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Spanish Pages [404] Year 2010
palabras clave sobre LA VIOLENCIA DE GENERO
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LA VIOLENCIA DE GENERO
Esperanza Bautista Directora
Marginación Religión Biblia Corán Ética Sociología Psicología Política Derecho Enseñanza
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10 palabras clave sobre la violencia de género
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Editorial Verbo Divino Avenida de Pamplona, 41 31200 Estella (Navarra), España Tfno: 948 55 65 11 Fax: 948 55 45 06 www.verbodivino.es [email protected]
Dibujo de tapa: Ana Carnero Esperanza Bautista Parejo Directora © Editorial Verbo Divino, 2004 © De la presente edición: Verbo Divino, 2012 ISBN pdf: 978-84-9945-575-4 ISBN versión impresa: 978-84-8169-625-7 Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).
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Contenido
Colaboradores ..........................................
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Presentación ............................................. Esperanza Bautista
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Marginación Los otros rostros de la violencia ................... Pilar Yuste Religión.................................................... Violencia, mujeres y religiones María José Arana Biblia Violencia contra la mujer en el Antiguo Testamento ................................... Federico Pastor Corán El estatuto femenino en la tradición musulmana................................. Monserrat Abumalham
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Ética Reciprocidad, responsabilidad y justicia....... Esperanza Bautista
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Sociología La teoría feminista .................................... Teresa Rodríguez de Lecea
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Psicología La automarginación femenina.................... Mª Josefa García Callado
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Política Violencia y exclusión.................................. María Salas Larrazábal
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Derecho La “sacralidad” de la familia y la violencia doméstica ................................ Esperanza Bautista Enseñanza Prevenir la violencia a través de la educación.......................................... Marifé Ramos
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Colaboradores
Monserrat Abumalham. Doctora en Filología semítica por la Universidad Complutense de Madrid (UCM), actualmente en profesora titular del Departamento de Estudios Árabes y directora del Instituto Universitario de Ciencias de las Religiones de la UCM. Entre sus publicaciones figura El islam, comunidades islámicas en Europa, y ha colaborado en otras, como Ética religiosas y ética civil en el islam. María José Arana. Diplomada en Sociología y doctora en Teología por la U. P. de Deusto. Pertenece a la congregación de religiosas del Sagrado Corazón y en la actualidad es presidenta del Consejo Diocesano de Religiosos/as de Vizcaya y CONFER. Es miembro del Foro de Estudios sobre la Mujer (FEM) y ha sido copresidenta del Foro Ecuménico de Mujeres Cristianas de Europa. Entre sus publicaciones figuran La clausura de las mujeres y –en colaboración– Mujeres sacerdotes, ¿por qué no? Mª Josefa García Callado. Licenciada en Filología Inglesa por la UCM, licenciada en Psicología por la Superior de San Bernardo y psicoanalista por el Instituto Psicoanalítico de Madrid. Es miembro fundador de la Sociedad Española de Psicoterapia de Grupo (SEPTG) y del Fórum Psicoanalítico. Entre sus publicaciones figuran Automarginación. La mujer, novedad de un antiguo proyecto; Automarginación femenina; La mujer, realidad y promesa.
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Esperanza Bautista Parejo. Es licenciada en Derecho por la UCM, licenciada en Teología y Máster en Bioética por la UPCO (Universidad Pontificia Comillas). Es profesora de Teología en dicha universidad, miembro fundador de la Asociación de Teólogas Españolas (ATE) y del Foro de Estudios sobre la Mujer (FEM). Entre sus últimas publicaciones figura Aproximación al estudio del hecho religioso, y ha colaborado en otras, como “El culto a María en la liturgia de la Iglesia y en la religiosidad popular”, en María, mujer mediterránea, o “El ecumenismo y la teología feminista”, en Mujeres, diálogo y religiones. Federico Pastor Ramos. Es doctor en Teología y profesor de Teología en la Saint Louis University de Madrid y en la UPCO de Madrid. Su trabajo se ha centrado en el estudio de la Biblia, especialmente en san Pablo. Entre sus últimas obras figura Introducción a la Biblia, y ha colaborado en diccionarios dedicados a san Pablo, a Jesús de Nazaret y en el Nuevo diccionario de pastoral. Marifé Ramos. Es laica y madre de familia. Doctora en Teología por la UPCO y profesora de Religión. Forma parte del equipo pedagógico Aldebarán. Pertenece al grupo Mujeres y Teología y es miembro del Foro de Estudios sobre la Mujer (FEM). Es coautora de 16 libros de texto de religión de primaria y secundaria y ha colaborado en publicaciones como ¿Qué esperamos de la Iglesia? La respuesta de 30 mujeres. Teresa Rodríguez de Lecea. Doctora en Filosofía por la UCM. Es coordinadora del Área de Pensamiento Español Contemporáneo en el Instituto Fe y Secularidad y actualmente trabaja en la historia del pensamiento sobre la mujer en España. Entre sus últimas publicaciones figura Obras completas de Fernando de los Ríos. Es miembro del Foro de Estudios sobre la Mujer (FEM). María Salas Larrázabal. Licenciada en Filosofía y Letras y periodista. Es cofundadora y presidenta del Foro de Estudios sobre la Mujer (FEM). Entre sus publicaciones figuran Las siete palabras de Mary Salas, Nosotras las solteras y –en colaboración–
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Mujeres sacerdotes... ¿por qué no? y Españolas en la transición. De excluidas a protagonistas. Pilar Yuste. Licenciada en Teología por la UPCO, máster en Migraciones y Relaciones Intercomunitarias y licenciada en Psicología. Es profesora en el Instituto Ramiro de Maeztu, de Madrid, y miembro del consejo de redacción de la revista Éxodo y del Foro de Estudios sobre la Mujer (FEM). Entre sus publicaciones figuran colaboraciones en la redacción de libros de texto de la Editorial Everest y, entre otras obras, han visto la luz La mujer marginada, cuestión de género, no de sexo y Cristianismo, solidaridad y resistencia.
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Presentación Esperanza Bautista
El tan debatido tema de la globalización encuentra en la violencia contra la mujer uno de los problemas más negativos no sólo por su presencia en todas las sociedades, sino también porque sus múltiples formas y aspectos comprenden desde la falta de recursos económicos –que no deja de ser una manera de presionar sobre la libertad y el futuro de la mujer, reduciéndola a situaciones de violencia más o menos solapadas– hasta los malos tratos, la violación, la tortura y la muerte, pasando por las diversas formas de esclavitud a que se somete a la mujer, ya sea la esclavitud del hogar, tan dura en determinadas culturas, o la esclavitud sexual, en manos de las mafias en Occidente y en manos de la propia familia en algunos de los países menos desarrollados. La perplejidad que a veces ocasiona contemplar la aceptación y comprensión de las situaciones de violencia por parte de la sociedad –e incluso de las propias mujeres– muestra la necesidad de un cambio de la sociedad; a este cambio ayudaría probablemente la aceptación y la utilización de todos aquellos factores, elementos y estructuras que ofrece la globalización, pues, al favorecer la difusión del problema, podrían facilitar el cambio de mentalidad de la sociedad mundial, haciendo posible que las actitudes que rechazan la violencia contra la mujer se globalicen. Es cierto que la violencia de género se enmarca en el contexto mucho más amplio de la vio-
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lencia y la agresividad humanas, pero también lo es que posee unas características que históricamente la determinan y hacen necesario su estudio específico. Ante el tema de la violencia surgen preguntas inquietantes, como por ejemplo si el hombre es un ser cada vez más violento o más bien sucede que nuestra sociedad ha tomado ya conciencia de ello y se le da más importancia que en tiempos pasados. Hasta hace poco tiempo, no era algo excepcional que el marido pegase a la mujer, y, desde luego, no estaba considerado un delito. En la Europa del siglo XVIII, uno de cada cinco niños que nacían era abandonado por sus padres y no pasaba nada. ¿Quiere esto decir que la violencia está disminuyendo actualmente y que lo que realmente ocurre es que cuando ésta surge nos llama más la atención? La esperanza en que la sociedad esté en un proceso de mayor humanización nos lleva a pensar que lo cierto es esto último, pero la realidad, sobre todo en otras sociedades distintas de la europea, plantea serias dudas. Una cosa sí es cierta con respecto al hecho concreto de la violencia doméstica: se ha convertido en un delito y en un comportamiento no aceptado por la sociedad. Algo ha cambiado. Aun así, en España siguen muriendo por esta causa entre 60 y 70 mujeres al año, probablemente más, y esto es muy grave. Pero es que antes seguramente eran miles las que morían, y nadie, absolutamente nadie, decía una palabra. La violencia hunde sus raíces en las relaciones de desigualdad entre los hombres y las mujeres. Los grupos humanos crean ideologías y formas de organización social que perpetúan estas relaciones de desigualdad, y la violencia se teje, precisamente, en estas ideologías y estructuras por la sencilla razón de que han proporcionado enormes beneficios y privilegios a los grupos dominantes. Pero ¿qué es la violencia? Etimológicamente, la violencia está en relación con la fuerza (vis) y, semánticamente, con la “violación”,
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en cuanto a “hacer violencia”. Puede ser física (asesinatos, atentados, sevicias...), psicológica o moral (tortura por aislamiento, por ejemplo, o chantaje afectivo...), económica (explotación en cualquiera de sus formas, imposibilidad de acceder a los recursos económicos...), política (terrorismo, totalitarismos, genocidios...) e incluso religiosa. Así pues, se puede afirmar que la violencia es omnipresente y multiforme, lo que lleva a preguntarse si esta diversidad, constatable en la realidad social, es algo esencial a la violencia, es decir, si se puede hablar de violencia en general o si, cuando se habla de determinados aspectos de la violencia, ésta guarda relación con actitudes éticas, políticas y religiosas. En cualquier caso, se puede decir que, cualquiera que sea la forma de violencia, ataca al orden social y, por ello, es subversiva. Por otro lado, se puede afirmar que todas las mujeres han pasado en algún momento de su vida por alguna experiencia de violencia masculina en cualquiera de sus formas y grados diversos, bien sea física, sexual o psicológica, y ejercida en el seno de la familia, por la sociedad o el Estado. Los golpes, las sevicias sexuales –infligidas incluso a las niñas–, las violencias ligadas a la dote, la violación conyugal, las mutilaciones genitales, el incesto o el matrimonio forzado son otras tantas formas de violencia contra la mujer. En contra de lo que generalmente se piensa, esta violencia no siempre va unida a la pobreza, el alcohol o la droga. La violencia alcanza a todos los medios sociales en todos los países, y no puede ser justificada en ningún caso por prácticas culturales o por tradiciones religiosas, porque nada legitima acciones como, por ejemplo, la lapidación, la excisión o el repudio. En un marco deseable de respeto a la persona humana, es preciso llamar la atención acerca de una realidad que a veces puede aparecer algo difusa: una cosa es la tolerancia y el respeto por
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otras culturas y otra dudar sobre el derecho a la vida y a la integridad física de nadie, e incluso llegar a cuestionar la primacía de los derechos humanos sobre costumbres culturales o tradiciones religiosas que de ninguna de las maneras parecen respetarlos. Es asimismo conveniente llamar la atención de una manera especial sobre aquellas mujeres que se encuentran en una situación particularmente difícil, como las mujeres y las jóvenes minusválidas, o las mujeres emigrantes ilegales y sin derechos sociales, o las que se encuentran en demanda de asilo, porque son mucho más susceptibles de verse enfrentadas a la violencia. Durante miles de años, los roles que las mujeres han asumido tradicionalmente se han basado en las normas, leyes y pautas que han regido un modelo de convivencia ideado, representado e impuesto por los hombres. De ahí el poder afirmar que la violencia de género es fruto de la estructura ideológica de la sociedad; se trata, pues, de una violencia cuya ideología responde a un sistema patriarcal, asimétrico y desigual, de dominación del hombre sobre la mujer, que, a pesar de los cambios sociales y las reformas legales, ha venido permaneciendo invariable en el tiempo y en el espacio. La violencia contra las mujeres ocurre en un contexto cultural patriarcal donde el control y sometimiento de la mujer ha sido tradicionalmente tolerado, cuando no legitimado incluso religiosamente. En las sociedades actuales, este modelo de diferenciación de género asociado a una rígida jerarquía de dominio masculino no se sustenta más y ha hecho surgir un cambio de roles que no es aceptado por muchos hombres y que, con demasiada frecuencia, lleva a la mujer a pagarlo con su vida. Sin embargo, a pesar de que la sociedad va tomando conciencia de la gravedad de esta situación, sigue siendo un problema relativamente desconocido, sobre todo por la escasez y disper-
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sión de los datos estadísticos y porque las cifras sobre la violencia contra la mujer son raras e incompletas. Por otro lado, si bien las agresiones no son en origen de carácter estrictamente individual, tampoco lo son en sus consecuencias, ya que los costes sociales son elevados. Según un indicador de Naciones Unidas, la agresión a la mujer en todas sus manifestaciones supone anualmente la pérdida de nueve millones de años de vida saludable. Afecta también a la salud pública de las sociedades, pues entre el veinte y el cuarenta por ciento de las mujeres que se suicidan han sido víctimas de malos tratos. Se puede decir que, en el caso concreto de la violencia doméstica, el noventa y ocho por ciento de las víctimas son mujeres; en Europa, una de cada cinco mujeres ha sufrido alguna forma de violencia por parte de su compañero. Según un estudio realizado en los Países Bajos, el coste de la violencia doméstica en este país (servicios sociales y de salud, policía, etc.) gira alrededor de los 150 millones de euros al año. Por otro lado, y según los datos aportados por las ONG del sector, las denuncias por maltrato presentadas en España oscilan en torno al veinte por ciento de los casos totales que se producen, pero este porcentaje puede estar distorsionado porque se desconoce el número de mujeres víctimas de malos tratos pertenecientes a los niveles económicos más altos, debido en parte a que se trata de un sector que no demanda servicios sociales. En todo caso, también es cierto que cada vez van apareciendo más casos de violencia familiar fuera de las habituales situaciones de pobreza y más en relación con situaciones de separación o ruptura de la convivencia, que suele ser el punto de partida de numerosas situaciones de maltrato y que incidirían en ese porcentaje de denuncias mencionado. Por otro lado, el hecho de que más del noventa por ciento de las mujeres muertas a manos de su pareja había presentado pre-
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viamente denuncias contra el agresor demuestra que el sistema en su conjunto no está dando la respuesta adecuada. Por último, es especialmente grave la repercusión que la violencia tiene sobre la repetición de conductas violentas en los niños. Todo esto indica que una reflexión sobre la violencia de género requiere también analizar las actitudes de violencia y agresividad presentes en la sociedad, sus causas diversas y sus diferentes formas, así como la relación que pueda darse entre ellas como origen de este modo concreto de violencia. De ahí el propósito de esta reflexión: analizar y reflexionar sobre el tema de la violencia de género desde distintos campos del conocimiento, detectando no sólo las raíces culturales, políticas y económicas, sino también las raíces religiosas, sin duda muy importantes a lo largo de la historia a la hora de justificar normas, costumbres y hábitos que menosprecian a la mujer y que, al tratar de fundamentarlas desde determinadas teologías e interpretaciones, han restado importancia –cuando no fomentado y legitimado– a la violencia contra la mujer. No menos importante es la reflexión sobre la incidencia de los ordenamientos jurídicos en este tema y las medidas que se han ido adoptando para dar respuesta a estas situaciones. Tampoco lo es el tema de la educación, vital a la hora de crear una conciencia social que asuma la igualdad y el respeto hacia la mujer desde la infancia. Sin embargo, es preciso recordar que, a pesar de la frecuencia con que se menciona que la escuela debe educar en la igualdad de oportunidades, a menudo se convierte en un lugar de discriminación y exclusión. La violencia se aprende. El ser humano no nace violento, porque si así fuese la especie humana ya habría desaparecido. La violencia se aprende en los primeros años de la vida, siendo objeto o testigo de una violencia continuada. De ahí la importancia de la
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educación como manera de prevenirla, a pesar de saber que la prevención real es costosa por los años que requiere para dar sus frutos. Lo que ocurre es que, a menudo, la sociedad no tiene paciencia para esperar. Las mujeres estamos a punto de perderla. A lo largo de este trabajo comunitario, también se hace referencia a sectores concretos en los que el riesgo de violencia es mayor o más frecuente, como los supuestos de malos tratos o la situación de las mujeres inmigrantes, sobre todo la de aquellas que se encuentran en situación de ilegalidad, y el muy escabroso tema de las mujeres como botín de guerra, sin olvidar el espinoso problema de la prostitución, que se cruza y entrecruza con el de la violencia hacia las mujeres y que, con frecuencia, entra en estrecha relación con la inmigración ilegal, haciendo de ella el sector de mujeres más terriblemente castigado. A este respecto, no se puede olvidar que las mujeres jóvenes son las víctimas principales del tráfico de seres humanos1, una forma de violencia particularmente abominable, porque combina a menudo la violencia física, la psicológica y la explotación sexual. Son reclutadas por los traficantes, con falsas promesas de trabajo, como empleadas de hogar o bailarinas, pero, una vez que estas mujeres han llegado a un país extranjero, pierden todas sus referencias de identidad. Amenazadas, violentadas, aisladas y sin papeles, estas mujeres son extremadamente vulnerables y les resulta muy difícil salir de esta situación. Las especiales circunstancias de esclavitud y extorsión en las que se encuentran respecto a las redes y mafias que trafican con ellas, requiere, como necesidad prioritaria y urgente, prestar una aten1 La Organización Internacional para las Migraciones estima en 500.000 el número de mujeres víctimas del tráfico de seres humanos sólo en Europa. De ellas, alrededor de 300.000 provienen de los Balcanes.
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ción integral a esta forma de violencia; también requiere adoptar soluciones específicas a la hora de motivar a estas mujeres a denunciar su situación y de procurarles una reinserción social y laboral adecuada. Por otro lado, es también importante señalar que la prostitución no se debe sólo a la pobreza, sino a la situación de subordinación en que se encuentra la mujer en las sociedades que todavía presentan fuertes rasgos patriarcales; por eso, con mucha frecuencia, las mujeres no suelen ser prostitutas, sino mujeres prostituidas, porque por debajo de esta situación siempre hay algún hombre. Por su parte, la violencia doméstica necesita ser diferenciada de cualquier otro tipo de violencia, pues en ella la víctima no puede enfrentarse al agresor, ni le resulta fácil pedir ayuda ni mucho menos escapar de la escena de violencia al constatar su situación de inferioridad. La violencia doméstica es fruto de una sociedad patriarcal y androcéntrica, mandada y controlada por el hombre, que establece su propio patrón de comportamiento. Se trata de una violencia que no es individual en su origen, sino que es una violencia estructural, que parte de una serie de normas socioculturales que, aunque no dicen “arremete contra la mujer”, sí justifican, minimizan, amparan o quitan importancia y trascendencia a este tipo de conductas y, por tanto, colaboran en cierto modo a mantener ese orden androcéntrico como estructura social. La sociedad, con sus normas, va así matizando y modificando la agresión hasta normalizarla y aceptarla, e incluso llega a hacerse rentable para el agresor. Pero esta estructura de la violencia doméstica hace pensar también, y necesariamente, en comportamientos de género. Existe una serie de ideas consolidadas que son responsables de las causas que conlleva la violencia; un claro ejemplo es el hecho de que, en general, las mujeres, por una expectativa de género, se sienten responsables
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de las buenas relaciones personales que llevan a cabo; por ello, están constantemente aliviando tensiones, adoptando posturas de sacrificio y abnegación, si eso es necesario para tutelar esas relaciones personales. Pero esta función de aliviar tensiones que se atribuyen ellas mismas como rol es uno de los principales problemas, porque no siempre las alivian a su favor, sino a veces en contra de sus propios intereses. Por otro lado, en las costumbres, en los usos del lenguaje y en la práctica cotidiana existen algunos mecanismos que se dan en la agresión doméstica y no en otro tipo de agresiones. Por ejemplo, lo primero que se hace es clandestinizar, ocultar el maltrato y la injuria, convirtiéndolos en algo cotidiano que forma parte de una relación normal. Evidentemente, este ocultamiento no significa en realidad otra cosa que el sentimiento de encontrarse sin autoridad para defenderse ante el otro y mostrarle su derecho a disentir. Con frecuencia, también se puede observar que detrás de los comportamientos violentos hay en la pareja un discurso que trata de explicar los de cada uno de ellos en base a los roles sexuales y sociales, y no a su condición como sujetos individuales. El proceso de la violencia doméstica actúa a modo de trampa. En ella, la mujer se siente atrapada y es incapaz de dar una respuesta una vez que el agresor ha ido destruyendo paulatinamente su autoestima y confianza a través de la crítica constante, la descalificación, la vejación, el menosprecio y el insulto. La víctima sufre una especie de “muerte psíquica” que, unida al temor a la reacción del agresor y a la dependencia económica, configuran un círculo del que no puede salir. Tampoco se puede olvidar que este tipo de violencia implica a todo el entorno familiar, lleno ciertamente de contradicciones y centro de grandes conflictos entre mujeres y hombre adultos, pero también el lugar a donde acudimos para
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buscar apoyo y cariño. Es, además, un entorno rodeado de secretos: con frecuencia cuesta trabajo hablar de cómo son las relaciones familiares incluso en familias aparentemente normales. Por eso, la mujer maltratada, al igual que el niño o el anciano maltratados, suele encontrarse como si estuviera en un campo de concentración o en una cárcel, amarrada por la coacción física, psicológica, económica y social. El círculo se cierra aún más cuando la mujer maltratada tampoco ve salida a su problema, porque, con mucha frecuencia, teme no encontrar fuera del ámbito familiar la comprensión necesaria. A lo largo de este proceso de victimización, muchas mujeres han sido secuestradas dentro de sus propios hogares, de manera que han perdido sus amistades e incluso el contacto con sus familias, por lo que la decisión de irse se hace aún más difícil por la falta de apoyos exteriores. Y para agravar aún más esta situación, suele darse un intento de culpabilización de la víctima. Esto es algo que saben muy bien las mujeres violadas, que, en demasiadas ocasiones, se ven cuestionadas e incluso culpadas cuando denuncian el delito. Lo mismo ocurre también con las mujeres maltratadas: demasiadas veces han tenido que escuchar en boca de familiares, amigos o cualesquiera que intervengan en estos sucesos aquello de “¿tú qué haces para provocar a tu compañero?”. El tema de la violencia de género no es, pues, un problema que atañe única y exclusivamente a la mujer, no es un problema de ámbito privado, sino que tiene una dimensión social, ya que, en definitiva, el ser humano es un ser de encuentro, que crece conforme va ampliando sus relaciones al encontrarse con las realidades que le rodean. Encuentro en todos los ámbitos de las relaciones personales y sociales, en la familia y en la enseñanza, porque todos son lugares de información, de formación y de búsqueda del encuentro con el
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otro, porque el problema de fondo de la violencia de género es una cuestión de educación de la sociedad, y ésta es una tarea larga y difícil, sobre todo porque habría que realizar también una tarea de inculturación, lo que hace necesario un planteamiento ético lo más universal posible.
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Los otros rostros de la violencia Pilar Yuste
La realidad no se parece a la ficción La primera imagen que aflora al pensar en la violencia contra las mujeres suele ser la de una señora de mediana edad y de extracción humilde. Sin embargo, los periódicos nos describen asesinatos de mujeres de incluso menos de veinte años, y los datos refieren situaciones muy graves en sectores económicamente altos (médicas, abogadas, etc.) y en países ricos. Quizá la diferencia esté, al igual que con la drogadicción, en que la realidad se silencia o se enmascara, lo que, por otro lado, hace que la terapia social y personal sea muy difícil. La violencia sexista, machista, de género o contra las mujeres recibe muchos nombres y tiene diversos matices, pero puede considerarse una auténtica pandemia. No afecta sólo a pobres analfabetas, ni sólo a las mujeres musulmanas, ni sólo a calladas sumisas. Cualquier mujer es o puede convertirse en objeto de violencia en mayor o menor grado. Desde mi hipótesis, el estereotipo de mujer maltratada puede surgir pretendiendo dar una respuesta más o menos cómoda a la cuestión de por qué varones que aparentemente aman a sus mujeres acaban convirtiéndose en sus verdugos. El vértigo que provoca la fragilidad de la frontera entre el rosa romántico y este violento rojo se mitiga atribuyendo la patología a un sector muy
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definido que además no maquilla esta realidad1. Asumir el riesgo que cualquiera tiene de convertirse en víctima o en verdugo es realmente duro. La relación entre la exclusión y la violencia que sufren las mujeres es más compleja que todo eso. La esbozaremos en estas páginas. Como hemos visto, queda roto el preconcepto de que la primera sea causa de la segunda. Por eso nos plantearemos, más bien, que la exclusión y el empobrecimiento de las mujeres son consecuencia de la violencia que de diversos modos ellas reciben en nuestra sociedad. La pobreza es en sí misma violenta, y más cuando se sufre por la arbitrariedad de haber nacido de uno u otro sexo. Y sí que desde ahí, y como analizaremos en el apartado “Violencia y exclusión” (p. 47), esta situación en que viven la mayoría de las mujeres las hace especialmente vulnerables a la violencia física y psíquica que solemos denominar como violencia de género.
Las otras violencias En España, desde 1996, hay un promedio anual de 79 mujeres muertas a causa de la violencia de género. Sólo en Madrid hay 14 denuncias diarias, que probablemente suponen el 10% del total de una realidad aún silenciada. Pero no es ésta la única forma de violencia ni aun de muerte. Hay mucha muerte lenta, dolorosa y callada en la pobreza económica, en la exclusión cultural, en la explotación laboral, en la esclavitud doméstica, en el tráfico sexual, etc. De estos otros tipos de violencia sexista hablaremos a lo largo de estas páginas, especialmente en el apartado “Los distintos aspectos de la exclusión de las mujeres” (p. 35), 1 Una trabajadora social que llegó a sufrir brutales palizas me comentaba lo duro que fue para ella pasar de asesorar a mujeres maltratadas a ser una usuaria de los mismos servicios en los que ella trabajaba.
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pero intentaremos ofrecer una fundamentación de los mecanismos que relacionan a todas ellas como formas, rostros, de una sola violencia que brota de un sistema que excluye, entre otros, a las mujeres: “La violencia contra las mujeres es un fenómeno generalizado y persistente que se produce en todos los ámbitos de la sociedad (...) la violencia contra las mujeres es un problema con hondas raíces estructurales” (Presidencia del Consejo Europeo).
En efecto, en el sistema económico neoliberal, la exclusión económica acaba siendo causa, consecuencia o coadyuvante de cualquier otra exclusión. Por ello analizaremos con profusión este elemento económico, inseparable de los demás. Y hablamos de exclusión porque, sociológicamente, hace ya mucho que descubrimos que la pobreza, todos los tipos de pobreza, no es un avatar arbitrario o un castigo divino, sino el efecto de un engranaje social concreto, con unas implicaciones personales y culturales que retroalimentan la situación. Y también dejamos de hablar de marginación, porque los mecanismos actuales son radicalmente excluyentes. La polarización social hace difícil las alternativas al empobrecimiento. Por ejemplo, si el paro es estructural, los cursos de técnicas de búsqueda de empleo no son mejor solución que la de soñar con un príncipe que rescate a Cenicienta.
Un sistema violento en sí El término globalización, proveniente de la aldea global acuñada por McLuhan2, puede parecer un espacio donde todo está distribuido por igual. Pero lo que se globaliza básicamente es el 2 M. McLuhan, Comprender los medios de comunicación; las extensiones de lo humano, Ediciones Paidós, Madrid 1964.
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orden económico neoliberal y un sistema cultural occidental que no es neutro respecto al género. En latín, griego y hebreo, el concepto de casa y de familia es el mismo: un sistema doméstico amplio donde las relaciones económicas y sociales van de la mano. Incluso la etimología griega de “casa” nos remite al mundo en que vivimos, y así oikós, “casa”, da origen a economía –la administración de la casa–, ecología –el conocimiento de la casa– y ecumenismo –la tarea de armonizar la tierra habitada, el diálogo cristiano–. El mundo como un sistema global donde se universalizan las relaciones domésticas. Y no olvidemos que la casa/familia ha sido tradicionalmente administrada por las mujeres, que la han convertido más o menos voluntariamente en su espacio propio, pero ha sido gobernada, dominada, por los varones. La casa, más que un icono del mundo, es un microcosmos que nos ofrece toda una hermenéutica o clave de comprensión del mismo. Es lógico que la teoría feminista haya trabajado por romper la dicotomía público/privado, donde la calle, el ágora, lo socialmente importante, correspondía a los varones, mientras que lo doméstico, invisible e insignificante, correspondía a las mujeres. El axioma “lo privado es político” es fundamental en nuestro análisis. Vivimos en un sistema global: todo está relacionado. Una casa/familia mal administrada. La ecología da síntomas alarmantes de destrucción, de auténtico biocidio. Y la economía no parece ir muy bien cuando uno de cada cinco miembros vive en la abundancia y los cuatro restantes se debaten entre la pobreza y la miseria. De hecho, la polarización social es una tendencia en aumento, a decir de Naciones Unidas: “En 1960, el 20% más rico de la población mundial registraba ingresos 30 veces más elevados que los del 20% más pobre. En 1990, el 20% más rico estaba recibiendo 60 veces más (...). Si, además, se tiene en cuenta la distribución desigual en
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el seno de los distintos países, el 20% más rico de la gente del mundo registra ingresos por lo menos 150 veces superiores a los del 20% más pobre” (PNUD, Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo3).
Esto recibe el nombre de violencia estructural –pecado estructural desde la perspectiva teológica–, una violencia que no afecta indiscriminadamente. Veremos cómo en la distribución de la riqueza hay unos mecanismos de exclusión entre los que el género es fundamental.
La exclusión El sistema global descrito conlleva un proceso de monetarización de las relaciones económicas. Anteriormente, quien tenía materias primas o elaboradas o fuerza de trabajo podía obtener un dinero que, a su vez, le servía para adquirir aquellas otras mercancías de las que no disponía; este sistema se compaginaba sin problemas con el de trueque. Hoy, el motor económico es el dinero, sin más, y las mercancías o la fuerza de trabajo que con él se adquieren sirven para acumular más. Las grandes fortunas se hacen gracias a la especulación, a la reducción de beneficios empresariales o a beneficios bursátiles que suelen coincidir poco con el crecimiento económico real de la producción. Así, por ejemplo, el precio de los productos viene dado por su escasez y demanda, y no por su valor en sí. El topacio imperial cuesta más que el agua. Quizá porque, como decía Antonio Machado, “sólo el necio confunde valor y precio”. En lo que al género se refiere, la revolución industrial marca la transformación de la familia 3 PNUD, El abismo de la desigualdad. Resumen del informe sobre el desarrollo humano, Barcelona 1992, 5. Datos muy similares en los posteriores informes.
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tribal, auténtica unidad de producción, en la familia nuclear, en mera unidad de consumo, y por lo tanto más fácilmente empobrecida. Aparece el salario familiar, que acaba relegando a las mujeres a la casa y haciéndolas económicamente dependientes del salario del varón, que, a su vez, se ha monetarizado. El binomio mujeres/espacio doméstico cobra fuerza. La legislación civil napoleónica da forma a esta nueva situación, vigente, por ejemplo, en la España de Franco, en la que se equiparaba a las mujeres con los menores de edad y los disminuidos psíquicos. Actualmente, la familia nuclear se ha transformado en familia monoparental, o más bien monomarental, habida cuenta de que el cabeza de familia suele ser una mujer. Familias que, como veremos, son protagonistas en lo que a pobreza se refiere. Si la familia ya no es una estructura productiva, los hijos dejan de ser necesarios para la subsistencia del clan, pero de ahí llegamos al extremo de que, por ser unidad de consumo, las familias, aunque lo deseen, no se animan a tener hijos en momentos de precariedad económica, desempleo y escasas ayudas sociales para la maternidad. En este contexto, las mujeres no pueden ser agentes o protagonistas sociales, salvo gracias a la presión social y política que desde finales del siglo XIX ha realizado el movimiento feminista. Este fenómeno ha ido de la mano de la autonomía económica de un sector de la población femenina, lo que nos ha hecho reforzar nuestra citada primera imagen: la de que la violencia sólo afecta a mujeres empobrecidas. Pero, como vamos a ver, toda mujer, por mujer, sufre o puede sufrir exclusión y violencia. Indigencia y pobreza connotaban pasividad, un destino mágico. Marginación describía un proceso que el término exclusión acentúa. ¿Cuáles son los mecanismos sociales que producen la
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situación de polarización económica que hemos descrito? Hay varios factores, que sencillamente enumero: – nacer en un país del Sur: las expectativas sanitarias, educativas y el respeto a otros derechos básicos son precarios. La esperanza de vida puede reducirse a menos de la mitad. – tener una piel oscura: toda etnia que no sea caucásica suele asociarse con precariedad y empobrecimiento. – sufrir cualquier tipo de discapacidad física, psíquica o sensorial: las dificultades laborales y económicas son tristemente frecuentes en estas personas, que suelen decir que la discriminación social es su peor enfermedad. – pertenecer al género femenino: como estamos viendo, éste es un factor de alto riesgo en lo que a casi cualquier problema se refiere. Casi todos estos factores son aleatorios. Nadie elige nacer con otra piel o en uno u otro cuerpo4, pero culturalmente las diferencias entre individuos se transforman en jerarquización social. Por otro lado, son factores que interactúan: las mujeres negras o indígenas no tendrán las mismas expectativas sociales que las blancas. Otro debate es si esta panorámica social está o no propiciada voluntariamente. Fuera de ello, lo que es incuestionable es que beneficia a algunos. Maria Mies afirma que nuestro sistema está basado en la triple explotación de la naturaleza, 4 Cuando Mirna Rivas, representante de la Asociación de Mujeres Dominicanas en España, expuso en la Asamblea de Madrid la situación que había propiciado el asesinato racista de Lucrecia Pérez en 1993, un diputado repuso que a él tampoco le dejaban entrar en ciertas discotecas si llevaba calcetines blancos. “Usted puede elegir el color de sus calcetines, pero yo no puedo ni quiero cambiar el color de mi piel”, respondió Mirna.
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del Sur y de las mujeres: factores muy diversos que hacen que el movimiento antiglobalización se identifique con la gama de los colores del arco iris.
Consecuencias éticas Esta situación no es intrascendente: “Existen muchas maneras de matar. Se puede clavar un cuchillo en la barriga, quitarle a uno el pan, no curar a alguien de una enfermedad, meterle en una mala vivienda, desarrollarle hasta la muerte por el trabajo, forzarle al suicidio, llevarle a la guerra, etc. Pocas de estas cosas están prohibidas en nuestro estado” (B. Brecht). Dando la vuelta a los factores de exclusión descritos anteriormente (en todos ellos el 51% corresponde a mujeres, además del factor genérico, en el que ellas se llevan la peor parte), aparece el arquetipo social, el metro de platino iridiado: nacer en un país rico, ser un varón blanco, sano, rico... y guapo. No olvidemos cómo ahora el mercado de la estética está tomando un inusitado protagonismo personal y económico. Las personas feas reciben menos atención visual y verbal que las guapas, se les sonríe menos y lo tienen más difícil en una entrevista de trabajo. Si las mujeres han sido asociadas a lo corporal y valoradas por la estética, se entiende la obsesión patológica de algunas por la cirugía estética. Quienes, alejados de ese ideal, sufren cualquier tipo de exclusión, no sólo se ven económicamente desaventajados. La citada monetarización social conlleva personalmente el “tanto tienes, tanto vales”. El nulo reconocimiento social de las personas pobres acaba interiorizado, y deriva en una baja autoestima. No es casual que las mujeres sufran casi en su totalidad esta patología.
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Pero éticamente las repercusiones también se globalizan. Si según personalistas como Buber no hay un yo aislado, sino un “yo-tú”, la negación, el empobrecimiento e incluso la muerte del otro supone la negación, el empobrecimiento y la muerte de la entraña misma del yo. Por eso la nueva conciencia ecologista, pacifista, feminista y antiglobalización nos ofrece un humanismo especialmente articulado desde la empatía que sería interesante analizar.
La feminización de la pobreza Nos cuesta aceptar el hecho de que a pesar del avance incuestionable que en poco tiempo ha experimentado la situación de las mujeres españolas, las cifras, por ejemplo, sobre violencia de género sigan siendo tan escandalosas. Los cambios de derecho son logros vitales, pero no siempre coinciden con los lentos pero rotundos avances de hecho. Sigue habiendo exclusión, y ésta no es neutra. Resulta pertinente explicitar el rostro concreto de los empobrecidos o excluidos, para hacer un análisis correcto de su situación y diseñar los mecanismos que puedan corregirla. La sociología sufre una evolución similar a la de otras muchas disciplinas, en lo que al género se refiere. Tras una mirada supuestamente neutral a la población en general y unas iniciales incursiones de mujeres como sujetos de estudio, se llegará a un análisis desde la perspectiva de género. Así, el concepto de feminización de la pobreza no llegará hasta la década de los ochenta, con Scott, Miller y Glendlinng. Si bien es sabido que el umbral de pobreza no puede establecerse en función de unos ingresos medios, sino de la satisfacción de las necesidades (diferentes y relativas al nivel de los otros ciuda-
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danos), gracias al nuevo planteamiento que explicitaba y diferenciaba el género de los sujetos de la unidad familiar, llegamos a conocer que el reparto de los bienes y la satisfacción de las necesidades primarias o secundarias no es ni igualitaria ni equitativa y dejaba a las mujeres en una situación de desventaja respecto a otros miembros de su familia. De hecho, el concepto de pobreza encubierta encajaba muy bien para mujeres que mantenían a su familia por encima del umbral de la pobreza a costa de una situación personal de empobrecimiento. Sería interesante analizar la complejidad del concepto de pobreza (económica, personal, espiritual)5, así como las implicaciones psicológicas6, éticas y antropológicas de la situación actual. Lo cierto es que lo económico es determinante, aunque, como veremos, interactúa con otros factores personales. Naciones Unidas afirmaba en 1980 que las mujeres en el mundo trabajan dos tercios de las horas totales de trabajo en el mundo, perciben el 10% de los salarios y beneficios y disfrutan del 1% de la propiedad. Y esto se convertía en una tendencia creciente en años posteriores7. Se dejaba de concebir la pobreza como algo neutral en los sujetos que la sufrían. Nacer mujer se convertía en un factor de riesgo que se sumaba a otros. 5 Jon Sobrino mantiene que el Sur es pobre económicamente pero rico en valores, y el Norte, rico económicamente y pobre en valores. 6 Sobrecubrir las necesidades básicas puede llegar a ser psicológicamente más nocivo incluso que vivir en la precariedad (no hablamos de miseria). Así, autoras como Maria Mies plantean la nocividad de un sistema que hace que las sociedades occidentales tengan tal nivel de personas con psicopatologías medias y severas. Algunas cifras hablan del 70% de población necesitada de psicoterapia. 7 Véanse los estudios de Naciones Unidas y del Instituto de la Mujer que aparecen en la bibliografía final.
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La pobreza tradicional es protagonizada por mujeres en diversos factores de discriminación: menor retribución salarial que los varones, mayor desempleo8, precarización de los sectores laborales tradicionalmente femeninos (como el trabajo doméstico), sobreexplotación de la doble jornada, mayor porcentaje de analfabetismo, e incluso menor y peor alimentación, y, por supuesto, la llamada violencia de género. Según la OIT, en España las mujeres ganamos entre el 20 y el 30% menos que los varones por el mismo trabajo. En Japón, el 43%. Una nueva pobreza se suma a esta tradicional situación9. La crisis del Estado de bienestar implicaba la supresión de ayudas estatales que benefician a las mujeres (guarderías, atención domiciliaria de ancianos, etc.) y en las que a su vez trabajan principalmente mujeres, ya que tradicionalmente son vocacionadas a las profesiones relacionadas con el cuidado: sanidad, enseñanza, asistencia social. Todo ello, no lo obviemos, en un momento de paro estructural10. El nuevo fenómeno de las familias monoparentales, en su mayoría encabezadas por mujeres, agudizaba el problema. A finales de los ochenta las mujeres constituían el 75% de los pobres en Estados Unidos. Eran especialmente madres solteras y mujeres mayores afroamericanas, que tenían a su cargo a sus nietos. La cantidad de familias encabezadas por mujeres pobres estaba aumentando a un ritmo de 100.000 anuales. 8 En algunos países de América Latina y el Caribe, más de las dos terceras partes del total de los desempleados son mujeres y, sin ir más lejos, la tasa de desempleo de éstas es el doble de la de los hombres en nuestro país. 9 Bien analizada por la socióloga navarra B. Fernández en sus diversas publicaciones. 10 En Europa oriental y central en algunos casos, el desempleo entre las mujeres ha aumentado hasta alcanzar el 60% desde la caída de los regímenes comunistas.
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Sin los subsidios de bienestar social, el 70% de las madres solteras con niños dependientes en los Países Bajos se encontrarían por debajo del nivel de pobreza. En España, la situación es similar a la general11: “El 1,8% de las personas que están por debajo del umbral de la pobreza en nuestro país viven solas (...) unas 150.000 personas. La mayoría de ellas (aproximadamente siete de cada diez) son mujeres. (...) Hasta los 54 años, los pobres que viven solos son en su mayoría (el 64,7%) hombres (en su mayoría, 62%, solteros). En cambio el 84,4% de las personas pobres que viven solas son mujeres (en su mayoría, 66,1%, viudas12)”13. “Tres de cada cuatro mujeres pobres con cargas familiares son inactivas, no están en disposición de trabajar (...) la mayoría amas de casa (...) dos terceras partes de los hombres pobres cabezas de familia son potencialmente activos”14.
Es una tendencia que va en aumento: “El empeoramiento relativo de los hogares cuyo sustentador principal es una mujer”15. “Las mujeres que viven en hogares de corta dimensión están más cerca del umbral de la pobreza, mientras que las que rigen hogares de alta dimensión son aún más pobres”16.
11 Cf. Equipo de Investigación Sociológica et al., Las condiciones de vida de la población pobre en España. Informe general, Madrid 1998. 12 “Que en su mayoría no trabajaron o lo hicieron con períodos contributivos intermitentes y bases de cotización inferiores a las de los varones. Tal realidad las hace muy dependientes de las pensiones de viudedad”. Ibíd, p. 606. 13 Ibíd., p. 341. 14 Ibíd., p. 345. 15 Ibíd., p. 610. 16 Ibíd., p. 346.
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“España se ha convertido en el país de la Unión Europea donde más aguda es la divergencia en las tasas de paro por sexos en las edades centrales17 (...) Con un aumento de la concentración del empleo femenino en el segmento con menores remuneraciones. Así crece en los años considerados el porcentaje de mujeres con salarios inferiores al mínimo anual legal, acercándose cada vez más a la cota del 40%.
Los distintos aspectos de la exclusión de las mujeres Trabajo Escasa tasa activa18, mayor desempleo19, mayor precariedad20, con la consecuente menor protección social, protagonismo en la economía sumergida y en el acoso laboral. Si el bienestar económico se asegura con el capital y éste sólo se obtiene por el trabajo, las mujeres lo tienen más difícil. Educación y cultura Casi podemos creer que hemos superado el atávico analfabetismo que sufrían las mujeres. Éste provenía porque la educación se consideraba un bien que sólo se podía destinar al varón, a modo de inversión familiar, o un poder que resultaba peligroso y hasta pecaminoso compartir con las mujeres. Sin embargo, son muchos los países donde ya hay una larga experiencia de coeducación, y los resultados obtenidos por las niñas son significativamente mejores que los de sus compaIbíd., p. 613. En España, el 42%, frente al 52% en Europa. 19 En España, el 16%; el 8% en los varones. 20 El 40% de las trabajadoras españolas tiene contrato temporal o a tiempo parcial. 17 18
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ñeros. Paradójicamente, esta superioridad académica no se correlaciona con su situación laboral. Esto quizá obedezca al hecho de que tampoco la formación sea neutral. Hablamos de cultura, pero no en su acepción de ilustración; aprendemos en el marco de una cultura sexista que, de forma más o menos explícita, orienta de manera diferente a hombres y mujeres, reproduciendo explícita o implícitamente unos estereotipos genéricos donde incorporar deductivamente la compleja realidad personal y social, y no al revés. Por ello se incide en hipotéticas diferencias ontológicas entre los géneros, en vez de en el respeto a las peculiaridades y diferencias individuales. En una cultura sexista, aun con barniz equitativo y cambios sociológicos significativos, no es de extrañar que la educación sea reflejo de esa exclusión cultural de las mujeres que legitima la de otros ámbitos. Por eso mismo es un instrumento imprescindible de transformación y emancipación. Y lo cierto es que muchos de los avances producidos se han gestado en la formación escolar de nuestros chicos y chicas. Pero es Marifé Ramos quien ha desarrollado en su capítulo esta cuestión. Nutrición Dos tercios de las mujeres asiáticas, la mitad de las africanas y una de cada seis latinoamericanas padecen algún tipo de anemia por desnutrición, exceso de trabajo o reiterados embarazos. En los hogares pobres de Bangladesh, las mujeres asalariadas consumen sólo 1,3 comidas al día, mientras que los hombres comen 2,4. Resulta paradójico que las personas que han amamantado a las criaturas y que prepararán la comida familiar sean las peor nutridas. En el Norte, sin embargo, la psicopatología de mayor mortalidad es la anorexia. A pesar de que se habla ya de un 12% de enfermos varones,
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sus principales víctimas son chicas adolescentes. No es casual que las mujeres seamos valoradas desde la belleza, y no, por ejemplo, por la inteligencia o la fuerza. La identificación de delgadez con belleza es una moda occidental que proporciona grandes beneficios económicos a algunos a costa de la salud psíquica de las mujeres y aun de su vida. La gordura era signo de poder económico y social, de salud, de felicidad, de fecundidad, de belleza y aun de plenitud espiritual. Actualmente parece no haber nada peor. Nunca como hoy se ha comido más y peor, algo negativo para la salud personal y de un mundo donde catorce millones de niños mueren cada año por hambre. La oferta es tentadora, prolífica, cientos de tipos de yogures, chocolates... Tras haber gastado más de lo necesario en comida, esas mismas empresas muestran modelos más delgadas del peso médicamente deseable, que incitan a comprar sus productos adelgazantes. La industria del adelgazamiento, la belleza y la cirugía estética es boyante. La de los jóvenes que prefieren morir a engordar, que lentamente van dejando de ser, es sin duda una de las mayores violencias que pueden sufrir las mujeres de hoy. Una lenta autoagresión a costa de algo tan saludable y placentero como la comida. El hecho de que muchas chicas con anorexia y bulimia sufran amenorrea (supresión del ciclo menstrual) y hasta graves lesiones en el sistema reproductor, habida cuenta de la asociación de las mujeres con la fuerza reproductiva (que pervive en los recurrentes anuncios navideños de muñecos-bebé que mean, cagan y eructan para regocijo de sus dueñas-mamás), agrava su anulación como mujeres adultas saludables. Tiempo En España, en 1996, la mujer dedicaba cuatro horas y 24 minutos diarios al trabajo doméstico; los varones, 37 minutos, por lo que la dedicación
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de éstos al estudio, al trabajo remunerado, a las necesidades personales y al ocio es mayor21. En 2003 se seguía hablando de sólo el 12% de tareas domésticas realizadas por varones. Ellas han asumido los roles masculinos, pero ellos no han asumido casi los femeninos, por lo que las mujeres se ven sobrecargadas con dobles y hasta triples jornadas cuando suman a sus responsabilidades otras de ámbito social. Por ello, las mujeres en el mundo duermen menos, y su sueño suele verse alterado por las preocupaciones asumidas. Ésta es una de las causas de sus problemas de salud. Espacio Virginia Wolf sigue clamando por una habitación propia. La propia ocupación corporal que incluso hoy se realiza de los espacios públicos resulta interesante. Aunque las mujeres han entrado en ellos con fuerza, pervive la imagen de una mujer aprisionada en su asiento de metro por las piernas extendidas de su circunstancial vecino. Si, como hemos visto, la casa, lo doméstico, se transforma en un espacio de especial exclusión y violencia, todos los factores del análisis se validan en su aplicación en el espacio público, el ágora: los 475 años de espera que Naciones Unidas auguró como plazo para la equidad política. Pueden no ser tantos, pero en cualquier caso son demasiados. Seguridad Al igual que defensa, es un eufemismo para referirse a decisivos ámbitos de poder en los que las mujeres son pasivos receptores: ejércitos, poli21
1997.
Cf. Instituto de la Mujer, La mujer en cifras, Madrid
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cías, espionaje, etc. Aunque comienza a haber presencia femenina en ellos, son espacios altamente masculinizados, y decisivos en lo que a la violencia se refiere. Los niños juegan a soldados, las niñas a enfermeras, pero todos ellos, junto con el resto de población civil, son las víctimas de guerras y armas ligeras. En un momento de “nuevo orden”, de un gendarme único en lucha contra un supuesto imperio del mal, los mismos que decían liberar a las mujeres afganas son quienes las acaban sometiendo militar y económicamente. Demografía Cabría también comentar las políticas financieras internacionales alrededor de la deuda externa y con los planes de ajuste estructural que por la imposición de la reducción salarial, la exportación de bienes primarios y la reducción de los servicios sociales afectan especial y directamente a las mujeres, así como la política demográfica a ellos asociada. Los planes de ajuste estructural diseñados por el FMI y el BM suelen exigir una reducción de la natalidad, que ha llevado a muchos países del Sur a esterilizaciones forzosas, con el ejemplo de Brasil, con al menos ocho millones de mujeres esterilizadas sin su consentimiento. Este dato, comparado con el de que en este mismo país la mujer sin escolarización tiene un promedio de 6,5 hijos, mientras que la que ha completado la secundaria tiene 2,5, nos da mucho que pensar. Una forma más digna de reducir la natalidad sería facilitando a las niñas el derecho a la educación. Se calcula que por cada dos años de enseñanza secundaria las futuras madres tendrán un hijo menos. Vida Naciones Unidas ratificó el dato que hace más de veinte años nos diera J. Bateau afirmando
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que faltan al menos cien millones de mujeres en el mundo. Es decir, de haber recibido un trato igualitario ante la salud, la educación, ante la vida, no habrían muerto más de cien millones de mujeres. El aspecto más crudo de esta violencia lo ofrecen el infanticidio femenino, que todavía se practica, y el aborto selectivo de fetos femeninos. De hecho, las feministas luchan por prohibir las pruebas prenatales que indican el sexo. Así, en Hyderabat, India, Sonia Gupta y otras mujeres determinaron que en una clínica de esta ciudad sólo uno de cada mil abortos correspondía a futuros varones. El contexto más frecuente de estas situaciones no es sólo el sistema patriarcal, sino la patrilocalidad, es decir, vivir en la casa de la familia del esposo. En situaciones de precariedad, alimentar a una niña como futura esposa de un señor al que aportará su fuerza productiva y reproductiva es un lujo imposible. Un hijo asegura, sin embargo, una mujer que trabajará y tendrá hijos para su propio clan. Cuando las políticas estatales limitan el número de hijos, el dilema se agrava. Salud Ateniéndonos al concepto de salud integral de la OMS, nos referimos a las dimensiones física, psíquica y social de la misma. Desde ahí no son necesarios más datos para afirmar que la salud de las mujeres es más precaria que la de los varones, y no por su diseño genético o por designio divino, sino por una situación que cuanto menos podemos definir como violenta con ellas. Sexo La sexualidad es una de las dimensiones centrales de nuestro ser, un potencial de integración, de placer y de vida, que en una sociedad materialista se acaba convirtiendo en un lucrativo mer-
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cado. La pornografía y la prostitución, junto con el narcotráfico y el comercio de armas, son los tres negocios más importantes del mundo. Casi todos, clandestinos. Este elemento de manipulabilidad económica, unido al empobrecimiento de las mujeres y a la consideración de las mismas por casi todas las culturas como objetos y no sujetos sexuales, es uno de los motivos de las distintas violencias de tipo sexual. En 2002 se denunciaron en España 1.762 delitos de violación o agresión sexual a mujeres. Una nueva punta de iceberg más grave aún por el hecho de que la mayoría de agresores son del ámbito familiar o social de la víctima, que sufre un estigma social que recuerda a culturas en las que la violada es considerada culpable de la agresión. Algunos varones usan a las mujeres como mero objeto de placer sexual, en contra de su voluntad, o comprando ésta en la práctica de la prostitución sexual (que las hay de muchos otros tipos). Aunque el debate sobre prostitución es complejo, podríamos simplificar diciendo que hay prostitutas y prostituidas (las más), llevadas por la necesidad, el contexto, la droga o la fuerza, algo minoritario pero no por ello menos grave. En cualquier caso, y aun para los hombres que se prostituyen, los “clientes” son casi en su totalidad varones. Desde aquí el análisis de género es vital, aunque ahora no podamos detenernos en él. Y un nuevo fenómeno: las inmigrantes que se prostituyen o que son prostituidas. Aquí añadimos al género el factor étnico, lo cual hace más rotunda la exclusión. Si tenemos en cuenta que el cupo migratorio quedó cerrado, pero el mercado de oferta a inmigrantes es básicamente construcción, agricultura intensiva y trabajo doméstico, vamos viendo el escaso margen de elección de las mujeres extranjeras. El trabajo domestico, profe-
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sión feminizada por excelencia, no está ni regulado en el Reglamento de los Trabajadores, y es precario, sumergido y excluyente como pocos. Si además de chacha se es inmigrante, el empobrecimiento es casi seguro. No es de extrañar que muchas, especialmente con hijos en su país de origen, acaben dedicándose a la prostitución. Más preocupante, si cabe, es el fenómeno del tráfico de mujeres, desde las redes de compra de esposas (con catálogos en los que el aspecto físico cotiza a la par que la sumisión afectiva o la abnegación ante el trabajo doméstico) al tráfico de mujeres para clubes de alterne, que retienen el pasaporte de la niña o mujer haciéndole pagar cantidades imposibles que nunca llega a completar, que amenazan a su familia, que les cambian periódicamente de lugar para que no encuentren apego o alternativas de huida, y que practican castigos corporales, torturas y hasta matan ante la sospecha de huida. Destaco la política europea que quiere barrer esta práctica (como la del mal llamado turismo sexual, que antes quedaba impune al practicarse en otro país), que al definir la trata de personas implica a quienes están “involucrados en todas las fases del proceso, desde la captación, transporte, traslado, acogida, recepción y explotación22”. “La prostitución femenina, el tráfico de mujeres, la pobreza y las políticas económicas de los países son temas estrechamente relacionados. El intercambio de bienes y servicios en el que se basa la economía mundial lleva a que las cosas más inimaginables sean potenciales objetos de consumo. Las condiciones de vida de los sectores más desfavorecidos económicamente resultan en una marcada situación de vulnerabilidad donde
ACSUR-Las Segovias, Tráfico e inmigración de mujeres en España, Madrid 2001, p. 76. 23 o. c., p. 103. 22
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los valores se distorsionan”23.
Es muy significativo el proyecto Esperanza, que varias congregaciones españolas han diseñado: si las redes son estructuras transnacionales, sólo se pueden combatir con otras estructuras transnacionales, como las de las órdenes religiosas. Hay casas de acogida que ya han tenido que mudarse en tres ocasiones ante las amenazas de las mafias; es síntoma del poder y la violencia de este negocio, que usa a las mujeres como mercancías baratas. Alternativas para ello en el estudio de ACSUR-Las Segovias: – Crear espacios de encuentro. – Elaborar un periódico. – Reivindicar derechos laborales. – Coordinación institucional. – Sensibilización en los países de origen. – Ayuda psicológica. – Crear cooperativas de mujeres. – Campaña de concienciación política. – Crear asociación de inmigrantes. – Informar y apoyar a las recién llegadas. – Apoyar a las endeudadas con una bolsa de trabajo. – Apoyo psicológico para el empoderamiento. – Crear un banco del tiempo. – Fomentar el autoempleo. – Elaborar una guía24.
La causa, la violencia no tan sutil del sistema Patriarcado, falocracia (según Alzon), quiriarcado (el dominio del señor, varón poderoso, occidental, según E. Schüssler-Fiorenza), sistema 24
o. c., p. 110-118.
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sexo-género... Recibe muchos hombres, pero describe una misma realidad. Las causas de esta situación apuntan a la atávica división de los roles de ambos sexos, que se jerarquizan. Los papeles femeninos se minusvaloraban en un contexto transcultural de patriarcado o quiriarcado, en el que todo lo femenino se relegaba a un segundo plano –así, por ejemplo, se sobrevaloraba la fuerza productiva en detrimento de la reproductiva–. De este contexto emana la discriminación de las mujeres ante los servicios sanitarios y educativos, los recursos financieros y alimentación e incluso la agresión y mutilación sexual, etc. ¿Cuál es el origen de todo? Hay diversas y sugerentes hipótesis sobre el nacimiento del patriarcado, pero ¿hoy? La realidad sistémica complica los análisis. Nos planteamos si el trabajo femenino se precariza o el precario se feminiza. Así, por ejemplo, existe una correlación inversa entre la presencia de mujeres y varones en el profesorado desde la educación infantil (mayoritariamente femenina, con sólo el 4,19% de varones) a la universidad (con el 68,91% de presencia masculina)25. El trabajo que conlleva más horas diarias de docencia, menor retribución salarial y reconocimiento social es el de mayor presencia femenina.
Círculos viciosos Las causas de esta situación son tan complejas como las consecuencias de la misma: lo económico, lo cultural, lo psicológico. No en vano somos una unidad bio-psico-social, y lo estructural y lo personal van más de la mano de lo que podemos pensar, validando el citado axioma feminista de que lo privado es político. 25
Instituto de la Mujer, p. 51.
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Partamos de un ejemplo: si el matrimonio para las mujeres es un factor de riesgo para su salud psíquica (especialmente en lo que a cuadros depresivos se refiere)26, y para el empobrecimiento económico, y, por otro lado, la separación se convierte en nuevo factor de pobreza27, ¿cuál es la causa de dicho empobrecimiento? Parece ser la dependencia. No la sana y mutua interdependencia, sino la dependencia económica y aun psicológica (¿qué fue antes...?), de la que tanto sabemos a partir de las relaciones de pareja28. De hecho, la situación de mayor riesgo en la violencia doméstica suele ser la demanda de separación; el maltratador no soporta la emancipación de su víctima, pues su propia identidad se ve marcada por esa dependencia patológica, sin la que se siente nadie. Esa situación se asemeja a las relaciones de dependencia económica Norte-Sur, que generan también un empobrecimiento29 casi irreversible: “Qué desgraciadito el que come el pan en mano ajena. Siempre mirando a la cara, si la pone mala o buena”. Esta dependencia conlleva/asocia la invisibilidad laboral, social y, cómo no, personal, tan relacionada con la baja autoestima endémica en las mujeres. Resulta paradójico tipificar de invisible el trabajo doméstico. Por ejemplo, en España las amas de casa generan entre el 8 y el 25% del PIB
26 La OMS describe un mayor riesgo de psicopatología en mujeres casadas que en solteras, a diferencia de las de los varones. 27 Según la Red Europea de Mujeres (Tribunal sobre mujer y pobreza en la CEE, Madrid 1990), al año de separarse el 60% de los varones se han enriquecido significativamente, mientras que el 50% de las mujeres se han empobrecido. 28 Cf. R. Norwood, Las mujeres que aman demasiado, Buenos Aires 1986; E. L. Eichembaum y S. Orbach, ¿Qué quieren las mujeres?, Madrid 1987. 29 Los nuevos modelos de análisis de la etiología de la pobreza no invalidan éste.
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(producto interior bruto) estatal. La oscilación de datos indica la falta de atención a esta fuerza de trabajo. Su magnitud nos plantea que los beneficios estatales y familiares que producen estas mujeres no les repercuten positivamente a ellas. Un sistema que se sustenta gracias a la violencia estructural y personal que nos ocupa. Violencia que sustenta la exclusión de las mujeres, que la provoca. Pero los roles van cambiando. Afortunadamente, la posmoderna valoración de la diversidad permite un mayor respeto a dicha complejidad, y, por otro lado, los roles ofertados se han modificado sensiblemente, así como la valoración social de los mismos. Por ejemplo, el tradicional rol femenino de cuidadora, empobrecedor como estamos viendo para las mujeres, es actualmente revalorizado, sobre todo en algunos sectores de población, y reivindicado también por varones, por lo que lo que la consecuente infravaloración que le acompaña irá probablemente desapareciendo. En los jóvenes se visualiza más fácilmente este “intercambio” de roles incluso en su vestimenta. Pero esta realidad pervive con la atávica situación descrita. Por otro parte, reconocemos que la exclusión de las mujeres es fruto también de una automarginación (aprendida o no, interesada o no), como bien analiza psicoanalíticamente M. J. García Callado. La dificultad a la hora de vencer estos mecanismos que abocan a la exclusión está en su retroalimentación y su complejidad sistémica. En lo sociológico, el conocido efecto “Mateo” (se le da más a quien más tiene, y menos a quien menos). En lo psicológico y económico, círculos viciosos como el hecho de que la baja autoestima genera baja asertividad, y ésta conduce a la tradicionalmente baja reivindicación y participación sindical de las mujeres, que las convierte en mano de obra
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idónea para la economía sumergida y precarizada, lo que a su vez les refuerza una baja autoestima en nuestra materialista sociedad. En otro orden de cosas, la citada acumulación en las mujeres de roles masculinos y de los tradicionalmente femeninos, debida a la escasa implicación doméstica de los varones, hará que éstos sigan considerando su participación doméstica innecesaria, y a ellas las sobrecargará, abocándolas al estrés, la ansiedad y la falta de tiempo propio y de ocio, lo que las mantendrá en una paradójica y limitada situación ante el poder público.
Violencia y exclusión Violencia y agresividad son dos términos que suelen confundirse. Hay personas agresivas que no acaban provocando daño más que a ellas mismas (perro ladrador...), y terribles violencias generadas sin la menor agresividad, como apretar el botón que activa una bomba atómica. La violencia estructural del sistema quiriarcal es brutal pero callada. Hay mucha muerte silenciada, maquillada, lenta y hasta autoinfligida. Si, con Naciones Unidas, entendemos como violencia de género “todo acto o amenaza de violencia que tenga como consecuencia, o tenga posibilidades de tener como consecuencia, perjuicio y/o sufrimiento en la salud física, sexual o psicológica de la mujer”30, concebimos la exclusión en sí misma como violencia de género; algo común a toda mujer, la propia violencia del sistema que les excluye. Es evidente que, como dijo Gandhi, “la pobreza es la forma más terrible de violencia”. Por otro lado, desde la exclusión que este sistema provoca se facilita la violencia doméstica 30
ONU, Consejo Económico y Social, 1992.
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estricta. Evidentemente, las mujeres más empobrecidas son las que menos recursos económicos, sociales, legales y aun psicológicos tienen para salir de esa situación. El maltratador aísla social y familiarmente a sus víctimas, les suele prohibir toda actividad laboral y, si la realizan, maneja sus rendimientos económicos y, a su vez o por ello mismo, les va minando su autoestima con mensajes que, recibidos además de la persona en quienes ellas han depositado su capital afectivo, les genera una indefensión aprendida más difícil de curar que los golpes en el cuerpo.
Rompiendo la espiral de esta violencia Hay quien afirma que los cambios culturales son más difíciles que los naturales. De hecho, la teoría feminista ha cambiado la tradicional equivalencia del binomio sexo/género con el de naturaleza/cultura, inmutabilidad/opcionalidad. La fuerza de los hechos nos hizo ver que, a pesar de nacer con un sexo biológico u otro, las personas transexuales se identificaban y llegaban a asumir no ya otro género, sino otro sexo. Quizá el sexo sea más maleable que la atribución cultural genérica, o al menos más controlable, porque lo que tampoco nadie puede cuestionar son los cambios sufridos en la identidad y los roles genéricos a lo largo de la historia y a través de un planisferio, los factores del tiempo y del espacio como coordenadas de su relatividad. Y lo cierto es que son muchos los cambios experimentados. Los datos son complejos, y entre ellos aparece una mejora en la situación de las mujeres. Así, en los países en desarrollo, el porcentaje de éstas en el mercado laboral, tanto estructurado como no estructurado, aumentó del 28% en 1950 al 41% en 1993. En otro orden de cosas, el uso de anticonceptivos ha aumentado cinco veces desde el decenio de 1960. Y en los
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países occidentales, donde los índices de empobrecimiento femenino son menores, parece comenzar una sugerente influencia mutua de roles entre los sexos. La relación no siempre es directa. España, que en 1998 ocupaba según datos del PNUD el puesto 11 en el índice de desarrollo humano, tenía el número 19 en el índice de desarrollo respecto al género. De hecho, si los mecanismos de la exclusión de las mujeres empobrecidas son complejos y sistémicos, también lo serán los de la inclusión, tanto estructurales y políticos como personales. Las áreas de intervención serán pedagógicas, psicológicas y socio-políticas. La multicausalidad de los problemas supone la interdisciplinariedad de las soluciones. M. T. Ayllón, geógrafa e histórica militante feminista, ha realizado un magnífico estudio de cómo mujeres altamente capacitadas para trabajos tradicionalmente masculinos, tras una breve experiencia laboral, se han visto forzadas a renunciar a su puesto de trabajo porque su formación no había incorporado la especial capacitación psicológica (autoestima, asertividad, etc.) que esos contextos masculinos requerían de ellas al considerarlas intrusas. Por otro lado, la globalización actual de recursos, materias primas, información y capitales (que no de personas), y la universalización del sistema neoliberal hacen que las soluciones parciales no suelan ser más que ineficaces parches que queman recursos y expectativas. En primer lugar, no se puede eliminar la empobrecedora dependencia reproduciendo modelos que la conllevan, repitiendo soluciones androcéntricas y etnocéntricas31, aunque tampoco pase la solución por colonizar algún planeta desierto. Lo más adecuado es que sean los propios 31 Así, proyectos de ayuda al desarrollo acaban en ocasiones agudizando los problemas que pretendían resolver.
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grupos de mujeres, con sus propios recursos, los que vayan diseñando modelos alternativos de desarrollo y creando espacios de encuentro y afirmación. Así, las Ollas Comunes de países andinos la Tontine de diversos países africanos, la Chinjira de Malawi, la Ndeyediké y los Grupos de Interés Económico de Senegal, etc., han tenido éxito desde la sencillez de una estructura que responde a las necesidades de su realidad genérica y cultural. Es obvio que si la génesis del problema es sistémica o integral32, la intervención ante el mismo no puede limitarse a un aspecto. Sin embargo, curiosamente, en los sistemas el movimiento de un elemento altera el todo. Así, la incorporación laboral de las mujeres al trabajo o el sufragio femenino han sido auténticos efectos mariposa. Casualidades aparte, una magnífica propuesta puede ser el Modelo Integral para Abordar la Violencia de Género, del Programa Mujer, Salud y Desarrollo33, aportado por Beatriz Fernández Campoamor, que “incluye la construcción de redes comunitarias para la provisión de atención y apoyo a las víctimas de la violencia. Cada red comunitaria planifica, ejecuta y vigila sus propios esfuerzos según los siguientes componentes: – Los servicios de salud frecuentemente son el punto de detección inicial para las mujeres que viven con violencia. Los proveedores son capacitados para tamizar a las mujeres durante las visitas regulares de atención de salud primaria y reproductiva. – Un análisis de la situación se lleva a cabo en la comunidad para evaluar la prevalencia de la violencia e identificar organizaciones y personas que ayudan a las mujeres. No creo necesario recurrir al anglicismo holismo. De la Organización Panamericana de la Salud, Oficina Regional de la Organización Mundial de la Salud. 32 33
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– Las organizaciones y líderes comunitarias se movilizan para formar redes de apoyo y servicio. – Las redes se reúnen para planificar, ejecutar y vigilar actividades que abordan la violencia. – Las replicaciones de las redes comunitarias a los niveles regionales y nacionales abogan por políticas (adiestramiento, normas y sistemas de información), legislación y recursos para abordar la violencia a los niveles nacionales, regionales y locales.”
Esta misma organización desarrolla en su página web las Respuestas sociales ante la violencia, que paso a enumerar: – Atención a la salud. – Servicios de asistencia para víctimas. – Grupos de apoyo. – Trabajo con agresores. – Exploración de las masculinidades. – Campañas de información y sensibilización en los medios de comunicación. – Educación. – Programas y servicios basados en la fe. – Respuestas legales. – Conferencias y convenciones internacionales. – Redes e intervenciones comunitarias.
Y es que como afirma: “Aunque algunos enfoques son más eficaces que otros, la clave para eliminar la violencia de género reside en la participación de múltiples sectores y comunidades enteras. Cuando se aborda la violencia de género desde todos los ángulos, la posibilidad de la prevención se hace una realidad, se crean redes sociales para asegurar que las víctimas de violencia consiguen la atención y la protección que necesitan y que menos mujeres caigan en sus grietas”
A la inclusión en la familia universal de todos los sectores excluidos sólo puede llegarse con un nuevo concepto de progreso y desarrollo, un consumo racional y ecológico, el comercio justo y una corriente emancipatoria feminista que ha generado
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y sigue generando identidad, conciencia de grupo y de espacio propio en las mujeres, que ha reforzado su presencia en espacios donde hubiera resultado impensable, y que cuestiona y reinventa el lenguaje y la educación cuando éstos perpetúan una imagen que poco tiene que ver con las nuevas mujeres que están surgiendo. Mujeres que, muy alejadas ya del inicial victimismo, empiezan a caminar por el mundo como por su propia casa porque se saben agentes de transformación social. El mundo y cada persona en sí son sistemas globales que aún padecen estas viejas enfermedades de la exclusión y la violencia de género, por lo que siguen siendo necesarias medidas34: – Sociales y políticas: grupos de reflexión y de apoyo, medidas de intervención y prevención, planes que favorezcan la equidad laboral, económica35... – Culturales: desarrollar la teoría y formación feminista para que podamos hacer un buen análisis de género, y diseñar intervenciones más emancipatorias. Deconstrucción y reconstrucción36. – Psicológicas: en apoyo de la autoestima y el empoderamiento, feo neologismo que nos habla de recuperar el poder arrebatado de decir, ir, 34 Que E. Gascón resumiría como pacto intrapsíquico, pacto intragenérico y pacto intergenérico. 35 Concejalías específicas como las de San Sebastián de los Reyes (Madrid) o El Escorial (Madrid), el trabajo integral del Ayuntamiento de Puerto Real (Cádiz) con los colectivos de la ciudad que afrontan la exclusión, o planes como el del Ayuntamiento de Jerez de la Frontera (Cádiz), con un Programa de Hombres por la Igualdad dentro del Área de Salud y Género y un protocolo que sanciona económicamente a los trabajadores municipales condenados por malos tratos. 36 Desde una estricta perspectiva marxista, sólo cabrían cambios gestados en lo económico. A partir de M. Weber, y como explica J. Martínez Cortés, aceptamos que los cambios ideológicos y culturales pueden conllevar cambios estructurales y económicos, como sucede con el propio feminismo.
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hacer... de ser. Poder y derecho hasta a equivocarnos, al mal, como diría A. Valcárcel. – Éticas: nos engañaron diciéndonos que no creyéramos en utopías, pero disfrutamos hoy de sueños pasados que se transformaron en realidad histórica gracias a quienes lucharon valiente y apasionadamente por ellos. Es por ello comprensible que el feminismo provoque miedo incluso en quienes lo practican, pues supone un reajuste social, económico, político, personal, familiar, incluso sexual en unos y otras. Pero incomodidades y privilegios perdidos aparte, sin duda hombres y mujeres tienen mucho más que ganar en un mundo equitativo y justo que en el actual “sálvese/consuma quien pueda”. Hay quien prefiere argumentar que de otro modo la torre de Babel caerá por su propio peso.
Bibliografía Equipo de investigación sociológica et al., Las condiciones de vida de la población pobre en España. Informe general, Madrid 1998. Instituto de la Mujer, La mujer en cifras, Madrid 1997. Naciones Unidas, Situación de la mujer en el mundo, 1995. Tendencias y estadísticas, Nueva York 1995. P. Villavicencio y J. Sebastián, Violencia doméstica: su impacto en la salud física y mental de las mujeres, Madrid 1999. P. Yuste, “Feminización de la pobreza”, en Colegio Oficial de Psicólogos, V Congreso estatal de intervención social. Área de mujeres. Procesos de inclusión y exclusión. Madrid 1998 (de esta investigación mía he tomado gran parte de los datos y referencias).
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Violencia silenciada Es verdad que hoy cada día los medios de comunicación comienzan a poner ante nuestros ojos la tragedia de millones de mujeres violadas, atropelladas, golpeadas, víctimas de todo tipo de malos tratos (una cada 18 segundos) e incluso muertas a manos de sus amantes, maridos presentes o pasados, u otros... Hoy, incluso se recalca en la televisión que las víctimas de Irak, de Afganistán o de cualquiera de las guerras que ocurren en nuestro planeta son también –y principalmente– las mujeres, viudas, madres... que quedan desvalidas en medios adversos, además de ser “moneda de cambio”, de opresión y venganza sexual. Hoy comienzan a circular las estadísticas e informes que evidencian la desprotección femenina ante la ley, el trabajo, ante el tráfico sexual, empleadas maltratadas, esposas abandonadas, abortos selectivos, desapariciones, subalimentación deliberada... Si, hoy comienzan a asomar datos ante las exclusiones y la esclavitud que ellas padecen; por ejemplo: “Sesenta millones de niñas ‘desaparecidas’ en Asia”, así titulaba La Vanguardia un escalofriante informe. Y como éste, tantos... Hoy, sabemos con más claridad que la injusticia, la pobreza y la indigencia tienen “rostro de mujer” en el mundo entero y cada vez se descubre con más certeza aquello de la “feminización de la pobreza”.
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Sin embargo, todo ello –lo sabemos– es una muy mínima parte de lo que en la realidad ocurre. Las noticias sobre la situación real de las mujeres no han hecho más que asomar, todavía muy tímidamente, en los medios de comunicación y, especialmente, en los escritos de mujeres que se empeñan en llegar a la conciencia humana que, sin duda, comienza a despertar. Para ello es necesario liberar del secuestro y sacar a la luz toda esa experiencia brutal que las mujeres soportan, y dar voz al silencio secular al que estaba recluida. Toda violencia es compleja, pero en la que pesa sobre las mujeres la complicación se acentúa. Porque abarca todos los ámbitos e invade todos los sectores; es una violencia física, pero también psíquica, simbólica, estructural..., a veces es sutil, solapada, otras muy desgarrada, siempre cruel y despiadada... Está reforzada desde la vida, desde las leyes y desde las instituciones..., e incluso está, no pocas veces, interiorizada por las mismas mujeres... Así pues, desvelar la historia de sufrimiento oculto, omnipresente y cotidiano de las mujeres de todos los tiempos es una tarea ardua, profunda y enmarañada, que lleva a excavar en los lugares recónditos del corazón humano, de la sociedad e incluso de la religión; intenta, porque lo necesita, atravesar el tiempo, entrar en los lugares atávicos, en los espacios conscientes y en los inconscientes, en los explícitos y en los más sutiles y recónditos... Por eso es una empresa holística y comunitaria que precisa actuar desde todas las fuerzas y todos los frentes, también, y quizás más aún, desde el ámbito de lo sagrado y de lo religioso. Porque como aseguraba el jurista Tiraqueau (siglo XVI) –y además aprobándolo plenamente– sobre el “estado de sujeción” total de la mujer, han estado y están de acuerdo tanto las Iglesias
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como los Estados en todas las épocas y en todas las culturas del mundo1... y así la violencia que pesa sobre ellas, es pluricultural, plurirreligiosa y omnipresente.
Religión y violencia En la primera reunión de teólogas asiáticas, celebrada en Manila el año 1986, las veintisiete mujeres, que provenían de siete países distintos y pertenecían a religiones diversas, admitieron unánimemente el hecho de que la opresión femenina tiene “raíces religiosas”2. Y es que éste es un dato que la investigación de la teología feminista de las distintas tradiciones religiosas no ha dejado de confirmar. Por ejemplo, en un estudio realizado por el Consejo Nacional de Población egipcio dado a conocer en España en 19973, se ofrecían datos que confirman la interiorización que las mismas mujeres conservan con respecto a la “legitimidad” de la violencia ejercida sobre ellas. Por ejemplo el 69’9% creía que el marido tiene derecho a pegarles si ellas rechazan sus requerimientos sexuales –sabemos que éste es considerado uno de los pecados más graves en el islam– o si le responden en un tono desagradable, etc., con el agravante de que esta cifra ascendía hasta el 92% en las más jóvenes. Además de otros datos semejantes, el estudio abordaba la amputación genital (del clítoris y los labios menores) o ablación, práctica con la que también más del 82% estaba de acuerdo o, por lo menos, acepCitado por R. de Maio, Mujer y Renacimiento, Editorial Mondadori, Madrid 1988, p.95. 2 M. J. Manazan, “La socialización femenina. Las mujeres como víctimas y cómplices”, Concilium, n. 252 (1994), p. 277. 3 EL Mundo, 18 febrero de 1997. 1
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taban4. Las cifras ya son impresionantes, pero entre los motivos para admitirlo –una buena tradición con ventajas higiénicas, evita la pérdida de la virginidad etc.– habría que destacar que el 30’6% de las mujeres aseguraba que “es un deber religioso”... Nuestra mentalidad occidental se estremece al leer estos datos, así como con persistencia de la lapidación en algunas regiones de África y otros abusos que pesan sobre las mujeres... Sin embargo, tampoco podemos ignorar nuestros ámbitos más cercanos... Mujeres que aguantan palizas, degradaciones y violaciones conyugales o no conyugales por una especie de sentimiento religioso, de sentido del “deber”, o/y de inferioridad culpable...; mujeres que viven en una humillación sumisa y silenciosa, introyectada desde presupuestos ético-religiosos..., mujeres excluidas, marginadas, aun en la propia Iglesia o religión... incluso aceptándolo porque “por fidelidad religiosa a su destino, las mujeres han de comportarse como sometidas”, según la expresión hindú que puede hacerse extensiva a las demás, o, dicho de otra forma en la mentalidad cristiana, por acatar y mantener un “orden querido por Dios”... De hecho, la “inferioridad” de las mujeres en la India quedó “justificada” por las leyes de la reencarnación y la experiencia del karma, y lo mismo que el nacimiento en una casta concreta corresponde a su comportamiento en vidas anteriores, así el nacer mujer supondría un comportamiento inferior al de los que nacen varones5. 4 Esta cifra abarca la ablación que se refiere a la amputación del clítoris y labios menores: 64%, pero además hay que añadir las que señalan la amputación de alguna parte: 18’7% sólo el clítoris, 7’8% sólo labios menores y 9’4% sólo labios mayores. 5 V. Narayanan, “Hindu perceptions of auspiciousness and sexuality”, en AA. VV. Women, religion and sexuality, WCC. Publications, Ginebra 1990, p. 64-93.
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La desventaja y supeditación en la mentalidad judeo-cristiana quedó plasmada, entre otras cosas, en la exégesis forzada e intencionada de la culpabilidad de Eva (que disculpa a Adán), extendida a todas las mujeres que han existido, existen y existirán. Pero lo cierto es que las mujeres han introyectado culpabilidad y desprecio, de forma que durante siglos les ha convertido, en no pocos casos, en cómplices más o menos inconscientes y silenciosos, pero siempre eficaces que contribuyen a perpetuar la agresión y el círculo de la violencia. Podríamos hablar de algo así como un fenómeno, como una especie de “clitoridectomía mental –simbólica y práctica– fabricada por la cultura contra las mujeres”6, que significaría un adoctrinamiento persistente bien conocido que “lesiona” la mente y afecta a las conciencias, y ahí sí que las Iglesias y las religiones han sido eficaces colaboradoras, controladoras e incluso promotoras, en todas las culturas y tiempos –como afirmaba Tiraqueau–, de una ideologización larga y decisiva en esa relación bien trabada entre “violencia-religión-mujer”. Han fortificado poderosamente la cultura de la dominación y de la sumisión, alentando alienaciones degradantes y atroces; han denigrado el cuerpo de la mujer y satanizado su presencia; han colaborado manejando las conciencias y condenando cualquier intento de disenso o insubordinación, adjudicando a unas la virtud de la obediencia, y la de poder, a otro... y casi siempre “exculpando”, disculpando, a los varones o a lo menos infravalorando el alcance de tales actuaciones... Es más, ¿cuántas mujeres sienten realmente agresión en sus conciencias, que es también una forma muy seria y dolorosa de violencia?... 6 C. Grela, F. Kissling y otras, Mujeres e Iglesia. Sexualidad y aborto en América Latina, Washington 1989, p. 64.
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Todo un trabajo secular práctico, ideológico, simbólico, estructural, doctrinario..., a niveles conscientes e inconscientes, siempre insistentes. Todavía no son lejanos los tiempos en los que el papa Pablo VI, en unas conversaciones con Jean Guitton que han sido editadas, afirmaba con una tranquilidad pasmosa: “La mujer no puede ser sacerdote, no puede sacrificar, pero puede ser víctima”; y más adelante aseguraba: “Las mujeres son también el inmenso reino del silencio”7... En verdad es impresionante, representa toda una mentalidad que tiene consecuencias muy serias. Esto sólo es explicable por la inconcebible ceguera y distorsión en la que han estado sumidos principalmente los varones. Como dirían los jesuitas en su 34 congregación general, “como muchos otros varones, tenemos tendencia a convencernos de que el problema no existe”8. Ciertamente, a las Iglesias y religiones les está costando mucho, demasiado, un cambio de mentalidad, y en algunos lugares y culturas aún están bajo mínimos. Sólo muy poco a poco y aún muy tímidamente comienzan a reconocer su eficaz complicidad y dominio, aunque todavía no se hayan decidido a hacer un verdadero trabajo de autoexamen y conversión en este sentido. Por ejemplo, tanto en la Asamblea Ecuménica Europea de Basilea (1989) como en la que posteriormente se celebró en Austria (Graz, 1997), las Iglesias cristianas confesaron “delante de Dios que nuestras Iglesias han seguido pecando contra 7 J. Guitton, Dialogues avec Paul VI, Librairie Arthème Fayard, 1967, p. 305-306. 8 Decretos de la Congregación 34 (15 desde la restauración de la Compañía), Roma 1995, Ediciones Mensajero y Sal Terrae, Burgos 1995, p. 306-313.
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las mujeres” etc.9. Y he tomado este ejemplo por ser ecuménico, aunque también se den algunos en el interior de Iglesias y religiones todavía siempre tímidos e incipientes. Estos reconocimientos son muy importantes; ciertamente, es imprescindible llegar al reconocimiento verbal, pero es más necesaria aún una real actitud de autocrítica y de cambio, porque a los sistemas religiosos les resulta más fácil reconocer y condenar estos pecados en la sociedad, es decir, fuera de sus propios muros... Eso lo hacen con alguna frecuencia, pero, con todo, en un caso y en otro, su compromiso para delatar la injusticia que pesa sobre ellas es muy escaso. Urge un cambio de perspectivas y actitudes, necesarias para poder esperar que la violencia en nombre de la religión no sea la última palabra. Estoy totalmente de acuerdo con la teóloga inglesa Mary Grey cuando asegura: “Creemos que la religión es a la vez parte del problema y parte de la solución”10; efectivamente, las dos cosas. Porque en verdad “todas las religiones tienen tantos elementos de opresión como de liberación” (M. J. Mananzan). Es importantísimo no sólo desvelar el pecado y el lastre real que existe, sino también ayudar a liberar la “dynamis” de la gracia que siempre subyace a lo religioso. Esto significaría entrar desde ella no sólo en la dinámica de superación de la misma violencia, sino también en la de propiciar el paso de unas religiones, culturas y sociedades marcadas por las relaciones de dominación a otras determinadas por unos parámetros más comunitarios y solidarios, desde el núcleo libe9 Consejo de las Conferencias Episcopales Europeas (CCEE) y Conferencia de las Iglesias Europeas (KEK), Reconciliación, don de Dios y fuente de una nueva vida, Graz 1997, p. 16, y CCEE y KEK, Paz con Justicia, Madrid 1990, p. 48ss. 10 Mary Grey, “Papel de la religión en la superación de la violencia”, Concilium, n. 272, p. 100.
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rador originario que las mismas religiones poseen. En todo ello, la tarea y aportación de las mujeres, en pie de igualdad, es insustituible.
Las raíces simbólicas: un poco de mito y de historia Volver a los orígenes históricos, etológicos, simbólicos y/o religiosos no responde a un sentimiento de añoranza romántica, sino que está en la base de una tarea de liberación responsable en cualquier área de la existencia. Significa comprender el pasado como una fuerza operativa de liberación y de relación, como una escuela de aprendizaje, de autocomprensión y comunicación. El pasado ilumina nuestro presente, lo critica, y arroja luz hacia el futuro ayudando a construirlo mejor. Porque ¿fue siempre así la situación de las mujeres en las distintas culturas del mundo?, ¿existe algún momento histórico o simbólico en el que se produce un cambio?, ¿cuáles serían sus raíces, sus consecuencias?... En fin, un montón de preguntas que están en la base de una búsqueda palpitante que trataré de abordar muy concisa y esquemáticamente. Cuando hace unos años trabajaba este tema y trataba de seguir las pistas a través de la historia simbólica del útero y la fertilidad femenina11, no conocía el espléndido libro de Riane Eisler El cáliz y la espada”12. Más tarde lo leí, precioso libro, y 11 Sobre ello hablé en M. J. Arana, “Símbolos, corporeidad y ecología. Tota mulier in útero”, en M. Navarro (dir.), Para comprender el cuerpo de la mujer. Una perspectiva bíblica y ética, Verbo Divino, Estella 1996, p. 79-97. En los dos apartados siguientes resumo parte de lo allí escrito. 12 R. Eisler, El cáliz y la espada. La alternativa femenina. Edic. Martínez de Murguía, Madrid 1996. Evidentemente, la suya es una amplia y profunda investigación plasmada en
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además me llené de alegría al ver que por caminos bastante semejantes, trabajados luego también por otros y otras, habíamos llegado a unas conclusiones muy aproximadas y que ella, además, había superado los márgenes en los que yo lo había dejado. Porque es muy llamativa y significativa la unidad que los restos arqueológicos, etológicos y etnológicos nos ofrecen. Cuanto más nos remontamos hacia las épocas prehistóricas, encontramos que abundan más las huellas de la “Madre Mítica”, la Gran Diosa, la Gran Tierra Madre, huellas que en realidad vienen a testificar sobre la divinización de las fuerzas de la fertilidad y las relaciones entre naturaleza-mujer-religión. Son muchos los estudiosos que llegan a la conclusión de que las primeras divinidades que venera la humanidad son femeninas. Es decir, desde la arqueología se llega al rostro femenino de la divinidad. Por ejemplo, Freud, a pesar de todos sus prejuicios y de su bagaje absolutamente patriarcal, confiesa: “Me siento desconcertado al tratar de señalar el lugar que les corresponde a las grandes divinidades maternas, que, en todas partes, parecen haber precedido a las divinidades paternas”13. Un ejemplo claro son las estatuillas de las diosas opulentas, con un vientre enorme en forma de huevo “lleno” y con unos órganos genitales exuberantes. Son signos de la fertilidad y vida originante y originaria, es decir, una fertilidad vital que tiene una profunda conexión y equivalencia con lo sagrado; están profundamente relacionadas con la naturaleza, la tierra, el mar, el cosmos y, por supuesto, con la magia..., así todo un libro y el mío es un trabajo de reducidas dimensiones y con finalidades distintas. 13 S. Freud, Totem y tabú, Obras Completas II, Madrid 1968, p. 511.
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aparecen llenas de poder. También en las cuevas prehistóricas hallamos signos de veneración y magia en las pinturas rupestres, que muchas veces representan símbolos sexuales femeninos. No es casualidad que todas estas huellas las encontremos por todas las regiones de la esfera terrestre, significando un culto a la Gran “Madre” Universal y cuya coincidencia es total. Son restos del culto a la Gran Matriz, la “DiosaMadre”, cuya fuerza reproductora está cargada de energía y fertilidad: es la Génetrix Universal y a la vez es la protección ante el miedo y el desamparo del hombre y de las mujeres primitivos; son vestigios del gran útero ctónico: vida y también muerte. La mujer aparece divinizada, mediadora de lo sagrado y solidarizada místicamente con la Tierra, con la naturaleza y la fertilidad telúrica; está ligada a la misteriosa regeneración cíclica de la naturaleza..., al alimento, al cuidado de la naturaleza y vida... No es sólo culto a la fertilidad; ella es la sacerdotisa del mundo, garante de su continuidad, su diosa, es el reconocimiento de la superioridad original de la sacralidad femenina. Y todo ello le da poder para ejercer como real sacerdotisa de la religión, del hogar y del clan o institución civil. En casi todas las culturas aparecen divinizadas: la Gran Madre, la Gran Diosa, la Gran Sacerdotisa, que después evolucionará e irá tomando diferentes nombres según las culturas: Gran Madre en México, Sumer, etc. Ishtar y Astarté en Mesopotamia, Isis en Egipto, Cibeles en Asia Menor, Démeter en Grecia; en el budismo japonés hallamos a la diosa Amaterasu, en el País Vasco la mítica y poderosa Mari, etc. Estas diosas, en su estado primigenio, están relacionadas también con la Luna (en algún caso también con el Sol), los árboles (árbol de vida), las cuevas-útero, la cabaña-útero, las aguas origi-
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nales de cuya fuerza vivificante y poderes sagrados participan también las conchas, las caracolas, las ostras, las perlas... Tienen una simbología enormemente rica y fascinante que no podemos explicar aquí. Pero por su forma evocan también los órganos genitales femeninos y son emblemas de la Matriz universal, del Gran Útero: MadreTierra y a la vez Madre-Mar, de las aguas originarias. Toda esta simbología ha quedado plasmado también en las expresiones cristianas: muchas veces las pilas bautismales tienen forma de concha y también se derrama el agua con una concha sobre el neófito (segundo nacimiento). Un significado semejante lo encontramos en las conchas de las sepulturas (paso a otra vida) y en las conchas del peregrino (regeneración de vida, recomenzar la vida espiritual). La concha, símbolo de los órganos genitales de las mujeres, que engendran vida. De la misma manera, la sangre y el color rojo contienen toda una fuerza regeneradora y vitalicia, principio de vida... La fertilidad, la mujer, la madre, aparece ligada a la divinidad, sacralizada. La sacralidad sexual se identifica con sacralidad cósmica, total. Esta sacralización se reflejaba en el estatuto familiar, civil y por supuesto religioso de las mujeres. Quizás los matriarcados, pero sobre todo los matrifocalismos, matrilinealismos, etc., han sido muy habituales en esas culturas ancestrales en las que la fertilidad femenina era objeto de veneración y fuente de poder; lo sacralizado es siempre poderoso, y la religión es un poder. Es más, el poder político y el poder religioso, en muchos momentos, se han identificado, formando un todo; “en el principio era” el poder religioso, por eso se ha dicho “en el principio eran las mujeres”. También quedan testimonios muy interesantes de la situación de la mujer en las culturas primitivas y nómadas. Por ejemplo, Herodoto escribió refiriéndose a los Issodons (en las estepas de
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Asia central): “Pasan por ser justos; las mujeres son iguales que los hombres y tienen la misma autoridad”14. Casos semejantes o equivalentes los encontramos en los restos de la mitología y en la experiencia matrifocal vascas, también en la pirenaica, etc.
La disputa por el poder Los mitos de la culpabilidad de la “mujer” primera, Eva, Pandora, etc., son posteriores y reflejan un cambio de mentalidad importante, así como el predominio del varón sobre ella: Marduk y Tiamat... El paso de la “diosa” a la “bruja” como peligro que debe ser dominado, el paso a la mujer vencida. Es el cambio de la pureza y la veneración, a la “impureza”, el tabú, el rechazo, la prohibición... El sentido de la impureza y el tabú es muy importante y ha quedado profundamente enraizado en el subconsciente religioso –aunque no únicamente religioso– del mundo. Son muchos los autores y autoras que descubren la envidia ancestral hacia las mujeres –”el cuerpo envidiado”–. “¿Por qué envidiaron los hombres a las mujeres, tratando de imitar el parto y la magia de la fertilidad?”, se pregunta Txema Hornilla, y continúa: “Creo que la respuesta es sencilla: en la tribu primitiva, quien domina el misterio de la vida manifiesta ejercer el control sobre las fuerzas ocultas de la naturaleza, es poderoso, participa de lo sagrado de un modo singular y directo”15. Es semejante a lo que afirma L. Scubla estudiando a René Girard; él va más allá afirmando que “los hombres –varones– han crea14 Ph. Legras, Histoire d’Herodote, París 1945, cit. en A. Michel, Le Feminisme, París 1980, p. 20. 15 Cf. M. J. Arana, “Símbolos, corporeidad y ecología. Tota Mulier in útero”, o. c.; Txema Hornilla, La mujer en los ritos vascos, San Sebastián 1989, p. 64.
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do la religión (centrada en la propia violencia) para disimular y compensar el privilegio de la procreación natural que poseen las mujeres”. Ambas afirmaciones tienen una importancia trascendental para el tema que trabajamos y para explicarnos una violencia más profunda y religiosa bien arraigada16. Porque, ciertamente, el poder es siempre objeto de disputa. Y esta disputa es social, política... pero también religiosa, y queda expresada simbólica, ritual y míticamente de mil formas. Es el comienzo de la “violencia sagrada”: “Los hombres (varones) han creado la religión (centrada en su propia violencia) para disimular y compensar el privilegio de la procreación natural (el don de la vida) que las mujeres poseen”17. Esta violencia llega hasta el matricidio, “el asesinato de la madre”18. La Orestiada sería quizás la expresión literaria más clara y conocida de esta disputa, y el mismo Apolo justifica el hecho al negarle a la mujer el poder de engendrar: “No es la madre la que engendra al que llama su hijo; ella no es más que la nodriza del germen sembrado en ella. El que engendra es el hombre que la fecunda”19... Se reduce a la mujer a recipiente pasivo, meramente receptor; se le arrebata al útero 16 L. Scubla, “Contribution à la thèorie du sacrifice”, en M. Deguy y J. P. Dupuy, René Girard et le prbléme du mal, Grasset, París 1982, p. 106, cit. por X. Pikaza, “Cuerpo de mujer, cuerpo de diosa”..., en AA. VV., Para comprender el cuerpo de la mujer, o. c., p. 30. 17 M. Deguy y J. P. Dupuy, René Girard et le problème du mal, Grasset, París 1982, p. 106. Referencia a R. Girard, La violencia y lo sagrado, Editorial Anagrama, Barcelona 1982. X. Pikaza, “Cuerpo de mujer, cuerpo de diosa”..., en AA. VV., Para comprender el cuerpo de la mujer..., o. c. 18 S. Blaise, El rapto de los orígenes o el asesinato de la madre. De la comunicación entre las mujeres, Vindicación Feminista, Madrid 1996. 19 Esquilo, La Orestiada, 3ª parte, y Euménides, v. 658-661.
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toda su capacidad activa, mientras que se eleva al semen masculino al principio activo de toda fecundación... Este auténtico “robo” convierte al útero femenino en un receptáculo pasivo, un lugar sombrío, material en el que el varón aporta el principio de vida. Apolo declaraba en las Euménides (o Furias) de Esquilo: “No es la mujer quien procrea al que llamamos hijo; ella no es más que la que cuida de la simiente que ha concebido. Sólo el varón procrea”, o dicho por Aristóteles: “Es él, el varón, el que engendra”... El útero, lugar simbólico de poder y de fecundidad, al ser despojado de sus atributos, deja a la mujer desprovista de poder, sumida en la inferioridad. Esta lucha por la fecundidad es en realidad la lucha por el poder, no el estrictamente religioso, pero también del poder religioso, porque todo está interrelacionado: es un prestigio y poder global que indudablemente abarca al religioso con especial intensidad, y este paso ha quedado plasmado en muchas leyendas, mitos etc.
El robo de unos derechos Existe una farsa ritual popular vasca –Txelemón o Zelemón– que recoge este viejo enfrentamiento entre los sexos. Por su sencillez y expresividad, nos puede servir de modelo simbólico. Explica de forma plástica y popular lo que en realidad fue un largo itinerario en el que los varones –el mundo patriarcal– intentaron conseguir el poder, y lo lograron, arrebatándoselo violentamente a las mujeres20. En la escenificación se utiliza el simbolismo de la vasija o puchero, que en la simbología tradi20 Esta farsa ha sido recogida por Barandiarán e interpretada por A. Ortiz de Osés, El matriarcalismo vasco, Bilbao 1981, p. 65-69.
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cional universal y en la cábala significa el útero, lugar de fertilidad y también del nuevo nacimiento. De esta forma, apoderarse de una vasija es conseguir su tesoro oculto, simbolizado en el útero, y romperla significaría aniquilar simbólicamente ese tesoro –en este caso, el tesoro del poder femenino y de sus atributos–, reduciéndola a la sumisión. La farsa es muy elemental y discurre como sigue: se representa un juicio en el que aparecen tres personajes: el juez, que podría ser también la juez (es importante que se mantenga esta autoridad femenina indicada, que podría ser una especie de consejera, personificación de la sabiduría y expresión del resto de un poder ya en declive), un joven acusado y una muchacha que inculpa a éste de varios robos. Todos los personajes llevan una manta como atuendo y un palo en la mano, pero en el del chico hay un puchero de barro colgado boca abajo que, al parecer, ha robado a su contendiente. La mujer acusa al joven de haberle arrebatado su bienes, “los derechos más viejos”: el dinero, el oro, los bueyes, ovejas, gallinas, otros animales y todas sus posesiones; en definitiva, de haberle despojado de todo, que está simbólicamente expresado en el robo de la olla. Él rechaza las acusaciones, pero ella le increpa: – ¿A mí me lo niegas todo? –dice ella–. Me has quebrantado la salud. Entonces, se dirige al juez (o la juez) y le pregunta: – Con ese individuo ¿qué he de hacer, dígamelo, abuelo (o abuela)? Le contesta: – Pégale y derríbalo si quieres, si en medida puedes hacerlo... Entonces, la querellante levanta su palo y pega con él la olla del reo, haciéndola pedazos, y ambos caen al suelo...
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Durante la escenificación, hay que observar los golpes y movimientos rítmicos, que recuerdan ciertos ritos religioso-populares que significan el Sol (el muchacho) y la Luna (la chica), con toda la carga cósmico-simbólica y religiosa que esto conlleva.
“La derrota universal de las mujeres” (Engels) No cabe duda de que la interpretación hay que observarla como un enfrentamiento simbólico del poder patriarcal que trata de apropiarse y de saquear de manera simbólica lo matriarcal, y en este sentido está en profunda relación con tantos otros mitos de la producción universal. Se produce en un contexto ritual, simbólico-religioso. Pero además, en esta farsa habría que estar atentos/as a otros detalles peculiares del pueblo vasco. Por ejemplo, creo que no es ir demasiado lejos al interpretar a la joven, y no el joven, rompiendo el puchero, porque esto tiene sus repercusiones. Con ello parece que ella –la mujer– quiere expresar su total disconformidad y su resistencia a la situación que se ha creado. La olla significa el útero, pero en esta matriz está expresada la mujer misma, con todo su ser; quieren vaciar, robar, estereotipar precisamente la imagen, etc., pero ella misma quiere acabar con esa imagen –que en realidad ya está vaciada de su poder primero–. Ella ha perdido ya sus posesiones, sus bienes; tan sólo le queda su cuerpo, y no está dispuesta a entregarlo, prefiere destrozarlo. No quiere que el varón continúe poseyéndola, dominándola, usurpando su ser, se niega a la expropiación del cuerpo. Tampoco quiere continuar siendo “el recipiente abierto”, pasivo, a la espera de ser llenado por el varón. Prefiere romper la olla. Pienso que el palo podría significar lo que se conoce con el nombre de “bastón de escarbar”
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prehistórico, que era, por una parte, un instrumento de la agricultura que se utilizó con anteriorioridad a la azada, pero también, según Gordon Childe21, se endurecía la punta con el fuego y así constituía “el cetro de la mujer”, símbolo del poder agrícola y de la soberanía religiosa, que en este caso los habría arrebatado violentamente el muchacho. En este antagonismo de sexos, ciertamente ella ha sido vencida, aunque en esta farsa lo es solamente hasta un cierto límite. De todas formas, es innegable la violencia que conlleva; violencia iniciada por el varón en vistas a un poder simbólico, socio-doméstico y, por supuesto, también religioso. Pero tanto aquí como mucho más claramente en el drama de Esquilo la Orestiada, en el mito prehelénico de la hija de Démeter, Koré (o Perséfone), y en otros tantos, se expresa la “derrota histórica, universal, del sexo femenino” (Engels): “¡Ah, que pudieran tratarme así! Yo, la mente del pasado, ser arrojada bajo tierra, proscrita, como basura” (Orestiada, 164)... Esta “derrota”, en la que el miedo masculino ataca e invade el secreto y misterioso “poder” femenino, por lo tanto, está cargada de violencia social, es una agresión colectiva y quizás principalmente una violencia religiosa que, en su simbolismo, toma un alcance universal. Algunos autores22 y autoras atribuyen la responsabilidad casi exclusiva del patriarcado y del G. Childe, L’Europe prehistorique, Payot, París 1962. R. Eisler, El cáliz y la espada, o. c.; S. Blaise, El rapto de los orígenes o el asesinato de la madre, o. c.; M. Stone, Quand Dieu était femme, Edit. l’Etincelle, París 1979; M. Gimbutas, Diosas y dioses de la vieja Europa, Edit. Istmo, Madrid 1991; P. Rodríguez, Dios nació mujer, La intervención del concepto de Dios y la sumisión de la mujer: dos historias paralelas, Ediciones B, Barcelona 2000. 21 22
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descalabro matrifocal a las invasiones kurgas o indoeuropeas que asolaron Europa entera durante el neolítico. Todo es posible y, en verdad, cronológicamente es exacto y está bien documentado. Sin embargo, yo no estaría tan segura de focalizarlo con tanta claridad en ellos, porque, a la vez, también es cierto que el cambio de situación de las mujeres y la alteración de valores y costumbres alcanzó a aquellas regiones a las que los indoeuropeos nunca llegaron. Personalmente, y para el trabajo actual, prefiero quedarme en la referencia simbólica y en las terribles consecuencias que comportó. Pienso que históricamente fue un proceso progresivo, muy lento, que abarca miles de años y en el que participaron pueblos diversos; que se realizó desde todos los ámbitos de la existencia y cuyas consecuencias también lo invadieron todo. Supone un fuerte cambio de paradigma y utilizando palabras de Ortiz de Osés diríamos que representa “el paso decisivo del naturalismo matriarcal al culturalismo patriarcal como el paso de una categorización de la vida como potencia, a una concepción de la esencia de la realidad como poder”23; es decir, una situación de imposición, apropiación impositiva en la que la violencia, la agresividad, la jerarquización obligada y la sumisión introyectada, etc., juegan el papel preponderante. En el lenguaje simbólico de Riane Eisler, supondría el triunfo e imposición de la “espada” (lo masculino) sobre “el cáliz” (lo femenino), el debate entre una “mente dominadora” y otra más “solidaria”, con el triunfo de la primera sobre la segunda... Triunfo que implica también la preponderancia que en la sociedad, y por lo tanto en las religiones, se ha dado a unos valores, imágenes, formas de comportamiento y de relación, etc., en perjuicio e incluso menosprecio de otros... Es un cambio situacional, relacional y 23
A. Ortiz de Osés, El matriarcalismo vasco, o. c., p. 83.
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espiritual que afecta brutalmente a la situación de las mujeres y trastoca, empobreciéndola, a toda la humanidad. Los mitos religiosos, con las ideas sobre Dios, las imágenes femeninas y religiosas que comportan, etc., escritos posteriormente, incluidos los contextos bíblicos, quedarán afectados por esta mentalidad, y esto es muy importante tenerlo en cuenta a la hora de hacer las exégesis –también la de los libros inspirados–, de ritualizar las religiones concretas, etc., por las repercusiones obvias que de ahí se desprenden.
Las hijas de Eva Podríamos trabajar textos y pasajes bíblicos en los que la violencia contra las mujeres se hace muy evidente –por ejemplo, Gn 19,1-11; Jue 11,30-39; Jue 19,22-30; 2 Sm 3,6-8; 16,21-22 y un largo etcétera–, pero vamos a seguir otro camino, continuando el iniciado al comienzo de este trabajo. Aludíamos a cómo han influido, respecto a la “legitimación” de errores y en la condición de las mujeres, cuestiones como la interpretación interesada de las leyes de la reencarnación en las culturas asiáticas o la exégesis bíblica que culpabiliza a Eva –y en ella se denigra a las demás mujeres– y olvida que “a imagen suya, a imagen de Dios les creó; macho y hembra les creó” (Gn 1,27). Continuemos con este hecho. Aunque ya no se mencione más a Eva en todo el Antiguo Testamento, sin embargo hay una alusión directa de Ben Sira –libro que, como es sabido, no figura en el canon judío ni en el protestante– que se refiere a ella y a su culpa inicial contaminante: “Por la mujer tuvo comienzo el pecado; por ella moriremos todos” (Eclo 25,24). El mismo san Pablo, a pesar de que también aseguró la igualdad básica cristiana y que “ya no
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hay judío ni griego; ni esclavo ni libre, ni hombre ni mujer” (Gal 3,28), sin embargo recurrió a esta cuestión de Eva y de la creación en 2 Cor 11,3, para fundamentar la desigualdad, y más aún en 1 Tim 2,12-15, en donde además de prohibir que las mujeres hablen y de negarles toda autoridad, “porque Adán fue formado primero y Eva en segundo lugar”, disculpa totalmente al varón, porque “el engañado no fue Adán, sino la mujer que, seducida, incurrió en la transgresión”. Por esa misma razón del orden de la creación –primero Adán y de él, después, Eva–, el hombre no debe cubrirse la cabeza “en señal de sujeción”. Y más aún: “pues es [el hombre] imagen y reflejo de Dios, pero la mujer es reflejo del hombre”. Esto es lo más fuerte que dice Pablo en detrimento de las mujeres (cf. 1 Cor 11,7-13). Se le debió de “olvidar” que él mismo, en Rom 5,12-21, había escrito con toda claridad que “por un hombre penetró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte”, pero el recuerdo de la transgresión de Eva se ha hecho más persistente y sus consecuencias más penosas. ¡Qué difícil desprenderse del bagaje cultural e ideológico! Y hago sólo alusión a estas pocas citas cuyas repeticiones, interpretaciones y repercusiones realizadas por los pensadores eclesiásticos a lo largo de la historia ya conocemos. Por eso –porque Eva pecó– ellas son “la puerta de Satanás” (Tertuliano), “tentadora”..., “la causa de todos los males”..., y, así, por ella, “entró el pecado en el mundo”, como dirán unánimemente los grandes pensadores..., es decir, siendo objeto de toda sospecha de seducción y pecado, proyectan sobre ella una especie de fijación obsesiva en materia de sexualidad... Todo esto la incapacita, le mantiene en “eterna minoría de edad” y en estado de dependencia; por eso “consta que la mujer está sometida al dominio del varón y que no tiene ninguna autoridad y no puede enseñar, ni ser testigo, ni dar testimonio, ni juzgar”...
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Esta inferioridad fue percibida y definida por ellos “como un orden natural” (san Agustín, Graciano y otros)... Por ello, por su débil naturaleza propensa al mal, debe estar “en estado de sumisión o de sujeción”, porque, en realidad, “la imagen de Dios se encuentra en el hombre de forma que no se verifica en la mujer; el hombre es el principio de toda la creación”, escribirá solemnemente santo Tomás interpretando a san Pablo (1 Cor 11,7ss). Obviamente, Lutero también estudió y comentó el Génesis y dedujo, asimismo, que por ser Eva la causa de la caída de Adán perdieron las mujeres la igualdad originaria con el hombre y se convirtieron en seres inferiores de mente y cuerpo (ya Aristóteles había dejado clara la cuestión de la inferioridad, y, por supuesto, no a causa del pecado, sino “por naturaleza”: “seres deficientes”). Por eso, ellas se hallan sometidas a los varones. Esto se debe a la infidelidad de la mujer y a la justicia divina, que ellas deben aceptar totalmente, y, por lo tanto, cualquier insubordinación no haría sino “ahondar su deshonra”24. Por eso, Lutero también dirá en otro lugar: “Las mujeres han sido creadas sin otro propósito que el de servir a los hombres y ser sus ayudantes”25, es decir, en una situación dependiente y subalterna, de la que no pueden salir sin gran riesgo de “ahondar en su deshonra”. En el Corán apenas se menciona a Eva (en realidad, sólo una vez); por el contrario, Adán aparece nombrado muchas veces (veinticinco, aunque en veintiuna se le cita como genérico de 24 A. Primavesi, Del Apocalipsis al Génesis. Ecología, feminismo, cristianismo, Herder, Barcelona 1995. 25 Luthers, Sämmtiliche werke, Erlangen and Frankfurt, 1826, 20,84. Citado por Merry Wiesner, “Lutero y la mujer: la muerte de las dos Marías”, en AA. VV., Teología feminista, Bilbao 1997, p. 173.
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“humanidad”). En ocasiones, Dios se dirige directamente a él y, además, se le concede a él la soberanía sobre los demás seres e, incluso, los ángeles deben rendirle homenaje (sura II, 28-35). Sin embargo, sí se dice que “creó de él a su compañera” (sura IV), es decir, más tarde, en segundo lugar y, además, “de él”... Y, por supuesto, a la hora de hablar del pecado, entonces sí, entonces aparecen juntos; son los dos los que comen del fruto prohibido y los dos son despachados del paraíso: “Dijo a Adán y a Eva: Descended todos del paraíso, enemigos unos de otros”26 (sura XX, 119, 121). Así pues, aunque en el Corán no exista ningún diálogo con la serpiente y el mito de la creación es más insinuado que narrado, sin embargo eso no ha disminuido las interpretaciones de la mujer como tentadora, seductora y “puerta” del mal, en un papel de total inferioridad moral. Y aunque es verdad que el sagrado Corán afirma “que ellas tienen los mismos derechos” (cf. suras XXXVII, 36; XVI, 97, y otros), también asegura en otro lugar y sin ninguna matización que “los hombres son superiores a las mujeres27 a causa de las cualidades por medio de las cuales Dios ha elevado a éstos por encima de aquéllas” (sura IV, 38). Esta desconfianza hacia ellas no queda circunscrita a las religiones bíblicas o/y coránicas, sino que se anticipa y se extiende a todos los rincones. Así, no es extraño que la tradición budista, aunque no contenga este mito entre sus tradiciones ni figuren estas categorías entre sus
26 Menos mal que, en la nota, el editor añade: “Los hombres estarán siempre en guerra con los demonios”. El Corán, Editorial Azahara, Granada 1994, p. 221. 27 Otras traducciones dicen: “Los hombres tienen autoridad sobre las mujeres”.
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creencias, considere, sin embargo, como las demás, que “la mujer es tentadora para la persona santa. No permitáis que la mujer sea tentación para el hombre”28 (Sutta Nipáta, n. 703). Por lo tanto, ¡excluidla! Se comprende así que los varones judíos pensaran que la mujer “no estaba capacitada para el cumplimiento de los mandamientos”, a causa de la debilidad del sexo femenino, y que por eso repitieran a diario la conocida oración del rabí Judá Ben: “Alabado seas, que no me hiciste inculto. Alabado seas, que no me hiciste pagano. Alabado seas, que no me hiciste mujer”..., porque la mujer no está obligada a guardar los mandamientos. Es verdad que todas estas interpretaciones sobre el pecado, la fragilidad innata de las mujeres, la culpabilidad de Eva, etc., han constituido una grave afrenta y han supuesto una fuente inagotable de discriminación y una historia larga de sufrimiento nunca acabada. De hecho, esta capacitación para la historia de sufrimiento que a la mujer le esperaba fue “prevista” ya desde la creación, y en algunas interpretaciones rabínicas se asegura que la mujer fue creada del hueso (costilla), material más duro que la tierra o polvo del que proviene el varón, para que afrontase con mayor fortaleza y estuviera mejor equipada ante las circunstancias adversas que le esperaban y para acarrear el seguro sufrimiento inherente a su condición femenina29... Las religiones, los libros, las leyes y los pensadores recogían en todas estas interpretaciones
28 Citado por J. Minamato, “Buddhist attitudes: A women’s perepectives”, en Women, Religion and Sexuality, o. c., p. 156. 29 Citado en A. Rodríguez Carmona, La religión judía. Historia y teología, BAC, Madrid 2002, p. 547.
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el pensamiento vigente, el temor y la desconfianza ancestrales; todo ello lo reforzaban con argumentos, acusaciones, y se perpetuaba con discriminaciones, en una clara cultura de la inferioridad. Y todo esto, aunque parezca algo ya lejano, continúa, sin embargo, pesando hoy. Por otro lado, el hecho de que esto provenga del mundo religioso no sólo se hace más doloroso, sino que además confunde y presiona conciencias y corazones.
Una historia no acabada En la Iglesia católica La historia, los argumentos y los datos de esta tradición de sufrimiento y exclusión son muy largos y aún no han acabado. Indudablemente, yo no puedo tocar todos los ámbitos, y en estas páginas me tendré que limitar también mucho en el tiempo; además, tampoco puedo adentrarme en el conjunto de las religiones del orbe. Voy a dejar de lado la historia del pasado, con las inquisiciones, clausuras y otras legislaciones y persecuciones; ahora, simplemente intentaré dar algunos brochazos de este oscuro cuadro asomándome un poco –no podría hacer más en este breve escrito– al cristianismo católico y al islam, y para ello tomaré simplemente un par de temas, los más fuertes y llamativos. Con respecto a la Iglesia católica, tocaré exactamente dos aspectos: primero, algunas cuestiones relativas a la sexualidad y, en segundo lugar, la exclusión de las mujeres de los ministerios ordenados y de la jerarquía eclesiástica. La verdad es que cuesta hacerlo, porque valoramos las religiones y amamos a nuestra Iglesia, pero precisamente por eso debemos afrontar la autocrítica, siguiendo las palabras del papa. Porque Juan Pablo II reconoció, en el documen-
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to Vita consecrata (1996): “Ciertamente no es posible desconocer lo fundado de muchas reivindicaciones que se refieren a la posición de la mujer en los diversos ámbitos sociales y eclesiales”... Pero, en verdad, las cosas no han cambiado dentro de la Iglesia. 1) Matrimonio y sexualidad Ya la comprensión del matrimonio explicado por la Iglesia durante siglos ha pesado en la conciencia y en la vida de las mujeres. Como rasgo que puede resumir el asunto, recordemos la encíclica de Pío XI (1930) en la que, siguiendo las líneas anteriores de relación, habla de una “jerarquía del amor” y lo concreta en “un amor que manda” y “un amor que obedece”, en donde resuena eso que se ha repetido de muchas formas: “En el hombre, el valor sirve para el mando; en la mujer, para ejecutar lo que se le ordena”30. Se evidencia una visión jerarquizada que se basa en una antropología inadecuada y obsoleta, ignora la reciprocidad y perpetúa las actitudes de dominio y sumisión... Todavía no se ha rechazado públicamente esta visión, pese a que haya variado. Y aunque el Vaticano II sí cambia la orientación e invierte el orden de los “fines del matrimonio”, colocando en primer lugar el amor y relegando el que había sido primario, la procreación, sin embargo no es fácil encontrar las consecuencias en la legislación actual, y todo esto pesa. Pero vamos a continuar con otros puntos. Hoy, el 85% e incluso hasta el 90% y más de las mujeres –según temas, y también según las encuestas, los países, los grupos de edad, etc.– no siguen la moral oficial de la Iglesia católica. Y éste es un dato preocupante por muchos motivos. 30 P. Macera, Sexo y colonización, Mimeo, Centro de Documentación sobre la Mujer, Lima, s/f.
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El primero, porque evidencia con toda claridad que las normas no se corresponden con la vida y el sentir de las mujeres, e imponen unas cargas imposibles. Pero además, en muchos casos, acarrea un íntimo sufrimiento de conciencia, que se agudiza en las mujeres de más edad, que pasaron por tiempos bien difíciles de asumir, y de íntimo dolor en la soledad de sus conciencias. En realidad, ¿las normas y orientaciones eclesiales –en este caso respecto a la sexualidad– son una auténtica “guía” para los católicos en general y las católicas en particular? También nos preguntamos: ¿cómo se han asomado los legisladores a la vida de las mujeres pobres, a la de las que tienen dificultades de salud, de vivienda, de pareja? ¿Cómo lo han hecho ante los divorciados/as, ante quienes tienen problemas de orientación sexual, sida, etc.? ¿Cómo se han situado ante la visión de la sexualidad, el cuerpo, la pareja... que actualmente está vigente?, ¿con el simple rechazo? ¿Cómo ante los problemas mundiales de población, desarrollo/subdesarrollo, pobreza, ecología, etc., vistos desde los ámbitos de la sexualidad, entre los que hay una clara conexión, no siempre captada?... ¿Cómo se han planteado el acompañamiento de las mujeres que abortan y que quedan seriamente heridas?... Y así un largo etcétera que todos y todas conocemos. Un dossier preparado para la Conferencia sobre la Mujer celebrada por la ONU en Pekín (1995) recogió un amplio material de alocuciones papales y documentos del Vaticano sobre los temas que atañen a las mujeres. Sin embargo, la Santa Sede no fue percibida precisamente como una esperanza para las mujeres del mundo católico, ni en Pekín ni anteriormente en la Conferencia de El Cairo (sobre población, 1994). Y ya vimos cómo hubo en ellas muchas dificultades con la delegación vaticana; resultaba doloroso ver las correspondencias de la delegación oficial
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con los grupos más fundamentalistas de la misma Iglesia e incluso de otras religiones, especialmente con el islam... En la misma línea problemática, recordemos también que hace unos años surgió en Alemania un problema con los Centros Católicos de Orientación y de acompañamiento para las mujeres que abortaban en Alemania. Existe esta clase de centros también en las iglesias protestantes, y los hay de orientación estatal. La ley alemana exige que, antes de abortar, las mujeres piensen, analicen las consecuencias, etc., y que después –en el caso de que lo hayan llevado a cabo (el 25% de las católicas que acudían a estos centros desistían y no abortaban)– continúen con un acompañamiento psicológico y humano. La Santa Sede exigió el cierre de los centros católicos. La fricción entre el episcopado alemán y la Santa Sede fue fuerte; sin embargo... los centros se cerraron. Para las mujeres católicas fue muy difícil aceptarlo, y se multiplicaron los intentos de diálogo; en vano. Por otra parte, la Iglesia no ha denunciado los malos tratos físicos, psíquicos, morales..., ni las violencias sexuales y/o conyugales o las agresiones de cualquier tipo. No ha demostrado sensibilidad ante todas estas cuestiones y ha promovido, sin embargo, una ideología del “aguante”, de la culpabilización y de la interiorización de un sufrimiento injusto. Además, todas estas decisiones y leyes se elaboran sin ellas, porque ¿cuántas mujeres y con qué autonomía de expresión y de pensamiento participan, asesoran, son escuchadas y consultadas por las instancias vaticanas? ¿Qué experiencias de las mujeres llegan al Vaticano y desde dónde las reciben? ¿Qué posibilidades tienen las mujeres católicas de aportar algo en ésta y otras líneas?... En definitiva, ¿quiénes deciden para y sobre las mujeres y quiénes marcan sus “lugares” y definen “su papel” en la Iglesia?
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Esto me sitúa ante un segundo aspecto muy relacionado con el que acabamos de ver: la violencia de la exclusión. 2) Exclusión de los ministerios ordenados La exclusión, sin duda, significa un estilo de violencia muy sutil pero con enormes consecuencias. Las mujeres, sin ningún género de duda, están excluidas de la estructura eclesial, de los lugares de decisión, de gobierno, de celebración, etc., y, así, se encuentran recluidas en la invisibilidad. Todos y todas somos conscientes de que, la mayor parte de las veces, cuando decimos “la Iglesia” nos estamos refiriendo a la jerarquía eclesiástica masculina, en la que, evidentemente, no están las mujeres, y ni se nos ocurre pensar en ellas. Pero incluso cuando ejercen los servicios más sencillos, las mujeres tienen dificultades de participación y reconocimiento en una Iglesia excesivamente jerarquizada y machista. Un ejemplo –luego irán otros–: en 1998, la Santa Sede presentó un directorio sobre la identidad y formación de los “diáconos permanentes”. Por supuesto, en él vuelve a negar el acceso de las mujeres al diaconado y da ¡una poderosa razón!, que es ésta: “No hay razón para cambiar la tradición de la Iglesia”. Además, vuelve a señalar que Jesús fue varón, etc., es decir, los mismos argumentos que para la exclusión del sacerdocio... Se habla de las diaconisas de la Iglesia primitiva, porque eso sí que es imposible negar, ya que, como es bien sabido, existieron, y en algunos lugares hasta el siglo X... Pero dicen varias cosas: una es que diáconos y diaconisas eran cosas muy distintas, porque ellas no recibían la “ordenación, sino sólo una bendición”... Primer error, porque la investigación ha dejado ya bien claro que esas tan olvidadas diaconisas de la tradición cristiana recibían una real ordenación y tenían un
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estatus clerical31... Además, el citado documento añade que “volver sobre la práctica de las diaconisas crearía una confusión de lenguaje” ¡Vaya por Dios!..., ¡increíble! y ¡sin comentarios! Lo serio del caso es que las mujeres ya están realizando este tipo de servicios, aunque lo hacen sin ningún reconocimiento ministerial ni de ordenación que les conceda un estatus clerical –cosa que las antiguas diaconisas sí poseían–, y esto por el simple hecho de que son mujeres, lo que significa que en la Iglesia se ejerce, sin el menor pudor, una real discriminación por razón del sexo. De la misma manera, nos planteamos los demás ministerios para las mujeres, que a partir de la carta papal Ordenatio sacerdotalis (1994) se han convertido en un tema más controvertido e, incluso, en una especie de tabú intraeclesial. El confinamiento de las mujeres en la invisibilidad eclesial no es en absoluto una cuestión marginal ni accidental. Y ya lo vemos: están alejadas de las dos potestades de la Iglesia, de la potestad de orden y de la de jurisdicción. Ahora bien, como dice Karl Rahner, “estas dos potestades juntas son la base de la visibilidad y de la unidad visible de la Iglesia”32. De esta forma, las mujeres, excluidas constantemente de ambas potestades, dada su “incapacidad” para recibir el sacramento del orden en cualquiera de sus grados, sufren las inevitables consecuencias de no poder acceder a los estamentos condicionados a dichas potestades (que son todos), y, por lo tanto, también el acceso al poder de jurisdicción les está 31 Ver M. J. Arana y M. Salas, Mujeres sacerdotes, ¿por qué no?, Publicaciones Claretianas, Madrid 1994. M. Alcalá, La mujer y los ministerios en la Iglesia, Sígueme, Salamanca 1982. 32 K. Rahner, La incorporación a la Iglesia según la encíclica de Pío XII “Mistici Corporis”, Escritos de Teología, Madrid 1963, t. II, p. 15.
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vetado. Así, son mantenidas en la invisibilidad y están marginadas de todo órgano de decisión, convertidas, eso sí, en imperceptibles feligresas de muy segundo orden, repitiendo y prolongando de esta forma una larga historia de dependencia y sumisión... En definitiva, se están manteniendo unas estructuras que violentan a las mujeres e impiden ver con claridad, transparentados en ellas, los valores de justicia y fraternidad del Reino. Porque la exclusión de las mujeres en los ministerios, desde luego, las aparta, según el derecho canónico, de todos los llamados ministerios sacramentales y de los jerárquicos o de jurisdicción, de las potestades anteriormente dichas y, por supuesto, de todas las funciones que de ellos se derivan: de la función magisterial y legislativa, de la judicial y de la administrativa, como bien puede verse en los cánones respectivos: 968, 118, etc. De tal forma que incluso el acolitado y el lectorado les son negados según el mismo derecho (cn. 813). La exclusión en sí es ya fuente de sufrimiento, pero, además, tiene unas consecuencias muy directas en la perpetuación de un tipo de ideología y de legislación que ignora o minimiza la situación y la experiencia de las mujeres. Podríamos seguir evidenciando otros hechos, causas y consecuencias de todas estas exclusiones. Simplemente, recordemos esta sentencia de Pablo VI: “La mujer no puede ser sacerdote... pero puede ser víctima”, “un inmenso reino de silencio”, pero ellas comienzan a romper este silencio.
En el islam Resulta mucho más delicado hablar de culturas y religiones a las que no se pertenece. Éste es el caso al acercarnos a la situación de las mujeres en el islam, que está particularmente marcada por las costumbres y tradiciones culturales entre las
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que esta religión se encuentra extendida. Y también por las conocidas relaciones entre religión, política y ley (shari’a), etc., que se agudizan en unos países más que en otros, pero que casi nunca son indiferentes. Por otra parte, dado el espacio y el objetivo de este capítulo, forzosamente mi exposición será breve; más bien, descriptiva y asistemática; por lo tanto, incompleta. Me fijaré puramente en el aspecto que atañe a la violencia y la desigualdad tomando los casos y aspectos que considero más “fuertes”, y todo ello sin la intención de hacer una reflexión conjugada y pausada, lo cual también es una dificultad a la hora de una visión más global de esta religión. Las mujeres musulmanas comienzan a hablar de su situación y a plantear sus problemas, y esto más aún en un ámbito de encuentro interreligioso, dialogal y ecuménico. Por otra parte, la prensa y los medios de comunicación están poniendo también ante nuestros ojos realidades impresionantes, marcadas por la fuerza y la violencia política y cultural, pero también por la religiosa. Hace años leí en un periódico33 la noticia de que habían sido liberadas por los israelitas 31 mujeres palestinas –evidentemente musulmanas–, la mayoría de las cuales cumplían condena por delitos cometidos contra soldados y policías israelíes. La Asociación Palestina de Prisioneras Políticas informó de que más de 20 de ellas no cometieron los delitos por motivos políticos, sino para huir de los asfixiantes problemas de unas familias abusivas o de matrimonios no deseados... Esta opresión social, que está causando muertes de mujeres en Argelia y otros países, está bien amparada por lo religioso. En la Conferencia sobre la Mujer celebrada por la ONU en Pekín (1995) se evidenciaron
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El Correo Español-El Pueblo Vasco, 13 febrero de 1997.
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muchísimas de las opresiones que sufren las mujeres del mundo física, espiritual y moralmente. Un ejemplo muy claro fue el de los Estados musulmanes con las mujeres islámicas: en nombre de la religión, muchos Estados árabes no sólo se niegan a castigar, sino que legislan y apoyan muy fuertes injusticias ejercidas contra ellas en nombre de la cultura, la tradición, la religión, etc.; por ejemplo, las mutilaciones físicas (ablación –que de ninguna manera figura en el Corán como obligatoria para las mujeres–), la desigualdad en la herencia, la imposibilidad de protestar contra la poligamia, contra la sujeción absoluta al marido, el enclaustramiento en el hogar e incluso en el vestido, etc. Las mujeres son el sujeto “culpable” –mejor dicho, culpabilizado– en casos de violación o de cualquier otro atropello; por ejemplo, en Egipto, si una mujer es violada, su propio padre está obligado a matarla y tirarla al Nilo para salvaguardar el honor de la familia... Un conocido periódico registraba una historia semejante en una cultura y un país diferentes: “Conmoción en Suecia ante la muerte de una joven de origen kurdo. Ejecutada por su propio padre”34, y relataba una historia que, desgraciadamente, no es única. “¡Alá es grande!”, esto fue lo que aclamó el público al conocer el veredicto del tribunal que condenaba a la lapidación a Amina Lawal35, una mujer nigeriana de 35 años acusada de adulterio; ella rompió a llorar y su abogado aseguró que recurriría. El caso de Amina –que afortunadamente fue después absuelta por un tribunal islámico de apelación que arguyó “defectos técnicos” en la sentencia condenatoria– no es único; también en Irán fueron lapidadas mujeres adúlteras. Safiya Huseini 34 35
El País, 29 de enero de 2002, p. 48. www.webislam.com y la prensa de aquellos días.
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–también de Nigeria y de la misma edad que Amina– fue absuelta después de un duro debate entre la opinión pública internacional. Este castigo no se contempla en el Corán; es más, el Libro asegura que “incluso si han cometido adulterio, si se arrepienten, perdonadlos”. En mayo de 2001, el ministro de Asuntos Islámicos de Marruecos declaró “muerto” el plan gubernamental para el desarrollo de la mujer y dijo: “La aplicación de este plan ha terminado porque adopta elementos que van contra nuestra religión y atentan contra las bases islámicas de nuestra vida familiar” 36. Este plan pretendía modificaciones para mejorar el estatuto de la mujer dentro de la familia, el divorcio, la edad de matrimonio, revisar las leyes sobre la herencia, mejorar la educación, en un país en el que el 90% de las mujeres campesinas son analfabetas, aunque haya mejorado bastante su situación en las ciudades. Pero me interesa resaltar la mención de esta motivación religiosa en las leyes estatales, que se interpone a un avance y perjudica a las mujeres. Y todo esto pese a que es verdad que el sagrado Corán dice que “ellas tienen los mismos derechos que ellos” y pese a que, según algunos autores, la insistencia del Libro en esta igualdad de todos los seres humanos –incluidos macho y hembra– es grande e insistente. “Hombres, os creamos de un macho y una hembra, y os constituimos en confederaciones y tribus para que os conocierais entre vosotros” (sura XLIX, 13). Este versículo es clave para comprender que la construcción de la comunidad igualitaria (la Umma) es una tarea primordial, según el Sagrado Libro, y es prueba de que está prohibida la segregación por el color de la piel, la raza o el sexo. También el Corán asegura que “no cabe 36
El País, 3 de mayo de 2001, p. 11.
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coacción en religión” (sura II, 256), cosa que, como vamos viendo, en la práctica no aparece tan clara, y además las diferencias y coacciones se acentúan en y por la cuestión de “género”. Pero como ya señalábamos al referirnos a la Biblia, pueden existir y de hecho existen incongruencias a nivel de “libro religioso”, que aquí, en el caso del Corán, tampoco están ausentes y que obedecen a la mentalidad y el contexto en que fue escrito. En nuestro caso, como afirma Fátima Mernissi y con ella otras, “el mismo Corán contiene los arquetipos de las relaciones jerárquicas y la desigualdad sexual”37. Las limitaciones para poder estudiar el Corán, la imposibilidad de acceder a puestos de responsabilidad religiosa, la oración en diferentes lugares que los varones, etc., no son más que algunas muestras de una desigualdad diaria, en la vida familiar, social, cultural y por supuesto religiosa, vivida y “santificada” por fuertes componentes religiosos. Las grandes virtudes asignadas a las mujeres son la obediencia y la sumisión, y el mayor pecado, el de la insubordinación, especialmente frente al marido y en particular en las cuestiones referentes a la sexualidad y la “alcoba”. Como destaca Mernissi, “la modestia de la mujer árabe es la piedra angular de todo el sistema político”38. Así, los signos externos son muy importantes para segregar a las mujeres, y tratan de ocultarlas, de invisibilizarlas social y religiosamente: “Obligada a ponerse el velo, la mitad femenina de la población se hizo invisible como por arte de magia39, la lucha por la cuestión del velo no es ninguna nimiedad”.
F. Mernissi, El poder olvidado. Las mujeres ante un islam en cambio, Editorial Icaria, Barcelona 1995, p. 45. 38 F. Mernissi, El miedo a la modernidad. Islam y democracia, Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, Madrid 1992, p. 209. 39 F. Mernissi, El poder olvidado..., o. c., p. 14. 37
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Todo esto lleva a las situaciones extremas que comienzan a aparecer en la prensa internacional en las últimas décadas: “Cada día detienen a mil mujeres en Irán” (La Vanguardia, 11 de marzo de 1999), “A las mujeres afganas se las reconoce por los zapatos” –haciendo mención a la obligatoriedad de la burka– (La Vanguardia, 9 de marzo de 1997), “La difícil situación de la mujer árabe. Una cumbre en Ammán analiza la discriminación femenina” (El País, 4 de noviembre de 2002), “La paliza es ‘legítima’. Siete de cada 10 egipcias creen que su marido tiene derecho a pegarles” (El Mundo, 18 de febrero de 1997)... Porque, además, las mujeres musulmanas aparecen incluso “liberadas” de cualquier responsabilidad como personas, y esto se refleja en las leyes civiles; por ejemplo, en Marruecos: “Todo ser humano tiene la responsabilidad de cubrir sus propias necesidades, excepto la esposa, cuyas necesidades deben ser cubiertas por el esposo” (art. 115, 1957). Es decir, que aparecen prácticamente anuladas como personas; la gran responsabilidad es la obediencia y la sumisión, una sumisión que, según cómo se lean las cosas, aparece fundamentada y fomentada por el Corán. Estas justificaciones son aún más dolorosas cuando se realizan desde lo religioso. Existen muchos textos coránicos que necesitan una revisión e interpretación desde el contexto actual y con otros paradigmas. Existen muchas leyes, costumbres, tradiciones, que necesitan ser contrastadas y purificadas. No es cuestión de continuar aportando ejemplos. Conocemos la difícil situación de las mujeres en las culturas musulmanas, así como la urgencia de un cambio que no debe ser impuesto desde el exterior, sino que debe provenir de ellas mismas y desde la profundización del espíritu del islam y de las culturas musulmanas. Porque en todas las religiones y en todas las culturas subyacen semillas y elementos de liberación. Es necesario hacerlos fructificar.
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En el siglo XIX, unas pocas mujeres cristianas occidentales sintieron la necesidad de leer la Biblia por sí mismas: “Ha llegado la hora de que la mujer lea e interprete la Biblia por sí misma”, decía Mrs. Cutler. Entonces, ellas eran una pequeña minoría; hoy, el trabajo continúa y son muchas, de distintas confesiones cristianas, las que se han sumado a la empresa. Algo así necesitan hacer las mujeres islámicas; si no, se continúa practicando esa “complicidad” con el sistema de la que hablábamos al comienzo y, así, se perpetúa el ciclo de la violencia y se “legitiman” injusticias y discriminaciones. Pero para ello hace falta mucha formación y mucha concienciación, y conocemos la situación generalizada de incultura e ignorancia en la mayoría de estas culturas, así como las dificultades que tienen para acceder a los niveles de educación, promoción y enseñanza. Porque todavía la mayoría de los varones no caen en la cuenta de aquello de lo que el musulmán y sabio Averroes (siglo XIII) estaba convencido: “De ahí [de esa ignorancia del pueblo, y en especial se refería a la de las mujeres] proviene la miseria que devora nuestras ciudades”. Y menos aún consideran que “el cambio de una época histórica puede determinarse siempre por el progreso de la mujer hacia la libertad”40 (Charles Fourier, siglo XIX). Las mujeres musulmanas que denuncian estas situaciones aún son muy pocas, pero, desde luego, son muy valientes, porque la tarea les está costando –literalmente– la vida, no tenemos más que recordar Argelia, Pakistán, Marruecos... y otros lugares. Indagan en la propia historia, en los libros y tradiciones sagradas y en las demás culturas, e intentan hacer despertar a los pueblos árabes –hombres y mujeres–, pero la tarea es extremadamente dura y llena de dificultades. 40 Cit. en M. J. Arana, “Mujeres en la historia”, Documentación Social, n. 105, octubre-diciembre 1996, p. 124.
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Ésta fue, sin duda, la causa principal por la que Benazir Bhutto se vio forzada a abandonar su cargo de primera ministra de Pakistán, porque ella se empeñó en decir que la inferioridad de las mujeres atentaba contra el islam, “porque el islam prohíbe la injusticia” y “como mujer musulmana” sintió “la responsabilidad de contrarrestar la propaganda del puñado de personas que afirman que el islam confiere a las mujeres un estatuto de segunda clase”41. Sin embargo, algo se está moviendo también entre las mujeres musulmanas; el despertar es lento, pero real. Y esto se realiza precisamente en nombre de un anhelo de liberación hondamente conectado con lo religioso. Es verdad, “las mujeres ya han emprendido el vuelo”42, un vuelo lleno de dificultades e incertidumbres en momentos en los que el fanatismo y la intolerancia crecen en el mundo entero.
“La religión es a la vez parte del problema y parte de la solución” (Mary Grey) La violencia es la mayor lacra de la humanidad: hiere y humilla a quien la padece y envilece a quien la ejerce. La violencia es una agresión a toda la humanidad, a la naturaleza y al cosmos. Cuando es ejercida y recibida desde la religión es doblemente penosa, porque atenta contra el núcleo fundamental de toda religión: la liberación del mundo y la dignificación del ser humano –hombre y mujer, masculino y femenino–, “imagen de Dios”, en lenguaje judeo-cristiano. 41 Lo que está entre comillas pertenece a una cita de Benazir Bhutto recogida por N. Lauzurika, Mirando al futuro con ojos de mujer, Desclée de Brouwer, Bilbao 1996, p. 111. 42 F. Mernissi, El miedo a la modernidad, o. c., p. 207.
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La religión, como hemos visto, no siempre ha contribuido a la reconciliación entre sexos ni a la pacificación universal; por el contrario, con excesiva frecuencia, las religiones han justificado y azuzado los enfrentamientos políticos, raciales, las violencias de género, de propiedad, e incluso han violentado las conciencias; han apoyado y promovido leyes injustas de discriminación y han oprimido, ellas mismas, a las mujeres... Por desgracia, todo esto no corresponde solamente al pasado. Ciertamente, “nada más satánico que la perversión de Dios” (J. I. González Faus), y en todos estos asuntos existe una real perversión que está clamando por una auténtica conversión. Las Iglesias y las religiones tienen una gran deuda con la humanidad entera –y la que tienen con las mujeres es aún más fuerte–, pero también contienen en sí mismas la sabiduría, la energía, los recursos éticos y espirituales, la gracia y el amor necesarios para promover y aportar en la línea de una real transformación. Como cristianas, creemos que Jesús, además de ser el modelo Crucificado, es el Resucitado, “el Viviente”, y sabemos que las mujeres, que han sido los testigos privilegiados de esa Resurrección total, tienen, tenemos, una responsabilidad ineludible recibida del mismo Jesús: “Id a los hermanos” y contadles lo que quiere decir un mundo resucitado con Él, una humanidad reconciliada en la que son posibles unas relaciones nuevas en el amor. Ellas han comenzado a asumir la tarea; por todas partes surgen grupos, foros, redes...; tratan de escuchar profundamente la realidad, escudriñan la historia y el corazón humano, prestan atención al cuerpo, al dolor y a todo sufrimiento... Ellas promueven el diálogo desde unas convicciones y unas experiencias profundamente religiosas y realizan, desde ahí, un trabajo ingente,
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amplio y ecuménico, impulsadas por esa fuerza espiritual y salvífica que brota de lo religioso y, en nuestro caso, del Evangelio. ¿Continuarán las Iglesias y las religiones prescindiendo de ellas o, por el contrario, serán capaces de transformar su culpa en solución?
Bibliografía AA. VV., Women, religion and sexuality, WCC Publications, Ginebra 1990. Riane Eisler, El cáliz y la espada, Martínez de Murguía, Madrid 1996. Mircea Eliade, Tratado de las religiones. Morfología y dinámica de lo sagrado, Cristiandad, Madrid 1981. René Girard, La violencia y lo sagrado, Anagrama, Barcelona 1982. Fátima Mernissi, El poder olvidado. Las mujeres ante un islam en cambio, Icaria, Barcelona 1995. ––, El miedo a la modernidad. Islam y democracia, Ediciones del Oriente y del Mediterráneo, Madrid 1992. Mercedes Navarro (dir.), Para comprender el cuerpo de la mujer. Una perspectiva bíblica y ética, Verbo Divino, Estella 1996. Concilium, nn. 252, 253, 272.
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Observaciones preliminares a) Voy a utilizar en general la expresión “violencia contra la mujer” en lugar de la de “violencia de género”, que está más de moda. Considero que la primera es más exacta, más precisa y menos ambigua que la segunda, aun cuando, por razones que ignoro, ésta última se haya extendido más. Sin embargo, como podrá verse en cuanto sigue, este cambio de expresiones no reduce fundamentalmente el contenido de lo que se suele entender con “violencia de género”, sino más bien lo amplía y concreta. En efecto, en pura teoría semántica –aunque en la práctica no sea así– “violencia de género” también incluye, al menos, la ejercida por las mujeres contra los hombres y, apurando la expresión, la que cualquier género ejerce. Evidentemente, no se emplea en ese sentido, y se entiende lo suficiente, pero ello no es razón para traducir, emplear y difundir una expresión que puede mejorarse. b) Trataré no sólo de los actos de violencia contra mujeres que aparecen en el Antiguo Testamento, sino de todo lo que supone menoscabo permanente, falta de estima, opresión, explotación, reducción de funciones, invisibilidad social etc., pues creo que estos rasgos también son violencia ejercida contra la mujer o las mujeres, aunque de una forma diferente de los actos de violencia concretos. Es más, algunos de
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estos actos tienen su raíz en este otro tipo de violencia al que me estoy refiriendo ahora. c) Hay que procurar no caer en anacronismos, enfocando problemas y situaciones de hace más de dos mil años y de otra cultura desde nuestra perspectiva actual. Hemos de ponernos, dentro de nuestras posibilidades, en el contexto de los protagonistas, comprender sus mentalidades y, por tanto, sus modos de actuación. Pero cabe hacer algunas acotaciones a esa justa observación. El comprender sus razones y actos no significa aprobarlos y estimarlos positivamente. Tal comprensión será necesaria para hacernos cargo de las responsabilidades personales de los protagonistas y no exigirles comportamientos inconcebibles en su momento histórico. Pero falta el apreciar el grado de humanización de aquella sociedad y calificarla conforme a él. Parece también necesario formarse un juicio a la luz de las posteriores evoluciones y reconocer que, teniendo éstas en cuenta, aquellos tiempos eran más primitivos. En realidad, estamos emitiendo esos juicios continuamente y, en gran medida, ellos hacen posible el avance humano. Reconocer que una situación es inferior a otra y procurar ir más adelante es un proceso claramente humano. Tampoco vale el decir “así eran aquellos tiempos” y quedarnos tan tranquilos. Parece apropiado y justificado calificarlos algo más. Efectivamente eran así y, por eso mismo, eran peores y menos humanos que otros. Eran, por ejemplo, más violentos y consideraban menos a las personas Y hay criterios que permiten hacer esas calificaciones. En cuanto al tema que nos va a ocupar, todo lo que suponga minusvaloración de la mujer y de lo femenino en una determinada sociedad o época es violencia aunque los protagonistas, ellos
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y ellas, no lo sintieran así. Más tarde se ha ido descubriendo lo que significaba, pero ello no quita que las mujeres que estaban en tales situaciones vivieran de hecho menos humanamente que otras personas en aquellos mismos momentos o en otros, realizaran sus humanas posibilidades menos que los hombres y que, por ende, podamos hablar de una cierta violencia ejercida en su contra y de que, por tanto, aquellos tiempos no era buenos para ellas. Hay algo más. La razón básica para plantearse el tema de la violencia de género en el Antiguo Testamento es de tipo teológico y no histórico ni antropológico. Una vez que en los tiempos recientes se ha llegado –aunque no universalmente por cierto– a algunos convencimientos acerca de este tema y se rechace toda violencia fundada en el género, la pregunta surge inmediatamente: ¿cómo es posible que en los libros que los cristianos consideramos Palabra de Dios aparezcan tales cosas sin ser condenadas, sino más bien aceptadas como algo “normal”? ¿Es que la Palabra de Dios es machista o androcéntrica? Sabemos que no, pero hay que explicar bastantes cosas. Tal va a ser uno de nuestros puntos principales en estas líneas. No se trata, por tanto, para el creyente cristiano, de una cuestión puramente histórica o de curiosidad, sino que implica preguntas importantes. Además, es indiscutible que la letra bíblica sobre este tema –como sobre otros– ha tenido profunda influencia en el desarrollo de los acontecimientos. Dicho claramente: como en la Biblia hay bastante machismo, sexismo, violencia contra la mujer, etc., ello justificaba a los ojos de judíos y cristianos unos comportamientos análogos. Y de hecho ha ocurrido, sobre todo en ciertos ambientes. Es, pues, importante, hacer una revisión del tema.
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Actos de violencia Comenzando con narraciones de carácter aparentemente histórico y que reflejan los ambientes de los tiempos en que se sitúan, y sin entrar en los problemas de su real historicidad1, tenemos el relato de Gn 12,10-20, en el que Abrahán presenta a su mujer Sara como su hermana a fin de evitarse problemas con el faraón; éste la lleva a su harén y sólo luego se deshace el equívoco. No es violencia física directa, pero es disponer de la esposa como de una propiedad y utilizarla sin pedir para nada su consentimiento. Lo mismo ocurre en el relato paralelo de Gn 26,1-11 con Isaac y Rebeca como protagonistas. Lot, en el relato sobre Sodoma en Gn 19,8, ofrece a sus hijas vírgenes a los hombres de Sodoma para salvar a sus huéspedes de los lascivos propósitos de los sodomitas: Aún no se habían acostado cuando los hombres de la ciudad rodearon la casa... Y le gritaban a Lot: “¿Dónde están los hombres que ha entrado en tu casa esta noche? Sácalos para que nos acostemos con ellos”. Lot se asomó a la entrada, cerrando la puerta al salir, y les dijo: “Hermanos míos, no seáis malvados. Mirad, tengo dos hijas que no han tenido nada que ver con hombres; os las sacaré para que las tratéis como queráis, pero no hagáis nada a estos hombres que se han cobijado bajo mi techo (Gn 19,4-8). No se sabe si se realizó la propuesta, pero la intención era clara y las víctimas no tienen nada 1 Para el no iniciado quizás sea bueno notar que hoy en día resulta imposible tomar las narraciones patriarcales de Génesis como crónicas de los remotos acontecimientos que pueden situarse grosso modo entre los siglos XVIII y XV a. C. Hasta hay serias dificultades para concretar la historicidad de las figuras de Abrahán, Isaac, Jacob, los hijos de éste, o sea, los Doce Patriarcas, y de los demás personajes que aparecen en los relatos. Por tanto, al usarlos, me refiero sólo al ambiente asumido por la Sagrada Escritura al referirlo a protagonistas de la acción.
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que decir, sino que su padre dispone de ellas absolutamente en un clima de violencia sexual muy acusado. Abrahán es protagonista de dos actos de violencia contra su concubina Agar. El primero aparece en Gn 16,1-16, en donde, ante las rivalidades entre Agar y Sara, las peticiones y quejas de esta última, se inhibe y deja que maltrate a la esclava: Respondió Abrahán a Sara: “Ahí tienes a tu esclava, en tus manos. Haz con ella como mejor te parezca”. Sara dio en maltratarla (Gn 16,6). Agar se ve obligada a huir, aunque luego vuelve a causa de un encuentro con un ángel, quien le hace promesas y le dice que se someta su señora. Posteriormente da a luz a Ismael.. Gn 21,8-21 relata cómo Abrahán expulsa definitivamente a Agar y a su hijo del campamento, exponiéndoles a peligro de muerte, del que son salvados en última instancia por el ángel del Señor. En este acto de violencia llevado a cabo inmediatamente por un varón, Abrahán, la motivación sigue estando dada por Sara: Cuando Sara vio al hijo que Agar la egipcia había dado a Abrahán jugando con su hijo Isaac, dijo a Abrahán: “Despide a esa criada y a su hijo, pues no va a heredar el hijo de esa esclava juntamente con mi hijo Isaac. Abrahán lo sintió muchísimo, por tratarse de su hijo... Abrahán se levantó por la mañana, tomó pan y un odre de agua y se lo dio a Agar; le puso al hombro el niño y la despidió (Gn 21,10-14)2. 2 Que la conducta de Abrahán era considerada negativamente ya en tiempos antiguos lo muestra un midrás targúmico en el que el juego entre Ismael e Isaac se transforma. Los rabinos dicen que ese juego consistía en que Ismael lanzaba flechas a Isaac. Ante el evidente peligro, Sara acude a Abrahán para que solucione el asunto. Se ve que los rabinos veían que Abrahán no había actuado bien y tenían que justificarlo. Cf. R. Le Déaut, “Traditions targumiques dans le corps paulinien?”, Bib 42 (1961), 37-43.
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Todavía en Génesis, el capítulo 34 cuenta el rapto y violación de Dina por Siquén: Siquén, hijo de Jamor el jivita, príncipe de aquella tierra, la vio, se la llevó, se acostó con ella y la humilló (Gn 34,2). Luego narra la consiguiente venganza de Simeón y Leví en los habitantes de la ciudad. El que, probablemente, este relato sea epónimo, utilizando un personificación individual para representar el rapto de algunas muchachas israelitas por habitantes de la ciudad de Siquén, no quita nada de fuerza a la presentación del hecho en sí. En todo caso, lo aumentaría al no tratarse de una sola persona violentada, sino de varias mujeres. Por último, el capítulo 38 nos cuenta cómo Judá no cumple respecto a su nuera Tamar, viuda sucesivamente de dos de sus hijos, su compromiso de darla por esposa a un tercero; cómo Tamar se disfraza de prostituta y engaña a Judá, que la deja embarazada sin saber quién es. Al quererla quemar por estar en ese estado sin haberse casado, descubre el engaño y pide responsabilidades a Judá. La narración no es de una violencia tan grande como otras, pero hay varios detalles significativos y todo el ambiente respira violencia contra la mujer, que ha de apelar a recursos extraños para conseguir sus fines, recursos que tienen que ver con las típicas “armas de mujer” de las sociedades machistas. En Jue 11,34-40 leemos el sacrificio de la hija de Jefté por su padre en cumplimiento de un voto al Señor por una victoria. La violencia ejercida es especial: primeramente tiene el tono sagrado que le confiere el contexto de sacrificio humano a la divinidad. En segundo lugar, la designación de la víctima es casual, según la narración, y se presenta a Jefté lamentando el tener que cumplir su promesa precisamente con su hija. Pero uno puede preguntarse por qué precisamente el único sacrificio humano narrado con detalles en la Biblia (el de Isaac es frustrado) tiene como víctima a una virgen. Dado el carác-
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ter brutalmente primitivo de todo el relato, podrían influir aquí antiguas concepciones sobre las víctimas de tales sacrificios, que en otros ambientes son también doncellas. Y es al menos significativo que el niño varón Isaac no corra la misma suerte. No pretendo decir que el género haya influido en el diferente destino de las dos víctimas –hay otras muchas explicaciones–, pero tampoco me atrevo a eliminar toda influencia. Jue 19-20 es un largo relato, escrito magistralmente desde el punto de vista literario, que cuenta uno de los episodios más brutales de violencia de toda la Biblia. Vale la pena leerlo entero, pero sirva aquí un resumen de los puntos que nos interesan ahora. Se trata de un levita itinerante que tiene como concubina a una mujer de Belén de Judá. Tras un enfado conyugal, la mujer vuelve a casa de su padre, pero su marido va tras ella para hablarle al corazón y hacerla volver (Jue 19,3). Lograda la reconciliación, en la que interviene no poco el padre de la mujer, el levita se dirige a Guibeá, donde recibe hospitalidad. Los habitantes de esta ciudad quieren aprovecharse sexualmente del hombre, pero el dueño de la casa salió donde ellos y les dijo: No, hermanos, por favor, no hagáis una barbaridad con ese hombre una vez que ha entrado en mi casa; no cometáis esa infamia. Mirad, tengo una hija soltera; os la voy a sacar y abusáis de ella y hacéis con ella lo que queráis; pero a ese hombre no se os ocurra hacerle tal infamia. Como no querían hacerle caso, el levita tomó a su mujer y se la sacó afuera. Ellos se aprovecharon de ella y la maltrataron toda la noche hasta la madrugada; cuando amanecía la soltaron. Al rayar el día volvió la mujer y se desplomó a ante la puerta de la casa donde se había hospedado su marido; allí quedó hasta que clareó. Su marido se levantó de mañana, abrió la puerta de la casa y salía ya para seguir el viaje, cuando encontró a la
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mujer caída a la puerta de la casa, las manos en el umbral. Le dijo: “Levántante, vamos”. Pero no respondía, Entonces la recogió la cargo sobre el burro y emprendió el viaje hacia su pueblo. Cuando llegó a casa agarró un cuchillo, cogió el cadáver de su mujer, lo despedazó en doce trozos y los envió por todo Israel. Cuando los veían, comentaban: “Nunca ha ocurrido ni se ha visto cosa igual...” (Jue 19,23-30). Esto provoca una guerra de las demás tribus contra la de Benjamín, a la que pertenecen los habitantes de Guibeá, que concluye con el práctico exterminio de esa tribu. Hay muchos detalles importantes en este relato. Quizás el que menos relevancia tiene, pero que conviene mencionar, es el paralelo con Gn 19,8. El dueño de la casa, para salvar a su huésped del asalto homosexual, ofrece a su hija, como Lot hace con las suyas. Según el texto hebreo, también ofrece la concubina del levita. No se nos dice nada más, sino que el levita entrega a su mujer a los hombres de la ciudad, que la violan hasta la muerte. Más importante es percibir que la violencia es practicada en grado máximo por los habitantes de la ciudad, calificados en el texto como hombres perversos, pero también por el dueño de la casa. La ley de la hospitalidad está por encima de la suerte de la(s) mujer(es), y la violación femenina es, al parecer, menos mala que la masculina. El levita también ejerce violencia hacia su concubina cuando la saca y se la entrega a los hombres que han venido, que son los que acaban realmente matándola del modo dicho. Es cierto, con todo, que el crimen es castigado muy severamente siguiendo también las leyes de la solidaridad antigua. Toda la tribu es responsable por lo que han hecho algunos de sus miembros y ha de pagar. Las secuelas de todo el episodio no terminan aquí: en un relato breve, se cuentan otros dos
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hechos de violencia contra mujeres que son consecuencia de la situación creada por la cuasi destrucción de la tribu de Benjamín mencionada más arriba. En Jue 21,8-14 los demás israelitas se ponen de acuerdo en dar a los benjaminitas supervivientes las vírgenes de Yabés de Galaad, que no ha participado en la guerra anterior. Para ello se mata a los hombres, mujeres que hayan conocido varón y niños (Jue 21,11). Se reservan las vírgenes y se entregan sin más a los miembros de la tribu de Benjamín: Id y pasad a cuchillo a Yabés de Galaad, sin perdonar mujeres ni niños. Hacedlo de modo que exterminéis a todos los hombres y a las mujeres casadas, dejando con vida a las solteras. Así lo hicieron. Y resultó que en Yabés de Galaad había cuatrocientas muchachas jóvenes no casadas y las llevaron al campamento... Los benjaminitas volvieron y les dieron las mujeres que quedaban de Yabés de Galaad, pero no hubo para todos (Jue 21,10-14). Para subsanar esa dificultad y que todos los supervivientes de Benjamín tengan herederos y no se borre una tribu de Israel, también se decide que vayan a Siló y rapten a las jóvenes de esa ciudad, siempre sin contar con ellas (Jue 21,15-23): Les proponen: Venid a esconderos entre las viñas y estad atentos; cuando salgan las muchachas de Siló a bailar en corro, salid vosotros de las viñas, raptáis cada uno una muchacha y os marcháis a vuestra tierra... Los benjaminitas lo hicieron así, y de las danzantes que habían raptado se quedaron con las mujeres que necesitaban (Jue 21,21-23). Es evidente que se practica violencia contra las muchachas tanto de Yabés como de Siló, de las que se dispone sin más. Y no sólo contra ellas; también los demás habitantes de Yabés son eliminados. Hasta se podría decir que las raptadas tienen más suerte que sus conciudadanos. 2 Sm 11 está dedicado al adulterio de David con Betsabé, mujer de Urías, y al premeditado
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asesinato de éste por parte del rey. No se habla directamente de violencia contra la mujer, sino que se dice sólo que David la vio bañándose, le gustó y envió a unos que se la trajesen; llegó donde David y él se acostó con ella, cuando acababa de purificarse de sus reglas (2 Sm 11,4). No se dice que hubiese violencia, pero tampoco aparece el mínimo respeto por la persona de la mujer. En el resto del relato siempre están mezclados el adulterio y el asesinato del marido. Por ello David es reprobado por Dios mediante el profeta Natán y ha de pagar perdiendo el hijo que esperaba Betsabé (2 Sm 12,18). Finalmente otro relato de violencia/violación de nuevo descrito con brillantes rasgos literarios es 2 Sm 13,1-33. Se trata de la violación incestuosa de Tamar por su hermanastro Amnón, que se narra de forma detallada y psicológicamente sutil, pero sin disimular la violencia, sino más bien poniéndola de relieve. El protagonista, Amnón, es castigado cuando otro hermanastro suyo y hermano pleno de Tamar, Absalón, lo hace asesinar. Éstos son los casos más importantes de violencias inferidas a mujeres en el Antiguo Testamento resumidos sin ponderar muchos detalles. Como dato interesante hay que notar que la dimensión sexual está presente de un modo u otro en casi todos ellos, a excepción de los de Agar, la hija de Jefté. Lo sexual no sólo en cuanto simple atracción o pulsión, que aparece claramente en los casos de Siquén y Diná, David y Betsabé y Amnón y Tamar, aunque esté subyacente en otros, sino también en cuanto vinculado con la procreación. Hay casos, como el del rapto de las muchachas de Siló, en los que parece la motivación principal, compartida por una comunidad. Estas narraciones de raptos colectivos recuerdan otras, como la del rapto de las Sabinas en la primitiva historia romana. ¡Un
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sistema bastante primitivo y brutalmente expeditivo, por cierto, de conseguir mujeres, con el que el texto de Jueces parece estar de acuerdo! Curiosamente –juzgando desde nuestra situación española actual– no aparecen en la Biblia los “malos tratos domésticos” directos, tan desgraciadamente presentes en nuestra sociedad. A lo sumo, los infligidos por Sara a Agar en Gn 16,6 podrían considerarse así, pero hay demasiados pocos datos. A fin de obtener una visión completa de la violencia de género en el Antiguo Testamente en lo tocante a los relatos, es preciso recordar aquellos en los que la violencia es ejercida por mujeres. Entre ellos hay que mencionar a Sara pidiendo a Abrahán que expulse a Agar (Gn 16,5-6; 21,8-10)3; a Yael asesinando a Sísara mientras duerme (Jue 4,17-22 ) y el consiguiente canto de Débora ensalzando esa acción (Jue 5,24-31); a Dalila engañando y entregando a Sansón a los filisteos (Jue 16.4-21); a Jezabel y sus enfrentamientos con Elías (1 Re 19,2) y el asesinato y despojo de Nabot (1 Re 21,4-15); a Atalía y sus asesinatos dinásticos (2 Re 11,1-3) y, evidentemente, toda la narración acerca de Judit y la muerte de Holofernes en el libro que lleva el nombre de la heroína. En ese sentido queda claro que la Biblia no idealiza ningún género, ni presenta a los hombres como los únicos actores de la violencia entre géneros. También las mujeres pueden tratar mal a otras mujeres y a hombres. Me cabe la duda de si considerar violencia actividades como la de Rebeca en Gn 27,2-15.41-45, al intrigar para favorecer a Jacob en contra de Esaú, o la de las hijas de Lot en el relato de Gn 19,30-38, el incesto con su padre. Son más bien astucias que violencia directa, aunque violenten a otras personas, varones en este caso: Isaac y Lot, respectivamente. 3
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Ahora bien, sin ánimo de excusar o justificar estos actos, y sin entrar en los complejísimos problemas de su historicidad, hay que señalar en primer término que son mucho más escasos. En segundo término, lo sexual está del todo ausente y, sobre todo, a excepción de los crímenes cometidos por Jezabel y Atalía y los engaños de Dalila a Sansón, los demás actos de violencia están insertados en un contexto religioso como actuaciones que realizan los planes de Dios, señor de vida y muerte y de los destinos humanos. Desde la mentalidad contemporánea, como veremos más abajo, estos actos con ese matiz ya dejan de ser mera violencia y se convierten, para la mentalidad de los autores bíblicos, en partes de la actuación divina.
Violencia estructural Hay, con todo, un tipo de violencia que plantea más problemas que los relatos anteriores, en los que, como veremos más abajo, a menudo la violencia es condenada, calificada negativamente y, por último, castigada. Las dificultades comienzan cuando la violencia contra las mujeres es presentada como algo ”normal y natural”, asumido por la sociedad y, a primera vista, por el mensaje revelado. Habremos de volver sobre ello. Pero ahora interesa pasar revista a lo que va más allá de casos concretos de violencia, porque se trata de situaciones injustas, opresoras, denigrantes... contra la mujer, al menos desde nuestros actuales criterios. Es lo que ha dado en llamarse “violencia estructural” por estar más presente en las estructuras sociales colectivas4. “Violencia” porque realmente es algo 4 Utilizo y explico esta expresión, bastante nueva por cierto, en el sentido que le da Mª Fernanda López Larrea en los seminarios de la Asociación Concordia y Paz para una
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que va contra las personas y las deteriora injustamente, aunque no sea de una forma tan espectacular como la violencia física.. Resulta más peligrosa que la otra, porque se ejerce siempre o más permanentemente y no es percibida como violencia. Por otra parte, está integrada en la conciencia social y en las diversas expresiones de tal conciencia, como veremos a continuación en la muestra del Antiguo Testamento. Es, además, fuente de no pocos actos de violencia, porque, como diré más abajo, cuando se tiene una opinión negativa de la mujer consagrada por las estructuras sociales se comprende con mayor facilidad que se pase “a vía de hechos” en algunas ocasiones. a) En primer lugar, algunas costumbres sociales que tienen especial relación con las mujeres aparecen en abundantes lugares del AT y suponen subordinación e inferioridad de las mujeres como seres humanos. Como observación inicial resulta significativo que gran parte de las costumbres y leyes en las que aparecen mujeres tengan que ver con matrimonio, sexo, procreación y prácticamente con nada más. Es una señal de la ausencia de la mujer en otros campos de la vida social, no digamos política o religiosa. Esta vida, que es “la vida” en general, está reservada a los hombres, y a las mujeres ni hay que mencionarlas en todo lo tocante a esos campos humanos. Respecto a la poligamia –o, para ser más exactos, poliginia–, es muy frecuente en textos antiguos ver a un hombre casado con varias mujeconvivencia no violenta celebrados en Madrid durante los años 2001-2003. A ella agradezco desde aquí la posibilidad de emplearla. Puede discutirse si, estrictamente hablando, esta “violencia estructural” es violencia propiamente tal, pero su relación causal con los actos de violencia creo que es innegable y no resulta, por tanto, inapropiado llamarla del mismo modo.
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res a la vez. Tanto personajes importantes –más o menos históricos–, como Abrahán (Gn 16,1-16), Jacob (Gn 29,14-30), Gedeón (Jue 8,30), David (1 Sm 25,39-43; 2 Sm 3,2-5), Salomón (1 Re 11,1-3), etc., como menos conocidos, por ejemplo Elcaná (1 Sm 1,2), son presentados en los textos bíblicos con varias esposas a la vez5. Evidentemente, la situación es compleja y no se puede hablar sin más de “violencia estructural”, pero parece percibirse en muchas ocasiones una cierta inferioridad de las mujeres en una convivencia que genera no pocas dificultades, algunas fácilmente imaginables y otras explícitamente expresadas, por ejemplo, por la rivalidad entre las esposas, achacable no sólo a peculiaridades individuales, sino a situaciones estructurales (cf. Gn 16,4-9; 30,1-22; 1 Sm 1,6). En este último texto hasta se emplea la palabra “rival” para referirse a la otra esposa del mismo marido. Ello lleva a una reflexión que nos ayuda a superar las posibles objeciones apuntadas arriba sobre anacronismos, etc. ¿Por qué no se habla en los textos de una rivalidad conyugal también en los hombres? Evidentemente porque no se daba. Son sólo las mujeres las que han de soportar en su propia familia y círculo cercano ese tipo de situaciones, que ya entonces era, al menos algunas veces, considerado negativamente. No cabe, pues, decir que la violencia estructural implícita en la poligamia sólo es vista así por nosotros, que tenemos otros presupuestos, y no por los/las propios/as protagonistas, que no la sentían como tal. Algunas veces sí la padecían y se daban cuenta. Por otra parte, los usos y costumbres matrimoniales muestran que la mujer apenas tenía nada que decir sobre un aspecto tan importante de su 5 Es menos importante que todos los datos sean históricos. Aquí sólo interesa caer en la cuenta del ambiente en el que la poligamia es aceptada sin problemas.
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vida, sobre todo en aquel tiempo. Tan importante que era casi el único sentido de su existencia, pues toda ella giraba en torno a la maternidad y temas vinculados con ella. Al igual que en otras muchas culturas, son los varones quienes deciden cuándo y con quién se va a casar una mujer. La mujer pertenece al padre, quien la entrega en matrimonio a quien le parece mejor. Los ejemplos abundan y se presentan sin el menor atisbo de mala conciencia o ni siquiera de preocupación porque una persona disponga así de la vida de otra (por ejemplo, Gn 24: matrimonio de Isaac; Gn 29: de Jacob; Ex 2,21: de Moisés; 1 Sm 18,17-30; de David...). Sin llegar a una compraventa estrictamente hablando, no estamos muy lejos de ella en el intercambio de la dote, unas veces con prestaciones de servicios y otras con dinero (cf. Gn 24,22.48.53; 29,16ss; 31,15; 34,11; Jos 15,16-17; 1 Sm 18,17ss; 2 Sm 3,14; Os 3,2). Una vez casada, la mujer es propiedad del marido, que es su “señor”, no simplemente su marido (Gn 39,30; Os 2,31). Por otra parte, esta forma de proceder está tan asumida e integrada en la vida social que aparece repetidamente en las disposiciones legales que ahora veremos y ciertamente no se cuestiona. b) Las leyes 6 son importantes como reflejo de la sociedad, pero, en el caso del Antiguo Testamento, además, porque son parte de la alianza y se consideran leyes procedentes de Dios, de uno u otro modo. En la versión más antigua de las “Diez palabras” (Ex 20,17) la mujer aparece enumerada entre las posesiones del prójimo como los esclavos o el ganado: No codiciarás los bienes de tu prójimo, no codiciarás la mujer de tu prójimo, ni su 6 No voy a distinguir tipos ni fechas de leyes, como tampoco su procedencia. Para el fin que nos interesa aquí hay suficiente claridad con una visión global.
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esclavo, ni su esclava ni su buey, ni su asno, ni nada que sea de él. Lo mismo aparece, ligeramente matizado, en Dt 5,21. Cuando una virgen es violada, hay que compensar no a ella, sino a su padre (Ex 22,15-16; Dt 22,28-29). Si un marido está celoso de su mujer, es ella la que ha de someterse a una especie de ordalía o sacrificio por los celos (Nm 5,11-31). Nada hay a la inversa. Dt 22,13-21 es curioso: se trata de una joven acusada por su marido ante el padre de la mujer de falta de virginidad. Si es falso, el acusador ha de compensar a tal padre y habrá de permanecer casado con la joven para siempre. Si es cierto, los israelitas habrán de apedrear a la acusada. Todo el proceso lo llevan hombres: el marido y el padre de la interesada, con la colaboración de los otros varones. Ni una palabra puede decir la protagonista sobre algo tan personal e íntimo. El adulterio es castigado por igual en hombres y mujeres en Lv 20,20 y Dt 22,22-24. En caso de violación de una desposada se castiga al hombre, si la mujer no pudo pedir auxilio, y ella queda libre (Dt 22,15-27). Si la joven no tiene compromiso previo con otro hombre y, por tanto, se trata sólo de “simple” violación, el hombre habrá de compensar al padre de la joven y casarse con ella sin poderla repudiar nunca (Ex 22,15-16; Dt 22,28-29). Sólo es el hombre quien puede promover y llevar a cabo el divorcio/repudio de la mujer (Dt 24,1-4). Parece que la disposición concreta era una mejoría de la situación de la mujer, que, previamente, podía ser repudiada sin trámite y sin garantía. De la forma en que se dispone se le da, al menos, un “libelo de repudio” que garantice su estado frente a terceros y le permita volverse a casar. Ello nos indica cómo estaban las cosas anteriormente. Con todo, la redacción de esta
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disposición produce la impresión de que la mujer puede pasar de mano en mano, o sea, de hombre a hombre, teniéndose que someter a lo que ellos dispongan: Si un hombre toma una mujer... y resulta que esa mujer no halla gracia a sus ojos, porque descubre en ella algo que le desagrada, le escribirá un acta de divorcio, se la pondrá en su mano y la despedirá de su casa. Si después... se casa con otro hombre y luego este segundo hombre la aborrece, le escribe el acta de divorcio, se la pone en su mano y la despide de su casa... Finalmente, en la ley del levirato de Dt 25,5-10, es el cuñado de la viuda quien tiene toda la iniciativa de casarse o no con ella para suscitar descendencia de su hermano muerto. Todo es cuestión masculina. Sólo en el caso de que este cuñado se niegue a cumplir su obligación, la mujer recurrirá a los ancianos y lo comunicará para las oportunas consecuencias. Hay, en cambio, otras disposiciones sobre matrimonios y familia (Lv 18; 20,8-21) o impurezas sexuales (Lv 15) en las que el paralelismo y aun igualdad de trato a hombres y mujeres es patente7. En conjunto, pues, podemos sintetizar la visión de la mujer en las disposiciones legales veterotestamentarias diciendo que es una posesión de algún hombre, padre o marido normalmente, que no es considerada como un valor en sí misma, sino sólo en cuanto es susceptible de procrear. Las leyes referentes al matrimonio consagran e institucionalizan el sometimiento de la mujer al varón8. Creo que no vale la pena mencionar las leyes relativas a partos y menstruaciones, porque en ellas intervienen muchos otros factores que no deben calificarse de vinculados a la violencia contra la mujer, sino sólo por ejemplo a antiguos tabúes como el de la sangre. 8 F. Pastor Ramos, La familia en la Biblia, Verbo Divino, Estella 1994, 21-25. 7
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c) Viniendo a lo que podemos llamar reflexiones teóricas sobre la mujer y la condición femenina, nos hemos de fijar más bien en los libros sapienciales. Comenzando por “lo peor”, hay rastros de auténtica misoginia en Qohélet/Eclesiastés: He descubierto que la mujer es más amarga que la muerte, porque es como una red, su corazón como un lazo, sus brazos como cadenas. El que agrada a Dios se libra de ella, pero el pecador cae en su trampa... Un hombre encontré entre mil, pero entre todas ellas no encontré ni una sola (Qo 7,26-28). No hay en cambio afirmaciones positivas que equilibren las anteriores. A lo sumo, en la vertiente positiva, encontramos exhortaciones a vivir con la mujer que se ama, lo cual, en el contexto, suena un poco a “mujer objeto”, pues se están mencionando las cosas que hacen agradable la efímera vida del hombre: Anda, come con alegría tu pan y bebe contento tu vino, porque Dios ya ha aceptado tus obras; lleva siempre vestidos blancos y no falte el perfume en tu cabeza, disfruta la vida con la mujer que amas todo lo que te dure esa vida fugaz, todos esos años fugaces que te han concedido bajo el sol (Qo 9,7-9). En Si 19,2 se habla en conjunto del vino y las mujeres: Vino y mujeres extravían a hombres inteligentes. El paralelismo muestra una especie de equiparación entre los dos términos, lo que redunda, evidentemente, en menosprecio de la mujer. En esa misma línea de concepción negativa de la mujer en general, hay textos en Ben Sira/Eclesiástico. El más duro es Si 25,24: Por la mujer empezó el pecado y por su culpa morimos todos, en el que se omite la participación de Adán en el relato del pecado del paraíso. Es significativo porque, precisamente en el contexto androcéntrico, son los actos masculinos los que realmente importan, y por eso el mito yahvista tiene que implicar a Adán en la transgresión. Ben Sira
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cambia esa tradición quizás por misoginia personal. Dicho menos teológico, pero también muy negativo, es el de Si 42,13-14, que en una posible traducción dice: Porque de los vestidos sale la polilla y de la mujer la malicia femenina. Vale más maldad de hombre que bondad de mujer, la mujer acarrea vergüenza y deshonra (Nueva Biblia de Jerusalén)9. Algo que llama poderosamente la atención en la actitud ante la mujer reflejada en estos libros es el proporcionalmente gran número de proverbios y dichos sobre la mujer mala, la adúltera y la seductora de los hombres, sea prostituta profesional o no (Prov 5,1-14; 6,24-36; 7,10-23; Si 19,2; 23,22-27; 25,13-26; 26,5-12). Comparados con los que tratan de la mujer simplemente en cuanto tal, son más abundantes. En general, se da una especie de obsesión por prevenir a los hombres jóvenes contra los peligros que suponen las mujeres, lo cual es la razón de los anteriores desarrollos, sintetizados una vez más en Si, 42,12-14. También proporcionalmente, son bastantes los dichos sobre las prostitutas en comparación con los dedicados a las mujeres “normales”. Vale la pena citar con detalle uno de los textos mencionados acerca de la mujer en general como muestra de la mentalidad predominante en esta literatura: Dichoso el marido de una mujer buena, el número de sus días se duplicará. Mujer valerosa es la alegría de su marido, él vivirá en paz todos los días de su vida. 9 “Porque del vestido sale la polilla y de una mujer la maldad de otra. Mejor es la dureza del marido que la indulgencia de la mujer, la de mala fama trae infamia a la casa” (Biblia del Peregrino). Prefiero la primera traducción, que encuentro más conforme con el texto griego.
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Una mujer buena es una herencia valiosa que toca en suerte a los que temen al Señor... pena y dolor de corazón es una mujer celosa de otra, el látigo de su lengua a todos instiga. Yugo de bueyes mal ajustado es la mujer malvada; querer dominarla es como agarrar un escorpión. Gran motivo de indignación es la mujer borracha, no podrá ocultar su vergüenza. La mujer adúltera provoca con la mirada, sus párpados la delatan. Ante una mujer atrevida, refuerza la guardia, no sea que, al menor descuido, se aproveche de ti. Guárdate de sus ojos descarados, y no te extrañes si te conducen al mal. Como caminante sediento abre la boca, y bebe de cualquier agua que encuentra; se sienta frente a cualquier tienda, y abre su aljaba a cualquier flecha. El encanto de la mujer complace a su marido, y su ciencia le reconforta. La mujer silenciosa es un don del Señor, la mujer bien educada no tiene precio. La mujer honrada duplica su encanto, es incalculable el valor de la que sabe controlarse. Sol que sale por las alturas del Señor es la belleza de la mujer buena en su casa bien ordenada. Lámpara que brilla en el candelabro santo es un rostro hermoso sobre una figura esbelta. Columnas de oro sobre pedestales de plata son las piernas bonitas sobre talones firmes (Si 26,1-18). En primer término, hay que señalar la perspectiva masculina, que es la común en todo el Antiguo Testamento. Todo el texto está escrito por y para hombres, aunque trata de las mujeres. Por otro lado, hay casi tantas consideraciones
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sobre la mujer buena como sobre la mala, aunque de esta última se dice algo más en distintas facetas (celos femeninos: v. 6; maldad: v. 7, embriaguez: v. 8; adulterio y provocación: vv. 9-12, con una imagen obscena en 12b). Las cualidades positivas (bondad: vv. 1,3; valor: v. 2; encanto: v. 11; silencio: v. 12; honradez: v. 15; belleza: vv. 16-18) lo son en función de su marido, y la última, la belleza y el buen tipo, con un claro matiz sexista/sexual. El texto trata ciertamente de la mujer, pero tal como se ha visto y se ve en muchas sociedades, es un ser humano para otro, el varón. Es bastante claro que esta mentalidad todavía no es un ejercicio de violencia directa contra las mujeres, pero resulta una explicación radical –es decir, de la raíz– de muchas de las situaciones violentas y aun de algunas de las disposiciones legales que leíamos más arriba. Evidentemente, estas consideraciones no son las únicas en el Antiguo Testamento sobre la mujer y lo femenino. Para tener una visión completa habremos de mencionar más adelante el resto de ellas, precisamente las positivas. Pero no se puede negar que lo dicho hasta aquí está presente y tiene su significado.
Conclusiones Sin pretender que sea la totalidad de la visión veterotestamentaria sobre la mujer, hay en el Antiguo Testamento una concepción generalizada acerca de lo femenino que no se distancia tanto de la de otras culturas antiguas. Es importante, en mi opinión, destacar esta coincidencia con otros ambientes, porque ello nos permite enfocar adecuadamente los problemas que se plantean. En este punto el Antiguo Testamento no es ninguna excepción por ninguna parte, a no ser por ciertas consideraciones más positivas sobre la mujer ausentes en otras religiones y culturas contemporáneas.
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Encontramos una idea y una práctica androcéntrica y machista que llega a degenerar en situaciones de violencia estructural. La mujer no es persona jurídica ni sujeto autónomo; prácticamente no tiene derechos. Está en función del varón y de la familia, con la principal y casi única función de la procreación. En textos antiguos, como el citado de Ex 20,17, es considerada una propiedad del varón. Está ausente de la vida social, en la que resulta invisible, salvo algunas excepciones. Cuando interviene en la vida comunitaria suele ser a través de la maternidad. Es, pues, una visión reduccionista de la mujer, por importante que resulte su papel de esposa y madre, pues, en gran medida, está en función del varón y no es considerada como ser humano autónomo. Más bien es vista como alguien inferior, aunque no aparezca en el Antiguo Testamento una afirmación explícita de esta condición, como ocurre en la antigüedad clásica. En muchas partes del Antiguo Testamento las mujeres aparecen simplemente como sujetos pasivos o, por mejor decir, objetos. Bien para satisfacer los deseos sexuales de los hombres o, más frecuentemente, para darles hijos. Sirva como ejemplo 2 Sm 12,11, palabras del profeta Natán a David profetizando el castigo por el adulterio con Betsabé y el asesinato de Urías, su marido: Así habla el Señor: Yo haré que de tu propia casa nazca tu desgracia; te arrebataré tus mujeres y ante tus ojos se las daré a otro que se acostará con ellas a la luz del sol que nos alumbra. Como en todos los casos de machismo o violencia, no se dan razones para justificar esta supuesta superioridad masculina. Ni siquiera en los Sapienciales, donde hemos visto que aparecen dichos bastante abundantes y peyorativos sobre las mujeres, no se dice por qué se ven las cosas de esta manera. El único intento de ir más allá, el dicho de Si 25,24 acerca de que el pecado comenzó por la mujer y de que por su causa morimos,
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no se mantiene según el texto de Génesis y no sirve, por tanto, como fundamentación. Es patente, pues, que en este tema el Antiguo Testamento es una muestra más de la mentalidad machista general10. Tal como decía un poco más arriba, todo el Antiguo Testamento está escrito desde la perspectiva masculina. Sus autores, probablemente todos, fueron varones, la inmensa mayoría de ellos hebreos. Participaban, por tanto, de la mentalidad común en su ambiente, lo que tiene gran importancia, como vamos a ver a continuación. Si tenemos en cuenta esta mentalidad, tanto del ambiente o ambientes reflejados en el Antiguo Testamento como de los propios autores, podremos explicarnos más los casos de violencia. En efecto, tales casos, aunque tienen muy diferentes causas, desde las personales a las culturales, individuales y colectivas, sociales y psicológicas, etc., no son independientes de la mentalidad expuesta que se nos muestra en esta “violencia estructural” y es una de las raíces del otro tipo de violencia.
Planteamiento del problema e intentos de respuesta Este estado de cosas plantea algunos interrogantes serios para quienes creemos que el Antiguo Testamento es un libro inspirado por Dios. No tanto por el hecho de que refleje actos violentos y encontremos narraciones de violencias ejercidas contra mujeres. También se encuenDesde una perspectiva de antropología cultural se podrían rastrear los fundamentos de esta opresión. Probablemente tienen mucho que ver con antiguas concepciones mágicas sobre la reproducción, la unión de lo femenino a la tierra y, desde luego, con la simple fuerza bruta y agresividad del macho. Pero todo ello desborda el propósito de este trabajo. 10
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tran contadas muchas brutalidades contra varones cometidas por otros hombres y algunas por mujeres, como se decía más arriba. De hecho, la Biblia no es un libro “edificante” que sólo hable de bondades humanas. En términos generales, la Biblia presenta la realidad humana como es y, por tanto, no disimula lo que de negativo tiene. Y procura enfocarla a la luz del plan de Dios revelado e integrarla en él. En el caso de la violencia general, por ejemplo, una de las aportaciones que hace mediante el relato etiológico mítico de Caín y Abel es mostrar que el comportamiento violento entre los seres humanos es un componente muy primitivo de nuestra raza, que de alguna manera forma parte de nosotros mismos desde el comienzo, pero que ha de considerarse como una violencia entre hermanos, no puede ser aceptado sin más y hay que rendir cuentas a Dios por él. Aplicando estos principios a los casos de violencia contra las mujeres narrados más arriba, tanto en la realidad como en la ficción, no encontramos que los problemas que nos plantean sean insolubles. En bastantes de ellos hay una condenación de las conductas violentas como crímenes que Dios repudia, y se narra el consiguiente castigo de los violentos. Así sucede en las narraciones de Siquén (Gn 34,25-29), los benjaminitas (Jue 20,8-48), David (2 Sm 12,1-19), Amnón (2 Sm 13,23-29), Jezabel (1 Re 21,23; 2 Re 9,30-37) y Atalía (2 Re 11,155-16). En ese caso, las aguas vuelven a su cauce y la justicia, de alguna manera, queda restablecida. Es obvio que la concepción es bastante primitiva y elemental, como corresponde a no pocos temas en el Antiguo Testamento. Llama la atención que, en bastantes de esos casos, ello ocurre mediante la intervención de otros seres humanos, cuyas motivaciones son muy distintas y de las que no se puede eliminar
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el deseo de venganza, el querer reparar una ofensa inferida a la familia o al clan, etc. En una visión global habría que decir que estos procederes humanos son instrumentos de la justicia y retribución divina contra los violentos. En este primer apartado no parece que haya especiales problemas teológicos ni humanos. Se da el perenne tema de la violencia interhumana que es preciso combatir, entre otros medios, por medio del castigo y la represión de los violentos. No es el mejor método, pero sí el inicial y el que se propone en esos lugares del Antiguo Testamento. La violencia contra la mujer, aun cometida por personas desde otros puntos de vista encomiables, no es algo que Dios acepte. Es cierto, para ser exactos, que en la condenación de los actos violentos contra las mujeres también influyen otros motivos, y no sólo el de que la víctima sea una mujer, ni parece haber una consideración especial de la violencia precisamente del género femenino. Todavía no se ha llegado tan lejos. Pero lo fundamental, el rechazo de la violencia, aparece bastantes veces. En ese aspecto, ya es un primer paso que nos puede bastar de momento. En otras ocasiones, la violencia aparece como integrada en la realización de los planes divinos, lo cual plantea dificultades nuevas. Así, la violencia de Sara y Abrahán respecto a Agar e Ismael (Gn 16,1-16 y 21,8-21) es vista, sobre todo, para favorecer la realización de la promesa divina en Isaac. Tampoco permite el plan divino que la violencia hacia la esclava sea la última palabra, sino que le promete descendencia y fama. Algo semejante ocurre con las intrigas de Rebeca en Gn 27 o la narración de Judá y Tamar en Gn 38. Ambos relatos –es dudoso si se puede hablar sin más de violencia– tienden a mostrar la continuidad de la promesa divina de descendencia y bendición. Finalmente, en la mentalidad del tiempo, Yael asesinando a Sísara, tal como dice el consiguiente
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canto de Débora, es un instrumento de Dios contra sus enemigos, que merece alabanza. Y algo parecido vale para la novela de Judit, ya en tiempos mucho más modernos. Estas concepciones plantean hoy día problemas un tanto importantes, especialmente teológicos, aunque también humanos. Por una parte, sabemos que la realización de los planes de Dios no requiere esas especiales colaboraciones humanas que van contra otras personas y sus derechos. La concepción religiosa se ha refinado de forma que no se pueda admitir que Dios tenga auténticos enemigos y, mucho menos, que hayan de ser eliminados físicamente. La liberación de Dios no pasa por la muerte violenta de nadie más que la del propio liberador, que en el momento culminante de la Revelación recibe el nombre de Jesucristo. Creer que, como en alguno de los textos señalados, hay que realizarla matando a alguien es una idea sobre la salvación y la intervención de Dios en la historia todavía muy primitiva y ha de tomarse sólo como punto de partida de una revelación progresiva Sería perfectamente desacertado, erróneo e injusto tomar esos pasajes donde se presenta la violencia como parte del plan divino como algo definitivo. Es más bien lo contrario, sobre todo cuando se leen a la luz de todo lo siguiente. Pretender que por medio de la violencia, cualquier tipo de violencia, se lleva a cabo algo de los planes de Dios es situarse en los estadios más iniciales de la revelación. Era comprensible que aquellas personas lo asumiesen de esa forma, dadas sus circunstancias y el momento de la revelación que les correspondió vivir. Hacerlo nosotros, que hemos conocido el estadio definitivo de la comunicación de Dios, es simplemente algo fuera de lugar, aunque siga ocurriendo en estos principios del siglo XXI11. 11 Cuando escribo estas líneas –junio de 2003–, hace unos pocos meses en que tuvo lugar la guerra contra Irak, en la
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Por último, hay algunos pocos casos que no entran en los dos apartados anteriores. Son Gn 12,10-20; 19,8; 26,1-11; Jue 21, 8-14.21-23. En ellos, el denominador común (véase más arriba los resúmenes de tales relatos) es que los varones disponen de las mujeres de uno u otro modo. Están muy emparentados con el tipo de violencia que vamos a ver a continuación porque en ellos aparece el dominio del varón sobre la mujer y la consideración de ésta fundamentalmente como objeto sexual y/o reproductor. En los dos relatos de Jueces (rapto de las jóvenes de Guibeá y Siló, respectivamente) los hechos parecen seguir pautas de conducta relativamente extendidas en los ambientes primitivos a la hora de procurarse compañeras. Si ello fuera así, se podría hablar todavía más de violencia estructural relativa a la mujer. Y de ella tenemos que hablar. Porque, efectivamente, los problemas más fuertes los plantea la llamada violencia estructural, tal como quedó expuesta más arriba. Hay que reconocer que importantes fragmentos del Antiguo Testamento –y algunas frases del Nuevo que no he mencionado todavía– pecan de machismo y aun violencia contra las mujeres. Si vastos sectores de la humanidad han evolucionado durante el último siglo hacia un más que justificado feminismo o, si se prefiere otra expresión, hacia una consideración de la mujer y de lo femenino más justa, humana y cristiana, cabría esperar que una obra que contiene la revelación se hubiese ido adelantando a este resultado en vez de retrasarlo, como de hecho ha sucedido. Si nosotros somos capaces de ver las cosas de otra manera, ¿cómo los protagonistas de la historia bíblica y, que el presidente de Estados Unidos, Georges Bush II, apeló a la violencia en nombre de Dios o a Dios como apoyando la violencia. Ese hecho lo situaba en el nivel religioso y humano de por ejemplo Sansón o de cualquiera de los jueces o reyes del Antiguo Testamento.
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aún más, los autores inspirados por Dios no llegaron a tanto? Porque la Biblia es ampliamente machista y androcéntrica. Es un hecho innegable, aunque no el único ni el decisivo. Yendo un poco más adelante en el planteamiento del problema, sintéticamente expuesto, puede formularse de este modo: ¿cómo es posible que en un libro inspirado por Dios y considerado como su Palabra se encuentren los dichos y conceptos negativos sobre la mujer que hemos visto más arriba; que, lejos de formularse reparos o condenas en contra de ellos, se presenten como lo natural y obvio y, más aún, que se sancionen no pocos de ellos con leyes que se aceptan como divinas? ¿No fomentaban de hecho la violencia contra las mujeres? Además, aun admitiendo que las costumbres antiguas del Oriente Medio eran opresivas para las mujeres, ¿no debía la revelación de Dios expresar alguna censura contra ellas e intentar transformarlas, en vez de asumirlas e integrarlas como algo natural? Por ejemplo, el sistema de rapto para contraer matrimonio ¿no ofrecía a los autores bíblicos, del libro de los Jueces en concreto, una buena ocasión de censurar ese antiguo modo de “casarse”? Sin embargo, no lo hacen, sino que parecen aceptarlo sin problemas. En tiempos pasados, este problema no se planteaba en estos términos, por razones de muy diverso tipo, y simplemente se aceptaban las afirmaciones e insinuaciones bíblicas como procedentes de Dios, lo cual ha convertido a la Sagrada Escritura, mal leída y peor comprendida, en una de las fuentes del machismo de nuestra cultura, origen de no poca violencia. Pero actualmente no sólo por la mayor sensibilidad y crítica moderna, sino a causa de los avances en la interpretación bíblica, las preguntas surgen con fuerza y hay que responder coherentemente a ellas12. 12 La moralidad de muchos pasajes del Antiguo Testamento ha planteado problemas y exigido soluciones ya desde
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La respuesta no puede ser una defensa a ultranza de la letra bíblica. Esta técnica, como bien supo Galileo a su costa, no es de recibo hoy en día. Tampoco puede consistir en disimular los datos o minusvalorarlos diciendo, por ejemplo, que algunas cosas que hoy consideramos violencia entonces no eran percibidas como tales, dada la menor sensibilidad de las gentes y el más rudo ambiente en el que se movían. Naturalmente es cierto, y no sería justo ni sensato retrotraer nuestra forma de pensar y sentir dos o tres docenas de siglos, proyectarla en aquellos tiempos y emitir nuestro veredicto. Sobre todo, en un tema tan dependiente de sensibilidades y educaciones, hay que tener muy en cuenta las diferencias espaciotemporales. Es un principio de interpretación excesivamente obvio. Pero, aparte de lo que decía al principio de este estudio acerca de ese enfoque, afirmar que los personajes y autores bíblicos eran de esa forma no llega hasta el fondo del asunto ni resuelve la dificultad planteada. Precisamente, se trataría de que, siendo así tales personas, la comunicación divina les hubiese cambiado. Algo de ello ha sucedido, como se verá más abajo, pero el problema sigue subsistiendo. La respuesta real tiene mucho que ver con la forma en que la Biblia ha sido escrita, tal como lo han entendido los lectores creyentes e ilustrados tanto judíos como cristianos. Para decirlo en pocas palabras que luego tendré que desarrollar: todo cuanto supone violencia, vejación, menosprecio de la mujer y de lo hace algún tiempo. Véase, por citar un ejemplo preconciliar, J. Levie, La Biblia, palabra humana y mensaje de Dios (Bilbao 1961), 307-323. En realidad, la cuestión que da origen al presente estudio es un caso de esta problemática que tuvo su momento culminante hace ya algunas décadas con la forma precisamente de los problemas que algunos pasajes de baja o nula moralidad del Antiguo Testamento planteaban.
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femenino, opresión, machismo, androcentrismo, ambiente patriarcal, etc., no debe considerarse perteneciente al núcleo de la revelación bíblica y comunicación de Dios, sino a la “envoltura” cultural y transitoria en que dicha revelación se nos ha transmitido. Es, por tanto, algo contingente y desechable cuando el tiempo y las circunstancias lo hacen obsoleto13. Será preciso desentrañar algo más esta afirmación entrando en terrenos más hermenéuticos y relativos a la concepción de la inspiración de los autores bíblicos, así como al carácter progresivo de la revelación y su comprensión14. Como más importante presupuesto hay que recordar que la revelación divina, en la Biblia, llega a nosotros mediante los autores humanos15. Ahora bien, cuando se toma en serio esa afirmación es forzoso ver que el mensaje bíblico no está desligado del ambiente social y cultural tanto del tiempo en que ocurre como en el que escriben los autores. La revelación se transmite por medio de ese ambiente, porque es palabra divina y humana a la vez y no un dictado divino16. Y toda palabra humana está condicionada por su tiempo y espa13 F. Pastor-Ramos, Antropología bíblica, Verbo Divino, Estella 1995, 19-20. 14 No es éste el lugar donde desarrollar los complejos temas relativos a la inspiración, la Biblia como palabra divina y humana, la verdad bíblica como verdad salvífica, etc. Para ello me remito a las excelentes introducciones a la Biblia que hay en castellano. En estas líneas intento sólo hacer una aplicación de los principios allí estudiados para solucionar el problema que nos ocupa. 15 El principio de que los autores bíblicos son auténticos autores humanos y no meros instrumentos ha estado siempre presente en la concepción cristiana de la Sagrada Escritura. Por citar algún documento de la Iglesia en el más alto nivel, véase Concilio Vaticano II, Constitución dogmática Dei Verbum, nn. 11-12. 16 Cf. F. Pastor-Ramos, Introducción a la Biblia, Ediciones San Pío X, Madrid 1995, 137-143, 186-214.
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cio y depende de él. Del mismo modo que los actores bíblicos hablaban, sobre todo, hebreo antiguo y los autores lo escribían, con todo lo que ello significa, así piensan, hablan y actúan conforme a su cultura. Ello significa que aparecen todos los condicionamientos personales, históricos, culturales, humanos... de los protagonistas, sus concepciones sobre el mundo físico, científico y humano, acerca de la sociedad y de los roles que en ella tienen los seres humanos, etc. Tal como los tenían en aquellos momentos, especialmente en los tiempos en que se pusieron por escrito, porque la inspiración de Dios no cambia a los autores, no les transporta a otros tiempos ni transforma mágicamente sus concepciones. Mucho menos consagra o privilegia la inspiración divina esos modos socio-culturales concediéndoles un puesto especial normativo para quienes aceptamos la Biblia como portadora de revelación. Nuevamente el paralelismo con la lengua, el hebreo o el griego, lo muestra con claridad. Hoy en día, nadie sensato puede pensar, entre los cristianos, que esas dos lenguas son más aptas para expresar “lo de Dios” que otras, ni que son más “santas” o “divinas” que otras. De modo análogo, las antiquísimas formas de pensar semitas –en lo tocante al Antiguo Testamento, nuestro tema actual– no son más adecuadas para expresar los designios de Dios sobre los seres humanos que otras categorías humanas ni los representan de una forma privilegiada. Han sido los vehículos históricos por los que nos ha llegado la revelación. Evidentemente, la comunicación de Dios no llega a los seres humanos sin mediaciones humanas que la hagan comprensible y accesible para éstos. En nuestro caso concreto, han sido los condicionamientos históricos, sociales y culturales semíticos los que han servido de transmisores de la revelación de Dios. Pero ese hecho no hace que se conviertan en algo cien por cien consagrado y aceptable.
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Estas consideraciones no son sino deducciones lógicas de la concepción tradicional en la Iglesia sobre la Sagrada Escritura y, en concreto, en lo relativo a que los seres humanos son auténticos autores de los libros sagrados. Únicamente hay que destacar ciertos aspectos, como el de que los autores humanos no son individuos aislados, sino situados en un espacio y tiempo concretos, en un determinado ambiente histórico y determinada cultura –o falta de ella–, todo lo cual queda reflejado en su obra, sin que por ello quede automáticamente santificado. En ocasiones no será fácil distinguir oportunamente lo que es núcleo y contenido permanente del mensaje y condicionamiento cultural –grano y paja, si se me permite la expresión–, pero es inevitable hacerlo so pena de atribuir a Dios lo que son formas humanas transitorias y contingentes. Aplicando todo esto a nuestro punto actual podemos y debemos decir que todo lo que hay de machismo, opresión a la mujer, falta de estima y valoración de lo femenino, etc., simplemente no pertenece directamente a la revelación de Dios ni es parte de su mensaje esencial, sino que es condicionamiento cultural de las sociedades antiguas de Oriente Medio en que se daba todo ello y de cuyo influjo no se han escapado ni podían escaparse totalmente los actores y autores bíblicos. Valga un ejemplo: para los israelitas de la época de los Jueces (siglos XII-XI a. C.), probablemente resultaba del todo normal e inobjetable el matrimonio-rapto que he mencionado más arriba y no se les ocurría que esa conducta implicaba violencia hacia las mujeres. Los autores y redactores de tal libro y los que contaban esos episodios pensarían de modo parecido y no veían razón para censurar tales conductas; les resultaba más importante, por ejemplo, que no se extinguiera una tribu de Israel. Así lo han consignado en esas páginas bíblicas, pero ese mero hecho no ha elevado esas formas de actuar y pensar a norma para
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los lectores cristianos de la Sagrada Escritura. El mensaje divino que se encuentra en esas mismas páginas no es el de que los matrimonios hayan de contraerse mediante rapto, ni entonces ni ahora. Un segundo punto importante también para responder a nuestras preguntas es tener muy en cuenta el carácter progresivo de la Revelación. Olvidar este aspecto o no tomarlo en serio es condenarse a darse de bruces con innumerables problemas. Es algo claro y afirmado en numerosos textos oficiales del Magiserio que tratan de cómo ha sido y es la Revelación17. Es inútil e insensato, dado el modo concreto en que la comunicación divina con el ser humano se ha ido realizando, pretender que ya desde el comienzo y en todos los momentos estén todos los aspectos de tal revelación igualmente claros. No lo expondré ahora pormenorizadamente, pero es forzoso recordar este aspecto y sacar todas sus consecuencias hermenéuticas. Sirva como ejemplo algo tan central como la imagen de Dios. Desde los antropomorfismos de las primitivas tradiciones hasta el concepto de Dios que aparece en el libro de la Sabiduría, el camino hacia adelante es grande y se nota. ¡Y ello sin hablar todavía de Jesús y del Nuevo Testamento! Si esto es válido hasta para algo tan esencial, lo es mucho más en aquellos puntos más concretos e inmediatos que dependen en gran medida de la sensibilidad, cultura, socialización, conocimientos, profundización en diversos aspectos...; para decirlo con una sola palabra: del grado de humanización de los receptores de tal revelación. Se trata, dicho de un modo más tradicional, de los problemas éticos y morales. En ellos, el avance y progreso es mucho más apreciable ya dentro del 17
2-4.
Por ejemplo, Constitución dogmática Dei Verbum, nn.
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Antiguo Testamento, pero mucho más si incluimos el Nuevo18. Cuando los temas son más prácticos y concretos o están más relacionados con las vertientes culturales, esta superación se hace más patente. La razón estriba en que el mensaje de Dios hacia los seres humanos, siempre, pero más especialmente cuando se relaciona con sus vidas concretas, no viene como un aerolito, desde fuera y sin tener en cuenta a los seres humanos a quienes va dirigido y sus condicionamientos, sino más bien lo contrario. En realidad, estos seres humanos no podían ni entender tal mensaje ni practicarlo, si no estuviera expresado e imbuido en sus culturas y modos de vivir concretos. Esto es lo que sucede, y, por tanto, al cambiar e ir avanzando tales circunstancias, el mensaje tan relacionado con ellas queda anticuado y sin tanto valor y significación. El hecho del progreso en la revelación en general y especialmente en los puntos prácticos y éticos tiene consecuencias importantes. Entre ellas está el que no se pueden tomar todas las afirmaciones de la Sagrada Escritura por igual. No todas son igualmente importantes y decisivas para nosotros, aunque todas estén integradas en la revelación, sino que muchas nos muestran, como veíamos arriba, estadios y etapas iniciales de ese proceso de comunicación de Dios con los seres humanos o, mejor dicho, de la comprensión de los seres humanos del mensaje de Dios a ellos dirigido. La razón de la afirmación de que hay pasajes en la Biblia que no son tan centrales como otros 18 No entraré aquí, sino sólo con esa alusión, al complejo tema del avance en la comprensión de la revelación neotestamentaria. Quede apuntado que, de hecho, también se da, especialmente en cuestiones prácticas. Baste recordar lo que ha ocurrido con la esclavitud, aceptada fundamentalmente en el Nuevo Testamento y reconocida siglos más tarde como incompatible con los principios que en el mismo se establecían.
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no es que tales pasajes vayan contra nuestra sensibilidad y nos resulten inaceptables. Naturalmente, esto es cierto. Pero hay que ir un poco más allá y razonar con mayor fundamento. La misma Biblia nos da la clave para caer en la cuenta de que por ejemplo la violencia o el androcentrismo son atribuibles a la cultura ambiental y no al núcleo del mensaje divino, que va por otros derroteros totalmente contrarios. Además de la razón expuesta más arriba, hay otra que tiene que ver con este carácter dinámico y progresivo de la revelación. Cuando se tiene la perspectiva final, se perciben los otros aspectos que resultan sólo iniciales, primitivos y no compatibles con lo definitivo. Para ello es necesario contemplar la Biblia en su totalidad. Aun dentro del Antiguo Testamento se aprecia en diversos temas una acusada evolución, a menudo positiva, en costumbres y modos de proceder desde los tiempos más primitivos hasta los más recientes. Por ejemplo, hay una evolución hacia el matrimonio monógamo19. En el punto objeto de nuestras preocupaciones también se nota avance. No es demasiado acusado en el Antiguo Testamento, pero sí apreciable. En los relatos mencionados más arriba, los más brutales pertenecen a libros y tradiciones antiguas y a estadios muy iniciales de la revelación: por ejemplo, el libro de los Jueces, probablemente el libro más brutal de toda la Biblia. En los libros más recientes no aparecen tanto y, sobre todo, no se vinculan con el servicio a la divinidad o con el plan de Dios. En este progreso de la revelación hay matices muy claros y decisivos para los cristianos, partiendo de algo tan esencial como Cristo como plenitud de la Revelación. Concretamente, la superación del Antiguo Testamento por el Nuevo en 19
57-58.
Cf. F. Pastor-Ramos, La familia en la Biblia, 21-22,
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muchos detalles es algo demasiado importante como para no tenerlo permanentemente en cuenta. Dicho con una sola y gráfica frase: hay mucho avance entre la expresión del Génesis de que Dios se paseaba al fresco del Edén (Gn 3,8) y la del evangelio de san Juan de que a Dios no lo ha visto nunca nadie (Jn 1,18). Ahora bien, repitiendo lo que he dicho más arriba, este avance, este progreso en la revelación, implica que concepciones anteriores queden superadas y obsoletas y que no se puedan tomar de la misma forma que las más completas. Sirven para otra cosa, pero no como la norma definitiva. En este aspecto, se cometen no pocos errores al pensar que muchas afirmaciones de un tipo u otro que encontramos en el Antiguo Testamento han de “creerse” de la misma forma que otras del Nuevo. Todo ello nos da las claves para entender y solucionar adecuadamente los problemas planteados arriba respecto a la violencia de género. Finalmente, una cuestión importante: si estos rasgos de violencia no son centrales en el mensaje bíblico, ¿por qué aparecen, qué sentido tienen? Esta pregunta plantea realmente muchas más cuestiones de las que a primera vista parece, y que tienen gran relación con los temas de inspiración y hermenéutica que hemos mencionado de pasada. Valgan, por tanto, únicamente algunas sugerencias que empalman con algunas de las anteriores reflexiones. En primer lugar, no es que haya una razón por la que los autores bíblicos han querido expresamente incluir los rasgos de violencia en su obra. Es que simplemente no podían hacer de otra manera. Esas formas de pensar –en los diferentes autores, épocas, estilos, géneros literarios..., siempre diferentes– formaban parte de su mentalidad, de sus concepciones individuales y asociales. Dado que es con esas concepciones y esa menta-
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lidad con las que escriben, también los rasgos de violencia hacen su aparición, al igual que otros tantos rasgos. Por otra parte, en cuanto al posible sentido, algo podemos barruntar. Un punto esencial es que nos muestran con claridad hasta qué punto la revelación divina se ha encarnado en la realidad humana: nos pone de manifiesto una vez más su real carácter histórico. El principio tantas veces repetido de que la revelación tiene lugar en la historia aparece con claridad cuando los rasgos humanos negativos se entrelazan con ella. Es un subrayar la realidad humana a la que se dirige la Palabra de Dios y en la que, hasta cierto punto, sucede. Por último, el que lo androcéntrico y machista aparezca con tanta claridad nos permite apreciar los posteriores avances en este campo. Manifiesta uno de los puntos de partida reales del proceso de revelación. Efectivamente, como hemos podido ver un poco, a lo largo de todo el Antiguo Testamento, pero sobre todo teniendo en cuenta el Nuevo, va habiendo un cambio lento en la valoración y práctica de todo lo referente a la violencia contra la mujer, en la comprensión de su relación con la revelación. Cambio tan lento que todavía hoy está muy lejos de terminar. No es malo, con todo, conocer bien desde dónde se ha empezado a andar y lo arraigados que están ciertos malos usos en la mentalidad y la conducta humanas.
Lo positivo No es nuestro cometido hacer una exposición completa de la visión de la mujer y de lo femenino en el Antiguo Testamento, pero en aras a la justicia y honradez, y para obtener una visión más equilibrada sobre el tema y, además y sobre todo, para realizar lo dicho más arriba acerca de
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diferenciar lo esencial y lo accesorio en el mensaje bíblico, hemos de echar un vistazo, aunque sea rápido, a otros pasajes en los que la mujer y lo femenino aparecen a otra luz. Yendo de menos a más encontramos en el ambiente patriarcal la estima básica de la función femenina de transmisión de la vida. Especialmente en la tradición yahvista, este aprecio de la mujer como alguien que resulta imprescindible para que los seres humanos existan parece un dato indiscutible. Evidentemente, está mezclado con otras muchas cosas, y a menudo esta visión se ha utilizado para justificar lo injustificable, pero, pese a todo, no se puede olvidar. Sobre todo, porque no hay una visión paralela sobre el varón y la vida. Recordemos los nombres de Sara, Rebeca, Lía y Raquel, a quienes se podría llamar “matriarcas” de Israel20. Las comadronas de Ex 1,15-20 son mujeres astutas y valientes, cuya memoria se ha conservado en la tradición israelita. Lo mismo la madre y hermana de Moisés, la hija del faraón en Ex 2, o María, la hermana de Moisés, son mujeres importantes. Las primeras, por su relación familiar con Moisés; la segunda, por su actividad en el pueblo (Ex 15,20-21; Nm 26,59). Rahab interviene muy positivamente en la conquista de Jericó por los israelitas (Jos 2,1-21). Débora es profetisa y “jueza” en Jue 4,4–5,31, uno de los raros casos de actividad política positiva de mujeres. Ya hemos visto más arriba la acción de Yael, considerada importante por los autores bíblicos. 20 Tomo esta expresión de un libro que puede servir de muestra de una interpretación bíblica femenina y aun feminista que presenta los aspectos positivos del primer libro de la Biblia. Véase I. Gómez-Acebo (ed.), Relectura del Génesis (Bilbao 1997). Y podrían citarse otros acerca de los demás puntos que aquí sólo aludo.
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Ana, madre de Samuel el profeta, parece intervenir decisivamente en el destino de su hijo (1 Sm 1,12–2,11). Abigail acaba siendo una de las mujeres de David, pero previamente ha dado muestras de mayor sensatez que su marido, Nabal (1 Sm 25,2-42). Y entre las figuras de ficción, Rut y Noemí aparecen como mujeres valiosas e inteligentes, si bien en un contexto muy determinado. Otros nombres en esta línea son Judit, Ester, Susana. Por último, la madre de los siete hermanos macabeos es ejemplo de fortaleza y valentía (2 Mac 7). Hay mujeres presentadas con luz positiva, pero sobre todo gracias al amor que sus maridos les tienen. Así ocurre con Raquel y Jacob o con Ana y Elcaná, padres de Samuel. Y no directamente sobre la mujer en sí, aunque de algún modo se halla implicada en el asunto, está nada menos que todo el amor heterosexual del Cantar, entre hombre y mujer, con todas las implicaciones que el tema tiene. Pero es patente que, en este punto, vamos más allá de la concepción sobre la mujer y entramos en el rico tema del amor, lo que nos aleja un tanto de nuestro tema. Ahora bien, sin mujer nada de ello sería posible. En cuanto a leyes, hay una “discriminación positiva” sobre la herencia de las hijas en el contexto del tiempo en Nm 27,1-11. Elogios sobre la mujer-esposa encontramos en Sal 128,3-4; Prov 5,15-20; Si 7,19; 25,8; 26,1-3; 33,27-31; 35,30-31 36,21-27 y, sobre todo, pues supera la visión puramente conyugal, aunque siempre en un contexto doméstico y no público, la conocida “mujer fuerte” o “perfecta casada” de Prov 31,10-31. Los profetas no hablan mucho de las mujeres y participan, en general, de las concepciones ordinarias de la mujer como esposa y madre, aunque
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no caen en los defectos reseñados más arriba en otros libros bíblicos. Usan lo femenino, en general, como valor literario. Lo más positivo sobre la mujer/mujeres en el Antiguo Testamento está como es evidente, en los relatos de la creación. Y lo positivo consiste en su presentación de básica igualdad con el hombre. En el relato sacerdotal de Gn 27,28, dentro de la sobriedad da la impresión de que el ser humano es la imagen y semejanza de Dios porque está en los dos sexos. Sólo los dos y cuanto en ello está implicado reflejan a Dios (¡dentro de lo que cabe!). El mismo hombre –y esta vez habla el yahvista en Gn 2,18-24– no está completo ni humanizado hasta no tener compañera. Sólo en la mujer, al reconocerla y aceptarla, se encuentra el hombre a sí mismo. Todo el relato, a pesar de la primera impresión de precedencia por la narración de la costilla, parece rezumar igualdad y compenetración de los dos sexos, lo que se confirma por el juego de palabras “Eva/vida”, que se conserva aun después de la caída (Gn 3,20). Evidentemente, esta visión no es superficial o anecdótica, ni de la misma categoría que otras frases que hemos visto en los Sapienciales, sino que constituye la base desde la que enfocar la concepción del ser humano. Los relatos de la creación nos dan la pauta para enfocar los temas antropológicos fundamentales, entre los que se cuenta de una forma muy especial la división de los seres humanos en dos sexos y las mutuas relaciones entre ellos21. En estos relatos de la creación no se encuentra una ponderación especial de la mujer y de lo femenino fuera de lo referente al mutuo reconocimiento y a la transmisión de la existencia humana. Implicada está la igualdad fundamental. Pero estos dos rasgos ya son lo suficiente21
Cf. F. Pastor-Ramos, Antropología bíblica, 33-80.
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mente importantes como para descalificar toda violencia o situación de violencia como no coherente con lo más esencial. Resumiendo: el Antiguo Testamento tiene todas las limitaciones y aun defectos que hemos señalado más arriba, que no repetiré ahora. Pero, a fuer de honestidad, hay que reconocer que también hace aportaciones muy serias sobre la dignidad de la mujer, que son recogidas en el Nuevo Testamento. Tales aportaciones son más de apreciar porque no hay demasiados paralelos culturales ni religiosos en ese sentido, pero su análisis no entra en nuestra actual perspectiva. Sirva sólo esta alusión para ofrecer una alternativa a lo dicho antes y un criterio intrabíblico para enfocarlo adecuadamente. Desde esa base, las violencias que hemos ido viendo antes, tanto las inmediatas como las estructurales, no están de acuerdo con la base veterotestamentaria de la relación entre los sexos.
Nuevo Testamento Y, evidentemente, son también incompatibles con todo lo que nos dice el Nuevo Testamento. Es preciso hacer una alusión, siquiera breve, a estos libros, porque, como decía más arriba, suponen el culmen y la plenitud de la revelación y nos dan la perspectiva adecuada para enfocar el resto, tal como hemos procurado hacer hasta aquí. En primer lugar, es superfluo decir muy por menudo que la práctica de Jesús elimina por completo todo tipo de violencia propiamente tal hacia todos los seres humanos22. Ello incluye, como es obvio, a las mujeres, y, efectivamente, no encontramos en los relatos evangélicos nada que pueda parecer violencia en sentido real de Jesús hacia las mujeres. Y, realmente, tampoco por 22
Cf. F. Pastor-Ramos, Antropología bíblica, 196.
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parte de sus seguidores. En todo caso, alguna incomprensión o falta de educación, pero sin llegar a nada importante. Se da más bien en el comportamiento de Jesús la promoción de un discipulado de iguales que es una innovación para las costumbres sociales del tiempo23 y un trato y aprecio de la mujer correspondido por las que tuvieron oportunidad de ponerse en contacto con Él. Violencia contra las mujeres tampoco encontramos en el resto de los libros del Nuevo Testamento, sino más bien lo contrario. Aun cuando resulte tópico, por verdadero, hay que recordar una vez más el mensaje del amor al otro como elemento central de la revelación neotestamentaria. Ello excluye, como es lógico, todo tipo de violencia. A lo sumo, como mencioné rápidamente más arriba, hay algún machismo no en los escritos de san Pablo, como por desgracia y desconocimiento se suele creer, sino en otros escritos. Se trata de las cartas pastorales24, y en concreto 1 Tm 2,9-15, el texto neotestamentario más sexista. En él se habla claramente en tono de superioridad sobre la mujer, se le impone sumisión y se dice que el hombre es superior a la mujer porque Adán fue formado primero y el engañado no fue él, sino la mujer. Se le ofrece como solución para salvarse nada menos que la maternidad25. También en el 23 Sobre la actitud de Jesús hacia las mujeres en general, así como acerca de la situación de éstas en la Iglesia primitiva, cf. E. Bautista, La mujer en la Iglesia primitiva, Verbo Divino, Estella 1993, especialmente 162-164. 24 Aprovecho la ocasión para recordar que, hoy en día, es exegéticamente muy difícil, por no decir científicamente imposible, decir que las dos cartas a Timoteo y la de Tito fueron escritas por san Pablo. 25 También acerca del Nuevo Testamento es preciso aplicar los principios expuestos más arriba: hay condicionamientos culturales ¡y personales!, y también se da avance y progreso. No tanto en el texto mismo del Nuevo Testamento, sino en la comprensión del mismo por parte de los cristianos.
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Nuevo Testamento hay que aplicar lo dicho más arriba sobre las formas culturales y aun la progresión en la comprensión de la revelación. Por otra parte, es indiscutible que en la Iglesia primitiva se dio una evolución hacia el androcentrismo y sexismo26, que luego ha tenido –¡y tiene!– tanta importancia en la Iglesia posterior. Pero en eso, como en otras cosas, los cristianos se han desviado del ejemplo y enseñanza del Señor Jesús. Una observación final. Como creo que habrá quedado bastante claro, el análisis serio de un tema un tanto espinoso como el de la violencia contra la mujer o de género en el Antiguo Testamento nos ha dado la oportunidad de afrontar otros puntos más generales sobre el carácter inspirado de la Sagrada Escritura y acerca de un modo razonable de leerla y comprenderla. En su tanto también nos puede valer para otros temas que participen de unas características semejantes.
Bibliografía L. Alonso Schökel – J. M. Bravo, Apuntes de hermenéutica, Editorial Trotta, Madrid 1994. A. Artola, La Escritura inspirada. Estudios sobre la inspiración bíblica, Ediciones Mensajero, Bilbao 1994. A. M. Artola – J. M. Sánchez Caro, Biblia y Palabra de Dios. Introducción al estudio de la Biblia 2, Verbo Divino, Estella 1989. E. Bautista Parejo, La mujer en la Iglesia primitiva, Verbo Divino, Estella 1993. J. M. Caballero Cuesta, Hermenéutica y Biblia, Verbo Divino, Verbo Divino, Estella 1994. 26 Tal es la tesis fundamental de E. Bautista en la obra citada, con la que estoy de acuerdo. Cf. o. c., 165-170, para el resumen de la misma.
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I. Gómez-Acebo (ed.), Relectura del Génesis, Desclée de Brouwer, Bilbao 1997. A. Loades (ed.), Teología feminista, Desclée de Brouwer, Bilbao 1997. V. Mannucci, La Biblia como Palabra de Dios Desclée de Brouwer, Bilbao 31994. F. Pastor-Ramos, Antropología bíblica, Verbo Divino, Estella 1995. – , La familia en la Biblia, Verbo Divino, Estella 1994. – , Introducción a la Biblia, Ediciones San Pío X, Madrid 1995.
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Introducción La llamada “cuestión femenina” es y ha sido objeto de numerosísimos análisis dentro del ámbito musulmán desde sus inicios. Las primeras reflexiones modernas acerca del estatuto de la mujer en los países de mayoría musulmana arrancan de mediados del siglo XIX. Todos los pensadores religiosos contemporáneos han abordado el asunto y, desde luego, lo han hecho a partir de la exégesis del texto sagrado, Corán, y de los textos de la tradición. Los acercamientos han sido más o menos literalistas o más abiertos, pero siempre buscando la adecuación de la interpretación a la posibilidad de la aplicación en el mundo contemporáneo. Asimismo, la investigación occidental ha llevado a cabo aproximaciones desde el aspecto religioso, pero también desde lo social, lo histórico o lo político, a la situación de la mujer y al papel que desempeña en las sociedades de mayoría musulmana. No se puede hacer tabla rasa de todos los países en donde la mayoría de la población es musulmana o donde los propios Estados son confesionalmente musulmanes; su historia particular, la situación económica y política son factores que inciden directamente en la situación de la mujer, y no sólo las cuestiones religiosas. Del mismo modo, difieren enormemente los modos
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de interpretación de las fuentes religiosas –esto ocurre desde los tiempos fundacionales del islam–, y ello ha llevado históricamente a que existan diversas corrientes jurídicas que entienden el estatuto cívico-religioso de la mujer de muy diversa manera. Por otra parte, y al margen de la interpretación religiosa, los hechos históricos demuestran que, aunque se trate de un marco cultural fundado sobre el islam, las situaciones por las que las mujeres han pasado son de muy diversa índole. Desde la exclusión, en los casos extremos, hasta la plena participación en la esfera pública, pasando por una verdadera influencia en el propio campo de lo religioso. Asimismo, la religión musulmana se ha extendido sobre grupos humanos que, en buena medida, “islamizaron” sus costumbres autóctonas, de manera que en todos los terrenos, no sólo en aquellas cuestiones que afectan a la mujer, hallamos prácticas religiosas sedicentes musulmanas que no pertenecen al ámbito de la fe islámica y que, desde luego, son rechazadas por la “ortodoxia”. Así pues, la relación entre islam como religión y situación de la mujer no es una relación unívoca, no es tampoco una relación carente de historia, ni tampoco es una relación ajena a la realidad. De tal modo esto es así que no sirve de mucho escoger los textos de la revelación y de la tradición y hacer una lectura directa que explique los fenómenos de marginación, exclusión o violencia contra la mujer, porque esa lectura, así hecha, es sólo aplicable a algunos grupos, a determinadas épocas o es la misma que se podría hacer en cualquier otra religión o cultura desde sus inicios hasta hoy. Por otra parte, este tipo de lecturas “fundamentales” son las que hacen grupos de radicales islamistas con unos fines que no son propiamente los de defender la pureza de la fe y las costumbres, aunque así lo argumenten.
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La relación entre la religión musulmana y la situación de la mujer es una relación compleja y que hay que ver en su dimensión diacrónica, así como en la sincronía actual, dada la variedad de lugares en donde existen comunidades musulmanas, teniendo en cuenta si se trata de mayorías o minorías, si hablamos de países plurirreligiosos o monorreligiosos, pertenecientes a la misma tradición o a una tradición completamente diferente. También habrá que distinguir si las mayorías sociológicas se hallan en un país cuyo Estado se declara confesional o no y cuáles son las orientaciones de esos Estados en relación a los derechos de la mujer y cuál es la práctica de los mismos en la sociedad.
El estatuto femenino anterior al islam Desde tiempos fundacionales, las prescripciones impuestas por el islam a la mujer se han entendido desde el interior de esta religión como un gran avance al contraponerlas a la situación femenina preislámica, pues el espíritu de la nueva religión, contra lo que la opinión corriente presenta, supuso un avance en el estatuto de la mujer. De este modo, se presenta la época preislámica como una época de barbarie, en la que la situación y comprensión de la mujer la sitúan más cerca de los animales que de los seres humanos1. No deja de ser cierto que existen datos importantes acerca de una serie de prácticas bárbaras que afectan a las mujeres y no a los varones Véase M. Abumalham, “La percepción interior y exterior de la imagen de la mujer musulmana”, en Leopoldo García García (dir.), El islam: presente y futuro, Monografías del CESEDEN, Ministerio de Defensa, Madrid 1999, p. 139-181; M. Abumalham, “La mujer en el islam”, en Antonio Marco Pérez (ed.), Sobre la mujer, Murcia 1998, p. 131-150. 1
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en la sociedad preislámica. Sin embargo, no se debe mitificar por negativo la época inmediata a la aparición del islam, ni tampoco demonizarla, para mostrar las mejoras que la nueva religión promueve. Ambos planteamientos suponen una tergiversación interesada, y existen datos que muestran que, en época preislámica, la situación de la mujer no era tan terrible como puede parecer y que el islam, por otra parte, no le devolvió enteramente su dignidad de modo que su situación mejorara radicalmente, al menos en la práctica. Digamos, por poner las cosas en su sitio, que contamos con referencias suficientes para afirmar que, si bien existían limitaciones importantes para el desarrollo femenino, la mujer gozaba de una cierta consideración y libertad. El islam, por su parte, definió la dignidad humana de la mujer, pero permitió que en su seno se canonizaran modelos susceptibles de provocar opresión o mengua de la libertad femenina. La primera cuestión de la que hay que preocuparse en la época preislámica es la de diferenciar las sociedades beduinas, es decir, nómadas, de las sociedades sedentarias. Cuando pensamos en la cuna de la arabidad, hay una cierta tendencia a pensar que se trata de un panorama social unitario y fundamentalmente nómada. Es cierto que la sociedad árabe en la que surge el islam y hacia donde se expande, en primer lugar, es mayoritariamente nómada, pero también es cierto que esa sociedad ya estaba semisedentarizada o se iba a sedentarizar con cierta rapidez, urbanizándose consecuentemente. Así, en gran manera, el modelo beduino sufrirá un proceso de idealización, por una parte, al no poder ser practicable en la ciudad, porque había desaparecido su entorno natural y, por otra parte, será denigrado, porque respondía a una época en la que aún no se había producido la revelación.
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La zona sedentaria o sedentarizada de Arabia ocupaba, antes del islam, el suroeste de la península y el norte y noreste. En esas zonas, no sólo había poblaciones asentadas, sino que había reinos constituidos, con una corte y deudores de Bizancio o del Imperio persa. Los propios árabes reconocían para sí mismos dos orígenes distintos; uno, para las tribus y poblaciones del sur de la península, y otro, para las del norte. No sólo provenían de orígenes diferentes en cuanto a la filiación, legendaria en todo caso, sino que poseían lenguas diferentes aunque pertenecientes a un fondo común. Los contactos del sur de la península con Abisinia, reino cristiano, debieron de influir también en las costumbres y las prácticas de los sudarábigos. La situación social y, en particular, el estatuto femenino de la sociedad sudarábiga resultan bastante mal conocidos. A partir de la investigación epigráfica y de la comparación etnográfica con situaciones actuales, podemos deducir una serie de hechos. Parece que la mujer tenía un estatuto ligeramente inferior al del varón, a pesar de tratarse de una sociedad mayoritariamente sedentaria. En textos epigráficos aparece la prohibición de matar a las hijas recién nacidas. Igualmente aparece la prohibición de entregar a las hijas o mujeres en reparación de un daño causado a alguien. Estos datos parecerían señalar que la mujer era considerada, como en otros ámbitos del mundo semítico (véase por ejemplo el decálogo bíblico), como una posesión del marido. Ya que si estos temas son causa de prohibición, hay que entender que se trata de prácticas habituales que hay que sancionar para evitarlas. Muchos autores defienden, sin embargo, que la mujer gozaba de una gran libertad, e incluso de una libertad económica notable, al poder ser herederas de sus antecesores. También parece probado que las viudas podían gestionar un
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negocio familiar. Las mujeres podían detentar cargos de cierta importancia cercanos al círculo real o desempeñar ciertos grados de sacerdocio. Parece haber indicios de prácticas de prostitución sagrada, lo que marca a la mujer con una dignidad especial de gran importancia a nivel social. Otro terreno que probaría la igualdad o no de las mujeres lo proporciona la denominación y adquisición de parentesco. Parece que las denominaciones, mayoritariamente, se adquieren por vía patrilineal, lo que indica que la sociedad está organizada en familias patriarcales. Sin embargo, en algunos testimonios epigráficos, aparecen genealogías referidas a un antepasado femenino, lo que indicaría una ascendencia y descendencia matrilineal. Estos datos llevan a afirmar a numerosos investigadores que, en la Arabia del sur, existía una sociedad matriarcal que, quizá, respondía a un modelo semítico más antiguo. El mismo que, por otra parte, existía en zonas semíticas del norte, pero que se transformó en patriarcal antes. Ésta es una discusión inacabada e inacabable por la escasez de datos. Desde la antigüedad existe, por otra parte, documentación que habla de prácticas poliándricas en esta región, lo que apuntaría a una gran libertad femenina y, por supuesto, abundaría en la consideración de esta sociedad como matriarcal. Por otra parte, y en relación a las prácticas matrimoniales, existen numerosos testimonios de poligamia e incluso de matrimonio temporal. Optar por una definición u otra fiable de las prácticas y costumbres de los árabes del sur, antes del islam, es una tarea difícil por la escasez de datos y por lo contradictorios que parecen. Sin embargo, los yemeníes actuales presentan una serie de prácticas que apuntan a la matrilinealidad y a una cierta libertad sexual de las mujeres. Ambas cuestiones se presentan como arraigadas en la zona desde muy antiguo y la práctica del
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islam no las ha abolido, aun cuando parezcan no muy acordes con el espíritu de esta religión. En el medio claramente nómada y beduíno, donde los valores viriles de la fuerza y la bravura formaban parte del modelo ético, la mujer aparece considerada como un ser débil y constantemente necesitado de apoyo y protección. Esta consideración genera un doble modelo contradictorio: por una parte, la mujer aparece como un ser inferior, cercano a los animales y, por tanto, como una posesión del hombre que sólo debe mantenerse si es útil; por otra parte, se la considera como un ser a quien hay que proteger y, en consecuencia, se la sacraliza en cierta medida. Esta ambivalencia en la consideración de lo femenino es la que relaciona directamente el honor masculino con la castidad y la fidelidad femeninas. El nacimiento de una hija parecía ser un problema, en la medida de su debilidad física y también porque, si no resultaba casta y recatada, podía suponer un desdoro y la pérdida del honor no sólo de sus parientes inmediatos, sino de todo el clan y de toda una tribu. La estructura de la tribu nómada aparece desde los tiempos más remotos como una estructura claramente patriarcal. El padre es el jefe de familia o del clan y es quien decide sobre la vida, sobre el matrimonio de sus descendientes femeninos. La preocupación por el honor lleva a una vigilancia estrecha de la vida femenina e incluso a prácticas bárbaras que el islam condenará en su momento, como por ejemplo el infanticidio de las recién nacidas. Sin embargo, en el ámbito de las relaciones matrimoniales, existe una gran libertad de costumbres, practicándose también el matrimonio temporal, el buscar un genitor distinto del marido, para asegurar una descendencia sana, por ejemplo, o el hecho de que una mujer tuviera relaciones con varios hombres y, una vez encinta,
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decidiera a quién otorgaba la paternidad. Se practicaba asimismo el concubinato o el matrimonio por compensación. Esta pluralidad de regímenes en las uniones y la forma variable de adscripción de la paternidad resultan, igualmente, prácticas contradictorias que, si bien, en algún sentido, apuntan a una cierta libertad de las costumbres sexuales y podrían indicar una cierta libertad femenina, en su mayoría apuntan a una dependencia de la mujer de la voluntad de los varones. De manera que en la Arabia beduina del centro y norte de la península se puede afirmar que la sociedad es fundamentalmente masculina y que las mujeres tenían pocos derechos. En razón de derechos hereditarios, parece, asimismo, que entre los beduinos se practicaba una gran endogamia y un derecho semejante al del levirato bíblico. La consanguinidad o el parentesco político no constituían impedimento para el matrimonio. Esta realidad confirmaría que la mujer era un ser dependiente de los varones. La viuda, por tanto, era un ser desclasado hasta que no volvía a recuperar sus derechos como esposa de un pariente directo de su difunto marido. No obstante, en las sociedades tradicionales, y la sociedad beduina es un modelo más de sociedad tradicional, los antropólogos observan que el individuo carece de derechos por ser tal y adquiere su plena ciudadanía en tanto en cuanto pertenece al grupo. Dicho de otro modo, los derechos y deberes son colectivos y no individuales, y ello vale para los varones y para las mujeres. La vinculación, por otra parte, de los individuos al clan se produce, así como la solidaridad del clan con los individuos, mediante la afirmación de los lazos de sangre. Un individuo a quien se le niega la filiación a un clan o a quien el clan expulsa de su seno se convierte automáticamente en un ser sin derechos, sin estatuto social y sin
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vinculación a “patria”. De manera que la libertad de la mujer o sus derechos hay que situarlos en este tipo de contexto social para tratarlos con objetividad. Existen testimonios de la práctica del divorcio, pero entendido como repudio unilateral del hombre, o testimonios de la práctica de la prostitución. Esta última cuestión es especialmente significativa en una sociedad que parece poner el honor en la castidad femenina, pero que es permisiva con ciertas prácticas sexuales, pues la prostitución no conlleva castigo de muerte ni otro tipo de castigos. En alguna medida, lo que se pone de relieve, en este panorama rápido de la época preislámica, es que existe una serie de prácticas que conciernen a la mujer un tanto erráticas y que suponen la ausencia de un código ético claro. Más bien apuntan a soluciones en razón del medio o de las necesidades materiales de esos grupos humanos, que se resuelven sin atender a una valoración moral clara. También es cierto que muchas de estas prácticas son llevadas a cabo por unas tribus, mientras que otras tribus las acogen parcialmente o en ningún caso. Hay que señalar que no se trata de prácticas unitarias, sino más bien locales y que cambian con el tiempo.
El islam fundacional y la mujer El islam2 aparece en este ambiente plural de hábitos y de tratamiento diverso de la mujer. Pero hay que señalar que aparece concretamente en una ciudad caravanera y comercial, como lo es La Meca, y en el seno de una tribu, la de Qurays, 2 Véase M. Abumalham, El islam, Ed. Clásicas, Madrid 1999, y D. Waines, El islam, Ed. Cambridge University Press (España), Madrid 1998.
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plenamente beduina en sus hábitos e ideales. De manera que estamos en un ambiente concreto de pluralidad, que bascula entre lo ciudadano y sedentario y lo beduino y nómada. El profeta Muhammad, en su predicación, y, por otra parte, en sus alianzas con diversas tribus, matizará una serie de preceptos importantes, de manera que sean acogidas por el islam una serie de prácticas fuertemente enraizadas en las costumbres de las tribus, pero dándoles una carga moral y ética importante, de la que esas prácticas carecían. Se puede decir que el islam recomienda una serie de modos de actuación hacia las mujeres y las define con una fuerte carga moral3, restringiendo de forma severa muchas de las prácticas preislámicas, a las que considera como pecaminosas y contrarias a la voluntad divina. En general, se puede decir que el islam mejora notablemente el estatuto femenino en la nueva sociedad que propone bajo el modelo de la revelación divina. Es significativo que el islam acepte la figura de la Virgen María4 y le dedique una sura a su nombre en el Corán5 presentándola como modelo de femineidad y como una persona elegida por Dios para ser madre de un profeta6. El Corán dedica diversos pasajes a la consideración femenina, entre ellos la sura Las mujeres 7 en la que se define a la mujer como un ser humano 3 B. Freyer Stowasser, Women in the Qur’an, Traditions and Interpretation, Oxford University Press 1994. 4 M. Cuende Plaza, María la mujer y la virgen del Corán, Editorial Letrumero, Madrid, 2002. 5 Para la lectura del Corán en traducción española, se recomiendan las ediciones de Julio Cortés o de Juan Vernet; para la versión al catalán, la de Míkel de Epalza. 6 Qur. 19, espec. vv. 16ss. 7 Qur. 4.
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de idéntica dignidad que el hombre, aunque en esta sura se observa una serie de limitaciones a este estatuto igualitario que, probablemente, recogen y ordenan costumbres practicadas en época preislámica, como el sistema de matrimonios poligámicos, aunque con fuertes restricciones, o el sistema hereditario, también con ventaja para los varones, pero, en parte, una mejora seria para la situación femenina, que, en buena medida, quedaba excluida de la posesión y herencia de bienes. También, entre otros textos dispersos a lo largo del Corán, aluden claramente al trato que los varones han de dar a las mujeres las suras El repudio y La prohibición, alusivas al divorcio y sus impedimentos y cautelas o donde se presentan mujeres ejemplares y modélicas tomadas de las tradiciones bíblicas8. Lo más destacable del islam, y que tiene una grandísima importancia es que presenta como modélica una sociedad igualitaria, en la que los individuos tienen personalidad propia y no en tanto que miembros de una tribu o en virtud de lazos sanguíneos. Este aspecto supone una verdadera revolución conceptual y moral, ya que el individuo, independientemente de su sexo, es totalmente responsable de sus actos y en buena medida ha alcanzado su mayoría de edad. Ello significa, asimismo, que, a diferencia de lo que ocurría en las tribus, los individuos, también los varones, no son “ciudadanos de segunda clase” por pertenecer a una tribu de menor rango o ni siquiera son “ciudadanos” por ser esclavos. De este modo los individuos en esa sociedad pasan a dividirse en dos categorías: creyentes e infieles. Los creyentes tienen la misma consideración, sin diferencias entre sexos, estatuto civil o pertenencia a una familia, ante los demás creyen8
Qur. 65 y 66.
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tes y ante Dios. Lo cual supone el paso de una sociedad tradicional pura a un modo intermedio de organización social en donde el lazo por la fe, que constituye el nexo de unión de la ‘Umma (comunidad de creyentes), supera, al menos en el ideal, la clase social, la nobleza del origen, el desempeño de una tarea considerada poco noble o la pertenencia a una raza distinta o a un sexo. Se valora al individuo y no al grupo. En este sentido, el texto coránico define a la mujer como persona y como ser humano. En esta segunda consideración es tratada como idéntica al hombre. En cambio, como persona, aunque se le reconocen derechos, se estima que existen unas diferencias básicas entre varones y mujeres que, de forma necesaria, los destinan a jugar papeles diferentes. Hay que tener en cuenta, por otra parte, que la sociedad árabe preislámica, que era fuertemente aristocrática, viril y racista no hubiera aceptado de grado a la nueva religión si ésta hubiera condenado radicalmente lo que eran todos sus valores primordiales. El islam lo que hizo fue atemperar los excesos en esa línea, marcándolos con una fuerte carga ética. La comprensión de estos papeles diferentes, fundada en la diferencia de sexos y en la capacidad de tener hijos, no supone una discriminación básica, sino que aparece como la definición de una realidad que conlleva deberes y derechos diversos9. Pero permanecer en el texto coránico, ignorando el desarrollo exegético posterior que llevan a cabo las distintas escuelas, o prestar atención sólo a la tradición del Profeta, sin prestar atención a los comentarios, puede llevarnos a graves errores. 9
Qur. 2, 228 y 3, 338.
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Incluso hoy, muchas feministas llevan a cabo estudios acerca de la posición del islam que se apoyan en pasajes que tienen una clara tendencia misógina10, porque es cierto que han servido y sirven de apoyo a aquellos hombres de religión que tienen, ellos mismos, un pensamiento proclive a la misoginia. Pero estas feministas utilizan estos textos para llevar a cabo una lectura de carácter más abierto y en defensa de los derechos de la mujer. No obstante, si sólo se señalan esos textos, en cierta medida, se corre el riesgo de tergiversar el mensaje completo del islam. Por otra parte, esta relectura de los textos fundacionales en una clave más abierta y actual es vista por algunos hombres de religión como una metodología inspirada en corrientes de pensamiento occidentales que nada tienen que ver con el espíritu musulmán o bien, cuando se argumenta con la exégesis llevada a cabo por algunos pensadores religiosos, la acusación entonces es, por parte de algunos, que el hecho de que se trate de pensadores del pasado no los avala de manera absoluta, sino que ellos también son o pueden ser sospechosos de hacer interpretaciones erróneas. Estas acusaciones de falta de “ortodoxia” en la interpretación de unos y otros afectan, asimismo, a aquellos exegetas que pertenecen a tradiciones diferentes. Es decir, que, puesto que no existe una jerarquía sancionadora de lo que es verdadero o falso islam, cualquier interpretación, moderada, liberal, conservadora o fundamentalista, recibirá las críticas de aquellos que no participan de la misma visión. En 10 F. Mernissi, Sueños en el umbral, Muchnik Editores, Barcelona 1995; El poder olvidado. Las mujeres ante un islam en cambio, Ediciones Icaria, Barcelona 1996; Las sultanas olvidadas, Muchnik Editores, Barcelona 1997; A. Belarbi, F. Mernissi et alii, La mujer en la otra orilla, Flor de Viento Ediciones, Barcelona 1996; E. Séller y H. Mosbahi, Tras los velos del islam, Erotismo y sexualidad en la cultura árabe, Editorial Herder, Barcelona 1995.
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este sentido, algunos expertos en religión musulmana argumentan acerca de que no se deben confundir los hábitos de los árabes, del pasado o actuales, con lo que es la moral musulmana, y tienen razón, pero la pierden cuando intentan imponer su particular modo de aplicar la norma musulmana en cualquier materia o cuando la aplican a la mujer, porque la pregunta es: ¿quién posee la autoridad para sancionar conductas y definir la norma?11 El texto coránico no es propiamente un texto jurídico aunque en él aparezcan prescripciones, como tampoco lo es el Hadiz (la tradición del Profeta), aunque igualmente en sus dichos y hechos aparezcan decisiones y actuaciones que rozan lo jurídico. Ambos textos constituyen la Sunna, es decir, la fuente de inspiración para todo el desarrollo jurídico que poco a poco las sociedades musulmanas irán necesitando, una vez constituidas en un vasto imperio. Como en todas las religiones y en sus desarrollos exegéticos, encontramos interpretaciones más laxas y permisivas, más rigoristas, más simbólicas o más literalistas. Pero, en cualquier caso, nunca a lo largo de la historia del islam las decisiones jurídicas y las normas morales que les subyacen se han dictado sobre la base de una opinión única y personal, sino tras el debate entre los expertos, aplicando principios como la analogía y el consenso. De manera que, ya desde los inicios, una opinión personal en este terreno podía ser respetada, pero no necesariamente compartida por la mayoría, ni ser considerada de necesaria y obligada ejecución para todo el mundo. Sólo actuaban como tales normas aquellas que tras un costoso y depurado proceso de análisis, debate y contraste alcan-
11 En este sentido, es interesante acudir a debates abiertos en Webislam entre personalidades como Fatima Mernissi y Seied M. Rizv.
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zaban la aceptación mayoritaria de los entendidos. No hay que perder de vista, tampoco, que el islam es una religión ligada, desde sus inicios, al poder político. Muchos de los desarrollos jurídicos no se establecen tanto en la línea de la fidelidad a la revelación, sino más en la línea que interesa a los poderes públicos. Por poner sólo un ejemplo, vemos que, aunque el Corán no condena estrictamente la esclavitud, considera a todos los musulmanes como iguales, por lo que la base para la abolición de la esclavitud está establecida en el texto fundacional. Sin embargo, hasta fechas muy recientes ha existido la esclavitud como una práctica legal en muchos países musulmanes. Aun hoy, aunque abolida por las leyes civiles, en algunos países se siguen practicando unas costumbres o unos tipos de clientela muy cercanos a la esclavitud. Este asunto no es tan extraño como pudiera parecer, si pensamos que hasta finales del siglo XIX en España y en las colonias ultramarinas la esclavitud era un hecho. No estaba prohibida por la ley. Cuestiones económicas y políticas, en definitiva modos de ejercicio del poder, favorecen la pervivencia o el regreso a formas más tradicionales de vida. La esclavitud o el estatuto de la mujer como un ser dependiente forman parte de esas formas tradicionales. Los mismos textos coránicos y de la tradición que autores de corte muy conservador utilizan como argumento de autoridad para el sometimiento de la mujer al varón, son los utilizados por autores más liberales para justificar sus medidas de reconocimiento de los derechos femeninos. Es decir, que una buena parte de la imagen que el islam presenta como muy conservadora y anuladora de los derechos femeninos no se debe tanto al espíritu coránico y profético, sino a la
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exégesis posterior, en la que se han mezclado y se mezclan intereses de otro tipo12. Uno de los aspectos del islam que aparece como más rechazable para una mentalidad contemporánea es el de la poligamia. Otro es el del repudio. Tomemos estos dos asuntos y examinemos con qué espíritu aparecen en el Corán y en el Hadiz. La poligamia, como se ha dicho, era una práctica común entre los diversos tipos de unión matrimonial en el ámbito beduino y también en el sedentario. No es por tanto una práctica impuesta o aconsejada por el islam. Simplemente, es una práctica aceptada. Es muy posible que si el islam no hubiese encontrado una vía de tolerancia hacia una práctica de este tipo, muy extendida entre los árabes preislámicos, muchos de ellos no se hubieran adherido a la nueva fe. Por otra parte, su abolición hubiera supuesto la anulación de muchos matrimonios polígamos, dejando a las mujeres sin la protección económica y social del esposo u obligándolas a regresar a su entorno familiar, con lo que eso supone para la propia mujer y para sus hijos. El Corán acepta esa realidad preexistente, poniendo el límite en cuatro esposas legítimas, cuando el número era antes ilimitado. Pero, además dice textualmente: Si teméis no ser equitativos con los huérfanos, entonces casaos con las mujeres que os gusten; dos, tres o cuatro. Pero, si teméis no obrar con justicia, entonces con una sola o con vuestras esclavas. Así evitareis mejor el obrar mal (Qur. 4,3). 12 Es muy frecuente hallar en boca de las propias musulmanas afirmaciones acerca de que determinados hábitos entendidos como religiosos son imposiciones históricas. En este sentido, es muy reveladora la obra de A. Lemsine, Ordalías de voces. Las mujeres árabes hablan, Editorial Universidad de Valladolid, Valladolid 1998, que recoge entrevistas a mujeres musulmanas de diversos países árabes del Medio Oriente.
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Es interesante completar esta cita con la nota que incluye Julio Cortés en su traducción, de la que este texto se ha tomado: La primera parte de esta aleya declara lícita la poligamia o, más precisamente, la poliginia. La segunda parte, arguyen algunos modernistas, prescribe implícitamente la monoginia, porque no hay hombre capaz de tratar con imparcialidad a sus esposas. Este comentario que alude a la interpretación moderna de este texto recibe su apoyo y consolidación en este sentido en el siguiente texto coránico: No podréis ser justos con vuestras mujeres, aun si lo deseáis. No seáis, pues, tan parciales que dejéis a una de ellas como en suspenso (Qur. 4, 129). El repudio practicado en la época preislámica consistía en un derecho unilateral del hombre, que podía ejercerlo a voluntad sin necesidad de buscar justificaciones o razones objetivas y sin recurrir a ninguna instancia judicial. El texto coránico admite esta costumbre, pero estableciendo muchas limitaciones, todas ellas disuasorias. Por ejemplo: Quienes juren no acercarse a sus mujeres tienen de plazo cuatro meses. Si se retractan, Dios es indulgente, misericordioso (Qur. 2, 226). El repudio se permite dos veces. Entonces, o se retiene a la mujer tratándola como se debe o se la deja marchar de buena manera. No os es lícito recuperar nada de lo que les disteis... Y, si teméis que no observen las leyes de Dios, no hay inconveniente en que ella obtenga su libertad indemnizando al marido (Qur. 2, 229). La última frase de este versículo supone la posibilidad de que la mujer recupere su libertad, es decir, que se divorcie del marido, devolviéndole su dote. Esta práctica, a la que la exégesis legal posterior ha puesto muchas trabas, supone de hecho que la mujer puede ejercer el divorcio si compensa económicamente al marido reintegrándole el importe de la dote. En muchos casos, las propias mujeres dejaban de hacer uso de este
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derecho en razón de la presión social y no tanto por razones religiosas. Aun poniendo el acento en la mejora que todo esto supone frente a las prácticas anteriores, hay que notar que en el espíritu coránico mismo, por otra parte común a muchas otras religiones y culturas, la consideración femenina en hechos capitales como es el derecho a la herencia y, consecuentemente, a la gestión de sus intereses económicos o a su independencia económica –cosa que realmente supone el verdadero grado de libertad femenina– presenta una serie de restricciones desfavorables a la mujer. Aunque el islam reconoció a la mujer su derecho a heredar, le concede únicamente la mitad que al heredero varón (Qur. 2, 12-14 y 175). El islam medieval, por otra parte, desarrolla una sociedad, como en otros espacios culturales, cuya base es la familia, y es en ella donde las mujeres tienen su espacio natural, mientras que los varones son los que gestionan el espacio público. No obstante, bien por su personalidad, por su formación, por su categoría social, bien por otras muchas circunstancias, incluidas aquellas que proceden de una determinada interpretación del modelo femenino propuesto por la revelación, en casi todos los territorios del islam encontramos mujeres desempeñando las más variadas funciones. En este sentido, el espacio andalusí es un espacio privilegiado para la observación13.
Islam moderno y movimientos feministas La llegada de las tropas de Napoleón a Egipto en 1798 marca el inicio de una nueva era para el 13 Mª Jesús Viguera (ed.), La mujer en al-Andalus. Reflejos históricos de su actividad y categorías sociales, Sevilla 1989.
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islam, en particular para el islam árabe. Esta fecha mágica señala la reanudación de las relaciones entre el mundo musulmán y el mundo europeo. Esta relación, en cuyos avatares políticos no vamos a entrar, provoca un doble sentimiento de fascinación y de rechazo por lo europeo y, al mismo tiempo, despierta una conciencia de atraso en el mundo árabe-musulmán14. Esta conciencia de atraso y la necesidad de recuperar y quemar etapas para incorporarse al concierto de las naciones modernas promueve intensos debates intelectuales que tienden a la reforma política, religiosa y social. Es difícil separar a los reformadores religiosos de los reformadores estrictamente políticos y sociales, porque todos ellos, incluidos autores no musulmanes, viven en el mismo ambiente social y cultural u, por tanto, poseen una percepción y una experiencia muy similares. Por otra parte, estos intelectuales del mundo árabe no separan exigencias de conciencia o ideológicas de su realización práctica. Es decir, la urgencia de los tiempos no permite perderse en especulaciones exclusivamente teóricas, sino que el debate se encamina a una inmediata proyección en un cambio en las estructuras y en las manifestaciones sociales. A lo largo del siglo XIX, se suceden las grandes personalidades del mundo musulmán que propugnan un cambio en la exégesis coránica y que, especialmente, abogan por una consideración de la mujer semejante a la que ésta recibe en Europa. Es decir, que desde la exigencia del sentimiento religioso se reconoce que el estatuto de la mujer musulmana es inferior al de la mujer cristiana y se desea reformar esa situación. 14 P. Martínez Montávez, Pensando en la historia de los árabes, Editorial Cantarabia, Madrid 1995; El reto del islam. La larga crisis del mundo árabe contemporáneo, Edtorial Temas de Hoy, Madrid 1997.
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Autores como Tahtawi, Al-Afgani, Rasid Rida, Muhammad Abduh o Qasim Amin contribuyen a renovar toda la exégesis coránica y de la tradición, con el fin de adecuarla a las exigencias del mundo contemporáneo. En líneas generales, los planteamientos de estos renovadores tratan de lograr que la mujer sea considerada como un ser humano de plenos derechos15. Sin embargo, la consideración de la necesidad de que la mujer sea respetada en sus sentimientos, que tenga acceso a la educación y al trabajo, no significa que su papel en la sociedad deba cambiar radicalmente. La mujer está destinada a la procreación y, por tanto, al matrimonio, y es en ese ámbito donde ha de recibir sus plenos derechos. La interpretación clásica venía reservando el espacio de lo público al varón y el de lo privado a la mujer, aun cuando en determinados lugares la mujer desempeñara las mismas tareas que los varones. Es de todos conocido, por ser un fenómeno común a muchas sociedades, que en las labores del campo, por ejemplo, no existen verdaderas diferencias entre las tareas desempeñadas por uno u otro sexo. Las crónicas, por otra parte, recogen numerosísimas anécdotas y biografías de mujeres notables de casi todos los estamentos sociales que desempeñaron, por no tener pariente varón que las tutelara (padre, hermano, marido o hijo), toda clase de oficios, desde el comercio hasta cargos políticos. Otro tanto ocurre entre las mujeres ilustradas de todas las épocas o entre personalidades femeninas cuya santidad y virtud religiosa es ensalzada, aceptada y puesta como modelo, de tal modo que unas y otras, en lo sagrado o en lo profano, actuaban como maestras y reunían en torno a sí a numerosos discípulos de los dos sexos. 15 B. Freyer Stowasser, o. c., p. 119-134, y J. Jomier, Le commentaire coranique du Manar, París 1954.
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Por lo tanto, la cuestión, aunque pretende cambiar la sociedad, en este punto como en otros, no es capaz de solventar el conflicto y acepta la tradicional consideración de las diferencias personales entre varón y mujer, reservando al varón el espacio público y a la mujer el privado. En este caso, como en otros, la reforma del pensamiento religioso ignora los precedentes históricos aludidos y aplica una visión restrictiva que favorece, en la realidad, otros intereses. Dicho de otro modo, una mujer puede alcanzar cualquier espacio siempre que acepte que su lugar primero es el espacio privado. En algunas de las actuales repúblicas islamistas de corte más moderado o en algunos lugares en los que el islamismo tiene una fuerte presencia, muchas mujeres han optado por aceptar signos externos que marcan “su condición” con el fin de tener acceso a una educación superior o a un empleo remunerado. Ataviadas al modo musulmán, o al modo en que algunos islamistas entienden por musulmán, muchas mujeres han conseguido un grado notable de libertad de circulación y de acceso a la vida pública. Renuncian por tanto a un enfrentamiento directo y aprovechan los resquicios que las restricciones les otorgan. Según el pensamiento de muchos reformadores del siglo XIX, en el ámbito de la familia es donde la mujer puede contribuir con su trabajo y su mayor educación a la prosperidad y nivel cultural de su país. Pero se ha dado ya un gran paso, pues se excluye la práctica de los malos tratos físicos y psicológicos a la mujer, su uso como una pertenencia o el abuso de considerarla mercancía de cambio. En este sentido, y aunque nos puedan parecer pobres algunas propuestas de estos renovadores, hay que reconocer que suponen toda una revolución ante el estado social y jurídico de desprotección en que las mujeres se hallaban, especialmente al considerar que eran privadas de los derechos más elementales, utilizando argumentos religiosos.
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El movimiento de renovación iniciado por algunos intelectuales varones, pronto, a finales del siglo XIX, será seguido por mujeres que iniciarán una serie de movimientos feministas que se irán extendiendo desde Egipto16 al resto del mundo árabe y que irán tomando un carácter más político y social que puramente religioso. En este sentido hay que decir que esta “liberación de la mujer” se produce en la mayoría de los casos en territorios sometidos a la colonización y que se hallan inmersos en procesos de liberación nacional. De manera que la lucha por lograr un espacio propio no se ciñe sólo a las necesidades femeninas, sino a las de todo el pueblo. Esta situación es particularmente significativa en el mundo árabe, más que en otros países de mayorías musulmanas pero no árabes, porque, incluso lograda la independencia nacional, ésta depende de las naciones mandatarias que dividen a su antojo el territorio, creando incluso países nuevos. En este sentido, es particularmente significativo el mapa del Oriente Medio. Por otra parte, conviene señalar que la mayor parte de las reivindicaciones del estatuto femenino no se llevarán a cabo mediante tratados sociológicos o de análisis meramente religioso, sino a través de la expresión literaria. Antes de pasar a hacer un breve y rápido balance de la imagen literaria de la mujer, conviene decir que la renovación del estatuto femenino se presenta más como un movimiento laico, en el presente, pero cuyos inicios estuvieron impulsados por hombres profundamente religiosos y defensores de los valores del islam. Hay que señalar, igualmente, que el discurso fundamentalista de los últimos años ha supuesto una regresión en ese pensamiento reli16 C. Ruiz de Almodóvar, Historia del movimiento feminista egipcio, Editorial Universidad de Granada, Granada 1989; La mujer musulmana: Bibliografía, 2 vols., Editorial Universidad de Granada, Granada 1994.
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gioso de finales del siglo XIX y comienzos del XX17. Los movimientos religiosos renovadores, los movimientos nacionalistas y los feministas consiguieron introducir en las constituciones y legislaciones de casi todos los países verdaderos logros en la consideración de los derechos de la mujer, sin contradecir los fundamentos del islam18. De todos modos, puesto que la “cuestión femenina” es algo sujeto a permanente debate en el ámbito de lo social y en el ámbito de lo religioso en todas las culturas y religiones19, también en el islam de los últimos años el debate general acerca de la imagen de la religión y sus posibilidades de integración en el mundo contemporáneo20 o acerca de cómo considera la religión a la mujer musulmana aparece en numerosísimas publicaciones y es tema recurrente en diversas páginas de Internet 21. Resulta especialmente significativo el esfuerzo que llevan a cabo diversas publicaciones de este tipo para incluir textos de
17 M. Abumalham, “Islam”, en José Mª Mardones (dir.), 10 palabras clave sobre fundamentalismos, Verbo Divino, Estella 1999. 18 C. Pérez Beltrán, Mujeres argelinas en lucha por las libertades democráticas, Editorial Universidad de Granada, Granada 1997. 19 No hace falta recordar cómo en la Iglesia católica es un tema recurrente el de la ordenación femenina, por ejemplo, o cómo aparecen en la sociedad civil, de forma permanente, discusiones acerca de la discriminación laboral femenina o los malos tratos. 20 M. Charfi, Islam y libertad. El malentendido histórico, Granada 2001. 21 La Embajada de la República Islámica de Irán en Madrid publicó en versión española hace unos pocos años la obra de Morteza Motahari (m. en 1979) Los derechos de la mujer en el islam. Asimismo, páginas web como VerdeIslam y WebIslam incluyen constantemente temas relativos al estatuto femenino. La lectura de estos textos es especialmente significativa, porque pone en evidencia la pluralidad de enfoques que existe en la tradición y en el presente musulmán.
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conocidos pensadores musulmanes en traducción española. Sin duda, es síntoma de la cantidad de opiniones erróneas que circulan por los más variados medios de comunicación occidentales. De modo que, en muchos casos, esta literatura toma tintes apologéticos y se nota que está construida como respuesta a la mala imagen que algunos medios de masas transmiten acerca de todo aquello que tiene que ver con el islam.
La imagen de la mujer en la literatura La literatura, en general, puede ser utilizada como fuente histórica para analizar, si no los hechos en sí mismos, pues no se trata de una crónica propiamente dicha, sí, al menos, cómo son vividos por una sociedad. Dicho de otro modo, la literatura sirve para conocer cómo una sociedad y unos individuos se ven a sí mismos en sus relaciones internas y en su enfrentamiento con el otro y los otros. Incluso cuando las sociedades no son conscientes de sus situaciones de depresión o marginación, los autores literarios tienen la virtud de señalar los problemas, ofrecer soluciones o, al menos, apuntar a sus causas22. En la literatura árabe, en particular, la mujer ha sido una constante, pues como es natural ha participado de los dos aspectos más importantes de la construcción de un texto literario: ella ha sido creadora y modelo. Muchas veces se ha argumentado acerca de si los modelos literarios nos permiten un acercamiento a las realidades históricas y sociales. Es evidente que no se trata de documentación his22 E. Acad., Des femmes, des hommes et la Guerre. Fiction et réalité, París 1993; M. del Amo (ed.), El imaginario, la referencia y la diferencia: Siete estudios acerca de la mujer, Granada 1997.
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tórica y que no pretende hacer un retrato fiel y exhaustivo de las realidades que describe. La literatura puede suponer un grado importante de idealización o de deconstrucción de una realidad. Sin embargo, no se debe olvidar que muchas piezas literarias iluminan mejor la historia que las crónicas interesadas escritas por un historiador que sirve a un determinado mandatario. En alguna medida, la libertad del creador frente a su creación nos acerca, al menos, a una visión subjetiva pero veraz de la realidad que contempla. El modelo de mujer preislámica, que hemos comentado, aparece con tintes diferentes en la poesía de su época. Parece una mujer dotada de gran ingenio, seductora, dueña de sí misma y en pie de igualdad con el hombre en una gran medida, o al menos eso parece desprenderse de estos versos, ejemplares entre otros muchos: El día que entré en el palanquín de ‘Unayza y me dijo: A pie me harás ir, ¡tengas mal ventura! Y, al ceder el basto con nosotros ambos, seguía: Imru-l-Qays, has lastimado mi acémila, baja 23.
Esa mujer que es capaz de coquetear con el poeta, con ingenio, es más o menos la misma figura que presenta la célebre poetisa Al-Jansa’, que escribe sentidas elegías a la muerte de su hermano: Ojos míos, llorad, llorad, no os quedéis secos. Cómo es posible que no lloréis en absoluto a Sajr, el generoso 24.
Ya en época omeya, pervive esa imagen de mujer brava y dueña de sí misma que representa la princesa Maysun bint Bahdal, que, con versos 23 F. Corriente, Las mu’allaqat. Antología y panorama de Arabia preislámica, IHAC, Madrid 1974. 24 La traducción de este fragmento, como del siguiente, es mía.
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llenos de ironía, rechaza la vida muelle de palacio y con ella a un pretendiente que se atreve a solicitarla, ofreciéndole ser una dama: Una tienda en la que todos los vientos soplen prefiero antes que un gran palacio. El viento que sopla por los desfiladeros me es más grato que el sonar de adufes. Un perro que ladra a los caminantes me gusta más que un gato zalamero. Vestir un manto de lana, espeso, me es preferible a envolverme en una gasa. Más quiero un camello que se resiste a la brida que una mula dócil y bien domada.
Con el paso del tiempo, la figura de la mujer, que aparece tan viva y real en estos poemas de época más antigua, se va transformando. La mujer empieza a aparecer como lejana, sacralizada, seductora por inalcanzable, más sospechada que real. Los clichés sobre la mujer hermosa, velada, tras la celosía, objeto sexual, fundamentalmente, se completan con una descripción física estereotipada que hace de la cabellera larga y derramada, la cara redonda como una luna llena, la piel blanca, la cadera opulenta, el talle breve y los ojos de gacela un modelo único que se repite obsesivamente poema tras poema, autor tras autor, siglo tras siglo. A pesar de la abundancia de estos clichés, existen brillantes excepciones que retratan la psicología femenina, que se detienen en detalles minimalistas, que reflejan una realidad bien conocida y donde la mujer tiene una presencia y un mundo de acción no sólo limitado a la vida intramuros. Es el caso de poetisas andalusíes como la célebre princesa Wallada25 o el retrato finísimo que propone de las relaciones entre 25 J. Vernet, Literatura árabe, Editorial El Acantilado, Barcelona 1979; M. Sobh, Poetisas arábigo-andaluzas, Diputación Provincial de Granada, Granada 21994.
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varones y mujeres el poeta cordobés Ibn Hazm en su célebre El collar de la paloma. Sin embargo, hemos de ser conscientes de que sobre esos clichés indudables cae todo el peso de una obra como Las mil y una noches que, fundamentalmente, va a condicionar la visión que Occidente tiene del mundo árabe y musulmán. Las mil y una noches, conocidas a partir del siglo XVIII en Europa, van a terminar por fijar un tópico sobre la mujer musulmana que aún hoy nos es difícil superar. Se crea así un concepto de mujer que responde a un imaginario colectivo y que no contradice largos siglos de tradición literaria. La tensión entre el imaginario popular, la imaginería literaria y los modelos tradicionales, amparados por lo religioso, contribuye al mantenimiento de ese cliché femenino. También en la literatura árabe contemporánea las mujeres desempeñan una multiplicidad de papeles, son sujeto y objeto de la literatura. En 1843, Butrus al-Bustani se preocupaba, por primera vez por escrito y desde una perspectiva laica, de la condición femenina y lanzaba su manifiesto acerca de la Educación de la mujer. Con este ensayo estaba creando un concepto de “mujer” que había de romper con el molde clásico de la mujer árabe, tal como la contemplaba la literatura hasta ese momento y como, de alguna manera, la deseaba el imaginario colectivo. No podemos, sin embargo, olvidar que en todos los temas y motivos literarios de la literatura árabe de los últimos siglos no sólo interviene el ojo del lector árabe o la mano del compositor árabe, sino que se mezclan igualmente la mano y el ojo del lector/autor occidental. Un ejemplo, tal vez, sirva de muestra. Cuando se examina la obra pictórica de Delacroix, se observa una diferencia básica entre sus obras concluidas en taller y sus
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apuntes en los cuadernos de viajes. Los motivos que entran en sus grandes composiciones reproducen las notas del natural, tomadas a acuarela, pero ha habido una reelaboración del motivo para su incorporación al tema del cuadro. Esa reelaboración supone la creación de un ambiente, de una atmósfera amasada con datos de la realidad, pero el resultado es, en verdad, una creación. Nada existe, ni existía en el siglo XIX, en la realidad marroquí, al modo en que es presentado en los cuadros del pintor. No es una pintura realista; es una construcción que encaja con el prejuicio de lo “oriental” que se posee en Europa en ese momento. Esa visión de lo “oriental” tiñe, incluso, la visión que el artista tiene de un modelo más bien “occidental” como pueda ser Marruecos. Esta tergiversación de la realidad, que puede ser entendida como producto de una moda, de un prejuicio, de una construcción “literaria”, produce un efecto importante en quienes, en Europa, contemplan el cuadro: Oriente es así. Pero aún más importante es el efecto que producen obras como la de Delacroix en los propios intelectuales que pueblan el Oriente real, y es que ellos mismos terminan por verse así también. Los intelectuales orientales comienzan a percibir su realidad, además de desde su propia perspectiva, desde la perspectiva con que se les describe desde el exterior. Es su mirada, condicionada por la mirada de “un otro”, la que les informa de lo que tienen ante los ojos. Bustani ve a la mujer árabe como indolente, frívola, sensual, alejada del mundo exterior, sumida en un mundo intramuros de la casa, dedicada a los placeres del esposo, ignorante de la ciencia y de la técnica y de su propia historia y que ha de ser despertada por los varones para un mejor servicio de su papel propio. Se trata de que
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cambie su indolencia y su frivolidad, tejidas de ignorancia y supersticiones, por un conocimiento objetivo y pragmático para el desempeño y la satisfacción del mismo papel. No se trata de cambiar la condición femenina, sino de dotar a la mujer de instrumentos “modernos” para desempeñar el papel de esposa, madre, señora del hogar y preservadora intramuros de los valores tradicionales, cuya defensa, en el mundo exterior, corresponde a los varones. Así ve a las mujeres Bustani, y muy probablemente no es sólo su mirada la que le ofrece ese análisis de la realidad y las consecuentes soluciones, sino la mirada que Occidente proyecta sobre el mundo oriental. La mujer que Bustani contempla es a la vez la mujer del mundo árabe, pero es también la odalisca de los cuadros de Delacroix, esto en el caso más amable. Bustani, como otros intelectuales y renovadores del mundo occidental coetáneos suyos, sólo es capaz de imaginar el progreso de la mujer con el fin de evitar que sean madres de varones abocados a la ignorancia o la delincuencia. Es una forma de salvar a la mujer que, al mismo tiempo, la demoniza. Para establecer un cierto balance entre las apreciaciones negativas y positivas de Bustani, quien, sin duda, fue un pionero y abrió caminos importantes al desarrollo de la mujer en el mundo árabe, es de destacar que, en su opinión, “la familia es el núcleo básico de la sociedad y la influencia de la mujer en ella tiene gran peso”. Ese núcleo, sumado a otros muchos, constituye la nación. El Estado y el gobierno se asientan sobre el conjunto de esas células familiares. Luego, el progreso de una nación se mide respecto al progreso de cada uno de esos núcleos. De alguna manera, y Bustani lo dice explícitamente, la mujer mueve desde la sombra, con su formación o ignorancia, los hilos de la política universal.
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No cabe duda de que el modelo de la mujer occidental debió trastocar el modelo real e imaginario de Bustani, pero no tanto en relación a la propia realidad de las mujeres europeas, sino más bien en el papel preponderante que tenían los varones europeos y su política, incipientemente colonial, sobre el Oriente Medio. Atribuir el éxito y poder de expansión a las naciones europeas en razón de la mayor y mejor formación cultural de sus mujeres es, en definitiva, una forma sutil de descargar a los varones de las responsabilidades históricas del imperialismo colonial y cargarlo sobre las mujeres. Descargar a los varones medioorientales de su decadencia y sumisión a las influencias extranjeras y poner el peso de la responsabilidad sobre el cuello de las mujeres árabes, así como señalar que sólo ellas serán la causa de prosperidad o postración de ese mundo, frente al mundo occidental, constituyen otras de las lecturas posibles. No deja de ser una argumentación sibilina, no sabemos hasta qué punto consciente. En definitiva, Bustani se plantea algo que, en su opinión, ningún intelectual árabe se había planteado: la sociedad árabe necesita una profunda reforma si quiere ocupar un lugar en el concierto de las naciones. Esa reforma, necesariamente, deberá empezar por “adiestrar” a la mujer, pues ella es la que mueve el mundo y la que puede destruir en una hora lo que a los sesudos varones les ha costado siglos construir. A pesar de las limitaciones de la propuesta de Bustani, se observan en ella indudables avances ideológicos. La transformación de la sociedad árabe será más lenta de lo que Bustani mismo podía esperar cuando redactó su manifiesto. Así lo evidencian, por una parte, la realidad y, por otra, los personajes femeninos de ficción que seguirán produciéndose, incluso terminado el siglo XIX y bien avanzado el XX. Escritores e intelectuales árabes seguirán proponiendo ideales
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de mujer o mujeres de ficción en constante enfrentamiento con el imaginario y la realidad generales. Al tiempo que esto ocurre desde la pura reflexión ideológica o desde postulados religiosos, la literatura, por su parte y en consonancia con lo planteado desde las perspectivas anteriores, propone modelos de varón que poseen los atributos o pasan por los avatares que construyen la identidad de los héroes revolucionarios de la humanidad. Es decir, el planteamiento teórico, sea religioso o laico, y la creación literaria, independientemente de la adscripción religiosa del autor, se suman y complementan presentando una sociedad, la árabe, que necesita una profunda reforma. Pero, puesto que esa reforma ha de llevarse a cabo en el espacio de lo público, corresponde a los varones hacerla. Sólo casi un siglo después, en torno a los años cincuenta del siglo XX, se empezará a sugerir que las mujeres también pueden tomar ese camino. Pero las mujeres tendrán que recorrer un camino mucho más largo, y difícilmente las heroínas podrán superar la vía de iniciación sin pasar por la muerte, la desaparición, la locura y, en los casos de mayor indulgencia del autor, la neurosis obsesiva. Serán, así, heroínas frustradas, pues no conseguirán el objetivo final: ser poetisas-profetisas transformadoras de la realidad. En los inicios del siglo XX, los intelectuales y escritores árabes, especialmente los del Mahyar (emigración), comienzan a ofrecer los modelos masculino y femenino que corresponderían al reto planteado por Bustani. El progreso se ha concretado y sus límites se han perfilado: ya no se trata tanto de lograr una sociedad semejante a la del Imperio británico o de Francia; se trata, más bien, del puro progreso material a la norteamericana. Es, en ese contacto con el mundo americano, en el que se produce la conciencia de pér-
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dida y la necesidad de encontrar una identidad propia claramente diferenciada y definida. En este terreno, no estamos hablando de un imaginario masculino, sino simplemente humano. De manera que, de modo natural, los papeles que van a desempeñar los sexos en la ficción literaria se aproximan. Esa aproximación, no obstante, no permanece sólo en el terreno de la creación literaria o poética, sino que se da de hecho en la realidad y como una exigencia de vida. El reto de la modernidad, el progreso material y las pérdidas que lo acompañan son una interpelación urgente que no hace distinción de sexos. De ahí que los papeles asignados a personajes femeninos y masculinos y las vivencias reales de escritores y escritoras no estén separados por experiencias radicalmente opuestas. Es decir, los personajes de ficción, sean varones o mujeres, y los autores literarios, sean varones o mujeres, sufren las mismas experiencias y reaccionan frente a los retos de la realidad con modos muy semejantes. Sin embargo, mientras los personajes masculinos sometidos a procesos de iniciación en pos de la construcción de su identidad alcanzan el conocimiento y la madurez, los personajes femeninos aparecen bajo una mayor presión del entorno, que no comprende sus demandas de acceso al conocimiento y a una identidad separada, cuando ésta ya está perfectamente definida por el entorno social tradicional, que los contempla como seres extraviados. Dicho de otro modo, mientras los intelectuales, tanto religiosos como laicos, han detectado cuáles son los problemas de la sociedad y el papel que los individuos, hombres o mujeres, deben desempeñar, la propia sociedad, acuciada por problemas materiales, políticos y sociales de todo tipo, sigue en su mayoría anclada en modos de
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vida y roles tradicionales que, sin duda alguna, son mucho más opresivos para la mujer que para el varón. Así pues, los personajes femeninos se vuelven cada vez más importantes, porque ellos son los primeros objetos del conflicto y, conscientes, porque sus autores lo son, de su situación; encarnan el paradigma de héroe antes reservado a los varones, encontrando en su desarrollo la oposición de la sociedad y, en particular, de otras mujeres acomodadas a su papel tradicional. Las mujeres protagonistas de relatos y novelas rompen con ese modelo tradicional no en tanto que son mujeres ilustradas y educadas, capaces para cualquier desempeño; rompen con el modelo porque intentan alcanzar el conocimiento de las verdades últimas, de las razones profundas de las cosas y de las motivaciones de la actitud y los sentimientos de los seres humanos. Estas mujeres pretenden ser algo muy extraño: “ellas mismas”. Son mujeres que tratan de resolver las contradicciones entre justicia e injusticia, entre libertad y esclavitud, entre el bien y el mal. Son mujeres que se atreven a recuperar el paraíso perdido, renovar la tierra y devolverle su estado de pureza originaria, y esa labor es contemplada por la sociedad como labor propia de los varones; vedada de todo punto a las mujeres. Es importante señalar que las diferencias de adscripción religiosa de los autores o de los personajes no significan un modo diferente de comprensión de la realidad o de construcción de la ficción. Lo que lleva a pensar que el hecho de pertenecer al ámbito religioso musulmán, de cualquiera de las tendencias, o al cristiano, de cualquiera de las iglesias, aparece como un hecho indiferente, sin que, por otra parte, se rechace otra cosa que la institucionalización de lo religioso y el desvirtuamiento de las verdades de la fe que han llevado a cabo, durante siglos, los hombres de religión.
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Si los personajes masculinos han de luchar contra el mal, sufrir extrañamientos y soledades, periplos iniciáticos y vencer a la muerte, los personajes femeninos que sigan ese trayecto, partiendo de las mismas posibilidades que el varón, triunfarán sobre el mal, pero perderán a cambio su vida. Llegarán al conocimiento, pero no podrán acceder al paraíso perdido. Son una especie de nuevo “moisés” que se quedará a las puertas de la tierra prometida en razón de su pecado de ser mujeres. La astucia y las malas artes, atribuidas tradicionalmente a las mujeres, no podrán ser vía de escape de estas protagonistas femeninas, ya que el reto al que las somete su dignidad no les permitirá usar argucias y, caso de que caigan en la tentación, no podrán culminar ese proceso, pues su conciencia, que ha alcanzado el discernimiento entre el bien y el mal, no les permitirá quedarse en el estadio propio de las mujeres tradicionales. Dos relatos de un mismo autor son ejemplos válidos, entre muchos otros a los que aludiré, de lo que se pretende mostrar. Me estoy refiriendo a El reloj de cuco (Saat al-Kuku) y Yerma (Al-Akir) de Mijail Nayma26. El primero de estos relatos se resume así: El héroe, tras un desengaño, se lanza por una vía de iniciación y extrañamiento que le lleva más allá del mar. Tras esa experiencia y tras haberse enfrentado a la muerte, consigue derrotar al monstruo, el reloj de cuco, y puede regresar a su paraíso perdido. A su regreso ha alcanzado el conocimiento, tras esa larga y costosa iniciación, y puede transmitirlo. El héroe recobra la palabra, la palabra de sabiduría, que se expresa de modo proverbial.
26 M. Abumalham (est. y trad.), Mijail Nuayma, Érase una vez..., Editorial Ausa, Sabadell 1986.
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El protagonista de El reloj de cuco tiene éxito en su empresa. Aunque en algún momento parezca fracasado, al final, en plena cordura y conocimiento de la “verdad”, regresa y recobra su lugar, un lugar prominente, en el paraíso. En definitiva, ha logrado su verdadera identidad, tras enfrentarse al progreso material que entrañaba la pérdida de las auténticas esencias diferenciadoras. El protagonista de El reloj aparece caracterizado, como ya se ha señalado, como un profeta transformador de la sociedad, a la que da a conocer dónde se hallan los verdaderos valores y señas de identidad. Frente a él, la protagonista de Yerma guarda una serie de semejanzas, pero su final será bien distinto. Esta mujer, Yamila, bella (como su nombre significa), perfecta, enamorada del hermoso Aziz (amado, como su nombre también apunta), lo posee todo. Vive en el paraíso de una princesa de cuento. Los nombres de los protagonistas, al igual que ocurre en El reloj, remiten a la tradición cuentística árabe y caracterizan a los personajes mucho más que cualquier descripción morosa que se hiciera de sus rasgos físicos o cualidades morales. Yamila reúne el colmo de las perfecciones, pues no sólo es hermosa, rica e inteligente, sino que es ya una mujer ilustrada. No bien obtiene su certificado de estudios, puede casarse con su amado Aziz. La pareja planeada por Bustani en su manifiesto tiene en estos personajes de ficción su imagen perfecta. Por su parte, Aziz es el héroe colmado que había imaginado Nayma para el protagonista de El reloj, con ventaja sobre éste, ya que Aziz no esperó a la madurez para superar su período iniciático y, teóricamente, alcanzó progreso material, conocimiento y verdadera sabiduría, que le devolvieron a su paraíso en plena juventud. Por otra parte, como hombre ilustrado, Aziz escogerá para sí una mujer culta, siguiendo las
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recomendaciones de Bustani. Parece evidente, también, que con el objetivo marcado por Bustani: tener así la mejor madre y educadora para sus hijos. Pero es en este punto en el que Yamila rompe con lo mandado, con lo establecido. A ella le basta con el amor de su esposo, pero cuando con el transcurrir de los meses no queda embarazada, discute con su esposo y comprende amargamente que él la desea sólo como madre y mujer fecunda. La sociedad que rodea a estos dos esposos impone un modelo de perfección en el que la felicidad de una pareja no está completa sin descendencia. De igual modo, el varón estima que su esposa no lo es del todo si no es, al tiempo, la madre de sus hijos. Esto es así y, además, la esterilidad o la fertilidad son atributos, negativo el uno y positivo el otro, de la mujer. Nadie se plantea la esterilidad del varón, ni qué tipo de frustración podría traer a la mujer descubrir la esterilidad de su pareja. Se da por supuesto que el hombre es fértil, nadie lo cuestiona. Este juego de suposiciones se apodera de la historia. La imagen de Aziz como hombre dotado de capacidad para engendrar no se cuestiona. Ella es la estéril. Ella es la que se verá dejada de lado por su incapacidad para concebir un hijo. Ella deberá peregrinar por médicos y santuarios para lograr que el milagro de la ciencia o el milagro divino aniden en su cuerpo. Estamos hablando de unos personajes cristianos y creados por un autor cristiano. Pero la visión que plantea está más cerca de la superstición popular que de los dogmas cristianos. Por fin, será la intervención divina, aparentemente, la que le gane la partida a la ciencia. Yamila queda embarazada y, automáticamente, recobra el afecto y la atención de su esposo y del resto de la familia. Todos se deshacen en mimos
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y cuidados. Pero Yamila no puede soportar el peso de su conciencia. Ella ha buscado un ardid, una salida innoble para recuperar el amor de su esposo: ha cometido adulterio. Yamila, empujada por la presión del mundo que la rodea y el desamor de su marido, pero especialmente porque el modelo al que debe responder es el de la mujer tradicional, echa mano del único recurso que le está permitido a esta mujer que, por su ignorancia, según Bustani, está abocada a toda clase de engaños, incluido el adulterio, o a usar de las supersticiones y de la magia, contraviniendo así los principios de la moral y degradándose. Sin embargo, Yamila, que ya ha accedido al conocimiento, que ha culminado su proceso iniciático, no se ve capaz de lograr los beneficios que su ardid le proporciona. Convencida de ello, accede a la palabra; expresa con claridad sus sentimientos y sus convicciones en una carta final, pero no tiene otro camino que el de la muerte y se suicida. Ella ya no regresará más a su paraíso perdido. Por fin, como en el célebre cuento de Las dos palomas que recoge Ibn Al-Muqaffa`a en Calila y Dimna, Aziz lamentará el resto de su vida no haber comprendido a su esposa y haberla juzgado severamente, sin examinar antes las circunstancias reales. Yamila es, en fin, un personaje fracasado. No en sí misma, ya que es capaz de redimirse del desvío que su conciencia le señala. Sin embargo, fracasa porque no es capaz de remover los hábitos de la sociedad que la rodea. Ni siquiera es capaz de transformar al esposo, quien, a partir de su muerte, se convierte en un fantasma. Acaba tan muerto como ella, aunque siga viviendo. El autor, en este caso, no ofreció a su personaje femenino más que una salida: la muerte.
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Pero existe aún otra consecuencia posible de la frustración femenina: la alienación. Las protagonistas alienadas abarcan toda la gama posible: desde la locura absoluta hasta esa otra forma terrible de locura que consiste en un exceso de lucidez, pasando por las neurosis más o menos obsesivas. Únicamente cuando el relato se plantea en un nivel idealizante o idealizado, cuando se trata de un relato que roza lo fantástico o la ensoñación, las protagonistas ganan el pulso a la realidad y obtienen la comprensión del entorno que las rodea, alcanzando el nivel de identidad o de realización personal que anhelaban. El transcurso del tiempo no ha conseguido alterar este esquema en el comportamiento y destino final de las protagonistas de novelas o relatos breves. Así encontramos los diversos niveles de alienación en el propio Nayma, que escribe entre los años veinte y cincuenta, dada su larga vida casi centenaria, y en autoras de los años cincuenta, setenta y noventa del siglo XX. Prestaré ahora atención a la locura absoluta en un nuevo ejemplo de Nayma que también gira en torno al problema de la maternidad. Me refiero al relato que lleva por título Una madre y otra que no lo era. En este cuento corto escrito en el año 1956, Nayma presenta a dos mujeres: una anciana estéril que, además, siempre se había jactado de su incapacidad para tener hijos, considerándola una especie de bendición celestial. Sin embargo, el autor pone en el pensamiento de los habitantes del pueblo que la tía Marsha, que así se llama, en la alegre aceptación de su esterilidad como un don oculta una profunda frustración por no tener descendencia. Había contraído matrimonio conociendo su situación; es decir, se da a entender que el esposo ya sabía que no tendría hijos con ella. No se dice, por otra parte, que se trate
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de una mujer diferente, en niveles de instrucción, respecto al resto de las mujeres de la aldea. La otra mujer es una vecina suya, joven, que tiene un hijo de pocos meses. Esta última, debido a sus tareas, no puede atender a su hijo todo el día. En un momento determinado, solicita a la tía Marsha que se ocupe de su hijo. La vieja, no se sabe muy bien por qué, accede. Poco a poco se va encariñando con el niño, que le devuelve el contacto con la vida real. La tía Marsha, poco acostumbrada a tratar con niños, cuando el bebé dejado a su cargo llora y no puede calmarse, le arrima su pecho flaco y vacío y consigue que el niño deje de llorar. Esto crea un vínculo importante entre ambos. Un día, la anciana oye cómo el niño llora en casa de su madre y se apresura a ir a consolarlo, siendo rechazada por la madre, que opina que lo está malcriando y mimando. La madre maldice al niño, en una frase hecha, y como si esta frase, dicha en un momento de excitación, fuera en realidad una premonición, el niño muere al cabo de dos días. La tía Marsha, al conocer la tragedia, no puede reaccionar, ni siquiera acudir a consolar a la madre. Ésta se repone: El tiempo, con sus dedos mágicos, fue pasando por el corazón de la madre y curó sus heridas, compensándola con otro hijo por el hijo perdido.
Sin embargo, la tía Marsha: ...aún sigue encerrada en su casa, corriendo de un lado a otro, estrechando contra su pecho una almohada con una ternura que no puede ser descrita. De vez en cuando, la arroja por los aires, para luego recogerla entre sus manos, mientras le grita a toda voz: – ¡Ea, ea; ay, ay!, este niño me va a enterrar, me va a enterrar.
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Otro relato del mismo autor, Un viandante, perteneciente a la colección titulada Los importantes, y que fue publicada en 1956, recoge la extraña historia de una joven postrada por la enfermedad. Esta joven, una mañana, dibuja el rostro de un desconocido y se lo muestra a su madre, quien al ver aquel retrato muestra su perplejidad al reconocer en él a un mendigo que la noche anterior había pedido refugio en la casa y había sido despedido violentamente por el padre. El padre, al saber del retrato, quiere mandar a alguien que persiga al malhechor que tuvo el atrevimiento de colarse en la alcoba de su hija. Ella niega que aquel hombre fuera real y entrara en su dormitorio; afirma que le vio en sueños y repite lo que él le dijo en ese sueño: ...te curarás de tu enfermedad el día que tu padre y tu madre se curen de la suya.
El padre se niega a aceptar esta versión y, desde luego, a hacer nada por buscar a aquel hombre. Teme fundamentalmente el ridículo en el que caería si trajera, siendo él un hombre influyente, un mendigo a su casa: ¿Quieres que me convierta en el hazmerreír de todos y de mí mismo?
Ante la insistencia de la madre, que ruega para que se vaya a buscar al viandante y sea traído a presencia de la hija que lo solicita y languidece aún más en la espera, el padre se cierra: El misterio consiste en que nuestra hija es muy obstinada, es una ilusa y nos quiere humillar con su obstinación y sus extravagancias.
La hija solicita algo que pone en ridículo a los padres, que atenta contra su dignidad. Parece que la hija considera muy duro el corazón de sus padres al negar cobijo a alguien de noche y en medio de un bosque. Sin embargo, ésta es una primera lectura simple. En realidad, ella se está
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permitiendo tener una idea propia, tener la necesidad de la compañía de alguien o de algo que es ajeno a lo ya establecido. La hija está intentando romper con una imagen, con un modo de ser y de actuar, y en ello le va la vida, pues su curación depende de que sus padres cedan a su deseo, a su necesidad de actuar libremente. Finalmente, el cuento es muy breve: el padre cede y la madre, cuando va a comunicar a su hija que el padre ha decidido ir a la busca del viandante, la encuentra peinándose el cabello, de pie ante el espejo, y musitando una canción en la que llama al viandante. La salud de la hija está en la libertad. Sin embargo, como apuntaba más arriba, este pequeño relato pierde fuerza al tener ese tinte irreal y fantástico, en el que el deslinde entre realidad y ensoñación es confuso y difícil. ¿Es muestra, tal vez, de que el autor tiene una idea muy clara a nivel racional, pero más confusa en su interior de cuál es o ha de ser la liberación femenina? ¿Es simplemente un recurso literario? Al comienzo de los años setenta, aparece una gran novela que ha sido sometida a numerosas lecturas, entre ellas a una lectura feminista que destaca la tensión violencia/sexos, o a interpretaciones de carácter político y premonitorio en torno a la guerra de Líbano. Me refiero a Los molinos de Beirut (Tawahin Bayrut), cuyo autor, Tawfiq Yusuf Awwad (Bahrsaf, 1911 - Beirut, 1989), la escribió en 1969, cuando se encontraba en Tokio como embajador de Líbano. Esta novela fue editada por vez primera en 1973 y apareció en traducción española en 199227. En esta novela, Tamima Nassur, musulmana chií, la protagonista, sale de su aldea natal, en el sur del Líbano, para ir a estudiar a Beirut. La 27
M. Abumalham (trad.), Plaza y Janés, Barcelona.
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joven, sin experiencia, se encuentra con una universidad marcada por las revueltas estudiantiles de finales de los años sesenta y dividida por las banderías religioso/políticas de aquellos años. Años que parecen precursores de una mayor libertad, pero que desembocarán en guerra abierta contra los ataques del Estado de Israel y en guerra interna civil. En este ambiente convulso y dividido entre la esperanza y la desesperación, Tamima Nassur trata de hallar su lugar en el mundo. No quiere ser una mujer tradicional al modo de su madre, que vive en una permanente espera del marido que emigró a Africa y sometida a un hijo déspota que la utiliza sólo para conseguir dinero con que pagar su vida de permanente juerga. Tamima desea ser una profesional independiente, pero también sueña con el amor. Tiene una primera relación tormentosa, en la que descubre el sexo, con un hombre algo mayor, que la seduce con su pensamiento libre y falto de prejuicios, de esos prejuicios y condicionantes que la vida tradicional impone. Un agnóstico y laico militante. Al mismo tiempo, encuentra a un joven, cristiano maronita, compañero universitario, del que realmente se enamora. Sin embargo, su hermano interviene para “restaurar” el honor familiar, ya que conoce la relación que existe entre su hermana y su primer amante. Un amigo del hermano, ejecutor de la venganza de honor, ataca a Tamima y le da una cuchillada en la cara que la deja marcada para siempre. Tamima intenta suicidarse, ya que considera que ha sido vencida por los opresores de siempre, pero es salvada de la muerte por una amiga y trata de nuevo de rehacer su vida y de emprender un camino de compromiso con la verdad. El hermano considera que su venganza no se ha consumado y lo intenta de nuevo, errando por segunda vez y matando de un disparo a la amiga
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de Tamima. Ésta, al conocer el suceso, intenta explicarle a su novio todo lo ocurrido, pero se encuentra con la incomprensión de éste, que, a pesar de sus ideas progresistas, entre las que la diferencia de religión no era considerada un obstáculo, no puede superar el hecho de que su novia hubiera tenido relaciones con otro. Ella considera que no podría vivir en la mentira, le abandona y se alista en un grupo de resistencia contra los israelíes. Con este rápido resumen del contenido de la novela no se le hace, desde luego, justicia a este relato complejo, simbólico, donde lo onírico juega un gran papel. Sin embargo, nos permite establecer un paralelo entre esta historia de protagonista femenina, incardinada en la más absoluta realidad de su momento histórico, y la historia narrada por Nayma en El reloj de cuco. En ambos relatos teníamos una huida del lugar paradisíaco y un tránsito iniciático hacia la verdad y la sabiduría, que discurría a través de la lucha con el mal y la muerte. Como ya comentamos, el protagonista de El reloj consigue su propósito y dicta esa sabiduría a un “discípulo”. Tamima, por su parte, también escribe su acceso a la palabra en un diario personal que deja en prenda a su enamorado, que no la comprende ni la acepta. No sabemos cuál puede ser la reacción de este personaje, Hani, pues la novela termina con la despedida de Tamima. No resulta difícil, no obstante, pensar en un futuro de Hani semejante al del protagonista de Yerma, Aziz, cuando conoce por fin cuál era la verdadera personalidad y el amor de su esposa. A pesar de que las mujeres consiguen acceder a la palabra, su mensaje es comprendido tarde, ni siquiera comprendido o bien mantenido en el suspenso de saber si llega a ser comprendido. Esta heroína es también una criatura profética, pero al modo de Casandra, condenada a no ser escucha-
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da ni aceptada. La mujer no puede redimirse de su error, no puede superar el mal que ha hecho o en el que se ha visto envuelta, aun cuando lo venza y rectifique su conducta. Tamima no es una mujer muerta o alienada, pero sí condenada a un destino de guerra sin fin. Los dos ejemplos en que nos detendremos por último serán Mujer en punto cero, de Nawal alSaadawi (Egipto, 1931), publicada en 1975, casi contemporánea de la obra de Awwad, y El carro dorado, de Salwa Bakr, autora egipcia también, nacida en 1949; esta obra se publicó por primera vez en 1991, es decir, casi veinte años después28. El primero de estos ejemplos presenta la historia de Firdaws (Paraíso). La ironía del nombre es notable y sus conexiones con ese “paraíso” perdido del que hablábamos muy significativas, si tenemos en cuenta la historia. Se trata de una mujer que cumple condena por un asesinato y aguarda su sentencia de muerte. Esta mujer, que ha pasado por una ablación de clítoris, por ser objeto sexual de los hombres de su propia familia, para terminar ejerciendo la prostitución y asesinando a su proxeneta, entra en un proceso de lucidez absoluta, cercana en todo a la locura, y rechaza cualquier intento de ayuda o la demanda de un indulto para evitar la muerte. Esta protagonista, que ha luchado en las condiciones más adversas para mantener su dignidad, integridad e independencia, va descendiendo escalón a escalón hasta llegar a su “punto cero”, en donde el único recurso que le queda es la muerte. Morir dignamente y sin suplicar es su último acto como persona. Aquí vemos, como en un telón de fondo, cómo se mueven personajes del mundo musulmán sunní, pero marcados por la ignorancia y que mezclan, como si de verdade28 De ambas novelas existe traducción española. Véase bibliografía final.
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ra religión se tratara, supersticiones de todo tipo. Pero no es eso lo más grave; en el fondo, se trata de una sociedad descompuesta y sin valores, degradada económica y socialmente, que sólo se mueve por intereses materiales y que utiliza a la mujer como mercancía. Si pensamos que los mayores defensores del progreso femenino fueron, desde mediados del siglo XIX y comienzos del XX, egipcios, que allí es donde se originó el más luchador y profundo de los movimientos feministas, resulta desolador ver cómo una autora de mediados del siglo XX retrata una sociedad en franca descomposición, y no tanto por cuestiones de carácter estrictamente religioso, sino más bien por razones de carácter político y económico. Si el panorama que presenta esta novela es descorazonador, más lo es el que ofrece Salwa Bakr. Se trata allí, también, de una cárcel de mujeres, donde se nos ofrece una galería de mujeres reclusas, de todas las capas sociales, desde las más aristocráticas y cultivadas a las más humildes e ignorantes, cuya condena, más o menos larga, se debe a delitos cometidos en relación con los varones que han formado parte de su vida. En todos los casos se trata de mujeres que han sido utilizadas como objeto y que, al final, han dado con sus huesos en prisión cuando habían sido empujadas al delito por la intervención masculina en sus vidas. La protagonista y lazo de unión de todas las historias es una mujer culta que, poco a poco, pierde la razón en prisión y muere en ella. Se llama Aziza, y aquí también se juega con la ironía del significado de su nombre. Es una mujer originalmente amada y mimada por la vida, que es violada por su propio padrastro, de quien se convierte en la amante y a quien, finalmente, asesina cuando éste, que ha enviudado de la madre de Aziza, decide tomar otra esposa, argumentando que así protege la reputación de su hijastra. A Aziza, loca y abocada a la muerte en prisión, pues
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su condena es perpetua, no le queda más salida que soñar con un carro dorado que, como al profeta Elías, la llevará al paraíso. El examen de algo más de un siglo de literatura, en los ejemplos señalados, apunta a las siguientes reflexiones: – Un buen número de autores expresa un rechazo a la religión institucional, sea cual sea la confesión religiosa a la que ellos pertenezcan o a la que adscriban a sus personajes. Ello no supone un rechazo de la espiritualidad ni de la trascendencia, más bien al contrario. Lo que se rechaza es el mal uso de lo religioso y la superstición popular que condiciona las relaciones sociales y la estructura de la sociedad. Las posiciones de renovación social parten de planteamientos laicos, pero que no excluyen la valoración de lo religioso, así como de planteamientos religiosos, y coinciden básicamente. – Asimismo, se observa, en la construcción de las historias y en el carácter simbólico de los personajes, una interferencia fuerte de la religiosidad popular e incluso de la superstición, más que de la religión normativa. Lo que supone una forma de visión de la realidad social. Este nivel permanece inalterado desde los inicios del Renacimiento de la literatura árabe hasta hoy. – Igualmente, se observa una diferencia entre el comienzo del siglo XX y los años setenta-noventa del mismo, que podríamos calificar de regresión intelectual o pérdida de la esperanza, que se percibe como falta de alternativas, como pérdida de peso de lo espiritual o como pérdida incluso desde el punto de vista cultural. Este último punto se agudiza en el período comprendido entre los años setenta y noventa del siglo XX, donde no se percibe sino el retrato de una sociedad descompuesta, en la que ni los valores de lo religioso ni los valores humanos y culturales permiten el desarrollo normal de las personas.
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Conclusión El islam, que, como movimiento religioso, es producto de una profunda experiencia espiritual vivida por su profeta y transmisor, Muhammad, supone sin duda alguna un avance importante en el desarrollo de un pensamiento ético como base de la conducta humana. En este sentido, otorga toda su dignidad a los seres humanos y niega cualquier tipo de discriminación o abuso hacia los fieles que se unen en la ‘Umma, independientemente de su sexo, raza o rango social. En el compromiso indudable entre esta realidad innovadora y la coexistencia con toda una estructura social anterior es donde se introducen detalles de clara misoginia que han sido aprovechados en el pasado, como hoy, para mantener la marginación de la mujer, porque suponen un modo más de ejercicio del poder. En este sentido, tanto los intérpretes del pasado como algunos de hoy mismo no hacen sino lo que hallamos en todas las culturas y tradiciones religiosas; no se apoyan en una comprensión del espíritu de la revelación y de la tradición, sino que aplican una lectura literalista que sirve a sus intereses. Si esa misma experiencia espiritual y renovadora, dotadora de sentido, que tuvo el profeta Muhammad se pudiera dar hoy, exenta de toda clase de compromisos y tensiones con los más variados intereses, no cabe duda de que proporcionaría a las mujeres musulmanas y a los hombres razones suficientes e instrumentos eficaces como, para sin perder su identidad e idiosincrasia, lograr un verdadero desarrollo integral. Así es en muchos lugares, aunque no sean los más conocidos. La historia religiosa del islam demuestra que ha habido y hay toda clase de tendencias, y, actualmente, pone de manifiesto que, al no existir una única tradición rectora, las discrepancias internas son todavía más llamativas y las disensiones más agrias, llegándose a acusaciones verdaderamente
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despectivas. Dicho de otro modo, la discusión no es exclusivamente de interpretación dogmática o religiosa, sino que en ella se entremezclan escuelas, nacionalidades y otros elementos y nadie puede decir la última palabra porque no existe una autoridad sancionadora. La cuestión relativa a las mujeres, pues, se resiente de esta situación. Por otra parte, no debemos olvidar que el islam no es sólo una experiencia espiritual ni una idea abstracta, sino que desde pronto se convirtió en una religión de Estado, y ello ha generado una vertiente política que rebrota con mayor o menor fuerza periódicamente. Asimismo, debemos tener en cuenta que, asociada al poder, esta religión fue floreciente y constituyó la parte simbólica de un imperio durante muchos siglos. En las épocas colonial y post-colonial, el islam, ante el fracaso de otras ideologías políticas, ha vuelto a mostrar su rostro político más claro y ha tomado, frente a la presión aculturadora de Occidente, su rostro más conservador, que, indudablemente, tiene uno de sus rasgos más visibles en el tratamiento que da a la mujer. Los movimientos iniciados por reformadores religiosos y laicos en sociedades que no han conseguido alcanzar cotas elevadas de bienestar económico, que han estado sometidas a presiones e injerencias externas o que han sido controladas por dictaduras, no han podido desarrollarse de manera armónica. En los países árabes, como en el resto de los países de mayoría musulmana, podemos encontrar coexistiendo de manera a veces poco pacífica tendencias religiosas y laicas de todos los signos que intentan alcanzar cotas de poder y así imponer su propio modelo, que, aunque en algunos casos se diga musulmán, en realidad hace una lectura restrictiva e interesada del complejo mundo de esta experiencia religiosa. Por último, lo que observamos en las imágenes femeninas que nos aporta la literatura es más
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bien no sólo un retrato de la situación de la mujer, sino la expresión de unas sociedades desestructuradas, en las que hombres y mujeres ven recortados sus derechos, su acceso a la formación y la libertad y al ejercicio de sus capacidades. Esta sociedad que sobrevive a duras penas, coexiste con capas sociales privilegiadas, pero que aunque hayan tenido acceso a muchos de los bienes básicos para su realización humana, se ven constreñidas por regímenes políticos autoritarios, que juegan con los compromisos o que no hacen del desarrollo femenino, ni del común de la sociedad, una de sus prioridades.
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Introducción Son numerosos los problemas éticos que actualmente se plantean en nuestra sociedad. Muchos de ellos atañen de manera especial a la mujer, sobre todo y en manera particular el problema de la violencia, un fenómeno que no sólo es una de las mayores lacras del mundo, sino que además está presente en todas las sociedades, también incluso en las occidentales, y ello a pesar de que en éstas las mujeres han conquistado el reconocimiento de sus derechos. Al menos, formalmente. La violencia es vieja como el mundo, y el ser humano ha reflexionado sobre ella tratando de encontrar razones, explicaciones y pautas de comportamiento que la eviten. Suele ser unánime el acuerdo acerca de que la violencia no es algo instintivo en el ser humano, sino que se aprende; por otro lado, y aparte de la herencia genética, que en opinión de algunos especialistas puede llegar a influir en el carácter de una persona, se puede también afirmar que los comportamientos humanos acostumbran a venir condicionados por la cultura y las fuerzas sociales. Pero la crueldad e incluso el sadismo que acompañan a veces a determinados tipos de agresiones se producen sobre todo en situaciones de cautiverio, cuando la víctima es incapaz de escapar de su verdugo, y ésta es exactamente la situación en que
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puede encontrarse la mujer maltratada dentro de su propio hogar, pues, desgraciadamente, la violencia se da con frecuencia dentro de la familia y a manos de un miembro de la propia familia. Por otra parte, el ámbito familiar en que se producen los malos tratos indica e incluso explica el que las víctimas tradicionales de la agresión maligna sean las mujeres, a las que habría que añadir los niños e incluso los ancianos, debido en gran parte a su menor fortaleza física, lo que les hace ser objetos fáciles de abusos y explotación. Y por supuesto, no se puede olvidar la influencia que ejercen muchos principios culturales e incluso religiosos al imponer el sometimiento casi absoluto de la mujer al hombre y, en determinadas culturas y tradiciones, el de los niños a sus mayores. Por otro lado, hablar de la violencia contra la mujer requiere echar la vista atrás y recordar sobre todo algunos conceptos que, al ponerlos en relación con la mujer, pueden ser considerados como los antecedentes históricos de la pregunta sobre la violencia de género, y que si bien nunca llegarán a justificarla, sí pueden ayudar a comprender las raíces de este problema para, desde ahí, enfocar las posibles respuestas y soluciones que ayuden a combatirlo con mayor facilidad desde la ética y desde las raíces religiosas, de tal manera que la ignorancia no pueda servir de justificación o de excusa para cualquier forma de violencia.
Raíces socio-culturales de la violencia contra la mujer La virtud tiene género Las preguntas acerca del género no han ocupado un puesto destacado en la filosofía moral y apenas se han tenido en cuenta en el siglo pasado. El hecho de que la ética no se plantease estas preguntas ha tenido graves consecuencias para la
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mujer, pues, en muchas de sus teorías, la mujer ha sido situada en lo que se supone que debe ser y se espera de ella, sin tenerla en cuenta y sin detenerse a analizar o a discutir su realidad como persona moral ni sus experiencias. En cambio, lo que sí aparece en el pensamiento ético es la idea de que la virtud tiene género y que las normas y criterios de moralidad son diferentes para los hombres y las mujeres. Es cierto que las diversas experiencias pueden originar diferencias entre las percepciones y las prioridades éticas femeninas y masculinas, pero sólo se podría intentar eliminarlas a partir de cambios en las relaciones sociales y en los modos de vida, unos cambios sociales que tendrían que ser radicales y por ello conflictivos, sobre todo cuando las virtudes a las que históricamente deben aspirar las mujeres son las de esposa y madre, pero siempre bajo la premisa de dependencia y subordinación dentro del matrimonio y la familia. Mary Wollstonecraft (Vindication of rights of women) fue una de las primeras en criticar fuertemente este pensamiento, manteniendo que la virtud debería significar lo mismo tanto para la mujer como para el hombre; dice también que las formas “femeninas” a las que la mujer debe aspirar obligatoriamente –el desinterés, la generosidad, la entrega incondicional en el servicio a los demás– no hacen sino disminuir su fuerza y su dignidad como seres humanos y recluirlas en la esfera privada del hogar. Por otro lado, el pensamiento feminista ha oscilado desde planteamientos que afirman la superioridad moral de la mujer sobre el varón, precisamente a causa de esas virtudes consideradas como específicamente femeninas, hasta el deseo de transformar moralmente a la sociedad extendiendo esas virtudes desde la esfera privada a la pública. Pero lo cierto es que no hay acuerdo sobre cuáles son esos valores femeninos, ya que dependen de la dualidad hombre-mujer y de su
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relación con la subordinación y sumisión de la mujer. Por otra parte, la ética feminista se preocupa de manera especial por determinadas actividades, como la guerra, la política o la economía capitalista, que en su mayoría están dominadas por los hombres y tienen unas consecuencias de violencia y destrucción para la vida humana y para el planeta. Esto ha llevado a un sector del pensamiento feminista contemporáneo a vincular esta idea con las diversas formas de agresión y destrucción que aparecen estrechamente ligadas a la “naturaleza” y la psique masculinas. En cuanto a las diferencias que existen entre las experiencias femeninas y las masculinas, se puede decir que es comprensible que hombres y mujeres puedan tener a veces distintas percepciones de las cuestiones éticas y de su prioridad, pero, una vez más, hay que recordar que no se puede generalizar acerca de esas diferencias entre el hombre y la mujer, entre otras cosas porque las experiencias y las perspectivas desde el género no se pueden separar de la influencia que puedan ejercer sobre ellas las que se producen desde una clase social determinada o desde una u otra raza. No cabe duda de que si se toman en consideración las experiencias de las mujeres y sus responsabilidades históricas para con los niños, ancianos y enfermos, surgen preguntas acerca de las prioridades morales y sociales; pero si, por ejemplo, los hombres reconociesen y asumiesen esas mismas responsabilidades, muchos de los problemas sociales y la búsqueda de respuestas serían con toda probabilidad también diferentes.
Los principios éticos y las relaciones humanas La ética no existiría ni tendría sentido sin la relación que yo mantengo con el “otro”, con el prójimo, un “otro” que designa no sólo a la persona en su singularidad individual, sino también
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a la pluralidad de personas y sus relaciones. Así pues, la ética comienza precisamente con esta relación con el otro. De ahí que el proceso ético sea en realidad un proceso de humanización que se da en la variedad de sus dimensiones físicas y biológicas, económicas, sociales y culturales; también jurídicas, políticas, religiosas y éticas. Pero antes conviene recordar las diferencias entre ética y moral. Se puede decir que la ética es una reflexión filosófico-crítica sobre los datos de la experiencia moral y, sin caer en el mero empirismo, trata de los aspectos éticos que son válidos para todos en todo momento y circunstancia y reflexiona sobre lo que se debe hacer para llevar y promover una vida que pueda ser llamada “buena” y que, en opinión de muchos estudiosos (P. Ricoeur, etc.), prima sobre la moral. La moral, por su parte, se presenta primariamente como un fenómeno originario humano, ya que, en la conciencia o experiencia de la culpa, el individuo experimenta la diferencia entre las acciones buenas y las malas. En esta reflexión sobre la ética en relación con el tema de la violencia de género se seguirá principalmente el concepto de ética que acabamos de señalar. Por otro lado, en las culturas de todos los pueblos se encuentran mandatos, normas de conducta y criterios de valoración según los cuales ciertas acciones particulares son encomiables e incluso se prescriben como obligatorias, y otras se prohíben como rechazables. De ahí la conveniencia de diferenciar en lo posible los principios éticos, que son aquellos imperativos de carácter general que nos orientan acerca de qué hay de bueno y realizable en unas acciones y de malo y evitable en otras; en realidad, los principios éticos no prescriben directamente actuaciones concretas, sino que indican los grandes valores del vivir y del actuar, y esto es precisamente lo que aplican las normas morales a situaciones concretas. Todo
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ello permite situar el proceso ético en un contexto que le asegura su dimensión intersubjetiva y comunitaria, lo que, a su vez, lleva a confirmar que la acción adquiere su validez ética cuando se inscribe en la actividad comunicativa. Por otro lado, el descubrimiento de los valores morales 1 está condicionado por circunstancias de todo tipo, lo cual influye en la forma de percibir uno u otro principio moral. Pero estos valores siempre se sitúan en el marco de las relaciones humanas. Las relaciones humanas y la influencia del sistema patriarcal Históricamente se puede distinguir entre las relaciones humanas de tipo monárquico o jerarquizadas y las relaciones democráticas. Las primeras son conocidas desde Herodoto y en ellas están presentes de alguna manera la “genética” o el “género”, la desigualdad y la verticalidad, que se corresponderían con una ética propia de un sistema patriarcal2. Los antecedentes que desde el pensamiento filosófico, ético y teológico han influido en la forma de concebir y valorar a la 1 El valor se sitúa en la frontera de la ética y la moral. Esto explica su ambigüedad y las diversas concepciones elaboradas según el fundamento en que se apoye la noción de valor, la sociedad, la política, etc. 2 El patriarcado afecta a las estructuras de todas las sociedades desde hace más de 5.000 años. Es una perversión que se manifiesta en el lenguaje, las instituciones y tradiciones familiares, así como en las prácticas culturales y las expectativas laborales y profesionales. Un sistema patriarcal somete y domina a las mujeres y las excluye de la esfera pública, las caricaturiza e impide que ocupen y participen en muchos roles y funciones. Este sistema se perpetúa mediante la fácil benevolencia, la malévola misoginia y determinadas actitudes que se dan tanto en los hombres como en las mujeres. Su diferencia con el androcentrismo consiste en que éste es una ideología que estructura la vida alrededor de las experiencias de los hombres, les otorga la dignidad y conforma todo lo que es valioso en torno a ellos y no a las mujeres.
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mujer han sido largamente estudiados, analizados y denunciados por el pensamiento feminista; estos antecedentes pertenecen a unas relaciones humanas que pueden calificarse de primarias e incluso infantiles, pero que, al madurar, se hacen más igualitarias y horizontales y evolucionan hacia la democracia. Tanto en unas como en otras existe un concepto de autoridad que se legitima de manera muy diferente y que expresa una relación de mandato y obediencia que tiene un decidido carácter ético. A este respecto, dice Max Weber que una de las maneras de expresar la legitimidad de la autoridad es plasmarla en un sistema de normas racionales que han sido pactadas u otorgadas; otra es cuando se obedece a una autoridad personal basada en la santidad de la tradición y, por tanto, de lo acostumbrado, de lo que ha sido siempre de un modo determinado, lo cual prescribe obediencia a determinadas personas3. Mientras que la legitimidad racional es característica de unas relaciones democráticas, las tradicionales son las típicas del sistema patriarcal, y la “genética” y el “género” presentes en este sistema determinan y marcan claramente las relaciones de dominación y obediencia.
Los principios éticos y el paternalismo Los principios éticos han adquirido una relevancia especial en relación con la bioética. Una breve reflexión sobre los cuatro principio bioéticos, que permiten justificar ciertas recomendaciones morales en lugar de otras, encuentra su razón cuando éstos se ponen en relación con la mujer y adquieren matices diferentes. Por ejemplo, así como el principio de no hacer daño obliga 3 Para una visión más amplia sobre este tema, se puede consultar Weber, M., Economía y sociedad, México 1964, p. 170ss.
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por igual a hombres y mujeres, la obligación de ponernos al servicio de los demás, de los intereses de otras personas, o de contribuir al bienestar de todos (principio de beneficencia), no siempre puede ser exigida por la moralidad, y por ello obliga con parcialidad; precisamente, este principio suele “obligar” parcialmente a la mujer, e incluso y con demasiada frecuencia se le exige moralmente, en concreto y sobre todo en el ámbito familiar. De ahí que, desde una perspectiva feminista, la primera crítica que se podría formular es que este principio estaría recogiendo tácitamente la idea de que la virtud tiene género; por eso, según el sentido que se dé y el modo como se pondere este principio, tendremos una beneficencia paternalista o no paternalista4. El paternalismo, que se puede inscribir en el antiguo concepto de orden moral, entendido como orden ya dado por la naturaleza y no como un orden humano que la mujer misma debe también ayudar a construir, es una actitud que sigue condicionando la libertad y autonomía de la mujer y que continúa presente en muchos esquemas mentales masculinos. Además, en el paternalismo, presente por lo general en las sociedades tradicionales, generalmente de corte patriarcal, se dan unas relaciones de poder y dominación que tienen mucho que ver con la cuestión del género y con la violencia. La presencia del principio de autonomía produce un cambio radical con respecto al pensamiento ético tradicional. Las consecuencias para la mujer son evidentes, pero no se “vieron” tan fácilmente como era de prever y ha sido necesa4 Moralmente, una beneficencia no paternalista es aquella que intenta hacer el bien a los demás siempre que ellos lo pidan o acepten voluntariamente; por tanto, según se tenga o no en cuenta la autonomía y el respeto por las personas, la beneficencia se verá en la práctica condicionada por el paternalismo.
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rio esperar hasta nuestros días para que la mujer sea considerada como persona autónoma y sujeto de derechos al igual que el varón, si bien sólo las mujeres de las sociedades occidentales pueden hablar de una conquista formal de sus derechos. Sin embargo, la ética autonomista liberal va a distinguir necesariamente dos espacios distintos, el de la moral privada y el de la moral pública, pero a pesar del avance que puede suponer la conquista de la privacidad, la mujer vuelve a ser atrapada en los antiguos dualismos. La privacidad es el espacio construido por la cultura moderna para defender algo tan importante como son las señas de identidad personal, pero, al redefinirse y distinguir la intimidad individual y la privacidad familiar, se redefine también la familia, y con ello, se separa la esfera privada de la pública, con lo cual y por distintos caminos la carga de la defensa de la familia se entrecruza de nuevo con la defensa de la superioridad y el “honor” masculinos y vuelve a recaer sobre la mujer, y con ello el valor moral que le otorga el principio de autonomía se ve de nuevo tergiversado y condicionado. Pero un sistema moral basado solamente en los principios de no maleficencia, autonomía y beneficencia no sería coherente ni tampoco estaría completo sin el principio de justicia, cuyo fin es también obtener el bien común dando a cada uno lo suyo. Desde el punto de vista histórico, la justicia entendida como igualdad es un concepto moderno. El antiguo concepto de justicia, entendido como “ajustado a la naturaleza”, es coherente con las relaciones jerarquizadas o de tipo monárquico, esto es, las propias del patriarcado. Desde Aristóteles a santo Tomás, dar a cada uno lo suyo es dar según lo ajustado a naturaleza; por eso, la perfección moral de cada uno depende de la posición que tenga en la sociedad; el bien común se encarna en el soberano, y los individuos sólo lograrán ser moralmente buenos si se orientan a lograr ese bien y practican la obediencia.
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Consecuentemente, las relaciones serán justas cuando se regulen por la obediencia de los inferiores a los superiores; de las mujeres, los niños y los esclavos al paterfamilias, que, a su vez, debe comportarse como tal, con lo que nuevamente nos topamos con el paternalismo. Con la modernidad y el descubrimiento del principio de autonomía, la justicia pasa a convertirse en una decisión moral y se da a cada uno lo suyo según lo pactado y tratando de lesionar lo menos posible los derechos naturales de cada uno. La justicia deja de ser una condición “natural” para ser una propiedad “moral”, entendida no como sumisión, sino como libertad. Sin embargo, es en este pensamiento liberal en donde se formulan teorías que moralmente no son justas. Así sucede, por ejemplo, con los problemas que plantea el derecho a la propiedad y la distribución de recursos, que, a veces, se intentan resolver negando incluso el derecho a la vida a las clases desposeídas y cuestionando la moralidad del principio de beneficencia.
Las normas morales y sus condicionamientos socio-históricos Cuando nacemos entramos en un mundo que es moralmente diverso, un mundo conflictivo y lleno de contrastes; un mundo, en fin, que tiene sus valores, sus modelos, sus fines y sus condicionamientos materiales, físicos, técnicos y económicos, así como todo un conjunto de símbolos profanos y religiosos que nos acogen, que no están ahí para reinventarlos, pero que forman la base de nuestro desarrollo posterior. También es verdad que la pluralidad de las culturas, así como la diversidad intracultural de las sociedades desarrolladas, parecen dar testimonio de la parte importante que tiene en ellas la capacidad de invención y de libertad que están destinadas al
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individuo dentro de su propio desarrollo. Pero esto no contradice los condicionamientos múltiples que entran en la estructuración de nuestra personalidad desde la infancia. Todo ello indica que en el proceso ético existen unos condicionamientos socio-históricos que se pueden contemplar desde el punto de vista de la herencia cultural y del código de normas sociales que se ha organizado, y que atañen no sólo al proceso ético en general, sino también y de manera particular a la forma de concebir a la mujer y su relación con la sociedad y con la ética. Algo de esto ya se ha mencionado, veamos ahora hasta qué punto se puede fundamentar y poner en relación la violencia de género con la herencia cultural y esos códigos de normas sociales. Para Frank Tinland5, la génesis del ser humano, tanto desde el punto de vista de la especie como del individuo, muestra que en la cadena de la evolución las leyes de la naturaleza, predeterminadas genética y orgánicamente, ejercen una coerción sobre el ser humano. Cuando las conductas específicamente programadas desaparecen, o al menos quedan en suspensión o disminuyen, se produce un vacío que da paso al artificio de las regulaciones culturales y, en este sentido, a lo arbitrario de las conductas “inventadas”, tanto en el orden del hacer y del actuar como en el de los signos; es en este momento cuando aparece como respuesta la regla o la norma. Esta respuesta es a la vez necesaria y libre: necesaria porque se postula como una necesidad vital e indispensable para la supervivencia del individuo y del grupo; libre porque las formas que toma son variables y se presentan como una invención del ser humano, en tanto en cuanto no están diseñadas por la herencia genética y porque mediante su propia normativa supera las leyes biológicas. Así pues, la 5 Tinland, F., La Différence anthropologique, París 1977, p. 50-53.
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norma asegura la relación del individuo con los otros y con él mismo en los momentos clave de la vida: alimentación, sexualidad, apropiación de un territorio, relaciones de dominio y subordinación, etc. Pero este artificio y esta arbitrariedad se incorporan en esa gran indiferenciación e indeterminación originarias que se encuentran en los esquemas biológicamente transmitidos y que, de hecho, reclaman la invención cultural de la norma en toda su variedad de formas históricas y geográficas; sin embargo, y al mismo tiempo, ésta es la manera de suministrar la base que sirve para desarrollar la libertad y la responsabilidad y, por tanto, la moralidad. Por eso, la conducta ética aparece como una mezcla de libertad, responsabilidad y necesidad que una larga evolución ha reclamado y ha hecho posible; por otro lado, el dominio relativo que el ser humano ha adquirido con el rápido avance de la ciencia y de la técnica subraya aún más la irreemplazable importancia de la norma. Pero si la norma moral es, tal y como piensa Tinland, un artificio que dirige las conductas humanas y las relaciones de los seres humanos, eso significa que pertenece al orden cultural y, por ello, se inscribe en la memoria individual y colectiva de los individuos y los grupos, así como en el espacio social de sus diversas relaciones. Y si por otro lado se acepta que la moral es un conjunto codificado de normas y de leyes, quiere decirse que no es algo que surge de la nada, pues ni el individuo ni el grupo lo han inventado; estaba siempre ahí, cualquiera que sea su forma, la habitual o consuetudinaria de las llamadas sociedades patriarcales tradicionales o la aparentemente más elaborada de las sociedades llamadas evolucionadas. Así pues, se puede afirmar que junto con la técnica y el lenguaje, la moral forma parte de la herencia con la que el hombre se encuentra al nacer y que, por tanto, es cultural. Un buen ejemplo de ello se puede encontrar
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en la historia de Robinson Crusoe6. Ya antes de encontrarse con Viernes, Robinson Crusoe se siente orgulloso de su cultura, de sus conocimientos, de su ideología y de su moral, que es todo lo que le ha quedado del naufragio y le mantiene en relación con su país de origen y con su cultura. Crusoe hace enseguida de Viernes su esclavo porque, además de su orgullo cultural, él tiene una espada y Viernes no. Pero, claro, esto no deja de ser aleatorio y circunstancial, porque ¿qué habría sucedido si la espada la hubiera tenido Viernes o si éste hubiera tenido otro tipo de arma? ¿Se habrían cambiado entonces los papeles de amo-esclavo? Pero es precisamente la moral masculina de Robinson la que le permite establecer una relación de desigualdad entre él y Viernes, y ello para mayor gloria y provecho del hombre blanco y sus valores económicos, morales y religiosos. Es además un ejemplo que fácilmente se podría utilizar para expresar las relaciones hombre-mujer de carácter patriarcal y la aleatoriedad de las normas morales surgidas en este sistema. Por otro lado, en la transmisión de las reglas de la moral, el habitus juega un papel importante, ya que su fuerza y poder pueden equipararse a los de la ley. El hábito es el conjunto de disposiciones para pensar, actuar, percibir y sentir de una manera determinada; pero tampoco es algo innato, sino adquirido. Las experiencias concretas, puntuales y repetidas, dejan una serie de huellas que se acumulan, se combinan y se refuerzan y, al internalizarse, se transforman en disposiciones generales que, de alguna manera, se llegan a convertir en una segunda naturaleza. Y esto es algo muy importante, porque este habitus primario se adquiere en la primera infancia y posee el carácter de estabilidad y permanencia, pero tam6 Es un ejemplo que he tomado de Simon, R., en Éthique de la responsabilité, París 1993, p. 25.
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bién el de la flexibilidad relativa y la adaptabilidad por razón de su generalidad. Es decir, el habitus permite subrayar las dimensiones sociales y supra-individuales de la moral, así como la producción de normas de acción en las que el habitus se enraíza o se integra. Y no se olvide que este poder del hábito viene forzando a la mujer a aceptar como “naturales” muchas de las situaciones en las que todavía se encuentra.
La reciprocidad del deseo y el círculo cerrado de la violencia Dice René Girard que “la ley cotidiana del hombre es la violencia” (Cuando empiecen a suceder estas cosas... Conversaciones con M. Tregner). Piensa que para reflexionar sobre la violencia hay que partir de las relaciones de deseo7, porque el origen de los conflictos se encuentra en la mímesis de apropiación de los deseos de los más cercanos; esto les convierte en rivales y aquí es en donde se encuentra la raíz de la violencia. Sólo son espontáneos nuestros apetitos y necesidades. El deseo mimético es más individual y está entreverado de elementos culturales. Pero esto no significa una condena, pues es así como se asimilan y transmiten culturas diferentes a las nuestras. Los niños, por ejemplo, aprenden con mayor rapidez que los mayores la cultura de la comunidad en la que viven y van aprendiendo su humanidad a través de una cultura determinada; y la aprenden imitando las palabras, los gestos, los comportamientos y, sobre todo, los deseos de los otros que los rodean. Una vez que han disminuido o desaparecido las conductas biológicamente programadas aparece ese deseo fluctuante
7 Girard, R., La violencia y lo sagrado, Barcelona 1983, p. 150-175. También en Lo Straniero 2 1998, p. 6-13.
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tan propio de la humanidad y sin el cual no habría libertad, porque, como piensa Girard, aunque nuestro deseo es mimético, al elegir un modelo desde nuestra libertad es cuando el deseo fluctuante se fija. La rivalidad como origen de la violencia El problema es que al imitar el deseo del otro se está deseando lo mismo que ese otro, es decir, el mismo objeto que el otro desea. Entonces es cuando surge la rivalidad, el conflicto y la violencia. En una relación de amistad no sólo se comparten las mismas ideas y pasiones, sino que se imitan recíprocamente, hasta el punto de que el criterio de esa amistad es precisamente esta imitación recíproca; pero esa amistad que primariamente se siente puede transformarse en celos, envidias y odio, hasta llegar incluso a la violencia física cuando, a causa de la rivalidad, surgen las divergencias, la ruptura inexplicable, la amistad traicionada; y no por desacuerdo, sino por un exceso de acuerdo y por una fidelidad excesiva al principio de la imitación recíproca, y, de esta forma, el odio termina por unirse íntimamente con la amistad en una cadena interminable de intercambio de imitaciones que se refuerzan recíprocamente: el odio es recíproco, así como la envidia y los celos. Cuando esas dos personas eran amigas querían asemejarse lo más posible la una a la otra; ahora están convencidas de que son totalmente diferentes y de que una ha traicionado a la otra. Esta rivalidad es la que aparece asimismo en las relaciones profesionales, artísticas e intelectuales. Incluso, piensa Girard, también en los grandes conflictos colectivos, en las grandes rivalidades nacionales e internacionales. Lo más grave es que, dado que no sólo son miméticos nuestros deseos, sino también todas nuestras relaciones, la consecuencia es que la
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violencia, el espíritu de la violencia, se expande con una enorme facilidad, incluso entre los más pacíficos, con lo que su mimetismo amplifica el tipo de conflicto. En realidad, lo que sucede es que yo hago todo lo que hacen los otros y los otros hacen todo lo que yo hago, y esto es lo que Girard llama la “reciprocidad de las relaciones humanas”, una imitación tan automática y tan rápida que permanece invisible en lo que tiene de imitación. Esta reciprocidad no se da solamente en las relaciones pacíficas y de cortesía; cuando las relaciones se han transformado en frías y reservadas, el mismo dinamismo de la reciprocidad favorece la tendencia a transformar la actitud de reserva en hostilidad; por eso, afirma Girard, la reciprocidad se da también, y de manera especial, en las relaciones violentas. De ahí que, en el marco de esta reciprocidad, todos estemos englobados a través de nuestras relaciones en dos dinámicas: las dinámicas de paz y las dinámicas de violencia. Aun más grave es que la mala dinámica de la violencia funciona también automáticamente, sin que se dé plena conciencia de estar dentro de ella. Esto supone un suplemento de violencia a la primera violencia, porque, a partir de un momento, se busca llevar al adversario a que abandone el “campo de batalla”; todos se sienten justificados o autorizados para añadir un poco más a esa espiral de violencia y, aunque lo que se esté buscando es poner fin a esta escalada con una última violencia, el resultado final es que ésta no tenga fin. Esto es lo que Girard llama la dinámica de la reciprocidad violenta. La víctima propiciatoria Otro aspecto importante del pensamiento de Girard y su explicación sobre las raíces de la violencia es el tema de la víctima propiciatoria. Cuando nos situamos en la perspectiva de las víctimas de la violencia, sean mujeres o emigrantes, niños o ancianos, judíos o musulmanes o cuales-
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quiera que la sufran, se puede hablar de una sacralización del poder que se mitifica en la conservación y ejercicio de la violencia y que produce víctimas inocentes. El proceso es el siguiente: sucede que, a veces, alguien que no es culpable, tal y como se entiende modernamente, aparece como el único responsable de una serie de desgracias y juega entonces el papel de una víctima propiciatoria, de un auténtico chivo expiatorio humano8. El mecanismo de esta responsabilidad única no carece de cierta “lógica” humana. La hipótesis de Girard es que cuando una comunidad se siente víctima de la violencia, o agobiada por algún desastre, busca instintivamente un remedio inmediato y violento a esa violencia que le resulta insoportable y “se entrega gustosamente a una caza ciega del chivo expiatorio”, a la búsqueda de un culpable sobre quien descargar sacrificialmente su malestar. De esta manera, la comunidad se instala en el círculo de la violencia, porque allí en donde había mil conflictos particulares existe nuevamente una comunidad unida por el odio que le inspira uno solo de sus miembros: “Todos los rencores dispersos en mil individuos diferentes, todos los odios divergentes, convergerán a partir de ahora en un individuo único, la víctima propiciatoria”, y así se desencadenan todas las formas de violencia colectiva. Las venganzas y represalias forman un círculo cerrado, el círculo de la violencia recíproca, y sólo se puede salir de él si todos se convencen de que hay un único responsable que contamina a todos. También se podría salir suprimiendo todos los modelos de violencia que hipotecan el futuro, porque éstos no cesan de multiplicarse por medio de la mímesis violenta. Pero esto hace aún más difícil la salida del círculo. 8 Todo este tema del chivo expiatorio o de la víctima propiciatoria es tratado por Girard en el contexto de los mitos y la violencia recíproca. En Girard, R., o. c., p. 86ss.
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Las relaciones asimétricas: poder y dominación Se ha constatado que las mujeres que han pasado por alguna experiencia de la violencia en cualquiera de sus formas sufren de falta de confianza en ellas mismas, de una carencia de la propia autoestima y de la conciencia del derecho a ser respetadas. Éstos son los resultados del ejercicio del poder y la dominación, de las situaciones de injusticia que crean la desigualdad y las relaciones asimétricas presentes en el origen de la violencia y que son características de una sociedad y una ética patriarcales. Freud define la violencia como “una explosión de poder que ataca directamente a la persona y a los bienes de los otros con la finalidad de dominar, bien mediante la muerte, o mediante la destrucción, la sumisión o la derrota”. Pero esta definición nos puede llevar a limitar la violencia sólo a los actos violentos, dejando escapar las situaciones de violencia y, de esta manera, llegando a justificar las violencias latentes, institucionales o “situacionales”. Si se define la violencia identificándola con todo aquello que, de una u otra manera, tiene como efecto ejercer una presión sobre otro, puede llevar a confundirla con la fuerza e incluso a defender un terrorismo encubierto. En cualquier caso, lo cierto es que en toda acción violenta hay una cuestión de poder, aunque también es cierto que la violencia es en sí misma una fuente de poder que afecta nuestras vidas y que, en su crueldad, representa la forma más inferior y primitiva de poder porque sólo se usa para hacer daño, para castigar y para destruir. Pero la violencia no es solamente una cuestión de poder, también es una cuestión de justicia y de igualdad y, por eso, la violencia contra la mujer es también una cuestión política. Para Max Weber, el poder significa “la probabilidad de imponer la propia voluntad dentro de una relación social, aun contra toda resistencia y
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cualquiera que sea el fundamento de esa probabilidad”. Por otra parte, entiende que la dominación es “la probabilidad de encontrar obediencia a un mandato de determinado contenido entre personas dadas”9. Cualquier cualidad personal o cualquier circunstancia puede situar a alguien en la posición de imponer su voluntad en una situación dada, mientras que la noción de dominación tiene que ser más precisa, y sólo puede significar la probabilidad de que un mandato sea obedecido sin asomo de réplica. Esto es lo que sucede en un sistema patriarcal, en donde la dominación o la “autoridad” del patriarca puede descansar en los más diversos motivos de sumisión; entre ellos, la habituación inconsciente, el habitus, que no requiere ni tan siquiera un mínimo determinado de voluntad de obediencia, es decir, sin que sea necesaria la existencia de un interés externo o interno en obedecer, lo que, por otro lado, sería lo esencial en toda relación auténtica de autoridad. Hanna Arendt matiza esta concepción del poder y precisa la noción de dominación al hablar del poder en común, que es más fundamental en la relación de dominación. Aunque tanto Weber como Arendt se sitúan en referencia a su significado político, lo cierto es que estas dos maneras de concebir el poder y la dominación pueden ser válidas en relación con la violencia individual e interpersonal que se da en las relaciones humanas. Para Hanna Arendt, por ejemplo, el poder consiste en la aptitud del hombre para actuar, y actuar de manera concertada, pero esto es precisamente lo que destruye la violencia. Este estrato del poder, que se caracteriza por la pluralidad y la concertación, es generalmente invisible porque está oculto bajo las relaciones de dominación; sólo puede ver la luz cuando está a
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Weber, M., o. c., p. 43.
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punto de ser arruinado y dejar el campo libre a la violencia. El poder no es nunca un poder individual; pertenece a un grupo y continúa perteneciéndole en tanto ese grupo no se divida10, y, al mismo tiempo, está indicando que el poder es temporal y por tanto frágil. Para Hanna Arendt, la acción pública es un entramado de relaciones humanas en el que cada vida humana despliega su breve historia; la dimensión ética de esta forma de concebir el poder como una voluntad de actuar y de vivir juntos se encuentra en la justicia, en el sentido de lo justo y lo injusto.
Las raíces religiosas de la violencia de género Las imágenes patriarcales de Dios Finalmente, es necesario dedicar un último apartado al tema de las raíces religiosas que se encuentran como causa de la violencia contra la mujer. Su importancia viene señalada por la concepción de la mujer como un ser inferior al hombre. Los juicios desdeñosos acerca de la mujer son mucho más frecuentes en los textos del Antiguo Testamento que los juicios favorables; cierto que reflejan la cultura de aquellos tiempos en las diversas sociedades de Oriente, pero ello no justifica su supervivencia en las sociedades actuales. De mayor importancia son las imágenes de Dios pensadas para favorecer y justificar la superioridad del varón sobre la mujer y fundamentar religiosamente el sistema patriarcal. El patriarcado bíblico no es solamente una cuestión de poder en las relaciones hombre-mujer, sino que es todo 10 Arendt, H., Du mensonge à la violence, París 1977, p. 153. 11 Ver Federico Pastor, “Violencia contra la mujer en el Antiguo Testamento”, p. 95-138.
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un conjunto de acuerdos sociales y morales en los que la autoridad reside en los varones de más edad. En el antiguo Israel, la casa era la unidad básica social; su jefe era el varón de más edad y ejercía una gran autoridad sobre todos sus miembros. A cambio, los hombres más ricos eran responsables de aquellos que no podían bastarse a sí mismos: los extranjeros en viaje, los pobres de ambos sexos y aquellas mujeres y niños que no tenían varón que pudiera proveerlos. Eran responsables de mantener el orden social, de administrar justicia en su casa y en la comunidad; a tal fin, los patriarcas formaban un consejo en la puerta de la ciudad para dirimir las disputas. Su prosperidad y dignidad eran vistas como una aprobación divina de su comportamiento respecto a esas responsabilidades y, a cambio de este patronazgo, el patriarca recibía honores y dignidades y la lealtad y el respeto de sus protegidos o dependientes. En este contexto, la imagen de Dios se configura siguiendo este modelo patriarcal (Rut 4; Jer 26, etc.). A modo de ejemplo, se puede recordar el modelo monárquico de Dios, Rey y Señor del universo, Rey de Reyes, Señor de Señores, que reina omnipotente. Este modelo se desarrolla sistemáticamente en el pensamiento judío, en el pensamiento cristiano medieval, con su énfasis en la omnipotencia divina, y en la Reforma, sobre todo con Calvino, que insiste en la soberanía de Dios. Su relación con el mundo es la de un monarca absoluto gobernando el mundo, pero no siempre se reconoce su carácter opresivo, sino que más bien es aceptado como algo natural que, además, produce satisfacción, porque si Dios es el Señor todopoderoso y Rey del universo a quien nadie puede vencer, nosotros, que somos sus súbditos, también seremos invencibles. Los riesgos de esta imagen son, por un lado, el modelo de relaciones asimétricas que presenta entre Dios y el mundo; el poder, como dominación o bene-
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volencia, está del lado de Dios, que existe fuera del mundo y lo gobierna desde el exterior mediante su divina intervención y el control de las voluntades de sus súbditos. La influencia posterior de este modelo se manifiesta en las jerarquías dualistas en las que lo “natural” es la superioridad del hombre blanco, rico y cristiano en la mente o inteligencia; en estos dualismos difícilmente existe la tolerancia, pues se cree firmemente en esa superioridad. Pero este modelo se queda, además, en la pura trascendencia y olvida la inmanencia de Dios; tampoco ayuda a comprender el Evangelio como una visión socialmente desestabilizadora, inclusiva y no jerárquica, y por tanto antipatriarcal. El Dios de Job es un modelo que aparece y se denuncia en el libro de Job; está en estrecha relación con el modelo monárquico y es fundamentalmente patriarcal. Job es un patriarca que se encuentra en lo más alto de la escala social, que es rico y respetado y tiene una gran casa con muchos dependientes. Cuando sufre, lo hace no en el contexto del sufrimiento de los pobres, sino desde la soberbia del patriarca; al perder su identidad y las expectativas acerca del mundo y el lugar que Job debe ocupar, su imagen de Dios queda trastocada; por ello, Job le desafía y promete aceptar los males que sufre si él hubiera cometido alguno de los pecados que enumera, y esto supone que, para Job, Dios es injusto. Recuerda los honores que recibía no por su riqueza y poder, sino porque ejercía su autoridad para remediar y favorecer a los débiles, con lo que está expresando el paternalismo que suele darse en las relaciones sociales jerárquicas y, por ello, asimétricas. En sus quejas y protestas (Job 31.9-10) se muestra la perspectiva patriarcal sobre la mujer y los hijos pequeños: la mujer y su sexualidad son propiedad del marido –y del padre antes del matrimonio–, y su abuso es una injuria hacia Job (el padre o el marido, en su caso) más que hacia
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la propia mujer. Los hijos menores son también propiedad del padre. Pero Job se siente frustrado por Dios; no es lo que él esperaba, ya que debería comportarse como él ha hecho con sus dependientes: no es el gran patriarca que creía y esperaba; Job habla de lo que está bien o mal, de lo que es injusto y Dios debe corregir con su justicia; pero Job siempre habla desde su patriarcalismo; por eso, su imagen de Dios es en exceso patriarcal y humana. Pero Dios le corrige y le dice que Él no es un gran patriarca y que quiere una nueva imagen que exprese su poder de vida, la manera en que establece el equilibrio en las necesidades de todas las criaturas, y no sólo las de los seres humanos; su preocupación por la libertad y su amor hacia todas las criaturas sin mirar su utilidad. Job termina diciendo: “Yo te conocía sólo de oídas, más ahora te han visto mis ojos” (Job 42,5). Sin embargo, y a pesar de esta última confesión, lo que se ha transmitido y sigue perdurando en muchos esquemas religiosos son precisamente estas imágenes, falsas sin lugar a duda, de Dios, que, de una u otra manera, continúan justificando las relaciones asimétricas, las desigualdades y las injusticias. Y todo ello son formas de violencia más o menos solapadas o abiertamente manifestadas.
Cristianismo y androcentrismo El trasfondo que se acaba de mencionar respecto a la mujer permite apreciar plenamente la postura de Jesús de Nazaret ante ella y representa una verdadera novedad en la historia, en especial la de su época. Sin embargo, el cristianismo tampoco es ajeno a la influencia negativa sobre la mujer. Ciertamente, no ha inventado el patriarcado, y, en particular, tanto la doctrina de Jesús de Nazaret como los primeros tiempos del cristianismo eran específicamente antipatriarcales, pero
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el androcentrismo sí está presente en las teologías posteriores y en su praxis. Las consecuencias son unas Iglesias con clara hegemonía de los varones en los roles de gobierno y autoridad, ya que las mujeres son vistas como seres inferiores y complementarios, auxiliares privatizados de las funciones eclesiales masculinas a causa de su peligrosa seducción y de su impureza contaminante. Es verdad que también son vistas a veces como seres angelicales y moralmente superiores al varón, o al menos iguales y plenamente humanas. Pero la insistencia del cristianismo en el simbolismo del padre y del hijo es muy determinante en su teología y su praxis. La imagen de Dios como Padre es el punto central en torno al cual gira la tradición cristiana, pero una mala interpretación de esta imagen ha llevado con frecuencia a que el símbolo masculino del “padre” haya reproducido la asimetría de los géneros y unas relaciones humanas también asimétricas y desiguales, basadas en el poder del más fuerte, que es quien gobierna y domina al más débil, ya que, al igual que Dios como padre gobierna el mundo, la humanidad gobierna lo creado, los santos padres gobiernan la Iglesia, los padres clérigos gobiernan a los laicos, los varones a las mujeres, los maridos a sus esposas e hijos..., y todo ello se refleja en unas estructuras socio-políticas de modelos jerarquizados y paternalistas, proclamados como sacrosantos y conformes a un designio divino, de un dios que es varón y padre. Es evidente que no es ésta la interpretación correcta de lo que Jesús de Nazaret quería transmitir al hablar de Dios como Padre, pero los condicionamientos culturales, sociales y políticos han distorsionado esta imagen hasta el punto de haber “regresado” a las imágenes patriarcales de Job y a los modelos monárquicos, algo muy alejado de las enseñanzas de Jesús, pero más útil para seguir justificando la desigualdad y la injusticia presentes en toda forma de violencia.
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Respuestas a la violencia de género La norma de reciprocidad y la Regla de Oro Una vez que se han visto las raíces de la violencia, que son el contexto en el que se inscribe la violencia contra la mujer, es hora de pasar a analizar las respuestas y posibles soluciones que se han dado a lo largo del pensamiento acerca del tema de la violencia. Se trata de resaltar las actitudes que se dan en las relaciones humanas y que muestran las carencias que dan origen a la violencia de género. Nada tiene que ver la “mala vida” de la mujer víctima de la violencia con la “vida buena”, el objetivo de la ética. Una “vida buena” con y para el otro dentro de instituciones justas. Pero la “vida buena” no es solamente una cuestión de simple buena voluntad; debe convertirse en un principio de obligación moral, y esto nos lleva a la Regla de Oro en primer lugar y como transición hacia el imperativo categórico. La tan conocida, y sin embargo a menudo olvidada, “Regla de Oro” se encuentra en el pensamiento humano a lo largo de su historia. Gamaniel, el maestro judío de san Pablo (Talmud de Babilonia, Shabbat, p. 31a), dice: “No hagas a tu prójimo lo que tú aborreces que te hagan a ti. Ésta es toda la ley; el resto es comentario”. La traducción cristiana de esta prohibición se encuentra en el evangelio de Lucas (6,31), quien la formula positivamente diciendo: “Y lo que queráis que los hombres os hagan, hacédselo vosotros igualmente”. Las dos formulaciones se equilibran y dejan un campo abierto para lo permitido, pero la fórmula del evangelio de Lucas muestra con mayor claridad cuál es la causa de esa benevolencia que nos puede llevar a hacer algo a favor del prójimo; ésta, junto con el mandato positivo que se encuentra en Lev 19,18: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo. Yo, Yahvé”, marca mejor que las otras fórmulas el paso a la norma, a la obligación.
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Pero en todas ellas se está enunciando una norma de reciprocidad. Una reciprocidad que se exige y que está presuponiendo una disimetría inicial, la del agente de la acción y la del paciente que la sufre. Lo que ocurre es que el paso a la norma se encuentra en estrecha relación con esta disimetría inicial, porque es en ella en donde surgen todas las malignidades de esa interacción disimétrica, desde la aparentemente inocente influencia hasta el asesinato, a tal punto que la norma de reciprocidad parece concentrarse en la prohibición del asesinato, y la disimetría de la acción que la Regla de Oro presupone aumenta la prohibición de la violencia a través de las figuras de la no-reciprocidad en la interacción. De hecho, de la Regla de Oro surge toda una cadena de prescripciones y prohibiciones que vienen a ser una réplica de la violencia, la respuesta moral, el no a todas las figuras del mal. Estas prohibiciones nos arman contra la indignidad que se inflige al otro, pero lo que subyace en el fondo de ellas es esa afirmación que expresa la solicitud, tal y como la concibe Paul Ricoeur, y que se verá a continuación, que trata de alcanzar la “vida buena”, al igual que hacen los imperativos categóricos. Humanidad e imperativos categóricos Los imperativos también están presentes a lo largo de la historia del pensamiento, y también en ellos se está enunciando una norma de reciprocidad, una norma de respeto por el otro. Kant presenta el imperativo categórico de tres maneras o bajo tres formulaciones, todas con el mismo valor y deducibles unas de otras: la fórmula de la universalidad de la ley, la fórmula de la humanidad como un fin en sí misma y la fórmula de la voluntad general legisladora. La fundamental es la primera: “Obra de tal manera que la máxima de tu voluntad pueda a la vez ser en todo tiempo
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principio de una legislación universal”, pero en la segunda, cuando dice “obra de tal manera que trates a la humanidad tanto en tu persona como en la persona del otro siempre y al mismo tiempo como un fin, nunca meramente como un medio”, está expresando que la humanidad, el ser humano, es un fin en sí mismo, lleno de dignidad y sagrado para nosotros, como un valor objetivo que puede ser fuente de leyes con un contenido determinado. Cabría también preguntarse acerca de si este concepto de humanidad no estará también apuntando hacia una realidad absoluta, en la que la ley moral está unida con una voluntad santa y omnipresente. Desde aquí, algunos pensadores, como por ejemplo Paul Ricoeur, deducen que esa pluralidad de personas, esta idea de humanidad, es el campo de interacción e intercomunicación en el que una voluntad ejerce un poder sobre otra y en donde la norma de reciprocidad responde a la disimetría inicial entre el agente de la acción y el paciente, de ahí su exigencia de universalidad. Tanto la Regla de Oro como el imperativo del respeto debido a las personas tienen una misma finalidad: establecer la reciprocidad allí donde reina su carencia. Pero si queremos que la norma de reciprocidad sea más eficaz y se haga más presente, también debemos intentar vivir cada día con más solidaridad, incorporar paso a paso un grado cada vez mayor de compasión y generosidad en nuestro código de relaciones. Y aquí es en donde debe entrar a jugar la noción de humanidad, porque ésta expresa, precisamente, la exigencia de universalidad. Desde la noción de humanidad se puede superar la polaridad del agente y la víctima, y eliminar esa alteridad nociva que se encuentra en la raíz de las relaciones de dominación y la violencia que se alberga en ellas, que es lo que la Regla de Oro y los imperativos tratan precisamente de afrontar.
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Paul Ricoeur y la norma de reciprocidad La “vida buena” y la solicitud Al definir la violencia, Ricoeur dice que es la destrucción de la capacidad de actuar de un sujeto por parte de otro. La norma de reciprocidad trata de igualar al agente de la acción y a la víctima, recordando el respeto del otro, de su autonomía y libertad, pero habrá que averiguar si esta norma puede tener validez universal. Una vida buena con y para el otro hace presente la solicitud, algo que en el pensamiento de Ricoeur tiene que ver con la autoestima, una virtud que en principio puede parecer solitaria y que es lo primero que pierde una víctima de la violencia; con la justicia, que es la virtud de una pluralidad humana y que desaparece en la violencia, y con la dimensión dialogal, algo que tampoco está presente en las situaciones de violencia. Todo ello se da de manera especial en la amistad, que es una relación de mutualidad porque es un dar y un recibir en el descubrimiento de la alteridad y en donde brilla la reciprocidad, que va desde la puesta en común de un “vivir juntos” hasta la intimidad. La mutualidad presente en la amistad expresa el amor al otro tal y como es, en razón de ser lo que es, sin fines utilitarios ni puramente placenteros, y no se puede pensar sin estar referida a lo bueno, en sí mismo y en el amigo. Además, mediante la mutualidad, la amistad –que presupone la igualdad y rige las relaciones interpersonales– linda con la justicia, precisamente allí en donde se cruzan y se unen la amistad y la igualdad, ya que ésta última es la que sitúa a la amistad en la senda de la justicia. De ahí que sólo la amistad puede apuntar hacia la intimidad de una vida compartida. Pero a diferencia de los animales, cuyas relaciones están fijadas o programadas y que por lo general permanecen estables, las relaciones humanas, por muy estables
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que parezcan, siempre son susceptibles de transformarse. Por muy armoniosas que sean unas relaciones siempre van a poder ser más intensas o, por el contrario, ser más y más susceptibles de desgastarse. Quizás es por esto por lo que dice Ricoeur que “el miedo a perderla habita en el corazón de la amistad más sólida y hace que se sienta siempre amenazada”. Pero sólo esa capacidad de transformación de las relaciones humanas hace posible el origen del amor e incluso de la libertad. Sin embargo, la amistad tiene también y además sus limitaciones socio-culturales y, en realidad, no deja de ser frágil a la hora de encontrar el equilibrio entre el dar y el recibir. Y aquí es donde se hace presente la solicitud, que es mucho más que la obediencia al deber, pues es la que realmente compensa la disimetría inicial de las relaciones, y no el hipotético equilibrio del dar y recibir de la amistad. La manera en que Ricoeur piensa la solicitud apunta hacia las pautas de lo que es una buena relación humana y señala con gran claridad las carencias fundamentales que sin duda están presentes en unas relaciones de violencia. La solicitud intenta compensar la desigualdad que produce el sufrimiento del otro; no sólo el dolor físico, sino también la destrucción de la capacidad de actuar del que sufre, de su poderhacer. Pero este poder-hacer incluye la capacidad de poder del propio yo para dar su simpatía, su compasión, su deseo de compartir el dolor del otro, de sufrir con el otro, de con-padecerse; también de recibir, de sentirse verdaderamente afectado por todo lo que el otro que está sufriendo le puede dar a cambio, incluso desde su misma debilidad. Éste es el contexto en el que se puede encontrar la prueba más elevada de la solicitud, porque esta reciprocidad que se da en el intercambio es la que compensa la desigualdad. El sufrimiento del otro se convierte así en una exhortación moral que suscita en el yo unos sentimientos espontáneos hacia el otro, y que se
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puede expresar, como dice Ricoeur, en el murmullo compartido de voces en momentos de mayor dolor o en unas manos que se estrechan en momentos de una extrema debilidad compartida. Y como continúa diciendo, “esta unión íntima entre la dimensión ética de la solicitud y la carne afectiva de los sentimientos es lo que me ha parecido que puede justificar la elección del término solicitud 12, que, en definitiva, es la afirmación del mutuo intercambio de las autoestimas.
La humanidad y el imperativo kantiano Al igual que la solicitud no es un añadido externo de la autoestima, el respeto hacia los demás tampoco es un principio moral distinto a la autonomía del yo. En el plano moral, el respeto hacia los demás se encuentra en la misma relación con la autonomía que la solicitud con la “vida buena”, y ésta, en el fondo, viene a ser para Ricoeur todo un plan de vida, vida no en un sentido puramente biológico, sino ético y cultural; significa vida activa en sentido político, esto es, practicar la virtud –la excelencia–, ya que su objeto es hacernos buenos. Este plan de vida es, dice Ricoeur, “el plan del tiempo perdido y recobrado..., ese entramado de sueños e ideales que permite decir que una vida se ha realizado o no”13. En este tema, Ricoeur resalta algo que también interesa al tema de la violencia contra la mujer. Piensa Ricoeur que cuando se trata a la humanidad que hay en mi persona y en la del otro como un medio y no como un fin, se está ejerciendo ese poder sobre la voluntad del otro que puede desencadenar todas las formas de vio-
Ricoeur, P., Soi-même comme un autre, París 1990, p. 224. 13 Ibíd., 214ss. 12
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lencia. Por otro lado, si se parte de la noción de humanidad no como una suma de humanos, sino en el sentido esencial de aquello que se hace digno de respeto, se puede llegar a la conclusión de que la idea de humanidad tiene la misma estructura de diálogo que la solicitud. Por eso, cuando el imperativo kantiano distingue entre “tu persona” y “la persona del otro”, se puede decir “no trates nunca a la humanidad como un medio”, y aquí es en donde Ricoeur descubre que, cuando se trata a la humanidad que hay en mi persona y en la del otro como un medio, lo que realmente se está haciendo es ejercer sobre la voluntad del otro ese poder que, en su influencia, desencadena todas las formas de violencia que terminan en la tortura y el asesinato y cuyo origen se encuentra en esa disimetría inicial entre lo que uno hace y lo que se ha hecho al otro. En esta noción de humanidad cada uno es irreemplazable, y esto es lo que acerca el sentido de la justicia a la igualdad y lo que, en opinión de Ricoeur, conduce a la solicitud. De ahí que afirme que “la igualdad, cualquiera que sea la manera en que se module, es a la vida de las instituciones lo que la solicitud es a las relaciones interpersonales”14. Justicia, igualdad y reciprocidad Nuestra mayor sensibilidad se muestra ante todo frente a la injusticia, y lo que realmente nos introduce en el campo de lo justo y lo injusto es, precisamente, nuestra queja sobre ella. Dice Ricoeur que la injusticia es además más perspicaz que el mismo sentido de la justicia, ya que, en el fondo, “la justicia es a menudo lo que falta y la injusticia lo que reina. Y los hombres tienen una visión más clara de lo que falta en las relaciones humanas que de la manera correcta de
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Ibíd., p. 236.
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organizarlas”15. Es el mismo Aristóteles quien permite poner a la justicia en relación con el poder y con las relaciones directas e interpersonales cuando dice: “Vemos que todos suelen referirse a la justicia como la disposición por la que los hombres son capaces de realizar acciones justas y por la que suelen obrar rectamente y lo desean”16.
Pero el sinónimo de lo injusto es la desigualdad, de la misma manera que la igualdad lo es a su vez de lo justo, sobre todo cuando el otro pasa a ser ese cada uno irreemplazable que acerca el sentido de la justicia y de la igualdad. Esto significa que las situaciones de poder o dominación se corresponden con una ausencia de simetría en las relaciones humanas, una oposición entre la forma activa de hacer y la forma pasiva de lo que le es hecho al otro; es decir, en las situaciones de poder o dominación existe en definitiva una disimetría inicial presente también y por desgracia en las relaciones hombre-mujer. La norma de reciprocidad trata de corregir precisamente esta presunta falta de simetría inicial entre los dos protagonistas de una acción porque, en esta disimetría, se sitúa a uno en la posición de agente y al otro en la de paciente o víctima, y aquí es en donde se injertan todas las desviaciones malignas de cualquier interacción humana en las que la violencia está presente y la reciprocidad está ausente, en las que reina la injusticia y la desigualdad y falta el sentido de justicia e igualdad. Ricoeur afirma que la violencia es como una pendiente que va desde la simple e inocente influencia, que es una forma suave del poder sobre otro, hasta la tortura y el asesinato; reside en primer lugar en el poder que ejerce una volun-
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Ibíd., p. 227-231. Aristóteles, Ética a Nicómaco, libro V, 1, 1129.
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tad sobre otra y está incorporada en toda relación de dominio, que es precisamente el lugar ideal en el que se alberga la violencia, porque esa relación nunca es simétrica, pues en ella uno hace y el otro simplemente sufre o padece lo que le hacen. No es desde luego una relación entre iguales. En el campo concreto de la violencia física, en tanto que uso abusivo de la fuerza contra otro, las figuras del mal son innumerables, desde la amenaza hasta la muerte, pasando por todos los grados de coacción. Bajo estas formas tan diversas, la violencia equivale a la disminución o a la destrucción del poderhacer del otro, de su capacidad de hacer. Pero hay algo peor: en la tortura, por ejemplo –y sin duda que muchas mujeres están sometidas a ella–, lo que el torturador busca y suele conseguir es romper la estima de sí mismo de la víctima. La humillación –que nada tiene que ver con la humildad– no es otra cosa que la destrucción del respeto de sí mismo y de la autoestima. Y aquí es en donde se llega al fondo del mal. Pero también las falsas promesas y la traición, que es el revés de la moneda de la fidelidad, e incluso el sentido de la propiedad, el tener más que el ser, tan presente en todas las sociedades –también en las menos desarrolladas–, pueden llegar a formar una combinación maligna que destruye doblemente la confianza del otro, su autoestima y su derecho a ser respetado.
La ética de Emmanuel Lévinas La responsabilidad radical y el amor Se debe recordar una vez más que la relación que yo tengo con el otro, así como las relaciones de una pluralidad de personas, es lo que da sentido y hace que la ética exista y no sea algo simplemente accidental o secundario. Desde la ética, es obligada la referencia a Emmanuel Lévinas y su radicalidad a la hora de concebir el concepto de
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responsabilidad y las determinantes raíces religiosas que aparecen en su pensamiento. Este pensador judío lleva el concepto de responsabilidad a sus límites cuando dice que antes de que yo asuma conscientemente que debo responder del otro, yo debo reconocer que sufro por el Otro, incluso antes de que él “se me aparezca”. Esto significa que “siempre estoy llegando tarde”, porque mi identidad es mi responsabilidad respecto del prójimo, una responsabilidad que no tiene camino de retorno a casa porque es la unidad de un sujeto, la unidad del que está llamado a la responsabilidad hacia el prójimo sufriente: “Mi responsabilidad es incedible, nadie sabría sustituirme. De hecho, se trata de decir la identidad misma del yo humano a partir de la responsabilidad, es decir, a partir de esta posición o de esta de-posición del yo soberano dentro de la conciencia de sí mismo, de-posición que es precisamente su responsabilidad hacia el otro (...). Esta carga es una suprema dignidad del único yo inintercambiable, soy yo en la única medida en que soy responsable. Me puedo sustituir por todos, pero nadie se puede sustituir por mí: ésta es mi identidad inalienable de sujeto. Es en este sentido preciso que Dostoievski dice: ‘Todos somos responsables de todo y de todos ante todos, y yo más que todos los demás’”17.
En el ser humano, la relación con el otro es originaria, algo que le constituye como responsable, le otorga su identidad como ser humano y le lleva a responder al mandato que aparece en el rostro del otro. Lévinas califica a esta relación como originaria porque es una relación que me es dada antes incluso que mi libertad. En este punto, la posición de Lévinas difiere de la de Ricoeur, porque, para Lévinas, esta relación no es una relación de reciprocidad, pues sus sujetos no
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Lévinas, E., Éthique et Infini, París 1982, p. 108.
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están en términos de igualdad ni son dos libertades personales, sino una relación de alteridad, que es originariamente asimétrica e irreductible, ya que es anterior a una situación de reciprocidad y de igualdad18. Es, además, una responsabilidad sin límites, porque cada uno debe reconocer su propia responsabilidad hacia el prójimo y hacia nosotros mismos. Pero desde aquí se puede comenzar a hablar del amor, porque esta responsabilidad no es otra cosa que comenzar a amar y, al mismo tiempo, esta responsabilidad originaria no es otra cosa que el amor inicial, el Amor Originario que me lleva a hacer, a obrar. Desde aquí, se puede comenzar a comprender mejor el pensamiento de Lévinas e incluso a estar de acuerdo con él en esa radicalidad extrema de su concepto de responsabilidad por encima de la reciprocidad. El amor no designa precisamente la totalidad de la relación de reciprocidad en cuanto una relación que yo tengo con el otro y el otro conmigo, sino la responsabilidad que me pide el rostro del otro, ese mandato que se me presenta y me compromete incluso antes de que yo intente llevarla a cabo y que no espera que el otro me “devuelva”, también y en reciprocidad, eso que yo he hecho por él, aunque mi responsabilidad desee en el fondo una cierta forma de reciprocidad o de respuesta por parte del otro. En esta misma línea de pensamiento, Finkielkraut expresa también la desigualdad y la asimetría de esta relación originaria de alteridad
18 En el tema de la reciprocidad, Lévinas se distancia no sólo de Ricoeur, sino también de Martin Buber. En el pensamiento de Buber, la relación de reciprocidad esencial es el Yo-Tú; en cambio, para Lévinas, no se puede mantener esta especificidad del Yo-Tú interhumano sin hacer valer primariamente el sentido ético de la responsabilidad, que está cuestionando precisamente la reciprocidad. Lévinas, E., “Martin Buber et la théorie de la connaissance”, en Noms Propres, Montpellier 1976, p. 29-50. Nota que he tomado prestada de Simon, R., en o. c., p. 156-160.
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cuando dice que es el amor al otro el que me obliga y que “el prójimo me concierne antes de que mi corazón o mi conciencia hayan podido tomar la decisión de amarlo”19. El amor sólo se comprende desde una vulnerabilidad, una debilidad que me ayuda a comprender mi responsabilidad como algo pasivo en su origen porque me constituye, pero que enseguida cede el paso a mi plena libertad para tomar la decisión de asumir mi responsabilidad activamente.
Las raíces bíblicas en el pensamiento de Emmanuel Lévinas Bueno es recordar en este momento las raíces bíblicas del pensamiento de Lévinas sobre la responsabilidad. Éstas se encuentran, por un lado, en su manera de entender la responsabilidad como una vocación no sólo porque es algo gratuito que se me ha dado y a lo que yo he sido asignado originariamente, sino también porque no responde a mi iniciativa, pues es una palabra que me llama en el rostro del otro a una relación que, sin duda, es de carácter ético, porque me llama al servicio del otro. Y a esto se responde con el “heme aquí” y no con el “yo te doy para que tú me des”. Por otro lado, la responsabilidad no es una obligación que surja de una ley universal, sino de mi relación con el otro, con el rostro del otro, y a la que estoy obligado sin haberla elegido ni pactado previamente entre el otro y yo. Por eso es una relación originaria que, al mismo tiempo, construye mi grandeza y mi dignidad. Es además un imperativo, porque esa responsabilidad originaria me constituye, me “hace” el hermano del otro, y la obra que se me confía es precisamente la responsabilidad. 19
p. 84.
Finkielkraut, A., La Sagesse de l´amour”, París 1984,
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Junto a esto, la prohibición de matar es la garantía moral e irreductible de la alteridad del otro. A este respecto, Emmanuel Lévinas dice: “El rostro, revelándose por la palabra, me manda no matarlo y me demanda que responda de él hasta sacarme el pan de la propia boca para dárselo. El rostro es a la vez maestro y mendigo”20.
Lévinas también recuerda esto cuando dice: “El ‘no matarás’ es la primera palabra del rostro y es además una orden. En la aparición del rostro hay un mandamiento, como si me hablara un maestro. Pero, a la vez, el rostro del otro está desnudo, es el pobre para quien yo lo puedo todo y a quien yo lo debo todo. Y yo, sea quien sea, pero en tanto que ‘primera persona’ soy el que se procura recursos para responder a la llamada”21.
Por eso no se puede acceder a la humanidad, a ser plenamente humano, si no es en relación con la alteridad del otro. Pero todo esto no significa otra cosa que la elección del bien, de la Bondad originaria.
La injusticia de la violencia y su fundamento religioso La interpelación de Dios en el otro La respuesta a la cuestión de las raíces religiosas de la violencia de género tiene también un origen religioso. No cabe duda de que la violencia es intrínsecamente injusta no sólo desde un 20 La relación con el rostro es una de las ideas clave del pensamiento de Lévinas. Según él, la idea de lo Infinito, humano o divino, se produce concretamente en esta relación con el otro: “El modo por el cual se presenta el Otro, que supera la idea de lo Otro en mí, lo llamamos, en efecto, rostro”. Ver Lévinas, E., Totalidad e infinito, Salamanca 1977, p. 74-75. 21 Lévinas, E., o. c., p. 93-94.
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planteamiento ético, sino también desde el religioso, y en este contexto se enmarca también la violencia contra la mujer. Los fundamentos religiosos y éticos de la consideración de la violencia como algo intrínsecamente injusto se han formulado con claridad y, como se viene planteando, ayudan a detectar y denunciar las carencias que se dan en las relaciones de violencia. Ya se ha hablado de las imágenes patriarcales de Dios que ayudan a justificar las relaciones desiguales. Sin embargo, Dios aparece en la Biblia como el que nos interpela en el otro sufriente acerca de nuestra responsabilidad en esa situación de sufrimiento y nos responsabiliza de su suerte. En la tradición bíblica, que es la raíz del cristianismo, Dios se presenta con una peculiaridad llamativa: está presente en todo, pero se hace especialmente presente en el otro ser humano. Esta presencia o manifestación de Dios sucede habitualmente en un contexto ético, en el encuentro con el otro, con el tú en necesidad, de tal manera que Dios, el Tú eterno, se manifiesta en la relación con el otro, y, si quisiéramos hablar en términos de “imagen de Dios”, tendríamos que decir que la semejanza de Dios se manifiesta en el tú y no en el yo; por eso, el movimiento que nos lleva al prójimo nos lleva también a Dios. De ahí que el respeto hacia el otro, hombre o mujer, el temor por el otro, se puedan equiparar al “temor de Dios” (Lev 25,17.35). Así pues, nada tiene de extraño que el Dios bíblico no sea en absoluto propicio a las mitificaciones del sufrimiento humano, porque éste no procede de Él, sino del ser humano. Por otro lado, uno de los primeros antecedentes del fundamento religioso contra la violencia y su injusticia se descubre en el relato de Gn 4,1-1622. En la narración de la historia de
22 En este apartado se adopta una posición claramente teísta y además cristiana, ya que la intención no es formular
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Caín y Abel, el asesinato de Abel aparece como una irrupción de la violencia, de la violencia asesina. Es un mal que aparece en los orígenes de la humanidad, una violencia que se inflige a otro y que es padecido por otro de forma muy radical, la del asesinato, y con un telón de fondo de celos y enfrentamiento entre dos culturas, la pastoral y la agrícola. Caín va más allá del parentesco biológico y niega así la fraternidad fundamental, la que liga a cada ser humano con otro ser humano. Esta fraternidad constitutiva señala, al mismo tiempo, la posibilidad física de suprimir a otro y la imposibilidad ética de hacerlo, porque, aunque no lo quiera, Caín sí es el guardián de su hermano. La lógica de la violencia que aparece en este relato aísla al asesino y le marca para la venganza de los demás en un ciclo que sólo tiene fin con su muerte, de tal manera que, si se instaura la paz, la violencia permanece agazapada en el fondo y siempre dispuesta a resurgir. Pero también destaca con fuerza la relación con el otro, con el rostro del otro, como una relación ética primaria que se opone radicalmente a un ciclo de violencia que el crimen, en lugar de reducirlo, lo acentúa. En la pregunta sobre si la ética depende o no de la religión y, por tanto, de la creencia en Dios. Este tema nos llevaría muy lejos del tema principal, la violencia contra la mujer y su injusticia. En todo caso, baste decir que en los argumentos que hacen depender la ética de la religión habría que tener en cuenta su finalidad y a quiénes van dirigidos. En términos generales, se puede decir que estos argumentos van desde las teorías éticas que se apoyan en el mandato de Dios hasta aquellos que intentan reconciliar las creencias e intuiciones acerca de la moralidad con las creencias e intuiciones acerca de Dios y su bondad y su poder. Estos argumentos sólo son congruentes si se cree que existe un Dios benévolo y todopoderoso cuya voluntad es idéntica al bien, o que tiene los atributos divinos que generalmente se le suponen. Pero no pueden probar a un no teísta que la ética dependa de la religión; todo lo más, que si Dios existe, con los atributos divinos habituales, entonces la ética podría depender de la religión.
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todo caso, este texto bíblico afirma la hostilidad entre los seres humanos, incluso en el seno mismo de las relaciones familiares más cercanas, y la entrada de la muerte violenta en el mundo23. Aparece también una forma de organización social con un tipo de justicia que controla y regula la violencia latente o real que hay en ella. La regulación se marca de forma simbólica con el signo de Yahvé en la frente de Caín, de manera que afirma una fraternidad que él no ha escogido porque es constitutiva de la relación humana, que prohíbe la muerte violenta y que se expresa con fuerza en la prohibición del Decálogo: “No matarás”. La perspectiva bíblico-cristiana La memoria de las víctimas La perspectiva bíblico-cristiana se sitúa fuera del centro de la historia para ocuparse principalmente de los que están al margen de ella, de los marginados, de los vencidos. Por otro lado, tanto la tradición bíblica como el cristianismo ofrecen una sensibilidad especial por el otro en necesidad, por la víctima inocente. La denuncia del sacrificio de las víctimas inocentes se sacraliza cuando se formula como un sacrificio contrario a Dios y a la justicia y, al mismo tiempo, evita el que se mitifique de una manera mecánica a las víctimas. Ésta es la postura de la tradición bíblica y, especialmente, de la cristiana. La paz de Cristo no es la pax romana. La de Cristo no exige víctimas. Más aún, el Dios que se revela en Jesús de Nazaret es el “defensor de las víctimas”. Jesús proclama desde su muerte que las víctimas son inocentes y que interpelan a sus seguidores. Su clave es la memoria, la reconstruc23 Osty, Chanoine, La Bible, Gn 4, París 1973, p. 43. Esta nota la tomo prestada de Simon, R., o. c.
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ción de la memoria de sufrimiento de las víctimas inocentes24, que sirve para reavivar los discursos, ilustrarlos o incluso disiparlos e interrumpirlos. También, para impedir la prescripción de aquellas injusticias que se han logrado eliminar, o cuando la justicia y la libertad se han instaurado. La memoria de las víctimas hace que la justicia que reclama la violencia no quede ni resuelta ni cancelada ni prescrita, sino que estará permanentemente atizada por el recuerdo de las víctimas que se encuentran a lo largo de la historia. Un recuerdo que, además, va unido al ideal de solidaridad universal y de sentido de la historia. Este recuerdo de las víctimas es también un recuerdo profético, porque es lo que demuestra precisamente la imperfección del sistema y plantea el que, mientras exista una víctima de la violencia, la política de derechos humanos que practique ese sistema será cuestionada. Jesús nos habla de un Dios que es Padre porque ama y humaniza, que toma muy en serio a cada persona, respetando de una manera exquisita la dignidad y la libertad de todos y cada uno de nosotros, y que, desde luego, no tolera la injusticia ni la violencia. La entrega de Jesús hasta la muerte no justifica de ninguna de las maneras el sufrimiento, y menos aún la violencia, sino que hace de Jesús la base sufriente de la humanidad, porque si bien es verdad que Él sufre por nosotros, también lo es que sufre con nosotros y al igual que nosotros. Su sufrimiento hace de Jesús la base de los sufrimientos universales, la de los privados de todo derecho, la de todos los que no tienen otro título que el de ser “humanos”, la de aquellas mujeres a quienes se les niega incluso su humanidad. Por eso es importante la memoria de las víctimas. 24 Metz, J. B. – Wiesel, E., Esperar a pesar de todo, Madrid 1996, p. 42ss y 90ss.
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La necesidad de unos cambios radicales La renuncia a las represalias En las relaciones humanas, la práctica habitual es la de hacer el bien a aquellos que te lo hacen y el mal a aquellos que te hacen el mal; por eso, y siguiendo la lógica del pensamiento de Girard, el hecho de no tomar la iniciativa de la violencia es insuficiente, porque el mimetismo de toda violencia hace que ésta se perciba como una represalia legítima de la violencia anterior. Pero esto es lo que suelen recomendar las morales modernas y gran parte de las morales religiosas, lo que no facilita los cambios de comportamiento de los seres humanos, sino que más bien es, precisamente, lo que ha llevado al mundo a la situación en la que se encuentra. Por otro lado, es evidente la necesidad de erradicar la violencia, y para ello son necesarios unos cambios radicales. Girard piensa que para realizar un verdadero cambio hay que ir más lejos, hay que renunciar a las represalias, por muy legítimas que parezcan. Y esto es lo que sólo Jesús de Nazaret recomienda, porque el Reino de Dios que anuncia es la renuncia incondicionada a toda represalia en las relaciones humanas: “Habéis oído que se dijo: ojo por ojo y diente por diente. Pues yo os digo que no resistáis al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha preséntale también la otra; al que quiera pleitear contigo para quitarte la túnica déjale también el manto; y al que te obligue a andar una milla vete con él dos. A quien te pida da, al que desee que le prestes algo no le vuelvas la espalda” (Mt 5,38-42).
Es cierto que esto se parece bastante a una utopía pacifista, pero la actual situación la convierte en una condición indispensable para la supervivencia de todo y de todos. No se trata de una cuestión de fe religiosa, sino de una evidencia que cada día se hace más visible. Tampoco es algo pasado de moda, porque esta recomenda-
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ción de Jesús es la única solución ante la proliferación de armas cada vez más destructivas y la única que puede romper con la cerrazón de las sociedades antiguas, tribales y patriarcales, enemigas de la mujer y justificadoras de las diversas formas de violencia de género a través de su sometimiento al varón.
Una justicia diferente El mensaje de Jesús de Nazaret también habla de una justicia que es la más auténtica porque sigue la lógica del amor. Su misma actitud nos descubre hasta qué punto la exclusión o minusvaloración de cualquier hombre o mujer suscitaba su ira y le sublevaba hasta llegar casi a la intransigencia. En continuidad con su doble mandamiento de amar a Dios y al prójimo, la parábola del buen samaritano (Lc 10,29-37) representa lo contrario de la dinámica de la violencia. El prójimo de la parábola no se corresponde con una categoría sociológica, ni con un rol o una situación social determinados. Tampoco con alguien a quien puedo designar porque pertenezca a mi raza o a mi misma religión, porque mi prójimo no es un simple socio mío25. A diferencia del sacerdote y del levita, el samaritano se hace el prójimo del hombre a quien los bandidos han dejado medio muerto al borde del camino. Toma una iniciativa de actuación y acude en su ayuda, asume libremente una responsabilidad que él no ha pedido con anterioridad; él se hace de forma activa el prójimo del otro, porque, como diría Lévinas, estaba llamado a la responsabilidad incluso antes de su iniciativa personal, y esta responsabilidad que viene del rostro del Otro es la fuente del actuar ético. 25 Ricoeur, P., “Le Socius et le Prochain”, en Histoire et Vérité, París 1964, p. 99-111.
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Pero también es cierto que, desde una crítica feminista, este relato evangélico es claramente androcéntrico, ya que sus personajes son exclusivamente varones y sus experiencias masculinas se han elevado a experiencia universal. Aunque también es una prueba de que la virtud no tiene género. Lo que Jesús de Nazaret vivió y anunció como Buena Noticia fue el amor, el amor entendido como generosidad desinteresada, un amor que rompe las barreras y las distancias y se extiende también a los enemigos. En esa humanidad nuestra todavía en desarrollo, el amor será también acción, deseo de completar la obra de Dios en el mundo, de amar amando con Dios, pero esta acción es obra humana y, por tanto, pertenece al campo de la ética, aunque también es fruto del Espíritu. Dice Ricoeur que el amor “es un mandato que contiene las condiciones de su propia obediencia por la ternura de su reproche: ¡Amame!”, y que, en su carácter ético, no se puede reducir al imperativo moral ni a la obligación ni al deber, porque el amor pertenece a la economía del don y la gratuidad26. El amor –y su utopía– es un valor fundamental para los cristianos y tiene además un valor universal porque no excluye a nadie y atiende a cada uno según su necesidad y no según criterios egoístas. Este mensaje y este ejemplo de vida de Jesús de Nazaret es el trasfondo de la nueva justicia y desde donde formula también la Regla de Oro. Cuando Jesús dice: “Pero yo os digo a los que me escucháis: Amad a vuestros enemigos, haced bien a los que os odien, bendecid a los que os maltraten” (Lc 6,27), y, más tarde, en Lc 6,31: “Y lo que queráis que los hombres os hagan, 26 Ricoeur, P., “Liebe und Gerechtigkeit”, en Amor y justicia. Traducción de T. Domingo Moratalla, Caparrós Editores, Colección Esprit 5, Madrid 1990, p. 18ss.
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hacédselo vosotros igualmente”, la Regla de Oro viene formulada desde el amor y, por tanto, no expresa su regla de equivalencia, sino que la reinterpreta. La justicia, tal y como la entendemos espontáneamente, y tal y como funciona a su propio nivel de equivalencia, se ve afectada por el amor al prójimo bajo su forma más extrema: amar a los enemigos. Esto evita que el amor caiga en las trampas del utilitarismo y, al mismo tiempo, muestra que amar a los enemigos es una expresión que sobrepasa a una actitud ética, porque pertenece a la economía del don y de la gratuidad a la que pertenece el amor27.
Conclusiones La mujer interpela a la sociedad, a la cultura y a las religiones acerca de la violencia que contra ella se continúa ejerciendo. En este rápido recorrido por las raíces de la violencia contra la mujer y por algunas de las reflexiones realizadas sobre la violencia y sus posibles respuestas o soluciones, se ha tratado de responder a esta interpelación, y hora es ya de responder y formular algunas conclusiones. La concepción de la mujer y los condicionamientos socio-históricos En la manera de concebir a la mujer y en las normas que la someten al varón, permitiendo su consideración como una propiedad más de su padre, marido o compañero, e incluso como un mero objeto sexual y reproductivo, los condicionamientos socio-históricos y la cultura de las sociedades tradicionales y patriarcales juegan un papel definitivo a la hora de explicar que la vio-
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lencia contra la mujer haya carecido, en la práctica y hasta nuestros días, de las debidas sanciones morales y sociales. En el pasado había con seguridad más violencia que ahora, pero no se le daba importancia. Actualmente, cuando surge la violencia nos llama mucho más la atención, y la violencia doméstica se ha convertido en un delito y en un comportamiento no aceptado ya por la sociedad. Anteriormente, esta misma violencia pasaba desapercibida porque estaba considerada como algo “natural”, en el sentido de “acostumbrado” o “habitual”, y, en definitiva, como algo cultural; a este respecto, el historiador G. M. Trevelyan (Social History of England), al hablar de la posición de la mujer, señala que, hacia el año 1470, “golpear a la esposa era un derecho reconocido del hombre, y era ejercido sin recato por humildes y poderosos... Asimismo, la hija que rehusaba casarse con el caballero elegido por sus padres se hacía acreedora a que la encerraran, la golpearan y la tiraran por el suelo, sin que la opinión pública se conmoviera”. Esto es sólo un ejemplo de la “habitualidad” del maltrato hacia la mujer y la insistencia de su presencia en las más antiguas tradiciones y culturas, pero nada o muy poco tiene que ver con un fundamento religioso, ya que, en definitiva, la voz de Dios está en ese clamor contra la violencia, y, para el creyente, éste sería el primer fundamento de la injusticia de la violencia, pero no sus raíces culturales. La tortura de la intimidad La persistencia testaruda de las diversas formas de abuso sexual que acosan a la mujer hasta llegar a la violación e incluso el asesinato, pasando por el calvario de las mujeres maltratadas, no es más que una forma solapada de la tortura que se insinúa o manifiesta abiertamente en el cuerpo a cuerpo de la intimidad. Habría que expresar, y convencer, de una manera más tajante y radical
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que, además de prohibir robar o matar, también está prohibido torturar bajo cualquiera de las formas, por muy sutiles que éstas sean. Y que ni la cultura ni sus tradiciones ni el ámbito familiar son excusa ni justificación para hacerlo. De donde se puede concluir que la violencia es injusta no sólo por la cuestión de poder que late en ella, sino porque presupone una relación de desigualdad entre los seres humanos, entre el hombre y la mujer. Y esto es injusto y una forma de violencia. La virtud no tiene género Es muy fuerte la tentación de pensar que la ética de Lévinas tiene mucho de ética feminista y cristiana, sobre todo si fuese posible asumir esas “virtudes” de género y los riesgos que implican, que, por otra parte, han sido denunciados por el pensamiento feminista. Pero la experiencia de sufrimiento de las mujeres lo impide en tanto los hombres no asuman de manera radical su responsabilidad con su otro más próximo y más cercano, con la mujer. La dura realidad de la violencia de género aconseja pensar, de momento, en esta ética de la responsabilidad de Lévinas como en una bella utopía por la que habría que seguir trabajando con la esperanza de alcanzarla algún día. En el camino, quizás habrá que olvidar de una vez por todas que la virtud no tiene género; la verdadera virtud es la excelencia, y a ella estamos llamados todos los seres humanos para poder lograr una vida “buena”. En todo caso, y recordando de nuevo a Robinson Crusoe, si bien el control de la violencia es una de las tareas de la ética y de cualquier moral, en esa situación estaban presentes la moral y las relaciones de fuerzapoder que originan las relaciones de violencia. Todo esto muestra que el código de conducta, con su dimensión moral, es una herencia que se recibe, y sólo se reinventa, en cierta manera, cuando se la asume.
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La humanidad de la mujer El concepto de humanidad es importante a la hora de hablar de la injusticia de la violencia y de la respuesta que dan las reglas de oro y los imperativos, pero no siempre ha aceptado la sociedad la plena humanidad y dignidad de la mujer. Ni tampoco las religiones ni las teologías, a pesar de estar claramente expresada en los relatos de Génesis y en la actitud de Jesús de Nazaret hacia las mujeres. Y ya se ha visto la escasa preocupación mostrada hasta ahora por la ética hacia la mujer. Hoy día, la plena humanidad de la mujer está formalmente reconocida en el pensamiento occidental. Aun así, la violencia no cesa, ni siquiera en las sociedades occidentales. Y desde aquí, desde la Regla de Oro y desde los imperativos, se puede tratar de hacer comprender y desterrar de una vez por todas que la humanidad misma de la mujer impide todas aquellas prácticas y concepciones que le niegan su humanidad. Y las diversas formas de violencia están negándola. También, que su libertad y su dignidad no deben estar condicionadas por costumbres o consideraciones sociales ni familiares. La vida es un vivir con y para el otro que se basa en el dar y en el recibir, y ella, la mujer, no es un doble, un alter ego de su marido o de su compañero, sino otro ser humano. Y esto requiere una relación de reciprocidad en la que estén presentes la mutualidad, el afecto y el compañerismo que se encuentran en una relación de amistad, porque esto es lo que puede llevar a unas relaciones más justas e igualitarias. Y porque el amor, implícito en la solicitud y en el rostro del otro, no entiende de utilitarismos ni espera ventajas de la relación hombre-mujer. Mucho menos de relaciones de dominio, que siempre alojan a la violencia y carecen de los principios éticos de responsabilidad o reciprocidad. Pero la violencia contra la mujer es también una cuestión política, porque cuando esta inter-
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pretación del otro no se reduce a una pura y simple relación personal, cuando se refiere a la humanidad entera, están echadas las bases para desarrollar una fuerte sensibilidad política y cristiana hacia todo el que sufre, también hacia la mujer que padece violencia en cualquiera de sus formas, pues en la preocupación por el otro late también la preocupación por las estructuras sociales que permiten o impiden que esa mujer pueda desarrollarse como persona y se está mostrando que en ellas no están presentes los derechos humanos.
La mujer, víctima propiciatoria Como ya se ha visto, René Girard reflexiona también sobre este tema y, a pesar de que su planteamiento del proceso difiere en determinados aspectos, ayuda a comprender mejor el mecanismo por el cual la mujer ha sido una víctima inocente a lo largo de la historia. En numerosos mitos, así como en las religiones más importantes, se ha hecho responsable a la mujer, Eva o Pandora, de la aparición del mal en el mundo, se la ha considerado como algo impuro que “mancha” y contamina a los otros seres humanos, como algo que debe ser eliminado catárticamente para que el resto de la humanidad se purifique y se salve. Y no cabe duda de que esta concepción negativa de la mujer a lo largo de la historia viene ejerciendo y favoreciendo la presencia de tanta violencia contra ella; y de que esto influye también en las relaciones hombre-mujer no sólo en la sociedad, sino también en la familia y fuera de ella. Si recordamos que el violento es en el fondo un hombre débil que se siente incapaz de convencer al otro sin ejercer la fuerza, sin demostrarle su poder, y que acostumbra a ejercerlo y a intimidar a su adversario mediante el miedo y el terror, es fácil imaginar este esquema de Girad en
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relación a la violencia doméstica. El asesinato de la esposa, la compañera o la novia consiste en realidad en todo un largo proceso que se inicia con amenazas, golpes y palizas reiteradas que culminan en la muerte violenta de la víctima cuando ésta se decide a decir “¡basta!” e inicia un proceso de separación legal o de hecho. Los medios de comunicación suelen enfatizar este hecho añadiendo a la noticia del asesinato la “carga emocional” que estaba sufriendo ese hombre, el “agobio” que le producía la ruptura de esa relación. Este hombre, que ya se ha habituado a liberarse de sus propias violencias descargándolas sobre su particular víctima propiciatoria, ante el trance de perderla, hace única responsable del desastre que se le viene encima a su compañera. De esta forma, ella pasa a convertirse en la víctima propiciatoria de ese círculo de violencia insoportable en el que se ha encerrado este hombre, para quien la violencia del asesinato pasa a ser su única salida, el único remedio que encuentra para “curarse” de su propia violencia y de la que le produce la nueva situación de separación. Esto nos lleva a recordar que la memoria del sufrimiento de tanta mujer víctima de la violencia proporciona unas condiciones de comprensión de la realidad que iluminan aspectos que habitualmente quedan en la sombra de la racionalidad común. De ahí que lo importante, lo que garantiza la universalidad de la justicia que reclama la violencia contra la mujer, es mantener el respeto radical hacia el otro en necesidad, porque no hay ningún sufrimiento en el mundo que no nos concierna. Y esto, que está en la raíz del primer cristianismo, adquiere un significado especial y es de una actualidad acuciante en nuestra sociedad globalizada. Pero, al mismo tiempo, nos sitúa en una enorme contradicción, porque la resistencia que ofrece el rechazo de la violencia contra la mujer, la naturalidad con que se acepta, desarma esas facilidades que la globalización ofre-
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ce para desterrarla de todas las sociedades y nos puede hacer olvidar que las cosas pueden ser de otra manera.
Bibliografía Girard, R., La violencia de lo sagrado, Barcelona 1983. Ricoeur, P., Soi-même comme un autre, París 1990. Metz, J.B., Esperar a pesar de todo, Madrid 1996. Lévinas, E., Totalidad e infinito, Salamanca 1977.
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La teoría feminista Teresa Rodríguez de Lecea
Definición La Asamblea General de Naciones Unidas definió en 1993 la violencia contra las mujeres describiéndola como “cualquier acto de violencia que se produzca por motivo de género o cuyo resultado sea daño físico, sexual o mental sufrido por las mujeres, incluidos los abusos de coerción o privación arbitraria de libertad, tanto públicos como privados”.
Diferentes niveles Esta definición tan amplia alude a la presencia en la sociedad de una violencia específica contra las mujeres, que se desarrolla a través de mecanismos muy variados, según las diferentes culturas y ámbitos históricos, que incluyen factores culturales, religiosos y de todo tipo que tratan de justificar esa violencia. Podemos hablar, en primer lugar, de violencia física, que incluye las palizas, el abuso sexual de niñas, el rapto, la mutilación genital femenina y otras prácticas tradicionales que son dañinas para las mujeres. También debemos añadir a esas prácticas otras aún más terribles, como son el infanticidio, el abandono o el aborto por razón de sexo. En segundo lugar, encontramos otro tipo de violencia más sutil, que puede parecer menos brutal pero cuyos resultados son tan devastadores como la anterior: nos referi-
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mos a la violencia psicológica que supone el acoso sexual y la intimidación tanto en el hogar como en el trabajo, y las dificultades –en ocasiones, la imposibilidad– de acceso a la educación o la discriminación en las instituciones educativas o en cualquier otro lugar de encuentro social. Y en tercer lugar, si tratamos de profundizar en la situación que posibilita esas prácticas y fundamenta esta violencia dramática que las ataca tan directamente, descubrimos un componente que es estructural en la sociedad, que radica en el nivel de los principios teóricos de la configuración social y que es lo que produce su marginación y lugar secundario y sometido respecto al varón, manifestándose en todas las circunstancias expuestas más arriba. Se trata de su consideración como inferior y sometida. La constatación de este nivel más profundo de la violencia contra la mujer es lo que hace hoy hablar de violencia de género, en lugar de violencia doméstica o de cualquier otra violencia concreta referida a las mujeres. Porque las mujeres tienen, en todas las sociedades, mayores dificultades que los varones en todos los campos, precisamente por su género. No es éste un problema nuevo en el diagnóstico social, porque es evidente que esta violencia ha ido desarrollándose a través de los siglos, incrustada en los diferentes modelos de sociedad, tomando diferentes formas y expresándose de manera diversa según los momentos históricos. Estamos ante un problema universal que podemos encontrar siempre, en todo tiempo y lugar, aunque sea de mayor o menor gravedad. La novedad hoy estriba en que, al hilo del desarrollo de la doctrina de los derechos humanos que defiende la fundamental igualdad de las personas, sin distinción de sexo, raza, etc., ha podido ir generándose una conciencia cada vez más amplia y profunda de algo que había sido
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presentado como una base común tácita, que es la caracterización de las mujeres como inferiores y, por tanto, supeditadas al varón. De esa convicción se desprendía su consideración como objeto o propiedad de éste, y de ahí la justificación del uso de la violencia sobre ellas. La Asamblea General de Naciones Unidas, en su Conferencia de Viena de 1993, afirmó que “los derechos humanos de las mujeres y de las niñas son una parte inalienable, integral e indivisible de los derechos humanos universales”, subrayando así, de manera definitiva, este concepto y creando el soporte jurídico de la lucha contra todo tipo de violencia por razón de sexo. Haciendo un poco de historia, podemos ver que la premisa de la inferioridad y sumisión debida de las mujeres, que es lo que soporta el concepto de propiedad del varón y la subsiguiente impunidad de la violencia contra ellas, es algo que aparecía en muchas sociedades como “natural”, es decir, como un principio dado por la naturaleza, inmutable e indiscutible, dando por sentado que esa categoría estaba inserta en lo más básico de las conductas sociales como evidente e indiscutible, justificada por sí misma. Solamente a partir del principio de igualdad ha podido ir generándose la creciente visión de lo que es una terrible injusticia, asimilada durante siglos por el conjunto de la sociedad, es decir, también por las propias mujeres, como una característica “normal” en la configuración de la convivencia de los seres humanos. El hecho de que de vez en cuando se tradujera en episodios de especial crueldad no alteraba la consideración de lo que debía ser la relación habitual entre los sexos. Los datos no pueden ser más terribles si tenemos en cuenta que, en los países que han podido ser estudiados a gran escala, se ha llegado a la conclusión de que entre el 10 y el 50% de las mujeres han sufrido malos tratos físicos por parte
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de algún miembro de su entorno familiar más estrecho alguna vez en su vida, y que entre el 12 y el 25% han sido obligadas a mantener sexo a la fuerza por parte de algún compañero o ex compañero íntimo. La violencia entre personas fue en 1998 la décima causa de mortalidad entre las mujeres de 15 a 44 años, y la prostitución forzada, el tráfico sexual y el turismo sexual parecen haberse fortalecido, existiendo datos y fuentes estadísticas sobre tráfico de mujeres y niños que estiman en 500.000 las mujeres que entraron en la Unión Europea en 1995 con ese destino. Siguiendo con el análisis de esos datos, podemos sacar en conclusión que quienes perpetran esa violencia son, casi exclusivamente, varones. Las mujeres tienen mayor riesgo de sufrir violencia que los varones, pero, además, esa violencia está protagonizada por los varones de su entorno, de manera que las mujeres y las niñas son frecuentemente víctimas de la violencia, sexual o no, dentro de la familia y entre compañeros íntimos. Las tres clases de violencia a que se aludía más arriba se combinan entre sí, ya que el abuso físico en las relaciones íntimas va casi siempre acompañado por abusos psicológicos y verbales que suponen un trato despreciativo y, evidentemente, están soportados por un contexto social que consiente o por lo menos elude su responsabilidad en el tema. Porque las instituciones sociales que deberían encargarse de proteger a esas ciudadanas, a menudo únicamente lamentan el daño realizado o ignoran a las mujeres maltratadas. Hasta hace muy poco tiempo, este tipo de problema se consideraba, incluso en las sociedades más avanzadas, como un tabú, un problema privado del que no era de buen gusto hablar, ni tampoco, por supuesto, era contemplado por el derecho penal. Actitud que está traduciendo, una vez más, aquel aspecto de violencia estructural. Las medidas para castigar esa violencia y prevenir sus consecuencias apenas si están instaurándose
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actualmente en las sociedades más desarrolladas, buscando desterrar su presencia en ellas. Porque hay que considerar que el proceso de asimilación del concepto de igualdad es muy lento y que hay que ir descubriendo los múltiples resquicios en los que está enquistada la desigualdad, para desmontarla.
Desarrollo en los diferentes niveles de la sociedad La violencia contra las mujeres adquiere múltiples rostros y para determinar sus campos debemos hacer un análisis detallado de los diferentes ámbitos de socialización. El terrible resultado es que podemos encontrarla en todos y cada uno de ellos. Las consecuencias que genera esa violencia pueden también concretarse en cada uno de esos niveles. En el plano individual, que podemos describir como la autopercepción de la persona como un yo, con una determinada capacidad de desarrollo y de autocontrol, factores que determinan su autoestima, los abusos y la violencia generan una serie de problemas de rechazo de la propia persona, que en muchos casos deviene en enfermedad mental. La violencia destroza el nivel de responsabilidad, puesto que proporciona una motivación, el miedo, que no se rige por motivos racionales, sino irracionales. Las agresiones tanto físicas como sexuales en la infancia generan trastornos que permanecen toda la vida latentes o explícitos. Si nos detenemos a examinar cuáles son las consecuencias sociales inmediatas de la violencia contra las mujeres en los niveles de relaciones interpersonales, podemos considerar que en el entorno más íntimo, que es el de la pareja y el nivel familiar, la violencia tendría que conducir directamente al conflicto o a la ruptura familiar.
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Pero si no es así, el temor y la necesidad de escapar a esa situación conducen a modos de evasión como el alcoholismo o las drogas. En un ambiente familiar de violencia, la transmisión de los valores a los hijos queda dañada desde la infancia con el lastre de esa presencia, y será muy difícil erradicar más tarde esos ejemplos. En el nivel de las relaciones institucionales, la inhibición de las mujeres en la educación y en los puestos de responsabilidad conduce a la dependencia tanto de las mujeres como de la familia respecto del varón. En este plano, la ausencia de responsabilidades deriva de la ausencia de autonomía económica, siendo la feminización de la pobreza un problema cada vez más acuciante y extendido. Los casos más extremos de esa violencia son, probablemente, el tráfico de mujeres y la violencia perpetrada o consentida por el Estado, que trascienden el nivel individual o personal y llegan a su institucionalización por las más altas instancias de la pirámide social.
Posibilidades de luchar contra la violencia de género Este panorama abrumador requiere algún tipo de explicación, que resulta aún hoy difícil de conseguir: la violencia contra las mujeres parece proceder de una combinación de características biológicas y psicológicas, combinadas con factores sociales, económicos y políticos, que resultan muy complejos a la hora de ser analizados de cara a descubrir una posible pauta para lograr su erradicación o, por lo menos, su aminoración. Pero el problema es tan profundo y su arraigo ancestral tan fuerte que las expectativas de lucha contra él han ido tomando diferentes pautas desde que se puso en marcha el proceso de igualdad. La política de promoción de la mujer realizada en los años sesenta y setenta del siglo pasado
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fue un paso importante para la mejora de la situación de las mujeres en las sociedades occidentales. Se trataba con ella de promover la igualdad de mujeres y hombres, en la convicción de que una mejor educación y capacitación técnica facilitaría su autonomía económica y su promoción social, luchando contra su situación de inferioridad, y que de ahí se desarrollaría el aumento de su capacidad de defensa frente a la violencia. Es lo que se denomina enfoque MED (Mujeres en Desarrollo). Es cierto que, gracias a los avances conseguidos en ese frente, la situación de las mujeres en las sociedades democráticas desarrolladas no es tan dramática como en otras en las que no se ha realizado una reflexión sobre el tema ni se han tomado las medidas pertinentes para ir buscando la igualdad. Es indudable que cuando se logra un ambiente de suficiencia económica de las propias mujeres, una legislación que intenta conseguir el respeto mutuo entre los diferentes miembros de la familia, y en la comunidad hay una escuela en la que se propugnan los valores de tolerancia y dignidad mutuos, mientras que en la estructura social se promueve la igualdad entre las personas de uno y otro sexo, el riesgo de violencia contra las mujeres es menor. Sin embargo, esos aspectos, que constituyen indiscutibles avances en las sociedades democráticas desarrolladas, no han logrado erradicar la situación de inferioridad de las mujeres respecto a los varones. Analizando los supuestos que mantenían esas políticas de promoción de la mujer, se ha concluido que esta actitud no ha resultado suficientemente eficaz porque continuaba insertándose en unas premisas teóricas y en un contexto social activo que seguían considerando inferior a la mujer, de manera que los logros de algunas mujeres en el terreno técnico o social no conseguían erradicar el concepto básico de desigualdad que permanecía latente. Además, al iden-
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tificar como causa principal la falta de acceso a los recursos económicos, quedaba muy limitado el horizonte de la real desigualdad entre hombres y mujeres. Los objetivos enunciados no se lograban más que en una pequeña proporción, y resultaba necesario realizar un análisis y una prospectiva desde la convicción de la situación de radical desigualdad de las mujeres en las sociedades, para tratar de mejorar las relaciones de poder, el conflicto y las relaciones de género y así contribuir realmente al respeto básico a la mujer. Mientras exista un ambiente en el cual persista una historia y memoria de abusos y violencias físicas; un ambiente familiar conflictivo en el que la supremacía del varón sea difícilmente discutible; un ambiente social en el que el desempleo, el aislamiento y la falta de oportunidades para las mujeres se produzcan en una proporción mucho más elevada que para los hombres; un ambiente socio-estructural en el cual haya una aceptación cultural de la violencia contra las mujeres, y, además, los roles sociales según el sexo estén establecidos rígidamente, defendiendo la supremacía social, cultural y económica del varón, la violencia contra las mujeres seguirá encontrando terreno abonado para extenderse. Para resolver todos esos problemas no basta, pues, con conseguir una mejora de la situación económica de las mujeres, sino que hay que ampliar las expectativas más allá de la desigualdad económica y técnica, buscando un ángulo distinto y más amplio. La teoría de género en el desarrollo (GED) afirma que todas las características asignadas al sexo son aprendidas, que el género no es un elemento biológico, sino cultural, y que cada sociedad tiene una determinada concepción de los géneros y de sus roles que hay que analizar lúcidamente, tratando de encontrar una situación justa que no permita la violencia de género
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en ninguno de sus matices. Los atributos asociados a la condición de hombre o de mujer se han comenzado a estudiar como ideologías culturales, más que como cualidades inherentes o fisiológicas. Lo que trata de conseguir la teoría de género es mostrar que la visión global de una serie de hechos de violencia contra las mujeres como los descritos más arriba, como violencia física, psicológica o estructural, establecen una diferencia clara entre sociedades que son social, económica y culturalmente avanzadas y las que no lo son, puesto que en las primeras aparecen como rechazables, aunque no se haya logrado su plena erradicación. Sin embargo, a pesar de esa diferencia a favor de las primeras, la teoría de género señala que también en ellas sigue apareciendo la consideración del género femenino como secundario. Hace muy poco tiempo que se ha logrado en ellas el pleno reconocimiento legal de la totalidad de los derechos de que gozaba el varón, y todavía es posible ver residuos de pautas de conducta diferenciadas, como por ejemplo los modelos de socialización diferentes en los niveles educativos que propugnan los grupos más conservadores, y que persiguen la construcción de mundos desiguales entre niños y niñas para que sigan enseñando, en definitiva, a situar a las futuras mujeres bajo el dominio de los varones. Los avances legales, tan importantes y necesarios, no bastan. Es fácil advertir que, en múltiples facetas, en las sociedades avanzadas permanece el soporte cultural y la diferencia de las relaciones de poder que sostienen el papel secundario y la sumisión de las mujeres. Hay que puntualizar que los malos tratos en la violencia de género no solamente estriban en el hecho de que un hombre agreda a una mujer o a una niña, sino que se añaden una serie de circunstancias que agravan el hecho. En muchos casos, los vecinos, los agentes de policía e incluso los jueces ante los que es
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denunciado el maltrato prefieren pasar por alto esos golpes y considerarlos como un problema privado, sin querer inmiscuirse en el asunto. En otros casos, aún peor, definitivamente se ponen del lado del hombre y disculpan su acción, reproduciendo esquemas patriarcales que parecían haber desaparecido. Al mismo tiempo, esto supone que las mujeres no se atreven a denunciar los hechos por temor al golpeador, al entorno social a las instituciones. Y, en tercer lugar, el maltratador cree estar ejerciendo un derecho sobre algo que le pertenece. Ésos son los datos añadidos que configuran la violencia de género y que no aparecen en los casos de violencia entre hombres o de mujeres contra hombres. En la actualidad, el problema de los malos tratos a las mujeres ha conseguido en España un eco importante en los medios de comunicación. Ello se debe a una toma de conciencia creciente de la sociedad, en la que los medios de comunicación han tenido y siguen teniendo un papel muy activo. De hecho, en este caso, son las instituciones las que van detrás de las denuncias de los medios, tratando de poner remedio a esos hechos. Se puede pensar, incluso, que el número creciente con respecto a etapas anteriores de mujeres que llegan a ser asesinadas por sus parejas parece ir en relación con la negación a asumir el papel de sumisión y a consentir el maltrato como víctima pasiva. Esto supondría que la violencia crece de grado cuando encuentra resistencias. Es cierto que, en muchos casos, esas mujeres que sufren violencia están inmersas en circunstancias en las que hombres y mujeres comparten situaciones de pobreza, de agresión, de discriminación por su raza o por su extracción social, además de por su sexo; sin embargo, la forma en que experimentan los problemas, cómo los afrontan y tratan de solucionarlos, es diferente y más grave en función de su género.
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No solamente en el ejemplo del gravísimo problema de la violencia doméstica y las circunstancias que la rodean se pueden ver las dificultades para conseguir plenamente la igualdad. A pesar de la mayor capacidad económica de las mujeres, también se puede apreciar que las relaciones de poder inhiben su capacidad para beneficiarse de las mejoras en el acceso a los recursos económicos y sociales. Los hombres mueven una mayor variedad de recursos materiales y roles culturales para llevar a cabo sus intereses, y las mujeres quedan en desventaja para desarrollar un lugar social acorde con las capacidades adquiridas. En el nivel estructural, la aceptación cultural de la división de los roles por género sigue conduciendo tácitamente al dominio masculino en todos los niveles y a la violencia contra las mujeres. Éste es el nivel de los principios teóricos, donde es mucho más difícil incidir de forma efectiva para lograr una auténtica igualdad entre mujeres y hombres. Son, pues, las relaciones de poder las que no han cambiado, o han cambiado apenas. Desde la Conferencia de Beijing, la teoría de género o GED ha ido consolidando un concepto estratégico en la búsqueda de una mayor igualdad entre los hombres y las mujeres. Se trata del “empoderamiento”, que va dirigido a resolver dos problemas que quedaban sin solución en la estrategia de Mujeres en Desarrollo: la dificultad del acceso de las mujeres al poder económico y social, y la persistente marginación política de las opiniones y puntos de vista de las mujeres en el proceso de desarrollo. El empoderamiento tiene su origen en los grupos radicales negros americanos y otros grupos de desarrollo. No se trata tanto de un proceso de investigación de los grupos feministas de países desarrollados como de la experiencia de organizaciones de mujeres del Tercer Mundo. Se trata de incrementar la capacidad de autoconfianza de las mujeres para que influyan en el cam-
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bio social, aumentando su poder en el control de los recursos tanto materiales como no materiales. No se trata de poner tanto énfasis en elevar el estatus de las mujeres en relación con los hombres como en conseguir una redistribución del poder. Con ese aumento de la autoconfianza, las mujeres serán capaces de lograr cambios tanto en el hogar como en el trabajo, como en los diferentes niveles de la sociedad. El empoderamiento no puede ser una estrategia de arriba abajo, ni tampoco puede haber una fórmula fija para alcanzarlo. Se trata de conseguir la capacidad personal de tomar decisiones y de hacerlas tomar a otros. En primer lugar, requiere, por parte de las mujeres, el reconocimiento de las causas y las condiciones de su subordinación, para poder luchar contra ellas. Tras este primer paso, el más importante en el empoderamiento, debe extenderse por una amplia panoplia de campos sobre los cuales reflexionar y actuar: legal, económico, social, etc. En la actividad en esos campos es muy importante señalar los problemas de género en el más alto nivel, cuando se está tratando de conseguir la solución política a un problema. Hay que determinar el impacto en las cuestiones de género en el corazón de las decisiones políticas más importantes, tanto en las estructuras institucionales como en la asignación de recursos. Ése es el objetivo de esta estrategia, que no permite desviar la atención ni marginar los intereses y necesidades de las mujeres de todas y cada una de las actuaciones sociales y políticas. Para ello, se hace necesario detectar y analizar cada problema y determinar los modos cómo están discriminadas o violentadas las mujeres, tratando de solucionarlo con los criterios de justicia e igualdad. Por eso es precisa la continua aparición en los medios de comunicación y en documentos de organismos internacionales de las denuncias de violencia de género en sus múltiples
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facetas. El rechazo que producen en las sociedades avanzadas costumbres como la ablación del clítoris, la lapidación por adulterio en algunos países musulmanes o las legislaciones que prohíben a las niñas el acceso a los diferentes niveles educativos no debe ocultar que también en ellas se producen aspectos de violencia y discriminación que deben ser puestos de manifiesto y evitados en lo que tienen de injusticia por razón de género. Dos casos de discriminación y violencia contra las mujeres en las sociedades occidentales han sido puestos de relieve recientemente en documentos importantes nacionales e internacionales. Se trata del problema de la violencia doméstica contra las mujeres inmigrantes sin papeles, que quedan en un vacío legal de protección, y el de la violencia contra las mujeres en tiempos de guerra o conflictos armados, que está logrando una nueva legislación internacional. En ambos casos, de poco sirve estar hablando de sociedades desarrolladas y democráticas. En el primero, porque la discriminación y el desamparo de las mujeres inmigrantes sin papeles que sufren violencia de género, doméstica o no, se producen precisamente por ser esas sociedades hacia las que se dirigen los grupos emigrantes en busca de mejores medios de vida para poder realizar sus aspiraciones. Sin embargo, una vez en ellas, su situación de “sin papeles” les crea una situación de indefensión, de invisibilidad, que no les permite gozar de las ventajas que les podría dar una sociedad más estructurada que la suya de origen. Por el contrario, están privadas de las posibilidades, aunque fueran mínimas, que ésta les daba. En el segundo caso, porque la guerra rompe toda legalidad, toda convención que protege al débil en situación de agresión. Lo más terrible es que la violencia contra las mujeres, tomada desde
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siempre como algo inevitable entre los horrores que produce un conflicto armado, va tomando cada vez con mayor frecuencia carácter de arma específica contra el bando enemigo.
La violencia de género contra las mujeres inmigrantes sin papeles La violencia doméstica está alcanzando en las sociedades avanzadas una repercusión social cada vez mayor. Lo que hasta hace poco era un problema exclusivamente privado, que no salía del ámbito familiar, aparece continuamente en las páginas de los periódicos en una estrategia de denuncia que posibilite su solución o, por lo menos, su tratamiento por parte de la sociedad. Las responsabilidades de las autoridades en la protección a las mujeres que sufren esa violencia están siendo puestas de manifiesto continuamente por los medios de comunicación, que alertan a la opinión pública de un fenómeno creciente y altamente preocupante. Consecuentemente, las diferentes instancias políticas y de gobierno van tomando medidas que tratan de evitar esa violencia, de paliar sus efectos y de castigar a los agresores. Éste es el proceso habitual por el que se crean los mecanismos con los cuales dar respuesta a los problemas en las sociedades democráticas. Pero hay, sin embargo, en el interior de esas sociedades desarrolladas un grupo de mujeres que queda fuera del alcance de esa preocupación, cuyos problemas de violencia doméstica o social no alcanzan a salir en los medios de comunicación y, sobre todo, al que no se aplican las medidas que se están tomando en el resto de la sociedad para tratar de evitar esos sucesos. Los grupos de mujeres emigrantes indocumentadas permanecen “invisibles” tanto para la información como para los procedimientos legales habituales de prevención y de castigo.
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Es su situación de indocumentadas la que hace que estas mujeres no tengan acceso a los medios de protección habituales en estos casos. Si se describe brevemente su situación personal, es fácil ver que es absolutamente precaria: existen en muchos casos barreras lingüísticas que les impiden acudir a las instancias que podrían protegerlas, desde las más cercanas, de vecindad o familiares, hasta las oficiales, como las sanitarias o las policiales. Lejos de su núcleo familiar y social, que podría protegerlas en alguna medida, en una cultura desconocida para ellas, en la que les resulta difícil acudir a relaciones de vecindad o amistad, se encuentran con que el medio institucional en el que viven no permite que se acerquen a él para solicitar protección, sino que, por el contrario, corren el riesgo de que las detengan o las expulsen del país. Este grupo considera justificadamente que las instituciones oficiales son más bien una amenaza que una protección para ellas, por su situación de clandestinidad, por lo que tratan de evitar cuidadosamente su contacto. Todos estos ingredientes facilitan en estos grupos la impunidad más absoluta en los casos de agresión y maltrato. Es así como en las sociedades avanzadas se crea un vacío legal que afecta a los derechos humanos más elementales de un grupo de sus habitantes, aunque no estén legalizados como ciudadanos de pleno derecho. De esta situación, que no ha sido prevista generalmente hasta ahora en las normas legales para los inmigrantes, resulta un grave caso de discriminación de acuerdo con las normas internacionales de derechos humanos. La situación de la violencia de género entre las mujeres inmigrantes en los países desarrollados ha llamado la atención de Amnistía Internacional, sección española, que publicó en julio de 2003 un informe donde reflejaba su preocupación por un problema que permanece “invisible” en nuestras sociedades. Amnistía Internacional ha manifestado su preo-
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cupación por la situación en España de las mujeres inmigrantes clandestinas, señalando esa triple condición de mujeres, inmigrantes e indocumentadas como sus especiales dificultades para escapar a la violencia de género. La Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1966 proclamaba la “no discriminación por raza, sexo, color, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”. Y también, al mismo tiempo, la obligación de los Estados de respetar y garantizar los derechos humanos de todas las personas que se encuentran en su territorio. En el caso que nos ocupa, el Gobierno español no contempla su obligación de garantizar los derechos de no discriminación de las mujeres emigrantes sin documentos, faltando claramente a sus compromisos adquiridos cuando se priva a estas mujeres del acceso a las instancias públicas del que disponen el resto de los ciudadanos. Sus obligaciones no solamente se extienden a garantizar el cumplimiento del respeto de los derechos humanos de todos sus ciudadanos, sino también a prevenir las situaciones que pudieran facilitar o dejar impunes la falta de su cumplimiento. Ciertamente, es la legislación que deja fuera del ámbito de la jurisdicción del Estado a los indocumentados, privándoles de esa manera de la protección contra posibles abusos, la que posibilita la grave falta contra los derechos humanos que se está denunciando. La ausencia de documentación personal, cualquiera que sea, hace especialmente vulnerables a las personas en esa situación, porque las hace “invisibles”. No existen a efectos legales, ni como personas ni como grupo, lo cual imposibilita al mismo tiempo la planificación y ejecución de programas de prevención o de protección. La restricción de los documentos que se admiten como identificación y las dificultades crecientes para el empadrona-
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miento en el país de inmigración se convierten en una lápida que oculta a quienes no los consiguen, haciéndoles invisibles. Esto ocurre en todos los casos de violencia de género, como son la prostitución forzada o las condiciones de ilegalidad en el trabajo, pero, en el caso de la violencia doméstica, las mujeres inmigrantes se encuentran en una especial situación de indefensión. Además de las causas señaladas más arriba, como son su falta de autonomía económica, lingüística y administrativa, su vulnerabilidad viene marcada en muchos casos por haber logrado su situación en el interior del país como miembro de una familia y no como persona independiente, a través del proceso de reagrupación. La asistencia jurídica gratuita a la que tienen derecho todos los ciudadanos es denegada a mujeres indocumentadas, por el hecho de serlo, cuando buscan la protección jurídica contra los abusos a los que se ven sometidas. Asimismo, toda la red de asistencia pública, como son los centros de acogida, queda fuera del alcance de estas mujeres, que si acuden a ellos serán denunciadas a la policía por su falta de papeles. Por último, en los casos de violencia o de abuso que conduzcan a una situación de divorcio o ruptura, el temor a la deportación puede ser otro dato añadido a su indefensión. La precariedad de la situación de los grupos migrantes fue considerada por la Comisión de Derechos Humanos de la ONU, que creó la figura de una relatora especial para ello. En los múltiples documentos que ha emitido desde 1999 encontramos nueva luz acerca de este problema. En el año 2000, señaló la prioridad de la atención a la protección de los derechos humanos de los emigrantes en situación irregular, por su “vulnerabilidad”, es decir, por la situación de inferioridad en la que se encuentran respecto a los nacionales, y por los diversos grados de impunidad en el que están en caso de violación de sus derechos.
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En el Plan Integral contra la Violencia Doméstica presentado en España en el año 2003, no hay ningún apartado que contemple este caso. Por el contrario, el Gobierno español tiene previsto dificultar el acceso y la permanencia de las personas que residen de facto en el país, limitando aún más los documentos y papeles que son válidos para acceder al padrón municipal. Éste sería el único camino para “visibilizar” a esas personas y, en el caso que nos ocupa, hacer posible la denuncia de malos tratos y la posibilidad de recibir la ayuda prevista. En el caso de las mujeres que han llegado al país de destino por “reagrupación”, el abuso puede ser con mayor facilidad impune. En la Conferencia Mundial contra el Racismo celebrada en Durban, se sugería a los Estados que, además de facilitar la reagrupación familiar, tuvieran en cuenta la necesidad o el deseo de muchos emigrantes de ser independientes y, por tanto, arbitraran soluciones a través de las cuales las víctimas de abusos pudieran liberarse de esa sujeción. Las soluciones pueden ser diversas, y la legislación internacional sugiere varias, pero la legislación española no contempla ninguna de ellas todavía. Los tres niveles de la responsabilidad del Estado por su inacción serían: la no actuación en el plano legislativo para garantizar la protección frente a los abusos y la no eliminación de la legislación discriminatoria. En un segundo nivel, el no desarrollar mecanismos para el cumplimiento efectivo de las leyes. Y, por último, la no evaluación de la efectividad de esas medidas implicaría una grave responsabilidad en la falta de atención a los derechos fundamentales de esas personas. Los problemas concretos que conlleva la falta de previsión de las leyes en el caso de violencia doméstica contra inmigrantes ilegales son la ausencia de asistencia jurídica gratuita y la dificultad del acceso a la red de protección pública
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prevista para los casos de violencia de género, que, según la legislación vigente, serviría para detectar y expulsar a las mujeres inmigrantes sin papeles que acudieran a cualquier instancia oficial. Ante esta contradicción, la conclusión de Amnistía Internacional es tajante: “No debería existir ninguna duda acerca de la superioridad entre una norma de derecho administrativo y una norma de derechos humanos. La prioridad debe ser siempre la defensa y observancia de esta última. Así se prevé en el ordenamiento jurídico español y en el de cualquier Estado que haya suscrito las disposiciones mundiales sobre Derechos Humanos”.
Violencia de género en las guerras y conflictos armados Es éste otro problema que la actualidad está poniendo de relieve con la mayor dureza y que la perspectiva de género puede ayudar a enfocar adecuadamente. Hasta la Primera Guerra Mundial, en 1914, las mujeres no solían participar activamente en las guerras. Sin embargo, desde principios del siglo XX, la presencia de mujeres en los conflictos armados ha crecido de manera impresionante, tanto entre los participantes como entre las víctimas. El número global de víctimas civiles ha ido aumentando de manera vertiginosa, por lo que, a partir de la Segunda Guerra Mundial, se creó la Conferencia Diplomática para la Elaboración de Convenios Internacionales Destinados a Proteger a las Víctimas de Guerra. En el verano de 1949 se elaboraron en Ginebra cuatro convenios, en los cuales hay más de treinta artículos que se refieren específicamente a las mujeres. Estos convenios y los correspondientes protocolos que articulan su cumplimiento se refieren a las mujeres tanto en su calidad de población civil que no participa en la lucha armada como
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en cuanto combatientes prisioneras del enemigo. En ellos se establecía que “las mujeres deben ser tratadas con todas las consideraciones debidas a su sexo”. Consideraciones que no están definidas en derecho, pero que abarcan ciertas nociones, como la especificidad fisiológica; el honor y el pudor; el embarazo y el parto. Hay que hacer notar que el derecho internacional humanitario ha ido prestando atención creciente al tema de la violencia de género en los conflictos armados. Hasta hace poco la violación no figuraba entre los crímenes de guerra. Por ejemplo, no figuraba entre la lista de crímenes que juzgaba el Tribunal Internacional de Nuremberg. Muy poco después fue incluida en los autos de procesamiento del tribunal de Tokio, que juzgó en 1946 a oficiales japoneses responsables de lo que fue descrito como “la gran violación de Nanking”, cuando el Ejército japonés tomó como esclavas sexuales a miles de mujeres. Este antecedente ha sido la base de los tribunales creados recientemente por el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas para juzgar los delitos de la antigua Yugoslavia y de Ruanda. Y estos, a su vez, constituyen las premisas que van a ser utilizadas por el Tribunal Penal Internacional. Todo ello hace pensar que la impunidad absoluta que reinaba sobre estos delitos está en trance de desaparecer, puesto que van creándose los dispositivos necesarios para su castigo, que tratarán de disuadir a posibles criminales de la realización de tales actos. Faltan por dar sin embargo algunos pasos para que los mecanismos de punición de esos delitos sean realmente efectivos. Entre ellos, es preciso unificar algunos conceptos básicos, como el de violación, que recibe diferentes caracterizaciones en el derecho penal. Efectivamente, la violación ha ido tomando en el vocabulario legal diferentes acepciones que han ido concretando y agravando su categoría de delito. Desde aquella primera consideración como ataque al honor, de
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1949, que podía incluso ser considerada como protección al varón o incluso a la comunidad, pasó a ser considerada en 1977 como ataque al pudor. Esta segunda denominación mejoraba en alguna medida la primera, pero seguía dejando poco clara la calidad y gravedad del delito. Los conceptos de tortura, trato inhumano y degradante, genocidio, esclavitud sexual, crimen de guerra y crimen contra la humanidad han sido las formas que han ido tomando las acusaciones en los delitos de conflictos juzgados desde 1992. La violación como crimen de guerra es la acepción que toma en el caso de un hecho acaecido en tiempo de conflicto armado. Puede ser entendida también como esclavitud, cuando la situación de una persona hace que dependa de otra como propiedad, como es el caso de las mujeres obligadas a servir como prostitutas, siendo utilizadas incluso como objeto de intercambio y venta. Pero, además, la violación puede tomar carácter de genocidio o crimen contra la humanidad si se ha cometido con la intención de destruir, en todo o en parte, a un grupo determinado. Un último y estremecedor paso en la evolución de estos ataques de género que están siendo denunciados en los momentos actuales son la ejecución de violaciones de mujeres en presencia de sus familias: esposos, padres, hermanos o hijos; la esclavización y prostitución forzada de las mujeres de una familia, etnia o nacionalidad; y los embarazos forzosos para que conciban y den a luz hijos del enemigo. Se trata de la utilización de las mujeres como arma contra el grupo contra el que se combate. No es tanto su situación de víctimas de ataques indiscriminados o de cualquier tipo de accidente de guerra lo que se trata de destacar aquí, sino los crecientes abusos sobre las mujeres, que no son únicamente los ataques esporádicos e individuales de algunos soldados o combatien-
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tes, algo que ha sido considerado desde siempre como producto indeseable de la situación de violencia creada en un conflicto bélico. Estas agresiones han ido evolucionando hacia ataques planificados y buscados por los mandos militares o paramilitares de algunos grupos en conflicto como una manera de atacar la moral del enemigo y de destruir la comunidad a la que pertenece. Estas terribles situaciones tuvieron una primera secuencia durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el Ejército japonés ideó las esclavas sexuales para disfrute de sus soldados, pero han ido tomando diferentes formas, cada vez más aberrantes, en guerras muy próximas en el tiempo, como las de los países balcánicos, Guatemala, Colombia, Ruanda, Liberia, Sierra Leona, Congo y otros conflictos activos en la actualidad. Los abusos perpetrados de esta manera destrozan a la mujer, pero buscan y consiguen destrozar asimismo a los individuos de las familias y al entorno comunitario en el que éstas se encuadran, y ello no sólo puntualmente, sino para el tiempo de una o varias generaciones. Los embarazos de hijos bastardos, engendrados por el enemigo, crearán, presumiblemente, recelos y sospechas por parte de los hombres de la comunidad. Tanto si abortan como si llevan a término su embarazo, la depresión y el malestar de las mujeres producirán un sentimiento de dolor y de negación ante otros posibles embarazos y partos de hijos legítimos. Y los niños nacidos de padres enemigos serán objeto durante toda su vida de discriminación o repudio, por constituir el testimonio vivo de un recuerdo muy doloroso. Sin embargo, estas tipificaciones y condenas de la violencia de género en tiempos de guerra por algunos tribunales no han conseguido unificar criterios, ni en la consideración del delito de violación, ni siquiera en que éste sea un delito
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punible en cualquier tiempo o lugar. Recientemente se han juzgado casos en las guerras de la antigua Yugoslavia y de Ruanda que han obligado a definir el concepto de violación de las maneras anteriormente descritas, pero los casos de Guatemala y Liberia no han recibido, sin embargo, todavía ese tratamiento de delito sexual. Al ser el concepto de violación muy diferente según los contextos culturales, sociales e incluso religiosos, los tribunales que han ido juzgando casos flagrantes de delitos sexuales han debido ir elaborando los conceptos sobre los cuales se está juzgando. Sin ir más lejos, el delito de violación no es contemplado en el derecho penal español, sino que se utiliza la expresión más amplia de delito contra la libertad sexual. Como último punto que añadir a este apartado, hay que hacer notar que, aunque el derecho internacional humanitario prohíba y castigue estas prácticas en tiempos de conflicto armado, el derecho interno de muchos países en tiempo de paz no contempla el castigo a la violencia contra la mujer, especialmente cuando se da en el interior del hogar. El clima de tolerancia del sometimiento de la mujer al varón, incluida la punición sobre ella, sigue siendo un contrasentido que, si no justifica, sí que permite las prácticas de violencia contra la mujer en tiempos de guerra, aunque la aparición de una legislación contra esos delitos va alejando la impunidad en la que se desarrollaban hasta hace muy poco tiempo.
Bibliografía Amnistía Internacional. Sección Española, Mujeres invisibles, abusos impunes, Madrid 2003. Gardam, J., “La mujer, los derechos humanos y el derecho internacional humanitario”, Revista Internacional de Cruz Roja, 147 (1998), 453-467.
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Krill, F., “La protección a la mujer en el derecho internacional humanitario”, Revista Internacional de la Cruz Roja, 72 (1985), 347-375. Guatemala. Memoria del silencio. Informe de la Comisión para el esclarecimiento histórico, Ciudad de Guatemala 1999. López Méndez, I. – Sierra Medina, B., Integrando el análisis de género en el desarrollo, Madrid 2000. Sanz Caballero, S., “Nuevos tiempos para un viejo tema: la violencia contra las mujeres en el conflicto armado”, Tiempo de Paz, 67 (2002), 105-121. Valcárcel, A. (comp.), El concepto de igualdad, Madrid 1994.
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La automarginación femenina Mª Josefa García Callado ...Si nada muere a pesar de la muerte, ¿cuál será el destino de las ideas calladas?
Introducción La idea que pretendo desarrollar en este capítulo viene siendo el resultado de una reflexión que se empezó a concretar justamente en 1987, a propósito de las jornadas anuales de Fe y Secularidad, que aquel año trataban el tema de la marginación de la mujer y a las cuales contribuí con una breve exposición sobre automarginación femenina. Como psicoanalista, mi aportación enfocaba zonas semioscuras entre sombra y penumbra, zonas hacia las que se orienta la sospecha psicoanalítica, siempre formuladora de preguntas, esas preguntas que buscan información sobre las profundas y desconocidas motivaciones que los humanos alojamos en esa extensión de nuestro psiquismo que damos en llamar inconsciente. La pregunta psicoanalítica es la pregunta de la sospecha. Lo aparente, lo dado, lo cuantificable, lo describen abundantemente la sociología y la psicología; la responsabilidad del psicoanálisis consiste en atravesar el fenómeno y sus causas, para otear entre el enredoso y amalgamado mundo de las motivaciones, múltiples, contradictorias, olvidadas y palpitantes a la vez.
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La obligación del psicoanálisis es buscar en los síntomas o en los comportamientos lo que esconden como lenguaje o –si se prefiere– lo que exhiben desde ese otro fondo-almacén en el que se alberga nuestra historia y nuestra complejidad. Esto lo convierte en una disciplina un tanto desagradable, dado que, al ir rescatando algunas de esas piezas de nuestro ser humanos, viene a resultar que no todas guardan coherencia y viene a resultar que se coloca ante nuestros ojos la inquietante contradicción. Es una disciplina dura, en tanto en cuanto deja poco lugar para las medias verdades. Como todas las teorías de la salud, es beneficiosa pero molesta: tiene que ver en profundidad y tiene que diagnosticar; y, en todo caso, sugerir humildemente algunos modos más higiénicos –aunque incómodos– de pensarnos a nosotros mismos como gente y como cultura. Así que aquella reflexión que comenzó a concretarse hace 15 años arrancó de un primer cuestionamiento que ponía en duda el tan traído y llevado tema de las diferencias entre hombres y mujeres, en tanto en cuanto arrastraba viejas concepciones más herederas de supuestos ideológicos que de las reflexiones a la luz de un cierto rigor científico. Según aquellos supuestos, se adjudicaban determinados rasgos de la personalidad en función de la constitución sexual del sujeto humano, ignorando o no teniendo en cuenta que a lo largo del siglo XX las ciencias humanas habían desarrollado y habían aportado metodologías de observación propias; por supuesto, como en toda creencia, sensibles al error, pero cuyos datos ofrecen mayor fiabilidad al incluir el sano escepticismo metodológico, la observación directa y la constante revisión de las conclusiones. En cuanto a las caracterologías, advertimos tal posibilidad de combinaciones debidas a la intervención de tal cantidad de variables y de tan dis-
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tinto orden que hoy día resulta incluso temerario fijar a la condición sexual tal o cual comportamiento; por ejemplo, se consideraban la pasividad, la ternura o la glotonería características de mujer embarazada. Han sido suficientes los cambios en el enfoque médico para comprobar que más actividad, más dieta, más autonomía, reducían riesgos en el momento del parto. Por otra parte, eso es algo que seguramente ya sabían muchas mujeres campesinas. Se trata de un error metodológico en el terreno científico, que pretende traspasar conclusiones de una ciencia a otra ciencia, esto es, desde la fisiología médica a la psicología. Tales brincos epistemológicos guardan poco rigor y resisten mal a la aplicación del análisis comparativo. Hoy día, no resulta convincente ninguna teoría que pretenda derivar de los rasgos de la constitución fisiológica comportamientos sociales. Hoy sabemos que un comportamiento social tiene que ver con la educación, el aprendizaje y la identificación tanto como con la constitución somática. La rehabilitación de personas con minusvalías físicas o psíquicas quizás sea un ejemplo suficiente. Se podría refutar esto asegurando que encontraríamos más diferencias entre un musulmán y un protestante que entre un protestante y una protestante. A lo largo de estos años, el criterio sobre las diferencias ha ido decantándose hacia las llamadas diferencias de género, que obviamente tienden a catalogarse, a mi entender, como diferencias adscritas al locus cultural, al rol socialmente adjudicado; y que –a decir verdad– hasta hace poco menos de un siglo contemplaban a la mujer adherida a los deberes maternales derivados de la condición sexual. En el mismo lote se incluían los deberes domésticos: funciones en otro tiempo inspiradas por los dioses –como la función del cuidado, la de la higiene y purificación, y la de la alimentación– y
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que podían adornar a la mujer a modo de sacerdotisa de los dioses familiares y del hogar. Estas funciones cayeron en el deterioro bien sea porque se descubren las leyes de la paternidad, bien sea porque se descubren las leyes biológicas de la maternidad, bien sea porque la sucesión de embarazos y las frecuentes muertes de neonatos y de parturientas ya de suyo ceñían a la mujer a su destino materno-doméstico en abierta desigualdad con el varón no-ceñido, no-sujeto. Así fueron llegando al siglo XX estas categorías, presentando una errónea ecuación de significados: por una parte, no-sujeto = libre = dueño y, por la otra, sujeta = atada = sometida. El gran y peor de los errores lo constituyó continuar con la ecuación y suponer que detrás de dueño venía inteligente = superior y, por tanto, detrás de sometida venía no inteligente = inferior. La historia menciona numerosas rebeliones procedentes casi siempre del proletariado, de los sometidos o de los burlados, las cuales, tanto si eran sofocadas como si conseguían exiguas ventajas, parece que no lo eran debido a su falta de inteligencia o a su falta de razón, sino tan sólo a su falta de maquinaria bélica y a su no entrenamiento en las artes de la milicia. Es indudable que no podemos trazar un paralelismo ni tan siquiera remoto entre las causas que impulsaron rebeliones de esclavos y campesinos, reivindicaciones del proletariado, y el movimiento de emancipación femenina, pero sí, a buen seguro, encontramos en las primeras fuentes de alimentación para el segundo. En ambos descubrimos que la progresión en la autodefensa de los marginados arrastra una lentitud secular porque arrastra cargas pesadas: falta de conciencia de la propia situación, ignorancia, miedo, falta de preparación... Eludimos el vidrioso asunto de juzgar el pasado. El pasado siempre se guarda la carta de lo
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enigmático, y por eso convendría cancelarlo. Si bien nada nos obliga a continuarlo, nuestro ser evolutivo nos empuja a modificar e incluso a deshacernos de él, como un organismo vivo se va deshaciendo de sus células, tejidos u órganos inservibles o en recesión. Asimismo sucede con aquella vieja ecuación de significados que comenzaba en mujer y acababa en inferior. La eliminación de aquello no está resultando fácil; los medios de información sacan a la luz heridas y focos infectados que aún hoy lastran nuestra moderna concepción de lo humano. En aquellos trabajos citados sobre automarginación femenina –dando por sentada la existencia del problema–, yo orientaba el foco-pregunta hacia y casi frente a la mujer, con un retórico y quizás retorcido desconcierto: admitamos que el pasado arrastra unos determinados niveles de conciencia, que nuestra identidad se desarrolla y se conforma mediante una tendencia innata a la adaptación al entorno social. Admitamos también que tanto el espejo familiar como el carácter configuran nuestro personaje. Admitamos incluso que construimos la identidad en base a una intrincada mezcla y sustitución de planos de identificación en la que juega tanto la necesidad de expansión como la de ser aceptado por los otros.
Los interrogantes Pero si efectivamente todo ello cronifica sin inquietud conceptos erróneos, podemos pasar a plantearnos las preguntas de la sospecha: ¿qué ha pasado con la inteligencia? Y, sobre todo, ¿qué ha pasado con la inteligencia de las mujeres, qué han hecho con ella? Porque negar algo no significa su no existencia. “Las mujeres no tienen alma”. ¿Qué nos han querido decir con esta frase? Las definiciones por
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sí mismas no conceden ni eliminan las potencias si éstas son reales. Por tanto, podemos suponer que estas potencias habrían ido buscando su desarrollo. De manera que ¿qué pasaba con el alma de las mujeres? ¿Es que la mitad de la humanidad, a lo largo de la historia, ha vivido sin pensar?, ¿sin pensar en sí misma? No, nada muere antes de la muerte. Vetada en la esfera de lo público para autoafirmar sus capacidades superiores..., ¿qué desconocidas y ocultas formaciones se habrán ido haciendo en su interior siendo poseedoras de una capacidad tan rica como es la inteligencia? ¿Cómo “la mitad inteligente” consigue soportar su marginación? ¿Cómo es que ésta se mantiene por centurias? ¿Cómo lo ha conseguido? ¿Por dónde ha buscado salida? La historia ha confirmado que no era la inteligencia un gen recesivo en las mujeres; ¿es verdad que se conforma con su propia desvalorización para disfrutar desarrollando tan sólo una parte de sí misma? Con estas preguntas empieza la indagación del otro lado de la realidad. Dado que nuestro psiquismo es dinámico, habrá que suponer que a toda inhibición le corresponden formacionesdeformaciones psíquicas a modo de compensación. Nuestra sospecha beneficia a la mujer, pues damos por supuesta una hábil inteligencia capaz de ir más allá de la función adaptativa. Intentamos rescatarla y evidenciarla, aunque esto coloque a nuestros ojos transformaciones y deformaciones que no agrada reconocer. Esto no nos asegura salir del error, pues a buen seguro las compensaciones mal orientadas presentan –y me atrevo a decir que responsabilizan– a la mujer como uno de los dos soportes que mantienen un orden social erróneo, construido
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sobre la fantasía de que existe un sexo débil. O la otra divertida fantasía de que existe un “bello sexo”.
Las compensaciones En el orden de las compensaciones, nos podemos encontrar la peligrosa virtud de la sublimación peligrosa, porque en un porcentaje elevado no se trata de verdadera sublimación, sino de hábil evasión de dificultades o de simples deserciones. La posición un tanto perversa del masoquismo psíquico (embalse transformador de valores capaz de convertir frustración en abnegación y dependencia culpabilizadora) o quizás una tercera posibilidad, la que más abundantes ejemplos nos podría brindar, la que podríamos contemplar como canje soportable: se acepta la propia exclusión en la esfera de lo público a cambio del dominio sutil e indirecto en la esfera de lo doméstico-afectivo. Aunque quizás pudiéramos mencionar una que es común a todas y, a mi entender, las convierte en peligrosas porque ofrece una compensación narcisística que cierra el circuito a las actitudes de protesta y de reclamación más favorecedoras del cambio. Es la compensación de la queja. La queja ofrece la descarga de la tensión acumulada por la frustración, la humillación o el sufrimiento, pero constituye una invisible “sala de los espejos” dentro de la cual la víctima pasa a ser protagonista, se contempla y se escucha, y queda envuelta en un halo de superioridad moral que deja rebajado al agresor. Es otro tipo de victoria pírrica que no sirve para nada –no produce nada en el orden de los cambios y de las transformaciones–. Pero en la víctima produce la catarsis, el alivio y la solución de las tensiones y alimenta así el circuito del inmovilismo y de la pasividad.
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Ninguna compensación supone una buena transacción; no genera satisfacción porque no hay equivalencia reconocida en cuanto a ambas categorías político-domésticas, no incluye igualdad de condiciones para el desarrollo intelectual de las distintas capacidades ni igual participación en las funciones de gobierno. En este canje o transacción se corre el riesgo de generar intensas dependencias afectivas, graves para el terreno de la salud mental. Son poco recomendables estas compensaciones, debido a que desde ellas se han ido manteniendo injustos órdenes sociales. La existencia de santas, mártires, heroínas o famosas a lo largo de la historia nos hace adivinar que ese “pacto a palos” hacía grietas, y por esas grietas se expresaba un inconsciente colectivo portador de fortalezas, lealtades, autonomías, criterios claros... Es una pena que quedasen relegadas a la singularización, cristalizadas como figuras excepcionales pero no modélicas, simplemente relegadas a su circunstancia histórica. No vamos a errar nosotros también repartiendo culpas a ciegas sobre un pasado del que no tenemos datos directos suficientes, no culpemos sin conocer al culpable. Pero coloquemos el error en su sitio: la parte que corresponde al varón en su sitio y la que corresponde a la mujer en el suyo. De manera que, si bien el hecho como tal coloca a la mujer en el lugar de víctima, en estas páginas vamos a intentar desvelar la parte de error que nos corresponde asumir. El error incluye al varón, las instituciones, el mundo de la empresa, la publicidad, la víctima...
Se aprende a ser víctima Cuando la marginación y el abuso se convierten en fenómenos cronificados, debemos estudiar a las víctimas. En nuestro caso, vamos a estudiar a la mujer.
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Las conversiones psíquicas que ha ido desarrollando el mundo femenino a lo largo de siglos de mantener un error estructural son múltiples y probablemente imposibles de abarcar. La víctima-mujer exhibe síntomas patológicos, consecuencia de ser sujeto pasivo receptor de violencia: violencia por el mero hecho de la marginación; violencia como víctima del acoso sexual; violencia como perjudicada por la no igualdad de oportunidades; violencia debida a los malos tratos. A mi entender, la peor de las violencias es la que va quedando confeccionada a través de sutiles mandatos no expresados apenas, que subliminalmente se entretejen en el proceso educativo mientras se va construyendo identidad y, lo que es más importante, mientras se va construyendo conciencia de identidad. Interesa, llegado este punto, llamar la atención sobre una diferencia muy importante que nos permite considerar por separado el agentecausa y el agente-transmisor. De tal modo que si como agente-causa consideramos un orden social que beneficia al varón (quien por tanto luchará por mantener su posición privilegiada), por agente-transmisor vamos, inevitablemente, a tener que introducir a la mujer. Tendremos que desmenuzar un poco más ese extraño nudo en el que observamos cómo en un complicado cruce de hilos, la víctima participa de la agresión no sólo en tanto en cuanto la consiente, sino también en tanto ejemplifica su papel de sufridora y así la transmite. Contemplando el fenómeno desde esta perspectiva, podemos pensar a la mujer en todas sus edades, desde que aprende su rol, rol de sometida, mientras lo ejerce y cuando lo enseña. Incluyo, consciente del peligro a ser mal entendida, en esta reflexión los casos de violación,
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pues –aunque causa escándalo reconocerlo– sabemos que aún hoy día en nuestra sociedad muchos de estos casos son silenciados pasivamente, con una pasividad en la que observamos no sólo el miedo o la absurda vergüenza, sino también la más absurda resignación. Es así como en el seno de la familia aun hoy día el clínico no siempre halla transparencia a la hora de explorar los casos de incesto. El delito es como es –una transgresión que incluye agresión–, sus consecuencias patológicas son como son, y como tal hay que actuar; pero cuando intentamos penetrar en el interior de la historia no siempre podemos utilizar la expresión “víctimas inocentes”, y diciendo esto no quiero referirme aquí más que a una actitud aún hoy frecuente en el entorno femenino que rodea a la víctima, sobre todo las mujeres de su familia. Fatalismo, resignación, gratificación, aplacamiento, miedo... Ni que decir tiene que si bien nos permitimos mirar otras culturas usando nuestro ojo crítico, éste no obstante no permite al psicoanálisis analizar y menos valorar fenómenos de otras culturas. Nos ceñimos, pues, al ámbito histórico-espacial de lo que llamamos cultura occidental, en tanto en cuanto suscribió la Carta de los Derechos Civiles. En nuestra sociedad, según informan las estadísticas, no se denuncian todos los casos de violación, a veces por miedo, otras por vergüenza o por desconfianza de la ley. En ocasiones, es la misma víctima quien retira la denuncia. Esto tiene que tener varios porqués. Repitiendo lo anteriormente anotado, recordemos el proceso de construcción de la identidad como una compleja mezcla de aprendizajes y de identificaciones. Internalizamos rasgos y caracteres que nos permiten ser y ocupar un puesto en la sociedad. ¿Podríamos desde ahí acercarnos a observar cómo se construye una mujer-víctima? Seguramente, el espejo familiar ya le indica que debe asumir más tareas domésticas que su padre y sus
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hermanos; seguramente, que no debe ser bruta ni pegarse como los chicazos. No debe provocar a los chicos ni a sus hermanos, más vale que aguante: las moscas no se cazan con hiel, sino con miel. – No es tonta. – Aprende a ser persuasiva. – Aprende a agradar-servir a los demás. Con el fin de encontrar a un hombre bueno que la quiera y la proteja, – no aprende a defenderse. – aprende a evitar-sortear el peligro. – aprende a tener miedo: miedo a fracasar como mujer –a no ser deseada–, a quedarse sola, a quejarse... Puesto que su crecimiento transcurre en unas circunstancias y en un medio en el que el protagonista reconocido pertenece al otro sexo, se produce una fusión entre el varón como ideal amoroso y el varón como deseado por protagonista social.
El intrincado mundo silencioso de la pareja Es una fusión condicionante. Nada tendrán que ver las diferencias de estatus social: esta aspiración-necesidad empuja a todas las mujeres, sea cual sea su condición social. Las fantasías amorosas impregnan la adolescencia y la juventud de la necesidad de reconstrucción del ideal infantil, aquel ideal que por poco tiempo permitía al niño sumergirse en la seguridad que proporcionaba el hecho de saberse protegido. En esta etapa de la vida, la reconstrucción traslada el ideal al ideal del otro, al ideal de pareja. Para que se dé una oportuna complementariedad se remarcan las diferencias, de la misma manera que para que se dé la atracción es necesario que existan polos opuestos. Este ardid lo inventó la sabia naturaleza, pero la
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idealización lo convierte en sueño, en fantasía, y crea los “eternos”, el eterno masculino y el eterno femenino. Las características culturales han ido cargando estos eternos ideales. El masculino será el protagonista social, firme, valiente, libre, capaz de elegir a Blancanieves y despertarla al amor, a la Bella Durmiente y salvarla del hechizo infantil, a Cenicienta y elevarla de su condición de humildad. El eterno femenino es manso y frágil; puede ser histérica “fierecilla”, capaz de protestar, pero sin ejercer el pensamiento crítico. Sugerente, encantadora, coqueta, sacrificada, pero de difícil autoafirmación, necesitada de valoración y débil. Parece un maremagno de adjetivos. Es lo que a buen seguro, en un nivel más profundo, al cabo de los años generará unos interiores llenos de contradicciones. La mujer femenina es seductora, puede tener mal genio, incluso carácter indómito, pero tiene que saber ceder y entrar en razón. Ambos “eternos” quedan hipotecados, sujetos al estereotipo. Pero el femenino sólo obtendrá protagonismo social si se ciñe a su estatus de orden menor, adscrito al varón. Sólo así obtendrá sus ventajas. Madres, tutoras y educadoras se encargan de transmitirlo así. Todos en nuestra memoria almacenamos el sonido de frases hechas, frases-comentario que –si bien reflejan conocimiento de la injusta situación a la que ha conducido el estereotipo del abuso o de la violencia– acaban siendo seguidas de una exhortación a la paciencia o a la resignación, a cambio de recibir el premio a la santidad, de ocultar el fracaso, de soportarlo por los hijos, de soportar la humillación para no tener que afrontar la soledad: – No te compliques la vida. – Qué le vamos a hacer. – A las mujeres nos toca callar. – Espera que él no esté en casa.
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Todo, a cambio de tener un garante social o un protector. El sujeto humano no está hecho para estar solo. De todas las etapas por las que atraviesa nuestra socialización, la más extensa y la más intensa es la que vivimos en la pareja. Es, además, la más “premiada”, porque, como ya está dicho, de paso beneficia a la especie. Por necesidades afectivas exclusivas y por ley de vida, buscar pareja se convierte en la parte más importante del proyecto vital. Por ende, fracasar en este intento o negarse a él expone al sujeto joven o adulto a la mirada del ojo crítico de su entorno social. Estar emparejado no sólo es disfrutar de la posibilidad de tener un complemento amoroso, sino que –al menos en apariencia– significa encontrarse en la media de la normalidad. No estar emparejado en determinadas épocas de la vida tiene un significado social de carencia o de falta. En una primera mirada se corresponden ambas leyes, la bioafectiva y la social, y parecería que hay una conjunción armoniosa entre las necesidades de la especie y las expectativas de una determinada sociedad. En una mirada más al fondo ya encontramos fallos en este acoplamiento perfecto. El ideal de pareja va dejando paso al estereotipo, y el estereotipo se convierte en un conjunto de condiciones que fijan unos caracteres adscritos al polo correspondiente de esta “complementariedad”. Y en tanto en cuanto se fijan unos caracteres se censuran los que no se acoplen al rol. En el caso femenino, se puede convertir en una trampa, la trampa del narcisismo femenino; por una cara, la dicha de constituirse como objeto de deseo y, por la otra, la prisión del rol sociocultural y –tantas veces– la de un yo herido por la decepción. Nos emparejamos porque lo manda la continuación de la vida y, de paso, porque necesitamos intercambiar amor con nuestro “complementa-
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rio” sexual. El caso es que, de inmediato, a esta saludable institución de la pareja se le van adhiriendo un tipo de bizarras categorías que poco tienen que ver con sus objetivos genuinos. Es el caso de aquellas ceremonias más o menos importantes, reuniones, festejos, protocolos, a los cuales no está bien visto acudir sin pareja, y si bien la “excepción” consiente la asistencia del varón solo, no gusta de la asistencia de la mujer joven si no va “cubierta” por algún varón, sea éste de la familia, anciano, niño, etc. La razón no consiste únicamente en la conveniencia de los números pares. La razón suele ser otra, y es que tácitamente se requiere una cierta mediación en el espacio de lo público –algo que no deje desairada a la mujer–. Éste es un juicio que no se extiende al varón. El varón desea lucir sus valores mostrando una mujer al brazo cuyos atractivos sean visibles. La mujer necesita demostrar que ha sido elegida. Todos hoy en día sabemos que nunca queda claro quién eligió primero, pero todavía quedan residuos de aquel decimonónico disimulo para adaptarse al estereotipo. A partir de aquí, el prestigio del varón se enreda en su imagen pública, de modo que él también necesita demostrar que la “cosa” es como debe ser. Aun hoy en día cae sobre él la pesada carga de protector y dueño. Los sentimientos de rendición amorosa, naturales y espontáneos en la relación íntima de pareja, se escapan del marco que les corresponde; el femenino se desplaza hacia el estereotipo social e invade el espacio del resto de la relación falseándola, alimentando así el ya mencionado error estructural. Considero baratos aquellos estereotipos que hablan de la mujer como enigmática y contradictoria por el hecho de ser mujer. Fundamentan como diferencias de sexo lo que no son ni más ni menos que características que observamos en la condición del sometido-inteligente. Se puede destruir el sentido de la propia dignidad, pero el
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psiquismo seguirá generando productos psíquicos. Para no morir de dolor acabará alojando dentro de sí, sin saberlo, múltiples transformaciones e incluso deformaciones, que son las que le convierten en enigmático; la oculta sabiduría del que ve y sabe, pero no dice, o no sabe decir, o no puede decir. Pero ¿quién educa a estas mujeres...? ¿Quién tiene más parte en la educación de la mujer? Madres, tías, abuelas, maestras, monjas, señoras... aprendieron tratados de urbanidad y tratados de tareas y, sin apenas objeción ni protesta, así los inculcaron en hijas y alumnas. Estos tratados fueron escritos por varones, pues eran los protagonistas de la cultura escrita. Afortunadamente, fueron incorporando algunos cambios, siempre a la zaga de las teorías sociales, ganando pequeños derechos de acceso al conocimiento. Estos cambios primero privilegiaron, en escasa medida, a las mujeres pertenecientes a las clases acomodadas. En los años que siguieron al éxodo de grandes grupos de población desde el campo a la ciudad (en España no vamos muy lejos, a finales de los años sesenta), era de observar en las clases de alfabetización de adultos la mayor asistencia de mujeres ávidas de aprender a leer para poderse mover por la ciudad. Pero cito –y fui testigo presencial– el caso de una señora, con su carrera superior, en su taller de pintura y con varias exposiciones en su historial de artista, que necesitaba un permiso de su marido para comprarse una simple motocicleta. La reciente publicación del libro El pensil de las niñas nos ofrece el curioso dato de la publicación en 1855 del libro de D. Mariano Carderera, La ciencia de la mujer al alcance de las niñas, en colaboración con Dña. F. de A. P. No me cabe la menor duda de que si pudiésemos rebobinar hasta aquella época y se pudiera hacer una encuesta a todas las mujeres que lo compraron, preguntándoles su opinión sobre el silen-
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cio del nombre completo de la coautora, nos llevaríamos una sorpresa leyendo las respuestas. Por el contrario, y afortunadamente, es posible que hoy llevase añadida una pequeña pegatina: “No lo compres. No sabemos quién es doña Efepuntodeapuntopepunto. Si te lo regala tu papá, dile a tu mamá que no te lo lea, que tiene errores”. El siglo XIX ya había puesto en marcha muchos movimientos y colocó sobre el tablero el error estructural en el que se hallaba colocada la mujer, su verdad escondida. La mujer es igualmente inteligente, igualmente fuerte, no tiene la obligación de ser “buena” ni “disimulada”, y se encamina a la búsqueda de oportunidades para su desarrollo. Sabemos que las resistencias fueron en ocasiones violentas por parte del orden establecido, fundamentalmente androcéntrico, y ello nos ayuda también a entender la confusión, el miedo y la inhibición femenina de aquella época. Y volvamos la cara al siglo XX. Este siglo fue convirtiendo a la mujer en la gran candidata al consumo, y así observamos sin extrañeza cómo las mismas mujeres han sido estupendas publicistas de consumo y moda, productos que liberaban a la mujer de la esclavitud del trabajo doméstico a cambio de convencerla de lo cómoda y atractiva que podía vivir en su nueva cárcel y lo cómodo y fácil que resultaba ahora combinar el trabajo remunerado con el rol materno-doméstico y las obligaciones de esposa... Afortunadamente, quiero creer que la trampa sólo quemó a una generación. Hubo atrevimientos; en países vecinos se concedieron asignaciones estatales para madres que quisieran ejercer de madres. No equivalen a buenos sueldos, pero ofrecen una alternativa a la difícil valoración del trabajo y difícil distribución económica que se planteaba cuando sólo entraba en el hogar el sueldo del varón. En España, la retribución por hijo pequeño que se concede a la mujer... ¿cómo podríamos valorar-
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la?... (No olvidemos que en cuanto se busquen mecanismos para frenar recesiones económicas podrán peligrar todas las pensiones que no sean ferozmente defendidas.) El punto de la independencia económica ha resuelto situaciones complicadas. Desde siglos atrás, las familias adineradas protegían sus patrimonios controlando –en caso de matrimonio– que los bienes los pudiera administrar la hija, aunque estuviera casada. Hoy día, en Occidente se ha extendido a todas las mujeres. Pero es tan sólo un pequeño paso. Ni a aquéllas ni a nosotras el tema de la independencia económica nos salva de la sumisión al estereotipo. Simplemente, evita situaciones de abandono y miseria que hoy contemplamos con vergüenza y dolor como lacras y pozos negros de nuestra historia. Hoy, recién empezado el siglo XXI, sigue habiendo pozos oscuros –y nuestra mirada persistente enfoca en esa dirección–. Son los pozos oscuros en la conciencia. Para ser exactos, también se les puede llamar así a muchos otros fenómenos de guerras, explotaciones y dolor humano. Pero los pozos oscuros a los que hacemos referencia no se limitan a aquellos que sondeamos en la conciencia de las mujeres; como ya venimos repitiendo, abarcan a las víctimas pero también al mundo femenino que las rodea. Excluir en este capítulo a los hombres no les redime de su responsabilidad. Pero repito: los fallos del culpable oficial son claros y fáciles de ver. Los fallos de la víctima oficial son más escondidos, y necesitan ser escudriñados con más dedicación y más paciencia. Veíamos cómo las mujeres son las encargadas de transmitir valores y roles culturales en tanto que educadoras de las mujeres como tales mujeres. La educación en un rol otorga carácter de identidad. Convertidas en rasgos de identidad, las diferencias de género se cristalizan. En línea con las dife-
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rencias de género, las transformaciones-deformaciones que citábamos anteriormente se modelan. De tal manera que las posiciones compensatorias se transmiten paralelamente junto con las limitaciones. Se educa el pensamiento, se educa el carácter, se educa al deseo, se educa al cuerpo, se educa la adaptación. Pero la inteligencia llega más lejos que la educación, por eso podemos asegurar que el repliegue que acompaña la inhibición femenina es un repliegue no carente de inteligencia; y por eso, al día de hoy, en Occidente podemos pasar del lamento al escándalo. Lamentamos la existencia de esos pozos de inhibición o dolor femeninos, pero, sobre todo, nos escandalizamos. Quiero aclarar que es un escándalo retórico, si se quiere. Es un reproche, autorreproche necesario que convoca del mundo de la mujer a todo lo que en ella hay de inteligencia, de capacidad de ver, de vieja sabiduría, de dominio de sí misma, de creativo, de derecho a buscar horizonte a sus posibilidades. Este tipo de escándalo intelectual procede del compromiso con la realidad subyacente, la que vive por debajo de las apariencias, que tiene que ser sospechada, supuesta, intuida, buscada, descubierta y denunciada como único método de hacerla desarrollar. Y a mi entender, esta postura de escándalo hace insobornable al ojo del investigador. Algo está siendo como no tiene que ser. Algo se esconde detrás del error. Se deforma para poder ser y lleva la mentira dentro de su dinámica de adaptación. Esto no es una acusación, ni tan siquiera una denuncia. Pretende tener categoría de diagnóstico, sólo que el área específica que diagnostica se sitúa más allá o más debajo de las apariencias de realidad. No se puede admitir como verdadero lo que es falso. Lo que es considerado error necesita cambiar, y si hay sectores femeninos que perma-
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necen en el error, al día de hoy –principios de 2004– podemos diagnosticar resistencias al cambio procedentes del mundo de la mujer. Y éste sería el último aspecto a considerar.
La resistencia al cambio Parece lógico pensar que, para el que sufre, nada habría más deseado que eliminar la causa y la situación de sufrimiento; en cambio, no siempre es así. El error y el sufrimiento se mantienen, a veces, a pesar de que exista una evidente disponibilidad de recursos y ayudas para eliminarlos. Las razones no residen en la ignorancia, ni en la pobreza, ni en la latente esclavitud. Hay otras razones por debajo de la Razón, las cuales hacen de soporte de una seguridad, una diferente clase de seguridad, sin la cual no se puede concebir la vida. Buscar el cambio sería como saltar a ciegas sin red o como transgredir la vieja ley que se deriva del antiguo orden mediante la cual el error o sufrimiento ofrece compensaciones. El análisis de esas razones o núcleos abre a nuestros ojos esos reductos conservadores de las viejas compensaciones en cuyo seno hierven el temor reverencial, el egoísmo acomodaticio o la identificación con el agresor (que permite a la víctima participar de la misma ideología que su agresor, pero vivida o expresada como una convicción. Hablaremos de cada uno de ellos). En el temor reverencial subyace la necesidad de mantener un mundo en el que existe alguien a quien idealizar para poder elevarse elevando la mirada, pues el ideal siempre está en lo alto. De ahí se recibe seguridad y protección, pues es depositario del poder. Perderlo es afrontar la inseguridad, afrontar su mirada acusadora, quizás la culpabilidad y la soledad inherentes a la conquista de la individualidad. Por la vía de ciertas identificaciones con el ideal, se participa de su grandeza,
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porque bajo su sombra protectora está garantizado el hecho de ser. Abandonar o ser abandonada pasa por la experiencia de la pequeñez, del riesgo y del esfuerzo del cuidado de sí misma. En el egoísmo acomodaticio, la mujer ha ido consiguiendo el dominio sutil a través de lo indirecto: él manda, ella gobierna. Le sabe llevar. Es el alma de la familia. A mi entender, es una versión moderna, desacralizada, de aquellas supuestas matriarcas de las que se nos habla en la prehistoria pero perfectamente acopladas a los restos del patriarcado y viviendo de él. Su resistencia a saltar a la palestra de lo público es lógica, pues se encuentran bien instaladas, usan al hombre para lo que necesitan. Se saben necesarias, nunca están solas. Son muy valiosas. Pueden sentirse frustradas, pero prefieren soportar esta frustración antes que descomponer un orden social en el que gozan de una cómoda posición. El tercer apunte nos presenta una posición que internalizó no sólo el rol autorizado, sino sobre todo la ley que lo define y lo legitima. Participando de esta “legislatura” puede ser a su vez jueza y condenadora. Por eso encaja bien en el tipo de identificación con el agresor. Como estupenda cumplidora, vigila la vida de las otras mujeres y la enjuicia. Vigila y enjuicia todo comportamiento femenino que se salga del camino, tanto en el terreno de las libertades amorosas como en el de las libertades de costumbres o las intelectuales. Aunque funcione como educadora, no tiene que ver con lo que sería la tarea de educar, sino más con la tarea de censura. Como núcleo de resistencia al cambio, estas posiciones son un reducto difícil. Su concepto de disciplina les permite aceptar la figura del jefe sin servilismo ni sometimiento. Son su continuación, sirven a la “ley”. No toleran bien las libertades y las rebeliones o las independencias femeninas; quizás albergan una secreta envidia hacia quienes buscan
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su autonomía y estructuran un frente difícil que podríamos llamar “censura femenina”. Es el viejo y temido superego femenino. Añadamos un cuarto grupo: aquel en cuya resistencia encontramos el miedo, incluso el terror, al que no podemos pedir esfuerzos porque su fragilidad ya las convierte en candidatas a víctimas reales de abusos, malos tratos, agresiones o incluso al asesinato. Son las más desvalidas. Entrarían en este grupo todo tipo de minusvalías: la niña violada, la mujer aterrada ante un hombre celoso, la esposa de un hombre con problemas de alcoholismo, la que aguanta por el dinero o por los hijos, la débil mental, la enferma mental, la enamorada ciega, la dependiente masoquista, la que trabaja para un proxeneta... De todos estos casos se escribe, se habla..., todos ellos encierran en sí la tragedia de su propia situación y de su propia fragilidad. Constituyen núcleos de resistencia porque su propia tragedia o su propia fragilidad las aprisiona en una actitud pasiva, amedrentada y huidiza. A mi entender, la peor resistencia que engloba a este grupo viene del ya citado entorno femenino, que quizás no las ve, no las quiere ver, no sabe o elude ayudarlas; a veces, las exhorta a la resignación, las esconde, se niega a llamar violencia y agresión a lo que seguramente sí lo es. Va dejando pasar el tiempo, da consejos, ayuda económica. En ocasiones, hay actitudes de censura. Es el grupo que más maneja convencionalismos como “a mí también me pasa, no se lo tengo en cuenta”, “nuestro destino es aguantar”, “por tus hijos no deshagas la familia”, “ella se lo buscó, pero el amor es ciego, pues ahora que cargue”, “qué buscaba con semejantes compañías”, “quien busca guerra...”. Y la víctima va quedándose sola con su miedo y sus menguados recursos para salir de la situación. Su entorno femenino, por unas u otras razones, suele permanecer pasivo, y resulta que es desde donde este cuarto grupo, realmente
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desvalido, necesita la primera ayuda. Antes que las comisarías, los juicios, los albergues, falta el primer apoyo de las mujeres más cercanas; madres, hermanas, abuelas, amigas, vecinas, deberían prestar los primeros auxilios, pero no ven, no oyen, no le dan importancia. Este círculo nos indica a todas luces una tendencia hacia la inhibición mental y moral. Muchos casos en este cuarto grupo acaban en tragedias. Algunas mujeres mueren. Algunas se suicidan. Dejan hijos huérfanos. ¿Qué tipo de pasividad es la que va dejando que se fabrique la tragedia y la víctima? Aquí pasamos del escándalo al espanto, porque la permanencia y casi cronificación del hecho violento contra la mujer supone algo diferente y especial en el estudio de las víctimas. Es una constante que atraviesa la historia. Señala a una mitad grande de la humanidad que la absorbe y la asume –salvo dignísimas excepciones– con una pasividad casi ritual, que la conoce, la sabe, debería adivinarla... Los vencidos en batalla, los expoliados, los engañados, ocupan por sí mismos un lugar de víctimas en la historia. Pero no es exactamente así en el caso de la mujer. La mujer no es un botín de guerra. La violencia contra la mujer lo es tan sólo por el hecho de ser mujer, de ser objeto de deseo, de ser temida, de ser madre, de ser necesaria... ¿Qué extraño cambalache mental habrá habido que hacer para que, siendo inteligente y capaz de usar su inteligencia, la mujer haya llegado a ignorarse a sí misma y a soportar estoicamente la marginación, incluso el sacrificio indigno? Si no fuese a parecer frivolidad, habría que considerarlo admirable.
Las resistencias sociales En páginas anteriores quedaba apuntado cómo los estereotipos sociales intervienen en el desa-
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rrollo de la identidad por la vía del reconocimiento. Desarrollamos aquellos comportamientos que más éxito nos pueden hacer conseguir, por la misma razón que inhibimos aquellos que más rechazo pueden generar. Pertenecer, ser aceptado, supone un esfuerzo de adaptación y un estímulo para el desarrollo; por lo tanto, es beneficioso para el sujeto humano, que si no quedaría atrapado y ahogado en su propia individualidad. Naturalmente, esto presenta su lado peligroso, en tanto en cuanto impone condiciones, algunas de ellas beneficiosas, pero otras no tanto. Las negativas consistirán en aquellos aspectos residuales de viejas concepciones, quizás primitivas, que fijaron un orden social con vocación de continuidad, con tendencia a la inercia y a la compulsión de repetición. Intervienen en la formación de la identidad porque ofrecen, y a la vez imponen, patrones de identificación. Y en el tema que nos ocupa, a la hora de ofrecer un patrón de identificación que expresa la relación entre mujeres y hombres, su combinación en el ejercicio de la conciencia y de la construcción de la dinámica de las culturas, nos damos cuenta de que el patrón es defectuoso. Defectuoso porque cataloga de una forma asimétrica a los dos polos de este patrón, hombres y mujeres. La asimetría no está basada en las diferencias, que lo son en el orden cualitativo, sino en las desigualdades, que lo son en el orden cuantitativo y que conducen hacia una nueva relación “mayor-menor”, “dueño-dependiente”, lo que en sí es, y debería ser, un diálogo “inter-pares”. Y es aquí donde podemos observar un rasgo específico tan sólo de la resistencia social. Para que se diera el cambio debería cambiar el patrón de identificación. Nada se conseguiría si en lugar de cambio de patrón se produjese cambio de roles, porque acabaríamos generando situaciones cuasi idénticas a las que criticamos. Sería dar la
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apariencia del cambio para que el orden social en realidad no tuviera que cambiar más que ligeros aspectos formales, pero en absoluto modificar el error estructural. Quizás las mujeres pudieran tomarse revanchas, incluso venganzas, pero culturalmente hablando nos mantendríamos en la compulsión de repetición, en la mencionada cronificación del error y de la injusticia. Resulta que ese patrón, dominante-dependiente, ha ido fabricando las compensaciones, porque el que domina es el dueño, pero a cambio ofrece protección; y el dependiente se sabe necesario, y en eso está su fuerza... El patrón de identificación, por un lado, y las compensaciones, por el otro, fijan el tan repetido orden social. En ese sentido, habría una vigilancia más o menos directa sobre las categorías adjudicadas a lo femenino tanto como para las adjudicadas a lo masculino, y un cierto concepto de transgresión mediante el cual culpabilizar aquellos comportamientos o pronunciamientos que pudieran alterar dicho “orden social”. Habría así un primer movimiento de resistencia procedente del sistema social en sí, al no reconocer un patrón diferente al establecido, y menos si encierra crítica del orden vigente. Habría una segunda resistencia procedente de aquellos sectores o capas sociales más favorecidos por el tal orden; en nuestro tema, el mundo masculino, que se resistiría al ver amenazadas –al menos por una cierta inseguridad– sus posiciones de favor o privilegio. El tercer factor de resistencia lo conformaría y lo ejerce el sector femenino. Es una resistencia que se articula combinando trazos de culpa por mor de cometer transgresión al mandato social, trazos de temor e inseguridad por quedarse desencajada de su anterior posición, y trazos de temor a perder los exiguos beneficios obtenidos mediante la compensación secundaria.
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Conclusión Es de esperar que a lo largo de estas líneas haya ido quedando claro que la manera más adecuada de reconocer la dignidad de ser mujer pasa por reconocer responsabilidades –no más de las justas, pero sí las que nos corresponden– a la hora de haber consentido una situación de desigualdad. No encierra este reproche ninguna intención culpabilizadora, sino más bien una invitación a ejercer el uso de una inteligencia que siempre existió y que descubrimos entre las miles de formas a través de las cuales fabricó su adaptación. No podemos hacer negación de esa contribución secular al mantenimiento del error de la desigualdad. Entendemos las resistencias al cambio, pero no podemos justificarlas. En primer lugar, porque la racionalidad repudia el mantenimiento del error en sí, porque la ética sencilla, la ética del sentido común, repudia las compensaciones que cronifican un orden injusto y, sobre todo, porque en el margen izquierdo y en el derecho el error y la inteligencia generan víctimas, víctimas indefensas, sufrimiento, humillación, terror, autodesprecio, enfermedad mental, abandono. En este sector –no el marginado, sino el marginal–, no hay compensaciones ni resistencias al cambio. No pueden efectuar cambios, no manejan recursos adaptativos. Nos hacen sentir la incómoda presión de la “impotencia”. ¿Estorban?... Ponen ante nuestros ojos las deficiencias de un sistema primitivo, equivocado e injusto. Pero, sobre todo, ponen ante nuestros ojos fragmentos de una vergonzosa y dolorosa insolidaridad procedente del mundo de la mujer. Los conflictos pendientes entre las mujeres, las condenas, las rivalidades, deserciones, que es necesario remontar.
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Según nos cuentan los que escriben sobre las enseñanzas de Jesús, en una ocasión fue a ver a una mujer joven que yacía postrada. Puso sus manos sobre su cabeza y dijo algo así como “levanta, muchacha”, porque sabía que tenía la suficiente capacidad para levantarse por sí misma. Él lo sabía, y así se lo ordenó.
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En todas las culturas y en todas las épocas históricas los varones han ocupado siempre los centros de control político, ejerciendo violencia para excluir a las mujeres de cualquier posibilidad de acceso al poder. En otras épocas, esta violencia se ejercía directamente, prohibiendo sin más el acceso de la mujer al poder; ahora la violencia se ejerce de forma más sutil.
El matriarcado que nunca existió Quizá alguien quisiera contradecir esta afirmación defendiendo que en un momento histórico hubo sociedades en las que las mujeres ejercieron el poder político a través del matriarcado Efectivamente, a mediados del siglo XIX ciertos etnólogos, encabezados por el historiador y filósofo suizo Johann Bachofen, mantuvieron la teoría de que en el desarrollo de la humanidad hubo una época de cultura matriarcal, es decir, un momento en el que la sociedad estuvo dominada por las mujeres, como consecuencia del prestigio adquirido por éstas al descubrir la posibilidad de cultivar los vegetales. Bachofen escribió varias obras sobre la historia de Roma en las que hace una interpretación romántica de los mitos de la antigüedad, pero para el tema que nos ocupa la más importante es la titulada directamente El matriarcado.
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Aquellos etnólogos entendían por matriarcado un tipo de organización social en el que el derecho, la autoridad y la riqueza eran ostentados por las mujeres, las cuales transmitían a sus hijas esta posición social. Pero parece cierto que esto no ha sido nunca realidad. Actualmente la mayoría de los antropólogos niegan la existencia de sociedades verdaderamente matriarcales y critican a los autores de dicha teoría, que no presentan hechos ni ejemplos concretos. Según el antropólogo Marvin Harris, un solo autor, Ruby Rohrlich Leavitt, figura como excepción, puesto que sostiene que en la Creta minoica “las mujeres participaban en las decisiones políticas en igualdad con los hombres, como mínimo, mientras que en las actividades religiosas y sociales ocupaban la preeminencia”1. Frecuentemente no se distingue entre matrinealidad y matriarcado. La matrinealidad no significa que la mujer se convierta en dominante, sino que puede ejercer ciertos poderes, como por ejemplo elevar o deponer a las personas que componen el consejo de ancianos, pero siempre a través de un representante masculino. La matrinealidad supone también que la filiación se obtiene sólo por línea materna para la transmisión del nombre, los privilegios y la pertenencia a un clan o clase. El padre no tiene ningún poder sobre los hijos. La tutela y el control de los hijos corresponden al hermano de la madre. Durante un tiempo, algunas corrientes feministas se apoyaron en las teorías de Bachofen para demostrar que la sociedad podía organizarse de forma diferente y que la subordi1 Marvin Harris, Antropología cultural, Alianza Editorial, Madrid 2001.
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nación de la mujer no es un fenómeno natural. Todavía recientemente se ha podido escribir: “La idea de la posible existencia de sociedades matriarcales en algún lugar de la historia es estimulante, no importa lo que los antropólogos concluyan, ya que desafía la idea de la subordinación de la mujer como algo natural. Aunque no se encuentre ninguna sociedad verdaderamente matriarcal, o ninguna sociedad verdaderamente igualitaria, las variaciones en las posiciones de los hombres y las mujeres en las diversas culturas conocidas a lo largo de la historia son lo suficientemente grandes para probar que el patriarcado es un fenómeno cultural, y no natural”2.
Pasando de las teorías a los hechos comprobados, la realidad es que no existe ninguna época histórica en la que las mujeres hayan podido ejercer el poder no ya en exclusiva, sino ni siquiera en paridad con los varones, como sería lo normal en una sociedad que no violentara políticamente al sexo femenino. Los hechos son todavía más sangrantes. Se pueden escribir páginas enteras sobre la democracia ateniense sin hacer referencia a que las mujeres estaban excluidas de ella. En la Enciclopedia Larousse podemos encontrar el siguiente texto bien significativo: ...“el ‘pueblo’, tal y como lo concebían los griegos, no comprendía el conjunto de la población, ni siquiera la totalidad de los hombres adultos: el ‘pueblo’ era el conjunto de ciudadanos, eminentemente restrictivo (quedaban excluidos los esclavos, los extranjeros residentes y los que eran asimilados a éstos)”.
De las mujeres, ni una palabra. La exclusión se da por supuesta. Y esto en una sociedad que a veces se toma como modelo de democracia. 2 Anne Showstack Sassoon, Las mujeres y el Estado, Vindicación Feminista, Madrid 1987, p. 112.
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Igualdad pero menos Dando un salto de siglos, en los que la participación de las mujeres en la vida política fue prácticamente nula, salvo las excepciones de alguna reina o señora feudal en ausencia de sus maridos, llegamos a la Revolución francesa, con sus declaraciones de la igualdad de todos los ciudadanos. Algunas autoras, y también algunos autores, trataron de aplicar aquella igualdad también a las mujeres. El propio Condorcet defendió este principio en su documento sobre La admisión de las mujeres en la ciudadanía. Por su parte, Olimpia de Gouges insiste en su Declaración de los derechos de la mujer y de la ciudadana, réplica al texto base de la Revolución de título similar. La cuestión quedó planteada, pero los frutos tardaron mucho tiempo en recogerse. Muy al contrario, a Olimpia de Gouges, que había afirmado en el artículo X de su Declaración que “si la mujer tiene derecho a subir al cadalso también debe tener el derecho a subir a la tribuna”, se le aplicó el primero sin llegar a conseguir el segundo, puesto que, como es bien sabido, murió guillotinada bajo el “régimen de terror” impuesto por Robespierre. El advenimiento del régimen napoleónico y la promulgación en 1804 del nuevo Código ahogó la esperanza que la Revolución había despertado en las mujeres y consagró su minoría de edad civil, social, económica y su exclusión de los derechos políticos. Este Código de Napoleón empeoró la situación de las mujeres no sólo en Francia, sino en toda Europa, ya que la mayoría de los países lo tomaron como modelo en sus respectivas legislaciones. Sin embargo, la semilla de la aspiración a la igualdad estaba ya sembrada. Después de la caída de las monarquías absolutas, las incipientes democracias van dando pasos hasta instaurar el derecho al voto, que se
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llamó sufragio universal3, aunque en realidad la mitad de la población, las mujeres, quedaban excluidas de él, ya que no eran consideradas ciudadanas. Algo similar a lo ocurrido posteriormente con la Declaración de los Derechos Humanos, que, a pesar de su denominación, no era muy seguro que incluyesen los derechos de las mujeres.
La lucha por el voto femenino Los vientos de libertad levantados por la Revolución francesa encontraron buen caldo de cultivo en los Estados Unidos. A favor de estos vientos, las mujeres lucharon por la independencia de su país junto a los varones y posteriormente se unieron a la causa de los esclavos. Ello les llevó a ocuparse cada vez en mayor medida de las cuestiones políticas y sociales4. Las mujeres aprendieron a hablar en público defendiendo sus derechos al mismo tiempo que los de los esclavos, porque comprendieron que eran cuestiones inseparables. Con ello existían ya las bases para un real y verdadero movimiento feminista; lo que hacía falta era un impulso que le diese vida, una cabeza y un programa. La ocasión fue el Congreso Antiesclavista Mundial celebrado en Londres en 1840. La delegación norteamericana incluía cuatro mujeres, pero el Congreso, escandalizado por su presencia, rehusó reconocerlas como delegadas e incluso ocultó su presencia tras unas cortinas. 3 Se llamó sufragio universal porque superaba a los anteriores sufragios censitario y capacitario, que afectaban a determinadas capas de población en razón de su fortuna o su educación. 4 Cappezzuoli y Cappabianca, Historia de la emancipación femenina, Miguel Castellote Editor, Madrid 1973, p. 156.
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Lucrecia Mott y Elisabeth Cady Stanton, dos de las delegadas norteamericanas, volvieron de Londres indignadas, humilladas y decididas a intensificar su campaña por el reconocimiento de sus derechos. En 1848 convocaron una convención en la que Elisabeth Stanton pronunció un memorable discurso y pidió el voto para las mujeres. En esta convención se aprobó la declaración de Séneca Falls, uno de los textos básicos del sufragismo americano. A partir de este momento, las mujeres de Estados Unidos empezaron a luchar de forma organizada a favor de sus derechos, tratando de conseguir una enmienda a la Constitución que les diera acceso al voto, la enmienda Anthony (llamada así por el nombre de su redactora), que fue presentada a la Cámara en todos los períodos legislativos, desde 1878 hasta 1896. En este año decidieron cambiar de táctica para tratar de conseguir su propósito luchando estado por estado, ya que algunos se habían mostrado más receptivos. En 1918, la “enmienda Anthony” volvió a figurar en la agenda del Congreso, y esta vez dos tercios de los representantes votaron afirmativamente. Fue una larga y penosa lucha en la que muchas mujeres se pusieron a prueba. En Europa, el movimiento más potente y radical a favor de los derechos políticos de la mujer fue el inglés. Surgió en 1851, cuando un grupo de mujeres inglesas celebraron en Sheffield un acto público en el que pidieron el voto para la mujer. Decididas a seguir procedimientos democráticos en la consecución de sus objetivos, buscaron el apoyo de ciertos parlamentarios. El día 13 de febrero de 1861, el conde de Carlisle presentó su petición en la Cámara de los lores. Fue el inicio de un largo camino. Posteriormente, las sufragistas inglesas consiguieron tener como aliado a John Stuart Mill, que se casó con una feminista, Harriet Hardy
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Taylor, y en 1869 escribió un libro que se hizo famoso, La sumisión de las mujeres. Stuart Mill presentó a la Cámara de los Comunes en 1866 la primera petición oficial del Comité por el Sufragio Femenino. Pero el verdadero paladín de las mujeres en la Cámara baja inglesa fue Jacob Brigt, que incansablemente, una y otra vez, insistía en presentar propuestas para obtener los derechos políticos de las mujeres. En 1867 Jacob Brigt profetizó: “Si los mítines carecen de efecto, si la expresión precisa y casi universal de la opinión no tiene influencia ni en la Administración ni en el Parlamento, inevitablemente las mujeres buscarán otros sistemas para asegurarse estos derechos que les son constantemente rehusados”5. Sin embargo, las sufragistas inglesas siguieron todavía casi cuarenta años más defendiendo la causa feminista por medios legales. En 1903, cansadas de la violencia política que se ejercía contra ellas, cambiaron de estrategia y pasaron a la lucha directa. La táctica que adoptaron fue interrumpir los discursos de los ministros y presentarse en todas las reuniones del partido liberal para plantear sus demandas. La policía las expulsaba de los actos y les imponía multas que no pagaban, tras lo cual iban a la cárcel. Las sufragistas contestaron con violencia a la violencia, iniciando una serie de actos terroristas contra diversos edificios públicos, sin cometer ningún atentado personal. La única víctima mortal fue la militante Emily Davidson, que en julio de 1913, en las carreras de Epson, se arrojó a las patas del caballo del rey que corría la carrera del Derby. Este terrible acontecimiento fue un paso más en el proceso, pero no puso fin a la lucha. Fue preciso llegar al estallido de la Primera Guerra Mundial para que las cosas cambiaran. Las muje5
Ibíd., p. 179.
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res fueron incorporadas al trabajo para sustituir a los varones que debían alistarse. Por fin, el 28 de mayo de 1917 fue aprobada la ley de sufragio femenino, por 364 votos a favor y 22 en contra, después de cincuenta años de lucha y 2.584 peticiones presentadas al Parlamento. En España, el feminismo organizado entró tardíamente, cuando ya en Europa había perdido su fuerza inicial, y nunca adquirió gran desarrollo. En 1920 existían varias asociaciones feministas de diferente signo, de las cuales las más importantes eran la Asociación Nacional de Mujeres Españolas, presidida por María Espinosa, y la Unión de Mujeres Españolas (UME), presidida por la marquesa de Ter. Para ellas, eran temas prioritarios la educación de las mujeres, la reforma del Código y el derecho al voto, porque eran muy conscientes de que sin poder ejercer la acción política siempre estarían sometidas a los varones. En aquellos años se inició un debate sobre el derecho de las mujeres al voto y, aún en caso afirmativo, sobre si deberían ser sólo electoras, sólo elegibles o ambas cosas. Era un tema de gran interés, en el que participaron todos los estamentos sociales de alguna significación. La Acción Católica de la Mujer, que acababa de ser fundada y celebró su primera asamblea el año 1920, no sólo dedicó en dicha asamblea un amplio espacio a debatir el tema6, sino que repartió miles de cuestionarios para conocer la opinión de las mujeres. Se recogieron 14.000 contestaciones, la mayoría de las cuales eran favorables a que fuera reconocido el derecho al voto de la mujer. 6 Para no condicionar a la asamblea fueron invitados a disertar sobre la cuestión dos oradores de opiniones encontradas: Antonio Maura, que se pronunció abiertamente a favor del voto de la mujer, y Juan Vázquez Mella, que se manifestó en contra.
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Poco tiempo después, el golpe de Estado del general Primo de Rivera produce un retroceso en el lento proceso de democratización del país. Sin embargo, la nueva Ley de Administración Local promulgada por el dictador es el primer texto legal que en España concede a la mujer el sufragio activo y pasivo en las elecciones municipales, aunque con una serie de condiciones que reducen este derecho a la mujer cabeza de familia. Primo de Rivera, como paso previo a la anunciada pero no realizada normalidad democrática, designó una Asamblea Nacional y eligió a trece mujeres como diputadas. Casi todas procedían de la enseñanza, una era escritora y dos damas de la Reina. Por supuesto, no representaban la situación real de la mujer española en aquel momento. Fue un anticipo limitado y precario de lo que ya no se podía eludir. La República, instaurada el 14 de abril de 1931, dio satisfacción a la mayoría de las demandas de las mujeres. El 1 de octubre de ese mismo año se aprueba en el Parlamento el artículo 34 de la Constitución que se estaba elaborando, por el cual se reconoce a las mujeres el derecho al voto sin ninguna restricción. Esto se consiguió después de un penoso debate y un doloroso enfrentamiento entre dos mujeres que se suponía que deberían haber estado de acuerdo. Por un lado, Clara Campoamor, del Partido Radical, defendió con calor el derecho al voto como una cuestión de justicia y, por otro, Victoria Kent, del Partido Radical-Socialista, se opuso por una razón de oportunismo político, suponiendo que las españolas se inclinarían hacia un voto conservador. Esto era lo tremendo del caso: la mayoría de los partidos políticos no pensaban en lo que se debía en justicia a las mujeres, sino en el beneficio que ellos podrían obtener. Como siempre, la mujer propiamente no contaba. Clara Campoamor intervino varias veces en las sesiones parlamentarias de los días 30 de sep-
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tiembre y 1 de octubre en favor del voto de la mujer sin querer “censurar ni atacar las manifestaciones de mi colega, señorita Kent”, pero defendiendo valientemente su postura. En uno de sus párrafos más elocuentes afirmó: “Tenéis el derecho que os ha dado la ley, la ley que hicisteis vosotros, pero no tenéis el derecho natural, el derecho fundamental, que se basa en el respeto a todo ser humano, y lo que hacéis es detentar un poder; dejad que la mujer se manifieste y veréis cómo ese poder no podéis seguir detentándolo”7. Clara Campoamor consiguió una clara victoria, 161 votos a favor y 121 en contra, pero debió pagar un alto precio por ella, ya que su propio partido llegó a abandonarla posteriormente. Ella misma contó su experiencia en un libro que tituló El voto femenino y yo. Mi pecado mortal 8. En otros países europeos, las mujeres lucharon también, con menos dramatismo y apoyándose en la conquista de sus hermanas de Inglaterra y América, contra la violencia que suponía la desposesión de sus derechos políticos. Hacia los años treinta, la mayoría de las naciones desarrolladas habían reconocido el derecho al voto femenino, salvo Suiza, que no lo aceptó hasta 1970. El objetivo principal de las sufragistas se había logrado y el feminismo pareció entrar en una fase de recesión. Las mujeres habían obtenido el derecho al voto y, con él, la posibilidad legal de participar en la vida política, pero una cosa es estar en posesión de este derecho y otra muy diferente es tener la 7 Concha Fagoaga y Paloma Saavedra, Clara Campoamor, la sufragista española, Dirección General de Juventud y Promoción Socio-cultural, Subdirección General de la Mujer, Madrid 1981, p. 96. 8 Clara Campoamor, El voto femenino y yo. Mi pecado mortal, Ed. Beltrán, Madrid 1936.
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posibilidad real de poderlo ejercer. Es una nueva lucha que todavía no ha terminado.
Violencia contra todos El proceso de incorporación de la mujer a la acción política se interrumpe en España después de la Guerra Civil con la instauración del régimen franquista. En este período, en el que la mujer española perdió tantos derechos, sin embargo no se vio desposeída del derecho al voto, aunque no le fuera de mucha utilidad en un régimen sin partidos políticos y donde las pocas elecciones que se celebraban se hacían sin alternativa real. Durante aquellos años la violencia política la compartió con la mayoría de los ciudadanos. De 1939 a 1975, la llamada Sección Femenina del partido único se hace depositaria de toda posibilidad de acción política de la mujer. Se hace defensora y portavoz de todos los valores más tradicionales, reduciendo a la mujer a la familia y al hogar y considerando que, salvo excepción, la política es una tarea propia de los varones. Tan excepcional era la presencia femenina en la política que desde 1939 hasta 1963 sólo hubo dos mujeres en las Cortes franquistas: Pilar Primo de Rivera y Mercedes Sanz Bachiller, las cuales figuraron en razón de su cargo y no por elección. Entre 1963 y 1977 participaron otras 11 más. Tan supeditadas estaban estas mujeres a los políticos del sexo masculino que en ocasión memorable, al aprobarse en las Cortes la Ley de los derechos políticos, profesionales y de trabajo de la mujer, Pilar Primo de Rivera dirigió unas palabras a los procuradores para agradecerles el todavía proyecto de ley, que, según ella se encargó de asegurar, “no es, ni por asomo, una ley feminista”, sino, por el contrario, “el apoyo que
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los varones otorgan a la mujer, como vaso más flaco, para facilitarle la vida”9. Sin duda, lo consideraba más una graciosa merced otorgada por los varones que la devolución de unos derechos larga e injustamente negados.
La restauración de la democracia en España Al restaurarse la democracia en España, las españolas, junto a los españoles, recuperaron la posibilidad legal de actuar en política, pero, como ya queda dicho, de que legalmente pudieran participar no se sigue que pudieran hacerlo realmente. Había que salvar una serie de dificultades, unas tangibles y otras intangibles. Las intangibles son las más arduas de superar. Las mujeres españolas estaban educadas en la idea de que la política no era cuestión que les afectase a ellas, y la opinión pública les desanimaba a entrar en este camino. Por otra parte, la minoría que estaba dispuesta a romper moldes no tenían modelos en los que apoyarse. No había precedentes de mujeres que hubieran ocupado cargos políticos. Todo lo debían inventar. Durante mucho tiempo, cada vez que una mujer accedía a un puesto de cierta importancia los periódicos daban la noticia diciendo “la primera mujer que...”. Mª Luisa Jordana ha recogido puntualmente el acceso de la mujer a los puestos de responsabilidad en la administración pública10. En realidad, uno de los mayores problemas es que, como ha escrito Pilar Folguera, “en lo que
9 Boletín Oficial de las Cortes Españolas, 15 de julio de 1961, p. 14758. 10 María Luisa Jordana, Españolas en la transición: Las mujeres y las instituciones, Biblioteca Nueva, Madrid 1999.
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se refiere a la ciudadanía política, las mujeres no acceden a la misma hasta mediados del siglo XX, de forma que el sistema de partidos políticos se construye sobre la indiferencia, e incluso sobre la hostilidad, en relación con la cuestión femenina”11. Y ésta es una cuestión determinante, “dado que los partidos dominan la vida política de las democracias contemporáneas. El acceso a las posiciones de poder e influencia está mediado por los partidos, que son los que presentan candidatos a los procesos electorales”12. A este respecto, es interesante comprobar que hasta ahora ninguna mujer en España ha llegado a ostentar el liderazgo máximo de los partidos y que en todos ellos hay más varones que mujeres en los cargos de responsabilidad. Lo mismo ocurre respecto a las candidaturas, en las que, aunque cada vez figuran más mujeres, casi nunca las encabezan. Por otra parte, el número de afiliadas a los partidos es también menor que el de afiliados. Muchas mujeres que componen las listas electorales confeccionadas por los partidos son relegadas a los últimos puestos de las mismas. Esto resulta perjudicial para ellas no sólo porque sus posibilidades de salir elegidas son nulas o muy reducidas, sino porque los cabeza de lista suelen llevar todo el peso de la campaña electoral. Ello constituye una excelente ocasión para que los candidatos acumulen experiencia como
11 Pilar Folguera Crespo, También somos ciudadanas: Gestación y consolidación de los derechos de ciudadanía en Europa, Ediciones de la Universidad Autónoma, Madrid 2000, p. 246. 12 Celia Valiente Fernández, También somos ciudadanas: Las investigaciones sobre las mujeres y la toma de decisiones políticas en España, Ediciones Universidad Autónoma, Madrid 2000, p. 227.
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líderes políticos, oportunidad que no pueden aprovechar la mayor parte de las candidatas13. Así ocurre que, aunque las mujeres españolas en la actualidad tienen los mismos derechos políticos que el varón, en la realidad las estadísticas nos dicen que su participación es mucho menor, aunque la proporción haya ido subiendo desde las primeras elecciones democráticas. En aquéllas, celebradas el 15 de junio de 1975, los partidos presentaron 653 mujeres sobre un total de 5.019 hombres para competir por 350 escaños, lo que representaba el 13 por ciento del conjunto. Salieron elegidas 21, el 6 por ciento del total. En el primer Gobierno democrático no figuró ninguna mujer. En las elecciones legislativas de marzo de 2000, las diputadas elegidas fueron 99, un 28,3 por ciento, todavía muy lejos del 50 por ciento deseable. Ni siquiera en los países nórdicos se ha llegado a esta proporción, aunque no están lejos de alcanzarla. Según informes de la Unión Interparlamentaria de marzo de 2003, sobre el número de mujeres que están representadas en la Cámara Baja de 182 países, Suecia ocupa el primer lugar, con el 45,3 por ciento, y Dinamarca el segundo, con el 38. España, con el 28,3 por ciento, se sitúa en el puesto número 15, antes que Australia, Bélgica y Suiza. Por otra parte, 49 países no llegan al 10 por ciento y siete no tienen ninguna representación femenina, entre ellos los Emiratos Árabes Unidos. En el Parlamento europeo, según datos de la misma fuente, los porcentajes de participación de las mujeres son más altos. En primer lugar se sitúa Suecia, con el 45,5 por ciento; España llega al 32,8, con 21 eurodiputadas. La función parlamentaria no agota todas las posibilidades de acción política de las mujeres, 13
Ibíd., p. 228.
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pero es un buen instrumento para medir su peso político, porque el Parlamento es una de las instituciones esenciales desde la que se ejerce el poder y porque está fuertemente interconectado con otros dos centros de poder, es decir, con el ejecutivo y con las cúpulas de los partidos políticos. Centros que constituyen un importante lugar de selección de los miembros del ejecutivo y que recogen buena parte de los altos cargos de los partidos14. Ya hemos dicho que la afiliación de las mujeres a los partidos políticos es mucho menor que la de los varones, aunque también en este aspecto en España se haya incrementado la proporción, desde el 13 por ciento en 1982 al 29,7 por ciento en 1998. Esta menor afiliación, sin duda, se debe a la educación recibida por las mujeres, que les hace desinteresarse por la política. Según datos aportados por Edurne Uriarte y Cristina Ruiz, en 1994 había en España un 31 por ciento de varones muy o bastante interesados en política, frente a un 20 por ciento de mujeres. Y mientras casi el 63 por ciento de los varones leía diarios, el porcentaje de mujeres se reducía al 37,1 por ciento15. Cuando se llega a analizar el ámbito de la verdadera toma de decisiones, es decir, el ámbito del Gobierno de la nación, la desproporción entre mujeres y varones se hace mucho más fuerte aunque siga la tendencia a acortar distancias. En los altos cargos del Estado, ministros, secretarios, subsecretarios y directores generales se ha pasado del 1,4 por ciento en 1982 al 11,8 por ciento en 1998. Analizando la proporción de mujeres presentes en los diferentes ministerios, vuelve a manifes14 Edurne Uriarte y Cristina Ruiz, “Mujeres y hombres en las élites políticas españolas: ¿diferencias o similitudes?”, Reis 88 (1999), 209. 15 Ibíd., p. 213.
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tarse la tendencia a considerar que algunos ámbitos son más propios a la presencia femenina que otros. Asuntos Exteriores, Fomento, Defensa e Interior, en septiembre de 1998, no contaban entre sus altos cargos con ninguna mujer. Posteriormente, en 2002, por primera vez en la historia, una mujer española accedió al cargo de ministra de Asuntos Exteriores. Sin embargo, otros ministerios, como el de Trabajo y Asuntos Sociales, con el 33 por ciento de mujeres en los altos cargos, sobrepasaba ampliamente la media. A nivel autonómico se repite la tendencia observada a nivel nacional. Así, la representación parlamentaria en las autonomías ha ido evolucionando desde el 6,4% en 1986 hasta alcanzar el 20,1% en 1998, mientras que en los órganos ejecutivos ha pasado del 9,7% en 1993 al 14,2% en 1998.
Causas de la exclusión La situación de exclusión de las mujeres de los ámbitos de poder y de toma de decisiones tiene una raíz muy profunda y se remonta a la estructura patriarcal de la sociedad, con siglos de historia a su favor. A este respecto, un estudio publicado por el Instituto de la Mujer en 199916 aporta ciertas consideraciones de interés. La constitución de la familia burguesa, que en el siglo XIX se organizó en torno a una separación nítida entre la esfera privada y la esfera pública, aquélla estimada espacio propio de las mujeres, hizo que éstas se vieran excluidas de cualquier acción política. 16 IMOP Encuestas, La situación de la mujer en la toma de decisiones, Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, Instituto de la Mujer, Madrid 1999.
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Según dicho estudio, esta distinción tan neta entre esfera publica y privada quizá no ha sido nunca demasiado exacta, pero actualmente apenas tiene justificación, puesto que el espacio doméstico ha sido invadido por las redes de comunicación telemática, a través de las cuales se toman actualmente muchas de las decisiones y hasta se ejerce una tarea empresarial. Sin embargo, a pesar de los cambios experimentados, la sociedad actual sigue manteniendo tenazmente los estereotipos sobre el ámbito de la esfera privada que le corresponde a la mujer y sobre su casi exclusión de la esfera pública, feudo del varón, donde se toman las decisiones. Los más ingenuos, optimistas o interesados en prolongar la situación piensan que esta exclusión es coyuntural y de carácter históricotemporal, que se irá corrigiendo por la misma fuerza de la evolución natural y desaparecerá por sí misma en un futuro inmediato. Para explicar la situación aducen argumentos como la falta de preparación de la mujer, ya que su acceso masivo a la universidad es “todavía” reciente, o la falta de tradición y de experiencia política. Y se congratulan al comprobar cómo en España la participación de las mujeres en la política ha experimentado un incremento notable y en pocos años se ha situado entre los primeros países de Europa. Pero la situación no es tan halagüeña. La realidad es que la exclusión de las mujeres no es de carácter coyuntural, sino estructural, y no desaparecerá sin una acción activa de transformación. El estudio citado enumera hasta ocho causas de exclusión17. 17 IMOP Encuestas, La situación de la mujer en la toma de decisiones, Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, Instituto de la Mujer, Madrid 1999, p. 106-108.
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1ª. El rol estereotipado atribuido a la mujer en la familia patriarcal, que se perpetúa a través del tiempo y hace cargar sobre ella casi en exclusiva las tareas domésticas y familiares. Incluso en los casos, cada día más frecuentes, en los que la mujer ejerce una tarea profesional, ella es todavía en gran parte la responsable de la vida familiar. 2ª. El rol igualmente estereotipado que asigna a los varones la tarea de ser los responsables del bienestar económico de la familia. 3ª. Las afinidades electivas que orientan a los hombres que ocupan altos cargos de responsabilidad. Se trata de una tendencia a reclutar personas del mismo género, es decir, personas capaces de reproducir el estereotipo. Los centros de poder funcionan en gran parte como circuitos cerrados que tienden a reproducirse entre sí. De la misma manera, los que tienen la posibilidad de seleccionar para puestos de gran altura son hombres, y ellos ejercen un mecanismo de exclusión muy sutil. 4ª. Las mujeres están constituidas sentimental y afectivamente de un modo cualitativamente distinto a los hombres. En su implicación en los procesos de competencia y lucha por el poder se muestran menos agresivas que los hombres. Esta afirmación podría ser discutida por personas que piensan que la menor competitividad de las mujeres no se debe a su propia constitución, sino a una educación que durante siglos la ha apartado de la lucha por el poder. Incluso algunas feministas se han planteado si es acertado reivindicar para las mujeres este valor, que consideran netamente masculino y despreciable. 5ª. La disponibilidad total de los hombres para dedicarse libremente a sus tareas profesionales y políticas, mientras que las mujeres no
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sólo están compelidas a hacerlo, sino que en su mayoría desean combinar su profesión con una vida familiar. 6ª. La ausencia de referentes de género para la mujer. La personalidad social de la mujer, la que se ha construido en la literatura, en el cine, la que circula a través de los media, es una personalidad estereotipada en torno a los tópicos de la seducción, la maternidad, etc. 7ª. La autoexclusión de la mujer que muestra una tendencia a limitar sus aspiraciones para eludir la exigencia de dedicar plenamente su vida a desempeñar cargos de alta responsabilidad que pueden absorber toda su capacidad vital. 8ª. Como resumen de todo lo anterior se produce lo que se ha dado en llamar el “techo de cristal”, una especie de tope invisible que es difícil de traspasar. Las mujeres van llegando a niveles de toma de decisiones de segundo y tercer nivel, pero muy raramente tienen acceso a los primeros puestos donde realmente se ejerce el poder. Este “techo de cristal” últimamente está reclamando la atención de muchos estudios. Ciertamente, las mujeres están accediendo a muchos puestos de responsabilidad que antes les estaban vedados. Aparentemente, nada les impide llegar a los cargos más altos en la vida empresarial o política. Sin embargo, si se analiza la realidad, la presencia de mujeres desaparece en un cierto momento sin que figuren en la cumbre de la escala. ¿Se debe esto a la propia idiosincrasia de las mujeres o es el resultado de obstáculos invisibles que frenan su ascenso? Dos autoras han estudiado en España las diferencias y similitudes que se dan entre mujeres y hombres en las élites políticas a través de una investigación realizada entre diputados y
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diputadas de la legislatura de 199718. Han analizado la edad, los estudios, el tiempo de militancia en los partidos respectivos, la pertenencia a sindicatos y otras variables. Resulta interesante comprobar que el número de diputadas solteras, separadas o divorciadas es mucho mayor que el de los varones (el 22,7 frente al 12,30 por ciento) y la proporción de casadas menor que la de casados (86,5 y 63,3 por ciento, respectivamente). Por otra parte, tanto los diputados como las diputadas perciben que las mujeres anteponen su familia a su carrera política y que compiten menos que los varones. Además, las mujeres siguen pensando que los partidos políticos dan menos oportunidades a las mujeres.
El precio que hay que pagar Las dificultades que las mujeres deben superar si quieren acceder a un puesto de responsabilidad hacen que tengan que pagar un alto precio para conseguirlo. Tienen que escoger entre imitar el modelo masculino y centrar todas sus energías en atender al cargo público, renunciando a constituir una familia propia, o vivir divididas, sobrecargadas de trabajo y culpabilizadas por no dedicar todo el tiempo que les reclaman sus múltiples compromisos. En último caso, se plantea el dilema de renunciar a una posible acción política por lo menos en su grado más comprometido. De cualquier manera, las mujeres siempre se ven sometidas a una violencia en razón del género. Los varones no necesitan hacer esta tremenda elección. En la mayoría de los casos, pueden aceptar responsabilidades públicas, al estar bien seguros de que su esposa se ocupará de mante18
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ner el buen orden de la familia. Quizá llegue un momento en el que piensen que han renunciado a una vida familiar que puede resultar gratificante, pero no se verán obligados a elegir entre una u otra responsabilidad. Una vez decidida la cuestión, cuando ha optado por seguir en la política a pesar de todo, la mujer debe pagar el precio de ajustar su medida del tiempo a la de los varones. Los altos cargos tienden a prolongar el horario de dedicación a su cargo hasta muy tarde después de las horas laborales habituales, y no porque sea necesario, sino porque su tiempo tiene un valor diferente al de las mujeres. Éstas tienden a cumplir su tarea y dar por terminada la jornada de trabajo profesional para dedicarse a otros menesteres que les están esperando. Los varones pueden extender su tiempo, calificado por ellos de laboral, en reuniones y entrevistas que les abren nuevas posibilidades políticas y no les crean sentimientos de culpabilidad. Así se comprende que lo primero que hizo la primera presidenta del Parlamento noruego al ocupar su cargo en 1993 fuera reformar el horario de las reuniones y disminuir las sesiones nocturnas para que las parlamentarias, y los parlamentarios, tuvieran más tiempo para dedicarlo a sus familias, porque la política no tiene por qué ser incompatible con la familia19. Las mujeres políticas, además, deben estar dispuestas a entrar en el juego de la competitividad y la lucha por el poder, lo que a muchas no les interesa, o gastar energías en encontrar formas alternativas de promoción interna. Para remate, las mujeres se ven obligadas a afrontar las críticas más rastreras y las bromas 19 Inge Stabel, “Hacia la democracia paritaria: Estrategias”, Las Mujeres y el Poder Político 16 (1994), 99.
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del peor gusto dirigidas incluso a su aspecto personal. No es habitual que se hagan comentarios sobre el aspecto físico de los políticos, lo que sí suele hacerse de las mujeres políticas. En conjunto, es una violencia muy sutil la que las mujeres se ven obligadas a soportar. Porque ya no se lucha con el antifeminismo grosero de otros tiempos. La mayoría de los políticos han aprendido el lenguaje feminista y los partidos han recogido en sus programas la mayor parte de sus reivindicaciones. Sin embargo, aun admitiendo que los políticos son sinceros cuando en sus declaraciones y en sus documentos afirman valorar la participación política de las mujeres; aunque conscientemente no rehúyen incluirlas en sus listas incluso en puestos privilegiados; aunque les ofrezcan cargos de responsabilidad, aun los de mejor voluntad no se dan cuenta de que han construido un mundo en el que las mujeres juegan con desventaja. “Ante la paradoja de un mundo en el que las mujeres son explícitamente reconocidas, pero sutilmente postergadas; cuando las declaraciones son altamente significativas, pero igualmente contradictorias con los hechos, con los resultados observables, entonces parece que hay que buscar las causas, las explicaciones, en niveles ocultos de la sociedad”20.
Ésta es la dificultad mayor. Hubo un momento en el que se sabía que el mayor obstáculo residía en las leyes discriminatorias, se luchó contra él y se logró eliminar. Luego aparecieron otras dificultadas, y se fueron venciendo, pero cada vez que se vence una aparece otra nueva con rostro diferente. Sin embargo, las mujeres siguen luchando sin dejarse vencer por el cansancio.
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“Los obstáculos que entorpecen, traban e impiden el desarrollo profesional, político, académico o profesional de las mujeres son tan tozudos y difíciles de remover como lo es el poder en sí mismo. La propia afinidad de quienes ostentan el poder, los hombres en el poder, constituye una ‘sociedad’ de género exclusiva que desarrolla mecanismos, unas veces espontáneos, otras veces calculados, para preservar en el tiempo una situación de preeminencia social”21.
Discriminación positiva La práctica ha demostrado que la promulgación de leyes y la vigilancia a fin de que éstas se cumplan, aunque sean medidas necesarias, no son suficientes para superar la discriminación de la mujer. Surge entonces la iniciativa de establecer acciones positivas “cuyo objetivo es combatir las discriminaciones indirectas que no resultan necesariamente de actitudes discriminatorias adoptadas de forma intencionada, sino que provienen básicamente de hábitos sociales; es decir, que se trata de acciones que intentan eliminar las desigualdades que resultan de la incidencia de los sistemas sobre los individuos”22. Las acciones positivas tratan de actuar sobre todo en el ámbito de las costumbres y de los estereotipos, ya sea en el campo laboral, en la educación, la formación, la vida profesional o la acción política. Hasta los años setenta, las mujeres, sin duda ocupadas en otras reivindicaciones, no lucharon por acceder al poder político, pero al final de esa década se inició en Europa un movimiento de
IMOP., o. c., p. 149. Instituto de la Mujer – Fondo Social Europeo, Guía práctica para la igualdad de oportunidades entre hombres y mujeres, Madrid 1997, p. 72. 21 22
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reivindicación también en este campo y se empezó a hablar de cuotas de participación en las candidaturas. Los resultados fueron diversos y se produjeron a diferente ritmo. La propuesta de establecer cuotas afectó sobre todo a los partidos de izquierda, aunque en Alemania la democracia cristiana la adoptó también en 1996. En Francia, en 1982 se votó una disposición por la que en las listas de candidatos a las elecciones municipales no se podía incluir más del 75 por ciento de miembros del mismo sexo. El Consejo Constitucional anuló esta disposición alegando que no se podía dividir a los ciudadanos en categorías23. En España, el Partido Socialista, en 1988, estableció una normativa por la que en sus candidaturas debía figurar una cuota del 25 por ciento de mujeres. Otros partidos, e incluso algunas mujeres, rechazaron esta iniciativa por considerar que atentaba a su dignidad, ya que podría dar lugar a que no se les seleccionara por su valía personal, sino por tener que cumplir la norma. El resultado real es que, en los años siguientes, aun sin aceptar el sistema de cuotas, todos los partidos han dado mayor lugar a las mujeres en sus listas y en los cargos de responsabilidad. Frente a la propuesta de establecer cuotas de participación de las mujeres en las listas generales, un grupo de mujeres, con Lidia Falcón a la cabeza, constituyeron en Barcelona en 1979 un partido político formado exclusivamente por mujeres, que tomó el nombre de Partido Feminista. Los fundamentos teóricos de este partido se explicitan en una publicación en la que, 23 Janine Mossuz-Lavau, La paridad de hombres/mujeres en política: http://www.ambafrance.es/service-presse/Espanol/presse/actudiplo/sig/parite.html, enero 2001.
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además, se analiza la situación de la mujer en aquel momento24.
Democracia paritaria En 1992 se da un gran paso adelante al considerar que el sistema de cuotas no es suficiente y que es preciso llegar a alcanzar el equilibrio en la representación, es decir, que las candidaturas y las cámaras legislativas deberían estar formadas por tantos hombres como mujeres25. Es lo que ha recibido el nombre de democracia paritaria, que no es sólo igualar el número de participantes de los dos sexos, sino hacer que llegue a ser también igualitario el puesto dentro de la candidatura. Desde entonces, las instancias europeas han dedicado mucho tiempo y han producido diferentes disposiciones para defender y hacer efectiva esta iniciativa. Es notable la declaración adoptada por los jefes de Estado y de Gobierno del Consejo de Europa en octubre de 1997, en la que se subraya “la importancia de una representación más equilibrada de hombres y mujeres en todos los sectores de la sociedad, incluido el político”. A nivel menos oficial, en noviembre de 1992 se celebró en Atenas una cumbre sobre “Mujeres en el poder” que fue promovida por la Comisión de las Comunidades Europeas y congregó a mujeres con experiencia en altas responsabilidades políticas. En dicha reunión se adoptó una declaración26 en la que se constata el déficit democrá-
24 Partido Feminista, Tesis, Ediciones del Feminismo, Barcelona 1979. 25 Janine Mossuz-Lavau, o. c., p. 2. 26 Declaración de Atenas 1992: http://www.geocities.com/ Athens/Parthenon/8947/atenas.htm.
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tico que supone la baja representación de mujeres en los centros de decisión política y se proclama la necesidad de conseguir en ellos una participación equilibrada. “Allí se acordó, como objetivo prioritario, que la participación política de mujeres y hombres en puestos de representación política no fuera superior al 60% ni inferior al 40%”27. La Declaración de Atenas aduce en apoyo de su demanda que la igualdad real entre mujeres y hombres es un derecho fundamental del ser humano y que la igualdad exige paridad en la representación y administración de las naciones, ya que las mujeres constituyen más de la mitad de la población y, por lo tanto, más de la mitad de las inteligencias y de las cualificaciones de la humanidad. Su infrarrepresentación en los puestos de decisión supone una pérdida para la sociedad en su conjunto, puesto que su participación equilibrada es susceptible de engendrar ideas, valores y comportamientos diferentes. Insistiendo una vez más, el Comité de Ministros del Consejo de Europa, reunido en Estrasburgo el 12 de marzo de 2003, adoptó una recomendación dirigida a los gobiernos de los Estados miembros instándoles a tomar las medidas necesarias para que la representación de cada uno de los dos sexos en los centros de decisión de la vida política y pública no sea inferior al 40 por ciento. Para ello se les invita a considerar una eventual reforma de la Constitución, si fuera necesario, o de las leyes, en su caso. Además, se acompaña la propuesta de una serie de medidas muy detalladas y concretas28.
27 VV. AA., La democracia paritaria en la construcción de Europa, CELEM, Madrid 2003. 28 Consejo de Europa, La participación equilibrada de las mujeres y los hombres en la toma de decisión política y pública, Estrasburgo 2003, texto policopiado.
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Por supuesto, estas declaraciones de las instancias europeas, para tener validez real, deben ser suscritas posteriormente por los gobiernos de los países respectivos y, después, todavía deben ser puestas en práctica. De momento hay experiencias de reformas electorales o modificación de la Constitución en Bélgica, Francia, Italia y Portugal29. Es un nuevo frente de lucha que se ha abierto y que tardará en dar resultados, pero por lo menos las declaraciones de las instancias europeas tienen el valor de reconocer públicamente que la situación actual no es justa ni deseable.
Bibliografía IMOP Encuestas, La situación de la mujer en la toma de decisiones, Ministerio de Trabajo y Asuntos Sociales, Instituto de la Mujer, Madrid 1999. Pérez Cantó, Pilar (ed.), También somos ciudadanas, Ediciones de la Universidad Autónoma, Madrid 2000. Uriarte, Pilar, y Ruiz, Cristina, “Mujeres y hombres en las élites políticas españolas: diferencias y similitudes”, en Revista Española de Investigaciones Sociológicas, 88, Madrid 1999. VV. AA., Las mujeres y el poder político, Ministerio de Asuntos Sociales, Instituto de la Mujer, Madrid 1994. VV. AA., La democracia paritaria en la construcción europea, CELEM, Madrid 2003.
29 VV. AA. La democracia paritaria en la construcción de Europa, CELEM Madrid 2003, p. 80.
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La “sacralidad” de la familia y la violencia doméstica Esperanza Bautista Introducción Cuando nos preguntamos por el porqué de la violencia puede dar la sensación de no saber de dónde viene, lo que equivale implícitamente a definirse como no violentos en un mundo violento, y, al mismo tiempo, el poner el acento en esa pregunta nos permite tratar el problema de la violencia como si se tratase de una cuestión puramente objetiva. Es como si la violencia cayera del cielo o fuese algo externo a los observadores, con lo cual éstos pueden considerarse extraños a tal violencia y ésta se convierte con relativa facilidad en objeto de reflexión, al quedar de alguna manera circunscrita en el tiempo y en el espacio. Es cierto que el punto de vista objetivo nos permite aislar actos de violencia y estudiarlos de un modo que nos parece científico. Este método nos procura un cierto descanso intelectual, porque simplifica el problema de la violencia, pero también un descanso moral, porque nos garantiza nuestra posición de distancia con respecto a la violencia y, aparentemente, nos quita toda complicidad con ella. Ésta suele ser la actitud cuando se habla de la violencia desde una perspectiva jurídica, pues, cuando se reflexiona sobre las características profundas de la actitud objetiva respecto de la violencia nos vemos obligados a tener que constatar su resultado, incluso si no era eso lo que quería-
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mos. Cuando se trata de definir la violencia de un modo puramente objetivo, en primer lugar se busca y persigue a los responsables de la violencia, posteriormente se decide quiénes son los culpables y quiénes son los inocentes, es decir, aquellos que conviene proteger de los violentos. Este punto de vista es en el fondo el que inspira el mecanismo judicial; es, además, un método al que los sistemas judiciales no pueden renunciar, porque, aunque no siempre se obtienen resultados interesantes en el plano teórico, tampoco se puede tener siempre en cuenta la complejidad de las relaciones que conducen a la violencia, ya que, cuando ésta estalla entre aquellos que se conocen, se hace difícil estudiarla, a causa de todos los intercambios que han ocurrido y en los que la violencia hunde sus raíces. Sin embargo, cabe decir que los actos de violencia aislados, no provocados, son mucho menos frecuentes de cuanto se piensa, mucho menos frecuentes en todo caso que las violencias entre personas o grupos que se conocen desde hace mucho tiempo, entre parientes próximos, cónyuges, compañeros sexuales o sociales, etc. En un contexto más amplio, cabe decir que la búsqueda de la objetividad en la violencia nos lleva a pensar que, incluso en un contexto no violento, como sería el familiar, también existen sin duda actos de violencia. Dada la desgraciada actualidad de los casos de violencia doméstica, este breve estudio se centrará de manera particular en este problema, comenzando por recordar el marco general que ofrecen los instrumentos internacionales para, a continuación, entrar a reflexionar sobre nuestra legislación, recordando en primer lugar situaciones anteriores, pues nuestra legislación histórica está plagada de ejemplos que ilustran perfectamente la escasa consideración que tiempo atrás tuvieron valores incuestionables como la igualdad y la dignidad, la justicia y el respeto por el otro, sobre todo respecto de la mujer. Algunos de estos ejemplos son ciertamente muy llamativos.
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Sólo recordar el artículo 428 del Código Penal que, recogiendo la figura del uxoricidio por adulterio, estuvo vigente nada menos que hasta el año 1963. Este artículo permitía al marido respecto a la mujer o al padre respecto a la hija que, cuando éstas hubieran sido sorprendidas en adulterio, la causación de lesiones graves, ya que, en estos casos, no imponía ningún tipo de pena. Piénsese que incluso cuando en vez de lesiones se hubiera dado la muerte de alguna de estas personas, la pena que se preveía era solamente la de destierro. Poco a poco ha ido cambiando esa legislación. La Constitución de 1978 supuso un paso enorme en este sentido, aunque ya antes, fundamentalmente en el campo civil, había habido alguna manifestación decidida a adecuar algunas normas a la capacidad jurídica que comenzó a reconocérsele a la mujer. No obstante, pese a que nuestra legislación no conserva ya ningún vestigio de aquella filosofía, es cierto reconocer que el cambio en la mentalidad social todavía no se ha operado suficientemente. De ahí la conveniencia de recordar los antecedentes jurídicos de esa mentalidad y los intentos de cambio presentes en diferentes instrumentos internacionales que han tomado conciencia del problema de la violencia de género haciéndola visible y tratando de ayudar a su solución mediante las medidas que se proponen en ellos.
La violencia de género y los instrumentos internacionales Naciones Unidas La prevención y eliminación de la violencia de género en general y de la doméstica en particular es una de las grandes preocupaciones y uno de los grandes retos de la comunidad internacional, que ha intentado afrontar mediante diversos documentos, declaraciones y convenios. Un breve recorrido sobre ellos nos recuerda:
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– El año 1975 fue declarado Año Internacional de la Mujer por Naciones Unidas, contribuyendo a impulsar la repercusión social del tema de la violencia de género y un mayor interés institucional hacia este problema. – El Decenio de Naciones Unidas para la Mujer (1975-1985) dio un nuevo impulso para sacarlo a la luz. Con motivo de la II Conferencia de Naciones Unidas sobre la Mujer (Nairobi, 1985), se aprobó un documento, “Estrategias para el adelanto de la mujer hasta el año 2000”, que determinó que la violencia contra las mujeres era uno de los principales obstáculos para lograr la igualdad, el pleno desarrollo de la mujer y la paz. – En Viena (1993), la Conferencia mundial de Derechos Humanos aprobó la “Declaración y Programa de Acción de Viena”, donde se afirma que todos los derechos de las mujeres y de las niñas son universales, indivisibles e interdependientes de los derechos humanos universales, dejando sentado y saldando por fin el cuestionamiento de diferentes países que pretendían disminuir en cantidad y calidad los derechos de las mujeres frente a los reconocidos a los hombres. A partir de este momento, todas las conferencias y textos internacionales van a partir de una base innegociable: la afirmación de que todos los derechos humanos se aplican indistintamente y por igual a mujeres y hombres. – También en 1993, se aprueba en Naciones Unidas la “Declaración sobre la eliminación de la violencia contra la mujer”, un documento básico cuyo contenido ha sido recogido en conferencias posteriores; entre ellas, la IV Conferencia Mundial sobre las Mujeres (Beijing, 1995). Esta declaración hace diferentes clasificaciones y define los distintos tipos de violencia de género, muchos de ellos cuestionados e incluso no reconocidos por distintas sociedades. Así, y clasificando la violencia por los resultados, señala que
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la violencia de género abarca la física, sexual y psicológica. Al hablar de los ámbitos en los que se puede ejercer, introduce el familiar, junto con la comunidad o el Estado. Esta declaración pone de manifiesto que la violencia de género no es un problema exclusivamente femenino, sino que afecta a toda la sociedad y constituye un atentado contra la paz y la democracia. A este respecto, y dada su importancia, se recoge de forma más extensa la “Resolución de la Asamblea General 48/104 de 20 de diciembre de 1993“, que formula: – Una declaración en la que se reconoce que los principios de igualdad, seguridad, libertad, integridad y dignidad son derechos de todos los seres humanos y han sido consagrados en diversos instrumentos internacionales (Declaración Universal de Derechos Humanos, Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, Convención contra la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes). – Reconoce asimismo que la observación de estos principios y derechos universales contribuiría a eliminar todas las formas de discriminación contra la mujer. Y reconoce que la violencia contra la mujer constituye un obstáculo para el logro de la igualdad, el desarrollo y la paz, ya que la violencia de género constituye una violación de los derechos humanos y de las libertades fundamentales e impide total o parcialmente a la mujer gozar de dichos derechos y libertades. – Muestra su preocupación por la larga historia de descuido de la protección y fomento de dichos derechos y libertades y reconoce también que la violencia contra la mujer es uno de los mecanismos sociales fundamentales que fuerzan a la mujer a una situación de subordinación respecto del hombre. Manifiesta asimismo que las relaciones de poder, históricamente desiguales entre el hombre y la mujer, han conducido a su
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discriminación y a la dominación de la mujer por parte del hombre impidiendo su avance y desarrollo pleno. – Reconoce la particular vulnerabilidad de determinados grupos de mujeres, como las pertenecientes a minorías, las mujeres indígenas, las refugiadas, las emigrantes, las que habitan en comunidades rurales o remotas, las indigentes, las recluidas en instituciones o detenidas, las niñas, las mujeres con discapacidades, las ancianas y las mujeres en situaciones de conflicto armado. – Reconoce asimismo que la violencia contra la mujer en la familia y en la sociedad se ha generalizado y trasciende las diferencias de ingresos económicos, las clases sociales y las culturas. Estas situaciones de violencia deben contrarrestarse con medidas urgentes y eficaces para eliminar su incidencia. Éste es el motivo por el cual la Resolución 1991/18 del Consejo Económico y Social, del 30 de mayo de 1991 recomendó la preparación de un marco general para un instrumento internacional que abordara explícitamente la cuestión de la violencia contra la mujer, una violencia que es continua y endémica y que está impidiendo que la mujer logre su igualdad jurídica, social, política y económica en la sociedad. De ahí la necesidad de una definición clara y completa de la violencia contra la mujer; de una formulación precisa de los derechos que han de aplicarse a fin de lograr su eliminación en todas sus formas y de un compromiso por parte de los Estados y de la comunidad internacional de asumir responsabilidades y eliminar la violencia contra la mujer. Finalmente, en su proclamación, y tras definir el concepto “violencia contra la mujer”, pasa a detallar los actos que abarca la violencia de género, que bien vale reproducirlos aquí: a) La violencia física, sexual y psicológica que se produzca en la familia, incluidos los
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malos tratos, el abuso sexual de las niñas en el hogar, la violencia relacionada con la dote, la violación por el marido, la mutilación genital femenina y otras prácticas tradicionales nocivas para la mujer, los actos de violencia perpetrados por otros miembros de la familia y la violencia relacionada con la explotación. b) La violencia física, sexual y psicológica perpetrada dentro de la comunidad en general, inclusive la violación, el abuso sexual, el acoso y la intimidación sexuales en el trabajo, en instituciones educacionales y en otros lugares, la trata de mujeres y la prostitución forzada. c) La violencia física, sexual y psicológica perpetrada o tolerada por el Estado, dondequiera que ocurra. En su artículo 4, establece que los Estados deben condenar la violencia contra la mujer y no invocar ninguna costumbre, tradición o consideración religiosa para eludir su obligación de procurar eliminarla aplicando, mediante los medios adecuados, una política encaminada a eliminar la violencia contra la mujer. Convención sobre la Eliminación de todas las Formas de Discriminación contra la Mujer Esta convención y su protocolo tienen carácter vinculante para los países firmantes y es uno de los documentos de mayor autoridad jurídica en relación con los derechos humanos de las mujeres. Tres cuartas partes de los Estados miembros de Naciones Unidas están adheridas a ella. Su punto de partida es constatar la situación de subordinación de la mujer y reconocer que la desigualdad real entre hombres y mujeres es un hecho lamentable presente en todas las sociedades del mundo. Mantiene, además, que sólo se podrá hablar de
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un logro verdadero de la igualdad formal y real cuando se corrijan las discriminaciones por razón de sexo. IV Conferencia Mundial sobre las Mujeres Celebrada en Beijing en 1995, fue organizada por Naciones Unidas bajo el lema “Igualdad, desarrollo y paz” y es uno de los acontecimientos internacionales con mayor repercusión y significado. En ella se lograron avances importantes en cuanto a la garantía y el reconocimiento de los derechos humanos de las mujeres. El área de la violencia fue una de las más importantes y en donde se logró mayor solidaridad y consenso. Se pusieron de nuevo de manifiesto las causas y las consecuencias de la violencia de género y se fijaron medidas y estrategias para contribuir a su prevención y eliminación. Se aprobó una Plataforma de Acción que, además de definir la violencia de género, consolidó el contenido de las anteriores conferencias y documentos internacionales. Si se tiene en cuenta el interés mostrado por determinados países en promover un retroceso en el reconocimiento de los derechos de las mujeres, se ha de admitir la enorme importancia de esta Conferencia. Frente a estos países, los Estados convencidos de la necesidad de la igualdad de oportunidades para hombres y mujeres aunaron posturas. La Unión Europea, cuyo portavoz fue España, por corresponderle en ese momento la presidencia, fue un motor de avance, y la presión que todos estos países ejercieron hizo que se consiguiese el reconocimiento del nivel mínimo de derechos ya alcanzado en los anteriores textos internacionales. Asimismo, se logró que cada vez que surgieran posturas irreconciliables o que pretendiesen “rebajar” el nivel de derechos alcanzados, se remitiese a la Plataforma para la Acción, aprobada en la Conferencia de Beijing.
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Comunidad Europea. La Resolución A4-0250/97 En esta resolución del Parlamento Europeo se pide a la Comisión y a los Estados miembros de las Naciones Unidas que la Declaración de Beijing se convierta en un convenio vinculante para todos. Se pide a los Estados miembros de la Comunidad Europea la toma de diversas medidas en relación con la violencia contra la mujer. Es también un documento importante, ya que muchas de estas medidas van siendo incorporadas en los diferentes ordenamientos jurídicos de los Estados miembros y pueden servir para detectar cuáles de ellos han tomado verdaderamente conciencia de este problema y cuáles no. – Recuerda que las estadísticas de las Naciones Unidas revelan que la mayoría de las víctimas de violación de los derechos humanos son mujeres y niños; que la violencia contra la mujer en el hogar es frecuente y persistente y que no siempre existen los instrumentos necesarios o suficientes que permiten a las mujeres defenderse de los abusos cometidos por los hombres. – Considera que todas las formas de violencia contra la mujer deberían ser calificadas como delitos y que las partes firmantes del convenio están obligadas a tomar medidas contra las personas, empresas u organizaciones que cometan actos de violencia contra la mujer. – Recuerda que la mayoría de los abusos no se denuncian a la policía, lo que hace que sigan siendo en su mayor parte delitos invisibles 1; que la Respecto a esta “invisibilidad”, es preciso recordar que si bien las mujeres víctimas de la violencia adquieren una clara “visibilidad” en el tratamiento que dan los medios hacen cuando se ocupan de estos sucesos, los agresores permanecen en cambio “invisibles”. No suele saberse nada acerca del proceso seguido contra ellos ni de las penas impuestas. A veces, ni siquiera se dan a conocer sus nombres. El 1
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violencia de los hombres contra las mujeres sigue estando rodeada de mitos, como el que la violencia doméstica es un asunto privado o que el comportamiento de las mujeres puede ser la causa de la violencia ejercida por los hombres contra ellas. – No menos importante es recordar la posible influencia de la pornografía y la prostitución en la violencia contra la mujer y, sobre todo, el hecho de que la violación es un arma de guerra utilizada en las operaciones militares y está considerada como crimen de guerra en los estatutos del Tribunal Penal Internacional ad hoc para los crímenes cometidos en la antigua Yugoeslavia. Las peticiones a los Estados miembros son minuciosas y exhaustivas; por ello, sólo se hace referencia a algunas de ellas no por ser las más importantes, porque todas lo son, sino por parecer las más llamativas a la hora de estudiar las últimas medidas tomadas por el legislativo español en relación con la violencia de género, en concreto contra la violencia doméstica. Entre otras medidas, se pide: – Suprimir el secreto que rodea la violencia en nuestra sociedad, en particular a la hora de hablar sobre la violencia en la familia, y una legislación específica fuera del Código Penal cuyo objeto sea la protección de las víctimas de la violencia y prever medidas para que ésta sea considerada como figura delictiva en aquellos países en los que aún no lo es. respeto a la intimidad del agresor funciona con mayor eficacia que el respeto a la intimidad de la mujer que ha sido víctima de la violencia. Desgraciadamente, cada vez importa más conocer los detalles y las circunstancias de la víctima que respetar su intimidad. Debido quizás a que el morbo funciona mejor cuando se visibiliza a la víctima y la noticia se “vende” mejor a la audiencia...
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– Servicios policiales, jurídicos y sanitarios, así como una formación adecuada de las personas que trabajen con mujeres víctimas de la violencia. – Revisión de la aplicación de los procedimientos judiciales.
Informe del LEF sobre violencia doméstica El Lobby Europeo de Mujeres (LEF) realizó el estudio Dévoiler les données de la violence domestique dans l´Union Européene en 1999, con el fin de contribuir al desarrollo de estrategias europeas para combatir las violaciones de los derechos humanos de las mujeres. Presta una especial atención al problema de la violencia doméstica y, a este respecto, recuerda que al igual que la violencia y la desigualdad van unidas, la violencia doméstica expresa un desequilibrio constante en las relaciones de género, en las que los hombres siguen ejerciendo esta forma de comportamiento para proclamar su control sobre las mujeres. Recoge una serie de datos y una visión de conjunto de la violencia doméstica en quince Estados de la Unión Europea y revela unos datos estremecedores. Dada su coincidencia con los instrumentos internacionales ya referenciados, la referencia a este estudio podría parecer a primera vista reiterativa, en especial en lo relativo a la denuncia de la violencia de género y sus diversas formas y a las carencias existentes a la hora de tratar este problema; sin embargo, es una muestra más de la enorme importancia del tema y de que, a pesar de las campañas, las medidas y las denuncias, todavía queda un largo camino por recorrer hasta llegar a una toma de conciencia mundial acerca del problema de la violencia de género.
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Su presidenta recuerda en el prólogo que no existe un solo país en el mundo ni ningún ámbito en el que las mujeres no estén expuestas a la violencia y la padezcan. Denuncia que, ya sea en el hogar, en la calle o en lugares públicos, la violencia contra la mujer está presente. La publicidad y los medios de comunicación la presentan como simple objeto; la pornografía abofetea la dignidad de las mujeres, y en los círculos organizados de la prostitución y el tráfico de seres humanos las mujeres y las jóvenes son “piezas de caza” muy buscadas para la explotación sexual. La violencia contra la mujer tiende a ser la norma y no la excepción, y no escapan a ella las denominadas “prácticas y tradiciones culturales” (como las mutilaciones genitales, por ejemplo). También denuncia la frecuencia con que se aplica una norma terrible, como es la utilización sistemática como arma de guerra de las violaciones de las mujeres y los infanticidios de las niñas en las guerras. A este respecto, se hace referencia a un dato escalofriante: se estima que en la población mundial se dan por desaparecidas más de 100 millones de jóvenes, motivo por el cual, en algunos países, la población masculina es superior a la femenina en un seis por ciento. Se recuerda también que la violencia de género está igualmente presente y de manera muy especial en las dictaduras políticas, en el trabajo –acoso sexual– y, actualmente, en internet. Pero de todas estas formas de violencia la más extendida es la violencia doméstica, y la que mayores riesgos presenta de ser padecida por las mujeres por parte de los hombres que ellas conocen. Esta violencia no siempre deja cicatrices visibles, pues en las relaciones íntimas, y a pesar de que casi nunca es un acto aislado, provoca heridas que no siempre muestran evidencias físicas como resultado de un acto criminal grave. La denuncia alcanza también a la falta de interés y eficacia de la sociedad y los gobiernos a la hora de
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dar una respuesta adecuada a este problema. Se han producido muchos cambios en las legislaciones para proteger a las mujeres víctimas o supervivientes de la violencia masculina, pero los hombres continúan ejerciendo esta forma de tortura. En esta situación todo el mundo pierde, porque la violencia de género tiene una dimensión social y unos costes, ya que, por un lado, impide a las mujeres participar plena y activamente en la sociedad y reduce sus posibilidades para contribuir a la construcción de una sociedad más justa. Y, por otro, las verdaderas medidas para lograr una sociedad más igualitaria no son las medidas de pleno empleo para la mujer, sino el compromiso de los Estados para combatir la violencia contra las mujeres.
Algunas cifras Las cifras recogidas en las encuestas realizadas para el informe sobre la violencia de género son muy elevadas: en Finlandia (1998), el 52% de las mujeres adultas han sido víctimas de violencia o amenazas físicas o sexuales desde los quince años. En Portugal (1997), el 56,3% de las mujeres que viven en los barrios de las grandes ciudades han sido víctimas de la violencia; el 55,4% en ciudades más pequeñas y el 37,9% en el campo. El 43% de los actos de violencia se han producido en la familia. En Bélgica (1998), el 68% de las mujeres han sido víctimas de la violencia física o sexual. Respecto a la violencia doméstica, las cifras son también sorprendentemente elevadas: en los Países Bajos (1998), el 20,8% de las mujeres encuestadas habían sido víctimas de violencia física por parte de su ex compañero y el 13% de las mujeres habían sufrido abusos sexuales y físicos. En Finlandia (1998), el 22% de las mujeres casadas o viviendo con un hombre fueron víctimas de la violencia o amenazadas por su compañero.
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En Portugal, el 52,6%. La violencia psicológica es padecida por el 50,7% de las mujeres, y tanto la legislación sueca como la española presentan indicadores parecidos. En Alemania, el 14,5% de las mujeres han sido víctimas de violencia sexual por parte de miembros de la propia familia. En Finlandia, el 29% lo ha sido también desde los 15 años u obligadas a mantener relaciones sexuales. En Portugal, el 28,1% han sido víctimas de violencia sexual. Sin embargo, estas cifras son bastante diferentes de las que revelan las estadísticas criminales. Una de las razones es la tasa tan baja de denuncias a la policía. La encuesta de los Países Bajos indica que sólo el 12% de la violencia en la familia es denunciado; en Finlandia, sólo el 10% y por los casos más graves; en las violaciones, sólo el 4% es denunciado a la policía cuando el agresor ha sido una persona conocida. La encuesta realizada en Finlandia revela también que la razón principal para no denunciar los hechos es que estas mujeres no los encuentran suficientemente graves. Estas cifras se reducen a lo largo del procedimiento judicial porque las víctimas retiran la denuncia: un estudio realizado en España por Themis (una de las asociaciones de mujeres juristas) revela que el 58% de las víctimas retiran la denuncia. En Irlanda, los resultados muestran que la tasa se sitúa entre el 48% y el 61% de las denuncias presentadas. Este estudio muestra también que ni el nivel económico ni el nivel de enseñanza guardan relación con la violencia doméstica. Aquellos que tienen un nivel superior reconocen más fácilmente el hecho de la violencia, pero también la pueden cometer con mayor frecuencia dentro de la familia que aquellos que tienen un nivel inferior. Esto muestra, por tanto, que no existe relación con la pobreza o la falta de educación. En Bélgica (1998), los agresores son personas normales situadas en todos los niveles
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sociales: las mujeres, las personas de más edad y con un nivel de enseñanza inferior suelen recurrir más a la violencia contra ellas mismas, mientras que los hombres, los jóvenes y las personas de nivel superior de enseñanza recurren más a la violencia contra los otros. Estos “otros”, las víctimas, suelen ser principalmente miembros de la propia familia. En Irlanda (1999), un estudio realizado por Kelleher y O´Connor muestra que los hombres de la clase obrera son perseguidos y detenidos con mayor frecuencia que otros por hechos de violencia doméstica, pero esto se debe en parte a que las mujeres obreras tienen mayor tendencia a recurrir a la policía y también a que los jueces tienden a condenar más a los hombres de clase obrera... En Italia, el 44,7% de los agresores poseen un diploma universitario. Lo mismo sucede en Finlandia, que muestra que la tasa mayor de víctimas se encuentra en las clases sociales de mayor nivel económico. También muestra que ni el alcohol ni la droga influyen de manera decisiva en la comisión de actos de violencia: en Portugal, por ejemplo, sólo el 16% de las víctimas señalan que la violencia que han sufrido se ha cometido bajo la influencia del alcohol o la droga, y el 84% no ven ninguna relación. En España, el consumo de alcohol y/o droga no interviene nada más que en el 20% de los casos de violencia.
La situación actual en la República Checa Merece la pena hacer una breve referencia a la situación de las mujeres víctimas de violencia doméstica en la actual República Checa, entre otras cosas porque algunos de los datos aportados en una comunicación presentada en la Conferencia de la ESWTR celebrada en agosto de 2003 (Miroslava Holubová, On the language of the acts
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on domestic violence in the Czech republic and the attemps to reconsider the concepts) pueden ser tomados como reflejo de lo que posiblemente acontece en otros países de Europa del este. Cuando las mujeres y algunas ONG plantearon por primera vez, en el año 2001, el problema de la violencia doméstica, la reacción de los medios de comunicación fue que éste era un problema propio de la sociedad occidental y que no existía en la sociedad checa. En la actualidad, se ha tomado conciencia del problema, y su solución es una de las prioridades del actual Gobierno checo. La actitud general acepta la necesidad de que algo hay que hacer, pero la realidad es que casi nada se ha hecho para cambiar la situación. La ley checa no tiene definido todavía el concepto de violencia de género. Cuando se habla de violencia en general, se excluye el elemento de la voluntad y la actividad de la víctima. En el tema de la violencia doméstica se habla más bien de una violencia compulsiva que no tiene como objeto inmovilizar la voluntad de la víctima, sino presionarla, incluso golpeándola, hasta conseguir que ceda a esa presión. La ley positiva, civil o penal, no contempla la represión de la violencia doméstica, por lo que no se puede solicitar ayuda legal para las mujeres y los niños víctimas de la violencia. En consecuencia, la sociedad checa tiene un bajo nivel de conciencia legal y social, que se manifiesta en la tolerancia frente a la violencia doméstica, sea verbal o física. Se suele pensar que es un fenómeno que “acompaña” a la posición de las víctimas e incluso suele suceder que con frecuencia éstas son las denunciadas y no sus agresores. Dado que la conducta violenta es juzgada en el contexto legal general y bajo la proclamación de la protección del ser humano y sus derechos, los supuestos de violencia doméstica carecen de una normativa específica, por lo que suelen perder efectividad, pues además son considerados como pertenecientes al ámbito privado
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de la familia, con lo cual el control del Estado no puede interferir ni puede actuar sin el consentimiento explícito de la víctima. Todo ello hace que este problema social quede transferido y recaiga sobre la víctima, y esto no hace sino impulsar la escalada de la violencia. A pesar de todo, existen medidas policiales para asegurar la protección de las víctimas de violencia que podrían aplicarse a los supuestos de violencia doméstica, pero por unas u otras razones no son utilizadas, bien porque no pueden intervenir por pertenecer al ámbito privado familiar, bien porque sencillamente no tienen voluntad clara de hacerlo. Si bien es cierto que la ley checa contempla la violencia como una ataque físico contra la seguridad física de una persona o cosa, y la violencia contra la persona es entendida como un ataque físico o la aplicación de una fuerza física contra una persona siempre que se haya causado un daño corporal (Act Nº 140/1961Coll., Criminal Act.), la reiteración de una conducta violenta carece de responsabilidad criminal y las mujeres no suelen denunciar los hechos porque la experiencia les ha enseñado que no solamente no son ayudadas, sino que se convierten en sujetos de una segunda victimización. Desde el año 1993, las ONG de mujeres están tratando de que el concepto de violencia doméstica sea reconsiderado. En 1995 se formó una asociación informal de cinco organizaciones para estudiar y prevenir la violencia contra las mujeres. Con la Resolución 456/2001 del Gobierno checo, se consiguió que la violencia doméstica fuese considerada como una de las prioridades para luchar contra la violencia de género; en esta línea, se han creado diversos grupos interministeriales y organizado mesas redondas dedicadas a encontrar una estrategia consensuada para hacer frente al problema de la violencia doméstica y conseguir un cambio de actitud de la sociedad.
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Discriminación y violencia de género en el derecho español Antecedentes La memoria histórica es algo que nos ayuda a evitar la repetición de nuestros errores. De ahí que comencemos por recordar, en primer lugar y muy sucintamente, la situación jurídica de la mujer en tiempos todavía muy cercanos, pero que hoy aparece a nuestros ojos como algo perdido en la noche de los tiempos porque, ante los logros adquiridos en la lucha de la mujer por la igualdad y la dignidad, se nos puede olvidar que cuando el talante democrático de los legisladores y demás miembros de la sociedad no acompaña a los principios legales y su aplicación, surgen reacciones en contra del avance de la mujer que restarán efectividad al ejercicio de sus derechos en la sociedad. Esta situación se hace especialmente grave en el tema de la violencia contra la mujer, y el recuerdo de situaciones anteriores ayuda a aclarar el porqué de su creciente espiral y el de tantas sentencias vergonzosas y vergonzantes que en ocasiones se dictan. Asimismo, recordar el contexto socio-jurídico en el que se enmarca la lucha de las mujeres puede ayudar a comprender algunas de las “razones” legales de ese complejo de inferioridad de la mujer del que hablaba Emilia Pardo Bazán2. 2 Emilia Pardo Bazán piensa que las mujeres han interiorizado un complejo de inferioridad y dice: “Si éste fuera el sitio para dar consejos, yo no me cansaría nunca de repetir a la mujer que en ella residen la virtud y la fuerza redentoras. Más que nuestros discursos y nuestros estudios nos ha de sacar a flote el ejercicio de nuestra propia voluntad y la rectitud de nuestra línea de conducta. La mujer se cree débil, se cree desarmada, porque todavía está bajo el influjo de la idea de su inferioridad. Es gravísimo error; la mujer dispone de una fuerza incontrastable, y basta a que se resuelva a hacer uso de ella sin miedo”. Pardo Bazán, E. “La educación del hombre y de la mujer. Sus relaciones
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La legislación del sistema liberal mantenía una continuidad básica con la Novísima Recopilación y, aun inspirándose en la Revolución francesa, no mejoraba las relaciones asimétricas que en el Antiguo Régimen discriminaban a la mujer. La normativa que se inspira en el Código napoleónico dio lugar a situaciones restrictivas para las mujeres. Con ello, además de constituir una situación de hecho, las diferencias de género en la sociedad se vieron reforzadas por la ley. Dado que el objeto de este trabajo se limita al hecho de la violencia doméstica, nos detendremos brevemente en la consideración de la mujer en el antiguo derecho de familia español y en la situación jurídica de la mujer en los anteriores códigos penales. El derecho de familia y las relaciones asimétricas Históricamente, el derecho de familia es el que mayores resistencias ha ofrecido a la hora de eliminar discriminaciones por razón de sexo. Esto es grave, porque además ha ejercido una influencia muy negativa a la hora de plantear el problema de la violencia de género. Pero veamos, en términos muy generales, cual era la situación de la mujer española en el antiguo derecho de familia3. Las reformas anteriores a nuestra época no hicieron otra cosa que consolidar una situación de minoría de edad de la mujer, especialmente de la mujer casada; por
y diferencias”. Memoria leída en el Congreso Pedagógico de 1892, La mujer española y otros artículos feministas. Real Academia Gallega. Editora Nacional, Madrid. 3 Para una visión más amplia de este tema se puede ver Bautista, E., “Mujer y democracia en España: Evolución jurídica y realidad social”, Documentación Social, Revista de Estudios Sociales y de Sociología Aplicada, nº 105, Madrid 1996.
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ello, es bueno recordar también algunos “pormenores” de su situación y de la reducción drástica del reconocimiento de la personalidad jurídica de la mujer casada que se daba en la legislación civil. El Código Civil de 1889 mantuvo su vigencia durante casi un siglo, hasta las reformas de los años 1958, 1975 y 1981. En realidad, hasta la promulgación de la Ley 1/1981 de 13 de mayo, por la que se modifica el título III del Código Civil, referente al régimen económico matrimonial, no se llegaron a eliminar por el legislador todas las diversas clases de discriminación por razón de sexo existentes dentro del matrimonio. En el Código de 1889, la situación de la mujer casada nos recuerda más a una ideología propia de la época del antiguo derecho gentilicio de Roma y del poder ilimitado del paterfamilias, ya en desuso en el siglo II de nuestra era, que a la propia de una sociedad en la que las corrientes de opinión sobre la emancipación de la mujer estaban ya presentes y que, sin embargo, el legislador ignoró totalmente. En este texto legal, el marido está protegido y custodiado al máximo por la ley: es un ser tratado con exquisito cuidado y condescendencia. El hecho de ser representante legal de la esposa y administrador de los bienes de la sociedad conyugal, unido a otras disposiciones, otorgaba realmente al marido la oportunidad de vivir ampliamente de los bienes de su esposa y, para dignificar el expolio que sufría la mujer casada en nombre de la Ley, se le revestía con el manto del honor y de la autoridad. Desde el punto de vista económico, la mujer casada solamente podía administrar, pero siempre con controles, los bienes parafernales que no hubiese entregado al marido y tenía prohibido, bajo pena de nulidad, adquirir u obligarse a título oneroso o lucrativo; necesitaba la licencia marital para enajenar, gravar o hipotecar sus bie-
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nes parafernales o dotales inestimados. Sin esta licencia, tampoco podía aceptar herencias. Al ser su marido su representante legal, tampoco podía comparecer en juicio por sí misma, ni siquiera mediante procurador, para defender sus intereses, sin la previa licencia marital. El marido era además el administrador y “propietario” de los bienes gananciales, aunque éstos fuesen ganados por la mujer, ya que tenía facultades de disposición sobre los bienes muebles e inmuebles; era también el administrador de los bienes dotales, así como de los parafernales que la mujer le hubiese entregado en escritura pública. Estaba sometida a la tutoría del marido y obligada a obedecerle, a adoptar su nacionalidad y a seguirle a donde él fijase su residencia. No tenía patria potestad sobre sus hijos, que incluso podían ser dados en adopción por el padre sin que ella ni tan siquiera se enterase. Si enviudaba y por azar conseguía la patria potestad sobre sus hijos, la perdía si ella se volvía a casar. En caso de separación, y dado que la casa conyugal era considerada como “la casa del marido”, la esposa tenía que pasar por la humillación de ser depositada, y se veía obligada a salir de la casa con la cama, la ropa de uso diario y con los hijos menores de tres años. Dictada sentencia, el culpable perdía los hijos, pero la mujer perdía además la administración de los bienes parafernales que hubiese entregado al marido en escritura pública, la restitución de la dote y la mitad de sus gananciales, que los conservaba el marido en administración como si fueran dotales. A ella no le quedaba nada más que el derecho a alimentos, lo que no suponía mucho, pues, en realidad, esta prestación dependía en el fondo de la buena voluntad del marido y no de una voluntad legal. La mujer no podía ser tutora ni protutora, y si la ley la llamaba para esta función, como podía suceder en el caso de las abuelas, se les exigía que se conservasen viudas, si éste era el caso. La Ley
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del Divorcio promulgada por la II República fue derogada por la Dictadura y entró en vigor de nuevo el Código de 1889. Y la casa conyugal volvió a ser la “casa del marido”. La “sacralidad” de la familia y el derecho a la intimidad Si estos antecedentes se ponen en relación con el hecho de que el ámbito familiar es precisamente en donde se produce la inmensa mayoría de los actos de violencia contra la mujer, que además son ejecutados por algún miembro de la propia familia, tendremos un marco indicativo del poco aprecio legal que hasta ahora se venía haciendo de la violencia doméstica en particular y de todas las otras formas de violencia de género. Por otro lado, en muchas ocasiones se invoca el derecho a la intimidad como una especie de puerta por la cual difícilmente se puede pasar para analizar el problema de la violencia doméstica; es decir, la intimidad era entendida como una especie de reducto que llevaba a considerar que lo que sucedía en el ámbito familiar, o en el núcleo doméstico, no debía ser conocido fácilmente por parte de terceros, o sólo podía serlo si los miembros del núcleo familiar accedían a ello. Es evidente que esta concepción no podía sostenerse. Hay ciertos ámbitos familiares que, efectivamente, sí quedan reservados a la voluntad de los componentes de ese núcleo, pero resulta evidente que una manifestación de carácter violento en cualquiera de sus formas no es algo cuya suerte pueda decidir la mera voluntad de los maltratadores ni de los maltratados. Todo lo contrario, porque toda la sociedad está interesada y debe tomar medidas correctoras para impedir la perpetuación de estas conductas. Pero el derecho a la intimidad y la “sacralidad” de la familia han sido un constante obstáculo a la hora de corregir las situaciones de violencia vividas en el seno familiar.
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El derecho penal: el raro privilegio de la “venganza de la sangre” En el orden penal destaca la dureza con la que siempre fue tratada la mujer, precisamente por considerarla como garantía estabilizadora de la familia patriarcal y de la pureza de la descendencia. En el fondo, todo gira en torno al honor y la honra; unas veces de la mujer, pues ella, para ser mujer “respetable”, debe tener honor, es decir, ser honorable y honesta, y otras del varón. Sin embargo, el honor de la mujer era sólo pura apariencia, pues siempre estaba en relación al honor del marido o del padre. En realidad, tal y como se han venido concibiendo determinados tipos legales, parece que lo que se está reflejando es la opinión masculina respecto de la mujer. A menudo se nos ha presentado a una mujer preocupada por su honor, pero la concepción de ese honor es bastante sintomática y, en definitiva, sirve para oscurecer y ocultar la situación de abandono de la mujer, su falta de apoyo personal y económico por parte de las instituciones y de sus familias. Se oscurece además por el hecho de que si la mujer se preocupa por su honor es porque la sociedad distribuye el honor y la reputación de las mujeres según su conducta sexual: no es la mujer la que está “obsesionada” por su honor, sino que ella está reflejando la obsesión de la sociedad por distribuir y eliminar reputaciones. Dice el penalista Gimbernat que “se protege al hombre en tanto en cuanto actúa defendiendo la esfera de su pretendido honor y no se tiene consideración alguna con el otro varón, que ha osado poner en entredicho (al deshonrar a la hija) el honor de un padre. La mujer asiste como testigo silencioso a todo este reparto de privilegios; su tragedia a nadie le interesa”4.
4 Gimbernat, E., “La mujer y el Código Penal español”, en Estudios de derecho penal, Tecnos, Madrid 1990.
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Los antecedentes de esta situación son lastimosos. El Código Penal de 1870 recogía en su texto la fórmula de la “venganza de la sangre”, una facultad criminal concedida a los padres y maridos para matar a sus hijas y esposas y a los hombres que yacían con ellas. Los antecedentes de esta facultad se remontan al derecho gentilicio romano, la Lex Iulia de adulteris coercendi, promulgada por el emperador Augusto, que introduce legalmente la pena por el delito de adulterio para la mujer casada, y dos textos de Papiano, 1 de adult. Dig., 48,5.21 y Dig., 48, 5.23, que indican el derecho del paterfamilias de matar al cómplice del adulterio e incluso también a su propia hija. A finales del siglo II, se volvió a admitir que el marido pudiese matar impunemente a su mujer y, a pesar de la influencia del cristianismo, el emperador Constantino reinstauró la pena de muerte para la mujer culpable de adulterio. En el siglo XIII, el Fuero Real, en su ley 1ª, título VII, libro IV, otorgaba al marido y al padre el “privilegio” de “lavar su honra con sangre”, lo que suponía el poder matar a su mujer o a su hija soltera y al hombre que yacía con ellas si eran sorprendidas en flagrante delito. En cambio, en las Siete Partidas (partida VII, título XVII, ley XIII), el marido podía matar al adúltero, pero no a la adúltera, cuyo castigo era de azotes y reclusión en un convento del que sólo podía salir transcurridos dos años y siempre que el marido la perdonase5. Este raro privilegio de la “venganza de la sangre” fue reintroducido por la dictadura y revisado en 1963, quedando definitivamente eliminando del Código Penal. Ante este penoso panorama, ¿cómo extrañarse de que todavía hoy se mate con tanta facilidad a la mujer? ¿Cómo sorprenderse 5 Telo, M., “La evolución de los derechos de la mujer en España”, en La mujer española: de la tradición a la modernidad, Tecnos, Madrid 1986.
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ante las dificultades legales que se presentan a la hora de rechazar socialmente estos hechos?
La violencia doméstica en España El Código Penal y sus problemas de aplicación El sistema penal persigue precisamente a aquellas personas que han pasado a los hechos, y, por tanto, interviene en el momento en que aparece la violencia física; el orden penal establece frente a ella umbrales de intervención necesariamente muy gruesos y busca reconducir las relaciones violentas y su complejidad al acto de violencia, netamente delimitado y separado de su contexto, es decir, a la delincuencia pura. Sin embargo, no se puede criticar al sistema penal por el hecho de actuar así, porque su función es mantener el orden en las comunidades humanas, lo cual exige distinciones muy netas entre culpables e inocentes; pero no siempre es posible distinguir con nitidez al culpable del inocente, pues, con frecuencia, los que participan en una acción violenta han ido contribuyendo a una espiral progresiva que finalmente explota en la violencia física. Por otro lado, aunque es evidente que nuestra legislación no conserva ya ningún vestigio de aquella filosofía, también lo es el reconocer que el cambio en la mentalidad social todavía no se ha operado suficientemente. Desde todos los ámbitos –también desde el de la actuación diaria de los juristas– debe impulsarse ese cambio. La respuesta judicial al fenómeno del maltrato familiar supone un campo perfecto para comprobar el grado y la profundidad de ese giro. Uno de los problemas que suele presentar la normativa penal es la forma de aplicar, e incluso la ausencia de aplicación, de determinadas normas legales ante los obstáculos que puede presentar el mismo sistema legal.
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La credibilidad de la mujer Como reminiscencia del sistema patriarcal, todavía presente con frecuencia en nuestros tribunales, nos encontramos con determinados obstáculos que dificultan la aplicación de las normas penales. Uno de ellos es el de la desigual credibilidad, ya que la no credibilidad de la víctima en cuanto mujer se enfrenta a la absoluta credibilidad del agresor en cuanto hombre6. Esto se delata en la configuración de los tipos penales y, especialmente, en los requisitos para la aplicación de las medidas cautelares, más atentas a las circunstancias del agresor que a las de quien ha sido agredido. La habitualidad del acto violento Antes de las últimas reformas legislativas, otro de los obstáculos que impedían considerar el maltrato como delito era la consideración de la habitualidad, ya que, al juzgarse exclusivamente el hecho preciso del último ataque, hacía que éste fuese juzgado como falta y no como delito, con lo cual las penas eran insignificantes y las medidas cautelares, previstas sólo para el caso de delitos, difícilmente aplicadas. El resultado era la situación de desprotección en que quedaba la mujer ante el riesgo real de la reiteración de la violencia por parte de su marido o compañero
6 La falta de credibilidad de la mujer tiene unas hondas y antiguas raíces religiosas. En la antigua religión de Israel, la mujer no podía prestar testimonio porque son mentirosas por naturaleza, y por ello carecen de la suficiente fuerza moral para testificar. Todo ello hacía que la palabra de la mujer no fuese creíble y siempre estuviese bajo la sospecha de la mentira. Lo grave es que esta desconfianza aparece incorporada de manera más o menos encubierta en el pensamiento teológico cristiano, a pesar de que la actitud de Jesús de Nazaret hacia la mujer y su mensaje no contiene ningún atisbo de desconfianza hacia la credibilidad de su palabra como testigo.
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cuando ya había sido denunciado, un riesgo que en ocasiones es extremo, porque es entonces cuando la mujer puede llegar a ser asesinada. De esta manera, se acaba desfavoreciendo a la mujer víctima y favoreciendo las penas mínimas de los agresores. El concepto de habitualidad en el delito de malos tratos contenido en el artículo 153 del Código Penal vigente puede definirse como la creación por el sujeto agente de un clima de temor en las relaciones familiares mediante el empleo reiterado de actos de violencia física o psíquica sobre los componentes del grupo familiar. Pero, inicialmente, esta cuestión se entendía de forma casi aritmética: si se habían acreditado dos casos de violencia física constitutivos de falta, sólo había lugar a la condena por cada una de las faltas, sin que se pudiera apreciar la noción de habitualidad del artículo 153, ya que no existían más actos y, por tanto, tampoco se podía calificar como delito (sentencia 670/1998, de 21 de diciembre, de la AP de Tarragona). El papel jugado por la jurisprudencia para vencer este obstáculo ha sido importante, ya que mediante ella se ha ido superando esta primera interpretación para crear un nuevo concepto de habitualidad de los malos tratos fundamentando la prueba en el clima de temor, un clima de violencia reiterada en el seno de la familia, lo que presupone que no basta la mera repetición de actos ni resulta decisivo ni determinante el número de actos violentos realizados, sino que se requiere “esa inclinación o tendencia a la repetición de actos, en que radica el peligro... y que representa un factor de riesgo para los bienes jurídicos tutelados” (sentencia 464/1999, de 23 de abril de la AP de Santa Cruz de Tenerife). Los distintos pasos dados para cambiar la situación han sido importantes y dan pie a la esperanza. La reforma legislativa del Código Penal y de la Ley de Enjuiciamiento Criminal de
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1999 (Ley Orgánica 14/1999, de 9 de junio), así como la clara y reciente línea jurisprudencial establecida por la Sala Segunda del Tribunal Supremo acerca del artículo 153 de este Código, dan muestra de ello. No menos importantes son los dos planes integrales contra la violencia y la circular 1/98 que, en fecha 21 de octubre de 1998, dictó la Fiscalía General sobre “Intervención del Ministerio Fiscal en la persecución de los malos tratos en el ámbito doméstico y familiar”. Se crearon en cada Fiscalía el Servicio de violencia familiar para el seguimiento de las causas que tuvieran esta naturaleza, así como un Registro de causas por delito de maltrato que permitía detectar con mayor facilidad la conexión entre los supuestos delitos de maltrato y, consecuentemente, la habitualidad de los mismos. Todos estos pasos han sido definitivos a la hora de corregir la noción de habitualidad y poder considerar como delito lo que hasta entonces era considerado como simple falta. Asimismo, la reinterpretación del concepto de habitualidad permite la integración de los supuestos de comisión por omisión, es decir, el de aquellas personas que ostentan la posición de garantes respecto a otras, que estén incluidas en el círculo de sujetos agentes de la agresión y que teniendo el deber de denunciar e impedir la prolongación del maltrato no lo hacen; un ejemplo claro sería la conducta pasiva de un progenitor ante las agresiones físicas reiteradamente cometidas por su pareja sobre los hijos. El ámbito familiar Es otro de los obstáculos que impedían la aplicación de los instrumentos legales previstos y hace referencia a otro tipo de argumentos que han venido dificultando la persecución de los delitos de violencia doméstica. Aparece muy ligado al derecho a la intimidad ya mencionado; su punto de partida es considerar la violencia doméstica como un problema íntimo de la pareja, motivo por el
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cual el derecho penal, en base al principio de intervención mínima, no debe intervenir sino como una última medida. Se ha alegado en ocasiones que el derecho no es un instrumento adecuado para este problema, que el recurso al orden penal es un recurso excesivo y que, en definitiva, mal puede el derecho penal imponer la armonía familiar. Pero éstos son argumentos inaceptables. Es verdad que la solución al problema de la violencia doméstica no puede venir exclusivamente de la mano de esta rama punitiva de nuestro ordenamiento. Ahora bien, que el derecho penal no sea exclusivamente la herramienta o el instrumento para acabar con esta lacra social no quiere decir que no tenga una enorme importancia. El maltrato se presenta ordinariamente a modo de una espiral creciente de violencia que, aparte de otros factores, se alimenta ante la pasividad o la inadecuada respuesta judicial; pero en realidad más bien sucede lo contrario, ya que una decidida actuación de la ley en la protección de las víctimas puede paliar esa espiral de violencia. Por ello, los efectos que la ley penal puede producir para cortar esa espiral son enormemente importantes en esta materia, ya que, cuanto más eficaz, rápida y contundente sea la respuesta, más número de denuncias se producen, más sucesos de éstos salen a la luz y menos impunes quedan los autores de este tipo de hechos. Por otro lado, el problema de la violencia doméstica tiene una estrecha relación con los procedimientos de familia regulados en el ámbito civil. Existe un gran número de supuestos de gran violencia doméstica que permanecen ocultos durante años y, en un momento determinado y por cualquier circunstancia, estallan y se revelan como una crisis familiar, pasando entonces a solicitarse del juzgado la adopción de medidas provisionales previas, o la separación, o el divorcio, o incluso la nulidad, con sus medidas definitivas. Otras veces, a raíz de la crisis matrimonial
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o de pareja se desencadena una verdadera sucesión de actos de violencia doméstica que anteriormente no existieron. En cualquiera de los dos casos, hay que reconocer su interrelación y, lo que es aún más importante, la agravación de las relaciones familiares, sobre todo cuando se inician los procedimientos judiciales. La violencia doméstica se detecta a lo largo de todo el procedimiento y no sólo en el inicio. Después de dictada la resolución judicial suele darse una violencia sobrevenida al no aceptarse dicha resolución, surgiendo situaciones de mayor riesgo e incluso de verdadero peligro. Todo ello muestra que la violencia no es un problema nuevo y que la intimidad familiar ayuda a que se oculten supuestos de violencia doméstica, protegiéndolos y escondiéndolos. Son muchas las circunstancias que ayudan a estos silencios: los sentimientos y creencias religiosas y morales, los prejuicios sociales, las dificultades económicas, el miedo y la inseguridad al emprender una nueva vida y tener que enfrentarse en soledad a unos hechos y sus consecuencias, amén del miedo físico y psíquico al agresor, etc. De ahí la dificultad de la prueba cuando una de las partes se decide a enfrentarse con la situación.
La protección de las víctimas y la prevención del delito La violencia doméstica plantea muy especialmente dos problemas graves: la protección de las víctimas y la prevención del delito. La protección a las víctimas de la violencia doméstica ha sido hasta hace muy poco una asignatura pendiente, ya que se procuraba animar a las mujeres a denunciar los hechos violentos más que a protegerlas a partir de ese momento. Es cierto que se están tomando medidas legislativas para la protección y seguridad
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de las mujeres maltratadas; sin embargo, y a pesar de las medidas ya tomadas, sigue estando presente la sensación de indefensión de las víctimas y, lo que es aún peor, el sentimiento de impunidad de los agresores. Todo ello explica afirmaciones como la que hace Miguel Lorente en su libro Mi marido me pega lo normal: “Se incita a las mujeres maltratadas a denunciar la situación que padecen, pero luego falta protección a las víctimas”. Este médico forense y profesor de Medicina Legal de la Universidad de Granada considera que es “preocupante que siga habiendo tantas muertes a pesar de las medidas que se están planteando contra la violencia doméstica”. Piensa que estas situaciones se deben a la ética patriarcal vigente todavía en muchos sectores de la sociedad, que niega la igualdad entre los hombres y las mujeres, lo que produce un aumento general de la violencia en la sociedad y requiere la promoción de actuaciones para prevenir y evitar las situaciones de violencia doméstica. En esta línea de denuncia se sitúan otros especialistas y profesionales que, ante el aumento de las mujeres muertas a manos de sus compañeros o ex compañeros, solicitan medidas urgentes que aborden el origen de esta forma de violencia contra la mujer, ya que su número seguirá aumentando en tanto no se garantice a las víctimas las medidas de seguridad adecuadas7. Las dificultades de esa garantía solicitada aumentan cuando se constata que, a pesar de las medidas de protección que han sido encargadas a la policía, su eficacia se ve mermada cuando los agentes encargados de proteger a mujeres maltratadas no son sustituidos por otros cuando están de baja o de vacaciones, debido a la insuficiencia del número de agentes dedicados a esta tarea. El número de plazas podría ser suficiente, pero no todos están suficientemente motivados, a causa 7
En el año 2003, el número de muertes ascendió a 70.
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quizá de las condiciones en que deben trabajar –tienen que estar disponibles las 24 horas del día– y a la escasa información que tienen sobre sus responsabilidades. Por otro lado, también pueden darse ocasiones en las que determinadas actitudes podrían estar influyendo sobre esta falta de protección. Se ha detectado que, a veces, en aquellos profesionales que tratan con el tema de la violencia doméstica, se dan actitudes que influyen en la falta de eficacia profesional. Unas veces por falta de sensibilidad ante el problema y otras por una actitud sobreprotectora; otras porque se intenta justificar las agresiones como consecuencia de estados adictivos (alcohol, drogas, etc.) o por la actitud pasiva de la víctima, ya que, piensan algunos, si ha aguantado tanto tiempo es porque aceptaba la situación: “Si aguanta tanto es porque quiere... o porque tenía hijos” son frases que se escuchan a menudo. La pregunta de ¿por qué no se va? es mucho más frecuente que el preguntar ¿por qué él la ha agredido? Andrés Montero Gómez habla en su artículo “El síndrome de adaptación paradójica a la violencia doméstica” (Mujeres en Red) de un proceso generado por el miedo al maltratador y potenciado por el aislamiento a que éste somete a la mujer; todo esto la impulsa además a adaptarse a su pareja violenta. En línea parecida se habla también del “síndrome de Cenicienta y Superman” o del “síndrome de estrés postraumático “.
Medidas y legislación vigente Informe de la Ponencia sobre la erradicación de la violencia doméstica El informe de la Ponencia sobre erradicación de la violencia doméstica, constituida en el seno de la Comisión Mixta de los Derechos de la Mujer, aprobado en la reunión del 7 de noviem-
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bre de 2002, señala que la violencia doméstica es la principal forma de violencia de género que existe en España en número de muertes. Recuerda que a nivel internacional se la relaciona con la tortura y que está considerada como una violación fundamental de los derechos humanos por atentar contra la libertad individual y la integridad física y psíquica de la mujer. En el análisis que hace de la violencia doméstica reconoce que ésta se ha convertido en un problema social de primera magnitud, producto de “falsos mitos y estereotipos sobre el hombre y la mujer que reflejan una situación ancestral de desigualdad estructural y de abuso de poder”. Esta forma de violencia debe ser tratada como un verdadero problema de Estado, ya que afecta a diversos bienes o derechos constitucionales, como la dignidad de la persona, la igualdad, la vida y la integridad física y moral, el derecho a no ser sometido a tratos inhumanos o degradantes, así como a la paz y la convivencia familiar. Aunque el muro de silencio se ha roto y estos delitos son denunciados cada vez con mayor frecuencia, lo cierto es que se suele tardar de siete a diez años desde la primera situación de violencia, con lo que el tiempo de violencia raya en tortura. Reconoce que no bastan los cambios legislativos ni el endurecimiento de las leyes penales para conseguir el cambio de mentalidad de la sociedad: ésta tiene que tomar conciencia de que este tipo de delitos está conculcando derechos fundamentales de las personas. Son necesarias sentencias ejemplarizantes que vengan a disuadir a los agresores al hacer más visible la exigencia de su responsabilidad penal, así como un aumento de los recursos disponibles y mayor eficacia de las medidas preventivas, en especial aquellas cuyo fin es el de proteger a las víctimas desde el primer momento. Se postula también una mayor intervención del derecho penal, que debe alcanzar a aquellos
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casos que, a pesar de ser considerados como menos graves, sí lo son por sus consecuencias. Esta mayor intervención se justifica por la inadecuada interpretación de los principios constitucionales de intervención mínima y proporcionalidad que están cuestionando la respuesta judicial a este problema. Basta recordar que, por ejemplo, la medida cautelar de alejamiento sólo se aplica en los procedimientos en que se investigan solamente delitos y se excluyen las faltas, y aunque, como recuerda el Defensor del Pueblo, las modificaciones introducidas en el Código Penal (Ley 14/1999) consideran perseguibles de oficio las faltas relacionadas con los malos tratos, no recogen, por ejemplo, el delito de abusos sexuales dentro de la familia, cuando cualquier tipo de delito cometido dentro de las relaciones de convivencia, parentesco y afectividad convierte a éstas en circunstancias agravantes, entre otras cosas porque se cometen sin riesgo para el agresor y dificultan las pruebas para unas víctimas que están atemorizadas. Por todo ello, y a la vista de las demandas sociales de ampliación de las medidas cautelares ya existentes, el Defensor del Pueblo propone determinadas medidas a tomar, de las que se pueden destacar la necesidad de protección de las víctimas, además de la prevención de las situaciones de maltrato; la modificación de las normas civiles que permitan el acceso directo al divorcio en casos de situación previa de violencia doméstica8; la existencia de juzgados especializados y el control eficaz del cumplimiento de las penas.
A este respecto, cabe recordar que diversos estudios realizados sobre sentencias de separación y divorcio de Audiencias Provinciales de toda España y de Autos de medidas previas, ponen de manifiesto que en estas sentencias se resta importancia a la violencia doméstica así como a las pruebas que la acreditan. Por otro lado, se relativizan ominimizan los actos violentos o vejatorios al darles la consi8
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II Plan Integral contra la Violencia Doméstica 2001/2004 Fue aprobado por acuerdo del Consejo de Ministros del 11 de mayo de 2001, con vigencia hasta el año 2004. Durante este período se llevarán a cabo las medidas incluidas en el mismo y se podrán evaluar los avances obtenidos en la lucha contra la violencia doméstica. Su objetivo es sensibilizar y comprometer a la sociedad para que tome conciencia de la gravedad del problema y para que en los centros escolares, así como en los medios de comunicación, se transmita el valor de la no violencia y la igualdad entre los sexos como método para prevenirla. A tal fin se piden diversas acciones a realizar, tales como una guía de recomendaciones para el tratamiento de la violencia doméstica por los medios de comunicación y publicitarios; la creación de una comisión interministerial compuesta por representantes de las instituciones que intervienen en el tratamiento de la violencia para su coordinación, evaluación y seguimiento y la adopción de protocolos por las distintas comunidades autónomas que coordinen con las instituciones de su ámbito territorial para prevenir y erradicar la violencia y otras muchas acciones a realizar en el ámbito educativo: material educativo, unidades didácticas para la educación de personas adultas, foros educativos de debate, etc., así como cursos de formación para el personal de las fuerzas y cuerpos de seguridad, para el personal de los órganos judiciales y profesionales del derecho, servicios sociales y sanitarios, a fin de mejorar la atención y asistencia que se presta a las mujeres víctimas de la violencia.
deración de simples disputas conyugales en las que, además, la víctima y el agresor aparecen como corresponsables.
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Otro objetivo importante es el de establecer un marco legal que permita proteger a las posibles víctimas de los actos violentos y sancionar a quienes los cometens. Del análisis de estas medidas a tomar se desprenden tanto las frecuentes situaciones de falta de protección e incluso de indefensión de las mujeres víctimas de violencia doméstica, como el hecho de que sea la mujer agredida quien tenga que abandonar el domicilio conyugal, que el agresor con licencia de armas pueda seguir en su tenencia o el problema de la patria potestad y las visitas y la comunicación con los hijos habidos. Por un lado, es descorazonadora la larga espera para proponer estas medidas que, además de ser de puro sentido común, no significan otra cosa que la toma de conciencia de la gravedad del problema y, consecuentemente, tratan de prever las situaciones de injusticia y gran peligro en las que se encuentran las mujeres víctimas de la violencia doméstica y, en definitiva, de evitar el delito. Pero han tenido que morir muchas mujeres hasta llegar a esta toma de conciencia. Por otro lado, está la esperanza de que si bien no son suficientes para erradicar definitivamente este tipo de delitos, ya que en ellos inciden otras circunstancias sociales, culturales, etc., estas situaciones sean cada vez menos frecuentes y la mujer se sienta más protegida y defendida por el Estado. A este respecto, cabe destacar algunas de las propuestas contenidas en este II Plan, como son las de: – Estudiar los mecanismos oportunos para hacer más eficaz la posibilidad legal de suspender el régimen de visitas y comunicación del agresor con sus hijas e hijos. – Analizar el sistema de penas del Código Penal en cuanto a:
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– adecuar las penas de manera que la pena alternativa de arresto de fines de semana no sea la de multa, sino la de trabajos en beneficio de la comunidad. – incorporar al artículo 153 del Código Penal la pena de inhabilitación especial para el ejercicio de la patria potestad, tutela o curatela, guarda o acogimiento en los casos de violencia física o psíquica cuando el interés del menor lo aconseje. – Modificar el artículo 83 del Código Penal de manera que, en los casos de violencia doméstica, la suspensión de la condena se condicione a determinadas medidas: prohibición de acudir a determinados lugares, obligación de comparecer ante el juez para informar de sus actividades y justificarlas, etc. Se solicitan los mismos condicionamientos para los casos en que se prevea la sustitución de las penas de prisión o de arresto de fines de semana. – Regular las consecuencias del incumplimiento por parte del imputado de las reglas de conducta impuestas, así como regular como pena conjunta del delito y falta recogidas en el Código Penal la privación del derecho a la tenencia y porte de armas. En el marco de una nueva Ley de enjuiciamiento Criminal, se pide: – Regular la posibilidad de que los juzgados de guardia puedan adoptar medidas provisionalísimas en caso de separación y divorcio, con el fin de hacer efectiva la separación de hecho del agresor y garantizar así la salvaguarda de los derechos de las víctimas. – Establecer una medida cautelar por la que se prive al agresor de la tenencia y permiso de armas desde el momento de la interposición de la denuncia por parte de la víctima.
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– Simplificar y agilizar los procedimientos penales, tanto en los casos de delitos como en los de faltas, mediante la utilización de los juicios rápidos. – Impulsar desde las fiscalías la imposición y ejecución de la medida cautelar relativa a que con carácter inmediato el agresor abandone el domicilio conyugal. Ley 27/2003, de 31 de julio, reguladora de la orden de protección de las víctimas de la violencia doméstica Es una nueva puerta abierta a la esperanza, ya que vence algunos de los prejuicios y obstáculos que impedían la aplicación de las normas vigentes. Esta ley incorpora una serie de medidas ya propuestas en el II Plan integral contra la violencia doméstica 2001-2004. En su exposición de motivos se reconoce la necesidad de atajar desde el inicio cualquier conducta que en el futuro pueda degenerar en hechos aún más graves. Asimismo, se reconoce que con ella se da respuesta a una inquietud manifestada en diversos documentos, nacionales e internacionales, y se da cumplimiento al mandato unánime de las Cortes Generales que se recoge en el informe de la ponencia constituida en el seno de la Comisión Mixta de Derechos de la Mujer. Esta ley trata de unificar los distintos instrumentos de amparo y tutela a las víctimas, pues pretende que en una misma resolución judicial se incorporen las medidas restrictivas de la libertad de movimientos del agresor para impedir que éste se aproxime a la víctima y las orientadas a proporcionar seguridad, estabilidad y protección jurídica a la persona agredida y a su familia, sin tener que esperar a la formalización del correspondiente procedimiento matrimonial civil. A tal fin, permite al juez instructor dictar, en un
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plazo máximo de 72 horas, medidas cautelares de protección a la víctima que denuncie su situación. Las medidas, que pueden ser de orden penal, como el alejamiento del agresor, o civiles, como la atribución del uso y disfrute de la vivienda familiar y/o la guarda y custodia de los hijos a la víctima, la determinación del régimen de visitas, comunicación y estancia con los hijos o el régimen de prestación de alimentos, deberán ser solicitadas por la víctima o su representante legal, o bien por el Ministerio Fiscal, cuando existan hijos menores o incapaces, siempre que no hubieran sido previamente acordadas por un órgano de la jurisdicción civil. Permite también activar la ayuda social y económica (300 euros al mes para las personas agredidas que carezcan de recursos). Asimismo, se diseña un procedimiento sencillo y accesible a todas las víctimas de la violencia doméstica, de modo que ellas, sus representantes legales o las personas de su entorno familiar puedan solicitar la orden de protección acudiendo al juez de instrucción en funciones de guardia, quien la acordará de oficio o a instancia de la víctima o persona de su entorno familiar. También se puede solicitar ante el Ministerio Fiscal o las fuerzas y cuerpos de seguridad, las oficinas de atención a la víctima o los servicios sociales o instituciones asistenciales dependientes de las administraciones públicas, quienes remitirán la solicitud de forma inmediata al juez competente. Se establece una especial vigilancia en la fase de primeras diligencias, ordenando la consignación de las pruebas del delito que pudieran desaparecer, recoger y poner en custodia cuanto conduzca a su comprobación y a la identificación del delincuente y, en su caso, a su detención. En esta fase se pueden acordar también las medidas cautelares necesarias para la protección de la víctima. Sin embargo, ya se denuncia su posible ineficacia, debido a que esta ley no es de obligado
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cumplimiento. Hay que tener en cuenta que esta ley sólo permite, pero no ordena, al juez dictar las medidas cautelares, con lo cual son los jueces quienes deciden si dictan o no dichas medidas y la orden de protección, después de escuchar al agresor y a la víctima, por separado y en el mismo día que se presenta la solicitud de protección. Por otro lado, y como es sabido, no habrá una protección real a la víctima si no es activada con la máxima celeridad. Para ello, continuando en la línea establecida por la Ley 38/2002, de 24 de octubre, por la que se regula el procedimiento de enjuiciamiento rápido de determinados delitos y faltas, como ya se ha visto, la presente regulación se decanta por atribuir al juez de instrucción en funciones de guardia la competencia para adoptar la orden de protección. Pero algunos sectores de la fiscalía y de la judicatura han manifestado que en los procedimientos de enjuiciamiento rápido no se dan las suficientes garantías de protección de los derechos de los imputados, lo que puede ser una fuente de problemas para el tema de la violencia doméstica, ya que éste es uno de los supuestos contemplados en esa normativa. En todo caso, cabe recordar que desde la entrada en vigor de esta ley –el 2 de agosto de 2003–, los jueces han aceptado una media de tres de cada cuatro solicitudes presentadas, siendo la medida más adoptada la del alejamiento del agresor. En la práctica totalidad de las órdenes dictadas se han incluido medidas penales, fundamentalmente la prohibición al agresor de acercarse a la víctima, y entre las medidas civiles adoptadas figuran la atribución provisional del domicilio familiar y/o la guarda y custodia de los hijos a la víctima y el establecimiento de pensión por alimentos. Aunque todavía es pronto para evaluar esta ley, y a pesar de las críticas formuladas, estos datos indican que la orden de protección está funcionando de manera positiva y con toda normalidad en todo el territorio nacional.
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Ley Orgánica 11/2003, de 29 de septiembre, de medidas concretas en materia de seguridad ciudadana, violencia doméstica e integración social de los extranjeros Esta ley entró en vigor el 1 de octubre de 2003 y, además de medidas en materia de seguridad ciudadana, confirma y completa anteriores medidas legislativas relacionadas no sólo con la violencia doméstica, sino también con otras formas de violencia de género. En su exposición de motivos (apartado III), reconoce la necesidad de abordar la violencia doméstica con medidas preventivas, asistenciales y de intervención social a favor de la víctima; a tal fin, se ordena una serie de reformas del Código Penal que tienen como objetivo regular los aspectos preventivos y represivos de los delitos relacionados con estos tipos de violencia; estas medidas legislativas están también orientadas a disuadir de la comisión de dichos delitos y, asimismo, prevén un incremento de las penas. Las conductas consideradas como falta de lesiones pasan a ser consideradas como delitos cuando se hayan cometido en el ámbito doméstico, con lo que se hace posible imponer la pena de prisión y, en todo caso, la pena de privación del derecho a la tenencia y porte de armas. Cuando los delitos de violencia doméstica se hayan cometido con habitualidad, se abre la posibilidad de que el juez o tribunal acuerden la privación de la patria potestad, tutela, curatela, guarda o acogimiento.
La violencia de género La mutilación genital Una de las reformas importantes respecto a la violencia de género es la contemplada en la nueva redacción del artículo 149, apartado 2, del
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Código Penal. La mutilación genital pasa a ser considerada por el legislador como una nueva forma delictiva surgida de prácticas contrarias a nuestro ordenamiento jurídico y que en ningún caso pueden justificarse por razones religiosas o culturales. Se prevé, además de la pena de prisión, la inhabilitación para ejercer la patria potestad, tutela, curatela, guarda o acogimiento cuando la víctima fuera menor de edad o incapaz, una medida de protección muy necesaria para prevenir futuras agresiones o vejaciones, dado que en la mayoría de los casos son los padres y familiares de la víctima quienes la obligan a someterse a estas prácticas. Pero la inhabilitación es temporal, sólo por un período de cuatro a diez años, por lo que habrá que estar a los resultados una vez finalizado este período.
La explotación sexual No menos importante es la modificación del artículo 188. La explotación sexual y el tráfico de mujeres es un gravísimo problema que incide muy en particular sobre las mujeres inmigrantes. Y a pesar de que este grupo de mujeres no es mencionado expresamente, la referencia a las situaciones de necesidad o vulnerabilidad apela sin lugar a dudas a estas víctimas de la violencia. La respuesta penal prevé penas de prisión para todo aquel que, empleando violencia, intimidación o engaño, o abusando de una situación de superioridad, o de necesidad o vulnerabilidad de la víctima, determine a ejercer la prostitución a una persona mayor de edad o se lucre explotando la prostitución de otra, aun con el consentimiento de ella. Las penas se agravan en un grado cuando las víctimas son menores de edad o incapaces, y siempre sin perjuicio de las que pudieran corresponder por agresiones o abusos sexuales cometidos sobre la persona prostituida.
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La violencia doméstica La modificación del artículo 23 del Código Penal supone la supresión de la barrera que impedía con frecuencia la posibilidad de analizar correctamente la violencia doméstica. El reducto del derecho a la intimidad en el ámbito familiar deja de ser un obstáculo que impide la aplicación de las normas penales; amplía además el círculo de las posibles víctimas, dando respuesta a las numerosas peticiones que se venían planteando sobre este tema. La nueva redacción contempla la circunstancia de la relación conyugal, o cualquier otra forma análoga de relación de afectividad estable, como posible atenuante o agravante de la responsabilidad y contempla como posibles víctimas a aquellos que son ascendientes, descendientes o hermanos por naturaleza o adopción del ofensor o de su cónyuge o conviviente. Con esta modificación ya no debería haber lugar a la pasividad judicial ni a una respuesta inadecuada en los supuestos de violencia doméstica. Por otro lado, la modificación del artículo 153 en relación con el artículo 173 recoge expresamente la violencia psíquica. La nueva redacción de ambos artículos prevé la pena de prisión en los supuestos en que la víctima de maltrato psíquico, físico aun sin haber causado lesión o menoscabo grave de la integridad moral sea o haya sido cónyuge del agresor, o que esté o haya estado ligada a él por una relación análoga de afectividad aun sin convivencia. Los supuestos de violencia se amplían, pues, a las relaciones de noviazgo, por ejemplo, que hasta ahora carecían de cobertura legal. La pregunta sería si también acoge a las relaciones homosexuales; la respuesta parece ser afirmativa, pero habrá que estar a la discrecionalidad de los jueces a la hora de interpretar este artículo en relación con esos supuestos. Estos dos artículos recogen la misma ampliación del círculo de las víctimas que contempla el
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artículo 23, pero la extienden además a los hermanos por afinidad, propios o del cónyuge o conviviente y a los menores o incapaces que convivan con él o se hallen sometidos a la potestad, tutela, curatela, acogimiento o guarda de hecho del cónyuge o conviviente. Incluso se menciona expresamente a cualquier otra persona que se encuentre “amparada en cualquier otra relación por la que se encuentre integrada en el núcleo de su convivencia familiar”. Tampoco ha olvidado el legislador la situación de precariedad y vulnerabilidad de aquellas víctimas que se encuentren sometidas a custodia o guarda en centros públicos o privados. Por último, el artículo 173 prevé una agravación de la pena cuando los actos violentos se hayan producido en presencia de menores o utilizando armas o tengan lugar en el domicilio común o de la víctima. En relación con la habitualidad, se establece para su apreciación el número de actos violentos acreditados y su proximidad temporal, con independencia de que dicha violencia se haya ejercido sobre una misma víctima o sobre víctimas diferentes, hayan sido o no objeto de procesos anteriores. El artículo 107 del Código Civil En la exposición de motivos de esta ley orgánica se habla de la “adecuación de las instituciones civiles a las nuevas culturas que conviven en nuestro país”. En este sentido, cabe destacar la previsión de esta ley, que no ha dejado en el olvido los problemas que pudieran surgir en los matrimonios acogidos a leyes distintas de la española y que, a la hora de una separación o divorcio, podrían representar situaciones de discriminación e injusticia para la mujer. Su principal objetivo es mejorar la integración de los inmigrantes en España, pero atiende de manera concreta a los problemas que pueden encontrar ciertas mujeres extranjeras, “fundamentalmente musulmanas”,
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cuando solicitan la separación o el divorcio. Se admite que el respeto a la autonomía personal debe primar sobre el criterio que supone la aplicación de la ley nacional, pero se recuerda que, en ciertos casos, la ley nacional común de los cónyuges puede dificultar el acceso a la separación y al divorcio de determinadas personas residentes en España. Con el fin de regular estas situaciones, se modifica el artículo 107 del Código Civil, que en su nueva redacción establece, en primer lugar, la aplicación de la ley nacional común de los cónyuges en el momento de la presentación de la demanda de separación o divorcio; si no existiese esa nacionalidad común, se aplicará la ley de residencia habitual del matrimonio en el momento de iniciar el procedimiento y, en su defecto, la ley de la última residencia. Establece también que, en todo caso, se aplicará la ley española cuando uno de los cónyuges sea español o residente en España con preferencia a la ley que fuera aplicable, si ésta última no reconociera la separación o el divorcio, o lo hiciera de forma discriminatoria o contraria al orden público.
...Y para terminar Es evidente que se ha avanzado mucho en el tema de la violencia de género, particularmente en la violencia doméstica, pero continúa siendo un problema de concienciación. Ello hace necesario abandonar aquellas actuaciones que han demostrado ser ineficaces, modificar otras y emprender otras nuevas, porque la ética patriarcal sigue presente en la sociedad y se manifiesta en las diversas objeciones que suelen hacerse desde muchos sectores y que, en el fondo, no hacen sino paliar, justificar e incluso defender en ocasiones a los agresores, bien aludiendo a la dignidad de los condenados y su posible rehabilitación, bien rebajando las penas al maltratador, o bien recurriendo de nuevo al ámbito familiar,
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que debe ser preservado y protegido del oprobio que cae sobre él, o alegando en fin que la violencia doméstica no es más que eso, violencia. Pero no suele hablarse de que, frente a la violencia, el problema es no tomar partido, mantenerse al margen, porque eso supone complicidad e incluso connivencia con los violentos. Los jueces tienen que asumir su responsabilidad y no deben permitir que la violencia esté protegida por la intimidad familiar o por aquellas consideraciones sobre el agresor que tratan de hacer invisible su condición de violento poniendo de manifiesto su buen hacer profesional, o el ser o haber sufrido una fase de enajenación mental, o que es consecuencia de la adicción al alcohol o las drogas. Lo cierto es que la violencia de género expresa una clara e injusta desigualdad, y esto, como ya se ha dicho, atenta contra los derechos de la mujer y contra los principios constitucionales. Por ello, debe seguirse trabajando por el reconocimiento social de que la violencia contra la mujer, y en particular la violencia doméstica, es una cuestión pública y política, porque tanto el Estado como toda la sociedad son responsables.
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“Si todos los agresores han pasado por las aulas, ¿qué ha hecho la escuela para detenerlos? ¿Puede hacer algo la escuela? ¿Qué tipo de escuela? ¿Los y las profesionales de la enseñanza sabemos hacer lo que se debería o podría hacerse para prevenir la violencia? Si no sabemos qué y cómo hacer, ¿de qué manera podríamos intentarlo?”1 (Charo Altable 1) “La educación ayuda a la mujer a superar los prejuicios sociales, asumir el control de su vida y mantener su condición e identidad después del embarazo, lo que le permite participar más a fondo de la vida pública de su comunidad. La educación abre amplios horizontes, crea nuevas oportunidades y, lo que es más importante, confiere a la mujer el derecho a elegir. Y, por último, la educación es el arma más importante para combatir los estereotipos sexuales y las actividades discriminatorias hacia la mujer” (ONU, 1991)
Introducción Abordamos este capítulo con el convencimiento de la verdad que encierran estos dos textos. A través de la educación, en cualquiera de sus 1 Ch. Altable Vicario, “Educación para el amor o para la violencia”, en Jornadas “Feminismo es... y será”. Ponencias, mesas redondas y exposiciones, Servicio de Publicaciones de la Universidad de Córdoba, Córdoba 2001, 361. En adelante se citará como Jornadas Feminismo...
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ámbitos y niveles, contribuimos a prevenir la violencia y podemos educar en la no violencia y para la no violencia. A través de los medios de comunicación y a través de experiencias más o menos cercanas vamos asistiendo a lo que parece un deterioro progresivo e imparable en el comportamiento de los educandos. Crece la violencia en las aulas y parece que crece la impotencia para resolverla. Amargura, depresiones y bajas laborales son el eco que produce esta situación en parte del profesorado. La sociedad necesita que todo ámbito educativo, que toda comunidad educativa, se comprometa firmemente para modificar actitudes, crear modelos alternativos de relación, prevenir la violencia y enseñar a resolver los conflictos pacíficamente. La educación es uno de los cauces que contribuye a construir nuestra identidad como hombres o como mujeres; desde los primeros años, esa educación puede desarrollar la tolerancia, el respeto, el diálogo, la aceptación de quien es diferente..., o puede permitir el sexismo, el machismo y el racismo, abierta o solapadamente. Aunque todavía estamos lejos de ofrecer una educación desde la perspectiva de género, educadores y educadoras podemos poner nuestro empeño en prevenir en las aulas la violencia contra las mujeres, la violencia de género. Contribuiremos así a erradicar una de las lacras que arrastra ahora la humanidad y a desarrollar en cada niño y niña o en cada joven la capacidad de relacionarse de igual a igual, valorando lo distinto como algo que enriquece y solucionando los conflictos a través del diálogo, los pactos y el consenso. Para quienes estén apasionados en esta tarea ponemos a su disposición diferentes materiales para trabajar la violencia de género en el ámbito educativo. En letra cursiva aparecen las sugerencias de trabajo que ofrecemos con cada material. Sólo
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habrá que adaptar las sugerencias al nivel educativo correspondiente. Esperamos poner así nuestro granito de arena para prevenir, detectar y combatir este tipo de violencia a través de la educación. “Se está produciendo un crecimiento continuo de los índices de feminización del profesorado, persiste una clara división sexual de las tareas que se realizan: en las materias que se imparten, en los grupos que se atienden o en las funciones y en los cargos que se desempeñan, desde un estereotipo que prolonga la función maternal al ámbito escolar. Es por tanto imprescindible, a pesar de los evidentes pasos dados por las mujeres, no dejar de tener en cuenta los obstáculos que ponen límites a su participación en los diferentes espacios del saber y de la autoridad, ya que las instituciones educativas siguen actuando, aunque no siempre sea de forma intencionada, como un lugar de reproducción de los sistemas de género”2. Quisiéramos que este trabajo contribuyera a: a) “Desaprender”, eliminar prejuicios y estereotipos. Y que esto ocurra en el mismo sitio y al mismo tiempo que se va construyendo la identidad de género y nacen las primeras relaciones de pareja. b) Sistematizar conocimientos que se han ido adquiriendo por otros cauces y poder juzgar con más criterio el fenómeno de la violencia de género. c) Mostrar algunos rasgos o características que permitan a los profesionales de la educación detectar a las víctimas de maltrato, ya sea en el alumnado o en las familias. 2 C. Flecha García, en S. Acker, Género y educación. Reflexiones sociológicas sobre las mujeres, la enseñanza y el feminismo, Ediciones Narcea, Madrid 1995, 10.
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¿Qué es la violencia de género? Es una violencia que se ejerce contra las mujeres por el hecho de serlo, una violencia que supera las fronteras y las culturas y que se sigue perpetuando a pesar de los avances que se consiguen en otros ámbitos de la sociedad. La esclavitud ha sido legalmente abolida y universalmente condenada, mientras que la violencia contra las mujeres sigue perpetuándose. En el año 2003 sigue habiendo países en los que el marido tiene derecho a infringir a la esposa determinados castigos corporales. Esta violencia se ha convertido en una forma desigual de relación y está sustentada por una columna fuerte y sólida: el orden social patriarcal. No sirven pequeños cambios legislativos; tiene que haber una “conmoción social” para que se derriben este orden –en realidad este desorden– y se pueda reconstruir el edificio de las relaciones hombre-mujer sobre una piedra angular diferente. La violencia de género es por tanto: – Un fenómeno multicausal y universal. – Adopta formas diferentes, pero siempre hay una relación asimétrica de dominación del hombre hacia la mujer. – Está sustentada por determinadas estructuras de poder y dominación sobre el cuerpo, la sexualidad y la vida de las mujeres. – Estas estructuras conforman el orden social patriarcal que sustenta el mantenimiento de los estereotipos sexuales y posibilita el maltrato como forma de relación entre hombres y mujeres. – Tiene consecuencias traumáticas para las víctimas, tanto desde el punto de vista físico como desde el psicológico. Es un hecho gravísimo, que sólo se conoce parcialmente por la tendencia a no denunciar este tipo de violencia. Pero esto nos lleva a preguntarnos:
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• ¿Cómo explicar lo que es la violencia de género: a) a niños y niñas pequeños; b) a adolescentes; c) a jóvenes; d) a mujeres maltratadas?
Tipos de violencia3 Hay muchos tipos de violencia. Se suelen agrupar en cinco grandes apartados, aunque las mujeres maltratadas no perciben distinciones ni sutilezas porque unas formas y otras se entremezclan. Se distinguen habitualmente estas cinco categorías o tipos de violencia: Psicológica: amenazas, celos, aislamiento, etc., que denigran a las mujeres que la padecen, creando un clima de angustia, incomunicación y desprecio. Verbal: insultos, reproches, intimidaciones, amenazas, interrogatorios impertinentes, etc. Sexual: contactos sexuales de control o de amenaza, inducidos de forma violenta, desde una posición de poder o autoridad. Física: afecta a las mujeres en su integridad corporal, con distintos niveles de brutalidad, pudiendo desembocar en el homicidio. Económica: el agresor ejerce la violencia a través del control exclusivo de los recursos económicos. Cf. P. Villavicencio Carrillo y J. Sebastián Herranz, Violencia doméstica: su impacto en la salud física y mental de las mujeres, Instituto de la Mujer, Madrid 1999, 83-94. B. Azpeitia García y M. T. Martín Palomo, Las mujeres víctimas de la violencia de género. Manual de intervención social, Comunidad de Madrid, Dirección General de la Mujer, Madrid 2002, 31-32. 3
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¿Dónde están las raíces de la violencia? ¿Cómo nos afecta? Habitualmente, en el ámbito educativo se percibe la violencia como agresión; no es fácil percibir la incapacidad de algunos chicos y chicas, sobre todo adolescentes, para resolver un conflicto de otro modo. No es fácil comprender por qué expresan a través de la violencia sus emociones o angustias. Constatamos que los castigos, sanciones y expulsiones alejan a los agresores de las aulas por un tiempo, pero el problema de la violencia no se resuelve. Unas chicas dejan de ser agredidas en las aulas por unos días, pero otras son agredidas en la calle durante esos mismos días. Las sanciones y expulsiones no impiden que los adolescentes violentos se sigan transformando en agresores y maltratadores. Es más, el miedo que despiertan estos adolescentes en el profesorado provoca algunas veces que la respuesta del profesorado sea la descalificación, las burlas, el autoritarismo, etc. Unos y otros nos vemos metidos en una espiral de violencia que despierta a la bestia que llevamos dentro. Sin embargo, ayudar a los adolescentes y jóvenes violentos a tomar conciencia de sus emociones podría permitirles conocer sus mecanismos y romper esta espiral. Aunque los resultados no sean inmediatos, se les está ofreciendo una clave para comprenderse a sí mismos y el porqué de sus reacciones desproporcionadas y agresivas. “Hoy existe un alto riesgo en la educación, vistos los casos de violencia cada vez más frecuentes, y es el ejercicio del dominio, donde es importante cumplir las normas y obedecer, ante la amenaza de un castigo, una sanción, una expulsión. La pedagogía del amor, por el contrario, trataría de escuchar las necesidades que se ocultan detrás de un conflicto, escuchando y poniendo atención a nuestra manera de tratar a
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los otros y otras, pues amor significa, entre otras cosas, expresar las propias emociones, escuchar las ajenas y compartirlas (...). El lenguaje de la violencia juzga, desvaloriza, insulta y niega la existencia de otros diferentes, despreciando sus emociones y sus diferentes puntos de vista. El lenguaje del amor escucha, respeta, reconoce al otro, comparte emociones, expresa necesidades, compaginando los diferentes puntos de vista”4. Pero esto requiere: • Ejercicio de reflexión personal e interiorización para acostumbrarnos a ser conscientes de nuestras emociones y de cómo y cuándo estas emociones van unidas a episodios de violencia, de modo que la autoafirmación de una persona no sea a costa de la humillación o el maltrato a otra.
Evolución histórica: a paso lento ¿Por qué ofrecer una evolución histórica en un artículo sobre educación? Porque los datos que proporcionamos nos muestran que la evolución es positiva, aunque excesivamente lenta. Y que el marco legislativo sólo será un marco decorativo si el quehacer diario no respeta esas leyes que van reconociendo y proclamando la igualdad en todas sus dimensiones. Nuestros jóvenes no suelen tener perspectiva histórica, desconocen el pasado y no valoran los logros que disfrutan gracias al trabajo –incluso a la vida– de otras personas. En la tarea educativa, es imprescindible mirar hacia atrás para aprender de la historia, no repetir sus errores y tener una perspectiva para el futuro. 4
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Si miramos hacia atrás, podemos sorprendernos ante las desigualdades sangrantes y ante la impunidad en la que quedaba la violencia contra las mujeres. Hoy no estamos en la meta. Mientras un juez considere que 70 puñaladas a una mujer no pueden considerarse ensañamiento, mientras las mujeres maltratadas tengan que ocultarse y los maltratadores paseen libremente por las calles, mientras sigan muriendo mujeres a manos de los hombres a los que han denunciado reiteradas veces..., habrá que seguir aprendiendo de la historia para trabajar con más fuerza por un futuro justo e igualitario. En 1945 se fundó la Organización de Naciones Unidas. Ese año, sólo en 31 países del mundo la mujer podía votar en condiciones de igualdad con el hombre. El artículo 428 del Código Penal español, vigente hasta 1963, castigaba con la pena de destierro al marido que, sorprendiendo a su mujer en adulterio, matara en el acto a los adúlteros. Si no les causaba la muerte, quedaba exento de pena. Hasta 1975 el artículo 52 del Código Civil estipulaba que la mujer debía obediencia al marido y éste protección a la mujer. En ese mismo año, en la Primera Conferencia Mundial de las Mujeres, celebrada en México, se consideró la violencia contra las mujeres como un asunto familiar. En 1976-1985 se celebró el Decenio de Naciones Unidas para las Mujeres, lo que suscitó un gran esfuerzo internacional en la revisión de la situación y los derechos de las mujeres. En 1978 la Constitución española proclamó: “Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social” (artículo 14). “Todos tienen derecho a la
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vida y a la integridad física y moral, sin que en ningún caso puedan ser sometidos a torturas ni a penas o tratos inhumanos o degradantes” (artículo 15). El 18 de diciembre de 1979 la Asamblea General de la ONU aprobó la Convención para la eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer. La ratificaron 150 países y, por su carácter vinculante, es el marco jurídico básico para erradicar la discriminación sexual. En 1980 la ONU reconoció que la violencia contra la mujer es el crimen encubierto más frecuente del mundo. Ese mismo año se celebró la Conferencia Mundial de la Mujer, en Copenhague. En 1983 aparecen las primeras estadísticas sobre malos tratos a las mujeres en España. En 1984 se abren las primeras casas de acogida para mujeres en España. El 26 de noviembre de 1985 la ONU estudió en su Asamblea General el tema de La violencia en la familia y se mostró así la dimensión universal de este problema. Desde entonces, este tema se viene estudiando sistemáticamente. En la ONU hay un Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer. Ese mismo año, en la Conferencia Mundial de Nairobi, con la que finalizó la década de la ONU para la mujer, la violencia doméstica fue considerada uno de los principales obstáculos para el desarrollo y la paz. Se aprobaron estrategias para mejorar la situación de las mujeres en el mundo en relación a la igualdad, el desarrollo y la paz. En 1986 el Parlamento europeo adoptó una resolución sobre la violencia a las mujeres (11 de junio). En materia de educación, recomendó la introducción de cursos destinados a preparar a los niños y jóvenes para la vida adulta, controlando que esos cursos tuvieran en cuenta los aspectos siguientes:
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– “Puesta en marcha de un programa de educación, recurriendo a películas, discusiones en las escuelas y lugares de trabajo, para ayudar a las muchachas y mujeres a detectar y definir situaciones amenazadoras y la forma de afrontarlas”. – “Cursos especiales de autodefensa para muchachas en edad escolar”. – “Organización de cursos generales de ‘capacitación a la vida’ que permitan a los jóvenes de los dos sexos estar igualmente preparados ante las exigencias prácticas de la vida familiar y la independencia económica”. – “Eliminación más rápida de los estereotipos sexuales en los libros de las escuelas, de tal manera que la percepción de los respectivos papeles del hombre y de la mujer en la sociedad no sea falseada”. En diciembre de ese mismo año (1986), en Viena, el grupo de expertos sobre la violencia en el hogar y sus efectos en las mujeres, de la ONU, daba estas recomendaciones5: – “Se debería dar la oportunidad a los hombres que cometen actos de violencia de recibir una educación apropiada para inculcarles la noción de dignidad y respeto hacia las mujeres y sensibilizar a la opinión pública”. – “Los sistemas oficiales de educación deberían ofrecer cursos sobre la preparación a la vida familiar y a las obligaciones paternales, forma de resolver amistosamente los conflictos interpersonales y derechos de la persona. Esta instruc5 Fundación Encuentro, Violencia en la familia (I): a las mujeres, Cuaderno nº 73, Madrid 1989, 42-43.
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ción debería formar parte del programa escolar oficial impartido a muchachos y muchachas desde la escuela elemental”. – “Se deberían fomentar y facilitar los medios informales de educación de los ciudadanos tales como el teatro en la calle, los murales, etc.”. – “Los gobiernos deberían animar y apoyar un estudio (y su publicación) sobre la contribución de las mujeres al desarrollo de su país y tomar medidas para que se adopte un lenguaje no machista en todos los textos y comunicaciones oficiales, incluidos los libros”. – “Se deberían modificar todos los programas de educación, tanto formales como informales, a fin de que sean un medio eficaz de inculcar las nociones de igualdad de los papeles, dignidad y derechos de la persona”. – “Los maestros y profesores deberían ser iniciados y formados sistemáticamente en las técnicas que resaltan los principios de igualdad de derechos y responsabilidades, respeto mutuo, compañerismo, tolerancia, comprensión y solución pacífica de los conflictos”. En 1991, según la ONU, sólo 22 países del mundo industrializado habían reconocido a las mujeres los mismos derechos que a los hombres en materia de matrimonio, divorcio y propiedad familiar. Ese mismo año declaró que “la violencia que sufren muchas mujeres, tanto en países desarrollados como en los no desarrollados, está relacionada con el estatus de desigualdad de las mujeres en todas las sociedades, y su origen tiene sus raíces en la estructura del matrimonio, en la familia y en la sociedad, siendo, por tanto, imposible comprender su naturaleza sin tener en cuenta el contexto social e ideológico dentro del cual
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ocurre la violencia. Cualquier explicación debe ir más allá de las características del agresor, de la víctima, de la familia y de la sociedad. Las Naciones Unidas señalan que para erradicar la violencia es necesario, en primer lugar, erradicar la desigualdad a nivel genérico”6. En junio de 1993 tuvo lugar en Viena la primera Conferencia Mundial de Derechos Humanos en 25 años. Antes de celebrarse se habían recogido 500.000 firmas en la campaña “La violencia contra la mujer viola los derechos humanos”. Se pidió que se incluyeran los derechos humanos de la mujer y la violencia de género como preocupaciones centrales de ese foro; se presentaron testimonios de violaciones contra los derechos humanos de mujeres de 25 países. Finalmente se reconoció que los derechos humanos de las niñas y de las mujeres son parte inalienable, integrante e indivisible de los derechos humanos universales y, por tanto, que la violencia contra la mujer es una violación de los derechos humanos. En diciembre de ese mismo año, la Asamblea General de la ONU aprobó la “Declaración sobre la eliminación de la violencia contra la mujer”, en la que se definió la violencia de género como aquella que pone en peligro los derechos fundamentales, la libertad individual y la integridad física de las mujeres: “La violencia contra las mujeres designa todo acto de violencia basado en la pertenencia al sexo femenino que tenga o pueda tener como resultado un daño o sufrimiento físico, sexual o psicológico, inclusive las amenazas de tales actos, la coacción o privación arbitraria de la libertad, tanto si se producen en la vida pública como en la privada” (artículo 1). Además, en esta declaración se reconoce que “la violencia contra la mujer constituye una manifestación de las relaciones de poder históri6
ONU (A/ CONF/ 144 / 17, 1991).
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camente desiguales entre el hombre y la mujer, que han conducido a la dominación de la mujer y a la discriminación en su contra por parte del hombre... y que es uno de los mecanismos fundamentales por los que se fuerza a la mujer a una situación de subordinación respecto al hombre”. Hizo una serie de recomendaciones a los Estados miembros sobre las medidas a adoptar para combatir la violencia de forma eficaz; entre ellas, “adoptar todas las medidas apropiadas, especialmente en el sector de la educación, para modificar las pautas sociales y culturales de comportamiento del hombre y de la mujer”7. En septiembre de 1995 la cuarta Conferencia Mundial sobre la Mujer, de las Naciones Unidas, celebrada en Beijing, estableció por primera vez que las costumbres, tradiciones y religiones no justifican la discriminación contra las mujeres ni los atentados contra su vida o sus derechos fundamentales8. El 15 de noviembre de este mismo año se modificó el Código Penal español, recogiendo en sus artículos 153, 147, 148, 149, 169, 178 y 179 importantes modificaciones9. 7 20 de diciembre de 1993, Declaración 48/104 de la Asamblea General de las Naciones Unidas. 8 Respecto al informe que presentó España, puede verse Las españolas en el umbral del siglo XXI. Informe presentado por España a la IV Conferencia Mundial sobre la Mujer. Beijing, 1995. Ministerio de Asuntos Sociales - Instituto de la Mujer, Madrid 1994. La revisión y evaluación de los primeros años del decenio de los ochenta, respecto a la educación, pueden verse en las páginas 17-19. Entre las metas y objetivos estratégicos futuros respecto a los procesos educativos se señala: “A pesar de los logros conseguidos y de la incorporación de las mujeres en todas las etapas educativas, siguen reproduciéndose actitudes y modelos sociales más acordes con patrones tradicionales que con las exigencias de una sociedad moderna” (p. 115). 9 Remito al capítulo de este libro en el que se aborda más ampliamente el aspecto legislativo: p. 319.
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Fases, episodios y respuestas de la mujer agredida A menudo se oyen frases sobre las mujeres maltratadas que demuestran la ignorancia de quienes las pronuncian sobre las diferentes fases de este fenómeno y cómo afecta cada una de ellas a la mujer y a su capacidad de respuesta. Como veremos más adelante, se suele tardar entre siete y diez años en poner la primera denuncia contra el agresor. Durante ese tiempo, las mujeres van pasando por diferentes fases, que les producen cambios emocionales diferentes y bloquean progresivamente su capacidad de respuesta. Intervenir a tiempo, ayudar a las mujeres a tomar conciencia de su situación desde los primeros síntomas de tensión latente, es una forma de atajar el crecimiento de una tensión que puede desembocar en la anulación total de su capacidad de respuesta e incluso en la muerte. 1. En la fase de tensión latente los episodios de violencia son cotidianos y las agredidas responden con cambios emocionales. 2. En la fase de tensión creciente se produce una violencia psíquica ante la que las agredidas se muestran desconcertadas, con intentos de evitar el conflicto y los enfrentamientos. 3. Con la máxima tensión se producen episodios de violencia física que provocan en las agredidas intentos de evitar la violencia y la pérdida del control de la situación. 4. En la fase de tensión aplazada hay episodios de arrepentimiento, con promesas de cambio por parte del agresor y búsqueda de personas aliadas. Las mujeres agredidas se sienten desconcertadas, ambivalentes, y carecen del control de la situación. Pueden dedicar sus esfuerzos a la supervivencia, a la adaptación, o que-
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dar bloqueadas y atrapadas en el ciclo de la violencia10.
Eliminar patrones y estereotipos La forma más fácil de eludir un problema, sin dejar que nos afecte, es disfrazarlo con un estereotipo. De este modo, el problema pierde su mordiente, su capacidad de interrogar o descolocar, y deja de ser problema para convertirse en anécdota. En la sociedad circulan patrones y estereotipos que hay que combatir eficazmente desde el ámbito educativo, para mostrar la realidad y dejar que nos afecte, que nos interpele. Por ejemplo, se oye a menudo: “Las mujeres maltratadas buscan o provocan el maltrato a lo largo de toda su vida”. Sin embargo, sólo se ha podido demostrar que el 8’8% de las mujeres maltratadas admite haber sufrido malos tratos en otra relación de pareja adulta (Villavicencio Carrillo, 1996). Se oye: “Si le maltrata, que se separe”. Pero ¿qué obstáculos debe superar la mujer que decide abandonar una relación por malos tratos cuando las amenazas, incluso de muerte, continúan tras la separación? Se afirma: “Son las características personales de las víctimas las que impiden que se rompa la relación (situación económica, baja autoestima, actitudes tradicionales...)”. Pero este planteamiento lleva a culpabilizar aún más a las víctimas y deja impunes a los agresores. E. Martín Serrano y M. Martín Serrano, Las violencias cotidianas cuando las víctimas son mujeres, Instituto de la Mujer, Madrid 1999, 67. En esta obra los autores hacen cuatro estudios específicos de la violencia: a) la violencia conyugal; b) la que afecta a las menores y jóvenes en sus propios hogares; c) el acoso sexual; d) la violencia en los espacios públicos. 10
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Cuesta trabajo creer que hombres con unas habilidades sociales extraordinarias sean maltratadores. Más del 85% de los agresores no están diagnosticados como enfermos mentales, ni están locos, pero tienen una gran capacidad para manipular emocionalmente y hacer que una mujer dependa de ellos absolutamente. No soportan perder a su víctima, por eso el 99% de los homicidios se producen en momentos de separación o cuando la mujer pone la demanda.
Teorías para un debate11 Tras los malos tratos hay muchas teorías explicativas, y a veces no es posible compaginar unas con otras. En el ámbito educativo conviene conocerlas, tomar postura y saber a qué tipo de sociedad conduce cada una de ellas. Sólo las presentaremos en sus líneas esenciales. 1. Teoría sociológica: la violencia familiar tiene sus raíces en la crisis de la institución familiar: problemas de salud, laborales, desempleo, etc. Además, la privacidad de la unidad familiar dificulta la intervención social, porque los miembros que no son de la unidad familiar no suelen denunciar los malos tratos. 2. Teoría del estrés: los malos tratos son el resultado del estrés y de la frustración que se produce en la unidad familiar, lo que se manifiesta en violencia hacia los miembros más débiles. 3. Teoría familiar sistémica: los malos tratos se manifestarán en aquellas parejas que no se comuniquen de manera asertiva e igualitaria o donde los roles no se compartan. El marido, al sentirse amenazado por una mujer mucho más
11
Cf. Violencia en la familia, 55-66.
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preparada que él, puede recurrir a la violencia para mantener su estatus dominante. 4. Teoría del aprendizaje social: maltratar a las mujeres es una conducta que se aprende a través de modelos de conducta. Es decir, observar o sufrir violencia en la infancia hace que los niños y niñas –sobre todo los niños– aprendan a afrontar los problemas con violencia. 5. Teoría feminista: tras las investigaciones del movimiento feminista en los años sesenta sobre la violencia doméstica, se puso de manifiesto la auténtica realidad que se vivía en familias aparentemente apacibles. Se pusieron en cuestión explicaciones unicausales, como el masoquismo de las mujeres que permanecían junto a sus maltratadores o los trastornos mentales de éstos. Se elaboraron teorías que abordaban mejor la complejidad de estas relaciones: la familia es un “campo fértil” para la reproducción de estereotipos sexistas o patriarcales; los malos tratos serían la manifestación extrema de esta opresión patriarcal. Las sociedades sexistas facilitan directa o indirectamente el maltrato de las mujeres. Se deben analizar los malos tratos en el contexto cultural, social, político y económico en donde ocurran. No podemos olvidar que la prostitución y el tráfico internacional de mujeres y niñas es el tercer negocio económico del mundo, después del narcotráfico y el turismo. “La violencia masculina es una expresión del estatus social, de la raza, del género y del privilegio heterosexual, cuya raíz se encuentra en la estructura social y no en la psicopatología individual de los agresores” (Ferraro, 1993). Por eso, las intervenciones no deben ser individualistas, sobre los agresores y las agredidas, sino sobre las estructuras sociales, históricas y de género. Por eso, es urgente la aprobación de una buena ley contra la violencia de género que englobe todo
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tipo de situaciones. En todo caso, sería importante estudiar: • ¿Qué estructura social actual puede estar fomentando la violencia masculina? ¿Qué intervenciones son necesarias sobre esta estructura para erradicar la violencia de género? • Investigar sobre el proyecto ético del feminismo en cuanto a la violencia de género.
Circunstancias que favorecen la violencia doméstica Es habitual que en el ámbito educativo se detecten casos de violencia doméstica en la que están implicados los educandos, ya sea como víctimas o como agresores. Es muy útil conocer de una manera sistemática las circunstancias que generan más violencia12. Circunstancias familiares Se da más violencia: – En familias nucleares que extensas. – Si uno de los componentes de la pareja viene de la inmigración. – Si tienen antecedentes de violencia familiar. – Cuantas más tensiones absorbe del exterior. – Si es más desestructurada. 12 No podemos cerrar los ojos ante datos como éstos: según el Ministerio del Interior, entre enero y abril de 2003 se produjeron 10.062 denuncias por malos tratos, presentadas por mujeres contra sus parejas o ex parejas. En este mismo período de tiempo se registraron 21 muertes de mujeres a manos de sus cónyuges o análogos, con un aumento del 63% respecto al mismo período del año anterior. En ambos casos, Andalucía encabeza la lista.
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Circunstancias sociobiográficas Se da más violencia: – Si hay diferencia de edad. – Si se casan/unen jóvenes. – Si proceden de noviazgos mal resueltos. – Si existió embarazo prematuro. – Si él tiene menos cultura y menos formación que ella. Circunstancias laborales Se da más violencia: – Si ella trabaja y él no. – Si no trabaja ninguno de los dos. – Si ella tiene más éxito profesional. Circunstancias sociales Se da más violencia: – Si el “coste” del maltrato es escaso. – Cuanta más ambivalencia frente al maltrato hay en el entorno. – Cuanto más aislada está la mujer. Circunstancias individuales Se da más violencia: – Si ella es pasiva, dependiente. – Si se autoinmola, si se autosacrifica. – En situaciones personales de cambio. – Si ella tiene fuertes convicciones religiosas. – Si ambos carecen de autoestima13. En consecuencia, las propuestas para trabajar en la escuela serían: • Enumerar y tomar conciencia de las circunstancias que favorecen la violencia en los centros educativos y proponer soluciones no violentas. 13
E. Martín Serrano y M. Martín Serrano, o. c., 82.
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• Debatir la importancia de crear o potenciar la figura del mediador o mediadora en el centro educativo. • Tomar conciencia del peso de las circunstancias y la necesidad de modificar las que estén en nuestra mano. Poner ejemplos sobre cómo se cree que influye cada una de estas circunstancias en la violencia doméstica, principalmente a través de ejemplos cercanos o conocidos. • Proponer alternativas que contrarresten la influencia de las características.
¿Se pueden detectar en la escuela posibles agresores? Este aspecto debe abordarse con toda la delicadeza posible, pero no cabe duda de que en la escuela se detectan alumnos que reúnen las características que habitualmente son comunes en los agresores adultos. Es habitual en los claustros que algunos educadores pongan en cuestión el trabajar la asertividad, la autoestima, etc. en detrimento de los contenidos curriculares. Quisiéramos llamar la atención de la importancia que tiene invertir tiempo y derrochar creatividad en determinados niveles educativos y con alumnos que reúnen las características señaladas. El período de escolarización dura, como mínimo, once años. ¿Estamos haciendo los educadores y educadoras todo lo que está en nuestra mano para detectar a los posibles-futuros agresores y trabajar preventivamente? Si educar es “sacar, desarrollar, lo mejor que hay en el interior de cada persona”, ¿están los ámbitos educativos suficientemente sensibilizados sobre la importancia de desarrollar actitudes no violentas en aquellos niños y jóvenes que llevan sobre sí mismos unos condicionamientos que les empujan con fuerza hacia la violencia?
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En 1998, el Defensor del Pueblo dirigió al Ministerio de Educación y Cultura estas recomendaciones: “De cuanta información se ha recibido y en especial de las entrevistas mantenidas con las asociaciones de mujeres y con las propias mujeres víctimas de esta violencia, se ha podido constatar que la educación tiene una importancia esencial para evitar que aparezcan comportamientos violentos dentro del ámbito doméstico”14. La LOGSE, en sus artículos 13 y 19, fomenta el desarrollo de capacidades que rigen la vida y la convivencia humana con responsabilidad moral y no discriminación, pero “faltaría introducir contenidos educativos, para que, respetando la libertad individual de cada persona, sea capaz de resolver sus relaciones con los demás a través del diálogo y del pacto, desterrando de esa forma la violencia y la imposición en sus futuras relaciones de pareja”15. En consecuencia, recomienda: – Que se potencien todos aquellos contenidos que se dirijan a lograr la efectiva igualdad de derechos entre los sexos. – “Se preste especial atención a la formación inicial y continuada del profesorado, para que por parte del mismo se impartan con la debida calidad todos aquellos contenidos que guardan relación con los valores básicos de la convivencia humana, la responsabilidad moral de las personas y los principios de solidaridad y tolerancia, respetando la no discriminación entre las personas por razón de sexo”16. ¿No nos ofrece la escuela un marco idóneo para detectar, día tras día, si el comportamiento 14 Recomendaciones del Defensor del Pueblo relativas a materia de educación. Dirigidas al Ministerio de Educación y cultura en 1989, 205. 15 Loc. cit., 206. 16 Loc. cit., 207.
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violento de un chico es ya una conducta arraigada y si ejerce la violencia de género asiduamente? ¿Todo lo que está al alcance de la mano de los educadores son las sanciones y castigos? ¿Qué balance podemos hacer ante los resultados de esta estrategia? ¿No requiere la escuela del siglo XXI un plus de creatividad y de osadía pedagógica para abordar la violencia de género desde los primeros años de escolarización infantil? Los siguientes condicionamientos marcan especialmente a posibles agresores: 1. “Exposición (observación o victimización) a la violencia en la familia de origen. 2. Baja autoestima. 3. Déficit en habilidades verbales y asertividad, especialmente en relación con sus parejas. 4. Una gran necesidad de ejercer poder y control. 5. Consumo de drogas y alcohol. La correlación entre abuso de sustancias tóxicas y maltrato se encuentra en un gran número de investigaciones. 6. Actitudes tradicionales rígidas”17. Por ello, se debería fomentar la reflexión sobre textos como los que siguen: • Fomentar en los centros educativos la celebración de concursos y certámenes sobre educación no sexista, premiando el trabajo cooperativo. • Reflexionar sobre estos textos y extraer conclusiones operativas: a) “La violencia no es cólera, ni está colegada con la injusticia, la herida o la frustración. La violencia nace de la impotencia frente a 17 P. Villavicencio Carrillo y J. Sebastián Herranz, o. c., 53. En este libro se citan las investigaciones que están en la base de estas afirmaciones.
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situaciones difíciles, nace del no reconocimiento de necesidades o de no saber pedirlas o satisfacerlas” 18. b) “Trabajar para prevenir la violencia es trabajar para construir relaciones satisfactorias entre los humanos, es decir, relaciones sin chantajes, relaciones paritarias y justas” 19. c) “La única solución verdadera pasa por permitir la entrada de todas las personas en la vida social (principio de no exclusión), por abordar seriamente el problema de la pobreza y de la injusticia social (que son semilla de violencia), por fomentar a todos los niveles la cultura de la paz y por poner de una vez un dique de contención en la cultura de la violencia, de manera que un muchacho pueda llegar a sus catorce años sin haber contemplado miles de asesinatos en la pantalla de cine, de televisión o en el videojuego” 20.
Violencia en el hogar El hogar se convierte para millones de mujeres en un lugar más peligroso que la calle. No deja de ser una paradoja que en el lugar seguro por excelencia, en el que se debe encontrar respuesta a las necesidades vitales, haya mujeres que encuentran malos tratos o la muerte a manos de aquellos a quienes están unidas por vínculos de afecto. “Alrededor de una cuarta parte de las mujeres del mundo sufre malos tratos en sus propios hogares; es decir, es la forma de violencia más frecuente en el mundo”21. Ch. Altable Vicario, o. c., 363. Ibíd., 364. 20 José Sols, “Cien años de violencia”, Cristianism i Justicia, 120, agosto 2003, 26. 21 B. Azpeitia García y M. T. Martín Palomo, o. c., 22. 18 19
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Se podría alegar que el hogar y la escuela son ámbitos diferentes y no que hay por qué sobrecargar a los educadores con una tarea que no les corresponde: sentirse interpelados ante la violencia doméstica. Creemos que hay multitud de motivos por los que educadores y educadoras debemos implicarnos en esta tarea: 1. Este tipo de violencia ha dejado de considerarse un asunto privado y es un delito. Desde la educación hay que prevenir los delitos. 2. En la escuela se detecta perfectamente si los más pequeños han interiorizado los malos tratos como forma de relación habitual, en cuyo caso la educación debe ofrecerles pautas y ocasiones para establecer relaciones igualitarias, para “experimentar” satisfacción y emociones positivas en un tipo de relaciones desconocidas antes de llegar a la escuela. Decimos lo mismo cuando los niños necesitan –o creen que necesitan– recurrir a la violencia como medio de comunicación, en lugar de utilizar la palabra y el consenso. “El maltrato vivido por los niños y niñas dentro de la familia, el ámbito de la primera socialización, es interiorizado como una conducta normalizada, como un medio de comunicación o incluso como parte de su propio lenguaje”22. “Reconocemos la importancia vital de cuanto aprendemos en una edad temprana y de nuestras primeras relaciones afectivas importantes. Según vivamos esas experiencias en un ambiente en el que predominen la vigilancia y la fuerza o en el que prevalezcan el respeto y la compresión, nos desarrollamos de manera distinta como individuos, con modos distintos de relacionarnos con los demás. ¿Cuántos niños aprenden a aceptar la violencia familiar como un hecho inevitable y, por ello mismo, a justificar el trato violento que dan 22
Ibíd., 29.
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algunos varones a las mujeres? Esos niños llegan a adultos con una carga de carencias y mal preparados para expresar sus sentimientos y frustraciones. No conocen sino la violencia como medio de expresar su angustia. De este modo, se forja un nuevo eslabón de una cadena interminable”23. Quisiéramos resaltar esta frase: “No conocen sino la violencia como modo de expresar su angustia”. 3. En el Estado español, según la Macroencuesta del Instituto de la Mujer (1999), el 12’4% de las mujeres españolas están siendo maltratadas. Tardan más de cinco años en denunciar la situación: suelen posponer las denuncias una media de 7-10 años desde que empezaron a producirse los malos tratos. Las causas de esta demora son: – El sentimiento de culpa o vergüenza de hacer pública su situación en su contexto social, ya que el agresor pertenece al ámbito familiar o doméstico y mantiene un vínculo afectivo con las mujeres maltratadas. – Temor de denunciar a la persona de la que dependen económicamente. Aproximadamente el 50% de las mujeres maltratadas viven en esta situación. – Desconocimiento de los derechos personales y sociales. – Temor a criar y educar a los hijos e hijas en solitario. – Dificultades para probar los delitos ante las autoridades. 4. Las características detectadas en niños y niñas víctimas de la violencia son: 23 Comité de Asuntos Sociales de la Asamblea Episcopal de Quebec, citado por M.-J. Mananzan, “La socialización femenina. Las mujeres como víctimas y cómplices”, Concilium, n. 252 (1994), 274.
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– “Niños más agresivos, siempre dispuestos a pegarse. – Niñas muy pasivas, temerosas. – Niños y niñas cansados. – Problemas psicológicos como desarreglo del sueño, aneuresia, mutismo, ensimismamiento. – Niños que agreden y denigran a su madre. – Problemas somáticos”24. Además, a través de dibujos, redacciones, expresiones, comportamientos, higiene, alimentación, etc., de los niños y niñas es fácil detectar en la escuela la situación en la que vive ese 12’4% de mujeres españolas. Cada centro educativo ¿tiene cauces para ayudar a conocer a estas mujeres sus derechos como ciudadanas? ¿Se alude con delicadeza a estas situaciones en las reuniones de padres-madres como una primera oferta de diálogo? ¿Conocen los claustros los medios que ofrecen las instituciones oficiales para las mujeres maltratadas? ¿Se reenvía rápidamente y con eficacia a estas mujeres a las personas especializadas: orientador/a, trabajador social, etc.? 5. Detectar y comprender algunos patrones de comportamiento en los hij@s de mujeres maltratadas. La Comisión para la Investigación de los Malos Tratos a Mujeres aporta siete tipos de hij@s matratad@s 25: – Hij@ garantía, que reasegura a su madre ante los temores. – Hij@ solución, ante los momentos de crisis no resueltos. – Hij@ diana, como descarga de conflictos.
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B. Azpeitia García y M. T. Martín Palomo, o. c., 39. E. Martín Serrano y M. Martín Serrano, o. c., 96.
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– Hij@ aliad@, a quien se utiliza según las circunstancias. – Hij@ sustitut@ del afecto no conseguido. – Hij@ compañía, que se convierte en confidente en edades tempranas. – Hij@ eterno bebé, al que se le impide el crecimiento con maniobras de manipulación. Los educadores y educadoras podemos ayudar a los niñ@s y jóvenes a tomar conciencia de esos patrones de comportamiento, de esas “jaulas” en las que muchas veces se ven atrapados por encontrarse en medio del fuego cruzado que hay en su hogar. Si renunciamos a los resultados inmediatos, si la aparente falta de resultados no nos desanima, podemos mostrar dónde se encuentran las llaves que les permitirán abrir las jaulas. Estas llaves podrían consistir en las siguientes propuestas: • Conocer y tener a disposición del centro guías básicas sobre recursos sociales para mujeres víctimas de la violencia. En ellas se recogen los teléfonos y direcciones de los servicios de atención jurídica, así como información sobre todo lo que ofrecen los servicios sociales a las mujeres maltratadas 26. • Debatir el papel de los educadores y educadoras para detectar la violencia doméstica y ayudar a las mujeres maltratadas desde los ámbitos educativos. • Desarrollar la empatía hacia las víctimas de la violencia como paso previo e imprescindible hacia la solidaridad y el compromiso. 26 Por ejemplo, los siguientes: 902 11 65 04 (Servicio de Atención Inmediata para Mujeres Maltratadas, durante las 24 horas); 900 10 00 09 (Comisión para la Investigación de Malos Tratos a Mujeres); 900 19 10 10 (Teléfono de Información para la Mujer).
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• Recuperar el cinefórum, especialmente en secundaria y bachillerato, para sensibilizar sobre el tema y ayudar a comprender la situación que pueden estar viviendo algunos compañeros y compañeras. • Recordar ejemplos reales de cada uno de estos tipos de hij@s, tomando conciencia de cómo les ha condicionado el ambiente de violencia familiar. • Debatir sobre el contenido de estos textos y sacar conclusiones: a) “Hablar de violencia doméstica es atribuir a la casa la responsabilidad de la violencia, cuando en realidad ésta es una violencia sexista y política, es decir, que trasciende la responsabilidad de los actos que comete el agresor, el individuo que la realiza. De la violencia es responsable la sociedad en su conjunto...” 27. b) “La violencia es una expresión de las diferencias entre lo que el hombre constata que es y lo que siente que debería ser; es una expresión de la frustración existencial que se puede dar en todos los niveles de lo humano, desde lo individual hasta lo político” 28.
Malos tratos y alcohol, ¿una mezcla explosiva? A pesar de la clara asociación entre el abuso del alcohol y la violencia doméstica, se sigue estudiando la complejidad de esta relación. Según un estudio, el 68% de las mujeres maltratadas señaló que sus compañeros consumían alcohol, y el 36% manifestó que consumían drogas con frecuencia (Villavicencio Carrillo, 1996). Ana Mª Pérez del Campo, presidenta de la Federación de Mujeres Separadas y Divorciadas. 28 José Sols, o. c., 8. 27
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También drogas y alcohol son utilizadas como excurso para explicar la propia conducta violenta y liberarse de la responsabilidad de sus actos29.
Malos tratos, alimentación y belleza Aproximadamente el 90% de las personas que padecen trastornos de alimentación son mujeres. Hay un tipo de violencia que empuja a numerosas mujeres a interiorizar una imagen negativa de sí mismas, a través de la imagen negativa de su propio cuerpo, porque no se adapta exactamente a unos cánones de belleza. A través de regímenes continuos (a menudo dañinos o inhumanos) y a través de una agresiva cirugía estética, muchas mujeres se cortan, añaden, implantan, modelan y reconstruyen para gustar a unos varones que continuamente aumentan sus exigencias. En la escuela, especialmente en secundaria, hay que abordar esta forma de violencia de género que ha llevado a la muerte por anorexia y trastornos alimentarios a cientos de adolescentes y destroza la vida de muchas otras y de sus familias. Para ello se debería ayudar a los alumnos a: • Verbalizar el peso que tienen sobre la propia percepción corporal: los comentarios del entorno, las exigencias de los amigos o de la pareja, de la propia familia, los medios de comunicación social, la moda en el vestir, etc. • Investigar sobre el número de mujeres que mueren al año víctimas de sus esfuerzos por atenerse a unos cánones de belleza estrictos y exigentes. Hacer un debate sobre estos cánones de belleza actuales como una forma de violencia de género. Sacar conclusiones.
29 P. Villavicencio Carrillo y J. Sebastián Herranz, o. c., 53.
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• Conocer los primeros síntomas de las niñas y jóvenes que padecen anorexia y/o bulimia y el modo de poder ayudarles.
Gandhi: educar desde y para la no violencia30 No es suficiente recordar a este gigante de la no violencia una vez al año, cuando se conmemora su muerte. Gandhi encarnó unos valores e hizo tomar conciencia al mundo del potencial que hay en nuestro interior siempre que dejemos que la fuerza de la verdad y la fuerza de la justicia sustituyan a nuestra fuerza física bruta. Una de las preguntas fundamentales de su filosofía debería resonar cada día en las aulas, especialmente en secundaria: ¿a qué conduce la violencia con los violentos? He aquí sus respuestas, para que nos ayuden a reflexionar: – “Desde los tiempos de Adán aplicamos la ley de la venganza, y sabemos por experiencia que ha fracasado rotundamente. Nosotros gemimos bajo sus devastadores efectos”31. – “La práctica de la no violencia exige una valentía mayor que la violencia”32. 30 Mohandas Karamchad Gandhi nació el 2 de octubre de 1869 en Porbandar. Fue asesinado el 30 de enero de 1948 por un fanático hindú. Con el término ahimsa quiso expresar lo que se ha traducido por no violencia, rechazo de la violencia, pero Gandhi se refiere a toda una filosofía de vida, a un modo de situarse ante el mundo, a un camino que implica totalmente a la persona y orienta su vida hacia un horizonte en el que verdad, amor y no violencia se entrelazan inseparablemente. Por eso, junto al término ahimsa, Ganhi habló de satyagraha, en cuanto fuerte adhesión a sat, fuerza interior de sat, traduciendo sat por verdad y ser, es decir, la fuerza de la verdad, la fuerza del espíritu. 31 28 de agosto de 1924. 32 20 de marzo de 1937.
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– “Yo he renunciado a la espada; ahora no me queda nada más que ofrecer a mi adversario que el cáliz del amor”33. – “La no violencia es la ley de nuestra especie, lo mismo que la violencia es la ley de los brutos. El espíritu dormita en el bruto, que no conoce más ley que la de la fuerza física. La dignidad del hombre exige obedecer a una ley superior: a la fuerza del espíritu”34.
Mujeres que son premios Nobel de la Paz Junto a la figura extraordinaria de Gandhi, en el ámbito de la educación debemos dar a conocer a las diez mujeres que en siglo XX han recibido el Premio Nobel de la Paz. Su trabajo diario, su lucha, han roturado caminos de justicia y de paz para millones de personas. La violencia contra las mujeres, como se analiza en otros capítulos de este libro, se ceba en tiempos de guerra, con las minas antipersonas, con las minorías étnicas, etc. Es necesario rescatar del olvido, o del desconocimiento, a estas mujeres que han trabajado abiertamente contra la violencia de género o que han puesto los fundamentos para paliar esa violencia y sus consecuencias. Además, en una sociedad en la que los medios de comunicación, habitualmente, se hacen más eco de comportamientos escandalosos e inmorales, el conocimiento de estas mujeres puede servir como referente moral para chicos y chicas. Debemos recordar también que el Premio Nobel nació por iniciativa de una mujer, Bertha
33 34
2 de abril de 1931. Gandhi, Palabras para la paz, Santander 2001, 13.
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von Suttner, quien en 1892 sugirió a Alfred Nobel la creación de dicho galardón. A lo largo del siglo XX, este premio se otorgó a diez mujeres: – Bertha von Suttner (1843-1914). Fue escritora y periodista y militó en grupos que luchaban en su tiempo contra el militarismo, los abusos sociales y a favor de la paz. En 1887 escribió una obra que tuvo una gran repercusión en Europa: ¡Abajo las armas! Recibió el Premio en 1905. – Jane Addams (1860-1935). Fue política y socióloga. Promovió viviendas sociales, luchó por la paz y por el derecho de las mujeres a votar. Desde 1915 fue presidenta de la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad. Recibió el Premio en 1931, compartido con un hombre. – Emily Bach (1867-1961). Fue socióloga, economista y pacifista. Como profesora universitaria y como directora de un periódico trabajó a favor de la paz, los derechos de las minorías marginadas, el voto femenino y contra el racismo. Recibió el Premio en 1946. – Mairead Corrigan y Betty Williams. Estas dos mujeres nacieron en Belfast (Irlanda del Norte), pero cada una pertenecía a un grupo en conflicto: Corrigan era católica; Williams, protestante. Decidieron fundar el movimiento pacifista Comunidad para la Paz del Pueblo, para favorecer el entendimiento entre las dos comunidades e integrarse a través de escuelas, lugares de ocio, deportes compartidos, etc. Recibieron el Premio en 1976. – Madre Teresa de Calcuta (1910-1997). Religiosa que dedicó la mayor parte de su vida a atender a las personas más pobres y abandonadas. Abrió 563 casas en 126 países. Se le dio el Premio en nombre de los hambrientos, de los desposeídos, de los que se sienten abandonados; lo recibió en 1979.
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– Alva Myrdal (1902-1982). Diplomática, pedagoga y luchadora incansable en pro de la paz, el desarme, la promoción de la mujer y el bienestar social. Recibió el Premio en 1982. – Aung San Suu Khy. Ha luchado no violentamente en Birmania por la paz, la democracia y la defensa de los derechos humanos, especialmente de las minorías étnicas. Licenciada en política, economía y filosofía. Creó el partido Liga Nacional por la Democracia, que ganó las elecciones en 1990, pero el Gobierno no reconoció el triunfo y la detuvo. Prefirió permanecer arrestada en su domicilio, denunciando así la falta de derechos humanos en su país, que volver a Inglaterra con su marido y sus hijos. Se le concedió el Premio en 1991. – Rigoberta Menchú. India quiché que ha trabajado en defensa de los derechos humanos en Guatemala, especialmente los de los campesinos e indígenas. Recibió el Premio en 1992. – Jody Williams. Le impactó tanto ver los daños que causan las minas en los seres humanos que consiguió coordinar a unas mil ONGs de varios países y organizar una campaña que ha sensibilizado al mundo sobre los horrores de este arma minúscula y dañina. Recibió el Premio en 199735.
Hacia una espiritualidad de la no violencia A través de la educación también se pueden ofrecer caminos de espiritualidad que ayudan a superar la violencia y proporcionan un amplio horizonte de crecimiento personal y de compromiso social. 35 Datos de L. Salvador e Internet. Puede ampliarse este apartado en Fölsing, U., Mujeres Premios Nobel, Alianza Editorial, Madrid 1992.
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1. Jesús de Nazaret se enfrentó a un grupo de hombres a punto de comenzar una lapidación y evitó la muerte de una mujer cuando el peso de una ley injusta iba a caer sobre ella. Tocó y sanó a una mujer con hemorragia (intocable), acogió a mujeres en su grupo habitual y puso sobre los hombros de una mujer el testimonio de su resurrección. Roturó caminos nuevos a través de unas palabras y unos gestos que escandalizaron a las autoridades religiosas de su tiempo. Liberó a las mujeres, maltratadas por el peso de la ley y la marginación social. Tras estas actitudes hay una profunda corriente de espiritualidad: lo que se hace a una mujer violentada es lo mismo que se hace a Jesucristo, y se pone en juego la salvación eterna36. 2. Buda ayudó a apagar los deseos, a dejar correr “el río de la vida”, sin quedarnos enganchados en recuerdos, sentimientos o emociones del pasado. A observar el presente y el futuro sin ideas preconcebidas, sin temores ni fantasmas. 3. La escuela de Lanza del Vasto sugiere trabajar tres líneas esenciales de la no violencia37: – Solución de conflictos: la no violencia excluye solucionar los conflictos permaneciendo aparentemente neutrales (pero en realidad eludiendo el asunto), excluye la pelea, la huida y la capitulación. – Fuerza de la justicia: la justicia tiene una fuerza inherente en sí misma: la fuerza de la verdad, que debe traducirse en persuasión de quienes se equivocan. No es la violencia, sino la persuasión y la no violencia las que producirán el cambio en el agresor.
36 Mateo 25,31-46. Si desde el púlpito se hubiera aplicado este texto a la actitud hacia los maltratadores, se habría desarrollado otra conciencia a lo largo de estos veinte siglos. 37 Cf. Lanza del Vasto, La aventura de la no violencia, Ediciones Sígueme, Salamanca 1978.
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– Palanca de la conversión: la conversión del adversario es el verdadero fin de la no violencia. 4. La espiritualidad franciscana propone38: – Aprender a reconocer y respetar “lo sagrado” en cada persona, incluyéndonos a nosotr@s mism@s, y en cada parte de la creación. Los actos de la persona no violenta pueden ayudar a liberar lo divino en el oponente. – Aceptarnos profundamente y vivir en la verdad de nosotr@s mism@s. – Reconocer que aquello por lo que siento resentimiento, y quizás hasta lo detesto en otra persona, viene de la dificultad de admitir que esta misma realidad vive en mí. – Reconocer y renunciar a mi propia violencia, que se hace evidente cuando reexamino mis palabras, gestos y reacciones. – Enfrentar el miedo y abordarlo con amor, no con valor.
Interrogaciones finales ¿Podemos sacar como conclusión que el profesorado está desbordado de trabajo y no es su competencia trabajar la violencia de género? ¿O reconocemos que profesores y profesoras somos profesionales y que la sociedad pone en nuestras manos a sus hijos e hijas para que desarrollemos lo mejor que hay en su interior, al mismo tiempo que les ofrecemos unos conocimientos determinados?
38 Por falta de espacio señalamos sólo algunas propuestas del Centro Franciscano Pace e Bene, de Las Vegas (Estados Unidos), pero merece la pena conocer más ampliamente esta corriente de espiritualidad.
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En nuestras manos está tomar más conciencia del papel preventivo de la educación para erradicar la violencia de género y, a través de ella, la violencia en general. Si miramos hacia atrás constatamos claramente cómo a través de la escuela se ha erradicado el analfabetismo y se han implantado en la sociedad normas de higiene, alimentación, educación, respeto, etc. El reto de reciclar la violencia que hay en las aulas, en todo tipo de aulas y en todos los niveles educativos, ¿no es uno de los mayores retos que tenemos quienes estamos implicados en la tarea de educar? ¿No se pueden analizar detenidamente los “atributos” masculinos y femeninos que fomentan los medios de comunicación social y su impacto en los jóvenes? ¿No hay que seguir detectando y denunciando mitos y tópicos machistas que se transmiten a través de algunos libros de historia (someter a otras culturas por la fuerza, concepto de héroe, etc.)39. ¿Puede haber alguien que no se sienta implicad@ en esta tarea? ¿Hay alguien que pueda quedarse indiferente pudiendo prevenir un delito, ayudar a librarse de su situación a una mujer maltratada o ayudar a los más pequeños a no reproducir comportamientos violentos aprendidos e interiorizados...? Otra sociedad es posible. Trabajemos con tesón y esperanza en las aulas por hacerla posible.
Bibliografía Ch. Altable Vicario, Educación sentimental y erótica, Editorial Miño y Dávila, Madrid 2000. 39 Se puede ampliar este aspecto en Monserrat Moreno, Cómo se enseña a ser niña: el sexismo en la escuela, Icaria, Barcelona 1986, 36ss.
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Fundación Encuentro, Violencia en la familia (I): a las mujeres, Cuaderno nº 73, Madrid 1989. P. Villavicencio Carrillo y J. Sebastián Herranz, Violencia doméstica: su impacto en la salud física y mental de las mujeres, Instituto de la Mujer, Madrid 1999. Mary-John Mananzan, “La socialización femenina. Las mujeres como víctimas y cómplices”, Concilium n. 252, abril 1994. A través de la Red se puede consultar: www.enclavefeminista.org, que ofrece información, leyes, artículos y noticias de prensa relacionados con las mujeres. www.nodo50.org/mujeresred/violencia.htm, un portal de información y lucha contra la violencia hacia las mujeres creado por Mujeres en Red. http://themis.matriz.net
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