Víboras, putas, brujas 9789563604825, 9789563604863

Índice CAPÍTULO 1. La culpa es de Eva El aprendizaje de la culpa Las realidades caídas Eva antes de Eva el útero y la tu

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Índice
CAPÍTULO 1. La culpa es de Eva
El aprendizaje de la culpa
Las realidades caídas
Eva antes de Eva el útero y la tumba
La Diosa de las mil caras
El nido de la serpiente
Cambiante como la luna
El Génesis contado otra vez: Lilith
CAPÍTULO 2. La historia occidental contada desde la vulva
El origen del mundo
La risa de Baubo
La vulva es el origen del mundo y también su destino
Un feminismo medieval
Nuestra Señora la Vulva
El amor: un invento
La amistad de los muslos
El patrimonio del placer
La criminalización de Baubo: Se busca
El martillo de las brujas
La luz de la hoguera
CAPÍTULO 3. Nuestra bruja: la Quintrala
La mujer-monstruo
Benjamín y la Quintrala
Lo verdaderamente monstruoso
La Virgen y la Tirana
Epílogo
Bibliografía
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© 2018, Roberto Suazo Gómez © Editorial Planeta Chilena S.A., 2018 Av. Andrés Bello 2115, Piso 8, Providencia, Santiago de Chile. www.planetadelibros.cl Diseño de portada: Ian Campbell Imagen de portada: Magic Circle, John William Waterhouse, 1886 Diagramación: Ricardo Alarcón Klaussen ISBN Edición Impresa: 978-956-360-482-5 ISBN Edición Digital: 978-956-360-486-3 Inscripción Nº 292.420 Primera edición: agosto de 2018 Diagramación digital: ebooks Patagonia www.ebookspatagonia.com [email protected] Ninguna parte de esta publicación, incluido el diseño de la cubierta, puede ser reproducida, almacenada o transmitida de manera alguna ni por ningún medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo del editor. Derechos exclusivos de edición.

ÍNDICE

CAPÍTULO 1 La culpa es de Eva El aprendizaje de la culpa Las realidades caídas Eva antes de Eva el útero y la tumba La Diosa de las mil caras El nido de la serpiente Cambiante como la luna El Génesis contado otra vez: Lilith CAPÍTULO 2 La historia occidental contada desde la vulva El origen del mundo La risa de Baubo La vulva es el origen del mundo y también su destino Un feminismo medieval Nuestra Señora la Vulva El amor: un invento La amistad de los muslos El patrimonio del placer La criminalización de Baubo: Se busca El martillo de las brujas

La luz de la hoguera CAPÍTULO 3 Nuestra bruja: la Quintrala La mujer-monstruo Benjamín y la Quintrala Lo verdaderamente monstruoso La Virgen y la Tirana Epílogo Bibliografía Encuéntranos en... Otros Títulos de la Colección

CAPÍTULO 1 La culpa es de Eva

El aprendizaje de la culpa

Todos conocemos la historia de Adán y Eva, la serpiente y la manzana. Sabemos que, como consecuencia del incumplimiento de una prohibición explícita, a la primera pareja humana se le suspendió a perpetuidad su condición de criaturas preferentes del jardín del Edén. Estruendoso fue el portazo dado en la cara de la humanidad cuando Yahveh, el dueño del lugar, puso adelante del jardín a sus querubines, con cara de pocos amigos y armados con una espada de fuego abrasador, a modo de advertencia, para que quedara claro que toda tentativa de retorno sería inútil. Si bien quienquiera que lea el Génesis puede advertir que el hombre y la mujer actuaron en complicidad, es claro que Eva se lleva la peor parte. La primera maldición de Dios Padre recae sobre Eva : cargar con el doble yugo de la maternidad y el matrimonio. Soportar fatigas y dolores sin cuento a la hora de parir hijos y padecer, ante todo, la dominación del hombre — su “ señor" —, hacia quien habrá de dirigir toda su atención y todos sus deseos, asumiendo este sometimiento como un estado inmutable y esencial. Hasta el día de hoy el Génesis sigue siendo uno de los relatos más influyentes de nuestra cultura patriarcal occidental. Su influencia es incontrovertible toda vez que se considera que la cosmovisión judeocristiana conforma, junto con la vertiente grecolatina, el manantial principal que nutre nuestro modelo cultural. Se trata de un relato poderoso que ha venido modelando nuestras presuposiciones culturales en ámbitos clave, tales como la relación entre hombres y mujeres, el lugar del cuerpo y la sexualidad en la vida humana, y el tipo de comprensión que, como humanos, debemos ofrecer ante nosotros mismos, la naturaleza y lo divino. Junto con ello, el Génesis puede leerse también como un gran testimonio sobre la aparición e implicancias de la culpa en nuestro imaginario occidental. El Génesis nos enseña que la mujer y la culpa van de la mano. Debido a su

revoltosa actuación, la primera mujer y madre de todo lo viviente es la principal inculpada de todos los males de la humanidad. Todavía más : en virtud de esa mítica efeméride, la culpabilidad de Eva se hereda a todas las generaciones de mujeres, habidas y por haber, tal como la invención de la rueda suele ser entendida como patrimonio exclusivo del linaje de los hombres. En otras palabras, la culpa recae sobre Eva y, a través de ella, se irradia a toda la humanidad y, de manera más intensa y efectiva, a aquella más de la mitad de la humanidad, conformada por las mujeres. La culpa es una emoción que, como diría Jung, se experimenta como la pérdida de una entereza o una integridad — un estado previo de plenitud que, juzgamos, hemos torcido o traicionado —, lo que trae como consecuencia una no aceptación de lo que somos. Semejante a la nostalgia del Paraíso, la idea de aquello que no somos ( ya sea porque lo fuimos y lo perdimos, ya sea porque nunca hemos podido llegar a serlo ), se transforma en un anhelo, siempre insatisfecho, de virtud y perfección. La culpa surge, precisamente, de la frustración de ese anhelo en lo que realmente somos, surge del juicio negativo, severo e incluso despiadado, que a menudo realizamos sobre nosotros mismos. Es una emoción lacerante, además de estéril, que consiste en besar el látigo que nos hiere. Hoy en día no cuesta trabajo advertir que en nuestras sociedades una mujer es más proclive a sentirse culpable de un millón de cosas : culpable de su apariencia física, de su contextura corporal. Culpable de que la hagan sentir fea o gorda. Culpable también del uso que hace de su cuerpo si, llegado el caso, se empodera de su sexualidad. Pero, además, las mujeres han de sentirse culpables debido a su contextura moral, por ejemplo, por incumplir el mandato cultural que las conmina a ser las cuidadoras, las guardianas de la familia y del hogar; en caso de saltarse este mandato, se las culpará por ser malas madres, madres negligentes y perezosas. La culpa acompaña la mayoría de las instancias vitales de la mujer, sea su vida profesional, sus relaciones amorosas, la soltería o la maternidad, instalando el fantasma del defecto o la carencia, lo que deriva en un constante deseo de perfección para ser aceptadas en un entorno social que las hostiliza y las niega, material y simbólicamente. Por supuesto, el hecho de que la culpa suela calar más hondo entre las

mujeres que entre los hombres no es obra del azar, sino que forma parte de un aprendizaje cultural milenario. En particular, la culpa causada por Eva ha servido históricamente para apretar un incómodo corsé cultural, aquel que aprisiona a más de la mitad de la humanidad bajo estereotipos estrechos que definen lo que una mujer debiese ser, hacer y parecer. Tanto el aprendizaje como la experiencia de la culpa son enfatizados en los procesos de socialización de las mujeres, lo que sencillamente equivale a decir que a las mujeres se las educa sentimentalmente en la aceptación de una condición defectuosa y, en virtud de ello, necesariamente subordinada. Este aprendizaje no ha hecho más que robustecer la maciza construcción tradicional del género femenino en Occidente, lo que ha favorecido la interiorización de ciertos rasgos de carácter —tales como el predominio del instinto sobre la razón, la frivolidad, la debilidad, la falta de control, lo que traería consigo la necesidad de sumisión y la dependencia—, que han de ser entendidos como rasgos naturalmente heredados por las hijas de Eva. Es necesario aclarar que cuando hablamos de género nos referimos a los significados culturales que le atribuimos al hecho de nacer sexuados de tal o cual manera. El género no lo traemos entre las piernas sino que forma parte de un aprendizaje sociocultural, el cual incluye la interiorización de un repertorio de discursos, normas y valores que modelan nuestros comportamientos, al tiempo que definen los roles desiguales que les corresponderían a hombres y mujeres dentro de nuestras sociedades. Así, por ejemplo, asumimos y afirmamos que hombres y mujeres estarían “ programados" para desarrollar afectos diversos, desarrollar habilidades diversas ( intelectuales, espirituales y físicas ), interpretar papeles disímiles y ocupar posiciones distintas en el teatro de la vida ( por ejemplo, mujer madre en el espacio doméstico; hombre proveedor en el espacio público ). Al mismo tiempo, asumimos y afirmamos que no todos los papeles tienen igual valor e importancia, que hay roles protagónicos y hay actores secundarios y que, por cierto, habrían también por ahí otras gentes que ni siquiera debiesen molestarse en salir a escena. Desde luego, este aprendizaje cultural del género nos predispone a asumir que únicamente existirían hombres y mujeres — en virtud de la dualidad sexual genital —, lo que invalida, de entrada, cualquier posibilidad de aceptación hacia identidades que transiten o estén en devenir entre ambas polaridades tenidas por “ normales" .

Dicho sencillamente, el modelo cultural patriarcal nos enseña desde pequeños que hay mejores y peores. Nos enseña a segregar radicalmente y jerarquizar los ámbitos de lo masculino y lo femenino, con la siniestra perversión de mostrarnos la diferencia — toda diferencia —, como signo palmario de superioridad e inferioridad. Justamente, a lo largo de la historia del patriarcado occidental la culpa ha sido un instrumento útil para modelar, reproducir y justificar las jerarquías de género, para legitimar el control sobre la conducta de las mujeres, afianzar la superioridad de lo masculino y reducir lo femenino a un papel inferior y, por ende, incapaz de autogobernarse. Particularmente, la culpa de Eva ha sido una noción extremadamente poderosa en Occidente, el símbolo más explícito de una perdurable maldición cultural lanzada sobre las mujeres. Una maldición que las ata con una naturaleza defectuosa o carenciada, con lo que fácilmente se corrompe, es inestable e inconsistente, muta y es, por tanto, caótico, impredecible, destructivo o sencillamente demoníaco. Con algo que, en definitiva, debe ser despreciado y temido, dominado y controlado. Por todo lo dicho, de vez en cuando conviene preguntarse, ¿de qué se culpaba a Eva, para empezar?

Las realidades caídas

El Génesis es una pieza clave en la simbólica del poder patriarcal occidental. Ante todo, el relato del origen introduce una férrea jerarquía en el orden de lo creado. Estamos ante un mundo donde el poder de la creación está exclusivamente depositado en manos de un dios masculino, soltero, solitario, metafísico, todopoderoso, entronizado. Un dios de dioses, un rey de reyes, un señor de señores. Un dios padre supremo, cuyo trono se eleva por encima de la creación. Sin duda, uno puede ver aquí un modelo para los “ señores del mundo" , aquellos que a partir de cierto momento de la historia se permitieron edificar tronos celestiales, pues ya contaban con los planos de los tronos que habían edificado sobre la Tierra. Lo cierto es que se trata de un orden de mundo donde necesariamente algunos han de ser dominadores en tanto otros han de ser dominados. Justamente, esta forma de vida y de cosmovisión basada en la dominación recibe el nombre de patriarcado. El patriarcado es el modelo cultural que, bajo diferentes encarnaduras, ha prevalecido en Occidente desde hace milenios, el mismo que hoy sigue plenamente vigente. El modelo cultural patriarcal impone y naturaliza una visión dualista y jerárquica de la realidad. Con el pretexto de brindarnos una explicación satisfactoria, se nos anima a clasificar los elementos que componen la sobreabundante y dinámica variedad de lo real, oponiéndolos y desigualándolos como única medida de orden y criterio de comprensión posibles. El patriarcado se transforma así en la visión hegemónica, según la cual, por ejemplo, el hombre es considerado más valioso que la mujer; la heterosexualidad es considerada la norma, lo normal, y es preferible y superior a toda otra forma de relación afectiva o pasional entre seres humanos; la mente y el alma están amputados y por encima del cuerpo y la sexualidad; la humanidad es considerada como separada y por encima de la naturaleza; y la divinidad aparece como una entidad totalmente lejana,

puramente espiritual, y necesariamente desconectada del mundo material. Esto, por nombrar tan solo algunas de las oposiciones jerárquicas más connotadas del pensamiento patriarcal. En el relato del Génesis se nos presenta a Eva, la mujer, como un individuo desmedrado e, incluso, retorcido desde su origen. Al proceder de la costilla de Adán no es sino un mero apéndice del hombre; por marca de nacimiento y orden de aparición, la mujer es presentada como una criatura dependiente y de menor rango, más atrasada en relación al varón y, por eso mismo, más cercana a los animales — de ahí su afinidad con la serpiente, reptil de la tierra —. Así también, ateniéndonos a la rigurosa jerarquía de la creación, Eva aparece dos peldaños por debajo de la divinidad. A diferencia de Adán, no ha sido moldeada directamente de la tierra por la mano de Yahveh. Lo anterior ha sido tradicionalmente interpretado como un signo irrefutable de la inferioridad y debilidad de la mujer en relación al hombre. Pero, asimismo, debido a su lejanía con el creador, la mujer se encontraría desde el principio más dada a la desobediencia y a la rebeldía, más inclinada hacia la desmesura, el desborde, el mal. Este “ defecto de origen" de la mujer la haría también más propensa a comulgar con aquellas dimensiones degradadas de nuestro imaginario cultural occidental. Así, tradicionalmente, a la mujer se la sitúa en conexión con lo telúrico antes que con lo celestial; en una relación de contigüidad o vecindad con lo bajo, con lo material corporal entendido como lo abyecto, en contraposición con lo elevado espiritual o divino; más inclinada, entonces, a lo intuitivo y lo instintivo animal, a la lujuria y a los placeres sensuales que a las arduas y trascendentales empresas intelectuales o búsquedas metafísicas. La propia idea de la tentación ( categoría crucial que fuera enfatizada por el catolicismo medieval ) remite habitualmente al cuerpo de la mujer — su atractivo sexual —, tantas veces concebido como la mismísima causa de la caída de la humanidad. La caída es, justamente, aquella calamidad por la que se culpaba a Eva. No obstante, dentro del esquema dualista y jerárquico del Génesis, la mujer aparece desde un principio inmersa entre las realidades caídas o degradadas, las cuales, a su vez, se encuentran en relación directa con el mundo corporal y material. No es para nada casual, entonces, que en la Edad Media el catolicismo elaborara una perdurable doctrina, que no es tan solo misógina —

recuérdese la reticencia doctrinal, plenamente vigente al día de hoy, a permitir que las mujeres se ordenen sacerdotes — sino también intransigentemente ginecófoba. No solo se ocupó de demonizar la sexualidad humana en general, asociándola estrechamente al pecado, sino que ligó específicamente el sexo de la mujer con la viscosa caverna del infierno. Giovanni Boccaccio, hacia el siglo XIV, escribió un blasfemo y divertido cuento parodiando esta asociación de tipo negativa entre los genitales femeninos y el infierno cristiano. En dicho cuento, un piadoso ermitaño accede a hospedar en su modesta choza a una muchacha desamparada. Al poco andar, el ermitaño — quien vivía en soledad absoluta, en perfecta penitencia y que tan solo se alimentaba de raíces — comienza a experimentar un violento deseo producto de la convivencia con la mujer. Irremisiblemente caído en tentación carnal, el ermitaño echa mano de toda su retórica religiosa para persuadir a su huésped de que “ el diablo" se había puesto en extremo colérico y arrogante, y la única solución posible era meterlo cuanto antes al “ infierno". Claro está, infierno y diablo refieren, respectivamente, al sexo de ella y de él. Sin embargo, para desgracia del famélico religioso, la muchacha, que no era tan ingenua, no tarda en aficionarse al juego. Finalmente, ya incapaz de responder a la infernal voracidad de su compañera, el eremita se ve obligado a pedir clemencia. La anécdota está atravesada por una risa lúcida y desacralizado ra, colmada de profundas sugerencias. Ante un cuerpo femenino desat ado, libre de su control, el ermitaño ha quedado ostensiblemente disminuido e indefenso; la niña ingenua, por su parte, ha cobrado el tamaño de una mujer monstruo, cuyo cuerpo amenaza con devorar y absorber por completo al hombre. Más aficionado a buscar la iluminación mediante ayunos y tormentos de la carne — esa forma de ascetismo más cercana al masoquismo, que busca el sometimiento del cuerpo por la vía de la negación —, el religioso se mostró incapaz de comulgar como es debido con los estados inferiores, que es lo que al fin y al cabo simboliza el infierno, antes y más allá de la carga moral que le añadió el cristianismo. ¿No está el ermitaño rechazando la demanda de una exigente sacerdotisa, una experiencia no carente de riesgo y de dolor, pero que bien podía transmutarlo y ennoblecerlo, una caída que podía tener el valor de una iniciación?

Se ha dicho que la experiencia orgásmica, como la propia experiencia vital del ser humano, es un complejo entrelazamiento de contrarios, un descenso y un ascenso, una succión a la vez infernal y celestial, una revelación de las ambiguas relaciones entre dolor y placer, entre vida y muerte. Por lo demás, existen formas de ascetismo oriental, como el tantrismo, que no ven contrariedad alguna entre carnalidad y espiritualidad, antes bien alientan el cultivo de una disciplina sexual como método para acentuar nuestro conocimiento acerca de la variada realidad que nos rodea. Dicho conocimiento, se dice, solo puede obtenerse mediante la experiencia de los extremos. Y es que, tal como ocurre con la ampolleta, la iluminación solo se obtiene mediante una adecuada combinación de contrarios, de un polo positivo y otro negativo. Sin embargo, en Occidente las más nobles aspiraciones del corazón humano suelen mostrarse incompatibles con una gozosa aceptación de la realidad sexual. El pensamiento hegemónico no ha trazado su camino hacia lo alto, sean estas cumbres intelectuales o de orden espiritual, acogiéndose al visado del cuerpo, explorando y explotando las energías de origen carnal. Antes bien, como es suficientemente sabido, la asociación estrecha del cuerpo — y del cuerpo femenino en particular — con el pecado y la tentación sirvió históricamente para castigar las “ malas" o “ bajas" pasiones, devaluando todo lo concerniente al mundo de lo sensual y lo sexual. Desde este enfoque, la culpa, ese instrumento de autocastigo, se hacía pasar como instrumento de redención de aquellas pasiones pecaminosas. En un sentido más amplio, la condenación del cuerpo de la mujer alcanza también a la naturaleza y a la vida material en general, como manifestaciones de la culpa carencia o defecto original. Como la mujer, la naturaleza es también una realidad caída que el hombre está llamado a combatir, a avasallar y controlar, tomándola en propiedad. Las formas modernas de apropiación y explotación de los recursos naturales, que actualmente nos tienen inmersos en un colapso ecológico mundial, han tensado al máximo esta línea de pensamiento patriarcal, desvalorizando la naturaleza y distanciándose de ella al punto de cosificarla, pensándola antes como espacio que se debe someter, como producto de consumo, y no como condición indispensable para nuestra subsistencia como especie.

Pero la naturaleza aparece desvalorizada desde un principio, conforme a lo dicho en el Génesis. Recordemos que, en el relato, Yahveh Dios se sitúa en una posición de exclusividad jerárquica respecto de toda la creación, de la que se aparta y diferencia drásticamente. La primera línea del Génesis, el preámbulo a la creación, nos lo presenta como un espíritu que “ aletea sobre las aguas" , es decir, como un dios que carece de consistencia material, una entidad puramente espiritual. Estamos aquí ante la primera gran distinción u oposición, seguida de su consiguiente jerarquización. Por un lado, tenemos un creador, es decir, quien hace. Por otro, su creación, o sea lo hecho, lo que el creador ha hecho ¿Y no suele concebirse lo que se hace como inferior a quien lo hace? La consecuencia inmediata de este razonamiento — una grilla de lectura patriarcal — es que toda la creación se subordina al creador, se sitúa un peldaño más abajo de él. En este caso, Yahveh Dios se presenta como el hacedor del cielo y la tierra; precede a su creación y se distingue de ella. La creación es materia; la materia, se dice en Occidente, es una realidad degradada, pues es cambiante, sujeta a corrupción y, por lo tanto, inferior a la realidad de orden espiritual y evidentemente superior del creador. La caída no es sino la inmersión del alma humana en el mundo material y corporal, y el fundamento último de la culpa que se le adjudica a Eva es, justamente, la añoranza de una situación anterior a esta caída. Y ello porque Eva — que supuestamente se valió de sus encantos para engañar a Adán — es la responsable directa de nuestra condición material y mortal, entendida esta como la debilidad o defecto inherente tanto de la especie como del mundo que habitamos. En definitiva, por Eva tuvo el creador la ocurrencia de introducirnos a la muerte y, de paso, a las misteriosas leyes de la materia. Si se mira con atención, la culpa de haber instigado la aparición de la muerte en el horizonte de los seres humanos es probablemente la acusación más grave y artera que el patriarcado occidental ha hecho recaer sobre las mujeres. Y es que, aunque nos tenga sin cuidado el relato de la caída y su interpretación tradicional, salta a la vista que la lección ha sido completamente aprendida, por ejemplo, en los casos tan recurrentes en nuestras sociedades, en que a una mujer violada — o incluso, asesinada — se la responsabiliza de su desventura bajo el argumento de que ella provocó a su agresor, lo sedujo y lo hizo perder la cabeza : lo arrastró hacia lo bajo. En definitiva, que ella se lo buscó.

Este tipo de razonamiento redefine a la víctima, haciéndola pasar por culpable y responsable. Lo cierto es que este desplazamiento de sentido siempre se hace en nombre de un prejuicio cultural justificado en la idea de que la mujer es responsable de la fatalidad que se cierne sobre el total la especie. De ahí se sigue que la mujer, heredera fatal de los encantos de Eva ( encantos que se ligan a las realidades caídas de la materia y el cuerpo ), pueda ser asesinada e incluso responsabilizada de su muerte. Pues, después de todo, ¿no ha sido la mujer quien, desde un comienzo, trajo la muerte al mundo? ¿Acaso no fue ella quien engendró y parió la muerte, la autora original de nuestra irrevocable corrupción? “Por la mujer empezó el pecado, y por su culpa todos morimos" — escribe el autor del Eclesiastés, a quien la tradición suele identificar con el muy sabio rey Salomón—. Por culpa de ella todos morimos. En consecuencia, si la humanidad está corrompida por la fatalidad, las mujeres, a causa de Eva, lo están doblemente.

Miguel Ángel, La Caída del Hombre, pecado original y expulsión del Paraíso, 1509.

Eva antes de Eva el útero y la tumba

Quienquiera interrogar directamente a Adán y a Eva ha de saber que un buen sitio para hallarlos es un cementerio. Por ejemplo, atravesando uno de los accesos principales del Cementerio General de Santiago pueden verse las solemnes estatuas de los padres de la humanidad, apostadas a los costados de una vistosa galería gótica repleta de nichos. Hay mucha elocuencia en estos anfitriones con taparrabo que, siendo el germen de la vida, nos dan también la bienvenida al cementerio. “Perdí el Paraíso, por mi culpa mis hijos no nacen ahí" , se lee a los pies de Eva. Ella luce especialmente pudorosa. Se estrecha a sí misma intentando cubrir su cuerpo, como si tapara una vergüenza o sofocara un peligro. O ambas cosas a la vez. Eva entorna el rostro y mantiene los párpados bajos, semicerrados, como evitando mirar a su acusador, es decir, a todo quien la mire. Es la misma Eva que tenemos esculpida en nuestro imaginario, según el cual no mirar directamente a los ojos es el signo inequívoco de la culpa. “Por mi culpa impera aquí la muerte", se lee a los pies de la estatua de Adán, un hombre barbudo y en los huesos, apoyado en un palo o bastón. El escultor talló “Por mi culpa" a sus pies, pero se cuidó de imprimir en sus ojos una mirada franca y sincera. A diferencia de su compañera (que evita mirar y mira hacia adentro), Adán, entristecido, mira el cementerio a su alrededor, en una pose que expresa cansancio y, sobre todo, resignación. Así dispuestas, en este sombrío escenario, el mensaje de las estatuas resulta clarísimo. Desde aquel incidente de la serpiente y la manzana nunca más nacimos “ahí". Nos vimos forzados a nacer “ aquí" , en este mundo imperfecto que exploramos con sentidos aproximativos, inexactos, limitados y perecederos. En esto, precisamente, parece radicar el problema. Cambiar placidez por dolor, perfección por imperfección, eternidad por impermanencia ¿no es acaso un pésimo negocio? El mito de Adán y Eva nos

enseña que la mujer incitó al hombre a cometer un "pecado", lo que implica poner un manto siniestro y fatal sobre el error, identificándolo como la causa de algo más que un tropiezo : una aparatosa caída, un descenso, un retroceso. Una degradación. En el fondo, tal mensaje involucra una determinada manera de contemplar la vida y la muerte, entendiendo esta última como una degradación de la primera. Se nos dice que la vida es un lugar de destierro, cuando no un valle de lágrimas. Se nos dice que la vida debe parecernos desmejorada, imperfecta y, en razón de eso, insatisfactoria, porque, en parte, vivirla consiste en aceptar que debemos construir muchos cementerios. El Paraíso, en cambio, excluye por definición los cementerios. ¿Cómo fue que cambiamos un mundo plácido, seguro e incorruptible por este mundo en constante metamorfosis y descomposición? La estatua de Adán da un paso atrás, para dejar en claro que la culpa — la culpa de todo este pudridero que llamamos mundo — la tuvo Eva. Solo la mujer conoce el lenguaje seductor y bestial de la serpiente. Son de la misma naturaleza. Ambas son reptiles de la tierra, figuras de las realidades caídas, abyectas y condenadas. Cabe, sin embargo, realizar una segunda lectura. Si se nos dice que Eva es la madre de todos los vivientes y es, también, quien engendró la muerte, su abrazo de bienvenida al cementerio puede ser interpretado más allá de la connotación sombría que solemos atribuirle. Bien pensada, la imagen se corresponde puntualmente con la bienvenida de dulce y agraz que recibe cada persona al momento de debutar en la vida : no es un contrasentido, ni tampoco es inexacto, admitir que comenzamos a morir en el momento mismo de nuestro nacimiento y que nuestra madre, al igual que Eva, nos ha regalado, al mismo tiempo, la vida y la muerte. La primera puerta que debemos empujar está entre las piernas de nuestra madre y esta puerta es, para cada uno de nosotros, tanto el origen del mundo como la entrada al panteón. Entre la vida y la muerte, el útero y la tumba, habría una relación de semejanza y contigüidad, una relación que ha sido afirmada universalmente por una multitud de culturas, las cuales nos han dejado el testimonio de su veneración a la tierra, al cosmos y a todo lo viviente, bajo la figura de una gran Diosa que da la vida y la muerte de manera simultánea. Una Diosa

Madre anterior a Dios Padre y al huerto del Edén, una Eva antes de Eva. Arduas e inútiles discusiones teológicas han girado en torno a la escabrosa cuestión de si Adán y Eva tenían o no ombligo. No obstante, basta pensar en las obras del Renacimiento o mirar nuevamente nuestras estatuas del cementerio para constatar que, a menudo, nuestros primeros progenitores llevan su nudo en la barriga, marca irrefutable de que alguna vez estuvieron unidos a una madre. Todo nace alguna vez y siempre hay un antes. Hoy sabemos de la existencia de la llamada Diosa Madre o Diosa de los inicios, una divinidad de mil rostros, que ha sido nombrada de un sinfín de maneras distintas por las culturas más diversas. Isis en la cultura egipcia, la Cibeles frigia y la Astarté fenicia; Deméter o Ceres en la cultura grecolatina; Kali y Ananta en el hinduismo; Pachamama en el altiplano andino, entre muchas otras, son todas expresiones de la Diosa, cuyo profundo simbolismo nos conecta con una cosmovisión que preexistió — y todavía representa una alternativa — al modelo cultural patriarcal. Si el patriarcado nos ha legado hasta hoy una imagen dualista y jerárquica de la existencia, en donde la muerte y la vida son consideradas realidades opuestas y antagónicas ( sombría la primera, luminosa la última y, por tanto, preferible y superior ), las culturas de la Diosa, en sus diversas manifestaciones, nos invitan a experimentar otra manera de mirar y comprender. Este punto de vista, que Humberto Maturana ha denominado “ matrístico" , supone un redescubrimiento de la vida como un proceso dinámico y ambivalente, donde los extremos que solemos oponer y jerarquizar ( hombre / mujer, heterosexual / homosexual, vida / muerte, luz / sombra, cuerpo / espíritu, lo humano / lo divino, lo individual / lo colectivo ) aparecen como dimensiones armónicas y complementarias. Desde esta perspectiva ( que no niega ni pretende controlar — y antes bien celebra — lo mudable o impermanente ), se comprende que dondequiera que se mueva la vida rondará también la muerte. A fin de cuentas, todos los antagonismos se reabsorben en la dinámica de un proceso ininterrumpido, donde todo lo existente encierra o implica a su contrario.

La Diosa de las mil caras

Venus de Willendorf, figura de la Diosa paleolítica, 25.000 a.C.

No es casual que las antiguas culturas pr e patriarcales de Europa y Asia menor representaran a la Diosa bajo formas cambiantes, híbridas y paradójicas. Las representaciones de la diosa Ishtar babilónica, por ejemplo ( y también las de la llamada “ diosa de las serpientes" cretense ), nos la muestran bajo la forma de una mujer joven y sensual, siempre acompañada de felinos, mariposas y serpientes, antiguos símbolos de las realidades mutables, de los ciclos dinámicos de muerte y renovación de lo natural, de la ambivalencia fundamental de todo lo existente. ¿No es la radiante mariposa la transmutación de su opuesto, el gusano? ¿No son los felinos bestias sanguinarias y, al mismo tiempo, gráciles y majestuosos animales? ¿No es la serpiente, tan difamada en el Occidente patriarcal, un auténtico uróboros capaz de hacerse y deshacerse, desintegrarse y reintegrarse cambiando de piel periódicamente? Así también la Diosa puede tomar la forma de una mujer, o bien, combinar libremente en sí atributos femeninos y masculinos, humanos y animales. Figura femenina oscilante y de muchas caras, a veces es una doncella, otras veces es una madre e nci nta, habitualmente representada en el momento mismo del parto. Vestigios materiales y relatos mitológicos arcaicos nos la muestran como madre y consorte de un toro o macho cabrío — el principio mascu lino complementario —, personificación de la vegetación que aflora de la tierra en primavera, alcanza su plenitud y

madurez en verano, es reabsorbida tras su caída otoñal y yace muerta en invierno, a la espera de la nueva germinación.

Diosa de las serpientes, Cnosos, Creta, 1600 a.C.

Todavía más explícitas resultan algunas estatuillas de terracota de la Diosa, que nos la presentan como una mujer anciana, a veces marcadamente decrépita y, sin embargo, embarazada y en pleno alumbramiento. Se trata de una imagen ambivalente de asombrosa profundidad : la muerte preñada de vida, el punto exacto donde la vida y la muerte se tocan, se confunden, donde la destrucción de lo viejo da lugar al nacimiento de lo nuevo. Tal imagen adquiere sentido en la experiencia particular de cada persona. Cualquiera que haya atravesado momentos de crisis — es decir, aquellas situaciones límite que señalan una transformación vital — habrá debido afrontar el peligro y la soledad, la incertidumbre y la desesperación, la tortura y la muerte, seguidas por un despertar a otra vida y el encantamiento de la renovación. Como en el referente simbólico del descenso infernal, atravesar experiencias límite implica una muerte simbólica, un salirse de este mundo para posteriormente renacer a él. Igualmente, los momentos de crisis son muertes preñadas. Tras afrontarlos se atraviesa un umbral y ya no se es la misma persona. Nos reconstruimos, componiendo creativamente los pedazos de esa vida anterior que se ha quebrado.

Tlazoltéotl, diosa mexica de la fertilidad y los desechos.

Como puede advertirse, desde esta perspectiva, totalmente ajena a nuestra cosmovisión patriarcal, la mujer y la muerte también están íntimamente ligadas. La Diosa de los inicios ( que, como Eva, recibe el nombre de madre de todo lo viviente ), se caracterizaría precisamente por dar y preservar la vida. Como una madre, se encarga de nutrir y amparar, otorgando alimento, bebida, amor, felicidad. Pero también, y al igual que Eva, la Diosa es la privadora de la vida : nos otorga la muerte. No obstante, se nos invita a valorar de otra manera esta relación. Así, en lugar de ser una culminación o cierre absoluto, la muerte nos remitirá fundamentalmente a un espacio, la tierra, que es también el infierno, el inframundo, el ámbito subterráneo que recibe todo lo muerto pero que es, también, la matriz donde todo se refunde, se recrea y regenera. A través de la imagen de la Diosa, la mujer se enlaza simbólicamente con los poderes creativos y nutricios de la tierra fértil, la misma tierra que nos acoge y absorbe al morir, pues todo lo que muere va a parar a ella o a su atmósfera. Se trata de una gran madre que es, al mismo tiempo, útero y tumba. Por eso, toda muerte es un regreso a la madre, un regreso al útero, a lo bajo corporal, un fin que es siempre un nuevo comienzo. Hay un cuento popular muy antiguo, divulgado en Europa a comienzos de la era cristiana, que trata acerca de una viuda inconsolable que se deja seducir de buena gana por un desconocido. En esta extraordinaria mezcla de viuda negra y viuda alegre, podemos encontrar una muy elocuente personificación de la Gran Diosa. En la versión romana de esta historia, titulada “La viuda de Éfeso" ( recogida por Petronio en su obra El Satiricón ), se nos cuenta que una mujer, cuyo marido había fallecido recientemente, llevaba cuatro días llorando

amargamente sobre su sepultura. Estaba determinada a seguirlo en la muerte, por lo que, guardando un perfecto luto, se abstenía de comer y dormir. Esto sucedía en una gruta, situada bajo la colina, donde un soldado vigilaba los cuerpos de dos revoltosos crucificados. En un momento de distracción, el centurión oyó los desesperados lamentos de la mujer y se propuso ir a consolarla. Le ofreció la comida y la bebida que llevaba consigo. Más tarde, expresándole abiertamente sus deseos, le sugirió darle una tregua a su dolor y permitirse volver a disfrutar las delicias de la vida. Como cabría esperar, la viuda, ofendida, lo rechaza tajantemente. Sin embargo, atraída repentinamente por la belleza del joven, la mujer olvida con rapidez el voto de serle fiel al marido muerto. Finalmente, ambos terminan fornicando junto al cuerpo del finado. Mientras tanto, arriba en la colina, alguien aprovecha la oportunidad para sustraer a uno de los crucificados que el centurión tenía a su cargo. Por más que busca, al centurión le es imposible dar con el cadáver; de seguro lo habría tomado un familiar para darle secreta sepultura. De regreso con la viuda, el soldado llora de rabia y desesperación pues como castigo le espera el tormento y una horrible muerte. Viéndolo así, la mujer le propone que tome el cadáver del marido y lo cuelgue en lugar del crucificado. Su punto de vista parece razonable : no está dispuesta a perder dos hombres en forma consecutiva, más vale crucificar a un marido muerto que perder a un amante vivo. Y así, el soldado y la viuda resuelven sacar de la cripta el cadáver del marido y juntos lo clavan en la cruz. Aunque este relato ha debido soportar la carga de una interpretación misógina, que condena a la viuda, al igual que se condena a Eva, como símbolo de las veleidades y la maldad femeninas, en la versión popular que recoge Petronio no se aprecia noción alguna de culpabilidad. Sí hay, en cambio, una valoración positiva del carácter inevitable del cambio y la renovación. Y la mujer aparece completa en él, afirmada y validada en sus diversas facetas y dimensiones, incluida su sexualidad. Así también, liberada de la culpa, Eva sigue siendo la Diosa de los inicios. Y, ciertamente, la Diosa sigue viva en el linaje de Eva. La serpiente también sigue allí, invitándola a actuar, a poner la vida en movimiento. Olvidemos por un momento la enemistad decretada por el tiránico Dios Padre entre el linaje

de la sierpe y el de las mujeres, y podremos ver aflorar la imagen telúrica y cósmica de la gran serpiente, similar a la imagen que nos ha legado el hinduismo de Ananta, “ la interminable" , la serpiente primordial de mil cabezas, sobre cuyos anillos descansaba el dios Visnú soñando nuevas vidas y nuevos mundos, entre avatar y avatar. No resulta casual, entonces, y sí muy consecuente, que la etimología hebrea del vocablo Eva remita a “ vida". Y necesariamente la vida, como la Diosa y la serpiente, como Eva y la viuda, debe otorgar la muerte para regenerarse a sí misma, mudar vestiduras y continuar.

Visnú descansando sobre Ananta.

El nido de la serpiente

En todo momento nuestra existencia práctica lleva la marca de la ambivalencia. No vivimos en un mundo meramente espiritual, pero nuestra experiencia tampoco se reduce a lo instintivo o animal. Cada ser humano es, como diría Nicanor Parra, un embutido de ángel y bestia, siempre a medio camino y oscilando entre ambos extremos. Bien mirado, esto no es necesariamente signo de una existencia imperfecta o desmejorada. Sin embargo, la historia de Adán y Eva es la primera que conocemos en la cual se introduce la idea de que, necesariamente, tiene que haber alguien a quien culpar por nuestra condición propiamente humana : la serpiente tiene la culpa de lo de Eva, Eva tiene la culpa de lo de Adán y a Adán lo culpamos por haberles hecho caso a ambas. Así, el juego de la culpa puede resumirse en la necesidad de proyectar en un otro todos los sentimientos de insatisfacción respecto de lo que somos. Sin embargo, la culpa solo puede manifestarse en toda su intensidad cuando se desvanece la ilusión de que es posible culpar a otra persona, cuando no tenemos más remedio que arrojar la piedra contra nosotros mismos. Acorralados por la culpa, nos autoagredimos. Decía Jung que la culpa nos enfrenta con nuestra sombra, aquel rostro nuestro que preferimos opacar, aquel enemigo que habita en el propio corazón, la causa del conflicto inevitable que termina por dividirnos. Y es que, verdaderamente, la culpa nos duplica y nos desgarra interiormente, del mismo modo que el dios del Génesis separa la luz de la oscuridad, aspectos que, mediante ese acto de fuerza, se tornan opuestos e inconciliables, al punto de ya no poder mezclarse ni interferirse mutuamente. Esto explicaría el vano intento de Eva por culpar a la serpiente. En realidad, al intentar culparla descubre que ella misma es el nido de la serpiente. La serpiente es su sombra, su negativo fotográfico, una contracara que es

también ella misma. Sin embargo, en su intento por ocupar un lugar menos ominoso dentro de esta jerarquía de la culpa, la mujer debe culparse a sí misma, para lo cual ha de procurar desgarrarse, dividirse, evadirse, negarse. En suma, debe prometer desobedecer a la serpiente, aunque eso signifique traicionarse a sí misma. La serpiente es la sombra de Eva, una sombra que se cierne sobre todo el Occidente patriarcal. Es la pesadilla moral que nuestra cultura representa bajo la forma de una mujer monstruo o mujer serpiente. Por supuesto, no se desconoce que Eva es también la madre de todo el género humano. Pero así como por ella existimos, al mismo tiempo introdujo el pecado que originó la existencia de la muerte en el mundo. Esquizofrénicamente, nuestra cultura le ha reconocido lo primero a la vez que no le perdona lo segundo. Por eso se dice que hay mujeres honradas y putas, hay madres y solteronas, hay santas y hay brujas. Hay partes sombrías de la mujer que es preciso refrenar y sepultar. Hay, en suma, mujeres buenas y mujeres malas. En las primeras la culpa ha obrado eficientemente, ha logrado domesticar su sombra. Las segundas han optado por no despojarse a sí mismas de aquellas cualidades nocturnas que, supuestamente, las degradan y separan de la comunidad. Estas últimas defienden su derecho natural a ser ambivalentes. A ser, por ejemplo, putas y santas, vírgenes y madres, necias y sabias; ser una cosa, la otra, o las dos, indistintamente. Sin embargo, nuestro programa cultural fuerza a las mujeres a mantener una identidad desgarrada. Se les exige interpretar el libreto de Eva, según el cual las mujeres son portadoras de una contradicción original que las convierte en seres sospechosos y condenables. Lo curioso es la acotación contenida en ese libreto escrito por el patriarcado : la contradicción o ambivalencia es un atributo femenino y, como tal, debe ser entendido como una imperfección, una irregularidad, una monstruosidad. Para ellas, culposa; para ellos, peligrosa. Y para todos : como el signo más evidente de nuestra condición desmedrada y vergonzosa.

Uróboros.

Cambiante como la luna

Los humanos, caídos en la vida material y sujetos, por tanto, a la corrupción temporal, están condenados a ser criaturas que no permanecen siempre iguales a sí mismas. Y en ello residiría su imperfección, la cual se agudiza si se trata de una mujer. No en vano a la mujer, como a la fortuna, tradicionalmente se la ha comparado con la luna. Esta es probablemente una de las metáforas más antiguas que atesora nuestro inconsciente colectivo, aquel sótano común donde se amontonan, en caracteres simbólicos o arquetipos, las imágenes más crudas y primordiales que son compartidas por toda la especie humana. La luna es la mujer, la luna es la fortuna. Sin duda, el lazo secreto que las conecta, sin el cual la metáfora no existiría, es la idea de impermanencia, de inestabilidad, la experiencia de los extremos, que solo es posible dentro de un devenir : precisamente el de los ritmos lunares que la mujer corresponde y comparte. El lazo entre la luna y el flujo menstrual comporta una sincronía entre lo cósmico y el cuerpo femenino. No obstante, en lugar de representar una cualidad fascinante, suele apuntarse como el signo de una anomalía perturbadora. ¿Cómo confiar en alguien cuyo temperamento es oscilante y contradictorio como la luna y sus ciclos? Razón de sobra para desconfiar de la mujer, puesto que así como hoy nos presenta una cara, sin vacilación se volverá y nos mostrará un rostro exactamente opuesto. Un similar recelo despierta la imagen de la rueda de la fortuna, que nos recuerda que la vida se compone de cambios incontrolables e inesperados. Gira la rueda de la fortuna sumiendo a la vida en la incertidumbre, la inseguridad, la contrariedad de ser elevado y sepultado, de ser, al mismo tiempo, uno mismo y su contrario. La contradicción, ese flujo entre polaridades, nos produce temor y vértigo. Forma parte de lo que se nos enseña, desde pequeños, a rechazar, de modo semejante a como aprendemos a rechazar nuestros cuerpos, a disfrazar nuestros fluidos, las lágrimas, los vómitos, la sangre menstrual, el semen, la

saliva. Lo cierto es que la fluidez empuja lo estable, lo mueve, lo altera. Pero lo estable nos seduce. Una visión diversa nos presenta la mitología griega más arcaica, en donde la luna era representada por una tríada de diosas que simbolizaban las tres fases del astro, a menudo ligadas con las tres edades o estadios de la mujer ( doncella, madre, anciana sabia ). Así, había una diosa para la luna creciente, asociada con la etapa juvenil; este sitio era, generalmente, ocupado por Artemisa, la diosa cazadora, virgen que goza de su independencia y abomina la sujeción al varón. En segundo lugar, estaba la diosa de la luna llena, vinculada a la etapa de madurez, la cual solía presentarse bajo la figura de Selene. Por último, la fase menguante de la luna se asociaba siempre con la enigmática diosa Hécate, arquetipo de la vieja sabia, diosa de las encrucijadas, a quien la poetisa Safo distinguiera con el título de “ la reina de la noche" . Como una convergencia de las fases anteriores, Hécate era representada bajo la forma de una diosa provista de tres caras y tres pares de brazos ( semejante a la Kali hindú ). De este modo, la diosa simbolizaba la suma o síntesis del ciclo lunar en la imagen de la luna negra, entendida no como una mera ausencia, sino como una refundición creativa de las lunas pasadas, el espacio de gestación de la luna nueva. En este sentido, puede verse en Hécate el reflejo de una integridad o entereza femenina, concebida como una plenitud contradictoria y cambiante, todavía no culpabilizada ni culposa. De ahí que esta figura divina nos conecte con una cosmovisión matrística anterior al predominio patriarcal en Grecia; de hecho, en su Teogonía, Hesiodo menciona que el nombre Hécate significa “la que tiene más poder". Sin embargo, con el tiempo los griegos se encargarían de eclipsar y negativizar a Hécate y, más tarde, ya en época cristiana, la diosa sería considerada una figura diabólica, la reina de las brujas y los espectros nocturnos, fundida con la oscura Lilith de la tradición hebrea.

Hécate.

La demonización de la diosa lunar ha sido el mecanismo simbólico que el patriarcado ha empleado para castigar la ambivalencia femenina, confinando ciertas facetas de la mujer al territorio de las tinieblas, con todo cuanto esto comporta de culpabilización y rechazo. Sin embargo, conviene subrayar la figura de Hécate como diosa de los crepúsculos, los umbrales y las encrucijadas. Se trata de símbolos ambivalentes asociados a las etapas de deriva o cambio existencial y que, al mismo tiempo, dejan en evidencia la unión y complementariedad fundamental de los opuestos. ¿No son los crepúsculos, matutinos y vespertinos, la prueba que a diario recibimos de que los ámbitos diurno y nocturno, la luz y la oscuridad, se reconcilian y funden en una estremecedora y profunda unidad? Ambivalencia que nos hace recordar que, tomada en su unilateralidad, la luz solo puede garantizar un conocimiento parcial e ilusorio de lo existente, puesto que, al iluminarnos el cielo, nos ensombrece las estrellas. No obstante, el patriarcado se ha empecinado en distinguir y privilegiar una cara exclusivamente diurna y luminosa de nuestro existir, remitiéndola al polo elevado y masculino del alma y la razón. Primero, bajo el patrocinio de los dioses varones paganos; luego bajo el gobierno del dios único de las religiones monoteístas; finalmente, bajo la prevalencia de la razón instrumental, la mujer ha quedado siempre confinada al dominio de lo nocturno. Bajo este estigma, se le ha negado, primero, la posesión de un alma y, más tarde, un pleno ejercicio de la razón. Lo cierto es que para la cosmovisión patriarcal, dualista y jerárquica, la ambivalencia de la diosa lunar deja de representar el enigma de la vida y se convierte en motivo de enconada desconfianza. Paralelamente, la mujer se transforma en aquello que se opone y es inferior al hombre. Como la luna que alumbra con poca fuerza

en el cielo, ella es incapaz de brillar con una luz propia. Está, por tanto, condenada a emplear una luz prestada, que proviene de otro. Todo lo que alguna vez se domina y subordina debe, además, ser escrupulosamente controlado. Y, justamente, un argumento recurrente para justificar el control masculino sobre la mujer ha sido su fama de criatura caprichosa e inestable. A los hombres se nos dice que es un esfuerzo vano tratar de entenderlas pero que, en un acto de conmovedora solidaridad y sublime sacrificio, habremos de quererlas. La mujer es vista como una esfinge que nos confronta con su enigma. No obstante, como sugiere el aforismo de Oscar Wilde, más conviene pensarla como “ una esfinge sin secretos" , cuyo misterio, aparentemente incontrolable, se reduce a que cuando dice “ no" quiere decir “ sí". Se trata, a lo sumo, de una esfinge convenientemente animalizada, representante de un ganado de difícil manejo, que es forzoso saber combatir y mantener a raya. Lo cierto es que todas estas formas de negación cotidianas coinciden en presentarnos a las mujeres como criaturas contradictorias y, por lo tanto, incapaces de articular un discurso coherente. Debido a ello no cabría reconocerles su autonomía ni su calidad de interlocutoras idóneas, puesto que su palabra carecería de valor y consistencia. Igualmente inconsistente, el comportamiento sexual femenino ha de juzgarse ambiguo y anómalo; de ahí que la mujer, de naturaleza voluble, sería sexualmente más inconstante y más proclive al adulterio. Tal es, justamente, el argumento que ha venido fundando en Occidente la necesidad de pensar el cuerpo femenino como una propiedad del hombre. En nuestra cultura occidental el matrimonio ha sido tradicionalmente la institución destinada a domar las veleidades del cuerpo y el alma de la mujer. Se trata también de un mecanismo de domesticación de las viejas fases lunares asociadas a la vida femenina, las cuales quedan reducidas a una secuencia de roles estrechamente ligados a la apropiación masculina de la sexualidad de la mujer. Así, bajo la mirada patriarcal, la mujer será la muchacha virgen, luego la esposa y, finalmente, la viuda. Cosificada y banalizada, será o bien el trofeo que se conquista, o bien un objeto disponible para la violación, pero nunca jamás la dueña de sus propios actos, de su propio cuerpo y tanto menos de su propia vida.

En este orden de cosas, es comprensible que a la mujer se le exija pisar a la serpiente, no vaya a ser que, aprendiendo de esta, se salga de control, se retuerza y se enrosque girando caprichosamente hacia el punto de vista opuesto. Es conocida la estampa de la Virgen María pisando a la serpiente del Edén, parándose sobre ella como quien se apura en esconder la mugre bajo la alfombra. En esta imagen puede leerse una fuerte declaración de principios acerca del modo fragmentario en que Occidente ha interpretado a la mujer. A través de ella se nos dice que la redención / aceptación de la mujer en nuestra cultura solo es posible si esta consigue avasallar su rostro ominoso y pecador, justamente aquel rostro que mira hacia su cuerpo y su sexo, hacia su afirmación y su autonomía, aunque esto implique negarse y exiliarse de sí misma, poniendo límites a su complejidad y ambivalencia originales. De este modo, la mujer toma distancia de la serpiente, deja de simbolizar la antigua concepción de la vida y el mundo, eternamente muriendo y eternamente renovándose, al igual que lo hace la luna. Porque, al fin y al cabo, ¿no es la vida y sus veleidades, nuestro claroscuro existencial, lo que el patriarcado condena cuando condena a la mujer? Así, por ejemplo, la odiosidad de la doctrina católica en contra de la mujer parece fundarse en su visión de la contradicción como una imperfección mayúscula. Sencillamente : Dios no puede contradecirse. Lo perfecto excluye, por definición, la contradicción y el conflicto ( así también, para el racionalismo moderno lo propiamente científico ha de ser entendido como un esfuerzo por eliminar la contradicción, la ambigüedad y la imprecisión ). En “El martillo de las brujas" (Malleus Maleficarum) — el texto católico que más ha contribuido a propagar el odio en contra de las mujeres en Occidente y que fuera empleado como justificación para la caza de brujas desarrollada por la Inquisición — encontramos una trasnochada definición del género femenino como un “ mal necesario" , en la que se subraya desdeñosamente el talante contradictorio de la hembra. Sustitúyase la palabra “ mujer" por la palabra “ vida" y la misógina cita podrá leerse a la par de la desconfianza que la visión patriarcal ha proyectado sobre la vida humana en general : “Qué puede ser la mujer sino la enemiga en la amistad, un castigo inescapable, un mal necesario, una tentación natural, una calamidad

deseable, un peligro doméstico, un detrimento deleitable, un mal de la naturaleza, pintada de bellos colores”. Parecida etiqueta dejaron estampada los griegos sobre Pandora, quien, según el mito, fue al mismo tiempo un regalo y un escarmiento que los dioses olímpicos decidieron darle a la humanidad — una humanidad hasta entonces compuesta solo por varones —. Como Eva en la tradición judeocristiana, los griegos consideraron que la caja abierta por Pandora fue la puerta de entrada de todos los males y los sufrimientos que recorren este mundo, tornándolo imperfecto e inadecuado. La mujer, construida y ataviada bellamente por los dioses, fue creada deliberadamente como una figura del mal, de la que más vale desconfiar. Porque, como sentenciaba Hesíodo, confiar en una mujer, ese ser seductor, es confiar en un engaño.

Pandora.

Pandora era un regalo engañoso, como también se suele calificar a la vida. Un regalo divino y un engaño fatal. Justamente, la abominable serpiente del huerto del Edén invitaba a Adán y Eva a confiar en lo que, se nos dice, es un engaño. Pero, ¿hemos oído verdaderamente a la serpiente? ¿Sabemos exactamente lo que tenía que decirnos?

El Génesis contado otra vez: Lilith

Sabemos que el Génesis contiene el relato de la creación del cosmos y de la primera pareja humana por obra del dios primordial de la tradición hebrea, conocido con el enigmático nombre de Yahveh. Vale la pena indicar, sin embargo, que en el relato se nos ofrecen dos versiones alternativas sobre la creación de los progenitores de la especie. En la primera se nos dice : “Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen suya los creó, macho y hembra los creó”. Resulta llamativo que en esta versión — una especie de borrador apresurado, dejado al azar entre las páginas del Génesis — no se establezca una oposición y una jerarquía claras del macho por sobre la hembra, en cuanto al orden y naturaleza de su creación. Como sabemos, cosa contraria ocurre en la segunda versión de la creación de la pareja humana que nos ofrece el Génesis, sin duda la más conocida y la que más consecuencias ha traído en la conformación de nuestro imaginario. En esta ocasión la jerarquía aparece claramente demarcada. Yahveh crea, en primer lugar, al hombre, modelándolo con polvo del suelo e insuflándole el aliento vital. Posteriormente, juzgando que su criatura no debía vivir en soledad, decide fabricarle una ayuda. Hace caer al hombre en un profundo sueño y extrae su costilla, a partir de la cual procede a dar forma a la mujer : “ Carne de mi carne" , exclamará el varón, “ hueso de mis huesos" . Aquí el hombre, Adán, parece haber comprendido muy bien de qué se trata esto. Es un buen estudiante que repite de memoria la lección de su maestro. La lección consiste en lo siguiente : para establecer un orden, para hacer del caos de la vida un cosmos ordenado, es necesario, primero, diferenciarse de manera irreconciliable respecto de lo otro, de lo distinto. El segundo movimiento consiste en jerarquizar esta dualidad. Así, ante los ojos del primer hombre aparece ese otro, la primera mujer. Salta a la vista que ella es

distinta a él. Para empezar, no fue formada desde el polvo, como él. No es una creación directa de la divinidad, como sí lo es él. En definitiva, no es igual a él ¿Qué es, entonces? Es un apéndice suyo, es decir, alguien que no es otro enteramente, alguien que no puede tener identidad propia, un pedazo suyo. Asumiendo esta visión, se sigue que, irremediablemente, ella está subordinada a él, es de su propiedad. Está claro que, en el Génesis, el orden patriarcal de dominación se narra a sí mismo. Y es este orden el que autoriza a decir “ esto es mío, me pertenece" . Pero ¿es posible continuar la primera versión del origen, esa que queda trunca en el Génesis? La imagen de una primera pareja humana creada en igualdad de condiciones nos remite, nuevamente, a un antes de Eva. Pero este origen antes del origen hay que buscarlo fuera de los textos bíblicos. Es preciso, entonces, que acudamos a la tradición oral hebraica, que nos habla de Lilith como la primera esposa de Adán, anterior a Eva. Esta historia, recogida en el Zohar y en el Talmud, nos cuenta que Lilith se rebeló en contra de Adán negándose a tener relaciones sexuales en la postura del misionero. Lo que el hombre le exigía, ella lo consideraba una humillación. En su negativa a acostarse debajo de Adán, Lilith argumentaba que ambos habían sido creados del polvo y que, en consecuencia, eran iguales. Nótese que, a diferencia de la creación de Eva ( surgida de la costilla del hombre ), Lilith fue creada de la misma sustancia y al mismo tiempo que Adán.

John Collier, Lilith, 1892.

Pero la historia no queda ahí. Se cuenta, además, que tras su rebelión, Lilith habría escogido exiliarse voluntariamente del Paraíso, desobedeciendo al mismísimo creador. Conviene aclarar que la tradición le atribuye a Lilith la

posesión de un don muy especial. A diferencia de Adán, ella conocía el inefable e impronunciable nombre de Dios y, enfrentándose al creador, habría osado pronunciarlo. Si además se considera que en la tradición judía la capacidad de articular el verdadero nombre de Dios es un don perdido, se comprende enseguida que dicho atributo hacía de Lilith un ser altamente poderoso. Ahora, si consideramos que en la tradición hebrea conocer el nombre secreto de alguien implica poseer uno de los más poderosos medios para influir sobre él, la desmesura de Lilith alcanza cumbres insospechadas. De hecho, diríase que la mejor forma de tomar control sobre algo es nombrarlo, lo cual en cierta forma se infiere de ceremonias como el bautizo cristiano o del hecho de que quien se convierte al Islam deba cambiar su nombre. Recordemos, además, que en el Génesis Adán se nos presentaba como el nomoteta, es decir, el creador del lenguaje y, por ende, de la acción de nombrar como un acto creador de realidad. Adán es el repartidor de nombres. Él es quien nombra a Eva y a todos los animales del huerto edénico. Solo ignora el verdadero nombre de Dios. Lilith, en cambio, es capaz de mirarse cara a cara con el creador. Hablamos nada menos que de aquella criatura que representa a la mitad femenina de la humanidad, una mujer dotada de un conocimiento supremo, que no vacila en emplearlo con tal de no dejarse avasallar. Como se ve, nuestra versión alternativa del Génesis ha invertido la postura del misionero. Sin embargo, la tradición judeocristiana transformó a Lilith en un espectro nocturno, la emparejó con Samael, el Satanás hebreo, o bien, la convirtió en la madre de los demonios súcubos, es decir, aquellos que, según se creía en tiempos medievales, se encargaban de recoger los rastrojos de semen donde los hubiere, para embarazarse y parir más demonios ( justificación de poluciones involuntarias y cuento con moraleja para desincentivar la masturbación ). Lo cierto es que Lilith, lo mismo que Hécate, acaba transformada en una figura del mal por haber accedido a un saber prohibido, un saber que se supone no le corresponde. Y en eso Lilith se muestra también afín a la serpiente. Probablemente, una de las imágenes más famosas de Lilith sea la pintura homónima de John Collier que la muestra desnuda, con el cabello rojizo y el

cuerpo ceñido por una gran serpiente, en una actitud íntima y sensual. ¿Puede Lilith ayudarnos a entender lo que la serpiente tenía que decirnos? De hecho, es posible apreciar un notable parecido entre Lilith y la serpiente, si se considera que el llamado pecado original es, en rigor, una transgresión de tipo intelectual. La serpiente les dice a Adán y a Eva que comiendo del árbol se les abrirían los ojos, “ y seréis como dioses, conocedores del bien y el mal". Bien mirado, el pecado original parece ser un legítimo desacato ante la prohibición de acceder a un determinado conocimiento, una acción que desmantela, de paso, las pretensiones del creador de estar en pleno control de dicho conocimiento, en virtud de un privilegio de posesión, autoritario y excluyente. Tanto Lilith como la serpiente pueden ser vistas como las catalizadoras de este esencial desacato, sin el cual no se habrían despertado las facultades y el espíritu de curiosidad inherentes a nuestra condición de seres humanos. Pero Adán y Eva, muy lejos de sentir orgullo por haber abierto los ojos, caen presa de una maldición por haber seguido a la serpiente. Y el resto de la historia es de conocimiento general.

Inanna/Ishtar.

Para contar de manera distinta la historia del pecado y la caída, es preciso rastrear los orígenes mitológicos de Lilith. Se sabe que Lilith es una derivación — y una negativización — de Inanna o Ishtar, la reina del cielo y la tierra de la cultura sumeria babilónica en Mesopotamia. Como a Hécate, a Lilith le correspondió transformarse en un espectro, manteniendo únicamente la faceta destructiva o fatal de la Diosa, con la que solía representarse la capacidad de la vida para devorar y retirar lo creado. Sin embargo, la mitología sumerio babilónica relacionaba originalmente a Inanna / Ishtar con

el planeta Venus y sus fases ambivalentes : quienquiera que mire al cielo notará que Venus hace su aparición dos veces en la jornada, destacando como la luz más brillante en cada crepúsculo, matutino y vespertino. En Mesopotamia, como lucero matutino, Venus era la virgen. Como estrella vespertina, era la prostituta. Si nos remontamos a la cultura sumeria — a la que le debemos, entre otras cosas, la invención de la escritura —, descubrimos que allí existió lo que se ha denominado la prostitución sagrada, la cual era ejercida por las sacerdotisas de la diosa Inanna. Junto con el oficio de escriba, la prostitución sagrada se destacaba como uno de los roles más relevantes y prestigiosos dentro de esta sociedad. Naturalmente, la idea de una prostitución sagrada resulta del todo ajena a nuestra comprensión, debido, en buena medida, a la connotación eminentemente mercantil y alienante que entre nosotros adquiere la prostitución. No obstante, entre los sumerios la prostitución y la sexualidad eran vistas como expresiones de carácter sacro. Como vicarias de la Diosa, las sacerdotisas sumerias o hieródulas — palabra de origen griego que significa “ sirviente de l o sagrado" — cumplían la misión de conducir los hilos de la vida en conformidad con Inanna, la Diosa, quien también era la prostituta o hieródula del cielo. En los templos de la Diosa, las sacerdotisas prestaban servicio mediante uniones sexuales con hombres, ceremonias de carácter ritual que propiciaban la fertilidad de la vida humana, animal, vegetal y cósmica. Los hombres que acudían allí no solo contribuían a propiciar la renovación general, sino que ellos mismos, observando la disciplina del rito, experimentaban un proceso iniciático, una muerte, seguida por un renacimiento o regeneración hacia realidades o estados superiores.

Kali y Shiva.

Como la Diosa, la figura de la hieródula es profundamente ambivalente. En

el rito convergen las dimensiones de lo sacro y lo material, lo alto y lo bajo, lo espiritual y lo instintivo, entendidas como facetas complementarias. Pero, asimismo, en este ritual no están ausentes el dolor y el peligro. No se olvide que la unión sexual con la sacerdotisa es la unión con la Diosa. Y si bien se trata de una figura nutricia y maternal, es también una amante extremadamente severa y hasta monstruosa. En este sentido, la Diosa madre recuerda la figura de Kali o Durga, diosa del hinduismo y pareja del dios Shiva, a quien se representa explícitamente como un monstruo sanguinario y cruel. Ataviada con un collar de cabezas de hombres y blandiendo un arma en cada una de sus muchas manos, Kali danza sobre el cuerpo tendido de Shiva, en medio del caos y la destrucción. Pero Shiva, más astuto que Adán y que muchos otros hombres, ha observado con atención y ha aprendido que se trata solo de una fase o faceta de la Diosa y que es preciso — y, además, es valioso — aprender a sobrellevarla. Así, se dice que el Dios finge estar muerto hasta que la furia de Kali se apacigua, o bien, se dice que Shiva finge ser un bebé hasta que la criminal, la cortadora de cabezas, torna otra vez a ser la madre generosa que prodiga inspiración y riquezas. La Diosa sumeria, como Kali, está compuesta por luces y sombras, mezcla de creatividad y destrucción. Es placentera y aterradora. De ahí que el abrazo sexual de Ishtar / Inanna, encarnada en la hieródula, implicara la muerte ritual del hombre. Pero esta muerte tenía siempre una ganancia. Ciertamente, el encuentro sexual con la Diosa hace recordar a la mantis religiosa, insecto famoso por la posición que adoptan sus enormes patas delanteras, dobladas frente a su cabeza como si rezara una plegaria cuando, en realidad, se dispone a cazar, y célebre también porque la hembra devora y decapita al macho en el momento del apareamiento. Pero, como observa el poeta José Watanabe ( en su poema titulado, precisamente, “ La mantis religiosa" ), ante la cáscara sin vida en que se transforma el cuerpo del macho no podemos negar la posibilidad de que su última palabra haya sido de agradecimiento. Buscando a Lilith nos dejamos conducir hasta los templos de la Diosa sumerio babilónica, a la figura de la hieródula y al ritual propiciatorio de la fertilidad, que es también un rito iniciático de muerte y renacimiento. Pero ¿qué ocurría exactamente en dicho ritual? Una historia nos ofrece pistas. Se

trata del relato de la creación de un hombre, Enkidú, y su metamorfosis asistida por una hieródula, relato de origen sumerio que forma parte de La epopeya de Gilgamesh, una de las historias más antiguas de la humanidad. La historia nos cuenta que los habitantes de la ciudad de Uruk, cansados de soportar la tiranía de su gobernante, Gilgamesh, ruegan a la diosa Inanna para que les envíe un vengador. Inanna accede a ayudar y modela un hombre a partir de la tierra, a quien llamará Enkidú ( nótese que la Diosa es aquí la encargada de otorgar la vida al hombre, además de hacerlo ingresar al mundo ). Pero ocurre que, apenas es depositado en la tierra, Enkidú echa a correr instintivamente junto a las gacelas y las bestias de la estepa. Con todo el cuerpo cubierto de pelos, no hay gran diferencia entre él y la manada, y juntos alegran su corazón bebiendo del abrevadero. Mientras tanto, comprendiendo que su paladín aún no está listo para venir en su ayuda, los habitantes de Uruk deciden llamar a Shámhat, la hieródula, para que marche a la estepa y haga al salvaje “ su oficio de hembra". Presentándose ante Enkidú, la hieródula deja caer su velo y descubre su sexo. El relato nos dice que, durante seis días y siete noches, “ él gozó su posesión" y “ ella no temió, gozó su virilidad". Una vez que ambos se hubieron saciado, Enkidú intenta vanamente regresar con las gacelas, pero, para su pesar, todas las bestias de la estepa se apartaban de él. Sin dudarlo, intenta perseguirlas, pero su cuerpo no le responde como antes. Algo había cambiado. Confundido, Enkidú se arroja a los pies de Shámhat, quien lo recibe diciendo : “¡Eres hermoso, Enkidú, pareces un dios !¿Por qué con bestias has de correr por la estepa?”. Ya era hora de que Enkidú se despidiera de las bestias. Se comprende que la ceremonia iniciática era un coito, un alumbramiento y una misa de difuntos, todo a la vez. Hasta antes de cruzarse con la hieródula, Enkidú vivía despreocupadamente la vida de las bestias, un estado silvestre de perfecta inconsciencia, similar a la vida paradisíaca y sin contratiempos que llevaban Adán y Eva en el Edén hasta que, dejándose tentar por la serpiente, abrieron los ojos y comenzaron a discernir. Sin duda que algo murió al comer la manzana, y murió en el instante preciso en que algo distinto estaba por nacer. Así también, la hieródula, vicaria de la Diosa, es la encargada de remover la vida de la bestia para que nazca un ser propiamente humano, provisto de

consciencia y autonomía. De Enkidú se nos dice que, tras esa iniciación, “ había madurado y logrado una vasta inteligencia". Como quien deja atrás el universo uterino, una nueva vida y un nuevo mundo habían comenzado para él. Estamos ante un ancestro remoto — y libre de censuras — del cuento La Bella y la Bestia; una metamorfosis suscitada por unas relaciones emotivas y sexuales que sirven como iniciación o rito de paso para acceder a una dimensión propiamente humana. Y si miramos con atención notaremos que estamos también ante una versión alternativa de la historia del pecado original y la caída, una versión que no precisa un culpable ni nos mortifica con una visión fatalista y trágica de nuestra condición humana. Una versión que no condena la ambivalencia femenina y en la que el hombre no está llamado a apropiarse del cuerpo de la mujer, ni la mujer está condenada a refrenar sus instintos y a dejarse someter. Porque no olvidemos que la hieródula era también la diosa Inanna, era Ishtar, era una emanación de la Diosa madre, quien era Lilith y también la serpiente. Y es Eva, la mujer, quien acude al llamado de la serpiente y con ella va la humanidad completa. Visto así, dejarse tentar por la serpiente equivale a acceder a una revelación muy profunda, aquella que nos lleva a abrir los ojos, a sobrepasar estados instintivos y acceder al mundo de la consciencia humana, el mundo de las palabras y la razón, de los símbolos y la cultura. El Génesis nos enseña que, al abrir los ojos, Adán y Eva advirtieron lo contradictorio y pudieron discernir. Había bien y mal, arriba y abajo, desnudo y vestido, blanco y negro, humano y animal, humano y divinidad, vida y muerte, hombre y mujer, yo y tú, nosotros y ellos. Todo eso y mucho más es lo que hay. Pero discernir no implica necesariamente oponer y jerarquizar. Y, asimismo, este último tipo de apropiación racional del mundo, al que tan acostumbrado estamos, no equivale necesariamente a comprender. Por el contrario, habituarse a oír lo que la serpiente tiene que decir nos enseña a mirar de frente la realidad del mundo. Y lo que vemos es un mundo cambiante y dinámico que, como la serpiente, emerge de la cáscara muerta de su forma anterior, en un devenir que es norma de la vida. Un mundo que, como la Diosa, aun puede contemplarse como aquella gran madre terrible y

generosa a la vez, la que nos inicia haciéndonos entrar en el flujo de la vida para luego retirarnos, la que propicia la fertilidad y la creatividad y también corta cabezas. Al fin y al cabo, la serpiente nos dice que vivir en la ambivalencia y el devenir de la materia no es un defecto, que nuestra perfección como humanos consiste en que somos imperfectos ( vale decir, no completamente hechos o finiquitados ): somos acontecimientos en marcha, algo inacabado. Si hemos sido capaces de acceder a esta comprensión ha sido porque Eva, afortunadamente, declinó obedecer a Yahveh y prestó atención a la serpiente. Al hacerlo, Eva recuerda que, antes de ser Eva, fue Lilith. Lo que, a su vez, nos recuerda a todos que la historia del origen, eso que se supone que nos explica y justifica, siempre puede ser narrada de otra manera. Siempre es posible, y también saludable, ensayar mejores maneras.

CAPÍTULO 2 La historia occidental contada desde la vulva

El origen del mundo

Un primerísimo primer plano a la cadera baja de una mujer que nos enseña su vulva y el matorral negro y espeso de su pubis. Ese primer plano corta el cuerpo de la modelo, impidiéndonos ver su rostro, el cual se fuga de la escena oculto bajo una maraña de sábanas blancas. La Descripcion corresponde a la que, muy probablemente, sea la obra de arte más controvertida y repelida de Occidente. El pequeño lienzo pintado al óleo hacia 1866 pertenece al artista francés Gustave Courbet y, aunque este declinara bautizarlo en su momento, ha sido conocido por el sugerente nombre El origen del mundo (L’Origine du monde). Una larga historia de censuras y ocultamientos ha acompañado a esta pintura desde su creación.

Gustave Courbet, El origen del mundo, 1866.

Se dice que la pintura fue un encargo de un diplomático y coleccionista turco, quien la mantenía oculta tras una cortina verde, que ocasionalmente descorría para sorprender a alguna visita selecta. Se dice también que su siguiente dueño lo adquirió en una subasta y que optó también por mantenerlo escondido bajo otro cuadro del propio Courbet que, irónicamente, representaba un castillo cubierto por un manto de nieve. Lo cierto es que, por más de cien años, el destino del cuadro consistió en caer en manos de diferentes propietarios (entre los que destaca el psicoanalista Jacques Lacan), quienes una y otra vez reiterarían el gesto de poseerlo en secreto y mantenerlo escrupulosamente oculto en las sombras.

Una frase ocurrente nos dice que el sol y la muerte son las dos cosas que no se pueden mirar de frente. La biografía del cuadro de Courbet parece enseñarnos que la vulva debe contarse entre estas cosas que deslumbran e inquietan al punto de preferir cerrar los ojos. De forma análoga, en El jardín perfumado, un antiguo libro erótico árabe —al estilo del Kama Sutra— escrito hacia el siglo XV por el jeque Al-Nafzawi, se aconsejaba no mirar con demasiada frecuencia el interior de la vagina, pues ello ocasionaba la pérdida irremediable de la visión. Como ejemplo se mencionaba lo acontecido con un califa de Damasco que tenía por costumbre examinar el interior de las vaginas de sus amantes. Cuando le advirtieron que eso podía ser perjudicial para sus ojos, el califa se mostró por completo indiferente: “¡Están todos locos! —respondió— “¿O es que acaso existe mayor delicia que esta?”. El califa no modificó la costumbre que tanto placer le ocasionaba y no tardó mucho en quedarse ciego. A su manera, el gesto de ocultar celosamente el cuadro de Courbet responde al lugar simbólico que ha ocupado el sexo femenino dentro de la cultura patriarcal occidental: el espacio de lo fascinante y lo aterrador, de aquello que, aunque se desee, no se puede mirar fijamente sin correr un riesgo tremendo, incluso mortal. Justamente, al constructo simbólico donde arraiga este terror ancestral algunos estudiosos lo llaman "la vagina dentada", es decir, el sexo femenino entendido como algo monstruoso capaz de devorarlo todo. A lo largo del tiempo, infinidad de culturas de los más diversos rincones del planeta han replicado este arquetipo a través de cuentos folclóricos, chistes, mitos y leyendas. Lo ocurrido con el califa de Damasco es una variante suavizada de este modelo. Un ejemplo más crudo lo podemos encontrar en el mito creacional griego, donde se menciona que, allá en los tiempos primordiales, Urano, dios celeste, tomó a la diosa tierra Gea, su madre, como cónyuge. Muy pronto, el padre celestial descubre con espanto que entre su descendencia nacería otro dios que lo destronaría. Para evitar esta suerte, Urano toma a Gea por la fuerza —en lo que vendría a ser la primera de todas las violaciones— y se propone perpetuar un coito cósmico interminable, de manera que jamás pudiera salir del interior de Gea la vida que en ella se estaba gestando. Dentro de Gea se engendraban vidas en cautiverio. Dicha situación no varió hasta que la diosa se confabuló con el menor de sus hijos, Cronos, dios

del tiempo —y, por consiguiente, del devenir que todo lo devora—, quien sería el encargado de liberar a sus hermanos, en la primera insurrección surgida desde las profundidades de la matriz de Gea. Con este propósito la diosa le entrega una guadaña afilada —los "dientes"— con la que el joven dios acaba cercenando el celestial pene de su tiránico padre, a quien, en efecto, sustituye. Empapándose de estas historias se educaban sentimentalmente los antiguos griegos. Sin embargo, debiese llamar la atención que, a tres mil años de distancia, el aprendizaje cultural de los hombres occidentales siga prescribiéndoles el deseo de acceder a las vaginas de las mujeres, pero al mismo tiempo se los llame a sentir asco, a despreciarlas, repelerlas y también temerlas. No se precisa mucho psicoanálisis para comprobar que la "vagina dentada" se nos sigue ofreciendo a diario como una imagen cultural influyente. Desde luego, considerando el casi universal entusiasmo que concita una felación —donde, en efecto, hay dientes implicados que, eventualmente, podrían desgarrar el miembro masculino—, resulta irónico que la vulva y sus jugosidades, incluido el sangrado menstrual, siga manteniéndose como un tabú y prestándose tanto para vergüenzas como para tortuosas y castradoras fabulaciones. Cualquiera sea la anécdota infamante que un hombre conozca sobre la vulva, la moraleja siempre será que dejarse llevar por su succión equivale a quedar por completo despojado de toda voluntad. Hoy, como ayer, mirar de frente la vulva es mirar directamente a Medusa, la Gorgona del mito griego, una mujer-monstruo con cabellera de serpientes venenosas y cuya mirada convertía a los héroes en estatuas de piedra. Medusa misma es la vulva de Courbert y las serpientes son las greñas del vello púbico. Es el símbolo de un caos irresistible y aterrador. Algo que más conviene desterrar a las tinieblas del inconsciente. No fue sino hasta el año 1995 que El origen del mundo al fin salió de la clandestinidad a la luz, cuando pasó a formar parte de la colección permanente del Museo de Orsay, en Francia. Desde entonces se mantiene en exhibición, rodeado de una férrea vigilancia, como un eterno sospechoso o un prisionero en libertad condicional. Sin embargo, cada cierto tiempo, el cuadro parece arreglárselas para suscitar nuevas polémicas. No hace mucho, en 2011, la pintura de Courbet se transformaba en noticia mundial, luego de que Facebook cerrara la cuenta de un usuario que había empleado la imagen del

cuadro como foto de perfil, por considerar que vulneraba las condiciones de uso de la red social. Junto con dejar en evidencia la proverbial ignorancia y mojigatería de quienes controlan dicho espacio virtual, el incidente viene a mostrar la feroz alarma que produce la vulva cuando se exhibe de manera explícita, fuera de los magros conductos de difusión que se le han asignado, entre los que destacan la pornografía y, hasta cierto punto, la higiene. Lo cierto es que el cuadro de Courbet es una de las víctimas más preclaras de la manía del patriarcado occidental por hacer desaparecer del horizonte todo lo concerniente al sexo femenino. Y es que la práctica habitual en nuestro milenario modelo cultural ha sido suprimir de raíz el sexo femenino de nuestro imaginario, para lo cual, en primer lugar, se lo ha dejado fuera del lenguaje. Es un silencio. El "allá abajo" de las mujeres es una zona innombrable, apenas referible a través de complejos rodeos. La palabra vagina, de origen latino, que es la forma la que con frecuencia nos referimos al sexo femenino, entre los romanos solía significar "funda", “estuche" o "vaina". ¿Para envainar la espada? Desde luego. Teniendo en cuenta nuestro aprendizaje cultural, no ha de extrañarnos que al aludir al sexo femenino sustituyamos el todo por la parte y a esa totalidad la conozcamos como vagina, es decir, por el nombre del conducto que recibe el pene y funciona como canal de parto. ¿No es eso todo cuanto importa saber en relación con el sexo de las mujeres? Lo cierto es que, durante miles de años, al sexo femenino se lo ha entendido exclusivamente como el sitio donde el hombre puede procurarse placer y también reproducirse. Resultaría impensable, por otra parte, que al pene se le designase bajo el nombre de una de sus partes, por ejemplo, escroto. Otra forma de omitir la vulva consiste en dejarla fuera del ámbito de la representación visual, donde apenas puede vislumbrase como una falta, un hueco, una carencia. Lo dicho se comprueba con la mayor facilidad. Basta con pedirle a cualquiera, a usted, por ejemplo, que tome lápiz y papel y garabatee un pene. Nada más sencillo, ¿no es así? Podemos encontrarlo en cualquier pared, baño, pupitre o pizarra escolar. Una niña pequeña lo conoce aun antes de decidirse a poner un espejo entre sus muslos y mirar qué tiene ella ahí abajo. Su popularidad es tal que de seguro ni el menos diestro de los dibujantes olvidará trazar con gran acierto sus partes constitutivas, pues el

modelo se reproduce en cada rincón del mundo. En cambio, si se solicita a cualquiera que dibuje una vulva ¿sería capaz de delinear cada una de sus partes, los labios mayores y menores, el clítoris y la capucha clitoral? Hasta donde entiendo, El origen del mundo hizo su última aparición mediática durante en el verano de 2014. En esa ocasión, la artista Deborah de Robertis irrumpió en el salón donde se exhibe el cuadro en el museo de Orsay, levantó solemnemente sus faldas y, en cuclillas, justo bajo el cuadro de Courbert, se abrió con sus dedos los labios externos hasta mostrar abierta y claramente la entrada de su vulva. Se trataba de una performance acompañada por una pista del Ave María y un discurso grabado donde repetía una especie de letanía. Los guardias de seguridad no tardaron en expulsar a la performista ante la mirada atónita y el mal disimulado desagrado de todos los amantes de las bellas artes que visitaban el museo. Actos como este se reiteran cada vez con más frecuencia y, la mayoría de las veces, son tildados de groseros o de pésimo gusto. Esto resulta ciertamente paradójico, teniendo en cuenta que vivimos en sociedades donde prácticas como el upskirting —ese tipo de acoso callejero que consiste en grabar y fotografiar a las mujeres por debajo de sus faldas— resultan del todo habituales y rara vez acaban siendo sancionadas. Sin embargo, la reacción más instantánea e intuitiva cada vez que una mujer levanta sus faldas en un contexto público es de violento rechazo, sobre todo si el gesto parece no coincidir con sus "usos" y "marcos" culturalmente legitimados sino que, por ejemplo, pide ser leído como una forma de desafío y de protesta. Se ha dicho, con exactitud, que el modelo patriarcal solo cambiará a medida que se genere un desplazamiento simbólico que modifique de manera profunda nuestra relación con la realidad. Por lo mismo, la visibilización de la vulva, que implica una reapropiación de las mujeres sobre lo que, de hecho, les ha pertenecido siempre, constituye un verdadero acto político. Un acto creativo que, junto con generar una nueva imaginería genital femenina, puede enseñarnos otra forma de mirar nuestro mundo. Porque, en realidad, si hasta ahora nos hemos resistido a mirar de frente la vulva no ha sido porque al hacerlo corramos un peligro mortal, sino que, más exactamente, porque la vulva (como las estrellas) corresponde a ese tipo especial de cosas que no se pueden mirar sin pasar a observar el mundo desde ellas. Y nuestro mundo

occidental, el mundo histórico y cultural que habitamos, se ve en verdad muy distinto si lo miramos desde la vulva.

La risa de Baubo

Estatuilla de Baubo, s. iv a. C.

Puede ser que una pintura como El origen del mundo nos siga pareciendo algo extraño o excepcional. Sin embargo, las representaciones de la vulva abundan en los registros arqueológicos más antiguos del mundo, testimonios de un pasado humano en que los genitales femeninos, muy lejos de escamotearse, eran considerados sagrados. existen abundantes representaciones vulvares en pinturas rupestres que datan del Paleolítico, como las que adornan las cavernas de Lascaux o La Ferrassie en Francia. Las hallamos también en numerosas estatuillas femeninas que ostentan su vulva y que eran empleadas en ceremonias, fiestas y todo tipo de rituales durante el Neolítico y la Antigüedad clásica. Especialmente atractivas resultan ciertas figuras desenterradas en Grecia, entre las ruinas del santuario de Eleusis, el centro religioso más importante del mundo antiguo, escenario de los famosos "misterios", un conjunto de ritos iniciáticos que perduraron por más de dos mil años, desde tiempos arcaicos hasta los estertores del Imperio romano

occidental. Estas estatuillas representan mujeres levantándose la falda o directamente mujeres-vulva, es decir, figuras femeninas cuyos rostros aparecen ubicados en el sitio del vientre, rostros risueños provistos de barbillas cuya hendidura en forma de V corresponde a la ranura vulvar y la entrepierna. En estas alocadas figuras lo de arriba se confunde y se permuta con lo de abajo, como si el cuerpo entero hubiese dado una voltereta. Tales figuras representan a una mujer mítica llamada Baubo o Yambé, la primera mujer, hasta donde se tiene registro, que levantó su falda y mostró orgullosa su vulva sin el menor decoro. Conocemos a Baubo/Yambé debido a su breve pero significativa participación dentro del que, a mi juicio, es el más bello de todos los mitos que nos dejó la antigua cultura grecolatina: la historia del rapto de Perséfone-Koré a manos de Hades y su desesperada búsqueda por parte de su madre, la diosa Deméter. Valga indicar que ambas diosas son divinidades asociadas con la tierra y la agricultura, la vegetación y la fertilidad, en especial, de los cereales como el trigo (de ahí también el nombre latino de Deméter, Ceres). También el raptor, Hades, se vincula con el mundo telúrico, más exactamente con el inframundo, vale decir, el estado inferior del mundo o el "seno" de la Tierra. ¿El ámbito infernal de la muerte? Sí, desde luego. Pero tal espacio no tenía, entre los griegos y los romanos, aquella carga moral que le imprimiera más tarde el cristianismo como sitio de condenación. Igualmente, como el propio mito se encargará de mostrar, la muerte aquí debemos entenderla en su relación con la tierra, que engendra todas las cosas y luego las vuelve a tomar, en un ir y venir constante de muerte y renovación. Pero, para comenzar con el relato, debemos subir hasta las alturas del Olimpo. Así como hoy vemos a los señores del mundo que, desde la comodidad de sus oficinas en lo alto de encumbrados rascacielos, deciden si habrá guerra en lugares remotos, en los tiempos del mito griego era el Padre Zeus quien, desde su trono sobre las nubes, decidía la suerte de humanos y dioses. Y, en esta ocasión, había resuelto entregar a su hija Koré a su hermano Hades para que fuese su esposa. Por supuesto, ni Koré ni Deméter habían tomado parte en el asunto y desconocían por completo esta decisión. El mito nos presenta a Koré haciéndole honor a su nombre, que significa "niña", “jovencita" o "doncella", una chica libre, sin atadura a un varón. Así,

la vemos correteando por colinas y bosques, recogiendo flores despreocupadamente en compañía de sus amigas, las hijas del dios Océano. Cual astuto cazador, Hades hace brotar un hermoso y radiante narciso justo frente a su joven presa. Una vez que la muchacha muerde el anzuelo, el dios surge desde las profundidades de la tierra montado sobre su carro y se lleva a Koré al inframundo para que sea su esposa por la fuerza. Los antiguos mitos griegos están plagados de violaciones de los dioses a humanas y a otras diosas, todos hechos alevosos y casi todos impunes. Como veremos, el rapto de Koré constituye una excepción a esta regla. Angustiada ante la desaparición de su hija y la absoluta indiferencia de los dioses, Deméter decide abandonar el monte Olimpo. Así, mientras la hija palidece de pena en el inframundo, la madre desconsolada adopta la forma de una vieja harapienta y se echa a recorrer las tierras de los humanos buscando infructuosamente a su hija, sin detenerse a beber ni a comer nada. Todo parecía marchar según lo pactado por Zeus y Hades. No obstante, ninguno de ellos pudo anticipar los devastadores efectos que traería la gran aflicción de la diosa de las cosechas. Y es que si la diosa Deméter, dueña de la fertilidad de la tierra, se deprimía y perdía su vitalidad, significaba que el mundo entero quedaba irremediablemente sumido en la esterilidad y la parálisis. Y así ocurrió, exactamente. Al cabo de pocos días, no solo la vegetación se había secado por completo, sino que nada más volvió a germinar sobre la faz de la tierra. Nada nuevo bajo el sol. Los seres humanos tampoco se reproducían. Era ese el primero y el más cruento de todos los inviernos de la Tierra. Un invierno que al parecer no acabaría jamás. Es justamente en este punto del relato donde interviene Baubo, también llamada Yambé. Sus dos nombres provienen de las dos versiones en que el mito se bifurca. En la versión atribuida a Homero, Yambé —de cuyo nombre provienen los antiguos poemas yámbicos o satíricos griegos— será una sirvienta del palacio de los reyes de Eleusis, quienes, sin sospechar que se trataba de una diosa, habían llevado a la anciana Deméter para que sirviera como institutriz de uno de sus hijos. Como la viera tan desganada y triste, obstinada en su interminable ayuno, Yambé procura animar a la diosa. Le ofrece una humilde silla para que descanse, le ofrece también algo para comer y beber, lo que Deméter rechaza terminantemente. Ante esto, nos dice

Homero, Yambé opta por pronunciar una serie de palabras obscenas acompañadas con gestos irrisorios que no tardan en sacarle más de una risa a la diosa Deméter. La otra versión, proveniente de los textos órficos, es la más explícita. Acá no hay palacios ni reyes de Eleusis. Hay, en cambio, una modesta choza donde vive una pareja de campesinos que hospedan a la diosa e intentan brindarle ayuda. La mujer, acá nombrada Baubo —nombre que en griego antiguo significa "vulva"—, realiza una danza obscena ante la abatida Deméter, la que concluye con su gesto más característico: el "ana suromai", vale decir, el gesto de levantar sus faldas y exponer sus genitales, gesto que provoca la carcajada irrefrenable de la diosa de las cosechas. Tras ello, Deméter muda su humor y acepta de buena gana la bebida ofrecida por Baubo, una bebida enigmática llamada kykeon, que se dice estaba hecha con agua de cebada y menta, además de otros ingredientes secretos, y que cumplía un rol fundamental en los misterios de Eleusis. De hecho, el mito menciona que fue la propia diosa quien, tras revelar su identidad, y en señal de gratitud a la gente de Eleusis, estableció su templo allí e instituyó los famosos misterios. Lo cierto es que la obscenidad de Baubo/Yambé desencadena el fin del ayuno de Deméter y el restablecimiento de su buen humor. La intervención de la mujer-vulva fue decisiva. Es tras este episodio que Deméter inicia su recuperación, que adquiere un nuevo vigor que, al fin y al cabo, le permitirá torcer la mano de Zeus y recuperar a su hija. Así, una vez que son descubiertos por Deméter, a Zeus y a Hades no les quedará más remedio que capitular. El mito nos habla de un acuerdo alcanzado entre los dioses: Deméter se compromete a dejar que el mundo florezca. A cambio, su hija deberá ser devuelta cuanto antes. Y así ocurrió, efectivamente. El poema homérico narra de manera preciosa el reencuentro de la madre con su hija. Deméter aguarda, impaciente en su templo de Eleusis, la llegada de la carroza de Hermes, el mensajero de los dioses que trae de vuelta a Koré. Cuando, al fin, los ve aproXImarse "ella corrió hacia su hija, como una ménade corre por una quebrada montañosa". No obstante, hundida en el seno de la tierra, Koré había experimentado un profundo cambio; ya no era la niña que encontramos al comienzo del relato. Se había

transformado en Perséfone, la guía de las almas del inframundo. De hecho, hay quienes han visto en este mito la recreación de un proceso de maduración femenino, del paso de la niñez a la adultez. Sin embargo, no se trata de que Perséfone, la mujer adulta, nazca del sacrificio que involucra la violación de la niña Koré, como si el paso de un estado a otro en la mujer dependiese de su sometimiento a un tirano señor. El hecho es que, al momento de despedirse del inframundo, Hades le da de comer a Koré-Perséfone los granos de una granada, uno de los frutos prohibidos que abundan en los mitos de todo el mundo. Con ello, se nos dice, la joven diosa quedaba atada, obligada a retornar al inframundo una tercera parte de cada año. Me inclino a pensar que fue la propia Perséfone quien, voluntariamente, y a sabiendas de las consecuencias, decidió probar los granos. No en vano se ha dicho que la historia de Deméter y Perséfone es el más femenino de todos los mitos. Esto no solo se debe al inusual protagonismo que adquieren los caracteres femeninos dentro de un mito que fuera tan popular y prestigioso en el contexto de una cultura patriarcal, como fue la cultura grecolatina, y cuya influencia, se ha dicho ya, ha sido decisiva para la conformación de nuestro imaginario occidental. Hay, además, amarrado al corazón de este mito un verdadero código secreto, un mensaje edificante y práctico que, en cierta medida, aparece velado para nosotros, pero que se mostraba perfectamente nítido a los ojos de las mujeres de la antigüedad. En realidad hay una tremenda ironía en el desenlace de la historia. Y es que mientras Hades pensaba que había tenido éXIto al obligar a Perséfone a pasar cada año una temporada con él, en estricto rigor le había entregado un método eficaz para proteger su independencia y libertad. Seguramente, el dios del inframundo ignoraba que los granos que le dio de comer dejaban estéril a la diosa. Efectivamente, en los antiguos textos médicos griegos y romanos se suelen mencionar las propiedades abortivas de la granada, entre otros frutos y hierbas. En particular, las semillas de granada fueron ampliamente usadas en la antigüedad como método anticonceptivo natural y todavía son empleadas en India, África y la polinesia. A mi entender, el gesto de Baubo, la vulva parlante, nos muestra la clave para comprender la secreta sabiduría que se oculta bajo la cáscara de este

mito. Ello explicaría por qué este gesto obsceno resultaba tan santo y tan sagrado a ojos de las mujeres de la antigüedad. Y es que, al mostrar su vulva, Baubo le recuerda a Deméter su poder de dar y quitar la vida. De hecho, si se lee desde una perspectiva cósmica, el desenlace del mito daba por inauguradas las estaciones del año o, más precisamente, la estacionalidad de las cosechas. Esa es, de hecho, la interpretación más superficial y conocida de esta historia: cuando Perséfone se encuentra acompañando a su madre en Eleusis, la tierra brota y entrega sus frutos, el mundo goza de la primavera y el verano; al descender junto a Hades, en cambio, la tierra parece yerma y carente de vida; hablamos del otoño y el invierno. Pero ¿qué nos dice esta moraleja sino que la vida está en constante movimiento, en constante flujo y devenir? Los descensos y ascensos de Koré-Perséfone riman con los ciclos de los astros y los ciclos de la vegetación en su continuo proceso de hacerse y deshacerse, florecer y marchitarse. Curiosamente, el significado más profundo del "ana suromai" de Baubo (el gesto de exhibir la vulva) se mantiene aún oculto en ciertos chistes y groserías que hasta el día de hoy nos decimos. ¿O acaso despachar a alguien a las partes bajas no constituye la premisa básica de infinidad de groserías? Bien entendido, por ejemplo, mandar a alguien a la concha de su madre no es otra cosa que despacharlo a las partes bajas femeninas, lo que simbólicamente equivale a regresarlo a la tierra, al origen —de nuevo, al "origen del mundo", de todos nuestros mundos—, al útero, la matriz donde ha de disolverse y volverse a crear. Equivale, pues, a matarlo y hacerlo renacer, dentro de una lógica no binaria donde toda negación no puede sino ir de la mano con una subsecuente afirmación.

La vulva es el origen del mundo y también su destino

Bien entendido, el gesto de Baubo está en completa sintonía con la cosmovisión prepatriarcal de la que hablamos en el capítulo anterior, según la cual vida y muerte existen como un solo e inseparable concepto, ambas dimensiones formando parte de un mismo cuadro en movimiento, muy lejos de las dicotomías y oposiciones radicales en las que solemos inscribirlas hoy en día. Así también, tal cosmovisión nos enseña una forma típicamente femenina de espiritualidad, en que la obscenidad no aparece diferenciada de lo sagrado y en que la risa de las mujeres y su cuerpo aparecen revestidos de poderes muy especiales, relacionados con los ciclos de vida-muerterenacimiento. Justamente, tiendo a creer que Deméter ríe ante el gesto obsceno de Baubo pues su vulva funciona como una especie de talismán, como una contraseña, algo "dicho entre las piernas", como una fórmula mágica que le permite espantar sus temores y aflicciones. Es como si la vulva le dijera: “¡Cómo! ¿Acaso puede la diosa de la tierra y la fertilidad dejarse amedrentar por un par de dioses ignorantes y autoritarios? ¿Puede Hades, es decir, las potencias infernales de la muerte y la esterilidad, detener el avance de la vida? ¿Puedes tú misma, a costa de obstinados ayunos, negar tu propia inagotable vitalidad?”. Asimismo, junto con plantear esta concepción de la vida y el cosmos, el gesto de Baubo viene a recordarle a cada mujer la soberanía sobre su cuerpo y su sexualidad y, por extensión, su soberanía sobre la vida: su capacidad tanto para generarla como para suprimirla. Queda claro, entonces, que si Perséfone volvía una temporada cada año al inframundo era porque ella así lo quería. Era libre de desplazarse por donde quisiera, el cielo, la tierra y el infierno, sin detenerse demasiado en ninguno de estos sitios. Su decisión era

firme y clara al coger las semillas de la granada: no sería madre y nadie sería su señor. Era capaz de autogobernarse. Pese al estado de brutal sometimiento en que vivieron las mujeres durante la antigüedad grecolatina, hoy se sabe que al menos en el marco de los ritos eleusinos y, en general, de las festividades en honor a Deméter y KoréPerséfone, pudieron gozar de importantes espacios de autonomía y libertad. Quizás el ejemplo más notable de esto fueron las llamadas Tesmoforias, festividades que se celebraban cada primavera, en las que se excluía por completo la presencia de los hombres. En el contexto de estas fiestas, las mujeres encontraban una inmejorable ocasión de romper el enclaustramiento doméstico y escapar al control masculino. Y es aquí, justamente, donde encontramos mujeres de la antigüedad, de carne y hueso, replicando el gesto de Baubo, el cual, lo mismo que en el mito, debía ser dirigido de una mujer a otra. De hecho, la ostentación de la vulva debiese leerse como una señal de complicidad y solidaridad entre las mujeres griegas. Se trata de una muestra notable de aquel lenguaje común que, necesariamente, fue gestándose durante miles de años de sometimiento patriarcal, un lenguaje espontáneo y familiar, eximido de la reverencia y el decoro que debían guardar a diario. Todavía más, si hemos de buscar un antecedente remoto de las luchas feministas de hoy, debemos remontarnos hasta estas festividades. En tales espacios, patrocinados por las diosas de la fertilidad, las mujeres pudieron estrechar los lazos entre sí; eran verdaderos espacios de resistencia contracultural donde compartían sin tapujos un corpus de conocimientos, que fue pasándose de generación en generación. De hecho, la conexión entre las plantas y frutos anticonceptivos y abortivos con el mito y los cultos a Deméter y Perséfone sugieren que dentro de dichos espacios de resistencia las mujeres pudieron educarse en la certeza de que el control de la fertilidad humana —tanto su promoción como su supresión— estaba en sus manos. ¿No era eso, después de todo, lo que el gesto de Baubo quería decir? Sin duda, Baubo representa una forma particularmente femenina de reír y bromear, una forma de obscenidad castigada por nuestro modelo cultural patriarcal, la misma que aún hoy en día escandaliza y enciende las alarmas, no tanto, como se suele decir, porque no sea ese un lenguaje adecuado para

una dama o una señorita bien educada, sino que, más precisamente, porque en el caso de las mujeres hablar de lo bajo —y aun hablar desde lo bajo— siempre implicará una forma de empoderamiento sobre sus cuerpos y su sexualidad. Y de ahí en más su soberanía sobre la vida y la muerte. ¿Acaso la vulva no tiene, entonces, sobradas razones para reír? La antigua comedia griega nos ha dejado un bellísimo testimonio de lo que pasaría si eventualmente las mujeres se organizaran para hacer uso de su poder sobre la vida y la muerte. En particular, pienso en Lisístrata, obra teatral escrita por el comediógrafo Aristófanes hacia finales del siglo v a. C., justamente en el periodo en que el mundo griego clásico colapsaba debido a las funestas consecuencias de una lucha fratricida que enfrentaba a las dos ciudades más poderosas, Atenas y Esparta, en la llamada Guerra del Peloponeso. La obra recoge este contexto y pide ser interpretada como un alegato antibelicista de valor universal. En esta obra son justamente las mujeres de Grecia quienes se organizan para poner punto final a un conflicto absurdo. Lideradas por Lisístrata (cuyo nombre quiere decir "la que deshace ejércitos"), las mujeres atenienses aprovechan la ausencia de sus maridos —que se pasan los días entre batalla y batalla— y deciden tomar el control de la acrópolis de la ciudad, en la que se guarda el tesoro de la misma. No contentas con eso, declaran una extraordinaria huelga "de muslos cerrados", la que se obstinarán en no deponer hasta que los hombres de Atenas y Esparta firmen la paz y regresen a sus hogares. La chispa de la insurrección femenina no tarda en extenderse a todas las ciudades griegas y las consecuencias de este insólito motín no se hacen esperar. Por dondequiera que se mire, solo se verán hombres angustiadísimos, muy erectos y adoloridos, expulsados tanto de los centros urbanos como de las vulvas de sus esposas; de este modo, a la obligada abstinencia sexual de los guerreros, se une la imposibilidad de acceder a la acrópolis y disponer del dinero para la guerra. Por supuesto, el éXIto de la medida es fulminante y arrollador. A la larga, a los hombres no les quedará otra alternativa que ceder ante las mujeres y declarar la paz. Ciertamente, la comedia nos muestra el mundo al revés, donde las mujeres han tomado el control. Pero, bien leída, es mucho más que eso. Es la pesadilla final del patriarcado. A la cultura de la dominación, de la guerra y la

muerte se le opone una fuerza mayor, imposible de derrotar. Pues, ¿cuál de estas dos cosas resulta, a la larga, más destructiva y fatal? ¿La guerra o la falta de sexo? Tome una espada y corte las cabezas de sus enemigos; a lo sumo descabezará un ejército y ganará una guerra. Pero ninguna guerra ha habido aún que haya podido acabar con toda la humanidad. En cambio, si todas las mujeres sobre la faz de la tierra siguieran a Lisístrata y cerraran sus piernas, ahí sí que sería inminente el fin de la humanidad. Baubo ríe a carcajadas pues sabe que tiene la supremacía sobre la vida y la muerte. Y este conocimiento, que fuera el patrimonio más valioso de las mujeres del mundo antiguo, no se extinguió del todo cuando de dicho mundo solo quedaron ruinas sobre ruinas, que el polvo se encargó de cubrir. Como veremos a continuación, el legado de Baubo perseveró, de otras maneras y por diversas vías, durante el patriarcado medieval. Y es que, en estricto rigor, no fue sino hasta los albores de la modernidad capitalista que la risa de Baubo fue perseguida y castigada de la manera más violenta y atroz que se guarde memoria, al punto de casi haber quedado proscrita por completo de la faz de esta tierra. De eso se trató, en una última instancia, la llamada cacería de brujas de la que ya tendremos ocasión de hablar.

Un feminismo medieval

¿Pudo Baubo levantarse la falda durante la llamada Edad Media? Una respuesta afirmativa podría parecer increíble o, al menos, sospechosa, pues lo medieval —lejos de prestarse para liberalidades de ninguna especie— se nos presenta comúnmente como sinónimo de oscurantismo, de noche, de atraso, de barbarie y de ignorancia. La Edad Media suele suscitar, al evocarla, una sensación de laXItud ligada al recuerdo de una Iglesia católica con un predominio total sobre la vida de las personas; suele también despertar una sensación de opresión y rechazo al pensar en la intolerancia y el fanatismo religioso, en las Cruzadas y en la Inquisición, o aun en las formas de misoginia patriarcal más asesinas y atroces, que habrían llevado a la caza de brujas en Europa, nada menos que la tragedia más dolorosa que registra la historia de las mujeres en el Occidente patriarcal. Pero, en realidad, los tiempos oscuros nunca son tan oscuros como nos los pintan. Cuando en los textos o manuales de historia aparecen rótulos tales como "decadencia", “oscurantismo" o "anarquía" para designar un periodo, siempre se debe tener cautela. Por lo general, bajo estos nombres se esconde la voluntad ideológica de opacar o pasar por alto momentos de la historia que bien pueden ser interesantes. De hecho, apenas echamos un poco de luz sobre los llamados "periodos oscuros" comenzamos a observar intensos movimientos culturales y sociales, la emergencia de nuevas formas de expresión, acaloradas polémicas, desafiantes ideas y cambios revolucionarios. Además, conviene aclarar de entrada que la caza de brujas no es un fenómeno típicamente medieval, como se suele pensar. Por el contrario, como ha señalado Silvia Federicci, los primeros juicios por brujería tuvieron lugar en los albores de lo que conocemos como época moderna, hacia el siglo XV, y se intensificaron a mediados del siglo XVI. Hablamos del periodo en

que la forma de vida medieval, una forma de vida eminentemente agrícola, ligada a la tierra y los ciclos de la naturaleza, daba paso al régimen de vida que caracterizará la modernidad. Es la época que solemos llamar Renacimiento, un tiempo en que las llamadas relaciones feudales de producción ya estaban dando paso a las instituciones económicas y políticas típicas del capitalismo mercantil. Por supuesto, el hecho de que la Edad Media no encendiera las primeras hogueras para quemar mujeres acusándolas de servir a Satanás no quiere decir que tal periodo estuviera exento de la atávica misoginia patriarcal. ¡Muy por el contrario! Claramente, el discurso oficial del patriarcado europeo medieval, cuya voz cantante era llevada por la Iglesia católica romana, continuó relegando a la mujer a un plano inferior y fue tenaz en su intento de borrar del mapa todo lo concerniente al sexo femenino, a menos que se tratara de maldecirlo y señalarlo como fuente originaria de todos los pecados. No es necesario escarbar demasiado profundo para dar con el arsenal de insultos y degradaciones del que fueron objeto las mujeres durante la Edad Media. Baste, por ejemplo, recordar que los teólogos medievales afirmaban, siguiendo a Aristóteles, que la mujer era ni más ni menos que un hombre mutilado, idea que, por lo demás, fuera retomada y remozada por Freud, cuando afirmó que todas las niñas, llegada cierta edad entre los tres y cinco años, necesariamente han de autopercibirse como individuos castrados o entidades incompletas, a partir de lo cual surgiría la "envidia del pene" como condición constitutiva de la sexualidad femenina. Desde luego, en la historia del patriarcado occidental existe una línea de pensamiento ininterrumpida, en que la vulva es completamente pasada por alto. Es lo invisible. Lo que no está. Con todo, resulta interesante advertir que esa misma Edad Media que se empeñara en subordinar y opacar a la mujer puede también enseñarnos una cara inesperadamente femenina e, incluso —guardando las debidas proporciones—, feminista. Para entender esta idea es preciso comenzar por quitarnos de la cabeza la imagen convencional de una sociedad medieval como una especie de enorme y sombrío convento, donde todo olía a sahumerios y solo se oía el repiqueteo de campanas, entremedio de monótonos rezos y cantos de miserere. Nada es uniforme, afortunadamente. Y, en realidad, la Edad Media fue un momento polémico de la historia de

Occidente, en que abundaron las voces disonantes y contradictorias. Aun cuando la sociedad medieval fuera extremadamente androcéntrica —una sociedad edificada por varones que, a diferencia del patriarcado antiguo, se sostenía y justificaba desde una religión sin diosas—, ciertamente hubo allí mujeres que se rebelaron y las diosas no se retiraron totalmente de la faz de la tierra. Sin duda, la Edad Media no debe entenderse como una unidad monocromática. Aunque el influjo del cristianismo y la Iglesia católica resultan fundamentales para entender esta época, el ADN cultural del Medioevo estuvo también conformado por vigorosas y múltiples hebras paganas, provenientes tanto del mundo grecolatino como de las llamadas culturas "bárbaras". Y muchas de estas hebras tiñeron el Medioevo con colores femeninos. No hay que olvidar que en su empeño por derribar todos los "falsos ídolos" y sustituirlos por la tríada androcrática del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, el cristianismo debió enfrentarse a las antiguas diosas, a Deméter y a Koré-Perséfone, a Afrodita y a Artemisa, a Astarté y a Ishtar, en fin, a la Gran Diosa de múltiples rostros. Sin embargo, a pesar del eclipse cristiano, está claro que la Diosa dejó recuerdos imborrables en los espíritus de los hombres y las mujeres de la Edad Media.

Nuestra Señora la Vulva

Durante el periodo medieval las negras sotanas de los sacerdotes no velaron del todo la sonrisa de la vieja Baubo. De hecho, la podemos encontrar levantándose la falda en los lugares más santos para el buen cristiano. Y es que basta mirar con atención para comprobar que, al igual que en las cavernas del Paleolítico, las representaciones de vulvas abundan en las iglesias construidas en pleno Medioevo. ¿Cómo puede ser eso posible? En lo personal, tiendo a creer que las imágenes arcaicas, así como las creencias en general, nunca se destruyen ni desaparecen del todo, sino que tan solo se enmascaran y se sustituyen, se tuercen y se transforman. Así, con algo de imaginación, es posible contemplar viejas pinturas de la crucifiXIón donde la herida del costado de Jesús semeja una vulva perfecta goteando su menstruación. Así también, con algo de intuición, se puede comprobar que el sentido originario prepatriarcal de la sagrada vulva se mantiene implícito en esa sagrada herida. Como todo lo que es tocado por la mano de la Diosa, la vulva simboliza la vecindad entre la vida y la muerte. ¿Y no se nos dice que a esa herida, esa muerte y ese sacrificio de Cristo le siguió la resurrección? Pues de toda herida mortal y de toda putrefacción madura la vida. Si no, pregúntenles a las moscas que rondan los cadáveres, anidan en las heridas mortales y depositan ahí sus huevos de donde surgen las siguientes generaciones de moscas. De seguro, más de alguna abrevó en la herida de Jesucristo. Pero en las iglesias medievales encontramos representaciones vulvares muchísimo más explícitas, del tipo que no precisan tanta imaginación ni intuición. Así, por ejemplo, en los capiteles de numerosas iglesias cristianas construidas en Irlanda, Gales e Inglaterra, entre los siglos XII y XVI, encontramos las Sheela-Na-Gig, nombre bajo el cual se conocen unas misteriosas figuras de mujeres que nos recuerdan a la vieja sirvienta de

Eleusis. Desnudas y en cuclillas, estas figuras femeninas suelen aparecer con ambas manos señalando sus genitales o, más frecuentemente, abriendo sus labios vaginales, dejando ver el interior de su caverna. Uno se preguntará, entonces, ¿qué hacen estas mujeres, burlonas y exhibicionistas, decorando las iglesias medievales?

Sheela-Na-Gig.

Quienes han estudiado estas figuras suelen coincidir en que se trata de vestigios de la antigua religión celta, imágenes que perduraron como fruto del sincretismo o natural mezcolanza entre aquellas antiguas creencias paganas y el cristianismo, que se propagó por Europa durante la Edad Media. Particularmente, estas figuras se relacionarían con la antigua Diosa que fuera adorada por los celtas, misterioso pueblo mediterráneo extinto hacia el siglo vi d. C., cuya influencia en la conformación del imaginario occidental ha obrado silenciosamente pero, sin duda, ha sido decisiva. Y, por supuesto, como toda Gran Diosa, la divinidad celta es, a un mismo tiempo, donante y privadora, creadora y destructora de la vida; así, en las Sheelas, la ostentación de la vulva debe leerse como símbolo de la ambivalencia de la existencia. Estas figuras nos enseñan el lugar de donde todo proviene y adonde todo ha de regresar alguna vez para volverse a recrear. De ahí también que estas figuras suelan ubicarse estratégicamente sobre puertas y ventanas, pues el antiguo paganismo siempre vio en la vulva un amuleto que protege contra el mal y la muerte. Sin duda, las Sheela-Na-Gig son una muestra elocuente de la tozudez del paganismo que en Occidente, durante casi diez siglos, no sucumbió del todo bajo el catolicismo hegemónico. Por lo demás, estas figuras simbolizan la persistencia de una cosmovisión alternativa al patriarcado, que logró

infiltrarse en una religión ginecófoba, una religión que, hasta bien entrado el Medioevo, era absolutamente masculina, sin ningún referente femenino que hiciera contrapeso a las figuras centrales del Padre y el Hijo. Pero, indudablemente, una religión sin diosas era algo muy difícil de asimilar. No debe extrañar, entonces, que esos mismos teólogos medievales que condenaron a la mujer tuvieran que arreglárselas para lidiar con una creciente demanda social que —sobre todo entre los siglos XI al XIV—, desde diversos puntos de Europa, comenzó a exigir el regreso de la Diosa, la restitución del rostro femenino de la divinidad. La jerarquía eclesiástica se vio, entonces, obligada a responder. Así, paradójicamente, a fin de contrarrestar dicha demanda social (la misma que por doquier estaba haciendo florecer viejas creencias con aroma a azufre, que no tardarían en ser perseguidas y tildadas de herejías), el catolicismo no tuvo más remedio que inventarse su propia diosa. Esa diosa es María, la Virgen, personaje que, hasta el presente, goza de una enorme popularidad en el mundo católico, llegando, incluso, a rivalizar con el propio Jesucristo. En efecto, entre los siglos XII y XIII, vemos que esos mismos teólogos que se obstinaban en rechazar la influencia de la misteriosa María de Magdala sobre Jesucristo, aquellos que se empeñaron en hacerlo aparecer rodeado de discípulos hombres, se vieron forzados a admitir que ese mismo Jesucristo había tomado cuerpo en el vientre de una mujer, a la que debía su humanidad y, por lo tanto, su encarnación como hijo de Dios entre los hombres. Naturalmente, el hecho de que Cristo fuese Dios encarnado, nacido de una mujer, hacía evidente el problema ideológico de concebir lo femenino como algo incompleto e inferior. El punto es que Dios nació de una mujer, al igual que todos los hombres, y de eso los cristianos no podían zafarse. Pero, además, ¿cómo iba a ser una simple humana, manchada como todos nosotros pecadores (por obra y gracia de la deuda hereditaria que es el pecado original), quien albergara en su vientre nada menos que a la divinidad? ¡Si el contenido es divino, pues el continente también tiene que serlo! Para dar solución a este arduo debate los teólogos medievales debieron desempolvar el "dogma de la inmaculada concepción", una herramienta esencial en la promoción del culto mariano. Dicha doctrina —que no debe confundirse con el embarazo virginal de la madre de Dios— otorga a María

una condición excepcional dentro del género humano, eximiéndola del pecado original desde el mismísimo momento de su concepción. María, cual lirio nacido entre las espinas, es inmaculada, no tiene mancha; gracias a ello, pudo ser la madre de Dios, pues ello siempre formó parte del plan divino. Conviene mencionar, de paso, que la concepción inmaculada de María fue originalmente discutida en el Concilio de Éfeso, en el año 431 d. C., cuando se le reconoció por vez primera el carácter de Theotokos, es decir, madre o genitora de Dios. El sitio escogido para celebrar este concilio no resulta casual. ¿Recuerda usted el cuento de la viuda de Éfeso? La viuda del cuento, como se dijo, era una excelente proyección de la Gran Diosa, soberana de la vida y la muerte. No en vano se dice que Éfeso, localidad situada en la actual Turquía, fue la capital del culto a la Diosa en la antigüedad. Esta Gran Diosa de Éfeso fue venerada bajo la figura de la diosa Artemisa y su culto siguió activo durante un buen tiempo luego de la cristianización de los pueblos de Asia menor. La temprana defensa de la Iglesia oriental a la divina maternidad de María puede entenderse en el marco de este poderoso influjo pagano. Ahora bien, aunque jamás haya sido reconocida del todo, lo cierto es que la divinidad de la Virgen María no ha dejado de parecer razonable. No es casual que por siglos se le haya venerado "como si fuera una Diosa". La magnitud del fervor suscitado por el culto mariano puede ilustrarse con facilidad si pensamos en las monumentales catedrales que comienzan a construirse a partir del siglo XII, como Notre Dame de París. Notre Dame. Nuestra dama. Nuestra "domina". Vale decir, nuestra Señora. Y es que, evidentemente, no es casual que las catedrales comenzaran a denominarse Nuestra Señora, en sus numerosas variantes, por aquellos días en que la humilde María de las Escrituras se elevaba como Señora del universo, a la par del Señor universal. Por supuesto, como madre de Cristo, María es el Templo de Dios, la Theotokos, sagrado continente de la divinidad, igual de majestuoso e igualmente divino. Vaya usted y contemple con atención la portada ojival de una catedral gótica y lo que verá será una majestuosa vulva. Quien la atraviese accede no solo a un recinto sagrado sino que a la representación arquitectónica de María, la madre de todos los hombres al mismo tiempo que de Dios. De hecho, no parece inexacto afirmar que, en su sentido más profundo, las

catedrales que comenzaron a construirse en la Edad Media no son otra cosa que una nueva encarnación o una versión remozada de las antiquísimas cavernas. Cavernas que, a su vez, no eran otra cosa que el vientre de la Gran Diosa, el umbral por el que se accede a la madre Tierra, aquel útero donde la humanidad de la Edad de Piedra fijó sus primeros santuarios, que fueron también sus hogares y sus refugios. María desciende de la estirpe de la Gran Diosa, es verdad. Pero debemos refrenar los impulsos de ir más allá en la comparación, pues se trata de una divinidad femenina deliberadamente incompleta. Está claro que la bienaventurada Virgen María es una Diosa hecha a la medida de los sastres teólogos y doctores de la ley del Medioevo. Es una versión modificada, limitada y estrecha, aséptica y edulcorada, de la Diosa de la tradición ancestral prepatriarcal. No debiera sorprendernos, entonces, que María se nos presente como una mujer todopoderosa, pero castrada. Apenas un fragmento o un trozo de la antigua divinidad que representaba la vida, la sagrada materialidad de la existencia, en su continuo devenir, contradictorio y ambivalente. Está claro que María no es para nada ambivalente. Ella nos enseña un solo rostro rígido, luminoso y, ante todo, maternal. Se trata de una figura femenina mutilada, que ha sido despojada completamente de sus atributos corporales. María es madre de Dios, pero madre inmaculada. María es un modelo de mujer sin sexo. Y, como sabemos, dentro de la cosmovisión cristiana, el papel oscuro, tentador, sensual de la antigua Diosa queda ensombrecido en las figuras, siempre devaluadas, de Eva y María Magdalena.

Giovanni Battista Tiepolo, Inmaculada Concepción, 1767-1769.

Evidentemente, el modelo de feminidad encarnado por la Virgen María ha sido históricamente empleado en la promoción de la maternidad, de la pureza y la obediencia de la mujer. Sin embargo, es también evidente que María está muy lejos de ser un modelo de mujer construido a imagen y semejanza de las mujeres de carne y hueso. ¿O es necesario recordar que una mujer no es solo madre, no es tan solo púdica, no solo es bondadosa? Lo cierto es que, a partir del Medioevo, a María se la representará pisando a la serpiente, la misma que tentó primero a Eva y, por intermedio de esta, a Adán. Ya sabemos que, mediante este gesto, María hipoteca simbólicamente su plenitud y, con ella, su rebeldía y su autonomía sobre su destino y su propio cuerpo. Es, a buenas cuentas, el gesto inverso al de Baubo: esconder en lugar de mostrar. Y es que la Diosa incompleta que es María no contará ya con el consejo de Baubo; el culto mariano se encargará de dejar bien cubierto el cuerpo desnudo de la antigua diosa pagana. Es evidente que la Iglesia católica se ha mantenido totalmente ciega a esa verdad que reside en el cuerpo, y en el cuerpo femenino en especial. No en vano lo ha vilipendiado hasta el punto de querer hacer de la castidad el antídoto del deseo sexual o de la lujuria. Sin embargo, curiosamente, dentro de aquel mundo sin sexo construido por la Iglesia católica medieval, ese mundo de varones que llevan sotanas como polleras, es posible encontrar una manifestación más que nos recuerda el gesto de Baubo. En efecto, la Europa medieval cristiana nos ha legado registros de la llamada "risa pascual" (risus paschalis), una desconcertante liturgia que se desarrollaba en el marco de la misa de Pascua de Resurrección, en la que el cura oficiante debía hacer reír a los fieles, para lo cual no escatimaba en soltar todo tipo de chistes y anécdotas obscenas, en un coprolálico despliegue que solía ser rematado con un alzamiento de sotana, la exhibición de sus genitales e incluso una simulación del coito. ¿Será que los sacerdotes, no contentos con haber copiado las faldas de las mujeres, copiaban también el gesto de Baubo? Lo cierto es que "la risa pascual" (otro rito católico medieval que conserva indudables influencias paganas) mantiene en cierto modo el sentido ritual original del "ana suromai" de Baubo, en la medida en que es una invitación a celebrar con regocijo la resurrección. Como Perséfone, que es la semilla de la

vida que renace cada primavera, Jesucristo también renace del inframundo, de la cripta, su tumba, su caverna. Y, desde luego, la risa expresa que se ha vencido el miedo; la muerte ha sido derrotada y la vida preservada. Pero la "risa pascual" se aleja de Baubo en la medida en que ya no se trata de un gesto entre mujeres. Nada queda aquí de aquel parloteo entre las piernas con que las mujeres de la antigüedad reivindicaban su autonomía y soberanía sobre sus cuerpos. Es preciso, entonces, que nos alejemos de las grandes catedrales medievales para encontrar aquellos espacios de resistencia contracultural que vieron reír a Baubo para contento de las mujeres. Y también de algunos hombres que ellas decidían acostar a su lado.

El amor: un invento

Busque por el dial de la radio alguna emisora de esas donde tocan boleros, baladas y canciones románticas en general. Seguro que más de alguna canción hablará del amor flagelante, pasional y fatal de un hombre exhibicionista y desaforado, dispuesto a tragarse todo su orgullo ante su amada, cuando no directamente a mendigar su amor, dando muestras de un masoquismo sentimental que, probablemente, solo sea comparable al de ese auditor que, queriendo autopropinarse unos buenos pinchazos en el corazón, se obstina en escuchar tales canciones una y otra vez, como quien se encerrara voluntariamente en una celda de Guantánamo. Un ejemplo: “Sin tu mirar, sin tu reír, no sé vivir, quiero morir, si tú no estás". Otro: “Y soy, aunque no quiera, esclavo de sus ojos, juguete de su amor". Otro: “Soy preso, abrazando tus caderas, condenado a lo que quieras y hasta que quieras, amor". Los ejemplos se multiplican al infinito. Claro está, la idea de un hombre sometido a la tiranía de una mujer forma parte del discurso amoroso heterosexual de uso corriente en nuestros días. Lo verdaderamente insólito es comprobar que este tipo de dinámica amorosa no era desconocida en la Edad Media. Todavía más insólito es que las cortes feudales fueran el escenario donde surgió todo esto, aquellas mismas cortes donde durante siglos las mujeres fueron vistas meramente como un objeto de intercambio económico y político, que los señores feudales desposaban con el único propósito de tomar posesión de sus dominios o sus fortunas y cumplir su rol de incubadoras vivientes desechables para su prole. En este orden de cosas, a las mujeres de la aristocracia no les quedaba otra alternativa que resignarse a sufrir el matrimonio, la violación y la maternidad,

sin antídoto posible. Pero, por eso mismo, tuvieron que inventarse un remedio original. Ese remedio fue, precisamente, el amor. Se suele afirmar que el amor se inventó en plena Edad Media, en Provenza, al sureste de la actual Francia, entre los siglos XI y XIII. Lo cierto es que, justamente en el mismo periodo que vio la explosión del culto mariano, vemos aparecer el llamado "amor cortés", una verdadera revolución femenina gestada desde las cortes nobiliarias europeas, una revolución ética y también sexual que, sin duda, constituye un episodio excepcional en la historia del patriarcado occidental. En realidad, como ha señalado Jean Markale, al "amor cortés"—llamado así porque solo podía darse entre damas y caballeros nobles que vivían en las cortes europeas— le debemos la aparición en nuestro imaginario de una nueva y perdurable definición de pareja: esa que solo puede existir a partir del mutuo acuerdo entre dos seres. De ahí que en estas relaciones amorosas será requisito que los varones se comporten con eso que hasta hoy llamamos "cortesía", lo que implica, entre otras cosas, ser capaces de admitir un "no" como respuesta. De hecho, comenzaremos a ver hombres que se empeñan en obtener, ni siquiera el amor de las mujeres, sino que la posibilidad de confesarles su amor o, tal vez, si había algo de suerte, alguna mirada, una sonrisa, un gesto amistoso, una minúscula esperanza de, algún día, ser correspondidos. Las repercusiones de este nuevo trato serán enormes. El amor cortés permitió dignificar las relaciones eróticas y sentimentales heterosexuales. Y, hasta cierto punto, condujo a una inversión en los papeles tradicionales de dominación. Así, por primera vez en el Occidente patriarcal, sabremos de hombres que cortejan y solicitan, y de mujeres que exigen y desdeñan. Estas mujeres serán las damas, las señoras de las cortes medievales. Pero ¿cómo llegó a suceder que la mujer pasara de la más absoluta invisibilidad a ocupar el centro de la corte, llegando incluso a adquirir la autoridad de una Señora cuasidivina? ¿Cómo se explica que los viejos señores feudales, tan intransigentemente patriarcales, no hicieran nada para refrenar a sus revoltosas mujeres? Una respuesta posible es que, por aquellos años en que se inventaba el amor en Occidente, los señores se habían ausentado de casa. Andaban en las

Cruzadas, allá lejos, en Medio Oriente, haciéndole la guerra al musulmán. Con los Padres dejando el terreno libre, se produjo un fenómeno decisivo en las cortes europeas: por primera vez en siglos, la educación intelectual y sentimental de los jóvenes aristócratas quedaba exclusivamente en manos de las damas. Y esto, justamente, habría repercutido en el profundo cambio cultural experimentado por las nuevas generaciones de caballeritos aristócratas. En palabras sencillas, estos caballeritos se "afeminaron", lo que equivale a decir que aprendieron que su vida no solo consistía en competir en torneos y destacar por sus virtudes guerreras, que su paso por el mundo no se resumía en vencer y dominar o en avasallar personas y saquear fortalezas. Aprendieron, en suma, que también debían ser capaces de ser "corteses", participar de las conversaciones, los juegos, las danzas, devolver un cumplido, cantar, incluso componer un poema. Los jóvenes caballeros ahora podían escoger entre un arpa y una espada. Y eso, sin duda, fue un gran avance. Por lo demás, aquellas damas medievales destacaban por ser mucho más educadas y, no pocas veces, económicamente más prósperas que los hombres. Connotadas señoras como Leonor de Aquitania y su hija, María de Champaña, fueron quienes comenzaron a llenar de poetas las cortes, para que ensalzaran a las damas y le cantaran al amor. También fueron ellas las responsables de recopilar las canciones y relatos que formaban parte del repertorio habitual de los trovadores que recorrían Europa. Especial fascinación provocaron en estas aristócratas las viejas historias provenientes del folclor celta, aquellos cuentos con aroma a azufre para el cristianismo, que hablaban de mujeres atractivas y aterradoras, impúdicas y mágicas; hadas y hechiceras que guiaban a jóvenes héroes, los encantaban y los enviaban a combatir por causas nobles. Sin duda, las damas que promovieron el amor cortés se vieron reflejadas en estas poderosas mujeres de los cuentos celtas. Este encuentro dio lugar a un proceso único en la historia de la cultura occidental: la resurrección y rejuvenecimiento de viejos mitos que contenían el imaginario de un pueblo perdido en el tiempo. Hoy sabemos que las famosas historias del rey Arturo, el mago Merlín y los caballeros de la tabla redonda no son otra cosa que viejas leyendas celtas que fueron reescritas y readaptadas al contexto cristiano-medieval a partir del siglo XII. De hecho, muchos de los cuentos de hadas, por todos conocidos,

provienen también de esta tradición ancestral. No obstante, en su origen, las hadas lucían muy distintas a esos diminutos seres, transparentes y voladores, al estilo de Campanita, de Peter Pan. En realidad, la mitología celta nos enseña que las hadas son encarnaciones de la Gran Diosa de múltiples rostros que fuera adorada por este pueblo, amables y sensuales mujeres que también sabían ser crueles, horrendas y peligrosas, y que acechaban a sus presas en una colina, a la entrada de una gruta o en el claro del bosque. El hada Viviana, por ejemplo, conocida también como la "Dama del Lago" en la literatura cortesana, era una discípula aventajada del conocido mago Merlín, arquetipo del viejo druida celta que fuera también mentor del rey Arturo y a quien la tradición señala como el brujo más sabio y poderoso que pisara la tierra. Pero Viviana no se quedaba atrás. Astutamente, fingía ser la devota alumna del poco agraciado Merlín. Cual escolar enamorada, lo llenaba de halagos y dulces promesas, entretanto, se iba apropiando de la magia y los conocimientos del brujo. Hay historias eternas y esta es una de ellas. La historia del cazador cazado, el seductor seducido o el hechicero hechizado.

Gustave Doré, Viviana y Merlín, 1868.

Las lecciones estaban por agotarse cuando, por fin, llega el día que Merlín tanto anhelaba. Podría disfrutar de los favores de Viviana, porque ella, le había asegurado, se le entregaría. Solo que, antes, el mago debía enseñarle el mayor de sus hechizos. ¡Faltaba más! Hicieron el trato. Viviana descubrió levemente su cuerpo, apenas una insinuación. Y Merlín, consumido por el deseo, descubrió por entero su hechizo. Acto seguido, el hada, que aprendía muy rápido, pronunció con maestría las palabras mágicas y empleó el

hechizo en contra de su propietario original. El resultado: Merlín es arrastrado a otro mundo, y queda para siempre atrapado en una prisión encantada e invisible, en medio del bosque. Uno puede imaginar el eco de su voz quejosa murmurando “¡Puta, puta!” cada vez más quedamente, apenas un hilito de voz que se trenzaba entre las raíces de los árboles. Entretanto, Viviana le contestaba: “¡Pobrecito, viejo estúpido!”, y se marchaba dando una interminable y feroz carcajada que se encumbraba hasta las nubes. Viviana, ancestro remoto de la Lolita de Nabokov, es un excelente ejemplo del tipo de figuras femeninas que asomaban de la ficción poética para cautivar la imaginación de las damas de la Edad Media; el espejo ideal en donde se miraron, descubrieron y recrearon. Pero la literatura cortesana no solo transmitió nuevos modelos de feminidad directamente ligados a la figura de la Diosa pagana celta. Además, estos relatos proporcionaron el modelo de relación erótica propuesta por el amor cortés. Se trata de una relación que, necesariamente, debía ser clandestina y adúltera. Y es que la pareja del amor cortés era, en realidad, un trío. Una dama, mujer madura, casada, prohibida. Un caballerito inexperto, amante y solícito. Y también, desde luego, un viejo marido a quien le ponen los cuernos. Por extraño que parezca, este modelo literario cortesano fue ampliamente aceptado por las damas casadas, los caballeritos y los señores cornudos de carne y hueso de la nobleza medieval. La popularidad del amor cortés se habría debido en gran medida a los problemas ocasionados por la extrema rigidez de la institución matrimonial en la élite feudal. Por una parte, las familias aristócratas casaban solo a los primogénitos para así evitar que se repartiera y fragmentara la herencia. Como consecuencia, los hermanos menores quedaban condenados a la soltería, desheredados, desposeídos de tierras y riquezas. A ello hay que añadir el control ejercido por la Iglesia sobre el matrimonio y su atávica intromisión y penalización de la vida sexual de los individuos. Tal como hoy, en aquel entonces la Iglesia prescribía el sexo exclusivamente para fines procreativos y al interior del matrimonio. No obstante, entre la clase dirigente del Medioevo había una enorme porción de individuos que no se podían casar. ¿Qué hacer, entonces? ¿Permanecer castos de por vida? ¡De ninguna manera! El amor cortés fue visto como el remedio indicado para fijar las reglas que

hacían posibles las relaciones amorosas fuera del matrimonio y en relación al matrimonio. Y es que si hubo algo que, a partir del siglo XII, la sociedad aristocrática llegó a entender con total claridad, fue que amor y matrimonio no necesariamente iban de la mano; es más, debían ser vistos como términos antagónicos. Porque una cosa era el matrimonio, entendido como un contrato de naturaleza político-económica, que no tomaba en consideración los sentimientos de los contrayentes. Y otra cosa muy distinta era la pasión erótica y el enamoramiento, vale decir, el amor concebido como un vínculo consentido y un sentimiento libre de toda coacción.

La amistad de los muslos

El gran cornudo de la literatura cortesana era ni más ni menos que el famosísimo rey Arturo. El triángulo amoroso se completaba con su esposa, la reina Ginebra, y el mejor de todos los caballeros andantes, Lanzarote. Uno se preguntará: ¿cómo es posible que un monarca al que le pone los cuernos su esposa con su mejor amigo sea, hasta hoy día, uno de los héroes más famosos del Occidente patriarcal? Desde luego, al leer las viejas historias medievales puede parecernos totalmente extraño que el rey Arturo se quede tan campante, muy sentado en su trono de la corte de Camelot, al punto de crecerle musgo en las posaderas, sabiendo que su esposa lo traiciona con su más querido amigo. No obstante, desde el punto de vista de la cosmovisión celta, que es la fuente originaria donde abrevan todas estas historias, dicha situación era de toda lógica. Muy probablemente la clave para entender a Arturo esté en la idea que los celtas se forjaron sobre el devenir.

Triskell.

Los egipcios construyeron monumentales pirámides como símbolo de gravedad y solidez, de lo que se quiere inmortal; en el extremo opuesto, los celtas se contentaron con dibujar espirales sobre piedras en cada lugar que pisaron. El símbolo más común entre los celtas, el triskell, se compone de tres espirales que podemos imaginar girando como los ojos de los locos en las caricaturas. Si miramos con esos ojos, nada nunca está quieto. Así también, para los celtas, la vida era cambio y vértigo. De ahí que el rey Arturo,

personaje que nace del folclor celta, no vea motivo de escándalo ni deshonra alguna en ostentar unos llamativos cuernos. Al fin y al cabo, la corona se cambia, a menudo, por los cuernos; y si a los cuernos les colgamos unos cascabeles, tendremos un bufón. Arturo es un rey bufón, uno que sabe que si se está en un trono, cualquiera que sea, se debe aceptar el inminente destronamiento, tal como se acepta la fugacidad e impermanencia de uno mismo y de todo cuanto nos rodea. Bajo esta misma lógica, la institución del matrimonio entre los antiguos celtas se caracterizaba por su gran liberalidad. Se trataba de un vínculo poderoso que, no obstante, podía deshacerse sin tanto trámite, ni tanta querella. La ceremonia de divorcio celta consistía en que la pareja de casados se encaminaba a las afueras de la aldea rumbo hacia el bosque. Una vez que llegaban a un claro o una colina —lugares sagrados para este pueblo, que no supo jamás de ídolos ni templos—, el hombre y la mujer se separaban y marchaba cada cual por su lado. Heredero de esta cosmovisión pagana y depositario de esta cultura, el Arturo de los romances del siglo XII se nos presenta como al rey del ajedrez, una pieza indispensable, aunque perfectamente ociosa. Nada escapaba a su conocimiento, pero se hacía el desentendido. Estar ahí y dejar a los otros hacer, ese era todo su papel. Así también, el marido-cornudo debía rondar las andanzas de la pareja de amantes cortesanos de carne y hueso. Su presencia era del todo necesaria, como una antigua ley escrita en piedra, cuya autoridad es imprescindible observar y reconocer. ¿O acaso no hay que creer apasionadamente en una ley para desear transgredirla? Igualmente, en el juego cortesano, mientras más inminente y opresor fuera el peligro de ser descubiertos, mayor era el deleite de los amantes. Ginebra, por su parte, es la reina del ajedrez, es la pieza clave del tablero, la más activa y la más voraz. Como Viviana, debemos ver en ella un reflejo de la antigua Diosa celta, de aquellas míticas hadas volubles, hechiceras o brujas todopoderosas, que disfrutaban prodigando "la amistad de sus muslos" a los guerreros que ellas escogían y juzgaban valerosos. “La amistad de los muslos", vale decir, el levantamiento de las faldas y la invitación consentida a acceder a la vulva, que es un regalo que el hombre escogido no podía rechazar. Pero no se trataba de una amistad gratuita. No era tampoco una entrega incondicional. Se obtenía de la suma de las difíciles pruebas que necesariamente el héroe debía sortear por conseguirla, y del enorme esfuerzo

que implicaba mantenerla. Cuando un hada levantaba sus faldas ante sus amantes era como si Baubo les hablara ahora a los hombres. La vulva parlante diciendo a quién desea, cuándo lo desea y cómo lo desea. Lo que nos lleva al último integrante del trío literario, Lanzarote, el amigo de Arturo y amante de Ginebra, el hombre que la Dama-Hada-Diosa ha decidido acostar a su lado. Pero para este intrépido alfil, el camino al lecho de la reina necesariamente debía estar plagado de peligros y dolorosos sacrificios. La imagen arquetípica que los viejos relatos nos ofrecen de esta travesía ha quedado impresa, aunque brumosamente, en nuestro imaginario. Es la imagen de la princesita del cuento, prisionera en una habitación encumbrada en una altísima torre; bajo la torre, un jardín frondoso; más allá, un puente que cuelga sobre tumultuosas aguas y es defendido, a veces, por un dragón, a veces por un caballero negro. Imagen de cuentos para niños que, en el fondo, no tiene nada de inocente. Porque, a nivel simbólico, la habitación de la dama inaccesible es la vulva; el frondoso jardín el vello púbico. El puente tendido sobre un abismo de aguas peligrosas: el paso de un estado a otro, de una tierra a otra, la transformación radical en la existencia de aquel que la dama ha elegido. ¿Y el caballero negro o el dragón que custodia el puente? Representan a los otros caballeros que la pretenden, amantes rechazados, que se niegan a salir de escena. En concreto, Lanzarote tendrá que imponerse sobre sus rivales y cruzar el Puente de la espada, una espada grande y afilada tendida entre dos tierras neblinosas. Ha de esperarse que cuando alcance la habitación de Ginebra esté terriblemente herido. En el esquema mítico pagano que se esconde tras estos relatos de caballeros y damas todo cambio verdadero implicará un sacrificio y una herida, pero también la recompensa de acceder a una nueva vida, un nuevo nivel de existencia, una visión de las cosas que antes no se tenía. Y, ciertamente, el camino que lleva a la vulva se entiende aquí como un verdadero proceso formativo que persigue una transformación a todo nivel, físico, sentimental e intelectual. Desde luego, se entiende también como una cumplida educación sexual del caballero que ha atendido a los deseos de su dama. Para Lanzarote, acceder a la habitación de Ginebra será penetrar el templo

sagrado de la Diosa. Cuando Lanzarote arriba, por fin, lastimado y sangrando, ante el lecho de Ginebra, "se postra y la adora", pues "en ningún cuerpo santo creyó tanto como en el cuerpo de su amada". Ella, por su parte, “le estrecha fuertemente junto a su corazón, y lo atrae hasta su lecho". Por supuesto, se trata de una escena pagana donde Ginebra es la Diosa —como lo era el hada o la druidesa de una colina de la Irlanda precristiana o bien la hieródula del templo babilónico— y donde el sexo es también sagrado. Es un ritual. Un sacramento. Tal modelo literario fue replicado con entusiasmo por mujeres y hombres de la aristocracia medieval. Por curioso que parezca, al menos dentro de este juego amoroso practicado en el mundo de la corte, Dios había vuelto a ser mujer.

El patrimonio del placer

Puede resultar extraño que los caballeritos del amor cortés, siguiendo el ejemplo de Lanzarote, aceptaran de buena gana comulgar con esta religión del amor, lo que equivalía a someterse sin objeciones a la tiranía de las damas. ¿Cuál era la ganancia de todo esto? Probablemente, la explicación más hermosa y elocuente de esta extraña devoción la encontremos en "El lai del lamedor" —título, por demás, sugerente—, un texto bretón escrito a comienzos del siglo XIII. Estos versos nos cuentan que un buen día las damas y las muchachas de Bretaña se reunieron con el fin de componer un lai (un relato escrito en versos). De pronto, una de las damas más prominentes propone que se discuta por qué los caballeros realizan tantas y tan grandes proezas. Muchas preguntas se suceden a continuación: “¿Gracias a quién son tan osados los caballeros? ¿Por qué razón les gustan los torneos? ¿Para qué se engalanan los jóvenes? ¿Por amor a quién son nobles y de tan generoso corazón?... ¿Con qué objeto les gustan los abrazos, los besos y las palabras de amor? ¿Conocéis alguna razón que no sea una sola y misma cosa?”. La respuesta no tarda en llegar. Y aquí es, justamente, donde volvemos a encontrar a Baubo levantando el velo púdico para contarnos una verdad que nos remece hasta el día de hoy: “Muchos hombres han mejorado y buscado fama y mérito, cuando no hubieran valido ni el precio de un botón si no fuera por el deseo del ‘coño’. A fe mía, os lo garantizo; a una mujer no le valdría el más hermoso rostro, ni amigo, ni galanteador, si hubiera perdido el ‘coño’”. Por supuesto, suele ocurrir que el deseo de la vulva haga mejores a los hombres, cuando estos se muestran dispuestos a oír lo que la vulva, a su vez, gusta y desea. Y, por supuesto, dejar que la vulva exprese abiertamente su deseo hace también mejores a las mujeres.

En especial, gracias al amor cortés, las damas de la Edad Media pudieron aprender que el sexo no solo debía servir para la reproducción de la especie, como prescribía la Iglesia, sino que podía ser un acto espléndido, un acto perfectamente sagrado, es decir, con sentido. Asimismo, como directoras del juego amoroso, las damas pudieron tomarse una merecida revancha ante los asaltos de sus maridos, brutales y despóticos, excesivamente desprolijos y también veloces. El amor cortés, en cambio, implicaba una disciplina sexual totalmente impensada al interior del matrimonio. Esto incluía, por supuesto, el redescubrimiento, por parte de las mujeres, de su propio cuerpo. Porque, tal como hoy en día sigue ocurriendo, las damas del Medioevo debieron sorprenderse al advertir que nunca antes en su vida habían llegado a experimentar el orgasmo. Únicamente en las relaciones sexuales extramatrimoniales pudieron aprender que el placer no era tan solo patrimonio masculino, que el placer no dependía ni concluía en la eyaculación, ni el sexo se reducía a lo coital-penetrativo. El ritual del amor cortesano abría todo un nuevo espectro de sexualidad que favorecía la exploración de otras partes del cuerpo, al mismo tiempo que promovía otras formas de relacionarse en la intimidad. De la religión del amor todos acababan aprendiendo algo. Como se dijo antes, en el juego del amor cortesano los hombres aprendían a aceptar un "no" como respuesta, a refrenar su violencia y a respetar los deseos de las mujeres; pero también aprendían que el placer se procura y se obtiene de muchas maneras y que la penetración no lo es todo. Y es así, justamente, cómo las damas medievales pudieron saludar a Baubo: enseñando a los caballeritos que el sexo de la mujer no puede reducirse a la vaina donde enfundan la espada. Sin mencionar el largo cortejo, la denodada fidelidad, la cuidadosa búsqueda del momento y el estado de ánimo apropiados, en fin, las diversas aduanas que había que sortear antes de acceder a la recompensa de ser invitado al lecho de la dama, el preámbulo amoroso debía recibir la mayor atención por parte del amante cortesano. En la última parte de esta "prueba de amor" la dama lo autorizaba a contemplarla desnuda y a satisfacerla en todo cuanto su pasión requiriese, lo que incluía toda clase de palabras, caricias, besos y abrazos. Todo, salvo el hecho mismo.

Se sabe que la penetración solía estar excluida del ritual de amor cortesano, aunque también está documentada la práctica del coitus interruptus. Así, por ejemplo, un diálogo paródico anónimo nos presenta a un exaltado caballero exclamando ante su dama: “En vos quisiera meter mi colgante verga y asentar mis huevos en vuestro distinguido culo. Y esto solo lo digo por el deseo de echar a menudo un polvo, pues en gozarla, mi señora, he puesto todos mis pensamientos ¿No canta la verga cuando ve reír al coño? Y por temor a que llegue el celoso, le meto la verga y contengo los cojones”. Las parodias se caracterizan por ser las versiones más elocuentes de una realidad. En este caso, no cuesta trabajo apreciar cómo todos los ingredientes del amor cortés se hacen presentes en la parodia trovadoresca. Está ahí la dama, la vulva soberana, cuyo deseo debe satisfacerse puntualmente. Ahí también está el amante atento y obediente, cuya verga solo canta en tanto el "coño" se muestre risueño. Está también el peligro latente de que aparezca el celoso: el marido cornudo. Y, por el último, está el único límite que impone el rito amoroso. Como puede apreciarse, por más ardientes que fueran sus deseos, el caballero, firme en sus creencias, no irá hasta el final. ¿Por qué este límite? Sencillamente, porque el amor cortés no podía desembocar en el embarazo y la procreación. Para esos fines estaba el matrimonio. Y, repitámoslo una vez más, el amor debía ser algo distinto al matrimonio. Claro está, en caso de concluir en un embarazo, la relación sentimental entre un caballero y una dama casada ponía en riesgo el equilibrio matrimonial y el orden patrimonial de la sociedad cortesana. Pero, más allá de alborotar el gallinero feudal, la venida de un hijo implicaba la llegada de ese tercero que, a diferencia del cornudo, ponía la lápida definitiva a la pareja cortesana. Significaba el fin del aprendizaje del deseo y el placer, que solo podía darse en el contexto de una sexualidad no procreativa, sin meta ni culminación, asumiendo el vértigo y el riesgo de adorar a otro sin apropiárselo y sin someterlo, en el pleno reconocimiento de su libertad. Las nobles señoras medievales inventaron el amor en Occidente sencillamente porque querían hacer de la vida algo digno de ser vivido. Por eso lo inventaron así: sin posesión ni imposición, furtivo y peligroso, formativo y exploratorio, santo y lujurioso, no eyaculatorio y

multiorgásmico. Un gesto hacia Baubo, la vulva risueña, en cómplice amistad con los hombres, los caballeritos cortesanos, de antes y de ahora, que con inmensa gratitud la saludamos.

Ilustración de un códice medieval.

La criminalización de Baubo: Se busca

Hagamos un poco de ficción. Imaginemos que estamos en Europa en pleno siglo xvi y un extra noticioso enciende las alarmas entre la población de la época: ¡Extra, extra! Las Fuerzas de Seguridad y Orden del Estado solicitan la colaboración ciudadana para localizar y detener a la líder de la organización criminal B.A.U.B.O., conformada por mujeres insurgentes y en extremo peligrosas. Descripcion física de la líder terrorista: Vieja horrenda, de entre cuarenta y cincuenta años, atrozmente arrugada, de nariz ganchuda coronada con una verruga, greñuda o sencillamente calva, que lleva puesto un sombrero negro puntiagudo, que usa una escoba no para barrer, como corresponde a una mujer honrada, sino para volar por los cielos, porque en tierra cojea debido a la ausencia total de dedos de los pies. Se la ha visto recientemente mezclando malolientes pócimas en bullentes calderos, a veces sola, a veces en compañía de otras mujeres de similares características, con quienes acostumbra celebrar espantosos e impúdicos aquelarres, con el único propósito de hacer el mal a hombres y mujeres de bien para contento de su amo y señor, Satanás, el Diablo. Las fuerzas de seguridad animan a cualquier ciudadano que tenga algún tipo de información sobre el paradero de esta mujer a colaborar para lograr su inmediata detención. Fin del comunicado. Y fin de la ficción. O no tanto. Pues de lo que nos toca hablar ahora es, en cierto modo, una ficción, una gran mentira que se quiso hacer pasar por

verdad, un montaje orquestado basado en el terror para acusar a personas inocentes. Hablaremos de la cacería de brujas, uno de los genocidios más sangrientos de la historia occidental, una política de exterminio planificado que marcó con sangre y fuego los comienzos de la era moderna. La verdad es que nunca existieron tales brujas. Lo que sí es efectivo es que Baubo fue perseguida y encarcelada, torturada y quemada en las miles de hogueras que se encendieron en Europa cuando, se suponía, la humanidad venía saliendo de la "Edad Oscura". Justamente en esa época que, en las líneas de tiempo que el profesor de historia dibujaba en las pizarras, se señalaba con colores vivos: Renacimiento. Sí, “renacimiento", como si antes todo hubiese estado muerto y ahora por fin la humanidad se pusiera de nuevo en movimiento.

Hans Baldung, Aquelarre, 1508.

En realidad, el siglo XVI, del llamado Renacimiento, fue un periodo particularmente amargo de la historia occidental, al punto que muchos historiadores han optado por otras denominaciones, que recogen mejor la violencia y conmoción del periodo, por ejemplo, "El Siglo de Hierro". Justamente, esta época vio morir a todo un mundo de sujetos femeninos que, hasta entonces, se habían encargado de preservar la antigua sabiduría de Baubo: la hereje, la prostituta, la esposa adúltera o desobediente, la mujer que se animaba a vivir sola, sencillamente porque "solita estoy y solita quiero estar" (como dice el verso de Christine de Pizan, una reconocida precursora del feminismo en pleno periodo medieval). En especial, las curanderas, las comadronas, las "chamanas" del mundo popular, fueron sistemáticamente llevadas a la hoguera acusadas de ser "brujas". Como ha demostrado Silvia Federici en su imprescindible libro Calibán y la bruja, la imagen demoníaca y maligna que hasta el día de hoy

conservamos de las brujas es el producto de una implacable campaña de difamación y degradación de la mujer, desplegada durante el curso de por lo menos tres siglos (del XV al XVII), periodo que coincide con la implantación de la economía de mercado en Europa. Esta campaña del terror fue usada para alentar y justificar un femicidio a escala global, promovido por la clase gobernante europea en su empeño por instalar un nuevo modelo de sociedad, el mismo que, con sus bemoles, se mantiene hasta nuestros días. Se trata, además, del mismo periodo en que los conquistadores españoles subyugaban a las poblaciones americanas. Y no es para nada casual que tanto los indios americanos como las brujas europeas hayan sido objeto de una persecución feroz, justificada con similares argumentos: a brujas e indios se los hizo pasar por seres demoníacos, emblemas del mal y el caos que debían erradicarse o, al menos, controlarse. Pero, en realidad, indios y brujas eran un obstáculo para el avance del nuevo modelo económico y social; su demonización encubre un proyecto de expropiación. En particular, la bruja, quien hasta el día de hoy pervive en nuestro imaginario como una mujer vieja, despeinada, de aspecto agreste y salvaje, es la imagen negativizada de todo un mundo que se buscaba suprimir y avasallar. Ese mundo ardió también en las hogueras donde los cuerpos de las brujas, en su gran mayoría campesinas empobrecidas, se volvían ceniza. Pero ¿por qué se perseguía y asesinaba a estas mujeres motejándolas de brujas? La respuesta es muy sencilla: porque conocían los secretos para controlar la reproducción y evitar la maternidad. Como sabemos, se trata de un conocimiento que se remonta hasta la figura de Baubo y los ritos femeninos de la antigüedad grecolatina, un saber ancestral que se había mantenido intacto entre las mujeres campesinas de la Edad Media. Lo cierto es que en el mundo rural del Medioevo las mujeres pudieron gozar de espacios de independencia impensados, por ejemplo, para las mujeres nobles que se vieron obligadas a inventar el amor cortés. Durante la Edad Media existieron los llamados "bienes comunes", vale decir, las tierras comunitarias que eran trabajadas por campesinos y campesinas. Si pensamos en este mundo inmenso y abierto, donde aún no existía, ni podía existir, nada parecido a la propiedad privada de la tierra, no es difícil imaginar la enorme autonomía que pudieron disfrutar las mujeres: la tierra estaba ahí, siempre disponible para quien la quisiera trabajar. No

dependían para nada del trabajo de sus maridos pues, en el contexto de una economía de subsistencia como la medieval, a las mujeres les bastaba con sus propias manos y destrezas para procurarse lo necesario para vivir. Y, por cierto, estas huertas comunes fueron el centro de la vida social para estas mujeres campesinas, el lugar donde estrechaban lazos e intercambiaban noticias, saberes y consejos. Tal como ocurría en la antigüedad con las festividades y ritos dedicados a las Diosas de la fertilidad, las campesinas medievales hicieron de la huerta común el lugar donde se educaban e iban creando un punto de vista y un lenguaje propio acerca de la realidad, una perspectiva autónoma de la mirada masculina. Y en la huerta común las mujeres pudieron preservar aquel mundo de creencias y prácticas que rodean a la figura de Baubo. La continuidad de este mundo quedó interrumpida de golpe cuando, hacia el siglo xvi, apareció algo nunca antes visto en Occidente: las cercas alrededor de los campos. Sin duda, a los campesinos debió parecerles desconcertante ver aparecer las primeras cercas, postes de madera y palos que avanzaban y se multiplicaban por doquier, haciendo que el mundo de pronto se tornara estrecho y opresor. Fue el fin de los campos abiertos y el comienzo de la privatización capitalista. Pero fue también el comienzo de un cambio mucho más profundo. Y es que la expropiación y cercamiento de la tierra significó el comienzo del divorcio definitivo del ser humano respecto de la naturaleza, cuyas consecuencias fatales sufrimos hoy. El capitalismo puede entenderse como la última fase del patriarcado en la medida en que surge como un esfuerzo por avasallar y apropiarse finalmente a la naturaleza, torciéndola y moldeándola a nuestro antojo. Haciendo suya la milenaria lógica de la dominación patriarcal, el capitalismo no solo hizo legítima la apropiación y segmentación de las tierras, sino que extendió la jornada de trabajo más allá de los límites definidos por la luz solar y los ciclos estacionales. Ello requería de cuerpos humanos dóciles, mansos y disciplinados, que fueran más allá de sus límites, capaces de adaptarse al nuevo sistema productivo, las nuevas jornadas y tareas extenuantes, como si eso fuese lo más normal del mundo. Y esto sigue en nuestros días. ¿O acaso a usted no le parece "normal" estar sentado ocho horas en un escritorio frente al computador? Piense de nuevo y

probablemente advertirá que su cuerpo, tan inquieto en la niñez, que solía saltar, patalear y correr o sencillamente deslizarse con impecable fluidez por la vida, se tornó así de dócil en el pupitre de una escuela. Lo cierto es que hacia el siglo XVI, la vida y la tierra dejaban de ser algo sagrado, lo que constituyó el golpe mortal para la antiquísima cosmovisión matrística, aquella mirada que celebraba la ambivalencia de la existencia, atestiguada por los astros, la tierra y los ciclos de la naturaleza. Y, por supuesto, significó también el comienzo de la persecución y criminalización de todo un universo de creencias y prácticas femeninas asociadas a esta cosmovisión. Un aborto, la anticoncepción, un parto, era algo que sabía hacer cualquier mujer campesina del Medioevo. Pero, a partir de ese momento, las mujeres perderían por completo su antigua soberanía sobre la vida y la muerte. De hecho, se sabe que hasta el siglo xvi el parto fue considerado un "misterio femenino"; desde tiempos remotos, habían sido exclusivamente mujeres las parteras que asistían los nacimientos. A partir del siglo siguiente, las parteras serían marginadas por la progresiva intromisión de la ciencia médica y de los doctores, de aquí en más considerados "dadores de vida", en todo lo concerniente al embarazo y al alumbramiento. Así, los métodos anticonceptivos, las hierbas y pociones de las mujeres se convirtieron en los atroces encantamientos salidos de los inmundos calderos de las brujas. Junto con ello, se comenzó a criminalizar todo el amplio espectro de sexualidad meramente placentera y no reproductiva. Todo esto fue, precisamente, lo que los nacientes Estados europeos de la modernidad, echando mano de la Inquisición y la Iglesia católica, se encargarían de destruir. A partir de una Bula del papa Inocencio viii de 1484, se comenzará a ligar explícitamente la brujería con toda práctica anticonceptiva y sexualidades no reproductivas. Más adelante, a mediados del siglo xvi, en Francia e Inglaterra se crearían registros de mujeres embarazadas, estableciéndose la pena capital para las madres que dieran a luz clandestinamente y cuyos hijos murieran sin ser bautizados. La principal causa de aplicación de la pena capital sobre mujeres en los siglos xvi y xvii en Europa será por infanticidios y, en segundo lugar, por procesos de brujería, relacionados estos últimos con prácticas anticonceptivas.

El martillo de las brujas

¿Por qué el antiguo saber de las ahora llamadas brujas era considerado un peligro para el nuevo orden político, social y económico que se imponía en Occidente? ¿Qué tiene que ver el origen del capitalismo y la privatización de la tierra con esta obsesión reproductiva, que criminalizaba tanto la anticoncepción como el sexo recreativo? La respuesta, según Federici, viene dada por la crisis demográfica que vivió Europa luego de la peste negra que disminuyó entre un 30% y un 40% la población europea hacia el siglo XIV. Precisamente, la caza de brujas de los siglos xvi y xvii debe entenderse como una estrategia de apropiación de los cuerpos femeninos por parte de los estados europeos que, en su esfuerzo por instalar el nuevo modelo, debieron combatir la crisis demográfica y la escasez de trabajadores. Por supuesto, hablamos del tiempo cuando el capitalismo estaba en pañales y el trabajo asalariado (realidad que a muchos hoy podrá parecerles tan natural y evidente como que el sol es amarillo y el cielo es celeste) era algo que, a duras penas, los campesinos se vieron obligados a aceptar. Lo cierto es que el nuevo modelo requería de mano de obra y las mujeres eran quienes debían producirla. De ahí que el control que ejercían las mujeres del campesinado sobre su cuerpo y la reproducción comenzara a ser percibido como una amenaza al crecimiento y la estabilidad económica del mercado de trabajo. Dicho en breve: a las mujeres se les obligó a ser madres, a proveer al sistema de trabajadores. Y la maternidad fue reducida a la condición de tra bajo forzado, obviamente no remunerado, lo que se extendió a todas las labores domésticas realizadas por las “amas de casa”. La forzada gratuidad del trabajo doméstico de las madres contrastaba con las figuras de la prostituta y la bruja, personajes que habían gozado de gran prestigio durante el periodo medieval y que ahora comenzarían a ser demonizados. “Prostituta de joven, bruja de vieja", decía el refrán. Entre

ambas figuras había un parecido. Ambas se vendían para obtener dinero y un poder ilícito; la bruja vendía su alma al Diablo, mientras la prostituta vendía su cuerpo a los hombres. Junto con ello, tanto la vieja bruja como la joven prostituta eran vistas como símbolos de esterilidad, personificación misma de la sexualidad no procreativa, por lo que no podían ser aceptadas como identidades femeninas legítimas. No parece, entonces, casual que por estos mismos años en que se hacía preciso expropiarles el cuerpo a las mujeres comenzara a orquestarse el gigantesco montaje en contra de las así llamadas brujas. En el mismo periodo, por ejemplo, aparecía el tristemente célebre Malleus Maleficarum o El martillo de las brujas, con el subtítulo: Para golpear a las brujas y sus herejías con poderosa maza. Nada menos que el libro de cabecera de los inquisidores y verdadero best-seller de la época, escrito por Heinrich Kramer y Jakob Sprenger, dos reputados teólogos dominicos que no eran otra cosa que un par de psicópatas misóginos. Se trata de un manual para cazar brujas, donde se describen las diversas formas para reconocerlas y se especifican, de manera detallada, las técnicas, mecanismos e instrumentos de tortura y vejación sexual destinados a liberar al mundo del supuesto flagelo terrorista. Quienquiera que lea este libro no tardará en advertir que la enorme mayoría de los crímenes que se les imputaban a las brujas se relacionaban con la sexualidad, en especial, con diferentes formas de atentar en contra de la sexualidad reproductiva, entre las que destacan la práctica de abortos, el poder de provocar esterilidad en la mujer y partos de mortinatos, y también producir impotencia en los varones, además del robo de recién nacidos para ofrecerlos al demonio. Como se ve, según los autores, la principal preocupación de estas brujas espantacigüeñas era obstaculizar, por todos los medios, que hombres y mujeres se reprodujeran.

“Árbol de penes cultivado en huertos monacales”, ilustración del Roman de la Rose, s. XIV.

Entre los numerosos encantamientos que, según el Malleus, empleaban las brujas para impedir el coito y la reproducción, encontramos algunos que, aunque son descritos para provocar espanto, resultan sencillamente demenciales y absurdos. Es el caso, por ejemplo, del poder de las brujas para hacer desaparecer los penes de los hombres por medio de la magia. Una vez más, tropezamos con el ancestral terror patriarcal a la castración, expresado en las diversas variantes del arquetipo de la "vagina dentada". Los monjes dominicos llegan a afirmar que las brujas "coleccionan órganos viriles en gran número y los colocan en nidos de pájaro, o los encierran en cajas, donde se mueven como miembros vivientes y se nutren de avena y maíz". O sea que las brujas, no contentas con arrebatarles sus penes a los hombres, se los dejaban de mascotas. Los penes animados y sin cuerpo vivían en los nidos de los árboles, o bien, las brujas los tenían en jaulas en sus chozas, como quien tiene en casa canarios, loros o catitas. ¡Imagínese unos penes cantores haciendo todos esos movimientos nerviosos de pájaro cada vez que el sol salía o se ponía! Aquello de divertirse secuestrando penes de hombres no es un desvarío casual de los autores del Malleus, sino que se relaciona directamente con la lujuria insaciable que solía caracterizar a las brujas, quienes, por supuesto, intimaban con el Diablo. Así lo afirman los autores del manual para cazar brujas: “Todas estas cosas de brujería provienen de la pasión carnal, que es insaciable en estas mujeres. Como dice el libro de los Proverbios: hay tres cosas insaciables y cuatro que jamás dicen bastante: el infierno, el seno estéril, la tierra que el agua no puede saciar, el fuego que nunca dice bastante. Para nosotros aquí: la boca de la vulva. De aquí que, para satisfacer sus pasiones, se entreguen a los demonios”. Toda esta propaganda antimujer —y anti-Baubo— daría muy buenos dividendos económicos, sociales y también culturales a principios de la era moderna. Si ahora nos desplazamos hacia los comienzos del siglo xvii europeo, notaremos que la bruja ya no era tan solo un delirio de un puñado de fanáticos. Era una realidad cotidiana.

Albrecht Dürer, Cuatro brujas, 1497.

La luz de la hoguera

Hagamos de cuentas que estamos en Inglaterra, la cuna del capitalismo y la modernidad, y más concretamente, caminamos por el Londres de comienzos del siglo xvii. Instantáneamente, veríamos las hogueras humeantes donde ardían mujeres campesinas y, por cierto, también homosexuales que servían de leña para atizar las llamas. Para ese entonces, toda forma de sexo no procreativa, así como toda iniciativa anticonceptiva de las mujeres, habían quedado proscritas. Quien se aventurara por esos caminos corría el inminente peligro de ser acusado de perversión demoníaca. Por supuesto, el terror vigilante de la Inquisición y las hogueras habían completado la tarea mediática iniciada por los autores del Malleus. Se trata del terror ineludible y aplastante de aquellas mujeres que veían a diario a sus vecinas, amigas y parientes arder en las hogueras; por cierto, la gran mayoría de las presuntas brujas eran apresadas luego de la delación de algún vecino. En este contexto, las mujeres se vieron obligadas a renunciar a toda identidad que no se cuadrase en el molde de la maternidad y la sexualidad procreativa. Si seguimos nuestro recorrido y nos encaminamos hacia el puente de Londres, tropezaremos con las numerosas cabezas de campesinos y revoltosos que se pudren colgadas en los postes; en su gran mayoría, han sido ejecutados por crímenes en contra de la propiedad privada. Más allá, sobre las orillas fangosas del río Támesis, vemos alzarse varias construcciones, tabernas, lupanares, casas de juego y, destacando entre todas estas, un teatro: El Globo. Bajo una alta puerta, el conserje cobra las entradas. En su interior, un público variopinto, compuesto por hombres y mujeres de todas las clases sociales, aguarda el comienzo de una función. Los plebeyos se apretujan y se divierten bebiendo ríos de cerveza. Un cartel nos indica que hoy se representa la obra de un tal Will Shakespeare. Macbeth, se llama la obra. Y acaba de comenzar.

“El mal es el bien y el bien es el mal", dicen, a coro, tres actores varones que se asoman sobre el tablado. Es extraño. Aparentemente hacen el rol de mujeres —porque en este teatro, lo mismo que en el teatro de la antigüedad clásica, actúan solo hombres y son hombres, niños o jóvenes imberbes, generalmente, quienes vestían enaguas e interpretaban los roles femeninos—. Pero estos tres son hombres mayores y muy barbudos. Criaturas ambiguas, de aspecto desagradable y andrógino, danzando alrededor de un caldero. “¡Son brujas!, ¡¡Brujas!!”. El público las identifica de inmediato. “Y esos bigotes, qué bien que les quedan", comenta un espectador. “Yo conocí una bigotuda", dice otro, “la vieja perra hizo morir mi ganado". Por ahí va pasando un vendedor ambulante. Lleva cervezas y avellanas, las palomitas de maíz de la época. “Pero no se engañe, amigo, hay también brujas que son jóvenes señoras, con la cara tersa como pétalos". Entretanto, allá en el tablado viene entrando Macbeth. Es el protagonista de la obra. Soldado victorioso, viene de ganar decisivas batallas para su rey. Y las tres brujas le susurran al oído: “Salve, Macbeth, que un día serás rey". “¡Viejas brujas intrigantes!”. Aunque inicialmente Macbeth rechaza a las brujas y desestima sus profecías, después, cuando es promovido por el rey por sus triunfos militares, comienza a saborear la idea de que el vaticinio pueda hacerse realidad. Es entonces cuando aparece en escena su esposa, Lady Macbeth. Embriagado por la idea de un futuro glorioso, Macbeth compartirá con ella el augurio de las brujas. “¡Tú serás rey!”, dirá Lady Macbeth, contentísima, reiterando lo dicho por las brujas. Un muchacho joven, muy femenino, es quien interpreta a la mujer de Macbeth. Su voz, en un comienzo dulce y cálida, no tarda en tornarse dura y tenebrosa: “Ya sabes lo que hay que hacer", le dice a su marido. Un espectador se limpia del bigote la espuma de la cerveza. “Ya está", piensa. No hacía falta nada más. Aquella mirada, aquella sonrisa, la amenaza de un asesinato. Ya se sabe de qué va la obra. Y aquella mujer, esa Lady, pues no tiene nada de lady. “¡Esa también es una bruja!”. Otro espectador se muestra de acuerdo y aventura un spoiler: “Esa bruja que tiene Macbeth por

esposa conseguirá la perdición de ambos. Es cuento conocido. El tal Will Shakespeare es un imbécil que carece de imaginación. Otra vez la historia de Adán y Eva y el paraíso perdido. Chica mala convenciendo a chico bueno para que transgredan las normas y la moral establecidas por el Padre. Y aquí la serpiente son las viejas brujas". Y así es, en efecto. Macbeth jura solemnemente ante su esposa que asesinará al rey para hacerse con la corona. Pero no pasan ni dos minutos y el hombrecito comienza a dudar. Matar al rey sería matar a quien le ha jurado lealtad. Sería matar a quien ha sido como un padre para él. “¿Acaso no eres hombre?”, le reprocha Lady Macbeth a su acobardado esposo. Da un paso al frente y suelta un afectado monólogo: “Cuán tierno es el amor hacia el bebé que mama", dice Lady Macbeth, con voz enternecida. Pero enseguida afirma, llena de odio, que hubiese arrancado de su pezón las encías sin hueso del bebé mientras este sonreía y le hubiese estrellado los sesos contra una piedra, si así lo hubiese jurado. “¿Y no has jurado tú, Macbeth, seguir adelante con el plan?” “¡¡Bruja, bruja asquerosa!!”, grita un hombre, tomándose de un trago lo que quedaba de su cerveza. A estas alturas está muy mareado y se dispone a salir un momento del teatro. Afuera, otros hombres orinan y vomitan en el canal construido allí para esos efectos. De pronto, una mujer sola pasa frente a ellos. “Esa es puta". Los hombres la observan fijamente, algunos enseñan sus miembros, entre risas y comentarios que se extienden hasta que la mujer desaparece, apurando el paso. “¡Ojalá te quemaran, bruja maldita!”, dice uno, subiéndose los pantalones. Al regresar al teatro encuentra a su propia mujer concentradísima en la obra y los monólogos de Lady Macbeth. “¿Escuchaste a esa arpía?”, le comenta el hombre, “¡dijo que sería capaz de matar a su propio hijo por cumplir un juramento! ¡Bruja maldita!”. “Sí, claro, es bruja porque tiene más huevos que el propio Macbeth", piensa la mujer, pero no se atreve a decirlo en voz alta. Es extremadamente peligroso decir algo como eso. El hombre se apura en comprar otra cerveza. Da un largo sorbo y se llena la boca de avellanas. Mientras mastica de forma sonora, comenta que la bruja lo tiene así a Macbeth, lleno de dudas, vacilante, como una mujer. De seguro ha hecho desaparecer su pene y lo tiene en una jaula como mascota y lo alimenta con

avena. Por eso la lady es quien lleva los pantalones en esta relación. Un asco. Una aberración. Mientras tanto, en el escenario prosigue Lady Macbeth con voz atronadora: “¡Vengan, vengan, horrendos espíritus, que sirven a las ideas mortales! ¡Quítenme mi sexo y llénenme, hasta el borde, de una negra crueldad! ¡Vengan hasta mis pechos de mujer y transformen mi leche en hiel!”: “Quítenme mi sexo”, la frase atrapó instantáneamente la imaginación de la mujer que contemplaba la obra. Despójenme de mi vulva. Es exactamente lo que diría una bruja: que vengan los horrendos demonios y se lleven mi vulva. Lady Macbeth lo dice porque también ve en su sexo un estorbo. Sabe que el hecho de tener vulva la condena a un único y exclusivo destino social: la maternidad. ¿Y cómo podría una madre, una buena mujer, tomar con firmeza la mano tembleque de su marido y hacerlo empuñar la daga para asesinar al rey y conquistar la corona? “Quítenme mi sexo”. Es un grito desesperado. Quiere decir, tal vez, “esterilícenme”. Sí, pero no es solo eso. Quiere decir, tal vez, libertad... La mujer del público se queda pensativa. Entretanto, la obra prosigue con Macbeth asesinando al rey y tomando la corona. Enseguida, los Macbeth se instalan en el trono. Su régimen será caos y terror. Sin hijos, la esterilidad de la pareja se mofa de sus pretensiones de poder absoluto. No habrá hijos, no habrá herederos, no habrá más sangre de Macbeth que pueda perpetuarse. Nada tiene sentido. Moraleja de la obra: la carencia de hijos de Macbeth y la esterilidad de su mujer son el castigo de su crimen. El crimen de dejarse tentar por las brujas. “La serpiente, Eva, Adán, ya se los dije, el tal Will Shakespeare es un imbécil y no tiene imaginación". Así, Lady Macbeth muere de culpa, de insomnio, de locura. Macbeth, por su parte, muere por la espada de un hombre que no había nacido de mujer, pues fue extraído por cesárea. Antes de morir, Macbeth filosofa: “La vida es un cuento contado por un idiota, un cuento lleno de sonido y furia, que no significa nada". El telón cae y el público aplaude, refunfuña, se va. Lentamente el teatro se va vaciando, dejando el suelo regado de huesos, manzanas, huevos podridos y otros restos de alimentos.

Henry Fuseli, Las tres brujas de Macbeth, 1785.

“Quítenme mi sexo”, piensa todavía la mujer mientras se esfuerza en arrastrar el cuerpo seboso y pesado del marido que se ha dormido en medio de la función de tan borracho que estaba. “Libérenme de este peso. Estoy cansada”. Muy cansada de parir hijos a los que a duras penas alcanza a alimentar. Es lógico que no pueda evitar soñar con hacer desaparecer su vulva. ¡Qué alivio sería hacer como Lady Macbeth y deshacerse, de una vez por todas, de su sexo! Y es que, por aquel entonces, para una mujer tener vulva no era ya algo para enorgullecerse. Vulva era ahora sinónimo de una pesada carga. De una esclavitud. Y es que la caza de brujas había logrado lo que ni el patriarcado antiguo ni el medieval habían conseguido: hacer de Baubo una completa extraña para las propias mujeres. ¿Cuántas mujeres no habrán deseado, por entonces, desvestirse de su sexo, suprimir sus vulvas? Porque esas vulvas ya no eran suyas. A fuerza de hogueras, las mujeres debieron acostumbrarse a experimentar la condena de vivir desterradas de sus propios cuerpos. ¿Cuántas mujeres fueron llevadas a las hogueras acusadas de ser brujas? Las cifras varían según distintos autores. Algunas fuentes hablan de 60.000, otras de 200.000, otras de dos y hasta cinco millones. Lo cierto es que, como política de control sociocultural, la caza de brujas fue todo un éXIto. Y es que en las hogueras a las mujeres les arrebataron algo más que sus vidas. Ahí se consumió el ancestral conocimiento de sus propios cuerpos y, con ello, su libertad para vivir del modo que eligieran. Y esta expropiación, por supuesto, se extiende hasta nuestros días. ¿Cuántas mujeres no habrán fantaseado alguna vez, ahora mismo, con suprimir sus vulvas a cambio de paz y libertad? Por supuesto, la caza de brujas prosigue aún en pleno siglo XXI. Porque todo femicidio, todo atropello sexista, todas las violencias simbólicas y materiales que están a la vuelta de cada esquina del mundo son solo variantes de una cacería de brujas de nunca acabar.

Sin ir más lejos, ayer por la mañana, en el centro de la ciudad en donde vivo, unas chicas subían sus vestidos y mostraban, alternativamente, traseros y vulvas, gritando consignas como: “¡Aborto legal, seguro y gratuito! ¡Nuestros derechos no se transan!”. Enseguida, eran llevadas a rastras al carro de la policía. Entretanto, al otro extremo del tiempo, una bruja era conducida al patíbulo en la noche londinense. “¡A la hoguera esa vulva peluda y esa bruja del demonio que nos la enseña!”. La mujer que venía arrastrando al marido borracho desde el otro lado del Támesis se detuvo mirar a la nueva víctima. Ahí estaba Baubo atada a un poste. A su alrededor, el fuego humeaba y chisporroteaba como una carcajada. ¿O era que el viento le había levantado el vestido y la antigua diosa de la obscenidad no halló nada mejor que reírse ampliamente con sus dos bocazas? Como fuere, la mujer que miraba no pudo contener la risa. Y esa risa es como un agua que alivia, que no se deja atrapar.

CAPÍTULO 3 Nuestra bruja: la Quintrala

Tendría unos nueve años la primera vez que supe de la Quintrala. Pasaba el verano en la casa de mis tíos, en uno de esos cerros repletos de pinos y eucaliptus del litoral central, cuando, una noche, mi primo Benjamín puso ante nosotros una tabla ouija muy rudimentaria. "Llamemos a la Quintrala”, dijo. Entonces yo no sabía de quién hablaba. Mi primo Pablo pensaba que se trataba de un personaje de ficción, por una serie que habían trasmitido años atrás en la televisión. Pero no, dijo el primo Benjamín, "la Quintrala sí existió y fue una mujer mala. Qué digo mala, ¡mala malísima! La más mala que ha pisado Chile. Una bruja pelirroja. La sirvienta del diablo. Más perversa que el diablo mismo, porque odia a todos los hombres. A ustedes, a mí y a dios y al diablo". Bastó escucharlo para que aquella casa, siempre tan hospitalaria, se tornara insoportablemente aterradora, como si de pronto hubiese sido invadida por lo innombrable. Mi primo mayor, sin compasión, apagó la luz, encendió una vela y siguió con la invocación: "Si estás aquí, Quintrala, ¡manifiéstate!”. Al cabo de unos segundos, el primo puso los ojos blancos y empezó a hacer gárgaras sonoras. El vaso comenzó a dar alocados giros por el tablero, hasta detenerse en el "Sí". Crucé una rápida mirada de espanto con mi primo Pablo. De pronto, una ráfaga de viento entró por la ventana. La vela se apagó. Instantáneamente, salimos disparados fuera de la casa, dando tremendos gritos, y fuimos a estrellarnos directamente contra el regazo de mi tía Catalina, que venía de vuelta con los demás adultos. A nuestra espalda escuchábamos al primo Benjamín riéndose ruidosamente. Eso, hasta que tropezó con la cara enfadada de su madre y la risa se le atragantó en la nariz. “¿Cómo se te ocurre asustar así a los niños, cabro jetón?”, lo increpó mi tía. Mi primo Benjamín nos miró. Estábamos escondidos detrás de las piernas de mi tía. Luego se la quedó mirando con un aire desafiante aunque también culposo, como si se sorprendiera de su propia temeridad. A lo que mi tía inmediatamente contestó: “¡A ver! ¿A quién le venís a poner esa cara?

¡Partiste a acostarte!”. Aterrorizado, el primo Benjamín no dijo más y salió disparado a esconderse en su pieza. Aquella noche, mi primo Pablo y yo dormimos junto a mi tía. Como teníamos mucho miedo de la Quintrala, mi tía prendió una vela en un pequeño altar en donde tenía, junto a varias fotos familiares, un retrato de la Virgen. Varios años más tarde descubriría con asombro que la Quintrala histórica probablemente tenía más en común con mi tía que con la bruja pelirroja con que nos asustan cuando niños. Y también descubriría que, al igual que mi primo Benjamín, los hombres que temen a las mujeres suelen ser los mismos que disfrutan asustando a los niños.

La mujer-monstruo

Sin saberlo, aquella noche, mi primo Benjamín nos había enseñado el retrato hablado de la mujer-monstruo. Ni más ni menos que un arquetipo universal. Y es que, en realidad, basta escarbar aquí o allá para percatarse de que hay Quintralas repartidas por todo el mundo. Son todas mujeres malas. Todas protagonizan leyendas que reproducen el miedo irracional hacia la mujer, para lo cual se la pinta tan oscura como sea posible: una criatura desprovista de humanidad y poseedora de terribles poderes, pero especialmente, del peor: la seducción infernal, esa que arrastra irremediablemente a la perdición. Y, por cierto, todas estas mujeres-monstruos ejercen una formidable atracción entre escolares aficionados a las tablas ouijas y otras formas de comunicación transmundana. Así como en Chile es común ver a escolares invocando al espíritu de la Quintrala, en España la invocada es la Verónica, extraña mujer-demonio que, al filo de la medianoche, se asoma en los espejos tras ser llamada mediante un determinado ritual (similar a los que se realizan por estos lados para la noche de San Juan). El origen de este siniestro personaje es borroso, aunque algunos autores apuntan a Santa Verónica, una mujer que bien puede considerarse poderosa (porque detrás de toda mujer-monstruo suele haber una mujer de carne y hueso envestida de algún poder). Según la tradición cristiana, Verónica fue quien tomó esa instantánea del rostro de Jesús conocida como "el santo sudario”, al extenderle, generosamente, el velo donde sus facciones habrían quedado impresas, tras secarse con él la sangre y el sudor, mientras cargaba la cruz rumbo al Calvario. Mujer poderosa esta Verónica, pues habría podido retener su rostro, a pesar de que Cristo se fugó para siempre de la historia, sin dejar otra huella más que palabras dichas al viento (las que, suponemos, recogieron muy bien los evangelistas). El miedo a los espejos —esa superficie fría que te atrapa en un mundo de reflejos, que está al otro lado de este mundo— se relaciona, sin duda, con el velo de la

Verónica original. Efectuando un ritual similar ante el espejo, los escolares del mundo anglosajón invocan a la Verónica bajo el nombre de "Bloody Mary". Acá la huella histórica del espantoso personaje es mucho más clara. Y es que, además de ser el nombre de un cóctel a base de tomate y vodka, "Bloody Mary” (María, la sanguinaria) es el apelativo que los ingleses le dieron a María Tudor, la hija de Enrique VIII, rey que ha pasado a la historia por romper las relaciones entre la Corona inglesa y la Iglesia católica, por ser el fundador del protestantismo anglicano hacia el año 1534. Por supuesto, Enrique VIII es también famoso por romper sus relaciones matrimoniales. De hecho, fue justamente porque el monarca deseaba casarse con su amante Ana Bolena, que debió idear el modo de sacarse de encima a Catalina de Aragón, su esposa legítima y madre de María. Por eso, para que lo dejaran divorciarse en paz, al rey se le ocurrió la genial idea de fundar su propia iglesia. No obstante, más tarde, convertida en soberana de Inglaterra e Irlanda desde 1553, María Tudor, en un gesto hacia sí misma y hacia su desdeñada madre, derogó las reformas religiosas de Enrique y sometió nuevamente a Inglaterra a la disciplina del papa romano. Fue entonces que María emprendió una feroz represión contra todos los opositores de la reinstauración del catolicismo, condenando a la hoguera a cerca de trescientas personas. De ahí el apodo de "Bloody Mary". El personaje histórico detrás de "Bloody Mary” fue el de una reina que no consintió ser marginada; una reina que, cuando tomó el poder, se rebeló en contra de la ley de su padre. La leyenda urbana, en cambio, habla de una mujer demoníaca y pelirroja que aparece cuando se pronuncia su nombre tres veces frente a un espejo. Para hacer un "Bloody Mary” se requieren ciertos ingredientes estandarizados. Para hacer una mujer-monstruo también. Por lo general, poseerán alguna riqueza o posición privilegiada. En cuanto a su contextura moral, serán lascivas y depravadas, malvadas y asesinas. Su retrato físico nos las suele mostrar pelirrojas, con ojos claros (de preferencia verdes) y la tez muy blanca. Haga la prueba y googlee la palabra "Quintrala". ¿Qué ve? Probablemente, la misma paleta de colores y el mismo patrón de rasgos repartidos en actrices de televisión, representaciones plásticas, pictóricas,

cómics, entre otras imágenes. Incluso, otras mujeres reales, a menudo involucradas en acciones criminales, que han sido motejadas con el infamante nombre —como la llamada "Quintrala de Seminario”—, se ajustan a dicho modelo. Similares rasgos físicos y morales habrían caracterizado también a Erzsébet Báthory, conocida como la "condesa sangrienta". La leyenda negra que se ha tejido en torno a esta aristócrata húngara del siglo XVII nos dice que estaba obsesionada con la idea de conservar su belleza y que, con esa finalidad, asesinó a cientos de mujeres jóvenes para bañarse con su sangre. Por otra parte, numerosas representaciones de Eva y Pandora también suelen ajustarse a dicho patrón o modelo físico.

Dante Gabriel Rossetti, Lady Lilith, 1866-1868.

Lo cierto es que a las malas mujeres, brujas, vampiresas y mujeres fatales en general, suelen pintárnoslas con similares características. Es probable que dicho modelo comenzara a popularizarse a partir del siglo xix, gracias a las pinturas e ilustraciones que los artistas románticos realizaron de Lilith, a quien, como vimos, bien puede calificarse como la primera mujer y la primera bruja. Pero está claro que el retrato hablado de la mujer-monstruo jamás coincide con la mujer que dice retratar. Por el contrario, la imagen de la mujer de carne y hueso siempre se pierde bajo el retrato de la bruja de cabello cobrizo, lo mismo que su biografía se distorsiona para quedar aplastada bajo la leyenda negra. Así, por ejemplo, si se nos habla de la Quintrala, instantáneamente la imaginamos horrorosamente bella, montada en su caballo, con el látigo firme en su mano, su cabello de fuego al viento, con los ojos verdes inyectados de ira. En cuanto a su retrato moral, la Quintrala es sencillamente una señora muy poderosa y tirana, una seductora femme fatal,

lujuriosa y asesina. Una devoradora de hombres. La Quintrala es una mujermonstruo. Fácil de reconocer y, por eso mismo, una completa desconocida. No es casual que nuestro aprendizaje cultural incluya, dentro de sus lecciones más elementales, el conocer a la mujer-monstruo, de preferencia cuando somos niños y, en general, a través de un buen susto. El miedo adoctrina. Y hay miedos infantiles que jamás se borran, que se mantienen durante toda la vida. El miedo a las tormentas, por ejemplo. A las tormentas les tememos de niños pues creemos ver en ellas una perturbación del "orden natural". Es a través del miedo que se nos induce a creer en un universo binario, dotado de una perfecta geometría, un universo ordenado en ámbitos opuestos, que jamás se entremezclan, donde necesariamente debemos preferir la calma a la tormenta, la luz a la oscuridad. El miedo a la mujer-monstruo funciona de manera similar: se nos presenta como una perturbación del "orden natural". Pero, por eso mismo, de su existencia se deriva la imagen preferible de su contraparte: la mujer angelical. Esta lección que aprendemos del miedo infantil se cristaliza luego en el juicio intransigente que forjamos siendo adultos. Así, no faltará quien considere que, si de mujeres se trata, no puede haber un rango intermedio entre lo perverso y lo santo. Que es preferible la mujer de belleza angelical, llena de dulzura y suavidad, un ser dócil, sumiso, pasivo y sin personalidad. Que aventurarse fuera de este molde, buscar la independencia y la autenticidad, rechazar ser pasiva y sumisa, inmediatamente te convierte en la mujermonstruo. A fin de cuentas, la monstruosidad es el precio que una mujer debe pagar por poder definirse a sí misma, y esto resulta también válido para cualquier identidad que busque expresarse fuera de los marcos del pensamiento binario patriarcal. Como se verá enseguida, la imagen que conservamos de la Quintrala corresponde a un retrato, a todas luces, imaginario. Obviamente, la mujer de carne y hueso que fue la Quintrala —cuyo nombre verdadero, ya es tiempo de decirlo, fue Catalina de los Ríos Lisperguer— no puede reducirse al monstruo diseñado para, entre muchas otras cosas, provocar miedo entre escolares aficionados al espiritismo. En realidad, si buscamos a la mujer detrás del retrato imaginario que nos la muestra melenuda y pelirroja, de ojos verdes encendidos, de tez blanca, esbelta y voluptuosa, probablemente nos

sorprenderemos al advertir sus rasgos indígenas, su tez morena, su baja estatura, en fin, su enorme parecido a cualquier mujer chilena promedio. Una cosa es segura: Catalina fue una mestiza. Y, en estricto rigor, en este mundo todos son mestizos. Y nuestra moral también lo es. Así como no existe una pureza racial, tampoco existe tal cosa como la pureza moral, un comportamiento sin mancha ni arruga. ¿Fue perversa la Quintrala? De seguro no más que otros individuos que habitaron su tiempo y su espacio, el Santiago colonial, esa tierra donde lo santo y lo perverso se separaban apenas por un cabello.

Benjamín y la Quintrala

La segunda vez que conocí a la Quintrala fue por intermedio de otro Benjamín. Hablo de Benjamín Vicuña Mackenna, autor de un libro que fuera muy famoso en las últimas décadas del siglo XIX: Los Lisperguer y la Quintrala. Podría decirse que, sin necesidad de haber leído el libro, muchos chilenos han conocido este retrato de la Quintrala. Y es que el libro de don Benjamín es el germen de donde han salido la infinidad de obras de teatro, novelas y series de televisión que, hasta el día de hoy, nos han enseñado las crueldades de doña Catalina de los Ríos y su familia. La materia prima para esta obra, según el propio autor, proviene de la leyenda oral sobre la malvada Quintrala que una sirvienta le contara cuando niño, hacia finales de la década de 1830. Podemos imaginar al niño Benjamín esa noche tras haber oído el relato, dando vueltas en su cama, sin poder pegar un ojo. En su imaginación tal vez se deslizarían las imágenes de la Quintrala legendaria, aquella poderosa hacendada, mestiza de españoles, alemanes e indios, famosa por su perversidad, crueldad y desenfreno sexual. Especial horror debe haberle provocado el legendario sótano donde la Quintrala cometía sus crímenes y guardaba sus venenos. Es probable que la imaginara ahí atormentando a latigazos a sus siervos indígenas, derramando la esperma ardiente de una vela sobre la herida abierta de una esclava recién azotada, en fin, cometiendo todas las aberraciones habidas y por haber. Porque de esta mujer terrible se dice que llegó a envenenar a su propio padre. Como una araña que espera a su presa en un rincón de su red, en aquel espantoso sótano, la Quintrala devoraba a sus amantes. Pero hay una escena que cualquiera que oye la leyenda de la Quintrala no puede evitar recordar. Porque se dice que al regresar de sus frecuentes veladas lascivas y sangrientas, la Quintrala se encontró en su casa con la imagen del Cristo de la Agonía tallada en madera y, al sentirse juzgada por la

mirada implacable del Cristo, le ordenó a un esclavo que se lo llevara de la sala. Mientras el esclavo obedecía las órdenes y se disponía a llevar a la calle la imagen religiosa, la Quintrala se paró en frente de la misma y le gritó: "Yo no quiero en mi casa hombres que me pongan mala cara. ¡Afuera!”. Según la leyenda, los monjes agustinos habrían recogido el Cristo de la Agonía luego de que la Quintrala lo expulsara fuera de su casa. El joven Benjamín creció en los años del régimen conservador que gobernó Chile entre las décadas de 1830 y 1850. Durante aquel periodo, que siendo adulto aborreció, en más de una ocasión debió haber contemplado aquel Cristo que hasta el día de hoy se exhibe en una de las naves laterales de la iglesia de los agustinos, en pleno centro de Santiago. Como la Quintrala, este Cristo también es legendario. Se dice que su corona de espinas —una trenza de cueros, en realidad— descendió de la cabeza hasta su cuello durante el feroz terremoto que asoló la entonces pequeñísima ciudad de Santiago, el 13 de mayo de 1647. La leyenda asegura que si alguien intenta poner de nuevo esa corona en su lugar la tierra volverá a sacudirse como suele hacerlo, de manera caprichosa e incontrolable. Según afirmaba el obispo de la época, el agustino Gaspar de Villarroel, durante el terremoto (que según los creyentes habría durado lo que se demora uno en rezar tres credos seguidos) "la tierra se movía con la soltura de las mujeres en materia de deshonestidades". Semejante comentario ilustra de manera elocuente la opinión que se tenía sobre las mujeres por aquellos años de la Colonia donde vivió la Quintrala. Sin duda, la vida de la legendaria Quintrala siempre aparecerá ligada a esta imagen del Cristo de la Agonía. Esto no es para nada casual si se considera que un monstruo como el que, se supone, fue esta mujer, únicamente podía ser contrapesado con una figura tan poderosa como el mismísimo Dios encarnado en un varón. A fin de cuentas, será el Dios de los cristianos quien acabe derrotando a la Quintrala. Y es que, como dice el cuento popular, aquella mujer hacendada, acusada y juzgada por sus crímenes en vida, pero nunca condenada, recibirá su merecido castigo en el más allá. El relato popular concluye dejando a la Quintrala suspendida de un cabello, a segundos de ser absorbida por el fuego abrasador del infierno. Así concluía el relato que la sirvienta contó al niño Benjamín Vicuña Mackenna. Una odiosa imagen para provocar pesadillas. Sin embargo, ya siendo un adulto, no podría evitar volver sobre estas patrañas, hijas del miedo y el castigo, que tanto lo

atormentaran siendo pequeño. Pasado el tiempo, Vicuña Mackenna se convertiría en un prolífico abogado, historiador, periodista y un activo participante de la vida política nacional de la segunda mitad del siglo xix. Empleando las herramientas de la investigación histórica, se dio a la tarea de reconstruir la vida de Catalina de los Ríos Lisperguer, la Quintrala, aquella mujer a quien calificó como "célebre y terrible". Lógicamente, para construir su retrato histórico, don Benjamín tuvo que alejarse de aquello que él mismo llamaba "deleznable tradición”, a la cual, con científico rigor, procuró oponer los documentos auténticos que se dedicó a estudiar con minuciosidad. Estamos hablando de un señor que pertenecía a lo más granado de la élite ilustrada chilena del siglo xix, es decir, un señor que había sido educado en la idea de que ya era hora de explorar el mundo —y también el pasado— bajo el lente de la razón. Hablamos, entonces, de alguien que no comulgaba ni con los dictados de la Iglesia católica, ni tampoco con la tradición popular. Y es que a don Benjamín las supersticiones de las gentes del pueblo y de los curas le producían un profundo rechazo; eran cosas propias del Chile colonial, un mundo que debía quedar atrás. Por cierto, hablamos también de un político liberal que, en el conflictivo siglo xix chileno, enarboló las ideas de la Revolución francesa, la libertad, la igualdad y el progreso social, en contra de cualquier ideología conservadora que siguiera atando a nuestro país con su deleznable y oscuro pasado. Como intendente de Santiago, quiso plasmar su ideario modernizando la ciudad, a la que quiso convertir en el "París de América”, siendo su obra más recordada la transformación del rocoso peñón que era el cerro Santa Lucía en el bonito paseo que recorre el peatón actual. Sin embargo, como todo ser humano, don Benjamín tenía sus contradicciones. Una de ellas se relaciona con su rol de historiador. Y es que, pese a su declarada intención de recuperar a la mujer que, en verdad, fue Catalina de los Ríos, arrancándola así de las garras del mito y la leyenda popular, es claro que lo fabuloso no desaparece del todo en la historia de Vicuña Mackenna. Por supuesto, la imagen legendaria y horrorosa de la Quintrala cautiva y provoca; ella siempre trae de regreso aquella primera impresión infantil marcada por el vértigo y el espanto. Sentimientos similares afloran en el libro de don Benjamín, por ejemplo, cuando se refiere a "los

sótanos de muerte” donde Catalina guardaba sus venenos y llevaba a cabo sus crímenes. Sótanos que no figuran en los documentos, sino que provienen directamente de la leyenda. Lo cierto es que muchos de estos elementos de la tradición, incluida la anécdota del Cristo de la Agonía, son conservados y enfatizados en la narración histórica de don Benjamín. Vale la pena indicar también que, en su momento, Los Lisperguer y la Quintrala fue publicándose por capítulos que circulaban semanalmente, insertos entre las páginas de un periódico, al igual que los folletines o novelas por entrega, textos literarios que también venían incorporados en la prensa nacional. De hecho, podría decirse que la historia de la Quintrala escrita por Benjamín es también una novela, una atractiva ficción que mantuvo ocupada la atención de los lectores durante mucho tiempo, lectores que devoraban cada capítulo, como quien hoy en día sigue una serie en Netflix. Por lo demás, cuando la historia de Vicuña Macke- nna fue finalmente publicada en formato libro hacia 1877, su portada fue ni más ni menos que la pavorosa imagen de la Quintrala colgando de un pelo sobre el abismo infernal.

Portada de Los Lisperguer y la Quintrala, 1877.

Con lo anterior no pretendo afirmar que Vicuña Mackenna fuera un novelista o un fabulador. Sin embargo, parece innegable que su elaboración histórica del mito no se deshizo del mito; al contrario, lo robusteció. Por otra parte, vale la pena indicar que durante el siglo xix la gran mayoría de los

lectores de las novelas por entrega o folletines que aparecían en los periódicos eran mujeres. En la figura de la Quintrala, creada por Vicuña Mackenna, estas lectoras, casi todas pertenecientes a la clase dirigente (muy pocos en Chile sabían leer por entonces), fueron las principales consumidoras de este modelo negativo de la feminidad, construido por el historiador. Hay una clara intencionalidad didáctica detrás de esta historia: las mujeres debían aprender no solo a temerle a la Quintrala sino que, fundamentalmente, a temer comportarse como la Quintrala. Otras contradicciones de Vicuña Mackenna resultan aún más importantes para entender a su Quintrala, que sigue siendo nuestra Quintrala. Y es que, pese a sus ideas progresistas y liberales, don Benjamín califica en la gigantesca galería de "misóginos ilustrados”, es decir, señores a quienes la "inferioridad” de la mujer les parece algo de lo más razonable. En realidad, desde los filósofos griegos a esta parte, se ha tratado de emplear un "discurso racional” para justificar la inferioridad natural de la mujer. Y poco importa si, como se mencionó antes, don Benjamín comulgaba con los ideales de libertad, igualdad y fraternidad de la Revolución francesa. Es bien sabido que, luego de luchar codo a codo por tales ideales, las mujeres francesas fueron completamente excluidas del goce de los logros políticos, sociales y culturales que trajo consigo el crucial momento histórico, quedando una vez más relegadas a la esfera de lo doméstico. No es necesario extenderse demasiado en este punto. Valga solo recordar que, tras la proclamación de la famosísima Declaración de los derechos del hombre y el ciudadano en 1789, documento que inspiraría nuestra Declaración Universal de los Derechos Humanos, una mujer, la filósofa y dramaturga francesa Olympe de Gouges, debió salir a corregir un "pequeño” olvido de los miembros de la Asamblea. Así, en 1791 lanza su Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana. Poco después, en 1793, tras ser sentenciada por el tribunal revolucionario, la altiva cabeza de Olympe caerá bajo la guillotina.

Lo verdaderamente monstruoso

Quienquiera que lea Los Lisperguer y la Quintrala podrá comprobar la evidente misoginia de don Benjamín Vicuña Mackenna. Y es que, para el historiador, la maldad de Catalina de los Ríos viene dada por los "malos ejemplos” que recibiera de las mujeres de su familia, ya que, en sus propias palabras, la maldad es "tendencia de su sexo". Así, por ejemplo, cuando nos describe a la abuela paterna de Catalina, doña María de Encío, se nos dice que esta "mató a su marido estando durmiendo una siesta, echándole azogue por los oídos". Valga comentar, de paso, que desde temprano este crimen fue puesto en duda por otros historiadores como Diego Barros Arana; sin duda, aquello de verter mercurio en el oído de la víctima resulta ser un método demasiado aparatoso, como tomado prestado de un drama de Shakespeare (concretamente, así es cómo asesinan al padre de Hamlet). Como fuere, lo que verdaderamente nos importa destacar aquí es quién fue María Encío, la abuela paterna de la llamada Quintrala. Lo primero que sorprende es que se trató de una de las contadas mujeres españolas que vivieron en Santiago durante los primeros años de la conquista española. Lo mismo que Inés de Suárez, María Encío fue la manceba —otros dirán "la querida”— de Pedro de Valdivia. Era, en todo caso, quien servía a los requerimientos sexuales del conquistador, que había dejado a su legítima esposa, María Ortiz de Gaete, en España. Mujer de alto rango, hermana de Juan Encío, uno de los financistas de la expedición de conquista, María debió ser entregada en matrimonio a un tal Gonzalo de los Ríos, abuelo paterno de doña Catalina de los Ríos, luego de que la Real Audiencia de Lima presionara a Valdivia para que se trajera a su legítima mujer hasta tierras chilenas. Tiempo atrás, Pedro de Valdivia había casado a su concubina Inés de Suárez con el capitán Rodrigo de Quiroga. Era, entonces, práctica habitual del conquistador deshacerse de sus queridas dándolas en matrimonio a

algunos de sus hombres de confianza y entregándole tierras, a modo de compensación. Pero María de Encío fue mucho más que la concubina de Pedro de Valdivia. En realidad, ella debiese ser reconocida por haber sido la primera mujer española venida a Chile que defendió públicamente su derecho a no concebir hijos no deseados y a emplear métodos abortivos, ni más ni menos que ante el tribunal de la Inquisición. En su declaración leemos: “María de Encío, natural de Bayona, en Galicia, mujer de Gonzalo de los Ríos, vecina de Santiago de Chile, presa con secuestro de bienes por el Santo Oficio, testificada ante el Provisor de haber dicho que... si una mujer casada o doncella se sentía preñada y no de su marido, por encubrir su fama podía matar la criatura en el vientre o tomar cosas con que la echase”. La abuela paterna de la Quintrala debió enfrentar diversos cargos ante el Tribunal del Santo Oficio, entre los que destacan la práctica de abortos y, era que no, la brujería. Y ya sabemos la íntima relación que hay entre brujería y la autonomía femenina en materia de reproducción. Lo cierto es que María de Encío, como la inmensa mayoría de las mujeres de la Colonia, conocía muy bien las hierbas y pócimas para impedir el embarazo, o si llegaba el caso, provocar un aborto. No solo los conocía sino que fue firme en defender su uso. Y es que los embarazos no deseados eran pan de cada día en la Conquista y la Colonia, tiempos en que la generalidad de las mujeres, españolas e indias, sufrían cotidianamente violaciones, tanto de los conquistadores como de los conquistados. Sin embargo, don Benjamín solo pudo ver a las mujeres que antecedieron a la Quintrala rodeadas de hierbas y pociones venenosas. La típica botica de las brujas. Para él, la Quintrala era el resultado esperable de los malos ejemplos femeninos del hogar y de las propensiones de su ser y de su sexo. No en vano, nos dice el historiador, Catalina de los Ríos repetiría el gesto de su abuela paterna, esta vez envenenando a Gonzalo de los Ríos y Encío, su propio padre. Aunque esto es pasto para la leyenda, pues de los documentos nada se puede concluir al respecto. Aparte del hecho de ser mujer, había un elemento más que, según don

Benjamín, explicaría la perversión y monstruosidad de la Quintrala: el historiador insiste repetidas veces en el mestizaje como culpable de la maldad de Catalina de los Ríos. Su abuelo alemán, Pedro Lisperguer, se había casado con doña Águeda Flores, a su vez descendiente de otro alemán, Bartolomé Blumen, soldado bávaro que también formó parte del grupo de Pedro de Valdivia, y de Elvira, la cacica de Talagante, hija de un importante cacique mapuche. Vicuña Mackenna es claro al señalar que esa "extraña y terrible mixtura de sangres” que corría por las venas de Catalina de los Ríos era lo que la llevaba a "satisfacer el apetito dominante de su naturaleza de india: la crueldad". De lo anterior se deduce que, además de misógino, don Benjamín, miembro de la élite blanca y urbana, era también un racista. Es cierto que el racionalismo imperante durante la época en que vivió el historiador creía a pie juntillas en el determinismo social y racial, pero el racismo de don Benjamín y, en especial, su desprecio por el mapuche, fue mucho más allá de sus lecturas y su trabajo intelectual. En efecto, poco se suele hablar del rol político de Vicuña Mackenna como uno de los más acérrimos promotores de la llamada "Pacificación de la Araucanía”, eufemismo con que tradicionalmente se ha designado a la operación militar dirigida por el Estado chileno con objeto de desalojar, mediante el empleo de la fuerza y la violencia, a la población indígena de sus territorios ancestrales ubicados al sur del Biobío. Si prestamos atención, ya no al historiador, sino al diputado liberal, que en 1868 tomaba la palabra en el contexto de un debate parlamentario sobre "la cuestión de Arauco”, escucharemos a don Benjamín afirmar que el mapuche "no es sino un bruto indomable, enemigo de la civilización porque solo adora los vicios en que vive sumergido, la ociosidad, la embriaguez, la mentira, la traición y todo ese conjunto de abominaciones que constituye la vida del salvaje". Los rasgos físicos del mapuche serían señas claras de su inferioridad: "el rostro aplastado, la nariz roma y la frente deprimida, signos de la barbarie y ferocidad innatas del auca (mapuche)”. En cuanto a la posibilidad de que el mapuche se integrara a lo que se suele denominar vida moderna o "civilización”, Vicuña Mackenna concluye en tono sentencioso: "Se invoca la civilización a favor del indio y ¿qué le debe nuestro progreso, la civilización misma? Nada, a no ser el contagio de la barbarie".

¿Qué es, entonces, lo "verdaderamente monstruoso” en la Quintrala de don Benjamín? Sencillo: lo verdaderamente monstruoso en ella es la mezcla. El contagio con lo distinto, con lo que se supone es contrario u opuesto. Y esto no es nada nuevo. Un monstruo es siempre un ser que combina dos o más reinos diversos. Pienso, por ejemplo, en las viejas esfinges griegas que tenían cabeza y busto de mujer, patas y cuerpo de león, alas de águila y cola de serpiente. Bien pensado, el monstruo es monstruoso sencillamente porque transgrede los límites, las clasificaciones, las distinciones de todo tipo. La Quintrala que nos dejó don Benjamín, que es, a fin de cuentas, la Quintrala que todos conocemos, transgrede los límites raciales: es una poderosa hacendada de la Colonia por cuyas venas corría una sangre peligrosa y maldita: la sangre mapuche. Transgrede también los límites impuestos por los roles que, se supone, corresponden a hombres y mujeres: ella es la soberana, la dominadora, la que es capaz de expulsar al mismísimo Cristo de su casa porque no quiere hombres que le pongan mala cara. La Quintrala, nuestra mujer-monstruo, enseña a las mujeres chilenas a tener bien claros cuáles son sus límites. Y, de paso, nos enseña a todos los chilenos a mantenernos quietecitos en nuestros lugares, porque traspasar el límite es tomar parte de la monstruosidad. En verdad, don Benjamín acabó siendo el padre severo que nos asusta con historias de espanto, para que nos portemos bien y no nos pasemos de la raya. A veces, cuando camino por el cerro Santa Lucía, imagino a don Benjamín recorriendo aquel sitio que fue su orgullo y su juguete predilecto, su castillo Grayskull, su caja de arena. En más de una ocasión habrá paseado por ahí, acompañado de su esposa y sus hijos y, por supuesto, en tales paseos se habrá mencionado el nombre de la Quintrala. Por entonces, todo Santiago podía verse desde el pequeño cerro. Desde ahí don Benjamín habrá contemplado, satisfecho, el avance de las obras de remodelación de la capital que realizara como intendente. A lo lejos podía verse el trazado del llamado Camino de Cintura, actual avenida Vicuña Mackenna al oriente, y actual avenida Matta por el sur. Dicho camino era, en realidad, otro límite, uno bien concreto, una barrera pensada para segregar la ciudad en clases sociales. Porque más acá del Camino de Cintura estaba la ciudad propiamente tal, cultural y limpia, donde vivía la gente civilizada. Y más allá estaba la "ciudad bárbara,

injertada en la culta capital de Chile”, en palabras del propio Vicuña Mackenna. Los suburbios, infectos y peligrosos, donde vivían los monstruos revueltos, en repugnante mezcolanza.

La Virgen y la Tirana

Dentro de nuestra mitología nacional, la Quintrala se nos ha presentado tradicionalmente como el rostro sombrío de la mujer. Sencillamente, representa lo que una mujer chilena no debería ser. No resulta casual, entonces, que el oscuro mito de la Quintrala haya venido tejiéndose en contraposición a la figura maternal y luminosa de la Virgen del Carmen, considerada, hasta el día de hoy, "la madre de todos los chilenos". Y no es difícil advertir que, en el relato de Vicuña Mackenna, las mujeres Lisperguer, y particularmente la Quintrala, se muestran como el contrasello de la Virgen y, con ello, exceden el límite de lo femenino, señalado en el rol unilateralmente maternal que el discurso liberal decimonónico prescribía para la mujer. Si bien es cierto que de un tiempo a esta parte las mujeres han podido liberarse de su histórico confinamiento al papel doméstico/maternal, el peso cultural de dicha figura femenina (delicada, tierna y angelical) sigue estorbando sus legítimas aspiraciones de acceder al dominio de una expresión auténtica y propia. Precisamente, la carencia fundamental de un modelo en donde puedan reconocerse ha llevado a muchas mujeres chilenas a interesarse en la Quintrala, a quien han podido redescubrir, más allá del monstruo legendario, como una figura femenina potente e independiente, desligada del modelo mariano-cristiano-patriarcal, que solo admite a la mujer en su condición subordinada y solo la tolera en su necesaria función de madre y fundamento de la familia. En nuestro país, numerosas recreaciones artísticas del mito de la Quintrala, como la realizada por la novelista Mercedes Valdivieso (en su novela de 1991, Maldita yo entre las mujeres), han reivindicado a doña Catalina de los Ríos —o la "Catrala”, como la llamaban sus cercanos— como un nuevo modelo de feminidad, capaz de expresar la autonomía de la mujer respecto del hombre y, fundamentalmente, el legítimo derecho que toda mujer debiese tener a experimentarse como un ser ambivalente, compuesto de

luces y sombras. Un derecho humano, por lo demás. Lo que se quiere enfatizar con ello es que toda mujer, como todo ser humano, tiene derecho a expresarse como un sujeto contradictorio, un acontecimiento en devenir, todavía inacabado. Lo que equivale a admitir que una misma mujer puede ser muchas mujeres diferentes: puta y santa, virgen y madre, necia y sabia: ser una cosa, la otra, o las dos indistintamente. Toda mujer es muchas mujeres. Y ni siquiera la mismísima Virgen es inmune a la ambivalencia y al desborde. Si no me cree, permítame ilustrar la idea contando algo sobre los orígenes, tal vez no tan conocidos, de la Virgen del Carmen. En realidad, su nombre más exacto sería la Virgen del Carmen de la Tirana, la Reina y Madre de Chile. La leyenda en torno a la Virgen chilena nos remonta a los primerísimos años de la Conquista, cuando Diego de Almagro llegaba hasta Atacama la Grande, actual Calama, procedente del Cuzco. Lo acompañaban una cincuentena de españoles y una descomunal cantidad de indígenas peruanos, incas rendidos al servicio de la Corona. Entre estos últimos se contaban algunos incas de renombre, llevados como rehenes con objeto de preservar la sumisión de los demás indios. Entre ellos iba el sumo sacerdote Huillac Huma, quien traía consigo a su hija, la joven sacerdotisa Huillac Ñusta; por las venas de padre e hija corría la sangre de los incas soberanos de Tahuantisuyu. La leyenda cuenta que, aprovechando el descuido de los españoles, la Ñusta —que quiere decir princesa o muchacha con sangre real— huyó con un importante contingente de indios hacia la Pampa del Tamarugal, donde estableció su reino y lideró una rebelión en contra de los españoles para salvaguardar su cultura. Durante los cuatro años que duró el alzamiento, la Ñusta fue conocida por el nombre de la "Tirana del Tamarugal". En la figura de la Reina Tirana vemos dibujarse lo femenino de un modo muy distinto a la imagen femenina de maternal sumisión que trajeron consigo los conquistadores españoles. La Tirana proyecta lo femenino como poderoso, rebelde y transgresor. Es una "tirana”, por lo tanto desafía a todo aquel que se atreva a oprimirla. Desobedece y no se deja avasallar por nadie, llegando, incluso, al despotismo. ¿No le recuerda, en algo, a la Quintrala? Sin embargo, la leyenda que ahora estoy narrando, que es cuento cristiano

al fin y al cabo, nos permite ver la majestuosa rebeldía de la Ñusta, para luego proceder a domarla. Así, se nos dice, el reinado de la princesa guerrera habría llegado a su fin cuando sus huestes toman como prisionero a Vasco de Almeida, quien decía ser un explorador portugués y andar en busca de la "mina del sol". Entonces ocurre que Huillac Ñusta, quien hasta entonces no había dudado en asesinar a cada uno de los hombres que tomaba prisionero, se enamoró del portugués. Durante meses la Ñusta gozó de su prisionero y se las ingenió para aplazar su muerte, lo que empezó a disgustar al resto de los indios. Peor aún, en secreto, la princesa inca había decidido convertirse a la fe cristiana; sin embargo, en el instante preciso en que se disponía a recibir el bautismo en manos de Vasco de Almeida, las flechas indígenas abatieron a los amantes. Otros dicen que el portugués alcanzó a bautizar a la Ñusta con el nombre de María. Este episodio dará lugar a la transformación de la legendaria Huillac Ñusta en la Virgen del Carmen de la Tirana y, por extensión, en la madre de todos los chilenos. Pero la Virgen sigue siendo, en el fondo, la Tirana: es una guerrera sanguinaria. Una madre insumisa. La santa es malvada. La Virgen es puta. La puta es sagrada. De la propia Quintrala se dice que acabó aceptando contraer matrimonio con un hombre viejo, apocado, de nombre Alonso Campofrío. Es verdad. Tal es el nombre de quien "domó” a la Quintrala. Campofrío: como si el sol se hubiera muerto de pronto. Sin embargo, hay que advertir que la doña de Campofrío es también la Quintrala, Catalina, la Catrala. Es su abuela, Elvira de Talagante, es la Reina Tirana. Moraleja: Todos somos un monstruo, una mezcla que jamás está en reposo. Toda mujer es un monstruo: la mezcla que de sí misma hace y deshace, escoge y prepara. Toda mujer es también la Quintrala.

Epílogo

Vuelvo a visitar a mi tía Catalina, la misma que me ayudara a conciliar el sueño después del susto que me llevé tras conocer, por primera vez, a la Quintrala. Ahora tiene el pelo canoso y camina ayudada por una muleta. Estamos en la misma casa, en el mismo cerro repleto de pinos y eucaliptus del litoral central. Camino hacia el baño y me asomo a la pieza de mi tía: todavía tiene un altar con fotos familiares y un retrato de la Virgen. Todo sigue igual y todo es distinto. Yo ya tengo mis años, un divorcio, un trabajo. Mi tío murió hace dos años. Benjamín vive en el extranjero y solo viene de vez en cuando. Pablo estuvo acá por la tarde con sus hijos y su esposa, pero regresó a Santiago temprano. Con mi tía nos quedamos en el patio de atrás tomando el último resto de vino que quedó del asado. Le comento que me pidieron escribir un libro que trate sobre mujeres perversas, fatales, monstruosas. Hablo rápido tratando de explicar de qué trata el libro. Le menciono a Eva y a Lilith, a Baubo y a las brujas. Le digo, finalmente, que había pensado mencionar aquella vez que sentimos miedo de la Quintrala. Aquí, en este mismo lugar. Había pensado mencionarla también a ella. "Mira tú”, me dice liando un pito de marihuana. Fuma porque le gusta y le hace bien para el reuma. "Deja que te cuente algo. Quizás ya lo sepas”, me dice luego, echando humo por las narices. "Tendría unos veinte años. Trabajaba en una peluquería en San Diego y estaba recién pagada. Salí tarde, o no tan tarde. No sé. Era invierno, en invierno oscurece temprano. Mira, yo entendía más o menos lo que pasaba. Pero qué iba a saber yo que la vida era así de dura. Era el año 76, ¿me entiendes? Yo solo atiné a caminar como siempre. Caminé hasta la Alameda, me quedé en la esquina esperando locomoción y no pasaba nada. Caminé, sin saber qué más hacer. Atravesé todo el centro. Hacía frío. Unas

pocas gentes pasaban. Todos iban apurados, todos en lo suyo. Al final, llegué hasta San Pablo con no sé qué calle. Nada. Ni una micro, ni un colectivo. Nada. Me empecé a poner muy nerviosa. De pronto, un taxi paró al lado mío. Súbase, me dijo, yo la llevo. Me subí. Yo iba a Recoleta. El tipo subió el volumen de la radio. Las calles estaban vacías. Le repetí unas tres veces que iba a Recoleta. De pronto, noté que estábamos afuera de la Quinta Normal. Yo pensé que había tomado un atajo. Él me decía: mire, por estas calles viví yo cuando chico. Mire, por ahí jugaba pichangas con los cabros. Mire, ahí en esa calle fue donde di mi primer beso. Yo no decía nada. El tipo conducía, me hablaba de su vida, a veces se volteaba y me miraba. No le entendía nada. Te juro. Todavía no me entraba el pánico. Qué sé yo por qué, en los años de la dictadura estábamos acostumbrados a sentir miedo todo el tiempo. Yo solo comencé a gritar cuando ya íbamos por la carretera...”. Mi tía está volada y se atraganta con el humo. Me estira el pito, toma un sorbo de vino. Se lleva las dos manos a la cara y luego sigue: “Mira, yo aborté en circunstancias atroces, obvio que de forma clandestina, en un patio asqueroso, detrás de una peluquería parecida a esa donde yo trabajaba. Como me vino una infección tremenda, acabé en un hospital, frente a un médico que me hizo un raspaje y luego me torturó. «Ahora sí, no volverás a hacerlo», me dijo. Hueón de mierda. No volví a hacerlo porque, afortunadamente, no tuve necesidad. Y no me arrepiento de haber abortado. Y, en fin, ¿sabís qué más? Da lo mismo el porqué. Da lo mismo si hay o no una historia traumática detrás. Porque al final siempre es lo mismo: una mujer aborta porque no quiere parir críos que no quiere. Listo. Con eso basta. Yo después fui madre porque quise. Y tuve los hijos que quise tener. Ellos saben. Yo los eduqué para que no anden metiéndose en lo que no les incumbe". Mi tía Catalina bosteza y yo me quedo en silencio. "Ya se ha hecho tarde”, dice. Antes de que le pregunte, ella misma es quien contesta: "Si te sirve para tu libro, dale. Pero no quiero que pongas mi nombre. Ponme cualquier nombre que se te ocurra, menos el mío. Porque escribir sobre mujeres no te hace mujer. Y seguro no entendiste bien lo que te acabo de decir. Qué te apuesto que vas a poner lo del taxi. Para que dé lástima. Porque solo desde la lástima entienden. Porque si una no sufre, no vale, no es aceptable. No los

conoceré yo...”.

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