Llevados Del Putas


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LLEVADOS DEL PUTAS Javier Ramírez Viera

LLEVADOS DEL PUTAS Javier Ramírez Viera

Escritia.com JavierRamirezViera.com Amazon.com 2011, Las Palmas de Gran Canaria, España. Todos los derechos reservados. Quedan terminantemente prohibidas, sin la autorización escrita del titular del copyright, bajo las sanciones establecidas por las leyes, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares de la misma mediante alquiler o préstamos públicos.

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PRIMERA PARTE El filósofo y sus monos

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Capítulo primero Años 60, en algún lugar de Sudamérica. Don Washington… Le advertí al Compadre que no se dejara enamorar, que eso sale caro. Al alma, o a lo que sea. Al cabo uno se duele de algo. La mujer es para tenerla de esposa, o como moza… pero no para quererla. Y se coló por Antonieta, aquella chica de pinta argentina con el cuerpo siempre como sudado, a saber que el reflujo era los ungüentos femeninos de la tentación, esos que se suponen engañan la vejez, pero que contornean toda línea curva y todo valle o colina de mujer, haciéndonos arder como braseros. Y por aquel río negro de su pelo, que la vestía como acaso unas bonitas cortinas una ventana. De la cual, por allá, asomando su nariz, de esas personas que tienen la trompa anunciada, vista y proa al viento. Sería poco decir que nariz aguileña… Para describirla bien habría que buscar otro pájaro… No sé si saben lo que es un tucán… Y, sin embargo, para nada le era un reparo. Era la gracia, ese apéndice de la codicia de un cuerpo desmesurado, tentador, y el galope anticipado por donde no se debe para con esas aventuras de juegos de cama. La guinda… el gracioso tropiezo… un punto de referencia para comparar tamaños y vivir estorbos indecentes. Si una nariz estuviese hecha entera de huesos, y no de carnaza, enseguida hubiésemos estado sobre la pista de que aquel cadáver era Antonieta. Hacíamos muros de contención en piedra para los lindes de las parcelas de cultivo, allá, bajo el sol, en un lugar de la montaña que se nos antojaba el fin del mundo, de tan callado como acaso sólo le diera la gana de soplar a la brisa en la maleza. Y apenas una fresca, de un par de árboles, para salvaguardar 4

el buche de agua en una tinaja. El resto, echarle ganas y aguante, y los sueldos pendientes de cómo de animado se anduviera el día. Casi de la condición meteorológica, según el paso de una mera nube nos daba por rendir más de la cuenta. Y buen ritmo, hasta que se nos antojó que alguien había manipulado la tierra que apenas se había removido ayer. Por esa corazonada, mi compadre dio con las carcasas de mejillón, negras, de unos zapatos de tacón, rotos tal como si alguien los hubiera cortado con una tijera. En realidad, retorcidos del agua de algún aguacero reciente… sí, el de la semana pasada, el que nos desbarató varios días de aplome de piedras. …Por cierto que Antonieta había desaparecido más o menos por esas fechas. Quise convencer a mi Compadre de que la hilada no podía parar. ¿Para qué meterse en líos? ¿Acaso echaba de menos a alguien? Y, si así fuere, ¿le importaba tanto como para parar las obras? Acusábamos la fatiga, y daba igual una perra más que una perra de menos en cuanto mi Compadre deshizo el falso entierro con algunas pataditas de sus botas. Entonces, el muerto sacó la mano. La muerta, convertida ya en esqueleto. Y supimos que era hembra porque, aparte de los zapatos, la pala que luego usó mi Compadre con ella la sonsacó la cabeza al ir desvelando esa cocorota como de huevo de avestruz. Y ni pelo, como si todas las musarañas del mundo ya se hubieran aprovechado de la difunta propiedad para tejerse abrigos, pero sí esa delicadeza propia de las féminas bien mujeres, donde la horrenda mirada al infinito de aquella calavera se convertía en una súplica femenina por un sí quiero de cuentos de hadas y camino al altar. …No estuvo su nariz. ¡Se la habían comido toda! Por entonces, de todos modos no sabíamos que era Antonieta, ese amor loco de mi compadre. Una prostituta, claro. Una de esas verdaderas mujeres, o esa otra raza de mujer, mejor dicho. La de ensueño, andando todo el santo día 5

con esos camisones perversos de lascivas princesas. Desperezándose, con los revuelos de su pecaminosa carne tendentes bajo la seda, como con vida propia. Perfumadas, y con las uñas crecidas. Pintadas, para mujeres convertidas en jarroncitos de decoro… a saber que para el uso. Supuestamente, nada que ver con lo de casa, en esas señoras ataviadas con rebecas, cuasi jorobadas, y bendito sexo en la alcoba de los ancestros, con el silencio del recato, mordiendo la almohada si hiciese falta, y ese desdén carnal tan misterioso, al cabo apenas lo estricto permisible en las Santas Escrituras. …La reconoció por el brazo roto. Menudo mi compadre, en afanes de forense. Con un palito, removiendo lo que no parecía más que un saco de concreto reseco atravesado de palitroques y raíces. Lo supo de cuando alguna paliza de algún chulito de la tierra natal de aquélla, que se lo crujiera con una silla. Desde entonces, Antonieta solía esconder la mano, tan retorcida como esa lengua viperina de las que asimismo critican y, tras arrojar la primera piedra, esconden su catapulta. “…Bueno, ¿y cuánta gente cree usted que se han quebrado el brazo?” traté de justificarle. Cierto que podría ser cualquier otro sujeto de este mundo de perros. Quizá, hasta podría ser un hombre vestido de mujer; allí sólo había carroña, una confusa masa del mismo tinte que la tierra roja que apaleábamos. “No, hermano… es ella” Lo supo. Lo tenía como intuición clavada. Y, asimismo coherente por acertarle la identidad a la víctima, para poco después dejó ese lamento confuso de quien no sabe si vale la pena lamentar un sinfín de restos cacharreados. No era ni persona, el muerto. La muerta. Lloró por recuerdos, desde luego; no habría quien se echase al pecho aquella argamasa. No lo haría ni una madre. La observé, a la pareja. Antonieta… que había sido una mujer cañón, ahora como cañoneada. Casi como si la 6

hubieran odiado tanto que no hubieran querido dejar ni unos restos más que inmundos. La mataron, claro está. La quitaron la vida… y la escondieron. Quitarla de en medio, hasta donde se pudo, donde los medios mecánicos tradicionales no daban para desmaterializarla del todo. Quizá un molino de moler trigo hubiera hecho polvo aquellos huesos, y alguna hoguera hubiese desmerecido los pocos trapos que le quedaban, y aquellos zapatos. Quizá la difuminaron con ácido… “¡Dios, debía quedar el alma!” pensé. Sí, al menos eso. Que quede eso, cuando uno se muere. Lo pensé, después de haber visto tanta gente muerta. Y lo hice precisamente allí, cuando era propio comparar el antes y el después de Antonieta. No había tetas, ni esa mirada pícara. Ni labios… ni nariz… nada por lo que pagar. Todo a la mierda. Quedaban los cimientos… lo que no se ve, lo que no sabes si es parte de las personas hasta que ya es demasiado tarde para ellas. Ese yo de adentro… el que lo mantiene todo en pie y da la vida, la sostiene, y es tanto nuestro, y más, que esa corteza que damos cara al mundo. Sí, la gente sabe dónde está el estómago cuando le duele. Si no fuera por los empachos, quizá nos diera por pensar que la comida se diluye en nuestro interior como una mágica esencia de lluvia de estrellas. “Descansa en paz, amor mío…” le oí murmurar a mi compadre. ¿A quién? Antonieta no tenía oídos. Se los habían comido los gusanos. Quizá las hormigas. A saber… Quizá se los comió el asesino, que la despellejó con saña. Quizá con sapiencia, o ese arte para desbaratar que tiene la gente mala. …Ahí empezaría todo. Ahí empecé a cavilar. Maldita sea… Nacería en mí un nuevo Washington, capaz de cuestionar las cosas. Sopesar, en ese algo tan peligroso. Pensar… Debatir… Joder, si se quiere. …Quieres mucho a alguien, lo estimas… Puede dar miles de vueltas, tu carne, y tu ser. Puedes hacer 7

tabiquerías de piedra vista para delimitar plantaciones, o ser el estudioso de casa e ir para abogado. Puedes ser tú, o ella, todo lo que quieras… todo lo que dé la vida, pero el fin es la misma mierda para todo el mundo. Ese amor de tu juventud, el del primer beso, el de aquel sueño de verano en la playa, voló lejos, y se casó con otro. Lo esperas de regreso toda la vida, ésa de suplencia… ésa que te atarea, y que va desgastando el tiempo y engorrona tu pinta. Te encorvas, y tanto de cara como de alma, y aún ansías ese regreso suyo, entre el mal humor del viejo… Aún lo ves preescrito en las nubes del atardecer… Pero no, un día te cuentan que no sé quién, precisamente ella, murió en su primer parto; joder, ¡por hacer el amor con otro! Duela menos que quizá la cogiera un carro, o se la llevara una caprichosa pus de sus entrañas. Han pasado los años, y, si acaso fueses a buscar ese pelo, esa mirada, esa sonrisa… ¡joder, preciso apartar las larvas y las cucarachas del ataúd para atenderle esa mueca de espanto de los restos humanos descarnados! Lo supe. Lo supe todo cuando el funeral de Antonieta. Otro funeral de otra prostituta. Se venían familiarizando en los pueblos de la comarca, porque el exceso del vino y la fiesta, de la hombría del trabajador, asimismo como las atrae las va requemando. Si no de trabajo, de odio. De muerte, que también se da entre bofetadas de celos y desdenes por mujeres que se van adinerando por el pecado, que son deseadas pero que no sirven por esposa. Antonieta no valía para eso. Quizá por eso había muerto. Y, si no mi compadre, tarde o temprano por el compadre de algún otro estaría a tientas del destino que alguno la malograra. Ya la empezaron por el brazo, y la terminaron por la vida entera. Lo decía bien claro aquel funeral, en la procesión de preciosas mujeres en negro prestado, porque lo suyo eran los vivos colores de la noche, por las pocas telas de escotes y minifaldas. Ataviadas de santas, las

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putas, mientras las beatas las veían pasar escondiditas desde las ventanas. Era su derecho, la columna del llanto. También Dios las perdona, y Antonieta iba a recibir la santa sepultura. El cura lo iba pregonando en su silencio, con La Biblia cogida delante suya, con ambas manos, presta en su rojo carmesí sobre el abdomen… como santificando su entrepierna, o poniendo una barrera entre sus debilidades carnales y la carne de aquellas fieles de la madrugada y el vicio, las que tanto las anhelaba al descarrío, por masa que lo oyera, como las tentaba enmendar. Y detrás el carruaje de las tinieblas con el ataúd, el mismo carro de todo el mundo, tirado por dos mulas. Lo habían vestido de rosas rojas, que, por apetencias del destino, se habían retraído hasta convertirse por sátira casualidad en una multitud de capullos fálicos. Por ellos se santiguaban las beatas, mientras por ellos también se sonreían adentro diciendo algo así como: ahí tenéis vuestro merecido, pues ni en los momentos solemnes os podéis librar de la profesión y el sentido de uso y desuso para con los hombres. Allí anduvo mi compadre, entre fulanas y vestido de domingo, como cuando, en otras, las tentaba enamorar con su pobreza. Ahora cabizbajo, con una de aquellas rosas en su ojal, rota por lo abrazos. Una osadía, a sabiendas que su mujer podría verlo con sólo ocurrírsele salvar el trecho de pueblo a pueblo para comprar algo en el mercadillo. Y el comadreo hablado asimismo podría hacer ese trecho, a la inversa, y habría riña y guerra… la que quizá mi compadre necesitaba para justificarse y coger vuelo, si acaso su esposa se alegrara de que la mujer que le quitaba el amor de su esposo ya estuviera muerta, y asunto zanjado. Estuvo firme, mientras se oraba por la muerta sobre el hueco en la tierra donde sería alojado el ataúd. Yo impreciso, a su lado. También de negro, si acaso viéndolo 9

todo más de ese color que de cualquier otro. Porque las mujeres oraban, pidiendo la salvación de aquel alma. Y vaya, porque eso significaba que había alternativas a la muerte misma. Oraban… luego hay opciones, en el sentido que Antonieta podría irse al cielo o al infierno. Dos derroteros… ¿Qué los marcaba…? ¿Quién sabe quién? Si fuera fijo que se va al cielo, ¿para qué rezar? Así, confiando haber convencido de la buena alma al Todopoderoso, la dejaron estar. La echaron tierra encima, y adiós. De Antonieta quedaba el llanto, no más. Sus fotografías, si acaso tenía alguna. Lo demás que fue ella quedaba impreso en las mentes de todos los que la conocieron, y sobretodo en la de mi compadre, el que valientemente me invitó a zanjar aquella mujer con nuestra ida del lugar. Sin más por hacer, sino despojar del camino todo aquello que ya no sirve. ¡No la dejen sola, que la van a desgranar los carroñeros! Los bichitos le crecerán por comida para moscas, y hasta sus flujos se voltearán en bestiecillas devoradoras de la que fue su casa, esfumándola como por arte de magia, tiempo al tiempo, en un halo de fetidez. Sólo quedarán los soportes óseos, otra vez, siendo el tanto de la persona menos humanizado, pese a su forma. Ahí no hay yo alguno, sino el yo petrificado. ¡Por Dios, no abandonen el cuerpo! Por entonces, me daba por pensar que el alma no había volado, que el alma no vuela. No coge rumbo ni se perpetúa, sino que, del aún revuelo de sesos, de esa col que somos, alguna bacteria se comerá en algún momento aquel trocito del pensamiento donde se guardan las noches de amor con Compadre, la deuda con un hijo secreto en casa de mamá y mil llantos en el espejo en burla a su incierto papel de gloria y fracaso, admirada de borrachos y maridos inconformes como una prima donna de pega. Y mejor que callara, porque mis impresiones no eran bien vistas entre la gente. Nadie me entendería. 10

Vale… la temporalidad de por medio. Asimismo me dio por pensar en eso, en el tiempo. Quizá porque, buscando solemnidad, andando ese regreso triste pero satisfecho de los enterramientos multitudinarios, me quise coger de manos como acaso andaba el cura, y el frío de la cúpula de mi reloj me sobrevino al sentimiento de la escarcha de ultratumba. Distaba el vivo del muerto por medio del tiempo, más que de la carne. Y… ¿cuándo vivo y cuándo muerto? Quizá Antonieta seguía viva, en una mínima parte aún no cuerda, allá como el sustento de los bichos, aún en un bocado que algo bacteriológico disfrutaba. ¿Quién la mandó comérselos ella primero? El vaivén de todo cuanto conozco… Sí, las cosas van y vienen. De eso no hay duda. Ella, mutando… Ella, la ciudad cosmopolita. Miles de partos y eyaculaciones diminutas en el sinfín desastroso de la carne de aquella mujer. Las esencias prosperando… …Habría tiempo de que entendiese que uno no es más que eso: malditos bichitos. Ley primera…

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Capítulo segundo Cada algún tiempo que no quise llegar a precisar, así como por sorpresa para mí, se daba cierto aniversario de la muerte de Antonieta. Se la rezaba, por la salvación de su alma. Acaso, como si allá en el cielo fuese el suyo aún un incierto juicio, un cachondeo por no dejarla descansar en paz. Casi como si la pudieran echar de allí. Quizá la rezaban sólo para recordarla… Supe de quien se fue a Santa Marta del Monte a rezarle a cierto árbol bendito, el que quedó mueco por cuando una tempestad demoníaca, la que dejara un reguero de barro casi tan profuso como el de cadáveres y lo partiera por la mitad dejándolo como despeinado. Lo deshizo, y sin que nadie hubiese visto o escuchado el rayo y su trueno. Ni se halló el roto que faltaba, que muchos confiaron haber visto sobrevolar el pueblo en un torbellino de hojarasca y sapos para terminar desapareciendo en lo alto nebuloso del cielo. Lo que quedó, apenas un metro de palo, era nada más y nada menos que la misma Virgen María, como paradoja a tanto mal. Su esfinge, en una corteza prominente con ese aro de misterio de los santos. Como una cuchara, que, vista de perfil, y de lejos, y de cerca, se antojaba la misma Señora orando por sus fieles después de que Su Hijo los pisoteara en su rabieta en la tormenta… como un ataque de gases. Y pronto que se floreció de ramos, y de velas. Leprosos y desahuciados se daban de codazos con las amas de casa por echarse allí de rodillas, y ahora cabían asimismo las prostitutas, vestidas con recato. Y los chiringuitos, en cierto domingo que se repetía de misas y peregrinos que traían la prosperidad al pueblo a través de su misterio. Mi compadre me convidó a ese viaje, a rezar. Por supuesto que le negué, para lo que ya parecía tener una alternativa preparada y para indagarme si acaso no le acompañara tal lejos, al menos le siguiera hasta Santo 12

Domingo de Izas. No conocía aquella historia que lo rondaba ahora, al lugar, pero ciertas humedades en una casa de barro de la casi olvidada villa la habían terminado por convertir en un templo cristiano. Los Doce Apóstoles rezumaban en moho y sales minerales, entre brillos y agua esponjosa allá donde antes se cobijaban las cabras. Tejiendo, comiendo, durmiendo, llorando… Cada Apóstol, un invento. Cada cual lo interpretaba a su manera, como acaso era de suponer que alguna que otra aparición parecía tener dos cabezas… o dos sentidos, y se las pudiera mirar desde arriba, como desde un boca abajo que humillaba a las ancianas y mujeronas gordas a ser apalancadas con esfuerzos para ponerlas como a los murciélagos, para lo que, por imprevisto y caídas, se habían inventado el remedio de enfundarse gruesas enaguas maniatadas con esmero. Un andamiaje de cuerdas y viguetas las volteaba, entre voluntarios casuales que no siempre las sabían manejar sin lesionarlas del cuerpo todo aquello que pretendían curarse del alma. …Hubo quien rezaba a una piedra, una base siempre ocurrente por su irregular relieve. Asimismo, a un halo de luz que se colaba cada mañana por entre las palmeras y su juego de brisas, que parecía hacer querer aletear la realidad en alas de ángel. …Don Rodrigo Vallejo quedó de una pieza cuando, tras el primer mordisco a aquella manzana, el rostro de Dios fue el resultado de la dentellada. A partir de entonces, cada fruta la creía ir tallando buscando un parecido razonable, dejándolas todas a medias y relativizando el resultado. El colmo, entre Santa Rita de Hostia, Garlengo, Puerto Llano y Misterios, todas ellas comarcas bendecidas de extrañas apariciones, se daba en Monte Lentiscal, precisamente donde la casa del cura. Concretando, en el perro del cura. Parky, en el quehacer común de ponerles a los perros nombres de perro. Normal, sino tanto porque el animal tenía la bendita 13

esencia encima. Y nadie lo supo hasta que Manuel, El Cojo, uno de los habituales borrachines de taberna, se lo quedó mirando mientras el can husmeaba las aceras buscando los regueros de pis de sus congéneres. Quizá algún hueso perdido, o una caricia… y hasta que El Cojo se vio deslumbrado de un rayo celestial. Se le cayó la copa, y se le desparramó el vino. De por sí, ya un milagro que aquel hombre dejara caer de las manos su quinto elemento. Lo siguiente: que describiera haber visto a Cristo en el perro. Un imposible, y que la gente no llegaba a entender y hasta que el tumulto se hizo alrededor del animal, que, atendiendo a la tormenta que se le avenía encima, terminó por correr, siendo perseguido calle adelante. Señalado, y escudriñado sinfín… y a nadie que le daba por entender dónde estaba el santo. Todo, alboroto y sinsentido, y el perro a su carrera, hasta que la señora Bracamonte se llevó las manos a la cara, cayó de rodillas y se percató de la divinidad, justo cuando la bestia la dejaba atrás con llanto y pasmo. Y la indagaron, pero la mujer no soltó prenda. Acaso, sus balbuceos y rezos. Ya eran dos los iluminados, y era menester entender de una vez por todas el misterio para poder conectar con el cielo. A Parky lo rescató el padre Celestino, su amo. De hecho no tuvo que hacer mucho, puesto que el animal le saltó directamente a los brazos. Un chucho de color caramelo, con esa esencia de los perros esquimales, pero más bastardo que una mula. Por todo ello, ¿qué tanto podría traerse la gente con él, la que ya asomaba por toda la loma hasta la iglesia en un precipitoso tumulto que evocaba los linchamientos populares? Al cabo, ya allí la plebe, hubo que renegar el milagro, discutirlo… y luego caer de rodillas a la evidencia por cuando el espectro de Cristo era, en Parky, la imagen más fidedigna de todas cuantas pudieran aparecerse en tabiquerías, en arboledas, en charcas… en el queso. Tras dejarlo en el suelo, a petición popular, mientras el can 14

daba de vueltas nervioso, pasaba que Parky tenía el pompis como nevado de nata y arremolinado en un revuelo circular, como cepillado por La Naturaleza, para antojarse la túnica blanca del Hijo del Padre. En cruz, como apareciera El Señor tras su crucifixión, ya resucitado. Y, su sonrisa, su faz, su barba… pecaminosamente, hallada a la perfección en ese ano pardo con el rugoso y laberíntico ser de los cerebelos. Alejándolo, Cristo parecía bendecir, en un efecto óptico que ni siquiera hubiese podido imitar en sus cuadros un tal Velázquez. Hubo un grande revuelo, aunque no por el sonrojo que creía el padre Celestino. Lo hubo por sumisión, sin que nadie pudiese llegar a comprender que debiera haber maldición, y no santidad, porque todo el mundo le quisiese ver el trasero al perro. Y no supo qué hacer, el pastor. Aquello se le iba de las manos, y no veía la manera de interpretarle a sus fieles que Dios era omnipresente… pero que quizá no estaba tan en todas partes como creían. La cosa no terminó ahí, sino que, evidentemente, la corriente peregrina para ver a Parky se hizo eco en todo el país. Incluso en países vecinos. Sudamérica sorprendida, y abatida en la idea de que el mundo celestial tuviera reflejo en un ser vivo. Eso, si acaso hubiese habido tiempo de que la marea humana se personase toda en Monte Lentiscal, puesto que la Santa Sede tomó cartas en el asunto a toda prisa y el pobre Parky apareció una mañana debidamente envenenado. Dios se lo ha llevado, fue la respuesta al estupefacto pueblo. Por algo estuvo “marcado”. Por algo era el perro de Dios… Y se le hizo la tumba, en un lugar de penoso acceso del cementerio que terminaría por cansar a los peregrinos y a las beatas calzadas de varices. Mejor rezar a un mito, a una piedra tallada, que a un ano animal. Incluso, que algún día Parky sintiese ganas de evacuar en mitad del tumulto oratorio y 15

la gente pudiera señalar la cara de Cristo para comentar que Dios hablaba mierda. Allá quedó el mito, para ese retal de gentío, de una a dos personas al día, ya para siempre, que aún visitaban a Parky para pedirle. Preguntaban a la entrada del pueblo, y vagamente los lugareños hacían las señas que serían ya una costumbre para toda la vida. De padres a hijos, todo el mundo sabría explicar el itinerario, en un extraño quehacer de intendencia al turismo del que nadie creía percatarse, sino ligarlo a la más instintiva rutina. Un mundano día a día, su misterio, lo mismo que la cacerola santa de Santa Inés, donde todo el mundo se lavaba los dientes, a pesar de que su verdadera naturaleza fue la de, al uso, una profusa bacinilla de un ancianato de poca monta. Igual que las aguas del río Mecoco, que un día cualquiera se secaron para sorpresa de todos. Un misterio divino, y un corrimiento de tierra natural para la prensa especializada de los años noventa, la que desharía el entuerto y trataría de explicar entonces a los miles de peregrinos y propios de Casas Rojas, por donde pasaba el río y ahora quedaba una lengua cóncava en la tierra, que era literalmente imposible que aquellas aguas fuesen las mismas donde una vez bautizaron a Jesús. Jamás María Magdalena se lavó allí los pies, ni cualquier otra cosa, ni le limpiaron los pañales al Jesusito. La Tierra Santa quedaba muy lejos de tierras americanas, y el Jordán, a pesar de la volatilidad del agua, no hallaba cauce al Mecoco de manera alguna por mucho que los no entendidos en geografía se alentaran a replicar que los caminos del señor son inescrutables. La fe… La fe mueve montañas… O, al menos, de alguna manera las intenta empujar, aunque éstas no se muevan. Ley segunda.

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Capítulo tercero Había que escuchar al padre Cardinale. Acaso, hacerlo solamente por el hecho de que su nombre tuviera cierta similitud con lo de cardenal, por lo que, apenas al cura raso, lo concebíamos ya la misma mano derecha del Papa. Nos curaba éste las heridas, con esa paciencia insultante de quien no opera de urgencia, sino que se deja hacer del destino con toda convicción de que al moribundo que trata no se le está salvando la vida, sino que se le está poniendo en paralelo del alma a Dios para que éste decida si acaso se va o se queda. Lo mínimo, con esa media sonrisa de caridad, o de burla; nadie sabría decirlo. Lo único que teníamos claro era que no había que dejarse pegar un tiro, pues, porque Cardinale estaba detrás, en retaguardia, aguardando gente más por confesar que por alentar, y caer en manos con alguien que ve el cielo de un claro tan deslumbrante se antojaba más peliagudo que irle a pedirle tabaco al enemigo. Sí, estábamos en guerra. Muertos de miedo, pero en guerra, aunque nadie supiese cuál era. De un momento a otro. Salía con mi compadre a tomar algo, a descomponernos más que a enmendar el cansancio del obrero, cuando en aquella noche cerrada nos sorprendieron las luces de un camión en plena selva, en esas sendas de polvo y grillos. Uno, carrasposo, que, en efecto, terminó recogiéndonos como a unos autostopistas. Eso sí, no con las formalidades que esperábamos de algún mercante bananero. Fue a golpe de culata, y encañonados de fusil. Militares, algunos con el uniforme compensado de ropa civil. Sin mucho que decir, sino gritos. Así fue cómo nos enrolamos en el ejército popular, dejando que otros decidieran por nosotros el bando político por el que íbamos a luchar. Acaso, claro teníamos que Dios estaba de nuestra aparte, porque el padre Cardinale, antes de que saliéramos del campamento base, nos sermoneó del Señor 17

de arriba abajo para infundirnos coraje y, sobretodo, algo de sentido y excusa para dar muerte, así como si el Todopoderoso estuviese disconforme con las últimas elecciones electorales y la comparecencia de un tal Ramón de Santiago en las Cortes, envestido de chaleco antibala y secundado de tanquetas italianas en la calle. Y su discurso nos compuso la cara, pero el alma nos la partió en dos, puesto que el cura aparecía casi por entero bañado de la sangre del improvisado quirófano, donde hacía y deshacía con serruchos y tijeras, como si supiese de los entresijos más misteriosos del aparato humano por el mero hecho de haberse empollado La Biblia. Aquella primera incursión de los míos, un pelotón primerizo, se hizo a golpe de pierna… y nada más. No hubo voz alguna. Nadie dijo nada, acaso comedidos suspiros. Sólo un oficial asimismo primerizo hizo las voces, todas para parar o reanudar la marcha. Nosotros, obreros… otros, campesinos. La mayoría, don nadie, pero suficientemente ávidos para saber que aquel capitán nuestro tenía aún las etiquetas en las ropas de guerra, y su fusil brillaba de aceite como recién salido de fábrica. Se encasquetaba la gorra como si fuese a cazar patos, y, para cuando creía que nadie le miraba, se le abrían los ojos como platos al repararse, al reparar la situación, al reparar la selva… Otro perro de guerra echaría un vistazo al cielo, su Sol, y nos encaminaría en la senda correcta, pero éste tenía que empaparse de mapas y cálculos con los que morderse de lado la lengua, hacer borrones y echar una ojeada al incierto horizonte, el que nunca llegaba a definirse porque nunca pasaba de ser el sinfín de coliflores de las copas de los árboles. Y con esa incertidumbre seguíamos sus pasos, algunos de ellos inciertos. Retrocediendo, allá donde el deje nebuloso de la selva nos impedía el paso. A veces, con tal tabiquería de ramas y zarzas que ni un cañonazo nos hubiera permitido pasar. 18

Caminar y caminar… Por ahora, la guerra parecía que se trataba de eso. Sofocados, y redescubriendo nuestra tierra, para saberla más de un tal Tarzán de lo que podríamos haber llegado a pensar. Sólo faltaban los elefantes, los monos y algún tigre de ojos como luciérnagas, que se nos comiera a bote pronto como salido de la nada. Sin él, nuestro capitán reparaba sobremanera en la espesura, y ya no tanto para saber por dónde abarcarla como para buscar a un enemigo que, visto lo improvisado del conflicto, seguro que estaba tan desconcertado como nosotros y quizá todavía ni se había adentrado en aquellos mismos parajes, si acaso estaba tamvién perdido y anteayer nos pasaron de al lado sin que nadie de ningún bando se diese cuenta. En esas hubo su noche, en el silencio perpetuo nuestro roto por un millar de gritos animales. Algunos de idiotas, en esa repetición necia de los bichos en celo. El desespero de la selva, en un hirviente quehacer que se nos colaba por debajo de los pantalones. Por ello, hubo quien tuvo de picores y garrapatas arácnidas o gelatinosas en los tobillos, en la entrepierna o en el pompis. Alguien amaneció con una copiosa viruela de picaduras de mosquito, y algún otro vomitó cuanto quiso y no pudo porque alguna salamandra se le había colado por el esófago. Casi náufragos, hasta que se nos apareció ante los pies el primer segundo campamento base, cuya gente estaba tan desconcertada de la intendencia que, más que avituallarnos, acaso esperaban que fuésemos nosotros sus salvadores. A fin de cuentas, todo el mundo sudado, cansino, enfermizo, barbudo, en gentes de a pie que se habían uniformado de trajes de hojarasca madura por el ímpetu del alma, de la justicia… a su entender… a sabiendas que para meterse de por medio en terreno de nadie, donde hacía falta algo más de coco y mucho menos de corazón.

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Sin medicinas, sin agua, sin casi alimentos… Comimos hierbas, y alguna rata de campo o similar que nadie pudo poner nombre. Asada, y repartida. Racionada. Humillantemente racionada, tanto para nosotros como para el animal, que terminó cortadito en bocados medidos. Hubo una semana más de imbéciles, caminando aquellos parajes sofocantes. Apenas enterados de la evolución de la guerra, que acaso pedía gente que se comiera aquella selva, para pelear un sitio donde realmente no parecía haber nadie. Y así anduvo todo, hasta que la guerra nos alcanzó. Por primero, al capitán, al que le sobrevino una especie de estornudo mientras nos hablaba alguna cosa. Escupió, al aire y ese líquido rojo, y no entendimos si acaso se había echado un buche de vino, que acaso lo guardaba celosamente en su cantimplora y no nos lo había querido compartir. Y casi lo linchamos, hasta que hizo un tonto del cuerpo, de los ojos, y cayó como si su sustento en la vertical hubiese sido un hilo de mala seda, ahora roto. Muerto, para que en su caída se nos allegase ese ruido de disparo que a tiempo no pudimos oír, cuya geometría de la selva parecía haberse comido y hasta que su eco nos abordó los oídos. Ahí empezó todo… aunque el día terminó sin que pasase nada más. Porque corrimos despavoridos, metiéndonos al paso de la retirada en todo recoveco y para no querer saber nada de nada de medallas y bayonetas. No queríamos saber quién era el enemigo, y poco nos importaba que el hormigueo de la selva se comiera al difunto, sin paz ni gloria; nadie pensó en recoger el cadáver del capitán. La muerte de por sí es muy hija de puta, y la guerra la hace aún más insensata. Por cierto que entonces perdí a mi compadre. Lo perdí de vista… No puedo decir más. Recuerdo aquellos días con la vaguedad de los traumas, los que luchamos por un politicucho que se encerró en una embajada comiendo de las máquinas 20

expendedoras. Recuerdo al instructor americano, como de otra especie. Un tipo alto, rubio, enorme y fornido, que aquellos primeros días de contacto nos enseñara a desfilar; ¡qué estupidez…! Ni que fuésemos a salir por la tele. Recuerdo luchar por aquellos palmos de tierra, de una selva que queríamos atesorar, pero que, terminada la movilización, tal como parecía ser ley de La Naturaleza, terminaría volviendo a ser un paraje de nadie. Casi como si luchásemos por la flora y fauna, que asimismo se desvivía en su propio calvario como para acaso hacernos caso de tripas y borbotones de sangre de nuestra propia carnicería. Bobos los que cargamos aquella pieza de artillería durante cuatro días, para luego ocultarla bajo un cardumen de toda clase de plantas y no haberla dado uso. Es difícil imaginarse semejante infierno, en el mero hecho de echarse al hombro una fría y pesada carga por donde no debieran andarse ni las moscas. Y su munición, en aquellas cajas de madera donde se ocultaban las arañas para picotearnos las manos a traición. Como mínimo, para con esa desagradable traza de telaraña amanecida de gotas de rocío que se te mete en los ojos. Los dolores en el cuello, y en las piernas. Afanarse donde no hay escaleras ni caminos, sino tropiezos y un resbaladizo barro, o un seco polvo, rojo, que se quiere comer el oxígeno. Un mal sitio. Te paras a mirar la aparentemente quejumbrosa derrota de una mariposa, una belleza, y, de repente, nos disparan los árboles, y nosotros a ellos. A veces, una sombra se veía correr. En otras, chispazos. A menudo, sólo el ruido, y ese nervio de la maleza alentada por el soplido de los disparos. Casi como si se aviniese el fin del mundo, era mi parecer. Un desastre, donde no sobrevivía el mejor, sino el que tenía la suerte de cara. La casualidad impartiendo su ley. Recuerdo haber visto morir a Álvarez, de Puertollano, cuya curiosidad a mala hora le hizo sacar la cabeza afuera de lo verde. Le volaron la 21

gorra, y no lo mató bala alguna sino la caída por un barranco, cuando el traspié de aquel susto lo hizo revolotear en balde como un pajarito indeciso fuera del nido. Gallego, de Ría Blanca, que intentó eso nuestro de la retirada para cuando llevábamos casi una hora de parapeto y dudas, le silbaron las metrallas y casi nadie lo vio quedarse atrás porque se le había dormido una pierna. Wilson, de Carraca, que murió por un resfriado, cuando su estornudo le hizo errar un disparo, y aquél que debió recibirlo tuvo tiempo de mirarlo a los ojos, apretar él su gatillo y enviar al tipo a la mierda. Yo también le vi esos ojos. Esa mirada. Es un todo y un nada. Ves matar al enemigo, el cual complaciente, a sabiendas que esto de la guerra es una suerte y un vaivén cuasi desinteresado, donde el que te mata en realidad no te odia, sino que se ve empujado a la matanza porque, si no, ¿para qué has venido? Además nadie es un asesino. Se viene a participar, y punto. Somos todos labradores, campesinos, currantes… y todos tenemos la misma cara, bien necia, a la hora de disparar. Yo también maté. Y, puedo jurarlo, nunca supe realmente lo que era el miedo hasta que di muerte, pese a que hubiese visto a morir a siete de mis compatriotas. Nunca temí por mí, hasta que le pegué seis tiros a aquel recién hombre, un chico de apenas dieciocho años que, más tarde sabría, era de un pueblo vecino al mío. Hijo de doña Lourdes, una señora de un frecuentado negocio casero de lavados de ropa. Cocinera, como nadie, que en las fiestas de gente de dinero ofrecía sus apetecibles servicios de asados y caldos de borrachera. Buena familia, honrada, y tocada por la tragedia de seis hermanos fallecidos por circunstancias tan dispares como una neumonía, un atropello por camión desbocado, otro atropello, pero de mulas… una infección desconocida, una desaparición y un ajuste de cuentas… y ahora seis balas. Una por cada hermano, que le practiqué al tipo con 22

esa paciencia del guerrillero, repitiendo, asegurándome… rematando, para cuando era sensato saber que al cuarto disparo ya había cumplido. …Iría alguna vez a llevarle las condolencias a la madre. Eso pensé, aunque fue una cosa que nunca hice. No sabría explicarle los motivos. Nadie sabría hacer tal cosa. Porque, de haber sido un simple asesino de taberna, simplemente le contaría a doña Lourdes que maté a su hijo por una estúpida discusión de futbol, o por una mala mirada mal interpretada. De habernos metido a la guerra dos países distintos, de alguna manera le sabría hacer entender que sangres distintas son un revoltijo. Empero, siendo compatriotas, bandos equivocados y la hora punta de la muerte no me parecían motivos suficientes como para quitar de en medio nadie. Si acaso, que era él o yo, y eso me parecía muy codicioso por mi parte. Ahí, en esa masacre mía, aprendí a temer. Tuve verdadero miedo, aquella primera noche. Me parecía seguir oyendo los disparos, los gritos, las voces… la confusión… La tenía ahí, en mi oreja. Y, para cuando creía reparar mejor este cochino mundo, me percataba de que no eran imaginaciones mías… la guerra era constante, y estaba ahí, en el suelo que yo usaba por almohada, para cuando mi linternita me dejaba saber de esa cruenta batalla entre hormigas y termitas. Idiotas… Nosotras, las personas, por este loco coco que tenemos, teníamos justificado matar injustificadamente. Ahora bien, ver a las bestias luchando me parecía verdaderamente un desquicio. El planeta entero debía estar ardiendo, allá en los bajos de las cocinas, en los trasteros, bajo la moqueta… El mundo lleno de idiotas guerrilleros. Por ellos el miedo se me intensificó, y se me hizo mucho más cuesta arriba esto de matar. Era mi lastre, que me hacía estar pendiente de toda maleza, en cuanto debía dejar actuar a la pura suerte, al destino, y dejar que la vida y la muerte se entrecruzaran 23

cuando les diera la gana. Porque, cierto, ni todas las precauciones del mundo alejan la fría mano del adiós cuando los días los tienes contados. Perdí mi estómago, en un desagradable efecto secundario del mis temores. Supe de todas sus facetas, de todos esos ruidos de charca hirviendo allá en mi barriga. Me hice apestoso, y todo lo convertía en una vergonzosa diarrea. Y gases, que era de lo que más me temía porque, de escapárseme el tufo en mala hora, por ruido o por tiento podría alertar al enemigo. Y me las pasaba “en el baño”, que era lo mismo que decir ese momento de bajar la guardia, para lo que me intentaba dar toda la prisa posible y apretaba en el quehacer hasta el punto de que me silbaba la mente ese tren de mercancías del seso a toda presión. Creó que aboné toda la selva, y que, si la guerra hubiese durando un par de semanas más, seguro hubiera tenido la oportunidad de ver un florecimiento desmedido del verde. Por fin, aquella fría mañana todo iba a terminar. Llegábamos al campamento base entre esa neblina maldita que te hiela dentro, como si la montaña pudiera llegar a ser radiactiva. Allí, preparando una nueva incursión con los militares, como si llevase la mano misma de Dios para obrar sus milagros sobre los mapas, volvimos a ver al padre Cardinale. En rojo por sus palmas, en el color que se le parecía haber adherido a las manos de tanta sangría. Un incierto médico, y también un relativo estratega que opinaba de toda suerte de trasuntos guerrilleros. Y nos dio su discurso, para que volviésemos ya mismo sobre nuestros pasos, en busca de la muerte, alegando que los últimos compases de la contienda necesitaba de gente que despreciara su vida, que el dolor de la andadura por la selva no tenía cabida en aras de tan grande sacrificio… El alma está por encima del cuerpo. Por fortuna, don matarife no se salió con la suya, porque alguien arregló la radio y llegaron noticias de unas 24

nuevas elecciones. Los que se odiaban a muerte se daban la mano, y todo terminaba en una especie de concurso televisivo donde tenían cabida hasta los extranjeros de corbata. La verdad, que un fraude. Nuestra guerra villana, allá en el corre que te pillo de la selva, en el peor lugar del mundo, ahora se libraría en los despachos. Quedaba en la mente de todos algo así como: ¿y para esto nos hemos estado matando? …Y entonces Cardinale limitó a Dios. Le puso nacionalidad, y lo presentó como padre de nuestro pueblo. Por un tal de ese calibre, el padre justificaba la idiotez, fuese del cariz que fuese. Ahora era menester volver a casa y fingir que no había pasado nada, que cuatro meses de penurias no son para cuentos… Volver a trabajar, y levantar al país. Seguir luchando, pero de otra manera. Lo refrendaba el cura, asimismo sin compadecer demasiado a quienes volvíamos masacrados de piernas y manos, sin ojos, sin oídos… Un ristre de lisiados, para lo que el cura tenía la consigna de el alma está por encima del cuerpo, repitiéndose. Mentira… Nos emborrachamos, y el padre también lo hizo. No sé si terminó de putas, como nosotros, pero sí que perdió los papeles y bailó y rió a gusto. Se burló hasta de los muertos, y entonces lo reparé para objetar que no, que el alma también se emborracha… pero… ¡es mi cuerpo el que bebe! …Por tanto, somos nosotros mismos y nuestro cuerpo; ley tercera.

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Capítulo cuarto No sé si se los había anticipado adecuadamente, pero la guerra desquicia y enloquece. Desconcierta. Por eso que no reparase del todo en que mi compadre hubiese desaparecido. Yo lo daba por muerto, aquel martes lluvioso en que salimos en estampida al caernos del cielo, aparte de lluvia, algunas granadas. Me lo topé en el garito de siempre, tomando en torno a su propia pestilencia. Llevaba allí tiempo, y no se alegró de verme… porque, aparte de eructar y decir sandeces, su profundo estado de ebriedad le impedía incluso reconocerme. Tuve que tomar, y ponerme a su altura, para que nos entendiésemos. Tanto, que al fin nos abrazamos como unos hermanos. No, no estaba muerto. Había recalado adonde la competencia, que asimismo aquel mismo día estuvo confusa y perdida por entre el torrencial diluvio. De repente, el adelante se hizo el atrás, y la retaguardia se comió el frente. Por eso, disparando, de repente mi compadre se vio rodeado de gente con su mismo uniforme… empero que no terminaba siendo la gente suya, sino el enemigo, que lo daban por bueno. Dando bala, mientras él hacía lo propio adonde era la tendencia del momento. Curioso, que nos hubiésemos tiroteado sin darnos cuenta. Acaso, la fortuna quiso que su distintivo blanco, aquel pañuelo anudado al cuello, el que nos distinguía de los pañuelos rojos del enemigo, se hubiera teñido de sangre de algún desgraciado. Luego se arrancó las otras señas de toda prenda, agazapándose adonde la confusión para salir de allí con vida. Al menos sobrevivir, porque la verdad fue que nunca pudo desembarazarse del todo de aquel otro pelotón y terminó formando parte de él. Claro, entre compatriotas meramente diferenciados por su uniforme… pasa. Si la guerra hubiese sido entre chinos y somalíes seguro que las cosas hubieran pintado de 26

forma muy diferente. Pero llovió, mucho, y hubo disparos por varios días. Se unieron otros pelotones de pañuelos rojos, y de pañuelos blancos, y murió mucha gente. Se hizo el lío, y ya nadie pudo saber quién era quién sino a través de estar en el mismo lado, dando cara a los que la mera fortuna o desgracia ponía en la arboleda de enfrente. Una suerte que compadre y yo no nos hubiésemos matado mutuamente. Tampoco puedo decir que me alegrara sobremanera de que mi compadre hubiera resucitado. Para lo que me servía hubiese buscado cualquier otro. No lo hace falta con mucho entendimiento, sino más bien bastante descomplicao. Es menester que sepa beber, que le gusten las mujeres y que no hable mucho. Con eso, tienes compañero para toda la vida. Aparte, se me antojaba cansino que tuviera esposa. Pero esposa de verdad, de esas de toda la vida. Eso harta. Lo hartaba a él, que buscaba amores en otros tinglados. Y me hartaba a mí, por tener que verlo humillado en mil trucos para que su parienta no lo reinventase como al verdadero donjuán de taberna que era. Es más fácil vivir como yo. He andado infinidad de mujeres, pero, puedo decirlo, no entiendo nada de amores, ni quiero saber. Por eso de que no tuviera la experiencia de mi compadre, en esas carreras por cuando te mandan un recado del hogar y hay que atenderlo, o de esos ramos de flores en épocas señaladas, las que quizá podrían asimismo regalar a sus mozas y ahí el lío de colores y formas adecuadas. Aparte las notas de amor, las promesas, los recitales, las carantoñas… la suegra… Es mucho pedir. Bobadas… Yo no entiendo nada del mundo, y eso es porque ni me paro a pensarlo. Soy como mi abuelo, y como lo fue mi padre; andamos de aquí para allá, y punto. Por padre, soy más padre que ninguno; debo tener… no sé… unos diez hijos. Muchos de ellos no los conozco, y 27

otros los he visto cuando la vida me los ha vuelto a poner delante. En los de mi casta, tener familia es eso; es ir a trabajar a alguna región lejana, hacer nueva vida, nuevo patrón y nueva jornada, y emparejarte a la primera mujer que se deje. Es fácil, pues siempre hay alguna que ha quedado “cagada” de hijos y sin marido, que éste se ha ido lejos y no volverá más, que es lo mismo que acabo de hacer yo para encontrarla a ella, y lo que le pasará conmigo en cuanto decida marcharme a trabajar a cualquier otra parte. Es ley de vida, me da por entender. Sobra conque las mantenga, y a su prole, mientras tenga empleo, y mientras no me den quebraderos de cabeza; y, qué menos, a mis hijos, que les haya dado la vida. Dos lindas niñas nos amamantaron aquella noche, en la que no queríamos pasarla solos. De pago, y salieron baratas, y, aunque ya estaban muy usadas, y resabidas, la juventud les aplacaba los duros reveses de la vida, al menos mientras aún hubiera tiempo. Fue por la mañana cuando volvimos a hablar, y cuando mi compadre supo que yo también estaba vivo; lo de anoche, a su entender, no había quedado claro, por lo que sólo le parecí un tipo simpático que se había cruzado en su camino por vez primera. Pero no, ¡demonios! era yo, el de toda la vida. Por eso me convidó a Arahuela, al sur, adonde una finca que estaba explotando de frutas y verduras por las crecidas del río. Pagaban lo de toda la vida, y el alojamiento. Había incluso fama de buena cocinera, por lo que eché mi macuto al hombro y le seguí, sin más que mirar atrás sino apenas acordarme de que había dejado en la mesilla de noche de casa unos doscientos pesos, pero que buen pago le quedaba a mi mujer, la del momento, por eso del disgusto del abandono y del problema de volver a encontrar marido. Nos fuimos andando carretera avante, aunque era previsible que llegar a Arahuela podría depararnos la vida entera. Nada estaba pensado, y, sin embargo, todo estaba 28

previsto; nos paró un camión, y allá sobre el banano nos afianzamos durante casi el día entero, ya sin que nadie nos alistase al ejército. Luego otra caminata, dormir un rato, y parar otro camión de madrugada, cuyas luces terminaron siendo una buseta que nos cobró sólo medio tickete. Por suerte en todo ello, mi compadre llevaba del cuello un pequeño transistor del que íbamos escuchando las emisoras locales, las que, al son de la misma rumba, nos iba acompasando el rato con el mismo sabor de boca por la salsa de toda la vida. Del mismo tinte, compadre llevaba las provisiones que su señora le prepara allá en casa, siendo el sancocho de costilla que preparaba mi madre. En momentos así es de agradecer una esposa. Del resto, la verdad es que sólo se inspira la idea si uno tiene aspiraciones de crianza, y ganas de ver hasta el final a sus hijos creciendo y muriendo. Compadre las tenía, en sus cinco hijos. La mitad que yo, o menos. Claro, yo empecé en eso de procrear con apenas los dieciséis años. Porque puedes ser un pendejo y ser padre. Es compatible. Por entonces, mi vilo filosófico aún no tenía ningún cimiento. No solía pensar en nada. Eso es perfecto para ser padre. Porque, padre, primero hay que serlo, y luego ya veremos. Siempre hay alguna mujer que se deja preñar. Y ojala entonces hubiera reparado en todas esas dudas que ahora me atarean, en ese minúsculo mundo que he hallado y que está formado por infinidad de bichitos. Sí, los mismos bichitos que pululan mi entrepierna y que culminan seres humanos. Un paso curioso a tener en cuenta, aunque era ahora, tardío, cuando me daba por pensar en que mi hazaña como reproductor había sido meramente una materialización, y no un ensayo cuasi científico. …Pensando en la vida recuerdo haber matado, y haber pensado mucho sobre el cadáver. Murió por baleo, aunque, ciertamente, lo que ocurrió fue que se vacío de líquido. Justo, justito, lo mismo que haces cunado 29

engendras, dando agua a la hembra. Eso me da por pensar en que la vida es líquida. Se viste de carne, y luego la gente se viste con ropa. Otros se ahogan en el río… y los niños de las madres primerizas quizá en la palangana, cuando el primer restriegue de la mugre. Una paradoja, cuando todos deberíamos ser como los peces… Deliro… Lo sé… Mi compadre no para de mirarle las tetas a la mujer que está al otro lado de la buseta, la que caza de reojo y de frente mirando el reflejo del cristal y la vida misma, con descaro. Yo, en cambio, miro la distancia de la sabana, el torrente del agua en las rocas y el paso de los pueblerinos, y hasta busco los porqués mecánicos de aquel carro de combate requemado de muerte, arrumbado en la cuneta, que algunos ya han despojado de cobre y otros metales de reventa; ah, la guerra, ¡cuánta agua mueve!

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Capítulo quinto Mi primera mujer fue una china. Hay que especificar que no hablo de una china oriental, sino de una china sudamericana. Los ojos son almendras en forma de pinceladas, la nariz es chata, el pelo es como la cola de un caballo y no hay forma de fijar la mirada en su piel, porque ésta es tan perfecta que trata de un difuso caramelo en el que no se hayan referencias, sino que se entiende y extiende como la bruma de un amanecer. Era preciosa, como muchas chinas. Mucho más agraciada que yo. En realidad, yo soy feo. Pero, ¡demonios! feo con ganas. Nunca tuve mi gracia, a no ser por ese don de los que nacen con la suerte de cara y no hacen mucho, o hacen muy poco, por conquistar a una mujer. En mi caso, la misma providencia tomaba cartas en el asunto para que, por ejemplo, mi china cayese en mis brazos. Entonces yo apenas balbuceaba ese romance característico de los latinos de mi tierra, capaz de adular a mozas medianas, endulzar las glorias caídas de las menos puestas y de llevar al huerto a la menos carnívora de nuestras mujeres. Por eso la hice un hijo, en esa planificación nula de nos, los tipos, y de ellas, las que suspiran. Suspirando siempre por un don nadie, en esa consigna de casa de que nacieron para que alguien se las lleve, que, de irse solas, la sociedad las va a señalar. Por eso, puedo decir que tengo un hijo chino. O medio chino. De mulatas también los hay, de un par que enamoré, o que enamoró mi propia historia, a lo largo de estos años de incertidumbre que aún no han acabado en mi vida. Otro par son de mujeres rubias, y otros tantos de morenas, en ésas de irlas diferenciando en pro de las batallas logradas, y sus cunas, por eso de la pinta, aunque debo entender que algunas de aquellas mozas eran teñidas. Y da igual, se dan por rubias.

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Ahora, con mi compadre en nuestro nuevo empleo, volvía a enrolarme con una china. En este caso, avanzada ya mi edad y quizás menos exigente, me conformaba con que aquella nueva mujer fuese ya pasadita de años, ya señora, de gran volumen en todas direcciones pero de un olor florido. Mi primera mujer coherente, quizá, en la figura de la cocinera de la finca, precisamente aquélla que tenía una gran fama como ranchera de primer orden. Y le caí encima, casi sin querer, por eso de la codicia del plato más lleno. Aunque, en realidad, fue ella quien de alguna manera empezó a corresponderme con una pieza de más, o algún dedo de más líquido. Quizá repetía la arepa, o me guardaba algo más de postre en las festividades… habida cuenta de que, seguramente, ella era aventurada a ello por esa inmisericorde suerte mía por conquistar a las hembras sin apenas mover un dedo. Sólo sé que aquella noche me enfundé el abrigo, mi sombrero sabanero, algo de tabaco y la fui a visitar, y, sin apenas mediar palabra, nos acostamos. Así de sencillo, con la mera forma de tocarla adonde no debía, entre aquellos senos descomunales por los que muchos trabajadores suspiraban. Y, maldita sea, si éstos hubieran sabido lo fácil que era irse a la cama con aquella mujer, alguno que otro ya se me hubiera adelantado. Pero, claro, aquella señora era el silencio puro, la honestidad, en una matriarca de cinco hijos que pululaban lo ancho y largo de la finca en sus mil juegos de cazamariposas y matasalamandras. Y no asustaba su prole, sino que la tenían por intocable parienta de todos, madre misma de La Naturaleza, y manantial en eso del alimento. Pero yo, el gran Washington, fue el que vulneró ese tratado y, a partir de entonces, empezó a dormir caliente; me acostaba con ella, gozaba de su catre hasta casi el alba y luego me devolvía a los barracones de los trabajadores, de adonde la gente ya iba advirtiendo mi ausencia como toda una jugarreta. Fue el mismo patrón quien me advirtió que tuviera cuidado con dejarlos sin el 32

pan de cada día, ése tan bien organizado por aquella señora y que no tuvieran que roer cualquier cosa. No respondí nada; no era cosa mía, sino de mi destino. …Hice un hijo más… y dos… Estuve trabajando allí tres años, y me hice el esposo incierto de aquella mujer, viviendo en su choza. Es muy cómodo ser el esposo de una mujer ya tiranizada por el bulto de unos críos de cuyo padre nadie sabe su paradero, pues parece que te da cancha a que le repitas la jugada si te place, que nació mujer para ir atrincherando su casa de camastros de los hijos de los señores de turno. Por eso, del deje de mi patrón, de sus advertencias, sólo tuve en cuenta que el día que me cansara de todo, simplemente, más que una esposa, perdería mi empleo, y a eso ya estaba casi más que acostumbrado, y resignado, en mayor medida de lo que era dejar atrás un hogar florecido de retoños. Es cierto que esa vida la mueves a tu gusto, o la dejas infinitamente quieta. Ahí queda todo, o vas y coges lo que te de la gana. Sin embargo, a veces lo que has hecho viene y te persigue, y te cae a los brazos de una manera que ni sospechabas toparte aquel día menos pensado. Por eso de que mi compadre quedase frío en cuanto aquella mulata preguntó por mí, habida cuenta de que jalaba a un niño del brazo. Es muy revelador preguntar por un engendrador como yo con un niño de la mano, metiéndose en el páramo de una finca buscando a un jornalero. Suena a reclamo, por lo que mi compadre, padre y buena gente hasta lo que cabe, la mintió en eso de conocerme y hasta la quiso enredar alegándole que se había equivocado de finca. Lamentablemente, toda tierra lleva el nombre de la familia que la lucha, de manera que alguien metió la pata e identificó a los patrones como los amos, a los jornaleros como sus asalariados y a mí, al cabo, como al tipo al que aquella mujercita buscaba. No la conocí, o, mejor dicho, no la reconocí. Era la hermana menor de Adela, aquella mulata carnosa a la que 33

hice mucho el amor, casi durante cinco meses, pero a la que dejé por las fiestas del acordeón de Patablanca aquel mismo fin de semana en que nos mudamos para vivir juntos. Seguramente, aquella mujer me esperó mucho, o mandó buscarme adonde el lecho del río, y adonde los matones… los indagaría, y a media región, creyendo que me habían liquidado por cualesquier bravuconada de los hombres de taberna. En contra a todo eso, ahora ella había muerto, en un trance que aquella mulata no quiso relatarme, y había dejado aquel cabo suelto que, se suponía, era mi hijo. Un hijo blanco, que mal miré por encima para ajusticiar que era mi color, pero no el de la madre. “¿Cómo así?” se malhumoró la mulata. Estaba tan rica como su hermana, y su estilizada figura, de gacela africana, nos tenía z todos como calladitos, viéndole la furia. “¡Es su hijo, y se lo queda!” Y se fue. Se fue así, yéndose, sin mirar atrás, con los puños haciendo como de remos. Ni siquiera le dio un beso al crío, al que, seguramente, en casa de gente colorida al tabaco lo miraban como a un engendro. Y bien que lo era, porque se sometió a quedarse allí con la cara gacha, sin hacer nada sino apenas respirar, como si no se hubiese formado del todo, máxime de la cabeza. No parecía que me hubieran dejado al tanto de un crío, sino de una estatua. Y una estatua muy contemporánea, porque el crío era tan feo y deforme como yo. De primeras, algunos le vieron el parecido… pero, claro, todos nos antojamos un poquito a cada cual si andamos el mismo rasante de pies a cabeza, bajitos, de cara ancha, de cara colombina… Los delgaduchos son todos iguales, y los cumpliditos por cuerpos gruesos no se diferencia mucho. Podría ser hijo de cualquiera, y no sólo por clase, sino porque ya sabíamos de qué se tiñe el bombo y platillo de casa, con papás y padrastros a partes iguales. Igual, mi mulata de entonces se enamoró de algún otro, que es lo que 34

queremos justificar a la postre de que nosotros hacemos lo mismo. Fue compadre quien dedujo lo que yo no pude. Claro, yo mismo no puedo mirarme más que al espejo. Por eso, mis andares son cosa mía, pero son los demás quienes atienden a cómo camino. Todo fue que compadre lo viese mientras se movía, andando la finca detrás nuestra y de nuestras labores, cuando vio que tenía la misma andadura que yo; caminaba como un pato, y de pato yo tenía los pies. “¿Qué vas a hacer con él?” dudó compadre, después de avistarme la paternidad auténtica con los detalles del comportamiento del chaval, que terminaba incluso parpadeando como yo, o haciendo la misma pose de los ojos para mirar y atender. Se cernía la noche, y yo aún no lo había decidido. Y, decidir, ¿qué? Mis apellidos eran míos, de mi madre. Mi padre nunca me los quiso dar. ¿Qué le iba a reconocer al crío, la sangre? Por papeles, ni me dejaron unos primeros billetes con los que darle de comer, aunque era de antojarse que el problema de la boca llena del crío era la verdadera causa de que lo aborrecieran; tenía una medallita de plata de la virgen, al cuello, que indagué a ver si le veía el nombre que le habían puesto, como a los distintivos de los perros. Pero no, sólo lo habían intentando cristianizar. La Virgen María ladeaba la cabeza con una compasión que parecía no poder transmitirme. Quizá, de todo, se daba que al chico me lo habían propuesto en el mejor momento, puesto que, al menos, hoy por hoy yo tenía esposa. …Recordé entonces las andaduras propias de compadre. Él también había vivido una tesitura similar. Hacía años, una moza suya salió en embarazado. Así me lo contó, como que el traspié había sido preñarla, que nunca tenerla de amante. Fue con mucha prudencia, pero con una sensatez plana, que le contó a su mujer el mal 35

trago, a lo que hubo una riña, un abandono de apenas unas horas, y luego una señora que se devolvía sobre sus pasos al hogar de mi compadre porque no tenía adonde ir. Y, hablando de pueblos del pasado, nadie más postmoderno y adelantado que la cultura que se dio a entender en aquel matrimonio, que acordó resignarse al fallo y pedirle a la moza que entregara al bebé al hogar, que ellos lo criarían. Majestuoso. Una mujer perfecta, la de mi compadre. Por eso “la quería”, porque le era fiel aunque en el fondo supiera que compadre tenía otros besos. “Yo sé qué que tiene amores fuera, pero yo soy la verdadera”. Ése es el refranero de esas mujeres solemnes, sometidas al yugo y mortaja de un hogar con uno de los nuestros. Al menos, compadre no se iba, como yo, y tenía la prudencia de romperse los sesos con una vergüenza que no tenía y por ocultar a su mujer sus devaneos amorosos. Si ellos pudieron entenderlo y sobrellevarlo, mi mujer china, y cocinera, también podría. Aparte, ella ya tenía sus hijos de antes de conocerme, y nunca le pregunté de quiénes. Sólo la junta, y por ella así de simple y llano que me llevé al crío a casa, adonde fue recibido buenamente. Sin preguntas, sin hablar, apenas lo estricto para que supiera que era hijo mío, o que eso decían.

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Capítulo sexto Como no le hice mucho caso, al cabo de cinco meses aún no le habíamos puesto nombre. Mi hijo, otro más, no tenía quien lo llamase. En mi caso, siempre hubo una madre que le pusiera la distinción. Simplemente, el crío estaba ahí, en mi casa. Comía, dormía, volvía a comer… Estaba, que era suficiente para lo que le había deparado la vida. Sí, comía mucho. Afortunadamente, si la crianza de palabra no me traía dolores de cabeza por tener que educarlo, ya que lo hacía mi mujer, o, mejor dicho, lo hacía propiamente la misma rutina de casa, tampoco tenía reparos en que se alimentase bien, ya que el menú salía neto de los mismos frutos la finca. Todos comíamos de ella, y mi hijo iba engordando a placer. Al cabo, fue alguien quien lo bautizó. Porque su madrastra, mi india, lo llamaba con un nombre indígena que sonaba a fantasía. Empero, casi por unanimidad, los jornaleros lo llamaron Carlos, pues a todos se les antojó que el chaval tenía cara de español. Sí, un digno descendiente de aquellos hijos de puta, los mismos que se nos llevaron el oro para hacer bacinillas en El Escorial y maniataron a los guerreros de la selva para matarlos a palos, y encima echaron sus raíces adonde las mujeres. …No sabría decir qué conquistador podría haberse llamado Carlos, y qué triquiñuelas habría hecho. Simplemente, Carlos sonaba a muy castellano. Y sí… podría ser español… No sabría decir adónde me había nacido a mí aquel esperma, pero el niño era regordete, sin gracia, como un obispo de Castilla… Y tremendamente flojo; no debía tener todas las neuronas del cuerpo desarrolladas porque, al comer, no se daba cuenta de las migas que le quedaban salpicadas en la cara, por lo que generalmente andaba como sucio… y más español sonaba por su peste. Quizá, precisamente por esa angustia a lo 37

puerco yo lo reparaba más de lo que el chico se merecía. Tenía yo por entonces una mente llana, muerta en la bendita manera de no molestarme por nada. Quizá un hogar, una mujer, conlleva ese silencio, donde no tienes que pararte a meditar las tonterías que a menudo me afloraban la mente siendo soltero. Por eso, precisamente, Carlos sobrevivía entre extraños con lo básico, que era comer y dormir. Y, de toda mi paz de entonces, me desquiciaba en el porche de la choza de mi china reparando al insulso Carlos jugando con las piedras del suelo, masticando ramitas cual orangután, tentando ver las estrellas de día… Me despertaba los nervios verlo comer, de nuevo. Porque ya sabía que se le pintaban los cachetes de granos al terminar, pero, para llegar a ese estado, primero tenía que llevarse a la boca aquellos trozos de pan duro. Y, ¡demonios! no era por pan pasado que comiera con una parsimonia desesperante; mi china hacía postres con esencias de frutos silvestres, y Carlos los devoraba con una lentitud que los tentaba hacer caducar. Si el crío acaso hubiese sido un animal carnívoro, de todas las bestias asesinas del mundo él hubiera sido la más depravada, capaz de masticar una presa aún viva, poco a poco y a conciencia, y casi terminarla cuando, a la carrera de tortugas, casi la ancianidad y muerte natural le ganara la partida por su presa. …Ayer salí del cagadero, aquel cuartucho de maderas húmedas adonde vertíamos las sobras del cuerpo, y podría decir que quizá nunca estuve tan cerca de Carlos, cuando me lo topé de frente. No era cabezón, y tenía una cara grande, pero se me antojó que el rostro se le salía de la tez como por arte de magia. Sí, a pesar de su mirada necia, el crío tenía cierto duende en la luz de la cara, como si fuese un ser fluorescente. Quizá era el arco iris de la estupidez. La inocencia, vestida de idiota. No lo toqué, pero mi ademán fue suficiente para que entendiese que lo tentaba apartar para un lado. No era 38

culpa mía… Mi ser estaba embobado con el bajo vientre de una esposa, con la calidez patriarcal… No me sentía padre, sino hombre… Mi filosofía había volado y sólo me dedicaba a vivir el día a día, sin preocuparme de qué parte de mí había salido aquel crío. …Sí que es verdad que no se puede dar la espalda a todo cuanto pasa. Porque, al llegar a casa, al sentarme en mi salón, después de un rato de limonada en aquel caluroso domingo, una figura de hombre se dibujó en la puerta. Llevaba un sombrero de paja y un macuto al hombro. Un campesino, allegado de tierras lejanas; lo supe por ese kilometraje que se le queda a la gente grabado en la angustia de la cara por el sopor del tránsito, cuando el sol te ha requemado las cejas y el estómago se hunde de haber pasado pura hambre… o quizá que traquetee alguna rodilla de las malas poses en las jaulas de los camiones. Miraba asimismo la choza, el tipo, con ansia, como si estuviera recuperando la memoria. Sólo al fijarse en mí, con los ojos como platos, supe que no era simplemente un desgraciado de paso. Era alguien, allá en aquella casa. Su sorpresa, por mí, también decía a gritos que mi persona era lo último que esperaba encontrarse en el que una vez fue su hogar. …Sí, había una familiaridad innata en el ambiente en cuanto se personó aquel jornalero de cara mejicana, puesto que la chiquillería de casa revoloteó hasta él y le empezaron a trepar los monos como al árbol. Una vez allí, en sus brazos, los hijos de aquel desertor del hogar no supieron más que hacer; se les quedaba la cara tonta, de esos primates que atienten a que existen pero parecen ignorar hasta que respiran. Suficiente, en un apego natural de las cosas que son de la misma sangre. Lo que vendría después sería el típico vapor que arrastraba mi actual esposa, mi india, saliendo de la fabril cocina, cuando todo su volumen de mujer grande arrastraba las esencias fuera de los calderos que trajinaba 39

todo el día. Empero, la calidez del momento era sólo del vahó de los caldos al fuego, puesto que aquella mujer enfurecida llevaba entre manos un sartén. La jerga de mi india no la entendería ni ella misma, en mil maldiciones cuyo origen estaba arraigado a la profundidad de la selva adonde nacieran y jodieran sus antepasados. Los críos los arrebató, aquella mujer, con una fuerza descomunal, y la pareja se hizo un par de espadachines de brazos y sartén que hizo la estampida de la chiquillería. Casi hasta yo mismo salí por la ventana, mientras aquel señor intentaba explicar a su antigua esposa los entresijos de su ausencia. Lo compadecí… Nos hicimos compadres en aquel mismo instante, en cuanto entendí que, por las cosas de la vida, un hombre a menudo debe dejar su hogar atrás. Ni se despide, sino que coge rumbo. Habemos señores que somos así de errantes. Luego, quizá el devenir gira de nuevo y decides ir a visitar a esa mujer que dejaste en la estacada, quizá para pedirla perdón, quizá para echarle unos amores y marcharte otra vez si acaso el hogar que habías dejado no era lo pensabas y lo tenías absurdamente idealizado. Al día siguiente, yo, y el señor de aquella mujer que, por rituales mágicos que hiciera un brujo, era esposo y padre legítimo de aquella prole, menos de tres que eran míos, nos sentamos en la mesa del salón a discutir cosas de hombres. Por si acaso las bravas, yo cortaba el pan con mi cuchillo de campesino, el mismo que estaba tan afilado que mellaba la realidad misma al paso de su hoja, mientras el otro hacía más o menos lo mismo para dejar sobre la mesa un pistolón, como si acaso le estorbara en el cinto. Hablamos un poco de cada cosa, sobre de adónde venía, en qué había trabajado, qué había comido ayer… Al final, poco a poco fuimos concretando que Isaiah, el hombre que dejara aquel hogar, se había confundido por una noche de borrachera para dejarse acunar el sueño en la trasera de un camión de mercancías. Amanecería en el 40

otro confín del país, y luego, tras un caldo para revivir muertos, concretó que le daba pereza devolverse. Siete años habían pasado de eso, hasta que un día se quedó sin trabajo y decidió regresarse. Lo entendí… No era plan de liarnos a cuchillazos y a tiros. Yo ya había tenido bastante con la guerra. Tampoco había allí tanto por lo que dejarse el pellejo. Apenas la mujer, aunque estaba claro que iba a echar de menos la comida que cocinaba y un catre caliente se podía hasta pagar. Por eso, entre nos, hicimos los tratos. Tales eran muy sencillos, como que acaso yo debía irme, lógico, y él quedarse “con todo”. Trajinamos poco lo de los niños. La china había tenido dos que eran míos, los que decidí dejarle con todo el lote. Después de todo, era más de la madre que de mi persona; casi no sabía ni distinguirlos en casa. Ya los pasaría a ver algún día, cando me cuadrara. Por ahora, la comida y el aliento maternal no iban a faltarles, aparte de que a Isaiah le pareció del todo justo tener que apechugar con hijos de otro como castigo a su disidencia. Empero, sí que puntualizó bien claro que a Carlos debía llevármelo. El “español”, dijo… lo que no hizo más que sorprenderme de que lo señalara como tal porque nadie le había advertido de la verdadera “raza” del crío. Así pues, para no meterme en más líos, decidí no despedirme de mi china, la que estaba ausente de casa haciendo lavados de paños en el río y ni había querido ni dormir con el uno, ni con el otro. Deseaba al menos darle un beso, o acostarme con ella una vez más… pero eso podría costarme un balazo a deshoras. No había más que hacer, ni más que deshonrar al comprensivo Isaiah, al que sólo le faltó darme las gracias por haberle mantenido caliente la cama aquellos años. Así terminó mi periplo por allá, adonde ya no encontraba más que hacer; compadre hacía ya un año que trabajaba en otro lugar, hechizado de la nostalgia por su 41

mujer. Así pues, cogí mis cosas, apañé encima de Carlos algún que otro macuto como quien aloja de bultos una mula, y nos encaminamos a lo lejos envueltos en el silencio propio de los plebeyos que aceptan los caprichos del destino.

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Capítulo séptimo Reconozco que me había embrutecido. A la primera noche en la intemperie, y ver el cielo cargado de luces en la total oscuridad de aquella cuneta de la carretera, enseguida me asaltaron las dudas de aquella “suciedad estelar” llamada Vía Láctea. Otra vez volvía a suspirar qué diablos significaba aquel vapor en el cielo; meditar todo eso debe ser parte de la naturaleza de los maleantes sin hogar. Luego reparé a Carlos, que ni por asomo se hallaba acorde a las circunstancias, a que debía pernoctar con un extraño, aunque éste fuese su padre, en mitad de la maleza. Por eso tenía la cara petrificada, la boca entreabierta y el asombro clavado. No dormiría, mientras mi persona se desconectaba de la vida para roncar en apenas cinco minutos. Es la rutina aprendida del trotamundos, del buscavidas. Mil oficios y mil sabidurías del sobreviviente de a pie. De hecho, tanto que, aún en las tinieblas del sueño, para cuando las luces de un camión irrumpieron con su fogonazo en la noche de nadie, mis ojos se abrieron como por latigazos. Incluso creo que debieron hacer ruido, porque Carlos me miró enseguida sorprendido de mi automatismo tanto como de aquella nave extraterrestre que se avecindaba; se me abrazó, muerto de miedo, para que el fenómeno de luz terminase por hacer ruidos de biela picada y los achaques de locomotora dejasen adivinar una chiva turística de corte fantasmal, ya que la traían por algún trueque y sólo llevaba al conductor. Resolvimos que seríamos sus primeros pasajeros, para con un nuevo dueño ilusionado de estrenar los asientos de su buseta multicolor. Y no nos cobraría, como en todo negocio que se inicia de buena fe para atraer a los clientes.

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…Que se fuera acostumbrando, el pobre Carlos. No somos gente de pagar en los tránsitos, por lo que si hay que compartir el viaje con un remolino de lana por ovejas o con el calentito del excremento de las vacas, sabido queda. Anduvimos el mundo así, con la derrota sin decidir y hasta que el mundo giró bajo nuestros pies para llevarnos de nuevo al poblado de siempre, adonde hallé a mi compadre en la misma cantina. Casi como si el tiempo no hubiera pasado, y para que éste me mirase el bulto que, como pato, me seguía los pasos, un españolito llamado Carlos que había cogido la manía de andarse con las manos en los bolsillos. Bebimos, cómo no, y hablamos un poco de cada cosa… poquito, debo recalcar. Más bien, bebimos. Compadre pidió para el crío una gaseosa, que consumió con esa paciencia suya que, a favor de que el botellín se lo dieron con pajita, logró bebérselo antes de que el líquido se le evaporase. Volvía yo a la rutina de pagar una habitación, después de intentar pedir posada en alguna que otra casa de conocidos. Allí compartí el catre con el pequeño Carlos, que, ahora que lo reparaba bien, iba creciendo como un lechón en vísperas de Navidad. Fueron días extraños, donde empecé a trabajar cargando grano, matando terneros, pintando alguna fachada… mientras Carlos se aventuraba por ahí, perdido bajo el ardiente sol. De hecho, al cabo de un par de semanas lo adiviné como deslucido, como si estuviera hecho de la misma cera que las velas y se estuviera derritiendo; sí, pasaba hambre. Sus reservas de grasa eran considerables, pero todo tiene un límite. Por eso que le pagué a una señora para que el crío se pasara por allá los mediodías y que le dieran un caldo y una presa de gallina. En aquella semana fui a trabajar a Puertollano, para, de regreso a casa, encontrarme en toda la avenida principal a un revuelo de gente. Cruzaba el pueblo la carretera, 44

adonde los camiones rugían como huracanes tropicales. Eran de allí los enormes trailers americanos con los colores colombinos, semejantes a rinocerontes desbocados. Era, pues, que eso de la santa piedad del cielo, la que deslucía la más sensata prudencia, y la salsa de la radio a todo volumen que se hacía que pocos camioneros se fijaran si enganchaban o no a nadie al paso. Por eso de que al niño que últimamente jugaba con mi hijo Carlos, un tal Walker, lo hubieran volatilizado. En un principio, nadie supo dónde estaba Walker. Ni siquiera Carlos, que le venía siguiendo los pasos en las apetencias de aquél. Jugaban matando bichos, como futuros entendidos del sicariato, o arrojando piedras a las latas. Casi sin hablarse, porque el tal Walker asimismo era una especie aparte en La Humanidad y no había empezado sino a balbucear estupideces de críos que empiezan a gatear, mientras ya estaba más que crecidito. Quizá por eso, confiado, tentó cruzar la carretera. Que Carlos se quedara tieso en la cuneta no hizo más que desesperar a la madre, que, harta de esperar su regreso al menos durante una hora, dio la voz de alarma de que hubieran raptado a su hijo. Menearon a Carlos. Lo intentaron desaherrojar de la mente con los argumentos más entendibles, por parte de aquellos vecinos que se creyeron más hábiles en eso de la psicología para necios. Incluso lo zarandearon con violencia, y alguien le dio una colleja. Pero nada, porque Carlos estaba mudo. Apenas se le notaba el ser, en un nerviosismo que hacía formas geométricas en sus orificios nasales, o el pecho subiendo y bajando de una respiración turbulenta. Al cabo, por intuición, alguien reparó en que a mitad de la calzada había una especie de alfombra que había pasado de lo gelatinoso a lo alquitranado. Un enorme huevo frito, del que alguno logró desligar del asfalto con una espátula y para creerle ver alguna especie de pinta 45

humana. Sí, era Walker, prensado por una hora de tránsito inmisericorde de camiones desbocados. Y todo tuvo su sensata explicación, porque, así como la vecindad masculina tardó en cooperar en buscar al crío por los mismos argumentos que los camioneros, aquéllos habían estado atentos del fútbol en sus autorradios y poco más al trasunto del volante. Por eso la masacre, que convertía al chaval en una especie de arepa que se extendía informe. De hecho, su madre no supo que hacer con aquello que restaba de su hijo. Hubiera preferido un cadáver hecho y derecho. Ya se vio alguna vez a la parienta cogiendo la cabeza cortada de algún pobre ajusticiado de la mafia, para ahora rizarse el rizo y dejar a la mujer incapaz de tocar aquel desaguisado. Fueron momentos que poca gente olvidaría. Algunos inventaban cómo desligar el cuerpo de la carretera, bien con aceites o jabón. Otros procuraban que, dentro de la deformidad, no hubiera trozos que se desprendieran, cosa que podría interpretarse como un descuartizamiento. Por eso, sacar a Walker de una pieza fue complicado. Se hizo largo, hasta la noche, y el gentío creciente avivó la venta ambulante, que se desplazó de la plaza del pueblo al lugar del siniestro. …Pobre Walker… Le compraron un ataúd, aunque bien podrían haberlo enterrado en un sobre. Quizá haberlo enrollado sobre sí y atarlo como a un pergamino. La madre lloró lo necesario, porque, en efecto, no hubo cuerpo. Asimismo, el cura que ofició el entierro lo hizo bajo alguna amenaza, porque no estaba nada conforme en darle su aliento a lo que podría ser cualquier otro animal que no una persona; no se pudo identificar los restos, en ningún grado. Algunos, en voz baja, creían adivinar un ojo, una sonrisa, un espanto… pero lo cierto era que las impresiones generales no distaban mucho de los milagros visuales que yo ya había visto por ahí de la vida en supuestos mensajes divinos. 46

La madre de Walker tenía un par de buenas tetas. Ese era el sentimiento general en el entierro. Muchos hombres no pudimos dejar de mirar aquella línea de la fatalidad de su escote, en una generosidad donde muchos querrían morir. De hecho, aquella mujer fue sobada sobremanera. Había tenido su incierto pasado en el pueblo, un hecho que no pasaba desapercibido a los muchos que hicieron instituto con ella y que ahora revivían algunas trastadas pasadas. Por eso, en las condolencias las manos iban a su pompis, a sus senos… La animaban a andar cogiéndola por doquier, y hasta yo mismo pude ir a darle el pésame y tocarle una nalga. …Puede parecer indecente, pero en eso del afecto y el calor de las personas piadosas para con entierros ajenos aún no esta marcado el límite del intenso de los a brazos. Como mínimo, la hembra se sentiría como tal, deseada, aunque no le viniera la gana de ello, y porque más de uno se fue para casa ardiendo como por dentro. Compadre también estuvo, y su mujer, y hubo roce. De hecho, allí estuvo casi todo el pueblo, atraído más bien por lo curioso del muerto que por solidarizarse con la familia… y luego por las tetas de la madre en desespero, la que le brotaron naturales y pomposas, enormes, para su desdicha y eterna persecución de los hombres; su mamá debió calentárselas con piedras, manera de refrenarlas en su crecimiento. …No sabría hasta alguna semana después que aquella mujer no tenía marido. Se lo había matado una culebra no hacía más de dos años. Por eso de que tuviera las ojeras bien marcadas, y la tez propia de los dolores del alma. Si bien, mi compadre me advirtió que no me dejara engañar por las pintas de piltrafa, que aquella mujer tenía encima asimismo mucha vida vivida, que fue trasto antes que madre, y que aún seguía siéndolo. De hecho, mi compadre no dio detalles, pero dejó entrever que ellos ya habían tenido su idilio, el que quedara en la nada y del que no iba

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a sonsacarle mayor información porque no éramos precisamente un par de adolescentes soñadoras. Eso sí, para tocarla de abrazos y consuelos como siempre, compadre, como presidente de la asociación de vecinos y parte ínfima del sindicato de obreros de la región, preparó para ella y para todos una excursión. A lo grande, se suponía. Por eso, por la multitud que se iba sumando según se pregonaba la noticia, indagaron el alquiler de sendos autobuses, pero, como el presupuesto era algo corto, y la fiesta iba a poder ser poca dentro de refinados buses con aire acondicionado, no dudaron ni un segundo en hacer uso de la reconocida improvisación nacional. Aquel domingo, adonde el evento allá en la plaza del pueblo y a la espera de los transportes, compadre nos sorprendió con la contrata de tres camiones abiertos de los del ganado. A su entender, la plebe viajaría como por todo lo alto, a tres metros sobre el asfalto y en semejantes descapotables, a los que se les perfumó el arraigo del estiércol con desodorante y lejía. No hubo más que ingeniárselas para subir allá a las mujeronas y a los ancianos, dejar trepar por sí mismos a los críos, emparejar hileras de sillas de plástico y hasta un sofá, e ir acompasando el momento con mucho trago y un radiocasete por vehículo. Yo, por mi parte, en esas jaranas soy de poca charla. Prefiero mirar, y escuchar las sandeces de la gente. Eso sí, la copa mía era para mí, por lo que no me despegué de la botella en todo el trayecto, así como no terminé nunca de escudriñar los otros dos camiones buscando a la mamá del difunto Walker; yo ya había estado en su casa, durante el velorio del crío muerto, y me gustaba el televisor, bien grande. Las impresionantes tetas de la mujer eran otro buen motivo para querer enrolarme en aquel hogar, parasitarlo. Instalarme, mejor dicho, aparte de que el pobre Carlos estaba quedándose en los huesos sin una mamá decente. 48

…Sólo un fallo de intendencia en compadre lo llevó a colocarnos en los camiones equivocados. Paramos en Santa Teresa del Pinar Santo, lo que ya me iba oliendo a chamusquina. Allí, aquel gentío festivo se desparramó al suelo muy animoso de meterse para la iglesia, adonde ya se agolpaba otra buena muchedumbre. Iba de rezados, la cosa, porque el cura del lugar, así como una vez al año, sacaba de la eucaristía un pedazo de madera más que milenario, lo señalaba de velas, le rezaba y luego, ceremonioso y ante el asombro general, extraía de él un clavo. El clavo de Cristo, que a buena hora fue a parar a tierras sudamericanas. Oxidado y curvo, mediocre, envejecido en una tarima de madera de un viejo confesionario, sin otra razón de ser que mantenerlo erguido, hasta que a los curas del lugar no se les ocurrió otra cosa para atraer a los fieles que inventarse la santa reliquia. Ya lo adiviné, casi de sopetón. Aquella excursión no era del todo didáctica, y ni siquiera era de carácter amoroso o de sobamiento hacia la mamá de Walker. No tenía mucho más que ver con la mamá de Walker que, acaso, tanto ella como compadre eran devotos de lo que no se ve pero se supone que hay en el cielo de todos los días. Lo fui deduciendo en cuanto volvimos a subirnos a los camiones, y, pese a mis buenos vasos de whisky, entender que aquella gente daba de palmas y canturreaba casi las mismas glorias que en los templos. …Tampoco localicé ahora a la mujer que esperaba, en un error, ahora sí, mío. La culpa la tuvo Carlos, aunque estuviera ausente. Y ése era precisamente el motivo, que ayer lo había dejado adonde una vecina, previo pago, y había acordado recogerlo por la mañana. Se me había olvidado, quizá pensando en las tetas que pensaba agenciarme. Tal vez un poquito de ese papá que todo el mundo tiene me apresó entonces, tocándome un ápice la conciencia y temiendo por él, y despistarme en subir al 49

camión adecuado. Empero, enseguida deduje que no era para tanto, que Carlos sabría sobrevivir solo y que, como su metabolismo era tan lento, a pesar de pasar hambre seguro sería capaz de no consumir todas sus reservas biológicas antes de mi regreso. Paramos luego en Cañas, otro pueblecito con el cartel pintado a mano. Rústico, con casuchas de barro y a lo alto de las montañas. Allí, la magna noticia era Alivia, una niña de cinco años que había sido madre. Viendo el trasunto sobrenatural, las gentes habían corrido a verla en un tropel religioso, tentando de adivinarla la misma santa esencia que la Virgen María. No fueron capaces de sospechar la cada vez más desajustada cara del padrastro de la niña, la que la preñara en una noche de borrachos al llegar a casa en una oscura madrugada. Para el pueblo, la calladita Alivia, más silenciosa desde aquella noche, había sido tocada por la gracia de Dios, en lugar de por las sucias manos de un violador. Así nació Annabella, su hija, el milagro, que terminó por desalentar a muchos porque todo el mundo esperaba a un segundo Jesusito. Sólo el hecho de que fuera niña desanimó a tantos que las malas lenguas empezaron a ver el delito en aquella barbarie. Se corrió la voz del abuso, pero otros tantos daban por sentado que sólo se trataban de las corrientes habladurías de otros pueblos y cada cual con sus propias reliquias. Annabella era un milagro, cosa que fue posible por El Doctor, como le llamaban, un cirujano alemán tan alto que cuando anduvo el pueblo se dio de frente con más de un voladizo. Y cirujano por siempre, inmortalizado en las fotos que se lucían en la cantina, en su bata de operar, recién echa la cesárea por la única persona que podía haber salvado a la niña y a la niña… es decir, a la madre y a la niña, tales Alivia y Annabella. En efecto, una especie de “doctor muerte” de los nazis, huido de la justicia, afincado adonde nadie lo reconociera y, en este caso, 50

atraído por curiosidad del soberbio embarazo y partícipe de su historia, a pesar de que allá en la Vieja Europa usara sus instrumentos para otra cosa. Normal que volara rápido, antes de que la prensa lo indagara mucho más que aquel misterio que quedó en el pueblo y como que en realidad se trataba de un ángel disfrazado de simple mortal. Todo cuadraba, desde el pelo rubio, los ojos azules, la altura… el hablado imposible de entender… No quise darle más vueltas a la cosa, ni terminar ojeando a las dos niñas jugando casi las mismas cosas. Ya se iban emparejando las tallas, y a propósito de los donativos se las tenía en una especie de cerca adonde la gente se asomaba curiosa, como en el zoo. …Sólo sé que subí al tercer camión, el que me faltaba. Allí estaba la mujer que buscaba, y, obviamente, también sus dos tetas. Reía de todo, como una hiena. Se la sorprendía fácil, con cualquier cosa. Sí, debía tener la sesera de un pez. De hecho, tan entendida estaba de los cielos, de los ciclos de la existencia, de los golpes de la vida, que ya parecía haber superado la muerte de Walker ylo creía adivinar en el cielo… quizá, por lo de haber sido apisotonado, ondulando como una bandera. Allí me hice, a su vera, haciéndome el tonto… dejando actuar al destino, el que enseguida se me puso de cara cuando entreví que ella me miraba, que le había caído en gracia… Sí, mi don natural empezaba a desplegar las alas, a caer como jaula sobre su presa… Pronto dormiría caliente.

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Capítulo octavo Dormí con ella. Tardé tres semanas, pero dormí con ella. Es decir, dormir fue lo segundo que hicimos. El enredo de los tontos dio su fruto, de manera que ni ella ni yo llegamos a entender qué hacíamos en el catre hasta que ya era demasiado tarde; tal como nos gusta. Sólo era cuestión de seguir avante, con nuestra borrachera, que era tanto de sexo como literal, porque habíamos tomado unas copas de sobremesa y después de comer el puchero del mediodía en aquella cena casera, con algún amigo de más y luego de menos para cuando todo el mundo se fue para su casa; no hay motivos para beber, así como tampoco para improvisar una comida en lo que son detalles de la subsistencia de mi tierra. Al fin, el televisor era mío. Asimismo, las tetas eran mías. Todo de golpe. Me sentí como un señor. Me hice señor de la casa allí tendido, en cama ajena, después del coito de locos. …Supe que usurpaba una cama ya usada. Allí hubo otro hombre. Lo supe por las fotos de días de pesca y ganado por las fincas, en un señor con un grueso bigote. Allí estaban asimismo los dos críos de mi nueva mujer, el mayor y el menor, éste Walker, el que se había convertido el protoplasma. Sí, tienes el sabor de las cosas de los demás. Lo presientes en los muebles, en los apaños de la luz, los malos arreglos de las goteras del techo… Allí hubo hombre. Lo sabes porque los senos de la hembra que te agencias están rendidos, con los ojos de camaleón exorbitados de tanto chuparlos. Y si acaso siguen ahí son por las tretas de mujer. Porque los senos recogidos con arte con el brasier de tallas de menos son más despampanantes que los senos perfectos de las jovencitas. Son más… “consistentes”. Luego todo se viene abajo en el momento de la verdad, cuando se quitan la ropa… pero, debo reconocer, los senos de Martha, mi nueva mujer, 52

pese a todas las guerras que habían lidiado, se mantenían estoicamente vívidos. Saltones, pero asimismo inamovibles, como si estuvieran rellenos de muelles de somier que los obligara siempre a la posición inicial tras cada meneo, tras cada jugada…una vez juegas con ellos. Luego aquel bajo vientre de Martha ardía. Era fuego… El calor, incluso, llegó a impacientarme, a investigarla por si acaso se hubiera orinado encima… pero no, eran los flujos del amor de aquella yegua desbocada. …Me encantó el hogar. Martha pasaba el día en la cama, enroscada en las sábanas. Tenía una paga de viudez, seguramente algún arreglo con algún funcionario que la aupara a tales beneficios, y no me reclamaba el no trabajar. Por eso retozábamos la cama como necios casi todo el día. De hecho, el televisor estaba allí, el gran televisor. La pasábamos allí tumbados, viendo la tele como retrasados hasta que la habitación apestaba a mil demonios. No tardé en percatarme de que las sábanas tenían ese sarro propio de las toallas de hotel de mala muerte, así como los olores más íntimos de sus moradores. Martha era así, descomplicada. Por eso era una mujer un poco pedorreta, en eso de que solía escapársele los gases en la noche en una triunfal sinfonía de su estómago, como acaso roncaba; comíamos refritos a toda hora, y enjuagaba los platos en la misma palangana con la misma agua y desde el primero al último cubierto. No era de extrañar que, a pesar de ser inmune a la porquería, padeciese de todo cuanto ésta significaba; se asfixiaba del polvo de casa, pero pasaba el trapero sólo por donde la gente solía pisar. Se cogía sun hongos en el baño… pero lo aderezaba con colonias. Pereza por todo, menos por follar. Ahí sí que sacaba todo su talento, empero por las mañanas ni un terremoto podría hacerla alzar la cabeza de la almohada, como si esperara que los animalillos del bosque hicieran las faenas de casa por ella.

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…Me gustaban sus labios. Eran rojos, como por naturaleza, y tenían una forma irregular que no tenía porqué coincidir con lo que se entienden por unos labios normales; eran, en esencia, como una rodaja de pimiento. También me gustaba su bajo vientre oloroso, aunque debo reconocer que alguna vez sentí náuseas al arrimarme a él. De hecho, éste permanecía tan húmedo y le hervían tanto las bacterias de su flora vaginal que, en más de una ocasión, de besarlo siquiera, terminé con la garganta apretujada de placas de pus, como si hubiera bebido agua de cloaca. Luego, tras el coito, como si mi varita del amor tratase de una batidora montando nata, el reflujo de aquella mujer lo empapaba todo de babas y burbujas. Joven por dentro, vivaracha, feliz, irresponsable… Martha era todo eso. Quizá no me gustaba tanto que todo hombre la tocara. Había noches del diablo en casa, donde se ponía la música a todo sonar y las parejas se enredaban en un mismo cuerpo al baile, apenas sin salir de la misma baldosa que pisaban. Ahí yo veía las manos mantenidas adonde no se debía, pero no me asomaba hacerles el reclamo, a Martha y al caradura, porque yo era grumete recién avenido en aquel barco. No me sentía con la añada suficiente entre aquellas cuatro paredes como para ponerme torito. Debía transigir, aparte de que mi nueva mujer no era sino de esas de paso, porque era evidente que no se nos asomaba hacer planes de boda. No, yo era uno más, así como ella para mí era una nueva jugada. Nadie pensaba en amores definitivos, sino de paso. Pasar el tiempo, convivir… Hacer hogar a menudo es eso, ver que el tiempo pasa y que no la pasas solo. Por tocar, el hijo sobreviviente de Martha también lo hacía. Sameer, un adolescente recién iniciado a eso de la cerveza, con poco futuro. Ya se hacía las maneras de dejarse entrever para que los capataces se lo llevaran a trabajar las fincas. Un don nadie, que, como hombre, asimismo le posaba las manos en las nalgas a su madre. 54

Se las dejaba ahí, posadas, como con ese hacer de los dedos de las ranas, casi autoadhesivos. Luego le posaba la tez en la almohada de sus senos, como recién nacido, y era de notar que le buscaba los sombreros mejicanos al través de la camisa, con ese poco de mimo y ese tanto de placer de los pervertidos, a menudo quieto en ella como los borrachos en esas tabernas de mala muerte para beber y hablar mierda en la barra del bar. …Yo seguía sin decir nada. Ni siquiera en las noches donde daban los programas de miedo en la tele, cuando se fundían en un largo abrazo de pánico aún cuando del serial apenas daban los créditos. …Era absurdo que le tuvieran miedo al narrador de Noches en Vela, aquel programa de sucesos paranormales. La voz era tremenda, de mil hombres en uno, pero nada que ver con el entorno pseudo-paranormal que de por sí rodeada a Martha y su prole; al cabo de una semana, recalamos adonde una hermana suya, que se las traía amargas porque a su hija, y sobrina, pues, de Martha, se la había ocupado el demonio. Nada más entrar en aquella casa, sin yo saber lo que me esperaba, entreví el extraño con un olor nauseabundo que, de todos modos, no dejaba de ser a medias atractivo, como ocurrente… como de casa. Casi como el combustible, pero aderezado con una pizca de flores tropicales. Y el hogar estaba oscuro, a pesar de que las ventanas estaban abiertas. Sí vi literalmente que un reloj de pared andaba del revés, y ahí ya empecé a prestar atención a la conversación de las comadres, adonde una sala en que se hacían otras vecinas departiendo las singularidades de la posesión. Porque un delegado de Monseñor Ochoa del Castillo, de Montesano, había certificado las razones infernales de los extraños comportamientos de la muchacha. Otros curas rasos aguardaban en los adentros de la casa las órdenes del obispado, o la llegada de alguien cualificado para conjurar el mal, sino al mismo Monseñor en persona. 55

…Fue escéptico, hasta que me escuché la voz del narrador de Noches en Vela sonando a través del pasillo, más allá de la puerta de una alcoba adonde tenían a la cría. Menuda forma de ver la tele, a todo volumen. Aparte, a mala hora, a las tres de la tarde. Pero, al tanto de todo cuanto ocurría ante mí, supe que no era la programación de necios porque las mujeres salieron corriendo, a la vez que los sacerdotes las hacían un tumulto en mitad del pasillo. Y para no hacer nada, sino apenas socorrerla, a la niña, mientras la mitad del gentío perdía el tiempo llevándose las manos a la boca. Evidentemente, Martha estaba en el revuelo... y yo después. Me pudo la curiosidad, aunque ya había visto a otra mucha gente renegando de los cielos, vomitando, dejando los ojos en blanco y gusaneando por el suelo con el diablo metido dentro. Y sí, era nuestra historia. La propia, la de mi mundo tan celestial, mi país de Cristo y sus secuelas. Aquella adolescente rugía como un león, babeaba como una hiena y se revolvía como una serpiente. Su camisón empezaba a desgarrarse de sus propios fueros de rata acorralada, y le sonaban las malcriadeces como “me la vas a mamar”, “gonorrea hioeputa” y “vaya a comer mierda”. ¿Para qué sorprenderse y llevarse las manos a la cabeza? No sabría decir si era más absurdo inmutarse, o acaso tomar la faena con pura calma a sabiendas que aquél era el diablo… y, ¿qué más se podía esperar que dijera? Sólo eran los inicios… No sé si estábamos sugestionados, pero aquella vomitada amarilla no sonaba a nada que nadie pudiera haber comido antes. Tampoco los portazos de por la casa sonaban a una fuerte brisa, porque no las había adonde se afincaba aquella casa, en un hundido valle. Sí que alguna vela puso en horizontal el fuego, como señalando a la maldita. Eran muchas cosas como para renegar del mal, como para ponerse apenas un 56

poquito científico con los juegos del Diablo. Ahí estaban las cosas de éste, sus triquiñuelas para con su propio espectáculo, aunque era propio saber que los curas lo tomaban con oficio, y las mujeronas por vocación, pero que allí todo Dios iba a ponerse a temblar si por una puerta entrara meramente un triste sicario.

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Capítulo noveno …Pues me había olvidado de que tenía un hijo. Para cuando recapacité, ya había pasado más de un mes que Carlos sobrevivía con las sobras y poca humanidad de aquella vecina a la que lo dejara a cargo. De hecho, al verme, aquella señora me pidió un sinfín de plata por la demora, así como una serie de intereses con los que me quiso enredar lo nunca visto. ...Yo saqué dinero, pero hasta donde me pareció justo; del resto, “si quiere se lo queda”, advertí, sobre el crío, antes de darme media vuelta a sabiendas éste me seguiría. Y lo llevé a casa de Martha sin avisar, como quien se detiene en la tienda de la esquina y compra el periódico, para sorprenderse de la primera plana y llegar al hogar comentándola. Empero, a Carlos ni quisiera lo di por noticia. El crío entró al hogar, por él mismo buscó la nevera y empezó a comer. Básico. Tanto como yo, que ni lo supe excusar bien ante mi nueva esposa. Acaso, ésta estaba al tanto de las lides de la vida, por lo que lo recibió de buen grado, como a esos familiares que se convierten en refugiados de tu casa cuando están de paso. Siempre hay una colchoneta en el hogar para recibir un imprevisto de tales características, cuando no un sofá-cama. No hubo ni que hablarlo mucho. Hacerlo, recibirlo… Solamente eso. Buscarle el sitio adonde dormir, que, siempre, adonde comen dos, comen tres. Incluso cuatro. En los días sucesivos lo fui recalando poco a poco. A momentos. Carlos adaptado de nuevo, en ese silencio suyo de la resignación a los pasos o patadas que le diera la vida. En este caso, a cada vez lo sumaba con un helado de coco. Chupando, relamiendo, en esa felicidad de quienes para ser realmente felices necesitan poco. Ya a la quinta ocasión que así me lo topaba, de alguna manera empecé a intuir el “cariño” que Martha le iba teniendo. No lo podría llegar a saber porque anduviera viendo la tele con 58

nosotros en la cama, o que se sumara en la mesa de la cocina. No nos era… tan “familiar”. Sin embargo, el suma y sigue de los helados de coco me dio a saber que Martha se los iba obsequiando, por cada vez que le daba monedas para que se fuera a la tienda a comprárselos. Una forma de acaramelarlo, como si tuviera que ganárselo para tenerme ganado a mí. Supuse, pues, que eran los miedos propios de las mujeres los que la llevaban a actuar así, con detalles de esa clase. Asimismo por ellos, Martha, por cada vez que yo salía de casa me jalaba a la habitación y se acostaba conmigo, en la forma de “agotar” los recursos sexuales de un hombre y para que salga del hogar “vacío”, sin ganas de ir a buscar mozas a alguna otra parte. Lo sabía como recurso, propio de muchas otras mujeres, y de alguna que otra que yo ya había tenido. Follar, follar sin ganas… aunque el vientre explote, forma de luchar contra la hambruna eterna del varón por las cosas del bajo vientre. …Alguna vez yo me sentaba en el patio, adonde se divisaba aquella carretera de la muerte adonde fue aplastado el pobre Walker. Entonces reparaba de nuevo en Carlos, que en las idas y venidas a la tienda, a por más helados de coco, se las jugaba entre el tráfico. De hecho, me obsesioné con ver el momento de verlo arrollado, con el momento en que una de aquellas mulas lo desvaneciese, y quizá con esa tensión propia de quien ve un espectáculo de circo… con pánico, aunque no con el miedo de un padre verdadero. Fue entonces cuando empecé a dudar del buen amor de Martha por uno de mis hijos. Quizá hasta tanta generosidad con el crío, tanta compra de helados, se traía de por medio la idea de que al chaval, en algún momento, me lo apisonaran y asunto resuelto. Quizá era la forma en que aquella mujer quería quitarme el polvo de encima, el pasado, y quizá por celos a que ya hubiera hecho madre a alguna otra mujer. Fue justo en aquellos días, en la cama, 59

que Martha me soltó en la oreja, a baja voz, con esa cara tonta de las eternas enamoradas, que “quería un hijo mío”. Otra trampa, desde luego. Lo supe haciéndome el tonto, mientras me rodeaban aquellos brazos y me confesaban que yo era el amor eterno, el que habían estado esperando toda una vida… a sabiendas que nunca fui bueno en la cama sino era para mí mismo, que hasta quienes me quisieron tuvieron que fingir placer, y que las hasta las putas me agradecían haber sido tan frío y hasta casi les daba por no cobrarme. Eran, las de Martha, las triquiñuelas propias de quien necesita ese par masculino para sobrevivir. Un hombre, un padre… un tipo que se haga señor de la nada, y progenitor de ninguno. Sólo uno más. Quizá hasta que pase por el altar, ese sitio tan solícito de mujeres, pero esquivado de hombres como acaso las puertas del purgatorio. “…Enseguida me pide un hijo…” pensé. Lo medité toda la mañana. No llevábamos sino un par de meses. Y me hizo de todo, aquella noche. Fue muy generosa… y eso me tenía que hacer dudar. Nadie es tan buena gente. El coito diario y el niño… Son las enseñanzas de la vieja escuela, de las madres que velan por sus hijas… de los papás que creen que su hija son carnaza de hombre, la lamentan al tenerla, y acaso si sale lista le cuelgan el título de bachiller en pleno salón. …Tampoco iba a echarle a Martha mi semilla, habida cuenta de lo que vendría después. Porque habré visto cosas en esta vida. Marshall y Miguel se estrellaron aquella noche de juerga contra una vaca. La carretera estaba a oscuras y la moto era una 500, un monstruo. Recuerdo haberlos buscado al amanecer, y la plebe a la que me uní en el rastreo, y hallarlos convertidos en carnaza de hierros y carne de vacuno, descuartizados del golpe, y bañados en aquella sangre rosa, adonde la leche tenía mucho que ver. Entonces algunos dijeron que eran maricas, que nadie tiene las entrañas de ese color… 60

También haber sabido de Don Jairo, orgulloso en su silla de metal, en el porche de casa, hasta que le cayó un rayo y se convirtió instantáneamente en un hombrecito de carbón del tamaño de una muñeca. No hubo cómo reconocerlo, a no ser por la postura de orgullo en su trono. Y ya se santiguaban al ver caer un rayo, las beatas, y ahora le conferían a éstos poderes tan divinos como exteriorizar en sus víctimas aquello que llevaban por dentro; Don Jairo siempre fue huraño, malhumorado y malamente, malaclase, y como para hablar guarradas en público despotricando hasta contra el buen tiempo. …Vi la guerra… y vi otro exorcismo más, como para horrorizarme de lo que rodeaba al mundo de Martha. Porque, en aquellas días, recibimos la visita de otros familiares suyos, en este caso unos parientes tan rurales que, de soltarlos en alguna capital, allí irían dando los buenos días a cada transeúnte. Se allegaron en burro, o en una columna de burros, porque eran doce. Los doce horrores de la naturaleza. Porque, entre papás malaventurados de cuerpo, y caras con adornos fatales como narices retorcidas, dientes escapistas y miradas estrábicas, sus diez hijos habían nacido, uno tras otro, malinterpretados en el común humano. Todos eran anormales, con andares distintos; mientras algunos daban de traspiés como los monos, otros rendían las distancias como los perros o las lombrices. Babeaban, berreaban por habla, miraban el mundo como si éste estuviese dando vueltas todo el rato, se reían sin nada que les hiciese gracia… Enseguida se esparcieron por la casa, como una de esas marabuntas incontrolables. Un sinfín de horrores, en una familia casta que, viniese lo que viniese del cielo, iba a seguir copulando hasta el fin de los días, reproduciéndose en monigotes hasta que alguno de sus hijos le saliera algo más torcido. Gente más normal parecía una hermana suya, de Martha, y su hija. Se avinieron a casa cualquier otro día, y 61

para que se me quisiesen saltar los ojos con la quinceañera, que tenía un cuerpo de infarto. De hecho, aquellas tetas nacientes no eran suyas, eran de nadie; se querían explotar tanto que en cualquier momento iban a salir volando. Sus labios eran enormes, como salchichas. Le coqueteaba la mirada sola, con esas ganas de sexo propias de quien ha nacido para la cama. Y no me equivoqué, porque la tarde transcurrió tal cual, sencilla, con un trago, un bocado de algo, hablar mierda, todo entre ellas… y al cabo que aquella chiquilla me pillaba en el porche, adonde yo solía esperar ver el atropello de Carlos. Allí, a solas, me agasajó, coqueteándome, y se dejó entrever los senos con la típica idiotez de haberse despistado en abotonarse una prenda, de por sí escueta, la misma que no podía contener aquellas masas suyas de carne, que la natural presión la iba desvistiendo. Se rió, se metió el dedito en la boca, me quiso investigar la vida y me contó la suya… lo desgraciada que era, que odiaba a su madre, y ahí, precisamente, entraba yo. De habladurías era su mundo, así como es falso el cincuenta por ciento de lo que pulula el universo. Por eso, a sus oídos había llegado que yo no trabajaba, para que la gente confundiese el alcahueteo de mi Martha y su pensión con que yo era una especie de sicario. Así me ganaba yo la vida, apenas matando a alguien de vez en cuando, con tiempo suficiente para ver la tele todo el santo día retozando con mi nueva mujer. “¿Quiere este cuerpo, ah?” me sedujo la chiquilla. Fue una invitación difícil de soslayar. Claro que lo quería. Lo querría hasta el Papa. Empero, la niña se me hizo cerca, permitiéndome saber de ese viento dulce de su respiración. El aroma que le brotaba por el escote era asimismo una esencia maldita, capaz de envenenar a su propio padre. Era mucho como para rechazarlo, pero la muchacha se excusaba en que no tenía dinero, que su único medio de pagarme era con su carne… y con esa 62

pasión innata que le nacía dentro, que le empapaba las sábanas de noche, que no soportaba a mamá y que me iba a relamer entero si acaso la liquidaba en el silencio, con esa profesionalidad de los asesinos a sueldo. …Joder, me estaba contratando para matar… Se lo negué, como idiota. No señor… Que alguno más valiente que yo se haga matón de poca monta de la noche a la mañana por acostarse con aquella niña de fuego, a saber que yo no lo hice alegando que la futura muerta era una buena mujer, una gran madre… alguien que sólo se desvivía luchando contra el demonio que le había visto brotar a su hija llegados aquellos años convulsos de la adolescencia. …No, definitivamente, con demonios, deformes y putas de mala conciencia en la estirpe familiar, pocas ganas me nacían de hacerle un hijo a Martha. Acaso, temer por todo lo alto que cada vez que me acostase con ella, el trajín de los genes tuviese algún tipo de carácter contagioso y me intoxicase el alma de aquellas penurias de la vida más maldita. Ajá, así que el mundo volvía a ponerme otro rumbo. Debía irme de allí, antes incluso de que a industria del helado de coco hiciese saltar la banca.

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Capítulo décimo Decidí dejar a Martha. Evidentemente, no era la decisión de mi vida. Una más, que, al cabo, ni terminaba siéndolo, porque cuando decides algo lo tienes que meditar largo rato. Yo, en cambio, no sopesé mucho aquella postura; estaba harto de tanto hacerle el amor. De que me lo hiciera. Su desconfianza hacia a mí, hacia todo hombre, la había llevado a redundar demasiado el acostarse conmigo de a diario, ahora en un coito demasiado formal adonde ninguno de los dos ya no tenía verdadera pasión. …Algo debió olerse ella, cuando anduve perdido por la casa, como los viejos seniles, y me puse a lavar los platos. Sí, los que por vez primera en mi vida tocaba en el fregadero y no en la mesa, servidos por una mujer. Los mismos que en aquella casa amanecían en la pestilencia de los restos del puchero de ayer, de migajas de arroz, de empañamiento a huevo… Los estaba lavando, sin saber ni yo mismo que me invitaba a ello una especie de ansiedad que me llevaba a luchar enfurecido con los sucios ya irrevocables de aquellos tarros de confituras convertidos en vajilla. Asimismo era muy extraño que Martha me siguiese los pasos tan de temprano, cuando el sol aún no había tocado su cénit pero a poco que le faltaban unos minutos. Así era ella, y así era yo; nos miramos en la cocina, o, mejor dicho, ella me observó, sentada en una vieja silla. Y no nos dijimos nada, aunque cada cual supiese qué era lo que pasaba. Es ley de vida. …Hoy no hubo helado de coco. Efectivamente. Carlos rondó a su madrastra haciéndose el bobo, pero, como hoy todo en casa era silencio, ni nadie se le ofreció, ni el insulso de mi hijo resolvió pedirlo; el agasajo debía volar. Arreglé entonces algunos desperfectos de la casa, ganando un tiempo que ya estaba perdido, observando si acaso no me equivocaba, o como pagando por los 64

servicios recibidos. Y, en efecto, no hubo sexo, cuando antes el vuelo de una mosca lo incitaba. Quizá podría ser aquél el primer día en que Martha tuviera ganas verdaderas de llevarme a la cama, pero lo negaba esa maldita intuición femenina, la que las mujeres despilfarran al uso de estas lides de amores pero que no usan para ganarse la lotería; desistía de intentar batallar una guerra perdida. De hecho, para ser sincero debía reconocer que llevaba al menos dos días sin acosarme, como si una de esas mujeres que tanto la visitaban le hubiera leído las cartas. Cogí mi macuto, me puse un sombrero, que no era mío, y salí por la puerta, en esos actos únicos de cuando uno se va y deja por claro que no va a volver. Para eso son los gestos, en el atuendo revisado al salir, la cartera y otras menudencias de lo que uno suele llevar encima para largo. No, demonios… que otro se comiese tanto extraño en aquella casa. Yo no estaba para tantos misterios… Había visto muñequitos de lana atravesados con agujas, así como gatos misteriosos que no se iban del tejado y a los que Martha tentaba acariciar cada vez que pretendía ir al bingo, en especial uno de color negro que se me antojaba el mismo demonio. Un santo de color, con tez y alegría cubana, dominaba la repisa del salón con ánimo de que se le diera tabaco, y hasta encontré un billete grande escondido debajo de un plato el penúltimo día del mes. …Seguramente bebí sangre de menstruación estando en aquella casa, mientras me echaban toda suerte de sortilegios. Me la esconderían en alguna bebida. Ya había visto a Martha muy preocupada porque en aquellos días se le habían caído al suelo unas medias del mismo color que su piel, de manera que sopesó que yo ya tenía alguna moza; perdidas sus ilusiones, pues, de cuando nos dio por bostezar al mismo tiempo, lo que la hizo dar por sentado que en un futuro nos llegaríamos a casar.

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“Vuelvo enseguida”, mentí, aunque no necesitaba hacerlo, porque se me dio tan mal que no engañaba a nadie; incluso Carlos me siguió los pasos, porque mi mentira eran tan mal interpretada que hasta el necio de mi hijo se terminó por dar cuenta de que yo salía volando de allí, de que nos íbamos. …Ni me despedí de mi compadre. Él sabía ya cómo me las gastaba. Simplemente, cogimos un bus. De hecho, de alguna manera me sentía tan estúpidamente culpable que almorzamos en un alto en la carretera, donde Carlos tuvo su primera manutención de mi parte. Y devoró lo visto y no visto, como a sabiendas que la ocasión había que aprovecharla, o como si le hubiera estado reservando a mi cartera un hueco del estómago que ni siquiera él mismo conocía. No hablamos… Carlos no hablaba mucho. Quizá ése era el problema. “No, hijo…” dije, al fin. “Tienes que tener mucho cuidado con las mujeres”, advertí, pero sin clarificar mucho más. Y me miró muy necio, como esas aves que apenas entienden. Luego a su manera creyó saber, asintiendo; en casa de Martha había visto cómo, a otra sobrina de su ahora exmadrastra, la regalaban un ramo de flores, un admirador, y a la chica de golpe le habían entrado unas tremendas ganas de orinar. Debía ser eso, porque todas la congratularon de que todavía fuese virgen habida cuenta de la apetencia ante los aromas puros. Un imposible, como la idiotez de Martha por no dejarse fotografiar nunca en medio de nadie porque los de en medio en las fotos mueren antes que los de los lados. Me sonreí, sabiendo que aquel mundo era el perfecto para criar a Carlos. Un mundo de absurdos, donde comer helado para entretener al alma tiene todo el sentido del mundo.

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“Vamos, chaval”, y decidí quedármelo. Fui mi mayor sorpresa, a sabiendas que sólo un instante antes había pensado en meterlo en el siguiente bus de regreso y con una nota. Lo hubiera hecho, aunque no estuviera seguro de que Martha me lo recibiera. Pensé entonces que Carlos tenía suerte; mi padre nunca se hubiera quedado conmigo. Quizá las mentes cambian. Evolucionan… Eso no supuso que Carlos no tuviera que esperar afuera en el primer prostíbulo que encontré; necesitaba desintoxicarme de tanto “matrimonio”, por lo que no dudé en pagar. Allí me desboqué, el mal sentimiento, y salí como un hombre nuevo, como recién lavado. Y, de propina, sentí mi primer orgullo de padre cuando vi que algunas prostitutas le habían comprado a Carlos un helado… evidentemente de coco. Un orgullo relativo, ya que no les había caído en gracia el crío, sino que se habían apenado y avergonzado de que un padre le hiciese eso a su hijo, quedo al raso como al perro afuera de la panadería… a saber que no les importaba mucho cuando con sólo catorce años, por bravuconadas y señores, los progenitores iniciaran al sexo a su prole en aquellas mismas rameras, en nobles caballeros quizá preocupados de que no desbocar a tiempo al hombre que todo hombre lleva dentro puede hacerle pensar al iniciado que el amor es cualquier otra cosa que penetrar. …No sabía qué edad tenía Carlos. De seguro que aún no llegaba a los catorce. Quizá a la mitad. No, debo reconocer que lo que hice, lo de las putas, no estuvo justificado, si bien todo aquello era para hacerme reconsiderar si yo era el tipo más indicado para criarlo. Sería un don nadie como yo, uno más en mi país. Un buscavidas, presto a encontrar un trabajo de oídas en las tabernas, a ser lo mismo carpintero que conductor, o carpintero que peón de obras, a saber que en todo lo que somos trata de increíbles malabaristas.

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Precisamente en esas conocí a Hamilton. El insulso Hamilton, que conducía una precaria camioneta japonesa comida en mil óxidos. Lo suyo era recoger chatarra, el transporte público, llevar animales de granja de aquí para allá… manejar cadáveres… No había cosa en la tierra que no hubiera metido ya en aquel furgón, Y Carlos y yo no fuimos aquella tarde sino un par de pasajeros más, los que se hacían hueco en mitad de algunos cerdos y sus granjeros de poca monta. De hecho, por aquellas carreteras tan perdidas, aún en contratas ya pactadas el hambriento de Hamilton iba recibiendo a los perdidos como nosotros como con excusa de ir redondeando sus servicios. Cuando ya no cupo más gente, aquel negrito de más que quiso hacerse hueco no dudó en trepar a lo alto, asirse a la baca del vehículo y tumbarse en ella para no perjudicar a la aerodinámica, como insistía un entonces meticuloso Hamilton. …No sé si volveré a ver tan poco en los ojos de nadie; las pupilas de Hamilton eran como sendas pegatinas, porque juraría que jamás me miró a la cara. Él sí que era el verdadero don nadie. Tan nadie, que aún tengo dudas de que su existencia no fuese producto de mi imaginación.

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Capítulo decimoprimero La vida de Hamilton era simple. De hecho, podría ser la persona más descomplicada que hubiese visto nunca. Para encontrar a alguien así habría primero que vaciarle el seso. No sé cómo terminé creando una sociedad laboral con él, pero lo cierto es que una vez entré en aquel furgón, decididamente me costó mucho salir de él. …No me había atrapado su labia. Hablaba poco, y acaso lo que decía no era muy extenso, ni muy profundo. Apenas lo imprescindible. Soso, y triste. Costaba saber de él, entenderle, entender su mundo… Lo que producía trabajando lo gastaba en mujeres, que eran su único motivo para vivir. De hecho, nunca había visitado tantos prostíbulos en toda mi vida como en aquel primer mes de faenas a su lado. Porque necesitó a alguien para algún asuntillo, que me dispuso entre manos en cuanto supo que yo estaba necesitado de empleo. Poca cosa, como todo. Apenas cargar unas piedras de un lado para otro en una finca, evidentemente al uso del furgón. Luego repartimos invitaciones de boda, casa por casa de cada convidado. Otro día, ya en nómina mi ser y a rastras de lo que fuera menester mi hijo Carlos, arribamos al linde de un cementerio, adonde el domingo se iba aglomerando la marea negra de viudas. Con iniciativa, aquella misma madrugada habíamos estado en las floristerías del mercado comprando el género, cuyos ramos vistieron la furgoneta de cabo a rabo para dejarla como un arco iris. Para redondear la venta al uso de una oferta, Hamilton dispuso en el parabrisas un claro mensaje: “se benden a dosena de 13”. …Cuando vendimos un sofá con masaje eléctrico, la que se citaba en un cartel de nuestro vehículo como “Cilla Reclinomatic”, gané lo suficiente como parar comprar un par de mantas. Ya empezaba yo a saber lo que suponía ser papá, porque me hubiera conformado con una. Empero, 69

mi generosidad no era del todo para con que mi hijo tuviera lo suyo propio, sino porque no me agradaba mucho el tufillo de su persona y no quería compartir una única manta con él; había que recalcar que vivíamos en el auto, atrás, a menudo entre la mercancía, y aparte había que soportar los olores carnales de Hamilton tras sus asiduas visitas a los prostíbulos, así como sus eructos a trago. A todo ello se sumaba nuestro sudor, la pereza de bañarse como a plazos en una palangana… Carlos si apenas sabía del acicalamiento, por lo que teníamos que lavarlo cuando coincidía que encontrábamos algún lugar con manguera, como si más que de un chico tratase de un perro. Con esas mismas manos sucias comprábamos cocidos a las mujeronas de los pueblos para luego venderlos por raciones adonde los trabajadores, añadiendo: “comida casera para comer”. En otras, alquilábamos trajes de baño cerca del lago. En la playa, los carteles de Hamilton lucían nuestros otros muchos servicios: “ay refrescos y yoghourts elados, limonadas de frutas, serbesa, yelo frío, gaseosa y sanwis”. Luego era de ponerle a Carlos, atada del cuello, una caja de zapatos rotulada como “cigarrería”, con el tabaco suelto para venderlo por unidad, y echarme yo mismo una nevera al hombro con el género helado, manera de ampliar las ventas en la misma arena. En la misma guisa, a Hamilton se le encenderían las luces a sabiendas que los retretes de la playa eran de pago, por lo que no dudó en apalancar al lado mismo de los servicios su furgoneta y disponerle dentro un inodoro que no pasaba de una silla de plástico perforada que desaguaba debajo, adonde un agujero que no dudó en hacerle a la plancha del auto… y, bajo ésta, un cubo. Nuestro cartel era muy sincero: “guater a 200, pero si su nesesidad no es líquida 400”. …Debo reconocer que Hamilton era todo un genio, a sabiendas que sus proclamas eran del todo lógicas e irrebatibles. Así nos ofrecíamos con letreros como 70

“serragerro”, tal cual “se pintan casas a domisilio”. Era su arte del mensaje, el que aprendiera de su madre. Ésta había sido bruja, hasta que sus mismas artes la fueron consumiendo para convertirla en una especie de cucaracha humana arrumbada en su triste lecho de muerte, adonde los testigos de sus últimos alientos señalaron haber tenido la sensación de que los fantasmas que aquella mujer esclavizó en vida la revoloteaban ahora, pues en su final, pidiéndole cuentas. Ella también había sido una artista del pincel, con su cartel de médium maléfica colgado de aquella casa que tanta gente rehuía como tentaba flirtear: “regreso al ser amado ligado, rendido, sometido, humillado y comiendo mierda en sus manos de por vida inmediatamente. Hago pactos con el diablo para tener oro, riquezas y millones, ganen loterías, chances y dólares. Soluciono embarazos y curo impotencia sexual. Quito y pongo maleficios. Retiro y extermino lacras, enemigos y personas indeseables. Trabajos a larga distancia 100% garantizados”. …Tío Arnaldo había sido el sobandero, El Negro, de un pueblecito llamado Tablas. Poco de masajista, sino de embrujos con ungüentos. Se le podía reconocer con facilidad no por el color, sino porque iba montado a caballo con su casco de moto… y no pocas mujeres supieron de sus verdaderas malas artes cuando las tentaba amar después de despojarlas de la ropa por motivos aparentemente profesionales. Tía Astrid llevó y quitó el diablo de muchas casas, y era tan efectiva en sus artes mágicas que no necesitaba publicidad… Las tías Lourdes y Santa Caridad vendieron de toda la vida postales de santos y vírgenes, así como libretos de oraciones y recordatorios divinos, y así las cosas del alma en el género de comercio de aquella gente hasta que fueron a enterrar a tío Casto el misma día en que no hubo sepulturero, por lo que tuvieron que echarle las paladas de arena, por turnos, todos los miembros de la extensa 71

familia, sin distinciones de sexo o edad. Hamilton sería el último, y para extrañarse de que aquellas señoras que más parecían llorar y que no había visto nunca, y las suponía parientes lejanos, no hubieran tenido aún la pala entre las manos; no eran de casa, sino lloronas por contrata que las gentes pagaban para simular una onda pena en los entierros solitarios de las malas personas, las mismas cuentistas de lágrima viva que se habían equivocado de muerto aquel mismo día. Cobrar por llorar… uno de tantos oficios extraños en los que se movía el mundo de Hamilton, para enseñarle que se podía vivir de todo aquello de lo que nunca antes había vivido nadie. De hecho, que la extensa familia se le quedase mirando para cuando el chico de entonces, que era Hamilton, comprendió esa máxima, fue su desvirgue al verdadero mundo, el que podía vivirse a través de todo aquello que uno pudiera imaginarse. Entonces le dieron palmaditas en la espalda y hasta abrazos, y para que la prole se desperdigase en sus carromatos camino a las ferias y mercados de medio mundo mientras en Hamilton nacía la necesidad de aventurar el cerebro en todo aquello que produjese dinero de ocasión. …Otros cobraban por despiojar a los niños. Algunos hacían lavados de ropa a domicilio, primero a mano y luego, con el paso del tiempo y la llegada de las tecnologías, apareciendo en el hogar necesitado con la misma lavadora al hombro. Hay que vivir, y en mi tierra somos expertos en buscarnos la vida; vendíamos pollitos de colores y hacíamos plumeros con gallinas enteras. Eran nuestros productos más honrados. Del lado místico de la casta que vio nacer a Hamilton, nos quitaban de las manos los jabones para estudiantes, los que prometían cambios maravillosos en los críos más tozudos. También teníamos para los amantes o los famosos jabones “tumba trabajos”, que terminaban siendo jabones comunes con una etiqueta de pega, como acaso las tías de Hamilton vendieron 72

antaño jabones del ejército con estampillas religiosas y ninguna instrucción de uso. Otras esencias mágicas suponían los sprays de espíritu indio, disponibles para la bendición de dinero o para el hogar, el primero con olor a canela y el otro a frutas exóticas. En otras ocasiones dispusimos maniquíes en el techo de la furgoneta y vendimos una lencería preciosa y atrevida, la que alguien de los bajos fondos sustrajo de la trastienda de algún centro comercial. Asimismo, de algún otro contacto vendimos colchones de primera calidad con el lema mismo de la empresa: “si vas a hacer una gran familia, hazlo sobre un colchón Spring”. Por supuesto que eran robados, pero nos sentíamos respaldados por una marca y casi podía olerse el aire comisionista en cada venta, chollo que se nos acabó en cuanto terminamos el género. En otras hicimos como grúa, al uso de infinidad de cuerdas que, al mucho uso, desafiaban la esencial lógica tirando hasta de pequeños autobuses; nunca perdimos uno, aunque sí que algunas cuerdas saltaron como con latigazos. También hicimos transporte escolar, de Pueblo Viejo y Antacora hasta la escuela, hasta que nos dimos cuenta de que la recaudación por los servicios terminaban siendo míseros tras sacar para el combustible y las horas invertidas, y a pesar de que Hamilton solía parar el motor cuesta abajo para economizar la esencia y, la verdad, siempre nos sobraba tiempo como para holgazanear a la sombra de los árboles escuchando música. Verdaderamente, lo mejor que se nos daba era la venta ambulante de comida. La pizza hawaiana de Hamilton hacía época. El aparentemente improvisado pizzero tenía mucha sazón en las manos, para con platos que sólo la gente bendecida para la cocina logra poner a punto a pesar de que ni siquiera le ponga interés o apenas tenga ingredientes para adornar el alimento. Un horno de leña las hacía, mientras fritábamos chorizos en una plancha de planchar ropa invertida y conectada al primer poste 73

eléctrico que se nos ofreciera. De hecho, nos acostumbramos tanto a robar la energía que Hamilton terminó trepando a los postes de la luz como un mono y llevado como por un instinto ancestral que la mayoría de los seres humanos habían perdido, a la vez que era capaz de sujetarse y hacer los empalmes a cuchillo en mitad de fogonazos y chisporroteos de unas cuerdas que se defendían del hurto como mejor podían al uso de todos sus relámpagos. Vendíamos fruta, y pan. “Pan Zuiso”, escribía Hamilton. Él solía usar un plátano de la misma venta para ir sumando, de manera que cada cliente se llevaba el recuento de lo comprado en el mismo producto, de la misma manera que los críos nos entregaban el dinero con la lista de la compra anotada por sus madres en el mismo billete. Para cuando los pequeños venían a comprar con monedas, así pues lo llevaban todo anotado en el antebrazo y había que retorcérselo para entender menuda letra; yo sabía que Hamilton escribía oraciones en las loterías de los viernes, así como, tras que fuéramos víctimas del robo de un neumático, terminó por rotular su furgoneta con “vehículo vigilado por Dios”, intentando apaciguar la eterna sed de los cacos y oportunistas con un poco de advertencia divina. Fueron pasando los años… Eso es inevitable, y como te descuides sigues siendo el mismo mierda, como si no hubieras nacido para ninguna otra cosa. Quizá no nos veíamos ese paso del tiempo tanto en nuestra cara como acaso en que Carlos iba ensanchándose. No llegaba aún a la pubertad, pero le andaba cerca al ciclo a pesar de que yo ya sospechaba que al crío le faltaba algo de condimento en lo que comía, ya que le faltaba crecimiento; claro, nos habíamos descuidado un poco con él y apenas consumía helados todo el santo día, y de aquel género de coco que tanto le gustaba. …Sí, el helado está más barato que la carne.

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Por de todo un poco, el lento crecimiento de Carlos tenía la agradable consecuencia de que nos pensábamos habitantes de una franja enigmática donde el tiempo se hubiese ralentizado. No fue así para nuestra furgoneta, que empezó a resentirse de que nos avivásemos el alma al trabajo en mitad de barrizales, que acortásemos camino bajando hasta por escalinatas o que le metiésemos dentro una vaca, mientras a sus dos terneros los amarrábamos en el techo. El vehículo fue víctima de algunos hurtos, sobretodo mientras me las pasaba con Hamilton en algún prostíbulo. Algunos amigos de lo ajeno de muy poca monta se le llevaron algunos repuestos, por lo que Hamilton adecuó un minúsculo espejo de maquillaje como retrovisor, o le coló a la palanca de marchas la cabeza de un muñeco de goma, un bebé calvorota, a modo de pomo. Dos tablones eran los paragolpes, y la cerradura eran unas esposas de policía; para que no se llevaran el auto entero, asimismo unas cadenas se adecuaban a cualquier poste o a las alcantarillas, cuando no a otros coches. Un paño limpiaba el parabrisas porque alguien se llevó las escobillas, y el embrague se accionaba tirando de una cuerda. Un timbre de hogar era la bocina, manera de ir apartando el ganado al paso en las carreteras más olvidadas. Algunas bragas y un cilindro de patatas fritas hacían los remiendos del motor, donde no faltaban las masillas y los bollos de los martillazos más milagrosamente reparadores. …Pero todo eso iba a cambiar. La vida nos iba a cambiar, y, precisamente, de esa manera en que tiene que hacerlo, cuando no lo ves venir. Aquel caluroso día habíamos atado una casi infinita caravana de mulas de nuestra furgoneta y luego, en los trabajos de aquella finca, metido en ella casi un sinfín de cabritillos. Tirábamos luego de las vacas a mano para hacerlas subir una loma, adonde su nuevo pasto, y nos atábamos a los ternerillos a la espalda, cogiéndole las pezuñas con cordeles por 75

delante de nuestro pecho, y la bestia atrás, y jalarla sin prestarla atención tal cual se tratase de una mochila de colegio. En esas, de ese olfato maravilloso de Hamilton por todo lo que tuviese faldas nos percatamos de que una mujer se nos avecindaba. Afanada, y sofocada. Quizá del calor, o tal vez con prisas y preocupaciones que no iban a trasladarse a un inexorable Hamilton; “tía Carmen ha muerto”, dijo. Y por ahora todo era tan confuso que hasta el mismo Hamilton se preguntaba quién demonios era tía Carmen. Aparte, quién se había preocupado en buscar al insulso Hamilton para darle la noticia.

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Capítulo decimosegundo Doña Carmen no era nadie relacionado con Hamilton, y tampoco lo era una de sus plebeyas habituales y que nos viniera a dar el aviso. Eso lo sabríamos después. Por ahora, por habladurías y malas señas Hamilton no sólo fue encontrado, sino confundido con un hijo ilegítimo de aquella fallecida, de manera que pasaba a ser el heredero de sus bienes. El único hijo de una mujer extraña y enigmática de la que nadie supo nunca un parto, al menos hasta ahora y tras que los documentos de los archivos de la parroquia del pueblo de aquélla desvelasen tales incógnitas. Siete casas iba a heredar el insulso Hamilton. Ese era el balance, el que averiguamos de voz de una vecina cuando nos dio por pisar Pueblo Viejo, adonde se cocía el asunto en los archivos del ayuntamiento y de adonde aquella tal, y ahora, “tía Carmen”, que pasaba a ser “Mamá Carmen”, había sido vecina de toda la vida. De antes de esta señora, Hamilton ya sabía quién era su madre. Jamás lo tuvo en duda. Ahora, vista la suerte que le había tocado, menos iba a abrir la boca; con tal de cobrar, como si tuviera que callarse y ser hijo de Puta. No nos esperábamos semejante recibimiento, con gentes humildes y cordiales a ambos lados de la calle estrechándonos las manos como si hubiésemos ganado la Copa del Mundo de Fútbol. Comimos como cerdos, y nos gozamos los mejores aguardientes sin pagar. Entremedios, Carlos comió todo el helado que quiso. En esencia, nos era por entonces imposible siquiera imaginar el porqué de tanta pleitesía, la que al final sólo casaba con las ya casi incontenibles ganas de toda aquella vecindad de saber de una vez por todas el chisme de aquel hijo tan extraño, de adónde venía, adonde se concibió, con quién… Doña Carmen siempre había sido querida, pero asimismo nunca hubo quien le sonsacara información alguna. Era 77

habladora, y todo el mundo dio por sentado que el silencioso Hamilton era parco en palabras no porque no se tratase, al cabo, de su vástago, sino que, como viva imagen de una incógnita tan grande, asimismo el tipo había salido misterioso. …Lo indagaron, pero no sacaron mucho. Más me sacaron a mí, y eso que apenas me limité a confirmar que hacía apenas un par de años que nos conocíamos y que hacíamos mundo juntos en la venta ambulante. De hecho, seguro que incluso sacaron más en claro investigando a Carlos, precio pago de helados, que de nadie más, habida cuenta de que mi hijo se encogía de hombros una y mil veces y, generalmente, para con toda clase de preguntas indiscretas, quien calla, otorga. Al fin, tras una estancia algo indecisa de idas y venidas a una especie de juzgado instalado como a trompicones en una casucha de mala muerte, en medio de las goteras de una mañana de lluvia misteriosa nos dieron los malditos papeles de las haciendas, los mismos que estuvieron a punto de pintar nebulosas por letras si les hubiese caído encima un poco más de agua. Al vernos salir, pues, muchos alegaron que el torrente ocasional tenía correlación con la emoción de la fallecida al entregar sus bienes, en tanto a mí me sonaba que si alguien derramaba lágrimas en el cielo era porque aquel patrimonio venía a caer en manos de un auténtico desalmado. Fue suficiente para confirmar mi teoría que Hamilton, con los títulos en la mano, los ofreciera en la cantina con el mismo quehacer de cuando vendíamos sobres sorpresa a los chavales pijos de colegios de pago. Así, sin más, sin haberse pasado a ver lo grande, pequeño, estrecho o ancho de las casas y sus tierras, las ofrecía con promesas que no hacían sino enredar el trasunto, como si el comprador de las mismas tuviera que conformarse con las mismas matasuegras que no silban y caramelos duros como piedras que se encontraban los chavales. 78

…Nadie compró aquella mañana… pero llovió más fuerte. Tenía sentido; Mamá Carmen no había sido una avispada cosechadora de bienes, capaz de hacerse con medio pueblo a través de miles de argucias legales y no legales. Ella, aún sin ser para nada la madre de Hamilton, había tenido el mismo destino que éste; le habían llovido las cosas. En el revuelo de amores, hijos ilegítimos, padrastros, recogidos y confusiones, Mamá Carmen había ido recibiendo todas aquellas herencias, tales de papás arrepentidos en el lecho de muerte, como por defunciones inmediatas por alguna bala perdida. Por eso caía tanta agua aquella mañana, porque no sólo era aquella mujer la que lloraba, sino toda aquella gente que veía que sus posesiones de toda la vida caían en saco roto. Porque lo era, y con un agujero muy grande. Dormimos en una de aquellas casas, para no pagar adonde alojarnos, y al día siguiente alguien tocó a la puerta. Carlos, nuestro servil de tinte ratonero a nuestro alrededor, le abrió la puerta a aquel tipo grueso de sombrero de ala ancha, el mismo al que le habían llegado los rumores de la venta de tierras en el pueblo a precio de ganga. “Vengo a comprar”, dijo. Fue así de escueto, y Hamilton le respondió con la misma moneda, ofreciendo los títulos de propiedades para que las barajase como un puñado de cartas. Las leyó, gruñó, quizá victorioso por sus adentros, y al fin dijo, decididamente, algo así como “ésta”, y no sólo discriminándola de las demás sobre la mesa del comedor, sino poniendo sobre ella su dedo índice y sin intención de apartarlo. “¿Cuánto?”, fue lo segundo que hablaría, y Hamilton no dudó el precio, necesitado de ver un mediocre fajo de billetes como nunca lo había visto en su vida, y vendiendo la bonita finca del arroyo del sur del pueblo con una mediocridad semejante a despechar un kilo de naranjas. Porque no hizo caso de quienes le intentaron aconsejar que era mal precio, en cuanto los indiscretos le cayeron encima. Otros 79

le hablaron de lo bonito que amanecía el día en aquel arroyo, del huerto que crecería a su vera, de la vieja y caliente cabaña… pero Hamilton no iba responder que lo que realmente quería ahora era irse de putas de una puta vez. Celebrarlo, y gastar el dinero sin dolor alguno. Y así lo hizo, para dejarnos a Carlos y a mí en la estacada, desaparecido sin mediar palabra. Ausente, y tanto que, si habitualmente en nuestra sociedad se hacía el silencio, entre lo que quedaba de ella, mi hijo y yo, la quietud era tal que el mundo parecía que empezaba a desvanecerse. Desayunamos dos días en aquella casa, que no era la nuestra. Hamilton se había llevado la furgoneta, y a menudo me asomaba a la ventana esperando ver su regreso en un elegante automóvil de última hornada. Quizá bien vestido, como nunca. Una hawaiana serviría, y quizá unos zapatos de lino blanco. Quizá que todavía hiciese bailar un palillo de dientes de la cena de anoche, tras sus gafas de sol, y un par de buenas mujeres abrazadas a su talle mientras manejaba el auto atropellando gallinas al son de Diomedes. Entretanto, Carlos engullía sus últimos helados… y yo “hice las maletas”, lo poco que teníamos, para salir de allí buscando una carretera cualquiera. Andando para salir del pueblo, después de tantos años cogiendo calzada a pie de nuevo, fue cuando me percaté de que Carlos llevaba del cuello aquella banqueta y los aprestos de limpiabotas, con los que, mientras echábamos la siesta, mi hijo lograba para el clan algunas monedas al día. Luego me miré a mí, y abrí aquel macuto adonde se acumulaban las cintas de música española atadas con cordeles y que se extendían como serpentinas del parabrisas de nuestro furgón allí donde montábamos nuestros chiringuitos. Ése era nuestro legado, la basura que entiendes tienes entre manos cuando las cosas cambian. El mundo da un vuelco, y te queda todo aquello en lo que antes nunca había reparado. 80

Tiré ambas cosas, las de mi hijo y las mías, a la cuneta. Hamilton era un capítulo pasado, y hay que saber mirar a otra parte cuando las cosas cambian, y sobretodo cuando no puedes hacer nada para volverte a componer. Y allí, andando, fue cuando supe cómo se sentían todas aquellas mujeres a las que yo había abandonado. En este caso, sólo debía sumar la rabia a mi indiferencia para entender lo mal que debían haberlo pasado todas aquellas señoras que me habían hecho padre, cuánto habían llorado, o cuánto se habían resignado si ya estaban acostumbradas, en cuanto el lecho se los había dejado frío. “Así es que te abandonen”, pensé… y así seguí, meditando, aún cuando Carlos le tiraba del brazo y me señalaba la furgoneta de Hamilton andando a nuestra vera. …Como para no haberla oído, con el cascabeleo de rotos y remiendos de su motor. Y Hamilton estaba ahí, al volante. De vuelta, y sano y salvo. Seguramente bien follado, pero entero. Aún no había muerto de vicio, enredado en mujeres y aguardiente suficientes como para satisfacer entero a un país de desalmados. No explicó mucho, sino que subimos al auto y tuve cierta sensación de urgencia por ir a recuperar los cacharros que había tirado sólo unos muchos metros más atrás, como entendiendo que el negocio volvía a funcionar. Tal era mi dependencia de aquellos momentos. Me equivocaba… Las cosas habían cambiado, porque toda la mercancía había volado. Ya no había nada para vender, y poca falta que hacía; Hamilton tenía un fajo de billetes en el bolsillo, tan latente como llevar en él una piedra. Se le vía a leguas, y ese pelo de recién lavado eran las notas que yo debía leer en su haber para entender, sin mediar palabra, que el tipo no quería estar solo. Quería que yo fuera su compañero de juergas, algo así como si necesitase que alguien le apadrinase las parrandas. Quizá agradecerme la lealtad, o, tal vez, simplemente, alguien

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que le vigilase los dineros mientras caía bien borracho en un incontestable sueño de recién nacido. Vale… vamos de rumba… Vamos a follar… Y así fue cómo olvidé que habían podido olvidarme… Así dejé de solidarizarme con las mujeres… Así, de nuevo, todo volvió a darme lo mismo.

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Capítulo decimocuarto Algunos dirían que fue hipocresía. Es normal pensar eso. Empero, a mi entender, y sobretodo al de Hamilton, una vida de perros de taberna no es buen ejemplo para el pequeño Carlos. El españolito no iba a tener buena vida haciendo horas, aún al consumo de helados, allá a las altas horas de la madrugada mientras su par de “papás”, bien borrachos, se acostaban con toda clase de mujer en los prostíbulos de medio país. Eso sería indecente. Tenerlo en la vida de mercadeo era una cosa… tenerlo en las inmundicias de los vicios del hombre era otra muy distinta. Mal ejemplo. …Alguien comentaría a mis espaldas que mi mejor opción, la más caballeresca, sería declinar a la oferta de Hamilton y renunciar a miles de coitos de pago, comilonas desbocadas, siestas a mala hora y aguardiente para desayunar. Lo honrado sería buscar una hacienda, criar al crío, llevarlo a la escuela… tal como hacen las madres. Pero eso sería de poco hombre. Así me lo hizo entender Hamilton, cuando, aún sin hablar, me sugirió que lo mejor sería entregar a Carlos a alguien que pudiera, y supiera, cuidarlo. Y lo terminé entendiendo, sobretodo porque en mi niñez, sin padre, el cual también voló como acaso yo solía levantar el vuelo, eran mis hermanas las que iban sucediendo a mi madre en eso de la crianza de su prole. De hecho, hasta mis quince años, momento en que me fui de casa a trabajar muy lejos, llamé “madre” a mi hermana Liliana, mientras solía dirigirme a quien me pariera de verdad por su apellido, con respeto y distancia, a saber que muy pocas veces tenía la ocasión porque esa señora las pasaba por semanas trabajando en las fincas y apenas se devolvía a revisar el hogar como una vez al mes, manera que hasta la veíamos como a una abuela. Por eso de que pensara que cualquier mujer sirve para madre. Madres son todas, o terminan siéndolo. 83

Yo estaba aquí, bien vivo. Tampoco tenía una vida tan mala, al cabo. Por tanto sopesé que, a Carlos, con una madre cualquiera, también podría irle bien. Así acordé el trato con aquella vecina de Pueblo Viejo, a la que le dimos un fajito de billetes para que criara al chaval en mi ausencia, la que prometí que no pasaría de un par de meses. “No lo haga”, dijo la señora, aún cuando recibiera el dinero. “No se vaya de él”, añadió. Me suplicó que no lo dejara, aún cuando a mí me parecía, el suyo, el mejor hogar del mundo, sobretodo por la pinta de quien sería la nueva madre de mi hijo, con esa talla de foca propia de las amas de casa de lavadero, cocina y trapero. Atrás de la casa había un gran terreno para jugar, no había carreteras peligrosas cerca y el hogar ajeno rebosaba críos que serían, a la larga, buenos hermanos. Aún así, ella me insistió en que al menos no le prometiera al pequeño que algún día volvería, porque aquella mujer sabía que yo no tenía intenciones de devolverme. Sabía, además, que mi promesa de que, al menos, enviaría dinero, era falsa. Afuera, la furgoneta en marcha, y un Hamilton “nervioso”, decía mucho de que aquello era un adiós para largo. Y un adiós de idiotas, porque aquella mujer, de la que cinco minutos después ya no me acordaba el nombre, esperó a que abrazara a Carlos, de que le dedicase algunos consejos… pero no hice mucho. Estuve quieto, mientras Carlos consumía otro helado de los muchos que le compré como compensación al abandono. Simplemente, lo mejor fue darme la vuelta, marcharme… aún cuando el crío me seguía la gesta con la mirada. Recuerdo, ya en el auto, haberle dicho a la mujer: “déle ahorita otro helado”. Así se arreglaba todo, por la boca. Y anduve el día callado, lo que no cambiaba mucho las cosas al lado de Hamilton. Lo distinto vendría después, cuando nos fuimos a comer cualesquier cosa. Y digo cualesquiera porque ya no había que indagar los números 84

del menú. Simplemente pedíamos el género, que el bolsillo de Hamilton despachaba los dineros necesarios. Sobrado, y amplio. Podíamos con todo, arrumbados en las sillas de aquel estadero de carretera adonde humeaba el sancocho más allá de los lindes de la cocina. También se arremolinaba cerca la niebla, y se balanceaban los árboles por una brisa falsamente invernal, como si el mundo quisiera cambiar a un punto mucho más sombrío. Pasaban los animales de carga tirados por los campesinos de montaña, calladitos y enfundados en sus mantas de colores, y paraban unos minutos los autobuses cargados de gente asustada, con el pasaje apretadito a sus bultos para no perderlos y las señas de adonde viajaban anotadas en un papelucho guardado al bolsillo para preguntar. La gente que va y viene, me dije, y para identificarme con uno de todos aquellos otros buscavidas, así yo mismo en todo lo que era aunque pareciera el rey de Roma allí sentado, harto de comida y sin prisas por nada de lo que pudiera estar ocurriendo en el mundo. Menos me dio por pensar en el trasunto cuando nos fuimos al primer prostíbulo. Tardamos en llegar no porque Hamilton no supiera adonde estaban ubicados, ya que, hasta de las casas más discretas, pequeños detalles de la fachada, o la pura intuición, ya le iban diciendo adonde se podía pagar por sexo. Tardamos porque mi guía en las lujurias de la noche se los conocía demasiado, de manera que ya intuía adonde le iban a cobrar mucho, poco y mal servicio, o acaso más de la mitad de los que existían ya se los había gozado y no le apetecía repetir mujer. …Fue sólo el principio. Hubiera deseado con mayor profundidad que Hamilton hubiese visto un poco de luz, me hubiera sugerido haber usado el dinero de la herencia para cosas mejores o, simplemente, hubiese decidido emprenderse en los negocios agrícolas y haber explotado aquellas fincas que habían caído en sus manos. Pero no, empezamos a quemar la plata. Jamás un hombre, excepto 85

Hamilton, que ya me llevaba delantera en ello, había follado tanto en su maldita vida. Creía que, a las putas, me las veía invadirme hasta en los sueños. Vi tanto, que hasta cerrando los ojos las creía ver flotando como por instantáneas fotográficas. A veces hasta oía sus murmullos cariñosos de pago, los que atacan psicológicamente a los clientes parea que acaben antes, ya que si una mujer quiere quitarse de encima a un hombre enseguida sólo debe ser tremendamente mejor en la cama. Incluso más que con aquellos tipos que le gustan, manera de conservarlo entre sus piernas más tiempo. Para nosotros, el menester de gustar o no nos daba igual. Tampoco aparecíamos de buena pinta, con mucho trago encima. Total, pagando todo se consigue. Así me vi a menudo rodeado de aquellas quinceañeras soberbias de las telenovelas para adolescentes, convertidas en perras de cama por papás furtivos como yo. Sí, niñas que podían ser mis hijas rodeándome en aquellos catres de pega, a menudo por parejas. Las íbamos seleccionando a dedo antes de pagar. A veces, en el prostíbulo no había nadie, sino que nos pasaban una especie de álbum familiar adonde, en lugar de primos y sobrinos, posaban todas aquellas chicas. En otros casos, las susodichas aparecían retratadas en la pared, como si aquella madame que nos abría las puertas de su negocio fuese una abuela de tinte universal y todas aquellas glorias fuesen sus nietas. Muy borrachos, hasta nos acostamos con aquellas viejas pasadas, para luego reconocer que no pintaban mucho, pero que tenían un arte capaz de enloquecer al Papa. A otras, follarlas las provocaba una hemorragia, por vírgenes, y se nos saltaba el alma al pensar que las habíamos tocado un punto vital y se nos iban a fallecer en los brazos. …Pisamos Garlengo, y descubrimos un santuario de aquellas mismas reliquias del pasado. Señoras de la vida, con un millón de faenas a cuestas y coexistiendo ahora en 86

una especie de ancianato para viejas glorias. Un caserón luminoso por vidrieras de colores, habitado de infinitas figuritas de porcelana, buena cocina, camas y cortinas rojas y unas mujeres pintadas día y noche como cabareteras frustradas. Y no quisieron follar, pero fueron gente muy amable y nos dieron bien de comer. En Santo Prado comimos en “La Loncheb Vita”, que pasaba a ser un restaurante de asados propiedad de una familia habituada a la prostitución. Así nos terminamos acostando con casi todas las hijas de aquella señora que cocinaba como los ángeles, pero cuyas niñas nos comían a nosotros como demonios. Quizá pagábamos demasiado bien, porque, a menudo, Hamilton sacaba los billetes y los daba sin apenas mirarlos. En Puerto Llano, en “Esto & Eso”, comimos un cochinillo entero para dos, de forma que nos sobró para regalar a todo aquel que nos estuvo cerca. De hecho, llevamos carne al prostíbulo del lugar e invitamos a las señoritas, el mismo local adonde fuimos acogidos como reyes ingleses y que era regentado por aquella viuda tan ardiente que casi desvencija de amores a un confiado Hamilton. Desayunamos después en “Arepiando”, y por la noche nos dejamos caer en “El Shoush de Las Estrellas”, adonde nos olimos algunos mariquitas disfrazados y actuando en el estrado, y terminamos saliendo como galgos. También invitamos a algunas mujeres alegres que se las pasaran con nosotros por ahí de los lugares menos sospechados, alquilando para dormir aquellas casas de gente de bien con piscina y barbacoa. En ese aire palaciego de pobres adinerados, sobarlas y tenerlas era como tener mujer, pero mujer de buen ver y sin que diera problemas. A esas, las vividoras, sólo había que tenerla medio contentas con joyas y dinero suelto, abriendo la cartera casi para todo, riendo, bebiendo, bailando… y con el orgullo de ir del brazo de una moza que no es del todo una puta de 87

ocasión, sino casi una señorita. Nos subió tanto la estima, y se nos volcó la sangre tan azul, que adonde desayunábamos mal, o adonde nos servían mal aguardiente, o allá adonde nos creían faltar el respeto a las hembras, a Hamilton se le desataba el lado más aristocrático y pretendía comprar el local. Al menos, por una vez lo consiguió, y para luego prenderle fuego. Eso sí, llenamos el coche de bebidas antes del mal final para el negocio, en este caso nuestra burbuja recién estrenada; nuestra Land Cruiser del millón de dólares, porque la habíamos pedido con toda clase de artilugios. En ella nos hacíamos las rumbas, y asaltábamos las fincas ajenas pasando por encima de todo vallado; el cabrestante eléctrico nos hacía las mayores gracias, para cuando lo enganchábamos adonde todo lo que nos diera la gana para jalar y derribar tabiques y rejas. Así desvencijamos más de una casa, de todo aquél que nos quiso discutir de fútbol, habida cuenta de que Hamilton no tardó en comprarse un pistolón plateado que solía llevar del cinturón para la muestra e intimidación. …Compramos joyas para nuestras amantes. Y neveras… Mandamos arreglar cocinas y pavimentos, y tejados de aquellas nuestras mozas, las que se sentían muy agradecidas de que ayudásemos de buena fortuna en los hogares de sus mamás y solían pagar con toneladas de su amor más rastrero. Asimismo gastamos en prótesis y arreglos, enviando a nuestras chicas a mejoras del chasis por medio de la cirugía plástica. Pagamos entierros, es verdad. Alguna nos vino con ese cuento… pero también pagamos algunas carreras de hermanos desvalidos de aquéllas, aparatos dentales y anillos de graduación de puro oro. No faltó la casita para alguna de ellas, la que más enamoró a Hamilton. Y terrenos, y madera y cemento para construir. Hicimos infinitos mercados, regalando la comida a los pobres… los que precisamente se movían entre tetas agradecidas que nos caían a las manos. 88

…Supe que Hamilton renovó los dineros con nuevas ventas de propiedades. Las casas a su nombre iban volando, así como volaba nuestro dinero. El suyo, que nunca quise controlar porque me sentía tan amigo suyo como para aconsejarle, pero asimismo tan respetuoso de la verdadera esencia de desalmado de mi compadre como para no mediarle palabra alguna del asunto y dejarle mandar en sus cosas. Así volaron los años, con excesos desorbitados. Visitamos todo el país, de costa a costa. Creo que nunca habíamos podido soñar tanta fortuna, así como nunca pensé que llegaría a cansarme de hacer el amor. Fue en esas, precisamente, cuando fui capaz de rechazar a un par de quinceañeras más que se me regalaban, cuando Hamilton hizo un alto. Fue trascendental, poniendo una cara nueva que yo no había visto hasta ese momento. “Ya…”, dijo. “Se acabó”, concluyó, así de simple. Le anduve detrás, mientras la fiesta quedaba a medias. A su entender, era la última vez que metía la mano en el bolsillo, para sacar sólo algunos papeluchos de teléfonos de más y más putas. Porque, aunque lo intentó, no le pudo sacar a su ropa ni un billete más. El puto dinero se había acabado. Le seguí, mientras andábamos camino al coche casi con las manos en los bolsillos. No le pregunté, ni él me dijo nada. Nos subimos al carro, encendió la radio, partimos carretera adelante en mitad de la noche cerrada… y, para cuando se acabó el diesel, nos bajamos. “Hay que caminar”, simplificó. …Y desde luego que había que hacerlo. En un principio creí que Hamilton iba a devorar la mitad de sus propiedades, masticar la vida tal como ésta se lo había estado carcomiendo a él. Pensé que iba a derrochar sin cabeza alguna hasta el cierto límite de lo humano, del más insensato parecer… pero se pasó de la raya. De hecho, lo que nos venía encima no era que aún le quedase una 89

finquita adonde retirarnos a trabajar, adonde vivir… sino que, con los bolsillos pelaos, ya no le quedaba nada de nada; en cinco años de gloria bendita y pecados carnales lo habíamos quemado todo.

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Capítulo decimoquinto Con la justificación de que hay que vivir de algo, nos metimos en malos asuntos. Nos tocaba, habida cuenta de que, sobretodo por Hamilton, mantener su nivel de vida como semidiós costaba lo suyo. Al principio fue lo de siempre, con el mercadeo. En este caso, agenciándonos una destartalada R-4 que adecentamos pintándolo a brocha. Y no me refiero a “malos asuntos” con que robásemos algunas piezas de mecánica para ponerlo al día. Porque, cierto día, para mi sorpresa, nos dieron un buen fajo de billetes después del porte más corto que había dado en toda mi vida, tanto como sólo cruzar un puente. De un lado a otro, y punto, y Hamilton entregando luego aquella saca que él mismo, y sin que yo supiera del trapicheo, había apalabrado llevar de aquí para allá aquella misma mañana. Nos podíamos haber metido en un buen lío, pero todo salió bien: entregamos la droga sin que un control militar nos detuviese, y precisamente porque hoy éste no estaba sobre el puente, sino haciendo guerrilla en la selva. Incluso se oían sus disparos. …Nunca sabes cómo empiezas a conocer a ese tipo de gente que te da de comer casi a cambio de “nada”, pero si te descuidas terminas hasta el cuello de sus asuntos. Hay encargos que yo nunca había visto, que apenas se apalabran en una sola conversación y no requieren pala y pico, sino cara y huevos. Así son las “cosas raras”, las contratas que se acuerdan en los bajos fondos, por llamarlos de alguna manera, que te llevan a emplearte para muy dispares jefes, y desde matarifes a terratenientes, a funcionarios, gente plebeya y hasta el alcalde. Nos pagaron por darle un susto a un chaval. Estaba éste enganchándose al basuco y su padre nos dio otro fajo de billetes por partirle los dientes, preferiblemente los de 91

delante, manera de que se viera el escarmiento todos los días delante del espejo. Una reprimenda física para advertirle que dejara sus vicios, la madrugada, los amigotes inútiles... Y yo no soy de pegar, pero, claro, ya había matado a alguien. Por entonces, pulsar un gatillo había sido suficiente… y ahora se me pedía pegar de bofetadas. Por fortuna, Hamilton, aún de bajito, tenía el diablo dentro. Sus manos se multiplicaron y dieron de puñetazos al tipo con todo el alma, para que, luego, en mitad de la noche, se me iluminasen los ojos al comprobar que el escarmentando no era más que un crío de quince años. Eran encargos esporádicos, para amedrentar. Incluso nos mandaron asustar a una cría para que dejara de enamorarse de un señor codiciado por su esposa, la que nos pagara bien para que le sacásemos las prótesis de las tetas; no fuimos capaces de tanto, pero fingimos una violación que sólo fue un sobeo menor, unos besitos, un gran susto y una palmadita en la nalga para que dejara de ser tan puta, que volviera a la escuela; hablamos de otro sujeto de otros quince años. …Llevamos droga de aquí para allá, y maquinaria diversa para las invenciones más deshonestas, como laboratorios de heroína o prensas para la falsificación de dólares. Servimos canecas de plástico, adonde los narcos metían el dinero sobrante. Y cajas fuertes, y hasta una puerta blindada. También traficamos con oro, con armas, con animalejos exóticos… Recuerdo aquel día en que se nos volaron unos seis papagayos y tuvimos que perseguirlos de rama en rama todo el santo día. Al tanto, los malditos peces tropicales de contrabando se nos habían muerto del calor. En la ciudad, bajo las órdenes de un tal Cárdenas, íbamos sugiriendo negocios al resto de la gente. Al pasaje, el que se embarcaba para afuera del país en el aeropuerto, sobretodo a los Estados Unidos. Prometíamos 92

un buen fajo, la solución a muchos problemas, a cambio de que se tragasen unas bolsitas de heroína. Con semejante almuerzo debían volar adonde el país de los yanquis, vomitar o cagar, como quisieran, y hacer entrega de la mercancía a los contactos y distribuidores del otro lado del charco. Claro que en todo ello iba implícito el riesgo de que fuesen detenidos en la aduana y acusados de narcotráfico, por lo que, de cada tres que enviábamos, generalmente a dos de ellos los delatábamos nosotros mismos para entretener a los aduaneros y que, estadísticamente, nuestra mula real pasase el control indemne. De tal forma, un par de tipejos como nosotros decidíamos a quiénes íbamos a promover para ganarse una buena pasta, y quiénes iban a ir derechitos a los juzgados, a la cárcel. El más cara de tonto era el que se salvaba, mientras nos gustaba despachar a la trena a quienes parecían sabérselo todo del mundo, los listos, los guapos, los altos, los bien vestidos… Jodimos a mucha gente sólo por la clase, aunque no la tuviera encima apenas por la pinta. Algunas chicas guapas, o mujeres hechas y derechas aunque tuvieran algo de añada, nos enroscaron al alma los amores y las terminamos pidiendo relaciones, a tiempo de recordarlas que ya tenían el género dentro y que podríamos denunciarlas ahora mismo. Sí, nos hicimos unos salvajes. Es fácil; lo malo se pega. Lo peor sobrevino cuando matamos al primer tipo. Todo llega, y en la profesión de los desalmados matar debe estar incluido en el currículo. Por ello tuve que volver a quitar la vida, aunque sólo fuese de conciencia; fue Hamilton quién apretó el gatillo, mientras yo esperaba afuera con la motocicleta encendida y lista para correr como una liebre, tal cual un par de mozos sicarios que, pañuelo en el rostro, aún así no podían disimular los años que tenían encima, y sobretodo los de la mala vida.

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Yo no vi nada. Oí el disparo. Nada más. Por eso me dejé llevar. Hamilton tampoco pensaba que había pasado mucho. A su entender, sí, mató, pero en la práctica no desvisceró a nadie, ni lo fue descuartizando. Apenas apretó un gatillo, un par de veces, hizo unos agujeros en alguien… y ya, que murió luego, para cuando estábamos lejos cobrando la paga. Aún se torcieron más las cosas cuando, rodeado de gente de negocios oscuros, tuvimos que descuartizar a otro tipejo. Fue entonces cuando escuché a Hamilton razonando lo que nunca, explicándole al patrón que “acababámos de empezar”, que no teníamos el estómago para ello. “Bueno, al menos vean cómo se hace”, fue la respuesta, y tuvimos que asistir a tremenda autopsia. Una por nada, porque la idea era desmembrar, y no analizar. Por suerte, el sujeto ya estaba muerto. Más peliagudo fue hacérselo a alguien vivo. Tuvo que llegar. Yo cerraba los ojos para atravesar al sujeto con un hierro, mientras Hamilton lo quemaba con un soplete. Un par de necios, que casi se lesionan entre ellos mismos de tanto entrecerrar los párpados. Vomité, lo reconozco, alentado de los gritos de aquel desgraciado. Aún así, tuve la decencia de esconderme para hacerlo, manera de que el ajusticiado no se ofendiera de que lo estaban ultrajando un par de novatos. La faena era que teníamos que atestiguar que el sujeto había sufrido, de manera que no podíamos matarlo de una vez y luego triturar los restos, simular lo que duele. Nos habría de llegar algún matoncillo de poca monta que iba a ser como de perito del trabajo, y para entonces debía ver al sujeto bien jodido de sufrimiento, o, lo que es lo mismo, aún jadeando. “Son negocios”, explicaba Hamilton, que tanto horror parecía haberle despertado la lengua. Matamos a otros tres tipos, ya sin descuartizamiento. Cosas de meternos en el río, o en una poza. Luego una mujer, que nos dolió 94

como a una madre. Joderle las tetas, esas mismas que tanto anhelábamos, nos fastidió mucho, pero trata de un escarmiento muy simbólico de carácter obligado en esta clase de asuntos de clase sexual. Pusimos una bomba. Nos salió bien, porque no nos explotó en la cara. Luego cortamos cables a una avioneta, que terminó por no despegar. La idea era que en pleno vuelo se quedara “sin frenos”, pero nos hicimos un lío con los colores de los cables y nos cargamos cualquier otra cosa que anulaba el motor. A los tres desgraciados que con ello íbamos a liquidar tuvimos que ajusticiarlos luego y por nuestra cuenta, como hacer el trabajo dos veces. …Una inyección de líquidos bien jodidos mataron a la competencia política de un aspirante a alcalde muy ambicioso. Supimos que tardó más de una semana en morir, a cuenta de una supuesta picada de mosquito de un habilidoso Hamilton que se le coló en el dormitorio a altas horas de la madrugada. Mientras, yo ya había matado a los perros de la finca con más veneno, ahora en suculentos filetes que las bestias no dejaron pasar. A muchos chivatos les cortamos la lengua. Terminas cogiéndole el truco, tal como sacar la sustancia de los caracoles en salsa. En otra nos pidieron dejar el cuerpo y llevarnos la cabeza. Aquella noche, tan confiados estábamos que nos emborrachamos con la paga y dejamos la testa en una saca del asiento de atrás de la R-4. Allí pasó una semana, y hasta que nos dimos cuenta y nos empezamos a familiarizar con ella, porque, de veras, había perdido como la manera humana. Tenía tacto y formas de muñeco. Fue el mal olor lo que nos obligó a tirarla por alguna parte, quemándola primero para que nadie identificase al tipo. En eso de la eliminación de pruebas o sujetos nos empezábamos a hacer unos expertos. De hecho, solíamos frecuentar un depósito municipal en la madrugada y hacer uso indiscriminado de una apisonadora que terminaba 95

convirtiendo en papel a todo desgraciado. Al cabo, de tanto usarla, y en el mismo sitio, terminó por hacerse un bache del resultante de todos aquellos sujetos apisonados. Era como si se hubiese plasmado en el suelo una especie de libro de, al menos, unas veinte hojas, una por cada muerto. En algún momento trapicheamos un secuestro. Éramos primerizos, y nunca me creí que nos pagaran con ello, sino que todo estaba urdido por el mismo Hamilton y que se había inventado un cliente que no existía. Lo hicimos tan a la carrera, y tan mal, que se nos olvidó adonde habíamos metido al sujeto. No fuimos capaces de encontrarlo, y al cabo de un par de días lo dimos por perdido, a sabiendas que se moriría de hambre adonde quisiera que estuviese encerrado. Cosas de hacer los trabajos algo tomados. Robamos un camión de plátanos. Fue un respiro, un poco de honradez entre tanta masacre. Vendimos el género lejos, adonde nadie pudiera saber de su procedencia. De hecho, algún intermediario creyó reconocer al camión, pero Hamilton supo disuadirlo enseñándole su pistola y asunto olvidado, aunque detrás estuviera un pobre agricultor que podría arruinarse; nos lo contó, con compromiso por aquél, y al menos tuvimos otro buen gesto al devolver el vehículo y no venderlo en el mercado de piezas de repuesto. Matamos un par de inocentes. Eso seguro. No tienes más remedio cuando pegas de tiros en una terraza abarrotada de gente. Al día siguiente, llevas un ramo de flores a la primera iglesia que te cuadre y pides disculpas a Dios, como me veía obligado a hacer detrás de un Hamilton que cada vez se iba acercando un poquito más al cielo, y no porque quien a fuego vive, a fuego muere. Lo pillé leyendo la Biblia, calladito y confuso. Devoto, porque volvía a poner algún mensaje cuasi bíblico en el coche. 96

No sirvió de nada aliarse con el cielo… Habíamos hecho cosas peores que conducir, pero nos detuvieron precisamente por eso, por llevar el coche. Y todo hubiera quedado ahí, en una multa de tráfico, sino fuera porque llevábamos drogas en el auto. Una transporte, que se torcía sobremanera y terminaba con nuestros huesos en la cárcel. Muy curioso, porque no habíamos hecho nada; quitamos la vida, infringimos dolor, robamos… pero llevar cosas que no se deben de un lado para otro, alzar unos bultos de veinte kilos al coche, y bajarlos, hacer de mercante, pero del lado equivocado, tiene tanto delito como vaciarle la sangre a la gente. Cuarenta años de presidio son muchos, y eran los míos después de haber caído en los enredos de la mala vida.

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SEGUNDA PARTE Par de capitanes

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Capítulo decimosexto Años 70, en algún lugar de Sudamérica. Don Washington, en la cárcel. …No volví a saber de Hamilton. Nos distanciaron, para terminar cada cual en una cárcel distinta, quizá en un intento de ir descomponiendo los lazos del crimen organizado. Pensé en cartearme con él, pero, acaso de saber su paradero, no sabía bien qué decirle. Aparte, sólo se cartean los enamorados, no los hombres. Tampoco recibí ninguna carta suya. Si sonsacarle una media conversación estando a su lado era ya difícil, que él tuviera la iniciativa de tentar comunicarse conmigo era casi un imposible. Empero, volvería a verlo casi veinte años después, en el patio común. Allí se me hizo casi imposible distinguirlo, envejecido por fuera todo aquello que se había cambiado por dentro; me reconoció, tras que le insistí, y fue para empezar a hablarme de Dios, de aquel superhéroe de cuento de aquel libro que tenía entre manos, el que sostenía como con pegamento y el que releía mil veces, quizá intentando descubrir por cada vez algo nuevo, algo que se le hubiera pasado por alto y le diera verdadero sentido a la divina propiedad de los textos. Lo intentó transmitir, su mensaje, pero al hacerlo desde el punto de vista de la pasión absoluta no lo convirtió sino en un predicador frustrado del que todo el mundo quería escapar. En especial, su deseo de la castidad para con todo el mundo no hacía sino enardecer a los machos, así como sus recitales perdían el norte porque los daba bajo el siempre mismo acento de parroquia, lo que los hacía todos como calcados y para que el recado de Dios se perdiera en un siempre mismo son que sacaba de quicio al mejor oyente. 99

Fue esporádico, el verlo. Apenas aquel día, adonde no tuvimos nada en común y para dejarlo estar, y apenas ni saludarnos al tanto de los pasillos, del comedor, del patio… Se reunía con los de su especie para hablar de Dios todo el santo día, tal como los brutos no hacen sino hablar de fútbol sin apenas haberle dado unas patadas a una naranja, o a la esposa. …Quizá se había arrepentido de sus pecados. Yo, en cambio, había aceptado la vida sin lamentaciones. No me arrepentía de mi encarcelamiento, porque no hizo sino facilitarme lo fijo en ese rumbo incierto que llevaba mi vida. Me dio una casa, y una profesión; poco a poco, me hice cocinero. Primero freganchín, y luego pucherista de ocasión. Ya con más ciencia me empapé de los libros de cocina de la biblioteca, y aprendí los menús de unas seis cárceles distintas que habité durante los cuarenta años que estuve preso. Me hice de conocer. Venía gente de bien a comer lo mío, donde tenía mis propias especialidades y no sólo las que sonsaqué de la cocina francesa, japonesa y marroquí. Alguna vez, una verdadera prole de personalidades asistió en el patio de la prisión a todo un banquete de postín, donde no faltaron mis archireconocidos asados, manera de que hasta doce somieres viejos hacían de parrilla para con doce vacas enteras abiertas de par de par, tan sanguinolentas que a muchos se les antojó estar asistiendo a un demencial campo de tortura vinculado al mismísimo infierno. Pero no, era mi propia salsa barbacoa, y mis condimentos de mostaza. Allí me lucí, con la carne a la sal, o al azúcar, según gustos. Otras de mis vacas tenía la misma sentencia que los champiñones, el gusto propio de las piñas más tropicales o el salero más fidedigno de las algas marinas. Eran mis jugos, que se salían por donde nadie se figuraba. Cosas nuevas del paladar, que tenían su pizca de magia por cuando me hice hasta capaz de 100

destripar los adentros de los ajos para evitar el mal aliento. Hice mortadela, y morcillas. Mis chorizos fueron de renombre, y el queso, que terminaba teniendo la forma de la llanta de coche adonde los formulaba. Cociné alguna rata, para ganar una apuesta en la que nadie fue capaz de diferenciar la carne del roedor de la de un triste pollo. Mi mantequilla se la llevaba el director de la cárcel, por lo que me pasaban cigarrillos. También la mermelada, que se agenciaban los guardas y para pequeñas libertades, como la entrada ocasional de prostitutas para mi persona y otros privilegiados. Dediqué mucho tiempo a cocinar. Era… terapéutico. Ya no correlacionaba cortar la carne con descuartizar a alguien. Me era natural. También aprendí a escuchar historias, la de toda aquella gente con la que convivía. Infinidad de desalmados de la vida pagando por sus errores. Así conocí a Numinton Automan, un taxista de buena fe que, cuando fue libre, en las Navidades pegaba una a una las figuritas del belén sobre su auto. Un buen tipo, que fue mi primer pinche de cocina. Se mordía la lengua cortando la verdura, una tarea que se le daba muy mal porque se iba descuartizando a sí mismo y poco a poco con cada fallo de cuchillo. De hecho, se acuchillaba tanto a sí mismo que alguna vez temí devolverme a la cocina para hallarlo como desaparecido, convertido en ensaladilla humana. Eso sí, iba decorando entre calderos y con figuritas de papel alusivas al Belén nuestra cocina allá por las fiestas de diciembre. Muy devoto, y quizá tanto, de las Santas Escrituras, que estaba algo chapado a la antigua y como para renegar de su mujer para cuando a ésta la extrajeron la matriz por motivos más que misteriosos… que terminaban siendo sólo tramas médicas, y aunque sólo se tratase de un cáncer del que siempre receló; a su entender, de mi amigo Automan, era la maldición de Cristo, por una mujer que no estaba del 101

todo pura. Así, al robársele los adentros del bajo vientre, aquella mujer había quedado “fría”, que era como los hombretones concretábamos a una hembra que ya no podía dar satisfacción y que, por tanto, ya no servía para la cama. De tal modo, entremedios de su afán por lo divino empezó a trapichear con faldas de afuera de casa, necesitado como varón y sin nada que hacer en la alcoba de su casa. Un buen tipo que terminó en la cárcel cuando las prostitutas y mozas con las que andaban le colaron drogas en el taxi, fue pillado y usado de treta para que otros se libraran del encierro, en un hombre hogareño que se había deslumbrado del sopor de la noche. …Perdí su pista cuando nos cambiaron de prisión. Conocí también a Homero Olimpo, otro de mis pinches, quien, libre, volvía a casa con una tarta de cumpleaños para su hija de trece, a la que le había sustraído la cédula para ponerla bien clavada en el pastel. De paso, sin apenas prestarle atención hasta que se le encendió una luz, vio de soslayo en el interior de un auto con la ventanilla bajada un maletín de puro cuero. Su curiosidad y ese hacer innato de la picaresca latina le hizo meter la mano, sacar la bolsa y, en efecto y sin más miramientos, meramente robarla. Allí, sesenta millones de pesos en metálico y algunos cheques al portador iban a redondearle la vida, hasta que se le ocurrió irse al primer banco a ingresar toda esa plata. Y su historia sigue como la de muchos, la de todo aquél que se ha encontrado de sopetón con las ganancias de un mafioso; lo fueron a buscar al banco, previo chivatazo, unos ocho guardaespaldas, que se identificaron como agentes de la ley. Un portabultos de una Mitsubishi fue su sitio hasta que lo llevaron al monte, adonde lo dieron de patadas y puños y para luego ajusticiarlo con plomo. La noche, un vecino que pasaba cerca, las luces de un auto… cualquier despiste y don Homero Olimpo estaba rodando cuesta abajo huyendo de quienes le disparaban, para, no me 102

acuerdo si al río o al principio, tirarse de cabeza y escapar en el último momento. Es una historia muy manida. Creí habérsela oído contar entre lágrimas a don Homero al menos diez veces, pero luego recapacité para entender que siempre había sido un desgraciado distinto. Luego, soñar día y noche con toda aquella plata lo había llevado a enamorarse de los billetes que nunca poseyó, manera que se ofreciera a mula de cocaína y ser, simple y tristemente, pillado en una aduana. A la puta cárcel, y ya iban dos. A Jesucristo Hitler, otro de mis ayudantes de cocina, lo perdí en una reyerta. Era normal, ya que solían desaparecerme los cuchillos de la cocina y era justo sospechar de él como ladrón; por cada día que se volatilizaba uno, aparecía un cadáver nuevo en la cárcel, precisamente muerto de un arma blanca que no se hallaba nunca, pero de la que se sospechaba procedía de adonde mis dominios. Tanto así que llegué a formar parte de una improvisada autopsia en la enfermería, manera de declarar si los agujeros del muerto casaban con los trazos de mis cuchillos. Me hice el tonto para no terminar concretando nada, pero también se lo hicieron las autoridades, pues el trajín de muertos se vinculaba a un muy rentable sicariato interno del que comían desde los presos hasta los funcionarios. Jesucristo Hitler terminaría muerto por el revés de las circunstancias de las que comía sus extras y vicios, ya que al sentenciado de turno se le encendieron las luces a tiempo para no ser acuchillado, pero acuchillar a su futuro asesino; fue así que el malogrado ejecutor me dejó la salsa de tomate sin remover, para que, aún a fuego lento, se me quemase en retinto. Kerlienyz Walihezar también formó parte de mi cocina, pero tuve que proponerlo para cualquier otro destino porque se ganaba una vida mejor entre rejas prostituyéndose, y eso da asco y mal condimento a la comida. Era un señor hecho y derecho, muy serio y caballeresco… y no tenía su lado femenino en ninguna 103

parte, pero sí la necesidad de pagar grandes deudas de juego. …Lo de Gitanillo de América sí que me dolió. Ya andaba yo al día de muertos y sanguinolencias, cuando estalló una rebelión desorganizada, que es como mejor funcionan, dentro de la prisión. Alguien se hizo con unas llaves que no debía, con unas pistolas, con machetes, y hasta con armas que no existían dentro de la cárcel, sino en la imaginación humana, como cordeles que debían estar electrificados o crema de afeitar ácida. Hubo un griterío de locos, como en los partidos de fútbol, mucha fiesta y mucha risa, y las proclamas propias de los obreros descontentos. Sólo faltaron las pancartas, pero sí que hubo incendios y violaciones. Asimismo, muchos ajustes de cuentas, y hasta quien me trajo algún cadáver para que lo cocinara. En efecto, Gitanillo de América y yo nos pusimos enseguida a cocinar, aunque metimos el muerto en el congelador. Cocinamos toda la tarde y toda la noche, mientras los descontrolados negociaban con las autoridades una rendición pacífica. Sí, llenar los estómagos de los desbocados de un motín era la mejor manera de mantenernos vivos; hubo quien me la tenía jurada, quien quiso matarme pues… pero se lo pensó dos veces en cuanto comió mis deliciosas costillas a la miel. Fue entonces cuando envié a Gitanillo adonde el otro lado de la nave y a traerme algún condimento de las despensas, forma de que le alcanzase el sucio destino que le tenían preparado los dioses; como chef privilegiado, contaba con tele en plena cocina y allá iba viendo las noticias, al tanto que adonde las rejas que separaban a policías y presos se hacían, a los pies de éstos, las cabezas amontonadas de los funcionarios de prisiones, la de algunos presos odiados… y, al tanto que se iban sumando, la de mi pinche, que había sido ahí mismo asesinado por alguien que se la jurara bien negra por algún trapicheo malentendido, alguna mala impresión, quizá que sirviese mal el postre en 104

la línea de almuerzo… vaya uno a saber. Allí estaba, con la cara de muñeco y mentira de quienes son decapitados. Hijos de puta. Fue el peor episodio, y no mi último pinche que perdí. Porque Efmamj Jasond terminó su condena entre mis cebollas y calderos, para ya afuera montar un restaurante de carretera y ocasión adonde dispuso todos mis secretos de cocina. Casi todos, porque me siguió carteando y hasta visitando para indagarme información adicional, lo que hacía algo triste mi existencia en las prisiones habida cuenta de que aquéllas eran mis únicas condolencias del mundo exterior para con un viejo y olvidado Don Washington. Sí, cada vez más desvencijado, notando que mi cuerpo, ya de tiempo atrás, hacía sus ventosidades internas sin que yo las pretendiera, se adolecía de lugares que no existieron nunca en su anatomía y la vista se me hacía como de ensoñación, y hasta que alguna ONG de presos me regaló unas gafas usadas que me aclaraban un poco las cosas. Perdí las ansias del pipí, seguro que del desuso, que ya eran cuarenta años sin hacer mucho sino para cuando los funcionarios agradecidos de mis sopas y pucheros me colaban las prostitutas; a veces, una puta por una excelente tarta de cumpleaños para una que cumplía los quince. No perdí pelo, pero se hizo como polar. Tampoco perdí dientes, al menos por la vía natural; debieron ser arrancadas por violencia, al menos en las dos peleas que tuve allí metido y que dejaron idénticas secuelas para con dos piezas perdidas que luego se revistieron de oro y para que me pensase dos veces la cosa de sonreír, no fuera algún preso necesitado a darme jaque mate para quitarme ese lustre. Tanto así que, como por la añada como por tales menesteres, me hice aún más viejo como persona, antipático y distante. Tampoco hablas mucho en la cocina, sino que maniobras la comida. Así es normal que la personalidad se te agarrote.

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…Cuarenta años… todos ellos vividos en la triste felicidad de saberte alimentado, bajo techo, rodeado de gente, quizá con todas las metas cumplidas… Lo aceptas, lo vives, lo conviertes en lo que eres… y hasta que ya no quieres salir de allí.

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Capítulo decimoséptimo …Mi primera visita en 40 años. Era la primera vez que no podía llegar a saber quién venía a verme. Alguien, tan misterioso que hasta sospeché que podría tratarse de la misma muerte. Di de pasos de tortuga para avanzar ese maldito pasillo que me llevaba adonde el extraño. Incluso dudé varias veces en darme la vuelta y joder al guardia para pedirle que no quería dejarme ver. Empero, el destino me llevó allí, adonde aquella habitación adonde se permitían las visitas conyugales, con cama y rollos de papel, como si la prisión fuese un prostíbulo; cosas de los nuevos tiempos y una prisión modelo proyectada para satisfacer el punto psicológico de asesinos, ladrones y narcos. ¿Pretendían que me follara a una última mujer? Me abrieron la chatarra de la puerta, entré y tuvo lugar enfrente de mí un hombrecito medio calvo, requemado de sol y poca cosa. Casi lo podía suponer sonriendo de oreja a oreja, pero no, era la forma de su cara, más ancha que alta. Tenías las manos atrás, y me observaba con la cara de felicidad con que algunos reciben un billete de lotería premiado. Sus ojos brillaron, y se movieron de aquí para allá en toda mi anatomía, reparándome. Yo hacía tiempo que no me miraba mucho al espejo, adonde cada día que pasaba se me antojaba igual error al anterior… pero aquel hombrecito estaba reconociéndome, pues pude saber que me estaba recordando de cabo a rabo. Lo supe por la intención del escrutinio, que no me declaraba ninguna decepción, ni primeras impresiones… sino familiaridad. Ya nos conocíamos, pero yo no sabría decir de qué. —¿Cómo está, padre? —me dijo, y para estrecharme la mano con las dos suyas, como hacen los políticos tras cerrar un trato. Claro, un hijo mío. Cualesquiera. Hacía tiempo que se me había volatilizado esa lista. Uno de antes de la cárcel, 107

de mi vida pasada. Quizá un soñador, teniendo en cuenta que había terminado por venirme a ver, a conocer a un perro viejo que no valía una mierda. —Sí… bueno… —dije, por no decirle que se fuera por donde había venido. —¿Es usted hijo mío? —Sí —sonrió, y para que le resonara la caverna que tenía detrás de su perfecta hilera de dientes. Se le veía muy ilusionado, por esos ojos ahora saltones y adornados de un blanco sano, o era que su tez era tan oscura que hasta el negro de sus ojeras resultaba chillón. Ya de cerca, por entender un hijo siempre se piensa en un niño… pero aquel cuarentón maltrecho tenía ya sus canas como las mías, allá alrededor de la llanura brillante de su calvicie y en ese barba perfilada de un tipo aseado. De hecho, llevaba camisa de botones minúsculos, y chaleco de lana. Pantalones serios y zapatos de piel, y hasta reloj como de oro. —Bueno, y… —dudé. —¿De adónde viene? —De afuera, claro —se sonrió de nuevo, creyendo hacer el chiste. —Siéntese —me ofreció, y sacó una silla de adonde el hueco de aquella mesa, la que no quise tocar porque allí la gente follaba. Follaba en la cama, en la mesa, en la pared… No quería tocar nada. Al contrario, mi supuesto hijo se avenía más que confiado, tan amistoso que se me antojaba lo conociera de toda la vida. —¿Y cuál es su madre, pues? —lo indagué. —¿Madre…? No lo sé —aclaró, por una tragedia que no le cambió la buena cara. —No sé quién es mi madre — se burló de sí mismo, con ese gorgojeo de su garganta que sonaba a ogro de cuento, —pero lo bueno es que estoy seguro de que usted tampoco lo llega a saber. —Puede… —terminé por suspirar. —¿Cómo te llamas, hijo? —lo indagué, aunque no lo traté de hijo porque le reconociera el título, sino con esa distancia propia de los militares a sus reclutas.

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—Carlos… —se explicó, esperando de mi cara una respuesta que no logró ver. Creyó que me lo conocería mucho más, que se me pintaría en la mente de sopetón… pero, al verme aún en ascuas sobre qué diablos era Carlos en este mundo, se extendió en sus explicaciones asintiendo con la cabeza como diciendo “sí, soy Carlos”, siseando de risa como una serpiente de cascabel y haciendo el gesto del cepillado de las botas de los transeúntes. A su entender, era una mímica que creyó extenderme ese sentimiento cómplice de padre e hijos, como los de la pesca de los fines de semana, o las acampadas a la luz de la luna… empero no era más que muestra de la más infame explotación infantil porque no le enseñé a limpiar botas para congratularme con él, sino para sacar unas monedas. Aparte, ni fui yo el encargado de enseñarle la profesión de limpiabotas, sino un por entonces avaricioso Hamilton. —Carlos… —dije, pensando en voz alta. “El españolito”, terminé por definir. Había crecido, y se había hecho persona. De hecho, aquel maldito bastardo había terminado hasta por hablar. —De eso hace ya mucho tiempo… —concluí, creyendo poder quitármelo de encima, zanjarlo. Era lo propio, habida cuenta de que aquel tipo y yo no teníamos nada en común. No nos parecíamos en nada, aparte de que apenas podría unirnos la misma sangre, lo que es poco después de cuarenta años. —Bueno, me alegro de conocerle —dije, buscando un final. —Yo también —sonrió, aún más. Parecía que no supiera hacer otra cosa. —Ya era hora, ¿verdad? Puede… Menudo diálogo de idiotas. No me hacía falta nada de aquello. Aquel fantasma reaparecido podría devolverse ahora mismo por donde había venido que el mundo me iba a seguir igual, sin que me hubiera picado curiosidad alguna por su periplo en la vida. Que se fuera, ahora mismo, era precisamente lo que yo quería, no saber 109

y conocer de nadie más. Menos aún de hijos, aunque, ya a estas alturas, no me costaran ni dinero. —…Pues me alegro de verle —insistí, tentando que se diera cuenta de que quería despedirlo. —Sí… ¿Y qué hace todavía aquí, padre? Y, precisamente entonces, sí que sentí curiosidad. No me esperaba semejante idiotez. —¿Que qué hago aquí…? Es la cárcel, joder. Algo habré hecho. —No… —me negó, sonriendo. —Usted hace ya años que debió salir —y, de alguna manera, sea por su sonriente jeta o por la ensoñación de un momento que no me esperaba encontrar a estas alturas de la vida, de repente me di cuenta de que mi hijo Carlos tenía entre manos un maletín, de adonde extrajo toda suerte de documentos. Y con ellos se hizo un lío, mientras yo me desesperaba peligrosamente y él se mordía la lengua. Al cabo encontró lo que buscaba, para mostrarme una hoja que no quise leer y adonde se reflejaba aquel periplo mío por ende de las prisiones, un acto de mi vida que había llegado, así pues, a su fin. —Eres libre, padre —añadió. Menuda mierda. Aquella supuesta buena nueva no me interesaba. Ya había llegado a la feliz conclusión de que al encerrarme habían tirado la llave. Yo ya era feliz entumecido entre rejas, habituado al silencio, a la quietud, al conformismo… Había envejecido entre aquellas cuatro paredes, y a tiempo de soltar esa baba escurridiza que me empapaba la almohada. Roncaba, como otros muchos, sabiendo que allá adentro el mundo no se mueve mucho, que mañana será igual que hoy. Habrá café con leche, y luego un puchero de mediodía. Dudé, y ladeé la cabeza como un idiota; tampoco me dio vergüenza hacerlo delante de aquel tipo, y resoplé cuando intenté negar con aquel gesto lo que se me venía encima. Me aterraba tanto salir, como acaso a otros se le hacía infernal el entrar. 110

—Hace doce años que usted debió pisar la calle, padre —redondeó. Claro, nunca me había dado por contar los días. Nunca hice recuento, quizá arraigado ya a la vida penitenciaria como esas enredaderas a las casas inglesas. Empero, en este caso, según un funcionario de prisiones, como un cáncer creciente en su propia nebulosa en el tuétano de la administración pública, comiendo, durmiendo, viviendo, a costa del dinero del estado. Por un lado, bueno que un delincuente pase unos cuantos añitos más lejos de la calle… pero, como acaso de no ser él será otro el que al cabo delinca afuera, ya estaba bien del traspapeleo en los archivos y de patitas a la calle. —…Pero yo estoy bien aquí —dije. —…Pero no es que no deba estar… es que no quieren que esté —y señaló aquel papelucho, adonde un sello. — Aquí lo pone. Lo exigen… ¡Largo! decía el papelito, pero con el vocabulario diplomático de los trasuntos oficiales. Habida cuenta de ello, Carlos, que no sólo removiera los aletargados archivos adonde se escondiera mi estatus de libertad, había traído una muda de ropa de lo que creyó ser mi talla. En todo, uno que se me antojaba pasado de largo varias veces mi horma, porque me quedaba enorme. Un chaquetón enorme, una camisa grande, unos pantalones largos como para un jugador de baloncesto… Quizá el chico lo había comprado de memoria, y, de cuanto nos conocimos, por entonces sólo se acordaba de que él era apenas un niño y yo un gigantón, y sin sospechar que el tiempo había terminado por equipararnos. Bueno, él era más bajito que yo. Casi hasta como redondo, asistido de pintas por una barriguilla de buenos platos. Yo, en tanto allá en los últimos momentos en mi celda, me arreglaba delante del espejo para mirarme como nunca antes lo había hecho, con un escrutinio crítico de todos mis lados. Me vi las venas, tan sucias de ese tinte verde, y los colgajos de la piel, adonde se ajustaría para sostenerse 111

una tarjeta de crédito. Mi pelo blanco, como el de los ángeles, se dejaba domar, pero a cuenta de numerosas deserciones que se iban quedando en el peine. Estaba amarillo… ése era mi color, la tintura propia de los cavernícolas… pero quedé guapo, pensé, porque hacía demasiado tiempo que no me vestía con una ropa con la que uno pudiera ir a comprar el periódico. —Vamos, padre —me asistió Carlos, ya cuando había pasado casi la infinidad de rejas y contrapuertas, y iba dejando atrás mi cocina… mis camaradas, mis enemigos, tan ladrones como asesinos… Me cogió del brazo, y su “vamos” me sonó a la más extraño del mundo, teniendo en cuenta que podría dudar adonde “puta mierda” me llevaban ahora. …Alguna vez escuché mi corazón. Te toca el pecho como acaso un vecino pesado te toca la puerta a deshoras. Empero, ahora me pegaba fuerte, casi como si mi tórax estuviera tiritando. Sentía que afuera yo era un desperdicio, que a tan buen cocinero no lo debían despachar tan aprisa… y que no había tenido tiempo de despedirme de nadie, ni tampoco de hacer una gran fiesta donde la gente comiera mis mejores platos. Ahora, justo ahora que era capaz de sazonar los carbones de la barbacoa para que el calor prendiera de sabores la carne, que sabía medir la distancia correcta de las gotitas de limón sobre el lenguado y a esconder una manzana en los pasteles de toda cosa, aunque no fuesen de manzana. Añoraría el vapor de maquinista de los calderotes, el vaivén de la temperatura adonde el fuego y el congelador… el infinito júbilo de las hormigas en el tarro de la azúcar y la sangre de los principiantes empapando de veteranía los cuchillos. Sí, a la puta calle, la que me recibió con ese fogonazo único de los portales dimensionales, aunque se tratase de la misma luz del patio de la cárcel. Cosas de la impresión,

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de la inocencia… del renacer, adonde el aire de afuera se me antojaba más espeso del que pudiera recordar.

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Capítulo decimoctavo Se apaciguan las tensiones con una buena comida. Hay mujeres que conquistan a los varones así, aunque no sean el hombre de sus vidas. Tampoco yo era el padre de la vida de nadie. No era el papá perfecto. Ni padre siquiera. Empero, Carlos empezó a intentar conquistarme, o recuperar el tiempo perdido, con una comida… aunque, luego, viéndolo comer, entendí que más bien satisfacía una necesidad animal propia que acaso un sentimiento. Era campechano, como yo. Gustaba de los grandes bocados, en lugar de las exquisiteces. De éstas últimas yo era un sibarita, el dios de la cocina, el dios creador de las menudencias más sabrosas… pero solía hacerlas para los demás, no degustarlas. Lo mío era aquella enorme carne de vacuno que casi no cabía en el plato, la que fui degollando poco a poco y para comerla a trocitos medidos, casi todos iguales, y así sopesar cómo de curtido estaba el mundo culinario de afuera. El vino era algo de agua, y el pan como pardo, para gordos, o para evitar gordura, y con ese sabor propio de las hostias en misa. Eso sí, un pimiento asado siempre es un pimiento asado, aunque no le hubieran puesto relleno. Fue la primera de nuestras comidas. O, mejor dicho, de las comidas de Carlos. Porque, tras él, de forma inminente yo le acompañaba en los bocados, que solían ser muchos. De hecho, casi más que el comer me llamó poderosamente la atención que, aún de tan crecido, seguía adicto a los helados. Enseguida se los comía en los postres, o los sacaba de las máquinas expendedoras, con ansia, como acaso esos viciosos del tabaco. En todo, intentaba buscar los helados de coco, que eran los que le terminaron por destetar. Sin embargo, al no hallarlos en todas las dispensas, se malograba con mala cara con cualquier otro sabor, que terminaba haciendo suyo con unas ganas que se me antojaban cercanas al sexo. Los 114

aniquilaba, tanto más que por el calor de su boca, o de la temperatura ambiente, como por un poder mágico capaz de irlos desintegrando. Cogimos un avión, al que me hice, como a todo, bien calladito. Me sentía de otro mundo, que al cabo era lo que se cocía conmigo, y lo único que me daba por hacer era obedecer a todo con silencio, como acaso hizo antaño mi hijo ante mis diligencias. Yo nunca había estado en un avión… pero creo recordar que tampoco en un taxi. Desde el avión no pude sino indagar el suelo, que parecía no existir… y desde el taxi no pude despegar la vista de la ciudad, e intermitentemente del taxímetro, con su cadencia maldita de dígitos rojos. Todo un bruto, desde luego; nadie ya urbano se deja hipnotizar por un taxímetro. En el avión, en cambio, hubo mucho más que ver, presto a la pantomima de las azafatas en el trasunto de salvar nuestras vidas con cuanto artilugio había en el aparato, desde bolsitas para el vómito a salvavidas automatizados. Me lo memoricé todo, y me hice con las instrucciones para releerlas varias veces, como si fuese el primer pasajero de La Historia. Bruto, otra vez. Asombrado, así que nos dieran comida, como acaso de todo aquello que no vi desde el cielo; estaba encapotado, y sólo sentí el vaivén del enorme cilindro adonde se disponían nuestros asientos. Una aventura, a mis años. Una última oportunidad, creí saber, de la que ni siquiera había preguntado el lugar de destino. Y todo para nada, aún con acompañante, porque Carlos y yo volvíamos a no hablar. En un principio tuve la sensación que eso era precisamente lo que se precisaba, que nunca mejor tributo al pasado que comportarnos tal cual, sin nada que decir, como antes; por lo visto, buen padre y buen hijo. Aquel niño regordete nunca habló, y ahora hacía exactamente lo mismo, aún reconvertido en todo un señor.

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…Luego supe que tenía miedo al avión, y que desde hacía dos días, justo cuando me sacara de la cárcel, había sufrido de retorcijones estomacales de sólo pensar en tener que volar, como si lo suyo fuese una especie de maldición. En todo, un encantamiento redondeado con el buen comer, que proponía mucha sustancia que remover en buen caldo allá en su turbulenta barriga. Quizá lo del helado menguaba los efectos, pero nunca tanto como para que le pudiera encontrar una pizca de buena cara. —Soy ingeniero, padre —dijo, al fin. Hacía rato que me había olvidado de él, intentando ver de entre las nubes algo del mundo que afuera parecía haberse volatilizado. —¿Cómo dices? —dudé, negando de primeras aquella impresión de petulancia. No era tal, porque Carlos no era de presumir, sino de decir las cosas: —Soy ingeniero —se repitió. Y sí, en sus ojos casi penitentes vi que no me lo decía para honrarse, sino para que yo me sintiera homenajeado. Era por mí, más que por él. —¿Sí…? ¿Y cómo es eso? —Tía Carmen. Ha sido muy generosa. ¿Tía Carmen…? No tenía ni idea de quién me hablaba, pero hilé un poco de la memoria y me sonsaqué que igual aquel nombre se refería, cómo no, a aquella mujer a la que dejara a cargo al pobre Carlos. Doña Carmen, convertida, al cabo del tiempo, en un mito para el chaval… Tía Carmen, ni más ni menos. —¿Y de dónde sacó esa mujer? —dudé, por no preguntar de adónde sacó seso el pequeño Carlos para hacerse ingeniero. —Sus ahorros. Gracias a sus ahorros. Estudié fuera; me pegaban en el colegio. Sí, tampoco le enseñé a defenderse. Tan poco hicimos con él, que sólo podría haber sobrevivido en el colegio si se anticipaba a los matones para que, antes de recibir un solo puñetazo, ganarse su beneplácito limpiándoles las 116

botas. También me sobresaltaba que un señor hecho y derecho… o hecho y corvado, mantuviese esa mirada triste por esa clase de palos en la infancia, como que mucho de niño aún rondaba en su mirada. —Me envió a Uruguay, adonde una hermana suya. Tía Gela. Allí estudié. —¿Ingeniería? —Sí, ingeniería… Es fascinante… También soy uruguayo. —¿Ah, sí? ¿Y eso? —…Y español —añadió. Mira por donde, eso no me sorprendió tanto. Todo el mundo lo había dado siempre por español. El trasunto de los trámites por el papeleo pertinente, si acaso el tipo tenía su cédula española, no era sino redondear lo que aquel hombre ya llevaba de por sí en la sangre. —…Y colombiano… —Siempre, padre —y ahí terminó todo cuanto era, al menos por el momento. Lo que vino detrás no me iba a sorprender, porque yo no era ingeniero, ni uruguayo, y tampoco español… pero sí era padre, y Carlos no tardó que también él lo era al enseñarme la foto de una niña, de la que me desveló que, casi evidentemente, yo era el abuelo. Y digo casi porque, a sabiendas que yo había sido padre de préstamo en muchas ocasiones con mujeres ya madres, lo suyo podría ser lo mismo… pero no, el género que me enseñaba era fruto de un matrimonio como Dios manda. Y la novedad era que yo trataba de un abuelo, y plenamente coronado. Porque me hice con la foto, y, desde luego, Carlos no tenía mucho que ver conmigo… pero la cría me tenía la nariz, los mismos ojos… En todo, menos en el pipí, se entiende, me era lo mismo. No dudé en cogerle más estima a la instantánea que a mi hijo Carlos. Por Dios que qué demonios tiene el devenir que las esencias humanas transpiran al cabo del tiempo, que padre y repadres, e hijos y bastardos, se hacen y cuecen 117

en el silencio, pero terminan siendo un secreto a voces porque les brota la similitud de la carne. A veces hasta del gesto. Mira por donde, Carlos llevó encima mis genes. Adonde… no sabría decir. Muy adentro, desde luego, para al fin desbocarlos en una vida nueva. …No pregunté cómo se llamaba la cría. Tampoco cómo le había ido en su familia, cómo le iba, cómo le iba a ir… No sabría decir si no lo hice porque se me antojaban preguntas inoportunas, habida cuenta de la distancia que nos unía como personas de una misma “familia”, o porque consideré que interesarme de camadas y amores ajenos era cosa de conversaciones de mujeres. —Pues estamos volando —dije, con soberbia estupidez. Casi mirando por la ventanilla, o invitando a un experimentado Carlos, quizá en lides aéreas de las que no quisiera saber, a que mirase por ella. —Sí —respondió, con esa risa siseante, pese a su malestar. Claro, se me entreveía mucho la inexperiencia en eso de salir de casa. Volar… —El viento lo mantiene, lo frena, y hasta lo puede tirar —añadió, muy científico. —Ja, como una mujer con uno —dije, y volvió a sisear. Así iniciamos nuestra conversación, que trató de todo un poco, pero de nada personal. En todo, Carlos extendió su formalismo científico para explicarme infinidad de cosas; “si algo no tiene una explicación científica, es que no existe”, era su máxima. Sí, un tipo estudiado, aunque luego lo observara pelearse con el cierre de una simple bolsita de pistachos y se me antojara el tipo más inútil del mundo. Me habló de los motores, del combustible, de las normas de vuelo… el orbe terrestre, los vientos, el mar, las distancias… casi como una lección de colegio, que, debo decir, me gustó escuchar: —…Hay gente que sabe que subimos, volamos, y luego bajamos de nuevo. Simplemente, padre. Como un ascensor, ¿se imagina? —Me hago una idea. 118

—Sí… Es decir, no tienen ni puta idea de adonde están. Están en España, dicen… —y siseaba, —pero, ¿dónde diablos está España? —Yo no lo sé. —Claro, no sabes dónde está hasta que estás dentro de ella. Entonces, la respuesta es que España está adonde tú estás ahora… siempre y cuando estés España, ¿no lo entiende? —…Me es un poco confuso. —Sí… Mire —y, del bolsillo de su camisa, me enseñó una libretilla, de la que hice cuenta de un sinfín de números anotados con el bolígrafo o lápiz de turno, la huella del tiempo ahí enfundada en alguna doblez, el paso de calores y fríos en la coloración, mucho trato, y el añejo de lo que tiene mucho tiempo de uso. —Aquí tengo anotados todos mis viajes, y las millas náuticas recorridas —y miré el meollo, que me sonó a chino. —Nunca las he sumado —se sonrió, quizá esperando un momento solemne adonde hacer el recuento, quizá en el lecho de muerte. Un absurdo, aunque podría entenderle porque, alguna vez, allá en mi celda, di por pensar en cuántas mujeres había amado, pero no tenía a mano ninguna libretilla adonde hubiera recogido toda esa información; nunca me dio en ello la memoria, porque la ida sucede, y a menudo se va desvaneciendo con el tiempo. —Algún día lo sabré —se enorgulleció, guardando su reliquia. —Y usted, padre. ¿Ha visto mucho mundo? “…No en los últimos cuarenta años”, quise contestar. Pero no lo hice. No quise ser grosero. También podría tentarle a definir a qué se refería por “mundo”, ya que, apenas sin moverme del sitio, de mi país, era seguro que había visto más faenas del destino que mi hijo. Lo dejé estar, con mi silencio, como si acaso el tipo no pudiera imaginarse que entre rejas se ve mucho mundo, porque éste te acude, y no tú a él.

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—…Quiero que viva con nosotros, padre —me confundió, de repente. Su casi espontánea pregunta se me antojó a esas precipitadas peticiones de matrimonio, las que son mil y una vez pensadas, en el modo, por el aspirante a esposo… y que se trastocan, terminan en un no sonoro, cuando no hay de por medio esa hombría que supedita a las chicas, esa seguridad que toda hembra quiere para quien la ame y para con ese tipo de decisiones, u órdenes, casi exigiendo que se casen con él. Un patoso, un necio, un cabizbajo gusarapo… así se me hizo ver, empero el que tenía los papeles de una soltera embarazada con tres hijos ya a cuestas era yo, como para rechazar semejante “matrimonio”; ya estaba en el avión, ya iba de camino a alguna parte… preferentemente a la misteriosa y escurridiza España, y pocas más elecciones me quedaban. …No dije nada. No contesté. Era obvio. Ya iba para alguna parte. Para adonde me llevaran. Casi como en los traslados de cárcel a cárcel, que terminaban siendo toda una sorpresa; hacía tiempo que mi destino no estaba en mis manos.

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Capítulo decimonoveno Después de veinticinco minutos de obsesivo hipnotismo por los dígitos del taxímetro de aquel otro taxi, empezamos a abordar un lindo pueblecito de casas emparejadas del mismo espíritu, con tejados mohosos y paredes blancas. …Estaba todo como ordenado… No vi inventos con el cableado eléctrico para robar la energía ajena, ni enrejados obsesivos e ingeniosos para luchar contra la muchedumbre viciosa de sustraer… ni la muestra de carteles de advertencia escritos con mejor o peor acierto, y hasta con grosería, para con aquellos que son aficionados a defecar adonde sea. …Quizá yo había visto menos mundo del que creía. No vi burros amarrados a las rejas del alcantarillado, ni carromatos adaptados con la carrocería de un auto. Tampoco había ejército, porque no vi ningún blindado. Las casas eran todas limpias, y como recién pintadas… no palacetes obsesivos del mármol en sus entrañas, pero chozas en ruinas por fuera y con la idea de evitar altas costas municipales. No hablamos en ese otro trayecto. Viajar tan lejos es algo así como viajar en el tiempo, que se antoja que todo de cuanto es tu cuerpo no ha amanecido en su sitio. Teníamos ansia de trasnochados en la boca, y el sol abusivo nos quería como derretir los ojos, aún cuando en realidad fuese un sol muermo. Comimos de hacía poco rato, pero la sensación era de que se nos había vaciado el estómago, como si la nueva dimensión tuviera sus propias apetencias. Se lo deduje a mi hijo porque no tenía buena cara, a pesar de que intentaba ponerme su mejor rostro con una sonrisa que se me antojaba de gnomo. …Mi hijo Carlos vivía en una casa campestre. Por gusto por lo natural, como luego averiguaría. Huída de las apestosas urbes, como fui desvelando en cuanto el taxi 121

abordó aquellos primeros jardines de su finquita. Pequeña, pero muy vistosa. Allí, en la entrada, hacía guardia una farola plagada de botones luminosos que se activaban con la presencia del extraño de turno, capaz de asustar al transeúnte, que enseguida se creía observado por una división secreta de la KGB. Una especie de tabletilla de cristal oscuro la proporcionaba energía solar, como quiso explicarme Carlos con una pasión verdaderamente obsesiva. Encendía tanto porque era gratis, creí suponer al fin, como si no importase que el sol se consumiese. No era la única lata que tendría que aguantarme. Despidió al taxi y nos encaminamos por adonde aquella estrecha carretera suya asfaltada de lajas sueltas sobre la tierra, un trecho jalonado de verde. En ese tránsito, macuto y maleta a la espalda, me iba señalando los huertos ecológicos, alimentados de mucha paciencia, pero sobretodo de agua fecal depurada allí mismo, bajo un proceso de su invención. Como pura magia, el pipí convertido en santo abono. Y, ciertamente, los pimientos rojos brillaban como fresas, y las mazorcas de proyectaban como enormes paraguas. Vi fruta conocida en los árboles, pero también extraños ingenios de la evolución con verduras reinventadas. Formas y colores nuevos, con la sorpresa de ese papá blanco, y mamá albina, que se topa en el hospital con que le ha nacido un hijo negro. Una infinidad de molinillos de colores, en papel, giraban con cierto desespero para alimentar lo que Carlos explicó como una centralita en miniatura capaz de gestionar las horas de riego de aquellos huertos, que iban chupando líquido a través de un entubado minucioso que se repartía a pocos palmos bajo tierra. Entretanto mi visita, que debiera ser la prioridad, me sentí desencajado que Carlos se agachase allí mismo, manera de que le viera la rajita del trasero, para maldecirse de algún que otro sabotaje a las instalaciones, 122

en la forma de roedores aparentemente celestiales, como los conejos devoradores de verdura, o parientes suyos considerados como demonios de la madrugada, como ratones de campo que, en una degustación que nadie cuerdo podría entender, eran capaces de merendarse el cableado de la instalación con un ansia esquizofrénica. Se resignó, a tiempo de hacerme entender con su entendimiento de la situación que debía volver a componer el entuerto, una vez más… de tantas… Quizá poner el doble de molinillos de viento, manera de que la maldita vaya eléctrica que debía repeler a los intrusos terminase por funcionar. “Bueno, ya lo arreglaré”, dijo, conforme con todo cuanto le caía encima de los entresijos de la vida; lo supe por sus suspiros, que terminaban siendo más repetitivos de lo esperado y tenían mucho más que ver con preocupaciones banales que con su moderado sobrepeso. Le nacía entonces un aliento de eucalipto, un aroma interno de un estómago a prueba de bombas; tal vez cosa de su dieta originaria a base de helados de coco. Allá nos aguardaba, tras una copiosa arboleda, un caserón mayor de lo esperado, en un colorido mixto como el de las vacas chocolateras de Suiza, con un blanco impoluto por unos lados, y un descorchado de ladrillos según las esquinas o al antojo de un ADN milenario. Porque, a la casa, la presentó antes que a su prole, alegando con orgullo que aquello adonde vivía tenía más de siete veces su propia edad. Casi como habitar una barrica de buen vino, se podía desprender de su ilusión. Luego se abrió de brazos y se frotó las manos, inundado de emoción, cuando la gente de casa se empezó a multiplicar adonde el porche, la barbacoa, la marquesina… Mucha prole, toda ella algo pasadita de años. Hombres y mujeres por encima de los cuarenta. Me los fue presentando, y aquella gente con los ojos llenos de ilusión y cierta pena, como si en lugar de antojarme un 123

padre perdido tratase, mi persona, del mismísimo Tarzán de La Selva. Una novedad, un experimento… incluso había caras de quienes parecían plantearse con seriedad, cual ecologistas, si haberme sacado de mi legítimo hábitat había sido una buena idea. No les hice caso. Yo estaba a lo mío, que era componerme de tanto disgusto al cuerpo con eso de mi relativa teletransportación, empezar a entenderlo todo… y conocer, o reconocer, a mi familia. Sí, cada vez me hacía más a esa idea. Y así fue como, al fin, mi hijo Carlos me presentó a su esposa, una mujer tan seria y correcta que, apenas de estrecharle la mano, se me antojó estar ultrajándola tanto como si acaso le estuviera tocando una teta. Era recia y simple, con una juventud apreciable a sus pocos cuarenta años, pero con ese aire de ancianidad propio de la gente que anticipa los últimos rasgos que va a presentar en vida. Un peinado de época, una cara de época, una ropa larga de época… sin nada al gusto carnal, porque había que adivinarse el sexo tras de aquel jersey de cuello alto y una falda como por los tobillos… y que no era tan larga, pero que, vestida por ella, se antojaba como hábito de monja. Fue cordial, sin sonreírse, pero casi como con ganas de acunarme y cantarme una nana. Grande cara de pena, para con un tipo, yo, que seguramente había sido anunciado como una especie de Mandela. Bueno, la cosa empezó a animarse un poco, a tomar color, cuando me presentaron a mi nieta. Sí, mi jodida nieta. Por fin empezaba a desvelar algo de ese ciclo tan activo que iniciara mi vida loca, teniendo hijos a diestro y siniestro para luego perderles la pista. Sí, mi tendencia vívida terminaba engendrando más y más prole por el mundo, y el resultado estaba, por ejemplo, en aquella preciosa adolescente de cabello dorado. A fin de cuentas, algo de cara de tonta, pero un cuerpecillo de infarto. De hecho, me vi tan revolucionado porque mi ser feo diese de 124

sí algo tan bonito, que intencionadamente sólo tuve cabeza para fijarme en que, de su abrazo, se me clavaban sus senos en el pecho. Fue maravilloso, volver a sentir esa calidez de juventud encima. Me dio dos besos, y me arrolló el alma con una sonrisa; si no tuve una erección, seguramente sería por la falta de costumbre. …Tuve que reprenderme a mí mismo. No estaba bien ponerse cachondo con una nieta. Sólo deseaba que no se me hubiera notado, aunque, seguramente, en aquellos confusos momentos tenía cara de casi todo y nadie pudo interpretarme las ansias de sexo para con mi propia sangre. Y si, fui duro conmigo. Me perjuré que no volvería a disponer todos y cada uno de mis sentidos en las mamas de mi nieta para cuando ésta me abrazara, que se antojaba muchas las veces habida cuenta de que era muy risueña. No debía “tocarla”, sería lo mejor. Lucharía contra mi ser con todas mis fuerzas para no dejarla sentar en mi regazo, ni que se hiciera costumbre que me echara el lindo aliento encima a la hora del beso de los buenos días. …Hubo una especie de fiesta. No tanto, pero sí que se celebraba mi llegada. Y quizá con nada exclusivo, porque aquella gente tenía allí montado un verdadero tinglado para despellejar animales de crianza y asarlos al carbón. Allí “veraneaban” todos los domingos aquellas gentes, por lo que, hoy martes, seguramente yo no era más que una otra excusa para volver a comer como cerdos. Me dejaron solo, me hicieron compañía, me dieron de lado… me honraron con un brindis… Hubo de todo un poco, mientras íbamos comiendo de cualquier plato y bebiendo a copas dispares. Algo sí que me interrogaron, pero comedidamente. Quizá alguno se pasó de listillo con eso de intentar desvelar el verdadero alma del preso, porqué motivo llegó mi persona a convertirse en un delincuente. Quizá, a cuántas personas había matado para acabar entre rejas. Y no fui ingenioso en responder, pero 125

sí que derivé la conversación para terminar recopilando cuántos marranos había abierto de par en par para llevarlos a la barbacoa. Al tanto, que ése fue mi destino, porque me sentí como en casa, al fin, a los mandos de los trastes de cocina. Así fue cómo les empecé a hacer el asado, que condimenté con todo aquello que aquella gente amateur no había dispuesto sobre la mesa. Hice, pues, mis milagros, y se chuparon los dedos quizá como nunca. …Así te metes dentro de algún sitio, encajando. Encajas cuando haces algo que gusta. El estómago es una buena manera de domar a las gentes. Se los rebosé, y muchos salieron de allí encajando que había sido una buena idea eso de haberme traído. E iban muy en serio, porque más tarde descubrí mi cuarto, con una cama antiquísima adonde seguramente habían cohabitado los Reyes Católicos. Un gran armario, un gran espejo… una ventana a las viñas… y allí mi macuto, llevado hasta las sábanas y lo indispensable para la higiene personal sobre un tocador, aún con los etiquetados del súper. El avión, el taxi… la casa… el asado… cocinar… todo aquello formaba parte del día, uno muy extraño para mí, y que se terminó desvaneciendo cuando caí en la cama sin pensármelo dos veces, a solas. Eso sí, no soñé nada. Simplemente, el tiempo pasó, y yo con las mismas ropas, para terminar despertando, nuevamente, como en otro mundo. Casi como un parpadeo. Para entonces, la luz del cielo había cambiado de posición y le daba a las cosas una magnitud diferente. Había pasado una semana, era lo que me carcomía la cabeza… pero luego supe que no, que sólo habían pasado unas pocas horas y que no había sonado el bocinazo de retreta de la prisión, sino algún canto lejano de un gallo desbocado. Me asomé, y supe que las nubes del cielo eran las mismas que las de la mañana. También sonaban las mismas voces, que ahora se iban en sus utilitarios camino a sus propias casas; la fiesta había terminado. 126

Entonces recibí una ducha, que termina siendo como una especie de ritual que se disfruta con una expresión diferente a cuando te remojas en la cárcel. Tiras el agua, al son del tiempo. Como que te limpias de verdad, y más allá de lo profundo del alma. Casi con ilusión, como si en lugar de estar en un triste aseo unipersonal te estuvieras zambullendo en aguas del Caribe. Me perfumé, me afeité, me revisé la pinta… Me vestí luego aquellas ropas recién compradas que acertaron ser de mi talla, las que hallé en aquel improvisado fondo de armario. En blanco, de lino, como un cantante de rumba romántica. Luego unas zapatillas como de mimbre, de las que no corté los hilos porque me pulí bien las uñas. Con parsimonia… como si la vida empezase a ser, a partir de hoy, un poco más larga… o valiosa. No había prisas, ni nada que hacer. Por eso me miré largo rato al espejo, creyéndome muñeco de mi propia persona, y luego bajé las escaleras de la casa ajena y para perderme lejos de los demás, darme una tranquila vuelta por aquella finca de colores. Y lo disfruté mucho, reinventando mis dimensiones al poder caminar en un espacio abierto. Ya no había muros. De hecho, me costó encontrar alguno, y disfruté mucho poder rodearlo y visitarlo por ambas caras sin que hubiese nadie apuntándome con un fusil de repetición. Anduve las viñas, y me llevé a la boca algunas frutas. Algunas bayas también. Cosas que masticar, y quizá luego escupir. Con holgazanería. La ropa me iba, al cabo, algo ancha, y era como llevar pijama. Luego no había calor, sino una brisa cómoda, como esas de ventilador, pero con cierto tinte a beso mojado. De repente, alguien tiró de mí. Y no fue un gesto físico, sino una mirada. Me sentí palpitar el corazón de nervio, de miedo… pero no, no era mi nieta. Era una mujer “bien” hecha y derecha… y lo de bien no trataba porque fuera de infarto, sino de bastantes días contados. En el revuelo de las presentaciones, no me fijé en casi 127

nadie. De hecho, a menudo tuve el arranque de volver a presentarme a las mismas personas, en cuando las caras de éstas se me iban desvaneciendo del recuerdo. Aquella mujer entre viñas, eso sí, la recordé de inmediato. Por entonces, junto al asado llevaba un jersey morado que la daba cierto recato, pero que nunca ocultó aquellos enormes senos de ballena. Ahora, ya que estábamos a solas los dos, no se me pasaron por alto aquellos ojos asesinos, los de una verdadera perra. Los llevaba entonados, como erectos de sexo. La suya era esa miraba inequívoca de quien quiere problemas, con una media sonrisa que deben tener los curas pederastas que quieren algo malo de sus víctimas mientras las intentan a compasar a sus ambiciones con toda suerte de tretas. Aquélla, con sólo su persecución de mis carnes por entre los entresijos de la finca me dio a entender que había llegado mi hora. Hablamos, en esa cháchara necia que, seguramente, los animales en celo terminan por dejar para con las especies superiores. Los preludios propios de las trabas humanas, cuyos fornicadores deben relativizarse como tales y sopesar a sus semejantes con distinciones mundanas. Hablamos del tiempo, en lugar de averiguar su talla de sujetador. Hablamos de las viñas, en lugar de enseñarle la poca holgura de mis calzoncillos… Son cosas de humanos, lo de la charla. De hecho, lo fue hasta el que empezásemos a caminar adonde otros confines de la propiedad, a plena luz, en lugar de correr como conejos adonde una madriguera de amor. Guarras como son a menudo las hembras, aquella mujer insistió en cierta miopía, un desguince de tobillo y la mala orografía del terreno para aferrarme del brazo para caminar. Así, de esa guisa, pude sentir toda la magnitud de aquel pecho capaz de amamantar crías de hipopótamos a pares. Casi, aquel trozo de buena carne me desplazaba afuera de mí mismo. Era imposible escapar de él, de su contacto. Fue entonces cuando empecé a 128

desvelar que aquello sería una jugada sucia si acaso mi hijo y familia hubieran pactado una putita para mí, como hacen los clanes mafiosos con los suyos para cuando alguno sale de la trena. Pero no, aquella mujer iba por libre. Deseaba mojarse en mí, y quizá motivada por la idea de complacerme en mi penosa vida, o ser la primera de aprovechar la cosecha de espermatozoides de mi entrepierna tras un ayuno tan prolongado por esos lares como los que propone una cárcel. Follamos… ¿Para qué llamarlo de otra manera? Aquella mujer me llevó adonde una casucha de madera adonde se guardaban los aperos de labranza, de la cual y su candado se había hecho una copia de las llaves, quizá como si aquel escondrijo fuese su particular tela de araña para con otros muchos ilusos. Sí, mi hijo tenía entre sus amistades habituales a una viuda realmente caliente. Me hizo lo que le dio la gana, teniendo en cuenta que me temblaban las manos. Joder… lo que es la puta vida. El cuerpo mío deshecho… En otra época, aún de resecos los dos la hubiera hecho un hijo. Ahora, aquella mujer me devoraba, disfrutando en su propio fuero todo aquello que yo no podía darle; entendí que se amaba casi más a ella misma que a mi cuerpo, habida cuenta de que mi erección fue penosa, que ya casi no me acordaba de besar, que no supe de dar caricias, que quedé enseguida sin fuelle… Me perdí entre aquellos senos, busqué secretos que volvían a estar ocultos para mi instinto varonil… no “terminé”, pero ella sí, y entonces acabó todo; “bienvenido de nuevo al mundo, señor Washington”.

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Capítulo vigésimo No supe si dejar correr una lágrima, o algo por el estilo. Lo cierto era que sentí haber cumplido como padre en cuanto abrí de casualidad aquel congelador, tan aparte de la dotación habitual de una cocina, y descubrí aquel sinfín de helados. De coco, en especial, los había de todas las marcas comerciales posibles, como si mi hijo incluso los pidiera de países lejanos, pues algunos estaban etiquetados hasta en chino. Fue un momento, que me llevó al pecho un sentimiento nuevo. Lo mío, en realidad, era sentarme a desayunar en aquella hermosa mañana, donde hallé, allí en la cocina, a todo el mujerío disponible por aquellos lares. Estaba la mujer de mi hijo Carlos, con un atuendo diferente, pero tan sobrio que se antojaba la misma cosa. Apenas habían variado algo los tonos. Quizá una pizca el peinado, pero seguía siendo una especie de monjita civil. Me dio los buenos días, yo balbuceé, me arrimé al poyo para asarme algo y entonces vi que casi todo estaba ya ultimado. Zumos de naranjas, rodajitas de pan integral, jamoncitos lights… Hice, de todas maneras, manos al trasiego de preparar la mesa, de rondar la encimera con mis expertas manos, capaces, desnudas, de hacer cortes al pan como lo podría hacer el mejor cuchillo. En esas, me froté alguna vez con aquella mujer santísima, de la que le sentí un seno. Me sentí bien, lo admito. Luego fatal… Aquello no volvía a estar bien. Debía alejarme del género femenino, que en aquella casa debía respetarse. Quizá, la tanta distancia con éste desde la cárcel me llevaba a despertar ahora los más bajos instintos. Luego amaneció, justo cuando comimos y devolvíamos los platos al fregadero, aquella señora que ayer me hiciera el amor. Era una invitada de dormir, de pasarla allí algunos días. Quizá vivía atosigada de humo 130

negro y bocinazos en alguna calle céntrica de la ciudad, manera de pedirles a los anfitriones algo de esa paz bendita de los lugares alejados de la mano de Dios. Hizo de las suyas adonde la cocina, como en un buffet, para colarse en el plato cuanto quiso… y, atendiendo a que yo me afanaba en lavar los platos, me hizo la sombra necesaria por varias veces como para que sus enormes tetas terminasen en mi espalda. …Maldita lactancia, que volvía a perseguirme. Era casi imposible escapar de ello. El seno mujer detrás de mi cuerpo, de mi mente convulsa. Yo ya era un anciano, y debía dejar de lado eso de ser hombre. El remate fue cuando apareció mi nieta, que me abrazó por la espalda; una contradicción a la lógica, ya que yo había sido en toda circunstancia lo suficientemente distante como para no merecerme tanto amor. Evidentemente, por mucho que luché contra mi mente, un abrazó así te marca en la espalda los melocotones de la adolescencia. Los sentí, en toda su magnitud, y entonces eché, como de casualidad o por destino, una mirada a la mujer que ayer me fornicara, que volvía a devorarme, pero no ya desde la maleza, sino desde la mesa. ¿A qué clase de mundo carnal me había traído mi hijo? ¿Eran cosas de ese lugar, o acaso eran cosas de mi mente? En los días sucesivos supe que aquella mujer tigre era pintora. Tenía sus pinturas por adonde su habitación y alrededores, con una pinta que anticipaban la leona que llevaba dentro; eran desnudos, anunciando lo que aguardaba al transeúnte acaso de adentrarse en aquellos dominios. Desnudos de toda índole, y algunos aún sin terminar y a los que iba pincelando por aquellos días de serenidad y paz. Tal vez, pensé, me había follado para fotografiarme mentalmente las vergüenzas y estamparlas al lienzo, pero, por muy minucioso que fui en buscarle los detalles a las obras, no hallé en ellas mi talla. Más bien, aquella mujer tenía una fantasía tan grande en su mente 131

que, con sólo cerrar los ojos, las poses y carnazas más insospechadas se le avenían a la mente como con goterones de lluvia. …Era una gran folladora… pero una pintora mediocre. Tenté verle los pendejos a los cuerpos, pero sólo se terminaban difuminando para no ser ninguna cosa. Había que alejarse mucho para ver el efecto de los desnudos. Incluso, supe que tenía entre la muchedumbre desnuda un autorretrato, el que presentaba mayor área de carne, por gorda, pero del que, por fortuna, y al no pintar demasiado claro en las cercanías, para acertarla a ver uno tenía que alejarse tantos pasos que en realidad lo que se antojaba era que se la terminaba espiando desde la ventana de enfrente del patio, mientras una confiada vecina, tal cual ella, se estiraba como un gato… a pesar de que los hipopótamos no hacen eso. No eran cosas mías, tenía que concretar. Mientras algunos se dedicaban a pintar guarrerías, y otros trajinaban los cultivos de la finca y les robaban de su propio panal el trabajo a las abejas, yo dediqué mis días a ver la tele, a oír la radio por las noches… Había una chica de voz sugerente que, aún en horas de críos, apenas al caer la noche calentaba la emisora con sus consultorios sexuales. En contraste con las caricias a las flores y a sus pistilos de la señora de la casa, siempre trajinando el jardín, aquella sexóloga y su voz de sirena catalogaba miembros masculinos, enseñaba a manejarlos para cuando estaban muermos, recordaba a las mujeres sus partes olvidadas, enseñaba nuevos caminos al placer que poco más de uno había podido imaginarse no sólo estaban en las partes suculentas de la sexualidad humana… Jamás pensé que la gente pudiera contar en público semejantes cosas, especificando adónde le iban los líquidos propios o ajenos en sus noches de coito… y para cuando eran cosas de la noche, porque se hablaba de ascensores, oficinas, fotocopiadoras, electrodomésticos salvajes a los que 132

domar… Se comentaba si había borrachera de esencias, si se era torpe o señor de la cama si antes o después de media hora de trajín, de piojos y otros trastes de las partes íntimas, de señoritas puntuando amores según sus artes de alcoba… Llegué a tener a la mano el gesto de santiguarme, pero recapacité un poco y entendí que eso no era lo mío, que, realmente, no estaba escandalizado. Acaso confuso. Después de esa radio tan cachonda llegó la tele. Vi en ella cosas que ni imaginaba, con jacuzzi entre amigos de todo sexo y para arrumacos y sobados, hombretones desprestigiando señoritas en público con alegatos de verdulera, mariquitas luchando por sus mariposas sin ningún pudor… La gente de aquel otro país sí que gustaba de hablar mierda, por lo que siempre había alguien sentado en algún canal hablando intimidades. Tal cual, intimidades de los demás. Y de Dios es sabido que siempre ha habido putas. Hasta en La Biblia las hay… Sin embargo, allí las había que se daban por señoras, y asimismo el mundo las consideraba como señoritas tal cual aunque se apareasen como perras. Quizá yo no estaba preparado para todo aquello. Sí, debía ser mi atraso cultural. Tal vez por eso tampoco fui capaz de entender los anuncios publicitarios. Había comerciales de preservativos a la hora de comer, y unas señoritas como de oficina, de buen ver, que se hinchaban como pelotas y sufrían de asquerosos gases, los que, si bien no se daban a entender como tales sino para los más perspicaces, parecían volatilizarse de alguna manera al uso del medicamento de turno. Sí, las señoritas sufriendo de partos estomacales, cual camioneros. Poco por hacer, pues, por la imagen femenina, convertidas, al cabo, en sujetos tan viscosos como los varones. Buena forma de perder el glamour, para quienes solemos tener a las mujeres en un pedestal de pura atracción; ni me imagina a las mujeres sufriendo de una asquerosa aerofagia. 133

Me chocó también los comerciales de impotencia. El colectivo más varonil del país debería ponerse en pie de guerra por semejante aberración, adonde se ponía en entredicho la valía semental del género. Se escenificaba a una pareja en la consulta de una doctora, una uróloga, que les resolvía el problema de falta de virilidad con otro medicamento. En este caso, la voz cantante del asunto, y la denuncia, era por parte de la esposa del matrimonio, que parecía alegrarse mucho más que su hombre de que el problema estuviera resuelto, como si la devolvieran un juguete de infancia que nunca pudo tener entre manos tanto cuanto quiso. Al cabo, me daba por pensar que, claro, con una doctora, con dos mujeres en la consulta, ¿quién no iba a recuperar la vida de su pene? Me harté del trasunto de la compresa. El rojo y el blanco, la fetidez o la gloria, se escenificaba con paraguas, sábanas o chaquetones de colores… Menudo sonrojo se llevarían a la cara aquellas señoras de mi tierra que se sintieran identificadas con semejante circo de sangre fétida. Yo, entretanto no hacía más que bajar el volumen de la tele, no fuera a pensar la gente de aquella casa que yo seleccionaba de los canales todos aquellos que fuesen subidos de tono, si bien escapar de ello era prácticamente imposible porque la plaga sexual era extensa y bien repartida. Una idiotez inútil, porque las groserías nos las llevaban a la cara a la hora del almuerzo, cuando la familia se reunía a comer. Todo delante del televisor, adonde el mundo pasaba entre guerras e insultos de políticos, se desmoronaba el mundo en terremotos e inundaciones y hasta hablaban de la muñeca que cambiaba de sexo. De lesbianismos, preservativos, novietes y demás jerga hablaba mi nieta, con una naturalidad que despertaba mi curiosidad, pero que en casa se traducía en unos billetes para que se comprara los anticonceptivos. Los del por si

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acaso, que terminaban siendo de consumo como las cajetillas de tabaco de los viciosos. Mi nieta… fornicando… Alegaba una y otra vez que había perdido la susodicha cajetilla del látex mágico, pero la resignación de papá no escondía sino la ansiedad de comerse un extra de helados después de terminado el almuerzo, tras la certeza de que se les había dado uso. “Mejor eso que un bebé”, decía su madre, en voz baja, a pesar de que yo la podía escuchar. En mi tierra, menudo garrote se hubiera llevado la cría… aunque luego se aviniese al hogar bien preñada. Más vale eso, un embarazo gordo, que acaso alcahuetear el sexo de los hijos. Era como prostituirla… Prostituir la sangre… Sí, mejor un hijo no deseado. No dije nada. No era mi mundo. Podría empezar a ser mi familia, pero no era mi mundo. Yo debía callar, no intentar hacer las veces de misionero y para enseñar mi religión lejos de mi tierra, y sobretodo lejos de mi tiempo, pasados ya tantos años desde mi vida civil. Aquel era otro lugar… Las mujeres se podían permitir el lujo de follar adonde quisieran, con quien quisieran… sin cobrar. Y no les hacía falta acicalarse para ello. Mi misma nieta tenía a menudo un aliento de perros. Luego, llegué a verla en el pueblo, adonde recalaba con mi hijo para hacer las compras, atiborrándose de hamburguesas junto a sus amigas, las cuales se iban hinchando de anticonceptivos, falsos preñados y aquellas tantas calorías de la comida rápida, la que devoraban con tanta ferocidad que, si te descuidabas, a su vera, podrías terminar salpicado de mostaza. …No dejaron de sobarme las tetas ajenas. Sobretodo cuando eres un tipo de cocina, esquivarlas es cosa difícil. Enseguida tomé fama de buen chef y me caían al poyo de cocina y trastes del fogón aquellas mujeres deseosas de aprender de mis artes. Apenas de asomarse al puchero, o pidiendo paso, se me pegaban como lapas, y yo 135

sintiéndoles los atributos. Mi mente las cazaba al vuelo, cosas del sentimiento, y tanto empeño ponía en que no se me notara el disfrute que la gente se tomaba el momento como de lo más natural, por lo que portarme como un caballero no evocaba sino más cercanía y confianza. Llegué incluso a obsesionarme de que el mundo me tenía en su punto de mira, que alguna maldición o aroma salvaje y tropical estaba atesorando a aquellas mujeres a mi vera, algo que me había traído en mi macuto de viaje sin apenas apercibirme y que iba más allá de la simple lástima de aquella gente por un desgraciado como yo. Sin embargo, luego recapacité en ese don natural que, empeñado tantos años en la cárcel, se me había terminado por olvidar formara parte de mi vida. Sí, las mujeres me solían caer ellas solas, sin que apenas yo moviera una paja. Son cosas naturales, de esa frecuencia maldita que uno lleva encendida a toda hora y que sintoniza con las ganas de amor de las mujeres. Quizá, por ese privilegio natural, los mojigatos feos y sin futuro como yo se empeñan con toda clase de damas, las hacen madres… y hasta tienen el privilegio de dejarlas llorando si acaso se hartan de tanto follarlas.

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Capítulo vigesimoprimero …La pintora terminó marchándose. Al menos, imagino que por algunos días, a tiempo de volver a pintar guarradas en aquella casa; apenas la vi por una vez fijarse en la colorida naturaleza para expresar al lienzo algo diferente, y, aún así, le dio por retratar a un par de abejas follando, las que asaltó indecentemente al frente de la casa. Por entonces, la añada en la cárcel ya me había hecho saber que las abejas no follan. Se lee mucho cuando no tienes que buscarte el pan de cada día. Siguieron días iguales, con un sosiego a veces desesperante. Era lo que buscaba por allá aquella gente tan cordial, lejos del mundo. Acaso me distrajo la vida los inventos de mi hijo, Carlos, el ingeniero, que compraba camiones de abono para meter el apestoso género en un cuartucho donde se consumía en un largo proceso que lo convertía en gasolina o en una especie de carbón. Así, alimentado del aquel combustible, el tractorcillo del lugar se movía con una tos característica y exhumaba un humo con olores de eucalipto que terminaba enganchando el deseo. Andaba, aunque deduje que a revoluciones pasmosas, por lo que más bien se me antojaba un perezoso de metal que rodaba en otro cómputo de tiempo. Incluso, exasperaba la idea de que de un momento a otro fuese a explotar… pero no lo hizo nunca, ni mostró más cansancio que el natural en cuesta abajo cuando se le pedía que fuese cuesta arriba, por lo que debía de ser mejor currante que el burro de toda la vida. Luego, el mismo líquido de las cagadas de las vacas alimentaba la lumbre de la noche, en lamparillas que convertían la casa en un infierno de tinieblas; sólo mover la mirada de un lado a otro promovía la exaltación de cientos de sombras malignas, convirtiendo un jarroncito de barro en el fantasma de una viuda regorda, o unas gafas abiertas sobre una repisa en una araña voraz. 137

El carbón resultante del mismo proceso, cómo no, daba sentido a lumbre de los fogones de la cocina. Incluso al horno del pan. Pronto aprendí la necesidad del cuidadoso uso de aquellos pedruscos verdes, que se desgranaban en las manos, tal cual ventilar el polvo de las alas de una mariposa, de apenas no tener el debido cuidado. Con ellos, el sabor de las comidas tenía su pizca de nuevo talento, sonando, cada cosa, a algo que no había comido en la vida, aunque friera los mismos chorizos caseros de siempre, mis tartaletas de pan con miel o templara al horno las patatas rellenas de virutas de verdura. Hice pan, con aquel nuevo sabor. Eso sí, sorprendiendo a la familia porque nadie había probado el género con tropezones de cebolla y nueces. Asimismo, con cebolla hice unas preciosas rosas cortadas a mano, las mismas que vistieron unos bistés con injertos de cereza seca. Los conejitos, camellos y vaquitas de pimiento también causaron furor. Una “muñequita” trataba de una deliciosa tarta rellena de carne, y masas de hojaldre, con forma de niña sonriente, cuyo cabello y vestido eran florituras de beicon, así como sus ojos y botones unos dátiles recortaditos con soberbia maestría. Se la regalé a mi nieta, que se volvió loca. …A Carlos le hice un helado sorpresa, tan bien escenificado que se antojaba uno de esos pisapapeles de cristal; a través del verde se dibujaba todo cuanto había en su interior, desde piruetas de naranja y piña, a corazones de chocolate y coco. Se lo comió enseguida, casi sin forma de darme las gracias hasta que desintegró toda sustancia. En tanto, ya se había quedado sin aliento, por lo que no esperé que me regalase sino una tierna mirada de satisfacción. …A mi nuera sólo le hacía el pan… No supe qué inventar para una mujer tan puritana. Era gente callada. Distante. Sí, se parecían a mí… Quizá, recapacité luego, hasta la esencia de Hamilton se 138

había extendido hasta aquellos días, hasta aquella gente… Joder, para una vez que soy padre, un absurdo compadre se llevaba parte de los méritos. Era obvio que Carlos aprendió a estar callado, por lo que sólo podía relacionarse con gente silenciosa. Lo supe cuando la pasé con mi nieta aquella mañana tan fría, en la que se me acurrucó cerca como un aguilucho herido. Pedía, en vez de que le curasen un ala, algo de calidez… por lo que me trajo el álbum de fotos familiar buscando un ratito de fraternidad. Fue una buena idea. Aquello iba a enseñarme qué había sido realmente de mi hijo Carlos en todo aquel tiempo en que no había tenido padre. Así, en compañía del aliento de perro de mi nieta, y gracias a Dios su silencio y boca cerrada, vi que los recordatorios empezaban cuando llegaba a su vida su mujer. De antes, de la universidad, incluso de sus días con su falsa madre, no había nada de nada. Era como si Carlos hubiese dado un salto en el tiempo, o hubiese crecido a bote pronto, convirtiéndose de una en aquel hombrecito tan bonachón. Directamente, ya había instantáneas de la boda, con una novia seca, con la pinta de una triste enferma de manicomio, por un traje beige muermo, apenas detallado por la forma de aquel cuerpo, como por algunas perlas falsas. Carlos, el único que sonreía, en un gris cielo nuboso y una pajarita roja, por lo que, de lejos, se antojaba la idea de que le hubieran cortado el cuello y le brotara la lengua a la pajarita colombiana. Había luego unas vacaciones… o varias… tan calcadas que no se distinguían de una luna de miel. En todas, amplias playas en el desierto, con un coche de alquiler distinto por cada ocasión. No les vi bañadores, por lo que luego deduje que, de forma completamente absurda, eran, ambos idiotas, angustiados coleccionistas de caracolas de mar. De hecho, se les veía felices recogiendo las conchas

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de la orilla, con ropajes intensos que se desesperaban en la ventolera. “Vendieron las caracolas a un museo para pagar la entrada de la hipoteca…” comentó mi nieta, justo a tiempo de evitar que yo empezase a inventar algo todavía más absurdo de lo que ya me sugerían las fotos. Por hacer el tonto enfrente de la mar, quise creer alguna penitencia, una manda… pero no, aquella gente gustaba de lo extraño, y ya la mujer pinchaba en retratos a las mariposas que caían en su poder, unas víctimas innecesarias de las que ya había visto algunas lindezas por entre la casa. También inmortalizaba escarabajos y saltamontes. A su entender, el plantel de bichos era decorativo, a la vez que su lado más macabro daba cabida a que prefiriese trasladar de buena fe un hormiguero en la cocina que acaso exterminarlo con insecticidas. Del otro lado, Carlos coleccionaba piedras. Las guardaba en una cajonera antigua que ya no se soportaba a sí misma de tanto peso, sobrecargada de toda clase de pedruscos que todas partes del mundo; luego sabría que, a través de Internet, mi hijo hacía amistades por todo el planeta para pedirles una más con la que redondear su estúpida colección. …No quise entender aquella parte. Yo siempre había vivido con un macuto al hombro, sin tiempo ni ganas de guardar nada. Por coleccionar, no supe, en toda una vida, ni coleccionar dineros. Acaso hijos. “Aquí mamá está embarazada de mí”, señaló mi nieta. Objetó sobre su madre, lógicamente, aunque de ésta no se entreveía panza alguna. Por su cuerpo indemne, era como si hubiera tenido al bebé en la recámara, mejor dicho, porque, aún pasando las hojas del álbum, no le pude entrever la evolución. Al fin, de repente, aparecía una fotografía de hospital con la niña entre brazos, con ambos papás reflectantes del sudor, de los nervios… empero se antojaba que acabaran de fornicar para hacer un crío 140

express, y unas ojeras de vampiro. Todo seguía igual a lo acontecido veinte fotografías atrás, pero ahora sumaban uno más. Así había nacido mi nieta, en la discreción de aquella señora tan seria, a la que seguro no habían preñado de forma convencional, sino de un tropezón de entresueños en la alcoba, a media noche y como acaso se hacen el bombo las mujeres caraduras que aseveran habérsele colado el semen de algún guarro en la piscina. Luego la cría iba creciendo, a pasitos. Lo suyo eran juguetes como de madera y paño, así como los trajes, tan a menudo a cuadros que se antojaba que los promovieran a partir de manteles de cocina; sus papás, afanados en un extra de aire paterno, tanto que querían darle que se dieron a la carpintería y a la costura para que todo lo que tuviese la niña le fuese de primera mano, de las celestiales manos de unos padres cuasi perfectos. …Me sorprendió lo de la tortuga… Sí, en unos de sus absurdos viajes a las playas, para con su hija por ende de la felicidad que el lugar les aportaba, adoptaron una, a la que algún desaprensivo había atropellado. La curaron, por lo que se entiende de tanto vendaje, y se la quedaron. A partir de ahí, de alguna manera había más fotos del jodido bicho que de la niña. Al tanto, cuando aparecía ella, de por medio estaba el animal. Uno asimismo absurdo, sin mueca a no ser la de la indiferencia, y las tontas fotos de su caminar por adonde la casa, como en fotogramas, con esa ansia de que nunca va a llegar a ninguna parte… empero unas imágenes que me explicaban que aquella familia estaba harta de alegría de seguir la gesta de recuperación de la salud de la bestia, que les arrancara el alma y los llevara a ser todavía un poquito más absurdos. “Carlota…” dijo mi nieta. “Al fin caminó”, añadió. Encima, una lisiada en casa, a la que llevarle la comida a la boca. Le siguieron días felices, se entiende, con las velas de un cumpleaños sobre el caparazón, o un gracioso dibujo de una cara de payaso… con tan mala pata que la 141

tinta se adhirió al caparazón de tal manera que nunca se la pudieron arrancar, por muchas fotos de frotamiento con buen jabón que hubiera a partir de entonces. “…Éste es el último día que estuvimos con ella…” apropió el comentario mi nieta, cuando ya aparecía ella allá en el álbum con la docena de años. En la playa, las fotos llevaban a Carlota a la orilla, y luego todo a la mierda. El animal, lógicamente, visto lo visto en aquella casa se arrojó mar adentro para no volver la cabeza atrás. Desagradecida… Casi tuve que contener el pálpito de mi corazón cuando las fotos de llanto, allá en la ahora triste orilla de la penuria humana. Luego lo sentiría por mucho tiempo, pero entonces me brotó la risa. Al menos por dentro, y supe que, por el trauma de perder a la desaprensiva de Carlota, supe que ya no habría más fotos de la playa. …Ahí terminaban las fotos del hogar, más o menos. Poco más… La fuga de Carlota les había destrozado el ánimo. De hecho, entreví que aquel jodido animal les había robado la infancia de su hija, atentos a la “Humanidad” de curar bichos ajenos para con un mundo mejor, quizá desatendiendo el crecimiento de su propia herencia. Luego terminé por reconocerme con la hija de puta de Carlota, que ni miró atrás al hogar cuando tomaba camino; yo había hecho lo mismo muchas veces. También yo había destrozado muchos hogares… “Éste es papá trabajando”, dijo mi nieta. Sí, Carlos aparecía… ¿en la nieve? En el polo, mejor dicho. Sonreía, con su plantel de compañeros científicos posando junto al rompehielos, y el infinito detrás, en un manto blanco resplandeciente en un soberbio día de sol polar. Luego, barandillas… muchas barandillas… Tardé en darme cuenta de que se hacía fotos sobre una plataforma petrolífera con el mar de fondo, posando en las barandas, que es adonde único uno se puede hacer una foto en una plataforma. Los siete mares, creí entender, porque había 142

infinidad de instantáneas de la misma guisa. Acaso, imagino que, para los expertos, la magnitud del azul del mar debía hacerse entender de qué océano se trataba, aunque mi poco experimentado ojo clínico no sacaba muchas más conclusiones sino que Carlos iba envejeciendo un poquito más de una a otra toma. De hecho, la misma barandilla iba como tomando óxido, y luego color de nuevo; pasaban los años. Supuse que Carlos no pasaba demasiado tiempo en casa, sino en largos viajes buscando gasolina bajo la superficie del mar. Ése era su trabajo, escarbar para que otros pudieran salir los fines de semana con sus familias en sus autos. Por eso había querido tener aquel santuario a las afueras de todo lo que pudiera recordarle al apestoso gasoil de un rompehielos. Allí había dado rienda suelta a una especie de vida rebelde, en el silencio, para con los ideales de una vida pendiente del mundo energético ofrecido por las multinacionales del suministro eléctrico, a la idea de autoabastecerse de lo que da de sí la misma naturaleza, no una empresa petrolífera. Por eso el abono convertido en combustible, los molinillos de viento, las verduras ecológicas… “Humanitariamente”, en miniatura, juntos, su esposa y él, construyeron unas pirámides en hormigón para que allí se instalasen las hormigas. Luego, había casitas para pájaros por doquier… Un segundo huerto, adonde los conejos podían comer todo lo que quisieran, como en una fábula con moraleja, mientras otro lo mantenían lo más blindado que podían… Carlos aparecía al mediodía con las botas y el delantal de jardinero envejecidos de la tierra roja de su finca, como un carnicero de sangre. Su mujer, ende de lo mismo. Casi como si el muchacho quisiera devolverle al planeta todo aquello que iba quitándole en sus faenas de ingeniero. Eran sus días felices, aunque apareciese sudado y como salido del infierno.

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…Empero, aquel otro mediodía su cara ya no trajo una satisfacción creadora, dentro del agotamiento. Vino asimismo exhausto, pero meditabundo, con una carta entre manos… Ya la había abierto, y lo que ella suponía lo llevaba a sentarse en una silla de la cocina para dejar caer por el suelo un resoplido de resignación. “Nos vamos, padre”, dijo. “Me han vuelto a dar un destino, y quiero que venga conmigo”.

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Capítulo vigesimosegundo Como la vida me daba una segunda oportunidad, yo no estaba allí para pedir nada. Por eso mantuve el punto en boca, hice el equipaje y monté en aquel otro avión. Fuí debidamente despedido, con besos y abrazos. Yo no me sentía a la altura de las circunstancias, de aquel amor que me procesaban… pero lo recibí tal cual, como cuando pagas a una prostituta y, sin previo aviso, a ésta le gustas sobremanera y empieza a besarte; aprovechas, aunque nunca imaginaras que fueras a sacar esa tajada. Volábamos a no sé dónde… En silencio… Previamente, yo había firmado unos papeluchos, los que me conferían el título de ayudante del papeleo de mi hijo. Carlos lo había estipulado así en su contrato, porque, según me explicó como por encima, así yo me aseguraba ciertas ayudas sociales que iba a recibir al regreso. Él sabría… y la empresa lo dejaba. “Vamos para inspeccionar, más que para taladrar…” quiso escenificar, haciendo gestos con las manos. Yo asentía, mientras mi silencio lo iba animando a contar más cosas de las que yo quería oír. Cosas técnicas, de esas que dejamos para con otros chalados que nos llenan la vida de comodidades diversas sin que tengamos que pensar en cómo diablos funciona todo; nunca vi a ninguna de mis esposas preguntarse cómo o porqué funcionaban el televisor o la radio… Simplemente, aprietas un botón. Tampoco quise saber adónde íbamos. A menudo, el mundo es igual en todas partes. Se parece… Eso sí, empecé a preocuparme en cuanto al avión de línea regular le empezó a seguir otro con un tinte mucho más comarcal. A los “reactores” los sustituyeron las hélices, y luego el suelo, allá abajo, empezó a convertirse en arena. Hacía mucho calor, y había negros por todas partes. Así llegas a veces a los sitios, cuando ya estás dentro de éstos. No lo

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ves venir, sino que “amaneces” en medio, tal como se debe llegar a una isla desierta, de sopetón. Aparte del negro de la gente, me desató cierta claustrofobia que todo fuese como de color sepia. El mundo, además, como polvoriento. Enseguida tomamos polvo, y se nos acomodaron las ropas a esa adhesiva ceniza de la tierra. Había colores, pero el confuso tormento pardo entristecía las cosas, como si nos hubiésemos colado en una película en blanco y negro. …Nos llevaron a alguna parte en jeep, que no terminaba siendo sino un todoterreno de Toyota pintado a brocha y cosido de alambres. En rojo, aunque apagado de la quemazón del sol, que terminaba dominándolo todo, como si lloviera fuego; por eso de que hasta los negros se metieran en la sombra, para apenas dejarse entrever de esos ojos saltones tan blancos. Aquel coche nos dejó adonde una aparente nave industrial en ruinas, que terminaba siendo una especie de terminal. Allí, mi hijo Carlos habló otro idioma con un oficial negro, vestido con una especie de chándal verde del que, gracias a las chapas, deduje era una especie de uniforme. Hubo otro trajín de papeles, y entonces salimos afuera, cargando nuestros propios macutos porque no nos debíamos fiar de nadie, como le habían advertido a Carlos. Allí nos aguardaba una avioneta, entre un viento atroz por el que habíamos podido despegar, aparte del aparato, con sólo abrir un paraguas. …Ya no veíamos nada… El mundo estaba como siendo devorado por una maldición abominable, como si el fin de los tiempos estuviera tomando forma. La gente parecía golpear la chapa del avión, como pidiendo subir… pero no, eran hojas secas, ramas y basura, proyectada por doquier por los vientos. De es guisa, el vaivén de la avioneta fue epiléptico, y jamás me había aferrado con tanta ansia de una… cabra. Sí, había animalejos como perdidos por el aparato, algunos a su libre albedrío, como 146

las gallinas, y otros debidamente amarrados… pero indebidamente encima del pasaje humano. Incluso tuve que sujetar alguna maleta ajena con los pies, manera de que no me rompiera los dientes. Había bidones de combustible, cestas de mimbre, cajas de mercancías… Me sentía adonde el Titanic, con los enseres animados al vaicén y en plena fuga de su sitio, como acaso los animales del bosque presintiendo un fuego. “’Vamos a morir!” gritó alguien. No era Carlos, sino otro científico. Había varios en el aparato, de cuyas caras no se hicieron las presentaciones porque el revuelo de la tormenta de arena que vivíamos nos tenía comidos de miedo. De alguna manera, Carlos se abrazó a un extraño, y yo a otro… o ese otro a mí. Así, entre la vida y la muerte, por un momento me dio por pensar que nuestro destino estaba tan confuso, que hasta en las obviedades nos daba por frecuentar gente extraña, en lugar de comportarnos de una maldita vez como padre e hijo y abrazarnos entre nosotros. Tuvo que pasar. No sabríamos decir cuánto duró, pero pasó. La tormenta, al cabo, arreció, y, aún cuando lo veíamos todo entre tinieblas, al menos el viento dejó de zarandear el aparato. Fue entonces cuando sentimos aparecer Dios, en un fogonazo del cielo que se abrió paso entre un roto de la polvareda. Era el día, que seguía pletóricamente africano más allá de la turbiedad. Siguiéndolo, el piloto nos llevó sanos y salvos sobre la sabana, que ahora dejaba dibujarse allá abajo; dejábamos atrás aquel repentino capricho de la meteorología, del que, mirando atrás, se entendía como una de las maldiciones del Egipto de Moisés. “En los Estados Unidos hay tornados… Aquí, tormentas de arena”, dijo alguien, presentándose. Estrechó unas cuantas manos, inclusive la mía. Fue lo último que entendí, porque allí todo el mundo empezó a hablar otro idioma. Si bien, la expedición parecía ponerse 147

de acuerdo y parlotear siempre en uno que todos conocían en común, aunque para ello tuvieran a menudo que repetirse o ralentizarse, o hacer gestos básicos con las manos. Supe que eran bonachones, gente pacífica, en cuanto se fueron quitando las gafas de alpinista, los gorros y los pañuelos de la cara. Por la ventisca y la aerografía de la arena, se les quedaban grabados ciertos antifaces, pero éstos no eran un despiste suficiente de las facciones de una cara como para no permitir reconocer a gente enamorada del suelo, de la geología, de sus ciencias… Algunos barbudos, acostumbrados a largas permanencias lejos de las comodidades del mundo civilizado. Otros parecían llevar las matemáticas, la química y la física escritas en las ojeras. En todo, gente de distintas partes del mundo, reunidos por una empresa ambiciosa que buscaba gente despreocupada. Aquel fue mi segundo plano, cuando alguien me preguntó mi especialidad y yo respondí que la de cargar papeles ajenos; un mero ayudante. “Pero… sabrá algo de geología…”, me insistió ese alguien. Ahí quedé un poco en jaque, pero quitármelo de encima fue fácil en cuanto le respondí que, asimismo, era el cocinero de la empresa. A partir de ahí, no volvió a preguntar sobre mis cualidades, sino por la hora de comer. Fue momento de que el avión tomara tierra, mientras mi hijo volvía a sonreír a sabiendas que moriría otro día. Para cuando tomamos tierra, y nos abrieron la puertezuela, el sol daba con tanto ímpetu que pensé íbamos a pisar una especie de tierra del arco iris, con habitantes multicolores y casas de chocolate. Sin embargo, el suelo seguía siendo austero, en rojo, y, aunque había azul en el cielo y verde por salpicones en la maraña africana, allí volvían repetirse los cuartuchos de hojalata pintados a medias por el hombre y a medias por el óxido, y el polvo oxigenado de viento pasaba a ser en 148

este caso un espeso barro seco que lo manchaba todo de caca. Sí había habitantes de colores, como vi en aquellos otros negros y por sus ropas vivarachas. Eran prendas propias de un mercadillo, que me confundieron de primeras para no caer en cuenta que aquellos tipos llevaban fusiles de asalto rusos, en carcasas metálicas en un negro muy parecido al de su piel, pero asimismo unas culatas de madera brillante que suponían el contraste suficiente como para diferenciar el arma del ser humano. Alguno que otro llevaba asimismo una ristra de balas atravesada en el pecho, y hasta alguno que me quiso hacer entender que llevaba a espaldas una tubería de desagüe… la que terminaba siendo un lanzacohetes o un mortero; no creí entonces que fueran precisamente para animar las fiestas del pueblo, por lo que, súbitamente, me creció una exasperante preocupación, la que les pasó desapercibida a los expedicionarios occidentales, inclusive mi hijo, que parecían estar acostumbrados a los hombres armados. Eso de primera mano, porque luego fueron aterrizando de verdad, como si antes, del cielo, sólo lo hubieran hecho sus cuerpos, y empezaron a recapacitar en los mercenarios, los mismos que ya había visto, en cara y uniformes de otras gentes, en tierras rusas o árabes, pero que, por esos lares, no terminaban siendo tan siniestros como en la África más triste. Allí iban de abrigos y chilabas, con algo de uniformidad… pero, acá en tierra salvaje, no sólo los harapos eran dispares, sino también la compostura de los cuerpos; los había mancos, desdentados, “desmandibulados”… cojos, tuertos… Las brechas ya cerradas dibujaban gusarapos en los rostros, en los brazos, en los cuellos… Casi podría hablarse de un ejército de zombies, con algunos ojos grises. Incluso había un guarda con la cabeza chata, como cortada a tajo por un machete.

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Sí, eran guardas. Se mantenían en el sitio, sólo con cierta derrota de unos pocos pasos de aquí para allá, retozando, en donde la sombra de los edificios. Ni siquiera un día espléndido les era misericorde con las pintas demoníacas. El hambre, además, o la mala vida de borrachos y fumados de ocasión y madrugadas de juerga, hacía de sus cuerpos verdaderos palitroques atravesados de hilachos por venas, y casi se les podía ver el pálpito del corazón y el tránsito de la sangre al través de la piel, aunque fuese implacablemente oscura. Fue el lapsus, por el que nos habíamos quedado como congelados. Inclusive, ni que el avión se diera media vuelta y nos empapara de viento logró que diésemos un paso más. Fue cuando nos recibió alguien de nuestro mismo color, y vestido de algo racional, cuando nos dimos un pequeño respiro, aunque aquel tipo, jefe de seguridad de la empresa, llevara al cinto un verdadero pistolón que debería estar prohibido hasta en la guerra. No era el único matón a sueldo, sino que había dos “blancos” más redondeando la seguridad del complejo, que terminaba siendo una especie de campamento improvisado montado allá adonde alguien con vistas al caso decidió que aquel mismo abierto podría funcionar asimismo como pista de aterrizaje. “Bienvenidos, señores”, dijo el tipo. Era un tanque, ahora de cerca. Enorme, y fornido. Marcaba tanto volumen que, hasta sin tocarte, tenías la impresión de que estaba robándote el espacio. “Pronto cambiaran esas caras de sopor, en cuanto se den una ducha”. …Pero era otro bonachón. Eso se antojaba, al menos de todo lo cordial que fue. Nos mostró nuestros aposentos, todos ellos en literas y armarios metálicos en el mismo barracón, con un aire de prisión que me hizo sentir como en casa. Los aseos, el botiquín, la nevera… el ventilador, indispensable para sobrevivir, así como las mosquiteras en perfecto orden de revista para que nadie se 150

quejase de intrusos. Unos sprays nos servirían para evitar el vampirismo, y tanto de los insectos como de los murciélagos. Otro bote, que no confundirlo, era crema de afeitar, y otro tanto un tercer bote que aliviaba las picaduras, si acaso nos olvidábamos de untarnos la debida protección sita en los primeros botes. “Estos colchones se meten en las fundas así, como un condón en una polla”, siguió, mientras nos enseñaba a hacer la cama. Sus palabrotas me dieron a saber que el tipo era una especie de militar puro, tal mal hablado para ir haciendo sitio a ese ambiente de hombretones que no hacía más que asustar a los gusanillos de libros que tenía delante. …Carlos estaba asombrado. Lo suyo había sido más bien los camarotes de los muchos barcos y plataformas adonde había trabajado, al cabo tan incómodos como todo aquello que nos disponían ahora como la flor y nata en cuestiones de alojamiento en la África rural. Empero, la compaña negra primero, y el aire de cuartelillo del sitio por segundo, le estaban centrifugado de nervios el estómago. Imagino que el aire que se respira es igual en todo el mundo… pero allí se nos colaba dentro con un tinte salvaje, a tiempo que lo exhalábamos como con un rugido de fieras. Sí, se notaba el mundo en sus orígenes al tiento del espacio, las voces y chillidos de los animales aún sin descubrir y, hasta el sol, se aparentaba más joven. Yo ya había estado en una selva, pero aquello me sonaba a la cuna del mundo, con apetencia a que se resolviese un dinosaurio de entre la maleza. Sí, probablemente, mi hijo Carlos nunca había tenido la impresión de haber estado tan en el culo del mundo como lo estaba ahora. …Hostigábamos la distancia y las cercanías desde las ventanas, debidamente enrejadas, pues, para no dejar pasar las fieras y ladrones, y a la vez tupidas de redecillas para contra los insectos. De noche, apenas un cigarrillo hacía que se arremolinaran esos indeseables animalejos 151

volátiles y te llenaran la cara de chispitas, a menudo con el abanico de enormes polillas que terminaban despeinándote. Quizá, y no era una apreciación a la ligera, esa muchedumbre alada se cebaba aún más con los extraños, pues, allá al otro lado de “la calle”, la negrada de matones se divertía a sus anchas viendo películas de kung fu y de acción de serie B sin que se le pegasen tales bastardos, tan rastreros del aire. Allí, con las ametralladoras sobre la mesa, los tipos que nos daban miedo jugaban inocentemente al Monopoli al uso de billetes que debían se auténticos… pero que trataban como papel higiénico. Más tarde sabría que no lo despreciaban porque les sobrara el dinero, sino porque éste, y aquél, y el anterior, eran billetes acuñados por dictadores derrocados que habían perdido su crédito, siendo la moneda de papel de fumar que terminaba haciéndose acopio de mano en mano hasta el punto de sobrevenirse a los bolsillos como estampitas de coleccionista o juego de niños, para sorpresa de llevar tantos encima, cada cual, y al cabo sin valor alguno sino el figurado por quien estuviera parasitado de ellos, y para el regocijo y estafa de quienes estaban a la última en las noticias del país para contra los que no alcanzaban un telediario y no estuvieran al día de llevar encima tanta paja. Porque había barquitos de papel con los billetes, y hasta las mujeronas negras, verdaderos percherones capaces de cargarlo a uno sobre la cabeza, los usaban para avivar la lumbre de sus maíces, los que cocinaban enfrente de las casuchas en sus tinajas de barro, previo dale y machaca con sus morteros durante casi toda una mañana de actividad cuasi robótica adonde el grano en una pila. Entremedio del miedo, vimos muchos negritos merodeadores que no hacían sino avivar nuestra desconfianza. Aún en la noche cerrada. Se los veía por los ojos, que sonaban en la negrura a luciérnagas humanas. 152

Niños buscando qué hacer, como en mi país los que se llevaban una torta porque rondan las conversaciones de adultos. En este caso, con el sol caído sobresaltaban los pechos de puro susto en el encontronazo más imprevisto y para pedir limosna entre la bruma de la oscuridad, adonde se parapetaban como por camuflaje natural… y, ya de día, llenaban “la calle” de su hormigueo oscuro al juego de carreras, comiéndose cucarachotes que proponían un alto en cualquier otra actividad y ofreciéndose a limpiar los fusiles, carabinas y Kalashnikovs de los guerrilleros, razón que cumplían a rajatabla y con esmero y sapiencia de adultos a cambio de algún caramelo occidental. Pese al miedo que nos daba todo aquello… era “gente” organizada, dentro de que no había mucho mobiliario público o privado que alterar. Tampoco había basura. Si los niños jugaban, las ramitas y piedras del mismo suelo con las que alternaban no se desentendían de la más elemental organización de la propia naturaleza, por lo que la impresión general era de que nunca pasaba nada indebido. Las casas de colores eran de tintes tan naturales como aquél que llevase encima la plancha o la madera que se había logrado para edificar, aprovechando los despojos que iban dejando tras de sí las pequeñas ciudades que se iban renovando. Había letreros publicitarios de refrescos como muros maestros de algunas chabolas, así como planchas onduladas a ratos carcomidas por el óxido. Algunos palos naturales se entremezclaban en funciones de soporte con largueros prefabricados, y, ahora que me asomaba a la trasera de nuestros barracones, descubría aquel pueblecito inmundo con el garbo de unas favelas brasileñas, pero sin balaeras a cualquier hora como en días de fiesta con petardos. Incluso, la incertidumbre del poblado, que se antojaba fuera a levitar hasta el infinito en cuanto se aviniera algún viento, sonaba a romanticismo con la luz de la tarde, en un rojo que se nos comió la realidad en nuestra primera 153

noche; nos embutimos “en casa”, jugando a las cartas. Los marcianos compañeros de mi hijo no eran gente tan rara, al menos tanto como se antojara por esas pintas hippies. Pude entretenerme con ellos por que, al cabo, terminaban siendo personas. …Somos personas en casi todas partes. El pueblecito africano, la gente que lo habitaba… Chabolas había en mi tierra, y críos meditabundos por el quehacer en plena calle. También jugábamos a las cartas en la cárcel… y, si me descuido, en mi tierra también andaba la gente con la pistola al cinto.

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Capítulo vigesimotercero Aquello era imposible de digerir. Con tanta vuelta de tortilla mi vida había dado un giro de locos. Había estado saltando de continente en continente, de gente en gente… Había pasado de desayunar con asesinos y matones, allá en mi tierra y en mi cárcel bendita, a desayunar en una tranquila casa de campo amparado por otro tipo de familia. Ahora, al traste se iba todo porque, de lo cordial adonde las rejas, y lo soso adonde el campingplaya de la casa de mi hijo Carlos, me sentaba atrás en una especie de sólida hamaca para el culo llamada asiento de cuatro por cuatro, en un Land Rover de época y dando tumbos. Yo no quería estar allí, aguantando el calor al través de una cristalería como de tela y una techumbre de lona. Yo quería estar escuchando los chismes de asesinatos y violaciones de la cárcel, o vagar la finca de mi hijo Carlos y, si era menester, meterle mano a mi nieta. Acaso hasta me dejaría follar de nuevo por la pintora, perderme en esos senos llenos de diminutos cráteres de tanta vejez y sentirme en mitad de un alunizaje. Desubicado, como acaso estaba mi hijo Carlos, que de su silencio de hielo se desprendía que estaba asimismo fuera de toda lógica, me dediqué a la simple observación, que, al cabo, había terminado por ser uno de los pilares de mi vida. Sí, allá afuera, adonde se aireaba el calor en libertad para licuar las cosas, había animales merendándose unos a otros. A menudo sólo mirando, pero, sobretodo, mirando que nadie se los merendara, o acaso cómo merendar. Luego, algunos otros estaban follando sin tapujos. Los que menos, porque entre las primeras necesidades estaban la comida y el mirar por no terminar siéndola. Había un griterío como de monos, aunque casi no hubiera árboles y no pudiera llegar a sospechar de adónde salía tanta cháchara. Y olía a caca, aunque fuera una caca 155

celestial. Una caca agradablemente perfumada, como si allí no hubiera llegado la podredumbre del hombre. De hecho, la verdadera pestilencia era nuestra, por nuestro gasoil y por el olor a caucho quemado de los neumáticos que no sólo hacían rodar al vehículo, sino por todos aquellos que lo circundaban en el capó y en el techo, o adonde la puertezuela de atrás, junto a herramientas, paletas y macutos, y era cauchos que del sol se ponían a hervir. También irrumpían con malos ruidos en la bulliciosa sabana esos mismos cachivaches de los techos de los coches. Dos, con sus montañas de bultos y sartenes, como caracoles de hierro. También había negros en lo alto, todos con sus ametralladoras, en este caso como parásitos y por contrata de la empresa y para protegernos. En el auto de delante, que era todo carrozado en chapa y remaches, dos de ellos se hacían al enrejado de la baca con el arrojo del pasaje de los trenes indios. En el nuestro, adonde mi hijo y yo, y a la cola, el vigía que nos había tocado se tumbaba arriba, adonde la lona que hacía de techo, como lo hacen los gandules en el Caribe, bulto que casi se nos pedorreteaba en la cara. Alguien iba hablando todo el rato. Era el chófer, un cubano con un sombrero de explorador y gafas oscuras. Iba explicando los pormenores de la sabana, de la vieja pero siempre renacida África. Sobre monstruos, decía, y advertía no pisotear nada. Un cubano parlanchín, de los que quedaran varados por el continente negro en esas incursiones idealistas de un Castro casi paranoico que intentaba casar a los latinos con una ideología para gente de sangre mucho más tiesa. Un desertor, que se había camuflado entre la negrada y lo vasto de aquel mundo bajo el sol. Por mi parte, tan atrás, sus palabras las derretía el calor. Oía más nítida la zambomba del corazón de mi hijo Carlos, a mi vera, que todo chiste. Asimismo, para no prestar atención ya de veras estaba más ocupado en 156

intentar aterrizar de cada vez sobre mi asiento por cada bache, a la vez que intentaba ver qué morbo se comían una panda de buitres, las bravuconadas de los aparentes renos en sus riñas por cabezazos y el aparente cuchicheo de las manadas mientras se abanicaban con sus rabos como acaso las beatas de iglesia. Incluso vigilaban nuestros andares con el mismo ímpetu que esa clase de viejas ante los extraños… y ni que decir de las extrañas. …Había un tanque en mitad de la nada. Negro, como de cartón. Lo habían chamuscado. Un tanque de guerra cacharreado, como en mi tierra, pero enterito; quizá por aquellos lares no se pagaba la chatarra. En su lugar, había una especie de colmena asida del cañón y, de éste y otros recovecos del armatoste, hondeaban las telarañas con su punto de magia. …Vimos volar algún helicóptero, todavía. Sin embargo, éste no era de tráfico, sino de leches. Andaba el cielo como encorvado, con pinta de viejo dinosaurio. Oscuro al trasluz, nunca le vimos los colores. Era, en esencia y con ganas de dar miedo, una silueta maligna que ronroneaba en la distancia con los cañones como garras. —Un helicóptero ruso de los Washa… —dijo el chófer. Ahora sí que le escuchamos, porque cada cual contuvo el aliento esperando una explicación por la bestia que nos sobrevolaba. —Están rearmándose con dinero francés. Dentro de poco podrán dar el golpe de estado… Era de notar… Dinero francés, armamento ruso, información de la CIA… Un control de nuevos negros detuvo nuestros autos, en este caso otra baraja del mismo palo, porque se entremezclaron con nuestros guardaespaldas y ya nadie pudo saber quién era quién. Los hostigaron allá adonde una barrera que se antojaba una piruleta de colores, mientras nosotros no nos atrevimos a salir del coche en ningún momento, acaso de tragar saliva. Una absurda barrera, debo decirlo, porque apenas cortaba el paso de nada… en mitad de la sabana… 157

empero adonde el camino, donde rodearla no tenía tanto problema como acaso algunos de los baches que ya nos habíamos merendado en la triste red vial. Vi algún coscorrón, y los negros que nos estaban protegiendo tuvieron que irse caminando “a casa”, dejarnos, con el rabo entre las piernas, porque el chofer había sacado algunos papeles y ahora estábamos bajo la tutela de los hombres del General Ameba Livingston. —Ahora estamos en territorio de los Washa —dijo el cubano. …Aparentemente, nada había cambiado a lo largo y ancho del paisaje. La misma sabana seguía siendo el qué dirán de aquel lugar nuevo. Sin embargo, al poco empezaron a dibujarse las siluetas en la distancia. Casuchas dispares, como poblados enfrentados a la orilla de un río muerto y achocolatado donde las mujeronas negras lavaban trapos. La chiquillería cuasi decorativa de los lugares tercermundistas salía de adonde sus escondrijos para vernos al paso, aunque no con la alegría esperada de quienes les traen caramelos y relojes de plástico, sino con una rutina por mirar de quien jamás va a perder su amplia curiosidad natal. …También había un tanque allí mismo, cubierto del ramaje seco autóctono y de tierra roja. Un tanque convertido en casa, por un pelotón que le colgaba la topa seca a lo largo del cañón y se echaba las siestas y hacía vida bajo su sombra. En general, veríamos soldados por siempre en aquellos lares. A menudo, andando en pelotones de aquí para allá en el confín de la nada en cansinas patrullas, andando adonde sólo ellos sabrían hallar las referencias para moverse de una inmensidad a otra. En esos grupos armados, los niños no hacían de escuderos. Eran soldados, tal cual los adultos. La sinrazón de la guerra hacía que algunos de ellos llevaran uniformes de adultos y se les notara cierto aire de muñecoques de trapo. Empero, esa misma locura hacía que algunas 158

fábricas desaprensivas tejieran uniformes de combate a la talla de pubertos, que eran los que, en la distancia, por tamaño se antojaban más lejanos de lo que en realidad estaban, o hubiera gráficas estridentes en las filas de formación. “Aquella es la casa de Tío Embele”, dijo el chofer. Una casa colonial, señaló, en mitad del vasto ardiente. Muy bonita, como recién pintada. Un tejado de rubíes azules resplandecía sobre sus paredes de pura azúcar, hasta que pasamos más de cerca y vimos las vidrieras de colores y la soldadesca negra amenazante montando guardia. Había una avioneta adonde un hangar, y algunos helicópteros de visitantes extraños, porque se les notaban los colores de las señas de empresa. “Allí vive otro de los Washa”, volvió a decir el chofer, señalando otra casa, pero de piedra. “La han traído de Chipre”, añadió. No supe entender. Parecía un castillejo amanecido de la nada, adonde no se daba ese tipo de piedra… pero siempre me dio por pensar que el chofer hablaba de las cortinas. ¿Cómo iban a llevar una casa de un lado para otro? La respuesta la tuve cuando, al pasar, vimos a los obreros encajando las piedras del ala de la casa que hasta ahora se nos escondía, asistidos por ingenieros occidentales envueltos en las largas sábanas de planos y revisando la numerología de las piedras en sus embalajes. Allí no había helicópteros extraños, pero sí los veríamos en “la ciudad”. En el viejo poblado de los Washa, la opulencia del clan había levantado numerosas casas de ensueño, mientras, a mitad de camino, seguían en pie las viejas chozas de quienes no estaban tan emparentados con la familia del general, o quienes de ésta no habían querido abandonar sus hogares de toda la vida. El gentío era mucho, y tanto oscuro como de raza blanca. En el barullo podían encontrarse tanto los mismos guerrilleros de siempre, como acaso señoritingos de 159

corbata y maletín. Por eso de los coches oficiales, los helicópteros, el aire de visita… o rapiña. Había semáforos y papeleras urbanas, pero la gente no había terminado por sacarle el uso. Otros negros hacían las veces de guardias de tráfico, con sus uniformes azules imitando a los agentes neoyorquinos… y para nada porque allí no había más circulación que la andante, manera de que se perdían en una jornada de aquí para allá para acrecentar la marabunta. …Había putas… Lo supe, porque no hace falta ser muy listo para con tanta minifalda. Muchas eran locales, pero otras tantas eran rubias, pelirrojas y morenas con tintes de la Europa del Este. Rusas, las llamaría yo. Se brindaban a los guerrilleros, a los visitantes, a los guardaespaldas de los visitantes, al destete de los niños soldado… En las tabernas, que se antojaban a las de mi tierra, el mujerío de pago era la nota de color alrededor y al regazo de quienes disputaban partidas de póker o monopoly, al parchís… Vi que algunas negras llevaban estridentes pelucas rubias, quizá intentando paliar la falta de exotismo del color del ébano por aquellos lugares adonde las extranjeras eran la novedad. Vi, de todos modos, algunas jovencitas, las que seguramente aún no habían alcanzado la mayoría de edad; cosas de los poblados perdidos, y no sólo por la distancia. Había dos negros colgados de un árbol sin hojas, al puro sol. Ahorcados y apaleados. Sus ojos miraban latitudes diferentes, firmes y petrificados. Una boca había quedado sellada, pero la otra estaba medio abierta y como si el tipo hubiera querido decir algo a deshoras, llegada ya la muerte. Desnudos, con las tintas de cuando chorrearan líquidos de todos los colores por una anatomía sin grasas. Ahora ya no eran la novedad, por lo que pasaban de largo de miradas y atenciones, de burlas y escarmiento por un cartel que los calificaba de maricas. …En mi país también solíamos matar a los maricas… 160

…Más allá, adonde un estercolero de chatarra, había un paredón de fusilamiento. Lo supe porque aún había un par de cadáveres en poses imposibles bajo un muro, acribillado a balazos. Allí había una especie de cuerpo de guardia jugando a las cartas, esperando la llegada de nuevos desertores o espías de otros clanes, o de aquéllos que debían llevar los cuerpos adonde la sabana y para que se los merendase la plebe animal vívida por carroña. Luego, casas bonitas. Era un contraste grande, donde la civilización parecía avanzar a zancadas, pero anclarse de nuevo en la esquina siguiente. Supe de la poca clase, de todos modos, allá en las viviendas de ensueño. En bonitas fachadas de un cuento de Ton Sawyer, los amantes del vudú habían colado toda clase de cachivaches demoníacos, espantapájaros en los tejados, ropa mojada de dintel a dintel, morteros de maíz y hasta lumbre en los porches… Había mujeronas, amas de casa de aquellas lustrosas casas, sentadas a las puertas para ver el gentío mientras le daban el pecho a un crío, el mismo que luego acomodaban a su cuerpo con sábanas de colores. Otras aprendían a tejer la lana o se limaban las uñas en las mecedoras, por las veces en que la información que llegaba confusa y a trompicones a aquellos lugares alejados de la mano de Dios hacía referencia a los quehaceres de las señoras de la alta sociedad, mientras otras negras hacían la servidumbre de la casa y apaleaban mantas en mitad de la calle o la embarraban con las cubetas de agua sucia después de fregar los pisos. …Había televisores de plasma. Sí, el General había sido extenso y le daba a la tropa televisores de plasma para su entretenimiento. Los vi en las tabernas, bajo los toldos, en las chozas… Televisores todos iguales, grandes como ventanas, adonde la muchedumbre se arremolinaba para ver a Godzilla intentando morder a una libélula de vuelo ejemplar, o a unos chinos de la china medieval dándose mamporros hasta el infinito. En otras, héroes 161

pelucones de la India disparaban sus metralletas de chispas contra unos desgraciados del hampa asiático que más que matones se antojaban albañiles peruanos de ocasión. Otras televisiones reproducían porno de los setenta, con pelos por todas partes en los cuerpos lisos y mujeres pintorreadas como pavos reales. Un poco de Sodoma… un poco de París, por las farolas sin uso, y otro tanto de una concurrida ciudad del oeste que viviera un boom de metales preciosos. Así era la ciudadela de los Washa.

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Capítulo vigesimocuarto No era el palacio de Buckingham, pero había negros pintando en oro las verjas. En realidad, pintura dorada para dar lustre de pega al recinto, custodiado por hasta seis tanques, a los que ya les daban las pinturas tribales, y en cuyos jardines se posaban dos helicópteros de guerra con el morro de un sabueso, alas de gaviota con misiles de colores y ruedas desinfladas como de dibujos animados. Había soldados ataviados con uniformes bonitos y desfilando, con plumas y medallas para quienes no eran vedettes ni habían ganado guerra alguna. Los guantes blancos iban y venían en la marcialidad, mientras alguien de afuera de la formación iba dando sentido al trasunto con una corneta plateada, otro con un tambor, alguno con una flauta y el sargento, más gordo y grande que nadie, iba acuchillando el cielo mientras marchaba con su sable. Otros lucían los banderines, y otros más, de corbata, pero nativos, iban sacando fotos y detallando los pormenores de aquel ensayo de ceremonia. Detrás de semejante carnaval, el palacio presidencial del General Ameba Livingston estaba incorporando a su fachada unas columnas que los obreros gobernaban con el uso de un tractor agrícola e ingeniosas poleas. La idea era aparentar un poco de La Casa Blanca, aunque el edificio fuese de una aguamarina paradójica con relación a la sequedad desértica y asfixiante del poblado. Había en él banderas oficiales, algunas de la tribu, con los colores más vivos, y otros casi sin sentido, como de barco en apuros… y hasta la blaugrana del Fútbol Club Barcelona. Los autos nos los detuvieron mucho antes de pasar las verjas, adonde la milicia se hacía copiosa en ese verde de camuflaje que los hacía semejantes a una parentela de cocodrilos en la ribera del Nilo. Allí, nuevamente, hubo confusión, voces, cuasi amenazas… Aquella gente usaba las bocas de los fusiles para señalar, y seguramente se 163

comían el pan de cada día con los cuchillos de asalto. Allí, el papeleo los dio a entender que éramos otra comisión de extranjeros deseosos de negocios, de las que ya había para regalar adonde el poblado… y otro tanto más allá de aquel cerco, en una sala de espera adonde esperaban nuevas putas. Sí, el mundo lleno de putas, se me antojó. A los blancos, exclusivamente, nos hicieron bajar y nos condujeron adonde aquella carpa blanca que me hizo rememorar las bodas de jardín de la gente adinerada. En ella, el tentempié no sólo era un sinfín de comida, con champán, frutas exóticas y postres… sino de mujeres. Había otras comisiones de otras empresas ardientes de comerse los recursos de aquel país, allí en su fiesta, y la bienvenida se daba a base de comida y sexo, del hartazgo de los vicios humanos para redondear los números de buena voluntad. Ejecutivos que esperaban con sus maletines al brazo, pero asimismo agasajados entre cojines por comida y tetas de todos los colores. Atrás, en la “trastienda” de la carpa, había una salita adonde fornicar sin que se perdieran demasiado los papeles, aunque, bajo aquella blancura celestial del material que la vestía, el calor se iba creciendo y los trajes de Wall Street se iban convirtiendo en toallas de baño al uso. Entretanto el desaguisado, vi que algunos críos nos abanicaban con desgana con enormes plumeros, los mismos que debieron hacer la pelota a los faraones de Egipto. Y nos sentamos, mientras me daba cuenta que mi hijo imitaba mi misma pose, sin saberlo, y escondía las manos entre las piernas, algo semejante a la poca ubicación que hallaba el resto de los ingenieros en aquella trama. Luego tomamos algo, bien frío, que una esclava que no hablaba nuestro idioma nos ofreció a su libre albedrío; debía de ser una de sus pocas libertades. Supimos, pues, de la esclavitud, porque había negros de otras etnias, ataviados con los mismos decoros al cuello y 164

tatuajes tribales, haciendo trabajos sucios, como los que, mucho más allá, iban sacando las heces de un pozo negro que había llegado a llenarse hasta los topes, seguramente en previsión de que en el banquete de celebración del golpe de estado no se tupiera a deshora la cañería general por el debido atracón. Otros cargaban los sacos de material para las obras del edificio principal, que debía sufrir de reformas para quedar bien lindo. En tanto, le daban lustre a estatuas mohosas e iban apilando cuadros y otras obras de arte de puro contrabando. “Eso es lo que les espera a los perdedores”, dijo alguien a tenor de los que trabajaban sin cobrar y en patria ajena. Lo entendí porque mi hijo sí que comprendió de primeras aquel comentario en inglés, miró para adonde los currantes de látigo y lo repitió en voz baja, pero como una pregunta de quien no se lo puede creer. Estaba tan desolado que ni llegaba a darse cuenta de que ya tenía a una putita tocándole la oreja, mimosa de que la hicieran caso para poder cobrar. A su entender, aquello no sólo distaba tanto del Ártico en la distancia, sino en el parecer de que estaban en un lugar cuasi sin leyes ni ética. Por suerte, a las comisiones empresariales que no gustaban al General no se las convertía a la esclavitud, ni se las fusilaba, o se las ahorcaba desnuda… Apenas se les veía ofuscadas de regreso a casa, alegando en voz alta y con las caras coloradas que el futuro presidente del país era un verdadero necio, y no sólo por su poca visión de negocio, sino porque estaba preparando la ceremonia de coronación incluso antes de lanzarse a su inminente golpe de estado, dedicándose a inútiles trasuntos que más tenían que ver con dar una buena cara a la prensa internacional que en organizar las armas para ganar la pelea. Eso no interesaba, porque a nadie con malas intenciones en los negocios de explotación le viene bien un dictador ameno y abierto al resto del mundo, sino un opresor que cierre las puertas del país, trajine a sus anchas las arcas y los 165

recursos y, luego de sobreexplotarlo todo, su palacio presidencial termine arruinado por el siguiente golpe de estado, quemándose pruebas, renovando contratos, abriendo nuevas puertas… —Bien... —y, al rato de entre la perversión, pero sin actuar por nuestra parte sino para mirar, se avino una secretaria occidental que llevaba etiquetada en la solapa el logo de la empresa de servicios que había contratado el General, manera de que le llevaran el papeleo, las visitas, las contratas... Una secretaria estándar, con gafas, traje azul oscuro, coleta… Llevaba un portafolios, y preguntó sobre los intereses que restaban del día: —A ver, los ingenieros… —y nos identificó enseguida, para dejar en la estacada a quienes de los comisionados esperaban una audiencia desde antes que nosotros. Alguien de los nuestros quiso hacer de portavoz, pero sólo atinó a ponerse en pie sin saber qué decir. El resto lo imitamos. —Síganme —dijo la mujer, secamente. De camino, andando ella con nervio, la íbamos detrás con el pecho sobrecogido, entre los pasillos del palacete y su ebullición de trabajadores, mientras nos explicaba algunos pormenores sin ni siquiera mirarnos a la cara: —Por el asunto del petróleo van arrasando los chinos, que ofrecen un veintitrés por ciento. Espero que tengan una oferta mejor; Estados Unidos y otras empresas europeas se quedan en el cinco… una bazofia… Claro que los yanquis prometen televisión por satélite y el visado directo a Miami, con lo que los hijos del General tendrían las puertas abiertas de las discográficas del mundo del rap — y se giró, como un robot: —Los rusos trajeron sus helicópteros pintados de un azul y un gris muy bonito que, aunque no sirve sino en la Siberia Austral, le permiten al General usar su águila de guerra pintado en un costado. Es material mucho más barato… menos fiable, pero más barato. Los misiles son de la época en que yo me hacía pipí en la cuna, guiados por cable… pero han 166

venido con estilo; enviaron a un par de tipos fornidos y muchas putitas, no un chupatintas francés como hicieron los galos, aunque tuvieran en cartera unas bombas que no te explotan en las manos —y siguió andando. —En octubre del año que viene se va a lanzar la nueva Playstation y se ha disparado la compra de coltán, del que también tenemos; ya hemos cerrado el contrato de explotación y se han pedido cinco mil kaláshnikovs más. No me pregunten por qué —y, de paso, alguno que otro no terminaba de alcanzar la magnitud de aquel trasero, dividido en dos esferas perfectas. —Tenemos una remesa de dos mil bombas de racimo con uranio empobrecido a precio de saldo; los Estados Unidos tienen unas reservas de uranio tan grandes que han tenido que cerrar el programa del trasbordador espacial para pagar el mantenimiento de los almacenes de esa jodida mierda. Ahora alquilan los cohetes rusos para ir al espacio, algo que vamos a tener que hacer nosotros para usar las bombas sino conseguimos un contrato para traer algunos aviones; sino cerramos ya lo del petróleo, veo arrojando a los negros las bombas a pulso por la puerta de emergencia de algún avión comercial de los setenta —y se volvió a girar. —Algunos gobiernos de los que no puedo hablar nos han dado ya mucho dinero, pero el General es muy fantasioso y se lo está gastando todo en nimiedades digamos… ornamentales —y, al paso, volvieron a surgir de la mano de algunos porteadores algunas otras obras de arte… y hasta un fusil de oro y diamantes que rondaba el mercado negro sustraído a algún narcotraficante colombiano. —Los judíos se llevan los diamantes, los indios el acero, los ucranianos el gas natural… Nosotros somos una empresa especializada en dictadores —y se volvió a detener, manera de señalar el logo que llevaba en la solapa. —Asistimos a estos hijos de puta para llevarlos al poder, negociando con el resto de cabrones que se arremolinan en torno a un poder absoluto como éste; hay 167

mucho dinero, no lo olviden. Les repito que los chinos van a dejar unos royalties más ventajosos. O traen algo mejor, o a la calle… y no sólo hablo de dinero. …Y abrió las puertas dobles del despacho del General. Allá había un montón de gente, entre el pintor italiano que le estaba haciendo un retro al General, algunas concubinas de mirada triste y un joyero que, por vez primera en su vida, en lugar de diamantes enseñaba un muestrario de medallas. También había niños abanicando, que terminaban siendo los hijos de los que los Washa habían considerado como traidores y enemigos del pueblo; sus madres estaba ejerciendo de prostitutas sin sueldo o trabajaban en las minas… asimismo sin cobrar. Había negros vagos en los cómodos sofás, vestidos de chándal y zapatillas deportivas, muchos colgantes de oro y gestos propios del Bronx, con cara de pocos amigos… o aparentes depresivos incapaces de conformarse con nada en esta puta vida. Más allá reposaba en paz divina el General Ameba Livingston, con los pies descalzos sobre el regazo de una mujer occidental que le hacía la pedicura, mientras alguna tailandesa le hacía un masaje al cuello y un subalterno le leía la prensa rosa; a mi antojo, me sonaba a las películas malas de mafiosos chinos. El General era enorme. Un verdadero gorila. En efecto, su cara era tan vasta que no podía verse de una sola vez. Había que recorrerla con la vista, más bien, y bajo aquel enorme cabezón seguía un cuerpo monumental que ya iba hinchándose de adonde la barriga merced de los tremendos banquetes. Un tipo tan enorme, que parecía haberse comido a sí mismo. En un perchero, a su espalda, los uniformes militares, también descomunales, con alguno que otro a medio terminar porque con semejante talla eran todos de encargo, y, dadas las circunstancias del bloqueo de las aduanas de los últimos días, no traídos directamente de París, sino cosidos allí mismo por un

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equipo de estridentes estilistas… o estridentes según la ocasión del cliente de turno. Hablaba inglés con verdadera dificultad, como a gestos, con una voz cavernosa. Asimismo firmaba los documentos con el pulgar, y sabía más de las alineaciones del fútbol europeo que de tropas de asalto. Empero, por bruto, porque ya de adolescente le partió el cráneo a su hermano en una disputa de nimiedades de taberna, estaba al frente de aquel revoltijo militar que iba tomando forma y que tentaba hacerse con el poder no porque estuviera más diestro que las legítimas fuerzas del gobierno, sino porque éstas se habían dormido en los laureles de hacer a su antojo, para beber, fumar, follar y descuidar las armas. …Y allí estaba el General Ameba Livingston, repito, tal cual un dictador como el que ahora gobernaba el país, o como los mafiosos de mi tierra, descomplicaos. Floreciendo como tal, para esperanzar a los pobres de su propia casta que iban a comerse el mundo, luego dormirse ellos mismos en los laureles, previas atrocidades, y volver a ser destronados. De hecho, el abuelo del General ya había estado en el poder, para acabar desquiciado de las drogas y la buena vida, ordenar muerte a diestro y siniestro, dormir en las arcas llenas de oro… pero terminar correteando la selva, semidesnudo, con unos fajos de billetes en el culo. El General no iba a ser menos, y ya iba portándose como el verdugo que debía ser recopilando los vídeos de las ejecuciones de sus retractores, los que estaba visionando ahora mismo en un televisor Panasonic de época con el reproductor de vídeo incorporado. Fusilamientos, ahorcamientos, torturas… Una diversión en grande. Los aparentes raperos que se acomodaban en los sofás, aunque no estuvieran viendo las imágenes, eran los artífices de los vídeos, de manera que iban adivinando las secuencias en la cinta por los gestos del General, para luego ir asintiendo con convicción de que estaban haciendo un buen trabajo. A menudo, el puño 169

vagamente alzado suponía un gesto de superioridad de afro… sobre afros… Al menos, el General les quitaba el volumen a sus visionados de la muerte, mientras su madre se abanicaba cerca, para que la hicieran asimismo la pedicura, y le aceptaba el vicio de la sangre como parte de su trabajo como futuro presidente. Ella no compartía aquellas masacres, pero eran cosas del destino de su hijo. Gorda, fea, renegra… La mamá del General era aún más gorila que él. A veces, hay gente en este mundo que te sorprende por su propio mundo, el del gigantismo incomprensible. Así era la mamá del general, como si viviera en una dimensión aparte adonde las cosas se deformasen. Su faz eran una mesa de billar, y los abiertos de su nariz podrían alojar sendas pelotas de fútbol. Sus brazos tendrían la misma masa que mi triste persona, y se le desperdigaban los senos como si le colgaran del pecho un par de focas. …Tuve miedo, porque aquellos labios podrían comerme. De hecho, ese atractivo divino o maldito de mi forma la atrajo, de manera que fui la primera y la última persona que aquella mujerona reparó. …No creyeran en Venezuela que iba a prostituirme con aquel tanque para que consiguieran sus contratos de fortuna. Hice un pie aquí y otro allá, manera de que casi no se me advirtiera que iba escondiéndome detrás de mi comitiva de ineptos ingenieros. Hubo un gesto, la secretaria habló con el General a su petición y uno de los bobos semejantes a mi hijo anduvo primero para hablar. La secretaria lo traducía, mientras que pronto el General perdió el interés por la cháchara y parecía adecuarse mucho más a los procesos sangrientos de los vídeos… Incluso llegué a sospechar que iba sonriéndose de tentar compaginar las voces del ingeniero y la secretaria con las que estaban mudas en la tele. …Miré a los negros raperos, y alguno me hizo el gesto de la victoria con los dedos. Vago, como si fuera el último 170

movimiento de su agonizante vida. Otros se miraban las zapatillas de lujo, el techo… Se adolecían de algo que yo no podía llegar a entender. …La mamá del General me volvía a mirar. De alguna manera, el mundo había rotado a i alrededor y volvía a encontrarse bajo su rapaz mirada. …Tenía ganas de orinar. Cosas de la vejez… o de las circunstancias. Mi hijo, asimismo, parecía tener la misma necesidad. Estaba blanco, asustado… Nunca había estado en mitad de una aparente guerra. Enseguida algo me olió a chamusquina. Pese a sentirme como un ratoncito de campo vigilado por la atenta luz de ojos de un búho carroñero que, de comerme, me quisiera follar, y de debatirme entre la vida y la muerte por entender la disconformidad existencial de los negros raperos, me dio por pensar que el General no era tan necio como aparentaba. Reía como tonto viendo una decapitación, pero asimismo le lloraban en los ojos unas centellas de picardía. Miraba a la secretaria con esa impunidad maliciosa de los amantes que se saludan en la calle delante del cornudo de turno. En este caso, los cornudos debíamos ser nosotros. No se me escapó, y se lo susurré a mi hijo. Cosa inútil, porque éste no escuchaba sino el rechinchín de su estómago y la zambomba de su pecho. “Nos las están jugando…” dije… pero no me hizo caso. Hubo mucha charla. Mucha cháchara. Creo que para nada, porque ya estaba todo resuelto de antemano. No entendí palabra, por lo del idioma, pero sí supe de las malas intenciones viendo los fogonazos en los ojos ajenos. …Debía hacer algo.

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Capítulo vigesimoquinto …Yo quería una cuadrilla de hombretones negros, arrogantes, bembudos… inclusive tatuados como ya había visto a alguno que otro, como con piel de cocodrilo en todo el torso, con relieve y todo. Hasta los aceptaría mancos, tullidos, tuertos, remendados y parcheados, que se les viera la guerra en la puta cara. Empero, nos depararon un incierto pelotón de muchachos. Niños, en su mayoría, que no se desequilibraban por el fusil por los muchos redaños que habían acumulado desde tan temprana existencia. Incluso, el coche lo conducía un chaval, que tenía facciones de viejo pero esa piel tersa de los púberos de ébano. Atrás, el enorme camión ruso lo conducía otro jovencito, mientras sus hermanos menores se hacían en lo alto de la cabina. Así anduvo nuestro siguiente periplo, entre niños, a los que había que respetar porque llevaban las armas candentes de pura juventud, tan volátil como las riñas que empecé a verles por meras estupideces y que, de a poco, podrían terminar con algún baleado. En aquel mundo de locos, entre judíos, chinos, rusos, americanos y otros buitres, esperaba verme a la coplista española que le habían buscado al General, con el traje de lentejuelas y su lunar en la mejilla. También a Ronaldinho, o a una mala copia suya, para que hiciera de rey negro entre negros tocando una pelota de trapo. Sin embargo, desde aquel Land Rover de época, con una ametralladora de techo en desuso que se antojaba una vid reseca, vi los Ferraris de los Washa, abriéndose paso como diablos, como guepardos, entre la suciedad polvorienta de la sabana. Uno rojo, y otro amarillo, con aquellos negros raperos e inconformes al volante; aún no les había asfaltado las carreteras para los cavallinos italianos, pues algún mendrugo del gobierno creyó que las asfaltadoras trataban de confusas máquinas de guerra 172

pintadas en amarillo para despistar, por lo que aún estaban en las aduanas comiendo polvo. El resto de los cazas soviéticos, los helicópteros, y hasta el enorme Ural que nos pisaba los talones, había venido clandestinamente desde enormes cargueros volantes de la antigua unión soviética. Sí, daba miedo sentir cómo temblaba la tierra detrás de nuestro coche, habida cuenta del enorme camión que nos seguía cargando todo nuestro equipo. Supuestamente, nuestro equipo, había que recalcar, porque habían doblado la altura del transporte con toda suerte de viguetas, cables, montacargas, grúas, paneles… casi como si quisieran que montásemos una plataforma petrolera en mitad de la sabana, apartando a los elefantes con un poco de educación. Todo material usado, con la grasa primigenia de los primeros trabajos y la sangre y sudor de quienes perdieran la vida entre sus tuercas. Yo no tenía ni idea de cómo trabajaba mi hijo y su gente, pero sólo tenía que verles las caras a los ingenieros para notarles la duda. A su entender, los tinglados se los encontraban ya montados mientras a ellos les competía el trasunto del papeleo, las “radiografías” de la tierra desde una silla de playa y acaso chuparse el dedo mojado en petróleo. Anduvimos la guerra, asimismo. Cuesta creerlo, pero en cuanto dejamos cualquier vestigio de mediocre civilización empezaron a aparecer cadáveres. Los había desperdigados por toda la carretera, como en esas ocasiones adonde los pajarillos de la plaza de la ciudad empiezan a sentirse como las hojas secas del otoño. Nuestro chófer, nuestro crío, los iba pisando, sin atender a combatientes, otros niños o sus madres. En realidad, le ponía más cuidado a los baches naturales de la vía que a los cuerpos, de los que suponían el mismo rebote que una piedra o acaso estallaban como bolsas llenas de retales de carnicería. Detrás, el Ural avanzaba imperturbablemente, 173

sin que se le notase más incidencia que el rojo de pintalabios en las ruedas. Desde allá, desde lo alto del camión, los chavales iban rematando entre risas y apuestas a los moribundos, fuesen o no de su bando, del otro, del de nadie… Sus disparos ahuyentaban por momentos a los bichos carroñeros, que enseguida se devolvían al festín. Por toda esa suerte de gentuza, entre plumas y pelo por pajarracos y perruchos, los muertos se antojaban sólo despojos inciertos, con poca humanidad. Por eso nuestra relativa calma, por casi estar presenciando un enorme teatro de guiñol donde las marionetas tuvieran la talla de personas, pero la carcasa de papeluchos y gusarapos. Compartimos carretera con algún tanque que se nos avino de frente. O, mejor dicho, tuvimos que echarnos fuera antes de que el blindado, una tanqueta italiana antigua y bañada en arena, nos llevase por delante. Eso sí, fue ella la que se apartó para que pasara el Ural. Iban de fiesta, allá adonde aquel divertido carricoche de orugas, convertido en burdel por unos combatientes que había ganado alguna escaramuza reciente y se llevaban de trofeo alguna cabezas cortadas como ambientadores de salpicadero, unas putitas por esclavas y comida y bebida por despilfarro, la misma que le robaban al pueblo. …Nadie decía nada. No había mucho más que decir, pienso. Acaso que ver. Sobretodo en la primera intercepción, donde otro todoterreno británico, como el nuestro, aireaba sus cenizas, convertido en una cerilla mal apagada cuya estructura se iba oxidando por la química de la bomba que le cayera encima. A su vera, para nuestra sorpresa, una rubia platino nos dejó sin aliento. De hecho, de tan linda que era nos evacuó toda la sangre allá por debajo de la cintura. Evidentemente, nuestro coche se detuvo. Junto a la rubia había un gordo apestoso con un chaleco que le iba a reventar, del que asomaban algunos hilos de película y 174

algunas lentes que no le cabían del todo en los bolsillos. Un cámara y su reportera, empapados en sudor y cada cual en su propia gracia. No eran del todo unos raros autostopistas, sabiendo cómo se las gastaban por allá los que iban haciendo prácticas en aviones rusos. Así nos lo dijo la rubia, cuyas tetas asomaban como culitos de bebé, en un terciopelo que nos hipnotizó los sentidos. Tenía la dentadura perfecta, y los labios de una carnaza natural, del mismo tono que su piel. “Nos llevamos a la rubia, pero al gordo que se lo coma su puta madre”. Fueran aquéllas las palabras que me corretearon la cabeza, pero al final montamos arriba y adentro a ambos desgraciados. En silencio, sin más que quien hablara un francés correcto se entendiera con la reportera. Encima, quise pensar, era francesa, jodidamente buena en le cama. Un rubí entre los carbones de África, capaz de lamerse a quien fuera a cambio de una exclusiva. Así la etiqueté rápido, mientras notaba que mi hijo Carlos hacía lo imposible por despegar su vista de las tetas, y descaradamente para mirar el horizonte danzante al calor y adonde no se veía un carajo. “Hijo… si hemos de morir porque un piloto novato y medio bebido quiere hacer prácticas con nosotros, deberías aprovechar para echarle el ojo a lo único sensato que vas a ver en muchas millas”. Y, con esos pensamientos, quise ser padre, reivindicar eso de ser maestre de ceremonias en el destete con putas de mi hijo, auparlo al sexo despiadado con todo lo que llevara faldas como primera seña que un padre debe enseñarle a un hijo. Pero no dije nada… Aquella mujer sí, explicando que habían sido víctimas de un asalto aéreo, de una bomba que casi los destripa. Un par de horas después, aún con las tetas cerca, el mundo se hizo una mierda. Teníamos a mano una mujer, como previsión de lo peor que pudiera pasar en este cochino mundo, pero el alrededor era definitivamente 175

decepcionante. Sólo hierbajos, solo animales desconfiados, sólo muertos… Sólo árboles resecos… El sol estaba ardiendo, y las nubes se desintegraban con ese calor. Los senos de nuestra reportera brillaban como de cristal, mientras el tufo de su regordete cámara, y encima sin nada para filmar entre manos, nos estaba llevando el recuerdo de los cadáveres como compaña. “…Mañana es el cumpleaños del General” dijo la reportera. Hablaba español, o un español mediocre. Se lo dijo a Carlos, que se quedó de piedra. Que le hablara ya le sonaba a traición a su santa mujer, por lo que mi hijo palideció de pura inmadurez. —¿Nos conocemos, señorita? —dijo Carlos, con un tono propio de la educación más extrema. —Leí una entrevista suya en un diario de Uruguay. Usted defendía la investigación de energías alternativas, pese a lo que llamó “una gran ironía” porque trabajara buscando hidrocarburos. Enseguida, a mi hijo se le iluminó la cara de satisfacción. Las tetas no sólo hablaban, sino que lo hacían bien de él. Enseguida, la conversación entre Carlos y aquel monumento humano fue seguida tal como un partido de tenis, de lado a lado y en silencio por cada cual que respirara en aquel coche. Hasta el chofer se los comía mirando por el retrovisor. Era como si mi hijo y aquella chica estuvieran follando en vivo, delante de todos nosotros. Yo, por ir aún más lejos, sentí un extraño orgullo. Mi hijo… en un periódico… Podría hablar mierda, pero lo habían distinguido en un diario, cuando su padre, a lo más que pudo aspirar por sí mismo, era a que alguna ONG afincada en las cáceles de mi país, y llegado el momento, lo sacara en las esquelas de los dominicales de oportunidad. —Usted inventó una especie de turbina alimentada de basura orgánica. Una maravilla… Lo sé porque leo ese 176

tipo de revistas entretanto las exigencias de mi trabajo. Lamento que ya le hayan comprado la patente. —Sí, yo también —suspiró mi hijo. Pese al exuberante pecho presente, nos quedamos mirando el mal género de la mueca de mi hijo. Las patentes se venden caras, pero Carlos parecía abocado a trabajar míseramente el resto de su vida para la petrolera que menos pujara por él. —Me la compró mi misma empresa. —Por eso jamás llegará al mercado; ¿sabe todo el petróleo que hay todavía que descubrir en todo el mundo? Mejor todavía; ¿tiene una mínima idea de todo el petróleo que yace en suelos políticamente inestables? —No entiendo… —dijo Carlos, como tonto. —No se haga el bobo. Es mucho más rentable el petróleo de un convulso país africano como éste que encontrarlo en el jardín de tu casa o fabricar motores nuevos para combustibles nuevos. Andar recogiendo basura para exprimirla y hacer un carburante es de locos, sabiendo que extraer petróleo del subsuelo es infinitamente más… “cadente”. Las petroleras se lo llevan casi gratis; sólo hay que poner en el poder a un mafioso negro, sobretodo si es militar. A los militares les encantan las medallas. Les gustan las guerras, los heroísmos, los títulos y ceremonias conmemorativas a su valía… El General Ameba Livingston tiene una página web donde los internautas introducen toda suerte de apodos; se sortean cien mil dólares al título que sea elegido. Por ahora va ganando El Señor de las Bestias. …Había silencio. Un silencio oportuno para llegar a encajarlo todo. —Bueno… creo que ya nos lo han explicado—dijo Carlos, a cada minuto más difuso. —Sí, es algo evidente que no debe extenderse mucho en explicaciones… Lo bueno de este tipo de países es que el dinero corre a raudales. Por eso estáis aquí, para hacer negocios con el pulgar del General estampado en un 177

contrato que no vale sino como papel mojado; al General hay que ganárselo, y saber que un papelucho firmado por alguien que enviaría a la horca a su propia abuela vale todo lo que lo tengas contento. —¿Y usted… —sopesó Carlos —…lo tiene… “contento”? —preguntó al fin, a tenor de que su pregunta sonaba a tanto de oportunismo como de prostitución de lujo. —No, no me dedico a eso. Al menos en exclusiva… y aquí aún no he tenido que llegar a usar esos medios. Soy una periodista… o una “antiperiodista”, como quiera llamarlo —y se aireó el pelo, tanto sofocada por el calor como por lo que iba a confesar. —Aquí mi cámara y yo íbamos a hacer un reportaje que fuese favorable al General… Todo es cuestión de perspectiva. El General no es mejor tipo que el dictador que ahora mismo tenemos en el poder, pero intentamos enfocar las atrocidades del bando que vamos a desmoronar y obscurecer los medios por los cuales el General va a hacerse con el poder. Ambos son monstruos de la naturaleza, pero ahora mismo no nos conviene presentar al mundo al General como si fuese una alternativa más desastrosa que el gobierno actual. —…Pero… Aquí hay guerra —dudó Carlos. —¿Qué hace una mujer tan hermosa como usted en este lugar? —¿Hermosa…? —y la mujer se medio miró de arriba abajo, para entender el trasunto de sus tetas. —¿Esto…? —dijo, sobre sí, y para abrirse la camisa y enseñar aquel sujetador perfectamente tenso, adonde las dos esferas que debieron inspirar la redondez milimétrica del universo conocido. —Son operadas… Mi pelo tiene extensiones, pero de piel natural. Mis labios, mi piel, mis orejas… todo ha recibido tratamiento. Soy una inversión estrechamente ligada a la perfección —y se sonrió, enseñando una dentadura ejemplar. —¿No os dais cuenta…? Todo es cuestión de imagen. La gente no va a creerse que una tía 178

buena como yo vaya a venderles un reportaje televisivo oscuro y manipulado. Si en el documental que estamos filmando miran mis tetas y se olvidan del General, mejor. Intentamos enfocar las represalias del gobierno contra los “pobres” rebeldes a las órdenes del General. Como todos son negros, a menudo las mismas víctimas del General sirven para ese propósito —y nos miró las caras, viendo la desazón general. —Trabajo para una industria creciente de la desinformación —explicó. —El General necesita crédito en occidente y nosotros se lo damos dándole credibilidad y honradez. Da igual que despilfarre la ayuda económica para la guerra, porque recibirá más… y tanto da cuánto más reciba, porque vamos a sacar mucho más dinero de estas tierras empapadas de petróleo de lo que tire en estupideces. Nadie dijo nada. No había nada que decir… acaso intentar entender porqué todo el mundo se confesaba con nosotros. —Dentro de unos días será el cumpleaños de la madre del General —añadió la periodista. —¿Sabéis que va a regalarle su hijo? Cuando llegue al poder va sacar a todos los matricidas de la cárcel y los va a mandar ejecutar. Imaginaos, ¡qué regalo! Sin comentarios… —El actual presidente tampoco es una delicia — sopesó, para justiciarse. —Es un hombre tan burro que cuando llegó al poder mandó matar a todas las personas que llevaran gafas, considerándolos a todos posibles intelectuales que podrían poner en riesgo su poder —y se sonrió, mientras se abanicaba con la mano. —Fidel Castro tampoco dejar escribir la palabra libertad; conlleva cárcel. Kim Jong-Il, el dictador de Corea del Norte, prohíbe en su país Internet y las películas extranjeras, pero es un experto hacker y ha escrito libros sobre el cine que se hace en Hollywood. También Saddam prohibía las películas porno… —y la periodista volvió a sonreírse, no sin el 179

pudor de quien ha vivido un poco de todo, y no tanto como para querer contarlo. —Al General le gustan las rubias… Por eso soy rubia… A Kim Jong-Il también le gustan las rubias… Eso lo explica todo —y suspiró, quizá más por cansancio que por remordimientos. —Los bancos, los inversores del submundo, los gobiernos… todo el mundo va a codearse con estos asquerosos, mientras de cara a la galería se les critica abiertamente en cuanto empiezan a descontrolarse, a sabiendas que ya nacieron descontrolados; ¿no creéis que se va a derramar sangre inocente para que el General llegue al poder, para que los financieros y magnates del mundo puedan atiborrarse de los que les de la gana? Hay mujeres que desayunan por mil euros todos los días, y chavales conduciendo deportivos tan caros como lo que la gente normal y corriente gana en diez o quince años y parar no terminar de pagar sus hipotecas. Así es el mundo. …Un raro discurso. Irónico, cansado, dramático… Aquella mujer sopesaba la basura en la que vivía, y la escupía con una sinceridad legítima de quien come de toda esa mierda para sobrevivir. Se peinó, tomo aire, se sonrió a sí mismo en un pequeño espejo de bolsillo donde se dio nuevos aires, y luego sacó una especie de micro inalámbrico de adonde no parecía existir tal cosa. Del otro lado, el cámara sacaba una especie de filmadora de bolsillo, tan pequeña que casi se le perdía entre las manos, para grabarla. —Estamos acompañando a esta delegación de expertos científicos e ingenieros contratados por el General Ameba Livingston —relató, a quienes del otro lado del aparato aún no existían sino para cuando enviaran por satélite el documental. —La ansiedad del General por procurar a su pueblo las ayudas sociales relativas a sanidad y educación lo ha llevado a entender que el futuro de su país pasa por extraer del seno de la tierra ese oro negro tan necesario para la reestructuración de una nación en decadencia. Sí, 180

es un General, proviene del ejército y habrá derramamiento de sangre, pero es un mal menor comparado con permitir la escalada de violencia y la absurda gestión del gobierno actual. El General… —y, de repente, hubo disparos. Cerca, y lejos… Un verdadero lío. Por instinto miramos a todas partes, pero también a la periodista, que relataba “el directo” con ansiedad y preocupación por las balas, pero sin dejar su cháchara ni de mirar a la cámara. —¡…Parece que nos están atacando! —dijo. —¡Nos están lloviendo las balas! ¡No puedo ver de dónde vienen…! Y, como idiotas, no sólo atendíamos los alrededores en busca de los asaltantes, sino que asimismo nos hipnotizábamos de la periodista tal y como si estuviésemos siguiendo un noticiero en riguroso directo.

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Capítulo vigesimosexto …Vi a los críos caer al suelo. Les habían volado la cabeza. Otro terminaba rindiéndose, mientras aparecía un centenar de encapuchados de entre la maleza seca, de la arboleda seca… de la sequedad misma del aire… Lo cazaron, lo apalearon, lo ataron… A nosotros nos sacaron del auto, mientras de alguna manera permitían que la periodista siguiera informando, y el camarógrafo grabando: —Estos hombres deben ser agentes infiltrados del gobierno… Llevan los fusiles FAMAS que el gobierno francés suministró al ejército regular… —y, de alguna manera, alguien la cogió del cabello, y para que ella cayera como por pantomima. Al cámara le quitaron la filmadora, pero la trataron con todo mimo, sin que cogiera apenas el polvo de las manos de quien la confiscaba. Empero, a nosotros nos dieron de patadas. Mis rodillas crujieron en cuanto caí al suelo, mientras oía los retorcijos del estómago de mi hijo Carlos, a la vez que, aunque cesaran las balas a nuestra vera, seguían los tambores de su pecho, por un corazón desbocado. De hecho, aunque a la periodista se le zafaron los botones de la camiseta, mi atención era para con mi hijo Carlos, al que le temblaban los cachetes y, por poco, los ojos se le iban a resbalar de sus cuencas, de tanta sorpresa que le cabía en la cara. Entretanto, vimos cómo el chaval que conducía el Ural lograba escaparse entre el coladero de las últimas balas. El camión ruso serpenteaba la distancia con el desbarate de los terremotos, perdiendo mercancía a cada salto. Le creímos el fin para cuando vimos que se le atravesaba adelante un río, que debía de ser de chocolate para bollos. Nunca creímos que escaparía de esa, pero el maldito camión siguió avante, escupió humo como con ganas de convertirse en locomotora y, pese al tonelaje, logró

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atravesar las aguas con las andanzas de un grácil hipopótamo. …Para nada… Lo hacíamos a salvo, al menos, pero uno de aquellos cabrones sacó un lanzacohetes y de éste voló como serpentina del diablo un misil. Por él, el Ural explotó por los aires, cayendo panza arriba como una tortuga. —¿Así que tú eres el maldito bastardo que nos reventó el coche? —saltó la periodista, cogiendo al artillero por el cuello. Lo zarandeó, entre las risas del resto de los asaltantes. Aquél se encogió de hombros, en cuanto lo dejaron, y se rascó la cabeza mirando el artilugio con el que disparaba, perjurándose llegar a dominarlo algún día. Quizá domarse a sí mismo. —Bueno, pase de que casi nos volases la cabeza —dijo la rubia, —pero para la próxima no hace falta darle tanto realismo; ¿me has grabado bien? —preguntó ahora al camarógrafo, refiriéndose a la captura que nos habían hecho. —Psss —sopesó el tipo. Con lo del Ural no me había fijado bien, pero el cámara había recuperado la filmadora para grabar aquella última explosión. Manipuló la máquina, volviendo al momento en que cogían a la periodista del cabello para echarla a tierra. Ella misma supervisó toma, y torció la cara inconforme con el resultado: —Joder, vaya mierda —dijo. —Vamos a repetir la última parte. Y sí, el mundo es muy hijoeputa. Sin saber aún porqué, nos metieron de nuevo en el Land Rover y esperaron una señal, entonces, volvieron a jalarnos afuera, a echarnos al suelo, a maltratar a la periodista… Estábamos filmando una especie de película preconcebida, por la que, por cada toma, mi hijo Carlos se iba empequeñeciendo. Casi le nacían los pucheros.

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—Pero… ¿Esto qué es? —preguntó, mientras le vendaban los ojos y le ataban atrás las manos, la misma guisa que todos nosotros. …El resto fue caminar, y calladitos porque volaban los culatazos. * * * Por puro instinto de quien ha estado en la cárcel, lo primero que tuve en mente fue proteger mi trasero, y muy por encima de mi propia persona. Ser violado, que jamás me tocó en la vida, es una de las mayores preocupaciones de los que están entre rejas, y sentirme atado, con todo fuera de control, me devolvió la ansiedad que ya tuve en mis primeros años de presidio. En realidad, ese sin vivir duró lo mismo que aquella tenebrosa caminaba bajo el sol, donde terminamos renqueando de puro agotamiento. Luego recuerdo un alto, un milagroso alto, donde, de mera quietud, pensé que estábamos a salvo. Sin embargo, nos dieron algo de beber. Como buen bebedor, yo le note enseguida el raro gusto, pero transigí tomarlo todo, hasta la última gota, porque mi cuerpo reventada de sequedades. El deje final de gusto de aquella cosa me hizo entender que tenía efectos somníferos, puesto que la lengua se me quedó muerta. Luego le siguió la mandíbula, y entonces el mundo dio vueltas. No tardé en echarme voluntariamente al suelo, con parsimonia, esperando encontrarme a todos los cabrones que había conocido allá en vida por las glorias del cielo. …Pero no morí. No fue el final, sino una resaca. Cuando abrí los ojos estaba en un cavernoso cuarto sin mobiliario alguno, iluminado por la paz bendita de la luz que entraba por un ventanuco enrejado, tan alto que la luminosidad parecía no por llegar al suelo. En éste,

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repartidos con suerte de borrachos, estaban los ingenieros… y mi hijo Carlos, con el trasero cuasi al aire. Dormidos… Roncando… Drogados… como lo estuve yo. Acaso, mi buena tolerancia a los embates del alcohol me había ayudado a desembarazarme pronto de aquella toxina. No dudé en ponerme en pie, con el tino de los primeros pasos de un bebé, y echar una meada allá adonde no había nadie, adonde se me antojó la esquina más distante a la incierta cuadrilla. Aprovechando esa misma soledad, di de vueltas a los cuerpos para verles las caras. Quizá los tiros en la frente, pero éstos no estaban. Todo el mundo respiraba. Solamente, éramos rehenes. También di de vueltas a la estancia, vendo la sangre como pintaderas en las paredes. No había ni telarañas, por lo que debíamos estar adonde más aburridor se volvía el desierto. Fresquitos, porque aquella era en realidad una caverna del mal tallada a cincel. —…Carlos… hijo —lo llamé. Era, en efecto, la primera vez que lo llamaba así, que lo reconocía como vástago mío. Eso me hizo titubear, rascarme la cabeza y escupir para un lado, perjurándome, por sentirme incómodo, a no usar nunca más la palabra hijo. — Carlos… —y lo abofeteé, para sentir aquellas mejillas fofas como rellenas de paja. Balbuceó algo, y le bailó una salivilla blanca como la leche. Le pegué, casi con ganas. Fue entonces cuando abrió los ojos tan a bote pronto como se enciende una bombilla. Eso sí, se quedó quiero, mirando el techo de la caverna antes que mi cara. Tuve que girársela hacia a mí, cogiéndolo por los morros, para que hallara mis coordenadas y me prestase atención: —Estamos vivos —lo consolé, en su propia somnolencia. Ésta le dudaría un buen rato, mientras yo me dedicaba a despertar a todo el mundo. Por haber, había 185

diferentes impresiones del momento. Algún que otro ingeniero reptaba para atrás, al verse renacido, con el asustadizo ridículo de los animales que habitualmente son devorados. Otros se daban media vuelta para seguir durmiendo, hasta que yo les daba una patada. Otro convulsionó, para luego tumbarse boca abajo y vomitar cualquier cosa. …Tardaron en reaccionar, en que alguno empezara algún tipo de rezo en su propio idioma. Eso entendí de primeras, porque, del miedo, aquel tipo estaba recitando puras fórmulas científicas. Al cabo, otro vomitó, y luego se fueron contagiando el tonto virus de la apetencia para ir vaciando el podrido de sus estómagos con buches desiguales. “¿Jugamos a las cartas?” dijo alguien, sacando de su bolsillo una baraja, Era demasiado pronto para adoptar roles de preso. Apenas nos estábamos adaptando a la idea de que tardaríamos en respirar aire puro; se colaba una brisa, pero se avenía tan cargada de calor que allá por donde circunnavegaba nuestros cuerpos y adonde no estaba se sentía una notable diferencia de temperatura. Otras propuestas supusieron intentar llegar al ventanuco, mirar afuera… pero allá todo el mundo era un inútil estudioso y no había medios anatómicos como para que nadie se subiese encima del otro. Carlos pidió perdón, pero tenía que defecar como fuese. Fue lo primero que hizo, tras reencontrarse consigo mismo. Se excusó de ser tan guarro, pero, quizá pensando en que asimismo le fueran benevolentes llegado el caso, cual pareció excesivamente comprensible con el proceso. De hecho, a dedo y mutuo acuerdo designaron un rincón como el “rincón de las cacas”, adonde todo el mundo debería ir para reciclar las urgencias de su cuerpo. …Tocaron a la puerta. Sí, había una puerta. Se nos había pasado por alto. Estaba en el lado más oscuro de la habitación, cerca de adonde Carlos estaba cagando. De 186

hecho, seguía haciéndolo cuando, en realidad, quien no estaba tocando sino manipulando sus cerrojos, la abrió y para empujar a alguien dentro, cerrar a cal y canto y devolverse por donde había venido. El resultante de esa operación fue nuestra reportera, humillada y trasnochada. La habían apaleado con moderación, pero para dejarla algunas nebulosas verdes en los pómulos. Su pelo ya era una fregona, y la habían desbaratado tanto la ropa que entendíamos que la habían desnudado varias veces. Nos miró con rabia. De hecho, ahora mismo tendría rabia de todo cuanto tuviese pantalones en este cocino mundo. —Pues han matado a mi cámara —dijo la mujer. — Yace con una ballena varada, allá afuera, con un tiro en la nuca. …Muchos aún no habían entendido muy bien la situación. Por eso la arroparon, y la buscaron el sitio más cómodo, que era aquél que, geológicamente hablando, debía tener el piso más blando. Allá hincó sus posaderas, mientras mi hijo Carlos perpetuaba su defecación de puro nervio, tan capaz de soltarlo todo por ansiedad, como de retener un tren de mercancías por confuso. —Pero… —dije. Yo era, hasta entonces, un mero observador… pero de repente tomé vida: —Pero usted nos ha vendido. —Ajá… por un cuarto de millón de dólares —resopló, mientras alguien le componía la botonería de la camisa, y algún otro la dejaba alguna prenda de más para que se apoyara en la salvaje pared sin hacerse mucho más daño. —Llevo un GPS en el móvil y me tenía que colar en vuestro coche para que os pudieran encontrar y secuestrar… —y se miró la pinta, dejando los pormenores de sus malicias a un lado. —Estoy espedida, eso está claro —concretó. —Ya hay otra reportera haciendo mi trabajo. Conozco el negocio… Supongo que se habían disparado rumores de que mis reportajes eran fraudulentos; nada 187

mejor para desmentir eso que hacerme víctima a mi misma de las falsas barbaries que hasta ahora filmaba. —No entiendo —dijo alguien. —Hay que ser idiota para no entender… No habéis venido aquí para negociar ni estudiar nada. Habéis venido porque Chávez se cartea con el General apoyándole en su “noble” causa. Ya sabéis, la Revolución Bolivariana confidente de la Revolución en África. Cosas de idealistas… Sois carnaza de noticia… Os iban a secuestrar los hombres del gobierno para fingir que los hombres del General os habían capturado a cambio de ayuda militar. —…Pero no son los hombres del gobierno —quise puntualizar. —No, no lo son. Son Washa, interpretando un papel. Así desacreditaríamos al gobierno, fingiendo que el gobierno quiere fingir que los hombres del General mercadean con vidas occidentales, que el General juega sucio. …Y ahí terminó la charla, porque algunos tenía el rebote de la droga y volvían a dormir, o porque otros tantos sentían la necesidad de defecar e iban intercambiando posiciones adonde lo oscuro. Había decepción, confusión, resignación… pánico… El suelo terminaba esperando a cada cual, que, de dar vueltas, terminaba en esa horizontal de los que esperan eternamente. Tumbados, con más o menos glamour… —No te voy a preguntar dónde estamos porque geográficamente los de mi tierra no estamos muy puestos —dije a la periodista, sentándome a su lado, —pero al menos sabrás algo del procedimiento de todo esto. —Ah, no se preocupe —resolvió, suspirando. —Esto no es rápido. Como puede llegar a entender, en medio del desierto no hay cabinas telefónicas. En la primera semana enviarán la grabación de nuestro secuestro a los medios de prensa occidentales. Luego habrá una semana de 188

incertidumbre y hasta que quieran volver a remover el asunto. Lo sé porque trabajo… —y se contuvo, rectificando: —…trabajaba en la agencia que lo organiza todo. Es algo así como puro marketing comercial. En este caso, el General va a sacar partido de este fraude sobre fraude sobre su imagen pública. Eso avivará a los inversionistas, que sabrán de lo sucio de la jugada y entonces invertirán, y mientras sepan que la opinión pública ve con buenos ojos al General. En cuanto salgan a la luz las atrocidades de éste, será momento de recoger los frutos, de empezar a desmantelar el tinglado. Mientras, tenemos de tres a diez o quince años de chollo. —…Y ahora usted está cagada de su propia mierda — acerté a decir, mientras la gente se devolvía precisamente de eso, de trasuntos sucios. —Sí… Y lo acepto. Es parte de la vida del mercenario —y se dolió de algo, de algún moretón del que aún no le habían llegado señales al cerebro, quizá porque había otros muchos que le dolían mucho más. —Entiendo que me quieran fulminar; es una buena jugada. Con ello ganarán mucho dinero. —Se… señorita… —dijo Carlos, casi como renacido de entre las sombras, y sobretodo porque había expulsado al mal de su interior. —¿Le han hecho daño? Yo lo miré como si fuera tonto. Mientras, la periodista se abrió la camisa, enseñando el moreteado… que no terminaba siendo todo de palos, sino de chupetones. —Me han violado un sinfín de negros, ¿contesta eso a su pregunta?

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Capítulo vigesimoséptimo Para todo lo que le habían hecho, la malévola periodista tenía bastante buen humor. Se excusó diciendo que había tenido ya tres novios negros, que a las rubias les gusta el polo opuesto y el que se la hubiera merendado tanto mandinga no le importaba tanto. Acaso, por cada turno tuvo la curiosidad de saber la falla de cada cual, por tipos de guerra que se avenían faltos de un brazo, una pierna, un ojo… casi como si se pudiera componer un cuerpo entero con las faltas de todos ellos. …También dijo que aquellos asesinos había terminado por colgar a quienes de nuestra escolta había sobrevivido a las balas. África era así, con gente a la que le falta algún trozo y colgados de los árboles. A veces, con desgraciados sepultados adonde un pozo. Apedreados, colgados boca abajo, entregados a las fieras… y sin distinciones de niños a adultos. Aquella mujer estaba hasta los topes de sangrías, por lo que se tomaba el encierro con toda la naturalidad del mundo. De hecho, entretanto el resto se comía los sesos debatiendo cómo salir de aquélla, la bien aprendida periodista, un expresidiario como yo y el idiota de las cartas terminamos jugando unas partidas de póker en las que apostábamos las piedrecitas que íbamos encontrando. —¿Y llevas mucho tiempo haciendo esto? —la pregunté, por la rutina de comentar algo mientras se juega. Me miró: —Soy ambiciosa. He tenido una vida fácil, pero cuando te metes en una agencia de modelos que te lleva a un yate de jeques salidos la vida te puede cambiar. Enseguida aprendí a moverme entre esta gente. Dejé mi carrera de periodista y hasta que terminé convirtiéndome en una por puro oficio; necesitaban una cara bonita

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delante de la cámara y que no tuviera muchos escrúpulos. Creo que ésa era yo. —La entiendo, señorita —dije. —En mi tierra, a menudo la gente se ve abocada a trabajos para los que no nacieron, pero para los que renacen como el ave fénix. Usted es una especie de sicario de la información. —Sí, algo por el estilo. —Pero eso es indigno —saltó mi hijo. Su viveza me dejó perplejo. —Señora —dijo, —lo que usted hace es engañar a las personas. Usted nos ha metido en esto. —Yo no les he metido en nada. Me pidieron que cubriera esta noticia, nada más. Se suponía que iban a volarnos por los aires el coche para empezar el reportaje como víctimas, como bravos reporteros que se reponen de la tragedia… como excusa para subirnos a la caravana de ingenieros que luego iban a ser secuestrados y así grabarlo todo. Lo que no cabía en mis planes era que yo misma iba a ser parte del truco, que dispararon nuestro coches sin importar mucho si yo moría entonces o ahora, habida cuenta de que de una u otra manera no dejaba de ser una víctima de este gobierno corrupto y una victoria para el General, que aparecería como un ángel salvador; también salvaron al Emperador Hirohito, presentando a uno de los mayores genocidas de La Segunda Guerra Mundial como a un angelito de porcelana y nubes de algodón. —Pero usted debería casarse, tener hijos, vivir en una bonita casa… —añadió Carlos. —Eso es muy machista, amigo. —Le viene de sangre —dije yo. —Pero yo opino que la mitad de la Humanidad femenina debe estar en casa, y la otra mitad afuera, atendiendo a los hombres casados. —Pues mire, esa es una buena perspectiva —dijo ella. Entonces miró a mi hijo Carlos. —…Y usted debería estar con su mujer, en casa, atendiendo sus huertos ecológicos. —¿Mis huertos…? ¿Los conoce? 191

—Salieron en el reportaje. De hecho, todo lo que usted hace está bien dentro de los límites de su casa, porque afuera es un desastre. —No la entiendo… —Yo sí… Usted cree que trabaja para una empresa limpia que lleva a los hogares de todo el mundo los deportes del fin de semana, la calefacción, que da ganas a la lavadora para que su mujer no tenga que desmembrarse en el lavadero… que le lleva emotivas cartas de viejos conocidos… pero cada litro de petróleo que sale de estas tierras no hace sino derramar otro tanto de sangre de la gente que se desvive en este país. Allá va la gente desde casa al trabajo en sus cochecitos alimentados de petróleo, mientras en este lugar la gente no sólo va al trabajo caminando, sino que su trabajo es caminar con pesados bultos de carbón al hombro, de tentar la piqueta casi a oscuras para extraer los diamantes que señoritas tontas llevan del cuello… todo a costa de gente que puede no haber visto nunca una bombilla en su casa… —Bueno, señorita… ¿y qué pretende, que retrocedamos a la edad de piedra? —dijo alguien. —No… De ninguna manera… Jamás hemos salido de la edad de piedra. La gran mayoría de la gente que trabaja aquí no cobra nada, sino que nuestros mercenarios llegan a sus casas y los obligan a punta de pistola a recoger los minerales que occidente se lleva sin dejar sino una exigencia de producción; o tanto al mes, o te pegan un tiro. Es así de fácil. Aquí no hay contratos laborales. Has estado toda la puta vida pescando en el río, y de repente te ves trabajando en una mina adonde tienes que entrar como un gusano, reptando. Rascando el barro… A ver cuando abrimos los ojos —y la mujer tiró las cartas a “la mesa”, ganando la partida con una escalera de color. —Te pegas toda la vida criando pollos, tienes consolidado un negocio familiar que da de comer a tu gente… y viene un supermercado francés a vender pollos congelados a mitad 192

de precio. Te jodes… No le des más vueltas… No preguntes cuánto se gastan en fiestas y excesos los occidentales que reconstruyen países como éstos. Los consultores privados contratados para asesorar los cambios cobran hasta mil dólares diarios. El cuarenta por ciento del dinero que ofrecen los países occidentales para la reconstrucción se reingresa en servicios de empresas occidentales, en burocracia, en peritajes… Se gastaron quinientos mil dólares de los Fondos de Ayuda al Desarrollo para vestir la cúpula de la sede Europea de Las Naciones Unidas, como si el tercer mundo necesitase un bochornoso chiringuito en el Viejo Continente. Si vas a construir una carretera humanitaria, usa gente del lugar donde estás, no traigas maquinaria de afuera; con lo que en occidente se hace un kilómetro, en África se hace una autopista entera. Todo es puto negocio —y la mujer se puso en pie, avivando a los ingenieros a tomar asiento en torno a la “mesa de póker”. —Yo no iba a dejar escapar esta oportunidad de moverme adonde el dinero fácil, porque otra lo aprovecharía por mí… Tengo mi apartamento en Manhattan, mi deportivo rojo, mis zapatos y mis bolsos… Ahora tengo que pagar como acaso vosotros vais a pagar el trabajar para empresas que pertenecen a la Mafia X. —¿La Mafia X? —dijo uno de los ingenieros, mientras “tomaba asiento”. —La Mafia X… Una macroorganización secreta que domina este planeta. No es una cúpula única, sino que trata de equilibrios de poder entre familias, amigos, poderosos… Se reúnen de vez en cuando para decidir el rumbo que tomará el mundo —y, habilidosa y manipuladora, a los tipos los fue acomodando en torno a las cartas. —Mueven la bolsa, motivan las guerras, promueven dictadores… Los precios, la sanidad… Hunden un país para conseguir que se endeuden, y promueven una enfermedad nueva para vender millones 193

de vacunas innecesarias —y nos miró, ya con todos los jugadores acomodados. —Este mundo no lo hice yo; me lo encontré así… Anda, vamos a jugar al strip póker. * * * Llegó la noche, y un frío invernal. Se nos colaba la luz de la Luna con su siniestro azul, que se nos antojaba más alentador que el rojo de la sangre, que se nos avino al amanecer para avivarnos la imagen de un machete. Ese mismo rojo despertó de nuevo nuestro miedo, mientras en la madrugada el silencio sólo había sido roto por el aleteo de algunos insectos gigantes… y ahora sonaban las voces de los negros que nos custodiaban. Descubrí que cada cual había sobrevivido como había podido. Algunos se habían abrazado con inconsciencia, y ahora rectificaban la falla que, al cabo, les había evitado los reumas. La periodista había amanecido medio desnuda, como debía ser. Anoche, sin que nos diésemos cuenta, alguno de aquellos captores la volvió a reclamar. Fue un visto y no visto, para que nos dejasen algunas mantas que nadie había visto sino para cuando ya era demasiado tarde y se avivara el calor. Entonces, junto a una cubeta de agua medianamente potable nos trajeron el desayuno, en una palangana común donde se alborotaba una pasta blanca que me recordó a la esencia de coco. Aún tenía raíces negras, que la cruzaban como si el menú hubiese caído al suelo de una peluquería. Empero, era así, como alimento de puercos. Allí metimos las manos, por instinto, y para que la periodista nos las palmease con una sonora riña: —Quietos, panda de guarros… En África se usa una mano para ir al baño y otra para comer —puntualizó, como norma que nos caía a la moral como con niños en plena fase educativa. —La mano izquierda es para el pipí, y la derecha para comer, ¿queda claro? 194

Tenía sentido, a la vista que por allí no teníamos agua y jabón. En tanto, eso podría definirse en que en aquel continente todo el mundo tiene una mano elegante y una apestosa, lo que me hizo pensar que ojalá esa misma fuese distinta a la del saludo. * * * …Ya habían pasado cinco días cuando empezamos a estar hartos de comer aquella bazofia. Nuestra volátil mente occidental estaba acostumbrada a una variedad más colorida, a un despilfarro de los sentidos que ni el soñador más aventurado podría llegar a imaginar en la dichosa pasta blanca. No lo dudé, y busqué otros medios alimenticios. Porque los había… Crecía un exitoso musgo verde que por las noches nos helaba el culo, el mismo que, al olerlo, me recordó el italianísimo sabor de la albahaca. A tientas de dejarse comer, un ratoncito sabanero hacía asimismo las incursiones de la madrugada por nuestros pies, y hasta que conseguí atraparlo de un pisotón. Entonces, en la noche más oscura, lo despellejé, le saqué los órganos de sabor amargo y le aparté de la mera carne los órganos que intuí cobraban otra textura, otro sabor… Al amanecer, un mechero y una camiseta prendían con la paja que pude ir barriendo de toda la estancia. Unas piedras que sonsaqué de la pared más arrumbada me sirvieron de cacerola, mientras añadía algún gusano enorme que se colaba acá por entre la tierra resultante. …Olía a las mil maravillas. Mis manos eran pura magia, manera de poder sazonar un limón y hacerlo pasar por dulce. Porque hay cocineros de nacimiento, así como la niña que va para puta y no la va a enderezar nadie. Aquel magnífico olor a cocido fino se filtró caverna arriba, y no tardamos en sentir a los negros en el ventanuco, tras la puerta… cuchicheando… 195

Nadie pretendía que fuese nuestra particular última cena. Simplemente, un almuerzo de postín, donde comimos de a cachos que se perdían en la extensión de la mano, pero que sabían a gloria bendita. * * * —Nos contastes los planes como hacen los malos de las películas —le reconocía a la periodista, con una medio sonrisa. —Remordimiento, ¿o qué? —No, no era remordimiento —y se lo pensó, sin saber realmente porqué nos había puesto al tanto de sus malicias. —Puede que se tratase de una forma de autoafianzarme en mis propósitos. Repasar el plan A… etcétera… No sabría contestarle. —No fingió muy bien; enseguida les vi algo extraño. —Sí, es cierto. Y lo raro es que advertimos que algo va a pasar pero no hacemos nada. Usted no hizo nada. —No… —Somos así de idiotas, ¿no le parece? —Vamos tropezando. —Dejándonos caer… * * * —Espero, señorita, que no empecemos a comernos los unos a los otros —la dijo mi hijo Carlos. La solíamos pasar tumbados, sin mucho más por hacer que dejar correr el tiempo, aunque éste se hubiese congelado. —Me reservo mis prótesis como postre, como si fuese gelatina —se sonrió ella, sin ganas. —Espero que no me folléis cuando esté muerta. —No, nosotros no somos así. —Y una leche. Nadie es como parece ser… Acá los curas en sus misiones de conversión violan a los niños. No, me equivoco: llegan a un preacuerdo comercial para 196

recibir sexo a cambio de comida. Nadie va a denunciar eso, si acaso te dan de comer. —No creo que el mundo esté tan podrido. —¿Podrido…? ¿No sabe nada de los laboratorios en vivo, con poblados de negros sometidos a vacunas experimentales, previa introducción de las enfermedades? Se ahorra mucho tiempo no porque las medicinas puedan legalizarse inmediatamente, sino porque ponen en el camino correcto a las empresas farmacéuticas. Luego de saber los resultados, se hacen los teatrillos con ratas de laboratorio y luego los procesos burocráticos, pero saben que tienen la partida ganada. ¿No sabe de los talleres de ropa de marca, donde los niños cosen las zapatillas que llevarán nuestros deportistas de élite…? —y volvió a cerrar los ojos, porque el frío de la madrugada pedía olvidarse del mundo lo antes posible. —Que me follaran después de muerta me parecería hasta lógico, dado cómo está todo. * * * …Y, de repente, ya no hubo nadie del otro lado de la puerta. Oímos disparos, un coche… unas voces… …Se habían largado, dejándonos en la estacada. Nos iban a matar… pero sin hacernos nada. Tan nada, que, simplemente, nos iban a dejar estar. Estar un sitio… El menos indicado, pero dejarnos… Morir… por… dejarnos. Sin armas, como cuchillos o pistolas… Sólo soledad. * * * Hicimos aerobic, manera de mantenernos vivos en aquella madrugada infernal donde creíamos que iban a formarse estalactitas de hielo en el techo.

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Ya hubo quien quiso morirse, de convulsiones de abrazado en sí mismo, hablando en voz baja lo que nadie quería escuchar. …A la semana, los platos de comida volaron. Ya no parecía haber nadie detrás de la puerta… Andábamos ojerosos y escuálidos, con la ropa deshecha y con colores corporales. La gente ya empezaba a rifarse a mi hijo Carlos, pues, de alguna manera, de día era frío, como si estuviera hecho de sequedad polar en su interior, alimentado de helados como estuvo siempre, y por la noche se calentaba a sí mismo con un gracioso oso de peluche. Todos empezamos a abrazarnos a él. Era nuestra almohada. Sin embargo, aquella otra noche no sentí su panza bajo mi oreja, sino el frío suelo. Fue entonces cuando desperté, lo busqué, y entreví su trasero blanco y luminoso, como fosforescente en la oscuridad, en un vaivén propio de quienes follan de pie. Más allá de él, la periodista, viciosa de sus hormonas, se dejaba penetrar con un ansia demoníaca. No fui el único que lo vio. Otros ingenieros hicieron oídos sordos, sabiendo que, de todos modos, todo el mundo defecaba en el mismo sitio… y las necesidades humanas, por muy civilizados que fuésemos, seguían estando ahí. Y algún otro pidió su ración de sexo, por caridad, y sólo a uno más, la ahora grata periodista, lo contentó, para hacernos sentir más animales de lo que realmente intentaba camuflar nuestra mera habla.

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“¿Siempre pensaste que la vida tenía una finalidad, Carlos?” le pregunté. No dijo nada. Estaba hecho polvo porque le había puesto los cuernos a su mujer. Miraba las sombras de los muros, intentando que algún relieve le recordase la tiesa dignidad de su esposa. alguna mirada, algún atisbo suyo… “Dígame, padre?” despertó. “…Que si pensabas que la vida llevaba a alguna parte.” Y titubeó, pensando qué responder. “…Parece que esto camina mientras hay algo, ¿no?” sopesó. Yo asentí. “Sí, pensaba que habría una especie de banda sonora final, como la cúspide de todo lo que has caminado”. “Bah, bobadas… ¿Quién dijo que esto debía llevar a alguna parte? Estamos entremedio de lo que sucede, pero lo que sucede puede que no seamos nosotros”. “Sí, padre… Creo entenderlo… Esa gente se ha ido, ¿verdad?” “¿Los captores? Sí, creo que sí. Anoche estabas tan sumido en tus remordimientos que no oíste los disparos. Eran lejanos, como si se aviniese una tormenta. Les oí las pisadas, como escabulléndose de este lugar”. “Y, entonces, ¿quién va a rescatarnos?” No respondí. Luego hablé: “...Hay gente que ve milagros por todas partes, gentes para la que la vida es una esencia mágica donde todo tiene un principio y un fin. Lo he visto. Yo he tenido muchas fases desde que soy niño. Lo he investigado todo, pero al cabo he dejado de hacerlo para que todo me diese igual, para dejar que el destino me encuentre allá adonde esté. Me he hecho padre, de pacotilla, y nunca abracé el concepto de serlo. Fui ladrón, asesino, vendedor ambulante… Eso fue hace un minuto, sólo un minuto… y

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ahora soy un tipo sentado. Ni mucho más, ni mucho menos”. “Un tipo sentado…” sopesó Carlos. “Sí, un tipo sentado. Dentro de un par de días, a lo mejor soy un cadáver. Quizá será la preciosa periodista la que me viole los restos, o me comáis entre todos. Tal vez sea yo el que llegue al final, comiéndome vuestra carroña… A lo mejor llegan las fuerzas especiales de la ONU, nos sacan, te dan helado… a mí un buen trago… Quizá, dentro de quince minutos la periodista me deje acostarme con ella. Todo eso sucede, o deja de suceder… Es la vida, y en la vida ocurre todo aquello a lo que la vida le da la gana”. “La gana…” “Sí, la gana… Apenas tienes un timón, pero un timón que no gira muchos grados; hay cosas que no puedes cambiar… Hay momentos que llegan. Hay cosas que nadie puede mover…” “Mover…” “En esencia, aquí lo hay que hacer es pasar… Pasar, es importante. Es decir, estar ocurriendo que se está viviendo, que estás aquí… o allí, o bien jodido… pero estando… Al menos, estando… Por eso, en nuestra tierra, hijo, somos tan felices. Intentamos avanzar, aunque estemos embarrados. Caminar. Correr, si se quiere… Ahora mismo deberíamos hacer una gran fiesta, hijo, pasar nuestros últimos momentos en alegría, en jolgorio… Creer que nos emborrachamos, que oímos salsa… porque no puedo hacer nada por ti, Carlos. No puedo hacer nada por ti; a veces no hay helado para el postre”. Sopesó las cosas, y la cara le cambió de gesto varias veces. “Bueno, padre…” y me estrechó la mano. “Encantado de haberle conocido”. …No supe qué hacer. A veces la vida te pide algo grande, pero no pasa nada. Simplemente, las cosas pasan 200

y no sabes reaccionar. La filosofía que uno va ganando en la vida debería haberme enseñado algunas palabras para con aquel momento, pero no dije nada. Pasar, simplemente… Estar pasando y mientras dure. “Encantado”.

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