Utopías urbanas: geopolíticas del deseo en América Latina 9783954870745

Indaga la relación entre la emergencia de la ciudad americana como realidad geopolítica y la construcción del ideal utóp

197 21 5MB

Spanish; Castilian Pages 434 Year 2013

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Table of contents :
Índice
Lista de imágenes
Agradecimientos
Introducción
SECCIÓN I. La utopía y la ciudad contemporánea latinoamericana
1. La ciudad entre la nostalgia del pasado y la visión apocalíptica
2. Pasajes de la (in)seguridad: circuitos del miedo en la Ciudad de México
SECCIÓN II. Medicina, naturaleza y ciudad en las utopías de comienzo del siglo XX
3. Utopías higiénicas/utopías urbanas. Buenos Aires 1920
4. Utopía en práctica. Eugenesia y naturaleza en la construcción de la ciudad moderna latinoamericana
5. Utopías verdes: hacia una poética urbana de la conservación ambiental
SECCIÓN III. Utopía, vanguardia e imaginario urbano
6. Ciudad: de diosa a villana
7. Estridencia y escándalo: ¿metáfora acústica, estética o social?
SECCIÓN IV. Entre lo urbano y rural: modelos alternativos para pensar la utopía de/en América Latina
8. La Tierra adentro en Una excursión a los indios ranqueles de Lucio V. Mansilla como alternativa del poder político de Buenos Aires
9. De círculos y líneas rectas. Asimilación y exclusión en los espacios “vacíos” de dos utopías americanas
10. Coca y utopía en la narrativa de Alison Spedding
SECCIÓN V. Brasilia vis-à-vis Brasilia
11. Sobre la imposibilidad de (pensar) Brasilia
12. Brasilia, o la “ciudad letrada” de Lucio Costa
Sobre los autores
Índice onomástico
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Utopías urbanas: geopolíticas del deseo en América Latina
 9783954870745

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UTOPÍAS URBANAS: geopolíticas del deseo en América Latina Gisela Heffes (ed.)

Colección Nexos y Diferencias Estudios de la Cultura de América Latina 35

E

nfrentada a los desafíos de la globalización y a los acelerados procesos de transformación de sus sociedades, pero con una creativa capacidad de asimilación, sincretismo y mestizaje de la que sus múltiples expresiones artísticas son su mejor prueba, los estudios culturales sobre América Latina necesitan de renovadas aproximaciones críticas. Una renovación capaz de superar las tradicionales dicotomías con que se representan los paradigmas del continente: civilización-barbarie, campociudad, centro-periferia y las más recientes que oponen norte-sur y el discurso hegemónico al subordinado. La realidad cultural latinoamericana más compleja, polimorfa, integrada por identidades múltiples en constante mutación e inevitablemente abiertas a los nuevos imaginarios planetarios y a los procesos interculturales que conllevan, invita a proponer nuevos espacios de mediación crítica. Espacios de mediación que, sin olvidar los nexos que histórica y culturalmente han unido las naciones entre sí, tengan en cuenta la diversidad que las diferencian y las que existen en el propio seno de sus sociedades multiculturales y de sus originales reductos identitarios, no siempre debidamente reconocidos y protegidos. La Colección Nexos y Diferencias se propone, a través de la publicación de estudios sobre los aspectos más polémicos y apasionantes de este ineludible debate, contribuir a la apertura de nuevas fronteras críticas en el campo de los estudios culturales latinoamericanos.

Directores Fernando Aínsa Santiago Castro-Gómez Lucia Costigan Luis Duno Gottberg Frauke Gewecke Margo Glantz Beatriz González Stephan

Jesús Martín-Barbero Sonia Mattalia Andrea Pagni Mary Louise Pratt Beatriz J. Rizk Friedhelm Schmidt-Welle

UTOPÍAS URBANAS: geopolíticas del deseo en América Latina

Gisela Heffes (ed.)

Nexos y Diferencias 35

Iberoamericana • Vervuert • 

De esta edición: © Iberoamericana, 2013 Amor de Dios, 1 — E-28014 Madrid Tel.: +34 91 429 35 22 Fax: +34 91 429 53 97 [email protected] www.ibero-americana.net © Vervuert, 2013 Elisabethenstr. 3-9 — D-60594 Frankfurt am Main Tel.: +49 69 597 46 17 Fax: +49 69 597 87 43 [email protected] www.ibero-americana.net ISBN 978-84-8489-714-9 (Iberoamericana) ISBN 978-3-86527-765-7 (Vervuert) Depósito legal: M-238-2013 Diseño de cubierta: Carlos Zamora Diseño de interiores: Carlos del Castillo The paper on which this book is printed meets the requirements of ISO 9706 Este libro está impreso íntegramente en papel ecológico sin cloro Impreso en España

A Kenneth, Sarah & Nathaniel: arquitectos de urbes humanas, donde “todo lo imaginable puede ser soñado” y hasta el sueño más insospechado “es un acertijo que esconde un deseo”.

Índice

Lista de imágenes . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Agradecimientos Introducción Gisela Heffes

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Sección I La utopía y la ciudad contemporánea latinoamericana 1. La ciudad entre la nostalgia del pasado y la visión apocalíptica . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . Fernando Aínsa

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2. Pasajes de la (in)seguridad: circuitos del miedo en la Ciudad de México . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 87 Rebecca E. Biron Sección II Medicina, naturaleza y ciudad en las utopías de comienzo del siglo xx 3. Utopías higiénicas/utopías urbanas. Buenos Aires 1920 Diego Armus 4. Utopía en práctica. Eugenesia y naturaleza en la construcción de la ciudad moderna latinoamericana Fabiola López-Durán

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5. Utopías verdes: hacia una poética urbana de la conservación ambiental . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 165 Gisela Heffes Sección III Utopía, vanguardia e imaginario urbano 6. Ciudad: de diosa a villana . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 203 Raul Antelo 7. Estridencia y escándalo: ¿metáfora acústica, estética o social? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 233 Silvia Pappe Sección IV Entre lo urbano y rural: modelos alternativos para pensar la utopía de/en América Latina 8. La Tierra adentro en Una excursión a los indios ranqueles de Lucio V. Mansilla como alternativa del poder político de Buenos Aires . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 267 Annick Louis 9. De círculos y líneas rectas. Asimilación y exclusión en los espacios “vacíos” de dos utopías americanas . . . . . . . . . . . 305 Marisa González de Oleaga 10. Coca y utopía en la narrativa de Alison Spedding . . . . . . . . . 335 Gabriela Polit Dueñas Sección V Brasilia VIS-À-VIS Brasilia 11. Sobre la imposibilidad de (pensar) Brasilia . . . . . . . . . . . . . . . . . 359 Adrián Gorelik 12. Brasilia, o la “ciudad letrada” de Lucio Costa. . . . . . . . . . . . . . . 389 Farès el-Dahdah Sobre los autores Índice onomástico

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Lista de imágenes

Artículo 9 Figura 1 “Piano della futura colonia”. Anexo 1 b. En el libro de Danilo Baratti y Patrizia Candolfi, L’Arca di Mosè. Biografia epistolare di Mosè Bertoni (Bellinzona: Edizioni Casagrande, 1994, p. 737) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 310 Artículo 12 Figura 1 Lucio Costa, Plan Piloto de Brasilia (1957) (Archivo de la Casa de Lucio Costa, Río de Janeiro) . . . . . . . . . . . . . . 389 Figura 2 Detalle de la Memória Descritiva mostrando la urbanización inicial y los actos “coloniales” de posesión. Lucio Costa, Plan Piloto de Brasilia (1957) (Archivo de la Casa de Lucio Costa, Río de Janeiro) . . . . . . . . . . . . . . 391 Figura 3 [la fig. 3 consta de cuatro imágenes: a, b, c, y d] La Memória Descritiva presentada junto al plan para Brasilia. Lucio Costa, Plan Piloto de Brasilia (1957) (Archivo de la Casa de Lucio Costa, Río de Janeiro) . . . . . . . . . . . . . . 393

Figura 4 Detalle de la Memória Descritiva mostrando los terraplenes elevados del eje monumental y la triangular Plaza de los Tres Poderes. Lucio Costa, Plan Piloto de Brasilia (1957) (Archivo de la Casa de Lucio Costa, Río de Janeiro) . . . . . . . . . . . . . . 399 Figura 5 Detalle de la Memória Descritiva mostrando el terraplén elevado de la Explanada de los Ministros. Lucio Costa, Plan Piloto de Brasilia (1957) (Archivo de la Casa de Lucio Costa, Río de Janeiro) . . . . . . . . . . . . . . 401 Figura 6 Bosquejo del Sector Cultural de Brasilia mostrando áreas arboladas con sus respectivos espacios abiertos. Lucio Costa, Plan Piloto de Brasilia (1957) (Archivo de la Casa de Lucio Costa, Río de Janeiro) . . . . . . . . . . . . . . 403 Figura 7 Detalle de la Memória Descritiva mostrando la superquadra rodeada por un dosel de árboles. Lucio Costa, Plan Piloto de Brasilia (1957) (Archivo de la Casa de Lucio Costa, Río de Janeiro) . . . . . . . . . . . . . . 404

Agradecimientos

La publicación de este libro ha sido posible gracias a los subsidios del Departamento de Estudios Hispánicos, el Américas Research Center y el Decanato de Humanidades de la Rice University. Mi agradecimiento especial a Beatriz González Stephan, José Aranda y Nicolas Shumway. Quiero darles las gracias, asimismo, a todos los colaboradores de este volumen colectivo por su disposición inmensa, y por el constante apoyo que me ofrecieron en cada una de las etapas propias de la confección de este manuscrito. Dylan McNally, estudiante de subgrado en la Rice University, estuvo a cargo de la traducción del capítulo de Farès el-Dahdah del inglés al español. Le agradezco su renovado interés en estas utopías complejas que son los imaginarios urbanos de Latinoamérica.

Introducción Gisela Heffes

La traslación del orden social a una realidad física, en el caso de la fundación de las ciudades, implicaba el previo diseño urbanístico mediante los lenguajes simbólicos de la cultura sujetos a concepción racional. Pero a ésta se le exigía que además de componer un diseño, previera un futuro. De hecho el diseño debía ser orientado por el resultado que se habría de obtener en el futuro, según el texto real dice explícitamente. El futuro que aún no existe, que no es sino sueño de la razón, es la perspectiva genética del proyecto (Rama 1998: 20).

Utopías urbanas: una introducción En 1850, Domingo F. Sarmiento publica Argirópolis, una utopía urbana –o ciudad utópica– en la que no sólo propone la isla Martín García como capital y sede de su proyecto utópico de pacificación regional, sino que, además, promueve la creación de ciudades como vehículo de civilización y, en consecuencia, como forma de acabar con los “campos incultos” (1916: 173). A través de este planteamiento geopolítico, las ciudades, para Sarmiento, se constituyen en un instrumento clave para transformar el “vacío” americano en un espacio apto para los “pueblos civilizados” (ibíd.: 169). La noción de “vacío” enunciada por Sarmiento conforma sin duda una posición de lectura hegemónica que niega la subjetividad de aquellos pueblos y comunidades que habitaban el sue-

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lo americano antes de la conquista. En la misma vertiente se inscribe el ya conocido lema de Juan Bautista Alberdi, “gobernar es poblar”, en sus conocidas Bases (1852). Sin embargo, y a diferencia de Sarmiento, la propuesta de Alberdi abogaría asimismo por la “importación” de una población rural, impulsando de esta forma asentamientos humanos en zonas desiertas, ya que “el país pierde lo que los puertos parecen ganar”, razón por la cual es necesario “multiplicar los puertos para distribuir la población en las costas”, y para “poblar el interior que vive de la agricultura y de la industria rural, necesita América embarcar la emigración rural de Europa, no la escoria de sus brillantes ciudades, que ni para soldados sirve” (1899: 270). Es bien sabido que la perspectiva sarmientina, con su preferencia por lo urbano, prevaleció en el imaginario latinoamericano por más de un siglo, más que la rural, que ha sido mayoritariamente percibida –e injustamente, vale aclarar– como sinónimo de “barbarie”1. Una tradición que puede remontarse al pasado bajo la forma de las ciudades fundacionales que, luego de la conquista española, cobrarían un papel fundamental en la configuración del espacio urbano con fines políticos y económicos bien definidos. Ángel Rama, en La ciudad letrada (1984), vio claramente la distinción entre un espacio imaginario, vinculado tanto a un proyecto imperial como a las visiones y los deseos proyectados en un territorio idealizado, y otro real, el que sólo existe en la historia y se ciñe a las transformaciones de la sociedad2. Las ciudades ideales surgen en la inmensa extensión ameri-

1. La disyuntiva civilización vs. barbarie, acuñada por Sarmiento, aparece por primera vez en su célebre Facundo, de 1945. 2. En el volumen colectivo Más allá de la ciudad letrada: crónicas y espacios urbanos (2003), editado por Boris Muñoz y Silvia Spitta, esta última sostiene que, mientras el texto de Rama, a diferencia de La ciudad sumergida. Aristocracia y plebe en Lima, 1760-1830 de Alberto Flores Galindo (1984), “ha tenido una brillante trayectoria y es citado puntualmente por todo letrado”, el segundo “injustamente ha corrido la suerte de su título” (11). Para Spitta, la ciudad letrada de Rama no puede dar cuenta del “desorden de la ciudad ‘real’ o sumergida descrita por Flores Galindo” y, aunque de manera solapada, critica la incapacidad del uruguayo de salir del mundo letrado, elogiando la perspectiva de Flores Galindo –quizá en un gesto que procura hacerle justicia– cuya conceptualización de la ciudad desordenada parece haber prevalecido por sobre la ciudad del orden (14). No estoy de acuerdo con

Introducción

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cana regidas por una “razón ordenadora” que se revela en un orden social jerárquico transpuesto a un orden distributivo geométrico (Rama 1998: 19). No es la sociedad, propone Rama, sino su forma organizada la que es transpuesta, y no a la ciudad, sino a su forma distributiva (ibíd.). Como bien señalara Mumford en relación a la ciudad ideal de Hippodamos, su gran innovación consistió en comprender que la forma de la ciudad era la forma de un orden social específico (1961: 172; cit. en ibíd.: 18); por eso, el pensamiento analógico no vinculaba sociedad y ciudad, sino sus respectivas formas, las que son percibidas como equivalentes y nos invitan a leer la sociedad al leer el plano de la ciudad (ibíd.: 19): ciudades preexistentes y fijas a una cartografía imaginaria (e imaginada) y cuyo objetivo más importante fuera ordenar a la población aunque, del mismo modo, preservar ese orden, contener a sus habitantes dentro de un mapa cuyos contornos demarcados a priori pudieran someterlos en todas las formas posibles. En este sentido, la utopía urbana de Sarmiento pone de manifiesto una tradición existente –y latente–, la que cobra una dimensión pragmática considerable en el momento de materializar esos programas urbanos dentro de una agenda política y económica específica. La velocidad con que la conquista española se expandió por las islas y continente americanos coincidió con un desarrollo cada vez más acelerado de una nueva forma urbana –un modelo frecuente en el pensamiento renacentista, cuyos principios reguladores eran los mismos del diseño del damero: unidad, planificación y orden riguroso–, y afianzó, en cada nueva instancia, la fuerza de esta acción como así también el proceso fundacional en tanto recurso y medio para garanti-

esta perspectiva: el hecho de que Rama identifique diferentes instancias dentro de la evolución de un modelo urbano en América Latina no significa que no lo critique. Cito un ejemplo: cuando contrasta la “ciudad real” con la “letrada”, describe cómo esta última debía someter a la real, y señala que, durante el “período modernizado, bajo su máscara liberal”, se apoyó la segunda en un “intensificado sistema represivo” (1988: 76). Ésta no es sino una de las numerosas referencias críticas que abundan en el texto; mi intención aquí es subrayar que enfocarse en el modelo de la “ciudad letrada” no significa necesariamente ser un letrado, apoyar ese modelo o escribir un texto apologético, como quizá pueda erróneamente pensarse.

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zar la permanencia de una ocupación militar (Hasquin 2003: 9). Así, la fundación de una red de ciudades y pueblos no sólo consolidó la conquista y expansión colonial, sino que también ofreció una forma clara e institucional a las políticas poblacionales decretadas por la Corona española (ibíd.). Una red urbana incrustada y extendida por todo el territorio conquistado le permitió a esta última dominar y controlar la vastedad recientemente expropiada. El lema “Quien no poblare, no hará buena conquista”3, de Francisco López de Gómara, ya desde el inicio del proyecto colonizador prefiguraría tanto la ideología del imperio español como las prácticas implementadas por los conquistadores y un legado cuyas huellas se preservan tanto en la estructura como el tejido urbano de las ciudades latinoamericanas actuales (ibíd.). Por esta razón, si bien la relación entre América y la consumación de una utopía conforma un tema recurrente que aparece tanto en textos que refieren al descubrimiento del Nuevo Mundo, como en ensayos que, principalmente a partir del siglo xix, se inscriben en un debate sobre la identidad latinoamericana y acompañan, de forma simultánea, el proceso de constitución de los Estados nacionales, la intersección entre territorialidad urbana e imaginario utópico es central no sólo para el modelo implementado durante la colonización europea en América Latina, sino también para la consumación de los proyectos modernizadores que recorrieron el continente luego de sus respectivas independencias. Asociación de hecho que continúa relevante aún en el presente.

La pulsión utópica En el año 1516 aparecen dos textos paradigmáticos, la Utopía de Thomas More, y el Memorial de remedios para las Indias, del dominico Bartolomé de las Casas. More acuña por primera vez el término “uto-

3. El lema completo reza: “Quien no poblare no hará buena conquista, y no conquistando la tierra, no se convertirá la gente, así que la máxima del conquistar ha de ser poblar” (López de Gómara 1852-1853: 181).

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pía” en su relato homónimo, introduciéndolo por medio de un poema breve que encabeza la narración. El poema fue escrito, según éste, por el supuesto hijo de la hermana de “Raphael Hythlodaeus”, poeta laureado y de fama internacional. Las líneas de estos versos anticipan el tono satírico que caracteriza todo el relato y proponen, al mismo tiempo, un itinerario que si bien comienza en “Utopía”, aspira a concluir en “Eutopía” (del griego u-topos, no-lugar, y eu-topos, lugar feliz, respectivamente). De este modo, si bien el término “utopía” remite a un no-lugar, el objetivo reside en alcanzar finalmente la “eutopía” (el lugar feliz). La Utopía de More consiste en una crítica social y política no sólo del Viejo Mundo, principalmente la Inglaterra de Enrique VIII, sino de todo un sistema institucional que por medio de sus leyes y regulaciones preservaban las condiciones socioeconómicas existentes, las que favorecían de manera exclusiva a una minoría privilegiada. Cuando el marinero “Raphael Hythlodaeus” llega de la isla “no-lugar” le ofrece a su interlocutor un relato acerca de un “proyecto social inteligente” (More 1986: 40). El texto de More, por lo tanto, contrasta el estado de infelicidad en que se encontraba la sociedad europea de su tiempo con las condiciones de una nación ideal, donde la vida de los seres humanos es organizada de la mejor manera posible. Por esta razón la Utopía de More, además de inaugurar un género narrativo, propone un programa social. Con la Utopía de Thomas More se institucionaliza un género que funda una tradición. Su texto es fundamental no sólo porque dio nombre literario al género que hoy conocemos como narrativa “utópica”, sino porque ofrece, además, un conjunto de características y estrategias particulares. Fernando Aínsa (1999) señala que con la aparición del adjetivo “utópico” la utopía pasó a ser sinónimo de actitud mental rebelde, de oposición o de resistencia al orden existente, y respecto al cual, en su lugar, se propone uno radicalmente diferente al presente desde donde se enuncia (21). Esta visión alternativa de la realidad es importante, ya que muchas veces se trata más de la intención utópica que de una obra literaria en sí misma. Lyman Tower Sargent (1994) establece una diferencia entre lo que denomina las “tres caras del utopismo”: pensamiento utópico, comunidades utópicas y literatura utó-

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pica. El primero, concibe la utopía más como una preocupación por las fuerzas sociales que por aspectos literarios: estas fuerzas pueden expresarse a través de formas tan diversas como la propuesta de John Winthrop, A Model of Christian Charity (1630), Du contrat social (1761) de Jean Jacques Rousseau, la “United States Declaration of Independence” (1776) o los planos de ciudades ideales. Las comunidades utópicas, por su parte, han tenido mucho éxito en Estados Unidos, aunque existen ejemplos significativos en Latinoamérica. Son generalmente el resultado del pensamiento utópico decimonónico y fueron inspiradas por autores socialistas como Etienne Cabet, Charles Fourier y Robert Owen. Más allá de sus diferencias, tienen como objetivo común crear una sociedad, si no ideal, al menos mejor que la actual. Algunos ejemplos durante el siglo xix en Norteamérica son Brook Farm (Massachusetts, 1841-1847), New Harmony (Indiana, 1825-1829) y Oneida (New York, 1848-1881). Se estima que entre los años 1862 y 1919 se establecieron en Estados Unidos 120 comunidades utópicas. Este mismo fenómeno, aunque no en la misma magnitud, puede encontrarse en América Latina: principalmente en Argentina, Brasil, México, Paraguay y Uruguay (Abramson 1999; González de Oleaga y Ernesto Bohoslavsky 2009). En cuánto a la utopía literaria, ésta se define, según Kenneth Roemer (2010), como una descripción detallada de una comunidad, sociedad o mundo imaginario; o bien, como una “ficción” que incentiva a los lectores a experimentar una cultura que representa una alternativa reglamentaria y normativa respecto a la propia y presente4. Por esta razón, un escritor puede ser utopista sin haber escrito ninguna utopía sensu stricto. Es, sin embargo, a partir de la popularización del género utópico en el siglo xvi cuando comienza a rastrearse la intención utópica

4. La noción de “experimentación” respecto a las utopías literarias es fundamental ya que a través de la lectura de éstas se reafirma lo que muchos consideran como la “función” misma de la literatura utópica: distanciar al lector de la realidad presente de manera que pueda ver y sentir de la mejor manera posible cuáles son las alternativas respecto de aquella, como así también experimentar su realidad de una manera nueva. Por esta razón, algunos críticos sostienen que la utopía literaria es asimismo una experiencia visual.

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en obras anteriores a la de More. Siguiendo este modelo paradigmático se releen muchas páginas de la Biblia, La República [Politeia] (circa 380 a.C.) de Platón, la Ciudad de Dios [De Civitate Dei] (siglo v) de San Agustín o la Blanquerna (circa 1283) de Raimundo Lulio, como así también otros textos clásicos provenientes de civilizaciones y culturas no occidentales. Del mismo modo que la descripción de los Campos Elíseos en La odisea [Ódýsseia] (siglo viii a.C.), de Homero, también la épica anónima de Gilgamesh fue releída desde esta perspectiva utópica. Dada la caracterización del género utópico, se han establecido paralelismos y diferencias con géneros centrados en los mitos de la Edad de Oro y en las leyendas de las insulae fortunatae de la literatura clásica y medieval: algunos ejemplos son la Isla de las Siete Ciudades, las Islas Afortunadas y las Hespérides (Aínsa 1999: 21-22). Es importante destacar que con La República de Platón aparecen elementos de teoría política, ausentes en los textos precedentes. La afinidad entre este último y la Utopía de More se expresa a través de la descripción de un Estado en que el bienestar de los ciudadanos se encuentra por encima de los deseos individuales, donde reina la armonía y la justicia y, fundamentalmente, a partir de la propuesta de un Estado ideal y perfecto que, para algunos, se traduce en “irrealizable”, en tanto consiste en una “pura creación intelectual” (Esquerra 1948: 33). Al proyecto de More le siguen la Ciudad del Sol [La Città del Sole] (1602), de Tommaso Campanella; Cristianópolis [Christianopolis] (1619), de Johann Valentin Andreä; La Nueva Atlántida [Nova Atlantis] (1624), de Francis Bacon; Nueva Solyma [Nova Solyma] (1648), la utopía puritana de Samuel Gott; y Oceana [The Commonwealth of Oceana] (1656), de James Harrington, entre muchas otras5. El segundo –e igualmente importante– texto que aparece en 1516 nos interesa de manera especial, ya que inserta la genealogía utópica dentro de la tradición latinoamericana. Se trata de la primera versión del Memorial… de Las Casas, cuyo objetivo fuera buscar una

5. La Città del Sole fue publicada originalmente en italiano, en 1602; la traducción al latín fue finalizada por Campanella en el año 1613, bajo el título Civitas solis, y fue publicada en Frankfurt en el año 1623 y en París, en 1637.

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solución a los males y daños practicados en las “Indias”. El famoso Memorial… consiste en una propuesta de gobierno, en la que aparecen diseñadas diversas estructuras laborales, incluyendo el salario, la alimentación y otros componentes importantes, la mayor parte relacionados con la vida diaria de los indios. Se trata de una petición por parte de Las Casas destinada al rey de España cuyo fin es evitar los efectos terribles que el sistema de encomienda ha tenido en los indígenas americanos y, en consecuencia, liberar a estos últimos del poder destructivo de los españoles en Cuba y La Española. La petición consiste en una descripción detallada de un plan para crear comunidades indígenas donde éstos puedan trabajar de manera libre, aunque dentro de un programa estructurado, en una suerte de cooperativismo con los “cristianos”. Se trata de una utopía, en tanto proyecto comunitario que enfatiza la importancia de educar a los nativos, en lugar de utilizarlos y explotarlos (Baptiste 1990: 24). Del mismo modo que el Memorial… de Las Casas, la gran mayoría de los experimentos comunitarios que aparecen inicialmente en América Latina obedecen al orden religioso. Los más importantes son las “ciudades-hospitales” del obispo Vasco de Quiroga (México, siglo xvii); las misiones jesuíticas (Paraguay-Argentina-Brasil, siglos xvii y xviii); y el Colegio de Misioneros (México, siglo xix). Dada la etimología del término utópico como “no-lugar”, su carácter espacial –el topos– es fundamental a la hora de establecer una vinculación con diversas instancias históricas en el desarrollo económico, político y social de América Latina. Aunque, en particular, con el territorio urbano, ya que es precisamente el espacio de la ciudad el que adquiere una dimensión representativa clave en tanto cruce e intersección en que se articulan gran parte de los debates y preocupaciones propios de los escritores y letrados latinoamericanos. Es, más aún, el territorio urbano el que condensa un imaginario cultural significativo, uno que, en sus múltiples formas, procura materializar las proyecciones provocadas por los deseos e imaginaciones de una sociabilidad diferente a la real y que, por lo tanto, conforma propuestas espaciales alternativas. Los capítulos que integran este volumen exploran el territorio urbano latinoamericano desde perspectivas, disciplinas y metodologías

Introducción

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diferentes; ya sea como punto de partida o como objeto de cuestionamiento, la ciudad es abordada como cruce, pasaje, cartografía, debate, mito, o expresión acústica. La ciudad como escenario predilecto de un proceso de transformación que la vida moderna y el progreso (o la idea de progreso) trajeron en sí, desde la crisis de valores que marcara el fin del siglo xix y la emergencia de una burguesía mercantil que imitaba a la burguesía europea, hasta la llegada de grandes corrientes inmigratorias. Cambios que se experimentaron tanto en la estructura social como en la fisonomía del espacio metropolitano: la población creció y se diversificó, se multiplicó su actividad, se modificó el paisaje urbano y se alteraron las costumbres tradicionales, como bien señalara José Luis Romero en su clásico libro de 1976, Latinoamérica: las ciudades y las ideas. Siguiendo el modelo impuesto por Haussmann en los barrios parisienses, las ciudades latinoamericanas consumaron poco a poco el pasaje de la “gran aldea” a la metrópoli moderna, dejando la mayor parte de las “vastas zonas rurales” inalterables (Romero 1976: 247). No obstante, y de forma simultánea, el nuevo espacio urbano fue revelando, para el viejo patriciado, un “conglomerado heterogéneo y confuso”, a través del cual se iba perdiendo el control sobre la sociedad y sus nuevos miembros (ibíd.: 260). La percepción de cambio traería en sí nuevos mecanismos y dispositivos de control que lograrían dominar, contener y someter a los nuevos actores sociales a través de programas y reformas institucionales, y que tendrían un efecto prolongado en las poblaciones urbanas latinoamericanas. Pero es, sin embargo, también frente a este modelo que aparecen propuestas alternativas cuyo fin más urgente será contrarrestar los alcances autoritarios que los nuevos cambios pudieran acarrear. En el deseo por configurar la sociedad por medio de una fisonomía específica, distribuyéndola y disponiéndola espacialmente– esto es, creando e imaginando un territorio urbano que la habite–, es donde la utopía emerge. Ésta puede ser de “evasión” o de “reconstrucción”, como lo estableciera Lewis Mumford (1922); “abstracta” o “concreta”, según la definición de Ernst Bloch [1938-1947] (1986); o, siguiendo la propuesta de Karl Mannheim, en tanto idea concebida de manera trascendental que produce un cambio respecto al orden

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histórico y social existentes (1941: 169). Si la pulsión utópica debe ser renovada no sólo como deseo sino como práctica, estamos de acuerdo con Abril Trigo (2004) en que es esta última la que recrea una larga tradición dentro del pensamiento latinoamericano, constituyéndose en un componente integral (y fundamental) para su desarrollo y transformación continuos (8). En este sentido, es importante indagar y reflexionar hasta qué punto, en América Latina, utopía y espacio urbano han funcionado de manera que continúan reconfigurándose mutuamente, inscribiendo sus transformaciones culturales, políticas y económicas dentro de los debates y las publicaciones más recientes y, en particular, aquellas relacionadas con los modos de pensar, experimentar, definir y leer la ciudad.

¿Qué es una ciudad? Con esta pregunta Néstor García Canclini abre uno de sus ensayos sobre imaginarios urbanos (2009). La multiplicidad de estudios dedicados exclusivamente a definir este territorio ofrece respuestas que muchas veces no se corresponden de manera acertada con aquello que encarna una ciudad. Tal es el caso de una definición que delimita lo urbano en oposición a lo rural, distinción que se limita a características superficiales sin dar cuenta de la experiencia contenida en los procesos identitarios y de translocación que los cruces entre uno y otro espacio suponen, como asimismo la yuxtaposición espacial que contamina, permea y borra sus límites tradicionales; otro criterio es el utilizado por la Escuela de Chicago, la cual propone una definición a partir de lo geográfico-espacial, donde la ciudad conforma un espacio relativamente consistente, expansivo, y el asentamiento permanente de individuos socialmente heterogéneos. Esta caracterización, por su parte, no toma en cuenta el proceso histórico y social que crea las estructuras, dimensiones, espesuras y heterogeneidades urbanas (Canclini 2009: 39). Del mismo modo, una ciudad puede ser leída a través de una lente económica o desde la experiencia de vivir en ella. Es esta última la caracterización de Antonio Mela (1989), quien propone dos características fundamentales: la densidad de las interacciones y el ritmo acelerado del

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intercambio de mensajes. Estos elementos no son únicamente fenómenos cuantitativos, sino que ejercen una influencia a veces contradictoria en la calidad de vida de la ciudad. Se trata de una línea de análisis que, como bien señala Canclini, define la cuestión urbana en términos de tensión entre aquello que se logra y se expresa, y ha permitido una reelaboración de las sociedades urbanas como un tipo de lenguaje: esto es, las ciudades no son sólo fenómenos físicos, formas de ocupar el espacio o tipos de aglomeración; son, además, espacios donde los fenómenos de expresión entran en contacto con la racionalización, con el objeto de sistematizar la vida social (ibíd.). Canclini, por otro lado, incorpora estas perspectivas respecto a cómo pensar, definir y leer la ciudad, posicionando su lectura desde un ángulo diferente. Uno de ellos es el de explorar la constitución del imaginario urbano centrándose en la idea de viaje y desplazamiento a través del espacio urbano. Esta práctica requiere considerar que la ciudad consiste simultáneamente tanto en un lugar donde vivir, como en un lugar imaginado. Así como las ciudades están formadas por parques y casas, calles, autopistas y señales de tránsito, se encuentran a su vez formadas por imágenes. Están las imágenes que incluyen aquellos mapas que se inventan y ordenan la ciudad, pero también aquellas que aparecen en las narraciones ficcionales, en las canciones, en las películas y en los medios de comunicación como la radio y la televisión: todas éstas –y a su manera– también imaginan y significan la vida urbana. La ciudad, desde esta perspectiva, adquiere cierto volumen en la medida en que se va colmando de todas estas fantasías heterogéneas. En consecuencia, la ciudad programada para funcionar y diseñada en una grilla, excede sus límites, multiplicando sus dimensiones a través de ficciones individuales y colectivas. Una analogía similar –aunque ya no desde la antropología visual– propone Michel de Certau (1980) al referirse a la experiencia cotidiana propia de la ciudad real6. Para De Certau, esta última se diferencia

6. Cabe aclarar que “similar”, en cuanto plantea un paradigma que contrapone dos elementos distintivos; esto es, en cuanto a la estructura del modelo aunque no en relación al contenido que, si bien no es inverso, desplaza los conceptos proponiendo otros y nuevos contrastes.

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y distancia de una ciudad discursiva, en la cual se inscribe la lengua del poder, ya que logra sustraerse al poder totalizante del lenguaje y el discurso que busca dominarla. Según De Certau, de hecho, la lengua representa el límite –impuesto por el poder– y la práctica –es decir, la experiencia cotidiana y exploración urbana– representa la experiencia sin límite, la libertad. Esta forma de pensar la ciudad puede leerse como una continuación del análisis que ha hecho Foucault respecto a las estructuras de poder, pero también de manera recíproca o reversa: mientras éste ha desplazado el análisis hacia los dispositivos y procedimientos técnicos, “instrumentalidades menores” capaces, por la sola organización de los detalles, de transformar una multiplicidad humana en una sociedad disciplinaria, y generar, diferenciar, clasificar, jerarquizar todas las desviaciones concernientes al aprendizaje, la salud, la justicia, el ejército o el trabajo, De Certau se pregunta, inversamente, ¿qué prácticas del espacio le corresponden a estos aparatos productores de una espacialidad disciplinaria? O, de otro modo, frente al aparato disciplinario descrito por Foucault, ¿qué microprácticas, qué prácticas cotidianas le corresponden, no ya desde el lado del poder, sino del lado justamente en que las prácticas se sustraen del y frente a aquel? (De Certau 1990: 146). Esta cuestión no es menos importante si admitimos que las prácticas del espacio traman en efecto las condiciones determinantes de la vida social, algo que Henri Lefebvre ya había desarrollado en su ensayo seminal Le Droit à la ville (1968)7. De Certau apuesta a la apropiación de aquellos procedimientos –multiformes, resistentes, sagaces y obstinados– que se sustraen del modelo disciplinario sin estar fuera del campo donde se ejecutan, y que conducen a una teoría de la práctica cotidiana, del espacio vivido y de una familiaridad inquietante de la ciudad. De Certau lee desde una

7. En su nuevo libro Rebel Cities (2012), David Harvey rinde homenaje a Lefebvre y propone una relectura de su ensayo, sugiriendo que en el actual contexto signado por la globalización y urbanización del capital, es necesario renovar nuestra tarea política de imaginar y reconstruir un tipo de ciudad completamente diferente, lo que no podrá ocurrir, sin embargo, sin la creación de un vigoroso movimiento anticapitalista. A propósito de esto último, véase también Neil Smith (2009): Después del neoliberalismo: ciudades y caos sistémico.

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posición foucaultiana –en cuanto a la relación entre las instituciones del poder y las prácticas que se le escapan–, pero plantea una oposición entre lengua (ciudad-concepto) y práctica (ciudad-real), desde una teoría de la práctica urbana cotidiana: lee así la ciudad-concepto como un todo totalizante (discurso del poder, lengua), un panóptico del cual las prácticas cotidianas se sustraen y logran escapar; y esto es, justamente, la invención de lo cotidiano. Propuesta teórica que muy bien nos recuerda a la “máquina de guerra frente al Estado”, aparato que, según Deleuze y Guattari, puede leerse como la búsqueda por –extrapolando a este contexto particular– la experimentación urbana, desde una práctica antirracional, nómada y rizomática (2003: 55). Esta forma de leer, sentir, experimentar y habitar la ciudad nos interesa particularmente, en la medida en que todo gesto contestatario por sustraerse del poder homogeneizador y totalitario entraña un desacuerdo e incluso, en algunos casos, la postulación de un modelo alternativo al dominante. Pero en un momento donde la globalización y la digitalización rechazan tanto lo espacial como lo material (Sassen 2005), el impacto de las políticas neoliberales en las ciudades ha transformado estos espacios en plataformas para la economía global (Smith 2009), y en la medida en que algunas de las estructuras tradicionales han colapsado (Franco 2002) cabe preguntarse hasta qué punto esa práctica es posible, y hasta qué punto la noción misma de utopía urbana no debería, acaso, ser reformulada. Quizá tenga razón David Harvey cuando, en Spaces of Hope (2000), sugiere que deberíamos encender la “pasión utópica” una vez más, como una forma de impulsar un cambio social profundo, recordándonos que, si bien Marx y Engels se opusieron a las utopías tanto de los procesos sociales como de orden espacial, consideraron que cuando las fuerzas de oposición se encuentran en una situación de subdesarrollo, las imágenes fantásticas de sociedades futuras vienen a representar la primer añoranza instintiva por una reconstrucción general de la sociedad (Harvey 2000: 195). Harvey se pregunta, entonces, ¿cómo construir una teoría de la utopía más poderosa que integre los procesos sociales y la forma espacial? (ibíd.: 196). Para que esto ocurra, es necesario una dialéctica que opere en relación tanto al espacio como al tiempo, pueda enfrentar el problema material de autoridad y clausura (que supone la materialización

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de la utopía), y se encuentre enraizada en nuestras posibilidades presentes al mismo tiempo que apunte hacia diferentes trayectorias para el desarrollo espacial y humano colectivo.

Geopolíticas del deseo en América Latina Los capítulos que integran este volumen analizan la relación entre la emergencia de esta nueva realidad geopolítica –la ciudad americana– y la construcción del ideal utópico en diversas representaciones culturales y sociales latinoamericanas, teniendo en cuenta la diversidad que entraña el ideario utópico (tanto en lo ficcional como en lo ideológico e intelectual) a nivel conceptual, como asimismo la configuración de una sociedad perfecta e idealizada. Un componente crucial de este volumen es el de analizar las representaciones urbanas –y de lo urbano– en un momento histórico en que aparecen cuestionados, justamente, muchos de los ideales utópicos. Por esta razón, fue necesario vincular estas nociones a problemáticas más actuales, como globalización, posmodernidad, nostalgia, recursos naturales y medio ambiente, violencia, narcotráfico y biopolíticas. Siguiendo esta propuesta, las contribuciones de la primera sección giran en torno a estas categorías actuales, en conjunción con la emergencia de nuevos paisajes urbanos. Los capítulos de Fernando Aínsa y Rebecca Biron se enfocan en la ciudad contemporánea latinoamericana en función del proyecto utópico característico del modelo modernizador. Aínsa examina las múltiples representaciones de la ciudad en la narrativa latinoamericana más reciente, las cuales, según señala, ya no apuestan al mito civilizador de integración y consolidación del espacio urbano. Ciudades signadas por el progresivo deterioro de las grandes capitales y amenazadas por las dramáticas contradicciones que albergan en su seno desde su propia fundación, estas ciudades acumulan proyectos utópicos no realizados y mitos degradados, proyectos visionarios de urbanistas y desarrollo espontáneo de barriadas, conviviendo entre nostálgicas miradas al pasado y catastróficas visiones del futuro. Una de las características de este fenómeno consiste en la desestructuración de las visiones jerarquizadas y concéntricas del centro y sus ensanches modernistas, emer-

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giendo de esta forma puntos focales que se reconstruyen en barrios, suburbios y una gran variedad de poblaciones “espontáneas”, desde villas miseria a favelas, callampas y cantegriles, entre otras. De la gran aldea a Babel, todas estas características que Aínsa identifica a través de una lectura cuidadosa y abarcadora de un amplio grupo de textos publicados en los últimos años, le permiten cuestionar el carácter eutópico que le otorgaba la dimensión comunitaria de polis, transformándose ahora en un espacio degradado e infeliz. Tomando como eje de su análisis las nuevas modalidades urbanas que caracterizan a la Ciudad de México actual, el ensayo de Rebecca Biron elabora una propuesta sugerente para reflexionar sobre las nuevas divisiones espaciales entre los territorios públicos y los barrios cerrados –demarcaciones que surgen como resultado de la implantación de una política del miedo–, preguntándose hasta qué punto las estructuras diseñadas para garantizar la seguridad de la ciudad, en lugar de proteger el proyecto utópico urbano, lo destruyen. Más aún, la relación entre narcotráfico y política se ha vuelto tan estrecha que, sugiere Biron, garantizar la seguridad pública es, en sí, una idea utópica (tanto como ideal como imposibilidad). Analizando esta problemática desde tres perspectivas diferentes –y hasta contradictorias– como lo son “desde afuera y desde arriba”; “desde la calle”; y “por abajo”, Biron concluye que la búsqueda de una seguridad inviolable, impermeable y permanente en el contexto urbano de la Ciudad de México consiste en una utopía irónica y excluyente que, asimismo, comprende peligros reales como miedos fabricados. La segunda sección articula, a través de la categoría de utopía urbana, tres elementos fundamentales e inherentes al proyecto utópico de comienzos del siglo xx: medicina, arquitectura y naturaleza. Enfocándose en la ideología urbana que fuera ganando terreno a comienzos de la segunda mitad del siglo xix, en conjunción con la búsqueda de fórmulas políticas y sociales que encauzaran las formas de convivencia dentro de un sistema institucional, el capítulo de Diego Armus analiza el triunfo de una ideología urbana que acompañó tanto los debates como la reflexión sociológica respecto al futuro de la ciudad a comienzos del siglo xx. Categorías como progreso, multitud, orden, higiene, reforma profunda y utopía, entre otras, han sido elementos

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constitutivos de esta ideología urbana que, en el caso de Argentina, ha circulado más como línea formadora con sentido de futuro que como elaboradas utopías urbanas. Un ejemplo paradigmático y minuciosamente estudiado por Armus lo conforma la utopía urbana de Emilio Coni La Ciudad Argentina Ideal o del Porvenir (1919), la cual propone un asistencialismo que acompañó el crecimiento de la ciudad moderna junto a la formulación de un espacio sano, centrado en la transformación de un mundo urbano que ha crecido a ritmos asombrosos. Para lograrlo, el higienismo, junto a otras prescripciones sociales y médicas, tendrá un impacto e influencia fundamental en la configuración espacial de la ciudad argentina ideal. En diálogo con Armus, el ensayo de Fabiola López-Durán examina el recorrido de una corriente particular de la eugenesia, la que surgió en Francia durante la Tercera República (1870-1940) y fuera adoptada por las élites latinoamericanas. Según López-Durán, esta corriente devino una de las ideologías dominantes de progreso y el vehículo mismo de su materialización. A través de la conjugación entre cuerpo y medio ambiente, esta forma de eugenesia no sólo subyace en el centro de múltiples utopías latinoamericanas, sostiene López-Durán, sino que transformó aquellos dos elementos en territorios plausibles de intervención. Valiéndose del principio de “herencia” lamarckiano, López-Durán demuestra que esta corriente de la eugenesia enfatizó la convergencia de dos fuerzas igualmente poderosas en el mejoramiento de la especie humana, la ya citada herencia y el milieu (según la definición de los franceses). Así, este capítulo traza la manera en que textos utópicos de finales del siglo xix y comienzos del xx pasaron de ser pura ficción a planes concretos, sociedades perfectas que se lograrían a través de los mecanismos de la práctica médica. Identificando la conexión entre ciudad-utopía-eugenesia, donde la ciencia y el ambiente construido llegaron a ser instrumentos determinantes en el proceso de imaginar, planificar y construir las modernas naciones latinoamericanas, el ensayo de López-Durán destaca la intersección entre lo ideal, tal y como aparece codificado en los textos utópicos, la institucionalización del movimiento eugenésico, y el surgimiento del urbanismo moderno. En la misma sección, aunque desde una perspectiva diferente como lo es la ecocrítica, el capítulo de Gisela Heffes aborda la intersección

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entre utopía, ciudad y ecología a través del análisis de dos utopías urbanas de comienzo de siglo xx, cuyas propuestas combinan una visión de futuro alternativa que privilegia el territorio urbano por sobre otros, e inserta un modelo ecológico donde no sólo se preservan los elementos naturales propios del medio ambiente, sino donde hombre y naturaleza conviven de manera armónica y autónoma. En estas utopías, tanto la ciencia como la tecnología funcionan como instrumentos capaces de ofrecer una solución a problemas concretos y urgentes, como son la explotación, el hambre y la pobreza, la falta de higiene o las enfermedades epidémicas. Leídas a la luz de una disciplina emergente como la ecocrítica, el capítulo de Heffes inserta estas narrativas dentro de los debates más actuales respecto a planeamiento urbano y preocupación ambiental, y propone, asimismo, una necesaria revisión del canon literario latinoamericano donde textos ecotópicos como los de Enrique Vera y González y Pierre Quiroule –aquí analizados– son sólo la pequeña muestra de una tradición mucho más amplia, la cual necesita revisitarse como, asimismo, establecer su propia genealogía crítica, cultural y literaria. Un examen de la relación entre utopía, vanguardia e imaginario urbano ocupa la tercera sección de este volumen, el cual comprende los capítulos de Raul Antelo y Silvia Pappe. Analizando la ciudad de Buenos Aires –en tanto paradigma de ciudad “diseminada”, o modelo urbano actual– desde la perspectiva de dos forasteros como Marcel Duchamp y Roger Callois, Antelo recorre diferentes momentos y expresiones claves en torno a la construcción de la ciudad con el fin de abrir un debate respecto a cómo enfrentarnos a este espacio en un momento de presunto cierre de las utopías. Este paradigma, de hecho, le permite demostrar cómo, a partir de las transformaciones de los últimos años, villas y favelas se sitúan en una zona ambigua, liminar, a partir de la cual “integran y no integran la ciudad”. Se trata, sugiere Antelo, de un modelo de exclusión territorial que, más que representar las desigualdades sociales clásicas, funcionan para la economía como una especie de engranaje de la “megamáquina de especulación, inflando y expandiendo, moviendo, infinitamente, el capital en ellas invertido”. La máquina, al producir ciudades, provoca asimismo iniquidades, en la medida en que una ciudad, dividida entre un

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sector formal, dotado de infraestructuras, y un sector informal, absolutamente precarizado, concentra la riqueza y garantiza la restricción a esta última por parte de aquellos que, de antemano, forman parte de aquel. Ya no se trata de la vieja dualidad modernista centro-periferia, sostiene Antelo, sino de una nueva y urgente oposición: la de lugares seguros versus lugares violentos. Por su parte, Silvia Pappe se centra en el movimiento estridentista de México, analizando cómo las “estridencias” del grupo pueden comprenderse tanto metafóricamente como, asimismo, provocación ideológica y social. En tanto vanguardia “presentista”, sugiere Pappe, el presente de los estridentistas se encuentra marcado por nociones urbanas y sociales que oscilaban entre la utopía, el recelo, la parodia y cierto pragmatismo político; pero, a la vez, aparece una serie de expresiones acústicas que se relacionan con la fase “nacionalista” y experimental de la música mexicana del momento. Esta combinación entre elementos populares y tradicionales con sonidos disonantes y ritmos obstinados, propone Pappe, evocan imaginarios urbanos, aunque se trata de elementos sueltos, como esquinas, calles y telégrafos, y la continua multiplicación de todos estos componentes en un tiempo presentista, con proyecciones imaginarias hacia pasados y futuros diversos. ¿Hasta qué punto se puede pensar en una utopía, sobre todo si se tiene en cuenta que aquello que cohesiona todos estos elementos surge bajo la forma de “Estridentópolis”?, se pregunta Pappe. Para la crítica, no consiste esta ciudad en un mundo utópico; por el contrario, se trata de un mundo excéntrico y dislocado, y a su vez localizable, cuyo rasgo más predominante es el cambio de mirada (aunque no el de un mundo por el otro). La sección siguiente analiza la cuestión utópica entre lo urbano y rural, y refiere a modelos alternativos para pensar la utopía de y en América Latina. Los tres capítulos que integran este apartado indagan la cuestión indígena como alternativa al proyecto urbano y modernizador. El ensayo de Annick Louis, en primer lugar, se centra en la excursión de Lucio V. Mansilla al territorio denominado “Tierra adentro” en 1870, y en la producción de una serie de textos relacionados a este viaje, a través de los cuales se construye un territorio donde se combina un conocimiento de corte antropológico respecto a los indios ranqueles, junto a una mirada del mismo tipo respec-

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to a la comunidad letrada de Buenos Aires. Como lo indica el título de este capítulo, esta excursión formula una propuesta alternativa del poder político de Buenos Aires, el cual no sólo se ha sustentado en los ideales utópicos de civilización –promulgados como bien sabemos por figuras prominentes como Sarmiento y Echeverría, entre tantos otros–, sino que cuestiona sus fundamentos demostrando que, según lo expresa Mansilla, el modelo socioeconómico y político de democracia en Buenos Aires consiste, de hecho, en una dictadura donde el “abuso de poder es el mayor problema”. Así, sugiere Louis, la utopía se conforma en, por un lado, formular un modelo alternativo al exterminio de los indios y, por el otro, en proponer un modelo de poder rural instalado en Buenos Aires pero que, al mismo tiempo, desarticula el poder letrado oficial. Bajo la forma del sueño surge en Mansilla una discursividad que comprende diversas operaciones: desde la construcción de un no-lugar a la construcción de una utopía política que, aunque condenada al fracaso, abrirá el juego a diversas posibilidades, las cuales, sin embargo, la élite política y social sabrá bien cómo ignorar. Si Louis pone en evidencia cómo Mansilla busca en lo rural –el espacio de los indios ranqueles– la alternativa al proyecto urbano que emana de Buenos Aires, y la evocación de “Tierra adentro” constituye una forma tácita de oponerse a la política ofensiva sobre la Pampa que implicaba la Ley 215 de 1867, el capítulo de Marisa González de Oleaga examina dos utopías, una anarquista y una mennonita, en Paraguay, donde la alteridad y lo urbano asimismo modifican el imaginario utópico al confrontarse con lo real: la primera, la del naturalista suizo Mosè Giacomo Bertoni, fundador de Puerto Bertoni y autor de La Civilización Guaraní; la segunda, la del Museo Jacob Unger, en el Chaco paraguayo, y perteneciente a la colonia mennonita de Fernheim. A partir de la idea de la búsqueda de un “otro” lugar, uno mejor y más propicio en comparación con aquel de origen, González de Oleaga se refiere a dos utopías particulares, una frustrada utopía anarquista y una exitosa utopía evangelista. Se trata de dos proyectos diferentes, los cuales, no obstante, comparten un problema inesperado en común, el encuentro con el otro, la alteridad, circunstancia que traduce la búsqueda inicial por ese otro lugar en el hecho de que ese

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lugar es, asimismo, el lugar del otro. Así, tomando como foco de su análisis la relación que se establece entre utopía, diferencia y espacio, y analizando no sólo las formas de representar la diferencia en estas dos utopías, sino la manera en que conjugan (o no) estos elementos con la noción de una ciudadanía más participativa y democrática, el capítulo de González de Oleaga indaga tanto las estrategias desarrolladas a partir de este encuentro como el legado y efecto que la interacción entre estos dos grupos sociales ha tenido en todos ellos. La relación entre lo rural y lo urbano aparece también problematizada en el capítulo de Gabriela Polit Dueñas, quien, a partir de una análisis de la obra de Alison Spedding sobre una familia aymara en la zona de Bolivia, surgiere que el concepto de utopía –en cuanto a su relación y concepción geográficas– ha sido subyacente al proyecto colonizador proveniente de Europa, y explora por lo tanto otras nociones de utopía, como la vinculada a la experiencia de la resistencia y la que se gesta en la mirada hacia el pasado con el fin de producir un presente diferente. En este contexto, la coca funciona como el elemento principal que articula las tramas ficcionales, estableciendo tensiones de poder y definiendo a los personajes. Por esta razón, Polit Dueñas sostiene que las novelas de Spedding conforman una arqueología de la coca en tanto elemento constitutivo de formas de dominación y resistencia en el mundo andino. La configuración de este universo desafía, asimismo, la homologación errónea que equipara la cultura indígena con el paisaje rural; por el contrario, según Polit Dueñas la identidad y características de la cultura aymara comprenden referentes importantes en ciudades como Potosí, Lima, Cuzco y La Paz, espacios fundamentales que definen el carácter itinerante del intercambio de coca. Las culturas andinas, en consecuencia, no sólo se encontraban relacionadas con la posesión de tierras, sino con el mercado, espacio liminal entre la ciudad y el campo, y que constituye de este modo el topos privilegiado donde los andinos negocian su identidad. Este volumen le dedica una sección especial a Brasilia, una de las utopías latinoamericanas más importantes del siglo xx, desde dos perspectivas diferentes y representativas. Partiendo de la hipótesis que sostiene que Brasilia surgió en el mismo momento en que se produ-

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cía una dislocación doble tanto en el pensamiento urbano como en el arquitectónico, el capítulo de Adrián Gorelik elabora una reflexión en torno a la “imposibilidad” de pensar Brasilia –y la imposibilidad de Brasilia en sí–, problematizando principalmente el lugar particular que la ciudad ocupa en el pensamiento urbano posterior a su materialización y, en especial, el silencio que caracterizó a su crítica inmediata y contemporánea. Reconstruyendo el debate arquitectónico modernista, Gorelik analiza las características que tanto las críticas como las polémicas relacionadas a la planificación y materialización de la ciudad han tenido en el pensamiento e imaginario urbano latinoamericano moderno, extendiendo el análisis a las nuevas percepciones y representaciones arquitectónicas que recuperan la ciudad, ya no desde una apuesta estética o popular, sino desde las perspectiva glamorosa de las nuevas tendencias globales, las cuales conectan el objeto arquitectónico a una producción “de marca”, sujeta a la lógica del mercado de consumo actual. Por su parte, el capítulo de Farès el-Dahdah se enfoca en Brasilia en tanto “ciudad letrada” y parte de la formulación esbozada por Ángel Rama en su ya aludido texto, proponiendo una homologación entre las ciudades coloniales fundadas por los imperios ibéricos y la capital de Brasil. Se trata, en ambos casos, de ciudades ancladas a directivas textuales que escritas y concebidas como signos imperecederos preceden y sobreviven a las ciudades mismas que describen y erigen. Aunque se trata, como subraya ElDahdah, de una empresa asimismo colonial que se proponía –a través de la construcción de la ciudad– crear un espacio apto tanto para el progreso como el desarrollo y urbanización en el interior de Brasil. El texto o la palabra escrita que fundó Brasilia se encuentra anclado a las prescripciones esbozadas en la Memoria Descritiva do Plano Piloto, informe explicativo que había presentado Lucio Costa para el concurso de diseño para la nueva capital en 1957 y que, como bien señala El-Dahdah, funciona no sólo como texto fundacional sino como narración incorporada a las leyes estatales y federales que aseguran la protección de la ciudad de manera perpetua. Así, al encontrarse condensadas –tanto la gestación previa a su existencia como la preservación posterior a su materialización– en el texto Memoria…, acertadamente El-Dahdah ve en Brasilia no sólo una manifestación apropiada

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de la ciudad letrada de la que había hablado Rama en los años ochenta, sino también que, a diferencia de cualquier otro espacio urbano, es la Memoria… y no la ciudad la que sobrevive al final: los edificios podrán ser reemplazados, pero no así la identidad textual y subyacente a la ciudad, los que no podrán nunca alterarse.

Sobre el presente volumen Hoy, que el mundo se encuentra cada vez más urbanizado y en un contexto donde la utopía parece haber perdido su pulsión necesaria y transformadora, los capítulos agrupados en este volumen enfatizan su relevancia, en tanto consisten en una reflexión e intervención intelectual en torno a temáticas de urgente consideración. Los trabajos aquí reunidos no sólo se ocupan de revisar, revisitar o incluso cuestionar modelos utópicos urbanos precedentes sino que, del mismo modo, plantean una continuidad temporal y espacial que les permite reevaluar el peso y vigencia que estas apuestas pueden cobrar en la actualidad. Con un ojo en el pasado y otro en el futuro, el presente volumen tiene como objeto instalarse entre una y otra mirada, en el punto de intersección e inflexión –que no es sino un punto de fuga– entre dos perspectivas vinculadas entre sí por siglos, como lo son la utópica y la urbana, en un momento en que la velocidad de las dinámicas trasformadoras ha acelerado el ritmo de los cambios. En consecuencia, también las características de la utopía y el espacio de la ciudad se han ido desplazando, modificando y reemergiendo, junto a una multiplicidad de elementos del pasado, aunque bajo nuevas e inéditas fisonomías. Coincidimos, por lo tanto, con Fredric Jameson (2004) en que, más allá de las metamorfosis continuas y vertiginosas que caracterizan este momento actual, es importante confrontar la utopía de manera genuina ya que, sin su presencia, nuestras visiones de futuros alternativos y transformaciones utópicas permanecen inoperantes tanto política como existencialmente; esto es, se traducen en mero pensamiento experimental y juegos mentales sin compromiso alguno. Si bien un número importante de los capítulos que integran este volumen se centra en utopías concretas, otros indagan la función y el

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impacto que proyecciones utópicas han tenido en la escena y el paisaje urbano latinoamericanos actuales, o analizan el papel que cumple el sueño utópico en la instauración de un modelo alternativo –lo que aparece, muchas veces, de manera velada–, obligándonos no sólo a leer las manifestaciones utópicas en todas sus formas posibles, sino a abordar y analizar aquello que la utopía no ha incorporado, incluyendo lo que constituye, podríamos sugerir, la realidad postutópica del presente. Este volumen examina la intersección entre imaginario urbano e imaginación utópica desde disciplinas múltiples provenientes, en su mayoría, de las humanidades, las ciencias sociales y la arquitectura. Si bien un gran número de los capítulos que comprende pertenece a la disciplina literaria, una parte significativa de los trabajos aquí reunidos deriva de los estudios culturales, la historia y la historia del arte, la sociología, la arquitectura y el urbanismo. Sin embargo, la organización de los trabajos no se ciñe a una división disciplinaria sino que responde a la voluntad de proponer un diálogo temático y argumentativo, como así también a problematizar estas cuestiones desde perspectivas disímiles. De la misma forma, es importante aclarar que los capítulos se relacionan entre sí más allá de las asignaciones en secciones y que éstas han tenido por objeto, primordialmente, facilitar la orientación del lector. Así como las disciplinas varían ampliamente, también las ciudades representadas –ya sea de forma explícita, indirecta o imaginaria– abundan. Los trabajos reunidos en este volumen interpelan la cuestión urbana y utópica en países tan diversos como Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Colombia, Cuba, México, Paraguay, Perú, Uruguay y Venezuela, como también en sus múltiples urbes. Por el gran espectro geopolítico que abarca, retoma cuestiones discutidas no sólo con los textos mencionados al comienzo de esta introducción, sino con otros de aparición reciente, los cuales se inscriben en una vertiente utópica o urbana, aunque raramente en una que integre ambas de manera simultánea, como lo hace este volumen. Uno de los pocos ejemplos de este último modelo de indagación cultural es la excelente compilación Cruelty & Utopia. Cities and Landscapes of Latin America (2003), editada por Jean-François Lejeune, la cual se basa en la exposición, de igual título, que fuera organizada en Bruselas durante ese mismo año.

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Uno de los objetivos principales de esta colección de ensayos, la cual, además, se encuentra acompañada de un número considerable de ilustraciones, cartografías, reproducciones artísticas y fotografías, es el de subrayar y enfatizar las múltiples dimensiones que ha tenido el proceso de fundación y desarrollo urbano durante cinco siglos, a través de una selección de ciudades emblemáticas, como lo son La Habana, Ciudad de México, Buenos Aires, Caracas y Quito, entre otras. Un aspecto fascinante de esta compilación es la inclusión de Tijuana, lo que no sólo amplía el mapa geopolítico de América Latina a ciudades emplazadas en los bordes y cruces entre dos naciones enfrentadas, sino que centra el interrogante utópico en el corazón mismo de los deseos fallidos, truncos y mutilados, en plena era de la globalización, reconfiguración espacial y, en particular, en un momento en que el problema de los derechos humanos se ha desplazado a la escena central tanto política como ética (Harvey 2012). De este mismo año es la recopilación de Boris Muñoz y Silvia Spitta Más allá de la ciudad letrada: crónicas y espacios urbanos, donde se postula la cuestión urbana como un tema que ha dominado el pensamiento latinoamericano desde la conquista hasta el presente, convirtiéndose las ciudades –a través de un largo proceso de dominación espacial e histórico– en un componente no sólo ideológico privilegiado sino en evidencia misma de “civilización”. Como bien lo indica el título, el prefacio de Spitta discute el trabajo de Ángel Rama, aunque confrontado con otro, asimismo, seminal en cuanto a la teorización de la relación entre la realidad latinoamericana y la constitución espacial como lo es La ciudad sumergida. Aristocracia y plebe en Lima, 1760-1830 (1984), de Alberto Flores Galindo, abriendo de este modo la discusión para un diálogo pendiente y postergado a la vez. La recopilación de ensayos aparecida en el año 2007 y editada por Javier de Navascués es el resultado de un congreso sobre la “ciudad imaginaria” y el espacio urbano en la literatura hispanoamericana del siglo xx8. Si bien se trata de un “panora-

8. Resulta interesante que mi libro crítico Las ciudades imaginarias en la literatura latinoamericana salió apenas un año después. Éste consiste en un estudio de las

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ma incompleto”, forma parte de un proyecto investigador sobre la representación de la ciudad en la literatura, y procura contribuir al conocimiento de un aspecto tan importante como son las “sociedades urbanas”, fruto de la modernidad, “víctimas de nuevos desequilibrios y obligadas a nuevos desafíos, tal y como las conocemos hoy” (7). Ciertamente, términos como desequilibrio, desorden y disfuncionalidad constituyen la marca más visible de los territorios urbanos contemporáneos en América Latina. Analizando el imaginario urbano desde los estudios culturales, Rebecca Biron, en City/Art. The Urban Scene in Latin America (2009), coincide en que, más allá de la inagotable circulación de significados propios de un imaginario urbano globalizado, el cual se caracteriza por su consumo ilimitado y competencia económica, la ciudad latinoamericana del siglo xxi simboliza más la disfunción y desunión que el espacio –utópico– de progreso social y oportunidades para todos los ciudadanos. Ya la compilación de Patricio Navia y Marc Zimmermann había retomado esta temática, presente en el título Las ciudades latinoamericanas en el nuevo (des)orden mundial (2004), desde los estudios culturales y la teoría urbana. Uno de los objetivos de los ensayos recogidos en este volumen era el de comprender los nuevos espacios creados por las ciudades globalizadas actuales, las cuales se caracterizan por los desplazamientos de poblaciones y objetos, por las identidades en transformación y flujo, la desintegración de tradiciones como así también de sitios arcaicos, y todos aquellos elementos que de una manera u otra han creado nuevas geografías, problematizando y cuestionando las viejas metodologías utilizadas para comprender la ciudad y, a su vez, proponiendo nuevas. Tomando como centro de la discusión y análisis la compleja interacción entre los sujetos y los espacios urbanos familiares, y el modo en que estos últimos involucran diferentes aspectos de la identidad y la cultura, el volumen colectivo de Amanda Holmes y Richard Young Cultures of the City. Mediating Identi-

representaciones literarias de espacios urbanos imaginarios, y la significación que estos territorios han tenido en el marco cultural y político de América Latina, durante los siglos xix, xx y comienzos del xxi.

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ty in Urban Latin/a America (2010) consiste en otra contribución a un tema sugestivo, dinámico e inagotable, como lo son la experiencia urbana y las representaciones simbólicas de estas experiencias por medio de diversas expresiones culturales, las que abarcan una multiplicidad de manifestaciones, y donde identidad y territorio se intersectan. Es necesario subrayar que muchos otros textos –no mencionados aquí– han contribuido también, en las últimas décadas, a una cuestión tan estimulante como lo es la ciudad latinoamericana, desde numerosas perspectivas, metodologías y disciplinas, revelando de este modo el infatigable interés por un paradigma geopolítico que permite leer en sus representaciones una constelación de cruces, yuxtaposiciones, crispaciones y (des)encuentros9. Frederick Jameson, en “The Politics of Utopia” (2004), se pregunta si esta entidad particular que es la utopía tiene aún una función social (35). De ya no tenerla, sugiere, la respuesta reside en la extraordinaria disociación histórica entre dos mundos bien definidos, los que caracterizan el fenómeno de la globalización actual: por una parte,

9. Además de los ya mencionados textos clásicos de José Luis Romero, Ángel Rama y Alberto Flores Galindo, véase Jorge E. Hardoy, Richard M. Morse y Richard P. Schaedel (1978): Ensayos histórico-sociales sobre la urbanización en América Latina; Armando Silva (1992): Imaginarios urbanos, Bogotá y São Paulo: cultura y comunicación urbana en América Latina; Carlos Monsiváis (1995): Los rituales del caos; Néstor García Canclini (1997): Imaginarios urbanos; Adrián Gorelik (1998): La grilla y el parque: espacio público y cultura urbana en Buenos Aires, 1887-1936; Teresa Caldeira (2000): City of Walls: Crime, Segregation, and Citizenship in São Paulo; Susana Rotker (2000): Ciudadanías del miedo; Jean Franco (2002): The Decline & Fall of the Lettered City; Mabel Moraña (2002): Espacio urbano, comunicación y violencia en América Latina; Álvaro Salvador (2002): El impuro amor de las ciudades: notas acerca de la literatura modernista y el espacio urbano; Diego Armus (2007): La ciudad impura: salud, tuberculosis y cultura en Buenos Aires, 18701950; Elisabeth Guerrero y Anne Lambright (2007): Unfolding the City: Women Write the City in Latin America; Amanda Holmes (2007): City Fictions: Language, Body, and Spanish American Urban Space; Andreas Huyssen (2008): Other Cities, Other Worlds: Urban Imaginaries in a Globalizing Age; Christina Komi (2009): Recorridos urbanos. La Buenos Aires de Roberto Arlt y Juan Carlos Onetti; Beatriz Sarlo (2009): La ciudad vista: mercancías y cultura urbana; Anke Birkenmaier y Esther Whitfield (2011): Havana Beyond the Ruins: Cultural Mappings after 1989.

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la desintegración de lo social es tan absoluta –miseria, pobreza, desempleo, inanición, violencia, muerte– que los más complejos esquemas sociales elaborados por los pensadores utópicos devienen frívolos, dada su irrelevancia; por el otro, el enriquecimiento sin precedentes de algunos sectores sociales como así también la producción tecnológica, científica y médica; los descubrimientos, inimaginables un siglo atrás; y la enorme, infinita variedad de entretenimientos comerciales y culturales parecieran haber tornado la fantasía y especulación utópicas en algo tan aburrido y anticuado como aquellas narrativas pretecnológicas cuyos sueños consistían en vuelos espaciales (ibíd.). Este interrogante planteado por Jameson en relación a la dimensión utópica, su importancia y vigencia, me obliga a referirme a dos textos, también de reciente aparición. El primero, es el ya citado volumen de Marisa González de Oleaga y Ernesto Bohoslavsky, El hilo rojo. Palabras y prácticas de la utopía en América Latina (2009), cuyos ensayos evidencian cómo el concepto de utopía ha tenido una importancia determinante en la formación cultural, social y política de América Latina por medio de una labor que ha reemergido bajo nuevas expresiones comunitarias y solidarias. Los capítulos aquí compilados exploran, por una parte, aquellos proyectos literarios y artísticos imaginados tanto por los anarquistas como por las vanguardias, mientras que, por el otro, revelan de manera rigurosa y sistemática la presencia de proyectos utópicos múltiples en el territorio latinoamericano, desde cooperativas hasta proyectos comunitarios disímiles. A pesar de que muchos de estos proyectos han concluido, estos experimentos comunitarios, gestionados en general al margen del Estado y/o del mercado, funcionan como un modelo para aquellos sectores sociales que intentan encontrar caminos transitables dentro del panorama sociopolítico y económico actual. El segundo volumen de reciente aparición es The Utopian Impulse in Latin America (2011), editado por Kim Beauchesne y Alessandra Santos. Esta colección se suma a la discusión y debate respecto a la vigencia de la pulsión utópica en América Latina, argumentando que es posible rastrear en la actualidad la recurrencia del pensamiento utópico en una gran variedad de formas culturales y, más allá del supuesto fin de la utopía –según lo anunciaran Rusell Jacoby o John Gray–, este

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volumen colectivo procura demostrar que, si bien el impulso utópico ha sufrido diversas transformaciones, no ha expirado del todo10. Hemos mencionado al comienzo de esta introducción que con la conquista de América emerge la idea de un vasto territorio “vacío”, apto para ser poblado. Del mismo modo, la experiencia americana estableció un campo de experimentación para la aplicación de ideas extranjeras, lo que se manifestó tanto en el plano teórico como en la organización y diseño urbanos. Éste consistió, particularmente, en una suerte de laboratorio donde convergiera la emergencia de una nueva realidad geopolítica y la construcción del ideal utópico, tal como surgiera en textos literarios, trabajos intelectuales y proyectos comunitarios que proponían tanto una concepción racional como una imagen de una sociedad perfecta e ideal. Geopolíticas del deseo: esta definición del fenómeno utópico en América Latina nos recuerda que Ruth Levitas, en su ya clásico libro The Concept of Utopia (1990), enfatizó la importancia y significación que adquiere el aspecto desiderativo en la proyección y visión de una mejor vida, tanto en lo individual como en lo social. En este sentido, lo utópico no debe ni puede circunscribirse a un enjuiciamiento o prejuicio respecto a su carácter idealista que, muchas veces, es utilizado erradamente como sinónimo de ausencia de pragmatismo y que, por lo tanto, ha perdido su conexión con la realidad. Por el contrario, siguiendo el modelo filosófico de Ernst Bloch, lo utópico puede encontrarse a nuestro alrededor, tanto en las claves

10. Además de estas recientes publicaciones sobre la cuestión utópica, véase Margarita Gutman (1999): Buenos Aires 1910. Memoria del porvenir; (2011): Buenos Aires, el poder de la anticipación: imágenes itinerantes del futuro metropolitano en el primer Centenario; Rachel Haywood Ferreira (2011): The Emergence of Latin American Science Fiction; y la tesis de doctorado de Fabiola López-Durán (2009): Eugenics in the Garden: Architecture, Medicine and Landscape from France to Latin America in the Early Twentieth Century. Asimismo, en agosto de 2010 se celebró en el Tecnológico de Monterrey (México) el congreso internacional “Utopía: espacios alternativos y expresiones culturales en América Latina”, que contó con una participación amplia y representativa de un gran número de países y disciplinas académicas, como así también de escritores y artistas. Un volumen colectivo que recoge gran parte de los textos leídos durante el simposio se encuentra en preparación.

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de un mundo anterior, perdido, que puede anticipar el futuro, como en las formaciones estéticas que nos “iluminan” sobre aquello que falta y todavía puede devenir o llegar a ser, aquellas que inspiran esperanza en el público o en los lectores, y proveen del ímpetu necesario para un cambio colectivo e individual11. Así también son las ciudades que nos ocupan: espacios que albergan deseos, y deseos que se proyectan en espacialidades nuevas. Geografías y políticas del mejoramiento o, inversamente, impugnadoras de un modelo malogrado; urbanidades ancladas al sueño de una materialización prometida. Utopías, en suma, que giran en torno a lo urbano, sea para ratificar su conexión, como para cuestionar su lugar hegemónico dentro de las vastas latitudes del continente latinoamericano. Territorios cuyas aspiraciones han sido alcanzadas aunque, en otros casos, expresen ideales fallidos.

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11. Durante una conferencia en París (1935), Bloch introdujo el concepto de VorShein o “iluminación anticipatoria”: se trata de la indicación de la tendencia y lo latente de aquello que todavía no ha devenido y necesita su activador. La literatura y el arte contienen la “iluminación anticipatoria” de aquello que todavía no ha devenido, y el rol del escritor y el artista debe ser el de permitir que los materiales latentes y potenciales asuman su propia forma única. De ahí la relación que establece más adelante entre literatura, arte y utopía. Véase Ernst Bloch (1988): The Utopian Function of Art and Literature.

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Baptiste, Victor N. (1990): Bartolomé de Las Casas and Thomas More’s Utopia: connections and similarities. Culver City: Labyrinthos. Beauchesne, Kim/Santos, Alessandra (2011): The Utopian Impulse in Latin America. New York: Palgrave Macmillan. Birkenmaier, Anke/Whitfield, Esther (2011): Havana Beyond the Ruins: Cultural Mappings After 1989. Durham: Duke University Press. Biron, E. Rebecca (ed.) (2009): City/Art. The Urban Scene in Latin America. Durham: Duke University Press. Bloch, Ernst (1986): The Principle of Hope. Cambridge, Mass.: MIT Press. — (1988): The Utopian Function of Art and Literature. Cambridge, Mass.: MIT Press. Bohoslavsky, Ernesto/González de Oleaga, Marisa (2009): El hilo rojo. Palabras y prácticas de la utopía en América Latina. Buenos Aires: Paidós. Caldeira, Teresa (2000): City of Walls: Crime, Segregation, and Citizenship in São Paulo. Berkeley: University of California Press. De Certau, Michel (1990): L’invention du quotidien, Vol. 1. Arts de faire. Paris: Gallimard. Deleuze, Gilles/Guattari, Félix (2003): Rizoma. Introducción. Valencia: Pre-Textos. Esquerra, Ramón (1948): Utopía (El Estado Perfecto). Barcelona: Editorial Apolo. Flores Galindo, Alberto (1991): La ciudad sumergida. Aristocracia y plebe en Lima, 1760-1830. Lima: Editorial Horizonte. Franco, Jean (2002): The Decline & Fall of the Lettered City. Cambridge, Mass.: Harvard University Press. García Canclini, Néstor (1997): Imaginarios urbanos. Buenos Aires: Editorial Universitaria de Buenos Aires. — (2009): “What is a City?”. En Biron, E. Rebecca (ed.): City/Art. The Urban Scene in Latin America. Durham: Duke University Press, pp. 37-60. Gorelik, Adrián (1998): La grilla y el parque: espacio público y cultura urbana en Buenos Aires, 1887-1936. Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes.

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SECCIÓN I La utopía y la ciudad contemporánea latinoamericana

La ciudad entre la nostalgia del pasado y la visión apocalíptica1 Fernando Aínsa

Las grandes ciudades de América Latina –esas Metropolitan galaxies como las definen los urbanistas– son hoy escenario recurrente de novelas de proyección apocalíptica donde imperan el caos, la contaminación, el hacinamiento, el deterioro y la ruinificación, el tráfico congestionado, la inseguridad y la violencia. En ellas pululan personajes errantes, marginales o marginados –“huérfanos de vocación” al decir de Roberto Bolaño (1998: 93)– oscilando entre la angustia, la desesperación o la resignación. En el deterioro progresivo y en su prematuro desgaste, las grandes capitales, las megalópolis de crecimiento acelerado y descontrolado, se aparecen en desorden inhumano plagado de contradicciones, donde lujo y pobreza conviven bajo tensión en barrios diferenciados en forma drástica. La “jungla de asfalto” aúna rascacie-

1. Este ensayo es la última versión de un work in progress sobre el tema de la ciudad en la narrativa latinoamericana del que se han ido publicando capítulos en libros colectivos y en Del topos al logos. Propuestas de geopoética (Iberoamericana/Vervuert, 2006). En recientes congresos en las universidades de Caen, Rouan y Navarra se ha continuado esta investigación de la que el texto que sigue ofrece nuevas perspectivas, felizmente inconclusas.

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los y guetos de ricos propietarios protegidos por barreras, códigos y guardias privadas, con cinturones de miseria y barriadas que recogen el éxodo rural o la propia marginalidad que genera la ciudad. En esta nueva realidad se ahogan los signos del proyecto que todavía pueden adivinarse en los restos de los barrios históricos coloniales y en los trazados de las reformas de fines del siglo xix. Con cierto regodeo de notas hiperbólicas se despliega una panoplia novelesca de México D. F. a Buenos Aires, pasando por La Habana, Caracas, Medellín, Lima o Santiago, que ha ido cancelando en forma progresiva las perspectivas de la ciudad modélica y optimista del pasado para reflejar otra realidad. En su crecimiento arbitrario, ruidoso y confuso, ya no se reconoce el sosegado pasado colonial o el entusiasmado ingreso a la modernidad finisecular del siglo xix, simbolizado en el trazado de grandes paseos y bulevares, como el Paseo de la Reforma en Ciudad de México, dispuesto en 1864 por Maximiliano siguiendo el modelo de la avenida Louise de Bruselas, el Prado en La Habana, la calle Corrientes en Buenos Aires o la transformación de Santiago de Chile que saluda el poeta Rubén Darío en 1886: “En América Latina, es la ciudad más soberbia”, su “lujo es cegador” (1918: 71). Ciudades, finalmente, donde el espacio oclusivo y alienante desmiente el viejo adagio medieval italiano: “L’aria della città rende liberi”, cuando en pleno Quatroccento los monarcas sueñan con ciudades nuevas, como proyecta el urbanista utópico Leon Battista Alberti en De Re Aedificatoria (1485), mientras Antonio Averlino (llamado “Filarete”) propone en Trattato (1465) la ciudad ideal y más bien fantástica de Sforzinda, que debería edificarse sobre una tierra fértil en pleno campo y donde sería posible vivir como en la Jauja de la tradición popular. Ciudades que inspiran el impecable trazado de la capital de Utopía (1516) de Thomas More y La Cittá del Sole (1602) de Tommaso Campanella. Tráfico congestionado, dificultades de transporte, contaminación y degradación del medio ambiente niegan en América Latina las notas optimistas del progreso con las que la ciudad del futuro se proyectó en los planos visionarios de urbanistas y utopistas. Queda lejos la Arcadia de la ciudad colonial, su trazado geométrico y las evocaciones, en-

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tre románticas y costumbristas, propuestas en la literatura a través de la idealizada visión de Bernardo de Balbuena en Grandeza mexicana (1604), por Sarmiento (Recuerdos de provincia, 1850) o Ricardo Palma en Tradiciones peruanas, (1872-1910). Y quedan todavía más lejos las antiguas capitales prehispánicas como Tenochtitlán y el Cuzco, concebidas como “ombligos” del mundo a modo y semejanza del cosmos, representadas en las cuatro esquinas de sus plazas y el emplazamiento de sus templos, modelo que la América hispánica heredó y lo hizo suyo en la variedad connotativa de planificadores, en los proyectos de arquitectos y paisajistas, en el ensalzamiento del recinto cerrado de la casa y del abierto de la plaza pública2. Pero, sobre todo, en la superposición de culturas en el mismo lugar, entendiendo como lugar la fusión del orden natural y el humano en un centro significado por una experiencia individual o colectiva. En el Zócalo de Ciudad de México, ese lugar sagrado de encuentros, cargado de imágenes míticas prehispánicas, se levantan la Catedral y el Palacio Nacional coloniales y se anuncia la época moderna. Plaza de las Tres Culturas se llama a Tlatelolco, otro punto clave de la capital mexicana, en honor a esa condición demiúrgica que le ha valido el sobrenombre de la “ciudad con tres ombligos”.

La línea de sombra, anuncio del colapso de la modernidad Si bien la modernidad fue portadora de una fe en el porvenir, la ciencia y el progreso y durante un par de siglos la humanidad confió en el futuro y en la utopía para la erradicación de todos los males que la aquejaban, desde mediados del siglo xix se empezaron a escuchar voces anunciando la “decadencia” y las buenas perspectivas se fueron ensombreciendo. Es “la línea de sombra” trazada a partir de las visiones

2. La importancia de la plaza pública ha sido objeto de una copiosa bibliografía. Entre otros, véase el volumen colectivo (1978): La plaza pública: un espacio para la cultura.

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de Lautreamont que “revelan la mirada descentrada y profundamente poética con la que Maldoror escudriña, descifra y enjuicia en Los Cantos los desmanes de esta sociedad” (Giraldi Dei Cas 2010: 296). Luego vendría Nietzsche y sus visiones apocalípticas, La decadencia de Occidente (1918-1923) de Osvald Spengler, “los escapes de gas del cerebro mundial” denunciados por Karl Kraus, las antiutopías o utopías negativas de Jack London (El talón de hierro, 1907) y Zamiatin (Nosotros, 1921), el “abismo de la historia” al que se asoma la “enferma civilización europea” que observa Paul Valéry (1924), textos que abren las compuertas al pesimismo y a las visiones catastrofistas que han regresado con fuerza en las últimas décadas. Todas ellas favorecidas por la amenaza nuclear, primero, y luego por los diagnósticos ambientales, el llamado fin de las utopías, la crisis de los “grandes relatos” de la historia en la que se ha solazado el posmodernismo y, de un lustro a esta parte, viviendo los vaivenes de una crisis económica y financiera que estremece a buena parte del mundo. Sobre todos planea el ángel que anuncia el Apocalipsis. Un ángel que se ceba en las grandes ciudades, donde los signos del “fin del mundo” mejor parecen encarnarse. Esta puesta en escena de los avatares del imaginario apocalíptico está presente en la literatura latinoamericana, tanto en la poesía –basta pensar en “Pax” (1915) de Rubén Darío; Ecuatorial (1918) de Vicente Huidobro; Fin de mundo (1969) de Pablo Neruda; “Apocalipsis” (1965) de Ernesto Cardenal y Apocalipsis XX (1970) de Sara de Ibáñez– como en la ficción, donde el intertexto bíblico es citado con cierta fruición por Mario Vargas Llosa en La guerra del fin del mundo (1981) y por Julio Cortázar en “Apocalipsis de Solentiname” (1977). Lo hace profético Gabriel García Márquez cuando, en Cien años de soledad (1967), Macondo es sometido al juicio final, a la destrucción, y es arrasado. Este reflejo también es evidente en las hiperbólicas provocaciones, cargadas de blasfemias, del conjunto de la obra de Fernando Vallejo, especialmente en El desbarrancadero (2001) y La puta de Babilonia (2007) y en la obra póstuma de Roberto Bolaño, 2666 (2004), donde la visión se extiende a todo el siglo xx y se abate sobre el mundo entero a partir de la ciudad fronteriza, entre México y Estados Unidos, de Santa Teresa, donde la sucesión de los tres números seis del título evoca el imperio de la Bestia del Apocalipsis de San Juan.

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Si para unos estos motivos ejemplifican el discurso sobre el colapso de la modernidad latinoamericana (Julio Ortega [2006]) y para otros son el sustrato de contrarrepresentaciones de la historia (Marco Kunz [2009]), nos interesa en este ensayo escudriñar las tramas teleológicas y la presencia de esos motivos en la narrativa urbana.

La derrota del urbanista En América Latina la relación del escritor con la ciudad parece no haber tenido otra escapatoria que la de quedar atrapado en la espiral de la infamia que se hunde en el corazón de la urbe que habita. “La ciudad entró en la literatura hispanoamericana por los caminos del desarraigo nativo y coincidiendo con el modernismo”, aseguró Luis Alberto Sánchez en su estudio pionero sobre el Proceso y contenido de la novela hispano-americana de 1953 (1968: 527). La ciudad se va convirtiendo en forma gradual en un ser vivo, feroz y monstruoso, encarnación de un Apocalipsis que llega en forma anticipada sobre una tierra devastada. “Semidesarrollada, nacida ya en ruinas, –diagnostica Esperanza López Parada– invivible pero ampliamente poblada, multiplicada hasta el hacinamiento, contaminada y anónima, resulta difícil orientarse en un espacio como el suyo, que cambia a cada hora” (2007: 223). La consecuencia es la provisionalidad, la irregularidad o el desorden, su constante y su ley. Camaleónicas, el ritmo vertiginoso con que se alteran las hace incapaces para incorporar a sus ciudadanos. La ciudad crece de modo patológico, se desborda como un tumor. A diferencia de la perspectiva que se ha dado en, por ejemplo, la narrativa norteamericana, el narrador latinoamericano difícilmente apuesta al mito civilizador de integración y consolidación del espacio urbano. Nada parece detener el progresivo deterioro de las grandes capitales, amenazadas por las dramáticas contradicciones que albergan en su seno desde su propia fundación. Ciudades que acumulan proyectos utópicos no realizados y mitos degradados, proyectos visionarios de urbanistas y desarrollo espontáneo de barriadas, conviviendo entre nostálgicas miradas al pasado y catastróficas visiones del futuro. Ciudades donde se disimula la inconfortable relación entre la élite

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intelectual y la pobreza que la rodea, donde la mala conciencia de vivir en barrios privilegiados se trasciende en la exaltación del valor simbólico de la memoria urbana de zonas históricas rehabilitadas y áreas residenciales tradicionales. Ciudades que proclaman la derrota del urbanista y sus proyectos por la aparición de la noche a la mañana de barrios espontáneos, no controlados, donde el aparente desorden de la naturaleza toma su revancha contra toda planificación. Apenas queda el recurso del humor que propone Alfredo Bryce Echenique en Un mundo para Julius (1970) para Lima o Juan Villoro en Materia dispuesta (1997) para México. En otros casos, el refugio nostálgico en el pasado que representan los grandes caserones, esas “casas quinta” amenazadas por promotores y especuladores inmobiliarios se transforma en la obsesiva temática de novelas como Con las primeras luces (1966) de Carlos Martínez Moreno y Coronación (1957), Este domingo (1965) y El obsceno pájaro de la noche (1970) de José Donoso. En su extravío del “espíritu de ciudad”, Manuel Mujica Láinez también se refugia en La casa (1954), una noble mansión de la calle Florida de Buenos Aires que mientras es demolida, cuenta la historia de sus muros. Del mismo modo, la casa se convierte en prolongación de la conciencia del protagonista en Sangre patricia (1902) del venezolano Manuel Díaz Rodríguez. Tulio siente que “el alma de la casa empezó de súbito a vivir para él, con vida poderosa y múltiple” (14). Por ello, los autores de La casa paterna. Escritura y nación en Costa Rica (1993) sostienen que “en el mundo de la ciudad, cada vez más despersonalizado y riesgoso, aparece la casa como último reducto del idilio”, aunque añadan: “Pero este asilo también se ve amenazado por el paso del tiempo, por la historia” (275)3. En la eclosión de la literatura urbana que desestructura las visiones jerarquizadas y concéntricas del centro y sus ensanches modernistas surgen puntos focales deconstruidos en barrios, suburbios y en la variedad de poblaciones “espontáneas” –villas miseria, favelas, callampas, cantegriles, etc.– que forman los cinturones de pobreza o son “is-

3. Esta obra constituye un excelente ejemplo de “topo análisis” del espacio significado por la literatura.

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las” en el propio centro de la ciudad. Las sórdidas barriadas de Quito de En las calles (1935) de Jorge Icaza, la capital anónima de Al pie de la ciudad (1958) del colombiano Manuel Mejía Vallejo hecha de las oleadas del éxodo campesino, los “barrios de latas” de Lima, donde pululan los antihéroes de Enrique Congrains Martín en No una, sino muchas muertes (1967), son ejemplos de este progresivo “descentramiento” urbano reflejado en la narrativa.

Buenos Aires de “gran aldea” a Babel Tomemos el ejemplo de Buenos Aires. En Amalia (1850) de José Mármol, la capital de la Argentina sometida por la dictadura de Rosas es “un desierto, un cementerio de vivos”, donde civilización y barbarie se estructuran en campos semánticos antinómicos, cuando no maniqueos, en el propio territorio urbano (1971: 246). Casi cincuenta años después, la ciudad de Mármol, se ha transformado en una flamante cosmópolis (como la define Rubén Darío), presunta Atenas del Plata o París de las pampas, como pretenden otros. Sin embargo, está asediada por la especulación y embriagada por la facilidad para hacer y deshacer fortunas que diseña con tintes casi autobiográficos Julián Martel en La bolsa (1891). Por esa misma ciudad, que ha perdido bajo el aluvión inmigratorio su carácter de “gran aldea” (La gran aldea [1884] titula Lucio V. López su nostálgica mirada por la sociedad criolla), se pasea el protagonista de Sin rumbo (1885) de Eugenio Cambaceres: “En un anhelo de movimiento, en un deseo, en una necesidad de ruido y de tumulto, vagaba por las calles más centrales” (163). La ciudad cosmopolita sucumbirá a la “amenaza babilónica”. Aunque lo había anunciado Sarmiento en Facundo (1845) –Buenos Aires, la “Babilonia americana” (1975: 72-73)–, es Héctor Pedro Blomberg, en los relatos Las puertas de Babel (1920), quien construye “un panorama torvo” de la capital porteña en el que se reflejan “el espejismo de tierras remotas” y los “restos de naufragios de la voluntad y de la ilusión” de los hombres, cuyos desechos “el mar arroja a los puertos” y donde la ciudad es “la confidente de hombres solitarios, cuyo rezongo anida en sus corazones y los llena de una incurable desazón” (Soto 1959: IV).

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Detrás de esta representación de la gran urbe se va delineando la oposición entre el “país visible” y el “invisible” con que Eduardo Mallea, en Historia de una pasión argentina (1937), plantea la dicotomía esencial argentina: una capital-puerto mirando hacia el otro lado del Atlántico y un país silencioso (¿o silenciado?) detrás. Una imagen negativa de la capital que resume en La bahía del silencio (1940) al afirmar que Buenos Aires “[e]ra la ciudad sin gloria” (1974: 316).

La ciudad, esa “prostituta enamorada de sus rufianes” La gran urbe, de la que la capital porteña es paradigma en América del Sur, estalla en la antiutopía de Roberto Arlt. En Los siete locos (1929) y en Los lanzallamas (1931) la ciudad caleidoscópica se asimila a “las prostitutas, enamoradas de sus rufianes y de sus bandidos”, dicho lo cual el autor concluye: “Esto no puede seguir así” (2000: 205). Condenada a su destrucción, sobre ella se proyecta la ciudad imaginada por el arquitecto Balder en El amor brujo (1932): una Buenos Aires de acero y cristal. Estos seres exaltados que afirman querer transformar el mundo con un gesto revolucionario, poseídos, dueños de verdades absolutas y tajantes, sectas y grupos que se organizan para robar, matar o fundar “prostíbulos perfectos”, saben que su plan está condenado de antemano. No es extraño, entonces, que concluya diciendo en Los lanzallamas que la revolución es imposible en América Latina, porque el hombre está marcado por una fatalidad: el hombre “finalmente es oprimido por su prójimo o esclaviza a los otros”, aunque prometa vagamente que: “Después vendrá el anarquismo” (2000: 470 y 450). En este contexto, no llama la atención que la verdadera propuesta sea “inaugurar el imperio de la Mentira, de las magníficas mentiras” como sugiere el Astrólogo (ibíd.: 100) o afirmar que “[la] felicidad de la humanidad sólo puede apoyarse en la mentira metafísica” (ibíd.: 142), esos “milagros apócrifos” que, manteniendo en la más absoluta ignorancia a la gran mayoría, aseguran el retorno de la edad de oro y el buen gobierno por parte de una minoría esclarecida, porque “aquel que encuentre la mentira que necesita la multitud será el Rey del Mundo” (ibíd.: 155).

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El proyecto subversivo no está basado únicamente en “la ensalada rusa” de una revolución de notas ambiguas, que puede ser tanto bolchevique como fascista, y cuya meta es la creación de un “hombre soberbio, hermoso, inexorable que domina las multitudes”, “príncipe de sapiencia” de sospechoso parentesco con el superhombre de Nietzsche (ibíd.: 43). Sin embargo, detrás de la propuesta maquiavélica de El Mayor –atraer “desorbitados” a una secta de apariencia bolchevique para crear un ficticio cuerpo revolucionario que permita dar un golpe de Estado militar e instalar una dictadura– se descubre el talento premonitorio y visionario de Arlt. ¿Cuántos golpes de Estado se han dado en América Latina con esa excusa? Una premonición que lleva a una observación no menos pertinente: la eficacia del bastón en la espalda de los pueblos está basada en la cuestión de “apoderarse del alma de una generación” (ibíd.: 145). En otros casos –irónico presagio de lo que sucedería no muchos años después en los campos europeos– la experimentación científica se pretende poner al servicio de la revolución social. Cultivo de microbios de la peste bubónica y el cólera asiático, fábrica de gases asfixiantes, anuncian el “holocausto”, apenas teóricamente justificado por la mirada interrogante de El Astrólogo: “¿Sabe usted cuántos asesinatos cuesta el triunfo de un Lenin o de un Mussolini? A la gente no le interesa eso. ¿Por qué no le interesa? Porque Lenin y Mussolini triunfaron. Eso es lo esencial, lo que justifica toda causa injusta o justa” (ibíd.: 136). En el “llamado del camino tenebroso” en el que se embarcan personajes como Balder o Erdosain, lo que importa es la subversión de las leyes de lo “bello” y de la “decencia”, la demolición de la “visión del hombre honesto” heredada del siglo xix, ese cross a la mandíbula de la advertencia inicial de Los lanzallamas: “Yo quiero violar la ley de sentido común” (ibíd.: 103).

Visiones de Babel en la “tierra de nadie” Casi todas las capitales latinoamericanas son la Tierra de nadie (1941), como titula Juan Carlos Onetti una de las primeras novelas urbanas rioplatenses contemporáneas. Allí se refugian solitarios y desarraigados

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y en la libertad del anonimato se disimulan las derrotas cotidianas. En sus meandros subterráneos, sucedáneos del infierno, descienden años después los antihéroes de Leopoldo Marechal, especialmente en el viaje de Adán a Cacodelphia (Adán Buenosayres, 1948) y de Ernesto Sábato en su Informe para ciegos (Sobre héroes y tumbas, 1961). El subterráneo llega a ser el revés de la ciudad de la superficie, lugar por excelencia de las apariencias. Allí se concentran los miedos ligados a la angustia urbana y se disimulan zonas secretas ignoradas por la ciudad y se agazapan amenazas no identificadas, sombras y peligros. En efecto, la ciudad propicia un descenso cotidiano al infierno –la “ciudad oscura” de Cacodelphia– como propone Marechal. Entre mito y parodia, entre ficción alegórica, irónico y presuntuoso pastiche metafísico, Adán Buenosayres narra el viaje iniciático del protagonista Adán a través del barrio de Villa Crespo, peregrinaje suburbano que incluye un descenso a un purgatorio (¿o infierno?), reverso subterráneo de la capital porteña, ese “archipiélago de hombres islas”, esa ciudad que está todavía por hacerse: “la tristeza del barro que pide un alma” (Marechal 1976: 188). Ernesto Sábato, en Sobre héroes y tumbas, aborda Buenos Aires como una ciudad que no es la verdadera capital de un país sino “una Babilonia desestructurada”, nada menos que seis millones de argentinos, españoles, italianos, vascos, alemanes, húngaros, rusos, polacos, yugoslavos, checos, sirios, libaneses, lituanos, griegos y ucranianos. Sábato se pregunta con indisimulada ironía, “‘lo nacional’. ¡Dios mío! ¿Qué era lo nacional?” (1964: 139). En este caso, si la Argentina aparece como “un país inexistente” es porque “nada tiene importancia para uno”, “aunque la peste diezme una región de la India”, y no porque “nunca sucedan cosas”, como cree Bruno, uno de los personajes claves de ese desarraigo urbano (ibíd.: 118). ¿Cómo escapar, pues, de la realidad cotidiana de un Buenos Aires semejante? Desde su infancia, la heroína Alejandra habla de irse a la China o al Amazonas y propone a Martín recorrer “países salvajes”. Se trata de “irse lejos”, “irse de esta ciudad inmunda” a “un lugar lejano, a un lugar donde no conociera a nadie” (ibíd.: 98). Babel es el símbolo de cada ciudad, nos dice H. A. Murena. Como figura de la razón triunfante sobre la naturaleza, “la ciudad embriaga

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con sueños de titanismo” (Murena 2002: 418). La gran urbe, encarnación del lucro, intereses y usura, animaliza mediante la mecanización y el dominio, ya que “si favorece una contigüidad de apariencia protectora, en el fondo obscena, persiguió al amor que ha debido hacerse furtivo. Si despierta pasajeras ilusiones, que se suceden una a otra, expulsó la esperanza” (ibíd.: 419). La ciudad –en resumen– es un instrumento de tortura: lo útil como desgracia radical. “El mundo concluye cotidianamente en un desastre. Es el fin del mundo lo que la vida vive. El apocalipsis: de eso huimos en razonables máquinas enloquecidas” (ibíd.). Con el paso de los años, la imagen apocalíptica de Buenos Aires no mejora. A todo lo más se esfumina en una trama urbana apartada de “la geometría racional”, cuyo enroscamiento de recorridos en las barriadas y villas miseria, construye un laberinto cerrado e indescifrable en el que no es aconsejable aventurarse, como sugiere César Aira en La villa (2001). En un caso extremo, Sergio Chejfec en El aire (1992) aborda el espacio de los baldíos en los centros urbanos, lugares deshabitados que rompen la continuidad de la ciudad, para exaltarlos como el “no lugar” por excelencia. Gracias a ello, sostiene en Boca de lobo (2000) que “no puede llamarse ciudad el lugar donde uno se pone a caminar y encuentra solamente ruinas maltrechas y tierra abandonada, como tampoco se puede llamar campo este territorio señalado por la improvisación y la indolencia” (ibíd.: 119). La solución no es edificar en esos baldíos, ya que “todo lo que se edifica es una promesa de ruina” y habitar casas significa ocupar ruinas (ibíd.: 17). La transformación urbana queda reducida a metáforas del deterioro y la demolición.

Caracas, entre el asfalto y el infierno Otras capitales latinoamericanas enfrentan una similar desestructuración. En esta perspectiva, Caracas no es otra que la violencia y el caos urbano descrito con insistencia en la novelística de Adriano González León y Salvador Garmendia, como lo había sido su suburbio de prostíbulos, pulperías e inquilinatos en Campeones (1939), de Guillermo Meneses. Las veinticuatro horas de la vida del guerrillero Andrés Bara-

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zarte en cumplimiento de una misión a través de Caracas permiten a González León dar en País portátil (1968) una visión palpitante y frenética de una jungla de asfalto que ya había proyectado en un relato anterior, Asfalto infierno (1963), donde la ciudad, una vez más, es sinónimo de ese infierno con el que se la asocia tradicionalmente. Una esquina, un rostro cruzado al pasar, frases fragmentadas escuchadas sin querer permiten un juego de planos en el tiempo y en el espacio que se superpone al presente. Caracas es su propio pasado, las zonas rurales que la rodean, las barriadas que la ciernen, su ausencia de centro, el atasco permanente de sus calles: “Media hora para atravesar Sabana Grande, media hora para un poco más de siete cuadras” (González León 1968: 12). El calidoscopio de una urbe que no termina de cuajar en una capital estable de direcciones y perspectivas definidas permite este juego permanente de planos que recuerda, por su temática central, a la novela Gestos (1963) de Severo Sarduy, ese viaje de una bomba a través de La Habana sometida por la dictadura de Batista. Caracas es también la “ciudad circular” de Largo (1968) de José Balza, esa ciudad que propicia el extravío: “El auto avanza hacia el sur y he aquí, laberíntica, la expresión de la ciudad” (72). Sin embargo, aunque nacido en Caracas, su protagonista “no conoce la evolución de su propia ciudad”, y al conducir un automóvil por sus avenidas se pierde para decirse que “quiero que gire a mi alrededor, que me circunde, la historia de mi ciudad” (ibíd.: 92). Pero quien se aparece como el escritor emblemático de Caracas –el que mejor ha robado la “magia literaria” de la gran ciudad– es Salvador Garmendia. En Los pequeños seres (1959), Los habitantes (1961), Día de ceniza (1963) y La mala vida (1968) capta la angustia y la barbarie del hombre perdido en los laberintos de la inmensa capital heterogénea, polarizada y violenta, pero no por ello menos atractiva. Garmendia domina el sermo urbanus y conoce bien los subterráneos y las miserias físicas y morales de la metrópoli venezolana. Ha captado la angustia, la melancolía y la barbarie del hombre perdido en los laberintos urbanos, cuya magia ha “robado” con eficacia literaria. Esa angustia se traduce en el andar sin pausa y sin objeto por las calles del personaje central de Los pequeños seres, Mateo Martán:

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¡Andar! las calles se suceden sin tregua, disímiles, cada una dispuesta para conducir la vida que bulle en medio de su cauce. Atravesar aceras rebosantes, mezclarse a las manadas impacientes que esperan para cruzar la calle, escurrirse por entre los cuerpos que obstruyen las esquinas. Moverse sin objeto en la estridencia y el fragor… (123).

Lima, “saturada de pretérito” Lima es “la horrible”, como la bautiza Sebastián Salazar Bondy, aún ejerciendo ese rol abusivamente tutelar y centralista de capital que vive abstraída de la realidad lacerante del resto del Perú. “Los limeños viven saturados de pretérito”, considera en Lima la horrible, 1964. Alienados, nostálgicos, miran hacia atrás, alimentando la falacia de un pasado noble que anula los intentos presentes y paraliza cualquier proyección de porvenir. El sentimiento de pérdida de un pasado señorial lo asocia a la reivindicación de una “utopía del pasado”. La ciudad es percibida como espacio de una extraviada nostalgia, fundamentalmente anacrónica. Cuando Lima ofrece su rostro amable es porque está impregnada por la nostalgia de un mundo apacible y provinciano, salvaguardado en un barrio, como es el caso de Barranco en La casa de cartón (1928) de Martín Adán. Dicen que Abraham Valdelomar dijo: “El Perú es Lima, Lima es el Jirón de la Unión, el Jirón de la Unión es el Palais Concert y el Palais Concert soy yo”, aunque no muchos están convencidos de que haya sido así. Pero otros sí creen capaz a Valdelomar –el escritor y dandy criollo autor de La ciudad muerta (1911)– de haberse despachado con una frase tan egocéntrica, ingeniosa y, sobre todo, veraz. Lima, una ciudad que ya anuncia en Duque (1934) de José Díez Canseco la visión sesgada y crítica de un “perro fiel”, el Duque que da nombre a la novela, de una sociedad limeña cuyo protagonista, un efebo de vieja familia, oscila entre la homosexualidad y los amores con una joven de la buena sociedad. Sin embargo, desde Una Lima que se va (1921) de José Gálvez, la ciudad muestra sus patéticas grietas. La diversificación de estilos

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que la narrativa de los sesenta propició tuvo otras expresiones urbanas originales. Atenido a un realismo escueto, sin barroquismos o excesos, Lima es también el espacio desolado de Los gallinazos sin plumas (1955) de Julio Ramón Ribeyro o el escenario de un deambular sin rumbo de los cuentos de Oswaldo Reynoso, aunque intenten convencerse de la necesidad de un centro: Julio Ramón Ribeyro refleja la vida de Lima, privilegiando la de los seres marginales, outsiders, delincuentes o pobres desarraigados que campean en los relatos de Los gallinazos sin plumas (1955) y Las botellas y los hombres (1964). Sin estridencias, Ribeyro fue construyendo un mundo donde los “niños bien” de la sociedad limeña, como Ludo, el protagonista de Los geniecillos dominicales (1965), se codean con el lumpenaje de los ambientes “barriobajeros” del puerto de El Callao, pero, sobre todo, acumulan experiencias iniciáticas de formación. Desde entonces, el deterioro de Lima ha sido progresivo e ineluctable. Deterioro que lleva a Jorge Eduardo Benavides en El año que rompí contigo (2003) a calificar a Lima como “capital mundial de la desesperanza” (13). El protagonista recorre los barrios “ulcerados que eran el pulso de nuestro moribundo país”, camina en grupos “evitando los charcos pestilentes, los gruñidos de los perros, las miradas intransigentes de los mayores” (ibíd.: 135). En esos barrios –“peruvian dream de los provincianos”– “empieza el Perú real, qué profundo ni qué ocho cuartos; la miseria profunda, los cerros arenosos y la tierra estéril donde se levantan las casuchas de esteras que parecen cuarteaduras hediondas en la superficie del terreno, el gentío paupérrimo que bulle en sus entrañas” (ibíd.: 214).

Violencia real y latente en Medellín y Bogotá En Colombia, barrios transformados en auténticos focos de violencia donde imperan el narcotráfico, clanes y “tribus” suburbanas, fraccionan la centralidad neocolonial y la modernidad apenas asimilada de Medellín o Bogotá. La Virgen de los sicarios (1994) y El desbarrancadero (2001) de Fernando Vallejo y Rosario Tijeras (1999) de Jorge Franco Ramos, para la primera, y Scorpio City (1998) de Mario Mendoza, para

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la segunda, alejan definitivamente la ciudad de la Arcadia de sus barrios apacibles. Violencia real y latente, perceptible en la sensación que resume la protagonista de Satanás (2002) de Mario Mendoza cuando vaga por la ciudad de “calle en calle, confundida entre la multitud de indigentes y alucinados que recorren la ciudad durante horas interminables y que suelen pernoctar en potreros baldíos, en caserones abandonados, en parques poco concurridos o debajo de los puentes en guaridas improvisadas y malolientes” (ibíd.: 283). La violencia que se instaura es más social que política, más cercana de la gratuita indiferencia con que se la contempla en la pantalla de televisión o de un videojuego que del proyecto revolucionario con que pudo intentar legitimarse en el pasado. Por su parte, el malogrado Andrés Caicedo exclama: “Maldita sea. Cali es una ciudad que espera, pero no le abre las puertas a los desesperados”4. Una ciudad que se torna en calabozo, para sentirse preso toda su vida. Así se verá, rodeado de caníbales, ángeles y adolescentes perdidos. Cali será su recurrencia eterna, hasta su suicidio. La obra de Caicedo tiene el aire ardiente de esa ciudad del occidente colombiano, que aparece reinventada con sus motivos apocalípticos y se puebla de adolescentes inadaptados que buscan su identidad a lo largo de noches sin fortuna.

Ciudades que se caen a pedazos La visión apocalíptica se prolonga en los autores jóvenes contemporáneos. Por eso, Jorge Peveroni –nacido en 1969– puede exclamar en

4. Caicedo nació en Cali el 29 de septiembre de 1951 en el seno de una familia burguesa, la clase que criticará siempre. Él sabía que nada podía hacer contra el sistema; entonces, se dedicó a sabotearlo desde la cultura no oficial; y se valió del teatro, el cine, la novela, el cuento, el lenguaje irreverente, la poesía desinhibida, las drogas. Caicedo no quería pasar la frontera de la juventud, y faltaba poco para la tarde del 4 de marzo de 1977 en que 60 pastillas de Seconal cumplieron su obsesión de saber que vivir más de 25 años era una vergüenza. Se lo había dicho un día a sus amigos, y a partir de ese momento comenzó a preparar su inmortalidad.

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forma implacable en El exilio según Nicolás (2004): “Este país se fue al carajo, al cuarto mundo, Roberto. No quiero estar en una ciudad que se cae a pedazos, con gente fea por todas partes, con tipos frustrados y vencidos, con viejos amigos que se destruyen de a poquito” (25). Sin embargo, se sospecha que detrás de la única salida que se avizora: irse del país, emigrar, acechan otras nostalgias por descubrir. No se olvida tan fácilmente la ciudad en que se ha nacido y crecido, Montevideo, por muy ruinosa que se la describa; maldición y condena que ha perseguido a poetas y escritores de todas latitudes y a la que no escapan los uruguayos viviendo fuera de sus fronteras.

La Habana: un realismo sucio que parece fantástico Lejos de la alegre musicalidad y la fiesta del lenguaje de Guillermo Cabrera Infante y de la embellecida “ciudad de las columnas” de Alejo Carpentier (1964), La Habana que proponen Pedro Juan Gutiérrez, Leonardo Padura, Abilio Estévez y Ronaldo Menéndez se centra en el deterioro y el proceso de “ruinificación” de sus edificios más emblemáticos. “Existe un sentimiento de dislocación y anacronismo debido al contraste entre la opulencia y belleza de los edificios y su estado ruinoso” –anota Ángel Esteban (2007: 150)– al punto que la construcción textual del lugar, puede implicar la construcción simbólica de un territorio interior, auténtico espacio poético donde, aunque La Habana parezca “una ciudad bombardeada”, no deja de ser seductora (2007: 151). No lo es, sin embargo, en Trilogía sucia de La Habana (1998) de Pedro Juan Gutiérrez, donde Centro Habana “convulsiona y es como una gran cueva húmeda y mugrienta, rebosante a mierda, ratas y cucarachas” (73). En esos edificios ruinosos, los olores de las deyecciones de pollos y puercos atraen cucarachas, y ratas suben desde los sótanos por los tragantes pluviales de edificios ruinosos, auténtico microcosmo de la putrefacción. Se trata, por lo tanto, de sobrevivir entre los escombros, en el medio de la decadencia y entre las ruinas. Sin embargo, muchos de esos edificios cuyo interior es “un laberinto increíble de trozos de escaleras sin barandas, oscuridad, olor a rancio y a cuca-

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rachas y a mierda fresca” (ibíd.: 83), tienen fachadas de “bancos sólidos y eficaces” que imitan las imponentes de Boston y Filadelfia de los años treinta (ibíd.: 82). El tono apocalíptico de la obra de Gutiérrez culmina en el diluvio de connotaciones bíblicas del final de El rey de La Habana (1999), lleno de alusiones alegóricas a una suerte de maldición divina. “La gente se ha quitado la careta”, afirma Pedro Juan Gutiérrez en Carne de perro (2003: 68). “Nada de apariencias. Ahora es la época del caos y el vértigo. Garras y colmillos, al borde del precipicio”. Por su parte, Leonardo Padura recorre una Habana nocturna provisto de la linterna de la literatura policial de su detective Mario Conde, tras la que se adivina un ineludible trasfondo social. La Habana de Ronaldo Menéndez en Las bestias (2006) y en Río Quibú (2008) se cae a pedazos y provoca en el protagonista de aquella, el profesor Claudio Cañizares, “un odio del tamaño de toda la ciudad”, odio por el país entero para el que no necesita establecer una causa tangible, aunque precise que odia el barrio en el que le ha tocado vivir porque en “cada esquina hay un bulto de negros, cogitabundos, escandalosos, impúdicos bajo el sol del Caribe” (21). Su barrio es promiscuo como “la isla pequeña y promiscua”, esa “isla chica que es infierno grande” –se dirá– denunciando “la bola de tedio de los últimos diez años” marcado por “una dictadura con un incurable delirio de persecución” (ibíd.: 23). En un paisaje urbano de vitrinas entre feas o inaccesibles, líneas telefónicas imperfectas, desde “la esquina de la nada cotidiana” es fácil imaginar por qué todo el mundo está criando un puerco, “una máquina de devorar todo lo que no sea su propio cuerpo”, tal como fue presentada la novela. La cría del cerdo en una bañera, engordarlo con sobras que debe procurarse en un mundo donde todos crían cerdos se convierte en la obsesiva preocupación de un profesor que se va degradando para descubrir que “el camino es más importante que el fin” (ibíd.: 98). Recuerda la frase final de un film ruso: “De qué sirve el camino, si no conduce al templo”, para comprobar que no es necesario el templo o, dicho de otro modo, que el camino es el templo (ibíd.: 98). La situación no mejora en Río Quibú (2008), donde “el barrio es una circunferencia cuyo centro está en todas partes y cuyo perímetro

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se traslada al infinito” (25). En los márgenes del Quibú y sus aguas nauseabundas los vecinos se dedican a la confección de balsas en las que los isleños se fugan a un más allá que sobrepasa el perímetro en “busca de la tierra que nadie les ha prometido” (ibíd.: 25). En este barrio que no parece peligroso, sino que es un lugar peligroso, edificado a las orillas de un río de aguas pútridas, sus habitantes no crían cerdos para comerlos, sino cocodrilos. Sin embargo, los cocodrilos no integran el Menú Insular que todos aspiran comer, sino que hacen desaparecer los últimos despojos de seres humanos que han pagado por las balsas con las que piensan huir de la isla y que han terminado siendo asesinados para elaborar con sus carnes sabrosos guisos. “Maceran la carne en naranja agria, ajos y laurel, y luego la fríen con manteca de puerco o la asan”, explica con delectación el Gordo (ibíd.: 110), mientras el protagonista comprueba cómo le resulta maravilloso que aquella ciudad siempre pudiera estar peor. Cada día peor, suerte de moraleja para una triste fábula donde el realismo de tan crudo y descarnado parece fantástico. Desastres ideológicos y económicos, amenazas de inanición y búsquedas de soluciones individuales caracterizan un período del que la narrativa se propone dejar la más contundente y variada crónica, muchas veces invisible en la prensa nacional. Los relatos de Rumba Palace (1995) y la novela corta Perversiones en el Prado (1999), de Miguel Mejides, novelas de alto vuelo literario e indudable calidad estética como Tuyo es el reino (1997) y, sobre todo, Los palacios distantes (2002), de Abilio Estévez, cuentos del Apocalipsis social y humano como los del volumen La Habana elegante (1995), de Arturo Arango, novelas de la desesperanza como El paseante cándido (2001) de Jorge Ángel Pérez o Silencios (1999) de Karla Suárez, más otra infinidad de narraciones quizás demasiado cargadas de marginales, prostitutas, arribistas, mendigos, emigrantes (balseros que se van y “gusanos” que regresan), locos, drogadictos y sobre todo homosexuales, de personajes marcados por el escepticismo, la sordidez y la decepción más amarga –la multiplicación del desencanto– reflejan la crónica de un período de mutaciones profundas y hacen del espacio urbano, muchas veces descrito con minuciosidad, un maremágnum caótico y un anuncio del cercano Apocalipsis hacia el que se mueven personajes destrozados, en oca-

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siones definitivamente insalvables, muy distintos de los que promueve la propaganda oficial.

México D. F.: “el monstruo más hermoso del mundo” Pero ninguna capital latinoamericana ofrece una imagen literaria más apocalíptica que México. La antigua Tenochtitlán –“la Ciudad de los Palacios”, como la bautizara Alejandro von Humboldt– se ha transformado en “el monstruo más hermoso del mundo”, según Homero Aridjis, entre otros autores. Su extensión, esa “mancha urbana” con que los topógrafos aéreos definen la visión desde el aire de Tokio, Los Ángeles, São Paulo o México D. F., la hace inabarcable, con un centro esfuminado en la distancia y vaciado de contenido. Desde Ojerosa y pintada (1960) de Agustín Yáñez; la trepidante obra, entre periodística y literaria, de Luis Spota (1945-1985); La región más transparente (1958) y Cristóbal nonato (1987) de Carlos Fuentes a José Trigo (1966) de Fernando del Paso y Espectáculo del año dos mil (1981) y La leyenda de los soles (1993) de Homero Aridjis, la compleja pluralidad de México se percibe, no en el jocundo estallido de la concentrada intensidad cultural que la caracteriza, sino en los contrastes que genera el difícil diálogo entre tradición y modernidad. “El aire transparente” que ensalzara Humboldt y sobre el que ironiza Fuentes en La región más transparente (1958) es hoy una atmósfera contaminada e irrespirable a la que todos se resignan. En Ojerosa y pintada, Agustín Yáñez encarna la ciudad como una mujer con ojeras de trasnochadora y maquillada con exageración. Visión descontrolada a través de un taxista, cuyo oído registra las voces de la ciudad y la de los pasajeros que suben y bajan del automóvil, en un texto fragmentario, auténtico registro “magnetofónico” de la polifonía reinante. El ritmo de la ciudad, la convivencia estrepitosa de una multitud, la mezcla y el contraste de tipos humanos que la habitan, otorga a la narración una impronta particular. Las características de la gran ciudad, sin llegar a la imagen laberíntica, caótica o absolutamente fragmentada de la narrativa contemporánea, trasladan su desorden al mismo relato (Arias 2005: 78).

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En Cristóbal nonato (1987), Fuentes propone una suerte de novela de anticipación plagada de signos milenaristas. El protagonista ha sido concebido el 6 de enero de 1992 y debe nacer en la medianoche del 12 de octubre si quiere ganar el concurso organizado para conmemorar los 500 años del descubrimiento de América. La novela –concebida como un largo monólogo rememorativo del pasado que cargan los genes del “feto”– se publica en 1987, cinco años antes de los eventos que relata: “aún no nazco y ya siento que mi alma es viejísima. Aún no nazco y ya temo que voy a actuar de nuevo como actuaron todos mis antepasados” (1987: 555). Fuentes proyecta –en un lenguaje liberado y lleno de alusiones históricas– a México como un país dividido y en guerra a partir de la insurrección de Acapulco (“Acapulcalipsis”; ibíd.: 243), y una ciudad, el D. F., caótica e infernal, marcada para siempre por el terremoto del 19 de septiembre de 1985, el que fuera vivido como anuncio del fin del mundo: “¡Oh México, hija preferida del Apocalipsis!” (ibíd.: 90). Desde esa fecha, “la imagen de la Ciudad es […] su destino” (ibíd.: 48) y concentra una acumulación de metáforas sobre la utopía que no fue, el mito degradado en la dura vida cotidiana: “ciudad reflexión de la furia”, “ciudad del fracaso ansiado”, “la metrópoli ojerosa y pintada” (ibíd.: 25), “ciudad lepra y cólera hundida”, como llama sucesiva y obsesivamente Carlos Fuentes a “ese país de hombres tristes y niños alegres” (ibíd.: 94). En resumen, “en México nos va mal” –como afirma Ángel, el padre del protagonista, Cristóbal “nonato”. “Esto es una tautología” –responde su esposa– “México es para que nos vaya mal” (ibíd.: 11). Por eso, Cristóbal se pregunta, pocas horas antes de su nacimiento: ¿Aquí voy a nacer? ¿Voy a salir a este país? […] ¿Voy a ser conducido a la ciudad De Fe? ¿A respirar desde mi nacimiento once mil toneladas de azufre, plomo y monóxido de carbono diarios? […] ¿A unirme a un cuarto millón de niños muertos de asfixia e infección cada año? ¿A tragarme treinta mil toneladas de basura diarias? […] ¿Vale la pena nacer en México en 1992?” (ibíd.: 557).

Y todo en un México que ya había motivado en 1965 la exclamación de Gustavo Sainz en Gazapo (1965): “¡Pinche ciudad!… Qué fea es!” (1985: 47).

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En Dulcinea encantada (1992) de Angelina Muñiz-Huberman, una mujer sentada en el asiento trasero de un automóvil que rueda en el interminable Periférico del Sur de Ciudad de México sufre una intensa revelación interior. Respirando los gases tóxicos de ruidosos tubos de escape y ante un paisaje de fábricas con sucias chimeneas, edificios despintados y barrios miserables que desfila ante sus ojos, descubre una ciudad que parece de pesadilla. México es la estación terminal de un viaje a través de la historia que confluye hacia un anuncio explícito del Apocalipsis. Fragmentos del libro de la Biblia sobre los últimos días son citados y la propia novela se divide en capítulos titulados como los “siete sellos” del Apocalipsis, adelantando el trasfondo de muerte y resurrección en que se resume. Los personajes del colombiano Eduardo García Aguilar viajan por el mundo entero (El viaje triunfal, 1993) y recalan en México D. F. en Urbes luminosas (1991). En la intertextualidad propuesta entre ambos textos, anuncia que su obra será “algo nuevo”, ya que “el mundo de hoy se fragmenta, todo estallará: mi obra será el testimonio de ese desmoronamiento” (García Aguilar 1993: 143). La visión de la Ciudad de México desde el piso 28 de la Torre Latinoamericana anuncia ese estallido. En la ciudad contemplada como “una amiga silenciosa y cómplice” (ibíd.: 141) en el relato “Crónica de la urbe luminosa”, se descubren destellos de incendios lejanos, mientras una placa metálica de esmog baja al atardecer sobre sus avenidas y calles. En ese momento, la Torre cimbra, se inclina y empieza a elevarse hacia el cielo, convertida en un cohete. El “viaje triunfal” de García Aguilar termina en esa “urbe luminosa” de bíblica connotación. La Ciudad de México también se representa como un “purgatorio de ángeles caídos” (Elena Poniatowska 1969); como basurero del sistema capitalista global (José Joaquín 1997); mancha urbana que carece de confines y cuya identidad es redefinida en un vértigo de sincretismo (Juan Villoro 1997); y nueva Calcuta y laboratorio de la extinción de la especie (Carlos Monsiváis 1979). Esta obsesión por reescribir la ciudad, una y otra vez, muestra algo de su poder seductor, al que debe unírsele la monstruosidad de sus magnitudes (Arias 2005). Por eso es posible preguntarse con Monsiváis: “¿Qué es la ciudad de México? ¿Un complot, el bienaventurado

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cielo de la explosión demográfica, el fin de un país? ¿Es condena, expiación o rito iniciático que desemboca en la imposible madurez?” (1979: 312). La ciudad como espacio vivo provisto de una lógica propia llega a organizar y dirigir los destinos de sus habitantes. “La ciudad también se sirve de nosotros como si fuéramos fieles excrecencias suyas –afirma Blanco en “La ciudad enemiga” (1997: 57)– y nos envuelve en conflictos que son suyos, y que creemos equivocadamente nuestros”. Lejos del distrito federal de México, la Santa Teresa de 2666 (2004) de Roberto Bolaño –donde apenas se disimula Ciudad Juárez– nos recuerda cómo en el límite de la frontera, la ciudad, en lugar de liberarse a partir de los encuentros y cruzamientos que propicia, se vuelve impune para la discriminación y el crimen. Santa Teresa –que ya aparecía mencionada en Los detectives salvajes (1998)– encarna esa suerte de “mal absoluto” que reflejan los asesinatos de mujeres que se suceden sin interrupción ni esclarecimiento desde 1993 y que le han dado la triste fama internacional de Ciudad Juárez, “basural de la historia”. En 2666 culmina la indagación de Bolaño sobre ese mal del siglo que había iniciado en Estrella distante (1996) y Nocturno de Chile (2000), mal que se puede remontar genealógicamente al Tercer Reich, como sugiere Florence Olivier (2007: 32).

Los seres de la noche La noche agrava los males urbanos. Así surgen apasionantes infiernos que cobran en la noche una dimensión alucinatoria. “Escalera del infierno; bajar en las noches por el jirón Belén y el bulevar Quinca es descender al subsuelo. Visite nuestros subterráneos” (Wong 1997: 11). En estas primeras líneas de la novela El testamento de la tormenta (1997) del peruano Mario Wong, cuya introducción se titula “Ciudad irreal”, se anuncia la tónica de una literatura que usa la ciudad, esas “flores de cemento y neón”, como el escenario propicio para el desencadenamiento de pasiones contenidas, “sucumbiendo a la fascinación de la noche” (16). A “Los ocupantes de la noche” consagra Beatriz Sarlo una de las Instantáneas (1996) que ha publicado sobre “los

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medios, ciudad y costumbres en el fin de siglo”. Borrachos, vagabundos, niños de “la calle”, seres que, por una razón u otra, han iniciado una “deriva por el paisaje” pueblan la noche (ibíd.: 79). “Un saber de la ciudad y de cómo se sobrevive en la ciudad es necesario para derivar por ella” (ibíd.: 80), comprueba para recordar que detrás de los “ocupadores nocturnos” está una Buenos Aires cada vez más deteriorada, alienada e insegura, lejos del mito y el “fervor” y de aquella Misteriosa Buenos Aires (1950) que desmenuzara en evocativas crónicas Manuel Mujica Láinez. “Lo que quise hacer, cuando escribí Misteriosa Buenos Aires, es darle a esta ciudad mía mitos que la comunicaran con las grandes ciudades del mundo”, confesó el autor a María Esther Vázquez (1983: 64), ya que la consideraba hasta ese momento una aldea perdida en el extremo de América. En un capítulo estremecedor de El corredor nocturno (2005) de Hugo Burel –“La puerta roja”– el protagonista recorre los pasadizos en diagonal y estrechos túneles de edificios ruinosos para desembocar en un cabaret que parece surgido de una película norteamericana de clase B en blanco y negro de los años cuarenta, situado en la zona oscura, pobre y ruinosa de la Ciudad Vieja de Montevideo. Allí revive desconcertado imágenes de su despertar sexual en un show que rememora una escena de su infancia: la mujer que desde un balcón vecino entreabre sus piernas para sumirlo en el vértigo y la negrura de su pubis. En esos subsuelos pueden conservarse fragmentos de la memoria como el desordenado amontonamiento de películas enlatadas que descubre el protagonista de Tanda de cuatro con Laura (2002) de Carlos Cortés al descender por una escalera de caracol hasta una bodega húmeda malamente iluminada y de allí a otros pisos del subsuelo de un cine abandonado. En la circulación compulsiva por las calles de Bogotá, Scorpio City (1998) de Mario Mendoza se fijan las estaciones de un vertiginoso vía crucis que, más que una aproximación gozosa a la ciudad, sirve para trazar “itinerarios preferenciales” y “consagra estaciones recurrentes, impone un ritmo y una dirección que a la vez configuran y desfiguran el espacio” (Semilla Durán 2007: 56). En ese deambular, el protagonista desciende uno a uno los escalones de una degradación progresiva para descubrir que Bogotá abriga en su seno múltiples ciudades

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subterráneas. Bogotá, la “ciudad apocalíptica de las mil heridas” es “la ciudad travesti de maquillajes incomprensibles” y la ciudad venenosa que se ensaña con los que no la comprenden (Mendoza 1998: 170). Sin embargo, el narrador afirma alborozado que llevará su “veneno en las entrañas con la más completa jovialidad” (ibíd.: 171). Por la noche se revelan las lacras que el día esconde detrás de los muros lacerados por el deterioro en esa Trilogía sucia de La Habana (1998) que describe con morbosa delectación Pedro Juan Gutiérrez. De noche, Los palacios distantes (2002) de Abilio Estévez adquieren la pátina dorada de la melancolía que la luz diurna no puede revelar. Una nocturnidad que transcurre desde la medianoche al nostálgico amanecer de Habanecer (1992) de Luis Manuel García en el largo y minutado periplo (las páginas tienen en su margen cada uno de los minutos a los que corresponde la narración) de un deambular urbano de veinticuatro horas. Al modo del Dublín del Ulises de James Joyce, Habanecer nos sumerge en una Habana deteriorada pero jocunda, siempre vital y exultante. En el progresivo descenso nocturno de la narrativa urbana contemporánea, el chileno Pedro Lemebel, en La esquina es mi corazón (1995), subtitulada Crónica urbana, va todavía más lejos al proponer una visita a la nocturnidad de parques, baños públicos, bares donde se forjan citas equívocas, esquinas del sexo efímero, en una serie de “crónicas” y descarnadas viñetas sobre un Santiago de Chile casi clandestino, apenas disimulado en la diurnidad. Un descenso en el que reincide con clara vocación provocadora Juan Pablo Sutherland en Ángeles negros (1994). Con ritmo de videoclip, contradictorio y caótico, el Santiago nocturno se ofrece como una ciudad de sexualidades alternativas y de centros estallados en el seno de una megaciudad desarticulada. Margarita Rojas ha consagrado un estudio a la errancia –generalmente nocturna– donde se recorren calles y barrios que la noche revela en sus facetas más sombrías. En La ciudad y la noche. La nueva narrativa latinoamericana (2006) desfilan los antihéroes de una vasta selección de novelas que en su continuo vagar trazan “las coordenadas de un espacio dentro del cual se intenta dar sentido a un nuevo proyecto de identidad individual y, al mismo tiempo, se dibuja un mapa

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que deviene alegoría social” (8), dando razón al dicho “no somos nosotros los que habitamos los lugares, sino que ellos nos habitan a nosotros” (ibíd.).

Espacios de simbiosis y amalgamas Al final de este rápido recorrido, ¿qué surge de estas obras y de la visión que nos da la narrativa latinoamericana de sus ciudades laceradas, con motivos apocalípticos tan explícitos? Para comprenderlo hay que partir de una evidencia. En tanto que lugar activo, la ciudad es un “espacio socialmente construido” (Dembicz 2000: 29) que influye, transcurre y evoluciona con la propia vida del individuo o de la colectividad. Al ser el resultado de la fusión del orden natural y el humano, como centro significativo de una experiencia individual y colectiva y como elemento constitutivo de grupos societarios, el significado del lugar citadino es inseparable de la conciencia del que lo percibe y siente. El hombre y el lugar en que vive se construyen mutuamente y, por lo tanto, las nociones de sitio, espacio, paisaje, horizonte o las representaciones territoriales (nación, región, comarca, sitio, pago, barrio, plaza, calle o esquina) aunque cuantitativas y racionalizadas a primera vista, reflejan siempre un juicio de valor. “Las formas físicas de la ciudad son constituyentes principales de la imagen que vamos a formarnos de la misma” –recuerda José Carlos Rovira– cuya reducción clasificatoria resume en las siguientes representaciones: el recorrido (calles, avenidas, líneas de transporte en superficie), tránsitos que trazan itinerarios; los límites que separan un espacio de otro, ríos, desniveles, viaductos y vías férreas; los barrios individualizados, cuya interiorización subjetiva permite diferenciarlos por notas características; los nodos, esos puntos estratégicos que permiten trazar el plano personal en el cual nos movemos (una plaza, encrucijadas de calles o avenidas, una terraza de encuentro); y, finalmente, los hitos con los cuales fijamos los referentes de la ciudad: monumentos, un café, un comercio emblemático, una estatua… (2005: 21). Sin llegar al extremo del flâneur de Baudelaire, cuando sugería que las ciudades cambian con más velocidad que el corazón de un hombre,

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porque todo paisaje urbano se construye sobre la base de la propia vida que la puebla, es evidente que la representación urbana se filtra y se distorsiona a través de mecanismos que transforman toda percepción exterior en experiencia síquica y hacen de todo espacio, un espacio experimental. Si un cierto tipo de espacio urbano invita a los “topo análisis” del “espacio feliz” que propone Gaston Bachelard, Hernán Neira (2004) se pregunta si la urbe contemporánea, especialmente la latinoamericana, en la medida en que ha perdido su dimensión comunitaria de polis, no se ha convertido en un “espacio infeliz” donde se han eliminado los vínculos morales y la vecindad es pura contigüidad (103-118).

El catastrofismo como fiesta Sin embargo, una urbe donde se cumplen Los rituales del caos (1995) –como titula Carlos Monsiváis sus crónicas sobre México D. F.– puede llegar a seducir y “la verdadera y falsa condición apocalíptica” que ostenta puede provocar el “encanto de muchos” (17). “La demasiada gente”, invita al “catastrofismo como fiesta” (21). En resumen, se dice, a modo de declaración de amor por su ciudad: “No hay peor pesadilla que la que nos excluye”, exitoso aforismo repetido por otros autores. Tal vez ahí está la clave de un juicio final vivido como una suerte de happening, donde la ciudad puede recuperar sus notas más atractivas. En la misma dirección, Juan Villoro afirma que los capitalinos somos expertos en el deterioro […] Amamos un terrible escenario, cuyos defectos atribuimos a un tiempo pretérito: en la cultura urbana, los desastres existen ante todo como flashback, son la herida mítica que hemos podido superar. El resultado puede ser monstruoso, pero resulta entrañablemente nuestro (2003: 52).

Ese “ser nuestro” está presente en otros autores. Homero Aridjis se inscribe en la tradición de los escritores seducidos por la hipertrofia de los conglomerados urbanos, por lo que convierte a México en la ciudad emblemática del Apocalipsis, no del descrito por la Biblia,

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pero sí por el que encarna los males de la sociedad contemporánea. El protagonista de La leyenda de los soles (1993), Juan de Góngora, conduce al lector por las calles de una ciudad de atmósfera irrespirable, contaminada hasta la asfixia, entre el barullo de un tráfico paralizante y rodeado de inseguridad y violencia. Su meta –al modo como lo hiciera en el siglo xix el pintor José María Velasco– es pintar el Valle de México. A diferencia de aquel y el luminoso paisaje que reflejó en sus cuadros, Góngora se sumerge en un “horizonte cafetoso”, para comprobar cómo “la nata de la contaminación rodeaba a la ciudad como si una enorme taza de café se le hubiera echado encima” (Aridjis 1993: 163). El sol se reduce a un resplandor blancuzco con algo de “una clara de huevo podrida” (ibíd.: 212). Si el pintor sólo intenta reflejar esa gama cromática de tonos asqueantes, no puede dejar de respirar un aire donde la putrefacción y las miasmas lo empapan todo. “La ciudad apestaba” –se dice (ibíd.: 42)– para proyectar imágenes de exagerada y exasperada virulencia, donde el metro es “una jaula humana”, más bien un “ataúd rodante” (ibíd.: 32) que conduce a la estación terminal de Mictlán, que no es otra que el nombre del país de los muertos según la mitología azteca. Hay algo de provocación, pero también de regusto y complacencia en esa “estética de lo feo” que se consagra en páginas donde la ciudad agoniza de los males de una posmodernidad mal asumida, pero, sobre todo, cumpliendo los designios de una antigua profecía azteca: la del fin del ciclo del Quinto Sol. El Quinto Sol morirá con un terremoto en el año 2027, cuyos temblores previos van pautando los capítulos de la novela. El lector no puede olvidar el terremoto de 1985 que destruyó parte de la Ciudad de México y de cuyas secuelas el país todavía no se ha recuperado y que, sin lugar a dudas, han inspirado a Aridjis esta epopeya de las “ruinas contemporáneas” de una ciudad que sufre “una enfermedad del futuro ya presente en sus monumentos y avenidas” (ibíd.: 127). Entretanto se lo vive como un desafío y con indisimulada complicidad. México D. F. puede vivirse como “patria emocional” incluso por escritores extranjeros. Rodrigo Fresán reemplaza en Mantra (2001) su Buenos Aires de origen por esa ciudad “monstruosa y épica al mismo tiempo” y Tununa Mercado, en Estado de memoria (1990), descu-

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bre al regresar a la Argentina, tras su exilio, que vive con la nostalgia de México, añorando la ciudad, productos alimenticios y especies. Se ha transformado en una argenmex que sale a la calle en “estado de memoria”. Lo mismo sucede con el encanto que provocan las ruinas en Cuba, esa “poética de los escombros y estética de la desolación” de la que habla Françoise Moulin Civil (2006: 121-137), esa airada exclamación de Pedro Juan Gutiérrez: “se cae a pedazos, pero es hermosa esta cabrona ciudad donde he amado y odiado tanto”5. En el centro de estos escenarios descalabrados, sus héroes desajustados no dejan de identificarse con sus “lugares”, que aman y maldicen al mismo tiempo: “Necesitaba mi barrio. Sus calles; el paisaje de edificios y casas de otras épocas. Los bares con su bullicio de copas y borrachos que esperaban el final del día acodados en sus mesones” (ibíd.). Algo parecido sucede en La noche es virgen (1997) de Jaime Bayly. El protagonista, Gabriel Barrios, observa Miraflores como parte de “una ciudad perdida y sin futuro” (Bayly 1997: 83), donde proliferan “carros que son vejestorios, huecos descomunales, grotescos edificios, bancos cerrados, cafés demasiado iluminados […] las putas y las ratas mirándose” (ibíd.: 173). Sin embargo, se dice que es “su ciudad” y que “la quiere así”. En todo caso, se dice: “si no te gusta, arráncate a Miami” (ibíd.). El propio Mendoza, tras la catastrófica visión de Bogotá de Scorpio City, reflexiona y se dice: pienso en una gigantesca ciudad-caos que produce una literatura-rap: giros, canciones, retorcimientos, ritmos veloces, convulsiones y respiraciones agitadas que se toman la escritura. Esta sería una magnífica experiencia: buscar una palabra que venga de un cuerpo desestabilizado (Mendoza 1998: 168).

A partir de esta perspectiva y al salir de un largo período de urbanofobia más o menos reflexiva, la ciudad –considerada como espacio de anonimato y soledad, agobio masificado y contaminación– recu-

5. Véase el blog de Pedro Juan Gutiérrez en .

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pera sus virtudes más secretas y propone una aventura en la que su propio caos se transforma en objeto estético. Lejos de considerar sus discontinuidades y contradicciones, su tejido urbano roto y quebradizo, su Otredad intratable, “la ciudad, que según sus enemigos derrota al individuo porque debilita sus convicciones, altera su sistema nervioso, erosiona su vida” (Bolaños 1996: 8), nos ofrece una perspectiva inédita. Poetas, escritores, pintores y fotógrafos entienden que la enjundia poética de la calle está en “la verdad de su desorden, en la parte de calamidad y desolación que contiene” un “territorio agreste donde leer las tensiones de la Alteridad, del desarraigo y la pérdida” (ibíd.: 9), sugerente derivación del catastrofismo convertido en ideal estético que refleja la narrativa. Se habla de la ciudad como una obra de arte, museo viviente y cambiante que plantea interrogantes sobre sus finalidades y esencias. La atracción por el sentido del sinsentido de “les villes énormes” – de las que ya hablaba Baudelaire– inspiran una prosa poética capaz de adaptarse a los sobresaltos de la conciencia, cruzamiento de innombrables relaciones que invitan a errancias y desplazamientos y proponen multiplicidad de intercambios. La ciudad se entiende así como experiencia múltiple de “una permanente superposición de la forma y el sentido” (Payot 1996: 81). Porque hay que aprender a leer una ciudad en el “texto/textura” que proponen las calles y avenidas de sus urbanistas, pero también como “espacio de aglomeración” que se autogenera fuera de todo control para darle al conjunto simbólico un “sentido común”, un mundo de significaciones suficiente para permitir tanto la reconstrucción de espacios de origen, como la recuperación de un lugar privilegiado del “habitar”. “La ciudad es un estado de ánimo” –recuerda María Bolaños– para resaltar la fascinación que el lugar como verdad y como motivo ejerce sobre nuestro tiempo (1996: 19). El lugar, ese “punto de mira ideal desde el que enfilar todas las búsquedas”, permite el ensalzamiento de sus notas más apocalípticas (ibíd.: 20). Las megalópolis por detrás de su cartografía y el espacio físico que configuran, de sus agitadas notas predatorias, invitan a desarrollar tramas de imaginación y memoria que parecían precozmente extenuadas.

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Escenario por excelencia de la multiculturalidad Por otra parte, la gran ciudad se ha transformado en el escenario por excelencia de la sociedad multicultural. Las metrópolis, las llamadas mega capitales o ciudades globales identificadas a veces con una “jungla de asfalto”, verdadera “selva humana”, ya no son sólo una compleja condensación de realidad y memoria, de historia fijada selectivamente en museos, monumentos y nomenclatura de calles, sino también una actualidad permanente que contiene el mundo en sus límites. En las capitales de América Latina se da el surgimiento de nuevos mosaicos culturales. En barrios y hasta en calles que se pueden individualizar sin dificultad se conservan fragmentos de las culturas de origen, “diasporizadas” por la emigración masiva, pero reencontradas en las comunidades que se reconstruyen en la periferia del tejido urbano. Bolivianos y paraguayos en Buenos Aires; peruanos en Santiago de Chile, colombianos en Caracas, salvadoreños en México D. F. En densas zonas de eclosión espontánea se preservan, muchas veces gracias a la pobreza crítica que las condena a la marginalidad, elementos en vía de desaparición en otras áreas modernizadas de esas mismas ciudades. Barrios que se identifican con etnias, verdaderos guetos culturales, proliferan, marcando diferencias tajantes entre ellos mismos. Nuevas fronteras (lo que metafóricamente podrían ser “fronteras asimétricas”) se han instalado en el interior de la ciudad y se desdibujan en la multiplicación de circuitos transterritoriales de personas, ideas y costumbres. Estos cambios generan “ansiedad e insatisfacción”6 y producen una descolocación (dis-locación) que unos –los dueños tradicionales del territorio nacional– perciben como una “invasión” y otros –minorías de todo tipo, excluidos y extranjeros– sienten tanto como un desplazamiento hacia la marginalidad a la que son relegados, como una oportunidad para un discurso alternativo y disidente. Un discurso que ha convertido en simbólicamente centrales a figuras socialmente periféricas.

6. Etienne Balibar e Immanuel Wallerstein (1988) hablan de la ansiedad e insatisfacción que ha generado la nueva “categoría” de inmigración, en tanto sustitutiva de la noción de raza y factor de desagregación de la “conciencia de clase”.

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En ese espacio ciudadano se gesta el impulso de creación y el nuevo equilibrio de la literatura excéntrica, es decir, esa literatura que surge fuera del centro, oblicua y marginal, desajustada en relación a lo que son las atribuciones que se le asignan como misión. Instalados en la fragilidad de las zonas intermedias, los creadores buscan un espacio donde integrar una sensibilidad aguzada en un mundo que maneja otros valores y que por ello los empuja fuera del sistema. En ese confundir vida y literatura, “los hijos sin hijos, “la caravana de fantasmas ambulantes, ciudadanos anónimos, hombres de zapatos desatados, pobres personas” (Vila Matas 2008: 25), esos seres que buscan empecinadamente “llegar a ser nadie” (ibíd.) forman parte de un universo de marginales y fracasados, impostores, hombres sin equipaje que, sin embargo, a veces escriben. Porque, finalmente, para los “enfermos de literatura” (ibíd.: 26) escribir es la única forma de sobrevivir en la ciudad a la que se ama, por muy destartalada que se la vea. La ficción latinoamericana ha sido capaz de redimensionar la perdida noción de genius loci y de sentar las bases de una nueva “arquitectura espiritual”. Sobre los escombros de la ciudad ideal y sus detritus, jadeando bajo la atmósfera velada por el esmog, el espacio urbano sigue siendo, pese a todo, el lugar metafórico y privilegiado de la fundación por la palabra de los nuevos mundos del imaginario. El Apocalipsis, sin quererlo, ha propiciado este renovado encuentro, aunque el futuro siga siendo –como siempre– incierto. La buena literatura, por muy maldita que parezca, lo ha logrado.

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Pasajes de la (in)seguridad: circuitos del miedo en la Ciudad de México Rebecca E. Biron

Habitar una ciudad necesariamente implica viajar por ella (García Canclini 1997). La ciudad se puede definir como una conglomeración de experiencias producidas por y para los viajeros urbanos. Los viajes propulsan la vida de la ciudad en cuanto las economías urbanas del comercio y el turismo dependen de la circulación de bienes, dinero y personas. Sin embargo, viajar necesariamente implica también cierta vulnerabilidad a causa del encuentro con lo desconocido, lo incierto y lo inesperado. Para resistir esta vulnerabilidad, tanto los gobiernos como los sectores más ricos dependen de las demarcaciones territoriales, la fuerza física y varias prácticas de exclusión social y económica para controlar los flujos circulatorios y con el fin de garantizar la “seguridad pública”. Tales estrategias bloquean y limitan la vida viajera urbana que constituye la imagen ideal de cómo y por qué habitar una ciudad. Los muros, las paredes y los vallados causan la desintegración de esa ciudad-viaje a través de la que la gente se mueve, tanto de manera física como en el tiempo de la imaginación y la memoria. Esa exclusión y limitación de la circulación es un síntoma del miedo. El miedo a amenazas externas y desconocidas presupone una idea fantasiosa de

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un espacio interno libre de cualquier amenaza. Al enfocarnos en los peligros que vienen desde afuera, preservamos el carácter utópico de una vaga fantasía de la seguridad dentro del espacio que marcamos como “nuestro”. El miedo a lo que nos acecha más allá de los límites del espacio seguro nos distrae de la imposibilidad inherente de definir o realizar la utopía en lo real. Por eso, para pensar en las utopías urbanas, tal vez se deba empezar por pensar en los miedos urbanos y varios tipos de la circulación urbana. Ante la actual globalización económica y cultural, la geometría del adentro versus el afuera adquiere una nueva importancia. Según la antropóloga mexicana Rossana Reguillo Cruz, la “época del miedo” que motiva el discurso político occidental actual refuerza el autoritarismo y disminuye la agencia popular (2003: 1). Reguillo Cruz arguye que la guerra estadounidense contra el terrorismo cínicamente manipula “la madre de todos los miedos”. Esa cruzada moviliza, a grande escala, un principio antropológico bien conocido: los límites (fronteras, umbrales, murallas) constituyen zonas de peligro que requieren un mantenimiento ritual especial (ibíd.: 3). En el año 2002, el entonces secretario de Defensa de los Estados Unidos, Donald Rumsfeld, afirmó que la única respuesta posible al terrorismo es construir una barrera psicológica y militar para resistir “the unknown, the uncertain and what we have to understand will be the unexpected”. Sobre tal declaración, Reguillo Cruz observa que “[s]e trata a todas luces de la proclamación global del miedo y de la declaración fáctica de un adentro-fortaleza que debe ser capaz de rechazar la incertidumbre, lo desconocido, lo ajeno” (ibíd.: 11). Tanto por su proximidad a los Estados Unidos como por su innegable presencia dentro de ese país vecino (alrededor de treinta y dos millones de residentes estadounidenses se identifican como mexicanos1), México exacerba la ansiedad estadounidense en relación a las ambigüedades propias del proyecto de diferenciar entre el “adentro” y el “afuera”. No en vano, durante el auge de la ocupación en Irak, el go-

1. En el año 2010, el censo estadounidense mostró que el 63% de la población hispana se identificaba como mexicana (Ennis, Ríos-Vargas y Albert 2012).

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bierno de los Estados Unidos se embarcó en una nueva campaña para construir una muralla física que cubriera toda la frontera con México, por primera vez en la historia compartida por ambos países. Dado el consenso habido entre economistas, sociólogos, expertos en los estudios fronterizos, y las comunidades fronterizas de que ese proyecto dañaría las economías locales mientras que, por otro lado, no controlaría la migración de trabajadores indocumentados, su implementación claramente sirve a un propósito mucho más simbólico que físico. Una muralla entre México y los Estados Unidos no “nos” separará de “ellos”, aunque la reiterada referencia a tales barreras en el discurso político sí expresa cierto deseo colectivo de poder identificar materialmente la diferencia ilusoria entre el interior y el exterior. Esa claridad simbólica, aparentemente, le ayuda al público a sentirse protegido de la amenaza imaginaria de un otro desconocido. El poder de resistir las amenazas que vienen del exterior adquiere importancia simbólica precisamente, e irónicamente, porque la actual economía globalizada depende tan radicalmente de los viajes transfronterizos. Un pasaje sin riesgos de bienes, capital y personas a nivel internacional asegura la función de una economía saludable. También protege la salud de las grandes ciudades, ya que éstas conforman crisoles del comercio y el intercambio cultural. Aunque se vinculen estrechamente con sus propias economías nacionales, las llamadas ciudades-globales son nódulos esenciales en una red transnacional de la producción industrial y la circulación de capital e información. Como lo ha planteado Saskia Sassen, la mayoría del “trabajo de la globalización” tiene lugar en las ciudades (1996: 630). En la escala mundial, la globalización desigual conduce al desarrollo rápido y la concentración de la riqueza en algunas regiones a expensas de otras en declive. En la escala urbana, sin embargo, sus efectos principalmente agravan la polarización social entre los ciudadanos más acomodados y los marginados (Pacione 2001: 10). Dado que los residentes urbanos viven en gran proximidad física unos con otros, esa disparidad se vuelve más palpable y permea tanto la experiencia vivida como el imaginario urbano. Irónicamente, los mismos procesos que se benefician de los centros urbanos para fortalecer las conexiones sociales globales desmantelan la desconexión social en las ciudades.

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De este modo, aunque las redes internacionales que se establecen por medio de las grandes ciudades son claves para el proceso de la globalización, el pasaje sin riesgo por esas mismas ciudades se encuentra cada vez más amenazado. La Ciudad de México, el centro urbano más grande en Norteamérica y uno de los más densos y socialmente complejos del mundo, se ofrece como un sitio particularmente rico para examinar diversas definiciones tanto de la seguridad como del miedo urbanos. Los que visitan esta ciudad tienen que lidiar con el reto de protegerse aunque se sientan vulnerables. La diseminación mundial de imágenes del peligro urbano en Latinoamérica en general aumenta la turbación que experimentan los turistas cuando evalúan la posibilidad de realizar un viaje y explorar nuevos ambientes. Paradójicamente, aun cuando superan las distancias físicas que nos dividen, los viajes también refuerzan nuestra conciencia de las diferencias culturales. Al cruzar las fronteras, ya sean éstas marcadas por muros concretos, divisiones geopolíticas, o normas culturales, se enfatiza siempre la amenaza de la diferencia mientras que, al mismo tiempo, se apela al ideal de una comunidad universal (Urry 1990). Este principio parece obvio en el contexto del turismo internacional o transcultural, pero puede aplicarse igualmente a la experiencia que padecen los mismos defeños. Como lo ha explicado Néstor García Canclini, una vez que una zona urbana llega al tamaño de una megaciudad como Ciudad de México, aun los que crecen allí pierden la capacidad de construir un mapa mental de la ciudad entera. Más bien, la conocen en relación con sus propios itinerarios urbanos diarios (1997: 93). Es decir, tanto para los visitantes como para sus residentes, se experimenta la Ciudad de México sólo en movimiento, de pasaje, al desplazarse por ella. A pesar del hecho de que el movimiento, el tránsito y la circulación definen la experiencia urbana, el comienzo del siglo xxi ha visto un aumento rápido de enclaves residenciales o comerciales y de comunidades privadas (García Canclini 1997; Caldeira 2000; Sarlo 2001). El abandono de la esfera pública por aquellos que tienen los bienes necesarios para aislarse físicamente de ella, representa en gran medida una obsesión con la seguridad a costa del libre flujo y tránsito por la ciudad. Así, la construcción y demarcación de los espacios “prote-

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gidos” en la ciudad contradice directamente la definición teórica de la ciudad-viaje. ¿Se puede decir que estas estructuras diseñadas para garantizar la seguridad urbana de hecho destruyen el proyecto utópico urbano, en vez de protegerlo? ¿Cómo se puede imaginar el pasaje seguro por la Ciudad de México, especialmente en el contexto de la narco-guerra mexicana del siglo xxi, que tanto refleja y disemina los miedos locales y globales que bien ha descrito Reguillo Cruz? Desde los comienzos de la política militarizada contra el narcotráfico que el presidente Calderón inició a finales de 2006, el Distrito Federal ha gozado de una tasa menor de actos violentos asociados con el narcotráfico en comparación con su aumento alarmante en otras partes del país, especialmente en las zonas norteñas y en Michoacán2. Es más, se ha invertido la vieja reputación del centro urbano como el lugar más peligroso de México. Como sugiere Shoichet, desde el año 2010 más de 6.500 empresas se han trasladado al D. F. desde otras zonas más peligrosas del país. Sin embargo, varios informes enfatizan la creciente vulnerabilidad de la ciudad capitalina en cuanto a la difusión general de la inseguridad pública en el país entero3. Joel Ortega, el ex jefe de la policía municipal, declaró en una reunión sobre la seguridad pública que el D. F., como sede del aeropuerto principal del país y centro financiero, facilita la circulación de capital, lo que hace posible el narcotráfico a gran escala. Por esta razón, no hay duda de que, como refiere Shoichet, el crimen organizado opera en la ciudad. A pesar de la evidente presencia del narcotráfico en la Ciudad de México, junto con algunos actos espectaculares de la

2. “En los últimos tres años, el índice de homicidios en el Distrito Federal ha oscilado entre 8 y 10 homicidios por cada 100.000 habitantes, según cifras de la policía. Esto es la mitad del promedio nacional y mucho menor que ciudades de Estados Unidos como Nueva Orleans, Baltimore o Detroit” (“Violencia narco podría quebrar calma en Ciudad de México”, 2011). 3. “El hallazgo de dos cuerpos decapitados, acompañados de un mensaje del narcotráfico frente a instalaciones militares en el Distrito Federal, a principios de octubre, y otros dos cuerpos sin cabeza en la delegación Miguel Hidalgo ha hecho dudar a algunos especialistas sobre si la capital del país es inmune a la violencia extrema del narcotráfico” (Casillas 2011).

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violencia en el centro urbano, el nivel de violencia que lo acompaña en otras partes del país no ha llegado al D. F.: Los grandes capos tienen propiedades, dinero y familia en la capital, pero son extremadamente cuidadosos de no desplegar gran violencia en sus calles, lo que, según analistas de seguridad, se debe a que tienen un acuerdo tácito de no despertar señales de alarma en el corazón político de México (“Violencia narco podría quebrar calma en Ciudad de México” 2011).

Como lo muestra esta cita, la actual guerra contra el narcotráfico no es una simple confrontación entre el bien y el mal, el aquí y el allá. Si los grandes capos no quieren “despertar señales de alarma en el corazón político de México”, es porque no se consideran tan separados de la esfera política. Si esa guerra se da físicamente lejos del centro del poder financiero y político mexicanos, se entiende que los líderes de todos los participantes en tal guerra se han puesto de acuerdo sobre lo que se puede y no se puede tocar en el conflicto. Por ende, la idea de que un gobierno, cualquier gobierno, pudiera garantizar la seguridad pública es en sí una idea utópica, en ambos sentidos de un ideal (eutopía, el lugar perfecto) y una imposibilidad (utopía, el no-lugar). Cuando el presidente Calderón emplea el Ejército federal en esta lucha, cuando se reemplazan a los policías locales por autoridades militares, cuando tanto los cárteles como los oficiales gubernamentales utilizan vehículos sin placas, y cuando se incrementan las violaciones de los derechos humanos en el país, los ciudadanos pierden la capacidad de creer en la “historia oficial” que insiste en que todos los autores y víctimas de esta guerra son narcos o pandilleros. Los habitantes urbanos se ven obligados a defenderse de la violencia tanto criminal como estatal, y tanto local como transnacional, sin siquiera poder identificar a sus autores. Los medios de comunicación acentúan el miedo generalizado en esta situación con el fin de producir ciudades alienadas y alienantes en las que nadie se siente seguro, ni física ni ideológicamente: Those of us who study the labyrinths of urban culture do not limit ourselves to seeing only the injustice of the incessant reproduction of crime in

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violence. We see something else, something that leads us to consider not murder in the city but the murder of the city. The city dies when its memory is destroyed, when people are robbed of the reference points of their identity (Martín-Barbero 2002: 26; cursiva en el original).

La presente “narrativa epocal” del miedo es, según Reguillo Cruz, algo vivido individualmente, construido socialmente y compartido culturalmente (1996: 69). Comprender así esta constelación nos permite desarticular las fuentes de este miedo con el fin de criticarlas y examinarlas en vez de simplemente aceptar su realidad. En el conflicto por definir de varias maneras el concepto de seguridad, las perspectivas desde el extranjero se superponen a la experiencia nacional, local e individual. El tema de los circuitos del miedo en la Ciudad de México, especialmente en el contexto de la narco-guerra actual, involucra muchas perspectivas y escalas. Con el propósito de entender el miedo y la relativa seguridad urbana presente en relación con la nueva etapa violenta nacional, propongo una reflexión relacionada con tres fuentes de información respecto a la seguridad urbana. Primero, para examinar la perspectiva desde afuera y desde arriba, compararé los consejos oficiales para viajeros, publicados tanto por el gobierno estadounidense como por el mexicano, respectivamente. Después, consideraré la vista desde la calle, a través de las cifras producidas por los investigadores locales, tanto gubernamentales como académicos, de la (in)seguridad en el Distrito Federal. Finalmente, exploraré la infraestructura física por debajo de todas estas estadísticas y actos terrenales; examinaré dos estructuras tan materiales como la cloaca y el metro para entender más a fondo cómo el pasaje por la ciudad simultáneamente contiene la seguridad y hace circular el miedo.

Desde afuera y desde arriba El Overseas Security Advisory Council (en adelante OSAC) facilita el intercambio de información sobre la seguridad entre el Departamento de Estado estadounidense y el sector privado que opera interna-

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cionalmente. Este organismo publica un informe anual, el Crime and Safety Report, sobre los sitios de especial interés. El mismo nombre de este documento indica la tendencia de los gobiernos a reducir cualquier amenaza a la seguridad y al crimen per se. La seguridad, ampliamente entendida, podría comprender la salud, el tránsito libre, el acceso a la comida y al agua, la vivienda, la infraestructura, la protección de los derechos humanos, etc. Pero dos iteraciones de este documento, el de marzo 2006 (antes de la guerra contra los narcos iniciada por Calderón), y el de febrero de 2011, se organizan en cinco secciones: “Overall Crime and Safety Situation”; “Political Violence”; “Post-Specific Concerns”; “Police Response”; y “Medical Emergencies”. Es instructivo comparar el texto de 2006 con el de 2011 para ver cómo el gobierno concibe el riesgo especial que representa la narco-guerra actual para los viajeros urbanos internacionales. Refiriendo al hecho de que el Departamento de Estado mantiene una alerta crítica respecto al crimen en la Ciudad de México, ambos informes mencionan que, aunque el índice de criminalidad ha sido estable desde 2004, “armed robberies, taxicab express kidnappings, car thefts, car-jackings and various forms of kidnapping” continúan. La versión de 2011 repite la misma cifra que la de 2006, y que hay tres o cuatro veces más homicidios, violaciones y robos en la Ciudad de México que en Nueva York, Los Ángeles y Washington D. C. De 2006 a 2011 la comparación no cambia, lo cual indicaría que la guerra entre los narcos no ha tenido ningún efecto apreciable en el índice de criminalidad de la ciudad. Ambos documentos también especifican que los ciudadanos estadounidenses no son típicamente el blanco de los crímenes en México. Se repite de manera explícita en cada documento que, de hecho, es más probable que los empleados mexicanos de las embajadas en el D. F. sean más vulnerables a estos crímenes que sus colegas estadounidenses. Esto obedece a la gran diferencia económica entre los barrios donde viven los extranjeros y el resto de la ciudad en general, donde ocurre la mayor parte de la criminalidad. Estos documentos ofrecen los mismos consejos para viajeros que uno esperaría en el contexto de cualquier ciudad grande del mundo. Les aconsejan guardar bien sus tarjetas de crédito y celulares, no lucir ropa o joyas ostentosas, no portar dinero en efectivo, no ir a barrios

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pobres de noche y no parar taxis en la calle. Tanto la sección sobre la violencia política de 2006 como la de 2011 informan sobre los disturbios en Chiapas, enfatizando el hecho de que la mayoría de las manifestaciones políticas que toman lugar en el Distrito Federal son pacíficas. Los avisos especiales de julio a diciembre de 2006 actualizaron la información con noticias de la huelga de maestros en Oaxaca y sus efectos en la Ciudad de México. También se incluye información sobre las masivas manifestaciones de protesta contra las elecciones presidenciales mexicanas y los eventos que bloqueaban el paso del tránsito en el centro histórico de la ciudad por semanas4. La única diferencia notable entre el aviso del año 2006 y el del año 2011 es la inserción de una subsección en “Post-Specific Concerns”, titulada “Narco-trafficking”, en la que se describe la violencia en la zona fronteriza con Estados Unidos, sin referencia alguna a la Ciudad de México5. Otro documento publicado por el OSAC el 22 de abril de 2011, “Travel Warning: México”, advierte que es peligroso viajar a las zonas que se encuentran más involucradas con el narcotráfico. Se reconoce que mientras 35 ciudadanos estadounidenses fueron asesinados en México durante el año 2007, hubo 111 muertos en 2010. Sin embargo, se ratifica que los estadounidenses no son el blanco en esta guerra y se les sugiere solamente que eviten viajar a Tamaulipas y Michoacán, y ciertas partes de Sonora, Chihuahua, Coahuila, Sinaloa, Durango, Zacatecas, San

4. Véase “U.S. Department of State Public Announcements”, especialmente el anuncio del 15 de septiembre de 2006. 5. “Mexico is well-known for its illegal drug trade and the violence and corruption the industry fosters. Mexico is the primary conduit for the transport of illegal drugs into the United States. Drug-related violence in Mexico City is, for the most part, confined to those involved in the drug trade. Along Mexico’s northern border cities with the U.S., the violence is far greater and has injured and killed innocent bystanders. Mexican security forces and police have not been effective in maintaining security in these cities along the U.S. Mexican border. Many have been corrupted and are working for the drug cartels as enforcers, bodyguards, and mules. Increasingly, U.S. support for the government’s assault on cartels is becoming well known. This could result in traffickers perceiving U.S. Government representation in the country as ‘the enemy’” (Crime and Safety Report, 24 de febrero de 2011).

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Luis Potosí y Jalisco (ibíd.). No hay mención alguna a la Ciudad de México, ni se conecta la ciudad con estos avisos especiales. Al incluir las estadísticas comparadas entre el D. F. y ciertas ciudades estadounidenses, estos informes oficiales no toman en cuenta el hecho de que los ciudadanos estadounidenses son mucho menos vulnerables que los mexicanos al crimen en la Ciudad de México. Y ocurre lo mismo en relación al riesgo de sufrir la violencia asociada con el narcotráfico. Los viajeros y los hombres de negocios extranjeros no son típicamente el blanco ni de los delincuentes callejeros, ni de los narcos, ni de los policías y militares en la campaña contra el narcotráfico. Con su enfoque en los delitos menores, los secuestros express, la violencia política y la corrupción, estos informes explotan el miedo que el ciudadano estadounidense medio puede tener de viajar a la Ciudad de México. Finalmente, un riesgo que sí afecta igualmente a todos en la ciudad merece una sola frase en este documento del OSAC, tan lleno de avisos para garantizar la seguridad: “Earthquakes are a standing concern in and around Mexico City, with the last large quake occurring in 1985”. No se ofrece ningún consejo para protegerse en caso de que haya un sismo. Aparentemente, cuando el dinero, la nacionalidad o las fuerzas de seguridad oficiales no nos pueden proteger de las catástrofes naturales, no hay necesidad de profundizar en el tema.

Desde la calle Tampoco se mencionan los terremotos en la mayoría de los estudios sobre las percepciones que los habitantes urbanos tienen respecto a la seguridad general. Por ejemplo, el Instituto Ciudadano de Estudios sobre la Inseguridad, establecido en 2002, realiza encuestas sobre la inseguridad de los mexicanos, pero sólo les pregunta por actos criminales. La misión del Instituto, en vez de estudiar la inseguridad en general, más bien se define en cómo publicar estudios sobre el crimen. Uno de los datos más importantes se refiere a que, aunque la tasa de criminalidad en la Ciudad de México ha disminuido de 1997 a 2005, los residentes informan que perciben una inseguridad creciente, identificando

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esta última con el crimen, y no con otros tipos de amenazas y riesgos (Wondratschke 2006: 3). Según una encuesta realizada en 2005, un 85.64% de los participantes, quienes vivían en la Ciudad de México, declararon que se sentían inseguros en la ciudad. Ese porcentaje representa un aumento en comparación con el 83% de la misma encuesta, en el año 2002. Los encuestados dijeron que, principalmente, se sienten inseguros en los espacios públicos más abarrotados: en el transporte público, en la calle y en los mercados (Wondratschke 2006: 5). El viaje y el desplazamiento caracterizan todos estos sitios; representan la proximidad de los desconocidos a gran escala. Los residentes urbanos temen esos espacios cada vez más, a pesar de que los informes oficiales y/o gubernamentales señalan que el riesgo se ha reducido. Asimismo, los datos indican que hay más relación entre las variables socio-demográficas y la percepción de inseguridad que entre la percepción en sí y el verdadero aumento de la criminalidad (Bergman 2001: 224). Según datos del Instituto, el número de homicidios cometidos en el D. F., por ejemplo, se ha reducido de 11 por cada 100.000 habitantes en 1997 a 9 por cada 100.000 en 2010, aún en plena campaña antinarco. En otras palabras, mientras más privilegiada sea la posición económica y social del participante en estas encuestas, más miedo y percepción de inseguridad reportará. Sin embargo, los análisis de la victimización en la Ciudad de México, igual que en las otras megaciudades latinoamericanas, muestran que los más vulnerables al crimen violento urbano son con más frecuencia jóvenes de sexo masculino, desempleados, de familias sin padre y con poca educación formal, mientras que las víctimas del crimen contra la propiedad privada son típicamente hombres con un nivel social más elevado, con más años de educación y que utilizan el transporte público (ibíd.). En la actualidad, a causa tanto de la guerra contra el narco como de las relaciones tradicionales entre la policía y los sectores políticos, los criminólogos explican que la incidencia del crimen la mayor parte de las veces ni se reporta (“La impunidad en México alcanza al 98.5% de los delitos”, 2010). De esta forma, el creciente miedo por parte de los ciudadanos en la Ciudad de México puede ser una reacción racional y realista frente un Ministerio Público débil que crónicamente subestima y/o ignora el crimen, o simplemente no toma ninguna acción para

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responder a reclamos de las víctimas y la ciudadanía en general (Zepeda Lecuona 2004). En este contexto, el aumento de las percepciones respecto a la inseguridad puede tener que ver más con la ineficacia policial y del Ministerio Público que con el miedo al crimen. Los sondeos revelan otro factor importante para considerar: los medios de comunicación (especialmente los noticieros), que exaltan de forma desproporcionada la violencia y el crimen (Wondratschke 2006: 7). En todo caso, la gran mayoría de los mexicanos (8 de cada 10) asegura que la inseguridad les ha afectado de alguna forma (Wondratschke 2006: 8). Entre la clase media y la clase alta –las menos afectadas por la victimización física– los efectos sociales de estos miedos se manifiestan en la disminución de sus encuentros y circulación por la ciudad. Adquieren alarmas, contratan guardaespaldas y viven en enclaves privados y protegidos. A través de la proliferación de tales estrategias, aquellos que pueden pagarlo, terminan por dividir la ciudad en zonas seguras e inseguras (Wondratschke 2006: 9). Como lo plantea Reguillo Cruz, el miedo es un fenómeno colectivo; por eso, sus efectos son reales, a pesar de la falta de correlación con el riesgo verdadero. Mientras más se aumenta la desconfianza y la alienación, los habitantes de la Ciudad de México más fácilmente aceptan el autoritarismo, la represión política y hasta el tomar las riendas de la justicia en sus propias manos6. Todos los grupos socioeconómicos informan que evitan de forma deliberada ciertas zonas de la ciudad, y los más ricos tienen además los recursos necesarios para no tener que usar el transporte público o transitar los espacios más abarrotados (Remírez Cuevas 2003). Tales limitaciones autoimpuestas en cuanto al pasaje y circulación libre por la ciudad tienen como resultado el deterioro general de la experiencia urbana.

6. Un ejemplo es el linchamiento de tres policías federales en la Colonia Tlahuac en 2004. La comunidad creía que eran secuestradores. Los golpearon y los quemaron vivos en la plaza central: “[e]n entrevistas posteriores, los habitantes de la comunidad dejaron claro que ellos decidieron en ese momento hacer justicia con sus propias manos, ya que para ellos la administración de justicia estatal no es más que una palabra vacía” (Wondratschke 2006: 9).

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Por debajo La Ciudad de México encarna dos mundos distintos que comparten el mismo espacio y tiempo: por un lado, una cultura premoderna, indígena, informal y pobre, con asentamientos ilegales; por otro lado, una megalópolis híper y posmoderna, multicultural, teleconectada y globalizada. El gobierno estadounidense advierte que los viajeros extranjeros deben evitar los sectores urbanos donde se nota la pobreza y los mismos residentes de la ciudad temen el choque entre los dos mundos que la definen. Aunque no se ha visto el mismo nivel de violencia relacionada al narcotráfico en el D. F. como en otras partes de México, se podría decir que la industria narco en sí representa ambos mundos urbanos por igual. Esa industria es ilegal, violenta y en muchos sentidos salvaje, como se ve en los homicidios espectaculares que montan en nombre de los distintos cárteles. Recluta entre los pobres, pero también, como lo notó Joel Ortega, esa industria se apropia de todas las ofertas tecnológicas y comunicacionales que regulan los avances en el tránsito y el sistema financiero global. Si la presencia del crimen organizado se percibe, aunque clandestinamente, como una de las amenazas latentes a la seguridad en la Ciudad de México, tal vez se pueda entender su combinación de peligro y productividad, de ilegalidad y rentabilidad, a través del análisis de otros sistemas que funcionan igualmente de forma invisible en la ciudad. Asimismo, en dos de los aspectos más cruciales de la infraestructura de la Ciudad de México, la cloaca y el metro, estos dos mundos se atraviesan e implican, afectando directamente la seguridad de aquellas personas que viajan, se desplazan y transitan por la ciudad7. La Ciudad de México ha crecido de forma exponencial en un período extremadamente breve en relación con otras ciudades del mundo. En 1940, 1,6 millones de personas la habitaban. En el año 2000, unas 20 millones ocupaban 4.980 km2 (con una densidad de 5.799 perso-

7. Partes del análisis que se desarrolla a continuación respecto a la cloaca y el metro en la Ciudad de México fueron publicadas originalmente en la Red. Véase Rebecca Biron (2005): “Mexico City: the Sewer and the Metro”.

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nas por km2), mientras que en el año 2010 la densidad demográfica era de 5.920 (INEGI 2000; 2010). Los cálculos informales sobre la población del área metropolitana llegan hasta una cifra aproximada de entre 25 y 26 millones de personas. La ciudad moderna ocupa el mismo espacio donde hace más de 500 años los aztecas desarrollaron un sistema sofisticado para manejar el flujo del agua en Tenochtitlan, ciudad establecida en medio de un lago. Parte de este sistema, la cloaca de México, ha estado en desarrollo continuo, en una gran variedad de formas, por siglos. La cloaca contiene todo lo que no se quiere ver o saber de la ciudad. Pasa por ella lo que quisiéramos olvidar en cuanto a nuestra materialidad. Creemos que la cloaca nos protege porque elimina de nuestra presencia los contaminantes que más tememos. Hablar de la cloaca evoca asco, mugre, fetidez, descomposición, basura. Estos conceptos se conectan con un pasado denigrado y con el miedo a un presente degradado, demasiado material. Tales asociaciones y rechazos fortalecen, a través del contraste, la idea utópica de un presente limpio y prometedor, y una seguridad inviolable. A diferencia de la cloaca, el metro evoca comercio, energía, acceso, y progreso. Aunque no se inauguró hasta 1969, el sistema de metro de la Ciudad de México ha crecido rápidamente desde entonces. Representa una modernidad centralizada, las maravillas de la planificación urbana, y un verdadero logro de la ingeniería y el esfuerzo colectivo. Por encarnar el desplazamiento eficiente, sus estructuras metálicas y avanzadas se conectan directamente con un futuro idealizado de la productividad, el tránsito libre y la velocidad. Mientras la cloaca contiene el pasado y los aspectos repulsivos de nuestra humanidad, el metro proyecta una imagen higiénica y aerodinámica de nuestras aspiraciones futuras. Sin embargo, los dos sistemas tienen mucho en común. Se trata en ambos casos de dos sistemas de circulación que proveen servicios públicos sin los cuales la ciudad dejaría de funcionar eficazmente. En términos físicos, conectan el afuera con el adentro. Y a su vez, se inscriben en el espacio urbano a través de recorridos, desvíos, puntos de entrada y de salida que tal vez nos puedan llevar a una nueva conceptualización de la ciudad como un sitio en que varios tipos de seguridad compiten entre sí, tanto para protegernos como amenazarnos de forma simultánea.

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García Canclini (1998) identifica cuatro ciudades que componen la Ciudad de México: la ciudad histórico-territorial, la ciudad industrial, la ciudad comunicativa y la ciudad híbrida multicultural (24-26). Estas “cuatro ciudades” se corresponden con la ciudad establecida a nivel de la tierra, donde se mueve la gente y donde creemos ver la ciudad tal como es. No obstante, la cloaca y el metro, ambos sistemas circulatorios, son aspectos esenciales de cada una de estas cuatro ciudades en el imaginario urbano actual. Primero, y literalmente, desentierran e inundan la ciudad histórica-territorial. Por ejemplo, la excavación que se efectuó para construir la estación de metro de Pino Suárez en 1970 descubrió una pirámide circular dedicada al dios del viento azteca, Ehécatl. Y ahora, en el siglo xxi, el drenaje obstruido con frecuencia causa inundaciones en las zonas más pobres al este de la ciudad. Los episodios más famosos ocurren en Chalco, donde desde el año 2000 un gran número de fuertes lluvias ha causado que los canales que conducen las aguas negras (excrementos combinados con el drenaje de lluvias y varios contaminantes) se desborden, dejando inundaciones de hasta dos metros en estas comunidades pobres. Secciones de la carretera entre Puebla y el D. F. también se llenan de sedimentos de aguas residuales. La cloaca y el metro nutren la ciudad industrial, también, distribuyendo mano de obra (metro), y haciendo posible que las empresas se deshagan de sus residuos industriales a través de mínimos cargos. En cuanto a la ciudad comunicativa, la cloaca y el metro vinculan físicamente los distintos barrios y colonias; así, garantizan el estatus de la Ciudad de México en tanto ciudad global conectada. Finalmente, la ciudad híbrida depende del metro y la cloaca para unir tanto a las personas como al excremento de diversos orígenes. Los problemas principales de la cloaca y el sistema de drenaje en la Ciudad de México son el resultado de varios factores. La geografía de la zona afecta el drenaje, porque la enorme ciudad se encuentra en un valle y es muy difícil canalizar las aguas negras hacia arriba y traspasar las montañas que abrazan la ciudad. También, al extraerse el agua de los acuíferos por debajo de la ciudad, ese proceso produce su gradual hundimiento, lo cual agrava el problema de drenaje. A diferencia de otras ciudades ricas, la Ciudad de México no cuenta con dos sistemas

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distintos para drenar lluvias y aguas negras; esto contribuye a la obstaculización y desborde del sistema de alcantarillado. Además, hay con frecuencia brotes de cólera en las afueras de la ciudad, resultado del flujo de aguas negras no tratadas que se originan en el corazón mismo de la ciudad. Por otra parte, muchas entidades industriales y médicas no reglamentadas abusan del sistema para echar a la cloaca sus desechos peligrosos. Con todos estos desafíos, la cloaca revela cómo un sistema diseñado para proteger la seguridad, salud e higiene de los individuos urbanos, ofreciéndoles una modelo invisible para deshacerse de los residuos y evitar así el contacto directo con los contaminantes, amenaza de hecho la seguridad pública a una escala mucho más grande. Las obras públicas que benefician a la mayoría de los sujetos urbanos a menudo perjudican la salud de la gente que vive en las provincias. De este modo, al garantizarse la seguridad del “adentro” se promueve el peligro del “afuera”, ya sea el “adentro” un baño privado en el D. F. y el “afuera” una zona agrícola en Hidalgo, o sea el primero una experiencia individual y el segundo la experiencia colectiva. Por su parte, el metro de la Ciudad de México ofrece otra serie de contradicciones en cuanto a la idea del pasaje seguro. Los planes para un metro se iniciaron en la década de los cincuenta, cuando la ciudad capitalina tenía alrededor de cuatro millones de habitantes (Monroy 2007). Ahora, con una red de extensión de más de doscientos kilómetros (sin incluir el “metro ligero”, el tren más pequeño que viaja a nivel del suelo en el sur de la ciudad, de Tasqueña a Embarcadero), hay once líneas, basadas en el sistema de rodadura neumática (como los que se usan en París, Montreal y Santiago de Chile). Fue el primer metro en el mundo en que se usaron símbolos y colores para identificar las distintas estaciones, una innovación que se introdujo con vistas a la celebración de los Juegos Olímpicos en la Ciudad de México en 1968, aunque el metro no empezara a funcionar hasta recién el año siguiente. El metro de México es todavía uno de los más baratos del mundo y cuenta con una de las estaciones de transferencia más grandes del planeta: Pantitlán, terminal de las líneas 1, 5, 9 y A. El Plan Maestro del Metro y Trenes Ligeros proyecta la construcción de un total de diecisiete líneas nuevas de metro, junto a diez líneas nuevas de “tren ligero” para el año 2020 (Monroy 2007).

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Los usuarios del metro se desplazan por la ciudad según la lógica geográfica y espacial del sistema: donde las líneas se intersectan, en correlación con su frecuencia y en relación a los barrios en que se encuentran ubicadas las estaciones. Algunos mapas del sistema lo muestran por sobre la superficie de la tierra, aunque el metro está construido como una combinación de diversas formas, comprendiendo la subterránea, la terrestre, y el viaducto elevado. Otra versión más estilizada del mapa del metro, como la que se exhibe en las paredes de las estaciones, evita cualquier referencia a la verdadera topografía de la ciudad. Este mapa representa las líneas mucho más rectas, y las correspondencias entre éstas aparecen más compactas en relación con la realidad física. Esta imagen distorsionada del sistema irónicamente facilita la navegación para los usuarios. Resulta más fácil leer el mapa del metro si el usuario no es consciente de las discrepancias que hay entre la imagen limpia y organizada del sistema de transporte por un lado, y la ciudad irregular y difícil de navegar, por el otro. Tal distorsión de la experiencia se magnifica junto con el número de viajes que se emprenden diariamente. Entre cuatro y cinco millones de personas toman el metro en la Ciudad de México todos los días. Estos números exceden la población total de la ciudad cuando éste se construyó hace ya cuarenta años. En cierto sentido, esas imágenes bidimensionales sí captan la realidad del metro. Nos ofrecen una idea de control del espacio a través de un diseño iconográfico seductor, que nos invita a entrar en el sistema con confianza, sin tener que pensar en los aspectos que no podemos controlar, propio de los viajes al aire libre. La propaganda turística sobre la Ciudad de México destaca generalmente la eficiencia del metro, su resistencia admirable durante los terremotos y la sagacidad de los gobernadores urbanos desde los años sesenta en cuanto a la construcción de una red de transporte tan fluida y extensa. En contraste con la promoción del metro como símbolo de los logros urbanos, es muy difícil encontrar representaciones similares del sistema de alcantarillado. Tal vez el problema de las aguas residuales sea demasiado real, personal y físico. Los políticos no ganan mucho por parte de la opinión pública al ser fotografiados frente a centros de tratamiento de aguas residuales o junto a los canales abiertos llenos

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de las aguas negras. En vez de llamar la atención sobre la historia desagradable relacionada con los problemas del agua y el drenaje, las imágenes de las nuevas líneas del metro resplandecen, prometiendo un futuro más limpio y avanzado, tanto social como tecnológicamente. La cloaca representa el vientre vergonzoso de la híper urbanización, mientras que el metro es su celebrado motor moderno. Sin embargo, tanto el metro como la cloaca tienen como función hacer desaparecer lo que no se quiere ver. Si bien el metro atrae a la gente hacia la ciudad, también la expulsa. Desde la perspectiva de las clases media y alta, las que menos toman el metro porque tienen autos, este medio de transporte público no hace circular exclusivamente bienes. Del mismo modo que el agua entra y sale de la ciudad, el metro trae a los trabajadores por las mañanas y los echa de esos ámbitos inadecuados para ellos –de regreso a la periferia– por las noches. En este sentido, la cloaca y el metro proveen servicios paradójicos. Con su movimiento continuo en defensa de varios tipos de seguridad, ponen en circulación tanto lo peligroso como el progreso, tanto lo pesadillesco como lo utópico. En sus funciones democratizadoras, unifican los elementos dispares de la ecuación urbana. Pero a la vez separan “lo bueno” de “lo malo”. El sistema de alcantarillado, que idealmente debe limpiar la ciudad, sufre tanto de un diseño ineficiente como de un nivel de tratamiento mínimo, lo que no puede asegurar ni la eliminación de las aguas residuales, ni sus efectos contagiosos e infecciosos. En cambio, el diseño excepcionalmente eficiente del metro trae consigo ciertos peligros, como la muchedumbre (situación ideal para robos) y el acceso fácil y físico a las zonas privilegiadas por parte de las personas más humildes. Esta misma paradoja es la que analizó Julia Kristeva en The Powers of Horror (1982), trabajo que refiere a la obra de Mary Douglas (1984) y que examina nociones de pureza e impureza. Kristeva no describe la paradoja en términos de los sistemas de circulación urbanos, sino en términos psicoanalíticos. Explica que la abyección es la náusea, la fuerte reacción física que tenemos cuando nos enfrentamos a la mugre, el excremento, los fluidos corporales, la comida podrida, etc. Esa sensación de asco es el signo de nuestra necesidad psicológica de establecer una diferencia muy clara entre nuestra autoimagen como seres completos,

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puros y limpios por un lado, y la evidencia material de lo que excretamos, exudamos e ingerimos. En otras palabras, mientras más conscientes nos volvemos del hecho de que es imposible separarnos de aquello que nos provoca asco, más náusea nos da. No es cierto que estamos “arriba” o “adentro” mientras que lo abyecto está “abajo” o “afuera”. La idea de la seguridad basada en la separación absoluta es un mito utópico. Tanto el metro como la cloaca mantienen la idea de seguridad para los viajeros urbanos de la Ciudad de México. Sin embargo, el mero hecho de que los necesitamos demuestra lo ilusorio de esa seguridad. La permeabilidad de los sistemas circulatorios no sólo es necesaria para los viajes que hacen posible la seguridad urbana, sino también es físicamente y estructuralmente inevitable. La cloaca enfrenta la ciudad con lo abyecto, dado que está fallando, sea a causa de la geología, la ineptitud gubernamental y política, o el peso demográfico. Infecta las zonas periféricas con los residuos que el centro del “desarrollo” mexicano descarta, y donde el progreso se entiende como los servicios sociales, la higiene pública o la racionalidad en las estructuras habitacionales para las masas urbanas. Mientras más se exporte el agua residual, es más evidente que el estatus de la Ciudad de México como sede tanto de la producción como de la modernidad es una ilusión. La cloaca, en tanto ejemplo de la abyección urbana, no sólo representa el pasado, o el aspecto premoderno de la ciudad, sino que se transforma, de hecho, en la fundación sobre la que la actual ciudad moderna establece su modernidad –precisamente a través de la negación de su naturaleza fluida y reflexivamente peligrosa. Los desagües que inundan los espacios públicos con la mugre colectiva manifiestan la otra cara de una modernidad higiénica. Esta lectura de la cloaca como lo abyecto conlleva a una lectura del metro en términos de lo simbólico lacaniano. El metro es una red significante, que depende de las distinciones convincentes, el orden, la regularidad, y la claridad tanto para transmitir sentidos como para transportar pasajeros. Si la cloaca representa la seguridad frente al riesgo de la contaminación, el metro representa la seguridad frente al riesgo del contacto social inesperado. Como ya se ha notado, sin embargo, ambos sistemas también violan esta relación binaria que los define. Demuestran que en tanto conjuro contra lo sucio (en el caso de la cloaca)

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y el subdesarrollo (en el caso del metro) en el “aquí y ahora”, pueden provocar, irónicamente, una calamidad en el “allá y después”. Todo el mundo desea la circulación y el pasaje seguros, pero garantizarlo para ciertas personas y objetos significa aumentar el riesgo para los otros. Los efectos de esos deseos, en tensión unos con otros, circulan en las comunidades urbanas con resultados inesperados e incontrolables. Esta noción del deseo en general como un flujo no reglamentado es abordada por Gilles Deleuze y Félix Guattari (1983) y circula a través de lo que ellos llaman las máquinas del deseo, algunas de las cuales se dedican a producir el flujo libre, y otras de las cuales se dedican a interrumpirlo o desviarlo. Su descripción de tales máquinas se aplica a cualquier sistema circulatorio urbano: For the real truth of the matter… is that there is no such thing as relatively independent spheres or circuits: production is immediately consumption and recording process, without any sort of mediation… productions of consumptions, of sensual pleasures, of anxieties and of pain (ibíd.: 4).

Deleuze y Guattari se refieren aquí a emociones, percepciones, cuerpos, comida, luz, corriente eléctrica, agua, sexo… Cualquier forma en que pudiera reconocerse el flujo de la energía que vincula los sistemas por donde circulan diferencias y semejanzas. Foucault (1983) describe el proyecto teórico de Deleuze y Guattari como un llamado intelectual y político a que nosotros withdraw allegiance from the old categories of the Negative (law, limit, castration, lack, lacuna), which Western thought has so long held sacred as a form of power and an access to reality. Prefer what is positive and multiple, difference over uniformity, flows over unities […] Believe that what is productive is not sedentary but nomadic (xiii).

El metro y la cloaca de la Ciudad de México incorporan de forma material esta conceptualización de Deleuze y Guattari. Son circuitos que producen lo que consumen, y consumen lo que producen, en un flujo continuo y directo. Esa función nómada opera tanto en relación con las aguas residuales y los trabajadores urbanos (el material que

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circula en cada sistema) como en relación al problema de la seguridad y el miedo. El metro, en cuanto a la eficiencia económica, y la cloaca, en cuanto a la higiene, sostienen el utópico imaginario urbano de que los sistemas circulatorios preservan la seguridad. Pero al ejercer esa función, ponen en circulación de manera simultánea el peligro biológico y la amenaza sociológica que produce el miedo general. Las estaciones del metro, como los sistemas de cañería que se bifurcan múltiples veces, interrumpen o divergen el fluir de los pasajeros, según los viajes particulares de cada uno de ellos –por ejemplo, si un pasajero quiere cambiar de línea, o bajarse del metro en cierta estación–. Pero el sistema sigue en movimiento, sin importarle la trayectoria de ningún pasajero en particular. De la misma manera, el enorme sistema de alcantarillado de la Ciudad de México recoge el agua pluvial y las aguas negras indistintamente. También mezcla indistintamente los residuos de los sectores industriales y residenciales de la ciudad, sin discriminar en cuanto a raza o clase social. Canaliza parte de esas aguas hacia los centros de tratamiento y reciclaje, y otra parte hacia los canales abiertos que alcanzan el campo al norte de la ciudad para fertilizar las cosechas, las cuales después se traerán a la ciudad para el consumo. Otros canales conducen al Golfo de México, y conectan así la ciudad con el ambiente global a través de la contaminación del mar, una conexión mucho más material que aquella basada en la comunicación electrónica y el sistema financiero de la muy elogiada red globalizada. Por un lado, trazar un mapa del recorrido tanto de la cloaca como del metro en la Ciudad de México hace visible una serie de oposiciones: lo premoderno y lo moderno; el pasado y el futuro; los desechos y la producción; lo material y lo ideal; lo orgánico y lo tecnológico; lo caótico y lo planeado; lo subjetivo y lo objetivo. Por el otro, deconstruye estas mismas dicotomías ya que estos sistemas ponen en evidencia el carácter imposible y utópico del concepto de seguridad basado en la interrupción, justamente, de su movimiento y la circulación. Cuando la seguridad depende de aquello predecible, se busca bloquear el desplazamiento porque la circulación conlleva la incertidumbre y el riesgo. Pero aun cuando se detenga este movimiento, la contaminación interna amenaza.

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¿Cuáles son las implicaciones de estas observaciones para un pasaje y circuito seguros por la Ciudad de México, especialmente en la época de la guerra contra el narco? Tanto el discurso público sobre esa guerra como la estructura y función de la cloaca y el metro se basan en mapas urbanos que representan la ciudad como simultáneamente híper física y radicalmente fantástica. La circulación del miedo como un efecto imaginario refleja la misma dinámica que la circulación de las aguas negras, los usuarios del metro y hasta las drogas mismas y el dinero que las acompaña. La fluidez en todos estos sistemas circulatorios resulta ser incontenible. La imposición de una seguridad basada en cerramientos, límites, barreras, presas y paredes produce precisamente los desastres internos que tal proceso busca expulsar del centro. En el caso del narcotráfico, los capos que tienen casas en el D. F. exportan la violencia desde la ciudad capitalina hacia la periferia, incluso hacia las esferas internacionales. Circulan sus mercancías globalmente, pero esa contaminación también vuelve a ser consumida en su propio “hogar”, ya sea a través de la venta de drogas en la Ciudad de México, sea por medio del lavado de dinero en los bancos nacionales. En el caso de la guerra antidrogas intensificada por el presidente Calderón, se ve reflejada esta misma lógica. Se exporta la violencia antinarco hacia las provincias para “proteger” a la población urbana en el corazón del país, pero el miedo general sigue aumentando. Nadie sabe por cierto quiénes son los criminales y quiénes representan la fuerza legítima en estos circuitos de la violencia y el miedo, del tráfico y la ganancia, de lo desechable y lo productivo. Vuelvo a la descripción que Rossana Reguillo Cruz hace del miedo como algo vivido individualmente, construido socialmente y compartido culturalmente. Estas esferas –lo individual, lo social y lo cultural– son tan interdependientes como lo son la producción y el consumo, el rechazo y la inclusión, la salida y la entrada propios de todo circuito urbano. Las fronteras políticas e internacionales; la guerra entre los narcos y el Estado; las divisiones geográficas y sociales en el contexto urbano; y hasta la separación entre el cuerpo y el excremento: todos son aspectos de la búsqueda utópica de una seguridad inviolable, impermeable y permanente. El análisis de las percepciones de la inseguridad que circulan tanto de forma internacional como local en la Ciudad de México, junto con una consideración de los sistemas circulatorios por

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debajo de la ciudad, revela una gran ironía. Cualquier circuito “seguro”, diseñado para garantizar la protección y el progreso, hará circular también peligros reales y miedos fabricados. De eso, por lo menos, podemos estar seguros.

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SECCIÓN II Medicina, naturaleza y ciudad en las utopías de comienzo del siglo XX

Utopías higiénicas/utopías urbanas. Buenos Aires 1920 Diego Armus

En América Latina, y con fuerza especial en Argentina, una suerte de ideología urbana ganó terreno cuando a comienzos de la segunda mitad del siglo xix se acallaron las guerras civiles y se comenzó a buscar fórmulas políticas y sociales que encauzaran las formas de convivencia dentro de un sistema institucional. Fue un triunfo que buscó traducirse en políticas de muy diverso tipo que en mayor o menor medida siguieron modelos europeos y poco a poco norteamericanos pero que siempre se tensionaron con las específicas realidades nacionales latinoamericanas. Si bien es cierto que el triunfo de esa ideología urbana no fue absoluto es evidente que entre fines del siglo xix y comienzos del xx uno de los grandes temas de reflexión sociológica fue el del futuro de la ciudad. Con diversa intensidad progreso, multitud, orden, higiene, bienestar, reforma profunda y utopía fueron algunos de los elementos constitutivos de esa ideología urbana que en la Argentina han circulado más como líneas formadoras con sentido de futuro que como elaboradas utopías urbanas. Miradas retrospectivamente, las visiones de dos intelectuales y políticos claves de la segunda mitad del siglo xix como Domingo Faustino Sarmiento y Juan Bautista Alberdi fueron inspiradoras y oficiaron a la manera de horizontes de utopía. Sin embargo, hacia fines del siglo xix el proyecto de modernización asociado a esas

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visiones del futuro no puede ocultar sus resquebrajamientos. El país de la inmigración no es el que había sido pensado; los inmigrantes que llegaban no eran los deseados y si lo eran su supuesta indisciplina social motivaba seria preocupación. Todo esto ya era inocultable en el mundo urbano del novecientos, donde una población aluvional en rápida expansión parecía poner en jaque la gobernabilidad misma de la nación (Terán 1987: 13). El positivismo –en toda su variedad de matices– se propuso comprender esos problemas y superar los obstáculos interpuestos a la eficaz y correcta concreción del esfuerzo modernizador. Se trataba de inventar una nación. Así, se apuntó a desarrollar una interpretación verosímil de la realidad nacional al tiempo que se iba desplegando un renovado entramado institucional sobre el cual se consolidaría el Estado. Serían esas instituciones las que, se suponía, trazarían los límites entre los sectores integrables al proyecto modernizador y aquellos otros que quedaban afuera. El fenómeno multitudinario, que en el caso argentino es básicamente urbano, quedaba así colocado en el centro de las preocupaciones positivistas. Con esa multitud vendrían la cuestión social, la nacionalización de las masas, las propuestas del cambio radical o la reforma social profunda, las presiones o iniciativas por ampliar el escenario político. Como en muchos otros lugares, la construcción de la nación ha sido entonces y desde sus inicios un doble esfuerzo de integración y segregación. En ese proceso, el discurso positivista encontró no sólo en la medicina una vía de interpretación de lo social donde la sociedad era concebida como un organismo y la crisis como una enfermedad, sino también en los médicos un grupo extremadamente dinámico en la arena política y la ingeniería social. Ellos serían los protagonistas claves tanto de la construcción de la infraestructura de salubridad como de la formulación de soluciones concretas para un mundo urbano en rápida expansión. La Ciudad Argentina Ideal o del Porvenir, escrita por Emilio Coni en 1919, es un ejemplo de estos escenarios alternativos a la modernidad efectivamente presente en el primer tercio del siglo xx. De tutelaje y prevención, esta ciudad retoma y reelabora los aportes de una tradición utopista y reformadora que durante siglos se había propuesto pensar las

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relaciones entre la ciudad y la higiene de un modo innovador y reactivo frente a los problemas urbanos que le eran contemporáneos.

1 Con Thomas More y su De Optimo Reipublicae Statu deque Nova Insula Utopia Libellus Vere Aureus (1516) el pensamiento utópico se revela como género literario. Estas ficciones –desde La Città del Sole de Tommaso Campanella (1602) a Voyage en Icarie de Etienne Cabet (1840), Looking Backward de Edward Bellamy (1888) o A Modern Utopia de Herbert George Wells (1905)– son diseños urbanos cargados de funciones didácticas (Manuel y Manuel 1979). En ellos la ciudad está subordinada a una visión global del orden social. Se trata de un urbanismo rudimentario, englobante, hijo de un plan riguroso. En todas ellas el ejercicio que se propone al lector es el de contrastar ciudades imaginarias –ordenadas al extremo y las más de las veces pobres en sueños– con ciudades reales, caóticas y siempre en crecimiento1. Pero este estilo ficcional no da cuenta de todo el pensamiento utópico moderno. Ciertas ideas y conceptos son también parte de una tradición utópica. Se trata en verdad de horizontes que sólo han sido capaces de mantener su perfil utópico en determinados períodos históricos. La idea de la salud, así como los conceptos de ciencia y más tarde de tecnología, democracia, socialismo, economías de mercado o América, son ejemplos de ese pensamiento utópico sin pretensiones literarias (Kumar 1987: 26). Una vez desplegados en la experiencia histórica estos horizontes de utopía se gastan, quedan tan expuestos a los avatares de la vida social que su carga utópica puede empezar a desdibujarse o incluso agotarse. En las utopías de la modernidad temprana la felicidad aparece como sinónimo de vida natural. Rousseau fue quien dio estatus racional a esas enraizadas ensoñaciones de un pasado ideal. La imagen

1. Esta sección retoma ideas adelantadas en Diego Armus (1993: 80-82): “Tutelaje, higiene y prevención. Una ciudad modelo para la Argentina de comienzos de siglo”.

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del buen salvaje parece corresponderse a un entorno natural donde no hay lugar para la enfermedad. Entonces, la vuelta a ese originario estado de salud y felicidad sólo será posible si se adopta una forma de vida acorde a la pureza y sencillez de la naturaleza. Dicho de otro modo, el retorno a la naturaleza es también una garantía de no enfermedad. En las utopías urbanas de los siglos xvi a xviii, e incluso en algunas de la primera mitad del xix, la enfermedad parece haber dejado de ser la sombra de la vida. La condición urbana quedaba así marcada por la purificación, tanto en el sentido espiritual como en el físico e higiénico. Este estado de pureza parece revelar también cierta conciencia de una dimensión colectiva de los problemas de la salud. En estas ciudades utópicas los problemas económicos y políticos tienen siempre una resolución anticipada y todo lo necesario para mantener ese óptimo estado de salud también está previsto. Publicada por primera vez en 1624, la Nova Atlantis de Francis Bacon parece ser el antecedente más decisivo en la asociación entre ciencia y utopía. Allí los laboratorios, institutos de investigación y talleres son presentados como los recursos claves en el esfuerzo por controlar la naturaleza y hacer la vida de los hombres más fácil, saludable y feliz. Este optimista enfoque recibió un inédito impulso en los tiempos de la Enciclopedia. Una suerte de filosofía científica de los problemas de la salud pública se fue abriendo paso mientras subrayaba las complejas relaciones entre el medio social y el bienestar físico del hombre. De ese modo se afirmaba la idea de que las ciencias –tanto las médicas como las sociales– no sólo eran un instrumento de progreso sino también una prefiguración de la nueva era. Marie Jean Antoine Condorcet anunciaba en su Esquisse d’un Tableau Historique des Progrès de l’Esprit Humain (1795) un futuro sin enfermedad y Benjamin Franklin en Poor Richard (1732-1758) aseguraba que tarde o temprano todas las enfermedades podrán prevenirse o curarse (Dubos 1959: 413). Más adelante, Charles Darwin desplazará a Jean-Jacques Rousseau en la misma medida en que las nostálgicas miradas al pasado empezarán a desvanecerse. De todos modos, la imagen de la naturaleza como expresión misma de un estado de equilibrio y salud nunca fue completamente desplazada. Por eso la fe en las bondades de la vida natural recorre con fuerza dispar todo el siglo xix y xx (Dubos 1975: 25-26).

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El horizonte de salud y felicidad se prefigura entonces como una promesa que los científicos destierran del pasado para situarla en un futuro no necesariamente lejano. Pero mientras la ciencia se afirmaba como herramienta para combatir las enfermedades y construir el porvenir, un cierto clima de urgencia empezó a recorrer la vida de la ciudad. Algunas de las dramáticas caras del rápido crecimiento urbano y la expansión industrial comenzaban a hacerse inocultables. Las epidemias de la primera mitad del siglo xix recordarán la condición colectiva del mundo urbano. Y con ese recuerdo vendrá la necesidad de relativizar los enfoques individualistas de los problemas de la salud y la enfermedad. Es así como un corpus de ideas adquiere renovada importancia. No son completamente nuevas; tanto el mundo clásico con el mito de Higia –un símbolo de las virtudes de una vida sana en un medio agradable– como la Ilustración y el sanitarismo del siglo xviii –donde se anuncia la conveniencia de que el estado se haga responsable de la salud pública– dieron soporte e historicidad a esas novedades. En el siglo xix la higiene ya estaba perfilada a la manera de una filosofía social que se proponía combinar las necesidades fisiológicas y culturales con el medio ambiente. Rudolf Virchow y Edwin Chadwick se empeñaron en controlar las enfermedades colectivas. Para lograrlo se debía convocar el concurso de la acción social y política. La medicina deviene así en ciencia social; su responsabilidad es apoyar aquellas reformas sociales que permitan superar las consecuencias no deseadas que el crecimiento urbano e industrial había traído consigo. Y si las enfermedades urbanas aparecen siempre acompañadas de suciedad, carencia y contaminación, la restauración de la salud perdida es función del aire puro, el agua potable, la vivienda apropiada y los alimentos en buen estado. En este contexto la idea de una ciudad higiénica comienza a tomar cuerpo. Robert Owen, Charles Fourier, Etienne Cabet y Pierre-Joseph Proudhon ven en la higiene un objetivo y también un recurso igualador. El acceso a la luz, el aire, el agua y el verde debe estar equitativamente distribuido. El espacio urbano debe perder densidad, hacer borrosos sus límites con el mundo rural, apuntar a la autosuficiencia. Se trata de algún modo de dispersar lo urbano en lo rural.

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En la década de 1870 aparece Hygeia. A City of Health. Es allí donde el discurso de la higiene en la ciudad industrial encuentra su más acabada realización. Escrita por el médico inglés Benjamin Ward Richardson, Hygeia es una utopía urbana que se despliega a la manera de una agenda reformadora. Esta ciudad modelo es a un mismo tiempo guía para la acción y escenario donde es posible testear los efectos de ese esfuerzo reformador. En tal sentido Hygeia puede asimilarse sólo en parte a la literatura del utopismo urbano de la modernidad temprana. El tono que domina la narrativa de Richardson es el de un conjunto de recomendaciones, una suerte de código sanitario. Si bien no hay mayores explicaciones al respecto, el horizonte social en donde Hygeia queda inscripta es el de una suerte de capitalismo mejorado, donde el estado asume un renovado rol controlador y providente, vigila los excesos del individualismo y debe proveer, como nunca antes, bienes y servicios considerados esenciales para la sociedad en su conjunto. Estos bienes y servicios son básicamente funciones del agua y la limpieza. Eran tiempos de preocupaciones por la salubridad urbana y el saneamiento aparece como una prioridad.

2 El higienismo argentino centró toda su atención en la ciudad. Estos médicos y administradores urbanos, deudores de las ideas del progreso, buscaron casi obsesivamente ordenar la ciudad. Emilio Coni fue, ante todo, un médico de ciudades y poblaciones y La Ciudad Argentina Ideal o del Porvenir una síntesis de esa vocación de orden y reforma. Sin duda la Hygeia de Richardson es uno de los referentes que han contado en el ejercicio de imaginación que hace Coni, no sólo uno de los más descollantes higienistas argentinos durante más de medio siglo, sino también una figura bien representativa de un círculo profesional que mantenía muy fluidos y actualizados contactos con la producción y vida científica europeas. No debe sorprender entonces que la Revista Médico Quirúrgica. Publicación Quincenal. Órgano de los Intereses Médicos Argentinos, uno de cuyos directores fue el propio Coni, haya pu-

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blicado Hygeia en cinco entregas durante 1876, el mismo año en que aparecía en su versión original en inglés. En Hygeia los problemas sociales del crecimiento urbano e industrial han sido reducidos a problemas sanitarios; allí la percepción de lo colectivo estaba limitada a políticas higiénicas y ambientales. Pero en la segunda década del siglo xx la ciudad imaginada por Coni condensa una trama de preocupaciones que sólo en parte coinciden con las que recorren la Hygeia escrita por Richardson cincuenta años antes. De algún modo la distancia que media entre la década de 1870 y la de 1920 es la distancia entre una prédica centrada en la salubridad y el equipamiento sanitario y otra que, apoyándose en la salubridad, ya ha incorporado y jerarquizado la dimensión del asistencialismo. El Coni de 1870 es un obstinado entusiasta de la construcción de redes de agua potable; el de 1920 es el organizador de instituciones de asistencia, prevención, moralización y bonificación social2. Su ciudad modelo es el resultado de una visión qua apunta a contener y acomodar los peligrosos embates de una cuestión social ciertamente inocultable. En efecto, con el boom económico y el crecimiento urbano de las últimas décadas del siglo xix y comienzos del xx como rasgos distintivos, esta utopía urbana aparece como una solución que armoniza las demandas del sistema agroexportador y la asistencia y moralización de los sectores populares que el aluvión migratorio había expandido en una medida totalmente imprevista. Tres temas se destacan en la utopía de Coni. Dos de ellos no parecen traer novedades ni mayores originalidades. De una parte, se trata de la forma en que se pensaban las actividades productivas, de consumo y de residencia. Estas actividades toman lugar en una planta urbana que copia la ciudad real. Coni no imagina nada nuevo al momento de discutir el uso del territorio ni avanza ideas originales o visiones cuando considera las relaciones entre el mundo del consumo y el mundo del trabajo. En otras palabras, Coni no se plantea planear el

2. Esta trayectoria y cambio de énfasis en sus preocupaciones es más que evidente cuando se compara su Progres de l’hygiene dans la République Argentine, de 1887, y sus trabajos publicados en la revista Alianza de Higiene Social.

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crecimiento urbano puesto que su preocupación es la construcción de un orden social sin prestar mucha atención al orden espacial. De otra, los problemas del hábitat popular. Coni encuentra en la nueva habitación popular un factor clave de su proyecto de regeneración social: La Ciudad del Porvenir no reconocerá conventillos, ni pensiones ruinosas, ni ranchos. Los poderes públicos y las empresas construirán casas y barrios obreros de una, dos y tres piezas, con servicios correspondientes. Entonces se habrá desterrado la contaminación física y moral de las viviendas de las casas trabajadoras. […] La profilaxis de las enfermedades contagiosas habrá alcanzado su apogeo y en la educación de las masas populares se obtendrán óptimos resultados. […] El obrero estará atraído por su vivienda higiénica y sonriente, y sus hijos no entrarán en la escuela del vicio desde sus primeros años. […] La raza será mejorada física y moralmente y la habitación colectiva no quedará en la historia sino como un recuerdo vergonzoso… (1919: 4-7).

La propuesta de viviendas unifamiliares no podía ser más explícita. En esto, Coni está más cerca de Richardson y sus prototipos de casas individuales que de los falansterios de Fourier y las soluciones colectivas para la vivienda popular. Coni parece interpretar no sólo el generalizado ideal de la casa propia que recorría el mundo urbano porteño desde comienzos de siglo, sino también el lugar clave de la vivienda en los diversos discursos de la reforma social más o menos profunda. El escenario de la casa propia facilitará la puesta en marcha de los ritos de la higiene, la educación en familia, las nociones de propiedad, las ventajas de un huerto-jardín que suavizaría el ajuste a la vida urbana para una población de origen rural y ultramarino3. Para Coni estos rituales tenderán a ser universales, es decir, inclusivos de todo ese nuevo mundo urbano popular. Y como garante de esta universalidad aparece una comisión municipal de construcción de viviendas populares que reglamentaría, diseñaría y controlaría la producción del hábitat popular. En ese sentido, y por ser realmente inclusivo de la mayoría, el valor de

3. Sobre la cuestión de la vivienda popular y la higiene en el Buenos Aires de fines del siglo xix y comienzos del xx, véase Diego Armus (2007): La ciudad impura. Salud, tuberculosis y cultura en Buenos Aires. 1870-1950, cap. 1.

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la vivienda unifamiliar en el discurso utópico de Coni puede equipararse con las soluciones colectivas4. Pero el tema central de La Ciudad Argentina Ideal o del Porvenir es el asistencialismo que acompañó el crecimiento de la ciudad moderna; se trata de una problemática que va de equipamientos colectivos como el hospital y el dispensario barrial a un renovado discurso que entendía la reproducción de la vida en la ciudad solamente en condiciones mínimamente aceptables. Sin duda, éste es el tema central, el más destacado, trabajado y original de la ciudad imaginada por Coni. La Ciudad Argentina Ideal o del Porvenir es antes que nada una red compacta de instituciones profilácticas y de terapéutica social dirigida y coordinada por médicos, arquitectos e ingenieros sanitarios, todos ellos profesionales a quienes el propio proceso modernizador venía a legitimar en sus saberes específicos. El poder municipal controla la acción filantrópica tanto en su versión asistencial –protección y asistencia del niño, el enfermo, el anciano, el alienado, el desvalido– como en la de la higiene pública –profilaxis general, desinfección, bromatología, inspección veterinaria–. Una oficina central de información está a cargo de difundir, coordinar y ampliar esos esfuerzos. Y es esa oficina la que tiene como tarea canalizar en la filantropía estatal los esfuerzos caritativos individuales. En un libro que reúne parte de su vasta producción Coni abunda en detalles al momento de discutir este esfuerzo por controlar desde el estado la caridad privada. Aspiraba a inducir en “los ricos, llamados los felices de este mundo, el ejercicio de otra forma de deber social, porque en estos tiempos calamitosos en extremo y en medio de las frivolidades de la vida moderna, el cumplimiento de este deber puede ser medio de rescate individual y salud social” (Coni 1918: ix). Esa detallada red de instituciones trabaja sobre una exhaustiva clasificación de la acción terapéutica y asistencial según edad, sexo y enfermedades. Para llevar a cabo esta clasificación ya se ha discriminado en la vieja confusión entre locos, criminales y enfermos, entre terapéuticas preventivas, curativas y meramente paliativas, entre esfuerzos de

4. Sobre esta valoración de lo utópico, véase Francoise Choay (1965): L’urbanisme. Utopies et réalité. Une anthologie.

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readaptación y de regeneración. Para la protección de la infancia Coni despliega un abanico de instituciones que varían según la condición del niño. Niño y madre aparecen como un blanco a proteger en forma conjunta. Donde la institución familiar no muestra problemas, la figura paterna ejerce un rol tutelar y el Estado ofrece una gama de instituciones de apoyo que incluyen maternidades –con consultorios ginecológicos, la asistencia de partos a domicilio y la oferta de cantinas maternales–, dispensarios de lactantes, consultorios de niños, escuelas comunes –que ofrecen programas como el diario vaso de leche o servicios en la cantina escolar y los consultorios médicos para tratamientos preventivos– y colonias de vacaciones –que enfatizarán la vida al aire libre y un cierto uso del ocio–. En el caso de las madres solteras el Estado tiene más ingerencia y ya ha desplazado a las damas de caridad; así, la ciudad de Coni dispone de asilos para madres solteras –donde estas mujeres podrán criar a sus hijos con los frutos monetarios de su propio trabajo–, de asilos maternales –para atender, vigilar y alimentar a los hijos de la clase menesterosa–, de asilos para niños huérfanos, abandonados e indigentes, de colonias agrícolas y escuelas de artes y oficios, de colonias permanentes para niños débiles y asilo-colonias para retardados. Para los trabajadores sanos, La Ciudad Argentina Ideal o del Porvenir ofrece una serie de instituciones protectoras y profilácticas que subrayan la reproducción biológica y la capacitación. Así es como Coni menciona la legislación laboral, los consultorios médicos, las farmacias en las fábricas, las escuelas profesionales de artes y oficios o las escuelas industriales. Para la población urbana en general Coni despliega una red de instituciones que apuntan a educar y paliar déficits. Estas instituciones impactan en el corazón mismo del cotidiano hogareño; allí están, entonces, las cantinas y cocinas populares, las casas-cuna barriales, los lavaderos municipales, los baños públicos, las escuelas, el hospital vecinal, los natatorios municipales. Para hacer frente a la enfermedad Coni propone un hospital central conectado a hospitales vecinales y dispensarios para asistir al enfermo pobre. En el caso particular de los tuberculosos se ofrece una red de instituciones formada por dispensarios, hospitales para enfermos avanzados, hospitales sanatorios de montaña y colonias agrícolas para facili-

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tar una progresiva readaptación de los convalecientes. Para los leprosos y para los crónicos se mencionan asilos-colonias así como instituciones específicas para ciegos, sordos, mudos o con defectos de pronunciación. Para los alienados mentales la propuesta es de manicomios que funcionan con colonias open-door en aquellos casos donde es posible la readaptación. Para los desamparados, La Ciudad Argentina Ideal o del Porvenir incluye asilos nocturnos para los indigentes ocasionales y asilos-talleres con trabajo obligatorio para los vagos y atorrantes. A través del asistencialismo Coni reduce la ciudad a una unidad sanitaria donde reina la prevención, la vigilancia y las justas compensaciones al esfuerzo individual. Se trata de una ciudad que no ha jerarquizado ni la industria ni las panaceas tecnológicas. Tampoco se ha ruralizado al punto de diluir su perfil urbano. En tal sentido difiere de otros escenarios alternativos imaginados en el primer tercio del siglo xx5. La ciudad de Coni es una ciudad moderna que parece haber logrado controlar la velocidad metropolitana. Es una ciudad que se confunde con la vida barrial, que ha incorporado su ritmo. No son los tópicos de la producción sino los de la reproducción los que cuentan. El énfasis está en los lugares de la residencia, el lugar donde se palpa un bienestar, modesto y saludable, al que accede toda la población. Para aquellos que por algún motivo necesitan ser asistidos, allí está la red de instituciones que provee las compensaciones y ayudas necesarias. Coni articula en torno de su ciudad imaginada una explícita aspiración a construir un espacio sano, una sociedad que pueda seguir funcionando. El centro de sus preocupaciones está puesto en tomar las riendas de un mundo urbano que ha crecido a ritmos asombrosos. Para lograrlo se trata de hacer cumplir las recomendaciones de la higiene, adecuar el sistema alimentario, organizar los impulsos, hacer de la población un niño limpio. Coni no bosqueja un mundo sin enfermedad. También aquí el realismo domina sus visiones; en efecto, su

5. Sobre estos escenarios alternativos y en relación a la higiene, véase Diego Armus (2007): La ciudad impura, cap. 1. Sobre otras utopías de Buenos Aires, Félix Weinberg (1986): Dos utopías argentinas de principios de siglo y Beatriz Sarlo (1993): La imaginación técnica. Sueños modernos de la cultura argentina.

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mundo urbano debe convivir con la tuberculosis y en menor medida con las enfermedades infecciosas, en un equilibrio biológico y social garantizado por el asistencialismo. Se trata de una resignada concesión a una realidad epidemiológica bien expresiva de las impotencias terapéuticas que dominaban las primeras dos décadas del siglo xx6. La Ciudad Argentina Ideal o del Porvenir es una utopía del capitalismo mejorado organizada en torno de la regeneración física y moral de la raza, de la marginación de lo indeseado, por patológico o improductivo. Es un modelo que no apunta a una completa reformulación de la sociedad deseada sino que trabaja con una variable clave, el asistencialismo, que al saber de su autor es garantía de cierto bienestar muy democráticamente distribuido. Sin embargo, Coni no es una versión argentina de Richardson. El casi medio siglo que las separa revela los distintos momentos de la higiene en la construcción del mundo moderno. Si en Hygeia el énfasis estaba en la salubridad, en la ciudad de Coni el énfasis está en la profilaxis, la prevención y una suerte de filantropía de Estado. Coni se coloca en una posición intermedia entre el pragmático y el utopista. Acepta la enfermedad y la locura, enfrenta el problema de la multitud con la estrategia de segregar a los degenerados y los enfermos y proteger y asistir a quienes garantizan que la máquina de una cierta modernidad siga en movimiento. Como se dijo, esta preocupación no debería interpretarse a la manera de un discurso particularmente enfático en las condiciones de reproducción de la fuerza de trabajo. Coni era ante todo un médico de poblaciones; su agenda tiene que ver con un mundo urbano donde el trabajo y las relaciones sociales no son centrales.

3 La Ciudad Argentina Ideal o del Porvenir es bien representativa de algunas de las peculiaridades de las grandes ciudades rioplatenses de

6. Sobre el cuadro epidemiológico dominante en los años veinte, véase Diego Armus (2007): La ciudad impura, Introducción.

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comienzos del siglo xx. En primer lugar, ciudades donde el rápido crecimiento urbano sigue dominando sobre un crecimiento industrial importante pero en modo alguno decisivo. En otras palabras, y tal como era Buenos Aires en esos años, la ciudad que imagina Coni no es una ciudad industrial, es una ciudad con industrias. Se trata entonces de una ciudad con una red institucional que actuaría sobre la población asegurando salud y bienestar. Coni ofrece un tutelaje humanitario, superador de los más clásicos criterios represivos y reclusorios con los que se había manejado la enfermedad, la anormalidad, la indigencia, la criminalidad. Hospitales y asilos deben dejar de ser lugares de exilio o destierro. Y la caridad privada será reemplazada por la filantropía particular y de Estado. Instituciones y políticas se ofrecen como vías alternativas al confinamiento. La higiene es ahora un recurso que permite controlar y asistir sistemáticamente a la población urbana, diagnosticar sus debilidades o enfermedades, tomar medidas para solucionarlas o al menos contenerlas. La Ciudad Argentina Ideal o del Porvenir se asienta en la idea de tutelaje; allí está el armamento –una expresión muy usada por Coni y el higienismo– que asegurará una nueva fortaleza anclada en la plena capacidad productiva, la regeneración y readaptación. En su introducción a Higiene pública. Buenos Aires caritativo y previsor, Coni explicita con más detalle que en La Ciudad Argentina Ideal o del Porvenir el lugar de la sociedad civil en el futuro que imagina: […] que todas las entidades que ejercen la filantropía en Buenos Aires lleguen a federarse un día no remoto a fin de intensificar su acción, armonizar sus fines, concentrar sus fuerzas, prestarse mutuo concurso, en una palabra constituir un verdadero estado mayor de la asistencia y previsión social, porque solamente de ese modo podrá realizarse cuanto antes el mutualismo y cooperativismo práctico y científico de las naciones más adelantadas (1918: xii).

Así, la trama institucional de tutelaje generada por la sociedad civil se articula como un poder no sólo asistencial, sino también político. Su fuente de legitimidad es la ciencia, que es ejercida por especialistas y apunta a coordinar todas las iniciativas impulsadas por una densa red de organizaciones, desde clubes deportivos a sociedades mutuales,

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de universidades populares a organizaciones étnicas, de nucleamientos religiosos a sindicatos. Junto a esta red filantrópica no estatal Coni imagina un lugar relevante para el Estado y sus instituciones de asistencia. En ellos encuentra un conjunto de herramientas destinadas a evitar el deterioro físico y moral de la población interviniendo, de manera omnipresente, en la escena pública y el mundo privado. Los ingenieros sociales, y los médicos higienistas en primer lugar, serán los responsables de gobernar y manejar los conflictos y dificultades del ajuste de una multitud aluvional, inestable y por momentos peligrosa. En esto, la ciudad de Coni parece retomar las clásicas figuras de los guardianes del orden en Platón o, mucho más adelante en el tiempo, la poderosa élite de científicos y técnicos de Bacon, Condorcet, Wells y, muy en particular, de Theodor Hertzka y su Freiland: Ein sociale Zukunftsbild, de 1890, donde descuellan los médicos funcionarios de Estado (Mumford 1922: 174). Se trata, en todo caso, de la oferta reformadora de un nuevo grupo profesional que ya ha hecho importantes entradas en la burocracia estatal, especialmente a nivel municipal. La trayectoria personal y profesional de Coni es representativa de aquellos incansables higienistas de comienzos del siglo xx. Combinó una profunda sensibilidad social con una práctica profesional que no hesitaba en recurrir a métodos autoritarios o cuasi-autoritarios de trabajo que permitieran alcanzar los objetivos propuestos. Iluminismo, paternalismo y firme confianza en los postulados de la higiene social y moderna devenida en ciencia aplicada debían ser los recursos a utilizar por estos ingenieros sociales puestos a formular e instrumentalizar políticas sociales. La Ciudad Argentina Ideal o del Porvenir aparece en escena cuando los pilares más básicos de la infraestructura urbana de salud ya han sido levantados y también dado sus frutos en materia de lucha antiinfectocontagiosa y de higiene en general. En efecto, hacia 1920 los cíclicos azotes epidémicos infectocontagiosos ya no son parte decisiva del cuadro epidemiológico y sólo la tuberculosis persiste como un imbatible desafío. Para esos años, en casi todas las grandes ciudades argentinas, en particular las del litoral rioplatense, las obras de salubridad sirven a un sector importante –si no mayoritario– de la po-

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blación. Asumiendo esa infraestructura como un dato de la realidad, Coni modela su ciudad de tutelaje y bienestar donde el Estado ha devenido en un actor protagónico. De alguna manera esta utopía de reforma pone al descubierto un tópico que desde la última parte del siglo xix ha venido recorriendo la historia de las ideas de la Argentina moderna. En 1910 Augusto Bunge, otro higienista destacado, lo anunciaba sin cortapisas: La experiencia de los países cuyos gobiernos se han preocupado desde hace más tiempo de los problemas sociales de la época […] impone como un axioma el principio del deber del Estado de velar, en nombre de la comunidad, por el bien de todos sus individuos. En consecuencia, el primer lugar entre las medidas de diverso orden destinadas a promover el bienestar y la salud de la población, corresponde a las que se proponen compensar la inestabilidad económica de la gran mayoría (1911: 846).

A ese decisivo rol del Estado argumentado por Bunge, Coni le suma con pasión el protagonismo de las organizaciones de la sociedad civil. Compañero de ruta del socialismo pero siempre manteniendo una independencia ideológica asentada en convicciones liberales, libertarias y ante todo en la ideología del higienismo práctico, Coni es otra voz pública que busca sentar las bases de un Estado providente y de bienestar que ya iba tomando forma en tiempos de declarado laissez-faire. No debería sorprender, entonces, cuando al compararse el arsenal de recursos asistencialistas de la república conservadora –anterior a la reforma electoral de 1912, que instaura el voto universal masculino– con el de la república radical –entre 1916 y 1930– se constatan algunos cambios y también muchas continuidades. La observación también es válida para lo que vendrá en materia de ciertas políticas sociales cuando se compara la escala totalmente inédita del reformismo del primer peronismo y las iniciativas enunciadas –no concretadas– presentes en los debates parlamentarios entre 1930 y 1945. El higienismo, y con él La Ciudad Argentina Ideal o del Porvenir de Coni, ejemplifican algo de esas persistencias que las clásicas periodizaciones de la historia política argentina han ignorado al momento de rastrear la gestación de ideas y políticas sociales.

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Bibliografía Armus, Diego (1993): “Tutelaje, higiene y prevención. Una ciudad modelo para la Argentina de comienzos de siglo”. En Medio Ambiente y Urbanización, nº 45, vol. 11, pp. 79-88. — (2007): La ciudad impura. Salud, tuberculosis y cultura en Buenos Aires. 1870-1950. Buenos Aires: Edhasa. Bunge, Augusto (1911): Las conquistas de la higiene social. (Informe presentado al Excmo. Gobierno Nacional), Tomo II. Buenos Aires: Imprenta Coni. Choay, Francoise (1965): L’urbanisme. Utopies et réalité. Une anthologie. Paris: Seuil. Coni, Emilio (1918): Higiene pública. Buenos Aires caritativo y previsor. Buenos Aires, Spinelli. — (1919): La Ciudad Argentina Ideal o del Porvenir. Buenos Aires: La Semana Médica. Dubos, René (1975): El espejismo de la salud. México: Fondo de Cultura Económica. — (1959): “Medical utopias”. En Daedalus, nº 88 (Summer), pp. 410424. Kumar, Krishan (1987): Utopia and Anti-utopia in Modern Times. Oxford: Blackwell. Manuel, Frank E./Manuel, Fritzie P. (1979): Utopian Thought in the Western World. Cambridge, Mass.: Belknap. Mumford, Lewis (1922): The Story of Utopias. New York: Knopf. Sarlo, Beatriz (1993): La imaginación técnica. Sueños modernos de la cultura argentina. Buenos Aires: Nueva Visión. Terán, Oscar (1987): Positivismo y nación en la Argentina. Buenos Aires: Puntosur. Weinberg, Félix (1986): Dos utopías argentinas de principios de siglo. Buenos Aires: Hyspamérica.

Utopía en práctica. Eugenesia y naturaleza en la construcción de la ciudad moderna latinoamericana1 Fabiola López-Durán

En 1910, poco antes de su muerte, el científico británico Francis Galton (1822-1911), escribiría su única novela. En esta obra de ficción, Galton, quien anteriormente había acuñado el término “eugenesia”, del griego eugenēs, que quiere decir “bien nacido”, retrataría un Estado utópico organizado de acuerdo a su particular visión sobre la herencia. Al igual que en el siglo xvi Thomas More había descrito una sociedad ideal en una isla sin ubicación específica, Galton también visualizaría su utopía moderna como un espacio finito, el cual, curiosamente, lla-

1. Una versión preliminar de este texto fue escrita en inglés como capítulo del manuscrito Eugenics in the Garden: Architecture, Medicine and Landscape from France to Latin America in the Early Twentieth Century. Este manuscrito, que será publicado próximamente, está basado en mi tesis doctoral del mismo titulo, presentada en el MIT (Massachusetts Institute of Technology) en agosto de 2009. Agradezco a Gabriela Gamboa, Eligia Calderón y a mi hermana, Ana María López-Durán, su invalorable ayuda en la traducción de este texto al español. Todas las traducciones del inglés, francés y portugués son mías, a menos que se indique lo contrario.

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Fabiola López-Durán

maría “Kantsaywhere”2. El centro de poder de Kantsaywhere era la Escuela Eugenésica, institución con control absoluto sobre la población entera3. Con el propósito de desarrollar “una raza superior de hombres”, la Escuela Eugenésica establecería como misión principal la evaluación y clasificación de los ciudadanos para identificar a aquellos dotados con las mejores cualidades (Pearson 1930: 420). La evaluación médica era obligatoria; cada ciudadano debía obtener un “certificado de aprobación por cualidades genéticas” (ibíd.). Incluso los inmigrantes, a su llegada, eran examinados por médicos certificados ubicados en los principales puestos de control. Aquellos que pasaban el examen preliminar eran certificados como aceptables, con “buena condición física y mental”, pero aquellos que reprobaban, considerados como “individuos indeseables y peligrosos para la comunidad”, eran persua-

2. En 1516, cuando Thomas More acuñó el término “utopía” para identificar su sociedad ideal, lo hizo uniendo dos vocablos griegos eu-topia y ou-topia (eu que significa bueno, ou que significa no, y topia que significa lugar). La utopía fue considerada por More como un buen lugar que existe en alguna parte, aun cuando éste se desconozca. Esta característica de la utopía es directamente aludida en el título que Galton otorga a su novela: Kant-say-where. Le debo la etimología de la palabra “utopía” a Louis Marin. Véase Louis Marin (1984): Utopics: Spatial Play; (1992): “Frontiers of Utopia: Past and Present”. 3. The Eugenic College of Kantsaywhere era el título completo de la novela inédita de Francis Galton. Como parte del proselitismo eugenésico en que se embarcó durante sus últimos años, Galton quiso que sus ideas alcanzaran no sólo a los hombres de ciencia y a aquellos que asistían a sus conferencias, sino a un público mucho más amplio –a aquellos que “leen novelas y sólo se fijan en las fotos de los periódicos” (Galton; cit. en Pearson 1930: 412)–. Para Galton, la literatura de ficción se presentaba como un vehículo para lograr sus objetivos. Sin embargo, al ser rechazado por un editor, Galton pensó que su Kantsaywhere “debía ser silenciada o suspendida”, tal y como le escribiera a una de sus sobrinas, Millicent Galton Lethbridge. En consecuencia, a pocos meses de su muerte, su sobrina destruyó partes de la novela. A los pocos días, le notificó a los abogados encargados del testamento de Galton que no podía continuar con la mutilación y sugirió que los fragmentos restantes le fueran confiados a Karl Pearson, alumno y biógrafo de Galton, o a alguno de los Darwin, familiares de Galton. Los fragmentos que sobrevivieron fueron reproducidos por Pearson en su libro The Life, Letters and Labours of Francis Galton, vol. IIIA (1930: 411-425).

Utopía en práctica

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didos a emigrar y escoltados a los buques, que los “llevarían de regreso al lugar de donde habían venido” (ibíd.)4. El costo de la deportación y otros incentivos se ofrecían con la condición de que nunca regresaran. Sin embargo, si se negaban a emigrar se los segregaría en colonias de trabajo fuera de la ciudad, donde el celibato era obligatorio; o se les permitía permanecer bajo rigurosa vigilancia “siempre y cuando no procrearan hijos” (ibíd.)5. Por el contrario, quienes pasaban el chequeo tendrían el derecho a competir en una “prueba de honor” y posteriormente ser clasificados y recompensados6. A los ciudadanos mejor dotados genéticamente se les recompensaría con incentivos financieros – terrenos, granjas, casas, y otros fondos “...para alentar los matrimonios precoces [y la procreación múltiple] entre los mejor calificados” (ibíd.: 414)–. Alegando objetividad, la ciencia –en forma de eugenesia– devi-

4. A comienzos del siglo xx, mientras que Galton imaginaba en Inglaterra estos procedimientos migratorios para su utópica Kantsaywhere, en América, desde la isla de Ellis en Nueva York hasta Buenos Aires en el Cono Sur, se implementaban exámenes médicos migratorios y se construían instalaciones diversas para evaluar, clasificar y albergar a posibles inmigrantes. 5. No es de extrañar que el temor malthusiano a la sobrepoblación, que atormentaba a la mayoría de los países europeos, también significara una amenaza para la Kantsaywhere de Galton. “They say that limitation of families is now a recognized institution among most of the cultures and many of the artisan and labouring classes in Europe and America, and there is no reason why a sentence demanding it for the protection for the nation should not be passed, and the infraction of that sentence punished as a criminal act” (ibíd.). 6. Cuatro pruebas de igual importancia determinaban la clasificación. Éstas eran: pruebas antropométricas que registraban la estatura y otras medidas, el peso, la fuerza, la capacidad respiratoria, la agudeza de la visión y de la audición, y las marcas del cuerpo; exámenes estéticos y literarios que requerían habilidad en la lectura de prosa y poesía, en la escritura de ensayos, en el canto, y también una postura atlética; evaluaciones médicas que comprendían una serie exhaustiva de pruebas para determinar la salud previa y actual de los posibles inmigrantes; y pruebas genéticas que buscaban evidencias de talentos o enfermedades familiares. Como destaca Pearson, la descripción de las pruebas antropométricas y el recinto en el cual se realizaban estas pruebas en la utopía de Galton recordaban el verdadero laboratorio antropométrico de Galton en South Kensington (ibíd.: 416-418). Para más información sobre este laboratorio, véase Karl Pearson (1930): The Life, Letters and Labours of Francis Galton, vol. II, pp. 257-262.

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no el principal determinante social y cultural. En la sociedad ficticia de Galton “la convicción general de esta verdad sería la base firme de las costumbres e ideales de Kantsaywhere” (ibíd.: 418). Los genes eran prácticamente todo en Kantsaywhere. De hecho, lo transmisible por herencia –lo considerado natural– era la preocupación más acuciante del profesor I. Donoghue, un exitoso inmigrante en la historia de Galton y una de las principales voces del relato7. Como bien explicara Donoghue, “…lo que les preocupa a unos y a otros es lo natural y, por lo tanto, únicamente las características hereditarias” (ibíd.: 414). Más tarde aclararía: hemos escuchado mucho en los discursos políticos hablar del “valor de la pradera”, es decir, del valor de la tierra sin cultivar, cercar, drenar, arar, ni plantar, sólo el potencial de la tierra misma, sin casas, ni granjas. Aplicando esta idea al hombre, como si de tierra se tratara, el “valor de la pradera” era lo que la gente de Kantsaywhere intentaba establecer (ibíd.: 414).

La primacía de lo “natural”, sea gente o territorio, es innegable en el relato de Galton. En otras palabras, es “el valor de la pradera” de los habitantes de esa sociedad utópica –personas vistas como recursos naturales– lo realmente valioso. Pero, ¿qué significa esta naturalización de la población? ¿Cuales son las implicaciones de establecer equivalencias entre gente y territorio, de ver a los ciudadanos no como sujetos políticos sino como recursos naturales (tales como el petróleo, el zinc, el carbón o la sal), como objetos tecnológicos para gerenciar y explotar?8. La utopía eugenésica de Galton, con su primacía de lo natural sobre lo cultural, representaba el fundamento de la corriente principal

7. La novela fue escrita como si fuera el diario del profesor I. Donoghue, probablemente un inmigrante irlandés altamente interesado en las costumbres de Kantsaywhere, e incluye un recuento detallado de las pruebas migratorias y del sistema de gobierno en general. 8. Michel Foucault dedicaría una de sus conferencias en el College de France precisamente a este tema. Véase específicamente la conferencia del 11 de enero de 1978 en Michel Foucault (2007): Security, Territory, Population: Lectures at the College of France 1977-1978, pp. 1-27.

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del movimiento eugenésico en el mundo de cara al siglo xx9. Galton estaba convencido de que “el mejoramiento de la raza podía ocurrir sólo cuando la naturaleza proporcionara una oportunidad clara y heredable [los biólogos del momento lo vieron como un deporte] sobre la cuál la selección, natural o eugenésica, pudiera actuar” (Kevles 1999: 17)10. De hecho, eugenistas en países tales como Alemania, Inglaterra o los Estados Unidos veían en la evolución un proceso impermeable al ambiente y regido únicamente por la genética. Sin embargo, el movimiento eugenésico no fue uniforme ni universal; y, por ejemplo, para eugenistas en otras latitudes como las identificadas áreas latinas, las características orgánicas podían ser modificadas por factores ambientales, y estos cambios ser transmitidos genéticamente a las generaciones siguientes11.

9. Pareciera ser que para Galton, Kantsaywhere representaba un mundo gobernado sólo por la naturaleza –factores genéticos o biológicos innatos–. Allí, la crianza –los factores ambientales externos, o sociales, las circunstancias políticas y culturales– eran simplemente irrelevantes. De hecho, el debate naturaleza versus crianza o también comúnmente entendido como naturaleza versus cultura ha sido tradicionalmente atribuido a Galton. Véase Ruth Schwartz Cowan (1977): “Nature and Nurture: The Interplay of Biology and Politics in the Work of Francis Galton”. 10. Para Galton, las cualidades deseables sólo se transmitían de generación en generación, por herencia biológica, y nunca como resultado de la educación, la cultura u otras circunstancias sociales. Esto enfatizaba su propia genealogía, conectándolo a su primo Charles Darwin y estimulando la creencia de que la “genialidad” era el resultado único de aptitudes heredadas. 11. Entre 1890 y 1940, impulsada por teorías de evolución y degeneración, la eugenesia se expandió a manera de movimiento internacional por unos treinta países. De acuerdo con el informe de la Comisión Internacional de Eugenesia, publicado en Eugenics News en 1924, dicha comisión constaba de veintidós miembros; además de Gran Bretaña, los Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva Zelanda, la lista incluía otros once países europeos y seis latinoamericanos. En 1935 se fundó la Federación Internacional Latina de Sociedades Eugenésicas para abarcar las denominadas “áreas latinas”: Francia, Italia, Bélgica y los países de América Latina. También es interesante notar que a mediados del siglo xix, el término mismo “América Latina” fue acuñado para designar el complejo conjunto de naciones poscoloniales cuyos idiomas venían de las lenguas romance, revelando un énfasis en la primacía cultural de Francia en toda la región. Véase el texto introductorio

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Este ensayo explora cómo una particular corriente de la eugenesia –que surgió en Francia durante la Tercera República (1870-1940) e inmediatamente fue adoptada por las élites latinoamericanas– llegó a ser una ideología dominante de progreso y el vehículo mismo de su materialización. Esta forma de eugenesia –que subyace en el centro de múltiples utopías latinoamericanas– conjugó cuerpo y medio ambiente o, como lo llamarían los franceses, milieu, como territorios plausibles de intervención12. Basada en el principio de “herencia de características adquiridas”, introducido por el biólogo francés Jean Baptiste Lamarck (1744-1829), esta corriente de la eugenesia enfatizó la convergencia de dos fuerzas igualmente poderosas en el mejoramiento de la especie humana: la herencia y el milieu13. A través de un viaje por la

de Mark B. Adams (1990): “Eugenics in the History of Science”, en su libro The Wellborn Science. Eugenics in Germany, France, Brazil and Russia, p. 5. 12. La noción de milieu fue inicialmente introducida por Isaac Newton en el campo de la física, pero el término en su acepción de “espacio material en el que los cuerpos se mueven” apareció por primera vez a mediados del siglo xviii en la famosa Encyclopédie de Denis Diderot y Jean Le Rond D’Alembert. Fue precisamente Jean-Baptiste Lamarck quien importaría la noción de milieu del campo de la física al emergente campo de la biología. Allí, milieu pasó a ser un medio dinámico donde los organismos transforman y son transformados por el ambiente que los rodea en un proceso de constante adaptación. La noción de milieu continuó mutando: en el siglo xix se desplazó de la biología a la sociología y a la geografía; a inicios del siglo xx, se insertó en los diálogos que se establecieron entre urbanismo y eugenesia; y ahora, a inicios del siglo xxi, persiste en el campo de la arquitectura a través de su fijación global en la sustentabilidad. Siguiendo las teorías lamarckianas, Georges Canguilhem (2008), para definir el término milieu, identificó la ausencia de una armonía intrínseca entre los organismos vivos y el medio ambiente, y un consecuente y mutuo proceso de adaptación. Para Michel Foucault milieu era, de hecho, un “campo de intervención” en el que el objetivo era precisamente la transformación de la población (2007: 21). Sobre la relación entre milieu y sustentabilidad véase Fabiola López-Durán y Nikki Moore (2010): “Ut-opiates: Rethinking Nature”. 13. El principio lamarckiano sobre la “herencia de caracteres adquiridos”, ampliamente aceptado por la mayoría de los científicos evolucionistas del siglo xix, incluido Darwin, pronto sería disputado. En primer lugar, esta teoría fue debatida por el citólogo alemán August Weissman (1834-1914), quien propuso la teoría del plasma germinal autónomo –el cual contiene la información hereditaria fija e

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narrativa utópica de finales del siglo xix y principios del xx –que visualizara sociedades perfectas en espacios perfectos, ambos logrados por los mecanismos de la eugenesia– este ensayo traza la manera en que estos textos utópicos pasaron de ser pura ficción a planes concretos14. Al hacer esto, se identifica una conexión íntima entre ciudad-utopíaeugenesia, donde la ciencia –la medicina en particular– y el ambiente construido llegaron a ser instrumentos determinantes en el proceso de imaginar, planificar y construir las modernas naciones latinoamericanas15. Este trabajo destaca la intersección entre lo ideal, tal y como aparece codificado en los textos utópicos, la institucionalización del movimiento eugenésico y el surgimiento del urbanismo moderno.

I. No es casualidad que este ensayo, el cual sostiene que la eugenesia subyace en la génesis del urbanismo moderno, comience con un texto utópico. Kantsaywhere, de Galton, no es sólo relevante para este estudio

impermeable a la influencia ambiental; y luego por el redescubrimiento de las leyes hereditarias de Gregor Mendel (1822-1884) –según las cuales la información hereditaria reaparece sin cambios en la siguiente generación. De este modo, la genética mendeliana confirmaba la inviolabilidad del plasma de Weissman. Pero esta forma de eugenesia latina devolvió a Lamarck a la palestra. En Francia, las ciencias médicas aún reconocían a Lamarck como el precursor de Darwin, injustamente eclipsado por éste. En este sentido, y como bien observa Charles Richet, quien había sido galardonado con el premio Nobel de Medicina en 1913, el lamarckismo era “la influencia transformadora que viene del milieu” y el darwinismo era “la transmisión hereditaria de esta transformación resultante” (Richet 1922: 37). 14. Ya Gisela Heffes en su libro Las ciudades imaginarias en la literatura latinoamericana, enfatizaba la importancia de analizar la relación que se establece entre discurso y práctica. (Heffes 2008:12). 15. De modo que, a través de su búsqueda por la mejora de la raza, esta forma particular de la eugenesia encontró en la arquitectura, el urbanismo y el diseño del paisaje tanto su tecnología como su forma estética más acabada. Ver Fabiola LópezDurán (2009): Eugenics in the Garden: Architecture, Medicine and Landscape from France to Latin America in the Early Twentieth Century.

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porque retrata una sociedad organizada según las leyes de la herencia –imaginada precisamente por el científico británico que acuñó el término eugenesia–, sino también por su propia naturaleza como texto utópico16. Françoise Choay, la historiadora francesa especialista en arquitectura, ha descrito cómo los textos utópicos, aunque sean ficción, representan, junto a los tratados de arquitectura, precedentes importantes a los escritos sobre urbanismo. Desde sus orígenes, estos dos tipos de narrativas, tratados de arquitectura y textos utópicos –como podríamos constatar en De Re Aedificatoria (1485) de Leon Battista Alberti y Utopía (1516) de Thomas More– comparten un acercamiento crítico a una realidad existente y un modelo espacial teórico para un futuro posible. Según Choay, ambos representan mecanismos similares para la producción del espacio: los tratados de arquitectura a través de la formulación de principios y reglas; los textos utópicos, mediante la construcción de un modelo para el futuro (1997: 7-8). Así como la Utopía de More era una crítica a la Inglaterra del siglo dieciséis, los textos utópicos se presentan como crítica a la realidad existente, ofreciendo un modelo de sociedad y, claro está, un modelo para el espacio ideal que debía ocupar17.

16. Por supuesto que Galton no fue el primero ni el último en escribir acerca de una sociedad utópica basada en el control de la sexualidad y la reproducción humana: en La República, escrita aproximadamente en el año 380 a.C., y cuyo título original en griego había sido Politeia, Platón también imaginó una sociedad utópica alcanzada a través de la implementación de eficaces prácticas eugenésicas. En 1602, inspirado en este texto, y en su isla utópica “Atlantis”, el fraile dominico Tommaso Campanella visualizó su Città del Sole como una república ideal donde los nacimientos eran organizados según la calidad de los ciudadanos. En 1781, Rétif de la Bretonne, en La Découverte Australe par un Homme-Volant, escribió sobre el uso de la tecnología para producir una raza eficiente de humanos-animales y crear así un imperio colonial localizado al oeste del hemisferio sur, a medio camino entre Tierra del Fuego (Argentina) y la Antártida. Para una breve introducción a estos autores y a sus sociedades eugenésicas imaginarias, véase Michèle Riot-Sarcey, Thomas Bouchet y Antoine Picon (2002): Dictionnaire des Utopies, pp. 33-37; pp. 64-69; pp. 176-179; pp.184-185; y p. 201. 17. De hecho, en un artículo escrito para la exposición Utopie. La quête de la société idéale en Occident, Choay identificó tres elementos estructurales que constituyen el género utópico: la crítica a una sociedad específica, la propuesta de un modelo

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No es sorprendente que los textos utópicos hayan proliferado de tal manera, sobre todo al final del siglo xviii –período de profundas convulsiones– y que hayan enfocado su atención en la descripción del espacio físico durante el siglo xix, en concordancia con las grandes transformaciones urbanas que tuvieron lugar en esta época (Choay 2000: 348). Por medio de la propuesta de una sociedad diferente, los textos utópicos describieron nuevas formas de espacio y, en algunos casos, éstos fueron descritos de manera tan clara y detallada que parecían encarnar una realidad por venir. Phalange (1829), de Charles Fourier; Icarie (1840), de Etienne Cabet; New Lanark (1841), de Robert Owen; e Hygeia (1876), de Benjamin Ward Richardson, son algunos ejemplos de obras utópicas del siglo xix donde el espacio físico era descrito con minuciosa atención al detalle18. Sin embargo, no es

de sociedad y la propuesta de un modelo espacial. Véase Françoise Choay (2000): “Utopia and the Philosophical Status of Constructed Space”, pp. 346-348. 18. Aunque el análisis de tales espacios va más allá del alcance de este ensayo, parece relevante hacer un comentario sobre esta última sociedad utópica. Hygeia, A City of Health es significativa para este ensayo, no sólo porque en ella aparece la cuestión médica sobre la que se construye el modelo urbano, sino también por su influencia sobre los círculos literarios y médicos en América Latina. De hecho, Hygeia fue traducida al castellano, publicada y ampliamente citada tanto en textos literarios como en revistas científicas. Como programa urbano utópico, Hygeia fue presentada por primera vez por su autor, el médico inglés Benjamin Ward Richardson, en la Sección Salud de la reunión de la Asociación de Ciencias Sociales en Brighton, Inglaterra, en 1862. El texto describe, desde un punto de vista médico, una ciudad planificada cuyo valor primario era la salud de sus habitantes. Richardson, que fue el primero en subrayar los efectos perjudiciales del alcohol y del tabaco en su libro Diseases of Modern Life (1875), visualizó una especie de ciudad-hospital, una panóptica urbana, en donde el ambiente era regulado y controlado a fin de erradicar la mayoría de las enfermedades. Ya en el siglo anterior, la utopía anónima Sinapia, escrita aparentemente por el consejero del rey español Carlos III (Carlos de Borbon 1716-1788), incluía descripciones espaciales en gran detalle, como si se tratara de un modelo para ser construido en el futuro. Sinapia, una utopía española del siglo de las luces, texto que no fuera descubierto hasta aproximadamente 1970, es también relevante para este análisis, ya que muestra una sociedad organizada alrededor de las ideas de la agenda colonial española en América Latina. Como la Utopía de More, Sinapia representa una imagen invertida: es una península en el hemisferio sur que corresponde exactamente

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sino hasta finales del siglo xix –a la sombra de la era industrial, momento en que lo ideal se asoció a lo económico y lo eficaz– cuando los textos utópicos alcanzaron un mayor nivel de sofisticación en su descripción del espacio, reflejando un claro deseo de proyectar la ficción en la realidad. De hecho, espacios para sociedades ideales imaginados por Fourier, Cabet y Owen fueron luego construidos en la realidad en diferentes regiones. No es casual, por lo tanto, que a finales del siglo xix y comienzos del xx –período en el cual coincide la caída de la literatura utópica occidental y el auge del movimiento eugenésico– los textos latinoamericanos sobre ciudades y sociedades utópicas compartan, paradójicamente, la primacía de lo ideal que tradicionalmente identifica al género utópico y el claro pragmatismo que caracteriza el trabajo de los reformadores y planificadores de las ciudades durante los años subsiguientes19. En este sentido, es importante enfatizar que en América Latina, la mayoría de estas utopías fueron en general de carácter médico, escritas no tanto por autores de ficción, sino por científicos que las publicaban en revistas médicas arbitradas, y por periodistas que escribían para revistas de circulación masiva cuyo enfoque era técnico-científico y futurista20. Resulta interesante observar cómo durante este período, cuando

a la Península Ibérica en el hemisferio norte, de la misma manera que su nombre, Sinapia, es prácticamente la palabra Ispania (España) vista en el espejo. Sinapia fue pensada como una sociedad contraria a la española, donde tanto la agricultura como la medicina fueron las prácticas especialmente impulsadas, enfatizando el progreso y la ciencia. Véase Benjamin Ward Richardson (1876): Hygeia, A City of Health y Miguel Avilés Fernández (1976): Sinapia, una utopía española del siglo de las luces. Véase también la versión en castellano de Hygeia publicada en la Revista Médico Quirúrgica, Publicación Quincenal. Órgano de los Intereses Médicos Argentinos, y la antología de textos utópicos de Françoise Choay (1965): L’urbanisme: utopies et réalités. Une anthologie. 19. Choay (1997) sostiene que al final del siglo xix el género utópico prácticamente desaparece de la literatura occidental. Tal vez, como observa la historiadora francesa, News from Nowhere, de William Morris (1890), fue la última gran utopía del siglo en el mundo occidental. 20. Desde la utopía que escribiera en 1875 el médico y naturalista argentino Eduardo Ladislao Holmberg, Dos partidos en lucha: Fantasía científica, la cual se desarrolla a partir de los debates que generó la recepción de las teorías darwinianas en Argentina, hasta las utopías de los años veinte, en las que la eugenesia aparece como

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las élites latinoamericanas intentaban transformar sus países en naciones modernas, las características biológicas de la población se convirtieron en un factor económico relevante y, en consecuencia, la institucionalización de un sistema para manejar y optimizar su productividad se asumió como una tarea de resolución urgente (Foucault 1980: 172). La eugenesia, en forma de medicina, ofreció las bases para la institucionalización y legitimación de este sistema; y la arquitectura, que desde el siglo xviii había estado asociada directamente a la salud y al control de la población, se convirtió en una tecnología política y económica21. No

la “ciencia” que resolvería todos los males de América Latina, la lista de utopías con énfasis en aspectos científicos, particularmente en las ciencias médicas, es numerosa. Entre éstas podemos citar las de Augusto Emilio Zaluar, O Doutor Benignus (Brasil, 1875); Achilles Sioen, Buenos Aires en el año 2080: Historia verosímil (Argentina, 1879); Luis V. Varela, El doctor Whuntz: Fantasía (Argentina, 1881), novela dedicada al famoso médico eugenista José María Ramos Mejía; Francisco Calcagno, En busca del eslabón: Historia de monos (Cuba, 1888); Enrique Vera y González, La estrella del sur (Argentina, 1904); Eduardo Urzaiz, Eugenia: Esbozo novelesco de costumbres futuras (México, 1919); Emilio Coni, La Ciudad Argentina Ideal o del Porvenir (Argentina 1919); Juan Manuel Planas y Sainz, Las teorías del Profesor Miliscenios (Cuba, 1917); y La Corriente del Golfo (Cuba, 1920). 21. Dos conceptos explican esta confluencia: biopoder y milieu. El biopoder fue identificado por Michel Foucault (1976) como una tecnología política cuyo objetivo fue la intervención en las características vitales de la existencia humana. Foucault observa que esta tecnología se desarrolló como una técnica dual: mientras que una parte se enfocaba en “las políticas anatómicas del cuerpo humano” individual para buscar su optimización en un sistema de producción; la otra se enfocaba en la “biopolítica de las poblaciones” para regular los mecanismos básicos de la vida: nacimiento, morbilidad y mortalidad (Foucault 1976: 139; énfasis en el original). Unidos al final del siglo xix, estos dos mecanismos –uno para manejar al individuo; el otro, al colectivo– se convirtieron en el objeto principal de las regulaciones del Estado en materia de salud, higiene y asistencia social. En otras palabras, el concepto de Foucault de biopoder considera al individuo-cuerpo y a la sociedad-colectivo como objetos de poder y manipulación, siendo así la raza, el sexo, la reproducción y los mecanismos vitales, sus vehículos; del mismo modo, el concepto de milieu de Canguilhem (1952) une el espacio y la sociedad en un estado de contingencia. Cuando se asumen al unísono, estos dos conceptos describen la forma de eugenesia desarrollada en Francia y adoptada en América Latina, la que impulsó muchas de las políticas de modernización en la región.

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hubo complicidad más activa a principios del siglo xx en Latinoamérica que la establecida entre la profilaxis social y la transformación urbana. Allí, eugenesia e higiene se convirtieron prácticamente en lo mismo. Desde la Patagonia hasta el norte de México, médicos y periodistas científicos imaginaron las nuevas capitales latinoamericanas como utopías médicas factibles, en algunos casos acompañando las transformaciones urbanas de sus territorios; en otros, anticipando la responsabilidad del Estado frente a la salud pública y el rol que ésta desempeñaría en la construcción del espacio natural o arquitectónico. Uno de estos periodistas fue Achilles Sioen, inmigrante francés que vivió en Argentina, y quien en 1879 imaginó Buenos Aires como una utopía sanitaria en la que la higiene urbana era la tecnología usada para purificar y moralizar una sociedad “degenerada”. En su utopía, una nueva práctica de intervención fue implementada, la cual comenzó con el espacio público y se extendió hacia los cuerpos de las personas, “especialmente los cuerpos de los pobres” (Armus 2007: 33). La utopía de Sioen, titulada Buenos Aires en el año 2080. Una historia verosímil, fue más bien un plan urbanístico para la construcción real de una metrópoli libre de enfermedades y vicios, que una creación literaria sobre una sociedad ideal (Sioen 1879). Como su título anuncia, la novela representa una historia posible y creíble. Así como celebraba la conexión entre la benevolencia de la naturaleza y los logros de la ciencia, Sioen visualizaba una especie de utopía ecomédica en la que el Sol era una fuente de vida y energía; el agua, un instrumento de limpieza y saneamiento; los árboles, recursos higiénicos y morales; y la medicina, la exitosa ciencia que hacía posible ese mundo sin enfermedades. En la ciudad capital que Sioen imaginó para la Argentina, grandes avenidas conmemoraban la ciencia y el progreso en lugar de los héroes de la patria y sus batallas independentistas; y un nuevo parque metropolitano, “un pulmón verde”, y otras intervenciones casi de carácter quirúrgico insertaban el “verde” en lo urbano, con el único fin de garantizar un medio ambiente sano y la “respiración de la ciudad” (ibíd.: 62). La ciudad imaginada por Sioen en 1879 era más que una representación del urbanismo de Hausmmann, con sus amplias avenidas construidas para facilitar la circulación de personas y bienes, como así

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también para enfatizar ejes cívicos y espacios conmemorativos monumentales. Esta utopía prefiguraba la imagen de una ciudad planificada y construida bajo el auge de una nueva forma de higiene, la llamada higiene social. Definida inicialmente como el “arte de conocer” las influencias del medio ambiente, la higiene social abordó en una visión única tres enfermedades –la tuberculosis, la sífilis y el alcoholismo– que eran percibidas como vehículos directos del tan temido proceso de degeneración de la especie22. Fue precisamente la convergencia de estas tres enfermedades lo que definió la higiene social y su etiología moral, vinculando el origen de la enfermedad al comportamiento de sus víctimas. Con el fin de combatir estas enfermedades, consideradas de orden social o moral, y que afectaban no sólo al individuo sino a sus descendientes, la higiene social se consolidó a finales del siglo xix como una ciencia económica que tuvo como objetivo los frutos del capital humano: la producción (travail) y la reproducción (Sicard de Plauzoles 1927: 44). De hecho, el pronatalista Sicard de Plauzoles, siguiendo las ideas de dos renombrados médicos franceses, Adolphe Pinard y Louis Landousy, quienes participarían activamente en organizaciones higiénicas y eugénicas, definiría la higiene social en los siguientes términos: La higiene social es una ciencia económica, cuyo objetivo es el capital humano, su producción y reproducción (eugenesia y puericultura), su conservación (higiene, medicina y asistencia preventiva), su uso (profesional y educación física), y su rendimiento (la organización científica del trabajo) (Sicard de Plauzoles 1920: 178).

22. El criminólogo francés Alexander Lacassage fue el primero en definir la hygiène social en su texto de 1876 “Précis d’hygiène privée et sociale”, como el “arte de entender las diferentes influencias que vienen del milieu en el cual el ser humano evoluciona y se modifica de la manera más favorable para su desarrollo físico, intelectual y moral” (reproducido en Drouard 1999: 81). En 1902, el seguidor de Pasteur, Emile Duclaux enfatizó la dimensión teórica del término en el cual las enfermedades no eran vistas en sí mismas sino en relación con su repercusión en la sociedad (Duclaux 1902: 5).

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Así, la higiene social que extendió su dominio mas allá del cuerpo individual enfermo al cuerpo social colectivo tuvo como principios fundamentales el concepto liberal de prévoyance y su naturaleza profiláctica para la preservación y planificación de la sociedad, y la atención a la salud de los espacios públicos23. Paralelamente a la idea asumida de considerar el aire, el verde y el agua como elementos particularmente saludables, la ciudad de Sioen se anticipó a lo que constituiría una de las principales características del los planes urbanos para Buenos Aires elaborados a finales de siglo xix e inicios del xx: la inclusión de áreas verdes como elementos sanitarios, estéticos, educativos, definitorios del trazado de la ciudad y supuestamente democráticos (Gorelik 1998). Sioen prefigura el modelo de parque metropolitano que Juan de Cominges visualizara y presentara a la Municipalidad en 1882, así como también la serie de parques, jardines, malecones y cinturones verdes que mas tarde diseñarían Benito Carrasco y los arquitectos paisajistas franceses Eugène Courtois, Carlos Thays, Joseph Antoine Bouvard y Jean Claude Nicolas Forestier (Armus 2007; Berjman 1998). Vale la pena destacar que Forestier era miembro activo del parisino Musée Social, una institución interdisciplinaria que desempeñaría un papel crucial en la reforma social francesa y en la simultánea transformación urbana de ciudades capitales, tanto en América Latina como en los países alrededor del mediterráneo. Forestier formó parte de la Sección de Higiene Urbana y Rural de esta institución francesa junto a Louis Landouzy, el científico que reconociera por primera vez la tuberculosis como una enfermedad social, y a quien se le atribuye la definición de la hominicultura como forma de higiene social en el combate de la tríada tuberculosis-sífilisalcoholismo (López-Durán 2009: 54). Forestier fue precisamente el arquitecto que diseñó el plan maestro de 1925 para Buenos Aires, en el cual promulgaba una estructura innovadora y sistemática de salud y

23. El término prévoyance se refiere “al acto de ahorrar dinero y al imperativo moral de la previsión” (“the act of putting money aside and the moral imperative to use foresight”) en tanto único y válido método para eliminar la pobreza (Horne 2002: 29).

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bienestar al incluir parques, jardines y muelles dentro del tejido urbano de la ciudad capital24. De modo similar, otra utopía argentina, La Ciudad Argentina Ideal o del Porvenir, escrita por el médico Emilio Coni y publicada en 1919 en una revista médica especializada, retrata una ciudad moderna construida en resonancia con los descubrimientos científicos en Europa, especialmente en Francia, y con el movimiento de higiene social que se instauró en la Argentina a principios del siglo xx (Coni 1919). Si la instalación de sistemas de agua potable y otras infraestructuras sanitarias en la ciudad representó el principal interés de Coni a finales del siglo xix (como lo demostró en su libro de 1887 Progrès de l’higiene dans la République Argentine), su principal preocupación durante los años veinte fue la organización de las instituciones dedicadas a la preservación del bienestar social y la moralización de la población (Armus 2007: 40). La ciudad utópica de Coni, haciéndose eco de sus propios intereses y prácticas médicas, describiría principalmente una ciudad obrera modelo, en la que los sectores medios y aquellos al margen de la modernización (cuya población era de origen inmigratorio y criollo), dejarían de habitar insalubres conventillos en el centro de la ciudad para insertarse en homogéneos e higiénicos barrios obreros (Coni 1919: 343). En ellos, las casas de cada uno de los trabajadores representarían una unidad de prevención sanitaria, una fuente de salud y parte de una red de instituciones profilácticas que tenían como fundamental objetivo el mejoramiento físico y moral de la raza (ibíd.). En la Buenos Aires de Coni la protección de las mujeres embarazadas y de los niños se convirtió en una prioridad. Coni destaca la construcción de salas de maternidad, dispensarios ginecológicos, centros de acogida para madres solteras y sus hijos, dispensarios de lactantes, casas-cuna en los barrios, asilos maternales para huérfanos y colonias y escuelas para niños débiles y retardados (1919: 344). A pesar de que

24. Los planos elaborados por Forestier para la transformación urbana de Buenos Aires fueron publicados en 1925 por la Comisión de Estética Edilicia de la Municipalidad de la Ciudad de Buenos Aires (MCBA) bajo el titulo Proyecto orgánico para la urbanización del municipio.

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también se resalta la incorporación de consultorios médicos y farmacias en las fábricas, así como la construcción de asilos-taller para los vagos y asilos nocturnos para los indigentes, la sociedad descrita por Coni privilegió la profilaxia social para niños y mujeres, y con ello las unidades de prevención que respondían a lo que los argentinos llamaron la “ciencia del momento”: la puericultura (Sisto 1915: V). En casi toda América Latina, la puericultura –una especie de ciencia-fe que había sido revitalizada en Francia por Adolphe Pinard como analogía a la agricultura para el cultivo científico de la unidad madre-hijo– se transformó en una modalidad de eugenesia lamarckiana25. Revelando la influencia de la medicina francesa en los círculos médicos argentinos, la puericultura estuvo en el centro de los debates de las primeras décadas del siglo xx y fue, incluso, incorporada como materia obligatoria, únicamente para las niñas, en escuelas públicas y privadas (Rodríguez 2006: 119). Los textos de Coni representaban así la importancia que adquiría el problema de la reproducción por sobre la producción, en un país tan vasto como la Argentina. Siguiendo el lema “Gobernar es poblar”, que exitosamente Juan Bautista Alberdi había proclamado a mediados del siglo xix, la posición pronatalista de la eugenesia lamarckiana resaltaba la práctica de la puericultura como una de las vías más accesibles para perfeccionar la especie humana. En La Ciudad Argentina Ideal o del Porvenir, el enfoque principal era, de esta forma, la regeneración sostenida a través de la profilaxis y la filantropía. En estos textos utópicos, que podrían ser clasificados como utopías médicas, la salud es “mucho más que normalidad; en términos simples, es normativa” (Delaporte 2000: 351). Así, la relación entre el organismo y su medio ambiente se convirtió en el objeto principal de transformación en manos del Estado. En una primera instancia, estas utopías parecieran estar superpuestas a la estructura de la ciudad haussmanniana, donde se privilegia la circulación de personas, automóviles, mercancías, aire limpio y luz solar; sus parques urbanos, jar-

25. Debo esta asociación entre puericultura y agricultura a Jane Ellen Crisler. Véase Jane Ellen Crisler (1984): Saving the Seed: The Scientific Preservation of Children in France during the Third Republic.

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dines y plazas como instrumentos higiénicos, estéticos y de ocio; su serie de monumentos y vistas interconectadas; sus modernos sistemas de desagüe de aguas blancas y negras; y la creación de una fachada “moderna” para la ciudad. Sin embargo, estos textos utópicos imaginaban la ciudad como el resultado de un proyecto que pretendía algo más: llevar “tanto las normas como las formas hacia un marco común que podría producir un orden social sano, eficiente y productivo” (Rabinow 1995: 11). A diferencia del París de Haussmann, y en sintonía con el contexto histórico de sus autores, estas utopías visualizaron la ciudad de Buenos Aires no sólo como un objeto político, económico y técnico, sino principalmente como una entidad social. Como bien señala Paul Rabinow en su célebre libro French Modern: Norms and Forms of the Social Environment, es precisamente el peso de lo social lo que define la visión moderna de la intervención urbana (ibíd.).

II En 1959, el microbiólogo y ambientalista franco-estadounidense Rene J. Dubos, argumentaba que el estudio de las enfermedades había contribuido enormemente a la ciencia de la ecología humana, que comprendía a los individuos como parte del cuerpo social (410424)26. El positivismo había introducido en América Latina la firme convicción de que la ciencia proporcionaría, con el progreso, un mundo sin enfermedad. En dicho contexto, ninguna otra ciencia mejor que la medicina encarnaría esta ideología moderna, y más que ningún otro, la ciudad se convertiría en su objetivo de análisis e intervención (Stepan 1991)27.

26. Ésta es la tesis principal de Dubos en su famoso artículo “Medical Utopias”. 27. Según la historiadora de la ciencia, Nancy Stepan “...of all the branches of science cultivated in Latin America, medicine was the most institutionally advanced and professionalized. Medical schools had been among the first scientifically oriented institutions to be established in Latin America. Throughout the nineteenth century, medical education, along with law, served as Latin American equivalents of, or substitutes for, the liberal arts degree; many students attending medical school

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Sin embargo, la ilusión de un perfecto estado de salud se ha manifestado en diversas formas a través de la historia. A finales del siglo xix, los científicos y pseudo-científicos –higienistas y eugenistas– fueron quienes, precisamente, visualizaron y prometieron este mundo utópico. Pero sus promesas, en realidad, fueron atrapadas en un atolladero de pruebas y contradicciones asociadas a la comprensión moderna de ambos: naturaleza y cuerpo humano. Por un lado, creían que una mente y cuerpo sano sólo podrían alcanzarse a través de una relación armónica entre los seres humanos y la naturaleza28. Al asociar la enfermedad con la suciedad, la contaminación, los microbios e, incluso, la fealdad que proliferaba en el mundo industrial, alegaron que la salud podía ser recuperada simplemente llevando la naturaleza a las masas urbanas en forma de aire puro, agua potable, verdes y agradables ambientes naturales (Dubos 1959: 20-21). Por otro lado, ellos mismos se vieron, inevitablemente, en la contradicción de que no existía ningún instinto maternal en la madre naturaleza y que la vida, en realidad, era una guerra contra sus fuerzas (Lee 1997: 13). Desde finales del siglo xviii, como teorizó el fisiólogo francés Xavier Bichat, fue surgiendo una nueva concepción del cuerpo, no como un contenedor vacío, sino como un contingente de membranas con diferentes grados de permeabilidad y estabilidad (Canguilhem 1979: 122). El cuerpo, según Bichat, era exquisitamente vulnerable al asalto implacable del entorno exterior, y la vida era “el conjunto de funciones por las cuales se resiste

either failed to graduate or, once graduating, used their degrees for social advancement rather than as a means to professional practice. Medicine, then, was not a narrow, scientific, and technical profession but one connected to the larger social issues of the day” (1991: 41-42). 28. Desde la Antigüedad clásica, la convicción de que la buena salud y la vida natural eran inseparables ha sido una creencia común. Pero en los tiempos modernos, desde el romanticismo del siglo xviii hasta la obsesión con la sustentabilidad en el siglo xxi, esta convicción ha cobrado mayores proporciones. Incluso Edward Jenner (1749-1823), el llamado padre de la inmunología, en su presentación de la “no tan natural” práctica de la vacunación, argumentaba que “la desviación del hombre del estado en el que se encontraba originalmente en la naturaleza pareciera haberle proporcionado una prolífica fuente de enfermedades” (reproducido en Dubos 1987: 6).

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a la muerte” (Bichat 1805: 1). En este sentido, los eugenistas lamarckianos tenían razón en su convicción de que el cuerpo y el ambiente se afectaban mutuamente con impacto crítico. Así, el proceso de supervivencia –del cuidado de nosotros mismos para conservar la vida– es “reflexivo y flexible, más que inmutable y confinado”, como era la creencia común (Dubos 1959: 411). Aun así se pensó que el ambiente natural podría ser también controlado y usurpado por la intervención de la arquitectura. Así nació una nueva complicidad entre arquitectura y medicina que estaría en el centro mismo de la eugenesia lamarckiana. Al concebir la arquitectura como una influencia tan poderosa como la naturaleza, los científicos y reformadores sociales estuvieron convencidos de que tenía el potencial no sólo de una fuerza estabilizadora, sino también disciplinaria y reguladora del cuerpo humano. La salud, considerada “una expresión de buena forma física ante los diversos factores del medio ambiente”, estaba basada en la idea de que la buena forma física era fruto de “innumerables adaptaciones genotípicas y fenotípicas a estos factores” (ibíd.). No obstante, cualquier cambio ambiental exige adaptación; y es precisamente esta capacidad para la adaptación lo que permite que nosotros mantengamos un estado de buena forma física, o no (ibíd.). En un examen más detenido de esta dinámica entre cuerpo y medio ambiente, encontramos que la eugenesia lamarckiana se basó, precisamente, en la noción de milieu, la cual reúne a los organismos y sus ambientes en un estado de permanente contingencia. A pesar de comprender la conflictiva dinámica de esta relación, esta rama particular de la eugenesia también quedó atrapada en una rigidez que, de acuerdo con Lewis Mumford, aflige a todas las utopías (1965: 271-292). En consecuencia, a través de la naturalización de la población (considerando a las personas no como sujetos políticos, sino como recursos naturales) y la instrumentalización del medio ambiente (con la convicción de que el entorno tenía la capacidad de cambiar el cuerpo humano), la eugenesia lamarckiana tuvo el mismo objetivo que la corriente principal de la eugenesia: la homogeneización de la población. Esto condujo a una noción rígida, utópica del cuerpo como una entidad estable, controlable, hermosa, racialmente determinada y, por supuesto, sana. No es por casualidad entonces, que la utopía sea espacialmente

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concebida como el espacio finito más dramático –una isla– como vimos con Thomas More, y el cuerpo humano perfecto sea imaginado como un único fenotipo con rasgos muy particulares, aquellos del hombre blanco. Más específicamente, las utopías latinoamericanas cobraron vida como visualización de un mundo mejor en el cual tanto cuerpos como espacios fueron diseñados y administrados a través de la complicidad forzada entre arquitectura y medicina. Por supuesto, esta visualización se fundamentó en las raíces lamarckianas de la eugenesia que integraron herencia y milieu como sus principales herramientas. Ninguna otra narrativa utópica representaría mejor esta ideología que Eugenia, la novela escrita por el médico mexicano-cubano Eduardo Urzaiz en 1919. “Eugenia” es uno de los términos en español y también en portugués, utilizado en Cuba, Brasil y otros países de América Latina, para referirse a la eugenesia. El título de Urzaiz se refiere tanto a la eugenesia, el movimiento social y biológico para el mejoramiento de la raza humana, como a uno de los personajes principales de la novela: Eugenia, una mujer joven, representada como el mejor ejemplo de la raza. Reclutada para ser “Reproductora Oficial de la Especie”, Eugenia formaba parte del grupo de élite seleccionado por el gobierno central para realizar el trabajo más noble y mejor recompensado en la sociedad utópica que imaginara Urzaiz: la reproducción humana. El contexto de la novela era Villautopía, la capital de la subconfederación de países centroamericanos en el año 2218. Villautopía consistía en una reconstrucción de Mérida, la capital de la Península de Yucatán en México, en donde Urzaiz vivió y trabajó como médico y educador prácticamente su vida entera29. Con acentos futuristas, Vi-

29. Nacido en Guanabacoa, Cuba, en 1876, Eduardo Urzaiz Rodríguez, con tan solo catorce años emigró a México con su familia, a la ciudad de Mérida, en la Península de Yucatán. Después de estudiar medicina en México y Estados Unidos, Urzaiz adquirió renombre como profesor de la Universidad Autónoma de Yucatán, entonces conocida como Universidad Nacional del Sureste. Se convirtió en su primer presidente en 1922 y ejerció este cargo hasta 1926; y luego, de nuevo, entre 1946 y 1955. Asimismo, ocupó otras posiciones públicas importantes, tales como ser el director y fundador del Asilo Ayala, un hospital psiquiátrico en Méri-

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llautopía aparece como una ciudad moderna de arquitectura blanca, en contraste con el verde vibrante y nítido del paisaje tropical. Amplias avenidas flanqueadas de árboles, altos edificios y concurridas “aceras giratorias”, eran sobrevoladas por “aerocicletas”, “aerocanastillas”, y otros medios de transporte voladores (Urzaiz 1982: 35). Una arquitectura piramidal de estilo neomaya albergaba la estación central y constituía la única referencia a la herencia indígena de la región (ibíd.: 22)30. La novela comienza en el momento en que Ernesto del Lazo, uno de los protagonistas, despierta en su casa y, luego de tomar “una breve sesión de hidromasaje vibratorio automático y una ducha helada”, se permite un momento de vanidad contemplando su imagen en el espejo “con íntima complacencia” (ibíd.: 13-14). De este modo, su cuerpo “era digno de admiración” (ibíd.: 14). Curiosamente, las alusiones a la belleza de Ernesto refieren al paradigma clásico griego: su cuerpo tenía “las proporciones exactas, el relieve perfecto de todos los músculos y la robustez armónica de Doriforo”, también conocido como el Doryphóros de Policleto, la estatua que 450 años antes de Cristo se convirtió en sinónimo de proporciones humanas perfectas (ibíd.). Su rostro se comparaba con el de Hermes, la estatua de Praxiteles de Pérgamo, pero incluso hasta “algo más afinado”, diría Urzaiz, “con esa expresión de alta intelectualidad que la fisonomía humana ha adquirido después de muchos siglos de civilización” (ibíd.). Tomando también en cuenta “la cálida tonalidad de salud en la piel, uniforme, sedosa y limpia de vellos superfluos”, Ernesto, a sus veintitrés años, era “un modelo

da; el director del Departamento de Educación Pública de Yucatán, en varias etapas durante los años veinte; y el director del Consejo de Salud del Estado a partir de 1926, entre otras. La novela de Urzaiz, cuyo título completo había sido Eugenia: Esbozo novelesco de costumbres futuras, se publicó por primera vez en Mérida, Yucatán, en 1919, por Talleres gráficos A. Manzanilla, pero varias de las reediciones posteriores fueron publicadas por la Universidad Autónoma de Yucatán y por la Universidad Nacional Autónoma de México. Para un resumen completo de la trayectoria de Urzaiz, véase el reciente libro de Rachel Haywood Ferreira (2011): The Emergence of Latin American Science Fiction, p. 68. 30. Es importante destacar que salvo esta breve mención a la arquitectura “neomaya”, la novela no hace referencia alguna a la heterogeneidad racial de la población mexicana ni a su amplia población indígena.

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digno de la estatuaria griega” (ibíd.). En palabras de Urzaiz, Ernesto era “una buena muestra de lo que los adelantos de la higiene habían logrado en la fabricación de aquella humanidad que, varios siglos antes […], conocimos como raquítica, intoxicada y enclenque” (ibíd.). Ese cuerpo perfecto era, de hecho, según este médico de principios del siglo xx, consecuencia directa del ambiente construido. Ernesto estaba a punto de salir a dar su acostumbrado paseo en “aerocicleta” sobre la ciudad, cuando se percató de la llegada de un sobre dirigido a él con el membrete del gobierno31. La carta oficial, con fecha de 2 de marzo de 2218 y firmada por el doctor Remigio Pérez Serrato, presidente del “Bureau de Eugenética”, le informaba que había sido seleccionado para un año de servicio como “Reproductor Oficial de la Especie” (ibíd.: 15). La carta declaraba que él había sido seleccionado por su “robustez, salud, belleza y demás circunstancias que en usted concurren” (ibíd.). Al igual que Eugenia, Ernesto tendría la responsabilidad de propagar la especie, proporcionando un cierto número de niños sanos y perfectos a la confederación. La reproducción de la especie era supervisada por el Estado y regulada por la ciencia, desde la fecundación, pasando por el momento de la implantación artificial, alumbramiento, el proceso de la crianza y educación en granjas y escuelas estatales, y hasta el momento final, en el cual se les permitía formar grupos con otros adultos. Ernesto vivía con tres amigos y su amante, Celiana, una mujer intelectual que, a pesar de su brillantez y su “belleza perturbadora y singular”, había sido esterilizada durante su juventud tras haber sido considerada “incapaz de dar productos perfectamente sanos y equilibrados” (ibíd.: 24). Debido a su “cerebralidad excesiva” y a “una sed insaciable y casi morbosa de adquirir conocimientos” –rasgos por lo general asociados a los hombres–, Celiana fue diagnosticada tempra-

31. Ernesto era fundamentalmente lo que podría llamarse un bon vivant, un playboy mantenido por su amante, que no tenia trabajo sino hobbies. Había ganado competencias piloteando su “aerocicleta de motor de nitroglicerina coloidal”, y no se inhibía de exaltar su capacidad atlética y la velocidad y alta tecnología de su aerocicleta que le habían permitido hacer, en el último concurso de aviación, el recorrido Villautopía-La Habana-Villautopía en tan sólo 40 minutos (ibíd.: 36).

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namente como anormal y fue así esterilizada (ibíd.). Pareciera que en Villautopía, la belleza clásica y la buena forma física prevalecía por sobre la inteligencia. De hecho, el presidente del “Bureau de Eugenética” de Villautopía, en una de sus celebradas conferencias, criticó el hecho de que en los siglos anteriores la especie humana hubiera voluntariamente renunciado al proceso de selección natural que había permitido en otras especies “el triunfo del más fuerte o del mejor adaptado al medio” (ibíd.: 44). De esta forma, triunfaron “los individuos más inteligentes […] que por lo general eran los peor dotados físicamente, por lo que la especie degeneraba a pasos agigantados” (ibíd.). Al igual que los delincuentes, los enfermos mentales y aquellos con enfermedades incurables, Celiana, junto a otros intelectuales y artistas, tenían prohibido reproducirse. Urzaiz prefiguró el apoyo creciente para la esterilización eugenésica de criminales, propuesta por primera vez un par de años más tarde por el Dr. Félix Palaviccini en el Primer Congreso Mexicano del Niño en Ciudad de México, en 1921, donde la eugenesia haría su primera aparición en ese país (Suárez y López Guazo 2005: 210)32. Más aún, Urzaiz parecía haber anticipado la confluencia entre la línea dura de la eugenesia mendeliana y las ideas lamarckianas que llevaron a las élites mexicanas no sólo a legalizar la esterilización de criminales, sino también la esterilización de personas afectadas por las llamadas enfermedades sociales, esas enfermedades que transmitidas genéticamente se manifestaban en las generaciones siguientes bajo la forma de idiotez, perversión, o enfermedades mentales33.

32. En ese momento, la propuesta de Palaviccini para la esterilización eugénica fue aprobada únicamente por siete votos, pero una década más tarde, cuando la Sociedad Mexicana de Eugenesia ya había estrechado sus vínculos con sociedades eugenésicas en otros países, las élites mexicanas se tornaron mucho más entusiastas con las políticas de esterilización, las cuales habían sido vistas de manera muy favorable en países modernos que ellos admiraban, tales como Estados Unidos y Suecia (Stepan 1991: 131). 33. Desde los inicios de los años veinte, los eugenistas mexicanos, preocupados por los efectos degenerativos de la sífilis, la tuberculosis y el alcoholismo, contribuyeron con el establecimiento de restricciones médicas para todos aquellos que

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En la novela de Urzaiz, hay incluso una extrapolación de la genética lamarckiana. La medicina había permitido a los hombres la capacidad de procrear y dar a luz: “El útero femenino había sido adaptado para esta situación, y las mujeres en estos países ‘civilizados’ no serían las únicas con la exclusividad de llevar un embarazo a feliz término” (Haywood Ferreira 2011: 70). Así, el cuerpo femenino era reducido a lo que se consideraba su función más noble –la gestación–, al mismo tiempo que el avance en las terapias hormonales hacía posible la feminización artificial de los hombres en tanto gestadores, devenidos en “desinteresadas incubadoras de la humanidad futura” (ibíd.). Habría que preguntarse por qué la imagen de Celiana, una mujer inhabilitada para la reproducción, y no la de Eugenia, quien había sido designada como “Reproductora Oficial de la Especie”, fue la escogida para la portada de algunas ediciones de la novela de Urzaiz. Celiana, representada como una figura erotizada, andrógina, con rasgos distintivamente masculinos, fumando un cigarrillo y descansando su brazo en una calavera negra, encarnaba no sólo la antítesis del modelo estético que la eugenesia aspiraba, sino la ambigüedad de género que se constituiría como aberración, como uno de los mas temidos y censurados “males” de la humanidad. Por otro lado, esta imagen de portada pareciera contrastar con la imagen de Celiana en la narrativa, representada como una amante celosa, arrebatada por la ira y la pasión, sentimientos atávicos asociados, principalmente, a las mujeres. Pero tanto lo sexualmente indefinido como lo meramente femenino eran despreciables en una tradición machista que prevalecía, y aún prevalece, en la sociedad latinoamericana. Sin embargo, lo que surge de esta doble representación es que la encarnación transgénero de Celiana demuestra, por una parte, la convicción de que la inteligencia, independencia

aspiraban a contraer matrimonio. Certificados prenupciales y matrimonios sanos fueron popularizados en las campañas de eugenesia que se llevaron a cabo en las áreas urbanas y rurales más pobres del país. El 6 de julio de 1932, el gobierno del estado de Veracruz autorizó la primera y única ley de esterilización eugenésica en el país, con la cual se legalizó la esterilización no sólo para delincuentes sino también en “claros casos de estupidez”, para los locos degenerados y los enfermos incurables (Stepan 1991: 132).

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profesional y la maternidad eran incompatibles; y, por el otro, que la diferenciación biológica no se basa realmente en la naturaleza, sino en un sistema de representaciones donde el género, así como la raza, son construcciones socio-científicas. Claramente, la eugenesia desempeñó un papel crítico en la producción de la raza, pero también del género, en la moderna América Latina. De esta manera, la novela de Urzaiz predijo las raíces lamarckianas de la eugenesia en México y su relación estrecha con la creación de un nuevo orden paternal centrado en el control de la maternidad, la sexualidad y la protección de la infancia durante el período posrevolucionario (Stern 1999: 369-397)34. Los eugenistas en el México de entonces tomaron el cuerpo femenino, la estructura de la familia y los niños como sus principales objetos de intervención clínica. Estaba claro que la eugenesia tenía que ver no simplemente con la raza, sino también con otro conjunto de diferencias: las de sexo y las de género35. En la subconfederación de países centroamericanos imaginada por Urzaiz, la estructura patriarcal del Estado remplazaría la tradicional estructura patriarcal de la familia36.

34. Ésta es la tesis principal del extraordinario artículo que Alexandra Minna Stern publicara en 1999. Véase Alexandra Minna Stern (1999): Responsible Mothers and Normal Children: Eugenics, Nationalism, and Welfare in Post-revolutionary Mexico, 1920-1940. 35. Michel Foucault, en el volumen introductorio a su Historia de la sexualidad (Histoire de la sexualité [1976]) analiza cómo los diferentes intentos de reducir la sexualidad a su función reproductiva, a su manifestación heterosexual y adulta, y a su legitimidad matrimonial, generó mecanismos específicos de conocimiento y poder que han estado en el centro del movimiento eugenésico. Entre ellos: la histerización del cuerpo de la mujer, la pedagogización de la sexualidad de los niños, la socialización de una actitud procreativa y la psiquiatrización del placer (Foucault 1990: 103-105). 36. Tal y como lo observara Gisela Heffes, Eugenia, en su “descripción de una sociedad del futuro donde la tecnología, la eugenesia, y una estratificación social y predeterminación de las funciones de los individuos dentro del sistema…”, se adelanta a la sociedad que Aldous Huxley describiera en 1932 en su celebre utopía Brave New World (conocida en español como Un mundo feliz) (Heffes 2008: 140).

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III El único estudio integral y comparativo que existe sobre eugenesia en América Latina, el libro de la historiadora de la ciencia Nancy Leys Stepan, The Hour of Eugenics: Race, Gender and Nation in Latin America (1991), aboga por una nueva comprensión de este movimiento, ubicando ambos –raza y género– en el centro conceptual de la nación moderna. En este libro, Stepan argumenta que no existe un termino equivalente a “género” que indique “el carácter social constituido de las ‘razas’ representado en las ciencias y políticas europeas” (1991: 13). Los innumerables debates científicos sobre la clasificación de las razas y la imposibilidad de llegar a un acuerdo que permitiera a científicos de todas las épocas dividir a la especie humana en tipos específicos, son claros y poderosos indicadores de que “las categorías raciales no son representaciones de preexistentes grupos biológicos... sino distinciones basadas en complejas convenciones político-científicas, y de otras clases, así como también en prácticas discriminatorias” (ibíd.). La eugenesia en America Latina desempeñó un rol crítico en la construcción de diferencias de género y de raza, ambas construidas como hechos biológicos y sociales de naturaleza empírica, pero permeadas por asuntos de clase e identidad. Un texto utópico provocativo, O choque das raças u O Presidente negro: Romance Americano do ano 2228, escrito en 1926 por el periodista brasileño Jose Bento Monteiro Lobato, se centra en la raza como objetivo principal de transformación nacional. Considerada una novela débil, pero un documento extraordinario respecto al contexto histórico de su producción, esta obra que retrata una sociedad imaginada en los Estados Unidos en el año 2228, se construye sobre una diferenciación clara entre los Estados Unidos –con su presunta capacidad de separar la raza “superior” de las razas “inferiores”–, y un país como Brasil, donde la mezcla de las razas fue inevitable. Criticando la mezcla de razas que, en tanto “desafortunado” fenómeno biológico, había degradado todas las razas en Brasil, Miss Jane, la hija del científico-creador de una máquina para prever el futuro, describe su admiración por lo que ella consideraba había sido el mayor triunfo de los Estados Unidos: la segregación de razas y la consecuente preservación

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de sus purezas. Debido a lo que ella llamó “el error inicial” de la mezcla de razas, Miss Jane creyó que la mejor solución para salvar Brasil de una degeneración total era la división del país en dos regiones distintas: la región templada del sur, donde la mayor parte de la población eran inmigrantes europeos blancos, creando (junto con Argentina, Uruguay y Paraguay), la “Gran República de Paraná”, y el resto del país, una república tropical donde su población “sufriría el error terrible de la mezcla de razas” (Monteiro Lobato 1979: 78-79). De hecho, lo que Miss Jane realmente observaba era la confluencia del determinismo racial con el determinismo ambiental, los cuales habían surgido en el moderno proyecto utópico de la eugenesia al final del siglo xix. En los Estados Unidos representados por Monteiro Lobato, el Ministerio de Seleçao Artificial había impuesto legalmente el exterminio de todos los recién nacidos con defectos físicos y la esterilización, no sólo de todos los negros de América del Norte, sino también de otras personas “indeseables”, como los sordomudos, los lisiados, los locos, los leprosos, los histéricos, los criminales natos [...] los estafadores, los corruptores de doncellas, las prostitutas, una legión entera de mal formados, en lo físico y lo moral, causantes de todas las perturbaciones de la sociedad humana (ibíd.: 76).

De este modo, para el año 2228, y como resultado de estas políticas eugenésicas, los Estados Unidos devendrían un país en el que los negros ya no tendrían la piel oscura, ya que todos habrían sido blanqueados a través de un proceso científico que destruiría su pigmentación. Sin embargo, ellos todavía tendrían lo que Monteiro Lobato llamó “cabello carapinha” (“cabello rizado”), comúnmente llamado “pelo malo” (ibíd.: 81). En una sociedad donde incluso para los negros los estándares de belleza eran aquellos representados por la raza blanca, se desarrolló un producto llamado Rayo Omega, el cual tenía la capacidad de alisar permanentemente el pelo excesivamente rizado. Los negros se apresuraron a recibir esta “cura” de belleza y, durante un período de unos tres meses y en solo tres aplicaciones, todos los negros de los Estados Unidos habían sido sometidos a este “segundo camouflage” (ibíd.: 148).

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Lo que el público no sabía, sin embargo, era que este nuevo producto había sido desarrollado fundamentalmente como una herramienta política frente a la clara amenaza que representaba el reciente triunfo de Jim Roy, el primer presidente negro de los Estados Unidos. El Rayo Omega no sólo alisaría el llamado “pelo malo”, haciendo que los negros fueran completamente asimilados a los estándares de belleza blancos, sino que ocultaría un efecto secundario escondido pero extraordinariamente poderoso: la esterilización. Durante la noche que presidió a la toma de posesión del primer presidente negro, el candidato blanco perdedor le anunciaba al nuevo presidente que su raza había sido final y definitivamente exterminada (ibíd.: 163). Con gran frialdad le indicó: “Tu raza murió, Jim […] el Rayo Omega… poseía una virtud doble… al mismo tiempo que alisaba los cabellos… esterilizaba al hombre” (ibíd.). En este sentido, el deseo de los negros de adoptar estándares de belleza blancos, en sí mismo, selló su propia desaparición. Según Monteiro Lobato, este peculiar triunfo ocurrió debido a la división del voto blanco entre el “Partido Masculino” y el “Partido Femenino” (ibíd.: 83). Pero tras la muerte del recién electo presidente negro, quien presumiblemente murió de tristeza ante semejante revelación, la candidata del “Partido Femenino” también es aniquilada políticamente; ella renuncia a sus aspiraciones, se casa con el candidato del “Partido Masculino”, quien toma posesión del gobierno, convirtiéndose simplemente en su aliada y ayudante. Aquí el proceso democrático se encuentra totalmente subvertido por la solución que el candidato blanco deliberadamente había planeado para la eliminación tanto de la raza negra como del liderazgo femenino. En contraste con la ideología que subyace a la novela de Monteiro Lobato, donde no era posible una solución sin la separación de territorios y razas, los brasileños consideraron al medio ambiente y al cruce de razas como vehículos de transformación: no como amenaza ni causa de degeneración sino, por el contrario, como su liberación. En esta original visión del país, la raza no era definida sólo por la herencia. Los brasileños aceptaron la “superioridad blanca” más no su “supremacía”, viendo la mezcla de razas precisamente como el vehículo para “borrar al negro” y el consecuente y progresivo “blanqueamiento”

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de la población37. Las mejoras en el medio ambiente causarían mejoras en la raza; el hombre blanco ya no sufriría un proceso degenerativo por el simple hecho de habitar estas tierras tropicales; el hombre negro desaparecería como resultado de la prevalencia de la supuesta raza superior en el proceso de mestizaje; la modernización traería el progreso. Como bien observara Dain Borges parte del pensamiento racial en Brasil reflejó la medicalización general del pensamiento social, que comenzó cuando a inicios del siglo xix los médicos abogaron por reformas higiénicas en las familias de las clases más altas para proteger a los niños de contaminaciones hereditarias y ambientales (1993: 235).

Así, la medicalización de la ciudad se institucionalizó y consolidó a comienzos del siglo xx, a partir de la complicidad que el movimiento eugenésico estableció entre el ambiente construido y la formación y prefiguración de la sociedad moderna que lo habitaría. La influencia del positivismo en América Latina contribuyó a esta medicalización. La nación en sí fue vista como un organismo enfermo y el rol de los reformadores –incluyendo científicos sociales, arquitectos y urbanistas– fue comparado con el de los médicos, quienes tendrían la responsabilidad de diagnosticar los síntomas y proponer tratamientos (ibíd.). Pero esta medicalización tendría fundamentalmente un objetivo normalizador y normativo; y es allí donde el predeterminismo racial y ambiental, junto a todo un sistema de exclusión amparado en la ciencia –y no en pocas ocasiones con la anuencia de la Iglesia católica– contribuyó a entronizar las fantasías de las élites como si se trataran de hechos de orden empírico. La eugenesia desempeñaría un papel crítico en la simultánea construcción de una sociedad blanca y heterosexual como lo “normal” y deseable, y de un medio ambiente “sano” y moderno que contribuiría a esta “normalización”38. Ciencia y

37. Véase el documento de Thomas E. Skidmore (1992): Fact and Myth: Discovering a Racial Problem in Brazil. 38. En un extraordinario artículo publicado recientemente en el periódico El País, Mario Vargas Llosa nos alerta sobre la auspiciada y entusiasta visión de la homosexualidad como depravación y, en el mejor de los casos, como enfermedad, que

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ficción, aunque difieren en sus estructuras y formas narrativas, representan las circunstancias del mundo en que se originan y sus diversas formas de interpretación. Ambas son modeladas y modelan el mundo al que hacen referencia (Stepan 1991: 196). Estos textos utópicos latinoamericanos, en los cuales los ideales de higiene y eugenesia comparten un lugar dominante, sugieren una relación intrigante entre utopía, eugenesia y la ciudad. ¿Pero qué tipo de ciudad imagina la utopía? ¿Qué tipo de sociedad imagina la eugenesia? ¿Qué tipo de utopía es la eugenesia? Tanto la utopía como la eugenesia encarnan la voluntad de concebir un anteproyecto moral tanto para la construcción de la sociedad como de la ciudad. Un aspecto clave de este ensayo es observar cómo este anteproyecto moral se transforma en el instrumento por el cual la utopía se materializa, precisamente a través de la ciencia, con un objetivo moral y correctivo: transformar una sociedad depravada en una sociedad virtuosa. Más que en cualquier otra latitud, los textos utópicos latinoamericanos potencializaron el ambiente como escenario plausible en el cual la transformación del cuerpo se hizo instrumental en la titánica marcha hacia el progreso. Si el final del siglo xix fue testigo del desgaste del género utópico en la literatura, presenció a su vez la subsecuente apropiación de la estructura de la utopía por un nuevo “modelo integral”, el que se estableció a principios del siglo xx, concertando “elementos espaciales, sociales, y científicos” (Rabinow 1995: 21). El nombre de este nuevo modelo, como hemos visto, es el urbanismo.

aún prevalece en América Latina y que continúa justificando la discriminación y violencia que se ejerce sobre gays, lesbianas y transexuales. Considerados como entes “que corrompen el cuerpo social sano”, Vargas Llosa resalta cómo esta idea “se enseña en las escuelas, se contagia en el seno de las familias, se predica en los púlpitos, se difunde en los medios de comunicación...”, donde siempre son representados como anormales, peligrosos y “merecedores del desprecio y el rechazo de los seres decentes, normales y corrientes”. Destacando la manera en que los dogmas de la religión y los códigos morales han entronizado “una ortodoxia sexual de la que sólo se apartan los pervertidos, y los locos y enfermos”, Vargas Llosa sostiene que no existe en la homofobia la autocensura que al menos se ha generalizado en el caso del racismo: la homofobia corre libre e impunemente. Véase Mario Vargas Llosa (2012): “La caza del gay”.

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Utopías verdes: hacia una poética urbana de la conservación ambiental Gisela Heffes

Trazar una genealogía de la intersección entre la imaginación utópica y la configuración urbana excedería los límites de este artículo. De limitarnos al siglo xx, coincidimos con David Harvey (2000) en que la mayoría de los grandes planificadores urbanos, ingenieros y arquitectos de la modernidad se embarcaron en proyectos que combinaban al mismo tiempo un imaginario variado de mundos alternativos tanto a nivel físico como social, con una preocupación práctica respecto a la ingeniería y creación de espacios urbanos y regionales de acuerdo a los diseños más radicales: algunos ejemplos son los ya paradigmáticos Ebenezer Howard, Le Corbusier y Frank Lloyd Wright, quienes sentaron las bases tanto de un contexto imaginativo como de un imaginario creativo, al mismo tiempo que un gran número de profesionales se abocaban a la tarea de materializar esos sueños en ladrillos y cemento, en autopistas y torres, en ciudades y suburbios, creando y erigiendo nuevas metrópolis, comunidades íntimas, e innovadoras áreas urbanas. La razón más evidente –y sin duda necesaria– para que estos componentes se articulen de manera tan ajustada es que una gran parte de las propuestas alternativas de interacción social debe emplazarse en una estructura física específica. Es lo que Harvey define como “utopías de forma espacial”, las que denotan una relación enfática entre geografía

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e historia, espacio y tiempo (2000: 160). En estas utopías, la temporalidad del proceso social, es decir, las dialécticas de los cambios sociales –la historia real–, se encuentra excluida, mientras que, al mismo tiempo, la estabilidad social se encuentra asegurada por una forma espacial fija. Estas utopías se distinguen significativamente de aquellas teorías e ideas utópicas que Harvey denomina “del proceso”: mientras las primeras encuentran un paradigma en More (quien nos da la forma espacial aunque no el proceso), las segundas lo encuentran en Hegel y Marx, quienes nos ofrecen una concepción distintiva del proceso temporal e histórico, aunque no la forma espacial (ibíd.: 174). Estas dos vertientes dentro de la corriente utópica constituyen una contradicción, más aún a la hora de formular una teoría de la utopía: el problema reside en que las utopías de la forma espacial buscan por lo general estabilizar y controlar los procesos que justamente deben ser puestos en marcha para construirlas. En el acto mismo de su materialización, por lo tanto, el proceso histórico adquiere control sobre la forma espacial que supuestamente debe controlarlo. Para Harvey, se va a tratar, en última instancia, de considerar ambas vertientes a la vez: dados los defectos y dificultades de las utopías tanto de forma espacial como de proceso social, la alternativa más obvia será la de construir una teoría de la utopía que sea explícitamente espaciotemporal (ibíd.: 182). Las utopías a las que me voy a referir coinciden en privilegiar el territorio urbano por sobre otras variables espaciales1. En este sentido, es

1. Además de enfocarme en las utopías de forma espacial, las narrativas aquí analizadas se inscriben dentro de la categoría de “utopías abstractas”, según la definición de Ernst Bloch en The Principle of Hope (1986) [publicado en alemán originalmente como Das Prinzip Hoffnung (1938-1947)], aquellas que se encuentran representadas por un espacio cuya transformación es íntegra, al punto que devienen irreconocibles. Por el contrario, las “utopías concretas” proponen una visión y transformación del espacio y de la sociedad menos abrupta, apostando a un presente restaurado y situándose por lo tanto en el horizonte de lo posible y de lo realizable. Es decir, en los confines de la realidad. Se trata, en este caso específico, de utopías de forma espacial, abstractas e, incluso, “de evasión”, si consideramos además la propuesta de Lewis Mumford en The Story of Utopias (1922), en tanto consisten en propuestas cuyo fin es el de sustituir el mundo exterior o, como propone Bloch, transformar ese horizonte de lo asequible.

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importante subrayar que el espacio urbano, ya desde la Antigüedad clásica, ha funcionado como el locus predilecto donde volcar esos sueños y visiones de sociedades y ciudadanías diferentes de aquellas que justamente los concibieron: mientras Platón lo definía desde una perspectiva moral, Aristóteles lo hacía desde la política, resumiendo en la idea de polis la acepción triple de aglomeración urbana, unidad política que constituye el Estado y el conjunto de los ciudadanos (Caride Bartrons 2004: 6). Más adelante, la cultura latina redefinirá los conceptos asociados con la ciudad estableciendo categorías nuevas, como urbs, cives y civitas, las cuales se corresponden con la ciudad física, la unidad política y los ciudadanos, respectivamente (ibíd). Pero el gran aporte del Imperio romano, no obstante, fue el de establecer un aparato “formidable” para la fundación de ciudades, definiendo “la racionalidad de un trazado geométrico que permitía su replicación continua con independencia del lugar de emplazamiento” (ibíd). Esta forma espacial (o modelo portátil), reproducible en demarcaciones diversas y en todas las dimensiones de tiempo y espacio imaginables, favorece la articulación y, sobre todo, la visión de una posible confluencia entre el componente utópico y la configuración urbana. De esta intersección, por lo tanto, a la propuesta de un no-lugar, siguiendo los lineamientos de la utopía tradicional, el lugar específico, oikos o espacio urbano en que se asienten estas “réplicas” será uno a partir del cual se puedan inferir soluciones políticas, sociales y económicas particulares. Sin embargo, otras articulaciones menos visibles –aunque no por eso menos importantes– también han y siguen siendo recurrentes en la imaginación utópica no sólo literaria, sino asimismo cinematográfica, arquitectónica, cultural, social, nacional y global. Un aspecto menos explorado pero tan significativo como urgente en las representaciones de estas narrativas futuristas es la dimensión que remite invariablemente al medio ambiente, la naturaleza e incluso a la utilización y conservación (o no) de los recursos naturales. Otro, de igual importancia, es que estos imaginarios utópicos apuestan a un futuro prometedor, resultado de una asociación equilibrada y próspera entre naturaleza y seres humanos, como así también exploran la relación entre ciencia y tecnología por medio de su implementación en el espacio natural, apuntando al rol que aquellas cumplen en el establecimiento de un modelo de restauración y mejo-

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ramiento ambiental. Es precisamente en este contexto donde la ecocrítica puede funcionar como la herramienta de indagación tanto literaria como cultural más adecuada para abordar una problemática que aúna múltiples disciplinas, como la urbana, la literaria y la ecológica, entre muchas más, promoviendo una lectura (o relectura) de estos textos dentro de nuevas constelaciones, las que no han sido consideradas aún dentro de la tradición crítica latinoamericana. Aunque la ecocrítica consiste en una disciplina reciente dentro de los estudios literarios, la cual va cobrando poco a poco un papel más preponderante dentro de la crítica literaria actual, en tanto muchos de los interrogantes que plantea se encuentran reflejados (o son el resultado, o incluso ambos) en algunas de las problemáticas y cuestionamientos ambientales actuales, me gustaría sugerir que una ecolectura de las narrativas utópicas puede ayudar a comprender toda una tradición que trasciende la mera referencia a las “ecotopías”2, y enfatizar asimismo que la imaginación utópica se encuentra acompañada en muchos de los casos por una imaginación ecológica, aun antes de que términos como ecocrítica o ecotopía fueran acuñados por las instituciones literarias. Del mismo modo, la configuración del espacio urbano no se conforma en estas proyecciones y visiones alternativas, como pudiera creerse, en sinónimo predecible de una serie de asociaciones que le asignan un valor negativo, en tanto se lo relaciona con aquellas características que equiparan ciudad e industrialización con corrupción, vicio, polución y contaminación, entre muchas otras. Estas utopías verdes no postulan el espacio natural, o la “naturaleza”, como un refugio o conjuro respecto a las condiciones presentes, afiliadas generalmente al territorio urbano, donde las condiciones son en efecto negativas e insalubres. Más aún, estas ficciones no promueven una idea de naturaleza “pura” e im-

2. La novela más popular entre ambientalistas es la homónima Ecotopia (1975), de Ernest Callenbach, la cual, desde el título mismo, sintetiza los referentes utópicos y ecológicos ya aludidos. Resultan significativos por otra parte los objetivos e ideas presentados en el texto, en cuanto combinan una economía ecológica con un anarquismo libertario y una tecnología sustentable. No obstante, como es característico en muchos textos utópicos, los personajes son débiles, el narrador es tedioso y didáctico, y la trama, casi inexistente.

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poluta, sino que, por el contrario, apuestan a una síntesis cuyo resultado consiste en enverdecer la ciudad, demostrando así que planeamiento urbano y preocupación ambiental no son términos que se excluyen mutuamente, ni se contraponen de manera necesaria dentro de los imaginarios de mundos alternativos. Leídos desde la perspectiva actual de los debates sobre urbanismo, naturaleza y sostenibilidad ambiental, el elemento distintivo y especial de estas narrativas utópicas es que proponen y proveen diversas variables y soluciones con el objeto de crear un espacio verde habitable y sostenible dentro del corazón mismo de la ciudad.

Emergencia de la ecocrítica Antes de comenzar nuestro análisis, es importante referirnos brevemente a la ecocrítica y su emergencia dentro del campo académico literario. Si bien hay consenso en cuanto a la definición de la ecocrítica como el estudio de la relación entre literatura y el medio ambiente, ésta varía ligeramente en sus aspectos más específicos. Una de las definiciones que más difusión ha tenido es la de la crítica norteamericana Cheryl Glotfelty en The Ecocriticism Reader. Landmarks in Literary Ecology (1996), para quien la ecocrítica consiste en una propuesta centrada en la tierra y desde la cual se estudian, analizan y exploran los estudios literarios y culturales (XVIII). Otra definición que surge en el Reino Unido es la de Laurence Coupe, quien incorpora algunas concepciones ya esbozadas por Laurence Buell en The Environmental Imagination. Thoreau, Nature Writing and the Formation of American Culture (1995: 430), aunque ampliándolas y ofreciendo una perspectiva actualizada en su importante compilación The Green Studies Reader (2000). Según Coupe, la ecocrítica consiste en el estudio entre literatura y medio ambiente a través de un espíritu de compromiso con la práctica ambiental (ibíd.: 4). Esta apelación a una “práctica” remite no obstante a otro texto que también ha contribuido a la definición de esta disciplina emergente3. En

3. Aunque el trabajo crítico de Love que más difusión ha tenido es Practical Ecocriticism, Buell se remite a dos artículos de igual importancia: “Revaluing Nature:

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Practical Ecocriticism (2003), Glen Love se refiere a una ecocrítica “práctica”, la cual debe corresponderse con la condición natural del mundo y los principios ecológicos que subyacen a toda vida humana en un momento en que el ritmo acelerado y la escala global de la historia demandan una nueva mirada respecto a la literatura, un examen nuevo y renovador que le dé sentido al lugar humano en el que ésta se inserta e inscribe (13). Propone como texto pionero Mankind and Mother Earth (1976), de Arnold Toynbee, el cual advierte sobre el futuro de la humanidad y sobre la posibilidad de que la biosfera se vuelva un lugar inhabitable. Cabe mencionar, no obstante, que cuatro años antes Joseph W. Meeker ya había introducido el término “literary ecology” [ecología literaria] en su libro The Comedy of Survival: Studies in Literary Ecology (1972), mientras que el término “ecocriticism” [ecocrítica] fue acuñado, posiblemente, en 1978 por William Rueckert en su ensayo “Literature and Ecology: An Experiment in Ecocriticism”4. También Glotfelty apunta hacia estos años, momento en que surgen algunos pocos trabajos individuales, publicados en una gran variedad de lugares y categorizados bajo temas misceláneos, como regionalismo, literatura pastoral, frontera, ecología humana, ciencia y literatura, o representaciones del paisaje (1996: XVI). La condición inédita y novedosa de la disciplina cambia a partir de mediados de los años ochenta y ya en los noventa,

Toward an Ecological Criticism” (1990) y “Et in Arcadia Ego: Pastoral Theory Meets Ecocriticism” (1992) (1995: 430). 4. No hay consenso en cuanto a la utilización de este término por primera vez. Así, Carmen Flys Junquera, José Manuel Marrero Henríquez y Julia Barella Vigal sostienen que fue acuñado por William Howarth en su ensayo “Some Principles of Ecocriticism” en la década de los setenta (2010: 17). Otros términos en circulación son “ecopoetics” [ecopoética], “environmental literary criticism” [critica literaria ambiental] y “green cultural studies” [estudios culturales verdes]. Algunos críticos privilegian el prefijo “eco-” por sobre el de “enviro-” ya que, mientras environmental connota –en inglés– una perspectiva antropocéntrica y dualista, “eco-”, en cambio, implica comunidades interdependientes, sistemas integrados y una conexión sólida entre las partes constitutivas (Glotfelty 1996: XX). Es necesario aclarar que en inglés el verbo to environ significa, utilizado con objeto directo, “formar un circulo o anillo redondo; rodear; enmarcar; envolver”. Esto es, supone la idea de un centro o núcleo principal, y una periferia que gira en torno a ese centro.

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con la fundación de ASLE (The Association of the Study of Literature and Environment) en 1992. Un año después, finalmente, los estudios literarios ecológicos emergen como una escuela crítica con reconocimiento y sede institucional. Más allá de las divergencias en cuanto a las temáticas, metodologías disciplinarias y posiciones teóricas, la ecocrítica consiste en una propuesta crítica que, si bien no ofrece un paradigma analítico definitivo, permanece abierto a diversos debates, combinando a su vez el compromiso ideológico con la preocupación estética. Las problemáticas abordadas por esta disciplina comprenden una amplia variedad de temas e interrogantes, desde cómo se encuentra representada la naturaleza en un texto, hasta de qué manera y hasta qué punto la crisis del medio ambiente está permeando la literatura y cultura contemporáneas. Dadas las características de las crisis ambiental, la ecocrítica sostiene un interés particular en el análisis de, por ejemplo, la perspectiva ofrecida por los gobiernos nacionales respecto a esta cuestión, como así también la propaganda de las corporaciones y los múltiples documentales acerca de la naturaleza, con el fin de responder a qué efecto retórico sirven todos estos discursos. Por esta razón, si bien se trata de una metodología que surge en el campo de la literatura y la cultura, es importante establecer qué tipo de relación o aporte tiene la ciencia de la ecología sobre los estudios literarios y, como sugiere Glotfelty, qué cruce y “fertilización” es posible entre la crítica literaria y los discursos del medio ambiente, como así también otras disciplinas relacionadas, como la historia, la filosofía, la psicología, la historia del arte, y la ética (ibíd.: XIX). Uno de los problemas y desafíos principales que enfrenta la ecocrítica se deriva de la supuesta división que opone naturaleza y cultura en tanto entidades o construcciones de realidades separadas; el segundo se relaciona con el énfasis que la misma ecocrítica debe colocar en el hecho de que un aspecto de la crisis ambiental es cultural y que, por lo tanto, el investigador o académico debe incorporar estas cuestiones dentro de su proyecto –o “agenda”– de investigación. Por último, la ecocrítica debe considerar otro reto, esta vez desde las mismas humanidades, como son todos los aspectos bioculturales del comportamiento humano.

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En cuanto al primero, se trata, como bien sugiere Coupe, de una concepción por parte de diversas escuelas críticas de que el término “naturaleza” existe como algo primariamente dentro del discurso cultural, fuera del cual no tiene sentido ni existencia5. Coupe define esta característica como una “falacia semiótica” y sostiene que elementos como las “montañas” y el “agua” existen, dentro de algunas teorías, únicamente como “significados” dentro de la cultura humana, y que por lo tanto no tienen un mérito intrínseco, no tienen un valor y carecen de derechos (2000: 2). Una de las funciones de los green studies [estudios verdes] es, por lo tanto, desafiar no sólo la noción de que los seres humanos le dan sentido al mundo a través del lenguaje, sino la inferencia autocomplaciente de que la naturaleza no es nada más que una construcción lingüística. La ecocrítica, así, procura ir más allá del estado en que se encuentra un referente lingüístico, abordando problemáticas como la cuestión de la justicia ambiental y los derechos de las “otras” criaturas, como los bosques, los ríos y, en última instancia, la biosfera en sí misma. Para esto se vale del concepto de “naturaleza” como un concepto crítico que, por una parte, al ser invocado, desafía la lógica del industrialismo, la cual da por sentado que nada importa más allá del progreso tecnológico, ofreciendo en cambio una alternativa radical a aquellas posiciones políticas que dan por supuesto que los medios de producción deben ser siempre desarrollados sin importar el costo; por el otro, al insistir que lo no humano es importante, desafía el “culturalismo complaciente” que vuelve a otras especies, como asimismo la flora y la fauna, subordinadas a la capacidad humana de

5. Sin duda, Coupe se está refiriendo al deconstruccionismo. Como sugiere Serenella Iovino en “Ecocriticism and a Non-Anthropocentric Humanism”, la categoría de diferencia es primordial en el discurso de cultura ambiental, ya que tanto para los filósofos ambientales como para los críticos literarios el posmodernismo y el pensamiento ecológico han estado (y siguen estando) en desacuerdo y enfrentados (2010: 33). De ser llevado a un extremo, señala, el relativismo intrínseco del posmodernismo deconstruccionista puede acarrear una actitud nihilista respecto a la naturaleza, la cual es leída como producto cultural o un constructo lingüístico, al punto de negar su realidad objetiva (ibíd). Al respecto, véase Lawrence Buell (1995: 21), Glen Love (2003: 20-26) y Greg Garrard (2004: 10).

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significación. En síntesis, cuestiona la validez de tratar a la naturaleza como algo que es producido por el lenguaje: negando estos dos supuestos (la industrialización y el culturalismo), ve la vida planetaria en condición crítica, y procura buscar y ofrecer una respuesta a esta crisis. Esta apelación es, en última instancia, una cuestión ética y estos estudios, por lo tanto, no tienen sentido en sí mismos, a menos que contribuyan a la lucha por preservar la comunidad biótica (Coupe 2000: 4). Un trabajo fundamental en este sentido es el de Kate Soper What is Nature? Culture, Politics and the Non-Human (1995), donde desafía no sólo la perspectiva otorgada por parte de la crítica a la naturaleza, en tanto construcción lingüística, sino que enfatiza esta lectura paradójica por medio de una síntesis que aborda de manera visible estas contradicciones: “it is not language which has a hole in its ozone layer; and the real thing continues to be polluted and degraded even as we refine our deconstructive insights at the level of the signifier” (151). Soper se ocupa de uno de los desafíos más importantes que acompañan al proyecto ecocrítico: esto es, el de cuestionar la tendencia antropocéntrica que coloca al hombre en el centro del universo, advirtiendo a su vez respecto al combate nocivo por parte de los sistemas de valores competitivos –antropocentrismo y biocentrismo–, los cuales deberían considerar la importancia del contexto político en que estas disputas “morales” ocurren y se insertan6.

6. Esta posición se encuentra, si no refutada, al menos cuestionada. En Politics of Nature (2004), Bruno Latour propone una revitalización de la ecología política a partir de la afirmación provocativa de que la política ecológica no tiene relación alguna con la naturaleza (5). Refiere a una teoría de la realidad que denomina “Constitución Modernista”: una ontología que separa la sociedad (los humanos) y la naturaleza (las entidades no humanas) en ensamblajes diversos y discretos. La naturaleza pertenece al dominio de lo mecánico o la causalidad biológica, y la cultura o la sociedad consisten en un dominio autónomo de lo lingüístico o un constructivismo social libre de la determinación por parte de la naturaleza. Esta separación garantiza la figuración de la naturaleza en tanto algo edénico, esto es, la naturaleza como algo que existe en una locación física y mental, a distancia de las sociedades modernas, las cuales han “caído” –separándose de aquella– a partir de la destrucción acarreada por la modernidad industrial. Una naturaleza idealizada y prístina perpetúa una distinción ontológica que compromete los objetivos

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El segundo problema nos remite a Glotfelty, quien sugiere que toda crítica ecológica comparte la premisa fundamental de que la cultura humana está conectada con el mundo físico, afectándolo y siendo afectado por él. De ahí surge el siguiente interrogante: ¿cómo podemos contribuir a una restauración del medio ambiente desde nuestras capacidades académicas? Para la crítica norteamericana es fundamental, primero, reconocer que parte de los problemas actuales del medio ambiente son el resultado de nuestra acción cultural; segundo, es necesario comprender y transmitir esta comprensión dentro de nuestras

políticos a cuya retórica sirve esta ideología de la naturaleza: se trata de un objetivo político cuyo fin inmediato es convencer a los humanos acerca de nuestra obligación de preservar e impulsar un medio ambiente natural, como si éste hubiera existido con la más mínima influencia humana. Esta posición, que muchas veces es leída erradamente como una forma de dar crédito al discurso conservador que procura abandonar el activismo ambiental, intenta profundizar las posturas de la ecología política por medio de una perspectiva que reoriente la relación entre naturaleza y sociedad. Para Latour, la compleja interconexión entre las realidades sociales y naturales es el resultado de la interacción entre las fuerzas humanas y no humanas. Desde la perspectiva ecocritica, esta posición es retomada en los trabajos de Timothy Morton Ecology Without Nature (2007) y The Ecological Thought (2010). Para Morton, la concepción ecocritica de la naturaleza es, inevitablemente, discursiva, una construcción retórica arbitraria, vacía de una existencia independiente y genuina, que se establece más allá de los textos que se producen referente a ella. Según Morton, de hecho, “[p]utting something called nature on a pedestal and admiring it from afar does for the environment what patriarchy does for the figure of Woman (2007: 5), como así también, “the very idea of ‘nature’ […] will have to wither away in an ‘ecological’ state of human society” (2010: 1). Sin embargo, mientras Latour está interesado fundamentalmente en cómo el conocimiento científico traduce sus reclamos acerca de la naturaleza desde las observaciones registradas en el laboratorio hasta los salones parlamentarios, Morton (2007) ofrece un complemento significativo a los estudios no humanos a nivel estético. Así, éste analiza cómo las figuras retóricas transportan a los lectores a la naturaleza y la naturaleza a los lectores dentro de los cánones de la escritura de la naturaleza, sin consideración alguna respecto a la falta de conexión entre semiótica y las entidades naturales existentes. En este sentido, para Morton, no es la naturaleza en sí la que demanda una reflexión y reformulación conceptual sino la estetización de la naturaleza, en tanto entidad que existe separada de los humanos. En esta misma línea se inscribe el trabajo de Dana Phillips (2003), The Truth of Ecology.

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respectivas disciplinas, agregando a nuestros trabajos de investigación una dimensión ambiental. Por esta razón Glotfelty sugiere que la ecocrítica toma como tema propio las interconexiones entre naturaleza y cultura, específicamente los artefactos culturales como la lengua y la literatura: en tanto posición crítica, tiene un pie en la literatura y otro en la Tierra; en tanto discurso teórico, debe negociar entre lo humano y lo no humano (1996: XIX). Practical Ecocriticism de Glen Love nos da una clave respecto al tercer reto que enfrenta la ecocrítica. Love propone como modelo el texto The Blank Slate: The Modern Denial of Human Nature (2002), de Steven Pinker, en tanto sugiere que hay compatibilidad entre la biología moderna y las ciencias sociales. La evolución biológica y la evolución cultural se encuentran interrelacionadas, de ahí las definiciones de “coevolucionario” o “biocultural” (Love 2003: 19). Enfatiza la importancia del pensamiento darwiniano y la teoría evolucionista en tanto ayudan a comprender qué nos hace criaturas culturales. En este sentido, es importante considerar todos los aspectos bioculturales del comportamiento humano. Esto significa que lo biológico y lo cultural no se encuentran separados ni se excluyen; por el contrario, hay una correspondencia. Se trata, en todo caso, de traer al frente de la agenda humana una ética del medio ambiente e implementar este cambio a nivel académico, tirando abajo los muros y barreras que se levantan entre departamentos, divisiones universitarias y disciplinas (ibíd.).

Utopías verdes, utopías ecológicas En su importante libro Ecocriticism (2004), el británico Greg Garrard refiere a las diversas posiciones que componen esta disciplina emergente: desde la posición basada en una perspectiva de “cornucopia”, que presupone una abundancia inagotable de los recursos naturales, hasta la del activismo ambiental (muchas veces relacionado –aunque no limitado– al de justicia ambiental), la del movimiento llamado deep ecology [ecología profunda], o las del ecofeminismo, ecomarxismo y ecología social, entre muchas otras. Además de estas posiciones, el análisis de Garrard se centra en diversos puntos temáticos, como la

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Tierra, los animales, el Apocalipsis, la literatura bucólica y los paisajes naturales. Un capítulo, no obstante, que no entró en este libro se llama (o hubiérase llamado) simplemente “Utopia”7. En este capítulo (o ensayo) sugiere que las ficciones utópicas evidencian una preocupación respecto a la sostenibilidad ecológica, desde los ejemplos del género más tempranos hasta los más recientes, y propone que, hasta cierto punto, las utopías han sido siempre ecotopías. La utopía de More, según Garrard, inicia una tradición del género relativamente honesta: mientras la mayoría de los filósofos políticos estuvieron de acuerdo con Marx y se opusieron a escribir “recetas” paras los encargados de confeccionar el futuro, los escritores de utopías luego de More aceptaron el desafío de imaginar las consecuencias cotidianas e incluso las dimensiones emocionales y espirituales de un cambio político. Asimismo, el texto inaugura un género que es probablemente único en la “dinámica intertextual” de la disensión o desacuerdo, apropiación, modificación y debate que exhibe esta larga tradición, en tanto cada contribución refiere de manera retrospectiva a las previas, provocando ya sea nuevas respuestas desde la sátira así como también visiones alternativas. Esta dinámica intertextual, es importante aclarar, no ha tenido lugar en la tradición utópica latinoamericana del mismo modo en que ocurrió en la anglófona y a la que refiere más adelante Garrard. Es la primera una tradición hecha más de discontinuidades que diálogos y disensos, más de textos aislados y sordos (o ciegos) respecto a otros textos que se estaban produciendo simultáneamente, o que se habían escrito poco tiempo atrás, incluso si se los compara con publicaciones simultáneas y similares en otras lenguas. Es además una tradición en la que el elemento utópico aparece de manera mucho más deliberado en toda una corriente del pensamiento político y cultural, donde el impulso utópico ha funcionado principalmente como “motor” de la historia (Aínsa 1999: 14).

7. Este capítulo como otros de sus textos inéditos (como así también los ya publicados) pueden descargarse de la página web . Le agradezco la gentileza de indicarme su referencia.

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Garrard ejemplifica esta “dinámica intertextual” a través de una secuencia que podría ser de interés especial para los ecocríticos y que comprende Looking Backward (1888) de Edward Bellamy, News from Nowhere (1890) de William Morris, A Modern Utopia (1905) de H. G. Wells y Ninteen Eighty-Four (1949) de George Orwell (s.f.: 2-3). Si bien todos estos textos utópicos registran una suerte de preocupación romántica proto-ecológica respecto al destino de la Tierra, ofrecen por otro lado diferentes respuestas. En el caso de Bellamy, una de las primeras cosas que nota el protagonista cuando se despierta en el año 2000 en esta nueva ciudad que ya no es Boston sino una Nueva Jerusalén tecnológica, es la ausencia de chimeneas y humo, fascinado a su vez por la asociación potencial entre tecnología de avanzada y trabajo social organizado, y en tanto puede constatar que los problemas del medio ambiente del futuro no constituyen una amenaza al paisaje natural o rural. Utilizando el mismo recurso que Bellamy, Morris hace que su protagonista William Guest despierte en “Nowhere”, ahora en el año 2102. Para Morris, sin embargo, sólo una sociedad anarco-comunista podría liberar tanto a la humanidad como a la naturaleza de la tiranía del capitalismo industrial. Así, la utopía de Morris consiste en una crítica mordaz respecto a la opresión tanto de los humanos como de la naturaleza bajo la producción capitalista, perspectiva que comparten mucho de los ecomarxistas como los socioecologistas contemporáneos8. Morris se diferencia de Marx en que ofrece al revolu-

8. La ecología social y el ecomarxismo establecen que los problemas ambientales son causados no sólo por aquellas actitudes antropocéntricas respecto a la naturaleza, sino también por los sistemas de dominación y explotación de los humanos por parte de otros humanos. Este movimiento es explícitamente político y se remonta al siglo xix, encontrando los orígenes de su pensamiento en las ideas anarquistas de Mikhail Bakunin (1814-1876) y Pyotr Kropotkin (1842-1921), y el comunismo de Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895). Garrard sugiere que tanto los ecomarxistas como la ecología social no son monistas ni dualistas, sino dialécticos; asimismo, no separan los problemas ambientales de los sociales, como la falta de agua potable o el problema de la vivienda. En este sentido, tienen una afinidad directa con los movimientos de justicia ambiental que generalmente asocian y cuestionan la relación entre degradación y polución ambiental con pobreza. No obstante, mientras los primeros proponen como proyecto alcanzar

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cionario una larga receta para el cambio, demostrando que no se trata exclusivamente de un sueño sino de una visión plausible para un futuro alternativo. En el caso de A Modern Utopia, el compromiso con el medio ambiente por parte de H. G. Wells va a tomar otra perspectiva. En lugar de crear una anarquía como lo hiciera Morris, en la que se enfatiza la escala de lo pequeño, inmediato y local, la de Wells explora una Tierra paralela y propone una utopía explícitamente global basada en un Estado mundial y gobernado por el orden monástico de un samurái científico y creativo. Más allá de la reevaluación que Wells hace del lugar que ocupa la ciencia y la tecnología en la utopía, se preserva el imperialismo antropocentrista, el cual resulta poco atractivo para los ecocríticos, sobre todo si se considera su relación con la eugenesia y el Estado internacional socialista. Esta fase de la tradición utópica será concluida con la combinación de la brutalidad totalitaria tanto de los regímenes nazi y estalinistas, y con la publicación de Nineteen Eighty-Four (1949) de George Orwell, la cual describe un régimen estatal opresivo en el que el protagonista, como forma de escape, tiene la imagen recurrente de un espacio rural dorado, un paraíso pastoril que contrasta con la arquitectura totalitaria de una Londres distópica. Garrard señala que si bien la tradición distópica ha tenido una larga tradición que puede remontarse incluso hasta Swift, la asociación entre políticas utópicas y represión genocida establecida a raíz de cierta interpretación de la historia europea aniquiló la imaginación socialista utópica por un largo período (s.f.: 9). En el contexto angloamericano, por ejemplo, la ficción utópica será de nuevo popular recién en 1970, aunque ahora el anarquismo será reemplazado por el socialismo en tanto teoría política y utópica favorita. En The Dispossessed (1974), de Ursula K. Le Guin, la Tierra aparece como telón de fondo en un mundo completamente arruinado y destruido por la especie humana. Menos exitosa, aunque con mayor recepción entre los ambientalistas, es la ya

una sociedad comunista sin clases, a través de la cual todos los demás problemas desaparecerían, los segundos privilegian una sociedad descentralizada sin filiación jerárquica, resultado de una tradición política anarquista (2004: 29).

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mencionada novela de Ernest Callenbach Ecotopia (1975). En este texto aparece representada una sociedad equitativa donde las compañías pertenecen a los trabajadores, quienes además las controlan. De hecho, esta ecotopía consiste en una ruptura profunda respecto al consumismo, productivismo e individualismo que caracterizan la sociedad norteamericana, en tanto el gobierno ha introducido medidas regulatorias importantes con el fin de proteger el medio ambiente. De este modo, las nuevas estructuras gubernamentales han sido reorganizadas de manera que puedan relacionarse mejor con los sistemas ecológicos regionales y de acuerdo con un entendimiento biorregionalista, relacionando la parte de la tierra que habitan y a la que pertenecen los seres humanos (Mathisen 2001: 59). Una de las utopías que posiblemente más influencia tuvo en los años setenta fue Woman on the Edge of Time (1976), de Marge Piercy, la cual desarrolla una visión ecofeminista radical a través de un contraste movilizador y efectivo entre los asilos para dementes de la ciudad de Nueva York y la comunidad utópica de Mouth-of-Mattapoisett en el imaginario 2137. Como en Ecotopía, esta comunidad combina una tecnología de avanzada con un comunalismo descentrado y anarquista. Asimismo, ambas utopías se asemejan en que los niños son criados con prácticas derivadas de los indígenas que alguna vez vivieron allí. Según Garrard, un entusiasmo calificado hacia lo científico en tanto medio de comprender y rectificar problemas ambientales y sociales hace que la utopía de Piercy sobresalga como una contribución naïve al ecofeminismo. En consecuencia, el rechazo de un compromiso crítico con la ciencia resulta en detrimento de un feminismo verdaderamente ecológico –en su novela, Piercy ejerce una crítica aguda tanto de esta última como de la dominación masculina (Garrard s.f.: 14)–. El análisis de la “dinámica intertextual” planteada por Garrard concluye con el ejemplo de Margaret Atwood y su novela The Handmaid’s Tale (1985), cuyo origen en respuesta a una crisis ambiental es generalmente poco enfatizado. Este diálogo intertextual propuesto por Garrard carece por momentos de cierta coherencia y justificación en su selección, como así también la simplificación de las variables de lo utópico a una discursividad única le impide diferenciar plenamente las múltiples facetas que

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engloban al género. Dicho esto, resulta notable este intento preliminar por generar una asociación entre utopía y sostenibilidad ambiental, siendo la relación entre ambas mucho más estrecha de lo que se ha considerado y estudiado hasta la fecha. En este sentido resulta lamentable –y paradójico– que este capítulo no se haya incorporado al manuscrito publicado.

La utopía verde con sede urbana Desde la publicación en 1516 de la Utopía de More, las ficciones utópicas han combinado una visión propia de la prolepsis o función profética, con una reflexión satírica o crítica respecto a la misma sociedad en la cual emergen. Por esta razón, las utopías han ofrecido una historia ambigua del lugar de la Tierra en el pensamiento social y político por más de 500 años. Nos interesa, para este capítulo, centrarnos en aquellas utopías que, en primer lugar, surgen de la tradición cultural y literaria latinoamericanas; en segundo, enfocarnos en las que han privilegiado el espacio urbano como centro de su reflexión y crítica respecto al orden o estructura social en las que han surgido, y que, de manera simultánea, despliegan una preocupación por cuestiones ambientales que no han sido hasta ahora consideradas, analizadas o abordadas de manera sistemática. Para esto, voy a contrastar dos utopías de comienzo de siglo xx con el fin de demostrar que la intersección entre planeamiento urbano y preocupación ambiental ha formado parte del imaginario latinoamericano moderno, proponiendo incluso alternativas plausibles a los detractores de la ciudad, quienes equiparaban esta última con el núcleo mismo de los vicios derivados de la creciente industrialización (predominante sobre todo en Europa), y combinando así una síntesis entre dos formas de concebir el mejoramiento social, metropolitano y, sobre todo, ambiental. Los textos analizados son A través del porvenir. La estrella del sur (1904), de Enrique Vera y González y La ciudad anarquista americana (1914), de Pierre Quiroule [seudónimo de Joaquín Alejo Falçonnet]. El primero se sitúa en 1903 y se abre con la presentación de su

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protagonista, Luis Miralta, un hombre desengañado, escéptico, cuyo descreimiento se corresponde con el desencanto propio de la modernidad, tan bien definido por Baudelaire en Les Fleurs du mal (1857). En la novela esto se traduce como desencanto respecto a los valores “occidentales”: Miralta es un “hombre fatigado” y “concluido” que recurre al espiritismo y esoterismo de Haraontis, oriundo de la India, y quien, por medio de narcóticos exóticos, lo ayuda a emprender un viaje que lo transportará al futuro (Vera y González 2000: 37). Según el faquir, Miralta es un “inactual, un inadaptable a la realidad del momento”, lo que obedece a que ha nacido “antes del tiempo que le es adecuado” (ibíd.: 42), y es por eso que le propone hacer este viaje a través del tiempo, aunque permanezca en Buenos Aires. A este “viaje” lo denomina “trasmigración” (ibíd.: 47). El procedimiento que le permite romper con el presente y embarcarse en una temporalidad diferente es el mismo que vimos en Bellamy con Looking Backward, y que en el contexto de la literatura argentina será utilizado cinco años después en otra novela utópica, Buenos Aires en el 1950 (1908), de Julio O. Dittrich. En los dos casos, los personajes despiertan en una Buenos Aires irreconocible. Buenos Aires, de este modo, deviene el epicentro de la utopía, condición que se corresponde con los atributos heredados del modelo sarmientino: es “la primera ciudad del hemisferio sur del mundo, la primera de habla castellana, la segunda entre las de raza latina, la tercera del mundo entero por su área superficial” (ibíd.: 53)9. Demográficamente hablando, mientras la población “del resto de la nación argentina disminuye”, la población de “Buenos Aires sube y sube”, y si bien hay una preocupación ecológica respecto al aumento de esta “congestión monstruosa”, se enfatiza (y justifica) el esplendor que irradia la ciudad, razón por la cual atrae a las multitudes, encontrándose su-

9. En Argirópolis (1850), la utopía urbana homónima, Sarmiento propone que ésta se transforme en la capital de un “Estado civilizado”, y el discurso que la produce funciona a su vez como mecanismo y estrategia retóricas y políticas para poblar la flamante nación argentina y crear riquezas –lo que se lograría atrayendo inmigrantes de Europa–.

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perpoblada (ibíd.). Si para Sarmiento “ciudad” equivalía a desarrollo y progreso, aquí encarna –dadas sus dimensiones– la abundancia y prosperidad que la nación argentina necesita para transformasrse en una nación poderosa, representando Buenos Aires la “ciudad libertadora, generosa y opulenta” (ibíd.: 54). La escala astronómica de la ciudad de Vera y González va a contrastar con la propuesta urbana de Pierre Quiroule, como también los mecanismos representados en el texto que posibilitan la fundación de este espacio. Si la primera encarna lo que hoy se define como una megalópolis10, la segunda, de manera contraria, representa un paraíso suburbano, dos paradigmas vigentes en el debate actual respecto a la sostenibilidad ecológica de los modelos urbanos11. Un ejemplo de los

10. Curiosamente, el término “megalópolis” fue utilizado por Jean Gottmann en su libro Megalopolis (1961) y luego, en el volumen The challenge of Megalopolis: a graphic presentation of the urbanized northeastern seaboard of the United States (1964), dirigido a una audiencia más amplia y general, se utiliza este término para definir no sólo las grandes urbes metropolitanas, sino especialmente grandes regiones urbanas altamente conectadas entre sí, especialmente en el noroeste de Estados Unidos. Si bien este texto aparece firmado por Wolf Von Eckardt, se cree que Gottmann estuvo involucrado en su preparación (Baigent 2004: 690) e incluso se lo atribuye erróneamente de manera frecuente. Vale la pena aclarar, por otro lado, que los primeros usos del término remiten a Patrick Geddes, quien en Cities in evolution (1915), pronostica la emergencia de estas concatenaciones urbanas, aunque de manera negativa, asociándolas con explotación económica y atrofia espiritual. Según Elizabeth Baigent, el término aparece por primera vez de forma impresa en el año 1927 (aunque, de forma manuscrita, en algunos de sus ensayos, en 1904), y será retomado luego por Lewis Mumford en The Culture of Cities (1938) y The City in History (1961), quien también insistirá en su carácter destructivo (ibíd.: 689). 11. Pierre Quiroule se había inspirado en el modelo de la “ciudad jardín”, elaborado por Ebenezer Howard a finales del siglo xix y comienzos del xx, en su libro Tomorrow: A Peaceful Path to Social Reform (1898), donde impulsa el establecimiento de comunidades autónomas en espacios abiertos como alternativa a los abigarrados e insalubres barrios obreros urbanos (Heffes 2008). No obstante, si bien “las similitudes planimétricas con el Victoria Town propuesto por Buckingham en 1849”, paradigma urbano que influiría la propuesta de Howard, “son tan evidentes como las diferencias ideológicas de sus programas” (Armus 2007: 37), el movimiento de la “ciudad jardín”, según había previsto Le Corbusier, desembocaría

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defensores de la posición urbana es la de Martin Lewis y su libro Green Delusions (1992), en donde ataca la perspectiva de los más radicales a través de un programa reformista que enfatiza el rol de la ciencia, la tecnología y el cambio de las políticas gubernamentales. Lewis se opone a la postura “arcadiana” que aboga por la desurbanización, el uso de productos no sintéticos y de soluciones no tecnológicas; por el contrario, para Lewis, las ciudades son centros de vitalidad cultural y menos costosas desde el punto de vista ambiental que los suburbios. Asimismo, argumenta que un capitalismo guiado y liderado por votantes y consumistas educados puede proveer soluciones tecnológicas a muchos de los problemas de recursos y polución. En esta misma línea se inscribe Life on a Modern Planet (1995) de Richard North, quien propone además un moderado “manifiesto para el progreso”12. Quiroule, militante anarquista nacido en Francia que había inmigrado a la Argentina de niño junto a su padre, sostiene que para que la “felicidad humana sea un hecho” es necesario “dar contra marcha a la civilización y al progreso modernos” (1914: 9). Quiroule ejerce una crítica aguda de la industrialización, atacando “sus ciudades inmensas y sus magnas empresas especulativas, factores forzosos de miseria y de ruinas” (ibíd.). Asimismo, percibe estos espacios como anclajes plagados por la miseria y las ruinas y, como contrapartida, plantea que es urgente “vivir una vida más armónica, más natural y libre, pero no en las grandes ciudades actuales, ni en el seno de esta civilización ficticia, sino en la nueva mansión” que levantarán los “hombres sensatos en la feliz sociedad comunista” (ibíd.). La utopía urbana y anarquista de Quiroule va a trasladarse al Nuevo Mundo, América, y más precisamente, Argentina, llamándose “Ciudad de los Hijos del Sol”.

ineludiblemente en una expansión continua del espacio suburbano; por el contrario, su proyecto para la “ciudad jardín vertical” evitaría este despliegue urbano “horizontal” y conjugaría en espacios con más densidad humana una alternativa urbana moderna con elementos naturales y verdes. Ver Le Corbusier (1971): The City of Tomorrow and Its Planning. 12. Estos textos suponen una postura asimismo extrema, asociando los problemas ecológicos más urgentes con mitos o reacciones desproporcionadas respecto a la realidad.

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Para Vera y González, otro extranjero que elige Buenos Aires como espacio de su utopía urbana, el proceso de “trasmigración” –dispositivo que le permite dar el salto temporal– transporta a su protagonista a un momento clave: el Bicentenario de 201013. Buenos Aires es, a diferencia de Nueva York, la “ciudad de las ciudades”, y la “capital del hemisferio Sur” (Vera y González 2000: 77). La perspectiva hemisférica se refiere, a su vez, a la competencia y rivalidad entre Buenos Aires y Nueva York en tanto dos espacios que, a comienzos del siglo xx, prometían un desarrollo y crecimiento monumental, aunque Vera y González desvaloriza esta última, considerándola “antigua” (ibíd.). La idea de que el mundo se ha urbanizado, algo que en los últimos años cobró la atención de críticos y académicos a partir de la emergencia de las megaciudades y ciudades globales (Canclini 2004, Davis 2004, Sassen 1991, Soja 1989; 2000) aparece ejemplificada en la utopía de Vera y González con el paradigma de estas dos ciudades rivales: la costa este de Estados Unidos, la que se ha formado en un “todo continuo” de ciudades que va desde Massachusetts hasta Virginia, y cuya capital es Nueva York, y Buenos Aires. La diferencia demográfica es que, mientras en Buenos Aires habitan 80 millones de personas, en Nueva York se trata de 62 millones, abarcando en este continuo metropolitano a las urbes de Boston, Filadelfia, Baltimore, Washington y todas las “ciudades vecinas” (ibíd.). Lo que contrarresta toda previsible (y legítima) preocupación ambiental es que abundan en Buenos Aires “vastísimas extensiones de huerta”, el “aire es más puro” y, a diferencia de Nueva York, se vive con “más holgura, más luz y más higiene” (ibíd.: 78). Si bien el proyecto utópico de Quiroule, como ya sugerimos más arriba, se asemeja en el presente más al modelo del suburbio norteamericano que a la apuesta urbana ideal que imaginaron y diseñaron Buckingham y Howard, este paradigma –el cual se viene desarrollan-

13. Como ocurre con Quiroule, poco se sabe de Enrique Vera y González. Hebe Clementi señala que había llegado a Buenos Aires en 1896 procedente de Cuba, adonde había emigrado desde España en 1891, y que diez años antes había publicado dos ensayos “ultra radicales”, uno repudiando el abolicionismo y el otro a favor de la revolución (2000: 15-16).

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do desde la posguerra gracias a subsidios federales y supone una expansión urbana descontrolada14–, plantearía problemas cruciales desde una perspectiva ecológica (Ross y Bennett 1999: 18), los cuales se contrarrestan a través de la importancia que se le asigna al enverdecimiento de la ciudad. En este sentido, tanto los proyectos urbanos de Vera y González como el de Quiroule enfatizan, de manera similar, la necesidad de higienizar el territorio de la ciudad por medio de la creación de espacios verdes y pulmones urbanos, a través de los cuales respiran tanto sus habitantes como la ciudad en sí. Del mismo modo, y como veremos más adelante, la ciencia funciona en ambas utopías como el instrumento principal, aunque no el único, que transforma estos espacios en ciudades verdes, demográficamente sostenibles y en contacto continuo con la naturaleza. ¿Pero cómo es leída esta apuesta desde una perspectiva ecocrítica? Este planteamiento establece ciertamente una relación conflictiva para ciertos ecocríticos, en tanto preserva una posición antropocéntrica, la que supone el dominio de la naturaleza por parte de los hombres, y por lo tanto mantiene una relación desigual entre ambas partes. De las subdisciplinas que han emergido dentro de la filosofía en los últimos años, la ética ambiental, el ecofeminismo, la ecología social y la deep ecology [ecología profunda] se han ocupado significativamente de comprender y criticar las causas de la degradación ambiental, formulando una perspectiva alternativa a la existente que provea una fundación conceptual y ética para la preservación y fomento de lo que Glotfelty denominó “las buenas relaciones con la tierra” (1996: XXI). Es, sin embargo, la posición del deep ecology la que propone los cambios más profundos y radicales tanto en la vida de los humanos como en las políticas públicas (Love 2003: 21). Dado que la dominación humana de la bioesfera es un problema fundamental del cual no sólo los que vi-

14. Recordemos, sin embargo, que en los últimos años este modelo se comenzó a reproducir, ya tardíamente, en América Latina a través de la cada vez más frecuente creación de enclaves urbanos privados, denominados también “urbanizaciones cerradas de lujo”. Véase Cabrales Baraja, Luis Felipe (ed.) (2002): Latinoamérica: países abiertos, ciudades cerradas.

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ven en los países desarrollados son responsables, sino que además estos conflictos se manifiestan de manera apremiante en el contexto de una tierra que se está encogiendo de manera acelerada, al mismo tiempo que se encuentra cada vez más interconectada ecológicamente, Love habla de un conflicto entre la agendas globales y ecológicas, y las nacionales y, en términos académicos, critica el rol que cumple la ecología dentro de las disciplinas literarias por su perspectiva antropocéntrica, divorciada de la naturaleza y negadora del sostén biológico de la humanidad y su delicada conexión con el planeta (ibíd.: 22). Si el pensamiento antropocéntrico sostiene que la sociedad es compleja y la naturaleza es simple, Love apela a un inhumanismo [inhumanism] en tanto cambio en el énfasis y significancia de lo concerniente al hombre y lo no humano, como un rechazo del solipsismo que lo caracteriza y un reconocimiento de la significancia transhumana (ibíd.: 23). Para Garrard, por otra parte, es justamente el movimiento deep ecology el que tiene mayor influencia más allá de los círculos académicos, siendo la fuerza inspiradora de organizaciones como Friends of Earth, Earth First! y Sea Sheperd, y la postura a la que recurren los ecocríticos, sea de manera explícita o implícita. Se diferencian de los activistas ambientales en que demandan un reconocimiento de los valores intrínsecos que hay en la naturaleza, identifican la separación dual entre los humanos y la naturaleza promovida por la filosofía y cultura occidentales como el origen de la crisis ambiental y demandan una vuelta a una identificación monística de los humanos y la ecosfera: el desplazamiento de un sistema de valores centrados en el ser humano a uno centrado en la naturaleza es el núcleo principal del radicalismo atribuido a este movimiento, trayendo consigo una oposición (y cuestionamiento) de casi toda la filosofía y religión occidentales. Garrard critica esta atribución de valores intrínsecos a todas las entidades o formas de la ecosfera (como ríos, paisajes, e incluso especies y sistemas sociales considerados en su propio derecho), ya que este derecho de igualdad vacía al deep ecology de todo contenido sustancial (si el valor reside en todas partes, también reside en ninguna, dejando de funcionar como una base para la toma de decisiones y de diferenciación) (2004: 20-22). Más allá de las divergencias entre este movimiento y el activismo ambiental, hay que distinguir ambos de la filosofía que aboga por los derechos

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del animal y que propone, por citar un ejemplo, extender las consideraciones morales atribuidas a los humanos a ciertos mamíferos. La dimensión espiritual de esta noción “ecocéntrica” se remonta a las religiones orientales como el taoísmo y budismo, a figuras heterodoxas del cristianismo, y a reconstrucciones modernas de las religiones nativas e indígenas americanas. Una de las críticas que se hace con frecuencia al movimiento deep ecology es que muchas veces cuestiona y desconfía de los ecologistas (científicos), a los que considera como parte del problema, mientras que, por otra parte, basa sus ideas en intuiciones. Los debates actuales respecto a las posturas más pertinentes dentro de la ecocrítica olvidan (o no consideran) que tanto el componente científico como la perspectiva antropocéntrica, elementos fundamentales e inherentes a las elaboraciones utópicas aquí analizadas, promueven asimismo un imaginario alternativo a las lecturas más radicales de la ecocrítica, proponiendo versiones diferentes, aunque no menos drásticas, del porvenir verde de las ciudades.

Ciencia y naturaleza en las ciudades Lo curioso de estas dos propuestas utópicas es que, tanto en una como en otra forma de representación, el planeamiento urbano encuentra por medio de la ciencia una forma viable de enverdecer las ciudades. En la utopía de Vera y González, la ciencia tiene un papel preponderante. Fiel a esta “adhesión científica”, su mundo utópico por fin alcanzó “la era de la inteligencia artificial” (Clementi 2000: 26). En la introducción a la edición del año 2000, Hebe Clementi sugiere que el “cerebro” constituye “el gran regulador, el gran motor de la sociedad constituida, la única medida de excelencia, que, sin embargo, está siempre manejado por los que saben controlarlo” (ibíd.). Una vez expulsado el error de los cálculos, la corrupción, la ambición, la incuria, la torpeza y la envidia no cuentan, porque están sometidas, como tampoco la guerra, “porque la impotencia del enemigo también está universalmente controlada” (ibíd.). Sólo queda el “uso adecuado y positivo de lo que el hombre tiene a su disposición para el dominio: la naturaleza” (ibíd.: 27).

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Algunos elementos claves en la descripción de la ciudad en función de las implementaciones científicas y tecnológicas son, por ejemplo, las “reproducciones autográficas por medio de corrientes de electricidad modificada por el selenio” (Vera y González 2000: 68), las cuales denominamos en la actualidad correos electrónico, y que en la propuesta de Vera y González han creado la “utopía de la supresión del espacio” (ibíd.). Si el espacio y el tiempo (luego de las teorías de Einstein) son construcciones sociales (implicando el rechazo de las teorías absolutas de espacio y tiempo atribuidas a Newton y Descartes), entonces la producción de espacio y tiempo debe ser incorporada dentro del pensamiento utópico. Esto se corresponde con la búsqueda de lo que Harvey denomina “una teoría de la utopía dialéctica” (2000: 182). Y si bien hay mucho aún por aprender de aquellas historias y teorías de la utopía que se centran tanto en la forma espacial como en el proceso social o temporal, es la primera donde la idea de un juego espacial imaginativo con el objeto de alcanzar fines sociales y morales específicos puede convertirse en la idea de una experimentación infinitamente abierta con las posibilidades de alcanzar formas espaciales determinadas (ibíd.). La manipulación tanto de la espacialidad como de la temporalidad permite explorar una gran variedad de potencialidades humanas (diferentes modos de vida colectiva, de relaciones entre géneros, de estilos de producción y consumo, de relación con la naturaleza, etc.) y representa la concepción de Lefebvre (1974) en torno a la producción del espacio. Harvey ve en la configuración de una forma espacial un medio privilegiado de explorar estrategias alternativas y emancipatorias (algo por lo que los deep ecologists le estarían profundamente agradecidos, aun cuando los medios utilizados descansan en la intervención y dominación de la naturaleza a través de la ciencia) en tanto revela por qué –incluso desde las perspectiva ambiental– la utopía es tan importante15.

15. En la elaboración de su propuesta para una teoría de la utopía espaciotemporal, Harvey señala que Lefebvre se opone a una teoría de la utopía tradicional de la forma espacial justamente por su autoritarismo, que produce una clausura. Para aquel, la producción del espacio debe siempre permanecer como una posibilidad

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La utopía de Vera y González transcurre, ya dijimos, en el simbólico año de 2010. En contraposición, el siglo xix consiste en un “período de barbarie en que la humanidad apenas empezaba a deletrear el alfabeto científico” (2000: 68). La alianza entablada entre ciencia, progreso tecnológico y progreso industrial posibilita que la velocidad de los medios de transporte como los barcos y los trenes se haya incrementado al punto de que se podía viajar de Buenos Aires a Nueva York –“las dos mayores ciudades del mundo”– en treinta horas (ibíd.: 69). En esta utopía, los recursos energéticos que se utilizan son el solar y el marítimo, y el alcohol y el petróleo (que es fabricado de manera sintética) sustituyen al carbón que ya “apenas se empleaba sino en las pequeñas industrias” (ibíd.). La utilización y “generalización de los motores mecánicos había emancipado a los animales domésticos de la esclavitud del tiro y del yugo y sólo montaban caballos los habitantes de las comarcas muy alejadas de los centros de población” (ibíd.: 69-70). Hay ahora una gran variedad de “automóviles” de todas las clases y todos los tamaños, incluyendo los “ligeros” e individuales que se “podían replegar de modo que ocuparan poco espacio”, así como “grandes” máquinas voladoras (ibíd.: 70). En cuanto a la organización social, el proyecto de Vera y González consiste en una utopía totalitaria y positivista, influenciada por la psicología experimental, y que establece una diferenciación sustancial entre las personas ordinarias (la “vasta muchedumbre”) y los que “presentaban caracteres marcadamente favorables”, quienes eran objeto de una “vigilancia particular” (ibíd.: 70-71)16. No obstante, la implementación de un modelo hasta

abierta infinitamente. El efecto, no obstante, es el de dejar estos espacios sin ninguna alternativa definida. Lefebvre se opone a confrontar el problema subyacente: materializar una utopía significa comprometerse con una clausura (aunque sea temporalmente), y esto implica necesariamente un acto autoritario (Harvey 2000: 182-183). 16. Otro caso paradigmático que establece una distinción entre las personas, no desde la psicología experimental sino desde una disciplina seudocientífica como la eugenesia, es la novela del mexicano Eduardo Urzaiz Eugenia (1919), que analizo minuciosamente en mi libro Las ciudades imaginarias en la literatura latinoamericana (2008).

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cierto punto socialista la vincula con la utopía de H. G. Wells A Modern Utopia, la cual, significativamente, salió un año después17: a diferencia de Estados Unidos, en la utopía del sur se “ha aplicado una gran dosis de socialismo”, y el “Estado es aquí una máquina poderosísima” pero que no “inspira recelos ni aversión de ninguna especie” (ibíd.: 79)18. La veneración respecto a la ciencia surge de la creencia en ésta en tanto herramienta capaz de remediar los problemas sociales, y la secularización de los elementos religiosos extienden esta transformación a la figura del nuevo sacerdote, quien es ahora el médico. Los gobernantes son, por lo tanto, físicos, y en el proceso de la evolución científica a través de “cerebros sólidos y firmes”, la “tradición” también “iba perdiendo todo prestigio” (ibíd.: 72). En esta visión del futuro que se le impone a Miralta, la historia gira en torno a tres personajes principales: el intendente de Buenos Aires, el “Sr. Renato de Villena”, quien acaba de recibir una comitiva desde África para hacerle “conocer las maravillas de la civilización universal” –y las que se encuentran reunidas en Buenos Aires–, y sus dos hijos, Elisa y Augusto (ibíd.: 67). Este último es un destacado científico que acaba de crear a través de una “síntesis directa” un “gluten de propiedades análogas” que no sólo abarata el costo de la comida, sino que la hace accesible a gran parte de las poblaciones (ibíd.: 73). La ciencia, de este modo, opera como instru-

17. En A Modern Utopia, Wells sugiere que la ciencia y la tecnología no son buenos sirvientes si los amos no lo son (y viceversa) y, por lo tanto, no están más determinados a causar destrucción o terror que cualquier otro instrumento. Y como ocurre con el relato de Vera y González, más allá de la reevaluación que se haga del lugar que ocupa la ciencia y la tecnología en la utopía, el imperialismo antropocéntrico tendrá poco atractivo para los ecocríticos más radicales. 18. Estados Unidos conforma a lo largo de todo el texto de Vera y González el referente más importante contra el cual se contrastan los rasgos de la utópica Buenos Aires. Esta perspectiva comparativa, siempre en detrimento del primero, puede leerse como el rencor todavía vivo de los españolas respecto a su derrota en la guerra del 98, aunque es posible también leer la influencia del Ariel de Rodó (1900) en su referencia a la amenaza por parte del “coloso del norte”, lo que llevó a que, en el siglo xx, se fundara la “Confederación Latino Americana”, conformada justamente con el fin de contrarrestar su creciente poderío (Vera y González 2000: 79-80).

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mento y medio capaces de resolver el hambre de un mundo cuyo crecimiento demográfico (y en consecuencia el temor respecto a la consiguiente falta de recursos naturales) no representa una amenaza ni un problema de urgente resolución. Precisamente, gracias tanto a la ciencia como a la producción industrial y tecnológica –por medio de las cuales se crearán alternativas artificiales y/o sintéticas–, es posible prevenir el problema del agotamiento de los recursos naturales como así también la escasez generalizada que caracteriza a muchas de las regiones actuales. Los referentes históricos y geográficos de la novela son, sin embargo, muy significativos, principalmente cuando refiere a aquellos relacionados con las cualidades tangibles del medio ambiente de la ciudad de Buenos Aires, apelando a tecnologías futuristas e invocando toda una problemática relacionada con el dominio de la naturaleza que ha sido tan central en los modos del pensamiento occidental, desde Francis Bacon y Descartes en adelante. Esta idea es asimismo central en la utopía de Pierre Quiroule, donde el protagonista de la novela es un personaje “inventor” y a quien no casualmente llaman “El Físico”. Contrariamente a Vera y González, el protagonista de La ciudad anarquista americana procura acabar “con la esclavitud del proletariado europeo” y crea para este fin un arma de destrucción masiva, el “Vibraliber”, “arma terrible” que permitirá a “los parias” vengarse de sus opresores capitalistas y alcanzar en última instancia la anhelada libertad. Así, este “inofensivo aparato” pondría fin a un sistema entre amos y esclavos (Quiroule 1914: 23-25). Las creaciones científicas en estas dos utopías tienen por lo tanto una postura ambivalente. En el caso de Quiroule, y en un contexto marcado por la creciente industrialización, los cambios tecnológicos y la explotación de las masas anónimas, su propuesta consiste justamente en una rehumanización de estos sujetos a través de la creación de un espacio natural en que los hombres recuperen aquellos elementos perdidos por el advenimiento del desarrollo industrial y otros cambios propios de principios de siglo: la naturaleza, los afectos y la interacción social. Contraponiendo su modelo urbano al de las ciudades inmensas, capitalistas y burguesas, las cuales se encuentran plagadas por la miseria y la ruina, sugiere “vivir una vida más armónica, más natural y libre” en “ciudades pequeñas”, “sanas y alegres” que estarán en contacto íntimo con la naturaleza

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(ibíd.: 14). Opone, a su vez, los rascacielos de las ciudades industriales con las casas de los comunistas, que consistirán en “hermosos chalets” (ibíd.: 15). El paisaje que rodea la ciudad anarquista está configurado como espacios naturales y armónicos (en contraposición a la imagen de la ciudad moderna, en tanto espacio asfixiante, sin luminosidad, impuro y en condiciones insalubres), y, como en Vera y González, la ciencia y la tecnología se encuentran al servicio exclusivo de la comunidad utópica, de sus sujetos y del medio ambiente. Vale la pena mencionar que estas dos proyecciones futuristas se distinguen drásticamente de las visiones de mundos alternativos que aparecen representadas en narrativas actuales. Estas últimas, en cambio, cuestionan el modelo de desarrollo industrial y tecnológico, el cual argumentaba que todas las naciones podrían alcanzar los niveles de bienestar económico que disfrutan los países desarrollados, presentando un universo en descomposición, generalmente distópico o adverso a la idea misma de utopía. Como sugiere Ramachandra Guha, los seguidores optimistas de la idea de progreso sostenían que la ciencia y la tecnología sacarían a las sociedades en vías de desarrollo de la pobreza (2000: 65). Sin embargo, en América Latina –como en gran parte de los países subdesarrollados– la corrupción, la pobreza, las deudas y la creciente contaminación ambiental se incrementaron en las últimas décadas. Un ejemplo paradigmático de estas visiones distópicas son las novelas de Homero Aridjis, en las que el ecocidio aparece como el resultado directo de una alianza nefasta entre intereses individuales, alejados de toda búsqueda por el bienestar general19. En Quiroule, por el contrario, al tratarse de un proyecto comunitario que escapa incluso a la lógica de acumulación capitalista, surge un modelo temprano y alternativo de interacción social: así, aparecen ejemplos de propuestas que hoy, casi cien años después, se corresponden con modelos de vida y consumo sostenibles. No sólo los “compañeros” de la “comuna” son “vegetarianos” (Quiroule 1914: 87), sino

19. Véase, por ejemplo, ¿En quién piensas cuando haces el amor? (1995). Laura Barbas-Rhoden analiza extensamente la novela de Aridjis en su importante libro Ecological Imaginations in Latin American Fiction (2011).

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que también todos los “comunistas eran agricultores”, por lo que se establece una relación cercana con la naturaleza, a partir de la cual se consume lo que se produce (ibíd.: 63). Otro aspecto de esta propuesta alternativa ecológica es la “reducción” de la “fabricación de papel”, de las “tintas y de las “prensas” (ibíd.: 65). Del mismo modo, las “obras de carpintería” se habían reducido significativamente y en la ciudad anarquista las “casas eran de vidrio y no entraba la madera en su fabricación” (ibíd.: 66). Esto evita la tala de árboles y el traslado de éstos de una región a otra pero, al mismo tiempo, permite que las comunas anarquistas fueran autónomas y se autoabastecieran, encontrándose la ciudad en “una parte completamente aislada del ruido del trabajo” y del tránsito de los vehículos (ibíd.: 63). Por otra parte, las casas no sólo consistían en “elegantes chalets de vidrio, de una sola pieza, fundidos en moldes gigantescos por medio de la electricidad”, sino que tenían una “pared doble”, rellenando el espacio vacío de separación con “substancias refractarias al calor”, de manera que una de las principales ventajas del uso del vidrio era, además de la elegancia, solidez e impermeabilidad, la higiene, eliminándose así varios oficios sucios y antihigiénicos como los “pestilentes hornos de ladrillos” (ibíd.: 75-77). Este diseño arquitectónico es avanzado, a su vez, en cuanto preserva la energía de manera eficiente, evitando el derroche innecesario. En lugar de carbón se utiliza electricidad; la ciudad habitada es a la vez “verde”, en tanto forma un “parque inmenso alrededor de la ciudad industrial” (y que por lo tanto funciona como pulmón); las calles son peatonales y están rodeadas de jardines; la ciudad es limpia y sana, y el aire es oxígeno puro y no “un compuesto horrible de miasmas y podredumbres” (ibíd.: 75). El agua, uno de los recursos naturales más importantes en la actualidad, había sido un componente fundamental a la hora de identificar el espacio donde fundar la ciudad: a través del empleo de una tecnología sofisticada, el agua era purificada químicamente y utilizada después para el riego de los cultivos (ibíd.: 74). Las fuentes de energía necesarias para que la sociedad funcione se habían buscado en aquellos “elementos naturales en incesante movimiento: vientos, ríos, cascadas, calor solar, etc.” (ibíd.: 260). Quiroule propone, de este modo, diversos modelos de energía: desde la eólica hasta la solar e hidroeléctrica.

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El relato de Quiroule carece de una trama ficcional compleja. Por el contrario, es sumamente descriptivo de los tres personajes principales, “Utop”, “Optimus” y el ya mencionado “Super” –o “El Físico”–, de la vida en la comuna anarquista, como asimismo de las razones específicas para su implantación. Esto es, se trata de un inventario pormenorizado del programa de organización social que prevé para el futuro. En este sentido, se diferencia de La estrella del sur, donde aparece una apuesta narrativa más significativa. No obstante, la propuesta de un modelo sostenible, la creación de una visión alternativa y la proyección de estos elementos utópicos en paradigmas espaciales plausibles, las transforman en textos pioneros respecto a cuestiones tanto ecológicas como urbanas.

Conclusión Dos extranjeros, el español Enrique Vera y González y el francés Pierre Quiroule retoman el tópico de América como utopía, proyectando en el continente americano el sueño de fundar un modelo social alternativo. La tradición es larga; no obstante, la preocupación por un modelo que, además de alternativo, se corresponda con principios ecológicos, nos permite indagar si es posible hablar de econarrativas o, incluso, ecotopías. Es sin duda fácil asignar el prefijo eco-, en el momento actual, a todo texto que incorpore una dimensión ecológica dentro de sus narrativas y poéticas. En este sentido, Andrés Bello es un ecopoeta, del mismo modo que pueden ser algunos textos y poemarios de Pedro Henríquez Ureña, Jorge Isaacs, Alfonso Reyes, Ricardo Güiraldes y Ezequiel Martínez Estrada. Algunos críticos, ya en el contexto latinoamericano, prefieren utilizar términos como “imaginación ecológica” (Barbas-Rhoden 2011) para referirse a aquellas narrativas en las que el componente ambiental aparece aludido de manera explícito, mientras que otros directamente aluden a conceptos como “paisaje latinoamericano” (RiveraBarnes y Hoeg 2009) o “mundo natural” (Kane 2010). Si consideramos que las obras de autores como Horacio Quiroga y José María Arguedas se encuentran entre las primeras filas de las econarrativas latinoamericanas, esto se debe a que aparece en ellos una crítica o propuesta delibe-

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rada respecto al problema de la sostenibilidad ecológica, la utilización de los recursos naturales y la protección y/o destrucción del medio ambiente. Del mismo modo, las utopías de Vera y González y Quiroule se adelantan, en cuanto son producidas previamente a esta conceptualización crítica y teórica, y en este sentido podrían ser incorporadas a una tradición de las ecotopías latinoamericanas (tradición que, cabe aclarar, no ha sido hasta la fecha catalogada), del mismo modo que la tradición romántica anglófona relee a Thoureau, Wordsworth y Coleridge para crear su propia genealogía literaria ecocrítica. Se contraponen, de hecho, a otras visiones futuristas en que pronostican un futuro glorioso, resultado de la unión armónica entre naturaleza y seres humanos (Aridjis, en cambio, propone una visión apocalíptica como producto de aquella misma unión). Todas estas utopías son críticas de la realidad, pero las visiones de futuro varían, como así también la relación entre ciencia y tecnología, y su implementación en el espacio natural, o los usos (o no usos) de sus recursos. En las dos primeras, esta relación resuelve problemas (tala de los árboles, hambre en el mundo, preservación de energía); en el caso de Aridjis, los crea. En las primeras, conforma un aporte fundamental a la mejora de los ciudadanos y sus calidades de vida; en el segundo, constituye una alianza destructiva y alienante. En todas, la ciudad conforma el epicentro de las transformaciones, pero sólo en las dos primeras el territorio urbano constituye el paradigma de un modelo ecológico sostenible. En este sentido, las dos primeras escapan a los estereotipos ampliamente divulgados –ya desde mediados del siglo xix– que confieren al espacio urbano un sinnúmero de valores negativos y opuestos de manera categórica a toda noción de naturaleza (ofreciendo por lo tanto una lectura de la ciudad más atenuada, con sus contrastes y matices, pero a su vez en confluencia con aquella). Un caso arquetípico es la Inglaterra contemporánea a la producción de los textos de Quiroule, a partir de la cual William Morris elabora una crítica aguda de las grandes ciudades, donde las vidas de los trabajadores se degradan hasta la alienación absoluta20. En América Latina, Bello, entre otros ya mencionados, constituiría un ejemplo paradigmático.

20. Véase por ejemplo “Art, Socialism and Environment” (1934).

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Ecotopías urbanas, La estrella del sur y La ciudad anarquista americana proponen una poética de conservación ambiental a través de estrategias y dispositivos narrativos que sintetizan un amplio número de perspectivas disciplinarias, visiones del futuro y del mundo, como así también posicionamientos y activismos políticos. Son el comienzo de una tradición narrativa y cultural que, en el contexto de América Latina aún no ha sido explorada. Constituyen una apuesta efectiva respecto a un futuro asequible a través de propuestas que se abren infinitamente, como bien sugiriera David Harvey, contrarrestando una visión distópica y apocalíptica, recurrente en textos de esta tradición, y que por esta razón merecen no sólo un reconocimiento sino su asimilación dentro de las páginas –aún no escritas– de las econarrativas latinoamericanas.

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SECCIÓN III Utopía, vanguardia e imaginario urbano

Ciudad: de diosa a villana Raul Antelo

Era de noche y me extravié en ese barrio desconocido; seguí boulevards con muros sin fin en una dirección, y cuando decididamente no había final, volví en dirección opuesta hasta una plaza, no importa cual. Allí comencé a seguir una calle, y venían otras calles que yo no había visto nunca, y otras más. De vez en cuando llegaban tranvías, muy de prisa y demasiado claros, pasaban y se alejaban con su timbre duro y golpeado. Pero los letreros llevaban nombres que yo no conocía. No sabía en qué ciudad me encontraba, si tenía aquí en algún sitio un alojamiento, ni lo que tenía que hacer para no andar siempre (Rilke 1941: 76-77)1. El primer arcano es el de la ciudad como laberinto. A él pertenece en consecuencia la imagen del minotauro abrigado en su centro. El hecho de que éste provoque la muerte del individuo no es lo decisivo. Lo decisivo realmente es la imagen de las fuerzas portadoras de la muerte que él mismo encarna. Pero esto también es algo nuevo para los habitantes de las grandes ciudades (Benjamin 2003: 189).

Imágenes nómades Al reseñar Cathérine-Paris de la Princesa Bibesco, en 1928, en un clima cultural fuertemente influenciado por Metrópolis (1927), la película

1. La traducción es de Francisco Ayala. Y es aquí el mismo Ayala el exilado que traduce una experiencia.

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de Fritz Lang, Walter Benjamin ya señalaba, en “París como diosa”, una importante modificación en la configuración del imaginario urbano: la capitulación del deseo, que plantea una apoteosis de remota extracción barroca (1999: 141-143). En sus estudios sobre mimetismo, algunos de los cuales fueran desarrollados en América Latina, pocos años más tarde, Roger Caillois lo acompañaría en el razonamiento, al ver a la hembra (la ciudad) como heroína sadeana o monstruo goyesco: Saturno devorando a sus hijos. Tomada como modelo de la territorialización de los excluidos, la paulatina consolidación de villas y favelas en las ciudades latinoamericanas se encuentra, sin embargo, incompleta a la vez que subordinada a los poderes públicos. Villas y favelas integran y no integran la ciudad: su modelo de exclusión territorial es mucho más que la mera y estática expresión de las desigualdades sociales clásicas, en la medida en que funcionan, para la economía, como una especie de engranaje de la megamáquina de especulación, inflando y expandiendo, moviendo, infinitamente, el capital en ellas invertido. La máquina, al producir ciudades, provoca asimismo iniquidades, en la medida en que una ciudad, dividida entre un sector formal, dotado de infraestructuras, y un sector informal, absolutamente precarizado, concentra la riqueza y bloquea la simbolización, de tal suerte que el acceso a los territorios de mejores condiciones urbanísticas está siempre restringido a quienes, de antemano, forman parte de estos últimos. Al mismo tiempo, los grandes espacios de producción modernizadora en las capitales latinoamericanas han ido desterritorializándose gradualmente y dejando al descubierto enormes áreas metropolitanas vacías, de base urbanística más bien tosca o incipiente, fruto muchas veces de decisiones discontinuas o desconectadas entre sí, definidas y ejecutadas en la temporalidad de la política, que han ido instalando una nueva temporalidad, la securitaria, que provoca la disolución de la vieja dualidad modernista centro-periferia, para dar paso a una nueva y urgente oposición, la de lugares seguros versus lugares violentos. Más recientemente aún, la territorialización de las favelas por parte del narcotráfico contribuyó, en el actual imaginario urbanístico, a la identificación perentoria de todas las periferias precarias como “lugares violentos”, expresión de la rendija neutra por donde se cuelan las vidas abandonadas en las ciudades de hoy día (Rolnik

Ciudad: de diosa a villana

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2008: 46). La heroína sadeana vislumbrada por Benjamin y Caillois se ha tornado pues villana y, como tal, se ha visto confinada a un rincón anónimo y abyecto. Pero hasta no hace muchos años, la situación parecía más amena. Había promesas de inclusión más contundentes. Sin ir más lejos, cuando América Latina se redemocratizaba, allá por la década de 1980, todavía era posible coincidir con el historiador cultural norteamericano Carl Schorske (2000) en el sentido de que la configuración del espacio urbano era un problema teórico-político que admitía una simbolización posible. Pese a sus diferencias, Voltaire, Adam Smith o Fichte, nos recordaba Schorske, coincidían en que la ciudad era la sede de las virtudes civilizatorias, mientras que, para la mórbida mirada de un William Blake, la ciudad –y el ejemplo característico era siempre Londres, la de la biopolítica alegoría de Jeckyl y Hyde– no pasaba del territorio por excelencia de los vicios y de la degradación. Bien y mal ocupaban todavía territorios nítidos y contrapuestos. Sin embargo, los memoriosos recordarán que ya con Baudelaire, ese carácter bifronte se condensaría, no por olvido, y sí por abandono, en una visión mucho más compleja de la ciudad: París, la capital del siglo xix, como un espacio ubicado más allá del bien y del mal, un hic et nunc eterno, cuyo contenido, aunque transitorio, convertía esa misma transitoriedad en algo permanente2. De ahí derivaría, en efecto, la idea de

2. Véase Carl E. Schorske (2000): Pensando com a história. Indagações na passagem para o modernismo. En esa línea del ensayismo latinoamericano se ubican asimismo Ezequiel Martínez Estrada con Radiografía de la pampa (1933) y La cabeza de Goliath (1940), o Sérgio Buarque de Holanda con Raízes do Brasil (1936), y su discriminación entre semeadores (portugueses) y ladrilhadores (españoles), que construían ciudades, los primeros, como simples factorías, y los segundos, como tableros de ajedrez. Se incluyen, además, como teoría cultural de la ciudad, Jorge Enrique Hardoy (1972): “El rol de la urbanización en la modernización de América Latina”; José Luis Romero (1976): Latinoamérica: las ciudades y las ideas; Ángel Rama (1984): La ciudad letrada; Richard M. Morse (1978): “Los intelectuales latinoamericanos y la ciudad (1860-1940)”; Julio Ramos (1989): Desencuentros de la modernidad en América Latina; Beatriz Sarlo (1996) Instantáneas; íd. (2009): La ciudad vista; Jean Franco (2003): Decadencia y caída de la ciudad letrada.

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una ciudad diseminada que la ciudad letrada no siempre tuvo condiciones de absorber3. De hecho, Schorske estaba preocupado en trazar un recorrido evolutivo de la idea de ciudad europea, de Voltaire a Spengler, pero a nosotros nos compete ahora esbozar una genealogía suplementaria, la de la génesis de la ciudad euroatlántica, de Nietzsche a Derrida. Digamos, entonces, inicialmente, que esa otra matriz urbana, la de la ciudad diseminada, configura una red incesante de desplazamientos y usos, no apenas de lo propio y de lo ajeno, como así también de lo público y de lo privado, en que toda noción de origen surge como meramente ilusoria ya que, para su cabal manifestación, son indispensables los forasteros. Son ellos, a través de su nomadismo inherente, quienes muestran el tránsito ininterrupto de la naturaleza a la cultura y, además, de una a otra cultura, o sea, de técnica a técnica, siempre exhibiendo el enigma de un recorrido sin fundación ni orientación final: una circulación que no deja de atizar pero, al mismo tiempo, de solapar, no sólo la necesidad de dominar el espacio, sino incluso la reivindicación relacionada con un justo reparto de ese ámbito, para rechazar, al fin de cuentas, toda y cualquier apropiación comunitaria (Said 2003).

Máquina contra estructura Voy a detenerme en dos de esos forasteros que acuñaron, precisamente en Latinoamérica, poderosos artificios de visualización de la ciudad diseminada. En mi opinión, existe una escena emblemática en el arte moderno, que son los ensayos de Marcel Duchamp por cubificar una ciudad modernizada. No elije Duchamp para ello ni la capital del siglo xix, París, excesivamente familiar, ni la capital del siglo xx, Nueva York, obra de arte total, aún esquiva, sino una ciudad que, hasta cierto punto, despreciaba por juzgarla un remedo provinciano (una mí-

3. Jean-Luc Nancy dice que “le bidonville est la déjection de la ville, sa violence ramassée dans la boue. En un sens, ce serait comme une exaspération du déclassement de Los Angeles, de son bricolage et de son déglingage” (1987: 26).

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mesis) de metrópolis cosmopolita, Buenos Aires, pero que, aun así, le debería parecer ready made o, al menos, traducible. Su técnica estereoscópica para captar ese nuevo escenario euroatlántico, lo neutro, donde más tarde acuñaría otro concepto clave, lo infraliviano, admite, de hecho, varias lecturas. Rosalind Krauss (1997) ha detectado en ella el origen del inconsciente óptico contemporáneo. T. J. Demos (2007), el primer ensayo de nomadismo multicultural. Michel Guérin (2007), el montaje performático del anartismo. Graciela Speranza (2006), el descentramiento inherente a la literatura argentina. Yo, particularmente, creo ver en esa cubificación óptica urbana la postulación de la máquina contra la estructura, idea que, aunque esbozada en Bergson, va a ser decisiva, más adelante, en el pensamiento posfundacional que sigue a 1968. Es conveniente enfatizar que Duchamp no interviene en la escena urbana modernizada ni para el registro (memoria), ni para la formalización (representación) de la experiencia. Ésa sería la opción de los artistas territorializados o de los filósofos memoriosos. No olvidemos que es en ese mismo escenario latinoamericano donde Ortega y Gasset desarrollaría su prevención contra las masas, a partir de El tema de nuestro tiempo (1923). Ni asciende, idealmente, sobre la ciudad, gracias a la técnica (Wechsler 1996). Duchamp, por el contrario, persigue, en las orillas de Occidente, el olvido. Necesita abolir la dimensión sagrada y controlada del espacio urbano para proponernos, sin embargo, una primera versión posliteraria de la ciudad, particularmente, una iconología (cuando no una icnología) del intervalo euroamericano. La estereoscopía que entonces ensaya en Buenos Aires nos revela, en la ciudad, a Babel, y en ella, a la poshistoria. Duchamp elige un límite, el borde del río-mar, y lo convierte en un umbral. No se posiciona, como los antecesores, en el agua, mirando hacia la ciudad. Duchamp no es Danvin ni siquiera Dulin. No es Paul Noë, ni Pio Collivadino, ni Aquiles Badi. Ni Lazzari, Daneri o Pacenza4. Duchamp se planta, al ras del suelo, en el muelle y desde

4. Danvin, Victor-Marie Félix (1802-1842): Buenos Ayres Río de la Plata, circa 1830, grabado en cobre sobre papel (Museo Histórico Nacional de Buenos Aires);

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allí contempla el río-mar. Es el infinito. Y entonces capta una escena de origen, que es siempre una irrupción, una aparición, dándole la espalda, justamente, al nacimiento de la Ninfa, materializado en la escultura de Lola Mora, recién instalada en aquel paseo. El dato no es menor. Al darse vuelta e ignorar la alegoría del nacimiento de Venus, Duchamp suspende la vigencia del Renacimiento como pureza, y por extensión, de la misma cultura europea como equidistante e impoluta. Toda una ideología del arte y la cultura colapsa con ese gesto. Antes de Duchamp, sin embargo, Aby Warburg (2007) ya había mostrado, en 1893, analizando la iconología del intervalo de esta figura, a la manera rara e inquietante de Gradiva, que los atributos de una imagen pueden definir su sustancia, pero de la sustancia no se derivan jamás los atributos permanentes de la imagen, de manera que la Venus porteña puede muy bien ser, fantasmagóricamente, algo hasta grotesco, próximo, por ejemplo, a los títeres de Kleist. En ese sentido, cabe decir que la imagen convencional de la ninfa señala, miméticamente, un origen con el que, por lo demás, están de acuerdo los modernistas rubendarianos; pero la estereoscopía, sin embargo, es un salto hacia el origen (Aguilar 2008; Antelo 2006). No es la fuente de las cosas, ni una imagen original de la Historia, sino aquello que nace como efecto del montaje temporal del propio pasaje de lo viejo a lo nuevo. Duchamp, al cubificar la ciudad modernizada, se ubica, de hecho, en el hiato del devenir, como ante un torbellino temporal, posicionándose en un entredicho que no es más el de la restauración de la génesis, como pediría Ricardo Rojas, ni el del remate conceptual, al modo del primer Martínez Estrada, de tal suerte

Dulin, J. D. (1839-1919): Buenos Ayres. La Boca del Riachuelo cerca de Barracas, circa 1860 (ibíd.); Noë, Paul (circa 1880): Buenos Aires, 1899, óleo (Museo Histórico de Buenos Aires Cornelio de Saavedra); Collivadino, Pio (1869-1945): Paseo Colón, 1925, óleo (Museo de Bellas Artes de La Boca Benito Quinquela Martín); Badi, Aquiles (1894-1976): Buenos Aires 1936, óleo (col. Francisco Traba); Lazzari, Alfredo (1871-1949): Calle Paseo Colón, 1899, óleo (col. familia Lazzari); Daneri, Eugenio (1881-1970): Calle de La Boca, 1936, óleo (col. particular); Pacenza, Onofrio (1904-1971): Paisaje de La Boca, 1946, óleo (col. Ministerio de Economía, Buenos Aires). Tomo las referencias del excelente catálogo de Laura Malosetti Costa (2007): Pampa, ciudad y suburbio.

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que sus pirámides de tiempo5 no están ni más acá, ni más allá de la demarcación entre lo fijo y lo fluido, entre la tierra y el agua. La estereoscopía está construida con y en el tiempo. Lo incluye y enfrenta, al mismo tiempo. Como escansión de ese tiempo vertiginoso, el procedimiento ya no coincide con lo factual (la ciudad empírica donde Marcel huye de la guerra, o del tiempo de conflagración, la Buenos Aires radical de 1918), sino que se sobreimprime y yuxtapone a ella, lo que nos remite tanto a su prehistoria (el contacto con la alteridad autóctona) como a su poshistoria (la abyección y la excepción de los años de plomo) (Bodei 2006). La ciudad comenzó, en efecto, con un banquete totémico de los soldados españoles por parte de los indios, tal como lo narra Juan José Saer en El entenado (1983). Pero otros soldados, los que en 1918 tanto temor inspiraban en Marcel, al verlos vestidos a la usanza alemana, haciéndolo sentirse cercado por nueve moldes málicos6, estaban, en ese mismo momento, cazando y matando anarquistas, así como, en un tiempo posterior, desmaterializarían hasta la muerte misma, causando desaparecidos, de modo que se puede decir que la estereoscopía, como tableau urbano ubicado más allá de la pintura, o sea, más allá de la mímesis, escinde no sólo el espacio sino también al propio tiempo, en dos, una pre- y una poshistoria. Por cierto, Benjamin lo intuyó claramente, no sólo en el preámbulo a El origen del drama barroco alemán (1928), sino también en El libro de los pasajes (circa 1927), ya que, en cuanto postulación de un origen, las pirámides de tiempo no sólo contemplan la ascensión, sino asimismo

5. En el soneto 123 de Shakespeare, leemos: “No! Time, thou shalt not boast that I do change: / Thy pyramids built up with newer might / To me are nothing novel, nothing strange; / They are but dressings of a former sight. / Our dates are brief, and therefore we admire / What thou dost foist upon us that is old; / And rather make them born to our desire, / Than think that we before have heard them told. / Thy registers and thee I both defy, / Not wondering at the present nor the past; / For thy records and what we see do lie, / Made more or less by thy continual haste: / This I do vow, and this shall ever be, / I will be true, despite thy scythe and thee” (1975: 1211). 6. Tal es el título de un sector del Gran Vidrio inspirado en un imaginario machoman, de uniformes militares, libreas de ujieres y chaquetas policiales.

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la decadencia de las construcciones históricas, y funcionan así como un doble dispositivo de flujo temporal, haciendo surgir, a partir de un interior vacío y disponible, la serie infinita de las formas, que no son más que simples metamorfosis de lo mismo, relampagueos intermitentes, como los de las boyas en el río, de dos imágenes que, ni descartadas, ni siquiera asimiladas integralmente, se conservan, sin embargo, en una existencia inmóvil, aunque cargada de tensión. Ellas deshacen cualquier pretensión totalizadora de saber de la tecnociencia, porque está claro que, en una cultura de la acumulación, todo devenir de imágenes se transforma en simple ilusión, ante la dura permanencia de los objetos, que no son más que una still life, o incluso una after life, o sea, la desnuda naturaleza de la cosa misma, aquello que le permite postular a Duchamp una belleza de indiferencia como alternativa a los obstáculos de la reproducción seriada. La imagen celebrante de la ninfa de Lola Mora, sentada al borde de la concha, es suplementada de esta forma por las estereoscopías, signaturas urbanas que muestran que la ciudad no es una esencia ni una sustancia, sino un simple vestigio que, al interrumpir el continuum naturaleza-cultura, subvierte el propio proceso de identificación con el ideal, atendiendo a la premisa de que sólo existe el tiempo actual y palpable. Su línea de fuga necesaria podría ser ilustrada por algunas obras de Jorge Macchi, como Buenos Aires Tour (2004)7, experiencia compartida con la poeta María Negroni (2006), u Horizonte (1995; técnica mixta, colección particular), donde queda claro que a partir de la escopía urbana se define la experiencia.

Mimetismo y traducibilidad Pero dejemos por un momento los ensayos anartistas de Marcel Duchamp, de tan fuerte atracción en Walter Benjamin, particularmente

7. Se pudo comprobar ese fantasma en muestras recientes de arte argentino, como Beginning with a Bang! From Confrontation to Intimacy: An Exhibition of Argentine Contemporary Artists, 1960-2007. Americas Society, Nueva York, 2007-2008, o Argentina hoy. Centro Cultural Banco do Brasil, São Paulo/Río de Janeiro, 2009.

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por su idea de una obra portátil8, un museo en miniatura, y detengámonos en un texto no menos interesante para el pensador alemán. Me refiero a “París, mito moderno”, del segundo de los forasteros cuyo pasaje porteño quisiera desmenuzar, Roger Caillois. En ese ensayo premonitorio, Caillois admite la existencia de una robusta tradición mimética de la metrópolis, que trabaja sobre la imaginación a punto de confiscarle un perfil acabado. En la época del Colegio de Sociología, cuando ensaya una antropología de la imagen, Caillois llega incluso a avanzar la hipótesis, en El mito y el hombre (1938), de que el fenómeno mítico de la metrópolis, contemporáneo de la gran industria y de la formación del proletariado urbano, está conectado a la transformación de la novela de aventuras en novela policial, como épica de la racionalización9. La idea alimentaría posteriormente una famosa polémica entre Caillois y Borges, porque el escritor argentino no veía, en la novela policial, ningún residuo épico. Sin embargo, Caillois atribuía a ese carácter épico de la vida urbana, de consecuencias todavía imprevisibles, el protagonismo de Baudelaire, en el siglo xix francés, tesis asumida por Benjamin, aun cuando sea interesante recordar que, para Caillois, esa épica era todavía inespecífica10. No importa. Está allí planteada, de todos modos, la cuestión de la heroicidad de lo moder-

8. A mediados de 1937, Benjamin anota: “Saw Duchamp this morning, same Café on Blvd. St. Germain... Showed me his painting: Nu descendant un escalier in a reduced format, colored by hand en pochoir, breathtakingly beautiful”. Véase Walter Benjamin Archive, Institut für Sozialforschung, Goethe Universität, Frankfurt. Véase también Ann Temkin (1998): “Delay included”, p. 102. 9. Es la posición que Kracauer había fijado en 1925: “La novela policial concluye con la victoria indiscutida de la ratio. Es un fin sin tragedia, amalgamado no obstante con ese sentimentalismo que es la esencia que constituye estéticamente lo kitsch. No hay novela policial en que el detective no ilumine por último lo oscuro e interprete los hechos banales sin dejar cabos sueltos” (2010: 163). 10. Su línea de fuga, en la literatura argentina, serían novelas como La ciudad ausente (2004) o Blanco nocturno (2010) de Ricardo Piglia, cuya ambición alegórica no desmiente, sin embargo, el núcleo maquínico y psicótico que las engendra. Véase Jorge Panesi (2004): “La ciudad ausente, de Ricardo Piglia”; Jorge Carrión (ed.) (2008): El lugar de Piglia. Crítica sin ficción; Adriana Rodríguez Pérsico (en prensa): “Sobre Blanco nocturno”; íd. (2010): “Conversaciones I: Ricardo Piglia”.

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no, es decir, su tragicidad, lo cual se entiende de dos modos, como origen de la tragedia y como tragedia del origen. Duchamp (el héroe del arte moderno), cuyas Notas (1912-1920), según Michel Sanouillet, buscaban el origen del lenguaje, rasga la historia del arte en dos, rompe con el origen del cual procede, pero a la vez funda un origen del que venimos. Al insubordinarse contra la identificación, sostenida por la filosofía a través del concepto de mímesis, este héroe ambivalente desconstruye “histéricamente” la estética, la vacía, la llama an-estética o la degrada como in-estética, es decir, como un saber imposibilitado de erigirse en sistema, pero con ese gesto, el arte se vuelve tan sólo una producción transitoria de lazo social, aquello que, en el origen, debería cambiar la vida, según Rimbaud, pero que, transformado en forma-de-vida, más que en una obra, deja la vida inerte e inmodificada. Ésa es la tragedia. Pero Baudelaire lejos estaba de poder verlo. En efecto, para Baudelaire, todavía es de buen agüero que la vida moderna, al no tener forma preconcebida, sea informe y es por ello que ensalza la obra de Goya como lo monstruoso verosímil, es decir, como la imaginación potencializada11. Por eso mismo juzga sus Flo-

11. “Baudelaire insiste […] en la constante paradoja de las composiciones de Goya, entregadas siempre a la fantasía de los contrastes: lo ‘cómico’ en él es ‘pavoroso’, la ‘sátira’, ‘espanto’; la ‘faz bestial’, ‘humanidad’ por antonomasia… Pero tales paradojas nada serían sin la necesidad fundamental que las sostiene y que, propone Baudelaire, sólo puede comprenderse en relación con un auténtico saber de las leyes de la historia natural, cuando Goya se revela capaz de mostrarnos monstruos ‘viables’ o ‘verosímiles’. ¿Qué significa ello sino que el gran artista se distingue por su capacidad para conjuntar lo ‘transcendente’ y lo ‘natural’, lo ‘fantástico’ y lo ‘real’? ¿No reconocemos aquí, exactamente formulada, la definición baudeleriana de la imaginación que, más allá de cualquier fantasía gratuita o personal, se vuelve capaz de sacar a la luz las ‘líneas de sutura’ o los ‘puntos de confluencia’ entre cosas que todo parece oponer –risa y angustia, humanidad y animalidad, rostro exterior y espectro interior–, una percepción de las ‘relaciones íntimas y secretas de las cosas’, que el erudito, y no sólo el poeta, no podrá ahorrarse? Baudelaire lo condensa magníficamente, a propósito de Goya, al proponer que veamos en esos hervideros de figuras algo semejante a rigurosas ‘muestra[s] del caos’” (Didi-Huberman 2010: 93; énfasis en el original). El heredero local de esa tradición será Roberto Arlt, con el lenguaje de las aguafuertes de inspiración goyesca.

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res del mal (1857) como auténticas novelas y hasta las llama un libro de arte puro, aunque sepa, de todas formas, que cualquiera de esas definiciones no sólo es fallida sino también falsa. En oposición a la ciudad mítica, verdadero crisol de pasiones que consagra, aunque también lacera, el heroísmo urbano de la modernidad, el nuevo engendro de la imaginación potencializada es una máquina tan compleja como grandiosa, prueba de una inteligencia luciferina y guerrera. Algo de eso mismo leemos en las Poesías (1870) de Lautréamont, donde no hay un único poema, sino un conjunto de fragmentos dispersos (Marcel Duchamp, a la manera de Macedonio, decía que eran un prefacio a unos poemas jamás escritos), donde la melancolía y la tristeza auguraban la duda. La duda es el comienzo de la desesperación y la desesperación, el cruel comienzo del mal. Los surrealistas, primeros admiradores de Lautréamont, recogerían su guante y hablarían de la melancolía de las ciudades, tal como aparece, ya en diciembre de 1929, en las páginas de la revista surrealista Varietés. Ya hay en ese juicio un germen de la diseminación contemporánea. Lautréamont, el oriental, creía que los poetas de su época habían abusado de la inteligencia, aunque los filósofos no abusaran de la suya. El recuerdo de los primeros se extinguirá, predecía, mientras los últimos serán clásicos. Esa heteronomía del texto lo llevaría a postular entonces que Los juicios sobre la poesía tienen más valor que la poesía. Son la filosofía de la poesía. La filosofía así entendida engloba la poesía. La poesía no podrá prescindir de la filosofía. La filosofía podrá prescindir de la poesía (1977: 52).

El pensamiento en la escritura se brinda entonces como el instrumento imprescindible y más apto, que se agotará a sí mismo en la medida en que se realice como lenguaje; y la poesía, como catarsis farmacótica (cuando no psicótica) de la razón instrumental, no es sino aquello que suprime la filosofía, conservándola. Caillois, gran lector de Lautréamont, percibió que la suya era, decididamente, una obra que ya contenía su comentario. Poesía y filosofía, ficción y pensamiento estaban pues amalgamados, en la medida en que la escritura de Lautréamont “se juge et se détruit à mesure qu’il se développe”, y en ese sentido aparece como lo contrario de una

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obra, como una des-obra que plantea los efectivos límites de la literatura (Caillois 1946: V). Esas ideas, que Caillois publica en París apenas acabada la guerra, se conectan con sus ideas acerca de la ciudad de los años treinta, ya que, a semejanza de la antimímesis poética, el pensamiento antimítico, particularmente con relación a París, acabaría configurando, según auguraba, una nueva posición mítica, lo cual, aunque implique una proyección de la imaginación en la vida social, estimulaba, paradójicamente, una literatura de evasión que permanecería, por mucho tiempo, sólidamente literaria, considerándose que alimentaba los más altos ideales y los más inofensivos placeres de substitución, al trabajar con una imaginación puesta al margen del orden práctico de la vida. Caillois comprendió, en resumen, que el mito novecentista de París expresaba nuevos, inquietantes y ambivalentes poderes de la literatura, gracias a los cuales el arte o, en otras palabras, la imaginación, renunciaría de ahí en más a su mundo autónomo para regresar a aquello que Baudelaire llamaba una traducción legendaria de la vida exterior. No es descabellado en absoluto aproximar esa idea heterónoma de ciudad diseminada del concepto benjaminiano de traducibilidad, construido junto al de legibilidad de la ciudad moderna, rasgos que, como gaya ciencia imaginativa, reconocemos a través de la fotografía o de las técnicas de signatura, tales como grafitos, impresiones digitales, documentos, etc. Ni lo es asociar la des-obra filosófica con la relectura poética del siglo xx realizada por Badiou, Nancy o Lacoue-Labarthe, para quienes la poesía, al oponerse al desfallecimiento culpable de la filosofía, se vuelve obra de pensamiento, ocupando entonces el lugar de la lengua reservado al ser y al tiempo, e invirtiendo así la histórica rivalidad platónica, de tal suerte que la poesía acaba por suplir a la filosofía12.

12. En el caso de Lacoue-Labarthe, la idea de la poesía como prosa, donde converge no sólo la reivindicación romántica del mito sino también la exigencia benjaminiana de la técnica, bordea el matema, aunque no la matemática, llegando al poema mismo, es decir, a la prosa, a punto de preguntarse, “¿Y si la prosa –la poesía como prosa– quizás aún hoy en día, resulta ser ‘una nueva idea en Europa’?” (2007: 48). Alain Badiou (2011) sitúa el problema de las relaciones entre arte, filosofía y política en torno a la verdad, argumentando que no basta con reivindicar

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Pero es importante subrayar para lo que aquí se discute que, entre el ensayo pionero sobre París como mito moderno y la percepción de la imaginación como des-obra, hay en la vida de Caillois un exilio de seis largos años en Latinoamérica, motivado por la guerra. Vive en Buenos Aires, conoce y frecuenta São Paulo, visita y hasta analiza Río de Janeiro. En esta última ciudad publica, antes incluso que en París, su Vocabulario estético, suplemento de un libro posterior, Babel (1948). Estas ciudades funcionarían en la práctica como efectivos laboratorios de la imaginación en ascenso y no es casual que sea en la entonces capital de Brasil donde Caillois ponga a prueba su teoría de las loterías culturales, la organización paraestatal, tan o más eficiente que el mismo Estado, y que opera en acefalidad institucional. Crónicas de Babel (1946) se llamarían incluso sus escritos latinoamericanos, nunca republicados, crónicas hasta cierto punto informes, como los tableaux de Baudelaire. No exagero si digo que debemos ver en Babel, como pequeño tratado de teología política, no solamente la prefiguración de lo contemporáneo, en el sentido bataillano-blanchotiano del Mal, sino también la posibilidad de pensar a la ciudad a partir del margen, esto es, a partir de Latinoamérica. Más aún: Babel prefigura lo contemporáneo porque, al rechazar la mímesis, postula una inestética generada a partir de la imagen, el mimetismo, es decir, un valor que nace del contacto entre los cuerpos, como un tránsito ininterrumpido, un pasaje peculiar de la naturaleza a la cultura, sin duda, pero igualmente de una a otra cultura, como traducibilidad incesante, trazando así un recorrido sin origen ni orientación final, un eterno comienzo que se presenta, al mismo tiempo, como decididamente posfundacional y en contra de los mapas al uso (Diego 2008). No desconocía Caillois la idea benjaminiana de que, llevada por el comercio y el tráfico, la mercancía se multiplica, en las orillas de la ciudad, siguiendo fantasiosas formaciones que diseminan el terror de las multitudes. Es probable que hubiese visto en París, en 1929, La nueva

un carácter democrático para la filosofía, una vez que el concepto de democracia está escindido entre un precepto formal y una efectiva emancipación de masas. Véase también Joseph Kosuth (1996): “Art after Philosophy I and II”.

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Babilonia, película de Gregori Kosintzev y Leonid Trauberg. Pero no podía desconocer La concha y el reverendo (1926), de Germaine Dulac, porque hasta en la calle Florida se la había visto, en los salones de Amigos del Arte. Por ello, cuando años después, durante el exilio, Caillois redacta su in-estética en Babel, toma conciencia, como antes de él, Duchamp, con sus dispositivos ópticos an-artísticos, de que en una cultura postsacra, como la contemporánea, y más aún, en América Latina, el lugar residual de la mímesis está ocupado por la literatura y que por lo tanto el desafío no es la reproducción, y sí la repetición, lo que evoca el gesto vacío de una marioneta dadá. Sin embargo, también comprende Caillois que esa literatura, pautada por la mímesis, está irreversiblemente muerta; de ahí que el estudio de una estética generalizada, o hasta generativa, el mimetismo, pueda ser una forma arcaica y hasta protohistórica de rescatar la potencia de la imaginación, desplazando el conflicto primordial de una sociedad que declina y en vano se debate agónicamente en la búsqueda de su propia identidad. No existe esa identidad, porque simplemente no existe memoria de ello. O incluso más, la memoria es puro vértigo, bipolaridad perpetua. Por lo tanto, la singularidad contemporánea consistiría en la diseminación anónima y hasta incluso anómala de una competencia performática (Masotta, Santantonín, Minujín) que nos permite analizar o desdoblar la estética en las representaciones planteadas por la propia morfología de la sociedad en incesante metamorfosis (Olalquiaga 1992). Pero ante tan fluida labilidad de la imaginación, cabe observar que el mito moderno de la ciudad sólo se hizo posible recién cuando el conjunto de la sociedad empezó a leer, o sea, cuando todos sus miembros se sometieron voluntariamente a las leyes estatales de enseñanza pública obligatoria y adquirieron competencias específicas13. El holandés Paul Citröen es famoso por su collage Metrópolis (1923), que influyó en Fritz Lang. Su maestro, Erwin Blumenfeld,

13. Véase Roger Caillois (1969): Instintos y sociedad; Jean Baudrillard (1976): L’Échange symbolique et la mort; Ernesto Laclau (2005): On Populist Reason; y Oliver Marchart (2005) “In the Name of the People: Populist Reason and the Subject of the Political”.

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armó otro montaje, en 1930, de escenas urbanas, al que llamó Metrópolis dadá. Sol Le Witt produjo, en 1976, una fotografía aérea de Florencia, donde un gigantesco sacabocados habría extirpado varias manzanas, desterritorializando la ciudad renacentista y dejando al descubierto un área vacía (la ninfa, el salto al origen, el desastre). En Nápoles, cuya calle principal era, según Benjamin, una galería, William Kentridge expuso en el Museo di Capodimonte (nov. 2009-feb. 2010), en Strade della città (ed altri arazzi), una serie de fantasmagorías. Proyectó sobre antiguos mapas de ciudades europeas la sombra de figuras literarias míticas, como Don Quijote, que a su vez imitaban sombras en negro, signaturas, a la manera de Soulages. Imagen sobre imagen, la ciudad moderna se tornaba pura legibilidad, aunque de algún modo sobreviva el canon. La experiencia posliteraria de Babel demanda, sin embargo, una disposición adicional y así es posible pensar que la imagen abierta sólo sobreviene, de hecho, con la caída efectiva del Nombre del Padre.

Inestética y posliteratura De París, mito moderno, a la ciudad latinoamericana, como texto posliterario, existe, por lo tanto, una imaginación que se nos impone precisamente con el fin de la guerra material clásica, que, como sabemos, consistió en desvincular socialmente lo equitativo de lo igualitario, para que así se pudiese afirmar la libre e ilimitada superioridad de la iniciativa individual, hipotético instrumento de progreso social que se opondría altaneramente a la concepción, obsoleta a su juicio, de propiedad colectiva de los medios de producción, o a la versión simplemente reformista de Estado benefactor. Sin embargo, tras la Guerra Fría, el capitalismo y la democracia surgirían, en efecto, recíproca y dramáticamente vinculados, en ciertos momentos, como capital parlamentarismo, en otros, como Estado espectacular integrado, pero siempre en una búsqueda heroica del riesgo, por medio de no menos equívocas reglas que preservarían la competencia cuando fuera amenazada por los controles estatales, pero que mantendrían el control del mercado cuando el consumo se desestabilizase por la compe-

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tencia, reglas ésas cuya ambigüedad esencial se extendería a la mutua mezcla de regulación y desregularización de los mercados, llegando incluso al abandono de muchos actores sociales, una vez que excluir, pura y simplemente, a todo el conjunto de los ciudadanos desestabilizara el juego democrático, y con él, a la ciudad misma, pero incluirlos a todos por igual lo haría económicamente inviable. Esa acelerada y vertiginosa fusión de lugares y de espacios sociales, que en su versión más amena conocemos como posmodernidad, pero que, con Andrea Giunta (2009), podríamos llamar poscrisis, trazó una nueva cartografía histórica que, de la liberación de la metafísica entre pasado y presente, prometida por el modernismo, pasó rápidamente a la metafísica de la liberación que, de a poco, se fue convirtiendo en fusión ambivalente, cuando no paradójica, de represión y desinhibición, como recuerdo del presente, en las posutopías contemporáneas14. Como ilustración de ese pasaje a la ciudad diseminada y villana, recordemos que, tras las experiencias todavía baudelairianas de Mário de Andrade (gran admirador de Verhaeren y sus ciudades tentaculares), de Manuel Bandeira o Carlos Drummond de Andrade (en cuyas poéticas se enfrenta siempre el poeta aislado a la calle rumorosa e indiferente), el poetamenos Augusto de Campos propuso, en cidade/city/ cité (1963-1965), una disposición biformativa para la ciudad, que si bien es orden, estado y espacio, es también abstracción genérica o traducibilidad diseminada, en cuanto sufijo en koiné, el mismo, conste, que Vasarely usa en su libro Plasti-cité (1970). Sin embargo, algunos años antes, en 1957, Décio Pignatari, otro concretista brasileño, probablemente inspirado en Nombre d’ambre, del acefálico Michel Leiris (1939), había elaborado el poema visual “hombre hambre hembra”, donde la vacilación valeriana entre sonido y sentido, extrañada por los significantes en otra lengua, el castellano, se contaminaba ingenua-

14. Diego Tatián (2009) lee la lotería de Babilonia y la misma construcción de la torre (la política) como un instante de indecibilidad entre las paronomásicas conjetura / conjura, o sea, entre apatía y rebelión. Esta indecibilidad traza la débil frontera entre lo propio y lo ajeno, para la cual, ver Jorge Alemán (2009): Los otros entre nosotros.

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mente por el discurso del nuevo hombre guevarista, convirtiéndose así en cubagrama. Haroldo de Campos remataría la alternativa, en Servidão de passagem (1961), con la poesía en tiempos de hambre, en la cual sólo le resta al poeta la función deíctica de diseminar por la ciudad las marcas de las cosas: nomeio o nome nomeio o homem no meio a fome (s. p.) [nombro al nombre nombro al hombre en el medio el hambre]

La línea de fuga la constituye el ensayo que, en 1983, a pedido de Roberto Schwarz, Haroldo de Campos escribiría con el fin de teorizar ese desplazamiento estético15. Otra ilustración poética de ese recorrido se encuentra también en Paranóia (1963), del poeta paulista Roberto Piva, e incluso en las

15. “Despoetizar a poesia, àquelas alturas do triunfalismo neoparnasiano da Geração de 45, era reduzi-la ao seu ‘mínimo múltiplo comum’: resposta sincrônica da série literária à série pictórica (Malevitch, Mondrian) e à musical (Webern). Da economia restrita da ‘poesia pura’ viu-se, a seguir, num determinado lance da prática poética da poesia concreta, que se podia passar à economia generalizada da ‘poesia para’. Como experiência dialética de extremos. (Entre a poesia ‘a plenos pulmões’ de Maiakovski, que engendra o agit-prop de massas, construtivista, e a poesia como ‘cenografia espiritual exata’ de Mallarmé, teatro hermético de câmera, ‘cruel’ antes de Artaud, nas fronteiras do silêncio, não será bizarria surpreender o faiscar limítrofe de certas ‘afinidades eletivas’; leia-se Blanchot em Le Livre à Venir e Walter Benjamin sobre o ‘Coup de Dés’ em Einbahnstrasse). LIXO/LUXO de Augusto é um exemplo frisante dessa dialética de extremidades, que encena na arte mínima de seu ‘procedimento menos’ (...) o jogo de suas tensões e mediações, como uma tatuagem intersemiótica. O oximoro paronomástico ‘lixo/luxo’ se redobra visualmente numa tipografia desejadamente Kitsch, enquanto as páginas desdobráveis vão compondo e decompondo, numa escansão paródica, a luxúria do LUXO de encontro à lixívia do LIXO” (Campos 1983: 188).

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imágenes de cosas con que el duchampiano Wesley Duke Lee ilustra ese régimen paranoico de Piva, otro gran admirador de Lautréamont16. La percepción requiere participación. Es la hipótesis desarrollada por el arquitecto catalán Antoni Muntadas en su serie Stadium (Centro Cultural Recoleta, Buenos Aires, 2007) o sobre Alphaville, en la exposición Informação>>espaço>>controle (Pinacoteca do Estado, São Paulo, 2011). Pero quien, sin embargo, revierte delirantemente no sólo el mundo imaginario de la urbs, sino también su versión de autonomía extrema, la de los fantásticos mundos posibles de Tlön, es Osvaldo Lamborghini, cuando, al potencializar la ficción, invierte la genealogía bíblica (Génesis 1:27) y lanza al Estado la pregunta posfundacional dirigida a Dios (“¿era hombre o mujer?”), para encontrar, como única respuesta, en Tadeys (1983), la alternativa maquínica, no estructural, del estado de excepción contemporáneo. No es ni hombre, ni mujer. Es neutro. Es hambre: “es hambre para todos”17.

Babel es lo neutro Pues en ese sentido diríamos que la ciudad vacía y diseminada, Babel, es lo neutro, pero al mismo tiempo, habría que subrayar que no hay Babel sin mimetismo, porque la auténtica imaginación es puramente negativa y deconstructiva, como por cierto Benjamin ya lo había señalado en varios de sus ensayos. El fragmento inicial de “Parque Central”, con su referencia a la ciudad como laberinto, como minotauro (o Minotaure, la revista), incorpora elementos importantes del imaginario acefálico. Caillois también empieza a pensar en el mimetismo como una potencia pasiva cuando traduce o corrige un ensayo de Dalí, escrito a cuatro manos con Lacan, sobre el método paranoico

16. Véase Roberto Piva (2009): Paranóia. Sobre la estética urbana del grupo Rex, liderado por Duke Lee, ver Fernanda Lopes (2009): A experiência Rex. 17. A ese respecto, véase Juan Pablo Dabove y Natalia Brizuela (2008): Y todo el resto es literatura: ensayos sobre Osvaldo Lamborghini.

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crítico18, ensayo que sería publicado en Minotaure, revista en la cual, poco tiempo después, el mismo Caillois publicaría un estudio decisivo sobre tema dumeziliano, el de la manta religiosa (Laserra 1990: 31-42; 1987: 120-136), con el cual se proponía un imaginario espontáneo, relativamente separado de la semiótica institucionalizada, y mas atento, sin embargo, a la fantasiosa sintaxis de sus combinaciones, una forma, en suma, de criticar la primacía moralizante de la alegoría. Mucho le debe Caillois en esa reconfiguración al montaje cinematográfico, porque es verdad que el cine se había aplicado, desde sus comienzos, a un esfuerzo semejante. Más allá de las experiencias conocidas de Dziga Vertov y su flânerie urbana de El hombre de la cámara (1929), en que sujeto y técnica se acoplan armoniosamente, Viking Eggeling filmó Sinfonía diagonal (1924), que Deleuze consideraba ejemplar como muestra de vida orgánica, al ensayar un montaje intersticial, típico de Resnais, Marker o Godard. Al año siguiente, el cineasta brasileño Alberto Cavalcanti realizaría la primera película en torno a una ciudad, Rien que les heures (1925), que no era ninguna ciudad brasileña, sino París; película que despierta el inmediato entusiasmo de Walter Ruttmann, quien debe haber estimulado su proyección en Alemania, con el título de Montmartre. A ésta le seguiría otra, inconclusa, también de Cavalcanti, Souvenirs de Paris (1928), con Man Ray y Jacques Prevert. Basado en un texto de Karl Mayer, el mismo Ruttman seguiría inmediatamente el ejemplo de Cavalcanti con Berlín: sinfonía de una ciudad (1927), pero tan sólo dos años más tarde, dos cineastas húngaros, Rodolfo Rex Lustig y Adalberto Kemeny, filmarían São Paulo. Sinfonia de uma Metrópole (1929). Curiosamente, Lustig y Kemeny centran su mirada sobre el régimen disciplinario de la Casa de Detenção paulista, borrando los limites entre el afuera (la ciudad) y el adentro (el calabozo), idea ya teorizada por Cavalcanti, en 1925, cuando argumenta que el cine revela la armonía dinámica que se establece entre el escenario (la ciudad) y el personaje (la pros-

18. Véase Francisco Javier San Martin (2004): Dalí-Duchamp: una fraternidad oculta; Pilar Parcerisas (2009): Duchamp en España; Daniel Link (2003): Cómo se lee y otras intervenciones críticas.

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tituta), en absoluta disociación antimimética, pero en fusión y montaje tales que se apagan los límites entre sujeto e historia (Cavalcanti 1995: 183-185). Algo semejante intentaría Blaise Cendrars en varias ocasiones19. Otra película con montaje de Cavalcanti, Au pays du scalp (1931), sobre tatuaje y reducción de cabezas en la Amazonía, se basaba en las observaciones del Marqués de Wavrin, que ya había filmado, en 1920, indígenas chaqueños y misioneros, y sobre el cual Caillois llegó a escribir, enfatizando la relevancia de su mitología comparada que, en rigor, debería ser repensada, en clave de heroísmo sadeano, como una auténtica erotología20. Eros, c’est la vie. Pues a esa deconstrucción de la metafísica, en la que centralmente intervienen artistas nómades (un brasileño en París, dos húngaros en São Paulo, un belga en la Amazonía), Caillois la llama Babel y la asienta en tres nociones básicas: la idea de ciudad como guerra de discursos, la definición de sujeto como acefalidad pulsional y la lógica de la repetición como simulacro vertiginoso, ideas que van a desdoblarse en varias otras vertientes que no desdeñan el emblema ni la cifra lúdica barrocas, presentes, mucho después, tanto en el programa de la deriva urbana situacionista, o las especies de espacios de Debord, como en las ficciones de Lezama Lima o Sarduy, en Cuba, o las de Manuel Puig y Copi, en Argentina. Por cierto, Josefina Ludmer (2010) definió algunas características de esa desconstrucción babélica a la cual ella prefiere llamar “isla urbana” y que, si me restrinjo al Brasil, podría ilustrar hoy día con la ficción de João Gilberto Noll o Bernardo Carvalho (117-148).

19. Habiendo conocido São Paulo de la mano de los modernistas, en los años veinte, varias son las páginas de Elogio de la vida peligrosa (1926), por ejemplo, que repercuten la experiencia minotáurica paulista. Después de la guerra, Cendrars haría el viaje etnográfico interno, con La Banlieu de Paris (1949), libro con fotografías de Robert Doisneau y, poco después, publicaría Le Brésil. Des hommes sont venus (1952), con imágenes de Jean Manzon. 20. En 1790 el entonces Marqués de Wavrin se torna cuñado de Sade. Para la relación intelectual Wavrin-Sade, véase Pascal Dibie (1999): “O erotismo do Divino Marquês da Amazônia”. Argumentando que el arte contemporáneo consiste en la desconstrucción del desinterés (kantiano) del placer llamado estético, Mehdi Belhaj Kacem (2010) data los orígenes del arte contemporáneo a partir de Sade, y no de Duchamp.

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Recapitulemos. La ciudad moderna se definía por una serie de lugares o posiciones, por una correlación binaria entre esos puntos y sus relaciones biunívocas. La ciudad vacía y diseminada, la isla urbana, Babel, se define por líneas. El artista acefálico que en ella actúa, atravesado por esas líneas, es alguien volcado hacia sí mismo como hacia su propia fantasmagoría, en la medida en que, en alguna esquina, lo espera lo absolutamente otro, lo heterológico de sí, operando sin embargo en la convergencia de ideas antagónicas. Busca, por un lado, la normativa de Lévi-Strauss sobre el hecho social total de Mauss (vivirlo como nativo en vez de analizarlo como antropólogo), pero persigue, al mismo tiempo, su complemento antagónico, la revolución psicológica proclamada por Caillois, al fingirse extranjero en relación a la sociedad en que vive (1949: xiii). Ese vértigo de líneas entrecruzadas, que prepara el espectro de Derrida, es decir, la estrategia de una hantología desconstructiva (Heimonet 1989), no duda, sin embargo, en reconocer la nueva situación, la autoinmunidad de la propia democracia, una vez que en Babel la vida está sujeta, pero también suspendida, en relación al poder soberano de lo sagrado y es por eso mismo que la propia ciudad oscila, en una paronomasia ya señalada por Roland Barthes, entre el centre-ville y el centre-vide21.

21. “Todas las ciudades son concéntricas –dice Barthes en El imperio de los signos– pero también, en consonancia con la metafísica occidental, para la cual todo centro es el lugar de la verdad, el centro de nuestras ciudades siempre es pleno: lugar marcado, es en él que se miran y se condensan los valores de la civilización, con la espiritualidad, a través de las iglesias; la mercadería, con las grandes tiendas; el dinero, con las oficinas; el discurso, con esos ágoras que son los cafés. Ir al centro es encontrar la verdad social, participar de la soberbia plenitud de la ‘realidad’” (1984: 44). Y hablando específicamente de Tokio, Barthes destaca una paradoja inquietante: la ciudad tiene un centro, pero ese centro está vacío. Toda la ciudad gira alrededor de un lugar prohibido e indiferente, cubierto por el follaje, atrincherado por zanjas de agua, habitado por un emperador a quien nunca se lo ve. Los taxis evitan ese lugar, cuya empalizada baja, forma visible de la invisibilidad, oculta el lugar sagrado. Una de las más pujantes ciudades modernas está construida alrededor de un opaco círculo de murallas, de agua, de techos y árboles, cuyo centro no es sino una idea evanescente, subsistiendo no tanto para irradiar poder, sino para conferir a todo el movimiento urbano el apoyo de su vacío central, que impone un perpetuo desvío a

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Georges Canguilhem derivaba del cogito cartesiano una cruel consecuencia del dualismo: el alma o pensamiento, de un lado, y el cuerpo o movimiento, del otro22. El cuerpo (aun el social, para el liberalismo) funcionaba como un reloj. Rui Barbosa (1896), el líder republicano brasileño, comparaba Londres a un acabado mecanismo de relojería e intuía que esa perfección sería del agrado de las amas de casa. Fernand Léger, con relojes y poleas, nos dio una temprana versión de ese maquinismo urbano en El ballet mecánico (1924). La fantasía sádica se vuelca así a construcciones maquinales y quizás el origen de todo ello, como decía Benjamin, esté en Baudelaire, porque cuando habla de la elegancia de la humana armadura, ve en el esqueleto una especie de máquina. Así, la vida en la ciudad se vuelve propia de autómatas y de ella extrae Canguilhem la construcción de un modelo maquínico para la vida. Pero la máquina cartesiana no pudo funcionar cabalmente como paradigma, porque incluía la idea más extrema de autonomía.

la circulación. De ese modo, se dice, el imaginario se precipita, por desvíos y vueltas, hacia un sujeto vacío en su interior (ibíd.: 44-46). 22. Théodore de Banville es autor de un libro de recuerdos, L’âme de Paris (1890). En 1908, Paulo Barreto, cronista carioca que firmaba sus cuadros costumbristas como João do Rio, publica A alma encantadora das ruas, donde afirma perentorio que “a rua é um fator da vida das cidades, a rua tem alma” y que “a alma da rua só é inteiramente sensível a horas tardias”, cuando el cansancio baja las defensas racionales. Es entonces, “quando o flâneur deduz, ei-lo a concluir uma lei magnífica por ser para seu uso exclusivo, ei-lo a psicologar, ei-lo a pintar os pensamentos, a fisionomia, a alma das ruas” (1997: 52). João do Rio no hacía sino copiar a su admirado maestro, Enrique Gómez Carrillo, autor de El alma encantadora de París (1902), quien usó y abusó de este concepto, que aparece en Almas y cerebros. Historias sentimentales e intimidades parisienses (1898) y El alma japonesa (1907); en Grecia (1908), uno de los capítulos estudia “El alma nacional” y otro, “El alma pagana”; en Jerusalén y la Tierra Santa (1912) habla de “El alma judía”; en El encanto de Buenos Aires (1914) analiza “El alma gaucha”; en Crónica de la guerra (1915) desmenuza “El alma de la guerra” y, en Vistas de Europa (1917), aún insiste en “El alma sublime de París”, hasta que, ya residualmente, no le queda sino escribir para La novela semanal un fascículo sobre El alma de Buenos Aires (1918). Carriego, en clave orillera, hablaría incluso de El alma del suburbio (1908), de allí pasando el concepto al tango de Discépolo y Canaro, sobre el cual se basa la película de Soffici El alma del bandoneón (1935).

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Como el encubrimiento del trabajo es el origen de la autonomía, algo también explicado por Benjamin, para poder surgir otro paradigma que explique un mundo anautonómico, fue necesario pensar un suplemento que se acoplase a la máquina y le diese por sí mismo movimiento (Canguilhem 1969). Surge así la noción foucaultiana de dispositivo. No es entonces la vida la que copia a las máquinas, sino los dispositivos los que se piensan como suplementarios o protéticos con relación a la vida. La vida (sobre todo la vida en la polis, en la ciudad) ya no es simple producto de la técnica, sino su extensión por el lenguaje. Es la biopolítica que produce formas-de-vida. Sabemos las consecuencias que Agamben ha extraído del concepto foucaultiano de dispositivo. La vida está en suspenso. El habitante de la ciudad, el ciudadano, no pasa de un homo sacer, incluido para ser excluido, abandonado a su vida nuda. Pero esa vida, vacía en su interior, no es por su centre-vide necesariamente libertaria. En The Future of Power (2011), Joseph Nye admite que hoy día la “guerra de cuarta generación”, como él la llama, tampoco tiene campos de batalla o frentes definidos, y ni siquiera las distinciones entre activo y pasivo, propio y ajeno, civil y militar, se revelan pertinentes. Todo puede desaparecer y hasta el mismo Nye (o sea, el Pentágono) admite la indecibilidad de lo contemporáneo. Lo que él llama el “smart power”, o sea, el poder inteligente, sería una fusión de coerción y persuasión, es decir, hegemonía. La situación, como vemos, es casi la inversa de las pirámides de tiempo de los años veinte. Frente a la diseminada ética de la indiferencia, la pregunta actual sería, ¿cómo negociar? La actual crisis de hegemonía, que es una crisis de los modelos de inscripción de la vida en la ciudad, ha puesto a la luz entidades tan o más complejas que la “nuda vida”. El proceso de regulación social, al que le abre el camino la disolución de reglas espontáneas de inscripción de lo ciudadano, disemina una pluralidad de instancias que lejos están de unificarse, monolíticamente, bajo una unidad llamada “Estado” o “comunidad”. No menos cierto es que el proceso de urbanización moderna implicó una dialéctica entre homogeneidad y heterogeneidad mucho más ardua que la del paradigma concentracionario de Agamben. Ernesto Laclau (2008), por ejemplo, le recrimina que ese modelo distorsiona la historia porque obstruye las posibilidades emancipadoras abiertas por

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la misma herencia moderna. Cuando Agamben (1995) exige pensar el ser del abandono más allá de toda idea de ley (aunque sea en la forma vacía de una vigencia sin significado), cree, a su juicio, haber salido de la paradoja de la soberanía hacia una política liberada de cualquier exclusión, porque, nos dice, una pura forma de ley es sólo la forma vacía de la relación. Pero la forma vacía de la relación no es ya una ley sino una zona ambigua donde es imposible discernir entre la ley y la vida, o sea, no es más que un estado de excepción. Laclau, por el contrario, argumenta que una política liberada de cualquier exclusión es pura y simplemente señalar un más allá de la política: El mito de una sociedad plenamente reconciliada es lo que gobierna el discurso (no) político de Agamben. Y es también lo que le permite desechar todas las opciones políticas de nuestras sociedades y unificarlas en el campo de concentración como su destino secreto. En lugar de deconstruir la lógica de las instituciones políticas, mostrando áreas en que las formas de lucha y resistencia son posibles, las cierra de antemano a través de una unificación esencialista. Su mensaje final es el nihilismo político (2008: 122-123).

Volvemos, pues, de algún modo, al (no) más allá de lo homogéneo y lo heterogéneo de los albores de la ciudad moderna. Ante una conflictividad no menos ubicua y que desconoce la historicidad del problema, la ciudad diseminada nos pide reiterada traducibilidad a otros sistemas. Es un lenguaje que es también pensamiento.

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Estridencia y escándalo: ¿metáfora acústica, estética o social? Silvia Pappe

And I find I keep asking the same question, because of the history: where do I stand in relation to these writers: in another country or in this valuing city? That problem is sharp and ironic in its cultural persistence (Williams 1973: 6).

Andamiajes para la construcción de un ensayo Desde hace bastantes años me dedico, con interrupciones, al estudio del movimiento estridentista. No es que lo haya analizado más que otros; en términos de crítica literaria, posiblemente incluso menos, y con menor sistematicidad1. No obstante, la ocupación con el estri-

1. Con fines introductorios, remito al lector a la bibliografía clásica: el estudio histórico de Luis Mario Schneider de 1970, El estridentismo. Una literatura de la estrategia, sentó las pautas; su antología El estridentismo. México 1921-1927 (1985) recopila los textos fundamentales del movimiento estridentista, aunque la edición omite todo el encanto y la especificidad gráfica. En el marco de las vanguardias latinoamericanas, véase Nelson Osorio (1988), Vicky Unruh (1994), Hugo Verani (1995) y Jorge Schwartz (2002). A lo largo de la última década destacan varias investigaciones, entre ellas las tesis de posgrado de Tatiana Flores (2003),

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dentismo ha enriquecido las más diversas líneas de investigación, al convertirse en una especie de sensor: un sensor de proximidad, pero también del tipo de instrumento que mide desde cambios de temperatura hasta movimientos telúricos, y del que surgen, una y otra vez, impulsos para plantear y analizar problemas de investigación, algunos bastante alejados del mundo de las vanguardias. Me he apropiado, por lo menos parcialmente, de una mirada casi vanguardista, siempre un poco al margen y observando desde ángulos oblicuos, múltiples objetos de estudio. Hago mías las palabras del autor del primer manifiesto del movimiento estridentista, Manuel Maples Arce, quien ha colocado la “[e]xplosión simultánea / de las nuevas teorías, / un poco más allá / en el plano espacial / de Witman [sic] y de Turner / y un poco más acá / de Maples Arce” (Maples Arce 1981: 48). Fuera del campo del estridentismo, las perspectivas adoptadas no necesariamente han sido compartidas o siquiera consideradas por otros investigadores. Encuentro, sin embargo, la pertinencia en los planteamientos y las perspectivas teóricas que alientan a expresar en la crítica de arte o de literatura la provocación y la producción de sorpresas, tal como sucede en las ciencias experimentales. Significativo para lo anterior me parece el trabajo de Hans-Jörg Rheinberger (2001) en torno a sistemas experimentales y “objetos epistémicos”, objetos que encarnan aquello que aún no se conoce. Rheinberger, quien estudió y practica filosofía y biología molecular, remite, para la noción de los sistemas experimentales, a François Jacob, quien las describe como “máquinas para la generación de futuro” (cit. en Rheinberger 2001: 25; mi traducción)2.

Yanna Hadatty Mora (2009), Elissa J. Rashkin (2009) y Carla Zurián de la Fuente (2011). Se ha incrementado el análisis de la relación de las artes gráficas con el movimiento; relevante, en este contexto, resulta Vanguardia estridentista. Soporte de la estética revolucionaria (2010); el libro aporta material gráfico desconocido o por lo menos poco integrado como conjunto estético, además de un excelente estudio introductorio que ubica el movimiento en el entorno de las búsquedas estéticas de la vanguardia internacional. 2. Retomo la afirmación de Rheinberger acerca de la necesidad de “entornos estables” para conceptualizar “objetos epistémicos”; en el marco de las ciencias expe-

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Gradualmente, me he centrado en una lectura, explicación e interpretación del movimiento estridentista y, en general, de la noción de vanguardia, dejando de lado una visión enfocada en la historia de la literatura y el análisis de textos, para concentrarme en lo que el movimiento pudo haber provocado en su entorno, en sus lectores de diversos momentos, y en lo que sigue provocando, por lo menos, en mí3. Esto implica una serie de decisiones quizás poco ortodoxas: la negativa de acercarme a los textos de vanguardia con instrumentos canónicos de la crítica literaria; la intención de encontrar las confluencias entre los mundos artístico-estéticos y los cotidianos que excedan ciertas temáticas y formalismos; y la convicción de que es indispensable recuperar para la teoría (tanto literaria como historiográfica, y desde luego propia de otras expresiones socioculturales) aquellos aspectos que percibo en la práctica artística de la mayoría de las vanguardias. Incorporar en la reflexión teórica lo que de allí resulte, no sólo quiere decir que las propuestas más inesperadas e insólitas –sorprendentes– se tomen en cuenta al observar, leer y describir todo tipo de expresiones de vanguardia, sino que la experiencia vanguardista se transforme en reflexión, conceptualización y en lo que los científicos llaman dispositivos experimentales. A poco más, poco menos de un siglo de los

rimentales, estos entornos estables se ubican esencialmente en función de las condiciones (tecnológicas) de un experimento, lo cual coloca la estabilidad en las condiciones proporcionadas por el investigador (cf. p. 29). Con eso quiero redefinir, para este trabajo, la relación entre el conocimiento y el contexto (histórico): si bien este último se puede construir en función del objeto de estudio, me parece tanto o más fructífero establecerlo en relación con las condiciones de la investigación y los conocimientos previamente establecidos. Eso evitaría la ficción de que investigador y lector puedan colocarse en un momento histórico que no es el suyo. 3. Con ello aludo parcialmente a la necesidad de reflexionar mucho más en torno a la recepción no sólo de la producción y la crítica literaria, sino esencialmente en términos de la generación de nuevos conocimientos en el marco de los movimientos de vanguardia. En este sentido, véase mi tesis doctoral “El movimiento estridentista atrapado en los andamios de la historia” (1998); y mi libro Estridentópolis: urbanización y montaje (2006), además de pequeños ensayos como “El contexto como ilusión metodológica” (2003).

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movimientos vanguardistas, uno no debería pensar los campos teóricos (literarios, de arte, culturales en general, sociales también) sin considerar las provocaciones y experimentos de las vanguardias. He ido descubriendo, poco a poco, hasta qué grado el movimiento estridentista, igual que otras vanguardias, es un claro ejemplo de la transformación estructural de las percepciones y representaciones del mundo material, conceptual e imaginario. Cierto: temáticamente, hay claras relaciones entre el estridentismo y su entorno social inmediato; como señalaban en sus manifiestos, los estridentistas se comprendían como vanguardia “presentista”; no cabe duda que su presente estuviera marcado por nociones urbanas y sociales que oscilaban entre la utopía, el recelo, la parodia y –un aspecto que resultaría fundamental– cierto pragmatismo político: una nueva percepción de las masas que toman las calles en manifestaciones y marchas es innegable. Igualmente relevantes resultan las representaciones de tiempo y espacio, velocidad y aceleración. Tanto la poesía como la gráfica llaman la atención sobre distorsiones espaciales y cambios de perspectiva que contradicen por igual el sentido común que las leyes de la física clásica. Un matiz importante se encuentra, además, en los espacios de experiencia colocados en el presente, en la actualidad, y en los horizontes de expectativa, aspectos todos que serían tan debatidos más de medio siglo después. A ello se debe de agregar el impacto causado por la noción de un sujeto fragmentado, tanto individual como colectivamente. A la larga, fragmentos del cuerpo humano, sus huellas y su presencia incierta impregnarían la vida moderna de significados marcados por la inestabilidad que caracteriza sus orígenes y que perdurarían hasta la fecha. En pocas palabras, la desestructuración de la temporalidad y la reconceptualización espacial, junto con la fragmentación del sujeto moderno y sus representaciones, son, a mi parecer, los principales ejes a través de los cuales se puede movilizar una visión del mundo propiamente vanguardista. Significativos son también los vínculos que establecen la crítica y la teoría literarias con otros campos del conocimiento a partir de estrategias y enfoques transdisciplinarios: artes gráficas, arquitectura y urbanismo, transformaciones y nuevos paradigmas de la ciencia, la desestructuración de lo lineal en diversos ámbitos, rupturas y experi-

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mentos con la perspectiva, entre otros. Para acercarme a un conjunto complejo, aún no constituido como tal y dependiente justamente de los enunciados de la propia vanguardia, he trazado rutas desde y a través del campo de la historiografía crítica que me permiten indagar en torno a los procesos de significación desde el presente, sin asignar al conocimiento actual un lugar exacto en las líneas que parten, aparentemente, de los hechos del pasado y desembocan en nosotros. Rheinberger, en una búsqueda constante de hacer historia de la ciencia que responda a las especificidades de lo que producen los sistemas experimentales, puntualiza que “[e]n una formulación paradójica podríamos decir que lo presente suele ser el resultado de algo que de esta manera nunca fue, y que lo pasado se transforma en huella de algo que (aún) no ha sucedido” (2001: 224; mi traducción). En este mismo sentido, un aspecto que requiere continuamente de mayor precisión, incluso en la actualidad, es la diversificación de las posibilidades de lectura de las obras; posibilidades que tienen que ver con visiones de nuestro presente y no necesariamente con intenciones explícitas o supuestas por parte de los jóvenes escritores. No me cabe duda alguna de que los estridentistas se vinculan decididamente con sus entornos; sensibles, son, ellos mismos, sensores que, además de medir, reflejar y manifestar lo que perciben, guardan las proximidades para activar, a partir de determinadas representaciones, movimientos adicionales en otros sensores. Para el caso del estridentismo y la variedad de opciones analíticas e interpretativas, estos sensores y las vibraciones producidas son, a veces, gráficos: podemos observarlos, nos permiten “leer”, incluso “ver” lo que no está a la vista en la realidad material sino en la forma de observarla o de interactuar con ella: la pérdida de la perspectiva clásica junto con la pérdida del lugar del observador, por ejemplo. A veces, los sensores tocan apenas el imaginario, y entonces “vislumbramos” una presencia femenina que dejó una huella de perfume en el aire; o un hombre que camina por una calle que será construida en el futuro, tipos de figuras constantes en la poesía y la narrativa estridentista. Es en este sentido en el que estoy hablando de recepción: no sólo de los textos, desde su entorno de producción y circulación, sino en vista de lecturas desde un presente en el que hemos aprendido a con-

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siderar que las interpretaciones descubren significados que no formaban parte de las intenciones de los autores, y que estos significados no por ello son falsos; más aún, en el entorno teórico, los textos revelan aspectos a que otros recuentos y discursos de y sobre la realidad histórica ni siquiera aluden. Las transformaciones que pretendo señalar desbordan, sin duda, el ámbito estricto del estridentismo e, incluso, de las vanguardias en general, muy de acuerdo con sus propios preceptos de ruptura y provocación. Aspiro, en este marco general, a abordar una problemática adicional: ciertas variaciones disonantes en el ámbito de la acústica, de los sonidos y los ecos, estructurados, orquestados, o no; fusionados con imaginarios, sean éstos urbanos, mecánicos, musicales, simples ruidos o emisiones producidas y trasmitidas con todo e interferencias, a través de medios que apenas salen de su etapa experimental. La urbanización de la vida colectiva no podría pensarse sin la transformación arquitectónica; no sin la modernización de la vida cotidiana, ni sin la masificación que provoca los más diversos problemas y posibilidades de comunicación, pero también su obstrucción. Desde luego, las vanguardias ni conducen ni reflejan de manera directa estos procesos; lo que sí hacen es exponer, ostentar incluso, tanto en los aspectos formales como a través de las representaciones de una vida cotidiana que abruptamente adquiere carácter simbólico, lo que se ha llamado la “urbanización de la mente” (Prigge 1992: 13; mi traducción)4: percepciones y experiencias de individuos y grupos; sentirse o no parte de una masa; reconocerse y a la vez perderse en el anonimato. Más allá de la temática, lo he mencionado, la literatura vanguardista produce estados de ánimo que no pueden desvincularse de la estridencia de la vida moderna, los ruidos de máquinas, motos, motores de explosión, mofles. Y gritos y coreos. Y masas y sus formas de organizarse, comunicarse, movilizarse. Las estridencias del estridentismo se han vinculado esencialmente con la modernización en el contexto urbano (las imágenes de moto-

4. Según Prigge, “una historia moderna de las ideas se puede leer perfectamente a la luz de las culturas urbanas: como historia material de una urbanización de la mente” (ibíd.).

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cicletas, automóviles, aviones), mas no con transformaciones existenciales de la percepción de la vida moderna. Los vehículos, el ruido detonador emitido por sus motores, posiblemente sean, en esencia, una metáfora de todo aquello que transforma, violentamente también en este caso, lo que se percibe de manera auditiva. Y como en otros casos ya mencionados, estas metáforas se pueden cargar de significados que pertenezcan a una amplia gama que abarca desde nuevas armonías hasta disonancias e interferencias. Hablar de armonía implica, por supuesto, considerar las discusiones de la época sobre la música. En el caso de México, éstas nos remiten a los experimentos con las escalas y la tonalidad de Julián Carrillo, de las que surge una armonía novedosa hasta en el contexto internacional; comprende, también, las propuestas más aceptadas en el campo de la producción musical llamada nacionalista, categoría en la que se suele incluir a compositores tan disímiles entre sí como Carlos Chávez, Silvestre Revueltas, José Pablo Moncayo o Candelario Huizar.

De los artilugios Los inicios del siglo xx, no los del siglo calendárico sino los inicios que marcan una profunda transformación en la vida de las sociedades y de su entorno, son representados en la literatura moderna y de vanguardia, en la arquitectura, la pintura y las artes plásticas con elementos de una modernización urbana que contrasta con la vida en el campo que abarca desde lo anticuado y el atraso hasta lo idílico y romántico. Eso no es nuevo, como ha señalado Raymond Williams al inicio de The Country and the City: En torno al campo se ha recogido la idea de un modo de vida natural: de paz, inocencia y virtudes sencillas. En torno a la ciudad se ha recogido la idea de un centro alcanzado: de aprendizaje, comunicación, luz. También se han desarrollado poderosas asociaciones hostiles: sobre la ciudad como lugar de ruido, mundanidad y ambición; sobre el campo como lugar de atraso, ignorancia, limitación. Un contraste entre campo y ciudad como modos de vida fundamentales se remontan a la edad clásica… (1973: 1; mi traducción).

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En el momento en que las grandes ciudades dejan de ser simples escenarios en y para la literatura, y se convierten ellas mismas en personajes; en el momento en que los cambios a los que hemos aludido se pueden comprender simbólicamente como urbanización de la mente, se transforma radicalmente el contraste con el campo y la vida rural: lo que cuenta, cada vez más, es la experiencia, la vivencia, el sentirse urbano incluso en países en los que estos cambios se harían notar, en los análisis políticos, sociológicos e históricos, apenas un par de décadas después de manera realmente impactante. Por otra parte, no hay que olvidar que una de las grandes apuestas de la política mexicana posrevolucionaria será el campo o, mejor dicho, el control de las demandas de los campesinos. Como otras vanguardias del momento, el movimiento estridentista vive de los contrastes: la provocación, tanto estética como social, sólo adquiere sentido si hay, en primer lugar, un canon literario, una crítica literaria y una historia de la literatura vigentes y, en segundo lugar, si hay una sociedad que reacciona a la provocación, que se ofende y que opone resistencia. Así como la urbanización de la mente requiere del campo para destacar, la urbe vanguardista requiere de la ciudad previa a las transformaciones que están en pleno auge. Por decirlo de una manera muy sencilla: la proyección de Estridentópolis requiere de la memoria urbana; requiere, para el caso específico de México, de la ciudad o, mejor dicho, de las ciudades previas a la Revolución, la ciudad decimonónica, la de provincia, la modernizada del porfiriato, la imaginaria ciudad europea o norteamericana que algún día se alcanzará a emular –ciudades todas que continuarán coexistiendo hasta muy entrado el siglo xx– y no sólo en el sentido arquitectónico. Paradójicamente, también estas ciudades requieren de contrastes, del México posrevolucionario que empezará a traducir las expectativas en leyes, instituciones y proyectos de Estado. Toda provocación, decía, tiene la necesidad de encontrarse con alguien que se moleste profundamente: la literatura estridentista la encuentra en los “lamecazuelas” y, sobre todo, en los “gallineros literarios” que había que “urbanizar espiritualmente”, como sugiere Maples Arce en un artículo periodístico a un año de su primer manifiesto

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(1922: 25). Es justo allí donde descubrimos una primera estrategia: la provocación resulta estridente en la medida en que choca con la calma y la tranquilidad acostumbradas. ¿Calma y tranquilidad en una ciudad que apenas un par de años atrás fue tomada por las tropas de Villa y Zapata? Justamente –porque estas tropas, o por lo menos la gran mayoría, se volvieron a ir, y el terror que las clases medias urbanas les tenían a las huestes de los campesinos zapatistas, o a los salvajes villistas, representados en la gráfica de José Clemente Orozco, lentamente se vuelve a diluir. En nada son comparables ya con las organizadas manifestaciones que los transeúntes perciben a través de “los hurras triunfales / del obregonismo” (Maples Arce 1981: 51) a los que nos remite el autor de Vrbe. Super-poema bolchevique en 5 cantos (1924). Y aun cuando, en este mismo poema, “la metralla / hace saltar pedazos del silencio” (ibíd.: 56), no fueron las tropas revolucionarias las que alteraron, de manera definitiva, la noción de la vida urbana de los años posrevolucionarios. La nueva urbanización efectivamente está vinculada con la política posrevolucionaria y sus actores: no con la bola, sino con el sindicalismo, las marchas y las manifestaciones, y con la percepción y la vivencia en medio de estas masas en particular: la “ciudad / musical / hecha toda de ritmos mecánicos” (ibíd.: 50), se llena de la “muchedumbre sonora” (ibíd.: 51), al grado de que esta nueva vida de masas bien organizadas termina por estructurar, en un sentido auditivo casi físico, la urbe: “¡Oh la pobre ciudad sindicalista / andamiada / de hurras y de gritos!” (ibíd.: 52). Cuando entran en escena los jóvenes poetas estridentistas, sus textos son mucho más modernos, mucho más urbanos, y mucho más ruidosos que la ciudad capital y desde luego que las ciudades de provincia en las que escriben y publican a lo largo de varios años manifiestos, poemas y relatos. Su ciudad literaria es estridente y moderna, precisamente porque supera en mucho su propia realidad, que presuntamente es nuestra realidad histórica –“resultado de algo que de esta manera nunca fue” (Rheinberger 2001: 224; mi traducción)–. Sus textos son provocativos porque chocan con realidades urbanas; con esta vida urbana que volvió a la calma después de la retirada de las tropas revolucionarias, una calma posrevolucionaria vigilada y con-

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trolada por las autoridades y sus nuevas instituciones; incluso las interrupciones se deben realizar con su autorización o incluso bajo su dirección, ya que de otra manera son reprimidas casi siempre violentamente. De los temas históricos y los motivos literarios, el lector encuentra huellas como, por ejemplo, una caminata dominguera en cuyo trayecto Maples Arce coincide con los que habían asistido a las marchas de un primero de mayo. Vrbe, por su formato libre y las imágenes vanguardistas, es mucho más radical que el recuerdo romantizado, casi utópico, de Soberana Juventud (1967) y su tono de memoria domesticada: Oleadas de obreros vestidos de mezclilla se sucedían constantemente y se escuchaban vítores a sus líderes y confederaciones. No obstante la fatiga de la caminata, me interesaba ese movimiento de masas humanas. Sentía la impresión de lo que estaba pasando y la fiesta de los trabajadores llegaba como una apoteosis hasta mi corazón. Me parecía bello aquel desfile interminable bajo el sol deslustrado de la tarde. Mi espíritu, lleno de las inquietudes del instante, me sugería esas resonancias. Así, me fui pensando y soñando a través de la ciudad, integrado a la marcha gloriosa de los obreros. Las disensiones sindicales, las agitaciones políticas y las amenazas de la guerra civil se cernían sobre nuestros destinos (1967: 147). Sin embargo, considero que hay otra constelación cuyos contrastes son aún más drásticos: la transformación social de algunos de los grupos más protegidos, las señoritas, hijas de buenas familias, de las que se mofan los estridentistas: su pertenencia a las clases medias de la provincia (sin duda, algunos de los poetas del movimiento ven allí su propio origen), y su cultura más decimonónica que revolucionaria, las convierte en objetivos idóneos de las burlas. Pero cuidado, una vez que las señoritas bien que aprenden a tocar piano o a bordar, rompen con sus costumbres, adoptan comportamientos literalmente disonantes, presentándonos un espectáculo de “niñas foxtroteantes y espasmódicas” (Maples Arce 1921; cit. en Schneider 1985: 42)5.

5. La cita proviene del primer manifiesto de Maples Arce cuyo título completo es Actual nº 1 Hoja de Vanguardia Comprimido Estridentista de Manuel Maples Arce; data del último día de 1921. Se trata de un cartel impreso de ambos lados, por lo que citaré siguiendo la recopilación de Schneider (1985), pp. 41-48.

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En una reunión típicamente futurista, Marinetti había colgado un piano de cola del techo; unos años después, en su primer manifiesto “Actual nº 1”, Maples Arce exige que se mande a “¡Chopin a la silla eléctrica!” (ibíd.: 43). Pronto, el tono violento se pierde y, casi de inmediato, pianos igual que violines se infiltran en la poesía estridentista para convertirse en una especie de presencia acústica general, “encajes auditivos” (Maples Arce 1981: 38) que no deben de confundirse con música de fondo. No faltará, por allí, “un oscuro violín de quinto piso / [que] se deshoja a lo largo de un poema de Schumann” (ibíd.: 42); o “algún piano fantástico, [que] desvela los bemoles románticos de un estudio sin luna” (ibíd.: 43); “los violines se suben como la Champaña” (ibíd.: 36), y casi en seguida, uno de ellos “se accidenta en sollozos teatrales” (ibíd.: 37). Estos encajes auditivos se entretejen con muestras de una modernidad urbana, aunque ésta tiene una presencia menor de la que se asume generalmente. Sin duda, “[e]l ascensor eléctrico y un piano intermitente / complican el sistema de la casa de ‘apartments’” (ibíd.: 45), pero no debemos olvidar que a inicios de la década de los veinte, el quinto piso de aquel oscuro violín solía ser la máxima altura que alcanzaban los edificios en la aún porfiriana Ciudad de México. Claro que en el plano de la poética urbana, Nueva York está presente: se alude a rascacielos, a la profundidad de las avenidas, a los cables de telégrafos y en general a las comunicaciones como atestiguan no sólo los textos literarios, sino también la gráfica, la fotografía, la pintura. En México, sin embargo, las irrupciones estridentistas, la realidad literaria de su edificio de 40 pisos, son previas al del primer “edificio hacia lo alto”, de orgullosos doce pisos, que se está construyendo en la Avenida Juárez en 1927 (De Anda Alanis 1990: 118). No obstante las mencionadas alusiones a la historia inmediata como huelgas, sindicatos y manifestaciones, la estrategia estridentista de contrastes apunta más a la memoria; eso se debe a diversas vivencias de las que quiero mencionar dos: la experiencia del individuo que se diluye en la masa, y cuyo sentimiento de identidad fragmentada invade la soledad de las individualidades supuestas; y la experiencia del sonido de signos de la modernidad urbana que vinculamos a los años posrevolucionarios y que contrastan con otras manifestaciones acústicas.

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Éstas, evidentemente, sobreviven e incluso caracterizan el tono de una vida urbana tranquila en la cual resaltan las irrupciones de la modernidad. Porque de eso se trata: de irrupciones y, traducidas al ámbito acústico, de ruido, de disonancias: “los ruidos descerrajan las puertas”, describe Maples Arce una experiencia cotidiana (1981: 36). El estridentismo se nutre del hecho de que estas irrupciones sólo se hacen notar si conviven ambos: silencio y ruido, el presente de una historia que nunca fue así como se recuerda y la proyección del futuro. No hablo de movimientos de transición, lo que impera es el presentismo, también, aquí. “YO / eché a andar / por las avenidas del crepúsculo / y venían de los parques cinemáticos / palabras descosidas que limitaban mi paso” (List Arzubide 1926; cit. en Schneider 1985: 257). Pero no sólo se trata de la irrupción de sonidos nuevos y por lo tanto desacostumbrados, sino de cómo éstos son presentados: en medio de los “5 centavos de silencio” (Maples Arce 1981: 42), menos de lo que cuesta una taza de café en el Café de Nadie, tenemos los motores de motocicletas y automóviles, uno que otro trasatlántico, locomotoras que aúllan, “tranvías [que] no paran de cantar” (Kyn Taniya 1986: 152). Los jóvenes poetas, atentos a los ritmos y sonidos en la poesía, interpretan los ruidos a su manera. Lo que en parte contribuyó a la fama (la mala fama incluso) de los estridentistas es la introducción de temas e imágenes a la poesía que no parecen tener ningún potencial estético, metafórico o simbólico: los multicitados motores de motocicletas, los automóviles, los aviones, la urbanización, la revolución (en ocasiones la guerra), los trenes, los tranvías eléctricos, los cables y los zumbidos del telégrafo, el aumento de velocidad de los medios de transporte. Es poco probable que imágenes al estilo de “la primavera pasa como en motocicleta” (Maples Arce 1981: 42) tengan valor poético para la crítica. Y, sin embargo, la insistencia: “[e]se zumbido de motores / esa noche / Son los aviones que se van /a las estrellas / Portadoras de la buena nueva” (Kyn Taniya 1986: 197). Contrastan los ambientes naturales, los olores, lo visual, los recuerdos, con imágenes provenientes de la técnica, la modernidad, el ruido. A la par, todo se suaviza: los aviones zumban, los trasatlánticos emiten mugidos de bueyes, y los autos y los tranvías cantan. La eventual violencia se percibe, en medio de la

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tranquilidad creada, de otra manera: cuando “[s]uena un tiro / que quiebra el cristal de la noche / Todas las estrellas se van” (ibíd.: 214) –la imagen acústica no es estridente en sí, resalta por contraste y por desacostumbrada–. El peso de las expresiones acústicas de la vida moderna no se debe a una presencia constante de motores y claxons en general sino, al contrario, a la irrupción de estos elementos que causan sobresaltos y sorpresa en el lector. Tampoco, para mencionar otro ejemplo, el jazz y las jazz-bands aparecen con mayor frecuencia que los pianos y los violines, que por lo general son muestras de un presente del que los estridentistas se burlan a veces por anticuado, por implicar reminiscencias románticas, por nostalgias falsas y fuera de lugar. En el “Ensayo sobre el danzón” (1926), Germán List Arzubide afirma que Post-Guerra, las danzas bárbaras y renovadoras del Hawai trajeron en el ritmo optimista del Jazz, un nuevo problema para los empolvados espíritus que se enternecen recordando las vueltas ruborosas del minuetto; y se habló de latinismo y americanización, de raza y de peligro sajón, mientras que se extendía sobre todos los escenarios, el arte estupendo del baile clásico que, la Pawlowa ofrendara como el mejor regalo de la revolución bolchevique, que permitió lanzar al mercado los tesoros de la autocracia zarista (37).

El jazz, igual que los rascacielos neoyorquinos, resalta el potencial de expresiones culturales transfronterizas. Aparece en el estridentismo incluso antes de los grandes proyectos culturales que en las décadas de los años veinte y desde luego los treinta trascienden las fronteras nacionales. Germán List Arzubide lo introduce, sin mayor entorno o contexto, como cita: jazz band, fonógrafo, cinematógrafo. No es de sorprenderse que para List Arzubide se trate menos de señales acústicas que de metáforas para ciertos estados de ánimo típicos del “ser moderno”. El poemario Radio (1924) de Kyn Taniya es distinto. Están presentes incluso aquellos ruidos (ondas hertzianas) que supuestamente no podemos escuchar sin aparato receptor, como ejemplifica el poema “Midnight Frolic”: “Silencio / Escuchad la conversación de las palabras / en la atmósfera // Hay una insoportable confusión de voces

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terrestres / y de voces extrañas / lejanas // Se erizan los pelos al roce de las ondas hertzianas / Ráfagas de aire eléctrico silban / en los oídos” (Kyn Taniya 1986: 222). En el contexto de las comunicaciones y de la radio, el silencio, las antenas, los cables tienen una presencia tan sorprendente como los motores y las interferencias: IU IIIUUU IU… “Por cien centavos tendréis orejas eléctricas / y podréis pescar los sonidos que se mecen / en la hamaca kilométrica de las ondas / …IU IIIUUU IU…” (ibíd.: 228). Las interferencias de la radio, las transmisiones, son asuntos casi de locura, físicamente, materialmente presentes en el “Manicomio de Hertz, de Marconi, de Edison” (Maples Arce 1981: 61). Pero es la noción de “esquina” la que resume, a mi parecer, varios de los elementos que he mencionado hasta este momento: noción que puede ser urbana, implica necesariamente la posibilidad y la necesidad de tomar una decisión: ¿hacia dónde? Es el lugar idóneo para fijar manifiestos, al grado que en el propio manifiesto vanguardista “Actual nº 1” (1921), queda plasmado el término, junto a la prohibición de fijar carteles. Esquina (1923) se llama uno de los poemarios de Germán List Arzubide; esquinas son proyectadas, mediante una perspectiva poco acostumbrada, en la portada del mismo libro diseñada por Ramón Alva de la Canal. “Esquinas” se llama, finalmente, una de las obras del compositor Silvestre Revueltas, en sus dos versiones, la de 1931 y la de 1933, como veremos más adelante. ¿Estridencias? Dar la vuelta a la esquina, en la poesía estridentista, promete sorpresas: “Locomotoras, gritos, / arsenales, telégrafos” (Maples Arce 1981: 36); y, por qué no, un encuentro cercano con “Beethoven [que] silba un jazz / y don Quijote [que] baila shimmy” (Kyn Taniya 1986: 203).

Pentagramas eléctricos y otros El interés de los estridentistas por la música clásica y de vanguardia no es tan evidente ni se hace tan explícito como sus vínculos con las artes plásticas y los experimentos literario-urbanos. Sabemos de los nexos de Germán List Arzubide con Silvestre Revueltas, y obras como

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“Esquinas” o “Troka”6 se han dado a conocer en distintos momentos, aunque el acceso por medio de grabaciones es mucho más reciente. De cercanía con la música se puede hablar también en el caso del otro Germán y de su esposa, los Cueto, su gran proyecto de teatro de muñecos y las obras para niños de todas las edades. Y no podríamos dejar de lado a Arqueles Vela, si bien en este caso el vínculo con la música se debe menos a su obra estridentista que a su veta de historiador del arte y la manera en que comprende y describe la música impresionista y contemporánea en El arte y la estética (1945). En general, las inquietudes que los estridentistas manifiestan por la música oscilan, como suele suceder en otros terrenos de las vanguardias, entre las estrategias y las prácticas de ruptura, la construcción de tensiones estéticas, la provocación por medio de las diferencias creadas en función de lo conocido y lo acostumbrado. Pero también los diversos planteamientos teóricos, explícitos e implícitos, desempeñan un papel importante, como ha afirmado con insistencia Peter Bürger (1974). En palabras de Piñón, en su prólogo a la Teoría de la vanguardia: La vanguardia no se colma de sentido sin la componente teórica; si se ignora cuanto tiene de proyecto estético, pierde su condición de ruptura epistemológica para convertirse en muestra de un extraño estilo, sólo distinto por lo novedoso que no cabe sino reproducir por mímesis (1997: 13).

La dimensión teórica es fundamental tanto en el marco de la expresión poética y narrativa vanguardista como en la crítica que debería haberse alejado, necesariamente, de todo canon literario –cosa que no ha sucedido en todos los casos–. Con respecto a la música, el ámbito de lo teórico es mayor, dado el grado de abstracción del lenguaje musical. Y sin embargo, la entrada al mundo de la música se da más en términos comparativos. Me explico: de manera paralela a las discusio-

6. La primera grabación mundial de las dos versiones de “Esquinas” data de 2002. “Troka”, composición basada en un relato de Germán List Arzubide y la que, según este último, fuera “posiblemente utilizada en los programas de radio de la SEP, en los cuales él leía sus cuentos”, fue grabada por primera vez en 1997 (Kolb Neuhaus 1998: 18 y 44).

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nes teóricas se presenta, en la época, un fenómeno que para el caso de la música mexicana tiene sus orígenes en las épocas clásica y romántica: estilos y grandes nombres se significan mutuamente, fundando los ejemplos canónicos. Ni el impresionismo ni otras corrientes musicales posteriores se liberan del todo de esta tradición; así, según afirmaba uno de sus profesores de composición, se le escuchaba al joven Revueltas, en sus primeras composiciones aún escolares, un tono “debussiano”, antes de que él hubiera siquiera escuchado, ya no digamos estudiado, obras del compositor francés. A falta de nociones que permitan denominar una parte importante de las transformaciones de la producción musical, los compositores más clásicos toman un lugar referencial para estilos más recientes, y la historia de la música reciente adquiere, en algunos casos, una atención apenas descriptiva. Johannes Heinrich afirma que eso se debe, esencialmente, a la experiencia del público, que se orienta por lo más conocido (Holländer y Thomsen 1987: 342-352). De manera similar, podemos entender que Arqueles Vela basa El arte y la estética, en especial los capítulos que versan sobre la música impresionista, contemporánea y proletaria, en gran parte en la obra de Raymond S. Stites, The Arts and Man (1940), de reciente aparición. La última fase en el desenvolvimiento de la música europea, se inició al descubrir que los acordes armónicos –no obstante el variado contraste entre unidades armónicas y disonancias– pueden utilizarse indistintamente en la composición musical […] Los últimos románticos descubrieron que los sonidos desagradables devienen materia sonora estética, cuando corresponden a una proporción de lo desagradable y comunican los sentimientos creados por un estado particular de la desarmonía de la vida (Vela 1945: 115).

Destacan no sólo el cambio estético en vista de las disonancias tanto musicales como cotidianas experimentadas, sino también las continuas referencias a la música y el arte europeos. A dos décadas de una serie de relatos que habían marcado profundamente la estética estridentista, Arqueles Vela adopta la visión de Stites que le permite vincu-

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lar la música contemporánea con preocupaciones estéticas, temáticas y teóricas similares a las del movimiento de vanguardia en el que había participado. En las breves notas sobre Honegger, Schönberg y Scriabin, resaltan una “melodía maquinística” o “una figuración geométrica, opuesta al informalismo impresionista, [que] es la equivalencia del cubismo y del suprematismo” (ibíd.: 115, 117). En cuanto a la ruptura con elementos formales, alude tanto a ejemplos de la pintura como de la música. Obsesionados por la antigua idea platónica de una música relacionada íntimamente con las matemáticas, los continuadores de la Teoría Orgánica de la Música, de Schoenberg, realizan un arte musical análogo al pictórico de Paul Klee y Kandinsky (ibíd.: 117).

En ninguna parte de la obra de Arqueles Vela encontramos siquiera mencionado a quien le hubiera quedado más cercano: el creador del sonido trece, Julián Carrillo. Son “[l]os experimentos de Schoenberg [los que] crean una nueva escala de doce tonos, similar a la utilizada por los indios Ragas” (ibíd.). Lo mismo sucede en el caso de la llamada música nacionalista: al final del capítulo en el que el autor habla de las bases populares y del folklore (nacional e internacional) de los compositores europeos, dándole un peso especial a los rusos y destacando, en general, “las antiguas danzas eslavas, húngaras, checas, españolas [que] estructuran la música culta”, los compositores mexicanos ocupan escasas cuatro líneas: En México, Carlos Chávez y Silvestre Revueltas, emplean motivos indígenas en la construcción de una música específica formal mexicana; y de contenido universalista. Sinfonía India, H.P., y Colorines y Janitzio, son las más significativas (ibíd.: 119).

Reveladores para la historia del arte del momento son dos aspectos: un aparente desconocimiento de algunas de las más recientes expresiones musicales de México y, en consecuencia, la necesidad de retomar la bibliografía extranjera. En este caso, un texto importante, como el del antropólogo Raymond Stites, quien intenta fijar un nuevo canon para

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algunas de las obras y los compositores de la música contemporánea, centrándose esencialmente en las escuelas europeas y sus tradiciones. Hasta para los valores musicales revolucionarios (en el sentido ideológico), el ejemplo viene de fuera: es la música de Shostakovich la que “expresa un movimiento de sentimientos colectivos. Refleja la angustia de nuestro tiempo; y es como un esquema interior de la movilidad impresionante del ritmo social contemporáneo: de la desdicha que arrasa la última esperanza del hombre, hasta la victoria del nuevo humanismo” (ibíd.: 120). Arqueles Vela acoge y asume estos valores, sobre todo en lo que se refiere a la música, mientras que su posición histórica, tanto en lo que se refiere a la literatura como a la pintura contemporáneas, se basa en antecedentes culturales propios y, sobre todo, en la experiencia de creador vanguardista: la Historia materialista del arte, publicada en 1936, que se da a conocer en el marco de otras historias marxistas como la de Teja Zabre; y la Evolución histórica de la literatura universal (literaturas comparadas), publicada en 1941. Esta última contiene un apartado temprano sobre la “novela social iberoamericana”, así como un capítulo entero dedicado a las “Literaturas de las épocas revolucionarias” que incluye desde a Walt Whitman y John Dos Passos hasta la literatura soviética, junto con autores vinculados a la Revolución Mexicana. Posterior al capítulo sobre “El futurismo y la literatura fascista”, contamos también con elementos para una historia literaria en la que Arqueles Vela se deslinda radicalmente de la segunda etapa del futurismo (posterior a la “ruptura con sus teorías iniciales” [Vela 1968: 378]), movimiento con el que los estridentistas han sido comparados en varias ocasiones.

IU IIIUUU IU… He argumentado, en la parte introductoria de este ensayo, que en muchas ocasiones me he centrado más en las construcciones de los significados y el impacto del movimiento estridentista, que en un análisis de crítica literaria propiamente dicho. En este sentido, es importante aclarar algunos aspectos antes de entrar en ciertos detalles de la músi-

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ca y sus posibles vínculos con percepciones, actitudes, expresiones y, sobre todo, búsquedas estéticas. A lo largo de los años veinte y desde luego de los treinta, algunos personajes destacados del movimiento estridentista y de otros movimientos artísticos encontraban apoyo gubernamental en el proceso tanto de crear como de transformar instituciones: la Secretaría de Educación Pública y los proyectos culturales correspondientes son, quizás, el mejor ejemplo, y ciertamente uno de los mayores aciertos de algunos de los gobiernos posrevolucionarios y su capacidad de convocatoria, a la que respondieron intelectuales y artistas; los secretarios de Educación Pública, José Vasconcelos primero y Narciso Bassols después, son fundamentales en este proceso. En ocasiones, la simplificación de la historia de la cultura mexicana encontró maneras poco adecuadas para caracterizar a diversos personajes encargados de los proyectos culturales e institucionales. Se construyeron rivalidades no sólo entre diversos grupos y personajes (que sí las había), sino también entre el valor de su obra. Así, estridentistas y contemporáneos parecen haber estado continuamente en pugna, cuando existían proyectos en los que colaboraron miembros de ambos grupos. En la música, el ejemplo más claro terminó siendo, durante mucho tiempo, la confrontación entre Carlos Chávez y Silvestre Revueltas: el primero, autoritario, rígido y, como compositor, frío y cerebral; mientras que el segundo, bohemio, genial y libre. Las simpatías están, desde luego, con el segundo. No es éste el lugar para retomar las discusiones al respecto; sólo pretendo considerar algunos aspectos que de allí se derivan. Independientemente de las oposiciones tanto reales como construidas, ambos compositores son reconocidos desde muy temprano, cada uno por sus respectivos seguidores y por la recepción; con todo y calificativos, nadie duda de la calidad de la obra de ninguno de los dos. Por otra parte, los encasillamientos (el nacionalismo musical, por ejemplo, o en su versión despectiva, elementos “folclóricos” en ciertas composiciones), tal como los hemos visto en El arte y la estética de Arqueles Vela, no abarcan más que algunos de los elementos con los que trabajan los compositores. Más allá de motivos y temas musicales, cualquier análisis de la música llamada nacionalista tiene que dedicarle un espacio relevante al estudio de instrumentos, de los sonidos, de determinados ritmos, de

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la transformación de elementos de la música popular y su uso en la música clásica o culta, y de las estrategias que usan los compositores para integrar combinaciones de todos estos elementos. Es evidente que no colocan simples citas folclóricas en sus obras, sino que estamos ante una auténtica innovación que surge de las más diversas tradiciones. El director de la “San Francisco Symphony”, Michael Tilson Thomas, ha realizado detallados estudios en torno a diversos compositores y sus obras. En el programa sobre Aaron Copland, grabado en 2006, explica y ejemplifica con Appalachian Spring (1944) cómo surgió lo que posteriormente se llamaría el american sound, el sonido “típicamente” norteamericano. De familia judía con raíces de Europa oriental, niñez y juventud en Brooklyn, Copland vive una cotidianeidad de escuela pública, fiestas judías y música en la calle, en su mayoría jazz y blues. Los instrumentos de viento y de percusión típicos de las bandas, danzas populares, melodías, ritmos introducidos por los migrantes de todas partes, la música mexicana del Salón México, y claras influencias de la época del Frente Popular y la cultura de izquierda son los elementos indisputables que poco a poco integran obras como Appalachian Spring o Fanfare for the common man (1942), ejemplos ambos del american sound. Copland es un profundo conocedor de la música contemporánea a su propia obra; para él, Carlos Chávez es un ejemplo a seguir en la búsqueda de la independencia estética y la diferenciación de la música europea. Retomemos un fragmento de su análisis del compositor mexicano, cuya música le parece fuerte, implacable, sin concesiones: La música de Chávez es, ante todo, profundamente no-europea. Para mí [afirma Copland], posee una cualidad indígena con un espíritu extrañamente contemporáneo. A veces me da la impresión que se trata de la música más contemporánea que conozco, no en un sentido superficial, sino en el sentido de que se acerca más a la expresión de la realidad fundamental del hombre moderno (Kostelanetz 2004: 79-80).

No fue sino hasta años recientes que la crítica musical mexicana se deslindó definitivamente de una idea simplista de las características nacionalistas de la música posrevolucionaria:

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Tan cierto me parece que en algunos de sus magníficos Preludios para piano, como en tantas obras suyas, Chávez nunca rehuyó un indigenismo, un mexicanismo muy finos y auténticos, como que Revueltas no “escribía para el pueblo”: en sus obras jamás hay citas folclóricas sino giros admirables que evocan el espíritu popular, y obras como Planos o como los cuartetos número 1 y número 3 son de una elevada abstracción, depurada de cualquier clase de resabio nacionalista (Helguera 1999: s. p.).

Lo que aquí se describe pone la composición en un plano de investigación, en particular la que lleva el análisis de lo temático hacia lo estructural, hacia la abstracción; en el campo de la historiografía crítica diríamos, hacia la problematización de los elementos que configuran el objeto de estudio. La transformación moderna de lo urbano tanto como de lo popular pasa por su desestructuración y la recomposición en una serie de nuevos planteamientos. Los “resabios” nacionalistas se transforman en elementos abstractos, en términos musicales, en un lenguaje menos temático y más de esencia, que permite componer y representar música que suena “típicamente” mexicana, sin ser una imitación de folclor. Lo mismo sucede, a mi entender, con el mundo urbano, moderno y sus ruidos y sonidos. Los procesos de creación requieren no sólo del alejamiento de lo temático; necesariamente tienen que hacer uso de un grado de abstracción y de intentos, búsquedas (por ello me refiero a la investigación), y procesos claramente experimentales. El lenguaje que se busca, se tiene que crear, y a partir de él, se puede componer, sea eso a la manera de un Chávez o bien a la manera de un Revueltas, quien precisa esto mismo de la siguiente manera: “[r]itmo y sonoridad reminiscentes de otros ritmos y sonoridades, probablemente como un material de construcción se asemeja a otro, o es el mismo, pero sirve a construcciones diferentes, en sentido, en forma, en expresión” (Revueltas 1989: 213). La experimentación es una estrategia vanguardista fundamental, como muestran los escritores estridentistas y los grabadores cercanos a ellos. Recapitulemos: la temática urbana se articula a partir de cambios de perspectiva que gráficamente se representan a través de la pérdida del punto de vista del observador; el movimiento y a la vez una visión más amplia se introducen mediante una nueva perspectiva,

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geométricamente organizada en función de composiciones esféricas: “Representa de una manera completa los espacios real e intermedio y parte del espacio virtual” (Serrano 1934: 11). Las leyes generales de la física se desarticulan y exponen a los sujetos a condiciones “irreales”, de modo que pierden toda certeza no sólo acerca de su propia identidad, sino también en lo que se refiere al tiempo y espacio en el que viven; en pocas palabras, se cuestionan toda clase de estructuras asumidas como fijas, certeras y confiables. La desarticulación de las perspectivas conduce a horizontes más amplios, asimilando las observaciones como experiencia y como orientación; de una manera similar se desarticulan los lenguajes clásicos y románticos de la música y se introducen elementos desacostumbrados, desde reminiscencias populares hasta aquellos entendidos tradicionalmente como ruidos e interferencias. Los distintos lenguajes, principios y fragmentos intra y extramusicales no desaparecen; la innovación está en la inclusión de nuevos elementos, y la recomposición de los que tradicionalmente se conocen. Muchos compositores de la época, Chávez y Revueltas entre ellos, transforman la gramática de la música: las escalas, la tonalidad, la concepción del sonido y los silencios, la lógica de los acordes, los ritmos, la relación entre los instrumentos, la inclusión de instrumentos no habituales para la música clásica, la comprensión de la armonía. El compositor mexicano más radical en lo que a estas transformaciones se refiere es Julián Carrillo, previo incluso a las demás vanguardias literarias, gráficas y musicales, con propuestas y resultados equivalentes a las de la pérdida del lugar del observador y de la identidad del sujeto7.

7. De la misma generación que José Rolón, y siete años mayor que Manuel M. Ponce, músicos ambos con estudios en Europa y catalogados como románticos y a la vez fundadores del nacionalismo musical mexicano, Julián Carrillo (1875-1965) resulta ser el más radical de los innovadores de la música mexicana, y uno de los más radicales de la música de vanguardia occidental. Revoluciona la comprensión de la tonalidad con la creación del “Sonido 13”, así como la escritura musical, además de inventar instrumentos musicales que permiten tocar sus composiciones. Todo ello obedece a la necesidad de crear y hacer uso de un novedoso lenguaje musical que integra cuartos, octavos y dieciseisavos de tonos.

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Lo más importante en el marco de este ensayo, sin embargo, son menos las similitudes que las diferencias (en términos muy generales) de algunos de los músicos con el movimiento estridentista: con todo y lo experimental que puedan ser sus creaciones, pretenden rebasar el nivel de la experimentación y crear nuevos lenguajes y obras. Para el caso del estridentismo, estoy más convencida del carácter provocador como tal que de la intención de crear una gran obra que no sólo dejara una huella en la poesía o la novela corta, sino que causara un punto de no retorno. La crítica literaria solía vincular el carácter experimental con la juventud y la inmadurez de los estridentistas y, por lo tanto, como asunto necesariamente pasajero; conforme pasaría el tiempo, la supuesta inmadurez se vería como falta de talento y de genialidad (a diferencia de los contemporáneos). Una década después, Silvestre Revueltas se refiere a la misma problemática, sólo que a la sinceridad, la altanería y la juventud, se agrega explícitamente el profesionalismo. Y entonces, sí, afirma, se puede ser compositor, solista, músico de orquesta a la vez clásico e innovador. Virtuoso. No dejarse ni deslumbrar ni engañar por el poder, la política, la fama, todo aquello que puede resultar simplemente falso. Posiblemente, Revueltas choque con sus opiniones, pero se le perdona porque es simpático, rasgo que en la opinión pública (¿pública?) se intensifica al construirle un (supuesto) adversario como Carlos Chávez, quien ocupa, simplemente, un lugar institucional distinto. Y cómo ironiza Revueltas las pugnas institucionales: “[m]undo joven y para jóvenes. Mundo en marcha. En marcha incontenible. (¡Qué miedo!, ¿verdad, señores del otro mundo? ¡Qué espanto!, ¿verdad, señores puesto-eternizados?)” (ibíd.: 194). Es irónico y altanero porque su trabajo profesional se lo permite: “Las temporadas de conciertos se sucedieron sin interrupción año tras año, siempre con obras nuevas de compositores extranjeros y con obras de mexicanos desconocidos y jóvenes. Sangre nueva que aturdía a los asustados patrocinadores de los soporíferos conciertos habituales” (ibíd.: 199). Para las dos orquestas sinfónicas (la de Chávez y la del propio Revueltas) surge un nuevo público “más voluntarioso, con menos prejuicios” (ibíd.). ¿Por qué me parecen tan importantes estos recuerdos a medias, esa memoria personal y por lo mismo subjetiva y parcial? Permite resaltar

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aquellos elementos que acercan la experiencia de los músicos mencionados a la de los jóvenes escritores de la década anterior. La ironía, la irreverencia frente a una visión cultural, institucional o en proceso de ser institucionalizada, la obstinación en el simple hecho de ser joven, atrevido, de romper con las tradiciones, de emprender la búsqueda sin saber de qué, son líneas claras que atraviesan las décadas de los veinte y los treinta. No es una sola línea, son muchas, sus intensidades cambian, pero su presencia interfiere continuamente en los proyectos y procesos de la institucionalización posrevolucionaria a los que ciertamente no son ajenos: los estridentistas tienen “su” Horizonte, su revista, fomentada y financiada por el gobierno del estado de Veracruz. Pero, ¿sólo por incluir temas educativos, políticos, sociales, esta publicación es “menos” estridentista que otros proyectos en los años previos? Por su parte, Revueltas (igual que Chávez) tiene “su” orquesta, con la que no sólo fomenta la nueva música, a los compositores y músicos jóvenes, a los estudiantes de música, sino que además moldea los gustos del público, educa a los asistentes y, en un auténtico acto creativo, es el autor de un público nuevo para música contemporánea, tanto mexicana como extranjera. La propuesta de Maples Arce, “2°. Improvisar un público” (Maples Arce 1922: 25); “la primera exposición estridentista en el Café de Nadie […], 5,000 boletos vendidos con diez días de anticipación” en 1924 (List Arzubide 1926: 62), ¿acaso no es una variación literaria de la creación de un nuevo público? ¿Quién quiere seguir escuchando a las lánguidas señoritas que tocan violín y piano, si podemos asistir a un concierto en el que se presentan obras como “8 x radio”, “Esquinas”, o “Planos”? Como sea, aun en el caso de la música contemporánea, este público nuevo requiere de la guía de lo aceptado. En ocasión del estreno de “Planos”, “[a]lgunos pensaron que era Stravinski; quién sabe qué pensaría Stravinski” (Revueltas 1989: 212). Más que los temas de lo urbano y más que las características nacionalistas de la música mexicana, se trata de un espíritu experimental lo que va marcando a los jóvenes compositores. Veamos: “8 x radio” es una “ecuación algebraica sin solución posible, a menos de poseer profundos conocimientos en matemática. El autor ha intentado resolver el problema por medio de instrumentos musicales” (Kolb Neuhaus

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1998: 28), afirma Revueltas sobre su propia obra, compuesta en 1933, cuando la radio acababa de cumplir 10 años de haber iniciado sus trasmisiones en México8. Los conjuntos musicales modernos incluyen tanto instrumentos de un grupo de cámara de música clásica, como de la música popular, sonajas por ejemplo, o el güiro. “Esquinas” retoma, de manera directa o indirecta, lo que ya Germán List Arzubide había buscado con su poemario del mismo título: un punto referencial no sólo para distintas perspectivas, sino también para encuentros y desencuentros urbanos: Esquinas de ayer con emoción de hoy, observadas desde otros caminos del corazón con nueva mirada, más comprensiva, más fiel, por más experimentada; modelada con nuevo material, dejando intacta su atormentada angustia de aspiración encadenada, su dolor persistente clavado en la mitad de la calle, su grito desgarrado de pregonero pobre y desamparado, fecundo en rebeldía que ahora siento un poco extraño dentro del alentador optimismo de mi deseo actual, alegre y fuerte como una clara montaña de nueva energía y esperanza nueva (Revueltas 1989: 212).

Kolb Neuhaus comenta la confusión del público que se imaginaba una esquina en una escena casi costumbrista; sin embargo, escucharon “una ruidosa algarabía de motivos melódicos amontonados imprevisibles, efímeros, cambiantes y breves, yuxtapuestos en un collage tan denso y complejo que resulta difícil reconocer ahí la voz de estos presuntos pobladores callejeros” (2004:10). Las metáforas sociales y acústicas en la literatura, el arte y la música, y la renovación de la estética en terrenos tanto de la vida cotidiana como en el arte, implican necesariamente la ampliación de las nociones hacia lo popular, lo cotidiano, lo tradicional, lo étnico, lo interna-

8. Oficialmente, la inauguración de las trasmisiones radiofónicas tuvo lugar el 8 de mayo de 1923, con la presencia de notables músicos (Manuel M. Ponce, Andrés Segovia, Celia Montalbán), el director del Universal Ilustrado, Carlos Noriega Hope; Raúl Azcárraga y el fundador del movimiento estridentista, Manuel Maples Arce, quien leyó su poema de la radiofonía “T.S.H.”, aludiendo a la telegrafía sin hilos que permitía trasmisiones por radio (véase Zurián de la Fuente 2010: 71).

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cional. Una pregunta necesaria es qué significan las vanguardias para una sociedad; qué significan para la comprensión que una sociedad puede alcanzar de sí misma.

Proyecciones Los referentes estridentistas inmediatos parecen condensarse en torno a aspectos urbanos con potencial de futuro: la evocación de una sociedad en plena transformación, manifestándose; las constantes alusiones a las comunicaciones, los vehículos y artefactos cuya modernización implicaría si no la mejoría de toda la sociedad, sí una convulsión parcial. El entrecruce entre la poesía vanguardista y el trabajo en instituciones políticas y culturales que algunos de los miembros del movimiento desempeñan en distintos momentos es también la esquina donde se encuentran y a la vez se separan el presentismo y la posibilidad de construir un futuro. Pero ni los temas estridentistas más tangibles ni el proceso histórico que produce mayores expectativas e implica promesas, la Revolución Mexicana, son, en sí, utópicos9. No toda proyección hacia otro espacio, otro tiempo, otra sociedad siquiera roza la utopía. Cierto: una utopía es una proyección. Geográfica, espacial, temporal, imaginaria, política, social; y como proyección, tiene direccionalidad, tiene dimensiones: independientemente de su viabilidad, siempre es imaginable, localizable, forma parte de lo que podemos pensar, proponer, proyectar y describir. Hay elementos ocultos o deseables en nuestra propia realidad (entiéndase ésta como vida cotidiana, experiencia, conciencia histórica e imaginario) que tienen potencial utópico, y los estridentistas, como toda vanguardia, juegan con estos elementos.

9. Según Alan Knight (2010), la Revolución Mexicana careció de todo tinte utópico: “Ninguno de sus pensadores proponía una utopía en la que toda la sociedad mexicana llegara a un estado de cosas tal que la hiciera distinta; y por otro lado, los proyectos revolucionarios impulsados por distintos caudillos carecieron de esa visión globalizante y holística que caracteriza a las utopías” (s. p.).

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Lo que dificulta este panorama es la visión fraccionada de tiempos, espacios y sujetos en las representaciones estéticas y cotidianas, visión que resquebraja la posibilidad de una proyección utópica. A lo largo de este ensayo he procurado mostrar la importancia del cambio de la mirada estridentista que conlleva, como estrategia, inestabilidad e incertidumbre. En este sentido, los materiales de proyección de los estridentistas no son los objetos urbanos sino sus manifiestos (parodiando una larga tradición de planes políticos, y emparentándolos con manifiestos de otros movimientos de vanguardia); son esta especie de génesis invertido de “Los espejos de la voz” (Vela 1921; cit. en Schneider 1985: 101-102) y El movimiento estridentista (List Arzubide 1926), el último manifiesto a la vez que texto histórico de lo que pudo haber sido el movimiento; son las interferencias en la comunicación, y los tenues recuerdos de los personajes en el Café de Nadie. Pero, ¿realmente hay algo proyectado por toda esta pedacería que nos podría hacer pensar en una utopía? Porque, en principio no tenemos sino elementos urbanos sueltos: esquinas, calles, telégrafos, una estación de radio, postes, cables, carteles, una librería, cafés, habitantes, periódicos y manifiestos, las masas obreras, personajes extraños, huellas de individuos y grupos, medios de transporte y los sonidos y los ruidos correspondientes, ventanas, gritos, música, edificios abstractos… y la continua multiplicación de todos estos elementos en un tiempo presentista, con proyecciones imaginarias hacia pasados-futuros. Los mundos desestructurados o, mejor dicho, los mundos que no están estructurados de la manera acostumbrada, se perciben en los manifiestos, los textos narrativos, la poesía, la fotografía, las artes gráficas, las estridencias auditivas. No observamos, en la obra estridentista, que estos elementos queden integrados por los respectivos autores en conjuntos significativos, o que obedezcan a un canon previamente consensuado. No encontramos su formalización en una obra que pone a la vista, cuando mucho, el material casi primario y las estrategias que permitirán la transformación de ruidos, sonidos y recuerdos acústicos en teorías y obras musicales; o la pérdida del punto del observador en una nueva teoría sobre la perspectiva. Lo único que integran, en el imaginario, todos estos elementos, es un nombre: Estridentópolis. Y sin embargo, desde mi punto de vista,

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Estridentópolis no es un mundo utópico; es, más bien, un mundo excéntrico y dislocado. Si bien toda utopía requiere de aspectos familiares que la vinculen con culturas y sociedades conocidas, no se sustenta en lo temático: ni en el edificio estridentista de 40 pisos o las visiones urbanas en general; ni tampoco en las imágenes literarias de máquinas y motores o las estridencias sociales, visuales o acústicas. En este sentido, integrantes y allegados del movimiento estridentista proyectan, desordenadamente, que lo efímero, lo inmediato, lo cotidiano, lo fragmentario e insignificante podría tener algún valor, algún significado, pese a que no trascienda; proyectan que, en medio del presentismo, me puedo imaginar que lugares aún inexistentes, en algún momento existirán, y que allí estaré porque allí estará “El hombre que encontramos en todas partes” (Vela 1925: 34), y nosotros con él; proyectan ruidos y claxons y gritos de las masas que podrían ser muestras de una sociedad urbana moderna, o que podrían descubrir armonías desconocidas que a su vez proyecten valores y significados. Proyectan la pérdida de las bases mismas de la proyección: el lugar del observador, firme y seguro, la perspectiva, la direccionalidad. En lo personal, veo el estridentismo, hoy, no tanto como propuesta de un mundo distinto; sí, los participantes en el movimiento tocan temas, realizan montajes parciales de su ciudad literaria, y sí, esta ciudad se puede ubicar, idealmente, en una Xalapa revolucionaria del futuro; y sí, tiene rasgos de la Ciudad de México, lugares claramente localizables… contamos con elementos que parecen simbolizar el progreso, la modernización. Pero ¿se trata de un mundo distinto, inédito? Creo que no. Reitero: lo que cambia con el estridentismo no es el mundo que describen, sino la mirada –y no sólo la mirada sino, en general, su percepción: cómo se sienten, qué escuchan, qué ven, qué tocan o no porque es demasiado efímero. Les interesa más la sensación y la observación de lo fragmentado, de lo aún no integrado, lo inasible, lo que ya se les escapó y lo que aún no es. Y les interesa crear un público para ello. ¿Estridentes? Ciertamente. ¿Hacedores? En aspectos políticos y político-culturales, sin duda alguna, pero también sensibles a los detalles de lo inexistente, por eso su búsqueda de un público para lo efímero, lo estridente, lo que incomoda. Igual que ellos, este público tendrá

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que cambiar su mirada; ya no la mirada de un observador que inmoviliza el espacio que tiene frente a sus ojos (Simmel 1903). Más allá de las parodias y los escándalos, los estridentistas ponen en movimiento la mirada misma, la multiplican y a la vez aniquilan el ángulo del observador, produciendo la experiencia de una percepción cada vez más desorganizada, desestructurada, múltiple, sin enfoque y sin ángulos definidos. Nada de eso está patrocinado por el Estado, por las instituciones, por los intereses de la reconstrucción nacional después de la Revolución Mexicana. Proponer, con todo desparpajo, que los fragmentos de la cotidianeidad y las sensaciones sin integración podrían tener que ver con la cultura, con la estética, que lo efímero podría tener un valor, que las desarmonías podrían transformarse en música, que todo ello podría formar parte de una realidad cultural, ¿eso no es tanto o más utópico que una urbe moderna, una sociedad revolucionaria, un país de derecho con instituciones, un futuro? La esquina, la disyuntiva del pragmatismo político y un público educado, atento a lo fragmentario, lo que no existe aún, las provocaciones. Presentismo, identidades inciertas, estridencias, interferencias, un lugar al margen de toda teoría. Sólo un lector extremadamente optimista puede vislumbrar, en medio de todo ello, una utopía. Como si no toda utopía estuviera pensada como proyección para lectores optimistas.

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SECCIÓN IV Entre lo urbano y rural: modelos alternativos para pensar la utopía de/en América Latina

La Tierra adentro en Una excursión a los indios ranqueles de Lucio V. Mansilla como alternativa del poder político de Buenos Aires Annick Louis

Considerado durante largo tiempo como un “clásico escolar”, Una excursión a los indios ranqueles (1870), el libro más famoso de Lucio V. Mansilla, fue a menudo fragmentado, difundido en ediciones y revistas para jóvenes, reducido a sus capítulos que contienen los llamados “cuentos de fogón” o que describen la vida de los indios. Como lo señaló David Viñas, al convertirse en un libro de lectura para niños y adolescentes, la dimensión histórica del texto se fue diluyendo. Fue precisamente gracias a la intervención de Viñas, y de críticos como Saúl Sosnowski, Silvia Molloy, Alan Pauls y, más tarde, Julio Ramos, que esta obra ha ido adquiriendo, desde hace un poco más de veinte años, un nuevo estatuto y reencontrado su carácter polémico en Argentina1. Simultáneamente, ha sido objeto de

1. Para la lectura de Sosnowski (1984) véase el “Prólogo” de su edición Una excursión a los indios ranqueles. Otros estudios que contribuyeron a renovar la imagen

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una apropiación por parte de la Historia y la Antropología, disciplinas que han contribuido a su difusión dentro y fuera del mundo hispanohablante2. La excursión de Mansilla al territorio denominado Tierra adentro se realiza entre el 30 de marzo y el 17 de abril de 1870, es decir, en el período que precede inmediatamente la “coalición del estado liberal”, como denomina Josefina Ludmer (1999) a la década de 1880, y que, a la vez, la prepara3. Tulio Halperín Dongi (1982) ha señalado que el

de Mansilla y su obra son: Silvia Molloy (1980): “Imagen de Mansilla”; Alan Pauls (1984): “Sobre las Causeries de Mansilla. Una causa perdida”; Julio Ramos (1996): “Entre otros: Una excursión a los indios ranqueles de Lucio V. Mansilla”. Entre las lecturas más recientes realizadas desde la literatura, se encuentran: Jens Anderman (2000): Mapas de poder. Una arqueología literaria del espacio argentino; Miguel Dalmaroni (2006): Una República de las letras. Lugones, Rojas, Payró. Escritores argentinos y estado. En cuanto a David Viñas, luego de publicar Indios, ejército y frontera, en el momento de su retorno a la Universidad de Buenos Aires en 1986, impuso una nueva lectura de Una excursión desde la Cátedra de Literatura Argentina I, a partir del año 1986. Véase Literatura argentina I, Cursos magistrales, UBA, 1986. 2. En inglés se publicaron dos traducciones el mismo año: A Visit to the Ranquel Indians (Lincoln: University of Nebraska Press, 1997), traducción de Eva Gillies, y An Expedition to the Ranquel Indians (Austin: University of Texas Press, 1997), traducción de Mark McCaffrey; en francés la edición es reciente: Une excursion au pays des Ranqueles (Paris: Christian Bourgois, 2008), traducción d’Odile Begué. El cruce de perspectivas históricas, antropológicas y geográficas, puede verse en: En tiempos de Eduarda y Lucio V. Mansilla. Congreso de Historia y Literatura. Junta Provincial de Historia de Córdoba, 1 y 2 de julio de 2005. 3. El término de coalición es usado por Ludmer para designar no sólo al grupo de jóvenes escritores de la “generación del ochenta”, sino el tejido de posiciones y sujetos de las ficciones que ellos escriben. Los escritores reales y los sujetos ficcionales o literarios que producen constituyen “los sujetos del estado liberal”: una conjunción de diferentes grados de ficcionalidad (o de realidad). La noción de coalición cultural del Estado liberal es una construcción crítica. Este conjunto de escritores escribe ficciones para el Estado, que producen los sujetos del Estado liberal; el Estado necesita estas ficciones no solamente para organizar las relaciones de poder sino también para postular sus propias definiciones y alternativas (1999: 23-139). Sobre el ochenta, ver también el clásico libro de Noé Jitrik (1998): El mundo del Ochenta, y David Viñas (1982): Literatura argentina y realidad política. Para una revisión del concepto de generación del ochenta, véase Paula Bruno

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ritmo de avance de la Argentina desde su Independencia hasta 1870 es menos rápido que el de la Cuba todavía española, y que esta etapa “no tiene nada de la serena y tenaz industriosidad que se espera de una cuyo cometido es construir una nación de acuerdo con planes precisos en torno de los cuales se ha reunido ya un consenso sustancial” (7-8). Marcado por acciones y palabras violentas, este momento se abre y se cierra con dos conquistas de Buenos Aires, y comprende dos choques armados entre el país y su primera provincia, dos alzamientos de importancia en el interior, algunos esbozos adicionales de guerra civil y la más larga y costosa guerra internacional afrontada por el país (la del Paraguay). Los conflictos conciernen la organización nacional y la del poder político, pero también el modo en que éste se puede conquistar. La escritura constituye, en este período particular, un espacio de debate político, cultural y social, en una época en que estas esferas no se han autonomizado aún. Al mismo tiempo, la llamada “cuestión del indio” adquiere mayor importancia, puesto que la instauración de la economía liberal capaz de acelerar el desarrollo del país demanda un control efectivo del territorio. Es una época en que una parte de éste es aún un no man’s land, donde circulan indios, desertores y todos aquellos que rechazan el mundo y la legalidad de los blancos; una zona de mezcla y de cohabitación de modos de vida con reglas propias. Desde el punto de vista histórico, el viaje de Mansilla tiene escasa trascendencia. Sin embargo, es esencial resituarlo en el contexto del proceso conocido bajo el nombre de “araucanización de las pampas” que se inicia a comienzos del siglo xviii, cuando los grupos indígenas que habitan el sur del continente, a ambos lados de la cordillera de los Andes, establecen relaciones. A partir de entonces, el malón se transforma de una simple expedición de rapiña en empresa económica y militar que, para ser ejecutada con éxito, implica la constitución de centros de poder de mayor importancia que aquellos que caracterizaron hasta entonces estas sociedades. Surgen así progresivamente los grandes cacicazgos, las dinastías de Painé y su hijo Mariano Rosas

(2007): “Un balance acerca del uso de la expresión generación del 80 entre 1920 y 2000”, e íd. (2010): “Segundones cómplices”.

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–cacique de los ranqueles en la época de Mansilla–4, y de Calfucurá y su hijo Namuncurá5. Ante esta realidad, los blancos adoptaron dos posiciones; la primera consistía en usar ciertos grupos, los llamados “indios amigos”, como una suerte de tampón entre los blancos y los grupos indígenas más agresivos; fue la que adoptó Rosas, tal como puede verse en el Diario de la expedición al desierto (1833)6; esta estrategia permitía una paz relativa en las fronteras, pero con la caída de Rosas, en 1852, los indios retomaron los malones (Ratto 1998). La otra opción era la estrategia ofensiva, que se construye sobre la oposición entre bárbaros y civilizados, que será adoptada por el Estado Liberal a fines de la década de 1870, cuando Julio A. Roca concretiza su célebre “Campaña al desierto”. Cuando realiza su excursión a los ranqueles, Mansilla es un recién ascendido coronel de treinta y nueve años, que ha sido nombrado por Sarmiento (con quien, como es sabido, mantuvo relaciones complejas), al mando de la línea de fronteras Córdoba-San Luis-Mendoza, con asiento en Río Cuarto, en 18687. Nacido en Buenos Aires en

4. Nacido en 1825 y muerto en 1877, Mariano Rosas, cuyo nombre ranquel era Paguithruz, era el cacique principal y autoridad indiscutida de los ranqueles y controlaba las tierras de la pampa central. Leubucó, en el corazón del territorio, era el centro político del cacicato y la sede del gobierno de Mariano, quien gobernara desde 1858, habiendo sucedido a su hermano mayor, Calvaiu, muerto de forma trágica. Mariano Rosas fue hecho prisionero en 1834, y luego de un año en cautiverio fue llevado ante Rosas, quien lo bautizó y le hizo aprender las tareas del campo. Permaneció en la estancia de Rosas hasta 1840, cuando se fugó. 5. Véase Carlos Orlando Nallim (1974): “La visión del indio en Lucio V. Mansilla (Testimonio y literatura en ‘Una excursión a los indios ranqueles’)”. Juan Carlos Garavaglia (2008) presenta un buen resumen de la situación en su prólogo a la edición francesa de Una excursión. 6. Véase Juan Manuel de Rosas (1965): Diario de la expedición al desierto. 7. Mansilla y Sarmiento se conocieron en el barco que los llevaba de Montevideo a Brasil en 1852; varios episodios traducen momentos de acercamiento e intereses comunes, pero también diferencias políticas y personales de importancia. Durante la campaña presidencial de Sarmiento, en 1867, Mansilla y Arredondo promovieron su candidatura; Mansilla habría tenido la ambición de ser nombrado ministro de Guerra, pero Sarmiento, una vez que asume, no tiene en

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1831, y muerto en París en 1913, Lucio V. Mansilla era, como es sabido, hijo del general Lucio N. Mansilla, héroe de la Independencia argentina8, y de la célebre Agustina Rosas, hermana de Juan Manuel9. Sobrino del dictador, por lo tanto, sus ideas liberales lo habían puesto, ya en su juventud, en una posición delicada, tal como lo cuenta en una Causerie: en 1848, su padre lo habría enviado en misión comercial a la India y a Europa, cuando lo encontró leyendo El contrato social de Jean-Jacques Rousseau, ante lo cual le dijo: “Mi amigo, cuando uno es sobrino de don Juan Manuel de Rosas, no lee El contrato social, si se ha de quedar en este país, o se va de él, si quiere leerlo con provecho” (Mansilla 1963: 81). Luego de la batalla de Caseros (3 de febrero de 1852) se aleja de Buenos Aires con su padre y su hermano, reside un tiempo en París, visita en Inglaterra a Juan Manuel de Rosas y, finalmente, regresa a Buenos Aires con su padre en agosto de 1852. Empieza entonces una nueva etapa para él, puesto que Mansilla debe reconstruir incluso la posibilidad de hacer carrera en Argentina, orientándose hacia varias de las actividades que habitualmente servían a los miembros de las élites locales para realizar una carrera política ascendente. En las décadas que suceden a la caída de Rosas, este régimen es percibido como un sistema basado en el abuso y la carencia de una legalidad social objetiva, al tiempo que la escisión entre familias rosistas

cuenta sus deseos, y se limita a restituirlo en su cargo militar. Mansilla cuenta el episodio, después de la muerte de Sarmiento, en una Causerie publicada entre 1889 y 1890: “El famoso fusilamiento del caballo”. Véase Lucio V. Mansilla (1963: 117-144): Entre nos. Causeries del jueves. 8. Lucio Norberto Mansilla (1789-1871) combatió en las invasiones ingleses, en 1806 y 1807, se enroló en las tropas independentistas, en 1810, e integró el ejército de los Andes bajo las órdenes de San Martín; representó a la provincia de La Rioja en el Congreso Constituyente de 1826, participó en la campaña contra Brasil y en la batalla de Ituzaingó. Su prestigio venía en gran parte de la defensa que organizó contra la escuadra anglo-francesa de la Vuelta de Obligado en 1845. Después de la caída de Rosas, se instaló en París, donde frecuentó la corte de Napoleón III. 9. Para la biografía de Mansilla, véase Julio Caillet-Bois (1944): “Lucio Victorio Mansilla”; Enrique Popolizio (1954): Vida de Lucio V. Mansilla; José Luis Lanuza (1965): Genio y figura de Lucio V. Mansilla.

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y antirrosistas marca el imaginario y la literatura del país10. La fidelidad de Mansilla al origen familiar, y esta visión oficial que presentaba el régimen de Rosas como el opuesto del Estado de derecho que el país se propone construir (Prieto 1959; Ludmer 1999)11, van a determinar que Mansilla asuma, a lo largo de su carrera, varias profesiones: periodista, ministro, comandante, diplomático; sin embargo, debido a este origen (y a otros factores, en particular a su carácter que lo hace aparecer como un diletante en una sociedad que comienza a definir zonas y trazados de profesionalización), la acumulación de estas tareas no desemboca en una línea ascendente: como Sísifo, Mansilla vuelve a comenzar un recorrido que no llevará a cargos mayores12.

“Ese” coronel Mansilla El viaje de Mansilla genera tres textos: un informe oficial, el “Cuadro completo del estado de los toldos”13; “Una escursión a los indios ranqueles”, serie de cartas formalmente dirigidas a Santiago Arcos14, publicadas en el diario La Tribuna de Buenos Aires, entre el 20 de mayo y el 7 de septiembre de 1870; el libro Una escursión a los indios ranqueles, publicado en 1870 por la imprenta de Belgrano, en Buenos

10. Véase el libro clásico de Adolfo Prieto (comp.) (1959): Proyección del rosismo en la literatura argentina. 11. María Rosa Lojo ha señalado el modo en que “la sombra de Rosas” se proyecta sobre la obra de Mansilla. Véase María Rosa Lojo (2005): “Los hermanos Mansilla: más allá del pensamiento dicotómico o cómo se escribe una Argentina completa”. 12. La actitud de Mansilla es determinante en este proceso. Como es sabido, en 1856, considerando que José Mármol había difamado a su familia, se enfrenta a él en el Teatro Argentino, lo que va a resultar en su exilio en Paraná por tres años y su orientación hacia el periodismo. 13. Transcripto por Julio Caillet-Bois (1946): “La relación militar de Una excursión a los indios ranqueles”. 14. Santiago Arcos era un ingeniero chileno amigo de Mansilla, que se encontraba en España en el momento de la publicación de las cartas. Es el autor de La cuestión de los indios. Las fronteras y los indios en 1860 (1860), donde expone un punto de vista opuesto al de Mansilla y propicia una ofensiva general contra los indios.

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Aires. La producción misma de tres escritos puede ser leída como un gesto político. Debido a sus características específicas tanto como a su inserción en el circuito de lectura, cada uno puede ser considerado como una obra diferente, con un impacto y apropiaciones ideológicas específicas15. El informe está dirigido al “Comandante en Jefe de las Fronteras Sud y Sud Este de Córdoba”, es decir, José M. Arredondo, fechado en Villa de Mercedes, en abril de 1870. Las 64 cartas publicadas en La Tribuna presentan el título, el número de carta, la dedicatoria “Sr. D. Santiago Arcos.”, la mención “Querido Santiago”, y se cierran “Tu afectísimo, Lucio” (o “Tu afmo, Lucio”); una serie de errores de numeración explican en parte la diferencia entre la publicación del diario y el libro: las cartas 48 y 49 del libro llevan el número 48, correspondientes al 29 y 30 de julio, en La Tribuna; la carta 50 en La Tribuna corresponde a la 51 en libro, del 1ero y 2 de agosto; la 51 en La Tribuna es la 52 del libro; las cartas del 3 de septiembre y del 7 de septiembre llevan ambas el número 64, y corresponden, respectivamente, a las cartas 65 y 66 del libro; faltan los números siguientes: el que contiene la carta 39, correspondiente al 17 de julio; el número del 31 de julio, el número o carta 53 del libro, es decir, la carta que en el libro es la 50, el número o carta correspondiente a la 64 del libro. Respecto de la numeración, en el libro las 64 publicadas corresponden a 66, a las que se agregan dos cartas y el epílogo; el encabezamiento y el nombre de Santiago Arcos desaparecen, desde su primera edición, para ser reemplazadas por un copete que anuncia el contenido de cada una de ellas. A estas diferencias formales hay que agregar la que inscribe en el texto un modo específico de lectura: el informe oficial integra el circuito restringido del alto mando militar; la versión de La Tribuna fue objeto de una lectura extensiva a lo largo de cuatro meses, y también de una recepción mar-

15. Puesto que este trabajo trata de pensar el texto de Mansilla en su contexto, ha sido realizado a partir de la lectura de las cartas en La Tribuna, completado con el texto en su edición original. Las citas reenvían a las cartas, pero doy también el número de página de mi edición (Buenos Aires: Kapelusz, 1966). Agradezco a Magdalena Cámpora su invalorable ayuda para conseguir la versión de La Tribuna.

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cada por el contexto de edición político, puesto que las cartas se publican en la primera página del diario junto con las noticias que tratan de los acontecimientos políticos nacionales y extranjeros. El libro comprende cuatro cartas finales, no publicadas en el diario, y un “Epílogo”, así como un croquis topográfico16; su publicación casi inmediata a fines de 1870 se debe a la iniciativa de Héctor Varela, fundador y dueño de La Tribuna, y traduce el éxito que tuvieran las cartas en la época, que otros datos confirman, y pone en valor el vínculo estrecho del texto a la actualidad política, puesto que el editor agrega la siguiente advertencia: “Para comprender el sentido de algunas de ellas, es menester estar al cabo de la vida política y social de la República”. Eduardo Wilde anota en Tiempo perdido: “Los ranqueles están de moda desde que los ha inventado Lucio Mansilla” (1931: 81); a partir de la publicación de la 4ta carta, Una escursión convive con el folletín “La Resurrección de Rocambole”, de Ponson du Terail (25 de mayo de 1870). Dato más ambiguo, el banquete que le ofrecen a Mansilla sus amigos el 19 de junio, en el Hotel Argentino, como una suerte de homenaje-reparación por haber sido destituido el 3 de junio por orden del presidente Sarmiento, en el marco de un proceso por irregularidades por parte de Mansilla en la ejecución del desertor Avelino Acosta17. Las circunstancias permiten pensar que el impacto político de la publicación de las cartas, donde el debate entre miembros de la élite política y militar se hace público, así como una serie de argumentos y principios destinados a permanecer en el circuito privado del informe oficial, afectó la situación de Mansilla en tanto miembro del cuerpo militar. En el informe oficial, redactado por Mansilla a su regreso, éste defiende su visión de la cuestión de modo explícito: expone el punto débil

16. En 1877, se publica la “Única edición autorizada” de Una excursión en dos tomos en Leipzig, por F. A. Brockhaus. Sobre el croquis, véase Carlos Della Mattia y Norberto Mollo (2005): “El mapa de Mansilla”. 17. Héctor Varela, en su respuesta a la dedicatoria de Mansilla de la edición de 1870 de Una excursión, recuerda lo ocurrido de este modo: “En una época en que los gobiernos pagan los servicios de sus leales amigos, destituyéndose brutalmente de los puestos en que supieron conquistarse fama y simpatía, ni todas las intenciones se aprecian, ni todos los sentimientos se comprenden” (Mansilla 2007: 3).

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del indio, señala la imposibilidad de controlar a los hombres de Tierra adentro, subraya la resistencia de los indios a la venta de la tierra, indica el número de indios que habitan la zona y realiza un reconocimiento del terreno y de las posibilidades de explotar las tierras. El estado de los toldos corresponde a la situación del indio y las tierras vírgenes. La conclusión de Mansilla sin embargo es contradictoria –tal como la situación presente: por un lado, asegura que la paz va a ser duradera, y, por otro, afirma que los malones van a seguir–. Como lo veremos, Una excursión muestra que la paz puede durar mediante la intervención personal de Mansilla, pero no será el caso, porque el gobierno no se rige por leyes favorables al reconocimiento de la impronta personal de los individuos. Falta, sin embargo, a este texto, una dimensión esencial a Una excursión a los indios ranqueles –el movimiento, la impronta narrativa–. En efecto, el informe se presenta como un cuadro en el sentido pictórico o fotográfico: inmoviliza un estado de las cosas, tal vez porque su intención es presentar un estado de tranquilidad destinado a durar, que parece contradecir lo narrado en Una excursión y que busca descartar la eventualidad de una campaña de exterminio. Otro elemento opone estos dos textos: el informe oficial no nombra a los indios, sino a “los toldos”, que reenvía a la vez a un modo de vida social y al hábitat; Una excursión menciona un grupo específico de indios, sin hacer de ellos el objeto de una generalización destinada a oponer “indios” a “blancos”. Por otro lado, la carta número 54 de Una excursión alude a la cuestión: “Aquel día [el de la Junta] valió por todos los otros, y eso que no he hecho sino pintar a brocha gorda el cuadro. Para iluminarlo con todos sus colores habría tenido necesidad del marco de un libro entero” (443). De este modo, Una excursión aparece como un libro necesario para completar el informe oficial y, al mismo tiempo, como el marco del “Cuadro...”, en un gesto típico de la escritura de Mansilla que suele hacer del marco el centro –del detalle y lo anecdótico, el relato mismo–. Simultáneamente, el “Cuadro...” es el margen, puesto que el verdadero objetivo de Mansilla al ir a los ranqueles no es producir un informe de corte militar, sino escribir Una excursión. Sin olvidar que lo marginal, en el sentido de imposible de nombrar, en el informe (la figura de Rosas, entre otras cosas), se expande en Una excursión. En el “Cuadro”, se lee: “[Mariano Rosas] me

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habló con gran fe del bautismo al que atribuye su buena fortuna en la guerra (el indio es cristiano en el nombre aunque no haya sido bautizado)...” (57), frase que permite eludir el nombre de Juan Manuel de Rosas; en Una excursión, como lo veremos, se vuelve evidente que uno de los objetivos de Mansilla cuando elige ir a los ranqueles es encontrar un modo de hablar de su tío, y de una forma de poder político que éste practicó y que para Mansilla no ha perdido su vigencia: en 1870 Rosas no puede aparecer explícitamente como padrino de alguien o de un proyecto, debido a la situación nacional y también porque sigue vivo, aunque exiliado en Inglaterra. La escritura de Una excursión se proyecta contra una tradición de expediciones militares al territorio indio que generaron diarios e informes, entre los cuales se cuenta el mencionado Diario de la expedición al desierto de Juan Manuel de Rosas, sobre la campaña de 1833, durante la cual penetró hasta el río Negro, a unos 1.100 kilómetros de Buenos Aires. “Excursión” se opone aquí a “expedición”, una oposición que la etimología de las dos palabras pone en evidencia: Excursio, onis: 1) excursión, viaje; 2) a. movimiento que consiste en ir hacia el auditorio; b. Incursión, irrupción, salida; 3) a. Posibilidad de tomar aliento, de darse terreno; b. Digresión. Expeditio, onis: 1) preparativos de guerra, campaña; 2) presentación clara, exposición; 3) recurso que consiste en descartar sucesivamente todos los motivos supuestos para llegar a uno solo que es desarrollado; 4) disposición, distribución18. Una excursión despliega todos los significados etimológicos de la palabra excursión: un viaje, cuyo relato escrito implica el gesto de ir hacia el auditorio –de Buenos Aires, por supuesto–; una salida del territorio bajo control del Estado, en la cual el narrador construye un espacio para su discurso; por fin, como bien lo marcara Viñas, la digresión constituye un arte que Mansilla cultivara con éxito. El objetivo del viaje de Mansilla no es una expedición militar y no responde a órdenes oficiales: una ofensiva, comandada por Mansilla, y realizada entre mayo y octubre de 1868, había desplazado la frontera hasta el Río Quinto (la franja entre los ríos Cuarto y Quinto al sur de

18. Véase Félix Gaffiot (1976): Dictionnaire illustré latin-français.

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Córdoba estaba tradicionalmente habitada por los ranqueles); firma entonces un tratado de paz con los indios, sin consultar previamente al gobierno nacional, que implicaba el reconocimiento de la soberanía del gobierno sobre la Pampa y la Patagonia por los caciques ranqueles, la incorporación de los poblados fronterizos a los circuitos económicos nacionales, el intercambio de cautivos y refugiados19. Por ello, la razón invocada para ir Tierra adentro –ratificar el tratado de paz, una vez enmendado por el presidente Sarmiento– aparece como una mera excusa; sin olvidar que, si es verdad que Mansilla solicita permiso para realizar su excursión, no es menos cierto que parte sin haber recibido autorización oficial. Desde el comienzo, otras causas son presentadas como determinantes: “Esta circunstancia por un lado, por otro cierta inclinación a las correrías azarosas y lejanas, el deseo de ver con mis propios ojos ese mundo que llaman Tierra adentro, para estudiar sus usos y costumbres, sus necesidades, sus ideas, su religión, su lengua, e inspeccionar yo mismo el terreno por donde alguna vez quizá tendrán que marchar las fuerzas que están bajo mis órdenes, he ahí lo que me decidió, no ha mucho –y contra el torrente de algunos hombres que se decían conocedores de los indios– a penetrar hasta sus tolderías, y a comer primero que tú en Nagüel Mapo una tortilla de huevo de avestruz” (67)20. Mansilla participa claramente de un movimiento de la época: el “ver” del viajero que, en el siglo xix, implica un conocer en términos científicos, se transforma en Mansilla en la posibilidad de

19. Véase Abelardo Levaggi (2000): Paz en la frontera. Historia de las relaciones diplomáticas con las comunidades indígenas en la Argentina (siglos XVI-XIX). Para más información sobre el tratado firmado por Mansilla, véase Graciana Pérez Zavala (2005): “Oralidad y escritura: Los tratados de paz entre el estado argentino y las tribus ranqueles”. En cuanto a la historia de las relaciones interétnicas, se pueden distinguir dos etapas: la primera, representada por los tratados de 1854 y 1865, se caracterizó por el mantenimiento de un relativo equilibrio de poder en las relaciones; la segunda, concretizada en los tratados de 1870, 1872 y 1878, pone de manifiesto la progresiva ruptura del equilibrio de poder en las relaciones interétnicas, en tanto que a medida que el Estado argentino se consolidaba, la sociedad indígena fue quedando sujeta a las políticas de frontera que éste impulsaba. 20. No habiendo logrado conseguir copia del ejemplar de La Tribuna donde se publica la primera carta, no ha sido posible confirmar esta cita.

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implantar lo que la comunidad vive como un territorio fronterizo en el corazón de la ciudad de Buenos Aires21. Y lo hace proponiendo una imagen de la Tierra adentro que humaniza definitivamente a sus habitantes: si para exterminar hay que extirpar los rasgos de humanidad y civilización, Mansilla instaura el reverso de la actitud emblemática del programa científico del siglo xix, que buscara deshistorizar las sociedades observadas y desertificar los espacios (Pratt 1992). Desde el título, Una excursión a los indios ranqueles va, entonces, a establecer una diferencia respecto de los escritos oficiales, oponiéndose a la idea de una circulación restringida, imponiendo una ruptura respecto del ‘secreto’ contenido en el pacto militar: exhibir públicamente la discusión político-militar alrededor de la “cuestión de la frontera”. Pero si Una excursión se demarca de los objetivos militares para orientarse hacia otros objetos, definidos mediante una retórica fragmentaria, toma también distancia respecto del relato de viaje. Mansilla invierte un tópico de la literatura argentina, como lo estudió Viñas, el del viaje a Europa como viaje iniciático, el recorrido preestablecido de las élites, el viaje consumidor (1977: 175-179)22. Mansilla no solamente inventa las etapas y situaciones de su recorrido de la Tierra adentro, sino que pasa de consumidor a donante, puesto que va progresivamente cediendo sus pertenencias, y no solamente los regalos previstos para los indios, mostrando así que entre éstos existe un circuito de la mercancía no marcado por el comercio. Una excursión conserva, sin embargo, una dimensión iniciática; si la actitud de Mansilla corresponde más a la de un explorador de territorio no marcado culturalmente, quien cumple las etapas de una iniciación es el lector de Buenos Aires, gracias a la escritura que lo lleva Tierra adentro. La otra vertiente respecto de la cual Una excursión propone también una inversión es la tradición de viajeros y cronistas en Argentina, frecuentado por numerosos viajeros hispanohablantes, lusófonos, ingleses,

21. David William Foster (1988) subraya también la relación del viaje de Mansilla al conocimiento en “Knowledge in Mansilla’s Una excursión a los indios ranqueles”. 22. Saúl Sosnowski (1984: pp. XVII y ss.) ha señalado también la proyección ambivalente de Una excursión contra el relato de viaje.

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franceses23. El relato se emancipa del ritmo del viaje mediante el recurso a varias formas narrativas tradicionalmente asociadas a la ficción de la época, esencialmente poniendo en escena una ficción de crónica: las cartas buscan producir una mímesis del ritmo de la marcha, la ficción de ser enviadas a medida que ésta avanza; sin embargo, esta ficción se quiebra por momentos, en particular al final, cuando, en el “Epílogo”, una vez terminado el viaje, Mansilla narra una conversación que tuviera con Mariano Rosas, en la que aparecen elementos esenciales (volveremos sobre este episodio)24. Pero también puede hablarse de una “ficción de crónica” porque Mansilla comienza a redactar sus cartas una vez terminada su excursión, lo que desempeña aquí un papel determinante: destituido el 3 de junio de 1870, Lucio V. está en la capital durante (al menos) una parte de la publicación de las cartas que exponen el territorio lejano de la Tierra adentro: Mansilla camina por Buenos Aires, donde es identificado como el autor de las cartas sin que éstas pierdan su impacto, ni el lector la ilusión de asistir a su viaje. Así, sin poner en duda la autenticidad de la excursión, los lectores de La Tribuna tuvieron entre ellos al autor de las cartas, lo que volvió sin duda más animada, y polémica, la lectura, un “diálogo” cuya dimensión se ha perdido, salvo en la medida en que puede leerse la recepción de las cartas en su escritura misma. Por ello la producción de estos textos y sus características específicas construyen un territorio donde se combinan un conocimiento de corte antropológico de los ranqueles con una mirada del mismo tipo sobre la comunidad letrada de Buenos Aires.

Tierra adentro, el presente La Tierra adentro era un espacio de indefinición social, racial, genérica25. En Mansilla, la frontera deja de ser tal, para convertirse en un

23. Sobre el viaje en Patagonia, véase Ernesto Livon-Grosman (2003): Geografías imaginarias. El relato de viaje y la construcción del espacio patagónico. 24. Véase David Viñas (1982), Vol. I. 25. Con el objetivo de restituir la autonomía que este territorio tiene para Mansilla, prefiero la expresión “Tierra adentro” a la de “frontera”, a pesar de conocer

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espacio autónomo: Una excursión inventa la Tierra adentro como espacio poblado, el “no-desierto”, en un momento en que desde el gobierno central se debate la necesidad de acabar con este espacio y la política de exterminio de los indios. Tierra adentro es un espacio autónomo y no un lugar de superposición de dos mundos, y esta especificidad, con sus facetas, su permeabilidad, su narratividad, merece ser conocida y defendida. Como lo veremos, Mansilla se posiciona de modo que pone en evidencia la inexistencia de una continuidad lógica, histórica o etnológica entre hacer la guerra a los indios y exterminarlos: guerra, sí; exterminio, no, parece decir Mansilla. Su texto muestra también que exterminar a los indios y acabar con la Tierra adentro son problemas distintos, que cuestionan cada uno de los aspectos específicos de la política nacional. Una excursión se propone mostrar la pérdida que significaría la desaparición de los ranqueles en tanto pueblo, como lo muestra el cuestionamiento final del epílogo, que lleva a designar como mal mayor de la humanidad el odio de razas (537-539). Al mismo tiempo, Mansilla muestra la pérdida irreparable que implica la destrucción de ese espacio de frontera (aunque sin dejar de reconocer los problemas que plantea su existencia a un Estado moderno en constitución). Como lo señalan Gabriela Nacach y Pedro Navarro Floria el propósito central de Mansilla, en el que se cruzan estas distintas líneas de análisis, habría sido el de llamar la atención acerca de la existencia de ese mundo sorprendentemente permeable, híbrido y libre en comparación con la homogeneidad normativa del mundo hispanocriollo, pero no por eso dotado de menos consistencia (2004: 237).

la ambivalencia de esta noción y de compartir la visión de algunos críticos que la usan. Según Schröter (2001), se desarrolla en el territorio de frontera “una sociedad nueva con estructuras y circunstancias más o menos estables y específicas” (367). Véanse también Nicolas Shumway (1993): La invención de la Argentina. Historia de una idea; Álvaro Fernández Bravo (1999): Literatura y frontera. Procesos de territorialización en las culturas argentinas y chilenas del siglo XIX; Nancy Fernández della Barca (1999): “Notas sobre el concepto de frontera en Lucio V. Mansilla”; así como la excelente propuesta de Gabriela Nacach y Pedro Navarro Floria (2004): “El recinto vedado. La frontera pampeana en 1870 según Lucio V. Mansilla”.

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En este sentido, exponer, mediante la escritura, la existencia –y, podríamos decir, el espesor de la Tierra adentro– constituye un modo tácito de oponerse a la política ofensiva sobre la Pampa que implica la Ley 215 de 186726. Esta exposición convive en La Tribuna con las noticias sobre la situación del país, que son el centro de interés del diario: el sábado 21 de mayo de 1870 se publica la segunda carta, mientras en la columna junto a ésta un largo artículo evoca el Congreso de 1870 (Revista de Buenos Aires) y repudia abiertamente el crimen del Palacio San José, al que Mansilla hará referencia en la carta número 10, precisamente del 3 de junio de 1870, día en que es destituido por Sarmiento, sin que sea certero que existe una relación entre ambos acontecimientos. La carta número 10 comienza relatando una interrupción del viaje debida a la lluvia, seguida sin embargo de una buena noche, que lleva a Mansilla a una reflexión sobre la civilización, en la cual enumera numerosos defectos de ésta; la civilización, declara, consiste en que “...funcione un gobierno compuesto de muchas personas como Presidentes, ministros, congresales, y en que se gobierne lo menos posible”, y agrega: “No dice la civilización todos los días en grandes letras que el gobierno es para el pueblo? Que en lugar de invertir los dineros públicos en tropas de guerras debe aplicarlos á mejorar la condición del pueblo?”. Todo ello con el pretexto de debatir la necesidad de que existan inspectores de hoteles, lo que constituiría una prueba de civilización efectiva; de allí, al recuerdo de la guerra del Paraguay, y al cuestionamiento del accionar del país: “La civilización y la libertad han arrasado todo”, “El Paraguay no existe”, “Esta grande obra la hemos realizado con el Brasil. Entre los dos lo hemos mandado a López á la difuntería”, y la conclusión: “Ahora la hemos emprendido con Entre Ríos, donde López Jordan se encargó de despacharlo a Urquiza”. Vuelta a la Pampa y a los ranqueles:

26. La Ley 215 de ocupación de la tierra, emitida en Buenos Aires el 13 de agosto de 1867, fijaba la frontera en el río Neuquén; en cuanto a los indígenas, se promulgaba su aprovisionamiento, pero también una expedición general contra ellos en caso de que no se sometieran.

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Te hablo y te cuento estas cosas; porque vienen à pelo. Y no tan a humo de paja, pues, mas adelante veras que ellas se relacionan bastante, mas de lo que parece, con los indios. // No hay quien sostiene que es mejor esterminarlos, en vez de cristianizarlos, civilizarlos y usar sus brazos para la industria, el trabajo y la defensa común, ya que tanto se grita de que estamos amenazados por el exceso de inmigracion espontanea! // Sigamos caminando...

Continúa con la descripción de los pobres campos de la región y de la laguna del Cuero y con la historia del indio blanco, para volver a poner en paralelo el mundo de Tierra adentro y la política de Buenos Aires: Este episodio tiene su interés social y les hará conocer a muchos que no salen de los barrios cultos de Buenos Aires, lo que es nuestra patria amada, en la que hay de todo, y para todo; un negro que mate á una familia entera por venganza y por amor, y un blanco que mate á un gobernador, también por amor a la libertad después de haber sostenido con su brazo viril la tiranía.

Sigue una vez más la descripción del avance de la expedición y de la laguna, y finalmente, para cerrar la carta: Estoy esperando las mulas que se han quedado atrás, y reflexionando en la costa de la laguna si el gran ferrocarril proyectado entre Buenos Aires y la cordillera no sería mejor traerlo por aquí. // No vayas á creer que los indios ignoran este pensamiento. // También éllos reciben y léen “La Tribuna”. // No sé si serán suscritores27.

Este anuncio de la conversación que Mansilla tendrá con Mariano Rosas en el capítulo 33, donde éste le mostrará su conocimiento de los proyectos del gobierno respecto del ferrocarril, que debe, en efecto, a un artículo de La Tribuna, pone a Mansilla, y a los lectores del diario, en una posición particular. El diario confirma su función de exhibición y debate abierto de cuestiones destinadas a permanecer

27. Todas estas citas provienen de La Tribuna, 3 de junio de 1879, nº 5886, Año XVIII. La última frase no se encuentra en la versión del libro actual.

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entre puertas cerradas, porque Mansilla explota una faceta de la civilización que no menciona, la libertad de prensa, a la que alude, en medio de su diatriba crítica acerca de la civilización, diciendo que en su siglo “...tenemos cosas tan buenas como las de Orión”, alusión a Héctor Varela, fundador del diario28. La asociación directa, sin embargo, entre un discurso oficial de la república que pretende defender la civilización y la libertad, usado para imponer proyectos políticos y destrucción, no deja duda alguna acerca del destino que, según Mansilla, el grupo de la élite triunfante destina a los indios. En cuanto al público, el relato asociativo lo coloca en una relación especular respecto de los ranqueles, puesto que es la lectura del mismo diario la que le permite comprender la lógica del discurso oficial y conocer los proyectos del gobierno. Este marco permite sospechar que la fecha de publicación de esta carta, que echa, además, cierta ambigüedad acerca de los intereses políticos que rodean el asesinato de Urquiza y la de la destitución de Mansilla por Sarmiento, pueden no constituir una mera casualidad. Lo cierto es que hasta la carta número 10, Mansilla está aún en su cargo, interpelando, desde el desierto –por encontrarse realmente aún allí, o a partir de una posición ficcional–, al público de Buenos Aires, llevándolo hacia un territorio que comparte con el indio –el diario–.

Tierra adentro, en la memoria Mansilla va a usar la exploración del territorio desconocido a la vez para desarrollar géneros literarios y para volver sobre un modelo político que el estado de la época rechaza –por asociarlo al sistema rosista, al mundo rural, y porque parece adaptarse con mayor dificultad al

28. El mismo Mansilla habría usado este seudónimo, según lo declara en su dedicatoria de la edición príncipe de Una excursión, que dedica a Héctor Varela: “Pues bien, a ti, querido ORION, mi amigo de tantos años, contra viento y marea, es a quien yo dedico mis cartas a Santiago Arcos, ya que te has empeñado en que haga de ellas un libro” (2007: 1).

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proyecto socio-económico que comienza a perfilarse–, aunque considera que no está perdido aún, no al menos para dejar de ser evocado desde el desierto y el sueño29. Explora así también la realidad política del presente del mundo que deja detrás suyo: el de los blancos de Buenos Aires y el de la política de la joven república. Gracias a la excursión, el público va a participar de los debates privados de las clases políticas, para lo cual Mansilla utiliza una estrategia de fragmentación de los discursos. Cita una o varias frases conocidas públicamente o reservadas a los dirigentes políticos, atribuidas o no; las superpone a sus propias reflexiones, condimenta con algún dicho o anécdota histórica y agrega puntos de vista que toma de diferentes conocidos que van del indio al noble europeo, pasando por el gaucho iletrado. Se establece así un cuerpo a cuerpo con el público de Buenos Aires, que abre un espacio al debate público y permite desmontar el discurso oficial. De este modo, la estrategia narrativa de Mansilla resulta imposible de disociar de la reactivación de un modelo político de integración de los indios30; su célebre modo de exposición y de narración se opone, sin duda, a la oratoria ministerial, oficial del poder de Buenos Aires, pero también al género literario al que la élite triunfante de la década de 1880 acordará como de mayor prestigio y jerarquía: la novela31. El fragmentarismo de Mansilla es percibido por Ricardo Rojas como una incapacidad, a la vez que la obra es vista como carente de “la unidad orgánica del verdadero libro” (1960: 426-434), y no como una estrategia narrativa, probablemente porque se opone a la lógica totalizante

29. En este sentido, mi lectura se opone a la de numerosos críticos que consideran que Mansilla critica la política oficial del gobierno pero no propone una alternativa; es, por ejemplo, la propuesta de Nicolas Shumway (1993: 284). 30. Adolfo Prieto (1966) postula la existencia de fuertes conexiones entre los antecedentes familiares de Mansilla, su relativa postergación política y su evidente disposición a exaltar de manera fantasiosa su propia imagen para satisfacer necesidades urgentes de estima y aprobación (132-133). 31. Para un análisis de la cuestión del género, véase Annick Louis (2007): “Homo explorator. L’écriture ‘non-littéraire’ d’Arthur Rimbaud, Lucio V. Mansilla et Heinrich Schliemann”. Para la versión en español, véase Annick Louis (2008): “Homo explorator. La escritura ‘no literaria’ de Arthur Rimbaud, Lucio V. Mansilla y Heinrich Schliemann”.

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de la novela, género que se asocia, en el final del siglo xix, a la existencia de una identidad cultural nacional. La distancia que se genera entre el informe oficial y el texto publicado en el diario sugiere que las cartas estaban destinadas a anular el informe. Porque inmovilizar la vida de la Tierra adentro equivale a ignorar la historia de las culturas que están instaladas, y también la historia de las relaciones entre blancos e indios –en otras palabras: hacer aparecer la situación presente como duradera, y destinada a durar–, lo que justificaría el exterminio. Si las cartas se alejan de todo objetivo militar y estratégico es, en parte, porque la inscripción del desplazamiento geográfico implica (y despliega) un movimiento temporal que permite recordar que otras épocas –la de Rosas por ejemplo– prefirieron otras soluciones, y que en el origen de la idea del exterminio de los indios como solución se encuentra un proyecto político y económico que responde a los intereses de una parte de la élite. El gesto que consiste en usar el desplazamiento geográfico para construir un espacio que permita recordar el pasado, Mansilla lo realiza hacia los indios, suscitando tanta violencia y resistencia en esa comunicad como entre los políticos de Buenos Aires. Veamos primero el mundo de los blancos. Mansilla no explicita el vínculo simbólico que lo une a Mariano Rosas antes de su encuentro. El viaje hacia el jefe indio acumula obstáculos y dificultades, entre los cuales varios son explotados y exagerados por Mansilla para aumentar la impresión de peligro y mantener el suspenso: las pérdidas, la espera en las cartas 23 y 24, los peligros en la carta 15, por ejemplo. La situación más interesante es, sin embargo, la que se genera alrededor de la identidad: las numerosas veces en que Mansilla tiene que probar su identidad, lo que no logra hacer realmente hasta que se encuentra frente a Mariano Rosas, en su tienda, y puede afirmar que es sobrino de Rosas. El anuncio de esta filiación es lo que convence al cacique, al punto de enfrentar los presagios negativos anunciados por las brujas: si éstas ven en Mansilla el “precursor de grandes e inevitables calamidades”, Mariano Rosas “veía otra cosa” (1966: 220; cap. 24), que no es precisada hasta el encuentro solitario entre ellos en el toldo de Mariano (cap. 33). Es de notar que los presagios son exactos y que las calamidades no son atribuidas a Mansilla, por lo que puede leerse en

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esta parte del texto una advertencia al público lector acerca del destino de los ranqueles. Recordemos también que Mansilla cita numerosas veces que los indios se refieren a él como “ese coronel Mansilla”, y los enviados de Mariano Rosas preguntan: “¿es ese el coronel Mansilla?”. Si el uso del demostrativo busca convencionalizar el modo de expresión de los indios, también recuerda permanentemente la presencia física de Mansilla en el desierto. Además “ese coronel Mansilla” es Lucio V., y no su padre, Lucio N.; es ese coronel y no otro, cuya palabra e intenciones serían dudosas; es el que es sobrino de Rosas. La expresión actúa entonces como un salvoconducto y permite afirmar, en Una excursión, el carácter indispensable de Mansilla como enviado, que el “Cuadro...” niega, puesto que Mansilla subraya el hecho de que parte de su misión era inculcar públicamente a los indios que “...el negociador puede desaparecer mañana por cualquier circunstancia, […] desde que el gobierno tiene el derecho a cambiar a su antojo los jefes militares fronterizos” (ibíd.: 60-61) Para el gobierno, el funcionario aparece como prescindible (en el discurso oficial), pero Mansilla va a probar en La Tribuna que él es imprescindible para llevar a cabo esa misión: los indios lo aceptan debido a su identidad, lo que saben de él y porque si no es “ese coronel Mansilla” es “una descubierta”: en otras palabras, Lucio V. o la guerra. En las cartas 33 a 40, Mansilla narra su encuentro con Mariano. La 33 vuelve sobre el pasado del indio, a quién otorga un derecho que prefiere no asumir él mismo en 1870: recordar el vínculo que lo une al antiguo dictador, que llevará a explicitar el que une a Mansilla con Rosas. Ya en el camino, anuncia que “...no es tan fácil penetrar en el toldo del señor general don Mariano Rosas...” (carta 22: 209), usando la expresión “señor general” que es aplicada a Rosas en el Diario de la expedición al desierto. Retomado o armado por Mansilla, el relato de Mariano, que permite explicar su bautismo cristiano a que alude el “Cuadro...” sin mencionar a Juan Manuel de Rosas: “...en la laguna de Langhelo, situada donde actualmente existe el fuerte Gainza, cuyos primeros cimientos los puse yo...” (285). Mediante este tipo de retórica, Mansilla va entretejiendo su propia historia con la de Mariano, marcando una complicidad cuya base es la relación familiar: Rosas se hace padrino de

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Mariano, para insertarlo en un sistema económico de producción rural; cuando el indio se escapa, le envía un regalo que muestra que reconoce su estatuto entre los ranqueles –Mariano es hijo del cacique Painé– y le escribe una carta, calificada por Mansilla de “meliflua y calculada” (288), pero que es, en verdad, pura especulación de Mansilla, basada en su conocimiento personal del dictador, y que expone claramente el sistema del padrinazgo32. La carta 33 en La Tribuna, correspondiente al 8 de julio de 1870, donde se publica también una carta que López Jordán dirige al Senado nacional, defendiendo la causa de la autonomía de Entre Ríos y, por ende, su levantamiento. En la columna de al lado, Mansilla, en su relato de la vida de Mariano, incluye una digresión sobre el modo de sucesión del poder entre los indios, que sólo hacen revoluciones cuando no existe un heredero directo, y concluye: “Más revoluciones hemos hecho nosotros, víctimas hoy de una oclocracia, mañana de otra, quitando y poniendo gobernadores, que los indios por la ambición de gobernar” (carta 33: 290). Rosas y su vínculo con Mansilla son recordados en el texto por Mariano y por el negro del acordeón (cap. 34). Porque una pregunta que atraviesa Una excursión es “¿cómo hablar de Rosas en 1870?”. En su encuentro con el cacique, Mansilla comienza evitando recordar su parentesco con éste, a quien él se refiere como “su padrino” (el de Mariano), y Mariano como “su tío”; Lucio V. no nombra su propio parentesco hasta que llega el momento ideal; para Mariano, es una alusión a un vínculo que, de hecho, los une, puesto que el indio “... conserva el más grato recuerdo de veneración por su padrino, habla de él con el mayor respeto, dice que cuanto es y sabe se lo debe a él, que después de Dios no ha tenido otro padre mejor...” (287). Y en la carta 34, Mariano muestra su destreza abatiendo una vaca y afirma: “Esto se lo debo a su tío, hermano” (298). Este encuentro permite, entonces, re-

32. El significado del “padrinazgo”, sobre el que volveré más adelante, ha sido generalmente estudiado en el marco del “compadrazgo”; mi propuesta le otorga autonomía, pero siempre considerando que ambos sistemas de relaciones estaban estrechamente vinculados. Sobre la cuestión, véase Miguel Ángel Palermo (1993): “Prólogo y notas”; y también Gabriela Nacach y Pedro Navarro Floria (2004: 244).

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construir la relación de Mansilla con su tío, y asociar éste a otra imagen que la del abominable dictador: luego de este párrafo y de la afirmación de que “...estos bárbaros respetan a los cristianos, reconociendo su superioridad moral...” (287), que lleva a la sentencia: “nuestra pretendida civilización no es a veces más que un estado de barbarie refinada”, Mansilla puede al fin afirmar su parentesco con el antiguo dictador: “...siendo yo sobrino carnal de Rosas...” (ibíd.). Mansilla tiene más de una razón para recordar a su tío a través de Mariano y no de su genealogía personal o sus recuerdos familiares. Porque el indio trae a la memoria un sistema económico que integraba a los indios en un modo de producción y de explotación rural de los blancos, que puede parecer próximo del trabajo forzado; sin embargo, el mero recuerdo de semejante sistema socioeconómico sirve para probar que el exterminio no es la única estrategia –“solución” en términos de época– posible, y para sugerir modos de evitarlo. En ese marco, el padrinazgo desempeña un papel esencial, porque, entre los indios, tal como Mansilla toma la precaución de aclararlo en la carta 47, el padrinazgo implica la adopción del nombre, pasar del dominio del padre al del padrino, y también la imposibilidad de levantar armas contra el padrino. Mansilla resume: “Eran dos seres que se identificaban por un voto solemne” (carta 47: 387). Esta forma de padrinazgo, sin embargo, no es exclusiva de los indígenas: marca un modo de relación típico de los caudillos rurales del continente, que creaba un complejo sistema de obligaciones para ambas partes. El retorno vívido del período de Rosas, en el que éste no aparece como un Estado sin ley, regido por los caprichos y los humores de un hombre todopoderoso y sin escrúpulos, sino como un sistema social y económico organizado, construido sobre principios ajenos al capitalismo liberal del final de las décadas de 1860 y 1870, desencadena en Mansilla un verdadero juicio a la cultura de los blancos, en el cual el discurso liberal y humanista se opone a la verdad de los intereses económicos. El lector asiste así a una puesta en acusación de los evangelizadores de los indios (carta 35), a una crítica de la situación de las mujeres y de las costumbres sexuales (carta 36), para terminar por un cuestionamiento del sistema democrático: Mansilla expone las ideas de Mariano: “Allí manda el que manda y todos obedecen. // Aquí hay

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que arreglarse primero con los otros caciques, con los capitanejos, con los hombres antiguos. Pocos son libres y todos son iguales” (322). La conclusión de Mansilla es que Mariano considera que el gobierno de los blancos es una dictadura y que los indios viven en democracia (carta 38), y agrega: “No creí necesario corregir sus ideas” (322). ¿Qué significa esta conclusión? Mansilla mismo agrega que hubiera sido difícil argumentar en contra, puesto que el abuso de poder es el mayor problema del país. En cuanto a Mariano, tiene otras razones para recordar el vínculo entre Lucio V. y Rosas: durante la Junta (cap. 54), la relación familiar se transforma en acusación, que hace vacilar la posición de Mansilla: “Dígame, entonces, si tienen palabra, porqué estando en paz con los indios, su tío mandó degollar ciento cincuenta indios en el cuartel del Retiro?” (carta 54: 439). Mansilla agrega que cita casi textualmente, para poder reenviar la acusación contra el actual gobierno. Llegado este momento de la Junta, la oposición que se establece entre los blancos que, según los indios, no tienen palabra, y los indios que, según Mansilla, no tienen memoria, permite a este último salvar su posición: la memoria se erige en ley, mientras que, como lo señala varias veces, las leyes de los indios son sus costumbres (carta 33: 290, por ejemplo). Este vínculo, que recuerda el modo en que la antropología moderna piensa la relación entre costumbre y ley, es también usado por Mansilla contra el gobierno: los blancos tienen leyes y tratados, pero también tienen costumbres: en particular, la de perpetrar matanzas de indios. Durante la asamblea general con los ranqueles, Mansilla se sirve del mismo recurso que utilizó para reactivar el modelo de Rosas: recuerda el pasado, la Historia, y los incrusta en el presente. Sin embargo, recurre a esta estrategia únicamente (según su relato) cuando la discusión está a punto de transformarse en violencia física y los indios se preparan a contradecirlo mediante la fuerza, es decir, cuando la retórica fracasa33. El nudo alrededor del cual la violencia se genera es la cuestión

33. Sobre la relación entre oralidad y escritura en las relaciones entre los ranqueles y los representantes del gobierno, véase Graciana Pérez Zavala (2005): “Oralidad y escritura: Los tratados de paz entre el estado argentino y las tribus ranqueles”.

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de la propiedad de la tierra, esencial en las relaciones entre blancos e indios en el período (véase en particular la carta 40). Los blancos no reconocen los derechos de los indios porque, sostiene el discurso oficial en el texto, la tierra no pertenece sino a quien la trabaja –léase: la usa para la ganadería y la agricultura–. Los indios replican que los blancos no les han enseñado a trabajar, lo que la experiencia de Mariano Rosas contradice abiertamente, puesto que el sistema de Juan Manuel consistía precisamente en enseñarles las tareas del campo; Mansilla responde, citando nuevamente el discurso oficial, que los indios son ignorantes porque no saben leer y porque no conocen su propia Historia: no saben que fueron los españoles quienes trajeron las vacas y los caballos a América (argumento tildado de filológico por Mansilla). En otras palabras, lo que ignoran es que el sistema económico social en que viven no existe sino desde hace poco tiempo y que este origen reciente está vinculado a la colonización; en cierta medida, la identidad cultural del presente es reciente. La posición de Mansilla se vuelve entonces inmediatamente insostenible, a tal punto que se pone a mentir deliberadamente, después de haber afirmado durante toda la excursión que los indios le tienen confianza porque no les miente: cuando los indios piden como garantía su palabra, la da, pero recordando que él no es sino un emisario del gobierno; luego, Mariano Rosas quiere saber si los blancos van a respetar el tratado, y recuerda varias matanzas realizadas por éstos; Mansilla declina entonces toda responsabilidad respecto del pasado e inventa masacres contra los blancos: “Inventé todas las matanzas imaginables, y las relaté junto con las que recordaba” (439). Es, al menos, lo que afirma. En tanto lectores, nuestra conclusión no puede sino ser que las masacres contra los indios son mucho más numerosas, puesto que Mansilla se ve obligado a inventar. Sus afirmaciones no carecen de ironía, puesto que Una excursión recuerda una y otra vez que los blancos niegan su historia y sus verdaderos intereses, y que su organización social está basada en una transformación de la historia en mito simbólico. Es también lo que el gobierno actual hace al negar la especificidad del período de Rosas en tanto sistema político y económico, para transformarlo en un pasado mítico y usarlo como fundamento del Estado de ley. A pesar de la descripción detallada de la asamblea, Mansilla no explicita sino en el

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“Epílogo”, agregado en la versión libro, la clave del tratado y del discurso del Estado que propone el exterminio de los indios, momento que pone en evidencia el carácter ficcional de esta crónica. En la carta 40, Mansilla narra cómo Mariano Rosas le pide que diga la verdad: le muestra un recorte del diario La Tribuna –al que Mansilla había aludido en la carta 10– que menciona el proyecto de construcción del ferrocarril en el país, verdadera razón por la cual los blancos quieren asegurarse la tierra (337-338). La interpretación de Mariano según Mansilla, es que el exterminio es un problema meramente técnico: los blancos no tienen aún los medios técnicos que les permitirían exterminarlos totalmente, pero cuando los tengan, su destino estará decidido (como lo mostrará la introducción del rifle a repetición Remington en la campaña de 1879). Mansilla agrega entonces las cifras, que figuran en el “Cuadro...”: cuántos son los ranqueles permite comprender que no constituyen realmente un peligro ni una amenaza que justifique el exterminio34. En el nivel retórico, puede verse el modo en que Mansilla desmonta el discurso estatal: en la carta 52, donde opone la figura de Manuel Alfonso y la de Camilo Arias, Mansilla reflexiona sobre el gaucho y termina afirmando: El día en que haya desaparecido del todo será probablemente aquél en que se comprenda que tenemos una masa de pueblo sin alma […]; que desparramada en inmensas campañas, no tiene iglesias, ni escuelas, ni caminos, ni justicia... (422).

Empezando como un modo de acusación de gauchos sin ley, la retórica de Mansilla transforma a quienes son habitualmente presentados, en la época, como peligrosos, en víctimas.

34. Según Mansilla, la población de los ranqueles comprende entre 8.000 y 10.000 personas, entre las cuales unos 1.300 son hombres de pelea. Estas cifras dadas deben ser puestas en relación con las del más reciente conflicto armado del país, la Guerra del Paraguay. Según Rock (1989), el Paraguay disponía de una armada de 28.000 soldados, con 40.000 más de reserva; Argentina disponía de una armada de 6.000 hombres, y Mitre reclutó alrededor de 20.000 solados suplementarios (176).

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Tierra adentro, el sueño El modelo de Rosas aparece también bajo otra forma: Mansilla se sueña emperador de los ranqueles en la carta 32, en su primera noche en Leubucó, antes de su encuentro con Mariano, y nuevamente en las carta 47 (página 389) y 60 (página 479)35. Mansilla sueña que es “el conquistador del desierto”, título que se solía atribuir a su tío Juan Manuel y que se otorgará a Roca luego de su campaña de 1879. En este caso, la expresión “el desierto” vale por los ranqueles: éstos han depuesto las armas, formado aldeas, tienen iglesias y escuelas, se han evangelizado, aran la tierra, trabajan, han abandonado los malones y envejecen tranquilamente, legando a sus hijos un patrimonio. Mansilla es, en ese contexto, el patriarca venerado, benefactor de todos. Recién después de describir semejante cuadro, el “espíritu maligno” lo incita a un golpe de Estado y a proclamarse Lucius Victorius Imperator, patriarca, pacificador, aclamado por las tribus de Calfucurá, que parte a la conquista de Buenos Aires. Llegado este punto, el sueño de Mansilla es interrumpido nuevamente por el negro del acordeón, “Mefistófeles”, que lo llama “Mi coronel Mansilla”, y es enviado por Mariano para tener noticias suyas. Cuando se va, Mansilla sigue: Me estaba por dormir. Hay ideas que parecen una cristalización. Así no mas no se evaporan. Veía como envuelta en una bruma rojiza la visión de la gloria. // El espíritu maligno se cernía sobre ella. // Yo era emperador de los ranqueles (280).

El sueño de Mansilla imagina una forma del poder político típicamente rural, pero que puede dominar Buenos Aires, mediante una conquista armada de la ciudad; un modelo de poder alternativo en el cual los indios forman parte de las fuerzas políticas en presencia36.

35. María Gabriela Mizraje (2005), en “Lucio Victorio Mansilla o el sueño de un dandy”, estudia, bajo otra luz, los sueños de Mansilla en Una excursión, poniendo en particular de relieve su vínculo con la comida y los cuentos narrados. 36. En este trabajo, mi intención es analizar el “modelo Rosas” tal como aparece en Una excursión. Se podría prolongar el análisis retomando los diferentes relatos so-

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Sueña con un verdadero golpe de Estado al proyecto oficial, mediante el cual se proclamaría emperador, a la manera de Orélie Antoine de Tounens, rey de Araucania en 1860 (a quien menciona). El sueño de Mansilla permite la unión de la espada y la pluma, la de Buenos Aires y las provincias, de los indígenas y los blancos; el enemigo es la civilización decrépita de Buenos Aires –que en el discurso oficial es el Buenos Aires del progreso–. Mezcla de triunfo bíblico, griego, egipcio y circense, su desfile triunfal marca, sin embargo, el hecho de que su poder se fundaría en las tribus araucanas, y no toma en cuenta la frontera establecida por los Estados entre Argentina y Chile, sino que retoma la lógica de ocupación del territorio de los indios: un coloso a la manera de Rodas con un pie en la cordillera y otro en las márgenes del Plata, todas las castas australes están reunidas, bajo una misma bandera (como lo dice él mismo): Las tribus de Calfucurá me aclamaban. […] Me habían erigido un gran arco triunfal. Representaba un coloso como el de Rodas. Tenía un pié en la soberbia cordillera de los Andes, otro en las márgenes del Plata. Con una mano empuñaba una pluma deforme de ganso, cuyas aristas brillaban como mostacilla de oro, chispeando de su punto letras de fuego, que era necesario leer con la rapidez del relámpago para alcanzar a descifrar que decían: mane, thecel, phares. Con la otra blandía una espada de inconmensurable largo, cuya hoja de bruñido acero resplandecía como un meteoro, centelleando en ella diamantinas letras que era necesario leer con la rapidez del pensamiento para adivinar que decían: In hoc signo vinces (280).

El sueño vuelve en la carta 47, cuando Mansilla hace bautizar al indiecito que lleva el nombre de Lucio Victorio, y explicita los deberes y obligaciones de la relación padrino-ahijado, que, de hecho, imagina como la base de su imperio entre los ranqueles, a la manera del vínculo que unía a Rosas y Mariano. Sin embargo, hacerse proclamar emperador de los ranqueles aparece como el deseo de

bre Juan Manuel de Rosas contenidos en las Causeries, así como la evaluación que propone Mansilla en su biografía de éste: Rozas. Ensayo histórico-psicológico (París: Garnier, 1913 [1898]).

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un loco: “La visión de la patria cruzó entre una nube de fuego por mi mente en ese instante, y viéndola tan bella me ruboricé de mis pensamientos y de no haber hecho hasta ahora nada grande, útil ni bueno por ella” (carta 47: 389). El sueño retorna en la carta 60, y en él Mansilla hace coronar a la china Carmen (su compadre, traductora, y probablemente amante), pone de moda el baile de los ranqueles en Buenos Aires y el botín de taco a la Luis XV, buen ejemplo del modo en que Mansilla invierte los términos entre “civilización” y “barbarie”. El sueño de Mansilla no es profético –hoy lo sabemos–. Pero, incluso en 1870, su significado apunta a la idea de una influencia recíproca entre cuerpo y espíritu, tal como lo proponía la teoría del sueño de Alfred Maury (1817-1892), cuyos trabajos conocieron una importante difusión en la época, en particular Le sommeil et le rêve (1861). En efecto, en el curso del siglo xix los sueños se transforman en objetos sociales y científicos, son laicizados, extirpados de todo valor profético y sobrenatural; son numerosos los hombres de ciencia que transcribieron, anotaron e invocaron sus propias producciones nocturnas para transformarlas en pruebas de una fisiología y de una psicología del espíritu y del cuerpo adormecidos. La teoría de Maury proponía la tesis, interesante en relación a Mansilla, que en el mediosueño, el espíritu gana en autonomía; cortado de las informaciones que le dan habitualmente los sentidos, funciona por automatismo; algunas facultades, en particular la razón, se debilitan, mientras otras, como la memoria, se potencian: el sueño se aparenta al estado de alienación; abolido el imperio de la razón, bajo el dominio del funcionamiento automático de algunas de sus facultades, el espíritu del soñador, sostiene Maury, funciona de un modo muy distinto de aquel del hombre despierto: en el sueño, este último descubre aspectos de sí mismo desconocidos en el estado consciente, y la personalidad que se dibuja en sueño es en parte extranjera a la del hombre despierto. La vida en sueño y la vida despierto son consideradas como dos vidas paralelas, y el soñador experimenta cada noche este desdoblamiento de personalidad, lo que llevó a Maury a constatar que el individuo no puede definirse en relación a la unidad de un yo transcendental, vinculado a la consciencia o a un alma de origen divino, sino que se ca-

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racteriza por la multiplicidad de los “yo” que surgen cuando la razón pierde su control37. El sueño de Mansilla es un sueño escrito, que mezcla, a la manera de Maury, rememoración y reflexión, puesto que para éste es la memoria la que actúa en el sueño y la que acentúa la autonomía de la vida nocturna (Carroy 2007b). Así, puede decirse que el recuerdo de Rosas activa la figura de Lucius Victorius Imperator, y éste triunfa sobre la decrépita civilización de Buenos Aires; la ciudad se enorgullece de él, puesto que es su lugar de nacimiento. Este medio-sueño permite que aflore un aspecto desconocido, incluso para sí mismo, de la personalidad del soñador, permitiendo así explicar también la concepción de sí sobre la cual se apoya la escritura de Mansilla, que es ajena a la idea de unidad de un yo. Este estado “medio despierto, medio dormido” (282), en el que la razón pierde su control, es provocado por el hecho de que Mansilla es permanentemente molestado (como Maury se hacía despertar regularmente durante su sueño para permanecer en ese estado intermediario)38. La noche que precede y la que sigue a su conversación con Mariano Rosas y el recuerdo de Juan Manuel de Rosas (en las cartas 32 y 34), el sueño de Mansilla es regularmente interrumpido por

37. Alfred Maury (1878): Le Sommeil et les Rêves. Études psychologiques sur ces phénomènes et les divers états qui s’y rattachent, suivi de Recherches sur le développement de l’instinct et de l’intelligence dans leur rapport avec le phénomène de sommeil; sobre Maury, véase Jacqueline Carroy y Nathalie Richard (2007): Alfred Maury, érudit et rêveur. Les sciences de l’homme au milieu du XIXe siècle; y también, Nathalie Richard (2006): “Le voyage, l’archéologie, le rêve”. Jacqueline Carroy ha subrayado el hecho de que las teorías de Maury, que tuvieron un vasto éxito, son anteriores a un movimiento, que puede situarse en el final del siglo xix, en que el sueño aparece ya no como un hecho, sino como un relato. Véase, asimismo, Jacqueline Carroy (2008): “Observer, raconter ou ressusciter les rêves?”; en este artículo Carroy estudia también la influencia que tuviera el debate suscitado por Maury en Sigmund Freud. 38. La situación opuesta se presenta la noche entre la carta número 36 y la número 37, que comienza: “Dormí muy bien sin que nadie ni nada me interrumpiera” (314). En la carta 37, se presentan varios gauchos con historias y caracteres variados y una reflexión sobre el gaucho.

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ese extraño personaje surgido del pasado, que lo perturba y del que no logra desembarazarse, el negro del acordeón, que vuelve presente a Rosas, sin que Mansilla logre hacerlo callar, y transforma el sueño en pesadilla; las razones invocadas se explicitan en la carta 34: “Que viva la patria /libre de cadenas, /y viva el gran Rosas /para defenderla” (296), canta el negro; y cuando entra en la tienda de Mansilla, lo interpela: –Ud. es sobrino de Rosas? –Sí. –Federal? –No. –Salvaje? –No. –Y entonces, qué es? –Qué te importa! (296).

El negro vive Tierra adentro, y parece no haber comprendido el cambio acontecido desde Caseros, puesto que se mantiene dentro de una lógica que opone unitarios y federales, y que determina que se ha de ser una cosa u otra, que ha quedado atrás en la historia del país. Sin embargo, puede decirse que la presencia de la escena en el relato de Mansilla busca poner en evidencia el hecho de que quién fue quién durante el período de Rosas sigue determinando quién es quién en 1870. Así, el episodio muestra la superposición de presente y pasado, que marcaría la ideología contraria a la de Mansilla, que busca la Historia: las genealogías políticas que rigen el país tienen su origen en el pasado, pero se legitiman negándolo. Mansilla propone que el presente puede abandonar esta polarización, y recuperar zonas del modelo Rosas que permitan construir un futuro sin exterminio. Porque si la autonomía del sueño que Mansilla pone en escena favorece el retorno de la Historia, su sueño, sin embargo, no es únicamente el de su propia victoria, sino también aquel en que los ranqueles no serán víctimas de exterminio. En el marco de nuestra reflexión es importante recordar que Maury fue uno de los rapporteurs que hicieron el informe sobre Una excursión ante el Congreso de Geografía de París de 1875 que otorgó

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el premio a este libro (el otro fue Vivien de Saint-Martin)39. Si es altamente probable que Mansilla conociera las teorías de Maury, éste conocería Una excursión, puesto que la etnología, una de las secciones en que se menciona el libro de Mansilla en los anales de la Société de Géographie, le interesaba de manera particular. Entre ambos, por lo tanto, hay una relación de mutuo interés: a Mansilla le interesa el sueño en Maury; a Maury, el viaje en Mansilla. El viaje fascina a Maury porque aparece como un modo de saber pluridisciplinario40, y también porque se interesa de modo particular por la etnología –entendida como una ciencia de la distribución de las razas– y la difunde a través de la Sociedad de Geografía; esta disciplina se le aparece como la base de un saber universal sobre el hombre. Una concepción que Mansilla parece compartir, puesto que Una excursión es también el espacio de reflexión sobre el hombre, sus costumbres, su historia y todas sus numerosas facetas.

Utopías En las cartas en que Mansilla propone una mímesis de la espera (23 y 24), una digresión particular aparece, “Yo tengo creencias y convicciones arraigadas, que las he sacado no sé de dónde /hay cosas que no tienen filiación, y no quisiera perderlas o que se embrollaran mucho en los archivos de mi imaginación” (211). Estas filiaciones son expuestas en Una excursión mediante diferentes recursos que reactivan la memoria y la Historia más allá del discurso oficial, que Mansilla recuerda permanentemente para proponer diversas maneras de cuestionarlo. La

39. El premio es otorgado por el Grupo IV, en la sección Menciones honorables, y mencionado del modo siguiente: “M.Mancilla [sic]. Excursions chez les Indiens Ranqueles, 2 vols. 1870-1871 (République Argentine)”. Congrès des sciences géographiques, cosmographiques et commerciales… [Texte imprimé], Congrès International de géographie (Éditeur scientifique). Paris: A. Derenne, 1875 (II), p. 420. El libro de Mansilla es mencionado en dos secciones, “Anthropologie” (309-331) y “Ethnographie” (333-344). 40. Véase Hélène Blais (2007): “Alfred Maury et la Géographie”.

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vía láctea es hacer aparecer el propio modelo a la vez como una alternativa arraigada en el pasado y en el presente, pero que no deja de ser, sin embargo, una utopía. En parte porque la Tierra adentro es un nolugar cuya existencia está amenazada y cuya desaparición el texto augura de diferentes modos, en particular en la Junta, cuando Mansilla afirma, ante la violencia, que parece inminente, de los ranqueles, que “...si algo me ocurre, no quedarán ni recuerdos ni vestigios de que uds vivieron...” (441). A pesar de esta afirmación, el único modo de salvar la situación y de asegurar el tratado no es la amenaza, sino la definición de la singularidad de Mansilla por encima de su cargo y misión oficiales: su jefe deberá cumplir el tratado, la desaparición de Mansilla no cambiará la situación y él permanecerá el amigo de los ranqueles, de cerca o de lejos. En ese sentido, la actuación de Mansilla muestra las posibilidades políticas que abren las relaciones personales, cosa que, en el mundo occidental nadie ignora, pero que el Estado moderno niega, en favor de una reivindicación de capacidades, títulos y funciones. En el mismo capítulo 23 de la espera, pregunta Mansilla: “A qué si hago una campaña, me dan un premio?” (212), y “Mi fuerte es el conocimiento de los hombres” (213); y todavía: “En efecto, querido Santiago, mirando con sangre fría mi viaje a los toldos no te parece que ha sido perder el tiempo?” (213). Al final de su recorrido, en el “Epílogo”, Mansilla escribe: Aquellos campos desiertos e inhabitados tienen un porvenir grandioso, y con la solemne majestad de su silencio, piden brazos y trabajo./¿Cuándo brillará para ellos esa aurora color de rosa?/Cuándo!.../Ay!, cuando los ranqueles hayan sido exterminados o reducidos, cristianizados y civilizados (534-535).

De este modo, la utopía consiste en Mansilla no únicamente en marcar un modelo alternativo al exterminio de los indios, sino también en proponer un modelo de poder rural instalado en Buenos Aires que desarticula el poder letrado oficial. Ambos aparecen como una utopía. Por eso, Mansilla no puede reactivar el modelo Rosas a través de Mariano sin un previo cuestionamiento de un modo de expansión de la civilización occidental. Mansilla sueña con conquistar por

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las armas la ciudad, pero también que sus consejeros le anuncian que fracasará, mientras está realizando su conquista literaria mediante la publicación de las cartas en La Tribuna. En su forma primera de publicación, Mansilla construye un no-lugar, un espacio de encuentro entre la Tierra adentro y los lectores de Buenos Aires que escapa al control político: no está mediado por un proyecto, sino por la exposición de posibilidades y de los intereses que se inscriben en éstas. La utopía política, el sueño de Lucius Victorius Imperator reenvían inexorablemente al fracaso en Mansilla, asumido por el texto como una de sus funciones. Mansilla escribe porque fracasa, y fracasa porque escribe.

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De círculos y líneas rectas. Asimilación y exclusión en los espacios “vacíos” de dos utopías americanas1 Marisa González de Oleaga

La figura del bárbaro que abraza la causa de Rávena, la figura de la mujer europea que opta por el desierto pueden parecer antagónicos. Sin embargo, a los dos los arrebató un ímpetu secreto, un ímpetu más hondo que la razón, y los dos acataron ese ímpetu que no hubieran sabido justificar. Acaso las historias que he referido son una sola historia. (Jorge Luis Borges, Historia del guerrero y la cautiva) Ignoran a qué sombra pertenecen… (Mario Benedetti, Desaparecidos) No son sólo memoria, son vida abierta, continua y ancha; son camino que empieza. (Daniel Viglietti, Otra voz canta)

1. Este trabajo es parte del proyecto de I+D+I HAR2009-07621 financiado por el MICINN español.

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1. Apuntes: dos escenas imaginadas y varias preguntas En un cuaderno de veinticuatro páginas hay un círculo Llueve sobre el gran río y el naranja de los últimos rayos de sol incendia el horizonte que se deja ver detrás de la cortina blanca de vapor y niebla. La tarde llega antes a Puerto Bertoni porque la bóveda vegetal, compuesta por árboles y lianas, apenas deja pasar la luz del día. En la casa de madera de dos plantas, pintada de blanco y rojo inglés, se atisba una luz titilante. Es el laboratorio del sabio suizo que en 1894 convirtió este rincón del mundo en su lugar en la Tierra. Está terminando de contestar el abundante correo postal que se amontona encima de su mesa mientras ultima una preparación en formol para el museo de zoología. Es entonces cuando de la estantería de madera que tiene a sus espaldas cae un cuaderno de 24 páginas escrito con letra pequeña y abigarrada. Listas de instrumentos y materiales variados confeccionadas en Suiza en los meses antes de su partida: libros y baterías de cocina, armas y material fotográfico. ¿Cómo saber qué se va a necesitar cuando todavía la necesidad no ha llegado y sólo puede imaginarse? Bertoni se queda mirando el cuaderno, lo recoge, lo abre hacia el final y encuentra un dibujo casi olvidado: el plano de la futura colonia anarquista que había trazado en 1883. En este gráfico detallado y elaborado a mano, un poco maltratado por el efecto de los insectos y de la humedad, aparece la plaza central, la place, en torno a la que se disponen, en anillos o círculos concéntricos, los distintos espacios comunes donde destacan la Biblioteca e Imprenta, la Escuela, el Laboratorio de Química y Botánica. “En una circunferencia y en un círculo cabían todos mis sueños”, puede que haya pensado en voz alta el suizo. Con nostalgia mira el plano dibujado en el papel, la planta circular de su colonia anarquista… Una figura geométrica enigmática, inclusiva y totalizadora… Vuelve al plano amarillento y carcomido y sabe que no puede ceder al desánimo y la tristeza porque lo que no fue en este lugar todavía puede ser en otro… Lleva días corrigiendo los originales manuscritos de su última obra, días a la luz de una lámpara revisando línea a línea su trabajo. El cuaderno de 24 páginas se desliza por la mesa y cae al suelo, pero esta vez no lo recoge. Sin pensarlo,

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casi en un gesto automático o tal vez compensatorio, traza con su lápiz rojo un nuevo círculo, otro más, que rodea y encierra el título de su último ensayo: La Civilización Guaraní…

En la línea del cielo Cuando se llega a Filadelfia el viejo autobús se detiene hacia la mitad de la avenida Hindenburg, esa línea recta cubierta de tierra roja que atraviesa el centro administrativo de la colonia mennonita Fernheim, en el Chaco paraguayo. Un día de semana la avenida está muy concurrida. Granjeros mennonitas que se desplazan en sus cuatro por cuatro en dirección al supermercado, el banco o la cooperativa; señoras que llevan a sus hijos a la schule o grupos de indios enlhet que esperan en las esquinas la llegada de algún capataz que los contrate para la changa diaria. Esta concentración de gente variada en el centro geográfico de la comunidad, en la intersección entre Hindenburg y Unruh, se debe a que es a esta altura donde se agrupan los edificios más importantes de la colonia: el supermercado, la cooperativa, el departamento de educación, el banco, el museo, el hotel y el restaurante, y un poco más allá, la farmacia y el hospital. La mayoría de estas instituciones da directamente a la calle, mientras que las viviendas particulares de los colonos están precedidas por jardines y un corredor perimetral, corredor jeré en guaraní, que las protege de la severidad del clima y de las miradas indiscretas. Esta disposición espacial, donde lo colectivo y los espacios comunes están concentrados en el centro de la comunidad, permite el control sobre los que deambulan por la zona, sobre todo fuera del horario comercial. ¿Qué hace un nativo nivaclé en los alrededores del supermercado un sábado por la tarde cuando todas las instituciones mennonitas están cerradas? ¿Qué busca un indígena lengua un día de semana en la zona residencial? La avenida Hindenburg divide Filadelfia en dos: la Hindenburg Norte es el mundo mennonita; la Hindenburg Sur, territorio indígena. Un paseo de un extremo a otro de la avenida un sábado por la tarde es un viaje entre mundos, contiguos pero distantes e incomunicados. Lo primero que sorprende en la zona norte es la falta de gente, como si

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se hubiera producido un éxodo masivo durante el fin de semana, y la ausencia completa de ruido, de voces, de vida. Sólo las camionetas último modelo estacionadas delante de las casas delatan la presencia de sus moradores. Según se va uno aproximando a la zona sur, la música hace su aparición: cumbias, música tropical y gente descansando sobre el cemento de la acera; familias enteras subidas a un ciclomotor; jóvenes reunidos en torno a sus bicicletas; no tan jóvenes bebiendo cerveza sentados en el cordón de la vereda. El mundo indígena ha decidido tomar posesión del entorno y construir su lugar, tal vez, como forma de conjurar otras expropiaciones… Hasta los carteles de los negocios nos hablan de las diferencias entre estos dos espacios. En la Hindenburg Norte los sobrios rótulos indican o anuncian un servicio, casi un deber: artesanías, supermercado, librería. En la Hindenburg Sur los carteles de los comercios son puro deseo: “Andrés Peluquería. Nivel internacional” o “Novedades Rosita, todo lo nuevo en ropa…”.

Desde ese “otro lugar” al “lugar del otro” La búsqueda de “otro lugar”, distinto y más propicio que el lugar de origen, es lo que permite hablar en un mismo trabajo de estas dos utopías –una frustrada utopía anarquista y una exitosa utopía evangélica–, distintas pero con un inesperado problema común: el encuentro con el otro, con el diferente. Así, unos y otros van en busca de “ese otro lugar”, pero se encuentran con que también es el “lugar del otro”. Es precisamente ese encuentro y las estrategias generadas lo que me interesa en este trabajo. La relación entre utopía, diferencia y espacio es el nudo de este ensayo. En utopías como las elegidas, ¿qué papel desempeña la diferencia? ¿Cómo la manejan? ¿Cómo perciben al otro? ¿Cómo conciben la relación entre los recién llegados y los habitantes locales? ¿Cómo inscriben esa diferencia en el espacio? ¿Cómo actúan esas marcas espaciales sobre las distintas formas de relación intercultural? Preguntas sobre las que voy a trabajar en torno a dos enclaves, dos espacios de representación: el trabajo etnográfico de Moisés Bertoni en La Civilización Guaraní y el Museo Jacob Unger, de la colonia mennonita de Fernheim. A través de este primer análisis pretendo des-

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cubrir las formas o maneras de representar la diferencia en estas dos utopías. ¿Hay algún elemento común? Si es así, ¿de qué se trata? ¿Se conjuga con una ciudadanía más participativa y democrática? Si no es así, ¿cómo operar sobre ello? ¿Desde dónde hacerlo? ¿Qué condiciones éticas son necesarias para construir una representación de los otros más acorde con las necesidades de convivencia?

2. Relatos primarios Un sabio suizo en el apacible mundo guaraní En 1884 el joven naturalista suizo Mosè Giacomo Bertoni abandona Europa, cansado de una sociedad atrasada y conservadora, que no le permite vivir del campo y dedicarse a sus actividades científicas. Sumatra y el Congo son destinos que pasan por su cabeza pero, finalmente y aconsejado por el geógrafo anarquista Eliseé Reclús, se decidirá por la provincia de Misiones en la Argentina. Lo acompañan su mujer, su madre y sus cinco hijos junto con algunas familias de colonos suizos hasta un total de 19 adultos y 11 niños. El objetivo era formar en el Nuevo Mundo una colonia agrícola de vagos tintes anarquistas. Durante meses prepara su viaje, largos listados en los que detalla los materiales que le deben acompañar en su aventura y en esas descripciones pormenorizadas destacan dos epígrafes, las dos obsesiones que lo acompañarán a lo largo de toda su vida: la fundación de colonias agrícolas y el estudio de las poblaciones locales (Baratti y Candolfi 1994: 737-738 y 726-727; Baratti y Candolfi 1999). Muy pronto el proyecto de colonia anarquista que pensaba crear en Santa Ana y del que se conserva el plano detallado (habitantes, espacio dedicado a cada actividad, orientación de cada uno de los edificios) se verá desbaratado ante la deserción de los colonos suizos, los incumplimientos del gobierno argentino y las malas condiciones meteorológicas. No volverá a hablar de su proyecto utópico, pero el empeño por fundar colonias agrícolas con campesinos europeos seguirá siendo uno de sus reiterados anhelos. Lo intentará en Yabebyry, en Yaguarazapá y después en su asentamiento definitivo, Puerto Bertoni, en la ribera

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Figura 1 “Piano della futura colonia”. Anexo 1 b. En el libro de Danilo Baratti y Patrizia Candolfi, L’Arca di Mosè. Biografia epistolare di Mosè Bertoni (Bellinzona: Edizioni Casagrande, 1994, p. 737).

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paraguaya del Paraná, en la desembocadura del río Monda-y-. A pesar de que no logrará fundar una colonia anarquista, sí conseguirá transformar ese enclave en una colonia familiar dedicada a la experimentación en los más diversos rubros científicos: botánica, zoología, meteorología, química, geología y etnografía. Desde los orígenes del viaje, el mundo indígena paraguayo había llamado su atención. Ya en el largo listado de “materiale da portare in Argentina” queda patente este interés, al incluir un capítulo con instrumentos de medición antropométrica y bibliografía sobre el tema (Baratti y Candolfi 1994: 721-738). A su llegada a Puerto Bertoni recibirá como regalo de las comunidades locales dos niños guayakíes huérfanos. Uno de ellos, Silvano, le servirá para investigar las características físicas de estos indígenas, cuyos resultados serán publicados en su obra póstuma Los guayakíes. Caracteres antropológicos, editada en 1941 (ibíd.: 100). Ni siquiera la incorporación de este “hijo adoptivo” a su familia disuadió a Bertoni de utilizarlo como objeto de estudio. Una vez se estableció en el que sería su destino definitivo desarrollará una actividad frenética: en 1896 fundará y dirigirá la Escuela Nacional de Agricultura de Asunción, elaborará proyectos de ley relacionados con la reducción de población nativa, publicará en torno a 150 artículos, ensayos, ponencias y comunicaciones de los temas más variados. Fundará la Revista de Agronomía en 1897 y en 1902, los Anales Científicos Paraguayos. De 1901 es el Almanaque agrícola paraguayo y agenda del agricultor, compañeros inseparables de los campesinos de aquel país. A partir de 1905 Puerto Bertoni se convierte en un enclave científico importante: cuenta con una estación meteorológica, un laboratorio químico, una biblioteca de agricultura y botánica de más de 2.000 publicaciones, un herbario con más de 6.000 piezas, una colección petrográfica y otra de productos agrícolas. Bertoni mantiene contactos con sociedades científicas y obtiene cierto reconocimiento internacional (Baratti y Candolfi 1999: 84-85). Pero nada de esto hubiera sido posible sin la aportación de los indígenas, que pasan de ser objeto de estudio a convertirse en necesaria mano de obra (Baratti y Candolfi 1999: 79; 1994: 359-369). En este contexto, aparecerán los guaraníes convertidos en una raza superior, funcional a sus ideales sociales. El espacio en blanco de la frustrada colonia anarquista que nunca llegó a ser se verá

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pronto ocupado por la civilización guaraní, la nueva utopía del sabio suizo. La muerte lo sorprenderá no lejos de Puerto Bertoni, en Foz de Iguazú, el 19 de septiembre de 1929.

Los herederos de Menno se encuentran con los hijos de Nicnava 2 La colonia Fernheim es una de las tres comunidades que fundan los mennonitas reformados a partir de 1927 en el Chaco Paraguayo gracias a la ley 514 del 26 de julio de 1921 (Ratzlaff 1993). Un primer contingente llega de Rusia, previo paso por Alemania. Dos años más tarde llega, vía China, otro grupo, los conocidos como Harbiners, la ciudad fronteriza de la que escaparon de la Unión Soviética. En 1930 un total de 2.000 personas formaba la colonia. Su prédica pacifista y su ambición empresarial los había convertido en campesinos muy prósperos y los había transformado en blanco fácil para las autoridades soviéticas. Durante siglos los gobiernos europeos habían concedido privilegios a los mennonitas como la exención del servicio militar, la libertad de culto y la libertad para hablar su lengua madre, el plattdeutsch. Pero a medida que los Estados nacionales se iban fortaleciendo esas prebendas empezaban a peligrar y los anabaptistas (llamados así por defender el bautismo de los adultos frente al de los recién nacidos) se vieron obligados a emigrar para mantener sus prácticas y forma de vida. A su llegada al Paraguay, también los mennonitas tenían conocimiento de la existencia de comunidades indígenas pero el gobierno les había asegurado que no tendrían problemas o que, en caso de que los hubiera, el Estado se haría cargo. El proyecto anabaptista no contaba con la presencia de nadie más y su objetivo era vivir su fe al margen y en los márgenes del mundo. Los primeros contactos entre mennoni-

2. Nicnava es un lugar situado hacia el noreste del Chaco que se llama Laguna Roja Silva. Según la tradición enlhet ése era el centro del mundo y allí un día se abrió la tierra y de ese agujero salieron los seres vivos (Stahl 2005: 30).

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tas e indígenas se produjeron al comienzo de la colonización (Stoesz y Stackley 1999: 107). Los indígenas lenguas y nivaclés (chulupí) se encargaron de enseñar a los mennonitas las tareas básicas que garantizaban la supervivencia y estos últimos intercambiaron conocimiento por alimentos y vestido, historia que se repite en varios de los procesos de colonización continental (Bohoslavsky 2009; Williams 1975). Pero algunos miembros de la comunidad pronto sintieron que la presencia indígena era “una oportunidad y una responsabilidad” encomendada por Dios como misión (Stoesz y Stackley 1999: 108) y decidieron iniciar su ministerio entre los indios. La irrupción de la Guerra del Chaco (1932-1935) retrasó los planes (Klassen 1996; Ratzlaff 2008; 2006) y un año después de la firma de la paz se organizó una misión que se llamó Licht den Indianern (“Luz a los indios”) con el fin de llevar la palabra de Dios a los nativos, proveerles de educación para sus hijos, promover la salud y la autosuficiencia económica indígena. La misión se instaló en Yalve Sanga, donde aún continúa. Pero la concordia no duraría mucho. El 28 de noviembre de 1947 un grupo de indios ayoreo, asentados al norte de las colonias mennonitas, asesinaron al padre y a los tres hijos de la familia Stahl. Los representantes mennonitas, acompañados por algunos miembros lengua, decidieron ir a hablar con los indígenas. En ese encuentro una flecha ayoreo perforó el pecho de Cornelius Isaak, uno de los portavoces mennonitas. Los años cincuenta fueron duros para las relaciones entre ambos grupos. Los indios exigían tierras para poder mantener a sus familias y los mennonitas se sentían desbordados al tener que hacerse cargo de un grupo casi tan grande como el propio. Decidieron crear entonces la Asociación de Servicios de Cooperación Indígenas-Mennonita (ASCIM) que desde entonces provee tierras, ayuda en la construcción de viviendas, asesoramiento técnico agrícola y ganadero, servicios médicos y educativos a los nativos (Stoesz y Stackley 1999: 113). Los mennonitas organizados en cooperativas agrícolas y ganaderas, con propiedad comunitaria de la tierra en régimen de comodato, tienen acceso a la educación y a la sanidad en un sistema cuya complejidad institucional es propia de un Estado: formación bilingüe en escuelas primarias y secundarias, centro de formación docente, escuela

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de educación especial, programa para niños sordos, escuela de música, colegio teológico, escuela de enfermería, formación profesional, hospitales en los centros urbanos y en la periferia, sanatorio neuropsiquiátrico de fama internacional y un hospital, llamado Km 81, dedicado a combatir la lepra entre la población nativa. Todas estas instituciones dependen de la Asociación Civil, representada en la Asociación de Colonias Mennonitas del Paraguay (ACOMEPA), una de las instituciones supracoloniales de las que disponen y son financiadas por la Cooperativa. Los mennonitas son un enclave muy próspero y moderno dentro del campo paraguayo y poseen una notable capacidad para generar atracción, y dependencia, en las poblaciones nativas tal y como refleja el siguiente comentario de uno de los dirigentes comunitarios: Para el indígena el mennonita es una garantía de vida y lo dice una experiencia que tenemos con un anciano que, a través de la emisora, escucha noticias que dicen que en África están muriéndose de hambre y pregunta a su vecino: ¿Por qué mueren de hambre? ¿No hay mennonitas? ¿No hay lenco? Lenco es un extranjero en su idioma (W. Rastlaff, 18/5/09).

3. Círculos y líneas rectas: traducción y jerarquía La Civilización Guaraní de Moisés Bertoni Tal vez sea en La Civilización Guaraní, la gran obra etnográfica de Moisés Bertoni, donde mejor se aprecie ese proceso de cristalización de la alteridad, ese tránsito de los indígenas como objeto de estudio y mano de obra, a un nosotros ideal y utopizado proyectado a futuro. Bertoni no llega, y lo sabe, a un “lugar vacío”, pero se encarga de “vaciar” ese lugar, reordenando ese espacio cultural según sus intereses y su particular forma de mirar. Traducirá la diferencia a códigos propios e intentará ensamblar lo nuevo –el encuentro con los guaraníes– en los viejos patrones culturales que trae de Europa –la idea de civilización–. En La Civilización Guaraní desarrollará su teoría de la superioridad de la raza nativa y gran parte de esas ideas ya están presentes en las

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tres conferencias que dio en Asunción en 1913 y que serían publicadas en 1914 con el título de Resumen de prehistoria y protohistoria de los países guaraníes. Para Bertoni los guaraníes no sólo eran el grupo étnico que mejor respondía a sus ideales sociales, sino que los consideraba como una “raza superior” y lo intentaba demostrar a través de sus mediciones antropométricas, fundadas en las valoraciones, por cierto opuestas, de Anders Rhezius y Paul Broca sobre la superioridad de ciertas formas craneales: “La braquicefalia coloca a la raza karaí-guaraní entre las superiores, si hemos de seguir las últimas teorías científicas al respecto del índice cefálico”, señalaba Bertoni en su obra (Bertoni 1922: 180-181; Baratti y Candolfi 1999: 146). Esa superioridad también se manifestaba en el índice nasal, en la expresión de los ojos o la dentadura: Uno de los efectos más constantes e indudables del progreso humano en todas las latitudes y en todos los tiempos, es la pérdida de solidez de los dientes […]: civilización y carie dentaria son inseparables… Ahora bien, la raza guaraní es una de las más perseguidas por la carie dentaria (ibíd.: 183-185; ibíd.: 146).

Raza superior y herederos de una verdadera civilización que se extendió desde las Antillas a La Pampa. Cuando Bertoni habla de civilización la define con las siguientes características: “…desarrollo de la agricultura como base de la vida material, de la moral como base de vida psíquica, de las artes como goce y relación de la libertad y democracia como medios de dignificación individual y colectiva…” (Baratti y Candolfi 1999: 149). Para Bertoni los guaraníes fueron una gran civilización como lo demuestra la extensión y perfección de su lengua; su doble código de escritura, una parecida a la de los egipcios y otra similar a la de los quechuas, con un corpus literario transmitido de forma oral y sus conocimientos científicos en zoología y botánica (dado que conocían el género y la especie y sobresalieron en la nomenclatura). Pero también la idea de que los guaraníes fueron parte de una gran civilización se podía observar, según Bertoni, en esos vestigios que habían sobrevivido: la religión monoteísta; la democracia pura, caracterizada por una “demogerontocracia individualista” en la que no existe

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el Estado porque lo que hay es una “verdadera y directa soberanía popular” (Bertoni 1956: 216-217). Sobre este punto añadirá que en la civilización guaraní rige la máxima: “de cada uno según su fuerza, a cada uno según su necesidad”, gracias a dos valores: “el sentimiento altruístico y la dignidad personal” (Baratti y Candolfi 1999: 151). Todo ello convertía a esta civilización en un modelo funcional a sus ideales políticos, o en palabras del sabio suizo: “esencialmente la organización del indio es comunista-anárquica […] sigue la escuela de Bakounine, Reclús y Kropotkine; más es etocrática” (Bertoni 1956: 212; Baratti y Candolfi 1999: 151). Todas estas cualidades, características de la gran civilización de la que asegura son herederos los guaraníes contemporáneos, están opacadas por ese proceso de diversificación o repliegue, que Bertoni llama nostomorfismo, que hace que ante ciertas amenazas los grupos humanos retornen a un estado evolutivo anterior (Bertoni 1922: 230, 250-251; Baratti y Candolfi 1999: 152). Así, los guaraníes no son enemigos de la civilización porque mantienen sin reversión los valores morales, aun cuando hayan retrocedido en otros aspectos y deban ser integrados en la nueva sociedad mediante la educación como ciudadanos paraguayos y cristianos. Prueba de la necesidad de civilizar al indígena son sus proyectos de colonia penal y de reducción nativa (Baratti y Candolfi 1999: 216-217, 290-292). Pero cuando Bertoni habla de indígenas tiene claro que no todas las etnias son iguales. El 19 de junio de 1909 publica un artículo “La nacionalización de los indios guaraníes”, en la revista Rojo y Azul, en el que afirma que los guaraníes no deben ser confundidos con otros grupos étnicos, como hiciera el viajero italiano Guido Boggiani, autor del primer compendio de etnografía moderna paraguaya, publicado en 1900. Boggiani, asesinado por los tomaraxas (chamacocos) “fue amigo de los indios hasta la exageración (…). Para él todos los indios eran buenos, inteligentes e igualmente dignos de (nuestra) protección” (ibíd.: 142). Para Bertoni no todos los indios eran iguales ni todos merecían ser incorporados en la modernidad. Tal vez esto explique su ambivalente posición respecto a los atropellos que se cometieron en la Argentina y Paraguay contra los “indígenas salvajes”, de los que Bertoni estaba al tanto y justificaba: las campañas del gene-

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ral Roca en la Patagonia (Bertoni 1922: 114-115; Baratti y Candolfi 1999: 140) o las cacerías de los yerbateros contra los nativos que defendían sus territorios (Baratti y Candolfi 1999: 208-209). Los guaraníes aparecen, así, como herederos de una gran civilización continental y por ello los considera como portadores de una esencia que podía ser reavivada después de un proceso de reversión o repliegue y que resulta funcional a los intereses de esa nueva sociedad imaginada. Sobre el olvido del viejo dibujo de su frustrada colonia anarquista, Bertoni dibuja otro círculo en el espacio de su obra etnográfica. En él incorpora a la civilización guaraní. Gracias a esta disposición espacial circular, tan antigua que se pierde en los primeros asentamientos humanos del Neolítico (Leroi-Gourhan 1971: 316), Bertoni establece nuevos límites entre lo propio y lo ajeno: unos afuera, otros adentro. El círculo aísla, unifica y limita, dejando fuera lo otro, lo diferente, lo que se resiste a la asimilación (Bachelard 2010: 278; Muratore 1980; Goycoolea 1995; Caldeira 2005) y naturaliza lo propio, lo semejante. Pero ese mismo trazo también orienta, como en toda semiótica espacial, la mirada: desde afuera y desde arriba (Lotman 2000: 109). Tal vez con esta imagen insistente Bertoni mostraba, sin querer, su ansiedad por la desaparición del mundo tradicional (Taussig 2002: 318) y el círculo le permitía mantener simbólicamente ese “campo aislado” de un mundo en retirada (Sica 1977).

Indios, paraguayos y mennonitas en el Museo Unger El Museo Jacob Unger se funda en octubre de 1957 en la colonia Fernheim. En la intersección de las calles Hindenburg y Unruh, forma parte de un cuadrado donde se encuentran las instituciones más significativas: la cooperativa, el banco, el supermercado, la asociación civil, la planta industrial, el departamento de educación y cultura y a pocos metros del hospital. Cualquier movimiento por el centro de Filadelfia obliga a pasar cerca del museo que, además, se erige como edificio exento junto a lo que se ha dado en llamar el “parque de la memoria”. En 1980, durante el 50º aniversario de la colonia se organiza la actual exposición (Niebuhr, 14/05/2009).

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El museo tiene una planta rectangular y dos pisos. De madera, con techo a cuatro aguas, tiene un corredor perimetral propio de estas latitudes, combinando ciertas características de las edificaciones centroeuropeas y las propias de las construcciones locales. En la planta a ras de suelo se encuentra la sala de los pioneros. En ella se despliega la historia de la colonización mennonita siguiendo una noción cronológica del tiempo, desde la salida de Rusia hasta la llegada y asentamiento en la colonia. Predominan las máquinas, los artilugios relacionados con el trabajo. Llaman la atención los varios ejes sobre los que se organiza la exposición. Uno, es el tecnológico, y en esta sala el relato organiza los objetos para mostrar la evolución de los aparatos que conformaron la tecnología mennonita: desde los tambores para hacer manteca a la imprenta de la colonia, desde los candiles y las lámparas de querosén a las instalaciones de luz eléctrica. Otro, el de la vida cotidiana, con objetos de uso diario: ropa, enseres, relojes, fotos de los administradores de la colonia a lo largo de su historia. El eje de la vida cotidiana tiene un orden peculiar, como una gramática particular que se puede resumir de manera gráfica: de la porcelana al latón, del latón al acero. Trajeron la porcelana para recordar de dónde venían pero no tuvieron empacho alguno en cambiarla o sustituirla por los platos de latón, por ese equipamiento modesto que la sociedad de colonización otorgaba a cada familia mennonita. Fue la aceptación de esas nuevas condiciones y el trabajo duro lo que les permitió alcanzar una mejora notable en el nivel de vida, representada por la imprenta, la luz eléctrica, la alarma del hospital o los libros producidos por la comunidad (González de Oleaga, Di Liscia y Bohoslavsky 2011). La planta baja del museo no está conectada con el primer piso. Como si se trataran de dos mundos diferentes los que allí se representan, una escalera externa permite el acceso al piso de arriba, donde se expone la colección de fauna, la sala dedicada al Paraguay y la colección de artesanía étnica. No hay ninguna continuidad, cruce o relación entre el relato de los pioneros y los relatos sobre fauna, etnografía e historia paraguaya. El piso superior está compuesto por tres espacios contiguos, divididos por arcos de madera. Se accede a través de la primera sala, donde aparecen restos de la Guerra del Chaco (1932-1935) que enfrentó a Bolivia y Paraguay por la soberanía en el Chaco Boreal.

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Ésta es la única mención al país receptor y a sus habitantes, que aparecen representados como soldados. Granadas, distintos tipos de munición, fusiles, cruces de madera portadas por las tropas, todo ello sitúa la guerra como el único contexto de definición de los paraguayos. Si los mennonitas estaban ligados al trabajo duro y al sacrificio, los paraguayos lo están, en esta representación, a los horrores de la guerra. Teniendo en cuenta que los mennonitas son un grupo pacifista, esta asociación parece tener todavía más trascendencia y alcance (González de Oleaga 2012). Los indígenas, por su parte, están representados por objetos como hachas, cestos, cerámicas, textiles y, en el caso de los ayoreos, por armas y adornos. Casi no hay textos explicativos sobre el mundo indígena. No se establece gran distinción entre unas comunidades indígenas y otras, ni se abunda en su historia o en sus características diferenciales. Las cartelas explicativas que acompañan la cerámica señalan con mayor precisión el nombre del donante de la pieza o el lugar del hallazgo que sus características, su pertenencia a una u otra etnia o los usos dados a ese objeto. Los ayoreos merecen una mención especial porque fueron la tribu más aguerrida de la zona desde los orígenes de la colonización. Un cuadrito registra la matanza de una familia mennonita, los Stahl, a manos de los indios ayoreo. La forma de clasificar los materiales etnográficos no difiere mucho de la empleada en la exposición sobre fauna local. Las vitrinas de pájaros, mamíferos o reptiles portan el nombre del ejemplar sin más precisiones. Los expositores dedicados al mundo indígena tampoco abundan en relatos o explicaciones y ordenan los materiales de acuerdo con una lógica formal y no funcional: todos los tocados de pluma, todos los sombreros, las bolsas de fibras van en la misma categoría, independientemente de si alguno de esos objetos tiene un valor cotidiano (la recolección de bayas) o un valor ritual (en las ceremonias religiosas). Los ayoreos son singularizados de entre las otras tribus y quedan asociados a la leyenda de ferocidad y violencia. Nada se dice, aunque se sabe, sobre el conflicto por la tierra entre esta comunidad indígena que habitaba la zona desde antiguo. Ni tampoco se menciona la amenaza que los colonos supusieron para la vida tradicional ayoreo y para la pervivencia de sus cazaderos (Stahl 2007: 411; González de Oleaga 2012; González de Oleaga y Bohoslavsky 2010).

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En toda la exposición casi no aparecen mapas o representaciones del territorio, como si su sola mención fuera un tabú o como si ese silencio fuera una forma de manipulación del espacio destinada a la conquista y dominación de un territorio en disputa (Harley 1988). En esta muestra no sólo se construyen y naturalizan historias, sino también se inventa un paisaje (Schama 1996), una geografía que, al no poder ser declarada como un lugar vacío, se invisibiliza (Said 2002), creando con ello “a strategic site for burying the past and veiling history” (Mitchell 2002: 262). Unos son representados arriba; otros, abajo, sin conexión alguna. En el Museo Unger la diversidad étnica, religiosa y cultural se trama en torno a una línea recta, un espacio jerarquizado que no permite flujos sino que se organiza en torno a compartimentos separados, estancos.

4. El espacio: poética y política El itinerario que traza Bertoni desde su llegada a la Argentina y su posterior traslado a Paraguay es también la historia de un proceso de reorganización de las relaciones con la alteridad. La utopía como búsqueda de “otro lugar” se convierte, así, en el encuentro, también, con “el lugar del otro”. En La Civilización Guaraní, los otros, los indígenas, son una excusa, un pretexto que contribuye a sostener sus ideales. De objeto de estudio antropológico y mano de obra necesaria en un ecosistema fascinante (pero desconocido y hostil) a herederos de una gran civilización continental, sobre los que se cifra el futuro de la nación paraguaya, Bertoni toma la parte por el todo. De un rasgo parcial (la supuesta pertenencia histórica a una gran civilización) deriva un juicio (los guaraníes son una raza superior) y un mandato (por el que están llamados a regenerar la nación). Resulta curioso que la exaltación de la raza guaraní y de su legado de gran civilización continental se haga visible una vez que abandona sus proyectos comunitarios anarquistas, como si Bertoni sustituyera, de alguna manera, una utopía por otra: de la idealización de los europeos como protagonistas de sus proyectos a la seguridad en la plasticidad cultural de los guaraníes como personajes de esa escenografía

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idealizada y futurista. La desutopización que parece acompañar al fracaso de su colonia anarquista va seguida de una utopización, de una idealización del mundo, y de la civilización guaraní (Baratti y Candolfi 2009). Pero los guaraníes se convierten en una raza superior en la perspectiva de Bertoni porque son herederos de una gran civilización continental. Es esta conjunción entre un concepto europeo y etnocéntrico pero que él hace pasar por universal, la civilización, y los rasgos que él quiere ver en ese grupo étnico, lo que le permite destacar su supuesta superioridad respecto a otras comunidades indígenas. Más que una conjunción entre lo propio y lo ajeno es una traducción de lo ajeno a lo familiar, una traslación de lo extraño a un espacio conocido y controlable, tan bien representada por la figura del círculo. Los guaraníes son potencialmente una raza superior en palabras de Bertoni, pero para poder desplegar todo su potencial y recuperar su grandeza, necesitan de un proceso de transformación, de formación o inculturación nacional y cristiana. La relación que Bertoni establece con la alteridad es una relación de asimilación e incorporación jerárquica. En los comienzos, cuando pensaba en la forma que iba a darle a su colonia anarquista, lo propio (representado entonces por los ideales anarquistas de las familias suizas que lo acompañaban), quedaba dentro de los límites del círculo, y lo ajeno (la sociedad paraguaya y las comunidades indígenas), más allá de las fronteras de esta figura. Pero esa operación se repite en el espacio ideológico de su obra cuando exalta las posibilidades de lo propio (ahora acompañado por el ingrediente indígena traducido y asimilado) y descarta lo ajeno (representado por aquello que no es asimilable o que se resiste a la traducción). Bertoni añade al círculo inicial un nuevo círculo concéntrico. Sigue trazando círculos imaginarios, reforzando la centralidad en la que retener lo similar y expulsar más allá lo diferente (Calderón 2004; Bachelard 2010). La operación (de asimilación y traducción) es la misma en el primer caso –cuando pretendía fundar la colonia con sus compatriotas– y en el segundo –cuando decide que la raza guaraní está llamada a grandes y gloriosas empresas–. Lo que cambia son los personajes que pueblan esa escenografía. Para los mennonitas los indígenas son un problema que algunos miembros transforman en oportunidad: la de convertirlos a la fe cris-

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tiana. Son, con el tiempo y sobre todo gracias a la afluencia de migrantes indígenas atraídos por la prosperidad mennonita, necesaria mano de obra para sus chacras e instalaciones industriales. Y es probable que la evangelización, que en un principio no era vista con buenos ojos por todos, a partir de cierto momento se viera como una manera de uniformizar o aculturar a los trabajadores indígenas. En el museo, ese espacio de representación y exposición tan importante para la comunidad, se puede observar con claridad cómo ven los mennonitas a los indígenas: separados espacialmente, los otros forman parte, junto con los paraguayos, de la fauna y la flora local. En ninguna de las salas hay alusión alguna a los contactos, a las relaciones entre comunidades, como si la segregación de los diferentes espacios del museo garantizara su distancia en la realidad o como si esa separación conjurara los constantes, y no siempre deseados, contactos entre individuos y grupos. La única mención a esos encuentros la constituye el cuadro que recuerda la matanza de la familia Stahl a manos de flechas ayoreo. Los mennonitas toman el todo por la parte. En un movimiento aparentemente contrario al de Bertoni, reconocen la diferencia entre indígenas y mennonitas, pero cargan tanto el acento en esa distancia que acaban representando la alteridad como una diferencia radical, incapaz de advertir posibles conexiones. La forma en la que los mennonitas representan la diferencia es de exclusión mediante un único eje en el que aparecen situados de forma jerárquica cada una de las identidades étnicas o culturales. En torno a ese eje unos están más cerca de la línea del cielo y otros más alejados. Círculo y línea recta son las figuras que metafóricamente representan estas dos maneras de entender la alteridad y de inscribirlas en el espacio. Y son también las figuras que organizan el espacio en torno a dos metáforas: dentro y fuera, arriba y abajo (Lewis 1988: 29-49).

Registro y transferencia La obra de Bertoni y el museo mennonita son espacios que funcionan como un registro de las representaciones sobre la alteridad. En ellos se puede leer, como si se tratara de un texto, cómo se inscriben esas relacio-

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nes. Pero los espacios así marcados son también un lugar de transferencia de esas características (Low 2005; Lefebvre 1991; Caldeira 2005). No sólo simbolizan las relaciones de poder “[they are] instrument(s) of cultural power, perhaps even agent(s) of power [...] independent of human intentions” (Mitchell 2002: 2). Registro pero también lugar de transferencia y resistencia (De Certeau 1999; Bourdieu 1977; Cassirer 1946). En esos espacios no sólo se dicen cosas, también se hacen cosas al decir: se visibiliza, ordena y jerarquiza una forma de ver y de entender el mundo, un orden propio que, no obstante, se hace pasar por el mejor o el único posible. En estos dos espacios de representación y refracción hay una apelación implícita a la ciencia, al saber científico, al museo o a la obra publicada como emblemas de conocimiento verdadero. Cabría preguntarse por los efectos que esos espacios de asimilación y segregación han tenido sobre los imaginarios, legitimando una representación que es sólo una opción entre otras. ¿Cuáles han sido los efectos de la obra de Bertoni en el contexto paraguayo? Dicho de otro modo, ¿cómo el espacio que traza y crea la obra de Bertoni, un espacio ideológico circular, ha marcado los imaginarios colectivos en Paraguay? Para empezar hay que decir que la obra etnográfica de Bertoni no aparece citada ni siquiera en las bibliografías de los trabajos contemporáneos. Como señalan sus biógrafos, el trabajo de Bertoni no tiene valor “científico” porque usa de forma muy sesgada datos parciales (Baratti y Candolfi 1999: 153). Sin embargo, su obra ha tenido una enorme influencia en términos políticos e ideológicos. La élite paraguaya surgida después de la Guerra de la Triple Alianza (1864-1870), la llamada generación del 900, intentó construir una identidad nacional (puesta en duda por la posible desmembración y anexión del país a las naciones vecinas) y, para ello, apeló al nativo guaraní como parte de esa identidad, pero de una forma ambivalente: convocaban la lengua y se mostraban bastante despectivos, gracias al evolucionismo positivista, con respecto a los indios. Bertoni utilizará ese mismo evolucionismo positivista para invertir el juicio y mostrar la superioridad del pueblo guaraní, “uno de los más hermosos de América”. La siguiente generación, la llamada nacionalista-indigenista verá el camino allanado y utilizará toda la artillería de Bertoni para reforzar la idea de que algunos rasgos idealizados de la cultura

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guaraní debían representar la identidad nacional, a costa de invisibilizar, someter o marginar a otros grupos. La inversión racista que aparece en la obra de Bertoni (quien coloca a los guaraníes como raza superior) no supuso una revalorización del componente indígena sino una “expropiación” de otras tradiciones e historias (Bartolomé; cit. en Baratti y Candolfi 1999: 157). La reivindicación de lo indígena glorifica al indio histórico idealizado y no “al indio de carne y hueso que muere de sífilis y tuberculosis a la vera de los progresistas caminos”, como señaló León Cadogan (cit. en Chase-Sardi 1989: 423). El espacio circular que abre Bertoni en su obra incorpora y segrega, vuelve a trazar límites continuos entre lo propio y lo ajeno. ¿Cómo lo que se dice en el espacio del museo tiene una trascendencia que va más allá de la propia representación? El museo mennonita como registro nos dice qué piensan los mennonitas de Fernheim pero, al mismo tiempo, confirma la veracidad de sus creencias. Un espacio jerarquizado en torno a un eje central segrega a los dos grupos pero no sólo registra esa separación sino que, además, la proyecta y la naturaliza. Al representar la diferencia, una diferencia vista como radical e irremediable, la recrea. Nada en la disposición del museo parece sugerir la posibilidad de puentes, conexiones, flujos e intercambios: los mennonitas representan la evolución tecnológica de la mantequera manual a la usina eléctrica; los indios, situados en una especie de limbo ahistórico, llevan siglos fabricando bolsas de fibra y estereotipados tocados de plumas. Junto a la fauna local, los indios indiferenciados son esos otros contra los que se construye un discurso de lo propio, como si el desafío que impone la naturaleza a los mennonitas incorporara también a los aguerridos indígenas y a esos paraguayos soldados con la guerra en la frente como única referencia. La sensación que el visitante puede tener al recorrer el museo, y esta apreciación se puede seguir fácilmente a través de los diarios de visitas de la institución, es que en el Chaco habitan tres grupos humanos en distintos e irreconciliables grados de evolución. El fracaso de las comunidades locales para “desarrollar” ese territorio justificaría la dominación o al menos la hegemonía de unos sobre otros (Mitchell 2002). Me pregunto qué impacto tendrán estas representaciones en los visitantes. Sabemos que los niños indígenas representan a los mennonitas

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como comerciantes, hombres de negocios, y a los paraguayos, como soldados (Redekop 1980: 253-257). No parece que esta disposición espacial contribuya al diálogo o al intercambio. Al situar a cada quien en un extremo irreductible de una imaginaria línea recta esencializa esas posiciones, las recrea como parte del destino natural y como parte de ese destino nos devuelve una imagen naturalizada de las relaciones de poder entre los distintos grupos. El espacio de las colonias y el espacio del museo pertenecen a los mennonitas que son portadores del crecimiento y la modernidad. Los otros, los indígenas enhlet, nivaclé o ayoreo, son parte de la naturaleza, excluidos de esos espacios e indiferentes, como siempre les reprochan los colonos, ante lo que allí sucede (Caldeira 2005). Después de todo, ¿por qué deberían estar interesados en participar o mejorar un lugar al que no tienen acceso y al que, se les dice, no pertenecen?

Un saber que sí ocupa lugar A pesar de las diferencias entre estas dos formas de relación con la alteridad hay algo común: el rechazo o la negación del otro. El otro como una excusa para proyectos propios o el otro como un problema que obstaculiza la realización de esos emprendimientos. La traducción del otro a un nosotros hambriento o la exclusión del otro de un nosotros anoréxico (González de Oleaga y Bohoslavsky 2010). Las dos posiciones participan de una misma cosmovisión organizada en torno a dos conceptos o, mejor dicho, a la evolución del concepto de raza y su transformación en el de cultura. Lila Abu-Lughod (1991) señaló cómo el concepto de cultura vino, en un momento dado, a sustituir a la perniciosa noción de raza. Bertoni habla de raza o de civilización sin percatarse de que al conceptualizar de esta manera lo guaraní estaba creando esa realidad y convirtiéndola en instrumento de poder. Esencializa algo que, en el mejor de los casos, está en constante flujo y recreación. Por su parte, los mennonitas, al activar el concepto de cultura o al hablar de culturas parecen relativizar y horizontalizar valores, formas de vida. Además, la ventaja de la cultura es que es aprendida y, por tanto, puede cambiar (Abu-Lughod 1991: 144). Pero a pesar de

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ello esa idea sigue manteniendo algunos rasgos que tienden a congelar la diferencia. La cultura o las culturas como gramáticas que enmarcan la acción individual o colectiva, tienden a naturalizar ciertas fórmulas que, si bien pueden estar ahí, luego serán subjetivadas, combinadas y apropiadas de forma diferente por los individuos en distintos contextos. Cuando Bertoni habla de la raza guaraní, pero también cuando el Museo Jacob Unger compartimenta a los mennonitas, los paraguayos y los indígenas en distintas salas, también están dando a entender que esas diferencias son irreductibles y que entre esas gramáticas culturales no hay puentes o pasajes o, lo que es lo mismo, espacios de encuentro y entendimiento. A veces el saber sí ocupa lugar: obtura y colapsa la posibilidad de que otras preguntas surjan, de que otras formas de representación de lo propio y de lo ajeno encuentren un nuevo lugar. Tal vez si escribiésemos contra la cultura, como sugiere Lila Abu-Lughod, podríamos encontrar un nuevo camino en el encuentro con el otro. Si en lugar de trabajar con conceptos como cultura (incluso en su forma más benigna y relativista: las culturas) trabajáramos con nociones como flujos o conexiones (Abu-Lughod 1991: 148; González de Oleaga 2010) descubriríamos anidada en la realidad una promesa esperanzadora. La obra etnográfica de Bertoni podría ser contestada desde la idea de flujos en lugar de empeñarse en mostrar sólo los datos parciales o las interpretaciones “poco científicas” con las que trabajaba e insistir únicamente en sustituirlos por otras más acertadas o contrastadas. La idea de que existe algo así como una cultura guaraní, compacta y consistente, con límites precisos y delimitados, es el punto en el que hay que intervenir. En lugar de ello se podría trabajar sobre la idea de conexiones en el que las fronteras culturales, imprecisas y permeables, dan paso a los préstamos y a los intercambios. Nuevas descripciones sobre esas transferencias entre grupos conseguirían desnaturalizar la idea de raza que Bertoni inoculó en la sociedad paraguaya. Otro tanto se podría hacer en el museo. En lugar de trabajar sobre entidades estables se podría organizar la representación en torno a los intercambios culturales. Por ejemplo, si en lugar de representar y recrear esas identidades esencializadas (mennonitas, indígenas y paraguayos) el museo se atreviera a considerar ese espacio como un lugar de

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encuentro, una “zona de contacto” (Clifford 1999) entre el presente y el pasado, entre los representados y los que participan en la representación, tal vez podríamos advertir e intuir otras posibilidades de relación e inscripción de la diferencia. Si en vez de construir relatos sobre mennonitas, indígenas y paraguayos el museo organizara la exposición intentando mostrar los límites de estas filiaciones, estaría facilitando y propiciando nuevos encuentros. Tomemos, por ejemplo, las prácticas colectivistas en el Chaco paraguayo. Esto podría muy bien ser un criterio de selección de materiales y textos. Si algo así se hiciera, veríamos cómo los mennonitas, como grupo esencializado, se desnaturaliza o se vuelve más complejo. Por un lado, los que mantienen ese tipo de prácticas, el origen y la razón de las mismas. Por otro, los que no participan de ellas. Así veríamos que ciertos grupos indígenas también tienen actuaciones de ese tipo, acercándolos a ciertas comunidades mennonitas, mientras que dentro de los propios mennonitas hay grupos colectivistas y grupos individualistas. Piénsese en el concepto de territorio, que es uno de esos espacios en constante disputa (económica, social y simbólica) en la zona. No se trataría de acomodar la exposición a lo que de común tienen estos grupos humanos en relación con este capital o este concepto. Más bien relatar sus distintas percepciones, sus puntos de contacto, sus diferencias, sus razones históricas y la responsabilidad de los sujetos en el mantenimiento o en la denuncia de esas concepciones. Algo así permitiría desnaturalizar la propia noción de territorio, abriéndola a la diferencia, a lo otro, a los otros, haciendo fluir distintas opciones, mostrando que los préstamos y los intercambios son posibles porque no hay nada definitivo en ello. O, por lo menos, una operación semejante acentuaría la responsabilidad de cada quien en esa opción. Cuando uno advierte que aquello que creía normal o natural (sea un valor, una práctica o una idea) no es más que una opción entre otras, sujeta a contextos de poder y resistencia, sus creencias entran en una suerte de turbulencia y el eje se desplaza desde la idea de verdad (lo propio es lo único posible) a la idea de responsabilidad (porque hay distintas creencias o concepciones debo dar respuesta o sostener mi posición). Sería como dar una patada al tablero para pensar en otro juego, dirigir la mirada hacia la porosidad invisible del círculo o hacia

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la enorme maraña de líneas que cruzan y entretejen la pretendida hegemonía de la línea recta. Ni Bertoni ni los mennonitas parecen haberse encontrado con el otro. Un encuentro semejante exige algo más que buena voluntad o el intento honesto de no arrasar y hacer tábula rasa de la diferencia. Por eso, la inversión idealizada de Bertoni o las políticas de integración como las que llevan a cabo los mennonitas a través de sus instituciones comunitarias, no van hasta el fondo del problema. Reconocer al otro (incluso al otro que anida en cada uno de nosotros) (Kristeva 1991) implica una noción de sujeto distinta, apela a una forma de relación diferente y exige una forma de razonamiento nueva. Un sujeto que quiera de verdad encarar al otro debe concebirse como un sujeto incompleto, que padece de una falta original imposible de colmar. ¿Por qué si no podría uno estar interesado en un intercambio con los otros? ¿Por qué podrían los mennonitas estar interesados en conocer las posiciones de los indígenas toda vez que ellos ostentan el poder y se ven como sujetos completos elegidos por Dios? Pero ese sujeto que se sabe incompleto, irreparablemente agujereado y fracturado entra en contacto con la alteridad no para apropiarse de eso (valores, formas de vida, ideas) que poseen los otros. Tampoco para imponer a los otros lo que cree poseer. Ese sujeto incompleto, que se sabe fracturado entra en diálogo con el otro. Pero en un diálogo que se resiste a ser sólo un trueque (“te doy o me das”), que quiere ser un camino a través del conocimiento. Un diálogo, un pasaje en el que los sujetos friccionan entre sí para crear algo nuevo, algo que no estaba antes allí. El sujeto incompleto se encuentra con el otro y con él prepara un escenario en el que pensar y transitar hacia otro lugar, generando significaciones que sólo se construyen en ese espacio donde nadie entra como salió, donde se producirán nuevos consensos y nuevos conflictos (González de Oleaga 1997; 1998), porque ¿…qué somos, qué es cada uno de nosotros sino una combinatoria de experiencias, de informaciones, de lecturas, de imaginaciones? Cada vida es una enciclopedia, una biblioteca, un muestrario de estilos donde todo se puede mezclar continuamente y reordenar de todas las formas posibles (Calvino 1998: 122).

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Entrevistas realizadas Gundolf Niebuhr, curador del Museo Jacob Unger, Filadelfia, 14 de mayo de 2009. Walter Rastlaff, curador del Museo de la Colonia Menno, Loma Plata, 18 de mayo de 2009.

Coca y utopía en la narrativa de Alison Spedding1 Gabriela Polit Dueñas

Etimológicamente, el término utopía alude a un espacio geográfico, a un topos. Sin embargo, en la convulsionada Europa del siglo xvi, los cambios sociales se proyectan hacia un futuro cargado de posibilidades y emerge una nueva conciencia histórica que hace del presente un espacio abierto hacia el porvenir. En ese horizonte se instituye, como explica Aníbal Quijano (1993), la idea de utopía como una “imagen social del tiempo” (142). Sobra decir que esta concepción de utopía no sólo surge del violento encuentro con el nuevo continente, sino que además subyace al proyecto colonizador. Quijano continúa su descripción y enfatiza el hecho de que la utopía europea se nutre de las culturas andinas: “Andean social institutions and forms of thought, established around reciprocity, solidarity, the control of chance, and the joyous intersubjectivity of collective work and communion with the World […] provided models for the utopias” (ibíd.). Así, corrobora la idea de que la utopía europea necesita de un otro idealizado y carente de historia, en el cual proyectar los ideales propios.

1. Quiero agradecer a mi colega Luis Cárcamo-Huechante por sus iluminados y generosos comentarios. Gracias también a Gisela Heffes por su paciencia, su lectura y sus valiosas recomendaciones.

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Este ensayo explora una noción distinta de utopía. Lejos de definirla como una proyección del ideal propio en un tiempo o en un lugar ajenos, propongo ver la utopía como una experiencia de resistencia que se gesta en la mirada hacia el pasado como posibilidad de producir un presente distinto. La utopía está relacionada con la experiencia propia. Este ensayo es una lectura de Manuel y Fortunato, una picaresca andina de Alison Spedding (1997). La novela toma lugar en los primeros años del siglo xvii y la protagonizan una familia de aymaras que comercializan la coca. La posibilidad de leer un proyecto de utopía en este trabajo no radica en la búsqueda nostálgica de un pasado indígena idealizado o perfecto2. Por el contrario, se nutre de la lógica de las concepciones andinas del tiempo y el espacio, y de cómo éstas determinan la experiencia. Los personajes de Spedding muestran formas particulares de relacionarse y dan cuenta de los procesos de adaptación, sometimiento o resistencia al poder colonial. El tema que ha servido de derrotero para escribir este ensayo es una investigación más amplia sobre la representación del tráfico de drogas ilegales en algunas regiones de América Latina3. En Bolivia –como ningún otro lugar en la región– entender la guerra contra las drogas es también entender una tensión étnica. Las propuestas de erradicar la producción de la coca y, eventualmente, controlar la cantidad de su producción, son formas que atentan directamente contra la identidad

2. La noción de un pasado idealizado al que se regresa con nostalgia tiene ecos del pensamiento de José Carlos Mariátegui y su alusión al comunismo incaico (1993: 326), que le sirvió como modelo para conceptualizar la distribución de la tierra y el trabajo comunitario. La suya, como la de Quijano, hace evidente que históricamente las descripciones de lo andino se han dado a partir de categorías extemporáneas que ayudan a reforzar proyectos políticos propios. Aunque analizando una época histórica distinta, cuando Edmundo O’Gorman escribe La invención de América (1955), describe cómo sucede este fenómeno durante la época del descubrimiento. 3. Comencé este proyecto analizando los casos de Culiacán y Medellín. Fruto de esta investigación es el manuscrito titulado Narrating Narcos. Stories from Culiacán and Medellín (en prensa, Pittsburgh University Press). Actualmente investigo los trabajos publicados en La Paz y Buenos Aires. Éste es el primero sobre literatura boliviana. Un análisis del trabajo sobre Buenos Aires apareció en la revista emisférica (véase Polit Dueñas 2011).

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de muchos pueblos andinos. Aunque son varios los autores que han explorado la importancia de los movimientos cocaleros en la composición de la Bolivia contemporánea4, considero que la obra literaria de Spedding ilustra cómo las regulaciones en contra de la coca modifican las relaciones sociales y culturales entre los aymaras, y hace evidente que en las severas prohibiciones actuales hay una continuidad con agresiones que se manifestaron de formas diferentes en épocas pasadas. Los prejuicios en contra de la coca sirvieron para aplicar estrategias de colonización desde la llegada de los españoles y han seguido operando como formas de legitimar la violencia contra los indígenas y contra su cultura.

Antropología y literatura, el caso Spedding Manuel y Fortunato es la primera novela de la trilogía de Spedding que tiene lugar en los Andes bolivianos. Las historias se desarrollan en tres momentos históricos distintos: mientras ésta sucede en la época colonial temprana, El viento de la cordillera: un thriller de los 80 (2001), tiene lugar en los años de pleno auge de la comercialización de la cocaína, el dinero fácil y la dictadura del narco en Bolivia5. De cuando

4. Entre la literatura sobre los movimientos sociales en Bolivia que no están directamente citados en este ensayo vale nombrar a Sinclair Thomson (2002): We Alone Will Rule: Native Andean Politics in the Age of Insurgency (Madison: University of Wisconsin Press); Silvia Rivera Cusicanqui (1986): Oprimidos pero no vencidos: luchas del campesinado aymara y qhechwa de Bolivia, 1900-1980 (Ginebra: Instituto de Investigaciones de las Naciones Unidas para el Desarrollo Social); Alison Spedding (2003): En defensa de la hoja de la coca (La Paz: PIEB). 5. En 1980, el general Luis García Meza instauró en Bolivia una de las dictaduras más sangrientas de la historia. Junto con García Meza estaba el coronel Luis Arce Gómez, implicado en redes del narcotráfico. La vinculación del gobierno de García Meza con el narco hizo que su régimen durara poco. En 1981 Arce Gómez fue deportado a los Estados Unidos con cargos de narcotráfico. Volvió a Bolivia en 2009 a cumplir condenas por abusos contra los derechos humanos. Ésta es la primera vez en la historia en la que un gobierno es directamente identificado con el narcotráfico. La experiencia boliviana de 1980 es absolutamente distinta a la de ahora, en la que sectores opositores a Evo Morales quieren identificar su gobierno con el narco por su defensa de la

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en cuando Saturnina, una historia oral del futuro (2004), la última novela de la trilogía, acontece durante la tercera década de este siglo. En las tres novelas la coca es el elemento que articula las tramas, establece tensiones de poder y define a los personajes. En conjunto, las obras son una suerte de arqueología de la coca como elemento constitutivo de formas de dominación y de resistencia en el mundo andino. En términos literarios, Spedding sostiene sus relatos en el género que mejor corresponde con la época en la que transcurren las historias: Manuel y Fortunato es una novela picaresca y El viento de cordillera, un thriller, como lo anuncian sus títulos. De cuando en cuando Saturnina es una historia de ciencia ficción. La picaresca, el policial y la ciencia ficción son géneros que surgen y se desarrollan en momentos de intensos cambios sociales. La autora experimenta con ellos porque le permiten contar historias sobre los aymaras sin imponer una verdad histórica que los trascienda y sin proyectar un objetivo político que defina una identidad étnica estéril. Las historias fluyen en tres lenguas: quechua, aymara y castellano, y recrean el ambiente cosmopolita que ha caracterizado a la región andina desde antes de la llegada de los españoles. Spedding, además, muestra la enorme capacidad de adaptación de los aymaras, y las maneras poco convencionales con las que, desde la época temprana de la colonia, estos grupos han buscado movilidad social y ascenso económico. En las tres obras la protagonista es una mujer que vive de la comercialización de la hoja de coca. Se caracteriza por ser manipuladora, practicar la brujería y mantener con astucia los pequeños privilegios de los que goza en su universo social. Pese a que el género (sexual), la raza y la etnicidad son categorías centrales en estas historias, los personajes no son víctimas de las diferencias que estas categorías describen y, en consecuencia, las protagonistas de Spedding se adaptan al momento y al tiempo en que viven, reproduciendo el rol que la sociedad les asigna y buscando siempre la mejor manera de transgredirlo.

hoja de la coca. Aunque parezca redundante, es primordial diferenciar estos dos momentos históricos, el proyecto político del MAS y el de la dictadura de los ochenta, así como definir y aclarar que las diferencias entre la coca y la cocaína son dramáticas.

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En este trabajo me concentro en Manuel y Fotunato por ser la novela más arriesgada; no sólo por las dificultades que se presentan al retratar una época histórica lejana, y de la que tan poco se ocupa la ficción contemporánea, sino porque el desplazamiento de tiempo y espacio que ofrece Spedding nos permite pensar en la utopía como un proyecto introspectivo, de autoconocimiento; ahí radica la novedad de su mirada literaria. Estas reflexiones, además, nos acercan a las ideas centrales de este volumen: la utopía y la ciudad, pero lo hacen desde una perspectiva distinta. La narrativa de Spedding nos lleva a articular estas ideas desde un paradigma que se centra en la experiencia andina. Alison Spedding viaja a Bolivia en los años ochenta para estudiar cómo el auge del mercado de la cocaína a nivel global afecta a las comunidades que han cultivado y consumido coca desde tiempos ancestrales. En esta región, la prohibición de la coca es un asunto de sobrevivencia6. En 1994, después de un extenso trabajo de campo, Spedding publica Wachu Wachu. Cultivo de la coca e identidad de los Yunkas en La Paz, su tesis de doctorado y una de las etnografías más completas sobre la coca en territorio boliviano7. El libro es lo que los

6. Los cultivos de coca se prohíben en 1961 en la Convención Única de Estupefacientes, de las Naciones Unidas en Nueva York. Los decretos de la convención están disponibles en . El decreto fue modificado en 1972, y luego en 1988, cuando se implementó en Bolivia la ley 1.008 que criminalizó el cultivo de coca fuera de ciertos territorios y determinó una cuota de producción. Esto fue el principio de los movimientos cocaleros, cuyo líder Evo Morales sería más tarde el primer presidente indígena de Bolivia. De 1997 hasta 2002 se estima que entre 600 y 900 millones de dólares se perdieron por los programas de erradicación. En la represión a los indígenas, muchos perdieron la vida (Hylton y Thomson 2007). En agosto de este último año, Evo Morales decidió rechazar el mandato de las Naciones Unidas. Véase (2011): “Canciller confirma viaje del presidente Morales a EE UU para sesión plenaria en la ONU”. 7. En el prólogo a su libro, John Murra califica a éste como el trabajo más importante sobre el tema en Bolivia, y lo ubica junto a obras clásicas como las de Fernando Cabieses (1992): La coca, dilema trágico (Lima: Enaco) y Catherine Allen (1988): The Hold Life Has: Coca and Identity in an Andean Community (Washington: Smithsonian Institution Press), sobre el caso peruano.

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antropólogos definirían como una descripción densa de la importancia de la coca entre las comunidades de Sud Yungas: El complejo de prácticas más enraizadas en los yunkas son las que se unen alrededor del cultivo de coca, o mejor dicho, el sistema que integra la coca, otros productos para el mercado, y la producción de autoconsumo… [L]a realización de cada tarea de acuerdo con los modelos aprobados adquiere un valor moral pronunciado, representando no solamente la necesidad económica sino también todo un universo social (Spedding 1994: 26).

En esta completa etnografía histórica, Spedding ofrece una visión panorámica de la coca como elemento que articula todo un modo de vida, desde la división del trabajo, la jerarquía social, los ritos de pasaje e inclusive la explicación mítica del tiempo. El libro termina con las notas de campo sobre las actividades clandestinas de un grupo de hombres que pisan coca en una piscina escondida en medio de la selva. La escena contrasta con los capítulos anteriores y echa luz sobre la dramática realidad que ha generado el narcotráfico en el presente. En 1997, tres años después de la publicación de Wachu Wachu y como si el trabajo de la etnografía no hubiese sido suficiente para narrar el mundo aymara, Spedding publica la primera novela de su trilogía8. Con el salto de la etnografía a la ficción Spedding no sólo explora los límites del discurso antropológico, sino que, además, esto le demanda dejar la lengua materna (inglés) y aventurarse a escribir en las varias lenguas que se hablan en los Andes.

Pachakuti “Escuchar a los aymaras hablar sobre el pasado da la sensación de que éste es muy encogido, ralo; casi anti-realista”, señala Spedding (1994: 23; énfasis mío).

8. Ésta no es la primera incursión de Spedding en la ficción. Ella había publicado ya tres novelas en su lengua materna: The Road and the Hills (1986); A Cloud over Water (1988); y The Streets of the City (1988).

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[L]a visión del mundo se asocia con un concepto del tiempo donde el pasado, el presente, y el porvenir, están de cierta manera presentes […] Siempre se concentra –y la gramática misma del idioma aymara lo exige– en el tiempo que uno conoce, el período de su propia vida y, a lo mucho, las vidas de sus padres (ibíd.: 22-23).

Esta concepción del tiempo hace evidente que el pasado se organiza desde la experiencia del presente. Al analizar la clasificación del tiempo en las lenguas andinas, Jan Szemiński (1993) afirma: “Todo hablante del aymara y del quechua encara su pasado, visible a la luz del día y conocido, hasta el horizonte. Su futuro se encuentra detrás suyo, invisible y desconocido, sin luz” (99). Quizá la mejor manera de ilustrar esta descripción sea la imagen del ángel de Benjamin, cuyo torso está ligeramente girando hacia atrás, mientras sus alas se abren hacia el porvenir9. En esta definición vemos que hay una imposibilidad lógica de hablar de la utopía en el contexto andino de la manera como se habla en Occidente: la utopía no puede ser la proyección ni en el tiempo ni en el espacio. Más aún, la frase utopía andina la usan los historiadores como Jan Szemiński y Sinclair Thomson cuando analizan los movimientos anticolonialistas que culminaron en 1781 con la muerte de sus líderes Tupac Amaru II en Perú y Tupac Catari en La Paz, y con estos dos términos describen lo que significó una búsqueda propia. Una búsqueda que, además, no fue fácil, e incluso fue violenta10. Por eso lo importante es notar que la palabra utopía en este contexto existe en relación a la resistencia y la subversión. Silvia Rivera Cusicanqui, cuyo lugar en el mundo aymara está definido por una participación política (lo que debe entenderse también

9. La imagen la describe Benjamin en su “Tesis sobre la filosofía de la historia”. La evocación del ángel de Benjamin para describir la concepción del tiempo indígena es original de Silvia Rivera Cusicanqui (2010). 10. El título del libro de Szemiński es La utopía tupamarista. Thomson describe los movimientos del siglo xviii en estos términos: “La importancia de estos proyectos políticos distintos es que expresaban una variedad de visiones de lo posible en una sociedad nueva y transformada: son visiones campesinas de una utopía andina en el siglo xviii” (“Cuando sólo reinasen los indios” 39; énfasis mío.)

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como un conocimiento colectivo que orienta la acción), define en estos términos al tiempo aymara: “El mundo indígena no concibe el tiempo linealmente y el pasado-futuro están contenidos en el presente: la regresión o la proyección, la repetición o la superación del pasado están en juego en cada coyuntura y dependen de nuestros actos más que de nuestras palabras” (2010: 55; énfasis mío). La mirada al pasado está determinada por nuestras acciones en el presente. Rivera Cusicanqui se interesa por el pasado y escribe sobre él en un momento en el que la necesidad de entender los movimientos políticos de los años setenta y ochenta invitaba a la reflexión de ese pasado de sublevación como un referente vital para comprender el presente, y escribe: “[…] es la propia percepción de las organizaciones aymaras del presente, la que me lleva a destacar al hecho colonial como la principal arena de las actuales confrontaciones sociales y políticas” (1991: 2)11. El regreso a la experiencia colonial se explica, según Rivera Cusicanqui, con la noción de pachakuti, un término que significa cataclismo y revolución a la vez. Pachakuti, nos explica, se compone de la palabra pacha (tiempo-espacio) y de la palabra kuti (vuelta, turno, revolución) (ibíd.: 20). La colonia es el tiempo de las dos, por eso está cargado de posibilidades12. Mirar al pasado para cambiar el sentido del presente es la matriz que, como explica Rivera Cusicanqui, echa luz sobre las movilizaciones de la Bolivia de los setenta y ochenta. Ésta es también la época en

11. Rivera Cusicanqui escribe analizando el proceso del movimiento Katarista (inspirado en la figura de Tupac Catari), que articulaba la identidad indígena en alianza con otros gremios de clase. Los años que le siguen a este proceso están teñidos por una mirada más introspectiva. Cabe recordar que el Katarismo se funda en 1972 y alcanza un gran auge en la década de los ochenta. Cuando Víctor Hugo Cárdenas, uno de sus líderes intelectuales más importantes, accede a ser el vicepresidente de Sánchez de Lozada en 1993, se produce definitivamente la decadencia del movimiento (Hylton y Thomson 2007). 12. Szemiński prefiere el término insurrección más que el de revolución, ya que quiere evitar la proyección de un significado determinado en los eventos de 1780. El suyo es un estudio histórico con un fuerte componente filológico de las lenguas andinas.

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la que Alison Spedding escribe Wachu Wachu y cuando decide dar el salto de la antropología a la ficción con su novela Manuel y Fortunato. La gran posibilidad que ofrece la ficción es la de reproducir el tiempo sin ceñirse a los límites cronológicos que impone el lenguaje científico. La ficción no explica, transporta. La historia de Spedding dialoga con los movimientos sociales, pero no se centra en ellos. Se define por el traslado constante de la coca y los personajes que la comercian. En vez de ubicar la trama en un solo lugar, Spedding muestra el carácter itinerante que impone el intercambio como una de las características fundamentales de la identidad de los aymaras, con referentes importantes en Potosí, en Lima, en Cuzco y en La Paz, así como en los pueblos del altiplano. En este sentido, Spedding muestra que es necesario tomar distancia de la definición simple que tiende a situar la comunidad indígena en un determinado lugar del paisaje rural. Esa identificación casi esencial entre los indígenas y la tierra es una de las características que fortalece la noción equivocada de una identidad ahistórica y estática13. Para mostrar la importancia del intercambio comercial en la región andina, Rivera Cusicanqui recuerda que el motivo de las sublevaciones

13. Propongo pensar la idea de Mariátegui de que el problema del indio es el problema de la tierra (1993: 40-45) a la luz de las reflexiones de Arjun Appadurai (1988), cuando critica el simplismo con el que se define, desde las ciencias sociales, los problemas en la India como fruto de la división jerárquica de las castas. A esta afirmación, que aunque cierta es reduccionista, Appadurai la define como una prisión metonímica, porque previene al investigador de mirar la serie de relaciones y tensiones que han dado origen a los movimientos sociales en India. De la misma manera, creo que, aunque acertada, la célebre frase de Mariátegui, también resulta ser una prisión metonímica. La simple identificación de las luchas indígenas como un asunto de tierras y de la protección de los recursos naturales resulta peligroso, sobre todo en nuestra época, en la que la defensa de la ecología es la apuesta de una modernidad alternativa y no necesariamente incluyente. En ese marco, el reclamo indígena se convierte en una posición éticamente loable pero aparece como congelada en la historia y por lo tanto refuerza un imaginario de una identidad indígena ahistórica. Para un caso reciente, véase la disputa en torno a la defensa del Tipnis en .

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de Tupac Catari, fue la subida de los impuestos en la comercialización de los productos14. Las sublevaciones estaban vinculadas con una identidad que giraba en torno al intercambio comercial y no solamente a la posesión de tierras. Para Rivera Cusicanqui ésta es una de las características propias de las culturas andinas que muestra la existencia de una modernidad paralela a la europea. El mercado de plata y coca en Potosí, llamado Gato –castellanización de quatu– era, según la autora, uno de los centros de modernización indígena (2010: 54). Esta mirada ofrece otra perspectiva respecto al topos donde los andinos negocian su identidad: el mercado, un lugar liminal entre la ciudad y el campo o donde confluyen los dos. Las referencias anteriores muestran que la distinción tajante entre la urbe y el campo quizá no sea la más adecuada para comprender las formas de intercambio, los flujos humanos y culturales que han definido las culturas andinas desde la época prehispánica: …la identidad aymara, tal como se la conoce actualmente, sólo comenzó a constituirse hacia fines del siglo xviii, puesto que en tiempos prehispánicos y en la temprana colonia, el panorama social y cultural de los Andes mostraba un abigarrado mosaico de diversas etnias, lenguas y unidades de pertenencia (Spedding 1991: 2).

Spedding nos transporta a este universo diverso y de distintas formas de organización y negociación con el poder que suceden al mismo tiempo, y que están definidas por el constante trajinar de bienes y seres humanos en amplios y distintos territorios.

14. En Pachakuti… Rivera Cusicanqui analiza los movimientos sociales de los últimos cincuenta años en Bolivia, a la luz de lo que fue el movimiento de resistencia más importante de la colonia y que concluyó con el ajusticiamiento de Julián Apaza-Tupac-Catari y dio nombre al movimiento Katarista de los años setenta. Al mirar las formas de los movimientos contemporáneos que se organizaron alrededor de La Paz, Rivera Cusicanqui muestra cómo éstos se alimentan de la memoria colectiva del proceso de 1781, cuando Tupac Catari mantiene cercada la ciudad de La Paz: “La memoria histórica se reactiva y a la vez se reelabora y resignifica en las crisis y ciclos de rebelión posteriores (13).

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La historia A pesar de que la historia cuenta varios acontecimientos, hay uno que simbólicamente es decisivo para comprender la dimensión mítica del tiempo. En la segunda década del siglo xvii, en el Perú colonial se quemaron las momias y los restos de los antepasados indígenas alegando que eran objeto de adoración idólatra. La quema de las momias o extirpación de idolatrías fue una práctica común fundamentada en la necesidad de difundir la fe católica. Las quemas de momias fueron estratégicas en la desarticulación de la cultura religiosa andina, y de ahí la importancia de hacerlo como espectáculo público. En el contexto de este artículo, se puede leer la quema de momias o extirpación de idolatrías, como un paso importante para negar la identidad indígena, crear una tabula rasa en la que se puede proyectar una idea propia15. En Manuel y Fortunato los protagonistas presencian la quema de sus antepasados en la plaza del pueblo de Oyune, donde viven. Pero Spedding decide contarlo a partir de la trama que urden los indígenas para reivindicar a sus muertos y enfatizar sus acciones como gestos de resistencia –aún desde el lugar del débil– que articulan de manera distinta su experiencia. En la comunidad de Oyune la coca es el producto agrícola que organiza el mundo social: con ella se paga el tributo a la Corona, se forman jerarquías, se fortalecen relaciones de parentesco y solidaridad, se mantienen vigentes los mitos, se establece comunicación con los antepasados y se reproducen rituales. Pero lejos de hacer de la hoja un fetiche para mostrar un otro exótico y homogéneo, la autora hace uso de su experiencia etnográfica en los Yungas paceños y de sus conocimientos de la antropología histórica y la lingüística para, a través de las escenas de consumo, trasiego e intercambio de la coca, recrear atmósferas, describir expresiones culturales, narrar la vida cotidiana y las formas de intercambio entre la gente de Oyune, la de Potosí, la de La Paz y la de Lima.

15. Spedding sigue los estudios de Pierre Duviols (1971): La lutte contre les religions autochtones dans le Pérou coloniale.

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En la trama de la historia, Spedding brega con los conflictos de los personajes, las envidias, las confusiones respecto a las nuevas formas de poder que imponen la Iglesia, el rey, los españoles, los caciques locales. Muestra la fragmentación de una organización social heterogénea y en movimiento que además sufre la invasión y la violencia de la conquista. La protagonista es Saturnina (Satuka), una india ambiciosa y bruja16. Ella se casa con Manuel, el último hijo ilegítimo de un principal de la zona de Oyune. Cuando el medio hermano de Manuel reconoce que el muchacho ha crecido, decide darle la ropa que lo identifica como uno de su estirpe: “Al fin encontró unos calzones anchos y sueltos, cayendo acampanados sobre las cintas que les amarraron debajo de la rodilla. Los apiló en los brazos de Manuel, seguidos por unas camisas de lino amarilleado” (Spedding 1997: 12-13). La vestimenta es un elemento fundamental para mostrar a los personajes y definir su jerarquía, su edad, e incluso describir transiciones. Cuando Manuel sale bien vestido al patio, otro de sus hermanos lo increpa: “Ya vas ir a la qhachwa? (baile)” (ibíd.: 13). Manuel se había hecho un hombre17. La familia vive del comercio de la coca, del cobro a la comunidad y del pago del tributo a las autoridades españolas. Todos los intercambios comerciales, las rentas y la riqueza excedente, o acumulación de capital, vienen del trasiego de la coca. La coca sirve también para cerrar tratos, amasar fortunas y dar tributo a los muertos. A partir del momento en que asume el segundo lugar en el cacicazgo, la vida de Manuel transcurre en los caminos, viaja de los Yungas a Potosí, a La Paz y a las comunidades vecinas a Oyune, recogiendo cosechas y tributos para luego pagar a la Corona. En la descripción del

16. Este personaje parece estar inspirado en la cacica Nicolasa Sirpa y su hija, quienes fueron encerradas en el convento de Caquiaviri, durante los levantamientos de 1771 (Thomson 2005). 17. Zsemiński señala que las diferencias en el vestir son rasgos muy importantes entre los cronistas de la época, denotando que el vestir y la apariencia exterior son elementos fundamentales entre las culturas andinas. Spedding trabaja muy bien este aspecto a lo largo de su texto y usa la vestimenta como una forma importante de marcar las identidades y transiciones entre los personajes.

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trabajo y las funciones de Manuel, la autora muestra cómo la estructura del poder colonial dependía de la organización social indígena para mantener el orden y el cobro de impuestos. Se hace evidente la porosidad de los procesos de colonización y las formas de resistirlo. Pero también muestra las otras tragedias de la conquista. En uno de esos viajes a Potosí, Manuel se contagia de viruela y lleva la peste a su pueblo. Mueren muchos en la comunidad, entre ellos los hijos que tuvo con Satuka. Eran más de seis y sobrevive solamente una niña, Celestina. Años más tarde, cuando Celestina es una jovencita, Satuka la lleva consigo a Potosí donde va a comerciar con coca. Allí, la chica conoce a Fortunato, un joven mitayo de la costa, huérfano de padre, que se ha curtido en la vida de la ciudad. De cuna sin estirpe, Fortunato, como el pícaro clásico, después de ser vagabundo y pordiosero, transita por las casas de varios amos. Su carácter despierto y su gracia le favorecen y, finalmente, consigue trabajo como portero en un colegio jesuita. La curiosidad le ayuda a seguir las lecciones de los alumnos del colegio y aprende a leer. Después de presenciar un misterioso asesinato, y por miedo de ser inculpado del hecho, huye y se va a vivir con una viuda rica para quien trabaja de día en el mercado y por la noche en la cama. El encuentro entre Fortunato y Celestina es casual, pero intenso. Cuando Satuka los sorprende, castiga a la hija a golpes, pero al darse cuenta de que Fortunato sabe leer y escribir, inmediatamente lo acepta como yerno y lo lleva a Oyune. Criado en las calles del quatu (el mercado de Potosí), un lugar cosmopolita en el que se hablan varias lenguas y se encuentra gente de todo el mundo atraída por las minas, Fortunato se siente un extraño en la puna. Con su traslado a Oyune se hace evidente la diferencia de la vida entre el altiplano y la ciudad, aunque se hace hincapié en la interdependencia que existe entre uno y otro. El viaje de Fortunato también muestra la heterogeneidad del mundo indígena precolonial. Si bien Fortunato es un indígena, no conoce ni el origen ni las tradiciones de la gente de su esposa. Sin embargo, el hecho de que la familia de Celestina lo acepte como yerno, pese a ser un mitayo (una casta social mucho más baja), pone en evidencia que la adaptación a los cambios que impone el nuevo orden colonial es más fuerte que la tradición. La posible movilidad social de Fortunato habla

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no sólo de la sobrevivencia y la adaptación de los indígenas a las nuevas formas del poder –síntoma de su necesaria modernización– sino sobre todo de los cambios que se dan en el interior de las formas de organización aymara. Ésta es una característica de la resistencia indígena. Lo más notable de esta historia es que Fortunato logra ser aceptado en el seno de una familia principal por saber leer y escribir. Él se vuelve indispensable para que Manuel y Satuka mantengan su cacicazgo de una manera más acorde con los tiempos que corren. Los caciques saben que necesitan del saber de los conquistadores para conservar su puesto y le endilgan al yerno la labor de llevar las cuentas de sus deudores en un papel, dejando atrás el conteo mediante quipus. Esto no quiere decir que hayan dejado de lado sus costumbres. Todo lo contrario, antes de hacerlo su sucesor, Manuel lleva a Fortunato a las cumbres de hielo perpetuo, donde están los restos de los antepasados y la historia de la familia. Manuel presenta a su yerno cada una de las momias y le explica la línea genealógica de su estirpe. En el diálogo con el suegro, Fortunato entiende su lugar en ese universo en el que la vida y la muerte conviven y en el que la coca ocupa un lugar fundamental. En este encuentro Spedding cuenta el mito del origen de la coca, un evento que tiene un lugar central en la novela y que divide al relato en un antes y un después: [L]a mujer era la cocamama. En los Yungas nació su primer hijo Cóndor Uchi, este es. Manuel pasó al difundo al lado derecho de Maman Tata. “Y este, su hijo Chuqi Katari…” Iba señalando a Fortunato todos los Mamani de Manqhasaya, los hombres con macanas y hondas y después las mujeres con ruecas y ollas y hondas de pastoreo (ibíd.: 104).

En la explicación que Manuel le da a Fortunato, se borra completamente la tensión que podía existir entre la antropología y la literatura. Mientras que en el discurso de las ciencias sociales la narración es el resultado evidente de una metodología y observación por parte de la investigadora, en la literatura la mediación de la narradora está velada, se esconde en el diálogo entre los personajes. El diálogo es el camino y el lugar de llegada, donde forma y contenido se funden. Ésa es la apuesta literaria de Spedding y de ahí los riesgos que enfrenta al

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escribir algunos diálogos en aymara, incluir el quechua y volver al castellano. Esto le da más verosimilitud a la historia. Spedding, además, reconoce sus deudas literarias con Guamán Poma (a quien hace aparecer como personaje); con José María Arguedas, cuyos ecos son bastante claros en algunas secciones de la novela; con María de Zayas y Octavio Paz. Éstas son referencias con las que la autora muestra que recorre el territorio de la ficción con las herramientas que pertenecen a la ficción.

La quema de momias En la segunda mitad, el libro cobra otro ritmo y narra la resistencia de los indígenas. Esta parte empieza con la imagen del cura Bernardo, un andaluz mezquino, ambicioso y corrupto que, buscando ascender en la jerarquía eclesiástica, acusa a Satuka de bruja. Descubre que la comunidad guarda sus antepasados en las cumbres y los hace bajar de las montañas para quemarlos en la mitad de la plaza del pueblo. Pese al detalle en torno a la crueldad y la soberbia de los españoles, y a la mojigatería de los indígenas que los ayudan, se destacan los momentos de resistencia. La noche antes de la quema y entierro de momias, a pedido de Satuka, Fortunato cambia el cadáver del cacique muerto meses atrás por el de un perro. El perro, amortajado como el resto de las momias, apesta, por ser un muerto fresco. Cuando los curas dan la misa para proceder al entierro de ciertos muertos y la quema de las momias antiguas, la descomposición del cuerpo del perro hace que la misa se vuelva un ritual grotesco. Satuka y su familia fingen dolor por el muerto y el ritual se transforma en una comedia: Don Bernardo celebró la misa con el perro maloliente delante suyo, porque nadie quería alzarlo. Manuel sollozó cada vez que lo miraba, mientras su mujer se persignaba y hacía más genuflexiones y reverencias que una beata de ciudad. Las moscas se amontonaron alrededor del pan y el vino, el sacristán trató en vano de ahuyentarlas con unos trapitos sucios amarrados en la punta de un palo (ibíd.: 161).

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La explicación de la presencia del perro se da en varias versiones de acuerdo a los rumores que corren. Entre los indígenas se dice que es la venganza de sus antepasados por haber sido sacados de la montaña; para los curas es superchería y para otros es obra del demonio. Los curas, sin embargo, conscientes de la importancia que tienen las momias en la comunidad, y temerosos de un levantamiento, deciden dar la misa y enterrar al perro como si fuera el cacique principal. La escatología de la escena hace evidente el carácter ridículo del rito católico entre la gente de Oyune. Desde esta lectura, el engaño con el cadáver del perro es más significativo. El perro, finalmente, le evitó al cacique ser enterrado como cristiano. Esa noche, después de la misa del cura Bernardo, Manuel y Fortunato regresan a su muerto a la cueva en la cima de la montaña, de donde lo habían sacado los curas el día anterior. Ahí, suegro y yerno agasajan a su muerto con coca y le piden perdón por el ultraje. Así se equilibra la ignominia que representó perder al resto de sus antepasados en el fuego y en celebraciones de ritos ajenos. El pacto entre Manuel y Fortunato, entre la tradición y el cambio, está sellado. La extirpación de idolatrías es, en el relato, un evento de opresión y también uno de rebelión, como el pachakuti. La posibilidad de resistencia o insurrección es lo que guía la acción del presente.

Satuka Días después de la quema de momias, el cura Bernardo allana la casa de Satuka y se la lleva, bajo la acusación formal de brujería, para internarla inicialmente en un convento en La Paz. Luego la trasladan a Lima, mientras se resuelve su caso. Durante el tiempo que trabajó en el colegio jesuita, Fortunato aprendió los peligros de la Inquisición y los pecados condenados por la Iglesia18. Con eso en mente, y de manera astuta, le propone a Ma-

18. No está de más aclarar que los indios, en tanto neófitos, nunca estuvieron bajo jurisdicción de la Inquisición.

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nuel que acusen al cura Bernardo de judío. Escribe una lista de las prácticas del cura y menciona cómo imponía entre los miembros de la comunidad la observación de prácticas ajenas al catolicismo (no comer cerdo, no trabajar el sábado, etc…). La treta de Fortunato sirve también para defender a su suegro del pariente que pretende quedarse con el cacicazgo. Como en esa época la acusación de judaizante contra un cura era mucho más grave que la de brujería contra una indígena, le devuelven la libertad a Satuka. En su estadía en el convento, Satuka finge ser una católica piadosa y humilde, y se gana la confianza de la abadesa principal. Ella ayuda a Satuka y a su familia a apelar las acusaciones del pariente de Manuel. En esta segunda parte, la historia está llena de intrigas. Los indígenas mienten, callan, esconden. Algunos hacen alianzas con los españoles por miedo, por conveniencia o por inercia. Otros, como Satuka y su familia, fingen seguir la doctrina cristiana con rectitud y guardan las apariencias. Los personajes de Spedding no son héroes románticos, tampoco pertenecen a una comunidad homogénea donde impera “la reciprocidad, la solidaridad, el control sobre el azar y la alegre intersubjetividad del trabajo colectivo y la comunión con el mundo” (como describe Quijano al mundo andino [1993: 142; el énfasis y la traducción son míos]). Ni si quiera es una comunidad que reclame una identidad en común. Las unidades de pertenencia, como las define Rivera Cusicanqui, eran múltiples en términos étnicos y lingüísticos. Los caciques de un sector nunca interfieren en la jurisdicción de sus vecinos. Por eso el intercambio comercial es lo que define la fluidez de las relaciones entre distintos grupos. En la novela, las traiciones entre los indígenas se dan precisamente porque pertenecen a poblaciones distintas y cada una busca quedarse con el poco poder que escapa a la ambición de los españoles. Entre parientes también se pelean, escogen distintas alianzas, se traicionan; pero, dependiendo de las circunstancias, pueden mostrar nobleza. En este relato, los aymaras son retratados como héroes o antihéroes de cualquier novela moderna. Repetidamente la autora describe los rostros inexpresivos de los indígenas, ya sea en momentos de profundo dolor o de peligro, como cuando confrontan acusaciones serias por parte de la ley o de la Iglesia.

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Spedding usa los estereotipos negativos con los que tradicionalmente se describe a los indígenas como mentirosos, como seres poco dignos de confianza e impenetrables, y nos muestra en esos mismos gestos el único asidero de su resistencia. La mentira, el embuste y el disimulo se narran desde el humor. Eso le permite a la autora mostrar a sus personajes, no como víctimas del poder abusivo de los colonizadores, sino como seres ingeniosos y valientes. Entre ellos, Satuka y su yerno Fortunato, ambos nacidos sin linaje pero con mucho olfato para ascender socialmente, son los principales. Son ellos quienes mejor negocian su condición subalterna, los que potencian las desventajas de esa condición para convertirla en su fuerte. Los dos son, sobre todo, extraordinariamente mentirosos. El libro termina cuando Manuel, Fortunato y Satuka regresan a Oyune, habiendo solucionado el asunto de su cacicazgo. Fortunato encuentra a Celestina cargando su primer hijo, momento de redención final.

El presente del pasado En el relato son varios los momentos en los que se hace evidente la ambigua posición de las autoridades españolas respecto a la coca. Por un lado, la condenan como un vicio bárbaro, como un hábito dañino, fruto de la ignorancia y la debilidad de la raza; y por el otro, la valoran, porque se dan cuenta de que la coca es el motor económico de la zona. En la escena en la que allanan la casa de Satuka, además de robar la plata, las joyas y la ropa fina que encuentran en los baúles de la indígena, se llevan la coca que tenía almacenada. La coca que tiene Satuka viene de los Yungas, se comenta, y todos saben que es la coca dulce, la de mejor calidad, y la que mejor se vende. La escena tiene ecos de la confiscación de cocaína como aparece en los diarios, y muestra los cambios de la coca en los circuitos del mercado ilegal contemporáneo, como también la doble moral respecto a su prohibición. La escena permite establecer una analogía con la situación de la prohibición actual de la coca. La coca es fundamental en la vida de los aymaras, no solamente en un sentido religioso o místico, como podrían haber sido

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las momias, sino también práctico. La coca es el fundamento de su economía. Es, además, el núcleo del mundo social, espiritual, político y cultural aymara. De este modo, los programas de erradicación de la coca que organiza la política contemporánea de la lucha contra las drogas tiene como propósito borrar la cultura aymara19. Manuel y Fortunato es la historia de vestigios desenterrados. La autora logra el efecto que quiere en los lectores. Queremos que triunfe la mentira de Satuka; y aunque el cacicazgo no le corresponda a Manuel, queremos que sea él quien lo herede y que sea Fortunato quien se convierta en su sucesor, aunque no le toque por ser mitayo. Ninguno de estos personajes son protagonistas honestos, pero eso es lo que los hace creíbles, porque tampoco son héroes trágicos o víctimas románticas. Son seres humanos que sortean de la mejor manera lo que les ha tocado vivir. Por eso, más allá de que existan algunas inconsistencias históricas, el relato convence.

Spedding en La Paz La única manera de dar cabida histórica y política al proyecto utópico que encuentro en la narrativa de Spedding es describiendo exhaustivamente el medio cultural en el que el relato se gesta y explorando su recepción local. Es difícil definir cuál es el público que lee a Spedding o, incluso, si tiene lectores aymaras o si son sectores mestizos los que la leen. En 2009 viajé a La Paz como un primer acercamiento para observar cuál es la recepción del trabajo de Spedding en Bolivia. En entrevistas informales con algunos catedráticos del Departamento de Letras de la Universidad Mayor de San Andrés, donde Spedding es profesora de Antropología y Sociología, me di cuenta de que goza de mejor reputación como científica social que como escritora de ficción.

19. Paul Gootemberg en Andean Cocaine. The Making of a Global Drug (2009) escribe la historia más completa de la cocaína. Aunque en su libro no incursiona en las tensiones a nivel racial y étnico en los Andes, muestra las ambivalencias que han predominado en Occidente respecto a la coca.

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Más que críticas a sus novelas, constaté que muchos profesores y escritores locales ni siquiera habían leído su obra literaria20. A algunos jóvenes escuché decir que es una escritora de culto y que goza de popularidad, sobre todo, entre sus estudiantes. Spedding vive en La Paz desde principios de la década de los noventa. Wachu Wachu fue su primera publicación larga sobre los aymaras en Bolivia, pero se ha dedicado a estudiar los movimientos sociales entre las comunidades indígenas de ese país durante las últimas décadas y ha publicado prolíficamente sobre el tema21. Más allá de la recepción de su obra literaria, Spedding hace visible cómo el proyecto político de los aymaras debe ser entendido en el contexto de las situaciones específicas que viven ellos. La demanda de una identidad idealizada, o el requerimiento de un tiempo apto para imaginar un futuro posible, son ilusiones que están más cercanas al proyecto de la utopía occidental forjado en la negación del otro, y en la necesidad de programar un ideal propio en un tiempo y en un lugar ajenos. Reconocer que el proyecto de utopía en el mundo andino es la insurrección y el fruto de la búsqueda introspectiva de nuevas maneras de negociar con el poder es la gran lección que antropólogos, historiadores y analistas han tratado de enseñarnos durante muchos años22. En la literatura ese proyecto se encarna en un personaje y se materializa en la experiencia de los protagonistas de la historia narrada. La soli-

20. El viaje se realizó bajo el auspicio de la Mellon Summer Grant que me otorgó LLILAS en 2009. En agosto de 2011, con financiamiento del Humanities Institute de la Universidad de Texas, viajé a La Paz vía Buenos Aires. Por las cenizas del volcán Puyehue, tuve que cancelar tres veces el viaje. Escribí este artículo sin concretar una entrevista con Spedding. 21. A su reputación académica y como activista por los derechos de los indígenas, se le suma un evento que terminó por consagrarla. Durante los últimos años del último gobierno de Hugo Bánzer (1997-2001), se le decomisaron 2 kilos de marihuana en su casa. Pese a que ella alegó que la hierba era para uso personal, se le imputaron cargos de narcotraficante y estuvo en la cárcel hasta el año 2000, cuando salió bajo fianza. Su último libro es una etnografía de las mujeres en la cárcel que cumplen condenas por cargos de narcotráfico. 22. Me refiero a los trabajos citados anteriormente de Thomson, Zsemiński, Rivera Cusicanqui e incluso la misma Spedding.

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daridad y la empatía de los lectores con estos personajes, son resultado del proceso natural de la lectura. En este sentido, Spedding parece decir que nada nos acerca más a la utopía andina que la ficción.

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SECCIÓN V Brasilia vis-à-vis Brasilia

Sobre la imposibilidad de (pensar) Brasilia1 Adrián Gorelik

No cabe duda de que Brasilia ha sido una experiencia-límite para la arquitectura brasileña y para el pensamiento urbano internacional2. Experiencia-límite en sentido literal –punto terminal del ciclo áureo de la Arquitectura Moderna Brasileña como “estilo nacional” internacionalmente consagrado–, y en sentido figurado, por su capacidad de llevar al extremo las posibilidades de lo pensable para la cultura urbana del siglo xx. Pero también experiencia-límite porque se ubica en la frontera de una época: como pocas realizaciones del programa modernista en el mundo, Brasilia vino a colmar una larga serie de expectativas que se disiparon –revirtiendo en cargos en su contra– en el mismo momento de su realización. Brasilia fue el sueño que se volvió pesadilla, pero no porque entre el proyecto y la construcción se hubiera desbocado una voluntad fáustica que –como en la célebre metáfora de Marx– ya no fuera capaz de dominar las potencias que había desatado.

1. Este artículo se ha originado en la presentación del autor en el Seminário “Brasília: imagem, imaginário”, Instituto Moreira Salles, Río de Janeiro, 27 de mayo de 2010 y ha sido publicado en portugués en la revista Serrote, nº 10 (Río de Janeiro, IMS), marzo de 2012. 2. Tomo la idea de “experiencia-límite” del artículo de Carlos Martins (1999): “‘Hay algo de irracional…’ Apuntes sobre la historiografía de la arquitectura brasileña”.

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En este caso, el carácter monstruoso –es decir, contrario al orden de la naturaleza– que el pensamiento urbano descubrió en la ciudad apenas levantada, no fue el producto de los sueños de la razón, sino del desajuste: la misma transparencia meridiana con que la nueva capital había sido concebida como respuesta inteligible a un problema dado, la convirtió al instante en un jeroglífico opaco. En este ensayo me gustaría volver sobre una de las cuestiones que se derivan de ese desajuste temporal entre Brasilia y el pensamiento urbano, y que me han preocupado desde mis primeros acercamientos a la historia de esa ciudad3. Con la doble imposibilidad que se señala desde el título –imposibilidad de Brasilia, imposibilidad de pensar Brasilia– deseo volver a enfatizar la necesidad de desnaturalizar las condiciones excepcionales de su realización, producto de una encrucijada particularísima y azarosa de eventos que se obturó casi en el mismo momento en que se alcanzaba. Y, especialmente, volver a problematizar el peculiar lugar de Brasilia en el pensamiento urbano de las décadas que siguieron a su construcción. En verdad, aquí voy a concentrarme exclusivamente en el segundo aspecto (aunque presuponiendo el estrecho vínculo entre ambos, ya que el juicio sobre la imposibilidad de pensar Brasilia varía si se parte del hecho de que se trataba de pensar una ciudad imposible), con lo cual voy a volver sobre un tema –la suerte de la arquitectura brasileña en la crítica internacional– que en los últimos años ha tenido una serie de abordajes muy productivos. Sin embargo, si la celebración, las críticas y la crisis en el momento de apogeo de la arquitectura brasileña ya forma parte de la narrativa historiográfica, creo que todavía es necesario seguir interrogando el silencio posterior a Brasilia, las razones de un derrumbe tan estrepitoso. Y creo, incluso, que desde la evidencia de ese silencio también es posible dar una interpretación diferente de aquellas críticas y aquella crisis (al menos ése es el terreno en el que quisiera que este texto haga su aporte).

3. Véase Adrián Gorelik (1999): “Tentativas de comprender una ciudad moderna”, artículo del cual se derivó el capítulo sobre Brasilia de mi libro Das vanguardas a Brasília. Cultura urbana e arquitetura na America Latina (2005).

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Aquí voy a partir de aquellas críticas contemporáneas para establecer las coyunturas en que Brasilia fue pensada, intentando entender el largo ciclo de su recepción. La hipótesis más general que organiza este recorrido es bastante sencilla: sostiene que Brasilia surgió en el mismo momento en que se producía una doble dislocación en el pensamiento sobre la ciudad y la arquitectura –doble y diversa en Europa y en América Latina, y también doble y diversa en el pensamiento arquitectónico y en el urbano–, y que por esa razón quedó como un punto ciego para casi todas las corrientes de reflexión arquitectónica o urbana hasta los años ochenta. Finalmente, se hace un examen muy somero del surgimiento, en esa década, de una nueva estación de pensamiento crítico y de una nueva historiografía, que corren el riesgo de quedar asordinados ante la apertura más reciente de un nuevo ciclo de reivindicación modernista, en el que los aniversarios tan próximos de los cien años de Niemeyer y los cincuenta de Brasilia han producido (o confluido con) una nueva revisión condescendiente del modernismo que parece mezclar la curiosidad del coleccionista con un retorno naïve a la ideología.

Brasilia y los dilemas del modernismo La sólida evidencia respecto de las dificultades de pensar Brasilia entre comienzos de la década de 1960 y mediados de la de 1980 le otorga a las críticas contemporáneas a su realización, en el filo mismo de aquel quiebre epocal que se abría a sus pies, una lucidez y una agudeza que corremos el riesgo de perder si nos detenemos exclusivamente en su animosidad o sus incomprensiones. Es por ello, seguramente, que en los últimos tiempos están surgiendo una serie de trabajos que enfocan el momento de la crisis y el ocaso de esa Arquitectura Moderna Brasileña, el período que va desde la primera ola de críticas impulsada por Max Bill en el 53 y el célebre “Report on Brazil” de The Achitectural Review un año después, hasta los debates sobre la construcción de Brasilia4.

4. Véase, entre otros ejemplos, el excelente “Modernidade congênita”, de Guilherme Wisnik, en Elisabetta Andreoli y Adrian Forty (eds.) (2004): Arquitetura moderna

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Y es importante avanzar más aún en la comprensión de ese ciclo de críticas dentro del marco mayor de los dilemas de la modernidad en todo el mundo, y no sólo como una cuestión acotada a un capítulo del cruce de miradas entre centro y periferia. No porque Brasil hubiera dejado de ser un país periférico que se observaba con esa mezcla de ingenuidad y condescendencia en la que suelen caer los observadores “centrales” más avisados; sino porque hacia los años cincuenta su arquitectura había ganado carta de ciudadanía internacional, y cuando se escribía sobre ella ya no era para divulgar una buena nueva desde la frontera del mundo civilizado, sino para ejemplificar una de las vías legítimas de la arquitectura contemporánea. Es lo que hacía Bruno Zevi, una de las figuras más críticas de Brasilia, al sostener que los aspectos que cuestionaba en la nueva ciudad “reflejan, en larga medida, las carencias, los problemas irresueltos de nuestra cultura urbanística y arquitectónica. Por eso incluso nosotros, comprometidos en la crítica, nos sentimos responsables de esos defectos” (1960: 608)5. No se trataba en absoluto de una concesión retórica, sino de la conciencia de que Brasilia interpelaba, como producto avanzado del pensamiento moderno, a todos aquellos preocupados por el rumbo de la modernidad misma. Esta reinserción de Brasilia en el contexto intelectual en que fue recibida es fundamental, porque así como no es posible comprender Brasilia sin entender cabalmente a sus críticos contemporáneos, tampoco es posible comprender la arquitectura moderna del siglo xx sin entender Brasilia. Lo primero que llama la atención en las críticas contemporáneas a su realización es la centralidad de dos cuestiones: la representatividad de lo público y el monumentalismo, entendido no sólo como una cuestión de escala, sino también como la actitud distanciada con que

brasileira. London/New York: Phaidon; la tesis de doctorado de Ana Luiza Nobre (2008): “Fios cortantes” (Departamento de História, PUC-Rio), que revisa con agudeza el episodio de Max Bill; o el capítulo que dedica Valerie Fraser (2000) al ocaso del interés internacional no sólo sobre Brasil, sino sobre América Latina, en Building the New World. Studies in the Modern Architecture of Latin America, 1930-1960. London/New York: Verso. 5. Todas las traducciones son mías.

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la arquitectura brasileña venía experimentando con el modernismo, como si se tratara de un “estilo histórico”6. Se trata de dos cuestiones que habían quedado sepultadas bajo las figuraciones de Brasilia que dominaron luego: la responsabilidad del Plano Piloto en la segregación habitacional y su carácter ejemplar del urbanismo funcionalista de la Carta de Atenas. La representatividad y el monumentalismo, en cambio, son dos cuestiones que no hace mucho estamos re-aprendiendo a ponderar como aportes principales de la nueva capital a las afiebradas búsquedas que la crisis del modernismo venía impulsando desde la misma década de 1930, aunque eclosionaron en la escena internacional de la segunda posguerra. Ya es muy conocido el modo en que estas cuestiones se habían estado abriendo paso dentro de la reflexión canónica sobre la arquitectura moderna: “Una segunda etapa positiva debe ser aún alcanzada, el desarrollo de un idioma rico y suficientemente flexible para expresar todas las ideas que la arquitectura –especialmente la representativa– puede ser capaz de expresar” (117), se sostenía en la presentación del simposio “In Search of a New Monumentality”, organizado por The Architectural Review en 1948, al que fue invitado Lucio Costa junto a Henry-Russell Hitchcock, Walter Gropius y Siegfried Giedion, quien apenas un año antes había difundido, con José Luis Sert y Fernand Léger, el manifiesto “Nine Points on Monumentality”. También son conocidas las nuevas preocupaciones de los CIAM (Congresos Internacionales de Arquitectura Moderna) de la posguerra sobre los temas de la representatividad y lo público, que a su manera Brasilia había encarado de un modo no previsto en la Carta de Atenas. Pues bien, para los contemporáneos de Brasilia era muy claro que en esas cuestiones radicaba la fuerza y la originalidad de la capital, las celebraran o no, ya que la veían como una nueva estación en la ca-

6. He desarrollado en trabajos anteriores (nota 3) este aspecto de la noción de monumentalidad en la arquitectura moderna brasileña y en Brasilia, como autoconciencia de los roles simbólicos del modernismo para componer resoluciones formales, tipológicas y funcionales dirigidas a una voluntad diferente de la “original”: la producción de un orden capaz de encarnar y simbolizar el poder modernizador del Estado nacional.

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pacidad comunicativa de la arquitectura y el urbanismo modernos. William Holford, uno de los tres jurados internacionales del concurso del Plano Piloto, lo decía con claridad cuando justificaba la elección del proyecto de Costa: si Brasilia supone “un desafío de esa importancia histórica, no basta con producir un diagrama organizativo. Es necesario producir algo que comunique y, por consiguiente, lo que se tiende a hacer es producir una obra de arte” (cit. en Pedrosa 1981: 368). Algunos, por cierto, seguían entendiendo el monumentalismo de Brasilia como un retroceso retrógrado al clasicismo o, en términos ideológicos más generales, como la encarnación del autoritarismo, tanto por sus efectos espaciales –la concreción espectral de una ciudad kafkiana–, como por su significado más amplio de expresión urbanoarquitectónica de las necesidades políticas de un régimen –necesidades inaceptables para la tradición maestra del pensamiento urbano–, que ratificaban la idea de los países latinoamericanos como sitios de dictaduras excéntricas capaces, entre otras cosas, de levantar una ciudad completa en el desierto. Y si sorprende cuando Zevi, por ejemplo, se ve en la obligación de aclararle a su público italiano, luego de esgrimir todos estos argumentos, que Kubitschek es con todo un presidente democrático, conviene recordar que un brasileño tan perspicaz como Joaquim Guedes pudo sostener en 1974 que el monumentalismo de Brasilia, como profecía autocumplida, era la prueba de que la dictadura brasileña había comenzado ya con Kubitschek7. Contra estas interpretaciones se recorta la Storia della architettura moderna de Leonardo Benevolo, escrita en los últimos años de la década de 1950 al calor de los debates sobre Brasilia (se publicó en 1960), a pesar de que tampoco él creía que el monumentalismo brasileño fuese una vía válida para la arquitectura moderna. En efecto, en términos generales, Benevolo seguía bastante de cerca los argumentos más

7. Joaquim Guedes recordaba autocríticamente esa afirmación en “Por uma nova cidade” (1985: 69). “Profecía autocumplida” la llamó también Zevi, apenas ocurrido el golpe del 64. Pero la caracterización de autoritarismo comenzó en la propia concepción de Brasilia; véase, por ejemplo, Sybil Moholy-Nagy, “Brasilia: Majestic Concept or Autocratic Monument” (1959: 88).

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demoledores que Max Bill había disparado en 1953, pero lograba sin embargo ir más allá en la comprensión del “estilo brasileño”. Explicaba el monumentalismo en la necesidad de la sociedad brasileña de una “representación simbólica”, satisfecha por la arquitectura a través de una serie de recursos, como el cambio de escala –que carga cada motivo formal del repertorio modernista con una “intensidad emotiva”–, o la elementariedad de la composición –que hace emerger los significados “a primera vista, con diagramática inmediatez” (la cruz de Costa como la perfecta simplicidad de un único gesto)–. De tal modo, aunque critica “el vago sabor zoomorfo” del plano (su carácter de metáfora extrínseca, ya señalado por Zevi), Benevolo destaca el modo “magistral” en que ese elementarismo le permite a la imagen inicial tomar forma “sin perder frescura ni simplicidad”, logrando que “en cada punto del vasto territorio de la ciudad se pueda percibir la energía y el carácter del esquema general” (1963: 923, 926)8. También Giulio Carlo Argan había sabido ver en el monumentalismo brasileño el resultado de “mezclar lo funcional con lo representativo, la técnica y la exaltación de la técnica”, como parte de una “retórica de la civilización” ([1954] 2003: 171). Y si suspendemos las enormes diferencias entre el tono analítico de Argan y la indignación moral de Max Bill (1954), es indudable que los rasgos principales de esa interpretación fueron anticipados por el suizo, que vio el gran escándalo de la arquitectura brasileña en su regodeo alegre en la superficie de un “estilo”, actitud que convertía el lenguaje moderno en convención retórica9. Frente a este hallazgo, que da tan buena cuenta de la

8. Si bien los pasajes de esta primera edición de Benevolo pertenecen a su traducción española, Historia de la arquitectura moderna (1963), es interesante notar que, en una edición posterior, Benevolo introduce un último párrafo que discute con las versiones sobre el carácter proféticamente autoritario del monumentalismo de Brasilia, señalando que “el cambio violento de dirección política” (el golpe de 1964) ha “falseado” la polémica sobre las direcciones y los resultados del proyecto; véase Storia della architettura moderna (1975: 843). 9. Véase Max Bill (1954): “O arquiteto, a arquitetura, a sociedade”. Como se sabe, el texto responde a la conferencia del 9 de junio de 1953, aunque el escándalo lo desató la publicación de una entrevista en Manchete cuatro días después; aquí cito

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base sobre la cual la arquitectura brasileña establecía su distancia respecto del momento “heroico” (funcionalista) de la Arquitectura Moderna, buena parte de los comentarios elogiosos de entonces corren el riesgo de sonarnos condescendientes. Podría pensarse, en este sentido, que la positiva recepción temprana de la arquitectura brasileña fue víctima de la necesidad proselitista de los constructores del canon modernista –Giedion, en primer lugar–, que buscaron cobijar la peculiaridad sudamericana en una interpretación hospitalaria. Ésa es la paradoja de la noción de “estilo nacional” en esta primera recepción: como un último esfuerzo por mantener cohesionado un frente internacional de la arquitectura moderna ante una escena que se problematizaba y fracturaba, la interpretación de la arquitectura brasileña subrayó los elementos familiares –vía el magisterio de Le Corbusier en Brasil– y relativizó el peso de los rasgos peculiares con una explicación del “carácter nacional” que, sin embargo, neutralizaba, exotizándolos, la capacidad que esos rasgos podían ofrecer ante los desafíos que debían ser enfrentados para que la idea misma de Arquitectura Moderna siguiera teniendo algún sentido. Los antagonistas, en cambio, concentrándose en los rasgos peculiares, denunciando sus “peligros formalistas”, demuestran ver en la arquitectura brasileña una manifestación, para ellos equivocada (pero no menos que Le Corbusier), de la crisis internacional del modernismo. Así, frente a la hospitalidad esterilizadora de los entusiastas, las denuncias de Bill o Zevi normalizaban la arquitectura brasileña, poniéndola en discusión con los dilemas contemporáneos: los “peligros de caer en la retórica” de la arquitectura de Brasilia eran, para Zevi, sin duda simétricos de los que anidaban en los nuevos historicismos que él combatía en Italia porque se alejaban de la senda “sana” de actualización necesaria del programa modernista (1960: 615).

la versión publicada en Habitat simplemente para recordar la inocultable simpatía con la que Lina Bo Bardi y un sector de la revista recibió este discurso de Bill, mostrando que también dentro de Brasil el suceso de la Arquitectura Moderna Brasileña generaba reacciones encontradas –en el caso de Habitat, éstas se tradujeron con coherencia, más adelante, en la lectura crítica del concurso de Brasilia–.

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Pero hay un ejemplo especialmente interesante de esta relación entre valoración de la arquitectura moderna brasileña (y de Brasilia, en particular) y las nuevas perspectivas sobre el modernismo internacional: se trata de Reyner Banham, cuya obra se elabora a partir de la asunción del nuevo lugar de observación crítica ganado frente a la primera generación moderna. La conciencia de pertenecer a una nueva generación es la clave interpretativa que le da a Banham su visión distanciada, propiamente histórica, tanto respecto del espíritu “apostólico” de los “pioneros”, como del “uniforme adolescente” que vistió su arquitectura. Especialmente, le permite advertir los “significados simbólicos” de la forma moderna (“luego descartados o ignorados por sus apologistas en 1930-40”); es decir, entender que la arquitectura moderna no había sido el resultado “natural” de las transformaciones y las necesidades técnicas, funcionales o sociales, sino la “forma simbólica” elaborada como interpretación emotiva de la primera era de la máquina ([1960] 1977: 305-306)10. A diferencia de Zevi o Benevolo que, si bien pertenecen a esta segunda generación, participan aún del empeño moral por encontrar expresiones “sanas” de la arquitectura moderna, Banham traza frente a esas búsquedas un quiebre histórico infranqueable, dejándolas en un pasado, no por muy próximo, menos remoto conceptualmente. Si toda la arquitectura moderna ha de ser pensada como una convención retórica, eso ya no puede ser levantado como un elemento de juicio en sí mismo –como hacían Bill, Zevi o Benevolo respecto de la arquitectura brasileña–: es el moralismo en la interpretación lo que deja de lado esta nueva perspectiva historicista y desideologizadora de la forma moderna, que Banham comparte con toda una generación de críticos ingleses, como Colin Rowe.

10. Banham utiliza en varias ocasiones la figura de la arquitectura moderna como “forma simbólica”, y aunque no cita el librito de Panofsky de 1927, La perspectiva como forma simbólica, es indudable que su empresa es en un punto análoga, en tanto Panofsky había mostrado provocativamente que el método de perspectiva, considerado desde el Renacimiento el modo científico de producir una representación “natural” frente a las concepciones “simbólicas” del arte del pasado, era en verdad una “forma simbólica” más de entender el mundo, la del humanismo objetivante.

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Esta colocación de Banham respecto del modernismo organizaba ya su primer libro, centrado en aquella primera generación, Theory and Design in the First Machine Age, de 1960; pero para nuestro argumento es más interesante el segundo, Guide to Modern Architecture, de 1962, que se propuso mostrar que la arquitectura moderna “había superado la adolescencia” gracias a una generación de “sucesores radicales” entre los que coloca la arquitectura brasileña, y especialmente a Brasilia, como una experiencia que “desbarató las formas del uniforme adolescente” (63)11. Discutiendo con quienes sostenían que la arquitectura moderna había muerto, y por lo tanto se sentían libres para “volver atrás” retrasando “simplemente el reloj medio siglo” y eliminando la palabra moderna “como si se tratase de un error”, Banham se proponía mostrar lo viva que estaba, en tanto había sido capaz de cambiar, actualizando sus apuestas y sus formas. Es en este contexto en el que analiza Brasilia: punto de llegada del manejo de las geometrías contrastadas que había sido la marca de agua de la Arquitectura Moderna Brasileña desde el Ministerio, incluso a riesgo de su conversión en fórmula, Banham ve en el Palacio de Alvorada y la torre doble del Parlamento un altísimo grado de sofisticación (“que hace que la temprana arquitectura brasileña parezca naïve”), y en las curvas opuestas de las cúpulas del Congreso, arquitectura de “grande y retórica simplicidad” (ibíd.: 140). Hace una rápida comparación con Chandigarh, y es evidente que Banham considera superior la obra de Le Corbusier, aunque a nivel del plano sostiene que, ante la simplicidad del de Costa, adecuada para estos tiempos del automóvil, Chandigarh nació antigua, como un resto arqueológico. De todos modos, más importante para nuestro argumento que los detalles de la crítica –o que las preferencias de Banham– es el modo en que incorpora la arquitectura brasileña al elenco de las vías contemporáneas para una arquitectura moderna de nueva generación.

11. Banham hizo una segunda edición actualizada del libro, en 1975, a la que llamó Age of the Masters: A Personal View of Modern Architecture, que terminó siendo la más conocida. Deseo expresar mi gratitud al artículo de Guilherme Wiznik, “Modernidade congênita”, op. cit., que me ha advertido acerca de los comentarios de Banham sobre Brasil, fundamentales para mi argumento.

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Pero al tiempo que ofrece una de las miradas más elaboradas sobre la experiencia brasileña, este texto de Banham se convierte también en un último abordaje, casi un réquiem. Porque era una interpretación que necesitaba de aquel margen ambiguo –distancia histórica con el modernismo y compromiso con su continuidad– que a lo largo de la década de 1960 se fue desdibujando más y más, haciendo que la “diferencia” de la arquitectura brasileña se fuera aplanando, dejándola como una mera versión subdesarrollada de la arquitectura modernista y a Brasilia, como un error, la aplicación a destiempo de la Carta de Atenas. Es como si en el interior de un debate todavía modernista, la arquitectura brasileña hubiera tenido la potencia de una heterodoxia inspiradora, mientras que a medida que el modernismo se fue convirtiendo no sólo en un hecho histórico, como en Banham, sino en un hecho del pasado que obstaculizaba la comprensión del presente, esa arquitectura se hubiera ido reduciendo a una modulación local (más o menos caprichosa, pero modulación al fin) de un vocabulario superado. No se trata, por cierto, de afirmar que todas las elaboraciones de los sesenta –de Kevin Lynch a Edward Hall en la ampliación del debate urbano hacia la semiología o la antropología; de Jane Jacobs a Giancarlo de Carlo en la nueva comprensión de la ciudad histórica; de Robert Venturi a Aldo Rossi en las reflexiones más específicamente arquitectónicas– hayan significado una simple refutación del modernismo, como quiso a comienzos de los años setenta el discurso posmoderno. Se trata de entender que la dispersión de los temas y la multiplicación de los frentes de ataque que dialogan selectivamente con diversas tradiciones o autores del modernismo, ya impiden a mediados de los sesenta la conciencia de continuidad crítica transgeneracional que todavía habitaba en el brutalismo inglés, por ejemplo, y dificultan la elaboración de programas comunes, como demuestra el progresivo desvanecimiento de los CIAM, fracasados todos los intentos de renovación que se intentaron en su seno desde la posguerra. Este nuevo mapa de la arquitectura contemporánea que se va dibujando a lo largo de los años sesenta quizás no sea mucho más fragmentado que el que la historiografía estaba descubriendo –detrás de la narrativa homogeneizante del “Movimiento moderno”– para el propio momento clásico de las vanguardias heroicas; pero sin duda estas

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fisuras más recientes ya formaban parte constitutiva de la autorrepresentación múltiple de una arquitectura que asumía el rango de su crisis. En este nuevo archipiélago de lo moderno ya no parece haber lugar alguno para la arquitectura brasileña, y aún menos para Brasilia, su canto del cisne. Paradójicamente, podría decirse que lecturas como las de Banham (en positivo) o Benevolo (en negativo) podrían haber habilitado unos años después una consideración “post” de Brasilia: sólo pensar en algunos de los calificativos que se aplicaron a su arquitectura –especialmente la de Niemeyer: surrealista, metafísica, neo-barroca, manierista– permite imaginar toda una serie de sintonías potenciales con algunas de las líneas maestras de indagación de los años sesenta que en la década siguiente iban a alimentar –malgré elles– la categoría de posmodernidad (Rossi, en primer término, pero también Venturi o el objetivismo kahniano, por mencionar los más obvios). Pero eso es justamente lo que no se produjo. Y esta ausencia de los años sesenta encuentra un correlato directo en el completo desinterés que las nuevas síntesis historiográficas de los años setenta muestran por Brasil12. Me refiero especialmente a las mejores de ellas, la Architettura contemporanea de Manfredo Tafuri y Francesco Dal Co, de 1979, y la Critical History de Kenneth Frampton, de 1980, obras muy distintas entre sí, pero unidas por la empresa de deconstrucción del relato canónico del modernismo de un modo tan crítico de las simplificaciones posmodernas contemporáneas como de las “comprometidas” síntesis historiográficas previas de Zevi o Benevolo. Estas historias de la arquitectura moderna le dieron, entre muchas otras cosas, inteligibilidad al ciclo de crisis entre los años treinta y los sesenta, con lo que ofrecieron un nuevo marco para la comprensión también de la arquitectura brasileña. Sin embargo, la lectura de los breves pasajes que le dedicaron produce una doble in-

12. No me voy a referir aquí a dos obras importantes de comienzos de los setenta dedicadas especialmente a Brasil, los conocidos libros de Yves Bruand, L’architecture contemporaine au Brasil (1971), y de Norma Evenson, Two Brazilian Capitals (1973); más allá de sus méritos monográficos, se realizaron al margen del debate arquitectónico modernista, que es lo que se intenta reconstruir aquí.

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comodidad: la de comprobar que miradas tan sagaces no fueron capaces de iluminar de un modo novedoso a Brasilia, contentándose con reproducir casi literalmente las hipótesis más reductivas de los años cincuenta; y la de advertir el desajuste (provinciano) que supone juzgar esas síntesis notables desde el foco mezquino de lo que dicen sobre nuestro tema. Por eso parece más productivo tomar ese desinterés no como elemento de juicio en sí, sino como muestra de lo que la cultura arquitectónica de los setenta, en su nivel más alto, consideraba que valía la pena revisar y por qué. Si Brasilia había dejado de formar parte del elenco contemporáneo de problemas de la arquitectura moderna, en ambos libros eso se manifiesta de modos opuestos: teleológico, uno; historicista, el otro. En el caso de Tafuri/Dal Co, la especificidad histórica de la arquitectura moderna brasileña parece haber quedado opacada por el desempeño posterior de Niemeyer (como si ese presente fuese el desenlace al que estaba predestinada), mientras que la incorporación de Brasil en el relato de Frampton parece una concesión a su importancia pasada. Tafuri/Dal Co introducen “la escuela brasileña” dentro del estallido de experiencias del panorama internacional de los cincuenta y sesenta a través de un rápido flashback que va del Ministerio de Educación en Río a Brasilia, mostrando la nueva capital como parte de una serie de variantes de “neurosis” neoexpresionistas “suavizadas” por el surrealismo (1979: 337). La caracterización de Brasilia reproduce, como en la ficha de un alumno poco aplicado, los puntos centrales de la que había hecho Zevi veinte años atrás: demagogia en la iniciativa, burocratismo en el plano y frivolidad en la arquitectura –hasta perdura el detalle ya ritual, originado en Bill, de eximir el conjunto habitacional Pedregulho, de Reidy, del decadentismo formalista de un estilo “repetido hasta la náusea” (ibíd.)13–. Frampton, por su parte, dedica más espacio en su relato y reelabora más las críticas tradicionales. Sin embargo, frente a la inserción de la

13. Puede verse también una solapada alusión a Banham, cuando aclaran que la “sofisticación” del Parlamento (que éste había subrayado) les resulta completamente superficial (ibíd.).

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experiencia brasileña en el andarivel de las reelaboraciones de los años cincuenta y sesenta que hace el libro de Tafuri/Dal Co, el de Frampton es mucho más convencional al naturalizar a Brasilia como punto de llegada del “estilo internacional” en la posguerra. El período entre las décadas de 1930 y 1960 es organizado en el libro a través de varias líneas de abordaje, y es muy evidente (a nuestros ojos de hoy, o a los de un crítico de los años cincuenta) que la arquitectura brasileña podría haber ofrecido sus perfiles más productivos en capítulos como “La arquitectura y el Estado: ideología y representación” o “Le Corbusier y la monumentalización del vernáculo”. Sin embargo, el ciclo completo de la arquitectura brasileña es abordado exclusivamente en el capítulo sobre el estilo internacional, como si se hubiera realizado perversamente lo que sostenía Zevi: Brasilia como test de las fallas del pensamiento modernista, realizado en el mismo momento en que se consideró superado, se convirtió en su autoevidencia y su ruina. Pero también en su fetiche, en el sentido de que permitió colocar fuera de sí todos los males del modernismo. Ellos son reproducidos en el libro de Frampton como en una letanía: segregación social, formalismo y represión, a enorme distancia de cualquier reflexión propiamente histórica sobre lo que aquella arquitectura había podido significar en su momento14.

Brasilia en América Latina: el otro fin de ciclo En este proceso de transformación del pensamiento sobre la modernidad hay, de todos modos, una constante: Brasilia fue, para la crítica internacional durante todo ese período, un tema del debate arquitectónico; más específicamente, una pieza en la suerte de la arquitectura moderna, manteniéndose alejada de todo contacto con los temas y

14. Es curioso que, varios años después, invitado a escribir sobre Niemeyer en Brasil, Frampton recuperará un tono similar al de Banham, reponiendo aquel clima generacional de recepción festivo de la arquitectura brasileña en Inglaterra, que en este libro parece haber olvidado; véase Kenneth Frampton (1987-1988): “Homenajem a Niemeyer”.

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desarrollos de la planificación urbana –de notable expansión durante las décadas de 1950-1960, cuando se consolidaba la migración previa desde el urbanismo hacia los campos más duros de la planificación como ciencia social–, y alejada también, en el polo opuesto, de la intensa renovación en las perspectivas culturales sobre la ciudad que comenzaba en Europa y los Estados Unidos. Como el primer y último ejemplo de una ciudad completa producida desde la cultura arquitectónica (“lo que todavía sueñan los arquitectos en las novelas”, en la divertida fórmula de Banham), Brasilia nunca traspasó esa frontera en el debate internacional (1962: 136). Y aunque no cabe duda de que las líneas de reflexión culturalista no habrían estado todavía en condiciones de incorporar el tema (ya que su propio surgimiento fue una reacción a aquello que Brasilia había llegado a representar: la reducción funcionalista de la idea de ciudad), la intensa experimentación llevada adelante en el Planalto podría haber sido un instigador laboratorio para la planificación territorial, tal cual comenzaba a denominarse. Pero en América Latina fue diferente, al menos en un principio, ya que Brasilia, como punto de llegada de la larga “marcha hacia el Oeste”, intento de unificación de litoral y sertão para la construcción de una nacionalidad moderna integrada, venía a colmar uno de los objetivos más ambicionados por el pensamiento desarrollista que guiaba en los años cincuenta los rumbos de la naciente planificación en todo el continente. En efecto, una de las principales tareas que en esos momentos formativos se dio la planificación territorial en nuestros países fue la recolonización de las regiones interiores; un objetivo de larguísima data, por cierto, en la imaginación latinoamericana, que ahora buscaba poner al entero continente en régimen de producción –tanto económica como cultural–, tomando a la ciudad como propulsora central del reequilibrio socio-territorial. Tampoco era nuevo ese papel modernizador de la ciudad en los imaginarios latinoamericanos, desde ya; pero sí lo era el carácter casi excluyente que las corrientes teóricas norteamericanas asumían como respaldo intelectual, culminando un proceso de renovación de los instrumentos del pensamiento urbano que había comenzado hacia un par de décadas con la planificación de cuencas, las premisas analíticas del folk-urban continuum y la figura de la urbanización como “forma de vida” y motor del desarrollo.

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Así, todavía en 1965, el argentino Jorge Enrique Hardoy –uno de los tejedores de la red “panamericana” de planeamiento que se producía como consecuencia de estas transformaciones de gran impacto institucional en nuestros países– podía colocar “la función integradora y el valor simbólico de Brasilia” en el tope de las iniciativas modernizadoras que estaban cambiándole la cara al continente, junto con Ciudad Guayana (el polo industrial y extractivo que se había creado en la selva venezolana), los emprendimientos hidroeléctricos o las flamantes carreteras panamericanas, demostraciones todas de que América Latina estaba “avanzando hacia sus propias fronteras” (44). En países que apenas habían transformado desde la colonia sus redes territoriales y sus sistemas de primacía urbana (término caro al nuevo vocabulario planificador), el recentramiento voluntarista del espacio político nacional que producía Brasil con su nueva capital no podía sino ser saludado como “una impulsión creadora”, de acuerdo a las palabras de Jean Roche en un simposio dedicado a Brasilia en 1964, en Toulouse; Brasilia era definida como “el catalizador del desarrollo y el símbolo del desarrollismo, es decir, de una teoría del desarrollo pensada como elemento motor, no solamente de la economía sino de la psicología nacional brasileña” (366)15. Y, quizás, el latinoamericanismo haya sido el único ámbito, y en ese único momento, en que fueron celebradas las “razones políticas” de la creación de Brasilia como “meta símbolo” del salto modernizador prometido por Kubitschek, ya que sintonizaban con el clima de optimismo urbano con que el funcionalismo desarrollista coloreó las etapas formativas de la mentalidad planificadora en toda la región. Pero se trató de condiciones bastante efímeras, ya que en los primeros años sesenta podía advertirse que también en América Latina se estaba alcanzando otro fin de ciclo, como muestran en ese mismo simposio la exposición de Milton Santos y los comentarios de Gottfried Pfeifer y Pierre Monbeig, atentos a las omisiones idealistas de aquel desarrollismo que emergían con perseverancia en el dualismo estructu-

15. El simposio se desarrolló como parte del coloquio “Los problemas de las capitales en América Latina”, Universidad de Toulouse (febrero de 1964).

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ral de Brasilia (Plano Piloto vs. Ciudades satélites), lo que la redefinía como producto del subdesarrollo, más que como herramienta de su superación16. Y estos señalamientos muestran en sus albores el espíritu con que, desde mediados de esa década, se iba a producir una completa inversión de las certidumbres modernizadoras en el pensamiento urbano latinoamericano, a medida que se iba reemplazando la clave del desarrollo por la de la dependencia y se iban cuestionando los valores asignados a la ciudad y a la modernidad (Gorelik 2005a). En este nuevo clima de ideas, que se prolongará durante toda la década de 1970, la proyección de Brasilia en el pensamiento urbano latinoamericano se fue cerrando hasta casi desaparecer, produciéndose ahora sí un fenómeno muy similar al que analizamos para la crítica internacional, por el cual Brasilia se vio reducida a la cultura arquitectónica. Por ejemplo, no es posible encontrar un solo artículo sobre Brasilia en las decenas de números de la Revista Interamericana de Planificación, que comenzó a salir en 1967 como órgano de la Sociedad Interamericana de Planificación (SIAP) con impulso de ese mismo Hardoy que, apenas dos años antes, había puesto a Brasilia como ejemplo clave de la dinámica constructiva del desarrollo latinoamericano. Asimismo, puede notarse que en el conocido libro de 1975, al cuidado de Roberto Segre, América Latina en su arquitectura (en el proyecto de la UNESCO, “América Latina en su cultura”, tan expresivo de las orientaciones de los setenta), el capítulo que se le dedica a Brasilia dentro de la sección “La ciudad y el territorio” se encuentra escrito por un crítico de arquitectura y arquitecto moderno practicante –el argentino Francisco Bullrich, quien logró algunas aproximaciones penetrantes, incluso a los ojos actuales–. Los otros capítulos de la sección sobre la ciudad y el territorio tratan de temas de la planificación con los cuales ya parecía que Brasilia no tenía nada que ver. Junto con su reducción a lo arquitectónico, Brasilia también se redujo a tema brasileño; y creo que es posible, aun de modo provisional, identificar tres vías relativamente autónomas en las que la consi-

16. Véase Milton Santos (1964): “Brasilia, a nova capital brasileira”, como asimismo los comentarios de Gottfried Pfeiffer y Pierre Monbeig en Caravelle, op. cit.

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deración de la nueva capital fue transcurriendo durante los años sesenta y setenta. Por una parte, fuera del debate especializado, Brasilia parece haberse ido consolidando en esos años como uno de los hechos de autoafirmación cultural de la modernidad brasileña, como la bossa nova o el fútbol, una figura poderosísima de una cultura nacional-popular que se veía proyectada internacionalmente; y en esto confluyó desde el origen la inmensa propaganda oficial, la admiración genuina de la galería de celebridades extranjeras que visitaban el obrador, la adhesión popular inmediata a la fuerza iconográfica de la arquitectura de Niemeyer, o la también inmediata –aunque mucho más paradójica– adhesión de grupos de vanguardia cultural, como el movimiento de poesía concreta. Por otra parte, dentro del debate propiamente arquitectónico, Brasilia tuvo una presencia por momentos asordinada, pero continua, pautada sin duda por la del propio Niemeyer, presencia casi omnímoda más allá de las alternativas (por momentos traumáticas) de su relación con el debate local durante la dictadura militar, para lo que contaba con su “usina de propaganda” personal, la revista Modulo; así que podría afirmarse que –casi como dándole razón al teleologismo de Tafuri/Dal Co– también en Brasil la suerte de la opinión arquitectónica sobre Brasilia fue a la cola del cambiante juicio contemporáneo sobre la obra de Niemeyer, al tiempo que constituía a la nueva capital en divisoria de aguas de la arquitectura brasileña17. Y, finalmente, la vía del pensamiento planificador, en la que el caso Brasilia fue subsumido en el juicio sobre la segregación espacial –como señaló hace algunos años Duarte da Silva (1997)–, sin afectar el resto de los temas que acompañaban el curso de la reflexión latinoamericana, como si se hubiera encapsulado sobre una sola de sus dimensiones posibles. El fin de ciclo de la modernización desarrollista en el pensamiento urbano cambió el andarivel de preocupaciones e instrumentos de indagación. Y no se trata aquí de evaluar las consecuencias generales de este cambio ni, menos que menos, de suponer que antes o después del

17. Véase, por ejemplo, Edgar Graeff, Flavio Marinho Rêgo, Joaquim Guedes y João Filgueiras Lima (1978): Arquitetura brasileira após Brasília: depoimentos, vol. 2.

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mismo haya habido un abordaje más “verdadero” de Brasilia: eran tan verdaderos los efectos territoriales del descentramiento regional para el imaginario desarrollista, como las desigualdades sociales denunciadas por el pensamiento crítico. Lo que interesa aquí es entender de qué modos se definió cada vez Brasilia como tema, qué tipo de problemas se advirtieron y qué nos dicen esas diversas Brasilias de sus propias condiciones de posibilidad. Se puede afirmar, en este sentido, que las representaciones sobre la nueva capital entraron en un cono de sombra en el pensamiento planificador hasta mediados de la década del ochenta, aunque en algunas áreas específicas la inercia fue más allá, de modo que todavía en la década del noventa ciertos balances sobre el planeamiento urbano en Brasil no se veían en la necesidad de incluir ninguna mención a Brasilia; y es que los problemas del planeamiento como disciplina parecen ser otros que los de Brasilia, a menos que se la analice como su falla18. Y quien mejor lo explicó, en pleno auge del ciclo del pensamiento planificador latinoamericano, fue un urbanista brasileño que, quizás por su matriz desarrollista y arquitectónica (como fue habitual en aquella primera generación) era muy sensible a la experiencia de Brasilia y, por eso mismo, se propuso poner por escrito su desconcierto ante ella. Es Jorge Wilhelm quien, en 1969, hacia el final de su libro Urbanismo no subdesenvolvimento, se hacía cargo de que “no sería justo, al escribir un texto que lidia fundamentalmente con problemas urbanísticos brasileños, dejar de utilizar a Brasilia como tema de discusión” (384-385). Wilhelm había participado, muy joven, en el concurso para el Plano Piloto y se preciaba de haber realizado “el más completo diagnóstico de la región en que se situaría”, y de haber sido consciente, ya entonces, de las dificultades de plasmar ese diagnóstico en su propuesta para la nueva capital, lo que le llevó a un resultado urbanístico inferior a la calidad del análisis (ibíd.).

18. Véase, por ejemplo, Luiz César de Queiroz Ribeiro y Adauto Lucio Cardoso (1994): “Planejamento urbano no Brasil: paradigmas e experiências”, artículo que forma parte de un número espacial dedicado a la “Cidade brasileira, século xx” y en el que no se aborda el tema de Brasilia.

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En 1960, apenas inaugurada Brasilia, Wilhelm había expuesto ese diagnóstico en la edición con que la revista Acropole celebró el acontecimiento19. Se trató de un exhaustivo análisis de la región, que definía a Brasilia como “ciudad artificial”, una categoría de larga tradición en el pensamiento latinoamericano que censura el origen político de las ciudades en el continente, frente a las razones “naturales” (geoeconómicas) de acuerdo al pensamiento urbano clásico. Pero, al mismo tiempo, se nota en Wilhelm una oscilación, la típica ambivalencia entre técnica y política de la planificación desarrollista, que le lleva a admitir la importancia de las “razones políticas” que fundamentan esa artificialidad en el caso de Brasilia, por sus consecuencias tanto subjetivas como económicas en un efecto de “arrastre” positivo sobre el conjunto de las dimensiones sociales del Brasil. Este momento de transición en el pensamiento planificador, su ambigüedad voluntarista entre las razones técnicas y las políticas, pero también entre la ambición modernizadora y las reservas que despertaba en el análisis, es muy interesante, ya que se trata de un momento en que la propia indecisión suele traducirse en interrogación abierta. La principal ambivalencia del diagnóstico de Wilhelm se verifica entre el crítico análisis regional y socio-habitacional, y la aceptación sin matices del logro proyectual de Costa, quien definió de la única manera posible el “carácter de la ciudad” como capital del país20. Una ambivalencia que reaparece en 1969 en su libro sobre la planificación brasileña, y lo lleva a admitir que Brasilia rompe con todos los conceptos que él mismo ha ido desarrollando en las páginas previas como presupuestos consensuados por la planificación avanzada: fue erigida artificialmente, sin un plano integrado, sin análisis socioeconómico, sin equipo interdisciplinario, sin ninguna investigación que permitiera realizar un pronóstico, sin grupo local motivador y sin ninguna programación escalonada. Y sin embargo, “deu certo”, dice Wilhelm asombrado: “la ciudad existe y se parece bastante a la admi-

19. Véase Jorge Wilhelm (1960): “Brasília 1960. Uma interpretação”. 20. “Como [si Costa hubiera descubierto] el ‘huevo de Colón’ –dice Wilhelm– nadie puede imaginar una Brasilia morfológicamente diversa” (1960: 31; mi traducción).

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rable descripción, más literaria que gráfica, hecha por su autor, Lucio Costa” (ibíd.: 384). ¿Qué conclusión sacar de esto?, se pregunta. Fundamentalmente, dos. Una respecto de su propio modo de encarar la disciplina: con admirable franqueza, Wilhelm se plantea un problema que va a ser recurrente en los años setenta y ochenta: parece haber “una razón inversa” entre grupos grandes e interdisciplinarios y creatividad. La segunda, respecto de la propia Brasilia: su excepcionalidad, por el impulso político y la propiedad estatal del suelo, que le permite al Plano Piloto evadirse de la realidad capitalista que impera en todo el país, y ese argumento lleva a Wilhelm a comentarios muy agudos sobre las ciudades satélites, más allá de las críticas ya habituales sobre la segregación espacial, mostrando que son el lugar adonde se refugia la renta inmobiliaria: las favelas como el lugar del capitalismo real. Una excepcionalidad, por fin, que “impide elevar el método de trabajo que precedió la implantación de Brasilia al estatus de modelo metodológico” (ibíd.: 391). Y fue esa excepcionalidad, seguramente, lo que llevó a Kubitschek a no consultar sobre Brasilia al equipo del ISEB (Instituto Superior de Estudos Brasileiros), que estaba elaborando sus tesis desarrollistas: también para el presidente era un hecho arquitectónico, como Pampulha; es decir, un factor de impulso simbólico de sus planes de modernización, más que una parte estructural de ellos. Por eso Brasilia nunca está en los mismos libros en los que se habla del Sudene, esa empresa mítica de la planificación del Nordeste, por ejemplo. Son muchas, como se ve, las razones que llevaban a Brasilia hacia dentro del universo de la arquitectura. Y este punto ciego que se forma entre arquitectura y planeamiento en el curso de la década de 1960 es significativo, porque la divergencia entre esos campos no parecía al comienzo de la década tan necesaria o evidente. En un primer momento, el arquitecto pareció la figura profesional más adecuada al imaginario planificador, aquel que proponía una vinculación estructural entre la tradición cultural de la modernidad y la praxis transformadora de la modernización. Por eso (como ejemplifica el caso de Wilhelm y cientos de otros en la siguiente generación), las oficinas más variadas de planeamiento gubernamental se colmaron en esos años de jóvenes arquitectos que en el curso de esa

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experiencia devinieron sociólogos, antropólogos, demógrafos, geógrafos, economistas territoriales, etc., como actores centrales del proceso contemporáneo de formación de las ciencias sociales en toda América Latina (y todavía no está hecha esa historia del “derrame” de los arquitectos hacia las ciencias sociales, ni se ha ponderado su impacto). El arquitecto, convertido en planificador y funcionario, en un primer momento no encuentra contradicción con la alta cultura arquitectónica, a cuyas expresiones más actualizadas les reserva un rol activo en la solución formal de piezas singulares en puntos predeterminados del Plan. Pero los principios básicos de la mentalidad planificadora (la especialización contra la generalización de la formación humanista, y los equipos interdisciplinarios contra la figura del artista demiurgo) lo alejarán progresivamente de la arquitectura in toto. Ésta es la nueva imposibilidad de Brasilia, evidenciada con claridad a medida que el pensamiento planificador se sofistique técnicamente y se radicalice ideológicamente desde finales de los sesenta y a lo largo de los setenta (un proceso combinado, aunque de formas no necesariamente armónicas, como se ve en la convivencia, en los índices de las revistas especializadas del período, de textos de economía espacial de base neoclásica y textos de proclamada fe marxista o dependentista). Así, Brasilia queda completamente fuera de agenda, entre la planificación científica y… la favela, ese gran tópico de los años sesenta y setenta en toda América Latina, otro de los efectos de la radicalización del pensamiento urbano que vuelve a ampliar y dislocar el campo posible de temas de la arquitectura (y los roles posibles del arquitecto), como apuesta por la cruda realidad de las ciudades latinoamericanas frente a la ingenuidad (o el cinismo) del urbanismo modernista y al autoritarismo de la planificación estatal.

Coda: otras Brasilias Es notorio que la década del ochenta significó una completa vuelta de página en las representaciones de Brasilia que, especialmente dentro de Brasil, comenzaron a diversificarse y multiplicarse, y quisiera en una rápida coda final señalar algunas de sus modalidades más expresivas. Si

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es evidente que esta diversificación responde a una suma de causas, en el marco de un cambio general de coyuntura (revisión de los debates sobre el modernismo, ingreso de las perspectivas culturales de análisis urbano, formación de un campo de estudios históricos), también lo es que la coincidencia del 25º aniversario de la fundación de Brasilia y el final del régimen militar funcionó como un núcleo desencadenante de sentidos. En un número de Arquitetura e Urbanismo de 1985, Benamy Turkienicz lo plasmaba en la sugestiva imagen de la reconquista democrática de la capital: la multitud avanzando el 15 de marzo por la Explanada de los Ministerios hacia el Congreso –según lo mostró la televisión a todo el país–, ocupando festivamente las rampas y las cúpulas, había puesto en evidencia que aquella ciudad, “caracterizada peyorativamente como monumentalista” y autoritaria, podía asumir ahora un nuevo contenido, popular y lúdico (71). La diversificación no significó, por cierto, que las perspectivas ya consolidadas dejaran la escena: todavía en 1992, en una puesta al día de la agenda arquitectónica y urbanística de Brasilia, el mismo Turkienicz, con Carlos Eduardo Comas, se vio en la necesidad de alertar contra el “hábito” de “abominar de Brasilia” (y, en verdad, su propio balance, muy equilibrado, muestra sin embargo lo arraigada que estaba todavía la visión de la nueva capital como “ilustración ejemplar” de la Carta de Atenas) (118). Continuaron, desde ya, los análisis centrados en la segregación espacial, como se ve en el registro sistemático que desarrollaron Aldo Paviani y otros geógrafos y urbanistas de la Universidad de Brasilia; y más en general, la visión crítica del racionalismo autoritario del plano y la alienación de un urbanismo afín al régimen dictatorial21. Como en toda época de cambio, es notoria la mezcla de enfoques novedosos y tradicionales: James Holston (1989) aplica un serio esfuerzo antropológico a una tarea ya tan nimia como “develar” que el gran “proyecto oculto” detrás de los discursos poéticos

21. Véase, por ejemplo, el libro organizado por Aldo Paviani (1985): Brasília, ideologia e realidade: espaço urbano em questão, donde el elenco de argumentos críticos convive con nuevas perspectivas antropológico-culturales que se mencionarán más adelante.

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de Lucio Costa era la utopía de los CIAM y el constructivismo soviético, a partir de lo cual se dedica a una refutación ideológica típicamente posmoderna (historicista y populista) que celebra la vida urbana tradicional o marginal; por su parte, Roberto Segre y Rafael López Rangel (1986) utilizan el vocabulario de la crítica sociológica como insumo para un juicio sumario a un reo que se había declarado culpable de antemano: la arquitectura moderna como símbolo del capitalismo en un país subdesarrollado22. Pero la característica principal de la década es la apertura a nuevas perspectivas de abordaje, y para notarlo conviene regresar a aquel número de AU de 1985, ya que ofrece una muestra abarcadora de las diversas claves que comenzaban a desplegarse. La revista combinó el redescubrimiento de Brasilia como centro político efectivo de la nueva República –ganado en la lucha por las elecciones directas contra la Dictadura– y las nuevas miradas a la ciudad que provenían del doble efecto del paso del tiempo: ya había una generación propiamente brasiliense que experimentaba su ciudad en modos no previstos por los discursos de la crítica, y también una nueva distancia histórica frente a los debates tradicionales de la arquitectura y el urbanismo (y en este sentido es ejemplar la revisión autocrítica del artículo de Joaquim Guedes ya mencionado). Esquemáticamente, podrían reconocerse dos líneas sobre las que los diversos artículos avanzan sus puntos de vista: una, que busca captar la “ciudad viva”, desde sus roles efectivos como polo de desarrollo regional y su dinámica urbana hasta los fenómenos culturales de religiosidad popular o la épica de la frontera que marcó a sus primeros habitantes; otra, que busca un balance de sus logros y falencias urbanísticas y sociológicas a través de un relevamiento amplio de la tradición crítica, y si Candido Malta demuestra que ya es posible articular una valoración exultante de los efectos espaciales y políticos del plano con una objeción

22. Tampoco falta la imaginación más delirante a la hora de seguir “abominando” de Brasilia: en The Seduction of Place. The City in the Twenty-first Century (2000), Joseph Rykwert afirma que “la presencia criminal” en Brasilia fue el origen del modelo de las gated communities que luego se extendió a Río y São Paulo y más tarde a Norteamérica (180).

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radical a su “falseada” estructura regional, Milton Santos da el mejor ejemplo de que un cuestionamiento punzante de la segregación espacial (como marca del dualismo del subdesarrollo) y de la acción del Estado en la reestructuración del capitalismo brasileño, puede convivir con el reconocimiento de la importancia fundamental de Brasilia en términos tanto simbólicos (la afirmación de una modernidad nacional) como materiales (las efectivas transformaciones del espacio brasileño que produjo). Por último, la revista vuelve notorio que se estaba a las puertas de un nuevo estadio en la relación con los “maestros”, Costa y Niemeyer, en el mismo momento en que la arquitectura moderna brasileña dejaba de ser un argumento polémico para comenzar a verse como un objeto de estudio para una historia de la arquitectura y la cultura. Y es que ya a comienzos de la década habían surgido nuevos enfoques antropológico-culturales que ampliaban el rango de preguntas posibles (imaginarios, discursos y apropiaciones sociales), sin duda originados en la convivencia reflexiva con la ciudad estimulada por la Universidad de Brasilia, seguidos en los noventa por estudios con perspectivas filosóficas y con la propia consolidación de la historiografía de la arquitectura y el urbanismo, traducida hasta el día de hoy en camadas de tesis académicas que exploran los más diversos aspectos de la nueva capital23.

23. Por poner sólo unos ejemplos, en el libro ya citado de Aldo Paviani, Brasília, ideologia e realidade: espaço urbano em questão, aparecen capítulos sobre las imágenes de Brasilia (Maria Elaine Kohlsdorf ) y las representaciones del espacio urbano (Lia Zanotta Machado). En 1980 Gustavo Lins Ribeiro había realizado su Dissertação de Mestrado en la UnB con entrevistas a los candangos (publicada en el año 2000 como O capital da esperança: a experiência dos trabalhadores na construção de Brasilia), y poco después Themis Quezado Magalhães presentaba la suya, Brasilia, mitos e vivências (UnB, 1985). Ya se citó el libro de Duarte da Silva, A construção de Brasília, sobre una Dissertação en la Universidade Federal de Goiânia. Respecto de los estudios sobre arquitectura, cito sólo dos: la tesis de doctorado de Antonio Carlos Carpintero, Brasília: prática e teoria urbanística no Brasil, 1956-1998 (FAU-USP, 1998), que además de un estudio minucioso sobre la implantación geográfica del Plano Piloto trae hipótesis originales sobre las relaciones con la industria automotriz; y la Dissertação de Mestrado de Jefferson Tavares, Projetos para Brasília e a cultura urbanística nacional (EESC-USP, 2004), que reunió por

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Pero, como se anticipó en el comienzo, en el último tiempo esos análisis críticos e históricos, de diferente nivel pero de seriedad y competencia académica, han comenzado a confundirse con una nueva ola de representaciones autocomplacientes de Brasilia, más todavía que las que salían de la usina de la revista Modulo, porque en ese caso se estaba tomando partido en una batalla política y cultural, mientras que ahora es simple y pura fascinación por un pasado moderno que se reviste de glamour retrospectivo. Quizás resulte ser una actitud pasajera, vinculada a los aniversarios de Niemeyer y Brasilia y a la cultura del turismo arquitectónico que impera en las últimas décadas. Pero, en todo caso, conviene señalar que se apoya en transformaciones más duraderas de la cultura globalizada que mezclan varias cuestiones de las cuales, a simple vista, pueden enumerarse: la nueva visibilidad de Brasil como potencia emergente y el nuevo impulso que la figura de Lula le ha dado a la mística desarrollista; el nuevo lugar del modernismo canónico como rubro de colección, con la consiguiente museificación de la arquitectura moderna en todo el mundo (y la valoración respectiva de Niemeyer como el último sobreviviente de una especie extinguida); y el nuevo lugar de la arquitectura en relación con la ciudad, que vuelve a destacar en Brasilia, ahora positivamente, el hecho de haber sido el producto exclusivo de la cultura arquitectónica. Esto último es muy interesante, porque repone el interés por Brasilia en un contexto completamente diferente, en el cual los arquitectos se han vuelto “marcas” protagonistas en el relanzamiento cultural y económico de las ciudades en el mercado global (Bilbao es el ejemplo siempre citado), e incluso han recuperado la voluntad (y el poder) de proyectar ciudades enteras (como muestra la actividad de Norman Foster o Rem Koolhaas en los Emiratos Árabes), al mismo tiempo que se renuncia explícitamente a la mínima actividad de planeamiento en las grandes metrópolis porque se asume (cínicamente) que se ha entrado en una dimensión incontrolable de la vida urbana.

primera vez todos los proyectos presentados al concurso. También es muy interesante el estudio sobre las superquadras por parte de un equipo dirigido por Farès El-Dahdah (2005): Lucio Costa: Brasilia’s Superquadra.

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¿Puede pensarse desde este nuevo contexto a Brasilia con su precursor olfato simbólico, como el primer ejemplo mundial de una arquitectura urbana “de marca”? Como se ve, es una pregunta que podría desencadenar nuevas direcciones para la reflexión: lo bueno de la historia es que cada presente demanda una nueva selección sobre el pasado y, especialmente, nos obliga periódicamente a reorganizar el vasto universo de las fuentes, los comentarios y las representaciones, para fundar cada vez una nueva comprensión.

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Brasilia, o la “ciudad letrada” de Lucio Costa Farès el-Dahdah

Figura 1 Lucio Costa, Plan Piloto de Brasilia (1957) (Archivo de la Casa de Lucio Costa, Río de Janeiro).

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Según el crítico literario uruguayo Ángel Rama, Brasilia pertenece no sólo a un largo linaje de “ciudades ordenadas”, sino también, de hecho, representa “la ciudad soñada más fabulosa de las Américas” (1996: 1). Este sueño, que Rama asocia con Brasilia, no es otro sino el de una nueva época urbana inaugurada en el siglo xvi a través de las conquistas tanto de los portugueses como de los españoles al otro lado del Atlántico. Fueron, después de todo, los colonos ibéricos quienes comenzaron a implementar, como sugiere el autor de La ciudad letrada (1984), una “visión racionalizadora del futuro urbano”, mientras tomaban posesión de los dominios extranjeros, expropiados por la monarquía (ibíd.). La visión “ordenada y planeada” de los colonos era relativamente nueva y muy distinta al paisaje urbano que habían dejado atrás. Las pautas de la urbanización previamente conocidas por los colonos fueron ahora reemplazadas en las Américas por los modelos ideales al servicio de las vastas iniciativas imperiales. El propósito era el de construir una morfología social particular y legible bajo la forma urbana y, como bien señala Rama, la subyacente búsqueda de un “orden” fue de especial interés para todos aquellos involucrados en esta iniciativa –es decir, “la Iglesia, el ejército y la burocracia administrativa de los imperios ibéricos” (ibíd.: 3). Sin embargo, antes de reproducir este nuevo orden social bajo una forma urbana, las ciudades de las colonias españolas y portuguesas debían ser primeramente imaginadas y luego arregladas de manera que encajaran con el “orden” que suponían todas estas normas. Lo ideal de semejante modelo preconcebido dependía de la prevención de futuros trastornos o, como sugiere Rama, de la capacidad “para someter la realidad cambiante dentro de un marco racional e inmodificable” (ibíd.: 6). El “marco”, en este caso, consiste no sólo en la forma cuadrícula que controla el espacio y que fácil e inmediatamente podemos reconocer, sino también, y quizás de manera más importante, en las directivas textuales, las que, escritas como signos imperecederos, precederán y sucederán a las ciudades mismas que describen. La palabra escrita, por lo tanto, privilegiaría “la potencialidad sobre la realidad” y, como sostiene Rama, es lo que reguló la fundación de las nuevas ciudades, las cuales se reproducirían luego por medio de la expansión de las colonias portugueses y españolas en América. Para la Corona portuguesa, por ejemplo, este

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Figura 2 Detalle de la Memória Descritiva mostrando la urbanización inicial y los actos “coloniales” de posesión. Lucio Costa, Plan Piloto de Brasilia (1957) (Archivo de la Casa de Lucio Costa, Río de Janeiro).

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control facilitaba la recolección y cobro de una quinta parte de los ingresos de la minería de oro en todas las áreas que, de otro modo, eran demasiadas vastas para cubrir. Normas que regularan las calles rectilíneas, las alturas uniformes de las construcciones y las plazas ubicadas en el centro –todas adaptadas a muy diversas áreas geográficas– servirían también para “civilizar” la naturaleza recién conquistada y, de este modo, los imperios ibéricos podrían poner a prueba las nuevas ideas de abstracción, racionalización y progreso a lo largo de todas sus posesiones americanas. Dentro de este linaje tipológico de lo que Rama define como “ciudades letradas”, y debido a su carácter textual, Brasilia de hecho puede también representar una última y obvia manifestación de esta categoría, sobre todo si tenemos en cuenta que formaba parte de una empresa colonial que se proponía desarrollar y urbanizar el interior de Brasil. Lucio Costa, el autor de la ciudad, describió Brasilia como una ciudad que, después de todo, había sido el fruto de “um ato deliberado de posse, de um gesto de sentido ainda desbravador, nos moldes da tradição colonial” (1995a: 283). Siguiedo la tradición de los primeros asentamientos ibéricos urbanos en América del Sur, el proyecto de Costa para la ciudad de Brasilia consiste de hecho, y principalmente, en un texto que redactó como un informe explicativo para su obra ganadora en el concurso de diseño para la nueva capital de Brasil en 1957. Para William Holford, uno de los miembros del jurado, la obra de Costa –titulada por este último como Memória Descritiva do Plano Piloto– había sido “directamente lírica y sorprendente” (1957: 398). Para Holford, el informe fue decisivo en su capacidad de destacar la figura de Lucio Costa como “un pensador, un urbanista de primer orden”, que no tenía una “sola palabra innecesaria”, y cuya “dirección para desarrollar una gran capital administrativa había sido señalada de forma magistral” (ibíd.). La importancia de este texto es tal que 30 años más tarde se incorporó a las leyes de conservación que protegen Brasilia hoy en día, y de lo que hablaré más adelante. En esencia, la Memória… es el marco lingüístico que Costa utilizó para dirigir tanto la ejecución de la ciudad que había imaginado, así como su consiguiente protección de forma perpetua. No es, por lo tanto, coincidencia que en referencia a la declaración de la Unesco que incorpora la ciudad de Brasilia

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Figura 3 [la fig. 3 consta de cuatro imágenes: a, b, c, y d] La Memória Descritiva presentada junto al plan para Brasilia. Lucio Costa, Plan Piloto de Brasilia (1957) (Archivo de la Casa de Lucio Costa, Río de Janeiro).

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Figura 3b.

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Figura 3c.

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Figura 3d.

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como Patrimonio Cultural de la Humanidad en 1987, Costa escribiera: “minha Brasília é a da Memória Descritiva (texto e croquis)”1. La Memória… fue presentada en marzo de 1957 como uno de los dos requisitos para el concurso, es decir, un plan y un informe. Ésta consiste en 17 páginas escritas a máquina, repartidas en 23 viñetas e intercaladas con siete páginas adicionales de un croquis numerado. Una noción clave del texto que fija, controla y mantiene unida y firme la eventual forma de la ciudad aparece mencionada en la última oración, cuando Costa se refiere a su proyecto como una “cidade parque” (1995a: 297)2. En el campo del diseño urbano, no existen precedentes de esta terminología, la cual Costa usaba frecuentemente, cuando, por ejemplo, presionó para que Roberto Burle Marx –el arquitecto paisajista más destacado de Brasil– estuviera a cargo de diseñar el paisaje arquitectónico de Brasilia, del mismo modo que él junto a Oscar Niemeyer habían estado a cargo del diseño urbano y arquitectónico de la ciudad, respectivamente. Un ejemplo del esfuerzo por esta suerte de lobby puede encontrarse en una carta que Costa escribió a Oscar Niemeyer, instándolo a que hable con Israel Pinheiro –el presidente de la compañía de desarrollo que tuvo a su cargo la construcción de la nueva capital de Brasil (la Companhia Urbanizadora da Nova Capital do Brasil o Novacap), y persuada a Pinheiro para que contrate a Burle Marx ya que, en palabras de Costa, “não se compreende que, havendo no país um paisagista internacionalmente consagrado, se construísse uma capital sem responsável pelo tratamento adequado da ambientação natural, mormente quando já no relatório do plano piloto a cidade se intitulou cidade parque”3.

1. Lucio Costa a Ítalo Campofiorito (1º de enero de 1990). Archivo IPHAN, Brasilia. 2. Para una comparación entre la Memória Descritiva de Costa y la Charte d’Athènes de Le Corbusier, véase Martino Tattara (2011): “Revendo a memória descritiva”. En su comparación, Tattara también alude a la Memória… en relación con la idea de ciudad letrada formulada por Ángel Rama, y es mérito suyo el señalar la importancia de la idea de Costa respecto a Brasilia en tanto cidade parque. 3. Lucio Costa a Oscar Niemeyer (sin fecha). Archivo de la Casa de Lucio Costa, Río de Janeiro.

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Teniendo muy pocos, por no decir casi nulos precedentes, la expresión cidade parque es a la vez peculiar y significativa, en tanto revela hasta qué punto la Memória… representa a Brasilia a través de cualidades y atributos similares a un parque, lo cual hace de la ausencia de Burle Marx durante el proceso de construcción de la ciudad algo todavía más crítico. En la selección de sus palabras, Costa no utilizó una terminología normalmente asociada con un urbanismo de conciencia ambiental. Costa, por ejemplo, se abstuvo de usar el término acuñado por Ebenezer Howard entre finales del siglo xix y comienzos del siglo xx –conocido como “ciudad jardín”–, el cual, en tanto estrategia propia del diseño urbano, ha sido criticado por Le Corbusier en su Ville radieuse y, más específicamente, durante las conferencias que este último ofreció en el Instituto Nacional de Música de Río de Janeiro, en el año 1936 (Le Corbusier 2006). Según Le Corbusier, el movimiento por la ciudad jardín, el cual promovía viviendas para una sola familia organizadas por lotes individuales, conduciría inevitablemente a una expansión infinita del espacio suburbano. La propia expresión de Le Corbusier, “Ville verte” –que descansaba en el diseño de edificios de apartamentos rodeados por árboles y distribuidos a lo largo de una alfombra verde– constituía otra posible y previsible opción, aunque aquél hubiera indicado que una ciudad debería encontrarse sólo dotada con árboles y no necesariamente ser considerada un parque construido como tal. En la Memória…, Brasilia es un parque en el sentido más estricto de la palabra, y es este parque el que califica la forma urbana de la ciudad. Brasilia, por lo tanto, debe ser entendida como una naturaleza construida, una que requiere terrazas, terraplenes y muros de contención que distingan a ésta del circundante paisaje cerrado. El lenguaje de la Memória… suele describir varios elementos de su cidade parque y, por lo tanto, hace referencia en particular al paisaje arquitectónico, en especial cuando se refiere a las áreas más importantes de la ciudad, como la Plaza de los Tres Poderes, la Explanada de los Ministerios, el Sector Cultural o el plan de vivienda de las superquadras. Cuando, por ejemplo, Costa describió la Plaza de los Tres Poderes como el “Versalhes do povo”, obviamente no se estaba refiriendo a la arquitectura del palacio de Luis XIV, sino más bien a la relación

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Figura 4 Detalle de la Memória Descritiva mostrando los terraplenes elevados del eje monumental y la triangular Plaza de los Tres Poderes. Lucio Costa, Plan Piloto de Brasilia (1957) (Archivo de la Casa de Lucio Costa, Río de Janeiro).

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de este último con el complejo entorno de ejes y vistas magníficas (1995b: 299). La Memória… hace especial hincapié en cómo la plaza debía estar elevada del suelo natural delegando, “em termos atuais” en una “técnica milenaria dos terraplenos” que garantizaría “a coesão do conjunto e lhe confere uma ênfase monumental imprevista” (1995a: 289). Esta técnica está extendida a lo largo de la Explanada de los Ministerios, la cual Costa adecuadamente compara con los lawns ingleses de su infancia, a lo que deben sumarse las perspectivas francesas, las terrazas chinas y los distribuidores viales de tipo cloverleaf que se encuentran en Estados Unidos, los cuales son escogidos retroactivamente como los ingredientes del paisaje arquitectónico del proyecto (1995c: 282). La Memória… se encuentra en sí misma anotada de manera tal que organiza el paseo de un visitante a través de la ciudad del mismo modo que los parques de Versalles o Sanssouci, por ejemplo, de ser visitados de acuerdo a sus itinerarios narrativos o preestablecidos4. Habiendo pasado por la Plaza de los Tres Poderes y la Explanada de los Ministerios, el paseo que describe Costa en su Memória… avanza por la plataforma de la estación de autobuses y continúa a lo largo del eje monumental antes de regresar a la superquadra y terminar en la orilla bucólica del lago5. Muchos años después, en 1986, cuando Oscar Niemeyer elaboró su primera propuesta para concluir el Sector Cultural de Brasilia, Costa le envió una nota recordándole que el área en cuestión ha sido siempre imaginado como “devidamente arborizadas a fim de contrastar com os extensos gramados vazios, e onde seriam deixadas abertas grandes clarei-

4. Véase Robert W. Berger y Thomas F. Hedin (2008): Diplomatic tours in the gardens of Versailles under Louis XIV. 5. Dependiendo de descripciones textuales con el fin de comprender determinados proyectos arquitectónicos o urbanísticos no es sino típico de la práctica de Costa –como así también de Oscar Niemeyer– donde los proyectos de diseño cobran inicialmente la forma de un texto que, finalmente, se descompone en diagramas seguidos por bocetos y, a continuación, planos, secciones, alzadas y perspectivas. El producto final propio de la concepción misma de cada uno de los proyectos de Costa o Niemeyer es generalmente un “manuscrito” híbrido, mitad escrito y mitad diagramado.

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Figura 5 Detalle de la Memória Descritiva mostrando el terraplén elevado de la Explanada de los Ministros. Lucio Costa, Plan Piloto de Brasilia (1957) (Archivo de la Casa de Lucio Costa, Río de Janeiro).

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ras…”6. La sugerencia de Costa fue tan lejos como indicar los diámetros de los espacios abiertos. El propósito de esta nota era el de recordar a Niemeyer las estipulaciones originales de la Memória…, las cuales consistían en dispositivos propios del paisaje arquitectónico y que, en este caso, enmarcarían el césped de la Explanada de los Ministerios, más que extenderlos más allá de los límites preconcebidos. El gran mall de Brasilia, como lo definió Costa, se extendería, por lo tanto, desde la Plaza de los Tres Poderes hasta una barrera arbolada que, a su vez, definiría los Sectores Cultural Norte y Cultural Sur. Niemeyer propuso luego muchas versiones para el Sector Cultural, siguiendo el estilo de Giacometti con formas platónicas desparramadas por un paisaje estrictamente arquitectónico, vacío de vegetación y con los atributos de un parque7. La superquadra es otro elemento más en la Memória… que aparece descrito completamente en términos de paisaje arquitectónico. La arquitectura en sí no presenta casi otras especificaciones con excepción del hecho de que debe ser elevada sobre pilotis y limitada a seis pisos de altura. El entorno natural, sin embargo, se encuentra “emoldurada” por una “larga cinta densamente arborizada” que puede ser interrumpida una sola vez para el acceso de vehículos pero que, aparte de eso, está destinada a los peatones (Costa 1995a: 292). Asimismo, Costa determinó que en cada superquadra predominaría sólo una especie particular de árbol; el suelo se alfombraría de césped; y habría también “uma cortina suplementar intermitente de arbustos e folhagens, a fim de resguardar melhor, qualquer que seja a posição do observador, o conteúdo das quadras, visto sempre num segundo plano e como que amortecido na paisagem” (ibíd.). El porcentaje del uso de la tierra (equivalente a un 15%) se había derivado de uno de los croquis que ilustraba la Memória…, y no se encontraban allí otros requisitos arquitectónicos sino que el objetivo consistía en, por una parte, fomentar la innovación y, por el otro, garantizar la uniformidad a lo largo de las

6. Lucio Costa a Oscar Niemeyer (sin fecha). Archivo de la Casa de Lucio Costa, Río de Janeiro. 7. Véase Alberto Giacometti (1931-1932): Model for a Public Square (Projet pour une place). Peggy Guggenheim Collection, Venecia.

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Figura 6 Bosquejo del Sector Cultural de Brasilia mostrando áreas arboladas con sus respectivos espacios abiertos. Lucio Costa, Plan Piloto de Brasilia (1957) (Archivo de la Casa de Lucio Costa, Río de Janeiro).

“alas” residenciales de la ciudad, rodeando todas las superquadras con un compulsivo dosel de árboles según aparece en el croquis. El cinturón verde se encuentra allí, fundamentalmente, para esbozar de manera visual las cuadras de la ciudad, donde los edificios residenciales de losa puedan cernerse sobre sus pilotis, y por encima de una alfombra verde continua. Como resultado, el horizonte de la ciudad se destaca por sus árboles en un primer plano, los cuales conjuntamente actúan como punto de contacto entre la escala residencial de la ciudad, atenuada, y su escala monumental, deliberadamente amplia.

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Figura 7 Detalle de la Memória Descritiva mostrando la superquadra rodeada por un dosel de árboles. Lucio Costa, Plan Piloto de Brasilia (1957) (Archivo de la Casa de Lucio Costa, Río de Janeiro).

Brasilia, en tanto parque cidade, no se limita exclusivamente a las intenciones originales de su autor y las que se encuentran en la Memória... También las leyes estatales y federales que en la actualidad protegen Brasilia procuran preservar el parque más que los edificios, los cuales en su mayor parte pueden ser derribados y reconstruidos según

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una escala específica dada, la que limita el tamaño de estos edificios dentro de los confines de la gran ciudad en tanto parque8. Las distintas escalas urbanas de Brasilia se encuentran implícitas en la Memória..., y Costa las hace explícitas sólo más tarde, durante una entrevista concedida cuatro años después de que ganara el concurso: Primeiro, a escala residencial, ou quotidiana, nas áreas de vizinhança constituídas de superquadras, que, embora autônomas, se encadeiam umas às outras, permitindo às pessoas encontrar-se, conversar, conviver, compreender-se. A segunda é a escala dita monumental, em que o homem adquire dimensão coletiva; a expressão urbanística desse novo conceito de nobreza –que não se opõe ao individual, mas o acrescenta e enriquece– traduz-se no jogo mais livre do espaço e numa comodulação arquitetônica maior. Se a Praça dos Três Poderes corresponde em termos de espaço e por intenção a Versalhes, a majestade é outra, é o povo – é o Versalhes do Povo. Finalmente, a escala gregária, onde as dimensões e o espaço são deliberadamente reduzidos e concentrados a fim de criar clima propício ao agrupamento, tanto no sentido exterior da tradição mediterrânea, como no sentido nórdico do convívio interior. As áreas destinadas a esta terceira escala são contíguas à Plataforma, onde se cruzam os eixos da cidade. As vias são estreitas, com pequenas lojas, galerias e praças privativas dos pedestres; os cafés, restaurantes, cinemas e teatros serão enquadrados por cinco pisos de escritórios para o comércio e as profissões liberais. […] Poderemos ainda acrescentar mais uma quarta escala, a escala bucólica, das áreas agrestes destinadas a fins-de-semana lacustres ou campestres (Ceccon 1961: 344; énfasis en el original).

Estas cuatro escalas le dan al proyecto de Costa su carácter distintivo y, a pesar de su forma abstracta, fueron eventualmente traducidas a

8. Decreto-Ley del Gobierno del Distrito Federal Nº 10.892 (14 de octubre de 1987) y el IPHAN Portaria Nº 314 (8 de octubre de 1992).

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leyes, las cuales prueban ser tan modernas, si no más modernas, que la ciudad en sí. La cuestión de cómo proteger Brasilia fue planteada originalmente por el mismo presidente Juscelino Kubitschek apenas dos meses después de la inauguración de la ciudad, cuando le enviara la siguiente nota a Rodrigo Mello Franco de Andrade, el entonces director de la agencia de preservación histórica perteneciente al Ministerio de Educación (Divisão do Patrimônio Histórico e Artístico Nacional o DPHAN): Rodrigo - A única defesa para Brasília está na preservação de seu plano piloto. Pensei que o tombamento do mesmo podia constituir elemento seguro, superior à lei que está no Congresso e sobre cuja aprovação tenho dúvidas. Peço-lhe a fineza de estudar esta possibilidade ainda que forçando um pouco a interpretação do Patrimônio. Considero indispensável uma barreira às arremetidas demolidoras que já se anunciam vigorosas. Grato pela atenção. Abraços, Juscelino. Brasília, 15/6/19609.

El tema de la preservación, sin embargo, sólo se presentó como asunto urgente en el año 1985, cuando el nuevo gobernador electo, José Aparecido de Oliveira, invitó a Costa, Niemeyer y Burle Marx a completar (y rectificar) el proyecto tal como se había previsto inicialmente. La estrategia del gobernador de proteger la ciudad de las fuerzas locales del mercado inmobiliario y las empresas de desarrollo y construcción incluía también la búsqueda de un reconocimiento internacional. Aparecido de Oliveira, por lo tanto, viajó a París y propuso a la Unesco que monumentos contemporáneos como lo puede ser Brasilia deben ser considerados sitios de patrimonio. La Unesco, por su parte, encargó un informe, el cual describió a Brasilia como uno de los logros más importantes en la historia del urbanismo, pero desestimó la petición de Aparecido de Oliveira argumentando que no podía llevar cabo esa petición cuando las propias leyes brasileñas de conservación con respecto a Brasilia eran tan abstractas y mal definidas (Peralva 1988: 105-110).

9. Juscelino Kubitschek a Rodrigo de Mello Franco de Andrade. Nota (15 de junio de 1960). Archivo de la Casa de Lucio Costa, Rio de Janeiro.

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En consecuencia, dos juegos de leyes y medidas de conservación se llevaron a cabo tanto a nivel estatal como federal, y en ambos casos la Memória… de Costa no se quedó atrás. A nivel estatal, un decreto del gobernador transformó la Memória… en un texto jurídicamente vinculante, añadiendo a su vez “Brasília Revisitada”, escrito por el mismo Lucio Costa, y en el que explicaba cómo las cuatro escalas de Brasilia debían ser protegidas (Costa 1987). Así, el Decreto Ley nº 10.829/1987 del gobierno del Distrito Federal comienza con la declaración de que la protección del Plano Piloto de Brasilia estará garantizado por la preservación de las características esenciales de sus cuatro escalas distintivas. Los capítulos siguientes de la ley se titulan siguiendo esta lógica consecuente: “Da escala monumental”, “Da escala residencial”, “Da escala gregária” y “Da escala bucólica”. La ley del Distrito Federal es el instrumento legal que finalmente convenció a la Unesco de otorgar el título de Patrimonio de la Humanidad a Brasilia. A nivel federal, el Instituto Brasileiro do Patrimônio Cultural (IBPC) y la antigua Secretaría do Patrimônio Histórico e Artístico Nacional (SPHAN) aprobaron la Directiva Ministerial nº 314/1992 que confiere a la ciudad una protección a nivel nacional. La directiva sostiene la Memória… como una norma jurídica, y reproduce el lenguaje de la “Brasília Revisitada” de Costa, ratificando de este modo la noción de que en Brasilia los espacios vacíos se encuentran protegidos. Es decir, se protege la ciudad en tanto parque, aunque no los edificios –de estos últimos sólo se mantienen sus contornos y el radio y proporción que ocupan en relación a las dimensiones del suelo–. Es importante agregar que otro punto en común entre estas dos leyes es la influencia de Ítalo Campofiorito, quien astutamente le había sugerido a Costa que las cuatro escalas en cuestión podían muy bien convertirse en “objetos” aptos de protección jurídica (Campofiorito 1989: 36-34). En el año 1987, Campofiorito trabajaba como coordinador de investigación en la Fundação Nacional Pró-Memória (FNPM) y estaba a cargo, a pedido del gobernador Aparecido de Oliveira, de recopilar el material legal relacionado con la preservación de Brasilia. Campofiorito dirigió luego tanto la FNPM como la SPHAN, y en 1990 redactó la primera versión de la ley del Distrito Federal, la cual fue aprobada dos años después.

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Desde el punto de vista de la preservación histórica, una condición sin precedentes permite en Brasilia que la mayoría de los edificios sean destruidos, siempre y cuando su escala dentro del contexto de la cidade parque sea reconstituida de acuerdo a la Memória… (con excepción de los pocos edificios que se encuentran protegidos de forma específica, como la Catedral y el Catetinho). Es la Memória…, por lo tanto, y no la ciudad, la que sobrevive al final. Lo que las dos leyes a nivel federal y estatal procuran proteger no es el tejido urbano de Brasilia, sino su sintaxis gramatical. Lo que significa que, gracias a la Memória… de Lucio Costa, es la parte “letrada” de una ciudad moderna en Brasil lo que logra ser protegido, más que la ciudad propiamente dicha. En Brasilia, los edificios pueden reemplazarse para que permanezcan nuevos siempre y en tanto que la identidad “textual” y subyacente de la ciudad no se altere. De este modo, y a causa de la protección jurídica de la Memória…, es la calibración de la escala urbana más que su arquitectura, lo que ha de sobrevivir mientras que las áreas y espacios abiertos non-aedificandi –como los parques y otros espacios abiertos– permanecen intactos, de forma perpetua. Brasilia es, por lo tanto, una ciudad utópica no sólo porque pertenece a una tradición textual donde la precisión y el rigor de la escritura conducen a la composición del espacio urbano –del mismo modo que las utopías pertenecen a una tradición literaria cuyo objetivo es la imaginación de lugares que, aunque críticos, son asimismo ideales–, sino también porque Brasilia conlleva en sí atributos utópicos tangibles. Habitar el plan piloto de Costa es básicamente como vivir en un gigante campus universitario de Estados Unidos, donde la mayor parte del suelo es, de hecho, un espacio de acceso público. Aunque Brasilia pareciera ser una ciudad diseñada para la circulación automovilística en una época en que el país confiaba en su industria automotriz, el plan de la ciudad es sorprendentemente cuidadoso respecto a sus peatones, quienes pueden caminar sin obstáculos de un extremo de la ciudad hasta el otro, dado que la mayoría –si no todos– de los edificios residenciales se encuentran elevados del suelo sobre pilotis, a lo largo de las alas norte y sur. La propiedad de bienes raíces de las dos alas residenciales de Brasilia no puede subdividirse en lotes. Por el contrario, se encuentra hecha de projeções, las cuales representan las huellas de

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los edificios de apartamentos proyectados en el aire, y que están disponibles para la compra y la venta. De ahí entonces que los peatones puedan desplazarse hábilmente por toda la extensión de la ciudad sin trabas y “a través” de la propiedad de otros. Una empresa de desarrollo inmobiliario puede ser propietaria de un conjunto de edificios de viviendas en una superquadra, pero no puede ser dueña del suelo sobre el cual se ciernen los edificios. El carácter “de otro mundo” propio de la ciudad se debe también a la arquitectura de Oscar Niemeyer, la cual es ciertamente surrealista y experimental al mejor estilo de Chirico. Sin embargo, y de manera irónica, Costa habría sido el primero en cuestionar la noción de una Brasilia utópica, aduciendo que semejante idea no tiene conexión material con la realización concreta de la ciudad que él creó. Cuando, por ejemplo, Brasilia fuera inversamente acusada de haber fracasado en tanto utopía, Costa no tardó en subrayar la injusticia de semejante acusación dado que Brasilia no había sido concebida como utopía y que, por lo tanto, debía ser situada en el contexto de la vida brasileña cotidiana: Como se por uma simples transferência de capital o urbanismo pudesse resolver os vícios de uma realidade econômico-social secular. Como se o Brasil não fosse o Brasil, mas a Suécia… O importante é que a cidade exista onde antes não havia nada, que se possa lá chegar vindo de qualquer parte do país, que a agricultura agora prospere, que toda a região se tenha extraordinariamente desenvolvido e que, neste curto período, Brasília se tenha tornado de fato uma capital, um cruzamento dos caminhos do país, e que já tenha um caráter diferenciado e um estilo, não apenas urbano e arquitetônico, mas de vida, que lhe é próprio (Costa 1995d: 315).

Teniendo en cuenta que, como ha señalado el sociólogo Krishan Kumar, “la utopía nació en la modernidad” (1991: 51), y que Thomas More acuñó el término en un momento de expansión territorial, conquista y colonización de América, me permito disentir con la posición de Costa, y me atrevo a formular que la utopía se encuentra en el ADN de Brasilia. Por supuesto, el urbanismo es en sí utópico, y Brasilia, como tantas otras utopías, no es inmune a devenir una distopía. Sigue siendo verdad, sin embargo, que en el momento mismo de la

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concepción y construcción de Brasilia, aquellas personas implicadas en su proyecto portaban “sueños de una vida mejor”, ideales que encajan certeramente en toda definición de utopía (Levitas 1990: 86). Las recientes inscripciones descubiertas en el Congreso Nacional y que fueran dejadas por los obreros de la construcción confirman la esperanza de una época, a pesar de, o tal vez debido a las difíciles condiciones laborales en que se encontraban (Lourenço 2011). Los planes para la transferencia de la capital de Brasil hacia el interior, sobre los cuales se viene reflexionando desde la llegada de la corte portuguesa en 1808, han sido desde entonces motivados por lo que el filósofo Ernst Bloch (1986) calificó de “impulso utópico”. La razones para semejante proyecto abundaban e incluían un deseo de mejorar desde la seguridad hasta la integración, el progreso y la salud, y cada uno de estos deseos se encontraba enmarcado por proyectos políticos específicos, sea el establecimiento de un imperio portugués en América, el repudio liberal de Portugal a una monarquía al estilo ancien régime en el Atlántico Sur, la formación de una contrahegemonía en una colonia convertida en imperio, o la construcción de una nación brasileña republicana, unificada y moderna. Como bien dijera Lucio Costa, quien fuera el autor de la última iteración de la nueva capital de Brasil: “Se trataba de una propuesta de un siglo de antigüedad, siempre aplazada”10.

Bibliografía Berger, Robert W./Hedin, Thomas F. (2008): Diplomatic tours in the gardens of Versailles under Louis XIV. Philadelphia: University of Pennsylvania Press. Bloch, Ernst (1986): The Principle of Hope. Cambridge, Mass.: MIT Press. Campofiorito, Ítalo (1989): “Brasília Revisitada”. En Revista do Patrimônio Histórico e Artístico Nacional, vol. 7, pp. XX-XXV.

10. Lucio Costa (1983): “For Brazilian Students of Architecture Residing in the United States” (casete). Archivo de la Casa de Lucio Costa, Río de Janeiro.

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Ceccon, Cláudius (1961): “Entrevista a Lucio Costa”. En Xavier, Alberto (org.) (1962): Lucio Costa: Sôbre Arquitetura. Porto Alegre: Centro de Estudantes Universitários de Arquitetura, pp. 342-347. Costa, Lucio (1987): Brasília Revisitada, Anexo I of Decree Law nº 10.829/1987. Brasilia: Federal District Government. — [1957] (1995a): “Memória descritiva do Plano Piloto”. En Lucio Costa: Registro de uma vivência. São Paulo: Empresa das Artes, pp. 283-297. — [1959] (1995b): “Saudação aos críticos de arte”. En Lucio Costa: Registro de uma vivência. São Paulo: Empresa das Artes, pp. 298-301. — [1995] (1995c): “Ingredientes da concepção urbanística de Brasília”. En Lucio Costa: Registro de uma vivência. São Paulo: Empresa das Artes, p. 282. — [s. f.] (1995d): “Fiquem onde estão”. En Lucio Costa: Registro de uma vivência. São Paulo: Empresa das Artes, p. 315. Holford, William (1957): “Brasilia: A New Capital for Brazil”. En Architectural Review, vol. 122, nº 731 (diciembre), pp. 394-402. Kumar, Krishan (1991): Utopianism. Minneapolis: University of Minnesota Press. Le Corbusier (2006): “Le Logis, prolongement des service publics”. En Conférences de Rio: Le Corbusier au Brésil-1936. Paris: Flammarion, pp. 118-138. Levitas, Ruth (1990): The Concept of Utopia. Syracuse: Syracuse University Press. Lourenço, Iolando (2011): “Inscrições de trabalhadores que construíram Brasília são descobertas no Congresso”. En UOL Notícias (11 de agosto), (acceso 11 de agosto de 2011). Peralva, Osvaldo (1988): Brasilia, Patrimonio da Humanidade. Brasilia: Ministerio da Cultura. Rama, Ángel (1996): The Lettered City. Durham: Duke University Press. Tattara, Martino (2011): “Revendo a memória descritiva”. En ElDahdah, Farès (ed.): Seminário Lucio Costa, Arquiteto. Rio de Janeiro: Casa de Lucio Costa, pp. 69-84.

Sobre los autores

Fernando Aínsa es escritor y ensayista hispano-uruguayo, autor de numerosos libros sobre literatura y utopía latinoamericana, entre los que figuran Los buscadores de la utopía (1977), Identidad cultural de Iberoamérica en su narrativa (1986), De la Edad de Oro a El Dorado (1992), La reconstrucción de la utopía (1999), Del canon a la periferia (2002), Narrativa hispanoamericana del siglo XX. Del espacio vivido al espacio del texto (2003), Del topos al logos. Propuestas de geopoética (2006), Confluencias en la diversidad (2011) y Palabras nómadas. Nueva cartografía de la pertenencia (2012). Antiguo director literario de Ediciones Unesco, es vicepresidente de la Asociación Aragonesa de Escritores, miembro del Patronato Real de la Biblioteca Nacional de España, académico correspondiente de las Academias de Letras de Uruguay y de Venezuela. Ha sido jurado del Premio Rómulo Gallegos (Caracas), Juan Rulfo (París), Casa de las Américas (La Habana), José Donoso (Chile) y Premio Nacional de Ensayo (España). En la actualidad reside entre Zaragoza y Olite (Teruel) consagrado a la escritura y a actividades editoriales y docentes. Raul Antelo es catedrático en la Universidade Federal de Santa Catarina e investigador y asesor del CNPq, en Brasil. Fue profesor visitante en las Universidades de Yale, Duke, Texas (Austin), Simón Bolívar, Autónoma de Barcelona y Leiden, donde ocupó la cátedra de estudios brasileños, en dos oportunidades. Presidió la Associação Brasileira de Literatura Comparada (ABRALIC) y fue distinguido con la Beca Guggenheim. Es autor de Literatura em Revista, Na ilha de Marapatá, João do Rio: o dândi e a especulação, Parque de diversões Aníbal

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Sobre los autores

Machado, Algaravia. Discursos de nação, Transgressão & Modernidade, Potências da imagem, María con Marcel. Duchamp en los trópicos (versión brasileña: Maria com Marcel: Duchamp nos trópicos), Tempos de Babel, Crítica acéfala, Ausências y Antropofagia y cultura. Ha editado, entre otros, A alma encantadora das ruas de João do Rio, Ronda das Américas de Jorge Amado, Antonio Candido y los estudios latinoamericanos, así como la Obra completa de Oliverio Girondo para la colección Archivos de la Unesco. Diego Armus estudió en la Universidad de Buenos Aires y es doctor en Historia de la University of California, Berkeley. Enseña Historia Latinoamericana en el Swarthmore College. Ha sido profesor regular o invitado en universidades argentinas, latinoamericanas, norteamericanas y europeas. Se desempeñó como investigador visitante, entre otros, en las universidades de Harvard, Columbia, New York y el Instituto Ibero-Americano de Berlín. Su último libro, La ciudad impura. Salud, tuberculosis y cultura en Buenos Aires, 1870-1950 (2007) fue publicado en inglés por Duke University Press en 2011. Rebecca E. Biron es profesora asociada de Español y Literatura Comparada en el Dartmouth College, donde dirige el Programa de Estudios Latinoamericanos/Latinos/Caribeños. Investiga la modernización y la globalización como procesos culturales en América Latina. Sus publicaciones comprenden Elena Garro and Mexico’s Modern Dreams (2012), City/Art: the Urban Scene in Latin America (editora; 2009) y Murder and Masculinity: Violent Fictions of 20th Century Latin America (2000). Farès el-Dahdah es profesor de Arquitectura y director del Humanities Research Center en la Rice University, donde además imparte cursos de Historia de la Arquitectura y seminarios sobre Arquitectura y Urbanismo en Brasil. Ha sido profesor visitante en la universidad de Harvard (David Rockefeller Center for Latin American Studies, 2011) y en el Canadian Center for Architecture (2005). Sus ensayos sobre historia y teoría arquitectónica han aparecido en revistas especializadas como ANY, Architecture Magazine, Arquitectura Viva, Assemblage, Cite, Casabella, Docomomo Journal, Future Anterior, Minha

Sobre los autores

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Cidade y ReVista. Es coeditor de Roberto Burle Marx: The Modernity of Landscape (2011), ha colaborado en Reason and Environment (2011), y ha sido uno de los organizadores de la exhibición Lucio Costa, Architect (CLC, 2010), la cual formó parte del cincuenta aniversario de las celebraciones de Brasilia. El-Dahdah es miembro del consejo de la Casa de Lucio Costa y la Fundação Oscar Niemeyer y actualmente se encuentra escribiendo un libro sobre el proyecto plan piloto de Lucio Costa sobre Brasilia. Fabiola López-Durán es doctora en Historia, Teoría y Crítica del Arte y la Arquitectura del MIT, y profesora en la Rice University. Ha recibido la Mellon Postdoctoral Fellow in the Humanities en el departamento de Historia de Arte de la UC Berkeley (2009-2011) y, entre sus becas y reconocimientos, se encuentran la Charlotte Newcombe Dissertation Fellowship, el Dedalus Foundation Award, la Harvard Center for European Studies Grant, la Samuel H. Kress Foundation Fellowship, la MIT Schlossman Research Award, la Camargo Foundation Fellowship, CLIR, y la Fulbright Scholarship. Su trabajo ha sido publicado en Europa, Asia, América Latina y Estados Unidos. En este momento se encuentra trabajando en su proyecto de libro “Eugenics in the Garden: Architecture, Medicine and Landscape from France to Latin America in the Early Twentieth Century”, y en una exhibición en el Museu de Arte de São Paulo, Brasil, en colaboración con la artista brasilera Ana Maria Tavares. Marisa González de Oleaga es doctora en Historia Contemporánea por la Universidad Complutense de Madrid. Profesora titular del Departamento de Historia Social y del Pensamiento Político de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Nacional de Educación a Distancia (UNED) y de la Maestría y del Doctorado de América Latina Contemporánea del Instituto Universitario Ortega y Gasset. Ha sido profesora invitada en universidades de Argentina, México y Paraguay. Ha sido investigadora principal de los proyectos de i+d+i “Liberalismo y utopía en América Latina”, “Obsesión por la memoria en Paraguay, Argentina y Brasil (1880-1960). Representaciones utópicas en museos, viajeros y beachcombers” y del proyecto financiado

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Sobre los autores

por la Fundación Carolina, “Políticas y poéticas del museo”. Es autora de El doble juego de la Hispanidad. España y la Argentina durante la Segunda Guerra Mundial (2001) y ha publicado, junto a Ernesto Bohoslavsky, El hilo rojo. Palabras y prácticas de la utopía en América Latina (2009). Ha trabajado sobre reivindicaciones territoriales, discurso político, historiografía, transmisión de memoria, todo ello aplicado al ámbito latinoamericano. Actualmente se encuentra investigando sobre lo que ha dado en llamar “historiografía poética”. Adrián Gorelik es arquitecto y doctor en Historia (ambos títulos por la Universidad de Buenos Aires). Es investigador del CONICET y profesor de la Universidad Nacional de Quilmes, donde dirige el Centro de Historia Intelectual. Es miembro del consejo de dirección de Prismas. Revista de Historia Intelectual. En 2003 obtuvo la Beca Guggenheim y en 2011 le fue otorgada la Simón Bolívar Chair de la Universidad de Cambridge. Entre otros libros, ha publicado La grilla y el parque. Espacio público y cultura urbana en Buenos Aires (1998), Miradas sobre Buenos Aires. Historia cultural y crítica urbana (2004), Das vanguardas a Brasília. Cultura urbana e arquitetura na América Latina (2005) y Correspondencias. Arquitectura, ciudad, cultura (2011). Gisela Heffes es doctora por la Yale University y profesora de Literatura y Cultura Latinoamericanas en la Rice University, donde enseña además escritura creativa en español. Ha publicado la antología Judíos/ Argentinos/Escritores (1999), el ensayo crítico Las ciudades imaginarias en la literatura latinoamericana (2008) y el volumen de ensayos Poéticas de los (dis)locamientos (2012). En tanto escritora de ficción, es autora de las novelas Ischia (2000), Praga (2001) e Ischia, Praga & Bruselas (2005), y el libro de relatos Glossa urbana (2012), además de numerosos cuentos y crónicas ficcionales en revistas literarias y antologías tanto en América Latina como en Estados Unidos. Annick Louis es licenciada en Letras de la Universidad de Buenos Aires. Obtuvo su Doctorado en la École des Hautes Études en Sciences Sociales, en París, en 1995, por su trabajo “Jorge Luis Borges: La construction d’une oeuvre. Autour de la création du recueil Historia

Sobre los autores

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Universal de la Infamia”, publicado en 1997 bajo el título de Jorge Luis Borges: oeuvre et manoeuvres. Fue visiting professor de la Universidad de Yale (1999-2000) y becaria de la Fundación Alexander von Humboldt (2000-2002). Es profesora en la Université de Reims y miembro del equipo pedagógico de la EHESS. Ejerce la crítica literaria en diversos medios internacionales. Ha publicado también: Jorge Luis Borges: Intervenciones sobre pensamiento y literatura (comp. Annick Louis, Claudio Canaparo, William Rowe) (2000), Enrique Pezzoni, lector de Borges (1999) y Borges ante el facismo (2007). Actualmente prepara un libro sobre el relato de exploración científica Homo explorator. Las escrituras ‘no literarias’ de Arthur Rimbaud, Lucio V. Mansilla y Heinrich Schliemann. Silvia Pappe es doctora en Letras por la UNAM, México. Es profesora-investigadora titular “C” de tiempo completo del Departamento de Humanidades de la Universidad Autónoma Metropolitana-Azcapotzalco. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores y es integrante del Cuerpo Académico “Historia e Historiografía”. Sus líneas de investigación abordan las fronteras disciplinarias de la historiografía y la literatura en las que considera el campo teórico de las modernidades y las vanguardias como visiones del mundo y actitudes cognitivas. Ha publicado libros sobre Augusto Roa Bastos y Walter Benjamin, entre otros, además de Estridentópolis: urbanización y montaje (2006) e Historiografía crítica. Una reflexión teórica (2001). Cuenta con ensayos y artículos sobre modernidad, vanguardia, memoria y teoría de la historiografía, y ha incursionado en el análisis de representaciones narrativas, metafóricas y visuales y su historicidad. Gabriela Polit Dueñas es profesora asociada en The University of Texas at Austin. Ha publicado dos antologías: Crítica literaria ecuatoriana. Hacia un nuevo siglo (2001) y Meanings of Violence in Contemporary Latin America (2011). Su libro Cosas de hombres. Escritores y caudillos en la literatura latinoamericana del siglo XX (2008), es una investigación sobre violencia y masculinidad. Su trabajo más reciente es sobre la representación del narcotráfico, Narrating Narcos. Stories from Culiacán y Medellín, y será publicado en Pittsburgh University Press en el año 2013.

Índice onomástico

A Abramson, Jean Luc 18, 41 Abu-Lughod, Lila 325, 326, 329 Acosta, Avelino 274 Adán, Martín 58, 61, 79, 83 Agamben, Giorgio 225, 226 Aínsa, Fernando 7, 17, 19, 26, 41, 49, 79, 176, 195, 413 Aira, César 59, 79 Alberdi, Juan Bautista 14, 41, 115, 146 Alberti, Leon Battista 50, 138 Alfonso, Manuel 194, 291 Alva de la Canal, Ramón 246 Andrade, Carlos Drummond de 218 Andrade, Mário de 218 Andrade, Rodrigo Melo Franco de, 406 Andreä, Johann Valentin 19 Antelo, Raul 8, 29, 203, 208, 227, 413 Aparecido de Oliveira, José 406, 407 Arango, Arturo 66, 79 Arcos, Santiago 272, 273, 283 Argan, Giulio Carlo 365, 385 Arguedas, José María 194, 349 Arias, Camilo 67, 69, 80, 291 Aridjis, Homero 67, 74, 75, 80, 192, 194, 196 Arlt, Roberto 38, 43, 56, 57, 80, 212

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Índice onomástico

Armus, Diego 7, 27, 28, 38, 41, 115, 117, 122, 125, 126, 130, 142, 145, 161, 414 Arredondo, José M. 270, 273 Atwood, Margaret 179, 196 B Bacon, Francis 19, 118, 128, 190 Badi, Aquiles 207, 208 Badiou, Alain 214, 227, 228 Balbuena, Bernardo de 51, 80 Balza, José 60, 80 Bandeira, Manuel 218 Baptiste, Victor N. 20, 42, 43, 136 Barbosa, Rui 224 Barthes, Roland 223, 227 Bassols, Narciso 251 Baudelaire, Charles 73, 77, 181, 196, 205, 211, 212, 214, 215, 224 Bayly, Jaime 76, 80 Beauchesne, Kim 39, 42 Bellamy, Edward 117, 177, 181, 196 Bello, Andrés 194, 195 Benavides, Jorge Eduardo 62, 80 Benevolo, Leonardo 364, 365, 367, 370, 385 Benjamin, Walter 118, 120, 139, 163, 203, 204, 209, 210, 211, 217, 219, 220, 224, 227, 341, 355, 417 Bergson, Henri 207 Bertoni, Mosè Giaocomo 31, 306, 308, 309, 310, 311, 314, 315, 316, 320, 321, 322, 323, 325, 326, 328, 329 Bichat, Xavier 148, 161 Bill, Max 361, 362, 365, 366, 367, 371, 385 Biron, Rebecca E. 7, 26, 27, 37, 42, 87, 99, 109, 414 Blake, William 205 Blanco, José Joaquín 70, 80, 211, 230 Bloch, Ernst 21, 40, 41, 42, 166, 196, 410 Blomberg, Héctor Pedro 55, 80

Índice onomástico



Blumenfeld, Erwin 216 Boggiani, Guido 316 Bohoslavsky, Ernesto 18, 39, 42, 313, 318, 319, 325, 329, 331, 416 Bolaño, Roberto 49, 52, 70, 80, 84 Borges, Jorge Luis 159, 161, 211, 227, 230, 305, 330, 416 Bouvard, Joseph Antoine 144 Broca, Paul 315 Bryce Echenique, Alfredo 54, 80 Buell, Laurence 169, 172, 196 Bullrich, Francisco 375 Bunge, Augusto 129, 130 Burel, Hugo 71, 80 Bürger, Peter 247, 261 Burle Marx, Roberto 397, 398, 406, 415 C Cabet, Etienne 18, 117, 119, 139, 161 Cadogan, León 324 Caicedo, Andrés 63 Calfucurá, Juan, 270, 292, 293 Caldeira, Teresa 38, 42, 90, 109, 317, 323, 325, 330 Calderón, Felipe 91, 92, 94, 108, 131, 321, 330 Calfucurá, 270, 292, 293 Callenbach, Ernest 168, 179, 196, 198 Callois, Roger 29 Cambaceres, Eugenio 55, 80 Campanella, Tommaso 19, 50, 117, 138 Campos, Augusto de 218 Campos, Haroldo de 227 Canguilhem, Georges 136, 141, 148, 161, 162, 224, 227 Cardenal, Ernesto 52, 80 Carrasco, Benito 144 Carrillo, Julián 224, 239, 249, 254 Carvalho, Bernardo 222

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Índice onomástico

Chadwick, Edwin 119 Cavalcanti, Alberto 221, 227 Cendrars, Blaise 222 Chadwick, Edwin 119 Chávez, Carlos 239, 249, 251, 252, 253, 254, 255, 256 Chejfec, Sergio 59, 80 Chirico, Giorgio de 409 Choay, Françoise 123, 130, 138, 139, 140, 161 Citröen, Paul 216 Clementi, Hebe 183, 187, 196 Collivadino, Pio 207, 208 Comas, Carlos Eduardo 381, 385 Condorcet, Marie Jean Antoine 118, 128 Congrains Martin, Enrique 55, 81 Coni, Emilio 28, 116, 120, 121, 122, 123, 124, 125, 126, 127, 128, 129, 130, 141, 145, 161 Copi [Raúl Damonte Botana] 222 Copland, Aaron 252, 262, 264 Cortázar, Julio 52, 81, 303 Costa, Lucio 8, 33, 54, 84, 208, 229, 331, 363, 364, 365, 368, 378, 379, 382, 383, 384, 386, 389, 392, 397, 398, 400, 402, 405, 406, 407, 408, 409, 410, 411, 415 Coupem Laurence 169, 172, 196, 198 Courtois, Eugène 144 Cueto, Germán 247 D Dal Co, Francesco 370, 371, 372, 376, 385 Dalí, Salvador 220, 221, 230 Daneri, Eugenio 207, 208 Danvin, Victor-Marie Félix 207 Darío, Rubén 50, 52, 55, 81 Davis, Mike 184, 197 Debord, Guy 222 De Certau, Michel 23, 42

Índice onomástico



De Carlo, Giancarlo 369 Deleuze, Gilles 25, 42, 106, 109, 221 Demos, T. J. 207, 228 Derrida, Jacques 206, 223, 228 Díaz Rodríguez, Manuel 54, 81 Díez Canseco, José 61, 81 Dittrich, Julio O. 181, 197 Donoso, José 54, 81, 413 Dos Passos, John 250 Douglas, Mary 104, 109 Duarte da Silva, Luíz Sérgio 376, 383, 385 Dubos, René 118, 130, 147, 148, 162 Duchamp, Marcel 29, 206, 207, 210, 211, 212, 213, 216, 221, 222, 226, 227, 228, 229, 230, 231, 414 Dulac, Germaine 216 Dulin, J. D. 207, 208 E Echeverria, Esteban 31 Eggeling, Viking 221 El-Dahdah, Farès 33, 384, 386, 411, 415 Engels, Friedrich 25, 177 Estévez, Abilio 64, 66, 72, 81 F Fernández, Macedonio 140, 161, 280, 300 Fichte, Johann Gottlieb 205 Forestier, Jean Claude Nicolas 144, 145 Foster, Norman 278, 300, 384 Foucault, Michel, 24, 25, 106, 134, 136, 141, 155 Fourier, Charles 18, 119, 122, 139, 162 Frampton, Kenneth 370, 371, 372, 386 Franco, Jean 25, 38, 42, 62, 81, 205, 228, 406 Franco Ramos, Jorge 62, 81

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Índice onomástico

Franklin, Banjamin 118 Fresan, Rodrigo 75, 81 Fuentes, Carlos 67, 68, 81 G Galindo, Alberto Flores 14, 36, 38, 42 Galton, Francis 131, 132, 133, 134, 135, 137, 138, 163, 164 Gálvez, José 61, 81 García, Luis Manuel 13, 22, 38, 42, 52, 69, 72, 81, 82, 87, 90, 101, 109, 196, 337 García Aguilar, Eduardo 69, 81 García Canclini, Néstor 22, 38, 42, 87, 90, 101, 109 García Márquez, Gabriel 52, 82 Garmendia, Salvador 59, 60, 82 Garrard, Greg 172, 175, 176, 177, 178, 179, 185, 197 Giacometti, Alberto 402 Giedion, Siegfried 363, 366, 387 Giunta, Andrea 218, 228 Glotfelty, Cheryl 169, 170, 171, 174, 185, 197 Godard, Jean-Luc 221 González de Oleaga, Marisa 8, 9, 18, 31, 39, 42, 305, 318, 319, 325, 326, 328, 329, 330, 331, 415 González León, Adriano 59, 60, 82 Gorelik, Adrián 8, 33, 38, 42, 144, 162, 359, 360, 375, 386, 416 Gott, Samuel 19 Goya y Lucientes, Francisco de 212 Gray, John 39 Gropius, Walter 363 Guamán Poma de Ayala, Felipe 349 Guattari, Félix 25, 42, 106, 109 Guedes, Joaquim 364, 376, 382, 386 Guérin, Michel 207 Guha, Ramachandra 191, 197 Güiraldes, Ricardo 194 Gutiérrez, Pedro Juan 64, 65, 72, 76, 82

Índice onomástico



H Hall, Edward 199, 369 Halperín Dongi, Tulio 268 Hardoy, Jorge Enrique 38, 43, 205, 228, 229, 374, 375, 386 Harrington, James 19 Harvey, David 24, 25, 36, 43, 165, 187, 188, 195, 197 Hausmmann, Barón [Georges-Eugène] 142 Heffesm Gisela 7, 8, 13, 28, 43, 137, 155, 162, 165, 197, 335, 416 Hegel, Friedrich 166 Heinrich, Johannes 248, 261, 284, 301, 417 Henríquez Ureña, Pedro 194 Hertzka, Theodor 128 Hitchcock, Henry-Russell 363 Holford, William 364, 392, 411 Holmes, Amanda 37, 38, 43 Holston, James 381, 386 Homero 19, 67, 74, 80, 192, 196 Honegger, Arthur 249 Howard, Ebeneze 165, 398 Huidobro, Vicente 52, 82 Huizar, Candelario 239 I Ibáñez, Sara de 52, 82 Icaza, Jorge 55, 82 Isaacs, Jorge 194 Isaak, Cornelius 313 J Jacob, François 31, 234, 308, 317, 326, 333 Jacobs, Jane 369 Jacoby, Rusell 39 Jameson, Fredric 34, 38, 43

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Índice onomástico

K Kemeny, Adalberto 221 Kentridge, William 217 Kolb Neuhaus, Roberto 256, 257, 262 Koolhaas, Rem 384 Kosintzev, Gregori 216 Krauss, Rosalind 207, 228 Kristeva, Julia 104, 110, 328, 331 Kubitschek, Juscelino 364, 374, 379, 406 Kumar, Krishan 117, 130, 409, 411 Kyn Taniya [Luis Quintanilla del Valle] 244, 245, 246, 262 L Lacan, [Luis Quintanilla del Valle] 220 Laclau, Ernesto 216, 225, 228 Lacoue-Labarthe, Philippe 214, 228 Lamarck, Jean-Baptiste 136, 137 Lamborghini, Osvaldo 220, 227 Landousy, Louis 143 Lang, Fritz 82, 83, 84, 85, 204, 216 Las Casas, fray Bartolomé de 19, 42, 43 Lautreamontm, conde de 82, 213, 220, 227, 229 Lazzari, Alfredo 207, 208 Le Corbusier 165, 366, 368, 372, 397, 398, 411 Lee, Wesley Duke 148, 163, 220, 229 Lefebvre, Henri 24, 44, 188, 323, 331 Léger, Fernand 224, 363 Le Guin, Ursula K 178, 197, 198 Leiris, Michel 218 Lejeune, Jean-François 35, 43, 44 Lemebel, Pedro 72, 82 Lévi-Strauss, Claude 223 Levitas, Ruth 40, 44, 410, 411 Lewis, Martin 21, 44, 130, 149, 163, 166, 182, 196, 197, 198, 322, 331

Índice onomástico



Le Witt, Sol 217 Lezama Lima, José 222 List Arzubide, Germán 244, 245, 246, 247, 256, 257, 259, 262 London, Jack 43, 45, 52, 82, 84, 109, 110, 111, 161, 162, 163, 196, 197, 198, 199, 228, 355, 362, 386 López, Lucio V. 7, 16, 28, 40, 44, 53, 55, 82, 131, 136, 144, 153, 163, 164, 281, 287, 382, 386, 415 López de Gómara, Francisco 16, 44 López-Durán, Fabiola 7, 28, 40, 44, 71, 85, 131, 136, 137, 144, 163, 415 López Rangel, Rafael 382, 386 Louis, Annick 8, 30, 31, 132, 143, 144, 163, 227, 267, 284, 301, 400, 410, 416 Love, Glen 169, 170, 172, 175, 185, 198 Ludmer, Josefina 222, 229, 268, 272, 301 Lulio, Raimundo 19 Lynch, Kevin 369 M Macchi, Jorge 210, 229 Mallea, Eduardo 56, 82 Malta, Candido 382, 386 Mannheim, Karl 21, 44 Mansilla, Lucio V. 8, 30, 31, 267, 268, 269, 270, 271, 272, 273, 274, 275, 276, 277, 278, 279, 280, 281, 282, 283, 284, 285, 286, 287, 288, 289, 290, 291, 292, 293, 294, 295, 296, 297, 298, 299, 300, 301, 302, 417 Mansilla, Lucio N. 271, 286 Manuel, Frank 54, 55, 71, 72, 81, 83, 85, 117, 141, 163, 170, 197, 218, 222, 234, 242, 254, 257, 262, 270, 271, 276, 286, 290, 291, 292, 293, 295, 303, 336, 337, 338, 339, 343, 345, 346, 348, 349, 350, 351, 352, 353, 356 Maples Arce, Manuel 234, 240, 242, 243, 244, 246, 256, 257, 262 Marechal, Leopoldo 58, 83



Índice onomástico

Marinetti, Filippo Tommaso 243 Marker, Chris 221 Mármol, José 55, 83, 272 Martel, Julián 55, 83 Martín-Barbero, Jesús 93, 110 Martínez Estrada, Ezequiel 194, 205, 208 Martínez Moreno, Carlos 54, 83 Marx, Karl 25, 166, 176, 177, 359, 397 Masotta, Óscar 216 Maury, Alfred 294, 295, 296, 297, 299, 300, 301 Mauss, Marcel 223 Mayer, Karl 221 Meeker, Joseph W. 170, 198 Mejía Vallejo, Manuel 55, 83 Mejides, Miguel 66, 83 Mela, Antonio 22, 44 Mendoza, Mario 62, 71, 76, 83, 270 Menéndez, Ronaldo 64, 65, 83 Meneses, Guillermo 59, 83 Mercado, Tununa 75, 83 Minujín, Marta 216 Molloy, Silvia 267, 268, 301 Monbeig, Pierre 374, 375 Moncayo, José Pablo 239 Monsiváis, Carlos 38, 44, 69, 74, 83 Monteiro Lobato, Jose Bento 156, 157, 158, 163 Mora, Lola 208, 210, 234, 299 More, Sir Thomas 16, 17, 19, 42, 43, 44, 50, 117, 131, 132, 138, 139, 150, 166, 176, 180, 409 Morris, William 140, 177, 178, 195, 198 Mujica Láinez, Manuel 54, 71, 83, 85 Mumford, Lewis 15, 21, 44, 128, 130, 149, 166, 182, 196, 198 Muntadas, Antoni 220 Muñiz-Huberman, Angelina 69, 83 Muñoz, Boris 14, 36, 44, 85 Murena, H. A. 58, 83

Índice onomástico



N Namuncura, Manuel 270 Nancy, Jean-Luc 147, 156, 164, 197, 206, 214, 229, 280, 300 Navascues, Javier de 36, 44, 81, 82, 83 Navia, Patricio 37, 44, 196 Negroni, Maria 210, 229 Neruda, Pablo 52, 83 Niemeyer, Oscar 361, 370, 371, 372, 376, 383, 384, 386, 397, 400, 402, 406, 409, 415 Nietzsche, Friedrich 52, 57, 206 Noë, Paul 207, 208 Noll, João Gilberto 222 North, Richard 164, 183, 198, 355 Nye, Joseph Samuel 225, 229 O Onetti, Juan Carlos 38, 43, 57, 84 Orozco, José Clemente 241 Ortega, Julio 53, 84, 91, 99, 207, 415 Ortega y Gasset, José 207, 415 Orwell, George 177, 178, 198 Owen, Robert 18, 119, 139, 163 P Pacenza, Onofrio 207, 208 Padura, Leonardo 64, 65 Palma, Ricardo 51, 84 Pappe, Silvia 8, 29, 233, 263, 417 Paso, Fernando del 67, 84 Pauls, Alan 267, 268, 302 Paviani, Aldo 381, 383, 387 Paz, Octavio 32, 277, 300, 336, 337, 339, 341, 343, 344, 345, 346, 349, 350, 353, 354, 355, 356



Índice onomástico

Pérez, Jorge Ángel 66, 84, 152, 277, 289, 302 Peveroni, Jorge 63, 84 Pfeifer, Gottfried 374 Piercy, Marge 179, 198 Pignatari, Décio 218 Pinard, Adolphe 143, 146 Pinker, Steven 175, 198 Piva, Roberto 219, 220, 229 Platón 19, 128, 138, 167 Polit Dueñas, Gabriela 8, 32, 335, 336, 355, 417 Poniatowska, Elena 69, 84 Prevert, Jacques 221 Proudhon, Pierre-Joseph 119 Puig, Manuel 222 Q Quijano, Aníbal 335, 336, 351, 355 Quiroga, Horacio 20, 194 Quiroule, Pierre [Alejo Falçonnet] 29, 180, 182, 183, 184, 190, 192, 193, 195, 199 R Rabinow, Paul 147, 160, 163 Rama, Ángel 13, 14, 33, 36, 38, 44, 205, 230, 390, 392, 397, 411 Ramos, Julio 62, 81, 141, 205, 230, 267, 268, 302 Ray, Man 221 Reclus, Eliseé Jacques 309, 316 Reguillo Cruz, Rossana 88, 91, 93, 98, 108, 110 Resnais, Alain 221 Revueltas, Silvestre 80, 239, 246, 248, 249, 251, 253, 254, 255, 256, 257, 262, 263 Rex Lustig, Rodolfo 221 Reyner Banham, Peter 367 Rheinberger, Hans-Jörg 234, 237, 241, 263

Índice onomástico



Rhezius, Anders 315 Ribeyro, Julio Ramón 62, 84 Richardson, Benjamin Ward 120, 121, 122, 126, 139, 163 Rivera Cusicanqui, Silvia 337, 341, 342, 343, 344, 351, 354, 355 Roca, Julio 270, 292, 317 Roemer, Kenneth 18, 44 Rojas, Ricardo 72, 84, 208, 268, 284, 300, 302 Romero, José Luis 21, 38, 45, 205, 230 Rosas, Agustina 271 Rosas, Juan Manuel de, 270, 271, 276, 286, 293, 295 Rosas, Mariano, 269, 270, 275, 279, 282, 285, 286, 290, 291, 295 Rossi, Aldo 369, 370 Rousseau, Jean Jacques 18, 117, 118, 271 Rowe, Colin 367, 417 Rueckert, William 170, 199 Ruttmann, Walter 221 S Sábato, Ernesto 58, 84 Saer, Juan José 209 Sainz, Gustavo 163 Salazar Bondy, Sebastián 61, 84 San Agustín 19 Sánchez, Luis Alberto 53, 84, 342 Sanouillet, Michel 212 Santantonín, Rubén 216 Santos, Alessandra 39, 42 Santos, Milton Almeida dos 374, 375, 383, 387 Sarduy, Severo 60, 222 Sargent, Lyman Tower 17, 45, 161 Sarlo, Beatriz 38, 45, 70, 85, 90, 111, 125, 130, 205, 230 Sarmiento, Domingo F. 13, 14, 31, 45, 51, 55, 85, 115, 181, 182, 199, 270, 274, 277, 281, 283, 303 Sassen, Saskia 25, 45, 89, 111, 184, 199 Schönberg, Arnold 249



Índice onomástico

Schorske, Carl 205, 206, 230 Schwarz, Roberto 219 Scriabin, Alexander 249 Segre, Roberto 375, 382 Sert, José Luis 363, 387 Shoichet, Catherine 91, 111 Shostakovich, Dmitri 250 Sicard de Plauzoles, Justin 143, 164 Sioen, Achilles 141, 142, 144, 164 Smith, Adam 24, 25, 45, 205, 230 Soja, Edward 184, 199 Soper, Kate 173, 199 Sosnowski, Saúl 267, 278, 301, 303 Spedding, Alison 8, 32, 335, 336, 337, 338, 339, 340, 343, 344, 345, 346, 348, 351, 352, 353, 354, 356 Spengler, Oswald 52, 85, 206 Speranza, Graciela 207, 230 Spitta, Silvia 14, 36, 44, 85 Stepan, Nancy 147, 153, 154, 156, 160, 164 Stites, Raymond S. 248, 249 Suárez, Karla 66, 85, 101, 153, 164 Sutherland, Juan Pablo 72, 85 Szemiński, Jan 341, 342 T Tafuri, Manfredo 370, 371, 372, 376, 385 Teja Zabre, Alfonso 250 Terán, Oscar 116, 130 Thays, Carlos 144 Thomas, Michael Tilson 16, 17, 42, 43, 44, 50, 117, 131, 132, 138, 150, 159, 163, 164, 252, 264, 400, 409, 410 Thomson, Sinclair 197, 337, 339, 341, 342, 346, 354, 355, 356 Tounens, Orélie Antoine de 293 Toynbee, Arnold 170, 199 Trauberg, Leonid 216

Índice onomástico



Trigo, Abril 22, 45, 67, 84 Tupac Amaru 341 Tupac Catari 341, 342, 344 Turkienicz, Benamy 381, 385, 387 U Urzaiz, Eduardo 141, 150, 153, 154, 155, 164, 189, 199 V Valdelomar, Abraham 61, 85 Valery, Paul 52, 85 Vallejo, Fernando 52, 62, 85 Varela, Héctor 274, 283 Vargas Llosa, Mario 52, 85, 159, 164 Vasarely, Victor 218 Vasconcelos, José 251 Vázquez, María Esther 71, 85 Vela, Arqueles 247, 248, 249, 250, 251, 259, 260, 264 Venturi, Robert 369, 370 Vera y González, Enrique 29, 141, 164, 180, 182, 183, 184, 187, 188, 189, 190, 193, 196, 199 Verhaeren, Emile 218 Vertov, Dziga 221 Vila-Matas, Enrique 85 Villoro, Juan 54, 69, 74, 85 Viñas, David 267, 268, 276, 278, 279, 303 Virchow, Rudolf 119 Voltaire, François-Marie Arouet de 205, 206 W Warburg, Aby 198, 208, 231 Wavrin, Marqués de 222 Wells, Herbert George [H. G.] 117, 128, 177, 178, 189, 199



Índice onomástico

Whitman, Walt 250 Wilde, Eduardo 274, 303 Wilhelm, Jorge 377, 378, 379, 387 Williams, Raymond 197, 233, 239, 264, 313, 332, 333 Winthrop, John 18 Wong, Mario 70, 86 Wright, Frank Lloyd 165 Y Yáñez, Agustín 67, 80, 86 Young, Richard 37, 43, 163 Z Zamiatin, Evgenii Ivanovich 52, 86 Zayas, María de 349 Zevi, Bruno 362, 364, 365, 366, 367, 370, 371, 372, 387 Zimmermann, Marc 37