatina, que no tiene, por lo demás, nada de sacramental ni de obligatorio para nadie, y se la contáis al primer zapatero que encontréis, éste, enseñando acaso sus manos encallecidas, su espalda cargada y el sudor de su frente, os dirá que ha entendido más o menos, porque en los zapatos que produce pone cada vez una parte de sí mismo, sus energías mecánicas dirigidas por su voluntad, o sea, por su atención voluntaria según la forma preconcebida en la cual culmina, como intención y diseño, su actividad cerebral en el acto del trabajo. Mientras que, hasta hoy, sólo los brujos han creído o hecho creer que con los meros deseos se consigue unir una parte de nosotros mismos con algún bien en general, producido o no. No es lícito bromear con la psicología. No sabría yo decir brevemente cuánta psicología hay que recoger en los presupuestos de la economía. Pero sé sin duda que la mayor parte de los conceptos psicológicos introducidos en la economía por hedonistas y no-hedonistas tiene algún elemento premeditado ad usum delphini, algo inventado, no descubierto, algo accidentalmente tomado de la terminología vulgar sin examinarlo críticamente; razón por la cual vale la pena repetir
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el tractent fabrilia fabri. Y sé también que entre la necesidad y el trabajo discurre toda la formación psicológica del hombre, cuanto va desde la sensación privativa de la sed, la necesidad de beber que el niño no asocia aún con los movimientos que necesita hacer para procurarse bebida, id siquiera a la representación del agua, hasta el acto del trabajador maduro que, por lograda voluntad de entendimiento, por voluntad en la cual se unen experiencia e imaginación, imitación e inventiva, excava un poco o abre una fuente. El defecto de la psicología vulgaris consistió en reducir y esqueletizar esa viva formación haciendo de ella una árida nomenclatura; y los economistas en su mayor parte siguen tomando todavía hoy esa psicología como base de sus particulares elucubraciones. Todavía está por escribir la psicología del trabajo que sería la coronación de la doctrina del determinismo. A quoi bon este post-scriptum ?, dirá tal vez el lector. He aquí la explicación: yo no soy un paladín de Marx, admito todas las críticas y soy yo mismo un crítico en todo lo que digo. No niego la sentencia que afirma que comprender es superar; pero he de añadir que superar es haber comprendido. 2. Prólogo a la edición francesa Roma, 31 de diciembre de 1898
Este librillo mío tenía que aparecer en París en septiembre pasado, como se ve claramente por el post-scriptum ilustrativo. Se ha retrasado la impresión por causas accidentales. Mientras tanto Sorel se ha entregado con alma y cuerpo a la Crisis del Marxismo, y la trata, la
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expone y la comenta con amor en todas partes, por ejemplo en la Revue parlementaire del 10 de diciembre, págs. 597-612 (en donde la crisis se convierte redondamente en crisis del socialismo) y en la Rivista critica del socialismo, Roma, fascículo I, págs. 9-21; y la fija y la canoniza en la Préface que ha puesto al libro de Merlino Formes et essence du socialisme. Hasta se nos amenaza con un congreso de escisionistas bien pensantes. Hemos llegado claramente a la guerra de la Fronde. ¿Qué he de hacer yo? ¿Volver a empezar desde el principio? ¿Escribir el anti-Sorel después de haber escrito el avec-Sorel? No caigo en modo alguno en esa tentación. Es verdad que esta composición mía de insólita factura se titula Discurriendo, etc. Pero se discurre cuando le apetece a uno, y no a hora fija. Deseo sólo que el lector tenga en cuenta las fechas de estas cartas, o sea, de estas pequeñas monografías de estilo suelto dirigidas al señor Sorel: las fechas van del 20 de abril al 15 de septiembre de 1897. Yo me dirigía, pues, a aquel Sorel, no a este otro; al que había conocido en las páginas del Devenir social, al que me había presentado a los lectores franceses como marxista y me escribía cartas llenas de finas observaciones y consideraciones críticas apreciables. Desde luego que era dudoso, y alguna vez me pareció empapado de esprit frondeur; pero al escribir dirigiéndome a él no pensaba en 1897 que fuera a convertirse tan pronto en el heraldo de una guerra de secesión. ¡Cómo se alegrarán de esto los déclassés de la inteligencia y los que necesitan el alibi de la cobardía! Sorel, por cierto, nos deja un asomo de esperanza al escribir: «Yo y algún amigo nos esforzaremos por utilizar los tesoros de reflexiones e hipótesis que Marx ha recogido en sus libros. Este es el modo mejor de obtener
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fruto de una obra genial que ha quedado sin completar» (Revue parlementaire, ibid., pág. 612). Pues felicidades para el año nuevo —que empieza mañana— en esa obra benigna y piadosa de salvamento de la que ni yo ni muchos otros sentíamos la menor necesidad. Sin rencor, pero, ciertamente, no sin mortificación mía. Al entregar al público francés estas páginas de composición un tanto insólita temo que los lectores agudos —que abundan en Francia más que en cualquier otro país— dirán de mí: he aquí un conversador tolerable, pero j qué pedagogo pésimo! Abre como erudito un diálogo didáctico con un amigo y he aquí que éste se pasa derecho al otro lado. ¿No es verdad, señor Sorel? Pues bien, acomodemos los papeles; este diálogo era un monólogo, y santa paz.
Notas del traductor
(1) Die Heilige Famitie, La Sagrada Familia, libro escrito por Karl Marx y Friedrich Engels entre agosto y noviembre de 1844. Publicado en febrero de 1845. Texto de lectura hoy incómoda por las muchas referencias a circunstancias y acaecimientos menores de la vida cultural alemana de la época, puede, sin embargo, fechar el paso de Marx «de la filosofía hegeliana al socialismo» (Lenin). (2) Neue Rheinische Zeitung, Nueva Gaceta Renana, subtitulada Organ der Demokratie, Organo de la democracia. Diario publicado en Coioma Dajo la dirección de Marx desde el 1 de junio de 1848 hasta el 19 de marzo de 1849, o sea, en el período revolucionario de 1848. (3) Presumible lapsus por Philosophie de la Misere, el título de la obra de Proudhon. (4) Fra Dolcino fue, a la muerte de Segarelli en la hoguera en 1300, el jefe de la secta de los apostólicos. En 1306 el papa Clemente V proclamó la cruzada contra él. Vencido y preso fue quemado vivo el l-VI-1307. Dante le ha recordado en los versos 55-60 del canto XXVIII del Infierno. Fra Dolcino sostuvo doctrinas que hoy tienen cierta audiencia entre los cristianos. Por ejemplo, dividía en cuatro épocas la historia de la Cristiandad, y la segunda, a la que llamaba «época de la degeneración», 202
Notas del traductor
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se debía, según él, a la obra del papa Silvestre y el emperador Constantino. (5) Destacado dirigente de la socialdemocracia alemana. (6) Cara a J. Bloch, 21-IX-1890; a H. Starkenburg, 25-1-1894; a K. Schmidt, 27-X-1890. (7) Die deuísche Ideologie [La ideologia alemana], extenso manuscrito principalmente dedicado a la crítica de la interpretación ideológica de la historia y, en particular, a la crítica de la filosofía alemana. Marx y Engels no terminaron la obra. Interrumpieron el trabajo el mismo año en que lo empezaron (1845) y abandonaron el manuscrito, según palabras de Marx, «a la roedora crítica de los ratones, muy gustosamente porque habíamos alcanzado nuestro objetivo principal, entendernos a nosotros mismos». El texto no se publicó íntegramente hasta 1932, en la Marx-Engels Gesamtausgabe que dirigió Riazanov. (8) Batibio, Bathybios, literalmente «vida de las profundidades» (marinas), sustancia química considerada erróneamente durante algunos años (por Huxley, que la observó, y por Haeckel) como un estadio primitivo de la vida. (9) Filippo Turati, 1857-1932 (en París, en el exilio). Fundador de la revista La Critica Sociale, que sería órgano del pensamiento de la Segunda Internacional en Italia, Fundador del Partido Socialista Italiano (Génova, 1892). Cabeza del ala más derechista del PSI. (10) Cesare Lombroso, 1836-1909, antropólogo y penalista positivista. (11) Enrico Ferri, 1856-1929, penalista positivista, con más atención que Lombroso a los factores sociales. Socialista, director del órgano del Partido Socialista Italiano, Avanti!, de 1900 a 1905. (12) «Y también, ay, estudié teología.» (13) Wilhelm Weitling, 1808-1871. El personaje más característico del comunismo utópico alemán. Fue en París miembro de la Liga de los Justos, realizó en Suiza una apasionada agitación revolucionaria utópica. Al final emigró a los USA, donde no se le conoce actividad política. (14) Juego de palabras con el nombre de Benedetto ( = bendito) Croce ( = cruz). (15) En la crisis de Creta de 1897.
Indice
Por qué leer a Labriola
7
Advertencia . Carta I ...................... Carta II . Carta III Carta IV Carta V . Carta VI .. Carta VII Carta VIII , Carta IX .. Carta X
..
Apéndices
27 29 40 .. 56 70 88 104 116 130 142 169 186
1. Postscriptum a la edición francesa 2. Prólogo a la edición francesa Notas del traductor
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I Libro de Bolsillo
Alianza Editorial
Madrid
Una colección para todos, cuidada, económica y variada 4 José Ortega y Gasset: Unas lecciones de metafísica 2 Fernando Vela: Mozart 3 Raymond Aron: Ensayo sobre las libertades 4 Franz Kafka: La metamorfosis 5 Frangola Gulzot: Historia de !a civilización en Europa A Gregorio Corrochano: Cuando suena el clarín 7 Pío Baraja: Cuentos * * g Leopoldo Alas (Clarín): La regenta g Tor Andrae: Maftoma 4A Natalia Ginzburg: Las pequeñas virtudes Hans Roger Madol: Godoy 42 Julio Caro Baraja: Las brujas y su mundo 13 Richard Wilhelm: Confucio 44 Aranguren, Azorín, Laín, Marías, Menéndez Pidal: Experiencia de la vida 1 5 Thomas Robert Malthus: Primer ensayo sobre la población 16 Alexandre Koyré: Introducción a la lectura de Platón 17 Stanislaw Wellisz: La economía en el bloque soviético 1 3 L. M. Chassin: La conquista de China por Mao Tse-Tung 19 Sigmund Freud: Psicopatologia de la vida cotidiana 2 0 Josef y Karel Capek: R. U. R. y El Juego de los Insectos 2 1 Leopoldo Alas (Clarín): Su único hijo * * 2 2 Marcel Proust: Por el camino de Swann, 1 2 3 Martin Gardner: Izquierda y derecha en el cosmos 24, 2 5 S. A. Barnett y otros: Un siglo después de Darwin 2 6 Lope de Vega: El duque de Viseo 2 7 Miguel de Unamuno: San Manuel Bueno, mártir. Cómo se hace una novela 2 8 Henri Foclllon: El año mil
2 9 José de Espronceda: El diablo mundo. El estudiante de Salamanca. Poesía 3 0 Jean Rostand: El hombre 3 1 Julián Marías: Meditaciones sobre la sociedad española 3 2 Gastón Bachelard: Psicoanálisis del fuego * * 3 3 Marcel Proust: A la sombra de las muchachas en flor, 2 34, 35, 3 6 Sigmund Freud: La Interpretación de los sueños 3 7 Eugen Fink: La filosofía de Nietzsche 3 8 Luigi Pirandello: El difunto Matías Pascal 3 9 Alain: Sobre la felicidad * * 4 0 Marcel Proust: El mundo de Guermantes, 3 4 1 Sigmund Freud: Tótem y tabú 4 2 Emilia Pardo Bazán: Los pazos de Ulloa * * 4 3 Holllngdale y Tootill: Computadores electrónicos 4 4 Hermann Hesse: Ei lobo estepario 4 5 Albert Ollivier: La comuna 4 6 Miguel de Ferdinandy: Historia de Hungría 4 7 Raymond Furon: El agua en el mundo 4 8 Scientific American: La ciudad 4 9 Antonio Peña y GoñI: España, desde la ópera a la zarzuela 5 0 Pío Baraja: El árbol de la ciencia 5 1 Joaquín Costa: Oligarquía y caciquismo. Colectivismo agrario y otros escritos 5 2 Isabel Colegate: Estatuas en ün jardín 5 3 Pedro Laín Entralgo: Entre nosotros 54 Macfarlane Burnet: Historia de las enfermedades infecciosas 5 5 Renate Mayntz: Sociología de la organización 56 Jenofonte: Recuerdo de Sócrates. Apología. Simposio
5 7 Mijaíl A. Bulgákov: Novela teatral 58, 5 9 Dmltrl Chlzhevskl; Historia del espíritu ruso £ 0 Miguel Delibes: La partida Ràmón Pérez de Ayala: Escritos políticos 6 2 Sigmund Freud: Ensayos sobre la vida sexual y la teoría de las neurosis 6 3 Mariano José de Larra: En este país y otros artículos
• • 8 8 Benito Pérez Galdós:
Las novelas dé Torquemada 8 9 Alonso de Contreras: Vida del capitán Alonso de Contrera3 • • 9 0 Ramón Tamames: Introducción a la economía eapafto 9 1 Santa Teresa de Jesús: Libro de ias fundaciones 9 2 Dashiell Hammett: Cosecha roja • • 9 3 Pedro Calderón de la Barca: Tragedias, 1 John Waln: 9 4 * * 6 4 Stendhal: El mundo vivo de Shakespeare Lucíen Leuwen Hesse: 6 5 T. S. Eliot: 9 5 Hermann Bajo tas ruedas Criticar al crítico y otros escritos • • 6 6 Francisco Ruiz Ramón: Freud: 9 6 Sigmund Historia del teatro español La histeria 6 7 André Gldé: Kellerer: • • 9 7 Hans Isabel La estadística en la vida Juan Díaz del Mora,: económica y social Historia de las agitaciones • • 9 8 Benito Pérez Galdós: La desheredada campesinas andaluzas gQ Fereydoun 9 9 Enrique Ruiz García: Historia deHoveyda: la novela policiaca El tercer mundo 7 0 Alfonso R. Castelao: Cosas. Los dos de siempre ••100 Pío Baraja: Las ciudades °S\ Max Weber: Luis L. Aranguren: El político y el científico 101 José El marxismo como moral 7 2 E u 9 e n Bóhler: Williams: El futuro, 102 Tennessee Piezas cortas problema del hombre moderno BertoIt Brecht: 7 3 José López Pinillos (Parmeno): 103 Poemas y canciones Las águilas 7 4 George Gaylord Slmpson: 104 José Martí: La vida en el pasado En los Estados Unidos 7 5 Fred Hoyle: • • 1 0 5 Marcel Proust: La prisionera, 5 Galaxias, núcleos y quasars Evguenl Evtuchenko: 7 5 Robert Donlngton: 106 Entre la ciudad sí y la ciudad m Los instrumentos de música Melchor Fernández Almagro: * * 1 0 7 7 7 Sclentlflc American: Historia política de la España contemporánea, 1, 1868-85 Física y química de la vida Hammett: ® * 7 8 Joseph A. Schumpeter: 108 Dashiell La llave de cristal Diez grandes economistas: María de Zayas y Sotomayor: de Marx a Keynes 109 Novelas ejemplares y amorosa» 7 9 Pedro Salinas: F. Scott Fltzgerald: El defensor 110 A este lado del paraíso 8Q Antonio Banfi: Walter Kaufmann: 81 Vida de Galileo Galilei **111 Hegel José Ortega y Gasset: • • 8 2 La redención de ias provincias **112 Llonel Kochan: Rusia en revolución Sigmund Freud: 8 3 Introducción al psicoanálisis 113 Benito Pérez Galdós: Tormento Gaspar Melchor de Jovellanbs: 114 Julio Caro Baraja: 8 4 Georges Diarios Dubarbier: El señor Inquisidor La China del siglo XX y otras vidas por oficio * * 8 5 Marcel Proust: • • 1 1 5 Michelangelo Antonlonl: Sodoma y Gomorra, 4 Blow-up. Las amigas. Paul Valéry: El grito. La aventura El cementerio marino 116 Bertrand Russell: Michelangelo Antonlonl: 87 La noche. El eclipse. El desierto rojo Ensayos filosóficos
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Melchor Fernández Almagro: •147 Stendhal: Del amor Historia política de là España Ortega y Gasset: contemporánea, 2, 1885-97 Amor en Stendhal Anderson: 118 Sherwood Escarplt: Winesburg, Ohio 148 Robert La revolución del libro Karl Marx: 119 Manuscritos: 149 Narrativa cubana de la revolución economia y filosofía Fernández Almagro: 120 Melchor 150 Azorln: Historia política de la España Política y literatura contemporánea, 3, 1897-1902 •fSI Iván Pávlov: P. Mannlx y M. Cowley: 121 D. Fisiología y psicología Historia de la trata de negros * * 1 5 2 Podro Calderón de la Barca: Caballero: 122 Fernán Tragedias, 2 Ella 153 Aguirre, Aranguren, Sacristán: 123 Hans Egon Holthusen: Cristianos y marxlstas Rainer Maria Rilke 1 5 4 Yuri Kazakov: Mijafl A. Bulgákov: El mar Blanco 124 El maestro y Margarita * * 1 5 5 C. G. Jung: Jean Lacouture: Los complejos y el Inconsciente 125 Ho Chi Minh 156 Francisco Ayala: Ersklne Caldwell: 126 A la sombra del campanario Muertes de perro 157 Coplas satíricas y dramáticae Ignacio Aldecoa: 127 Santa de la Edad Media Olaja de acero y otras historias 158 Dashieii Hammett: Flores: 128 Antonio El halcón maltés La sociedad de 1850 159 Guillermo Díaz-Plaja: 129 Stendhal: Lamie! El oficio de escribir A. Miller: * * 1 6 0 Ramón Solís: 130 George Introducción a la psicología El Cádiz de las cortes Heidegger, Jaspers: 161 Ramiro A. Calle: 131 Sartre, Kierkegaard vivo Teoría y técnica del yoga Proust: 162 Sigmund Freud: 132 Marcel La fugitiva, 6 El chiste de Beccarla: 163 Immanuel Kant: 133 Cesare De los delitos y de las penas La religión H. Carr: 164 Miguel Dellbes: 134 Edward Estudios sobre la revolución Viejas historias de Castilla la Vieja J. Sender: 135 Ramón Mr. Witt en el cantón * * 1 6 5 Marcel Proust: El tiempo recobrado, y 7 Chueca Goltia: 136 Fernando Breve historia del urbanismo 166 Manuel Halcón: Recuerdos de Fernando Vlllalón W. Gerard: ' 137 Ralph La alimentación racional del hombre 167 Thomas Mann: Relato de mi vida Hesse: 138 Hermann Demlan 168 José Ferrater Mora: La filosofía actual Fernand Braudel: 139 La historia y las ciencias sociales 169 SarvepalM Radhakrlshnan: La concepción hindú de la vida Martín Gaite: 140 Carmen El balneario 170 Antonio Alcalá Gallano: Céline: Literatura española siglo XIX 141 Louis-Ferdinand Semmeíwels * 1 7 1 Ramón J. Sender: Lope de Vega: Tres ejemplos de amor y una teoría 142 Novelas a Marcia Leonarda 172 Sigmund Freud: Miguel Delibes: Autobiografia 143 La primavera de Praga **173f **174 Joan Martore»: Ignazio Si Ione: '144 Vino y pan Tirant lo Blanc 1 7 5 Simón Bolívar: Pablo de Azcárate: 145 La guerra del 98 Escritos políticos 176 Jean-Marie Auzias: Juan Antonio de Zunzunegul: 146 Esta oscura desbandada El estructural Ismo
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*177 178 179 "180 •181 182 183 184 •185 186
Ramón Pérez de Ayala: Las novelas de Urbano y Simona Sclentlfic American: La nueva astronomía Boíl, Elsenrelch, Weyrauch: Los diez mandamientos Román Oyarzun: Historia del carlismo Herbert Marcuse: El marxismo soviético Jerzy Andrzejewskl: Helo aquí que viene saltando por las montañas Antonio Hernández Gil: La función social de la posesión José Luis L. Aranguren: La crisis del catolicismo Gaspar Gómez de la Serna: Goya y su España Peter Laurie: Las drogas
187 •188 189 190 191 ••192 193 ••194 195 196
Francisco Glher de los Ríos: Ensayos Werner Kemper: El significado de los sueños Juan Benet: Nunca llegarás a nada Holz, Kofler y Abendroth: Conversaciones con Lukáca Heinrich von Klelst: La marquesa de O... y otros cuentos Tullo Halperln Donghl: Historia contemporánea de América latina Sigmund Freud: Psicología de las masas H. P. Lovecraft y otros: Los mitos de Cthulhu C. P. Snow: Nueve hombres del siglo XX Thomas J. Blakeley: La escolástica soviética
197 Antonio Escohotado: Marcuse: utopía y razón 198 Lucas Mallada: Los males de la patria * Volomen intermedio
199 P&ulette Maixjuer: Las ràzas humanas 2 w0 0 Fernando de Rojas: v * La Celestina 2 0 1 Nathanael West: Miss Lonelyhearts •202 Jeorges Gurvitch: Dialéctica y sociología 2 0 3 Ludwig Marcuse: Sigmund Freud 204 Pedro Calderón de la Barca: Tragedlas, 3
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2 0 5 Julián Marías: India, Israel 206
Josó
Lezama Lima: La expresión americana
2 0 7 Roger Bastido: Las Amérlcas negras
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Christopher Tugendhat: Petróleo: el mayor negocio del mundo
2 0 9 Carlos Arniches: El santo de la Isldra. El amigo Melquíades. Los caciques 210 Radoslav Selucky: El modelo checoslovaco de socialismo 2 1 1 Jorge Guillón: Lenguaje y poesía • 2 1 2 Sébastien Charléty: Historia del Sanslmonlsmo 2 1 3 Carlos Castilla del Pino: Psicoanálisis y marxismo **214 Gabriel Miró: Nuestro padre San Daniel. El obisp leproso 2 1 5 Alexander Mitscherllch: La inhospitalidad de nuestras ciudades 0cho **216 siglos de poesía catalana Selección de J. M. Castellet J. Molas 2 1 7 Anthony Storr: La agresividad humana 2 1 8 Antonio Labriola: Socialismo y Filosofía ** Volomen doble