Uso Y Abuso De La Biologia

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Traducción de E u i^ lia P é r e z S ed eñ o

USO Y ABUSO DE LA BIOLOGIA

por Marshall Sahlins

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AV. 3». 17-73 WttMtt m O . lOGOTA. D.f. COlOMttA

Primera edición en castellano, septiembre de 1982 (g) SIGLO XXI DB ESPAÑA EDITORES, S. A.

Calle Plaza, 5. Madrid-33 Primera edición en inglés, 1976 © The University of Michigan Press Título original: The use and abuse of bicdogy. An anthro pological critique of sociobiology

Impreso y hecho en España Prtnted an made in Spain Diseño de la cubierta: El Cubrí ISBN: 84-323-04484 Depósito legal: M. 25.334-1982 Impreso en Closas-Orcoyen, S. L. Polígono Igarsa Paracuellos del Jarama (Madrid)

IN D IC E

IN T R O D U C C IO N ........................................................ . .................................

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PRIMERA PARTE

BIOLOGIA Y CULTURA 1. C rítica de la sociobiología v u l g a r ....................

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2. Crítica de la sociobiología científica: la selec­ ción p o r p aren tesco

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SEGUNDA PARTE

BIOLOGIA E IDEOLOGIA 3. Las transform aciones ideológicas d e la se­ lección n a t u r a l .........................................................

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4. La dialéctica p o p u lar de la naturaleza y la cu ltu ra .........................................................................

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R e fe re n c ia s ........................................................................

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Indice de nom bres ............... ... ................................

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Siem pre m e g usta n a r r a r una h isto ria que el ayudante de W undt, K ülpe, nos contó tras u n a visita a la vecina U niversidad de Jena p ara v er al anciano filósofo E rdm ann, cuya histo ria de la filosofía, en unos diez volúm enes, todos habíam os leído y estudiado. El viejo estudioso y el joven científico tuvieron u n a ch arla am is­ tosa, cálida, sobre los antiguos filósofos y sus sistem as. Pero cuando K ülpe tra tó de hacerle hab lar de W undt y la nueva escuela, E rd m an n sacudió la cabeza de fo rm a negativa, diciendo que no podía en ten d er a los hom bres m odernos. «En mi época —explicó— solíam os p la n team o s la etern a cuestión, '¿Qué es el h o m b re?’, y u s te ­ des, hoy en día, la co n testan diciendo: ’Era u n m ono1.* L i n c o l n S t e f f e n s , The autobiography

INTRODUCCION

La publicación, en el otoño de 1975, de la obra Sociobiology: the new synthesis, de Edward O. Wilson, fue acogida con una respuesta de pro­ porciones históricas, tanto dentro como fuera del mundo académico. Al menos la reacción no guardó proporción con la que, por lo general, suscita una obra erudita publicada por una edi­ torial erudita. En realidad, la tormenta se ha­ bía ido formando durante años: el señor Wil­ son, como reconocería rápidamente, no era el primer sociobiólogo, aunque sí el más eficaz y globalizador. En cualquier caso, el libro se convirtió en un «acontecimiento de los medios de comunicación», objeto de artículos e incluso titulares en las primeras páginas del New Ychrk Times, el Chicago Tribune y otros importantes periódicos americanos. También dio lugar a un debate, todavía sin resolver, en las pági­ nas de la New York Review of Books y en Science, la revista de la American Association for the Advancement of Science. En la prima­ vera de 1976, se impartieron clases y cursos completos, a favor y en contra de la nueva disciplina de la sociobiología, en Harvard, en la Universidad de Chicago, en la Universidad

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de Michigan y en otros distinguidos centros de enseñanza superior. Un ataque crítico, pu­ blicado por el colectivo de Boston «Science for the People», se vendió en los círculos intelec­ tuales avanzados de todo el país. La American Anthropological Association dedicó dos días al tema en su asamblea anual de noviembre de 1976, en el que tanto Wilson como otros bió­ logos y antropólogos simpatizantes abogaron por una reorientación teórica de las ciencias sociales. En resumen, Sociobiology ocasionó una crisis de connaissance y conscience, del conocimiento y de la conciencia pública, con connotaciones tanto políticas o ideológicas co­ mo académicas. Quiérase o no, este ensayo for­ ma parte de la controversia. Se ocupa de los problemas generales, intelectuales e ideológicos planteados por Sociobiology y otros escritos afines desde el punto de vista particular de un antropólogo en ejercicio, o, lo que es lo mismo, desde el punto de vista tradicional de lo que es la cultura. El tono será crítico, pero espero que no sea histérico. Porque el problema intelectual central se re­ duce en realidad a la autonomía de la cultura y al estudio de la cultura. Sociobiology pone en peligro la integridad de la cultura como una cosa-en-sí, como una creación humana, dis­ tintiva y simbólica. En lugar de una constitu­ ción social de significados, ofrece una determi­ nación biológica de las interacciones humanas que tiene su fuente, en primer lugar, en la ten­ dencia evolutiva general de los genotipos indi­ viduales a maximizar su éxito reproductivo. Es una nueva variedad de utilitarismo sociológico,

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pero traspuesto ahora a un cálculo biológico del provecho sacado de las relaciones sociales. Como corolario, los sociobiólogos proponen cambiar el aspecto y la estructura de las disci­ plinas humanas. La «nueva síntesis» consiste en fusionar las humanidades y las ciencias so­ ciales. Como el objeto de estas disciplinas no es en realidad único, deberían ser incorporadas dentro de una biología evolutiva capaz de pro­ porcionarles sus determinaciones fundamenta­ les. «La sociología y las otras ciencias socia­ les», escribe E. O. Wilson, «así como las huma­ nidades, son las últimas ramas de la biología que esperan ser incluidas en la síntesis moder­ na. Así, pues, una de las funciones de la sociobiología es reformular los fundamentos de las ciencias sociales de manera que reúna estas materias en la síntesis moderna. Queda por ver si las ciencias sociales pueden ser verdadera­ mente biologizadas de esta forma» (1975, p. 4). La respuesta que yo sugiero aquí es que no pueden serlo, debido a que la biología, aunque es una condición absolutamente necesaria para la cultura, es igual y absolutamente insuficien­ te: es completamente incapaz de especificar las propiedades culturales del comportamiento hu­ mano o las variaciones que experimentan éstas de un grupo humano a otro. Los problemas políticos planteados por la pu­ blicación de Sociobiology se han desarrollado tanto dentro del mundo académico como en la sociedad en general. Por lo que se refiere al primero, no entraré en detalles. Sólo merece la pena señalar que el proyecto de abarcar otras

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disciplinas se ha convertido tanto en una prác­ tica como en una teoría. Los antropólogos, so­ ciólogos y demás que están convencidos de la corrección de la tesis sociobiológica encuentran en ella un medio de competición interdiscipli­ naria organizada. A veces, la agresividad del «ataque» a la sabiduría tradicional —pues como tal me ha sido caracterizada por un an­ tropólogo cum sociobiólogo— parece ideada para describir y probar su teoría de la natu­ raleza humana al mismo tiempo. Por otro lado, en la sociedad en general los sociobiólogos han tenido que resistir vigorosos ataques de las personas de izquierdas. La mayor parte de las discusiones que aparecen en los periódicos y en las revistas intelectuales son de este tipo. Aunque los que ejercen la sociobio­ logía están tan confinados a sus torres de mar­ fil como cualquiera de nosotros, lo que equi­ vale a decir que la única política que conocen a fondo es más bien de tipo feudal, se ven rápidamente perseguidos (según ellos) como de­ fensores a ultranza de un capitalismo conser­ vador. Se denuncia a la sociobiología como otra encarnación del darwinismo social. Se acusa a los sociobiólogos de ofrecer una justificación ideológica de un status quo opresivo en el que casualmente son individuos bastante privile­ giados. (Para una reciente versión del debate, véase Bio Science, marzo de 1976.) No creo que Wilson y sus colaboradores estuvieran prepara­ dos para este tipo de reacción ideológica. Al­ guien podría decir que no eran conscientes de las dimensiones políticas de su argumentación, pero esto plantea complejos problemas de cri­

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tica que una vez más se presentan en dos ni­ veles. El primero es: ¿qué se puede decir de las in­ tenciones de los sociobiólogos? O, de modo más preciso, ¿importan algo sus motivaciones? Yo diría que en absoluto, y me gustaría abstener­ me de sugerir la menor crítica ad hominem. Y esto por una razón de principio que resulta ser una de mis principales críticas a la propia teo­ ría, a saber, que no hay una relación necesaria entre el carácter cultural de un acto, institu­ ción o creencia dados y las motivaciones que la gente pueda tener para participar en él o en ella. Aunque creo que la teoría de la sociobio­ logía posee una dimensión ideológica intrínse­ ca —una profunda relación histórica con el ca­ pitalismo competitivo occidental—, ése es un hecho que ha de ser analizado cultural y signi­ ficativamente, debido precisamente a que la falta de acuerdo entre el carácter del acto ideo­ lógico y la calidad del intento excluye cualquier fácil explicación individualista. Además, y ésta es la segunda dificultad que debe reconocer la crítica, se puede argumentar que no hay ningún isomorfismo lógico entre la sociobiología y la opresión social. En una re­ ciente entrevista en el Harvard Crimson se dice que, según E. D, Wilson, después de todo, Noam Chomsky también es un «innatista», y sin duda Chomsky es un hombre políticamente honora­ ble. Pero si insistimos científicamente en la infi­ nita plasticidad y maleabilidad del comporta­ miento humano —continúa el argumento—, ig­ norando las constricciones biológicas sobre el pensamiento y la acción humanos, eso es tam­

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bién una invitación abierta a que cualquier totalitario haga con nosotros lo que quiera. Y nos estará bien empleado. Ahora bien, aunque seguramente este argumento es discutible, me gustaría admitir este punto, debido una vez más a que la falta de una conexión estricta­ mente racional entre la concepción innatista y la injusticia social podría agrandar las dimen­ siones culturales de la cuestión. ¿Cómo hemos de explicar, pues, la sensibilidad de la izquierda a las tesis de la sociobiología? Porque esa sen­ sibilidad es, sin duda, un hecho social. ¿Y có­ mo hemos de explicar la fascinación del público y de los medios de comunicación? Ese es otro hecho social. La controversia ideológica provo­ cada por la sociobiología constituye en sí mis­ ma un importante fenómeno cultural. Sugiere que hay algún tipo de relación profunda entre la teoría de la acción humana formulada por la sociobiología y la conciencia que tienen los occidentales de su propia existencia social. Aquí hay alguna relación entre el modelo bio­ lógico del reino animal y el modelo de sí mis­ mos de los nativos. Ahora bien, si los nativos en cuestión fueran de alguna otra tribu, el an­ tropólogo no dudaría en pensar que su tarea es tratar de descubrir esa relación. No obstante, si en cualquier parte de la humanidad hay cul­ tura, hay cultura incluso en América, y no tiene el antropólogo menos obligación de conside­ rarla como tal aunque le resulte más difícil trabajar como un participante que observa que como un observador que participa. Me gusta­ ría tratar los problemas ideológicos con esta especie de espíritu etnográfico.

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La primera parte, «Biología y cultura», in­ tenta determinar las insuficiencias de la sociobiología como teoría de la cultura. Consta de una critica en dos etapas. La primera es una breve crítica de lo que denomino la «sociobio­ logía vulgar», que no es tanto la obra de Wilson como una premisa tomada por la «nueva sínte­ sis» de ciertos predecesores recientes. La premi­ sa es que los fenómenos sociales humanos son la expresión directa de emociones o disposiciones conductuales humanas, tales como la agresivi­ dad, la sexualidad o el altruismo, habiéndose establecido esas disposiciones en el curso de la filogenia mamífera, primate u homínida. La si­ guiente sección, más amplia, se ocupa de la «se­ lección por parentesco», que es una versión particularmente notable de la idea de que el comportamiento social humano está determina­ do por el cálculo del éxito reproductivo indi­ vidual; esto es, que todos los tipos de sociabili­ dad y asociabilidad se pueden explicar median­ te la tendencia evolutiva del material genético a maximizarse con el tiempo. La objeción a esta tesis constituye una crítica de la «sociobiología científica» representada por Wilson y sus co­ legas. La segunda parte, «Biología e ideología», exa­ mina las transformaciones de la propia teoría evolutiva ocasionadas por sus peripecias en la organización social, y en especial en la organi­ zación social humana. Mantengo que el concep­ to tradicional de «selección natural» ha sido asimilado progresivamente a la teoría de la acción social típica del mercado competitivo, teoría característica de un desarrollo tardío e

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históricamente específico de la cultura euroamericana. A partir de la idea de una repro ducción diferencial que depende de unos cam­ bios genéticos y ambientales fortuitos, la selec­ ción se convirtió sucesivamente en sinónimo de optimización o maximización de los genoti­ pos individuales y, por último, de explotación de un organismo por otro en nombre de una conveniencia genético egoísta. A lo largo de esta serie de transformaciones, la selección abando­ na su posición teórica como fuerza orientadora de la evolución en favor del proyecto de maxi­ mización genética del sujeto individual. En la estructura de la argumentación evolutiva, la se­ lección asume el papel de un medio para los fines del organismo. Una segunda sección des­ cribe el desarrollo paralelo en la conciencia sociológica y popular de la propia civilización occidental. Desde que Hobbes colocara a la so­ ciedad burguesa que conocía en el estado de naturaleza, la ideología capitalista ha estado marcada por una dialéctica recíproca entre las concepciones populares de la cultura y la na­ turaleza. Concebida a la imagen del sistema de mercado, la naturaleza, imaginada pues cultu­ ralmente, ha sido usada a su vez para explicar el orden social humano, y viceversa, en un in­ tercambio recíproco sin fin entre darwinismo social y capitalismo natural. Se dice que la so­ ciobiología es sólo la última fase de este ciclo: la fundamentación del comportamiento social humano en una idea avanzada o científica de la evolución orgánica, que es, según sus pro­ pios términos, la representación de una forma cultural de acción económica. De ahí la reac­

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ción popular y política que despertó el anuncio de esta «nueva síntesis». Queda por señalar que he escrito este ensayo con un cierto sentido de la urgencia, dado el significado actual de la sociobiología y la po­ sibilidad de que pronto desaparezca como cien­ cia sólo para sobrevivir en una renovada con­ vicción popular de la naturalidad de nuestras disposiciones culturales. Por este motivo he prescindido del usual aparato erudito de am­ plias notas a pie de página. En el texto apare­ cen las referencias clave, y las pocas notas exis­ tentes explican los términos técnicos, que, por lo general, he tratado de reducir al mínimo.

PRIMERA PARTE

BIOLOGIA Y CULTURA

1. CRITICA DE LA SOCIOBIOLOGIA VULGAR «Ellos tra ta n de m atarm e» —le dijo Y o ssarian tranquilam en te. —N adie tra ta de m a tarte —gritó Clevinger. —E ntonces, ¿por qué me disparan? —p reg u n ­ tó Y ossarian. —D isparan a todo el m undo —respondió Cle­ vinger—. T ratan de m a tar a todo el m undo. —¿Y cuál es la diferencia?... —¿Quiénes son ellos? —quiso saber— . ¿Quié­ nes piensas tú que tra ta n de m atarte? —Todos ellos —le contestó Y ossarian, —¿Todos quiénes? —Todos los que piensas tú. —No tengo n i idea. —E ntonces, ¿cóm o sabes que no son ellos? J o s e p h H e l l e r , C atch 22

Considerada de un modo general, la sociobiolo­ gía vulgar consiste en la explicación del com­ portamiento social humano como la expresión de las necesidades e impulsos del organismo humano, habiéndose construido tales tenden­ cias de la naturaleza humana mediante una evolución biológica. Los antropólogos reconocerán la estrecha se­ mejanza existente con el «funcionalismo» de Malinowski, quien, asimismo, trató de explicar los fenómenos culturales mediante las necesida­ des biológicas que satisfacían. Se ha dicho que para Malinowski la cultura era una gigantesca extensión metafórica de los procesos fisiológi­ cos de la digestión.

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Sin embargo, costaría mucho trabajo reco­ nocer la tesis de la sociobiología vulgar en las obras de biólogos científicos tales como E. O. Wilson, R. L. Trivers, W. D. Hamilton, R. Alexander o M. West-Eberhard. Estos estudiosos no se han ocupado como tales de defender que la organización social humana represente unas disposiciones humanas naturales. Esa tesis constituyó la preocupación de autores del pasa­ do reciente, defensores de un determinismo bio­ lógico menos riguroso, tales como Ardrey, Lorenz, Morris, Tiger y Fox. La sociobiología cien­ tífica sé distingue por un intento más riguroso y amplio de basar el comportamiento social en principios evolutivos sólidos, y en particular en el principio de la automaximización del genoti­ po individual, considerado como la lógica fun­ damental de la selección natural. No obstante, debido a la naturaleza de ese intento, la prin­ cipal proposición de la sociobiología vulgar se convierte también en la premisa necesaria de una sociobiología científica. Esta última mera­ mente enclava a la anterior en los procesos genético-evolutivos. En consecuencia, se alarga la cadena de la causación biológica: de los ge­ nes, pasando por las disposiciones fenotípicas, a las interacciones sociales características. Pero para el análisis científico sigue siendo indispen­ sable la idea de una correspondencia necesaria entre las dos últimas, entre las necesidades o emociones humanas y las relaciones sociales humanas. La postura de la sociobiología vulgar es que las disposiciones e impulsos humanos innatos, tales como la agresividad o el altruismo, los

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«vínculos» masculinos, la sexualidad de un cier­ to tipo o el interés de los progenitores por sus vástagos, se encaman en instituciones sociales de carácter similar. La interacción de los orga­ nismos imprimirán estas tendencias orgánicas en sus relaciones sociales. En consecuencia, hay un paralelo biunívoco entre el carácter de las tendencias biológicas humanas y las propieda­ des de los sistemas sociales humanos. En co­ rrespondencia con la agresividad humana en­ contramos en todos los hombres un gusto por la violencia y la guerra, así como por la terri­ torialidad y los sistemas de dominación o ran­ go social. El matrimonio, el adulterio, la pros­ titución y la promiscuidad (masculina) se pue­ den entender como expresiones de una especie bisexual y altamente sexual. Un largo período de dependencia infantil encuentra su análogo cultural en las normas universales de la mater­ nidad y la paternidad. Obsérvese que este tipo de razonamiento es también adoptado implíci­ ta, explícita y extensamente por Wilson y sus colaboradores. Sociobiology comienza con una discusión de la importancia crítica de los cen­ tros hipotalámico y límbico del cerebro huma­ no, tal y como han evolucionado por medio de la selección natural, para la formulación de cualquier filosofía moral o ética. Se dice que estos centros «inundan nuestra conciencia de emociones» y «orquestan nuestras respuestas conductuales» de manera que proliferen al má­ ximo los genes responsables. Pero más general­ mente la tesis de la sociobiología vulgar se basa en la idea científica del sociobiólogo de la or­ ganización social. Para él, cualquier noción

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durkheimniana de la existencia y persistencia independientes del hecho social es una vuelta al misticismo. La organización social no es, por el contrario, nada más que el resultado conductual de la interacción de unos organismos que tienen inclinaciones biológicamente fijadas. No hay nada en la sociedad que no estuviera pri­ mero en los organismos. El consiguiente siste­ ma de estatus y estructuras es una función de la demografía y la disposición, de la distribu­ ción en el grupo de animales de diferente edad, sexo u otras clases, cada una con sus tendencias conductuales características. Por ello, siempre podemos convertir las formas sociales empíri­ cas en las inclinaciones conductuales de los or­ ganismos en cuestión, y esa conversión será exhaustiva y global. La idea que deseo sugerir es la de un isomorfismo entre las propiedades biológicas y las propiedades sociales. En conexión con esta premisa del isomorfis­ mo se encuentra un modo de discurso caracte­ rístico de la sociobiología vulgar, que equivale a una nomenclatura o clasificación del compor­ tamiento social. Me refiero a las famosas ten­ taciones de antropomorfismo. Al observar las relaciones y los estatus sociales de los anima­ les, reconocemos en ellos ciertas semejanzas con las instituciones humanas; como entre la competencia territorial y la guerra humana, la dominación animal y el rango o clase humano, el apareamiento y el matrimonio, etc. La analo­ gía —sigue la argumentación— de hecho es a menudo una homología funcional, esto es, se basa en las comunes capacidades genéticas y continuidades filogenéticas, en una identidad

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evolutiva del respaldo disposicional. De ello se deduce que los comportamientos sociales en cuestión, tanto humanos como no humanos, merecen la misma designación, lo cual equivale a decir que pertenecen a la misma clase de re­ laciones sociales. Usualmente el nombre en in­ glés de la actividad animal se considera como la etiqueta general (o sin marcar) de la cíase, de tal modo que la guerra se subsume en la «territorialidad» o el caciquismo en la «domina­ ción». Sin embargo, a veces el término marcado o antropológico se adopta como el nombre ge­ neral de la clase y se aplica también a los equi­ valentes animales. Por supuesto, esto pasa in­ advertido en ciertas proposiciones importantes acerca de la «cultura» de los animales. De nue­ vo la inclinación antropomórfica no se limita a la sociobiología vulgar. Por tomar una mues­ tra aleatoria y limitada, en Sociobiology: the new synthesis, de Wilson, leemos que las socie­ dades animales tienen «poliginia», «castas», «esclavos», «déspotas», «organización social matrilineal», «tías», «reinas», «chovinismo fami­ liar», «cultura», «innovaciones culturales», «agricultura», «impuestos» e «inversiones», así como «costes» y «beneficios». No me ocuparé de esta taxonomía antropo­ mórfica que otros muchos han criticado eficaz­ mente y con justicia, sino del problema antro­ pológico esencial que plantea la tesis de la sociobiología vulgar. Es un problema que apa­ rece a menudo en la historia del pensamiento antropológico, no sólo con Malinowski sino principalmente en la escuela de la «personali­ dad y la cultura» de las décadas de 1940 y 1950.

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La incapacidad de resolver el problema en fa­ vor de las explicaciones psicológicas de la cul­ tura justifica los propósitos más modestos que en la actualidad se fija esa escuela, así como su cambio de nombre por el de «antropología psicológica». El problema es que no hay nin­ guna relación necesaria entre la forma fenomé­ nica de una institución social humana y las mo­ tivaciones individuales que se pueden realizar o satisfacer en ella. La idea de una correspon­ dencia fija entre las disposiciones humanas in­ natas y las formas sociales humanas constitu­ yen un vínculo débil, una ruptura de hecho, en la cadena del razonamiento sociobiológico. Dejénme explicar en primer lugar, mediante un ejemplo muy simple, una cuestión de obser­ vación tópica. Consideremos la relación que hay entre la guerra y la agresión humana, lo que Wilson en un punto denomina «el autén­ tico júbilo biológico de la guerra». Es evidente que las personas que intervienen en una guerra —o, en realidad, en cualquier tipo de lucha— no son de modo alguno necesariamente agresi­ vas, bien durante la acción o con anterioridad. Muchas de ellas están completamente aterrori­ zadas. Las personas que intervienen en una gue­ rra pueden tener una serie de motivaciones para hacerlo y éstas suelen estar en contraste con una simple descripción conductista del acontecimento como «violencia». Los hombres pueden verse movidos a luchar por amor (por ejemplo al país) o por humanidad (ante la bru­ talidad atribuida al enemigo), por honor o al­ gún tipo de amor propio, por sentimientos de culpa o por salvar el mundo para la democra­

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cia. Es difícil concebir a priori —y más difícil todavía a fortiori para un antropólogo— una disposición humana que no pueda ser satisfe­ cha por la guerra, o más correctamente, que no pueda concitar una movilización social para su consecución. La compasión, el odio, la gene­ rosidad, la vergüenza, el prestigio, la emulación, el temor, el desprecio, la envidia, la codicia, es decir, desde el punto de vista etnográfico, las energías que mueven a los hombres a luchar, son prácticamente coincidentes con el abanico de las motivaciones humanas. Y eso en virtud de otro tópico de la experiencia común y antro­ pológica: que las razones por las que luchan los individuos no son las razones por las que se producen las guerras. Si se expusieran una tras otra las razones por las que lucharon millones de americanos en la segunda guerra mundial, no explicarían la exis­ tencia o la naturaleza de esa guerra. Tampoco a partir del mero hecho de su lucha se podrían entender sus razones, ya que la guerra no es una relación entre individuos sino entre Esta­ dos (u otras formas políticas socialmente cons­ tituidas) y las personas participan en ellas no en su condición de individuos o de seres huma­ nos, sino en su condición de seres sociales, y no exactamente esto, sino en sólo en una condi­ ción social específicamente contextualizada. «Ellos tratan de matarme», le dijo Yossarian tranquilamente. «Nadie trata de matarte.» «En­ tonces, ¿por qué me disparan?» Yossarian ha­ bría obtenido algún consuelo de la respuesta de un Rousseau en vez de un Clevinger. En un es­ tupendo pasaje de El contrato social, Rousseau

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justifica el título que algunos le darían de au­ téntico antecesor de la antropología afirmando el carácter de la guerra como fenómeno de na­ turaleza cultural, precisamente en contra de la visión hobbesiana de una guerra de hombre contra hombre basada en la naturaleza humana. «La guerra», escribía Rousseau, «no es una re­ lación entre hombre y hombre, sino entre Es­ tado y Estado, y los individuos son enemigos accidentalmente, no como hombres, ni siquiera como ciudadanos, sino como soldados, no como miembros de su país, sino como sus defensores. Por último, cada Estado puede tener como ene­ migos sólo otros Estados y no hombres, ya que entre cosas dispares por naturaleza no puede haber ninguna relación real» (las cursivas son mías). La cuestión general es que las disposiciones y las necesidades humanas no sólo se realizan, cumplen o expresan en la guerra; se movilizan. Es cierto que se puede entrenar y desencadenar simbólicamente la capacidad de agresión, y a menudo se hace, Pero la agresión no tiene por qué estar presente en un hombre que bombar­ dea un blanco invisible en la jungla desde una altura de 7 000 metros, aun cuando esté siem­ pre tan subordinada al contexto cultural que, como en el caso de los antiguos hawaianos, un ejército de millares de soldados, al ver a uno de sus miembros ofrecido como sacrificio a los dioses del enemigo, abandonen rápidamente sus armas y huyan a las montañas. No es la agresión la que regula el conflicto social, sino el conflicto social el que regula la agresión. Es más, de este modo pueden intervenir dife­

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rentes necesidades, precisamente porque la sa­ tisfacción no depende del carácter formal de la institución sino del significado que se le atri­ buye. Para los hombres, las emociones se or­ questan y realizan simbólicamente en las accio­ nes sociales. Por lo que se refiere a las propias acciones, en cuanto hechos sociales, su adecua­ ción no reside en su correspondencia con las disposiciones humanas sino en sus relaciones con el contexto cultural: igual que un acto de guerra se relaciona con una estructura de po­ der internacional, el comunismo ateo, el nacio­ nalismo insolente, los fondos menguantes del capital y la distribución nacional del petróleo. ¿Constituye la violencia un acto de agresión y la generosidad un signo de «altruismo»? Los etnógrafos de Melanesia, así como los psicoana­ listas de América, testificarán gustosos que a menudo la agresión se satisface efectuando enor­ mes e innecesarios regalos. Porque, como dice el esquimal, «los regalos hacen esclavos, igual que los látigos hacen perros». En cambio, una persona podría herir a otra por un auténtico in­ terés por la salud de ésta. El altruismo de un hombre se convierte en un dolor en el trasero de un niño; y, «créeme, hago esto por tu propio bien. Me duele a mí más que a ti». En los asun­ tos humanos existe una arbitrariedad motivacional del signo social que es paralela a la fa­ mosa arbitrariedad referencial del signo lin­ güístico de Saussure (en realidad, se debe a ella). Cualquier disposición psicológica es sus­ ceptible de plasmarse en un conjunto indefi­ nido de realizaciones institucionales. Luchamos en los campos de deportes de Ann Arbor, ex­

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presamos la sexualidad pintando un cuadro, e incluso cometemos agresiones y crímenes escri­ biendo libros y dando clases. A la inversa, es imposible decir de antemano qué necesidades se pueden satisfacer mediante una determinada actividad social. Por eso Ruth Benedict, tras examinar diversas pautas culturales, llegó a la conclusión de que no se puede definir un domi­ nio social dado mediante un motivo humano característico, como la economía por el afán de acumular riquezas o la política por la bús­ queda de poder. El acto del intercambio pue­ de encontrar su inspiración en una avidez hedonista, pero igualmente en la piedad, la agre­ sión, la dominación, el amor, el honor o el deber. El «placer» (o la «satisfacción», o la «utilidad») no es un fenóm eno n atu ra l com o los «cinco sentidos» del organism o físico. Pues cada hom bre está determ inado p o r el m edio social en el que vive; y en consecuencia, cuando es adoptado com o in stru m en to de análisis o térm ino explicativo de ese orden social, su adopción significa que se supone p o r adelantado to d a esa es­ tru c tu ra social cuya explicación se está buscando. Sostenem os q u e esta v erdad es evidente, que los hom* b res que viven p o r la dem ocracia o p o r el capital en co n trarán en ello su felicidad y que es todo esto lo que es evidente (Ayres, 1944, p. 75).

En resumen, el razonamiento sociobiológico que va de la filogenia evolutiva a la morfología social se ve interrumpido por la cultura. Uno podría estar tentado fde aceptar las afirmacio­ nes más dudosas o no probadas que se encuen­ tran en la base de esta cadena lógica; por ejem­ plo, que las disposiciones emocionales humanas

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están controladas genéticamente y que los con­ troles genéticos se sedimentaron medíante pro­ cesos adaptativos en tiempos inmemoriales. Pero incluso entonces de ello no se deduciría que las limitaciones de la base biológica «or­ questan nuestras respuestas conductuales» y explican, por tanto, las actuales ordenaciones sociales de los hombres, ya que entre los im­ pulsos básicos que se pueden atribuir a la na­ turaleza humana y las estructuras sociales de la cultura humana existe una indeterminación crítica. Los mismos motivos humanos aparecen en diferentes formas culturales, y diferentes motivos aparecen en las mismas formas. Al no haber una correspondencia fija entre el carác­ ter de la sociedad y el carácter humano no puede haber determinismo biológico. La cultura es la condición esencial de esta liberación del orden humano, la necesidad emo­ cional o motívacional. Los hombres interactúan en los términos de un sistema de significados, atribuidos a las personas y a los objetos de su existencia, pero precisamente porque esos atri­ butos son simbólicos no se pueden descubrir en las propiedades intrínsecas de las cosas a las que se refieren, Más bien es un proceso de evaluación de ciertas propiedades «objetivas». Un animal se presenta como un antepasado, e incluso el hijo del hermano de un hombre pue­ de pertenecer al clan de los descendientes del antepasado mientras que el hijo de su hermana es un extraño y, quizás, un enemigo. No obs­ tante, si se considerara primordial la descen­ dencia matrilineal, todo esto sería al revés y el hijo de la hermana no sería un extraño sino

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el heredero. Para los habitantes de una isla de Polinesia, el mar es un elemento social «más elevado» que la tierra y asimismo se piensa que los vientos alisios que soplan de este a oeste proceden de «arriba abajo». En consecuencia, las casas están orientadas en sus lados sagrados hacia el este y hacia el mar, y sólo los hombres que son de la debida descendencia preponde­ rante deben construir estos lados, los cuales una vez acabados serán el ámbito familiar de un hombre y sus hijos mayores, quienes con relación a las mujeres de la familia son «pre­ ponderantes». Del mismo modo, sólo los hom­ bres pescarán en alta mar o cultivarán las tie­ rras altas, mientras que sus mujeres trabaja­ rán exclusivamente en la aldea y en los arreci­ fes, esto es, en el lado terrestre del m a r.. El orden social se basa en una lógica significativa, que de hecho constituye un mundo humano aje­ no al «objetivo», que puede ofrecer al primero una variedad de posibles distinciones pero no de significaciones necesarias. Así pues, mien­ tras el mundo humano depende de los sentidos y de toda la panoplia de características orgá­ nicas que proporciona la evolución biológica, su independencia de la biología consiste justa­ mente en la capacidad de dar a éstas su pro­ pio sentido. En el hecho simbólico se introduce una dis­ continuidad radical entre cultura y naturale­ za. No existe el isomorfismo entre ambas exi­ gido por la tesis sociobiológica, El sistema simbólico de la cultura no es sólo una expresión de la naturaleza humana, sino que tiene una forma y una dinámica coherentes con sus pro­

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piedades en cuanto significativas, lo cual lo convierte más bien en una intervención en la naturaleza. La cultura no está ordenada por las emociones primitivas del hipotálamo; son las emociones las organizadas por la cultura. Por ello, no tenemos que tratar con una secuencia biológica de acontecimientos que van del ge­ notipo al tipo social por medio de un fenotipo ya programado para el comportamiento social por la selección natural. La estructura de las determinaciones es una estructura jerárquica al revés: un sistema significativo del mundo y de la experiencia humana que ya existía antes de que naciera cualquiera de los actuales parti­ cipantes y que desde el principio emplea sus disposiciones naturales como instrumentos de un proyecto simbólico. Si bien son necesarias para la función simbólica, estas disposiciones son en la misma medida insuficientes para una explicación antropológica, ya que no pueden especificar el contenido cultural de ningún or­ den social humano. (La proposición de que las emociones huma­ nas se construyen culturalmente, aunque aquí es formulada sincrónicamente, también se po­ dría extender de modo filogenético como hecho recurrente de la vida social. Como Clifford Geertz (1973) ha argumentado de manera con­ vincente, decir que una disposición humana dada es «innata» no es negar que también se produzca culturalmente. La biología de la hu­ manidad ha sido conformada por la cultura, que es considerablemente más antigua que la especie humana tai y ««narria;: G o lp e e m o s . La cultura s e desarrolló éíi-la-línea de lo$ homí­

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nidos hace unos tres millones de años. La mo­ derna especie del hombre, homo sapiens, se ori­ ginó y alcanzó preponderancia hace unos cien mil años. Es razonable suponer que las dispo­ siciones que observamos en el hombre moder­ no, y en especial la capacidad —de hecho, la necesidad— de organizar y definir estas dispo­ siciones simbólicamente, son efecto de una se­ lección cultural prolongada. «No sólo las ideas», escribe Geertz, «sino además las emo­ ciones, son artefactos culturales en el hombre» (ibid., p. 81). Cuando se extraigan todas las im­ plicaciones de este argumento, simple pero po­ deroso, gran parte de lo que pasa hoy por ser la «base» biológica del comportamiento huma­ no se entenderá mejor como mediación cultu­ ral del organismo.) Así pues, podemos advertir que la demanda teórica de la sociobiología de un isomorfismo de los rasgos conductuales y las relaciones so­ ciales exige un procedimiento empírico que es igualmente erróneo. La sociobiología se ve obli­ gada a tener una concepción conductista inge­ nua de los actos sociales humanos. AI observar la guerra, el sociobiólogo concluye que está ante una agresión subyacente. Al ver un acto de compartir la comida, lo interpreta como una disposición al altruismo. Para él, la apariencia de un hecho social es lo mismo que su motiva­ ción; inmediatamente coloca a la primera den­ tro de una categoría de la segunda. No obstan­ te, la comprensión tiene que seguir siendo tan superficial como el método, ya que, para la gen­ te, no hay simplemente actos, sino actos signifi­ cativos. Por lo que se refiere a los actos, sus

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razones culturales para existir se hallan en otra parte, aunque las razones de los participantes para realizarlas puedan traicionar todas las apariencias. Dando un rodeo, regresamos, pues, al autén­ tico problema de la terminología antropomórfica, ya que el error de asimilar metafórica­ mente las formas culturales a los comporta­ mientos animales es el mismo que se encuentra implícito en la traducción de los contenidos de las relaciones sociales en términos de sus mo­ tivaciones. Ambos son procedimientos de lo que Sartre (1963) denomina «el terror». Sartre aplica la expresión a la reducción por parte del «marxismo vulgar» de hechos supraestructurales a determinaciones infraestructurales, al ar­ te, por ejemplo, a la economía, de tal modo que la poesía de Valéry se convierte en «una especie de idealismo burgués»; pero también se aplica a la reducción análoga a la especie humana fa­ vorecida por la sociobiología vulgar. Hablar de la segunda guerra mundial, los combates es­ porádicos entre bandas australianas o los caza­ dores de cabezas de Nueva Guinea como actos de agresión o territorialidad es asimismo «una negativa inflexible a diferenciar», un programa de eliminación cuyo propósito es «la asimila­ ción total al menor coste posible». De manera similar, disuelve los contenidos culturales, au­ tónomos y variables, más allá de cualquier es­ peranza de recuperación. El método consiste en tomar las propiedades concretas de un acto, tal como la guerra, el carácter real de la se­ gunda guerra mundial o de la guerra de Vietnam, simplemente por una apariencia ostensi­

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ble. La auténtica verdad de los acontecimientos se halla en otra parte; esencialmente, son «agre­ sión». Pero obsérvese que, con ello, se pro­ porcionan causas —«agresión», «sexualidad», «egoísmo», etc.— que tienen en sí mismas la apariencia de ser básicas y fundamentales pero que en realidad son abstractas e indetermina­ das. Mientras tanto, en esta resolución del caso concreto en una razón abstracta, se ha permi­ tido que se escape todo lo distintivamente cul­ tural en el acto. Nunca podemos volver a sus especificaciones empíricas —quién lucha en realidad contra quién, cuándo, dónde, cómo y por qué— porque todas estas propiedades se han disuelto en la caracterización biológica. Como dice Sartre, es «un baño de ácido sulfú­ rico». Atribuir una o todas las guerras, las je­ rarquías de dominación, o cosas parecidas, a la agresividad humana es cerrar una especie de trato con la realidad en el que se llega a una comprensión del fenómeno a costa de todo lo que sabemos acerca de él. Tenemos que pres­ cindir de nuestra comprensión de lo que es. Pero hay que juzgar una teoría tanto por la ignorancia que exige como por el conocimiento que pretende proporcionar. Entre la «agresión» y Vietnam, entre «la sexualidad» y el matrimo­ nio entre primos, entre el «altruismo recípro­ co» y la tasa de intercambio de collares de con­ chas rojas, la biología sólo nos ofrece un enor­ me vacío intelectual. Su lugar sólo puede ser llenado por una teoría de la naturaleza y una dinámica de la cultura como sistema significa­ tivo. El conjunto de la antropología queda den­ tro del vacío que deja la biología.

2. CRITICA DE LA SOCIOBIOLOGIA CIENTIFICA: LA SELECCION POR PARENTESCO

¿Qué m antiene vivo a un hom bre? Vive de otros: Les gusta p ro b arlo s prim ero, Com érselos después, enteros si puede, Olvida que se supone que son sus herm anos, Que una vez él fue llam ado hom bre. R ecuerda: si quieres m an ten erte vivo, H az p o r una vez algo m alo ¡y sobrevivirás! B e r t o l t B r e c h t , La ópera de dos centavos

Que la sociobiología científica tenga éxito en su ambición de incorporar las ciencias huma­ nas depende en gran medida de la suerte que corra su teoría de la selección por parentesco. Eso es debido a diversos motivos. Uno de ellos es la importancia del parentesco en las denomi­ nadas sociedades primitivas a partir de la cual se puede inferir su importancia durante la pri­ mera y mayor parte de la historia de la huma­ nidad. La sociobiología pretende proporcionar una teoría acerca de esa importancia y de cómo se ordena el comportamiento del parentesco. E. O. Wilson sugiere que «la extensión y la formalización del parentesco prevalecientes en casi todas las sociedades humanas son ... rasgos únicos de la biología de nuestra especie» (1975, página 554). La mayoría de los antropólogos di­ sienten de la segunda parte del enunciado. Se han pasado décadas argumentando que el pa­

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rentesco es tan «biológico» en cualquier socie­ dad humana como la estipulación, en el Código Napoleónico, de que el padre del niño es el ma­ rido de la madre. Sin embargo, hay acuerdo sobre la primera parte del enunciado y, por tanto, un punto de partida para la discusión. El parentesco es la estructura dominante de muchos de los pueblos que han estudiado los antropólogos, el código imperante no sólo en la esfera doméstica sino generalmente en la acción económica, política y ritual, El proble­ ma está en saber si este hecho es cultural o, como dice Wilson, biológico; y si la explicación debe incluir al menos factores biológicos. Pero todavía hay otra cuestión que hace de éste un problema doblemente crítico. Y es que la in­ terpretación que la sociobiología ofrece para el parentesco sólo es un caso especial de su confianza en la idea del éxito reproductivo in­ dividual como el origen del comportamiento social, no sólo en el hombre sino en todo el reino animal. Este énfasis es una consecuencia lógica de la definición de selección natural como reproducción diferencial entre miembros de una especie o población. Por lo tanto, una crítica antropológica efectiva de la selección por parentesco haría mucho daño a la tesis y a los objetivos interdisciplinarios de la sociobiología. Si el parentesco no está regido por el éxito reproductivo individual y si se admite que el parentesco es esencial en el comportamiento humano, entonces el proyecto de una sociobio­ logía totalizadora se viene abajo. La polémica entre la sociobiología y la antropología social

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entra definitivamente en el campo del paren­ tesco. Sin embargo, la sociobiología ha tenido sus razones internas para dar una importancia in­ usual al parentesco. Su atención a este campo no estuvo motivada en primer lugar por los in­ formes etnográficos, sino que se desarrolló den­ tro de la biología como parte de una oposición dialéctica a la teoría de la «selección por gru­ po». Desde la perspectiva de la selección por grupo —cuyo ejemplo clásico es la obra de Wynne-Edwards Animal dispersión in relation to social behaviour (1962)—, la unidad de res­ puesta genética a la circunstancia ambiental es la población de los organismos entrecruzados. La reserva (pool) genética de la población es el auténtico sujeto de la presión selectiva y del cambio evolutivo. Pero los que no creen en la selección por grupos se preguntan: ¿Cómo pue­ de suceder esto si el cambio y la reproducción genética es exclusivamente función del organis­ mo individual? La selección debe actuar fun­ damentalmente a través del individuo, como «selección individual». La paradoja resulta una contradicción cuando se trata de explicar la persistencia de ciertos comportamientos «al­ truistas», tales como el hecho de dar la alarma ante un ataque, que es probable que haga del centinela la primera víctima de la depredación, o el hecho de dar la vida en defensa de la col­ mena o la horda. La contradicción es que ese autosacrificio será seleccionado en contra del individuo. Al estar el organismo que lo practica expuesto a una muerte temprana, los genes res­ ponsables de dicho comportamiento desapare­

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cerían de las reservas de la población. No obs­ tante, queda en pie el hecho empírico de que la defensa del grupo a riesgo de la vida indivi­ dual es una tendencia que se reproduce de gene­ ración en generación, esto es, una característica específica de la especie de ciertos pájaros y ma­ míferos así como insectos sociales. ¿Cómo se acomoda entonces la idea básica de la selección como reproducción diferencial de los genotipos individuales, de la que se deduce que todo or­ ganismo está esencialmente en competencia egoísta con cada uno de los otros miembros del grupo? Teóricamente, la selección favorecería el propio interés en el éxito reproductivo a costa de lo que sea. «Toda adaptación», señala un influyente crítico de la selección por grupo, «está calculada para maximízar el éxito repro­ ductivo del individuo, con relación a otros in­ dividuos, sin considerar los efectos que pueda tener esta maximización sobre la población» (Williams, 1966, p. 160). Y de aquí se deduce la idea de que la finalidad del a d n es la automaximización por medio del organismo o de su comportamiento. Dicho sea de paso, se ve aquí cómo un debate teórico dentro de la biología puede implicar una dialéctica ideológica de toda la sociedad. Al oponer la selección indivi­ dual a la selección por grupo, como el egoísmo es distinto del altruismo, los biólogos represen­ tan el contenido científico de la primera opo­ sición por el concepto popular de la segunda. Frente al «altruismo» de la selección por gru­ po, imaginan la selección individual en los tér­ minos de una metáfora económica del indivi­ dualismo emprendedor.

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La solución de la contradicción biológica ha sido ingeniosa. Tal y como fue formulada por primera vez por Hamilton bajo el nombre de «selección por parentesco» (1964; 1970; 1972) y luego desarrollada por otros (por ejemplo, West-Eberhard, 1975), consiste en transform ar el altruismo social en egoísmo genético median­ te la observación de que los «parientes» del animal autosacrificado, que comparten cierta cantidad de material genético con él, se bene­ fician a menudo de su acción. Por ello, el servi­ cio a los otros puede de hecho optimizar «la aptitud general» del ego, la proporción de sus genes que pasa a las subsiguientes generacio­ nes. Esta clara ventaja se da en la medida en que el beneficio para los mismos genes que son poseídos por los parientes es mayor que el coste de propio éxito reproductivo del indivi­ duo. Para el sociobiólogo, el altruismo es el despecho de la vida. La selección por parentesco se puede repre­ sentar por una fórmula matemática precisa en forma de coste/beneficio. La fórmula original, tal como la propuso Hamilton, es: k > 1/r, donde benef. para el éxito reprod. de los otros k = un factor d e ---------------------------------------------------coste para el éxito reproduc. del ego r = el coeficiente de relación o herencia media com­ partida entre el ego y un pariente de u n cierto tipo genealógico, y r = el coeficiente medio de relación con el conjunto de los parientes beneficiados.

Así, por ejemplo, como yo comparto una media de la mitad de mi material genético con un her­

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mano, incluso el suicidio puede aumentar mi aptitud general, mientras que el acto salve de la muerte a más de dos de mis hermanos. De la misma manera, si pudiera salvar a más de ocho de mis primos hermanos o proporcionar algún beneficio reproductivo a un primo her­ mano más de ocho veces superior a mi coste, el servicio en apariencia altruista redundaría en realidad en mi propio beneficio genético (cf. Wil­ son, 1975, pp. 117-20 y passim; las fórmulas para calcular r o el «coefiente de relación» aparece en las pp. 74 ss. Para las especies diploides, como por ejemplo los mamíferos, la regla usual de cálculo es multiplicar cada paso colateral y/o lineal en el camino genealógico más breve entre dos parientes por un factor de 1/2). Es importante observar que esta fórmula no sólo explica el altruismo, sino también toda una panoplia de comportamientos asocíales o insociables tales como el egoísmo o la ingra­ titud, la negativa a compartir o mostrar gene­ rosidad de otra manera con ciertos miembros del grupo, e incluso la rencorosa hostilidad, siempre que el coste para la propia reproduc­ ción suponga una ventaja relativa respecto a las pérdidas de los otros. La selección favore­ cerá cualquier tipo de acción social negativa o positiva que mantenga k por encima de 1/r, mientras que penalizará a cualquier individuo que no tenga esta clase de consideración para su propio éxito reproductivo. Esta simple fór­ mula equivale a una lógica global y poderosa del comportamiento social partiendo del prin­ cipio del individualismo utilitario, en particu­ lar, aunque resulte paradójico, en esas socieda-

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des «primitivas» en las que la individualidad está incrustada en un sistema extenso de grupos y relaciones de parentesco. Es como «el movi­ miento de aproximación» y el «movimiento de alejamiento» de Hobbes, el apetito del propio bien y la aversión al propio mal (véase infra), abarcando de este modo la casi totalidad del intercambio social a partir de la premisa de un autointerés esclarecido. En este sentido, el plan de la sociobiología para subordinar las huma­ nidades y las ciencias sociales a la ciencia po­ sitiva de la biología evolutiva parece más bien un despilfarro de esfuerzos académicos. Las le­ yes de la acción racional a la que aspira ya han sido refinadas matemáticamente y aplicadas ampliamente por la ciencia de la economía, y en especial de la microeconomía. Incluso han sido aplicadas a comportamientos sociales ta­ les como el matrimonio y el divorcio (cf> Schultz, 1974). Sólo sería necesario sustituir por valores genéticos las «utilidades» en las formulaciones de la Escuela de Economía de Chicago. En realidad, la «síntesis moderna» ha estado en el aire al menos durante los dos úl­ timos siglos. Entretanto, para participar en un diálogo con la sociobiología, los antropólogos tienen que estar de acuerdo, aunque sólo sea momen­ táneamente, en que se puede definir el paren­ tesco como una «conexión genealógica». Ten­ drán que poner entre paréntesis su idea, alcan­ zada tras duros esfuerzos, de que el parentesco humano no es un conjunto naturalmente dado de «lazos de sangre», sino un sistema cultural­ mente variable de categorías significativas (cf.

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Schneider, 1968; 1972). Es necesaria esta con­ cesión debido a la forma que ha tomado el pro­ pio argumento de la sociobiología ante la apa­ rente arbitrariedad de las clasificaciones del parentesco, así como al predominio de los có­ digos morales que no se ajustan de manera ostensible a la racionalidad del propio interés genético. La respuesta de la sociobiología es que el conocimiento de las relaciones genealó­ gicas es siempre la secreta sabiduría de los ge­ nes, sea cual fuere la forma aparente de la conciencia de las personas. Y como el cálculo de la acción egoísta sobre esta base genealógica es selectivamente ventajoso, es al menos «in­ tuitivo» y manifiesto en los efectos sociales de fació, aunque no se articule expresamente como un principio moral. Probablemente el álgebra de la selección parental también será incons­ ciente. Así, no importa lo que las personas —in­ cluyendo a los etnógrafos— puedan decir o pen­ sar; como organismos biológicos son obligados por las leyes naturales a maximizar su aptitud general. En realidad, puede tener un valor adaptativo, en la medida en que el vivir en grupo reporta beneficios, ocultar nuestro egoísmo na­ tural bajo la cubierta de unos sentimientos cul­ turales más generosos. «Por lo que respecta a la historia evolutiva», escribe R. 0. Alexander, «el comportamiento humano tiende a maximizar la reproducción del portador. Probablemente la selección ha trabajado en contra de que la comprensión de esas motivaciones egoístas se convierta en parte de la conciencia humana, o quizás de que sea fácilmente aceptable» (1975, página 96). De esto, dicho sea de paso, se deriva

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una visión de la vida social más o menos ge­ neralmente compartida por los sociobiólogos: la sociedad se basa, fundamentalmente, en la mentira. La sociedad humana, nos dice Alexander, «es una red de mentiras y engaños, que persiste solamente porque se han establecido sistemas de convenciones acerca de los tipos y cantidades permisibles de mentiras» (ibid.). En Sociobiology, E. O. Wilson insinúa con frecuen­ cia la misma clase de idea: ,,.e l autosacrificio en beneficio de los prim os segúndos es auténtico altru ism o [ta n to en sentido genético como convencional]... y cu ando se hace en n o m b re de extraños ese co m p o rtam ien to abnegado es ta n sor­ prendente (es decir, ta n «noble») q u e exige algún tipo de explicación teórica. E n contraposición, una perso n a que aum en ta su a p titu d dism inuyendo la de o tro s cae en el egoísmo. A unque no podam os ap ro b ar pública­ m ente el acto egoísta, lo entendem os perfectam en te e incluso pu ed e d e s p e rta r n u estras sim patías. Final­ m ente, una p erso n a q u e no gana n ad a o incluso re­ duce su p ro pia a p titu d p a ra d ism in u ir la de o tro co­ mete un acto de despecho. La acción puede s e r sen­ sata, y el qu e la h a p e rp e tra d o puede parecer g ratifi­ cado, pero nos re su lta difícil de im aginar su m o tiv a­ ción racional. Nos referim os a la ejecución de u n acto de despecho com o «dem asiado hum anó», y luego nos preguntam os lo q u e esto significa (1975, p. 117).

Sin embargo, Wilson se muestra por lo menos equívoco en cuanto al grado de conciencia que la gente tiene de la selección por parentesco. Por un lado habla del «cálculo intuitivo de los lazos de sangre» de la mente humana —frase en algunos aspectos contradictoria en sí—, y por otro lado de la clara conciencia que la gente tiene de esos lazos. Por ejemplo:

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•Los m odelos de H am ilton seducen en p arte p o r su tran sp aren cia y su valor heurístico. El coeficiente de relación, r, se trad u ce fácilm ente en «sangre», y la m ente hum ana, ya avezada en el cálculo intuitivo de los lazos de sangre y el altru ism o proporcionado, se ap resu ra a aplicar el concepto de ap titu d general a una reevaluación de sus propios im pulsos sociales {ibid., pp. 119-20). El auténtico despecho es u n lugar com ún en las sociedades hum anas, sin duda alguna porque los seres hum anos son p lenam ente conscientes de sus propias líneas sanguíneas y tienen la inteligencia de m aq u in ar intrigas (ibid., p. 119).

Ahora bien, la idea de un conocimiento secreto de la consanguinidad, junto con un sistema in­ consciente de álgebra, por ridicula que sea, hace extremadamente difícil argumentar la cuestión de la selección por parentesco desde un punto de vista antropológico. La demostración más cuidadosa de la falta de correspondencia entre los grados de conexión genealógica y las clasi­ ficaciones del parentesco de una sociedad dada sólo puede encontrar la respuesta de que el an­ tropólogo se ha dejado engañar por los mismos espejismos que el resto de la gente, que hay realmente algo más (biológico). Realmente hay una estructura oculta, desarticulada, de egoís­ mo genético. De este modo, llegamos a un pun­ to del argumento en el que sólo se puede apelar a los hechos. Tengo que insistir desde el prin­ cipio —tomando como punto de partida todo el historial etnográfico— que los sistemas rea­ les de parentesco y los conceptos de herencia en las sociedades humanas, aunque nunca se ajustan a los coeficientes biológicos de rela­ ción, son auténticos modelos de acción social

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y para la acción social. Estas determinaciones culturales de parentesco «cercano» y «lejano» constituyen la forma que de facto toman los in­ tereses compartidos y manifestados en las con­ ductas de altruismo, antagonismo, etc. Repre­ sentan las estructuras efectivas de la sociabili­ dad en las sociedades que nos ocupan y, en consecuencia, tienen que ver directamente con el éxito reproductivo. De hecho, como veremos, la relación que hay entre el reconocimiento del parentesco y el modo apropiado de acción es con frecuencia recíproca, de tai manera que la última se convierte en el testimonio de la pri­ mera y las personas implicadas, que quizás eran extrañas antes del acto, son a partir de éste parientes para cualquier propósito que no sea el genealógico. Esto es exactamente lo que sig­ nifica construir simbólicamente un mundo so­ cial. Y su posibilidad se basa justamente en lo que significa el parentesco en las sociedades hu­ manas, que no es conexión genética sino, de ma­ nera muy general, como en la etimología del término inglés, personas de la misma «clase» *: una noción de identidad social, permutada a un sistema de valor diferencial (categorías de pa­ rentesco) en términos de grados y tipos de consustancialidad. De ahí que un acto de «amabi­ lidad» pueda ser demostración de una relación de «parentesco», dos palabras, como dice E. B. Taylor, «cuya derivación común expresa del modo más feliz uno de los principios más fun­ damentales de la vida social». * En inglés, la palabra utilizada para «clase» es kind, relacionada con kinship { - parentesco) y kindness (- a m a ­ bilidad). [N. del T.]

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Mi propósito es sustentar la afirmación de que no hay un solo sistema de matrimonio, de residencia posmarital, de organización familiar, de parentesco interpersonal o de descendencia común en las sociedades humanas que no esta­ blezca un cálculo del parentesco y la acción so­ cial distinto del indicado por los principios de la selección por parentesco. Lo haré en dos eta­ pas, pasando de las observaciones etnográficas generales al análisis de un caso crítico. Consideremos en primer lugar la estructura de los grupos familiares y las redes de paren­ tesco locales. En la medida en que se basan en una regla discriminatoria —que normalmen­ te sería una regla de residencia después del matrimonio— comprenderán una proporción determinada y deformada del universo genealó­ gico de cualquier persona. Desde el punto de vista de un parentesco natural, la deformación será doble. Consistirá en una muestra seleccio­ nada de parientes genéticos, según la regla de residencia e incluirá dentro del mismo grupo a personas que tienen una relación más lejana entre sí que la que tienen con ciertos «parien­ tes» que viven en otra parte. Pero en la medida en que estos grupos de residencia constituyen asociaciones domésticas y cooperativas que comparten o ponen en un fondo común los re­ cursos vitales, se prestan ayuda mutua en la producción o la llevan a cabo conjuntamente, quizás poseyendo en común la propiedad y ac­ tuando como unidades en el intercambio mari­ tal —todas las cuales son prácticas usuales del parentesco local—, esos conglomerados de pa­ rientes se convierten, pues, en las unidades rea­

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les del éxito reproductivo, así diferenciados de sus parientes más cercanos de otros grupos y a menudo explícitamente opuestos a ellos. Todo esto se da en el primer curso de antropología. Consideremos una regia común, como la resi­ dencia patrilocal, con matrimonio fuera de la aldea. Por regla general, las parejas recién ca­ sadas viven en la casa del padre del novio, creando de esta manera una familia extensa for­ mada por un hombre, su mujer, sus hijos ca­ sados con sus esposas e hijos (forma familiar que se encuentra en el 34 por 100 de las so­ ciedades del mundo, aproximadamente; Murdock, 1967)[. Por la misma regla, la aldea local —o podría ser una banda de caza territorial— está formada por varias familias cuyos cabezas son por lo general hermanos o hijos de herma­ nos. Así, un hombre joven se encontrará en colaboración con primos en primer grado (r= = 1/8) o en grado mayor ( r —1/32, 1/64, etc.), tíos ( f b , r —1/4) y muy posiblemente tíos abue­ los ( f f b , 1/8). Si se practica la poliginia in­ cluso habrá parientes más lejanos dentro de la familia (por ejemplo, f 1/2 b s , r= l/1 6 ). En cambio, la hermana ( r= l/2 ) del mismo joven 1 He hecho este cálculo a partir del atlas etnográfico de Murdock (1967), incluyendo solamente sus categorías de «patrilocalidad» (p), es decir, la residencia habitual con los parientes patrilineales masculinos del marido y de «patrilocalidad» precedida de una residencia marital temporal en otra parte (por ejemplo, u p ) . Si hubiera que añadir las sociedades predominantemente patrilocales, pero con importantes desviaciones, las cifras alcanzarían el 45 por 100. No he incluido la «viriiocalidad» (v), ya que Murdock la define de manera que excluya la formación de la familia patrilocal. La muestra para todos los cálcu­ los fue n = 857.

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tendrá que irse a vivir con su marido tras el matrimonio, criando a sus niños (r —1/4) en la casa de este último, mientras que la hermana de su madre (>=1/4) probablemente siempre resida en otra parte, como su tía paterna (r= 1/4) después de su matrimonio. Cuando llega a la madurez, nuestro joven pierde a su hija (r= 1/2) y a los hijos de ésta (r= 1/4), como también a todas las otras mujeres nacidas en su propia familia extensa, aunque él conserva a su hijo, al hijo de su hijo y a todos los varo­ nes nacidos en el grupo. De ahí que, en la mis­ ma medida en que un hombre favorece el pa­ rentesco «sanguíneo» de su grupo, discrimina a los de igual o más estrecho grado que están fuera de dicho grupo. Con todo, aunque esto está en evidente contradicción con la raciona­ lidad de la aptitud general, sólo se lo parecerá así al sociobiólogo, ya que, por lo que se refiere a las propias personas, los parientes que viven juntos son parientes «cercanos», mientras que los que viven separados son parientes «lejanos». Sin tener en consideración el grado genealógi­ co, las categorías de distancia parental están pragmáticamente configuradas por la residen­ cia, ya que la pertenencia al mismo grupo do* méstico es una condición fundamental de la identidad social Este es un hecho frecuente­ mente señalado en los informes etnográficos, como por ejemplo el de Malinowski sobre los mailu de Nueva Guinea: Los h erm anos que vivían ju n to s, o un sus sobrinos q u e vivían en la m ism a en relaciones m ucho m ás estrechas, p o r m i observación, que los parien tes de

tío p atern o y casa, estab an lo que alcanza grad o sim ilar

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que vivían separados. Esto resu ltab a evidente siem pre que había que p re s ta r cosas, conseguir ayuda, acep tar una obligación o asu m ir responsabilidades m u tu as (1915, p. 532).

En el mismo sentido, Paul Ottino informa que en la isla de Rangiroa, el archipiélago de las Tuamotú (etnografía a la que volveremos), «... los parientes corresidentes son considera­ dos más cercanos que los no corresidentes, in­ dependientemente de su posición genealógica» (1972, p. 168). Se puede objetar que he hecho demasiado fácil la demostración al imponer una regla es­ tricta de residencia marital. En realidad, la prueba es más fácil, aunque en los anales etno­ gráficos sea más rara, cuando una persona pue­ de elegir libremente vivir con un pariente con­ sanguíneo de cualquier tipo. Los to'ambaita, de las islas Salomón, residen en grupos locales de propietarios de treinta a ochenta personas, cada uno de los cuales se centra en el testimo­ nio simbólico de su unidad genealógica, una arboleda sagrada que ampara las tumbas an­ cestrales (Hogbin, 1939). Como el grupo es pe­ queño y los parientes cercanos no se pueden casar entre sí, la mayor parte de las personas, aproximadamente los dos tercios, se casan con miembros de otros «distritos» semejantes. Aho­ ra bien, en principio una persona tiene derecho a fijar su residencia y a ser miembro de cual­ quier grupo en el que posea un pariente con­ sanguíneo, hombre o mujer, y, por consiguien­ te, un antepasado común con otros componen­ tes de ese distrito. Como el matrimonio por lo general es externo al distrito, la mayor parte

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de las personas tienen una posibilidad inme­ diata de afiliación a dos grupos, el de su ma­ dre o el de su padre. De hecho, la opción es con frecuencia mucho más amplia, ya que con el mismo derecho uno podría residir en el lu­ gar de cualquiera de sus cuatro abuelos, sus ocho bisabuelos, etc. En la práctica, la mayoría de los hombres continúan, después del ma­ trimonio, en el lugar del padre, que tiene las mismas implicaciones en cuanto a disparidad entre grados de relación y grados de coopera­ ción que la residencia patrilocal estricta. Pero dado que la residencia no es estrictamente pa­ trilocal y que los grupos son muy pequeños, en realidad la disparidad es mucho mayor. Hogbin analiza un distrito representativo en el que el antepasado común más cercano de todos los componentes dista de los adultos vivos nueve generaciones. De ello se deduce que ciertas per­ sonas del grupo pueden tener un coeficiente de relación tan bajo como (1/2)16 = 1/32.768. A la vez, las mismas personas poseen respectivamen­ te hermanos de la madre ( r —1/4), padres de la madre (r= 1/4), hermanas de la madre (r= 1/4), primos hermanos maternos (r= l/8 ), etc. —y/o parientes paternos de grado comparable, posi­ blemente también hermanas ( r = l/2 ) o herma­ nos ( r = l/2 ) casados— que viven y están inte­ grados en grupos externos. Hogbin dice que cada distrito está enfrentado a los otros y teme sus hechizos. Por otro lado, dentro del grupo no solamente hay un derecho común a los re­ cursos sino también una intensa cooperación en la producción —y una intensidad en los re­ partos que es diez veces superior a la existente

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entre los grupos (ibid., p. 28). La organización cultural del éxito reproductivo, estrictamente basada en el parentesco propiamente dicho, no tiene nada que ver con una aptitud general calculada a partir de las conexiones biológicas 2. Puesto que ya he introducido el factor cultu­ ral de la descendencia —los distritos to'ambaita tienen una base ancestral—, estudiemos de un modo más detenido esta modalidad de es­ tructura de parentesco. Para los grupos exógamos de descendencia unilineal, o sea los orga­ nizados de un modo prescriptivo en torno a la línea masculina (patrilineal) o femenina (matrilineal), el análisis mostraría exactamente el mismo tipo de deformación genealógica que acompaña a la residencia patrilocal o matrilocal. Con el tiempo, los miembros de la unidad de descendencia comprenden una fracción cada vez menor del número total de descendientes genealógicos del antepasado, disminuyendo en un factor de 1/2 en cada generación. Por ejem­ plo, suponiendo que haya patrilinealidad y un 2 Dado que los bosquimanos kung constituyen una de las pocas sociedades exóticas a las que los sociobiólogos prestan mucha atención, habría que señalar que la com­ posición de las bandas de bosquimanos es muy parecida a las de los distritos to'ambaita. Loma Marshall ha p u ­ blicado las genealogías de cuatro grupos, elegidos para ejemplificar «el tamaño típico de las bandas, las familias típicas que componen estas bandas y el modelo típico de relaciones que hacen que las personas, como individuos o grupos de familia, residan juntos en bandas» (1960, p. 338). Un 63 por 100 (37/49) de los adultos casados de los cuadros de Marshall tienen a parte o a la totalidad de sus p a­ rientes principales ( f , m , s , d , b o z ; r = 1 / 2 ) viviendo en otras bandas. Una buena proporción de estos adultos son esposas intramatrimoniales —siendo la línea exogámica los primos terceros— con obligaciones económicas hacia sus parientes afines (y no hacia los consanguíneos).

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número igual de nacimientos masculinos y fe­ meninos, la mitad de los miembros de cada generación se pierden para el linaje, ya que los hijos de Jas mujeres serán miembros del linaje de su marido. La proporción real de pérdida de parentela dependerá del número total de grupos de descendencia y de la regla de intercambio marital entre ellos, porque estos factores pro­ vocarán de nuevo una cierta circulación de los descendientes genéticos en el grupo original. Pero en abstracto, en la tercera generación el grupo consta sólo de 1/4 de la parentela ge­ nealógica del antepasado, en la quinta genera­ ción sólo de 1/16, etc. Y mientras que los de la quinta generación de la línea paterna pueden tener un coeficiente de relación de 1/256, cada uno tiene parientes en otros linajes —hijos de la hermana, hermanos de la madre, hermanas de la madre—, cuyo coeficiente r es hasta 1/4. En este caso, de nuevo, en la medida en que el linaje es un grupo cooperativo y corporativo de comunidad de bienes, los factores que determi­ nan el éxito reproductivo están organizados de manera independiente de las relaciones genealó­ gicas. En las tierras altas de Nueva Guinea, la línea que hay entre el propio clan y los otros clanes (o entre un subclán y otro) señala la di­ ferencia, como dicen los kuma, entre una rela­ ción «juntos» y una relación «de - a», lo cual equivale a decir, en términos económicos, entre compartir e intercambiar (Reay, 1959, pp. 93 y passim; cf. Brown y Brookfield, 1959-60, p. 59, sobre los chimbu). La ideología se puede exten­ der a la responsabilidad en el pago del precio

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de la novia, que está directamente implicado en el éxito reproductivo: El criterio de perten en cia a un clan [en tre los d arib i] es el de c o m p a rtir la riqueza, en co n traste co n in te r­ cam biar la riqueza. E sto está sim bolizado p o r las ac­ ciones de co m p artir o reg alar carne; los m iem bros de un clan «com en carn e juntos» o «reciben carne». Un hom bre no puede casarse con la h erm an a o la hija de otro con el que co m p arte la carne... El m atrim o n io dentro del clan exigiría un intercam bio de riqueza e n ­ tre los qu e n o rm alm en te de todos m odos la co m p ar­ ten y no tend ría sentido. Por consiguiente, u n clan es necesariam en te exógam o, ya que el m atrim onio es una form a de in tercam b io y los m iem bros del clan por definición co m p arten relaciones de intercam bio; esto es, contribu y en en tre todos a p ag ar el precio de las novias de los dem ás y com parten la distrib u ció n de la riqueza qu e reciben los o tro s m edíante el in te r­ cam bio (W agner, 1967, p. 145).

Sin embargo, al tratar los grupos de descenden­ cia, no podemos ignorar los sistemas de m atri­ monio que los interrelacionan, ya que éstos in­ troducen diversas valoraciones de las clases de parentesco y permutaciones correspondientes en la estructura de las sociabilidades. Los ha­ bitantes de las tierras altas de Nueva Guinea tienen frecuentemente reglas matrimoniales de tipo «complejo», reglas negativas que prohíben diversas uniones de parientes y tienen el efec­ to generalizado de establecer una «alianza dé­ bil»: dispersar las relaciones maritales de cual­ quier linaje o clan en vez de concentrarlas en unos pocos mediante el intercambio perpetuo de mujeres (cf. Lévi-Strauss, 1969). El resultado es una unidad casi exclusiva del clan contra to­ dos los demás; de ahí el famoso aforismo de

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los enga: «luchamos contra las personas con las que nos casamos». En tales situaciones es como si las mujeres del grupo pusieran fin al parentesco: incorporadas (con sus hijos) a la línea de su marido, se pierden para su clan de nacimiento y las relaciones que se trazan a tra­ vés de ellas sufren un cambio cualitativo (es decir, de «juntos» a «de - a»). En un caso aná­ logo, los nuer del Sudán dirían: «Una hija es una persona sin parientes.» Evans-Pritchard ex­ plica la diferencia de valor que implica el pa­ rentesco a través de los hombres y de las mu­ jeres: ... Una hija no continúa el lin aje de su padre. Se con­ vierte en una persona del de su m arido y sus hijos pertenecen al linaje de éste. De ahí que los n u er digan: «Nyal, m o ram m e gwagh», esto es, «Una h ija es una p erso n a sin parientes». Como decían los hom bres de leyes rom anos, es fin is fam iliae, el fin de la fam ilia. Pero el nom bre de u n hom bre debe co n tin u ar en su lin aje y los nuer ven m uy m al que, si u n h om bre m u ere sin herederos varones, un p arien te no se case con la m u je r del m u erto y p lan te p o r él la sem illa p a ra que sea recordado en sus hijos (1951, p. 109; la últim a alusión se refiere al fam oso «m atrim onio con u n espíritu», al que volverem os m ás adelante).

Pero el concepto de parentesco a través de la mujer es distinto cuando la cesión de hijas en­ tre grupos de descendencia es el medio para es­ tablecer una alianza duradera (como en los sis­ temas «elementales» con reglas prescritas de matrimonio parental). Aquí la mujer es el co­ mienzo del parentesco; los habitantes de las is­ las Fidji dicen que la mujer es de «sangre sa­ grada» (dra tabú) porque, especialmente en sus

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hijos, encuentra una nueva línea como apoyo a su grupo de nacimiento. Su hijo (r [ego, SiSo] = 1/4) es en consecuencia una persona sagrada (vasu) con relación a los hermanos de su propia madre, con privilegios especiales para apro­ piarse de sus bienes sin permiso, privilegio que un hombre difícilmente concedería a su propio hijo (r—1/2), el cual, en el mismo caso, está sujeto a un envenenamiento sobrenatural. En vez de luchar contra las personas con las que se casan, los habitantes de las Fidji dependen de ellas y se vuelven a casar con esas personas con las que coexisten en una paz perpetua. Así, los hijos de los hermanos y las hermanas («pri­ mos cruzados»), que representan las líneas alia­ das, deben compartir libremente sus posesio­ nes, y algunos de sus hijos («primos cruzados clasificatorios») son una vez más las parejas preferidas para el matrimonio. Esto origina una deformación interesante en la estructura del universo parental de una persona, todo lo contrario de la unidad del linaje en los sistemas de matrimonio «complejos». Por la lógica de la terminología del parentesco extenso (que es técnicamente «dravídica» o «de combinación bifurcada») un hombre debe contar entre sus parientes con tantos «hermanos» como «pri­ mos cruzados» y con tantos «padres» como «hermanos de la madre». De hecho, en una al­ dea de las Fidji una muestra de las relaciones entre una serie de hombres arroja el resultado que se m uestra en el cuadro 1.

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CUADRO 1

Relación H erm ano-H erm ano ................ ................................ Prim o cruzado-Prim o cruzado ..................... P a d re -H ijo ..................................... ................................ H erm ano de la m adre-H ijo de la herm ana.

Frecuencia 97

203 89 127

Frecuencia de tipos de parentesco en tre los naroi va­ rones casados (según Sahlins, 1962, p. 164).

La explicación del desequilibrio existente en las relaciones establecidas a través de las mujeres y de los hombres es la siguiente: la fraternidad es, por no decir otra cosa, una relación ambi­ gua. Como miembros del mismo linaje jerarqui­ zado, los hermanos son paradigmáticamente ri­ vales. Jerarquizados a su vez en virtud del or­ den de nacimiento, sus relaciones están marca­ das por unas normas a veces onerosas y por el privilegio del mando económico por parte del mayor, de cuyo ejercicio bien se puede resentir el más joven. En cambio, el hermano y la her­ mana no están terminológicamente jerarquiza­ dos; su interacción se caracteriza por el respeto mutuo y, como hemos visto, las relaciones que se establecen a través de ellos son sumamente solidarias. La razón, pues, de que haya muchas más relaciones de este tipo que las que hay entre hermano y hermano o padre e hijo es que la gente elige las primeras cuando es posible tal elección. Es posible elegir cuando dos per­ sonas están conectadas de dos maneras dife­ rentes a lo largo de unas vías genealógicas casi iguales. Además, es obligatoria la misma elec­ ción (en favor de la relación de primos cruza­ dos) cuando se casan dos personas que habían

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estado relacionadas de manera distante como de hermano a hermana o de madre a hijo, acon­ tecimiento bastante frecuente. Es obligatoria porque la regla establece que las personas se casen con sus primos cruzados. De ahí que el matrimonio sea un acto de relación de primos cruzados y que en consecuencia las relaciones existentes entre las familias inmediatamente implicadas se transformen. Los novios y sus respectivos hermanos se convierten en primos cruzados entre sí y los padres de cada conjunto de hermanos se convierten (clasificatoriamente) en hermano de la madre y hermana del pa­ dre para el otro conjunto. Es cierto que el se­ gundo tipo de elección es en parte compatible con la selección por parentesco, al contrario que el primero. Pero ambos dependen esencial­ mente de una valoración del primo cruzado (r—1/8) sobre el hermano (r—1/2), que está en claro contraste con la proximidad genética y que sólo se puede explicar por el sistema cul­ tural de descendencia y alianza. Además, ambas elecciones representan la cualidad distintiva del orden cultural como fuerza creadora y simbó­ lica, destinada no a expresar un parentesco na­ tural sino a inventar un parentesco, en prim er lugar como forma social. Esta invención es cla­ ramente observable en que el hecho de que el parentesco se establezca a través de dos herma­ nos, o de un hermano y una hermana, consti­ tuye una diferencia social fundamental, aun­ que no haya diferencia genética. En el Sudán del Africa Oriental, los hombres muertos se casan y las mujeres estériles son padres. Para los nuer, una mujer que no tiene

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hijos es como un hombre. Si puede acumular ganado mediante el cobro del precio de la novia y el comercio de la magia, se casa con una o varias mujeres a través de ritos maritales esta­ blecidos. Sus esposas son preñadas por un pa­ riente, un amigo, un vecino o a veces un miem­ bro de una tribu subordinada (dinka). Pero el padre biológico es simplemente el genitor de sus hijos; la propia mujer es el padre auténtico o legal (pater), igual que ella es el marido legal de las madres. Ella controla el matrimonio de sus hijas (r ~ x o 0) y ella y sus hermanos reci­ ben el ganado que es el precio de la novia que se paga al padre. Evidentemente sus hijos la tratan como a un «padre». Y «ella administra su casa y sus rebaños como lo haría un hom­ bre, siendo tratada por sus esposas e hijos con la deferencia que mostrarían a un marido y padre varón» (Evans-Pritchard, 1951, p. 109). Por lo que se refiere al matrimonio con un es­ píritu (véase la p. 33), establece una familia legal que consta del espíritu, en cuyo nombre se efectúan las ceremonias de matrimonio, jun­ to con sus mujeres, hijos y el genitor de los hi­ jos, por lo general un hermano o un compañero de un linaje cercano al muerto. Se podría decir que la práctica en sí no viola la selección por parentesco, ya que simplemente conlleva la sus­ titución social de un pariente (pretendidamen­ te) genético. No obstante, da fe de un concepto de continuidad humana en un sentido opuesto al éxito reproductivo egoísta. En la selección por parentesco, un hombre se sacrifica inten­ cionadamente por el éxito reproductivo de sus hermanos. En el matrimonio con un espíritu,

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un hombre dedica su semilla a la perpetuación de un hermano que puede haber muerto de ma­ nera accidental o simplemente haberse mostra­ do incapaz de engendrar un heredero varón, esto es, de un hombre en contra del cual ha ac­ tuado la selección en un sentido absoluto o cul­ turalmente relativo. Sin embargo, la cuestión planteada en el ejemplo no es ésa. La cuestión es que para los seres humanos, la supervivencia no se concibe en términos de vida o muerte o como el número de genes que uno transmite a las generaciones sucesivas. Los seres humanos no se perpetúan como seres físicos sino como seres sociales. La muerte no es el fin de un hombre, ni siquiera de su capacidad reproduc­ tiva. Sólo los hombres son inmortales. Viven como nombres y en la memoria de aquellos que dejan tras sí, así como en forma de espíritus, que pueden disfrutar de cualquier satisfacción conocida por los seres vivos (o incluso mayor), ya que su existencia sigue siendo manifiesta y reconocida en los planes sociales de los que les sobreviven. Y en muchas sociedades humanas, las perspectivas de semejante existencia pueden hacer que, durante toda su vida, un hombre realice actos que son el reverso del egoísmo. Es bien sabido que es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja que un rico entre en el reino de los cielos. En las islas Trobriand, donde hay una socie­ dad matrilineal, el sistema cultural de repro­ ducción y perpetuación es todo lo contrario del nuer patrilineal. Un hombre, que es miembro de un grupo extraño con respecto a sus hijos (los cuales pertenecen al subclán de su madre

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y del hermano de su madre), no aporta ninguna sustancia física a su descendencia. Como infor­ mó Malinowski, el acto de la cópula no es con­ siderado la causa del nacimiento; no hay el me­ nor concepto de genitor. Un niño recibe su yo esencial e interno, su alma, mediante la fecun­ dación de la madre por un espíritu (baloma) de su subclán matrilineal que flota sobre las aguas del país de las almas. El sentido de este cuento de hadas con el que los habitantes de las Trobriand parecen engañarse a sí mismos es que el hijo pertenece completamente al gru­ po matrilineal y es, por tanto, su encarnación. El padre sólo contribuye a la apariencia del niño y moldea al niño mediante el cuidado amo­ roso que le proporciona en la infancia, del mis­ mo modo que la rama paterna (las hermanas del padre) adorna a un hombre durante los ri­ tuales críticos de su vida. Debido a estas con­ cepciones de la educación paterna y la natura­ leza materna, los habitantes de las Trobriand insisten en que los hijos se parecen a su padre ya que fue éste quien los moldeó y les escanda­ liza la sugerencia de que los niños puedan parecerse a su madre o a los parientes de ésta, (los cuales, no obstante, han proporcionado la sustancia heredada! En la madurez los jóvenes por lo general abandonan la casa paterna para ir a la aldea del hermano de su madre, donde gozan de pleno estatus legal y derechos sobre la tierra. A veces, debido a un sentimiento du­ radero y al deseo de tener a sus hijos con él, actuando como amortiguadores en las disputas con los hijos de su hermana, un jefe puede re­ tener a sus hijos y asegurarles derechos de uso

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sobre las tierras de su propio subclán; pero la posición de esos hijos en el lugar del padre nun­ ca es segura a menos que se casen con la hija de la hermana de su padre, lo que convierte a sus hijos de nuevo en miembros del subclán local (matrilineal). Por otro lado, un padre es en ciertos contextos pragmáticos un «extraño» o «desconocido» con respecto a sus propios hi­ jos, no un auténtico pariente de sangre (en este caso, de alma). «El padre, en todas las discu­ siones sobre el parentesco, me era descrito inequívocamente como tomakava, un 'extraño', o más correctamente, un 'desconocido'. Los na­ tivos usaban frecuentemente esta expresión en la conversación cuando discutían alguna cues­ tión de herencia o trataban de justificar alguna conducta, o también cuando se quería quitar importancia a la posición del padre en alguna disputa» (Malinowski, 1929, p. 5). De hecho, dado que ante todo la determinación de la «pa­ ternidad» no es sexual, los «padres» criarán con perfecta ecuanimidad a niños que genéticamen­ te no son suyos. El padre del niño es una vez más, y suficientemente, el marido de la madre; Un ho m b re cuya m u je r haya concebido d u ran te su ausencia a c e p ta rá alegrem ente el hecho y al niño, y no verá ninguna razón p a ra sospechar q u e ella haya com etido adulterio. Uno de m is in fo rm an tes m e dijo que tras u n año de ausencia al volver encontró en casa a un niño recién nacido, y ofreció volu n tariam en ­ te este hecho como ejem plo y p ru eb a definitiva de que el contacto sexual no tiene n a d a q u e ver con la concepción... H ay o tro caso de u n nativo de la pequeña isla de K itava, quien, tra s dos años de ausencia, se alegró de e n c o n tra r u n chico de unos cuantos m eses en su

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casa, y no podía co m p ren d er en absoluto las alusiones y pullas in d iscretas de algunos blancos con relación a la v irtu d de su m u je r (ibid., p. 193)3.

No es necesario extenderse sobre el evidente egoísmo genético. Lo importante es el concepto cultural que se oculta tras todas esas aparen­ tes violaciones de la selección natural y que mo­ tiva una estructura del parentesco humano ca­ paz de explicar la forma empírica del interés social del individuo. Aquí se da el hecho de que, como en muchos otros sistemas de descenden­ cia, la herencia biológica no es en absoluto una función individual, ya que un niño no re­ cibe su constitución genética de ninguno de sus padres, al margen de algún proceso diploide descubierto por los biólogos en el siglo xx. El niño es la encarnación de la reserva genética, si J Merece la pena observar que la paternidad social de los hijos (biológicos) de otros hombres no está restrin­ gida a los sistemas matrilineales o situaciones extremas en las que se desconoce al «verdadero» padre. Uno de Iq s primeros observadores de la sociedad tahitiana en el si­ glo xix, sistema con un marcado interés por la descenden­ cia bilateral, escribe: «Los niños ilegítimos o los de uniones adúlteras nunca eran objeto de prejuicios funestos, siendo tan bien reci­ bidos como los otros, Un marido podía estar tan enfure­ cido por una infidelidad de su mujer como para matarla; pero, una vez nacido el niño, la mayoría de los maridos tendían a tratarlo con cuidado y afecto aunque supieran que no era suyo. Y aunque se pueden encontrar excep­ ciones a esta tendencia, también se pueden citar casos en los que la descendencia de uniones notoriamente adúl­ teras ha sido tratada con pródiga atención. Y es una suerte que fuera así, ya que si se hubiera considerado la «legitimidad» de un niño como la consideramos en núes* tra civilización, la licencia sexual desenfrenada que preva­ lecía entre estos pueblos habría producido una cantidad incalculable de desgracias y malos sentimientos* (De Bovis, citado en Oliver, 1974, vol. 2, p. 619).

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se le puede llamar así, de su subclán matrili­ neal. Es cierto que es la reencarnación de algún miembro muerto de su subclan, pero no se con­ sidera que los espíritus que vienen del país de las almas para fecundar a una mujer tengan ninguna individualidad. En este sentido, no son antepasados específicos; simplemente son ma­ nifestaciones específicas de la sustancia del sub­ clan colectivo. De esto se deduce que el grupo de descendencia matrilineal es una sola entidad en la herencia orgánica. Sus miembros tienen un coeficiente de relación igual a 1, son de la misma carne y de la misma sangre, aun cuando su coeficiente de relación con sus padres sea 0 (cf. ibid., p. 200). Por expresarlo de otra ma­ nera, el propio subclán es la unidad de repro­ ducción en las islas Trobriand. Con relación a este concepto de reproducción social, el apa­ reamiento humano aporta poco interés, ningún conocimiento y ningún proyecto de comporta­ miento individual. Antes de pasar al análisis detallado de un caso concreto, vendría bien recapitular unos cuantos inconvenientes empíricos que la etno­ grafía ya disponible plantea a la teoría de la selección por parentesco. Todos esos inconve­ nientes se desprenden de la observación más general de que la estructura del interés social no está constituida por intereses genéticos in­ dividuales. Los hechos etnográficos demuestran que los miembros de los grupos de parentesco que organizan la reproducción humana están más estrechamente relacionados desde el pun­ to de vista genealógico con personas ajenas al grupo que con ciertas personas que pertenecen

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a él. Como la pertenencia a las asociaciones de parientes se puede asegurar de forma funcio­ nal, y en cualquier caso es el grupo el que se reproduce como unidad social, a veces los beneficios reproductivos recaen en personas que no están genéticamente relacionadas, quie­ nes fácilmente pueden ser los propios hijos (en el orden cultural). A su vez, la discontinuidad entre la topología etnográfica de las relaciones de beneficio y la estructura natural de la con­ sanguinidad genera irracionalidades en el pro­ grama coste/beneficio que presuntamente con­ trola el comportamiento social. Dado que la distancia genética aumenta geométricamente, la presencia de, por ejemplo, primos segundos {r—1/32) dentro de la categoría de parientes que cooperan exigirá un enorme costo en al­ truismo para conseguir una ganancia en cuanto a aptitud personal, del mismo modo que la efi­ cacia relativa de ayudar a los parientes más cercanos, que pueden ser los hermanos o her­ manas, se vea disminuida o anulada por su distribución en grupos externos con distintos intereses. Sin embargo, si no se satisfacen los requisitos algebraicos de aptitud con relación a las personas con las que se comparte un in­ terés social —lo que en el caso de los primos segundos supone que el altruismo devengue un interés más de treinta y dos veces superior al coste—, entonces los servicios que se les pro­ porcionan actúan selectivamente en contra del propio éxito reproductivo. Si, además, las re­ laciones de beneficio dentro de una categoría de parientes que cooperan son más o menos re­ cíprocas, lo cual sucede siempre aunque las per­

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sonas en cuestión estén relativamente distantes desde el punto de vista genealógico, entonces no se deriva ninguna ventaja individual diferen­ cial para ningún ego dado (véanse pp, 111-118, sobre «el altruismo recíproco»). Por supuesto, el grupo que coopera puede verse de este modo favorecido desde el punto de vista reproduc­ tivo con respecto a otros grupos, pero ésa es exactamente la cuestión cultural, en contraste directo con una genética del egoísmo competi­ tivo. Por último, la violación de la racionalidad genética individual se ve agravada por la con­ traposición, tanto política como económica, de ciertos segmentos de descendencia o parentes­ co, de manera que al favorecer al grupo de casa, aunque incluya parientes distantes y a ex­ traños, se está discriminando a personas de un grado genealógico igual o más cercano que es­ tán en otros grupos. Polinesia nos ofrece lugares privilegiados para contrastar la teoría de la selección por parentesco. Es algo así como un experimento cuidadosamente elegido de Durkheim que pue­ de confirmar o refutar una ley científica. El caso es privilegiado porque, según todas las apariencias, las sociedades polinesias brindan unas condiciones estructurales favorables al funcionamiento de la selección por parentesco. En estas sociedades isleñas, la descendencia puede ser registrada bilateralmente («cognati­ cia»), en lugar del tipo de patrilinealidad o matrilinealidad que a priori hace vulnerable la te­ sis de la selección por parentesco; de manera análoga, a menudo la residencia es opcional, con los parientes de la madre o con los del pa­

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dre, y las personas son notoriamente móviles. También son famosas por la importancia que atribuyen a las genealogías, que en algunos ca­ sos se remontan hasta cuarenta generaciones y más. Por último, su propia teoría de la herencia se ajusta a la de la biología científica, al menos en la medida en que los niños llevan la «sangre» del padre y la madre. En las ceremonias tahitianas tradicionales del matrimonio y del naci­ miento, se dramatiza icónicamente esta teoría combinando la sangre tomada de los parientes de la novia y del novio respectivamente y apli­ cándola de una u otra manera a los protagonis­ tas del ritual (el hombre y su m ujer o su hijo). Al margen de la sociedad occidental, no puedo imaginar otro lugar además de Polinesia donde la idea de que la acción social está fundamen­ talmente motivada por el egoísmo individual tenga más posibilidades de ser desarrollada4. En consecuencia, las sociedades polinesias 4 Utilizo «cognaticio» y «bilateral» como sinónimos, ya que el primero suena extraño a oídos no antropológicos. La «descendencia cognaticia se refiere al rastreo de la ascendencia indiscriminadamente a través de hombres o mujeres: de ahí que haya que distinguirla de la descen­ dencia patrilineal (sólo a través de hombres) y la descen­ dencia matrilineal (sólo a través de mujeres). Desde el punto de vista del antepasado común, el grupo cognaticio incluiría a iodos sus descendientes, mientras que la descen­ dencia patrilineal o matrilineal excluye una de las dos partes de esos descendientes. Ya veremos que la descen­ dencia cognaticia no puede operar exclusivamente como un principio de la formación y solidaridad del grupo, ya que allí donde hay libertad para rastrear la descendencia en cualquier línea, una persona puede pertenecer a tan­ tos grupos diferentes como antepasados tenga en una gene­ ración dada. La residencia en uno de estos grupos es, por tanto, la determinación usual de la pertenencia y solida­ ridad de jacto, sin tener en consideración las conexiones ancestrales con otros grupos.

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merecen un tratamiento antropológico algo ex­ tenso, especialmente las de Polinesia central y oriental, en las que es más marcada la bilateralidad. Me centraré en el atolón de Rangiroa, en las islas Tuamotú, que ha sido objeto de una reciente monografía por parte de Paul Ottino (1972), con algunas referencias también a Tahití y Hawai. Según Ottino, la estructura de la sociedad de Rangiroa se basa en la unidad de dos grupos, ordenados a diferentes niveles de jerarquía. En primer lugar está la unidad fra­ ternal de hermanos y hermanas. Estos, con sus descendientes de dos generaciones, constituyen el núcleo de los grupos de propiedad y residen­ cia elementales, domiciliados en un solo recin­ to doméstico y poseedores de un derecho co­ mún sobre la tierra. Al conjunto fraternal se le conoce como ’ópü ho'e, «un solo vientre», esto es, de la misma matriz y, en consecuencia, el término se aplica a todo el grupo de parentes­ co elemental constituido por esta relación cla­ ve. Más allá del ’ópü ho’e está el áti, un grupo de descendencia bilateral compuesto de varias de esas unidades de hermano-hermana que des­ cienden de un antepasado común y compren­ den un grupo de propiedad mayor y más inclu­ sivo. Me ocuparé de estos grupos sucesivamen­ te, comenzando con el cálculo de las solidarida­ des y relaciones de parentesco en el nivel ele­ mental de las corporaciones de tipo hermanohermana. Al hablar de Rangiroa se usan frases tales como «la unidad del grupo» o la «unidad de los hermanos» deliberadamente, y no sólo por de­ ferencia a las famosas fórmulas del orden del

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parentesco propuestas por Radcliffe-Brown5. La gente dice que todos los grupos de herma­ nos y hermanas son «iguales» o «idénticos» (ho'e á). Son «una sola sangre» (toto ho’e), ya que comparten la sangre de su padre y de su madre. No obstante, aunque los habitantes de Rangiroa reconocen de este modo que descien­ den de ambos padres, no tienen una teoría ge­ nética de la meyosis, y por tanto para ellos el coeficiente de relación entre hermanos es de 1 y no de 1/2 como en la biología occidental. (La identidad social y hereditaria del conjunto her­ mano-hermana es un principio general en Poli­ nesia y fuera de allí, entre las personas de ha­ bla malayo-polinesias, incluso en Indonesia y Taiwan. Hay razones para creer que éste es también el auténtico concepto popular de las sociedades occidentales.) Todos los demás cálculos de la distancia de parentesco en Ran* giroa presuponen la unidad inherente de los hermanos. Estos cálculos nos pueden resultar un poco difíciles de entender. Acostumbrados a pensar en el parentesco como en un espacio 5 El principio de la «unidad de los hermanos» se refiere al hecho de que con fines sociales, de cara a otras fami­ lias, los hermanos actúan como una unidad (cf. RadcliffeBrown, 1952). El otro principio de la «equivalencia de los hermanos», o más específicamente, de la equivalencia de los hermanos del mismo sexo, implica que los herma­ nos pertenecen a la misma clase o categoría de parentesco. De ahí que un hombre sea «hijo» tanto del marido de su madre como del hermano de ésta; ambos son «padres». Por la misma lógica, el hijo del hermano del padre de mi padre es también «padre» y por tanto su hijo es «hermano» mío. Esta fusión, por así decirlo, de los parientes lineales y colaterales se denomina técnicamente «parentesco clasificatorio». Ya vimos cómo funciona al analizar las cate­ gorías del parentesco en las islas Fidji.

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genealógicamente ordenado, los occidentales (incluyendo en especial a los antropólogos) son propensos a concebir la distancia parental como algo que se extiende en dos dimensiones, los planos vertical y horizontal del mapa genealó­ gico, correspondientes a los grados de linealidad y a los grados de colateralidad. Pero puesto que en opinión de los habitantes de Rangiroa los hermanos son una misma cosa, para ellos es posible ignorar la colateralidad o mejor di­ cho subsumirla en la linealidad. Según ellos, la única medida de la distancia entre los parien­ tes que descienden del mismo antepasado es la generacional. Cada generación cuenta como un grado de separación y los parientes colaterales distan entre sí el número de etapas generacio­ nales requeridas para llegar al antepasado co­ mún. Esto es totalmente coherente con lo que entienden por «descendencia», a la que quizás sería más apropiado designar como «ascenden­ cia». El antepasado es la «raíz» (en fidjiano, vu) o «fuente» (en hawaiano, kumu) del árbol ge­ nealógico del que han surgido y se han rami­ ficado sus descendientes. Así, los tahitianos di­ cen: naafea raaua i au? («¿cómo están vincu­ lados ellos dos?»); na ni? a e tupuna i raro rooa («a través de un antepasado muy lejano») (Hooper, 1970a, p. 314). De ahí que, para los habi­ tantes de Rangiroa, si los hermanos son «una sola sangre», los primos hermanos sean «dos sangres», los primos segundos «tres sangres» y así sucesivamente hasta «cinco sangres» (pri­ mos cuartos), que es el límite pragmático del «parentesco» (feti' 0, como límite de la prohi­ bición del matrimonio entre ellos. Esto quiere

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decir que para los polinesios la distancia parental se concibe aritméticamente, comenzando por una determinación cultural de los herma­ nos como «uno», mientras que para los biólogos progresa geométricamente, de acuerdo con con­ ceptos de meyosis. Para los biólogos el coefi­ ciente de relación entre hermanos, primos her­ manos y primos segundos pasa de 1/2 a 1/8 y a 1/32, respectivamente, en comparación con el de 1, 2 y 3 de los habitantes de Rangiroa. A estos últimos les resultaría algo difícil ima­ ginar el álgebra egoísta de la selección por pa­ rentesco planteada por los primeros como una lógica social general. Además, como veremos dentro de poco, la ordenación de las «sangres» se invierte a menudo en la práctica social, ya que las personas de «cuatro sangres» o de «cin­ co sangres» pueden ser consideradas parientes más cercanos que las de «dos» o «tres», mien­ tras que sobre la base de la equivalencia prag­ mática de corresidencia y la fraternidad, las dis­ tinciones de «sangre» quedan subordinadas a la unidad de «un solo vientre» (ópú. hol e). (De paso es necesario subrayar que los pro­ blemas epistemológicos que plantea la falta de base lingüística para calcular r, los coeficien­ tes de relación, suponen un grave fallo en la teoría de la selección por parentesco. Las frac­ ciones son raras en las lenguas del mundo; apa­ recen en las civilizaciones indoeuropeas y ar­ caicas del Cercano y el Lejano Oriente, pero por lo general están ausentes entre los deno­ minados pueblos primitivos. Los cazadores y recolectores usualmente no tienen sistemas de contar que vayan más allá de uno, dos y tres.

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Me abstengo de comentar el problema aún ma­ yor de cómo se supone que imaginan los ani­ males que r [ego, primos hermanos] = 1/8. La incapacidad de los sociobiólogos para resolver este problema introduce en su teoría un misti­ cismo considerable. 0 al menos, sin una expli­ cación de los mecanismos algebraicos exactos, la teoría se vuelve vulnerable a lo que Wilson describe [según Northrup] como la «falacia de afirmar el consecuente». Esta falacia, escribe Wilson, «toma la forma de la construcción de un determinado modelo a partir de un conjunto de postulados, la obtención de un resultado, la observación de que aproximadamente el resul­ tado previsto existe en la naturaleza y la sub­ siguiente conclusión de que los postulados son verdaderos. La dificultad estriba en que un se­ gundo conjunto de postulados que inspire un modelo diferente puede llevar al mismo resul­ tado, Incluso es posible comenzar con las mis­ mas condiciones, construir modelos completa­ mente diferentes a partir de ellos y llegar tam­ bién al mismo resultado» [1975, p. 29]. Por su­ puesto, esta crítica en particular no está en rea­ lidad relacionada con esta discusión, ya que para los seres humanos la teoría de la selección por parentesco no llega en primer lugar a los resultados empíricos previstos6.) * Como en muchos casos en que se pretende cuantificar los efectos reproductivos del comportamiento social, la fórmula del altruismo parental sigue estando de hecho lejos de ser operacional para la ciencia occidental, por no hablar de la práctica social común. En realidad, ni si­ quiera parece que la ciencia occidental disponga de las matemáticas para la selección por parentesco entre peque­ ños grupos de hermanos, como los que caracterizan a los vertebrados superiores (cf. Levitt, 1975).

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En Rangiroa, el cálculo de las relaciones has­ ta las «tres sangres» (primos segundos) tiene un significado social especial, debido a que el grupo de descendientes de un tronco común de hermanos y hermanas en la generación de los abuelos constituye el núcleo de las unidades ele­ mentales propietarias y domésticas. Estos seg­ mentos sociales básicos, los ’ópü ho'e («un solo vientre») son, por tanto, en principio, grupos bilaterales o cognaticios. Sin embargo, hay que considerar que en los sistemas cognaticios siempre hay un factor pragmático de distancia genealógica introducido por otras consideracio­ nes, principalmente la residencia común, para que los grupos formados sobre la base de la descendencia funcionen realmente como unida­ des domésticas y propietarias definidas. Esto es debido a que cada miembro del grupo es en potencia miembro de tantos grupos como an­ tepasados tenga. Como en el ejemplo de los to'ambaita (véase supra), una persona deter­ minada tiene el mismo derecho a pertenecer a cualquiera de los distintos grupos fraternales de sus cuatro abuelos o de sus ocho bisabue­ los. Visto de otra manera, si el padre de una persona tiene un solo hermano y una sola her­ mana, entonces únicamente ese ego y sus pri mos hermanos por el lado paterno pertenecen potencialmente a seis grupos cognaticios dife­ rentes —descienden de seis conjuntos diferen­ tes de hermanos de la generación de los abue­ los—, de los cuales sólo dos se solapan (al ser el ’ópú ho*e del f m y f f del ego). Incluso un único conjunto de hermanos y hermanas, aun­ que sean «una misma cosa», podría ser fácil

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y legítimamente dividido entre los respectivos componentes ancestrales del padre y de la ma­ dre, porque hay que recordar que la residencia es opcional y que con frecuencia se puede cam­ biar. El principio de la descendencia bilateral común da como resultado el solapamiento de ciertas categorías de pertenencia; de ahí que deba ser «restringido» por algún otro princi­ pio para poder ser el criterio de unos grupos de residencia y propiedad independientes. El modo normal de restricción es la corresidencia. En este caso, la unidad del grupo fraternal y sus descendientes está selectivamente determi­ nada por la elección de la residencia; o más bien, tal unidad está pragmáticamente substan­ ciada en la corresidencia, de modo que parp contextos cultural (y biológicamente) estratégi­ cos como la solidaridad, la ayuda mutua, la co­ producción y la copropiedad, la medida de la distancia parental depende de qué gente vive junta en realidad. Ya hemos analizado la obser­ vación general de Ottino con respecto a esto: «Los parientes corresidentes, independiente­ mente de su posición genealógica, son conside­ rados más cercanos que los no residentes» (1972, p. 168). Además, ya que la estrecha relación de los corresidentes se realiza en los debidos términos y comportamientos de parentesco, el efecto a la larga es subordinar la estructura de la distan­ cia implicada por la genealogía a la estructura de la sociabilidad residencial materializada en esos términos. Los usos del parentesco ya no siguen relaciones genealógicas, ya que «un buen número» de estas últimas «simplemente se ig­

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noran» (ibid., p. 188). Aunque «no es exacto» desde el punto de vista de la consanguinidad, el código de los términos de parentesco, junto con el código moral adecuado, prevalece sin embar­ go porque las personas «no conocen las relacio­ nes genealógicas exactas y se preocupan poco de conocerlas» (ibid., p. 189). Lo que sucede es que se reinventan las genealogías para hacerlas lógicamente coherentes con los términos (ibid., páginas 188-89 y passim). La genealogía se de­ duce del parentesco, en vez de ser el parentesco el que se deduce de la genealogía. Específicamente, los habitantes de Rangiroa tienen un código pragmático para determinar quién es «un solo vientre» o incluso «una sola sangre», y quién debe actuar en consecuencia hacia quién, lo cual depende de la definición recíproca del parentesco por la residencia y de la residencia por el parentesco. Su fórmula es: «un solo ’ópü (vientre), un solo aua fare (recin­ to doméstico vallado), una sola jare tupuna (casa ancestral)». La satisfacción de cualquiera de estos criterios otorga ipso facto un derecho a los demás. Las personas que viven en el mis­ mo recinto doméstico son «un solo vientre»; han satisfecho las condiciones culturales de consanguinidad (a todos los fines prácticos). Los medio hermanos que han crecido juntos en la misma casa son considerados «una sola sangre», aunque esto contradiga la teoría rangiroana de las «sangres» no menos que la nues­ tra. También los niños adoptados son «un solo vientre» con respecto a los hijos naturales de la casa y entre ellos, aunque puedan ser «extra­ ños» sin conexión genealógica con alguno de

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sus hermanos o con todos ellos. (Dado que la adopción es, igual que el matrimonio, un modo de alianza entre grupos, esos niños conservan la «sangre» también en sus familias natales, desvaneciéndose la descendencia dual solamen­ te con el tiempo genealógico. Pero en el con­ texto parental efectivo de la residencia, los hijos adoptivos no son sólo «un solo vientre», sino que se consideran a sí mismos «una mis­ ma cosa» [ho'e á] que sus hermanos y herma­ nas de la casa [pp. 192-93], expresión que se considera equivalente a «una sola sangre» [pá­ ginas 207-8], equivalencia que a su vez es el me­ dio de una asimilación del parentesco genealó­ gico al residencial.) Y todos los niños de la casa, ya sean «naturales», hijastros o adoptados, tie­ nen el mismo derecho a la herencia y a los cuidados paternos, así como una completa so­ lidaridad como hermanos entre sí. Es la resi­ dencia y no la biología, por tanto, la que define el parentesco de facto} ya que, después de todo, como le dijo un hombre de Rangiroa a Ottino, «au hasard des coucheries tu peux étre fet*i avec ríimporte qui (como la gente se acuesta con todo el mundo, puedes ser pariente de cual­ quiera)» (ibid.). Digamos algo sobre la adopción. No sólo Ran­ giroa, sino Polinesia en general, es famosa por las prácticas de adopción que violan la lógica moral de la selección por parentesco con rela­ ción al cuidado de los padres, al interés por la propia progenie en contra de la de los compe­ tidores genéticos, etc. En realidad, en el Tahití tradicional era una práctica corriente adoptar al hijo o al pariente más cercano del enemigo

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que uno hubiera matado en la guerra (Oliver, 1974, vol. 2, p. 703). Además, existía una eleva­ da probabilidad de que el padre adoptivo hu­ biera matado a uno o más de sus propios hijos (naturales) al nacer, ya que el infanticidio en Tahití, igual que en Hawai, alcanzaba propor­ ciones extraordinarias. La ponderada opinión de los más cualificados estudiosos modernos de la sociedad tahitiana es que «difícilmente había una mujer 'casada' viva que no hubiera perdido al menos a uno de sus hijos de esta manera» (ibid,, vol. 1, p. 425). Por otro lado, las mujeres que se habían desembarazado de sus hijos en un momento dado, en otro acogían en sus hogares a los hijos de otros en pie de igual­ dad con los suyos propios. A pesar de la falta de estímulo oficial o religioso, en el moderno Tahití la adopción afecta todavía al 25 por 100 de los niños nacidos; en la comunidad rural de Maupiti, el 38 por 100 de las casas incluyen ni­ ños adoptados (Hooper, 1970b). Las cifras hawaianas son del mismo orden (Howard, 1970; Ellis, 1969 [1842]). El infanticidio insólitamente elevado exige una explicación especial. La explicación no deja de tener interés para otras predicciones de la teoría de la selección por parentesco, en el sen­ tido de que a todos los hijos de un determinado padre, por tener una proporción igual de sus genes (1/2), se les deben dar iguales cuidados (si los recursos lo permiten). Si se favorece el éxito de uno de los niños a expensas de los de­ más, ello no ha de ser en interés de la aptitud general del padre, clara violación de la fórmu­ la k < 1/r. De hecho, una de las razones del

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infanticidio tahitiano y hawaiano, en especial entre los jefes y otras personas preeminentes, aparece como resultado indirecto de las venta­ jas reproductivas y sociales concedidas a un niño a expensas de sus hermanos. En Tahití, el primogénito era ritualmente consagrado co­ mo sucesor de su padre al nacer y tenía otros muchos privilegios; los hawaianos, análogamen­ te, tenían una categoría específica de «niño favorecido» al que se le colmaba de atenciones desorbitadas, cuyo efecto era prevenir la com­ petencia de los hermanos menores. En el mis­ mo sentido, los hijos privados de derechos po­ dían tener muchas menos oportunidades de ca­ sarse y construir linajes rivales. Sin embargo, no había ninguna barrera a su actividad sexual, con tal que no tuviera consecuencias. En Tahití muchos de los hijos menores se unían a la fa­ mosa clase de los actores (ariori), un grupo de miles de personas que algunos estiman la quin­ ta parte de la población, en otros tiempos fa­ mosos por sus licencias sexuales y por la nor­ ma de que quien tuviera un hijo vivo quedaría excluido del grupo. Así pues, el infanticidio era en parte una resolución del problema del her­ mano menor. Por otro lado, el infanticidio re­ solvía el problema igualmente político que plantearía la presencia de niños ilegítimos de descendencia importante entre las capas infe­ riores de la población, ocasionada, una vez más, por las libertades sexuales de que disfrutaban las personas de rango. En especial en Tahití se solía matar a la descendencia de los padres de distinto rango. (Por lo tanto no es necesario suponer que el hecho de favorecer a u n niño

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a expensas de sus hermanos era una respuesta adaptativa a la escasez —de la cual no hay pruebas concluyentes en cualquier caso—, ya que la práctica aumenta en proporción al ran­ go social, y por tanto en proporción a los dere­ chos previos y prioritarios sobre los recursos.) En Hawai había algo análogo: una condición general a todos los niveles de una prolongada adolescencia, quizás hasta los veinte o veinti­ cinco años, que se puede atribuir a ciertos con­ venios por los cuales un hombre tenía que es­ perar a establecerse hasta que pudiera reempla­ zar a un cabeza de familia fallecido de la gene­ ración superior en las tierras de su familia o de la de su mujer. Entretanto, los hombres y las mujeres eran sumamente móviles y care­ cían de frustraciones sexuales, pero cualquier niño nacido de sus relaciones de juventud esta­ ba expuesto al infanticidio (Malo, 1839). No obstante, era muy probable que los hogares que finalmente fundaban estas personas incluyeran a niños adoptados engendrados por otros. A la vista de tales costumbres, o de la buena disposición de los «padres» de las islas Trobriand a aceptar niños nacidos de sus mujeres durante su ausencia, la siguiente afirmación del sociobiólogo Alexander tiene un especial inte« rés teórico: D espués de todo, D arw in h ab ía observado (1859, pá­ gina 201) que «si se p u d iera p ro b a r que cualquier p a r­ te de la e stru c tu ra de cualquier especie se h u b iera form ado p a ra el bien exclusivo de o tras especies, esto echaría por tie rra mi teoría, ya que este hecho no h ab ría sido producido p o r la selección n atural»... Ni D arw in ni ninguno de sus sucesores pensó en

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su b ray ar la evidente conclusión que se sigue de su hipótesis de 1859, y q u e es incluso m ás apropiada y asom brosa. El hecho de e n c o n tra r una adaptación en un individuo cuyo único y claro efecto fuera ay u d ar a un co m p etid o r rep ro d u ctiv o d en tro de la m ism a especie, tam b ién echaría p o r tie rra toda la teo ría d e D arwin (A lexander, 1975, pp. 81-82).

Dejo que los biólogos saquen sus propias con­ clusiones. Por lo que se refiere a la clara con­ ciencia que supone E. O. Wilson que la gente tiene de sus propios lazos de sangre, ese «cálcu­ lo intuitivo de los lazos de sangre» cuya socia­ bilidad se predica algebraicamente, considere­ mos esta afirmación de una moderna mujer hawaiana sobre su relación con Kealoha, hija de su hermano adoptado: K ealoha es la h ija de m i h erm an o . Por supuesto m i herm ano n o es realm en te m i herm ano, ya que am bos som os h ijo s hanai [ad o p tiv o s] de m i padre. Supongo que m i p a d re no es realm en te m i padre, ¿verdad? Sé quién es mi m ad re real, p ero no me gusta y nunca la veo. Mi herm an o hanai es m edio haw aiano y yo soy haw aiana p u ra. Supongo que en realidad n o te n e­ m os relaciones de sangre, p ero siem p re pienso en él com o m i h erm an o y siem p re pienso en m i p ad re [adoptivo] com o m i pad re. Creo que tal vez P apa [su p ad re adoptivo] sea el h erm a n o de m i abuelo; n o estoy segura, ya que n u n ca p reg u n tam o s esas cosas. Así que no sé qu é relación tengo con Kealoha e n reali­ dad, au n q u e la llam o m i h ija (H ow ard, 1970, p. 43).

Volviendo a Rangiroa, los grupos de descen­ dencia mayores (áti) se basan en los mismos principios de parentesco que los componentes familiares (’ópá ho*e). Se podría considerar el áti como una especie de «un solo vientre» de orden superior, ya que sus miembros compar­ ten una sustancia hereditaria y constituyen, de

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nuevo a este nivel, una unidad genealógica. En consecuencia, los habitantes de Rangiroa dicen que los áti se distinguen por ciertos rasgos fisionómicos y ciertas disposiciones psicológicas: Las ideas polinesias acerca de la herencia son tales que todos los m iem bros del m ism o áti p asan po r com ­ p a r tir ciertos rasgos físicos y psicológicos... que se m anifiestan «positivam ente» en determ in ad as ap titu ­ des o cualidades y «negativam ente» en im perfecciones, excentricidades o defectos que se pueden sacar a cola­ ción y rid icu lizar desp iadad am en te en to'a, especie de apodos difam atorios m ediante los cuales las personas que no perten ecen al áti se b u rlan de sus m iem bros (O ttino, 1972, pp. 24041).

Como unidad hereditaria, el áti mantiene com­ plejas relaciones con la unidad del grupo de hermanos para determinar prácticamente el grado de parentesco existente entre dos persañas. Frecuentemente la relación es compleja a causa del carácter bilateral (cognaticio) de la solidaridad y pertenencia al grupo que actúan simultáneamente en diferentes niveles sociales, de manera que una persona puede tener parien­ tes en diferentes áti genealógicamente más cer­ canos que los que tiene en el suyo propio. En la determinación vectorial del grado de paren­ tesco que resulta, a veces la conexión genealó­ gica tiene menos fuerza que el factor de corresi­ dencia y de afiliación al grupo. La distancia de parentesco se ve también afectada por las dife­ rencias religiosas y por diversas oposiciones personales, pero dejaré esto de lado al comen­ tar la excelente ilustración que hace Ottino de la inflexión de las relaciones por la pertenencia al áti (fig. 1),

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Ati Hoara

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(Ati Hoara)

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(Atí Fariua)

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(Ati Hoara) Fig. 1. Relaciones genealógicas y distancia de parentesco, Rangiroa (adaptado de Ottino, 1972, p. 236).

El informante B, dice Ottino, estaba bastante equivocado en cuanto a la «cercanía» de su pa­ rentesco con a a pesar de que eran primos her­ manos. Por un lado, decía que a era un pariente «cercano», pero luego matizaba esto de diferen­ tes maneras. Sin embargo, b sabía muy bien cuál era su relación con c: era «pariente cerca­ na» suya. El problema de la relación entre A y B es que aunque sólo se distancian en «dos sangres» pertenecen a diferentes casas (’ópá ho'e) y a diferentes áti, mientras que c pertene­

,

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ce al mismo áti que B. De este modo, B se siente inequívocamente más cerca de c que de a, a pe­ sar de la disparidad genealógica que ello su­ pone: r (b, a ) = 1 / 8 , mientras que r (b, c)= l/1 6 . Del mismo modo, el informante d mantenía que A era un pariente cercano, por el áti común. Pero «con igual convicción y en flagrante con­ tradicción con los datos genealógicos (que co­ noce perfectamente) d se considera pariente muy lejana de c» (i b i d p. 236). Aquí el coefi­ ciente de relación con el pariente reconocido como «cercano» es por lo menos 1/258, mien­ tras que con el pariente «muy lejano» es 1/32. Según la teoría de la selección por parentesco, tales personas —y/o su cultura— están genéti­ camente condenadas7. ¿Qué hemos de concluir? Wilson, Trivers, Alexander y otros sugieren que la selección por parentesco, que es esen­ cialmente un análisis en términos de coste/be­ 7 Uno de los objetivos básicos de todo este ejercicio de etnografía del parentesco ha sido m ostrar que las cate­ gorías de «cercano» y «lejano» varían independientemente de la distancia consanguínea y que estas categorías orga­ nizan la práctica social real. Tengo que subrayar esta cuestión básica porque los sociobiólogos, y en especial Alexander (1975), consideran la tendencia igualmente cono cida de la reciprocidad económica a variar en sociabilidad de acuerdo con la «distancia del parentesco», como una prueba cultural del «nepotismo» biológico, y, por lo tanto, como una prueba de la selección por parentesco. Por el análisis anterior se puede ver que esta conclusión se basa en una elemental interpretación errónea de la etnografía. Los sectores del parentesco de «cercano» y «lejano», tales como el «propio linaje» frente al «otro linaje», cuya reci­ procidad se predica, no corresponden al coeficiente de relación, de modo que la prueba que se cita en apoyo de la selección por parentesco (por ejemplo, Sahlins, 1965) de hecho la contradice (véase también la nota 8).

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neficio del comportamiento de una persona ha­ cia sus parientes genéticos sobre la base del programa de automaximización del adn, es la estructura profunda de la acción social huma­ na. Esta estructura explica todo tipo de varia­ ciones a lo largo del espectro del egoísmo y el altruismo, esto es, en cuanto otras tantas for­ mas selectivamente adecuadas de egoísmo. Tri­ vers (1974) aplica el mismo tipo de análisis a la pretendida omnipresencia del conflicto entre padres e hijos, puesto que el éxito reproduc­ tivo de un padre se vería comprometido, mien­ tras que el de cualquiera de sus hijos se vería beneficiado, por un grado de «inversión parentai» (es decir, cuidado del hijo) que fuera más allá del interés genético de 1/2 que siente un padre por uno de sus hijos y del igual interés que siente por cualquiera de los otros hijos. Trivers suele considerar como prueba de la ge­ neralidad del conflicto entre padres e hijos en los «seres humanos» la experiencia popular que los psicólogos sociales occidentales descu­ bren en experimentos controlados. Para él, siempre es posible considerar el comportamien­ to de las adolescentes americanas o de los ni­ ños londinenses como testimonio de las tenden­ cias humanas universales (por ejemplo, 1971, 1972). El hecho de que los sociobiólogos hayan adoptado de modo característico un discurso económico sugiere el mismo tipo de problema etnocéntrico. Al analizar la selección por pa­ rentesco, se han mostrado muy dispuestos a alegar como cualidades de toda la humanidad los atributos de una sociedad que llega hasta el punto de considerar a sus propios hijos como

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«posesiones» (cf., Escuela de Economía de Chicago). Pero como dice el proverbio maorí, «los problemas de otras tierras son suyos». El concepto de selección por parentesco o el de selección natural, desarrollado por la sociobio­ logía, es especialmente apropiado para un sis­ tema de producción que incluye también al tra­ bajo humano en la categoría de mercancía. De hecho, en él los hombres deben vender su pro­ pio uso a otros cuyo interés reside en una re­ producción creciente de sus existencias (capi­ tal): un sistema, por tanto, en el que las rela­ ciones sociales fundamentales son las del inter­ cambio con miras a la transferencia neta de la capacidad reproductiva. Quizás fuera Marx quien reveló por primera vez la especificidad histórica de la ideología de la selección por pa­ rentesco: La ap aren te necedad que reduce todas las m últiples relaciones en tre los hom bres a una sota relación, la de la utilizabilidad, esta abstracción ap aren tem en te m etafísica, b ro ta del hecho de que, d en tro de la m o­ d ern a sociedad burguesa, todas las relaciones aparecen p rácticam en te en cu ad radas d en tro de u n a sola, que es la relación a b stra c ta del dinero y el com ercio, E sta teo ría surgió con H obbes y Locke... H olbach explica todas las actividades de los individuos en sus relacio* nes m utuas com o u n a relación de u tilid a d y u tiliza­ ción, en tre o tras, p o r ejem plo, el lenguaje, el am or, et­ cétera. Las relaciones reales q u e aquí se d an p o r su* p u estas son, p o r tanto, el lenguaje, el am or, d eterm i­ n ad as m anifestaciones de determ in ad as cualidades de los individuos. E stas relaciones no en cierran , según la teoría a que nos estam os refiriendo, el sen tid o pro­ pio y peculiar de ellas m ism as, sino q u e son expresión y m anifestación de u n a tercera relación que se desliza p o r debajo de ellas y que es la relación de utilidad o de utilización [= te rro r]...

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Esto es lo que realm ente o cu rre con el burgués. P ara él, solam ente una relación, la relación de explo­ tación, vale p o r ella m ism a; todas las dem ás sólo va­ len en cuanto pueden s e r ab so rb id as po r aquélla, e incluso en los casos en que se encuentra con relacio­ nes que no pueden su b o rd in arse d irectam ente a la de explotación, las su p ed ita a ella, p o r lo m enos en el plano de la ilusión... P o r lo dem ás, a p rim era vista se ve que la categoría «utilizar» se ab strae d e las relaciones reales de intercam bio en que m e hallo con los otros individuos, y en m odo alguno de la refle­ xión y la m era vo lu n tad y q u e luego, a la inversa, aquellas relaciones se hacen p a sa r p o r la realid ad de esta categoría ab stra íd a de ellas m ism as, lo q u e es un m étodo de p ro ced er p erfectam en te especulativo (Marx y Engels, 1965, pp, 460*61).

Nuestro análisis de las sociedades basadas en el parentesco, que constituyen el reverso histó­ rico del individualismo apropiador y posesivo y, por lo que se refiere al carácter representa­ tivo en la historia, la condición humana nor­ mal, sirve de apoyo a los siguientes juicios so­ bre la teoría de la selección por parentesco. En primer lugar, ningún sistema de relacio­ nes de parentesco humanas está organizado se­ gún los coeficientes genéticos de relación tal y como los conocen los sociobiólogos. Cada uno de ellos está compuesto, desde este punto de vista, por reglas arbitrarias de matrimonio, re­ sidencia y descendencia a partir de las cuales se generan disposiciones distintivas de grupos y estatus de parentesco, y determinaciones de la distancia parental que violan las especifica­ ciones naturales de la genealogía. Cada orden de parentesco tiene, en consecuencia, su propia teoría de la herencia o de la sustancia compar­ tida, que no es nunca la teoría genética de la

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moderna biología, y un modelo correspondien­ te de sociabilidad. Tales concepciones humanas del parentesco pueden estar tan lejos de la bio­ logía que excluyan todas las conexiones genea­ lógicas de una persona, excepto una pequeña fracción, de la categoría de «pariente cercano», al tiempo que incluyen en esa categoría, en la medida en que comparten una sangre común, a personas que están relacionadas de manera muy lejana o incluso son completamente extra­ ñas. Entre esos extraños (genéticamente) pue­ den estar los propios hijos (culturalmente). En segundo lugar, dado que las relaciones de parentesco culturalmente constituidas rigen el proceso real de cooperación en la producción, la propiedad, la mutua ayuda y el intercambio marital, los sistemas humanos que ordenan el éxito reproductivo parten de un cálculo com­ pletamente diferente del previsto por la selec­ ción por parentesco y, sequitur est, por una se­ lección natural concebida de manera egoísta. De hecho, la relación existente entre la coope­ ración pragmática y la definición del parentes­ co es a menudo recíproca. Si los parientes cer­ canos son los que viven juntos, entonces los que viven juntos son parientes cercanos. Si los parientes hacen regalos de comida, entonces re­ galar comida emparenta a las personas: son dos formas simbólicamente interconvertibles de la transferencia de sustancia. Porque en la medida en que el parentesco es un código de conducta y no meramente de referencia, por no hablar de la referencia genealógica, la conducta se convierte en un código de parentesco. Así pues, podemos estar seguros de que las cate­

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gorías del parentesco son eminentemente prác­ ticas, precisamente en la medida en que son libremente conceptuales, y por ello se convier­ ten en el auténtico lenguaje de la experiencia social8. Con todo, como Durkheim pensó, no hay ex­ periencia social para los hombres al margen de su conceptualización, y en la cuestión que nos ocupa de ello se deduce que dar a luz es un * John Tanner, un blanco hecho prisionero, vivió en Grand Portage, en calidad de hijo de una india ottawa, a principios de la década de 1790, El marido de la mujer habla muerto, y Tanner y otro hombre iban de caza, sin ningún éxito, cuando un hombre de la tribu de los muscogi llevó a los ottawa a su propia tienda, que estaba a dos días de camino. «Nos llevó a su tienda», cuenta Tanner, «y mientras permanecimos con él no nos faltó de nada... Cuando alguno de los que entonces pertenecían a la familia de Net-no-kwa [la familia ottawa de Tanner] se encontraba después de muchos años con alguien de la familia de Pe-twaw-we-ninne [el muscogi que les había salvado], le llamaba 'hermano' y le trataba como a tal» (Tanner, 1956, p. 24). O, a la inversa, considérese el siguiente informe etno­ gráfico de la isla de Pascua: «Semejante técnica de tratar a los parientes como com­ pañeros de intercambio, al tiempo que afirma que inter­ cambiar no es nada más que com partir los recursos pro­ pios de los comiembros de una familia, proporciona una base lógica para deshacerse de los parientes no deseados, o, cuando conviene, para considerar a un primo genealó­ gicamente lejano como un pariente más cercano que otro de un grado menor. Esto da como resultado un curioso silogismo: La familia comparte los bienes. Yo no comparto los bienes contigo. Tú no compartes los bienes conmigo. Luego, no somos familia. Esta actitud perm ite a la gente eliminar a ciertos ante­ pasadosde sus genealogías cuando les conviene simple­ mente poniendo fin a las relaciones de intercambio con otros descendientes» (McCall, 1976, p. 271).

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pretexto de parentesco tanto como dar regalos. Lo primero está igualmente sujeto a la interpre­ tación social de las relaciones y no más con­ templado que lo segundo por los axiomas gené­ ticos. Una tercera conclusión, pues, es que el parentesco es una característica única de las sociedades humanas, distinguible precisamente por su emancipación con respecto a las rela­ ciones naturales. Cuando los sociobiólogos uti­ lizan el término «parentesco», y con ello quie­ ren referirse a las conexiones de «sangre», ima­ ginan que están invocando la lengua común y la experiencia común de hombres y animales o, al menos, de los hombres en cuanto anima­ les. Para ellos, este concepto prebabeliano no se refiere más que a las cosas de la vida: una serie conectada de actos de procreación, sobre los que debe actuar la selección natural. No obstante, en la práctica cultural es el nacimien­ to el que sirve de metáfora del parentesco, y no el parentesco de expresión del nacimiento. El nacimiento en sí no es nada aparte del sis­ tema de parentesco que lo define. Pero, como acontecimiento dentro de este orden cultural, el nacimiento se convierte en el índice funcio­ nal de ciertos valores de la infancia y del lina­ je, valores que nunca son los únicamente con­ cebibles, sino, antes bien, los que integran a las personas en cuestión, dentro y más allá de la familia, en formas independientes de sus grados de conexión genética. Las relaciones que se pueden rastrear en las líneas genealógicas, tales como la descendencia patrilineal o la matrilineal, responden a consideraciones de iden­ tidad y de oposición social externas a los ne­

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xos biológicos como tales; son relaciones im­ puestas a éstos, que los organizan en nombre de un esquema social relativo, y que por ello los distorsionan. Esto no significa que la gente no rastree sus genealogías más o menos amplia­ mente y de un modo bilateral. Por el contrario, lo harán precisamente porque se usan diferen­ tes tipos de vínculos consanguíneos para esta­ blecer distinciones tales como «dentro del grupo» y «fuera del grupo», y para estipular las relaciones que hay entre ellos. Así, por ejem­ plo, se puede esperar que el cálculo bilateral sea importante exactamente en la medida en que la descendencia matrilineal o patrilineal introduce una deformación en la solidaridad del parentesco, ya que es la diferencia de pa­ rentesco a través de hombres o de mujeres —carente en sí de importancia para la distan­ cia genética— la que determina la diferencia en el comportamiento social. Por tanto, la ge­ nealogía sirve para situar a los individuos en una relación mutua, pero según valores cuali­ tativos de solidaridad que nunca se podrían descubrir en las conexiones genéticas como tales. De ahí que digamos que la determinación del parentesco a través de actos de nacimiento es tan arbitraria y creativa como su establecimien­ to a través de actos de intercambio o residen­ cia. Además, como en el caso de la «agresión» y de otras disposiciones humanas, a las diver­ sas emociones que se pueden movilizar alrede­ dor del nacimiento, aunque sean potencialida­ des de la propia evolución biológica, se les da un efecto social solamente por los significados

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(esto es, el parentesco) culturalmente asignados al acontecimiento. Unicos con esta capa­ cidad de interpretación creativa, sólo los hu­ manos formulan sistemas de parentesco pro­ piamente dichos; incluso la genealogía, al ser el producto de esta misma capacidad, actúa en la sociedad humana como la ideología del pa­ rentesco, no como su fuente. Dado que las ca­ tegorías de parentesco dan valores arbitrarios a las relaciones genealógicas, los sociobiólogos se han visto obligados a suponer que las ca­ tegorías son mistificaciones culturales de prác­ ticas biológicas más auténticas. Sería más pre­ ciso decir que, en la medida en que el paren­ tesco utiliza un código de nacimientos, es una mistificación genealógica de prácticas auténtica­ mente culturales. Así pues, de manera paradó­ jica, cuando vemos cómo las personas ordenan su vida social según las premisas de la genealo­ gía, tenemos buenas pruebas de que están vio­ lando los dictados de la genética. En cuarto lugar, se deduce que los seres hu­ manos no sólo se reproducen como seres físi­ cos o biológicos, sino como seres sociales: no en su condición de expresiones automediadoras de un adn emprendedor, sino en su condi­ ción de miembros de familias y linajes y en su calidad de primos cruzados y jefes. Tam­ bién se deduce que lo que se reproduce en los órdenes culturales humanos no es los seres hu­ manos como seres humanos, sino el sistema de grupos, categorías y relaciones sociales en el que viven. Las entidades de la reproducción so­ cial son precisamente estos grupos y relaciones culturalmente formulados. Los individuos del

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mismo grupo pueden entonces figurar como ex­ presiones particulares de la misma sustancia inherente: tienen un coeficiente de relación igual a 1, sea cual fuere su distancia genealó­ gica. A la inversa, su propia persistencia no es concebida individualmente o como las oportu­ nidades de mortalidad de su propia reserva ge­ nética. Tienen una existencia eterna como nom­ bres, así como un destino espiritual como an­ tepasados o grandes hombres, cuya única ga­ rantía puede ser una existencia moral en vida muy alejada de las exigencias egoístas de una aptitud general. En este sentido se puede enten­ der que la reproducción humana es el medio para la persistencia de los órdenes sociales co­ operativos, y no el orden social el medio por el cual los individuos facilitan su propia repro­ ducción. Por último, la conclusión más fundamental debe ser que la cultura es la condición indis­ pensable de este sistema de organización y re­ producción humanas, con todas sus sorpresas para la teoría biogenética del comportamiento social. La sociedad humana es cultural, única en virtud de su construcción por medios sim­ bólicos. E. O. Wilson dice: «La forma más ele­ vada de tradición, sea cual fuere el criterio que elijamos para juzgarla, es por supuesto la cul­ tura humana. Pero la cultura, aparte de su im­ plicación en el lenguaje, que es verdaderamente único, sólo en grado difiere de la tradición ani­ mal» (1975, p. 168). Literalmente, la afirmación es correcta. Si dejáramos a un lado el lengua­ je, la cultura sólo diferiría de la tradición ani­ mal en grado. Pero precisamente debido a esta

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«implicación en el lenguaje» —frase que difí­ cilmente conviene a un discurso científico se­ rio—, la vida social cultural difiere cualitativa­ mente de la animal. No es solamente la expre­ sión de un animal de otro tipo. La razón por la cual el comportamiento social humano no está organizado mediante la maximización indivi­ dual del interés genético es que los seres hu­ manos no están definidos socialmente por sus cualidades orgánicas sino en términos de atri­ butos simbólicos; y un símbolo es, precisamen­ te, un valor significativo —tal como «parentes­ co cercano» o «sangre compartida»— que no se puede determinar mediante las propiedades físicas de aquello a lo que se refiere. Wilson habla de boquilla (si se puede expre­ sar de esta manera) del famoso «carácter ar­ bitrario del signo». Pero para él, la importancia teórica del habla humana reside en su función de comunicación más que en su estructura de significación, de manera que es concebida pri­ mordialmente para transmitir información más que para generar significados (cf. Eco, 1976). Como comunicación, el lenguaje no se puede distinguir de la clase de las señales animales: sólo supone un aumento (cuantitativo) en la ca­ pacidad de señalar. Lo que se señala es la in­ formación, que se puede medir, como en la teo­ ría clásica, mediante la alteración práctica, en el comportamiento del receptor, de algún otro curso probable de acción (la entropía negativa; cf, Wilson, 1975, p. 10). Esta concepción fun­ cional del lenguaje, que por cierto es exacta a la de Malinowski, es particularmente apropia­ da a un punto de partida biológico, ya que para

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éste el habla humana se subsume automática­ mente en la acción adaptativa de responder al mundo natural o dado. Lo que se pierde en ello es la acción creativa de construcción de un mundo humano: esto es, mediante la sedi­ mentación de valores significativos sobre las diferencias «objetivas» de acuerdo con esque­ mas locales de significación. Por lo que se re­ fiere a su concepto o significado, una palabra no es referible simplemente a estímulos exter­ nos sino ante todo a su lugar en el sistema del lenguaje y la cultura, en resumen, a su propio entorno de palabras conexas. Por contraste con éstas se construye su propia valoración del ob­ jeto, y la totalidad de esas valoraciones es una constitución cultural de la «realidad». Lo que en este punto está en juego es la idea de que cada grupo humano ordena la objetivi­ dad de su experiencia, incluyendo el «hecho» biológico del parentesco, y así hace de la per­ cepción humana y la organización social una concepción histórica. La comunicación humana no es un simple síndrome de estímulo-respuesta, obligado de este modo a representar las exi­ gencias materiales de la supervivencia. Porque la objetividad de los objetos es en sí una de­ terminación cultural, generada por la asigna­ ción de un significado simbólico a ciertas dife­ rencias «reales» aunque se ignoren otras. Ba­ sándose en esta segmentación o découpage se constituye lo «real» sistemáticamente, esto es,, de un modo cultural dado. Cassirer explica: Una representación «objetiva» —esto es lo que deseo explicar*— no es el pu n to de p a rtid a d e la form ación del lenguaje, sino el fin al que conduce este proceso;

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no es su term in u s a quo sino su term in u s ad quem . El lenguaje no e n tra en u n m undo de percepciones objetivas ya o b tenidas con an terio rid ad , sim plem ente p ara añ ad ir a unos objetos individuales dados signos que serían p u ra m e n te externos y arb itrario s. Es en sí u n m ediador en la form ación de objetos; es, en cierto sentido, el m ediador p o r excelencia, el in stru ­ m ento m ás im p o rtan te y valioso p ara la conquista y construcción de un auténtico m undo de o bjetos (Cassirer, 1933, p. 23; cf. S aussure, 1966 [1915]; Boas, 1965 [1911]; Lévi-Strauss, 1966; Douglas, 1973).

Una vez más, en este sentido se entiende ade­ cuadamente la cultura como una intervención en la naturaleza más que como una automediación de ésta a través de símbolos, Y los he­ chos biológicos, tales como el apareamiento hu­ mano y otras cosas de la vida, entran en juego como instrumentos del proyecto cultural, no como sus imperativos. No hago más afirmaciones en favor de la cul­ tura con respecto a la biología que las que la biología haría con respecto a la física y a la química. En una obra clásica sobre la adapta­ ción, G. C. Williams observa que la biología es física y química más selección natural. Pero la última solamente es el principio de la materia en forma viva, y la única que puede explicar las propiedades biológicas de la clase de los se­ res vivos. Williams escribe; Si se nos pid iera que explicáram os la tray ecto ria de una m anzana que cae, dada u n a descripción adecuada de sus propiedades m ecánicas y su posición y velo­ cidad iniciales, en co n traríam o s que los principios de la m ecánica son suficientes p ara d a r u n a explicación satisfactoria. S erían ta n adecuados p ara la m anzana como p ara u n a roca; el que la m anzana sea algo vivo no haría que este p ro b lem a fuera biológico. Sin em ­

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bargo, si se nos p re g u n ta ra cóm o adq u iere la m anzana sus diversas propiedades, y p o r q u é tiene estas pro­ piedades en vez de o tra s, n ecesitaríam os la te o ría de la selección n atu ra l, al m enos po r im plicación. Sola­ m ente así podríam os ex p licar p o r qué la m anzana tiene una cera im p erm eab le en el exterior y no en o tra p arte, o p o r qué contiene em briones laten tes y no algo m ás... Podríam os d ecir lo m ism o de cualquier p a rte o actividad n o rm al de cu alq u ier estadio de la h isto ria de la vida en cualq uier especie en la biota de la tierra, p asada o p re se n te (W illiams, 1966, pp. 5-6).

En el mismo sentido se podría añadir que la gravedad constituye un límite a las formas bio­ lógicas: cada etapa en la historia de la vida de cada especie tiene que acomodarse a ella y cualquier mutación que pudiera tratar de ac­ tuar estructuralmente de otra manera lo haría por su cuenta y riesgo. Pero un límite es sola­ mente una determinación negativa; no especi­ fica positivamente cómo se realiza el imperati­ vo. Dentro de los límites de la gravedad se ha desarrollado cada etapa de cada especie; de ahí que tales límites no expliquen nada de la differentia specifica de las formas vitales, sino sólo el hecho de que algunas de ellas no hayan con­ seguido superar ciertas tolerancias. Yendo to­ davía más lejos, es posible decir que las pro­ piedades físicas o químicas, tales como la gra­ vedad, son los medios que emplean las formas biológicas en la producción del organismo. No obstante, solamente la selección natural expli­ ca qué medios físicos se emplean para qué fi­ nes —esto es, la estructura definida del orga­ nismo—: las leyes de la materia inorgánica no los pueden estipular. En una jerarquía seme­

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jante de determinaciones, las leyes físicas y químicas son absolutamente necesarias para explicar los fenómenos biológicos, pero son igual y absolutamente insuficientes. Entre cultura frente a biología (y por impli­ cación, física y química) se da el mismo tipo de relación jerárquica, La cultura es biología más facultad simbólica. Si nos preguntáramos cómo adquiere sus propiedades un sistema dado de parentesco, caciquismo o creencias re­ ligiosas, habríamos de tener una teoría de la atribución simbólica. O, por seguir con la vie­ ja manzana: si se nos pidiera que explicáramos por qué tiene una cera impermeable en el exte­ rior o por qué contiene embriones latentes, los principios de la selección natural bastarían para dar una explicación satisfactoria. Pero si de­ seáramos saber por qué fue este fruto y no otro el símbolo del conocimiento camal y su con­ sumo la fuente del pecado original, necesitaría­ mos una teoría del significado. En una reciente entrevista concedida al Harvard Crimson, E. O. Wilson rechaza cualquier intento de explicar biológicamente toda la vida social humana. Quizás sólo se pueda atribuir a la biología el 10 por 100, afirma. Es difícil imaginar qué tipo de síntesis moderna de las ciencias sociales se propone establecer Wilson con un margen de un 10 por 100. Pero la retirada, si lo es, no bas­ ta. En el comportamiento cultural humano, no nos ocupamos de un sistema multifactorial ni superdeterminado en el que entran diversas consideraciones de diferente orden y naturaleza en ciertas proporciones determinables: una mezcla del 10 por 100 de biología, el 5 por 100

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de física, el 3 por 100 de química, el 0,7 por 100 de geología, el 0,3 por 100 de la acción de los cuerpos celestes y el 81 por 100 de lógica sim­ bólica. Todas las limitaciones orgánicas e inor­ gánicas están implicadas en un 100 por 100 en algún sentido: en el sentido de que la vida cul­ tural debe ajustarse a las leyes naturales. Pero una ley de la naturaleza se somete a un hecho de la cultura igual que un límite a una forma, una constante a una diferencia y una matriz a una práctica. Nunca se podrán explicar las pro­ piedades culturales de un hecho tal refiriéndo­ lo a contenidos subyacentes de un orden dife­ rente. ¿Cómo, entonces, figura la biología en la cul­ tura? En su modalidad menos interesante, como un conjunto de límites naturales al fun­ cionamiento humano. De manera más crítica, la biología humana pone a disposición de la cultura un conjunto de medios para construir un orden simbólico. Uno de los ejemplos me­ jor documentados es el de la percepción del color (Berlin y Kay, 1969). He comentado en otra parte el problema de los universales de color con algún detalle (Sahlins, 1976a); aquí me referiré solamente a las conclusiones de ese estudio en la medida en que se relacionan con el problema que nos ocupa. En primer lugar, hay que entender que los términos básicos de color, tales como «rojo», «negro» o «azul», no «significan» el acto indicador de singularizar algún segmento o pedazo de un mapa de color de Munsell. Como dijo Wittgenstein: «Señala el color de algo; ¿cómo lo harás?» En las cultu­ ras los colores son códigos semióticos: se uti­

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lizan para expresar las diferencias que hay en­ tre la vida y la muerte, entre lo noble y lo ple­ beyo, entre lo puro y lo impuro, distinguen las mitades y los clanes, las direcciones en la brú­ jula y los valores de cambio de dos sartas de cuentas por lo demás similares. En los vastos esquemas de las relaciones sociales intervienen como signos. Así pues, es precisamente porque los colores favorecen este significado cultural por lo que sólo ciertos preceptos biológicamen­ te a disposición de los seres humanos se con­ vierten en «básicos», a saber, aquellos que por sus contrastes distintivos y sus relaciones perceptuales tales como la unicidad o la complementariedad de tono, pueden funcionar como significantes en los sistemas significativos. El problema es el mismo aquí que en los impera­ tivos biológicos de los tipos de rasgos de un sonido lo suficientemente contrastador como para que se utilicen fonémicamente, La cues­ tión está en que si se ha de diferenciar semán­ ticamente el «amarillo» del «rojo», es impro­ bable que este último se identifique como algún tipo de naranja, es decir, so pena de una evi­ dente contradicción entre las relaciones con­ ceptuales y las perceptuales, ya que tanto el amarillo como el rojo se pueden ver en el na­ ranja. El «rojo» más notable será aquél que en la gama espectral el ojo humano vea como úni­ co, sin mezcla de ningún otro color. Así pues, no es que los términos de color tengan unos significados impuestos por los imperativos de la naturaleza física y humana, como algunos han sugerido; es que asumen esos imperativos en la medida en que son significativos.

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La estructura de la percepción humana pro­ porciona los datos naturales de un proyecto cul­ tural, en este caso especialmente los pares cro­ máticamente únicos y complementarios del rojo y el verde, del amarillo y el azul. Pero, ¿cómo,, entonces, debemos explicar la presencia en cier­ tas culturas de estructuras biológicas univer­ sales que no están universalmente presentes? La gama de los términos de color básicos en los lenguajes naturales va de dos a once. (No sé si hay algún caso de cero; parece que no hay ninguno de un solo término básico: siem­ pre hay al menos dos, los pancromáticos «luz» y «oscuridad», lo que indica que la capacidad de señalar contrastes significativos es la razón de ser de un conjunto básico de colores.) Evi­ dentemente, las culturas están en libertad de aplicar de diversos modos las distinciones de color como códigos semióticos. Están también en libertad de aplicar las diversas estructuras de contraste perceptivo que se puedan idear a partir de la serie de los colores básicos. Y lo que es más importante, son libres de conferir a los colores unos significados determinados, que difieren en contenido de una sociedad a otra. Nos enfrentamos con una relación jerár­ quica entre cultura y naturaleza. Como la astu­ cia de la Razón de Hegel, la sabiduría del pro­ ceso cultural consiste en poner al servicio de sus propias intenciones sistemas naturales que tienen sus propias razones.

SEGUNDA PA R T E

BIOLOGIA E IDEOLOGIA

3. LAS TRANSFORMACIONES IDEOLOGICAS DE LA SELECCION NATURAL

La evolución de la sociedad se a ju sta al p a ra ­ digm a d arw iniano en su fo rm a m ás individua­ lista. N ada en ella exige ser explicado de otra m anera. La econom ía de la n atu raleza es com­ p etitiv a desde el principio h asta el fin. Com­ p rén d ase esa econom ía y cóm o funciona y que­ darán de m an ifiesto las razones subyacentes de los fenóm enos sociales. Son los m edios p o r los que u n organism o obtiene alguna v en taja e n de­ trim en to de otro. N ingún indicio de au tén tica carid ad m ejo ra n u e s tra visión de la sociedad, una vez q u e se h a dejado a un lado el senti­ m entalism o, Lo que p asa por cooperación resul­ ta ser una m ezcla de o portunism o y explotación. Los im pulsos que llevan a u n anim al a sacrifi­ carse p o r o tro resu ltan tener su razón ú ltim a en lo g rar u n a v en taja sobre un tercero; y los actos «por el bien» de la sociedad re su lta n ser realizados en d etrim en to de las dem ás. C uando es en su p ro p io interés, es razonable esp e ra r que todo organism o ayude a sus com pañeros. Cuando no tiene n in g u n a alternativa, se so m ete al yugo de la serv id u m b re com unal. No o b sta n ­ te, si se le da la plena o p o rtunidad de a c tu a r en su p ro p io interés, nada, excepto la conve­ niencia, le im p ed irá tr a ta r con b ru talid ad , m u­ tila r o asesin ar a su h erm ano, su cónyuge, su p ad re o su hijo. A rañad a un «altruista» y veréis sa n g ra r a u n «hipócrita» (Ghiselin, 1974, p. 247).

El concepto darwiniano de la selección natural ha sufrido un serio descarrilamiento ideológico en los últimos años. Los elementos de la teoría económica de la acción apropiada al mercado competitivo han sustituido progresivamente a

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la estrategia «oportunista» de la evolución con­ cebida en las décadas de 1940 y 1950 por Simpson, Mayr, J. Huxley, Dobzhansky y otros. Se podría decir que el darwinismo, en un principio adaptado a la sociedad como «darwinismo so­ cial», ha regresado a la biología como capita­ lismo genético. La sociobiología ha contribuido especialmente a las últimas etapas de esta evo­ lución teórica. En las primeras etapas, el prin­ cipio económico de la «optimización» o «maximización» reemplazó a la «reproducción dife­ rencial» como proceso fundamental de la selec­ ción natural. Usualmente en biología no se hace ninguna distinción entre «optimización» y «maximización»: se utilizan de manera intercambia­ ble como sinónimos, aunque en otras discipli­ nas a menudo se contrasta la «optimización» con la «maximización», en la medida en que la mejor asignación de los recursos en circuns­ tancias determinadas difiere de una estrategia ideal de ganancia independiente de las circuns­ tancias (es decir, como una «perfecta» realiza­ ción del funcionamiento). En cualquier caso, esta nueva lectura de la selección natural tiene un cálculo de la ventaja evolutiva diferente del de la idea tradicional de la «reproducción di­ ferencial». En un sentido importante, esta úl­ tima es un principio de diferencia significativa mínima; esto quiere decir que cualquier venta­ ja sólida a la hora de engendrar al menos un hijo más de los codificados en el genotipo de uno o más organismos, será seleccionada po­ sitivamente a expensas de los otros genotipos de la población. Veremos que en la forma más reciente del argumento, la selección ha perdido

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de hecho su poder de orientación en favor del esquema de maximización del sujeto biológico individual. La estructura de este argumento transforma la selección en el medio por el que el adn se optimiza a lo largo de las generacio­ nes. La fuerza orientadora de la evolución se desplaza así de las condiciones externas de vida al propio organismo. En las últimas etapas del descarrilamiento ideológico, la sociobiología concibe la estrategia selectiva —en la medida en que se desarrolla en las interacciones socia­ les— como la apropiación de los poderes vitales de los otros organismos en el propio beneficio reproductivo. La selección natural pasa, en úl­ timo término, de la apropiación de los recursos naturales a la expropiación de los recursos de los demás. Como digo, la sociobiología contribuye pri­ mordialmente a la conversión final de la selec­ ción natural en explotación social, ya que en su mayor parte parte de la base de los con­ ceptos anteriores de maximización, que habían sido asumido's por los adversarios de la «selec­ ción del grupo» en apoyo de la alternativa de la «selección individual», y que, en cualquier caso, tienen una larga historia en biología. En­ tre los sociobiólogos, la aceptación de una ló­ gica de la optimización puede estar más o me­ nos matizada, y la adhesión a la selección como explotación puede variar igualmente, La postu­ ra de Ghiselin citada anteriormente es a la vez explícita y extrema. E. O. Wilson atempera en cierto modo su adopción del cálculo económico en la medida en que admite la posibilidad de que haya una selección de grupo en ciertas cir­

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cunstancias. La postura de otros sociobiólogos, tales como Alexander y Trivers, será analizada a su debido tiempo. Es importante observar que como grupo (exceptuando a Ghiselin), los sociobiólogos son bastante osados —y a veces aparentemente inconscientes— por lo que res­ pecta a la transferencia que hacen de las me­ táforas económicas utilitaristas al reino animal. En ocasiones, la práctica del análisis de costes/ beneficios se racionaliza simplemente como una manera cómoda de hablar (Trivers, 1972). A la vez, las viejas concepciones de la selección na­ tural como reproducción diferencial son trata­ das con una explícita deferencia en los escritos sociobiológicos, ya que no se ve ninguna distin­ ción real entre la ventaja diferencial y la maximización, o entre la adecuación al entorno y la capacidad de aventajar a los congéneres. To­ das éstas son otras tantas modalidades de com­ petencia entre organismos, y por lo'tanto de selección natural. Considero que esta mezcla de posturas contrarias, algunas de ellas implí­ citas y otras explícitas, es una prueba de que en la teoría biológica de la selección ha penetrado la teoría popular de la acción, Esencialmente, el proceso de penetración ideológica se puede dividir en dos amplias fa­ ses que corresponden a las sucesivas apropia­ ciones por parte de la biología de la mentalidad de la producción mercantil simple —donde los productores controlan su propio trabajo y re­ cursos— y la de un capitalismo plenamente desarrollado. Pero para comprender estas trans­ formaciones será necesario en primer lugar vol­

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ver a la base tradicional de la «reproducción diferencial». Tradicionalmente, la selección natural ha sido un principio local de cambio histórico. Está definida por unas coordenadas específicas de espacio y tiempo, pero también está específica­ mente indeterminada como principio de ganan­ cia o aptitud. La «selección positiva» es toda ventaja relativa mantenida por cualquier orga­ nismo en su capacidad de producir descendien­ tes fértiles, que se debe a una aptitud de base genética para enfrentarse con las circunstancias ambientales reinantes. El resultado será una creciente representación de los genes útiles en las generaciones siguientes, y por lo tanto un cambio en la distribución de las frecuencias de genes para el conjunto de la población, mien­ tras se mantengan las condiciones selectivas. Así pues, no se afirma nada sobre la maximización. En la ciencia de la economía es cierto que sólo hay una respuesta adecuada a cual­ quier problema de asignación de recursos: «la mejor respuesta», la ganancia optimus maximus, la distribución de los recursos que maximiza los beneficios con los medios disponibles. Pero la selección natural no es la mejor; sólo necesita ser una de las mejores. En ese sentido es un principio mínimo. La selección se vuelve positiva en el momento en que se produce una ventaja relativa. No se estipula teóricamente que la ventaja sobre los congéneres sea la ma­ yor posible. Si yo tengo cinco hijos, y todos mis descendientes tienen igual cinco hijos, mientras el resto de la población sólo tienen cuatro por cabeza, tarde o temprano predomi­

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narán los genes responsables de este éxito re­ lativo; siempre que la población continúe ac­ tuando en las mismas condiciones ambientales. Por supuesto, si tengo ocho hijos fértiles frente a los cuatro de los demás de mi especie, el pre­ dominio tendrá lugar pronto en vez de tarde, pero la selección será positiva sea cual fuere mi ventaja relativa y mínima si tengo cinco hi­ jos. Si en un póker de cinco cartas me salen un par de reyes en cada mano, al final de la partida seré el único ganador; no obstante, si tengo una abundancia repentina en cada mano, es probable que la velada acabe bastante abrup­ tamente. La selección no es en principio la ma­ ximización de la aptitud individual sino cual­ quier ventaja relativa, sea la que sea, de signo positivo en la diferencia relativa mínima. Así pues, es importante observar que si bien la selección puede especificar una dirección de cambio, no especifica el resultado final (Levins, inédito). Los rasgos fenotípicos que representen una mayor aptitud genética se difundirán entre la población, pero esto no hará selectivamente necesario que estos rasgos continúen mejoran­ do o sean perfeccionados hasta el punto de lle­ gar a la optimización funcional y estructural. Para que se produzca este tipo de tendencia ortogenética, sería necesario suponer unas con­ diciones adicionales que ni son las de la defini­ ción de la selección, ni son empíricamente pro­ bables: lo más frecuente será que las circuns­ tancias selectivas que hacen que los rasgos en cuestión sean adaptativos persistan durante el tiempo suficiente para permitir que sucedan los cambios genéticos requeridos. Pero una vez

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más, el principio de selección no estipula que el medio (las presiones selectivas) permanezca constante durante un tiempo dado, por no ha­ blar del tiempo suficiente para un «rastreo» genético óptimo. Simplemente estipula que, du­ rante el tiempo en que se mantiene el medio, los rasgos que confieren una ventaja de aptitud tenderán a prevalecer. Teóricamente resulta in­ justificado sugerir —como hace Wilson (1975, p. 156) y como muchos otros biólogos parecen propensos a hacer— que se puede predecir (o esperar) que la selección natural favorecerá la maximización de este o aquel cambio estructu­ ral o capacidad funcional. En semejantes afir­ maciones, «selección natural» siempre significa «selección natural más un supuesto implícito, o más de uno». Una vez más, la selección es un principio local de cambio de dirección que ac­ túa positivamente sobre cualquier medida de aptitud relativa en un medio determinado du­ rante el período de tiempo que persiste este medio. Si las presiones selectivas cambian de carác­ ter, también lo hace el coeficiente de aptitud y la dirección dél cambio adaptativo. Este es uno de los sentidos de la idea vulgar de que la evo­ lución es «oportunista». (Se podría señalar que otro sentido es que probablemente la diferen­ ciación y la explotación de nuevos centros se verá más favorecida que una táctica de cambio de dirección, en la medida en que el éxito de esta última ha de obtenerse en una competencia directa dentro de la especie.) Pero la motiva­ ción fundamental del concepto de «oportunis­ mo» fue la indeterminación ds las primeras

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fuentes del cambio evolutivo, la variación am­ biental y genética. De modo más exacto, estas variaciones no tienen una relación necesaria en­ tre sí. La mutación (o la recombinación de los cromosomas) es un acontecimiento fortuito con respecto a las condiciones selectivas: generada por una dinámica biológica independiente del medio, normalmente es perjudicial para los or­ ganismos implicados. Tampoco los cambios ambientales proceden al margen de la aptitud de las formas de vida que pueden verse afectadas. Excepto por algunas sugerencias acerca de la presión selectiva sobre la tasa de mutación, esas concepciones de la mecánica del cambio evolu­ tivo parecen ser todavía el saber típico de la biología. Lo que implican claramente es que es la indeterminación, y no la maximización, lo que está en la naturaleza del cambio evolutivo. ¿De dónde sacamos la idea de que la «selección natural» es un proceso de maximización? En el capítulo 2 se ofreció parte de la res­ puesta. De la crítica de la «selección de grupo» se derivó una insistencia redoblada en la «se­ lección individual»; y por oposición al «altruis­ mo» de la primera se derivó el «egoísmo» de la última. El hincapié en el egoísmo hace que re­ sulte fácil pasar lógicamente de la reproducción diferencial de los organismos a una competen­ cia entre ellos, de la competencia a la automaximización y, en sociobiología, de la maximiza­ ción del yo a la explotación de los otros. Cada uno de estos conceptos se convierte pues en si­ nónimo de los demás y de la «selección natu­ ral». No obstante, como ya hemos observado, la dialéctica interna de la biología es insuficiente

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para explicar las transformaciones de la selec­ ción en esas diversas especies de maximización. Esto se puede documentar mediante las impor­ tantísimas incoherencias que aún acompañan a las tesis de los biólogos acerca de la maximi­ zación. No se puede afirmar que los partidarios de la selección de grupo o los sociobiólogos sean infatigables en su invocación de la «maximiza­ ción». Por el contrario, son muy conscientes de las indeterminaciones de la teoría tradicional. «Ningún organismo está siempre perfectamente adaptado», escribe Wilson; «casi todos los pa­ rámetros de su entorno varían constantemen­ te» (1975, p. 144). Los biólogos reconocen que la selección no es ni puede ser típicamente maximizadora, aunque sólo sea porque muy poco de esto se introduce mediante los «compromi­ sos selectivos», la «inercia filogenética» o los eslabones en la estructura orgánica que pueden limitar el desarrollo en ciertas direcciones o in­ ducir en otras distorsiones alométricas. Sin embargo, ser consciente de algo, reconocerlo, no es lo mismo que saber el concepto. No es co­ locarlo en el lugar teórico adecuado. El concep­ to de la selección natural generalmente adop­ tado en la sociobiología es la maximización, como en las afirmaciones de la teoría de la se­ lección por parentesco o del conflicto entre pa­ dres e hijos. Por lo tanto, como todas las per­ sonas implicadas son serios y brillantes estu­ diosos de la biología, esta incoherencia entre su concepto de maximización y su conciencia del oportunismo implica que hay algo que no está del todo motivado por la biología positiva.

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Pero, además, la biología no se practica en un vacío social. Es una actividad intelectual espe­ cializada dentro de una sociedad de un determi­ nado tipo histórico. Sin alegar ninguna inten­ ción política, no sería etnográficamente sor­ prendente encontrar en las contradicciones de la concepción que tiene la biología de la ganan­ cia el síntoma de su doble existencia cultural. En especial, en la medida en que se aplica al estudio de la propia sociedad, no sería inmune a la ideología de mercado. Toda la ciencia oc­ cidental ridiculizó la biología de Lysenko. ¿Po­ dría suceder aquí algo semejante? Consideremos las siguientes afirmaciones so­ bre la selección natural que hacen teóricos de la selección de grupo y los sociobiólogos. G. Williams escribe: «La reproducción de cada individuo está diseñada para maximizar el número de sus descendientes fértiles» (1966, pá­ gina 132). Y más adelante: «Los diversos as­ pectos del comportamiento reproductivo y de la fisiología de una especie, su intensidad, su duración, su ontogenia y todo rasgo importante de sus mecanismos fisiológicos y conductuales, estarían especialmente diseñados para maximi­ zar la actuación reproductiva individual» (ibid., páginas 191-92). Williams cita la descripción que hace Medawar de la «aptitud» con ciertas reservas, pero en apariencia dichas reservas no se extienden a la identificación que hace Meda­ war de los procesos evolutivos con la economía de mercado: La utilización genética de la «aptitud» es una ate­ nuación extrem a del uso com ún [jto d o lo co n trario !]: es, en efecto, u n sistem a p a ra v alo rar las dotes de

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los individuos en función de los descendientes, es de­ cir, en térm inos de la actuación rep ro d u ctiv a neta. Es una valoración genética de los bienes, n o una de­ claración so b re su naturaleza o calidad (ib id ., p. 158).

El siguiente pasaje de E. O. Wilson es útil para ilustrar las posteriores transformaciones im­ puestas a la teoría evolutiva. Aquí el organis­ mo se convierte en el sujeto autodirector del cambio y la selección entra en escena como el medio instrumental para su perfección: Cuando la co n d u cta ex p lo rato ria conduce a u n o o unos cuantos anim ales a u n progreso, au m en tan d o la supervivencia y la reproducción, la cap acid ad p ara ese tipo de conducta ex p lo rato ria y la im itació n del acto fructífero son favorecidas p o r la selección natu ral. Las partes de la an ato m ía que p erm iten h acerlo , en especial el cerebro, serán entonces perfeccionadas por la evolución (Wilson, 1975, p. 156).

Recordemos la frase de Wilson de que ningún organismo está nunca perfectamente adaptado, porque «casi todos los parámetros relevantes de su entorno varían constantemente». En cual­ quier caso he aquí lo que dice Trivers sobre los beneficios máximos netos: D urante una estació n rep ro d u ctiv a d ad a se puede de­ finir la inversión p a ren tal de u n individuo com o la sum a de sus inversiones en cada u n o de sus hijos producidos d u ra n te la estación, y es de sup o n er que la selección n a tu ra l favorece la inversión p aren tal que conduce al m áxim o éxito reproductivo neto (1972, página 139).

Las opiniones de Alexander sobre la selección natural son útiles para ilustrar el desarrollo del concepto hasta el nivel del sistema de mer­

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cado, en el que la reproducción (del capital) se realiza mediante un intercambio que se apro­ pia de la capacidad laboral de otros: Desde el pu n to de vista evolucionista, se deben reco­ nocer dos principios. E n p rim er lugar, se supone que todos los organism os evolucionan continuam ente p d ra m axim izar su a p titu d general. E n segundo lugar, la donación de beneficios de cualquier tipo a o tro orga­ nism o siem pre conlleva gastos, p o r leves que sean, p ara el benefactor, E sta resp u esta incluye u n a reduc­ ción de la ap titu d a causa del tiem po y la energía consum idos, y de los riesgos corridos. Tam bién con­ lleva u n a reducción relativ a de la a p titu d que es el resultado del aum ento en a p titu d del recep to r rep ro ­ ducto ram en te com petitivo. Así, pues, todos los org a­ nism os h an de evolucionar p ara ev itar cualquier caso de beneficencia o altru ism o poco susceptible de p ro ­ p o rcio n ar ganancias superiores a los gastos que con­ lleva (1975, p. 90; cf., 1974).

Esta es simplemente una muestra muy pequeña de un fenómeno muy amplio. Sería fácil acu­ mular muchos más ejemplos, pero es más útil analizar unos cuantos argumentos característi­ cos. Pues la cuestión de fondo es: ¿mediante qué estructura argumental se supone que acon­ tecimientos fortuitos, tales como los cambios genéticos y ambientales, maximizan el resulta­ do selectivo? Consideremos el relato biológico de por qué el salmón del Pacífico pone tantos huevos a la vez. Tanto Williams como Wilson ofrecen el mismo tipo de explicación de este fenómeno. Parece ser el razonamiento biológico medio habitual en esos casos. El argumento se puede describir como un método para reintroducir la tradicional pesadilla de la teleología en la adaptación, tomando arbitrariamente

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ciertas funciones y/o estructuras de un organis­ mo existente como apriorísticas y de alguna manera dadas y anteriores, de modo que el pro­ blema de adaptación es planteado entonces por el organismo, o sea, por la necesidad de hacer a los sistemas dados más eficaces. Las estruc­ turas o actividades complementarias de aqué­ llas ya dadas se consideran entonces como favo­ recidas en el subsiguiente curso de la evolución, esto es, en virtud de sus contribuciones a las demandas a priori de aptitud. Un organismo sistemático ha sido temporalizado analítica­ mente en partes anteriores y posteriores, lo cual confiere a su proyecto de maximización el pa­ pel de fuerza orientadora de la evolución e im­ plica a la selección natural como un medio puesto a disposición del sujeto orgánico. Dicho de otra manera, pues, la «inercia filogenética» se convierte en la fuerza decisiva de la evo­ lución. Así, se da por supuesto que el salmón, des­ pués de un largo y debilitador viaje a contra­ corriente, desova solamente una vez. Si esto es así, resulta selectivamente favorable que ponga tantos huevos como sea posible, aunque le cau­ se la muerte, para maximizar las oportunidades de dejar descendencia viable. «Los salmones del Pacífico desovan solamente una vez, y en ellos encontramos la esperada preponderancia de las funciones reproductivas en detrimento del soma parentab/(W illiams, 1966, p. 174). En consecuencia, también encontramos que antes de su heroico desove hasta la muerte y la in­ mortalidad a la vez, el salmón sufre ciertos cambios orgánicos que optimizan su capacidad

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de poner huevos, como la atrofia del sistema digestivo. Aunque estos cambios hacen imposi­ ble la continuación de su propia existencia, es­ tán positivamente adaptados (seleccionados), por ejemplo, por su provisión de materiales y espacio para un número mayor de gametos (ibid.). En otras palabras, al considerar como inevitable el hecho de un único desove, es lógico que la evolución proceda a maximizar el apa­ rato reproductivo a expensas del digestivo. Wil­ son ofrece esencialmente la misma problemá­ tica en los términos característicos de un cálcu­ lo empresarial: P ara un esfuerzo reproductivo dado 6j realizado en cu alquier edad /, hay un beneficio que se ha de m edir p o r el núm ero de descendientes producidos. Tam bién hay un coste que se ha de m edir por el descenso de la p ro babilidad de supervivencia en • la edad j y en las edades subsiguientes, El coste consiste en la inver­ sión en energía y tiem po, ju n to con la reducción del potencial reproductivo en edades posteriores, debido a la dism inución del crecim iento, a su vez causado p o r el efecto $j. ¿Cómo es posible que una función de beneficio form e una curva cóncava y p o r consiguiente favorezca el p arto único? Si un saim ón h em b ra p u ­ siera sólo uno o dos huevos, el esfuerzo rep ro d u c­ tivo, que consiste prin cip alm en te en el largo viaje a co n traco rrien te, sería m uy elevado. P oner cientos de huevos m ás im plica sólo u n a pequeña can tid ad de esfuerzo rep ro d u ctiv o adicional (1975, p. 97).

Como representación de la selección natural, la falacia de este razonamiento, que se podría de­ nominar la «falacia de un curso de aptitud a priori» resulta bastante evidente. Las diversas dificultades se resumen en la siguiente cues­ tión: si la selección llega tan lejos como para

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atrofiar el aparato digestivo en favor de una única explosión reproductiva que también mata al organismo, ¿por qué no efectúa de modo igualmente fácil cambios estructurales que per­ mitan desovar al salmón dos o más veces con el mismo efecto de aptitud, como por ejemplo hacen los esturiones? (cf. i b i d p. 95). El problema es que este curso u otro fue excluido no por una selección natural, sino por una selec­ ción analítica. Se considera que el salmón es un ser limitado a priori, con una sola solución posible al problema evolutivo de la asignación de recursos a la aptitud, por una premisa no basada en la naturaleza de la propia evolución. El salmón sólo va a tener una oportunidad de poner huevos y eso a un coste muy considera­ ble. Una vez que se ha dado por supuesto este conjunto de condiciones, todas las otras posi­ bilidades de obtener el mismo efecto neto de aptitud pueden ser convenientemente ignora­ das. Al ser ignoradas, la selección forma parte de la explicación como el modo de lograr un resultado intrínseco para el salmón. Y el pro­ yecto autodeterminado de maximización que tiene el salmón se convierte en la lógica del cambio adaptativo. En otras palabras, a causa de la naturaleza del argumento, los papeles del organismo y de la selección natural en la teoría evolutiva tradicional están perfectamente inver­ tidos: el organismo establece la orientación del cambio, mientras que a la selección se le asig­ na la función de proporcionar los materiales necesarios. En un importante artículo sobre «altruismo recíproco» de Trivers, en el que también se

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basa sustancialmente Wilson (1975), este tipo de fascinación por la ganancia neta individual resulta tan notable que realmente prevalece so­ bre la ventaja diferencial entre los individuos como definición de la selección. Se mantiene que la selección sucede siempre que el indivi­ duo obtiene beneficios netos de la interacción social, aunque estos beneficios tal vez no en­ trañen ventaja alguna sobre otros miembros del grupo. Las contradicciones del argumento de Trivers y el hecho de que Wilson lo adopte son fenómenos interrelacionados. Pues el ar­ gumento proporciona de este modo un argu­ mento irrebatible a la sociobiología, según el cual tanto la acción altruista, que no confiere ninguna ventaja al altruista como la acción que sí la confiere (como en la selección por paren­ tesco) pueden ser consideradas igualmente como «adaptativas», definiéndose simplemente la última como ganancia neta (en vez de relati­ va). L. Alien, B. Beckwith y otros, del BostonCambridge Sociobiology Study Group (1976, inédito), han criticado razonablemente el proce­ dimiento partiendo de la base positivista de que no puede ser contrastado: la teoría «siempre conducirá a una historia adaptativa no falsable», Esto es totalmente cierto: si el ego es bue­ no para sus parientes, ello beneficia su propia aptitud general; si, por el contrario, ayuda a un extraño en vez de a un pariente, ello también redunda en beneficio suyo en forma de un al­ truismo recíproco. Además, queda algo por de­ cir acerca del argumento de Trivers, ya que, siempre que nos enfrentamos a dos hipótesis diferentes que se proponen explicar fenómenos

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contradictorios mediante un mismo principio, es seguro que las propias hipótesis se contra­ dicen mutuamente. Trivers mantiene que el altruismo recíproco reforzará los beneficios de la aptitud individual tan eficazmente como la selección por paren­ tesco. Comienza con un ejemplo que en algunos aspectos (aunque no en los decisivos) es des­ afortunado. Si tuvieras que salvar a un hombre que se está ahogando y que sin tu ayuda ten­ dría un 50 por 100 de probabilidades de mo­ rir, y ello con el pequeño riesgo de morir para ti del 5 por 100 (y es demasiado); y si en algún momento futuro él tuviera que salvarte de una situación similar en la que las probabilidades respectivas de morir estuvieran invertidas, esto es, que tú tuvieras un 50 por 100 de probabilida­ des de m orir y él un 5 por 100, entonces tú (igual que él) habrías aumentado tus probabilidades de supervivencia a largo plazo en un 40 por 100. (Digo que el ejemplo es desafortunado porque, después de todo, sería poco perspicaz desde el punto de vista evolutivo salvar a un hombre que no sabe nadar suponiendo que después te salvará de ahogarte, y porque podrías calcular razonablemente que sus probabilidades de sal­ varte en el futuro son inferiores al 50 por 100, que es lo más que puede hacer por sí mismo. Pero por supuesto esto no es serio: sería fácil pensar en ejemplos mejores,) Trivers pasa a mantener que cualquier conjunto de organis­ mos que estuviera genéticamente preparado para cooperar de este modo con otros no sólo lo haría porque individualmente cada uno in­ crementa con ello sus probabilidades de vida,

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sino también porque difunden sus genes de al­ truismo recíproco entre la población a expen­ sas de los que no son aptos para cooperar. Es importante observar que dicha ventaja no la obtienen los altruistas a título individual fren­ te a los demás, sino el grupo de intercambia­ dores en relación con los miembros no parti­ cipantes de la comunidad. De ahí que sea el vínculo entre los organismos que no compiten genéticamente entre sí, esto es, los que se con­ tentan con la igualdad con ciertos competidores genéticos, el que proporciona la ventaja selec­ tiva. Finalmente, este grupo constituirá toda la población. Con la vista puesta en el beneficio individual, no obstante, Trivers supone que «no es necesario un concepto de ventaja de grupo que explique la función del comportamiento altruista humano» (1971, p. 48). Después de haber establecido esta población de organismos recíprocos sin ningún recurso a la selección por parentesco o, como él cree, a la selección de grupo, Trivers aduce luego en fa­ vor de los humanos una serie de disposiciones psicológicas y sociales individuales que se se­ guirían de los principios evolutivos. En este punto, tanto la acción que produce beneficios diferenciales a los individuos como la acción que no los produce son igual e indiscriminada­ mente adaptativas. Pues las disposiciones adu­ cidas se seleccionan como medios de hacer que otros entren en reciprocidad, o de repeler las tentaciones de otros a «eludir» las obligaciones recíprocas, tentaciones también adaptativas, ya que reportan una ganancia neta individual a través de la explotación. De este modo Trivers

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se propone explicar biológicamente tendencias humanas tales como la simpatía, la culpabili­ dad, la gratitud, la amistad, el fariseísmo y la agresión moral, así como la capacidad de disi­ mular cualquiera de ellas, por el interés adap* tativo de inducir una reciprocidad, hacer que los compañeros de intercambio se atengan a sus obligaciones o eludir sus esfuerzos adaptativos por aplicar sanciones contra las propias incli­ naciones adaptativas al fraude. Por ejemplo: «Una vez que se han desarrollado fuertes emo­ ciones positivas hasta motivar un comporta­ miento altruista, el altruista está en una situa­ ción vulnerable porque los defraudadores serán seleccionados para sacar ventaja de las emocio­ nes positivas del altruista. Esto a su vez crea una presión de selección en favor de un orga­ nismo protector. La agresión y la indignación moral en los seres humanos fue seleccionada para...» (i b i d p. 49). En otras palabras, el sis­ tema de relaciones está en constante movimien­ to para lograr un equilibrio recíproco frente a una amenaza igualmente constante de desequi­ librio, las cuales son, desde diferentes puntos de vista, tendencias ventajosas. La última parte del argumento de Trivers está marcado por un etnocentrismo extremo: la con­ cepción de que la reciprocidad se desarrolla y organiza como un tráfico de beneficios en un mercado libre; el supuesto de que esto general­ mente va acompañado en los grupos humanos de actitudes tales como la gratitud, la amistad, el fariseísmo o la agresión moral (hay un mon­ tón de ejemplos etnográficos en contra); y la fuerte confianza en tests sobre las disposicio­

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nes psicológicas de los sujetos occidentales como prueba de lo que hacen los «seres huma­ nos». Por supuesto, es cierto que todos los ame­ ricanos son seres humanos, pero no es cierto que todos los humanos sean americanos, y menos que todos los animales sean amen anos. Esto nos hace recordar la frase de Rous­ seau de que, si deseas estudiar a los hombres, tienes que mirar a tu alrededor, pero si deseas estudiar al Hombre será necesario ir al extran­ jero, ya que sólo se pueden descubrir las pro­ piedades observando las diferencias (cf, Langer, 1971). No obstante, el etnocentrismo no es la cuestión decisiva. La cuestión decisiva es que Trivers está tan interesado en el hecho de que al ayudar a los otros uno se ayuda a sí mismo, que olvida que, al hacerlo, uno benefi­ cia a los competidores genéticos tanto como a uno mismo, de manera que en ningún movi­ miento que generalice un equilibrio recíproco correspondería una ventaja diferencial (y mu­ cho menos óptima) a la denominada actividad adaptativa. En nombre de la adaptación, la vir­ tud atribuida al desarrollo del altruismo recí­ proco es que elimina completamente la ventaja individual diferencial. De ahí la aparente no falsabilidad del argumento: tanto el altruismo como el no altruismo son beneficiosos y, por tanto, «adaptativos», mientras no nos pregun­ temos además si el beneficio alcanza también a otros organismos. En realidad, lo que produce Trivers es un modelo muy bueno de «selección de grupo» o, como se podría denominar mejor, de «selección social». Además, en este modelo, la unidad de

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selección no es el organismo individual, ni tam ­ poco lo es, estrictamente hablando, el grupo, sino ciertas relaciones sociales en las que en­ tran los individuos en el curso de sus propias vidas. Puede que estas relaciones no confieran ventajas diferenciales a estos individuos consi­ derados por separado. Pero dan ventajas al gru­ po o subgrupo que las practica y, por consi­ guiente, indirectamente a los individuos que participan en ellas, frente a otros de la especie que podrían ser incapaces de mantener las re­ laciones en cuestión. Incluso para el estudio biológico de la organización social animal será necesario partir de una perspectiva «supraorgánica». Entretanto, por lo que se refiere a la biología del altruismo recíproco, la perspectiva de la sociobiología se viene abajo al tropezar con la contradicción de que ese altruismo gene­ ralizado no proporciona ningún beneficio dife­ rencial a la aptitud individual. A la ve^, la fuen­ te ideológica del concepto sociobiológico de se­ lección se revela de una forma más bien dra­ mática. La «selección» se reduce al beneficio individual neto, pura y simplemente, ya que ni siquiera la ventaja relativa sobre los congéne­ res es necesaria para definir el término. El «altruismo recíproco», tal como lo consi­ dera Trivers, es una economía del pequeño in­ tercambio comercial *. En otro artículo impor1 0, por expresar lo mismo desde otra perspectiva eco­ nómica, Trivers ha redescubierto el principio de los bene­ ficios del consumidor. Siguiendo esta línea de razonamien­ to, Wilson llega a la interesante conclusión de que en las sociedades humanas el dinero les una manera de facilitar el altruismo recíproco! «El dinero, como Talcott Parsons gusta de señalar, no tiene ningún valor en sí mismo. Sólo

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tante sobre «Inversión parental y selección se­ xual» (1972), Trivers introduce una forma más avanzada de relaciones económicas entre los in­ dividuos. Aquí cada uno está inmerso en una lucha por encauzar el trabajo de los demás en su propio beneficio. La actitud ya no es pequeñoburguesa: estamos en una economía capita­ lista desarrollada. Una vez más, Trivers está sumamente interesado en mostrar algunas ven­ tajas diferenciales. O, mejor dicho, la selección natural se reduce al tipo de ventaja implícito en el hecho de aumentar el propio éxito repro­ ductivo apropiándose de los poderes vitales de los otros. No es una cuestión de aptitud relativa con respecto a la explotación de los recursos ambientales. Los escasos recursos del cambio evolutivo existen en otros miembros de la es­ pecie, de manera que la selección natural se convierte en un sinónimo de explotación social. El artículo trata en su mayor parte de los pájaros. Como es usual, tiene la vista puesta en las implicaciones «humanas». (Así, «Eider [ 1969] demuestra que el noviazgo y la actividad sexual prolongados [coito y caricias] en las hembras humanas adolescentes están inversa­ mente correlacionados con una tendencia a ca­ sarse por encima de la escala económica socioconsiste en trozos de metal y pedacitos de papel mediante los cuales los hombres se comprometen a entregar diver­ sas cantidades de propiedad y servicios a petición; en otras palabras, es una cuantificación del altruismo recí* proco» (Wilson, 1975, p. 552). También se debe concluir que el capitalismo euroamericano, que ha impulsado el desarrollo del dinero hasta su máximo punto en la historia humana, representa la apoteosis del altruismo. Es fácil comprender por qué la izquierda se niega a dar a Wilson inmunidad política.

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económica como adultos», p. 146; las cursivas son mías.) El argumento es complejo y está dedicado a demostrar la relación existente en­ tre las variaciones en la «inversión parental» de los sexos y la selección sexual. Aquí sólo des­ taco una parte del material que interesa a la presente discusión. La tesis general de Trivers se basa en la observación de la relación inversa existente entre la inversión relativa de cualquier sexo en el cuidado paternal y la cantidad de competencia por parejas dentro de ese sexo. El razonamiento es que si, por ejemplo, toda la inversión paternal y posnatal recae en la hem­ bra, el efecto será la reducción de su capacidad para criar a sus hijos durante un período. Sin embargo, como los costes para los machos con­ sisten solamente en la inseminación, y pueden producir por tanto mucha descendencia, las hembras se convierten en un recurso reproduc­ tivo escaso y en objeto de una intensa compe* tencia. Hay que tener en cuenta —y el hecho de que Trivers no la haya desarrollado es una fuente de error en su tesis— que la competen­ cia intrasexual también aumentará proporcionalmente las probabilidades de mortalidad del sexo que invierte menos en la descendencia. El error consiste en lo siguiente: Trivers nos invita a considerar el momento temporal en que la descendencia es incubada, no habiendo con­ tribuido el macho sino en los costes del ejer­ cicio sexual, mientras que la hembra ha tenido que hacer sustanciales inversiones en los polluelos mientras estaban in útero. (Dicho sea de paso, este supuesto es la versión funcional de «la falacia de un curso de aptitud a priorh,

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como en el caso del salmón del Pacífico.) En esta determinada coyuntura, el macho tendrá grandes tentaciones de desertar, dejando a la hembra que críe a la prole como pueda, lo que ésta puede estar muy inclinada a hacer para amortizar una inversión ya considerable. Cualquier éxito que pueda tener la hembra consti­ tuirá también una ventaja reproductiva del ma­ cho, ya que aquélla cría a los hijos de éste; entretanto, el macho puede aumentar su aptitud todavía más mediante aventuras promiscuas con todas las hembras que pueda conseguir. Aparentemente razonable, este cálculo que hace Trivers contiene un defecto menor y otro ma­ yor. El menor es de carácter sexista. Es difícil pensar que sea ventajoso para la hembra sopor­ tar este abandono de ella y de sus hijos, y Tri­ vers indica de hecho que las hembras deben ser sometidas a una selección para llegar a un grado de cuidado paternal masculino (a juzgar por las inclinaciones masculinas en materia de cortejo). El defecto mayor reside en que Trivers olvida incluir en el cálculo el aumento de las probabilidades de mortalidad entre los machos, predicho por su teoría para una situación de inversión limitada de los machos, escasez de recursos en hembras y competencia correspon­ dientemente intensa entre los machos promis­ cuos. No hay nada que muestre, por parte de Trivers, que las ventajas reproductivas de la deserción del macho sean mayores que las pér­ didas de aptitud en las que éste puede incurrir como consecuencia de la competencia, por no mencionar que el abandono de su antigua con­ sorte reduce las oportunidades que tiene ésta

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de criar a su prole. Sin supuestos u observa­ ciones adicionales, no hay ninguna base en ab­ soluto para suponer que este tipo de explota­ ción de la hembra maximiza la reproducción del macho y, por tanto que sea «seleccionado». Y en la medida en que cualquier grado de inver­ sión paternal del macho reduce los riesgos de competencia, e incluso aumenta las probabili­ dades de vida de sus hijos, tampoco hay base para suponer que un grado de «monogamia» o «promiscuidad» (pasando por el «adulterio» ocasional) es más ventajoso que otro. En reali­ dad, la mayor parte de los pájaros son monóga­ mos. Trivers cita ejemplos de los diversos tipos de apareamiento entre las diversas especies de aves, Pero no hay ningún tipo que sea más re­ comendable que los otros sobre la base del in­ terés reproductivo. Porque cuando los machos «invierten» más, engendran menos, pero ellos y sus crías viven más. El argumento de Trivers a partir de la maximización —si se puede per­ donar el juego de palabras— es especioso2. 1 Dado que la mayor parte de las especies de aves son monógamas, debió de ser la fascinación por los argumen­ tos abusivos de Trivers en favor de la poliginia lo que condujo a Wilson a una postura especulativa tan poco característica sobre este problema: «La monogamia es, por lo general, una condición evolutivamente derivada. Se da cuando actúan presiones selectivas excepcionales para igualar la inversión paternal total y obligar literalmente a las parejas a establecer vínculos sexuales. Este principio no se ve comprometido por el hecho de que la gran ma* yorfa de las especies de pájaros sean monógamas, Aunque en la mayoría de los casos la poligamia sea entre los pájaros una condición derivada filogenéticamente, la con* dición representa un retroceso terciario al estado primitivo de los vertebrados. La monogamia en los pájaros m o demos se derivó casi con seguridad de la poligamia en algún lejano antepasado reptil o ave» (1975, p. 327). Wilson

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Lo que demuestra el argumento es la dege­ neración última de la biología evolutiva en ideo­ logía nativa. Agobiada ya con la noción de maximización, la «selección natural», cuando se transpone al nivel del comportamiento, se con­ vierte en el lenguaje familiar de la explotación social. En el próximo capítulo demostraré de una manera más concreta cómo las sucesivas reformulaciones del concepto de selección se corresponden con las sucesivas etapas del capi­ talismo. Pero no es necesaria una complicada demostración elaborada para advertir ya por qué la sociobiología, al completar esta progre­ sión ideológica, se convierte en objeto de con­ troversia política: que sea intencionadamente o no, poco importa.

parece violar el principio de Lyell del uniformismo al explicar el origen de un fenómeno mediante una caracte­ rística que no se puede encontrar en el fenómeno tal como es conocido empíricamente.

4. LA DIALECTICA POPULAR DE LA NATURALEZA Y LA CULTURA

De modo que, en primer lugar, postulo una in­ clinación general de toda la humanidad, un per­ petuo e inagotable deseo de poder tras poder, que cesa solamente con la muerte. Thomas Hobbes, Leviath a n

Descubrir los rasgos de la sociedad en general en los conceptos de su biología no es del todo una «síntesis moderna». En la sociedad euroamericana esta integración se ha realizado de una determinada forma dialéctica desde el si­ glo x v ii . Por lo menos desde Hobbes, las ca­ racterísticas competitivas y lucrativas del hom­ bre occidental han sido confundidas con la na­ turaleza, y la naturaleza, forjada de este modo a imagen del hombre, ha sido a su vez reaplicada a la explicación del hombre occidental. El efecto de esta dialéctica ha sido afianzar las propiedades de la acción social humana, tal y como las concebimos, en la naturaleza, y las leyes de la naturaleza en nuestras concepciones de la acción social humana. La sociedad huma­ na es natural, y las sociedades naturales son curiosamente humanas. Adam Smith proporcio­ na una versión social de Thomas Hobbes; Char­ les Darwin una versión naturalizada de Adam Smith; William Graham Sumner reinventa acto seguido a Darwin como sociedad y Edward O. Wilson reinventa a Sumner como naturaleza. Desde Darwin se ha acelerado el movimiento

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clel péndulo conceptual. Parece que cada déca­ da se nos ofrece una noción más refinada del hombre como especie y una especie más refi­ nada de la «selección natural» como hombre. En los capítulos iniciales del Leviathan se presenta una imagen del hombre como máqui­ na semoviente y autodirigida. C. B. Macpherson, cuya lectura de Hobbes y explicación del «individualismo posesivo» sigo aquí muy de cerca, describe al hombre natural hobbesiano como una «máquina automatizada», a la que ha incorporado «un equipo por el que altera su movimiento en respuesta a las diferencias en el material que usa y al impacto real, e incluso al esperado, de otra materia sobre ella» (1962, pá­ gina 31). La máquina forma parte del sistema informativo del mundo en el que se mueve, en la medida en que no hay nada en su mente que no esté primero en sus sentidos: «no hay nin­ guna concepción en la mente del hombre que no haya sido en principio, completamente o en parte, engendrada por los órganos de los senti­ dos» (Hobbes, primera parte, capítulo 1; todas las citas del Leviathan son de la edición Everyman Paperback [1950]). El lenguaje introduce la posibilidad de error en esta epistemología sensorial, así como también una mayor capa­ cidad de realizar los movimientos adecuados, pero no puede trascender los valores intrínse­ cos de la experiencia sensorial. En los capítu­ los 5 al 11 se indica la dirección general de la máquina. «La felicidad de esta vida», dice Hobbes, «no consiste en el reposo de la mente sa­ tisfecha... Un hombre cuyos deseos estén ago­ tados no puede seguir viviendo... La felicidad

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es un continuo progreso del deseo» (cap. 11). La máquina actúa para proseguir su propio movimiento aproximándose a las cosas que mantienen ese movimiento y evitando las co­ sas que lo perjudican. El movimiento de acer­ camiento es «deseo» (o «apetito») y sus objetos son «buenos». El movimiento de alejamiento es «aversión» y sus objetos son «malos». Cada má­ quina humana «se esfuerza por afianzarse fren­ te a los males que teme y procurarse los bienes que desea» (cap. 12). Como el negativo y el positivo abstractos de la acción humana, estos dos movimientos son muy amplios. Agotan to­ das las motivaciones particulares, que son otras tantas modalidades circunstanciales del movi­ miento de acercamiento y del movimiento de alejamiento. El apetito con la opinión de que' será satisfecho es «esperanza»; sin esta opi­ nión, «desesperación». La aversión con la pre­ visión del daño que producirá el objeto es «te­ mor»; con la esperanza de resistir el daño, es «valor». Y lo mismo ocurre con la angustia, la confianza, la timidez, la indignación, la benevo­ lencia, la codicia, la pusilanimidad y la magna­ nimidad, la liberalidad y la parsimonia, la ama­ bilidad, la lujuria o la envidia: son producto de un único interés por el propio bien. Sin embargo, en el capítulo 8, Hobbes esta­ blece la relatividad del cálculo del bien. En la medida en que es social, es un bien diferencial. Hobbes argumenta que el valor humano del bien está determinado por lo que ya tienen otros hombres. La virtud y el mérito son sólo realizables como éxit^difiawwíiBdpcama preeani-. nencia, y «consisten ¿h la'co'ráparación, puekdi*

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todas las cosas fueran iguales en todos los hom­ bres, nada sería apreciado» (cap. 8). De este modo, el éxito de los hombres a la hora de ase­ gurar su propio bien depende de la fuerza de sus deseos y de sus respectivas capacidades. Pero, además, la persecución del propio bien no puede quedarse al nivel de la producción independiente. Porque al poder de un hombre para obtener su propio bien se oponen los po­ deres de los demás. «El poder de un hombre resiste y dificulta los efectos de los poderes de otros» (cf. Macpherson, 1962, pp. 35-36). Hay una oposición de poderes. Y al final, el éxito se basa en la apropiación competitiva de los pode­ res de los demás. Un hombre asegura su propio bien en la medida en que puede utilizar los po­ deres de otros hombres. Hay una clara trans­ ferencia de poderes. Los medios son cosas tales como la riqueza, la reputación, el amor y el te­ mor. «La riqueza unida a la liberalidad es po­ der, porque procura amigos y sirvientes,,. La reputación de poder es poder, porque arrastra la adhesión de quienes necesitan protección... También, cualquier cualidad que haga a un hombre amado o temido por muchos, o la repu­ tación de esa cualidad, es poder, porque cons­ tituye el medio de obtener la ayuda y el servi­ cio de muchos» (cap. 10). Macpherson observa que en el esquema de Hobbes, los hombres en­ tran en realidad en un mercado de intercambio de poderes. Los hombres descubren que su va­ lor es el precio que otros pagarán por usar sus poderes. Es de este modo, en cuanto adquisi­ ción, como Hobbes describe la «inclinación general de toda la humanidad, un perpetuo e

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inagotable deseo de poder tras poder, que cesa solamente con la muerte» (cap. 11). Como to­ dos los hombres tienen esta inclinación, ningún hombre puede sentirse seguro con sus propios poderes sin ocuparse «de controlar, por la fuer­ za o con engaños, a todos los hombres que pue­ da, hasta que vea que no hay ningún otro poder lo suficientemente grande como para dañarle» (cap. 13). De ahí la famosa lucha entre los hom­ bres en un estado de naturaleza, la «guerra» de todos contra todos, que dura hasta que acuer­ dan ceder su fuerza a un poder común (el Es­ tado) que «los mantenga a todos sometidos por medio del temor». Al escribir en una era de transición a una sociedad de mercado desarrollada, Hobbes re­ produce la secuencia histórica como una lógica de la naturaleza humana. La expropiación del hombre por el hombre a la que finalmente llega Hobbes es, como explica Macpherson, la teoría de la acción en una economía plenamente com­ petitiva. Difiere de la mera lucha por la preemi­ nencia, propia de las fases transitorias de la producción mercantil simple, en que en el mo­ delo de esta última cada hombre tiene acceso a sus propios medios de vida y no necesita traspasar sus poderes a otros hombres. Los productores pueden maximizar su propia posi­ ción en el intercambio mercantil, pero siguen siendo propietarios independientes y su fuerza de trabajo como tal no es una mercancía. El sistema plenamente mercantil difiere también de estructuras explotadoras como el feudalismo y la esclavitud, ya que en estas últimas el dere­ cho al poder, aunque pueda proporcionar una

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transferencia neta, está relativamente fijo en­ tre las clases. Nadie es libre de traspasar sus poderes a su voluntad, ya que nadie puede es­ capar a su definición como ser social, definición que presupone su posición en la circulación de los poderes. Unos hombres son esclavos y sier­ vos, otros son señores y amos, pero el sistema no es competitivo en el sentido de que no es necesario luchar por obtener más poder, para conservar el que se tiene o para no perderlo a manos de los más fuertes en deseo o capa­ cidad. El sistema plenamente mercantil se re­ fiere a la época histórica en que el hombre de­ viene libre para alienar sus poderes por un pre­ cio, como algunos se ven obligados a hacer por­ que carecen de los medios productivos para rea­ lizar de forma independiente su propio bien. Este es un tipo muy peculiar de sociedad, así como un período específico de la historia. Está marcado por lo que Macpherson denomina el «individualismo posesivo». El individualismo posesivo conlleva la extraña idea —contrapar­ tida de la liberación de las relaciones feuda­ les— de que los hombres poseen sus propios cuerpos, cuya utilización tienen al tiempo la li­ bertad y la necesidad de vender a aquellos que controlan su propio capital. (Por supuesto, fue Marx quien se dio cuenta de las desigualdades de este intercambio, esto es, la neta transferen­ cia, ya que el valor producido por la fuerza de trabajo es mayor que su precio.) En semejante situación, cada hombre se enfrenta a cada hom­ bre como propietario. De hecho, la propia so­ ciedad es generada a través de los actos de in­ tercambio mediante los cuales cada uno busca

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los mayores beneficios posibles en la capacidad de los demás al menor coste posible para sí. Macpherson explica esta concepción del individuo com o p ro p ietario esencial­ m ente de su pro pia p erso n a o de sus pro p ias capaci­ dades, sin deber nada a la sociedad p o r ellas. No se veía al individuo com o una to talidad m oral, n i com o p arte de u n a totalid ad social m ayor, sino com o p ro ­ pietario de sí m ism o. La relación de propiedad, a l ser cada vez p a ra m ás h o m b res la relación crítica p a ra d eterm in a r su lib ertad real y su perspectiva real d e hacer valer todas sus potencialidades, se rein terp retaba com o algo d en tro de la n atu raleza del indivi­ duo... La sociedad se convierte en un m ontón d e indi­ viduos libres relacionados e n tre sí como p ro p ietario s de sus propias capacidades y de lo que h an ad q u irid o m ediante el ejercicio de éstas. La sociedad consiste en relaciones de intercam bio entre propietarios (1962, p á ­ gina 3; las cursivas son m ías).

Los científicos sociales reconocerán en esta descripción el «utilitarismo» que ha acosado a sus disciplinas desde Spencer y antes (cf. Parsons, 1968; Sahlins, 1976b). Precisamente es una perspectiva en la que no se considera ai in­ dividuo «ni como una totalidad moral, ni como una parte de una totalidad social mayor, sino como propietario de sí mismo»’. En las ciencias sociales, como en la sociobiología, la economía casera del mercado es entonces muy fácilmente transplantada del análisis de la sociedad capi­ talista a la explicación de la sociedad a secas. El lugar dejado en el análisis al hecho social ha sido bien descrito por Louis Dumont: En la m oderna sociedad... el ser hu m an o es conside­ rado com o el hom bre indivisible, «elemental», u n s e r biológico a la vez que un su jeto p ensante. Cada hom ­

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b re concreto encarna en cierto sentido a toda la hu­ m anidad. Es la m edida de todas las cosas (en un sentido com pleto y nuevo), El reino de los fines coin­ cide con los fines legítim os de cada hom bre, de m odo que los valores se invierten. Lo que todavía se llam a «sociedad» es el m edio, la vida de cada hom bre es el fin. O ntológicam ente, la sociedad ya no existe, no es m ás que un d ato irreductible, que de ninguna m anera debe esto rb ar las exigencias de libertad e igualdad. Por supuesto, lo a n terio r es una descripción de valo­ res, una concepción de la m ente... N unca h a existido una sociedad tal y com o la ha concebido e! individua­ lism o en ninguna p arte, p o r la razón que hem os dado, a saber, que el individuo vive de ideas sociales (1970, pp. 9-10).

Subrayo las observaciones de Dumont sobre la indivisibilidad del ser humano en la perspectiva del utilitarismo sociológico: el hombre como sujeto pensante es el mismo hombre como ser biológico. De ahí que la sociedad pueda ser de­ rivada de la acción racional de los individuos que tratan de satisfacer sus necesidades, pro­ yecto en el que el «pensamiento» sirve mera­ mente como medio y representación de los fines intrínsecos. La sociobiología se basa exactamen­ te en la misma premisa. Hobbes proporcionó el fundamento original para esta subordinación de lo simbólico a lo natural al situar la socie­ dad que él conocía en el estado de naturaleza. Se consideraba que el hombre era un lobo para el hombre. De nuevo podemos decir que el ob­ jetivo de los sociobiólogos es muy similar en la medida en que se ocupa de la sociedad hu­ mana. Pero va más lejos, ya que ahora los so­ ciobiólogos están dispuestos a hacer extensiva la concepción popular del capitalismo al reino animal en su totalidad, pues para ellos es tam­

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bién cierto que el lobo es un hombre para los demás lobos. Sin embargo, en realidad, estoy condensando un largo ciclo de interpretaciones recíprocas de la naturaleza y la cultura que ha sido característico de la conciencia occidental, a la vez como ciencia y como ideología. Descri­ biré brevemente este ciclo haciendo dos puntualizaciones más. En primer lugar, es evidente que la visión hobbesiana del hombre en un estado natural es el mito original del capitalismo occidental. En la práctica social moderna, la historia del Gé­ nesis palidece ante la comparación. No obstan­ te, también resulta evidente que en esta com­ paración y de hecho en la comparación con los mitos originales de todas las demás sociedades, el mito hobbesiano tiene una estructura muy peculiar, que sigue afectando a nuestra concep­ ción de nosotros mismos. Que yo sepa somos la única sociedad sobre la tierra que piensa que ha surgido del salvajismo, identificado con una naturaleza despiadada. Todas las demás creen que descienden de dioses. Aunque estos dioses tengan representaciones naturales, sin embargo poseen atributos sobrenaturales. Al juzgar por el comportamiento social, este con­ traste bien puede ser un reconocimiento impar­ cial de las diferencias que hay entre nosotros y el resto del mundo. En cualquier caso, hace­ mos de nuestros orígenes bestiales tanto un fol­ klore como una ciencia, distinguiendo a veces muy poco entre ambos. Y así como Hobbes creía que la institución de la sociedad o la co­ munidad no abolía la naturaleza del hombre como lobo para los otros hombres, sino que

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meramente permitía su expresión en una rela­ tiva seguridad, así también continuamos creyen­ do que hay un salvaje en nosotros, del cual apenas nos avergonzamos. En una época ante­ rior fue el homo economicus, con una tendencia natural al trueque y al intercambio, una idea que la sociedad capitalista en desarrollo racio­ nalizó, Sólo llevó dos siglos evolucionar a otra especie, el homo bellicosus, como se podría ca­ lificar al mono pendenciero popularizado por Ardrey y otros escritores recientes. Ahora llega la sociobiología y con ella una vuelta aparente al tipo económico, programado en la tendencia natural del adn a maximizarse a expensas de lo que sea. De aquí que la respuesta de los hombres de izquierdas se haga inteligible, como el interés del público en general. Lo que está inscrito en la teoría de la sociobiología es la ideología atrincherada de la sociedad occidental: la ga­ rantía de su naturalidad y la afirmación de su inevitabilidad. La segunda cuestión se refiere a la dialéctica ideológica a la que antes aludía. Desde el si­ glo xvn parece que nos hemos visto atrapados en este círculo vicioso, aplicando alternativa­ mente el modelo de la sociedad capitalista al reino animal y luego reaplicando este reino ani­ mal aburguesado a la interpretación de la socie­ dad humana. fAi intención al adoptar la inter­ pretación de Hobbes por Macpherson era sola­ mente insinuar que la mayor parte de los ele­ mentos y etapas de la teoría biológica de la selección natural —desde el éxito diferencial hasta la lucha competitiva por la reproducción

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de la propia estirpe y la transferencia de pode­ res— ya existía en el Leviathan. Como crítico de esta concepción capitalista, le tocó a Marx discernir su realización en la teoría darwiniana. En una carta a Engels, Marx escribía: Es notable cóm o D arw in vuelve a reconocer b a jo las bestias y las p lan tas su sociedad inglesa con su divi­ sión del tra b a jo [léase diversificación], la co m p eten ­ cia, la a p e rtu ra de nuevos m ercados [nichos], las «in­ venciones» [variaciones] y la «lucha por la existencia» m althusiana. Se tra ta del bellum o m n iu m contra om~ nes y recu erd a lo que dice Hegel en la Fenom enología, donde la sociedad b u rg u esa figura com o «reino an i­ mal del espíritu», m ien tras en Darwin el reino anim al aparece com o sociedad burguesa (Marx en S chm idt, 1971, p. 46).

Hofstadter hizo la misma observación más tarde: Se puede tra z a r un p aralelo en tre las p a u ta s de la selección n a tu ra l y la econom ía clásica que sugiera que el darw inism o supuso u n a adición al v ocabulario más que a la su stan cia de la teo ría económ ica con­ vencional. A m bas p a rtía n del supuesto de que el a n i­ m al fu n d am en talm en te egoísta perseguía, en el m o ­ delo clásico el p la cer o, en el p atró n darw in ista, la supervivencia. Ambas p a rtía n tam bién del supuesto d e la norm alidad de la com petencia en el ejercicio del im pulso h ed o n ista o de supervivencia; y en am b as e ra el m ás «apto», p o r lo general en u n sentido enco m iás­ tico, el que sobrevivía o p ro sp erab a, ya fuera el o rg a­ nism o m ás satisfac to ria m en te adaptado a su m edio, o el p ro d u cto r m ás eficiente y económico, el tra b a ja d o r más frugal y m o d erad o (1959, p. 144).

En una carta a Lavrov, Engels describía la con­ siguiente inversión dialéctica, la representación de sí misma de la cultura en forma de natu­ raleza capitalista:

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Toda la doctrina d arw iniana de la lucha p o r la vida es sim plem ente la tran sferen cia de la teoría de H ob­ bes del bellum om n iu m contra om nes y de la doctrina económ ica burguesa ju n to con la m alth u sian a de la población, de la sociedad a la n aturaleza viva. Después de h ab er logrado esta hazaña... se retran sfieren estas m ism as teorías de la n atu raleza orgánica a la histo ria y se afirm a entonces que se h a probado su validez como leyes etern as de la sociedad hum ana (Engels en Schm idt, 1971, p. 47).

Se puede observar que Darwin no estaba del todo satisfecho con este reflejo recíproco del reino animal como su propia sociedad inglesa. «He recibido en un periódico de Manchester un comentario más bien bueno», escribió a Sir Charles Lyell, «mostrando que he probado que 'la fuerza es buena' y por consiguiente que Na­ poleón es bueno y que todos los comerciantes que defraudan son también buenos» (citado en Hofstadter, 1955, p. 85). Pero estas reservas no impedirían a William Graham Sumner —por tomar el ejemplo ameri­ cano más sobresaliente— transferir la doctrina darwiniana de nuevo a su fuente social original. «Lo cierto es que el orden social está fijado por unas leyes de la naturaleza, análogas preci­ samente a las del orden físico» (Sumner, 1934, vol. 2, p. 107). Hofstadter resume sucintamente la inspiración de Sumner: En la atm ó sfera in telectual sp enceriana de las déca­ das de 1870 y 1880 era n a tu ra l que los conservadores con sid eraran la contienda económ ica en u n a sociedad com petitiva com o u n reflejo de la lucha en el m undo anim al. R esultaba fácil seguir u n razonam iento p o r analogía de la selección n a tu ra l de los organism os m ás

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aptos a la selección social de los hom bres m ás aptos, de las form as orgánicas con una adap tab ilid ad supe­ rior a los ciudadanos, con una m ayor reserva de v ir­ tudes económ icas... El progreso de la civilización, se­ gún Sum ner, depende dei proceso de selección; y éste, a su vez, depende del funcionam iento de la co m p eten ­ cia sin restricciones. La com petencia es una ley de la naturaleza que «no se puede su p rim ir m ás q u e la g ra ­ vitación», y que los h o m b res pueden ignorar sólo con gran pesar (H ofstadter, 1959, p. 57).

Un aspecto del biologismo de Sumner merece ser especialmente comentado. Se trata de la motivación que con frecuencia alega Sumner para la acumulación de la riqueza en una lucha competitiva despiadada. Es exactamente la mis­ ma motivación que aduce la sociobiología para la lucha paralela en la naturaleza: la «herencia» (por los descendientes de los más aptos). No es insólita la doble utilización del término. Desde finales de la Edad Media en adelante, la socie­ dad occidental ha realizado un considerable es­ fuerzo por codificar su actividad económica dentro de una metáfora omnipresente acerca de la mejora de la raza. Las categorías económicas se han apropiado de los términos para la repro­ ducción animal, y viceversa, al principio en sentido figurado, pero luego de manera tan co­ herente que la metáfora desaparece y es impo­ sible distinguir la referencia original de la de­ rivada. La peculiaridad de una categoría origi­ nal que se refiere de forma intercambiable a la reproducción social de los bienes económi­ cos y a la reproducción natural de los seres animados pasa entonces inadvertida, es deste­ rrada de la conciencia así como de la memoria. Por el contrario, la categoría se convierte en

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la base de las reflexiones científicas o populares sobre la identidad esencial de los dos procesos. En consecuencia, estas reflexiones toman la for­ ma de una etimología popular. Por ejemplo, re­ montan el origen de los términos ingleses capi­ tal y chattel [bienes muebles, enseres] a un an­ tiguo caítle [ganado], el cual precisamente se distinguió, como capital vivo móvil y aumentable, del capital muerto del equipamiento fijo de la granja. (En realidad, el origen común de los conceptos de riqueza transaccional y ganado en el indoeuropeo peku, junto con la aparición de la categoría afín de pasü viru en avéstico, que incluye a los hombres y sus animales do­ mésticos, sugiere una primitiva integración de lo económico, lo social y lo natural; la utiliza­ ción moderna simplemente representaría una homología cognitiva [cf. Benveniste, 1969; y las entradas correspondientes del Oxford English Dictionary'].) Lo mismo sucede con «herencia», que inicialmente se refirió a la continuidad de los bienes a lo largo de las generaciones de per­ sonas, para pasar a significar en una fecha pos­ terior la continuidad de la propia «estirpe» ge­ neracional, De este modo la sabiduría popular autorizó a W. G. Sumner a buscar la causa de la competencia económica por los recursos en una transmisión genética (exactamente igual que E. O. Wilson describiría posteriormente el proceso natural de transmisión genética como una lucha por los recursos: El socialista ataca en p a rtic u la r la in stitución del lega­ do o la pro p ied ad h ered itaria... El derecho del legado no descansa en o tra b ase que la conveniencia. El am o r

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a los hijos es el m otivo m ás fu erte p ara la fru g alid ad y la acum ulación de capital, El E stad o garantiza el poder del legado solam ente po rq u e con ello fo m en ta la acum ulación de capital, de la q u e depende el bienes­ tar de la sociedad...; la riqueza h ered itaria tra n s m iti­ da de generación en generación es el in stru m en to m ás fuerte m edian te el que m antenem os u n a civilización en con stante avance (Sum ner, 1934, vol. 2, pp. 112-13).

Parece que somos incapaces de escapar a este movimiento perpetuo hacia atrás y hacia ade­ lante, entre la culturización de la naturaleza y la naturalización de la cultura, que frustra al mismo tiempo nuestra comprensión de la so­ ciedad y del mundo orgánico. En las ciencias sociales, agotamos nuestra propia capacidad simbólica en una reproducción sin fin de la teorización utilitaria, en parte económica y en parte ecológica. En las ciencias naturales, es la sociobiología vulgar y la científica. En conjun­ to, todos estos esfuerzos representan la impreg­ nación moderna de las ciencias, tanto de la cul­ tura como de la vida, por la ideología dominan­ te del individualismo posesivo. El efecto resultante es una forma curiosa de totemismo del que la sociobiología científica es la última encarnación. Ya que si, como dice Lévi-Strauss, el totemismo es la explicación de las diferencias entre los grupos humanos por referencia a las distinciones entre las especies naturales, de modo que el clan A está relacio­ nado con el clan B y es distinto de él como el halcón lo es del cuervo, entonces la sociobiolo­ gía merece clasificarse como la forma más ele­ vada de filosofía totémica. A causa de su com­ plejidad y adelanto sobre las primitivas varié-

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dades, tanto en Occidente como fuera de él, pa­ rece merecer un nombre especial, uno que esté de acuerdo con sus propias pretensiones sinté­ ticas como la última rama de las ciencias y la principal esperanza de la civilización. Démosle el que se merece: la sociobiología es un tote­ mismo científico. Pero con todos los respetos para el «pensa­ miento salvaje», esta confianza en la estructura profunda de pensamiento occidental, con su asi­ milación de la reproducción de las personas a la reproducción de los bienes como parentesco de sustancia, no puede valer para la ciencia a la que aspiramos. La confusión de categorías es excesiva. Nos pone a todos, científicos sociales y biólogos por igual, en el estado bien cono­ cido de los que practican el totemismo: de con­ fusión y «suciedad», como dice Mary Douglas, de contaminación y tabú. Al margen de toda política, es por supuesto este descenso al reino del tabú lo que hace en último término tan fas­ cinante a la sociobiología. Pero pagamos un fuerte precio en conocimiento por las distincio­ nes a las que nos vemos obligados a renunciar. «El perjuicio más serio a la ciencia que veo en la forma actual de aplicar los términos etno­ lógicos a los animales», escribe Susan Langer, «es que, por extraño que pueda parecer, se basa en realidad en el supuesto de que los dos estudios, la etnología y lo que se denomina 'etología'..,, nunca serán auténticas partes inte­ grantes de la ciencia biológica. Si lo fueran alguna vez, el uso de palabras en sentido literal en un contexto y figurado en otro, causaría es­ tragos» (1971, p. 328). Y además, podríamos

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perder algo más que nuestra ciencia. Tendría­ mos que abandonar toda comprensión del mun­ do humano como algo significativamente cons­ tituido y, por tanto, toda esperanza de conocer­ nos mejor a nosotros mismos.

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INDICE DE NOMBRES

Alexander, R., 14, 36, 37, 72, 73, 76, 100, 107 Alien, L., 112 Ardrey, R., 14, 132 ariori (clase de los acto ­ res en T ahití), 71 Ayres, C., 22 Beckwith, B., 112 Benedict, R., 22 Benveniste, E., 136 Berlín, B., 91 Boas, F., 88 bosquim anos, 45 n. Brookfield, H. C., 46 Brown, P., 46 Cassirer, E., 87, 88 chim bu, 46 Chomsky, N., 5 daribi, 47 Darwin, Ch., 72, 73, 123, 133, 134 Dobzhansky, T., 98 Douglas, M., 88, 138 D um ont, L., 129, 130 D urkheim , E., 59, 81 Eco, U., 86 Eider, 118 Ellis, W., 70 enga, 48 Engels, F„ 79, 133, 134 Evans-Pritchard, E. E., 48, 52 Fidji, h ab itan te s de las is­ las, 48, 49, 62

Fox, M. W., 14 Geertz, C,, 25, 26 Ghiselin, M. T., 97, 99, 100 H am ilton, W. D., 14, 33, 38 H aw ai, 61, 70, 72, 73 — haw aianos, 20, 71 Hegel, G. W. F., 93, 133 H obbes, T., 8, 35, 78, 123127, 130-132, 134 H o fstad ter, R., 133-135 H ogbin, H. I., 43, 44 H obbach, P. H., 78 H ooper, A., 70 H ow ard, A., 70 Huxley, J., 98 Kay, P., 91 kum a, 46 kung, 45 n. Langer, S. K., 116, 138 Lavrov, P. L., 133 Lévi*Strauss, C., 47, 88, 137 Levins, R., 102 Levitt, P. R,, 65 n. Locke, J„ 78 Lorenz, K., 14 Lyell, Ch., 122 n., 134 Lysenko, T. D., 106 M acpherson, C. B., 124, 126-129, 132 m ailu, 42 M alinowski, B., 13, 17, 42f 54, 55, 86 Malo, D., 72

150 M arshall, L., 45 n. M arx, K., 78, 79, 128, 133 M ayr, E., 98 McCall, G., 81 M edaw ar, P. B., 106 M orris, D., 14 M urdock, G. P., 41 m uscogi, 81 n. naroi, 50 N o rth ru p , 65 nuer, 48, 51-53 Nueva Guinea, hab itan ­ tes de las tierras altas de, 47 Oliver, D., 56 n., 70 O ttaw a, 81 n. O ttino, P., 43, 61, 67, 69, 74, 75 P arsons, T., 117 n., 129 polinesias, sociedades, 5976 — polinesios, 64 Radcliffe-Brown, A. R., 62 R angiroa, h ab itan tes de, 43, 61-64, 66, 68, 69, 73-75 Reay, M., 46 Rousseau, J. J., 19, 20, 116 Sahlins, M., 50, 76 n., 91, 129 S artre, J. P., 27, 28 S aussure, F, de, 21, 88 S chm idt, A., 133, 134 S chneider, D. M., 36

Indice de nombres Schultz, T. W., 35 Simpson, G. G., 98 Sm ith, A., 123 Spencer, H., 129 Sum ner, W. G., 123, 134137 Tahití, 61, 69-71 — tahitianos, 63 Tanner, J., 81 Taylor, E. B., 39 Tiger, L., 14 to’am baita, 43, 45, 66 Trivers, R. L,, 14, 76, 77, 100, 107, 111-121 Trobriand, hab itan tes de las, 53-55, 57, 72 T uam otú, 61; véase tam ­ bién R angiroa, h ab itan ­ tes de Valéry, P., 27 W agner, R., 47 W est-Eberhard, M., 14, 33 Wilson, E. 0 „ 1-5, 7, 14, 15, 17, 18, 29, 30, 34, 37, 65, 73, 76, 85, 86, 90, 99, 103, 105, 107, 108, 110, 112, 117 n„ 118 n., 121 n„ 123, 136 W illiams, G. C., 32, 88, 89, 106, 108, 109 W ittgenstein, L., 91 W ynne-Edwards, V. C., 31