Una posición ante la vida : la novela corta humorística de Margarita Nelken: La novela corta humorística de Margarita Nelken 8400089863, 9788400089863

Sonia Thon realiza un estudio sobre la obra narrativa de Margarita Nelken, mujer española, culta y cosmopolita, quien lo

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English Pages 296 [300] Year 2010

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Table of contents :
ÍNDICE
INTRODUCCIÓN
LA NOVELA CORTA
MARCO TEÓRICO
UNA HISTORIA DE ADULTERIO
PITIMINÍ ‘ETOILE’
MI SUICIDIO
EL VIAJE A PARÍS
LA AVENTURA DE ROMA
LA EXÓTICA
EL MILAGRO
EL ORDEN
COMENTARIO FINAL
BIBLIOGRAFÍA
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Una posición ante la vida : la novela corta humorística de Margarita Nelken: La novela corta humorística de Margarita Nelken
 8400089863, 9788400089863

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Una posición ante la vida. La novela corta humorística de Margarita Nelken

Sonia Thon

LB-19

Una posición ante la vida. La novela corta humorística de MARGARITA NELKEN Sonia Thon

ISBN 978-84-00-08986-3

CSIC 9 788400 089863

Colección LITERATURA BREVE - 19 Consejo Superior de Investigaciones Científicas

UNA POSICIÓN ANTE LA VIDA. LA NOVELA CORTA HUMORÍSTICA DE MARGARITA NELKEN

COLECCIÓN LITERATURA BREVE: 19 Director: Alberto Sánchez Álvarez-Insúa (CSIC) Consejo editorial: Luis Alberto de Cuenca (CSIC) Abelardo Linares (Editorial Renacimiento) Lily Litvak (Universidad de Texas) José Carlos Mainer (Universidad de Zaragoza) Secretaria: Julia María Labrador Ben (UCM) Consejo asesor: José Luis Martínez Montalbán (Cinematografía, UAM) Ángela Ena Bordonada (Narrativa, UCM) José Paulino (Teatro, UCM) Marta Palenque (Poesía, Universidad de Sevilla) Jesús Martínez Martín (Historia del libro y la lectura, UCM)

Sonia Thon

UNA POSICIÓN ANTE LA VIDA. LA NOVELA CORTA HUMORÍSTICA DE MARGARITA NELKEN

CONSEJO SUPERIOR DE INVESTIGACIONES CIENTIFICAS Madrid, 2010

Reservados todos los derechos por la legislación en materia de Propiedad Intelectual. Ni la totalidad ni parte de este libro, incluido el diseño de la cubierta, puede reproducirse, almacenarse o transmitirse en manera alguna por ningún medio ya sea electrónico, químico, mecánico, óptico, informático, de grabación o de fotocopia, sin permiso previo por escrito de la editorial. Las noticias, asertos y opiniones contenidos en esta obra son de la exclusiva responsabilidad del autor o autores. La editorial, por su parte, sólo se hace responsable del interés científico de sus publicaciones.

Catálogo general de publicaciones oficiales: http://www.060.es

© CSIC © Sonia Thon NIPO: 472-10-084-8 ISBN: 978-84-00-08986-3 Depósito Legal: M-9.865-2010 Diseño de cubierta e interiores: A. S. Insúa. Imagen de cubierta: Pitiminí Etoile, La Novela Corta, nº 456 (30 de agosto de 1924) Compuesto y maquetado en el Departamento de Publicaciones del CSIC Imprime: RB Servicios Editoriales, S.A. Impreso en España. Printed in Spain

ÍNDICE INTRODUCCIÓN ............................................................................ La novela corta .................................................................................. Marco teórico .................................................................................... Una historia de adulterio ............................................................. Pitiminí ‘Etoile’ ........................................................................... Mi suicidio ................................................................................... El viaje a París ............................................................................. La aventura de Roma ................................................................... La exótica .................................................................................... El milagro .................................................................................... El orden ....................................................................................... Comentario final ............................................................................... Bibliografía .......................................................................................

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UNA HISTORIA DE ADULTERIO .................................................

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PITIMINÍ ‘ETOILE’ ........................................................................

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MI SUICIDIO ...................................................................................

173

EL VIAJE A PARÍS ..........................................................................

187

LA AVENTURA DE ROMA ............................................................

205

LA EXÓTICA ...................................................................................

239

EL MILAGRO ..................................................................................

255

EL ORDEN .......................................................................................

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INTRODUCCIÓN

Wenceslao Fernández Flórez, en su discurso de ingreso a la Real Academia Española en 1945, intentó caracterizar el «humor» con definiciones propuestas por diversos críticos, pero finalmente concluyó con la siguiente: «el humor es, sencillamente, una posición ante la vida».1 Esta definición es sumamente acertada para referirse a la vida y obra de Margarita Nelken. Mujer española, culta y cosmopolita, quien logró destacarse en una sociedad llena de prejuicios que, entre otras cosas, despreciaba al judío, a la mujer trabajadora, a la escritora,2 a la madre soltera, y a la militante de izquierda —categorías todas a las que ella pertenecía. Su extraordinaria independencia intelectual, su espíritu de lucha y temperamento fogoso nutrieron de energía su oposición a las injusticias de una sociedad que relegaba a la mujer a un plano social de adorno, servicio y silencio; se desentendía de los niños carentes de cuidado y protección; y explotaba a los obreros y campesinos, indiferente al sufrimiento humano. Ese fervor con que expresaba lo que quería3 la convirtió en el blanco de críticas personales e ideológicas cuyo efecto no hacía más que intensificar la fuerza de sus convicciones y la urgencia de suscitar cambios políticos que erradicaran la arbitrariedad del sistema e incorporaran nuevas leyes de protección para sus ciudadanos más vulnerables. A pesar de que fueron importantísimos lo cambios que se produjeron en el campo educativo y cultural de España durante los cinco años de la República a favor de la mujer que, por fin, equiparaba sus derechos legales con los del hombre 1 Wenceslao Fernández Flórez, Antología del humorismo en la literatura universal, Editorial Labor, Madrid, 1961, p. IX. 2 Para una reseña sobre la discriminación de las mujeres en el ámbito intelectual remito a Angela Ena Bordonada, Novelas breves de escritoras españolas (1900-1936), Editorial Castalia, Madrid, 1989. 3 “El estilo corrosivo e incendiario de Margarita Nelken era como una chispa para la gasolina” en Paul Preston, Palomas de Guerra, Random House Mondadori, Barcelona, 2002, p. 289.

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con el resguardo de la Constitución de 1931 —por los cuales Margarita Nelken luchó incansablemente— su labor seguía incompleta. Incapaz de asumir la demora de su causa, y conocedora del origen de las trabas que se presentaban fuera y dentro del partido socialista, al que representaba en el gobierno de la Segunda República, se enfrentó una y otra vez con las consecuencias de conflictos que postergaban sus objetivos: En el período de la campaña electoral de 1933, la indignación que sentía ante las penurias de los campesinos locales había empujado drásticamente sus opiniones políticas más a la izquierda. Empezaba a creer, junto a varios partidarios de Largo Caballero, que la República había traicionado a los trabajadores. Así pues, habían promovido el cese de la alianza electoral con los republicanos. La agrupación de Badajoz del PSOE estaba profundamente dividida entre los moderados más veteranos y los que, como Margarita, creían que la acción revolucionaria era la única respuesta.4

Su audacia la vio envuelta en serias acusaciones, entre ellas, las derivadas de su apoyo al levantamiento minero de octubre de 1934 que motivó una orden judicial de detención por «delito de rebelión militar cometido en la plaza de Badajoz» que le valió una condena en ausencia de veinte años, cuya amnistía le permitió regresar a España en 1936.5 Esa imputación la obligó a exiliarse en Rusia en la época en que el comunismo ofrecía una alternativa revolucionaria a la lentitud de las reformas necesarias para aliviar la vida de miles de trabajadores, hombres y mujeres, que se encontraban bajo la opresión de fuerzas económicas que se resistían a cambiar sus métodos de acción y consideraban al Gobierno socialista, y a los partidos de izquierda en general, un obstáculo en el ejercicio arbitrario de sus actividades. Una serie de huelgas con consecuencias desastrosas para los trabajadores que apenas pudieron defenderse de los ataques de la Guardia Civil atenuó el espíritu combativo de los mismos, «los campesinos hambrientos no serían los autores, sino las víctimas de una violencia sin igual a manos de las fuerzas del orden».6 Pero aunque el levantamiento de la derecha, con el apoyo del Ejército y de la Iglesia, recrudeciera la resis-

Ibid., p.290 Paul Preston , Palomas de Guerra, p.297; 295. Para una explicación más detallada del incidente remito a Por qué hicimos la revolución, Margarita Nelken, 1936. 6 Ibid., p. 293. 4 5

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tencia obrera, al no proporcionar el Gobierno las armas necesarias para sofocar el alzamiento en sus inicios7 se perdió, irremediablemente, la oportunidad de segar la superioridad ofensiva de las fuerzas de la derecha que culminaron con la organización del ejército de Franco y su despiadada invasión desde Africa —apoyado por Hitler y Mussolini. El triunfo de Franco desintegró brutalmente la sociedad civil española sumiéndola en el más profundo atraso cultural y económico por casi cuarenta años. El fracaso de la Segunda República, el resentimiento de los campesinos contra los ultrajes de los terratenientes, la pobreza y el desempleo que se venía arrastrando desde épocas anteriores a la Primera República —a pesar del progreso gradual impuesto por las ideas liberales y el mercado libre— estalló en un marco económico agravado por la depresión mundial aumentando así la desigualdad social de la población: Los campesinos sin tierra, que en épocas de prosperidad rozaban ya los límites de la miseria, vivían un estado de tensión revolucionaria. Los obreros de la industria y de la construcción pasaban por dificultades similares. Las clases acomodadas no invertían, sino que atesoraban o exportaban sus capitales. La situación planteaba al Gobierno republicano un terrible dilema. Si se accedía a las demandas de las clases más menesterosas, expropiando las grandes haciendas y asumiendo el control de las fábricas, probablemente el Ejército se levantaría para destruir la República. Si se reprimían los disturbios de signo revolucionario para tranquilizar a las clases altas, el Gobierno debería hacer frente al resentimiento de la clase obrera. La coalición republicano-socialista eligió el camino de en medio, y acabó finalmente por irritar a ambos bandos.8

Asimismo, la polarización política que se produjo entre los años 19311933, con violentos levantamientos y aplastantes derrotas, debilitó la causa socialista hasta terminar con el triunfo de la derecha. Margarita Nelken no había previsto ese final. Su desilusión con el liderazgo del PSOE por su falta de organización ante la inminente invasión franquista, así como el poco aprecio de éste a su tremenda dedicación antes y durante la guerra civil la impulsaron a afiliarse al PCE —donde le esperaba otro desengaño. 7 Paul Preston, La Guerra Civil Española 1936-1939, Trad. Francisco Rodríguez de Lecea, Plaza y Janés, Barcelona, 1987, p. 88. 8 Ibid., p. 45.

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Si bien la militancia de Margarita Nelken en la política española fue responsable de su notoriedad y su subsiguiente derrumbe, mucho antes de la llegada de la República, en 1931, ya había publicado La condición social de la mujer en España (1921) donde ponía en evidencia la discriminación contra la mujer, la desigualdad laboral, el peligro de la ignorancia, la falta de educación sexual, la hipocresía de las instituciones de caridad, el problema de la prostitución, la situación de la madre soltera y de los hijos ilegítimos, el divorcio, etc.9 Y Las escritoras españolas (1930) donde hacía una reseña de mujeres escritoras —muchas de ellas olvidadas— en la historia literaria de España; obras, ambas, eruditas y de gran importancia en la historia social y literaria española. Su novela La trampa del Arenal (1923) demostró su habilidad literaria, al igual que sus novelas cortas: La aventura en Roma (1923), Una historia de adulterio (1924), Pitiminí ‘Etoile’ (1924), El Milagro (1924), Mi suicidio (1925), y La exótica (1930). Su última novela corta El orden fue publicada durante la República, en 1931. Estas son las obras que analizaremos en este trabajo. Como crítica de arte publicó Glosario (1917) y Tres tipos de vírgenes (1929). Su labor en este campo fue avalada durante quince años como encargada de cursos del Museo del Prado y miembro del Patronato del Museo de Arte Moderno de Madrid; y sus traducciones —del alemán, inglés y francés al español, y del español al francés— la colocaron entre las mejores de su época. De hecho, Goethe fue introducido al público español a través de su traducción Johan Wolfgang von Goethe (s.f. entre 1927— 1930). Sin embargo, tanto su obra como su vida, encarada con independencia, valentía y sinceridad hasta sus últimos días de exilio en México, cayeron en el olvido después de la Guerra Civil. Antonina Rodrigo, en una conversación que tuvo el 16 de mayo de 1978 con Federica Montseny, escritora y militante del movimiento anarquista —contemporánea de Margarita Nelken— transcribe sus comentarios al hablar de Nelken lamentando el silencio en que quedó sumida su vida y obra a pesar de haber sido una mujer brillante; explicando que su crítica se debía, en parte, al «hecho de que Margarita Nelken tuviera una vida muy libre, que chocaba con todos los prejuicios de aquella 9 Me refiero a Catherine Davies, Spanish Women’sWriting 1849-1996, The Atlone Press, London, 1988, obra de gran interés que estudia, desde un punto de vista histórico, la condición de la mujer española, con referencia a las escritoras de la época, señalando sus dificultades en el plano educativo, legal y laboral. Encabeza su obra un viejo refrán castellano: «Madre, ¿qué cosa es casar?/ Hija, hilar, parir y llorar».

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época…Yo sé…que hombres a los que yo he admirado y he apreciado mucho por su valor personal, como Largo Caballero, se oponían tajantemente a la intervención de la mujer en la vida política. A mí, cuando entré en el primer Consejo de Ministros, me miraban de reojo».10 Raúl Ianes, uno de los críticos que se ha sumado a rescatar la figura de Margarita Nelken del olvido, atribuye ese silencio al hecho de que la autora aunaba una serie de excesos, era «demasiado intelectual, demasiado atractiva, demasiado extranjera, demasiado radical».11 El periodista J. Benjumea Román la describió como una muchacha «rubia, de ojos azules, cara de damisela versallesca, bonita y buena moza, gentil y alada, cual si fuese una de sus muñecas de época que, después de una noche de sombras, al lucir el sol, saltarina, con su encanto de muñeca, tomó vida y echó a andar».12 Su marginación también incluía el círculo literario de la época. Según Maryellen Bieder, a principios del siglo XX los escritores españoles pertenecientes a la llamada generación del 98 formaron un círculo cerrado al cual accedían sólo aquellos a los cuales ellos mismos seleccionaban de acuerdo a sus propias normas. La admisión de mujeres al mismo era firmemente resistida: «Such a sense of participation in a closed circle excludes not only other male authors but women writers, and sets in motion the Spanish literary history».13 A estas razones se une también la que ofrece Josebe Martínez Gutiérrez: Recuperar la memoria histórica supone desmentir y desmitificar el denostado y perdido recuerdo de Nelken, a quien la historia oficial demonizó primero, e ignoró después. La Nelken intelectual y política formaba parte del elenco ‘judío masónico’ vituperado por Franco durante la posguerra, y fue calificada muy temprano como enemiga de España. A esta mujer polémica en el campo intelectual y político, la derecha, enemiga de Nelken ya en la monarquía, le imputaría tras la derrota de la República los más asombrosos y penosos crímenes, desde el de amparar al asesino de José Calvo Sotelo (sin que existan datos fehacientes para probar si proporcionó refugio después del atentado al autor del mismo, un antiguo guardaespaldas suyo) hasta ser el cerebro incitador 10 Antonina Rodrigo, Mujeres de España (Las silenciadas), Plaza y Janes, Barcelona, 1979, p. 18, pp. 169-170. 11 Raúl Ianes, El rescate de un silencio: Margarita Nelken (1896-1968), Romance Languages Annual 7, 1995, p. 516. 12 En Antonina Rodrigo, op. cit., p.161. 13 Maryellen Bieder, Woman and the Twentieth-Century Spanish Literary Canon: The Lady Vanishes. Anales de la Literatura Española Contemporánea 17, 1992, p. 302.

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e iniciador de diversas matanzas en noviembre del 36 en Madrid. Y de haber dinamitado el Alcázar de Toledo, caso contra el que ella se defiende años más tarde desde el exilio.14

Una de las acusaciones, consideradas no sólo «testimonio equivocado (sino voluntariamente falso)»15 la constituyen algunos pasajes inéditos revelados por un enemigo acérrimo de Nelken, el español trotskista Julián Gorkin, en Les communistes espagnoles contre la Revoluction espagnole. En ellos alegaba que Nelken había dejado a su hijo como rehén en la URSS y había colaborado con los servicios secretos soviéticos, en particular con el general Leónidas Estingon y su querida Caridad Mercader, organizadores del asesinato de Trotsky. Federica Montseny se refiere a este a este episodio en su conversación con Antonina Rodrigo de la siguiente manera: Respecto a su hijo, ella recibía telegramas, firmados por él, en los que aseguraba estar bien y le decía que no debía preocuparse de nada. Pero Margarita Nelken, desconfiada, multiplicó sus gestiones para llevárselo a México. Al fin descubrió la verad [sic]: su hijo había muerto hacía más de un año y los telegramas eran falsos.16

En cuanto a su asociación con los servicios secretos, Montseny alude a una entrevista clandestina que tuvo con Margarita Nelken en la cual ella le había dicho que: La Santa Inquisición y la Compañía de Jesús son unos monaguillos al lado de la G.P.U.(Policía Secreta Soviética)’. Sin embargo, se negó a escribir el libro con las revelaciones que ella podía y debía hacer: temía por su vida y por la de su nieta. Pero espontáneamente me facilitó la lista de los agentes secretos soviéticos de México, Cuba y Guatemala, a la vez que me facilitaba el nombre de su ‘contacto’: una mujer que residía en Nueva York. Pero yo no he querido hacer uso de esas confidencias, ni siquiera en mi libro El ministro de Trotski, pues Margarita Nelken aún vivía. Ella había pagado bastante caro sus errores.17 14 Josebe Martínez Gutiérrez, Margarita Nelken (1896-1968), Ediciones del Orto, Biblioteca de Mujeres, Madrid, 1997, p. 38. 15 Jacobo Israel Garzón y Javier Mordejai de la Puerta, Margarita Nelken, una mujer en la encrucijada española del siglo X — Raíces: Revista Judía de Cultura No. 20, Otoño ’94, Sefarad Editores y autores, 1994, p. 38. 16 Ibid., op.cit., p. 170. 17 Ibid., op.cit., pp. 170-171.

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El error máximo al que se refería Federica Montseny fue el que Margarita Nelken se hubiese pasado del partido socialista al comunista: Quizá esperaba ocupar [en el PCE] el lugar que le correspondía por sus méritos, infinitamente superiores, intelectualmente hablando, a los de Dolores Ibárruri. Pero la plaza ya estaba tomada y la Pasionaria la defendió con uñas y dientes. Margarita quedó en segundo término, perdiendo el prestigio que tenía en el partido socialista, sin conseguir ser figura influyente en el comunista. Fue un error que pago caro.18

Pierre Broué, el fallecido historiador antiestalinista y editor de la revista Le marxisme aujourd’hui, en una reseña del libro de Antonio Elorza y Marta Bizcarrondo, Queridos camaradas,19 critica a los autores haciendo referencia concreta a Margarita Nelken como una de las personalidades españolas estudiadas en los archivos del Comintern y los del Partido Comunista en Moscú, acusándolos de haber hecho una investigación negligente, ya consideraba que ciertos datos —entre otros, el papel de Margarita Nelken en el servicio secreto soviético—, merecían ser analizados con mayor detenimiento para involucrar no solo a las personalidades en cuestión, sino al régimen estalinista y su influencia en la dirección del Partido Comunista Español: El mismo rumor fue confirmado en lo que concierne a la ex diputada socialista Margarita Nelken, que figuraba en los servicios soviéticos como Amor. Esas omisiones de talla,… abren la puerta a todas las sospechas en cuanto a los criterios que justificarían la falta de atención de los autores: ¡qué nadie imagine que la GPU dirigía al PCE!20.

El interés de Pierre Broué parecería ser no sólo la confirmación de que Margarita Nelken estaba involucrada en el servicio secreto, sino la legitimación de su punto de vista con respecto a la forma en que el Partido Comunista Español era dirigido. Paul Preston, por su parte, confirma en Palomas de guerra que según las fuentes de espionaje de los Estados Unidos, Ibid., op cit., p Elorzo, Antonio y Marta Bizcarrondo, Queridos camaradas: la internacional comunista y España, 1919-1939, Planeta, Barcelona, 1999. Obra fundamental para comprender las manipulaciones políticas de la izquierda en España. 20 Pierre Broué, Queridos Camaradas, Fundación Adreu Nin, http://www.fundanin.or/ elorza.htm 18 19

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Nelken era agente del KGB y que los rusos le habían dado el nombre en clave de Amor y declara basándose «en los documentos existentes del servicio de seguridad, sus actividades parecen haber sido insignificantes, sin ir más allá de recomendar a personas que podían ayudar con los cruces de la frontera de México a los Estados Unidos».21 Estas y otras especulaciones y falsedades desplegaron una oscura sombra sobre Margarita Nelken provocándole un daño que solo ahora se está empezando a apreciar. Con el tiempo es más fácil evaluar lo sucedido. Afortunadamente, su vida y obra están siendo rehabilitadas. Nos agregamos a ese proceso con un enfoque general sobre la vida de la autora para detenernos en detalle en las novelas cortas que escribiera para varias publicaciones madrileñas especializadas en literatura popular. La biografía de Margarita Nelken ha sido recopilada en los últimos años por varios autores, entre ellos: Jacobo Israel Garzón y Javier Mordejai de la Puerta;22 Antonina Rodrigo;23 Josebe Martínez Gutiérrez;24 Angela Ena Bordonada25 y Paul Preston (autor que ha trazado un perfil muy completo y conmovedor de de la vida de Margarita Nelken en su ya citado libro Palomas de guerra), a los cuales remito para una lectura detallada de la trayectoria de su vida personal e ideológica. Una vida llena de pasión, valor, esperanza, triunfos y dolorosas pérdidas que culminó en el exilio. Margarita Nelken murió en México el 9 de marzo de 1968 a los setenta y ocho años. Sin embargo, para dar una pauta de su extraordinaria personalidad, será mejor cederle a ella misma la palabra: Nací en Madrid, el 5 de Julio del 94. (En la entonces calle de Barrionuevo, después del Conde de Romanones, No. 3 y 5). Padre de origen alemán, pero establecido en Madrid como joyero desde muy joven. Abuelo materno relojero de Palacio bajo Alfonso XII y la Regencia. Tenía su relojería joyería en la Puerta del Sol No. 15. Estudios: bachillerato francés clásico (por libre), piano y armonía, y pintura con Eduardo Chicharro. Primer artículo sobre los frescos de San Antonio de la Florida en The Studio de Londres, a los 15 años. El segundo en Le Mercure de France, sobre El Greco. Desde entonces, 21 Paul Preston, Palomas de guerra, Trad. Irene Gonzalo y Jorge Pérez Nistral, Random House Mondador, Ediciones de bolsillo, Barcelona, 2002, p. 333. 22 Jacobo Israel Garzón y Javier Mordejai de la Puerta, op. cit. 23 Antonina Rodrigo, op. cit. 24 Margarita Nelken (1896-1968), Ediciones del Orto, Madrid, 1997. 25 La trampa del arenal, Editorial Castalia, Madrid, 2000.

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hasta la guerra, colaboraciones constantes en la mayoría de las publicaciones de arte en Francia, Alemania, Italia, e Inglaterra. En Museum de Barcelona. Crítica de arte en diversos periódicos de Madrid, en Los Lunes del Imparcial, etc. Colaboraciones con regularidad en La Razón de Buenos Aires y en el Goteborg Handelstidning en Suecia, escribiendo indistintamente en español y en francés. Conferencias por años en el Prado, Museo de Arte Moderno y Museo Romántico de Madrid, en Louvre, museos de Bélgica, etc…y en diversas universidades y ateneos de España. En Barcelona, durante la dictadura de Primo de Rivera en el Ateneo no se permitía hablar castellano, se hizo una excepción para una conferencia mía. Traducciones varias: del francés y del alemán al español (primera publicación de Kafka en la Revista de Occidente, y del español al francés (Baroja). En particular traduje la Historia del Arte de Elie Faure. Libros originales: entre otros, Glosario (obras y artistas); La condición social de la mujer en España (virulentamente atacada hasta el punto de sustituir a una profesora de la Normal de Lérida que explicaba sociología con este texto, lo cual motivó debates enconados en Cortes, bajo la monarquía, interviniendo Prieto a su favor, y que dio origen a una verdadera campaña contra mí de las derechas); En torno a nosotras (ensayos); Historia del hombre que tuvo el mundo en la mano (monografía de Goethe); Tres tipos de Vírgenes, (Fra Angelico, Rafael, Morales); La trampa del arenal (novela); Las escritoras españolas; Por qué hicimos la revolución (del 34); La mujer ante las cortes constituyentes; y muchas novelas cortas. Aquí en México se han reeditado, por la Secretaría de Educación Pública, los Tres tipos de Vírgenes y el Goethe; y se han editado Primer Frente (poemas), Las torres del Kremlin, Los judíos en la cultura hispana; El expresionismo mexicano de la plástica (Instituto Nacional de Bellas Artes), monografías del escultor Ignacio Asúnsolo y de los pintores Carlos Orozco Romero y Carlos Mérida (Universidad Nacional Autónoma de México), Elegía para Magda (plaquette), etc… En Argentina la Historia Gráfica del Arte Occidental. Me ocupé siempre de obras sociales. Fundé la primera Casa de Niños que hubo en España (en Ventas, Madrid), para niños cuyas madres iban a trabajar. Muy pronto me incorporé al movimiento obrero, frecuentando asiduamente la Casa del Pueblo, llevando a la par mi labor intelectual e intervención de palabra y por escrito en conflictos obreros. Dirigí la primera huelga femenina que hubo en Madrid (cigarreras) al instaurarse la República, hacía diariamente un artículo político en El Socialista, el cual, ya diputada, titulé Desde el escaño. Cuando mi pri-

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mera elección, me negué a hacer propaganda, y ésta se hizo con volantes con extractos de escritos míos y ‘votad por quien ha escrito esto’. Diputada en las tres legislaturas de la República. Siendo diputada por Badajoz, haciendo interpelaciones contra las inhumanas condiciones del trabajo en los latifundios, y pidiendo la expulsión de las monjas de los hospitales y asilos, por su notoria incompetencia y sentido medieval de su cometido; no creo que se dieran jamás campañas de difamación como las que hicieron contra mí unas derechas divorciadas de su siglo. En 34, a raíz del movimiento revolucionario (yo fui a transmitir a Extremadura las órdenes de huelga general del Partido Socialista) se me quitó la impunidad parlamentaria y se me pedían 20 años. Oculta un tiempo, pude por fin escapar, disfrazada, maquillada, y gracias a la ayuda generosa de la entonces Embajada Cubana en Madrid. De París pasé a Rusia, después de haber hecho campaña, en los países escandinavos, para que sus gobiernos evitaran fusilamientos de dirigentes mineros en Asturias. Estuve en la URSS, viajando hasta la frontera persa, hasta ser de nuevo elegida diputada en 36. Toda la guerra estuve en España. Dos batallones llevaron mi nombre, uno en Madrid y otro en Extremadura. Hice el llamamiento al pueblo para la defensa de Madrid —por radio— en la mañana del 7 de noviembre. Sólo me ausenté en misiones oficiales a favor de la República: en Dinamarca, Holanda, Bélgica, Suiza. Y en septiembre del 38 vine 15 días a México especialmente invitada a un Congreso Internacional Antifascista, del cual fui vicepresidente. (Presidente Lewis, de la CIO norteamericana). Estuve en España hasta el último momento, vine a México desde París, cuando el Partido Comunista, al que pertenecía desde diciembre del 36, fue declarado ilegal en Francia. Vine a México a fines del 39, con mi familia. De aquí sólo regresé a Europa a participar en el Congreso Interparlamentario de Roma, en 48. Entonces también di conferencias en los dos Museos Reales de Bruselas y en la Universidad de Groninga. Regresé a México después de un año en París. Aquí soy crítico de arte del diario Excelsior (un artículo diario durante 27 años); colaboró [sic] numerosas publicaciones (Revista Internacional y Diplomática), Revista de Revistas. Cuadernos Americanos, Artes de México, revista Siempre, revista Hoy. Relator de Cali, Colombia; El Tiempo de Bogotá, Colombia; el Nacional de Caracas, Venezuela, etc.) Doy frecuentemente conferencias en Instituciones oficiales y particulares, así como cursillos sobre Historia del Arte. Soy viuda de Martín de Paul y de Martín Barbadillo, nacido en Sevilla, que fue Cónsul General de España en Ámsterdam. Tuve dos hi-

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jos; una hija, Magda, que perdí aquí por enfermedad y me ha dejado una nieta (Margarita, la cual tiene cuatro hijos, José Ramón, Magda, Santiago y Ana), y un hijo, Santiago, que fue el oficial más joven del Ejército Republicano y que cayó durante la guerra mundial como capitán del Ejército Rojo, al que se había ido voluntario, y cuyo heroísmo fue, en la Embajada rusa de México, objeto de un grandioso homenaje. No pertenezco ya al Partido Comunista desde el 41, pero trabajo con él y con todos los organismos de la emigración. Soy vicepresidenta, con el Dr. D’Harcourt del Comité de Ayuda a los Presos Políticos de España. Y ya sólo soy una mujer vieja, deshecha de dolor por la pérdida de mis hijos, que procura ser útil en lo posible y, quizá afortunadamente, tiene que trabajar duro para ganarse la vida. Salgo de una grave dolencia así que no puedo hilvanar bien estos datos teniendo que ‘administrar’ mis fuerzas para el trabajo diario… Aquí tengo siquiera una suerte: amigos muchos y buenísimos. Nunca le podré agradecer a México las deferencias y atenciones que me dispensan. Un dato que tal vez le interese: las selección de textos referentes a la mujer —científicos y otros— de Ramón y Cajal, que se publicaron hace años, ya no recuerdo en qué editorial, la hice por encargo expreso de don Santiago. La amistad que él y Pérez Galdós me dispensaban fueron mis grandes orgullos de jovencita.26

A lo largo de su vida se destaca su tenacidad en la lucha por mejorar la condición social de la mujer española y de los trabajadores en general;27 su valiente aporte a la defensa de la República28 durante la Guerra Civil española y su feminismo «social» o «relacional», idea defendida hasta fines del XIX que proponía: …una visión de la sociedad igualitaria pero fundada en el género y defendiendo como unidad básica de ella la pareja hombre/mujer no jerárquica y sustentada en el compañerismo. Este tipo de argumentación feminista insistía en reivindicar los derechos de las mujeres como tales, en virtud de unas capacidades naturales y de un supuesto imperativo 26 Bosquejo autobiográfico escrito a pedido de una alumna. Josebe Martínez Gutiérrez corrige una confusión en dos fechas: nació en 1896 (no en 1894) y no perteneció al Partido Comunista desde 1942, sino desde 1941, según datos provenientes del Archivo Margarita Salas, México, op. cit., pp. 15-18. 27 Margarita Nelken, La condicón social de la mujer en España, Editorial Minerva, Barcelona, s.a.; En torno a nosotras, Páez, Madrid, 1927, La mujer ante las Cortes Constituyentes, Ed. Castro, Madrid, 1931. 28 Por qué hicimos la revolución, 2ª. Ed., Internacional Publishers, Barcelona, 1936.

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biológico —la maternidad— que determinaban irreversiblemente su papel en la sociedad y que garantizaban una contribución a esta que merecía ser convenientemente valorada.29

Esta posición, a diferencia del «feminismo individualista», que «hacía hincapié en el individuo como unidad básica de la sociedad —exaltando la autonomía personal en todos los órdenes, con independencia de sexo o género»30 era un asunto polémico. Abarcaba la cuestión del sufragio femenino, al cual Nelken apoyaba, pero veía prematuro en la sociedad patriarcal española dominada por la Iglesia que, al negarle derechos a la mujer, la obligaba a someterse a la opinión del hombre de quien dependía. Su temor se basaba en el hecho de que las mujeres carecían de la autodeterminación y educación cívica adecuadas para elegir: «Poner el voto en manos de la mujer es hoy, en España, realizar uno de los mayores anhelos del elemento reaccionario».31 El divorcio legislado también fue uno de los objetivos de su visión feminista. Lo veía como una válvula de escape para matrimonios desavenidos, y una forma de establecer resguardos para la pareja y para sus hijos, que incluiría la protección de los hijos dentro y fuera del matrimonio. También incluyó en su programa de cambios sociales la situación de la madre soltera, su falta de protección legal y la carencia de opciones de supervivencia por medio de un trabajo adecuado para mantenerse a ella y a sus hijos dignamente; y el penoso tema de la prostitución como única alternativa para la mujer sin educación, de pocos recursos y trabajos mal pagados. La lucha de Margarita Nelken por la mejora de la condición social de la mujer española se enmarcaba siempre dentro de la ideología socialista ajustada a su época en el contexto español. La mujer, casada o no, era para Nelken esposa y madre por sobre todas las cosas y debía «ser protegida como tal» por lo que exigía «acomodamiento a esta doble característica de todas las leyes obreras referentes a la mujer».32 Cabe recordar que al volver los hombres de la guerra se encontraron con que las mujeres habían ocupado sus puestos de trabajo en su ausencia y querían reclamar, en palabras de María Aurelia Capmany, «su puesto de rector en el cosmos»: 29 Helena Establier Pérez, Feminismo español en la narrativa de los años veinte: Margarita Nelken y La trampa del Arenal, Clepsydra, No.3, 2004, p. 50. 30 Ibid., p. 50. 31 Margarita Nelken, La mujer ante las Cortes Constituyentes, p. 35. 32 Ibid., p. 94.

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La mujer obrera se encuentra al iniciarse el período de entreguerras acosada desde dos puntos, por un lado por sus compañeros de trabajo que las miran como un enemigo de clase, ya que arruinan con sus salarios las conquistas laborales que tanto trabajo les ha costado, y por otro la captación de asociaciones filantrópicas que ofrecen compensaciones caritativas en vez de derechos.33

Como militante socialista era sumamente activa en frentes en que las necesidades eran muchas y las soluciones apremiaban. Su espíritu revolucionario demandaba la oportunidad de descargar su energía y combatividad, esta le fue otorgada por las circunstancias que llevaron a España a la Guerra Civil. Fue su ocasión de mostrar lo que valía y destacarse por la fuerza de su carácter y su osadía. Josebe Martínez Gutiérrez remarca un episodio de gran importancia en el cual Margarita Nelken «se convierte en dirigente de guerra, estratega y jefe miliciano de la defensa de Madrid»: El gobierno republicano se había trasladado a Valencia, en Madrid quedaban Álvarez del Vayo y Llopis como representantes del gobierno, desbordados por la inminencia de una invasión que no saben cómo atajar. Las sedes de los partidos adolecen de representantes firmes, pues también los altos dirigentes se han marchado a Valencia, en Madrid queda el pueblo, los milicianos, y el partido comunista al completo, con todos sus cuadros, que en definitiva será al que acuda finalmente Nelken para buscar apoyo y juntar fuerzas. Su protagonismo y entrega en este episodio no puede dejar de ser reconocido, y podríamos considerarla como la única mujer con cargo político que desempeñó un papel decisivo.34

Más adelante, al igual que muchos otros socialistas, se asoció al Partido Comunista en el que veía la disciplina y vitalidad que satisfaría más rápidamente su misión de producir los cambios sociales, políticos y económicos que consideraba necesarios para lograr un mundo mejor, sobre todo para los campesinos del sur de España. Según Preston: Encolerizada y frustrada por la falta de poder de la República para evitar la arrogancia intimidatoria de los terratenientes del sur, había perdido la fe en los medios legales de la democracia para alterar las in33 María Aurelia Capmany, «Un libro polémico sin polémica», Prólogo a La condición social de la mujer en España de Margarita Nelken, CVS Ediciones, Madrid, 1975, p. 22. 34 Josebe Martínez Gutiérrez, op. cit., p. 37.

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justicias del campo. Por consiguiente, se adheriría a los que creían que sólo la revolución sería capaz de resolver los problemas de los campesinos sin tierra.35

Esta alianza ideológica e idealista, que inspiró declaraciones tales como: «La URSS encarna la paz frente a la guerra, el trabajo frente al fascismo, el pleno empleo frente al paro, los intereses de la colectividad frente a los privilegios de las clases dominantes de la sociedad burguesa»36 terminó causándole un sinfín de problemas tanto en su vida pública como en la privada. Un punto no enteramente explicado aún es el porqué de su expulsión del partido comunista ya que si bien la mencionada rivalidad de Margarita Nelken con la Pasionaria era un hecho factible, no puede reducirse solo a un conflicto de personalidades. Para Josebe Martínez Gutiérrez se trata de un problema de lealtad ideológica. De acuerdo a su interpretación, lo que sucedió es que Nelken había rechazado la política de Unión Nacional que requería la unión de todos los partidos nacionalistas españoles, incluso aquellos que habían luchado en el bando nacional durante la Guerra Civil, en un solo partido. Esta propuesta: tenía grandes riesgos pues suponía la unidad con fuerzas conservadoras, franquistas, tan pronto como abandonaran su posición fascista y se comprometieran a una dinámica democrática. Nelken veía dicha política de unión como una traición a la República. La razón inmediata y efectiva para la expulsión, podemos conjeturar por las fechas que se barajan y la situación estructural del partido, fue ni más ni menos que el apoyo ofrecido por Nelken a la candidatura de Jesús Hernández, contrincante de Dolores Ibarruri en la sucesión de la secretaría general del partido comunista, a la muerte de José Díaz. Este apoyo supone por parte de Margarita Nelken una táctica peligrosa teniendo en cuenta el funcionamiento del partido, pues Ibarruri, que contaba con enorme prestigio entre los militantes, estaba, además, en Rusia, es decir, en contacto directo con el Comité Central. Margarita vivía en México y no mantenía las conexiones con el centro que Ibarruri manejaba. Nelken se enfrentaba con un grupo de poder enorme que, obviamente la derrotó.37 Paul Preston, Palomas de guerra., p. 292. En Antonio Elorza y Marta Bizcarrondo, op. cit., p. 81. 37 Josebe Martínez Gutiérrez, op. cit., pp. 42-43. Para un estudio de las manipulaciones políticas de la izquierda en España véase Antonio Elorza y Marta Bizcarrondo, Queridos camaradas: La Internacional Comunista y España, 1919-1939, Editorial Planeta, Barcelona, 2006. 35 36

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Mantenerse fiel a su ideología provocó la ira de los que respaldaban a la Pasionaria y, como consecuencia de ello, el partido comunista no sólo la expulsó, sino que le puso continuos obstáculos en su desarrollo profesional a pesar de que ella siempre lo siguiera apoyando; y el hecho en sí de haber sido expulsada la estigmatizó en el medio artístico e intelectual comunista durante su exilio en México: Ciertas publicaciones le cerraron sus páginas. La ayuda económica de la Junta de Auxilio a los Republicanos Españoles, controlada por los comunistas, también le fue vetada. Importantes artistas mejicanos, como David Alfaro Sequeiros y Diego Rivera, al ser leales militantes del Partido Comunista de México le dieron la espalda —un duro golpe para una crítica de arte—.38

En la actualidad se han descubierto más datos que revelan las actividades políticas de la época y, aquellos quienes habían puesto fe ciega en el partido comunista y siguieron a pies juntillas su dictamen sin conocer las tensiones y divisiones internas del mismo ignoraban o no comprendían la posición de Nelken. Sus camaradas, al expulsarla del partido, justificaron esta acción con calumnias que no tenían conexión alguna con la realidad de las aportaciones y sacrificios que Nelken había hecho por el mismo. En el documento de expulsión se manifestaba que: Ante su desmedida ambición personal no existe nada respetable, ni la historia revolucionaria, ni la capacidad, ni la honradez, ni la decencia». La declaración oficial, publicando en el periódico del partido, incitaba su proscripción de forma tajante poniendo «en conocimiento de sus afiliados y simpatizantes el deber en que se encuentran de romper toda clase de relaciones con esta enemiga del Partido y del pueblo y denunciar su conducta.39

Ahora comprendemos aún más el sufrimiento de Nelken; no fueron solo los prejuicios sociales de los que debió defenderse continuamente, sino también del agravio de sus propios camaradas. Sabido es que en el juego político algunos ganan y otros pierden. Es lamentable que todo aquello que Margarita Nelken había brindado a la sociedad, su talento artístico, sus estudios sociológicos, su oratoria, su militancia social y política —tanto 38 39

Paul Preston, op. cit., p. 332. Op. cit., p. 331.

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en el partido socialista como en el partido comunista— en su afán de mejorar el mundo en que vivía hubiera sido desdeñado durante tanto tiempo. Sin embargo, su fortaleza de espíritu le permitió resistir, a lo largo de su vida, los ataques que se le dirigían con una buena dosis de humor y picardía. Recordemos el giro que le dio a la oposición reaccionaria que se produjo después de publicar La condición social de la mujer en España (1921) libro que ocasionó el despido de una profesora y la prohibición de su lectura por un obispo. En una entrevista que le hiciera Artemio Precioso en 1923 respondió a la pregunta del por qué de tal prohibición, explicando: —Melquíades Álvarez dijo en el Congreso que porque yo denunciaba allí los manejos de ciertos sindicatos. Pero yo creo que se equivocó; la verdad es que aquel buen obispo quiso favorecerme. Pensó sin duda: «He aquí a una mujer que se ha pasado varios meses trabajando en un libro de sociología, total para vender seis ejemplares, cifra media alcanzada en España por esta clase de libros; pobrecilla, vamos a ayudarla un poco». Y con una nobleza y un desinterés que yo nunca agradeceré bastante, me hizo ese reclamo a la americana. ¡Dios se lo pague!40

Y ese don de ver la vida luchando y sonriendo irónicamente, se manifiesta en las novelas cortas que publicó en las siguientes colecciones: La Novela Corta «Una historia de adulterio», No. 442, 24 de mayo, Año IX, 1924. «Pitimini ‘Etoile’», No. 456, 30 de agosto, Año IX, 1924. «Mi suicidio», No. 474, 27 de diciembre, Año IX, 1924 «El viaje a París», No. 488, 4 de abril, Año X, 1925 La Novela de Hoy «La aventura de Roma», No. 40, 16 de febrero, 1923. La Novela Femenina «La exótica», año 1, nº 26 [1930] Los Contemporáneos «El Milagro», No. 816, 11 de septiembre, Año XVI, 1924.

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Op. cit., p. 34.

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La Novela Roja «El orden», 8 de julio, 1931

LA NOVELA CORTA La popularidad de la novela corta coincide con el período de entreguerras (1898-1936) que en España suscitó una época de reflexión social después de la perdida de sus colonias y los acontecimientos que culminaron en la Guerra Civil Española con el compromiso ideológico tanto de escritores como de lectores. Los cambios económicos producidos por el auge de la industria causaron importantes desplazamientos de poblaciones rurales hacia centros urbanos creando demandas y ventajas socio-económicas, que debieron encararse a través de la expansión de oportunidades de educación, la provisión de servicios sociales, la reforma agraria, y la actualización de leyes laborales. La importancia de la educación pública como medio de incorporar e integrar los diferentes grupos sociales a las nuevas estructuras se manifiesta principalmente en las ciudades: se toma más pronta conciencia de los deberes cívicos personales y este hecho repercute, sin duda, en un deseo y una necesidad más acuciantes de alcanzar un mínimo nivel cultural. La búsqueda de un puesto de trabajo suele ser otro estímulo para salir de la ignorancia e intentar asimilar algunos conocimientos.41

El impulso que se dio a la alfabetización ciudadana a través del «considerable aumento de escuelas, el perfeccionamiento de los métodos de enseñanza, la instrucción dada en cuarteles y fábricas, y, sobre todo, el estímulo despertado en todas las clases sociales son hechos que confluyen en la elevación de la cultura media nacional»42. Este fenómeno contribuyó al aumento del número de lectores de periódicos y novelas cortas en los centros urbanos, facilitando así un vínculo basado en el interés común de edi41 Encarnación González, Sociedad y educación en la España de Alfonso XIII, Fundación Universitaria Española, Madrid, 1988, p. 68. 42 Ibid., p. 68. En el censo de 1910, un 50 por 100 de la población era analfabeta. En el censo de 1940 se había reducido en más de la mitad, aproximadamente un 23 por 100, de los cuales corresponde un 17 por 100 a los varones, y un 28.4 por 100 a las mujeres. Dirección General de Archivos y Bibliotecas, Separata del Núm. X, Madrid, 1953, p. 9.

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tores, que disimulaban sus proyectadas ganancias con propósitos didácticos; escritores que aprovecharon la oportunidad de ser bien remunerados por su esfuerzo; y lectores que se beneficiaban del bajo coste de un pasatiempo con mayor o menor exigencia intelectual. Esos lectores, según Moguin-Martin refiriéndose a la novela corta, no pertenecían a la clase obrera o artesana a la cual los editores intentaban cultivar, sino «a una pequeña clase media urbana, por no decir madrileña, de bolsillos no completamente depauperados, pero tampoco muy llenos»43 que tenían convicciones políticas diversas. Es difícil de definir la clase media en la España de fines del siglo XIX y principios del siglo XX. Jaime Vicens, tratando de encontrar una frontera entre las clases populares y la clase media llegó a la conclusión de que esa división no podía hacerse en términos estrictamente económicos porque «equivaldría a ignorar totalmente la estructura social de la España del siglo XIX» aclarando «que son factores de mentalidad los que deciden, por encima de lo económico, la integración en una clase social».44 En cuanto a la posición de la mujer dentro de la clase media o burguesía, la definición resulta más compleja aún ya que, según Emilia Pardo Bazán: Sus límites son tan indeterminados, que cabe en ellos desde la mujer del opulento fabricante —que es clase media sólo porque no es aristocracia—, hasta la mujer del telegrafista o del subteniente,— que es clase media sólo porque no es pueblo…El menor cargo oficial en la familia, el pretexto más leve, basta a la mujer española para ingresar en el número de las señoras o señoritas, y salir de las filas del pueblo propiamente dicho.45

El problema de la demarcación de clases no sólo se refleja en la evaluación del público consumidor de literatura popular, sino en el contexto socio-económico de las novelas mismas en cuanto a la temática desarrollada. Margarita Nelken tiene muy en cuenta su entorno social y, en todas sus novelas, se reflejan los valores sociales de su época. Cuando Margarita Nelken publica sus novelas cortas la popularidad del género ya estaba muy arraigada en Madrid. La literatura popular, ini43 Roselyne Mogin-Martin, La Novela Corta, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 2000, p. 29. 44 En Guadalupe Gómez-Ferrer Morant, Mujer y sociedad en España 1700-1975, Ministerio de Cultura, Instituto de la Mujer, Madrid, 1986, p. 160. 45 Ibid., pp. 160-161.

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ciada por el folletín y la novela por entregas, desembocó en la novela corta que alcanzó gran difusión y popularidad a través de publicaciones semanales de diversa duración, tales como El Cuento Semanal, La Novela Corta, Los Contemporáneos, La Novela de Hoy, La Novela Semanal, La Novela Femenina, La Novela Roja.46 La popularidad de la novela corta, que comienza con la primera publicación de El Cuento Semanal, en 1907, se mantiene hasta el año 1932 no solo por el aumento del nivel cultural de los lectores debido a la alfabetización y el bajo costo de las publicaciones, sino también por la falta de esparcimiento para la población y la relativa calma política del período que abarca: Hasta esa fecha, los españoles carecen de diversiones y grandes espectáculos de masa: la radio, el cine y el deporte se impondrán en España hacia los años treinta y cambiarán las costumbres del ocio, dedicado hasta entonces a la lectura. También desempeña un papel considerable la despreocupación política de las primeras décadas del siglo, seguida de una nueva politización de las masas con los cambios en los años treinta y la llegada de la República».47

Razones ya notadas por Luis S. Granjel, quien además menciona la escasez, en número, de revistas gráficas e informativas,48 vacío que pronto llenó la eficiente comercialización de las publicaciones periódicas de novelas por editores que comprendieron el magnetismo de «ilustraciones... noticias literarias, mundanas y teatrales…y los regalos (cubiertas, vales insertados en los números…) [que] convencían al lector del buen negocio así realizado»49 y enganchaban la curiosidad del consumidor habituándolo a la compra semanal de las mismas.

46 Pedro Pascual Martínez, en «Las escritoras de novela corta», Mujeres novelistas en el panorama literario del Siglo XX, Marina Villalba Alvarez (Coord.), Colección Estudios, Cuenca 2000, recoge en su apéndice 98 colecciones que incluyen las de teatro, teatro novelado y poesía. 47 Rita Catrina Imboden, Carmen de Burgos ‘Colombine’ y la novela corta, Peter Lang, Bern, 2001, p. 80. 48 Luis S. Granjel, «La novela corta en España (1907-1936)», Cuadernos Hispanoamericanos, No. 222, junio, 1968, p. 480. 49 Historia de la edición y de la lectura en España 1472-1914, bajo la dirección de Victor Infantes, Francois López y Jean-Francois Botrel, Fundación Germán Sánchez Ruipérez, Madrid 2003, p. 586.

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Las numerosas colecciones que publicaron las tan populares novelas cortas incluyeron a escritores reconocidos, tales como Unamuno, Valle Inclán, Pardo Bazán, Galdós, Dicenta, Benavente; y escritores jóvenes, o menos conocidos, que se abrían camino a través de la oportunidad que la demanda del público lector les ofrecía. El hecho de que compartieran esas publicaciones figuras renombradas del mundo literario español no aseguró la atención de la crítica literaria. El poco valor atribuido a la literatura popular hizo que la crítica, en general, se encontrara ante un fenómeno difícil de explicar por la cantidad, variedad y nivel de calidad de las obras, y por la falta de definiciones aplicadas a la literatura popular, considerada «subliteratura», o peor, literatura popular ideológica —como si la literatura clásica estuviera exenta de posiciones ideológicas. Leo Lowenthal, hablando sobre las obras de Molière, Goethe, Coneille e Ibsen, hace el siguiente comentario: Los escritores pueden mirar adelante o atrás hacia una época diferente, pero tienden a hacerlo dentro de los confines de una realidad existente o previsible…El hombre nace, lucha, ama, sufre y muere en cualquier sociedad, pero lo que importa es la descripción de como reacciona a estas comunes experiencias humanas, ya que invariablemente tienen un nexo social. Precisamente porque la gran literatura presenta al hombre en relieve, el artista tiende a justificar o desafiar a la sociedad más bien que ser un pasivo cronista de ella.50

Opinión compartida por Barthes al expresar que es inevitable que toda literatura sea ideológica porque no es simplemente un instrumento de comunicación; es producto de ciertas circunstancias históricas y relaciones de poder que no pueden dejar de influenciarla.51 El libro como literatura de consumo reúne, paradójicamente, la ventaja de diseminar la lectura entre el público general y la desventaja de considerarse popular. La novela popular fue desestimada por diversas razones: la desconfianza de la calidad de obras creadas por intereses pecuniarios que dieron lugar a comentarios como el de Fernández Florez sobre la mercantilización de los cuentos y relatos breves: «En España hay muchos 50 Leo Lowenthal, La literatura y la imagen del hombre: Estudios sobre el teatro y la novela europeos, 1600-1900, Trad. Jaime Tello, Ediciones de la Biblioteca, Universidad Central de Venezuela, 1973, p. 10. 51 Roland Barthes, Writing Degree Zero and Elements of Semiology, Trad. A. Lavers y Smith, Jonathan Cape, London, 1984.

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cuentistas y muchísimas personas que escriben cuentos. Casi todos estos cuentos tienen más relación con el aparato digestivo que con el cerebro o con el corazón…detrás del cuento están veinte bistecs con patatas; detrás de la novela corta está un gabán o una mesada de la casa de huéspedes»; 52 la percepción de que el público lector al cual se destinaban esas novelas carecía de suficiente formación como para comprometerse con una lectura intelectual, y la equivocada percepción de que el público lector era mayormente femenino. En cuanto a este enfoque, cabe señalar que las estadísticas revelan que la proporción de mujeres iletradas en España era mucho mayor que la de los hombres, aún en Madrid, centro urbano donde el analfabetismo era más reducido. Según Geraldine M. Scanlon, en 1900 el 71.5% de las mujeres eran analfabetas en contraste con el 55.8% de los hombres; en 1910 el 65.8% de las mujeres en contraste con el 52.6% de hombres; en 1920 el 57.8% de mujeres comparadas con el 46.4% de hombres; y en 1930 el 58% de mujeres comparado con el 38.7% de hombres.53 Mogin-Martin, quien en su estudio examina en detalle elementos tales como el público destinatario de la novela corta, el precio de los ejemplares, la presentación del material, la publicidad, y los canales de difusión de la misma opina que «Estos lectores, tanto mujeres como hombres, compran su revista en quioscos, y si aprecian la calidad del material tampoco la exigen, dado lo exiguo de su presupuesto».54 De lo que no hay constancia, aunque se presume, es que los escritores se hubieran propuesto escribir obras de calidad inferior para complacer al público lector. Mogin-Martin manifiesta inteligentemente que «gustar al mayor número de gente y ofrecer una cultura de calidad no es forzosamente incompatible, pero no es fácil de realizar».55 Sería ingenuo pensar que los autores que escribían para La Novela Corta y demás colecciones no reconocieran la demanda que existía por una cierta temática; y más ingenuo aún pensar que los editores de dichas colecciones no actuaran de acuerdo a los resultados de la venta —a pesar de su expresado idealismo. Lo que sabemos con certeza es que el propósito de las publicaciones no era el de excluir a nadie.

52 En José Carlos Mainer, La Edad de Plata (1902-1939): Ensayo de interpretación de un proceso cultural, 3ª. Ed., Cátedra, 1983, p. 72. 53 Geraldine M. Scanlon, La polémica feminista en la España contemporánea: 18681974. Trad. Rafael Mazarassa, Ed. Akal, Madrid, 1986, pp. 49-50. 54 Roselyne Mogin-Martin, La Novela Corta, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Madrid, 2000, p. 36. 55 Ibid. p. 36.

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La falta de categorización de las obras presentaba, y aún presenta, un enorme desafío. Alberto Sánchez Alvarez-Insúa recuerda al Padre Ladrón de Guevara S.J., quien «(no) leyó 2.115 novelas y las denostó todas» manifestando, persuasivamente, en la introducción a su Bibliografía e Historia de las Colecciones Literarias en España (1907-1957) que el repudio de la novela encubría un propósito deplorable, el de suprimir la libertad de expresión artística: Los Ladrón de Guevara que el mundo han sido…no repudian otra cosa que la libertad del lector frente al texto, la literatura concebida como libertad individual, como ejercicio solitario, como onanismo intelectual, en su sentir nefando. Repudian y anatemizan la literatura como solaz y placer inteligente, como diversión. Las novelas y, aún más, sus hijos menores, la novela corta y el cuento, son «pequeñeces», «vanidades», «trivialidades». A menos que…, sus contenidos sean moralizantes, ejemplarizantes, adoctrinantes, socializantes, modernizantes, introspectivos, psicoanalizantes…Lo grave, lo terriblemente grave es que la admonición proviene por igual de tirios y troyanos, de retrógrados como de progresistas, de reaccionarios y de revolucionarios. ¡Ni siquiera los libertarios defienden la libertad de la creación literaria y de lectura!».56

Pero afortunadamente hubo críticos que comprendieron el valor de la tarea y, como consecuencia de ello, han surgido estudios de importancia sobre autores que contribuyeron novelas cortas a las diferentes colecciones de la época.57 En años recientes se ha comenzando a integrar la novela corta dentro del corpus literario de España como objeto de estudio sociológico y literario, aunque todavía queda mucho por hacer. Rita Caterina Imboden, enfocando en La Novela Semanal, lamenta en su introducción a la obra de Carmen de Burgos —en una publicación relativamente reciente (2001)— que «apenas se habla del género ‘novela corta’ en las historias de la literatura y escasean los estudios críticos sobre el género y su contexto»58 y se sigue teniendo que salir a la defensa de un cuerpo de publica56 Alberto Sánchez Alvarez-Insúa, Bibliografía e Historia de las Colecciones Literarias en España (1907-1957), Libris, Madrid, 1996, p. 19-20. 57 Entre otros, José María Fernández Gutiérrez, La novela corta galante: Felipe Trigo (1865-1916); Promociones y Publicaciones Universitarias, Barcelona, 1989; Rita Catrina Imboden, op. cit.; Angela Ena Bordonada, op. cit. 58 Rita Caterina Imboden, op. cit., p. 77.

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ciones heterogéneo, pero relevante dentro del panorama literario español. A medida que se vayan desgajando las categorías de las novelas e individualizando el análisis de las mismas se obtendrán resultados más precisos que proporcionarán una base fehaciente sobre la cual expresar opiniones más provechosas. Este es el propósito del presente trabajo sobre las novelas cortas de Margarita Nelken.

MARCO TEÓRICO Las definiciones sobre el género de la novela han sido numerosas y diversas. Reproducirlas todas desviaría del enfoque de este trabajo, por eso hemos creído más provechosos remitir al lector, para un repaso de las mismas, al estudio de María del Carmen Bobes Naves sobre La Novela.59 Su trabajo analiza las principales teorías formuladas por teóricos representativos de las diferentes escuelas literarias, lingüísticas y filosóficas que se ocuparon del tema de la narrativa con el objeto de elaborar su propio esquema interpretativo —al cual nos referiremos más adelante. Para delinear el contexto de la novela corta, haremos referencia a puntos específicos que aclaren el desarrollo del concepto de ese género. Las definiciones de la novela se expresaron, en diferentes épocas, por enunciaciones basadas en características preferentes que excluían otras cuya existencia formaba parte integral del género. La insuficiencia metodológica creada por esa práctica fue completándose a través del tiempo por críticos que sentían esa falla como determinante de la interpretación del texto. Bobes Naves, al referirse a esa situación, traza toda una gama de enfoques terminando con la que más le exaspera: La mayor parte de las definiciones, ante esa dificultad de señalar los rasgos específicos comunes a todas las obras presentadas como novelas, optan por destacar una sola nota, a veces formal, con frecuencia temática, otras veces referida a una categoría sintáctica o a un aspecto sintáctico o pragmático y, en caso extremo, señalan algún rasgo superficial que reduce al absurdo la definición para subrayar una dificultad que se considera insuperable.60

59 60

María del Carmen Bobes Naves, La Novela, Editorial Síntesis, Madrid, 1993. Bobes Naves, op. cit., p. 8.

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Esta referencia a la reducción al absurdo proviene de la definición sugerida por Camilo José Cela al referirse a su novela Mrs. Caldwell habla con su hijo: Me encuentro con que no sé, ni creo que sepa nadie, qué de verdad, es la novela. Es posible que la única definición sensata que sobre este género pudiera darse, fuera la de decir que la novela es todo aquello que, editado en forma de libro, admite debajo del título, y entre paréntesis, la palabra novela.61

Propuesta rechazada impacientemente por la autora con una aclaración que sostiene que «el argumento no se tiene en pie, ni siquiera entre paréntesis…pues se trataría en todo caso de una denominación, no de una definición y, ¿quién será el encargado de poner en las obras que se editen ese subtítulo: el novelista, el editor, o uno que pase por allí en ese momento?».62 Esta discusión, de por sí humorística, descubre la complejidad con que se enfrentan los teóricos de la literatura ante ciertos problemas de índole pragmática. Bobes Naves, después de examinar múltiples definiciones,63 parte de la que ofrece el Diccionario de la Real Academia Española en que aparece como una «obra literaria en que se narra una acción fingida en todo o en parte, y cuyo fin es causar placer estético a los lectores por medio de la descripción o pintura de sucesos o lances interesantes de pasiones y de costumbres». Esta definición incluye todos los elementos necesarios para su propia construcción de un esquema que defina a la novela, con la excepción de la figura del narrador, el carácter polifónico del discurso, y la limitación al campo literario formulada por el diccionario. Esta falta se corregirá introduciendo diferentes posiciones teóricas en las que destacan las de Bajtín, quien propone el estudio de la novela teniendo en cuenta que todas ellas tienen elementos en común, tales como el manifestarse en un discurso en prosa, representar un contexto cultural y polifónico, tener un narrador, centro de todas las relaciones y referencias textuales, que organiza la historia y proporciona la diversidad de voces del discurso; y tener, ade61 Para no repetir definiciones y teorías literarias previas a la publicación del libro de María del Carmen Bobes Naves, La Novela, Editorial Síntesis, Madrid, 1993, referimos al lector a la excelente reseña que la autora hace de las mismas en los capítulos 1 y 2 (pp. 790). Este trabajo se concentrará en vínculos teóricos directamente relacionados con las novelas cortas estudiadas. 62 Ibid, p. 15. 63 Ibid., pp. 15-16.

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más personajes, una unidad de tiempo y espacio (cronotopo), un argumento y una historia.64 Recurre a la tesis de Tomachevski para enfatizar el papel que juega el lector en la creación de la obra literaria, teoría que se solidifica con la Estética de la Recepción, teoría que considera al lector como parte esencial de la obra literaria.65 Este esquema, adaptable a las circunstancias del análisis propone estudiar la novela científicamente, desde un punto de vista sintáctico y semántico con un enfoque «pragmático», dando lugar a una definición que abarca la mayoría de los atributos de la novela que se ven resumidos en la siguiente definición: la novela es una obra narrativa (con todas las unidades y relaciones propias del relato), que se explicaría por relación a unas constantes de principios o fines generales: estéticos, antropológicos, sociales, gnoseológicos, hedonistas, lúdicos y que interviene en el proceso semiótico de comunicación a distancia. La novela resulta ser un tipo de comunicación social, con una expresión estética, que la sitúa como un proceso de interacción entre el sujeto-autor, el objeto (discurso con sus unidades: personajes, acciones, tiempos y espacios) y unos receptores que la leen individualmente. La novela puede ser estudiada bajo todos esos aspectos, como el producto de un sujeto, como un medio para determinar relaciones sociales, como un acto social que produce unos efectos y unas reacciones, etc., y también como un objeto que puede considerarse en sí mismo, en un análisis inmanente referido al conjunto del texto y sus aspectos, o a cualquiera de sus unidades y categorías o a las relaciones de su esquema.66

En cuanto a la definición del género novela corta, lo evidente es que se trata de una novela cuya extensión es menor que la de una novela, aunque su estructura contiene todos los elementos de la misma. Contrastando la novela y la novela corta con el cuento, notamos que el cuento se caracteriza por no seguir: la intención novelesca de representar la vida humana en su totalidad, o dar cuenta de la formación de un personaje, pues su estilo rápido no permite análisis minuciosos del mundo interior o exterior de los personajes; la novela corta es la representación de un acontecimiento sin la amplitud de una novela, por lo que no suele dedicar espacio a la desIbid., p. 9. Ibid., pp. 25-38. 66 Ibid., p. 28. 64 65

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cripción minuciosa de ambiente o de personajes; esto da mayor vivacidad al ritmo y sitúa la historia en acontecimientos, más que análisis psicológico de los personajes y de sus conductas.67

En cuanto al análisis de las novelas cortas que nos atañen, nos referiremos al análisis narratológico utilizado por Isabel Paraíso en su estudio de La tía Tula, de Unamuno.68 En este artículo, Paraíso se refiere a la teoría estructural del discurso narrativo reseñando brevemente el pensamiento de críticos de diversas escuelas que recalcando la labor de Vladimir Propp, quien se apoya en la escuela morfológica alemana. Propp, «cuya extraordinaria capacidad de abstracción [le] permite…agrupar un corpus de cien cuentos populares rusos en un pequeño conjunto de «secuencias’, 31 ‘funciones’ y 7 ‘esferas de acción’ correspondientes a los personajes básicos» inicia la posibilidad de un estudio «estructural de los relatos que permite reducir «la multiplicidad factual de los cuentos a una combinación de pocos elementos».69 Su reseña menciona a críticos que aportaron sus ideas al estudio de la narratología y la aplicaron al análisis de textos, entre ellos: Javier del Prado y Darío Villanova; aquellos que ofrecieron clasificaciones de fenómenos narratológicos como: G. Genette, María del Carmen Bobes Naves, E. Anderson Imbert, para explicar coherentemente una obra literaria, resumirla o clarificarla desde el punto de vista narratológico estructuralista de Mieke Bal. Estas teorías le sirvieron de apoyo para elaborar un esquema «ad hoc» para el análisis de La tía Tula. Su propuesta: no pretende…invalidar las clasificaciones anteriores, sino unirse a ellas. Por otra parte, en atención a la claridad pedagógica de un examen necesariamente breve de esta novela, nuestra propuesta es muy sintética, casi de iniciación a la Narratología, lo cual implica que dejaremos de lado bastantes aspectos y fenómenos narratológicos; bien porque la rapidez de la exposición nos aconseje pasarlos por alto. Sin embargo, no resistimos el deseo de incluir en esta propuesta unos pocos elementos de análisis que proceden de la tradición grecolatina —habitualmente utilizados para el Teatro, pero extrapolables a la Narrativa… Además, añadimos dos fases características del Comentario de Textos: la Introducción y la Conclusión, Ibid., p. 39. Isabel Paraíso, «Análisis narratológico: La tía Tula de Unamuno», en Teoría de la literatura: Investigaciones actuales, Instituto de Ciencias de la Educación, Universidad de Valladolid, 1993, pp. 63-75. 69 Ibid., pp. 63-64. 67 68

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que conectan el análisis con la Historia de la Literatura y con la recepción del texto.70

Adaptaremos el esquema de Paraíso para el análisis de las novelas cortas de Margarita Nelken porque responde a la urgencia de analizar todas sus novelas por primera vez en un solo texto; lo cual permitirá un estudio individualizado que sirva de base para ampliar los aspectos analizados, debatirlos o aportar otro punto de vista para la interpretación de las mismas. Las siguientes categorías, basadas en el esquema de Isabel Paraíso, serán adaptadas según lo requiera el análisis del discurso narrativo en cuestión, ampliando el estudio con observaciones teóricas que se consideren apropiadas: 1. INTRODUCCIÓN 2. HISTORIA Acción: Tema y símbolos Trama71 Estructura (externa e interna) 2. Personajes: características y función 2. Ambiente: tiempo y espacio 3. DISCURSO 2. Focalización: voz narrativa Punto de vista: narrador heterodiegético (implicadoobjetivo) homodiegético (central-periférico) 2. Focalización: Narratario/lector implícito 2. Temporalidad: orden Tempo: ritmo/frecuencia 2. Modalización: modos narrativos Estilo72: descripción (personas/objeto/ comentario) diálogo (registros lingüísticos) monólogo (y «fluido de conciencia») 4. CONCLUSIÓN Ibid., p. 65. Optamos por trama en vez de argumento por ser un concepto más amplio que incluye todos los sucesos en forma cronológica y explica sus relaciones causales. 72 El estilo se refiere al modo de organización o composición artística utilizado en un contexto determinado para impactar al lector. Tomachevski lo incluye dentro del argumento que informa al lector lo que ha ocurrido, «el lector se entera de lo sucedido sujeto a una modalidad, aspectualidad, voz y tiempo discursivo, etc.», en José María Pozuelo Yvancos, La teoría de lenguaje literario, Ediciones Cátedra, Madrid, 1988, p. 229. 70 71

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UNA HISTORIA DE ADULTERIO73 1. INTRODUCCIÓN Isabel Paraíso abre su análisis del discurso narrativo de la Tía Tula de Unamuno respondiendo a la pregunta: ¿Quién escribe y por qué? Como Margarita Nelken ya ha sido presentada en la Introducción General de este trabajo, no es necesario volver sobre el tema dado su desarrollo relativamente extenso. El por qué escribe, deriva de una combinación de creatividad y provecho que se remonta a las pautas más tradicionales de la novela ejemplar manifestada en el doble cometido de entretener y enseñar. Su perspectiva es, naturalmente, la de su posición ideológica ante la situación social de su época; y la modalidad en que lo hace, proviene de su erudición, la experiencia de haber viajado por otros países, sus conocimientos culturales, su dominio de lenguas extranjeras, su habilidad artística, su humor —que encubre la seriedad de los temas tratados, y el giro irónico, recurso semántico utilizado con maestría, que provoca una interpretación ambigua al texto: «El texto se intensifica de este modo semánticamente con un sentido nuevo que se agrega al referencial»74 produciendo una «ruptura del sistema» que induce a una lectura doble por la cual el lector capta la comicidad de la situación. Siendo una de las razones de este trabajo —además de procurar la recuperación de la obra de Margarita Nelken del olvido— la de estudiar todas sus novelas cortas en forma individual para poder ser consideradas por sus propios méritos y evitar así las generalizaciones que se han hecho sobre las mismas, remitiré al estudio de cada una de ellas para demostrar cómo se vincula con sus preocupaciones sociales y políticas, y cuáles son los elementos a los cuales recurre para hacer al lector partícipe de las mismas. De esta manera se comprenderá el diálogo entre la autora y sus lectores, de cuya competencia y dependerá la interpretación de su obra. Bobes Naves, al hablar de las leyes que rigen el mundo de ficción, opina que:

73 Se indicarán entre paréntesis los números de página correspondientes a las novelas estudiadas. 74 María del Carmen Bobes Naves, Teoría General de la Novela, Gredos, Madrid, 1985, p. 368.

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La novela no remite a un mundo real donde los hechos, sus causas y sus efectos están abiertos y forman parte del continuum; por el contrario, la novela se caracteriza por presentar un mundo reducido a unos límites por la voluntad de un autor y como testimonio de su visión de la vida. Es un mundo limitado de datos y formas cuyo significado se hace coherente en esos mismos límites, según la interpretación que el autor nos ofrece, y que se amplía en interpretaciones sucesivas según la competencia de los lectores.75

Hans Robert Gauss agrega un punto de vista histórico a la recepción del lector en épocas posteriores a la publicación de una obra para determinar su carácter artístico. Para ello alude al «cambio de horizonte» que se produce en la determinación del carácter artístico de la misma y deduce que la labor de la literatura va más allá de su función de arte representativo, que hay que tener en cuenta la función formadora de sociedad «en el sentido propio, que correspondía a la literatura que competía con otras artes y poderes sociales en emancipar al hombre de sus ataduras naturales, religiosas y sociales».76 Este criterio debe tomarse en cuenta en la evaluación de las novelas cortas de Margarita Nelken.

2. HISTORIA El tema de la novela es la pérdida de la oportunidad de obtener aquello que más se anhela. El complejo de inferioridad de un individuo de limitados recursos económicos lo llena de resentimientos y recelos hacia aquellos que tienen más posibilidades materiales. Pero a pesar de desear su amistad, limita su relación con ellos a aquellos eventos en que puede presentarse como su igual. La misteriosa desaparición de sus amigos genera un conflicto interno revelador de sus prejuicios y de su codicia. La trama se desarrolla a través del choque entre dos mundos; el mundo interior del protagonista, cuyas deducciones sobre la desaparición de sus amigos lo sumergen en un estado de gran desasosiego, y el mundo de los otros personajes, cuyas circunstancias se contraponen a las imaginadas por el protagonista y se descubren al final del relato. La trama, que enOp. Cit., p. 16. Hans Robert Jauss, La literatura como provocación, Trad. de Juan Godo Costa, Ediciones Península, Barcelona, 1976, p. 173. 75 76

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trelaza la estructura y la temática, es dada por el vaivén emotivo y físico del personaje en tiempo y espacio con la participación del lector, quien comparte la aceleración temporal (dentro y fuera del discurso narrativo) para llegar al desenlace. Pepe compra un billete y se sube al tren hacia Varese. Su congoja lo atormenta. Sin comer ni beber llega a la estación donde, finalmente, se sienta a una mesa de café para reconfortarse cuando llega Diego. El diálogo que sigue, ejemplo total de la incomunicación de dos personajes que hablan desde referentes distintos, provoca una serie de malentendidos que aumentan la tensión de Pepe al interpretar las respuestas con la lógica que responde a sus sospechas. Bajtín, hablando de los personajes de la novela dice que «El hablante de la novela utiliza en la expresión ideologemas propios, es decir, cada uno de los personajes tiene su visión específica del mundo y hace de su palabra un objeto para su representación.»77 El enfrentamiento de esas dos visiones produce el diálogo incoherente, el choque de dos «realidades» inverosímiles que estimulan el humor. Las cartas que Pepe creyó eran parte de la traición adúltera de su amigo Sotero con Lolita, resultaron ser un billete de lotería que Sotero, Lolita y Diego habían ganado y que debía presentarse urgentemente en París antes de que caducara su cobro, de ahí la impaciencia de Sotero de acceder al secreter de Lolita y su repentina ausencia. El enlace entre la estructura y la temática, es dado por el vaivén emotivo y físico del personaje en tiempo y espacio, con la participación del lector, quien comparte la aceleración temporal (dentro y fuera del discurso narrativo) para llegar al desenlace. Pepe Rubio, estudiante de bel canto, español de procedencia humilde, se conecta en Milán con un grupo de españoles con los cuales establece una buena amistad. El matrimonio Ramírez (Lolita y Diego), y otro estudiante, Gabriel Sotero, de mejor posición económica que la suya a quien «los millones de papá permitíanle [estudiar]…sin prisa y sin intenciones muy firmes de ganarse jamás un duro con ello» (p. 5). Pepe, consciente de la diferencia de clase entre él, su amigo y el matrimonio Ramírez, se había impuesto por orgullo «la regla de conducta de sólo alternar con sus amigos en aquello que pudieran ser su igual» por lo cual el domingo en que comienza su aventura decide no acompañarles al hipódromo, evitando así compararse con otros camaradas cuyas «gorronerías» saqueaban al comi77 Bajtín, Mijail, Teoría y estética de la novela: Trabajos de investigación, Trad. Helena S. Kriúkova y Vicente Cazcarra, Taurus, 1989, p. 149.

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sionista Ramírez. Ese domingo Pepe queda en encontrarse con los Ramírez y Sotero en un restaurante céntrico para tomar unas copas después de las carreras. La estructura de la novela se nutre de las emociones del protagonista, de ahí la importancia de cada episodio, ya que acrecienta la ansiedad del angustiado espíritu del mismo; técnica que explotará luego las confusiones que se producen en la trayectoria con fines humorísticos. En este análisis se pondrán en relieve algunos incidentes para explicar el vertiginoso desplazamiento del personaje principal hacia la colisión final. Pepe Rubio, incapaz de encontrar a sus amigos en la Galería, enfurecido por tener que haber tenido que esperarlos en vano, se mueve entre sentimientos de humillación e intranquilidad salpicados por momentos de auténtica preocupación por lo que le podría haberle pasado a sus amigos. Temeroso de presentarse en la casa de los Ramírez por no sentirse suficientemente allegado a ellos para hacerlo sin anuncio previo, y por la distancia física en que se encontraba la casa con respecto a la ciudad, decide ir a ver a su amigo Sotero para informarse. Atraviesa la ya desierta Piazza del Duomo, pasa por delante del cine Trianón —caminando por la acera para evitar la aglomeración frente a su puerta—, «y casi corriendo, siguió el Corso hasta el Hotel de la Ville, (p. 8) donde vivía Sotero. Mientras se desplaza por las calles de la ciudad especula sobre lo que pudo haber ocurrido para provocar tal desplante, e imagina que Lolita estuviera con jaqueca y tuvieran que haber vuelto directamente a su casa, y que le habrían encargado a Sotero comunicarle lo sucedido, pero sabiendo cómo era su amigo: «perezoso y comodón» seguramente se habría ido a acostar tranquilamente sin haberlo hecho. Por el monólogo interior mediatizado por la voz narrativa —llamado «discurso vivido» con referencia a la obra de Flaubert , y al cual Angela Ena Bordonada atribuye «un tono próximo a la psiconarración»,78 queda clara la antipatía que Pepe Rubio siente por Gabriel Sotero, lo cual se manifiesta con más fuerza aún al agregarle a sus quejas reales otras deseadas para elevar su posición social frente a su amigo y agigantar así su resentimiento: ¡El muy!... ¡No, pues si se cree que a mí se me toma por el pito del sereno!...¡Qué caramba, si él está cansado, tampoco yo soy de roble, y no es ningún plato de gusto que digamos el aguantar durante una hora

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Angela E. Bordonada, op. cit., p. 61.

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las preturas y pisotones de esa gentuza sin decidirme a marcharme ni a entrar a cenar, por miedo a que lleguen en aquel instante y no me vean!...Que yo también podía tener otros compromisos. No parece sino que no tengo más misión en el mundo que el estar a disposición de esos señores… (p. 8)

Al llegar al hotel de Sotero, Pepe —ya encolerizado— interroga al empleado con la frustración suscitada por sus pensamientos y las parcas respuestas del mismo originan un diálogo absurdo: «—¿Qué no ha regresado? Pero, ¿desde cuándo? —vociferó. El empleado lo miró extrañado… —Desde que salió, signore.» (p. 9). Pepe piensa entonces dirigirse al «hotelito de los Ramírez» donde la pareja suele quedarse cuando viene a Milán, imaginándose que allí los encontraría y que todo se aclararía, añadiendo —además— en su mente el agradecimiento que expresarían por su preocupación como muestra de «sincero afecto». Pero cuando se presenta, lanzando una pregunta detrás de la otra a la dos criadas que le abren la puerta, se entera de que Sotero había estado allí y que, después de romper el secreter de la señora, se había llevado «algo como un paquete, o unos papeles» (p. 10). Furioso con las criadas por haberle dejado entrar a la habitación e imaginando que lo que se había llevado eran unas cartas, vuelve al coche que lo estaba esperando. Durante el viaje Pepe deduce que algo raro había entre Sotero y la mujer de Ramírez y rememora ciertas actitudes, ciertas miradas delatadoras entre los mismos, y hasta cree haber sido usado como una excusa para que los dos pudieran estar juntos. Nuevamente, la ira se apodera de él al pensar en que lo habían usado: «Su pensamiento, maquinalmente, retrotraíase ahora a los primeros tiempos de su amistad con el matrimonio. Sí, al [sic] principio le chocaba —lo recordaba muy bien— la libertad de la vida de Lolita, su desenfado, y esa camaradería con los amigos, residuo de su paso por las tablas, pero asaz extraño en una mujer casada». (p. 13).

Pero aunque le molestaba la libertad que tenía Lolita en su posición de mujer casada, se había acostumbrado a la idea «hasta lo celebraba, ridiculizando con ella la mojigatería de las señoras burguesas, hipócrita cortina, a menudo, de vicios y mezquindades» (p. 13), pero en el fondo no lo había asimilado totalmente. Sin embargo, la culpa de la posible infidelidad de Lolita se la echa a su marido, el «idiota de Diego…por casarse con una mujer

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que sólo sirve para querida, y por creer que cualquier amigacho es un caballero» (p. 13), en una cruel crítica, manifestando su rechazo por el hombre que no cumple con su obligación de controlar la vida de su mujer, apartándola de posibles admiradores que pudieran arruinar su hogar. Su complejo de inferioridad envenena su juicio y su mecanismo de defensa es el de criticar a la sociedad con los clichés que encapsulan las reglas sociales de su época. Cansado y vulnerable vuelve a su modesta pensión donde se encuentra con un sobre con su nombre y la palabra «Urgente» claramente marcados. Era un corto mensaje de Gabriel Sotero: «Querido Pepe: Salgo para París. Perdona me vaya así, pero no había remedio. Por Diego sabrás…Un abrazo, Gabriel». (p. 16). Pepe, desconcertado, pasa la noche en vela y, al día siguiente, recibe un telegrama en que Diego le pide que se dirija «inmediatamente» a Varese. La novela está dividida en seis partes, y cada una de ellas conlleva un ritmo que acompaña el desarrollo de su estructura. En la primera parte se extiende desde un tranquilo y solitario domingo milanés en la Galería Vittorio Emmanuele en el que Pepe espera a sus amigos, al caos desencadenado por la vuelta de la gente del hipódoromo, volviendo a serenarse con el paso de las horas en la Piazza dil Duomo, cruzada por Pepe —camino al bar Biffi— con la esperanza de encontrarse con Sotelo. En la segunda parte se descubre el agitado estado mental del protagonista, intensificado por sus especulaciones para tratar de justificar esa situación tan desagradable por la cual está pasando. Alterado, «rabioso», aumenta la velocidad de sus movimientos y, al ritmo de su arrebato, se dirige al Hotel de la Ville para averiguar el paradero de su amigo. Su comportamiento brusco en la recepción no solo produce el diálogo absurdo al que se refirió con anterioridad, sino una escena satírica con algunos de los huéspedes del hotel retratados por la voz narrativa: «El hall, muy iluminado, con sus grupos de smokings y trajes descotados —mucho inglés y mucho alemán—». (p. 8) Una mujer lo considera «¡shocking!» por la incorrección de sus modales ante las señoras; un hombre lanza una crítica étnica manifestada en la interjección «¡Estos latinos!», a la cual sigue el suspiro romántico de «una señorita de cincuenta abriles, inverosímilmente flaca, [musitando]…Con añoranza «—¡Son tan vehementes!». Todo ello irritando aún más la sensibilidad del protagonista. En la tercera parte la desesperación de Pepe es manifiesta. En el «hotelito de los Ramírez», en el Corso Sempione, se encara con las criadas de

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aquellos, que le cuentan la historia de la irrupción de Sotero en el cuarto de Lolita y termina con la reacción violenta de Pepe y su decisión de volver a su pensión. En la cuarta parte la prisa del coche refleja su tumulto interior de sospechas, ideas y especulaciones. El monólogo interior mediatizado ya no contiene sus palabras que se desbordan y acaban en el famoso «monodiálogo» unamuniano con que la voz narrativa libera al personaje permitiéndole expresarse por sí mismo —sin interlocutor— para espesar la trama de la novela con el conflicto entre lo imaginario y lo desconocido. Sus intentos de encontrar a sus amigos han fallado. Al salir del Campari, donde había verificado por teléfono que los Ramírez no habían regresado a su casa, mirando en derredor «Comprendió cuánto debía desentonar con su tipo fatigado y sudoroso, el cuello imposible, despeinado, el calzado cubierto de polvo como el de un vagabundo, en ese ambiente de lujo, mujeres en traje descotado de soireé y señores de smoking, y se apresuró a salir». (p. 16) El ritmo de la narración se sosiega. El camino de vuelta a su pensión es lento y apesadumbrado, en conformidad al desánimo de Pepe, pero toma un giro imprevisto al encontrarse con un sobre la mesilla de su alcoba. En la quinta parte, a una mala noche le sigue la desagradable sorpresa de haberse quedado dormido. Esto produce un sobresalto que se expresa en un intercambio frenético con una empleada y la dueña de la pensión, quien, eventualmente, le comunica que le había llegado un telegrama la noche anterior. La sucesión de acciones cobra entonces un compás vertiginoso. La sexta parte comienza con la compra de su billete de tren para Varese. El tono es de desesperación. Pepe va en un tren cuya velocidad no alcanza la que lleva su ansia de arribar. Su congoja lo atormenta. Sin comer ni beber llega a la estación donde, finalmente, se sienta a una mesita de café para reconfortarse cuando llega Diego. El diálogo que sigue, ejemplo total de la incomunicación de dos personajes que —como ya dijimos— hablan desde referentes distintos, provoca una serie de malentendidos que aumentan la tensión de Pepe al interpretar las respuestas con la lógica que responde a sus sospechas. El enfrentamiento de esas dos visiones produce el diálogo incoherente, el choque de dos ‘realidades’ inverosímiles que estimulan el humor. La confusión entre el supuesto engaño a su marido por parte de Lolita, imaginado por Pepe, con la realidad del billete premiado que le refiere So-

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tero. El confuso diálogo de referentes distintos finalmente revela el misterio. Pepe resulta perdedor por partida doble: la preocupación por su condición social, agravada por la regla que se había establecido de no participar en eventos que no le permitieran tratarse con sus amigos de igual a igual, le ha llevado a perder la oportunidad de haber podido compartir parte del botín del billete de lotería que habían jugado sus tres amigos un día, hacía dos años, en que se rehusó a visitarlos. La novela termina con una frase a manera de epílogo: Y, todavía hoy se pregunta el camarero de un pequeño café de Varese, que le pasaría a un señor spagnuolo que, una tarde de mayo, se le había caído de bruces sobre el velador, derramando un vaso lleno de café con leche y llorando y tirándose de los pelos que daba compasión. (p. 22)

Los desencuentros físicos y mentales son la base de la trama narrativa que envuelve al lector como partícipe de lo que acontece. El desenlace es revelado al protagonista y al lector simultáneamente. Los personajes principales son Pepe, Sotero, Lolita y Diego, pero — con la excepción de Pepe—, los conocemos solo por referencia. Los diálogos directos, con la excepción de Diego en la estación Varese, se producen entre personajes secundarios estereotípicos en su posición: ama de llaves, empleado de pensión, camarero; y la escena satírica de los extranjeros adinerados se limita a una sucesión de expresiones que tienen como referente la focalización de la voz narrativa, no del protagonista. Otro de los personajes a destacar es la ciudad misma. Está presente en toda la novela enlazando la trama físicamente e interrelacionándose con la emotividad del protagonista: La Via Dante, ancha y clara, conservando, a pesar de la hora, su aspecto de vía lujosa, con sus escaparates iluminados detrás de sus verias [sic] protectoras, y llena de carruajes que se dirigían sempiternamente hacia el Parque en busca de frescor y quietud —y de sombras propicias— apaciguó algo al muchacho. La Piazza Castello, con las fachadas todavía iluminadas a trechos de sus lujosas viviendas y la fragancia del Parque, de una serenidad admirable en aquella noche de mayo, acabaron de disipar su inquietud y su recelo. (p. 9)

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Bajtín, al hablar de la importancia de los ‘cronotopos’ (la relación tiempo y espacio) habla precisamente de su importancia temática y figurativa: Son los centros organizadores de los principales acontecimientos argumentales de la novela. En el cronotopo se enlazan y desenlazan los nudos argumentales. Se puede afirmar abiertamente que a ellos les pertenece el papel principal en la formación del argumento.79

Las descripciones del contexto físico, piazzas, gente, comidas, permiten al lector sumergirse en el mundo de la novela y hacerlo partícipe de las actividades que se describen.: En las mesitas de las terrazas —las de los Ristorantes lujosos, de los Cafés democráticos y de los Cafes-Ristorantes intermedios— el Biffi el Campari, el Savani, el Cooperativo, el Commercio» [sic], la «birreria» de Gambrinus,— el público arrellanando en las butacas de mimbre o atiesado en las sillas, tomaba helados y refrescos multicolores en los que la iluminación de los grandes focos blancos ponía destellos de gemas. Grupos de paseantes cruzaban indolentemente por el centro, dando media vuelta cuando llegaban a una de las extremidades de la gigantesca cruz latina que forma el plano de la Galería, y volviendo a pasar en sentido inverso hasta llegar a la extremidad opuesta. El centro del centro comercial de Italia ofrecía decididamente no poco de paseo provinciano, en noche de verano. (p. 6)

El tiempo en que transcurre la novela es de un período no superior a veinticuatro horas. La época es contemporánea a la de la autora, los años veinte. El espacio en que se desarrolla la acción es la ciudad de Milán, con excepción de la última escena en la estación de ferrocarril de Varese. La relación acción/tiempo determina la tensión dramática requerida por la trama.

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Bajtín, op. cit., p. 400.

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3. DISCURSO La voz narrativa de tercera persona, omnisciente, recrea con ojo cinematográfico, voz socarrona y pinceladas de artista el centro de Milán en una tarde de ocio dominguero antes de la salida del hipódromo, La Galería Vittorio Emmanuele ofrecía, en aquella tarde de mayo, y en esa hora en que, estando aún lejano el crepúsculo, la luz ha perdido ya su deslumbrante nitidez, un ambiente de quietud, de intimidad provinciana, casi recoleto. Todo Milán estaba en las carreras…se veía deambular a alguna que otra familia de artesanos endomingados, padre, madre y abundante prole, que vagaban con aburrimiento de un escaparate a otro, o a algún que otro cantante…de esos recién llegaditos que se creerían deshonrados en su profesión…si no se cruzasen, por lo menos unas tres veces por la mañana y otras tantas a la tarde, la famosa Galería, eje, meca, hervidero y criadero universal de los fieles del bel canti…La muchedumbre sentada, invadida…por esa sensación de amodorramiento, hablaba poco y quedo. Los camareros, apoyados en los quicios de los establecimientos, esperaban, para moverse, que los llamaran reiteradamente. Sentíase incluso, a ratos —cuando se espaciaban bastante sobre las losas las pisadas de los raros transeúntes— el zumbar de moscones atraídos por los terrones de los palillos y los espesos jarabes multicolores. (p. 2)

contrastándola con el ritmo frenético que exhibe la ciudad al volver la gente de las carreras: De pronto hubo una irrupción de catástrofe. Sin transición, la quietud casi absoluta de la Galería vióse violentamente destruida por el tumulto que allí, al final, en el marco de luz de la entrada que da a la Piazza dil Duomo, producían los mil ruidos confundidos de los tranvías, coches y automóviles —trompas, bocinazos, exclamaciones y gritos— que devolvían a Milán el gentío de las carreras. Fue un rumor de pánico, de invasión o de terremoto. (p. 2)

El caos producido por la muchedumbre invasora desorienta a Pepe Rubio quien, ya nervioso, comienza a buscar a sus amigos en «esa invasión de bárbaros». (p. 4) Así comienza el drama que tendrá lugar en la ciudad a partir de esa hora hasta la tarde siguiente. El marco temporal apenas puede contener la acción que producirán los movimientos del personaje, en ondas de tensión

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peligrosamente extendidas por su turbación hacia el breve desenlace. La voz narrativa, alerta al contexto ambiental y al pensamiento de Pepe Rubio, oculta tanto del lector como del personaje el misterio de la desaparición de sus amigos. La estructura interna del discurso narrativo se centra no sólo en la secuencia de desplazamientos espaciales del protagonista, sino también en sus más íntimos pensamientos. El estilo del discurso es tenso, rítmico, envolvente y divertido, sin ser frívolo. El registro lingüístico es esencialmente oral, se insertan algunas expresiones en francés, italiano y latín, acordes con el ambiente cultural cosmopolita de Milán, y una que otra expresión coloquial en español. La dramatización humorística del discurso narrativo permite, no solo el cambio del tono del discurso narrativo (de la tensión/congoja a la farsa/desahogo) basada en equívocos, malentendidos y prejuicios, sino que ayuda a presentar la realidad del mundo ficticio como parte de la realidad del autor compartida por el lector. La técnica narrativa, al final de la novela, consiste en abandonar a los personajes al diálogo directo por el cual cada uno de ellos —ajeno al contexto del otro—, progresa suficientemente en el relato para aclarar el misterio de la desaparición. Con respecto al diálogo María I. Martínez López señala que: «Dejar hablar a los personajes es reconocer la libertad de expresión, el contraste de pareceres, el método dialéctico, pero es también renunciar a la omnisciencia del narrador y a los discursos inequívocos sobre modos de ser y de construir el personaje de ficción».80 Esto es, precisamente el objetivo de la autora. Las expectativas que se crean en la mente del lector también son explotadas desde el foco de la voz narrativa con el repentino viraje de lógica interior y exterior al discurso narrativo, dando como resultado una mezcla de sorpresa y decepción cuyo fin melodramático invita a sonreír y reflexionar.

4. CONCLUSIÓN La crítica social de Margarita Nelken en la novela corta analizada tiene como punto de partida el descontento de un individuo al compararse con otros que poseen más dinero que él. Lo valorado y deseado es estar en 80

María Isabel Martínez López, Los géneros narrativos, Granada, La Vela, 2001, p. 73.

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su misma situación económica para sentirse libre de relacionarse con ellos a nivel humano. Esa premisa es, a nuestro juicio, la que la autora considera errónea. Ya que a lo largo de la novela —si bien es cierto que el rencor del personaje se manifiesta en amargas críticas y quejas— la angustia sufrida por Pepe Rubio en su afán de encontrar a sus amigos desaparecidos es debida a la amistad que por ellos siente. Su complejo de inferioridad lo hacen sentir vulnerable y humillado, pero sin embargo continúa su búsqueda. Al conocer la verdad de la desaparición y aclararse el misterio, Pepe pierde lo que más ansía como escarmiento irónico de su ambición equivocada.

PITIMINÍ ‘ETOILE’ 1. INTRODUCCIÓN81 El tema de la novela es la explotación de una adolescente con fines de lucro por un hombre, con la complicidad de la madre de la joven. Ambos aprovechan la aparición de un ingenuo autor de cuplés interesado en una cantante que lograra obtener el éxito necesario para situarse en el mundo del teatro de variedades, para despojarlo de todo su dinero. La trama es simple. Un compositor, Luis Murieras, siguiendo el consejo de un compañero de oficina, Antonio Carranza «‘ilustrador musical’ de dos o tres sainetes ruidosamente fracasados» (p. 5), busca y encuentra a una cantante: de segunda, tercera o cuarta fila; una chica mona, que sepa algo de solfeo y esté bien de trapos y de palmito, pero que aún no haya estrenado nada. Se vuelve loca ante tu ofrecimiento, te ‘saca’ en seguida. La noche del estreno vamos veinte amigos a repetir el estribillo, y, la noche siguiente, vamos treinta a pedir a voz en grito que nos canten esa maravilla, y ya está. ¡Vengan ‘étoiles’[sic] (pronunciado cual se escribe) a pedirte por favor el honor de estrenarte algo. (p. 6)

Luis así lo hace y —después de varios ensayos productivos, cuando las canciones ya están a punto de ser representadas— la madre de la 81 Para evitar repeticiones referimos a la Introducción General de este estudio y a la Introducción al análisis de Una historia de adulterio para responder a la pregunta: ¿Quién escribe y por qué? en esta novela y en las subsiguientes.

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muchacha comienza a extorsionarlo para darle a su hija la vestimenta que le corresponde a una artista «fina», lo cual deja al autor en la bancarrota. La estructura de la novela se desenvuelve a través de cuatro partes que transcurren en dos espacios: la casa de Pitiminí y el teatro. La primera parte comienza con el sonido de «una bofetada, insultos…maldiciones a media voz, contenidas a duras penas…Otra bofetada. Y, por fin, un llanto estridente, entremezclado con ayes lastimeros insultos y maldiciones…». Esto es lo que Luis Miuriedas oye al llegar a la puerta de su futura cantante. Cuando finalmente le abren la puerta, después de tocar insistentemente el timbre, le permiten entrar sólo después de presentarse como «autor». La mujer que lo recibe —madre de Pitiminí— y su entorno, comparten características de suciedad, descuido y ruina: Una luz pobre, de cuarto interior, recortó medio metro de polvo en el suelo de ladrillos y en los jirones del papel de la pared, y dio apariencia real a una mujer de edad indefinida…calzada con unas alpargatas de forma y tono indefinibles puestas en chancleta y vestida con una bata, blusón o delantal, que la envolvía desde los pies hasta la cabeza, en un como vaho grisáceo que lo mismo podía ser gris claro sucio que gris oscuro descolorido. (p. 2)

Sumándose a lo indefinible de la pequeñísima habitación —que no era alcoba, ni comedor, ni despacho—, se divisa una ventana con uno de sus cristales cubierto por un papel de periódico. En las paredes cuelgan algunos cuadros entre los que destacan la Virgen del Carmen «a todo color»; Joselito «en traje de luces» dos escenas marinas, unos retratos de Pitiminí y «una ampliación casi de tamaño natural de un guapo mozo con traje de esgrima, apoyando gallardamente la punta del florete en el suelo y el codo izquierdo en una columna o soporte sobre la cual descansaban la careta y los guantes» (p. 4), que no encaja con el resto de los cuadros y cuya imagen Pitiminí identificará luego como la de su padre. El mobiliario, oscuro y desgastado «en lastimeras condiciones», las paredes empapeladas de un color avellana y los adornos incongruentes y vulgares, sólo destacan como fuente de alegría «una jaula de un canario retozón». Completando la colección de retratos, se presenta Pitiminí en una grotesca evocación de exotismo oriental «con un kimono de franela grana, sin medias, zapatillas de orillo, y tan embadurnada la cara de polvos de arroz, que, a no ser por el pelo, negro y brillante, hubiera sido imposible determinar si era rubia o morena» (p. 4), disculpándose por su tardanza con la

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excusa de que estaba estudiando. La sonrisa con que Luis responde a sus disculpas es acompañada con una reacción socarrona de la voz narrativa: «¡Menudo estudio!» (p. 2), evocadora de la disputa que acababa de escuchar. De las tres piezas que Luis le muestra hay una que Pitiminí prefiere, «cuya letra comenzaba: ‘Soy la más exquisita de las marquesas…Y el Rey Sol se muere por mí’». Una vez acordado el repertorio quedan de acuerdo en comenzar los ensayos, todos en casa de Pitiminí. En la segunda parte, a medida que se suceden los ensayos, se desarrolla una relación de simpatía entre la joven y el autor, y aunque la viera de entre casa «con batas de franela y [en] chancletas» la veía «muy mona, muy golosa, y, al verla interpretar, auque solo fuese penosamente descifrar, sus composiciones, Luis no dejaba de sentir cierta emoción de autor novel y adorador de las musas de carne y hueso. Ella, por su parte, mirábale con ojos harto tiernos». (p. 9) Pero «¡ese papá maestro de armas!» que se mantenía en guardia constante sobre la honra familiar estorbaba el inicio de una relación amorosa. Mientras que la madre de Pitiminí, valiéndose del inminente estreno y del interés que veía en el autor por su hija, aprovechaba la oportunidad de extorsionarlo, decidida a que su hija estuviera vestida de acuerdo a la posición social del rol que le exigía el cuplé que iba a cantar: «de sobra sabemos lo que es una marquesa, y, con un traje de diez duros hecho en casa, no creo yo que salga. Y todo el que no tenga mojama en la cabeza le dirá a usted, que por lo visto no lo sabe, que a la artista lo que la saca ‘pa lante’, es el vestuario. ¿Estamos?» (p. 13). Luis, incapaz de desistir, consiente. La tercera parte se desarrolla en el teatro. El camerino de Pitiminí ofrece las mismas características de desabrigo que su casa: Una tabla mal cepillada, con un espejo haciendo las veces de «coqueta»; por lavabo; un aguamanil de hierro; una docena de clavos haciendo las veces de perchas, consideradas por lo visto como un lujo superfluo; dos bombillas sin tulipa ni pantalla, una colgando en el centro, otra sujeta por el cordón a un clavo plantado en el espejo, y dos sillas de paja, una coja y la otra destripada; (p. 16)

Sin embargo, la ropa que colgaba de todos esos clavos y se amontonaba en las sillas «y hasta los utensilios de ‘toilette’ revelaban un verdadero lujo» (p. 16)

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Luis Muriedas se nos presenta nervioso, yendo y viniendo de una lado a otro: «Del camerino de ‘Pitiminí al escenario, del escenario al palco de la empresa, y del palco de la empresa a la butaca número dos de la fila una…Y estaba pálido, demudado, y sus gestos eran, ora excesivamente bruscos, ora de un decaimiento absoluto…». (p. 13). Su amigo, Antonio Carranza, trata de bromear sobre el estreno, pero Luis se irrita, y después de algunas preguntas acaba contándole los problemas que tiene con el prestamista que le había financiado el vestuario de Pitiminí. A la crítica de Carranza y su desprecio por la tan defendida honra de la familia de la futura «estrella» Luis sale en su defensa: Pitiminí es una muchacha tan decente como la primera, y una gran artista, y su padre, que no quiso contrariar su vocación, un hombre dignísimo que sabe como pocos, ¿lo entiendes?, como pocos, hacer respetar a su familia. Ignora en absoluto que yo pago estas cuentas… y las pago porque me conviene, ¿lo entiendes?, no una telonera —como tú, sin duda, querrías… Por lo demás— añadió ya algo tranquilizado por este desahogo —no pienso casarme. (p. 17)

Explicación que contradice Carranza basándose en su experiencia del mundo teatral. En la cuarta parte, se informa al lector de que el estreno fue un gran éxito, y que « ‘Pitiminí’ fue consagrada estrella por todos los periodistas amigos que, a falta de poder extenderse sobre sus condiciones artísticas, extendiéronse sobre ‘su lujosa presentación’». (p. 17) El factor imprevisto lo constituye una carta dirigida a Luis del «padre» de la flamante estrella. Y en la quinta parte se descubre la identidad del «padre». Los personajes principales son Luis Muriedas, Pitiminí, su madre, el «padre» visto sólo en una fotografía ampliada, y Antonio Carranza, el amigo. Todos los personajes, con excepción del «padre» se relacionan entre sí por medio del diálogo directo, y cada uno de ellos se expresa de acuerdo a su clase social, menos el personaje del cual sólo tenemos un sonido de «voz recia de hombre»; así como un retrato que lo separa de la condición social de su «familia» (la esgrima no es un deporte popular en el castizo barrio en que viven Pitiminí y su madre). Más tarde, una intervención epistolar caricaturesca, sorprenderá al lector por anacronística, engreída, y totalmente hipócrita. Luis, autor de cuplés, tiene un objetivo claro, conseguir a una cantante que interprete sus cuplés con éxito. La situación familiar de Pitiminí no le

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concierne; lo vemos por la forma en que insiste en tocar el timbre de la puerta de entrada mientras se desarrolla la disputa que alarga su espera: «Apretó el timbre con más fuerza, y hasta con refinamiento, conforme al ritmo de ‘U-na-copi-ta de o-jén» (p. 1). Y también porque a pesar de saber que Pitiminí le estaba mintiendo al justificar su demora por estar estudiando, no se inmuta. Tampoco lo hace al final de la novela al enterarse de que Carranza tenía razón al dudar del «honor» de la familia de Pitiminí: «siguió absorbiendo plácidamente por una pajita, un refresco de color indefinible —pongamos que multicromado— cuyo nombre sentimos…no poder indicar al lector» (p. 20) Lo único que realmente le importa es la popularidad que pueda obtener en el teatro; utilitarismo que incluye a su cantante. Esta actitud es previsible debido al modelo emulado y las lecciones impartidas por su amigo, veterano del mundo del teatro de variedades. Pitiminí, la adolescente de diecisiete años, embadurnada en maquillaje hasta el punto de borrar todo rastro de su rostro «ofrecía, en su desaliño, bajo su espesa capa de polvos de arroz, y en aquella habitación en que flotaba como un aire canallesco, el atractivo de una fragancia real en una atmósfera adulterada». (p. 4) Ella, siguiendo la moda de las artistas del momento —que trataban de llamar la atención con prendas vistosas, disfrazándose—, pretende proyectar un aire oriental, imitando, en forma patética, a Tórtola de Valencia.82 A pesar de remedar a las cupletistas, no quería identificarse con ellas. Desdeñaba la posición social que conllevaba esa profesión y prefería llamarse «artista de varietés, tonadillera, ‘chanteuse’ (pronunciaba ‘chantés’ pero, ¡por Dios! ¡Mire usted que cupletista!...» (p. 5). Para comprender su conducta habría que remontarse a la historia del cuplé, y a la situación de la mujer en España. La cantante de cuplés, evolución reciente del «género ínfimo», en boga entre los años 1900 y 1910, considerado inmoral y relacionado con «la sicalipsis, versión más moderna y más atrevida de la picardía nacional, y la galantería en los salones de ‘bailoteo, copeo y jaripeo’»83 trata de distanciarse de la vulgaridad que ello implica. Este es el caso de Pitiminí. Pero cuando Luis le presenta las partituras a las cuales se refiere como «originales» se asusta, y con ingenuidad de niña se contradice inmediatamente: «¡Ah! Es que yo no canto

82 83

Serge Salaün, El cuplé (1900-1936), Espasa Calpe, Madrid, 1990, p. 110. Ibid., p. 83.

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más que cuplés» con lo cual también se descubre que no sabe leer música «¡Ay, yo no entiendo tanto garrapato!» —confesando que canta de oído—. Este personaje, mujer, joven, de clase baja en el Madrid de los años veinte, está estrechamente relacionado con la realidad exterior al relato. En La condición social de la mujer en España, Margarita Nelken rechaza la ideología por la cual se considera indecente el trabajo de la mujer fuera del hogar, y la falta de oportunidad para la mujer trabajadora de obtener un puesto bien remunerado. En las clases medias y bajas la movilidad social de la mujer está dada por el matrimonio y entre otras posibilidades, el hacerse cupletista. Serge Salaun, en su excelente estudio sobre el cuplé, expresa que: Para la artista de la canción, la promoción social sólo se consigue por el talento (una minoría) o por los hombres (por la vía legal o la vía galante). Empujadas por la necesidad, son muy numerosas las que se lanzan en la carrera muy jóvenes. Entre catorce y dieciséis años tienen cuando debutan La Goya, La Fornarina, Preciosilla, Dora la Cordobesa…La mayoría empieza entre los dieciocho y los veinte años, la edad ideal para buscarse un buen arrimo. Las que tienen «protector» se casan y la tipología de los matrimonios nacidos del mundillo de la canción no carece de interés…Algunas contraen matrimonio con profesionales del teatro o de la canción, que son hombres de acceso más directo y más fácil.84

El hecho de que pocas obtengan la fama que ambicionan y puedan vivir independientemente de su trabajo es una realidad de contexto terriblemente cruento. Salaun nos recuerda que a principios del siglo XX seguía vigente el Código Civil de 1889 que asimilaba a las mujeres casadas a «menores de edad, ciegos, locos, extranjeros y sordomudos»(artículo 681, p. 89). El personaje de la cupletista que niega serlo volverá a aparecer en la novela corta Mi suicidio con todas las características que se resume en este análisis. Pitiminí vive en la trampa tendida por la sociedad y por su madre quien, carente de recursos propios y abandonada en su apariencia física, se vale —como puede— de su conocimiento de las reglas sociales y la cultura popular para aprovecharse de ellas y no sublevarse. Al contrario, consciente de que su único recurso de supervivencia es el dinero que 84

Ibid., p. 89.

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puede rendirle la participación de su hija en el mundo de las estrellas del cuplé, le presta gran atención a todos los elementos que aseguren el éxito de la cantante. De ahí su demanda de trajes de lujo que concuerden con la letra de los cuplés para el estreno de su hija; inversión que, evidentemente, produce el efecto deseado: La relación con el dinero es otra faceta clave para todo el personal femenino, complementario con la frecuentación de los hombres. El dinero (y sus corolarios: las joyas, las pieles, los signos exteriores de lujo) representa, dentro del estatuto público de la vedette, grande o pequeña, el signo de una identidad artística y femenina…Ostentar una joya vistosa y ‘salir’ en la portada de los periódicos es una manera de cotizarse y de asegurarse para el futuro inmediato.85

La madre, cómplice del «protector» de Pitiminí (y por ende, suyo), nos recuerda la intervención celestinesca de la madre en La trampa del arenal (la única novela extensa de Margarita Nelken) quien, para asegurarse una vejez cómoda, incita a su hija a que se convierta en la amante de un vecino. En esta novela el motivo es similar: Pitiminí constituye una garantía económica para su futuro, y sus manipulaciones, junto al abuso que le permite sufrir a Pitiminí, tienen el doble objetivo de beneficiarla a ella y a su hija en la medida de las posibilidades de movilidad social disponibles. Ninguna de las dos mujeres podría sobrevivir por sí misma en el ambiente social de la época. Antonio Carranza, amigo de Luis, tiene una actitud cínica ante la vida, resultado de su experiencia en el teatro de variedades. Es el que con sus «sabios» consejos trata de proteger a Luis. Al observar el nerviosismo de su inseparable amigo la noche del estreno, con franqueza despiadada le dice: «—Mira, chico, si es que hay que traerte tila o agua de azahar, avisas, porque aquí no hay médico de guardia… A ver si has confundido y te crees que estrenas el Tristán»(p. 13). Sin embargo, su pronóstico respecto al inevitable casamiento de Luis con Pitiminí resulta incorrecto. De acuerdo a su experiencia, ése hubiera sido el desenlace normal (el matrimonio para salvar el honor de la hija). Pero evidentemente no contaba con que el padre de Pitiminí fuera, en realidad, su amante; lo cual él mismo descubre.

85

Ibid., p. 92.

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El «padre» es el impostor de la narrativa. Como «padre» simboliza el honor familiar, asegurándose la «pureza» de las relaciones laborales de Pitiminí, y como amante vive del éxito que ella le redunda. La violencia a la cual la somete queda como telón de fondo. Cabe resaltar la imagen del canario enjaulado junto a la ventana rota del piso, único asomo de dulzura, color y vida dentro del lúgubre entorno en que vive Pitiminí. Su inclusión compendia la esclavitud perpetua de la joven cantante. Al igual que el canario, vive aprisionada y sometida a la voluntad de otros seres para sustentarse. El tiempo en que transcurre la acción no se indica con precisión, pero puede estimarse en unas semanas (lo necesario para los ensayos y el incipiente romance entre los jóvenes protagonistas). El tono del discurso es sosegado debido a las largas descripciones de la voz narrativa. La época en que se desarrolla la acción es la contemporánea. El espacio en que tiene lugar la narración es Madrid.

3. DISCURSO La voz narrativa, irónica y juguetona, es de tercera persona, omnisciente. Se divierte, no sólo con los personajes, sino también con el lector, quien resulta su interlocutor. Así lo vemos en la descripción del inseparable compañero de aventuras ante la «mirada de carnero degollado» de Luis «cuya silenciosa y elocuente demanda de gracia hubiera conmovido a un peñasco».(p. 13) Agregando: «Pero Antonio Carranza no era un peñasco, al fin y a la postre capaz tal vez de ablandarse si así lo determinase de pronto algún fenómeno geológico o biológico», remitiendo al lector a una nota de pie de página que dice: «No pare mientes el lector en la abundancia de esta enumeración y elija el término que crea más oportuno. Nosotros, en la duda…» (p. 14). O cuando compara su narración con la del folletín, en la cual le explica al lector la diferencia: En los folletines, entre el penúltimo y último capítulo, pasan siempre varios años; en ’proporción’, diremos pues, que han pasado unos meses desde que Luis recibió, del terrible maestro de armas, orden sibilina, enfática y terminante, de no volver a mirar de cerca los ojos aterciopelados de Pitiminí….En un folletín, el héroe, acosado a tan amargo trance, hubiérase sin duda suicidado…Pero esto no es un folletín… (p. 19).

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Donde más asoma la actitud maliciosa de la voz narrativa es en los contrastes del nivel del registro lingüístico utilizado con efecto humorístico. Los cultismos y deformaciones coloquiales constituyen no sólo una fuente de humor: «garrapato» por «garabato»; «hinpocresías» por «hipocresías»; «concencia» por «conciencia», sino que revelan el bajo nivel educacional de los personajes. Conocedor de las posibles distorsiones fonéticas de algunas palabras, Luis le pide a Pitiminí que cuando cante sus cuplés no diga «nucial» por «nupcial» ni el «meneo» por «himeneo». Advertencia importante ya que «Los cuplés de Luis, escritos con ciertas pretensiones literarias, comprendían palabras poco usuales en el barrio castizo que tenía la gloria de ser cuna y residencia de la artista» (p. 8). Los extranjerismos también se prestan a transformaciones fonéticas: «etoile» pronunciado «etojle»; «chanteuse» pronunciado «chantés». Abundan las expresiones dialectales, especialmente los apócopes en el habla de la madre : «pa» por «para»; «honrás» por «honradas»; «pa’ lante» por «para adelante». Las expresiones coloquiales se producen mayormente en el habla de la madre: «yo, al pan pan, al vino vino»; «’pa’ un cocido hace falta tocino»; «cara de dolor de tripas». La voz narrativa utiliza la expresión «mirada de carnero degollado»; Luis reacciona con un «¡Qué don Juan ni qué niño muerto!», y Antonio Carranza dice, refiriéndose a las cantantes en general: «¡No sabes tú qué ganado es ese!». El estilo es sencillo, entretenido y fácilmente encaminado a la resolución final. Las descripciones pictóricas de la voz narrativa hacen que el movimiento de los personajes se aproxime a escenas extremadamente detalladas (a modo de pinturas) cuyo dramatismo se obtiene a través de las intervenciones dialogadas. El monólogo interior mediatizado, como se ha visto en Una historia de adulterio, también se utiliza en esta novela con gran eficacia. Cuando Luis se presenta a la puerta de Pitiminí, después de haber llamado varias veces y oído el revuelo que se había producido en la casa; a la respuesta de «—No está» le sigue una reflexión interior: «¡Habrá desfachatez! ¡Y esa bofetada, y ese griterío, y estos lloros que se oían desde la calle casi!» (p. 2) El humor se caracteriza por los contrastes de registro de lengua que identifican a los personajes (cultismos, expresiones coloquiales, apócopes dialectales) e intervenciones satíricas de la voz narrativa. Mijail Bajtïn, hablando de la novela humorística se refiere al plurilingüismo como «una premisa indispensable del estilo humorístico, cuyos elementos deben proyectarse en diversos planos lingüísticos; al mismo tiempo, las intenciones del autor, al refractarse a través de todos esos pla-

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nos, no pueden atribuirse por entero a ninguno de ellos»86 La burla final tiene un efecto agridulce. Por un lado, es gracioso que Luis se haya creído la invención del padre esgrimista; y por el otro, el hecho de descubrirse la triste realidad de la vida de Pitiminí produce una sensación penosa en el lector. En cuanto al nivel del registro lingüístico es alto, se da en los comentarios de la voz narrativa en las descripciones de los personajes y de su ambiente. Pero en los enlaces orales el registro de lengua se acomoda al de sus personajes. En cambio, el registro elevado de la insólita intervención epistolar del «padre» de Pitiminí, en forma de culta admonición a Luis por haber insinuado su interés por ella, es homogéneo; incluso se disculpa por haber utilizado una metáfora algo coloquial. El tono severo y legalista del lenguaje es extremadamente chocante en el contexto del discurso oral que caracteriza el relato. Transcribiremos parte de esa carta para comprender el efecto cómico que produce: Muy señor mío y de mi más distinguida consideración: Aunque muy doloroso me es el tener que comunicarle lo que voy a tener el honor de hacer por las presentes líneas…lo mismo mi señora que yo, ella con la alerta pupila de su vigilancia maternal, yo con los presentimientos, deducciones y comprensiones de la defensa de mi honra y cuidado exquisito de la felicidad de mi hija, hémonos percatado de la inclinación algo superior a las lindes de la pura amistad que cumple entre personas de sexo distinto, que usted, caballero, experimenta hacia esta hija nuestra, única …Véome, pues, obligado…a rogarle terminantemente cese en absoluto las visitas con que tenía a bien honrar esta casa, así como al cuarto teatral de mi hija… la disparidad ante su posición económica de usted y la de esta hija, única y mía, reservada al más esplendoroso porvenir artístico, es notoria y flagrante. (p. 19)

Comicidad expresada no sólo por la incongruencia de su estilo caricaturesco, sino también por tratarse de una mentira, ya que al final se descubre que Pitiminí fue descubierta por Antonio Carranza en un bar con «ese señor dignísimo, que sabe hacer respetar como pocos el honor de la familia». (p. 20). Si a esto se le suma el hecho de que él había sido el responsable de la violencia física percibida por Luis en su primer visita a la casa en presencia de la madre, lo que obtenemos es una situación de abuso que cambia, en forma dramática, el percibido tono divertido de la novela. 86

Bajtin, op. cit., p. 129.

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4. CONCLUSIÓN La selección de personajes representativos de un grupo social madrileño en el ambiente del teatro de variedades de Madrid pareciera ser un ejercicio inocuo dentro de la narrativa popular. Sin embargo, el hecho de que cada uno de ellos refleje con tanta autenticidad los problemas sociales de la época, y que lo haga en forma humorística revelan el talento de la autora. El lector se ríe de lo inesperado, de lo incongruente, de lo sorpresivo, pero no de los personajes. Cada uno de ellos es un trozo de la realidad externa a la obra con la cual el lector se puede identificar. El sociólogo alemán, Leo Lowenthal —hablando de la ideología proyectada por el autor en su obra— considera que es inevitable ya que «la mayoría de los conceptos generalizados sobre la naturaleza humana hallados en la literatura prueban, al ser cuidadosamente analizados, que están relacionadas con el cambio social y político».87 Siendo Margarita Nelken militante política, es natural que saque a relucir personajes representativos de un problema social que aspira a erradicar. Lo interesante es que no lo hace con explicaciones discursivas, sino que obliga al lector a participar en la interpretación del texto. El efecto que produce perdura con el transcurso del tiempo debido a que las indicaciones implícitas se recuperan en su lectura en la relación de diálogo del lector y la obra. Al introducir su teoría de la recepción, Hans Robert Jauss declara que: La vida histórica de la obra literaria no puede concebirse sin la participación activa de aquellos a quienes va dirigida. Ya que únicamente por su mediación entra la obra en el cambiante horizonte de experiencias de una continuidad en la que se realiza la constante transformación de la simple recepción de comprensión crítica, de recepción pasiva en recepción activa de normas estéticas reconocidas en una nueva producción.88

Y, a menos que se viva en una sociedad utópica en la cual todos los males sociales hayan sido eliminados, y no quede ya memoria de ellos, no

87 Leo Lowenthal, La literatura y la imagen del hombre: Estudios sobre el teatro y la novela europeos, 1600-1900, Trad. Jaime Tello, Ediciones de la Biblioteca, Universidad Central de Venezuela, 1973, pp. 9-10. 88 Hans Robert Gauss, op. cit., p. 164.

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es difícil que el lector identifique a los personajes, su representación, y el problema social implícito en el texto narrativo.

MI SUICIDIO 2. HISTORIA El tema gira en torno a la vulnerabilidad de un individuo víctima de un accidente de tránsito, que acepta las dolorosas consecuencias físicas producidas por la negligencia de un aristócrata, por carecer de medios y del poder necesario para rectificar la versión del accidente difundida en la prensa. El duque de las Siete Partidas tergiversa el atropello y lo convierte en suicido para evitar tener que pagar una fuerte indemnización y enfrentarse con las consecuencias sociales que resultarían de revelar su responsabilidad en el incidente. Esta maniobra, tramada a espaldas de la víctima —durante el período en que no tiene consciencia de lo que ocurre a su alrededor— crea una situación de chantaje de la cual esta no se puede zafar, pero como la mentira termina ofreciéndole los beneficios aspirados, sorprendentes para en su humilde situación de escritor poco conocido, decide seguir el juego. Este acuerdo tácito, un eco del célebre pacto con el diablo de Fausto, debe pagarlo con la pérdida de su libertad. Su vida deja de pertenecerle. La trama de la novela comienza en la habitación de un sanatorio lujoso de Madrid donde un escritor y poeta muy poco conocido llamado Juan López y Garda («Juan de la Cumbre») despierta un buen día sorprendido de ya no sentir dolor y encontrarse en un ambiente desconocido. Confuso, mira a su alrededor mientras se cerciora del hecho de encontrarse bien, después de un tiempo indefinido en que se sentía constantemente torturado por el dolor: «Beatíficamente estiro los brazos, doy media vuelta; no, nada me duele. Y es tan inaudita, tan desusada ya esta sensación de ‘no dolor’, que instintivamente murmuro: —‘Ay, qué gusto». (p. 1) Al concretarse su memoria, recuerda la pesadilla en que se vio envuelto después de aquel día siniestro en que ocurrió el accidente la plaza de Castelar, a las seis y media de la tarde, a la hora bruja del Madrid de las postrimerías invernales, con su ininterrumpido desfile de carruajes retorno del paseo, su cruzar veloz de automóviles, su «jazz

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band» natural y callejero de «claksons», timbres y bocinazos, su atmósfera «europea», de vida lujosa e intensa, y su sello inconfundible, castizo y tan suyo del pisar leve e indolente de las mujeres, que pasan, pasan, sin ir a ningún lado… (p. 2)

Y siente, nuevamente, el miedo que tenía de cruzar las calles de Madrid desde que llegó a la ciudad; un temor que le anunciaba su destino desde hacía ya diez años. Se ve cruzando, receloso, una vez más la calle, mirando cuidadosamente a diestra y siniestra, parándome incluso para esquivar los autos que veo llegar lejanos. De pronto, a mi espalda ‘pegado a mí’ un bocinazo…Un golpe tremendo en el costado…un grito que recuerdo perfectamente y que me subió a los labios desde un fondo tan remoto y dormido que me extrañó a mí mismo: ‘¡madre!’. (p. 2)

La llegada de la enfermera interrumpe sus recuerdos y le da la oportunidad de preguntar cómo llegó allí. La enfermera, reticente y sentenciosa, le trae periódicos viejos que le revelan la versión del accidente suministrada por el duque de las Siete Partidas. Ahí se entera de que el accidente se había transformado en un intento de suicidio al que le había llevado, aparentemente, la falta de aprecio de los editores; que ahora se lo consideraba «una de las más radiantes esperanzas de nuestras Letras» (p. 7); que su estadía en el sanatorio corría por cuenta del duque —cuya generosidad se recalcaba—; y que sus lesiones aunque serias, no habían requerido cirugía. En fin, que el duque aparecía como un mecenas piadoso que le había salvado la vida. Al darse cuenta de su situación, Juan de la Cumbre reflexiona sobre sus circunstancias y, aunque indignado por ellas, comprende que no podrá desmentir al aristócrata, que la verdad nunca sería descubierta porque nadie se la creería: Entre mi declaración, la declaración de un Juan López bohemio que no tiene donde caerse muerto, y la del opulento señor duque de las Siete Partidas, corroborada, por si poco fuese, por la de su también opulento chofer…¿quién, qué juez vacilaría?. (p. 8)

Además, ¿quién pagaría todos los gastos incurridos en el sanatorio si decidiera presentarse a un Tribunal? La trampa surte el efecto previsto, y

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Juan López, después de repasar las ventajas que podría sacarle a esa situación decide callar. Cuando el duque se le presenta en el sanatorio el último día de su estancia para despedirse y le deja un sobre conteniendo cinco mil pesetas, el soborno es total: ¿Remordimiento? ¿Compra tácita de mi silencio? ¡Bah! Lo cierto es que ninguna indemnización me hubiera valido más, y que los beneficios ‘morales’ del…accidente, son innegables. (p. 13)

Mejor ser un «ilustre suicida» que un poeta muerto de hambre. La complicación se produce cuando se le presenta en el sanatorio una ex amante de la cual se había desecho —a duras penas— hacía ya algún tiempo. Al enterarse de la noticia del suicidio, decide aprovecharse ella también de la generosidad del duque alegando ser la «novia» del escritor y explicando que el deseo de «suicidio» del mismo había sido causado por haberlo abandonado. El duque considera que el engaño por él fabricado era más que suficiente —dadas las circunstancias— y, para cubrir su embuste, le ofrece una recompensa económica que utiliza para comprarse ropa y comenzar una carrera de artista en el mundo del teatro de variedades. Y armada de la seguridad que da la complicidad de un delito, termina apropiándose de la vida del escritor. La estructura de la novela se desarrolla a través de siete partes de extensión y estilos desiguales. La primera parte comienza en el momento en que Juan López toma consciencia de su recuperación, expresada en dos palabras «No sufro» seguida de la certeza de que es impresión es «mi primera, mi única impresión». La sensación de bienestar que lo invade en los primeros momentos se disipa al darse cuenta de que la calidez del sol y la brillantez de su entorno pertenecen a la habitación de un sanatorio. Al volverle la memoria, recuerda el accidente que había sufrido con la ayuda de la enfermera, —«hada protectora» y enjuiciadora— . Le señala dos artículos de periódico, el primero de ellos lleva por título «Suicidio de un escritor» en donde se anuncia que Uno de nuestros jóvenes poetas de mayor y más justo prestigio entre la ‘elite’ de nuestra intelectualidad, en un acceso de súbita desesperación que nada podía hacer prevenir, ha intentado poner fin a su vida arrojándose al paso de un automóvil» (p. 5)

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al mismo tiempo que se describen las cualidades morales del Exmo. Sr. Duque de las Siete Partidas quien auxilió a la víctima, la condujo al sanatorio, y después de haberse «enterado de [su] personalidad…, anunció que tomaría a su cargo el dispendio que haya de original la estancia en el sanatorio de «Juan de la Cumbre». (p. 5). El segundo artículo, intitulado «Estado de Juan de la Cumbre» exime al duque de toda culpa al manifestar que La desgracia hubiera sido irremediable de no ir el auto casi al paso, lo cual, según la declaración prestada por el Exmo. Sr. Duque de las Siete Partidas y por el chófer…permitió al conductor frenar antes que el peso total del vehículo pasase por encima del suicida. (p. 7).

La exasperación de Juan López se acrecienta, y no quiere seguir leyendo los otros artículos que le ofrece la enfermera. En la segunda parte el escritor ve con claridad la «absurda patraña» de su suicidio que resume magníficamente, con exquisita ironía, su situación: Un capricho lo tiene cualquiera y, por lo visto, es capricho del duque ese ir en automóvil a paso de entierro de primera clase. Yo me tiré materialmente debajo de las ruedas. Incluso —añaden las dos declaraciones— ambas admirablemente acordes— a punto de haberse causado una verdadera catástrofe, ya que por salvarme la vida, a pesar de mi intención bien marcada de salirme de ella, el conductor hizo un brusco viraje con riesgo de chocar contra un tranvía.

Pero, aunque consciente de su derecho a exigirle al duque una indemnización por los daños físicos sufridos, no se anima a desmentirlo porque teme perder el pleito. Demandar justicia contra alguien cuya posición social le garantizaría el indulto, y tener que hacerse cargo de los gastos de sanatorio, anulaban su natural impulso a defenderse: para poder pagar el abono de dos pesetas diarias a «La cocina de los ‘gourmets [sic]»…tenía que elucubrar anuncios en versos para estufas de petróleo y pastas dentífricas y, para lograr publicar alguna que otra composición ‘firmada’ tenía que contentarme con colaborar en ‘El Intransigente» de Albacete y en la «Ingrávida», esa «revista de la joven literatura» en que hay que escribir por amor al arte…

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En la tercera parte Celes, la ex amante, vuelve a irrumpir en su vida. Su inesperada visita al sanatorio desconcierta a Juan López quien se entera de su entrevista con el duque del cual recibe dinero »un pápiro de los grandes, de los del Palacio Real» (p. 11) que ya ha gastado en «trapitos». Su elegancia «de postín» la lanzan a la carrera de artista, lo mismo que otras: «ya me sé tres cuplés, dos trágicos y uno lechuga…». (p. 11). Y se proyecta hacia un futuro en el que cuando la vean del brazo de su escritor «con el cartel que tú tienes, ¡no te digo «n’a» ¡ [sic] ¡ De estrella en Maravillas! Ya hemos hecho referencia en la novela Pitiminí «Etoile» a la oportunidad de ascenso social que el teatro de variedades le ofrecía a una joven soltera de pocos medios. La cupletista y el autor representaban un cliché al cual aspiraban muchas de las muchachas con algo o nada de talento, una buena figura y un vestuario elegante. La cuarta parte, de apenas diez líneas, es un monólogo interior a través del cual el protagonista hace referencia a las cartas, tarjetas, y artículos periodísticos que recibe. Se hace alusión a la supervivencia a su ya famoso suicidio, a las felicitaciones que le envían amigos desconocidos, y a colaboraciones literarias que se le piden para ser publicadas. La quinta parte, de solo doce líneas, es otro monólogo interior que se concentra en la actitud que decide tomar Juan López después de recibir cinco mil pesetas del duque: «Lo cierto es que ninguna indemnización me hubiera valido más, y que los beneficios ‘morales’ del…accidente, son innegables. (p. 13) El pacto con el diablo queda así definido. La sexta parte, también corta, de once líneas, se manifiesta en una parodia teatral en la que intervienen dos personajes: el director del gran diario matutino Las Noticias Madrileñas y yo, el protagonista de la novela. En la escena, el director le ruega al famoso escritor que contribuya a su periódico «aunque fuesen unas líneas diarias…Lo esencial es su firma…». Ofrecimiento que muestra el repentino respeto por el trabajo del ahora «célebre» escritor. La séptima parte descubre la relación insostenible del escritor con Celes, («La Bella Mediterránea») y culmina con una escena provocada por el escritor con la esperanza de poder deshacerse de ella. Su tensión es evidente, pero sus ofensas y amenazas no la conmueven, lo cual lo enfurece. Al final del diálogo, cuando «ya frenético» emite una amenaza que pareciera implicar que sería capaz de ser matarla: «Pero, ¿es que no sabes que antes de seguir así soy capaz?...» (p. 16), se produce un giro extremadamente insólito. Celes reacciona alarmada interpretando la frase de Juan

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como si se tratara de una advertencia de un nuevo intento de suicidio, diciendo: —¡No! ¡Jamás! ¡Júrame, júrame por tu madre que no lo piensas [sic]! ¡Que no volrás [sic] a hacer aquello nunca! agregando: Porque tu vida es mía, ¿lo oyes?, mía. Y, teniéndome a mí, no tienes derecho a ‘atentar contra ella’! [sic]

El humor de la escena final sigue una pauta conocida para que se produzca lo cómico basta que exista algún proyecto, alguna expectación en un hombre que tenga una visión del mundo no tan importante como en el hombre trágico, y luego que un conflicto, un suceso imprevisto lo empuje a abandonar su proyecto o a reemplazar su visión de mundo….89

El personaje principal es el narrador-personaje Juan López, un joven escritor bohemio frustrado por su fracaso en el mundo literario de Madrid. Durante diez años de penurias económicas e intentos de publicación fallidos se encuentra abrumado por la falta de reconocimiento de sus colegas. Sin embargo, no quiere suicidarse. El que se le suponga tal intención lo exaspera, pero al hacer un inventario de sus posibilidades de triunfo en un enfrentamiento con el duque de las Siete Partidas para probar que, en efecto, había sido atropellado por negligencia del conductor, decide seguir encadenando la serie de mentiras que comenzó con la ficción de su suicidio con el objeto de aprovecharse de los beneficios que el soborno del duque le ofrece. La naturalidad con que se conectan todas las falsedades, y la facilidad con que se silencia la verdad oculta por una personalidad influyente dentro de la sociedad madrileña, invita a la reflexión. El duque de las Siete Partidas, al que se conoce solo por referencia y testimonio del protagonista, es el co-protagonista de fondo en cuya función se apoya la trama. Su figura representa el privilegio y poder de las clases altas de la sociedad que, de hecho, suprimen los derechos de sus miembros rindiéndolos indefensos. La enfermera «tan blanca, tan inmaterial dentro de su toca y su blusa blancas», personaje secundario tópico, sirve de enlace entre la víctima del accidente y su toma de consciencia de su realidad posterior. Tiene, ade89

Luis Díaz Márquez, Teoría del género literario, Partenón, Madrid, 1984, p. 271.

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más, una función accesoria que es la de resumir los valores sociales de la época. Su amonestación se percibe en la repetida interjección «¡Desgraciado!» indicadora de su crítica al intento de suicidio de su paciente. El director del periódico Las Noticias Madrileñas, otro personaje tópico secundario tiene como función establecer la fama posteriormente adquirida por el protagonista. Celes, personaje paródico secundario, desempeña un rol inesperado al irrumpir en la escena dejando a su paso, engaño, desorden y confusión que contribuyen al efecto tragicómico del discurso. La autodenominada «novia» de José López no tiene escrúpulos. Conocedora de las posibilidades de supervivencia que la sociedad le ofrece, impone su presencia sobre alguien que no la quiere porque su objetivo es el de adueñarse de un escritor famoso cuya presencia basta para beneficiarla en su carrera. El tiempo en que se produce el accidente es contemporáneo, a fines de invierno. La estadía del protagonista en el sanatorio antes de despertar es indefinida. Hay una referencia al paso de una semana después de volver en sí, con indicaciones tales como «Hoy», «Ayer», «el «ultimo día». Los acontecimientos tienen lugar en Madrid. El espacio, presentado en forma de escenas, se divide desigualmente entre la calle donde se produce el accidente, el sanatorio, el despacho del director de Las Noticias Madrileñas, y el pequeño camerino que Celes ocupa en el teatro. El cronotopo de importancia es el relacionado con la memoria del accidente. El accidente termina siendo un personaje más. El ritmo de la narración es fluido a pesar de todas las disquisiciones que se presentan a través del monólogo interior. El final se precipita y es totalmente impredecible.

DISCURSO La voz narrativa es confesional, de primera persona, y su punto de vista es homodiegético, la del narrador personaje que presenta un punto de vista subjetivo que se manifiesta en monólogos interiores descriptivos: «Poco a poco esta sensación de contento casi animal se concreta; contemplo mi «marco»; la cama niquelada de barrotes lisos en que me encuentro; a mi izquierda, una mesilla con tapa de cristal…»en proyecciones externas: «Mi carcajada debió de oírse en el otro hemisferio» (p. 11); (p. 1);

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y en diálogo directo: « —Oiga Vd, [sic], pero ¿qué duque es ese?» (p. 4). La ironía del protagonista es sostenida a través de todo el discurso narrativo. La distancia irónica se manifiesta en su interpretación de los acontecimientos desde el punto de vista de personaje, víctima de un accidente y el de narrador intérprete del suceso que reconoce al narratario como su interlocutor. El comentario que emite sobre la imposibilidad de tirarse bajo un auto que apenas se mueve dada la lentitud con que se dijo que se había desplazado,«a paso de entierro»; su explicación de cómo se había separado de Celes: que un día decidióse a darme la mayor felicidad que podía proporcionarme, obedeciendo, ¡por fin! a mi súplica de irse a los mil demonios y abandonando nuestra bohardilla junto con los dos pares de medias, la camisa, el traje, los dos pañuelos y los zapatos con plantillas de cartón que componían todo su ajuar (p. 10);

y la descripción del final de su visita al sanatorio, muestra también su aspecto irónico: Y después de otro abrazo apasionado, de otro lagrimeo, se fue, prometiendo venir todos los días sin falta, y dejándome en los brazos un ramo descomunal y pachucho, porque, con la emoción se había, sin darse cuenta, sentado encima. (p. 11)

El humor de la voz narrativa presenta diferentes matices, desde la conjetura cerebral y sarcástica que involucra al dueño del Sanatorio como uno de los beneficiarios del tramado suicidio hasta lo bufonesco, mayormente con relación a Celes y su mundo de teatro. Es importante recordar la técnica que se utiliza para obtener el sentido humorístico a través de la ironía. Siguiendo el razonamiento de Bobes Naves, que en el discurso narrativo: La captación del mensaje irónico, como la comprensión de la interacción metafórica, o el sentido humorístico del texto, se logra mediante una lectura doble. Se establece un contraste entre la significación referencial de los términos y el sentido que cobran en el texto. El lector capta los términos en su sentido propio, pero al seguir leyendo advierte que debe cambiar ese sentido por el nuevo sentido textual, que rompe el significado anterior, y que es lo que denominamos segunda

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lectura…El texto se intensifica de este modo semánticamente con un sentido nuevo que se añade al referencial.90

Margarita Nelken se destaca por su fina habilidad de entretejer textos discursivos que se prestan a la interpretación irónica dirigida directamente al lector, o a través del narratario del texto ficcional. El estilo es desparejo, va desde el enunciado de dos palabras «No sufro» hasta la tupida expresión del monólogo interior de la primera parte en el que se suceden recuerdos y comentarios, hasta los discursos dialogados conectados con Celes y el director del periódico en la quinta y séptima parte respectivamente. Las partes cinco y cuatro resumen en pocas líneas los sucesos; y la última parte termina en un sainete, género dramático popular y humorístico. El registro de lengua es medio, con algunas referencias altisonantes para enfatizar el elemento irónico: «—¡diez años ha!— en que arribé a la Corte para escalar el Parnaso de las musas patrias». (p. 2) Y los artículos periodísticos transmiten la lengua escrita formal de la época con exageraciones enfáticas con efecto retórico como, hablando de «Juan de la Cumbre»: la falta de ambiente que aquí aflige a las más altas manifestaciones del espíritu, impulsase a una de las más radiantes esperanzas de nuestras Letras, a tan fatal resolución. (p. 7)

La repetición de sustantivos y adjetivos referidos al dolor del protagonista enfatizan su sufrimiento: «febril», «tormento», «tortura», «punzante», «tremendo», (p. 2), etc.; y los comentarios entre paréntesis desdoblan el monólogo interior dirigido al narratario en un diálogo interior: («a mí todos los chóferes me parecen opulentos»); (casi no me atrevo ni a pronunciar in mente la palabra») (p. 8), etc. El color local lo aporta el habla de Celes que incorpora el vocabulario coloquial propio del ámbito de las cupletistas, añadiendo humor de las escenas.

4. CONCLUSIÓN En una divertida y rápida trama, se le presentan al lector una sucesión de acontecimientos derivados del privilegio de un miembro de la sociedad 90 María del Carmen Bobes Naves, Teoría General de la Novela, Biblioteca Románica Hispánica, Ed. Gredos, Madrid, 1985, p. 368.

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cuya conducta moral no se cuestiona. El fraude resultante se contagia a todos los participantes del discurso narrativo cuyas acciones se dirigen a satisfacer su propio interés. El duque, cuya mentira le permite conservar su reputación y su bolsillo; el escritor, que acepta callar una injusticia por su imposibilidad de luchar contra ella —pesando los beneficios que el soborno le brinda; los directores de periódicos, que publican sus artículos sin escrutar las directivas del duque, para mantenerse en sus puestos; y la cupletista, cuyo instinto de supervivencia la impele a beneficiarse de su ex amante, aprovechándose del duque y del escritor. La corrupción social recreada es fácilmente identificable con la del lector, quien la reconoce fácilmente lanzando una carcajada.

EL VIAJE A PARÍS 2. HISTORIA El tema de la novela se centra en la hipocresía religiosa de dos personajes conocidos por su virtud en la ciudad provinciana de la cual provienen. Ambos descubren sus verdaderas personalidades, libres de las apariencias morales que su medio social les exige, revelando, el uno sus pasadas infidelidades —encubiertas por él y su esposa—; y el otro, sus extravíos —ignorados por su madre y la congregación religiosa a la cual pertenece. Ilusionados por la dudosa reputación de las mujeres francesas, no esperan a desembarcar del tren para iniciar sus conquistas y lograr su cometido. Pero en su apremio, uno de ellos sufre un humillante y sentido desengaño como escarmiento y burla de su libidinosa actitud. La trama es sumamente dinámica. Dos comerciantes de un pueblo tradicional de España deciden aprovechar la invitación del fabricante de telas que los abastece para hacer un viaje a París con el propósito de familiarizarse con las ampliaciones y renovaciones de su fábrica y las novedades de la industria. Don Faustino, el mayor de los dos, considera la invitación el logro de su tan soñado viaje a París. Pero ansioso de que su mujer le ponga objeciones por desconfiar de él (tras haberlo sorprendido en una infidelidad doméstica), y de las francesas en general —debido a su desaprobación de las dos que se presentaron en Villamarcial—, prolonga la toma de una decisión hasta asegurarse de no transparentar la gran emoción que le produce el viaje. Agapito «modelo de jóvenes cristianos» y «her-

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mano mayor de una cofradía» (p. 4) es garantía suficiente para que Carmen, la mujer de Faustino, se fíe de del comportamiento de su marido y, comprendiendo la importancia comercial de tal viaje, le anima a hacerlo. Por supuesto, apenas instalados en el vagón del tren, los viajeros no sólo se confiesan mutuamente sus escapadas a prostíbulos locales y madrileños, sino que revelan que las intenciones de su viaje a París incluyen darle rienda suelta a su impulso conquistador. En el comedor del tren, don Faustino no pierde el tiempo y, mirando a su alrededor, espera a que se le presente su presa cuando una mujer «alta, gruesa, un poco catedrática, con pelo dorado…vestida con una elegancia muy bastante para conquistas ferroviarias» (p. 9) le guiña un ojo y le sonríe. Ahí comienza la farsa. Después de recogerse a su departamento de primera clase, los dos compañeros de viaje reciben la visita de una mujer uniformada, empleada del aseo y servicio del ferrocarril, muy poco atractiva, gorda, bigotuda, del tipo «marimacho», carente de todos los atributos femeninos que pudieran despertar su deseo. De hecho, su aparición les asombra y sus comentarios reflejan su disgusto por ese tipo de mujer, cuyo aspecto físico asocian con la de un carabinero de la guardia civil. (p. 12) La mujer indaga si quieren dormir solos o compartir su departamento con algún otro viajero, insinuando que el grado de tranquilidad y sosiego aspirados se vería comprometido por el ruido de niños llorando y ladrido de perros si no se le ofreciera un propina justa. Durante su intervención hace alusiones también a la posibilidad de una visita nocturna femenina —interpretando, socarronamente, el interés de Faustino por una «gentile petite femme» para acompañarlo durante la noche. La respuesta incierta de Faustino «¡Hombre, yo!... ¡Hombre, Yo!...» (p. 13) invita, en su ambigüedad, a una conclusión afirmativa por parte de la empleada ferroviaria que anticipa, en la sugerencia de Agapito el desenlace final: «¡Vaya tomadura de crepé, don Faustino! —dice jubiloso Agapito cuando se ha cerrado la puerta. Pero, claro… Le ha visto a usted tan tenorio, que a lo mejor ha tenido miedo de que también a ella… ¡ja, ja, ja!». (p. 13) Durante la noche, mientras Faustino no logra conciliar el sueño por estar aún obsesionado con la rubia del vagón-restaurante, una mujer se introduce furtivamente en su cama. Imaginando que era la atractiva dama de cabellos dorados que le había guiñado el ojo en el restaurante, se regocija con la visita. A la mañana siguiente descubre la identidad de su seductora. La estructura narrativa de la novela se manifiesta en un discurso desarrollado en nueve partes. La primera parte, presenta a los dos persona-

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jes que han sido invitados a hacer un viaje a París por uno de los fabricantes que surte «un comercio —muy acreditado— de telas y ‘novedades’ en la Plaza Mayor de Villamarcial» para ver «los agrandecimientos alto estilo» de su fábrica. (p. 2) Faustino, en cuyo personaje se enfoca la voz narrativa con más detenimiento, promete, durante su noviazgo con Carmelita hacer un viaje de luna de miel a París, promesa incumplida que se transforma en una fantasía de lujuria y exceso que espera la ocasión de satisfacer, algún día, sus inclinaciones donjuanescas. Su ansiedad, derivada del deseo de realizar el viaje y el temor a que su mujer descubra sus verdaderas intenciones lo llevan a manipular sus reacciones hasta cerciorarse de que no presentará objeciones a su salida para confirmar el viaje. La reputación intachable del joven Agapito, quien lo acompañará, tranquilizan a doña Carmen quien ve en él un aval del comportamiento honesto cuya influencia contendrá las posibles tentaciones de su marido. La segunda parte abarca una corta descripción de los dos viajeros y de los equipajes pulcramente preparados para la ocasión. En la tercera parte ya han llegado a Hendaya. Don Faustino y Agapito conversan en la fonda de la estación. En la cuarta parte los dos protagonistas confiesan sus aspiraciones aventureras, de lo cual se deduce que Agapito no es el santo de su pueblo ni don Faustino un marido fiel. En la quinta parte, en el vagón-restaurante se presenta «Dulcinea», la mujer enjoyada, de pelo dorado, que le guiña el ojo a don Faustino; y en la sexta parte se presenta en el compartimiento del tren, una mujer uniformada, la «madame guardia civil» de aspecto rudo y varonil y «risa de bruja» quien negocia las condiciones del viaje con los pasajeros y le ofrece a Faustino, adivinando sus intenciones, una «gentile petite femme» para no pasar la noche solo. En la séptima parte se relata, brevemente, la visita que le hace una dama a Faustino quien, incapaz de conciliar el sueño pensando en su gran conquista, no da señales de alarma al sentir «una forma femenina apelotonarse junto a él, dos brazos que se le echan amorosamente al cuello, y una voz…en un español de tras los montes [le pregunta] ‘¿Por qué, por qué no decías a mí que tu desirabas haberme?’» (p. 14). Una línea de puntos suspensivos separa esta parte de la octava, en la que se descubre que Faustino ha sido burlado. En la novena parte el tren va entrando a París; los pasajeros se preparan para desembarcar cuando la ahora «madame-carabinero» se presenta para cobrar los veinte francos estipulados la noche anterior para dormir en paz. Faustino le entrega sus diez francos, como lo hiciera Agapito poco antes, sin sospechar los insultos que acompañarían a la transacción.

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La mujer le revela que fue ella la que le ofreció un «service» adicional por el cual esperaba ser recompensada. Una línea de puntos suspensivos separa este fragmento del final. Faustino confiesa su bochorno en un taxi que lleva a los dos compañeros de viaje a su hotel. Los dos personajes principales son Faustino y Agapito. Faustino, cuyo nombre podría haber sido elegido por referencia a la legendaria figura de Fausto —quien vendió su alma al diablo para obtener sabiduría—, de mayor edad, es dueño de una tienda, casado, «psicólogo» y «filósofo» de las artimañas que aseguran la armonía del hogar. Para evitar que se descubra que su entusiasmo por el viaje a París tiene muy poca conexión con la propuesta de la invitación del fabricante de telas, espera hasta que su mujer lo anime a hacer el viaje. Una vez recibido el visto bueno de su mujer, al levantarse de la mesa, declara con histriónica resignación «entre dientes» que «el negocio es el negocio, ¡qué se le va a hacer!» (p. 4) para encubrir la emoción que lo embarga, exteriorizada en un terrible dolor de cabeza: cada martillazo dibujaba, ante los ojos pacíficos del bueno de don Faustino, una de esas imágenes perversas que encerraba par él el solo nombre de París: una mujer muy descotada y muy rubia, como las que se ven en las postales; una morena opulenta y con camisa de encajes…unas ‘cocós’…de esas que, como todo el mundo sabe, en París brotan hasta del empedrado de las calles. (p. 4)

París es el mundo mágico donde todo es posible. Mogin-Martin, al hablar del París que se evoca en La Novela Corta, describe a la ciudad percibida como un «mito» donde «las mujeres son bonitas…[y] están dispuestas para el amor, sencillamente porque son mujeres cultas, inteligentes, libres, y desprovistas de la mojigatería de las españolas».91 Agapito, cuyo nombre tampoco nos parece casual ya que proviene del griego «ágape» y significa «amor», es introducido en el discurso por la mujer de Faustino para fijar la fecha de partida. Su devoción y honestidad se conocen solamente a través de la voz narrativa, entre paréntesis, denotando un juicio subjetivo y suspicazmente lisonjero. Ambos personaje descubren rápidamente su conducta hipócrita, resumida por Agapito en «Lo que mi madre se crea correrá parejas con lo que se crea doña Carmen, ¿no es eso?» (p. 6) y recordada por la voz narrativa por las visitas de Agapito al 91

Roselyne Mogin-Martin, op. cit., p. 73.

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prostíbulo local; la de Faustino a uno de Madrid, sumada a un incidente de infidelidad «de una conquista doméstica sorprendida por las iras de la esposa ultrajada» (p. 9). Don Faustino, el más lanzado de los dos, tiene su temprana desventura en el tren, mientras que Agapito solo puede reírse de ella y envidiar, secretamente, la oportunidad presentadaque se le había presentado a su compañero. Faustino representa al hombre casado que lleva una vida doble encubierta no sólo por él sino también por su esposa, para mantener las apariencias de honestidad exigidas por los estrictos valores morales de la clase media. Su crítica de la vida matrimonial se orienta a la manipulación de las emociones inconstantes de la mujer para obtener el resultado deseado, asumiendo que la explosión de las mismas es producto de una inestabilidad congénita y no de su derecho a ofuscarse por la infidelidad de su pareja. Su experiencia en el logro de la armonía conyugal lo hace proceder con cautela «más valía no enseñar la oreja y procurar, a la chita y callando, que el tiempo tornase a bonanza» (p. 3) para aprovecharse de la misma y volver a reincidir en sus desvaríos. La voz narrativa lo describe físicamente, desde el punto de vista de su mujer, como gordo y calvo; y, desde del narrador, enfocándose en sus ojos como: «pupilas grisáceas, cual no se hubieran determinado a ser francamente azules y ligeramente saltonas, cual si no se decidieran jamás a ese gesto demostrativo de cólera o de terror» (p. 11) ampliando su observación en la expresión «de inteligencia en suspenso» que se resume en su parecido a una «vaca que ve pasar un tren» mientras permanece sentado con sus manos cruzadas sobre su bolso de cuero. (p. 7 y 10) —repetida dos veces—. La función de este personaje es la de aunar aspectos éticos contrarios que conviven simultáneamente en forma paralela sin afectar el comportamiento ni los valores morales a los cuales el personaje se suscribe. La obtención de la «sabiduría» —que relaciona a Faustino con el Fausto de Goethe—, brilla —irónicamente— por su ausencia. Lo que se descubre es un individuo amoral, cuyo conflicto se reduce a la pragmática de la coexistencia matrimonial y social, pero sin tomar consciencia de la problemática de su integridad moral. Agapito, «modelo de jóvenes cristianos» es, además de comerciante, un poeta que ocasionalmente publica sus poemas en «El Adelantado de Villamarcial» con el pseudónimo de «Lirio del Valle». El contraste entre su devota participación en los rituales religiosos de su ciudad, que lo considera un modelo de cristiandad, y su comportamiento libertino también lo convierten en un hipócrita al permitir que se lo elogie por una moralidad

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inexistente. Sus andanzas son encubiertas por el silencio de las prostitutas y desconocidas por los vecinos y por su madre. En el tren no tiene reparos en admitirle su conducta a su compinche (interesantemente, el libro que lee en el viaje es de Joaquín Belda, escritor de novelas eróticas muy populares) y, aunque Faustino termina burlado, siente envidia por no habérsele presentado a él la misma oportunidad. La función de Agapito, nombre que le otorga una característica ambigua por poder tratarse del amor divino tanto como carnal, es el tipo joven de otro Faustino. Si bien soltero, su devoción religiosa debería de limitarlo en su conducta; sin embargo, él también vive dos vidas separadas con un solo temor, el de ser descubierto por su madre o sus correligionarios, pero no ve sus correrías como un posible pecado castigado por Dios. Doña Carmen, esposa de Faustino, sirve de telón de fondo al discurso narrativo. De aspecto físico típico del lugar «alta, gruesa, es un poco catedralicia» (p. 8) «pesaba noventa y cinco kilos, llevaba hábito de San Antonio» (p. 2) Su función es la de contrastar con la fantasía de las mujeres de su marido; autorizar el viaje del mismo, a pesar de conocer sus tendencias mujeriegas, apoyándose en la convicción de que Agapito, de excelente reputación en el pueblo, garantizaría su rectitud moral durante su estancia en París; justificar su autorización confiada en que el aspecto físico de Faustino, ya entrado en años —y en carnes—, lo disuadirían de correr tras las jóvenes parisinas «por muy sinvergüenzas que sean» (p. 3); y controlar el suministro de dinero para prevenir que su marido caiga en la tentación de gastarlo en viciosas juergas. El desarrollo del relato muestra, paradójicamente, que su marido termina teniendo una aventura con una mujer de su tipo físico «género particularmente apreciado en Villamarcial», pero de una artificialidad extrema, burlonamente dibujada por la voz narrativa para realzar su exotismo: «Tiene, la dama viajera, un pelo de un dorado que echa ascuas, una boca de un carmín que echa sangre, unas ojeras que deben de haber contribuído [sic] a la escasez y alza del carbón, y un perrito japonés, pekinés, o javanés…que asomaba una cabeza como una bola de borra, de un saquito de seda negra» (p. 9) La madame guardia civil encarna la paradoja entre la fantasía de Faustino y la realidad de su aventura. Su apariencia física contrasta considerablemente con la belleza percibida en la mujer de sus sueños, su «Dulcinea» a quien divisa desde la distancia, y le sirve de escarmiento sarcástico y burlón. El tiempo del discurso se remonta al pasado de Faustino, evocado al llegarle la invitación de pasar una semana en París. Su memoria lo lleva a

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la época de su largo noviazgo con la que ahora es su esposa, Doña Carmen. Desde que recibe la invitación hasta que se embarca en el tren hacia Francia pasa un tiempo indefinido, pero presumiblemente largo, pues incluye la enfermedad de uno de sus empleados y la suya, además de la demora causada por sus maquinaciones psicológicas para obtener la aprobación de su mujer. El viaje se desarrolla dentro de un parámetro de veinticuatro horas. El espacio anterior al viaje es el de Villamarcial, una típica ciudad de provincia que, como otras, se caracteriza por una rígida estratificación social y moral que puede ser traicionada «con tal de que se respeten las apariencias»;92 la estación de tren (segunda parte) que se deduce por la vestimenta y el equipaje de los protagonistas; el tren a París (el vagón-restaurante, el departamento de pasajeros) con someras descripciones de su interior); y el recuerdo del paso del tiempo por el movimiento del tren y los cambios de luz: Ya, por los cristales de las ventanillas, sólo se divisa una sombra densa que parece querer penetrar en el coche. Hace ya buen rato que se han encendido en el techo, esos dos ojos redondos que han de velar el sueño inquieto, agitado (tan, tan…tan, tan tan…tan tan…tan, tan tan…) del tren (p. 11)

y la ciudad de París (en el viaje en taxi al hotel).

3. DISCURSO La voz narrativa expresada por un narrador sumamente subjetivo y locuaz, tiene como propósito envolver al lector en un relato oral en el que fluctúan las personas gramaticales de la narración y los modos de manifestarse a través del discurso, pero no su intención, que es la de participar activamente en la burla de sus protagonistas. El dialogismo del lenguaje narrativo estudiado por Bajtín con referencia a la polifonía de los discursos verbales conforme a las expectativas semánticas tanto del narrador como la competencia del lector, se ven ilustradas en esta novela. El narrador heterodiegético del inicio del discurso narrativo «Don Faustino cogió el som92

Roselyne Mogin-Martin, op. cit., p. 68.

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brero y salió a la plaza» (p. 1) cambia a la primera persona en la tercera línea dirigiéndose a un narratario explícito «Sí, señores, años,» (p. 1), «Hacía meses; qué digo años» (p. 1), transformándose luego en narrador heterodiegético implicado cuyos comentarios directos «La cosa, no me negarán ustedes, que era peligrosa de resolver.» (p. 4) y parentéticos dirigidos a un narratario implícito «(Mas, el dilucidar esta interpretación no es esencial al desarrollo de esta historia.)» (p. 6) o al lector «(perdone el lector que no entendamos mucho de especies caninas)» (p. 9); ampliando el contexto de su propio discurso como testigo: «Faustinito (entonces era, para todo Villamarcial, Faustinito)» (p. 1), «(Agapito, modelo de jóvenes cristianos, era hermano mayor de una Cofradía y salía, según decían los chiquillos de Villamarcial y la gente del pueblo que no entiende de gramáticas, ‘de pendón’ en las procesiones.)» (p. 4); suministrando, además, el comentario sobre el diálogo de su personaje «(No termina la frase, ¿Para qué? La mirada con que abarca todo el ‘buffet’ es de sobra explícita» (p. 6); y supliendo didascálicas en las escenas dialogadas «Don Faustino. —(Gallardo y calavera)» con acotaciones dirigidas al narratario dentro del mismo diálogo «Agapito.—Que no es ningún cateto, no se vayan ustedes a creer.» (p. 8) La capacidad del narrador de inmiscuirse en la vida y las acciones de sus personajes —a su mismo nivel diegético— (discurso interno), y comentar lo que expresan (discurso externo), se magnifica desde su punto de vista heterodiegético implicado al proyectar lo que los mismos ven cuando asocian el vagón-restaurante con imágenes provenientes del cine: […] a nuestros dos héroes, los ha deslumbrado como una película de esas en que los protagonistas aparecen rodeados de todos los lujos de una existencia refinada, y, apenas abren una puerta, se encuentran para recogerles el sombrero, el abrigo y el bastón desdeñosamente tendidos, con un señor de frac, que parece un diplomático, y que luego resulta ser el criado-bandido que ha de robar el testamento […] (p. 7)

Se inserta así una narración dentro de otra para reproducir el asombro que ambos experimentan al cenar por primera vez en el comedor de un tren. La gama de técnicas narrativas se completa, dando un paso atrás, por medio de una focalización omnisciente y objetiva al describir el compartimiento del tren al anochecer: Han apagado la luz, echado las cortinillas de los cristales que dan al pasillo, y únicamente ilumina el departamento, muy de cuando en

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cuando, la débil luz de algún farol en una estación pueblerina cruzada sin detenerse». (p. 14)

El orden del relato es lineal con algunas analepsis que sirven de contraste entre el comportamiento presente de los personajes y su asumida integridad. El ritmo es acelerado debido a que los sucesos narrados deben contenerse en el transcurso de un viaje, de Villamarcial a París. El estilo corresponde al lenguaje oral de registro medio que combina abundantes expresiones coloquiales al igual que cultismos, referencias literarias, y galicismos. Entre las frases y refranes coloquiales aparecen, entre otros: «estarse un mes con un pie en este barrio y el otro en el de enfrente» (p. 3); «era tan cortito el pobre» (p. 3); «de vaca que ve pasar un tren» (p. 7); «es capaz de tragarse un buey»; «todos los días perdiz…» (p. 8); «no hay mejor espejo que la carne sobre el hueso» (p. 9); «usted verá» (p. 9); «¡allá cuidados!» (p. 9); «mala uva» (p. 10); «español macarrónico» (p. 12); «Si hay pelusa…¡aguantarse, pollo!»; (p. 15) Entre los cultismos: «el nec plus ultra de las ilusiones» (p. 2); «leit-motive» (p. 16). Las referencias intertextuales literarias son numerosas (mayormente relacionadas con la leyenda de Don Juan): «Burlador de Sevilla» (p. 2); «compatriotas de Molière» (p. 2); «donjuanescas esperanzas» (p. 6) «cultivo de las Musas»; «experiencia tenoriesca» (p. 9); «Dulcinea» (p. 10); «Belda» (p. 11); «¡Vaya con este pobre Tenorio!» (p. 14); y una referencia a la «opera wagneriana». (p. 16) Los galicismos también abundan. Su función es la de introducir a los personajes a un mundo extraño y crear la posibilidad de malentendidos debido a la ignorancia, tanto del español como del francés. La voz narrativa se divierte con el francés en su descripción del «buffet», de la «demoiselle» y del señor «muy sumido en la lectura de ‘Le Journal’» (p. 6). Los diálogos se matizan con un «c’est compris», «ca dépend, ca dépend» (p. 3); «¡Jamais de la vie!», «le coquin», «il me faut», «gentile petite femme» (p. 13); «merci» (p. 15), y los muy comprendidos «service» y «cochon» (p. 16). Tanto los cultismos como los galicismos suponen un público relativamente culto capaz de comprender las referencias aludidas. Pozuelo Yvancos se refiere a la competencia del lector: El hablar del narrador y el hablar de los personajes, los diálogos, etc., están semiotizados por una convención que es más extensa que la meramente literaria y en ella se basan las expectativas semánticas que

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el discurso confirma o rechaza y al hacerlo crea nuevos sentidos. La medida en que la problemática discursiva pone en juego todas las virtualidades de la semiótica, con especial incidencia en las relaciones pragmáticas (por ejemplo, competencia del lector) marca el grado de su enorme desarrollo en la teoría actual.93

Punto teórico interesante ya que el autor (real o implícito) depende de la interpretación interna y externa del discurso narrativo para obtener el efecto buscado. El humor, tanto del narrador como de los personajes, no podría ser rescatado si el autor no se fiara en la capacidad del lector de descodificar todos los signos y mensajes que el autor implícito le dirige.

4. CONCLUSIÓN El comportamiento licencioso de dos miembros valorados por la comunidad se encubre por temor al coste social de su divulgación. En un caso, la violación del sacramento matrimonial es encubierto por la esposa quien —ofendida y siempre alerta a la posibilidad de una reincidencia— acepta su situación para mantenerse en la posición social privilegiada en que se encuentra. En el otro, la muy pública devoción religiosa de un joven, cuya vida personal contradice su virtud y es callada por sus cómplices para evitar un escándalo que los involucraría a todos. Ambos personajes se confían en la protección colectiva facilitada por la hipocresía social que impone rigurosamente el cumplimiento de ciertos valores morales, aunque solo sea guardando las apariencias.

LA AVENTURA DE ROMA94 2. HISTORIA El tema de la novela presenta una interpretación doble. La primera, se enfoca en la fracasada aventura de un avezado Don Juan que, sorpren93 José María Pozuelo Yvancos, La teoría del lenguaje literario, Cátedra, Madrid, 1988, p. 252. 94 El nombre del ilustrador no aparece debajo del título. Por la firma al pie de las ilustraciones se identifica a Gil. D. Vicario.

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dentemente, se enamora de una joven norteamericana que se aprovecha de su generosidad y lo abandona para volver con su prometido. La segunda, más literal, corresponde al choque de culturas entre el romanticismo meridional europeo y la reserva emotiva estadounidense. En ambas interpretaciones la frustración del protagonista deriva del incumplimiento de ciertas normas machistas que le permiten al hombre imponer su voluntad sobre la mujer dando por descontada su sumisión. El que la mujer no se doblegue a sus deseos, tenga su propia vida y voluntad no es parte del cálculo masculino en la relación amorosa. La trama se desenvuelve en la ciudad de Roma, en la época turística en que peregrinos de diversas partes del mundo viajan para participar en rituales religiosos y visitar los magníficos monumentos de la ciudad. Andrés Marín y Tirado, un artista andaluz que ha venido a Roma entusiasmado por un pintor bohemio a quien conoce en su tierra, se relaciona con una mujer que, fortuitamente, termina sentada a su mesa en un restaurante una tarde en que el mismo se encuentra repleto. Su interés por la mujer es inmediato al contrastar su tipo femenino con el de las mujeres que lo rodean, pero pasa más de un mes antes de volver a verla y trabar una amistad que se basa en el interés que Kate tiene en los monumentos romanos. Andrés se ofrece a ser su guía en la investigación y la acompaña con la esperanza de poder conquistarla. A medida que transcurren las visitas Andrés comienza a sentir una emoción nueva, diferente al mero deseo de una aventura de que jactarse, pero se desilusiona cuando después de creer haber logrado una expresión de reciprocidad emocional —simbolizada en un beso, el enlace de sus manos, el abrazo de su talle—, ella lo abandona enviándole, a modo de despedida, una carta en donde le informa que la investigación sobre los monumentos romanos que estaba haciendo era para su novio, profesor de un colegio de Washington, beneficiario de los datos que Andrés, tan laboriosamente le había suministrado. Además, le explica que se estaba dando cuenta de que la amistad que entre ellos había surgido era desigual basándose en diferencias culturales que se prestaban a la confusión: Usted me ofreció su amistad porque soy una mujer, y, sin duda (lo puedo decir ahora que ya no nos volveremos a ver), porque soy una mujer que le gustaba. Yo acepté porque vi en usted a un camarada, a un camarada agradable…, y que me podía enseñar precisamente lo que yo vine a aprender. Mi sinceridad le parecerá un poco ruda; pero nosotros

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somos así; carecemos de la suavidad latina…Debí decirle desde un principio que estaba prometida. Pero…al principio no era necesario, y luego...¡me halagaba tanto sentirme…cortejada! En Norteamérica los hombres no son así. (p. 59-60).

De este modo, la proyección de una aventura sexual potencialmente inconsecuente termina siendo un fracaso sentimental inesperado para Andrés y una experiencia cultural provechosa para Kate, favorecida por la oportunidad de disfrutar de un ritual amatorio inexplorado en su país. La estructura del relato es lineal en cuanto al foco principal de la acción —la relación entre los dos protagonistas—, pero con retrocesos temporales que permiten aislar la información biográfica necesaria para comprender el contexto histórico del personaje principal. La novela se divide en seis partes numeradas (a modo de capítulos), cada una encabezada por un título que resume su contenido. La primera parte: «Presentación incompleta», introduce al protagonista, Andrés, en la terraza del restaurante Génova. La amabilidad de un camarero habitual lo ubica en una mesa tranquila, alejada del bullicio que invade el restaurante a esa hora del día. Giovanni, «con su más suave sonrisa [que] ponía sobre su aspecto impersonal de servidor correcto una máscara de fauno malicioso» (p. 11) le pedirá permiso, unos minutos más tarde, para compartir la mesa con una turista por hallarse el restaurante lleno. Andrés consiente, y al darse cuenta de las limitaciones lingüísticas de la joven, le ayuda a componer su menú. Después de un breve diálogo de presentación, monopolizado por Andrés en su afán de entusiasmar a su interlocutora, y el obligado comentario sobre la ciudad, los dos comensales se despiden intercambiando tarjetas. La de ella simplemente dice: «Kate Findlay». Wáshington [sic]». La segunda parte: «Historia de una vocación», es un relato biográfico a través del cual se descubre que Andrés ha sido criado por dos tías desde una temprana edad, después de haber quedado huérfano de padres. Que las mismas pertenecen a la clase «hidalga» de provincias que honra la tan arraigada costumbre española de mantener las apariencias externas de su posición social a pesar de su reducido haber económico, y que Andrés no tiene una vocación definida. Pasa su vida rutinaria comiendo, bebiendo y ejercitándose en su galanteo «en la reja de alguna novia entradita en carnes y no muy severa» (p. 19), yendo a misa los domingos y acostándose, de vez en cuando, con alguna criada o prostituta, hasta que hace amistad con un artista que llega a Puerto Real con una

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modelo para pintarla vestida de andaluza para un encargo de decoración de un multimillonario neoyorquino «amante de Andalucía». El estímulo de la vida bohemia del pintor lo deciden a hacerse artista. Contrariando a sus tías y gracias a la intervención del cura, Andrés parte para Madrid. En la tercera parte: «El profesor», Andrés trata de encontrar a Kate en diversos lugares turísticos, pero es solo por casualidad que la localiza en una ceremonia de canonización, abarrotada por la multitud alborotada de la basílica de San Pedro. Andrés le ayuda a salir del atolladero, y ante el comentario que hace un guarda real a otro al verlos juntos: «—Senti, senti; enamorati francese, bella fanciulla!» que provoca ciertas observaciones sugestivas por parte de Andrés, Kate no se da por aludida expresando, claramente, que ha venido a Roma «a estudiar monumentos nada más». (p. 30) Andrés, temeroso de perder la oportunidad de continuar su relación con la turista americana, y aprovechando sus conocimientos de arte y arqueología, ofrece acompañarla como «profesor». La oferta queda sellada por un «shakehand» completamente yanqui, prometedor de una buena amistad y demostrativo de vigor físico» (p. 31). La cuarta parte: «Escaramuzas», refiere el plantón que Kate le hace a Andrés en el café Faraglia; introduce a Martos, amigo y consejero sentimental de Andrés; describe el mal gusto del mobiliario de la pensión en donde se aloja Kate —a la cual se dirige Andrés, cansado de esperarla en el café—; presenta a «míster Ridell», director del Instituto artístico de Chicago en Roma —percibido rival de Andrés—; y demuestra la habilidad de Kate de ignorar el incidente que produjo tanta arrebato en Andrés, y aplacar su enojo al recordarle la visita que habían planeado a la Galería Doria donde se daría una conferencia sobre Velázquez. En la quinta parte, Andrés —siguiendo el consejo de su amigo Martos— busca la oportunidad de «cobijar dulces coloquios» llevando a Kate a los más recónditos monumentos para lograr la intimidad deseada. Pero es en las Catacumbas —hallándose rodeados de un grupo de severas beatas, a las que ambos provocan con gestos cariñosos anticipando su reacción puritana: «Las beatas, escandalizadas, prestaban más atención a los gestos de la pareja que a las explicaciones del fraile» (p. 43)— que la amistad entre los jóvenes se hace más afectuosa. Una insinuación sensual al pie de la estatua de Santa Cecilia provoca una intensa carcajada de Kate quien, insólitamente, se relaja y acepta los avances de Andrés hasta el punto de besarlo ante la tumba de Cecilia Matella. Cuando se despide de su hermosamente ataviada amiga después de acompañarla hasta la entrada del lujoso restaurante «Exelsior» donde ella había quedado en encontrarse

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con unos amigos, le arranca la promesa de cenar juntos al día siguiente. La sexta parte, detalla las dificultades económicas de Andrés. Para quedar bien con Kate, acude a su amigo Martos para que le preste cien liras. Martos no puede ayudarlo y le aconseja que les escriba a sus tías pidiéndoles dinero. Ante la urgencia de obtener el dinero necesario para pagar la cena de esa noche, su única alternativa es la de empeñar su sortija y su reloj en una casa de empeños. La inesperada aparición del dueño de la pensión de Kate a la puerta de la casa de empeños hace que Andrés se esconda en una iglesia cercana para evitar el bochorno de ser descubierto. Y, si bien el segundo intento de empeñar sus joyas tiene éxito, el esfuerzo no produce el triunfo esperado; Kate no se presenta a la cita. En cambio, le hace llegar una carta en la cual explica la razón de su ausencia. Los personajes principales son: Andrés Marín y Tirado y Kate Fidlay. Andrés es un joven criado en Puerto Real, un pequeño pueblo de Andalucía, quien decide hacerse artista para imitar el estilo de vida bohemio de un extravagante pintor francés que llega a su pueblo para pintar un cuadro contratado por un millonario norteamericano. El contraste entre el aburrimiento de su vida provinciana y la posibilidad de salir a la aventura y librarse de las restricciones sociales a las que debe ajustarse, lo impulsan a dejar su pueblo a pesar de las objeciones de sus tías. En Madrid consigue destacar en su carrera artística, y luego se desplaza a Roma. Su vida se divide entre su arte y sus ordinarias conquistas amorosas. Al presentarse Kate en su vida como mujer extranjera, de porte e intereses diferentes a los acostumbrados, se ve sumido en una situación desconocida. La superficial aventura en la cual estaba dispuesto a embarcarse: Ya está, pensó Andrés: artista, romántica, tocada…, y no tiene mala facha…Andresito: ¡adelante con los faroles! Y embelesóse in mente con esta imagen: en un casino provinciano español, un joven gallardo (él) contando a un corro de pobres diablos atontados de envidia y admiración su aventura de Roma. (p. 15)

toma un giro diferente. El objetivo de Andrés es conquistar a Kate. Su temperamento, que en un principio se caracteriza por una falta de sensibilidad: «no era de los grandes emotivos, tenía que hacer un esfuerzo continuo de memoria por no considerar el Foro con la misma indiferencia que la Puerta del Sol» (pp. 26-27) se traduce en sus relaciones personales en frívolas conquistas. No obstante, desde que se interesa por Kate, surge el

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aspecto de su naturaleza mediterránea, tópico introducido al comienzo de la novela, cuando Kate le pregunta si es francés «No, español. Andaluz. De la tierra de los claveles y los amores. De Andalucía» (p. 15) dándose cuenta inmediata de lo absurdo de recurrir a un tópico tan mundano para presentarse. Pero la voz narrativa insiste en estereotipar a su personaje al detenerse en algunas de sus características: mujeriego, apasionado, celoso e impaciente, que se traslucen en su interacción con los otros personajes. No vacila en encararse «A puñetazos y codazos» (p. 29) para salvar a Kate del gentío de la basílica e invierte su tiempo y sus conocimientos en la preparación de las visitas a los diferentes monumentos para ayudar al proceso de seducción. En la relación con su amigo Martos, su impaciencia se manifiesta en insultos cuando éste le informa que no puede darle el dinero pedido; conocer a míster Riddell, a quien percibe como su rival, le produce un intenso enojo, acusador de un aspecto violento de su personalidad. Ante el plantón de Kate para verse con Riddell: «Sentía crecer en él vehementísimos deseos de darle una bofetada, o de tirar una taza al suelo y hacerla añicos». (p. 37) Durante el desarrollo de la novela se advierte cómo la indiferencia de Andrés desaparece a medida que aumenta su pasión por Kate, descubriéndose la fogosidad de su temperamento mediterráneo que servirá de contraste con la reserva de Kate. Kate Findlay resume el tópico de la mujer anglosajona, masculinizada por su vestimenta sobria, de formas femeninas poco definidas, moderna, independiente, y franca. Está en Roma para investigar los monumentos históricos para su prometido quien no puede acompañarla debido a sus obligaciones universitarias. El hecho de ser independiente viajar sola y tener contactos en el mundo del arte, la pone en una categoría diferente al tipo de turista que normalmente invade la ciudad en esa época del año. Sentarse a la mesa con Andrés fue pura casualidad y, si no fuera porque Andrés había recurrido al intercambio de tarjetas «El último cartucho» (p. 16) para volver a verla, ella no hubiera dejado rastro en su vida. Fue solo después de un mes desde el primer encuentro que la vuelve a localizar por casualidad en la basílica de San Pedro. Su apariencia física no es extraordinaria: «Kate no era ni muy hermosa ni muy guapa, y en esa tierra de hembras espléndidas lo parecía aún menos». (p. 27) Pero es su franqueza, la falta de «mojigatería» a la cual Andrés estaba habituado, es el aspecto que lo atrajo hacia ella. La reacción de Kate ante el comentario de los guardas de la Basílica de San Pedro es muy directa. No busca una relación romántica en Roma porque ha venido a Roma «a estudiar los monumentos

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nada más». (p. 30) Pero la insistencia de Andrés la incitan a explorar más allá de la camaradería a la cual quería a limitarse. Una vez experimentada la ternura y galantería de un pretendiente español, se conforma con disfrutar del momento aclarando la situación posteriormente por medio de la carta que le hace llegar a Andrés, quien la espera dolorido en el restaurante en que se habían citado. Para Andrés, ese momento de ternura había alimentado esperanzas de amor. Después de besarse, ya en el coche, Sentía una alegría que le invadía todo; una sensación de ternura y de respeto insospechada hasta entonces en sus amoríos a flor de piel con hembras de posesión fácil y muchachas que sabía hipócritas y calculadoras. Al entrar en la ciudad tuvo que hacer un gran esfuerzo para reaccionar contra la emoción que le embargaba. (p. 47)

Para Kate, en cambio, la relación fue mantenida con calculada frialdad. Los sentimientos de Andrés no cuentan. Al advertir sus intenciones, Kate no deja de perseguir su interés beneficiándose con el goce sensual de las galanterías de su admirador y de las cuidadosas explicaciones que le proporciona su guía sobre los monumentos de Roma que, irónicamente, terminarán siendo parte del libro que escribe su novio en Washington. En ningún momento cambia sus planes y cuando considera que el tiempo es justo, recurre a su franqueza volcando su verdad en la ya mencionada esquela de despedida. Su función es la de licenciar la inversión de papeles en la acostumbrada relación romántica del mundo latino. La frívola es la mujer, no el hombre. Ella es quien lo abandona, después de satisfacer sus intereses egoístas, con total indiferencia. Las tías son personajes planos que sirven de contexto biográfico y cultural a la trama. Mujeres solas, mayores, devotas y pertenecientes a la hidalguía de provincia que guarda las apariencias a pesar de «desmoronarse poco a poco la gala exterior de su linaje» (p. 18) se dedican a criar a su sobrino «derramando sobre él toda la estéril y apasionada maternidad de su corazón» (p. 18), mimándolo y dándole seguridad en su desarrollo personal. La gran crisis ocurre con la llegada del pintor francés al pueblo. Las tías preocupadas por la amistad entablada por su sobrino con el artista y su modelo,, tratan de disuadirlo de seguir los pasos del «extranjero —seguramente protestante— y de esa perdida» (p. 20), pero la recién descubierta «vocación» de Andrés resulta difícil de objetar; y, con la ayuda de padre

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Sótanos —a quien Andrés convence alegando que ser pintor podría beneficiar a la Iglesia, trayendo a colación la obra de pintores famosos que ayudaron a divulgar los misterios de la fe— y el argumento usado por el cura con respecto a que «la vocación la pone Dios para su mayor Gloria en el corazón de sus criaturas…» (p. 23), las tías, sin saber «ya que pensar» se resignan al viaje de su sobrino a Madrid. Martos, amigo de Andrés, es un personaje que tiene dos funciones: la de encuadrar la precaria situación económica de los estudiantes de arte becados en Roma: «Pero, hijo, estamos a veintidós de mayo, y, en pasando el primer mes del trimestre, ni para colores busques aquí!» (p. 53); y la de servirle de mentor a su amigo —a pesar de su limitada experiencia personal «Martos, cuya psicología amorosa cirunscribíase a las señoritas que, después de las diez de la noche, le decían: ‘Oye, rico» por las esquinas.» (p. 41) Sus intervenciones ponen presión sobre Andrés porque lo que Martos ansía para su amigo es una aventura amorosa intrascendente; sin embargo, se da cuenta del excesivo interés que éste demuestra por la «yanqui» y le sugiere llevarla «al Coliseo anochecido…, a ver qué efecto le producen las parejitas». (p. 41) tratando de acelerar la relación al final previsto. El camarero Giovanni, conocedor de los gustos de sus clientes y, atento a sus propinas, trata de complacerlos para asegurar su retorno. Su intervención sitúa la escena y sirve de enlace entre los dos personajes principales. Los turistas, un grupo homogéneo de peregrinos que llegan a la ciudad durante la primavera para participar en diferentes ceremonias religiosas, tienen tres funciones: la primera, proveer el marco de una población extranjera para individualizar a un personaje que no forma parte del grupo, y de cuya uniformidad se burla el protagonista: Hombres gordos y sudorosos, con americana de alpaca, ‘jipi’ echado hacia delante, ‘palmas académicas’ en el ojal, perilla, y servilleta prendida en el chaleco; abates jovencitos, recién salidos del seminario, muy graves y muy mimados; jovencitas cloróticas con imperdibles que decían ‘Recuerdo de Biarritz’ o ‘Recuerdo de Arcachón’, y mujeres…la mantilla obligatoria para la audiencia, puesta, cual toalla colgando de un moño, a lo Carmen del Capitolio de Toulouse… (p. 11)

permitiendo apreciar la singularidad de Kate; la segunda, presentarlos como idólatras cuya devoción se manifiesta en la falta de consideración al prójimo y en la histeria colectiva. En palabras de Kate, después de ser res-

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catada del gentío abrumador presente en una canonización: «jamás pude pensar que un público católico olvidaría hasta ese punto de respeto a su culto». (p. 29) comparándolo negativamente con la conducta del grupo más bajo de su contexto socio-cultural, «¡ni entre los negros!» (p. 29) a lo cual Andrés responde imperturbable: «—Roma veduta, féde perduta.» (p. 29); la tercera, como consumidores del negocio de la religión. En la entrada a la Via Appia se anuncia: Entrada por persona, una lira;…indulgencias…a cualquier difunto desde cinco liras; medallas de cobre, plata y oro, habiendo tocado el lugar en que descansaron los restos de los santos mártires, desde dos liras… (p. 42).

Mensaje dirigido al lector implícito cuya carga cultural, que incluye un sentimiento anticlerical, reconoce. El padre Sótanos, es un personaje secundario a quien se conoce por referencia del narrador. Su función es la de establecer el marco religioso en el que las tías y Andrés se desenvuelven. La santidad del padre Sótanos, que incluye la confianza y la credulidad, es explotada socarronamente por la voz narrativa que logra anular la mala reputación de los artistas, apoyándose en la retórica eficaz de Andrés. El dueño de la pensión es un personaje bufonesco, de estatura «liliputiense» con «una hermosa barba rubia, una espléndida cabellera rizada, y una faja de seda roja en un traje de pana negra» (p. 48) representa, junto a su mujer «una señora retirada con suerte del comercio de sus encantos» (p. 35) la anarquía «furibundamente modernista» en oposición a la armonía clásica esperada en un ambiente romano. El desentono y el exceso del mobiliario de la sala de pensión funcionan como elemento que aumenta la irritación sentida por Andrés después de haber esperado en vano a que Kate llegara a la cita. El tiempo de la historia se descubre por medio de la analepsis que informa sobre la infancia y la adolescencia del protagonista. El tiempo del relato es contemporáneo. Su duración es de unas seis semanas, cuatro de las cuales cubren la búsqueda de Kate por Andrés. Hay una indicación de tiempo concreta, el veintitrés de mayo, que sitúa el relato en la primavera. El espacio de la analepsis es el de un tradicional pueblo andaluz que se contrasta con la cosmopolita, moderna y estimulante ciudad de Roma. Los cronotopos resumen acertadamente los elementos diferenciadores del

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estilo de vida de ambos. En Roma, los protagonistas se desplazan del restaurante Génova a diferentes lugares turísticos, deteniéndose en la Basílica de San Pedro, el Coliseo, la Vía Appia, las catacumbas, la tumba de Cecilia Metilla, Castel di Leva, el Corso, y una iglesia del Foro Trajano. Sumándose a los monumentos, los cuartos de pensión de Martos y de Kate, y el pequeño restaurante de la Piazza Venecia.

3. DISCURSO La voz narrativa, de tercera persona y omnisciente refleja el punto de vista de un narrador heterodiegético implicado, cuyo ojo crítico y comentarios irónicos se traslucen a través del texto en imágenes visuales: Giovanni apareció al punto que Andrés alcanzaba la explanada y tropezaba contra la sombrilla colocada en esa seráfica serenidad con que las mujeres plantan, al sentarse en un sitio público, sus sombrillas al paso de todos los transeúntes. (p. 1); La ‘inglesa’…contemplaba la plaza por entre la ancha teja de un curita francés y el busto voluminoso de una peregrina que, a todas luces, resultaba una viviente acción de gracias al Hacedor de tan saludable físico (p. 14);

y observaciones intelectuales dirigidas a la competencia del lector implícito en materias amorosas Ya está, pensó Andrés: artista, romántica, tocada…, y no tiene mala facha…Andresito: ¡adelante con los faroles! (p. 15)

y religiosas que, a través del narratario, producen el distanciamiento necesario para lograr la ironía buscada con el aval cultural identificado por el narrador implícito. Para ilustrar ese entendimiento, basta detenerse en la asumida percepción de las diferencias de dos órdenes religiosas: Pero el padre Sótanos, a quien Andrés hizo jesuíticamente la pelotilla, intervino, con su simplicidad y candor franciscanos, para repetir, con la autoridad de su carácter sagrado, cuantos argumentos inculcábale su antiguo alumno. (p. 23).

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La voz narrativa polifónica, se manifiesta no solo desde su perspectiva: [hablando de los turistas] Gentes que, para demostrar su devoto entusiasmo, o porque el viaje les atonta —pues la psicología de las peregrinaciones no ha puesto aún en claro este extremo—, parecen, por sus gritos, sus prisas, sus apuros, su gesticulación y su ajetreo, y hasta por su facha e indumentaria sin relación con sexo ni moda conocidos, querer renovar el espectáculo del saco de Roma». (pp. 10-11)

sino también desde la de los personajes, irrumpiendo en el monólogo interior de los mismos, expresados en flujo de consciencia, en imágenes, y en forma epistolar: —¡Simpático Giovanni! —pensó Andrés—. Yo aquí solito, y tan a gusto...¿Pero que pasará hoy ? proyectándose hacia el futuro; Ya está, pensó Andrés: artista, romántica, tocada…, y no tiene mala facha… (p. 15); No está tan tocada como yo creía —díjose Andrés—. He metido la pata (p. 16); Martos creyó que su amigo se había vuelto loco. ¡Cien liras! Así, como quien dice: ¡Dame una cerilla! (p. 51); Andrés vio mentalmente a mamá Isabel y mamá Charito menguando cada día más su reducidísimo tren de vida… Las veía recomponiendo hasta lo inverosímil su eterno traje negro… (p. 53);

y en forma epistolar: Usted me ofreció su amistad porque soy una mujer, y, sin duda, (lo puedo decir ahora que ya no nos volveremos a ver), porque soy una mujer que le gustaba… (p. 59)

El discurso narrativo, mediado por el narrador implícito, está lleno de opiniones y comentarios cuya complejidad se deshilvana con la complicidad del lector. La técnica narrativa cuenta con la competencia del receptor capaz de captar el sarcasmo y la ironía que abundan en el relato, en forma simultánea a la lectura. El orden del relato es lineal, con una analepsis de contexto biográfico en la segunda parte, y un resumen retrospectivo hacia la romería de la Madonna del Divino Amore que Andrés rememora mientras espera a Kate.

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(pp. 56-57) El ritmo del relato es pausado, con algunos momentos de tensión que revelan el estado emotivo de Andrés. El estilo de esta novela es entretenido e informativo. Las descripciones de la ciudad, sus monumentos, las costumbres del pueblo, que incluyen la escena del tranvía, (p. 34) una pintoresca muestra de picardía en la cotidianidad del público romano. Las referencias a los peregrinos proveen un elemento carnavalesco al lugar que contrasta con la seriedad de los monumentos y las ceremonias religiosas. El registro lingüístico es medio, con referencias históricas —«los Luises, Carlos, y Felipes que trotan por la historia universal» (p. 35); el saco de Roma (p. 11)— y religiosas. Abundan las expresiones y nombres propios italianos, entre otras: «signor» (p. 9), «ristorante» (p. 10), «—E, ¿Cómo le vole, alora? (p. 13), «—tutti al burro ¿capisce?»(p. 15) «nobile signor», » (p. 45), etc.; expresiones francesas: «ce beau ciel d’Espagne» (p. 20), petite amie» (p. 21), «dernier cri» (p. 34), «toilettes» (p. 48); expresiones inglesas, tales como: «shakehand» (p. 31), «clergyman» (p. 36), «hall» (p. 50), «flirt» (p. 56), «Dear» (p. 58). Los extranjerismos salpican el discurso dándole un aire cosmopolita que enriquece el ambiente en que discurre el relato. Hay un número de coloquialismos que aparecen especialmente con referencia a Martos, entre ellos: «extranjis» por «extranjeros» (p. 32), «no seas litri» presumiblemente por «no seas tonto» (p. 34), «no estoy con ganas de guasa» (p. 51), etc. La combinación de monólogo interior y diálogo directo aligeran el discurso narrativo evitando prolongadas descripciones por parte de la voz narrativa. Las escenas dialogadas añaden una dimensión dramática al relato, aunque son pocas las que se dan sin intervención de la voz narrativa (pp. 15-15; pp. 31-33; pp. 52-53; p. 57). Otra forma de discurso directo es el epistolar que se produce al final de la obra, la carta de Kate Findlay (pp. 69-60).

CONCLUSIÓN Al invertirse las reglas que dominan las relaciones amorosas del mundo latino, representado por Andrés, se destaca el punto fundamental que separa el dominio del hombre de la sumisión de la mujer, que es el asentimiento tácito de una posición desigual entre los sexos. La diferencia cultural representada por la independencia de Kate, rechaza esa tesis demostrando que no solo es posible que una mujer tenga la opción de disfrutar de una relación

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frívola, sino que, siendo dueña de sus acciones, pueda decidir lo que desea hacer sin sentimientos de culpabilidad. El choque cultural es una excusa para manifestarse a favor de la emancipación femenina.

LA EXÓTICA 2. HISTORIA El tema de la novela es el engaño sufrido por una mujer quien, tras muchos años de indiferencia y resignación a una vida de soltera, se relaciona con un hombre que se aprovecha de su vulnerabilidad emotiva prometiéndole matrimonio. La trama se desarrolla en un estudio en el cual se imparten clases de pintura. Entre las diferentes personas que asisten a las clases se encuentra una americana, Miss Ruth Lewinson, soltera, entrada en años, cuya interés por el arte la lleva a estudiar en «todos los estudios célebres de Europa» (p. 7). Sus compañeras apenas la conocen y la llaman, sarcásticamente como la«exótica» por ser extranjera y prestarle poca atención a su indumentaria, sencilla y pasada de moda. La serenidad y compostura de este personaje se quiebra al notar los avances que le hace al maestro a otra de las discípulas, una viuda aristocrática quien, con plasticidad felina, aprovecha toda oportunidad para revelar sus sensualidad y atraer la atención del maestro. En el instante en que la «exótica»se percata de lo que está ocurriendo entre la viuda y el maestro, una mañana en que la esperada modelo se presenta tarde, su turbación la vence y sale corriendo del estudio sollozando todas las lágrimas de su cuerpo, sin saber, ni cómo ni por qué, con una pena como nunca ha sentido todavía en su vida uniforme, seca, prácticamente equilibrada, ajena en absoluto a las nerviosidades femeninas. (p. 13)

La razón de esa emoción se descubre cuando una de las jóvenes estudiantes la ve paseando del brazo de un hombre. Una mezcla de curiosidad y picardía hacen que una de ellas la anime a revelar su secreto y ella lo hace, gustosa y feliz, confirmando que tiene novio y que va a casarse pronto. Sin embargo, la única amiga que la «exótica» tiene en el estudio, es una joven gallega, la «cateta» que admira la integridad de esa mujer sol-

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tera que, aparentemente, vive sin preocuparse por la necesidad de un hombre. Se inquieta al oír la noticia del casamiento y, en parte por lealtad y en parte por sentirse despreciada por la superioridad con que ahora su amiga la trata —haciendo alardes de su próximo matrimonio—, se sirve de un detective privado para averiguar quién es el novio. El informe que obtiene revela que el «hidalgo» de quien Ruth se había enamorado era un hombre casado con hijos que usaba a las mujeres para extorsionar su dinero con halagos y promesas de matrimonio. Al darse cuenta del engaño, Ruth tomó «el cuchillo de raspar, y antes de que nadie se diese cuenta de su movimiento, lo lanzó con todas sus fuerzas en dirección de Amparo» (p. 29), la viuda en la cual había reconocido el deseo que durante tanto tiempo había encerrado en su cuerpo. La estructura de la novela es simple, lineal, organizada en tres partes indicadas con números romanos a modo de capítulos. La primera parte se sitúa en el estudio, una mañana en que la modelo se demora en llegar para su esperada pose desnuda. La mayoría de las discípulas deciden irse y quedan solamente en el estudio el maestro, Amparo de la Puebla, marquesa, viuda de Fontaneda, y Ruth, quien a pesar de sentirse incómoda e invadida por un «malestar inexplicable» (p. 9) decide quedarse para aprovechar la clase. La modelo hace su entrada tarde y comienza a posar. Pero con el pretexto de hacerle una pregunta al maestro, la viuda aprovecha para rozar con su todo su cuerpo el del maestro «pegándose bruscamente a él desde el cogote hasta el tobillo, en uno de sus sempiternos ademanes de bicho» (p. 12) que hacen que al maestro se le caigan los pinceles, Ruth se siente invadida por una emoción extraña y huye del estudio. La segunda parte comienza con los comentarios de Merceditas, una de las jóvenes estudiantes, después de haber visto a Ruth del brazo de un hombre desde la terraza de la casa de unas primas a las que estaba visitando. La incredulidad de las condiscípulas, sorprendidas de que una solterona poco atractiva haya conseguido un hombre, produce un alboroto entre las mismas quienes ridiculizan a Ruth con preguntas como: «—¿Es tuerto? ¿Jorobado? ¿Padece oftalmia?», «¡Le habrán impuesto el noviazgo de penitencia!», y «¡Toma! Será la primera vez que alguien la dice ‘¡por ahí te pudras!’» (p. 17), descubriendo el poco aprecio que inspira una mujer que, pasados los cuarenta años, no se ha casado. Como contraste, se evidencia el cambio de actitud de Ruth desde que empieza a salir con su novio. Su alegría es auténtica, entra al estudio con un sombrero nuevo, «y una sonrisa de optimismo iluminándole toda la cara» (p. 17) y, por primera vez, tiene algo en común con las jovenci-

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tas de la clase que para no aburrirse se cuentan «sus cositas particulares». (p. 5) Al presionarla, Ruth confiesa que tiene novio, que es un hombre noble, y que va a casarse con él una vez que vuelva de su viaje a Extremadura, donde debía cobrar las rentas de sus fincas. En la tercera parte se describe al novio que tendría entre treinta y cincuenta años; muy moreno, con unos bigotes kaiserianos y una dentadura postiza deslumbrante, llevaba los dedos cubiertos de piedras, unos zapatos demasiado claros y unas corbatas demasiado chillonas (p. 23)

que inmediatamente alertan al lector acerca de la incongruencia de los indicadores sociales. La vestimenta no corresponde, dentro del contexto social madrileño, a la de un hombre perteneciente a la clase aristocrática. Sus halagos y sus promesas de amor encienden las emociones de la «exótica» quien había vivido hasta entonces «desdeñosa de hombres y amoríos» (p. 24) volcándose por entero al arte. En esta parte se descubre la amistad que una joven gallega, de veinte años le tenía a Ruth. La «cateta» era extravagante, tenía el pelo muy corto, fumaba tabaco fuerte que la hacía toser, y admiraba a Ruth. Creía en la vocación artística de la misma y le irritaba que un hombre la desviara de su destino artístico. La «cateta» descubre la identidad del farsante y se la comunica a Ruth, «—¡Menudo Ruperto! Se llama Eulogio López y García, vive en la calle de la Madera con una, con la que tiene cuatro chicos, y, por lo visto, entre quince y quincena, se dedica al timo del matrimonio…» (p. 27). Los personajes principales son Ruth; la «exótica»; el maestro; la viuda; Merceditas y la «cateta». La modelo, la señorita de sesenta años, y las otras discípulas del estudio son personajes de fondo que enmarcan las escenas del taller de pintura. El novio, es un personaje que se conoce indirectamente a través de la voz narrativa, del relato de Ruth, y del informe del detective privado contratado por la «cateta». La «exótica», Ruth Lewinson (nombre judío que puede reflejar una marginación cultural doble), una americana soltera estudiante de pintura, pero no necesariamente una inspirada artista: «ese arte vago y fabuloso que practicaba como quien cumple una condena, sin que siquiera la hiciera soñar» (p. 24), autosuficiente y libre, de apariencia física agradable, vestimenta sencilla y descuidada, «con sus gafas, que convierten su bonachona fisonomía de solterona romántica en la típica figura de la bruja de los

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cuentos infantiles, y su blusa, más llena de manchas que la de un pintor de puertas», es el personaje principal. Congenia con los estudiantes internacionales de la clase y tiene una sola amiga española, la «cateta» una joven, «de un pueblito gallego, veinte años mal contados, y abundantemente provista de toda clase de parientes —es la que más se parece, no a la tierna novia de ahora, sino a la íntegra ‘mujer sola’ de antes». (p. 24) Y la admira, precisamente, por su independencia. Su encuentro con Ruperto, el hombre que la observa en el Museo del Prado, la ilusiona. Pero fuera de su contexto cultural, y deseando sentir la sensación de estar con un hombre, sentimiento provocado por la osadía de la viuda de Fontaneda, no advierte la incongruencia de los indicadores socio-económicos del hombre con quien se relaciona que, a la vista de una española, lo delatarían como un impostor. Ruth queda decepcionada, culpando a la viuda por haberle encendido el deseo de estar con un hombre. El maestro, Don Manuel, es comparado a un «semidios» por pertenecer a una de las categorías que fascinan a las mujeres «los artistas, los tenores y los toreros» (p. 5) es «un cincuentón bien conservado» (p. 5) quien todavía guarda rastros de su vida bohemia. Rodeado por mujeres de diversas edades, se regocija en la admiración que las mismas sienten por él; especialmente la viuda de Fontaneda quien no disimula su interés sexual — posiblemente recíproco—, en su interacción con él en el taller de pintura. Atento a su tarea, lo exaspera la tardanza de una modelo a quien trata despectivamente cuando ésta se presenta a su clase tarde, con total dominio de la situación: «—Bueno, desnúdate y a ver si esperas para dormirte a estar en tu casa». (p. 10) La función del maestro, es enfocar el relato en un taller de arte y ser parte de una escena sensual que despertará sentimientos pasionales en una de sus discípulas. Amparo de la Puebla, marquesa viuda de Fontaneda, alumna «intermitente» del maestro, es un personaje histriónico que contradice exageradamente la supuesta actitud decorosa y sobria esperada en una viuda de noble linaje. Tras una tradicional entrada «sarahbernardiana» la voz narrativa se detiene en su aspecto físico: Larga, larga, inverosímilmente esbelta…envuelta de pies a cabeza en unas gasas negras, que, a pesar de su tono enlutado, sugerían la idea de los velos de bayadera…aun envuelta en pieles, esta mujer daba la sensación del desnudo absoluto». (p. 7)

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Su atrevida presencia física, el color verde de sus ojos y su movimiento felino que roza con todo el cuerpo al maestro sugieren una intimidad a la cual Ruth no estaba acostumbrada. Su función, semejante a la del maestro, es la de perturbar la serenidad de Ruth. El personaje de la viuda es el más elaborado ya que simboliza la sensualidad ansiada por el personaje principal. Merceditas Cuevas, es una de las jóvenes de familias acomodadas que vienen a sus clases acompañadas por sus doncellas e institutrices. Para estas jóvenes el estudio del arte es parte de una formación que les permitirá situarse con ventaja en la competencia por conseguir marido dentro de las esferas más altas de la sociedad. La identidad de todo el grupo de jóvenes ricas se identifica como las «Merceditas» para contrastarlo con el grupo de estudiantes internacionales que se llaman «las chifladas». Es interesante notar las diferencias culturales que dividen al grupo de jóvenes. La función de la modelo es la de interrumpir la rutina de las clases para facilitar la presentación de los personajes. La tardanza produce un claro en el que pueden destacarse los personajes principales que son los que se quedan a esperarla. Su descripción física es somera «una chica bastante mona, con cara de anemia, pero muy bien puesta y peinada. Arrastra los pies y visiblemente se cae de sueño». (p. 9) El diálogo que se produce entre el maestro y la modelo da la impresión de ser rutinario. La exasperación del uno y la imposibilidad de explicarse de la otra refieren a un estilo de vida que ambos conocen y del cual ambos se nutren. Pero la disciplina del maestro se impone y la modelo se desnuda para la «pose» aunque poco después se queda dormida, rendida de cansancio por haber salido de juerga la noche anterior. Ruth observa su cuerpo desnudo y nota, con conocimiento de causa, su precoz envejecimiento «Es una chica muy joven, de miembros todavía mal formados,…que tiene ya el pecho flácido y las caderas anchas…». (p. 12) Comentario que sugiere la pena que le produce observar en el cuerpo los estragos ocasionados por el paso del tiempo. El tiempo de la historia, como el del discurso es contemporáneo. La duración puede medirse en el transcurso de un curso de arte, probablemente un trimestre. La trama se desarrolla en Madrid, en un estudio de pintura. Se hace referencia a la Castellana, al Museo del Prado, y al Jardín Botánico. El cronotopo es importante por cuanto margina a los extranjeros matriculados en la clase de pintura por no formar parte de la cultura española, y destaca el desconocimiento de las marcas sociales que facilitan el engaño sufrido por el personaje principal.

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3. DISCURSO La voz narrativa es heterodiegética e implicada. Se manifiesta en descripciones que expresan un punto de vista crítico de la sociedad y del arte. Enjuicia la posición social del maestro quien, «entre las mujeres reinaba con ese indiscutible prestigio de semidios, que ejercen sobre el sexo débil los artistas, los tenores y los toreros». (p. 5) Reprueba tanto el poco valor que le dan al arte las muchachas que vienen solamente para mejorar su educación con fines de encontrar un buen partido, como la falta de pasión en el arte de la protagonista principal. Se refiere a «ese arte vago y fabuloso que practicaba como quien cumple una condena» (p. 24) y a su ejecución en «la paciente gestación de un monigote que quiere representar a la guapa moza, tumbada ante ella, rezumando por todos sus poros la juerga de la noche» (p. 11) La voz narrativa parece criticar el arte abstracto y la falta de entusiasmo por capturar el sentimiento de lo pintado. El interés de la viuda es criticado también, ya que se posa en el maestro y no en la habilidad de pintar. La «cateta» misma parece haber desarrollado un aspecto bohemio, pero no tiene el talento que debiera acompañarlo. Y Ruperto, el farsante que le roba el dinero a Ruth, es un hombre que no entiende de arte pero visita el Museo del Prado con frecuencia con el único propósito de enganchar a mujeres solas para hablarles de amor y matrimonio. La negatividad reseñada puede originarse en el profundo conocimiento de arte del autor real, Margarita Nelken que, a través del autor implícito descarga su frustración con la superficialidad de aquellos que se dedican al arte sin fervor, por razones sociales que poco tienen que ver con la auténtica creatividad artística. El punto de vista mordaz de la voz narrativa es proyectado hacia el narratario a través del retrato de la viuda, «los ojos bajos y los labios, finísimos, herméticamente unidos en una hipócrita expresión de ingenuidad, desmentida por los movimientos del busto lanzado hacia delante a cada paso, como si se ofreciera…» (p. 6) el de Ruth, «una yanqui ya entrada en años, que recorre sucesivamente todos los estudios célebres de Europa, dominada por la idea fija, vaga, abstracta e indefinida del ‘Arte’; un arte fabuloso e imposible de divinidad piel roja, que la hizo arribar un día desde el fondo de su lejana América, sugestionada con todo el ardor de su soltería inexorablemente casta.» (p. 7), o el de «la señorita de sesenta años, que todo lo pinta a la acuarela, con una aplicación de encajera o de maniática» (p. 8). En oposición a esas descripciones se encuentran los comentarios socarrones, como el de la modelo que llega tarde y es repren-

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dida por el maestro: «—¡Qué don Manuel ni qué niño muerto! Si tuvieras pizca de vergüenza, ya hace tres horas que estabas desnuda». (p. 10) jugando con el sentido de vergüenza aplicado a la que se desnuda, no a la que está vestida; o en la seguida intervención del maestro, cuando pregunta sobre su compinche, cuyo nombre no reconoce: «— ¿Qué Encarna es ésa?» y le responde: «—Pues esa que ‘hace’ siempre de virgen» (p. 10) una divertida paradoja teniendo en cuenta el contexto en que la parranda nocturna había producido la tardanza de la modelo. Otro ejemplo del punto de vista irónico de la voz narrativa es cuando narra la forma en que Ruth había conocido a su novio: «Pero un día se le acercó en los ‘primitivos’» (p. 20) otorgándole el significado de vulgar al «noble» con que Ruth se había topado en el Prado. El diálogo directo enmarca y resume las escenas, y el diálogo indirecto asegura la atención del narratario por el diálogo directo mediado, en tiempo presente, y recapitulando los acontecimientos narrados, en el pasado: Miss Ruth relata, confiada y romántica, los últimos pormenores de su amorío. El novio marchó la víspera anterior a cobrar sus rentas del año y a ultimar los preparativos en el palacio extremeño, en donde han de pasar la luna de miel… (p. 26)

La presencia del narratario se percibe en los comentarios escénicos, didascalias elaboradas que producen imágenes teatrales, como por ejemplo, en la interpretación escéptica del pensamiento de Ruth cuando la galleguita le presenta evidencia del timo de su novio: Sacudió dos o tres veces la cabeza, con el gesto de suprema comprensión y supremo perdón de quien se halla por encima de las mezquindades y ruines pasiones de este mundo, y descubriendo con angelical sonrisa sus dientes demasiado grandes, murmuró: «—¡Pobrecita criatura!». (p. 27)

El orden de la novela es lineal. El ritmo es ágil, salpicado por relatos descriptivos y diálogos que amenizan el discurso con el aporte de jóvenes voces burlonas. Una lograda aceleración del ritmo se ofrece en el fragmento que refleja la turbación de Ruth cuando, repentinamente, es incapaz de soportar el ambiente del estudio. Su huída ilustra la sofocación que siente:

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Pronto, pronto, los pinceles tirados aquí, la paleta allá, en el suelo, en cualquier parte, de cualquier modo. El sombrero torcido, el abrigo a medio poner, un ‘¡hasta mañana!’ mascullado desde la puerta, y ya está Ruth casi caída de bruces sobre la escalera, sollozando…» (p. 13).

El estilo es simple, alternan las descripciones, sumamente plásticas, de registro medio-alto: «el éxito de Merceditas tomó proporciones de apoteosis» (p. 16); «abultados quevedos»; símiles inesperados: «practicaba como quien cumple una condena» (p. 24) y poderosas imágenes visuales: «ahora podía reírse, …de aquél inexplicable malestar que la hacía escapar de un ambiente amoroso, con la congoja desesperada de un ciego oyendo celebrar la luz radiante de un amanecer de primavera» (p. 24); diálogos enérgicos en los cuales se observa un registro coloquial: «Merceditas, que tiene un pollito haciéndole el oso por la calle» (p. 7); «las chifladas» (p. 8); «si es pa tomarlo a guasa» (p. 10); «—¡Qué don Manuel ni que niño muerto!» (p. 10); «mal dispuesto…por las cuchufletas de los golfillos que la llamaban ‘franchuta’» (p. 18); «—Su novio de usted, miss Ruth, es uno con mucho bigote y mucho culo de vaso en las manos, ¿no?» (p. 26); «entre quince y quincena» (p. 27); etc. Se incorporan algunos términos extranjeros: del inglés «yanqui»; «miss»; y del francés: «suite». El ambiente que se recrea responde a un nivel sociolingüístico medio. Los diálogos son cortos, animados, y funcionan como un coro que impulsa el relato. La voz narrativa previene el monólogo interior al adentrarse en la mente de los personajes y relatar sus pensamientos. Para ilustrar vemos cómo se inmiscuye hablando de la soledad de Ruth: «Y se tenía compasión a sí misma, cuando pensaba en sus largos años de vacío sentimental». (p. 23)

4. CONCLUSIÓN Una mujer soltera que se vuelca al arte para compensar el vacío de su vida sentimental, estimulada por el ambiente sensual de un taller de pintura, descubre su deseo relegado y acepta las atenciones de un hombre que se presenta en su vida con promesas de amor y de matrimonio. Pero descubre que el hombre en quien se había confiado es un impostor. El desenlace es doblemente triste porque el fraude al que se somete se une a la imagen negativa de la mujer soltera que no recibe el respeto que se merece en la sociedad. El matrimonio coloca a una mujer en una situación social pre-

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ferente. La soltería se equipara con el fracaso personal que proviene de no poder haber sido capaz de obtener un hombre y someterse a su voluntad.

EL MILAGRO 2. HISTORIA El tema de la novela gira en torno a la fe y la amargura que le produce al devoto el incumplimiento de un deseo encomendado a una divinidad, en este caso la Virgen del Campo. El milagro esperado se convierte en desesperación en la vida de una joven quien, debido a una caída producida por el apremio de un bromista al cruzar la plaza de toros del pueblo, empeora el estado de su ya frágil vista y queda ciega después de haberle ofrecido a la Virgen sus ojos a cambio de que su novio no mirara a otra mujer. Al perder la vista su novio la abandona respondiendo a la burla de su madre —quien considera a su novia inútil para el matrimonio—, y a la de sus amigos que refuerzan el estigma que acarrea la ceguera. El patetismo del desenlace cuestiona la fe y el amor. La trama se desarrolla en un pueblo cuyas referencias a la ermita de la Virgen del Campo, la sierra a la cual debe subirse para llegar a ella (Sierra de San Pedro), y la mención del Río Tajo, sugieren el pueblo de Aliseda, vecino a Cáceres, en la provincia de Extremadura. Sinda, una muchacha de dieciséis años, de frágil salud y aspecto, está enamorada de su primo segundo Pascual. Un día le pide a su madre, Gumersinda, que la lleve a la ermita de la Virgen del Campo para orar por el milagro de restituirle la vista que poco a poco está perdiendo. Su madre, voluntariosa y dispuesta a ayudarle en lo que fuere, animada por la fuerte devoción que ella misma siente y apoyada por las anécdotas de los milagros que la Virgen le había concedido a otros, decide complacer a su hija. Tanto su familia como los vecinos del pueblo se ofrecen a ayudar a la muchacha suministrándole un borriquillo para el camino «blanco y sedoso como una oveja de un nacimiento, por más tranquilo en su paso y más cómodo de manejar.» (p. 5) y acordando, tácitamente, a no competir por un anda en la subasta de la Virgen para que lo pudiera llevar Sinda. Después de subir la sierra, al margen de la fiesta que comenzaba a animarse y abrumada por el calor, Sinda se dirige a la ermita y lee las diversas coplas que, a través del tiempo, quedaron grabadas en el dintel de la ermita con súplicas dolorosas destinadas a la merced de

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la Virgen «por un hijo enfermo…[o] para un amor más fuerte que todos lo bienes; más incluso, que el apego a la luz» (p. 8). Pero la copla que más le llama la atención es la que se refiere a los ojos: «Los ojos con que te miro, /te ofrendo yo, Virgen mía, /pa que no miren a otros/ los ojos con que él me mira». (p. 8) Durante la subasta, a pesar del cansancio y del dolor físico que la carga le produce a Sinda, su devoción la impulsa hacia el final de su empresa. La Virgen vuelve a la ermita y los devotos regresan al baile, a la música y al gozo de la fiesta mientras Sinda y su madre vuelven a su casa. Más tarde, Gumersinda convence a su hija, quien se encuentra descansando después de la ardua jornada, de ir a la corrida de toros que se celebra tradicionalmente durante la festividad de la Virgen. Sinda, agotada aun por el trajín de la mañana, accede al pedido de su madre. Las dos mujeres llegan a la plaza de toros durante el descanso y la cruzan para alcanzar la casa de unos parientes. Pero cuando ya están a punto de llegar al otro extremo, unos mozos —animados por la lidia, el calor y el vino—, «rompieron en un griterío salvaje: —¡Que os coge! ¡Que os coge!» (p. 14), aludiendo al toro como si ya hubiera salido de su encierro. El susto le produce a Sinda un ataque convulsivo que le provoca una caída, y cuando recobra el sentido, en casa de sus familiares, está ciega. Sin embargo, ante la sorpresa de todos, toma su ceguera con gran resignación. Y con el correr del tiempo, su paciencia y bienestar espiritual se reflejan en la mejora de su aspecto físico, «la niña estaba de día en día más galana. Su figura, tan menuda y enjuta, tomaba redondeces de mujer saludable; la carita, tan afinada y blanca antes, ya no evocaba comparaciones de lirio, ni de hostia». (p. 17). Estaba confiada en la Virgen y consideraba que sus ruegos habían sido oídos porque creía que su novio seguía viéndola y amándola aunque ya no se acercaba a su reja con la frecuencia habitual. Una noche en que los mozos del pueblo habían salido de ronda y Pascual no pasaba por la ventana de Sinda. Su madre, irritada por el desaire a que era sometida su hija y decepcionada con la Virgen a quien acusa de haberse burlado de los que en ella creían, al ver a su hija tan confiada y sumisa, pierde el control que se había impuesto para protegerla, e indignada la recrimina gritando : «—¿Es que no tienes ya vergüenza? ¿Es que quieres pasar por la irrisión de todos, para aguantar que tu novio se vaya a cantar a otra y te deje ahí, aguardándole como una hereje, como si te hiciera falta pa algo? ¡No lo verán mis ojos!...» (p. 22) La reacción de Sinda es trágica ya que en ese instante toma consciencia de haberse quedado ciega. Mientras creía en el pacto que había acordado con la Virgen podía sobrellevar todos los incon-

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venientes de su ceguera sin siquiera darse cuenta de ella. Una vez abiertos sus ojos por su madre a la pérdida de su novio, se desespera: «—¡Virgen Santísima! ¡Que me he quedado ciega!» (p. 22) La estructura interna de la novela está dada por una secuencia narrativa tradicional, y se presenta dividida en seis partes. La primera parte comienza con la idea de Sinda de ir a la ermita de la Virgen del Campo para pedir que le devuelva la vista. La segunda parte describe la procesión hacia la ermita, y la copla que encierra el deseo de Sinda. La tercera parte se enfoca en la subasta de la Virgen y el retorno de la misma a su altar. La cuarta parte describe el ambiente que precede a la corrida de toros; la caída de Sinda causada por el pánico de creer que estaba en peligro de ser arrollada por el toro; y su subsiguiente ceguera. La quinta parte se enfoca en el comportamiento de Sinda, caracterizado por su sorprendente serenidad frente a la pérdida de su vista. La sexta parte se centra en la conducta de Pascual, quien pierde interés en su novia y termina con el grito desesperado de Sinda al darse cuenta que su ceguera no le había asegurado el amor que ella deseaba. Los personajes principales son Sinda, Gumersinda, la Virgen, y Pascual. Sinda (abreviatura de Gumersinda, nombre de la madre) es una muchacha joven, muy querida por su familia y sus vecinos, de salud precaria a quien el médico diagnosticó con una enfermedad que se había concentrado en sus ojos, indicando que «fortaleciéndose los ojos, todo se arreglaría». (p. 3) La muchacha deposita su esperanza de cura en la Virgen del Campo, Patrona de la región, porque está enamorada de su primo segundo Pascual, un labrador de la zona que se encuentra en el servicio militar, y anhela casarse con él algún día. Para ello ya ha comenzado a elaborar su colcha, enganchando el hilo punto por punto, para la cama matrimonial, labor que la entretiene durante su ausencia. Su repentina decisión de ir a la ermita para pedirle un milagro a la Virgen del Campo recibe el apoyo de su madre y de su abuelo «—Sanará; sanarán sus luceros». (p. 3) Al enterarse de la decisión de Sinda, sus hermanas y dos vecinas recuentan diversos milagros de la Virgen que confirman su fe en la misma: ciegos que ahora veían; una niña muda que había recuperado el habla; una señora que no podía retener alimento y que ahora comía «una tortilla de pimientos y un filete de lo menos una peseta…». (p. 3) Nadie dudaba de los prodigios de la Virgen y todos se maravillaban de no haber pensado antes en ello. La complicación se presenta cuando Sinda, una vez en la ermita, en vez de

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pedirle a la Virgen que le devuelva la vista, le pide que se la quite como ofrenda para que Pascual nunca mire a otra mujer. Sinda interpreta la subsiguiente ceguera, resultado de una aguda conmoción, como pago de esa ofrenda prometida y espera ser recompensada con la fidelidad de su novio —a ello se debe la plácida resignación que siente viviendo en la oscuridad—, «¿Qué importa la vista junto a ese gozo que le canta por dentro? ¿Qué importa un bien del cuerpo, del cuerpo miserable, habiendo ¡ay, Dios del cielo! otros bienes por los que daría todas las gotas de su sangre?» (p. 10) Como consuelo de su fatiga repite la copla que había leído grabada en el dintel «con todo su corazón, toda su fe y toda su certidumbre: ‘Los ojos con que te miro, /te ofrendo yo, Virgen mía; pa que no miren a otros/ los ojos con que él me mira.’» (p. 11) El secreto de su voto confirma sus sentimientos: «Ni aun su madre, ni siquiera al señor cura en confesión se lo había dicho Sinda; lo que más la atormentaba en su mal, más, mucho más que el pavor a verse por siempre en tinieblas, era el miedo a perder el querer de su novio». (p. 7) Cuando su madre le informa que Pascual se había apartado de ella después de su ceguera y que ahora ronda las ventanas de otras, sufre una crisis aterradora; descubre que lo que había dado a cambio del amor que sentía por Pascual era irrecuperable, que la luz que contrarrestaba su ceguera se había apagado. Sinda simboliza la tragedia del devoto cuya fe se manifiesta en un pacto con la divinidad que magnifica la irracionalidad de la religión. A cambio de la fidelidad de su novio le ofrece a la Virgen sus ojos. Cuando pierde la vista no se ofusca por confiar en que la Virgen le otorgará su deseo. El chasco, sentida tragedia, es que el «milagro» que debía restituirle la vista termina siendo una ceguera permanente. Gumersinda, es una abnegada viuda que se desvive por complacer a su hija cuya salud, e inminente ceguera, le preocupan constantemente. Sus otras dos hijas son sanas y fuertes, trabajan en el campo a la par de los hombres y sólo Sinda, parte de ella «pedazo de su alma, tan poco dispuesta a acompañarla en la tierra» (p. 2) languidece a su lado sin que ella pueda hacer nada para remediarlo. Al oír el pedido que su hija le hace de ir a la romería se anima: «Sí…la Señora la sanaría, de seguro. ¡Queriendo la Señora! Sus milagros no se contaban. Y, a ella misma, ¿no le había devuelto el hijo ido a Melilla, porque se lo había pedido así, con todo su amor, en su mismo santuario? Ahora, le conservaría la hija». (p. 2) Su fe en la Virgen le renueva la esperanza de que su hija recupere la vista. La tarde de la corrida es ella quien le pide a Sinda que la acompañe a disfrutar de la rome-

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ría, y cuando su hija queda ciega acepta su actitud serena a pesar de la crítica de sus allegados que perciben tal resignación como un toque de locura. Si bien antes de la romería su fe es firme, cuando su hija pierde la vista su sufrimiento es atroz. Gumersinda, ignorando el pedido que su hija le hiciera a la Virgen, se siente burlada por ella al no haberle otorgado el milagro esperado. Y en «momentos de desesperación terrible» se rebela contra «la injusticia y maldad de la suerte». (p. 18) Finalmente, cuando ve a su hija humillada por la indiferencia del novio se desahoga recriminándole a gritos su pasividad ante el comportamiento de Pascual, informándole, simultáneamente, de la verdadera situación en la que se encontraba. La protección que hasta ese momento le había dado a su hija no supera el sentimiento de deshonra que ella siente en carne propia. La reacción de Sinda, al enterarse del desinterés de su novio se traduce en un lamento desgarrador, «grito terrible, un grito que hubo de traspasar el pueblo todo, el campo, y de llegar hasta el cielo sordo». (p. 22) Gumersinda representa el sentimiento animal materno que considera a sus hijos una extensión de sí misma. La Virgen del Campo es el personaje icónico de fondo que domina el relato. Parte de un culto pagano cristianizado, funciona como madre protectora e intercesora entre sus creyentes y Dios, relación ésta relegada al olvido por el vínculo facilitado por la cercanía y materialidad de la imagen. El pueblo cree en la Virgen, la honra en su romería y se encomienda a ella en momentos de crisis. Los ex-votos colgados en la ermita son recordatorios de las diversas aflicciones que llevaron a sus seguidores a rogar ante ella por una cura, un milagro. La tradicional subasta de sus adornos, el sacrificio de llevar su peso en los hombros, la mezcla de seriedad y diversión durante la procesión, evocan un rito antiguo vivo aun en el pueblo. La súplica desesperada por un milagro se mezcla con la música, el baile, las miradas insinuantes de los jóvenes que buscan pareja, y la corrida de toros. Los ritos tradicionales se respetan en todos los aspectos; desde la ropa típica que visten los integrantes de la procesión en su honor: «Todos, desde el anciano cuya gala consistía en una capa de recio paño segoviano capaz de resguardar contra la ventisca más dura, hasta el niño de pecho congestionado por el gorro y la capa de bordados del día del bautizo, todos soportaban gozosos algún sacrificio para honrar en su día a la Virgen Patrona» (p. 6) hasta el procedimiento de la subasta y el intercambio de favores que garantizan la atención de la Virgen al dolor que se quiere mitigar. Siendo la ofrenda el sacrificio inmemorial ofrecido a la deidad como

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prueba de la devoción que se le tiene, la que entrega Sinda es exorbitante, renunciar a su vista para obtener la fidelidad de su novio.95 Pascual, novio de Sinda, mayor que ella, la conoce desde niña y la ve transformarse en mujer: «siendo ya hombre hecho, la sacaba a bailar y la convidaba en las fiestas, cuando ella llevaba aún la trenza por la espalda y los calcetines caídos sobre las alpargatas». (p. 7) Al volver al pueblo para la matanza, Sinda se apresura a terminar la colcha que estaba tejiendo para mostrársela, como prueba de su amor e insinuación de matrimonio. Pero la pregunta que Pascual aguardaba «¿Me querrás sin vista?» (p. 17) nunca le fue hecha «y el mozo esperaba angustiosamente, sin decidirse por la respuesta —franca o piadosa— que le habría de dar» (p. 17). El mozo no podía tomar una decisión porque por un lado, le gustaba Sinda «¡Como sabrosa, sí que lo estaba su novia, y bonita como ninguna!... Pero ¡eso de saber que no le han de mirar a uno nunca!» (p 17) por el otro, sabía que no quería casarse con una ciega, poniendo muy en claro que parte de su decisión se basaba en su vanidad personal: «Su rudeza de primitivo hacíale pensar en alto: —¡Lo que yo diera porque me vieras, paloma!» (p. 17). Pascual hubiera preferido que su novia lo dejara a él, pero la tolerancia de Sinda hacia las ausencias de su novio, sostenida por su fe en la Virgen no se prestaba para un enfrentamiento. De manera que Pascual, gradualmente, la va abandonando. La función de este personaje es la de encapsular el amor posesivo de Sinda hacia un hombre de cuya fidelidad no se fía. El pasaje que recuerda a Pascual paseando con la Jesusa «bicho dañino… [que] incitaba a los mozos y respondía sin arredrarse a las salvajadas que ellos le dirigían con el rostro encendido por la fatiga y el deseo» (p. 7) ya revela a Sinda como una chiquilla celosa que como reacción al comentario de su amiguita «—¡Que te quitan el novio, tú!» (p. 7) toma un puñado de alfileres y se los tira en la cara. (p. 7). El abuelo, las hermanas, la madre de Pascual, Remedios, Jesusa, y el pueblo entero sirven de coro a la tragedia. Como personajes de fondo, su función es el de darle vida al cuadro costumbrista trazado por la voz narrativa. El tiempo es contemporáneo en una región rural. El cronotopo refleja a un pueblo labriego sumido en tradiciones antiguas dentro del parámetro religioso-pagano que se nutre de la ignorancia y la superstición. 95 Si, como creemos, el relato tiene lugar en Aliseda la imagen policromada de la Virgen con el Niño se remonta a la época románico-gótica.

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3. DISCURSO La voz narrativa es heterodiegética implicada y domina el discurso narrativo. El punto de vista es irónico y sumamente sentencioso. La religiosidad pagana de un pueblo campesino que lleva a una joven que se está quedando ciega a realizar una transacción unilateral con la Virgen, basada en la fe que en ella tiene y su resignación al quedar ciega por creer que se ha cumplido su parte del compromiso esperando que la Virgen satisfaga la suya, exaspera al narrador. La voz narrativa omnisciente, de tercera persona, penetra el pensamiento de los personajes, consciente del narratario a quien se dirige, y rompe el marco narrativo con interferencias denominadas «metalepsis» por Genette. Estas transgresiones traspasan la frontera del relato y tienen como objeto expresar el juicio del narrador como parte del discurso para aumentar la ironía o dramatizar lo narrado.96 En los siguientes ejemplos se puede apreciar la sorpresiva transgresión de la voz narrativa por medio del monólogo interior; al reflexionar sobre la dificultad que presenta la caminata a la ermita para la joven enfermiza, la voz narrativa resume las circunstancias y se pregunta: la Sinda, tan enclenque siempre, tan «recomía», con ese cuerpecito de niña que ha crecido de pronto y esa carita de hostia en que sólo se veían las orejas amoratadas y las cavidades profundas en los ojos: ¿la Sinda darse esa caminata de tres horas a pleno sol y monte arriba…?¿Quién iba a pensar en ello? ¡Idea más descabellada!...Empero, en cuanto ella lo pensó y lo dijo, nadie le puso reparo. (p. 1-2)

Al enfocarse en el médico que diagnostica la enfermedad de Sinda: Y decía también el médico que, en fortaleciéndose los ojos, todo se arreglaría. Y ¿qué mejor ungüento que una mirada de la Señora el día en que más cerca debe estar de nosotros, por ser el día en que más se la celebra y la festeja? Esto no tenía vuelta de hoja. ¡Queriendo la Virgen! ¿Por qué no había de querer? (p. 3)

Y después de adentrarse en la mente de Sinda justificando su decisión de sacrificar un bien material por uno espiritual: 96 José Angel García Landa, «Nivel narrativo, status, persona y tipología de las narraciones» analiza esta técnica con referencia a la definición de Fontanier, de la cual deriva la terminología de Genette. http://www.unizar.es/departamentos/filologia_inglesa/garciala /publicaciones/nivel.html

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La Virgen, la Señora lejana y familiar, está en ella, pegada a sus espaldas y dentro de su alma. Puede pedirle lo que quiera, lo que haya de ser —puesto que está seguro [sic] de obtenerlo— el mayor bien de su vida. ¡El mayor bien! ¿Qué importa la vista junto a ese gozo que le canta por dentro? ¿Qué importa un bien del cuerpo miserable, habiendo ¡ay, Dios del cielo! Otros bienes por los que una daría todas las gotas de su sangre? ¡El mayor bien! (p. 10)

Acostumbrados a la voz narrativa burlona de las novelas previamente analizadas, choca, al principio, la seriedad de El milagro. Pero siendo el tema trágico, los momentos cómicos tienen un matiz diferente. La descripción de los músicos que tocan delante de la ermita al comienzo de la romería es un ejemplo de ello: «dos músicos, uno cojo con una guitarra y otro ciego con un violín, comenzaron a alternar unos compases de jota con otros de pasodoble», (p. 6) pero llegar al final del baile: los músicos, fatigados sin duda por una labor difícil para sus torpes dedos de labriegos, habían renunciado ya a ir de compañía y, mientras el de la guitarra contentábase con un rasgueo de acompañamiento, el del violín, con gruesas gotas de sudor empapándole la frente, repetía sempiternamente tres únicas notas, ya imposibles de atribuir con certeza a la jota o al pasodoble. (p. 8)

Lo que podía haberse tomado a nivel superficial como una bufonada produce tristeza por la emotividad que provoca el aspecto de los toscos dedos de los músicos y el cansancio causado por el calor, condiciones que se suman a sus deficiencias físicas. Al describir la subasta de de la Virgen, la voz narrativa echa una mirada a los ex-votos dejados por sus fieles: trenzas polvorientas…vestiditos de niños que, por su vetustez más evocan la idea de mortajas desenterradas que de ofrendas en acción de gracias por perpetuación de vida; y sobre todo, miembros de cera, brazos y piernas que el tiempo torna negruzcos como miembros de momia…parecen una mofa macabra

enfocándose en el patetismo de la incongruencia de los objetos hallados y su valor emotivo. (p. 9) La «mofa macabra» es, precisamente, el tono del discurso narrativo que se observa a través del relato. Esa ironía se encuentra también en un momento de la subasta, cuando unos mozos comienzan

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tirando monedas a la cesta que lleva la Virgen y terminan apuntando a su cabeza para divertirse. En la corrida de toros, son dos muchachos bromistas «sudorosos, con los ojos brillantes y todos los instintos a flote por las tres horas que llevaban de gritos, de toreo y de vino» (p. 14) los que provocan la ceguera de Sinda. Las bromas a que se ve sometido Pascual por ser su novia ciega; las burlas de su madre que lo disuade de casarse con ella diciendo: «—Pues cásate con ella, y ponle ama, como al cura, para que te lleve la casa. Y, si no, la sientas al sol, y te pones tú a fregar y barrer». (p. 18) Y la burla más amarga es la de la misma Virgen, expresada por la madre de Sinda cuando ésta le pregunta si está guapa: «—Sí, sol mío. ¿ [sic] No has de estar, ¡Pa eso entraste a la Virgen! ¡Ni que se jugase de nosotros!» (p. 18) Y como ejemplo sarcástico, vemos a la voz narrativa enfocarse en la Virgen «y ¿cómo va la Virgen a negar cosa que le pida quien suda y pena por aguantar su peso?» (p. 10) Otra característica de la voz narrativa es la de anticipar el futuro «prolepsis». Como cuando se declara sobre la colcha que teje Sinda: «igual le daría ya, en lugar de colcha nupcial, prepararse un sudario. ¡Cama de dolor y de muerte la suya, y nada más!» (p. 16); y, siguiendo el mismo tema: «Inocente paloma! ¡La colcha!...» (p. 16) anticipando el final de la trama. El orden de la novela es lineal. El ritmo es uniforme y sosegado. El estilo es tradicional. Recrea un cuadro de costumbres que contiene largos párrafos descriptivos sumamente plásticos, de fina ejecución: «Los dos tenderetes, el de los dulces rojos, y el de los melones y sandías —apiñadas en cono verde aquéllos, lujuriosamente abiertas por el medio de éstas —esfumábanse sútilmente [sic] tras la cortina de polvo suspendida en torno como nube arbitrariamente caída hasta el mismo suelo». (p. 8) Otra hermosa pintura visual aparece en la descripción de la iglesia y las casas: La iglesia, con su hermetismo de fortaleza y su torre cuadrada, cuyo tejado aparece oblicuamente cortado en dos por una sombra violácea, destaca su mole dorada en un cielo de vidrio azul profundo salpicado de nubecillas de algodón en rama. Las casas tienen grandes desconchados, que el brillo de la luz hace también de oro, y, en el piso superior, unas galerías de madera, llenas de blusas rosas y moradas, y de moños negros que parecen azules de tanto como rebrillean. (pp. 12-13)

Y, para terminar, ilustraremos con las pinceladas descriptivas que reflejan la de luz y las formas:

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En las sombras del cuarto, la luna dibujaba vagamente algunas formas, dándoles aspecto de animales inmóviles y tremebundos; la cómoda, un butacón de paja, agazapados contra la pared, y también ponía un brillo inaudito en el dorado de un marco y el cristal de un fanal, harto deslucidos y empañados de día». (p. 20)

Abundan los símiles que se destacan en los siguientes ejemplos: hablando de la procesión que sube a la sierra, «con las ropas de fiesta que se pegan a las carnes como sayales de penitencia» (p. 5); describiendo la fruta de los tenderetes, «la cortina de polvo suspendida en torno como nube arbitrariamente caída hasta el mismo suelo» (p. 8); refiriéndose al aspecto saludable de Sinda, «como milagro florido en medio de un erial» (p. 17); describiendo el estado de agitación de la madre, «sus insinuaciones estrellábanse, como canto en peñascal» (p. 20); y trazando un paralelo entre la imagen de la Virgen y Sinda, « la Virgen, rígida y blanca como otra imagen pareja» (p. 21) Una serie de enunciaciones superlativas acrecientan la percepción negativa de la Jesusa, una muchacha del pueblo odiada por todas las mujeres: «una chica más negra que el fondo del caldero, más larga que un ayuno y más descarada que una gitana» (p. 9) utilizando comparaciones populares para producir un efecto cómico. Hay poco diálogo, con interferencias dramáticas de la voz narrativa en forma de monólogo interior. El registro lingüístico es medio, con coloquialismos que contribuyen a la autenticidad regional del discurso, entre ellos se pueden citar: «la Sinda» (p. 1); «la Gumersinda» (p. 2); «mocosas», (p. 7); expresiones tales como: «con el tazón lleno de aceite hasta arriba» (p. 3); «la fruta madura varearla antes de que se la coman los pájaros» (p. 14); «bebía los vientos por su segundón» (p. 18); «Pa eso» (p. 18); «pelar la pava» (p. 20); «¡A cantar cada uno a su palmera!» (p. 21). Algunas repeticiones que aluden a Sinda llaman la atención: «carita de hostia» p. 1, p. 4, p. 14); «paloma herida» (p. 14); «paloma» (p. 17); «¡Tan bonita su paloma!» (p. 21) subrayando la pureza de Sinda y su sacrificio.

4. CONCLUSIÓN La crítica está dirigida a la religión que perpetúa ritos basados en la superchería a la cual se acoge el pueblo en momentos de crisis. La combinación de la ignorancia y la fe ciega en una imagen protectora a la cual

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se atribuye poderes supernaturales es responsable por la tragedia de una joven.

EL ORDEN97 2. HISTORIA El tema de la novela consiste en una denuncia contra la dictadura de Primo de Rivera efectuada por una crítica de arte cuyas credenciales políticas incluyen ser militante del Partido Comunista. Sus observaciones sobre la Autoridad —temerosa de que sus conferencias de arte constituyan un foco de sublevación contra el orden buscado por el Gobierno dictatorial—, son el eje de la sátira que pone en ridículo a los representantes de la derecha que intentan callarla. La trama se desarrolla durante una gira de conferencias en Asturias. El primer encuentro tiene lugar en Oviedo, en donde la oradora se dispone a dar su charla sobre Goya, so pretexto de hablar sobre Godoy98 —uno de los personajes retratados por el genial maestro. En el hotel donde se aloja está también el Gobernador de Oviedo, quien se ofrece, imprevistamente, a presidir la conferencia creyendo, quizás, que con su presencia podría silenciar a la conferenciante. Pero durante el transcurso de la exposición, se da cuenta de que los vituperios a Godoy provocan el aplauso del público, hecho que lo perturba por el papel que desempeña en tal antagónica concurrencia, por lo cual el Gobernador «nuestro Fontana Pilón levantóse iracundo, descendió de un brinco del estrado y cruzó el salón con la rapidez y energía del rayo amenazador de tormenta» (p. 343) procede a advertir a las autoridades sobre la percibida amenaza de la oradora y a exigir que sus charlas sean presenciadas por un representante del orden. Además, sin aviso previo, retiene la correspondencia enviada a Nelken durante dos días para censurarla antes de devolvérsela. La atención mediática que las autoridades expresan por la conferenciante aumenta el interés de estudiantes y correligionarios que organizan dos charlas más; una en Sama y la otra en 97 Novela dedicada a Santiago, hijo de Margarita Nelken, con ilustraciones de Cheché. Nos basamos en la reproducción de esta obra por Gonzalo Santoja en Las Novelas Rojas, Ed. De la Torre, Madrid, 1994, pp. 339-360. 98 Manuel Godoy fue una destacada figura política y militar española del S. XVIII a quien se atribuía su rápida ascensión en el mundo político al favor de la reina María Luisa.

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Turón. En Sama, la vigila un agente de la Guardia Civil a quien se le ordena intervenir en caso de expresarse en forma propagandística contra el Gobierno. Pero disuadido por su exquisita coquetería de que la charla sería sobre arte, el indulgente sargento no toma medida alguna. En Turón, envían a que la supervise un cabo de la Guardia Civil, «Allí el sargento era un cabo» (p. 346) quien le advierte —después de declararse a favor de los mineros—, que no toleraría tales manifestaciones, «como vuelva a decir algo subversivo, la hago callar y me la llevo detenida». (p. 351) La ignorancia del cabo se pone en evidencia cuando no puede definir el concepto de «subversivo» diciendo: «—Yo me entiendo». (p. 351) Para interesar al sufrido público minero y transmitir un mensaje de belleza consolador, Margarita Nelken habla «De la rosa que la madre de Ruskin99 poníale diariamente en un vaso encima de su pupitre colegial… del relicario que el más desdichado puede labrarse en su alma, y de cómo algunos esclavos, con grillos en los pies, fueron más libres que los que les hacían avanzar a latigazos.» (p. 352). Al oír la palabra «esclavo» el cabo se incomoda y vuelve a insistir que «no siga por ahí» (p. 352), pero cuando el discurso se orienta hacia el papel de la mujer y su responsabilidad antibélica basada en la protección de la vida de sus hijos, el aplauso perturba al cabo, quien vuelve a advertir «—Mire usted que me la llevo!» (p. 353). Percibiendo el límite de su paciencia, unos amigos aprovechan el momento en el que la conferenciante se pone de pie para recibir la ovación brindada por el público minero para retirarla rápidamente del auditorio e instalarla en un coche, fuera del alcance del «celoso defensor del orden». (p. 353) Al día siguiente la prensa informa sobre el incidente, deteniéndose en señalar el gran riesgo que corría la región debido a las charlas revolucionarias de una «peligrosísima comunista». El Gobernador, enfurecido por el curso que había tomado la gira, prohíbe que se celebre en el hotel, en el cual ambos se alojan, el banquete de despedida de Margarita Nelken. Pero sus amigos al enterarse de la prohibición organizan una cena en un restaurante de la ciudad: «Y así fue cómo, en un comedorcito íntimo de un restaurante familiar de Oviedo, bajo el gobierno del más directorista de los gobernadores civiles, y bajo expresa prohibición suya, gritóse a media voz y a pleno corazón: ¡Muera el rey! Y ¡Viva la República!» (p. 359) burlándose del Gobernador y rebelándose contra todos aquellos que consideran el orden 99 John Ruskin, de origen inglés, destacado escritor y crítico de arte de la época victoriana (1819-1900).

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como un atributo social de carácter supremo: «Nada más en orden, más absolutamente en orden, que un erial y un cementerio». (p. 350) El Orden es una novela basada en un episodio autobiográfico, género que Baquero Goyanes denomina «biografía novelada», modalidad literaria utilizada por escritores tales como Emil Ludwig, Stefan Zweig, André Maurois y, entre otros, Marcel Proust quien «con su prodigioso transmutar en una de las más ricas creaciones novelescas su vida y sus recuerdos, abrió un ancho camino al autobiografismo literario».100 Su estructura se desenvuelve —a partir de la introducción— siguiendo un orden temático (a modo de tratado medieval) con títulos que resumen, en forma humorística, el contenido del discurso narrado. La primera parte, una introducción (sin título) enmarca la novela en la historia exterior al discurso narrativo que, por tratarse de un relato autobiográfico, coincide con el período del tiempo narrado. La protagonista, Margarita Nelken, ha llegado a Oviedo en una gira de conferencias sobre arte. En el hotel Covadonga se encuentra con el Gobernador quien representa el eje de la novela. La segunda parte, denominada «EN LO QUE QUEDA DEMOSTRADO QUE EN EL ARTE, COMO EN BOTICA, CABE TODO» se describe el rol del Gobernador en la primera conferencia de Oviedo que termina con su prematura partida. La tercera parte «LA CORRESPONDENCIA ES INVIOLABLE: ARTICULO TANTOS DE LA CONSTITUCION — BUENO, CON ESOS ARTICULOS ME HAGO YO LO QUE LAS GADITANAS CON LAS BALAS DE LOS FANFARRONES: TIRABUZONES», se enfoca en el éxito que ha tenido la conferencia, demostrado por las ofrendas florales recibidas, en contraposición al resentimiento del Gobernador manifestado en la retención y censura de su correspondencia. La cuarta parte «QUE TRATA DE LAS ESPECIALES CONDICIONES DE LA BENEMERITA PARA EJRCER LA CENSURA LITERARIA», describe las conferencias de Sama de Langreo y Turón, que incluye la visita al Fondón «la mina más profunda de España», (p. 347) y termina con el conmovedor aplauso de los mineros después de su emotivo discurso y su precipitada salida para evitar ser arrestada. La quinta parte «DEL HIPNOTISMO, DEL COMUNISMO, DE LA MASONERIA Y DE UN DESPERTAR RUIDOSO», enumera los 100 Mariano Baquero Goyanes valora la creatividad del autor al transformar material tomado de la realidad en una obra artística en ¿Qué es la novela? ¿Qué es el cuento? Estudio preliminar de Javier Díez de Revenga, Universidad de Murcia, Murcia, 1993, pp. 47-48.

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absurdos prejuicios del pueblo español —promovidos por la Iglesia— contra los comunistas, masones y judíos, y concluye con la cómica identificación del «bramido» proveniente de la habitación de hotel, vecina a la suya, con el bostezo que emite el Gobernador. La sexta parte «DEL MEJOR MODO DE DAR LUSTRE Y ENTUSIASMO A UN BANQUETE» recoge la prohibición del Gobernador de que se celebre la despedida de Margarita Nelken y su desafío al llevarlo a cabo de todas maneras en otro local de la ciudad. La séptima y última parte «ARRIERITOS SEMOS…» incluye la burla como un acto de rebeldía a la mencionada prohibición. Para despedirse, Nelken le envía al Gobernador un pastel de almendras del restaurante donde se celebró su despedida, con una tarjeta en la cual, sarcásticamente, escribe una copla popular que dice: «Arrieritos semos/ Y en el camino nos encontraremos». (p. 360) Los personajes principales de la novela son: Margarita Nelken y el Gobernador Fontana Pilón. Nelken, protagonista de la novela, despliega en el discurso narrativo las características personales por las cuales se la conoce: inteligencia, coquetería, locuacidad, humor, insolencia y rebeldía contra el conformismo político y religioso que impide la expresión libre e informada de los ciudadanos. A lo largo del texto abundan los ejemplos que ilustran cada uno de las cualidades mencionadas. Sólo nos detendremos en aquellos que se considere más representativos. Uno de ellos revela la coquetería y atrevimiento de Margarita Nelken aprovechados para aplacar al sargento de la Guardia Civil que había sido enviado para arrestarla: —Mire usted, señora —empieza después de cuadrarse y saludar—, yo tengo orden de detenerla si hace usted propaganda. Yo, con mi sonrisa más angelical y mi voz más meliflua: —¿Qué propaganda? El, ya completamente apabullado: —Pues…propaganda…Vamos, lo que se dice propaganda. Propaganda contra el Gobierno. Yo, más angelical y meliflua todavía, y con una expresión de ingenuidad que me hizo comprender que servía para derrotar a Catalina Barcena101 en cualquier concurso: —¿El Gobierno de Primo de Rivera? El, sin casi acertar con las palabras: 101 Actriz

teatral y cinematográfica española nacida en Cuba (1890-1977).

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—El Señor Primo de Rivera, claro. […] —¡Pero si yo de lo que hablo es de arte! Hoy vengo a hablar de la pintura de Goya. ¿No le gusta a usted la pintura de Goya? —Yo, sabe usted…Me han dado órdenes, y claro…Pero vamos, siendo así…Claro, ya veo que usted …¡Usted qué va a ser!...Pero yo, las órdenes…Bueno, dispense, ¡y a mandar! Cuando, noticiosos de mi llegada, y de que la Guardia Civil quería impedir mi conferencia, acudieron en mi auxilio los miembros de la directiva del Ateneo, nos encontraron, al sargento y a mí, de esta guisa: el sargento, sosteniéndome con ambas manos el espejito de mi saquito de viaje, y yo, ante ese tocador improvisado, dándome polvos y colorete. (p. 346)

Otro ejemplo revelador del carácter de Margarita Nelken lo constituye la visita a la mina: —¿Se atreve usted a internarse? ¿No le da miedo? Me da un miedo horrible. Además, estoy aturdida, a punto de desfallecer. Una vez más, apelo a mis indiscutibles dotes escénicas: —¿Miedo? ¡Quite usted! ¡Yo miedo! ¡Vamos allá! […] Mientras preparan la explosión acuden a mi mente todas las catástrofes mineras de los últimos años. Y punzante, doloroso el recuerdo de los seres queridos. ‘¡Maldita sea, una y mil veces, ese pundonor que le clava a una las piernas en el suelo cuando más vivamente se desea salir corriendo! […] Uno de los mineros, que tiene por lo visto muy desarrollado el sentido del humorismo, me asegura, con ejemplos al canto, que «no hay año que no ocurra algo». (p. 349)

La oratoria irónica de Nelken se exterioriza en la avispada denuncia de los prejuicios a que se ven sometidos los comunistas, judíos y masones, basados en mitos populares de asombrosa creatividad: Los masones, por una parte, y los comunistas, por otra, son capaces de todo. Esto lo saben hasta los niños chicos. Los masones se aliaron a los judíos para matar a Nuestro Señor Jesucristo, y ellos le dieron a Lutero un bebedizo para que se enamorara de una monja y, por despecho de no poder casarse con ella como Dios manda, se sublevara contra el

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Santo Padre; esto me lo contó a mí una respetabilísima señora que lo recordaba de un sermón de un respetabilísimo sacerdote. En cuanto a los comunistas, quieren destruir la religión para implantar el amor libre, que es el derecho a violar a todas las mujeres, y para llevarse a Moscú todo el dinero de los españoles. Esto ya no me lo ha contado nadie, ni falta que me hace, porque no lo ignora ni la más candorosa hija de María. Masones y comunistas, además, sólo sueñan con cometer sacrilegios, y la suprema aspiración de unos y otros es desayunarse con hostias consagradas. (p. 355)

Y la sentida seriedad de su rebelión a la «mordaza» que las fuerzas del orden imponía a aquellos que se atrevían a disentir se manifiesta en un triste recuerdo: Orden, ORDEN, ORDEN…Recuerdo en un segundo mis más intensas sensaciones de orden. De ese orden: una carga a sablazo limpio en la carrera de San Jerónimo; la descarga cerrada, a través de puertas y ventanas, en una casucha frontera de la estación de Ujo, en el momento de arrancar nuestro tren, en agosto del diecisiete: había sonado un tiro, pudo ser desde aquella casucha…Orden perfecto: lo que es desde allí no tirarían más. (p. 353)

Como personaje principal de su novela, Margarita Nelken expresa en forma no mediatizada su ideología. Su función, siguiendo a Bajtín en su discusión sobre el héroe de la novela, es la de vivir y actuar «en su propio universo ideológico» de acuerdo a «su propia concepción del mundo, que se realiza en acción y en palabra».102 El Gobernador, personaje simbólico que constituye el blanco de la crítica, «Un pollo bien, que responde hidráulica y pintorescamente, al nombre de Fontana Pilón», cuyo nombre de pila se desconoce (p. 339), encarna una paradoja de arrogancia y temor que se aísla en un hotel para resguardarse de los ciudadanos a los cuales gobierna . Su descripción como «muy marchosillo él, muy seguro de sí mismo, muy echao palante,…es un hombrecito, y demostrado lo tiene: cuando se le ofreció el gobierno, él fue quien pidió la más difícil. ¡Nada de sinecuras! ‘A mí los mineros, ¡y ya verán quién soy yo!’» (p. 339) auguran un final paradójico. La crítica cáustica que la voz narrativa arremete contra él, símbolo de la represión de la Derecha Republi102

Mijail Bajtin, op. cit., p. 152.

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cana, es desarrollada con un agudo sentido de humor, al invertirse el espacio controlado —es él quien está enjaulado— y compararlo con una bestia — quitándole así su humanidad—. La voz narrativa invita al narratario a compartir con los ovetenses el grotesco espectáculo nocturno que ofrece «El paseo de la fiera enjaulada». (p. 340). Su juventud y su falta de temple son ridiculizados en su súbita partida del auditorio: Llegado al umbral, el Excelentísimo hizo girar los faldones de su chaquet y aterrorizó a la conferencia y al auditorio con una mirada de ésas que Luis de Val103 y Ponson du Terrail104 califican de escalofriantes. Pero el auditorio no debió entenderla, pues contestó dirigiendo al Excelentísimo una pita de ésas que sólo él y Cangacho,105 en algunas tardes aciagas, han oído tan vibrantes y unánimes. (p. 343)

Y sus peculiaridades personales, tales como sus ronquidos y bostezos («bramidos») se identifican con el sonido brutal de las bestias (imagen que se repite a través del discurso), material bufonesco explotado como contraste de su asumido refinamiento social. La burla final está dada por el pastel de almendra enviado a modo de despedida por Nelken como prueba de que el banquete en su honor se había celebrado a pesar de su prohibición. El sarcasmo de la tarjeta que acompaña el regalo tiene el claro objetivo de humillarlo. El secretario del Gobernador, un personaje anónimo, «Este, no menos pollo bien y no menos Luis que su eximio jefe» (p. 340) se destaca por su juventud y su atractivo, «monísimo secretario» (p. 343); «pimpollo de su secretario» (p. 344) que unidos a su obediencia al gobernador, son el blanco de comentarios irónicos que subrayan como única virtud su belleza física. Su función es la de disminuir la autoridad del Gobernador. El sargento y el cabo de la Guardia Civil, anónimos también, representan el típico soldado que sigue órdenes sin cuestionar ni comprender el porqué de las mismas. Su función es la amedrentar e implementar la ideología dominante. Los amigos de Margarita, personajes de fondo, son personaliddes conocidas en el ámbito cultural y artístico español: «periodistas, Buylla, Alas Argüelles —el hijo de Clarín—, Teodomiro Menéndez, Loredo ApariPeriodista y novelista español (1867-1930). Escritor francés (1829-1871). 105 Torero (1903-1984). 103 104

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cio…El delegado de Bellas Artes,… don Aurelio de Llano,…Teodomiro Menéndez» (p. 341) y dan fe a la veracidad del discurso narrativo encuadrándolo en la época de la dictadura de Primo de Rivera. El tiempo es contemporáneo y el espacio en que se desarrolla la novela es la provincia de Asturias.

3. DISCURSO La voz narrativa es homodiegética central. Tratándose de una novela autobiográfica, es testimonial, porque evidencia el momento histórico vivido y lo relaciona directamente con la historia externa al discurso, y confesional porque, según Michel Foucault, «el sujeto que habla coincide con el sujeto del enunciado»106 produciendo un discurso en el que a través del personaje principal se reconocen sus propias acciones y pensamientos. La fina vena irónica de Margarita Nelken es percibida, claramente, a través de todo el discurso narrativo como una punzante crítica al Gobierno de Primo de Rivera. El estilo es humorístico, variado, y puntual. Bajtín se refirió a esa propiedad estilística como una «regla única, orgánica, de juego con los lenguajes, y de refracción en ellos de sus auténticas intenciones semánticas y expresivas».107 El orden del discurso narrativo es lineal. Los acontecimientos se suceden cronológicamente, con la excepción de tres pasajes retrospectivos: el que relata el breve interludio de prosperidad de los mineros producido por la demanda de carbón durante la guerra, que fue derrochada en: champán y mujeres de labios pintados y trajes de seda…Fueron días grandes, de alegría varonil y de odios femeninos. Terminó la guerra. Los jornales volvieron a contarse en pesetas y en reales. Del cabaret ni rastro. Huelgas…Y en Turón, como en toda la cuenca minera, la existencia más dura y más pobre que nunca. (p. 347)

La segunda «analepsis» recuerda la violencia en «una casucha frontera de la estación de Ujo» (p. 353) mencionada como ejemplo del «orden per106 Michel Foucault, Historia de la sexualidad, Vol. 1. «La voluntad de saber», Ed. Siglo XXI, México, p. 73. 107 Bajtín, op. cit., pp. 128-129.

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fecto» que con un tiro quedó establecido para siempre. La tercera, es la que relata la conocida anécdota del libro polémico publicado por Margarita Nelken, criticado por el obispo de Lérida en su diócesis, y por el señor Silió —ministro de Instrucción Pública— en el Congreso. Margarita Nelken, con consabido sarcasmo, considera la crítica un beneficio comercial y les agradece a los más empedernidos opinantes la publicidad que le han hecho: Se habla siempre de ‘reclamo a la americana’; pero en América, el reclamo se paga, y muy caro, en hermosas especies contantes y sonantes...¡Qué mezquino, que ínfimo, ese reclamo a la americana, junto al reclamo a la española, hecho simplemente por amor a las letras, por afán de dar a conocer una obra, con el más laudable desinterés en suma, por un doctor Miralles y un señor Silió! (p. 358)

El ritmo varía debido a la extensión desigual de los pasajes descriptivos, monólogos interiores (en realidad un monólogo interior interrumpido por el mismo hablante) y los diálogos. Caracteriza a esta novela la oralidad del discurso, en el que se introducen declaraciones antitéticas para afirmar una reflexión. Desde el principio, describiendo al Gobernador, «Si no se ha educado con ‘los Padres’, lo parece. Si no es un Luis, merece serlo. (Hoy le suponemos afiliado —entusiasticamente [sic] a la derecha republicana. Si no lo está, merece estarlo» (p. 339); refiriéndose al espectáculo del Gobernador paseándose en su «jaula» (una sala del hotel Covadonga), «Se puede asistir a él, si no completamente gratis,…siquiera con pretextos al alcance de todos los bolsillos…entrar en el hotel a preguntar por algún huésped —real o imaginario—,…vivo o inexistente»(p. 340); cuestionándose la inteligencia del Gobernador, «¿era idiota…, o se pasaba de listo?» (p. 343); nuevamente, hablando del Gobernador, «Vociferante, gesticulante, pataleante, el chef d’ouvre de los Luises (ya hemos quedado en que si no lo era, merecía serlo), ya no parecía una fiera enjaulada: parecía una fiera sin enjaular» (p. 344); hablando de las mujeres de los mineros, «las mujeres, que no tienen nunca quince ni dieciocho años, sino la edad indefinible de la miseria» (p. 349); y refiriéndose al color de los hombres y de sus casas, «Los hombres no son grises, porque son negros, uniformemente negros. Y las casas de los ingenieros no son grises porque se les pinta la cara con frecuencia». (p. 349) Abundan los coloquialismos y las repeticiones: «un pollo bien» (p. 339) ) —referencia desdeñosa a una persona joven— se repite con variaciones;«pollo» (p. 339) «pollitos»

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(p. 340); en un juego de palabras con referencia al secretario, «pimpollo» (p. 344); «pollo bien» (p. 345) contrastado con «empollones» (p. 340) con el significado irónico de ‘diligentes’. Frases coloquiales tales como, «¡qué c…aray! Lo primero es la educación!» (p. 340); «Los dos mano a mano» (p. 340); «una pita de esas» (p. 343); frases populares de origen literario o religioso: «esa soledad de dos en compañía» (p. 340); «del pan nuestro de cada día» (p. 347). Referencias mitológicas con valor metafórico, «El orden es un ente fantástico que crece, que se agiganta poco a poco hasta tomar la forma de fantasmón pavoroso. Una especie de Moloch108 tragagentes» (p. 350); invocando el mito de Orfeo para aplacar la ira del Gobernador, sustituyendo la música por la cordialidad (p. 352). Referencias históricas y literarias: «Maquiavelo»; «Luis de Val y Ponson du Terrail» (p. 343); «Freud» (p. 353); «Lutero»; hablando del efecto de la presencia de Nelken en Asturias «hipnotizar a una mujer sin que ella se diera cuenta y lanzarla sobre Asturias como nuevo caballo de Atila era una funesta» (p. 357). Referencias religiosas «Nuestro Señor Jesucristo» (p. 357). Referencias a figuras populares, «Catalina Bárcena» (p. 346); toreros, «Cagancho» (p. 343); «Juanito Lafita, Antoñito Rodríguez de León» (p. 355). Cultismos manifestados en expresiones latinas y francesas, e inglesas: «bureau» (p. 340); «pendant» (p. 341); «ad usum directorium» (p. 343); «chef d’ouvre» (p. 344); «élite» (p. 356); «guardia de corps» (p. 356); «miss lectora de Baedecker» (p. 357); «motu proprio» (p. 359). La mezcla de coloquialismos y cultismos aumenta la ironía del relato que tiene en cuenta la competencia lingüística y cultural del destinatario final de la obra, el lector. El diálogo se presenta en formas diversas: introducido sin acotaciones y sin identificar a los locutores, como comentarios relacionados con el gobernador (p. 343), cuyo efecto es el de comunicar el punto de vista de los personajes sin interferencia del autor o dramatizado: durante el descenso a la mina, realza la valentía de la protagonista y le ofrece la oportunidad de una declaración que luego será interpretada como subversiva por las autoridades: «—Que no hay compensación en el mundo que pague este trabajo. ¡El que trabaja en una mina, aunque sólo sean dos horas diarias, tiene luego derecho a todo!» (p. 349); se intercalan asimismo diálogos socarronamente acotados por la voz narrativa en su enfrentamiento con los Guardias Civiles, con el objeto de provocar risa. (pp. 345-346; 351-353) 108 Rey de la antigüedad al que se debía sacrificios de niños que eran pasados por fuego después de morir.

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La descripción emotiva de los mineros, de sus míseras condiciones de trabajo, de las mujeres, y de los niños es sumamente elocuente. Las repeticiones con efecto dramático son muy eficaces: De cuando en cuando, de un extremo a otro extremo del pueblo, un alarido: ¡ha habido un hundimiento! Mujeres que se echan entonces a la calle despavoridas, locas, que se acercan a la boca de la fosa que es la mina, sin atreverse a preguntar a cuál de ellas le toca ese día sentirse todavía más desamparada, más miserable, más inapelablemente abandonada de todo…los niños, más decididos, se han ido acercando hasta la misma tarima: sus caritas, mal cuidadas, mal nutridas, apelotonan a los pies de la conferenciante todos los estigmas de todas las depauperaciones. (p. 350)

La oratoria de Margarita Nelken se distingue por su función emotiva e intelectual. Y como testimonio de una época de grandes cambios en el plano político y social, sus palabras recogen el sufrimiento propio por la desigualdad social ajena. Vale, como ilustración final, un párrafo que refleja su sentido de culpa por verse a sí misma desde la perspectiva de los hombres y mujeres del pueblo minero: No traigo la conferencia embotellada. Vine fiada en la inspiración del momento. Pero no podía figurarme que este momento me agarrotaría las lágrimas en la garganta, y que todo mi impulso sería para pedir perdón a este público mío, mío como ninguno, para pedirle perdón por todo cuanto, desde que nací, desde que podía haber tenido una infancia como estas infancias, desde que pude ser como estas mujeres, perdón por todo cuanto me ha diferenciado de él. (p. 352)

La seriedad de los acontecimientos, sentidos hondamente, impulsan su creatividad literaria y acompañan sus manifestaciones humorísticas. El orden le ofrece la oportunidad de expresarse extensamente narrando, en primera persona, un fragmento de la historia de España.

CONCLUSIÓN La dictadura de Primo de Rivera, representada por la ignorancia de su Gobernador y los soldados de la Guardia Civil, es satirizada enérgica-

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mente desde el punto de vista de una mujer intelectual que ve en la represión un agravio a la libertad de expresión, un obstáculo a las mejoras económicas del pueblo, una barrera a la igualdad social y política de hombres y mujeres, y un instrumento que perpetúa mitos populares absurdos para excluir a todo aquel que no pertenezca a la ideología de derechas promovida y apoyada por la Iglesia.

COMENTARIO FINAL El propósito de este trabajo es llenar un vacío en la crítica de las novelas cortas de Margarita Nelken y evitar las generalizaciones poco informadas que se han hecho sobre las mismas. Si bien es cierto que las novelas de Nelken expresan una ideología de izquierda, no son ni frívolas ni carentes de calidad artística. Estamos en desacuerdo con la opinión de Rita Catrina Imboden respecto al valor artístico de la obra de Margarita Nelken por dos razones. Ante todo, no aceptamos su premisa de que «los juicios sobre la calidad de las lecturas populares son válidos únicamente en lo que concierne a su aspecto estilístico (están redactadas con cierta rapidez) y material (están impresas en papel barato y editadas con poco cuidado), pero no a la ideología o moral.»109 por considerar que toda expresión artística tiene una carga ideológica. El que estemos de acuerdo o no con esa ideología es un problema aparte. En cuanto al aspecto estilístico de las novelas cortas de Nelken, se han estudiado en detalle en este trabajo dejando clara la complejidad del desarrollo del discurso narrativo, cuyos niveles de expresión no son fácilmente asequibles y requieren una participación activa y competente del lector para comprender la intención de la autora. Al enfocarse en la situación, las diversas voces narrativas determinan las cuestiones que surgen en el relato, pero lo hacen sin moralejas confiándose en la discreción del lector. Lo cual excluye la percepción de intenciones aleccionadoras demasiado evidentes a las cuales se refiere Imboden: «Desgraciadamente, el estilo literario de Margarita Nelken, a pesar de su originalidad, no alcanza la calidad de sus estudios críticos y la intención aleccionadora resulta, aunque simpática, demasiado evidente».110 Al deconstruir las mismas podemos apreciar su habilidad literaria, competencia lingüística y 109 110

Imboden, op. cit., p. 42. Ibid., p. 76.

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erudición. Margarita Nelken expresa sus ideas con desenvoltura y humor, desplegando su fortaleza intelectual, su sensibilidad y un profundo conocimiento de los valores sociales de diferentes grupos humanos —retratados con maestría en los personajes de sus novelas— tanto urbanos como rurales. La variedad de temas y estilos narrativos utilizados, y la calidad de su prosa, se adecuan para señalar la diversidad de los males sociales que afectan a los individuos en el período socio-político que le toca vivir. Creyendo en la competencia de sus lectores, se manifiesta a su misma altura confiada en que sus novelas proveerán entretenimiento —por su amenidad— y reflexión —por sus ideas—. En Una historia de adulterio, se subraya que el sentimiento de amistad se sobrepone a la división de clases de una sociedad; en Pitiminí ‘Etoile’, se hace hincapié en la condición social de la mujer que depende del hombre para sobrevivir debido a las escasas oportunidades de educación y empleo que las sociedad le ofrece; en Mi suicidio, se destaca la corrupción de todo un sistema social en que el estrato más alto se vale del chantaje contra los menos poderosos para perpetuar la injusticia; en El viaje a París, se recalca la hipocresía social que se manifiesta en la protección de ciertas normas morales que se cumplen solo en apariencia; en La aventura de Roma, se rechaza la sumisión de la mujer a los caprichos del hombre; en La exótica, se descubre la marginalización social de la mujer soltera; en El milagro, se critica a la religión que se sirve de la ignorancia para influir en la vida de un pueblo, ignorancia que termina en tragedia; en El orden, se exponen ejemplos de la represión del gobierno dictatorial de Primo de Rivera. Hemos dado el primer paso en el estudio individualizado de la novela corta de Margarita Nelken para inspirar a críticos literarios y a lectores de literatura popular a leer su obra y apreciar su labor dedicada a denunciar conocidas normas de opresión social. La forma en que lo hace irradia frescura y agilidad a la vez que sugiere una temática de profunda importancia traída a la superficie a través de su fina ironía y agudo ingenio. Para terminar, citaremos a Luis Martín Santos en un fragmento que señala las funciones de la literatura con el objeto recalcar el idealismo de Margarita Nelken y su ilusión de contribuir, por medio de su creatividad literaria, a un futuro mejor: La literatura tiene dos funciones bien definidas frente a la sociedad. Una primera función relativamente pasiva: la descripción de la realidad social. Otra función especialmente activa: la creación de una Mitología

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para uso de la sociedad. En ambas funciones la Literatura ejerce su capacidad para llegar a ser una técnica de transformación social. En cuanto que descripción pone el dedo en las llagas sociales y suscita tomas de consciencia de las mismas. En cuanto a Mitología, puede actuar de dos modos opuestos: si se trata de una Mitología enajenada, como encubrimiento de lo injusto; si se trata de una Mitología progresista, como pauta ejemplo de realización.111

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LA NOVELA CORTA Año IX nº 442, Madrid, 24 de mayo de 1924 Ilustraciones de Mel

UNA HISTORIA DE ADULTERIO NOVELA INÉDITA

UNA HISTORIA DE ADULTERIO

Pepe Rubio repantigóse voluptuosamente. Por fin, gracias a su destreza y agudeza de vista, —a su olfato de «habituado de “internationals figons”», decía él— había logrado apoderarse de un butacón de mimbre, uno de esos butacones amplios y cómodos como sillones de cuero, y cuya escasez —uno por ocho o diez sillas poco más o menos— realzaba la comodidad. El camarero, cómplice —se lo había pasado, como un malabarista, por encima de una mesa y de la numerosa familia que la ocupaba— le sonrió. Pepe devolvióle esta sonrisa medio servil y medio socarrona por otra medio socarrona y medio victoriosa. La florista, cazando al vuelo esta sonrisa, y creyendo dirigíase a ella, acercóse solícita y puso un admirable clavel reventón sangre de toro en el ojal del muchacho. Él, sorprendido al ver de pronto inclinado hacia el suyo, el rostro excesivamente pintado, bastante desvergonzado, pero, a pesar de todo, todavía agradable y lozano de la chica, fijó en ella su sonrisa con muda aquiescencia y aspiró gozoso el perfume de la flor que instantáneamente traía a su memoria una evocación de su tierra y de tardes estivales de pleno sol, bullicio y corridas de todos. La florista guardóse en el bolsillo del delantal el billete de dos liras con un «grazie» tan dulcemente musitado, que el menos petulante podía tomarlo como promesa de felicidades «al alcance de todos», y se deslizó entre las manchas vivas de los mantelillos rosas de los veladores, en busca de otros parroquianos. Pepe estiró las piernas. Ocupaba una de las mesas «de fuera» y podía hacerlo sin riesgo de tropezar con la de la fila anterior. Y el público que transitaba, poco numeroso en esa tarde de inauguración de las carreras, permitíale hacerlo sin riesgo de que algún distraído se cayese de bruces al dar con unos pies que la muy respetable estatura de su propietario situaba, en tal postura, a bastante distancia del asiento en que descansaba. Un reloj cercano dio, pausadamente, seis campanadas. La Galería Vittorio-Emmanuele ofrecía, en aquella tarde de mayo, y en esa hora en que,

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estando aún lejano el crepúsculo, la luz ha perdido ya su deslumbrante nitidez, un ambiente de quietud, de intimidad provinciana, casi recoleto. Todo Milán estaba en las carreras. A parte la gente sentada delante de cada «Caffé-Ristorante» (todas las mesas ocupadas con anticipación, eso sí, antes de la «ola» de la muchedumbre regresando del hipódromo) apenas si se veía deambular a alguna que otra familia de artesanos endomingados, padre, madre y abundante prole, que vagaban con aburrimiento de un escaparate a otro, o a algún que otro cantante —hombre o mujer— de esos recién llegados que se creerían deshonrados en su profesión (algo así como si de repente les fallase la voz) si no cruzasen, por lo menos unas tres veces por la mañana y otras tantas a la tarde, la famosa Galería, eje, meca, hervidero y criadero universal de los fieles del «bel canti»: los hombres con mucho chambergo, mucha melena y un aire, cual cumple naturalmente futuros tenorios, de desafiadora fanfarronería: las mujeres, corresponde a princesas de la escena en ciernes, paseando, entre boas, echarpes y toda clase de trapos colgantes, una indolencia distante de reinar en el destierro. La altísima cúpula filtraba por sus cristales empañados una luz fresca y tranquila, que atenuaba las notas alegres de los mantelillos fresa, verde lechuga o salmón, y «se traga» en lo posible las notas chillonas de las indumentarias femeninas exhibidas en torno a las mesas. —¿Qué enemigo de toda armonía y del más elemental buen gusto vestirá a las milanesas? —decíase Pepe Rubio, desviando precipitadamente los ojos heridos, por un sombrero inverosímilmente emplumado y tropezando al punto su vista con otro inverosimilmente florido. De cuando en cuando, unos arpegios, vocalizados a pleno pulmón por una ventana alta, acentuaba aún más la sensación de domingo provinciano, de tarde aislada y como suspensa. La muchedumbre sentada, invadida sin duda también por esta sensación de amodorramiento, hablaba poco y quedo. Los camareros, apoyados en los quicios de los establecimientos, esperaban, para moverse, que los llamasen reiteradamente. Sentíase incluso, a ratos —cuando se espaciaban bastante sobre las losas las pisadas de los raros transeuntes—, el zumbar de los moscones atraídos por los terrones de los platillos y los espesos jarabes multicolores. De pronto hubo una irrupción de catástrofe. Sin transición, la quietud casi absoluta de la Galería vióse violentamente destruida por el tumulto que allí, al final, en el marco de luz de la entrada que da a la Piazza del Duomo, producían los mil ruidos confundidos de los tranvías, coches y automóviles —trompas, bocinazos, exclamaciones y gritos—

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que devolvían a Milán el gentío de las carreras. Fue un rumor de pánico, de invasión o de terremoto. La Galería fue asaltada por una muchedumbre jadeante, sudorosa, excitada, que parecía traer en sus gesticulaciones todo el sol y todo el polvo del hipódromo y de la carretera, y todo el histerismo de las apuestas que traen y llevan fortunas. Un verdadero saco. A los cinco minutos era imposible lograr, no ya un puesto en donde acomodarse, ni fuera ni dentro de ningún café, pero tampoco un espacio en donde moverse en pie. Estrujones, pisotones y gritería, gritería sin fin… Un vaho densísimo, como una polvareda, subía ahora la cúpula y lo esfumaba todo, seres y cosas. Allá a lo lejos, al final, el marco de salida a la plaza, todavía claro, hacía comprender que aún no era de noche. Empero, los focos, uno tras otro, iluminaban la Galería, dando a las formas un aspecto fantástico, recortándolas con demasiada crudeza y acusando en ellas unas sombras demasiado duras. Y seguía, ya monótono, uniforme, el clamoreo de esa muchedumbre estrujada, prensada, que no podía retroceder ni avanzar —aunque los brazos laterales de las galerías ,perpendiculares al pasaje que va de la Piazza del Duomo a la de la Scala, aparecían arbitrariamente desiertos. —¡No me va a encontrar! —pensó con desesperación Pepe Rubio—. ¡Y con lo comodona que es Lolita! Aunque Diego quiera buscarme e intente llegar hasta mí, ella se resistirá y no habrá quien la haga meterse en estas apreturas. Se puso en pie, nervioso, procurando destacarse y otear por encima de «esa invasión de bárbaros». Dobló el brazo para mirar la hora en la pulsera, dando con ello un codazo a un monumento formidable que tenía plantado a su izquierda. El monumento volvióse bruscamente: resultó ser un sombrero de señora, la cual señora lo increpó iracunda. Pepe, cortésmente se excusó. Pero la propietaria del monumento continuó perorando; por lo visto el deterioro era de consideración. Pepe, impacientado, dio media vuelta y dejóse caer con todo su peso sobre un pie invisible, cuyo poseedor comenzó a apostrofarle por el otro lado. Encontróse así entre dos furias; frenético a su vez, contra sí mismo y contra los demás, abrióse paso ya sin miramientos, con los codos, con las manos, con las rodillas, hasta el escaparate de «Campari». Aquí, ya había un claro. El escaparate del restaurante de moda, con sus visillos descorridos descubriendo el lujoso y muy británico interior alejaba al «popolare», Pepe recordó que, a menudo, sus amigos cenaban ahí; precisamente aquella mesa de la izquierda, junto a la chimenea, era el sitio favorito de Lolita. Sin cuidarse de la extrañeza

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de los clientes que ocupaban las dos mesas cercanas al cristal, pegó a éste su rostro, escudriñando con la mirada todo el interior. Pero no: ninguna de las mujeres que ahí dentro mondaban con gesto mimoso los mariscos o se llevaban la sopa a la boca, separando con afectación el dedo meñique de la cuchara, parecíase, ni poco ni mucho, a Lolita. Y tampoco recordaba a Diego ninguno de esos hombres muy acicalados —demasiado— que comían con gestos tan mimosos como las mujeres que acompañaban. La mesa de junto a la chimenea estaba ya ocupada: en la banqueta de cuero, una «cocotte» francesa retocábase la cara ante el espejito del bolso que había apoyado en una copa: y, frente a ella, un oficialito muy entallado daba órdenes al maitre d’hotel respetuosamente inclinado. El restaurante, con su enmaderamiento oscuro, sus lamparitas de metal y el camarero paseando entre las mesas el carrito de los entremeses, tenía un aspecto de distinción perfecta que incitaba a entrar y comer placenteramente en agradable compañía. —Ya más de las siete y media —rezongó Pepe para su capote—. Dentro de un rato ni aquí ni en ninguna parte habrá medio de encontrar una mesa. Y comeremos las sobras recalentadas de los demás. ¡El demonio sabe dónde se han metido esos! La Galería despojábase lentamente. Los «invasores» iban entrando poco a poco en los cafés y restaurantes. Las mismas mesas de fuera iban quedando desiertas. Sólo permanecían en ellas algunos rezagados del aperitivo. Pepe volvió hacia el «Biffí». ¿Tal vez habían llegado entretanto, y le esperasen en el punto de reunión acostumbrado?… Pero no. En las mesas violentamente iluminadas por los focos de la puerta, ninguna cara era conocida. Bueno; entraría. Ya que Diego y Lolita le habían dado esquinazo con tanta frescura, encontraría ahí al menos a Gabriel Sotero, y con él cenaría. Le horripilaba tener que acabar ese domingo solitario en su desapacible pensión de la Vía Monte Napoleone. Ya estaba en la segunda quincena del mes; los cuarenta duros que su pueblo natal enviábale mensualmente, esperando, desde luego, desquitarse más tarde de este sacrificio con la gloria de contar a un Gayarre entre sus hijos, permitíanle escasos extraordinarios. Pepe Rubio, que se había encontrado con una hermosa voz como hubiera podido encontrarse con una chepa o con pecas en la cara, instintivamente temeroso y alejado de todo lo que olía a bohemia, había intimado en Milán únicamente con Diego Ramírez, un comisionista paisano, casado con una ex-tiple, también paisana, y con Gabriel Sotero, un

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hijo de un rico exportador valenciano que estudiaba el canto, sí, pero a quien los millones de papá permitíanle hacerlo sin prisa y sin intenciones muy firmes de ganarse jamás un duro con ello. El matrimonio Ramírez y Sotero vivían naturalmente en un plano muy distinto al de Pepe Rubio, y éste, orgulloso y a quien asqueaba las gorronerías de otros camaradas que aprovechaban el pretexto del ex-compañerismo con Lolita para saquear al comisionista, habíase impuesto la regla de conducta de sólo alternar con sus amigos en aquello que pudieran ser su igual. Por eso, ese domingo, había rehuído prudentemente el acompañarles a las carreras. Pero estaba citado con ellos para luego. Y el no ver siquiera a Sotero —habitual del «Biffí»— resultaba ya demasiado raro. *** Cenó mal. A ratos enfurecido —¡esa desconsideración sabiendo que les espero!— y a ratos inquieto —¿qué les habrá pasado?— la intranquilidad dominó al fin. Los Ramírez vivían lejos del centro; el comisionista poco tiempo antes, se había hecho construir un hotelito en el Corso Sempione, detrás del Parque, una rotonda sin pretensiones, pero coquetón y confortable y que colmaba los sueños de comerciante ya bien instalado en la vida. En aquel hotelito, Pepe —desde la primera vez que pisó su umbral para llevar la carta de presentación que le habían dado en España unos parientes para el «importantísimo hombre de negocios»— Pepe, tenía siempre la puerta abierta. Ramírez era un hombre por demás afable y cordial; su mujer gustaba del trato con toda persona que le evocaba recuerdos de su antigua profesión; ambos acogían además con efusión a todo aquel que les traía «aires de la tierra», y una fácil camaradería había seguido al momento a la carta de presentación aportada por Pepe. Mas, a pesar de la confianza establecida con el matrimonio en dos años de trato asiduo, hacíasele algo violento al muchacho presentarse allí a esas horas —(había que contar con la distancia desde la Galería Vittorio Emmanuele hasta el Corso Sempione)— como si algún derecho le asistiese para pedir cuentas de lo que —al fin y al cabo, y ello era lo más probable—, podía ser tan sólo una extraña, pero nada grave desconsideración. Ahora, que tampoco sentíase capaz Pepe de quedarse con esa duda e intranquilidad.

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Lo mejor era ir en busca de Sotero. Él lo aclararía todo. Pidió la cuenta —había cenado rápida y frugalmente: unos «anti-pasta», un «spezzatini al burro» y una «composta», y apenas si había tocado la media botella de «Casteli», vino que de ordinario saboreaba con placer. Cruzó dificultosamente por entre las mesas atestadas —(por ser día de carreras y contarse con inusitada aglomeración, el número de mesas se había duplicado y en varias habían tenido que acomodarse personas desconocidas unas a otras)— y empujando la puerta giratoria, salió nuevamente a la Galería. Esta ofrecía ahora su aspecto habitual a primeras horas de la noche. En las mesitas de las terrazas —las de los Ristorantes lujosos, de los Caffés democráticos y de los Caffés-Ristorantes intermedios— el «Biffí, el Campari, el Savani, el Cooperativo, el Commercio», la «birrería» de Gambrinus, —el público arrellanado en las butacas de mimbre o atiesado en las sillas, tomaba helados y refrescos multicolores en los que la iluminación de los grandes focos blancos ponía destellos de gemas. Grupos de paseantes cruzaban indolentemente por el centro, dando media vuelta cuando llegaban a una de las extremidades de la gigantesca cruz latina que forma el plano de la Galería, y volviendo a pasar en sentido inverso hasta llegar a la extremidad opuesta. El centro del centro comercial de Italia ofrecía decididamente no poco del paseo provinciano, en noche de verano. —El andén de mi pueblo a la hora del expreso… habíale advertido Ramírez a Pepe el primer día. Pero, alguna que otra ventana abierta seguía despidiendo vocalizaciones. Esas vocalizaciones que parecen ser el ruido característico, y hasta «congénito» de Milán. La Piazza del Duomo, casi desierta, prolongaba y acentuaba la sensación provinciana de la Galería. Para que nada faltase, unas niñas jugaban al corro en los jardincillos, cantando con voces frescas y destempladas. La Vía Torino, tan bullanguera de día, había sustituido su tráfago de horas antes por la melancolía de sus comercios con el cierre echado, y la tortuosa Vía Cappelari abría románticamente las sombras profundas de su asimétrica perspectiva. Los tranvías —ya a medio servicio— daban pausadamente la vuelta a la plaza, sin apenas hacer sonar el timbre, como comprendiendo que era inútil, que no valía la pena de molestarse en avisar a los escasos transeuntes que se les ponían delante, y menos aún a los más escasos viajeros. Y, en el centro, la oscura silueta de Víctor Emmanuel II

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sobre su encabritado corcel de bronce parecía completamente negra por contraste con la mole blancuzca —merengue apabullado— de la catedral. Tan sólo reinaba animación hacia la izquierda, debajo de los soportales, en torno a la llamada insistente de un cine. Maquinalmente, Pepe se sonrió al recordar el letrero colgado a la entrada de éste, para poner en conocimiento del público que «por orden de la autoridad, se encendería la luz de vez en cuando sin previo aviso». Y recordó también que el letrero ostentaba, en letras de a cuarta, la firma del dueño del establecimiento precedida del título de «Caballero». Mas, por intuitiva asociación de ideas, recordó asimismo al punto que Lolita había hablado de ir precisamente aquella noche a ver la primera jornada de una película anunciada «a toda orquesta», con varios días de anticipación. Decididamente, algo había pasado. ¡No había, no podía haber razón ninguna para que sus amigos le dejasen de este modo esperar toda la noche! Sí; algo pasaba, y algo lo bastante serio para que ninguno se hubiese cuidado de avisarle. Los Ramírez, Sotero y él, formaban una peña indivisible; nunca aún ninguno había dejado de acudir a una cita común sin avisar. Y la cita no había podido ser más formal ni se prestaba a equivocación posible. —¡Anochecido, delante del «Biffí», allí iremos directamente desde las carreras!— Y, de haberse visto impedido de acudir uno de los Ramírez, Sotero, Sotero, con más motivo aún, habría ido. Y de haber sido Sotero el impedido, ello no justificaba naturalmente la ausencia de los Ramírez. Poco a poco apoderábase de Pepe una intranquilidad punzante. Apeóse de la acera para poder marchar rápidamente, evitando la aglomeración delante del cine y, pasos más lejos, a la puerta del «Trianón», y casi corriendo, siguió al Corso hasta el «Hotel de la Ville», en donde había instalado sus reales, para sus nada apremiantes ni apresurados estudios, Gabriel Sotero. El hall, muy iluminado, con sus grupos de smokings y trajes descotados —mucho inglés y mucho alemán— devolvióle alguna serenidad. ¿Qué iba a ocurrir? Seguramente lo único sería que las carreras, pesadas como siempre, el bochorno de la tarde y luego la atmósfera polvorienta de la carretera por la que los carruajes tenían que regresar a la fila y casi al paso, dejaban deshecho al más fuerte. Lolita, que además, solía padecer de jaqueca, hallaríase de seguro excesivamente fatigada. El matrimonio habría, pues, regresado directamente a su casa y Sotero, encargado de comunicar que la reunión

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quedaba aplazada hasta el día siguiente, no encontrándole en seguida entre el gentío que había invadido la Galería a la vuelta del Hipódromo, o también cansado y enervado —era perezoso y comodón como pocos— se habría ido tranquilamente a acostar pensando que ya iría Pepe a buscarle… ¡El muy!… ¡No, pues si se cree que a mí se me toma por el pito del sereno!… ¡Qué caramba, si él está cansado, tampoco yo soy de roble, y no es ningún plato de gusto que digamos el aguantar durante una hora las apreturas y pisotones de esa gentuza sin decidirme a marcharme ni a entrar a cenar, por miedo a que lleguen en aquel instante y no me vean!… Que yo también podía tener otros compromisos. No parece sino que no tengo más misión en el mundo que el estar a la disposición de estos señores… Esto decíaselo Pepe Rubio «in mente», para afianzarse en la que creía su justa cólera. Pues la verdad es que no tenía efectivamente cosa ninguna que hacer, ni hubiera podido comprometerse para aquella noche con más amigos que precisamente aquellos. Empero, la auto-sugestión, cual siempre sucede, hizo su efecto. Así es que, minutos después preguntaba, rabioso, apoyado en el antepecho de cristal de la jaula del «bureau». —¿El señor Sotero? El encargado, un suizo de cara roja, pelo rojo, lentes de oro y una parsimonia de gestos y palabras que lo mismo podía pasar por flema britana que por cachaza helvética, alzó la vista del periódico que estaba leyendo y repitió la interrogación con indefinible acento exótico: —¿Il signor «Soterro»? —El señor Sotero, sí, ese mismo. Está en su habitación, ¿verdad? Ya se disponía Pepe a entrar en el ascensor. Pero, el encargado, después de consultar con la mirada las llaves colgadas del casillero, respondió, con su imperturbable tranquilidad: —El signor «Soterro» no está en su habitación. A Pepe, esta flema sacábale de quicio. Casi a gritos insistió: —Bueno, ¿dónde está entonces? ¿En el comedor? El tono destemplado debió sacudir al otro. Se puso en pie y, haciendo señas a un criado, cuchicheó con éste unos segundos. El criado desapareció; volvió al poco, y cuchicheó nuevamente con su jefe. El encargado volvióse entonces hacia Pepe que tecleaba nerviosamente el cristal que aísla el «bureau». —«Il Signor Soterro» no ha regresado aún. Pepe pareció no poder contenerse ya.

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—¿Que no ha regresado? Pero, ¿desde cuándo? —vociferó. El empleado lo miró extrañado, y con un ligero matiz de reproche en la voz (¡qué incorrección, suponer que él iba a espiar a sus clientes!): —Desde que salió, signor. —¡Imbécil! —masculló Pepe sin poderse contener. Algo pasaba… a no ser (por muy improbable que ello fuese), que la hubiesen dado esquinazo, y Lolita, Diego y Sotero, estuviesen en ese mismo momento acabando de cenar alegremente sin acordarse del santo de su nombre. ¡Qué absurdo!… Y, sin embargo… Lo pondría en claro, ¡qué caramba! Volvió a cruzar el hall en tres zancadas, curiosamente examinado por los grupos repartidos en torno a las lámparas de pantalla amarilla. —¡Qué señor más shoking! ¡Cubierto y con esos ademanes en un lugar «privado», donde hay señoras! —¡Esos latinos! —murmuró un señor alto, de cara encendida y mirada demasiado brillante, y conocido en todos los grandes hoteles de Europa por el apodo de «Lord Whilsky», Y una señorita de cincuenta abriles, inverosímilmente flaca, musitó con añoranza: —¡Son tan vehementes!… A la puerta del hotel un coche parado esperaba al cliente. Pepe precipitóse a él: —¡Corso Sempione! ¡Presto! ¡Un cliente que salía del hotel más chic! Valía la pena de darle gusto. Para poder correr mejor, antes de llegar a la estrechura —atestada por la proximidad del cine y del music-hall— del principio del Corso, el cochero dobló por detrás del Duomo. La Plaza del Palacio Real, con su soledad y su penumbra fantomáticamente iluminada por el débil resplandor de los raros faroles, y la sombra de sus herméticos edificios, impresionó desagradablemente el ánimo ya sobreexcitado de Pepe. Todo aquello parecía muerto. Incluso las estatuas pegadas a la pared parecían fantasmas. La Piazza del Duomo otra vez, ya menos solitaria: de la Galería comenzaba a desembocar gente, los que, después de la pequeña orgía del refresco, al aire libre tenían que recogerse temprano para acudir en punto al día siguiente a sus tiendas y a sus oficinas. Habían desaparecido las niñas que jugaban al corro y las vías adyacentes ofrecíanse asimismo menos desiertas.

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La Vía Dante, ancha y clara, conservando,a pesar de la hora, su aspecto de vía lujosa, con sus escaparates iluminados detrás de sus verjas protectoras, y llena de carruajes que se dirigían sempiternamente hacia el Parque en busca de frescor y quietud —y de sombras propicias— apaciguó algo al muchacho. La Piazza Castello, con las fachadas todavía iluminadas a trechos de sus lujosas viviendas y la fragancia del Parque, de una serenidad admirable en aquella noche de mayo, acabaron de disipar su inquietud y su recelo. ¡Qué imaginación más absurda, más loca la suya! De lejos, la vista del hotelito de los Ramírez, con la planta baja iluminada, su diminuta marquesina y los tiestos que engalanaban todas las ventanas —«¡Como en mi tierra, ea!»— decía orgullosamente Lolita, cuando se la felicitaba sobre sus macetas– hiciéronle recobrar incluso su buen humor. ¡Ni que hubieran infligido la mayor ofensa! Ahí estaban sus amigos, el hogar que, en su destierro constituía casi su casa familiar… todo se explicaría y ¡a reírse de ese sobresalto que le agradecerían de seguro como una prueba de sincero afecto! *** No bien hubo bajado del coche, las dos criadas italianas y una mujer ya de cierta edad, antigua acompañante de Lolita, cuando ésta, de soltera, pertenecía al teatro, y luego conservaba junto al matrimonio en unas funciones mixtas de ama de llaves, secretaria y primera doncella, precipitáronse sobre él. —¿Sabe usted algo?… ¿Qué ha pasado?… ¿Dónde están?… Pepe, asombrado ya al ver a las tres mujeres en acecho en la calle, quedóse petrificado: —Pero… ¿Ha pasado algo?… —balbuceó. Ahora, sin poder explicarse porqué, lo temía todo, hasta lo más grave. Sus inquietudes de antes adquirían la fuerza de un presentimiento. Atropelladamente, hablando todas a un tiempo, las tres mujeres le enteraron de que, haría cosa de una hora, el «signor Gabriele» había llegado como un loco, tanto es así, que a lo primero la que le había abierto le había creído borracho y, asustada, no le quería dejar entrar. Pero él, sin una palabra de explicación ni contestar a pregunta ninguna, había subido al piso superior, penetrando en el cuarto de la señora, roto a puñetazos el «secreter», cogido algo —algo com un paquete o unos papeles— en uno de los

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cajoncitos, y desaparecido en el mismo automóvil en que había venido, antes de que las tres mujeres se diesen siquiera cuenta de lo sucedido. —Pepe no daba crédito a sus oídos: —Pero ¿cómo?… ¿Qué ha entrado en el cuarto de la señora?… ¿Cómo es eso?… Las dos sirvientas, creyendo adivinar un reproche hacia ellas, disculpáronse a un tiempo: era la «signora Amalia»… ella había acudido al oir las exclamaciones… la «signora Amalia»… ella había acudido al oir las exclamaciones… la «signora Amalia» había subido tras el «signor Gabriele…» Pepe consideró a la antigua acompañante de la tiple. Alta, enjuta, severamente vestida de negro, con el pelo humildemente recogido en un moño liso en lo alto de la cabeza, una cadena de oro dándole una vuelta al cuello y cayendo luego sobre el pecho, hasta la cintura y un alfiler con una imitación de camafeo, podía pasar por una viuda respetable, una señora devota «venida a menos». Y a él siempre le había parecido una mujer anodina, fiel servidora de la casa, e intransigente defensora de los intereses de sus señores. Ahora, sin poder explicarse a sí mismo el porqué de esta repentina impresión parecíale de pronto que la tal «signora Amalia», con sus ojillos vivarachos en su rostro inmóvil, y sus labios fruncidos, tenía un aire cazurro, verdaderamente molesto, que su untuosidad y su discreción disimulaban mal una redomada hipocresía, y que, en una palabra, tenía facha más de celestina que de otra cosa. Ella debió percatarse del examen de que era objeto y de su resultado. Servilmente, completó con sus excusas las de las muchachas: —El señorito Gabriel viene aquí con tanta confianza, y entró tan violentamente que, la verdad, yo… la sorpresa… Hasta que ya se hubo ido casi ni me di cuenta… —¿Así es —interrumpió Pepe iracundo— que aquí se puede impunemente entrar y fracturar un mueble sin que se dé usted cuenta? La mujer le miró con indefinible expresión de ironía: —¡Por Dios, señorito Pepe!… El señorito Gabriel no es cualquiera… El retintín de la frase, la untuosidad repulsiva de la «signora Amalia» diéronle ganas a Pepe de liarse a bofetones con el ama de llaves. Las dos sirvientas seguían lamentándose a coro, invocando a todos los santos y vírgenes del calendario italiano. Pepe agarró de la muñeca a la «signora Amalia» y la atrajo hacia sí: —¿Qué ha cogido Gabriel?…

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La mujer, de un tirón, se separó de él y, ocultándose la cara con las manos, unió sus gemidos a los de las dos chicas, como si no hubiese oído la pregunta: —¡Ay, Jesús!… ¡Virgen Santísima!… ¡Ay mi señorita de mi alma!… ¡Ay, Jesús!… Pepe, fuera de quicio, apartóle bruscamente las manos de la cara y, casi en los ojos con voz brusca y silbante, le gritó: —Son cartas, ¿verdad?… La «signora Amalia» dio un respingo: —Y ¿cómo lo voy yo a saber?… Él estaba de espaldas… cuando yo entré en el cuarto… Pepe perdió toda prudencia: —Basta de comedias. Usted lo sabe. Son cartas, ¿verdad? La mujer, espoleada por lo imperioso de la afirmación, dejó de gemir y, en los ojos también, desafiándole con la mirada le gritó: —¿Y yo qué sé?… Usted lo sabrá cuando así lo dice… Pepe comprendió que nada sacaría de ella. Volvióse hacia las dos muchachas y las interrogó acerca de la salida de los señores: éstos habían salido por la mañana antes de almorzar, tranquilos y contentos como de costumbre… No, el señorito Gabriel no había salido con ellos, ni tampoco había venido por allí ese día hasta el momento de aquella escena aunque le había hablado por teléfono con la señora por la mañana… Pero, los señores habían quedado en volver antes de ir a cenar… porque la señora había llevado un traje de excursión y, para ir al restaurante tenía antes que mudarse… —¿Cómo un traje de excursión?… ¿No iban a las carreras?… —No… habían hablado de una excursión… de «Varese», creían… ¿Qué embrollo era ese? La «signora Amalia», haciendo, como que se enjugaba más las lágrimas ausentes, mirábale con una expresión que se le antojó de insoportable burla. Dejando a las chicas proseguir solas sus explicaciones, subió nuevamente al coche. El automedonte, muy interesado por las gestiones de tan singular parroquiano, se había bajado del pescante para no perder palabra de la escena. —Al «Hotel de la Ville» ¡al vuelo! —Al momento, señor —respondió dócilmente el automedonte mientras escalaba nuevamente su puesto. Reunió —muy despacio— las riendas y agarró el látigo. Pero, antes de arrancar, hubo de encender todavía la colilla que tenía pegada al labio inferior, y de pasarse luego por la frente un pañuelo abigarrado.

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—Bueno ¿vamos o no? —gritóle nerviosamente Pepe. —Al momento, señor, al momento –repitió sin inmutarse el buen hombre. Y todavía, a la par que examinaba si los dos faroles —uno primero, después el otro— no se habían por casualidad apagado, murmuró con convicción de filósofo llevado por su experiencia a la comprensión de los más hondos problemas: —¡Bah Una se va, otra vuelve… Con las mujeres no hay que apurarse… Por lo visto, las deducciones sacadas de la escena presenciada a la puerta del hotelito entre su parroquiano y aquellas tres mujeres habíanle llevado a la idea de que todo eso «tan raro» era una aventurilla galante, en la cual el parroquiano se veía burlado. Pepe, sin prestarle atención, le azuzó de nuevo: —¡Presto!… ¡Presto!… *** Los quince o veinte minutos que tardó el coche en desandar lo andado pareciéronle a Pepe interminable lapso de tiempo. Instantáneamente, con la rapidez con que la mente trabaja en los acontecimientos graves e inesperados se había hecho su composición de lugar acerca del suceso, y todo el marco en que hasta entonces movíanse para él sus amigos —marco de franqueza, de límpida y cordial intimidad— habíase venido abajo en un segundo, cual castillo de naipes, y encontrábase sustituido por otro de tonos trágicos y perversos. Que algo existía entre Gabriel Sotero y la mujer de Ramírez, no podía ya caber duda de ello. Esa irrupción del muchacho en el hotelito, en busca —sin cuidarse siquiera del escándalo ante la servidumbre— de algo que Lolita guardaba en su secreter —cartas con toda seguridad— no permitía vacilar a este respecto. ¿Cómo explicar si no paso tan inaudito? Y tampoco dejaba lugar a dudas que la «signora Amalia» estaba al cabo de la calle y, aunque disimulando ante las dos criadas, había ayudado a la faenita. Ella, la antigua acompañante de la tiple, la mujer de confianza de su señora, no podía por menos de estar enterada de los secretos de ésta; no podía por menos de ayudar a su ama, de ser su cómplice, tal vez el intermediario entre los dos amantes…

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Y Pepe se recapitulaba la fisonomía, los gestos que esa repugnante arpía había opuesto como un muro infranqueable a sus investigaciones, a su interés de amigo en el cual ella sólo veía sin duda pesquisas del amigo del señor, del amigo «del otro», a quien convenía igualmente despistar y burlar… Pero la cosa no podía aparecer más clara. Parecíale a Rubio que un velo muy tupido acababa bruscamente de rasgarse ante sus ojos, revelándole perspectivas en que jamás hubiera pensado, y cuya existencia comprendía ahora datar de muchísimo tiempo. Y se rememoraba actitudes, miradas de Lolita y Sotero… Sí, ahora comprendía lo forzado de ciertas cosas ese «usted» dicho aplicadamente por bocas habituadas al tuteo… Ese afán de Lolita en ponerse a cantar en cuanto entraba el valenciano —alegando el pretexto de que nadie sabía acompañarla tan bien: en realidad para, amparados tras el piano de cola recargado de fotografías y búcaros que aislaban como un biombo, poder, entre canto y canto, cuchichear a sus anchas… besarse incluso, con tanto cinismo… Y, él mientras tanto, entreteniendo inconscientemente al marido, y haciéndoles a ellos el caldo gordo, con su insistencia para que cantase más… Y se admiraba de la gentileza con que le complacían, y aseguraba a Ramírez que eso era un verdadero hogar, un hogar envidiable, que no había otra mujer como la suya… —¡Si sería primo! ¿Complacerle? ¡Qué más querían ellos! Su pensamiento, maquinalmente, retrotraíase ahora a los primeros tiempos de su amistad con el matrimonio. Sí, al principio le chocaba —lo recordaba muy bien— la libertad de vida de Lolita, su desenfado, y esa camaradería con los amigos, residuo de su paso por las tablas, pero asaz extraño en una mujer casada. Luego, no sólo se había acostumbrado a este modo de ser, sino que hasta lo celebraba, ridiculizando con ella la mojigatería de las señoras burguesas, hipócrita cortina, a menudo, de vicios y mezquindades. —Se habla de las mujeres del teatro —gustaba de repetir Lolita—, pero esas son mil veces peores. ¡Ya lo creo! Y, además, son feas y ramplonas ¿No les parece? Y todos, el marido, el amante y el amigo, repetían a coro que sí, que les parecía que tenía razón. ¡Peores! ¿Peores que qué?… Al fin cantante, resumió Pepe. La culpa se la tiene el idiota de Diego, por casarse con una mujer que sólo sirve para querida y por creer que cualquier amigacho es un caballero. Pero este pensamiento en que se exhalaba un oculto despecho contra Sotero, cuya desahogada posición contrastaba excesivamente con la suya

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propia, desvanecióse al punto ante este otro, de realidad inmediata y pavorosa. Para que Gabriel se viese en la necesidad de recuperar de aquella forma algo… cartas que le comprometían… ¿Era que el marido sospechaba?… ¿Es que se había enterado? Sí, indudablemente: eso tenía que ser. De aquí la inquietud notoria de la «signora Amalia»; temía sin duda por la vida de su señorita. Y Pepe no se atrevía ya ni a seguir los pensamientos que acudían en tropel a su mente. ¡Diego Ramírez, tan buenazo, tan noblote, tan buen amigo! ¡Y tan ciegamente enamorado de su mujer, tan confiado en la virtud de la esposa y en la lealtad del amigo acogido como pariente, como hermano! ¿Qué habría sucedido aquella tarde allá en Varese? Esto mismo de ir a Varese… Lo convenido era ir a las carreras; por lo visto, a última hora —sin duda por mediación de la Amalia esa— los dos amantes habían fraguado el plan de aquella excursión durante la cual podrían hallar momentos propicios para su intimidad… Diego, algo pesado, no gustaba de ascensiones: nada más fácil que arreglárselas para que se quedase en un restaurante y escalar solos el «Campo di Fiori» o el «Sacro Monte». Y pretextos para convencer al propio Diego e ir a Varese en lugar de ir a las carreras tampoco faltarían… Pero ¿y luego?… La pareja, demasiado segura, demasiado imprudente, habríase delatado… Ese regreso alocado de Gabriel, su empeño loco en rescatar sus cartas, en destruir la «prueba» lo decía todo… ¿Y Lolita?… Si el marido «sabía» ¿qué había pasado?… Y, Pepe, con un estremecimiento de horror, recordaba los precipicios que bordea el funicular que parte de Varese, lo fácil que es que alguien se caiga por una de aquellas escarpaduras… Y hay momentos en que el hombre más sentado, se vuelve fiera. *** ¡Ese maldito coche avanzaba a paso de carreta! Hostigó al cochero. Este, malhumorado, («¡per Bacco!» No iban a apagar un fuego y no es cosa de reventar a un caballo porque una pájara se escapa con otro primo), comenzó a echar sapos y culebras y pegó un latigazo con tal furia que la pobre bestia partió como rozada con hierro candente y que, después de pasar a galope por entre la gente que asustada

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abría calle a lo largo del Corso, paróse, resoplando y cubierta de sudor, a la puerta del hotel. En dos brincos plantóse Pepe ante la jaula de vidrio del «bureau». —¿El señor Sotero? ¿Está? El encargado, al oir la imperiosa interrogación, alzó la calva, inclinada esta vez sobre el registro de viajeros. Reconoció al impaciente visitante de antes, y con la misma flema sin demostrar siquiera extrañeza por la vehemencia de su interlocutor, señaló con el dedo en el registro una línea recién escrita, a la par que contestaba con su voz incolora y su extraordinario acento: —«Il signor Soterro» se ha marchado hace una media hora. Pepe sintió que se le paraba la sangre en las venas. —¿Marchado?… ¿Marchado cómo?… —En el ómnibus del hotel —aclaró el otro amablemente—. Iba a coger el «directísimo» para París. Y añadió sacando con parsimonia el reloj: —Ahora… sí; precisamente ahora debe salir de Milán. *** Pepe detúvose de pronto. Se pasó la mano por la frente como hombre que quiere coordinar sus pensamientos; miró en su derredor con ojos de extravío y tuvo, al «reconocerse», un suspiro hondo, hondísimo que hizo volver la cabeza a una vendedora de periódicos, junto a cuyo «cajón» habíase precisamente detenido. La mujer —una bizca sórdida, con esa edad indeterminada conque uno se representa a las brujas, y que lo mismo puede ser treinta que cincuenta años—, acercóse curiosamente y se puso a considerarle de muy cerca, con el ojo derecho fijo en él, mientras el izquierdo desviábase hacia otro punto del horizonte, en busca, sin duda, de espectáculos más recreativos. Pepe advirtió el examen y reanudó su marcha. Se hallaba en el Corso Venezia, cerca ya de la Puerta de este nombre. A su derecha, destacando su mole negra sobre el azul estrellado del cielo primaveral, elevábase la inmensa fachada del Palacio Saporiti; a su izquierda los Jardines Públicos, rebosantes de gene, de cantos y juegos de chicos, daban, a pesar de la débil iluminación de los faroles, una impresión de alegría, casi de momento diurno. Delante de él, a lo lejos, el Corso Buenos Ayres abría su ancha y populosa perspectiva, mientras que por el lado opuesto, el Corso Venezia

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aparecía más irregular y también gradualmente más angosto, hasta donde es mera prolongación del Corso Vittorio Emmanuele; vía larguísima que, por lo visto, él había recorrido en estado de completa inconsciencia, atontado, cual por golpe de maza por la noticia tranquilamente comunicada por el encargado del «Hotel de la Ville». Dio unos pasos, vacilante, y, notando de pronto un cansancio tremendo, entró en los Jardines y se dejó caer en un banco. ¡Sotero estaba ya lejos! «¡Se había fugado!» Había huído, huído de la responsabilidad que se le venía encima. Esto, por de pronto, aparecía diáfano, incontrastable… Mas ¿responsabilidad de qué?… ¿Qué había pasado aquella tranquila tarde de mayo en el idílico ambiente de Varese?… ¿De qué drama, de qué ignominia, había sido Varese aquella tarde el desenlace? Y, maquinalmente, Pepe evocaba el marco encantador y se rememoraba otra excursión hecha, la primavera anterior —hacía justamente un año— en compañía de los Ramírez y de Sotero: la llegada a las doce, con un sol de justicia, la pequeña ciudad somnolienta en sus galas domingueras. El paseo por los soportales en espera del tranvía que había de llevarles hasta el funicular, curioseando los escaparates… Lolita, niña mimada, acostumbrada a no preocuparse nunca del gasto, quería, a todo trance llevarse algo «de recuerdo». Y se desesperaba ante los comercios cerrados cuyos escaparates además solo mostraban cucharitas o servilleteros con el nombre de la localidad… —¡Como no te lleves una tarta!… —había dicho el bueno de Ramírez ante una confitería. —¡Pues no tienen mala cara! —respondió ella, siguiendo la broma. Y entonces Sotero, sin decir palabra, había entrado en la confitería y había comprado la tarta mayor de todas, una tarta (Pepe lo recordaba muy bien, con esa trascendencia que toman súbitamente a distancia los detalles más nimios) una tarta adornada con una magnífica rosa de papel amarillo. Había sido un concierto de chanzas y risas y Lolita, sacando la hermosa rosa y limpiando con su pañuelito el azúcar que se le quedaba pegada, se la había puesto a Sotero en el ojal, ante la sorpresa admirada de un corro de chiquillos formado en torno. ¡Qué ciegos, pero qué ciegos estaban Diego y él!… Luego, en el funicular, Lolita, impresionada por la altura del abismo, habíase a un momento dado, agarrado al brazo del valenciano, sentado junto a ella, mientras cerraba los ojos y exclamaba: —¡Ay, Jesús!

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Y también recordaba Pepe que arriba, mientras él, el marido, después del almuerzo, fumaban perezosamente, prolongando la sobremesa, Sotero, con el pretexto de enseñarle el panorama de los lagos con el telescopio, se había llevado a Lolita a la terraza… ¡Pero qué ciegos estaban Diego y él! Como si la camaradería que existe entre amigos pudiese extenderse a las mujeres de los amigos. Eso —pensaba ahora Pepe— serán ideas muy europeas y muy sajonas, pero está visto que en la práctica fallan siempre… Esta conclusión devolvióle a la realidad del momento. ¿Que hacer? Volver al hotelito del Corso Sempione le aterraba; sólo el pensar en ello le daba escalofríos; ¿quién sabe lo que se encontraría allí? Por otra parte, tampoco podía dejar la situación dilatarse indefinidamente. Esa incertidumbre, esa ignorancia absoluta en que se debatía, causábale una opresión irresistible. Sin pensar que a lo mejor dar algún paso… hacer alguna gestión. si Diego, fuera de ira al descubrirse burlado, había llegado a algo «sin remedio ya»… seguramente a estas horas, estaría detenido… Precisábase entonces aportarle sin tardar el consuelo, el apoyo, de una amistad verdadera, de una amistad leal y no hipócrita e indigna como la otra… Lo mejor era telefonear. Se levantó pesadamente del banco en que, minutos antes, se había dejado caer como cuerpo sin alma, y abandonó los Jardines. Por aquel sitio, y más a esas horas, era inútil pensar en poder telefonear. Delante del Palacio Saporti, un poste ostentaba su letrero de parada del tranvía. Esperó un rato, intrigadísimo, sintiéndose la cabeza de plomo y las piernas de algodón en rama. Por fin, hacia la «Porta» oyóse el tintineo del timbre, y un punto luminoso fue avanzando y creciendo rápidamente. El tranvía —noche de día festivo— venía atestado. En la plataforma, Pepe pesimista, miraba con recelo a una señora que los vaivenes de la marcha precipitaban de vez en cuando contra él: una mujer guapetona, muy endomingada, con una boa blanca, un bolso de mano de plata de tamaño descomunal, un traje de seda crujiente y el inevitable sombrero inverosimilmente florido y emplumado de la moda milanesa. Cada vez que le rozaba, la señora volvíase luego hacia su marido —un señor delgado y bajito, demasiado enclenque para tanta mujer— y le sonreía como diciéndole: «Es el tranvía, no hagas cosa». Y Pepe, al advertir estas sonrisas, inconsciente, humillado en el fondo, pensaba agresivamente: —Sí, hazte la pudibunda ¡Sabe Dios lo que tú también serás!

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El repentino derrumbamiento de su confianza en dos personas consideradas hasta entonces por él como el «nec plus ultra» de la limpieza de alma, llevábale a comprender el universo todo en su desagradable impresión actual. Al apearse en la «Piazza del Duomo», dirigióse naturalmente hacia la Galería, eje de la vida de Milán y de todo lo que en ella reside. Entró en el primer establecimiento que encontró abierto: era el «Campari», otra vez lleno con la gente que salía de los teatros y de los cines. Haciendo un esfuerzo por serenar su voz y su semblante preguntó por el teléfono al primer camarero que le salió al paso. Llevaba ya unos cinco minutos impacientándose en la reducida cabina, asfixiado por el «capitonne» de las paredes, y enervado por la impaciencia angustiosa, cuando consiguió por fin comunicación con el número de los Ramírez. Contestó la voz de la «signora Amalia»: —No han vuelto, no, señorito… No, tampoco ha venido ningún recado. No sabemos nada; no, señorito… La voz, melíflua, hipócritamente servil, dábale ganas de prorrumpir en insultos, de gritarle a esa asquerosa vieja lo que opinaba de su papel —de su indudable papel— en el asunto… Y, a una última pregunta, contestaba la voz, siempre tan untuosa: —¿Cómo voy a figurármelo, señorito?… Dijeron que a Varese… ya hace tiempo que debían de haber regresado… Y luego, otra vez los suspiros y jeremiadas de antes: —¡Ay, Jesús!… ¡Ay, Virgen Santísima!… ¡Eso es que ha ocurrido alguna desgracia!… ¡Ay, mi señorita de mi alma!… Pepe colgó violentamente el receptor: ¡demasiado sospecharía la «signora Amalia» qué desgracia podía haber ocurrido!… ¡Su señorita!… ¡Bonita señorita, sí!… Por supuesto, que tanto valdrían la doncella como la señora… Cruzó la amplia sala, curiosamente considerado por los grupos sentados en torno a las mesitas floridas y suavemente iluminadas por las lamparitas de metal coronadas por sus pantallas de seda clara. Comprendió cuánto debía de desentonar con su tipo fatigado y sudoroso, el cuello imposible, despeinado, el calzado cubierto de polvo como el de un vagabundo, en ese ambiente de lujo, mujeres en traje descotado de soirée y señores de smoking, y se apresuró a salir. Fuera, paróse, vacilando de nuevo:

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¿Dar parte a la policía? ¿Enterarse siquiera si había pasado algo, si se había registrado algún accidente… alguna desgracia en las afueras? Pero, esto ería tanto como dar parte. Sería llamar la atención sobre aquella desaparición de sus amigos… tal vez impedir que Diego pudiese ponerse a salvo… Optó por esperar al menos hasta el día siguiente. Sí, a la mañana, el misterio continuaba en casa de Ramírez, entonces, sí: iría directamente a avisar a las autoridades, y, sin hablar para nada de sus sospechas y sus temores, las enteraría, al menos, de la desaparición inexplicable del comisionista y su mujer. En el fondo, sin poderse siquiera definir esta sensación, esperaba vagamente en algo, algún hecho incógnito todavía, que vendría a borrar esa pesadilla. Su ardiente deseo de que «no hubiese sido», hacíale esperar vagamente que podría efectivamente no ser, que algo vendría a disiparlo y explicarlo todo… Mas, al entrar en su alcoba, en la pensión dormida, divisó inmediatamente sobre la mesilla de noche, un sobre a su nombre y con la mención: «Urgente». Y, rompiéndolo febrilmente, leyó estas líneas atropelladamente, escritas a lápiz y que le hicieron desplomarse sobre una silla, abrumado bajo el peso de la fatalidad, de lo «sin remedio»: «Querido Pepe: Salgo para París. Perdona me vaya así, pero no había otro remedio. Por Diego sabrás… Un abrazo, Gabriel». *** En toda la noche no pudo dormir. De madrugada, cuando ya había renunciado a pegar el ojo, rindióle el cansancio, y se apoderó de él un sueño pesado y atormentado, lleno de pesadillas pero que le tuvo postrado largas horas. Cuando despertó la luz clara y fuerte del pleno día entraba por las rendijas de las maderas. —¿Qué hora será? El reloj, impensadamente dejado la víspera sobre el mármol de la mesita, se había parado. Llamó. Nadie. Volvió a llamar.

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Nadie. Puso entonces el dedo en el timbre y no dejó de apretar hasta que sintió por el pasillo unos pasos acercarse veloces. —¡Avanti! —gritó, antes de que llamaran a la puerta. Le sorprendió ver a la chica —una maritornes desgreñada y sucia casi todo el día— muy peinada y con el delantal blanco. Esta, se excusó en seguida: —Tardé porque como estaba en el comedor… con el ruido de la mesa, a lo primero no me di cuenta de que llamaba… —Pero, ¿qué hora es? —preguntó Pepe, atónito. —Deben ser cerca de las dos. —¡Las dos! Sin reparar en la presencia de la chica, que escapó asustada, Pepe, de un brinco, saltó de la cama. —¿Quiere el desayuno? —gritó la chica, desde el pasillo—. ¿O va usted a comer? Ya están en el postre… Pero el muchacho, sin contestarla, vestíase como si temiese perder el tren. ¡Las dos!… ¡Y él allí, hecho una bestia, roncando como un bruto, sin saber lo que habría pasado durante ese mediodía, sin preguntar en toda la mañana, ni interesarse por sus amigos!… ¡Sí que se podía contar con él! Ahora, sólo le asaltaba un temor: el de que Diego le hubiese necesitado, le hubiese llamado… A medio vestir, abrió la puerta, y, con voz de trueno, gritó hacia las profundidades del lóbrego pasillo: —¡Giovannaaaaaa! Esta apareció al momento, con aire de espanto: —¿«Che vole, Dio»? —¿No ha venido nadie a preguntar por mí?… ¿Ningún recado?… ¿No me han llamado por teléfono? —¿Por teléfono? —repitió la chica abriendo muy grandes los ojos y la boca—. ¿Por teléfono, dónde? Pepe recordó que, efectivamente, hubiera sido difícil llamarle por un aparato que allí no existía. —¿Han preguntado por mí, sí o no? —insistió con toda la cólera que le infundía su propia incongruencia. —No se… creo que no… —balbuceó la chica, que por lo visto, le creía borracho o súbitamente presa de enajenación mental. —Pues entérate, idiota.

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La chica, totalmente desconcertada, salió corriendo. Al poco, vino la patrona, una mujer alta y gruesa, con voz de sargento, y a quien no asustaban ni podían asustar en caso alguno, los desplantes de sus huéspedes. Venía con aire amenazador, y esgrimiendo un manojo de llaves que podía, «si la merluza era para tanto», convertirse en arma defensiva y hasta ofensiva. Pero Pepe, ya calmada su furia, preguntóle tan sólo angustiosamente: —¿No ha venido nadie?… ¿No me han traído ningún recado? La patrona, preparada a otra recepción, tardó unos segundos en reponerse de su sorpresa. Por fin, sacó de su voluminoso pecho un telegrama y lo tendió a Pepe diciendo, muy melosa (pues se trataba de un huésped estable, puntual en sus pagos y cómodo de contentar en las comidas): —Como sé que se recogió tarde, y tiene dado orden de que no se le despierte… Pepe no había dado jamás esta orden. Pero la lectura del telegrama transportóle Instantáneamente a un mundo de ideas, harto distante del lugar en que se encontraba. El telegrama decía: «Ven inmediatamente. Acontecimiento inesperado. Ramírez». Estaba fechado en Varese y había sido puesto la víspera, a las cuatro de la tarde. Era incomprensible que no hubiera llegado ya la noche anterior. ¿Tal vez había llegado y se habían olvidado de ponerlo en su cuarto? Pero, no era cosa de detenerse en estas reflexiones. Este telegrama confirmaba sus sospechas… sus temores… Había ocurrido una tragedia, y Diego, el desgraciado, recurría, naturalmente, al sólo amigo íntimo que le quedaba… «Ven inmediatamente». Y habían transcurrido ya cerca de doce horas… Acabó de vestirse rápidamente y se precipitó escaleras abajo, sin una palabra de explicación a la patrona, que le consideraba inmovilizada por la sorpresa, preguntándose si no sería verdad, como decía la chica, que, si no borracho —de ello no tenía trazas—, su huésped no se habría vuelto loco de repente. Al llegar a la calle, Pepe cogió el primer coche, e, igual que la víspera, al dar la dirección de sus amigos, grito: —«A la stazione, ¡presto!» ***

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Coger el billete, subir al tren… no supo Pepe cómo lo hizo. Había llegado precisamente a tiempo para coger el primer tren de la tarde, el de las dos cuarenta. Ya en el vagón, una punzada en el estómago recordóle que no había almorzado… ni desayunado… que, desde la frugalísima cena de la víspera, no había entrado alimento en su cuerpo. Pero, ya, ¡paciencia! En la estación podía haber comprado una de esas bolsas de papel grasiento que contienen, por lo general, las sobras —arregladas a la buena de Dios— de la mesa redonda del «buffet». Su zozobra no le había permitido cuidarse de tales detalles, y ahora, no le quedaba otro remedio que sufrir, con resignación, hasta Varese, las torturas de un hambre verdaderamente devoradora. Además, la tarde era de bochorno, y el paño del vagón, despedía un calor pegajoso que secaba la garganta. ¡Hambre y sed! Esto, era lo único que le tenía despierto. Si no, pese a su intranquilidad, a su angustia frente al enigma que le esperaba «allí», el traqueteo del tren y el bochorno hubiesen vuelto a sumirle en ese sueño que le había tenido embargado toda la mañana y que no cesaba de reprocharse como un delito intolerable de lesaamistad. ¡Varese! Su angustia renació y se agigantó al encontrarse en el andén de la pequeña estación. ¡Ya había llegado! ¡Ya tocaba al desenlace! Dentro de unos minutos tendría sin duda que tomar parte activa en la tragedia, que consolar a su amigo infortunado… que mediar entre los dos esposos para que —si es que aún era tiempo— el castigo de la culpable fuese menos terrible… Y, si a era tarde, que procurar de todos modos ahogar el escándalo a causa del honor de las respectivas familias… que dar, con la garantía de su palabra, verosimilitud al accidente… Al salir de la estación, alzó maquinalmente los ojos, y, entornando los párpados heridos por la reverberación, divisó —allá, en lo alto—, las cumbres verdes del Sacro Monte y del Campo di Fiori… ¡Qué altura, Santo Dios!… ¿Qué secreto guardaría ese abismo extendido entre esos dos montes? Apartó la vista con horror. No le era posible sostener la vista de ese panorama. Además, que la reverberación le llenaba los ojos de lágrimas. El telegrama de Diego no daba dirección ninguna. Sabido era que los Ramírez, siempre que habían una escapatoria a ese lugar —preferido entre todos por Lolita— paraban en el Hotel del Campo di Fiori, aislados cerca del cielo, como dos novios, decía la muy pérfida. Seguramente allí estarían; al menos allí estaría Diego. Lo prudente era, por lo tanto, antes de ninguna otra gestión, ir allí a enterarse.

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Diez minutos de tranvía… unos veinte de funicular… Y, luego, no era cosa de empezar allí por ponerse a comer… Pero la Naturaleza tiene sus exigencias, a las cuales no se puede uno sustraer sin grave quebranto… Así es que, aun lamentando esta nueva demora. Pepe resolvió, lo primero, encaminarse en busca del primer «Ristorante del Commercio» o «Caffé del Risorgimento» en que poder tomar algo que le quitase ese desfallecimiento que sentía subirle del estómago a la cabeza. No bien hubo andado veinte pasos bajo los soportales de la calle principal, divisó unos veladores de mármol amparados del resol por un toldo de anchas rayas blancas y rojas. El calor…, el cansancio…, el hambre y la sed que le devoraban… En cuanto se encontró sentado ante un vaso de café con leche rodeado de bollos apetitosos, sintió tal bienestar que, sin pensar ya en el motivo que allí le traía, exhaló un hondo suspiro de satisfacción e, inconscientemente, murmuró: —¡Que bien se está aquí! Y, justo en ese momento, una voz de bajo recriminole como un trueno: —¡Ah, sinvergüenza! ¡Mal amigo! Tú aquí, engullendo, mientras yo loco de angustia… Se volvió sobresaltado: Diego Ramírez, con la ropa en desorden (llevaba el cuello y la corbata en la mano y el paja sobre la nuca) estaba ante él. Se abrazó a él casi llorando… —Diego… hijo… querido… No sabía balbucear otra cosa. Pero el otro, dándole fuertes palmadas en la espalda: —Sí, mucho querido, y hasta ahora no te dignas venir… y me obligas, en el estado en que estoy… con esta emoción… y este calorazo… y yo que soy propenso a la congestión… Me obligas a venir desde allí arriba. Cuando no has venido en seguida, pensé, es que algo le pasa, o que no sabe dónde estamos… Y, por si acaso, me decidí a bajar a ver si llegabas en el tren de la tarde, o que… Pero no creía encontrarte así, atiborrándote tranquilamente, mientras… Pepe no sabía cómo excusarse. Explicó brevemente lo sucedido: el retraso en entregarle el telegrama. —¡Pero si supieras las horas que pasé ayer!– añadió. No se atrevía a hacer alusión a la esquela de Sotero… Ni a contar la visita de este al hotelito y su huída de Milán. Consideró a su amigo: su serenidad era impresionante. Salvo el desorden de la vestimenta —que podía muy bien justificar el bochorno de la

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tarde y el hallarse poco menos que en campo—, nada revelaba al hombre que acaba de pasar por los más trágicos momentos de su existencia. ¡Qué fuerza de carácter la suya! Pero, por lo visto, el «drama» había sido puramente moral. Y Diego Ramírez ostentaba ahora la imperturbable firmeza del hombre que tiene bastante dominio sobre sí mismo para no dejarse llevar de un arrebato, pero cuya decisión, fríamente calculada, es irrevocable. A Pepe le conmovió esta actitud más que una explosión de desesperación. —Cree, Diego… —comenzó. Pero Diego, sin escucharle, habíase dejado caer en la segunda silla del velador y, abanicándose con el sombrero en la mano izquierda, con la derecha hacía seña al camarero. Este se acercó, arrastrando perezosamente los pies. —Traigame un refresco… cualquiera, con seltz, pero que esté frío… Se volvió hacia Pepe: —Hay que ser un molusco, como tú, para tomar café caliente y bollos a estas horas y con esta temperatura. Pepe le miró asombrado. Eso ya no era serenidad, era cinismo. ¡Ni siquiera aludía a su mujer! Sin recoger la desdeñosa observación, prosiguió, pero fríamente, la frase iniciada con tanta emoción y que venía rumiando durante todo el camino para el instante patético del «encuentro». —Créeme, Diego… que estoy muy contigo… hoy más que nunca puedes contar incondicionalmente conmigo. —Diego le apoyó el índice en el chaleco. —¡Guasón! Pepe se horrorizó: su infortunado amigo había perdido el juicio: ello era evidente. Reíase ahora con toda su alma. Era preciso hacerle reaccionar, hacerle reaccionar a toda fuerza… reavivar sus sensaciones… —¿Y Lolita? —decidióse a preguntar. —¿Lolita? —contestó Ramírez con escalofriante tranquilidad—. Se ha echado a llorar: igual que todas. Siempre las lágrimas por delante. —Hombre —intentó terciar Pepe—, es natural. —El único que podía haber llorado era Sotero. Porque ahora se puede decir, las cosas no podían irle peor; estaba entrampado hasta la coronilla; así es que, figúrate, esto ahora… Decididamente estaba tocado. Pues ¿no se ponía ahora a compadecer al «otro»?

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Y, sin embargo, algo había en el tono que le impedía a Pepe detenerse con certidumbre en esta idea. ¡Pero, entonces, era preciso reconocer que cínico igual no se daba! Ahora bien; eran tantas las sorpresas y los desengaños sufridos desde la víspera, que nada podía ya extrañarle! ¿Quién iba a decir también que ese matrimonio, al parecer tan unido… que aquel amigo, al parecer tan leal? Pues si no había que apurarse ¡mejor! Por él ¡Viva la Pepa! —Sotero se ha largado —anunció mirando a Diego en los ojos. —¡Toma, no faltaba más! —repuso éste sin inmutarse. —¡Ah! ¿Con que…? Bueno, hombre, bueno. Supongo que, ya en este terreno, tampoco te hará gran cosa saber que antes ha irrumpido como una furia en tu casa, ha roto a puñetazos el «secreter» de tu mujer, y… Esta vez Diego perdió su pachorra. —¡Qué bruto!… ¡Qué animal! ¿Qué necesidad tenía de romper nada? Un mueble antiguo, auténtico, sin igual… Vamos a ver, ¿quieres decirme qué necesidad tenía de?… La cosa pasaba ya de castaño oscuro. ¿Así es que lo único que le importaba a ese hombre era que se hubiera deteriorado su mueble? —Necesidad ninguna, desde luego —repuso sarcásticamente Pepe. Se conoce que la precipitación en recobrar lo que le importaba… —Eso de recobrar —interrumpió Ramírez—, poco a poco. Que de él sólo no es. ¡Fantástico! Pepe se dio un pellizco en un brazo para cerciorarse de que no soñaba ¡Increíble! Ni para contado siquiera, pues nadie le daría crédito. Sin disimular ya su repugnancia, completó: —Claro, tu mujer también tiene algo que decir… Diego soltó una carcajada: —¡Toma! Y como que ella fue quien lo eligió. ¡Lo que es tener buena mano, chico! A Pepe le pareció ahora que todo le daba vueltas. ¡Diego se reía con una gana!… De pronto, una duda le traspasó como un rayo: —Oye, ¿qué es lo que Sotero ha ido a buscar en el «secreter» de Lolita? —Pues el billete. —¿Qué billete? Ahora era Diego quien le consideraba atentamente, con los ojos gran abiertos. Y, a su vez, preguntó:

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—Pero dime: ¿no te ha explicado Sotero? Pepe, jadeante, movió negativamente la cabeza sin articular palabra, temiendo una plancha; una plancha, lo sentía, inconmensurablemente fenomenal. —Entonces —prosiguió Diego—, ¿a qué has venido? —Hombre, balbuceó trabajosamente el muchacho–, temí os hubiera pasado algo… —¡Ya lo decía yo! —exclamó triunfalmente Ramírez—. Las cosas de Lolita. Ya decía yo que si no te llegaba a tiempo el aviso, te consumirías en el «Biffí», y además que eso no son modos de avisar. Un telegrama siempre intranquiliza. Pero ella, dale que dale: empeñada en darte la sorpresa aquí, y, yo, la verdad, no insistí mucho… Como ya habíamos tenido un tiquis miquis por la mañana, cuando se le ocurrió venir aquí en lugar de ir a las carreras… Y, mira tú si fue buena la cosa. En el restaurante de allí arriba vimos por casualidad la noticia en un periódico francés, que si no… Bueno, me da frío el pensarlo. Hay una Providencia, chico, hay una Providencia. —Pero, ¿qué sorpresa? ¿Qué billete? ¿Qué Providencia ni qué niño muerto? —exclamó Pepe que sentía que se volvía loco. —El billete de la Lotería extraordinaria Parisina, que compramos a medias con Sotero, hace ya dos años. Nadie se volvió a acordar. Y, mira tú que ayer, hojeando distraídamente «Le Matin» tropieza Sotero con el notición: había salido nuestro número, ganábamos cinco millones, y hoy —un año después del sorteo— expiraba el plazo para recogerlos. Lolita se emocionó tanto y yo también, lo confieso, que decidimos quedarnos y que fuese Gabriel sólo a París… No se detuvo ni en pedir la llave del secreter… Y nosotros no pensamos en dársela tampoco… Verdad es que no era cosa de perder el tren… Ahora ¡qué caramba! podía haber descerrajado el mueble, sin necesidad de romperlo: un mueble antiguo, auténtico… Y ahora que lo pienso: el billete lo compramos aquí mismo aquel día que te dio por no venir, porque te parecía más interesante irte con aquella modista, ¿recuerdas? Si vienes, de seguro entras en la combina y te tocan tus milloncitos y… Pepe ya no le escuchaba. Y, todavía hoy se pregunta el camarero de un pequeño café de Varese, qué le pasaría a un señor «spagnolo» que, una tarde de mayo, se le había caído de bruces sobre el velador, derramando un vaso de café con leche y llorando y tirándose de los pelos que daba compasión.

LA NOVELA CORTA Año IX nº 456, Madrid, 30 de agosto de 1924 Ilustraciones de Bradley

PITIMINÍ «ETOILE» NOVELA INÉDITA

PITIMINÍ «ETOILE»

Sonó una bofetada. Luego insultos… maldiciones a media voz, contenidas a duras penas… Otra bofetada. Y, por fin, un llanto estridente, entremezclado con ayes lastimeros insultos y maldiciones… Luis Muriedas se impacientó. Llevaba más de cinco minutos en el descansillo de la escalera, frente a la puerta hermética, cuya redonda mirilla parecía desafiarle burlonamente. Llamó de nuevo, con nerviosa insistencia ya, decidido a no parar hasta que le abriesen. Dentro seguía la disputa apenas ahogada —voz recia de hombre, quejas de mujer— y el llanto degeneraba en unos jipíos histéricos. —¿Pero es que me van a tener aquí hasta la noche? —rezongó para su capote el muchacho—. ¡Así se mataran de una vez! Apretó el timbre con más fuerza, y hasta con refinamiento, conforme al ritmo de «U-na copi-ta de o-jén». Se sintió cerrar una puerta… un cuchicheo… unos pasos que se aproximan arrastrándose por un pasillo. El ojo de cobre del ventanillo que gira con cautela, y una voz bronca, irritada, que pregunta desde las impenetrables tinieblas de la casa: —¿Qué desea? Luis Muriedas quedó desconcertado. ¿Cómo explicar lo que allí le traía a una voz incógnita de ser invisible y casi pudiérase decir que fantomático? Empero, arriesgó: —Quisiera hablar con la señorita «Pitiminí». La voz se hizo aún más destemplada para contestar: —No está. ¡Habría desfachatez! ¿Y esa bofetada, y ese griterío, y estos lloros que se oían desde la calle casi!

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La furia hízole recobrar todo su aplomo. —Pues, si no está, dígale que aquí hay un autor que necesita verla. ¡Palabras mágicas! —¡Ah!… ¡Usted perdone!… Espere usted… Cerróse el ventanillo y la puerta se abrió, franqueando la entrada de un recibimiento tan oscuro, que constituía un verdadero problema saber en qué dirección convenía avanzar por él. El ser a quien pertenecía la voz introductora alejóse tinieblas adentro y abrió una puerta en la extremidad de un angosto pasillo. Una luz pobre, de cuarto interior, recortó medio metro de polvo en el suelo de ladrillos y en los jirones del papel de la pared, y dio apariencia real a una mujer de edad indefinida —lo mismo cuarenta que sesenta— calzada con unas alpargatas de forma y tono indefinible puestas en chancleta y vestida con una bata, blusón o delantal, que la envolvía desde los pies hasta la desgreñada cabeza, en un como vaho grisáceo que lo mismo podía ser gris claro sucio que gris oscuro descolorido. Luis Muriedas, obedeciendo a la callada invitación, penetró en una habitación contigua. —Siéntese —dijo muy amable la mujer—. En seguida sale mi hija. Y añadió, con una sonrisa que descubría una dentadura en mal estado, estas palabras, destinadas sin duda a disculpar la espera y la primera negativa: —Como estaba estudiando… Luis no pudo por menos de sonreir también. ¡Menudo estudio! La mujer se retiró y Luis, desde una butaca de apolillado terciopelo rojo, dedicóse a curiosear en derredor. La habitación, que llamaremos gabinete, ya que no tenía trazas concretas de alcoba, ni de comedor, ni de despacho, y que el nombre de sala la aplastaría bajo un peso que habría de resultar irónico, era, cual ya queda apuntado, de reducidísimas proporciones. Una ventana, a medias engalanada por un papel de color imitando a vidriera (y decimos a medias, porque uno de los cristales se hallaba en parte llanamente sustituido por un trozo de papel de periódico) tenía junto a ella la alegría de una jaula de un canario retozón. El moblaje componíanlo a más de un piano recto, y del juego —sofá y dos butacas— de madera negra y terciopelo rojo en lastimeras condiciones, una silla dorada, otra negra con incrustaciones de nácar, de esas llamadas filipinas, y un macetero de madera clara, con una planta artificial en un cacharro de porcelana rosa.

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Las paredes, empapeladas de un color avellana, como para acentuar la lobreguez de la estancia, estaban cuajadas de cuadros y fotografías, en marcos, dorados unos, y de peluche otros; una Virgen del Carmen a todo color; Joselito en traje de luces; una marina borrascosa y otra serena de igual tamaño; una ampliación casi de tamaño natural de un guapo mozo con traje de esgrima, apoyando gallardamente la punta del florete en el suelo y el codo izquierdo en una columna o soporte sobre la cual descansaban la careta y los guantes; y luego sendos retratos de una misma muchacha que aparecía así, en todos tamaños y diversas actitudes y con distintas expresiones, desde el gesto más dramático hasta la más abierta sonrisa, pero siempre con trajes estrafalarios y fuera de lo ordinario y común en estas latitudes, al menos en la vida corriente. Encima del piano, un San Antonio, dentro de un fanal, dos ramos de trapos, más fotografías, un metrónomo, y una pequeña reducción, en alabastro, del Patio de los Leones granadino. El suelo de ladrillos rojos y blancos, mal tapado por una alfombrilla raída. Ya había terminado Luis un rápido examen del lugar y, a falta de otra distracción, iba a recomenzar un segundo examen más detenido, cuando la señorita Pitiminí, con kimono de franela grana, sin medias, zapatillas de orillo, y tan embadurnada la cara de polvos de arroz, que, a no ser por el pelo, negro y brillante, hubiera sido imposible determinar si era rubia o morena, hizo irrupción, tendiendo al visitante sus dos manos, algo rudas y regordetas. —Perdone usted, ¡por Dios! Estaba estudiando y mi madre no quiso interrumpirme… ¡Cuánto lo siento, Dios mío!… Me perdona, ¿verdad?… Pero, ¡por Dios! No se esté usted así en pie… Luis Muriedes, un punto aturdido por tal volubilidad, contentábase con proferir unos vagos «nada… de nada…», y con mirar a la muchacha con ojos en extremo complacidos. Sentáronse, él, en la misma butaca en que antes lo hiciera; ella, en el sofá, con el busto inclinado hacia él, en actitud de espera por lo que habría de anunciarle. De estatura más bien menguada, uno de sus pies desnudos salíase casi de la pantufla apoyada en el suelo: el otro —piernas cruzadas— descubría al aire la canilla cetrina. Más bien guapa, con unos oyuelos en la barba y la mejilla en cuanto se sonreía, unos ojos grandes, oscuros y aterciopelados y, sobre todo, un aire de juventud inconfundible —no pasaba, de seguro, de los diecisiete años— ofrecía, en su desaliño, bajo su espesa capa de polvos de

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arroz, y en aquella habitación en que flotaba como un aire canallesco, el atractivo de una fragancia real en una atmósfera adulterada. Desde luego, y con todo, una verdadera niña. —Pues mire usted —decidióse por fin Luis, que la contemplaba atentamente, sorprendido de hallarla mucho más jovencita y menos bella que lo que le parecía desde el escenario, y que también, a pesar suyo, intentaba descubrir, debajo del embadurnamiento del rostro, trazas de lágrimas—; pues, mire usted, yo me he permitido venir porque, admirándola desde hace tiempo… Detúvose en el párrafo de antemano preparado, esperando un gesto, una muestra de agradecimiento por la galantería… Pero «Pitiminí» escuchábale muy seria. Prosiguió, forzando la nota: —Como usted es una de nuestras más grandes artistas… «Pitiminí» seguía recibiendo el incienso sin inmutarse. —…Una de nuestras más geniales cupletistas… Esta vez sí que le interrumpió: —Eso no me lo diga ni en broma. Me pone mala. La voz era algo seca. Imperceptiblemente colérica. —¿Es que no le han llamado a usted nunca genial? —repuso Luis, sonriéndose, para disimular su estupefacción. Pero, la otra, tranquilamente: —No, si lo digo por lo de «cupletista». Llámeme artista de varietés, tonadillera, «chanteuse» (pronunciaba «chantés») pero, ¡por Dios! ¡Mire usted que cupletista!… —Usted perdone; no creí molestarla. Se lo aseguro. Y; recogiendo velas: —Desde luego, que entre una cupletista y usted… Y terminó la frase con un silbido que expresaba a las claras toda la distancia —inmensa, inconmensurable— que hay entre una cupletista, lo que se llama una cupletista, y una artista, tonadillera o «chantés», como «Pitiminí!, que, si bien se dedica a cantar cuplés, no puede en modo alguno consentir que se la califique con un apelativo sacado de su profesión. ¡Lo que es el ser novato en andanzas artísticas! En fin, procuraría no meter ya la pata… —Pues, como le decía; a mí me parece usted sencillamente, no ya genial, sino la más genial entre —(buscó la palabra y no hallándola)— entre todas… Y, por eso, me he permitido venir a molestarla, pensando que tal

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vez querría usted estrenar algo que he compuesto —letra y música— pensando en usted, naturalmente. (Recordaba los consejos de antonio Carranza, su compañero de oficina, «ilustrador musical» de dos o tres sainetes ruidosamente fracasados, mas, en su calidad de autor estrenado, y hasta «banqueteado», hombre ducho en cuanto a Talia y Euterpe se refiere… aunque sea a luenga distancia… «Déjate de recomendaciones ni de pamplinas. Las estrellas, en el cielo, y para sus mamás. ¡No sabes tú qué ganado es ese! Les vas con una buena recomendación, te gastas el sueldo de medio mes en mandarles flores y bombones que ni siquiera te agradecen; acaricias al pomerania y aguantas a la madre; te prometen que te estrenan en seguida, y ¡que si quieres! Estrenan a los del cartel, no se vuelven a acordar del santo de tu nombre, y, cuando ya te hartas y les pides que te devuelvan tus «papeles», ha pasado de moda el fox o el tango, pongo por ejemplo, y te pueden encender la pipa con tus obras. Créeme a mí; te vas a una de esas de segunda, tercera o cuarta fila; una chica mona, que sepa algo de solfeo y esté bien de trapos y de palmito, pero que aún no haya estrenado nada. Se vuelve loca ante tu ofrecimiento, te «saca» en seguida. La noche del estreno vamos veinte amigos a repetir el estribillo, y, la noche siguiente, vamos treinta a pedir a voz en grito que nos canten esa maravilla, y ya está. ¡Vengan «etoiles» (pronunciado cual se escribe) a pedirte por favor el honor de estrenarte algo». ¡Sabios consejos! ¡Amigo inapreciable el bueno de Carranza! Al oir lo de «estrenar», la fisonomía algo inmóvil de «Pitiminí» habíase iluminado con un resplandor de honda satisfacción. Indudablemente aquel era el buen camino. —¿Y el qué es eso? —preguntó «Pitiminí» muy interesada y rascándose un codo. —Verá usted. Aquí precisamente traigo los —(no se atrevió ya a decir cuplés)— los «originales». La cara de la futura «etoile» se ensombreció. —¡Ah! Es que yo no canto más que cuplés. —Claro, claro —apresurose a rectifica Luis—. Quise decir eso. Me equivoqué. Usted perdone. Con su permiso. Desenvolvió un rollo que había dejado junto a él, en la butaca. —¿Si quiere usted que probemos en seguida? —Bueno.

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Se sentó al piano y preludió. «Pitiminí», en pie junto a él, apoyada de espaldas en el instrumento, le miraba fijamente a la cara, como si quisiese leer en su expresión lo que iba tocando. Luis, un poco turbado bajo la fijeza de esa mirada, se paró: —Si quiere usted leer al mismo tiempo… Se dará usted mejor cuenta… «Pitiminí» volvióse dócilmente y se inclinó sobre el papel de música. Pero, al punto, tornó a su primitiva posición. —¡Ay, yo no entiendo tanto garrapato! —profirió serenamente—. Yo, los cuplés, me los enseñan de memoria, ¿sabe usted? Y completó, para realzar su mérito: —¡Como tengo tan buen oído! —Claro, claro —apresurose a confirmar de nuevo Luis. Siguió tocando y canturreó también, para que la futura intérprete se diese idea. Eran tres piezas, y las tres gustaron. Una, sobre todo, cuya letra comenzaba: «Soy la más exquisita de las marquesas… Y el Rey Sol se muere por mí». Esta última, Luis hubo de tocarla hasta tres veces consecutivas. «Pitiminí», entusiasmada, y subrayando el ritmo con golpecitos de la chancleta derecha sobre el ladrillo sonoro, declaró sin perifrasis que aquello le venía como anillo al dedo, porque ella, lo que más sentía era «lo fino» y que iba a hacer una creación que se iban a repudrir de envidia todas las demás. Luis la contempló conmovido. Con la animación se le habían caído los polvos que le enyesaban la cara y le daban cierta inmovilidad de ídolo exótico o de muñeca de feria. Tenía una tez tostada, suavemente dorada, como corteza de pan bien cocido; los ojos le brillaban como brasas, y unas gotitas de sudor caíanle por el cuello dentro del escote del kimono de franela roja. Los pies, desnudos y morenos, agitábanse nerviosos como dos bichitos. ¡E iba a hacer con su cuplé una creación, «una verdadera creación». —¡«Pitiminí»! —murmuró Luis, girando sobre el taburete. Tropezó su vista con la ampliación fotográfica —descomunal— del guapo mozo ataviado de esgrimidor y que parecía retarle con su florete y su gallardía. Miró interrogativamente a la muchacha. —Es mi padre —explicó ésta con una inflexión orgullosa en la voz y un gesto maquinal para restregarse la mejilla, que no dejaba lugar a dudas respecto al «estudio» de antes ni a quien se lo propinaba—. Es maestro de armas.

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—¡Ah! —comentó simplemente Luis, poniéndose en pie y recobrada al punto su ecuanimidad. Charlaron brevemente, lo preciso para quedar de acuerdo en cuanto a la hora, etc… del primer ensayo, y se despidió. *** Los ensayos fueron bastante trabajosos. Y, lo peor, no era, como pudiese imaginar el profano, la dificultad de la música —que «Pitiminí» no había mentido al decir que tenía buen oído y, por ello «se le pegaba» el aire con aproximada precisión— sino la dificultad de la letra. Los cuplés de Luis, escritos con ciertas pretensiones literarias, comprendían muchas palabras poco usuales en el barrio castizo que tenía la gloria de ser cuna y residencia de la artista. Primero, hubo que explicarle el significado exacto de estos términos, a fin de que no los confundiese con otros de sonido parecido y significado distinto; luego, hubo que enseñarle a pronunciar exactamente tan difíciles palabras, a no decir, por ejemplo, «nucial» por «nupcial», ni el «meneo» por «himeneo». Y, luego, hubo el autor de convencerla de que esas eran precisamente las palabras que él quería, las que habían, sin variación posible, de ser cantadas, y no otras que la artista, con razón o sin ella, pero con increíble empeño, juzgaba más oportunas. Por fin, con paciencia y buena voluntad, encontráronse allanadas todas estas dificultades, y el ensayo comenzó «en serio». Sólo faltaba la mímica, pero «Pitiminí» aseguró que eso «en un día le salía», que eso «era cuenta de ella» y que no había porqué preocuparse. Los ensayos tenían siempre lugar en casa de la artista, a primera hora de la tarde, antes de la sección «vermut». Llegaba Luis, fatigado y sudoroso por la salida a esa hora temprana en ese mes de mayo ya caluroso, y por la larga ascensión hasta el «principal, B» —o sea hasta el quinto piso—, y, tras el pasillo siempre tenebroso, el gabinetito en la penumbra, con el frescor de su suelo de piedra, tenía una simpatía acogedora que casi podía pasar por impresión de íntimo bienestar. La misma decoración, el papel reemplazando al cristal ausente de la ventana, los ramos pueblerinos, y hasta las fotografías y las imágenes piadosas, contribuían a acentuar esta acusación. Tan solo el retrato del esgrimidor, con su actitud gallarda y retadora, ponía una nota destemplada en aquel ambiente, cuyo matiz canallesco ya no percibía el joven, seducido por el recogimiento de la habitación umbrosa y recoleta.

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Casi siempre estaban solos. «Pitiminí» se presentaba invariablemente desarreglada, en mujer para quien el componerse constituye no un hábito ordinario, sino una imposición del trabajo y que, al volver a su verdadera naturaleza, se sacude los perifollos y los cuelga en un rincón del camerino. Y no es que no gustase de presumir: Luis la veía peinada con esmero, con la cara «hecha». Pero, tal vez pensase que no es cosa, para andar por casa, y en confianza, de no estar a sus anchas; o tal vez también que las batas de franela y las chancletas son la indumentaria propia de toda señorita que, de puertas adentro, no tiene porqué querer lucirse. Con todo, estaba muy mona, muy golosa, y, al verla interpretar, aunque solo fuese penosamente descifrar, sus composiciones, Luis no dejaba de sentir cierta emoción de autor novel y adorador de las musas de carne y hueso. Ella, por su parte, mirábale con ojos harto tiernos. Empero, los ensayos podían haber sido presenciados, sin inconveniente alguno, por el más intransigente moralista. Y, no es que Luis fuese corto de genio… Pero ¡ese papá maestro de armas! ¡Caray, con tanto florete, tanta manopla, un peto acolchonado y un trozo de fresquera para cubrirse la cara, debían de gastarse muy poquitas bromas respecto a la honra de la familia! —Tú ándate con tiento —había dicho en respuesta a una confidencia, el sabio de Antonio Carranza—. A ver si te encuentras cogido sin querer, y mira tú que una cosa es que te estrenen tus elucubraciones, y otra que te coloquen a la niña en la calle de la Pasa… ¡Canastos! Esto daba frío sólo con pensarlo. Sin ser de sangre azul, antes bien, de familia modesta, Luis habíase educado en un ambiente de cierta distinción. Su madre, sus hermanas, todas las mujeres de su familia, eran «señoras». No, no se veía él en papel de marido de cupletista barata, y, menos aún, si cabe, en el de yerno de la mamá de la señorita «Pitiminí». Aquel día, precisamente, contra su costumbre, asistía la madre al ensayo. Ensayo «definitivo». «Pitiminí» sabíase ya al dedillo letra y música de los tres cuplés, y, la víspera, había prometido conceder por fin, al feliz autor, la alegría de cantarlos «con gestos». Luis, algo emocionado —sería chiquillada disimularlo— esperaba, senado en su taburete, que la futura se dignase decir el «¡Vamos!» con que iniciaría «la vida» de su obra. Mas la futura estrella parecía mohina. Sin decidirse a levantarse de la butaca en que estaba hundida, rascábase alternativamente —era en ella gesto habitual— uno y otro codo, balanceando indolentemente sus chan-

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cletas, con una expresión displicente en la boca prieta y los ojos fijos en la alfombrilla raída. La madre, sentada, por el contrario, con gran tiesura en medio del sofá, abanicábase con un gesto amplio de sus manos mortificadas por la repetición de los quehaceres domésticos. Luis, maquinalmente, seguía con la vista ese gesto, preguntándose, respecto a las entalladuras negruzcas que surcaban los dedos: «¿Son de la aguja o de mondar patatas?», y vagamente abrumado por ese silencio de su intérprete que ya se iba haciendo violento. La madre, con augusta serenidad, rompió el hielo: —Mire usted, Luisito, yo, al pan pan, al vino vino, y déjeme usted de cumplidos y de «hiponcresías». ¿No le parece? Luis, anonadado, levantó tímidamente un brazo, abrió la boca y la volvió a cerrar, todo lo cual, en rigor podía decir que sí, que le parecía. Así lo debió de comprender la buena señora, pues, con igual placidez prosiguió, designando esta vez a su hija: —Lo que es hoy, esta, no le sirve usted «pa na». La pobre está, que se ahoga con un pelo. Luis, cuya estupefacción crecía por momentos, volvióse hacia «Pitiminí», la cual parecía, no ya ajena en absoluto a cuanto pudiera suceder en el gabinete, sino ausente de este mundo. —Mire usted, hijo mío —continuó la madre con su cariñosa familiaridad— «pa» un cocido hace falta tocino, y el tener apuros no es ninguna vergüenza, que ya se sabe que, hoy en día, sólo las que se sueltan el pelo tienen suerte y las que son «honrás» se mueren de asco en un rincón. Pero, a Dios gracias, nosotras, tocante a eso, podemos andar con la frente muy alta. Bueno es mi esposo para consentir otra cosa —concluyó, con una elocuente mirada a la ampliación fotográfica del esgrimidor. Esta mirada le heló a Luis la sangre en las venas. No es que fuese cobarde, pero vamos… un maestro de armas… Ahora, que, por más que se devanaba los sesos, no acertaba a entender lo que se le decía. Por él, «Pitiminí» podía cruzar todo este mundo, y otros que hubiere, con la frente todo lo alta que quisiese. Y, en cuanto a la metáfora del tocino necesario en el cocido, ¡llevárale el diablo si la comprendía! Lo único cierto es que ahí debía haber una mala interpretación que convenía deshacer cuanto antes. ¿Que bueno era su esposo había dicho? —Por mi parte, señora —balbuceó—, ignoro por completo lo que pueda tener su hija y…

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—Pero, ¿no la ve usted, hijo de Dios, qué cara de dolor de tripas pone? ¿No le da a usted compasión? Luis volvióse de nuevo hacia «Pitiminí». Esta, a decir verdad, más que un sufrimiento físico cualquiera, aun aquel tan enojoso a que aludía gráficamente su madre, parecía revelar un mal humor que, antes que lástima, infundía deseos de darle una buena azotaina. —Mire usted; le diré… —contestó ya algo repuesto. —¿Qué me va usted a decir, a mí, que soy su madre? ¡Si la conoceré yo! La pobre es tan sentida y toma su arte tan a «concencia», pues claro, se repudre. Y ¿cómo no se va a repudrir, dígame usted —interrogó con súbita violencia—, si ve que a pesar de todo, su trabajo y todo lo que vale, todo ha de ser «pa» na? —¿Cómo que para nada? —preguntó a su vez con vehemente inquietud el autor en ciernes. —¡Y tanto que «pa» na! Ya le he dicho a usted que «pa» un cocido hace falta tocino. O ¿es que le parece a usted bien que salga de marquesa, y de querida «ná» menos que de «un rey como el sol», con mantón de Manila? —¡Con mantón de Manila! —rugió Luis—. Una marquesa de la corte de Versalles! —Lo de la corte —afirmó perentoriamente la madre—, lo mismo da, que no se la ve. Pero, de sobre sabemos lo que es una marquesa, y, con un traje de diez duros hecho en casa, no creo yo que salga. Y todo el que no tenga mojama en la cabeza le dirá a usted, que por lo visto no lo sabe, que a la artista lo que saca «pa lante», es el vestuario. ¿Estamos? Estaban. Luis brindóse incontinenti a pagar la cuenta de la modista. «Pitiminí» al oir el ofrecimiento, despertó del embobamiento que la tenía alejada de la realidad presente; la madre, una vez cumplido su augusto cometido, retiróse a su fregadero, y el ensayo prosiguió con una cordialidad, una gentileza por parte de ella, y una satisfacción por parte de él, que no se sabe a punto fijo (al menos no lo sabemos nosotros) si radicaban en la alegría natural de ver solucionado el conflicto que temió ver nublar el radiante firmamento de su gloria incipiente; en la de ver como, a pesar de unos pasos de rumba imprudentemente introducidos en un aire de minué, pero de los cuales fue imposible hacerla desistir, «Pitiminí» encarnaba a las mil maravillas sus versallescos personajes; o en la alegría, más compleja y no menos natural, de sentirse benévolamente considerado por una linda muchacha, de boca fresca y ojos acariciadores.

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Mas, el papá maestro de armas, en su marco de purpurina, montaba celosamente la guardia de la honra familiar. *** La noche del estreno de sus «obras», Luis Muriedas, de nervioso que estaba, no acertaba a colocarse en ningún sitio. Del camerino de «Pitiminí» al escenario, del escenario al palco de la empresa, y del palco de la empresa a la butaca número dos de la fila una, que se había reservado, amén de los naturales paseos por todos los pasillos, no guardaba punto de reposo. Y estaba pálido, demudado, y sus gestos eran, ora excesivamente bruscos, ora de un decaimiento absoluto… Daba pena. Antonio Carranza, el amigo incondicional e inseparable compañero de todas las aventuras, buenas, malas o regulares, de nuestro autor, a pesar de su adhesión, no pudo reprimir estas sabias, cuán despiadadas, por lo exageradamente francas, observaciones, destinadas a todas luces a devolver a su amigo un equilibrio notoriamente perdido en aquellos memorables instantes: —Mira, chico, si es que hay que traerte tila o agua de azahar, avisas, porque aquí no hay médico de guardia… A ver si te has confundido y te crees que estrenas el «Tristán». Mirada de carnero degollado del infortunado Luis, cuya silenciosa y elocuente demanda de gracia hubiera conmovido a un peñasco. Pero Antonio Carranza no era un peñasco, al fin y a la postre capaz tal vez de ablandarse si así lo determinase de pronto algún fenómeno geológico o biológico1, sino un autor, cual ya quedó apuntado más arriba, estrenado y fracasado, no obstante serlo también banqueteado, y, por lo tanto, incapaz, rotundamente incapaz, de conmoverse ante las angustias de un compañero en vísperas, quizás, de serlo más afortunado. Esto, aparte, claro está, de la incondicional amistad. Y, aparte también, fuerza es reconocerlo, de que el lastimero estado de ánimo de nuestro autor no guardaba relación con la causa que lo producía. Y prosiguió Carranza: —¿Que gustan tus cuplés? Ole con ole. Que no gustan, ¡paciencia y a otra cosa! Hasta te quedará el consuelo de pensar que es por culpa de la mula que los canta… 1 No pare mientes el lector en la abundancia de esta enumeración y elija el término que crea más oportuno. Nosotros, en la duda…

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Mas, ante la evocación tan clara de tan posible desdicha, Luis Muriedas salió del marasmo en que se hallaba sumido y, agarrando del brazo a su amigo, gimió patéticamente: —Calla, Antonio. Calla. Si esto no gusta, me pego un tiro. —¿Eh? —exclamó Carranza por única respuesta—. Tú estás malo. —Lo que estoy —gritó Muriedas con voz ahogada (cual cumple en toda situación verdaderamente patética)—, lo que estoy es sin un real. —Pero, ¡si estamos a cuatro! —extrañóse el otro. —Como si estuviésemos a treinta. Mejor dicho, como si el día primero no existiese para mí. ¿Entiendes? —No —declaró con fuerza Carranza. —Claro —rióse amargamente Luis (cual cumple asimismo a toda situación patética «in crescendo»)—, claro, como tú amas el arte por el arte… sin preocuparte del vil metal… —Pero, ¿qué demonios tiene que ver aquí el arte, por el arte con el vil metal, me explicarás? —rugió Carranza, en quien esta inoportuna alusión al menguado éxito crematístico de sus propios estrenos había herido las fibras más sensibles—. Palabra: tú estás loco o idiota. No es para tanto, hijo, no es para tanto. —Es para más —siguió gimiendo Luis—. No tengo un real. Debo a troche y moche, y don Prudencio… —¿Qué don Prudencio es ese? —Uno que presta. Pero ¡no me interrumpas, hombre! Pues don Prudencio me ha dejado las últimas mil pesetas porque me comprometí a devolvérselas en seis meses… pensando en «el pequeño derecho»… —¡Ah, vamos! Esta vez Carranza había comprendido. Mas no del todo, y al cabo de unos segundos de reflexión: —Bueno; pero lo que no me explico es lo que puedes haber hecho con todo ese dinero, no eres jugador, no… Un gesto de Luis se lo explicó todo; gesto que abarcaba cuanto había e el camerino de «Pitiminí» —en donde tenía lugar esta escena—; gesto que recorrió desde los trajes colgados en la pared, hasta los utensilios del tocador y los zapatos desparramados por el suelo. Quien no haya frecuentado los bastidores de los teatros de varietés —o variedades, si prefieren los puristas— pudiera creer que el sitio en que se hallaban los dos amigos durante esta conversación era uno de esos aposentos decorados con todos los refinamientos y molicies del lujo, y cuya sola

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evocación, a un espíritu sano e ingenuo apartado de las pompas infernales, sirve a un tiempo de motivo de escándalo y de afrodisíaco. Por eso, a fin de que ningún «malentendido» (cual dice la gente «chic» que veranea en Biarritz) empañe la exactitud de este relato, nos creemos en el deber de hacer constar que el tal camerino era una rinconada ingeniosamente habilitada en el hueco de la escalera con unos cuantos metros de cretona y unos tabiques movibles. Desde luego, si el caso llegaba un día, se arruinarse la empresa, no había de ocurrírsele a nadie achacar la ruina al despilfarro en el arreglo de los cuartos de sus artistas. Una tabla mal cepillada, con un espejo encima haciendo las veces de «coqueta»; por lavabo, un aguamanil de hierro; una docena de clavos haciendo las veces de perchas, consideradas por lo visto como lujo supérfluo; dos bombillas sin tulipa ni pantalla, una colgando en el centro, otra sujeta por el cordón a un clavo plantado en el espejo, y dos sillas de paja, una coja y la otra destripada; he aquí la decoración. Completada, es cierto —(pero esto no era cosa de la Empresa, sino propiedad particular y manifestación estética de la ocupante transitoria del cuarto)— por un muñeco de trapo, regalo de un admirador, unas cuantas postales iluminadas encajadas en el marco del espejo, y un negrito de madera que había «pendant» con el muñeco de trapo del otro lado del tocador y que, como todo el mundo sabe, constituye un imán poderoso para la suerte. Mas, las ropas que colgaban de todos los clavos y amontonadas sobre dos sillas; los zapatos diseminados por el suelo, y hasta los utensilios de «toilette» revelaban un verdadero lujo. Antonio Carranza quedó atónito. Luego se echó a reir, y, con tono de amigable reconvención: —¡Ah, vamos!… ¡Qué callado te lo tenías, don Juan! Luis dio un brinco cual si la broma de su amigo encerrase la más sangrienta mofa. —¡Qué don Juan ni qué niño muerto! Ahí está precisamente la gracia… —Oye, a mí con esas, no ¿eh? —interrumpióle Carranza—. No me dirás que te has gastado ese dineral y… —¡Pero si no sé cómo me lo he gastado! —gimió Luis—. Las cosas, que así han venido… Primero fueron los trajes, que si para la marquesa, que si… Bueno, y luego para lo otro… y luego ¡qué sé yo!… Pero ¿don Juan? Sí, sí. ¿No has visto tú al padre? —Yo, no.

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—Yo, tampoco. Pero le he visto en fotografía. Y ¡lo que me ha contado la vieja: un tirador de esgrima, campeón en Venezuela y en el Uruguay; no te digo más. Calló un punto, profundamente abatido, y, de pronto, sin transición, con la cara iluminada y el ademán resuelto: —Y, aunque no fuese por el padre; «Pitiminí» es honrada, honrada a macha martillo, no me cabe duda. Ahora es Carranza quien pone su mano sobre el brazo de su amigo y, muy serio: —Oye, Luis: tú estás «chalao» por esa chica. —Y aunque fuera, ¿qué? —contesta acerbamente Luis. —Que te veo de cupletero consorte. Y comprándole pitillos al tirador de tu suegro. Nada más. —¡Eres un imbécil! ¡Un mentecato! —gritó Luis, enfurecido—. «Pitiminí» es una muchacha tan decente como la primera, y una gran artista, y su padre, que no quiso contrariar su vocación, un hombre dignísimo que sabe como pocos, ¿lo entiendes? como pocos, hacer respetar a su familia. Ignora en absoluto que yo pago estas cuentas… y las pago porque me conviene, ¿lo entiendes? porque en mi interés está que «Pitiminí» cree mis cuplés a todo lujo, que mis cuplés los cree una estrella ¿lo entiendes?, no una telonera, como tú, sin duda, querrías… Por lo demás —añadió ya algo tranquilizado por este desahogo— no pienso casarme. —Tú, te casas —afirmó Carranza solemnemente, sin querer tomar en cuenta lo que pudieran tener para él de ofensivo las palabras de su amigo, cuyo arrebato disculpaba—. Tú te casas, y mira que no me equivoco. ¡Caros te salen los cuplés! *** Se equivocó. A los pocos días del estreno, que fue un gran éxito, y después del cual «Pitiminí» fue consagrada estrella por todos los periodistas amigos que, a falta de poder extenderse sobre sus condiciones artísticas, extendiéronse sobre «su lujosa presentación», Luis recibió, por correo interior, la siguiente carta: «Muy señor mío y de mi más distinguida consideración: Aunque muy doloroso me es el tener que comunicarle lo que voy a tener el honor de hacer por las presentes líneas, mi conciencia paterna, ce-

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losa siempre, a la paz que de la acrisolada fama, del porvenir de su hija, oblígame a ello. Para unos padres, caballero, y muy distinguido señor mío, nada queda oculto en cuanto se refiere, atañe o roza a la progenie, y, lo mismo mi señora que yo, ella con la alerta pupila de su vigilancia maternal, yo con los presentimientos, deducciones y comprensiones de la defensa de mi honra y cuidado exquisito de la felicidad de mi hija, hémonos percatado de la inclinación algo superior a las lindes de la pura amistad que cumple entre personas de sexo distinto, que usted, caballero, experimenta hacia esta hija nuestra, única y que, por serlo, es objeto de nuestros más acendrados desvelos. Hasta la fecha de hace unos veinte días, esta exuberancia afectiva podía en rigor y caballerosamente, justificarse por el entusiasmo del autor hacia la artista que, con su saber y su talento, ha de llevar al pináculo a unas producciones que sin ella veríanse destinadas seguramente a rampar por la tierra vil. Mas, esta fecha ya ha transcurrido y es preciso, es imprescindible, que los sentimientos recobren sus cauces naturales, y, perdóneseme «el símil», que cada mochuelo vuelva al olivo del cual no debería nunca haberse apartado; siendo aquí, cual ya habrá deducido de la metáfora el olivo, para usted, un campo distante del de mi hija, y el mochuelo usted mismo. Véome, pues, obligado, muy señor mío y de toda mi consideración, a rogarle terminantemente cese en absoluto las visitas con que tenía a bien honrar esta su casa, así como el cuarto teatral de mi hija y no creo me sea necesario, ya que usted es un perfecto caballero y sabe que yo soy puntillísimo en cuestiones de honor, recordarle más patentemente y, perdóneme este otro «símil», «de visu», o sea de viva voz, este acrisolado puntillismo mío que siempre, cual usted sabe también de seguro, he sabido imponer. Y, prefiero, para no ofenderse en su, que supongo también acrisolada dignidad, hacerle la ofensa de suponer siquiera que pudiese usted tener la intención, dejándose llevar por esta afectiva pendiente, de pretender a la mano de mi hija, ya que la disparidad entre su posición económica de usted y la de esta hija, única y mía, reservada la más esplendoroso porvenir artístico, es notoria y flagrante. Mándeme usted, caballero, como a su más humilde servidor. —Eulogio Pérez y García.» Quedóse Luis un momento anonadado, dando vueltas a esta esquela, cuyo sentido concreto hallábase por demás disimulado entre los enfáticos y sibilinos términos. La firme érale también totalmente desconocida.

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Pero, por fin, recordó que «Pitiminí» se llamaba en la realidad cotidiana Cayetana Pérez. Y suspiró desconsolado. *** Diremos, como en los folletines, que ha pasado determinado lapso de tiempo. En los folletines, entre el penúltimo y último capítulo, pasan siempre varios años; «en proporción», diremos pues, que han pasado unos meses desde que Luis recibió, del terrible maestro de armas, orden sibilina, enfática y terminante, de no volver a mirar de cerca los ojos aterciopelados de «Pitiminí». En un folletín, el héroe, acosado a tan amargo trance, hubiérase sin duda suicidado o hubiera jurado vengarse fieramente de la hija, del padre y hasta de la madre; culpable esta última, tan solo, pobre señora, de querer proporcionar a su hija un lujo necesario para, según su gráfica expresión, «salir pa lante», lo cual es muy natural. Pero esto no es un folletín. Luis se ha consolado y hasta bastante rápidamente. A ello le ha ayudado sin duda, su vanidad satisfecha de autor de moda, y «Pitiminí» es ya una estrella, sino de primera fila en el firmamento del arte varietístico, de segunda en ese otro cielo, también abundantemente estrellado, de las mujeres bonitas y elegantes que, al salir a escena, no lo hacen de un modo absolutamente desagradable. El único que no ha «digerido» todavía lo sucedido es Antonio Carranza. Así que no es de extrañar la visible satisfacción con que, al sentarse una tarde en el «Savoy», a la mesa de Luis, le espeta a boca de jarro: —¿Sabes a quién acabo de ver en un magnífico «Hispano»? —¿…? —Pues a «Pitiminí», esa muchacha «decente como la primera». Y ¿sabes quién la acompañaba, disfrutando por tanto del magnífico etc…? —¿…? —Pues, su papá; ese señor dignísimo, que sabe hacer respetar como pocos el honor de su familia. Pero la inocente «revancha» de Carranza, cual él mismo hubo de reconocer, «no dio en blanco». Luis se encogió de hombros y sin inmutarse lo más mínimo, siguió absorbiendo plácidamente por una pajita, un refresco de color indefinible– pongamos que multipolicromado– y cuyo nombre sentimos, ya que lo ignoramos, no poder indicar al lector.

LA NOVELA CORTA Año IX nº 474, Madrid, 27 de diciembre de 1924 Ilustraciones de Nuere

MI SUICIDIO* NOVELA INÉDITA

* La novela aparece con dos títulos: «Un suicidio» en la portada exterior y «Mi suicidio» en la cabecera de la primera página de interiores.

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No sufro. Esta es mi primera, mi única, impresión. Abro los ojos. Debe de ser la una de la tarde. Tal vez las dos. Un sol pálido pero que se me antoja extraordinariamente alegre, hace levemente tostada la mitad de la cortina de muselina blanca, y salpica de un polvillo dorado un trozo del suelo encerado. Estoy bien. Beatíficamente estiro los brazos, doy media vuelta; no, nada me duele. Y es tan inaudita, tan desusada ya esta sensación de «no dolor», que instintivamente murmuro: —«¡Ay, qué gusto!». Poco a poco esta sensación de contento casi animal se concreta; contemplo mi «marco»: la cama niquelada de barrotes lisos en que me encuentro; a mi izquierda, una mesilla con tapa de cristal; a mi derecha, pegado a la pared, un lavabo de porcelana, cuyos dos grifos, directamente acariciados por el rayo de sol, despiden chispas; frente a mí, entre el balcón y la puerta, un armario blanco y brillante, y, casi a mis pies, entre dos sillas, también blancas, un velador cubierto con un paño orlado de una puntilla. Maquinalmente mis ojos se aferran a esta última e intento contar sus ondas. De pronto reacciono, recobro el juego de mi pensamiento, recuerdo… Y la visión sedante de la habitación del sanatorio cede el lugar, en mi mente algo febril —y más febril a medida que se desarrolla y precisa el recuerdo—, a aquella visión horrible, pesadilla y tormento de mis delirios y de la agitación de mi sueño: la plaza de Castelar, a las seis de la tarde, la hora bruja del Madrid de las postrimerías invernales, con su ininterrumpido desfile de carruajes retorno del paseo, su cruzar veloz de automóviles, su «jazz band» natural y callejero de «clak-sons», timbres y bocinazos, su atmósfera «europea», de vida lujosa e intensa, y su sello

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inconfundible, castizo y tan suyo de pisar leve e indolente de las mujeres que pasan, pasan, sin ir a ningún lado… Y me veo, «me siento» de nuevo cruzando, desde el Banco hasta la parada del «hacia arriba»…Voy despacio, mirando cuidadosamente a diestra y siniestra, con ese miedo cerval, «paleto», que por nada en el mundo confesaría a ser viviente ninguno, que me aplico a que nada, en mi porte ni en mis ademanes pueda revelar, pero que, desde el día ya lejano —¡diez años ha!— en que arribé a la Corte para escalar el Parnaso de las musas patrias, me acucia cual sempiterna tortura cada vez que he de pasar de una acera a otra de una plaza concurrida… El recuerdo se define, se hace punzante: parece que «temo» lo que va a suceder. Y lo que va a suceder, lo que sucedió, es la cosa más banal, más imbécil del mundo; voy cuidadosamente, mirando a diestra y siniestra, parándome incluso para esquivar los autos que veo llegar lejanos. De pronto, a mi espalda, «pegado a mí», un bocinazo…Maquinalmente, por obra del pavor que me invade y tiene mis nervios desquiciados desde que abandoné la acera por la calzada, en lugar de avanzar o permanecer inmóvil, giré a medias y retrocedo… Un golpe tremendo en el costado… un grito que recuerdo perfectamente y que me subió a los labios desde un fondo tan remoto y dormido que me extrañó a mí mismo: «¡madre!», y luego la impresión de que algo monstruoso, una fuerza apocalíptica me derribaba, me anulaba… Y, luego, ya nada; no sé nada hasta aquel instante —¿cuántas horas, cuántos días después?— en que la agudeza del dolor me devolvió a la vida aquí, en esta habitación blanca, fría, algo conventual, y sin embargo dulce y sedante a los tormentos de mi cuerpo y de mi mente… —Calle, no se agite. Duerma, duerma. Estas son las explicaciones dadas a mi afán de saber, a mis preguntas ansiosas y febriles. Quien las decía —mi enfermera— tenía en su suavidad, una autoridad tan rotunda, que, a pesar de mi afán, de mi punzante impaciencia, no me atrevía a insistir. Es esta enfermera, tan blanca, tan inmaterial dentro de su toca y su blusa blancas, que sus gestos al mullirme las almohadas, al sostenerme la cabeza para darme una medicina o una taza de leche, me envuelven en una como blandura irresistible. —Calle… calle… no se agite. Duerma. Y yo, dócil, anegado en mi debilidad, callaba y procuraba dormir. Pero hoy «vuelvo a ser yo». Quiero saber. Un susurro de faldas. Ya está aquí, sosteniendo con las dos manos en alto una bandejita con un tazón humeante, mi hada protectora. Y, en ver-

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dad, que en estos primeros momentos de bienestar convaleciente, la modesta empleada del sanatorio, con su andar leve y su figura inmaculada, encarna para mí toda la bondad de los dioses. —¿Ya despertó? —Ya. Y no sufro. No me duele nada. Tengo la sonrisa y el acento triunfantes del niño que anuncia un hecho grandioso. —¿No hay fiebre? La mano, fresca y sedosa apóyase en mi frente. —¡Ajajá! ¡Qué contento se va a poner el señor duque! Ya preguntó por teléfono esta mañana; pero luego, anochecido, seguramente, volverá a preguntar: —¿Continuaré delirando? ¿Me habrán la fiebre, el padecimiento, completamente extraviado el sentido? Pero no. Me doy cuenta… No deliro… El rayo de sol, girando imperceptible, hace brillar ahora el metal de la bandeja puesta en la mesilla de noche. Toco esta bandeja; me quemo un poco al rozar la taza. Estoy en mis cabales, sí. Y bruscamente, me decido: —Oiga Vd., pero ¿qué duque es ese? En mi existencia de bohemio el único título que he conocido fue uno que le decían «el marqués» por la altivez con que pegaba los sablazos. Una noche que yo, por casualidad, tenía un duro en el bolsillo, me obligó a cambiarlo para darle dos pesetas. De esto, ya van años. Luego no he vuelto a saber de él. No creo que ahora se interese por mí hasta el punto de telefonear dos veces al día, ni tampoco que haya ascendido en su altivez sableril hasta merecer el título de duque. Mientras tal cavilo, la enfermera tiene una sonrisa, mezcla de indulgencia y de compasión. Mas, por su respuesta, no disipa la incógnita. ¡Al contrario! —¿Quién va a ser? El señor duque a quien le debe usted la vida. Y, con cierto matiz de reproche, añade alzando los ojos al techo: —¡Desgraciado! —¿Estará loca? O ¿seré yo el loco? ¡Siento una zarabanda dentro de mi cabeza! —Bueno, tómese ya la leche. ¿Quiere que le echemos un poquito de ron? ¿De coñac? Y, como aturdido, no respondo:

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—Pida lo que guste. El señor duque ha recomendado que se le den todos los gustos que permita el doctor. Y, como ya se siente más animoso… ¡Pobre! Cuando nos lo trajo, no creíamos le veríamos así tan pronto… Y vuelve a repetir, con un suspiro: —¡Desgraciado! Cierto es que fui torpe al cruzar, pero vamos… esta chica exagera. ¡Cualquiera diría que me dejé espachurrar por gusto! El recuerdo del peligro me conmueve retrospectivamente. Casi con miedo pregunto: —He estado muy grave, ¿verdad? —Gravísimo. Después de la primera cura, cuando el doctor se lo comunicó al señor duque, éste se impresionó tanto que… Ya no puedo más. Frenético grito: —Pero ¿qué duque es ese, ni qué niño muerto? Primero, sobresaltada ante mi furia, no tarda en recobrar tu imperturbable y enervante serenidad: —Claro… no sabe. ¡Pobre! Y, de pronto, cuando ya estoy a punto de insultarla, se le ocurre una idea que por la expresión de malicia con que la enuncia, debe de juzgar el colmo del ingenio: —Voy a hacer una cosa muy mala… muy mala… Le voy a traer un periódico «de entonces». Sale y torna al momento con un fajo de periódicos. Me da uno. Miro la fecha; justo, el día siguiente al atropello. Busco ávidamente. Pero la enfermera me señala en primera plana unos caracteres de a cuarta: Suicidio de un escritor. La miro atónito. Ella mueve repetidamente la cabeza con compunción, como diciendo, sí, eso hiciste tú, ¡desventurado! Y yo entonces… leo. Leo esto: Suicidio de un escritor. Ayer tarde entre seis y siete y media, ha ocurrido en Cibeles una terrible desgracia que tal vez será fatal para las Letras Patrias. Uno de nuestros jóvenes poetas de mayor y más justo prestigio entre la «elite» de nuestra inte-

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lectualidad, en un acceso de súbita desesperación que nada podía hacer prevenir, ha intentado poner fin a su vida arrojándose al paso de un automóvil. Si, Juan López y García, cuyo seudónimo «Juan de la Cumbre» brilla con tan claro fulgor en nuestra literatura, ha intentado suicidarse ayer tarde en este Madrid que no sabe bastante enorgullecerse de sus hijos más preclaros, en este Madrid que debiera ser un padre para quienes lo hacen glorioso, pero que es a menudo un padrastro incomprensivo e implacable. Afortunadamente, si es que puede emplearse esta palabra en tamaña desgracia, el auto bajo el cual se arrojó «Juan de la Cumbre» iba ocupado por su dueño el Excmo. Sr. Duque de las Siete Partidas el cual apresuróse a mandar recoger al herido y, en su mismo coche, lo condujo él mismo al Sanatorio de San Homobono en donde encareció se le atendiese con el mayor celo. Pero no contentándose con este rasgo, verdaderamente admirable, de caridad cristiana, el ilustre prócer, que tiene a gala desempeñar en nuestra sociedad el papel nunca bastante alabado de Mecenas, en cuanto se hubo enterado de la personalidad de la víctima, anunció que tomaría a su cargo todo el dispendio que haya de originar la estancia en el sanatorio del «Juan de la Cumbre». Hacemos los más fervientes votos por el restablecimiento del celebrado escritor el cual se encuentra inmejorablemente atendido por el ilustre doctor Pérez Sánchez.» He dejado caer el periódico. Quiero protestar, gritar, decir algo en fin. Pero es tanto, tan enorme lo que me sucede, que no encuentro palabras, que no sé por dónde empezar. Entonces la enfermera me entrega otro periódico y, como en sueños, leo: «Estado de Juan de la Cumbre» El ilustre poeta y ensayista Juan de la Cumbre, continúa, dentro de la gravedad, lo más satisfactoriamente posible. Las lesiones sufridas, aunque muy importantes, no necesitan, salvo complicación, intervención quirúrgica. De no acentuarse la conmoción cerebral, el paciente no se halla por ahora en inminente peligro. La desgracia hubiera sido irremediable de no ir el auto casi al paso, lo cual, según la declaración prestada por el Excmo. Sr. Duque de las Siete Partidas y por el chófer… permitió al conductor frenar antes que el peso total de vehículo pasase por encima del suicida.

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En todo el día de ayer, el desgraciado incidente de «Juan de la Cumbre» fue en el Ateneo redacciones y tertulias literarias, objeto de apasionados comentarios, siendo unánimes los comentaristas en deplorar que la falta de ambiente que aquí aflije a las más altas manifestaciones del espíritu impulsase a una de las más radiantes esperanzas de nuestras Letras, a tan falta resolución. El rasgo del duque de las Siete Partidas es asimismo objeto de los mayores elogios.» Otro periódico… Pero ya no tengo fuerzas para seguir leyendo. Basta por hoy. Y, ante la insistencia de mi enfermera brindándome el diario, cierro los ojos y hago ademán de dormirme. *** Ya hace una semana que he resucitado y aún no he desmentido esa absurda patraña de «mi suicidio». Es más, no sé ya si debo desmentirlo o no. Claro es que, como «atropellado», tengo derecho a exigir a ese duque de los demonios una fuerte, una muy fuerte indemnización. Mi derecho es indudable y la cosa no tiene vuelta de hoja. Pero… ahí están las declaraciones, rotundas, y que tampoco tienen vuelta de hoja del duque y del chófer: ellos iban, no ya a una velocidad moderada, sino despacio, despacísimo. Un capricho lo tiene cualquiera y, por lo visto, es capricho del duque ese ir en automóvil a paso de entierro de primera clase. Yo me tiré materialmente debajo de las ruedas. Incluso —añaden las dos declaraciones ambas admirablemente acordes— a punto de haberse causado una verdadera catástrofe, ya que, por salvarme la vida, a pesar de mi intención bien marcada de salirme de ella, el conductor hizo un brusco viraje con riesgo de chocar contra un tranvía. Y ahora ¿qué digo yo? ¿La verdad? ¿O sea que el automóvil me vino encima a una velocidad de desbocado, desviándose bruscamente, sin duda por una falsa maniobra del chófer, e incluso tal vez por su impericia, de su rumbo normal? ¿Toda la verdad? ¿O sea que nadie teme más que yo a los automóviles y que aquél día no sólo ni me rozó siquiera el magín la idea de suicidio, (ni ese día ni ningún otro) sino que mi miedo cerval a un atropello hacíame cruzar con excesivas precauciones dignas de un recién llegado en el corto de Guadalajara?

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¿Me creerían? Entre mi declaración, la declaración de un Juan López bohemio que no tiene donde caerse muerto, y la del opulento señor duque de las Siete Partidas, corroborada, por si poco fuese, por la de su también opulento chófer (a mí todos los chóferes me parecen opulentos) ¿quién, qué juez vacilaría? Y entonces, ¡qué ingratitud la mía! ¡Con cuánta razón o qué apariencia de razón, (para el caso es lo mismo) no podría el duque, el excelentísimo señor duque de las Siete partidas discurrir ante un selecto cuan aristocrático auditorio acerca de los cuervos que le sacan a uno los ojos después de criados, y explicar, con este patente ejemplo de la ruindad de los mal nacidos, los nacidos sin una peseta, el peligro que acecharía, de no sentarles convenientemente la mano, al orden social, a la propiedad y a los más depurados sentimientos! Sin contar que, de no sacarle la indemnización por el atropello (casi no me atrevo ni a pronunciar in mente esta palabra), ¿cómo iba yo a sufragar los gastos de mi estancia en este Sanatorio, en donde se me trata a cuerpo de rey, parte porque el duque lo ha de pagar todo, y parte porque el médico director está que no cabe en sí de gozo de tanto reclamo gratis como yo, con mi suicidio frustrado, le vengo proporcionando? Y, aunque no existieran todas estas razones, por demás concluyentes, vamos a ver, ¿qué salía yo ganando con convertirme de pronto de «ilustre suicida» en miserable atropellado? Lo primero es poético, sublime; lo segundo, grotesco. Y que, ya no soy Juan López sino, definitivamente proclamado por toda la Prensa hispana (¡y quién sabe si la extranjera!) «Juan de la Cumbre». Este nombre que he querido hacer ilustre a fuerza de trabajo y de talento (a pesar de cuanto viene diciendo la Prensa, no me atrevo a decir de genio) este nombre oscuro, «anónimo», a pesar de todo mi empeño, toda mi lucha y todas mis fatigas, helo aquí ya famoso de verdad por obra y gracia de… «mi suicidio» yo que, para poder pagar el abono de dos pesetas diarias a «La cocina de los gourmets» (¡qué mejunjes, santo Dios!) tenía que elucubrar anuncios en versos para estufas de petróleo y pastas dentífricas y, para lograr publicar alguna que otra composición «firmada» tenía que contentarme con colaborar en «El Intransigente» de Albacete y en «Ingrávida» esa «revista de la joven literatura» en que hay que escribir por amor al arte, ¿no he visto ahora acaso reproducidos dos sonetos míos, cuatro crónicas y un cuento en los principales periódicos de Madrid? Y yo, que al estrenar, siempre en Albacete, y por una compañía de aficionados

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que merecían garrote mil veces más que todos los bandidos, mi epopeya dramática «La dulzura del abismo» o «Conciencia en tinieblas» intenté inútilmente hacer publicar mi fotografía en un periódico cualquiera, uno, el que fuese, ¿no veo acaso ahora mis rasgos ilustres reproducidos en «Mundo Gráfico», «Informaciones» y «El Heraldo»? *** Hoy he tenido una sorpresa. Verdad es que tengo tantas y de tanta consideración desde hace algún tiempo, que ya no me asombraría que una princesa de sangre real viniese a solicitar mi genial mano. La cosa es que estaba yo adormilado en mi butaca (ya hace dos días que me levanto), bien arrellanado entre mis cojines, con un «plaid» magnífico (regalo del duque) sobre mis piernas, cuando la enfermera, que por cierto me mira con interés creciente y no disimulado (no es extraño: ¡soy una personalidad tan interesante!), entró a anunciarme, con cierto retintín, que «una señorita» deseaba verme. —¿Una señorita? No podía, «a pesar de todo», creer que fuese la princesa de marras, y como, la verdad, son pocas las señoritas que conozco, me quedé un punto en suspenso. La voz, harto impacientada, de mi enfermera, sacóme de mi anonadamiento. —Bueno, ¿le digo que pase o qué? Hice un gesto que lo mismo podía ser afirmativo que negativo, que dubitativo. ¿Yo qué sabía si ya no sé si estoy en sueños o despierto? Mi «hada protectora» debió tomarlo en el primero de los sentidos enunciados. Salió con gran revuelo de sus albas faldas, y, al poco, abrió la puerta para dejar pasar a una señorita. A «una señorita» tan elegantizada, maquillada y perfumada, que me costó no poco reconocer en ella a la buena de la Celes, esa Celes que hubo durante un par de meses de hacer aún más tétrica mi miseria con sus chillerías y su genio imposible, y que un día decidióse a darme la mayor felicidad que podía proporcionarme, obedeciendo, ¡por fin!, a mi súplica de irse a los mil demonios y abandonando nuestra bohardilla junto con los dos pares de medias, la camisa, el traje, los dos pañuelos y los zapatos con plantillas de cartón que componían todo su ajuar. Antes aún de haberla conocido, ya estaba en mis brazos, ahogándome con sus besos y llenándome de lágrimas.

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—¡Ay, Juanín de mi vida! ¡Ay Ninín de mis entrañas! Ya me tienes aquí, ya estoy aquí, yo, tu Cele, tu Cele, tu… Por fin conseguí librarme de su efusión y hacerla sentar en una silla cercana. Se apoderó de mi mano, y recomenzó su letanía: —¡Ay, mi Ninín de mi vida! ¡Ay, cachorrito de mi corazón!… Creí de buena fe hallármelas con una loca. Sentí miedo. Pero no, no estaba loca. Al menos no lo estaba más que de costumbre. Yo tardé en saber el motivo de su emoción, la causa de sus lágrimas y de su repentino cuan inaudito cariño: «piensa que me he querido suicidar por ella, porque me ha abandonado». Mi carcajada debió de oirse en el otro hemisferio. —¡Ay, no te rías así! —me suplicó—. Me asustas. Y como yo abría la boca para explicarme: —Calla —prosiguió—. No me digas nada. Sé todo lo que podrías decirme. Sé lo que has sufrido. ¡Pobre ángel mío! ¡Pobre Ninín! (¡Ninín! ¡Diminutivo ahora! ¡Ella que me llamaba siempre Juan Lanas!) ¿A qué luchar contra lo imposible? Explicar, ¿el qué? Ella ha sido la que se ha explicado. En cuanto supo «aquello» no tuvo ni un segundo de vacilación: siempre había pensado que yo la quería, a pesar de mi genio así…, de mis rarezas. Pero, ¡jamás!, eso me lo juraba por todos sus muertos y todos sus vivos, pudo creer que llegaría a tanto mi desesperación. Pero su amor quedaba incólume. ¡ahora lo había comprendido y me lo demostraría! Sí, ahora que ya no era una cualquiera, sino una artista, una mujer digna de mí, me consagraría toda su vida… A pesar de mi aturdimiento, y de mi resignación a «dejarme llevar», a admitir todo lo que quisiere, no pude por menos de interrumpirla y de exclamar: —¡Una artista! ¿Qué nueva fantasmagoría es esa? Tuvo tal irradiación de orgullo y de triunfo, que pareció caso guapa: —Es verdad. No lo sabes. Pues sí, el duque… —¿Pero, tú también?… —Escucha, hombre, escucha. Le fui a ver, le dije que era tu… tu «novia». Es un hombre inteligente, ¡hasta creo que le hice gracia! Se lo conté todo… —¿Todo? ¿El qué? —pregunté, esta vez realmente asustado. —Pues todo. Nuestra separación, tu desesperación, todo, lo que se dice todo. Me comprendió en seguida, y me dio un pápiro de los grandes

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de los del Palacio real. Me he puesto bien de trapitos, como podrás ver. Y, luego, se me ha ocurrido que, a que estoy «de postín», podía ser artista, lo mismo que otras. Voy a una academia de canto; ya me sé tres cuplés, dos trágicos y uno lechuga… —¿Lechuga? —¡Alegrito, hombre, alegrito. que haya «pa» todos los gustos. Y en cuanto salga del Sanatorio, y vean que estoy contigo, con el cartel que tú tienes, ¡no te digo «ná»! ¡De estrella en el Maravillas! Y después de otro abrazo apasionado, de otro lagrimeo, se fue, prometiendo venir todos los días sin falta, y dejándome en los brazos un ramo descomunal y pachucho, porque, con la emoción se había, sin darse cuenta, sentado encima. *** Cartas… cartas… tarjetas… Los periódicos, que enteran diariamente a sus lectores de los progresos de mi ilustre convalecencia, han anunciado que en muy breves días, podré abandonar el Sanatorio y «reanudar mi vida habitual de intensa meditación y trabajo». También añaden, como es natural, que, después del «trágico suceso», las Letras patrias esperan óptimos frutos de mi musa. Y llueven aquí las felicitaciones de queridísimos amigos que no conozco, o no recuerdo conocer, y demandas de colaboración, y declaraciones. *** He conocido al duque. Ayer, último día de mi estancia en el Sanatorio, ha venido él en persona, a enterarse de mi preciosa salud. Es un hombre amable, no puede negarse, y muy simpático. Con tacto exquisito no ha hecho la menor alusión a «aquello», pero se ha informado muy discretamente de mi estado económico, de mis proyectos… y, brindándome su protección para cuanto pudiera serme útil, se ha retirado, dejándome sobre la mesilla, en un sobre cerrado, un cheque de cinco mil pesetas. ¿Remordimiento? ¿Compra tácita de mi silencio? ¡Bah!

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Lo cierto es que ninguna indemnización me hubiera valido más, y que los beneficios «morales» del… del accidente, son innegables. *** En el despacho del director de «Las Noticias Madrileñas», el gran diario matutino: El director —¿Quedamos, pues, querido amigo, en que puedo contar con su colaboración diaria? Yo.– (Displicente.) Diaria… la verdad, preferiría no prometérsela. ¡Tengo que atender a tantos compromisos! ¡Me han pedido artículos en tantos sitios!… Luego, la obra que esperan en el Español… una novela… El director.– (Hecho una jalea.) Comprendo, desde luego lo que significa un nombre como el de usted. Pero vamos, aunque fuesen unas líneas diarias… Lo esencial es su firma. Yo.– (Condescendiente.) Bueno, procuraré. Pero, no prometo, no prometo… *** Cosas fantásticas me vienen sucediendo, pero la de hoy merece contarse. Ya no estamos en plena tragedia,sino en pleno sainete. ¡Lástima tenga que quedar el cuento en este diario íntimo y no pueda disfrutar nadie de la gracia que tiene! Pero, con gracia y todo, es terrible, verdaderamente terrible. Ese suicidio que no cometí acabará por matarme. He aquí si no: «La Bella Mediterránea». O sea la Celes, que ha tomado ese apodo porque su tierna infancia transcurrió en una portería de Valencia. Un camerino en el que difícilmente caben tres personas, y esto si su estatura no es mucha, porque, aunque en un sótano, este cuarto (llamémosle así) ofrece la particularidad de ser aguardillado. Estamos solos, ella sentada, «arreglándose» la cara con el mismo brío que si en lugar de menudos lapiceros de color esgrimiera las brochas de un pintor de puertas, y yo en pie, pero soy más bien bajito, así es que la escena, en cuanto a espacio, no ofrece demasiadas dificultades. Estamos de monos. Desde hace varios. Pero esto no me basta. Yo quiero una bronca, una buena pelotera, a toda orquesta, que me permita recobrar de una vez mi santa tranquilidad. ¿Cómo provocarla?

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Lo mejor, seguramente, será herir la susceptibilidad de la artista (la «Bella Mediterránea», aunque tiene una voz incomparable para pedir auxilio, es segunda estrella del «Varietés Salón». ¡Siempre «aquello», salpicaduras de la tragedia! Pero, por lo mismo que tiene de cupletista lo que yo de obispo, no permite la menor censura). La contemplo durante un rato con una expresión que espero ser de altiva ironía. Ella, indiferente, sigue embadurnándose. De pronto, dejo caer: —No quisiera apenarte, chica, pero te estás poniendo que das compasión. Y, como ella se contenta con encogerse de hombros, añado pérfido; —Verdad es que para lo que has de hacer con esa cara… He errado el golpe. Faltan unos minutos para el aviso y «La Bella Mediterránea» no está para perder el tiempo en discusiones. Pero ya no puedo más: Llevo ya no sé cuántas semanas —¡cuántos siglos!— pegado «a este amor por el que quise morir», y necesito acabar de una vez. Y hoy me siento con ánimos. Así es que, viendo la inutilidad de mis tentativas, me olvido de mis propósitos de «altiva ironía» y sin que venga a cuento, comienzo a poner a «La Bella Mediterránea» como un pingo. A ella y a toda su familia. Inútil todo. Ni siquiera vuelve la cabeza hacia mí. Entonces, ya frenético, quiero amenazarla, amenazarla con un par de tortas que me están haciendo cosquillas en las manos desde hace un rato, y que siento no podré, a pesar de toda mi poesía, contener mucho tiempo. Y grito: _Pero, ¿es que no sabes que antes que seguir así soy capaz?… No me deja acabar. De un brinco, se planta ante mí, y, tapándome la boca con la mano para no oirme, exclama al borde del ataque de nervios: —¡No! ¡Jamás! ¡Júrame, júrame por tu madre que no lo piensas! ¡Que no volverás a hacer aquello nunca! Y, abrazándose a mí, clavándome las uñas en los hombros y llenándome la cara de yeso y de colorte, añade apasionadamente: —Porque tu vida es mía, ¿lo oyes?, mía. Y, en teniéndome a mí, no tienes derecho «a atentar contra ella»!

LA NOVELA CORTA Año X nº 488, Madrid, 4 de abril de 1925 Ilustraciones de Mel

EL VIAJE A PARÍS NOVELA INÉDITA

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Don Faustino cogió el sombrero y salió a la plaza. ¡Por fin! Hacía meses; que digo meses ¡años! Sí, señores, años, y no así como así, un paz de añitos, sino, lo menos… lo menos, diez, quince. Eso es: lo menos quince años, justo, desde la boda, que anhelaba vehementemente realizar este viaje a París. De muchacho, en esas charlas del Casino en que galleaba como el primero, el viaje a París era cima obligada de sus presuntas conquistas: «¡Cuándo yo vaya a París!…» Pero esto, dicho casi por formula, porque sabido es, hasta en los más remotos villorrios de las más remotas provincias, que París… ¡Ay, París! Luego, en los tiernos paliques de la reja, al pelar esa interminable pava de su dilatado noviazgo —(no era cosa de apresurarse ¡qué caramba! Que el casorio es cosa muy seria y luego te fastidia ya para siempre)— el viaje a París era el más dulce de todos los proyectos y, a fuerza de prometerlo a la novia como el séptimo cielo, Faustinito (entonces era, para todo Villamarcial, Faustinito), Faustinito habíase llegado a creer de buena fe que su máximo deseo era verdaderamente irse a París con Carmelita, en fuga legítima, a la faz de Dios y de los hombres. Luego… ya convertida Carmelita en Carmen primero, en doña Carmen por fin, el viaje a París pasó paulatinamente a constituir el eje, la cumbre, el nec plus ultra de las ilusiones, cuidadosamente disimuladas, de su muy prosaica existencia de comerciante bien establecido y bien considerado en sus negocios y en su vida privada, exenta de nefandas fantasías. Ya, en el Casino, en lugar de aquel jacarandoso «¡cuando vaya a París!» de sus años mozos, don Faustino, de vez en cuando, en alguna de esas charlas excesivamente libidinosas, a las cuales sólo se atreven los hombres muy morigerados, lanzaba entre dos suspiros: «¡Si yo hubiera ido a París!», dando por lo visto a entender con ello que, si tal hubiese acaecido, la

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Ciudad Luz se habría hecho cruces al presenciar las aventuras de aquella reencarnación del Burlador de Sevilla. Y he aquí que de pronto, como un bólido (nunca más justa la comparación) sucediéronse esos hechos inesperados que prepararon, como por ensalmo, la realización de plan ha tanto acariciado. Don Faustino tenía un comercio —un comercio muy acreditado— de telas y «novedades» en la Plaza Mayor de Villamarcial. Uno de los fabricantes en cuya casa se surtía, en un rasgo de genialidad industrial, invitaba a todos sus clientes de España a pasar una semana en París, para visitar, según rezaba la carta circular «los agrandecimientos alto estilo» de su fábrica. Esto sí que era entender el negocio a lo grande, a lo europeo, a lo americano, decía don Faustino, y decían con él todos sus contertulios. ¿Cómo desaprovechar la ocasión? La misma doña Carmen, a quien maldita gracia que le hacía el ver marchar a su marido a aquella Babilonia, perdición irremediable de la honestidad y los sentimientos cristianos (doña Carmen pesaba noventa y cinco kilos, llevaba hábito de San Antonio, y los dos únicos compatriotas de Molière que había conocido eran una institutriz que había traído el antiguo diputado, más delgada que un espárrago y más pintada que un coche, y que, al mes de cruzarse las piernas en el Salón, descubriéndose hasta las ligas, se había fugado con Luisito, el hermano mayor de sus discípulas, y Monsieur Dubois, un viajante en sedas de Lyon, que echaba unos piropos —¡no a ella, Santo Dios!— como para sacarle los colores a un pimiento), la misma doña Carmen, en vista de que el viaje no costaba nada, y de que también lo iba a hacer Agapito, el hijo de la dueña del «Bazar Madrileño», animó al ya harto animado don Faustino: —Sí, hombre: No aceptar, sería una descortesía. Sin contar con que, siendo ese franchute tan primo como para todo eso, además de salirte de balde el viaje, podrás aprovechar para ver si otro fabricante te da los géneros más arreglados. Y, para sí añadía, contemplando la panza ya muy redonda de su esposo, y el poco pelo que le quedaba en la cabeza: «Y, como dinero, sólo lo justo has de llevar, no creo que sean muchas las juergas que puedas correrte, por muy sinvergüenzas que sean las parisinas». Con todo, la cosa no había dejado de ofrecer sus dificultades. La tienda no podía quedarse sola. De los dos dependientes, al primero se le ocurrió coger una bronconeumonía y estarse un mes con un pie en este barrio y el otro en el de enfrente; y el segundo era tan cortito el pobre, que

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cualquiera le dejaba con tamaña responsabilidad. Luego, fue don Faustino él mismo quien pescó un catarro, no nada grave, pero ¡quién se pone en camino, y nada menos que para marchar al extranjero, no estando perfectamente de salud! Por último, tantas vueltas y revueltas le dieron las amigas al dichoso viaje —sobre todo doña Sagrario, cuyo marido, también dueño de un comercio de telas no había sido invitado— que doña Carmen empezó a pensar si no sería tentar al diablo el consentir tan peligrosa aventura. Y, don Faustino era demasiado psicólogo —¿qué marido no lo es después de unos años de armonía conyugal?— para no advertir que más valía no enseñar la oreja y procurar, a la chita callando, que el tiempo tornase a bonanza. Pero los días pasaban. —¡Que yo me voy, don Faustino! —decía Agapito. ¿Qué decidimos? —Espera siquiera hasta mañana —contestaba el pobre de don Faustino—. Mañana sin falta fijamos la fecha. Mas ese mañana retrasábase de un día para otro sin trazas de llegar nunca. —Bueno, don Faustino, que de mañana no pasa —había dicho la víspera Agapito, en el billar del Casino. Y, mientras se acostaba casi sobre la mesa para lograr una carambola difícil, había añadido, con genera carcajada del coro que presenciaba su azaña: —¡A ver si es que tiene usted miedo de que le coman las francesas! Don Faustino anduvo todo el día preocupado. Como oponerse, lo que rotundamente se entiende por oponerse, no creía que su mujer llegase a tanto, después de haber convenido lo contrario. Aunque don Faustino era demasiado filósofo (¿qué marido no lo es después de unos años de armonía conyugal?) para que no se le alcanzase todo el absurdo de suponer que el haber opinado un día blanco implicase, en su esposa, la imposibilidad de opinar otro día negro. Pero, no, oponerse, no se opondría su costilla. Ahora que una cosa es no oponerse, y otra, muy distinta, no ponerse hecha un basilisco en cuanto se figurase que él podía tener en el tal ya decidido viaje, el más mínimo interés. La cosa, no me negaran ustedes, que era peligrosa de resolver. Pero Dios es grande y misericordioso, hasta con los calaveras en hipótesis.

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En la mesa, al servir la sopa, doña Carmen dijo de pronto, esgrimiendo noblemente el cucharón con la diestra: —¿Y ese viaje a París? si lo sigues dejando de un día para otro, Agapito se va a ir solo. Hoy me ha dicho su madre que ha de marchar ya pronto, para estar de vuelta para el Corpus. (Agapito, modelo de jóvenes cristianos, era hermano mayor de una Cofradía y salía, según decían los chiquillos de Villamarcial y la gente del pueblo que no entiende de gramáticas, «de pendón» en las procesiones). La emoción de don Faustino fue tan grande que hubo de beberse un gran trago de agua antes de responder, con la voz indiferente que requería el caso: —Tienes razón. ¿A qué esperar más? Puesto que ha de ser… Sostuvo durante toda la comida la actitud despectiva del hombre abrumado por una perspectiva enojosa. Al levantarse de la mesa, murmuró incluso entre dientes un «El negocio es el negocio, ¡qué se le va a hacer!» que le salió maravillosamente. Doña Carmen, que sentía una gran predilección por Agapito, tan modoso, tan buen hijo, de quien nunca se contaban esos horrores que se cuentan de otros muchachos y de los cuales, no sabemos por qué milagro, son siempre las primeras enteradas las señoras más virtuosas, doña Carmen tuvo, en su sotabarba, una sonrisa de aprobación. ¡En yendo con Agapito!… Y he ahí porque, al terminar el último bocado, don Faustino, que ya no podía más, según su propia expresión, cogió el sombrero y salió a la plaza, a que el aire todavía agrio de la primavera, le refrescase el ardor de la frente. Las sienes le estallaban como si algún genio maligno se entretuviese en pegarlas con un martillo. Y cada martillazo dibujaba, ante los ojos pacífico del bueno de don Faustino, una de esas imágenes perversas que encerraba para él el solo nombre de París: una mujer muy descotada y muy rubia, como las que se ven en las postales; una morena opulenta y con camisa de encajes, como aquella a quien había visto bailar la rumba en un viaje a la corte; en una palabra, unas cocós, como se decía en Villamarcial, de esas que, como todo el mundo sabe, en París brotan hasta del empedrado de las calles. ***

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Agapito lleva un guardapolvo color gris, una gorra «inglesa» y dos maletas gigantescas: vieja la una, nueva la otra. Don Faustino lleva un guardapolvo color café, una gorra de alpaca y, cruzándole brillantemente el pecho, la correa de un bolsillo de cuero que le cuelga sobre el costado. (No es cosa de llevar los billetes y el talón en la cartera y de sacar ésta a cada momento, ni tampoco de llevarlos descuidadamente en un bolsillo de la americana o del pantalón para luego no recordar dónde se han metido). Su equipaje se compone, amén de un baúl formidable y formidablemente atado con cuerdas, que va facturado, de una sombrerera, una maleta con funda gris ribeteada con trencillas rojas y marcada con las iniciales de su dueño, una manta con su correspondiente portamantas, y un paraguas y dos bastones (el de diario y el «de ceremonia») también enfundados en una tela gris primorosamente ribeteada y marcada. *** Hendaya. En la fonda de la estación. Don Faustino y Agapito están almorzando en la mesa redonda, rodeados de todos sus bártulos. Felizmente, el movimiento de viajeros es escaso. Don Faustino.— ¡Vaya, Agapito! ¡Vaya! Ya estamos en Francia, ¡eh! Agapito.— (Con la boca llena de omelette parmentier. Ya estamos, don Faustino, ya estamos. Don Faustino.— (Mirando en torno suyo con embeleso). ¡Por fin! ¡quién nos lo iba a decir, eh! Agapito.— (M…b…l…u…) (Frase indistinta). Sigue la masticación de la omelette parmentier, alias tortilla con patatas. Don Faustino.— Ahora, a vivir, a gozar, ¡eh, picarón! Agapito.— (Limpiándose con la servilleta el cepillo de dientes que constituye su bigote). Por mí… que no quede, don Faustino. Don Faustino.— (Ladeándose jacarandosamente su gorra de alpaca y cogiendo un palillo). ¡Pues lo que es por mí!… Ahora verás tú, Agapito…, Porque yo… porque yo…

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(No termina la frase ¿Para qué? La mirada con que abarca todo el «buffet» es de sobra explícita. Es la mirada del conquistador a quien no se le escapa una presa). En el «buffet» hay, ademas de la «demoiselle» del mostrador, que gasta gafas y frisa los cincuenta, y de los camareros, dos monjas que han sacado su cesta de la merienda que traían preparada y la están comiendo, con los ojos bajos, en una mesita apartada; una vendedora de pescado más sucia que su canasta; un señor muy sumido en la lectura de «Le Journal», y un gato que recorre familiarmente todas las mesas. *** Don Faustino y Agapito están instalados en un departamento de primera. Están solos. Pero don Faustino no pierde por ello un ápice de sus donjuanescas esperanzas. —Voy a ver lo que hay por ahí —dice de pronto, saliendo al pasillo. Agapito hace con la cabeza un gesto afirmativo, y con la mano otro gesto dubitativo que puede traducirse por: «¡Cómo usted quiera!…» «¡Allá usted!…», o también: «¡A mí piscis!…». (Mas, el dilucidar esta interpretación no es esencial al desarrollo de esta trascendental historia). A los cinco minutos, torna don Faustino. Viene radiante. Don Faustino.— ¡Chico, en el vagón que sigue a este, en dirección al furgón, hay una mujer!… (Gesto de los cinco dedos en piña contra la boca, lo cual, en toda habla de cristianos, quiere decir: ¡que me la traigan!). Agapito.— (Sin inmutarse). Bueno, ¿y qué? Don Faustino.— (Dando un brinco). ¿Cómo y qué? Pero oye, Agapito: ¿es que tú eres tan memo como se cree tu madre? Agapito.— (Socarrón). Lo que mi madre se crea correrá parejas con lo que se crea doña Carmen, ¿no es eso, don Faustino? (Don Faustino se pone como un tomate. Como un tomate maduro, se entiende). Pero Agapito prosigue, con indescriptible superioridad: Digo ¿y qué?, porque a mí, las alhajas en vitrina no me dan ni frío ni calor. Yo, soy más práctico, más positivo… Don Faustino.— No entiendo, Agapito. Agapito.— Pues la coas está clara. A mí, las mujeres, de cerca, de cerquita.

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Don Faustino.— (Risa picaresca que le agita la panza y hace bailar el bolso). Anda, ¡y a mí! Agapito.— Pues entonces, ¿qué diablos le puede a usted importar que haya en aquel vagón una que sea así o asao, si no ha de ser para usted? Don Faustino.— (Gallardo y calavera). ¡Nunca se sabe! Agapito.— Vamos, don Faustino, no sea usted majadero. Por muy… que sean las gachís de esta tierra, no van a venirle a usted a la mano, como los canarios amaestrados. Don Faustino.— Hombre, no digo tanto. Pero a veces la casualidad… Me da a mí el corazón que este viaje va a ser épico. Sí, señores, sí, épico. No rebajo ni una letra. Agapito.— (Que, por lo visto, no es tan memo como se cree su madre). Usted sí que es épico, don Faustino. *** Poco a poco ha ido cayendo la noche sobre los campos velozmente atravesados por el tren. Don Faustino, que ha permanecido con la nariz aplastada contra los cristales hasta «la última gota de luz», como dice Agapito que concilia sus prosaicas ocupaciones de comerciante con el cultivo de las Musas (tuvo una flor natural en un certamen presidido por el obispo, el gobernador y el alcalde, y, de cuando en cuando, aparece en «El Adelantado de Villamarcial» alguna suave poesía firmada Lirio del Valle, lo cual, como no ignora ninguno de sus conciudadanos, es su seudónimo en lides literarias). Don Faustino permanece ahora sentado frente a Agapito, con las manos cruzadas sobre su bolso de cuero, y esa expresión de inteligencia en suspenso que, bajo todas las latitudes del mundo, (al menos todas aquellas en que viven estos simpáticos mamíferos) llámase «de vaca que ve pasar un tren». Han regresado hace unos minutos del vagón-restaurant, en donde han comido unos mejunjes imposibles, servidos por unas camareras de cofia de tul negro y modales bruscos. (Empero, este vagón-restaurant, a nuestros dos héroes, los ha deslumbrado como una película de esas en que los protagonistas aparecen rodeados de todos los lujos de una existencia ultra-refinada, y, apenas abren una puerta, se encuentran para recogerles el sombrero, el abrigo y el bastón desdeñosamente tendidos, con un señor de frac, que parece un diplomático, y que luego resulta ser el criado-bandido que ha de robar el testa-

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mento o con una doncellita como las que salen en las revistas sicalípticomundanas, pero que no es tal doncellita, sino hija de un lord y entrada a servir por amor al lujo del rey de los gusanos de seda). Don Faustino, que, según dice gráficamente su costilla, «es capaz de tragarse un buey», casi no ha probado bocado, y ello, no por lo escasamente apetecible de la minuta, sino debido a lo excesivamete sugestivo de la vecindad. En otra mesa cenaba —¡y sola!— aquella mujer que… (véase más arriba). Don Faustino.— (Muy emocionado). Oye, Agapito, ¿sabes, una cosa? Agapito.— (Que no es ningún cateto, no se vayan ustedes a creer. Con suficiencia). Sí, que ahora, sólo nos falta usar pijama. En cuanto llegue a París, me compro uno. Don Faustino.– ¡Qué pijama, ni qué niño muerto! ¡Iba yo a pensar en…! Buena se pondría mi Carmen, si le saliese yo vestido como una cupletista. Agapito.— (Encogiéndose de hombros con el egoísmo de quien no siente aún el dulce cuán abrumador peso del yugo). Pues, lo que es yo, ¡vaya si me lo compro! Y bajo con él a la tienda, a dar el opio a las parroquianas. Don Faustino.— (Molesto porque no ha podido aún explayarse). Sí, ¡las tres o cuatro mujerucas de aparejo redondo que entran a comprarte carretes de hilo y te creerán vestido de presidiario! Pero, no se trata de eso. Quiero decirte si te has fijado… (Aquí un gesto expresivo de la barbilla hacia la mesa vecina). Agapito.— (Volviéndose, y, sin poderlo remediar). ¡Rezambomba!… (Pero, ante la cara de triunfo de don Faustino, se corrige al punto, y, todo lo displicente que puede). Bueno ¿y qué? Don Faustino.— (Escandalizado). ¿Te harías ascos? Agapito.— No, señor, ni mucho menos. Pero, ¿qué sacamos con eso? Don Faustino.— (Fatuo). Tú, tal vez nada, pollino, Pero… Agapito.— ¡Ja, ja, ja!… Me dirá que usted?… ¡Ja, ja, ja! Don Faustino.— (Picado). Yo no te digo nada. Pero que se ha fijado en mí, y que no me quita el ojo, es indudable. Agapito.— ¡Ja, ja, ja! Pero, hace mal en reirse. Tanto como decir que aquella señora de la mesa vecina, no le quita el ojo a don Faustino, es decir mucho. Que se ha fijado en él, y le mira con frecuencia, no se puede negar.

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Es una mujer alta, gruesa, un poco catedralicia, género particularmente apreciado en Villamarcial, en donde, pese a los incontables kilos que adquieren en seguida sus respectivas esposas, y que podían hastiarlos de la carne por aquello de que «todos los días perdiz…» el refrán que asume el ideal de los villamarcianos es aquel tan castizo de que «no hay mejor espejo que la carne sobre el hueso». Tiene, la dama viajera, un pelo de un dorado que echa ascuas, una boca de un carmín que echa sangre, unas ojeras que deben de haber contribuido a la escasez y alza del carbón, y un perrito japonés, pekinés, o javanés (perdone el lector que no entendamos mucho de especies caninas) que asomaba una cabeza como una bola de borra, de un saquito de seda negra. Vestida con una elegancia muy bastante para conquistas ferroviarias, tiene unas perlas —collar, pendientes y sortija— que, aun falsas, deben, por su tamaño, de haber costado un dineral. Y ¡vaya si le mira a usted don Faustino! Y, no sólo le mira, sino que le sonríe… Qué digo le sonríe: le guiña, sí, señores, le guiña un ojo. Don Faustino no sabe qué hacer. Tímidamente, inicia, a su vez, una sonrisa y un guiño que él cree de lo más picaresco. —Oye, Agapito, ¿tú en mi lugar, qué harías? Pero Agapito, tan despreciativo, tan superior, tan seguro de sí mismo siempre, está también algo desconcertado. Su experiencia tenoriesca limítase a los éxitos, aunque bastante numerosos, no muy halagüeños, logrados con unas distinguidas señoritas que viven en una casita de persianas invariablemente echadas, del camino que va al cementerio. No es esa experiencia que pueda venir al caso. Envidiosillo, conténtase con responder con una mueca que en concreto no quiere decir nada. Lo mismo se la puede traducir por «usted verá», como por «¡allá cuidados! o por «no me gusta entrometerme en asuntos ajenos». Don Faustino está cada vez más perplejo. Mueve el azúcar del café con el ceño fruncido del sabio entregado a las más trascendentales cavilaciones. Su experiencia amorosa corre parejas con la de Agapito. Es más dilatada, porque él es mayor en años, y la refuerzan, es cierto, el recuerdo de una visita hecha, durante un viaje a Madrid, a una casa sino igual absolutamente en apariencia, al menos en lo que pudiéramos llamar «la hospitalidad de su espíritu» a aquella recoleta que oculta todas las sardanapalescas

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orgías de las fuerzas vivas de Villamarcial, y el otro recuerdo —¡cuán áspero, Señor, en su obligadas penitencia!— de una conquista doméstica sorprendida por las iras de la esposa ultrajada. ¿Le hablará? Pero… ¿y si se tira una plancha? ¡Una señora tan señorona! Además, que don Faustino, en francés, no sabe ni dar los buenos días; ni decir que sí, como no sea con la cabeza. ¡Y ese Agapito, mala uva, que ni siquiera exterioriza el asombro de que seguramente es presa! En esto la Dulcinea se levanta. Muy, muy lentamente, cruza el vagónrestaurant, y al llegar a la puerta, vuélvese a medias, y clara, rotunda, asesina, dirígele a don Faustino anonadado, la más incitadora de las sonrisas. Don Faustino queda tan turbado que no piensa siquiera en hacer reconocer su victoria por Agapito. Súmese en un mar de dudas, de confusiones. No se atreve a creer en lo que ha visto. Maquinal y febrilmente, tómase el café de un sorbo, y, luego, sigue disolviendo con la cucharilla unos hipotéticos terrones. —¡Don Faustino! ¡Don Faustino!… —¡Eh!… ¿Qué?… ¿Qué pasa?… Al sentir la mano de Agapito sobre su brazo, don Faustino vuelve en sí con sobresalto. Parece caer de otro planeta. Agapito.— Pero, hombre de Dios, ¡la cuenta! ¿no ves usted que esta señorita lleva un hora esperando? Junto a la mesa, tiesa y severa como la mismísima Justicia, la camarera espera a que Monsieur despierte de su embeleso. Agapito ya ha pagado su cuenta. (Fue cláusula incondicional del viaje de los dos amigos, la completa independencia y separación de gastos). —¡Ay! Perdón. Don Faustino verifica su factura, saca apresuradamente el dinero, se equivoca, paga, por fin, y vase seguido de Agapito, de la cariñosa exclamación de la camarera a su compañera: «¡Non, mais quelle moule!» Exclamación que, ni don Faustino ni Agapito entendieron, pero que, por su entonación, comprendieron significaba algún juicio escasamente lisonjero. ***

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Poco a poco, ha ido cayendo la noche sobre los campos velozmente cruzados por el tren. Don Faustino permanece ahora sentado frente a Agapito, con las manos cruzadas sobre su bolso de cuero, y esa expresión de inteligencia en suspenso que, bajo todas las latitudes del mundo (al menos todas aquellas en que viven estos simpáticos mamíferos), llámase «de vaca que ve pasar un tren». Han regresado hace unos minutos del vagón-restaurant. Agapito, calla. Don Faustino hace lo propio. Pero, bajo su frente, no muy ancha, las ideas se agolpan con estruendo de tambores. Tras esa mirada inmóvil y que acabamos de comparar a la de uno de nuestros más simpáticos mamíferos; tras esas pupilas grisáceas, cual si no se hubieran determinado a ser francamente azules y ligeramente saltonas, cual si no se decidieran jamás a ese gesto demostrativo de cólera o de terror que, según los más acreditados folletineros, se llama «salirse de sus órbitas», tras esa apariencia inocente y tranquila, pasa y torna a pasar con la insistencia de un hierro candente, la imagen, espero de todas las voluptuosidades que pueden concebir un cerebro de villamarcialino, de la dama opulenta y oxigenada, del vagón-restaurant. Hay que tomar una determinación. Desperdiciar tamaña ocasión sería necio en demasía. Pero… ¿y si se tira una plancha? La perspectiva de verse injuriado por aquella opulenta matrona, ante un corro divertido formado por todos los viajeros acudidos al escándalo, hace desistir a don Faustino de todos los aventurados proyectos en que sucesivamente se detiene su torturado magín, y el más atrevido de los cuales consiste en buscar a la hermosa en su vagón y en declararle por señas —las dos manos sobre el guardapolvos, a la altura del corazón y cara de éxtasis— la avasalladora pasión que ha encendido en su pecho. Poco a poco, la noche ha ido cayendo totalmente. Ya, por los cristales de las ventanillas, sólo se divisa una sombra densa que parece querer penetrar en el coche. Hace ya buen rato que se han encendido, en el techo, esos dos ojos redondos que han de velar el sueño inquieto, agitado (tan tan… tan, tan tan… tan, tan tan… tan, tan tan…) del tren. Agapito cierra el libro de Belda, en cuya lectura se hallaba sumergido. Se quita los zapatos, se afloja los tirantes, y se tiende cuan largo es. Don Faustino dispónese a imitarle, con un suspiro —¡ay!— salido de

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lo más profundo de sus insatisfechas ilusiones, cuando la puerta del pasillo se abre violentamente, dejando paso a un gorro de cuartel, como el que usan nuestros legionarios, a una cara más bigotuda que lo que suelen ser las de los soldados, a una blusa kaki, como la de los pintores, con un número gigantesco izquierdo, y que sirve de funda a un cuerpo que, por las trazas, podía ser muy bien el de un carabinero. Pero, no era tal. Aquella aparición correspondía sencillamente a la forma corpórea y terrestre de la madame encargada del aseo y servicio del vagón. —¿Los señores no necesitan nada? —preguntó con voz bronca y ese acento peculiar al mediodía de Francia que parece mascar ajo y cebolletas. Como ninguno respondía, repitió la pregunta en un español macarrónico. —No, gracias, nada —dijo por fin don Faustino. —Bien. Y se fue, cerrando la puerta de un golpe. Don Faustino no volvía de su asombro. —¡Qué marimacho, santo Dios! —La verdad es, comentó Agapito, que para guardia civil no tenía precio. Don Faustino sacó de la maleta unas magníficas zapatillas de orillo, y comenzó a descalzarse con toda parsimonia. ¡Qué se le iba a hacer! La vida está llena de tentaciones. ¡Conformidad! Torna a abrirse la puerta del pasillo, con igual energía que antes. Torna la madame-guardia civil. Y pregunta con voz de mando: —¿Ustedes quieren estar solos? Don Faustino y Agapito se miran. —Digo, insiste ella, dando con el pie en el suelo, ¿que si quieren estar solos? ¿Si no quieren que entren más viajeros? ¿Si quieren dormir, c’est compris? —¡Ah!, ya. Pues claro que queremos dormir, dice Agapito que ya estaba casi dormido. Y, como no creo que vaya a entrar nadie… Claro, corrobora don Faustino. No parece que vaya a haber mucho movimiento… ¡Oh! ça dépend, ça dépend, dice el carabinero-hembra, con tono que no admite réplica. A lo mejor, cuando ustedes están bien tranquilitos, dur-

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miendo, yo, que soy quien tengo cuidado del coche, tengo que meter aquí a algún viajero… O a varios… ¿Comprenden? Comprenden. Bueno, dice don Faustino con resignación. Si no nos molestan, mañana le daremos a usted una buena propina. —¿Cuánto? —pregunta imperturbable aquella diosa. —Hombre… pues… ¿qué te parece, tú? —pregúntale don Faustino a Agapito en voz baja. —Yo creo que un duro… diez reales cada uno, contesta éste en igual tono. —Sí, eso es, asiente don Faustino. Y, dirigiéndose nuevamente a la madame: —Un duro… —¡Oh! —exclama ésta indignada. ¡Jamais de la vie! No ser bastante eso. —¡Caray! —sueltan a un tiempo nuestros dos héroes. Y, tras nueva consulta en voz baja: —Vaya, pues dos —dice dolorosamente don Faustino. —¡Oh tampoco! Eso ser una miseria —replica desdeñosamente el carabinero. —Diez francos, dice Agapito pensando que no habrá entendido. —Diez francos… Eso es: diez francos —repite como un eco don Faustino agitando contra la cara bigotuda de la madame sus dos manos con los dedos muy separados. Pero ella, imperturbable: —No basta. Y, como ellos callan, aterrados, deja caer con voz que promete cuanto enuncia: —A lo mejor, cuando estén bien tranquilitos, yo tendré que meter aquí algún viajero, con niños, a lo mejor, o con perritos… —Bueno, salta Agapito frenético: ¿cuánto quiere usted? Y ella, muy decidida: —Veinte. Veinte francos il me faut. Diez cada uno. Don Faustino y Agapito, primero horrorizados, sacan por fin la cuenta de que, con el cambio, aquello es mucho menos de lo que parece. —Sea —dice don Faustino. Le daremos los veinte francos. Y, con un suspiro que parte el alma, añade: —¡Para pasar la noche solo!

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Esta vez, el carabinero se ablanda como por ensalmo. Con voz insinuante, musita: —Si el señor no quiere pasar la noche solo, hay en el tren una gentile petite femme… —¡Ya lo sé! —no puede por menos de suspirar don Faustino. —¡Ah le pícaro! le coquin ¡qué ya lo sabe! —exclama la madame guardia civil con una risa que descubre unos dientes de bruja. Y ¿quiere que yo se la traiga, la gentile petite femme?… ¿Sí?… A mí, nadie puede decirme nada. Yo soy la encargada del vagón. ¿Sí?… ¿Lo quiere, este pícaro, coquin? —¡Hombre, yo!… ¡hombre, yo!… repite don Faustino apoplético. —¡Ah le pícaro, le coquin! —repite ella, con su risa de bruja, saliendo del departamento. —¡Vaya tomadura de crepé, don Faustino! —dice jubiloso Agapito cuando se ha cerrado la puerta. Pero, claro… Le ha visto a usted tan tenorio, que a lo mejor ha tenido miedo de que también a ella… ¡Ja, ja, ja!… —No tiene maldita la gracia —contesta don Faustino malhumorado. Al fin y al cabo, será porque yo no quiera, que aquélla, durante la cena, bien me miraba, no me lo negarás… *** El departamento en que Agapito ronca a pierna suelta y don Faustino intenta en vano conciliar el sueño, hállase sumido en las más completas tinieblas. Han apagado la luz, echado las cortinillas de los cristales que dan al pasillo, y únicamente ilumina el departamento, muy de cuando en cuando, la débil luz de algún farol en una estación pueblerina cruzada sin detenerse. Don Faustino, en su vela, medita tristemente. Una conquista, la más grande de su vida, y no aprovecharla… Pagar diez francos por dormir, y no cerrar el ojo… De pronto, siente abrirse, muy despacito, con grandes precauciones, la puerta del pasillo. Y, antes de que sepa lo que le sucede, antes siquiera de que le dé tiempo a asustarse, siente una forma femenina apelotonarse junto a él, dos brazos que se le echan amorosamente al cuello, y una voz —¡cuán dulce es su sonido!— murmurarle con ternura infinita, en un español de tras los montes: «¿Por qué, por qué no decías a mí que tú desirabas haberme? ……………………………………………………………… ***

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Cuando don Faustino despertó, un sol radiante invadía el coche, poniendo toques de oro y de optimismo a los cristales, en los asientos, y en los equipajes de mano. Agapito, en pie en medio del departamento, se hacía trabajosamente el nudo de la corbata, ciencia de la que presumía. —¿Qué, se ha dormido, eh, don Faustino? Parece que la noche no ha sido mala… —¡Y que lo digas, chaval! —respondió don Faustino con tal fatuidad y tal contento, que Agapito se le quedó mirando estupefacto. Don Faustino se incorporó, y, dándole una palmadita protectora en el hombro: —¡Vaya con este pobre Tenorio! ¿Que si la noche ha sido buena, eh? ¡Ja, ja, ja! Y, con voz estentórea, gritó un «¡Viva Francia!» que le podría haber merecido la Legión de Honor. —Pero, ¿qué le pasa a usted, don Faustino? —preguntó Agapito inquieto. ¿Ha tenido usted alguna pesadilla? —¿Una pesadilla, dices, muchacho? Y, a por b refirióle don Faustino, a Agapito atónito, su primer noche de Francia. —¿Eh, qué dices a esto? Agapito, verdaderamente, no sabía qué decir. —¿Me lo jura usted, don Faustino? —Por éstas, afirmó don Faustino besándose los dedos en cruz. —Fantástico, don Faustino. ¡Fantástico! Y… ¿está usted seguro de que era la del vagón-restaurant? —¿Cómo que si estoy seguro? —exclamó don Faustino ofendido. —Como estaba a oscuras… —Pero ¿es que me crees tan pazguato que necesito luz para distinguir y conocer a una mujer? Si hay pelusa… ¡aguantarse, pollo! ¡Aguantarse! —Está bien, hombre. No es para ponerse así tampoco. ¡Enhorabuena! Y… que caigan muchas, don Faustino. —Gracias. Pero, la armonía estaba rota. Agapito no podía disimular su envidia; don Faustino no podía perdonar se extrañase uno tanto de sus facultades conquistadoras. Aunque la verdad era que él mismo no las hubiera nunca creído tan irresistibles. ***

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Ya se dibujan, a ambos lados de la vía, esos hotelitos de un mal gusto tan refinado y tan pulcro que constituyen las afueras de París. De cuando en cuando, fábricas, hacinamientos de arrabales obreros. En el tren nótase la agitación de la llegada próxima. Los viajeros empiezan a sacar sus maletas al pasillo. Un inglés sale del tocador llevando flemáticamente extendida sobre el brazo una toalla rusa multicolor. Un niño, despertado a la fuerza, llora con desconsuelo. Don Faustino y Agapito acaban de arreglarse febrilmente. Se abre de un golpe la puerta del pasillo: la madame-carabinero. Sin una palabra, presenta la mano abierta a Agapito, y se guarda, con un «merci» más seco que un latigazo, los diez francos convenidos. Luego, vuélvese en igual forma hacia don Faustino. Este, a su vez, le entrega los diez francos. Pero, en lugar del «merci» esperado, la madame suelta una sarta de improperios entre los cuales torna, como un leit-motiv en ópera wagneriana la palabra asaz comprensible aun para los que no saben francés: «¡cochon!». Don Faustino y Agapito se hacen cruces. ¿Qué quiere decir eso? ¿A qué viene ese escándalo? Agapito, más sereno, puesto que no va con él, consigue por fin interrumpir a la furia: —Pero, vamos a ver: ¿No le ha dado a usted este señor igual que yo? —Precisamente, ladra ella con el gorro de cuartel caído sobre una oreja y el bigote erizado. Es tan cochon, que eso ha hecho, sí, señor, eso: me ha dado igual que usted. Exactamente igual. ¡Diez francos! Y su puño, amenazador, agítase furiosamente junto a la cara descompuesta del pobre don Faustino. —Pues, si le ha dado a usted lo mismo que yo, insiste Agapito. —Pero no ha sido el mismo service, me parece —clama la arpía. Con usted, no he pasado la noche, ¿verdad? Y, con este cochon, sí… ……………………………………………………………… —¿Qué le pasa a usted don Faustino? —preguntaba con sorna Agapito, media hora después, en el taxi que los conducía al hotel. —Quisiera morirme —contestó don Faustino con unan voz tan lamentable que parecía, en efecto, provenir ya de ultratumba.

LA NOVELA CORTA Año II nº 40, Madrid, 16 de febrero de 1924 Ilustraciones de Gil Vicario Prólogo de Artemio Precioso

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A MANERA DE PRÓLOGO

—Vamos a ver, querida Margarita; va usted a confesarse con un padre ignorante, muy ignorante, de una encantadora ignorancia. Dígame, ¿dónde nació? —En Madrid; por más señas, en la calle de las chuletas, alias, del Conde Romanones. Se ha dicho a veces que yo era extranjera; ya ve usted que puedo hasta presumir de castiza. —¿Qué edad tiene? Porque usted aun la puede decir sin suprimir… —Pues, sin suprimir, le diré, aunque me hace poca gracia, que voy —a pesar mío, desde luego— hacia los veintiséis. —¿De cuándo data su vocación artística? —Empecé a dibujar antes que a leer, y, cuando aún no levantaba tanto así, ya quería ser pintora. Luego la pintura se quedó en segundo término. —¿Parece que lo dice con melancolía? —No lo niego. He pintado mucho; tuve que dejarlo a causa de la vista; pero sigo con la misma afición. —¿A qué edad empezó a escribir? —Eso se pierde en la noche de los tiempos. El primer artículo lo publiqué a los quince años, en la revista inglesa The Studio. —¿Cuántos países conoce? —Francia, admirablemente, y Alemania, bastante bien. He vivido temporadas más o menos largas en Bélgica y en Italia, y he viajado asimismo por Austria y por Hungría. —¿Cuántos idiomas habla? —El francés no me atrevo siquiera a contarlo entre mis idiomas extranjeros, pues lo hablo y escribo igual que el español. Hablo, además, el alemán, y chapurreo el italiano. Pero, si esto le parece poco, añada usted, para darme pisto, que sé hasta media docena de palabras húngaras. ¡Ah!, se me olvidaba: también sé saludar en vascuence, y pronuncio divinamente an Cambó, escolta noy y Editorial Minerva. Esto por el gran éxito del libro que me publicó. No deje de poner este reclamo disimulado.

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—¿Qué concepto tiene de la mujer española, de la mujer francesa, de la mujer norteamericana, de la mujer alemana y de la mujer inglesa? —Todas me parecen igualmente preciosas, inteligentes, elegantes, bondadosas, etc., etc. Ya sabe usted que me tachan de antifeminista. No escribo en un sitio sin que, a los dos días, el director no reciba unos cuantos anónimos en que se me pone como no digan dueñas; y esto, como usted comprenderá, me es muy desagradable. Esta vez espero que los anónimos que usted reciba dirán todos que soy la escritora que más vale, la más simpática, etc., etc. ¡Figúrese qué alegría! —Y del hombre español, ¿qué opina? —Como entre los hombres españoles han de estar mis lectores, opino, naturalmente, que es el superhombre por excelencia. ¡Cualquiera se pone a mal con la clientela! —¿Cree que se le debe ceder el asiento a las señoras en el tranvía? —Desde luego. Como que yo, al subir a un tranvía completo, no dejo nunca de cruzarlo de plataforma a plataforma, por ver si así alguien se siente galante, para que yo deje de sentir mis tacones. Desgraciadamente, hay hombres muy distraídos. —¿Es partidaria del divorcio? —Como que no comprendo el matrimonio sin esa válvula de escape. Ahora que le confesaré que yo creo que las fórmulas huelgan siempre y no sirven de nada; y, si huelgan en el matrimonio, ya no existe el problema del divorcio; pero esto no lo ponga, que luego El Debate se mete conmigo y me da mucha pena. —¿Y del voto femenino? —Mi criterio en este punto es sobradamente conocido. Claro que hay gente que asegura que ello obedece a no haber vislumbrado todavía la posibilidad de ser elegida concejala o diputada. —¿Tiene disculpa para la infidelidad del marido? —Siempre…, siempre que no sea yo la que tenga que disculpar. —¿Cuál cree que siente más envidia, el hombre o la mujer? —Pongamos que en esta cuestión no tienen que envidiarse nada. —¿Cuál cree que es la mujer más inteligente que ha existido o existe? —Yo, ¡qué duda cabe! Esto no deje de decirlo, ero como si fuera opinión de usted; porque yo, como todo interviuvado, soy un colmo de modestia y discreción. —¿A cuál escritor clásico admira más? —A Saint-Simon. Verá usted: yo me eduqué con un profesor francés

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que tenía la mala sangre de hacerme aprender de memoria páginas y páginas de Corneille, Racine, Boileau, y hasta oraciones fúnebres de Bossuet. A Saint-Simon me lo encomiaba mucho, claro está, pero sin hacerme aprender nada de él, porque le parecía escabroso. Este sistema me inspiró un odio feroz hacia Boileu, Corneille, etc., y una devoción sin límites por ese Saint-Simon de quien no tuve nunca que aprenderme nada. —¿Y de los contemporáneos? —De los españoles no puedo hablar; si cito a uno, ¡qué conflicto con los demás! Uno lo tomarán a desaire personal, y otros me despreciarán por no haberlos comprendido. Y no puedo tampoco citar a ningún extranjero, pues entonces dirían que yo también soy de esas personas que admiran sólo lo que viene de fuera. —Una anécdota de su vida… —Podría inventar alguna muy bonita, para apabullar a los demás imaginativos; pero prefiero contarle algo real, que creo tiene bastante gracia. El primer sitio en donde escribí aquí fue en La Ilustración Española y Americana; la dirigía entonces mi ilustre amigo Fernández Flórez. Yo no había pisado jamás una redacción ni visto nunca a un director de periódico. En las revistas extranjeras, en donde colaboraba hacía ya varios años, creían que yo era un hombre. Pues bien: el ir aquí a ofrecer un artículo me causó tal emoción, que le entregué mis cuartillas a Flórez con la vista baja, azoradísima, y salí escapada, sin pronunciar palabra. Luego supe que Flórez había dicho: «Esa chica debe de ser tonta; una niña cursi que le hará versos al canario, como si lo viera». Pero leyó el artículo y, con gran asombro suyo y mío, me encargó en seguida otro. —¿Cuál de sus libros prefiere? —La trampa del arenal, una novela actualmente en prensa. Claro es que, en cuanto se publique, ya no la podré ver, y preferiré otra obra no escrita todavía. —¿Por qué prohibió un obispo su libro La condición social de la mujer en España? —Melquiades Álvarez dijo en el Congreso que porque yo denunciaba allí los manejos de ciertos sindicatos. Pero yo creo que se equivocó; la verdad es que aquel buen obispo quiso favorecerme. Pensó, sin duda: «He aquí a una mujer que se ha pasado varios meses trabajando en un libro de Sociología, total para vender seis ejemplares, cifra media alcanzada en España por esta clase de libros; pobrecilla, vamos a ayudarla un poco». Y,

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con una nobleza y un desinterés que yo nunca agradeceré bastante, me hizo ese reclamo a la americana. ¡Dios se lo pague! —¿Y qué profesión tiene? —Además de escritora, mis labores, según reza en mi cédula. —¿Es usted rica? ¿De qué vive? —Riquísima; compro todos los días patatas a 0,30 el kilo, y no tengo un Roll Royce porque mis aficiones democráticas me hacen preferir el Sol-Ventas; vivo como todo el mundo: de comer, beber y dormir. Económicamente hablando, de mi trabajo; respuesta moral para uso y ejemplo de jóvenes y niños. aunque de mal ejemplo en este país, en donde los escritores vienen inmediatamente después de los barrenderos en la consideración pública. Pero es así, y es mi mayor orgullo: soy uno de los contadísimos escritores españoles que viven únicamente de su pluma, sin congruo sueldo oficial. ¡No me negará que es una originalidad!

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I PRESENTACIÓN INCOMPLETA

La terraza del Génova bullía. Andrés subía las gradas algo vacilante, con el paso lento y torpe de quien no sabrá, en llegado arriba, por dónde habrá de tirar. Con la vista buscaba a Giovanni, su camarero habitual, para pedirle auxilio por medio de tan inusitada afluencia. Como hipnóticamente atraído, Giovanni apareció al punto que Andrés alcanzaba la explanada y tropezaba contra una sombrilla colocada con esa seráfica serenidad con que las mujeres plantan, al sentarse en un sitio público, sus sombrillas al paso de todos los transeuntes. —Por aquí signor. Junto a la pilastra. La mesa no tenía nada de apetecible; la pilastra tapaba la vista de la plaza y, sin duda a modo de distracción compensadora, recogía maravillosamente las corrientes. Cada abrir y cerrar de la puerta del ristorante costaba un estornudo. Así y todo, Andrés, que temía la interminable espera de mendigo junto a «esa mesa que se va a desocupar enseguida», o la violencia del asiento forzoso en una mesa ya ocupada, agradeció a Giovanni su protección con una sonrisa y un gesto prometedores de buena propina. La densidad de aquella terraza, que Andrés gustaba precisamente porque solía ser más tranquila que los demás restaurantes, parecía aquel día cuadruplicada. Las mesas, casi todas tocándose, obligaban al que pretendía pasar por entre ellas a cálculos largos y complicados, y, en cada una, varios comensales, o varios grupos de comensales desconocidos unos de otros, comían con esa hostilidad con que los verdaderos turistas revélanse entre sí caníbales de una misma patria de Baedeckers y agencias Cooks. —¡Simpático Giovanni! —pensó Andrés—. Yo aquí solito, y tan a gusto… Pero, ¿qué pasará hoy?

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En la mesa vecina a la suya, un chiquillo gruñía con ese acento del Midi que parece mascar ajos y cebolletas. —¡Ah, sí! Una peregrinación francesa. Habrá habido audiencia pontifical. Sus dos años en Roma habíanle ya acostumbrado al sempiterno acontecimiento de las peregrinaciones, que varias veces al mes vierte sobre la Ciudad Eterna una invasión de gentes con un mismo idioma y un mismo distintivo piadoso en la solapa y en el pecho. Gentes que, para demostrar su devoto entusiasmo, o porque el viaje les atonta —pues la psicología de las peregrinaciones no ha puesto aún en claro este extremo—, parecen, por sus gritos, sus prisas, sus apuros, su gesticulación y su ajetreo, y hasta por su facha e indumentaria sin relación con sexo ni moda conocidos, querer renovar el espectáculo del saco de Roma. Esta vez, la peregrinación, como advirtió Andrés, era efectivamente francesa, y de la parte de Francia comprendida entre los viñedos de Beziers y las viñas de Burdeos. Hombres gordos y sudorosos, con americana de alpaca, «jipi» echado hacia adelante, «palmas académicas» en el ojal, perilla, y servilleta prendida en el chaleco; abates jovencitos, recién salidos del seminario, muy graves y muy mimados; jovencitas cloróticas con imperdibles que decían «Recuerdo de Biarritz» o «Recuerdo de Arcachón», y mujeres… Pero no, cada mujer era un poema, y merecía por sí sola un estudio especial con esa mantilla, la mantilla obligatoria para la audiencia, puesta, cual toalla colgando del moño, a lo Carmen del Capitolio de Toulouse… Andrés, sin tener escrúpulos estéticos exagerados, no carecía de buen gusto. Desplegó un diario y lo puso en pie contra su copa, para no ver, y oír lo menos posible. —Si el señor me permitiese… —¿Eh?… ¿Qué pasa?… —preguntó Andrés bruscamente vuelto, desde el relato de un emocionante crimen pasional, a la gastronómica realidad de lo que le rodeaba. —Si el señor me permitiese –repitió Giovanni con su más suave sonrisa, una sonrisa que avivaba hasta el rojo ígneo el tono generalmente cobrizo de su cara pecosa, y, frunciéndole los ojos, ponía sobre su aspecto impersonal de servidor correcto una máscara de fauno malicioso—. Si el señor me permitiese, podría sentarse a su mesa esta señora… La mesa del señor es la única en que sólo hay una persona… Andrés, que era muy servicial cuando no le molestaba serlo, iba a man-

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dar a Giovanni muy enhoramala; pero, sin esperar su respuesta, pensando por lo visto que con la pregunta ya estaban cumplidos todos los requisitos de la cortesía internacional, sentóse frente a él la señora de marras. Era alta, un poco masculina, sin pecho ni caderas casi, con su pelo pajizo cortado a media melena, su sombrero flexible y su traje de seda cruda de hechura completamente sastre. Pero tenía unos ojos dorados bastante hermosos, y, bajo la nariz, algo grande, una boca carnosa y sensual. El cuello, largo, y el escote con esa veladura roja que el sol pone en las carnes muy blancas y muy finas. —Menos mal —pensó Andrés después del rápido examen de la primera ojeada—; no es una peregrina. Y, galantemente, recogió el periódico y apartó su copa y su cubierto para dejar sitio al bolso y al cuaderno de apuntes. —Probablemente —siguió diciéndose—, una artista, una de esas inglesas algo tocadas, impertérritas vagabundas de los lugares célebres. Giovanni esperaba con el lápiz en alto. La «inglesa» leía y releía la carta, sin decidirse. —Yugo es tomate, ¿verdad? —preguntó por fin en ese italiano dificultoso, apretado y «entre dientes», de los habituados a la pronunciación sajona. —Sí, señora; pero si a la señora no le gusta el tomate, se le puede servir lo que desee con formaggio. También lo hacemos con formaggio —recalcó Giovanni, muy ufano de proclamar la variedad culinaria de la casa. —Tomate, queso…; queso, tomate… —repetía ella con mueca de poca gana—. ¿No podrían servirme algo sin tomate y sin queso? —E, ¿cómo le vole, alora? —respondió Giovanni lleno de asombro. La inglesa tuvo un gesto de desesperación, indicando que se le había acabado el vocabulario. Andrés, interiormente muy divertido, se apiadó de ella. —Si usted me permite, señorita —expuso en francés—, le serviré de intérprete para ayudarle a componer su menú. —¡Oh, gracias! Sí, se lo agradezco mucho, porque, la verdad —y tuvo una sonrisa infantil que iluminó su cara, desmasculinizándola por completo—, no puedo sufrir ni el queso ni el tomate. —Grave inconveniente en Italia —repuso Andrés alborozado ante esa sonrisa—. Pero, vamos a ver: ¿si sustituyésemos el yugo y el formaggio sempiternos por simple mantequilla?… —¡Oh, muy bien!

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Andrés dio las órdenes —tutti al burro ¿capisce? La «inglesa» comía bien: tres platos, sin contar el postre, y Castelli Romani. Andrés, que acostumbraba tomar tan sólo un antipasta y un plato fuerte, contentándose ordinariamente con media de tinto, y que ya lo tenía pedido, se avergonzó. Solía hacer gala de ideales democráticos, y hasta, a ratos, furibundamente igualitarios; pero le molestaba sobremanera no parecer un dechado de fortuna y de elegancia. En voz baja dio a Giovanni contraorden de lo que ya había pedido. Giovanni que no entendía de sutilezas, precisó muy alto: —Entonces, ¿el señor quiere un plato más, y Castelli en lugar del tinto? —¡Imbécil! —masculló Andrés. La «inglesa», recostando la silla hacia atrás, contemplaba la plaza por entre la ancha teja de un curita francés y el busto voluminoso de una peregrina que, a todas luces, resultaba una viviente acción de gracias al Hacedor de tan saludable físico. —¿Busca usted las Termas? —preguntó Andrés, deseoso de proseguir el conocimiento. No vale la pena. Son aquellos paredones que ve usted al fondo. Una ruina que lo mismo puede ser de baños de Diocleciano, como dicen, que de una estación de ferrocarril destruída por un terremoto. Pero en Roma tenemos unas cuatrocientas Termini, para ir a la par con las iglesias. La «inglesa» rió francamente. —¿No le gustan las ruinas? ¡Son tan poéticas! Ya está, pensó Andrés: artista, romántica, tocada…, y no tiene mala facha… Andresito: ¡adelante con los faroles! Y embelesóse in mente con esta imagen: en un casino provinciano español, un joven gallardo (él) contando a un corro de pobres diablos atontados de envidia y admiración su aventura en Roma. Tomó el aire que empleaba cuando hablaba de sus grrrandes ideales o cuando le contaba a alguna modista que no dormía pensando en ella. Un aire entre lánguido y apasionado, capaz de convencer a cualquiera. —¡La poesía! Sí, tiene usted razón; la poesía de las ruinas… ¡Por eso me entusiasma Roma, mire usted! ¡Me enloquece! ¡Ay, Roma!… La «inglesa», absorta, enroscaba sus spaghettis en el tenedor. Tenía las uñas «sin hacer», pero manos delgadas y largas.

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Andrés quedóse un punto desconcertado ante su mutismo. Temía haberse puesto, demasiado rápidamente, demasiado romántico. De pronto, la otra, mirándole de hito en hito: —¿Usted es artista? —Soy pintor. —¡Ah!… ¿Francés? —No, español. Andaluz. De la tierra de los claveles y los amores. De Andalucía. —Claro —dijo ella, sin disimular la ironía—. Siendo andaluz… Andrés mordiose los labios. Prefirió tomarlo a risa y sacar partido del absurdo. —Le pareceré tonto, ¿verdad? Pero cuando recuerdo mi tierra, no sé ya lo que digo. —Es muy natural —repuso ella seria—. A mí también me emociona el recuerdo de mi patria. —¿Usted será inglesa? —No, americana. —¡Ah! Y ¿también artista, por supuesto? —¡Oh, apenas! Pero aficionada, mucho. —¿Le gustará Roma, claro? —Eso no se pregunta. Aunque la conozco apenas. —Si le puedo servir de cicerone…, tendré un verdadero gusto… —Gracias. El tono fue imperceptiblemente seco, y la conversación tornose displicente. —No está tan tocada como yo creía —díjose Andrés—. He metido la pata. Giovanni trajo las dos cuentas. La yanqui se puso en pie. ¿Separarse así? ¡Qué tontería… y qué lástima! Sin decidirse a despedirse, bajó con ella las gradas de la via Nazionale. Esta extendíase de anchura imponente con el sol de fuego que la abrasaba toda. La yanqui —¿miedo al calor? ¿Deseo de evitar cortésmente la compañía?— llamó a un coche que subía penosamente la cuesta. No había más remedio que separarse sin sacar en limpio ni siquiera el nombre ni las señas. El último cartucho: la presentación, siempre correspondida entre sajones.

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—Ya que una feliz casualidad nos ha hecho trabar conocimiento, deseo sepa usted que tiene en Roma un amigo siempre incondicionalmente a su disposición. Le dio su tarjeta. Ella, ya sentada en la carrozza, le dio la suya. Pero decía únicamente: KATE FINDLAY. Wáshington

II HISTORIA DE UNA VOCACIÓN

Andrés Marín y Tirado era, como se lo había dicho con tan ampulosa vanidad a su improvisada vis a vis del Génova, hijo de Andalucía. Había nacido, veintisiete años antes de comenzar esta verídica historia, en aquel lindo pueblecito de la bahía gaditana que se llama Puerto Real, y allí se había criado, huérfano de padre y madre desde su primera infancia, con dos tías, viudas sin hijos una, soltera la otra, que habían derramado sobre él toda la estéril y apasionada maternidad de su corazón. Eran, cuando Andrés fue a parar a su casa como gorrión sin nido, personas las dos ya maduras, de pelo entrecano y labios marchitos; las dos, muy acompasadas y devotas, cual cumple a hidalgas de provincia que, no por haber visto desmoronarse poco a poco la gala exterior de su linaje, pierden ni en un ápice conciencia de lo que deben ser «para con Dios, para con la sociedad y para consigo mismas» —como gustaba decir a menudo la mayor de ellas, mamá Isabel, cuando discutía con mamá Charito alguna menudencia que, elevada al cubo, venía a romper la monotonía de su vida sin acontecimientos. Junto a ellas, en esa casona inmensa, agrandada por los duelos sucesivos, que habían ido cerrando una tras otras las puertas de casi todas las habitaciones, Andrés tuvo la infancia y la adolescencia regalonas en demasía de los niños que constituyen la única esperanza y razón de ser de los suyos. Por lo demás, no causó nunca a sus dos madres adoptivas ningún disgusto digno de recordarse. Tuvo las enfermedades corrientes de los chicos; ninguna extraordinaria ni demasiado grave; se hizo, en caídas y peleas, los chichones correspondientes a los años que iba creciendo; estudió sin esfor-

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zarse mucho, pues era naturalmente listo y avispado, cuanto le pudo enseñar el padre Sótanos, un bendito de Dios, que llevaba cuarenta años desasnando a los niños burgueses y aristocráticos de Puerto Real, sin que su seráfico candor le hubiese hecho nunca parar mientes en los defectos ingénitos y adquiridos de «sus niños», mucho más versados que él en los vicios y maldades de este mundo. A los diez y ocho años, Andrés era un muchacho como todos; sin vocación claramente definida, preparaba nebulosamente una carrera no menos nebulosa, que lo mismo podía resultar después la de leyes que la de ingeniero. Se levantaba a la hora de almorzar; iba al casino; daba unas vueltas por el Porvenir para ver a las chicas; luego se entraba con algunos amigos en la tienda del Calvo a tomar unas tapitas y unas cañas; cenaba siempre en casa; después volvía a salir, iba a tomar su café y su copa al Siglo o al Paraíso, y acababa su día de palique en la reja de alguna novia entradita en carnes y no muy severa. Los domingos iba a misa, y, de vez en cuando, se acostaba con una criada zafia, pero frescota, o con una chiquilla traída de Cádiz de tapujo a alguna casa amiga del callejón del Rosario. Y en este tren de vida, que no tenía razón para variar hasta que Andrés se casase con alguna novia de más gancho que las otras, para dedicarse luego a engordar los dos en compañía, sucedió de pronto lo que había de decidir a un tiempo el porvenir de nuestro héroe y del curso de esta historia. Con razón dice aquel proverbio (árabe, por supuesto, como todos los provervios de un novelista que se respeta) que «mientras no se ha roto un puchero nadie sabe qué caldo podrá dar». Un día, pues, apareció en Puerto Real un pintor, un pintor francés de lo más clásico en su oficio, con una chalina negra cuyas puntas le bajaban hasta el ombligo, un chambergo mosqueteril y, aunque sólo montaba en bicicleta, unas maravillosas botas de montar. A pesar de esta indumentaria a lo Mürger, era nada menos que todo un señor académico. Se traía con él a una marsellesa de ojos que allende el Pirineo podían pasar perfectamente por andaluces; le cruzaba sobre el pecho un pañolón de seda, le plantaba cuatro flores en el moño, y, destacándola sobre un fondo de ce beau ciel d’Espagne, hacía con ella apuntes para una gran decoración que le había encargado, con destino a su palacio neoyorquino, un multimillonario amante de Andalucía. Andrés conoció a tan famoso personaje una tarde que éste, con su marsellesa al canto, había plantado su caballete en «el pozo de las Cante-

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ras», en medio de toda la chiquillería andante de Puerto Real. Charlarou, el francés, efusivo, invitó a Andrés a cenar, y éste aceptó, con gran escándalo de sus tías, que veían a su niño al borde del abismo en compañía de ese extranjero —seguramente un protestante— y de esa perdida, que traían desde su aparición revuelto a todo el pueblo. Pero, por primera vez en su vida, se le ocurrió a Andrés pensar que «haría lo que le diera la realísima gana». Y mientras mamá Isabel y mamá Charito, en su tribulación, no acertaban a guiar el rosario familiar, Andrés oía como en sueños al francés, que, con un brazo pasado en torno al cuello de su petite amie, le hablaba de París, de arte, de precios fabulosos pagados por los cuadros, y de modelos desnudas. todo esto regalado con buenos vinos —muy regado— y acompañado de habanos superiores y de los egipcios de la marsellesa, la cual lucía, por cierto, una indumentaria de un naturalismo en pugna absoluta con el arte cromado de su actual señor y dueño. Aquella misma noche, al regresar a casa, espiado desde la puerta entreabierta del gabinete por las dos madres, que tenían los ojos hinchados de llorar y las rodillas doloridas a fuerza de pedirle a la Santísima Virgen que alejase todo peligro del niño de su alma, Andrés decidió irrevocablemente su vocación: sería artista. Eso era vivir, y lo demás, como decía muy bien su nuevo amigo, vegetar miserablemente. Algunos apuntes, no del todo caricaturescos, que se había divertido a veces en hacer, para distraer el hastío de los conciertos de la banda de Infantería de Marina de San Fernando, en la plaza de Jesús, y que habían sido muy celebrados en las tertulias amigas, podían hacer verosímil tan repentino impulso. A lo primero mamá Isabel y mamá Charito pusieron el grito en el cielo. ¿Su niño artista? Su niño, siempre tan cuidadito y tan bien arregladito, ¿con traje de titiritero y andando entre mujeres malas? ¡Antes morir! Pero el padre Sótanos, a quien Andrés hizo jesuíticamente la pelotilla, intervino, con su simplicidad y candor franciscanos, para repetir, con la autoridad de su carácter sagrado, cuantos argumentos inculcábale su antiguo alumno. Al fin y a la postre, en artistas, como en todo, había hombres de bien. Famosos los hubo, y bien famosos, que con sus obras habían dado gloria y esplendor a la Santa Madre Iglesia, ilustrando y divulgando sus misterios. ¿Quién sabe si algún día no se vería en la iglesia mayor un cuadro o un retablo que, a la par que celebridad a la familia del artista, y lustre a su pueblo, hiciesen de la humilde parroquia lugar de peregrinación universal de los devotos del arte? Y torcer una vocación era cosa de grave responsabilidad que la vocación la pone Dios para su mayor gloria en el corazón de sus criaturas…

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Las pobres tías no sabían ya qué pensar. Poco difícil le fue a Andrés acabar de convencerlas con mimos y promesas. Y decidióse al fin la instalación de Andrés en Madrid, para donde partió una tarde de otoño, con un bagaje abundante en consejos, en ropas, y en bizcotelas expresamente encargadas con anticipación en casa de Domitilo.

III EL PROFESOR

Andrés anduvo varios días preocupado con la idea de Kate Findlay. ¿Gustarle? No, precisamente; al menos, no se lo quería confesar a sí mismo; pero le hubiera gustado profundizar el conocimiento, entrar en la intimidad de esa mujer, que no parecía ser una de las muchas turistas sin arraigo y sin cabeza que tanto abundan en Italia. La verdad es que se aburría soberanamente. Después de unos años arrastrados por la ramplonería de los estudios madrileños, había llegado a Roma con el corazón henchido de entusiasmo preconcebido. Ya en el tren, la voz de un mozalbete que pronunció la palabra Trasimeno al pasar frente al lago famoso, llenóle de deliquio. Los primeros días fueron una embriaguez ininterrumpida, originada, más aún por la mágica superstición que encierra el nombre de la Ciudad Eterna, que por lo que realmente sentía y veía. Poco a poco, se fue acostumbrando a «lo que le parecía un sueño», y, como su temperamento, a pesar de los éxitos ya obtenidos en su arte, no era el de los grandes emotivos, tenía que hacer un esfuerzo continuo de memoria por no considerar el Foro con la misma indiferencia que la Puerta del Sol. Y, como no podía ser menos, la pensión trabajosamente enviada por mamá Isabel y mamá Charito servíale principalmente para estudiar a Roma, encarnada en alguna que otra amorosa romana. Kate no era ni muy hermosa ni muy guapa, y en esa tierra de hembras espléndidas lo parecía aún menos. Pero Andrés, de las romanas, no conocía precisamente a las princesas, y, para el muchacho español, educado en la severa separación de sexos que alimenta toda la baja lujuria burguesa española, Kate era la primera muchacha fina e interesante con quien había pasado un rato sin mojigatería. Quiso volverla a ver. La buscó donde más posible era encontrarla: en las galerías del Vaticano, por la mañana; en el Pincio, por la tarde. Cruzó a la hora del almuerzo y de la cena por los comedores de los grandes hoteles; buscó en las

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listas de forasteros: todo fue inútil. Pensó que se habría marchado. Y un día, que ya casi no se acordaba de ella; un mes, lo menos, después de su primer encuentro, tropezó con ella tan inesperadamente, que al primer instante no se dio siquiera cuenta de la alegría que le inundaba. Era en San Pedro, la tarde de una canonización. Andrés, entrado al azar por la nave central, y llevado luego casi en andas por la muchedumbre, chocando alternativamente con cada una de las barreras de madera puestas a lo largo de la nave para evitar que el Papa, al pasar, muera ahogado por el gentío, había conseguido por fin refugiarse junto a uno de los ramos monumentales que desde lo alto de la Confesión rodean el cuerpo del Apóstol. Todo Roma, el todo Roma que no puede conseguir una invitación para presenciar la ceremonia de la mañana, está allí por la tarde, para ver, al menos, el adorno de la basílica, y está verdaderamente como en un espectáculo. Andrés no faltaba nunca; meridional hasta los tuétanos, gustábale sobremanera el ambiente de las muchedumbres meridionales, y ese público vocinglero, irrespetuoso y confianzudo de las «entradas públicas» de San Pedro, que le consolaba —aseguraba él— de la nostalgia del público de las corridas de toros. Un gentío enorme, imponente; muchedumbre de barricada, que parecía haberse tragado la barrera viviente puesta en la plaza desde las tres de la madrugada por los soldados que la acordonan. Cada cual, cuando se siente cansado, siéntase como puede y donde puede, donde más a mano le cae. Mujeres con pañuelo en la cabeza, que dan tranquilamente el pecho a sus hijos vueltas de espaldas al altar mayor; chiquillos que corretean, jugando al escondite, por entre las barreras de madera y los confesonarios. De vez en cuando alguno cae, resbalándose sobre las mondas de frutas, los pellejos de salchichón y los papeles grasientos, que llenan el suelo cual vestigios patentes de las interminables horas de espera en la ceremonia de la mañana. Y son gritos, y risas, y llantos, y llamadas, bajo las bóvedas miguelangelescas, entre la pompa más pomposa del mundo; una animación de romería al aire libre, populachera y brutal. Andrés divertíase mirando las escenas ininterrumpidamente desarrolladas en torno a la milagrera imagen del Santo, más ídolo que nunca con su enjoyado atavío de los días de fiesta y su escolta de cuatro guardas reales apoyados en a barrera que lo circunda, poniendo prudente distancia entre sus fieles y sus pedrerías. Como esta barrera no permitía besarle el pulgar del pie derecho, que es el sitio milagroso, las genes, alzándose de puntillas, alargaban el brazo por encima de la barrera, tocaban el pie de

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bronce, y luego besábanse devotamente la mano. De pronto, un remolino más pronunciado que los anteriores, aplastó contra la barrera que protegía al Santo a un grupo bastante numeroso de domésticas y soldados; Andrés oyó unas interjeciones inglesas, y vio, debatiéndose entre los que la estrujaban, a Kate Findlay, con el sombrero caído sobre un hombro, el velo caído sobre el otro, y haciendo con el brazo derecho, que tenía en alto el cuaderno de apuntes, gestos de náufrago que se va a pique. A puñetazos y codazos, logró abrirse paso hasta ella. Asió por encima de una contadine, que en su traje zarzuelero gemía invocando a todos los santos del calendario, la mano náufraga, y, tirándola como pudo hacia sí, sacó del atolladero a la yanqui, a punto de llorar de susto y de indignación. —¿Usted aquí, miss Kate? —preguntole por fin, en la relativa soledad de la capilla de la Pietá, sin reparar en las personas que, únicas en todo el templo, estaban allí rezando. —¡Oh, esto es horrible! ¡Esto es escandaloso! ¡Abominable corrupción! ¡Reprobable idolatría! —exclamaba Kate, con luterana sofocación, mientras recomponía su tocado. —Pero ¿cómo ha venido usted a esto? ¿Cómo su Embajada no le ha procurado una invitación de tribuna para esta mañana? —Me la ofrecieron, pero yo no quise. Ayer tarde estuve aquí, y me asustaron los tres puestos de socorro instalados para los desmayos causados por las apreturas durante la canonización. Mas tenía curiosidad por ver San Pedro engalanado; jamás pude pensar que un público católico olvidaría hasta ese punto el respeto a su culto. ¡Oh! en Norteamérica no se consentiría eso, no; ¡ni entre los negros! —Roma veduta, féde perduta. ¿No sabía usted eso, miss Kate? Pero lo mejor sería salir fuera, ¿no le parece? Y, cogiéndola de la mano como a una niña, la llevó, haciendo mil rodeos para evitar otra escena como la anterior, hasta la salida. Kate dejábase conducir. Se le iba poco a poco pasando el sofoco, y ahora, ya tranquila con la protección de un hombre, sonreía, como riéndose de su propia emoción. Tenía encendido el color, y ese algo muy seductor que tienen a ratos las que, sin ser lo que se llama guapas, no son tampoco feas. En el atrio, un guarda real díjole a un pontificio: —Senti, senti; enamorati francese, bella fanciulla! Lo oyeron. Kate púsose aún más arrebolada. Andrés sonrió, con esa instintiva fatuidad del hombre que luce una conquista. Y, por primera vez,

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pensó que a lo mejor pudiera ser Kate efectivamente para él lo que pensaba aquel soldado. Kate soltóse soltole la mano, y, para disipar su turbación: —¡Qué perspicacia! Nos toman por franceses. —Es como en mi tierra —dijo Andrés, sonriendo siempre—. Allí a todos los extranjeros los creen ingleses. La nacionalidad importa poco. Lo que importa… —¿Qué? —Ya sabe usted… Nos toman por enamorados. Kate riose francamente. —¡Qué tontos! —¿Por qué? ¿acaso sería imposible? —Completamente —afirmó ella, muy seria. —¿Por qué? —insistió Andrés, ya picado en su amor propio. —Pues porque… —empezó muy seria miss Kate, y terminó riendo: —Porque he venido a Roma a estudiar los monumentos nada más. —Bueno; pues, entonces, en lugar de intentar enamorarla, me dedicaré a ser su profesor de Arte y de Arqueología,. ¿Quiere usted? —Según… Si es usted un buen profesor… —Admirable. Me sé a Roma de memoria. Verá cuánto aprende usted conmigo. —¿Sí? —Sí. —Pues acepto. Y le dio un shakehand completamente yanqui, prometedor de buena amistad y demostrativo de vigor físico.

IV ESCARAMUZAS

Ya llevaba Andrés media hora sentado en el Faraglia. Había leído el Giornale desde el fondo hasta el pie de imprenta, y nada. Algo insólito ocurría. Kate le había citado en el café a la una y media. Era muy puntual, y ya habían dado, solemnes en el reposo de esa hora de siesta, las campanadas de las dos. Llevaba más de quince días de correrías por todo Roma. La yanqui, tomando en serio el ofrecimiento de su «profesor», no perdonaba ruina ni

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iglesia. Y él, cada vez más enamoriscado, estudiaba por las noches concienzudamente la guía más detallada que había logrado encontrar en la Ciudad Eterna, y le hacía a su amiga a cada paso, verdaderas y documentadas conferencias, salpicadas con galanterías que no parecían desagradar. —Chico —habíale dicho Martos, un barbarote pensionado en la Academia, y a quien, a falta de otro mejor ante quien empavonarse, honraba con sus confidencias «favorecidas»—, chico, duro con ella. A las mujeres se las toma por asalto, y estas extranjis son todas unas chifladas histéricas, que en cualquier momento, ¡pum!, se te caen encima dando jipíos. No seas litri, y vé siempre preparado. Andrés seguía el consejo al pie de la letra. Se había comprado unas mudas dernier cri y había despedido a su última beldad, una modelo pizpireta y mugrienta que tenía la mala costumbre de alimentarse de embutidos y de inundar a sus amantes de perfume de ajo. Pero la cosa es que Kate, si era histérica y chiflada, como suponía Martos gratuitamente, lo disimulaba muy bien. Es más: Andrés, aunque sin decírselo a Martos, había creído a veces ver brillar en los ojos dorados de la norteamericana una lucecita un tanto irónica. Las dos y cuarto. Andrés, determinóse a ir a ver lo que pasaba. Justo llegaba un bestiamen, uno de esos tranvías sin asiento alguno en los que caben —han de caber— en pie cuantas personas pueden humana o animalmente ser prensadas, y que, inaugurados cuando la guerra, para transporte de tropas, perduran con la tácita, alegre y forzada aquiescencia de todos. Andrés subió en marcha, y, empujado —una persona, una bestia más— a empellones por la cobradora, dulce ejemplar del sexo débil, empleado, sin duda, como prueba evidente de que este sexo tiene arrestos para dominar cualquier jaula —Avanti! Avanti!—, fue a caer en el interior del coche sobre las rodillas de un «viajero de ventana»: uno de esos tipos de cine, con pañuelo de seda al cuello, sombrero alto, blando y redondo, y cara de bandido calabrés, que montan por fuera en los tranvías romanos, se sientan en las ventanillas, dejando cómodamente colgar sus piernas hacia adentro, y a los cuales, «como no han subido al coche», la conductora, por muy bravía que sea y mucho arte que se dé en prensar su «mercancía», no se atrevería nunca a reclamar amenazadoramente el bighlieto. Después de unos minutos de sacudidas, blasfemias y pisotones, se apeó en la plaza de las Termas, y, rozando las paredes, al amparo de la mezquina sombra de los toldos mercantiles, encaminose hacia el barrio Ludovisi, en una de cuyas recogidas y aristocráticas avenidas habitaba, en una pensión, Kate Findlay.

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El dueño de esta pensión era napolitano y concejal, y había tenido venas de artista hasta el día en que su legítima unión con una señora retirada con suerte del comercio de sus encantos, habíale librado de lo que él mismo, en líricos arrebatos, llamaba «la férrea esclavitud del arte sometido a las necesidades crematísticas». Pero la inspiración es delirio impuesto por los dioses, y no se apaga ya nunca en el nombre corazón que un día iluminó con su áureo fulgor. Así es que este artista hostelero, no contentándose con las preocupaciones del cargo a que había sido elevado por la consideración de sus convecinos, dedicaba sus ocios a decorar la pensión, por otra parte admirablemente regentada por su digna consorte. Andrés no había estado nunca allí; para mayor comodidad de ambos, las citas con Kate eran siempre en sitios más céntricos, y únicamente había acompañado a su amiga hasta la puerta cuando habían ido de noche a algún teatro. Al entrar quedóse desconcertado por la decoración, furibundamente modernista, fruto del ingenio del señor concejal. El saloncito en que lo introdujeron, atestado de asientos hasta el punto de ser materialmente imposible estar en él en otra actitud que sentado, no tenía, sin embargo, dos asientos iguales, ni siquiera parecidos, ni en forma, ni en color. Los había estilo de todos los Luises, Carlos y Felipes que trotan por la Historia universal, desde el que parecía una silla de coro, hasta el que parecía butaquita versallesca. Los había redondos, cuadrados y macizos como moles, y puntiagudos como instrumentos de tortura. Unos eran gualda rabioso, y otros morados, y otros azules. Y lisos, y estriados, y con motas, y con grecas… Andrés, en pie en el umbral, no sabía por cuál decidirse, y paseaba su estupefacta mirada por todos los detalles de la incomparable habitación. Una risa sobradamente conocida hízole volverse hacia un rincón medio disimulado por un biombo rojo y no menos singular que el resto del mobiliario. Allí estaba Kate tomando café, en compañía de un señor de barba gris, chaquet y gafas de oro, con aspecto entre clergyman, diplomático, y voceador de específicos para callos y neuralgias. —Perdone usted, Kate; pero, la verdad, esta decoración me anonada —dijo, con disgusto mal disimulado, al par que besaba la muñeca de su amiga, gesto en él inusitado, pero con el cual quería afirmar su confianza ante «el intruso». —Es muy pintoresca, ¿verdad? —repuso ella, con la mayor naturalidad—. Marea un poquito al principio. Cuestión de costumbre. Pero, ante todo, déjeme que le presente a míster Riddell, uno de mis más ilustres

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compatriotas, director en Roma del Instituto artístico de Chicago. Seguramente lo conocería usted ya de nombre. —No —dijo secamente Andrés. ¡Conque le daba cita, no iba, le hacía correr hasta aquí con un solazo de mil diablos y la lengua fuera, temiendo las peores catástrofes, y era para encontrársela coqueteando con un viejo grotesco! ¡Pues ya vería esa niña cómo las gastaba el hijo de su madre! —Tomará usted café, ¿verdad? —preguntó Kate, extrañada de la grosería. —Gracias. Ya lo he tomado, a la una y media —y recalcó las palabras—, en el Faraglia. —Buen café —afirmó míster Riddell—. Buen café. Debía de referirse al del Faraglia. Pero se sirvió otra taza del que había sobre la mesa. Andrés miraba a Kate con un aire sombrío, medio sincero y medio intencionado, por creerlo de gran efecto. La muchacha, sin alterarse lo más mínimo, disculpose cortés y escuetamente por no haber acudido a la cita. Se lo había impedido la visita de míster Riddell, y ya pensaba ella que, no viéndola llegar, Andrés vendría en su busca. —¿Verdaderamente lo pensaba usted? Y también pensaría usted, sin duda, que estaría intranquilo, ¿no? —¡Oh, no! ¿Por qué intranquilo? Pueden suceder muchas cosas que impidan acudir a una cita. No hay motivo para intranquilizarse antes de saber. Hablaba pausadamente. A Andrés le pareció que le reprendía como a un niño. Sentía crecer en él vehementísimos deseos de darle una bofetada, o de tirar una taza al suelo y hacerla añicos. ¡Y ese esperpento del otro mundo, ahí entre los dos, con su parsimonia y su amor al café!… Repantingose en su butaca, mortificándose la espalda con los ángulos agudos del respaldo, y apretó los labios en un mutismo rencoroso y tozudo. Míster Riddell, después de apurar meticulosamente con la cucharilla el azúcar que quedaba en el fondo de su taza, desabrochose, primero el chaquet, luego el chaleco, y sacó de un bolsillo interior una cartera, y de esta cartera, un cuadernito. —Martes, diez —anunció, con la solemnidad con que, por lo visto, lo anunciaba todo—. Martes, diez. A la cuatro, recepción en la Legación de Siam. Debo marcharme.

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—¿Ya? —dijo Kate, sonriendo maliciosamente y mirando a Andrés con el rabillo del ojo. —Sí, miss Findlay: ya. Crea usted que lo siento. Pero tengo una vida de sociedad que me abruma, que me abruma literalmente. Ya ve usted: hoy tengo todavía que asistir a una recepción y a tres tes. Y mañana será lo mismo, y pasado también. Gracias que lo llevo todo anotado. A usted también la tenía anotada: «Martes, diez. Café miss Findlay». Pero volveré en cuanto tenga un día menos lleno, la anotaré a usted otra vez. Y, saludando a Andrés con una leve inclinación de cabeza, que éste contestó en la misma forma, se fue, acompañado hasta la puerta por la muchacha. Al volver ésta, encontrose a Andrés en la misma actitud. Creyó conveniente alabar al que se acababa de ir. —No se crea; a pesar de su aspecto ridículo, es un hombre de gran mérito. Es un gran artista, muy celebrado. —¿Eso es un artista? —dignose, por fin, proferir Andrés en tono sarcástico. —Sí; un gran escultor. Hace aun muy pocos años, vivía en su país retraídamente, sin pensar sino en su arte; y hacía grandes cosas. Pero le dieron este puesto; de la noche a la mañana, este hombre ya maduro, de origen y costumbres humildes, viose entrado de lleno en la más alta sociedad, considerado aquí poco menos que como un embajador, y al pobre se le ha subido a la cabeza. Pero es buena persona, y… _¿Y se cree usted —interrumpió Andrés violentamente— que yo he venido aquí a escuchar el panegírico de ese viejo lúbrico? —¡Oh! —exclamó tan sólo Kate, estupefacta. —Sí, viejo lúbrico. Verdad es que con las coqueterías que hace usted con él… —¿Yo coqueterías? ¡Oh! —repitió nuevamente la americana—. ¡Oh! ¡Usted hoy no está bien, pobre amigo!… —¿Que no estoy bien? ¿Que no estoy bien? Se había puesto en pie y le hablaba de muy cerca, con aire furioso, como si le escupiera su mal humor a la cara. La yanqui, acostumbrada al impasible comedimiento de su tierra, turbose un punto. Su fisonomía ablandose en una expresión de ternura; inició vagamente un gesto con la mano… Pero rehízose inmediatamente, y, ya dueña de sí, con su tono habitual de camarada: —Y bien, querido profesor: ¿olvida usted que hoy es día de visita en

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la Galería Doria y que me ha prometido usted una larga conferencia sobre Velázquez, su excelso compatriota?

V ESPERANZAS

Aquel segundo de emoción, en que Andrés había creído sentir a su «discípula» tan cerca de él, no se volvió a repetir, a pesar de todos los esfuerzos hechos y de todas las ocasiones buscadas con ese propósito. La emoción había sido tan fugaz, que ninguna alusión a ella era posible. Y Andrés, acuciado por un lado por Martos, que le preguntaba socarronamente si «le daba por lo romántico», o si «aspiraba a la palma de virgen y mártir», e irritado por otro lado contra sí mismo al comprender que la yanqui le iba ya interesando en demasía y que llevaba camino, si esto se prolongaba, de hacerle perder la ecuanimidad que se preciaba de conservar frente a todas las mujeres, Andrés llevaba unos días de un humor de perros. —Llévatela al Coliseo anochecido —aconsejó Martos—, a ver qué efecto le producen las parejitas. Pero no le habían producido ninguno. So pretexto de describirle minuciosamente, en el sitio, el calvario de los cristianos arrojados a las fieras y la pompa de las fiestas imperiales, Andrés llevó a Kate por todos los pasadizos que sabía susceptibles de cobijar dulces coloquios. La yanqui parecía atenta tan sólo a las explicaciones acerca del monumento, y cuando Andrés, harto encandilado, señalábale alguna pareja estrechamente confundida, que ni siquiera se separaba al verlos, ella saltaba, imperturbablemente flemática, con alguna pregunta supletoria sobre la profundidad del pasillo marmóreo de Calígula, o sobre la exacta situación del palco de las vestales. ¡Era para desesperar de Dios y de los hombres! —¿Qué tal el Coliseo? —preguntaba Martos al día siguiente. Andrés, avergonzado de su fracaso y temiendo las cuchufletas, prefirió no contestar e hizo un gesto de suficiencia que podía pasar por elocuente. —Pero ¿triunfo completo? —insistió Martos. —Hombre, tanto como completo…; pero, no lo he pasado del todo mal. —¿Qué te decía yo? Mucho remilgo y mucha arqueología, y al fin son todas unas furcias —resumió triunfante, como si se tratase de un éxito per-

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sonal, Martos, cuya psicología amorosa circunscribíase a las señoritas que, después de las diez de la noche, le decían: «Oye, rico» por las esquinas. Andrés no protestó. La verdad era que al regresar del Coliseo se había encerrado en su cuarto en el paroxismo de la irritación. Ya muy entrada la noche, cierto cosquilleo en el estómago recordóle que no había cenado. Hacía rato que debía de haber transcurrido la hora normal de la cena. No quiso salir. Le molestaba la idea de rozarse con nadie. Por teléfono pidió al bureau del hotel que le subiesen unos fiambres y una botella de vino. Se los subió la camarera de guardia, una piamontesa de pecho abundante y pelo rubio, que andaba contoneándose como ofreciendo a cada paso sus abultadas caderas a un pellizco probable. Miró a Andrés y se echó a reír; Andrés riose también y cerró de una patada la puerta, que había quedado entreabierta. …………………………………………………………………………… Iglesias, galerías, termas, reliquias… Andrés veía ya hasta en sueños escalas sanctas y estatuas mutiladas. —¿Quiere usted ir hoy a las Catacumbas, Kate? Así podremos luego dar un paseo por la Vía Appia y sabrá usted que Roma, además de la ciudad de las piedras antiguas, es también la ciudad de los ocasos divinos. El quiosco de los billetes dejó maravillada a la norteamericana, que no se habituaba a ver la tranquilidad con que se halla establecido en Roma el negocio de la religión. —Dos liras, señor, comprendido el cabo de vela. Y el trapense, «haciendo artículo» con facilidad de elocución que habría envidiado cualquier feriante, enumeraba: —Entrada por persona, una lira; hay indulgencias aplicables a cualquier difunto desde cinco liras; medallas en cobre, plata y oro, habiendo tocado el lugar en que descansaron los restos de los santos mártires, desde dos liras; se dicen misas en la capilla de Santa Cecilia; hay guía francés, alemán, inglés e italiano. Ahora mismo empieza la visita del grupo francés; pueden sumarse todavía a él los señores visitantes que así lo deseen; dentro de media hora comenzará su visita el grupo español. Kate y Andrés cogieron cada uno su cabo de vela y se unieron al grupo formado, a la entrada de las galerías, en torno a otro trapense que hacía, en francés, una breve historia de la creación y descubrimiento de las catacumbas. Era un grupo compuesto en su totalidad de mujeres. Ninguna muy joven, y ninguna guapa. Vestían con esa ranciedad —cuellos demasiado al-

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tos, faldas demasiado largas y pelo demasiado tirante— de las provincianas francesas, a un tiempo solteronas y beatas. Consideraron con escasa simpatía a Kate, que iba toda de blanco, con una blusa transparente y escotada, y una falda cortísima, que descubría, hasta media pierna, sus medias de seda, y que, destocada, por una costumbre que le hacía llevar el sombrero en la mano en cuanto salía de las calles céntricas, ostentaba, como graciosa aureola, el revoltijo de sus cortos bucles. Comenzó la visita. Kate y Andrés, advirtiendo la animosidad de las beatas, divertíanse en hacerlas rabiar, pareciendo muy acarameladitos. En la primera cuesta, Andrés había cogido a Kate del brazo para preservarla de los resbalones; en la segunda intentó con cierta timidez, agarrarla de la cintura; ella se dejó hacer, y él entonces la agarró fuertemente. Las beatas, escandalizadas, prestaban más atención a los gestos de la pareja que a las explicaciones del fraile; éste, un tipo forzudo de aldeano, con mucho pelo, mucha barba, mucho color en la nariz y las mejillas, y mucho brillo en los ojos, sonreía picarescamente. En la capilla de Santa Cecilia, las francesas se arrodillaron. Andrés señaló a Kate la estatua de la santa con la singular actitud que le ha dado el artista. —Más que una santa parece una mujer extenuada de pasión, ¿verdad? Y Kate soltó una carcajada que le valió un cuchicheo indignado de las beatas. Nunca la había visto Andrés tan animada. Se había despojado por completo de la tiesura que revestía ordinariamente sus actos, por muy libres que fuesen, de un tinte puritano insoportable a los ojos de un español. No se contentaba con sonreír, sino que se reía francamente, a pleno pulmón y a plena boca. Siempre habíale parecido a Andrés tener una edad idéntica a la suya. Hoy veía que tendría escasamente veinte o veinticinco años. Al salir nuevamente a la luz del día, dio un ¡hurra! que hizo santiguarse a las beatas como una blasfemia. Andrés no le soltó el talle hasta subir al coche. Ya caía la tarde. Grupos de rapazuelos descalzos y casi desnudos corrían tras el coche, pidiendo cuartos entre alabanzas a la sua signora y deseos de felicidad eterna y de muchos bambini. Al cabo de un rato, destacose en el cielo de añil la mole imponente de la tumba de Cecilia Metella. Se apearon. La puerta de la fortaleza estaba cerrada. A fuerza de llamar, apareció un viejecito con gorra galoneada que se deshizo en excusas: había ya ce-

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rrado, porque no creía que vendría ya nadie; pero si el nobile signor y la nobilisima signora querían tomarse la molestia de entrar… Dentro reinaba una melancolía emocionante, en contraste con el esplendor de la luminosidad de fuera. Las altas paredes cubrían de un sudario de sombra las estatuas mutiladas y los restos de sarcófagos medio disimulados por las hierbas que brotaban pujantes entre las carcomidas losas. El viejo, con voz monótona y gangosa, recitaba la historia del panteón patricio. Kate y Andrés le seguían, silenciosos, sobrecogidos de pronto por la augusta tristeza de esa tumba vacía. —Voy por una vela —dijo el viejo—, para que puedan darse cuenta de la profundidad de los cimientos. Andrés miró a su amiga. Estaban en un rincón más obscuro aún que el resto del recinto. La silueta toda blanca de la muchacha apoyábase en la forma menos blanca y musgosa de una estela de mármol. Los rizos rubios parecían haber recogido toda la luz del exterior. —Kate… —empezó Andrés en voz muy baja. Ella, a su vez, le miró. —Kate —prosiguió él en el mismo tono—, si no se enfadase usted… Ella le interrogó con la mirada. —Kate —continuó Andrés, siempre en voz muy baja—, ¿me deja que le dé un beso? La americana, sin responder, se acercó a él y le presentó la boca. Andrés la besó muy despacio, sintiendo un martilleo en las sienes que le quitaba la noción exacta de lo que hacía… Volvió el viejo con la vela, y recomenzó su gangosa y monótona letanía. Junto a la puerta cortó unas cuantas rosas silvestres y, también con votos de felicidad, ofreció el humilde ramillete a la nobilisima signora. Kate cogió una de las flores y se la puso a Andrés en el ojal. En el coche permanecieron todo el camino con las manos enlazadas. Kate, ensimismada, tenía la cabeza caída sobre el pecho, y Andrés no se atrevía a interrumpir sus pensamientos. Sentía una alegría que le invadía todo; una sensación de ternura y de respeto insospechada hasta entonces en sus amoríos a flor de piel con hembras de posesión fácil y muchachas que sabía hipócritas y calculadoras. Al entrar en la ciudad tuvo que hacer un gran esfuerzo para reaccionar contra la emoción que le embargaba. Kate estaba invitada a cenar con unos amigos en el «Excelsior»; pero tenía antes que pasar por la pensión para cambiar de ropa.

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—La esperaré para conducirla hasta el hotel; no quiero que vaya sola, de noche, con estos cocheros que me inspiran tan poca confianza —dijo Andrés, que no se decidía a separarse de ella y hubiera querido crear pretextos para que necesitase de su protección. Ella agradeció sonriendo, y subió a su habitación. Andrés entró en el salón modernista. Maquinalmente, sin ver lo que miraba, se puso a considerar los frescos que decoraban las paredes y que, tal vez para demostrar la devoción de su autor por el arte egipcio, o tal vez porque el tal autor no estaba muy fuerte en reglas de dibujo, representaban varias figuras de perfil con los ojos de frente. —¿Al señor le gustan las obras de arte? ¿Quizás sea él también artista? —dijo de pronto tras él una voz de bajo condescendiente y cordial. Andrés volviose sobresaltado. La voz de bajo provenía de un hombre casi enano, con una hermosa barba rubia, una espléndida cabellera rizada, y una faja de seda roja en un traje de pana negra. —Soy el autor —dijo el liliputiense con mal disimulado orgullo—. El autor y el esposo de la dueña, para servir a usted. —Tanto gusto —dijo Andrés conteniendo a duras penas el regocijo—. ¿Conque usted es el autor de estas pinturas? —De las pinturas, de los muebles, de todo. Todo ha salido de aquí —y se dio un sonoro palmetazo en la frente—. ¿Qué le parece? —Admirable; jamás vi cosa igual. Se lo digo sinceramente. —¿El señor es artista? —Efectivamente; soy… No pudo acabar. El liliputiense estrujábalo entre sus musculosos brazos, llamándole «caro cofrade». Después del abrazo, Andrés hubo de sufrir, detalladamente, la explicación de lo que su interlocutor llamaba «el hilo cerebral de sus creaciones»; explicación que no hubiera tenido razón alguna para acabar, a no ser la que a la postres hubiera impuesto el tiempo, pues tal era la prolija complacencia del hostelero consorte en tal materia, si, felizmente, Kate no hubiera tardado poco en su toilette. Cuando apareció, Andrés quedose un punto suspenso. No la había visto aún más que en traje de calle, y siempre con la indumentaria excesivamente sobria y sencilla de las sajonas en viaje. Creíala incluso poco experta en artes de tocador. Ignoraba que en su tierra las mujeres preocúpanse poco de trapos durante las horas del día, dedicadas a otras ocupaciones, pero reservan toda su elegancia para por la noche. Le pareció otra, otra Kate casi igual a la primera,

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pero infinitamente más sugestiva y seductora. Confirmose en la idea que había ido formándose vagamente durante sus paseos de «profesor» y que le mostraba a la yanqui cada vez menos en camarada y más en amante posible. Recordó el beso de la tumba de Cecilia Metella, y no pudo reprimir una sonrisa de vanidad al oír las exclamaciones de admiración con que la voz de bajo saludaba a su huésped. —Kate, ¿nos veremos muy temprano mañana? —suplicole mientras el coche los llevaba por entre los dormidos villinis de la vía Boncompagni hacia la vía Veneto. —Me acostaré sin duda tarde —vaciló ella. —Entonces, al menos almorzaremos juntos, ¿verdad? —¿Almorzar?… Mire, me siento muy cansada; de verdad. Quiero descansar un día. Mejor cenar. —¿Todo el día sin vernos, Kate? ¡Eso no es posible! —protestó Andrés con vehemencia. —¡Qué niño! —dijo ella pasándole la mano por la cara en un gesto de caricia que le tranquilizó—. Sí, cenaremos juntos. —Bueno —resignose él—. ¿Dónde? —Donde usted quiera. ¿Dónde acostumbra a comer cuando está solo? —Según; hoy he comido en el pequeño restaurante de la Piazza Venecia. Es fresco y tranquilo. —Pues allí, a las ocho. Andrés la ayudó a bajar delante del hotel y, a la entrada del hall, despidiose de ella apretándole las puntas de los dedos y murmurando muy dulcemente: —¡Kate!

VI LA CENA DE AMOR

—Oye, ¿me puedes prestar cien liras? —¿Cómo has dicho? Martos creyó que su amigo se había vuelto loco. ¡Cien liras! Así, como quien dice: «¡Dame una cerilla!». —Andresito de mi alma, vuelve en ti; recobra la noción del tiempo, del espacio y del presupuesto de un pensionado en la Academia Española. Te lo suplico, serénate; date cuenta.

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—Bueno; ¿me puedes prestar cien liras, sí o no?— interrumpió Andrés incomodado—. Si puedes te lo agradeceré. Si no, abur. Que te advierto que no estoy con ganas de guasa. —¡Caray! ¿Tan mal te trae tu Venus ultramarina? Pues no decías que ya… —¡Yo no he dicho nada, idiota, imbécil, analfabeto, borracho!… —Eh, poco a poco, tú —dijo Martos incorporándose a medias encima de la estrecha cama de hierro negro que, con una cómoda, un palanganero, dos sillas y un yeso de la Nike de Samotracia, constituía todo el lujoso mobiliario de su cuarto de la Academia—. ¡Poco a poco, tú! El que cuando necesites dinero des precisamente con un amigo en la palmancia, no es motivo para echar por tierra una amistad confirmada en trescientas veintitrés borracheras y setenta y ocho… —Bueno —volvió a interrumpir Andrés impacientado—; eso quiere decir que no me das las cien liras, ¿verdad? —¡Qué más quisiera yo que dártelas! ¡Sería prueba de que las tenía! —suspiró Martos—. Pero, hijo, estamos a veintidós de mayo, y, en pasando el primer mes del trimestre, ¡ni para colores busques aquí! Con la pensión generosamente suministrada por nuestro amantísimo Estado tenemos que optar entre pintar o comer; aunque te parezca repugnantemente prosaico, te confieso que todos los pensionistas hemos optado por comer. Comer, y el resto del tiempo dormir, que engorda y no cuesta nada. Así se fraguan los genios. Pero, oye —dijo cambiando de tono—, ¿por qué no les pides un suplemento a tus tías? Viejas y en un pueblo, ¿qué falta les hace a ellas el dinero? Andrés vio mentalmente a mamá Isabel y mamá Charito menguando cada día más su reducidísimo tren de vida para enviar, con la pensión de cada mes, algunas golosinas al «niño». Las veía recomponiendo hasta lo inverosímil su eterno traje negro; ahorrando el brasero; suprimiendo el café después de las comidas —¡su único vicio!—, y hasta reemplazando por una mísera lamparilla de aceite el farol que siempre lucía ante una imagen del Perpetuo Socorro, en memoria de los muertos queridos… No; por nada en el mundo hubiera exigido un nuevo sacrificio a sus dos madres adoptivas. —Mis tías no son ricas. Y, además, necesito el dinero hoy mismo. —¿Es que te ha puesto precio tu…? No acabó. Andrés, congestionado, abalanzose sobre él con ánimo de estrangularle.

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—Bueno, hijo, perdona. No es para tanto. Entonces, si no es para faldas, ¿qué prisa te corre el dinero? —Me corre prisa porque la he invitado a cenar esta noche. Quiero quedar bien, y a mí también este fin de mes me viene estrecho. Pero, si no puedes, pon que no he dicho nada, y hasta otro día. —¿Qué vas a hacer? —¡Yo qué sé! Empeñaré la sortija y el reloj, y diré que lo tengo en el relojero. ¡Salud! Ya estaba a la otra extremidad del pasillo, cuando oyó a Martos que le gritaba: —¡El del Foro Trajano es el que da más! ¡Y conste que lo siento, eh! En el patio de la Academia, un grupo de turistas leían el Baedeker ante el templete de Bramante. En la puerta, dos vendedores de baratijas de mosaico esperaban filosóficamente el final de la lectura. Andrés salió a la explanada de San Pietro in Montorio, y, maquinalmente, por la costumbre que tenía cada vez que venía a la Academia, se puso a contemplar el panorama. Hacía una de esas diáfanas tardes romanas en que el azul del cielo da una sensación aérea imponderable, y en que todas las formas de la Ciudad Eterna parecen espiritualizadas. Al fondo, detrás de los montes del Latium, advertíase, muy tenue, una línea blanca: el mar. De frente, los montes Sabinos y Tivoli; luego, Rocca di Papa, Grattaferrata, Frascati, Rocca Priore; abajo, Colonna; más cerca, aislado en medio del campo, San Pablo; extramuros, el Testaccio, el Aventino coronado de iglesias, el Palatino; y, por fin, todos los monumentos paganos y cristianos, desde la torre del Capitolio hasta, completamente a la izquierda, la cúpula de San Pedro. Andrés, maquinalmente, henchíase los sentidos con la incomparable visión. Una pareja —seguramente unos recién casados—, que vino a maravillarse junto a él, hízole sentir de pronto, agudamente, la falta de la presencia de Kate. Recordó que tenía que agenciarse dinero. Era inútil pensar en coger el tranvía, que pasaba de tarde en tarde, y siempre atestado. Andrés prefería además matar el tiempo, que se le antojaba aquel día interminable. Descendió lentamente el Gianicolo por las serpentinas y sombreadas passeggiata; cruzó el Tíber por el puente Sixto, y, después de caminar más de una hora sin darse cuenta de ello, encontrose de pronto en el Foro Trajano. Haciendo como que examinaba los bajorrelieves de la columna central, fue dando lentamente la vuelta al Foro, hasta encontrar la sucursal del

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Monte de Piedad, una simple oficina instalada en una tienda, a nivel de la calle. Precipitose…, y cuando ya iba a alcanzar la manilla de la puerta, vio venir hacia él al liliputiense de la pensión de Kate, que le pareció sonreír de un modo socarrón, y hasta mefistofélico. Rápidamente, dio media vuelta y, huyendo del importuno artista hostelero, se metió por una puerta de iglesia que halló al paso. Era una iglesia de forma arbitraria, circular; una de las pocas iglesias feas y totalmente desprovistas de interés que hay en Roma. Ante el altar mayor, lívidamente iluminado por la luz blancuzca que se filtraba a través de los cristales incoloros, subido en una especie de teatrito rojo, un curita, joven, guapo, muy atildado, clamaba con voz estudiada y gestos de tenor contra las ideas disolventes del siglo. El auditorio, mujeres elegantes y pollos bien vestidos, le coreaba con murmullos de aprobación. Al cabo de unos diez minutos, Andrés juzgó que ya no corría peligro de encontrarse con el liliputiense y, siempre como si admirase los bajorrelieves de la columna, llegó nuevamente hasta la casa de empeños. Cuando salió de la tienda, ya obscurecía. Más valía llegarse al restaurante y poder elegir tranquilamente un sitio propicio, convenientemente resguardado de las miradas indiscretas. Sentose a la mesa extrema del callejón del palacio de la antigua embajada de Austria. Desde ahí se dominaba toda la plaza y no se estaba tan a la vista como en el resto de la terraza o en el interior. Desde que se había separado de Kate, ya veinticuatro horas antes, estaba en un estado de excitación que no le permitía analizar sus sentimientos. Lo que sentía por la americana ¿era únicamente deseo? ¿Era algo más hondo? No se lo preguntaba siquiera, y, de habérselo preguntado, no hubiera sabido responder. Se hallaba, eso sí, muy lejos de aquel amorío superficial en que creía condensar al principio su aventura de Roma. Poco a poco, inconscientemente, la yanqui había conseguido apoderarse por completo de sus pensamientos. Pero ¿en qué pararía esto? Es más: ¿qué clase de mujer era ésta? ¿Ya sabia en lides amorosas, cuya conquista, después de resolverse como parecía inevitable, no tendría más importancia que la de los agradables momentos pasados juntos? ¿O muchacha emancipada que no quería comprometer en el flirt más que aquello que se podía comprometer sin definitiva trascendencia? Las raras veces que Andrés se había planteado a sí mismo este dilema, lo había apartado en seguida de su imaginación como idea importuna. Ahora, lo único que pensaba, era que hoy,

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dentro de unos instantes, iba a tenerla ahí, frente a él; que la iba a tener ahí, con sus manos tan dulcemente abandonadas, su boca tan rendidamente entregada… Después, ¡ya se vería!… Había sido aquel día la romería de la Madonna del Divino Amore. Los romanos, de regreso ya de Castel di Leva, atravesaban la plaza a galope, doblando luego por el Corso, con el bullicio de sus mulas engalanadas, imponiendo, en medio del paseo de la gente elegante, la elegancia genuina de sus carritos pintados, llenos de cantares y de flores de papel. Una muchedumbre compacta, ebria de gritos, presenciaba, desde las aceras, el desfile de las carrozelas premiadas. En el fondo de la plaza, el monumento a Vittorio Emmanuele aplastaba el cuadro con su masa blanca e inarmoniosa de gigantesco merengue. El bullicio de los romeros se fue poco a poco apagando hasta desvanecerse por completo en el estruendo acostumbrado de los tranvías, que, después de alcanzar el final de su recorrido, cambiaban de línea para subir nuevamente hacia la plaza de las Termas o hacia San Pedro. La terraza del Faraglia iluminose bruscamente con el fulgor crudo de sus focos; la entrada del Corso iba quedando casi desierta. Oyéronse chirriar, uno tras otro, los cierres metálicos de los bancos; la masa informe del monumento anegó lentamente su estrepitosa blancura en la penumbra, hasta no chocar demasiado junto a los dorados palacios de otros siglos. Ya debían de ser las ocho. Kate iba a llegar. Andrés llamó al camarero y le ordenó que pusiese más flores en la mesa. El camarero quedóse sorprendido: —Es que…; dispense señor…; como no tenemos por costumbre… No hay flores en la casa. —Pues que vayan por ellas. —A estas horas… costará trabajo encontrar un florista abierto. —Cueste lo que cueste. —Está bien, señor. Un chiquillo con un acordeón vino a instalar su silla de tijera en el ángulo de la terraza. Otro chico pasó un platillo entre las mesas con la dignidad de quien cumple un trabajo y recaba un derecho. Más tarde, una mujer ciega, apoyada en el hombro de un cojo, vino a cantar, con voz lastimera, la romanza de moda. El monumento dibujaba ya apenas su masa obscura entre la sombra. —¿Es usted il signor Andrés Marín? —Sí. ¿Qué pasa?

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Andrés, con una brusca corazonada, se puso en pie de un brinco. El botones le tendió una carta, excusándose. —Ya hacía un rato que le andaba buscando…; como el señor estaba en la mesa del fondo… Esta carta para el señor… —Traiga. Quedose un momento con el sobre entre las manos; no se decidía a abrirlo. Y, por fin, leyó: «Dear Andrés: »Sí, soy yo quien le escribo, y es una carta mía la que acudirá, en mi lugar, a esa cena tan simpáticamente combinada. Yo, mientras, estaré sacudida en un vagón que me llevará, implacablemente, muy lejos de la Piazza Venecia y de mi “profesor”. »No me guarde rencor. No me acuse. No soy ingrata. Al contrario. Pasado el primer momento de enojo, verá cómo hice bien en marcharme. »Ya hacía días que comprendí que nuestra camaradería corría riesgo de acabar feamente. ¿Comprende? Feamente; rompiéndola yo bruscamente y dejando luego entre los dos el escozor de un recuerdo violento. Pero la escena de ayer —el beso, ya ve que no soy cobarde— me demostró palpablemente que las cosas estaban aún más precipitadas de lo que yo creía. Usted, Andrés, sin duda, como español, da a ciertos actos un valor que yo desconozco; pone unos matices para mí ignorados. Y olvida que yo no soy española, sino norteamericana. Y yo no tuve la precaución de acordarme de que no era usted norteamericano, sino español. »Usted me ofreció su amistad porque soy una mujer, y, sin duda (lo puedo decir ahora que ya no nos volveremos a ver), porque soy una mujer que le gustaba. Yo acepté porque vi en usted a un camarada, a un camarada agradable…, y que me podía enseñar precisamente lo que yo vine aquí a aprender. »Mi sinceridad le parecerá tal vez un poco ruda; pero nosotros somos así; carecemos de la suavidad latina. Y yo soy siempre muy franca. En una cosa tan sólo no lo he sido: debí decirle, desde un principio, que estaba prometida. Pero… al principio no era necesario, y luego… ¡me halagaba tanto sentirme, como ustedes dicen, cortejada! En Norteamérica los hombres no son así. Y también tenía miedo de que entonces cesara usted de acompañarme y de darme sus explicaciones ¡siempre tan interesantes! Porque mi novio tiene precisamente la intención de escribir un gran libro sobre Roma. Él es profesor en un colegio de Wáshington y no puede hacer el viaje; por eso he venido yo. En cada carta le contaba muy detallada-

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mente lo que usted me decía, y él seguramente se felicitará también mucho de tener todos esos datos, que no están en ninguna guía. »Le he hablado mucho de usted. Le cree un buen camarada mío. Y así le recordará siempre con agradecimiento y simpatía Kate Fiendlay.»

LA NOVELA FEMENINA Año I nº 26, Barcelona, 1930 Prólogo de Regina Opisso de Llorrens

LA EXÓTICA NOVELA

MARGARITA NELKEN

¡Margarita Nelken! He ahí un nombre de todos conocido y admirado. ¿Porque quién no se deleitó con la prosa gallarda, rica, vibrante y fluída de esa escritora, que en plena juventud tiene alcanzada una popularidad que no consiguieron otras grandes novelistas, ni aun en el otoño de su vida literaria? Así, Margarita Nelken podría ostentar como divisa el «veni, vidi, vici» de César, ya que al asomarse al mundo de las letras, cuando acababa de dejar atrás sus quince abriles, esa mujercita de áurea cabellera y claros ojos de poupé, publicó su primer artículo en «The Studio», de Londres, siendo ya desde entonces asiduas sus colaboraciones en la prensa extranjera, enjoyando con su firma prestigiosa las páginas de «Le Mercure de France», «La Gazette des Beaux Arts», «L’Art et les Artistes», «L’art Vivant», «L’art Decoratif», «Vita d’arte», «La Prensa» y «La Razón», de Buenos Aires, y en otros varios periódicos de Suecia, Alemania y Francia. También sus bien documentados artículos y valiosos ensayos han sido publicados en buena porción de diarios y revistas españoles, especialmente en «Prensa Gráfica», «España», «Museum», «La Libertad», «El Sol», «El Liberal», «El Día» y otros muchos que harían esta relación interminable. Margarita Nelken escribe el francés con igual dominio que el español, por lo que muchos de sus lectores creyéronla nacida en el propio corazón de París, siendo como es madrileña neta, que bien se descubre por su fino humorismo, por la gracia seductora y por el singular casticismo de las frases que con frecuencia esmaltan sus narraciones bellísimas. El arte de Margarita Nelken no radica sólo en la literatura, sino que se manifiesta en lienzos primorosamente pintados por esa gentil discípula del genial Chicharro. Así la autora de «La Trampa del Arenal» sabe fijar sobre burdas telas el azul intenso de nuestro cielo, bajo el que se perfilan figuras y paisajes, en los cuales diríase que Margarita ha puesto algo de su alma de mujer.

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Esperadas han sido siempre con verdadero interés las conferencias dadas por Margarita Nelken en el Ateneo de Madrid, en los de Bilbao, Gijón, Logroño, en el Centro Artístico de Granada, Juventud Republicana de Lérida y de memorable recuerdo son las que dió en la Casa del Libro y en la Casa del Pueblo, de Madrid, y es que sus disertaciones, con estar encaminadas a favorecer a la mujer, distan mucho de ser feministas y son encantadoramente femeninas. Viajera infatigable, Margarita Nelken ha recorrido Francia, Bélgica, Suiza, Alemania, Austria, Hungría, Italia y conociendo tan bien Europa, el solar español es para ella el que reúne mayores bellezas. Madre amantísima vive ahora recluída en el sagrado de su hogar, en el que entre las risas armoniosas y cascabeleras de sus pequeñuelos, teje primorosamente esa serie de artículos y novelas, cuentos y narraciones, que son goce espiritual de sus infinitos lectores. LA NOVELA FEMENINA se enorgullece hoy publicando esta bella novelita, que acredita y acusa una vez más la vastísima cultura y el savoir faire de Margarita Nelken, bellísima dama y escritora eximia. REGINA OPISSO DE LLORRENS

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I Aquella mañana, la modelo no acababa de llegar. Un aburrimiento. Las discípulas tenían la nerviosidad de chiquillas en asueto, y aprovechaban la inesperada vacación para contarse, todas a un tiempo, con gran estrépito, sus cositas particulares. El maestro, un cincuentón bien conservado, que se aplicaba, sin conseguirlo, en disimular, bajo una corrección de hombre de mundo, sus resabios de bohemio que ha vivido demasiado en los barrios bajos, seguía con una sonrisa, entre irónica y complacida, la algaraza de todas esas mujeres, sobre las cuales reinaba con ese indiscutible prestigio de semidios, que ejercen sobre el sexo débil los artistas, los tenores y los toreros. —Callad, que suben. Ya está ahí. La puerta abriose lentamente… Pero, en lugar de la figurita pizpireta y achulapada de la modelo, dibujose en el dintel la silueta majestuosa de Amparo de la Puebla, marquesa, viuda de Fontaneda, que era también alumna, aunque intermitente. Las señoritas no reprimieron gestos de desencanto. Incluso Merceditas Cuevas, hija de unos multimillonarios recientes, soltó un «¡Qué chasco, hija; nos dejas con tres palmos de narices!», que hizo dar un respingo de escandalizada reprobación a la miss que esperaba en un rincón sumida en una novela púdica y sentimental. La viudita, algo desconcertada por estas manifestaciones, recobró al punto su serenidad y efectuó, con todas las reglas del arte, su tradicional y «sarahbernardiana» entrada. Larga, larga, inverosímilmente esbelta, con una extraña ondulación de bicho de lujo, envuelta de pies a cabeza en unas gasas negras, que, a pesar de su tono enlutado, sugerían la idea de velos de bayadera, con pa-

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sitos muy cortos, los ojos bajos y los labios, finísimos, herméticamente unidos en una hipócrita expresión de ingenuidad, desmentida por los movimientos del busto lanzado hacia adelante a cada paso, como si se ofreciera, dirigiose hacia el maestro y le dio ceremoniosamente a besar su mano desguantada. Luego, muy lentamente, quitóse el sombrero, con los brazos muy en alto, y arqueando excesivamente el talle; y por fin se despojó del abrigo de pieles, produciendo siempre una impresión extraña el verla dentro de un vestido como las otras, en lugar de verla aparecer en el desnudo que, contra toda razón, pero con absurda certidumbre, se esperaba; pues, aun envuelta en pieles, esta mujer daba la sensación del desnudo absoluto. Nadie la puede sufrir en el estudio, y todas, si se atrevieran, la empujarían con gusto para que se cayese de bruces encima de la paleta fresca. —¡Lo único que nos faltaba! —murmuró «la exótica», una yanqui ya entrada en años, que recorre sucesivamente todos los estudios célebres de Europa, dominada por la idea fija, vaga, abstracta e indefinida del «Arte»; un arte fabuloso e imposible de divinidad de piel roja, que la hizo arribar un día desde el fondo de su lejana América, sugestionada con todo el ardor de su soltería inexorablemente casta—. ¡Lo único que nos faltaba! Creo que ya no vale la pena quedarse. Me voy al Museo. ¿Ustedes se quedan? —Sí, miss, vámonos —suplica Merceditas, que tiene a un pollito haciéndole el oso por la calle. El maestro nada dice por detenerlas. A una pregunta directa, contesta trabajosamente: —No sé… Tal vez venga todavía… —¡Si son ya cerca de las doce! —exclama Merceditas, descubriendo en su muñeca el relojito orlado de brillantes, que adelanta siempre para restarle lo más posible a esos malditos ratos que la obligan a desperdiciar (¡con lo bonita que está la Castellana por las mañanas!) para hacer de ella una muchacha de inmejorable educación. —Verdad es que ya, casi, aunque venga… Iníciase rápidamente el desfile. Se van todas: la señorita de sesenta años, que todo lo pinta a la acuarela, con una aplicación de encajera o de maniática; las diez o doce internacionales, que los discípulos del estudio de al lado llaman genéricamente «las chifladas», y la media docena de Merceditas, acompañadas de sus respectivas doncellas e institutrices. Amparo, con gestos calmosos, y como ajena a cuanto no sea su tarea inmediata, aprieta los tubos de color encima de su paleta.

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El maestro, ausente también de este mundo, contempla uno de sus cuadros muy de cerca, absorto en su contemplación, como si se tratase para él de una obra nunca vista. La «exótica» (se llama Ruth; pero nadie en el estudio ha pensado que pudiera tener un nombre) los mira. Tiene ya plantado, sobre su corta y pajiza cabellera, el informe casquete que le sirve invariablemente de sombrero; se ha puesto ya el gabán de cuadros que, en todo tiempo, constituye su indumentaria callejera, y ha substituido por unos lentes, sujeto tras la oreja con una cadenita de oro, los abultados quevedos de trabajo. Las discípulas han salido ya todas. La viudita y el maestro siguen silenciosos, distantes al parecer uno de otro, Ruth los mira y, de pronto, con firme decisión, proclama: —Yo también me quedo. Ni siquiera explica el cambio repentino. Está en su derecho. No ha transcurrido aún la hora de lección. Pero la verdad es que, a quien más sorprende su decisión, es a ella misma. El maestro y Amparo no han dicho nada. Hay un silencio que se prolonga… se prolonga… Ruth siente apoderarse de ella un malestar inexplicable. Intenta razonarse: se ha quedado porque, a lo mejor,podía todavía venir la modelo; sería lástima entonces haber perdido la ocasión… Y, justamente, aquí está. —Muy buenas. Será algo tarde, ¿verdad? Es una chica bastante mona, con cara de anemia, pero muy bien puesta y peinada. Habla con voz cansada, arrastra los pies y visiblemente se cae de sueño. —¿Algo tarde, dices? ¡Si serás cínica! ¡Con esa cara! Vaya una facha… —Don Manuel… —¡Qué don Manuel ni qué niño muerto! Si tuvieras pizca de vergüenza, ya hace dos horas que estabas desnuda. —Es que… Verá usted… —Sí, ya lo sabemos. El tranvía que no andaba, y además te ha dado el cólera… —No, no me ha dado el cólera. Pero ¡he pasado una noche…! —Se te nota hija. Puedes ahorrarte las explicaciones. Los ojos hasta la boca, y la boca hasta el ombligo…

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La modelo, con explosión: —Si son esos malditos discípulos de usted… —¿Te han comido? —No; no me han comido. ¡Lástima de…! Pero, verá usted; nos convidaron a la Encarna y a mí… —¿Qué Encarna es esa? —Pues esa que «hace» siempre de virgen. Bueno, y nos llevaron a cenar… Y claro, como una no está acostumbrada… —¡Angelitos míos! —Sí que es pa tomarlo a guasa. Los muy… —Chist, cuidadito con… —No, si no digo nada malo. Los muy guarros nos echaron de beber, y de beber, y claro… —Bueno, desnúdate y a ver si esperas para dormirte a estar en tu casa. Desaparece la chica tras unos lienzos grandes que le sirven de biombo, y vuelve al punto en cueros vivos y rascándose perezosamente por el vientre las huellas del corsé… Empieza la «pose». Ruth, nuevamente despojada de su abrigo y de su casquete, con sus gafas, que convierten su bonachona fisonomía de solterona romántica en la típica figura e la bruja de los cuentos infantiles, y su blusa, más llena de manchas que la de un pintor de puertas, olvida ya su pasajero malestar, anulada en la paciente gestación de un monigote que quiere representar a la guapa moza, tumbada ante ella, rezumando por todos sus poros la juerga de la noche. Siéntese únicamente el mosconeo de la estufa y el leve chasquear de los pinceles sobre el lienzo. —Maestro, me hace el favor… Amparo llama con su voz melosa, ladeando mimosamente su hermosa cabeza rizada y pelinegra de Gorgona. Está en pie, apoyada en el caballete, con unas líneas largas, danzantes y ondulantes de pantera o de gran serpiente. Hay en ella algo de andrógino y algo de gata. Y se la presiente flexible, hermosa, cariñosa y traicionera, y malvada, como un verdadero felino. —Maestro, me hace el favor… El pretexto es insignificante. Solicitación de un consejo que ni siquiera viene a cuento. El gusto de entornarle al maestro en plena cara sus ojos verdes. El maestro se acerca sonriendo.

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La viudita le cede la paleta para la corrección, y, al pasar detrás de él, le tropieza con un único movimiento de todo el cuerpo, pegándose bruscamente a él desde el cogote hasta el tobillo, en uno de sus sempiternos ademanes de bicho. El hombre, desprevenido, deja caer bruscamente los pinceles. Precipítanse los dos a un tiempo a cogerlos. Ríe ella con una risa demasiado aguda. Ruth, quizá porque hoy no están las demás discípulas para disimular con su algarabía el manejo, lo advierte todo, lo percibe todo, con unos sentidos, cree ellas, despiertos por primera vez. Siente que, junto a ella, pasa algo, no sabe qué; algo que está por encima de los gestos que se ven, y de las palabras vulgares pronunciadas. Mira al maestro: está muy serio, pinta con una aplicación que se comprende forzada, con los nervios tendidos. Se le oye respirar con fuerza, mientras la viudita, a su lado, sigue la corrección con los ojos bajos, velados por las pestañas espesas, y una sonrisa ambigua entre sus labios sutiles. La modelo, rendida, se ha dormido en su posse, y se ven así, más claramente señaladas, las ojeras profundas, las huellas de fatiga. Es una chica muy joven, de miembros todavía mal formados, y Ruth repara en que tiene ya el pecho algo flácido y las caderas anchas… Siente unas ganas repentinas de irse, de escaparse, de no estar allí. No sabe lo que tiene, pero quiere marcharse, huir lejos; se comprende incapaz de resistir la atmósfera del estudio —del estudio de siempre— un minuto más. —No me encuentro muy bien… Me voy… Lo ha susurrado en voz baja. Nadie lo ha oído, o hace caso de ella. Ya no es una marcha, es una fuga. Pronto, pronto, los pinceles tirados aquí, la paleta allá, en el suelo, en cualquier parte, de cualquier modo. El sombrero torcido, el abrigo a medio poner, un «¡hasta mañana!» mascullado desde la puerta, y ya está Ruth casi caída de bruces sobre la barandilla de la escalera, sin saber, ni cómo ni por qué, con una pena como nunca ha sentido todavía en su vida uniforme, seca, prácticamente equilibrada, ajena en absoluto a las nerviosidades femeninas.

II —¿Sabéis lo que le pasa a la «exótica»? —¿Qué?… ¿Qué?… Todas las alumnas forman corro en torno a Merceditas.

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—Acertad. —Dilo, mujer. —¿No acertáis? Pues… —y Merceditas hizo una pausa, calculando sabiamente la impresión que iba a causar en sus condiscípulas—. Pues… ¡que tiene novio! La unanimidad y la fuerza de la carcajada que acogió estas palabras hizo temblar los cristales. ¡La «exótica» novio! Hasta las «internacionales», habitualmente muy distantes de Merceditas, cuyas conversaciones no compartía nunca, dieron rienda suelta a su alegría: el mismo maestro, que no quería reírse de una alumna suya, no pudo disimular por completo el regocijo que le subía a la cara; y la modelo, que empleaba el cuarto de hora de descanso en rascarse metódicamente, primero un pie y después el otro, cayó de espaldas en la tarima, agitando en el aire las piernas, toda ella sacudida por epilépticas convulsiones. Pasado el efecto primero, las preguntas y las exclamaciones cruzáronse todas a un tiempo: —¿Pero es de veras? —¿Cómo lo sabes? —¿Quién te lo ha dicho? Algunas, a pesar de la gracia que les hacía, permanecían incrédulas. —¡Qué guasona eres! —¡Cuidado que tienes humor! —Que es verdad, chicas. ¡Si los he visto! Esta vez, el éxito de Merceditas tomó proporciones de apoteosis. Todas las alumnas, y hasta las doncellas e institutrices, rodeáronla en un corro de curiosidad y admiración que esperaba anhelante la suite de tan inauditas revelaciones. —¡Cuidado! —suplicó el maestro—. Esta señorita podría llegar inesperadamente y… —Pues sí —prosiguió Merceditas—, los he visto. Ayer por la tarde. Fui a casa de mis primas, que viven en la calle de Espalter; tienen una terraza desde la que se otea todo el Botánico, y allí estaban: sí chicas, sí, la «exótica» con su Romeo, y ¡hasta iban del brazo! En diciendo esto, Merceditas tuvo que interrumpirse hasta que se apaciguase un poco el alboroto de las risas. —¿Pero qué tiene ese hombre? —preguntó una—. ¿Es tuerto? ¿Jorobado? ¿Padece oftalmia?

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—¡Le habrán impuesto el noviazgo de penitencia! —soltó otra. —No, pues no creáis —contestó Merceditas—: el novio no está mal. Es alto, buen tipo, no mal trajeado. Al menos desde lejos me ha hecho buena impresión. —Y ella, dí, ¿cómo iba? —Pues, figúrate: derretida. —¡Toma! Será la primera vez que alguien la dice «¡por ahí te pudras!». —La verdad es que no se comprende. —Porque tú lo has visto, que si no… —Vaya, señoritas —interrumpió el maestro, temeroso de ver entrar a la novia—. Ya ha pasado el cuarto de hora. La modelo volvió a su pose, entre artística y animal, y el corro bullanguero se disolvió en figuras separadas, que se plantaron ante los caballetes, unas con la languidez o el hastío de quien cumple a regañadientes un deber de sociedad; otras, con el entusiasmo de quien cree escalar los primeros peldaños de la gloria; y otras, por fin, con un gesto de desafío que parecía decirle a todo el arte habido y por haber: «¡Ahora, tú y yo!». Al poco rato entró Ruth; una Ruth nueva, con un sombrero abundantemente florido, y una sonrisa de optimismo iluminándole toda la cara. Las miradas de regocijo dirigidas hacia ella antojáronsele, en su feliz estado de ánimo, demostraciones de amable compañerismo. Decididamente, se había equivocado; sus condiscípulas no eran orgullosas, ni secas, ni malévolas; si a lo primero no habían hecho buenas migas, la culpa era, de ella, de su carácter suspicaz, que, mal dispuesto de antemano por las cuchufletas de los golfillos que la llamaban «franchuta» por la calle, veía malas intenciones por todas partes. Y Ruth, mientras cambiaba su indumentaria callejera por la del taller y preparaba su paleta, correspondía a la alegre acogida que se le dispensaba con sonrisitas y saludos en todas las direcciones. La figura se había terminado en la sesión anterior; había que elegir nuevo punto de vista. En lugar de sumarse al grupo de las «internacionales», en el cual encontrábase más naturalmente a gusto, la «exótica» colocose esta vez entre las «Merceditas», que hasta ese día le había infundido cierto alejamiento, con su sempiterna charla acerca de sus novios y pretendientes. Hasta hubo, en la sonrisa que dirigió sucesivamente a sus dos vecinas, una como tácita complicidad, como un leve matiz de desprecio para con sus antiguas compañeras.

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Las chicas rabiaban por preguntarle; ninguna se atrevía. Miraban de soslayo a Mercedes, como indicándole que a ella le correspondía llevar la conversación al terreno por todas deseado. Ella, muy halagada por la importancia que se le reconocía, comenzó por fin, a media voz: —Parece, miss… ¿miss? —¡Oh, Ruth! Miss Ruth Lewinson —contestó ésta, ruborizándose de contento al ver que era a ella a quien efectivamente se dirigían. —Gracias. Como hasta ahora hemos tenido tan pocas ocasiones de hablar, y que, además, los nombres extranjero, ¿verdad…? —diculpose Merceditas. —¡Oh… oh, no importa! ¡No importa! —Pues bien; parece ser, miss Ruth, que la pintura ya no la apasiona tanto. Todas lo hemos notado. Usted perdone si soy indiscreta; pero yo siempre he sentido por usted una gran amistad. —¡Oh, gracias! Yo… yo… también amiga de usted… ¡Oh, sí! —tartamudeó Ruth con emoción—. Sí, adivinaba usted bien, sí tengo otro interés… Un interés más fuerte, más fuerte que todo. Y celebro mucho esta ocasión de confidencia a una amiga. Ya me queda muy poco tiempo de venir al estudio. —¿Cómo es eso? —Me voy a casar —terminó Ruth, bajando púdicamente los ojos. Merceditas se quedó atónita. No esperaba algo tan gordo. Consideró un instante a la «exótica» tan pobremente ridícula, y, no pudiendo aguantar más el cosquilleo que sentía en la garganta, exclamó con explosión: —¡Que se casa! ¡Que se casa! El trabajo interrumpiose al punto. Todas rodearon a la «exótica», y la felicitaron. Ella, llorando casi, tendía las dos manos, daba las gracias sin saber lo que se hacía, y sentía que vivía un cuento maravilloso. —¿Quién es el héroe? —preguntó sarcásticamente una. Pero Ruth hállase presentemente en regiones que no son de este mundo, regiones inasequibles a la ironía, a la burla y al despecho. E, ingenuamente, con la revancha triunfante de su larga soltería amargada por limitadas seducciones, cuenta la historia de sus amores, cuenta su conquista: Ya hacía tiempo que había notado que en el Prado él se fijaba en ella; pero ella, naturalmente, no había hecho caso. Hasta, ¡lo que son las cosas!, pensó que le había llamado la atención, como a muchos, por su tipo de extranjera. Pero un día se le acercó en los «primitivos», y, aprovechando la

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relativa soledad de la sala, inició la conversación; oh, muy correctamente, sino, ¡ella no hubiese consentido nunca! Luego siguieron viéndose en las demás salas; recorrieron así, halando, toda la planta baja del museo. Él no tenía grandes conocimientos en arte; pero se veía que era un caballero, ¡un hidalgo! Ella, poco a poco, correspondió a su simpatía, y ahora ya habían decidido casarse; sólo faltaba fijar la fecha de la boda; lo harían al regreso de un viaje que él tenía que hacer a Extremadura, para cobrar las rentas de sus fincas. —¿Hasta fincas? —exclamó el corro, ya más admirativo que asombrado. Y Ruth, cada vez más triunfante: —Sí, es un gran propietario. Tiene tierras y dos palacios. Me ha enseñado las fotografías. Y también es noble. Un verdadero hidalgo. ¡Y tan apasionado! Y la «exótica» cerró los ojos, embelesada en sus recuerdos. Sus condiscípulas no sabían ya qué pensar. Se miraban unas a otras, desconcertadas, sin poder dar crédito a sus oídos, ni a sus ojos.

III Lo que Ruth no había contado era que desde el primer instante se había entregado en cuerpo y alma al hombre que había sido el primero en cortejarla. Él debía de tener entre treinta y cincuenta años; muy moreno, con unos bigotes kaiserianos y una dentadura postiza deslumbrante, llevaba los dedos cubiertos de piedras, unos zapatos demasiado claros y unas corbatas demasiado chillonas. Le hablaba siempre como ebrio de pasión, clavando en los ojos una mirada llameante que la turbaba, y haciéndole crujir los huesos en unos apretones de manos interminables. La llamaba «ángel mío!» y «divina paloma», y le hablaba del nido en que sería su esclavo hasta la muerte. Ella, que sólo sabía de las frases de amor por las novelas y las operetas, no había soñado jamás dicha remotamente parecida. Y se tenía compasión a sí misma, cuando pensaba en sus largos años de vacío sentimental; en esos largos años en que, desdeñosa de hombres y amoríos, engolfábase por enero en el arte; ese arte vago y fabuloso que practicaba como quien cumple una condena, sin que siquiera la hiciera soñar. Ahora era una mujer; ahora comprendía exactamente —o al menos se lo

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figuraba— lo que significaba la sonrisa ambigua de la viudita; ahora podía reírse, ¡y con qué ingenua buena gana!, de aquel inexplicable malestar que la hacía escapar de un ambiente amoroso, con la congoja desesperada de un ciego oyendo celebrar la luz radiante de un amanecer de primavera. No, todo eso no era para contarlo a un corro atolondrado de muchachas, por muy grande que fuese la envidia que seguramente infundía, si no para saborearlo en sí misma, con esa incomparable felicidad íntima que la hacía, desde su conquista, elevar una perpetua acción de gracias a la inagotable bondad de la Providencia. La única alumna que ha conservado su ecuanimidad al enterarse de los amores de Ruth es la «cateta». Verdad es que, a pesar de su completa disparidad de origen, edad y situación —la una americana, no esperando ya los cuarenta, sola e independiente; la otra, de un pueblecito gallego, veinte años mal contados, y abundantemente provista de toda clase de parientes— es la que más se le parece. Entendámonos: la que más se parece, no a la tierna novia de ahora, sino a la íntegra «mujer sola» de antes. Desde el primer día de curso, la «cateta», puntual como un reloj de ministerio, poníase con ahínco a sus pinturas. En seguida se había cortado el pelo al rape luciendo así la extravagancia de un peinado de compañera comunista en torno a un rostro de jovencita mesurada y discreta. También fumaba, y no egipcios femeninos, sino cajetillas de cuarenta, que la hacían toser y mudar de color. Ahora que, a pesar de sus aires de «artista», nunca la «cateta» sabría pintar. Esto es fatal, y se ha visto desde el primer momento. Pero esto no importa. La «cateta» está envenenada por siempre jamás. Y, hasta el final de su vida, conservará probablemente esta santa exaltación que la hace pasar sin emocionarse junto a aventuras tan inauditas como la de miss Ruth. Para ella, estos amores tienen una única significación: el que, por un hombre —¡por un hombre, santo Dios!— se va a perder una vocación. Y ella, tan buena e inofensiva, siente, al pensar en esto, unas ganas de pisotearle su aventura a la «exótica», que nunca se atreverían a tener ninguna de las otras condiscípulas, por muy envidiosas o inconscientes que fuesen. Además que Ruth era, en el estudio, su única amiga, y que ahora, ¡hay que ver con qué aire de conmiseración le dirige de tarde en tarde la palabra! ¡Conmiseración a ella! Es una mañana en que el estudio está «completo». Todavía no ha empezado la sesión. La modelo, ya desnuda, con el abrigo puesto encima de los hombros, caliéntase junto a la estufa.

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Las alumnas, en grupos, charlaban animadamente, esperando al maestro, que ha de «poner» la figura nueva. Miss Ruth relata, confiada y romántica, los últimos pormenores de su amorío. El novio marchó la víspera a cobrar sus rentas del año y a ultimar los preparativos en el palacio extremeño, en donde han de pasar la luna de miel… El auditorio, teniendo por fuerza que rendirse a la evidencia, está mudo de asombro y de admiración. Bruscamente, acércase la «cateta» con aire de batalla. —¿Su novio de usted, miss Ruth, es uno con mucho bigote y mucho culo de vaso en las manos, no? —¿Cómo… cómo culo de vaso? —acierta apenas a balbucear la interpelada, sobrecogida por lo inesperado del ataque. —¿Es que se creía usted que eran buenos? ¡Ja, ja, ja, ja…! Y la risa suena estrepitosamente cruel, en el silencio repentinamente total del estudio. —Mi… mi novio… —sigue balbuceando Ruth, sin fuerzas para pronunciar otra cosa. —¿No es uno que dice que se llama Ruperto del Vivar y de no sé qué más? —prosigue implacable, la «cateta». —Sí, Ruperto del… —¡Menudo Ruperto! Se llama Eulogio López y García, vive en la calle de la Madera con una, con la que tiene cuatro chicos, y, por lo visto, entre quince y quincena, se dedica al timo del matrimonio… Pero la «exótica», un momento desconcertada, había recobrado ya su serenidad. Ni siquiera se enfadó, por lo que creía una broma de mal gusto, fruto, sin duda —¡pobre galleguita, ajena a las aventuras del amor!— de la envidia que naturalmente inspiraba. Sacudió dos o tres veces la cabeza, con el gesto de suprema comprensión y supremo perdón de quien se halla por encima de las mezquindades y ruines pasiones de este mundo, y descubriendo con angelical sonrisa sus dientes demasiado grandes, murmuró:: —¡Póbrecita criatura! La «cateta» dio un brinco como si le hubiesen arrimado un hierro candente: —La Póbrecita lo será usted seguramente a estas horas, en que, por su necedad, le habrá dado todos sus cuartos a un tunante. ¿A que le ha dado usted dinero?

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¡Y había que oir con qué energía la galleguita articulaba esta última palabra! —Naturalmente que le he dado mi dinero —exclamó Ruth con condescendencia—. En un matrimonio, lo que es de uno es de otro, y Ruperto va a ingresar el mío en el mismo Banco en que tiene el suyo. —¿Y se lo ha entregado usted ya todo? ¡Si será usted boba! ¿No comprende que es un timo, un «ti-mo»? —recalcó con furia la «cateta»—. No tiene por qué ponerme esa cara; lo que yo digo es porque lo sé. No me entraban a mí esos amores de folletín, y me he dado el gusto de mandarle seguir a ese Ruperto. Y aquí tiene usted el informe del «detective»; no dirá usted que no me las sé dar de americana. Si quiere usted un consejo, váyase a escape a poner la denuncia. Tal vez no esté aún todo perdido. Pero Ruth ya no la escuchaba. Había cogido el informe que la otra le tendía, y lo leía tranquila, pausadamente, sin temblarle las manos siquiera. Cuando hubo acabado, se irguió de un golpe cuan alta era. Estaba lívida, con ese color terroso que toman, al palidecer, los cutis demasiado rojos. Paseó en derredor una mirada extraviada, de idiota o de sonámbula. En este instante entraba el maestro. La viudita, con su paso danzante de felino, avanzó para saludarle, pasándole mimosamente la mano por la boca, en un gesto más descarado que de costumbre, sonriendo a la vez con su sonrisa de sensualidad y de triunfo. Ruth cogió el cuchillo de raspar, y antes de que nadie se diese cuenta de su movimiento, lo lanzó con todas sus fuerzas en dirección de Amparo.

LOS CONTEMPORÁNEOS Año XVI nº 816, Madrid, 11 de septiembre de 1924 Portada de Antonio José

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I A pesar de sus achaques, Sinda decidió ir a la romería de la Virgen del Campo. No le fue menester, para llevar a cabo su propósito, vencer ninguna resistencia; no sólo nadie la contradijo en su deseo, sino que, una vez que lo hubo formulado, todos la alentaron en él. A ninguno, ni a su madre, de tan buen juicio siempre, que su cordura y sensatez decidían en último término en muchas disputas de vecinas; ni al abuelo, tan sabedor ya, por sus largos años y su conocimiento de refranes, que se le venía a consultar, como a oráculo familiar, hasta de dos y tres leguas a la redonda; ni a las hermanas, sobradamente avezadas a dilatada experiencia por sus rudas faenas de labriegas, en que el deseo de los mozos acecha alerta tras cada almiar, en los mediodías,y cada recodo del camino en el anochecido; a nadie, ni aun a la tía Remedios, aquella vieja tan amiga de dar consejos curanderos, que no se sabía ya si su nombre era de pila o por apodo; a nadie se le había ocurrido: la Sinda, tan enclenque siempre, tan «recomía», con ese cuerpecito de niña que ha crecido de pronto y esa carita de hostia en que sólo se veían las ojeras amoratadas y las cavidades profundas de los ojos; ¿la Sinda darse esa caminata de tres horas a pleno sol y monte arriba, que a las mozas más garridas dejaba rendidas por dos días, a tal punto que, de regreso, muchas se metían en cama como si tal baile hubiese? ¿Quién iba a pensar en ello? ¡Idea más descabellada!… Empero, en cuanto ella lo pensó y lo dijo, nadie le puso reparo. Fue, ya entrada la tarde, cuando las hermanas estaban en la labor, como los hombres, y el abuelo, paso a pasito sobre la cayada, se encaminaba hacia el poyo de la confitería; un poyo ancho, abrigado por una hi-

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guera —sin higos, claro está ya que al alcance de todos los chiquillos— y en donde se reunía con el padre del confitero, ochentón harto despabilado, y otros dos o tres abuelos, casi tan viejos como él, a escuchar el «papel» que les leyera un nieto del primero y a discutir luego, con grandes acaloros y sendas pausas, de una política quedada para ellos en aquellas luchas de su edad moza entre «boinas» y «liberales». La madre acababa ya el arreglo vespertino de la casa; ya había llenado la tinaja, y ahora regaba, salpicando el agua con la mano, de un plato hondo y barnizado en color, el suelo de piedra desigual. al coger los bolillos para sentarse fuera, en la sombra morada, por momentos más ancha, vertida por el alero muy saliente. Sinda, en la intimidad de las maderas todavía entornadas y el frescor de la penumbra del suelo húmedo, comenzó muy decidida: —Madre, ¿sabe lo que quiero? La Gumersinda se paró atenta, con la diestra goteando en el aire. —¿Que quieres, hija? Le temblaba la voz de miedo de no poder satisfacer el antojo de aquel pedazo de su alma, tan poco dispuesto a acompañarla en la tierra. La niña, muy seria, muy firme, prosiguió: —Pues, quiero ir a la romería. Con todos. A ver si la Virgen del Campo me quita siquiera este velo que parece que me ponen en los ojos, como si viniese siempre de mirar al sol. La Gumersinda suspiró, aliviada. ¡Vida de su vida! —Pues irás, hija. Iremos todos. Sí, iremos todos a pedirle a la Señora que te ponga buena; que te deje la vista, ¡ay de mí! Envolvió a la niña en una mirada de arrobo, y sintiendo que la emoción se le subía a la garganta y a los ojos, y no queriendo, por un pudor irrazonado de su sencillez, dejarla esparcirse en llanto, salió bruscamente, llevándose el cuenco a medio vaciar, mientras Sinda, ya perdida en el éxtasis de su promesa, con sus manitas devotamente cruzadas y los labios movidos por una silenciosa plegaria, parecía no darse cuenta de las miserias del mundo que pisaba. Ni siquiera pensó la madre, siempre vigilante y en quien la zozobra constante por la hija demasiado lánguida aguzaba la sensibilidad más de lo usual en gentes de su condición, ni siquiera pensó en la fatiga excesiva de la jornada. Si, había que ir a la romería: la Señora se la sanaría, de seguro. ¡Queriendo la Señora! Sus milagros no se contaban. Y, a ella misma, ¿no le había devuelto el hijo ido a Melilla, porque se lo había pedido así, con todo su amor, en su mismo santuario? Ahora, le conservaría la hija. Apar-

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taría de los ojos de este tierno retoño ese mal que los iba apagando poco a poco, por dentro, sin que por fuera se advirtiese ni siquiera una disminución de brillo en las pupilas de terciopelo. El médico decía que ahí, en los ojos, se había metido toda la enfermedad, esa debilidad de la niña que, en llegando a la flor de sus dieciséis años, ya pasados todos los peligros que acechan a la infancia como espíritus malignos emboscados en la sombra de los recodos de cada día, parecía no poder resistir la vida y sentir llamadas de otro mundo. Y decía también el médico que, en fortaleciéndose los ojos, todo se arreglaría. Y ¿qué mejor ungüento que una mirada de la Señora el día en que más cerca debe estar de nosotros, por ser el día en que más se la celebra y la festeja? Esto no tenía vuelta de hoja. ¡Queriendo la Virgen!… ¿Por qué no había de querer? Y, ya aquella noche, como un anticipo de fervor, la madre, junto a la lamparilla encendida por las ánimas de sus difuntos, le puso otra, con el tazón lleno de aceite hasta arriba, a la Virgen que tenía encima de la cómoda. Al día siguiente, el mismo señor médico, cuando se le expuso la idea, la aprobó. A lo primero, quedose un punto como reflexionando; pero, luego, casi en seguida, dijo que sí, que tal vez la fe… —Pues, ¡claro que sí —afirmó rotundamente la Gumersinda, algo airada de que se pusiese en dudas el favor de la Virgen hacia su hija. —Sanará; sanarán sus luceros —afirmó a su vez el abuelo, desde el poyo en que tomaba el sol. Las hermanas y dos vecinas que asistían a la consulta, hicieron coro, enumerando milagros patentes de que tenían noticia, y milagros harto más difíciles. Que, al fin y al cabo, los ojos de la Sinda aún veían, y harto bien; pero, a la Virgen, habían ido ciegos ya de veras, y baldados de brazos o de piernas, y hasta tísicos que llenaban el pañuelo de sangre cada vez que escupían y, milagro de milagros, una niña muda, muda completamente, que había perdido el habla en un fuego y la había recuperado, sin dar un céntimo ni al médico ni en la botiquería, sólo porque se lo fue a pedir a la Virgen y la Virgen tuvo a bien devolvérsela. —Pues, ¿y el hijo de la Crisanta, que no rompía la baba y, de muerto que estaba, ya ni la teta quería? —¿Y la señora Petra, recuerden, aquella señora de tanto respeto que vino un verano a casa de la señora maestra, y que no podía guardar ali-

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mento, que los médicos todos de Madrid y de Guadalajara decían que si tenía una úlcera que le comía el estómago como una rata, y que, desde el mismo día que subió a la Virgen comía como cuatro? —Recuerdo ¡Digo! Como que mi casa venía la señora maestra por los huevos del día, para dárselos pasados por agua, huevos que daban gloria, y no los resistía, y después yo misma la vi tomarse una tortilla de pimientos y un filete de lo menos una peseta… Ahora, todos se maravillaban; ¿cómo no lo pensaron antes? Y Sinda, con una sonrisa de bienaventuranza en su carita de hostia, escuchaba complacida y musitaba: —Veré como antes, madre. Lo sé, madre; lo sé.

II Todavía faltaba rato para la misa, cuando apearon a Sinda de su borriquillo, a la puerta de la ermita de Nuestra Señora del Campo. El señor Gregorio, que tiene caballería para llevar todos los días los cántaros de leche a Brihuega y a Cifuentes, y que, todos los años, presta una de sus mulas para subir hasta la ermita la cruz parroquial de plata maciza, había venido él mismo, la víspera, a ofrecer a la Gumersinda una mula o un borriquillo para llevar a la niña y, tras mucho pesar el pro y el contra de los dos ofrecimientos, habíase optado por el borriquillo, blanco y sedoso como una oveja de un nacimiento, por más tranquilo en su paso y más cómodo de manejar. Ya mediaba la mañana. La luz cruda de Septiembre recortaba una a una todas las manchas de color: el verde de la hierba, ora blandamente dorado, como vegetación de collado sin árboles; los morados, rosas, añiles y amarillos de las blusas y faldas aldeanas; las tapias tostadas de la ermita, engalanada con los reposteros de sus desconchaduras; y, allá abajo, en los últimos términos de un horizonte inmenso de tabla primitiva, el serpentear del camino encajonado entre las peñas grises, tenía fulgores de cinta de metal. A lo lejos, más en lo hondo aún, una línea de cal viva: el Tajo. Por mucho que alcanzase la vista, todo era despiadadamente duro y desnudo. Si, mucha devoción hacía falta para escalar este cerro en día de verano, y, además, con las ropas de fiesta que se pegan a las carnes como sayales de penitencia, y zapatos, tan molestos de aguantar. Ni una alpar-

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gata; grave irreverencia sería venir a visitar a la Virgen sin ponerse para ello lo mejor del arca o la cómoda. Hasta los más míseros, hasta el Tío Mendrugos, el único «pobre de solemnidad» y mendicante autorizado de la parroquia, llevaba ese día unos zapatones, enormes, sin ojetes de cordones, ni vestigio casi de suelas, pero que testimoniaban de todos modos su afán de engalanarse en loor a la Reina de los Cielos. Pero, los más emperifollados eran los niños, causa máxime de ganancia para los buhoneros caídos como plaga sobre el pueblo al olor de las fiestas, y para el mayoral del automóvil de línea, convertido en trajinante, por aquellos días, a fuerza de tantos encargos como se le encomendaban para la ciudad. Los chicos, con sus blusas tiesas por el almidón o el apresto y sus corbatas en forma de chalinas, de seda rosa o blanca con motas rosas o encarnadas, el dedo índice en la nariz o en la boca, iban a remolque de sus madres, que no vivían de miedo de verles manchar o estropear sus ropas de fiesta; las chicas asomaban, debajo de unos arbitrarios sombreros de paja clara muy encintados de rosa o cubiertos de flores de trapo y moñas de encaje, unas caritas irremisiblemente campesinas, redondas, tostadas y lustrosas, y no sabían jugar, entorpecidas en sus movimientos por el atavío ciudadano. Todos, desde el anciano cuya gala consistía en una capa de recio paño segoviano capaz de resguardar contra la ventisca más dura, hasta el niño de pecho congestionado por el gorro y la capa de bordados del día del bautizo, todos soportaban gozosos algún sacrificio para honrar en su día a la Virgen Patrona. Y la Virgen lo agradecía, brindando, ya en torno a su morada, un espacio herboso para descansar, unos castaños para poder comer la merienda a su sombra, y una fuente fresca y purísima para limpiarse la garganta del polvo del camino. Tardaba el señor cura, y se organizó ya la función: dos tenderetes, uno con dulcerías, almendras y caramelos pintados de encarnado, con formas extrañas de perros y de pájaros, y otro con melones y sandías; y, junto, aprovechando el amparo de los castaños, dos músicos, uno cojo con una guitarra y otro ciego con un violín, comenzaron a alternar unos compases de jota con otros de pasodoble. Pero el baile no se animaba. Sólo bailaban las mozas, más decididas que los mozos. Estos, apretados en grupo compacto, cual si quisieran sacar valor unos de otros, con una flor en la boca o detrás de la oreja y las manos metidas en la faja, muy atiesados en sus trajes de pana o paño negro, las miraban dándose con el codo o soltando un requiebro ingenuo y brutal

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cuando giraba cerca alguna más garbosa, de mirada más atrevida, boca más golosa o senos más duros. El baile bueno sería más tarde, después de la misa y la merienda; cuando el sol de las doce agolpase la sangre en la cabeza, y el vino se hubiera llevado la cortedad, subiendo hasta los labios el sentir de los pechos. Sinda miraba el baile de lejos, apoyada contra la tapia, no tanto por cansancio, que el ardor que traía teníala animosa, como por recato sentimental: desde la San Martín andaba en amores con Pascual, un primo segundo que ahora estaba sirviendo al Rey en Madrid, la ausencia de su galán la alejaba púdicamente de los bullicios que alzan a las mozas sobre el trono de los deseos de sus mozos. Además, que no tenía humor para las diversiones. El Pascual escribía, sí; incluso, de cuando en cuando, mandaba alguna postal bonita, de esas con bordados y salpicaduras de escarcha, que luego se dejan con un clavo menudo en la pared y adornan como un cuadro de casa de señores. No podía quejarse de su novio la niña; pero, esa languidez que la embargaba y, sobre todo, ese velo que se le iba cayendo delante de los ojos, dábale el temor de presentar, para cuando volviera Pascual, en lugar de la moza lozana que él apeteciera, una criatura malparida, sin arrestos para nada. Quién sabe, ¡Virgen Santísima del Campo!, si una desgraciada de ojos muertos, incapaz de valerse por sí sola y que anduviese a tientas, igual a esas viejas muy viejas que van pasito a pasito, apoyándose en las paredes, como si ya no pudiesen tener prisa para nada en este mundo y sobrase tiempo, por muy lentas que caminasen, para llegar al otro. Ni aun a su madre, ni siquiera al señor cura en confesión, se lo había dicho Sinda; lo que más la atormentaba en su mal, más, mucho más que el pavor a verse por siempre en tinieblas, era el miedo a perder el querer de su novio. Y es que su amor no era como el de otras que, en comenzando a abultárseles el pecho y a redondearse sus caderas, se ponen ya a pensar si este sacará más jornal que aquel, y si los padres de este otro tienen más labranza que los del primero, y que conforme a las consecuencias de estas cavilaciones, se muestran luego provocativas o esquivas con sus cortejadores. Para Sinda no hubo nunca más novio, más esposo posible que el Pascual. No tenía hermano, ni había varón joven en casa, y desde pequeña, toda su admiración, esa mezcla de respeto y de maternidad que tienen las mujeres hacia los hombres de su casta, los reportó hacia su primo, el cual, por la broma, siendo ya hombre hecho, la sacaba a bailar y la convidaba en

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las fiestas, cuando ella llevaba aún la trenza por la espalda y los calcetines caídos sobre las alpargatas. Un día —haría unos tres años de esto, tendría ella doce o trece— estando sentada en el suelo delante de su casa, jugando a los alfileres con otras mocosas, le vio pasar con la Jesusa, una chica más negra que el fondo de un caldero, más larga que un ayuno y más descarada que una gitana, que, so pretexto de cuidar de que los burros no hiciesen estropicio en su parva, se estaba en la era desde las tres de la mañana, aunque no fuesen a trillar los suyos, y, desde el fondo de la carreta, entoldada de harapos en que se cobijaba como bicho dañino en su madriguera, incitaba a los mozos y respondía sin arredarse a las salvajadas que ellos le dirigían con el rostro encendido por la fatiga y el deseo. Todas las mujeres la odiaban. Pasaron los dos, la Jesusa y el Pascual, junto al grupo de chiquillas, sin reparar en ellas. La Jesusa rozó con su falda la cabeza de Sinda, al par que echaba la cabeza hacia atrás y descubría toda la garganta en una estridente carcajada con que contestaba a una frase del mozo. Una de sus amiguitas, más avispada y malintencionada ya a pesar de sus cortos años, díjole a Sinda: —¡Que te quitan el novio, tú! Y Sinda, tan mansa siempre, tan ñoña, como decía la demás chiquillería del pueblo, había cogido el puñado de alfileres y se lo había tirado a la cara. Pero ni la Jesusa ni ninguna pudieron más que ella, y ahora sentía una dulzura que a nada podía compararse, algo así como una congoja que fuese un goce, estallarle dentro del pecho, cada vez que recordaba aquel tibio anochecer en que, en la fuente, su primo le había llenado él mismo el cántaro y habíala acompañado luego todo el camino con palabras que, más que de uso en este mundo, parecían música de ángeles. Seguía el baile, el baile soso de las mozas solas, contemplado con embobamiento por los mozos que no se decidían. Los músicos fatigados sin duda por una labor difícil para sus torpes dedos de labriegos, habían renunciado ya a ir de compañía y, mientras el de la guitarra contentábase con un rasgueo de acompañamiento, el del violín, con gruesas gotas de sudor empapándole la frente, repetía sempiternamente tres únicas notas, ya imposibles de atribuir con certeza a la jota o al pasodoble. Los dos tenderetes, el de los dulces rojos, y el de los melones y sandías —apiñados en cono verde aquéllos, lujuriosamente abiertas por el medio éstas— esfumábanse sutilmente tras la cortina de polvo suspendida en torno como nube arbitrariamente caída hasta el mismo suelo.

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Sinda estaba harta de espera. Tenía prisa por entrar a ver a la Virgen. Resueltamente se volvió de espaldas a la fiesta. En la puerta detúvose, empero, a leer las coplas que los devotos habían escrito a lápiz, o grabado a punta de navaja, en la cal del dintel. Eran peticiones ardientes, súplicas desgarradoras, cuyo patetismo, ignorante de reglas de gramática y ortografía, estallaba como grito de angustia o trémula llamada de auxilio. Casi todas se referían a los mozos idos a la guerra; una pedía por un hijo enfermo, y, una también, amparo para un amor bravío e indomable, para un amor más fuerte que todos los bienes; más, incluso, que el apego a la luz. Sinda leyó dos veces esta copla: «Los ojos con que te miro, te ofrendo yo, Virgen mía, pa que no miren a otros los ojos con que él me mira.» Quedóse un punto como suspensa. Luego, se subió a la cabeza el pañuelo de seda que ya había traído muy echado a la cara por el camino, para resguardar del sol sus ojos tristes y que, al apearse del borriquillo, se había anudado al cuello con instintiva coquetería, y entró en la ermita.

III Es tradición, el día de la función de la Virgen del Campo, sacarla al atrio del santuario para subastarla. Después de la misa, la Virgen, ya con anticipación apeada del altar, es sacada de su santuario blanco, pequeño y desnudo y cuya elevada soledad, en los días de temporal del invierno parece la de una capilla costeña de Patrona de marineros. Se saca a la Virgen con gran algaraza, resonando fuerte los clavos de los zapatos en las losas del suelo, y balanceándose al pasar, tropezados sin cuidado por la muchedumbre, los ex votos colgados a poca altura: trenzas polvorientas, despojadas de su lustre, y hasta de su color por el roer del tiempo; vestiditos de niños que, por su vetustez más evocan la idea de mortajas desenterradas que de ofrendas en acción de gracias por perpetuación de vida; y, sobre todo, miembros de cera, brazos y piernas que el tiempo torna negruzcos como miembros de momia y cuyas

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cintas —unos lazos de colores tiernos con que son suspendidos— parecen una mofa macabra. El señor cura, con la cruz parroquial, el acólito, el sacristán y los monagos, preside desde la puerta. A la Virgen se la pone en el suelo, muy tiesa en su manto de brocado, con las ondas de su cabellera de mujer cayéndole hasta la cintura, un ramo de flores de papel dorado en la mano derecha, y en la izquierda el niño con otro ramo, también de flores doradas. Todo el pueblo se agolpa en el atrio, anhelante y retador; y el sacristán, a voz en grito, comienza la subasta. Se subasta todo: cada una de las cuatro andas, los dos ramos, el rosario de nácar que lleva la Virgen enrollado a la muñeca, y hasta una cestita con cintas de colores que le ponen delante a los pies, para recibir las ofrendas. Claro está que la subasta es tan sólo por el derecho de entrar todo esto otra vez al santuario, o sea el de llevar las andas, los ramos, el rosario y la cestita durante la breve procesión por el cerro y entrar de nuevo a la imagen en su ermita. Los que no pueden pujar —que las pujas alcanzan a veces hasta cien reales— se contentan con echar perras en la cesta. Y, como esta es muy pequeña y cabe poco en ella, en cuanto rebosa, se tiran las perras a la buena de Dios, desde lejos. Y, hasta es mejor que den a la Señora, para que ésta las sienta: como que hay muchos que esperan, para tirar la suya, a que esté llena la cesta. Los mozos, principalmente, riñen a quien acierta mejor y, encaramándose en la tapia y en los poyos, tiran con toda su alma. A lo primero, cuidan, claro está, de no dar en la cabeza, ni al Niño, de no herirles; pero, muy pronto, entregados por entero al afán de demostrar su fuerza y su destreza, enardecidos además por el jalear que saluda a los hábiles, tiran ya sin miramiento alguno. Ahora que, lo que vale de veras, es el «entrar» algo, y, más que nada, una de la andas; pues entonces se lleva a la Virgen misma y ¿cómo va la Virgen a negar cosa que le pida quien suda y pena por aguantar su peso? La Gumersinda traía, por lo tanto, preparado un buen puñado de ahorrillos para que nadie pudiese quitarle un anda a su hija; pero, no hubo menester de poner ni un real más de los cincuenta pregonados al empezar: nadie quiso quitar ese beneficio tan grande a la zagala que tanto lo necesitaba; y, en cuanto la Gumersinda gritó, ronca por la emoción, el ritual «¡cincuenta pa mí!», nadie pujó el anda por ella elegida. Con gran pasmo del sacristán, poco versado en tales delicadezas y que, creyendo no habían entendido bien, repitió hasta tres veces su pregón.

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Ahora, la procesión da la vuelta al cerro, poniendo en el paisaje —cielo de añil, verde agrio de la hierba, verde más oscuro del follaje, mancha blanca de la ermita y, allá abajo, dureza de las peñas grises y de la tierra sedienta— la chillería de su policromía y el ritmo de su marcha lenta, de su cántico fervoroso y de la belleza pagana de sus mocitas tostadas y sus mozos bien plantados. La Virgen, suavemente balanceada sobre la muchedumbre, diríase que va bendiciendo todo el contorno, del cual, ella y lo que junto a ella está, son la única nota de dulzura. Sinda, agobiada por el peso, casi doblada, crispando sus manos sin sangre sobre el anda que le surca el hombro, siéntese inefablemente dichosa. Lleva a la Virgen, la Virgen milagrosa es cosa suya, la siente en verdad soldada a ella por todo el peso con que sobre ella descansa… La Virgen, la Señora lejana y familiar, está en ella, pegada a sus espaldas y dentro de su alma. Puede pedirle lo que quiera, lo que haya de ser —puesto que está seguro de obtenerlo— el mayor bien de su vida. ¡El mayor bien! ¿Qué importa la vista junto a ese gozo que le canta por dentro? ¿Qué importa un bien del cuerpo, del cuerpo miserable, habiendo ¡ay, Dios del cielo! otros bienes por los que una daría todas las gotas de su sangre? ¡El mayor bien! Y, doblada por el peso del anda, casi desfallecida y a punto, a cada paso, de quedar inerme sobre la hierba a techos verdega y a trechos como molida en oro, la niña, con su carita de hostia resplandeciente en la sombra del pañuelo, con todo su corazón, toda su fe y toda su certidumbre, musita, en el jadear de su fatiga, la plegaria de su querer: «Los ojos con que te miro, te ofrendo yo, Virgen mía; pa que no miren a otros los ojos con que él me mira.»

IV Después de muchos entorpecimientos y dilaciones —primero, dificultades con el contratista que, a última hora, pedía mil reales más que el año anterior; luego, dificultades por causa de los mansos que, aquel mismo día,

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habían de ir a otro punto en donde la función, también por la Virgen de Septiembre, celebrábase asimismo aquella tarde con toreo; y, finalmente, que se escapó el bicho y tuvieron los mozos que dar una batida que duró toda la noche—, después de tanta zozobra, el toro está, por fin, escarbando y bramando en la cuadra de la casa de «los Pecosos», cuyo portón da a un ángulo de la plaza y es lugar estratégico naturalmente elegido para toril. Cuando entró en el pueblo, precedido a todo correr por la muchedumbre de los mozos y vitoreado por la de «los casaos» (a quienes pertenecía, pues ellos lo habían comprado a escote y ellos habrían luego de repartirse, en rifa equitativa, todos sus trozos, y por ancianos, mujeres y niños, ya estaba alto el sol, pero nadie había dormido aquella noche en el pueblo, con la intranquilidad de saber si habría lidia o no. Por fin, esta tarde habrá capea, y mañana se le dará muerte; que la diversión ha de durar dos días, y el señor alcalde, con su vara en ristre, manda «a encerrar» en cuanto ve al bruto demasiado cansado. Sin contar que, ya la antevíspera, mandó pregonar que pondría multa de cuatro duros a quien, la primera tarde, hiriese al toro. La plaza, grande, de traza irregular, ha sido cerrada con carros y palos transversales, y, las dos boca-calles más anchas, con andamios que hacen las veces de tribunas palcos. También hay andamios a lo largo del muro de la iglesia y de la pared de casa de «los Pecosos», junto a la puerta contra la cual cocea la causa de tanto desvelo. La iglesia, con su hermetismo de fortaleza y su torre cuadrada, cuyo tejado aparece oblicuamente cortado en dos por una sombra violácea, destaca su mole dorada en un cielo de vidrio azul profundo salpicado de nubecillas de algodón en rama. Las casas tienen grandes desconchados, que el brillo de la luz hace también de oro, y, en el piso superior, unas galerías de madera, llenas de blusas rosas y moradas, y de moños negros que parecen azules de tanto como rebrillean. Los portones de los zaguanes tienen cerrada la hoja inferior, y el marco de la de arriba iluminado por las manchas claras de las blusas de las mujeres allí asomadas. También hay alguna que otra fachada recién encalada, y una —la del señor rector— es de ladrillos, y, a esta hora vespertina, y de lejos, parece azulejada. Detrás de los carros y los andamios se ven subir las callejas en cuesta, con sus guijarros de punta y su adormitamiento de tarde de fiesta y de bochorno. Por encima de los tejados, sirviendo de respaldo a la torre de la

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iglesia, el verdes destemplado del monte. Y, otro verdor, el de algunas parras abrazadas a los balcones de madera, constituye la única nota deleitosa en ese cuadro violento, estridente y pesado, como el vino que da la tierra. En uno de los andamios están los músicos: tres guitarras y dos bandurrias. En los «descansos», tocan jotas y cantan, acompañados por las palmas de los circundantes, más enardecidos a medida que avanza la tarde, circula la bota y se hace más peligroso el juego. En otro andamio, que ostenta sobre estacas, para resguardarse del sol, una manta roja, a modo de palio, un cura joven y cetrino, de cara agitanada, presencia la corrida sentado en cuclillas. Es, éste, un andamio muy animado, lleno de mozas y de chicos a gatas, que gritan como demonios en cuanto sale el toro, y le tienden de lejos trapos de tonos vivos y pañuelos. Debajo de los andamios, protegidos no más que hasta la rodilla por las tablas, se apiñan los hombres, con la camisa blanca o rosa que estrenaron a la mañana, para la Virgen, el chaleco de pana negra y la faja azul o colorada. A poco que embistiese el toro, se venía todo abajo; ya ocurrió algún año, y aún se recuerdan y comentan las desgracias que aquello acarreó. Empero, los que allí se cobijan tocan y azuzan al toro con varas, y hasta con la mano, así que se acerca. Y son casi todos hombres maduros, cuando no hartos de peinar canas, que los mozos están todos en el redondel, prontos a torear con la chaqueta, con la boina, con la vara, e incluso con nada: con las manos, tocando los pitos y dando patadas para llamar al toro, y gritando «¡eh!», como hacen a sus bueyes y a sus caballerías. *** Sinda, al volver de la romería, se había acostado; pero, al mediar la tarde, viéndola más repuesta, su madre, que ardía por ir a la plaza, la animó a salir, asegurándole que era bueno distraerse un día que otro, y que, eso, hasta el año próximo, no se volvería a disfrutar. El abuelo, siempre sentencioso y dispuesto también a la diversión, como cuando en sus veinte, ya a punto de marchar aprobó lo dicho por su hija: —Dice bien. La fruta madura, varearla antes de que se la coman los pájaros. Para los toros que viene, ¡sabe Dios dónde estará uno! Sinda sentíase todavía muy fatigada; más por la emoción que por el cansancio material. La emoción, además, le perduraba; estaba como embelesada por dentro, con unas ganas de llorar que, en lugar de pena, le pro-

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ducían alegría. Le parecía estar aún muy cerca de la Virgen, y le hubiera gustado quedarse recogida en casa para saborear a sus anchas esa delicia. Todo lo más, al ponerse el sol, y aprovechando la soledad del pueblo, salir luego a sentarse al poyo, a que el aire puro de la noche vecina le acariciase la pesadez de la cabeza, mas no quiso disgustar a su madre, y se avino a ir a la fiesta. —Bueno, como usted quiera —dijo sumisa. —¡Faltaría otra cosa! —comentó, contenta la Gumersinda—. ¡Que hoy es día de alegría y no de estarse uno en casa! Y miraba arrobada los ojos humedecidos de su hija, cual si ya divisase en ellos patente indicio de su curación. Llegaron a la plaza al final de un descanso, cuando ya todo el gentío, impaciente, increpaba a gritos al señor alcalde para que mandase sacar el toro otra vez. «Los Pecosos» así llamados porque uno de los bisabuelos había, por sus muchas pecas, merecido el apodo, eran familia del difunto de la Gumersinda; ésta y su hija aprovecharon, pues, el descanso para cruzar por el centro y entrar en la casa de esos parientes, cuya galería constituía la mejor presidencia para el espectáculo. Sinda, fatigada y recelosa por su poca vista, caminaba despacio, muy pegada a su madre. Ya estaban cerca de la puerta a la cual se dirigían, cuando el señor alcalde sacó, por fin, su pañuelo de cuadros blancos y azules y lo agitó en alto. Sonó el cornetín del pregonero, coreado por un grito unánime e inmenso, exhalado como un rugido por todas las gargantas. La Gumersinda y su hija apretaron el paso. Tenían tiempo sobrado para ponerse a salvo, pues las puertas de la cuadra de «los Pecosos» son recias y tardas de manejar; mas, al verlas apresurarse, los mozos, ya prevenidos en medio de la plaza para proseguir la lidia, sudorosos, con los ojos brillantes y todos los instintos a flote por las tres horas que llevaban de gritos, de toreo y de vino, rompieron en un griterío salvaje: —¡Que os coge! ¡Que os coge! Sinda abrió grandes de espanto sus ojos, que no acertaban a divisar los bultos con claridad; tuvo un temblor convulsivo y, antes de su madre pudiese agarrarla, cayó cuan larga era, y quedó como paloma herida, con su carita de hostia vuelta hacia el añil del cielo, y sin más movimiento que si estuviese muerta.

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Cuando volvió en sí, entre las colgaduras rameadas de la cama de «la Pecosa», después de muchas frotaciones por todo el cuerpo, y de dos tragos de aguardiente que le metieron a la fuerza por entre los dientes apretados, sus ojos, aunque abiertos, no la pudieron enterar de en dónde se hallaba: se habían apagado para siempre.

V Al venir al pueblo Pascual, a pasar su licencia ayudando en la labor, que harto falta estaba de sus brazos, la piedad sin duda, más que el cariño, hiciéronle disimular. Quizás también cierto pudor, cierta delicadeza mal definida de hombre tosco le impidieron dejar bruscamente a la novia inútil ya para desposada. Sinda, además, no parecía sospechar que pudiese apartarse de ella. Desde la ceguera, estaba como transfigurada, como si se le hubiera metido dentro toda la luz que ya no había de iluminar las moras de sus pupilas. Mientras la madre se retorcía de desesperación, y las hermanas sollozaban, y todas las conocidas, y el pueblo todo gemía ante tamaña desgracia, ella permanecía serena. Y hasta, de no haber sido locura, hubiérase dicho que gozosa. ¡La muy cuitada! —Para la matanza viene Pascual —quiso prepararla la madre. —Sí, madre. Déme la almohadilla. Bolillos puedo seguir haciendo a tientas, y he de darme prisa. Me gustaría enseñarle la colcha ya terminada. ¡Inocente paloma! ¡La colcha!… (¡La colcha que las mozas comienzan en cuanto se apalabran, para cubrir la cama de la boda; la cama del abrazo de toda la vida; la cama del nacimiento de los hijos y la vejez sin miedo, sostenida por un querer como Dios manda!). Pero, a la niña ciega, igual le daría ya, en lugar de colcha nupcial, prepararse un sudario. ¡Cama de dolor y de muerte la suya, y nada más! Y la Gumersinda, al coger, encima de la cómoda, la almohadilla de los bolillos mordíase el delantal para que la congoja que la atragantaba no delatase sus pensamientos. Mortificábase en balde. Sinda, tan temerosa antes de quedarse sin vista, ahora que no veía no parecía echar nada de sus manos. No se le oyó ninguna queja. En el primer momento, al darse ya cuenta cabal de lo que le pasaba, se abrazó a su madre con tal explosión de llanto, que rompieron a llorar, al

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verla, muchas que no eran siquiera familia, y allí estaban porque, con la curiosidad y libertad que traen consigo todos los acontecimientos grandes, lo mismo faustos que desventurados, se habían metido en la alcoba de «los Pecosos», sin regatear, desde luego, los aspavientos que requería el caso. La Gumersinda, desgarrada hasta en lo más hondo de sus entrañas, loca casi de pavor y de pena, apretaba contra ella con toda su alma y murmuraba entre gemidos, sin saber lo que se decía: —¡No sufras tú, mi reina! ¡Que no te vea yo sufrir, paloma! Pero la niña, sosegada poco menos que al punto, contestábale con su acostumbrada dulzura: —¡Si no sufro, madre! ¡Por mí no pene, ya verá! Y, con una resignación que admiró a todos, hasta al señor cura, que vino a visitarla y le alabó mucho su conformidad con los impenetrables designios de la Providencia, prosiguió su vida ordinaria, limitada, claro está, en sus quehaceres, a aquellos que no precisaban el ser regidos por la vista. Aguardó al novio tranquila, sin impaciencia, tanto que, más que alegría de novia, su espera parecía certidumbre de esposa. Al llegar Pascual, le enseñó la colcha, terminada por fin, con un gesto de orgullo que le arrebató las mejillas. Ni siquiera el encontrarse a solas con él, al pelar la pava la primera noche, le preguntó ese «¿Me querrás sin vista?», que el mozo esperaba angustiosamente, sin decidirse por la respuesta —franca o piadosa— que le habría de dar. Es más: ella, antaño siempre plena de suspicacia para las idas y venidas del novio, no mostraba ahora recelo ninguno. —Esta noche no podré venir… —decía Pascual tímidamente. —Bueno. Hasta mañana entonces —respondía la niña, sin que se le nublase su expresión serena. Todos se pasmaban. El galán, cada día más torpe para franquearse… (y, ¡qué demonio!, aquello no podía durar más largo, y había que acabar de una vez); la madre, que de sobra veía, y más con los ojos del corazón que con los de la cara, el despego del mozo, y no pudiendo por menos de perdonarlo, sentía partírsele el alma frente a la ignorancia de la pobrecita; y, por fin, todos los demás, que no acertaban a explicarse esa resignación, y acababan por achacarla a algún mal de la cabeza. ¿Cómo, sino? Y, además, que la niña estaba de día en día más galana. Su figura, tan menuda y enjuta, tomaba redondeces de mujer saludable; la carita, tan afi-

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nada y blanca antes, ya no evocaba comparaciones de lirio ni de hostia, sino de flor encendida o de manzana en sazón. Y la boca, que antes apenas sabía dibujar una sonrisa pálida, desgranaba, a veces, ahora, una risa fresca, que sorprendía, con desgracia tan grande, como milagro florido en medio de un erial. El Pascual, a ratos, vacilaba. ¡Como sabrosa, sí que lo estaba su novia, y bonita como ninguna!… Pero ¡eso de saber que no le han de mirar a uno nunca! Su rudeza de primitivo hacíale pensar en alto: —¡Lo que yo diera porque me vieras, paloma! —¡Si te veo, hombre! ¡Claro que te veo! Y reía la niña, tranquila en su cariño, imperturbablemente certera, mientras el galán, vuelto de pronto a la realidad, rascábase perplejo la cabeza, meditando cómo acabar sin demasiado daño —qué lástima, ¡vaya si se la tenía!— con aquella novia que ya servía para bromas entre los demás mozos, francotes y crueles, y tal vez algo envidiosos, a pesar de todo, del amor de flor tan placentera. Además que los padres, ancianos ya, le azuzaban: había de casarse en cuanto cumpliese, para librar al hermano; bastaba ya con uno ido al servicio, que milagro era que no hubiese ido a África, y no era cosa, por lo mismo, de fiar demasiado en la suerte y de esperar que tal volviese a suceder con el pequeño. La madre, sobre todo, que bebía los vientos por su segundón, y que, por ser de otro pueblo, no había hecho nunca muchas migas con la Gumersinda, familia del marido, le hostigaba sin tregua: —Si casarte con la Sinda no te has de casar, ¿a qué seguir en éstas?… ¿Qué remedio les queda ya que hacerse a la idea de que una ciega no vale para casada?… Y, si te has de casar tú en cuando cumplas, ¿por qué no apalabrarte ya con otra de tu gusto, y así estar tranquilos todos?… E, insidiosa, añadía, como al descuido: —Con la Venancia, pongo por caso, que se ha quedado única desde que sus dos hermanos murieron cuando la epidemia, y que, el día de mañana, ha de tener la mejor heredad del partido… Y que, no habiendo mozo en su casa, ¡poco bien que mirarán al yerno los padres!… El Pascual, empero, no se decidía. Una vez, incluso, resistióse débilmente. —Sí, madre, dice usted bien… Pero a la prima… la verdad, la tengo ley y…

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La madre, entonces, se burló: —Pues cásate con ella, y ponle ama, como al cura, para que te lleve la casa. Y, si no, la sientas al sol, y te pones tú a fregar y barrer. Y el chico comprendía que tenía razón. Y espaciaba cada vez más las visitas a la novia. Casi, en su falta de arresto, hubiera dejado de lado su amor propio de hombre y deseado que fuese ella quien le dejase a él. Pero, por más motivos que para ello le daba, la niña ni siquiera parecía enojada. Quien no se conformaba era la madre. Tenía momentos de desesperación terrible, y otros también de rebeldía contra la injusticia y maldad de la suerte. —Ahora estoy más guapa, ¿verdad? —atreviose un día a preguntar Sinda. Y ella, con frenesí de leona herida en su cachorro, a contestar: —Sí, sol mío. ¿No has de estar, ¡Pa eso te quedaste sin luz! ¡Pa eso entraste a la Virgen! ¡Ni que se jugase de nosotros! Pero la niña, muy seria de repente, la cortó enérgica: —¡Calle, madre; calle! La Virgen —¡bendita sea!— me ha dado cuanto yo le he pedido. Más que la vista. ¡Harto más! Y la Gumersinda, por primera vez, dudó si no dirían bien los que aseguraban que aquel susto del toro, además de los ojos, se le había llevado parte del sentido de su hija.

VI Tres días llevaba ya el Pascual sin aportar por casa de su novia. Ni a la mañana, de camino para la labor, con la azada al hombro, la camisa gallardamente abierta sobre el pecho velludo, la gorra jacarandosamente ladeada y una flor pinturera en los labios; ni atardecido, de vuelta de las faenas, con la camisa pegada al torso por el sudor de la ruda jornada, la espalda algo encorvada, como por el peso de tantas horas como estuvo doblada sobre la tierra dura, y la gorra echada hacia la nuca para que la frente, empapada, gozase de la caricia del aire vespertino; ni a la noche, en las horas tan dulces de pelar la pava, había aparecido. La Gumersinda andaba tan desaforada, que no parecía sino que la novia era ella. Mas todas sus indirectas, todas sus insinuaciones estrellábanse, como canto en peñascal, contra la serenidad de la niña.

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¿Si no el ver con los ojos de la cara impediríale querer ver con los del sentimiento? ¿Tan malparada su hija, que habría de aguantarlo todo? La tercera noche no pudo más. Había estado espiando desde su alcoba a la niña, sentada en su sillita baja, junto a la ventanilla abierta. En las sombras del cuarto, la luna dibujaba vagamente algunas formas, dándoles aspecto de animales inmóviles y tremebundos; la cómoda, un butacón de paja, agazapados contra la pared, y también ponía un brillo inaudito en el dorado de un marco y el cristal de un fanal, harto deslucidos y empañados de día. Por espacio de más de dos horas la vio, a cada paso que se aproximaba sobre los sonoros guijarros, meter su carita sin luz entre los barrotes de la reja, como queriendo, ya que ella no le había de ver, que el novio disfrutase antes viéndola a ella. Pero los pasos, unas veces torcían antes de llegar junto a la casa, y otras seguían avanzando y pasaban de largo. Era una noche clara e inmóvil que parecía traer ya, en pleno invierno, anuncios de primavera. De seguro no quedaría un mozo en su lecho; noche de ronda y jarana, primero, con esa pureza que hacía rebotar las coplas, dejándolas como suspensas en el aire; y noche de pláticas sabrosas luego, muy pegados los rostros a través de esas rejas que se dirían hechas para que los ojos se claven más a fondo en los ojos y las bocas, en las mejillas apresadas por los hierros, se junten interminablemente. Unas campanadas: ¡las diez ya! Sinda tuvo un pequeño suspiro, un suspiro apenas perceptible, ya resignado antes de exhalarse. ¡Conformidad! Pero a la madre la paciencia se le agotó y lo echó todo a rodar. Se tiró de la cama y, arrebujándose en el mantón, plantose junto a la ventana. —Vas a coger frío. Acuéstate ya, paloma. Le temblaba la voz de ira y de pena. ¡Tan bonita su paloma! ¡Tan dulce! Y, ¡ahí, esperando sin querer entender, en su inocencia, que los hombres, antes que de dulzura, de lo que necesitan es de miradas que les enciendan la sangre y los alelen… ¡Los ojos como soles de su hija!… ¡La muy cuitada! Sinda seguía sentada en su sillita de costura, en espera… A lo lejos, oyóse el rasguear de la ronda. La madre tuvo, en aquella dirección, un gesto que amenazaba y maldecía.

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—Anda, acuéstate ya, mi reina. No vendrá hoy, no. —Es verdad —dijo la niña, poniéndose dócilmente en pie y cerrando a tientas la ventana—. Estará con la ronda. Irían a muchos sitios y se le haría tarde. Su voz tenía un matiz de tristeza. ¡Le daba pena ya no hablar con su novio en tantos días! La madre se engañó. Puesto que ya iba adivinando, y estaba resignada, más valía poner las cosas en claro de una vez, y que su hija no fuese a ser, encima de tamaña desgracia, la irrisión del pueblo. —De ronda irán, sí —gritó furiosa—. ¡A cantar cada uno a su palmera! Que yo sepa, ¿a tí no te han cantado este año todavía? —Es verdad —murmuró la niña con su inflexión triste. —A todas en una noche no podrán. Sabía que la ronda vendría también a su ventana. ¿Cómo no iba a traerla el novio? Pero deprimida por la larga espera, sentíase algo mortificada de no haber sido cantada aún. A la Gumersinda, esa resignación la puso frenética. ¡Consentir que se riera el mozo, y, mientras, su hija repudriéndose junto a la ventana, como una mala mujer esperando al que la habrá de pagar! ¡Ni que tuviera que tirar a nadie de la chaqueta! Dejaría ella de ser quien era. —A todas en una noche no podrán, dices bien —contestó a la niña—. Y, por eso, lo primero para el Pascual, habrá sido ir a cantar a la suya. —¿Qué dice usted, madre? La niña estaba en pie, delante de la cómoda iluminada por la lamparilla que ardía ante la Virgen, rígida y blanca como otra imagen pareja. Había hablado con un metal de voz inusitado, frío y lejano; a tal punto, que a ella misma, al oírse, le pareció que era otra la que hablaba. Y se sentía también, además de la voz, un cuerpo nuevo, como si se le hubiese metido de repente dentro de la carne un armazón de hierro que la sostuviese rígida y crecida, con una fuerza que no era la suya. Pero la Gumersinda ya no se daba cuenta de nada. Sin atender a la pregunta ahogada, siguió gritando: —¿Es que no tienes ya vergüenza? ¿Es que quieres pasar por la irrisión de todos, para aguantar que tu novio se vaya a cantar a otra y te deje ahí, aguardándole como una hereje, como si te hiciera falta pa algo? ¡No lo verán mis ojos!… Calló de pronto, a pesar de la furia que la sacudía. La niña, con un

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grito terrible, un grito que hubo de traspasar el pueblo todo, y el campo, y de llegar de seguro hasta el cielo sordo, habíase llevado las manos a los ojos. Luego cayó de hinojos y, elevando los brazos hacia donde sabía que estaba la imagen de la Virgen, sollozó, desgarradoramente, la desgracia a la cual nacía en aquel momento: —¡Virgen Santísima! ¡Que me he quedado ciega!

LA NOVELA ROJA Año I nº 5, Madrid, 8 de julio de 1931 Colección dirigida por Ceferino Rodríguez Avecilla Dibujos de Cheché

EL ORDEN NOVELA

EL ORDEN A mi hijo Santiago En los primeros años de la dictadura. Precisemos: de la de Primo de Rivera. Tournée de conferencias por Asturias. En Oviedo, coincidencia, en el hotel con el excelentísimo señor gobernador: un pollo bien, que responde, hidráulica y pintorescamente, al nombre de Fontana Pilón. Un pollo bien. Si no se ha educado con «los Padres», lo parece. Si no es Luis, merece serlo. (Hoy le suponemos afiliado —entusiásticamente— a la derecha republicana. Si no lo está, merece estarlo.) Desde luego, muy marchosillo él, muy seguro de sí mismo, muy echao palante., que diría cualquier pollo menos bien que él. Él es un hombrecito, y demostrado lo tiene: cuando se le ofreció el gobierno de una provincia, él fue quien pidió la más difícil. ¡Nada de sinecuras! «A mí, los mineros, ¡y ya verán quién soy yo! » Lo están viendo. Él también ve quiénes son ellos, los mineros y los que no son mineros, pero caen igualmente bajo su jurisdicción. Meterlos en cintura, cual prometió hacerlo el salvador de España, puede que los haya metido a todos; mas es indudable que, entre todos, lo han acorralado: en cuanto anochece, el hotel, con todo su servicio porteril y toda su iluminación, le parece el único asilo digno de su virreinato. El único suficientemente confortable... y seguro. Cuando llegamos a Oviedo, nos encontramos con esta diversión: el paseo de la fiera enjaulada. La gente va a contemplar este paseo como iría en otra parte a presenciar un espectáculo. El paseo de la fiera enjaulada repítese todas las noches. Se puede asistir a él, si no completamente gratis, como quien dice con entrada libre, siquiera con pretextos al alcance de todos los bolsillos e ingenios. Por ejemplo: entrar en el hotel a preguntar por algún huésped —real o imaginario—, traer un recado para ese mismo huésped, vivo o inexistente, e incluso, con mayor facilidad, entrar a pedir cualquier información en el bureau de la Dirección. Este último pretexto

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es casi el mejor, pues para entrar en dicho departamento, viniendo de la calle, es forzoso cruzar el hall, y en el hall es precisamente donde tiene lugar todas las noches la función que causa el deleite de los ovetenses. La cual verifícase de este modo: en un ángulo acomódase, después de la cena, un grupo asaz numeroso de señores que vienen a hacerle un rato de tertulia, y con ello más llevadero el destierro, al dignísimo juez alejado de la villa y corte por no haber querido acabar el predicamento «en altas esferas» de la famosa Caoba, celosa practicante de un oficio reconocido desde la más remota antigüedad de utilidad en la república, distinguida comerciante en drogas de las llamadas heroicas y, por lo mismo sin duda, protegidas en su tráfico por el más heroico de los militares y, en fin, amiga dilectísima de este bizarrísimo caudillo. En el ángulo opuesto toman su café y sus copitas el Excelentísimo Señor Gobernador de la Provincia y su secretario. Éste, no menos pollo bien y no menos Luis que su eximio jefe. Da gusto verles: tan atildaditos, tan modositos, tan distinguiditos... ¡Qué diferencia entre estos pollitos y esos «empollones» de la Institución, de pinta tan poco elegante! Con razón le apestan al dictador los intelectuales. El señor Fontana Pilón y su secretario, su lectura favorita debe ser el «Gutiérrez» o el «T. B. 0.»; pero a la legua se ve también que han sido criados en buenos pañales, y lo que decía el otro: ¡qué c... aray! Lo primero es la educación. Ahí están, pues, después de la cena, tomando su café y sus copitas en un ángulo del hall del hotel Covadonga de la capital del Principado. Los dos mano a mano. En todo Oviedo no se ha encontrado a una sola persona lo bastante buenhumorada para prestarse a acompañarles, ni siquiera otro pollito como ellos, otro Luis, otro miembro en cierne de la Derecha Republicana. Nada: solitos los dos. Al cabo de un rato, esa soledad de dos en compañía frente a una tertulia numerosa, congregada en torno a un «castigado» en demostración de adhesión y respeto, resulta insostenible. De un desaire demasiado patente. Y entonces es cuando el incomparable Fontana Pilón y su adlátere emprenden a través del vastísimo hall ese paseo de fiera enjaulada que constituye la diaria y sabrosa actualidad ovetense. El día de nuestra llegada el paseo se interrumpió. Nuestra tertulia (catedráticos de la Universidad, en donde íbamos a hablar al día siguiente; periodistas, Buylla, Alas Argüelles —el hijo de Clarín—, Teodomiro Menéndez, Loredo Aparicio, etc.) le hacía a la tertulia del «juez de la Caoba» un pendant cuya animación subrayaba aún más un aislamiento que tenía algo

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de cuarentena de infecciosos. El Excelentísimo Señor Gobernador, enterado de nuestra llegada, no le había concedido la menor importancia. Una conferencia traída por «esas gentes» no atañía a su mundo. Por lo visto, esperaba una virago. Al vernos quedó sorprendido. La sorpresa le indujo a error. ¡Esa educación de los benditos «Padres», que sólo presenta dos tintas en el panorama del mundo: la alba, de los bienaventurados que cumplen con todo lo que manda la Santa Madre Iglesia por boca de los hijos de Iñigo y constituyen su rebaño —en todos los sentidos de la palabra—, y la roja, que reviste a todos los de la otra acera, los cuales llevan, como nadie ignora, clara señal de su horrenda condición en la falta de estética de su exterior! El hecho es que, al no ver a la virago esperada, sino a una mujer de aspecto suficientemente civilizado, el bueno del Excelentísimo Señor Gobernador de la Provincia respiró. Respiró y se esponjó. Acercóse con su más exquisita sonrisa y, ya a dos pasos de nuestro asombrado corrillo, llamó al delegado de Bellas Artes, en quien supuso, sin duda por su cargo oficial, el contertulio más asequible, y le expuso el deseo de serme presentado. El delegado de Bellas Artes, aquel don Aurelio de Llano, a quien tanto debe el folklore asturiano, se sobresaltó. Teodomiro, Menéndez colocóse precipitadamente las manos a la espalda por miedo a un contacto al que, por efímero que fuese, no se quería exponer. La tertulia disolvióse como si hubiera estallado un fuego. Pero el Excelentísimo Señor Gobernador, o no quiso darse por enterado, o despreció olímpicamente semejantes minucias y, tras besarme galantemente la mano, me anunció que tendría el gusto de asistir, ¿qué digo asistir?, de presidir mi conferencia.

EN LO QUE QUEDA DEMOSTRADO QUE EN EL ARTE, COMO EN BOTICA, CABE TODO —¡Si será tonto! —¡Menudo vivo! —¡Habrá majadero! —¡Como que su presencia nos va a cohibir mucho! Comentarios preliminares. La duda ciertamente era cruel: ¿era idiota el señor gobernador hasta el punto de creer que nuestra conferencia iba a ser ad usum directorium, que decía un conspicuo latinista, o se pasaba de listo hasta el punto de suponer que, en su presencia, el susodicho usum imponíase automáticamente?

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Seguramente su rasgo debió parecerles, a él y a su monísimo secretario, una verdadera argucia diplomática. Algo así como el golpe de audacia de un Maquiavelo para andar por casa. Pero la «mordaza» era por demás ingenua. Cuando, al hablar de Godoy —la conferencia tenía el pretexto de la pintura de Goya—, dijimos que los éxitos de los soldados de fortuna duran siempre poco y acaban siempre mal, los estudiantes rompieron en una ovación que le probó, a ese fiel secuaz del dictador, que su presencia en el estrado no cohibía absolutamente a nadie ni impedía absolutamente nada. Ya hemos apuntado que el Excelentísimo Señor Gobernador era muy joven. La juventud lleva, por lo general, aparejados el ímpetu en sentimientos y la irreflexión en los gestos. Al ver aplaudir el vituperio a Godoy, y sin reparar que con ello daba realidad positiva a la asociación del favorito de Alfonso XIII con el favorito de María Luisa, nuestro Fontana Pilón levantóse iracundo, descendió de un brinco del estrado y cruzó el salón con la rapidez y energía del rayo amenazador de tormenta. La conferencia prosiguió. Llegado al umbral, el Excelentísimo hizo girar los faldones de su chaquet y aterrorizó a la conferencia y al auditorio con una mirada de esas que Luis de Val y Ponson du Terrail califican de escalofriantes. Pero el auditorio no debió entenderla, pues contestó dirigiendo al Excelentísimo una pita de esas que sólo él y Cagancho, en algunas tardes aciagas, han oído tan vibrantes y unánimes. Prosigue la conferencia. Desde el hotel, mi recién y a la vez ex amigo señor Fontana Pilón telefonea sucesivamente a todo el claustro de la Universidad: ordena, exige, conmina... Amenazas histéricas, de cóleras, si no divinas, sí dictatoriales. Acto tan inaudito, tan vergonzoso, tan antipatriótico, ha de suspenderse inmediatamente. Si no nos encarcelará a todos: a la conferenciante, al rector, a los catedráticos, a los estudiantes, a todo Oviedo... Aquello es una provocación intolerable... In-to-le-ra-ble. Y él, él, el Gobernador, no la tolerará. En tanto la conferencia concluye. Las últimas imprecaciones del histérico, hidráulico y pintoresco señor quedan ahogadas en el hotel mismo por las ovaciones de los estudiantes, enardecidos por los últimos comentarios pictórico-psicológicos acerca de los modelos de Goya y de su regia descendencia. Vociferante, gesticulante, pataleante, el chef d’ouvre de los Luises (ya hemos quedado en que si no lo era, merecía serlo), ya no parecía una fiera enjaulada: parecía una fiera sin enjaular.

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LA CORRESPONDENCIA ES INVIOLABLE: ARTÍCULO TANTOS DE LA CONSTITUCIÓN – BUENO, CON ESOS ARTÍCULOS ME HAGO YO LO QUE LAS GADITANAS CON LAS BALAS DE LOS FANFARRONES: TIRABUZONES Aquella noche no dormí en la cárcel, como apetecía al Señor Gobernador, sino en mi cuarto del Covadonga, por cierto vecino al suyo, con lo cual pudo él enterarse sin necesidad de colaboración policíaca de cuántos ramos me fueron enviados. Así como de las visitas de enhorabuena que me hicieron, uno tras otro, todos los que componían el personal del hotel. Yo, en cambio, también pude enterarme, para desdicha mía —pues tengo el sueño ligero—, de que tan distinguido personaje roncaba como un gañán. Dormí en mi confortable habitación de hotel, y no en lóbrego calabozo, cierto; pero a la mañana no tuve la acostumbrada carta familiar. Ni en todo el día. Ni al otro. Telegrafié. Respuesta: me habían escrito diariamente, como siempre. En el comedor, al pasar delante de mi mesa para ir hasta la suya, el Excelentísimo Señor Gobernador ya no me saludaba, pero me dirigía, así como el pimpollo de su secretario, miradas de ironía triunfante. A los dos días, por fin, una carta: traía señales de haber sido abierta. Señales inequívocas, patentes, como si no sólo no se hubieran tomado siquiera el trabajo de volver a pegar cuidadosamente el sobre, sino que se hubieran complacido en dejarlo de nuevo imperfectamente cerrado. Estaba visto: la efusiva cordialidad de los estudiantes para conmigo habíame convertido en una «militante» peligrosa a la que convenía vigilar de cerca... Y cuya correspondencia privada podíase impunemente violar para recreo de dos «pollos bien».

QUE TRATA DE LAS ESPECIALES CONDICIONES DE LA BENEMÉRITA PARA EJERCER LA CENSURA LITERARIA Mis conferencias acababan en Oviedo. Pero me invitaron a dar otras en Sama de Langreo y en Turón. Las entidades que me invitaban —sobre todo la de este último punto— eran muy modestas. Por lo mismo, su solicitud había de satisfa-

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cerme en extremo, y no la quise rehuir, a pesar de mis deseos de verme ya libre de la «amistad» del hidráulico y pintoresco señor Fontana Pilón. En Sama, a la bajada del coche, la primera persona que avanza hacia mí es un sargento de la Guardia Civil. Le han dado órdenes respecto a mi peligrosísima persona y a mi no menos peligrosísima actuación. Ahora bien..., igual que el señor gobernador el primer día, este sargento habíase hecho, sin duda, una composición de lugar distinta de la realidad. Al verme parece algo desconcertado. Primero se cerciora de que, efectivamente, yo soy yo y no otra, y de que yo he venido precisamente a lo que a él le han dicho y no a otra cosa. Mis respuestas, visiblemente, trastocan todas sus ideas acerca de «las propagandistas» y parecen sumirle en la confusión más lamentable. Por fin se decide. —Mire usted, señora —empieza después de cuadrarse y saludar—, yo tengo orden de detenerla si hace usted propaganda. Yo, con mi sonrisa más angelical y mi voz más meliflua: —¿Qué propaganda? Él, ya completamente apabullado: —Pues..., propaganda... Vamos, lo que se dice propaganda. Propaganda contra el Gobierno. Yo, más angelical y más meliflua todavía, y con una expresión de ingenuidad que me hizo comprender que servía para derrotar a Catalina Bárcena en cualquier concurso: —¿El Gobierno del señor Primo de Rivera? Él, sin casi acertar con las palabras: —El del señor Primo de Rivera, claro. Yo (para las acotaciones, véase más arriba): —¡Pero si yo de lo que hablo es de arte! Hoy vengo a hablar de la pintura de Goya. ¿No le gusta a usted la pintura de Goya? Él: —Yo, sabe usted... Me han dado órdenes, y claro... Pero vamos, siendo así... Claro, ya veo que usted... ¡Usted qué va a ser!... Pero yo, las órdenes... Bueno, dispense, ¡y a mandar! ¿Quién dijo que los guardias civiles no eran modelo de amabilidad y cortesía? Cuando, noticiosos de mi llegada, y de que la Guardia Civil quería impedir mi conferencia, acudieron inquietos en mi auxilio los miembros de

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la directiva del Ateneo, nos encontraron, al sargento y a mí, de esta guisa: el sargento, sosteniéndome con ambas manos el espejito de mi saquito de viaje, y yo, ante ese tocador improvisado, dándome polvos y colorete. Mi auditorio, auditorio magnífico, que por su solo esfuerzo, mejor dicho, en contra de todos los esfuerzos, había puesto en pie una obra cultural de primer orden —¡aquella biblioteca del Ateneo de Sama, tan consoladora en aquel tiempo!—, cogió al vuelo todas mis insinuaciones. Pero el sargento ya «se había hecho cargo». Me ovacionaban a mí, sólo a mí. Como quien dice, por mi cara bonita. Yo hablaba sólo de la pintura de Goya, de esa pintura que él, hombre culto al fin y al cabo, no iba a demostrar que no sabía apreciar. Nos separamos tan amigos. En Turón, la escena tuvo tintes menos idílicos. Allí el sargento era un cabo. Bueno, es decir, que, en lugar de un sargento, la autoridad encargada de cumplimentar respecto a mí las órdenes tremebundas cursadas desde el Gobierno Civil de Oviedo no tenía más graduación que la de cabo. Esto no sabemos si porque el puesto de Turón era de menor importancia que el de Sama o porque aquel cabo era víctima de injusta postergación. No nos dio tiempo de averiguarlo. Turón: una sola calle. A un lado, subiendo por detrás de las casas, el monte. Al otro, adivinada detrás de las casas, la mina. Todo gris plomizo: el cielo, que aquí, por no ser nunca azul, no parece nunca cielo, sino techo del infierno; el monte, que, por hallarse revestido de yerba, debería lógicamente ser verde; las casas, que lloran incansablemente por todas sus goteras, y que parecen viejas y leprosas desde el mismo día en que flamea la bandera en su tejado; las mujeres, que no tienen nunca quince ni dieciocho años, sino la edad indefinible de la miseria; los niños, cuyas pelambreras doradas parecen apagadas por un maleficio —el maleficio del carbón—, y hasta las bestias, que no tienen nunca el color de piel de las bestias de otras partes. Dos excepciones: los hombres y las casas de los ingenieros. Los hombres no son grises, porque son negros, uniformemente negros. Y las casas de los ingenieros no son grises porque se les pinta la cara con frecuencia. (Años atrás, hubo, sin embargo, en Turón como en el resto de la cuenca minera, una época en que la miseria convirtióse milagrosamente de la noche a la mañana en abundancia. Países en guerra necesitaban de este carbón asturiano, y lo pagaban a cualquier precio. Los «amos», a su vez,

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retribuían con largueza la jornada, con tal que no se interrumpiera y les valiera esas ganancias fabulosas de que se hablaba entonces como del pan nuestro de cada día. La miseria convirtióse milagrosamente en abundancia. Pero la miseria había sido demasiado grande para que la abundancia tuviese mesura: el minero que ganaba ocho duros al día, gastábase los cuarenta y ocho duros de su semana en una juerga del sábado, juerga «a lo señor», con champán y mujeres de labios pintados y trajes de seda. Ni siquiera hacía falta salir del pueblo. Como toda la cuenca minera, Turón se despertó una buena mañana a los acordes de la música de un cabaret, y las mujeres de la mina pudieron repartir sus rencores entre «los amos» y aquellas nuevas amas de la voluntad de sus hombres. Fueron días grandes, de alegría varonil y de odios femeninos. Terminó la guerra. Los jornales volvieron a contarse en pesetas y en reales. Del cabaret, ni rastro. Huelgas... Y en Turón, como en toda la cuenca minera, la existencia más dura y más pobre que nunca.) Son las tres de la tarde. La conferencia no ha de ser hasta después de las cinco, cuando los hombres salgan de la mina. Pues, ¡bajemos a la mina! Al Fondón. La más profunda de España. Lástima no haberlo pensado antes: me podía haber retratado vestida de minero, con un «mono» hecho a la medida y una lamparita que no pringara, y haber mandado la foto a los periódicos, con lo cual hubiera luego adquirido categoría de escritora «social», y haberme ahorrado ese descenso en el que —la primera vez— suelen marearse hasta los más templados. —¿Se atreve usted a internarse? ¿No le da miedo? Me da un miedo horrible. Además, estoy aturdida, a punto de desfallecer. Una vez más, apelo a mis indiscutibles dotes escénicas: —¿Miedo? ¡Quite usted! ¡Yo miedo! ¡Vamos allá! Nos alejamos de la boca. Muy atrás, cada vez más atrás, va quedando el puntito luminoso que significa la seguridad de respirar, la posibilidad de esa luz y ese aire que debieran ser para todas las criaturas; el único bien que no debería faltarle a ningún ser viviente... Galería de tinieblas, cuya profundidad surcan en círculos reducidísimos las lamparitas individuales. Pegados a las paredes, agazapados en las posturas más violentas, más imprevistas, los mineros hacen su trabajo... A los ochocientos metros, parada: —¿Quiere usted ver explotar un barreno? ¿No le dará miedo? —¡Qué cosas tiene usted!

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La carcajada que subraya la frase nos ha debido de salir bastante bien, pues todos me felicitan por mi valor. Mientras preparan la explosión acuden a mi mente todas las catástrofes mineras de los últimos años. Y punzante, doloroso, el recuerdo de los seres queridos. ¡Maldita sea, una y mil veces, ese pundonor que le clava a una las piernas en el suelo cuando más vivamente se desea salir corriendo! Estalla el barreno. Me porto como si no fuera yo. Uno de los mineros, que tiene por lo visto muy desarrollado el sentido del humorismo, me asegura, con ejemplos al canto, que «no hay año que. no ocurra algo ». Subida. Es tan fuerte la impresión de hallarse de nuevo en la superficie, que dan ganas de ponerse a brincar como una chiquilla. —¿Qué le ha parecido a usted? Yo, con toda mi alma, con toda mi vergüenza por no poder aliviar aquello, con todo mi amor para los condenados de esa condena: —Que no hay compensación en el mundo que pague ese trabajo. ¡El que trabaja en una mina, aunque sólo sean dos horas diarias, tiene luego derecho a todo! La declaración nos ha subido directa, espontánea, de lo más hondo de nuestra conciencia a los labios. La hemos hecho rotunda. Casi gritado. Hace unos días, un ingeniero ha sido muerto a tiros. El que disparó no ha sido habido: huyó al monte, tácitamente ayudado en su huida, amparado, por el silencio de todos. Desde hace unos días, de Oviedo a Madrid y de Madrid a la cuenca minera, pasando por Oviedo, botan y rebotan con sonido destemplado las palabras tradicionales: necesidad de imponer un ejemplo..., los fueros sagrados de la autoridad..., del orden... El orden... EL ORDEN... EL ORDEN… El orden es ente fantástico que crece, que se agiganta poco a poco hasta tomar forma de fantasmón pavoroso. Una especie de Moloch tragagentes, de apisonadora que lo ha de arrollar todo a su paso. Nada más en orden, más absolutamente en orden, que un erial y un cementerio. ‘ Nuestra declaración es de todo punto contraria al orden. La hora de la conferencia. Escenario: un barracón de maderas mal juntadas. El suelo es de tierra: el verdadero santo suelo. En el fondo del barracón, un estrado con la con-

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sabida mesa, la consabida media docena de sillas para la conferenciante y «personas de respeto» y el consabido vaso de agua. Bancos. En los bancos va sentándose, apretujándose, el público. Cuando ya no hay más sitio en los bancos, se queda en pie o se sienta en el suelo. Público de mineros, que acude al salir de la mina, tal como ha salido de la mina. Mineros y mujeres e hijos de mineros. Mujeres que no han sabido jamás de una vida que no sea la suya, la vida de labor constante, de privación constante, de inquietud constante... De cuando en cuando, de un extremo a otro extremo del pueblo, un alarido: ¡ha habido un hundimiento! Mujeres que se echan entonces a la calle despavoridas, locas, que se acercan a la boca de esa fosa que es la mina, sin atreverse a preguntar a cuál de ellas le toca desde ese día sentirse todavía más desamparada, más miserable, más inapelablemente abandonada de todo... Los niños, más decididos, se han ido acercando hasta la misma tarima: sus caritas, mal. cuidadas, mal nutridas, apelotonan a los pies de la conferenciante todos los estigmas de todas las depauperaciones. Los hombres son esos mismos hombres que tienen derecho a todo, porque no hay en la tierra, en la tierra bajo la cual trabajan, compensación posible para ellos. Orden, ORDEN, ORDEN... El cabo de la Guardia Civil, que está sentado a mi izquierda, anúnciame imperativamente: —Ya oí lo que dijo usted antes al salir de la mina. Y le advierto que, como vuelva a decir algo subversivo, la hago callar y me la llevo detenida. El presidente de la asociación que me ha invitado, y que está sentado a mi derecha, anúnciame entonces: —Pues como se interrumpa la conferencia y la lleven a usted detenida, ¡aquí hay tiros! Las caritas de los niños se apelotonan a mis pies. Algunas me rozan casi el borde de la falda. Más allá, los rostros vencidos de las madres. En primera fila, justo frente a mí, una de ellas, cuyos rasgos acusan todavía huellas de juventud, tiene sentado en su falda a su pequeño, que se ha dormido. No puedo verle el rostro, pero sí las piernas desnudas: piernas delgadísimas, descarnadas, cuyos tobillos parecen,a punto de quebrarse. En el fondo, y a los lados, la expresión resuelta de los hombres que sacan su vida de un trabajo que es muerte. Jugarse esa vida, ¿qué más da?

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Días atrás cayo muerto un ingeniero. Orden, ORDEN, ORDEN... El Moloch de la nueva. religión de la injusticia se ha sentado a mi izquierda, encarnado en este pobre hombre, dispuesto a defender sus botones dorados, sus correajes, su tricornio, su autoridad y su soldada precaria y segura, como sea y contra quien sea. Por de pronto, es mi censor. Mi censor moral y literario. ¿Qué entenderá él por subversivo? Se lo pregunto. Pero así como el orden es el orden, la autoridad es la autoridad. Y no tiene por qué dar explicaciones. —Yo me entiendo —contestóme secamente. No traigo la conferencia embotellada. Vine fiada en la inspiración del momento. Pero no podía figurarme que este momento me agarrotaría las lágrimas en la garganta, y que todo mi impulso sería para pedir perdón a este público mío, mío como ninguno, para pedirle perdón por todo cuanto, desde que nací, desde que podía haber tenido una infancia como estas infancias, desde que pude ser una mujer como estas mujeres, perdón por todo cuanto me ha diferenciado de él. El cabo —mi censor— me mira de reojo. Está visto: no le he caído en gracia. Su proximidad hostil me «quita mis medios». La cordialidad es el más difuso y el más actuante de los sentimientos. Con este censor a mi lado, temo defraudar... Mas una conferencia digna de este nombre ha de revivir siempre el mito de Orfeo. A este público, el más triste, el más dramático de todos, hablo de lo que puede embellecer y alegrar la vida. De la rosa que la madre de Ruskin poníale diariamente en un vaso encima de su pupitre de colegial, y que consagro al culto de la belleza al estético inglés. Les habló del relicario que el más desdichado puede labrarse en su alma, y de cómo algunos esclavos, con grillos en los pies, fueron más libres que los que les hacían avanzar a latigazos. La palabra esclavo, por lo visto, es subversiva. —¡No siga usted por ahí! —conmíname el cabo, afortunadamente sin alzar la voz. Quedo un punto suspensa. La falta de costumbre de hablar ante un censor de la sutileza espiritual de un guardia civil. Orden, ORDEN, ORDEN...

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Recuerdo en un segundo mis más intensas sensaciones de orden. De ese orden: una carga a sablazo limpio en la carrera de San Jerónimo; la descarga cerrada, a través de puerta y ventanas, en una casucha frontera a la estación de Ujo, en el momento de arrancar nuestro tren, en agosto del diecisiete: había sonado un tiro, pudo ser desde aquella casucha... Orden perfecto: lo que es desde allí no tirarían más. Y también la reprensión de una cortijera andaluza a su crío demasiado travieso: —¡Eres más malo que los sebiles! Prosigo. Me dirijo especialmente a las mujeres. Cuando ellas quieran, cuando sepan querer, los hombres no irán a matar y a dejarse morir porque así lo decidan unos cuantos repantigados en torno a una mesa o haciendo efectos de oratoria desde un escaño. Lo primero que ha de saber una madre es defender a sus hijos... Defender esas vidas que ella cuajó en su cuerpo y echó al mundo con derecho a vivir... Pero la interrupción de los aplausos demuestra a las claras que esto es lo más subversivo de todo. —¡Mire usted que me la llevo! —clámame a voz en cuello el censor literario que me ha deparado la delicada atención del cultísimo gobernador de Oviedo. Yo, la verdad, no tengo ningunas ganas de irme con él. Si Yo no le hago gracia, él tampoco es mi tipo. Y aprovecho arteramente la ovación para ponerme en pie Lo peor es que mi público quiere estrecharme la mano y abrazarme. Esto último, como es natural, su parte femenina. Y que el celoso defensor del orden teme que estas efusiones contagien y propaguen los gérmenes nocivos de que soy portadora. Sin casi saber cómo, me encuentro metida en el coche, en el cual tuvieron la precaución de instalarse ya Loredo Aparicio y su mujer, cordiales compañeros en la aventura, y los dos muchachos mineros que tienen la gentileza de darme escolta en el regreso.

DEL HIPNOTISMO, DEL COMUNISMO, DE LA MASONERÍA Y DE UN DESPERTAR RUIDOSO Al día siguiente la «buena Prensa» ovetense señalaba, para pasmo e indignación de sus lectores, la estancia en Asturias de una «peligrosísima

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comunista», enviada, fácil era comprender por quién, con el fin de sublevar a los mineros y «de preparar días de luto a nuestra hermosa región ». Resultó que la peligrosísima comunista era yo. Como ya una vez la superiora del asilo madrileño de Vallehermoso, cuyas lamentables condiciones higiénicas yo había denunciado, habíame acusado de ser enviada de los masones, ante esa afirmación de que era fácilmente comprensible quién me enviaba a Asturias empecé a dudar si no sería yo efectivamente mandataria de alguna terrible organización secreta. Inconscientemente, claro, pero ¡vaya usted a saber! No en vano se ha leído a Freud, y eso de lo subconsciente impulsa a meditar a todo el que no sea un insensato. Procuré hacer un minucioso examen de conciencia. Recapacité A por B todos mis pensamientos, todo cuanto yo creía en mí más libre y podía, por el contrario, ser más dócil a fuerzas ignotas. ¿Y si, en efecto, cuando yo más creía hablar y actuar por mi propia iniciativa, lo hacía bajo el peso de un hipnotismo especial? Los masones, por una parte, y los comunistas, por otra, son capaces de todo. Esto lo saben hasta los niños chicos. Los masones se aliaron a los judíos para matar a Nuestro Señor Jesucristo, y ellos le dieron a Lutero un bebedizo para que se enamorara de una monja y, por despecho de no poder casarse con ella como Dios manda, se sublevara contra el Santo Padre; esto me lo contó a mí una respetabilísima señora que lo recordaba de un sermón de un respetabilísimo sacerdote. En cuanto a los comunistas, quieren destruir la religión para implantar el amor libre, que es el derecho a violar a todas las mujeres, y para llevarse a Moscú todo el dinero de los españoles. Esto ya no me lo ha contado nadie, ni falta que me hace, porque no lo ignora ni la más candorosa hija de María. Masones y comunistas, además, sólo sueñan con cometer sacrilegios, y la suprema aspiración de unos y otros es desayunarse con hostias consagradas. Verdaderamente, para gentes capaces de tamaños horrores, hipnotizar a una mujer sin que ella se diera cuenta y lanzarla sobre Asturias como nuevo caballo de Atila era una futesa. ¿Si estaría yo hipnotizada? ¿Si obraría yo, pese a mí misma, con el único fin de ayudar al perseguido, en amor y compañía, por masones y comunistas? ¡Dilema pavoroso, que me hubiera de seguro erizado el cabello de no haber tenido ya el sombrero puesto! Sumida me hallaba en tan dolorosa recapacitación cuando un bramido cercano me estremeció.

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¿Qué era aquello? Verdaderamente, Úna enviada de masones o de comunistas merecía ser exterminada. El bramido —no cabía duda— provenía de la habitación vecina. De una improvisada e involuntaria corrida sevillana, en que Juanito Lafita, Antoñito Rodríguez de León y la abajo firmante hubimos de poner en práctica a toda velocidad el «¿pies, para qué os quiero?» ante unos miuras escapados del encierro, me ha quedado un miedo cerval a todo lo que huele a cornúpeta. ¿Si me habrían introducido un toro en el cuarto vecino para que la fiera, después de derribar el tabique de una embestida, me tratase como a un torero de invierno? Pero otro bramido, menos enérgico y más definido que el primero, tornó a mi ánimo su extraviada tranquilidad: ni toro ni deseos de exterminarme. Simplemente mi vecino, el Excelentísimo Señor Gobernador, que bostezaba al despertar.

DEL MEJOR MODO DE DAR LUSTRE Y ENTUSIASMO A UN BANQUETE Mis amigos de Oviedo quisieron despedirme con un banquete. El Señor Gobernador, por una vez, estaba de acuerdo conmigo, y se manifestó contrario a esa costumbre que quiere que el que conoce a una persona que ha obtenido un éxito, más o menos real o «hinchado», se tome en honor suyo molestia tan grande como la de gastarse en una sola comida, por lo general bastante mediana, lo que habían de gastarse en comer sabrosamente varias veces él y toda su familia. Quien expone su labor al público, expónese a la vez, tácitamente, a los juicios de éste, y no era sin duda opinión del excelentísimo señor el que mis modestas conferencias merecían el honor de ser banqueteadas. Sea ésta, sea aquélla la razón de su opinión, el hecho es que este dignísimo representante del gobierno, con su autoridad omnipotente e indiscutible en la provincia, prohibió sin apelación el proyectado banquete. Yo creo que hizo bien. Y la prueba está en que «la buena prensa» ovetense (destaquemos con justicia entre ella, como mejor aún si cabe que el resto, al periódico «Región») coreó su determinación prohibitiva, dedicándome en sus columnas unos comentarios que ni aún el más apasionado partidista podía haber

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presentado como floríferos. Ya no era yo un elemento peligroso, ni siquiera «peligrosísimo». Era una seudointelectual, una escritora de la más deleznable calidad, anhelosa de lograr, con el aplauso de la chusma analfabeta, un nombre regateado por la élite inteligente y culta.. Sí; razón sobrada tenía el Señor Gobernador en no consentir un acto con visos de homenaje a persona tan poco acreedora a la estimación pública. De seguro que en Madrid las «altas esferas», después de leer aquellos artículos de la prensa de orden ovetense, sabría premiar tan acertada medida.. En cuanto a mí, sólo cabíame ya hundirme en el más apartado rincón en donde no tuviera que afrontar el desprecio de «la parte sana y patriota de la opinión»..., según.textos y estilo inconfundibles del Godoy redivivo (con perdón del apuesto y juncal guardia de corps). Mas estaba visto que en Oviedo, junto a «la parte sana y patriota de la opinión», existía otra que no lo era, o cuya sanidad y patriotismo derivaban hacia cauces distintos. Y estaba visto que a esta otra o segunda parte se le daba una friolera de los comentarios de «la prensa de orden», en general, y de las determinaciones del señor Fontana Pilón, en particular. A las dos horas de serme comunicada «oficialmente» la prohibición de celebrarse en mi honor el proyectado banquete, comunicáronme mis amigos el lugar en que dicho banquete se celebraría. Claro que a la chita callando. Claro que sin anuncios ni:asistencia de delegaciones. Pero con toda la cordialidad y el entusiasmo necesarios, y hasta —en vista de las circunstancias— con sus puntos y ribetes de conspiración. Tan en serio tomóse esto último, que hubo quien demoró un viaje (¿lo recuerda, Valentín Andrés?) por no faltar a lo que ya se presentaba como enérgica protesta. El hecho es que, el mismo día en que mi bueno de Excelentísimo Señor Gobernador era cumplidamente felicitado por sus acertadas medidas, que habían de cortar de una vez las alas a las intrigas y petulancias despertadas por mi humilde persona, justo a la misma hora en que su monísimo secretario dábale lectura en alta voz en el portal del hotel de ese telegrama de honradísima felicitación —ello para pasmo de los presentes, o sea, el conserje, dos botones, un viajante catalán y una miss lectora de Baedecker—, justo ese mismo día y en esa hora precisa, tomaba yo asiento en compañía de mis amigos, de los amigos de éstos y de otros que no lo eran hasta entonces ni de ellos ni míos, ante una mesa suculentamente servida.

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Comedor íntimo de un restaurante a la antigua usanza, sencillo, familiar, conocido en todo Oviedo y en toda Asturias por la excelencia de sus condumios y la especialidad de sus pasteles de almendras. La dueña, afable, satisfecha por la elección de su casa, vino en persona a afirmarme que era «de las nuestras», y corroboró su afirmación con el vigilante cuidado que puso en la sucesión de platos y bebidas. ¡Robusta y sana cocina la suya! ¡Sanos y alegres aquella sidra y aquel vino! El banquete empezó quedo —era una conspiración—. Poco a poco, fabada y sidra ayudando, la conspiración revestíase de certidumbre inminente. Los primeros brindis tuvieron el carácter jocoso de su prohibición; los últimos, la fuerza de las promesas conscientes y las consagraciones. Se bebió al «remojo espiritual» del señor Fontana Pilón (de esperar es que la Derecha Republicana lo habrá remojado) y se bebió al advenimiento de lo que todos deseábamos... y a la desaparición de lo que había de desaparecer. Y así fue cómo, en un comedorcito íntimo de un restaurante familiar de Oviedo, bajo el gobierno del más directorista de los gobernadores civiles, y bajo expresa prohibición suya, gritóse a media voz y a pleno corazón: ¡Muera el rey! y ¡Viva la República!

ARRIERITOS SEMOS... Yo no podía, decentemente, marcharme de Oviedo sin demostrar de algún modo mi gratitud al Señor Gobernador. Es en mí principio invulnerable, regla de conducta absoluta, el patentizar siempre mi reconocimiento a quienes me ayudan y favorecen en mis trabajos. Cuando el señor obispo de Lérida —doctor Miralles—, en la actualidad obispo u arzobispo de Palma de Mallorca (esperamos por él que habrá ascendido), denunció uno de mis libros, impulsó al incomparable señor Silió, por entonces ministro de Instrucción Pública, a formar expediente a la profesora de la Normal que lo había puesto en manos de sus alumnos, y, por último, a los señores párrocos de su diócesis, a predicar desde el púlpito contra tan nefando escrito, yo no descansé hasta manifestar en una «interviu» que se me hizo toda mi gratitud hacia tan espontáneo protector. ¡Ahí es nada, tres sesiones del Congreso discutiéndose acerca de un libro, tirándoselo materialmente a la cabeza a los «de la izquierda», todo un

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señor ministro de Instrucción Pública (era Silió, no lo olvidemos), y «los de izquierda», capitaneados por Besteiro, rebotándole el libro al señor ministro! ¡Y ahí es nada ir a dar conferencias a una ciudad, y todos los señores párrocos de ésta, instigados por el señor obispo (el doctor Miralles, no lo olvidemos tampoco), haciéndome gratis el anuncio! Se habla siempre de «reclamo a la americana»; pero, en América, el reclamo se paga, y muy caro, en hermosas especies contantes y sonantes, o sólo contantes, ya que los billetes no suenan. ¡Qué mezquino, qué ínfimo, ese reclamo a la americana, junto al. reclamo a la española, hecho simplemente por amor a las letras, por afán de dar a conocer una obra, con el más laudable desinterés en suma, por un doctor Miralles y un señor Silió! Porque yo juro, juro por lo más sagrado, que no di un céntimo por ese reclamo, que lo mismo el doctor Miralles que el señor Silio comenzaron motu proprio a hablar de mí y de mi libro, y con un calor, con un empeño, que no podrían tener comparación en ningún otro sitio que no fuese esta benditísima España nuestra de los obispos y ministros de esa calaña. Pues bien; así como yo no tuve paz conmigo misma hasta haber manifestado públicamente mi gratitud hacia los «reclameros» de aquel libro mío, no quise en modo alguno abandonar Oviedo sin manifestar de algún modo mi reconocimiento al Señor Gobernador. Al fin y al cabo, a él debía yo todo el éxito de mi viaje. Sin su alerta vigilancia, sin la solícita atención con que había seguido mis pasos en mi «tournée» de conferencias por Asturias, estas conferencias no habrían alcanzado, ni con mucho, el relieve que él les dio. Más aún: sin su «colaboración», la conferencia de la Universidad de Oviedo no habría provocado las invitaciones de los demás Ateneos... ¿Cómo no reconocer asimismo el brillo extraordinario dado a mis conferencias de Sama de Langreo y de Turón por la asistencia de las autoridades, representadas por sendos sargento y cabo —respectivamente— de la Benemérita, que, como todo el mundo sabe, es uno de los Institutos armados de más decorativo aspecto? Pero, por más vueltas que le daba al magín, no se me ocurría nada. Si el Señor Gobernador hubiera sido una señora, el envío de una «corbeille» habría constituido. solución a la par cómoda y elegante. Un momento cierto es que pensé en enviar la susodicha «corbeille» al secretario, tan guapito y atildadito siempre: el Señor Gobernador, hombre de mundo, se hubiera percatado de seguro de la gentileza de mi intención. Pero no me decidí; por muy monín que fuese el tal secretario, nada me autorizaba a

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MARGARITA NELKEN

creer que le agradaría recibir ese obsequio. Y ya me iba a decidir, lisa y llanamente, por una tarjeta con unos renglones efusivos, cuando el recuerdo del sabrosísimo pastel de almendras del banquete cruzó mi mente a modo de fulgente llamarada. ¿Cómo no haberlo pensado antes? He aquí, pues, de qué modo me despedí y a la vez exterioricé los sentimientos que me embargaban para con el señor Fontana Pilón: mandé comprar uno de aquellos pasteles de almendra, cuya especialidad bastaría para ilustrar cualquier capital, y encargué que el mismo día de mi marcha se lo sirvieran al Excelentísimo Señor Gobernador con estas líneas: Para Su Excelencia. Recuerdo de un banquete en que se ha brindado por Ella en los términos que puede suponer Y en el cual, entre otras coplas, se ha cantado aquélla que dice: «Arrieritos semos, Y en el camino nos encontraremos.» Yo regresé a Madrid. El señor Fontana Pilón permaneció todavía algún tiempo en Oviedo. Tal vez vuelva allí. Y vuelva de gobernador. Con la Derecha Republicana; no hay que perder la esperanza. Si tal sucede, le daré las señas del restaurante donde se hacen aquellos riquísimos pasteles. ¿Quién sabe? A lo mejor me manda uno. Ya ve que yo hago por él lo que puedo; en cuanto me ha salido ocasión al camino he pregonado con el fuerte pregón de la letra de molde sus hechos y grandezas. Arrieritos semos... Mi gratitud, nunca extinguida, ha emprendido esta vez el camino que lleva hacia aquel Excelentísimo e Inenarrable Señor Gobernador.

Este libro, editado bajo la supervisión del Departamento de Publicaciones del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, se terminó de imprimir en el mes de febrero de 2010, en los talleres de R.B. Servicios Editoriales, S. A.

TÍTULOS PUBLICADOS EN LA COLECCIÓN 1. Pérez Bowie, José Antonio La Novela Teatral 2. Sánchez Álvarez-Insúa Alberto y Santamaría Barceló, M.ª Carmen La Novela Mundial 3. García-Abad García, M.ª Teresa La Novela Cómica 4. Mogin Martín, Roselyne La Novela Corta 5. Fernández Gutiérrez, José María La Novela Semanal 6. Naval, M.ª Ángeles La Novela de Vértice y La Novela del Sábado (1939) 7. Correa Ramón, Amelina El Libro Popular 8. Palenque, Marta La poesía en las colecciones de literatura popular: «Los Poetas» (1920 y 1928) y «Romances» (s.f.) 9. Martínez Montalbán, José Luis La Novela Semanal Cinematográfica 10. Villarías Zugazagoitia, José María Nuestra Novela 11. Labajo González, M.ª Trinidad Lecturas (1921-1937) 12. Fernández Gutiérrez, José María La Novela del Sábado (1953-1955) 13. Pierini, Margarita (Coord.) La Novela Semanal (Buenos Aires, 1917-1927) 14. Labrador Ben, Julia M.ª y Sánchez Álvarez-Insúa, Alberto Teatro Frívolo y Teatro Selecto 15. Labrador Ben, Julia M.ª; del Castillo, Marie Christine y García Toraño, Covadonga La Novela de Hoy y la Novela de Noche 16. Azcune Fernández,Valentín Biblioteca Teatral 17. Azcune Fernández,Valentín Las pequeñas colecciones teatrales de posguerra 18. Ricci, Cristián H. El espacio urbano en la narrativa del Madrid de la Edad de Plata (1900-1938) 19. Thon Sonia Una posición ante la vida. La novela corta humorística de Margarita Nelken

Una posición ante la vida. La novela corta humorística de Margarita Nelken

Sonia Thon

LB-19

Una posición ante la vida. La novela corta humorística de MARGARITA NELKEN Sonia Thon

ISBN 978-84-00-08986-3

CSIC 9 788400 089863

Colección LITERATURA BREVE - 19 Consejo Superior de Investigaciones Científicas